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Colección

Filosofía y Derecho

José Juan Moreso Mateos (dir.)


Jordi Ferrer Beltrán (dir.)
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LA REPÚBLICA DELIBERATIVA
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JOSÉ LUIS MARTÍ


Profesor de Derecho internacional privado
Universidad Pontificia Comillas de Madrid

LA REPÚBLICA
DELIBERATIVA
Prólogo de
¿¿¿¿¿

MARCIAL PONS, EDICIONES JURÍDICAS Y SOCIALES, S. A.


MADRID 2006 BARCELONA
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Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright»,
bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cual-
quier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la dis-
tribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© José Luis Martí


© MARCIAL PONS
EDICIONES JURÍDICAS Y SOCIALES, S. A.
San Sotero, 6 - 28037 MADRID
☎ (91) 304 33 03
ISBN: 84-
Depósito legal: M. 2006
Diseño de la cubierta:
Fotocomposición: JOSUR TRATAMIENTO DE TEXTOS, S. L.
Impresión: ELECÉ, INDUSTRIA GRÁFICA, S. L.
Polígono El Nogal
Río Tiétar 24, 28110 Algete (Madrid)
MADRID, 2006
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A Josep Solé, a quien le habría gustado leer este libro...


A Manuel y Concepcicón, mis padres, por el amor más limpio....
A Águeda, por el amor más intenso... y su sonrisa.... y su ayuda...
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ÍNDICE
Pág.

PRÓLOGO....................................................................................................... 13
PREFACIO....................................................................................................... 15

PRIMERA PARTE:
UN NUEVO MODELO DE DEMOCRACIA

CAPÍTULO I. INTRODUCCIÓN. LA INSATISFACCIÓN DE LA


DEMOCRACIA ......................................................................................... 25
1. NUEVA CRISIS DE LA DEMOCRACIA Y EL SURGIMIENTO DE
UN NUEVO MODELO ....................................................................... 25
2. LOS ORÍGENES HISTÓRICOS DEL MODELO .............................. 31
3. ¿QUÉ ES LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA? ............................. 36
4. INCAPACIDAD PARA RESOLVER CONFLICTOS: LOS DE-
SACUERDOS PERSISTENTES ......................................................... 45
4.1. La tesis de la inocuidad de la deliberación ................................. 46
4.2. La tesis del perjuicio de la deliberación ..................................... 49

CAPÍTULO II. EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATI-


VAS ............................................................................................................. 53
1. PRINCIPIOS DEMOCRÁTICOS DE TOMA DE DECISIONES ...... 54
1.1. Argumentación, negociación y voto .......................................... 55
1.2. El uso estratégico de la argumentación ...................................... 66
2. LA NOCIÓN DE INTERÉS POLÍTICO ............................................. 71
3. LAS ALTERNATIVAS A LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA .... 79
3.1. La democracia como mercado ................................................... 80
3.2. La democracia pluralista ............................................................ 82
3.3. La democracia agonista ............................................................. 85
4. LA POLÍTICA COMO CONFLICTO Y PODER ............................... 87
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X ÍNDICE

Pág.

CAPÍTULO III. LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA


DEMOCRACIA DELIBERATIVA ......................................................... 91
1. ¿QUIÉN DELIBERA? LOS SUJETOS DE LA DELIBERACIÓN .... 92
2. ¿SOBRE QUÉ SE DELIBERA? EL OBJETO DE LA DELIBERA-
CIÓN..................................................................................................... 95
2.1. De decisiones políticas, creencias, preferencias e intereses ....... 96
2.2. Restricciones sustantivas a la deliberación ................................ 99
3. ¿CÓMO SE DELIBERA? EL PROCESO DE DELIBERACIÓN
DEMOCRÁTICA ................................................................................. 102
3.1. Principios estructurales del proceso democrático deliberativo .. 104
3.2. El problema de la argumentación .............................................. 111
4. LAS PRECONDICIONES DE LA DELIBERACIÓN DEMOCRÁTI-
CA ........................................................................................................ 122
5. LA PARADOJA DE LAS PRECONDICIONES DE LA DELIBE-
RACIÓN DEMOCRÁTICA ................................................................. 129

SEGUNDA PARTE:
LA JUSTIFICACIÓN DE UNA REPÚBLICA DELIBERATIVA
FRENTE AL ELITISMO DEMOCRÁTICO

CAPÍTULO IV. LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTI-


CAS ............................................................................................................ 147
1. PROCEDIMIENTO Y SUSTANCIA DE LA LEGITIMIDAD POLÍ-
TICA ..................................................................................................... 149
2. UNA PARADOJA Y UN DILEMA ..................................................... 167
3. LA PRIORIDAD PRAGMÁTICA DE LA DELIBERACIÓN DEMO-
CRÁTICA ............................................................................................ 181

CAPÍTULO V. LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELI-


BERATIVA ................................................................................................. 191
1. LA JUSTIFICACIÓN EPISTÉMICA .................................................. 194
1.1. El valor epistémico de la democracia ........................................ 199
1.2. El valor epistémico de la democracia deliberativa ..................... 207
1.3. Algunos problemas de la justificación epistémica ..................... 215
2. LA JUSTIFICACIÓN SUSTANTIVA ................................................. 219
2.1. Igual autonomía política, libertad e igual dignidad .................... 220
2.2. Reciprocidad, cooperación y otros valores ................................ 224
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ÍNDICE XI

Pág.

CAPÍTULO VI. LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRE-


SENTACIÓN POLÍTICA ......................................................................... 229
1. EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA ............... 231
1.1. El concepto de representación política ...................................... 232
1.2. Dos modelos de representación ................................................. 239
1.3. Dos concepciones de la democracia deliberativa........................ 252
2. LA REPÚBLICA DELIBERATIVA .................................................... 257
2.1. El pensamiento republicano ....................................................... 258
2.2. La república deliberativa frente al elitismo político ................... 266
3. LOS ARGUMENTOS DE LA DIVISIÓN DEL TRABAJO Y DEL
COSTE DE LA DELIBERACIÓN ...................................................... 282

TERCERA PARTE
UNA REPÚBLICA DELIBERATIVA REAL

CAPÍTULO VII. LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN ... 293


1. SOBRE EL DISEÑO INSTITUCIONAL DE UN IDEAL REGULA-
TIVO ..................................................................................................... 294
2. REFORMAS CONSTITUCIONALES Y ESTRUCTURA BÁSICA
DE LA REPÚBLICA DELIBERATIVA ............................................. 299
3. CIUDADANOS, ESFERA PÚBLICA Y DELIBERACIÓN PÚBLI-
CA NO INSTITUCIONAL .................................................................. 311
4. MECANISMOS INSTITUCIONALES DE PARTICIPACIÓN DE-
MOCRÁTICO-DELIBERATIVA ......................................................... 321

CAPÍTULO VIII. CONCLUSIONES ........................................................ 327


BIBLIOGRAFÍA ............................................................................................ 335
ÍNDICE ANALÍTICO .................................................................................... 367
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PRÓLOGO
Roberto Gargarella 1* y José Juan Moreso 2**

Escribo
en defensa del reino
del hombre y su justicia. Pido
la paz
y la palabra. He dicho
“silencio”, “vacío”,
etc.
Digo
“del hombre y su justicia”,
“océano pacífico”,
lo que me dejan.
Pido
la paz y la palabra.

Blas DE OTERO, Pido la paz y la palabra.

(I)

El libro que se disponen a leer contiene todo aquello que puede espe-
rarse de una obra filosófica cuya génesis es una tesis doctoral académica,
la tesis de José Luis MARTÍ es un ejemplar afortunado de este género. Fun-

*
Universidad Torcuato di Tella, Buenos Aires.
**
Universitat Pompeu Fabra, Barcelona.
1
Es verdad que contábamos con el magnífico libro de NINO, 1997, publicado primero en
inglés (pero ya póstumo) en 1996, pero si bien es cierto que el libro contiene una articulación origi-
nal de la democracia deliberativa, no pretende en cambio abarcar el debate sobre la cuestión.
2
HART, 1961.
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XIV JOSÉ LUIS MARTÍ

damentalmente de este tipo de trabajos esperamos un retrato fiel y minu-


cioso del paisaje intelectual que pretende abarcar y, adquiriendo el relieve
adecuado, una posición propia que nos ayude a comprender el trasfondo
conceptual del autor y nos permita, si lo deseamos, pensar por nuestra
cuenta sobre la cuestión.
Ambas cosas se encuentran, con creces, en esta obra sobre la demo-
cracia deliberativa. Por sus páginas desfilan todos los perfiles que el debate
sobre la democracia deliberativa ha adquirido en nuestros días. A ello hay
que añadir una clara conciencia de cómo estos perfiles se incardinan en la
tradición filosófica, desde los clásicos griegos hasta nuestros días. Por otra
parte, se articula un modelo de democracia deliberativa que, con el autor,
podemos denominar republicano, en contraposición a otro modelo posi-
ble, a un modelo elitista de democracia deliberativa. Esta defensa se lleva
a cabo sin rehuir los problemas filosóficos, los problemas de justificación
normativa, más arduos que dicha posición conlleva. El lector encontrará
alta esgrima argumentativa en estas páginas, pero apreciará también que
esta esgrima nunca se convierte en floritura, nunca es llevada más allá de
lo necesario para clarificar las tesis fundamentales que se van articulando.
En mi opinión, sobre esta cuestión no disponíamos hasta ahora de una obra
en castellano con todas estas virtudes 3 y, también por esta razón, ha de
ser bienvenida.

(II)

El libro es un libro de filosofía política y, como tal, no necesita otra


justificación. La filosofía política es una rama de la filosofía práctica y,
por tanto, trata de esclarecer los fundamentos normativos de nuestras ins-
tituciones políticas para justificarlos o, en su caso, censurarlos. Ahora bien,
dado que los autores de este prólogo se han dedicado, principal y respec-
tivamente, a la filosofía política y a la filosofía jurídica, tal vez merece la
pena interrogarse en qué medida la filosofía política es relevante para nues-
tra comprensión del derecho. Y a ello dedicaremos lo que resta de este
prólogo.

(III)

Es un truismo, tantas veces repetido, que el derecho es una práctica


social, lo que significa que el derecho no es un fenómeno natural, que los

3
Una idea semejante a esta puede hallarse en WALDRON, J. «Law» en JACKSON, F., y SMITH,
M. (eds.) 2005: The Oxford Handbook of Contemporary Philosophy. Oxford: Oxford University
Press, pp. 181-207, pp. 191-193.
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LA REPÚBLICA DELIBERATIVA XV

deberes y derechos jurídicos son convencionales, en el sentido de que


dependen de la existencia de determinadas acciones humanas, usualmente
de la promulgación y derogación de determinadas normas. Esto es lo que
hace, por ejemplo, que en España exista ahora el derecho a contraer matri-
monio con una persona del mismo sexo y no exista dicho derecho en Italia.
La tentación de muchos teóricos del derecho ha sido, y es todavía, afir-
mar que para describir y comprender esta práctica social no hace falta
teoría normativa alguna, basta con observar cuáles son las normas pro-
mulgadas que se aceptan en una sociedad. Tal vez por esta razón, en el
prefacio del libro más influyente de los últimos cincuenta años en filoso-
fía jurídica, The Concept of Law de H.L.A. HART 4, se afirma que su enfo-
que del derecho puede ser visto también como un ensayo de «sociología
descriptiva». Pero, ¿son estos enfoques plausibles?
Pensemos en una práctica social más simple que el derecho. Pensa-
mos en la práctica convencional de guardar la cola para comprar la entrada
para el cine, para el teatro, para subir al autobús. Se trata de una práctica
convencional y contingente, pero una vez establecida genera deberes y
derechos a sus participantes, dicho ahora brevemente: el deber de aguar-
dar a que obtenga su entrada o billete aquel que nos precede en la cola y
el derecho a obtenerlo antes que el que nos sucede en la cola. Sin embargo,
como se trata de una práctica convencional, no está escrito que todos los
conflictos que pueden plantearse en lo que concierne a guardar la cola
tengan una clara y unívoca solución en estas reglas tan simples. Pensemos
en la cuestión siguiente: ¿puede venderse, a cambio de dinero o especie,
la posición en la cola? Nada en las reglas referidas lo prohíbe, nada tam-
poco lo permite. Cuando en algunas ocasiones hemos planteado este pro-
blema a nuestros estudiantes de derecho, acostumbran a dividirse más o
menos por la mitad. Supongamos que se plantea realmente el conflicto y
supongamos también que, como ocurre en el derecho, hay alguien que
tiene el cometido de resolver el conflicto, llamémosle el guardián de la
cola. Si, como de nuevo ocurre en el derecho, existe la prohibición de non
liquet, es decir si el guardián de la cola está obligado a tomar una deci-
sión, ¿con qué criterios habrá de tomarla?
Parece razonable pensar que nuestro guardián de la cola deberá argu-
mentar por una solución que encaje mejor con el sentido que asignemos
a la práctica de guardar la cola. Si se nos permite la frivolidad, podríamos
decir que hay, al menos, dos enfoques posibles que atribuyen sentido a la
práctica de guardar la cola, un enfoque liberal y un enfoque republicano.
Para el enfoque liberal, la práctica tiene sentido en cuanto nos permite
razonablemente la coordinación en aquellas actividades en las que somos

4
En «Introduction: Law and Morals» y «The Concepts of Law» ambos en DWORKIN, R., 2006:
Justice in Robes. Cambridge, Mass.: Harvard University Press.
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XVI JOSÉ LUIS MARTÍ

muchos los que queremos disfrutar de algún recurso escaso y dicha coor-
dinación satisface nuestros intereses individuales. Eso es todo. Para este
enfoque no hay problema alguno en permitir la compraventa de la posi-
ción en la cola, puesto que ningún interés individual es afectado por esta
compraventa. Para el enfoque republicano, en cambio, la práctica tiene
sentido porque otorgando el derecho por turnos como consecuencia de la
espera, nos reconocemos unos a otros como iguales, como miembros del
mismo grupo y aceptar la compraventa, representaría corromper este reco-
nocimiento recíproco, puesto que alguien podría alcanzar su turno sólo
por disponer de más dinero. Si a alguien le parece ilusa la concepción
republicana, que piense en una lista de espera para un trasplante de riñón
y considere entonces cuán razonable le parecería admitir la compraventa
del lugar en la lista. Para el enfoque republicano, como es obvio, la com-
praventa del puesto en la cola está prohibida. Bien, ¿está prohibida o debe-
ría estar prohibida? ¿Deberíamos distinguir claramente entre aquello que
la práctica de guardar cola es y aquello que debería ser? Como es sabido,
esto sólo es una evocación del motto del positivismo jurídico (de BENTHAM
y AUSTIN a KELSEN, ROSS, HART y BOBBIO) acerca de la nítida separación
entre el derecho que es y el derecho que debe ser. Es razonable mantener
esta distinción, pero debemos comprenderla cabalmente. El enfoque del
guardián de la cola y los enfoques de los teóricos acerca de la práctica de
guardar la cola, si los hubiere, acerca del point de la práctica, acerca de
aquello que la práctica debería ser, afectan irremediablemente a aquello
que la práctica es.
De modo semejante, las creencias acerca de lo que una práctica tan
compleja como el derecho debe ser, afectan a aquello que el derecho es.
Y las creencias acerca de lo que el derecho debe ser son el terreno de la
filosofía política. No podemos comprender cabalmente el derecho de nues-
tras democracias, sin una comprensión adecuada de nuestras prácticas
democráticas, de nuestras prácticas constitucionales, del lugar que en ellas
ocupa la deliberación parlamentaria, la deliberación ciudadana, el papel
del gobierno, la posición de los jueces y tribunales.
Alguien podría insistir todavía en que todo ello puede hacerse sin tomar
ningún partido desde el punto de vista normativo. Desentrañar las diver-
sas ideologías imperantes sería, entonces, necesario para comprender el
funcionamiento del derecho en nuestras sociedades, pero nada más. Tal
vez esto sea posible, pero no se corresponde con casi ninguna de las teo-
rías jurídicas que conocemos, las teorías jurídicas contienen un ideal, explí-
cito o implícito, de derecho y, a partir de él, describen la práctica jurídica.
Lo anterior no comporta, de ningún modo, que el derecho tal y como
es sea siempre como debe ser. Es siempre posible considerar que una prác-
tica jurídica bien establecida es injusta y debería ser cambiada. Ahora bien,
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LA REPÚBLICA DELIBERATIVA XVII

sin una idea acerca de qué debe ser el derecho, nuestra comprensión del
derecho que es resulta muy deficiente y distorsionada 5.
Recientemente Ronald DWORKIN, ha contrapuesto dos conceptos des-
criptivos de derecho, que denomina sociológico y taxonómico, a otros dos
inevitablemente normativos, que denomina doctrinal y aspiracional. El con-
cepto doctrinal de derecho es el que nos permite establecer las condiciones
en las cuáles puede afirmarse, por ejemplo, que en el derecho español, la pena
de muerte está prohibida o que las personas tienen derecho a contraer matri-
monio con personas de su mismo sexo. Para DWORKIN, esta tarea no puede
ser llevada a cabo si se prescinde de un ideal, de un concepto aspiracional,
de derecho. Este concepto aspiracional está a menudo representado por lo
que denominamos Rule of Law o, en nuestra versión, Estado de derecho.

(IV)

Un análisis más detenido de esta cuestión nos llevaría a una evalua-


ción del alcance y el contenido de la tesis filosófica de la separación de
los hechos y los valores. No es éste el lugar para llevar a cabo esta her-
cúlea tarea. Sin embargo, con independencia de la fortuna de dicha tesis,
creo que podremos convenir en que la filosofía política en la medida en
que nos ayuda a comprender el sentido y la justificación de nuestras prác-
ticas y de nuestras instituciones políticas, es un instrumento necesario y
precioso para un entendimiento cabal de nuestras prácticas jurídicas.
El trabajo de José Luis MARTÍ está anclado en la profunda convicción,
dworkiniana y waldroniana, de que en nuestras sociedades actuales la dis-
crepancia acerca de cuestiones políticas y morales es amplia y profunda.
Es más, la razonable estabilidad del derecho en nuestras sociedades es
compatible con profundos desacuerdos acerca del significado último de
instituciones jurídicas centrales, como la Constitución, la libertad de expre-
sión, la igualdad, el derecho de propiedad, etc. De hecho, algunos entre
nosotros creen que, a pesar de la ley que reforma el código civil y con-
cede el derecho a contraer matrimonio con personas del mismo sexo, la
Constitución española les veda dicho derecho; y cuando uno de nosotros
estudiaba derecho penal en la Facultad a finales de los años setenta y prin-
cipios de los ochenta del pasado siglo, había un manual de derecho penal
en donde se defendía que la pena de muerte seguía vigente en España a
pesar del artículo quince de la Constitución de 1978 que la abolía, porque
hasta que el legislador no reformara el código penal aboliéndola (lo hizo
en 1983), la Constitución no surtía efecto.

5
Por cierto, que una idea semejante a ésta había sido desarrolada años atrás por NINO, C. S.,
1985: La validez del derecho, Buenos Aires: Astrea.
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XVIII JOSÉ LUIS MARTÍ

Consideramos muy relevante para la comprensión del derecho articu-


lar adecuadamente lo que DWORKIN ha denominado algunas veces el «ful-
crum of disagreement». Ahora bien, es cierto que una teoría jurídica ade-
cuada ha de explicar también el «fulcrum of agreement», es decir, la
estabilidad de nuestras prácticas jurídicas, síntoma de que disponemos de
algún consenso convencional o de algún otro tipo.

Barcelona-Buenos Aires, a 22 de septiembre de 2006.

(V)

Conocí a José Luis cuando era un estudiante inquieto, que nos sor-
prendía con sus observaciones y buenas preguntas. Poco después, él pasó
a ser un graduado, que nos acercaba lecturas y autores que desconocía-
mos. Un poco más tarde se convirtió en un colega que nos contradecía y
desafiaba con sus intervenciones. Hoy, José Luis es un gran amigo, que
además me enseña qué es y cómo se debe pensar la democracia delibera-
tiva.
Durante la elaboración del trabajo doctoral que hoy culmina con la
forma de este libro, tuve discusiones muy fuertes con José Luis, normal-
mente por vía electrónica. En muchas ocasiones deseé contar con algún
tipo de máquina tele-transportadora (como aquellas que aparecían en Star
Trek), capaz de llevarme en un instante a su lado, para continuar con nues-
tros debates. Ansiaba tener discusiones todavía más vehementes, más inmo-
deradas, menos contenidas por los límites propios de la distancia. De todos
modos, estas acaloradas discusiones (las que tuve y las que quise tener),
jamás pusieron en duda la calidad de nuestra relación. Por el contrario,
sólo la afirmaron, marcando la impronta que todavía la distingue. Final-
mente, podría decirse, nuestra amistad refleja y reproduce nuestras más
profundas convicciones teóricas, alineadas con la democracia deliberativa
y el republicanismo. Así, con José Luis disentimos, deliberamos, y luego,
inevitablemente, llegamos a algún tipo de acuerdo. Y este tipo de acuerdo,
el que surge de la buena disposición y la confianza en el otro, es el que
refuerza y da sentido a los vínculos que nos mantendrán siempre juntos.

RG

(VI)

Tal vez este prólogo ayude a suministrar algunas razones para que los
juristas lean el libro de José Luis MARTÍ. Estas razones son sólo instru-
mentales, pero al principio del prólogo Roberto y yo nos hemos referido
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LA REPÚBLICA DELIBERATIVA XIX

a razones que son intrínsecas, a las múltiples virtudes del libro. Las razo-
nes que justifican leer el libro son las intrínsecas, las otras son sólo adi-
cionales, como adicional es este prólogo.
No obstante, no quiero terminar sin decir que haber conocido a MARTÍ
cuenta entre lo mejor que me ha sucedido en mi vida de académico. He
conversado con él interminable e incansablemente, sobre las cuestiones
del libro y sobre muchas otras, de filosofía, de política, de literatura, de
música, de cine y de tantas cosas. La conversación humana, el diálogo, la
deliberación, son el humus en donde crece la amistad. Y la amistad nos
hace mejores. Me enorgullezco de contarlo entre mis amigos.
Si es verdad, como él dice afectuosamente en el prefacio, que conmigo
ha aprendido algunos rasgos de cómo articular, y también de cómo des-
truir, un argumento filosófico; más verdad es todavía que yo he aprendido
con él casi todo lo que sé de teoría y justificación de la democracia.

JJM
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PRIMERA PARTE
UN NUEVO MODELO
DE DEMOCRACIA
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El objetivo de la primera parte de este libro es presentar el modelo


general de la democracia deliberativa contemporánea, el modelo demo-
crático que mayor atención ha recibido por parte de teóricos y académi-
cos en los últimos veinte años y comienza incluso a despertar el interés
de algunos miembros de las clases políticas dirigentes en el mundo desa-
rrollado. La corriente teórica que lo defiende es amplia, heterogénea y
compleja. Son muchos los autores que a lo largo de más de dos décadas
se han ocupado de algún aspecto u otro de la deliberación democrática,
unidos (casi) todos ellos por una común insatisfacción no sólo hacia los
modelos teóricos dominantes de la democracia, sino también hacia la rea-
lidad de las democracias avanzadas contemporáneas, que recurrentemente
ha sido percibida como una incipiente crisis de legitimidad. Pero, junto a
sus coincidencias, no han sido pocas las discusiones y divergencias inter-
nas, y como suele ocurrir en estos casos, cada uno de los defensores del
modelo ha hilvanado un discurso parcial no siempre coherente con el de
los demás. Han proporcionado diversas (y robustas) fundamentaciones filo-
sóficas, profundos análisis de algunos de los elementos del modelo, meti-
culosos exámenes de las ventajas y comparaciones con otros modelos, y
hasta ambiciosas propuestas de diseño institucional. Lejos de reproducir-
las todas aquí, en los tres capítulos que componen esta primera parte pre-
sentaré lo que en mi opinión constituye la mejor versión del modelo, que
coincide además, por lo general, con el núcleo común compartido por sus
defensores más importantes.
Como reconstrucción académica necesariamente simplificada, que res-
ponde al objetivo de encuadrar mis argumentos posteriores en un paisaje
más o menos armónico, algo se perderá de las ricas discusiones que se han
generado en el seno de esta corriente. Más que la exhaustividad, he bus-
cado la precisión y la claridad que permitan comprender las claves de la
democracia deliberativa, y he seleccionado aquellos puntos de discusión
que a mi juicio representan los desafíos más importantes para su modelo.
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10 JOSÉ LUIS MARTÍ

Si logro cumplir con mi objetivo, se comprenderá con facilidad que a la


hora de justificar el modelo, en la segunda parte del libro, una de las ver-
siones del modelo democrático deliberativo, aquélla fundada en valores
de tradición republicana, logra una mayor coherencia y solidez. La repú-
blica deliberativa será, pues, defendida como la mejor articulación del ideal
general de la democracia deliberativa. Pero ello ya concierne a la tarea de
la segunda parte del libro. Antes, como casi siempre, será mejor comen-
zar por el principio.
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CAPÍTULO I
INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN
DE LA DEMOCRACIA

1. NUEVA CRISIS DE LA DEMOCRACIA Y EL SURGIMIENTO


DE UN NUEVO MODELO

La teoría de la democracia del siglo XX ha estado expuesta a profundas


transformaciones y «pequeñas revoluciones», como lo ha estado, de hecho,
la democracia misma. Las «viejas» estructuras democráticas heredadas del
siglo XIX tuvieron que enfrentarse durante la primera mitad del XX a fuer-
tes tendencias antidemocráticas provenientes del fascismo, el marxismo-
leninismo, el anarquismo, los sectores conservadores tradicionalistas, etc.,
unas tendencias contra las que no estaban del todo preparadas. Ante esta
situación, durante los primeros treinta años del siglo, los pocos teóricos que
se ocuparon de la democracia denunciaron la obsolescencia de las estruc-
turas heredadas. Tras más de cien años de constantes luchas por implantar
la democracia, y tras haberlo logrado sólo en unos pocos países 1, los pri-
meros «teóricos de la democracia» se sentían entonces incómodos e insa-
tisfechos con la realidad de las estructuras democráticas que les rodeaban,
a la vez que temerosos de perderlas, y apuntaban a nuevas vías de renova-

1
Robert DAHL nos recuerda que en el año 1900, de 43 países existentes en el mundo tan sólo
seis eran mínimamente democráticos, esto es, contaban con sufragio universal o masculino. En
1950, la proporción pasó a ser de 25 sobre 75. Y en 1990, aun aumentando el número de países
democráticos en el mundo a 65, se mantenía una proporción de 3 a 1, existiendo 192 países en
total. Véase DAHL, 1998: 14. Tal vez merezca la pena tener siempre presentes estas cifras antes de
sumergirse en cualquier reflexión sobre la democracia.
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12 JOSÉ LUIS MARTÍ

ción que les permitieran avanzar en su camino hacia el ideal democrático.


Así, John DEWEY apelaba en 1927 a una filosofía pragmatista para justifi-
car la extensión de los valores democráticos e incentivar un debate público
racional en una sociedad civil que, en el mejor de los casos, se sentía ale-
jada de sus representantes y poco protagonista de las decisiones políticas,
y en el peor, descreía de la legitimidad de sus gobiernos democráticos y
buscaba alternativas más sólidas y estables. G. D. H. COLE coincidía en
diagnosticar que la clase política dirigente se centraba en unos problemas
completamente distintos a los que el pueblo sentía como propios, y habiendo
perdido la fe en la posibilidad de mejorar las estructuras políticas, abogaba
por la democratización de las fábricas como un mecanismo esencial para
que la clase obrera pudiera tomar las riendas de sus propias vidas. Harold
LASKI anunciaba pomposamente «la crisis de la democracia» 2.
Las fuertes convulsiones de las dos guerras mundiales y, sobre todo,
el miedo provocado por la amenaza de las dictaduras, algunas de ellas fas-
cistas, más el nuevo «equilibrio» mundial existente a fines de los años cua-
renta, provocaron un cierre de filas en torno a una democracia «renovada»,
que reforzara el papel de los partidos políticos —los nuevos agentes polí-
ticos dispuestos a mediar y absorber todas las sinergias emergentes de la
sociedad civil—, que acentuara el componente elitista de la clase política
que integraba los órganos representativos, y que enfatizara la idea de la
división del trabajo público, todo ello con el objetivo de alcanzar una muy
esperada estabilidad entre las masas, una estabilidad al precio de la neu-
tralización. La teoría de la democracia respondió rápidamente a esta nueva
situación, y el trabajo de Joseph SCHUMPETER 3 se convirtió en la radio-
grafía fiel de una nueva democracia a la que, por fin, aguardaban años de
paz, estabilidad... y aletargo. Nacían así, reforzadas por la hegemonía del
utilitarismo en la filosofía política 4 y por los últimos desarrollos de la
ciencia económica y política 5, dos nuevas corrientes teóricas que en el
apartado 3 del capítulo II identificaré con los modelos de la democracia
como mercado y la democracia pluralista 6. Estas dos corrientes se her-
manan en su enfoque «realista» de la democracia, en una pérdida de con-
2
Véanse respectivamente COLE, 1919 y 1920; DEWEY, 1927; y LASKI, 1933. Todos estos
«viejos» teóricos de la democracia están hoy prácticamente olvidados.
3
Véase SCHUMPETER, 1942.
4
Sobre cómo el pensamiento utilitarista consiguió prácticamente desarticular toda otra filo-
sofía política normativa durante buena parte del siglo XX, al menos en el ámbito anglosajón, véase
GOODIN y PETTIT, 1993.
5
Me refiero sobre todo a la aparición y posterior desarrollo de las teorías del rational choice
y el social choice y al refinamiento de la metodología empleada.
6
Entre los partidarios del primero, vendrían tras SCHUMPETER autores como BUCHANAN, 1954
y 1975; DAHL, 1956; DOWNS, 1957; HAYEK, 1960; BUCHANAN y TULLOCK, 1962; ARROW, 1951; y
RIKER, 1962, 1982, 1986 y 1996. Entre los defensores de la democracia pluralista, autodefinidos
como seguidores de Arthur BENTLEY (BENTLEY, 1908), encontramos principalmente a TRUMAN,
1959; y DAHL, 1956, 1985, 1989 y 1998.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 13

INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN DE LA DEMOCRACIA 13

fianza, cuando no directamente una caída en el escepticismo, hacia el dis-


curso político-moral normativo, y en adoptar como valores políticos bási-
cos la estabilidad y la eficiencia.
Es en este contexto en el que Lane DAVIS, en un lúcido y temprano
artículo de 1964, emprende la defensa de lo que ella denominaba la teoría
«clásica» de la democracia, esto es, la teoría que reivindicaba las nocio-
nes de soberanía popular y autogobierno, entendidas como la pretensión
de que sea el pueblo el que realmente tome las decisiones políticas, las
decisiones que afectan a todos. DAVIS defendía dicha teoría «clásica» frente
a las «nuevas» concepciones democráticas «realistas» surgidas «en los últi-
mos treinta años», y afirmaba que «el coste del realismo ha consistido en
el abandono práctico de lo que ha sido la función moral característica de
la política y el gobierno democráticos» 7. A esta crítica incipiente debemos
agregarle algunas voces de alarma que surgieron incluso dentro de las pro-
pias filas de la «nueva» teoría de la democracia. A mediados de los años
cincuenta, y a lo largo de los sesenta y setenta, aparecieron algunos estu-
dios que, con preocupación, y como ya ocurriera treinta años antes, cons-
tataban un imparable crecimiento de la abstención y la apatía política, un
progresivo alejamiento entre la clase política y la ciudadanía, y un consi-
derable riesgo de debilidad y merma de la legitimidad de las estructuras
democráticas 8. Finalmente, y en paralelo a la preocupación académica,
durante los años sesenta emergieron también determinados movimientos
sociales de protesta —como los movimientos en favor de los derechos civi-
les de los negros, las protestas estudiantiles en las universidades de Esta-
dos Unidos contra la guerra del Vietnam entre otras cuestiones, o el Mayo
del 68 francés—, que criticaban duramente las instituciones políticas esta-
blecidas. Por enésima vez, se hablaba de «crisis de la democracia».
En el diagnóstico de la enfermedad aparece el convencimiento de que
la desafección política está causada por el extremo individualismo de las
sociedades capitalistas modernas, promovido a su vez por el modelo libe-
ral y no intervencionista de la democracia. Este modelo democrático ofrece
una imagen mercantilizada según la cual toda acción política debe res-
ponder a un cálculo racional de costes-beneficios y en la que los partidos
políticos se dedican básicamente a competir por los votos de sus ciuda-
danos, con un interés decreciente por los problemas reales y aún menor
por los valores políticos de fondo 9. Más allá del «teatro democrático» que

7
Véase DAVIS, 1964: 37.
8
Véase principalmente los trabajos ya clásicos de CAMPBELL et al., 1960; BERELSON y JANO-
WITZ, 1966; y CROZIER, HUNTINGTON y WATANUKI, 1975. Véase también BOBBIO, PONTARA y VECA,
1985.
9
Es el modelo descrito fielmente por los trabajos de SCHUMPETER, 1942; DOWNS, 1956;
BLACK, 1958; y BUCHANAN y TULLOCK, 1962; y antes MICHELS, 1911.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 14

14 JOSÉ LUIS MARTÍ

implican las elecciones periódicas, los ciudadanos comprenden que las deci-
siones políticas más importantes se toman a sus expensas, y que son los
grupos de presión más poderosos los que acaban por imponer sus prefe-
rencias. Es contra este modelo, culpable de la crisis, que surgen nuevas pro-
puestas que reclaman un cambio en «la manera de hacer las cosas», y explo-
ran vías alternativas a las «viejas» estructuras democráticas que permitan
adaptarse a los nuevos tiempos y que, sobre todo, hagan recuperar a los
ciudadanos la ilusión por la cosa pública, les implique de forma personal
en la toma de decisiones políticas 10 y les haga dignos sujetos de los dere-
chos que tanto ha costado conseguir. Se propone recuperar los lazos de
comunidad, retomar los ideales de autogobierno, y transformar el sistema
democrático para hacerlo más permeable a los verdaderos intereses de la
ciudadanía, desvinculando la noción de «interés público» de los intereses
egoístas de los individuos 11, para rehabilitar su voz y dignificar el ámbito
de la política proscribiendo o limitando los elementos de mercadeo y rega-
teo en la toma de decisiones políticas. En definitiva, se reivindican nuevas
formas de democracia participativa 12. Y de este modo, como reacción al
discurso académico y social de la crisis, la teoría de la democracia, al menos
la de origen anglosajón, comienza a sufrir una profunda renovación.
Aunque conviene no confundir democracia participativa con demo-
cracia deliberativa, por razones que expondré más adelante, es innegable
que el poso teórico que la primera fue dejando durante los años cincuenta,
sesenta y setenta, sirvió de alimento e inspiración, además de cojín, para
la democracia deliberativa en los años ochenta. Suele decirse que es pre-
cisamente 1980 el año del nacimiento de la democracia deliberativa, porque
fue entonces cuando Joseph BESSETTE acuñó esta expresión en su artículo
pionero «Deliberative Democracy: The Majority Principle in Republican
Government» 13. Es esta década de los ochenta la que puede ser calificada

10
Véase el trabajo precursor de Peter LASLETT sobre la sociedad «cara a cara», uno de los
precedentes inmediatos de la teoría deliberativa, en LASLETT 1956.
11
Una de las tesis centrales del modelo democrático liberal es justamente la negación del
bien común o el interés público como algo más que una mera agregación de los intereses indivi-
duales particulares, vinculada generalmente a un escepticismo radical en materia de valores mora-
les y políticos. Para la defensa de una noción más densa de interés público, véase, de aquellas
décadas, BARRY, 1964 y 1965; FLATHMAN, 1966; V. HELD, 1970; y BACHRACH, 1973. Y un intento
interesante de enfatizar el papel de la discusión política desde la propia teoría del social choice,
en BUCHANAN, 1954: 120. Analizaré algunos de los problemas que conciernen a la noción de «inte-
rés» en el apartado 2 del capítulo II.
12
Para una iluminadora comparación entre estas dos formas de entender la política demo-
crática, identificada una con la metáfora del mercado y la otra con la del foro, véase ELSTER, 1986.
Entre las aportaciones más significativas de la democracia participativa, véanse, además de los
trabajos ya mencionados de LASLETT y DAVIS, BACHRACH, 1967 y 1973; SHKLAR, 1969; PATEMAN,
1970; BENELLO y ROUSSOPOULOS, 1971; PENNOCK y CHAPMAN, 1975; MACPHERSON, 1977; FISHKIN,
1979; MANSBRIDGE, 1983; y BARBER, 1984.
13
BESSETTE, 1980. Sobre la atribución de la fecha, véase por ejemplo BOHMAN, 1998: 400.
La historia del término «democracia deliberativa» es un tanto curiosa. Como he dicho, general-
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 15

INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN DE LA DEMOCRACIA 15

como período de gestación del modelo, el momento en que se publican


algunos de los trabajos más importantes que sentarían las bases del prolí-
fico debate que aún estaba por venir 14. Y en ese mismo período, en Europa,
Jürgen HABERMAS publicaba su Teoría de la acción comunicativa, que esta-
blecía unos poderosos cimientos filosóficos para la democracia delibera-
tiva 15. Se trata, en definitiva, de un período ampliamente nutrido en el que
se publican decenas de trabajos sobre este tema 16.
Si los ochenta fueron los años de gestación de la democracia delibe-
rativa, los noventa claramente representaron el desarrollo y consolidación
del modelo. Aparecieron centenares de artículos y decenas de libros que
directa o indirectamente abordaban el tema, bien para defender esta nueva
teoría, bien para criticarla, y que le imprimieron una considerable sofisti-
cación 17. También algunos autores comenzaron a preocuparse, con mayor
o menor fortuna, de su diseño institucional y de su aplicación práctica a

mente se le atribuye a BESSETTE la invención del mismo. Pero la mayor parte de los estudios de
la década de los ochenta ignora por completo la expresión y ni siquiera citan el trabajo de BES-
SETTE. El primero en citarle es Cass SUNSTEIN en SUNSTEIN, 1985: 35, nota 26, y 1988: 169, nota
125. Joshua COHEN se hace eco de ello en 1989 en «Deliberation and Democratic Legitimacy»,
pero advirtiendo en la primera nota del texto que toma la expresión del trabajo citado de SUNS-
TEIN, y admite que éste cita «un artículo de BESSETTE que no he consultado». Cfr. COHEN, 1989a:
32, nota 1. Y es finalmente este trabajo de COHEN, ampliamente citado y discutido por los deli-
berativistas posteriores, que además no suelen referirse a BESSETTE, el que popularizaría la expre-
sión. De modo que el éxito de la misma depende finalmente de COHEN, aun cuando éste no hubiera
leído el artículo de su «creador».
14
Seguramente los más importantes son los siguientes: ELSTER, 1986 (que desarrolla algu-
nas ideas ya incluidas en ELSTER, 1983a: 53-65); COHEN, 1986a y 1989a; MANIN, 1987; y ACKER-
MAN, 1989 (que desarrolla algunas de las tesis apuntadas previamente en ACKERMAN, 1980).
15
HABERMAS, 1981. También, incluso antes, HABERMAS, 1962. El intento de HABERMAS se
distingue cualitativamente de los demás. Con completa independencia de lo que se estaba fra-
guando en la academia anglosajona, HABERMAS desarrolla una construcción filosófica profunda
del concepto de racionalidad humana que intenta reunir las tres facetas clásicas de la razón (la
teórica, la práctica y la estética) bajo una concepción unitaria, pragmática y esencialmente dia-
lógica. La teoría discursiva de HABERMAS que subyace a la razón, la teoría de la argumentación
que la soporta, y su concepción de la esfera pública, contribuyeron decisivamente a los desarro-
llos posteriores de la teoría de la democracia deliberativa. Aunque de hecho HABERMAS había
advertido que su teoría de la ética del discurso no debía utilizarse como justificación de teorías
políticas (véase HABERMAS, 1981 y 1990: 60 y 83; y BENHABIB, 1989: 143, 149, 150, y 154), y
no sería hasta los años noventa que él mismo publicaría diversas obras eminentemente políticas
(sobre todo HABERMAS, 1992a: en especial los capítulos VII y VIII, pero también véase HABER-
MAS, 1992b, 1994 y 1995). En esta misma línea, véanse también FRASER, 1986; BENHABIB, 1986;
y O’NEILL, 1989.
16
Para no cansar al lector, me abstendré de enumerar siquiera los trabajos más destacados,
aunque no me resisto a indicar que nombres como los de Jane MANSBRIDGE, Cass SUNSTEIN, y
Frank MICHELMAN, sumados a los mencionados en la nota 14, se convirtieron en verdaderamente
imprescindibles dentro de este primer período de gestación. Pueden verse las referencias de sus
trabajos, junto con las de todos los demás, en la bibliografía general al final del libro.
17
A lo largo de este período publican sus principales aportaciones a esta literatura autores
fundamentales como Seyla BENHABIB, James BOHMAN, Thomas CHRISTIANO, Joshua COHEN, John
DRYZEK, David ESTLUND, James FISHKIN, Robert GOODIN, Amy GUTMANN, Dennis THOMPSON,
Jürgen HABERMAS, Bernard MANIN, Jane MANSBRIDGE, Frank MICHELMAN, David MILLER, Carlos
NINO, John RAWLS, Henry RICHARDSON, Cass SUNSTEIN, e Iris Marion YOUNG.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 16

16 JOSÉ LUIS MARTÍ

determinados países o sectores del gobierno o de la administración 18. En


1998, James BOHMAN publica un state of the art titulado «The Coming of
Age of Deliberative Democracy», algo así como «la mayoría de edad de
la democracia deliberativa» 19, en donde sostiene que ésta ha adquirido una
progresiva madurez, que se han ido asentando y refinando sus tesis prin-
cipales, habiendo contribuido a ello las numerosas críticas recibidas durante
ese tiempo 20, y que ha llegado el momento de generar y comparar más
propuestas de implementación práctica. Y, ciertamente, desde finales de
los noventa y en lo que llevamos del presente siglo, la atención se ha des-
plazado, como vaticinaba BOHMAN, hacia las cuestiones prácticas de diseño
institucional o de evaluación de mecanismos reales de deliberación demo-
crática 21. Y sin embargo aún no contamos con un modelo claro unívoca-
mente construido. Son tantos los autores que han escrito sobre la demo-
cracia deliberativa, tantas las propuestas diversas, que se hace difícil
identificar alguna versión canónica del modelo 22.
El éxito del modelo democrático deliberativo, si lo medimos por el
impacto que ha generado en los ambientes académicos, es indudable 23, Por
esta razón, algunos han afirmado que la democracia deliberativa se ha con-
vertido ya en la teoría democrática dominante en la actualidad 24, No obs-

18
Así, aparecen propuestas de mecanismos deliberativos concretos (FISHKIN, 1991 y 1995),
estudios sobre la democracia deliberativa en el gobierno o en el parlamento norteamericanos (WILL,
1992; GREGG, 1996; WOLFENSBERGER, 2000), en Australia (UHR, 1998), en Haití (STOTZKY, 1997),
en las grandes ciudades (LURIA y ROGERS, 1999), en la educación (GUTMANN, 1987; FUNG, 2001;
GASTIL y DILLARD, 1999), en los medios de comunicación (LINSKY, 1988; PAGE, 1995; CANEL y
ECHART, 2000), en el derecho penal (DE GREIFF, 2000b), en el medioambiente (ECKERSLEY, 2000;
COHEN, ROGERS, SABEL, FUNG y LOVINS, 2000; LASLETT, 2001; THOMAS, 2001), en la administra-
ción pública (REICH, 1985 y 1988; MAJONE 1988), en la psicología (LARSON, FOSTER-FISHMAN y
KEYS, 1994), etc.
19
BOHMAN, 1998.
20
Entre los muchos críticos, podemos mencionar a Stanley FISH, Adam PRZEWORSKI, Lynn
SANDERS, Frederick SCHAUER, e Ian SHAPIRO. A lo largo del libro el lector tendrá ocasión de cono-
cer sus principales objeciones, así como las de otros opositores al modelo.
21
Véanse, por ejemplo, FISHKIN, 1991, 1995 y 1999; WRIGHT, 1995 y 2000; MURRAY, 1998;
COHEN, ROGERS, SABEL, FUNG y LOVINS, 2000; FISHKIN y LUSKIN, 2000A y 2000b; BAIOCCHI, 2001;
FUNG y WRIGHT, 2001; ACKERMAN y FISHKIN, 2002 y 2004; FUNG, 2004; MENDELBERG, 2002; VAN
AAKEN, LIST y LÜTGE, 2003; DELLI CARPINI, LOMAX COOK, JACOBS, 2004; RYFE, 2005, MORRELL,
2005; STEINER, BACHTIGER, SPÖRNDLI, STEENBERGER, 2004; y JACKMAN y SNIDERMAN, 2006.
22
Para una visión amplia y panorámica de la riqueza del modelo, véanse estas cinco com-
pilaciones de artículos destacados: BOHMAN y REHG, 1997; ELSTER, 1998a; MACEDO, 1999; KOH
y SLYE, 1999; FISHKIN y LASLETT, 2003; VAN AAKEN, LIST y LÜTGE, 2003; STEINER, BACHTIGER,
SPÖRNDLI, STEENBERGER, 2004; y BESSON y MARTÍ, 2006.
23
Aunque debemos circunscribir esta afirmación al ámbito anglosajón. En Europa y Lati-
noamérica todavía no ha alcanzado un protagonismo equiparable. Concretamente, en la academia
de habla hispana, además del magnífico trabajo de NINO, 1996 (que fue no obstante publicado pri-
mero en inglés, a título póstumo), sólo algunos pocos autores como Roberto GARGARELLA, Félix
OVEJERO, Francisco LAPORTA, Víctor FERRERES, Juan Carlos BAYÓN o Domingo GARCÍA MARZÁ,
se han ocupado de defender o criticar el modelo, y la democracia deliberativa sigue pasando prác-
ticamente desapercibida en los foros de discusión teórico-políticos.
24
Véanse CUNNINGHAM, 2002: 101; y MOUFFE, 2000: 45 y 46.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 17

INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN DE LA DEMOCRACIA 17

tante, nos queda un largo camino por recorrer. Los principios teóricos que
caracterizan el modelo no se han asentado de forma definitiva. Las obje-
ciones que se le han presentado son todavía fragmentarias. Y las propuestas
de diseño institucional son aún pocas y dispersas. Así que, aun si es cierto
como afirma BOHMAN que la democracia deliberativa ha alcanzado la
«mayoría de edad», todavía no podemos reconocerle una plena madurez.

2. LOS ORÍGENES HISTÓRICOS DEL MODELO

Antes de describir el modelo básico de la democracia deliberativa con-


viene explorar, siquiera superficialmente, algunas de sus raíces históricas,
teniendo en cuenta que no se trata en ningún sentido de un fenómeno nuevo
en la historia del pensamiento político. De hecho, la reivindicación de la
deliberación es tan antigua como la democracia misma, o incluso como el
propio pensamiento político 25. Efectivamente, han sido muchos los auto-
res que han defendido el valor de la deliberación en general en la política,
o en la política democrática en concreto. PLATÓN, ARISTÓTELES, MONTES-
QUIEU, CONDORCET, SIÉYÈS, HUME, BURKE, MADISON, JEFFERSON, TOC-
QUEVILLE o John Stuart MILL han sido sólo algunos de ellos. De todos
modos, no pretendo realizar ningún análisis exhaustivo de las principales
contribuciones históricas a esta corriente, y ni siquiera intentaré rastrear
cuál ha sido la influencia que cada uno de ellos puede haber dejado en las
obras fundamentales de la democracia deliberativa contemporánea, aunque
ambas cosas serían sin duda necesarias desde la perspectiva de una com-
prensión completa del modelo. Sin embargo, son prescindibles a los fines
del presente trabajo dado que la corriente estrictamente contemporánea de
la democracia deliberativa se ha concebido a sí misma generalmente como
una propuesta nueva y emancipada de sus propios antepasados. No obs-
tante, como ya he dicho, me gustaría subrayar de forma introductoria algu-
nas ideas básicas concernientes a los orígenes históricos del modelo.
Aunque la deliberación, como método de toma de decisiones basado
en la discusión colectiva racional y razonable de propuestas políticas se
puso en práctica por primera vez casi con toda seguridad en algunas de
las civilizaciones preclásicas, no fue hasta la antigua Grecia y, más con-
cretamente, hasta la democracia ateniense de CLÍSTENES y PERICLES, que
alcanzó un claro predicamento especialmente vinculado a un sistema demo-
crático de gobierno 26. Así, instituciones como el Consejo (boulé), las
Magistraturas y, sobre todo, la Asamblea fueron órganos eminentemente

25
ELSTER, 1998a: 1.
26
Para la reconstrucción y análisis de la democracia ateniense, véase HANSEN, 1991, y, cen-
trado en el aspecto de la representación política, MANIN, 1997: cap. 1.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 18

18 JOSÉ LUIS MARTÍ

democráticos y deliberativos 27. Justamente entonces surgieron también las


primeras voces de crítica de la deliberación democrática con respecto a su
funcionamiento ordinario, con acusaciones de manipulación retórica, dema-
gogia 28 y populismo 29. De hecho, el temor a la manipulación y el popu-
lismo condujo a importantes pensadores, como el propio PLATÓN, a defen-
der la deliberación política sólo en instituciones elitistas aristocráticas,
pero no en órganos de composición popular 30.
No sucedió lo mismo con ARISTÓTELES, que defendió la república (poli-
teia) frente a la aristocracia, y ello aunque ésta fuera concebida como un
tipo mixto de gobierno, «una mezcla de oligarquía y democracia», en la
que debían darse las condiciones para que los ciudadanos fueran virtuo-
sos, participaran en los asuntos de la ciudad con prudencia y sabiduría, y
no cayeran en demagogias y populismos 31. Según la interpretación más
extendida del pensamiento de ARISTÓTELES, éste defendía un sistema que,
sin prescindir del fundamento democrático, enfatizara la preponderancia
de instituciones elitistas con el objetivo de promover la virtud de los ciu-
dadanos. Sin embargo, existe otra interpretación más democrática e igua-
litarista, con la que coincido, defendida por ejemplo por Jeremy WAL-
DRON 32 o James BOHMAN, resaltando la defensa de ARISTÓTELES de la

27
Véanse HANSEN, 1991: 138-144; y MANIN, 1997: 23-31.
28
Me refiero a retórica y demagogia en el sentido peyorativo de manipulación ideológica, y
no en el que en aquel momento recibían dichos términos, que era valorativamente neutro. Véase,
al respecto, HORNBLOWER, 1992: 23 y 26.
29
Véase HANSEN, 1991: 144. Esta es la imagen negativa que reprodujo también TUCÍDIDES
al describir el papel jugado por PERICLES y, sobre todo, por sus sucesores. Véase TUCÍDIDES, 1990:
esp. libros I, II y III. Y también FARRAR, 1988: 158-177, y 1992: 48-51.
30
Véanse, en ese sentido, PLATÓN, 1996 y 1984; e ISÓCRATES, 1979: 56-58, y en atención a
este punto, FARRAR, 1992: 45. Una deliberación, como la de la Asamblea, en la que interviene
sólo una parte pequeña de los participantes, en la que los discursos no tienen por qué guardar rela-
ción entre sí y en la que no se discuten públicamente los argumentos, es ciertamente una delibe-
ración de muy baja calidad. De nuevo HANSEN nos alumbra a ese respecto: la conocida división
cuatripartita de la oratoria griega en preámbulo, narración, argumentación (en la que se ofrecían
argumentos positivos en favor de la propuesta presentada y argumentos negativos en contra de las
posibles objeciones) y perorata, se alejaba de la práctica de los discursos de la Asamblea. En estos,
la parte argumentativa se basaba «en una introducción a la propuesta, el desarrollo de la propuesta
misma, y su justificación, sin refutación de los argumentos de la otra parte». Véanse HANSEN, 1991:
143; y ELSTER, 1998a: 2.
31
ARISTÓTELES, 1986: Libro IV, cap. VIII, 1293b, p. 162. Obviamente se hace referencia aquí
a la conocida tipología de regímenes políticos que se atribuye a ARISTÓTELES, su distinción entre
monarquía, aristocracia y república, y sus tres respectivas «desviaciones», tiranía, oligarquía y
democracia. ARISTÓTELES, 1986: Libro III, cap. VII, 1779a y 1279b, p. 120. Aunque, de hecho,
ARISTÓTELES toma la clasificación del diálogo El político de PLATÓN; véase PLATÓN, 1981.
32
Véase «Aristotle’s multitude» en WALDRON, 1999b: 92-123. WALDRON cita en apoyo de su
interpretación el siguiente fragmento de la Política: «Es un problema decir qué parte de la ciudad
debe tener la autoridad: la masa, los ricos, los bien dotados, el mejor individuo de todos, o un
tirano. Bien, todas esas posibilidades suponen, al parecer, descontento. [...]. En cuanto a la afir-
mación de que debe ser soberana la mayoría antes que los mejores, pero pocos, podría parecer
que, a primera vista, encierra cierta dificultad, aunque es cierta. Pues los muchos, cada uno de los
cuales es en sí un hombre mediocre, pueden sin embargo, al reunirse, ser mejores que aquellos;
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INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN DE LA DEMOCRACIA 19

deliberación como medio de promoción de la virtud, pero de raíz profun-


damente democrática. En palabras de BOHMAN, ARISTÓTELES «pensó en la
deliberación como la actividad paradigmática de la virtud política y el
autogobierno» 33. A él le debemos la primera articulación de una república
deliberativa. Y por ello se convirtió en uno de los referentes históricos de
los deliberativistas contemporáneos 34.
No sería hasta el siglo XVIII que la defensa explícita de la deliberación
volvería a aparecer vinculada a los ideales democráticos, en los escritos
de autores como MONTESQUIEU, BURKE, SIÉYÈS, MADISON, HAMILTON y
John Stuart MILL. Si es cierto que buena parte de los principios generales
que subyacen a las democracias contemporáneas fueron asentados por el
pensamiento político a lo largo de los siglos XVIII y XIX, también lo es que
la democracia deliberativa contemporánea reconstruye ciertas intuiciones
que fueron elaboradas por primera vez en aquel entonces. Aunque es nece-
sario advertir que para la mayoría de estos autores modernos la delibera-
ción democrática «nunca se deduce de un razonamiento anterior sobre los
beneficios del debate», sino que se acepta como una herencia histórica
(derivada de la democracia griega) que parece unida «de forma natural»
al concepto de asamblea y está vinculada además con el hecho del plura-
lismo y la «diversidad social» 35. Así, cualquiera que fueran sus razones
en favor de la deliberación, ninguno de ellos se ocupó de analizar su estruc-
tura, ni de comparar sus beneficios intrínsecos o instrumentales con los
de otros sistemas de decisión. Ninguno se planteó, de hecho, que el poder
legislativo pudiera ejercerse de otro modo. En ese sentido, y a pesar de la
influencia de sus contribuciones en la democracia deliberativa contempo-
ránea, no encontramos todavía en los siglos XVIII y XIX una concepción
articulada de la deliberación democrática.
Sí conviene, en cambio, mencionar una importante divergencia histó-
rica en el pensamiento democrático moderno que en algún sentido se
no individualmente, sino en conjunto; igual que, por ejemplo, los banquetes colectivos son mejo-
res que los costeados a expensas de uno solo; pues al ser muchos, cada uno aporta una parte de
virtud y de prudencia y, al juntarse, la masa se convierte en un solo hombre de muchos pies, de
muchas manos y con muchos sentidos; y lo mismo ocurre con los caracteres y la inteligencia».
ARISTÓTELES, 1986: Libro III, caps. X y XI, 1281a y 1281b, pp. 125 y 126.
33
BOHMAN, 1996: 23. Cfr. sus pasajes concretos en ARISTÓTELES, 1986: Libro IV, cap. XIV,
1297b, p. 174, y 1298b, p. 176. También Libro VI, caps. VIII y IX, 1142a y 1142b, pp. 95-97. Y,
finalmente, ARISTÓTELES, 1990: Libro I, caps. IV a VI, 1359a a 1363b, pp. 198-222. Para un estu-
dio detallado del lugar que ocupa la deliberación en ARISTÓTELES, véase BICKFORD, 1996: cap. 2.
34
Véanse, por ejemplo, MANIN, 1987: 345; SUNSTEIN, 1988; COHEN, 1989a: 27; FISHKIN,
1991: 33 y 34; BESSETTE, 1994: 253, nota 9; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 44; BOHMAN, 1996:
23; BICKFORD, 1996: 19 y 25-26; BOHMAN y REHG, 1997: xiv; GAUS, 1997a: 205; «Aristotle’s mul-
titude» en WALDRON, 1999b: 93 y 94; DRYZEK, 2000a: 53; RICHARDSON, 2002: 60; y GOODIN, 2003:
169. Incluso no ha faltado quien ha afirmado la existencia de una «escuela» aristotélica de la demo-
cracia deliberativa. Véase DRYZEK, 2000a: 53. Aunque en mi opinión dicha tesis no tiene suficiente
fundamento. De todos modos, no entraré en discusiones escolásticas de este tipo.
35
MANIN, 1997: 228-230.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 20

20 JOSÉ LUIS MARTÍ

encuentra en el origen de algunas controversias en la democracia delibe-


rativa contemporánea. Mientras algunos de estos defensores de la delibe-
ración, especialmente en el siglo XVIII, defendieron una especie de «eli-
tismo deliberativo democrático moderno», más en la línea de PLATÓN o de
las interpretaciones más elitistas de ARISTÓTELES, otros, principalmente ya
en el siglo XIX, construyeron un discurso mucho más cercano a valores
republicanos igualitarios y profundamente democráticos. Tal vez uno de
los primeros que pertenecieron al grupo «elitista» fue Charles de Secon-
dat, MONTESQUIEU, un caso curioso y complejo que mezcla la defensa de
un modelo representativo que destila desconfianza hacia el pueblo, y la
defensa de la deliberación y la búsqueda de la racionalidad de las leyes 36.
En clara continuidad con MONTESQUIEU encontramos el pensamiento de
David HUME. Como es bien conocido, según el filósofo escocés no hay
espacio para la racionalidad en el terreno normativo moral y, por exten-
sión, de la justicia y la política, al menos por lo a que los fines se refiere,
puesto que el único papel de la deliberación racional es el paramétrico,
consistente en establecer una adecuación de medios a fines; la selección
de dichos fines, en cambio, responde siempre a las pasiones. No obstante,
no hay que desdeñar este papel limitado de la racionalidad deliberativa, y
en algunos de sus ensayos políticos reconoce la importancia de la delibe-
ración colectiva en las asambleas representativas, aun advirtiendo de los
peligros de las asambleas grandes o de las que son demasiado dependientes
del parecer del pueblo 37.
Pero el más fiel seguidor de las ideas de MONTESQUIEU, y el que más
influiría en pensadores posteriores, incluidos algunos de los contemporá-
neos, fue Edmund BURKE 38. En el capítulo VI tendremos oportunidad de
analizar con mayor detalle su contribución decisiva a la historia del modelo
de la democracia deliberativa. Bastará ahora con decir que BURKE fue el
representante más importante del «elitismo deliberativo democrático
moderno», es decir, la idea de que la deliberación democrática debe quedar
reservada al Parlamento u otras instituciones representativas y elitistas
(tanto por su composición como por su funcionamiento) que puedan des-
vincularse de la presión ejercida por el pueblo y que alcancen la versión
más refinada de la deliberación política 39. La concepción burkeana influi-

36
Algunos fragmentos en los que destaca el papel de la deliberación en MONTESQUIEU, 1748:
Primera Parte, Libro II, p. 20 y Libro VIII, p. 87, y Segunda Parte, Libro VI, pp. 115-118.
37
Véase, por ejemplo, su «Idea de una república perfecta», en HUME, 1994: 128-142.
38
Algunos de los ensayos más importantes de BURKE están reunidos y traducidos al caste-
llano en BURKE, 1984. Sobre su pensamiento político, véanse los excelentes trabajos de MAC-
PHERSON, 1984; FREEMAN, 1980; HAMPSHER-MONK, 1987; y PITKIN, 1967: cap. 8. Algunos deli-
berativistas contemporáneos le han citado como un precedente: véanse por ejemplo ELSTER, 1998a: 3;
BESSETTE, 1994: 40 y 41; NINO, 1996: 171; DRYZEK, 2000a: 2; y SAWARD, 2000b: 8.
39
Véase, por ejemplo, BURKE, 1770: 289, y 1774: 312 y 313.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 21

INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN DE LA DEMOCRACIA 21

ría profundamente en el pensamiento de algunos de los federalistas nor-


teamericanos en el proceso constituyente de los Estados Unidos, y a través
de ellos ha pervivido hasta nuestros días, como mostraré en el capítulo VI,
en una de las concepciones de la democracia deliberativa contemporánea.
Entre los mencionados constituyentes norteamericanos, los que mejor refle-
jaron esta herencia fueron sin duda James MADISON y Alexander HAMIL-
TON 40. Buena parte de las instituciones políticas que propusieron iban enca-
minadas a potenciar la deliberación, y en última instancia la imparcialidad
de las decisiones 41. Pero a la vez reproducían los mismos rasgos elitistas
presentes en la obra de BURKE: la deliberación sólo tenía valor, por ejem-
plo, en las cámaras representativas; y los representantes, elegidos por sus
méritos y virtudes, debían gozar de plena independencia para poder deli-
berar libremente 42.
A esta concepción elitista de la deliberación democrática se le opuso
desde el principio una forma distinta de pensar la democracia que entron-
caría mejor con la tradición emancipatoria e igualitarista republicana, que
sería defendida, por ejemplo, por el abate SIÉYÈS 43, los antifederalistas
Thomas JEFFERSON y John ADAMS 44, y especialmente, ya bien entrado el
siglo XIX, por John Stuart MILL. No podemos incluir en la lista, contra-
riamente a lo que algunos han afirmado, a un gran republicano como Jean-
Jacques ROUSSEAU 45, que defendió efectivamente un modelo radicalmente
democrático, y no elitista 46, pero en el que la deliberación debía ser supri-
mida por la misma razón por la que el elitismo ha criticado siempre la
extensión de la misma a la ciudadanía, por el riesgo de manipulación retó-
rica e irracionalidad 47. Respecto a MILL, en el capítulo VI analizaré con

40
Entre los deliberativistas que han destacado su influencia, véanse ELSTER, 1998a: 3; SUNS-
TEIN, 1986a: 890, nota 7, y 1988; FISHKIN, 1991: 42, 43, 65 y 66; GUTMANN y THOMPSON, 1996:
12 y 114; BESSETTE, 1994; BOHMAN, 1996: 28; NINO, 1996: 102 y 103; GARGARELLA, 1998a;
HARDIN, 1999b: 118; DRYZEK, 2000a: 90.
41
Véase, por ejemplo, Alexander HAMILTON, The Federalist, números 68, 70 y 73 en HAMIL-
TON, MADISON y JAY, 1999. También, como apoyo, véanse los números 10, 27, 37, 49, 63, 71 y
78, todos ellos en HAMILTON, MADISON y JAY, 1999. Sobre este punto, véanse GARGARELLA, 1998a:
264-269; y SUNSTEIN, 1993a.
42
Para un análisis y defensa de esta interpretación, SUNSTEIN 1988.
43
Véase MANIN, 1997: 230 y 231, y 341 y 342.
44
Para una reconstrucción de su pensamiento en términos deliberativos y republicanos, SUNS-
TEIN, 1985: 38-43, 1986a: 890-897, y 1988. Entre los deliberativistas contemporáneos que recono-
cen la influencia de estos autores, además de SUNSTEIN, véase GUTMANN y THOMPSON, 1996: 114.
45
Entre los que han creído erróneamente que ROUSSEAU defendió la deliberación democrá-
tica véanse COHEN, 1986b: 323 y 324, y 1986c: 288-292; BOHMAN, 1996: 5, 12-13, 113, 1997a:
321 y 1998: 400; BOHMAN y REHG, 1997: x; BELL 1999: 73; y PETTIT 2003: 140.
46
Véase ROUSSEAU, 1762: Libro Segundo, cap. X, p. 50; Libro Tercero, cap. IV, p. 66, caps. XII
y XIII, pp. 89 y 90, y cap. XVIII, p. 100.
47
Como prueba de ello, véase ROUSSEAU, 1762: Libro Segundo, cap. III, p. 29, y Libro Cuarto,
cap. II, p. 105. Reforzando esta interpretación, SHKLAR, 1969: 18-20 y 179-186; y FRALIN, 1978:
6, 106 y 107. Y, entre los deliberativistas, MANIN, 1987: 345-347; SUNSTEIN, 1988; RICHARDSON,
2002: 58; y MILLER, 1992: 184.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 22

22 JOSÉ LUIS MARTÍ

detalle sus aportaciones a esta corriente. Lo que allí sostendré es que, si


BURKE es el precedente de una concepción elitista de la democracia deli-
berativa contemporánea, MILL lo es de una visión participativa que aquí
identifico con el ideal de la república deliberativa 48, y ello aunque el propio
MILL defendiera explícitamente las bondades del gobierno representativo
y de los marcos institucionales mixtos 49.
Mi intención en este apartado no era recorrer sistemáticamente los
caminos de la historia del ideal de la deliberación política, sino única-
mente mencionar algunos de los más destacados pensadores que se han
comprometido de algún modo con dicho ideal y que son reconocidos como
predecesores del modelo por los deliberativistas contemporáneos. Pero
como ya he advertido, el modelo contemporáneo se ha emancipado lo sufi-
ciente de sus orígenes como para permitirnos avanzar sin dedicarles una
mayor atención. Así que pasemos, ahora sí, a ver en qué consiste la idea
básica de la democracia deliberativa.

3. ¿QUÉ ES LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA?

La democracia deliberativa es un modelo político normativo cuya pro-


puesta básica es que las decisiones políticas sean tomadas mediante un
procedimiento de deliberación democrática. Por lo tanto consiste, por
encima de todo, en un modelo de toma de decisiones. El modelo es nor-
mativo porque no aspira a describir cómo es la realidad, cómo efectiva-
mente se toman las decisiones políticas en nuestras democracias avanza-
das, sino a mostrar cómo debería ser dicha realidad. Así que el
procedimiento deliberativo actúa como proceso de justificación o legiti-
mación de las decisiones políticas. En otras palabras, la utilización de un
procedimiento deliberativo es una condición —al menos idealmente—
necesaria (aunque para muchos todavía no suficiente) de la legitimidad de
las decisiones políticas 50. Como señala COHEN, la democracia deliberativa
implica una sociedad en la que «los asuntos de interés (affairs) están gober-
nados por la deliberación pública de sus miembros» 51. Ahora bien, cuando

48
Entre los deliberativistas que lo reivindican como un precedente importante del modelo
general, véanse FISHKIN, 1991: 69-71; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 42, 44 y 105; BOHMAN, 1996:
28; CHRISTIANO, 1997: 247; ELSTER, 1998a: 4; HARDIN, 1999b: 113 y 114; FEARON, 1998: 57 y
59; DRYZEK, 2000a: 2 y 9; SAWARD, 2000b: 5; y ACKERMAN y FISHKIN, 2002: 7, 8 y 21.
49
Véase MANIN, 1997: 234 y 235. Algunos fragmentos especialmente relevantes a estos efec-
tos en MILL, 1860: 43, 57, 65-66, 77, 103, y 144-145.
50
Todos los deliberativistas están de acuerdo en este punto. Véanse, sólo como ejemplo,
MANIN, 1987: 351-359; COHEN, 1989a: 17-22; MICHELMAN, 1989: 317; BENHABIB, 1994: 26, y
1996; DRYZEK, 1990, 2000a, y 2001: 651; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 4, y 2004; y BOHMAN,
1996: 4 y 5, y 1998: 401 y 402.
51
COHEN, 1989a: 17.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 23

INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN DE LA DEMOCRACIA 23

afirmo que se trata de un modelo normativo quiero decir, en este caso, que
el modelo describe un ideal regulativo hacia el que debemos tender. La
legitimidad política entonces no es un asunto de todo o nada, sino gradual,
de modo que cuanto más democrático y deliberativo sea el procedimiento
de toma de decisiones utilizado, tanto más legítimas serán dichas deci-
siones resultantes.
Ya he advertido que las tesis defendidas por los autores deliberativis-
tas son diversas y heterogéneas. Pero voy a intentar dejar a un lado estas
diferencias y reconstruir los principios generales de la democracia deli-
berativa, para presentar una versión unívoca y clara de su modelo, que será
la tarea a la que dedicaré no sólo este capítulo, sino también los dos siguien-
tes. Una definición mínima, pero muy afortunada en mi opinión, de demo-
cracia deliberativa 52 la encontramos en la introducción de Jon ELSTER a
su compilación sobre este tema. Según ELSTER:
«Todos coinciden, creo, en que la noción (de democracia deliberativa)
incluye una toma de decisiones colectiva con la participación de todos aque-
llos que resultarán afectados por la decisión, o de sus representantes: éste es
el aspecto democrático. A su vez, todos acuerdan en que esta decisión debe
ser tomada mediante argumentos ofrecidos por y a los participantes, que están
comprometidos con los valores de racionalidad e imparcialidad: y éste es el
aspecto deliberativo» 53.
Examinemos con mayor detenimiento algunos de los elementos de esta
definición. En primer lugar, debemos distinguir convenientemente el ele-
mento democrático del elemento deliberativo 54. Democracia y delibera-
ción son dos conceptos lógicamente independientes, ya que no sólo puede
existir una democracia que no sea deliberativa, sino también una delibe-
ración no democrática. Lo que propugna este modelo es precisamente la
combinación de ambos elementos en un mismo ideal de procedimiento de
toma de decisiones. Por una parte, según el elemento democrático, en el
procedimiento deben participar todos los ciudadanos, directamente o a

52
Algunos autores, como BOHMAN o CHRISTIANO, prefieren hablar de «deliberación pública».
Aunque no existe mucho consenso acerca del significado preciso de ambas expresiones, gene-
ralmente no se entienden como equivalentes. La deliberación pública, como tendremos oportu-
nidad de ver más adelante, se refiere a un proceso argumentativo más amplio y difuso, no siem-
pre institucional, que tiene lugar de forma continua en la esfera pública. La democracia
deliberativa, en cambio, designa el modelo democrático que centralmente propone el uso de pro-
cesos argumentativos en las instituciones de toma de decisiones políticas, y defiende además la
mejora de los procesos de deliberación pública no institucionales. Otros aún, como DRYZEK,
prefieren denominarla «democracia discursiva» para poner de manifiesto que el tipo de delibe-
ración que esperan promover consiste en un proceso de comunicación en el que se produce un
intercambio de razones.
53
ELSTER, 1998a: 8. La traducción, como las del resto de fragmentos de esta tesis que no
están citados de traducciones publicadas, es mía. La cursiva en el original.
54
La misma distinción, con una pequeña diferencia de énfasis respecto a la libertad de adop-
tar el resultado por parte de los participantes, en MANIN, 1987: 352.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 24

24 JOSÉ LUIS MARTÍ

través de sus representantes. Muchos deliberativistas han enfatizado pre-


cisamente que la democracia deliberativa posee un fuerte elemento de
inclusión democrática, en el sentido de que las voces y argumentos de
todos deben poder ser escuchadas, al menos idealmente, en el proceso de
toma de decisiones. Y en el caso de la democracia deliberativa se entiende
que los ciudadanos no sólo deben «estar presentes», sino también, o pri-
mordialmente, deben estarlo sus razones o argumentos 55.
Por otra parte, el procedimiento de toma de decisiones propuesto tiene
una forma dialógica o discursiva, esto es, consiste en un acto (o proceso)
de comunicación colectiva 56 y reflexiva en el que se intercambian razones
que cuentan como argumentos en favor o en contra de una determinada
propuesta o un conjunto de ellas con la finalidad de convencer racional-
mente a los demás, y en el que los participantes persiguen la imparciali-
dad en sus juicios y valoraciones 57. Y en tanto que procedimiento discur-
sivo o argumentativo de toma de decisiones, se opone a aquellos otros que
se basan en la negociación o en el voto 58.
Hay un rasgo importante que no menciona la definición de ELSTER.
El modelo de la democracia deliberativa posee un carácter ideal, esto es,
expresa un ideal de gobierno democrático hacia el que debemos tender en
la medida de lo posible 59. Se trata, en definitiva, y en opinión del grueso
de la doctrina, de un ideal regulativo 60. Y, aunque no es únicamente la
democracia deliberativa, sino la democracia en general la que puede carac-

55
Véanse MANIN, 1987: 352; COHEN, 1989a: 23, 1996: 417, y 1998: 203; DRYZEK, 1990,
1996b, 2000a, y 2001: 651-662; BENHABIB, 1994: 31; BOHMAN, 1996: 7 y 9, y 1998: 400 y 408-
410; NINO, 1996: 144 y 180-186; RICHARDSON 1997; ELSTER, 1998a: 8; y GOODIN, 2003: 194-196.
56
Se excluye, por lo tanto, otro uso general de la palabra «deliberación» que se refiere a un
proceso reflexivo individual o monológico. Para una aplicación del modelo deliberativo en la que
este proceso individual se convierte en el punto de partida, véase GOODIN 2000 y 2003.
57
De hecho, la propia noción de «argumentación» parece implicar, al menos intuitivamente,
un cierto compromiso con la racionalidad y ciertas motivaciones imparciales. En el capítulo II
veremos que justamente la noción de argumentación permite distinguir la democracia deliberativa
de sus alternativas en la teoría de la democracia. Y en el capítulo III tendremos ocasión de ver
algunos de los problemas existentes a la hora de definir satisfactoriamente las nociones de «razón»
o de «argumento». Sobre la interrelación entre estrategia autointeresada (no imparcial) y argu-
mentación, véase ELSTER, 1995.
58
Véase ELSTER, 1995 y 1998a: 5 y 6.
59
Así, por ejemplo, la caracterización del «procedimiento deliberativo ideal» de Joshua
COHEN, las «condiciones ideales de diálogo» en las que se inspira el modelo de política delibera-
tiva de Jürgen HABERMAS, el «acuerdo razonado como ideal regulativo» de SUNSTEIN, etc.
60
Entre los que han señalado el carácter ideal del modelo, HABERMAS, 1981 y 1992a; SUNS-
TEIN, 1988: 158-160 y 1993a: 137; COHEN, 1989a: 21 y 22, 1996: 412, y 1998: 103; DRYZEK, 1990:
36 y 37; MILLER, 1992: 182; BOHMAN, 1996: 16 y 17, y 1998: 400 y 401; CHRISTIANO, 1996a:
1-8; NINO, 1996: 21-24; MICHELMAN, 1997: 149-151; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 287; NELSON,
2000: 181 y 182; y YOUNG, 2001: 103. Aunque algunos deliberativistas se han opuesto a esta carac-
terización, en mi opinión definir el modelo de la democracia deliberativa como un ideal regula-
tivo no sólo tiene importantes ventajas a la hora de pensar su implementación, sino que recons-
truye mejor la forma en la que pensamos en este tipo de ideales democráticos.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 25

INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN DE LA DEMOCRACIA 25

terizarse así 61, la noción de ideal regulativo es bastante compleja y ni los


teóricos políticos ni los filósofos en general se han ocupado mucho de
ella 62.
Un ideal regulativo se podría definir como un horizonte normativo
hacia el que debemos tender en la medida de lo posible 63. Dicho horizonte
normativo es un estado de cosas que evaluamos como deseable o correcto 64
y, en este sentido, los ideales regulativos tienen que ver más con ser que
con hacer 65. Dicho estado de cosas puede ser empíricamente alcanzable
o no alcanzable, sin que ello afecte a la validez normativa del ideal. Puesto
que aquello que tenemos la obligación de hacer depende de que nos acer-
quemos más o menos al estado de cosas ideal, el hecho de que el propio
ideal sea inalcanzable no cancela nuestros deberes 66. En cambio, lo que
sí hace es crear una gradación de los mundos posibles que median entre
aquél en el que nos encontramos y el descrito como ideal, utilizando como
criterio la proximidad con este último 67. En este sentido, permite decir,
por ejemplo, que existen algunas democracias (reales y concretas) más
justificadas que otras, en función del grado de cumplimiento de las con-
diciones exigidas por el propio ideal (en función de la proximidad en la
que se encuentren del estado de cosas ideal). La justificación de un sis-
tema político, o la corrección de un determinado comportamiento, dejan
de ser cuestiones de todo o nada, y se convierten en cuestiones de grado.
61
Entre los que han caracterizado la democracia como ideal, véanse ROSS, 1952: 94; NELSON,
1980; SARTORI, 1987: vol. 1, 83-115; y DAHL, 1989: esp. 264-270, y 1998: 45-164.
62
Para un intento de sentar algunas bases para una futura teoría de los ideales regulativos,
en esa ocasión centrado en el ámbito del derecho, véase MARTÍ, 2005c.
63
La noción clásica se la debemos a KANT. Véase KANT, 1781: A569-B597 y A570-B598.
Una idea cercana en RESCHER, 1987: 114; y NOZICK, 1989: 222-226.
64
Y en ello reside la fuerza práctica del ideal. NOZICK aplica esta noción también a las cosas,
acciones y sistemas. Véase NOZICK, 1981: 429. Pero yo mantendré, siguiendo a RESCHER, la expre-
sión «estado de cosas». Véase RESCHER, 1987: 5-25, y esp. 116.
65
Es decir, establecen cómo deberían ser las cosas o las personas y no tanto cómo deberían
comportarse. Por eso están muy próximos a lo que G. E. MOORE denominó reglas ideales, una
noción que más tarde recuperaría G. H. VON WRIGHT. Véase «The Nature of Moral Philosophy»,
en MOORE, 1922: 320 y 321; y VON WRIGHT, 1963: 33. Las reglas ideales morales establecen, para
VON WRIGHT, patrones de «bondad», a diferencia de los principios morales, «que son normas de
acción moral».
66
Sobre esta posibilidad, véase el consenso en «The Nature of Moral Philosophy», en MOORE,
1922: esp. 320 y 321; ROSS, 1952: 94; NOZICK, 1981: 413, y 1989: 226; y RESCHER, 1987: 5-25,
y 119-123. Como sostiene Nicholas RESCHER, fijarse un objetivo o ideal inalcanzable puede ser
racional en algunos casos al menos por dos razones: 1) porque del mero hecho de perseguir un
ideal inalcanzable se pueden derivar efectos colaterales muy positivos (o indirectos u oblicuos),
como por ejemplo satisfacer otros objetivos o ideales sí alcanzables; y 2) porque, en ocasiones,
adoptar un objetivo más ambicioso, incluso inalcanzable, permite obtener un resultado final supe-
rior que si nos hubiéramos fijado un fin más modesto, como cuando un violinista adopta el obje-
tivo de realizar una ejecución perfecta en la interpretación de un concierto. Véase RESCHER, 1987:
9-16. A estas dos razones debemos añadir una tercera señalada tanto por NOZICK como por Harry
FRANKFURT: 3) la propia persecución de un ideal normativamente valioso, es valiosa en sí misma,
incluso aunque nunca alcancemos dicho ideal. NOZICK, 1989: 224; y FRANKFURT, 1999: 90 y 91.
67
Véanse NOZICK, 1981: 411-444; y RESCHER, 1987: 113-144.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 26

26 JOSÉ LUIS MARTÍ

En este sentido, al entender la democracia deliberativa como un ideal,


algunas de las críticas que se le realizan por ser un modelo excesivamente
utópico o por no corresponderse con la realidad son desatinadas 68. Cues-
tiones de hecho del tipo «la realidad no es así», «la naturaleza humana
nunca será de este modo», etc., sólo le afectan en la medida en que puedan
condicionar su implementación o su diseño institucional, pero nunca pueden
servir como argumento contra el ideal en sí mismo. Además, la noción de
ideal regulativo, lejos de proponer utopías extrañas o inútiles, opera de un
modo que convierte su diseño institucional en algo necesariamente muy
cercano a la realidad. Lo que el ideal propugna es que debemos acercar-
nos al estado de cosas ideal en la medida de lo posible, y esto implica pre-
cisamente un juicio de plausibilidad empírica acerca del entorno en el que
dicho ideal debe ser aplicado.
De los deliberativistas que han caracterizado la democracia delibera-
tiva como un ideal regulativo, algunos lo han definido como un ideal alcan-
zable y otros como un ideal inalcanzable 69. Esto podría llevarnos a pensar
que es indiferente elegir una caracterización u otra. Pero no es así. De
hecho, buena parte de los autores que se inclinan por la definición del ideal
alcanzable, lo hacen para huir de las objeciones de utopismo y falta de
realismo que, como ya he dicho, no deberían afectar al modelo. En mi opi-
nión algunas de las discrepancias internas entre los propios deliberativis-
tas podrían resolverse satisfactoriamente si se asumieran las implicacio-
nes de la noción de ideal regulativo. Los que han caracterizado el ideal de
la democracia deliberativa como inalcanzable no temen exigirle requisi-
tos como la estricta igualdad formal y material entre las partes, las moti-
vaciones imparciales de los participantes, o el objetivo del consenso razo-
nado 70. Todas estas condiciones sirven para entender el funcionamiento

68
Sobre la inutilidad de (buena parte de) las críticas realistas contra modelos políticos nor-
mativos ideales, véase la temprana pero excelente fundamentación de Lane DAVIS, en DAVIS, 1964.
69
Entre los primeros, JOHNSON, 1998: 174 y 175. Entre los segundos, siendo la opción más
extendida, HABERMAS, 1981 y 1992a; SUNSTEIN, 1988: 158-160; COHEN, 1989a; COHEN y ROGERS,
1995b: 43-45; y NINO, 1996: 21-24.
70
Voy a utilizar la distinción teórica que traza Jane MANSBRIDGE entre consenso y unanimi-
dad. Ambas implican el acuerdo de todos los participantes, pero la unanimidad sólo se alcanza
mediante un proceso de voto (puede ocurrir, y de hecho cuantos menos sean los participantes
menos difícil es que ocurra, que todos los votantes lo hagan en favor de una misma opción), el
consenso no es dependiente de ninguna votación previa. Podríamos decir que un proceso en el que
la decisión se toma mediante consenso, dicho consenso se presume a menos que alguno de los
participantes disienta explícitamente de lo que se quiere dar por decidido. Véase MANSBRIDGE,
1983: 32. La distinción de MANSBRIDGE me parece interesante para mostrar que, al menos en algún
sentido, el consenso requerido por algunos procedimientos de toma de decisiones, como la nego-
ciación o la deliberación misma, no es dependiente de ninguna votación, y esto tiene gran rele-
vancia para el análisis que desarrollo en el capítulo II. Y contra lo que podría parecer, la distin-
ción no carece de repercusiones prácticas. El Consejo de Seguridad de la ONU, que como es sabido
toma sus decisiones con un complejo sistema de voto en el que cinco países cuentan con derecho
de veto, ha adoptado una regla de consenso para facilitar la toma de decisiones según la cuál se
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 27

INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN DE LA DEMOCRACIA 27

(ideal) del modelo. Podemos comprender mejor, por ejemplo, en qué con-
siste la práctica (real) de la argumentación si consideramos que los parti-
cipantes tienen como pretensión última la aceptación racional por parte de
los demás de sus razones y de sus preferencias, esto es, el consenso razo-
nado. Aquellos que defienden renunciar al objetivo del consenso razonado
incluso en la caracterización del modelo ideal, aducen generalmente que
es absurdo esperar que un proceso (real) de toma de decisiones colectivas
produzca el consenso, y por ello definen el procedimiento ideal de tal modo
que incluye ya una fase de votación en la que se agregan las preferencias
diversas según la regla de la mayoría 71. Pero que los procesos reales no
producen el consenso (salvo en situaciones muy excepcionales y con pocos
participantes) es algo que nadie pone en cuestión. La cuestión es por qué
deberíamos caracterizar el ideal de este modo.
Los defensores del ideal alcanzable podrían responder que ni siquiera
en condiciones ideales podemos esperar que se alcance un consenso razo-
nado, y que la única pretensión válida en los procesos de deliberación es
la de «reforzar el acuerdo» 72. Pero este argumento sólo tiene sentido si no
aceptamos que también son válidos los ideales regulativos inalcanzables.
Si es valioso reforzar el acuerdo, sumando a más ciudadanos en el con-
senso, ¿por qué no iba a ser más valioso sumarlos a todos en un consenso
total? Todos los deliberativistas aceptan que argumentar consiste en inten-
tar convencer racionalmente a los demás, es decir, lograr un acuerdo con
ellos 73. ¿Por qué no iba a ser más valioso convencerlos a todos que con-
vencer sólo a unos pocos? Y, lo que es más importante, ¿por qué no pensar
que eso es lo que se pretende al menos en circunstancias ideales? Carac-
terizar el ideal democrático deliberativo como alcanzable sólo porque el
objetivo del consenso total es imposible o altamente improbable de con-
seguir implica que el ideal (alcanzable) consiste únicamente en reforzar
el acuerdo. Pero dado que el refuerzo del acuerdo es una propiedad gra-
dual, ¿por qué no situar en el extremo ideal aquella situación en la que el
acuerdo está reforzado en su grado máximo, es decir, cuando es total?
La única razón para no hacerlo debería consistir en sostener la tesis
de que a partir de algún momento un acuerdo mayor o más fuerte no es
más valioso en términos de legitimidad. Se podría decir, como en ocasio-

fortalecen las consultas y negociaciones previas pero el día de la sesión se presupone el consenso
a menos que uno de los países con derecho de veto manifieste explícitamente su oposición.
71
Véanse MANIN, 1987: 341-344 y 355-361; WALDRON, 1999a: 91-93; OVEJERO, 2002: 159,
nota 10; y BESSON, 2003.
72
Así, por ejemplo, MANIN, 1987: 359-361. La idea de refuerzo del acuerdo debe entenderse
como una mejor fundamentación de cada una de las posiciones así como una tendencia a exten-
der cuantitativamente dicho acuerdo, es decir, a incluir más personas en él, lo cual no implica
todavía la pretensión de alcanzar el consenso total (MANIN, 1987: 353).
73
Véase el propio WALDRON, 1999: 91.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 28

28 JOSÉ LUIS MARTÍ

nes se hace, que la mayoría puede equivocarse y que un acuerdo, por más
extendido que esté, e incluso aunque sea unánime, puede alcanzarse res-
pecto a propuestas sumamente injustas o incorrectas. No obstante, no está
claro que eso pueda declararse de un acuerdo alcanzado en condiciones
ideales. Si con información completa, motivaciones genuinamente impar-
ciales, igualdad absoluta entre participantes, y tras haber deliberado sin
ningún tipo de restricciones de tiempo o de otra cosa, los participantes se
convencen racionalmente de la corrección de un resultado, parece difícil
que puedan equivocarse. Dicho de otro modo, si unas circunstancias deter-
minadas son todavía compatibles con el error, entonces esa es una buena
razón para no considerarlas circunstancias ideales.
Otro modo de defender la tesis de que el consenso total no redunda
necesariamente en mayor legitimidad consiste en otorgar valor al hecho
del pluralismo. Según WALDRON, una razón para rechazar el ideal del con-
senso es que los autores que lo defienden toman
«el disenso o el desacuerdo como un signo de la incompletitud o el carácter
políticamente insatisfactorio de la deliberación. Su enfoque implica que debe
haber algo mal en la política de la deliberación si la razón fracasa, si el con-
senso se nos escapa, y no tenemos otra opción que contar los votos» 74.
Como señala WALDRON, lejos de ser un obstáculo para el desarrollo
de la deliberación, la existencia de desacuerdos es su propia condición de
posibilidad 75. No existe deliberación si no hay preferencias divergentes y
desacuerdos que resolver. Y además, la existencia del pluralismo en las
preferencias es un factor de riqueza y dinamismo de los propios procedi-
mientos deliberativos. Cuanto mayor sea la diversidad de preferencias,
mayor será el intercambio de argumentos y el número de razones que
deben ser contrastadas, y mayor será tendencialmente la calidad delibe-
rativa de la decisión 76. Así que el propio modelo deliberativo presupone

74
WALDRON, 1999a: 91 y 92.
75
En realidad, el hecho del pluralismo es una de las condiciones de la política misma. La
existencia de discrepancias e intereses divergentes en algún grado es una condición de posibili-
dad de nuestra política, pero además la existencia de desacuerdos en todos los niveles (desacuer-
dos acerca de qué es lo correcto, acerca de cómo conocemos el contenido de lo correcto o acerca
incluso de la existencia de lo correcto), es un rasgo inevitable de nuestras sociedades. No es nece-
sario que se produzcan desacuerdos en todos estos niveles para que exista la política, pero sí en
alguno de ellos. Véanse RAWLS, 1971: 110; MANSBRIDGE, 1983: esp. x y xi, y 1990a: 7 y 8; y
BARBER, 1984: 128 y 129. Esta misma idea se encuentra ya en ROUSSEAU, 1762: nota 2, cap. III,
Libro Segundo, p. 29. Sobre las circunstancias de la política en general, cfr. las caracterizaciones
clásicas de HOBBES, 1651: caps. 14 y 15, pp. 132-155; y HUME, 1739-1740: Libro Tercero, Parte
2, sección II, pp. 652-673; con las caracterizaciones modernas de HART, 1961: 239-247; RAWLS,
1971: 109-112, epígrafe 22; y WALDRON, 1999a: 101-103.
76
Esta creencia está bastante extendida entre los deliberativistas. Véanse, como ejemplo, COHEN
1989a: 21, 1989b: 31, y 1998: 187-193; PITKIN y SHUMER, 1982: 47; MANIN, 1987: 352-357; DRYZEK
1990, 2000a, y 2002: 659 y 660; SUNSTEIN, 1993a: 24 y 253; BENHABIB, 1994: 33-35; BOHMAN
1995 y 1996: 71-105; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1 y 41; CHRISTIANO, 1997: 249 y 250; YOUNG
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INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN DE LA DEMOCRACIA 29

la existencia del pluralismo y de desacuerdos básicos. Pero esto nada nos


dice acerca de si en condiciones ideales seguirán existiendo desacuerdos
básicos. Los desacuerdos reales, que efectivamente son valiosos y condi-
ción de posibilidad de la deliberación, podrían no ser más que epistémi-
cos. Y si las condiciones ideales son condiciones epistémicas ideales, enton-
ces cabe presuponer que dichos desacuerdos se disolverán en cuanto
hayamos podido alcanzar tales condiciones. Parece difícil que en dicha
situación el resultado pueda ser otro distinto al consenso. Sólo tendría sen-
tido pensar algo así si partimos de una concepción pluralista radical, según
la cual los participantes en una deliberación ideal pueden todavía discre-
par porque parten de esquemas valorativos diversos e inconmensurables.
Esto es, que los desacuerdos se producen por razones ontológicas, además
de, o en lugar de, epistémicas.
Ésta es una concepción radical que ni el propio WALDRON, como teórico
del desacuerdo, admitiría. Pero lo más importante es que es incompatible
con la defensa de la deliberación. La práctica misma de la argumentación
presupone la existencia de una respuesta correcta intersubjetivamente com-
partida sobre aquello que estamos argumentando 77. En otras palabras, si
los participantes en la deliberación parten de esquemas valorativos plura-
les e inconmensurables, entonces no hay nada sobre lo que ponerse de
acuerdo, ni tampoco sobre lo que intentar convencer racionalmente al otro.
La deliberación carece de sentido 78. A la inversa, si hay espacio para la
deliberación, entonces de algún modo debemos presuponer la posibilidad
conceptual de alcanzar un consenso total acerca de una única alternativa
correcta en términos intersubjetivos. Pero entonces, ¿por qué iban a diver-
gir en condiciones completamente ideales (información completa, racio-
nalidad perfecta, sin restricciones temporales, etc.)? Volviendo al pasaje
citado de WALDRON, la persistencia de un desacuerdo es efectivamente una
prueba de que un determinado proceso deliberativo real no ha alcanzado
el ideal deliberativo, lo cual no descalifica en ningún caso dicho proceso,

1997; y el propio WALDRON 1999a: 105 y 106. Una de las formas en las que el pluralismo revierte
positivamente en la calidad deliberativa tiene que ver con neutralizar los efectos de la polarización
de grupos, que analizaré en el apartado siguiente. Sobre la interpretación de WALDRON como defen-
sor de la democracia deliberativa, véase GARGARELLA y MARTÍ, 2005: XXXII-XLI.
77
Aun cuando el contenido de dicha respuesta pueda ser, en algún sentido, «relativo a la
audiencia» ante la que se está argumentando, como afirma Bernard MANIN. Véase MANIN, 1987:
353. En este mismo sentido, NAGEL, 1986: 149; y SUNSTEIN, 1988: 159 y 160. Esto no quiere decir
que realmente exista, y menos aún que dicha respuesta posea algún tipo de objetividad ontoló-
gica. Únicamente significa que cuando argumentamos, a diferencia de cuando intentamos per-
suadir irracionalmente, presuponemos que hay una forma de zanjar correcta y racionalmente la
controversia.
78
Exceptuando tal vez una función de «depuración» interna de preferencias (de eliminación
de inconsistencias, de obtención de información relevante), que no permitirá en ningún caso el
uso de argumentos intersubjetivos, y por lo tanto no tiene nada que ver con la democracia deli-
berativa.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 30

30 JOSÉ LUIS MARTÍ

ni tampoco al desacuerdo persistente. Ningún proceso deliberativo real


alcanza por definición el ideal deliberativo (si éste lo definimos como un
ideal regulativo inalcanzable).
Recordemos que la legitimidad de una decisión no es una cuestión de
todo o nada, sino gradual, así que el proceso deliberativo que no resuelve
todos los desacuerdos puede todavía otorgar legitimidad a la decisión.
Cuanto mejor sea el procedimiento deliberativo, mayor será la legitimi-
dad de la decisión. Como señala WALDRON, sería un error inferir de aquí
que cuanto mayor sea el desacuerdo persistente, peor ha sido el procedi-
miento deliberativo, o que un mayor consenso es una prueba irrefutable
de que se ha utilizado un mejor procedimiento. Si esto fuera así, se impli-
caría que cuando en condiciones reales se alcanza el consenso (algo impro-
bable pero no imposible especialmente si los participantes en la delibera-
ción son pocos) es porque el procedimiento utilizado ha alcanzado
condiciones ideales, y eso no es cierto, porque puede tratarse de un falso
consenso razonado. Que dos o más personas alcancen una solución de
consenso no quiere decir que lo hayan hecho por las razones adecuadas,
y por lo tanto no supone automáticamente que dicha solución sea racio-
nal y razonable. Ésta es la razón por la que en algunas ocasiones el resul-
tado de un procedimiento deliberativo puede ser el de generar un mayor
desacuerdo, en lugar de reducirlo. Lo que eso nos indica es que el con-
senso anterior era (en buena medida) un falso consenso. Y por la misma
razón, finalmente, una decisión que sume un mayor consenso no es nece-
sariamente más legítima, ni siquiera desde el punto de vista de la demo-
cracia deliberativa 79. Habrá que examinar atentamente el procedimiento
utilizado para tomar dicha decisión para pronunciarse sobre su legitimi-
dad. Pero en todo caso nos estaremos moviendo siempre en el plano de
las condiciones reales de la deliberación, no de las ideales.
En el siguiente apartado analizaré otras consideraciones respecto al
hecho de los desacuerdos persistentes. Por el momento, podemos concluir
dos cosas: primero, que el modelo de la democracia deliberativa que sitúa
el consenso razonado como objetivo ideal no es insensible al hecho ni al
valor del pluralismo y de los desacuerdos básicos, sino que al contrario se
nutre de ellos; y segundo, que ni la estrategia de la falibilidad de las mayo-
rías ni la que enfatiza el hecho del pluralismo sirve para justificar la tesis
del refuerzo del acuerdo como ideal de la deliberación, que es la única
alternativa posible al ideal del consenso razonado. Y como ya he dicho
antes, parece que, una vez aceptada la validez de los ideales regulativos
inalcanzables, no hay ninguna razón para no caracterizar la democracia
deliberativa de este modo. Lo mismo que señalo con respecto al objetivo
79
En este sentido, véase MANIN, 1987: 341-344.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 31

INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN DE LA DEMOCRACIA 31

del consenso razonado sirve para otras condiciones del modelo, éstas sí
de imposible cumplimiento, como la garantía de igualdad material y formal
entre participantes, las motivaciones completa y genuinamente imparcia-
les, etc.
Caracterizar el ideal democrático deliberativo inalcanzable nos per-
mite percibir más nítidamente la frontera entre identificar el contenido del
ideal y proponer un diseño institucional (aplicable) del mismo. Incorpo-
rar mecanismos de voto con aplicación de la regla de la mayoría a los pro-
cesos deliberativos reales para desbloquear la toma de decisiones es una
consecuencia normal de la aplicación del ideal regulativo a condiciones
reales 80. Asumir que los seres humanos no tenemos siempre disposicio-
nes motivacionales virtuosas o basadas en la imparcialidad, sino que tene-
mos también un componente egoísta es simplemente un hecho objetivo
que nos conduce a pensar en el diseño institucional real de los procesos
deliberativos de forma que incentiven las motivaciones imparciales, o que
puedan actuar con prescindencia de éstas. El hecho de que sea inevitable
la desigualdad material entre los seres humanos (en la disposición de recur-
sos, en la posesión de información, en la formación adquirida o hasta en
las capacidades naturales para la reflexión y la discusión) es de nuevo un
hecho objetivo de la realidad, y de los seres humanos tal y como somos.
Pero ninguno de estos hechos suponen el fracaso del principio igualitario
de la democracia deliberativa. Habiendo comprendido todo esto, creo que
podemos afrontar ya, y antes de seguir con la caracterización básica del
modelo, una de las críticas que más habitualmente se han formulado contra
el mismo.

4. INCAPACIDAD PARA RESOLVER CONFLICTOS:


LOS DESACUERDOS PERSISTENTES

«Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No


podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo.»
Jorge Luis BORGES, «El otro», El libro de arena, 1975.

La democracia deliberativa ha recibido muchas críticas y objeciones


en los últimos veinte años. A lo largo de este libro examinaré aquellas que
me parecen más significativas, muchas de las cuales están formuladas desde
posiciones que podríamos denominar realistas, en tanto que objetan al

80
Véanse MANIN, 1987: 359; MILLER, 1992: 183; KNIGHT y JOHNSON, 1994: 286 y 287; GUT-
MANN y THOMPSON, 1996: 52-94; BOHMAN, 1998: 413; WALDRON, 1999a: 91-93, y 1999c; GOODIN,
2003: 1; y BESSON, 2003.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 32

32 JOSÉ LUIS MARTÍ

modelo el ser excesivamente utópico o presuponer una realidad distinta a


la existente. Comencemos ahora con una que afecta precisamente a la cues-
tión de la persistencia de los desacuerdos que acabamos de ver. Concre-
tamente, lo que señalan algunos críticos es que los desacuerdos básicos
persisten, o incluso aumentan, después de un amplio proceso deliberativo.
De modo que, concluyen, dicho proceso se prueba «incapaz» o, cuanto
menos, poco eficaz, para resolver los conflictos sociales. Para que esta crí-
tica surta efecto debemos presuponer, claro está, que el fin perseguido por
la democracia deliberativa es el de resolver efectivamente los conflictos
sociales, y no, por ejemplo, conseguir una mejor elucidación de los pro-
blemas y las posiciones respectivas, o simplemente dotar de mayor valor
epistémico a la votación posterior. De todos modos, en la medida que el
ideal deliberativo adopta el objetivo del consenso, podemos conceder que
el modelo presupone, al menos idealmente, la superación de los desa-
cuerdos.
Para analizar bien esta objeción conviene distinguir dos posibles inter-
pretaciones que asociaré a dos tesis distintas:
(1) La tesis de la inocuidad de la deliberación; y
(2) La tesis del perjuicio de la deliberación.
Examinemos cada una de estas tesis y veamos si existe alguna res-
puesta posible por parte de los defensores de la democracia deliberativa.

4.1. La tesis de la inocuidad de la deliberación

Esta tesis sostiene que, incluso si presuponemos la existencia de una


respuesta correcta a los conflictos políticos, la deliberación es incapaz,
como cuestión de hecho, de generar acuerdos y de conseguir, en conse-
cuencia, los fines para los que está pensada. Al menos esto es lo que ocurre,
afirman, en la mayor parte de las controversias sociales, en las que, por
ejemplo, la negociación se muestra más efectiva para generar un acuerdo.
La deliberación acaba siendo, pues, inocua a los efectos del acuerdo social 81.
La tesis de la inocuidad no se refiere a algunos casos concretos, no es que
en algunas ocasiones la deliberación democrática sea inocua o recurrir a
otros procedimientos como que la negociación sea más eficaz en términos
de alcanzar económicamente un acuerdo. Esto es algo que los propios deli-
berativistas admiten. Tampoco puede sostener que la deliberación es siem-
pre inocua, que nunca es capaz de generar un mayor consenso social. Eso
sería empíricamente falso. Así pues, sólo puede significar que la delibe-
81
Véase, por ejemplo, WERTHEIMER, 1999: 170-183. Haciéndose eco explícitamente de estas
críticas, BOHMAN, 1996: 2 y 71-105.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 33

INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN DE LA DEMOCRACIA 33

ración democrática es inocua en general, o al menos en los casos más


importantes, como muestran ejemplos ampliamente discutidos en nuestras
sociedades contemporáneas tales como el aborto, la eutanasia, o incluso
la pena de muerte. Este tipo de controversias altamente complejas desde
el punto de vista moral y que generan desacuerdos muy persistentes y
generalizados son las que James BOHMAN ha denominado conflictos pro-
fundos 82.
Ahora bien, puede ser cierto que la deliberación sea incapaz de gene-
rar un mayor acuerdo o consenso en este tipo de casos, pero eso todavía
no implica que sea inocua, puesto que puede producir otro tipo de efec-
tos valiosos desde el punto de vista de la legitimidad democrática. De la
deliberación esperamos que genere una mayor y mejor comprensión de
los diferentes puntos de vista, que resuelva aquellos desacuerdos basados
en creencias erróneas y que acerque las posiciones respectivas en la medida
de lo posible. Aunque no nos permita alcanzar el consenso ni incremen-
tar cuantitativamente el acuerdo, las decisiones posteriores a la delibera-
ción son, como veremos más adelante, más informadas, e incluso los desa-
cuerdos deliberativos, los que persisten tras la deliberación, son también
más valiosos 83. En otras palabras, aunque no permita incrementar el con-
senso cuantitativamente, sí que lo incrementa cualitativamente, convir-
tiéndolo en más razonado. Desde el punto de vista de la legitimidad demo-
crática que defiende la democracia deliberativa, puede ser preferible contar
con un menor acuerdo numérico pero de mayor calidad sustantiva o mejor
fundamentado en razones, que con un consenso incluso total, pero que no
sea razonado en absoluto.
Los desacuerdos persistentes, lejos de suponer un problema, pueden
ser muy valiosos si son desacuerdos posteriores a la deliberación, en tanto
que son más racionales e informados que los desacuerdos previos a la deli-
beración y, como dije en el apartado anterior, sirven de condición de posi-
bilidad y de factor de enriquecimiento de la propia deliberación en el
futuro. Así que el hecho de que un proceso deliberativo real no consiga
producir consenso en una decisión, y produzca en su lugar un desacuerdo
posterior a la deliberación, no es un problema, sino un estímulo para pro-
seguir con la discusión racional. Si los participantes acuerdan en el pro-
cedimiento deliberativo como legitimador de las decisiones políticas, no
es tan importante que no se alcance el consenso y no se resuelva en ese
sentido el conflicto. En otro sentido más relevante, el conflicto estará al
menos provisionalmente resuelto por una decisión política legítima.
82
BOHMAN, 1996: 75. Para un tratamiento detallado del hecho del pluralismo, los conflictos
profundos, y la complejidad social, desde la perspectiva de la democracia deliberativa, véanse
DRYZEK, 1990: 57-76; y BOHMAN 1996: caps. 2 y 4.
83
Véanse GUTMANN y THOMPSON, 1996: 11-18 y 73-79, y 2004; y BOHMAN, 1996.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 34

34 JOSÉ LUIS MARTÍ

¿Cómo podemos en la práctica tomar una decisión legítima en los casos


en los que los desacuerdos son persistentes? Como ya vimos en el apar-
tado anterior, los propios deliberativistas admiten que en la práctica debe-
remos recurrir a otro procedimiento de toma de decisiones después de
haber deliberado, como el voto o la negociación 84. En el peor de los casos,
habremos perdido algo de tiempo y esfuerzo en la deliberación. A cambio,
el desacuerdo posterior a la deliberación es más valioso que el anterior y
mediante el voto o la negociación agregaremos o transformaremos prefe-
rencias ya filtradas y transformadas mediante el proceso deliberativo real,
lo cual permite suponer que el resultado que se alcance será mejor en tér-
minos de legitimidad. Ahora bien, el voto no permite alcanzar un mayor
consenso que la deliberación, sino sólo agregar las preferencias de modo
que podamos tomar una decisión que cuente con el respaldo de la mayo-
ría. Así que no es mejor que la deliberación democrática a los efectos de
la tesis de la inocuidad. Y con respecto a la negociación, puede ser cierto
que nos permita alcanzar un mayor consenso numérico que la delibera-
ción en determinadas situaciones, pero como ya he dicho se tratará de un
consenso de menor calidad, no basado en razones. Así que acudir a la
negociación será a lo sumo un second-best.
Comprenderemos mejor el déficit que supone un consenso no razonado
como el que genera la negociación si examinamos la última estrategia posi-
ble para incrementar el consenso en el caso de los conflictos profundos, la
estrategia a la que se recurre más habitualmente en nuestras democracias
constitucionales. Si no alcanzamos un acuerdo significativo respecto a una
decisión determinada, podemos buscar un consenso parcial que eluda las
cuestiones más controvertidas, es decir, lo que SUNSTEIN ha denominado
«acuerdos incompletamente teorizados» 85. Ante un desacuerdo acerca de
un principio «de rango medio» que la deliberación no ha logrado resolver,
tenemos dos posibilidades que nos permitirán generar consenso: o bien for-
mulamos el principio de forma más general, y así conseguimos un acuerdo
sobre un principio «de rango alto», o bien nos ponemos de acuerdo acerca
de algunas soluciones concretas, fundadas en algún principio «de rango
bajo», dejando abierto todo lo demás 86. De esta forma, conseguimos un
«uso constructivo del silencio» al «hacer posible la obtención del acuerdo
allí donde es posible, e innecesario allí donde es imposible» 87. No es nece-

84
Con respecto al voto, véase la nota 80 de este capítulo. Con respecto a la negociación,
véanse GUTMANN y THOMPSON, 1996: 79-91, y 2004: 79-90; BOHMAN, 1996: cap. 2, esp. 83-95;
NINO, 1996: 176-178; y ESTLUND, 1997: 185.
85
Véase SUNSTEIN, 1995, 1996: 35-61, 1997 y 1999.
86
Un principio «de rango bajo» significa un principio relativo a un caso concreto. La noción
de rango alto, medio y bajo debe ser entendida, según SUNSTEIN, en términos comparativos; SUNS-
TEIN, 1999: 131.
87
SUNSTEIN, 1999: 126, la cursiva es del autor.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 35

INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN DE LA DEMOCRACIA 35

sario alcanzar un acuerdo sobre todos nuestros principios, sobre todas las
razones que nos llevan a adoptar esos principios, sobre cuáles son las con-
secuencias concretas que se derivan de aplicar estos principios a todos los
casos, etc. Podemos alcanzar un acuerdo sobre algún punto que ponga fin
a la controversia, y «silenciar» el resto de nuestro sistema de creencias 88.
Los acuerdos teorizados incompletamente, según SUNSTEIN, reducen
el peligro de los desacuerdos persistentes, ponen en marcha una perspec-
tiva moral que permite la evolución, son un mecanismo apropiado para la
toma de decisiones que está limitada por costes económicos y temporales
y promueven al menos dos objetivos de la democracia: permiten la con-
vivencia aceptando el pluralismo y permiten a los ciudadanos mostrar un
alto grado de respeto mutuo, civilidad y reciprocidad 89. Como en el caso
del consenso alcanzado mediante una negociación, los acuerdos teoriza-
dos incompletamente permiten encontrar una salida práctica al problema
de los desacuerdos persistentes. Sin embargo, no pasan de ser un second
best con respecto a un acuerdo razonado alcanzado mediante la delibera-
ción. La estrategia de los acuerdos parciales enmascara el conflicto en
lugar de resolverlo, y lo que alcanza son, en algún sentido, falsos acuer-
dos 90. Si dos personas se ponen de acuerdo sobre un principio P (formu-
lado de forma muy abstracta), pero no sobre la interpretación concreta de
P, lo que han alcanzado es en realidad un falso consenso 91.
En definitiva, la negociación y el recurso a los desacuerdos incom-
pletamente teorizados permiten incrementar el consenso, pero a costa de
reducir su calidad y convertirlo en un falso consenso. Y en todo caso, haber
deliberado previamente el problema mejora la situación al hacer más racio-
nal el desacuerdo, de modo que la tesis de la inocuidad no puede soste-
nerse en absoluto.

4.2. La tesis del perjuicio de la deliberación

Esta otra tesis acepta que la deliberación no es inocua, pero afirma que,
lejos de tener efectos positivos, generalmente es perjudicial recurrir a un
procedimiento deliberativo para tomar decisiones políticas. Algunos críti-

88
SUNSTEIN, 1999: 130-136.
89
SUNSTEIN, 1999: 131-133.
90
Sobre la idea de falsos acuerdos, véase YOUNG, 2001: 115-118.
91
Nicholas RESCHER lo ha planteado aún más fuertemente, afirmando que los acuerdos sobre
principios abstractos son sólo acuerdos aparentes: «en algún punto de abstracción hay siempre un
“acuerdo” aparente. Yo pienso p, tú piensas q. Está claro entonces que ambos estamos obligados
por la lógica a aceptar “p o q”. Pero este “acuerdo” es con seguridad irrelevante para una consi-
deración seria de las cuestiones de consenso relativo a las creencias». Véase RESCHER, 1993: 44 y
45, citado por BAYÓN, 2002: 76.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 36

36 JOSÉ LUIS MARTÍ

cos de la democracia deliberativa han objetado que la discusión racional,


precisamente por hacer más conscientes a los ciudadanos de sus diferencias
sobre principios, y por refinar sus argumentos en favor de sus posiciones
respectivas, incrementa el conflicto en lugar de mitigarlo, y el resultado es
peor para todos, porque los ciudadanos, habiéndose reafirmado en sus creen-
cias, se mostrarán más renuentes a aceptar decisiones políticas que no se
adecuen a las mismas 92. Esta tesis no necesita negar que la deliberación tam-
bién puede producir algún efecto positivo, pero afirma que el balance neto
entre los diversos efectos positivos y negativos termina siendo negativo.
Los trabajos de SUNSTEIN respecto a la denominada «polarización de
grupos» son realmente cruciales en este punto. Según SUNSTEIN, «la pola-
rización de grupos significa que los miembros de un grupo deliberante se
desplazarán hacia un punto más extremo en la dirección indicada por las
tendencias predeliberativas de sus miembros» 93. Existen diversos estudios
empíricos que abonan esta tesis 94. Y este fenómeno ocurre, sobre todo en
grupos homogéneos y con fuertes lazos sociales, a través de dos mecanis-
mos: a) «las influencias sociales sobre el comportamiento, y en particular
sobre el deseo de la gente de mantener su reputación y la buena concep-
ción de sí mismos», y b) lo limitado de los «repertorios de argumentos»
disponibles al interior de un grupo, y las direcciones en que estos argu-
mentos limitados conducen a los miembros de ese grupo 95. El problema
tiene que ver con complejos mecanismos de identidad colectiva, con la rea-
firmación de las propias opiniones cuando se contrasta con opiniones seme-
jantes, y con las deficiencias de información y de comparación inter-grupal.
En realidad, como el propio SUNSTEIN revela, el problema de la pola-
rización de grupos se produce cuando la deliberación que la acentúa es
informal o cuando se trata de una «deliberación de enclave» 96. Esto es,

92
Ésta es tal vez la versión más extendida de la crítica de la incapacidad para resolver con-
flictos. Véanse, por ejemplo, KNIGHT y JOHNSON, 1997: 286; PRZEWORSKI, 1998 y 1999; JOHNSON,
1998; GAMBETTA, 1998: 21; SHAPIRO, 1999a: 31, y 2002: 121-125; y BELL, 1999. Uno de los deli-
berativistas que se ha ocupado de este problema es, de nuevo, SUNSTEIN, 1985 y sobre todo 2000,
2001: cap. 3, y 2002. También GUTMANN y THOMPSON, 1996: 44, y 2004: 53-56.
93
SUNSTEIN, 2002: 81. Esto significa dos cosas, según el propio SUNSTEIN. Por una parte,
que si pedimos que un grupo dé su opinión sobre una cuestión determinada antes y después de
deliberar acerca de dicha cuestión, la respuesta posterior a la deliberación será más extrema en la
dirección que marque la media de las opiniones previas de sus miembros. Y, en segundo lugar,
que cada uno de los miembros del grupo mostrará esta misma tendencia hacia un punto extremo
tras la deliberación.
94
La psicología social conoce bien este problema. Entre los diversos trabajos que cita SUNS-
TEIN, véase ZUBER, 1992.
95
Este último punto en concreto guarda relación con el problema de las «preferencias en
cascada», o las «cascadas sociales de información». Véase SUNSTEIN, 2001: 82-86, y 2002. Tam-
bién SUNSTEIN, 1991 y 1993b.
96
Una deliberación de enclave («enclave deliberation») es la que se produce en el interior
de un grupo de forma aislada del resto de la sociedad.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 37

INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN DE LA DEMOCRACIA 37

cuando no se produce realmente un genuino intercambio de argumentos


con ciudadanos que mantengan posiciones diferentes a las nuestras, cuando
no incluimos en la deliberación a todas las voces disonantes, cuando los
grupos son demasiado homogéneos, cuando no se aseguran canales de con-
traste de información, cuando las opiniones de inicio ya están muy ses-
gadas, etc. Bajo estas circunstancias, muy alejadas del procedimiento ideal
deliberativo, ciertamente se produce una polarización irracional de las opi-
niones después de deliberar (informalmente), el conflicto se acentúa, y la
deliberación, lejos de cumplir con sus objetivos, acentúa los problemas
que intentaba resolver. Pero entonces la culpa no es del modelo, sino de
las malas aproximaciones al mismo. Efectivamente, en algunas circuns-
tancias, lo que podría parecer una aproximación al ideal puede producir
resultados contraproducentes. Pero esto sólo significa que debemos ser
cuidadosos a la hora de diseñar institucionalmente las aplicaciones del
modelo. Una deliberación interna en un partido político, por ejemplo, será
un mal procedimiento deliberativo a menos que puedan intervenir voces
lo suficientemente discordantes para neutralizar el efecto de la polariza-
ción de grupos y se preserve así el pluralismo. En ese sentido, este fenó-
meno nos ofrece una nueva razón por la que la heterogeneidad, el plura-
lismo y la existencia de desacuerdos sociales básicos deben ser considerados
valiosos 97.
Por supuesto que no todo el perjuicio que puede causar la delibera-
ción deriva de la polarización de grupos. Como advierten algunos de los
críticos que han defendido esta tesis, la deliberación puede incrementar el
conflicto social, lejos de reducirlo, ya que al ser más conscientes de sus
propias preferencias, los ciudadanos comprenden mejor sus diferencias.
No obstante, y aunque aceptemos que en casos circunstanciales (y provi-
sionalmente) la deliberación puede tener ese efecto de intensificación de
un conflicto, no veo cómo puede sostenerse que es malo que los ciudada-
nos dispongan de mayor información acerca de lo que ellos y los demás
defienden, refinen sus propias preferencias, y sean más racionales en su
acción pública. Es decir, aun si la tesis del perjuicio de la deliberación
fuera cierta en algunos casos en términos de acentuar el conflicto social,
no veo como, ni siquiera para dichos casos, podría defenderse un modelo
inverso basado en mantener a los ciudadanos en la ignorancia y preservar
las incoherencias e irracionalidades de sus opiniones y preferencias.
La objeción de la incapacidad para resolver las críticas, en ninguna de
sus dos tesis, plantea serios problemas para la democracia deliberativa.
Pone de manifiesto, efectivamente, que la deliberación no puede aspirar a
resolver todos los conflictos de nuestras sociedades, algo que aceptan los
97
En este mismo sentido, WALDRON, 1999a: esp. 92.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 38

38 JOSÉ LUIS MARTÍ

propios defensores del modelo. Muestra también la fuerte persistencia de


algunos desacuerdos sociales, que a su vez indican el hecho del plura-
lismo. Y, sobre todo, nos enseña cómo este hecho del pluralismo y la exis-
tencia de los desacuerdos posteriores a la deliberación, lejos de ser un pro-
blema para el ideal democrático deliberativo, es uno de sus principales
motores.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 39

CAPÍTULO II
EL CORAZÓN DEL MODELO
Y SUS ALTERNATIVAS

«Todas las expresiones de la vida moderna manifes-


taban objetividad, pero detrás de esa objetividad apa-
rente había confusión y dudas, dudas arraigadas en el
fondo del alma sobre el sentido de las normas, de las
leyes, de los principios».
Sándor MÁRAI, Divorcio en Buda.

La democracia deliberativa es ante todo un procedimiento de toma de


decisiones. En el capítulo anterior hemos visto que la deliberación (colec-
tiva) consiste en un proceso argumentativo, un libre intercambio de razo-
nes entre los participantes, que se hallan comprometidos (al menos ideal-
mente) con los valores de racionalidad e imparcialidad, y que están
dispuestos a cambiar de opinión a la luz de los mejores argumentos. Que
el proceso sea argumentativo lo distingue de otros procedimientos demo-
cráticos de toma de decisiones, i.e., la negociación y la mera agregación
de preferencias. Esto significa que el proceso está regido por principios
distintos a los que rigen dichos procesos alternativos. En este capítulo sos-
tendré que los modelos democráticos normativos se distinguen entre sí por
el tipo de procedimiento de toma de decisiones que prescriben o promue-
ven, y que todos los procedimientos reales de toma de decisiones se guían
por alguno de los tres principios democráticos fundamentales de la toma
de decisiones: el principio de la argumentación, el principio de la nego-
ciación y el principio del voto. En consecuencia, los modelos alternativos
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 40

40 JOSÉ LUIS MARTÍ

a la democracia deliberativa, como veremos en el apartado tercero del capí-


tulo, priorizan el principio de la negociación o el principio del voto, o una
combinación de ambos, por encima del principio de la argumentación. La
democracia deliberativa, en cambio, propone que sea el principio de la
argumentación el que guíe esencialmente los procesos reales de toma de
decisiones. Por ello, comprender este principio y los rasgos que lo distin-
guen de los otros dos nos permitirá comprender lo que denominaré el cora-
zón del modelo de la democracia deliberativa, su núcleo teórico más impor-
tante, así como dar respuesta a una de las críticas más extendidas de la
democracia deliberativa, la de la inevitabilidad de los comportamientos
estratégicos por parte de los ciudadanos. Esto deberá ser complementado
con el análisis de la noción de interés político relevante a los efectos de
dicho principio de la argumentación. Y estaremos entonces en situación
de comprender las diferencias entre la democracia deliberativa y los mode-
los democráticos alternativos, básicamente la democracia como mercado,
la democracia pluralista y la democracia agonista. El capítulo concluye
con el examen de otra de las objeciones principales que ha recibido la
democracia deliberativa, la de no dar suficiente cuenta del hecho de que
la política es esencialmente una cuestión de conflicto y poder, una obje-
ción que sólo tiene sentido interpretada a la luz de alguno de estos mode-
los democráticos alternativos.

1. PRINCIPIOS DEMOCRÁTICOS DE TOMA DE DECISIONES

Existen muchas formas de tomar una decisión y una pluralidad casi


infinita de procesos reales de toma de decisiones colectivas. El mejor modo
para facilitar su análisis consiste en identificar primero los diversos prin-
cipios básicos con relevancia normativa que pueden guiar el diseño y el
funcionamiento de cada uno de estos procesos. Una vez definidos, se
pueden elaborar fácilmente categorías conceptuales en las que subsumir
todos los procesos decisorios reales 1. Por lo que respecta a mis intereses
en este punto, podemos descartar todos aquellos procesos de toma de deci-
siones colectivas que no sean democráticos, puesto que lo que quiero com-

1
Se podría proceder también a la inversa, observando primero la realidad de los procesos de
toma de decisiones para tratar de inferir diversas propiedades clasificatorias. Sin embargo, como
en toda observación empírica y especialmente en toda clasificación de la realidad diversa, nunca
nos aproximamos a ella de manera desnuda, sin intuiciones previas o prejuicios. Y, lo que es más
importante, el único modo de elegir entre diversos criterios clasificatorios es midiéndolos con res-
pecto a algún objetivo último de nuestra investigación. Como en este caso mi objetivo último es
comparar diversos modelos normativos de toma de decisiones, es completamente razonable que
partamos de diversos principios normativos, conceptualmente vinculados con tales modelos, para
clasificar los tipos de procesos decisorios reales. Por supuesto que eso implica «leer la realidad»
a la luz de determinadas consideraciones normativas previas, pero es precisamente de eso de lo
que se trata en este caso.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 41

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 41

parar son diversos modelos normativos de democracia. Y estos últimos


pueden estar guiados por tres principios distintos, o por una combinación
de ellos: el principio de la argumentación, el principio de la negociación
y el principio del voto.

1.1. Argumentación, negociación y voto

La mejor distinción entre los principios de argumentación, negociación


y voto se la debemos a Jon ELSTER 2. A pesar de que muchos de los delibe-
rativistas han señalado la oposición entre deliberación (o argumentación)
y negociación 3, o entre deliberación y la mera agregación de preferencias
efectuada tras un proceso de voto puro 4, nadie ha presentado el contraste
entre los tres principios con mayor nitidez que ELSTER, y ello a pesar de
que su presentación sea deficiente en varios aspectos que iré señalando.
Uno de estos aspectos no del todo satisfactorios es la pobreza con la
que ELSTER define en qué consiste la «lógica» de un proceso de toma de
decisiones. En lo que sigue me permitiré reconstruir la distinción en tér-
minos de principios e ideales que contrastan con, y sirven para subsumir,
los casos reales de procesos decisorios. Entenderé que cada uno de estos
principios puede operar como guía en el diseño y en el funcionamiento de
un procedimiento real de decisión. Los casos puros, conceptualmente posi-
bles, de procedimiento de decisión en los que sólo interviene uno de estos
tres principios, sin la contaminación de los otros dos, los llamaré casos
ideales. Asumiré que estos casos ideales no son empíricamente posibles,
y que por lo tanto todos los procedimientos reales de toma de decisiones
combinan dos o más principios 5. Y clasificaré los casos reales en una cate-
goría u otra en función de si otorgan primacía a un principio u otro, par-
tiendo de la base de que existen casos paradigmáticos de ello, y que algu-
nos casos extremos sólo podrán ser clasificados de forma borrosa. Los tres
principios democráticos de toma de decisiones, ya mencionados, son el

2
En realidad, la distinción sólo está esbozada en ELSTER, 1995 y 1998a, donde el autor se
refiere a dichos principios como «lógicas» diversas de los procedimientos de toma de decisiones
(ELSTER, 1998a: 5 y 6). Para una síntesis más minuciosa de la distinción de ELSTER, véase MARTÍ,
2001.
3
Véanse BARBER, 1984: 136 y 137; SUNSTEIN, 1986a: 895, y 1988: 150 y 151; COHEN, 1989a:
17 y 18; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1 y 4, y 2004; KNIGHT y JOHNSON, 1997; JOHNSON, 1998:
162; BOHMAN, 1998: 400; y PETTIT, 2003: 139 y 140.
4
Véanse MANIN, 1987: 349-353; SUNSTEIN, 1988: 144, 145 y 150, y 1991; COHEN, 1989a:
17 y 18, y 1998: 185 y 186; MILLER, 1992: 182 y 183; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1 y 4, y
2004: 13-21; KNIGHT y JOHNSON, 1997; JOHNSON, 1998: 162; y BOHMAN, 1998: 400.
5
Esta asunción puede ser sin embargo discutida. Yo no he sido capaz de encontrar un sólo
ejemplo real de procedimiento puro de toma de decisiones. Eso no demuestra, claro, que no sea
posible empíricamente. De todos modos, en caso de haberlo, eso no afectaría a lo importante de
mi argumento en este libro.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 42

42 JOSÉ LUIS MARTÍ

principio de la argumentación, el principio de la negociación y el princi-


pio del voto. Ahora bien, una complicación de nuestro uso ordinario de
estos términos es que denominamos igual a los casos ideales de aplica-
ción de cada uno de estos tres principios y a los casos reales subsumibles
en cada una de las tres categorías derivadas. De modo que cuando usamos
los términos «argumentación» y «negociación» nos referimos a veces a un
procedimiento ideal que maximiza de forma pura un principio determi-
nado y a veces a un procedimiento real en el que predomina la aplicación
de un principio pero en el que están presentes rasgos provenientes de la
aplicación de otro principio. No desharé aquí la ambigüedad para no perder
lo intuitivo de las etiquetas, pero intentaré advertir en cada momento a qué
sentido hago referencia.
La democracia deliberativa propone un modelo de toma de decisiones
basado en el principio de la argumentación. Si democracia deliberativa y
democracia no son sinónimos, y ciertamente no lo son, entonces debe haber
otras teorías democráticas que propongan modelos de toma de decisiones
basados en otros principios. Según ELSTER, los otros principios que pueden
guiar modelos alternativos de toma de decisiones son la negociación y el
voto 6. Ya he dicho que se trata de principios normativos. Como tales, cada
uno de ellos emana de, o encaja en, una concepción normativa más amplia
del Estado y de la democracia. Lo que los tres tienen en común es que,
por ser principios democráticos, se aplican de manera fuertemente inclu-
siva, esto es, establecen que los destinatarios en sentido material (todos
los potencialmente afectados) de la decisión colectiva, sea directamente o
a través de sus representantes, deben poder participar en la toma de deci-
siones colectivas. Por otra parte, no sólo regulan el funcionamiento estruc-
tural de un procedimiento de toma de decisiones (el tipo de actividad que
se requiere), sino que exigen también determinadas disposiciones motiva-
cionales por parte de los participantes. Cada principio contiene entonces
al menos un elemento objetivo, referido al funcionamiento estructural del
proceso decisorio, y un elemento subjetivo, referido a las motivaciones y
pretensiones de los participantes 7. Aunque ELSTER admite ciertas cone-
xiones entre los principios y las motivaciones, éstas distan de ser claras 8.

6
Y, según él, la lista es exhaustiva. Véase ELSTER, 1998a: 5.
7
Para un análisis de los procedimientos de deliberación y negociación desde el punto de
vista de las disposiciones motivacionales, véase OVEJERO, 2002: 153-191.
8
ELSTER relaciona los tres principios con tres tipos de motivaciones políticas: la razón, el
interés y la pasión; cfr. ELSTER, 1995: 239, y 1998a: 6; un desarrollo un poco más completo en
ELSTER, 1999: cap. V. Por «interés» ELSTER entiende «la persecución de una ventaja material». La
lógica de la argumentación es la única que, en estado puro (ideal), se fundamenta en la razón y la
imparcialidad, siendo «desinteresada y desapasionada a la vez». Las otras dos lógicas, en cambio,
pueden canalizar cualquiera de las tres motivaciones. Si en un proceso deliberativo real algunos
de los participantes actúan motivados por el interés o por la pasión, es porque en él interfieren
alguna de estas otras lógicas y, por lo tanto, se aleja del modelo ideal de argumentación.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 43

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 43

Presentaré a continuación mi reconstrucción de la distinción de modo que


intente evitar las oscuridades e imprecisiones de la presentación de ELSTER 9.
Comencemos por el elemento subjetivo de los principios que pueden
guiar los procedimientos de toma de decisiones. Cada participante entra
en el procedimiento con una opinión más o menos definida de cuál es su
alternativa preferida, es decir, con una preferencia determinada. A estas
preferencias las llamaré input del procedimiento, y supondré que al menos
en los casos ideales, los individuos son perfectamente racionales y acuden
al procedimiento con unas preferencias ya completamente formadas 10. Es
en la formación de estas preferencias donde pueden intervenir las dispo-
siciones motivacionales de forma más clara. Sostendré, de manera muy
simplificada, que existen dos tipos de motivaciones: la maximización del
propio interés individual (es decir, A acepta x porque cree que le conviene
autointeresadamente) o la maximización del interés general a partir de una
concepción del bien común necesariamente imparcial (es decir, A acepta
x porque cree que es justo) 11. En otras palabras, las motivaciones pueden
ser parciales o imparciales. A las preferencias basadas en motivaciones
parciales las llamaré preferencias meramente autointeresadas, y a las basa-
das en motivaciones imparciales, preferencias imparciales 12. A este res-
pecto, el elemento subjetivo requerido por el principio de la argumenta-

9
Mi reconstrucción está vagamente inspirada en una idea de Jeremy WALDRON, quien rea-
liza un primer intento de destapar la «caja negra» de los procedimientos de toma de decisiones,
que han sido tradicionalmente opacos al análisis de los científicos sociales. Cfr. WALDRON, 1999c:
213 y 214.
10
Que las preferencias estén formadas no quiere decir que estén correctamente formadas,
esto es, que sean coherentes con otras preferencias del mismo individuo, que estén perfectamente
priorizadas en una escala general, ni que su propio contenido sea correcto. Significa solamente
que son claras y que están consolidadas respecto a una de las alternativas de la decisión. Por otra
parte, es claro que en la realidad los individuos entran muchas veces al procedimiento de toma de
decisiones sin unas preferencias formadas, ni siquiera en este sentido débil. Pero eso es algo que
no debería afectar al modelo ideal.
11
Trataré de evitar en la medida de lo posible discusiones acerca de temas tan complejos y
polémicos como el de qué significa el interés general, qué significa el bien común o qué significa
que algo sea justo (o que se crea que algo es justo). En el apartado 2 de este capítulo no tendré
más remedio que intentar explicar la distinción aquí presentada, tratando de esclarecer el signifi-
cado de «interés políticamente relevante». Pero la máxima que seguiré en todo el libro es la de
comprometer lo menos posible el ideal de la república deliberativa con determinadas concepcio-
nes morales, metaéticas, políticas o jurídicas.
12
Esta idea se encuentra ya en John Stuart MILL; véase MILL, 1860: 129 y 130. Una articu-
lación moderna en ELSTER, 1999: cap V. La distinción es compleja y requiere de un mayor análi-
sis del concepto de interés, que deberá esperar sin embargo al apartado 2. De todos modos, es
importante anticipar las siguientes consideraciones. Las «preferencias imparciales» no están des-
vinculadas del interés individual. Ninguna de las preferencias que voy a considerar aquí lo está.
Mi propósito es reconstruir el modelo de la democracia deliberativa a partir de una idea de bien
común o interés general que no se aleje de los intereses de los individuos. Sin embargo, cuando
en la literatura, por ejemplo en las obras de ELSTER, aparece la noción de interés, se entiende siem-
pre como algo opuesto a las motivaciones imparciales, y éste es un uso del que quiero apartarme
expresamente. En este trabajo, entenderé por preferencias meramente autointeresadas aquellas que
se muestran indiferentes a consideraciones exógenas al propio interés personal, como las consi-
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 44

44 JOSÉ LUIS MARTÍ

ción se compone, al menos idealmente, de preferencias imparciales 13, el


del principio de la negociación de preferencias meramente autointeresa-
das, y el principio del voto es compatible con las dos.
Alguien podría pensar que los inputs de un procedimiento deliberativo
no son las preferencias de los participantes sino sus creencias. No discu-
timos acerca de lo que cada uno de nosotros preferimos, sino acerca de lo
que creemos que es correcto. No obstante, y aunque las creencias y las
preferencias son fenómenos ciertamente distintos, que poseen, por decirlo
con la expresión de John SEARLE, direcciones de ajuste distintas, están
conceptualmente vinculadas dados los presupuestos del modelo delibera-
tivo ideal y son por lo tanto intercambiables en mi análisis 14. Desde un
punto de vista individual, decir «creo que la propuesta A es moralmente
correcta y las demás incorrectas» equivale a que «si fuera racional prefe-
riría moralmente la propuesta A a las demás», es decir, que todo indivi-
duo racional que posea la creencia mencionada poseerá también una pre-
ferencia —al menos de segundo orden— 15 respecto de la propuesta que
es objeto de su creencia. Y, como ya he mencionado, el modelo presupone
que los participantes son individuos perfectamente racionales, de modo
que las preferencias imparciales están basadas en creencias acerca de lo
correcto y, en algún sentido, deliberar acerca de nuestras creencias es equi-
valente a deliberar acerca de nuestras preferencias imparciales. No sucede
lo mismo con las preferencias meramente autointeresadas, que no están

deraciones de imparcialidad. Este concepto es más amplio que el de egoísmo, si por tal entende-
mos un conjunto motivacional basado únicamente en la persecución de objetivos individuales que
no contemplan en ninguna medida el bienestar de los demás (y mucho menos la imparcialidad o
la justicia). El concepto de preferencias meramente autointeresadas es más amplio porque incluye
también el caso de un individuo que, entre sus preferencias, sitúa la de ayudar a los demás. Con-
virtiendo, así, la «ayuda a los demás» en una consideración endógena. Pero, aun en este segundo
supuesto, se distingue del concepto de preferencias imparciales en que este interés por ayudar a
los demás no se basa en consideraciones (exógenas) acerca de la imparcialidad o justicia, sino de
una simple autosatisfacción (endógena). Por motivaciones imparciales y preferencias imparciales
me refiero, por supuesto, a las que tienen pretensión (sincera) de imparcialidad. Cada individuo
puede equivocarse en su apreciación del bien común (o imparcialidad), pero lo que cuenta es su
pretensión sincera. Probablemente deberíamos admitir que también cabe el error en la apreciación
del propio interés parcial. Lo importante, de todos modos, es tener en cuenta que las preferencias
imparciales son también en algún sentido autointeresadas. Debemos presuponer, para que esto sea
así, que los individuos poseen la motivación de tener preferencias imparciales, al menos en la deli-
beración democrática.
13
Esto no nos dice nada acerca de los procesos deliberativos reales, en los que podemos
encontrar participantes que se comportan de forma estratégica, sin ninguna motivación imparcial,
como veremos en el apartado 1.2. Pero la práctica de argumentar u ofrecer razones implica un
cierto compromiso con la imparcialidad. Y cualquier desviación de dicho compromiso es eso
mismo, una desviación. Precisamente por eso denominamos hipócrita al que delibera por razones
estratégicas, mientras que no sucede lo mismo con los otros dos tipos de procedimientos. Para una
concepción de la democracia deliberativa que admite motivaciones parciales y estratégicas, en
cambio, véase AUSTEN-SMITH y BANKS, 1990 y 1992.
14
Sobre la noción de direcciones de ajuste, véase SEARLE, 1969: 34-35.
15
Sobre la noción de deseos de segundo orden, véase FRANKFURT, 1971.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 45

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 45

basadas en creencias acerca de lo correcto, aunque puedan depender de


creencias de otro tipo, y por ello no pueden ser discutidas racionalmente,
sino sólo pactadas o negociadas 16.
Analicemos ahora la estructura objetiva de los procedimientos deci-
sorios colectivos. En primer lugar, un procedimiento colectivo de toma de
decisiones se orienta básicamente a un acto de elección entre diferentes
alternativas que es posible por el tránsito de un conjunto de preferencias
individuales a una función de preferencias colectivas reflejada en la deci-
sión 17. Pero no debemos confundir el procedimiento con la decisión colec-
tiva misma. Así como es importante distinguir, aunque tampoco ELSTER
lo haga, entre el procedimiento de toma de decisiones en su conjunto y la
regla de decisión que opera al final de dicho procedimiento, que es la que
permite el tránsito en sentido estricto de las preferencias individuales a la
decisión colectiva 18. Los procedimientos pueden dividirse entonces al
menos en dos fases: (1) una primera fase de transformación y expresión
de las preferencias que funcionan como inputs del proceso, y (2) una
segunda fase en la que se aplica una regla de decisión que nos permite
pasar de dichas preferencias a la decisión colectiva. Y podemos definir el
procedimiento completo de toma de decisiones colectivas como el con-
junto de reglas que se aplican a las acciones que se producen en un deter-
minado período de tiempo con la finalidad de tomar una decisión colec-
tiva acerca de una cuestión determinada.
16
A la inversa, y como veremos, no podemos negociar acerca de nuestras creencias sobre lo
correcto. No tiene ningún sentido que yo cambie mi opinión acerca de lo que es correcto por más
que tú me pagues para que lo haga. Puedo cambiar ciertas manifestaciones externas, puedo cam-
biar mis palabras o mis actos, o incluso lo que estoy dispuesto a aceptar en un conflicto político,
pero no mis creencias sinceras, y por lo tanto tampoco mis preferencias imparciales. Aunque pueda
parecer nuevamente que los inputs de una deliberación son las creencias mientras que los de la
negociación son las preferencias, es importante insistir en la vinculación conceptual entre creen-
cias acerca de lo correcto y preferencias imparciales en condiciones ideales de racionalidad per-
fecta, y mantener así el análisis del modelo deliberativo en términos de preferencias y no de creen-
cias, de manera que podamos comparar mejor los diversos modelos, y remitirnos también, como
haré más adelante, a la noción de interés político. No puedo extenderme más sobre esta cuestión
de las relaciones entre las creencias y las preferencias, aunque volveré puntualmente sobre la
misma en el siguiente apartado.
17
Véase MANIN, 1987: 357-359. Se decide llevar a cabo la política p, o revocar la decisión
d, o reconocer el derecho r, etc. La decisión puede tener carácter legal o no tenerlo, ser vinculante
o no serlo, etc. Pero ninguna de estas variaciones depende de cuáles hayan sido los inputs o de
cuál haya sido el procedimiento elegido.
18
Una crítica parecida a ELSTER por este motivo en OVEJERO, 2002: 159, nota 10. Hay una
asimetría aparente entre el voto por una parte, y la negociación y la deliberación por la otra. Agra-
dezco a Félix OVEJERO, José Juan MORESO y Jorge RODRÍGUEZ por las largas discusiones que hemos
tenido sobre este punto y que me han permitido ir elaborando progresivamente la reconstrucción
que aquí presento. La distinción entre proceso de toma de decisiones en conjunto y regla de deci-
sión en concreto que permite esta asimetría lleva a OVEJERO, equivocadamente en mi opinión, a
sostener que sólo existen dos tipos de procedimiento, la negociación y la deliberación, y que el
voto está indisolublemente ligado a ambos tipos (OVEJERO, 2002: 158-162). Sin embargo, en lo
que sigue intentaré mostrar la utilidad de mantener la posibilidad conceptual del principio del voto
al mismo nivel que los otros dos.
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46 JOSÉ LUIS MARTÍ

En la primera fase del procedimiento los participantes expresan sus


preferencias respecto a las alternativas de decisión, y pueden hacerlo
mediante un proceso comunicativo, como en la argumentación y en la
negociación, o mediante la selección de una papeleta u otro mecanismo
equivalente no basado en la comunicación, como en el voto. La expresión
de preferencias es en todo caso pública, si bien en el voto puede ser anó-
nima o nominal. En la argumentación y la negociación el propio proceso
comunicativo puede producir una transformación de dichas preferencias,
mientras que el principio del voto excluye cualquier tipo de comunica-
ción, al menos durante el procedimiento, y se limita a regular las condi-
ciones en las que los participantes pueden emitir los votos propiamente
dichos 19. El conjunto de reglas que determinan cómo debe ser la expre-
sión y transformación de las preferencias políticas (o que prohíben la
segunda) conforman el primer elemento objetivo de los principios que
guían los procesos de toma de decisiones. Dentro de este primer elemento
se encuentran las reglas que establecen quién puede participar en el pro-
cedimiento, sobre qué se puede tomar una decisión, cómo debe desarro-
llarse el proceso de comunicación, si es que puede haberlo, etc.
El segundo elemento objetivo viene determinado por lo que he deno-
minado regla de decisión, esto es, la regla que permite transitar de un con-
junto de preferencias individuales a una decisión colectiva. La regla de
decisión que se aplica en esta fase establece al menos dos puntos: a) quién
puede participar en esta acción concreta (que puede ser un conjunto de
individuos igual o distinto al que ha participado en la primera fase) 20, y
19
Aunque el voto proponga principalmente una regla de decisión, como veremos a conti-
nuación, no debe ser identificado solamente con la segunda fase del procedimiento de toma de
decisiones, como parece hacer OVEJERO en el texto citado en la nota anterior. El principio del voto
no sólo incluye la regla de decisión, sino que también regula cómo deben expresarse las prefe-
rencias y, al menos en algunas versiones, incluye también la prohibición de comunicación previa
entre las partes, lo que implica un conflicto con los otros dos principios, y muestra que los tres se
encuentran al mismo nivel, al menos parcialmente. Por otra parte, no es apropiado desvincular la
argumentación y la negociación de la decisión misma, como algunos sostienen basándose en la
idea de que la deliberación no debe estar necesariamente encaminada a tomar una decisión. Es
cierto que en ocasiones deliberamos sólo para intentar convencer racionalmente a otros sin pre-
tender por ello alcanzar decisión alguna. Pero en tales casos estamos recortando el procedimiento,
ya que tanto el principio de argumentación como el de negociación incluyen también sus propias
reglas de decisión, esto es, no se muestran indiferentes acerca de cómo transitar de las preferen-
cias individuales a la decisión colectiva. Y, por cierto, tales reglas de decisión se oponen a la pro-
puesta por el principio de voto. En definitiva, y a diferencia de lo que sostienen OVEJERO y otros
autores, los tres principios abarcan ambas fases del procedimiento y por ello constituyen tres mode-
los alternativos de toma de decisiones.
20
Restringir el número de personas que finalmente tomarán una decisión puede estar justi-
ficado en determinadas circunstancias por razones de operatividad o eficacia. Así, por ejemplo, se
puede articular una primera fase de la deliberación abierta a toda la ciudadanía y dejar que des-
pués un pequeño grupo de representantes intenten plasmar las diversas sensibilidades expresadas
durante la discusión en una decisión concreta. Pero no pretendo entrar ahora a esta discusión. La
respuesta a este punto tendrá que ver, entre otras cosas, con la teoría de la representación política
que adoptemos, y el capítulo VI está dedicado en parte a este tema.
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EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 47

b) cómo se comparan las preferencias de los participantes para poder tomar


una decisión colectiva a partir de las mismas. Mientras que el voto utiliza
un mecanismo de agregación simple de las preferencias aplicando después
una regla de unanimidad o de mayoría, la argumentación y la negociación
establecen una regla de consenso sobre un mecanismo de comparación
algo distinto. En ambos casos, al menos en las versiones ideales de sendos
modelos, se exige un consenso absoluto entre los participantes en el pro-
cedimiento de toma de decisiones acerca de la alternativa preferida. No es
que se emitan votos y se requiera unanimidad, sino que se considera que
se ha tomado la decisión cuando ninguno de los participantes presenta una
objeción. La comparación de las preferencias se realiza a través del propio
proceso comunicativo, y el acuerdo que constituye la decisión viene mar-
cado por la ausencia de tales objeciones 21.
Veamos ahora más ordenadamente cuál es el contenido de los tres prin-
cipios de toma de decisiones. El principio del voto establece que las deci-
siones colectivas deben basarse en las preferencias individuales de cada
uno de los ciudadanos, considerados como agentes racionales, siendo tales
preferencias un elemento exógeno al modelo que se toma como algo dado.
El principio se mantiene neutral respecto a si las preferencias deben ser
imparciales o autointeresadas, de modo que no asume ningún compromiso
respecto del elemento subjetivo. A su vez, dichas preferencias deben ser
expresadas mediante algún mecanismo que, como la elección de una pape-
leta, permita su agregación posterior, es decir, a través de votos en sentido
estricto. Y se excluye en la medida de lo posible toda comunicación previa
orientada a la transformación de tales preferencias. El primer elemento
objetivo, por tanto, consiste en la prohibición de comunicación y de la
transformación de preferencias y en la expresión de las preferencias pre-
viamente formadas mediante algún mecanismo no comunicativo. Por
último, una vez expresadas las preferencias a través de los votos, se agre-
gan las mismas aplicando una regla de unanimidad o de algún tipo de
mayoría para pasar a una decisión colectiva, y así se conforma su segundo
elemento objetivo 22. Hay al menos dos modelos democráticos que se han

21
Como he dicho, que comparemos las preferencias no quiere decir que se emitan votos ni
que, en sentido estricto, se agreguen las preferencias de los participantes, como demuestra el hecho
de que carecería de sentido aplicar una regla de mayoría. Idealmente la argumentación y la nego-
ciación terminan con el consenso, no con una división en mayorías y minorías. Y ello con inde-
pendencia de que, como vimos en el apartado 3 del capítulo I, en la práctica las deliberaciones
finalicen con una votación. El hecho de que las deliberaciones reales se acompañen del voto sólo
muestra la distancia que media entre éstas y el ideal. Sobre la diferencia entre consenso y unani-
midad, que tomo de Jane MANSBRIDGE, véase la nota 73 del capítulo I.
22
El Teorema de MAY demuestra que la regla más igualitaria exige un umbral de mayoría
simple, puesto que en caso contrario se le estaría otorgando a una minoría un poder de decisión
mayor que el que dispone la mayoría. Véanse MAY, 1952; y WALDRON, 1999a: 107-116. Aunque
puede haber otras razones más allá del principio democrático de la igualdad para requerir umbra-
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 48

48 JOSÉ LUIS MARTÍ

basado en la exigencia de este principio del voto, y que se distinguen en


la interpretación del elemento subjetivo. El primer modelo, que sostiene
que el input del proceso son las preferencias imparciales, es el que pro-
bablemente defendió ROUSSEAU en su famosa teoría de la volonté géné-
ral 23. El segundo modelo, que sostiene que el input son las preferencias
autointeresadas, es el defendido por algunas versiones de la teoría de com-
petencia de élites y de la teoría económica de la democracia, que integran
lo que más adelante denominaré la teoría de la democracia como mer-
cado 24.
El principio de la negociación, a imagen de los procesos de negocia-
ción privados entre individuos particulares, es aquel en el que la decisión
(el acuerdo) resulta de un proceso de acomodación de preferencias, rega-
teo, concesiones mutuas, engaño, amenazas, etc., en el que cada una de
las partes defiende abiertamente sus preferencias autointeresadas 25, y en
el que dicho acuerdo está determinado por la capacidad o el poder nego-
cial de las partes 26. El elemento subjetivo lo conforman las preferencias
autointeresadas. El primer elemento objetivo es el proceso de comunica-

les más exigentes en circunstancias específicas. Para una comparación de hasta cinco reglas mayo-
ritarias distintas, véase MUELLER, 1989: 112 y 113. Alguien podría preguntarse si no vale para el
procedimiento del voto lo que dijimos en el capítulo I con respecto a la deliberación, esto es, que
en circunstancias ideales no tiene sentido esperar que haya desacuerdo, y que por lo tanto el umbral
exigido por la regla de decisión no debe ser otro que la unanimidad. Sin embargo, y a diferencia
de lo que ocurre con la deliberación, no hay nada en el procedimiento del voto que obligue a pre-
suponer la existencia de una única respuesta correcta, así que es compatible en principio con el
pluralismo ontológico o el escepticismo. Así que la exigencia de una regla de unanimidad o de
una regla de mayoría en el ideal del voto dependerá, entre otras cosas, de la metaética que cada
uno adopte.
23
Sobre la interpretación de que ROUSSEAU no defendió la democracia deliberativa, que puede
resultar controvertida, véanse las notas 45 y 47 del capítulo I, y el texto que las acompaña.
24
Entre los defensores clásicos de este modelo, véanse SCHUMPETER, 1942; y DOWNS, 1956.
Analizaré este modelo en el apartado 3.1 de este mismo capítulo.
25
Los procedimientos de negociación puros no son compatibles con las preferencias impar-
ciales, puesto que éstas son incompatibles con el comportamiento estratégico en el que se basa la
negociación. Es evidente que las preferencias con las que uno acude al terreno de la decisión polí-
tica sí pueden ajustarse mediante procesos de negociación y regateo, mediante «pactos» estraté-
gicos, etc. No obstante, no podemos negociar acerca de nuestras creencias, ni acerca de nuestras
concepciones del bien común que sustentan aquellas preferencias que yo he denominado impar-
ciales en atención a las motivaciones que las acompañan.
26
No en toda negociación real se producen regateos, engaños o amenazas, pero se trata sin
duda de técnicas típicamente negociales. Véanse RAIFFA, 1982; BAZERMAN y NEALE, 1992; y FONT,
1997. Concretamente sobre el papel que juega la amenaza en los procesos negociales, y cómo los
distingue de los procesos argumentativos, véanse ELSTER, 1995, y 1999: 457-461. Por último, es
evidente que en las negociaciones reales se producen a menudo intercambios de argumentos. Se
puede deliberar, por ejemplo, acerca de las consecuencias para los intereses de ambas partes de
un posible acuerdo. Incluso existen métodos de negociación basados en la maximización del inte-
rés conjunto, como SCHELLING, 1960; y FISHER y URY, 1991. Ello sólo muestra que existe un espa-
cio para las creencias acerca de cómo es el mundo en las situaciones de negociación, además de
la dificultad (o imposibilidad) de encontrar casos reales de negociación pura. Lo que no muestra,
en todo caso, es que se pueda negociar acerca de tales creencias, y mucho menos acerca de las
creencias acerca de lo que es correcto hacer.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 49

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 49

ción e interacción negocial que produce una transformación de las prefe-


rencias del otro, no a la luz de los mejores argumentos o razones sobre la
corrección sustantiva de una de las propuestas, sino como resultado de una
o varias estrategias negociales. El acuerdo en una negociación es libre, en
el sentido de que las partes pueden libremente aceptar o rechazar cada pro-
puesta de acuerdo recibida 27. Y como la aceptación responde a las dife-
rentes estrategias negociales utilizadas, la solución final que reclama el
segundo elemento objetivo del procedimiento debe ser una solución de
consenso estratégico. De modo que el tránsito de las preferencias indivi-
duales a la decisión colectiva se produce mediante una transformación
estratégica de las preferencias individuales y una comparación de prefe-
rencias que permite después su integración en el consenso estratégico en
torno a la decisión. De nuevo, no es que se emitan y agreguen votos que
expresen las preferencias individuales, sino que se obtiene el consenso
cuando se verifica que no hay discrepancias u objeciones, esto es, cuando
se alcanza el acuerdo. El modelo democrático que parte de este principio
es el de la teoría pluralista de la democracia 28.
Finalmente, el principio de la argumentación consiste en un inter-
cambio desinteresado de razones en favor de una propuesta u otra, en con-
diciones de absoluta igualdad, con la disposición a ceder ante la presen-
tación de un mejor argumento y con el objetivo compartido de tomar una
decisión correcta 29. El elemento subjetivo exige, como ya he dicho, inputs
del proceso en forma de preferencias imparciales 30. En la primera fase del

27
Esta propiedad parecería conferir al procedimiento de negociación un carácter muy igua-
litario, ya que como todos cuentan por igual a la hora de aceptar o rechazar un acuerdo, nadie
parece obligado a aceptar decisiones que puedan perjudicarle. Sin embargo, se trata de un modelo
profundamente desigualitario porque las partes en conflicto más poderosas poseen una clara ven-
taja para imponer sus propias preferencias sobre las de las demás (por ejemplo, mediante amena-
zas), es decir, porque el poder negocial no está repartido de forma igualitaria. Sobre la pretensión
igualitaria de protección de las minorías en los procesos de negociación política de los modelos
pluralistas que se esconden detrás de este ideal, véase COHEN y ROGERS, 1995b: 34-41.
28
Entre los pluralistas más destacados, véanse DAHL, 1956 y 1989; y TRUMAN, 1959. Ana-
lizaré este modelo en el apartado 3.2 de este capítulo.
29
El ideal presupone, efectivamente, la existencia de una respuesta correcta, en forma de
estándar de corrección independiente al propio proceso de deliberación, en favor del cual pode-
mos esgrimir argumentos (razones). De otro modo, no podría evaluarse la calidad de los argu-
mentos presentados y la práctica de la argumentación carecería de sentido. Ampliaré este punto
en el apartado 2 de este capítulo y en el apartado 3.2 del capítulo III.
30
Algunos sostienen que el modelo de argumentación puede igualmente funcionar con pre-
ferencias meramente autointeresadas y conducirnos igualmente al consenso razonado. Véanse, por
ejemplo, SIÉYÈS, 1789 y 1990; AUSTEN-SMITH y BANKS, 1990 y 1992; y GAUTHIER, 1993 si lo inter-
pretamos a la luz de GAUTHIER, 1987. Sin embargo, este caso me parece conceptualmente impo-
sible, al menos tal y como se ha definido aquí la deliberación, ya que no tiene sentido formular
argumentos basados en razones (conceptualmente imparciales) para transformar preferencias mera-
mente autointeresadas. Así que las concepciones de estos autores sólo podrían ser consistentes si
partieran de un sentido de deliberación distinto al que yo utilizo. Expresamente contra esta con-
cepción estratégica de la deliberación, MICHELMAN, 1989: 291-304. Véase también la nota 37 de
este capítulo.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 50

50 JOSÉ LUIS MARTÍ

proceso se expresan libremente y se intentan justificar dichas preferencias


imparciales frente a los demás mediante un proceso comunicativo discur-
sivo, a la vez que intentamos convencerles racionalmente de su correc-
ción. Es decir, se pretende la transformación racional de dichas prefe-
rencias 31. Por último, en la segunda fase del procedimiento, se aplica una
regla de decisión de consenso razonado, no de consenso estratégico y
mucho menos de agregación, que se obtiene por la fuerza de los argu-
mentos utilizados, y no por la efectividad de las coacciones, amenazas,
promesas o cualquier otra estrategia negociadora, ni por una mayoría de
votos emitidos 32. El modelo que se basa en este principio es obviamente
el de la democracia deliberativa.
De los tres principios, con sus distintos elementos objetivos y subje-
tivos, aparecen al menos cuatro modelos democráticos diversos, quedando
excluidas por razones conceptuales las posibilidades de combinar prefe-
rencias imparciales con la transformación estratégica característica de la
negociación, y preferencias autointeresadas con la transformación racio-
nal propia de la argumentación:

Voto Negociación Argumentación


(transformación estratégica + (transformación razonada +
comparación de preferencias comparación de preferencias
➝ consenso estratégico) ➝ consenso razonado)

Preferencias Teoría de la Teoría pluralista de la (no es posible


meramente democracia democracia conceptualmente)
autointeresadas como
mercado
Preferencias Modelo (no es posible conceptualmente) Democracia deliberativa
imparciales rousseauniano

31
Un ejemplo de aplicación de este ideal es el que se produce (o al menos debería produ-
cirse) en las decisiones judiciales tomadas por tribunales. Cada magistrado miembro del tribunal
defiende su posición aportando razones de por qué cree que la suya es la correcta, de manera que
se produce una deliberación entre los magistrados con el objetivo de tomar la decisión correcta.
La corrección de la decisión no depende de las preferencias individuales de cada magistrado, sino
de las normas jurídicas que deben ser aplicadas al caso. Al menos según cualquier teoría del dere-
cho que no sea escéptica o realista.
32
Aunque tanto la argumentación como la negociación aspiren al consenso, la negociación
comparte con el voto lo que en términos de Jane MANSBRIDGE podríamos denominar un carácter
«adversarial», que enfrenta a los ciudadanos por sus intereses inmediatos y subjetivos, mientras
que la argumentación aporta un rasgo «unitario» a la democracia al pretender la satisfacción del
interés general o común. Véase MANSBRIDGE, 1983: 3-22. La diferencia más importante entre el
consenso razonado y el estratégico es que el primero se alcanza tras un proceso de examen racio-
nal de los argumentos que produce un convencimiento sincero en los participantes de que la opción
elegida es la correcta desde el punto de vista del interés general, mientras que el segundo sólo
indica una coincidencia de intereses particulares en un momento determinado.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 51

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 51

Ya dije antes que presupondría que los procedimientos ideales que


surgen de la aplicación pura de cada uno de los tres principios son impo-
sibles empíricamente. Por lo tanto, sólo podemos entender los cuatro mode-
los democráticos que se basan en ellos como ideales regulativos. Debe-
mos aceptar que nunca existirá una democracia que se base puramente en
la deliberación, ni una que se base en la negociación o el voto puros. En
toda democracia real existirán rasgos de los tres tipos ideales de procedi-
miento. Y aquello sobre lo que discrepan entonces los modelos normati-
vos de democracia es el grado en que los mecanismos reales de toma de
decisiones reflejan un principio u otro. Lo que propone la democracia deli-
berativa, entonces, es que impere el principio de la argumentación, sin
excluir por ello la presencia, en alguna medida, de componentes de los
otros dos ideales 33. Podemos representar la relación entre los tres princi-
pios como un triángulo cuya área representa el conjunto de casos reales
de procedimientos decisorios, siendo cada uno de estos casos una combi-
nación de los tres principios (figura 1).

FIGURA 1

Argumentación

Voto Negociación

En el capítulo I mencioné algunas razones por las que ideal de la demo-


cracia deliberativa debería caracterizarse como un ideal regulativo inal-
canzable. Un motivo podría ser la dificultad de alcanzar un consenso razo-
nado total en la sociedad. La deliberación no puede eliminar por completo
el hecho del pluralismo y los desacuerdos básicos, aunque pueda mitigar-
los o convertirlos en desacuerdos más racionales, en el sentido de que los
participantes sean más conscientes de las razones por las que discrepan
con los demás (desacuerdos posteriores a la deliberación). Para gestionar
este tipo de desacuerdos puede ser muy útil recurrir a algún tipo de nego-
ciación que permita acercar posiciones 34. Finalmente, como la negocia-

33
Véase ELSTER, 1998a: 7 y 8.
34
Entre los deliberativistas que consideran valioso recurrir a la negociación una vez finali-
zado el proceso estrictamente deliberativo, véanse GUTMANN y THOMPSON, 1996: 73-91, y 2004:
cap. 2; BOHMAN, 1996: cap. 2, esp. 83-95; NINO, 1996: 176-178; y ESTLUND, 1997: 185.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 52

52 JOSÉ LUIS MARTÍ

ción tampoco nos conducirá probablemente al consenso, en este caso estra-


tégico, (casi) siempre deberemos implementar algún mecanismo de voto
en nuestro diseño institucional democrático 35. No obstante, aun cuando
debamos recurrir a la negociación y al voto, la idea general del modelo es
que siempre es mejor votar o negociar a partir de preferencias previamente
«filtradas» por un proceso de argumentación que hacerlo directamente
sobre preferencias abiertamente autointeresadas.
De todos modos, la dificultad de alcanzar un consenso total, si bien
enorme, no es una imposibilidad empírica. Lo que sí hace imposible imple-
mentar de manera completa el ideal de la democracia deliberativa son otros
requisitos como el elemento subjetivo de las motivaciones imparciales, o
las condiciones de igualdad absoluta requeridas por el modelo. Me ocu-
paré más adelante de estas últimas, pero ahora, en el siguiente apartado,
abordaré el problema del componente inevitablemente autointeresado de
los seres humanos que determina, parcialmente, nuestro comportamiento
hacia estándares estratégicos. El diseño institucional de la democracia deli-
berativa debe estar preparado para hacer frente a este hecho ineludible,
con mecanismos que incentiven las motivaciones imparciales y/o puedan
funcionar también con preferencias meramente autointeresadas 36.

1.2. El uso estratégico de la argumentación

Una de las críticas que ha recibido el modelo de la democracia deli-


berativa que lo acusa como en otras ocasiones de ser demasiado utópico,
señala que no sólo es imposible garantizar que los participantes de una
deliberación actúen guiados por motivaciones imparciales, sino que no
puede evitarse que disfracen sus motivaciones estratégicas como si fueran
imparciales. Nada impide que el participante en un proceso deliberativo
efectivamente enmascare su preferencia autointeresada bajo la apariencia
de un argumento (imparcial), y por lo tanto se vulneren subrepticiamente
las exigencias del ideal deliberativo. Si yo quiero tener un salario más alto,
por una preferencia meramente autointeresada, puedo defender pública-
mente una política de subida generalizada de los salarios de los profeso-
res en las universidades públicas. Cuando lo haga, y a diferencia de lo que

35
Señalando el punto de que toda deliberación (institucionalizada) finaliza con una votación,
véanse MANIN, 1987: 359; MILLER, 1992: 183; KNIGHT y JOHNSON, 1994: 286 y 287; GUTMANN y
THOMPSON, 1996: 52-94; BOHMAN, 1998: 413; WALDRON, 1999a: 91-93, y 1999c; GOODIN, 2003:
1; y BESSON, 2003.
36
Como ocurre, por ejemplo, en el caso de la ciencia. No es necesario que todos los cien-
tíficos amen la verdad para que el diseño de la investigación y en especial del debate científico
conserve los beneficios de la deliberación. Agradezco a Félix OVEJERO por este punto y por el
ejemplo.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 53

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 53

ocurriría si estuviera simplemente negociando, no podré utilizar expre-


siones como «es necesario adoptar esta política porque a mí me conviene»,
pero puedo sencillamente decir, por ejemplo, que «es necesario adoptar
esta política para poder equiparar los sueldos de los profesores universi-
tarios con los de otros funcionarios de la administración de nivel equiva-
lente», utilizando un argumento de igualdad. En realidad, señalan los crí-
ticos, no cabe esperar otra cosa que buena parte de la ciudadanía actúe «de
mala fe», «deshonestamente», «no abierta a la reflexión» 37.
Ésta es una objeción, sin embargo, ya anticipada por ELSTER en el
mismo trabajo en el que presentó por primera vez su distinción entre argu-
mentación, negociación y voto 38. Se trata de una objeción que en puridad
no afectaría al ideal de la democracia deliberativa en cuanto tal, que siem-
pre puede desvincularse de lo que suceda en la práctica, pero ciertamente
puede ser un problema muy grave para cualquier intento de implementar
el modelo 39. Lo importante del análisis de ELSTER es que muestra que es
menos grave de lo que cabría esperar.
En primer lugar, el individuo que participa en un procedimiento deli-
berativo haciendo un uso estratégico de los argumentos es en realidad un
«hipócrita» que sólo presenta «pseudo-argumentos» 40. Podemos esperar
que la hipocresía sea una actitud relativamente generalizada porque muchas
personas se dejan guiar fundamentalmente por su mero autointerés, a la
vez que «a la mayoría de las personas no les gusta verse a sí mismas como
motivadas exclusivamente por el interés propio» 41. Ahora bien, ELSTER
advierte que, puesto que el hipócrita pretende engañar a los demás y per-
suadirles de la corrección de sus propuestas 42, necesita a) que al menos
37
Las expresiones son de SIMON, 1999: 52-54. Véanse también SANDERS, 1997; STOKES, 1998;
y PRZEWORSKI, 1998. Sobre las posibilidades de manipulación estratégica, GOODIN, 1980. Para una
defensa de la política en este sentido y particularmente en contra de la democracia deliberativa,
véase WALZER, 1999. Otros autores creen posible, como ya he mencionado en las notas 13 y 30
de este capítulo, una deliberación estratégica que acepte abiertamente motivaciones autointeresa-
das. Pero no creo que algo así pueda sostenerse. Argumentar significa apelar a razones objetiva o
intersubjetivamente válidas. Que la política A plazca, convenga o beneficie a un ciudadano C no
puede contar como un argumento en este sentido por razones conceptuales. Si en un contexto de
discusión determinado sólo podemos apelar a este tipo de consideraciones (gustos o convenien-
cias personales), entonces no hay espacio para la argumentación.
38
ELSTER, 1995. De hecho, dicho artículo lleva por nombre «Strategic Uses of Argument».
Véanse también ELSTER, 1998b y 1999: cap. V; y MARTÍ 2001. Una idea parecida en GAMBETTA,
1998: 23.
39
ELSTER, 1995: 247.
40
ELSTER, 1995: 238.
41
ELSTER, 1999: 403.
42
ELSTER señala dos motivaciones del comportamiento hipócrita a este respecto: puede tener
un interés en engañar a los demás ocultando sus verdaderas motivaciones, o puede querer per-
suadir a los demás de la necesidad de adoptar su posición, siendo además las dos razones com-
patibles. En consecuencia, el comportamiento hipócrita estratégico persigue el engaño y/o la per-
suasión. Dentro de la primera situación, ELSTER distinguiría aún dos subcasos, dependiendo de
qué es lo que el hipócrita espera conseguir mediante ese engaño. «Por una parte, puede querer
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 54

54 JOSÉ LUIS MARTÍ

algunos participantes no sean hipócritas 43, y b) que no contemos con ningún


método infalible para distinguir a los hipócritas de los «honestos» 44. Esto
quiere decir que las razones para ser hipócrita son siempre parasitarias de
la existencia de personas genuinamente no autointeresadas en el sistema.
Y, en este sentido, «la imparcialidad es lógicamente anterior al intento de
explotarla (o a la necesidad de respetarla) por motivaciones meramente
autointeresadas» 45. La hipocresía puede ser un comportamiento bastante
extendido, incluso racional bajo determinadas circunstancias, pero nunca
puede ser universalizado socialmente y, en consecuencia, siempre implica
un comportamiento de free-rider que provoca una discriminación más o
menos amplia. Los que se comportan de forma hipócrita acaban aprove-
chándose injustamente de los que no lo hacen.
Ahora bien, como señala el propio ELSTER, «un escenario delibera-
tivo puede conformar resultados independientemente de los motivos de
sus participantes», debido a que contiene normas contra las muestras explí-
citas de autointerés, de modo que la obligación de justificar las propues-
tas presentadas hace que los participantes hipócritas vean sus propuestas
«modificadas a la vez que disfrazadas» 46. Hay algo en el procedimiento
deliberativo que hace que el uso estratégico de los argumentos no resulte
tan lesivo para la justificación de los resultados en términos de imparcia-
lidad, algo que hace que podamos seguir diciendo que un proceso de argu-
mentación nos conduce a resultados más imparciales que cualquier otro
proceso alternativo (basado en el voto o en la negociación). Este efecto

evitar el oprobio asociado a las apelaciones abiertamente autointeresadas en los debates públicos.
Por otra, puede querer presentar su posición como basada en principios, de manera que se exclu-
yan las negociaciones o los regateos al respecto». Véase ELSTER, 1998b: 101 y 102, y 1999: 445.
Una presentación ligeramente distinta en ELSTER, 1995: 247 y 248.
43
Es suficiente con la presencia de un «pequeño grupo» de agentes motivados por conside-
raciones imparciales para inducir a los demás a comportarse así. Véase ELSTER, 1995: 248 y 249,
y 1999: 448-452. ELSTER cita los trabajos de KREPS, MILGROM, ROBERTS y WILSON, 1982, referi-
dos al «multiplier effect of cooperation», según los cuales parece estar demostrado que un pequeño
grupo de cooperadores reconocidos en una población acaba induciendo a los demás a comportarse
como si ellos también fueran cooperadores.
44
Véase ELSTER, 1995: 248 y 1998b: 104. Esta exigencia parece razonable. Si todos los par-
ticipantes fueran meramente autointeresados, o si tuviéramos la certeza de quiénes lo son y quié-
nes no, no tendría ningún sentido comportarnos hipócritamente, porque no podríamos engañar o
persuadir a nadie. No sólo es posible, sino que, como cuestión de hecho, es cierto que muchos de
los individuos se comportan públicamente de manera hipócrita bajo motivaciones meramente
autointeresadas. Pero no puede ser que todos los individuos actúen únicamente por motivaciones
meramente autointeresadas. Es necesario que (al menos) algunos actúen (al menos parcialmente)
por motivaciones imparciales. Y es también necesario que, en general, no podamos descubrir al
hipócrita. Véase ELSTER, 1978, 1983a y 1989. Si esto es así, las estrategias que algunos teóricos
han seguido para tratar de dar un fundamento basado únicamente en el autointerés a los sistemas
de cooperación social, como GAUTHIER, 1987 y BAURMAN, 1998, no pueden funcionar. Para una
visión crítica, véanse ROEMER, 1986; COLEMAN, 1988; y OVEJERO, 2002: caps. 1 y 2, esp. 137-
141. Véase la nota 124 de este capítulo.
45
ELSTER, 1995: 248.
46
ELSTER, 1998b: 104. La cursiva es del autor.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 55

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 55

ha sido bautizado por ELSTER como la fuerza civilizadora de la hipocre-


sía 47:
«El disfraz del interés privado o la parcialidad está sujeto a dos límites.
Primero, […], el límite de la imperfección. Los hablantes autointeresados o
parciales tienen un incentivo a argumentar en favor de una posición que difiere
en alguna medida de su posición ideal, porque una coincidencia perfecta entre
el interés privado o parcial y el argumento imparcial sería sospechosa. Segundo,
hablar públicamente está sujeto al límite de la consistencia. Una vez un hablante
ha adoptado un argumento imparcial porque se corresponde con su propio
interés, si después lo abandona porque ya ha dejado de servir a sus necesi-
dades, sería visto como un oportunista» 48.
Los límites de la imperfección y de la consistencia ponen de mani-
fiesto de qué manera el uso hipócrita de los argumentos en un proceso
deliberativo puede tener efectos beneficiosos en el tipo de preferencias que
cuentan como input en la deliberación y, de este modo, en la calidad global
del debate. El aspecto crucial que genera la fuerza civilizadora de la hipo-
cresía es el principio de publicidad aplicado a la justificación o aporta-
ción de razones en favor de una posición política. La publicidad se con-
vierte así, como ya había diagnosticado KANT, en uno de los garantes de
la imparcialidad (o, en su defecto, de la apariencia de imparcialidad) 49.
Nadie quiere aparecer públicamente como una persona autointeresada y
egoísta.
Volvamos al ejemplo del aumento en los salarios de los profesores uni-
versitarios. Si yo soy profesor titular en una facultad de derecho, lo que
yo prefiero, desde el punto de vista del mero autointerés, es que suban los
salarios sólo a los profesores titulares de las facultades de derecho (o sólo
a los de mi facultad, o aún mejor, sólo a mí). Pero sería seguramente muy
sospechoso que presentara un argumento (aparentemente imparcial) en
favor de una subida únicamente de mi sueldo. ¿Por qué sólo a mí? ¿Por
qué sólo a los profesores de la facultad de derecho? ¿Por qué sólo a los
titulares y no a todo el profesorado? Aunque sólo sea por razones estraté-

47
Véase ELSTER, 1995: 250, 1998b: 111, y 1999: 411. Encontramos también una mención
temprana a este fenómeno en ELSTER, 1986. La idea, en estado embrionario, se encuentra ya en
MILL, 1860: cap. X, 129 y 130.
48
ELSTER, 1998b: 104. Para un análisis más profundo de los costes impuestos por estos dos
límites, véase ELSTER, 1999: cap. V. Una primera articulación y una defensa explícita de la hipo-
cresía en política, y que ELSTER no parece tener en cuenta en sus trabajos, se la debemos a Judith
SHKLAR. Véase SHKLAR, 1979. SHKLAR cita además a Benjamin FRANKLIN, quien asociaba la hipo-
cresía pública al proceso democrático, SHKLAR, 1979: 16 y 17. Una crítica a los argumentos de
SHKLAR, que difieren sustantivamente de los de ELSTER, en LUBAN, 1982.
49
ELSTER, 1998b: 111, en la que cita la célebre observación de LA ROCHEFOUCAULD: «La
hipocresía es el homenaje que el vicio tributa a la virtud». Sobre el principio de publicidad en
KANT, véase principalmente KANT, 1795: Apéndice II, 61-69. Véanse, en un sentido parecido,
RAWLS, 1971: 15, 115, 116, 153, 397 y 398, y 1993: 66-71; y HABERMAS, 1962: 108. Para un buen
análisis general de este principio, véase LUBAN, 1996 y 2002.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 56

56 JOSÉ LUIS MARTÍ

gicas, me conviene encontrar un argumento más general que oculte mis


verdaderas motivaciones. Sólo este paso, obligado por el límite de la imper-
fección, convierte ya en más imparcial mi preferencia y mi argumento.
Por otra parte, si recurro al argumento de igualdad comparativa con otros
funcionarios de rango equivalente, como decía antes, mi compromiso
público con este argumento hace que no pueda abandonarlo una vez he
conseguido mi objetivo personal de aumentar mi sueldo, y que deba estar
dispuesto a aplicarlo a otros casos semejantes al mío, a otras categorías
funcionariales que estén injustamente retribuidas. Este otro paso, debido
al límite de la consistencia, también hace más imparciales mis preferen-
cias y mis argumentos.
Estas dos limitaciones formales operan sobre el uso de dichos argu-
mentos en un contexto de deliberación pública y, en algún sentido, vienen
también a restringir (sustantivamente) las preferencias meramente autoin-
teresadas de los participantes. Pero existe una tercera restricción, com-
pletamente sustantiva. Cuando alguien presenta públicamente sus argu-
mentos en favor de una determinada opción política, tanto esta opción
como los propios argumentos en los que se sostiene, deben resultar plau-
sibles al auditorio al que se dirige. Éste es el límite de la plausibilidad. Es
cierto que existe un gran margen para camuflar mi autointerés bajo el dis-
fraz de la imparcialidad. Pero no puede camuflarse cualquier cosa. Aunque
estuviera en mi interés un incremento del 200 por 100 en mi salario, no
hay forma de presentar plausiblemente una propuesta de este tipo. O aunque
estuviera en mi interés que los profesores universitarios fueran los fun-
cionarios que más cobran de la administración pública, tampoco hay modo
plausible de defender esta idea. No todo pseudo-argumento es plausible
ante un auditorio determinado. Y no existe entonces una correlación siem-
pre directa entre mi autointerés egoísta y un pseudo-argumento 50. De nuevo,
el hipócrita deberá ceder otro poco en sus propuestas públicas y se acer-
cará, así, a la imparcialidad. Y debemos agregar, por último, un efecto
colateral: en ocasiones un comportamiento hipócrita reiterado desenca-
dena una transmutación en las actitudes del hipócrita hasta el extremo de
hacerle creer en aquello que hasta el momento defendía con engaño 51.
Por supuesto, no conviene exagerar la importancia de la fuerza civili-
zadora de la hipocresía, ni la efectividad de sus tres límites y del efecto
colateral para excluir a los hipócritas 52. Lo que un proceso deliberativo
consigue con esto es tergiversar parcialmente las preferencias meramente
autointeresadas de los participantes hipócritas y acercarlas a la imparcia-
50
ELSTER, 1998b: 104.
51
ELSTER, 1999: 404, 405, 411-444.
52
Una visión a mi juicio exagerada de estos efectos es la de James JOHNSON; véase JOHN-
SON, 1998: 170-173.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 57

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 57

lidad. Un efecto, además, que se intensifica cuanto mayor es el público al


que nos dirigimos 53. Pero, esto es seguro, no las convierte automática-
mente en imparciales. Las motivaciones meramente autointeresadas en la
esfera pública pueden ser, y de hecho son, inevitables en nuestros siste-
mas políticos. Pero lo importante es que el ideal de la argumentación nos
acerca más a la imparcialidad que sus dos alternativas, consigue reducir
parcialmente las repercusiones del egoísmo, evitar que «los más fuertes»
usen «abiertamente su poder de negociación», y conducirnos a resultados
más equitativos 54. Si esto es así, la crítica del comportamiento estratégico
no debe preocupar al defensor de la democracia deliberativa.

2. LA NOCIÓN DE INTERÉS POLÍTICO

En el apartado anterior he distinguido entre preferencias imparciales


y preferencias autointeresadas. A pesar de apelar a las preferencias, no
pretendo excluir el lenguaje de los intereses del modelo de la democracia
deliberativa. Al contrario, coincido con varios de los defensores de este
modelo en considerar crucial que cualquier teoría política dé cuenta con-
venientemente de la noción de interés político 55, si bien un modelo como
el deliberativo requiere de una concepción particular del mismo 56. De
hecho, la noción de «interés» relevante para el modelo es normativa 57, y
está relacionada con el propio concepto de argumentación, ya que aportar

53
ELSTER, 1998b: 111. A veces no nos atrevemos a repetir ante un público más amplio el
tipo de argumentos que utilizamos en cambio en foros más reducidos. Ésta es una razón, al menos
prima facie, en favor de amplios foros deliberativos.
54
ELSTER, 1995: 250 y 257.
55
Entre los deliberativistas que han basado su enfoque en la noción de interés, véanse MANIN,
1987; COHEN, 1989a: 19; SUNSTEIN, 1993a: 162-194; BENHABIB, 1994: 30 y 31; BOHMAN, 1996:
5; NINO, 1996; CHRISTIANO, 1997: 256-262; COHEN y SABEL, 1997: 320; SAWARD, 1998: 33-38; y
GOODIN, 2003: 269.
56
La complejidad de esta noción ha causado enormes confusiones en una infinidad de dis-
cusiones teóricas, en especial en torno a la representación política, sin haberse logrado nunca un
acuerdo siquiera mínimo sobre su significado. Véase MANSBRIDGE, 1983: 5, 6 y 24. Otros análi-
sis de este concepto aplicado a la política en PLAMENATZ, 1954; BENN, 1954; BARRY, 1965: 173-
201; FLATHMAN, 1966; V. HELD, 1970; CONNOLLY, 1972 y 1974: cap. 4; y WALL, 1975. Sorprende
ver como gran parte de los problemas que afrontan estos autores derivan de no asumir que, efec-
tivamente, existen diversos usos de la noción de «interés», y que resulta imposible reducirlos a
uno solo, especialmente en el caso de BARRY. Por otra parte, a menudo el término interés ha que-
dado relegado a un uso peyorativo vinculado al egoísmo como posición moral, o al conjunto de
motivaciones que no pueden contar en el espacio público. Éste es el caso, por ejemplo, de ELSTER,
1989: cap. 6, 59-66, y 1999: 448-468. Para un análisis de las motivaciones políticas, entre el egoís-
mo y el altruismo, véase ELSTER, 1990. Una compilación de excelentes ensayos sobre la relación
entre egoísmo y altruismo, intentando superar los modelos basados en el estricto autointerés, es
la de MANSBRIDGE, 1990a.
57
Incluso en contextos de sociología política aparentemente descriptivos el término «inte-
rés» siempre posee connotaciones valorativas, que tratan de privilegiar algunos resultados frente
a otros, lo cual explica la enorme dificultad para ponernos de acuerdo acerca de su significado.
Véase CONNOLLY, 1974: 47, que ha sugerido por esta razón tomarlo como un «concepto esencial-
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 58

58 JOSÉ LUIS MARTÍ

razones en favor de una propuesta significa apelar a algún interés común


o a algún estándar de corrección independiente que, en último término,
proteja dicho interés. Hasta ahora, al caracterizar el modelo de la demo-
cracia deliberativa, he intentado evitar esta palabra acudiendo a la noción
vinculada de preferencia. Y aunque entre las nociones de «preferencia» e
«interés» existe una fuerte vinculación, conviene no tomarlas como equi-
valentes. La existencia de usos distintos no siempre claramente diferen-
ciados, y la complejidad del concepto reflejada en los diversos análisis
que se han realizado sin llegar a ser ninguno de ellos completamente satis-
factorio, me obligan a abordar esta cuestión desde un punto de vista mucho
más general, al menos inicialmente. A pesar de que la determinación de
este análisis es muy relevante para diversos puntos que he ido dejando
abiertos hasta el momento, el lector no específicamente interesado por el
análisis conceptual de la noción de «interés» puede pasar directamente a
leer los últimos tres párrafos de este apartado, donde regreso al vínculo
con el modelo democrático deliberativo.
Podemos iniciar nuestro análisis con la siguiente definición general en
la que, por el momento, todos los términos deben interpretarse en sentido
muy amplio: decimos que «un individuo A tiene un interés en X», donde
X es un objeto, un bien, un hecho, un estado de cosas o hasta una norma
(resultado de una decisión política) 58, si X le reporta a A algún benefi-
cio, utilidad o ganancia 59. Por otra parte, podemos decir que «si un indi-
viduo A tiene un interés en X, siendo A racional, dicho individuo A tendrá
una preferencia por X». En algún sentido, la preferencia es correlativa al
interés, aunque no sean la misma cosa. La preferencia tiene un carácter
únicamente volitivo, mientras que el interés, que subyace a la misma, res-
ponde al hecho de cómo es el mundo y sirve de motivación para las pre-

mente controvertido». Sobre esta última noción, véanse GALLIE, 1955 y CONNOLLY, 1974: 10-40.
Como en todos los casos en los que hay connotaciones valorativas, optar por una definición u otra
no será nunca neutral en términos normativos. Por esa razón, el análisis conceptual debe ser suma-
mente cuidadoso. En el caso de la noción de «interés», además, y a diferencia de lo que ocurre
con otros conceptos políticos normativos como «democracia» o «libertad», ni siquiera es claro
que existan casos paradigmáticos compartidos por una sola noción, de modo que no podemos sim-
plemente afirmar que se trata de un problema de vaguedad. De hecho, en ausencia de casos para-
digmáticos, deberemos afirmar que no tenemos ningún concepto en absoluto, o al menos que no
tenemos un único concepto de «interés».
58
Otros autores han preferido definir X como una acción (u omisión). Véanse, por ejemplo,
MANSBRIDGE, 1983: 24-28, esp. nota 6 del cap. 3; BARRY, 1965: 176-180; y CONNOLLY, 1972: 472.
Yo en cambio sigo en este punto la reconstrucción de WALL, 1975: 498, nota 20. De todas mane-
ras, creo que ambas estrategias son en última instancia equivalentes.
59
De esta definición se desprende que, dado que beneficio, utilidad o ganancia son magni-
tudes que podemos medir (al menos teóricamente), el interés también puede ser medido, compa-
rado y ordenado, al menos teóricamente. Esto es, es posible afirmar cosas como «tengo un inte-
rés en X mayor que el que tengo en Y, y un interés en Y mayor que el que tengo en Z». E implica
también que cuando dos de mis intereses entran en conflicto entre sí, salvo que el «grado» de
intensidad de los dos intereses sea el mismo, puedo deshacer rápidamente el conflicto estable-
ciendo una jerarquía.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 59

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 59

ferencias 60. De esta forma podemos decir que alguien tiene una preferen-
cia por una política α, respecto a una política β, porque la política α satis-
face mejor sus intereses X e Y. Podemos también dar cuenta así de otra
importante distinción, la distinción entre interés subjetivo e interés obje-
tivo, que no tendría sentido predicar del concepto de preferencia y que, en
cambio, es crucial para la democracia deliberativa. La noción de argu-
mentación requiere de una noción de «interés» que no sea meramente sub-
jetiva (en el sentido de egoísta), si queremos sostener que presentar un
argumento en favor de α significa apelar a algún tipo de interés compar-
tido (que no sea egoísta, como ocurre en el caso de la negociación). Por
ello todos los modelos alternativos a la democracia deliberativa que exa-
minaré en el próximo apartado niegan la existencia de intereses objetivos
en el sentido aquí relevante. Y ésta es la razón por la que conviene clari-
ficar qué se entiende por interés objetivo en este contexto, especialmente
porque los usos que se han dado a estas nociones de interés subjetivo y
objetivo son muy diversos. Comencemos, entonces, distinguiendo entre
los que en mi opinión son los tres usos principales (por pares, tres subje-
tivos, S, y tres objetivos, O):
(1) Primer sentido de interés, que atiende a las preferencias depen-
dientes del plan de vida del individuo:
S1) «A tiene un interés subjetivo en X» si y sólo si el que X le reporte
algún beneficio, utilidad o ganancia depende de una preferencia previa de
A, una preferencia que por lo general tendrá que ver con lo que de forma
simplificada llamamos su plan de vida, y que no debemos confundir con
la preferencia política posterior 61. El esquema simplificado sería el
siguiente: (i) preferencia previa por X que depende de un plan de vida, (ii)

60
La relación entre interés y preferencia es evidentemente más compleja que esto, pero no
voy a detenerme a analizarla aquí en detalle. No obstante, mostrar que la fuerza ilocucionaria de
las expresiones de interés y de las expresiones de preferencia es distinta, es suficiente para des-
cartar aquellas concepciones que definen un término en función del otro. Véanse, por ejemplo,
CONNOLLY, 1972 y MANSBRIDGE, 1983: 25 y xii. Otro ejemplo de distinción insuficiente es el de
BARRY, 1965: 192-196, que caracteriza el interés como una noción eminentemente comparativa
que establece una relación triádica entre una persona y al menos dos políticas concretas. Y esto
le lleva a concluir fatalmente que no existen (por razones conceptuales) los intereses comunes
generales, porque el interés siempre es relativo a un agente. Las consecuencias son fatales porque,
a pesar de todo, BARRY sostiene que la noción de intereses comunes, como yo trataré de defen-
der, debe jugar un papel central en la toma de decisiones políticas. Sobre las razones por las que
debemos basar el análisis de los intereses en las preferencias, aun sin confundirlos, véase RICHARD-
SON, 1997.
61
Por ejemplo, supongamos que A tiene un interés de que en su ciudad exista un buen club
de jazz en el que actúen músicos de primer nivel internacional, porque una de las preferencias que
tiene que ver con su plan de vida es poder escuchar buen jazz en directo. A tiene así una prefe-
rencia inicial por escuchar buen jazz en vivo, un interés de que exista un buen club de jazz en su
ciudad, y dado que un negocio de este tipo no es muy rentable en las actuales circunstancias, tiene
también una preferencia política en favor de que se subvencione públicamente dicho club. Su inte-
rés de que exista el club de jazz depende de su preferencia inicial. Su preferencia política es corre-
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 60

60 JOSÉ LUIS MARTÍ

interés subjetivo en X que deriva de la preferencia previa por X 62, y que


a su vez puede ser el origen, dadas determinadas circunstancias, de (iii)
una preferencia política por la decisión α 63. A los intereses subjetivos en
este sentido S1 los denominaré intereses dependientes de preferencias 64.
O1) «A tiene un interés objetivo en X» si X le reporta un beneficio,
utilidad o ganancia, independientemente de sus preferencias previas vin-
culadas a su plan de vida. Decimos, entonces, que A tiene dicho interés
con independencia de su voluntad y de sus planes de vida 65. El que X le
reporte algún beneficio, utilidad o ganancia depende, entonces, de hechos
objetivos que se vinculan con las necesidades objetivas de todo individuo
y no con sus planes de vida o elecciones 66. A los intereses objetivos en
este sentido O1 los denominaré intereses independientes de preferencias 67.

lativa a dicho interés, pero depende de él solamente en las circunstancias actuales. Podría darse
el caso (si un negocio de este tipo fuera rentable) de que, aun teniendo la preferencia inicial (del
plan de vida) y el interés, no tuviera preferencia política alguna.
62
Por otra parte, el hecho de que A tenga un interés subjetivo en X nos permite presuponer,
siempre que A sea racional, que conoce su preferencia previa vinculada a X, que sabe que tiene
dicho interés en X, y que hará lo posible para obtener X. Como es imposible, en el sentido en que
yo la he definido, que alguien tenga una preferencia sin conocerla, y como las nociones de pre-
ferencia e interés subjetivo están tan vinculadas, podemos afirmar que normalmente los indivi-
duos conocen sus intereses subjetivos, en este primer sentido S1. Así que, como sostenía MILL, y
salvo flagrante irracionalidad o que intervengan creencias falsas, es muy difícil que un tercero
pueda ser «mejor juez de mis propios intereses» que uno mismo, al menos en este sentido. MILL,
1859: 68 y 69, y 1860: 35 y 36.
63
Nótese que, aun manteniéndose constantes la preferencia previa por X y el interés en X,
un individuo A puede cambiar su preferencia de α por una preferencia de β, cuando nuevas cir-
cunstancias políticas o sociales hacen posible β, o más generalmente cuando β se introduce en el
abanico de decisiones políticas posibles, del que antes estaba ausente, o cuando β deja de estar
incluido en dicho abanico de decisiones posibles, etc. Creo que esto muestra la importancia de
distinguir cuidadosamente entre estas tres nociones.
64
Para un análisis detallado de algunos de los problemas que se derivan de adoptar esta
noción subjetiva S1 como la única relevante, véase BARRY, 1965: 178-186, a pesar de que el propio
BARRY adopta una noción más sofisticada pero en algún sentido basada en las preferencias o en
la voluntad del individuo.
65
Esta es la definición que adopta Grenville WALL, en su análisis del concepto de interés en
política, rechazando explícitamente la noción subjetiva previamente citada S1; WALL, 1975. En la
literatura suele hablarse de necesidades básicas cuya satisfacción es necesaria para el desarrollo
de cualquier plan de vida. Pero también son intereses objetivos, en este primer sentido, aquellos
que son relativos a unas circunstancias específicas de un individuo, siempre que no deriven de sus
preferencias previas.
66
Como sucedía en el caso de la noción subjetiva S1, una persona racional con información
completa sobre cómo es el mundo y cuáles son sus necesidades también se presupone que conoce
sus intereses objetivos, puesto que la satisfacción de éstos es necesaria para sus planes de vida,
aunque sean independientes de éstos. Sin embargo, el grado de racionalidad exigido para este
último paso es obviamente mucho mayor que el exigido para que alguien sea consciente de sus
intereses subjetivos. Así que la tesis de MILL de que «nadie es mejor juez de sus propios intere-
ses que uno mismo» funciona peor si la aplicamos a esta noción de interés objetivo, pues siem-
pre es posible encontrar a alguien más racional que nosotros y con mayor información acerca de
las necesidades independientes de los planes de vida.
67
La relación de dependencia e independencia de los intereses subjetivos y objetivos y las pre-
ferencias debe entenderse en sentido lógico. Así, los intereses subjetivos dependen lógicamente de
la existencia de preferencias previas y los objetivos no, lo cual no implica que no pueda haber inte-
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 61

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 61

(2) Segundo uso, que atiende a las circunstancias específicas en las


que se encuentra el individuo que posee el interés:
S2) «A tiene un interés subjetivo en X» si el hecho de que X le reporte
algún beneficio, utilidad o ganancia depende de ciertas circunstancias espe-
cíficas, objetivas o subjetivas, pero en todo caso relativas a A 68. Las cir-
cunstancias específicas hacen que el interés subjetivo, en este segundo sen-
tido, sea atribuible a un grupo o incluso a un solo individuo, en virtud de
la posición que ocupe dentro de la comunidad, y por ello no puede ser
atribuido a la comunidad en su conjunto. A los intereses subjetivos en este
sentido S2 los denominaré intereses posicionales.
O2) «A tiene un interés objetivo en X», en cambio, si el hecho de
que X le reporte algún beneficio, utilidad o ganancia no depende de nin-
guna circunstancia subjetiva ni de ningún rasgo personal. Dicho de otro
modo, tiene un interés en X en tanto que ser humano, con independencia
de quién sea o del lugar que ocupe, y por ello necesariamente debe ser
compartido con todos los demás. A los intereses objetivos en este sentido
O2 los denominaré intereses no posicionales 69.
(3) Tercer uso, que atiende por así decirlo al sujeto en quien reside
el interés:
S3) Un interés subjetivo es el interés de un individuo. Es subjetivo en
tanto que pertenece a un sujeto determinado. No importa ahora si ese inte-
rés puede ser compartido o no por otros individuos. A los intereses subje-
tivos en este sentido S3 los denominaré intereses relativos al individuo 70.

reses objetivos coincidentes con preferencias previas del individuo, pero no dependen de ellas. En
todo caso, insisto en que no debemos confundir las preferencias previas con las preferencias políti-
cas a las que subyacen los intereses. En principio, todo agente racional tendrá preferencias políticas
en función de sus intereses, subjetivos u objetivos, pero no es necesario que siempre sea así. Por eso,
la relación entre los intereses y las preferencias políticas no es de dependencia lógica en ningún caso.
68
Así, podemos decir que las mujeres tienen un interés (subjetivo) en que el derecho regule
de forma especial sus condiciones de trabajo, debido a los obstáculos específicos con que pueden
encontrarse precisamente por ser mujeres; o que los habitantes de Cataluña tienen un interés (sub-
jetivo) en que haya una cierta descentralización administrativa en el Estado o que reciban una aten-
ción especial por parte de la administración central; o que los profesores universitarios tienen un
interés (subjetivo) en que se aumenten los salarios que reciben.
69
En esta segunda clasificación no se contemplan ni el componente volitivo ni el epistémico.
Alguien puede tener un interés subjetivo u objetivo sin saberlo y sin quererlo. Por tanto son usos
distintos a los de la primera distinción. Alguien puede tener un interés subjetivo posicional que
sea dependiente o independiente de las preferencias (subjetivo u objetivo en el primer sentido).
Lo que no puede ocurrir es que alguien tenga un interés dependiente de las preferencias que no
sea posicional, puesto que los planes de vida de los que dependen las preferencias son también,
en algún sentido, circunstancias específicas relativas al agente que determinan su posición, ya que
los intereses no posicionales son intereses universales, que poseen todos los individuos por igual,
y por lo tanto no pueden ser en ningún caso dependientes de preferencias.
70
Todos los sentidos anteriores, S1, S2, O1 y O2, es decir, tanto los intereses sujetos a pre-
ferencias como los no sujetos a preferencias, y tanto los posicionales como los no posicionales,
son intereses relativos al individuo y, por lo tanto, subjetivos en este sentido S3.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 62

62 JOSÉ LUIS MARTÍ

O3) Un interés objetivo es el interés de toda la comunidad 71. No se


trata, pues, del interés particular de un individuo o grupo de individuos,
sino del interés del conjunto de la comunidad como un todo. A los inte-
reses objetivos en este sentido O3 los denominaré intereses relativos a la
comunidad 72.
Por supuesto es legítimo que cualquier individuo persiga sus intere-
ses, cualesquiera que éstos sean, al menos en la esfera privada y siempre
que no invada la pública. En cambio, en la esfera pública algunos intere-
ses son legítimos y otros no. Algunos pueden fundamentar un argumento
intercambiable en un contexto deliberativo y otros no. La pregunta fun-
damental parece entonces, ¿cuáles son los intereses que cuentan en la esfera
pública? 73. Una primera respuesta podría ser que son legítimos únicamente
los intereses objetivos, en cualquiera de los tres sentidos revisados. Es legí-
timo perseguir los intereses relativos a la comunidad, por supuesto. Es
legítimo perseguir los intereses independientes de las preferencias, puesto
que conciernen a determinadas necesidades básicas desvinculadas del plan
de vida concreto de cada uno. Y es legítimo perseguir los intereses no posi-
cionales que poseemos en tanto que seres humanos y de forma universal.
Sin embargo, si afirmamos esto, entonces también estamos recono-
ciendo como legítimos algunos intereses subjetivos, ya que algunos de los
sentidos de objetividad son compatibles con algunos de los de subjetivi-
dad. Concretamente, algunos intereses objetivos no dependientes de las
preferencias (O1) pueden ser también intereses subjetivos posicionales
(S2), como por ejemplo los intereses específicos de las minorías, que no
suelen derivar de elecciones o planes de vida, y sin embargo no son uni-
versales como requiere el segundo sentido de objetividad. ¿No tienen dere-
cho las minorías a perseguir sus intereses específicos? Es más, ¿no es legí-
timo perseguir en el ámbito público algunos de los intereses que dependen
de preferencias o planes de vida? ¿No puedo legítimamente optar por aque-
llas opciones políticas que, por ejemplo, estén dispuestas a subvencionar
públicamente el jazz o la literatura? En definitiva, debemos reconocer que
algunos intereses subjetivos, en cualquier de los tres sentidos señalados

71
Es este último uso de la distinción el que se utiliza cuando decimos, por ejemplo, que el
interés subjetivo de A entra en conflicto con el interés objetivo de toda la comunidad.
72
Si existe tal cosa como el interés relativo a una comunidad en X, A, en tanto que miem-
bro de dicha comunidad, probablemente también tendrá un interés en X en alguno de los sentidos
antes mencionados. La expresión «intereses relativos a la comunidad en su conjunto» puede inter-
pretarse de forma débil o fuerte. En su sentido fuerte, implica adquirir un compromiso firme por
lo que se refiere a la ontología de sujetos colectivos. En su sentido débil, en cambio, un interés
relativo a la comunidad no es más que un interés relativo a los miembros de la comunidad, aunque
entonces colapsa en el sentido subjetivo.
73
Sobre la complejidad de la distinción entre intereses admisibles e intereses inadmisibles,
véase MANSBRIDGE, 1983: 24-28. Y, mucho antes, en MILL, 1860: cap. 2, 14-21.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 63

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 63

previamente, son admisibles. Así que, de nuevo, ¿qué es entonces lo que


hace que algunos intereses (subjetivos u objetivos) tengan valor público y
otros no? ¿Y cómo puede hacerse esto compatible con la objetividad que
requiere la democracia deliberativa?
La respuesta mayoritaria es que los intereses que cuentan en la esfera
pública son aquellos que inspiran preferencias que, a su vez, pueden ser
defendidas mediante razones que personas racionales y razonables acep-
tarían 74. Y cuando apelamos a razones que pueden ser aceptadas por otros,
lo que hacemos es caracterizarlas como razones intersubjetivamente váli-
das 75. De ahí que podamos elaborar una ulterior categoría y decir que los
intereses que cuentan en la esfera pública son los intereses intersubjeti-
vos, esto es, aquellos que inspiran preferencias imparciales que pueden
ser defendidas mediante razones que puedan ser aceptadas por los demás 76.
De modo que los intereses que quedan descartados del juego político son
los que no pueden pasar el filtro argumentativo, es decir, los intereses
egoístas. En otras palabras, los intereses intersubjetivos son aquellos que
consiguen pasar un test de imparcialidad, un test proporcionado por el
propio procedimiento deliberativo 77.
Por otra parte, podemos afirmar que la suma de estos intereses inter-
subjetivos conforma el interés general o público 78. Esta intersubjetividad
es suficiente para el modelo de la democracia deliberativa, puesto que per-

74
Véanse BESSETTE, 1980: 107; ESTLUND, 1993a: 1463-1467; y BOHMAN, 1996: 6.
75
El sentido de esta definición depende por supuesto de cómo se interpreten «preferencias
imparciales que pueden ser defendidas mediante razones que las personas racionales y razonables
aceptarían». Se trata de un criterio contrafáctico que prefiero plantear por el momento de la forma
más vaga posible, y remito al apartado 3.2 del capítulo III, para la discusión de algunos de los
problemas que engloba dicho criterio. A pesar de lo crucial de este punto, resulta clamoroso el
silencio de los defensores de la democracia deliberativa al respecto.
76
El conjunto de los intereses intersubjetivos estaría integrado por intereses relativos a los
individuos (S3) que serían, a su vez, todos los intereses objetivos independientes de las preferen-
cias (O1) y todos los no posicionales (O2), más algunos de los intereses subjetivos dependientes
de las preferencias (S1) y algunos de los intereses posicionales (S2). Puede verse un embrión de
la distinción entre intereses meramente egoístas e intereses intersubjetivos en MILL, 1860: 77, 129
y 130. Véase también el apartado 1.2 del capítulo VI, cuando reconstruyo su teoría de la repre-
sentación.
77
Como vimos en el apartado anterior, los procesos de argumentación expulsan las prefe-
rencias meramente autointeresadas o al menos las obligan a camuflarse bajo una apariencia de
imparcialidad que sirve igualmente de filtro, aunque no tan efectivo. De modo que el procedi-
miento deliberativo impide tendencialmente la protección de intereses no intersubjetivos. Véanse
BOHMAN, 1996 y 1998: 405; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 313, nota 31; COHEN y SABEL, 1997: 329-
331; GARGARELLA, 1998a: 261; JOHNSON, 1998; y PETTIT, 2003: 157.
78
BARRY, 1965: 190 y 207-225. Obviamente hay aquí un problema de circularidad. Si dis-
pongo de un argumento, que pueda ser aceptado por una persona racional, en favor de una prefe-
rencia por X que surge de mi interés por X, es porque el interés por X es intersubjetivo y posee
valor público. Pero al mismo tiempo, si mi interés por X es intersubjetivo y posee valor público
es porque tengo un argumento, que puede ser aceptado por una persona racional, en favor de mi
preferencia por X. Este problema está relacionado con el que denomino «el problema de la argu-
mentación», del que me ocuparé en el apartado 3.2 del capítulo III.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 64

64 JOSÉ LUIS MARTÍ

mite superar los problemas de las concepciones que, como los modelos
democráticos alternativos que examinaré en el siguiente apartado, niegan
la existencia del bien común o el interés general, desde la creencia de que
los únicos intereses que existen en política son los subjetivos dependien-
tes de las preferencias (S1). Según estos modelos, el interés general sólo
se puede entender como suma de todos los intereses subjetivos de los ciu-
dadanos, y por lo tanto no sirve como criterio independiente de correc-
ción al que apelar en un proceso argumentativo. Pero la democracia deli-
berativa, en la versión que estoy aquí presentando, utiliza una noción de
interés general basada en la imparcialidad que permite partir de los inte-
reses reales de los individuos para llegar a un criterio de corrección inde-
pendiente a través de un proceso de filtración y depuración 79. Y, aunque
partamos de los intereses y deseos individuales, la necesidad de formu-
larlos mediante razones apela a una noción de generalidad o intersubjeti-
vidad que permite hablar en términos de principios, y no ya de deseos 80.
Decir que alguien actúa guiado por intereses intersubjetivos sería, enton-
ces, equivalente a decir que actúa guiado por principios (dejando a un lado
sus intereses egoístas, aunque no necesariamente a todos los intereses sub-
jetivos) 81.
Finalmente, actuar guiados por principios, en este contexto, es otra
forma de decir que actuamos motivados por el bien común, en alguna de
sus concepciones. En lo sucesivo, consideraré que la noción de bien común
de una comunidad se corresponde con la de interés general en el sentido
de conjunto de intereses intersubjetivos existentes en dicha comunidad, y
que la función de la justicia es precisamente maximizar el bien común, es
decir, satisfacer en la medida de lo posible todos los intereses intersubje-
tivos en juego 82. Situar los intereses en el centro de nuestro análisis, no
solamente no excluye la referencia a los principios o al bien común, sino
que en cierto punto la requiere. La ventaja de partir de los intereses indi-

79
El conjunto de intereses que compone el interés general según la democracia deliberativa
es parcialmente independiente en dos sentidos: primero, porque no todos los intereses que real-
mente poseen los miembros de dicha comunidad son válidos en este contexto, así que debe haber
algún tipo de proceso de «filtración». Y segundo, porque el conjunto de intereses debe ser racio-
nal, y por lo tanto, entre otras cosas, coherente, así que debe haber algún tipo de proceso de «depu-
ración». A estos dos objetivos, la filtración y la depuración de los intereses, se va a consagrar el
proceso democrático deliberativo. Algunas nociones cercanas a la que aquí he presentado, aunque
con importantes diferencias, son la de «interés ilustrado» de MANSBRIDGE, 1983: 24-28; y la de
«interés público» de BARRY, 1965: 190-206.
80
Véanse MANSBRIDGE, 1983: 26; y NAGEL, 1986: 150. Sin afirmarlo explícitamente, BARRY
traza el mismo paralelismo, en BARRY, 1965: 196-202.
81
Sobre que los intereses subjetivos pueden tener vocación pública, véanse MANSBRIDGE,
1983: 26; V. HELD, 1970: 22 y 23; FLATHMAN, 1966: 26 y 27; y más débilmente CONNOLLY, 1972:
466-468. En contra, BARRY, 1965: 63-65.
82
Una idea parecida de «bien común» es la que sostiene RAWLS, vinculada a la de intereses
del ciudadano representativo (representative man or citizen), RAWLS, 1971: 216 y 217.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 65

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 65

viduales, no obstante, consiste por una parte en eludir la necesidad de expli-


caciones metafísicas sobre la existencia de los principios o sobre la natu-
raleza del bien común, manteniéndose neutral respecto a ellas 83, y por la
otra en no desvincular el discurso práctico (y en este caso, concretamente,
el político) de aquello que más interesa a las personas. La única concep-
ción respecto a la que no se mantiene neutral es aquella que sostiene que
es imposible distinguir entre intereses meramente subjetivos e intereses
intersubjetivos, tal y como han sido definidos aquí. Éste es precisamente
el punto que comparten los tres modelos democráticos alternativos a la
democracia deliberativa, y que paso a examinar en el siguiente apartado.

3. LAS ALTERNATIVAS A LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA

Para comprender mejor las propuestas del ideal de la república deli-


berativa o, de modo más general, de la democracia deliberativa, es nece-
sario ser consciente de los principales ideales democráticos que se le
oponen. En primer lugar, se oponen a la democracia deliberativa aquellas
concepciones de la democracia en las que subyacen los principios del voto
y la negociación. Como dije en el primer apartado de este capítulo, el prin-
cipio del voto subyace de modo general a modelos normativos como la
teoría económica de la democracia o la teoría de competencia de élites.
Me referiré a todas ellas de manera conjunta como modelos de la demo-
cracia como mercado. Por otra parte, la teoría principal a la que subyace
el principio de la negociación es la que defiende el modelo de la demo-
cracia pluralista.
Finalmente, ya hemos visto que uno de los rasgos básicos del modelo
es que sostiene que la legitimidad de las decisiones políticas depende de
que sean el resultado de un proceso deliberativo y democrático, pero eso
supone que es posible discutir racionalmente acerca de valores políticos.
De modo que este ideal se opone también a todas aquellas teorías que
niegan que la racionalidad sustantiva sea posible y que creen que la polí-
tica consiste fundamentalmente en un conflicto de poder, y que las deci-
siones políticas no son otra cosa que el resultado de los equilibrios de
poder existentes en una sociedad. Al poner el acento en las nociones de
conflicto y de poder, estas teorías minimizan, y hasta desprecian, el papel
del diálogo racional, y se oponen al ideal de democracia deliberativa, bien
por ser utópico, bien por no ser deseable 84. De todas ellas, he seleccio-
nado el modelo de la democracia agonista por ser el que más interés ha
despertado en los últimos años.

83
Véase NAGEL, 1986: 149-152.
84
Sobre esta oposición, véase por ejemplo GUTMANN y THOMPSON, 2002: 45.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 66

66 JOSÉ LUIS MARTÍ

3.1. La democracia como mercado

Una de las obras más importantes en la teoría de la democracia del


siglo XX es sin ninguna duda Capitalismo, socialismo y democracia, que
Joseph SCHUMPETER publicó en una primera edición en 1942, que sería
más tarde parcialmente modificada. Esta obra, que estableció las bases de
la teoría de la competencia de élites, influiría enormemente en los desa-
rrollos posteriores de la teoría del social choice y de la teoría de la demo-
cracia 85. Pocos años después, en 1957, Anthony DOWNS publicaría su
Teoría económica de la democracia, que daría el espaldarazo definitivo a
esta línea de pensamiento. Las diferencias entre unos y otros son signifi-
cativas, aunque todos comparten unas bases comunes asociadas al social
choice 86. La teoría económica de la democracia, la teoría de la compe-
tencia de élites, y otras teorías democráticas vinculadas al amplio desa-
rrollo que la teoría de la elección social ha tenido en el estudio del com-
portamiento político y, en especial, del comportamiento electoral, han
privilegiado sistemáticamente el voto como elemento principal de la toma
de decisiones democráticas, y se agrupan bajo el modelo general que deno-
minaré democracia como mercado 87.
Según este modelo el voto constituye el comportamiento político
democrático por excelencia, ya que permite a los ciudadanos expresar
sus preferencias individuales, preferencias que después van a ser agre-
gadas para obtener la escala social de preferencias que las instituciones
políticas deben maximizar 88. La formación de las preferencias es algo
85
Véase SCHUMPETER, 1942. Para una buena exposición de la teoría de la competencia de
élites, véase D. HELD, 1987: cap. 5. Algunos de los trabajos más importantes dentro de esta tra-
dición son BUCHANAN, 1954 y 1975; DAHL, 1956; DOWNS, 1957; HAYEK, 1960; BUCHANAN y
TULLOCK, 1962; ARROW, 1951; y RIKER, 1962, 1982, 1986 y 1996.
86
Que pueden encontrarse sintetizadas en ELSTER, 1986. Otra excelente exposición de los rasgos
principales de este modelo, en MACPHERSON, 1977: cap. IV. Véanse también NELSON, 1980: 103-129;
D. HELD, 1987: 181-225; OVEJERO, 2002: esp. caps. 2 y 3; y CUNNINGHAM, 2002: 101-122. Para una
introducción al social choice, véanse SEN, 1970; COLEMAN y FEREJOHN, 1986; ELSTER y HYLLAND,
1986; y HYLLAND, 1986. Debemos tener en cuenta que el social choice no es más que una metodo-
logía. En ese sentido, no puede decirse que la democracia deliberativa entre en conflicto con el social
choice, porque los ideales normativos y los modelos metodológicos se encuentran en niveles distin-
tos. De hecho, David MILLER aplica un análisis de social choice a la democracia deliberativa en
MILLER, 1992. Véanse también PATEMAN, 1986; COLEMAN y FEREJOHN, 1986; CHRISTIANO, 1993;
HARDIN, 1993; GAUS, 1997b y 1997c; KNIGHT y JOHNSON, 1997; y DRYZEK y LIST, 1999.
87
Daré por presupuesto que estas teorías poseen una dimensión normativa, además de una
pretensión descriptiva y explicativa, ya que en caso contrario no estarían al mismo nivel que la
democracia deliberativa, y no podrían generar un modelo alternativo a ella. Aunque ésta es una
cuestión controvertida, son muchos los autores que defienden la tesis de que poseen una dimen-
sión normativa. Véanse, por ejemplo, PATEMAN, 1970: 15 y 16; MACPHERSON, 1977: 102-105;
NELSON, 1980: 103-129; COHEN, 1986a: 33 y 34; D. HELD, 1987: 181-225; y CUNNINGHAM, 2002:
11, 101 y 102.
88
Aunque dicha agregación simple de preferencias individuales genera algunas paradojas
bien conocidas. Véase, por ejemplo, el famoso Teorema de Imposibilidad de ARROW, en ARROW,
1951: 227 y siguientes. Volveré sobre esta cuestión en el apartado 1.1 del capítulo V.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 67

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 67

que pertenece al ámbito privado de cada individuo, como un ejercicio de


su autonomía política. Y el gobierno no puede en ningún caso ignorar
dichas preferencias individuales o intentar transformarlas, porque esta-
ría vulnerando la neutralidad liberal exigida al Estado y manipulando
ideológicamente a sus ciudadanos de forma paternalista o perfeccio-
nista 89.
Según las teorías que conforman este modelo, podemos entender mejor
el sistema democrático como un sucedáneo del mercado económico,
pudiendo regirse por las mismas reglas que éste. Los partidos políticos son
«vendedores» de programas e ideas, y los votantes son «consumidores-
compradores» que al emitir su voto manifiestan sus preferencias, y adquie-
ren así un «producto» político. Como en el mercado económico, los agen-
tes políticos son soberanos y libres, se les presupone racionalidad en la
persecución de sus fines así como en la ordenación de sus preferencias, y
en condiciones ideales la oferta debe ajustarse a la demanda de tal manera
que las preferencias de la mayoría queden eficientemente satisfechas. No
hay nada, en principio, sobre lo que discutir. La libertad de los votantes-
consumidores contra la manipulación externa, junto con el de la estricta
neutralidad de las instituciones hacia el contenido de dichas preferencias,
se convierten en principios sagrados del modelo. Y un presupuesto cen-
tral del mismo es que dichos votantes actúan siempre guiados por su estricto
autointerés, por lo que sus preferencias son siempre meramente autointe-
resadas 90. Esta imagen de la democracia como mercado adolece al menos
de los mismos problemas que su equivalente económica, problemas que
dificultan el alcance del deseado equilibrio, y que hacen dudoso el éxito
del modelo 91. No obstante, no quiero analizar aquí la plausibilidad del
modelo.

89
El tema de la manipulación política ha sido muy recurrente en las últimas décadas para
algunos autores inscritos en el social choice. Lo encontramos de forma embrionaria en SCHUM-
PETER, 1942, y los trabajos más reconocidos al respecto son los de RIKER, 1962, 1982, 1986 y su
obra póstuma 1996. Sobre el paternalismo jurídico, véase «¿Es éticamente justificable el pater-
nalismo jurídico?», en GARZÓN VALDÉS, 1993: 361-378.
90
Como señala ELSTER, uno de los problemas más graves de este modelo es que «confunde
el tipo de comportamiento que es apropiado en el mercado y el que es apropiado en el foro polí-
tico. Sólo podemos aceptar la noción de soberanía del consumidor en la medida en que el consu-
midor elija entre cursos de acción cuya diferencia sea la forma en que le afectan a él». En el ámbito
político elegimos entre alternativas que afectan a los demás, y no sólo a nosotros. De modo que
no tendría por qué aceptar las preferencias de alguien, por ejemplo, que elige incoherente o irres-
ponsablemente. «(L)a función de la política no es sólo la de eliminar ineficiencias, sino también
la de generar justicia —un objetivo para el que la agregación de preferencias prepolíticas es un
medio bastante inapropiado» (ELSTER, 1986: 111). Puede verse una síntesis de otros problemas en
ELSTER, 1986: 105 y 106.
91
Sólo por mencionar algunos: la información disponible es insuficiente y está repartida de
forma asimétrica, con lo que las posibilidades de manipulación encubiertas son enormes y se
socava la libertad en la conformación de preferencias que el propio modelo predica (OVEJERO,
2002: 170 y 171). Pero esta información asimétrica también permite distorsiones y manipulacio-
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 68

68 JOSÉ LUIS MARTÍ

3.2. La democracia pluralista

La otra gran teoría democrática predominante en la segunda mitad del


siglo XX es la teoría pluralista 92, cuyo máximo exponente, Robert DAHL,
es sin duda uno de los teóricos de la democracia más influyentes de las
últimas décadas 93. Sin embargo, no es fácil distinguir con nitidez entre el
modelo de democracia como mercado y el modelo pluralista. Ambos com-
parten preocupaciones, puntos de partida, asunciones metodológicas y
empíricas, y algunas conclusiones 94. Comparten, por ejemplo, el presu-
puesto de que los individuos «entran al proceso político con intereses pre-
seleccionados que tratan de promover a través del conflicto político y el
compromiso» 95. Comparten también el escepticismo hacia cualquier noción
de bien común 96, que les lleva a adoptar una noción subjetiva de interés
(sea como intereses dependientes de las preferencias o como intereses posi-
cionales). Así, DAHL sostiene que la defensa de la noción de bien común
deriva frecuentemente en gobiernos tiránicos, y que dado el tamaño de las
democracias actuales y el relativismo cultural, la alternativa más razona-
ble es la de permitir que todos los ciudadanos puedan defender sus pro-

nes en la agenda política, y que la oferta acabe determinando la propia demanda. De hecho, parte
de la demanda queda desatendida porque no existen suficientes correlativos en la oferta, esto es,
no todos los intereses de los votantes pueden estar representados por las opciones políticas (OVE-
JERO 2002: 167-170). También se descuidan otros importantes factores que distorsionan la liber-
tad en la formación de preferencias individuales, como las disonancias cognitivas o las preferen-
cias adaptativas (ELSTER, 1983a: cap. 3; y SUNSTEIN, 1991). Finalmente, existen barreras de acceso
a la oferta, puesto que no todos los ciudadanos disponen de las mismas opciones reales para ejer-
cer su derecho de sufragio pasivo.
92
Véanse BENTLEY, 1908; TRUMAN, 1959; y DAHL, 1956, 1985, 1989 y 1998. También ELY,
1980.
93
La concepción de DAHL se ha ido moderando a lo largo de los años. La caracterización de
su modelo en A Preface to Democratic Theory era mucho más nítidamente pluralista, y menos
exigente sustantivamente, que las presentadas respectivamente en Democracy and Its Critics y en
On Democracy. Cfr., por ejemplo, su descripción de los criterios de la poliarquía en DAHL, 1956:
esp. 87-122, con la de DAHL, 1989 y 1998. Véase también la aplicación más económica de su teoría
en DAHL, 1985. Un buen estudio de la evolución de DAHL, en D. HELD, 1987: 227-263. En DAHL,
1997, llega a defender un mecanismo de democracia deliberativa, de manera que, al menos para
el DAHL más tardío, no existe oposición entre democracia pluralista y democracia deliberativa. No
obstante, cree que la deliberación democrática sólo puede tener un papel secundario y previo res-
pecto al mecanismo democrático de toma de decisiones por excelencia, la negociación, así que el
énfasis está en este otro principio (DAHL, 1997: 58).
94
De hecho, no son pocos los autores que sitúan a DAHL, el representante paradigmático de
esta concepción, entre los defensores de la teoría económica de la democracia, entendida de una
forma genérica. Véase, por ejemplo, MACPHERSON, 1977: cap. 4, nota 1. Inversamente, pero con
un resultado equivalente, SUNSTEIN considera a SCHUMPETER y DOWNS como defensores de la con-
cepción pluralista, que él contrapone a la concepción republicana (SUNSTEIN, 1985: 32 y 34, notas
15 y 21, 1984: 1692 y siguientes, y 1988). No obstante, resaltando bien las diferencias, véanse
COHEN y ROGERS, 1992: 34-41; D. HELD, 1987: cap. 6; y CUNNINGHAM, 2002: cap. 5.
95
SUNSTEIN, 1985: 32.
96
«La concepción pluralista considera la noción republicana de bien común (...) como inco-
herente, potencialmente totalitarista, o ambas cosas a la vez» (SUNSTEIN, 1985: 32). Véanse tam-
bién DAHL, 1989: 337-370; BENTLEY, 1908: 122; y TRUMAN, 1959: 51.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 69

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 69

pios intereses individualmente o asociados con otros ciudadanos con quie-


nes compartan tales intereses 97.
La diferencia más clara entre los dos modelos tiene que ver precisa-
mente con los principios de toma de decisiones que priorizan. Si la demo-
cracia como mercado prioriza el voto, el modelo pluralista pone el acento
en la negociación y el compromiso, además de reconocer la importancia
de los grupos de interés o facciones que serán los capacitados para nego-
ciar. Nada hay más natural que los individuos se agrupen para proteger
mejor sus intereses y tratar de influir de forma más eficaz en la dirección
del gobierno, teniendo en cuenta especialmente el tamaño de nuestras
democracias 98. Si uno asume los presupuestos de partida de la teoría eco-
nómica de la democracia, considerando los pocos incentivos que existen
para la participación política —sobre todo si esta se concibe únicamente
como una elección de representantes, mediatizada además por la manipu-
lación de la agenda emprendida por las élites políticas—, es comprensi-
ble que el ciudadano que quiere hacer valer sus intereses busque el apoyo
de otros ciudadanos que compartan dichos intereses y formen un «grupo
de interés». Además, es una cuestión de hecho innegable que eso es lo que
ocurre al menos en parte en nuestras democracias reales 99.
El problema no es, por lo tanto, la existencia de «grupos de interés»
o facciones, sino la posibilidad empírica de que alguno de estos grupos
pueda dominar a los demás imponiendo tiránicamente sus preferencias 100,
puesto que eso vulneraría lo que los defensores del modelo pluralista enfa-
tizan como el principio básico del sistema democrático, el de igualdad de

97
Si tenemos dificultades para saber qué es el bien común, aseguremos al menos unas con-
diciones estructurales que garanticen que cada ciudadano pueda defender sus propios intereses en
igualdad de consideración. Véase DAHL, 1989: 337-370.
98
Como afirma DAHL, «contrariamente a lo que ocurre en una ciudad o población pequeña,
la gran escala de la democracia en un país hace que las asociaciones políticas sean a la vez nece-
sarias y deseables» (DAHL, 1998: 113).
99
DAHL distingue entre la democracia en sentido estricto (modelo ideal) y la poliarquía (o
democracia real). Las cinco condiciones necesarias y conjuntamente suficientes para asegurar el
principio de igualdad política, y que conforman las propiedades definitorias de la democracia, son:
participación efectiva, igualdad de voto, comprensión ilustrada, control de la agenda e inclusión
de los adultos (DAHL, 1998: 47 y 48, y cfr. con DAHL, 1989: 34 y ss., por algunos cambios en la
forma de interpretarlos). La democracia ideal se aleja tanto de la realidad de nuestras sociedades
contemporáneas, especialmente por el tamaño de éstas (DAHL, 1998: 106-108, 1989: 12-15 y 256-
264, y 1956: 87-91; para un estudio detallado del impacto del tamaño de nuestras sociedades en
el diseño institucional político véase DAHL y TUFTE, 1973) que nuestra preocupación principal
debe ser cómo la democracia real representativa puede garantizar un mínimo umbral democrático.
Esta democracia real o poliarquía se define por seis instituciones políticas: cargos públicos elec-
tos, elecciones libres, imparciales y frecuentes, libertad de expresión, acceso a fuentes alternati-
vas de información, autonomía de las asociaciones y ciudadanía inclusiva (DAHL, 1998: 99-101;
para una presentación algo distinta, DAHL, 1989: 266-270; ambas muy alejadas de la primera pre-
sentación realizada en DAHL, 1956: 110 y 111).
100
SUNSTEIN, 1985: 33.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 70

70 JOSÉ LUIS MARTÍ

influencia política 101. Y para eludir este peligro necesitamos un cuidadoso


diseño institucional que nos permita asegurar el equilibrio entre faccio-
nes, y que comprenda, entre otros elementos, un sistema de «frenos y con-
trapesos», un marco rígido de derechos individuales que delimite una esfera
privada en la que los poderes públicos nunca puedan interferir, o medidas
de protección de grupos desaventajados que traten de asegurar la igualdad
de oportunidades de influencia política 102. En ese sentido podría afirmarse
que el modelo pluralista entiende la democracia como una competencia
libre entre grupos de interés que, en condiciones de igualdad, pugnan por
influir en la toma de decisiones políticas y, finalmente, se ven obligados
a negociar para alcanzar un compromiso básico en dicha toma de deci-
siones 103.
El pluralismo se define entonces por tres rasgos centrales: a) su escep-
ticismo hacia la noción de bien común, b) su objetivo de equilibrar los
grupos de interés y su valoración positiva de los mismos como actores
principales del proceso político, y c) su apuesta por la negociación que
sitúa en un plano de igualdad las opciones de cada grupo para determinar
o al menos influir en la decisión política 104.

101
De hecho, DAHL critica los modelos elitistas, en especial el de SCHUMPETER, por vulne-
rar el que él denomina «Principio Categórico» (DAHL, 1998: 131 y 132; para la caracterización
del principio, véase DAHL, 1989: 43-46 y caps. 7 y 8, y 1998: 73-93).
102
SUNSTEIN, 1985: 33 y 34. Ésta es la solución que ya predicaba James MADISON al afirmar
que en lugar de plantearse la quimera de «evitar las causas» del faccionalismo, a lo que podemos
aspirar sensatamente es a «controlar sus efectos». Véase The Federalist, n. 10, en HAMILTON, MADI-
SON y JAY, 1999: 46-49. Frecuentemente se ha considerado a los federalistas norteamericanos
defensores de la democracia pluralista. Véanse, por ejemplo, D. HELD 1987: 228-230; y CUN-
NINGHAM, 2002: 78-82. SUNSTEIN, en cambio, hace una lectura parcialmente republicana de su pen-
samiento, aunque sin negar la presencia de tesis fundamentales del pluralismo (SUNSTEIN, 1984,
1985, 1986a, 1988 y 1993a). El propio DAHL se distancia un tanto de la concepción de MADISON
en DAHL, 1956: cap. 1. Una tercera concepción, distinta de las anteriores, es la de ELY, 1980.
103
Véanse D. HELD, 1987: 231; y COHEN y ROGERS, 1992: 34-38. Ya he mencionado antes
que en las últimas obras de DAHL hay algunos elementos que permiten una lectura más delibera-
tivista de su concepción, que de hecho podría encajar con algunas de sus propuestas instituciona-
les concretas más tempranas, como la del jurado político en DAHL 1970: 149 y 150, o la del mini-
populus en DAHL 1989: 406 y 407. Aunque lo que convierte en pluralista su teoría sigue siendo
el lugar privilegiado que ocupa el principio de la negociación.
104
Aunque no voy a examinar las objeciones que ha recibido el modelo, quiero mencionar
uno de sus principales problemas que tiene que ver con la propia noción de negociación, y que ya
señalé en el primer apartado de este capítulo: es empíricamente falso que la negociación garan-
tice la igualdad entre las partes, como pretenden los pluralistas. Sucede más bien lo contrario. Los
grupos con mayor poder negocial tienen mayores posibilidades de imponer sus preferencias, y el
poder negocial no depende en este caso de lo numeroso que sea el grupo, y por lo tanto de lo que
se acerque a la mayoría, sino de otros factores exógenos como el acceso a recursos económicos
o de presión.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 71

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 71

3.3. La democracia agonista

El último de los modelos alternativos a la democracia deliberativa que


quiero mencionar, ligeramente emparentado con el de la democracia plu-
ralista, es el que Chantal MOUFFE y Ernesto LACLAU han denominado demo-
cracia agonista o democracia radical 105. Se trata también de una corriente
muy nueva 106 y altamente heterogénea 107 de la que es difícil reconstruir los
fundamentos comunes a todos sus defensores 108, aunque uno de los puntos
en los que coinciden es en su crítica a la democracia liberal, y especial-
mente a algunos de sus presupuestos centrales, como la asunción de que la
sociedad es culturalmente homogénea, que el conflicto social se puede supe-
rar, y que las relaciones de poder sociales no juegan, o no deberían jugar,
ningún papel en un esquema democrático de organización política.
Según este modelo, «lo político» posee «carácter fundacional» 109. «Lo
político», en este lenguaje, viene a ser un equivalente del conflicto social

105
El término «democracia agonista», según MOUFFE, «es un intento de operacionalizar lo
que Richard RORTY llamaría una “redescripción” de la autocomprensión básica del régimen libe-
ral-democrático que enfatiza la importancia de asumir su dimensión conflictual» (MOUFFE, 2000:
107, nota 30). También en ocasiones se han referido a este modelo como democracia pluralista o
radical. Como tanto la etiqueta de «pluralista» como la de «radical» puede confundir el modelo
con otras teorías diferentes, mantendré la denominación «agonista».
106
Aunque los manuales de teoría de la democracia más recientes ya lo incluyen como uno
de los modelos principales (CUNNINGHAM, 2002, cap. 10).
107
Entre sus principales defensores, véanse CONNOLLY, 1974 y 1991; LACLAU y MOUFFE,
1985; LEFORT, 1988; LACLAU, 1990; MOUFFE, 1993, 2000 y 2005; y TULLY, 1995. También Hannah
ARENDT, al menos según Seyla BENHABIB, debería incluirse en esta lista (BENHABIB, 1992a: 89-
144, 1992b y 1993: 21-36).
108
El referente principal para este modelo es Carl SCHMITT. Véase MOUFFE, 2000: 36-59.
Pero la democracia agonista se presenta como una síntesis de ideas filosóficas tan diversas como
las del postmodernismo, el psicoanálisis, la hermenéutica, el segundo WITTGENSTEIN, el multicul-
turalismo o el feminismo. MOUFFE se sitúa a sí misma en un punto de convergencia entre las ideas
del segundo WITTGENSTEIN, HEIDEGGER, GADAMER, MERLEAU-PONTY, FOUCAULT o DERRIDA. Tam-
bién encuentra un punto de apoyo central en Claude LEFORT, y autores como LYOTARD, VATTIMO,
RICOEUR e incluso RORTY. Véase MOUFFE, 1993: 14-25 y 28-42. TULLY se hace eco también de la
crítica postmoderna, sobre todo en boca de DERRIDA y FOUCAULT, del feminismo, citando a GILLI-
GAN, OKIN o BENHABIB, del desafío «intercultural», centrándose en KYMLICKA, WALZER o RES-
NICK, y otorgando un valor central al pensamiento del segundo WITTGENSTEIN. Véanse TULLY, 1995:
esp. 43-57 y 99-139; y MOUFFE, 2000: 60-79. En el trasfondo encontramos también continuas refe-
rencias a una escuela antropológica conocida como «estudios culturales», que tiene como pre-
cursores a autores como Clifford GEERTZ o Bill REID.
109
«Semejante crítica permite comprender los límites del pensamiento político clásico (y, en
su seno, particularmente la filosofía liberal) y ver que dependen de una ontología implícita que
concibe el ser bajo la forma de la presencia. Esta “metafísica de la presencia” restringe el campo
de los movimientos político-estratégicos a los lógicamente compatibles con la idea de una “obje-
tividad” social. Cuando se presenta esa objetividad como el fundamentum inconcussum de la socie-
dad, todo antagonismo se reduce a una simple y pura diferencia (en el sentido saussureano del
término). [...]. Por el contrario, cuando la clausura demuestra ser una imposibilidad lógica —como
se ve en la deconstrucción—, resulta evidente que cualquier cierre es forzosamente contingente;
por tanto, siempre es parcial y está fundado en formas de exclusión (y, por tanto, de poder). A
partir de esta perspectiva se puede reconocer el carácter fundacional de lo político [...].» MOUFFE,
1993: 14 y 15.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 72

72 JOSÉ LUIS MARTÍ

inherente a toda comunidad, algo que goza de primacía frente a cualquier


otra consideración. Se refiere «a la dimensión de antagonismo inherente
a las relaciones humanas, antagonismo que puede tomar las más diversas
firmas y emerger en variados tipos de relaciones sociales». El término
«política», en cambio «indica el conjunto de prácticas, discursos e insti-
tuciones que buscan establecer un cierto orden y organizar la coexisten-
cia humana en condiciones que son siempre potencialmente conflictivas
porque están afectadas por la dimensión de “lo político”» 110.
Cualquier intento de uniformidad, cualquier objetivo de alcanzar un
consenso social, aunque sea referido solamente a principios muy básicos,
está condenado al fracaso, porque supone la negación de un hecho evidente
e ineludible: el pluralismo cultural inconmensurable en permanente con-
flicto y la preeminencia de las relaciones de poder como dato explicativo
de cualquier sistema de organización o relación social. La convivencia en
una comunidad sólo puede ser entendida, según esta corriente, tras la acep-
tación de la existencia del agonismo («relación con el adversario»), el hecho
de que cualquier reivindicación de identidad debe construirse a partir de la
delimitación de un «yo» o un «nosotros» que implica a su vez la identifi-
cación del «otro», el adversario. Desde el punto de vista del pluralismo
agonístico, el «ellos» ya no es un adversario al que batir, sino alguien que
discrepa de nuestras ideas y que tiene perfecto derecho a hacerlo 111.
Dicho en términos más asequibles, lo que estos autores afirman, apo-
yándose en un relativismo cultural fuerte, es que no existe una posibilidad
de consenso racional real entre los diversos grupos que integran nuestras
comunidades, ni siquiera sobre las propias condiciones formales de un pro-
ceso de argumentación que permita la deliberación pública. Así, los inten-
tos de construir consensos propios del liberalismo, tanto los de tipo rawl-
siano-monológico como los de tipo habermasiano-dialógico son, como poco,
pretensiones ingenuas condenadas al fracaso, y, en el peor de los casos, mas-
caradas que ocultan intentos de explotación o imposición social del grupo
dominante. El proyecto de la democracia agonista consiste en asumir este
punto de partida, para ver el concepto de ciudadanía como «una forma colec-
tiva de identificación entre las exigencias democráticas que se encuentra en
una variedad de movimientos: de mujeres, de trabajadores, de negros, de
gays, de ecologistas, así como en otros “nuevos movimientos sociales”» 112.
110
MOUFFE, 2000: 101.
111
La diferencia entre la relación de agonismo y la de antagonismo es que el primero lleva
implícita la aceptación del otro, con su diferencia, mientras que el segundo, más propio de un pen-
samiento liberal, supone la condena del otro, la no aceptación de su diferencia si éste no se aviene
a consensuar los principios básicos. Véanse MOUFFE, 1993: 11-25, y 2000: 102 y ss.; LACLAU y
MOUFFE, 1985: cap. 3; y LACLAU, 1990: parte I.
112
MOUFFE, 1993: 102. No obstante, al menos en la versión que ofrece MOUFFE, la demo-
cracia agonista se basa en la aceptación de los principios de libertad e igualdad. Y no se entiende
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 73

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 73

En una de sus obras recientes, Chantal MOUFFE explicita las razones


por las que considera que el modelo de la democracia deliberativa no fun-
ciona, unas razones que tienen que ver con las críticas que Carl SCHMITT
elevó contra la democracia parlamentaria en general. Sostiene que estas
teorías «han reemplazado el modelo económico por un modelo moral que
también olvida —aunque de forma distinta— la especificidad de lo polí-
tico» 113, y cree que «la deliberación pública libre y no limitada de todos
sobre las cuestiones de interés común va en contra del requisito demo-
crático de trazar la frontera entre el “nosotros” y el “ellos”» 114. Olvidar
esta dicotomía y pretender el consenso no es más que pretender «la hege-
monía y cristalización de las relaciones de poder», que subyacen a toda
interacción social 115. La lealtad al ideal democrático no se construye sobre
ningún consenso real o hipotético, sino sobre el sentimiento de identidad
colectiva que se forja por las prácticas sociales amparadas por las propias
reglas democráticas, y «no es una cuestión de justificación racional, sino
de disponibilidad de formas democráticas de individualidad y subjetivi-
dad» 116. Poder y legitimidad, para el modelo agonista, están inevitable-
mente vinculados, no en el sentido de que todo poder sea legítimo, sino
en el de que cualquier intento de justificar la legitimidad de un modelo no
será más que el intento de convertirlo en hegemónico 117.

4. LA POLÍTICA COMO CONFLICTO Y PODER

Según una de las objeciones más frecuentemente planteadas en contra


de la democracia deliberativa, y que acabamos de ver reflejada en la posi-
ción de la democracia agonista, este modelo descuida que la política con-
siste fundamentalmente en un conflicto y lucha permanente por el poder
y la dominación social, y está basada en intereses estrictamente subjeti-
vos de los que participan en ella. Algunos artículos escritos en esta línea
llevan títulos sugestivos como «Enough of Deliberation: Politics is About
Interests and Power», de Ian SHAPIRO, o «Deliberation, and What Else?»,
de Michael WALZER 118. No obstante, esta objeción puede ser interpretada

bien en qué sentido esto no la convierte en liberal. MOUFFE admite que su propuesta es cercana a
la del liberalismo pluralista, si bien objeta a este modelo el no ser suficientemente sensible a las
relaciones de poder que subyacen en cualquier articulación social o institucional.
113
MOUFFE, 2000: 45 y 46.
114
MOUFFE, 2000: 48 y 49.
115
El concepto de poder, para MOUFFE y LACLAU, no consiste en una relación externa entre
dos sujetos preexistentes, sino que constituye la propia identidad de dichos sujetos, aunque reco-
nozco que no soy capaz de comprender exactamente qué significa eso. Véanse LACLAU y MOUFFE,
1985; y MOUFFE, 2000: 99.
116
MOUFFE, 2000: 95.
117
MOUFFE, 2000: 100.
118
SHAPIRO, 1999 y WALZER, 1999. Véanse otras críticas directas en este sentido SIMON, 1999;
PRZEWORSKI 1998: 140; y MOUFFE, 1999: esp. cap. 4.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 74

74 JOSÉ LUIS MARTÍ

de dos maneras distintas: como una tesis conceptual y como una tesis empí-
rica. Como tesis conceptual lo que sostiene es que los defensores de la
democracia deliberativa han malinterpretado el propio concepto de «polí-
tica», y por ello toda su propuesta está destinada al fracaso. Como tesis
empírica, en cambio, sostiene que es una cuestión de hecho que los seres
humanos persiguen sus propios intereses y al hacerlo entran en conflicto
con los demás, y que todo modelo político que descuide este hecho es
ingenuo, utópico y está condenado al fracaso porque va a ser imposible
de poner en práctica.
La tesis conceptual es la que sostienen los tres modelos alternativos a
la democracia deliberativa que acabamos de ver. En el caso de la demo-
cracia como mercado y la democracia pluralista, se niega de forma explí-
cita la existencia de algo que trascienda a las preferencias meramente
autointeresadas. En el caso de la democracia agonista, se afirma explíci-
tamente que «lo político» significa una relación de confrontación, con-
flicto y lucha por el poder y la dominación social. A pesar de que el len-
guaje utilizado por cada modelo es distinto, y aunque sus propuestas
sustantivas son también muy disímiles, su crítica a la democracia delibe-
rativa se apoya básicamente en la misma idea: no existe la objetividad (ni
la intersubjetividad, tal y como ha sido definida en el segundo apartado)
en materia de corrección sustantiva de las decisiones políticas, no hay nada
que conocer en este ámbito ni nada sobre lo que construir un consenso
sustantivo, de modo que la política consiste básicamente en la confronta-
ción entre los individuos y en una lucha por imponer sus preferencias mera-
mente autointeresadas sobre las de los demás.
Desde este punto de vista, nociones como las de «interés intersubje-
tivo», «interés público» o «bien común», necesarias para el modelo de la
democracia deliberativa, carecen de sentido, a menos que sean interpre-
tadas como una simple yuxtaposición contingente (una coincidencia
casual) de intereses egoístas o preferencias meramente autointeresadas 119.
La coincidencia, en el mejor de los casos, sólo puede ser casual, ya que
tampoco hay tal cosa como las razones públicas que fundamenten un con-
senso racional de otro tipo; y, en el peor de los casos, será una coinci-
dencia forzada por algún mecanismo de dominación ideológica que pre-
tende una dominación consentida 120. El problema es que negar la
posibilidad de una racionalidad sustantiva provoca el colapso de la idea
de legitimidad política tal y como habitualmente se entiende. Si lo afir-

119
Véanse, por ejemplo, desde los rudimentos del pluralismo democrático, BENTLEY, 1908:
122: «Nunca encontraremos un interés de grupo de la sociedad en su conjunto»; y TRUMAN, 1959:
51: «No necesitamos dar cuenta de un interés totalmente inclusivo, porque tal interés no existe».
120
Véanse MOUFFE, 1993: 11-25, y 2000: 101 y 102; LACLAU y MOUFFE, 1985: cap. 3; y
LACLAU, 1990: parte I.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 75

EL CORAZÓN DEL MODELO Y SUS ALTERNATIVAS 75

mado por estos críticos es verdad, ciertamente (1) no tendríamos la posi-


bilidad de construir ningún criterio de legitimidad independiente de las
propias preferencias meramente autointeresadas de los individuos, así que
(2) no tendríamos posibilidad de distinguir entre preferencias meramente
autointeresadas y preferencias imparciales. Pero habitualmente se entiende
que el criterio de legitimidad debe ser independiente de las preferencias
meramente autointeresadas de los individuos. Decir que un sistema es legí-
timo si y sólo si conviene a los fines egoístas de sus ciudadanos se aparta
mucho del sentido habitual de legitimidad 121. ¿Cómo podríamos defen-
der en ese caso la democracia? ¿Qué justificación encontraríamos para los
valores de igualdad de consideración y respeto de los intereses de todos,
de autonomía individual, imparcialidad y neutralidad, etc., que funda-
mentan la democracia si la propia noción de justificación aquí no tendría
sentido? 122.
Lo mismo sucede con el modelo de la democracia agonista. Una vez
negada la existencia de criterios de corrección intersubjetivamente váli-
dos, este modelo intenta promover una noción de democracia basada en
los principios de libertad e igualdad, interpretados ahora a la luz de la
aceptación de la fractura social identitaria y de la imposibilidad de tras-
cender los propios esquemas subjetivos de racionalidad. Pero por más que
reinterpretemos los principios de libertad e igualdad a la luz de nuevas
consideraciones del pluralismo, o bien dichos principios pueden funda-
mentarse en razones intersubjetivamente aceptables, y entonces sí hay algo
que trasciende al autointerés, o bien la propuesta sustantiva de la demo-
cracia agonista es tan sospechosa de intentar una manipulación ideológica
no fundamentada como la que dicho modelo pretende denunciar 123.
Dicho más claramente: si no hay posibilidad de discutir racionalmente
acerca de la corrección o la legitimidad política de una propuesta (con
relativa independencia de las preferencias autointeresadas de cada uno),
entonces la democracia deliberativa estaría condenada al fracaso, pero se
destruye igualmente cualquier posibilidad de construir un modelo político
normativo racional. Para ser consecuentes, entonces, deberíamos abando-
nar cualquier discurso normativo en este ámbito. Desde el ámbito teórico,
sólo podríamos describir cómo son las cosas y, a lo sumo, formular reglas

121
Nótese que no valdría decir que el sistema es legítimo si y sólo si sus ciudadanos creen
que lo es, porque aquí las creencias no tienen ningún espacio.
122
Sobre la idea de que el escepticismo de este tipo es contradictorio con la noción de legi-
timidad política, ESTLUND, 2000c: 113-117.
123
Una variante de la tesis conceptual de la política como conflicto y poder es la que pre-
senta el pluralismo ontológico (relativista) al sostener que no existe una única respuesta correcta
para las controversias políticas sobre las que debemos tomar decisiones, sino diversos valores plu-
rales no reducibles y no susceptibles de ser conciliados racionalmente. La posibilidad de alcan-
zar acuerdos racionales es entonces, incluso en condiciones ideales, un absurdo.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 76

76 JOSÉ LUIS MARTÍ

técnicas. Y en el ámbito político sólo podríamos aspirar a persuadir o a


extorsionar y oprimir a los que no piensan como nosotros 124.
Por otra parte, la tesis empírica sostiene que es un hecho que los seres
humanos actúan únicamente guiados por sus intereses egoístas y por con-
sideraciones estratégicas, y que, más allá de buenas palabras e intencio-
nes, la política se reduce, en la práctica, a una lucha por el poder y la domi-
nación 125. Si esto lo entendemos en un sentido fuerte, lo que se afirma es
que este rasgo de la humanidad es un hecho empírico, pero inevitable de
la personalidad humana, y que cualquier intento de cambiar, modificar o
incluso atenuar el egoísmo como motor de nuestros comportamientos es
vano, ingenuo e inocuo. Pero entonces colapsa en la crítica conceptual. Si
los hombres somos necesariamente así, es absurdo construir un concepto
de «lo político» que no incorpore dicho rasgo. Y las consecuencias serán
las mismas que ya hemos visto para la tesis conceptual. Entendido en
cambio de una forma más débil, lo único que querría decir es que los hom-
bres suelen comportarse de este modo, pero sin negar la posibilidad de las
motivaciones imparciales, ni la posible influencia positiva que determina-
das medidas políticas podrían tener para incentivar este último tipo de con-
sideraciones y mitigar así la presencia del egoísmo. Pero entonces no
supondría una objeción importante contra el ideal de la democracia deli-
berativa, puesto que sus defensores no han creído nunca que pudieran erra-
dicarse por completo las motivaciones meramente autointeresadas. De
modo que la tesis empírica, o bien colapsa en la conceptual, o bien no
afecta al modelo ideal de la democracia deliberativa.

124
Algunos autores, como David GAUTHIER o Michael BAURMAN, han intentado una justifi-
cación de las reglas políticas básicas de cooperación social fundada únicamente en una apelación
al autointerés de todos los ciudadanos, con la pretensión de evitar las consecuencias devastadoras
del escepticismo. Véanse GAUTHIER, 1987 y BAURMAN, 1998. Un intento paralelo en SCHMIDTZ,
1995. No me detendré a examinar estas posiciones. Para una visión crítica, véanse ROEMER, 1986
y COLEMAN, 1988. También OVEJERO, 2002: caps. 1 y 2, esp. 137-141. Véase la nota 44 de este
capítulo.
125
Creo que ésta es la tesis que defienden SIMON y SHAPIRO en las obras antes citadas. SHA-
PIRO, por ejemplo, acusa a GUTMANN y THOMPSON de prestar poca atención «al grado en el que
los desacuerdos morales en política están conformados por las diferencias de interés y de poder»
(SHAPIRO, 1999: 29). WALZER confecciona una lista «no exhaustiva» de algunos elementos inhe-
rentemente políticos que no están reconocidos por el ideal de la deliberación, como la educación
política (entendida como adoctrinamiento), la organización (entendida como el mantenimiento de
disciplina y de liderazgo), la movilización política para la acción política a gran escala, el juego
de apariencias mediáticas de los partidos, la negociación, emprender campañas políticas (incluso
de manipulación), la presión política (lobbying), la corrupción, etc. (WALZER, 1999: 59-66).
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 77

CAPÍTULO III
LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES
DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA

En los capítulos I y II he descrito el contexto en el que surge el modelo


contemporáneo de la democracia deliberativa, así como las ideas básicas
de su propuesta normativa y los tres modelos alternativos a los que se
opone, además de haber revisado algunas de las objeciones que ha reci-
bido. En este capítulo me propongo analizar con mayor detalle los ele-
mentos principales del modelo en la reconstrucción que presento del mismo
con la esperanza de mantener la máxima fidelidad a las tesis más amplia-
mente aceptadas por los autores deliberativistas. Para ello, abordaré las
cuestiones de «¿quién debe deliberar?», «¿sobre qué podemos o debemos
deliberar?», y, la pregunta más importante, «¿cómo debemos deliberar?»,
que nos permitirá analizar el funcionamiento del proceso deliberativo y
sus principios estructurales. Así mismo, mencionaré brevemente algunas
de las precondiciones del procedimiento deliberativo, que no debemos con-
fundir con los principios estructurales, pero que son igualmente impor-
tantes para poder implementar el modelo, y explicaré la paradoja que
emerge al intentar asegurar dichas precondiciones antes de poner en marcha
el propio procedimiento. Una vez transitado este itinerario, espero que el
lector haya alcanzado una comprensión suficiente del modelo de la demo-
cracia deliberativa y de sus elementos principales antes de afrontar los pro-
blemas relativos a la legitimidad política y a la justificación de dicho
modelo, que vendrán a continuación.
Como ya he dicho, lo que presentaré aquí es una reconstrucción del
modelo, más que una mera descripción de las tesis defendidas por la lite-
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 78

78 JOSÉ LUIS MARTÍ

ratura deliberativista. Y esto por dos razones. En primer lugar, pocos auto-
res han afrontado la tarea de describir de manera completa el modelo de
la democracia deliberativa, e incluso los que sí lo han hecho frecuente-
mente han olvidado algunas de las cuestiones más importantes. Y en
segundo lugar, la disparidad de criterios y tesis defendidas sobre los aspec-
tos que sí se han pronunciado hace difícil presentar un modelo unívoco
si no es a través de este trabajo reconstructivo. Para que la reconstruc-
ción tuviera éxito me he visto obligado a olvidar voluntariamente algu-
nas de las controversias internas, así como todas aquellas tesis que no
hayan ocupado un lugar central en el seno de la literatura. No es tan
importante que algún autor quede fuera de la imagen que voy a presen-
tar, como que el resultado final permita identificar un modelo coherente
y claro en el que puedan verse reflejados la mayoría de los defensores
del modelo.

1. ¿QUIÉN DELIBERA? LOS SUJETOS DE LA DELIBERACIÓN

El primer elemento del modelo que propongo analizar es el relativo a


la pregunta ¿quién delibera en un procedimiento democrático deliberativo?
Lo que es equivalente a preguntarse quiénes son los sujetos de la delibe-
ración, es decir, quién puede legítimamente participar en la deliberación.
La respuesta más extendida entre los autores deliberativistas, una respuesta
típicamente atribuida a HABERMAS 1, es que los participantes en la deli-
beración deben ser todos aquéllos potencialmente afectados por la deci-
sión que va a ser deliberada 2. Dicho en otras palabras, nadie sobre el que
puedan recaer los efectos de la decisión debe ser excluido de participar en
el proceso deliberativo. Como vimos en el capítulo I, éste es el elemento
democrático del modelo. Pero es importante resaltar que a juicio de muchos
de sus defensores esto hace de la democracia deliberativa una teoría fuer-
temente inclusiva, incluso más que muchos de los modelos democráticos
alternativos 3.
Ahora bien, deberíamos precisar un poco más esta respuesta. En primer
lugar, ¿qué se considera ser un potencial afectado por la decisión? Una
posibilidad es decir que resultan afectados todos aquellos a los que se

1
Véase HABERMAS, 1981: esp. vol. 1, 33-4, y 1990.
2
Algo así como el principio latino «quid omnes tangit» del Código de Justiniano. Véanse,
en este sentido, COHEN y SABEL, 1997: 332 y 333; MANSBRIDGE, 1992: 36; BENHABIB, 1994: 31;
BOHMAN, 1998: 400; ELSTER, 1998a: 8; SAWARD, 1998: 125 y 126; y DRYZEK, 2000a y 2001: 651.
3
Véanse, por ejemplo, MANIN, 1987: 352; COHEN, 1989a: 23, 1996: 417, y 1998: 203; DRYZEK,
1990, 1996b, y 2000a; BENHABIB, 1994: 31; BOHMAN, 1996: 7 y 9, y 1998: 400 y 408-410; NINO,
1996: 144 y 180-186; ELSTER, 1998a: 8; y GOODIN, 2003: 194-196. Véase la nota 55 del capítulo
I y el texto que la acompaña.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 79

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 79

aplica la decisión, pero esto genera al menos dos tipos de problemas:


incluye sujetos que no parece sensato incluir, y excluye sujetos que apa-
rentemente deberían estar incluidos. A un turista que visita nuestro país
se le aplican determinadas decisiones políticas (desde las normas que
regulan su entrada hasta las normas de tráfico) y sin embargo no parece
sensato permitir la participación en el procedimiento de toma de deci-
siones a todos los turistas que visiten el país, o a los que tengan pensado
hacerlo en el futuro. Por otra parte, a los adultos ya no se les aplican las
normas que establecen una escolarización básica obligatoria, y sin embargo
parece sensato que sean ellos (y no los niños, por cierto) quienes tomen
las decisiones de cómo debe ser esa escolarización. Otra respuesta sería
decir que somos afectados por una decisión cuando ésta va a tener alguna
repercusión de algún modo sobre nuestros intereses. Esto convierte la
condición de ser potencialmente afectado por una decisión pública en
gradual, puesto que la cantidad e importancia de intereses afectados, o
la intensidad con la que resultan afectados, por una decisión pública es
variable y gradual, además de contingente. Lo cual puede ser problemá-
tico, dado que el derecho a participar en un procedimiento democrático
deliberativo no puede ser gradual. Pero lo más importante es que esta
segunda respuesta, si bien evita los casos de infrainclusión, como el del
turista, ya que sigue siendo cierto que los intereses del turista se ven afec-
tados por un gran conjunto de normas del país que visita. Es peor, al pasar
del criterio de la aplicación al criterio de la afectación de los intereses,
quedan también incluidos todos aquellos extranjeros que sin necesidad
de venir al país sufren las repercusiones, por indirectas o lejanas que sean,
de las decisiones aquí tomadas, algo que se agudiza en el actual contexto
de globalización.
Tal vez la respuesta más adecuada, aunque corra un cierto riesgo de
circularidad, sea la de decir que resultan potencialmente afectados, y por
tanto deben ser sujetos de la deliberación, los destinatarios políticos
potenciales de manera general, es decir, aquellos que el ordenamiento
identifica como sujetos políticos: los ciudadanos que residen en el ámbito
territorial de la norma que se espera dictar tras tomar la decisión 4. Ser
ciudadano significa precisamente eso, ser un individuo identificado por

4
MANIN, 1987: 358. Así, en un sistema descentralizado como el nuestro, los ciudadanos ten-
drán derecho a participar en la toma de decisiones de cada una de las administraciones del terri-
torio en el que residen, según el ámbito de competencia de éstas. Cuando no está en juego una
administración pública, sino una institución o agencia pública concreta, los sujetos que tienen
derecho a participar en el proceso deliberativo son sólo los ciudadanos directamente afectados por
dicha decisión (BOHMAN, 1996: 187-191). Las decisiones públicas relativas a la gestión de un
Centro de Atención Primaria particular deberían poder ser discutidas con los usuarios de dicho
Centro de Atención Primaria. Cada uno de estos ámbitos de decisión son distintos «contextos deli-
berativos» que se articulan de forma compleja y entrecruzada (BOHMAN, 1996: cap. 4).
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 80

80 JOSÉ LUIS MARTÍ

el ordenamiento jurídico como sujeto de derechos, especialmente de dere-


chos políticos 5, esto es, de participación en los procesos de toma de deci-
siones 6.
De todos modos, las respuestas que he analizado hasta el momento se
refieren únicamente a la pregunta sobre los sujetos de la deliberación demo-
crática institucional, esto es, aquella que se desarrolla en el marco de un
proceso decisorio legalmente establecido y regulado y que conducirá a
tomar algún tipo de decisión jurídica en sentido amplio. La cuestión es
radicalmente distinta en los casos de deliberación democrática no institu-
cional, aquella que se desarrolla amplia, difusa e informalmente en múl-
tiples espacios y contextos de la esfera pública que no están jurídicamente
establecidos y no desencadenan una decisión jurídica 7. Los procesos deli-
berativos institucionales se regulan mediante derechos y obligaciones esta-
blecidos por otras normas jurídicas, y además están vinculados a los pode-
res del Estado 8. Los procesos deliberativos no institucionales, por su parte,
son procesos difusos, mucho más complejos y no reglamentados directa-
mente por una norma jurídica, que tienen lugar en la esfera de la socie-
dad civil, con diferentes estructuras más o menos establecidas, diversa

5
Sobre la noción de derechos políticos, y su relación con otras categorías de derechos fun-
damentales, véase el clásico trabajo de MARSHALL, 1950. Mi respuesta presupone que de algún
modo contamos con un criterio de atribución de derechos políticos que es prepolítico en el sen-
tido de que no es susceptible de ser deliberado democráticamente como lo son el resto de mate-
rias ya que, por definición, para esta primera atribución de derechos políticos no contamos con
ningún criterio acerca de quién puede ser participante en la misma. Ya he mencionado antes el
riesgo de circularidad, pero se trata del mismo tipo de problemas que afectan a la democracia en
general respecto a la identificación del demos. No es que ello convierta en menos problemática la
circularidad, pero al menos hace que no podamos objetar a la democracia deliberativa el no resol-
ver mejor este problema.
6
Vincular el derecho de participación en los procesos deliberativos con la ciudadanía implica
excluir tanto a las generaciones futuras como a los extranjeros, incluidos los residentes en ese país,
de dicha participación. La primera exclusión no me parece objetable. Una cosa es afirmar que los
intereses de las generaciones futuras deben ser tenidos en cuenta en el proceso deliberativo (DRYZEK,
2000a), y otra cosa muy distinta, y bastante absurda, es decir que las generaciones futuras tienen
el derecho a participar actualmente en dicho proceso. Con respecto a los extranjeros, también hay
buenas razones para afirmar que sus intereses deben ser tenidos en cuenta en la deliberación, pero
¿debemos reconocerles el derecho a participar en la misma, al menos a los residentes en nuestro
país? En mi opinión, una residencia continuada en un territorio es en general una buena razón para
reconocer a un individuo un derecho de participación política en las decisiones públicas de ese
territorio, aunque creo que lo que debemos reconocerle, antes que nada, es la ciudadanía, desvin-
culándola de la nacionalidad, puesto que ser ciudadano significa precisamente, como decía antes,
tener el derecho a participar en los asuntos políticos del país.
7
Véanse los apartados 3 y 4 del capítulo VII para la distinción entre la deliberación institu-
cional y la no institucional, y sobre todo para la noción de esfera pública relevante para el modelo.
8
Dichos procesos son institucionales en este doble sentido: 1) están reglamentados y 2) están
vinculados a los poderes del Estado en un proceso de toma de decisiones públicas que se plasman
en una norma jurídica. Pero no me interesa tanto el primer sentido, puesto que algunas delibera-
ciones que se producen en la sociedad civil pueden estar también internamente reglamentadas,
como el segundo, que tomaré entonces como rasgo definitorio. En el siguiente apartado definiré
precisamente la noción de decisión pública.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 81

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 81

intensidad e importancia, etc., como la publicación de artículos de opinión


y cartas al director en la prensa, los debates televisivos, las conversacio-
nes de café, etc. En estos casos, no es posible determinar institucional-
mente quién debe deliberar, así que los sujetos de la deliberación son poten-
cialmente todos los seres humanos 9.
Finalmente, tal vez la cuestión más importante es de qué modo pueden
participar en los procesos deliberativos los sujetos legitimados, es decir,
si la participación debe ser directa o es suficiente que se realice a través
de representantes. La respuesta unánime en este punto es que las estruc-
turas representativas son cuanto menos necesarias, así que la deliberación
que allí se produce es también valiosa 10. Pero esto no responde a la pre-
gunta más controvertida: ¿la deliberación entre representantes debe ser
considerada como un second best respecto a la participación deliberativa
directa de toda la ciudadanía, y en consecuencia debemos abrir tantos cana-
les de participación como sea posible, o por el contrario debemos enfati-
zar la deliberación en los órganos representativos minimizando la inci-
dencia de la deliberación entre los ciudadanos? Dada la importancia de
esta cuestión, que sirve de parámetro de división interna entre los delibe-
rativistas, y sobre todo para distinguir una república deliberativa de otras
versiones del modelo de la democracia deliberativa, le dedicaré una parte
importante del capítulo VI.

2. ¿SOBRE QUÉ SE DELIBERA? EL OBJETO


DE LA DELIBERACIÓN

El segundo elemento del modelo viene determinado por la pregunta


acerca del objeto de la deliberación, sobre qué se delibera. Distinguiré al
respecto dos cuestiones distintas, aunque parcialmente interdependientes.
La primera de ellas atañe propiamente a cuál es la materia con la que se
delibera, qué es lo que se discute. La segunda se pregunta si existen deter-
minadas restricciones o exclusiones sustantivas, es decir, si existen mate-
rias vedadas a la deliberación.

9
Por supuesto que una norma jurídica puede establecer el deber de no discriminar a nadie
en el acceso a determinados contextos deliberativos de los mencionados. Pero esto no nos permite
todavía encontrar una respuesta institucional a la pregunta relativa a los sujetos de la deliberación,
más allá de ciertos límites.
10
Ni siquiera en las versiones más participativas (más propensas a abrir la deliberación polí-
tica a la participación directa de la ciudadanía) se ha propuesto eliminar las estructuras políticas
representativas e implementar algo así como una democracia deliberativa directa.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 82

82 JOSÉ LUIS MARTÍ

2.1. De decisiones políticas, creencias, preferencias e intereses


¿Sobre qué se discute en un proceso democrático deliberativo? Se dis-
cute en general acerca de valores o de hechos, y más concretamente acerca
de los fines políticos que debemos perseguir, acerca de los medios más
adecuados para alcanzar dichos fines, acerca de la valoración de hechos
pasados, etc. Pero intentemos afinar un poco más esta respuesta. La deli-
beración es un proceso de toma de decisiones. Así que es necesario cono-
cer primero el tipo y contenido de dichas decisiones para saber cuáles son
los temas sobre los que versa la deliberación previa.
Las decisiones pueden dividirse en individuales y colectivas, de las
cuales sólo nos interesan ahora las segundas, es decir, aquellas en cuyo
proceso de toma de decisión participan dos o más personas, aun en el caso
de que la decisión final corresponda sólo a una de ellas. Las decisiones
colectivas pueden dividirse, a su vez, en públicas y privadas 11. Entenderé
por decisión pública aquella que tiene por objeto las reglas de conviven-
cia en sentido amplio y, más concretamente, toda decisión que adopta la
forma de una norma jurídica o que pretende influir en la producción de
una norma jurídica 12. El resto de decisiones colectivas, por oposición, son
decisiones privadas 13. Pero debemos introducir una última distinción, ya
que no todas las decisiones públicas colectivas se ven afectadas, a mi juicio,
por el modelo de democracia deliberativa. Una sentencia de un tribunal
formado por varios magistrados generalmente no tiene relevancia para el
modelo de democracia deliberativa, porque generalmente no tiene carác-
ter político 14. Esto muestra que no todas las decisiones públicas colecti-
vas son decisiones políticas. Entiendo por decisión política, en este con-
texto, aquella que se toma con un cierto grado de discrecionalidad, quedando
excluidas, en consecuencia, aquellas decisiones que suelen denominarse
11
Ni todas las decisiones colectivas son públicas, ni todas las decisiones públicas son colec-
tivas. También las individuales pueden ser públicas o privadas, pero aquí sólo me interesan las
colectivas.
12
Utilizo un sentido también muy amplio de norma jurídica. Tan amplio que comprende
tanto a normas jurídicas generales como individuales, tanto leyes como actos administrativos o
sentencias judiciales, tanto normas escritas como no escritas. La decisión de promulgar una cons-
titución determinada es una decisión pública en tanto que la constitución es una norma jurídica.
Una decisión judicial determinada es una decisión pública en tanto que la sentencia judicial es
una norma jurídica individual. Una decisión de un órgano de la universidad de rechazar un recurso
presentado por un alumno es una decisión pública en tanto que se plasma en un acto administra-
tivo, que es una norma jurídica.
13
La decisión de cuatro amigos acerca de dónde ir de excursión un fin de semana es una
decisión colectiva, pero privada. Probablemente la mejor manera de tomar esta decisión sea deli-
berar conjuntamente, pero eso no es algo que concierna al modelo de la democracia deliberativa.
El ideal deliberativo, como justificación del diálogo racional en cualquier toma de decisiones colec-
tiva, es más genérico que el ideal democrático-deliberativo.
14
Digo generalmente porque, como veremos, algunas sentencias judiciales sí tienen un carác-
ter político, en especial aquéllas dictadas por tribunales que ejercen el control de constitucionali-
dad de las leyes.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 83

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 83

«de aplicación», entre las que se encuentran la mayoría de las decisiones


judiciales y la mayoría de las tomadas por funcionarios o empleados de la
administración 15. Así, las decisiones públicas se dividen en políticas y «de
aplicación» 16, y la democracia deliberativa se refiere únicamente a las pri-
meras, y dentro de éstas, como ya he dicho, a las colectivas 17.
Ahora, el contenido de las decisiones que he definido como políticas
depende de cuál sea el rango y la especialidad de la decisión a la que nos
refiramos. Podemos afirmar en general, como apunta ELSTER, que el obje-
tivo de la deliberación es la elección entre propuestas políticas concre-
tas (policy proposals) y que, en consecuencia, el objeto de la delibera-
ción, en este sentido, se compone de tales propuestas políticas concretas.
Las propuestas políticas deben ser concretas en el sentido en que permi-
tan una valoración suficiente de su adecuación. Y para ello la discusión
puede versar o bien sobre los fines deseables que justificarían una polí-
tica concreta, o bien sobre la adecuación instrumental entre la propuesta
política en discusión y un fin ya identificado 18. La deliberación acerca

15
Asumo aquí que la discrecionalidad en las decisiones públicas es una cuestión gradual.
Por lo tanto, la diferencia entre decisiones políticas y decisiones «de aplicación» también lo será.
En la mayoría de tales decisiones existe alguna norma superior que impone límites a la capacidad
decisoria, y esos límites pueden restringir la discrecionalidad de forma más o menos fuerte. Tam-
bién estoy asumiendo una idea que sin duda es controvertida, la de que la mayoría de las deci-
siones judiciales entrañan poca discrecionalidad. No es mi intención entrar ahora en este debate.
Aunque como admito que incluso en las decisiones «de aplicación», al implicar éstas una tarea
interpretativa, al menos de la norma que va a ser aplicada, existe siempre alguna discrecionalidad,
establezco que para que la decisión sea considerada como política debe haber, como he dicho, «un
cierto grado» de discrecionalidad. El criterio es evidentemente poco preciso, pero es suficiente
para mis fines en este libro.
16
Supongamos un ejemplo extremo. Un administrativo de una universidad pública debe resol-
ver un recurso presentado por un estudiante que solicita matricularse simultáneamente en dos
carreras. Si existe una norma clara aplicable al caso, sea prohibitiva o permisiva, el administra-
tivo tiene el deber de resolver el recurso en atención a la norma, y se tratará de un caso de los lla-
mados «de aplicación». Esta decisión no es política. Pero si, en cambio, no existe una legislación
clara aplicable al caso, y si ningún superior le ordena nada, el funcionario tendrá una cierta dis-
crecionalidad a la hora de resolver el recurso. La resolución del recurso es una norma jurídica
individual, pero al dictarla, el administrativo necesita presuponer cuál es la política de la univer-
sidad en materia de doble matriculación. No importa ahora si esta política de la universidad esta-
blecida por el administrativo en la resolución de este recurso concreto sigue siendo aplicada en el
futuro o no. El hecho es que él debe presuponer conceptualmente que se trata de una política gene-
ral. De otra forma, la decisión no sería discrecional sino arbitraria. Por esta razón, incluso una
decisión tan particular como ésta merece ser calificada como política.
17
Por supuesto que una decisión «de aplicación» también puede ser colectiva y, por lo tanto,
puede ser deliberada. Es más, podemos tener buenas razones para que lo sean, pero se trata de
casos ajenos al objeto de interés de la democracia, y por derivación, de la democracia delibera-
tiva. Que varios jueces deliberen antes de tomar una decisión judicial «de aplicación» no es algo
que tenga relevancia política y por tanto democrática. Adviértase, por otra parte, que la noción de
decisión política es todavía bastante general: la decisión de una asamblea constituyente de esta-
blecer una constitución concreta, la decisión de una cámara legislativa de establecer una ley con-
creta, y todas las decisiones tomadas con una cierta discrecionalidad por funcionarios públicos
que establecen una norma jurídica, son casos de decisiones públicas políticas.
18
Véase ELSTER, 1998a: 7 y 8, y 1998b: 100. También RICHARDSON, 1997: 360.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 84

84 JOSÉ LUIS MARTÍ

de las relaciones de medios a fines es la menos compleja, puesto que


aunque utiliza un discurso basado en reglas técnicas que implica valores
(como fines), se discute siempre sobre creencias acerca de cómo es el
mundo, y por lo tanto en un nivel descriptivo, el de las proposiciones
anankásticas.
La deliberación acerca de los fines es un poco más complicada. Cuando
discutimos sobre fines lo hacemos acerca de la «deseabilidad» de dichos
fines, acerca de su corrección. Es, por lo tanto, una discusión normativa.
Si la deliberación es una discusión racional, necesitaremos asumir enton-
ces que es posible discutir racionalmente sobre cuestiones normativas. Pero
¿sobre qué discutimos exactamente cuando discutimos sobre fines? Como
ya dije en el capítulo I, discutimos a partir de nuestras preferencias e inte-
reses (intersubjetivos, susceptibles de corrección o incorrección) relativos
a las propuestas políticas concretas. Por supuesto que las creencias siguen
jugando algún papel, pero no en el sentido que le asignamos cuando nos
referíamos a las discusiones técnicas. Dos personas, A y B, discrepan acerca
de si x es un fin deseable o no. Lo que está en juego es la validez norma-
tiva de x. Pero, en términos políticos, diremos que A tiene la preferencia
de x mientras que B tiene, al menos, la preferencia de no-x. Por supuesto
que esto es equivalente a decir que A cree que x es correcto, mientras que
B cree que no lo es. Pero plantear la cuestión en términos de creencias no
nos ayuda en este caso, dado que estas creencias no son verdaderas o falsas,
o no lo son al menos en el mismo sentido en que lo son las creencias acerca
de cómo es el mundo.
Ahora bien, las preferencias pueden ser (intersubjetivamente) válidas
o inválidas, dependiendo de si pueden ser defendidas razonablemente o
no. Pueden ser, en definitiva, razonables o irrazonables 19. Y lo que A y B
discuten precisamente cuando deliberan es sobre la validez o razonabili-
dad de sus preferencias políticas. En otras palabras, como muchos deli-
berativistas han señalado, el participante en una deliberación presenta argu-
mentos en favor de sus preferencias por una determinada propuesta política
que puedan ser aceptados (intersubjetivamente) por los demás participan-
tes 20. El objeto de la deliberación es, en este otro sentido, el conjunto de
preferencias políticas imparciales individuales de sus participantes en rela-
ción con la/s propuesta/s política/s concreta/s sobre la/s que hay que tomar
una decisión.

19
Es importante distinguir entre la razonabilidad de una creencia y su racionalidad. Mien-
tras que la segunda se entiende generalmente como formal, la primera es establecer criterios de
validez sustantivos. Volveré sobre este punto en el apartado 3.2 de este capítulo.
20
Véanse COHEN, 1989a, 1996 y 1998: 194; BOHMAN, 1996: 5, y 1998: 402; GAUS, 1996:
121; y COHEN y SABEL, 1997: 329.
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LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 85

2.2. Restricciones sustantivas a la deliberación

Una pregunta distinta de la anterior es la de si existen materias vedadas


a la deliberación democrática o si por el contrario es legítimo deliberar acer-
ca de cualquier tema, y el modelo no ofrece una respuesta clara y unívoca.
Mientras algunos autores se muestran partidarios de sustraer efectivamente
algunos temas al debate democrático deliberativo, por las razones que
expondré a continuación 21, otros muchos sostienen, basándose en el carác-
ter abierto y recursivo de la deliberación, que su objeto no está limitado en
ningún caso 22. Antes de analizar esta discrepancia interna, conviene no obs-
tante aclarar que unos y otros aceptan la existencia de restricciones deriva-
das de razones puramente conceptuales. La deliberación implica un inter-
cambio de razones en favor o en contra de una determinada propuesta, de
modo que aquellos temas sobre los que no cabe la posibilidad de análisis o
crítica racional no pueden tampoco, por definición, ser deliberados 23.
Ahora, ¿qué razones normativas, no conceptuales, podrían haber para
restringir sustantivamente la deliberación democrática? Creo que las exclu-
siones pueden ser de tres tipos: a) puede ser que algunos temas queden
excluidos de la deliberación por no ser políticos, b) puede que algunos
temas, aun siendo reconocidos como políticos, deban quedar al margen de
la democracia, y finalmente c) puede que algunos temas sobre los que la
democracia sí puede pronunciarse deban ser sin embargo decididos
mediante algún mecanismo no deliberativo. Cada uno de estos tres tipos
de exclusiones contiene a los anteriores. Así, los temas excluidos del ámbito
general de la política, también lo están, por definición, del ámbito de la
democracia (y de la deliberación democrática).
La principal de las razones para excluir determinadas cuestiones de la
deliberación es que tales cuestiones no sean políticas en sentido estricto,
y pertenezcan por tanto a la esfera privada del individuo en la que el Estado
(y la política) debe abstenerse de intervenir 24. Ahora bien, para trazar una

21
Entre los más importantes, RAWLS, 1993: 227-230; y GUTMANN y THOMPSON, 1996 y 2004.
22
El que más claramente ha establecido este punto es HABERMAS, 1981: 15-96. Véanse tam-
bién BARBER, 1984: 136; COHEN, 1989a: 21-24, y 1989b: 31; ACKERMAN, 1989; BENHABIB, 1990,
1994: 31, y 1996; SUNSTEIN, 1993a: 23; BOHMAN, 1996: 238; MICHELMAN, 1997: 151; y FEARON,
1998: 56-59.
23
A menudo se habla de la función expresiva de la democracia, de la fuerza de comunica-
ción y afirmación que se canaliza a través de una resolución democráticamente aceptada. Una
parte de esta función expresiva concierne típicamente a cuestiones colectivas en las que los gustos
juegan un papel importante. Por ejemplo, la ciudadanía puede querer adoptar una nueva bandera
o un nuevo himno. Estas decisiones resultan, en principio, irrelevantes desde el punto de vista
moral, pero deben tener cabida sin embargo en la democracia, porque asignamos un valor de auto-
afirmación y expresividad a la voluntad popular a la hora de tomar este tipo de decisiones. No
obstante, en este tipo de casos, y por razones conceptuales, no hay espacio para la deliberación.
24
Para una noción liberal de lo político en este sentido, véase RAWLS, 1993: 11-15 y cap. V.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 86

86 JOSÉ LUIS MARTÍ

correcta distinción entre esfera pública y privada necesito presuponer que


existe una forma no política de delimitar el perímetro de la esfera privada,
típicamente un conjunto de derechos morales individuales, objetivos y uni-
versales (unos derechos pre-políticos). Y esto desatiende un hecho impor-
tantísimo: la inevitabilidad de lo político. La única forma de garantizar
que el Estado no intervendrá en la esfera privada del individuo es trazando
jurídicamente una nítida frontera entre lo público y lo privado, o lo que
es lo mismo, elaborando normas claras y precisas de competencia para los
órganos del Estado. Pero dichas normas no pueden ser pre-políticas. Mejor
dicho, tal vez su fundamento sea pre-político, pero para ser operativas
deben vehicularse a través de normas jurídicas como, por ejemplo, de una
constitución. Sin embargo, si los derechos forman parte de la constitución
y si las normas de competencia son jurídicas, realmente no quedan fuera
del alcance del Estado. En primer lugar, dichas normas jurídicas, a dife-
rencia de los derechos morales que las sustentarían, son contingentes y
relativas (contingentes porque han sido creadas por alguien en un momento
determinado y podrían ser de otra manera, y relativas porque sólo alcan-
zan al ámbito de aplicación de la norma en la que se encuentran). En
segundo lugar, puede haber discrepancias a la hora de establecerlas o a la
hora de interpretarlas que obligan a utilizar algún método colectivo de
resolución de conflictos (un método necesariamente político). Y, por último,
como cualquier otra norma jurídica, no importa cuál sea su estatus, ni lo
mucho o poco que se atrinchere, siempre puede ser modificada por el legis-
lador, como veremos en el capítulo VII. En este sentido, todo es político.
Si hay restricciones sustantivas a la deliberación democrática, no será
porque haya temas sustraídos a la política.
Un primer tipo de consideraciones para justificar una exclusión sus-
tantiva de tipo b), sustrayendo temas a la democracia, son las técnicas. En
ocasiones es aconsejable que el poder democrático soberano se inhiba de
tomar determinadas decisiones y ceda parte de su poder a ciertas institu-
ciones independientes, con el objetivo de impedir o frenar la concentra-
ción de poder, construir instituciones públicas menos proclives a la corrup-
ción o a la presión política, mejorar la calidad de las decisiones teniendo
en cuenta la gran complejidad técnica de algunas de las cuestiones sobre
las que se debe decidir, aumentar la estabilidad de las decisiones públicas
situándolas al margen del juego de mayorías democrático, aumentar la efi-
ciencia global buscada por el tipo de decisiones correspondiente, etc. Esto
ocurre paradigmáticamente con el principio de separación de poderes y,
más concretamente, con la creación de un aparato judicial descentralizado
e independiente básicamente encargado de aplicar la legislación a los casos
concretos, una función en la que pueden predominar lo que antes deno-
miné decisiones públicas no políticas o «de aplicación», pero en la que
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LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 87

también tienen lugar, sin duda alguna, decisiones políticas. Ocurre lo mismo
con la creación y el funcionamiento de la Administración Pública o más
directamente con la cesión de competencia a los bancos centrales. Lo más
importante es que en todos estos casos es el poder democrático constitu-
yente el que autorrestringe sus competencias y cabe pensar que puede en
cualquier momento recuperarlas. Algunas materias quedarían entonces
excluidas de la deliberación democrática ordinaria, pero no de la consti-
tucional.
Y esta conclusión nos pone en camino del verdadero punto de con-
troversia interna del modelo que indiqué al inicio de esta sección. Se puede
pensar que las restricciones derivan de que algunos temas deben ser sus-
traídos a la democracia y reservados al ámbito constitucional. Pero para
que esto sea así debemos presuponer que la constitución no puede ser a
su vez democrática. Si decimos, como la mayoría de los defensores del
constitucionalismo, que la constitución para ser legítima debe ser adop-
tada democráticamente, y no aportamos ninguna razón supletoria que jus-
tifique que esta adopción democrática no puede ser deliberada (una exclu-
sión de tipo c), entonces lo único que estamos sosteniendo de nuevo es
que hay determinados temas que deben ser excluidos de la política demo-
crática ordinaria, pero no de la constitucional (y por tanto tampoco de la
democrática). Aunque ésta es precisamente la tesis que separa a los deli-
berativistas, se trata de una cuestión de diseño institucional, que exami-
naré en el capítulo VII, y no de un problema de concepción del modelo
ideal de democracia deliberativa.
Por último quedan las exclusiones de tipo c), que pretenden dejar fuera
de la deliberación determinadas materias que sin embargo son objeto de
decisión democrática. Se trataría de casos en los que la decisión demo-
crática se canaliza a través de un proceso de negociación o de voto, en
lugar de recurrir a una deliberación. Ahora, la única razón que se me ocurre
que un defensor del modelo podría esgrimir para preferir la negociación
o el voto a la deliberación es la del coste, y siempre limitada a unos pocos
casos. Se podría en efecto admitir que en determinadas circunstancias,
teniendo en cuenta que la deliberación democrática suele ser más costosa
en términos de tiempo, esfuerzos requeridos, e incluso en recursos eco-
nómicos necesarios, las decisiones se tomen mediante una negociación o
directamente en una votación 25. Pero estas concesiones a la negociación
y al voto, basadas en criterios de eficiencia, no pueden ser más que parti-
culares y limitadas a circunstancias concretas, porque en caso contrario
estaríamos sacrificando el ideal deliberativo frente a alguna de sus alter-

25
Analizaré la cuestión del coste de la deliberación, y cómo afecta particularmente a la idea
de una república deliberativa, en el apartado 3 del capítulo VI.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 88

88 JOSÉ LUIS MARTÍ

nativas democráticas. Por lo tanto no llegaría a justificarse una exclusión


sustantiva general.
En conclusión, los defensores del modelo de la democracia delibera-
tiva admiten que existen algunas restricciones sustantivas a la deliberación
democrática derivadas de consideraciones conceptuales, así como algunas
otras derivadas de razones de eficiencia. En ninguno de los dos casos se
plantea una exclusión sustantiva por razones normativas. Finalmente, la
cuestión de si es aconsejable atrincherar constitucionalmente determina-
das cuestiones y dejarlas fuera, por tanto, de la deliberación democrática
ordinaria, no concierne a la concepción ideal del modelo sino en todo caso
a su diseño institucional. Cabe suponer entonces que el modelo de la demo-
cracia deliberativa admite, al menos idealmente, la deliberación democrá-
tica sobre cualquier materia que sea susceptible de análisis y crítica racio-
nal, dejando a un lado, como una cuestión distinta, la de si algunas materias
deben ser reservadas a un tipo particular de deliberación democrática (cons-
titucional) o no.

3. ¿CÓMO SE DELIBERA? EL PROCESO DE DELIBERACIÓN


DEMOCRÁTICA

Cuando nos preguntamos acerca de cómo se delibera, siempre según


el modelo ideal de democracia deliberativa, estamos indagando acerca de
cómo funciona el propio proceso deliberativo y en qué consiste la propia
acción de deliberar, es decir, qué es lo que hace la gente cuando delibera,
que a su vez nos permite identificar una situación de diálogo como deli-
berativa. Ya hemos tenido oportunidad de ver algunos rasgos característi-
cos de la deliberación cuando distinguimos, en el capítulo II, entre argu-
mentación, negociación y voto. En este apartado voy a presentar lo que
denominaré principios estructurales que definen el proceso democrático
deliberativo, como algo distinto de las precondiciones de la deliberación,
a las que destino el siguiente apartado. Los principios estructurales son
las propiedades formales que constituyen el propio proceso deliberativo.
Son, por tanto, constitutivos y definitorios del proceso. Las precondicio-
nes de la deliberación, en cambio, son aquellas condiciones que deben
alcanzarse para que la deliberación sea posible, son condiciones de posi-
bilidad o, más precisamente, condiciones necesarias de algún principio
estructural del proceso deliberativo 26. Aunque encontramos muchas refe-
rencias a expresiones genéricas como «precondiciones», «requisitos»,

26
Una distinción parecida, aunque menos desarrollada, es la que hace Robert DAHL entre los
derechos o bienes que forman parte misma del proceso democrático y los derechos o bienes exter-
nos al proceso pero necesarios para éste (DAHL, 1989: 201).
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LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 89

«condiciones», etc., esta distinción no ha sido suficientemente destacada


por la literatura deliberativista, y a menudo se mezclan aspectos relacio-
nados con ambas categorías 27.
Los principios estructurales de un modelo ideal pueden entenderse,
entonces, como reglas constitutivas de dicho modelo ideal 28. Como sucede
con las reglas del ajedrez, por tomar prestado el ejemplo de RAWLS, si uno
no sigue las reglas del ajedrez (estipuladas convencionalmente) no está
jugando al ajedrez. Un PE del ajedrez es, por ejemplo, la regla que define
qué movimientos de una pieza determinada están permitidos. De igual
modo, si no cumplimos con todos los principios del proceso de delibera-
ción, no estamos deliberando. No sucede exactamente lo mismo, en cambio,
con las precondiciones, que he definido como condiciones necesarias de
algún o algunos principios estructurales del mismo. Supongamos que uno
de los PE del ajedrez es que juegan dos, y sólo dos, jugadores 29. Ahora
bien, para que dos jugadores, A y B, puedan jugar al ajedrez, primero
deben darse algunas condiciones necesarias, por ejemplo, que A y B estén
vivos y conscientes. Y ello porque un muerto o alguien que está dormido,
o bajo alguna sustancia que afecte su estado consciente, no puede jugar al
ajedrez. Podemos afirmar entonces que estar vivo y consciente son dos
condiciones necesarias para poder jugar al ajedrez. Pero sería extraño decir
que son principios estructurales del ajedrez, que son reglas constitutivas
del juego. Por supuesto, jugar al ajedrez en algún sentido presupone ambas
precondiciones, por eso son precondiciones, pero conviene no confundir-
las con las propias reglas constitutivas del juego.
Por otra parte, los principios estructurales del proceso deliberativo, por
ser constitutivos del mismo, tienen fuerza práctica en la medida en que
dicho ideal también la tiene. Esto significa que debemos aspirar a cum-
plirlos, aunque dada la naturaleza de ideal regulativo del modelo, dicho
cumplimiento puede ser gradual. Es más, dado que he caracterizado el
modelo como un ideal regulativo inalcanzable, el cumplimiento absoluto
de todos los principios es empíricamente imposible. En consecuencia, nece-

27
Parte de la confusión deriva del hecho de que, si bien la distinción es conceptualmente
clara, no siempre es sencillo determinar en un caso concreto cuándo nos referimos a un principio
estructural o a una precondición. Esto sucede porque en ambos casos, en ausencia de un PE o en
ausencia de una PC, «no hay deliberación». Ahora bien, lo que hace que una situación pueda ser
caracterizada como deliberación es el cumplimiento de los principios estructurales (o como vere-
mos, su cumplimiento en un grado suficiente). La ausencia de una precondición también impide
que se produzca la deliberación, pero únicamente de modo indirecto, porque genera el incumpli-
miento del principio del que ella es condición necesaria.
28
Sobre la noción de reglas constitutivas, véanse RAWLS, 1955; y SEARLE, 1995: 45-47. Refi-
riéndose concretamente a los modelos ideales, véase von WRITGH, 1963: 34.
29
Asumamos, por simplicidad del argumento, que los dos jugadores deben ser seres huma-
nos, excluyendo los casos en los que juega un ser humano contra una máquina o dos máquinas
entre sí.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 90

90 JOSÉ LUIS MARTÍ

sitamos un criterio para determinar cuándo una situación real cumple con
los principios estructurales del proceso deliberativo en un grado suficiente.
En este sentido, la analogía con las reglas constitutivas de los juegos no
es perfecta, puesto que no decimos que jugamos al ajedrez a menos que
hayamos cumplido absolutamente con los principios del juego. Mientras
que no tiene sentido afirmar que hay juegos que son más ajedrez que otros,
sí lo tiene afirmar que hay procesos más deliberativos que otros 30.

3.1. Principios estructurales del proceso democrático deliberativo

A continuación voy a presentar los que a mi juicio conforman los ocho


principios estructurales más importantes del proceso deliberativo, todos
ellos relacionados de algún modo con el primero, el principio de la argu-
mentación:

PE1: Principio de la argumentación


La democracia deliberativa propone instaurar, como algunos han dicho,
un «gobierno por discusión» 31, esto es, un modelo de gobierno en el que
las decisiones políticas son deliberadas previamente a través de un proce-
dimiento argumentativo, de intercambio de argumentos y razones en favor
de una y otra propuesta 32. La deliberación, como nos recuerda MANIN,
«no es sólo un proceso de descubrimiento: las partes no están satisfechas con
presentar diversas tesis en conflicto; sino que cada una trata también de per-
suadir a la otra. Argumentan. La argumentación es una secuencia de propo-
siciones dirigidas a producir o reforzar el acuerdo con el que escucha. En este
sentido, es un proceso discursivo y racional» 33.
Se trata de un proceso discursivo en el que, a diferencia de los mode-
los de simple agregación de preferencias ya dadas, como el voto, existe
comunicación con el objetivo de transformar las preferencias de los demás,
pero a diferencia de otras formas de comunicación, como la negociación
o la persuasión retórica, dicha transformación pretende ser razonada (basada

30
Tendría sentido decir lo mismo respecto al ajedrez en un sentido elíptico. Podría quererse
decir que hay juegos más parecidos al ajedrez que otros, aunque ninguno sea auténtico ajedrez.
Pero nótese que este no es el caso cuando nos referimos a ideales regulativos. No decimos que
hay procesos de toma de decisiones que son más parecidos al ideal regulativo que otro. Lo que
decimos es que hay procesos deliberativos y procesos no deliberativos. Y entre los primeros, hay
algunos que se acercan más al ideal que otros, y están por lo tanto más justificados, pero siguen
siendo todos deliberativos.
31
Véase SUNSTEIN, 1993a: 162.
32
Véanse MANIN, 1987: 352 y 353; COHEN, 1989a: 21; MICHELMAN, 1989: 293; CHRISTIANO,
1996a: 53-55; GUTMANN y THOMPSON, 1996 y 2004; COHEN y SABEL, 1997: 320 y 321; KNIGHT y
JOHNSON, 1997: 285; JOHNSON, 1998: 161; y GOODIN, 2000: 54.
33
MANIN, 1987: 352 y 353.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 91

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 91

en argumentos y razones) 34. No es que los individuos acudan a las deli-


beraciones sin preferencias o intereses previos, pero estas preferencias no
pueden ser completas y definitivas. La deliberación aporta nueva infor-
mación relevante que debe ser tenida en cuenta, y a través de ella el indi-
viduo puede darse cuenta de que la opinión que sostenía previamente no
era más que un prejuicio y decidir cambiarla, y adquiere además nuevas
perspectivas no sólo respecto a posibles soluciones alternativas sino tam-
bién respecto a sus propias preferencias. Por eso se dice que es un pro-
ceso formador de la voluntad 35.
En definitiva, el principio de argumentación presupone comunicación
y posibilidad de (formar y) transformar las preferencias de los partici-
pantes. Cuando un participante en el procedimiento deliberativo formula
un argumento en defensa de una determinada propuesta, quiere convencer
a los demás de la corrección de dicha propuesta a la luz de la fuerza de
los mejores argumentos 36. En esto consiste precisamente la idea de «fil-
tración» o depuración racional de las preferencias que subyace a la propia
noción de reflexión dialógica. Y en relación con ello, el objetivo último
implícito en la idea de intentar transformar las preferencias de los demás
es el de alcanzar, al menos idealmente, un consenso razonado de todos los
participantes 37, sin perjuicio de que los procesos deliberativos reales ter-
minen con una votación, dada la imposibilidad de alcanzar un consenso
razonado sobre la mayoría de los temas de controversia política 38.
Por último, el principio de argumentación, y en especial el requisito
de estar dispuesto a modificar las propias preferencias a la luz de los mejo-
res argumentos, requiere entonces motivaciones imparciales (no egoístas)
por parte de los participantes. En otras palabras, se requiere algún tipo de
compromiso con la noción de bien común o interés público 39. No es nece-

34
Véase el apartado 1.1 del capítulo II.
35
SUNSTEIN, 1986a: 896; y MANIN, 1987: 345, 349 y 350.
36
Véanse HABERMAS, 1981; ELSTER, 1983a: 53-65, 1995, y 1998a; MANSBRIDGE, 1983: 8-10;
MICHELMAN, 1986: 4 y 40; MANIN, 1987: 349 y 350; COHEN, 1989a: 22 y 1989b: 32-34; FRASER,
1992: 128-132; GUTMANN y THOMPSON, 1996 y 2004; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 286-288; GOODIN,
2000: 58; y YOUNG, 2001: 103.
37
Véanse MANSBRIDGE, 1983: 3 y 31-33, y 1992: 36; COHEN, 1989a: 23; SUNSTEIN, 1988:
158-160, y 1993a: 137; GAUS, 1996: 230, y 1997a; ESTLUND, 1997; y BOHMAN, 1998: 400. Véase
el apartado 3 del capítulo I para la discusión interna entre los propios defensores de la democra-
cia deliberativa sobre este punto.
38
Véanse MANIN, 1987: 359; MILLER, 1992: 183; KNIGHT y JOHNSON, 1994: 286 y 287; GUT-
MANN y THOMPSON, 1996: 52-94; BOHMAN, 1998: 413; WALDRON, 1999a: 91-93, y 1999c; GOODIN,
2003: 1; y BESSON, 2003.
39
Véanse PITKIN, 1981: 344; SUNSTEIN, 1988: 150 y 151; COHEN, 1989a: 17, 19, 21 y 22, y
1998: 198-201; MILLER, 1992: 184; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 4, 2000: 161, y 2004; BOHMAN,
1996: 5, y 1998: 402; CHRISTIANO, 1997: 243; y YOUNG, 2001: 103. La demostración empírica de
que la participación misma puede generar este tipo de motivaciones, en FISHKIN, 1991, 1995 y
1999; PETTIT, 2003: 157; y FUNG, 2004.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 92

92 JOSÉ LUIS MARTÍ

sario precisar mucho las nociones de bien común y de interés general,


puesto que el modelo no tiene por qué asumir compromisos innecesarios
en este terreno tan controvertido. Sin embargo, todos los deliberativistas
están de acuerdo en que, para poder argumentar de manera sincera, los
participantes en una deliberación deben creer que existe al menos un cri-
terio de corrección de las decisiones políticas intersubjetivamente válido.
La mayoría de ellos, como yo he hecho aquí, vinculan dicho criterio a la
idea de imparcialidad 40. Y, finalmente, algunos autores han enfatizado tam-
bién como motivación el principio de reciprocidad que debe jugar en el
procedimiento deliberativo entendido como empresa cooperativa 41.
Éstas son, en resumen, las principales implicaciones del principio de
argumentación. Los siguientes principios estructurales están también rela-
cionados de algún modo con dicho principio, pero la vinculación no es
conceptual, o al menos no tan directa. Por ello conviene analizarlos sepa-
radamente.

PE2: Principio de procedimiento colectivo


El proceso deliberativo es eminentemente colectivo 42, puesto que se
trata de un proceso de reflexión dialógica en que las diversas propuestas,
los diversos argumentos, y las diversas evaluaciones de cada argumento
se cruzan intersubjetivamente 43. Debe contar, por lo tanto, con un mínimo
de dos participantes. Es cierto que también son relevantes los procesos
argumentativos que se desarrollan a nivel individual, es decir, la reflexión
monológica, mediante la que cada participante examina y re-examina sus
propios argumentos a la luz de la nueva información y/o nuevos argu-
mentos ofrecidos por los demás 44. Pero el proceso de deliberación, en tanto
que acción de comunicación, debe ser primordialmente colectivo.

PE3: Principio de inclusión


El principio de inclusión, igual que el de publicidad que veremos a
continuación, está vinculado a la dimensión democrática del modelo. Según

40
Véanse MANIN, 1987: 358 y 359; SUNSTEIN, 1988: 151, y 1993a: 24 y 25; COHEN, 1989a:
17, 21 y 22; ESTLUND, 1993a: 1437; GARGARELLA, 1995: 139 y siguientes, y 1998a; BOHMAN,
1996: 37-47; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 4, y 2004; NINO, 1996: 160-170 y 178-180; JOHNSON,
1998: 174; YOUNG, 2001: 103; y PETTIT, 2003: 157.
41
Véanse BOHMAN, 1996: 27, 1997a y 1998: 402; y GUTMANN y THOMPSON, 1996: cap. 2,
2003: 31, y 2004: cap. 3. La reciprocidad se basa en la premisa de que los ciudadanos se deben,
los unos a los otros, justificaciones por las instituciones, leyes y políticas públicas que les vincu-
lan colectivamente. Y entraña el objetivo de buscar un acuerdo basado en principios que puedan
ser justificados ante quienes comparten el mismo objetivo de alcanzar un acuerdo razonable.
42
Véanse MANIN, 1987: 353; BENHABIB, 1994: 31; COHEN, 1998: 186; y GOODIN, 2000: 54.
43
Véanse HABERMAS, 1981; MANIN, 1987: 353; NINO, 1996: 142 y 143 y 154-166.
44
Véanse MANIN, 1987: 352; y especialmente GOODIN, 2000 y 2003.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 93

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 93

dicho principio, todos los potencialmente afectados por una decisión deben
tener la capacidad de participar en el proceso deliberativo que se enca-
mina a tomar dicha decisión. Ya me he referido al carácter fuertemente
inclusivo de la democracia deliberativa en el primer apartado de este capí-
tulo, de modo que remito a lo que allí he explicado.

PE4: Principio de publicidad


El proceso deliberativo debe ser público en un doble sentido: el propio
procedimiento comunicativo se basa en la sinceridad y transparencia de
razones y opiniones 45, y por otra parte cuando la deliberación se produce
entre representantes políticos, la publicidad de las deliberaciones funciona
como una de las garantías democráticas vinculadas al ejercicio de una
correcta representación 46. Como señalan GUTMANN y THOMPSON, el prin-
cipio de publicidad es un principio estructural de la democracia delibera-
tiva porque: a) «sólo las justificaciones públicas pueden conseguir el con-
sentimiento de los ciudadanos, sea tácito o explícito»; b) «hacer públicas
las razones contribuye a ampliar las perspectivas morales y políticas que
se supone que la deliberación debe promover»; c) «las razones deben ser
públicas para perfeccionar el potencial de respeto mutuo que la delibera-
ción persigue mediante la clarificación de la naturaleza del desacuerdo
moral»; y d) «el carácter auto-correctivo de la deliberación se debilitaría
si las razones para las políticas propuestas no pudieran ser abiertamente
discutidas» 47. A su vez, el principio de publicidad se asocia a la posibili-
dad de garantizar la responsabilidad (responsiveness) y rendición de cuen-
tas (accountability) de los representantes políticos 48.

PE5: Principio de procedimiento abierto (openness)


Que el procedimiento deba ser abierto se entiende en dos sentidos estre-
chamente relacionados 49. Por una parte el procedimiento debe ser flexi-
ble, tanto en su forma como en el contenido de las decisiones adoptadas.
La forma concreta en la que se desarrolla el proceso (por ejemplo, los
turnos de palabras, la posibilidad de réplica, la presencia o no de mode-
rador, etc.) se adapta a las circunstancias concretas de cada caso. No hay

45
Recordemos que, por ejemplo, la fuerza civilizadora de la hipocresía que nos servía para
mitigar el abuso estratégico de la argumentación es un efecto de la publicidad como principio del
proceso deliberativo. Véase ELSTER, 1998b: 111. Véase el apartado 1.2 del capítulo II.
46
Véanse GUTMANN y THOMPSON, 1996: 95, y 2004; y ELSTER, 1998b: 107-116.
47
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 100 y 101.
48
Véanse GUTMANN y THOMPSON, 1996: cap. 4; BOHMAN, 1996: 55; y OVEJERO, 2002:
178-191.
49
Véanse HABERMAS, 1981; COHEN, 1989a: 21-24; BENHABIB, 1994: 31, y 1996; SUNSTEIN,
1993a: 23; BOHMAN, 1996: 238; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1, 26 y 52-94, y 2004: cap. 3;
MICHELMAN, 1997: 151; FEARON, 1998: 56-59; y PETTIT, 2003: 139 y 140.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 94

94 JOSÉ LUIS MARTÍ

nada en el modelo ideal que obligue a preferir de manera general una forma
concreta frente a las demás. El segundo sentido, más profundo, en el que
el procedimiento debe ser abierto tiene que ver con su naturaleza auto-
referente, es decir que el procedimiento sirve también para reflexionar
sobre la adecuación y los límites del propio proceso, para cuestionar la
legitimidad que pretende, para impugnar alguno de los principios estruc-
turales, etc. 50.

PE6: Principio de procedimiento continuo (ongoing)


Según este principio, el proceso nunca se detiene, nunca se dejan de
examinar nuevas razones en favor o en contra de las alternativas de deci-
sión, o al menos nunca se cierra la puerta a esa posibilidad. Y eso signi-
fica que los resultados del proceso son siempre provisionales 51. Incluso
en condiciones ideales debemos estar preparados para examinar argu-
mentos distintos, ya que la entrada de nuevos participantes puede oca-
sionar la introducción de otros intereses relevantes que deben ser consi-
derados y que hacen que, lo que podía ser considerado correcto en un
caso concreto, en el pasado puede dejar de serlo 52. Y en condiciones
reales, por supuesto, este principio estructural adquiere una mayor rele-
vancia. Los participantes de una deliberación real no pueden estar segu-
ros en ningún caso de haber alcanzado un genuino consenso razonado o
de haber tomado la decisión correcta (si se ha tomado simplemente
mediante la regla de la mayoría). Por esta razón, cualquier participante
puede retomar la cuestión y aducir nuevos argumentos cuando lo consi-
dere oportuno.

PE7: Principio de libertad de los participantes


El modelo ideal de la democracia deliberativa otorga un gran valor a
la idea de autonomía (tanto pública como privada) en la que se fundamenta
el propio modelo. Dicha autonomía se traslada al procedimiento en forma
de ciertas libertades formales. Los participantes deben ser libres en tres
sentidos: debe ser libre el acceso (la participación debe ser voluntaria),

50
En especial, HABERMAS, 1981: 15-96. Igual que sucede con la noción más general de razón
en filosofía, la única forma de resolver una controversia acerca de cualquiera de estos puntos es
recurriendo a algún tipo de procedimiento deliberativo. Volveré sobre el análisis de este principio
en el tercer apartado del capítulo IV.
51
Véanse COHEN, 1989a: 21, y 1989b: 31; BENHABIB, 1994: 31; GUTMANN y THOMPSON, 1996:
1, 26 y 51-94, y 2004: cap. 3; BOHMAN, 1996: 47-66, y 1998: 407; MICHELMAN, 1997: 151; y
FEARON, 1998: 56-59. También volveré sobre este principio en el apartado 3 del capítulo IV.
52
Esto no implica, como puede parecer, una concesión al particularismo. Una decisión puede
dejar de ser correcta cuando entran nuevos intereses relevantes, sin que por ello se modifiquen los
principios normativos más generales y universales en los que se subsume el juicio de corrección
de dicha decisión.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 95

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 95

debe ser libre la propia participación (los ciudadanos deben tener la liber-
tad de proponer los argumentos que quieran y de aceptar libremente los
argumentos ofrecidos por los otros), y debe ser libre su participación en
la decisión (debe ser libre su voto) 53. La transformación de preferencias
sólo puede producirse de forma razonada, y por lo tanto libre, excluyén-
dose las coacciones, amenazas y otro tipo de limitaciones de la libertad,
si bien los participantes se comprometen a aceptar la legitimidad de los
resultados del procedimiento 54.

PE8: Principio de igualdad formal de los participantes


Por último, los participantes en un procedimiento deliberativo deben
ser formalmente iguales 55. Este principio estructural hace referencia a la
igualdad formal o procedimental, mientras que las consideraciones de
igualdad sustantiva pertenecen al ámbito de las precondiciones. En primer
lugar, todos deben tener una igual capacidad de influencia política, esto
es, la misma capacidad de determinar la decisión final 56. De este princi-
pio más general se derivan algunos requisitos formales concretos. Por ejem-
plo, las reglas de funcionamiento del procedimiento deben ser siempre
neutrales, sin poder discriminar a ningún participante ni otorgar privile-
gios de forma arbitraria, cada participante debe tener las mismas oportu-
nidades para presentar sus propuestas, sus argumentos, o sus críticas y
valoraciones de los argumentos de los demás, o para determinar la agenda
política, etc. 57.
Por otra parte, el principio de igualdad también incluye que «los miem-
bros se reconocen mutuamente capacidades deliberativas (i.e., las capaci-
dades necesarias para participar en un intercambio público de razones y
para actuar conforme al resultado de ese razonamiento público)» 58. Ide-
almente todos los participantes deberían tener las mismas capacidades deli-
berativas. En la práctica, como eso no es posible, el diseño institucional

53
Véanse MANIN, 1987: 352; COHEN, 1989a: 22, 1989b: 32 y 1998: 192-233; BENHABIB,
1994: 26; FLEMING, 1995; BOHMAN, 1996: 238, y 2004; NINO, 1996: 180; KNIGHT y JOHNSON,
1997: 285 y 286; ELSTER, 1998a: 1; y YOUNG, 2001: 104. Por otra parte, no puede haber libertad
en la decisión si no existen diversas alternativas plausibles (MANIN, 1987: 357).
54
COHEN, 1989a: 21.
55
Existe ya una considerable literatura sobre la igualdad (no sólo formal sino también sus-
tantiva) en la democracia deliberativa. Véanse principalmente COHEN, 1989a: 18, 22 y 23, y 1989b;
BOHMAN, 1996: cap. 3, y 1997a; CHRISTIANO, 1996b; BRIGHOUSE, 1996; GUTMANN y THOMPSON,
1996, cap. 9, y 2004, 102-110; KNIGHT y JOHNSON, 1997; y RICHARDSON, 2002: cap. 6.
56
Véase KNIGHT y JOHNSON, 1997. En el mismo sentido, COHEN y ROGERS, 1983: cap. 3 y
1992: 42 y siguientes; COHEN, 1989a: 18, 22 y 23, y 1989b; BEITZ, 1989; FISHKIN, 191: 56-63;
SUNSTEIN, 1994; BOHMAN, 1996: cap. 3 y 1997a; CHRISTIANO, 1996a: 47-104 y 265-298; GAUS,
1996: 246-257; SAWARD, 1998: 21-46; y WARREN, 2002: 693-698.
57
Véanse COHEN, 1989a: 18, 22 y 23; y KNIGHT y JOHNSON, 1997: 282-292;
58
Véanse COHEN, 1989a: 21 y 1989b; BENHABIB, 1994: 31; KNIGHT y JOHNSON, 1997; y
RICHARDSON, 2002: cap. 6.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 96

96 JOSÉ LUIS MARTÍ

deberá encargarse de neutralizar en la medida de lo posible las distorsio-


nes introducidas por una desigualdad en las capacidades.
Y, finalmente, rige el principio de igual consideración y respeto por
los argumentos de cada participante 59. El proceso de «filtro y transfor-
mación» de las preferencias tiene lugar internamente en el procedimiento
deliberativo, y no se trata, como algunos han planteado, de una cuestión
de exclusión de «entrada a la arena deliberativa» 60. Todos los argumentos
pueden ser presentados y sometidos a deliberación. Es el propio proceso
de reflexión dialógica el que se encarga de seleccionar los «buenos argu-
mentos» y excluir los «malos», lo cual no implica una desigualdad de trato
respecto a tales argumentos. La exclusión de algunos de ellos deriva pre-
cisamente de una igual consideración inicial tras la cual se ha concluido
que dichos argumentos excluidos no merecen ser tenidos en cuenta.
Hasta aquí los ocho principios estructurales básicos del proceso demo-
crático deliberativo ideal. El diseño institucional de la democracia deli-
berativa debería tener por objetivo la garantía de cada uno de ellos en la
medida de lo posible. Por supuesto que todos ellos merecerían una aten-
ción mucho mayor que la que he podido dedicarles aquí. Algunas de sus
implicaciones serán analizadas en capítulos posteriores. Por el momento
es suficiente con esta reconstrucción sintética de las principales propie-
dades estructurales de la deliberación democrática, que nos permitirán
tener una visión global del modelo, necesaria para afrontar las subsiguientes
discusiones.
Por último, ya advertí que las precondiciones de la deliberación fun-
cionan como condiciones necesarias de principios estructurales. Por lo
tanto, para comprender de manera completa algunos de los principios
estructurales mencionados, debemos ponerlos en relación con sus propias
precondiciones. Esto sucede paradigmáticamente en el caso de los princi-
pios de libertad e igualdad de los participantes (PE7 y PE8, respectiva-
mente). Tanto de uno como de otro se derivan importantes y exigentes pre-
condiciones, sin las cuales las versiones formales que conforman ambos
principios carecerían de valor 61. En consecuencia, volveremos sobre este

59
Véanse MANIN, 1987: 360; COHEN, 1989a: 22; ELSTER, 1995 y 1998a; BOHMAN, 1996: 27;
GUTMANN y THOMPSON, 2000: 161; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 288; GOODIN, 2003: 194-225; YOUNG,
2001: 103; y FISHKIN y LASLETT, 2003: 2.
60
Esta confusión lleva a KNIGHT y JOHNSON a analizar, y criticar, cualquier concepción que,
como la de RAWLS, pretenda imponer barreras de entrada a algunos argumentos sometiendo a con-
sideración sólo aquellos que demuestran ser «razonables». Véase KNIGHT y JOHNSON, 1997: 284-
287. El criterio de admisibilidad o razonabilidad de un argumento, en el caso de la democracia
deliberativa y a diferencia de teorías más sustantivistas como la del propio RAWLS, es interno al
procedimiento. Volveré sobre este punto en el apartado 3.2.
61
Es más, en este caso particular algunas de las precondiciones mantienen relaciones cru-
zadas con los dos principios estructurales. Es decir, algunas precondiciones de la igualdad son
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 97

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 97

punto en el apartado 4. Antes es necesario detenernos un instante para dar


cuenta del problema prioritario que afecta a la noción de argumento, que
afecta por tanto al primero de los principios estructurales aquí señalados.

3.2. El problema de la argumentación

Uno de los problemas que he eludido hasta el momento es el del sig-


nificado concreto de los términos «argumentar» y «dar razones» en el con-
texto de un proceso deliberativo, y que voy a denominar el problema de
la argumentación. Su significado es, como digo, problemático porque care-
cemos de una noción clara y ampliamente aceptada del mismo. Muchos
de los intentos teóricos de clarificar conceptualmente este punto muestran
la enorme complejidad de las cuestiones involucradas: desde el espacio
que puede y debe ocupar la racionalidad en el razonamiento práctico, hasta
los criterios de razonabilidad de los argumentos, pasando por enrevesadas
cuestiones de epistemología y psicología. Y todo ello se encuentra además
en la base de la distinción conceptual entre deliberación y negociación,
así como de la posibilidad que exista racionalidad en la elección de fines
y, de forma más general aún, en la posibilidad de distinguir entre intere-
ses puramente subjetivos, intereses objetivos e intereses intersubjetivos.
A pesar de la relevancia crucial para la comprensión del modelo deli-
berativo de estos conceptos, la literatura de la democracia deliberativa en
general, con algunas excepciones, los ha descuidado por completo. De
todos modos, se trata de un problema que abarca no sólo a este específico
modelo democrático, sino a todas aquellas concepciones políticas y mora-
les que sostengan que existe posibilidad de discutir racionalmente sobre
aspectos sustantivos en el ámbito práctico. El problema tiene un plantea-
miento sencillo, pero es ciertamente difícil de resolver. Y las principales
estrategias de solución que se han seguido tanto en la filosofía política
como en la filosofía moral son desde mi punto de vista insatisfactorias.
Por todo ello, me limitaré en este apartado a presentar el problema de la
manera más sintética posible, a revisar algunas de las principales estrate-
gias que se han presentado, y a identificar la vía que, a pesar de sus múl-
tiples problemas, proporciona una mejor respuesta.
Hemos visto, en los capítulos I y II, que el modelo de toma de deci-
siones defendido por la democracia deliberativa se contrapone a los mode-

también precondiciones, en otro sentido, de la libertad, y a la inversa. Por ejemplo, la igualdad


que requiere la democracia deliberativa es una igualdad compleja formada tanto por aspectos for-
males (referidos al principios estructurales) como por aspectos sustantivos (referidos a las pre-
condiciones). Véanse, por ejemplo, COHEN, 1989a; BRIGHOUSE, 1996; CHRISTIANO, 1996b; y KNIGHT
y JOHNSON, 1997.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 98

98 JOSÉ LUIS MARTÍ

los alternativos del voto y la negociación, y el rasgo particular que lo define


como un modelo distinto es la apelación a la noción de argumentación, es
decir, al intercambio de argumentos y razones en favor de una u otra alter-
nativa de decisión. Así, a diferencia de la negociación, que también prevé
la posibilidad de discusión previa a la decisión, participar en una delibe-
ración implica un compromiso con la imparcialidad, y por lo tanto el aban-
dono de estrategias egoístas, que se canaliza a través de la estructura dia-
lógica del intercambio de razones. Si partimos de la idea de intereses
políticos, como yo he hecho en este trabajo, dar razones significa apelar
a la existencia de un interés intersubjetivo con la intención de convencer
(racionalmente) al otro de la necesidad de adoptar una determinada deci-
sión. En cambio, cuando negociamos intentamos satisfacer nuestros inte-
reses subjetivos (sin más calificación) convenciendo al otro (persuasiva-
mente) u obligándole a aceptar nuestra decisión, mediante alguna estrategia
negocial como la amenaza o la promesa. En este segundo caso, aunque el
otro aceptara tal decisión, no se produciría convencimiento alguno, así que
la aceptación, si es racional se basa, en última instancia, en alguna consi-
deración de conveniencia relativa a sus propios intereses subjetivos (sin
más calificación), dada la estructura de interdependencia negocial a la que
lo hemos sometido. Pero ¿qué es lo que distingue el primer caso, el caso
del convencimiento persuasivo, de un caso de intercambio de razones deli-
berativo? Como he dicho, en uno se parte de intereses meramente subje-
tivos mientras que en el otro se apela a intereses intersubjetivos. Pero
¿cómo distinguimos unos de otros? En definitiva, ¿qué significa apelar a
un interés intersubjetivo? O, de forma más general aún, ¿qué significa «dar
razones sustantivas en favor de una propuesta»?
He definido interés intersubjetivo como aquél que inspira preferencias
imparciales, que son las que derivan de motivaciones imparciales. Y
entiendo por éstas las que se originan en una creencia acerca de la justi-
cia o de la maximización del bien común o el interés general 62. Ahora
bien, también he definido «interés general» o «bien común» como el con-
junto de intereses intersubjetivos de los miembros de una comunidad. Y
también dije que las preferencias imparciales que se inspiran en intereses
intersubjetivos son aquellas que pueden ser defendidas mediante razones
aceptadas por los demás. La suma de estas definiciones nos conduce enton-
ces a los dos grandes peligros que conforman el problema de la argu-
mentación y que acechan a las estrategias de solución del mismo: la ten-
dencia a la circularidad y la tendencia al relativismo. La circularidad es
evidente. Si dar razones significa apelar a intereses intersubjetivos, y si

62
Los intereses egoístas, en cambio, derivan de preferencias autointeresadas, y éstas de moti-
vaciones meramente autointeresadas, las que sólo tienen en cuenta consideraciones de conveniencia
individual.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 99

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 99

éstos sólo pueden ser definidos a partir de la noción de preferencias impar-


ciales que remite a la de interés general que, a su vez, se compone de in-
tereses intersubjetivos, entonces caemos en un círculo vicioso. Aunque
agreguemos que las preferencias imparciales son aquellas que pueden ser
defendidas mediante razones que puedan ser aceptadas por los demás, no
conseguimos salir del círculo puesto que la definición que estamos bus-
cando es precisamente la de «dar razones». Veremos que este problema se
repite en las principales estrategias que se han presentado para responder
a esta pregunta y que nos llevan a uno de estos tres resultados: o bien per-
sisten en la circularidad, o bien nos acercan al peligro del relativismo, o
bien renuncian a responder a esta pregunta.
Pero volvamos al punto de partida. Lo que nos interesa definir es la
noción de «dar razones (sustantivas) en favor de una propuesta política
determinada». Como resulta evidente, esta noción está comprometida con
alguna concepción de la racionalidad. «Dar razones» no es más que «razo-
nar», y esto puede considerarse un sinónimo de «justificar», al menos en
alguno de los sentidos habituales de justificar. Así, «dar razones (sustan-
tivas) en favor de una propuesta política determinada» sería sinónimo de
«justificar (sustantivamente) una política determinada». O, lo que es lo
mismo, una propuesta política determinada está justificada (sustantiva-
mente), en algún sentido habitual de «justificada», si es racional, bajo
alguna concepción sustantiva de la racionalidad 63, que proporcione crite-
rios de corrección o de justificación de los propios fines. Para evitar con-
fusiones, denominaré razonabilidad a dicha racionalidad sustantiva. Pero,
una vez más, ¿qué significa dar razones en favor de la corrección de un
fin? ¿Qué tipos de argumentos podemos presentar en esta situación? 64. En
lo que sigue presentaré tres estrategias de respuesta muy distintas.
La primera de estas estrategias es la que sigue John RAWLS en Politi-
cal Liberalism al introducir el criterio de lo razonable y la idea de razón
pública, ambos vinculados con el «hecho del pluralismo» que motiva buena

63
El concepto de racionalidad es extremadamente complejo, y no voy a analizarlo aquí como
se merece. Pero es importante advertir que la racionalidad que en este contexto es relevante no es
la mera racionalidad instrumental o técnica, esto es, la que proporciona criterios de adecuación
de medios a fines, aunque ésta ocupe un lugar importantísimo también en la toma de decisiones
políticas y en la justificación de propuestas políticas concretas. Sobre la racionalidad en general,
con una perspectiva adecuada a mis intereses en este punto, véanse TOULMIN, 1958, 1986 y 2003;
NOZICK, 1993; y RESCHER, 1997. Para análisis más cercanos a la democracia deliberativa, véanse
RICHARDSON, 1994; GAUS, 1996; y D’AGOSTINO, 1997.
64
Una respuesta posible sería decir que se trata de variantes de argumentos nomológico-
deductivos. Argumentos del tipo: «el fin x es correcto o está justificado, se deriva de un fin supe-
rior», como variante de «debemos (o podemos) adoptar el fin x, porque hay una norma superior
N que nos obliga a (o permite) adoptarlo». Y no hay duda de que parte de la deliberación acerca
de los fines utiliza este tipo de argumentos. Pero no pueden ser los únicos que utilicemos porque,
de ser así, el razonamiento acerca de los fines nos llevaría o bien a un regreso al infinito o bien a
la identificación de fines últimos no justificables.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 100

100 JOSÉ LUIS MARTÍ

parte de esta obra. Si en el ámbito teórico el criterio normativo de correc-


ción es el de verdad, en el ámbito práctico será el de razonable, como algo
distinto a lo racional 65, el que nos permita seleccionar unas propuestas y
no otras. La idea de razón pública es la que acerca a RAWLS a la democra-
cia deliberativa 66. Una razón es pública si se refiere a una cuestión vincu-
lada con el bien común o la justicia, si se presenta de forma independiente
de cualquier doctrina religiosa o filosófica comprensiva, y si puede ser acep-
tada razonablemente por un individuo racional y razonable 67. Como puede
verse, razón pública y razonabilidad están estrechamente vinculadas.
Ahora, el adjetivo «razonable» se aplica en la teoría de RAWLS a diver-
sos objetos 68. Según RAWLS, las personas son razonables en al menos dos
sentidos: a) si, en un esquema de igualdad, están dispuestos a proponer
principios en términos equitativos de cooperación y a guiarse por ellos en
su comportamiento siempre que los demás hagan lo mismo, y conside-
rando que sería razonable que todos aceptaran estos principios o normas 69;
y b) si están dispuestos a reconocer las cargas del juicio (burdens of jud-
gement) y a aceptar sus consecuencias para el uso público de la razón
cuando éste gobierna el ejercicio legítimo del poder político en un régi-
men constitucional. Reconocer las cargas del juicio significa ser cons-
65
La palabra «racionalidad» queda reservada para la concepción instrumental o técnica de
la misma. Véase RAWLS, 1993: 48-54 y 212 y 213. RAWLS advierte explícitamente que «lo racio-
nal y lo razonable son dos ideas básicas diferentes e independientes». Esto es, ninguna puede ser
derivada de la otra. Pero, a su vez, son ideas complementarias para determinar la noción de la coo-
peración equitativa o imparcial (fair cooperation). Véase RAWLS, 1993: 51-53. Aunque la racio-
nalidad, según él, no consiste únicamente en la capacidad de seleccionar los medios adecuados
para unos fines predeterminados, sino también en la capacidad de seleccionar dichos fines y jerar-
quizarlos (RAWLS, 1993: 50 y 51), esta selección y jerarquía depende de la adecuación con los
planes de vida respectivos, que serían los que conformarían los fines verdaderamente últimos. La
misma idea ya está en RAWLS, 1971: 123 y 124.
66
Véase RAWLS, 1993: cap. VI, y 1997. Las razones, según éste, pueden ser públicas «de tres
modos diferentes: a) son las razones de los ciudadanos como tales, y en consecuencia del “público”;
b) su objeto es el bien común y las cuestiones fundamentales de la justicia; y c) tanto su natura-
leza como su contenido son públicos, generados por los ideales y principios expresados por la
concepción de la justicia política de la sociedad» (RAWLS, 1993: 213).
67
El uso del condicional es importante porque la determinación del contenido de las razo-
nes públicas dependerá entonces de consideraciones contrafácticas. Véase RAWLS, 1993: 223.
Aunque se refiera a una concepción sustantiva, esto no implica que el contenido de las razones
públicas deba ser el mismo para todos. RAWLS enfatiza la idea, conectada con el hecho del plura-
lismo razonable que veremos a continuación, de que no hay sólo una concepción liberal de la jus-
ticia razonable. Véase, por ejemplo, RAWLS, 1993: 226.
68
Roberto GARGARELLA, por ejemplo, citando a Leif WENAR, afirma que «RAWLS hace refe-
rencia a principios de justicia razonables, juicios razonables, decisiones razonables, una concep-
ción de justicia razonable, expectativas razonables, una sociedad razonable, desacuerdos razona-
bles, fe razonable, medidas razonables, dudas razonables, una creencia razonable, respuestas
razonables, una psicología moral razonable, y un largo etcétera». Véase GARGARELLA, 1999a: 203
y 204. Sobre la idea de «razonable» en RAWLS, véase ESTLUND, 1998.
69
RAWLS, 1993: 49 y 50. Es decir, RAWLS parte del presupuesto de que es razonable acep-
tar principios políticos equitativos o imparciales como guía de una conducta social cooperativa, y
la persona que lo acepta es, en este sentido, razonable. Pero también deben ser razonables los prin-
cipios que se proponen, lo cual nos remite a otro de los sentidos que examinaré.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 101

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 101

cientes de que «entre personas razonables existen muchos peligros invo-


lucrados en el ejercicio correcto (y concienzudo) de nuestras capacidades
de razonamiento y juicio en el curso normal de la vida política», peligros
que están en el origen del «desacuerdo razonable» 70. En definitiva, «las
personas razonables defienden únicamente doctrinas comprensivas razo-
nables» 71, a causa de las cargas del juicio son muchas las doctrinas com-
prensivas que pueden ser calificadas de razonables. De este modo surge
el «hecho del pluralismo razonable».
Pero como ya hemos visto, una persona razonable es aquella que acepta
las consecuencias de dichas cargas del juicio y del desacuerdo razonable
en el uso público de la razón 72. Lo razonable, a diferencia de lo racional,
se refiere y se define a partir de la esfera pública de todos los ciudadanos,
y no a partir de la afirmación de las propias doctrinas. En ese sentido, la
posición original, en tanto que mecanismo heurístico que permite la abs-
tracción de las propias características y creencias personales, nos permite
mostrar cómo una doctrina puede convertirse en razonable. La tesis de
RAWLS es que toda doctrina comprensiva razonable acepta los principios
de la justicia que derivarían de una elección de individuos libres e igua-
les situados en dicha posición original 73, produciéndose así una especie
de consenso por superposición (overlapping consensus) entre las diversas
doctrinas razonables existentes, un consenso que no se produce por una
mera cuestión de modus vivendi, sino por un acuerdo genuino en los prin-
cipios que la sociedad debe preservar por encima de todo 74. Dicho en otras
palabras, el contenido de este consenso por superposición, más o menos
coincidente con el de los principios de la justicia, debería ser aceptado por
cualquier persona razonable.
Pero volvamos a nuestro punto de partida. En la teoría de RAWLS no
todos los argumentos lógicamente válidos son admisibles políticamente.

70
Así, RAWLS menciona la complejidad y conflictividad de las pruebas científicas relevan-
tes para el caso, la indeterminación de nuestros conceptos, la forma en que influyen nuestras expe-
riencias en la forma en que valoramos las pruebas y los valores morales y políticos, etc. (RAWLS,
1993: 55 y 56).
71
RAWLS, 1993: 59. Según RAWLS una doctrina comprensiva ofrece una concepción com-
pleta de las guías de la conducta humana individual y de las relaciones interpersonales, de la orga-
nización de la sociedad y del derecho internacional, como es el caso del utilitarismo (RAWLS, 1993:
13). Así, RAWLS distingue las doctrinas comprensivas de las concepciones políticas, que «inten-
tan elaborar una concepción razonable únicamente de la estructura básica y no implican, en la
medida de lo posible, otros compromisos más amplios con ninguna otra doctrina». Las doctrinas
comprensivas razonables son las que pueden ser defendidas por personas razonables.
72
Consecuencias como la del deber de respetar a las demás personas razonables que defien-
den otras doctrinas comprensivas razonables, del que se deriva, a su vez, aceptar alguna forma de
libertad de conciencia y libertad de pensamiento.
73
RAWLS, 1993: 62. Sobre la noción de posición original, véase RAWLS, 1971: 15-19 y
47-168.
74
RAWLS, 1993: 65 y 66, y 133-172.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 102

102 JOSÉ LUIS MARTÍ

Sólo lo son aquellos que se fundamentan en razones públicas. Las razo-


nes públicas son aquellas que apelan a la noción de bien común o de jus-
ticia básica, y lo hacen a la luz de principios generales que puedan ser
aceptados razonablemente por individuos racionales y razonables. Los indi-
viduos razonables defienden doctrinas comprensivas razonables. Pero
cuando argumentan políticamente no lo hacen desde dichas doctrinas, sino
apelando únicamente a aquello que todo individuo razonable, aun aquél
que se adhiere a otra doctrina comprensiva, puede aceptar: el contenido
del consenso por superposición (overlapping consensus). En definitiva, la
exclusión de determinados tipos de razonamiento (por irrazonables) no se
produce internamente en el seno de cada comunidad política, no son los
propios ciudadanos los que la determinan, sino que viene impuesta por
una concepción sustantiva previa de lo razonable, una concepción que
remite en última instancia a la concepción de la justicia que el propio
RAWLS ya había desarrollado previamente (o, a lo sumo, a una concepción
muy próxima a ésta).
La estrategia de RAWLS evita los peligros del relativismo, pero pagando
un doble precio que me parece excesivo. En primer lugar, produce una
exclusión sustantiva que es morosa de una concepción particular de la jus-
ticia. Esto es, todo aquél que no acepte los principios de la justicia iden-
tificados por RAWLS pasa a ser considerado irrazonable y, en consecuen-
cia, a ser excluido del debate político, perdiendo la oportunidad de defender
sus creencias, al menos políticamente 75. Y este parece un precio excesivo
para la democracia deliberativa. En segundo lugar, esta estrategia es peli-
grosamente circular. La razón por la que se excluyen algunas opiniones
del debate político es que no aceptan el contenido de lo correcto dibujado
por el consenso por superposición, es decir, porque no aceptan aquello que
una persona razonable aceptaría. Pero a su vez, según la definición de
RAWLS, una persona sólo es razonable si está dispuesta a reconocer las
cargas del juicio y las consecuencias de éstas sobre el uso público de la
razón, entre las que se encuentra la necesidad de aceptar principios gene-
rales de cooperación social equitativa que una persona razonable acepta-
ría razonablemente.
La segunda estrategia que quiero analizar aquí es muy cercana a la de
RAWLS, aunque incorpora un intento de solución, insatisfactorio desde mi
punto de vista, del problema de la circularidad: se trata de la estrategia de

75
Basta con pensar el siguiente caso. Una teoría rival de la justicia como la de Robert NOZICK,
a pesar de ser poderosa argumentativamente, no podría ser parte de una doctrina comprensiva razo-
nable al no aceptar la misma interpretación del primer principio de la justicia de RAWLS, ni nin-
guna de las formulaciones admisibles del segundo. Esto es, si NOZICK tratara de argumentar en
favor de una determinada propuesta política a partir de su propia teoría, según RAWLS no estaría
basándose en razones públicas y debería quedar excluido.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 103

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 103

Thomas SCANLON. En su reciente libro What We Owe to Each Other 76,


SCANLON impugna la distinción entre racionalidad instrumental y racio-
nalidad sustantiva (o razonabilidad) por razones que no voy a considerar
ahora. En su opinión, y a diferencia de RAWLS, no podemos comprender
estas dos ideas sino integradas bajo un mismo concepto global de racio-
nalidad 77. En cualquier caso, los juicios normativos sustantivos son
«juicios acerca de lo que estaría permitido por unos principios que no podrían
ser rechazados razonablemente por personas a quienes moviese el objetivo de
encontrar unos principios de regulación general de la conducta; principios
que otros, igualmente motivados, no podrían rechazar razonablemente» 78.

Se trata, pues, del mismo recurso hipotético de RAWLS, pero en una


versión negativa, enfatizando aquello que «podría ser rechazado razona-
blemente», en lugar de lo que «podría ser aceptado razonablemente». Como
advierte el propio SCANLON, alguien podría argüir contra su definición que
aquello que puede ser razonablemente rechazado depende de un criterio
previo de corrección sustantiva, de modo que la «justificabilidad» de los
propios juicios ante otros es sólo secundaria respecto a la corrección intrín-
seca de los mismos. Pero SCANLON niega esta objeción. El razonamiento
moral consiste, según él, en pensar acerca de qué juicios pueden ser jus-
tificados ante otros y cuáles no 79. La concepción de SCANLON intenta supe-
rar los dos problemas que he señalado en la concepción rawlsiana de la
siguiente forma.
En primer lugar, aunque su estrategia básica sigue siendo hipotética,
presta una mayor atención a consideraciones particulares e indexicales a
cada grupo de individuos. Así, cuando intenta dar respuesta a la amenaza
del relativismo, SCANLON admite que existen versiones «benignas» del
mismo que no entrarían en conflicto con su teoría. Advierte primero que
cualquier concepción universalista plausible permite que un mismo con-
junto establecido de principios sean aplicados de forma diferente en fun-
ción de las condiciones o las circunstancias en las que deben ser aplica-
dos (esto es lo que denomina «universalismo paramétrico») 80. Y añade
después, y éste es el punto más importante, que aunque su formulación
hipotética depende de lo que la gente «tendría razones para querer» y no
de «lo que realmente piensa o quiere», «lo que las personas tienen razo-

76
SCANLON, 1998. Ante el problema de definir en qué consiste el razonamiento moral, SCAN-
LON también presenta, como RAWLS, una estrategia hipotética. El recurso hipotético de hecho es
característico de las concepciones que SCANLON denomina «contractualistas», entre las que se
encuentran las de RAWLS o de Thomas NAGEL (SCANLON, 1998: 5 y 189-247).
77
SCANLON, 1998: 22-33.
78
SCANLON, 1998: 18.
79
SCANLON, 1998: 19.
80
SCANLON, 1998: 412.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 104

104 JOSÉ LUIS MARTÍ

nes para querer depende de las condiciones en las que están situadas, y
estas condiciones incluyen lo que la mayoría de las personas a su alrede-
dor quiere, cree y espera» 81. De esta forma tienen entrada las «prácticas
establecidas» en cada comunidad que pueden hacer variar el contenido de
lo correcto y lo incorrecto, de manera que dicho contenido sea diferente
en cada comunidad. De este modo, SCANLON mantiene una formulación
hipotética de la noción de razonamiento moral que garantiza su universa-
lismo, pero desde una mayor sensibilidad hacia la diferencia de condicio-
nes y circunstancias «reales» que permiten una noción más abierta de
corrección (o de razón).
En segundo lugar, SCANLON intenta romper la circularidad en la que
cae RAWLS no haciendo depender las ideas de razón y razonabilidad de la
formulación hipotética misma. Aquí SCANLON se muestra tajante:
«Consideraré la idea de razón como primitiva. Me parece que cualquier
intento de explicar qué es ser una razón para algo nos obliga a retroceder a
la misma idea: una razón para algo es una consideración que cuenta a su favor.
Ante la pregunta que podría plantearse: “¿Cómo cuenta a favor?”, la única
respuesta parece ser: “Al suministrar una razón para ello”. De manera que
doy por supuesta la idea de una razón, y supongo también que mis lectores
son racionales en el sentido mismo, pero fundamental, que explico a conti-
nuación» 82.

No obstante, el intento de SCANLON no me parece afortunado. En primer


lugar, aunque la versión del universalismo que defiende es considerable-
mente más abierta a las particularidades de cada individuo que la de RAWLS,
su noción de corrección sustantiva sigue siendo insensible a la voluntad
real de los miembros de cada comunidad. En su concepción se permiten
consideraciones de circunstancias particulares relativas a un contexto deter-
minado, pero sigue basándose en una noción «monológica» de la correc-
ción moral. Por otra parte, tomar la idea de razón como primitiva le pro-
porciona ciertamente una salida a la circularidad en la definición de
razonabilidad, pero me parece una salida equivocada. Un ejemplo clásico
de concepto primitivo es el de los colores. No podemos definir el color
amarillo sin caer en la circularidad. A lo sumo podemos tratar de definirlo
en relación con el grado en que refleja la luz, distinguiéndolo así de otros
colores. Pero eso no será seguramente una definición del concepto de «ama-
rillo» tal y como nosotros lo percibimos y lo usamos. En este caso, pode-
mos simplemente decir que se trata de un concepto primitivo, y esto no
genera muchos problemas porque existe un amplio consenso acerca de lo
que es amarillo y lo que no. El caso de «razón» es, no obstante, más com-

81
SCANLON, 1998: 426.
82
Ésta es la frase con la que abre el primer capítulo del libro (SCANLON, 1998: 33).
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 105

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 105

plicado. Aunque podamos encontrar casos paradigmáticos de lo que es una


razón, el desacuerdo es demasiado amplio como para que la estrategia del
concepto primitivo sea satisfactoria.
Veamos finalmente la tercera estrategia de solución del problema de
la argumentación, la de Jürgen HABERMAS. Esta estrategia supone romper
con la hegemonía de la reflexión «monológica» que produce criterios de
razonabilidad herméticos y no disponibles por parte de los miembros de
una comunidad, y lo hace sin sacrificar en la medida de lo posible el uni-
versalismo y evitando la circularidad. Este difícil equilibrio es el que
intenta HABERMAS a través de su «pragmática universal» o reconstrucción
racional de las reglas universales de la comunicación. La teoría haber-
masiana es compleja y remite a muchos otros problemas que no nos inte-
resan ahora. De modo que, a riesgo de simplificar en exceso algunas de
sus ideas, trataré de seleccionar aquellos puntos que más nos importan
aquí.
HABERMAS pretende reconstruir una noción de racionalidad que sea
común para los ámbitos teórico, práctico y estético, que sea universal, y
que supere las limitaciones propias de la noción clásica de racionalidad
instrumental. Se trata de una nueva concepción de la racionalidad que
emerge en un contexto dialógico o discursivo y que se materializa en una
situación ideal de diálogo que se corresponde con la forma de la acción
comunicativa 83. Para HABERMAS el pensamiento es indisociable de la comu-
nicación, y ésta se produce esencialmente mediante el lenguaje. Es por
esta razón que una forma ideal de racionalidad sólo puede ser represen-
tada por una forma ideal de comunicación. Y es también por esta razón
que el conocimiento (si nos referimos a la razón teórica) o la corrección
(si nos referimos a la práctica) son necesariamente intersubjetivos. La
situación ideal de diálogo se define a partir de determinadas característi-
cas. Las dos más importantes, para nuestros intereses ahora, son la pre-
tensión de alcanzar un acuerdo y la pretensión de validez. En el caso de
la racionalidad teórica, la validez queda definida por la verdad de los actos
de habla constativos con contenido proposicional. En el caso de la racio-
nalidad práctica, la validez queda definida por la rectitud de los actos de
habla regulativos de las relaciones interpersonales 84. Estos son los princi-
pales objetivos ilocucionarios. Por otra parte, todo el proceso de comuni-
cación se orienta hacia el objetivo perlocucionario del consenso o acuerdo
entre los comunicantes. La verdad y la rectitud respectivamente represen-
tan pretensiones de validez que sólo pueden resolverse por vía discursiva,

83
HABERMAS, 1981: vol. 1, 43-59 y 351-432. Una concepción basada en esta idea de HABER-
MAS, en ELSTER, 1999: 407-411.
84
HABERMAS, 1981: vol. 1, 424-430.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 106

106 JOSÉ LUIS MARTÍ

es decir, mediante la conversación argumentativa. Y encontramos la verdad


o la rectitud sólo cuando alcanzamos un consenso racional entre todos los
potencialmente afectados.
Llegamos así al punto que responde a nuestro problema de la argu-
mentación. Un consenso racional es el que se alcanza en la situación ideal
de diálogo, es decir, y entre otras cosas, cuando se funda en «la fuerza del
mejor argumento». HABERMAS denomina «argumento»
«al tipo de habla en que los participantes tematizan las pretensiones de vali-
dez que se han vuelto dudosas y tratan de desempeñarlas o de recusarlas por
medio de argumentos. Una argumentación contiene razones que están conec-
tadas de forma sistemática con la pretensión de validez de la manifestación
o emisión problematizadas. La fuerza de una argumentación se mide en un
contexto dado por la pertinencia de las razones. Esta se pone de manifiesto,
entre otras cosas, en si la argumentación es capaz de convencer a los partici-
pantes en un discurso, esto es, en si es capaz de motivarlos a la aceptación
de la pretensión de validez en litigio» 85.
La lógica de la argumentación no se refiere, como en el caso de la
lógica formal, «a relaciones de inferencia entre unidades semánticas (ora-
ciones), sino a las relaciones internas, también de tipo no deductivo, entre
las unidades pragmáticas (actos de habla), de que se componen los argu-
mentos. Ocasionalmente se presenta también bajo la denominación de
lógica informal» 86. Esta situación ideal de diálogo tiene ciertamente carác-
ter contrafáctico. Sin embargo, y a diferencia de las estrategias hipotéti-
cas ya revisadas, también tiene un carácter regulativo, en el sentido de que
guía la constitución de los procedimientos reales de diálogo, y crítico,
porque nos permite evaluar el grado en que un consenso real está sufi-
cientemente fundado. Por otra parte, en la situación ideal de diálogo todos
los individuos pueden participar, y cualquier cosa puede ser discutida,
incluyendo la adecuación de las propias reglas de la argumentación. De
esta forma, el criterio de razonabilidad que estábamos buscando queda
definido, según la concepción habermasiana, discursivamente a través de
procedimientos reales de diálogo que intentan reproducir, en la medida de
lo posible, las condiciones de la situación ideal de diálogo.
En el caso particular de la racionalidad práctica, lo que constituyen
razones que pueden ser utilizadas en los argumentos del diálogo son los
intereses, pero sólo tienen cabida los «intereses racionales o generaliza-
bles» o, siguiendo mi propia terminología, los intereses intersubjetivos.
Éstos deben ser intereses comunes a «todos los afectados», y los argu-

85
HABERMAS, 1981: vol. 1, 37. Esta concepción de la argumentación se basa en la teoría de
TOULMIN. Véase TOULMIN, 1958.
86
HABERMAS, 1981: vol. 1, 43.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 107

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 107

mentos que originan poseen una validez universal, esto es, no sujeta a las
peculiaridades aleatorias de una cultura o de una sociedad (o grupo) deter-
minada 87. La validez de un acto de habla regulativo (de un argumento
normativo) depende entonces de su aceptación por parte del resto de par-
ticipantes en la comunidad de diálogo, siempre que dicha aceptación esté
condicionada únicamente por las reglas universales del discurso práctico.
De esta forma HABERMAS elude la necesidad de predeterminar un crite-
rio sustantivo de definición de lo que cuenta como razón, o de la fuerza
de un argumento. Es cierto que, una vez situados en un discurso práctico
real, el criterio no puede ser sino sustantivo, por cuanto se refiere a un
tipo de lógica no formal. Pero el contenido sustantivo de dicho criterio
se define implícitamente por los participantes del discurso práctico, y en
todo caso está siempre abierto a la revisión y el cambio. Por ello, la noción
de HABERMAS de la racionalidad es únicamente procedimental. Es el pro-
cedimiento de la situación de diálogo el que permite definir el criterio de
definición.
En definitiva, la estrategia de HABERMAS no predetermina un criterio
sustantivo de exclusión del debate político, como en el caso de RAWLS y
SCANLON, sino que deja que el debate genere su propio criterio de acep-
tabilidad de los argumentos. Cualquier posición puede ser desafiada en el
diálogo político, cualquier posición puede ser defendida. Y es el procedi-
miento el que se encarga de seleccionar los buenos argumentos de los
malos, así como de definir qué intereses cuentan como intersubjetivos y
qué intereses son considerados inadmisibles 88. Evita también el riesgo de
circularidad, tal y como antes ha sido presentado. Pero no queda claro que,
como él mismo pretende, su concepción eluda el riesgo del relativismo.
En lo relativo a la propia concepción procedimental de racionalidad, ésta
mantiene su vigencia universal, en cuanto sólo reconstruye las reglas uni-
versales de toda acción comunicativa humana. Pero los criterios de admi-
sibilidad de un argumento, y los criterios que definen la razonabilidad de
una propuesta, quedan definidos en la práctica por contextos reales de dis-
curso. Aun cuando supongamos que idealmente dichos criterios conver-
gerían, lo cierto es que en condiciones ideales podemos presuponer que
no lo harán. El propio HABERMAS admite que las condiciones de validez
de un acto de habla (las condiciones de la verdad o de la rectitud) son rela-
tivas a un «mundo de la vida» determinado, esto es, a un contexto o tras-
fondo cultural de una precomprensión ya jugada. El saber de trasfondo
permanece como un todo no problemático; sólo la parte del acervo del

87
HABERMAS, 1981: vol. 1, 33-43 y 122-138.
88
Así lo han considerado la mayoría de los defensores de la democracia deliberativa. Véanse
KNIGHT y JOHNSON, 1997: 313, nota 31; y JOHNSON, 1998. También BENHABIB, 1994: 37, y 47-53;
COHEN, 1996: 102; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 65; y PETTIT, 2003: 157.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 108

108 JOSÉ LUIS MARTÍ

saber que los participantes tematizan y utilizan respectivamente para sus


interpretaciones, es puesto a prueba 89. Y en este sentido es difícil afirmar
que HABERMAS eluda el riesgo del relativismo.
Del análisis desarrollado hasta aquí, parece concluirse que cuando
tratamos de dotar de contenido a un criterio de razonabilidad que nos per-
mita calificar los intereses admisibles políticamente, por una parte, y los
argumentos y razones aducibles, por otra, nos encontramos ante un dilema:
o bien recurrimos a nociones sustantivas predeterminadas que pueden
incurrir en una petición de principio, que remiten a condiciones hipoté-
ticas altamente discutibles, y que conllevan un alto riesgo de circulari-
dad, o bien recurrimos a nociones formales que dejan abiertos los crite-
rios para que éstos sean definidos en cada comunidad según las reglas del
propio diálogo político ya constituido, pero abriendo la puerta a la ame-
naza del relativismo. No estoy seguro de que se trate de un dilema real.
Pero no puedo detenerme más a analizar esta cuestión. En todo caso, y
desde el punto de vista de la democracia deliberativa, de las tres estrate-
gias analizadas la de HABERMAS es preferible al menos por dos razones:
a) no bloquea la posibilidad de que los participantes en el diálogo polí-
tico puedan modificar el propio criterio de razonabilidad; y b) el riesgo
de relativismo afecta sólo a los criterios concretos que son definidos en
los procesos reales, pero el intento de su pragmática universal mantiene
la aspiración de mejorar las condiciones del discurso allí donde se repro-
duzcan para que, tendencialmente, alcancemos un acuerdo global tam-
bién sobre esta cuestión.
Concluyo aquí este análisis breve y provisional del problema de la
argumentación. Mi objetivo principal era señalar que efectivamente existe
dicho problema, y que se trata de un problema serio para cualquier teoría
normativa moral o política, pero especialmente grave en el caso de la demo-
cracia deliberativa, a pesar de haber recibido muy poca atención por parte
de sus defensores.

4. LAS PRECONDICIONES DE LA DELIBERACIÓN


DEMOCRÁTICA

No es sencillo distinguir entre principios y precondiciones del pro-


ceso deliberativo. Tal vez por ello ambas categorías han sido frecuente-
mente confundidas por la literatura de la democracia deliberativa. En el
apartado 3.1 he definido las precondiciones como las condiciones nece-
sarias de los principios estructurales, siendo éstos, y no las primeras, cons-

89
HABERMAS 1981: vol. 1, 147-153.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 109

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 109

titutivos y definitorios del procedimiento. Y el ejemplo del ajedrez ha ser-


vido para mostrar la validez y conveniencia de la distinción. El ajedrez
dispone de reglas (constitutivas) del juego, y éstas a su vez exigen el cum-
plimiento de determinadas precondiciones, pero nos parecería extraño
decir que dichas precondiciones (que los jugadores estén vivos y tengan
una mínima capacidad de cálculo, por ejemplo) forman parte de las reglas
constitutivas del ajedrez. Aunque son necesarias para el juego, son dis-
tintas del juego.
Sin embargo, el caso del ideal deliberativo (y, en general, de todos los
modelos ideales políticos) es más complicado. Una de las dificultades surge
porque, como ya advertí en el apartado anterior, no es necesario cumplir
con todos los principios estructurales por completo para decir que existe
un procedimiento deliberativo, de igual forma que no es necesario garan-
tizar plenamente las precondiciones. Esto nos permite una mayor flexibi-
lidad basada en la gradualidad de la consecución del procedimiento. En
el caso de los juegos, en cambio, tanto las reglas constitutivas del juego,
como en principio sus precondiciones, deben cumplirse completamente.
En caso contrario, no hay juego. El hecho de que los modelos ideales polí-
ticos tengan la flexibilidad de admitir grados tiene importantes ventajas,
pero tiene también el inconveniente de dificultar su identificación y de
introducir una compleja relación entre las precondiciones y los principios.
Cuando observamos que algunos principios se han cumplido sólo en un
grado muy bajo, esto puede deberse a un mal diseño institucional del pro-
ceso real o a que las precondiciones que son condición necesaria de tales
principios se han garantizado también en un grado muy bajo. En muchas
ocasiones el incumplimiento de una regla constitutiva del proceso puede
deberse, entonces, a condiciones ajenas al propio proceso pero que tam-
bién son importantes políticamente. Y esto hace más difícil el diagnóstico
de lo que ocurre en la realidad.
El conjunto de las precondiciones del modelo de democracia delibe-
rativa es extenso y complejo. La complejidad radica en el hecho de que
las precondiciones parten de niveles distintos y entrecruzados. Cada prin-
cipio posee diversas precondiciones. Y algunas precondiciones lo son de
principios distintos. Además, algunas precondiciones son precondiciones
de otras precondiciones 90. Dada esta complejidad, no voy a presentar un
catálogo exhaustivo ni un análisis detallado de todas ellas, sino que me
limitaré a mencionar como ejemplo algunas precondiciones básicas, espe-

90
La noción de condición necesaria utilizada aquí, más cercana a la de causa-efecto que a
la noción estrictamente lógica, permite trazar cadenas de condiciones ad infinitum. Se puede afir-
mar entonces que, en algún sentido, existen infinitas precondiciones del proceso deliberativo. Para
salvar este problema necesitamos en consecuencia un criterio de relevancia entre las precondi-
ciones.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 110

110 JOSÉ LUIS MARTÍ

cialmente aquéllas requeridas por los PE 7 y 8, los principios de libertad


e igualdad.
La precondición más importante, que ya fue mencionada en el capí-
tulo I, es la del hecho del pluralismo y los desacuerdos básicos. Aunque
uno de los principios del modelo consiste en alcanzar un consenso razo-
nado, la persistencia del hecho del pluralismo y de los desacuerdos bási-
cos es, por un lado, inevitable, y por el otro, deseable. El pluralismo es
una condición de posibilidad de la deliberación: si no hay opiniones en
conflicto no hay nada sobre lo que deliberar políticamente. Y, además,
cuanto mayor sea el número de preferencias diversas, mayor será el inter-
cambio de argumentos y el número de razones que deben ser contrasta-
das, y mayor será tendencialmente la calidad deliberativa de la decisión 91.
También deben garantizarse algunas condiciones de convivencia social que
permitan el diálogo político razonado: debe garantizarse mínimamente la
seguridad pública y la estabilidad económica, y la vida e integridad física
de los ciudadanos, así como prohibirse la extorsión, amenazas, etc. Todo
esto en un contexto en el que se garantice el funcionamiento del Estado
de derecho en un grado mínimo, esto es, la presencia de reglas generales
mínimamente eficaces que garanticen algún tipo de orden social, la igual-
dad ante la ley, la fijación de expectativas mutuas, la aplicación del prin-
cipio de legalidad, etc. Las instituciones deben también operar con nor-
malidad, para poder generar confianza entre la ciudadanía.
Debe asegurarse también, al menos en un grado mínimo, la formación
política de los ciudadanos así como sus capacidades y habilidades argu-
mentativas. Es necesario contar con una ciudadanía suficientemente infor-
mada y motivada por la cosa pública, que sea capaz de articular pública-
mente sus preferencias y demandas, y los argumentos necesarios para
defenderlas. Esto implica un potente sistema educativo que minimice las
desigualdades de recursos económicos y/o de clase. El grado de forma-
ción requerido es dependiente de lo ambicioso del diseño institucional que
se derive de la aplicación del modelo. Pero debería asegurar al menos que
cualquier ciudadano pueda comprender las explicaciones de los expertos
sobre cada tema de discusión.
Éstos son sólo algunos ejemplos generales, pero me voy a centrar ahora
en las precondiciones específicas que hacen posible los principios de liber-
tad e igualdad. Con respecto a la libertad, se trata en general de garanti-
zar la formación realmente libre de las preferencias y las elecciones polí-
ticas. Aunque esta cuestión es compleja y controvertida, podemos aceptar
que para asegurar dicha libertad real, es necesario eliminar o minimizar

91
Véase la argumentación completa en el apartado 3 del capítulo I.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 111

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 111

las circunstancias que provocan la formación de preferencias adaptativas,


disonancias cognitivas y otras patologías de la libertad 92. Y, a su vez, para
conseguir estos objetivos es necesario instaurar mecanismos de garantía
de la igualdad de oportunidades y de redistribución de riqueza, porque uno
de los factores que más distorsionan la libertad de elección tiene que ver
con necesidades básicas no cubiertas. Como afirman COHEN y ROGERS, «la
ausencia de carencias materiales es una precondición para la deliberación
libre e irrestricta», así que la redistribución de riqueza es también una pre-
condición del principio de igualdad 93. En esta línea, KNIGHT y JOHNSON
descartan la posibilidad de que la democracia deliberativa opere con un
principio únicamente formal de igualdad. La idea es que aunque el pro-
cedimiento deliberativo instaure determinadas reglas de igualdad formal,
si existen profundas desigualdades sustantivas se desvirtúa la igual capa-
cidad de influencia política 94.
Aunque el principio de igualdad sustantiva que opera como precon-
dición del procedimiento deliberativo no implica una igualación absoluta
de los participantes de dicho proceso, sí requiere que las desigualdades
no alteren significativamente la igual capacidad de influir en la determi-
nación de las decisiones políticas. La influencia política, en el modelo de
la democracia deliberativa, se mide por la capacidad de participar efecti-
vamente en el proceso argumentativo. Esto es, por la posibilidad de deter-
minar la agenda de discusión, de presentar los propios argumentos y que
éstos sean tomados en consideración, de criticar los argumentos de los
demás, y de gozar de la misma oportunidad de convencer racionalmente
a los demás de la corrección de las propias propuestas. Así, la igualdad
política de la democracia deliberativa requiere igualdad de al menos dos
tipos: igualdad de recursos materiales e igualdad de capacidades 95. Con

92
Sobre este punto, véase por ejemplo ELSTER, 1983a: cap. 3; y SUNSTEIN, 1991. La mejor
forma de entender esta noción de libertad es desde el prisma republicano, como ha mostrado Philip
PETTIT con su teoría de la libertad como no dominación. Véase PETTIT, 1997: 40-51, y 2001.
93
COHEN y ROGERS, 1983: 157 y 158. Este es uno de los motivos por los que COHEN consi-
dera que la democracia deliberativa se basa en una concepción económica socialista; véase COHEN,
1989b.
94
Como afirma COHEN, «los participantes son sustantivamente iguales cuando la distribu-
ción existente de poder y recursos no conforma sus opciones de contribuir en cualquier estadio
del proceso deliberativo, ni juega un papel autoritativo en la deliberación» (COHEN, 1989b: 33). Y
también KNIGHT y JOHNSON, 1997: 396 y 397. En la misma línea, véase COHEN y ROGERS, 1983:
cap. 3, y 1992: 42 y siguientes; BEITZ, 1989; FISHKIN, 1991: 56-63; SUNSTEIN, 1994; BOHMAN,
1996: cap. 3. y 1997a; CHRISTIANO. 1996a: 47-104 y 265-298; BRIGHOUSE, 1996; GUTMANN y
THOMPSON, 1996: cap. 8, y 2004: 102-110; GAUS, 1996: 246-257; SAWARD, 1998: 21-46; y WARREN,
2002: 693-698.
95
KNIGHT y JOHNSON, 1997: 295 y 296. KNIGHT y JOHNSON agregan también la igualdad en
los resultados, pero descartan más tarde este tercer tipo con relación a la democracia deliberativa,
ya que según este modelo los resultados dependen de la fuerza de los argumentos presentados, así
que, por ejemplo, sería posible idealmente que el argumento presentado por una mayoría fuera el
que finalmente se adopta, siempre que una mayoría final lo considere el más convincente.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 112

112 JOSÉ LUIS MARTÍ

respecto al primer tipo, la igualdad de recursos, influye en la capacidad


de influencia política al menos de dos formas. Por una parte, las perso-
nas que no acceden a un mínimo de recursos materiales no pueden con-
formar libremente sus planes de vida ni sus preferencias políticas, y pueden
incluso estar en una situación personal muy precaria que prácticamente
les expulsa de cualquier proceso político. Por la otra, una sociedad que
reparte muy desigualmente sus recursos materiales, como cuestión de
hecho, difícilmente puede garantizar una igualdad de influencia política
mínima 96.
Respecto a las capacidades relevantes para la democracia delibera-
tiva, podemos distinguir tres tipos principales: a) la capacidad de for-
mular «preferencias auténticas», sin las distorsiones propias de las pre-
ferencias adaptativas que antes he mencionado 97; b) la capacidad de
utilizar efectivamente los recursos culturales, intentando eludir las cargas
del juicio (burdens of judgement) 98, y c) las capacidades y habilidades
cognitivas y argumentativas, que permiten a cada participante del pro-
ceso defender mediante razones sus propias preferencias o someter a
juicio las de los demás 99. En este caso, como en el de los recursos, la
democracia deliberativa requiere que por una parte se garantice una
mínima capacidad a todos los participantes, y por la otra que no existan
graves desigualdades en la distribución final de capacidades 100. Es decir,
ni el principio estructural ni las precondiciones de igualdad requieren una
igualación en el acceso a recursos materiales o capacidades, ni siquiera
idealmente 101.
Finalmente, los deliberativistas que se han ocupado de este tema pro-
ponen dos grandes estrategias para garantizar la igual capacidad de influen-
cia política. En primer lugar, se debe instaurar un sistema educativo que,

96
Pensemos en una sociedad de tres personas en la que una de ellas poseyera 1.000 unida-
des de riqueza y las otras dos poseyeran sólo 1 unidad cada una. En sociedades tan desigualita-
rias en el poder y los recursos económicos, en primer lugar los integrantes mejor situados, los más
poderosos, tendrían muchos incentivos para ceder a sus intereses egoístas e imponer sus propias
preferencias y, en segundo lugar, aun cuando pudiéramos garantizar las motivaciones imparciales,
sería muy difícil que todos participaran en los procedimientos de toma de decisiones en condi-
ciones de igualdad. Así lo admite, por ejemplo, RAWLS, 1993: 356-362. Para un enfoque de las
condiciones de igualdad de la democracia deliberativa basada específicamente en los recursos,
véanse COHEN, 1989b; CHRISTIANO, 1996a; y GUTMANN y THOMPSON, 1996: cap. 8.
97
Véanse KNIGHT y JOHNSON, 1997: 298; y SUNSTEIN, 1991.
98
Véanse KNIGHT y JOHNSON, 1997: 298 y 299; y YOUNG, 1990: 133 y 134. Sobre la noción
de burdens of judgement, véase RAWLS, 1993: 54-58.
99
Véanse KNIGHT y JOHNSON, 1997: 299; y CHRISTIANO, 1996a: 255.
100
Para un enfoque de las condiciones de igualdad de la democracia deliberativa basada espe-
cíficamente en las capacidades, véanse BOHMAN, 1996: cap. 3, y 1997a; BRIGHOUSE, 1996; y KNIGHT
y JOHNSON, 1997.
101
De lo que se trata en definitiva es de garantizar la igualdad política o, al menos, y utili-
zando la expresión de BOHMAN, eliminar la pobreza política (BOHMAN, 1996: 123-132, y 1997a:
332-342).
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 113

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 113

en la medida de lo posible, neutralice las desigualdades de ingresos y


riqueza y equilibre las desigualdades en las capacidades 102. En segundo
lugar, se debe fortalecer la esfera pública y especialmente las asociacio-
nes secundarias que operan en ella con el objetivo de permitir que los
grupos sociales puedan defender los intereses de aquellos que individual-
mente quedarían excluidos del proceso debido a las desigualdades de uno
y otro tipo 103.
Una última cuestión importante es que no todas las desigualdades son
negativas para el proceso deliberativo. De hecho, algunas resultan incluso
necesarias para el modelo. Como afirma Adam PRZEWORSKI, si las prefe-
rencias de los participantes en un proceso deliberativo se transforman
durante el proceso, como establece el principio de la argumentación, es o
bien porque existe una desigualdad en la distribución de información o
bien porque los participantes tienen una capacidad de razonamiento diversa.
Así que algunas desigualdades pueden ser vistas incluso como una propia
precondición del proceso deliberativo 104. Esto le sirve a PRZEWORSKI como
punto de partida para su crítica de la democracia deliberativa, de forma
tan rotunda como sigue: «La deliberación (...) sólo puede ser efectiva si
existen desigualdades o bien en el acceso a la información o bien en la
capacidad de procesar dicha información. Añadamos a esto una dosis de
autointerés, y la mezcla apestará a “manipulación”, “adoctrinamiento”,
“lavado de cerebros”, o como quieran llamarlo» 105.
PRZEWORSKI se refiere principalmente a la deliberación informal no
institucional que tiene lugar en la esfera pública, y constata que la posi-
bilidad de participar más activamente en dicho proceso deliberativo, fre-
cuentemente canalizado por los medios de comunicación masivos, es muy
costosa y está reservada sólo a aquellos agentes que disponen de recursos
económicos o intelectuales suficientes. Y dado que las grandes empresas
tienen muchos incentivos para manipular la opinión pública para conse-
guir que se aprueben políticas que les beneficien, no dudan en realizar las
inversiones necesarias para conseguirlo. En consecuencia, los individuos
no pueden saber «quién sabe qué» ni «qué y a quién creer», así que se
encuentran sometidos frecuentemente a la posibilidad de manipulación de
sus preferencias 106.

102
Véanse, por ejemplo, DAVIS, 1964: 40; BARBER, 1984: 278 y 279, y 1998: 110-113; PETTIT,
1989a: 159-164; y KNIGHT y JOHNSON, 1997: 396 y 397.
103
Véanse, por ejemplo, COHEN y ROGERS, 1992 y 1993b; BOHMAN, 1996: 132-142, KNIGHT
y JOHNSON, 1997: 307 y 308; y SUNSTEIN, 2002: 80 y 81. Volveré sobre estas cuestiones en el capí-
tulo VII.
104
Véase PRZEWORSKI, 1998: 144-146.
105
PRZEWORSKI, 1999: 148.
106
PRZEWORSKI, 1999: 154. En la misma línea que PRZEWORSKI, Susan STOKES enfatiza las
formas en las que la dominación de los canales de comunicación puede determinar la inducción
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 114

114 JOSÉ LUIS MARTÍ

A esto debemos añadir que, como parecen mostrar algunos estudios empí-
ricos realizados sobre las deliberaciones que se llevan a cabo en los jurados
populares de los tribunales de justicia de los Estados Unidos, algunos rasgos
personales como el nivel económico, el género y la raza, contribuyen a que
un miembro del jurado consiga hacerse con el «liderazgo» de las discusio-
nes y tenga más probabilidades de imponer sus opiniones 107. Por no men-
cionar que, como es obvio, los individuos son desiguales en sus capacidades
argumentativas, es decir, en la capacidad de «articular sus argumentos en tér-
minos racionales y razonables» 108. Es evidente, como admiten los propios
defensores de la democracia deliberativa, que no todas las personas poseen
la misma capacidad para presentar de forma correcta un argumento, y esto
abre la puerta a la persuasión y el uso de la retórica que permitirá a algunos
participantes tener más posibilidades de imponer sus preferencias 109.
En definitiva, concluye esta línea de crítica, las asimetrías informati-
vas, las desigualdades en la capacidad de procesar la información, las desi-
gualdades en el acceso a los medios de comunicación, las desigualdades
económicas en general, así como el género o la raza, y las desigualdades
argumentativas naturales, son todos factores de distorsión del proceso deli-
berativo que producen manipulación e irracionalidad, en lugar de argu-
mentación y convencimiento racional 110.
Ahora bien, como ya he dicho en diversas ocasiones, las objeciones
basadas en lo que ocurre de hecho en nuestras sociedades, y siempre que
no vayan acompañadas de algún argumento normativo o conceptual, no
suponen un problema para el ideal de la democracia deliberativa, puesto
que éste se limita a establecer un horizonte normativo hacia el que debe-
mos tender en la medida de lo posible. A lo sumo, supone un problema a
la hora de poner en práctica el ideal a través del diseño institucional, ya
que tendremos que intentar neutralizar todas estas desigualdades siempre
que podamos. Pero en cualquier caso el problema de la manipulación y la
persuasión no puede contar como una objeción en contra de la democracia
deliberativa, porque no es un problema exclusivo de ésta. Al contrario,
afecta a cualquier modelo de democracia y a cualquier concepción política
que otorgue valor a la libertad 111. Siendo un problema de todos, no obs-

de preferencias por parte de ciertos individuos autointeresados. El resultado es que las preferen-
cias de los participantes en la deliberación no son libremente conformadas y racionalmente trans-
formadas, sino simplemente pseudo-preferencias. Véase STOKES, 1999.
107
Véase SANDERS, 1997: 363-368.
108
SANDERS, 1997: 348.
109
Véase, por ejemplo, BRIGHOUSE, 1996: 125.
110
Sobre la manipulación política, véase GOODIN, 1980. Además de los autores ya mencio-
nados, se suman a la crítica, entre otros, HARDIN, 1999: 112, SCHAUER, 1999: 23; y BELL, 1999: 74.
111
Así, uno de los teóricos del siglo XX que primero advirtió este problema en el seno de las
democracias liberales fue William RIKER. Véase RIKER, 1982 y, especialmente, 1996. En este último
libro, RIKER no sólo muestra el inmenso poder de la retórica en la manipulación de preferencias
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 115

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 115

tante, la democracia deliberativa está en mejor disposición de paliar sus


efectos negativos, debido precisamente a que pone el acento en la necesi-
dad de generar contextos deliberativos, y de combatir especialmente contra
estas estrategias de manipulación y persuasión. La manipulación de prefe-
rencias que se produce a través de los discursos de los medios de comuni-
cación tiene peores consecuencias en una sociedad democrática que no
regula los aspectos de la comunicación política, que en una que intente pre-
servar la pluralidad de opiniones, la calidad de las intervenciones y la posi-
bilidad de contrastar información con cuantas fuentes sea posible.
Es evidente que existen algunas desigualdades que nunca podrán ser
eliminadas, unas desigualdades que afectan a los principios estructurales
del modelo deliberativo. Pero el reto para la política deliberativa consiste
precisamente en combatirlas y tratar de minimizar sus efectos perniciosos.
En definitiva, aunque la objeción de las desigualdades y la manipulación
política señala un fenómeno efectivamente preocupante, lejos de suponer
una crítica real contra la democracia deliberativa, es un nuevo argumento
en favor de su superioridad respecto a los modelos alternativos.
Las cuestiones relativas a las precondiciones del modelo de la demo-
cracia deliberativa son sumamente complejas y no he pretendido agotar su
análisis, ni mucho menos. Mi objetivo ha sido únicamente el de mostrar
algunos ejemplos de precondiciones de la democracia deliberativa que ayu-
daran a comprender la distinción entre principios estructurales y precon-
diciones, y dar cuenta de paso de otra de las objeciones que ha recibido
el modelo. Ahora bien, la propia existencia de precondiciones de la demo-
cracia deliberativa, esto es, de condiciones necesarias de los principios
estructurales, genera una importante paradoja, a la que destinaré el último
apartado de este capítulo.

5. LA PARADOJA DE LAS PRECONDICIONES


DE LA DELIBERACIÓN DEMOCRÁTICA

La distinción entre principios estructurales y precondiciones del pro-


ceso democrático deliberativo, y sobre todo la idea de que debemos garan-
tizar las precondiciones, en tanto que condiciones necesarias de los prin-
cipios estructurales, para que el proceso deliberativo funcione, nos conduce
a una paradoja que tiene todo el aspecto de ser inevitable, y que denomi-
naré paradoja de las precondiciones 112. El primero en señalar la existen-

políticas, sino el de lo que denomina heresthetic, esto es, la posibilidad de manipular la agenda
política.
112
Una versión anterior, aunque igual en lo significativo, de lo que desarrollaré en este apar-
tado, está en publicación en MARTÍ, 2007.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 116

116 JOSÉ LUIS MARTÍ

cia de dicha paradoja con respecto a la democracia deliberativa fue Carlos


NINO 113. Pero en realidad la paradoja no es más que una manifestación
concreta de un problema mucho más general de la filosofía política aunque
afecta de manera especial al concepto de democracia. En palabras de
BAYÓN, se trata de «un problema capital», y ello aunque ninguno de los
deliberativistas que lo han advertido, incluidos NINO y BAYÓN, hayan ana-
lizado convenientemente su estructura y las vías posibles de solución 114.
Veamos en qué consiste, en palabras del propio NINO, la paradoja de las
precondiciones de la democracia deliberativa:
«El valor epistémico de una democracia requiere que se cumpla con cier-
tos prerrequisitos sin los cuales no existiría una razón para diferenciar los
resultados de la democracia. [...]. Estos derechos, prerrequisitos para el apro-
piado funcionamiento del proceso democrático, pueden ser considerados “dere-
chos a priori”. El respeto por estos derechos a priori promueve y provee el
valor epistémico de la democracia. A la inversa, si estos derechos no fueran
respetados, por ejemplo, por las decisiones democráticas, una persona guiada
por el razonamiento práctico no tiene ninguna razón para esperar el resultado
del proceso» 115.
«Si cubrimos todas estas precondiciones para otorgar valor epistémico de
la democracia, quedan muy pocas cuestiones a ser resueltas por la democra-
cia. La mayor parte de las decisiones políticas consisten en la apropiada dis-
tribución de este tipo de recursos. Si los derechos son interpretados en un sen-
tido amplio, al reconocer que ellos pueden ser violados por omisiones, la
democracia es privada de la mayoría de sus posibles temas de debate. Aquí
nos enfrentamos una vez más con el conflicto entre procedimiento y sustan-
cia [...]» 116.
Aunque NINO se refiera al valor epistémico de la democracia delibe-
rativa, en realidad podemos ampliarlo y decir que las condiciones cuyo
cumplimiento está comprometiendo son las del proceso democrático deli-
berativo en general. En este apartado, utilizaré la expresión precondicio-
nes de manera general tanto para referirme a (1) los principios estructu-
rales del proceso democrático deliberativo, mencionados en el apartado
3.1, como a (2) las precondiciones en sentido estricto del propio proceso,
mencionadas en el apartado 4. Nótese no sólo que el cumplimiento total
de estas precondiciones puede ser en muchos casos imposible, como aca-

113
Véanse NINO, 1996; y BOHMAN, 1998: 403 y 404, reconociendo a NINO este mérito. De
hecho, el problema se encontraba implícito ya en algunas de sus obras anteriores, como en NINO,
1989a y 1989b: esp. 128 y ss., aunque hasta 1996 no lo enuncia directa y abiertamente.
114
Véase el por otra parte excelente análisis de la paradoja referida a la democracia en gene-
ral de BAYÓN, 2004: 79. Otros deliberativistas que han advertido la existencia de la paradoja son
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 349-357, y 2004: 42 y 43; BOHMAN, 1996: 109, y 1998: 403 y 404,
KNIGHT y JOHNSON, 1997: 286. Se puede ver una versión distinta de esta paradoja en forma de
objeción a la teoría de la posición original de RAWLS en NOZICK, 1974: 207-209.
115
NINO, 1996: 192.
116
NINO, 1996: 193.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 117

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 117

bamos de ver (recordemos los ejemplos de la igualdad de influencia polí-


tica material o de la igualdad de capacidades argumentativas), sino tam-
bién que las políticas necesarias para asegurar dichas condiciones son pre-
cisamente aquellas que caen bajo el fuego de la controversia política. De
modo que, tratando de asegurar el cumplimiento de las precondiciones de
la democracia deliberativa, en realidad lo que hacemos es predeterminar
el debate sobre las cuestiones más controvertidas, y por esta misma razón
también las más interesantes. Es más, la garantía de las precondiciones
tiene una fuerza expansiva, porque prácticamente todas las decisiones polí-
ticas tienen alguna repercusión sobre las precondiciones del procedimiento
democrático 117, especialmente si se trata de un procedimiento tan exigente
como el deliberativo 118.
La paradoja consiste entonces en que cuanto más se cumplan las pre-
condiciones del procedimiento con el fin de conferir una mayor legitimi-
dad a las decisiones resultantes, menor será el rango de decisiones al que
podremos aplicar tal procedimiento. Y, a la inversa, cuantos más temas
queramos dejar abiertos a la decisión democrática, peor se garantizarán
sus precondiciones y menor legitimidad podremos esperar del resultado
del procedimiento 119. En definitiva, podemos tener un excelente y pode-
roso procedimiento de toma de decisiones democráticas que se aplique a

117
Ésta es la razón por la que NINO pensaba que únicamente las cuestiones de mera coordi-
nación social como las relacionadas con el tráfico, cuya única virtud consiste en encontrar una
clave coordinativa a un problema de acción colectiva puramente cooperativo y sin relevancia moral,
quedaban libres de dicha paradoja (NINO, 1996: 193). Pensemos que entre las precondiciones más
claras están la de que los ciudadanos se mantengan con vida, con buena salud, que reciban edu-
cación suficiente, que dispongan de tiempo suficiente para poder deliberar sin distorsiones, etc.
Es evidente que casi todas las decisiones políticas sustantivas guardan alguna relación, más o
menos directa, con este tipo de precondiciones, en el sentido de que tales decisiones producen
algún tipo de impacto sobre ellas.
118
De hecho, la garantía de las precondiciones del procedimiento democrático suele ser con-
cebida, al menos en las democracias liberales contemporáneas, mediante el reconocimiento de
determinados derechos. Por lo tanto, como señala BAYÓN, podemos encontrar una instancia de la
misma paradoja en la célebre tensión entre democracia y derechos, o entre democracia y consti-
tucionalismo (BAYÓN, 2004: esp. 75 y ss.), aunque, como él mismo reconoce, no todos los dere-
chos ni todas las provisiones constitucionales que pueden entrar en conflicto con la democracia
se justifican por razones democráticas procedimentales, y en ese sentido no toda reconstrucción
de dicha tensión obedecería a esta paradoja.
119
Si adoptamos, como NINO y como yo haré en el capítulo V, la concepción epistémica de
la democracia deliberativa, la paradoja de las precondiciones se convierte en una paradoja de las
precondiciones epistémicas. Así, asumiendo que el procedimiento democrático deliberativo fun-
ciona como un mecanismo de justicia procesal imperfecta, y aceptando que la propiedad del valor
epistémico de un procedimiento es gradual y no de todo-o-nada, diremos que en la medida en que
satisfacemos las condiciones que aseguran un mayor valor epistémico al procedimiento democrá-
tico deliberativo, nos quedan menos cuestiones y de menor importancia sobre las que deliberar.
Es decir, cuanto más potente (en términos de rentabilidad epistémica) es un procedimiento deli-
berativo menor es el rango de decisiones en el que podremos aplicarlo. Inversamente, en la medida
en que dejemos de satisfacer las condiciones que aseguran un mayor valor epistémico al procedi-
miento democrático deliberativo, más serán las cuestiones sobre las que podremos deliberar, pero
menor será el valor de dicha deliberación. Es decir, cuanto más abierto dejemos el rango de cues-
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 118

118 JOSÉ LUIS MARTÍ

un rango de decisiones muy reducido, o un pobre y poco fiable procedi-


miento que se aplique a un rango casi total de decisiones.
En mi opinión, la paradoja de las precondiciones forma parte de una
clase general de paradojas relativas a la democracia, la autoridad y la auto-
nomía 120. En realidad, muchas de las paradojas de la democracia poseen
su equivalente en el nivel individual, porque apuntan a un problema gene-
ral vinculado con la noción de autonomía, que puede predicarse tanto de
su versión pública como de la privada. Así, del mismo modo que la para-
doja de la auto-destrucción de la democracia es equivalente a la paradoja
del individuo que se convierte autónomamente en esclavo, la paradoja de
las precondiciones de la democracia tiene su equivalente en la paradoja de
las precondiciones de la libertad individual 121.
Para garantizar mi autonomía individual es necesario tomar una serie de
medidas previas que funcionan como precondiciones de dicha autonomía,
y que se dirigen, por ejemplo, a proporcionarme información lo más com-
pleta posible, a eliminar distorsiones externas, a esquivar las disonancias
cognitivas o la formación de preferencias adaptativas, etc. Es decir, puedo
ser más o menos autónomo, en la medida en que garantice en mayor o menor
medida las precondiciones de dicha autonomía. Y, como sucede en el caso
de la democracia, el ideal de la autonomía es probablemente imposible de
alcanzar por completo. La paradoja consiste en que todas aquellas medidas
que debo tomar para garantizar mi autonomía en un grado determinado redu-
cen necesariamente el rango de decisiones posibles sobre las que aspiro a
pronunciarme autónomamente. Más adelante volveré sobre este caso, pero
ahora convendría reconstruir de manera más precisa la estructura de la para-
doja. Según la definición de R.M. SAINSBURY, una paradoja es

tiones sobre las que vamos a deliberar, menor será la fiabilidad del procedimiento democrático
deliberativo.
120
Podemos mencionar, por ejemplo, la paradoja de la auto-destrucción de la democracia,
acerca de si es posible acabar con la democracia mediante una decisión democrática; la paradoja
de la formación del demos, sobre cómo se puede delimitar legítimamente el demos si el único pro-
cedimiento legítimo de toma de decisiones ya lo presupone; la «paradoja de la democracia de
ELSTER», que pone de manifiesto que todas las generaciones aspiran a «atar de manos» a las gene-
raciones posteriores y a verse libres de lo que hayan dicho las anteriores; la «paradoja de la demo-
cracia de WOLLHEIM», que cuestiona hasta qué punto el votante que quedó en minoría en una vota-
ción tiene que dar crédito a lo que decidió la mayoría; la paradoja liberal de SEN, respecto a la
posibilidad de gozar de una completa libertad en la toma de decisiones a la luz de la corrección
o incorrección de las mismas, etc. Todas ellas están ausentes, por ejemplo, en estudios como el
de SAINSBURY, 1995, o incluso en el de KOONS, 1992, aunque se trate de un trabajo dedicado espe-
cialmente a las paradojas en los modelos de la decisión racional, en los que se presupone la auto-
nomía. El único que refleja alguna de ellas, concretamente la paradoja de la máquina de WOLL-
HEIM, es CLARK, 2002: 38-40. Sobre algunas de estas paradojas y la asunción de su inevitabilidad,
véase ELSTER, 1979 y 2000. Y para un análisis de las ideas de ELSTER en este punto, véase MARTÍ,
2001: 171-179.
121
NINO ya había advertido alguna vinculación con esta otra paradoja en su formulación
previa en 1989b: 132 y 133.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 119

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 119

«una conclusión aparentemente inaceptable derivada de un razonamiento apa-


rentemente aceptable con unas premisas aparentemente aceptables. Las apa-
riencias deben entonces engañarnos, ya que lo aceptable no puede conducir-
nos a través de lo aceptable hacia lo inaceptable. De modo que generalmente
se nos plantea una elección: o bien la conclusión no era realmente inacepta-
ble, o bien el punto de partida o el propio razonamiento tenían alguna defi-
ciencia oculta» 122.
Así, podemos reconstruir la paradoja de las precondiciones de la
siguiente manera: 1) las decisiones políticas, al menos como regla gene-
ral, deben ser el resultado de un proceso democrático deliberativo para ser
legítimas, lo cual presupone entimemáticamente que las decisiones polí-
ticas deben ser legítimas; 2) para que un procedimiento sea suficiente-
mente democrático y deliberativo deben garantizarse determinadas pre-
condiciones; 3) para garantizar dichas precondiciones es necesario
implementar un conjunto determinado de políticas públicas que son al
menos una parte sustancial del objeto de controversia política que preten-
díamos zanjar mediante la toma de decisiones democráticas; de lo que se
deriva que 4) las decisiones de implementar estas políticas públicas, que
tendencialmente agotan el rango de decisiones políticas, no pueden ser
legítimas porque no pueden ser el fruto de un procedimiento democrático
deliberativo por razones conceptuales, puesto que están destinadas a hacer
posible el propio procedimiento. De modo que 4, dado 2 y 3, es incom-
patible con 1 123. Sólo las decisiones que se han deliberado democrática-
mente son legítimas pero para poder obtener decisiones deliberadas demo-
cráticamente necesito tomar determinadas decisiones previas que, a su vez,
para ser legítimas deberán ser deliberadas democráticamente. Lo cual nos
introduce en un círculo vicioso del que resulta difícil salir. Como sucede
con otras paradojas, su estructura básica no consiste en un problema de
auto-referencia, como podría parecer a primera vista, sino en un problema
de circularidad 124.
Pero este callejón circular posee otra particularidad, y es que parece
conducirnos a una situación de dilema. Si aceptamos la paradoja, debe-

122
SAINSBURY, 1995: 1.
123
La incompatibilidad es cuanto menos pragmática. Y si aceptamos la cláusula kantiana del
«debe implica puede», también lo es lógica. La razón de ello es que la premisa 1 es normativa (en
virtud de que el concepto de legitimidad es normativo, que de hecho es el motivo por el cuál la
premisa 1, tal y como ha sido definida aquí, presupone entimemáticamente que las decisiones polí-
ticas deben ser legítimas) y la conclusión 4 es una proposición, así que no hay contradicción lógica
a menos que presupongamos la premisa kantiana. Nótese que aunque digo que las decisiones no
pueden ser legítimas por razones conceptuales, la incompatibilidad entre 1 y 4 es en principio sólo
pragmática porque se da entre una prescripción y una proposición. De todos modos, una incom-
patibilidad pragmática es suficiente es este caso para mostrar la existencia de una paradoja.
124
Así lo advierte SAINSBURY respecto a la paradoja del mentiroso refiriéndose a la circula-
ridad indexical que remite en última instancia a la idea de RUSSELL del principio del círculo vicioso.
Véase SAINSBURY, 1995: 121-126.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 120

120 JOSÉ LUIS MARTÍ

mos entonces elegir entre (A) sacrificar una parte mayor o menor de la
legitimidad del procedimiento de toma de decisiones (y por lo tanto de la
legitimidad resultante de sus decisiones) en aras de una mayor apertura
del rango de decisiones posibles y (B) sacrificar una parte del uso del pro-
cedimiento democrático, vetando determinadas cuestiones a la decisión
democrática, en aras de proteger la legitimidad y el propio valor del pro-
cedimiento, en donde A y B parecen constituir los dos cuernos del dilema.
No obstante, no podemos hablar propiamente de un dilema, ya que la elec-
ción no es entre dos valores intrínsecos y lógicamente independientes, sino
entre un valor intrínseco (la democracia) y un valor instrumental que es
condición necesaria del primero (las precondiciones de la democracia), de
modo que los dos cuernos del dilema no son lógicamente independientes.
Al contrario, valoramos la satisfacción de las precondiciones porque valo-
ramos la democracia, pero a su vez la democracia requiere de la satisfac-
ción de las precondiciones para ser también valiosa. Ninguno de los cuer-
nos del dilema posee valor sin el otro, y ambos son incompatibles entre
sí. Así que, a diferencia de lo que ocurre típicamente en los dilemas, no
es únicamente que la elección de un cuerno frente al otro implique siem-
pre algún tipo de pérdida, sino que cualquier elección supone la pérdida
del único valor que se halla detrás del problema, el democrático. Por ello
este aparente dilema nos retorna a una conclusión paradójica. Se trata, a
lo sumo, de un dilema atípico, sobre el que volveré más adelante 125.
Una paradoja es, como ya he dicho, una conclusión inaceptable porque
parece entrar en contradicción con las premisas aparentemente verdade-
ras que aparentemente la implican. Ante una paradoja caben, pues, dos
actitudes distintas. O bien asumimos que al menos algunas paradojas son
irresolubles, lo cual supone violentar alguno de los axiomas clásicos de la
lógica, como el de no-contradicción, o bien afirmamos que toda paradoja
encubre un error oculto en el razonamiento o en las premisas que permite
explicar la aparente contradicción, de modo que no existen verdaderas
paradojas, y nuestro reto consistirá entonces en descifrar cuál es dicho
error. Una paradoja, a su vez, se puede disolver de tres formas: o la con-
clusión no es realmente inaceptable en el sentido de que no es «realmente»
incompatible con las premisas, o las premisas no son verdaderas, como
parecen, o bien el razonamiento lógico es incorrecto, de modo que la con-
clusión no se sigue de dichas premisas.
En la reconstrucción que yo he hecho de la paradoja de las precondi-
ciones, me parece claro que la conclusión 4 es incompatible con la pre-

125
Esta estructura es idéntica a la de otra paradoja fundamental del pensamiento democrá-
tico, que analizaré en el próximo capítulo, la paradoja de la legitimidad entre los valores proce-
dimentales y los sustantivos. Véanse los apartados 1 y 2 del capítulo IV.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 121

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 121

misa 1. Y, a su vez, las premisas 2 y 3 me parecen indiscutibles, de modo


que la única premisa que podríamos desafiar es la 1, esto es, la que otorga
valor a la democracia deliberativa como procedimiento legítimo de toma
de decisiones y aspira a que todas las decisiones posean legitimidad. Sin
embargo, no voy a tomar en consideración esta posibilidad aquí dado que
mi objetivo es buscar una solución compatible con el propio modelo de la
democracia deliberativa. De modo que las dos primeras opciones de diso-
lución de la paradoja no son muy prometedoras. La tercera posibilidad
consiste en desafiar el razonamiento, esto es, en sostener que de 1, 2 y 3
no se deriva necesariamente 4. Y ésta es la estrategia seguida por la mayo-
ría de los autores que han abordado este problema, entre ellos el propio
NINO. A continuación presentaré lo que llamo la estrategia del equilibrio
gradual, señalando a su vez los diversos problemas que encuentro en la
misma y que me llevan a descartarla como solución de la paradoja.
Algunos deliberativistas han intentado superar la paradoja convirtiendo
el círculo vicioso de las precondiciones en un círculo virtuoso, apelando
en primer lugar a la auto-referencia (self-reflection) y el carácter continuo
(ongoing) del procedimiento democrático deliberativo, que son, como ya
hemos visto, principios estructurales del mismo. Podemos revisar mediante
el procedimiento democrático uno a uno los principios que le sostienen y
sus precondiciones, siempre y cuando no desafiemos todos a la vez. De
este modo, aunque las premisas 1, 2 y 3 de nuestro razonamiento se man-
tienen, no se da 4, ya que no es cierto que la decisión última respecto a la
implementación de las precondiciones sea necesariamente no-democrá-
tica. Al contrario, cualquier precondición del procedimiento es suscepti-
ble de revisión democrática en cualquier momento, de modo que la garan-
tía de determinados principios sustantivos no tiene por qué ser un problema
necesariamente en términos de valor democrático.
Sin embargo, así planteada la estrategia, lejos de ser una solución para
el círculo vicioso o para la paradoja, agrava tales problemas y los mues-
tra todavía con mayor nitidez. Si en t1 creemos que los principios consti-
tutivos de la democracia son A, B y C, y con la intención de establecer un
sistema democrático nos aseguramos de garantizar todas las precondicio-
nes de A, B y C, cuando en un momento posterior t2 intentamos desafiar
el principio C porque estamos persuadidos de que en realidad la demo-
cracia se constituye por A, B y D, sucederá una de estas dos cosas (si pre-
suponemos, para simplificar el argumento, que una de las dos concepcio-
nes es «la correcta»): o bien la concepción 1 de la democracia (como
A+B+C) es preferible desde el punto de vista normativo, y entonces nues-
tra revisión en t2 del principio C será democrática (porque se tomó siguiendo
el procedimiento A+B+C), pero incorrecta porque destruirá la democra-
cia, al menos tal y como se entiende desde dicha concepción preferible; o
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 122

122 JOSÉ LUIS MARTÍ

bien es preferible la concepción 2 (A+B+D), con lo cual la decisión de


revisión en t2 será correcta sustantivamente, pero no democrática (puesto
que se siguió un procedimiento al menos parcialmente distinto al demo-
crático).
Por ello la estrategia va más allá y sostiene que el ideal de democracia
es gradual, y que más que pretender implementarlo completamente desde
el principio (algo que probablemente resulte imposible), nuestra aspiración
debe limitarse a alcanzar un umbral mínimo de democracia que pueda ser
superado progresivamente con el paso del tiempo. Es decir, que podemos
buscar un equilibrio alcanzando ciertas precondiciones en un grado mínimo
suficiente como para poder hablar de democracia en dicho grado mínimo,
y utilizar entonces ese mismo procedimiento democrático mínimo ya alcan-
zado para tomar decisiones acerca de cuáles son los caminos por los que
debemos continuar en nuestra búsqueda del ideal y, en su caso, cuáles son
los que debemos desandar. En otras palabras, se trata de un equilibrio gra-
dual que permite una implementación progresiva del ideal democrático a
la vez que la restricción que imponen las precondiciones sobre el rango de
decisión democrática se atenúa o incluso deja de ser relevante, en la medida
en que el propio procedimiento democrático es el que progresivamente
genera las pautas de garantía de las precondiciones que deben respetarse
en el futuro. Así lo planteaba con total claridad el propio NINO:
«Sin embargo, la paradoja puede evitarse debido a que la concepción epis-
témica de la democracia provee un modo de alcanzar un equilibrio entre sus
prerrequisitos y su funcionamiento real. No debemos tratar de perfeccionar
al máximo el procedimiento democrático por medio del fortalecimiento
extremo de sus precondiciones, de modo que el alcance de su acción se reduzca
a punto tal que éste sólo se refiera a cuestiones de coordinación como la de
la dirección del tránsito. [...]
De este modo, debemos basarnos en el supuesto de que el valor episté-
mico de la democracia no es todo o nada, sino gradual. La falta de la satis-
facción completa de las condiciones a priori puede privar a la democracia de
algún grado de valor epistémico aunque no de su totalidad. Sin embargo, el
sistema puede aún gozar de un considerable valor epistémico» 126.

126
NINO, 1996: 193 y 194, prosigue: «Mientras que el punto exacto de medida puede ser
difícil de determinar, la línea divisoria debería trazarse a partir de comparar la democracia con
otros procedimientos de toma de decisiones colectivas. [...] Hay una cierta línea por debajo de la
cual el proceso democrático pierde toda capacidad de mejorarse a sí mismo. Por sobre esa línea,
la democracia se realimenta a sí misma, trabajando por el logro de sus propias precondiciones. La
línea, repito, es fijada por comparación con métodos alternativos de toma de decisiones, inclu-
yendo nuestra propia reflexión». Por supuesto que esta respuesta deja abiertos algunos interro-
gantes. Por ejemplo, ¿qué significa exactamente que el punto exacto en el que se debe trazar la
«línea divisoria» depende de la comparación de la democracia con otros procedimientos de toma
de decisiones colectivas? ¿Cuál es el criterio concreto para identificar el punto de equilibrio? Pero
no voy a ocuparme de ellos aquí.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 123

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 123

Ahora bien, la estrategia del equilibrio gradual no disuelve en ningún


sentido la paradoja de las precondiciones. Para comprender exactamente
la razón de este fracaso, debemos examinar un planteamiento más fino del
funcionamiento de dicha propuesta 127. Supongamos que el procedimiento
democrático (PD) se define por A + B + C 128, que el umbral mínimo exi-
gible para afirmar que un procedimiento es democrático en grado sufi-
ciente es de un 60 por 100 para las tres propiedades, y que en un momento
t1 hemos logrado establecer un procedimiento democrático que justo alcanza
dicho umbral, que denominaré PD1. Esto significa que las decisiones toma-
das mediante dicho procedimiento tendrán también una legitimidad del 60
por 100. Supongamos ahora que en un momento t2, y siguiendo el proce-
dimiento PD1, tomamos una primera decisión política, a la que podemos
llamar L1, que posee también una legitimidad del 60 por 100, ya que es
el resultado de PD1.
Ahora bien, supongamos que la decisión L1, tras un intenso debate en
torno al funcionamiento del propio PD1 que permite el hecho de que este
tipo de procedimientos sean auto-referentes, consiste precisamente en tomar
todas aquellas medidas políticas que eleven el umbral mínimo al 65 por
100, porque los ciudadanos se han dado cuenta de que aceptar un grado
de consecución del ideal democrático inferior a éste resulta inaceptable
desde el punto de vista normativo. Esto es, L1 establece un nuevo proce-
dimiento democrático, PD2, con un grado de legitimidad del 65 por 100,
y ciertamente distinto y más ambicioso que PD1. Lo que sucede entonces
es que L1 no es una decisión democrática, o no lo es al menos en un grado
suficientemente aceptable según la creencia de los propios ciudadanos que
han participado en tomarla, debido a que su grado de legitimidad era del
60 por 100, mientras que el nuevo umbral mínimo se sitúa en el 65 por
100. Y lo que es más importante, el hecho de que el umbral mínimo de
consecución de las precondiciones sea del 65 por 100 hace que el rango
de las decisiones admisibles sea necesariamente menor, ya que el tipo de
políticas que permiten pasar de una implementación del ideal al 60 por

127
Daré por supuesto que podemos medir con exactitud el grado de consecución de las pre-
condiciones de la democracia (deliberativa), algo que en realidad es empíricamente imposible, ya
que presupondría entre otras cosas un conocimiento completo de las circunstancias que harían
posible la implementación completa del ideal, es decir, de las condiciones que permiten afirmar
que se ha implementado un modelo ideal en un 100 por 100, además de contar con instrumentos
altamente sofisticados y complejos para medir con precisión los grados de consecución de cada
propiedad. Supondré también que conocemos cuáles son dichas precondiciones y que contamos
con un criterio de identificación del grado mínimo de consecución de las precondiciones que esta-
blece el umbral de legitimidad política. Presupondré ambas cosas con finalidades únicamente teó-
ricas.
128
Recordemos que cuando hablo de consecución de las precondiciones en realidad me refiero
tanto a la consecución de los principios estructurales de la democracia, como a las precondicio-
nes en sentido estricto de cada uno de estos principios.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 124

124 JOSÉ LUIS MARTÍ

100 a una al 65 por 100 se han convertido en precondiciones de la legiti-


midad del procedimiento.
Y esto nos remite a la paradoja de la auto-destrucción de la democra-
cia: o admitimos que las decisiones democráticas que destruyen el funda-
mento de la propia democracia son admisibles, y que por lo tanto puede
ser legítima una decisión que establezca la disolución permanente de los
procedimientos democráticos, o admitimos que el rango de decisiones
admisibles en t2 es menor que en t1, y que ese es el precio que debemos
pagar por incrementar la legitimidad del procedimiento de toma de deci-
siones. En definitiva, o aceptamos la tesis contraintuitiva de que alguien
puede autónomamente decidir convertirse en esclavo, o aceptamos la inevi-
tabilidad de la paradoja de las precondiciones.
El defensor de la estrategia del equilibrio dirá que el umbral mínimo no
tiene por qué desplazarse, que puede limitarse a establecer la frontera de lo
democrático, y que aparece un segundo umbral referido únicamente al incre-
mento de legitimidad de los procedimientos democráticos. De modo que el
65 por 100 es la nueva cota de legitimidad aceptable, si bien una decisión
seguirá siendo democrática cuando el procedimiento utilizado para tomarla
haya cumplido con sus precondiciones al menos en un 60 por 100 (el umbral
mínimo). Se trata de algo así como de mantener unos requisitos mínimos
de democracia razonablemente bajos a la vez que nos mostramos ambicio-
sos con el grado de legitimidad exigible, siempre que entendamos este último
como una especie de lujo. Pero la paradoja persiste respecto a este nuevo
umbral, ya que la decisión democrática que incrementa la legitimidad del
propio sistema democrático (L1) siempre tendrá menor legitimidad que cual-
quier otra decisión futura tomada ya mediante el procedimiento PD2. La
paradoja de las precondiciones de la democracia se convierte entonces en
la paradoja de las precondiciones de la democracia más legítima.
Lo que resulta inevitable en cualquier caso es que poner en práctica
las medidas pertinentes para garantizar el cumplimiento de unas determi-
nadas precondiciones, o de un grado determinado de las mismas, implica
necesariamente anticipar algunas de las decisiones que podrían tomarse
en un momento posterior. Si en dicho momento posterior se considera que
efectivamente estas decisiones estaban encaminadas a cumplir mejor algu-
nas precondiciones del procedimiento democrático, entonces resultarán
intocables y el rango de decisiones posibles quedará reducido. Si en cambio
se da marcha atrás a estas medidas concretas, estaremos sacrificando una
parte de la legitimidad democrática del sistema 129. O negamos que exista

129
En realidad, cualquier decisión política correcta precluye en algún sentido decisiones futu-
ras, porque si realmente era correcta cualquier otra decisión posterior debe ser incorrecta, y por
lo tanto resulta inaceptable. Y esto nos conduce a otra paradoja de la autonomía, la paradoja libe-
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 125

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 125

una paradoja en el hecho de que la democracia pueda destruirse a sí misma


(o pueda socavar su legitimidad), o asumimos que no hay solución a la
paradoja de las precondiciones.
Todo apunta entonces a que no hemos logrado encontrar una solución
a la paradoja. De modo que nos hallamos en lo que parece un callejón sin
salida. Que la estrategia del equilibrio gradual no consiga disolver la para-
doja no quiere decir que no tenga ningún valor. Al contrario, creo que nos
proporciona el mejor criterio para afrontar las consecuencias de la para-
doja. Si admitimos, al menos provisionalmente, que la paradoja no tiene
solución, entonces nos encontraremos aparentemente ante una situación
de dilema. Si no puedo evitar la conclusión de la paradoja, y dado que
sigo valorando la democracia como procedimiento de toma de decisiones,
deberé elegir entre una mayor realización de las precondiciones de la demo-
cracia y un mayor rango de decisiones democráticas admisibles, en una
especie de dilema atípico. Y es en este punto en el que la tesis del equili-
brio de NINO puede ser de gran utilidad. Antes he mencionado que la para-
doja de las precondiciones de la democracia tiene un equivalente referido
a la autonomía individual. Veamos un ejemplo en este último ámbito que
tal vez ayude a clarificar lo que creo que la tesis del equilibrio puede con-
seguir, así como a desdramatizar las conclusiones de este trabajo.
Yo sé que una condición necesaria del ejercicio de mi libertad es estar
vivo. Si quiero ser libre, debo asegurar en la medida de lo posible un con-
junto de precondiciones entre la que se encuentra sin duda la conserva-
ción de mi vida. A su vez, soy consciente de que muchos cursos de acción
presentes ponen en grave peligro algunas de estas condiciones. Por ejem-
plo, sé que competir en carreras de motociclismo o fumar un paquete de
cigarrillos diario son dos actividades que incrementan el riesgo de morir
a corto o medio plazo. Por otra parte, sé que no practicar ningún deporte
con regularidad y no llevar una dieta equilibrada son dos factores que muy
probablemente acortan mi vida 130. Para maximizar las condiciones del ejer-
cicio de mi libertad futura, yo debería dejar de competir en carreras, de
fumar, y comenzar a hacer deporte y comer equilibradamente. Pero esto
significa limitar drásticamente mi libertad presente, porque descarta algu-
nos planes de vida posibles.
ral de SEN. Nótese, no obstante, que no es esto a lo que apunta la paradoja de las precondicio-
nes. Lo que se afirma es que para poder afirmar que un procedimiento de toma de decisiones es
democrático, o bien que un procedimiento democrático es legítimo en un grado aceptable, deben
cumplirse con determinadas precondiciones que, por definición, si no las cumplimos, lesionan la
legitimidad del procedimiento. Así que estamos constreñidos a cumplirlas y cualquier decisión en
contrario resulta inaceptable.
130
En el caso de fumar, además, sé que la decisión de seguir fumando es probablemente
menos autónoma que lo fue la de comenzar a hacerlo, que la opción de dejar de fumar es muy
difícil de poner en práctica, y que la opción de fumar moderadamente no está ya disponible, en
los tres casos por culpa de la akrasia que rodea mi consumo de tabaco.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 126

126 JOSÉ LUIS MARTÍ

Éste es un problema evidente e inevitable en todo ejercicio de la auto-


nomía. Sin embargo, no por ello dejamos de otorgar valor a la autonomía
ni nos vemos paralizados a la hora de tomar decisiones. Lo que la mayo-
ría de nosotros hacemos en nuestras vidas es, en efecto, buscar un cierto
equilibrio entre la satisfacción de determinadas precondiciones de nues-
tra autonomía y la satisfacción de nuestros planes de vida presentes. Por
supuesto que en el caso de la democracia y las decisiones políticas, la pre-
gunta clave vuelve a ser quién y con qué criterio debe establecer el punto
de equilibrio que debemos seguir. Y me inclino a pensar que la respuesta
no puede ser otra que la del conjunto de la ciudadanía a través de un pro-
cedimiento democrático. Esto puede parecer paradójico pero el argumento
para preferir esta solución es sencillo: si la cuestión de la determinación
del punto de equilibrio también tiene una respuesta correcta para cada con-
texto determinado, entonces asumiendo que el procedimiento deliberativo
posee valor epistémico, también debe tenerlo respecto a este tipo de cues-
tiones. Además, cualquier otra alternativa supone dejar en manos de unos
pocos la imposición de dichos límites al procedimiento y ofrece, en gene-
ral, menos garantías de que la solución finalmente adoptada respete los
propios valores que subyacen al proceso. El propio procedimiento demo-
crático deliberativo debe ser el que trace sus propios límites, el que busque
el punto de equilibrio entre la garantía de las precondiciones del proceso
y el espacio de deliberación. Es cierto que esto nos devuelve al callejón
circular. Pero no debemos engañarnos al respecto. El círculo es inevita-
ble. Lo que debemos procurar es que dicho círculo sea lo más virtuoso
posible.
La existencia de la paradoja no implica ninguna tragedia para la forma
en que pensamos acerca de la democracia deliberativa o de la autonomía
en general (sea pública o privada). Tal vez la paradoja sea sólo aparente,
y en algún momento logremos descifrarla. Tal vez los dialeteístas racio-
nales que sostienen que algunas paradojas no tienen solución y que por lo
tanto es racional creer que algunas contradicciones son verdaderas tengan
razón 131, de modo que cualquier intento de superar estas paradojas sea
vano. No hay duda de que las paradojas muestran un fracaso (puntual) de
nuestro entendimiento y de nuestro lenguaje. Y ciertamente, la paradoja
de las precondiciones de la democracia representa lo que BAYÓN, tomando
prestada la expresión de Isaiah BERLIN, califica como un «hecho intelec-
tualmente incómodo» 132. He intentado presentar, no una solución, pero sí
la que considero la mejor estrategia para afrontar la paradoja, inspirada en

131
Sobre las tesis del dialeteísmo racional, véase SAINSBURY, 1995: 135-144. Como el mismo
SAINSBURY advierte, no hemos encontrado todavía ningún argumento concluyente contra esta posi-
ción que, por otra parte, parece desafiar tan fuertemente nuestras intuiciones generales.
132
BAYÓN, 2004: 78.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 127

LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 127

las ideas de NINO. Y no debemos olvidar que, como señaló Robert KOONS,
«el descubrimiento de paradojas es una de las tareas más importantes para
el filósofo, ya que a través de ellas nos hacemos conscientes de algunas
deficiencias de nuestra concepción ingenua de un concepto relevante
[...]» 133. Yo he querido no sólo mostrar la paradoja, sino iniciar también
un análisis riguroso de su estructura. Por el momento, esto es todo lo que
podemos hacer. Como veremos a continuación, en los primeros capítulos
de la Segunda Parte del libro, cuando pensamos en la legitimidad política
desde los valores de la autonomía y la democracia emerge una paradoja
muy similar a la que acabo de analizar, así que parte de lo que hemos visto
aquí será también aplicable allí.

133
KOONS, 1992: 8.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 128
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 129

SEGUNDA PARTE
LA JUSTIFICACIÓN
DE UNA REPÚBLICA
DELIBERATIVA FRENTE
AL ELITISMO DEMOCRÁTICO
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 130
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 131

«Generalizando el caso anterior, podríamos inferir


que todas las formas tienen su virtud en sí mismas, y no
en un contenido conjetural».
Jorge Luis BORGES, «La muralla y los libros»,
Otras Inquisiciones, 1952.

Uno de los puntos más controvertidos de todo modelo teórico político


(y, en general, de todo modelo teórico) es el de su justificación. En la pri-
mera parte de este libro he tratado de presentar los rasgos fundamentales
de la democracia deliberativa, como modelo general y relativamente uni-
tario, dejando a un lado las complejas cuestiones que conciernen a su jus-
tificación. En esta segunda parte analizaré las principales razones que se
han esgrimido en la literatura en favor de la democracia deliberativa y tra-
taré de reconstruir la que a mi juicio funciona como la más poderosa jus-
tificación del modelo. Comenzaremos viendo algunos problemas genera-
les concernientes al concepto de legitimidad política, concretamente la
existencia de una compleja e inescapable paradoja entre los valores pro-
cedimentales y sustantivos de la toma de decisiones y de un difícil y pecu-
liar dilema práctico a raíz de dicha paradoja. Todo ello en el capítulo IV.
Más adelante, en el V, explicaré por qué la democracia deliberativa ofrece
la mejor respuesta a estos problemas, y cuáles son los mejores argumen-
tos que justifican el modelo general, junto con algunas primeras conside-
raciones en favor de la república deliberativa, como la mejor versión del
mismo. En el capítulo VI presentaré las dos principales concepciones de
la democracia deliberativa, la republicana y la elitista, e intentaré defen-
der la primera de ellas basándome en los propios argumentos generales
presentados en el capítulo anterior. Las cuestiones del diseño institucio-
nal y las propuestas concretas de reforma política que se derivan de dicho
modelo deberán esperar a la tercera y última parte de este libro.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 132
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 133

CAPÍTULO IV
LA LEGITIMIDAD
DE LAS DECISIONES POLÍTICAS

«Y ¿no tiene dos caras la forma? ¿No es moral e


inmoral al mismo tiempo? ¿Moral en cuanto resultado y
expresión de cierta disciplina, pero inmoral —e incluso
antimoral— en la medida en que por naturaleza implica
una indiferencia ética y aspira esencialmente a sojuzgar
la moral bajo su altivo e ilimitado cetro?».

Thomas MANN, La muerte en Venecia, 1912.

La democracia deliberativa, como ya indiqué en los capítulos ante-


riores, es básicamente un modelo de legitimidad de las decisiones polí-
ticas. De forma general, una decisión política es legítima si y sólo si es
el resultado de un procedimiento democrático deliberativo 1. O mejor
dicho, y dado que el modelo es un ideal regulativo, una decisión polí-
tica es más legítima cuanto más democrático y deliberativo haya sido el
procedimiento utilizado para tomarla. Esto convierte a la democracia
deliberativa, al menos aparentemente, en una teoría procedimental de la
legitimidad política. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla. Una tesis
ampliamente compartida por los defensores del modelo es que la demo-

1
Este punto es reconocido de manera unánime por todos los deliberativistas. Véanse, como
ejemplo, MANIN, 1987: 351-359; COHEN, 1989a: 17-22; MICHELMAN, 1989: 317; BENHABIB, 1989,
1994: 26, y 1996; ESTLUND, 1993a: 1469; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 4, y 2004: 3; BOHMAN,
1996: 4 y 5, y 1998: 401 y 402.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 134

134 JOSÉ LUIS MARTÍ

cracia deliberativa consigue reunir valores procedimentales y sustanti-


vos al mismo tiempo, esto es, que se trata simultáneamente de una teoría
procedimental y sustantiva de la legitimidad 2. En este sentido, se pre-
tende presentar el modelo democrático deliberativo como la superación
de un conflicto clásico en el pensamiento político entre ambos tipos de
ideales o justificaciones, que permitiría aglutinar armónicamente todos
los aspectos que consideramos valiosos en una toma de decisiones. La
democracia y las libertades básicas, los procedimientos legítimos y los
valores que esperamos honrar mediante tales procedimientos o los que
justamente los hacen legítimos, la autonomía pública y la autonomía pri-
vada, en definitiva, el procedimiento y la sustancia, quedan igualmente
protegidos por la democracia deliberativa, una vez que comprendemos
que ninguno de ellos puede gozar de prioridad sobre el otro y que ambos
son irrenunciables.
No obstante, considero que esta línea central de pensamiento del
modelo democrático deliberativo está parcialmente equivocada, básica-
mente por ignorar que, si bien es cierto que cuando pensamos en la legi-
timidad política, al menos desde una óptica liberal en sentido amplio, no
podemos renunciar ni a los valores procedimentales ni a los sustantivos,
cualquier intento de conciliarlos debe afrontar la existencia de una pecu-
liar paradoja que afecta tal concepción de la legitimidad. Y es que aunque
los valores democráticos (la idea de soberanía popular o autogobierno) y
los valores liberales de autonomía privada e igualdad (representados por
los derechos fundamentales o por una concepción normativa del consti-
tucionalismo) en cierta medida se presuponen mutuamente por razones
conceptuales, también entran en conflicto entre sí, a la vez que impiden
cualquier priorización o jerarquización. Intentaré mostrar que esta para-
doja es inescapable y que su aceptación nos conduce a un arduo dilema,
de modo que se repite una estructura que ya tuvimos ocasión de analizar
en el capítulo anterior con respecto a la paradoja de las precondiciones.
La democracia deliberativa, en efecto, ofrece una respuesta a aquellos que
se enfrentan con el dilema, pero sus defensores se equivocan en creer que
puede igualmente resolver la paradoja. Ahora bien, como la paradoja es
un problema filosófico crucial que atenaza a cualquier concepción demo-
crática-liberal, y ninguna de ellas posee una solución satisfactoria, defen-
deré que la democracia deliberativa no debe sonrojarse por no ser capaz
de superarla. Es más honesto, en mi opinión, asumir su existencia y com-
prender entonces más fielmente el alcance del modelo de legitimidad de
la democracia deliberativa. Sólo así estaremos en disposición de abordar

2
Lo exponen con mucha claridad COHEN, 1994 y 1996; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 26-
39, y 2004: 23-26; y HABERMAS, 2001 y 2003.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 135

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 135

con posibilidades de éxito su justificación, que será tarea ya del próximo


capítulo 3.

1. PROCEDIMIENTO Y SUSTANCIA DE LA LEGITIMIDAD


POLÍTICA

Para presentar adecuadamente el problema de la paradoja entre pro-


cedimentalismo y sustantivismo de la legitimidad política al que se
enfrenta la democracia deliberativa necesitaré ampliar un poco mi visión,
abandonando provisionalmente el modelo, y acudir a las teorías genera-
les de la legitimidad. O, mejor, a un aspecto concreto de éstas. La noción
de legitimidad política es polisémica, dependiente de muchas otras dis-
cusiones generales de la filosofía política, y siempre compleja. Se rela-
ciona estrechamente, por ejemplo, con una teoría de la autoridad polí-
tica, una teoría del Estado, una teoría de la relación entre moral y política
(y entre moral y derecho), una teoría del carácter práctico y la fuerza vin-
culante de las decisiones políticas (o jurídicas), una teoría de las rela-
ciones y vínculos sociales (que incluya una concepción determinada del
ser humano y de sus motivaciones e intereses), etc. Por supuesto no voy
a abordar aquí el análisis de estas cuestiones, como no pretendo tampoco
construir una teoría completa de la legitimidad. Pero quiero explicar qué
es lo que hace irrenunciables a los valores procedimentales y a los sus-
tantivos desde el punto de vista liberal-democrático y, en definitiva, cómo
surge y en qué consiste la paradoja mencionada, y para ello es necesaria
alguna especificación previa, aunque reconozco que no están exentas de
polémica.
La legitimidad política, al menos en el sentido relevante a estos efec-
tos, es un concepto normativo. Decir que una decisión política determi-
nada (o una estructura institucional de decisión determinada) es legítima
es otorgarle una valoración positiva del algún tipo. Necesitamos el con-
cepto de legitimidad, entonces, para distinguir las decisiones políticas
«buenas» de las «malas», las «correctas» de las «incorrectas». Y está implí-
cita nuestra aspiración, por lo tanto, de que todas las decisiones políticas
(o todas las estructuras de decisión política) sean legítimas. Un ideal de
gobierno es entre otras cosas un modelo de legitimidad de las decisiones
políticas al que debemos tender en la medida de lo posible. De modo que
un criterio de legitimidad no es únicamente un criterio clasificatorio de las
decisiones políticas (o de las estructuras institucionales de decisión), sino
que incorpora claramente una dimensión práctica, incorpora, en algún sen-

3
Una versión anterior de este capítulo, con las mismas tesis pero presentadas de forma dis-
tinta y con alguna modificación también sustantiva, apareció publicada en MARTÍ, 2005b.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 136

136 JOSÉ LUIS MARTÍ

tido, prescripciones político-morales 4. Y, aunque esto ya forma parte de


una fase posterior de diseño institucional, y por lo tanto es contingente,
presupondré que tales prescripciones adoptan la forma de un esquema de
derechos y deberes.
A pesar de que las siguientes afirmaciones no son pacíficas en la lite-
ratura sobre la legitimidad política, asumiré en este trabajo que a) el objeto
básico de la legitimidad es la decisión política particular (cada una de ellas
por separado) y que una estructura institucional de decisión es legítima
sólo si es adecuada a los fines de producir decisiones políticas legítimas 5;
y que b) decir que una decisión política es legítima es aceptar que se trata
de una decisión válida desde el punto de vista político-moral 6 y de ahí se
deriva un deber de respetarla, aun cuando no estemos de acuerdo con ella 7.
Precisamente, una de las circunstancias de la política es el hecho del plu-
ralismo y los desacuerdos 8, que es también una de las circunstancias de la
legitimidad política 9. Sólo tiene sentido preguntarse acerca de la legitimi-
dad política en circunstancias de desacuerdo y, entonces, por definición,
toda decisión legítima será vista como ilegítima por al menos un sector de
la sociedad. Por otra parte, aunque no estoy seguro de que se derive con-
ceptualmente una cosa de la otra, en este trabajo presupondré que c) el
deber general de respetar las decisiones políticas legítimas se instancia en
el deber concreto de obedecerlas 10, un deber que también posee naturaleza

4
En mi opinión, decir que una ley es (políticamente) legítima es una calificación normativa
que añade algo a la de que es jurídicamente válida. Probablemente la validez jurídica sea una con-
dición necesaria de la legitimidad política, aunque no me interesa entrar en esta discusión ahora.
Lo que es seguro es que en cualquiera de los sentidos en los que utilizamos habitualmente la
noción de legitimidad política, distinguimos entre leyes legítimas e ilegítimas, como hacemos entre
derecho justo e injusto. Y en la medida en que la legitimidad es, como ya he dicho, un concepto
normativo, la naturaleza de las prescripciones que la acompañan sólo puede ser político-moral.
5
Con ello me separo de la aproximación mayoritaria en la teoría de la legitimidad que entiende
que la pregunta básica es en cambio en qué condiciones son legítimos con carácter general un
Estado o gobierno determinados. Aunque considero que ambas aproximaciones son compatibles
y que de hecho sólo presentan prismas diversos de un mismo fenómeno, he preferido partir aquí
de la unidad más pequeña, la decisión particular, por la razón de que la democracia deliberativa
propone ante todo un procedimiento para tomar decisiones políticas con la intención de legitimar
dichas decisiones. Por otra parte, que una estructura institucional de decisión sea adecuada para
tomar decisiones políticas es evidentemente algo que merece mayor explicación, pero prefiero
dejar abiertas todavía las diversas interpretaciones alternativas.
6
Como he dicho en la nota 4, esta validez no puede ser meramente jurídica.
7
Del mismo modo que he dicho que una estructura institucional de decisión (o más amplia-
mente todavía, un gobierno) es legítima cuando es adecuada para tomar decisiones políticas legí-
timas, si la legitimidad de una decisión implica el deber de respetar dicha decisión, la legitimidad
de una estructura institucional de decisión (o un gobierno) implica un deber de respeto hacia dicha
estructura institucional y el reconocimiento de su autoridad. Esto es todavía muy amplio, pero
implicaría por ejemplo un deber al menos prima facie de no emprender una revolución, o de no
reformar la estructura institucional (a menos, claro, que sea para incrementar su legitimidad).
8
Véase la nota 75 del capítulo I y el texto que la acompaña.
9
Véase, por ejemplo, NAGEL, 1987.
10
No voy a profundizar el análisis de estas cuestiones aquí, pero entiendo que el deber de
respeto es más amplio que el deber de obediencia, lo cual nos permite decir que todas las deci-
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 137

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 137

político-moral 11. Dicho deber vincula a un conjunto de sujetos, definido


según la propiedad de ser destinatario (en sentido amplio) de la decisión
política, que a su vez depende de la propiedad de pertenencia a una comu-
nidad política determinada. Y, en este sentido, las prescripciones asocia-
das con la legitimidad d) presuponen un vínculo político previo habitual-
mente articulado a través de la idea de ciudadanía, y establecen una relación
en principio especial entre el ciudadano y las decisiones y estructura ins-
titucionales de su comunidad política 12. Finalmente, asumiré que e) la legi-
timidad de una decisión política, así como la de una estructura institucio-
nal de decisión (o la de un gobierno) no es una cuestión de todo o nada,
sino de grado. Puesto que concibo la legitimidad política como un ideal
regulativo, creo que las decisiones son más o menos legítimas en la medida
en que cumplan los criterios definidos por el ideal 13. Y las estructuras ins-
titucionales de decisión son también más o menos legítimas según lo ade-
cuadas que resulten para producir decisiones más legítimas.
La pregunta relevante en estos momentos es: ¿en qué consiste el ideal
de legitimidad de las decisiones políticas? O, más concretamente, ¿qué

siones políticas pueden ser legítimas o ilegítimas, y no sólo aquellas que establecen prescripcio-
nes, esto es, que imponen conductas. Una autoridad política puede tomar también decisiones de
otro tipo (declaraciones, definiciones, plantear estructuras de incentivos, convocar y otorgar pre-
mios, etc.) de las que no podríamos predicar deber de obediencia por razones conceptuales. Sólo
se pueden obedecer los mandatos. Pero estas otras decisiones, a menudo tan o más importantes
que las primeras, también deben ser respetadas cuando son legítimas. El deber general de respeto
a una estructura institucional de decisión implica además, como dije en la nota 7, el reconoci-
miento de autoridad política a tal estructura institucional. Por otra parte, este aspecto de la legiti-
midad vinculado con el deber de obediencia guarda relación también con otro problema que ha
generado recientemente una larga y compleja discusión, el de si el derecho ofrece o no «razones
para la acción». Por todos, véanse los excelentes trabajos de BAYÓN, 1991; y REDONDO, 1996.
11
En otras palabras, estoy asumiendo una concepción correlativista entre legitimidad y deber
de obediencia que ha sido defendida por algunos autores (por ejemplo, PITKIN, 1965 y 1966) y
criticada por otros (SIMMONS, 1981: 39-45). De todos modos, se trata de una polémica que no
debería afectar a mi argumento en este capítulo, y sólo he tomado partido con el objetivo de cla-
rificar mi exposición posterior. Por otra parte, adviértase que reconocer un deber de obediencia
no implica que dicho deber sea concluyente o absoluto, un deber all things considered. Nada impe-
diría decir que tenemos un deber únicamente relativo o provisional, es decir, prima facie, de obe-
diencia de las decisiones políticas legítimas que puede ser derrotado por otras consideraciones
morales bajo determinadas circunstancias.
12
Esta tesis tampoco es pacífica en la literatura. Según RAWLS, por ejemplo, la legitimidad
política está correlacionada con un deber general de justicia. Véase RAWLS, 1971: cap. VI. Y un
análisis de la tesis de RAWLS en SIMMONS, 1981: cap. VI.
13
Que la legitimidad sea gradual no debe resultar extraño. Otros autores, sin plantearse la
cuestión del ideal regulativo, han admitido esta tesis. Véase, por ejemplo, SIMMONS, 2001: 155 y
156, admitiendo que existen diversos grados de ilegitimidad. Es cierto que esto provoca una com-
plejidad añadida. Mientras que el respeto debido a las decisiones legítimas admite grados en pro-
porción al grado de legitimidad de las mismas, la obediencia de una decisión es una cuestión de
todo o nada. O debemos obedecer una decisión o no debemos obedecerla. No entraré a resolver
aquí este problema, aunque una forma de superarlo puede consistir en identificar un umbral mínimo
de legitimidad necesario para generar un deber de obediencia. Así, las decisiones más legítimas
merecen mayor respeto que se concreta de maneras diversas, pero todas las decisiones legítimas
por encima del umbral deben ser obedecidas.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 138

138 JOSÉ LUIS MARTÍ

criterios otorgan mayor legitimidad política a tales decisiones? Tradicio-


nalmente se han identificado tres tipos de criterios relacionados con tres
preguntas ulteriores distintas aunque estrechamente relacionadas entre sí:
(1) ¿Quién debe tomar las decisiones políticas? La cuestión de la
autoridad.
(2) ¿Cómo deben tomarse las decisiones políticas? La cuestión pro-
cedimental.
(3) ¿Cuál es el contenido justo o legítimo o correcto de las decisio-
nes políticas? La cuestión sustantiva.
Resulta tentador decir que no existe una noción única de legitimidad,
sino tres nociones distintas e irreducibles, una por cada cuestión de las
enunciadas. Nos evitaríamos todos los problemas que explicaré a conti-
nuación si dijéramos que la expresión «decisión política legítima» es ambi-
gua, y que puede querer decir tres cosas diversas: que quien tomó la deci-
sión tenía autoridad para hacerlo, que el órgano que la tomó siguió el
procedimiento correcto para tomarla, y que el contenido de dicha decisión
era sustantivamente correcto. Efectivamente son tres preguntas distintas,
como demuestra el hecho de que, al menos aparentemente, una decisión
puede ser sustantivamente correcta a pesar de haber sido tomada por alguien
no legitimado para hacerlo y habiendo seguido un procedimiento no apro-
piado; o una autoridad legítima que sigue un procedimiento correcto puede
en principio tomar una decisión incorrecta desde el punto de vista de su
contenido. Algunos pueden decir que la legitimidad política adolece de la
conocida ambigüedad proceso-producto y que resultaría nefasto confun-
dir ambos sentidos. No obstante, y aun reconociendo que se trata de cues-
tiones distintas, esta aproximación me parece condenada al fracaso, porque
olvida no sólo los usos corrientes del término «legitimidad política», sino
también la pretensión normativa del mismo como he venido definiéndola
hasta ahora. Cuando nos preguntamos si una decisión política es legítima,
o si lo es una estructura institucional determinada, queremos saber si genera
prescripciones político-morales como las mencionadas en el párrafo ante-
rior. Queremos saber si le debemos respeto, o más concretamente obe-
diencia. No nos satisface entonces una respuesta del tipo «¿en cuál de los
tres sentidos de legitimidad me estás preguntando?». En el ámbito polí-
tico presuponemos que hay una única noción de legitimidad, al menos en
el sentido relevante para lo que estoy discutiendo aquí.
Estoy de acuerdo en que, por ejemplo, cabe preguntarse todavía acerca
de la legitimidad de una decisión sustantivamente correcta, como cabe pre-
guntarse, de hecho, acerca de la legitimidad de una decisión tomada por
una autoridad legítima siguiendo el procedimiento correcto. Lo que demues-
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 139

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 139

tra esto es que la legitimidad no puede ser reducida a ninguna de estas


cuestiones por separado, no que existan tres sentidos distintos de legiti-
midad. La prueba definitiva de ello, que espero aclarar en lo que sigue de
este capítulo, es que contra lo que a primera vista podría parecer, estas
tres preguntas no son conceptualmente independientes por completo. Y
ello aunque, por ser distintos al menos parcialmente, los criterios con los
que respondemos a cada una de ellas pueden entrar en conflicto. Pero esto
ya es parte de la paradoja, que vendrá después. De momento admitamos
que ante el problema de la legitimidad cabrían de manera general tres posi-
ciones posibles: la que reduce la legitimidad a criterios únicamente pro-
cedimentales, que denominaré procedimentalismo radical, la que reduce
la legitimidad a criterios puramente sustantivos, que denominaré sustan-
tivismo radical, y la que intenta combinar ambos criterios, que denomi-
naré concepción mixta.
Comencemos con un ejemplo inventado y sencillo que nos sirva de
banco de pruebas de nuestras intuiciones. Imaginemos que diez náufragos
arriban a una isla desierta, en mitad del océano. Superado el shock inicial,
los diez saben que las posibilidades de ser rescatados son remotas, y que
deben ponerse manos a la obra para organizar su supervivencia (y su con-
vivencia, claro está). Por suerte, la isla, aunque deshabitada, cuenta con
vegetación y una mínima fauna, así que disponen de algunos recursos
(aunque limitados). Son conscientes de que se necesitan, de que sus inte-
reses son interdependientes, aunque potencialmente conflictivos. Se dan
las condiciones para una estructura de cooperación de tipo político. Pri-
mera cuestión: ¿cómo van a tomar las decisiones colectivas? Por supuesto
que no es irrelevante quién sea el que tome las decisiones, cómo las tome
o qué decisiones tome. Y así emerge la pregunta acerca de la legitimidad.
Con relativa independencia del criterio de la eficiencia, algunas decisio-
nes son aceptables y otras no.
Lo primero que deben decidir es quién va a dominar el grupo, quién
va a ser reconocido como autoridad. Supongamos que ninguno de ellos
está especialmente más capacitado que los demás para tomar decisiones
porque ninguno posee conocimientos especiales de supervivencia ni una
inteligencia tanto más privilegiada. Y como son pocos, y creen más o menos
en la igual dignidad y autonomía de las personas, resuelven constituirse,
como órgano colectivo, en autoridad política. Tampoco es irrelevante el
procedimiento que sigan para tomar las decisiones colectivas, y en aten-
ción a los mismos valores de igualdad, autonomía y dignidad, concluyen
que todos deben tener derecho a participar en la toma de decisiones y que
las opiniones de cada uno deben tener un mismo peso, al menos inicial,
sobre el resultado final. Acuerden entonces adoptar una regla de unani-
midad para asegurarse de que a nadie se le imponen decisiones en contra
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 140

140 JOSÉ LUIS MARTÍ

de su voluntad, o una regla de mayoría para ser más operativos, a la vez


que más respetuosos con el principio de igualdad política 14, y con abs-
tracción ahora de los detalles, habrán respondido a las cuestiones de la
autoridad y del procedimiento, que suelen estar muy vinculadas y por ello
suelen ser tratadas conjuntamente. En adelante, me referiré indistintamente
a la cuestión de la autoridad y a la cuestión procedimental en sentido
estricto como los aspectos procedimentales de la legitimidad.
Puede parecer que los diez náufragos ya han resuelto el problema de
la legitimidad de las decisiones colectivas. Pero ¿qué ocurre entonces si
una mayoría de ellos, pongamos de seis personas, toma una resolución a
todas luces injusta? ¿Qué sucedería si deciden, por ejemplo, sacrificar a
los dos náufragos ancianos porque suponen una carga para la comunidad,
y más tarde esclavizar a los otros dos obligándoles a cumplir con todas
las tareas, mientras ellos disfrutan de las playas de la isla? La minoría opri-
mida probablemente pensaría que tales decisiones son injustas, y que, en
algún sentido, son también ilegítimas. Es decir, nos encontraríamos ante
un caso de tiranía de la mayoría en el que la decisión mayoritaria contra-
viene los propios valores de dignidad e igual autonomía que previamente
habían considerado valiosos. «Una decisión así», podrían decir, «es cla-
ramente injusta, y si lo es, entonces no puede ser legítima». Estarían invo-
cando valores sustantivos asociados con la legitimidad, es decir, sería un
llamamiento a la tercera de las cuestiones previamente señaladas. Es más,
propondrían una reforma de los aspectos procedimentales a la luz de dichos
valores sustantivos. En definitiva, el ejemplo muestra abiertamente que
tenemos intuiciones diversas acerca de la legitimidad y que incluso dentro
de un mismo esquema básico de valores, aquellos que sustentan los pro-
pios ideales de democracia y autonomía individual, pueden existir con-
flictos entre los criterios procedimentales y sustantivos de toma de deci-
siones.
Pero será mejor que afinemos en el análisis de los valores procedi-
mentales y sustantivos respectivamente antes de aventurar algunas con-
clusiones. En primer lugar, puesto que nos interesa aquí el modelo de legi-
timidad de la democracia deliberativa, el marco argumental en el que nos
moveremos es el que ofrece la propia teoría de la democracia, así que cier-
tamente podemos dar por seguro que tanto la cuestión de la autoridad
como la cuestión del procedimiento son relevantes, y que los criterios que
escojamos para responderlas deben surgir de los valores democráticos de

14
Ya mencioné en el capítulo II que las reglas de unanimidad o de mayoría cualificada otor-
gan mayor peso a la opinión de la minoría que a la de la mayoría, con lo cual vulneran el princi-
pio de igualdad de influencia política. Véase la nota 22 y el texto que la acompaña en dicho capí-
tulo II.
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LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 141

la soberanía popular 15. El principio de dignidad, por ejemplo, exige que


todos los ciudadanos juntos conformen la autoridad política, sin exclu-
siones, en lugar de estar sometidos heterónomamente a una autoridad dis-
tinta a la de su propia voluntad. Y el principio de igualdad política, deri-
vado también de la noción de igual dignidad, requiere al menos que el
mecanismo de toma de decisiones permita a todos los ciudadanos una
igual participación con, idealmente, una igual capacidad de influencia
política, esto es, las mismas oportunidades de determinar la decisión final
que los demás. Por otra parte, el valor de la autonomía posee una dimen-
sión pública que exige proteger la autodeterminación entendida como el
derecho a participar en la toma de decisiones públicas. Esto implica al
menos dos cosas: i) el rechazo del sustantivismo radical, en tanto que
dicha posición tornaría irrelevantes las cuestiones de la autoridad y el pro-
cedimiento, y ii) que en caso de adoptar una concepción mixta, los crite-
rios sustantivos deberán honrar, entre otros, los valores que asociamos al
ideal democrático, como los mencionados de igual dignidad y autonomía
de todos los ciudadanos.
El procedimiento es, efectivamente, relevante, y también lo son enton-
ces los valores que justifican y fundamentan dicho procedimiento. De modo
que las tensiones entre los criterios procedimentales y los criterios sus-
tantivos de legitimidad pueden surgir, en una primera versión, como ten-
siones internas entre el procedimiento democrático y los valores sustanti-
vos que lo fundamentan. En ocasiones, una determinada decisión
procedimentalmente democrática puede vulnerar dichos valores de igual
dignidad y autonomía. O, a la inversa, aunque esta situación es mucho más
difícil, una decisión tomada mediante un procedimiento no democrático
puede llegar a ser altamente respetuosa de dichos valores democráticos
sustantivos, como por ejemplo una constitución no refrendada democráti-
camente pero que establece por primera vez en un país un sistema demo-
crático de gobierno. Y, en una segunda versión, las tensiones entre crite-
rios procedimentales y sustantivos pueden surgir también de la
contraposición del procedimiento democrático con otros valores sustanti-
vos completamente independientes de la democracia. Esto ocurre, por ejem-
plo, cuando una decisión democrática vulnera alguna obligación derivada
de la justicia distributiva (siempre que dicha vulneración no implique tam-
bién un menoscabo de los valores democráticos básicos), o cuando una
decisión tomada mediante un procedimiento no democrático establece

15
Como afirma Joshua COHEN, «la idea fundamental de la legitimidad democrática es que
la autorización para ejercer el poder del Estado debe emanar de las decisiones colectivas de los
miembros de una sociedad que son gobernados por este poder». (COHEN, 1996: 407). El derecho
de participación política no es sólo un derecho más entre los derechos básicos, sino «the right of
rights» (WALDRON, 1999a: 232-254).
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 142

142 JOSÉ LUIS MARTÍ

medidas de distribución justas. En ambos casos, tanto si los valores sus-


tantivos con los que colisionan los procedimentales son en sí mismos demo-
cráticos o si son completamente independientes de estos, las tensiones
entre unos y otros suele adoptar la forma de conflicto entre la democra-
cia y los derechos fundamentales, o entre el ideal de soberanía popular y
el de constitucionalismo 16. Aunque otra manera de verlo es, como HABER-
MAS, como la oposición entre las dimensiones pública y privada del mismo
ideal, el de autonomía 17.
Antes he dicho que iba a presuponer el valor de la democracia como
procedimiento y como teoría de la autoridad, y que ello implicaba el rechazo
del sustantivismo radical. Pero debo agregar ahora algunas razones alter-
nativas por las que dicha posición es insostenible. Según el sustantivismo
radical, una decisión política es legítima si, y sólo si, es justa o correcta
desde un punto de vista sustantivo, con absoluta independencia de las cues-
tiones procedimentales y de la autoría de la decisión. La justicia sustan-
tiva del contenido de la decisión es, entonces, condición necesaria y sufi-
ciente de la legitimidad de dicha decisión. Presupondré en este capítulo
que tales consideraciones de justicia, dentro del ámbito liberal, responden
a alguna articulación posible de los valores básicos de dignidad, autono-
mía e igualdad. Pero esta posición extrema tiene al menos cuatro proble-
mas graves:
(1) Para esta concepción la legitimidad y la justicia de una decisión
son la misma cosa. La teoría de la legitimidad política no aportaría nada
nuevo, entonces, a la teoría de la justicia, con lo cual estaríamos dupli-
cando inútilmente los términos. Y lo que es peor, todos los problemas epis-
témicos existentes a la hora de conocer cuándo una decisión es justa se
repetirían cuando nos preguntáramos si dicha decisión es legítima, así que
las controversias y discrepancias acerca de la primera no podrían encon-
trar ningún acomodo en el ámbito de la segunda. Y esto resulta cierta-
mente extraño. Como he mencionado antes, es precisamente el hecho del
pluralismo y los desacuerdos, entre otras cosas acerca de la justicia, lo que
hace necesaria la noción de legitimidad política. Como no nos ponemos

16
Existe una gran discusión acerca de este conflicto, parte de la cual podremos ver a conti-
nuación. Para una presentación muy clara y precisa de la misma, y con argumentos muy persua-
sivos, véase BAYÓN, 2004.
17
Es decir, son las dos caras de una misma moneda, dos ideales «co-originales». Véase, por
ejemplo, HABERMAS, 1994 y 2001. Si bien no hay una equivalencia directa, la distinción entre
autonomía pública y privada se relaciona también con la de libertad positiva y libertad negativa,
popularizada por Isaiah BERLIN, o la clásica distinción entre libertad de los antiguos y libertad de
los modernos, que le debemos a Benjamin CONSTANT (BERLIN, 1968; y «De la libertad de los anti-
guos comparada con la de los modernos» [1819] en CONSTANT, 1989: 257-285). La equivalencia
no es directa, entre otras razones, porque las nociones de libertad de los antiguos y libertad posi-
tiva difieren en parte del ideal kantiano de autonomía pública. Véanse también MACPHERON, 1990,
y PETTIT, 1997: caps. 1-3, y 2001: cap. 6: 125-151.
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LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 143

de acuerdo acerca de lo que es justo, y cualquier decisión que tomemos


contará con detractores, necesitamos una noción de legitimidad distinta a
la de justicia que nos permita cifrar el respeto a la decisión política en
otros criterios normativos. El hecho del pluralismo nos conduce de nuevo
a la cuestión de quién y cómo se debe tomar una decisión política, y enton-
ces el procedimiento vuelve a ser relevante 18.
(2) Un problema vinculado es que no todas las cuestiones suscepti-
bles de ser objeto de una decisión política conciernen a consideraciones
de justicia, y mucho menos de los valores concretos de dignidad, autono-
mía e igualdad. El mejor ejemplo es el de las cuestiones de pura coordi-
nación social, como el de la mayoría de las normas reguladoras del trá-
fico. El sustantivista radical que identifica legitimidad con justicia se ve
forzado a decir que las decisiones de este tipo no son susceptibles de ser
legítimas o ilegítimas, lo cual parece fuertemente contraintuitivo. Espera-
mos que la noción de legitimidad de las decisiones políticas, a diferencia
precisamente de la de justicia, nos proporcione una respuesta para todas
las decisiones políticas, y no se limite a decirnos que algunas de ellas son
aceptables.
(3) Puesto que para el sustantivista radical la autoría y el procedi-
miento de toma de decisiones es completamente irrelevante, una dictadura
puede ser perfectamente legítima siempre que sus decisiones sean sufi-
cientemente justas 19. Pero esta idea de una dictadura benevolente o ilus-
trada es contradictoria con los principios liberales de igual dignidad e igual
autonomía de los que partíamos. Nadie puede ser plenamente autónomo
ni digno si no vive en una sociedad en la que las decisiones políticas son
tomadas con la participación de todos. Lo que implica adoptar algún tipo
de sistema democrático. Dar valor a la autonomía significa dar valor a las
decisiones de las personas, también cuando éstas son equivocadas 20.

18
Una objeción parecida en MICHELMAN, 1999b: 1023; y WALDRON, 1999a: 211-312. Se
podría decir que también la noción de legitimidad es muy controvertida, y que por lo tanto no
deberíamos esperar mucho consuelo en este sentido. No obstante, en mi opinión el margen de de-
sacuerdo en las cuestiones de justicia es mucho más amplio que en las cuestiones de legitimidad.
Esto es, es mucho más difícil lograr consenso acerca de un conjunto completo y detallado de prin-
cipios sustantivos, que lograrlo acerca de un procedimiento colectivo para resolver las discrepan-
cias. Además, o justamente una causa de lo anterior, es que la adhesión a un principio sustantivo
requiere de mayor convicción personal que la adhesión a un procedimiento. Mientras que no es
posible prestar consentimiento racional a un conjunto de principios sustantivos en los que no se
cree por completo, sí puede ser racional prestar el consentimiento a un procedimiento que no nos
parece óptimo, pero que, dadas determinadas circunstancias, puede resultar aceptable.
19
Como afirma Robert DAHL, «[l]levado a sus extremos, la insistencia de que los resultados
sustanciales deben tener precedencia sobre los procesos pasa a ser una lisa y llana justificación
antidemocrática del tutelaje, y la “democracia sustantiva” se convierte en un rótulo engañoso para
disfrazar lo que de hecho es una dictadura» (DAHL, 1989: 196 y 197).
20
Por supuesto esto no es un problema para las posiciones sustantivistas radicales no libe-
rales, pero éstas no están en consideración en este capítulo.
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144 JOSÉ LUIS MARTÍ

(4) Finalmente, basar la noción de legitimidad en criterios procedi-


mentales abre posibilidades de cambio y de divergencia. Una decisión d,
legítima en un momento determinado, puede pasar a ser ilegítima en un
momento posterior, incluso sin un cambio en las circunstancias, sólo porque
la autoridad legítima siguiendo el procedimiento legítimo ha cambiado de
opinión a la luz de alguna otra consideración. Por otra parte, una decisión
d puede ser legítima en una comunidad política e ilegítima en otra comu-
nidad distinta, aun hallándose en las mismas circunstancias relevantes. En
cambio, los criterios sustantivos no permiten este tipo de flexibilidad y
relativización, dado que suelen ser considerados principios universales,
válidos en todo tiempo y lugar. Pueden variar nuestras creencias de lo que
es justo, pero no lo que realmente es justo. Lo cual parece contravenir otro
de los aspectos básicos de la legitimidad que señalé al inicio de este apar-
tado: la noción de legitimidad política se alimenta del vínculo entre el ciu-
dadano y su comunidad política y, en ese sentido, es necesariamente par-
ticular y relativo a un determinado estado y a un determinado momento,
no universal 21.
Por todas estas razones, creo que podemos descartar una de las con-
cepciones posibles de la legitimidad, la del sustantivismo radical. Ello no
quiere decir que podamos olvidarnos sin más de las consideraciones de
justicia. Al contrario, como ya dije en el ejemplo de los náufragos, una
decisión legítima desde el punto de vista de la autoridad y el procedimiento
puede ser ostensiblemente injusta, y nuestras intuiciones nos dicen que
dicha injusticia flagrante socava la propia legitimidad de la decisión, espe-
cialmente porque dicha injusticia puede consistir en una violación no sólo
de un valor sustantivo independiente, sino también de los propios valores
sustantivos que justifican el procedimiento democrático 22. El procedi-
miento democrático no es infalible. Ahora bien, debe quedar claro que no
es la posibilidad de error (o no sólo) lo que descarta una posición proce-
dimentalista radical, puesto que cualquier intento de articular una posi-

21
Una crítica similar en GUTMANN y THOMPSON, 1996: 34 y 35; y algo parecido es lo que
objeta SIMMONS a la idea del «deber natural de justicia» de RAWLS, si bien éste no puede ser con-
siderado un sustantivista radical (SIMMONS, 1981: cap. VI). Otras críticas al sustantivismo radical
que no he reproducido aquí, en FISHKIN, 1979: 73-81.
22
En esta posibilidad de error es en lo que se basa la distinción introducida por GARZÓN
VALDÉS entre legitimidad y legitimación. Según GARZÓN VALDÉS, la legitimidad equivale a la jus-
tificación o corrección moral, mientras que la legitimación hace referencia a la creencia de legi-
timidad por parte de los miembros de la sociedad (que típicamente se expresa, en democracia,
mediante la aceptación que resulta de la participación en el proceso, y que puede funcionar tam-
bién como un criterio normativo). Como resulta obvio, del hecho de que una mayoría de perso-
nas crea que A es correcto no se sigue que realmente lo sea. Véase GARZÓN VALDÉS, «El concepto
de estabilidad de los sistemas políticos», en GARZÓN VALDÉS, 1993: esp. 573-577. GARZÓN VALDÉS
traza la distinción para criticar la posición de LUHMAN, al que considera una procedimentalista
radical. En su crítica vemos algunas de las ideas que yo utilizaré después para criticar efectiva-
mente el procedimentalismo radical.
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LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 145

ción sustantivista radical estaría expuesta a los mismos riesgos. Al fin y


al cabo, las decisiones son tomadas por alguien, y ese alguien sigue algún
procedimiento determinado. Aunque dijéramos que el quién y el cómo no
son relevantes en términos de la legitimidad de una decisión, no hay forma
de evitar la posibilidad de error en la misma 23. Así que bajo cualquier con-
cepción de la legitimidad pueden tomarse decisiones injustas. Si nos importa
la corrección sustantiva de las decisiones, deberemos elegir aquel diseño
institucional que minimice la posibilidad de error o, inversamente, ase-
gure la mayor probabilidad de que la decisión tomada sea correcta.
Una de las estrategias típicamente liberales para minimizar la posibi-
lidad de error y, sobre todo, evitar el riesgo de «tiranía de la mayoría» 24,
como ya mencioné anteriormente, ha sido la institución de un conjunto de
derechos individuales básicos sustraídos en mayor o menor grado al ámbito
de la democracia que, por una parte, expresan un mínimo contenido sus-
tantivo que juzgamos correcto y, por la otra, trazan una frontera de pro-
tección alrededor de la esfera privada del individuo que permita garanti-
zar su autonomía privada (de forma que los posibles errores de las decisiones
políticas en ningún caso alteren dicha autonomía individual y, en defini-
tiva, preserven la capacidad de que cada uno se equivoque por sí mismo) 25.
Distinguir entre regla de la democracia y principio de la democracia 26,
distinguir entre condiciones de justicia expresadas mediante «constitutio-
nal essentials» y el ámbito de la democracia 27, distinguir entre derechos
como «cartas de triunfo» (y, por lo tanto, predemocráticos) y derechos que
son resultado del procedimiento democrático 28, o construir un ideal de
autonomía que entienda que autonomía pública y autonomía privada son

23
Véase DAHL, 1989: 213 y 214.
24
La expresión «tiranía de la mayoría» se refiere principalmente a un «abuso» por parte de
la decisión mayoritaria de algunos intereses básicos del grupo minoritario. Nótese que ya presu-
pone, entonces, la existencia de tales derechos por parte de todos (y, en este caso, especialmente
de los individuos que forman la minoría), siendo dicha existencia independiente de que hayan sido
reconocidos por el ordenamiento jurídico y por lo tanto haciendo referencia a derechos morales,
y también que la decisión «tiránica» violenta alguna noción de legitimidad al no respetar tales
derechos; o bien presupone la existencia de intereses básicos de todos (especialmente de la mino-
ría) que deberían ser protegidos mediante derechos sustraídos al procedimiento democrático, y en
todo caso este deber sería también de naturaleza moral. Es importante notar, también, que la misma
expresión implica un juicio (moral) de disvalor que prefija la discusión teórica. O se niega la posi-
bilidad de que la mayoría tome decisiones tiránicas, lo que implicaría excluir la posibilidad de
error, o ciertamente es difícil defender la idea de que es bueno que la mayoría tome en ocasiones
decisiones tiránicas.
25
Estos derechos no pueden ser otra cosa que morales y predemocráticos en el sentido de
que su validez no puede estar condicionada a hechos jurídicos contingentes ni a decisiones demo-
cráticas particulares. Anteceden al, y son independientes del, procedimiento de toma de decisio-
nes. Y ello aunque en algún caso su justificación se haga descansar en valores propiamente sus-
tantivos democráticos.
26
KELSEN, 1992.
27
RAWLS, 1993: 173-175 y 228 y 229; y 1995: 101-115.
28
DWORKIN, 1977: caps. 6, 7, 12 y 13.
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146 JOSÉ LUIS MARTÍ

indisociables y se implican mutuamente 29, son todas ellas estrategias libe-


rales para conciliar el ideal democrático con el ideal de la protección de
ciertos valores sustantivos básicos. Y, de modo más o menos explícito, de-
sembocan todas ellas en la concepción de la democracia constitucional,
sobre la que volveré más adelante.
Veamos antes cuáles son las razones concretas que tenemos para recha-
zar también el procedimentalismo radical, que sostiene que una decisión
política es legítima si, y sólo si, ha sido tomada por una autoridad legí-
tima mediante un procedimiento legítimo. De modo que el que una deci-
sión sea resultado de un procedimiento legítimo seguido por la autoridad
es entonces condición necesaria y suficiente de la legitimidad de dicha
decisión, convirtiendo en irrelevante cualquier consideración sustantiva 30.
En mi opinión, esta posición tiene, al menos, tres problemas graves 31:
(1) La única razón para preferir un procedimiento a otro en térmi-
nos de legitimidad debe estar basada en determinados valores sustantivos
ulteriores 32. La justificación (de la elección) de un procedimiento con-
creto, como el democrático, puede deberse o bien a que consideramos que
dicho procedimiento es el más apto para tomar decisiones correctas desde
el punto de vista sustantivo (se trataría entonces de una justificación ins-
trumental), o bien a que dicho procedimiento honra mejor determinados
valores sustantivos, como por ejemplo, los principios de igual dignidad e
igual autonomía de todos los seres humanos, y los valores derivados de la
imparcialidad y la reciprocidad (y se trata entonces de una justificación
intrínseca) 33. Negar que existan valores sustantivos ulteriores implicaría

29
HABERMAS, 1994, 1995 y 2001.
30
Generalmente esta tesis suele estar vinculada al escepticismo ontológico o epistémico res-
pecto a los criterios sustantivos de corrección de las decisiones políticas. Entre los autores que
más se han acercado a esta posición extrema, encontramos a Stuart HAMPSHIRE, 1989: 72-78, quien
efectivamente niega «la existencia de un bien supremo para los seres humanos» (HAMPSHIRE, 1989:
81-157), aunque también rechace el relativismo (HAMPSHIRE, 1989: 62-66). Según este autor, la
justicia procedimental debe prevalecer sobre cualquier concepción sustantiva, aunque reconoce
que dicha justicia procedimental impone deberes absolutos, válidos para cualquier concepción de
lo bueno (HAMPSHIRE, 1989: 140). También suscribe una posición escéptica de este tipo ELY: 1980.
31
Estos problemas pueden describirse como límites sustantivos al procedimiento. Para ver-
siones parcialmente distintas de estas críticas, véanse DAHL, 1989: 196-232; y COHEN, 1994:
601-606. Sobre los límites del procedimiento democrático deliberativo, véanse MANIN, 1987:
362; GAUS, 1996: 121; COHEN y SABEL, 1997: 328; MICHELMAN, 1997: 157-159; y BOHMAN,
1998: 403.
32
HAMPSHIRE no explica por qué su noción de justicia procedimental está justificada, se limita
a afirmar que respeta «unas decencias mínimas» de moralidad (HAMPSHIRE, 1989: 140 y 141). En
su opinión, y a pesar de que no existe algo así como el bien común, todos los seres humanos com-
parten algunas intuiciones básicas sobre lo que conforman los grandes males de la humanidad,
vinculadas a la propia definición de moral, y que sirven para rechazar el relativismo (HAMPSHIRE,
1989: 55-72). En el capítulo V abordaré la cuestión de la justificación del procedimiento demo-
crático.
33
DAHL lo limita al valor de lo que él llama Igualdad Intrínseca (DAHL, 1989: 201 y 103-
119). WALDRON habla del principio básico de igualdad (WALDRON, 1999a: 113-118 y 291-301).
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LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 147

que todos los procedimientos son igualmente legítimos (o igualmente ile-


gítimos), y en tal caso es irrelevante cuál utilicemos. Y, si no, ¿por qué no
deberíamos considerar ilegítimas las decisiones políticas que socavan los
valores sustantivos que justifican los propios procedimientos legítimos de
toma de decisiones? No hay ninguna razón para «hacer desaparecer» los
valores sustantivos que hemos considerado relevantes a la hora de juzgar
la legitimidad de un procedimiento del criterio de legitimidad de la deci-
sión. El procedimentalismo radical se encuentra atrapado entonces en un
dilema fatal para su posición: o niega que haya procedimientos más legí-
timos que otros, lo que equivale a renunciar a una concepción de la legi-
timidad política, o abre la entrada a consideraciones sustantivas que, a falta
de un argumento en contrario, se cuelan en la propia noción de la legiti-
midad, y colapsa entonces en una posición mixta 34.
(2) En segundo lugar, todo procedimiento cuenta con principios
estructurales que, como vimos en el capítulo III, operan como reglas cons-
titutivas de dicho procedimiento. La garantía de tales principios estructu-
rales es, pues, condición necesaria del propio procedimiento, y tal garan-
tía suele depender de la protección de derechos básicos 35. Lo mismo sucede
con lo que en el capítulo III denominé precondiciones del procedimiento
democrático, que son condiciones necesarias de los principios estructura-
les antes mencionados 36, y que también suelen requerir el reconocimiento
de ciertos derechos básicos. El procedimiento no puede existir, por razo-
nes conceptuales, si no se garantizan todos los derechos que conciernen a
la garantía de sus principios estructurales y de sus precondiciones, así que
un procedimiento que genere decisiones que vulneren estos derechos se
destruye a sí mismo, mientras que excluir cualquier consideración sus-
tantiva del proceso, como pretende el procedimentalismo radical, implica
no poder dar cuenta de este punto.
(3) Las dos objeciones anteriores tienen que ver con espacios inelu-
dibles de consideraciones sustantivas concernientes al propio procedi-
miento que consideremos legítimo. El último problema tiene que ver en

Otros autores que han señalado este punto son FISHKIN, 1979: 65-72; ESTLUND, 1993a: 1463-1470;
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 26 y 27, y 2004: 23-26; COHEN, 1994a: 601-606, y 1996: 417 y
siguientes; DWORKIN, 1997: 16 y 17; y HABERMAS, 2001.
34
Éste es uno de los problemas que atenazan la concepción de HAMPSHIRE. A pesar de recha-
zar las consideraciones sustantivas relativas al bien, fundamenta su concepción de «justicia pro-
cedimental» en una concepción del mal ampliamente compartida. Pero las concepciones del mal
también son concepciones sustantivas de justicia.
35
En el caso del procedimiento democrático, entre los principios estructurales figuran, por
ejemplo, el derecho de sufragio activo y pasivo, el derecho de libertad de expresión o el derecho
de asociación. Véanse ELY, 1980: 105-112; y DAHL, 1989: 202-211.
36
Por ejemplo, no pueden admitirse desigualdades socio-económicas muy grandes porque
acaban vulnerando la igualdad de participación efectiva. Véanse DAHL, 1989: 202 y 212-221;
COHEN 1994a: 601-606; y GUTMANN y THOMPSON, 1996: 28-31, y 2004: 25.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 148

148 JOSÉ LUIS MARTÍ

cambio con la posible existencia de ámbitos básicos de protección desli-


gados del proceso. Incluso un procedimentalista radical debería asumir
que es posible discutir racionalmente sobre justificaciones sustantivas, al
menos por lo que respecta a la justificación de la elección del procedi-
miento de toma de decisiones. En caso contrario, ninguna concepción de
la legitimidad sería posible 37. Pero entonces es razonable que los ciuda-
danos que toman parte en el procedimiento defiendan las opciones que
ellos consideran justas o correctas sustantivamente y aspiren a que el resul-
tado colectivo final las refleje. ¿Por qué las creencias de los ciudadanos
acerca de los valores sustantivos, al menos aquellas suficiente y amplia-
mente compartidas, no iban a formar parte de la concepción de la legiti-
midad política de esa comunidad? Si una comunidad política considera
que, por ejemplo, la tortura de niños es una acción abyecta que no puede
ser justificada bajo ningún punto de vista, ¿por qué no decir que una deci-
sión política que permita esa acción es ilegítima aunque la haya tomado
la autoridad competente siguiendo el procedimiento establecido?
Una vez rechazado también el procedimentalismo radical, deberemos
concluir que una concepción satisfactoria de la legitimidad política debe-
ría combinar necesariamente criterios procedimentales con criterios sus-
tantivos, esto es, debería ser una concepción mixta 38. Una decisión polí-
tica para ser legítima debe haber sido tomada siguiendo un procedimiento
determinado reconocido como legítimo, y ser además respetuosa en algún
sentido con ciertos valores sustantivos de justicia. Ésta parece por otra parte
una posición bastante intuitiva. El procedimiento (el quién y el cómo) de
toma de decisiones es muy relevante en materia de legitimidad, pero a la
vez no queremos admitir que una decisión abiertamente injusta pueda ser
calificada de legítima. De modo que cualquier modelo de legitimidad de
las decisiones políticas, como en este caso la democracia deliberativa, debe
incorporar una dimensión procedimental y una dimensión sustantiva 39. Pero
eso nos enfrenta a la difícil cuestión de cómo resolver las tensiones ya
mencionadas entre los criterios procedimentales y los criterios sustantivos.

37
La misma idea en ESTLUND, 2000c: 113-117. El procedimentalista radical escéptico onto-
lógico o epistémico podría sostener que la legitimidad de un procedimiento no deriva de un juicio
sustantivo correcto, sino de la adhesión subjetiva de todos los ciudadanos, o de una gran mayoría
de ellos. En algún momento, Stuart HAMPSHIRE parece estar pensando en esta posibilidad (HAMPS-
HIRE, 1989: 51-78). Esto podría funcionar como solución práctica al problema de la adopción de
un criterio de solución de los conflictos sociales, pero en ningún caso serviría para fundamentar
una noción de legitimidad. En primer lugar, porque no puede depender de una improbable y con-
tingente unanimidad o supermayoría popular. Y, en segundo lugar, porque otorgamos valor al con-
sentimiento o la adhesión subjetiva de los individuos porque valoramos previamente otras cosas,
como por ejemplo la autonomía individual.
38
La verdadera discrepancia teórica interesante es, en opinión de DAHL, ver de qué manera
se combinan ambos tipos de criterios. Véase DAHL, 1989: 197.
39
Entre los deliberativistas que explícitamente han señalado este punto, véanse HABERMAS,
1994 y 2001; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 26-29, y 2004: 23-26; y COHEN, 1994 y 1996.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 149

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 149

¿Qué hacemos cuando el respeto a los valores sustantivos nos insta a limi-
tar o restringir el procedimiento democrático? O, a la inversa, ¿cómo reci-
bimos una decisión democrática que menoscaba algún derecho funda-
mental? ¿Cuál de los dos criterios deberíamos privilegiar o priorizar?
La respuesta que han dado muchos de los que se han ocupado de este
problema, entre ellos algunos defensores de la democracia deliberativa, ha
consistido en insistir, primero, en que las dos dimensiones de la legitimi-
dad son irrenunciables, y segundo, minimizar la distinción o negar que
exista tal conflicto, es decir, buscar una forma de armonizar los ideales
procedimentales y los sustantivos bajo una única dimensión normativa.
Una de las estrategias para lograr este objetivo, tal vez la más extendida
y conocida, es la que siguen todos aquellos que reivindican la noción de
democracia constitucional. Ronald DWORKIN, por ejemplo, reconoce que
los derechos básicos efectivamente limitan el procedimiento democrático,
pero lo hacen por razones conceptuales. Y distingue entre lo que él deno-
mina la «majoritarian premise», esto es, el modelo que establece simple-
mente un procedimiento de votación con la regla de la mayoría, y el con-
cepto más complejo de democracia constitucional. La democracia
constitucional, correctamente entendida, según él, armoniza los valores
procedimentales con los sustantivos porque «(d)emocracia significa
gobierno sujeto a condiciones —que podemos denominar condiciones
“democráticas”— de igual estatus para todos los ciudadanos. Cuando las
instituciones mayoritarias cumplen y respetan las condiciones democráti-
cas, entonces sus veredictos deberían ser aceptados por todos por esa
razón» 40.
Pero esto puede llevarnos a la pregunta de si, al proteger constitucio-
nalmente determinados valores sustantivos y restringir así el procedimiento
democrático (incluso vetando la revisión del dominio de protección cons-
titucional), no estamos priorizando los criterios sustantivos de legitimidad
por encima de los procedimentales. Esto es precisamente lo que objetan
GUTMANN y THOMPSON a los «demócratas constitucionalistas» 41, que lejos
de conciliar igualmente los valores procedimentales y los sustantivos, ter-

40
DWORKIN, 1997: 17. Un problema con el intento concreto de DWORKIN es que no puede
funcionar una solución conceptual al problema de las tensiones entre ambos ideales. Redefinir el
término «democracia» de manera que incluya principios sustantivos constitucionales no acaba con
las tensiones relevantes entre la protección de los derechos fundamentales y, si se quiere, la regla
de mayoría que DWORKIN denomina «premisa mayoritaria». La respuesta a la pregunta de por qué
no es aceptable simplemente dicha premisa mayoritaria aplicada sin restricciones no puede ser
una cuestión de definiciones. Por otra parte, también John RAWLS ha defendido abiertamente la
idea de una democracia constitucional, en una interpretación muy similar a la de DWORKIN. Véase,
por ejemplo, RAWLS, 1971: 171-176, y 1993: 334-340.
41
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 33-39. Entre los sustantivistas, mencionan a Laurence TRIBE,
Ronald DWORKIN, y al «demócrata constitucional paradigmático», que es John RAWLS. Véase GUT-
MANN y THOMPSON, 1996: nota 51.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 150

150 JOSÉ LUIS MARTÍ

minan defendiendo una posición sustantivista (una «teoría sustantiva de la


democracia») 42. Para GUTMANN y THOMPSON, la legitimidad política no
debe permitir ninguna priorización de criterios, tanto el procedimentalismo
como el sustantivismo están equivocados. Un modelo adecuado de legiti-
midad, como el de la democracia deliberativa, debe resolver las situacio-
nes de conflicto reconociendo una paridad absoluta entre los principios
procedimentales y los sustantivos —en el caso del modelo que ellos pre-
sentan, debe garantizar el máximo respeto a seis principios distintos, tres
formales (reciprocidad, publicidad y accountability) y tres sustantivos
(libertades básicas, necesidades básicas e igualdad de oportunidades)— 43,
lo cual les conduce a defender una posición exactamente intermedia entre
el procedimentalismo y el sustantivismo, que les permite supuestamente
superar dicha dicotomía 44.
Tal vez por esta misma razón, Joshua COHEN sostiene que «los valo-
res procedimentales y los valores sustantivos vienen [...], en un mismo
paquete» 45, por lo que «la distinción entre procedimiento y sustancia no
es una distinción fundamental para la justificación política, y que [...], la
democracia es también un ideal sustantivo, y no únicamente procedimen-
tal» 46. El procedimiento democrático no puede desligarse de los valores
sustantivos de libertad e igualdad 47. Y es en esta misma línea que Jürgen
HABERMAS ha vertebrado otra estrategia (alternativa a la idea de demo-
cracia constitucional) para enfrentar el problema de las tensiones entre
procedimiento y sustancia: la tesis de la co-originalidad 48. Según HABER-
MAS, no existe un verdadero dilema entre el procedimiento y la sustancia,
entre la democracia y los derechos, razón por la cual es absurdo elegir
entre uno y otro ideal. Cualquiera de las dos alternativas a las que nos
vemos obligados si aceptamos la estructura dilemática,
«contradicen una fuerte intuición. La idea de derechos humanos que se expresa
detalladamente en los derechos básicos no puede imponerse al legislador sobe-
rano como un límite ni ser simplemente instrumentalizada como un requisito
funcional para los propósitos legislativos. En cierto modo, consideramos ambos

42
Y ello aunque compartan con DWORKIN la crítica a las posiciones «procedimentalistas
puras», en términos análogos también a los que yo presenté anteriormente (GUTMANN y THOMP-
SON, 1996: 27-33). Es interesante advertir que entre los autores que ellos consideran procedi-
mentalistas se encuentran no sólo los más radicales como Stuart HAMPSHIRE y John Hart ELY, sino
también Jürgen HABERMAS, Cass SUNSTEIN, Iris Marion YOUNG, Brian BARRY, Michael WALZER,
Stephen HOLMES o «el demócrata procedimental paradigmático», que es Robert DAHL; véase GUT-
MANN y THOMPSON, 1996: notas 35, 37, 39 y 45, y 2004: nota 22.
43
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 36-51.
44
GUTMANN y THOMPSON, 2004: 25-27.
45
COHEN, 1994: 591.
46
Rechaza abiertamente la idea de que «el pluralismo moral conduzca a una escisión entre
valores sustantivos y valores procedimentales» (COHEN, 1994: 593 y 594).
47
COHEN, 1994: 595.
48
Véase HABERMAS 1995 y 2001.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 151

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 151

principios igualmente originales. Ninguno es posible sin el otro, pero tam-


poco ninguno impone límites al otro. La intuición de la «co-originalidad»
puede ser expresada también como sigue: la autonomía privada y la autono-
mía pública se requieren mutuamente. Los dos conceptos son interdepen-
dientes; están relacionados el uno con el otro por una implicación material» 49.
La protección de los derechos básicos es una condición necesaria para
alcanzar el ideal de soberanía popular, y a su vez el ejercicio de los dere-
chos políticos implícitos en este segundo ideal forma parte indisociable
del ejercicio de los derechos básicos. En definitiva, «(l)a interdependen-
cia entre constitucionalismo y democracia sale a la luz en esta relación
complementaria entre autonomía privada y autonomía cívica: cada uno de
los elementos se alimenta con recursos del otro» 50. Según HABERMAS, el
liberalismo y el republicanismo se han equivocado tradicionalmente, uno
por «poner el acento en la libertad de los modernos, en primer lugar, la
libertad de creencia y de conciencia así como la protección de la vida, la
libertad personal y la propiedad, es decir, el núcleo del derecho privado
subjetivo»; y el otro, por defender «la libertad de los antiguos, es decir,
aquellos derechos de participación y de comunicación política, que posi-
bilitan la autodeterminación de los ciudadanos» 51.
No es sólo que, como hace DWORKIN, reconozcamos que los ideales
de soberanía popular y de libertades individuales básicas se encuentran
vinculados conceptualmente. Eso es algo que ya habían hecho tanto ROUS-
SEAU como KANT, en su momento, y de todos modos fracasaron cuando
reconocieron que se podían producir conflictos entre uno y otro y dieron
prioridad a uno de ellos, ROUSSEAU al autogobierno, y KANT, como DWOR-
KIN, a la autonomía privada. HABERMAS no niega que exista «una relación
dialéctica entre la autonomía privada y la autonomía publica», pero acen-
túa el hecho de que ambos «se entrecruzan» y «se presuponen recíproca-
mente», y que por lo tanto no podemos priorizar a ninguno de los dos 52.
Éste es el sentido profundo de la tesis de la co-originalidad 53.

49
HABERMAS, 2001: 767. Véase también HABERMAS, 2003.
50
HABERMAS, 2001: 779 y 780. Y ambos ideales derivan por igual de su concepción más
general de racionalidad práctica: «La razón práctica se ejerce en el ámbito de la autonomía pri-
vada en el mismo grado en que se ejerce en el ámbito de la autonomía política. Esto es, ambas
autonomías son tanto un medio la una para la otra como fines en sí mismas».
51
HABERMAS, 1995: 66. HABERMAS ha desarrollado en diversos lugares estas mismas ideas.
Encontramos análisis concisos en HABERMAS, 1988, 1994, 1995, 1996b, 2001 y 2003. Para un aná-
lisis más detallado, aunque no por ello más claro, vinculado al papel y la legitimidad de la juris-
prudencia constitucional, véase HABERMAS, 1992a: cap. VI.
52
HABERMAS, 1995: 70. La cursiva es del autor.
53
Una tesis que, por cierto, RAWLS dice compartir (RAWLS, 1995: 118 y 119), a pesar de que
el propio HABERMAS, además de HAMPSHIRE y GUTMANN y THOMPSON, entre otros, lo califican de
sustantivista (HABERMAS, 1995: 64-71; HAMPSHIRE, 1989: 142-146 y 187 y 188; GUTMANN y THOMP-
SON, 1996: 35-39). Si analizamos la idea de la división en cuatro etapas del diseño institucional,
vemos que en la segunda de ellas, la de determinación (y adopción) del contenido de la constitu-
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 152

152 JOSÉ LUIS MARTÍ

Ahora bien, no comprendo cómo esta posición permite superar el dilema


entre los valores procedimentales y los sustantivos, especialmente si admite
que existen conflictos entre ambos tipos de valores. Una cosa es mostrar
que los ideales de autonomía pública y privada son ambos irrenunciables,
y además se presuponen mutuamente, y otra muy distinta que esto impli-
que la negación del dilema. Lo que la tesis de la co-originalidad efectiva-
mente niega es que se trate de un dilema típico, con dos cuernos alterna-
tivos, que nos enfrente a una elección, trágica, pero elección al fin. Tiene
razón HABERMAS al afirmar que no se trata de elegir un ideal y desestimar
otro, ya que al presuponerse conceptualmente resultan indisociables. Pero
a la vez los casos de conflicto entre un ideal y otro deben ser resueltos de
algún modo, y eso implica que, aunque sea provisionalmente y acotado a
cada caso concreto, deberemos priorizar a uno de los dos criterios. Lo que
esto muestra, a mi juicio, es la existencia de una paradoja, sobre la que
volveré en el próximo apartado. Pero a menos que se sostenga la tesis,
altamente implausible, de que en los casos de conflicto, y dada la impo-
sibilidad de dar prioridad a un valor o a otro, no puede haber criterio de
legitimidad alguno, al final siempre terminamos por privilegiar a uno de
los dos criterios. Si DWORKIN y los demás defensores de la democracia
constitucional, a fin de cuentas, terminan defendiendo una posición sus-
tantivista, aunque sea un sustantivismo débil (que se separa del sustanti-
vismo radical al aceptar consideraciones procedimentales), HABERMAS ter-
mina defendiendo una posición procedimentalista, aunque sea también
débil. Sólo así tiene sentido que, en opinión del filósofo alemán, el propio
procedimiento democrático deliberativo sirva para revisar y reconsiderar
las adjudicaciones de derechos fundamentales o las consideraciones de
justicia sustantiva 54. Y sólo así se entiende que, al reflexionar con RAWLS
acerca del papel del teórico que presuntamente puede tener acceso al con-
tenido de la justicia, afirme que el análisis teórico del mismo debe limi-
tarse a «la clarificación del punto de vista moral y del procedimiento demo-
crático, al análisis de las condiciones del discurso y la negociación
racionales. [...] Las respuestas sustanciales, que tienen que encontrarse
aquí y ahora, se dejan al compromiso más o menos ilustrado de los parti-
cipantes [...]» 55.

ción, las consideraciones relevantes son las de aplicación de los principios sustantivos de justicia
adoptados en la primera etapa. Y no es hasta la tercera etapa, la de adopción de la legislación ordi-
naria, que el procedimiento democrático funciona como criterio claro de legitimidad (RAWLS, 1971:
171-176), lo cual permitiría hacer una lectura sustantivista de RAWLS. Pero también es cierto que
en su respuesta a HABERMAS exige que el contenido de la constitución se determine democrática-
mente para ser legítimo (RAWLS, 1995: 98 y 111), y esto parece darle la razón de que defiende la
tesis de la co-originalidad.
54
HABERMAS, 2001: 776-778.
55
HABERMAS, 1995: 71.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 153

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 153

En último término, para autores como HABERMAS, GUTMANN y THOMP-


SON, o COHEN, la solución a un conflicto entre valores procedimentales y
sustantivos, como por ejemplo entre la idea de democracia y la de dere-
chos fundamentales, dependerá de lo que decida la ciudadanía a través de
una deliberación democrática. Y ello supone, por tanto, privilegiar el aspecto
procedimental, por más que se quiera preservar la importancia de las con-
sideraciones sustantivas 56. Aunque comprenderemos mejor la naturaleza
de la paradoja del procedimentalismo y el sustantivismo en las próximas
páginas, anticipo que parte de la conclusión sorprendente del razonamiento
paradójico es que, a pesar de que niega la posibilidad de hacerlo, nos
impele a elegir un valor u otro en la situación de dilema atípico que puede
producirse al adoptar ambos valores como definitorios de la legitimidad
política. Una vez descartadas las posiciones extremas del sustantivismo
radical y el procedimentalismo radical, deberemos concluir que las con-
cepciones mixtas terminan decantándose por un sustantivismo débil o un
procedimentalismo débil, según respondan a este desafío 57.

2. UNA PARADOJA Y UN DILEMA

Ya hemos tenido oportunidad de ver las razones por las que se origina
la paradoja de la legitimidad política entre procedimentalismo y sustanti-
vismo en el apartado anterior. Cuando pensamos acerca de la legitimidad
política nuestra intuición nos dice que tanto los valores procedimentales

56
GUTMANN y THOMPSON admiten también que los propios principios de la democracia deli-
berativa (también los sustantivos) pueden ser revisados desde el propio procedimiento, siempre
que se desafíe sólo un principio cada vez (GUTMANN y THOMPSON, 1996: 352). Y eso implica reco-
nocer, en última instancia, que el procedimiento democrático no está verdaderamente constreñido
por los principios sustantivos. COHEN, que a pesar de advertir que la distinción entre procedimiento
y sustancia es poco clara, también admite, como HABERMAS, que los diversos elementos sustanti-
vos y procedimentales pueden entrar en conflicto entre sí (COHEN, 1996: 424), también hace depen-
der en última instancia la legitimidad de una decisión política de un procedimiento democrático
deliberativo. Por esta razón, podemos incluir a COHEN, como hace BOHMAN, entre los procedi-
mentalistas (BOHMAN, 1996; 32).
57
Un buen test para averiguar qué tipo de concepción mixta defiende cada autor es el caso
extremo de una convención constituyente. Todos los autores que defienden concepciones mixtas
exigen que para que una constitución sea legítima debe ser adoptada democráticamente y su con-
tenido debe ser mínimamente justo. Pero ¿qué sucedería si una convención constituyente con legi-
timidad democrática (y por lo tanto procedimental) quisiera adoptar una constitución que reco-
nociera todos los derechos fundamentales salvo el de libertad religiosa? ¿Sería esta constitución
legítima? Y si una élite ilustrada, sin representatividad democrática alguna, enmendara el texto e
introdujera contra la voluntad mayoritaria un artículo que consagrara dicha libertad, ¿sería el nuevo
texto constitucional más legítimo o menos? Dependiendo de cómo se responda a estas preguntas
estaremos ante un sustantivista débil o un procedimentalista débil. Situados frente a esta hipóte-
sis extrema, mi impresión es que HABERMAS se decantaría por dar mayor legitimidad a la primera
constitución, y RAWLS por la segunda. Algo así parece desprenderse de sus consideraciones acerca
de la posible colisión entre las libertades individuales (no políticas) y las libertades políticas
(RAWLS, 1971: 214-220).
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 154

154 JOSÉ LUIS MARTÍ

como los sustantivos son relevantes, e incluso más, como bien observa
HABERMAS, en muchas ocasiones no son más que valores que se implican
mutuamente desde un punto de vista conceptual, de modo que no pode-
mos renunciar a ninguno de ellos, y sin embargo en algunas ocasiones
entran en conflicto entre sí y nos obligan a elegir. La paradoja, concreta-
mente, consiste en que dos conjuntos de valores que se implican mutua-
mente pueden entrar en conflicto entre sí. El resultado de la paradoja a
efectos prácticos es que cuando intentamos articular sistemas institucio-
nales legítimos de toma de decisiones en algunas ocasiones nos vemos
obligados a priorizar un valor por encima de otro, o en otras palabras a
sacrificar uno de ellos. Y esto nos sitúa ante un difícil y peculiar dilema,
puesto que ambos valores parecen igualmente necesarios en términos de
legitimidad.
Entendamos mejor primero la paradoja. Comenzaré por aclarar que no
se trata, como algunos podrían pensar, de que nuestra concepción de la
legitimidad política exija dos condiciones necesarias y conjuntamente sufi-
cientes de la legitimidad de una decisión, A y B (el cumplimiento de las
exigencias procedimentales y la corrección sustantiva), de manera que una
decisión política sólo pueda ser legítima cuando se dan justamente A y B,
y no en cualquier otro caso. Ésta me parece una perspectiva ingenua de la
legitimidad política. Tal vez en abstracto podamos decir que una decisión
procedimentalmente democrática pero injusta desde el punto de vista sus-
tantivo no es legítima, o que una decisión sustantivamente justa pero que
ha sido tomada mediante un procedimiento ilegítimo o por un órgano que
carecía de competencia o autoridad para hacerlo también lo es. Pero no es
éste el tipo de tensiones relevantes para la paradoja. La cuestión es que
uno de los problemas de equiparar legitimidad con justicia sustantiva, como
ya vimos, era que no nos ponemos de acuerdo acerca de qué decisiones
son sustantivamente justas y cuáles no. Si necesitamos una autoridad y un
acuerdo básico sobre los procedimientos legítimos de toma de decisiones
es precisamente por el hecho de los desacuerdos sustantivos. De hecho,
una de las circunstancias de la legitimidad política es la propia existencia
de desacuerdos.
De modo que ¿cómo podemos saber cuándo una decisión que ha sido
tomada por la autoridad competente siguiendo el procedimiento legítimo
es injusta? O, a la inversa, ¿cómo podría ser justa una decisión, en el sen-
tido relevante para la legitimidad política, si no ha sido tomada por la auto-
ridad competente siguiendo el procedimiento adecuado? Es decir, ¿cómo
sabemos que se ha dado A sin B, o cómo podría darse B sin A? Exigir la
corrección sustantiva de las decisiones para que sean legítimas incorpora
todos los problemas que ya señalé del sustantivismo radical a la concep-
ción mixta de la legitimidad. No obstante, precisamente del hecho de que
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 155

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 155

ambos conjuntos de valores se implican mutuamente resulta que la vul-


neración de uno de ellos inevitablemente revertirá en un menoscabo tam-
bién del otro. Veámoslo con un ejemplo. Si yo estoy a favor de la permi-
sión libre del aborto durante las primeras doce semanas de embarazo, y el
parlamento democrático de mi país ha dictado una ley que prohíbe el aborto
con carácter general, y lo permite sólo bajo ciertos supuestos, yo puedo
admitir que la ley sigue siendo legítima aunque a mí me parezca injusta,
y de ese modo doy prioridad a los criterios procedimentales aun cuando
reconozca que los sustantivos también son relevantes, o bien puedo afir-
mar categóricamente que se trata de una ley ilegítima, puesto que la con-
sidero incorrecta sustantivamente, y de ese modo estoy dando prioridad a
los criterios sustantivos, aunque reconozca que los procedimentales tam-
bién son importantes. Lo que no puedo hacer es dejar los dos conjuntos
de valores a un mismo nivel. Y, finalmente, exigir un criterio sustantivo
implica otro problema, dado el hecho del descuerdo: si yo creo que la ley
es incorrecta sustantivamente pero la mayoría de mis conciudadanos cree
que es correcta, ¿qué punto de vista debe prevalecer, el mío o el de los
demás?
Y este problema nos conduce a un obstáculo todavía peor. Al plantear
el diseño institucional de los procesos legítimos de toma de decisiones
deberemos optar necesariamente por privilegiar alguno de los dos valores.
Simplificando mucho ahora el problema, establecer un mecanismo de con-
trol judicial de constitucionalidad de las leyes significa dar prioridad a las
consideraciones sustantivas recogidas por la constitución en forma de dere-
chos fundamentales, mientras que los diseños institucionales que prefie-
ren privilegiar los aspectos procedimentales democráticos de la toma de
decisiones suelen dar la primacía al parlamento en la interpretación de la
constitución. Por supuesto el problema es mucho más complejo de lo que
pueda parecer en este ejemplo, y no es mi intención abordarlo todavía,
pero creo que sirve como muestra de que una concepción mixta de la legi-
timidad que, como la de HABERMAS, exija por igual el cumplimiento de
ambos conjuntos de valores, sin establecer algún tipo de prioridad o pre-
cedencia, no resuelve buena parte de los problemas prácticos concretos
que esperamos que una concepción de la legitimidad resuelva.
En definitiva, no hay modo de articular una concepción mixta de la
legitimidad política sin decantarnos por uno de los valores relevantes, el
procedimental o el sustantivo. O, mejor dicho, aunque sí podemos hacerlo
teóricamente, una concepción así sería inútil en los términos por los que
necesitamos justamente la noción de legitimidad política. Todos los casos
prácticos marcados por el hecho del pluralismo y los desacuerdos básicos
nos sitúan ante un difícil y peculiar dilema: o damos prioridad a los aspec-
tos procedimentales, y entonces defendemos algo así como un procedi-
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 156

156 JOSÉ LUIS MARTÍ

mentalismo débil, o damos prioridad a los aspectos sustantivos, y suscri-


bimos algún tipo de sustantivismo débil. La razón por la que se trata de
un dilema difícil y peculiar es la propia paradoja que ya he explicado.
Ambos conjuntos de valores son co-originales, esto es, se presuponen
mutuamente, de modo que cuando intentamos optar por uno de ellos rápi-
damente se abre la cuestión de por qué no dar entrada también al otro. Por
eso no estamos ante un dilema típico, en el que los cuernos del mismo
deben ser conceptualmente independientes entre sí, sino ante lo que deno-
minaré un dilema atípico en el que, a pesar de la estrecha relación con-
ceptual, nos vemos obligados a elegir. Aunque, como trataré de mostrar a
continuación, cuando buscamos una relación de prioridad entre un valor
y otro entramos en un dilema del tipo del «huevo y la gallina». En otras
palabras, es imposible encontrar una relación clara y general de prioridad,
lo cual simplemente es una consecuencia, como ya he dicho, de la exis-
tencia de la paradoja. La estrategia que defenderé aquí propone asumir la
existencia de dicha paradoja y buscar una solución práctica al dilema que,
sin resolver las tensiones conceptuales, permita construir una concepción
satisfactoria de la legitimidad.
En consecuencia, en lo que queda de capítulo deberemos elegir entre
dos concepciones mixtas posibles de la legitimidad: el procedimentalismo
débil 58 y el sustantivismo débil 59. Lo que debemos asumir en cualquier
caso, y esto bien puede valer como punto de partida de nuestro análisis,
es que las cuestiones sustantivas son ciertamente relevantes para la legiti-
midad política. Si aceptamos que existe algo así como patrones de correc-
ción sustantiva de las decisiones políticas, algo que, dicho rápidamente,
deberemos admitir al menos por las mismas razones por las que rechaza-
mos el procedimentalismo radical, no parece razonable desvincular com-
pletamente la legitimidad de las decisiones de su corrección. Aspiramos a
que nuestras decisiones políticas sean moralmente justas y, al menos hasta
cierto punto, valoramos los procedimientos de toma de decisiones por su
aptitud para garantizar en la medida de lo posible la corrección del resul-
tado. Una cosa es asumir que todo procedimiento es falible y que por lo
tanto nuestras decisiones pueden ser erróneas, y otra muy distinta descar-
tar cualquier exigencia de corrección sustantiva como criterio relevante de
legitimidad.
De hecho, nunca diríamos razonablemente que un procedimiento de
toma de decisiones es legítimo si tuviéramos la seguridad de que las deci-

58
Entre los autores que podemos situar en esta posición, podemos citar los siguientes: BARRY,
1965; BEITZ, 1989; COHEN, 1989a, 1989c, 1994a y 1996; DAHL, 1979 y 1989; GUTMANN y THOMP-
SON, 1996 y 2004; HABERMAS, 1988, 1992a, 1994 y 1995; y WALDRON 1999a.
59
Entre los destacados, DWORKIN, 1977, 1986 y 1997; NOZICK, 1974; RAWLS, 1971, 1993 y
1995; CHRISTIANO, 1996a y esp. 2000: 524, 525 y 538-543; y TRIBE, 1980.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 157

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 157

siones que se toman siguiéndolo son siempre injustas. Esto no implica


todavía que una decisión injusta considerada aisladamente no pueda ser
legítima al mismo tiempo, ni que el único criterio para preferir un proce-
dimiento a otro en términos de legitimidad sea su aptitud para generar
decisiones justas, pero sí que la justicia o injusticia de las decisiones es
en algún sentido relevante en términos de su legitimidad. ¿Cómo íbamos
a considerar legítimas, en el sentido de deberles respeto y aceptar que
generan un deber concreto, aunque sea sólo prima facie, de obediencia,
las decisiones políticas injustas de un sistema profundamente injusto?
Dicho de otro modo, la injusticia profunda y sistemática termina por soca-
var la legitimidad procedimental de un sistema institucional. En realidad,
lo que esperamos de un procedimiento de toma de decisiones, nuestro obje-
tivo último, o al menos uno de ellos, es que las decisiones que se tomen
mediante dicho procedimiento sean justas 60. Esto podría llevarnos a pensar
que el procedimiento es entonces secundario, o simplemente instrumen-
tal, con respecto a la justicia sustantiva de las decisiones, y que en con-
secuencia el sustantivismo débil tiene razón al privilegiar las considera-
ciones sustantivas por encima de las estrictamente procedimentales.
El problema obvio es que, como cuestión de hecho, discrepamos acerca
de cuándo las decisiones son justas, e incluso a veces acerca de cuándo
son muy injustas. En realidad, discrepamos acerca de cuáles son los están-
dares sustantivos generales que nos permiten valorar la justicia de una
decisión política, es decir, acerca de los valores morales sustantivos. El
hecho generalizado y radical, por profundo, del pluralismo y los desa-
cuerdos no sólo es un rasgo característico e inevitable de nuestras socie-
dades contemporáneas, sino, como ya vimos en el capítulo I, una de las
circunstancias de la política, y como hemos visto al inicio de este capí-
tulo, una de las circunstancias de la legitimidad. Sin desacuerdos no hay
política. Sin desacuerdos no necesitamos ninguna concepción de la legi-
timidad política. De modo que ninguna concepción de la legitimidad puede
ignorar este hecho radical. Aparentemente no podemos dar prioridad a los
criterios sustantivos y valorar los procedimientos por la justicia de sus
resultados si no nos ponemos de acuerdo acerca de dicha justicia. Es más,
como afirma Jeremy WALDRON en Derecho y desacuerdos, el hecho del

60
Los procedimientos también pueden ser elegidos en función de qué valores intrínsecos
honran mejor. La democracia puede ser un buen procedimiento de toma de decisiones ya que, por
ejemplo, honra los valores de igual dignidad e igual autonomía de las personas. Aunque, como
sostiene David ESTLUND, distintos procedimientos pueden respetar igualmente tales valores sus-
tantivos. Él pone el ejemplo de lanzar una moneda al aire. Y más allá de la fortuna de su ejem-
plo, deberemos aceptar que nada impide en principio encontrar diversos procedimientos que honren
igualmente ciertos valores sustantivos. En caso de empate, el único criterio posible para selec-
cionar un procedimiento legítimo es el epistémico. Véase ESTLUND, 2000c: 120 y 121. Pero vol-
veremos sobre estas cuestiones en el capítulo siguiente.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 158

158 JOSÉ LUIS MARTÍ

pluralismo no abarca tan sólo el contenido sustantivo de los valores moral-


mente correctos, sino también la propia epistemología moral, la posibili-
dad y el modo de conocer cuáles son y qué contenido tienen dichos valo-
res. En otras palabras, cuando discutimos acerca de si una medida política
determinada es correcta moralmente no disponemos de ningún criterio
epistémico que nos permita resolver nuestras discrepancias. El hecho de
los desacuerdos es por lo tanto inescapable 61.
Y, en definitiva, poco importa entonces cuál sea nuestra concepción
metaética, qué valor otorguemos o qué objetividad presupongamos en nues-
tras consideraciones de justicia, puesto que el hecho del pluralismo y el
problema epistémico, sumados, me conducen a la necesidad imperiosa de
contar con un procedimiento legítimo de toma de decisiones (cuya legiti-
midad no derive de la aptitud para producir decisiones justas) que ponga
fin a nuestras controversias políticas 62. Claro que esto es tanto como decir
que el procedimiento es necesario en tanto que verificamos el hecho del
pluralismo, y ésta fue precisamente una de las razones por las que renun-
ciamos al sustantivismo radical. Así que lo único que pondría de relieve,
de nuevo, es la necesidad de adoptar una concepción mixta, que otorgue
valor al procedimiento. O aceptamos que las consideraciones sustantivas
siguen siendo pertinentes, o abrimos el paso a todas las objeciones que
presentamos contra el procedimentalista radical. Y, lo que es más grave,
como sostiene David ESTLUND en contra de la tesis central de WALDRON,
no hay ninguna razón para pensar que los desacuerdos no pueden alcan-
zar también al propio procedimiento. Si necesitamos procedimientos legí-
timos de toma de decisiones por culpa de los desacuerdos profundos (deep
disagreement), porque no nos ponemos de acuerdo acerca de qué decisión
es más justa, ¿por qué pensar que sí nos pondremos de acuerdo respecto
a qué procedimiento es legítimo? 63. Ésta es la razón por la que Thomas
CHRISTIANO considera que todas las concepciones de la legitimidad basa-
das en la idea de los desacuerdos son auto-frustrantes.
No obstante, sean frustrantes o no, lo cierto es que ninguna concep-
ción de la legitimidad puede ignorar el hecho radical y profundo de los
desacuerdos. Y esto sigue suponiendo un problema para todas las con-
cepciones que aspiran a dar prioridad a los criterios sustantivos de legiti-
midad. La justicia sustantiva nos importa en términos de legitimidad. Ya
vimos que éste era un punto de partida adecuado. Pero no es menos rele-
vante el hecho de que estamos permanentemente en desacuerdo, y que ello

61
Éste es, muy simplificadamente, parte del argumento desarrollado en WALDRON, 1999a.
62
WALDRON, 1999a: cap. 8.
63
La expresión «desacuerdos profundos» es del propio ESTLUND, 2000c. Véase el mismo
argumento contra WALDRON, en CHRISTIANO, 2000: 519-522.
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LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 159

es una de las propias condiciones de posibilidad de la legitimidad política.


Tales desacuerdos abarcan al menos tres niveles distintos: (1) estamos en
desacuerdo acerca de qué decisiones son justas (y por tanto acerca de qué
es la justicia), (2) estamos en desacuerdo acerca de cómo saber qué deci-
siones son justas (esto es, acerca de los procedimientos epistémicos para
resolver nuestras discrepancias genuinas en materia moral), y (3) estamos
en desacuerdo acerca de qué procedimiento político es el más adecuado
para zanjar las disputas morales, sustantivas o epistémicas. Conviene dis-
tinguir especialmente entre los niveles (2) y (3), aunque no será hasta el
próximo capítulo que veremos la importancia de reunir las consideracio-
nes epistémicas con las estrictamente procedimentales.
Lo que sí podemos advertir ahora es que los desacuerdos del tipo (1)
y (2) son más problemáticos para el sustantivista débil que para el proce-
dimentalista débil. A éste último le basta con generar el acuerdo sobre el
nivel (3) para despreocuparse de los otros dos. En cambio, al sustantivista
débil le importan menos los desacuerdos de nivel (3), aunque también le
afectan en la medida en que para él los procedimientos de toma de deci-
siones no son irrelevantes. Ahora, examinemos de nuevo los tres niveles
desde una óptica más general. Los desacuerdos de nivel (1) y (2) están
vinculados conceptualmente ya que los de nivel (1) sólo son posibles si
existen desacuerdos de nivel (2), porque si todos estuviéramos de acuerdo
en cuál es el procedimiento epistémico para conocer los valores sustanti-
vos, y salvo que fueramos pluralistas ontológicos 64, podríamos resolver
rápidamente cualquier desacuerdo de nivel (1). Pero ni unos ni otros son
un problema para la noción de legitimidad de las decisiones políticas. Al
contrario, son su condición de posibilidad, como ya he repetido en varias
ocasiones. En cambio, no sucede lo mismo con los desacuerdos de nivel
(3). Aunque resulte empíricamente muy improbable, podríamos imaginar
una sociedad (por ejemplo, la de nuestros diez náufragos) que logre alcan-
zar el consenso acerca de cuáles son los procedimientos correctos para
tomar decisiones colectivas, sin presuponer consenso alguno en los otros
dos niveles. Si esto es así, entonces el hecho general de los desacuerdos
perjudica más a las concepciones sustantivistas que a las procedimenta-
listas, puesto que si bien es cierto que generalmente también tenemos desa-
cuerdos de nivel (3), podemos mitigar tales desacuerdos sin que ello afecte
en ningún sentido nuestra concepción de la legitimidad, al contrario, refor-
zándola. Mientras que para el sustantivista, el hecho de los desacuerdos

64
Entiendo por pluralismo ontológico aquí la concepción que sostiene que (i) existen diver-
sos valores sustantivos igualmente correctos o válidos, que (ii) entran en conflicto entre sí, y que
(iii) carecemos de un mecanismo racional para resolver estos conflictos de forma universal. Nada
tiene que ver esta concepción con «el hecho del pluralismo», como lo venía utilizando hasta el
momento.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 160

160 JOSÉ LUIS MARTÍ

que da sentido a la legitimidad es el mismo que le quita sentido a su con-


cepción de la legitimidad.
De todos modos, el punto más importante no es éste. El punto crucial
es que, efectivamente, no disponemos de mecanismos sobre los que gene-
rar consenso en el nivel (2). Esto es, carecemos de criterios claros y deter-
minados para conocer lo que es correcto sustantivamente. No contamos
con procedimientos epistémicos de este tipo, ni podemos esperar que en
algún momento los tengamos. Esto no sería pragmáticamente tan grave si
al menos en la práctica evaluáramos de forma semejante las decisiones
políticas (o las conductas de los demás). El problema es que, de nuevo,
como demuestra el hecho del pluralismo, eso no es así 65.
Un intento de superar el problema del pluralismo y los desacuerdos
por parte de algunos autores constitucionalistas en la estela del sustanti-
vismo ha consistido en remarcar la existencia de acuerdos básicos acerca
de principios muy abstractos. Cuanto más abstracto es un principio, cier-
tamente, más fácil es que consiga adhesión 66. Ésta es una de las razones,
por ejemplo, para que las formulaciones de los principios sustantivos expre-
sados en nuestras constituciones en los catálogos de derechos básicos sean
bastante abstractas. Es más fácil conseguir consenso acerca de un princi-
pio que diga «todos los individuos tienen derecho a la vida», que uno que
diga «todos los individuos tienen derecho a no ser asesinados, a vivir en
unas condiciones sociales que impidan que su vida corra serio peligro, a
disponer de su vida (y la de los fetos que se formen en el interior de su
cuerpo) libremente, quedando legitimado el suicidio y la eutanasia activa,
así como el auxilio al suicidio y el aborto». Esto parece claro. La solución
sustantivista consiste en que, una vez que hemos alcanzado el acuerdo
acerca de los principios sustantivos más básicos, los expresados y consa-
grados en la constitución, ya contamos con criterios sustantivos de legiti-
midad que nos permiten evaluar las decisiones políticas en términos de
legitimidad. Y, a su vez, podremos confiar en tales procedimientos para
resolver las cuestiones de interpretación de tales principios básicos, para
desarrollarlos de manera que sirvan para regular todos los aspectos polí-
ticamente relevantes de la vida social. Pero esta posición tiene aún algu-
nos problemas:

65
Véase WALDRON, 1999a: 221-231. Véanse también CHRISTIANO, 2000: 521 y 522; y ESTLUND,
2000c: 119-121.
66
Véanse, por ejemplo, CARDOZO, 1960: 83 y 84; y FERRERES, 2001. Es una línea parcial-
mente coincidente con la de los «acuerdos incompletamente teorizados» de SUNSTEIN, que ya vimos
en el apartado 4 del capítulo I. Véase también sobre este punto el apartado 2 del capítulo VII. En
realidad se trata de la misma estrategia que sigue WALDRON, como procedimentalista, para inten-
tar evitar los desacuerdos del nivel (3), cuando afirma que todas las personas razonables acepta-
rían el principio de igual dignidad que sustenta el procedimiento democrático como procedimiento
legitimador de las decisiones políticas. Véase WALDRON, 1999a: 113-118 y 291-301.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 161

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 161

(1) En primer lugar, la idea de que es más sencillo alcanzar un con-


senso acerca de principios abstractos es cierta, pero la razón de ello es
lamentablemente contraproducente para el sustantivista débil. Es más
fácil estar de acuerdo con un principio más abstracto, porque este prin-
cipio, precisamente por ser más abstracto, tiene menor contenido signi-
ficativo. Como el principio «todos tenemos derecho a la vida» es com-
patible con muchas interpretaciones posibles que acomodan nuestros
desacuerdos reales, encontramos menos problemas en aceptarlo. Pero
esto no disuelve ni neutraliza los desacuerdos en ningún sentido. Lo que
hace es generar acuerdos falsos o aparentes, y postergar la confrontación
de nuestras posiciones en conflicto a la etapa de interpretación del prin-
cipio. Lo que nos lleva a la siguiente conclusión, con cierto aire de para-
doja, cuanto más abstractos son los principios, más amplio es el consenso
que podemos conseguir (en el sentido de individuos que participan de
dicho consenso), pero también es menor aquello sobre lo que nos pone-
mos de acuerdo 67.
(2) Pero hay un segundo problema todavía más grave, si cabe. Alguien
podría decir que, aunque el consenso acerca de los principios abstractos
sea un falso consenso, nos permite fundar los criterios de legitimidad bási-
cos en criterios sustantivos, por lo que estaríamos suscribiendo una posi-
ción sustantivista, pero a la vez dejando abiertas las demás cuestiones y
sometiéndolas entonces al procedimiento democrático, con lo que nuestro
sustantivismo sería únicamente débil. Sin embargo, nuestras intuiciones
acerca de la legitimidad nos dicen que la discusión acerca de los conteni-
dos de la constitución, acerca de los principios más básicos, también deben
canalizarse a través de algún tipo de procedimiento, y el democrático sigue
pareciendo entonces el más adecuado. Así lo reconocen al menos, como
ya he mencionado antes, la mayoría de los autores sustantivistas. Y, en
segundo lugar, el constitucionalismo tiende a justificar procedimientos no
democráticos para tomar las decisiones de interpretación de los principios
abstractos 68. Así que, aunque sea cierto que la interpretación de los prin-
cipios (que recordemos que pasa a ser el foco de desacuerdo básico en

67
Se trata, en efecto, del mismo argumento que ya presenté en el apartado 4 del capítulo I
en contra de la idea de SUNSTEIN de los «acuerdos incompletamente teorizados». Véase la nota 91
del capítulo I y el texto que la acompaña. He sostenido este mismo argumento en contra de la con-
cepción particular de Luigi FERRAJOLI, en MARTÍ, 2005a.
68
Me refiero principalmente al sistema de control de constitucionalidad de las leyes y a las
facultades de intérprete original que adoptan algunos tribunales en sistemas que han pretendido
poner en práctica una posición sustantivista débil. Sobre el debate del control de constitucionali-
dad, véanse a favor HOLMES, 1988 y 1995; FREEMAN, 1990; ACKERMAN, 1991; RAWLS, 1993: 151;
DWORKIN, 1997; MORESO, 1997: 165-167 y 1998a; FERRAJOLI, 2001; y FERRERES, 2001. Y en contra,
aunque en algunos casos matizadamente, BICKEL, 1978; ELY, 1980; WALDRON 1993, 1994 y 1999a;
GARGARELLA, 1995, 1996 y 1998b; NINO, 1996: 288-293; GAUS, 1996: 279-285; BAYÓN, 1998 y
2004; y ZURN, 2002. Volveré sobre este punto en el apartado 2 del capítulo VII.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 162

162 JOSÉ LUIS MARTÍ

este esquema) queda en manos de un procedimiento, el procedimiento ele-


gido frecuentemente no es democrático, con lo cual falseamos el intento
original de lograr mayor consenso libremente aceptado (no inducido) en
la comunidad. Y si es democrático, entonces inclinamos de nuevo la balanza
en favor de la soberanía popular.
Pensémoslo en nuestro ejemplo de los náufragos. Los diez desafor-
tunados supervivientes buscan algún consenso básico acerca de princi-
pios sustantivos muy abstractos, que pasan a integrar algo así como la
«constitución» de la isla. Hecho esto, supongamos que los náufragos deci-
den otorgar poderes especiales a una minoría de tres individuos, particu-
larmente sagaces, para que juzguen si las decisiones tomadas por mayo-
ría, siguiendo el procedimiento democrático rutinario, vulneran los
principios abstractos de su «constitución». Dicho de otro modo, estos tres
individuos se convierten en los intérpretes privilegiados de la constitu-
ción y, en última instancia, en los únicos capacitados para decidir cuál es
la forma correcta de desarrollar los principios constitucionales abstrac-
tos. Los náufragos no se atan así las manos en favor de una constitución
justa, sino en favor de una minoría de privilegiados y poderosos habi-
tantes de la isla, con amplias prerrogativas de interpretación. En todo caso,
o bien el colectivo de los náufragos conserva la soberanía y la capacidad
de revocar el mandato a los tres miembros de la élite, o bien las pierde y
el único órgano soberano es el formado por estos tres escogidos. En el
primer caso, el colectivo de los náufragos retiene la autoridad legítima
democrática que sólo por delegación es transferida temporalmente a dicha
élite, y éste no sería todavía un diseño institucional sustantivista puesto
que haría depender las decisiones políticas en última instancia de la auto-
ridad y el procedimiento democráticos. En el segundo caso, se sacrifica
no sólo el procedimiento democrático sometiéndolo al juicio supuesta-
mente sustantivo de la élite, sino también la propia noción de autoridad
democrática, que dije al principio que iba a ser un presupuesto indiscu-
tible de mi análisis en este capítulo, puesto que sólo me interesan aquí
las concepciones democráticas de la legitimidad. En conclusión, en el
ejemplo el intento de plasmar un diseño institucional sustantivista basado
en una idea de constitución con contenido sustantivo o bien colapsa con
un diseño procedimentalista débil o bien sacrifica el principio de sobe-
ranía popular que queremos preservar.
De lo discutido hasta ahora parecen extraerse dos conclusiones. Pri-
mero, no es fácil escapar a la tela de araña de la paradoja entre procedi-
mentalismo y sustantivismo. Segundo, el procedimentalista parece tener
algunas (aunque pequeñas) ventajas a su favor. Antes de terminar este apar-
tado, y tratar de encontrar en el siguiente una salida más sólida al pro-
blema, debo agregar alguna cosa sobre la supuesta irrelevancia de la metaé-
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 163

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 163

tica para esta discusión, que WALDRON intenta justificar. Adoptar una con-
cepción mixta de la legitimidad implica aceptar la validez de las conside-
raciones sustantivas sobre la justicia para cuanto menos modular la legi-
timidad de una decisión. Dichas consideraciones sustantivas presuponen
la existencia de un criterio (o conjunto de criterios) de corrección sustan-
tivo, que debe ser previo al, e independiente del, procedimiento de toma
de decisiones. Y esto hace que, aunque antes hemos dicho que en princi-
pio la cuestión metaética era irrelevante, es decir, que no importaba qué
posición metaética adopta cada uno respecto a tales criterios sustantivos,
en realidad quedarían descartadas las posiciones más extremas como el
escepticismo moral 69, de modo que la irrelevancia de la metaética es en
realidad sólo relativa.
Contra lo que WALDRON supone, la cuestión de la objetividad no es
absolutamente irrelevante. No lo es porque, una vez hemos descartado la
posibilidad de construir una concepción de la legitimidad que sea pura-
mente procedimental, debemos admitir la existencia de dichos criterios
sustantivos de corrección independientes al menos parcialmente de los pro-
cedimientos y de nuestras preferencias y creencias. Un escéptico moral
que niegue la existencia de tales criterios sustantivos de corrección no
podrá, por razones conceptuales, sostener una concepción mixta de la legi-
timidad política. Y el propio WALDRON intenta en realidad una concepción
mixta cuando admite que las razones para preferir el procedimiento demo-
crático se basan en el principio de igual dignidad básica. Como ha soste-
nido David ESTLUND, ninguna estrategia que pretenda dar cuenta de la legi-
timidad política es compatible con lo que él llama «anarquismo
filosófico» 70.
Ahora bien, como vimos en el capítulo II al analizar la noción de inte-
rés político relevante, este presupuesto de la existencia de criterios sus-
tantivos al menos parcialmente independientes no nos compromete toda-
vía con el objetivismo, al menos en su sentido fuerte 71. Nada nos obliga
a aceptar que dicha existencia deba ser real. Tiene razón WALDRON al sos-
tener que no hay ninguna diferencia relevante a estos efectos entre el rea-

69
Me refiero a versiones fuertes del escepticismo ontológico (que niega la existencia de valo-
res sustantivos) o del escepticismo epistémico (que niega la posibilidad de conocer dichos valo-
res sustantivos).
70
Que ESTLUND cree que podría sostener WALDRON, al menos bajo alguna interpretación, al
referirse a los desacuerdos razonables (ESTLUND, 2000c: 113-117).
71
Es suficiente con compartir la presuposición de que existe algún valor intersubjetivo, como
la imparcialidad, o la igual dignidad, para fundamentar lo demás. Un valor intersubjetivamente
válido se distingue de los valores objetivos en que estos últimos son absolutamente independien-
tes de la voluntad o las actitudes de los individuos, mientras que el primero se funda en última
instancia en dicha voluntad y actitudes. Y se distingue de los valores subjetivos en que estos son
absolutamente dependientes de la voluntad o las actitudes de los individuos, mientras que los inter-
subjetivos no.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 164

164 JOSÉ LUIS MARTÍ

lismo y el anti-realismo moral cuando nos enfrentamos al hecho del desa-


cuerdo moral 72. Por tanto, desde prácticamente cualquier posición metaé-
tica, con excepción como ya he dicho del escepticismo, se puede construir
una concepción mixta o sustantiva de la legitimidad política. La indepen-
dencia de los criterios sustantivos de corrección que debe garantizarse es
la independencia respecto a los procedimientos reales concretos de toma
de decisiones y de las preferencias y creencias reales de los ciudadanos.
Nada impide que desde una concepción metaética constructivista, por ejem-
plo, sostengamos que en última instancia lo moralmente correcto depende
de lo que un individuo racional desearía o preferiría. De modo que dichos
criterios deben ser cuanto menos intersubjetivamente válidos, en el sen-
tido especificado con respecto a los intereses políticamente relevantes, pero
no necesariamente objetivos en un sentido fuerte.
Finalmente, para terminar de caracterizar la paradoja de la legitimidad
entre el procedimentalismo y el sustantivismo, debemos afrontar lo que
denominaré el dilema de NOZICK, en atención a que fue este filósofo nor-
teamericano el que utilizó un argumento parecido para colocar a John
RAWLS y su teoría de la posición original frente a un incómodo dilema, un
dilema que en realidad afecta a cualquier teoría que funde la legitimidad
política en un criterio de justicia procesal perfecta o justicia procesal imper-
fecta, y por lo tanto a cualquier concepción mixta de la legitimidad 73. Es
necesario advertir primero la conexión conceptual entre las posiciones sus-
tantivistas y procedimentalistas y los tipos de justicia procesal, según la
célebre clasificación de RAWLS 74. Mientras que el procedimentalismo radi-
cal, al negar la existencia de criterios sustantivos e independientes de
corrección, sólo puede adoptar un criterio de justicia procesal pura, es
decir, un procedimiento que constituye y por lo tanto garantiza la justicia
del resultado, el sustantivismo radical no puede adoptar ningún criterio de
justicia procesal. Tanto el sustantivismo débil como el procedimentalismo
débil son compatibles con criterios de justicia procesal perfecta, cuyos
procedimientos garantizan la justicia del resultado pero derivando dicha
justicia de criterios de corrección independientes, y con criterios de justi-
cia procesal imperfecta, que también acepta la existencia de tales criterios
independientes de corrección, pero cuyos procedimientos no pueden garan-

72
WALDRON, 1999a: 164-187. Cuando WALDRON se refiere al anti-realismo, toma como ejem-
plo el expresivismo de BLACKBURN y GIBBARD, que no es en principio una posición escéptica
fuerte. Cfr. BLACKBURN, 1998 y GIBBARD, 1990. No obstante, en la medida en que el expresivismo
se acerque al escepticismo moral antes mencionado, como en la versión clásica y más radical de
Alfred AYER, sí sería incompatible con las concepciones mixtas o sustantivas de la legitimidad.
Cfr. AYER, 1936.
73
NOZICK, 1974: 207-209. La presentación de NOZICK es más compleja porque atiende a otro
tipo de parámetros que no son pertinentes aquí, de modo que me permitiré simplificarla y adap-
tarla a mis propósitos, sin desnaturalizar, creo, la idea filosófica que expresa.
74
RAWLS, 1971: 171-176.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 165

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 165

tizar la justicia del resultado. En cambio no son compatibles con los cri-
terios de justicia procesal pura.
El dilema de NOZICK, expresado en la terminología que estoy utili-
zando aquí, es el siguiente. Para saber qué procedimiento es adecuado en
términos de asegurar en la medida de lo posible la justicia del resultado,
esto es, para saber cuál es el procedimiento de justicia procesal perfecta,
o cuál de todos los procedimientos de justicia procesal imperfecta es menos
imperfecto, necesito no sólo suponer que existen criterios sustantivos e
independientes de corrección de las decisiones políticas, sino también que
podemos conocer cuáles son y determinar qué decisiones se ajustan a ellos
y cuáles no. Pero si tales criterios existen y podemos saber cuáles son,
entonces ya no necesito el procedimiento para nada. De modo que, o bien
puedo identificar los procedimientos valiosos en términos de legitimidad
política, pero entonces no me sirven para nada (y mi posición colapsa en
el sustantivismo radical), o bien no puedo hacerlo, porque no tengo manera
de saber cuáles son los criterios sustantivos de corrección, y entonces nece-
sito dichos procedimientos más que nunca y lo que no necesito es hacer
referencia a tales criterios (y mi posición colapsa en el procedimentalismo
radical) 75.
Ahora bien, lo que muestra este dilema, una vez más, es la peculiar
estructura de la paradoja de la legitimidad entre el procedimentalismo y
el sustantivismo, según la cual, por una parte, los criterios procedimenta-
les y los sustantivos se presuponen mutuamente y, por la otra, entran en
conflicto y muestran una tendencia hacia una de las dos posiciones radi-
cales. Es decir, si hasta ahora en esta sección he acentuado el rasgo de esta
paradoja que hace que nos resulte imposible prescindir de alguno de los
dos tipos de criterios para construir una noción aceptable de legitimidad,
el dilema de NOZICK enfatiza la necesidad de optar por uno de los dos, de
establecer algún tipo de prioridad que, aunque no sea lexicográfica, nos
permita resolver los conflictos entre unos valores y otros en nuestro diseño
institucional. Pero el dilema de NOZICK muestra otra cosa también impor-
tante. Dados el hecho del pluralismo y el problema epistémico que ya
hemos visto, y situados en el dilema, la inercia nos lleva hacia el terreno
del procedimentalismo, por más que intentemos evitar caer en el extremo
radical. Lo cual evidencia, una vez más, una cierta superioridad del pro-
cedimentalismo en términos de legitimidad.
Antes de pasar al siguiente apartado, repasemos las conclusiones que
hemos podido extraer hasta el momento:

75
Ésta es la idea que se esconde tras la discusión sobre la irrelevancia o superfluidad del
derecho (NINO, 1996: 187 y 188), y también está conectada con la paradoja de las precondiciones
que examiné al final del capítulo III.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 166

166 JOSÉ LUIS MARTÍ

1) Las concepciones sustantivistas radicales y procedimentalistas


radicales de la legitimidad política no funcionan por diversos motivos. El
más general es que se presuponen mutuamente. No es posible, por lo tanto,
construir una noción de legitimidad que prescinda de consideraciones pro-
cedimentales ni que prescinda de consideraciones sustantivas.
2) A pesar de que los valores procedimentales y los sustantivos se
presuponen mutuamente, no son del todo compatibles así que generan con-
flictos entre ellos, lo cuál muestra la existencia de una paradoja. A su vez,
dichos conflictos deben ser resueltos en la práctica para poder articular
una noción de legitimidad útil, y en consecuencia nos vemos obligados a
priorizar un grupo de valores por encima del otro. Pero como esto no
disuelve en ningún sentido la paradoja mencionada, nos sitúa ante un difí-
cil y peculiar dilema.
3) Por otra parte, dado el hecho del pluralismo, necesitamos algún
tipo de procedimiento para tomar decisiones colectivas. Y la pretensión de
que las decisiones políticas sean justas en la medida de lo posible es irre-
nunciable desde el punto de vista de la legitimidad. Por lo tanto, cuál sea
el procedimiento de toma de decisiones no es en ningún sentido irrele-
vante para construir un criterio de legitimidad de tales decisiones. Sólo
puede ser legítimo un procedimiento que asegure en un grado suficiente
la justicia de sus resultados.
Y esto nos conduce a una conclusión ulterior:
4) Debemos aceptar que todos los procedimientos son falibles, es
decir, que no existen los procedimientos de justicia procesal perfecta en
materia política. De modo que la falibilidad de los procedimientos es inevi-
table 76. Todos ellos pueden producir resultados erróneos o injustos. Esto
es algo que el procedimentalista débil no niega. Así que tanto él como el
sustantivista deben reconocer que al menos uno de los motivos por los que
un procedimiento puede ser considerado legítimo es su aptitud para pro-
ducir resultados justos. Por lo tanto, contra lo que algunos autores han
supuesto, defender una concepción epistémica de la democracia no implica
mantener una posición sustantivista enfrentada al procedimentalismo 77.

76
Como el propio RAWLS admite, «la justicia procesal perfecta es inusual, si no imposible,
en los casos de mucho interés práctico» (RAWLS, 1971: 73). Robert DAHL es más contundente y
directamente afirma que no existe ningún procedimiento capaz de garantizar la justicia de sus
resultados (DAHL, 1989: 196-214). En este mismo sentido, véanse MANIN, 1987: 362; ESTLUND,
1993a: 1467-1469; GOODIN y LIST, 2001: 280; y BAYÓN, 1998: 60.
77
ESTLUND, 1997: 174. Entre los que han pensado que la concepción epistémica está ligada
al sustantivismo, véanse el propio ESTLUND, 2000c: 122 y 123; COHEN, 1996; WALDRON, 1999a:
253 y 254; y GOODIN y LIST, 2001: 277-280. Muchos de estos autores atribuyen al procedimen-
talismo la tesis de la no existencia de un criterio sustantivo de corrección independiente del pro-
cedimiento, y suelen citar a Robert DAHL como uno de sus defensores. Esto demuestra que con-
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 167

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 167

3. LA PRIORIDAD PRAGMÁTICA DE LA DELIBERACIÓN


DEMOCRÁTICA

Las conclusiones a las que hemos llegado en los dos apartados ante-
riores nos conducen en primer lugar a una distinción necesaria para todas
las concepciones mixtas de la legitimidad, pero especialmente para las pro-
cedimentalistas, la distinción entre los criterios de corrección sustantiva y
la legitimidad, o dicho de otro modo, entre justicia y legitimidad. Existe
la corrección sustantiva moral, pero como discrepamos acerca de cuál es,
y carecemos de una vía epistémica compartida para conocerla, nuestra
legitimidad no puede basarse en dicha corrección. Tal corrección no puede,
ni siquiera, ser condición necesaria aunque no suficiente de la legitimi-
dad. Como dije al inicio del apartado anterior, reconocer la necesidad de
conciliar los valores procedimentales con los sustantivos no quiere decir
que ambos sean condiciones necesarias y conjuntamente suficientes de la
legitimidad. Al menos los criterios sustantivos no pueden ser una condi-
ción necesaria de la misma, de modo que la noción de legitimidad debe
ser fundamentalmente procedimental, las condiciones necesarias que deben
satisfacerse para que una decisión sea considerada legítima deben ser pro-
cedimentales. Por ello es necesario desvincular la justicia de la legitimi-
dad política, aunque no totalmente 78.
La distinción, o desvinculación parcial, supone que no hay traslación
directa entre justicia y legitimidad. No sólo que no se trata de términos
equivalentes, sino que como he dicho ni siquiera una es condición nece-
saria de la otra. Sin embargo, no podemos ignorar por completo las con-
sideraciones sustantivas. Ya hemos visto que las razones para preferir un
procedimiento a otro en términos de legitimidad no pueden ser otra cosa
que sustantivas, y tienen que ver con los valores concretos que un deter-
minado procedimiento puede honrar, así como con la probabilidad de que
dicho procedimiento produzca resultados justos, al menos en los términos
de los propios valores concretos que acabo de mencionar. El procedimiento
democrático puede considerarse legítimo, por ejemplo, porque honra los
valores de igual dignidad e igual autonomía de las personas, y además
porque las decisiones que produce tienden a ser más justas que las que
obtendríamos con otro procedimiento, donde más justas debe significar,
al menos, más respetuosas con los propios valores de igual dignidad e
igual autonomía. De modo que, a pesar de que tengamos dificultades para

funden el procedimentalismo «a secas» con el procedimentalismo radical, y que ésta es la razón


por la que sostienen que la concepción epistémica, en tanto que concepción mixta, es sustanti-
vista.
78
Una distinción similar, aunque por razones parcialmente distintas, en ESTLUND, 1993a:
1468-1470, y 1997: 187 y 188; y LAFONT, 2003 y 2006, con cuya concepción se identifica la estra-
tegia que sigo aquí. Véase también REHG, 1997 y 1999.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 168

168 JOSÉ LUIS MARTÍ

identificar los valores sustantivos concretos y la epistemología necesaria


para resolver nuestros desacuerdos, debemos alcanzar algún acuerdo sobre
el procedimiento que nos permitirá tomar una decisión en tales circuns-
tancias.
Es necesario llegados a este punto recordar una distinción anterior y
ver cómo opera en este contexto. Recordemos que nuestros desacuerdos
están presentes en tres niveles distintos: desacuerdos acerca de cuándo una
decisión es justa, desacuerdos acerca de cómo saber cuándo una decisión
es justa y desacuerdos acerca de cómo tomar una decisión que permita
superar los dos tipos de desacuerdos anteriores o convivir con ellos. Una
manera de escapar al dilema de NOZICK examinado al final del apartado
anterior tiene que ver precisamente con distinguir convenientemente los
dos últimos niveles de desacuerdos. Aunque discrepemos acerca de cuándo
una decisión es justa, y más aún, acerca de cómo saber cuándo es justa,
no implica todavía que discrepemos acerca de cómo tomar una decisión a
la luz de nuestros desacuerdos anteriores, ni siquiera de cómo hacerlo con
un mayor valor epistémico. Una cosa es no disponer de un método epis-
temológico infalible para saber en qué consiste la justicia, razón por la
cual se generan desacuerdos del tipo (2), y otra muy distinta no ser capa-
ces de establecer unos criterios epistémicos mínimos que nos permitan cla-
sificar los procedimientos de toma de decisiones por su valor epistémico.
Una cosa es que un católico anti-abortista y un agnóstico pro-elección no
encuentren una vía epistémica compartida que garantice una solución satis-
factoria al problema del aborto, y otra muy distinta que ambos sujetos no
sean capaces de acordar un procedimiento determinado que les permita
tomar algún tipo de decisión, o incluso que elijan aquel procedimiento
que, dentro de la incertidumbre, les ofrece unas mayores garantías espis-
témicas. Tal vez no comparten algunos presupuestos epistémicos básicos,
pero seguramente acordarán que un procedimiento de reflexión que resulte
sensible, por ejemplo, a la información relevante, es mejor en términos
epistémicos que lanzar una moneda al aire.
Es decir, reconocer que hay problemas epistémicos para saber cuándo
una decisión es justa no implica necesariamente que no podamos valorar
los procedimientos de toma de decisiones por su valor epistémico. En con-
secuencia, no implica tampoco abandonar cualquier tipo de consideración
sustantiva para acabar en el procedimentalismo radical. Es posible, como
propongo aquí, defender una concepción mixta de la legitimidad que otor-
gue prioridad a los valores procedimentales al reconocer que el segui-
miento de un determinado procedimiento es en principio condición nece-
saria de la legitimidad de una decisión, sin que las consideraciones
sustantivas sean a su vez una condición necesaria equivalente, pero sir-
viendo para determinar qué procedimiento posee un mayor valor episté-
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 169

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 169

mico, y por lo tanto es legítimo 79. Defender una concepción epistémica,


a su vez, no me sitúa necesariamente en una posición sustantivista, sino
que, como he advertido, hay buenas razones para pensar que la posición
procedimentalista goza de alguna prioridad. Y volviendo ahora a la dis-
tinción entre justicia sustantiva y legitimidad procedimental, una concep-
ción como la que defiendo me permite decir que una decisión es legítima,
incluso aunque sea injusta, porque ha sido tomada mediante el procedi-
miento legítimo de toma de decisiones, el procedimiento que, en general,
me garantiza el mayor valor epistémico posible. Aceptar que una decisión
injusta puede ser legítima no es más que la conclusión razonable de haber
aceptado previamente la necesidad de un procedimiento que permita tomar
decisiones a la luz de los desacuerdos de nivel (1) y (2), a la vez que la
falibilidad de todo procedimiento político de justicia procesal 80.
Legitimidad política y corrección moral quedan así desvinculadas,
aunque sólo parcialmente, ya que siguen unidas por la pretensión de correc-
ción moral de la legitimidad y el requisito del valor epistémico del pro-
cedimiento. El modelo de legitimidad política que yo defenderé aquí es,
obviamente, el de la democracia deliberativa. Y me encargaré en el pró-
ximo capítulo de presentar su justificación. Sin embargo, en las páginas
que le quedan a este capítulo trataré de mostrar que, sin que sirva nece-
sariamente de justificación, al menos no de justificación completa, existe
una cierta prioridad de la deliberación respecto a los demás procedimientos.
Volvamos a nuestro ejemplo de los náufragos. Puesto que discrepan
acerca del criterio sustantivo de justicia de las decisiones políticas, son
conscientes de que necesitan más que nunca un criterio de legitimidad
sobre el que ponerse de acuerdo, basado en algún procedimiento que les
permita el funcionamiento del grupo. Aunque discrepen acerca de la jus-
ticia, a todos les importa que las decisiones que se tomen sean justas, así
que elegirán el procedimiento de toma de decisiones que, entre otros méri-

79
Si digo que el cumplimiento del requisito procedimental es en principio condición nece-
saria es por el problema del cumplimiento de los principios estructurales y las precondiciones que
en el capítulo anterior denominé paradoja de las precondiciones.
80
Es lo que sucede también en otros ámbitos de la vida humana, como el científico o el jurí-
dico. En la ciencia, fijamos determinados criterios para decidir cuando una teoría científica es
aceptable, aun cuando no contamos con ningún criterio absolutamente fiable para determinar su
corrección. En el derecho, fijamos determinados parámetros de legitimidad (jurídica) de una deci-
sión judicial, aunque el procedimiento sea siempre falible por parte del juez (por ejemplo, con
respecto a la apreciación de hechos probados), y la decisión sigue siendo legítima (jurídicamente)
aunque sea incorrecta en el sentido en que se basa en premisas empíricas falsas. El objetivo de
un juez siempre será idealmente el de tomar una decisión sobre los hechos que realmente ocu-
rrieron, y eso a pesar de ciertas limitaciones jurídicamente establecidas sobre su capacidad de
conocer la verdad, como la obligación de tomar en consideración únicamente las pruebas apor-
tadas por las partes y siempre que no sean ilícitas, pero eso no excluye la posibilidad de error.
Véase FERRER, 2002.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 170

170 JOSÉ LUIS MARTÍ

tos, aseguren con mayor probabilidad la justicia de las decisiones, aun


sabiendo que no hay ninguno que lo garantice por completo. Como en
nuestro ejemplo dábamos por supuesto que todos los náufragos compar-
ten el principio de soberanía popular respecto a la cuestión de la autori-
dad, es razonable esperar que no discrepen acerca de que el procedimiento
que mejor respeta dicho principio es el democrático, ya que ninguno de
ellos está especialmente capacitado para saber cómo hay que gobernar la
isla, y cualquier otro procedimiento supondría privilegiar injustificada-
mente a una persona o grupo minoritario de personas.
Pero supongamos ahora que no sea así. Supongamos que uno o dos de
los náufragos discrepan acerca de los valores de igual dignidad o igual
autonomía subyacentes al procedimiento democrático, o no están de
acuerdo sobre el valor epistémico atribuido al mismo. La justificación de
un procedimiento no puede ser más que sustantiva, y la discusión acerca
de dicha justificación también, si bien se trata de una discusión acerca de
valores sustantivos de segundo orden. Lo cual parece conducirnos, enton-
ces, al extremo contrario: la prevalencia, ahora, del contenido sustantivo
(aunque sea de segundo orden) respecto al procedimiento (de primer
orden) 81. No obstante, si alguien manifiesta su desacuerdo acerca de la
justificación sustantiva (de segundo orden) del procedimiento (de primer
orden), necesitaremos, una vez más, algún tipo de procedimiento para
tomar una decisión de segundo orden y zanjar la cuestión. Algo así como
un procedimiento de segundo orden. Sobre el cuál, como es normal, tam-
bién podemos discrepar y plantear la cuestión de su justificación (a partir
de criterios sustantivos de tercer orden). Esto nos lleva, por supuesto, a un
regreso al infinito, a una especie de «dilema del huevo y la gallina», en el
que no somos capaces de determinar qué es primero, el procedimiento o
el contenido sustantivo 82. En otras palabras, regresamos a la estructura
paradójica ya examinada. Cada intento de establecer una priorización o
jerarquía de uno de los dos valores sobre el otro para responder al dilema
práctico que se nos plantea, nos devuelve al mismo punto de partida. ¿No
existe entonces ninguna solución? ¿No podemos dar una respuesta clara
a la noción de legitimidad de las decisiones políticas?
Si nos encontramos en un regreso al infinito, no tiene sentido que vaya-
mos progresando, de grado en grado, en nuestras consideraciones. Lo que
necesitamos es un punto que ponga fin al espiral. ¿Qué deben hacer nues-

81
En este mismo y preciso sentido, véanse BAYÓN, 1998: esp. 58; y CHRISTIANO, 2000: 521.
82
Sobre el problema del regreso al infinito, véanse MICHELMAN, 1997: 162-165; KNIGHT y
JOHNSON, 1997: 286; CHRISTIANO, 2000: 519-522, criticando a WALDRON en estos mismos térmi-
nos (también CHRISTIANO, 1990 y 1996a: cap. 2); y BAYÓN, 1998: 58, que aún admitiendo la idea
de incluir limitaciones sustantivas en el procedimiento de legitimación termina sosteniendo lo que
a mi juicio es una concepción procedimentalista débil (cfr. BAYÓN, 1998: 58-64).
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 171

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 171

tros náufragos para encontrar un procedimiento legítimo de toma de deci-


siones dado que dos de ellos discrepan acerca de las virtudes del proce-
dimiento democrático? Tienen al menos estas cinco alternativas 83:
(A) Toma de decisiones dictatorial: Puede tomar la decisión aquél
individuo (o grupo de individuos) que tenga mayor fuerza para imponerla.
No obstante, incluso si el que va a tomar la decisión lo hace honestamente
tomando en consideración los intereses de todos (el caso del dictador bene-
volente), esta solución probablemente será insatisfactoria para todos (salvo
para el individuo o grupo que tomará la decisión), ya que no tenemos nin-
guna garantía de que acierte en las decisiones o deje de ser benevolente
en un determinado momento.
(B) Toma de decisiones irracional: Otra alternativa es recurrir al azar,
como lanzar una moneda al aire, o cualquier otro mecanismo irracional de
toma de decisiones. Aunque en determinados contextos recurrir al azar
puede ser racional, no hay duda de que no es un modo racional de elegir
un procedimiento de toma de decisiones. Así que esta alternativa se des-
califica por sí misma.
(C) Toma de decisiones mediante el voto: Es conceptualmente posi-
ble que si los miembros de una comunidad no se ponen de acuerdo sobre
el valor del procedimiento democrático, decidan poner fin a la cuestión
votando y tomando la decisión por regla de la mayoría. Pero, por supuesto,
esta solución es absurda. Tampoco serviría para fundar la legitimidad,
porque los que se oponen al procedimiento democrático (de primer orden)
tendrán las mismas razones para rechazar este procedimiento de segundo
orden.
(D) Toma de decisiones mediante negociación: La mayoría puede
negociar con la minoría discordante para que acepte el procedimiento de
primer orden. Negociar implica, como ya vimos, hacer concesiones, pro-
meter algo a cambio, formular amenazas, engañar, utilizar trucos, etc. Esta
solución puede resultar muy útil en la práctica para desactivar desacuer-
dos políticos básicos. Pero no elimina el desacuerdo de fondo. Dicho desa-
cuerdo, genuino, tiene que ver con creencias acerca de los valores sus-
tantivos y de la justificación de un procedimiento, y no se resuelve mediante
promesas o amenazas. Si, por otra parte, utiliza el engaño para generar un
consenso genuino, dicho consenso será, en algún sentido, ficticio. Y difí-
cilmente puede ser satisfactorio para fundamentar nuestro criterio de legi-
timidad.

83
He tratado de refinar la clasificación de Brian BARRY, que distingue siete procedimientos
básicos de decisión colectiva: la lucha, la negociación, «la discusión basada en los méritos», el
voto, el azar, la disputa (contest) y la determinación autoritaria. Véase BARRY, 1965: cap. V, esp.
85-90.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 172

172 JOSÉ LUIS MARTÍ

(E) Toma de decisiones deliberativa: Podemos recurrir a un proce-


dimiento deliberativo, como el descrito en el capítulo primero, para inten-
tar alcanzar, al menos idealmente, un acuerdo sobre el propio procedi-
miento de toma de decisiones políticas.
De estas cinco posibilidades, sólo el voto, la negociación y la deli-
beración son soluciones democráticas y tienen una apariencia de legi-
timidad. Sin embargo, ni el voto puro ni la negociación pueden servir
como procedimiento de segundo orden por las razones ya mencionadas.
Si un colectivo de personas que comparten la creencia en el principio
de soberanía popular discrepa acerca de qué procedimiento de toma de
decisiones es legítimo y a pesar de ello insiste en buscar una solución
racional al conflicto, ¿qué otra cosa puede hacer salvo seguir discu-
tiendo? Como sostiene Bruce ACKERMAN, precisamente porque tenemos
razones para pensar que los que no piensan como nosotros lo hacen
desde una concepción distinta de la moral, que a nosotros nos parece
equivocada, «hablar parece ser realmente necesario». Tal vez estas dis-
crepancias nos parecerán tan graves que ni siquiera podremos imaginar
seguir conviviendo con esas personas. Pero en la medida en que la con-
vivencia no sea opcional, no nos quedará más remedio que hablar con
ellos 84. De manera que no tenemos más remedio que reconocer la exis-
tencia de lo que ACKERMAN denomina el imperativo pragmático supremo:
«Si usted y yo discrepamos acerca de la verdad moral, la única forma
de que tengamos alguna oportunidad de resolver nuestros problemas de
coexistencia de un modo que ambos encontremos razonable es mediante
el diálogo mutuo sobre dichos problemas». Es más, nadie «puede pen-
sarse a sí mismo como un participante en un estado liberal a menos que
desee participar (de una forma u otra) en esta conversación continua
(ongoing) [...]» 85.
Lo cierto es que el principio de procedimiento continuo (ongoing)
que, como vimos en el capítulo III, es uno de los principios estructura-
les del procedimiento deliberativo 86, nos ayuda a comprender la supe-
rioridad de las concepciones procedimentales de la legitimidad sobre las
sustantivas, a la que ya apelé al final del apartado anterior de este capí-
tulo. Dicho principio afirma que cualquier resultado que se alcance, cual-
quier decisión tomada, aunque sea legítima políticamente, es siempre
provisional, dado que la deliberación nunca clausura ningún debate por
completo. Siempre puede presentarse un nuevo argumento, una nueva

84
ACKERMAN, 1989: 9. Con un argumento pragmático de este tipo, véanse también GUTMANN
y THOMPSON, 1996: 32-35; y DRYZEK, 1990, 2000a y 2001.
85
ACKERMAN, 1989: 10.
86
Era concretamente el que yo identifiqué como principio PE5 en el apartado 3.1 del capí-
tulo III.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 173

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 173

información, que deben ser tenidos en cuenta 87. Por tanto, y a diferen-
cia de lo que ocurre con los criterios sustantivos de legitimidad como la
corrección moral, que suelen interpretarse como universales, toda deci-
sión política vigente puede ser desafiada y, es más, puede ser legítima en
t1 y ser ilegítima en t2, sin ninguna inconsistencia 88. De modo que aunque
discrepemos sobre el contenido de muchas de las decisiones políticas
vigentes, siempre podemos aspirar a modificar el resultado en un futuro
próximo, convenciendo a los demás de la validez de nuestros argumen-
tos en favor de una opción política distinta 89. Además, la provisionali-
dad y el carácter continuo implican el reconocimiento de la falibilidad
del procedimiento y de sus participantes que exigimos como necesario
al final del apartado 2 del capítulo anterior. Y redunda en la idea de que
se trata de un procedimiento modesto en tanto que no pretende en ningún
momento la imposición de «verdades inmutables» al conjunto de la ciu-
dadanía, sino que le permite a ésta avanzar por sí misma en la compren-
sión de los asuntos públicos, cometer sus propios errores y aprender de
ellos. Dado el hecho del pluralismo, es mejor optar por un procedimiento
que en todo caso nos permita revisar las decisiones, incluso a pesar de
que no nos pongamos de acuerdo tampoco acerca de dicho procedimiento,
que hacerlo por un criterio de legitimidad sustantivo universal, inmuta-
ble y no revisable.
Pero además el procedimiento de la deliberación nos permitirá revisar
incluso las condiciones del propio procedimiento gracias a otro de los prin-
cipios estructurales del procedimiento deliberativo: el principio de proce-
dimiento abierto (openness) 90. Dicho principio sostiene que el proceso es,
en primer lugar, flexible en el sentido de que puede adaptarse a diversas

87
Véase, especialmente, GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1, 26 y 51-94, y 2004: cap. 3; tam-
bién BARBER, 1984: 136; COHEN, 1989a: 21, y 1989b: 31; ACKERMAN, 1989; BENHABIB, 1994: 31;
BOHMAN, 1996: 47-66, y 1998: 407; MICHELMAN, 1997: 151; COHEN y SABEL, 1997: 328-334;
FEARON, 1998: 56-59; y PARKINSON, 2003: 190 y 191.
88
Sin que influya en ello la percepción de los destinatarios. La decisión política D1 tomada
en t1 y que instaura la política A es legítima si cumple con los requisitos procedimentales. Una
decisión política D2 tomada en t2 y también legítima puede revocar dicha política A. Ambas deci-
siones son legítimas. Diremos que, aun siendo legítima en su momento D1, su validez quedó revo-
cada por D2. No es que D1 pase a ser ilegítima, simplemente ha quedado revocada. Pero sí pode-
mos decir que la política A fue legítima en un momento e ilegítima en otro. Sucede que las
decisiones pierden la validez cuando son sustituidas por otras. Lo que sí es provisional es la legi-
timidad de las políticas instauradas por tales decisiones. En el momento que una decisión D2 ins-
taura no-A (esto es, revoca A), A deja de ser legítima. Esta idea podría reconstruirse mejor, como
me ha sugerido Jorge RODRÍGUEZ, recurriendo a una distinción entre legitimidad estática y legiti-
midad dinámica que, sin embargo, no voy a desarrollar aquí.
89
Siempre que se tomen precauciones para evitar lo que NINO denominó «minorías conge-
ladas», esto es, sectores de población que quedan permanentemente en minoría en la toma de deci-
siones, y para los que la expectativa de modificar la decisión en el futuro, tal vez en su caso nula,
no actúa como incentivo a aceptar las reglas del procedimiento. Véase NINO, 1996: 192.
90
Que yo identifiqué como principio PE5 en el apartado 3.1 del capítulo III.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 174

174 JOSÉ LUIS MARTÍ

circunstancias y, en segundo lugar y más importante, auto-referente, esto


es, que desde el procedimiento deliberativo se puede reflexionar acerca de
la adecuación y los límites del propio procedimiento, o acerca de algunos
de sus principios o precondiciones del mismo 91. Los participantes en la
deliberación pueden desafiar una por una todas y cada una de las condi-
ciones de la acción comunicativa —cualquier principio estructural o pre-
condición del proceso deliberativo— desde el proceso mismo, siempre que
no desafíen todas las condiciones simultáneamente. De este modo el pro-
cedimiento deliberativo puede dar cabida también a aquellas personas que
duden de su eficacia o conveniencia. En otras palabras, incluso los que
consideren que el procedimiento de segundo orden utilizado para resolver
las discrepancias acerca de los valores últimos y los procedimientos ópti-
mos de toma de decisiones no debe estar basado en la deliberación, y pre-
fieran por ejemplo uno basado en el azar, deberán justificar sus opiniones
y tratar de convencer a los demás, y ello les sitúa ya en un proceso de deli-
beración.
En realidad no es que exista una práctica deliberativa de segundo orden
que legitime a su vez un procedimiento deliberativo de toma de decisio-
nes de primer orden, siendo la primera más difusa e informal, sin cum-
plir con todos los principios estructurales y las precondiciones del modelo
ideal de la democracia deliberativa, y la segunda en cambio, una práctica
institucionalizada y profundamente deliberativa en el sentido de cumplir
con tales principios y precondiciones. Se trata en realidad de una sola
práctica deliberativa, auto-referente, amplia que se desarrolla en dos nive-
les, uno institucionalizado y otro informal y difuso 92. Decir que una deci-
sión determinada es legítima políticamente querrá decir entonces que es
el resultado de un proceso decisorio democrático y deliberativo, que a su
vez una parte significativa de los participantes en la práctica política de
la comunidad correspondiente consideran legítimo a partir de la delibe-
ración pública más amplia y difusa. Claro que ésta no es una solución
completamente satisfactoria. La deliberación no resuelve el problema de
la legitimidad, porque, como dije al principio del capítulo, la paradoja es
probablemente irresoluble, como lo era la paradoja de las precondicio-
nes. Tal vez no nos quede otra opción, como también dije al analizar esta
última, que dar la razón a los dialeteístas racionales que creen en la exis-
tencia de genuinas paradojas del pensamiento, esto es, contradicciones e

91
En especial, HABERMAS, 1981: 15-96. Véanse también COHEN, 1989a: 21-24, y 1989b: 31;
ACKERMAN, 1989; BENHABIB, 1990, 1994: 31, y 1996; SUNSTEIN, 1993a: 23; BOHMAN, 1996: 238;
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1, 26 y 52-94, y 2004: cap. 3; y MICHELMAN, 1997: 151.
92
La idea del primer orden y el segundo orden es simplemente un recurso teórico para com-
prender el problema del regreso al infinito que se esconde tras la paradoja de la legitimidad, así
como la solución pragmática que ofrece la deliberación democrática, su superioridad con respecto
al resto de alternativas.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 175

LA LEGITIMIDAD DE LAS DECISIONES POLÍTICAS 175

inconsistencias de la razón que no pueden ser disueltas de ningún modo


satisfactorio 93.
Pero a pesar de todos estos inconvenientes, el argumento de la supe-
rioridad pragmática sigue funcionado, porque ¿de qué otro modo pode-
mos aspirar a resolver estos desacuerdos tan básicos si no es discutiendo?
Así que, resuelva o no la paradoja, sigue pareciendo la mejor alternativa
ante el problema práctico de nuestro diseño institucional. Y, finalmente, si
la democracia deliberativa es básicamente un modelo de legitimidad de
las decisiones políticas, y aceptamos que representa la mejor respuesta
ante la paradoja de la legitimidad, aunque sea en atención a considera-
ciones pragmáticas, entonces de algún modo esto implica justificar (com-
parativa y pragmáticamente) la democracia deliberativa. Aunque para jus-
tificar normativamente el modelo debemos aguardar al siguiente capítulo.

93
Véase la nota 131 y el texto que la acompaña del capítulo III.
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CAPÍTULO V
LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA
DELIBERATIVA

«El filántropo no puede admitir diferencia entre la


política y la no política. No hay no política, todo es polí-
tica».
Thomas MANN, La montaña mágica, 1924.

Se han elaborado muchas justificaciones de naturaleza diversa de la


democracia deliberativa y no es mi intención analizarlas todas aquí. Lo
que pretendo en este capítulo es más bien presentar de manera ordenada
aquellas justificaciones que me parecen más sólidas y persuasivas, algu-
nas de las cuales ponen de relieve especialmente los atributos de una de
las versiones de la democracia deliberativa, la del modelo republicano o
participativo. La república deliberativa constituye, a mi modo de ver, la
mejor cara de la democracia deliberativa, y en general el mejor modelo
posible de democracia. Daré por supuesto en el contexto de la discusión
de este capítulo el valor de la democracia en general. Es en el contexto de
la teoría de la democracia donde se ubica la teoría de la democracia deli-
berativa, y lo que me interesa analizar es si el modelo propuesto por esta
última es realmente superior a sus rivales democráticos, y no tanto si cabría
pensar en otras formas de gobierno más satisfactorias que se desarrollen
al margen de la democracia. Es cierto que algunos de los argumentos que
voy a presentar sirven también para defender la idea más general de demo-
cracia, pero ese no es el objetivo prioritario de estas páginas. En conse-
cuencia, la justificación de la democracia deliberativa consistirá en una
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 178

178 JOSÉ LUIS MARTÍ

justificación comparativa que tratará de mostrar su superioridad frente a


los modelos democráticos alternativos, que como vimos en el capítulo II
son todos aquellos basados en la negociación o el voto. En el capítulo IV
he apuntado un argumento pragmático en favor de la deliberación como
el procedimiento democrático que permite abordar la paradoja de la legi-
timidad. Lo que debemos hacer ahora es revisar los argumentos norma-
tivos.
Dentro de la pluralidad de justificaciones es común distinguir entre
argumentos que presentan la democracia deliberativa como un ideal intrín-
secamente valioso y argumentos que le otorgan un valor instrumental 1. Esto
es, se distinguen las justificaciones intrínsecas, que suelen asociarse a argu-
mentos que señalan que el propio procedimiento de la democracia delibe-
rativa es el que mejor respeta determinados valores o fines, de las justifi-
caciones instrumentales, asociadas a argumentos como el epistémico, que
afirman que el procedimiento democrático deliberativo es valioso en tanto
que conduce con mayor probabilidad a resultados que son considerados
justos desde un punto de vista moral. Algunos autores denominan «proce-
dimentales» al primer tipo de justificaciones, y «sustantivas» al segundo 2.
No obstante, y aunque la distinción en sí misma me parece importante,
las denominaciones elegidas para designar a cada tipo de justificación no
me parecen afortunadas. En primer lugar, en algún sentido todos los argu-
mentos presuponen que el valor de la democracia deliberativa es instru-
mental, en unos casos porque respeta mejor determinados valores ulterio-
res, como la autonomía, la igualdad política o el respeto mutuo, en otros
porque es considerada un procedimiento adecuado para alcanzar resulta-
dos generalmente justos. Y en segundo lugar, optar por una justificación
epistémica, como vimos en el capítulo anterior, no implica sacrificar el
procedimentalismo. Al contrario, es un modo de hacer prioritarias las con-
sideraciones procedimentales, aunque éstas se encaminen al objetivo de
producir resultados justos.
En su lugar, propongo referirnos a estos argumentos como «justifica-
ciones sustantivas» y «justificaciones epistémicas». Las sustantivas serían
las que utilizan valores sustantivos determinados, como el de la igual auto-
nomía, la igualdad política o el respeto mutuo, para decir que el procedi-
miento de la democracia deliberativa los honra mejor que cualquier otro

1
Véanse, por ejemplo, ESTLUND, 1993a y 1997; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 26-39, y 2004:
21-23; CHRISTIANO, 1997: 244-246, y 2004; COHEN y SABEL, 1997: 319 y 320; BOHMAN, 1998;
BAYÓN, 1998: 60-63; y GOODIN y LIST, 2001: 277-278.
2
Y utilizan expresiones como la de «procedimentalismo puro o equitativo (fair)» o «expre-
sivismo democrático» para designar a las posiciones que suscriben justificaciones procedimenta-
les. Véanse, por ejemplo, ESTLUND, 1997: 176-179; GUTMANN y THOMPSON, 2004: 21-23; y CHRIS-
TIANO, 2004: 267, nota 3.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 179

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 179

procedimiento. En lugar de llamarlas procedimentales, estas justificacio-


nes son sustantivas porque exigen que nos pongamos previamente de
acuerdo acerca de los valores sustantivos correspondientes antes de poder
aceptar la justificación. A una persona que no reconozca valor en la igual-
dad política le traerá sin cuidado que la democracia deliberativa la respete
mejor que otro procedimiento. En este sentido, se trata de justificaciones
que están sesgadas sustantivamente, que sólo tienen efecto entre personas
que comparten los valores sustantivos, o si van acompañadas de una jus-
tificación ulterior de la validez o corrección de tales valores. En cambio,
propongo denominar simplemente justificaciones epistémicas a aquellas
que señalan que el procedimiento democrático deliberativo es superior a
los demás porque ofrece unas mayores garantías de la justicia de los resul-
tados. Es cierto que los argumentos epistémicos se basan en considera-
ciones de justicia, pero no están sesgados, al menos no en un grado tan
elevado, al no presuponer valores sustantivos concretos de ningún tipo.
Distintas personas, con concepciones diversas de la justicia, pueden coin-
cidir acerca de un juicio de adecuación epistémica referido a un procedi-
miento determinado.
Otro equívoco que suele acompañar las clasificaciones de las justifi-
caciones de la democracia deliberativa consiste en pensar que quien jus-
tifica el modelo por su valor epistémico no puede reconocer ningún otro
tipo de valor y a la inversa. La confusión deriva, en mi opinión, de vin-
cular conceptualmente cada justificación con una concepción de la legiti-
midad distinta, como las analizadas en el capítulo anterior. Pero, como
acabo de afirmar, una justificación epistémica, por ejemplo, no tiene por
qué pertenecer a una concepción sustantivista de la legitimidad, ni lo que
yo llamo justificación sustantiva, la que deriva de otros valores sustanti-
vos, tiene por qué estar comprometida con una concepción procedimental
de la legitimidad. Puesto que la democracia deliberativa es eminentemente
un procedimiento, y todos sus defensores coinciden en calificarlo como la
fuente de legitimidad de las decisiones políticas 3, todas sus justificacio-
nes responden a una concepción más o menos procedimentalista de la legi-
timidad. Pero también es cierto que todas están comprometidas en parte
con consideraciones sustantivas.
Lo importante ahora es que cualquier defensor de la democracia deli-
berativa puede reconocer consistentemente que el procedimiento demo-

3
Véanse, como ejemplo, MANIN, 1987: 351-359; COHEN, 1989a: 17-22; MICHELMAN, 1989:
317; BENHABIB, 1994: 26; DRYZEK, 1990, 2000a, y 2001: 651; MILLER, 1992: 185; ESTLUND, 1993a:
1469, y 1997 y 2000a; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 4, y 2004; BOHMAN, 1996: 4 y 5, y 1998:
401 y 402; REHG, 1997: 368-374; GOODIN, 2000: 54 y nota 5; FREEMAN, 2000: 392-396; SMITH,
2000: 33; YOUNG, 2001: 103; y PARKINSON, 2003: 180 y 181. En contra de esta tesis mayoritaria,
encontramos a KNIGHT y JOHNSON, 1994.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 180

180 JOSÉ LUIS MARTÍ

crático deliberativo es a la vez adecuado epistémicamente para producir


resultados justos y respetuoso de determinados valores sustantivos. No hay
nada que haga incompatibles un tipo de argumentos y otro. Y de hecho yo
voy a sostener en este capítulo una justificación general que contiene argu-
mentos de ambos tipos, ya que intentaré mostrar que cualquiera de las jus-
tificaciones, por separado, produciría efectos perniciosos.
En el primer apartado veremos los diversos argumentos epistémicos
que apuntan a la justificación de la democracia deliberativa, donde dis-
tinguiré entre una concepción epistémica fuerte y una débil. Y trataré de
mostrar que la justificación epistémica nos conduce al elitismo democrá-
tico a menos que sea contrapesada con argumentos sustantivos en favor
del procedimiento. Y en el segundo apartado del capítulo presentaré las
principales justificaciones sustantivas, y mostraré también como éstas son
en buena medida inconcluyentes a menos que vayan acompañadas de argu-
mentos epistémicos. Como veremos, los problemas de un tipo y otro sólo
pueden ser contrarrestados con una justificación combinada de la demo-
cracia deliberativa que venga reforzada por determinados presupuestos
normativos republicanos. En definitiva, la imagen más robusta de la demo-
cracia deliberativa, la que permite frenar el peligro proveniente del eli-
tismo político, es la que representa la república deliberativa.

1. LA JUSTIFICACIÓN EPISTÉMICA

Muchos de los defensores de la democracia deliberativa han sostenido


un argumento epistémico para justificar su modelo 4. Como vimos en el
capítulo anterior, una buena manera de enfrentarse a la paradoja de la legi-
timidad entre procedimiento y sustancia pasa por distinguir la legitimidad
política de la corrección moral y dar prioridad a las consideraciones pro-
cedimentales respecto de la primera, entendiendo, eso sí, que el procedi-
miento legítimo es aquel que ofrece mayores garantías de que las deci-
siones resultantes serán moralmente correctas. Ya he dicho que son muchos
los deliberativistas que han sostenido explícitamente la justificación epis-
témica 5, pero espero demostrar aquí no sólo que al menos la versión débil
de dicha justificación es plausible, sino que además resulta absolutamente

4
Son clásicas las defensas del argumento epistémico en relación con la democracia en gene-
ral de ROUSSEAU, 1762: Libro 4, cap. 2; James MILL, 1823; y John Stuart MILL, 1860. Dentro de
la literatura de la democracia deliberativa, los que han defendido la justificación epistémica de un
modo más articulado han sido COHEN, 1986a y 1989a; ESTLUND, 1990, 1993a, 1993b, 1997 y 1998;
NINO, 1996; y GAUS, 1996, 1997a, 1997b y 1997c. En contra, véase por ejemplo MILLER, 1992:
184.
5
Por ejemplo, han declarado explícitamente adherirse a esta justificación, además de los
mencionados en la nota anterior, y entre otros, BARRY, 1964: 9-14; BESSETTE, 1980: 105 y 106;
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 181

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 181

imprescindible para cualquier defensor de la democracia deliberativa. Es


decir, en mi opinión no se puede defender la democracia deliberativa sin
esgrimir la justificación epistémica, y ello aunque dicha justificación sea
compatible con otras justificaciones más sustantivas, como veremos en el
siguiente apartado 6.
Distinguiré entre una versión fuerte y una versión débil de la justifi-
cación epistémica, según se considere que la democracia en sí misma posee
valor epistémico, además de poseerlo la deliberación. Pero antes es nece-
sario comprender la tesis general de este argumento:
Justificación epistémica: La democracia deliberativa está justificada, y
por lo tanto las decisiones políticas tomadas mediante un procedimiento demo-
crático deliberativo son legítimas, porque dicho procedimiento posee mayor
valor epistémico que otros procedimientos democráticos alternativos. Esto
significa que las decisiones tomadas mediante tales procedimientos tienen una
probabilidad mayor de ser correctas en general que las tomadas mediante
otros procedimientos democráticos, siendo dicha corrección al menos par-
cialmente independiente del proceso e intersubjetivamente válida.
Se trata de una justificación epistémica porque el procedimiento al que
se refiere es considerado confiable para identificar en general cuáles son
las decisiones políticas correctas. Como la confiabilidad a la que se refiere
es sólo general, no es necesario que dicha condición se dé en todo caso
concreto. Otros procedimientos democráticos podrían ser mejores episté-
micamente en ciertos ámbitos o bajo determinadas circunstancias, pero
ello no invalidaría la tesis general 7. Por otra parte, lo que afirma la justi-

ACKERMAN, 1989: 5; MICHELMAN, 1989; FISHKIN, 1991: 30 y 31 y 81-86; GUTMANN y THOMPSON,


1996 y 2004: 22; BOHMAN, 1996: 6 y 27, y 1998; CHRISTIANO, 1996a: 29-37 y 1997; REHG, 1997;
FEARON, 1998; GAMBETTA, 1998; SAWARD, 1998: 21-46; FREEMAN, 2000: 384-389; y GOODIN y
LIST, 2001. Según ESTLUND, también WALDRON se vería obligado a aceptar esta justificación para
mantener la coherencia de sus tesis; véase ESTLUND, 2000c: 120-122. Otra crítica a WALDRON en
estos términos en BAYÓN, 1998: 60-63.
6
De hecho no conozco a ningún defensor de la democracia deliberativa que haya rechazado
explícitamente la justificación epistémica. Es cierto que GUTMANN y THOMPSON han afirmado que
«Los participantes (en una deliberación) no argumentan por mor del argumento, ni siquiera lo
hacen por mor de la verdad» (GUTMANN y THOMPSON, 2004: 5). Pero también es cierto que un
poco más adelante dicen que «cualquier teoría adecuada debe reconocer tanto (los valores instru-
mentales como los intrínsecos de la deliberación)», y admiten que «el proceso deliberativo debe-
ría contribuir a desempeñar la función política central de tomar buenas decisiones y elaborar buenas
leyes» (GUTMANN y THOMPSON, 2004: 22). David ESTLUND atribuye el procedimentalismo puro,
la posición que justifica la democracia únicamente mediante consideraciones no epistémicas, a
Robert DAHL, pero éste no es un demócrata deliberativo. Y duda en atribuírselo a Joshua COHEN
y Thomas CHRISTIANO (ESTLUND, 1997: 176 y nota 5). Y hace bien en dudar, pues a mí me pare-
cen casos claros de concepciones mixtas que combinan justificaciones instrumentales con sus-
tantivas. Por otra parte, atribuye lo que él llama teoría de la corrección, esto es, la concepción
epistémica pura, a ROUSSEAU, pero el ginebrino no fue un defensor de la democracia deliberativa
(ESTLUND, 1997: 181 y siguientes; CHRISTIANO, 1997: 245).
7
Se puede admitir, por ejemplo, que en determinadas circunstancias es mejor que los ciu-
dadanos voten sin haber deliberado previamente, como en los casos en los que tenemos la certeza
de que la comunicación está tan mediatizada o existe tanta coerción que una mayor comunicación
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182 JOSÉ LUIS MARTÍ

ficación epistémica es la superioridad del procedimiento deliberativo con


respecto a los procedimientos democráticos alternativos, y no a los no
democráticos, es decir que da por supuesta la legitimidad de la democra-
cia frente a formas de gobierno más elitistas. Finalmente, que el procedi-
miento democrático deliberativo posea mayor valor epistémico que los
demás, no quiere decir, por supuesto, que sea infalible. Todos los proce-
dimientos son falibles 8. Así que es perfectamente posible, como ya advertí
en el capítulo anterior, que una decisión política sea legítima a pesar de
ser incorrecta sustantivamente. Ahora, podemos descomponer la justifica-
ción epistémica al menos en dos tesis distintas: la tesis ontológica y la
tesis epistemológica.
En primer lugar, teniendo en cuenta que se trata de una justificación
epistémica, se presupone que hay algo que podemos y queremos conocer.
Como que estamos en el contexto de la toma de decisiones políticas, podría-
mos decir que queremos conocer cuál es la decisión correcta en cada caso
determinado. Así que de algún modo estamos presuponiendo la existencia
de algún criterio sustantivo de corrección, que no puede confundirse con
lo que nosotros creemos que es correcto o con lo que nosotros preferiría-
mos que fuera correcto:
Tesis ontológica: Existe al menos un criterio de corrección de las deci-
siones políticas, que debe ser al menos parcialmente independiente del pro-
ceso de toma de decisiones así como de las creencias, preferencias y deseos
de los participantes en dicho proceso.
Es la existencia de dicho criterio la que nos permite hablar de cono-
cimiento y de creencias políticas referidas a la corrección de una decisión
o medida política. Pero se trata del mismo tipo de criterio y de existencia
requeridos por la noción general de argumentación y por la idea de legi-
timidad, como pudimos ver en los capítulos II y IV 9. Así que la justifica-
ción epistémica adquiere los mismos compromisos metaéticos que el
modelo de la democracia deliberativa en general. Se requiere un cierto
grado de objetividad, o intersubjetividad, con lo que quedan descartadas
las concepciones escépticas de la moral, pero se mantiene la neutralidad

sólo podría empeorar la racionalidad de las preferencias de los votantes. No obstante, se trata de
casos en los que hemos fracasado empíricamente a la hora de garantizar las condiciones de la deli-
beración, así que ninguna deliberación sería realmente posible.
8
Todos son mecanismos de justicia procesal imperfecta. Véanse COHEN, 1986a: 28 y 29;
GOODIN y LIST, 2001: 280; y BAYÓN, 1998: 60
9
Unos pocos autores han intentando negar la existencia de fundamentos sustantivos o crite-
rios de corrección moral independientes, como es el caso de BARBER, 1984: 131-138. No obstante,
y aunque no puedo detenerme ahora en este punto, lo que estos autores parecen negar es el tipo
de objetividad propio del realismo moral, no la existencia de criterios intersubjetivos en el sen-
tido que yo he utilizado, que ellos mismos terminan por aceptar. Así lo hace el propio BARBER
cuando reconoce que la deliberación es un procedimiento que transforma las preferencias al servir
de filtro de imparcialidad y por ello les otorga una mayor legitimidad (BARBER, 1984: 136).
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 183

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 183

respecto al resto de posiciones metaéticas. Y esto quiere decir que la única


crítica metaética que podría formularse contra la justificación epistémica
iría dirigida también contra la democracia deliberativa en general. No es
cierto, contra lo que algunos autores han supuesto, que la justificación
epistémica adquiera compromisos más fuertes con la objetividad o el rea-
lismo moral, que otras justificaciones del modelo.
Ahora bien, la tesis ontológica que predica la existencia de un crite-
rio de corrección no serviría de nada si no presupusiéramos además una
tesis epistémica sobre la posibilidad de conocer dicho criterio, vinculada
a la tesis de que el procedimiento deliberativo es el mejor método colec-
tivo para conocerlo:
Tesis epistemológica: Es posible conocer el criterio de corrección de las
decisiones políticas y, en consecuencia, identificar cuáles son las decisiones
correctas. La deliberación democrática es en general el procedimiento demo-
crático más confiable para identificar tales decisiones políticas correctas.
Como ya dije antes, la superioridad del procedimiento deliberativo en
términos de confiabilidad epistémica es relativa a los demás procedimientos
democráticos. Así que la tesis epistemológica nada dice acerca de los pro-
cesos decisorios no democráticos. Por otra parte, la confiabilidad es gene-
ral, así que nada impide conceptualmente que otro proceso democrático
no deliberativo pueda ser más confiable en unas circunstancias concretas
muy excepcionales 10. Descartada la posibilidad de encontrar un procedi-
miento con un valor epistémico completo o total (esto es, descartada la
posibilidad de encontrar un mecanismo de justicia procesal perfecta), debe-
mos sostener que la relación de confiabilidad (o idoneidad) y, en conse-
cuencia, la noción de valor epistémico, es gradual. Un procedimiento posee
mayor valor epistémico cuanto más idóneo resulte para conocer aquello
que se espera conocer. La justificación de un procedimiento por su valor
epistémico, entonces, sólo puede hacerse comparativamente con los otros
procedimientos alternativos. Si la democracia, o más concretamente la
democracia deliberativa, está justificada por su valor epistémico es porque
es el procedimiento idóneo, entre los examinados, para conocer aquello
que esperamos conocer.
Finalmente, que el procedimiento sea confiable quiere decir que las
decisiones tomadas mediante él también lo son, esto es, que tienen una

10
Como declara Gerald GAUS, es ciertamente difícil proporcionar razones concluyentes que
demuestren que un procedimiento es siempre más confiable epistémicamente que otros (GAUS,
1997b: 277-281). GAUS cree que el problema se puede resolver afirmando simplemente que «ningún
método para resolver controversias morales ha demostrado más allá de cualquier duda razonable
ser epistémicamente superior a la democracia» (GAUS, 1997b: 282). Sin embargo, más adelante
veremos que la estrategia de GAUS tampoco funciona, ya que alguien puede negar simplemente la
posibilidad de conocer cuándo un método es epistémicamente superior a otro.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 184

184 JOSÉ LUIS MARTÍ

mayor probabilidad de ser correctas que si se hubieran tomado siguiendo


cualquier otro procedimiento. En consecuencia, de la tesis ontológica y la
tesis epistemológica se deriva la justificación epistémica: i) nuestras «ins-
tituciones básicas» son «legítimas en la medida en que establezcan el marco
para una deliberación pública libre», y ii) «los resultados [de estas insti-
tuciones] son democráticamente legítimos si, y sólo si, podrían ser el objeto
de una acuerdo libre y razonado entre seres iguales» 11.
Por otra parte, aunque las tesis ontológica y epistemológica son, por
decirlo así, condiciones necesarias y conjuntamente suficientes de la jus-
tificación epistémica de la democracia deliberativa, la segunda es parti-
cularmente característica de este tipo de justificación, puesto que la pri-
mera debería ser también compartida por aquellos que no desean
comprometerse con un argumento epistémico, por el hecho de estar impli-
cada por la propia noción de argumentación. Sin embargo, no hay nada en
la tesis epistemológica que la haga incompatible con las justificaciones
sustantivas que veremos en el siguiente apartado, puesto que nada impide
que un procedimiento confiable epistémicamente sea además respetuoso
de determinados valores sustantivos.
Pero la pregunta relevante, por supuesto, es ¿de qué manera podemos
sostener la tesis epistemológica de la justificación epistémica? ¿Por qué
el procedimiento deliberativo es el más confiable para identificar las deci-
siones políticas correctas? La respuesta a estas preguntas puede variar
según provengan de lo que voy a denominar la versión fuerte de la justi-
ficación epistémica o la versión débil de la misma. Utilizo los términos
«fuerte» y «débil» para caracterizar dos versiones distintas de la justifi-
cación, según asuman un compromiso filosófico más o menos fuerte. La
versión fuerte, como veremos a continuación, necesita presuponer ciertas
tesis que resultan bastante controvertidas, mientras que la versión débil es
relativamente fácil de aceptar por cualquiera. No deben confundirse estas
expresiones, por tanto, con la idea de que sea la justificación la que resulte
más o menos sólida. Más bien al contrario, la versión débil de la justifi-
cación epistémica, precisamente por asumir menos compromisos con tesis
controvertidas, resulta en mi opinión más sólida que la versión fuerte.
La versión fuerte de la justificación epistémica sostiene que la demo-
cracia (sea deliberativa o no) posee valor epistémico por sí misma, sumado
al hecho que la deliberación (sea democrática o no) también posee valor
epistémico por sí misma, de modo que la democracia deliberativa agrega
el valor epistémico de la democracia al de la deliberación. Como veremos
a continuación, esta versión fuerte sólo puede sostenerse si aceptamos algo

11
COHEN, 1989a: 21 y 22.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 185

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 185

así como el Teorema de CONDORCET, a pesar de que éste ha recibido múl-


tiples objeciones y resulta muy controvertido. Por su parte, la versión débil
afirma únicamente que es la deliberación, o en todo caso la combinación
entre deliberación y democracia, la que posee valor epistémico, pero no
la democracia no-deliberativa. De este modo, la versión débil se evita tener
que dar respuesta a las numerosas críticas que se han formulado contra el
Teorema de CONDORCET, y descansa en cambio en presupuestos más amplia-
mente compartidos. Analicemos ahora, por separado, cada una de estas
dos versiones.

1.1. El valor epistémico de la democracia

Han sido muchos los autores que, desde ROUSSEAU, han defendido la
tesis del valor epistémico de la democracia en la tradición del pensamiento
democrático 12. Si entendemos ahora por democracia simplemente la toma
de decisiones con participación de todos los ciudadanos (que acrediten
unas mínimas capacidades de racionalidad) y frecuentemente en los dise-
ños reales mediante el voto y la aplicación de la regla de la mayoría 13, lo
que afirma la tesis del valor epistémico es que el resultado de la agrega-
ción de preferencias manifestadas en el voto tiene mayor probabilidad de
ser correcto que el resultado de otros procedimientos no democráticos de
toma de decisiones. Y para justificar esta tesis es necesario defender algo
así como el célebre Teorema del Jurado elaborado por el Marqués de CON-
DORCET, que fue considerado una demostración probabilística de la intui-
ción previa de Jean-Jacques ROUSSEAU, a pesar de que CONDORCET no men-
ciona explícitamente en ningún momento al pensador ginebrino 14. Aunque
el Teorema estaba destinado a ser aplicado a las decisiones de los miem-
bros de un jurado en un tribunal de justicia, la traslación al ámbito de las
decisiones políticas democráticas es casi automática. En una primera for-
mulación simple, el Teorema sostiene que:
Una vez garantizadas determinadas condiciones, la probabilidad de que
una decisión correcta sea respaldada por una mayoría de votantes aumenta

12
Los precursores modernos de esta idea son ciertamente ROUSSEAU, 1762: Libro Cuarto,
cap. 2; y James MILL, 1823. Entre los teóricos contemporáneos, véase por ejemplo BARRY, 1964:
9-14, y 1965: Apéndice A, 292 y 293; y E. SPITZ, 1984: 206.
13
Una definición compatible con cualquiera de los procedimientos concretos de regla de
mayoría existentes. Sobre algunos de estos procedimientos, véase MUELLER, 1989: 112 y 113.
14
Véase CONDORCET, 1785: Parte Quinta, 279-304. Seguiré en este apartado las exposiciones
clásicas de BLACK, 1958: 162-165; GROFMAN y FELD, 1988; y MCLEAN y HEWITT, 1994: 32-54.
Duncan BLACK fue el primero en recuperar el Teorema de CONDORCET, tras más de 200 años de
inexplicable olvido. Véanse también BARRY, 1964: 9-14; GROFMAN, OWEN y FELD, 1983: 261-278;
COHEN, 1986a: 35; ESTLUND, 1994b; AUSTEN-SMITH y BANKS, 1996; GOODIN y LIST, 2001: 283-
288; y ZINTL, 2002. Agradezco a Ruth ZIMMERLING, Jorge RODRÍGUEZ y José Juan MORESO por
algunas charlas apasionadas y esclarecedoras sobre este Teorema.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 186

186 JOSÉ LUIS MARTÍ

en función del número de participantes así como de la competencia episté-


mica de los mismos, tendiendo a 1 a medida que el número de participantes
tiende al infinito.
Las condiciones que deben garantizarse para que el Teorema se apli-
que son concretamente cuatro: 1) cada participante debe votar de forma
sincera, 2) los votos deben ser independientes, 3) los votantes deben elegir
entre sólo dos alternativas, y 4) la competencia epistémica (la probabili-
dad individual de acertar) de todos los votantes debe ser la misma, y siem-
pre superior a 0,5. A continuación analizaré una por una estas condicio-
nes, pues es en la posibilidad de su cumplimiento real donde se han
concentrado todas las objeciones relevantes contra el Teorema. Pero antes
me parece conveniente aclarar el funcionamiento general del mismo.
Los miembros de un jurado penal deben dictaminar la culpabilidad o
inocencia del acusado. Cada uno de ellos tiene una probabilidad entre 0,5
y 1 de acertar en su voto (esto es, tiene más probabilidades de acertar que
de equivocarse) y una capacidad de juicio más o menos similar. Se les pre-
supone, además, buena voluntad a la hora de examinar las pruebas pre-
sentadas, formar su juicio y emitir su voto. CONDORCET llamaba probabi-
lidad v (de vérité) a la probabilidad de acertar y e (de erreur) a la de
equivocarse, y que equivale a 1-v. Si denominamos h al número de votos
mayoritarios y k al número de votos minoritarios, y si los miembros del
jurado emiten su voto independientemente (sin cálculos estratégicos y sin
ver lo que han votado los demás), entonces según las reglas clásicas del
cálculo probabilístico, la probabilidad de que la mayoría haya observado
correctamente los hechos, y por lo tanto acierte en su veredicto, es de 15

v h–k
v + e h–k
h–k

De aquí se deduce, no sólo que la probabilidad de acertar en una deci-


sión es mayor cuanto mayor sea el número de decisores, como afirmó CON-
DORCET explícitamente 16, sino también que la probabilidad aumenta cuanto

15
He seguido aquí la formulación básica de MCLEAN y HEWITT, 1994: 35 y 36. La fórmula
del texto no equivale a la formulación matemática del Teorema, y mucho menos a su demostra-
ción, pero he preferido no incluir ninguna de las dos en el libro porque introduciría una comple-
jidad innecesaria, dado que no pienso problematizar el aspecto matemático o formal del Teorema.
Existen diferentes formulaciones y demostraciones del Teorema, todas ellas complejas para un
profano de las matemáticas. Las más asequibles son BLACK, 1958: 164; GROFMAN y FELD, 1988:
573, nota 7; ESTLUND, 1994b: 131-137; y GOODIN y LIST, 2001: Apéndice 1, 295-297.
16
A este respecto, David ESTLUND proporciona unas cifras que pueden resultar sorprenden-
tes: «un grupo de 250 votantes con una competencia de 0,51, tiene una competencia de grupo de
0,62, mientras que un grupo de 10.000 votantes con la misma competencia individual, tiene una
competencia de grupo de 0,98» (ESTLUND, 1994b: 131). Los números son sin duda sorprendentes.
Tengamos en cuenta, no obstante, que la competencia de grupo se define como la probabilidad de
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 187

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 187

mayor sea la competencia epistémica (la probabilidad de acertar) de cada


individuo. Es decir, la probabilidad global de acertar aumenta cuando
aumenta h-k y cuando aumenta v 17. Aunque es necesario advertir que el
Teorema muestra también un efecto inverso: si la competencia epistémica
media de los decisores es inferior a 0,5 (esto es, si tienen más probabili-
dades de equivocarse que de acertar), la probabilidad de error en una deci-
sión tomada por mayoría aumenta en la medida en que aumente el número
de decisores y en la medida en que aumente aún más la probabilidad indi-
vidual de error.
Podemos explicar mejor el Teorema de CONDORCET recurriendo a un
par de ejemplos sencillos que tienen que ver únicamente con cuestiones
probabilísticas. Imaginemos que tres individuos, A, B y C, deben extraer
al azar una bola cada uno de una bolsa (volviéndola a poner dentro des-
pués). En la bolsa hay tres bolas, dos blancas y una negra. Supongamos
que una bola blanca equivale a una decisión correcta y una negra a una
decisión incorrecta. La probabilidad de cada uno de los tres de sacar una
bola blanca es de 2/3. Pero si los tres sacan una bola consecutivamente
(volviéndola a poner dentro después), la probabilidad de que al menos dos
de los tres individuos saquen una bola blanca es de 20/27, es decir, mayor
que 2/3. Esto es porque la «probabilidad conjunta» se obtiene de sumar
las probabilidades de que A y B (pero no C) saquen bolas blancas, de que
B y C (pero no A) saquen bolas blancas, de que A y C (pero no B) saquen
bolas blancas, y de que A, B y C saquen bolas blancas. Es decir, 4/27 +
4/27 + 4/27 + 8/27 = 20/27 18.
Aquí tenemos otro ejemplo, más general aún. Si lanzamos una moneda
al aire, la probabilidad de obtener cara es de 0,5. Si la lanzamos 100 veces,
puede ocurrir que en 60 ocasiones salga cara, y en 40, cruz. Si la lanza-
mos 1.000 veces, la proporción de caras se acercará sin duda mucho más
al 50 por 100, que por hipótesis podría ser cara en 530 ocasiones, frente

acertar si todos unánimemente votan por una alternativa. Si 10.000 personas votan por la misma
opción, la posibilidad de acertar sería entonces de 0,98.
17
La probabilidad en una decisión democrática por regla de mayoría aumenta cuando aumenta
h-k, esto es, cuando aumenta el número de personas que integran la mayoría, no cuando aumenta
el número total de votantes ni tampoco cuando aumenta la proporción de la mayoría con respecto
a la minoría. Véase sobre este punto, MCLEAN y HEWITT, 1994: 37. Así, aumentar el número de
votantes no tendrá efectos sobre el valor epistémico, al menos no por lo que respecta al motivo
del Teorema, a menos que los nuevos votantes incrementen el número absoluto de personas que
forman la mayoría. En general podemos asumir, no obstante, que cuanto mayor sea el número de
votantes, mayor será la mayoría final. Nótese que éste puede ser un argumento en favor de exigir
mayorías cualificadas, que debería ser contrapesado en todo caso con los argumentos igualitarios
tradicionales en favor de las mayorías simples.
18
El cumplimiento del fin deseado, que al menos dos de los tres saquen bolas blancas, se da
cuando ocurre alguna de las situaciones descritas. Como se trata de una disyunción, debemos
sumar las probabilidades. He extraído el ejemplo, aunque ligeramente modificado, de CHAPMAN,
2002.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 188

188 JOSÉ LUIS MARTÍ

a 470 de cruz. Lo mismo ocurre con los votantes. Si un conjunto de votan-


tes tiene una probabilidad media de acertar de 0,51, la probabilidad de
error es de 0,49. Si hay pocos votantes, la desviación frente a estas cifras
es mayor que si tenemos muchos votantes. A mayor número de votantes
(en realidad, a mayor número absoluto de mayoría), mayor será la proba-
bilidad de que la decisión final sea correcta 19.
Ahora, de las dos formas por las que según el Teorema aumenta la pro-
babilidad de tomar una decisión correcta, la relevante para la tesis del valor
epistémico de la democracia es la de que aumente el número de deciso-
res. La democracia poseería mayor valor epistémico que cualquier otro
procedimiento por dos razones: porque es el sistema que permite la mayor
participación posible en la toma de decisiones y porque la probabilidad de
acierto de la mayoría es mucho mayor que la de la minoría 20. Y por ello
se dice que es un argumento que justifica la democracia en atención a su
valor epistémico. Ahora bien, si la demostración matemática del Teorema
de CONDORCET parece impecable y es por lo tanto inexpugnable, no ocurre
lo mismo con el intento de aplicarlo en la práctica y mucho menos con
trasladar sus conclusiones al ámbito político democrático, puesto que la
posibilidad de cumplir con sus exigentes condiciones ha sido frecuente-
mente criticada. Veamos cuáles son los problemas relativos a cada condi-
ción por separado.
1) Cada participante debe votar de forma sincera por lo que consi-
dera la opción correcta, y por lo tanto el comportamiento estratégico está
excluido. Como simple cuestión de hecho, parece innegable que es muy
difícil de garantizar que ningún votante actúe por motivaciones estraté-
gicas o falsee su voto por otras consideraciones. No es que resulte impo-
sible, pero la probabilidad de conseguirlo es tan baja que sería ilusorio
creer que dicha condición puede alcanzarse 21. A esto se puede responder,
no obstante, con dos argumentos. Primero, AUSTEN-SMITH y BANKS pare-
cen haber demostrado que el Teorema funciona aceptablemente bien aun
en el caso en que los decisores actúen por motivos estratégicos, de modo
que esta condición originaria no sería ya exigible 22. Y, segundo, esta difi-
cultad empírica no afecta en todo caso al modelo ideal normativo, que
puede presuponer que en condiciones ideales los individuos votarían de
manera sincera. Se puede mantener entonces el valor epistémico del ideal

19
Véase GOODIN y LIST, 2001: 285.
20
Nótese que, estrictamente en el ámbito de los tribunales, también podríamos sostener que
un tribunal formado por más magistrados tiene mayor probabilidad de acertar en sus decisiones
mayoritarias que un tribunal formado por pocos jueces. Este argumento ha sido desarrollado por
KORNHAUSER y SAGER, 1986.
21
COHEN, 1986a: 35-37.
22
AUSTEN-SMITH y BANKS, 1996.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 189

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 189

de la democracia, aún poniendo en duda el de los diseños democráticos


reales que, en mayor o en menor medida, se apartarán de las condiciones
ideales.
2) Los votos deben ser independientes entre sí: cada votante debe
poder decidir su voto sin la influencia de los demás, ya que tal afectación
externa alteraría el valor epistémico agregado. Esto parece hacer imposi-
ble la traslación a la práctica de las conclusiones del Teorema, ya que es
imposible evitar la comunicación entre los votantes y, en consecuencia, la
influencia mutua. Ahora bien, diversos autores han mostrado que la influen-
cia en sí misma, y por tanto la comunicación en general, no es un pro-
blema para el Teorema. Lo que debe impedirse en todo caso es que deter-
minadas personas voten bajo presión, fuerza, amenaza, mercadeo de votos,
o manipulación, puesto que esto socavaría el valor agregado de esos votos
individuales. Por supuesto que si yo pienso que la alternativa correcta es
la A y compro el voto de 1.000 personas, estos 1.000 votos no agregarán
nada de valor epistémico al resultado conjunto, puesto que únicamente
replican mi propia probabilidad de acierto. Es decir, que de algún modo
colapsa en la afectación a la primera condición. Pero la comunicación en
sí misma, lejos de perjudicar al valor epistémico, puede incluso resultar
beneficiosa en la medida en que puede incrementar la competencia epis-
témica individual de los votantes, como veremos en el siguiente apartado 23.
3) Los votantes deben elegir entre sólo dos alternativas. Otra de las
condiciones del Teorema es que sólo asegura sus conclusiones cuando los
votantes eligen entre dos alternativas. Y esto parece un problema para la
aplicación del Teorema a los ámbitos democráticos en los que no siempre
es posible reducir las cuestiones de controversia política a dos únicas alter-
nativas 24. Ante esta dificultad, algunos autores han propuesto someter las
decisiones a pares de alternativas consecutivos. Así, si tenemos tres posi-
bles decisiones, A, B y C, entre las que debemos elegir una, primero pode-
mos someter a decisión el par A-B, y después el par B-C. No obstante,
esta solución no es satisfactoria porque, como el propio CONDORCET había
comprobado y más tarde demostraría Kenneth ARROW en el célebre Teo-
rema de Imposibilidad, este tipo de estrategias puede dar lugar a graves
problemas de irracionalidad, como las mayorías cíclicas oscilantes que
vulneran el principio de transitividad 25.
23
Entre los autores que han mostrado este punto, véase sobre todo a ESTLUND, 1994b. Tam-
bién GOODIN y LIST, 2001; BERG, 1993; MACKIE, 2003; y CHAPMAN, 2002.
24
William RIKER critica la aplicación del Teorema precisamente porque no existe ningún
mecanismo justo o fair para reducir un conjunto de opciones diversas a sólo dos. Cualquier reduc-
ción de alternativas, sostiene RIKER, determinará en parte el resultado final (RIKER, 1982: 60).
25
Esto es lo que algunos conocen como «efecto CONDORCET», «paradoja del voto de CON-
DORCET» o simplemente Teorema de ARROW. Véase ARROW, 1951: 227 y siguientes. Un buen resu-
men del teorema y sus implicaciones, en HÖFFE, 1988. Un análisis profundo desde la perspectiva de
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 190

190 JOSÉ LUIS MARTÍ

Supongamos que un grupo de tres individuos, 1, 2 y 3, quiere agregar


sus preferencias respecto de tres alternativas A, B y C. Supongamos que
las escalas individuales son las siguientes: 1 prefiere A > B > C; 2 pre-
fiere B > C > A; y 3 prefiere C > A > B. La agregación sería la siguiente:
puesto que 1 y 3 prefieren A a B, el grupo prefiere A a B; puesto que 1 y
2 prefieren B a C, el grupo prefiere B a C; y puesto que 2 y 3 prefieren C
a A, el grupo prefiere C a A. El resultado de la agregación es que la escala
de preferencias del grupo es A > B > C > A 26. Lo que muestra ARROW es
que es imposible preservar la racionalidad en las escalas de preferencias
agregadas sobre tres o más alternativas, si queremos mantener cuatro con-
diciones básicas del mecanismo de agregación, todas ellas en principio
razonables: la de unrestricted domain (son admisibles todas las ordena-
ciones de preferencias individuales lógicamente posibles), la del Princi-
pio de Pareto (según el cual una alternativa preferida por todos los indi-
viduos debe ser una alternativa preferida socialmente), la independencia
de las alternativas irrelevantes (la preferencia social sobre un par de alter-
nativas no se modifica si se modifica una preferencia individual con res-
pecto a una alternativa que no está sometida a elección), y el principio de
no-dictadura (según el cual el orden social de preferencias no debe ser
idéntico al de ninguno de los miembros del grupo).
Se han formulado diversos argumentos con la intención de evitar el
problema del Teorema de ARROW. Por mencionar algunos de los que surgen
directamente de la literatura en defensa del valor epistémico de la demo-
cracia, Gerry MACKIE, por ejemplo, ha intentado desarticular la idea de
que las controversias políticas no pueden reducirse a sólo dos alternati-
vas 27. Y Robert GOODIN y Christian LIST han mostrado de manera bas-
tante persuasiva que, contra la interpretación tradicional, se puede exten-
der el Teorema de CONDORCET a situaciones con n alternativas de decisión,
de modo que aparentemente ya no sería necesario comparar dichas alter-
nativas por pares y podríamos dejar a un lado el Teorema de ARROW 28. No
entraré a valorar aquí el éxito de tales propuestas, porque ello nos lleva-
ría más lejos de lo deseado. Es suficiente, en todo caso, con advertir que
éste es un punto controvertido y todavía muy discutido.
4) Todo votante debe tener la misma competencia epistémica y ésta
debe ser mayor a 0,5. El que todos los participantes en la toma de deci-

la democracia que ahora nos interesa, en MACKIE, 2003: esp. 72-94 (aunque todo el libro está dedi-
cado a este Teorema y sus consecuencias). Una revisión clásica es la de SEN, 1970: 10-46. Véanse
también BLACK, 1958: 179; NURMI, 1983; MCLEAN y HEWITT, 1994; y AUSTEN-SMITH y BANKS, 1996.
26
Véase MACKIE, 2003: 7-9.
27
MACKIE, 2003: 386-392. Volveré sobre este argumento en el siguiente apartado, cuando
examine las razones por las que la deliberación puede contribuir a evitar los diversos problemas
de la aplicación del Teorema de CONDORCET a la democracia.
28
GOODIN y LIST, 2001: 285, y para la demostración, véase su Apéndice 1, 295-297.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 191

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 191

siones deban tener la misma competencia epistémica es un presupuesto de


CONDORCET que rápidamente se probó que era innecesario. Ni siquiera es
necesario presuponer que la competencia epistémica de cada individuo sea
mayor a 0,5. Es suficiente con que la probabilidad promedio de todos los
participantes supere la cifra de 0,5 29. Ahora bien, ¿por qué íbamos a supo-
ner que en los contextos de decisión democrática se alcanza este umbral
de competencia epistémica? ¿Qué razón tenemos para pensar que los indi-
viduos tienen en general una mayor probabilidad de acertar que de equi-
vocarse en la decisión? 30. Y recordemos que en caso de que la compe-
tencia epistémica sea menor a 0,5 las conclusiones epistémicas del Teorema
se invierten, y lo que se acentúa es la probabilidad de que las mayorías se
equivoquen. En realidad, si supiéramos que la competencia epistémica es
menor a 0,5, el resultado de la decisión democrática sería igualmente rele-
vante epistémicamente porque entonces señalaría con una alta probabili-
dad aquella opción que no es correcta. El problema realmente es que no
tenemos forma de saber qué grado de competencia epistémica tiene cada
individuo, especialmente porque no disponemos de un acceso indepen-
diente a la verdad que nos permita comprobar en cuántos casos acierta o
se equivoca un individuo 31.
Si no podemos medir la competencia epistémica, el único modo de
seguir trasladando las conclusiones del Teorema de CONDORCET al ámbito
de la democracia es partir de un criterio que nos permita presuponer que
los individuos poseen, de media, una competencia epistémica suficiente,
a pesar de no tener ninguna garantía de ello. Una vez hemos renunciado
a encontrar una prueba que acredite el cumplimiento de la cuarta condi-
ción del Teorema, sólo nos queda encontrar alguna razón que nos permita
actuar como si se hubiera cumplido. Una candidata sería la propuesta de
GOODIN y ESTLUND de adoptar lo que DAVIDSON llama un «principio de
caridad», que nos diga que «nuestros conciudadanos tienen mayor proba-
bilidad de acertar que de equivocarse» en sus juicios 32. Tal vez adoptar un
principio como éste sea el único modo de dar sentido a nuestra práctica
política, que asume la posibilidad de la deliberación racional entre los ciu-

29
Véanse GROFMAN, OWEN y FELD, 1983: 268 y siguientes; MCLEAN y HEWITT, 1994: 35; y
GOODIN y LIST, 2001: 283. De hecho, aunque esto puede resultar más discutible, algunos autores
han llegado a mostrar que es suficiente con una competencia epistémica promedio de 0,471 (GROF-
MAN, OWEN y FELD, 1983: 271). A su vez, si seguimos el modelo de GOODIN y LIST que extiende
el Teorema a n opciones, basta con que la probabilidad de tomar la decisión correcta sea mayor
que la probabilidad de tomar alguna (pero examinadas una por una) de las decisiones incorrec-
tas, así que el umbral de competencia epistémica podría ser todavía más bajo (GOODIN y LIST,
2001: 285 y 286).
30
Según Gerald GAUS, por ejemplo, no tenemos ninguna garantía de que esto sea así (GAUS,
1997c: 150).
31
ESTLUND, 1993b: 93, y 1997: 185-186.
32
GOODIN y ESTLUND, 2004: 136.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 192

192 JOSÉ LUIS MARTÍ

dadanos 33. Pero el «principio de caridad» no es una razón para presupo-


ner que la competencia epistémica es mayor a 0,5, sino la presuposición
misma. Así que necesitamos una justificación ulterior.
Tal vez la razón podría ser la siguiente: si un miembro de un jurado
se dispone a decidir sobre la culpabilidad o inocencia de un acusado a cara
o cruz lanzando una moneda al aire, la probabilidad de acertar es exacta-
mente del 0,5. Parece razonable suponer entonces que si esta persona intro-
duce la racionalidad en su decisión, examinando y sopesando la informa-
ción disponible en forma de pruebas, la probabilidad de acertar debería
ser mayor. Pero esto no es concluyente. Las creencias de la gente están
interrelacionadas y algunas son ciertamente falsas. En consecuencia, no
es cierto que introduciendo consideraciones que un individuo considera
racionales la probabilidad de acierto necesariamente aumente. Si la vida
de un judío está en manos de un nazi, seguro que éste tiene una mayor
probabilidad de acertar en la decisión si lanza una moneda al aire que si
intenta ser racional. Las cargas del juicio y otro tipo de sesgos en el razo-
namiento individual afectan de forma decisiva a nuestra competencia epis-
témica, y dejan abierta la cuestión de esta cuarta condición del Teorema
de CONDORCET 34.
Algunos de los problemas señalados se relativizan porque pueden ser
evitados fácilmente por el ideal de democracia y afectan únicamente a los
procesos reales de toma de decisiones. Claro que esto hace que no poda-
mos predicar el valor epistémico de las democracias existentes, sino úni-
camente de ideales imposibles de aplicar en la práctica. De manera que
perdemos la justificación epistémica para considerar legítimas, y por lo
tanto dignas de respeto y obediencia, las decisiones políticas de las demo-
cracias reales 35. Pero volveré sobre este punto al final del siguiente apar-
tado.

33
Otra razón propuesta por GOODIN y ESTLUND, que se basa en la original idea de recorrer
el camino del Teorema de CONDORCET pero al revés, y que de hecho constituye el principal argu-
mento de su artículo, es la siguiente: «sabiendo que un resultado democrático fue de 60:40, tene-
mos que decidir entonces qué posibilidad es más creíble. ¿Es más creíble que en este caso el
votante medio tenía un 60 por 100 de probabilidades de elegir correctamente [...]? ¿O resulta más
creíble que tenía sólo un 40 por 100 de probabilidades [...]?» (GOODIN y ESTLUND, 2004: 140).
Pero véase la nota siguiente al respecto de la fortuna de este argumento.
34
Es más, como GOODIN y ESTLUND advierten, los problemas de sesgo sugieren que si esta
cuarta condición no puede garantizarse es debido, al menos en parte, a un fallo en el cumplimiento
de la segunda condición, la de la independencia de los votantes, puesto que las cargas y sesgos
del juicio parecen estar causados por la interdependencia de nuestras creencias (GOODIN y ESTLUND,
2004: 137). En mi opinión, de lo que no se dan cuenta GOODIN y ESTLUND es que precisamente
por esta razón el «Teorema de CONDORCET inverso» que ellos proponen no sirve para fundamen-
tar nuestra presuposición del cumplimiento de la condición de la competencia epistémica. Una
objeción similar en COHEN, 1986a: 35 y siguientes.
35
Véase un argumento idéntico en la crítica de Juan Carlos BAYÓN a Carlos NINO, en BAYÓN,
1991: 655, nota 591, que proviene de la página 653.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 193

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 193

Hay un último problema con la justificación epistémica de la demo-


cracia que el Teorema de CONDORCET pone de relieve muy claramente.
Dije que la probabilidad de acierto en la decisión se podía incrementar o
bien aumentando el número de participantes, o bien aumentando su com-
petencia epistémica media. Esto último puede lograrse a su vez de dos
maneras: aumentando la competencia epistémica de los participantes, o no
dejando participar a aquellos que tengan una competencia epistémica más
baja. Y dado que estas dos estrategias no son excluyentes, si lo único que
nos preocupa es la corrección de las decisiones, tenemos buenas razones
para restringir la participación en la toma de decisiones a aquellas perso-
nas que acrediten una mayor competencia epistémica, y lo que comenzaba
siendo una justificación epistémica de la democracia termina por conver-
tirse en una justificación de lo que denominaré «elitismo epistémico», cier-
tamente no democrático. Pero tendremos ocasión de analizar con detalle
los riesgos del elitismo en el apartado 1.3.
Por todos los problemas señalados en estas páginas, la versión fuerte
de la justificación epistémica de la democracia deliberativa, que se basa
en la tesis del valor epistémico de la democracia, es ciertamente discuti-
ble. No obstante, tenemos que ver si la versión débil resulta aceptable antes
de descartar de modo general este tipo de justificación.

1.2. El valor epistémico de la democracia deliberativa

La versión débil de la justificación epistémica de la democracia deli-


berativa no se compromete con el argumento del valor epistémico de la
democracia en general. Ni lo suscribe ni lo rechaza. Lo que sostiene es
que, independientemente de si la democracia tiene valor epistémico por sí
misma, la deliberación sí posee valor epistémico, sea democrática o no.
Para defender esta tesis es necesario encontrar algunos rasgos del proceso
de argumentación que le otorguen confiabilidad epistémica, esto es, que
lo conviertan en un proceso adecuado para tomar decisiones políticas
correctas desde un punto de vista sustantivo. Ahora, es necesario recordar
que la justificación epistémica es siempre comparativa. Es decir, sostener
que el proceso deliberativo tiene valor epistémico equivale a afirmar que
es capaz de conducirnos a las decisiones correctas con mayor probabili-
dad que los procesos alternativos, que son, recordemos, el voto y la nego-
ciación. Por otra parte, como veremos a continuación, el efecto epistémico
del proceso deliberativo opera a nivel individual, aumentando la compe-
tencia epistémica individual de cada participante, de manera que incre-
menta su probabilidad de tomar una decisión correcta (o de emitir un voto
acertado). Y, en ese sentido, gracias al Teorema de CONDORCET, la delibe-
ración puede ayudar también a elevar el valor epistémico de la democra-
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 194

194 JOSÉ LUIS MARTÍ

cia en general sin necesidad de aumentar el número de participantes. Pero


veamos primero los cuatro efectos epistémicos del proceso deliberativo:

1) La deliberación permite el intercambio de información

El proceso deliberativo, como todo proceso discursivo, consiste en un


acto comunicativo y, en consecuencia, sirve de vehículo para el intercam-
bio de información 36. Esta nueva información puede referirse a: i) cir-
cunstancias relevantes que no habíamos considerado; ii) intereses inter-
subjetivos relevantes que tampoco habíamos considerado; iii) nuevas
alternativas de decisión en las que no habíamos pensado; iv) posibles con-
secuencias (positivas o negativas) de algunas de las alternativas de deci-
sión sometidas a examen, etc. 37. En definitiva, podemos incrementar el
volumen de información relevante disponible, y de ese modo mejorar la
competencia epistémica de los participantes en la toma de decisiones 38.

2) La detección de errores fácticos y lógicos

Por una parte, el mayor flujo de información relevante nos permite


corregir errores fácticos en nuestro razonamiento al poder contrastar cada
una de nuestras creencias. Por la otra, también nos permite revisar nues-
tras inferencias y captar defectos lógicos en ellas. La exposición pública
de nuestros argumentos permite su escrutinio masivo. Frecuentemente sólo
la necesidad de articular verbalmente un razonamiento ya sirve para que
nosotros mismos detectemos errores en dicho razonamiento. Y si esto no

36
Véanse MANIN, 1987; COHEN, 1989a; DRYZEK, 1990; NINO, 1996: 166-180; BOHMAN, 1996;
ELSTER, 1998a: 11; FEARON, 1998: 45-49; GAMBETTA, 1998: 22; y FREEMAN, 2000: 383.
37
La deliberación también permite la expresión de intensidades en las preferencias indivi-
duales (FEARON, 1998: 45-46), de modo que no sólo ofrece información acerca de los intereses de
los demás, sino que también puede contribuir a evitar ciertos problemas en la construcción de las
escalas sociales de preferencias, como el Teorema de Imposibilidad de ARROW (FEARON, 1998: 45-
49; MACKIE, 2003: 391-392). En realidad, en la medida en que estructura las preferencias de los
participantes, la deliberación permite también la superación de algunos dilemas de acción colec-
tiva, que se producen por no poder distinguir entre diversos tipos de intereses o preferencias. Véase
NINO, 1996: 188-190. Para una presentación clásica de tipo de problemas de acción colectiva,
véase OLSON, 1965.
38
Por supuesto, la deliberación real no sólo permite el intercambio de información relevante,
sino también de la irrelevante así como de información falsa (manipulada conscientemente o no).
Si la información que más circula es irrelevante y/o falsa, la probabilidad de tomar una decisión
correcta no aumenta sino que disminuye, a menos que dispongamos de criterios de relevancia
potentes que nos permitan discriminar un tipo de información de otro. Uno de los peligros de la
sociedad de la información que agiliza los canales de comunicación es precisamente el exceso, y
el riesgo de manipulación, de la información. No obstante, el escrutinio público mediante el inter-
cambio de argumentos es el único remedio conocido para purificar la información, así que de
nuevo aquí el procedimiento deliberativo, con su carácter recursivo, será la única solución para
un problema que afecta de hecho a todos los modelos democráticos, y no sólo al deliberativo.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 195

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 195

sucede, también habitualmente son los demás los que podrán mostrarnos
inconsistencias, falacias u otros errores 39.

3) El control de los aspectos emocionales y el filtro de las preferencias


irracionales

Puesto que «la presencia de factores emocionales en la discusión moral


y el proceso democrático puede jugar en contra del descubrimiento de la
verdad moral», un procedimiento racional de formación de la voluntad
como la deliberación reduce las distorsiones emocionales o irracionales,
aunque es cierto que «las emociones pueden también contribuir favora-
blemente de diversas maneras al desarrollo de un proceso genuino de argu-
mentación» 40. Hoy en día ya nadie sostiene que las emociones sean incom-
patibles con, o mermen necesariamente la, racionalidad en la toma de
decisiones, porque es cierto que determinadas emociones en determinadas
circunstancias pueden al contrario contribuir y reforzar la racionalidad de
la decisión 41. Pero lo importante es que el proceso deliberativo, en la
medida en que es un proceso de reflexión racional dialógico, permite un
mejor control de tales aspectos emocionales, a la vez que mitiga la irra-
cionalidad en la formación o jerarquización de las preferencias. Tal vez la
forma más contundente en que filtra las preferencias irracionales es que
impide o dificulta fenómenos como las preferencias en cascada o la pola-
rización de grupos 42.

4) Dificulta la manipulación de la información, la agenda


y las preferencias políticas

Contrariamente a lo que algunos críticos de la democracia delibera-


tiva han afirmado, como vimos en el apartado 1.2 del capítulo II, la deli-
beración no aumenta el riesgo de manipulación política, sino que lo reduce.
Es cierto que los canales de información y comunicación pueden ser uti-
lizados fraudulentamente con motivaciones estratégicas para tergiversar
información o manipular las preferencias. Pero también es cierto que dicha
posibilidad de manipulación trasciende a los propios procesos deliberati-

39
Véanse NINO, 1996: 174 y 175; y FEARON, 1998: 49-52.
40
NINO, 1996: 125. Véanse también MANIN, 1987; COHEN, 1989a; NINO, 1996: 175 y 176;
BOHMAN, 1996; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 313, nota 31; ELSTER, 1998a: 11; FEARON, 1998: 45-
49; GAMBETTA, 1998: 22; PETTIT, 2003: 157; y FREEMAN, 2000: 383.
41
Para una reivindicación explícita del papel de las emociones en la deliberación, véase
MANSBRIDGE, 2006. Un profundo análisis general del valor de las emociones en los procesos de
racionalidad, en ELSTER, 1999.
42
Véanse los importantes trabajos en este sentido de SUNSTEIN, 1991, 1993b, 2000, 2001 y
2002.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 196

196 JOSÉ LUIS MARTÍ

vos. En cualquier sociedad actual existe un riesgo de manipulación con-


siderable. En aquellas que se implanten procesos de deliberación pública,
en cambio, dicha manipulación puede ser más fácilmente contrarrestada,
ya que el propio proceso de intercambio de información y argumentos, de
escrutinio y reflexión, puede revelar dónde hay intentos de manipulación
y dónde un genuino interés por razonar políticamente. En otras palabras,
la deliberación tiende a neutralizar las desigualdades de información, que
son, a su vez, fuente de la manipulación política 43.
El primer efecto mejora una de las condiciones necesarias positivas de
una toma de decisiones con valor epistémico, y depende de la participa-
ción de los potencialmente afectados por la decisión, de modo que se trata
de un efecto que sólo puede alcanzarse mediante la deliberación demo-
crática. Los otros tres, en cambio, reducen diversas distorsiones episté-
micas, de modo que contribuyen a las condiciones necesarias negativas de
la toma de decisiones con valor epistémico. Los cuatro efectos en su con-
junto son graduales y convierten al procedimiento deliberativo en un filtro
de imparcialidad y justicia sustantiva, así que cuanto más cercano al ideal
sea un proceso deliberativo real más confiable será en términos epistémi-
cos, porque mejor funcionará el filtro que permite discriminar las prefe-
rencias imparciales y los intereses intersubjetivos de los demás. Además,
el propio proceso se basa en una obligación de justificar las pretensiones
de cada uno, en formular argumentos genuinos y proposiciones normati-
vas que puedan ser aceptados desde un punto de vista imparcial. Y de este
modo excluye determinados inputs que socavan la imparcialidad, como
los que veremos a continuación 44. Incluso cuando los participantes en la
deliberación no tengan motivaciones genuinamente imparciales, e inten-
ten hacer un «uso estratégico de la argumentación», en el sentido discu-
tido en el apartado 1 del capítulo II, se ven obligados a comportarse hipó-
critamente y camuflar sus verdaderas intenciones, y actuar como si sus
motivaciones fueran imparciales, como si sus declaraciones fueran argu-
mentos genuinos, como si tomaran realmente en consideración los argu-
mentos de los demás. Ésta es, en términos de ELSTER, la «fuerza civiliza-
dora de la hipocresía» 45, y los límites parciales que ésta impone excluyen,
como he dicho, determinadas declaraciones que cuentan como inputs en
contra de la imparcialidad, como las siguientes:
«— La mera expresión de deseos o la descripción de intereses [...].
— La mera descripción de hechos, como una tradición o una costumbre,
que una autoridad humana ha establecido o una divinidad ha ordenado [...].
Este tipo de descripción podría servir sólo como una premisa intermedia en
43
FEARON, 1998: 48.
44
NINO, 1996: 121.
45
ELSTER, 1995 y 1998b.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 197

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 197

un proceso de argumentación, ya que la autoridad de una tradición o de un


legislador puede ser siempre puesta en cuestión.
— La expresión de proposiciones normativas que no son generales, en
el sentido de que los casos a los cuales se aplican se refieren a nombres pro-
pios o descripciones definidas [...].
— La expresión de proposiciones normativas que no está preparada para
ser aplicada a casos que no se diferencian del presente o sobre la base de pro-
piedades relevantes para las proposiciones mismas. Éste es el requerimiento
de universalidad, interpretado como una condición para la consistencia prag-
mática.
— Inconsistencias pragmáticas obvias.
— La expresión de proposiciones normativas que no parecen tomar en
cuenta los intereses de los individuos.
— La expresión de proposiciones normativas que no intentan ser mora-
les, es decir que no sean aceptables desde un punto de vista imparcial, pero
ofrecen, sin embargo, razones prudenciales o estéticas para justificar un con-
flicto de intereses entre personas diferentes»46.
Por lo tanto, incluso aceptando que una práctica deliberativa no puede
evitar por completo la presencia de comportamientos estratégicos, lo que
sí puede hacer es contribuir en la lucha contra la parcialidad y los sesgos
en el juicio, y sin duda puede hacerlo mucho mejor que el voto o la nego-
ciación 47. Y en esa ventaja comparativa es donde reside, como dije, su valor
epistémico. Este aspecto explica justamente que ya se recurra de hecho a
la deliberación en determinados ámbitos en los que resulta claro, o al menos
se presupone sin dificultad, que existe una respuesta correcta, como en la
toma de decisiones judiciales, en el consejo de administración de una
empresa, o más difusamente en el ámbito del descubrimiento científico.
En la toma de decisiones de un tribunal se supone que cada magistrado
aporta y defiende con argumentos su opinión acerca de cuál es la decisión
judicial «correcta» para el caso, debiendo conjuntamente alcanzar el mayor
consenso posible sobre la decisión final. Y ello sin perjuicio de que en la
práctica estén siempre presentes algunos componentes de negociación y de
voto puro, cosa que ya hemos admitido como inevitable 48.

46
Este fragmento es de NINO, 1996: 170-174 y 178-180. Véase la misma idea general en
SUNSTEIN, 1988: 150 y 151; COHEN, 1989a: 17, 21 y 22; GARGARELLA, 1995: 139 y siguientes;
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 4, y 2000: 161; y FEARON, 1998: 52-55. La demostración empírica
de que la deliberación introduce un filtro de imparcialidad, en FISHKIN, 1991, 1995 y 1999; GASTIL
y DILLARD, 1999; GASTIL, DEESS y WEISER, 2002; FUNG y WRIGHT, 2001; PETTIT, 2003: 157; y
FUNG, 2004.
47
Véase HURLEY, 1989.
48
El caso de la ciencia también es interesante. Algunos de los defensores de la democracia
deliberativa han puesto justamente como modelo de deliberación el que tiene lugar en los semi-
narios académicos. Los participantes en un seminario intercambian argumentos en favor o en contra
de una determinada posición sin estar motivados en principio por intereses personales egoístas, y
tratan de alcanzar el máximo consenso acerca de lo que consideran la respuesta correcta.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 198

198 JOSÉ LUIS MARTÍ

Por otra parte, la deliberación puede contribuir también a generar o


aumentar el valor epistémico de la democracia en sí misma, y puede hacerlo
de dos maneras. Ya mencioné la primera de ellas al inicio de este sub-apar-
tado: aumenta la competencia epistémica media de los participantes en la
toma de decisiones. Pero también contribuye a superar o al menos paliar
algunas de las dificultades asociadas con la aplicación práctica del Teo-
rema de CONDORCET. En primer lugar, puesto que la deliberación fomenta
la imparcialidad y prohíbe los comportamientos estratégicos, contribuye
a materializar la primera de las condiciones del Teorema, la de sinceridad
de los participantes. Además, la práctica de intercambio de argumentos y
de análisis racional de los mismos tiende al menos a limitar los efectos
perniciosos de las cargas del juicio y los sesgos en el razonamiento indi-
vidual, que constituían, recordemos, la razón principal para no aceptar algo
así como un principio de caridad con respecto a la competencia episté-
mica de los individuos.
La deliberación puede también paliar los efectos del Teorema de
ARROW 49. Los argumentos que se han presentado para justificar esto son
diversos y muy complejos. Algunos sostienen que la deliberación permite
estructurar las preferencias individuales, además de permitir la expresión
de la intensidad con que se tienen dichas preferencias, y de este modo se
pueden evitar los problemas de mayorías cíclicas 50. La cuestión estriba en
que las tres o más alternativas que generan la aplicación del Teorema de
ARROW deberían ser independientes entre sí para no poder ser reducidas
únicamente a dos. Pero en los casos reales de controversia política, en los
que elegimos, por ejemplo, entre bajar los impuestos, construir más par-
ques y mantener la seguridad pública, las alternativas políticas no suelen
ser verdaderamente independientes, así que las ordenaciones de preferen-
cias individuales, las que causan los ciclos irracionales al ser agregadas,
en general terminan siendo inconsistentes. Y dichas inconsistencias pueden
ser detectadas y resueltas mediante el debate público 51.
En definitiva, hay diversas razones por las que la deliberación no sólo
posee valor epistémico por sí misma, sino que además permite superar

49
Los precursores de esta idea son BARBER, 1984: 204; ELSTER, 1986: 111; y COLEMAN y
FEREJOHN, 1986. En esta misma línea, véanse COHEN, 1989a: 27 y 28; BRENNAN y PETTIT, 1990;
MILLER, 1992: 186-196; ESTLUND, 1993b: 92-94, y 1994b; CHRISTIANO, 1993; GAUS, 1997c; FEARON,
1998: 48; MCLEAN, LIST, FISHKIN y LUSKIN, 2000; DRYZEK, 2000a: 31-56; GOODIN y LIST, 2001;
CHAPMAN, 2002; MACKIE, 2003: 386-392 y GOODIN, 2003: 91-108. Algunas críticas a esta idea,
en KNIGHT y JOHNSON, 1997.
50
MACKIE, 2003: 386-392.
51
MACKIE ofrece un persuasivo ejemplo de cómo sucede este fenómeno (MACKIE, 2003: 390).
En realidad, como el propio MACKIE admite, él no tiene un argumento que demuestre que en todos
los casos de controversia política sucederá lo mismo que en su ejemplo. Así que en realidad su
tesis no es concluyente. Véase, en paralelo, CHAPMAN, 2002.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 199

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 199

algunos de los escollos que impedían atribuir valor epistémico a la demo-


cracia. Si esto es así, aunque no podamos justificar la democracia sola por
su valor epistémico, sí podemos justificar la democracia deliberativa. Es
más, cuando la deliberación es democrática consigue atribuir valor epis-
témico incluso al propio aspecto democrático de la misma, contribuyendo
a la versión más fuerte de la justificación epistémica. De todos modos, no
es necesario afirmar esto de forma contundente, puesto que en realidad es
suficiente con suscribir la tesis de la versión débil para justificar episté-
micamente la democracia deliberativa, y creo que dicha tesis ya ha que-
dado demostrada.
Antes de terminar con la justificación epistémica, quiero dar algunos
argumentos de porqué, contra lo que algunos han supuesto, todo defensor
de la democracia deliberativa debe suscribir su justificación epistémica, y
por tanto de que está estrechamente vinculada con el modelo. Veamos de
qué manera alguien podría rechazar la justificación epistémica. En prin-
cipio sólo habría dos caminos posibles: a) negar la tesis ontológica, o b)
negar la versión débil de la tesis epistemológica 52.

a) El rechazo de la tesis ontológica

Si no existen criterios de corrección de las decisiones jurídicas al menos


parcialmente independientes del proceso de toma de decisiones así como
de las creencias, preferencias y deseos de los participantes, como sostiene
la tesis ontológica, entonces todo proceso de toma de decisiones que pre-
suponga dicha existencia responderá en realidad a una práctica fallida.
Como ya vimos en el capítulo II, el procedimiento deliberativo presupone
la existencia de principios de este tipo (que protejan los intereses inter-
subjetivos). Así que cualquier defensor de la democracia deliberativa está
comprometido con la tesis ontológica. No me importa tanto ahora si exis-
ten buenas razones para aceptar dicha tesis, porque lo importante es que
ningún defensor de la democracia deliberativa puede seguir este camino
para rechazar la justificación epistémica.

b) El rechazo de la versión débil de la tesis epistemológica

La tesis epistemológica tiene dos partes. En la primera sostiene que el


criterio de corrección cuya existencia afirma la tesis ontológica es tam-
bién cognoscible. En realidad, éste es un presupuesto para que la mera
52
Ya he dicho antes que negar la versión fuerte de la tesis epistemológica no es suficiente
para rechazar la justificación epistémica en su conjunto.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 200

200 JOSÉ LUIS MARTÍ

existencia sea relevante. Si el criterio existiera pero no pudiera ser cono-


cido de ningún modo, se derivarían los mismos efectos que de la no exis-
tencia, de modo que la negación de esta primera parte de la tesis episte-
mológica equivale a la negación de la tesis ontológica, así que vale lo dicho
antes respecto a dicha negación. La segunda parte de la tesis epistemoló-
gica sostiene que la deliberación democrática es en general el procedi-
miento democrático más confiable para identificar las decisiones políticas
correctas. Y para negar esto, necesito rechazar la versión débil de la tesis
del valor epistémico. Por lo tanto, con independencia de si la democracia
en general posee valor epistémico por sí misma, lo que debo negar con-
cretamente es la tesis que atribuye valor epistémico a la deliberación.
¿Cómo podríamos hacer tal cosa?
Recordemos que afirmar que un procedimiento A posee valor episté-
mico significa que 1) dicho procedimiento es epistémico en algún grado,
esto es, que es apto para conducirnos al conocimiento de cuál es la res-
puesta correcta a una determinada cuestión, y que 2) es en general más
confiable para conducirnos a dicha respuesta correcta que sus procedi-
mientos alternativos (B y C), esto es, que sus resultados serán correctos
con una mayor probabilidad que los resultados de B y C. Si esto es así,
hay cuatro estrategias distintas que permitirían negar la tesis del valor epis-
témico del procedimiento deliberativo: i) sostener que la negociación posee
mayor valor epistémico que la deliberación; ii) sostener que el voto posee
mayor valor epistémico que la deliberación; iii) sostener que no somos
capaces de saber qué procedimiento de toma de decisiones posee mayor
valor epistémico; y iv) afirmar que ninguno de los procedimientos de toma
de decisiones posee valor epistémico.
La primera estrategia es absurda, puesto que la negociación como pro-
cedimiento no puede tener, por razones conceptuales, valor epistémico
alguno, debido a que niega que existan criterios independientes de correc-
ción sobre las cuestiones que se negocian. Lo único que podemos conocer
en un proceso de negociación puro es cuáles son los intereses o deseos de
las partes. La segunda estrategia parece igualmente implausible. Para poder
decir que el voto puro posee mayor valor epistémico que la deliberación
tendríamos que sostener algo así como el Teorema de CONDORCET aplicado
al voto y agregar que la deliberación, el intercambio de argumentos y razo-
nes, no sólo que no puede agregar valor epistémico al resultado obtenido
por el voto, sino que de hecho lo reduce. Y esto resulta implausible 53.
La tercera estrategia es más interesante, y puedo desarrollarla al menos
de dos modos distintos. Puedo admitir que tanto la deliberación demo-
53
Nótese que no digo que la persuasión y la retórica no puedan en efecto reducir el valor
epistémico del voto, sino que lo hace el genuino intercambio de argumentos y razones.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 201

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 201

crática como el voto puro son procedimientos epistémicos en algún grado


(condición 1 antes examinada), y verificar en cambio que en algunas cir-
cunstancias la deliberación posee mayor valor epistémico y en cambio en
otras, por ejemplo, cuando deriva en manipulación retórica y persuasión,
es el voto el que cuenta con mayor valor epistémico (de modo que no pode-
mos confirmar la presencia de la condición 2). Pero las circunstancias que
harían que el voto puro (sin deliberación) pudiera tener mayor valor epis-
témico son siempre circunstancias de fracaso del ideal deliberativo, así
que no pueden servir para restarle valor epistémico al propio ideal. Los
problemas de los diseños reales de toma de decisiones son sólo obstácu-
los más o menos salvables de la aplicación del ideal, pero nunca defectos
del propio ideal. Y el otro modo de seguir esta tercera estrategia es negar
que pueda comprobar en ningún caso el valor epistémico de un procedi-
miento. Pero entonces colapsa en la siguiente y última estrategia.
La cuarta estrategia es también complicada de desarrollar con éxito.
Si admitimos que la deliberación es un procedimiento en algún grado epis-
témico (condición 1), y además que en general es más confiable que el
voto y que la negociación (condición 2), ¿cómo podríamos negarle valor
epistémico general? El único modo que se me ocurre es afirmar que existe
otro procedimiento no democrático que posee un mayor valor epistémico.
Podríamos decir que la deliberación democrática es capaz de generar tantas
decisiones incorrectas en comparación con otro procedimiento no demo-
crático de toma de decisiones que nos hace muy difícil otorgarle valor
epistémico. Claro que esta estrategia descuidaría que la tesis epistemoló-
gica limita la comparación del valor epistémico a los procedimientos demo-
cráticos. Y dicha limitación no se produce con el único objetivo de evitar
esta estrategia de invalidación, sino que responde al hecho de que la demo-
cracia deliberativa, en tanto que propuesta teórica, da por supuesto siem-
pre la legitimidad de la democracia misma. En todo caso, este último punto
pone de manifiesto algo muy importante. Si la única justificación que nos
importa de la democracia fuera la epistémica, por qué no utilizarla como
un argumento en favor de otro procedimiento, que aunque no democrá-
tico, posea mayor valor epistémico. Tal vez el verdadero motivo para res-
tringir el campo de comparación a los procedimientos democráticos tenga
que ver con que dichos procedimientos están también justificados en aten-
ción a determinados valores sustantivos como los que veremos en el apar-
tado 2 de este capítulo.

1.3. Algunos problemas de la justificación epistémica

No pretendo analizar todos los problemas que puede tener la justifi-


cación epistémica, pero sí quiero al menos mencionar los dos que me pare-
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 202

202 JOSÉ LUIS MARTÍ

cen más significativos. El primero de ellos tiene que ver con el tipo de
razones para la acción que ofrece un procedimiento de toma de decisio-
nes que se justifica epistémicamente. Dije en el capítulo IV que la legiti-
midad de una decisión implica un deber abstracto de respeto que se ins-
tancia en un deber concreto, aunque prima facie, de obediencia de tal
decisión. Ahora, si la legitimidad de la decisión deriva de una justifica-
ción epistémica, esto es, si una decisión política es legítima porque es el
resultado de un procedimiento que se justifica por su valor epistémico 54,
¿qué tipo de razones para la acción ofrece una decisión que es el resul-
tado de un procedimiento deliberativo real, razones que eviten la falacia
naturalista? Según NINO,
«las leyes sancionadas democráticamente no constituyen razones sustantivas
sino epistémicas. De este modo, las leyes —siempre reducibles a circunstan-
cias fácticas— no proveen por ellas mismas razones para justificar acciones
y decisiones. Por otro lado, esta visión tampoco niega la importancia de las
razones autónomas como sucede en el caso de aquellos principios que resul-
tan aceptados como consecuencia de su validez o por sus méritos intrínsecos
en lugar de serlo debido a que fueron sancionados o respaldados por alguna
autoridad. El sentido de las leyes sancionadas democráticamente, de acuerdo
con esta visión, reside en que ellas proveen de razones para creer que exis-
ten razones para actuar o decidir. Las leyes democráticas no son en sí mismas
razones para actuar o decidir» 55.

Pero Juan Carlos BAYÓN ha desafiado esta tesis de NINO con el siguiente
argumento 56. NINO había sostenido en 1989 que la presunción en favor del
valor epistémico de la decisión democrática «siempre puede ser revocada
si se demuestra que, en condiciones ideales, se hubiera llegado a un resul-
tado diferente» 57. A lo que BAYÓN aduce que «si un individuo puede deter-

54
Véase NINO, 1989b: 129-133; y 1996: 181-195.
55
Y añade: «La calidad epistémica de las leyes democráticas varía de acuerdo al grado en
el cual el proceso de discusión colectiva y de toma de decisión mayoritaria cumple con las con-
diciones sobre las cuales se basa aquel valor. Cuando esas condiciones no son totalmente satisfe-
chas, las razones epistémicas proveídas por esas leyes son más débiles y la competencia de ellas
con la calidad epistémica de la reflexión individual puede tener un resultado diferente». Véase
NINO, 1996: 187 y 188. Para una tesis similar, véase ESTLUND, 1997: 194-198.
56
BAYÓN critica la versión del modelo que NINO había esbozado en NINO, 1989b, pero que
es esencialmente la misma que sostiene en NINO, 1996. En realidad presenta más de un argumento.
Uno de ellos es que el valor epistémico de nuestras «democracias existentes rondaría las cotas
más bajas», ya que «las condiciones reales en las que se sustancia el debate público previo, incluso
juzgadas con el criterio más benévolo, suelen distar considerablemente de las idóneas» (BAYÓN,
1991: 655, nota 591 que proviene de la página 653). Para una crítica similar a WALDRON, véase
CHRISTIANO, 2000: 522-533. Pero el propio BAYÓN advierte que no se trata de una crítica directa
contra NINO. Y tiene razón. Que el grado de implementación de los presupuestos del modelo de
la democracia deliberativa en las democracias actuales sea muy bajo, y en consecuencia el valor
epistémico de dichas democracias es también bajo, no supone una objeción contra el modelo. Al
contrario, está en consonancia con las propias reivindicaciones de los deliberativistas que critican
las democracias actuales.
57
NINO, 1989b: 130.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 203

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 203

minar por sí mismo (monológicamente) cuál sería el resultado, las pre-


sunciones sencillamente están de más; y si no puede determinarlo no veo
cómo puede revocarse la presunción» 58. Lo cierto es que NINO retira esta
afirmación en el trabajo de 1996. Pero no obstante, de la objeción de BAYÓN
queda un problema importante por resolver. Efectivamente, un individuo
solo no puede verificar si el resultado de la decisión en condiciones ide-
ales habría sido distinto al que se ha alcanzado dialógicamente en condi-
ciones reales. Lo cual parece indicar que la presunción de corrección de
los resultados de los procedimientos deliberativos es irrevocable. De ahí
parece seguirse que los individuos siempre tienen la obligación de obede-
cer las decisiones políticas legítimas, aquellas que resultan de un proce-
dimiento democrático deliberativo. Y teniendo en cuenta que la presun-
ción de corrección no asegura que tales decisiones sean en todos los casos
realmente correctas, esto resultaría una tesis demasiado fuerte y compro-
metida para la legitimidad del modelo.
Sin embargo, intentaré mostrar que esto no se sigue. Las decisiones
políticas legítimas ofrecen razones prima facie para la acción. No razones
absolutas, pues las únicas razones absolutas para la acción son las mora-
les. Y como son razones epistémicas, es decir, no sustantivas, no pueden
ser todavía razones morales. Sólo una decisión tomada en condiciones
ideales podría aspirar a ser directamente una razón moral. Es cierto que
un individuo no puede determinar monológicamente cuál es el contenido
de dicha «decisión ideal». Si pudiera, como objetaba BAYÓN, no necesita-
ríamos el procedimiento deliberativo para nada. Pero sí puede en cambio
determinar el grado de proximidad de los procedimientos democráticos
reales al modelo ideal de la democracia deliberativa. En la medida en que
las circunstancias reales se alejen mucho del ideal, el valor epistémico de
las decisiones políticas será menor, y el individuo deberá ponderar las razo-
nes prima facie que le ofrezcan dichas decisiones con sus propias consi-
deraciones. Hemos visto que la legitimidad política de una decisión es un
concepto gradual y que además está conectada con el valor epistémico del
procedimiento que se ha adoptado para tomar dicha decisión. Cuanto más
se acerquen las circunstancias reales a las ideales, mayor será el valor epis-
témico, mayor también la legitimidad de las decisiones, y más poderosas
serán las razones que ofrece la decisión.
BAYÓN, anticipando esta respuesta, añade que «aún y así yo seguiría
sin ver por qué podría pensar quien alegue algo semejante que aunque él
es incapaz de determinar por sí solo cuál sería el resultado de la discusión
ideal es más probable que se acerque a él su propio juicio (que quedó en
minoría) que el de la mayoría formada en esas deficientes circunstan-

58
BAYÓN, 1991: 655, nota 591 que proviene de la página 653.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 204

204 JOSÉ LUIS MARTÍ

cias» 59. Y ésta es una pregunta incómoda a la que no voy a intentar res-
ponder porque se trata de una cuestión demasiado compleja que requeri-
ría un tratamiento mucho más profundo del que puedo destinarle aquí.
Además, se trata de un problema que debe resolver no sólo una concep-
ción procedimentalista epistémica de la legitimidad como ésta, sino cual-
quier concepción no subjetivista de la misma. Así que no puede servir
como objeción específica en contra de la primera 60.
El segundo problema es el que ya he mencionado al fin del anterior
sub-apartado, el problema del elitismo epistémico. Si la legitimidad de las
decisiones políticas es básicamente procedimental y elegimos el procedi-
miento de toma de decisiones en función de su valor epistémico, enton-
ces corremos el riesgo de acabar defendiendo algo así como un elitismo
epistémico. Ahora, es una cuestión de hecho innegable que algunas per-
sonas poseen una mayor competencia epistémica, o bien porque poseen
más aptitudes o habilidades naturales, o bien porque tienen una mejor for-
mación y entrenamiento o, finalmente, porque poseen mayor información
de los temas sobre los que debemos tomar decisiones. Aceptado esto, debe-
mos también aceptar que el resultado tendrá mayor fiabilidad si los parti-
cipantes finales son aquellos que demuestran tener una mayor competen-
cia. Si lo que nos importa es la legitimidad de las decisiones, ¿por qué no
restringir la participación a aquellas personas con mayor competencia epis-
témica? Ésta es siempre la pregunta que amenaza a toda justificación epis-
témica, una tendencia que subyace a la misma, y que debemos responder
para salvar los valores democráticos de la democracia deliberativa 61.
La primera tentación del elitismo democrático es establecer algún tipo
de sistema representativo en el que los representantes sean personas con
competencia epistémica elevada. Como no todos podemos participar en la
toma de decisiones políticas, por usar el argumento de la división del tra-
bajo, parece sensato que dejemos las decisiones políticas en manos de los
que mejor pueden tomarlas. La legitimidad democrática queda en princi-

59
BAYÓN, 1991: 655, nota 591 que proviene de la página 653.
60
Parte de la solución viene por aceptar que lo que pide BAYÓN no se puede comprobar, pero
que es necesario distinguir entre lo que es y lo que creemos que es. Del mismo modo que hay una
diferencia entre lo que es correcto y lo que creemos que es correcto, también la hay entre las razo-
nes para la acción que ofrece una decisión y las razones para la acción que creemos que ofrece
dicha decisión. ¿Cómo sabe un individuo si sus consideraciones individuales tienen mayor posi-
bilidad de ser correctas que las derivadas de un procedimiento deliberativo real (imperfecto)? Lo
que debe contrapesar este individuo es la confiabilidad epistémica de su razonamiento individual
con la confiabilidad del razonamiento colectivo. En cualquier caso se tratará de una evaluación
epistémica subjetiva, y no debería invalidar la cuestión teórica.
61
Entre los que han señalado la tendencia elitista de la democracia deliberativa, véanse
ESTLUND, 1993a: 1463-1464, 1993b: 71, 1997: 181-183, y 2000: 123; FISHKIN 1991: 12; BUDGE,
1993: 149-152; YOUNG, 1995: 53, nota 2; BOHMAN, 1996: 3 y 111; SANDERS, 1997 354-359; GOODIN
y LIST, 2001: 280, nota 13; y DRYZEK, 2001: 655.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 205

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 205

pio preservada si garantizamos que la elección de los representantes es


popular por sufragio universal y periódica. Y se espera que alcancemos
así un sistema democrático elitista de excelencia epistémica. Ciertamente,
nadie diría que un sistema como éste dista mucho de lo que, al menos en
teoría, tenemos en las democracias avanzadas actuales. La pregunta obvia
es la siguiente: si lo que nos importa en términos de legitimidad del pro-
cedimiento de toma de decisiones es únicamente su confiabilidad episté-
mica, ¿por qué no establecer un sistema no democrático que sea todavía
más eficiente a la hora de sumar valor epistémico? El sistema de elección
democrática tiene imperfecciones, y seguramente mejoraría la competen-
cia epistémica media del parlamento si sus integrantes, en lugar de ser ele-
gidos democráticamente, fueran designados por un comité de sabios, o
tuvieran que pasar algún tipo de examen o sistema de filtro y control. En
otras palabras, ¿por qué no abandonar el elitismo democrático para abra-
zar directamente un elitismo político no democrático? Y si la pregunta era
obvia, la respuesta lo es más: porque el valor epistémico no es lo único
que nos importa. Necesitamos alguna otra justificación de la democracia
deliberativa complementaria a la epistémica. Veamos cuál puede ser.

2. LA JUSTIFICACIÓN SUSTANTIVA

El segundo tipo de justificaciones que se han presentado del modelo


de la democracia deliberativa está integrado por argumentos que intentan
mostrar que el procedimiento democrático deliberativo es respetuoso (más
que los procedimientos democráticos alternativos) de determinados valo-
res morales sustantivos. Por ello, denominaré a este tipo de justificación,
justificación sustantiva. Como dije al inicio del capítulo, no importa si
consideramos estos argumentos como parte de una justificación intrínseca
(que encuentra determinados valores en el propio procedimiento) o ins-
trumental (que tiene por valioso el procedimiento en atención a cómo éste
permite honrar o respetar valores ulteriores).
Distinguiré en la presentación entre los argumentos basados en los
valores de igual autonomía política, libertad e igual dignidad, a los que
dedicaré el primer sub-apartado, y los argumentos basados en los valores
de reciprocidad, cooperación, pluralismo y otros. No siempre resulta claro
saber a qué valor concreto están haciendo referencia los autores que han
emprendido una justificación sustantiva. Además, los valores menciona-
dos no son absolutamente independientes entre sí, y las concepciones que
podemos tener de cada uno de ellos pueden ser muy diversas. El valor de
la igual autonomía política puede verse, por ejemplo, como derivado del
valor de la igual dignidad, entendido a su vez como un presupuesto de
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 206

206 JOSÉ LUIS MARTÍ

igualdad básica entre todos los seres humanos. Alguien puede preferir, en
cambio, remitir al par clásico de valores del pensamiento liberal: libertad
e igualdad. Como lo que intento hacer aquí no es más que mostrar una
cierta vinculación entre el procedimiento democrático deliberativo y cier-
tos elementos que nos parecen valiosos, no voy ni siquiera a intentar per-
filar las concepciones que se encuentran detrás de cada una de estas con-
sideraciones sustantivas. En todo caso, la división en dos grupos de los
argumentos sustantivos responde al intento de separar los que a mi juicio
son justificaciones sustantivas primarias o directas de las justificaciones
sustantivas secundarias o indirectas.
Finalmente quiero insistir en un punto crucial. La justificación sus-
tantiva, igual que la epistémica, es básicamente comparativa. Así que con-
siste en mostrar la superioridad del procedimiento democrático delibera-
tivo con respecto a los demás procedimientos democráticos. Si limito la
comparación a las alternativas democráticas es porque el debate que plan-
tea la democracia deliberativa es un debate interno a la teoría de la demo-
cracia que presupone la legitimidad de ésta, entendida como teoría de la
autoridad. Ahora bien, las justificaciones sustantivas también sirven de
manera general para justificar los procedimientos democráticos con res-
pecto a los no democráticos. Es por ello que sirven de freno, al menos en
parte, a la tendencia al elitismo identificada en el apartado anterior con
las justificaciones epistémicas de la democracia.

2.1. Igual autonomía política, libertad e igual dignidad

La estrategia de justificación sustantiva más utilizada por los defen-


sores de la democracia deliberativa ha consistido en mostrar que el pro-
cedimiento de toma de decisiones propuesto por este modelo es más res-
petuoso de valores como la libertad, la igualdad básica, la igualdad de
influencia política, la dignidad, etc., que otros procedimientos democráti-
cos 62. Pero no sólo es la más utilizada en términos estadísticos, también
es la principal justificación sustantiva. Al resto de argumentos sustantivos
los llamaré justificaciones secundarias o indirectas, en la medida en que
sólo presentan razones justificativas que se agregan a la principal, que es
ésta.
Entenderé aquí que, aunque es cierto que también puede honrar el valor
general de la libertad, entendido como un valor complejo que aúna las

62
Véanse MICHELMAN, 1986: 33, 40 y 41, y 1997: 157-159; MANIN, 1987; COHEN, 1989a:
23-26, y esp. 1998; ACKERMAN, 1989; GUTMANN y THOMPSON, 1996 y 2004; WARREN, 1996b: 256-
258; COHEN y SABEL, 1997: 319; y RICHARDSON, 2002: esp. cap. 3.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 207

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 207

nociones de igual autonomía privada e igual autonomía pública, es en el


ejercicio de esta última, de la igual autonomía política, donde mayor inci-
dencia puede tener el procedimiento democrático deliberativo. Por igual
autonomía política entiendo que todo ciudadano debe poder ser capaz de
participar en la autodeterminación colectiva, esto es, en la toma de deci-
siones básicas que afectan a la organización social y las relaciones públi-
cas entre los ciudadanos, en condiciones de igualdad con el resto de ciu-
dadanos, garantizando así valores más concretos, como la igualdad de
influencia política (la igual capacidad de influir en el resultado de una
toma de decisiones políticas). La igual autonomía política, así conside-
rada, me parece no sólo una parte de un valor más amplio de libertad indi-
vidual, sino también un requisito del valor todavía más básico de igual
dignidad. Y justificar sustantivamente la democracia deliberativa de esta
manera significa no sólo que dicho modelo respeta la igual autonomía
política y la igual dignidad, sino que se trata del modelo democrático que
pone en práctica las exigencias normativas de diseño institucional deriva-
das de dichos valores.
Otorgamos valor a la libertad o autonomía, tanto a la autonomía pri-
vada como a la pública, porque reconocemos que los seres humanos están
dotados de la capacidad de tomar decisiones valiosas desde el punto de
vista de la racionalidad (instrumental) y de la razonabilidad (sustantiva),
una capacidad de determinar sus planes de vida así como sus acciones con-
cretas 63. Esta capacidad forma parte a su vez de aquello que constituye al
menos parcialmente la dignidad de las personas, el factor que les hace
merecedores de igual consideración y respeto 64. Aunque la noción de dig-
nidad es ciertamente compleja, la mayor parte de autores que se han ocu-
pado de estudiarla, al menos aquellos que lo han hecho desde una pers-
pectiva kantiana, han señalado la vinculación entre dignidad y la idea de
autonomía, la posibilidad, al menos conceptual, de trazar planes de vida
y autodeterminarse tanto en el ámbito privado como en el público, o en
términos de FEINBERG, la capacidad de formular pretensiones o demandas
(claims) 65.
De los tres principios que inspiran los procedimientos democráticos
de toma de decisiones (el voto, la negociación y la argumentación), el que

63
Véase PITKIN y SHUMER, 1982: 44, MICHELMAN, 1997: 157-159; y WALDRON, 1999a:
cap. 10.
64
Sobre el principio de igual consideración y respeto, referido a los argumentos en la deli-
beración, véanse MANIN, 1987: 352 y 359; SUNSTEIN, 1988: 1539; COHEN, 1989a: 22; KNIGHT y
JOHNSON, 1994; ELSTER, 1995 y 1998a; BOHMAN, 1996: 27; GUTMANN y THOMPSON, 2000: 161;
GOODIN, 2000; YOUNG, 2001. 103; FISHKIN y LASLETT, 2003: 2; y PETTIT, 2003: 157.
65
Véase FEINBERG, 1979. Véanse, también, para la vinculación más general, DARWALL, 1977;
PETTIT, 1989b y 2001; y SCHAUER, 1992b. Para la distinción entre la igualdad básica, entendida
como principio de la igual consideración y respeto que merecen todos los seres humanos, y los
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 208

208 JOSÉ LUIS MARTÍ

mejor respeta los valores de autonomía y dignidad es la argumentación.


El procedimiento deliberativo no sólo valora la expresión de preferencias
individuales, como en el caso del voto puro, sino que otorga valor tam-
bién a las motivaciones personales, a las razones de cada uno en favor de
una determinada alternativa 66. Considera a los individuos agentes racio-
nales y autónomos, capaces de fundamentar sus preferencias políticas en
razones intersubjetivas, esto es, en razones que puedan ser aceptadas por
otros sujetos racionales y autónomos 67. Y además los considera capaces
de defender dichas preferencias, intercambiando sus razones con las de
los demás, atendiendo a todos los argumentos presentados y examinando
todas las posiciones existentes. Por todo ello, la deliberación es más res-
petuosa de la autonomía y la dignidad de los participantes 68.
No pedimos explicaciones a los individuos por su comportamiento en
el ejercicio de la autonomía privada, pero no porque resulte indiferente
que su comportamiento sea racional o irracional, sino porque considera-
mos que las razones que justifican un comportamiento privado son tam-
bién privadas e inmiscuirse en el razonamiento que los justifica implica
entrometerse en la esfera privada que intentamos preservar desde una óptica
liberal 69. En cambio, en el ejercicio de la autonomía pública, esperamos
que los individuos sean capaces de proporcionar razones en favor de su
elección o de sus preferencias. Esto es porque esperamos que la autono-
mía pública, ejercida colectivamente, nos conduzca a decisiones públicas
racionales y razonables (que puedan ser legitimadas por algo más que por
la simple adhesión de los miembros de la sociedad). Y para ello necesita-
mos algún procedimiento que, en la medida de lo posible, nos permita
seleccionar aquellas preferencias o intereses que cuentan como racionales
y razonables desde el punto de vista público de las que no, como el deli-
berativo 70.
La negociación, tomada como procedimiento de toma de decisiones
políticas, es incapaz de reconstruir este esquema de autonomía pública

demás sentidos de igualdad comprometidos con una teoría de la justicia determinada, véase DWOR-
KIN, 1977: 272 y siguientes, y 2000: 5 y siguientes.
66
Véanse COHEN, 1989a: 22; ELSTER, 1995 y 1998a; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 288; COHEN
y SABEL, 1997: 319; y GUTMANN y THOMPSON, 1996 y 2004.
67
Véanse COHEN, 1989a, 1996 y 1998: 194; BOHMAN, 1996: 5, y 1998: 402; GAUS, 1996:
121; y COHEN y SABEL, 1997: 329.
68
Véanse MANIN, 1987: 352; COHEN, 1989a: 21 y 22, y 1989b; BOHMAN, 1996: cap. 3, y
1997a; KNIGHT y JOHNSON, 1997; CHRISTIANO, 1996b; y BRIGHOUSE, 1996.
69
Que no resulta indiferente la racionalidad o irracionalidad del comportamiento privado lo
demuestra el hecho de que el liberalismo justifique algunos tipos de paternalismo jurídico, siem-
pre que el comportamiento que se va a regular de forma paternalista sea una expresión de mani-
fiesta incompetencia básica o irracionalidad. Sobre el paternalismo jurídico, véase GARZÓN VALDÉS
«¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?», en GARZÓN VALDÉS, 1993: 361-378.
70
Véanse BOHMAN, 1996 y 1998: 405; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 313, nota 31; COHEN y
SABEL, 1997: 329-331; GARGARELLA, 1998a: 261; y PETTIT, 2003: 157.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 209

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 209

porque no puede dar cuenta de las razones a las que apelan los individuos,
de sus intereses intersubjetivos y de sus creencias sobre lo correcto. La
negociación, en cambio, presupone conceptualmente motivaciones de
autointerés o interés subjetivo egoísta. No se pueden hacer concesiones
acerca de los intereses intersubjetivos, porque estos están cualificados por
creencias que tienen que ver con las razones generales que podemos dar
en su defensa. Se puede deliberar acerca de ellos, pero no regatear con
ellos. Y teniendo en cuenta que las decisiones políticas van a restringir, en
general, la libertad individual privada, es muy importante que se exija la
especificación de las razones que apoyan una decisión en términos que
puedan ser aceptables para todos, que un sistema que, como el voto puro,
legitime las decisiones por la adhesión no razonada de los votantes, o un
sistema que, como la negociación, permita que los grupos más poderosos
puedan imponer sus preferencias. Es cierto que los procesos de negocia-
ción exigen en principio el consentimiento de todos los participantes para
poder tomar una decisión, pero también es cierto que el poder negocial
desigualmente repartido hace que algunas partes en la negociación tengan
más posibilidades de «imponer» un acuerdo al resto. En los modelos demo-
cráticos basados en la negociación es donde más claramente se ponen de
manifiesto las desigualdades en la capacidad de influir en un resultado
político. Y tales desigualdades socavan el valor de la igual autonomía polí-
tica.
De hecho, y con respecto a la igualdad de influencia política, en el
capítulo III, ya tuvimos la oportunidad de ver que uno de los principios
estructurales del propio proceso deliberativo es la igualdad entre los par-
ticipantes, que en la interpretación mayoritaria tiene que ver con la igual-
dad formal de influencia política, que a su vez se relaciona con otras pre-
condiciones del modelo que pretenden asegurar una igualdad efectiva que
haga posible dicha igualdad de influencia política 71. La primera forma de
garantizar este principio estructural es mediante la propia naturaleza del
proceso. En una deliberación, lo que determina el resultado, lo que real-
mente influye políticamente, es la fuerza del argumento, y no el poder per-
sonal o las diversas capacidades que tenga cada uno, estando todo parti-
cipante en igualdad de condiciones con respecto a la posibilidad de presentar
nuevos argumentos. Además de este rasgo central, el modelo incorpora
determinadas exigencias en términos de igualdad en las propias precon-
diciones del proceso, así que en teoría está diseñado para maximizar y ser
respetuoso con el principio de igualdad de influencia política.

71
Véanse KNIGHT y JOHNSON, 1997; COHEN, 1989a: 18, 22 y 23, y 1989b; COHEN y ROGERS,
1992: 42 y siguientes; FISHKIN, 191: 56-63; SUNSTEIN, 1994; BOHMAN, 1996: cap. 3 y 1997a; CHRIS-
TIANO, 1996a: 47-104 y 265-298; y GAUS, 1996: 246-257. Véanse los apartados 3.1 y 4 del capí-
tulo III.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 210

210 JOSÉ LUIS MARTÍ

En resumen, la deliberación es superior con respecto a la negociación


y el voto porque presupone razones generales e intereses intersubjetivos (y
no intereses puramente subjetivos, como la negociación), permite el inter-
cambio de razones y la expresión pública de las opiniones de cada uno,
tomándose en serio todos los argumentos y consideraciones presentadas, y
pretende garantizar la igualdad de influencia política haciendo que lo único
relevante para determinar un resultado político sea la fuerza de los argu-
mentos, además de establecer de inicio un cierto marco de precondiciones
que neutralicen las desigualdades muy acentuadas de poder y riqueza. Por
todo ello, podemos afirmar que la democracia deliberativa es el modelo
democrático que mejor desarrolla los principios normativos derivados de
los valores de igual autonomía política e igual dignidad de las personas en
tanto que seres autónomos capaces de elegir racionalmente planes de vida
o cursos de acción. Y, a su vez, introducir consideraciones sustantivas basa-
das en estos valores nos permite comprender porqué los sistemas políticos
elitistas no democráticos, o incluso ciertos modelos elitistas de la demo-
cracia, por más valor epistémico que puedan tener, no están justificados.
Porque nos interesa el valor de la igual autonomía política y el de la igual
dignidad, cualquier procedimiento de toma de decisiones que no tienda a
garantizar la igualdad efectiva de influencia política será inaceptable. Las
consideraciones acerca del valor epistémico operarán entonces en la elec-
ción de un procedimiento de toma de decisiones entre aquellos que honren,
siquiera formalmente, el valor de la igualdad política.

2.2. Reciprocidad, cooperación y otros valores


Dije que los argumentos respecto a los valores de igual autonomía polí-
tica e igual dignidad integraban la justificación sustantiva primaria o directa,
mientras que los que voy a mencionar ahora, basados en valores como la
reciprocidad y la cooperación, el pluralismo y el progreso, conforman úni-
camente justificaciones secundarias o indirectas. Esto quiere decir que el res-
peto por estos otros valores sólo puede ser aducido como un argumento jus-
tificativo complementario. Si la democracia deliberativa está justificada por
su valor epistémico y/o por respetar la igual autonomía política, podremos
afirmar entonces que además potencia u honra valores también importantes
como la cooperación, la reciprocidad, el pluralismo, etc. En lo que queda de
capítulo intentaré mostrar muy brevemente de qué modo el proceso demo-
crático deliberativo se halla conectado con los valores mencionados.
En primer lugar, la democracia deliberativa propone un modelo basado
en la idea de cooperación social 72. El proceso de argumentación es en sí
72
Véase especialmente BOHMAN, 1996: 27, 1997a y 1998: 402; GUTMANN y THOMPSON, 1996:
cap. 2, y 2004; COHEN y SABEL, 1997: 374; y GAMBETTA, 1998: 20.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 211

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 211

mismo cooperativo. Se coopera para refinar los argumentos y filtrar las


preferencias (e, idealmente, para alcanzar un consenso fundado en las
mejores razones). A diferencia de los modelos ideales del voto puro y de
la negociación, basados en la confrontación de intereses, la lógica de la
argumentación persigue un modelo de sociedad en el que los ciudadanos
participan cooperativa y racionalmente en resolver sus desacuerdos 73. En
la medida en que, aunque sea tan sólo por razones pragmáticas, valore-
mos la cooperación frente a la confrontación en nuestros patrones de com-
portamiento social, deberemos aceptar que en este punto el modelo de la
democracia deliberativa también es preferible a sus alternativas.
Por otra parte, y precisamente porque el proceso deliberativo es una
empresa eminentemente cooperativa, incentiva a su vez la adopción de la
reciprocidad como patrón de interacción social 74. En otras palabras, los
individuos que participan activamente en un proceso colectivo basado en
la cooperación desarrollan habitualmente un criterio de reciprocidad según
el cual se muestran más dispuestos a cooperar cuanto más cooperen los
demás. Por ello los valores de cooperación y reciprocidad se encuentran
siempre estrechamente vinculados. Y en el caso del procedimiento deli-
berativo, la propia argumentación presupone e incentiva comportamientos
y motivaciones de reciprocidad, en la medida en que los argumentos deben
ser universales y aceptables por los demás 75. Siendo reconocida la reci-
procidad como un valor central de la democracia en general, la práctica
de justificación mutua de las respectivas opciones políticas descansa en,
y a la vez fomenta, la reciprocidad 76.
Otro valor que la democracia deliberativa honra mejor que otros pro-
cedimientos es el del pluralismo, acompañado del principio de inclusión
de todos los puntos de vista presentes en la sociedad 77. Ya vimos que no

73
Existen ciertamente modelos de negociación desarrollados sobre una lógica cooperativa,
y no sobre una lógica conflictiva. Véase, por todos, FISHER y URY, 1991. Lo que persiguen estos
modelos es encontrar una clave coordinativa racional que acomode o haga compatibles, de la mejor
manera posible, los intereses de las partes en un conflicto. La diferencia entre estos modelos coo-
perativos de negociación y el proceso de argumentación es que en los primeros, una vez más, no
se distingue entre intereses egoístas e intereses intersubjetivos. Y, de esta forma, el acuerdo final
puede resultar racional (desde un punto de vista estratégico), pero no razonable. En otras pala-
bras, puede alcanzarse un consenso racional instrumentalmente, pero no un consenso basado en
razones sustantivas.
74
Para la importancia de la reciprocidad en los esquemas de interacción cooperativos en el
sentido de que realimenta dicha cooperación, véanse AXELROD, 1984; y SUTHERLAND, 1996.
75
Los autores que han reservado un espacio más importante para la reciprocidad en la jus-
tificación de la democracia deliberativa son GUTMANN y THOMPSON, 1996: cap. 2, y 2004: cap. 3.
Para ellos, no sólo se trata del valor fundamental asociado a la deliberación democrática, sino
aquél en el que se basan otros valores ulteriores como la publicidad, la integridad cívica, y la nece-
sidad de adoptar también valores substantivos.
76
Véase GUTMANN y THOMPSON, 1996: 52-55, y 2004: 98-102.
77
Sobre el modo particular en que el modelo deliberativo se enriquece gracias al hecho del
pluralismo y cómo lo considera un valor, véanse PITKIN, 1981; PITKIN y SHUMER, 1982: 47; BARBER,
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 212

212 JOSÉ LUIS MARTÍ

existe deliberación sin divergencia de opiniones y creencias. Es cierto que


el hecho del pluralismo es una circunstancia de la política, y por lo tanto
una condición necesaria de cualquier sistema político, especialmente si es
democrático. Pero, a diferencia de los procedimientos del voto y la nego-
ciación, la deliberación se nutre y se enriquece de los desacuerdos y las
diferencias de opinión. A mayor diversidad, mayor riqueza argumentativa,
y por lo tanto mayores son los beneficios de la propia deliberación, como
su valor epistémico. Por otra parte, la deliberación consiste en la expre-
sión pública y la justificación de los propios puntos de vista. No se limita
a permitir que los ciudadanos voten, y ni siquiera que negocien a partir de
sus posiciones diversas, sino que articula un proceso de comprensión de
las razones de los demás que incentiva la comprensión mutua, y permite
que todos sientan que sus opiniones son escuchadas 78. Por último, y como
vimos en el apartado 4 del capítulo I, la democracia deliberativa muestra
un respeto profundo hacia los desacuerdos posteriores a la deliberación,
es decir, los desacuerdos que persisten tras un proceso deliberativo, que
son considerados valiosos por cuanto son el resultado de un proceso de
filtrado y racionalización de las preferencias de cada uno. Por todas estas
razones, la democracia deliberativa conlleva una presión menos unifor-
mizadora que sus teorías rivales, y en consecuencia es más respetuosa del
valor del pluralismo.
Finalmente, algunos autores han señalado que la democracia delibe-
rativa es el modelo democrático que mejor puede contribuir al progreso
de la sociedad. Los desacuerdos básicos operan, en determinados contex-
tos y bajo determinados modelos políticos, como detonantes del conflicto
social. Pero si diseñamos un marco institucional adecuado, dichos desa-
cuerdos pueden actuar como motores generadores de un mayor progreso
humano y social. Las nociones de «progreso humano» y de «progreso de
la sociedad» son vagas y complejas, y no quiero entrar a discutirlas ahora.
Es suficiente señalar que mientras es difícil trazar alguna conexión entre

1984: 128 y 129; MANIN, 1987: 352-357; MANSBRIDGE, 1991: 7 y 8; SUNSTEIN, 1993a: 24 y 253;
BENHABIB, 1994: 33-35; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1 y 41, y 2004: 127-132; CHRISTIANO, 1997:
249 y 250; YOUNG, 1997; COHEN y SABEL, 1997: 333; y WALDRON. 1999a: 105 y 106. Sobre la
democracia deliberativa y la inclusión democrática, véase el apartado 1 del capítulo III.
78
Véase MANSBRIDGE, 2006; y también ELSTER, 1983a: 53-65, 1995, y 1998a; MANSBRIDGE,
1983: 8-10; MICHELMAN, 1986: 4 y 40; MANIN, 1987: 349 y 350; COHEN, 1989a: 22, y 1989b. 32-
34; YOUNG, 2001: 103; y PETTIT, 2003: 157. Veamos cómo lo expresaba con total claridad John
Stuart MILL: «Una democracia representativa como la que acaba de esbozarse, en la que estaría
representada la totalidad de los ciudadanos y no simplemente la mayoría; en la que los intereses,
las opiniones, los grados de inteligencia que se hallasen en minoría, serían, sin embargo, oídos,
con probabilidades de obtener, por el peso de su reputación y por el poder de sus argumentos,
una influencia superior a su fuerza numérica; esa democracia, donde existirían la igualdad, la
imparcialidad, el Gobierno de todos por todos, estaría exenta de los males más graves, inherentes
a lo que impropiamente se llama hoy democracia y que sirve de base a la idea que de la misma
se tiene». MILL, 1860: cap. VIII, 100, la cursiva es mía.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 213

LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 213

la democracia deliberativa y el progreso en términos de recursos materia-


les y riqueza, puede verse más claramente el efecto de la deliberación
democrática sobre recursos inmateriales como los culturales e intelectua-
les.79 Me refiero a recursos como disponer de mayor información acerca
de los demás o acerca de cuestiones sociales, poder refinar los propios
puntos de vista, adquirir o perfeccionar las habilidades de reflexión dia-
lógica, mejorar la racionalidad o imparcialidad de las preferencias más
extendidas en la sociedad, tener creencias correctas, etc. Y la democracia
deliberativa contribuye a todos ellos de forma decisiva 80.
Hasta aquí las justificaciones sustantivas de la democracia delibera-
tiva. Como dije al inicio del capítulo, los dos tipos de justificaciones, la
epistémica y la sustantiva, son perfectamente compatibles, y no veo nin-
guna razón por la que no podamos presentarlos a la vez en defensa de la
democracia deliberativa. Es más, he tratado de mostrar que la justificación
epistémica, por sí sola, nos enfrenta a una tendencia interna presente en
todo discurso democrático, especialmente cuando se enfatizan las cues-
tiones epistémicas, que es la tendencia al elitismo político. Por ello resulta
crucial acompañar la justificación epistémica con consideraciones sustan-
tivas basadas en la autonomía y la dignidad, como las expresadas en las
páginas anteriores. Sería un error, por cierto, pensar que mientras que los
argumentos sustantivos defienden básicamente el aspecto democrático de
la democracia deliberativa, los epistémicos justifican el aspecto delibera-
tivo. Los dos tipos de justificaciones operan en defensa del modelo con-
junto de la democracia deliberativa, y lo hacen, como he explicado, de
forma comparativa, esto es, señalando que la mejor interpretación posible
de la democracia es la deliberativa, no la pluralista, no la agonista, y no
cualquier otra basada en una perspectiva económica de la misma. Si se
aceptan todos estos argumentos, entonces podremos afirmar que la demo-
cracia deliberativa está justificada. Lo que espero mostrar en el próximo
capítulo es que existen dos concepciones distintas del modelo, una elitista
y una republicana, y que es esta última la más aceptable en los términos
de la justificación que acabamos de dar a la democracia deliberativa gene-
ral. Así defenderé un particular sistema de gobierno inspirado por este
ideal y que he denominado la república deliberativa.

79
Véase, por ejemplo, MILL, 1860: cap. III, 30-43 y cap. VIII, 100-103.
80
La formulación clásica puede verse en MILL, 1860: cap. III, 30-43, y cap. VI, 78-81. Entre
los contemporáneos, véanse DAVIS, 1964; PATEMAN, 1970: 42; HIRSCHMAN, 1970; MACPHERSON,
1977: cap. 3; ACKERMAN, 1980: 353; BARBER, 1984: 173-198; MICHELMAN, 1986: 19; DAHL, 1989:
113-115; MANSBRIDGE, 1992: 36; GAMSON, 1992: 175-187; BACHRACH y BOTWINICK, 1992: 29;
COHEN y SABEL, 1997: 320; COHEN, 1998: 186 y 187; y OVEJERO, 2002: 186. Se pueden encon-
trar estudios empíricos en apoyo de esta tesis en FISHKIN, 1991, 1995 y 1999; FUNG y WRIGHT,
2001: 27-29 y 52; y FUNG, 2004.
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06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:14 Página 215

CAPÍTULO VI
LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA
DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA

«Todos los hombres son iguales en el Gobierno repu-


blicano, así como en el despótico: en el primero porque
lo son todo, en el segundo porque no son nada».

MONTESQUIEU, Del espíritu de las leyes, 1748.

En el capítulo anterior, al analizar los diversos argumentos en favor de


la democracia deliberativa, constatamos la presencia de una cierta ten-
dencia al elitismo político democrático dentro de este modelo, especial-
mente vinculada con las justificaciones epistémicas del mismo. Vimos tam-
bién que la forma habitual de hacer compatible dicha tendencia al elitismo
con la idea general de democracia era recurriendo a las estructuras de la
representación política. Ahora bien, no toda defensa de la representación
es necesariamente elitista. De hecho, como actualmente nadie cuestiona
la necesidad de contar con instituciones y órganos representativos y que,
por lo tanto, se ha renunciado a la utopía de que todos los ciudadanos
puedan participar directamente en todos los procesos de toma de decisio-
nes, si queremos contrarrestar la tendencia al elitismo deberemos ser capa-
ces de dar cuenta de cómo encaja la representación política en el modelo
general de la democracia deliberativa y, sobre todo, de cómo podemos
pensar dicha representación política de un modo que implique una mayor
implicación por parte de la ciudadanía y evite las tentaciones del elitismo,
sin por ello perder aquello que la deliberación democrática tiene de valioso.
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216 JOSÉ LUIS MARTÍ

En este capítulo pretendo abordar el análisis de la idea de representa-


ción política presentando sus dos concepciones principales, que bautizaré
como concepción elitista y concepción republicana de la representación.
Veremos cómo cada una de estas concepciones determina a su vez una
concepción también distinta de la democracia deliberativa, con conse-
cuencias importantes no sólo en el diseño institucional sino en la inter-
pretación profunda del modelo democrático, una con un carácter marca-
damente representativista, y la otra con ideales mucho más participativos 1.
Ello nos permitirá comprender la razón de ser y los principales rasgos del
modelo político que quiero defender en este libro, que es el propuesto por
una de las dos concepciones mencionadas, y el que da nombre al propio
libro: la república deliberativa. Reservo para el final del capítulo el aná-
lisis y la respuesta a dos objeciones ulteriores que se han presentado contra
la democracia deliberativa, identificadas con los argumentos de la división
del trabajo y del coste de la deliberación, y que en realidad se dirigen
contra la perspectiva republicana de la misma.
Hasta ahora me he referido siempre a un modelo unitario de demo-
cracia deliberativa, y he intentado esbozar sus principales tesis mante-
niendo, en la medida de lo posible, la neutralidad respecto a cualquier
punto de divergencia interna. Sin embargo, y aunque esto no ha sido apenas
advertido por la literatura, en realidad conviven al menos dos concepcio-
nes del modelo con ideas filosóficas distintas y modelos políticos diver-
gentes. La principal diferencia práctica entre la concepción elitista y la
concepción republicana de la democracia deliberativa tiene que ver, como
ya he dicho, con la noción de representación y se refiere al tipo y grado
deseables de participación directa, más o menos difusa, de los ciudada-
nos en los procesos de toma de decisiones. Es importante insistir en que,
aunque en algunos momentos me referiré a la concepción elitista como la
que tiene una perspectiva fuertemente representativa de la democracia y a
la republicana como una teoría fuertemente participativa 2, en realidad
nadie ha cuestionado la idea de representación, que es considerada nece-
saria y hasta valiosa 3, ni defendido en su lugar un modelo de democracia

1
No hay ningún aspecto del modelo deliberativo que obligue a inclinarnos por una de estas
dos concepciones de la representación, sino que las dos interpretaciones son posibles. Véase KNIGHT
y JOHNSON, 1997: 289. De modo que mis argumentos en favor de la concepción republicana no
pueden ser únicamente conceptuales.
2
Utilizo «representativa» y «participativa», como hace Carole PATEMAN, 1970: 28, para seña-
lar que una de estas concepciones entiende que la toma de decisiones políticas debe estar limitada
a los órganos representativos, mientras que la otra apuesta por abrir nuevos y más profundos espa-
cios de participación ciudadana directa que puedan complementar a los tradicionales y represen-
tativos, y concibe la representación de una forma más permeable a la auténtica voluntad de los
ciudadanos.
3
Es obvio que aquellos que consideran la representación como un mal menor necesario,
dadas las características de nuestras sociedades modernas, también la consideran valiosa o desea-
ble en algún sentido, aunque sólo sea porque es el único mecanismo que nos permite acercarnos
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:14 Página 217

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 217

directa. Quien lo hiciera estaría defendiendo una concepción populista


ciertamente no compatible con el republicanismo 4. Por ello es necesario
partir de un análisis más general sobre esta idea de representación. Final-
mente, insisto en que la distinción entre estas dos concepciones de la demo-
cracia deliberativa ha pasado desapercibida para la mayoría de teóricos del
modelo, razón por la cuál se han oscurecido algunas discusiones impor-
tantes, además de empobrecer la identificación de los fundamentos filo-
sóficos del mismo 5.

1. EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA

«Haciendo una cuenta más concreta y efectiva, la compo-


sición del Consejo era más o menos la siguiente: treinta seño-
res de la burguesía, cinco nobles, quince curas y diez hombres
del pueblo. En la primera reunión para nombrar los cargos, el
barón Graziano resultó electo presidente con 49 votos favora-
bles y 11 abstenciones; para los demás cargos fueron elegidos
el canónigo Mantia, con 37 votos; el boticario Napoli, con 36;
el barbero Vitanza, con 44; y don Cecé Melisenda, que obtuvo
59 votos. Resultados que, si se los mira con la intención de
darles un significado político o de intereses, se corre el albur
de no entender nada; yo que conozco el pueblo, me la jugaría
a que al barón no le votaron los nobles, ni el canónigo tuvo
los votos de los curas, ni la gente del pueblo votó al barbero,
etcétera. Con franqueza, la unanimidad obtenida por don Cecé
lo explica el hecho que era considerado un cero a la izquierda:
todo bondad y misas cantadas».
Leonardo SCIASCIA, «El quarantotto»,
en Los tíos de Sicilia, 1958.

Como he dicho, me propongo identificar dos concepciones distintas


de la representación política con la intención de mostrar que se encuen-
tran en la base de la distinción entre las dos concepciones básicas de la
democracia deliberativa: una elitista y la otra republicana. Para ello ten-
dremos que retroceder un poco hasta el análisis más general de la repre-
sentación política.

al ideal democrático en las circunstancias actuales. No obstante, cuando digo que algunos auto-
res conciben la representación como deseable me refiero a que encuentran efectos más positivos
que éste.
4
No me ocuparé ahora de esta posición puesto que nadie la ha defendido dentro de la lite-
ratura.
5
Mostrar la existencia de estas dos concepciones distintas de la democracia deliberativa nos
servirá, además, para deshacer una confusión muy común. No es cierto, contra lo que algunos han
supuesto, que la democracia deliberativa sea un ideal eminentemente comprometido con una con-
cepción participativa de la democracia. Véase, como ejemplo de esta asimilación, LAPORTA, 2000.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:14 Página 218

218 JOSÉ LUIS MARTÍ

1.1. El concepto de representación política

El concepto de representación política es uno de los más controverti-


dos de la teoría política moderna y no pretendo realizar aquí un examen
exhaustivo y completo del mismo 6. No obstante, será necesario realizar
algunas consideraciones generales y, en especial, destacar aquellas discu-
siones que guardan una relación más directa con la democracia delibera-
tiva.
Podemos definir representación política inicialmente y de forma muy
genérica como el reemplazo (que implica intervención o mera existencia)
de un sujeto político por otro 7. Estrictamente hablando, la representación
no es necesariamente democrática. Puede existir representación política
sin democracia (o puede existir dentro de una democracia pero sin ser ella
misma democrática). «Representar» sólo quiere decir que alguien está
tomando decisiones por otro, o participando en algún proceso determinado
por otro, o simplemente teniendo una presencia simbólica en lugar de otro.
Y en ninguno de estos casos está presupuesto conceptualmente un vínculo
democrático entre representante y representado 8. De todos modos, la repre-
sentación que aquí nos interesa es la democrática, y más concretamente
aquella cuya idea comienza a desarrollarse en los siglos XVII y XVIII, y que
ha sido desde entonces el centro de las controversias teóricas. Fue en ese
momento cuando nació lo que, con algunas diferencias, todavía hoy deno-
minamos democracia representativa 9. Desde entonces, el representante
político no puede ser ya entendido sino como representante electo que
«actúa por» el pueblo, «en nombre del pueblo» y «para el pueblo» 10. Las
elecciones periódicas se convierten en el eje vertebrador de la representa-
ción política 11, y se entiende, de forma general, que el representante debe
6
El mejor estudio histórico que conozco de la representación política es MANIN, 1997. En
cuanto al análisis conceptual, uno de los mejores es sin duda PITKIN, 1967. Para una panorámica
general, MANIN, PRZEWORSKI, STOKES, 1999. Véase, también, HIRST, 1990; KATEB, 1992; GARGA-
RELLA, 1995; ROSANVAILLON, 1998 y 2000; y URBINATI, 2002.
7
Se trata de una definición general inspirada en el análisis de PITKIN, 1967.
8
Todas las sociedades dotadas de una mínima estructura política han tenido instancias de
representación política, fueran democráticas o no. De hecho, incluso en la democracia ateniense,
considerada como la democracia directa por excelencia, la representación jugó un papel muy impor-
tante en cualquiera de sus etapas (que van del siglo VII hasta el IV a. de C.). Véase especialmente
MANIN, 1997: cap. 1. Sobre la democracia ateniense, véanse también BOWRA, 1971; HANSEN, 1991;
y MEIER, 1991.
9
Sobre las fuentes, el proceso y alcance de esta transformación y, en especial, sobre el cambio
profundo en la concepción de la representación política, véase MANIN, 1997: caps. 2 y 3.
10
La expresión «actuar por» está extraída de PITKIN, 1967 y tiene un significado muy con-
creto que veremos a continuación. También, junto con las otras dos, surge de la definición de
democracia que popularizó Abraham LINCOLN como «gobierno del pueblo, por el pueblo y para
el pueblo».
11
Abandonando otras formas de designación, como el sorteo, muy extendidas hasta enton-
ces en gobiernos democráticos, y adoptando como principio básico el «principio de distinción»
de los representantes.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:14 Página 219

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 219

actuar en favor de los intereses de la ciudadanía. Las teorías de la repre-


sentación desarrolladas desde entonces son deudoras en buena medida de
las ideas seminales de pensadores como HOBBES, MONTESQUIEU, ROUS-
SEAU, BURKE, MADISON, JEFFERSON o John Stuart MILL.

No voy a presentar un panorama de todas las teorías modernas 12, pero


existen al menos cuatro elementos que toda teoría de la representación
completa debe determinar, teniendo el último un especial interés para nues-
tros propósitos 13;
1) ¿Quién debe ser el representante?
2) ¿Cómo seleccionamos al representante?
3) ¿Cuál es el vínculo entre representante y representado?
4) ¿Cómo se debe realizar la representación?
Con respecto a la primera de estas preguntas, es tradicional afirmar
que la representación puede ser simbólica o personal, si bien las dos res-
puestas no son mutuamente excluyentes. Decimos que el representante es
un símbolo cuando, tratándose de un objeto (por ejemplo, una bandera) o
una persona (por ejemplo, un rey), consideramos que su figura «representa
simbólicamente» o evoca al o a los representados (por ejemplo, la nación),
sin importar en ningún caso sus acciones 14. Pero cuando nos preguntamos
acerca de la dimensión personal, la pregunta acerca de quién debe ser el
representante nos conduce a una pregunta ulterior acerca de las condicio-
nes personales que exigimos a dichos representantes para poder serlo, que
a su vez será relevante para el segundo elemento de la representación ya
señalado 15. Y tradicionalmente se ha pensado en tres principios distintos,
12
Para un panorama más o menos completo, véase PITKIN, 1967, en cuya clasificación me
he inspirado para describir algunos de los elementos de la representación. PITKIN distingue tres
grandes categorías en las teorías de la representación: las teorías formalistas, las teorías que entien-
den la representación como una acción de «suplir», y las que la entienden como una acción de
«actuar por». De cada una de estas tres categorías señala dos subclases, que producen un total de
seis clases de teorías. Dentro de las formalistas, distingue las que ponen el acento en la autoriza-
ción de los representados de las que lo ponen en la responsabilidad del representante. Dentro de
la categoría de la representación como «suplir» encontramos las teorías descriptivistas (o propor-
cionalistas) y las teorías simbólicas. Finalmente, dentro de la categoría de la representación como
«actuar por» encontramos las teorías que dejan independencia al representante y las que lo vin-
culan mediante un mandato.
13
Me he inspirado en la división en cinco preguntas del excelente trabajo de Samantha BESSON
en BESSON, 2004; véase una aproximación más extensa y detallada en BESSON, 2005. Para BESSON,
las cinco preguntas relevantes son: ¿quién está representado?, ¿quiénes son los representantes?,
¿cómo son elegidos?, ¿qué representan? y ¿cómo representan?
14
Véase PITKIN, 1967: cap. 5. Incluso en los casos en los que una persona puede ejercer de
representante simbólico, como en el de un rey, lo que nos importa es la dimensión simbólica, y
no las condiciones personales o las acciones que dicho representante tenga o ejerza. No es nece-
sario que exista, entonces, ninguna actividad representativa en sentido estricto. La mera existen-
cia de aquello que representa es suficiente para evocar o sugerir al representado.
15
Por supuesto que estas condiciones requeridas serán distintas dependiendo de cuál sea la
actividad representativa que esperamos que sea realizada. Con lo cual la respuesta a esta primera
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 220

220 JOSÉ LUIS MARTÍ

aunque no incompatibles, para dotar de contenido a este elemento de la


dimensión personal: el principio de proporcionalidad, el principio de dis-
tinción y el principio de especialización.
Una de las teorías más extendidas es la de la representación descrip-
tiva o «reflejo» basada en el principio de proporcionalidad 16. Se espera
que el conjunto de representantes sea un reflejo o un espejo del conjunto
de representados. Así, un parlamento debe incluir representantes de todos
los grupos sociales existentes en proporción directa a la configuración
social de la ciudadanía 17. Otras teorías se han basado en cambio en el prin-
cipio de distinción del representante, asociado con un criterio de selección
electivo 18, que establece la conveniencia de que los representantes sean
los individuos mejor preparados para el cargo, personas «dignas» de ocu-
parlo, que deben ser elegidos entre los «mejores» de la sociedad 19. Final-
mente, emparejado con la idea de distinción encontramos el principio de
especialización, que ha ido adquiriendo preeminencia en el siglo XX, fruto
de la progresiva tecnificación de la política, de la proliferación de comi-
tés y comisiones técnicas, y de la creación de diversas instituciones inde-
pendientes a las que se delegan competencias de decisión con el objetivo
de especializar la toma de decisiones, como los bancos centrales. Tal y
como dije antes, estos tres principios no son incompatibles y pueden ser
combinados para responder a la pregunta de qué elementos personales
caracterizan la representación. Pero lo más importante es que también nos
conducen necesariamente a la segunda de las preguntas relevantes, la de
cómo seleccionar a los representantes.
Históricamente han existido dos criterios de selección de represen-
tantes principales: el azar y la elección. En la Grecia clásica, por ejemplo,
se combinaban ambos, dependiendo de la institución representativa a la

pregunta se entrelaza también con la respuesta a la última de las preguntas mencionadas previa-
mente.
16
Véase PITKIN, 1967: cap. 4. Algunas consideraciones más sofisticadas sobre la posibilidad
de reinterpretar la representación descriptiva, incorporando la representación de grupos, y apli-
cada además al contexto de la democracia deliberativa, en BESSON, 2004 y 2005.
17
Esta propuesta tiene diversos problemas. El más importante de ellos es que un reflejo
directo del pueblo sólo puede ofrecerlo el pueblo entero mismo, como sucede con el mapa bor-
giano, que intenta representar todos los rasgos del mundo con absoluta precisión y acaba siendo
necesariamente un mapa de escala 1/1. Y si respondemos que no todas las particularidades del
conjunto de representados merecen ser tenidas en cuenta, tenemos entonces el problema de encon-
trar un criterio que nos indique cuáles deben ser tenidas en cuenta y cuáles merecen ser ignora-
das. De todos modos, no me ocuparé de estos problemas aquí.
18
Véase MANIN, 1997: caps. 3 y 4.
19
Por supuesto que es controvertido saber qué entendemos por «persona digna» o «prepa-
rada» para el cargo. Durante los siglos XIX y principios del XX era habitual exigir un cierto nivel
de recursos económicos o de estudios. En otros casos se exigía un comportamiento público inta-
chable. Históricamente, ambas cosas estaban asociadas a la aristocracia, y aunque hoy ya no se
exigen formalmente, todavía es posible afirmar que los representantes electos forman parte de una
cierta aristocracia o élite política (MANIN, 1997: 284, y también 119-120 y 165-185).
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 221

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 221

que se dirigían, e incluso tenía cierta preeminencia el criterio del azar


mediante la técnica del sorteo (en múltiples variantes) y con resultados
muy positivos 20. En la actualidad, en cambio, el único criterio generali-
zado es el de la elección 21, el cual suele ser asociado generalmente con el
principio de distinción. El siguiente paso es, entonces, averiguar en qué
consiste el vínculo entre representante y representado.
Toda representación implica conceptualmente una relación entre repre-
sentante y representado, y ahí es donde surge la relevancia de los aspec-
tos formales de dicha relación, como las denominadas teorías formalistas
se han encargado de enfatizar 22. En general, podemos decir que todo vín-
culo formal de representación pivota en torno a dos puntos centrales: 1)
el estatuto formal de la designación del representante y 2) el sistema de
responsabilidad o de rendición de cuentas que el representante mantiene
con el representado 23. Ambos aspectos están estrechamente relacionados
entre sí, y muy vinculados además con el cuarto elemento que examina-
remos a continuación, el del aspecto material de la representación.
1) Por una parte, debemos determinar qué efectos produce la desig-
nación misma del representante (con independencia de que se efectúe
mediante sorteo o mediante elección). Encontramos dos posibilidades prin-
cipales que identifico respectivamente con los términos «autorización» y
«delegación» 24. Algunos autores han entendido que el rasgo definitorio
básico de toda representación es que en algún momento el representado
otorga su autorización al representante para actuar en su nombre o sim-
plemente sustituirle, siendo a partir de ese momento libre e independiente
para actuar como considere oportuno. La relación de representación surge
así de la voluntad libre del representado, y a partir de ese momento el
representante es (casi) totalmente independiente para hacer lo que consi-

20
Sobre el papel destacado y los efectos positivos del sorteo en la democracia ateniense,
véase MANIN, 1997: cap. 1. El mecanismo del sorteo se mantuvo anclado a la tradición republi-
cana durante muchos siglos allí donde existieron gobiernos mínimamente democráticos: así, en la
Roma republicana y en las repúblicas italianas de la Edad Media y del Renacimiento (MANIN,
1997: 59). Como criterio de selección, jugó históricamente, y hasta el nacimiento de las demo-
cracias modernas, un papel democratizador destacable: ofrecía a todos los ciudadanos una misma
capacidad de influencia y aseguraba, así, la isegoría.
21
Es importante señalar que ninguno de los dos criterios es necesariamente democrático.
Sólo lo serán en función del grado de inclusión que reconozcan, es decir, de quién tenga recono-
cidos los derechos de sufragio pasivo y activo, en el criterio electivo, y de quién sea sorteable en
el criterio del azar.
22
Teorías como las de Thomas HOBBES, Max WEBER, Georg JELLINECK o Eric VOEGELIN.
Para un resumen de su contenido, véase PITKIN, 1967: caps. 2 y 3.
23
Véase BESSON, 2004.
24
Sobre este punto, véase URBINATI, 2000 y 2002. Los términos provienen del análisis de
PITKIN, aunque su presentación sea muy diferente a la que yo propongo aquí. No existen, al menos
en español, muchas diferencias semánticas entre uno y otro término, así que la distinción que pro-
pongo es más técnica que natural. Para una comparación con otra distinción técnica análoga, en
este caso del Código Civil español, véase LAPORTA, 2000: 22.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 222

222 JOSÉ LUIS MARTÍ

dere oportuno, aunque mantiene algunos deberes intrínsecos a la actividad


representativa, principalmente el deber genérico de velar por los intereses
del representado 25. De todos modos, dada esta (casi) total independencia
del representante, los mecanismos de responsabilidad y rendición de cuen-
tas tienen menor relevancia, así que lo único ciertamente relevante para la
representación es el momento en que se presta la autorización. Otros auto-
res han concebido en cambio la representación como una relación de dele-
gación. El término «delegación» significa aquí que el representante no
goza de independencia y libertad de acción para ejercer su actividad repre-
sentativa, sino que sólo está capacitado para hacer aquello para lo que el
representado ha delegado en él. La voluntad libre es también, en este caso,
el origen de la relación de representación, pero el vínculo entre represen-
tante y representado es mucho más fuerte que en el caso de la autoriza-
ción. Por esta razón, los mecanismos de responsabilidad y rendición de
cuentas adquieren un protagonismo mucho mayor 26.
2) Como hemos visto, el tipo de designación del representante define
en buena medida el tipo de representación que se instaura. Y esto influye,
a su vez, en el tipo de responsabilidad (responsiveness) y de rendición de
cuentas (accountability) que debe establecerse. La responsabilidad reque-
rida a los representantes es mayor o menor dependiendo del grado de inde-
pendencia que se atribuya al representante. En general se entiende que el
representante es responsable ante su representado por el ejercicio de su
actividad representativa en un grado dependiente del tipo de vínculo formal
y material que se establece entre ambos. Cuanto más estrecho es este vín-
culo, más mecanismos de responsabilidad, control, y rendición de cuen-
tas son necesarios 27.
Y esto nos conduce al cuarto elemento de la representación, que tiene
que ver con el vínculo material entre representante y representado, es
decir, con el contenido concreto exigible de la actividad representativa.
Un rasgo común a todas las teorías modernas de la representación con-
siste en señalar que la obligación fundamental del representante político
consiste en velar por los intereses de los representados, si bien estas teo-
rías difieren bastante en su concepción de lo que dichos intereses son o

25
Incluso en la versión extrema defendida por HOBBES, el representante, en este caso, el
Leviatán, sigue teniendo la obligación de cumplir con aquellas funciones para las que ha estado
designado: la consecución y garantía del orden social. Véase HOBBES, 1651.
26
Se trata del modelo clásico de MILL. En defensa del mismo, véase URBINATI, 2000.
27
Existen diversos y muy variados mecanismos de responsabilidad y rendición de cuentas:
las elecciones periódicas que permiten sustituir a los representantes que no han satisfecho las
expectativas de sus representados, los sistemas de penalización o castigo en casos extremos, los
sistemas de control judicial de la legislación, etc. De estos deberes de responsabilidad y rendición
de cuentas suelen derivarse otros deberes políticos como la diligencia, la transparencia en la acti-
vidad representativa, etc. Sobre la distinción entre responsabilidad y rendición de cuentas, y con
un buen análisis de esta última, véase FEREJOHN, 1999.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 223

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 223

implican 28. Una distinción general y básica a este respecto es la que pode-
mos realizar entre los ideales de representación dependiente y represen-
tación independiente. A su vez, esta distinción se relaciona con otra muy
importante entre intereses independientes e intereses dependientes de las
preferencias de los representados 29. Que los intereses políticamente rele-
vantes sean completamente independientes de las preferencias de los repre-
sentados significa que la función representativa de velar por dichos inte-
reses también puede realizarse con una total independencia de estos deseos
o preferencias de sus representados. En cambio, si los intereses política-
mente relevantes son dependientes de las preferencias de los representa-
dos, tendremos buenas razones para adoptar una concepción de la repre-
sentación dependiente.
Ahora bien, que los intereses políticamente relevantes sean depen-
dientes o independientes de las preferencias no es el único factor que deter-
mina la concepción material de la representación (emplazada ahora en el
eje independencia-dependencia del representante con respecto al repre-
sentado). Por ejemplo, podría sostenerse que aunque los intereses políti-
camente relevantes sean objetivos, y por lo tanto desvinculados de las pre-
ferencias de los representados, el representante no ocupa una posición
epistémica privilegiada para averiguar cuáles son dichos intereses, y con-
secuentemente deberá consultar a los representados al respecto. Incluso
aunque algunas personas puedan disponer de mayor información o de una
posición epistémica privilegiada, podemos albergar dudas sobre su impar-
cialidad en el ejercicio de sus funciones representativas. Y por cualquiera
de estas consideraciones concluiremos que el representante debe ser más
dependiente de sus electores. Por otra parte, alguien podría sostener que
aunque los intereses dependan completamente de las preferencias de los
representados, el representante puede conocerlos perfectamente sin nece-
sidad de estar vinculado a los deseos concretos de cada uno de ellos, con
lo que podría defender su independencia.
Este cuarto elemento de la representación es el más relevante para
nuestro análisis de la democracia deliberativa, como trataré de mostrar a
continuación. El eje dependencia-independencia del representante se ha
convertido, como reconoce PITKIN, en el centro del debate principal de la
teoría de la representación 30. Para esta autora, el hecho de que esta con-
troversia se haya prolongado durante tanto tiempo sin avances significa-
tivos en la discusión es un indicio de que se trata en el fondo de una con-

28
Véase PITKIN, 1967: cap. 7. Algunos autores, en cambio, han introducido un nuevo ele-
mento y sostienen que es posible representar «perspectivas» como algo distinto a los intereses.
Véase, por ejemplo BESSON, 2004 y 2005.
29
Recordemos que esta distinción ya fue trazada en el apartado 2 del capítulo II de este libro.
30
Véase PITKIN, 1967: 162.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 224

224 JOSÉ LUIS MARTÍ

fusión conceptual 31. No estoy de acuerdo en que todo el problema resida


en esta confusión, pero sí me parece razonable identificar una (al menos
aparente) paradoja:
«Ser representado significa estar presente en algún sentido, mientras no
se está presente verdaderamente de un modo literal o completamente de hecho.
Este paradójico requisito impuesto por el significado del concepto es preci-
samente lo que se refleja en las dos caras de la controversia mandato-inde-
pendencia. El teórico del mandato dice: si la situación es tal que ya no pode-
mos ver como presentes a los electores, entonces no existe representación; y
si el hombre habitualmente vota lo contrario de los deseos de sus electores,
en ese caso ya no podemos verles presentes en su voto. [...]. El teórico de la
independencia, por su lado, llega a decir: si la situación es tal que ya no pode-
mos ver al representante actuando, sino que más bien vemos a los votantes
actuando directamente por sí mismos, entonces no hay representación; y allí
donde el representante simplemente cumple sus órdenes, los electores pare-
cen estar actuando directamente por sí mismos» 32.
Sin embargo, como ya dije, no podemos reducir esta discusión a una
mera cuestión conceptual 33. En primer lugar, conviene tener presente que
ningún teórico de la representación ha defendido ninguno de los dos extre-
mos de este eje 34. La actividad representativa necesita un cierto margen de
discrecionalidad o independencia para poder ser ejercida. Todos los autores
admiten esto, pero la controversia sigue sin resolverse. Así que la discusión
se centra en determinar qué grado de independencia y discrecionalidad debe
tener el representante, no en si debe tenerlas. Y ésta es una discusión que
depende en buena medida de la noción de intereses que adoptemos.
Los dos autores clásicos que en mi opinión han representado mejor
esta disputa, y que en buena medida han sentado las bases para el debate
posterior, siendo además precursores de la democracia deliberativa, son
Edmund BURKE y John Stuart MILL. Aunque BURKE defendió de manera
31
PITKIN, 1967: 164-168.
32
PITKIN, 1967: 167. En mi presentación he preferido bautizarlo como el eje dependencia-
independencia porque la palabra «mandato» se asocia a uno sólo de los mecanismos posibles para
asegurar la dependencia.
33
La representación significa un «estar presente sin estar presente» que conlleva un cierto
aire paradójico, y eso se refleja en parte en la controversia acerca de la independencia del repre-
sentante. Como advierte BESSON, «la paradoja de la representación» (democrática) consiste en que,
por una parte, y por ser democrática, esperamos que todos los representados participen «en algún
sentido» en la toma de decisiones, mientras que por definición de la representación, no pueden
estar todos. Véase BESSON, 2004 y 2005, y también YOUNG, 1997.
34
Ya hemos visto que incluso el teórico que más se acercó a la total independencia del repre-
sentante, Thomas HOBBES, también reconoce determinadas obligaciones cuyo incumplimiento pro-
voca la revocación de la autorización. En el extremo opuesto, un enemigo declarado de la insti-
tución representativa como Jean-Jacques ROUSSEAU llegó a justificar la representación bajo ciertas
circunstancias, pero siempre vinculada a la práctica de los mandatos imperativos. Otros autores
como Karl MARX y Max WEBER, según cita MANIN, han defendido la revocabilidad permanente
de los representantes por parte del electorado en caso de que sus acciones se aparten de los deseos
de éste. Véase MANIN, 1997: 203-205.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 225

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 225

inequívoca la independencia de los representantes, consideró igualmente


importante que los representados pudieran revocar periódicamente (a través
de unas elecciones) la relación de representación cuando las acciones de
aquellos se apartaban excesivamente de los deseos de éstos 35. Y aunque
John Stuart MILL defendió paradigmáticamente una concepción de la repre-
sentación dependiente, criticó explícitamente el mandato imperativo, admi-
tió un cierto margen de discrecionalidad por parte de los primeros, y no
se comprometió con una idea fuerte de los intereses dependientes 36. Éste
es el debate que subsiste, y éste es también el punto en el que la teoría de
la representación es crucial para la teoría de la democracia deliberativa,
como mostraré con mayor detalle en el siguiente subapartado.

1.2. Dos modelos de representación

Podemos distinguir dos concepciones distintas de la representación


política, que como dije en el apartado anterior han protagonizado el debate
central dentro de la teoría de la representación de los últimos doscientos
años. Estas dos concepciones discrepan al menos en dos ejes centrales, no
completamente independientes: 1) el espacio que la teoría de la represen-
tación concede a la participación directa de los ciudadanos en los proce-
sos de toma de decisiones, y del tipo de participación que puede ser ejer-
cida; y 2) el rango de independencia que se concede a los representantes
políticos. Estos dos aspectos están estrechamente relacionados, como vere-
mos a continuación, pero conviene distinguirlos teóricamente.
1) Espacio para, y tipo de, participación política de los ciudadanos:
La concepción liberal moderna de la representación se ha caracterizado
generalmente por considerar que la participación política de los ciudada-
nos consiste casi exclusivamente en el ejercicio de los derechos de sufra-
gio activo y pasivo en las elecciones periódicas de los representantes polí-
ticos 37. Son los representantes los que participan directamente en los
procesos de toma de decisiones políticas (al menos, en las legislativas) 38.
No obstante, desde los años sesenta se ha producido un movimiento tanto

35
Véase BURKE, 1770, 1774 y 1790.
36
Véase, especialmente, MILL, 1860.
37
Así lo recoge la gran mayoría de las constituciones modernas, como por ejemplo la Cons-
titución Española en el artículo 23.1, prohibiendo expresamente además en el 67.2 el uso del man-
dato imperativo. Otros mecanismos de participación más directa como las iniciativas legislativas
populares y los referéndums, no pasan de tener un reconocimiento (artículos 87.3 y 92 de la Cons-
titución Española, respectivamente) y una presencia marginal en la vida política.
38
Nótese que en los sistemas de gobierno parlamentarios (no presidencialistas) la represen-
tatividad del Jefe de Gobierno ejecutivo es ya indirecta, puesto que éste es nombrado por los miem-
bros del Parlamento. Y la representatividad de los miembros del gabinete de gobierno (ministros)
es también indirecta pero en un grado superior. Si medimos el grado de participación directa en
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 226

226 JOSÉ LUIS MARTÍ

académico como social en favor de la denominada democracia participa-


tiva, con fundamento filosófico republicano, que aboga por abrir espacios
de participación directa de los ciudadanos. Esto es, por poner en marcha
mecanismos de participación en los procesos de toma de decisiones, com-
plementarios de las estructuras representativas 39. El punto que está en dis-
cusión, que debe complementar una concepción de la legitimidad política
como la desarrollada en el capítulo IV, tiene que ver con determinar quién
está legitimado para participar en los procesos de toma de decisiones. Se
trata justamente de despejar la incógnita de la autoridad, como uno de los
tres elementos centrales de la legitimidad 40. Esto es muy relevante para el
diseño institucional de la democracia deliberativa porque lo que respon-
damos en sede de teoría de la representación terminará por determinar qué
sujetos están legitimados para deliberar.
2) Independencia-dependencia del representante: Como ya señalé, el
eje central de discusión en la teoría de la representación moderna tiene
que ver con la polémica entre la independencia y la dependencia del repre-
sentante, y esto se vincula con los aspectos formales, así como con la cues-
tión de la responsabilidad y la rendición de cuentas del representante. Este
punto también resulta crucial para el diseño institucional de la democra-
cia deliberativa. Sabemos que uno de los requisitos del procedimiento deli-
berativo es que los participantes estén dispuestos a tomar sinceramente en
consideración los argumentos de los demás participantes. Y esto quiere
decir que deben estar dispuestos a modificar sus preferencias políticas a
la luz de los mejores argumentos en favor de otra preferencia. Ahora bien,
si el Parlamento debe utilizar procesos deliberativos para tomar sus deci-
siones, eso implica que los miembros de dicho Parlamento, en este caso,
los representantes, deben estar dispuestos a modificar su posición política.
Y un esquema muy rígido de dependencia del representante no permitiría
dicha modificación. En otras palabras, si los representados quieren que en
el Parlamento se desarrolle una auténtica deliberación, deben dejar un
margen amplio de independencia a sus representantes para elaborar sus
argumentos, contrastarlos con los de los demás y, en su caso, modificar la
posición política 41. Por otra parte, es un rasgo común a todo modelo deli-
berativo valorar muy positivamente la deliberación que se produce de
manera más amplia, informal y abierta en la esfera pública. Una delibe-

la toma de decisiones de manera que una decisión directamente tomada por los ciudadanos impli-
que un grado 1, y una decisión del Parlamento implique un grado 2, el grado de participación en
las decisiones tomadas por el Jefe de Gobierno será 3, y en el caso de los ministros, 4.
39
En ningún caso se ha propuesto la supresión de los órganos representativos, ni se ha desa-
fiado su centralidad. Lo que se reclama es la generalización en diversos ámbitos de la vida pública
de los mecanismos de participación ciudadana.
40
BESSON, 2004.
41
Este punto ya había sido advertido por MILL, 1860: 144. Véase también ELSTER, 1998a: 3;
y GOODIN, 2000: 58 y 59.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 227

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 227

ración pública en la que participan, ahora sí, todos los ciudadanos. Los
modelos participativistas de la democracia deliberativa enfatizan espe-
cialmente el papel que esta deliberación masiva pero informal debe jugar
en nuestras sociedades. En la medida en que valoremos dicha deliberación
informal en la que participan directamente todos los ciudadanos, tendre-
mos buenas razones para preferir un sistema de representación que vin-
cule más estrechamente a los representantes con sus representados.
Se produce una tensión, por tanto, entre la deliberación pública masiva
de la ciudadanía y la deliberación parlamentaria (o de los órganos repre-
sentativos, en general) que está conectada con la teoría de la representa-
ción que adoptemos. En este sentido, la teoría de la representación y el
modelo teórico de la democracia deliberativa son interdependientes, al
menos por lo que respecta a estos elementos. Pero volveré sobre este punto
en el siguiente subapartado. Ahora me parece valioso analizar brevemente
cómo dos de los máximos exponentes de cada una de estas dos concep-
ciones de la representación, Edmund BURKE y John Stuart MILL, pensa-
ron sus teorías. Siendo también grandes defensores de la deliberación polí-
tica, en sus planteamientos encontramos el germen de la división actual
entre la democracia deliberativa elitista y la democracia deliberativa repu-
blicana. Tomaré como eje de la presentación su posición respecto a la con-
troversia independencia-dependencia.

Edmund BURKE y la tesis de la independencia

El político irlandés del siglo XVIII Edmund BURKE (1729-1797) 42,


inserto en una tradición liberal que se remonta a HOBBES y LOCKE, demos-
tró tener una comprensión muy aguda del fenómeno político democrático
y sentó las bases teóricas de la representación que más tarde desarrolla-
rían autores como James MADISON o Alexander HAMILTON 43. BURKE es un
pensador eminentemente conservador, que sentía una profunda aversión
al cambio y a las reformas de cualquier tipo 44, para el que la política es
sobre todo reflexión (léase, deliberación), y la mejor forma de facilitarla

42
BURKE fue un gran orador en su labor parlamentaria, aunque se le ha acusado de ser incon-
sistente, y de utilizar una retórica recargada y vacía de contenido. Pero lo cierto es que nunca se
preocupó por construir una teoría general, completa y coherente, sino que su pragmatismo le lle-
vaba a buscar soluciones concretas a problemas concretos. Se puede encontrar una selección de
sus ensayos y discursos traducidos al español, en BURKE, 1984. De la extensa bibliografía secun-
daria sobre su obra, puede verse DISHMAN, 1971; KRAMNICK, 1977; MACPHERSON, 1980; FREEMAN,
1980; y HAMPSHER-MONK, 1987.
43
Para la reconstrucción de la tradición liberal a la que he hecho referencia, véase GARGA-
RELLA, 1995.
44
Defensor del derecho natural fundado en hondas raíces cristianas, aunque a la vez liberal
comprometido con el bienestar y el progreso de su sociedad (BURKE, 1790: 119 y 120).
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 228

228 JOSÉ LUIS MARTÍ

es impidiendo la toma de decisiones precipitadas 45. Y es el Parlamento,


conformado por los más respetables y capaces representantes, la asamblea
deliberativa que debe poner su reflexión al servicio de la Nación. Dichos
representantes deben formar parte de una «aristocracia natural», una autén-
tica élite nacional formada por hombres honestos. Y la mejor forma de
asegurar esto es restringir el acceso a cargos públicos a los miembros de
la aristocracia o a las personas que atestigüen una fortuna personal sufi-
ciente, así como restringir el sufragio activo a aquellos hombres que acre-
ditaban un cierto nivel de riqueza 46. Por lo tanto, una élite de votantes
elige a una élite de representantes todavía superior. Y se enfatiza así el
principio de distinción de la representación democrática 47.
BURKE insiste una y otra vez en que la representación parlamentaria
no consiste en una representación de los individuos que forman parte del
pueblo, sino en una representación de intereses, del interés general, de los
intereses del conjunto de la sociedad. Dichos intereses son objetivos, esto
es, no dependen ni de la voluntad del pueblo, ni de la voluntad de los
gobernantes, sino de verdades morales objetivas, y se descubren a través
de la deliberación y de la reflexión racional. Por ello es necesario que los
representantes sean, según BURKE, personas cultas, honestas y que estén
en una buena posición económica (que les permita alejarse de «condicio-
namientos mundanos»), de manera que puedan conocer por sí mismos
dichos intereses así como descubrir qué políticas maximizarán su satis-
facción. Y de este modo se consagra la tesis de la independencia del repre-
sentante, conectada en este caso con lo que siguiendo a PITKIN denomi-
naré la idea de «la representación de los intereses independientes» y se
configura su elitismo democrático 48. Así, en el Discurso a los electores
de Bristol, encontramos una de sus afirmaciones más célebres:
«Ciertamente, caballeros, la felicidad y la gloria de un representante,
deben consistir en vivir en la unión más estrecha, la correspondencia más

45
Es posible, según su punto de vista, transformar ciertas cosas, pero el cambio debe ser
siempre mínimo y debe hacerse con una gran cautela. Las instituciones, prácticas, costumbres y
derechos heredados son presumiblemente mejores que cualquier innovación que podamos imagi-
nar hoy. BURKE, 1790: 68, 115 y 116.
46
Ambas condiciones son entendidas como indicadores de la respetabilidad y adecuada for-
mación de los aspirantes a representantes, así como de la libertad de los electores, de que no van
a votar condicionados por sus necesidades económicas personales.
47
PITKIN, 1967: 189. Aunque el principio de distinción no es exclusivo de la teoría de la
independencia de los representantes, esta teoría suele descansar en alguna versión fuerte de dicho
principio. El elitismo de BURKE no está basado, contra lo que pueda parecer, en fuertes prejuicios
clasistas, sino en la pretensión de garantizar la sabiduría, la respetabilidad y la honestidad de los
representantes.
48
El elitismo democrático le distinguió de otras corrientes igualitaristas de la época. Este
debate enfrentó primero a Richard PRICE y Adam FERGUSON en una conocida polémica, a la que
se sumaron BURKE y Thomas PAINE, respectivamente. Véanse GARGARELLA, 1995: 33-40; y KRAM-
NICK, 1977.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 229

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 229

íntima y una comunicación sin reservas con sus electores. Sus deseos deben
tener para él gran peso, su opinión máximo respeto, sus asuntos una atención
incesante. [...]. Pero su opinión imparcial, su juicio maduro y su conciencia
ilustrada no debe sacrificároslos a vosotros, a ningún hombre ni a grupo de
hombres. [...]. Vuestro representante os debe, no sólo su industria, sino su
juicio, y os traiciona, en vez de serviros, si lo sacrifica a vuestra opinión» 49.
El pueblo está frecuentemente sometido a «frenesíes epidémicos», a
juicios precipitados y cambiantes. Es decir, sus decisiones están viciadas
porque no puede decidir en condiciones de imparcialidad y racionalidad.
Por ello, los representantes deben mantenerse independientes de los «capri-
chos o deseos del pueblo», sin perder de vista por ello que no dejan ser
«fideicomisarios del pueblo», que deben «ser la imagen expresa de los
sentimientos de la nación», un órgano de «control en beneficio del
pueblo» 50. El pueblo sigue cumpliendo entonces una función destacable:
ejercer el control de las decisiones que se toman en el Parlamento mediante
el voto en las elecciones periódicas. Según BURKE, como el principal incon-
veniente de los pareceres del pueblo es que son precipitados y cambian-
tes, el transcurso del tiempo hace que estos vayan aproximándose a la
verdad, esto es, las opiniones de los ciudadanos y sus intereses objetivos
tienden a coincidir con el paso de los años. Si pasado el plazo del man-
dato representativo subsiste un desacuerdo entre las opiniones de los repre-
sentantes y las del pueblo, deberemos presumir que son los primeros los
que se equivocan 51.
Por otra parte, conviene mencionar la distinción que hace BURKE entre
representación real y virtual. Su modelo defiende predominantemente una
representación virtual, es decir, considera que todos los territorios del país,
incluso aquellos que no tienen derecho a nombrar representantes para la
Cámara de los Comunes, están virtualmente representados por dicha
cámara 52. La representación virtual permite una equitativa y justa repre-
sentación de todos los ciudadanos, ya que los parlamentarios están igual-
mente interesados en el bienestar común o general 53. Ahora bien, acentúa

49
BURKE, 1774: 312.
50
BURKE, 1770: 274. En otra ocasión afirmaba que mientras que los ciudadanos son «los
amos», los representantes son sólo «los artistas expertos», «los trabajadores hábiles que moldea-
rán sus deseos en una forma perfecta y adecuarán el utensilio al uso» (BURKE, 1780). Véase tam-
bién BURKE, 1783.
51
BURKE, 1770: 263 y 264.
52
«El Parlamento no es un congreso de embajadores que defienden intereses distintos y hos-
tiles, intereses que cada uno de sus miembros debe sostener, como agente y abogado, contra otros
agentes y abogados, sino una asamblea deliberante de una nación, con un interés: el de la totali-
dad; donde deben guiar no los intereses y prejuicios locales, sino el bien general que resulta de la
razón general del todo» (BURKE, 1774: 312 y 313).
53
PITKIN ha puesto de manifiesto, no obstante, que la afirmación «la representación virtual
es buena» es tautológica, porque un representante virtual es representante en tanto que ejerce la
efectiva representación de todo el pueblo, y si no lo hace, deja de ser representante. En cambio la
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 230

230 JOSÉ LUIS MARTÍ

el carácter elitista de la teoría de la representación burkeana 54. El repre-


sentante debe ser independiente de sus representados. Pero debe serlo pre-
cisamente para poder cumplir mejor con su cometido de velar por los inte-
reses objetivos de sus representados, objetivos por no depender en ningún
sentido de los deseos o preferencias de tales representados 55.
Hemos visto cómo la teoría de BURKE adopta un principio de distin-
ción de la representación democrática fuertemente elitista. Y éste es un
rasgo inherente a toda teoría de la independencia del representante. No es
que las teorías de la dependencia nieguen la conveniencia de elegir buenos
representantes, pero las cualidades intelectuales o técnicas de éstos son
más importantes cuanto mayor sea la independencia que les otorguemos.
Pero esto tiene un efecto multiplicador, porque si aplicamos con éxito el
principio de distinción en una versión muy fuerte, esto es, si logramos
identificar y seleccionar como representantes a personas con unas capaci-
dades y virtudes muy superiores a la media de los ciudadanos, aparecen
nuevos incentivos para aumentar aún más la independencia de los repre-
sentantes. Sólo podríamos justificar una limitación a dicha independencia
si sospecháramos que una excesiva independencia puede ser peligrosa
porque no tenemos garantías de la honestidad e imparcialidad de los repre-
sentantes (pero eso sería admitir el fracaso del principio de distinción en
la versión más fuerte), o bien si consideramos que hay importantes inte-
reses subjetivos en juego que nadie puede conocer mejor que los propios
ciudadanos (pero ello equivaldría a justificar el propio fundamento de la
teoría de la independencia).
Esto muestra una cierta tendencia al elitismo democrático, que se acen-
túa aún más cuando añadimos otro rasgo característico de la teoría bur-

representación real existe aunque los parlamentarios actúen contrariamente a los intereses de sus
electores. Por otra parte, el mismo BURKE entendía que la representación virtual dejaba en oca-
siones de tener eficacia, como en los casos de los católicos irlandeses, que eran permanentemente
discriminados en sus derechos, o en el de los americanos, y para los que recomendaba un espa-
cio de representación real. Véase PITKIN, 1967: 189-199.
54
Efectivamente, la representación virtual no necesita siquiera ser democrática, ya que lo
único relevante es que una élite intelectual gobierne en favor del interés general. Pero BURKE creía,
de forma inconsistente, que la representación virtual debía tener su fundamento en la real, y por
eso no podía desligarse de las elecciones. Véase PITKIN, 1967: 190.
55
Por lo tanto, son intereses objetivos en el sentido O1 analizado en el apartado 2 del capí-
tulo II. Ahora bien, no es fácil saber en qué otro sentido de interés está pensando BURKE. Por ejem-
plo, en ocasiones entiende que el interés general es un conjunto de intereses posicionales, tal como
yo los definí en el capítulo II, como cuando habla de los tres intereses particulares principales de
la sociedad: el interés de los comerciantes, el de los propietarios de tierras y el de los profesio-
nales. No obstante, su concepto de representación virtual no encaja bien con esta noción, puesto
que cree que el número de representantes existentes no es importante, y que cada uno de ellos
representa el interés general de la nación, y no sólo el de un colectivo en particular. En otras oca-
siones se refiere a la base territorial que debe tener la representación virtual. Véase BURKE, 1792,
citado por PITKIN, 1967: 191. Y a veces menciona que los católicos irlandeses o las colonias de
América merecen tener una representación específica en el Parlamento. Véase BURKE, 1792, citado
en PITKIN, 1967: 196 y 197.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 231

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 231

keana que también se ha mantenido en toda la tradición de la indepen-


dencia: la desconfianza hacia las capacidades de los ciudadanos para deter-
minar autónomamente el contenido de los intereses que merecen ser pro-
tegidos y las políticas que mejor los satisfacen, el miedo a sus decisiones
apresuradas o irracionales. El problema del principio de distinción es que,
como veremos en el apartado 2 de este capítulo, si desconfiamos de las
capacidades de los ciudadanos, no hay ninguna razón para confiarles la
elección de los representantes, cuando tan importante es ésta. Y es preci-
samente porque la concepción de la representación elitista basada en la
teoría de la independencia, que es la predominante en nuestras democra-
cias actuales, admite la posibilidad del error en la designación del repre-
sentante, que es necesario establecer otros sistemas de «frenos y contra-
pesos» que eviten o minimicen la injusticia potencial de las decisiones
tomadas por representantes mal seleccionados 56.

John Stuart MILL y la tesis de la dependencia

John Stuart MILL (1806-1873) 57, creía que el gobierno representativo 58


es el mejor sistema político imaginable y, como BURKE, que los represen-
tantes debían velar por los intereses de sus representados. La democracia
directa era vista como una utopía irrealizable, y la representación servía
de ficción que otorgaba legitimidad a las leyes y al comportamiento del
gobierno. La Cámara representativa debía ser el espacio donde todos los
intereses de la sociedad son tenidos en cuenta y donde se deliberan las
políticas más adecuadas para promover y satisfacer dichos intereses. La
deliberación política, también como BURKE, era considerada por MILL un
valor central en el funcionamiento de la asamblea legislativa 59:

56
Y ello aunque dichos mecanismos de diseño institucional sacrifiquen una parte de la propia
independencia de los representantes, ésta vez no en favor de una dependencia mayor para con sus
representados, sino de mecanismos judiciales y políticos de control. Sobre esta noción de «frenos
y contrapesos», véase GARGARELLA, 1995: 60-62, y 1996: esp. 34-38. Recuperaré estas cuestio-
nes en el apartado 2 del capítulo VII.
57
Proveniente del utilitarismo, la heterodoxia de MILL revolucionó el pensamiento liberal del
siglo XIX y combinó el ideal de la Ilustración (de ilustrar a la humanidad, como medio para con-
seguir una sociedad justa y libre) con los principios de libertad e igualdad, plasmando su pensa-
miento socialdemócrata en un diseño institucional que poseía entre sus objetivos más importantes
el de asegurar una igual y efectiva educación para todos los ciudadanos. De este modo nos reen-
contramos en MILL con la mejor tradición republicana que en Inglaterra habían representado suce-
sivamente autores como James HARRINGTON, Richard PRICE y Thomas PAINE. Sobre MILL, véanse
THOMPSON, 1976; NEGRO, 1975 y 1985; RYAN, 1987; CUNNINGHAM, 1988; COWLING, 1990; y URBI-
NATI, 2002. Y sobre su vida, es altamente recomendable su propia autobiografía en MILL, 1873.
58
«Gobierno representativo significa que la nación, o al menos una porción numerosa de
ella, ejerza, por medio de diputados que nombra periódicamente, el poder supremo de inspección
e intervención; poder que en toda Constitución debe residir en alguna parte» (MILL, 1860: 54).
59
Aunque MILL privilegia la deliberación pública informal que tiene lugar entre los repre-
sentantes y sus representados, mientras que para BURKE la deliberación debe tener lugar primor-
dialmente en el seno del Parlamento.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 232

232 JOSÉ LUIS MARTÍ

«(L)a Asamblea no es un concilio de los espíritus más esclarecidos del


país, cuya opinión nada puede hacer presumir de cierto sobre las opiniones
de la nación. Cuando está debidamente constituida es un anfiteatro verdadero
de todos los grados de inteligencia de los que tienen voz en el Gobierno. [...].
La misión de las Asambleas es indicar las necesidades, ser un órgano para las
peticiones populares, un palenque de discusión para todas las opiniones sobre
los asuntos públicos [...]» 60.
La soberanía no puede ser otra cosa que popular, ya que los hombres
son natural e inherentemente libres, y el principio de autonomía personal
impide aceptar la supremacía de la ley si dicha ley no es fruto de la expre-
sión del mismo pueblo. Un buen gobierno representativo debe tener como
objetivo fundamental promover el progreso de la nación, y para conse-
guirlo debe desarrollar las aptitudes y conocimientos de sus súbditos, así
como hacer que los más cualificados de éstos accedan a su dirección 61.
Así que MILL también comparte con BURKE el principio de distinción de
los representantes 62.
Ahora bien, si MILL en ocasiones enfatiza el privilegio del que deben
gozar los mejor formados y preparados en la sociedad es precisamente
porque, a diferencia de muchos de sus contemporáneos y casi todos sus
predecesores, no le parece admisible excluir a ningún individuo de la par-
ticipación política 63. Tanto electores como representantes deben ser per-
sonas con una amplia educación para poder elaborar sus juicios políticos
de forma racional, y el Estado es el que debe asegurarse de que el sistema
educativo garantice esta condición 64. Y esto es especialmente importante
porque no está justificado que nadie imponga sus propias opiniones sobre
las de los demás, por más ilustrado que sea, o por más representante que
sea. MILL basaba su tesis de la dependencia del representante, y éste es el
factor principal que explica la discrepancia con BURKE, en una noción de
interés distinta a la utilizada por aquél. Si para BURKE los intereses son

60
MILL, 1860: 66. Un poco antes, en la p. 65, dice: «El Parlamento es la arena donde, no
sólo la opinión general del país, sino la de los diversos partidos en que se divide, y, en lo posible,
la de todos los individuos eminentes que encierra, puede producirse y provocar la discusión. Cada
ciudadano está seguro de encontrar allí alguno que exponga su opinión, tan bien o mejor que él
pudiera hacerlo, y no simplemente a amigos y partidarios, sino también a adversarios políticos,
con lo que sufrirá la prueba de la controversia».
61
MILL, 1860: 23.
62
Véase, por ejemplo, MILL, 1860: 50, 66 y 106. MILL no despreció nunca a la «opinión
pública», pero mostró un gran escepticismo hacia la idea de ser gobernado únicamente por ella.
Cabe advertir que por opinión pública entendía la voz inarticulada de un pueblo no ilustrado.
63
Sólo excluye provisionalmente a aquellos que no sepan leer y escribir, en tanto que no
aprendan a hacerlo.
64
Aquellos que eligen a los mejores deben ser capaces no sólo de seleccionarlos adecuada-
mente, sino también de controlar sus acciones. Y como no se justifica en principio ninguna exclu-
sión del derecho de sufragio, la educación de todos los miembros de la sociedad se convierte en
una condición necesaria para que el gobierno representativo promueva efectivamente el mayor
bienestar posible.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 233

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 233

objetivos, en el sentido de estar desvinculados de las preferencias y deseos


de los individuos, y por lo tanto pueden ser promovidos o protegidos con
independencia de estos, MILL sostendrá que los intereses de los ciudada-
nos no pueden desvincularse de las preferencias y opiniones de los mismos,
en un sentido que todavía está por precisar. Y ello le situó en un difícil
equilibrio. Por una parte, quería que su diseño político privilegiara la inter-
vención de los más preparados para proteger y promover el interés común.
Por la otra, creía inadmisible cualquier forma de imposición de puntos de
vista o de exclusión de algunos ciudadanos en la participación política.
MILL advierte que la controversia entre el mandato y la independen-
cia no es una cuestión de «legislación constitucional», porque no concierne
a las instituciones, sino a las costumbres de gobierno 65. Admite que es
una condición del buen gobierno el que los gobernantes dispongan de un
cierto margen de independencia 66, pero añade inmediatamente que tal inde-
pendencia se encuentra con ciertos obstáculos. En primer lugar, si los repre-
sentantes son elegidos periódicamente por sus electores, estos últimos serán
los encargados de juzgar la función ejercida por los primeros a partir de
sus propias opiniones, y sólo un pueblo mínimamente instruido puede
elegir sabiamente a los representantes adecuados 67. Es más, ¿cómo pode-
mos estar seguros de la honradez y honestidad de los representantes? En
ciertos casos «tal vez será necesario que el representante tenga las manos
ligadas, a fin de que permanezca fiel a los intereses de los electores o,
hablando con más propiedad, al interés público, tal como sus electores lo
conciben» 68.
Aun presuponiendo una noción objetiva (independiente) de interés, y
aunque haya personas con mayores competencias epistémicas para cono-
cer el contenido de dicho interés, las dificultades a la hora de seleccionar
personas honestas e imparciales en las que poder confiar hacen preferible
un esquema de representación en el cual los electores puedan ejercer un
considerable control sobre las acciones de sus representantes 69. El equi-
librio entre dependencia e independencia debe establecerse cuidadosa-
mente para que ninguna minoría (en este caso, los representantes) pueda
acabar imponiendo sus propias convicciones sobre las de los demás. En
65
Una cuestión, como a veces dice también, de «moralidad constitucional», esto es, de cul-
tura política. Como en tantos otros aspectos de nuestros sistemas políticos, el mejor diseño insti-
tucional no sirve de mucho si no viene acompañado de una adecuada cultura política. Véase MILL,
1860: 138 y 139.
66
MILL, 1860: 140.
67
MILL, 1860: 140 y 141.
68
MILL, 1860: 141 y 142.
69
«Por intención sincera que se tenga de proteger los intereses ajenos no es seguro ni pru-
dente ligar las manos a sus defensores natos; ésta es una condición inherente a los asuntos huma-
nos; y otra verdad más evidente todavía es que ninguna clase ni ningún individuo operará, sino
mediante sus propios esfuerzos, un cambio positivo y duradero en su situación» (MILL, 1860: 36).
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 234

234 JOSÉ LUIS MARTÍ

una de sus frases célebres afirma que «la deferencia para con la superio-
ridad intelectual no debe llevarse hasta el anonadamiento de sí mismo,
hasta el sacrificio de toda opinión personal» 70. Y aun cuando las opinio-
nes de los representantes tengan más probabilidades de ser correctas, los
ciudadanos tienen derecho a cometer sus propios errores, puesto que son
ellos los que correrán con las consecuencias 71.
MILL no es siempre claro al referirse a la noción de intereses. De hecho
utiliza este término en sentidos claramente diversos. Aunque está claro que
para él sólo pueden existir los intereses individuales, y que por lo tanto
hablar de un interés general no es más que una forma de referirse al con-
junto de intereses individuales de los miembros de una comunidad, no está
claro en qué sentido tales intereses individuales son además subjetivos 72.
MILL distingue entre dos tipos de intereses: los intereses egoístas o per-
sonales, a los que también llama privados, y los intereses «de condición
noble», fundados en motivos de carácter público 73, con el objetivo de
declarar que los intereses egoístas no deben guiar el comportamiento del
Gobierno ni el de los representantes del pueblo en el Parlamento 74. No
obstante, no queda claro de qué modo los segundos, los intereses de con-
dición noble, son intereses subjetivos. De alguna manera son intereses
dependientes de las preferencias, pero esto debe interpretarse de una forma
70
MILL, 1860: 144.
71
«No puede ser bien gobernado un pueblo en oposición a sus nociones elementales del bien,
por erróneas que éstas sean bajo ciertos conceptos. La justa apreciación de relaciones que debe
haber entre los gobernantes y los gobernados exige que los electores no consientan en ser repre-
sentados por quien se proponga gobernarlos contrariamente a sus convicciones personales. Aunque
los electores obtengan partido de los talentos que posea su representante, mientras no haya pro-
babilidad de que se discutan los puntos en que no se esté de acuerdo con ellos, les asiste el per-
fecto derecho de retirarle sus poderes en cuanto se suscite dicha discusión y no haya a favor de
lo que estimen justo una mayoría bastante segura para que la voz de aquél carezca de importan-
cia» (MILL, 1860: 145).
72
Compárense las distintas referencias que hace en MILL, 1860: 35, 65 y 66, especialmente
con este otro fragmento donde parece utilizar la noción de interés dependiente de las preferen-
cias: «Lo que a un hombre interesa hacer o no hacer depende menos de las circunstancias exte-
riores que de las individuales. Si se desea saber lo que en la práctica constituye el interés de una
persona es forzoso reconocer la dirección habitual de sus pensamientos y de sus sentimientos»
(MILL, 1860: 77).
73
MILL, 1860: 77, 129 y 130. MILL sugiere que los intereses del primer tipo son a la vez
egoístas e inmediatos, mientras que los del segundo tipo son «de condición noble» y remotos. Sin
embargo, es posible pensar en intereses egoístas y a la vez remotos, así como intereses «nobles»
y a la vez inmediatos. Por otra parte, MILL no define claramente las nociones de «interés egoísta»
y de «interés noble». Estos últimos son intereses «que nos son comunes con otros». Pero pode-
mos imaginar intereses en principio egoístas, que pudieran ser compartidos con los demás.
74
Si bien admite que no todas las motivaciones egoístas son perniciosas. Véase MILL, 1860:
80 y 81. Por otra parte, es consciente, no obstante, de la preeminencia práctica de los intereses
egoístas y de que los intereses «dirigidos por consideraciones más elevadas» no abundan dema-
siado. En tales casos, si el diseño institucional y la educación política no han conseguido dar prio-
ridad a los intereses «de condición noble», a lo máximo a lo que podremos aspirar es a que se
produzca algún tipo de equilibrio entre los intereses egoístas al ser enfrentados unos con otros,
como ya había propuesto MADISON como solución al problema de las facciones, en su famoso
Paper 10 al Federalist, en HAMILTON, MADISON y JAY, 1999: 45-52.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 235

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 235

muy débil, puesto que MILL creía en la posibilidad de que los individuos
se equivocaran a la hora de determinar sus propios intereses 75. Y en otras
ocasiones, finalmente, también parece referirse a ellos como intereses sub-
jetivos posicionales 76.
Lo importante, más allá ahora de la interpretación concreta de la obra
de MILL, es que hay diversas maneras de entender la noción de interés que
son compatibles con la tesis de la dependencia de los representantes, y de
muchas de ellas encontramos un reflejo en sus propios escritos. Una forma
de defender la tesis de la dependencia es partir de una noción subjetiva de
intereses como dependientes de las preferencias, con lo cual no habrá nadie
mejor situado para determinar cuáles son los intereses que los propios ciu-
dadanos, y los representantes deberán someterse a los dictados de éstos
para poder cumplir con sus funciones 77. Y ya hemos visto que, al menos
en una lectura débil, ésta puede ser la noción adoptada por MILL. Pero
también se puede partir de una noción objetiva de intereses, agregando
que de todos modos los mejores situados para conocer sus intereses son
los ciudadanos mismos, y no un agente externo como pueda ser un repre-
sentante. O se puede añadir, como hace también MILL, que no podemos
confiar en que los representantes, aun en el caso que tuvieran una mayor
competencia epistémica que los ciudadanos para descubrir los intereses
relevantes, vayan a ejercer sus funciones de manera honesta e imparcial.
O, por último, podemos simplemente decir que, existiendo posibilidad de
error, es mejor que sean los propios ciudadanos cuyos intereses deben ser
protegidos los que asuman el riesgo, porque al fin y al cabo son ellos los
que van a sufrir las consecuencias del error.
En cualquiera de estas alternativas, la tesis de los intereses depen-
dientes implica una considerable confianza en las capacidades de cada ciu-
dadano para participar en la determinación del interés común y en la toma
de decisiones políticas. No se niega que los representantes deben gozar de
una cierta independencia, pero sin duda dicha independencia debe ser mini-
mizada, y por lo tanto limitada, por la acción de control y de participa-

75
Por ello debe corregirse la mala interpretación tradicional de la doctrina de MILL de «el
mejor juez de los propios intereses es uno mismo». Cada uno tiene mayores probabilidades de
saber en qué consisten sus propios intereses, pero el juicio no es infalible, y puede darse el caso,
excepcionalmente, de que otra persona pueda determinar mejor que yo qué es lo que me interesa
hacer. Aunque la afirmación más contundente la encontramos en On Liberty referida a los intere-
ses privados (MILL, 1859: 36), en Considerations on Representative Government reitera la idea
aplicada ahora a los intereses que deben ser protegidos por los representantes (MILL, 1860: 35).
76
Como cuando se refiere a los intereses de clase, que son los que ostentan determinados
grupos, «los intereses de los trabajadores manuales», «los intereses de un partido político», etc.
Véase MILL, 1860: 80 y 81.
77
El representante puede gozar de una cierta independencia a la hora de elegir las políticas
que, en su opinión, satisfacen y protegen dichos intereses, una vez que los representados han decla-
rado cuáles son.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 236

236 JOSÉ LUIS MARTÍ

ción ejercida por la propia ciudadanía. Una necesaria deferencia hacia las
creencias del pueblo, la importancia de que sea éste el que en algunas oca-
siones pueda cometer sus propios errores, la escasa fiabilidad de la impar-
cialidad y honestidad de los representantes con la que contamos en nues-
tros sistemas representativos, y la necesidad de contar con electores
mínimamente preparados, al menos para poder seleccionar correctamente
a sus representantes, convierten la teoría de la representación de MILL en
una defensa de la tesis de la dependencia del representante.

Elitismo y republicanismo

Una conclusión importante del análisis de las páginas precedentes es


que las dos concepciones examinadas asumen la bondad del principio de
elección acompañado del principio de distinción de los representantes, las
dos rescatan el valor (epistémico) de la deliberación para averiguar pri-
mero cuáles son los intereses relevantes y segundo cómo protegerlos mejor,
y las dos admiten que el representante debe gozar de una cierta indepen-
dencia para ejercer sus funciones. De modo que la diferencia entre ambas
posiciones con respecto al eje de la dependencia-independencia es única-
mente de grado. Ni los defensores de la tesis de la independencia, como
BURKE, defienden una libertad absoluta por parte de los representantes, ni
los defensores de la tesis de la dependencia, como MILL, quieren conver-
tir a estos en autómatas delegados, cosa que anularía la propia relación de
representación.
La concepción burkeana exige una mayor independencia del repre-
sentante y una menor intervención del representado debido a que parte de
una noción objetiva de intereses y a que muestra una gran desconfianza
hacia las capacidades de los ciudadanos en general, de modo que refuerza
el principio de distinción. Y por estas razones se convierte en una tesis eli-
tista. Peter BACHRACH, uno de los mejores estudiosos el elitismo político,
afirma que:
«Todas las teorías de la élite descansan en dos supuestos básicos: pri-
mero, que las masas son intrínsecamente incompetentes, y segundo, que son,
en el mejor de los casos, materia inerte y moldeable a voluntad, y en el peor,
seres ingobernables y desenfrenados con una proclividad insaciable a minar
la cultura y la libertad. Desde luego, la filosofía elitista tiene como corolario
la ineluctabilidad de una élite creativa dominante» 78.
Así que podemos afirmar que la concepción elitista de la representa-
ción propone fuertes restricciones a la participación en los procesos de

78
BACHRACH, 1967, p. 20.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 237

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 237

toma de decisiones en atención a las desiguales capacidades de juicio de


los individuos.
La concepción milliana, en cambio, vincula mucho más la acción de
los representantes a los designios y opiniones de los representados, no sólo
porque confía en las capacidades de éstos para determinar sus propios inte-
reses, sino también porque no confía tanto en la de sus representantes, sea
porque adopta una noción de intereses vinculados a las preferencias de los
individuos o porque no cree posible garantizar la imparcialidad y hones-
tidad de éstos. En efecto, MILL confía en la aptitud de cualquier individuo
para adquirir formación y ejercer racionalmente y de manera responsable
sus derechos de participación, su parte en las funciones de gobierno. Las
teorías de la dependencia se emplazan en una tradición de pensamiento
político partidaria de la idea de emancipación democrática, de una defensa
profunda de la noción de democracia como autogobierno real del pueblo,
y de legitimar mayores y más abundantes espacios de participación polí-
tica de la ciudadanía. Una tradición que da cobijo a las recientes reivin-
dicaciones de la democracia participativa y que yo asumo como republi-
cana. En consecuencia, a la concepción elitista de la representación se le
opone una concepción republicana, que «fomenta, pues, la máxima utili-
zación de las capacidades individuales en interés de la comunidad, pero
en agudo contraste con la teoría de la élite, asigna igual peso a la opinión
de cada individuo con respecto al rumbo general y a la índole de las medi-
das políticas» 79.
Dicha concepción republicana no implica, por cierto, una confianza
absoluta en la ciudadanía. MILL no pensaba que se pudieran dejar todos
los asuntos públicos en manos de cualquiera y, de hecho, como hemos
visto, ponía trabas a la participación de aquellos que no tuvieran ni siquiera
una mínima educación, además de intentar promover que los mejores fueran
los integrantes de las estructuras representativas. De modo que no hay que
confundir las concepciones republicanas, que además siempre han justifi-
cado las estructuras representativas, con concepciones populistas que con-
fían ciegamente en la ciudadanía, y proponen sistemas de democracia
directa. De hecho, la concepción republicana de la representación puede
aceptar que, bajo determinadas circunstancias, se impongan límites al
gobierno mayoritario. El propio MILL defendió la existencia de «frenos y
contrapesos» 80. Sin embargo, dichos límites pueden ser sólo excepciona-
les y provisionales, en tanto no se haya alcanzado la adecuada formación
de la ciudadanía. Como veremos a continuación, el ideal republicano no
valora cualquier tipo de participación popular. No se trata de convocar

79
BACHRACH, 1967, p. 22.
80
MILL, 1860: 68-81.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 238

238 JOSÉ LUIS MARTÍ

referéndums todo el tiempo en los que la ciudadanía no pueda participar


con la debida información y tras un proceso suficiente de deliberación y
reflexión.
La concepción republicana de la representación comparte con una hipo-
tética concepción populista la confianza en las capacidades de la ciuda-
danía para adquirir las deseables competencias epistémicas, pero a dife-
rencia de ésta la confianza es limitada, y comparte entonces con la
concepción elitista la preocupación por el valor epistémico de las deci-
siones y, en su caso, el establecimiento de límites al gobierno mayorita-
rio. Si en estas páginas me he referido a dos concepciones, y no tres, de
la representación es porque en realidad no conozco a nadie que haya defen-
dido la perspectiva populista. Como opción teórica es conveniente cuanto
menos mencionarla, especialmente para evitar confusiones con la con-
cepción republicana. Pero el debate contemporáneo en la teoría de la repre-
sentación, y sobre todo el que resulta relevante para la democracia deli-
berativa, se ha desarrollado entre lo que he denominado concepción elitista
y concepción republicana.
Ahora, habiendo comprendido un poco mejor en qué consisten estas
dos concepciones de la representación política, mostraré en el siguiente
apartado cómo podemos establecer una distinción paralela en el seno de
la democracia deliberativa, en atención a los compromisos que cada autor
asuma con respecto a esta polémica de la representación.

1.3. Dos concepciones de la democracia deliberativa

Como dije al inicio del capítulo, podemos distinguir dos concepcio-


nes distintas de la democracia deliberativa en atención a la concepción de
la representación que muchas veces de forma implícita defienden, a pesar
de que no ha sido prácticamente advertida por la extensa literatura del
modelo 81. Como sostengo que la discrepancia relevante también tiene que
ver con la tesis de la dependencia o independencia del representante, creo
que podemos bautizar estas dos concepciones de la democracia delibera-
tiva igualmente como concepción elitista y concepción republicana 82. Los
propios Edmund BURKE y John Stuart MILL son claros precedentes de cada
una de ellas respectivamente. Por otra parte, como la diferencia entre la
tesis de la dependencia y la de la independencia es de grado, las discre-
81
Entre los pocos que han percibido esta distinción crucial, se encuentran GARGARELLA,
1995: 135-161; URBINATI, 2000; OVEJERO, 2002: 153-192, y BESSON, 2004 y 2005.
82
Por varias razones, no es sencillo situar a muchos de los defensores de la democracia deli-
berativa contemporánea en alguna de estas dos concepciones. En primer lugar, como ya he dicho,
muy pocos se han interesado por el tema de la representación. Y, segundo, prácticamente ninguno
ha presentado una teoría completa de la democracia deliberativa.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 239

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 239

pancias entre las dos concepciones de la democracia deliberativa que voy


a presentar a continuación también lo son. Las dos parten de la necesidad
de contar con estructuras representativas, aunque hacen valoraciones dis-
tintas de las mismas, y ciertamente conciben de manera diferente la rela-
ción entre el representante y los representados.

La democracia deliberativa elitista

En el capítulo V mostré que cualquier defensor de la democracia deli-


berativa debe estar comprometido, para ser consecuente, con la tesis del
valor epistémico del procedimiento democrático deliberativo. Y también
señalé que dicho compromiso hacía pertinente la pregunta del elitismo
democrático: si lo que nos preocupa es el valor epistémico de nuestras
decisiones políticas, ¿por qué no maximizar dicho valor restringiendo la
participación a aquellas personas que cuentan con una mayor competen-
cia epistémica? Parece sensato afirmar, como hacía BURKE, que la delibe-
ración debe estar en manos de aquellos que estén mejor preparados para
determinar cuáles son los intereses intersubjetivos relevantes que las deci-
siones políticas deben proteger o satisfacer.
La deliberación funciona bien en espacios reducidos 83. Es impensable
que pueda producirse una deliberación formalizada a escala nacional. Así
que el único modo de posibilitar que las voces de todos estén de algún
modo presentes en la deliberación democrática es a través de la represen-
tación. Por otra parte, dado que la deliberación implica la posibilidad de
cambiar de opinión a la luz de los mejores argumentos, los representan-
tes que acuden a deliberar no pueden estar sometidos a instrucciones con-
cretas de sus representados, de modo que debe preservarse la indepen-
dencia de los mismos. Y sería irracional no pretender que esos representantes
que tendrán en sus manos la defensa de los intereses plurales de la ciu-
dadanía y dispondrán de margen de maniobra para apoyar las medidas
políticas que deseen no figuren entre los mejores de la sociedad, no sean
los más preparados para su función.
Tal vez el autor que más claramente ha defendido esta concepción es
Joseph M. BESSETTE. En un ya clásico artículo de 1980 84, BESSETTE ana-
liza el diseño constitucional americano e intenta ofrecer una interpreta-
83
A partir de un cierto número mínimo de personas, resulta que a mayor cantidad de parti-
cipantes menor calidad del procedimiento deliberativo. Las intervenciones deben ser más espa-
ciadas, no es tan sencillo asegurar la agilidad del debate, se hace más difícil la valoración precisa
de los argumentos y el contraste de los mismos, etc. Véase ELSTER, 1998b.
84
BESSETTE, 1980, al que se atribuye, además, la invención de la expresión «democracia deli-
berativa». Para una versión extendida, con muchos ejemplos extraídos de la política norteameri-
cana reciente, BESSETTE, 1994.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 240

240 JOSÉ LUIS MARTÍ

ción de la Constitución que eluda términos como «elitista» o «aristocrá-


tica» y que fundamente las restricciones al gobierno mayoritario sobre un
robusto entramado conceptual. Así, basándose en la interpretación de diver-
sos Federalist Papers, considera que la introducción de mecanismos de
«frenos y contrapesos» como la separación de poderes, la estructura bica-
meral o el veto presidencial, se justifica porque promueve «la regla efec-
tiva de la mayoría deliberativa» 85.
Existen, según BESSETTE, dos tipos de «sentimientos de la mayoría»,
dos tipos de «voz pública»: «una es más inmediata o espontánea, desin-
formada e irreflexiva; la otra es más deliberativa, tomada para desarrollar
y descansar en una consideración más completa de la información y los
argumentos» 86. Y es esta segunda «voz pública» la que la democracia deli-
berativa debe tomarse en serio, sin importar cuánto debamos limitar la pri-
mera. «El sentido deliberativo de la comunidad se crea a través de la acti-
vidad de las instituciones» 87. Y estas instituciones deben ser eminentemente
representativas. Como señala BESSETTE, los «padres fundadores» de la
Constitución norteamericana no veían en la representación un mecanismo
necesario para remedar la democracia directa. La representación no era en
ningún sentido un second best, sino el mecanismo que permitía impedir
que los ciudadanos participaran directamente en la toma de decisiones,
evitando «tumultos, desórdenes y confusión» y que los ciudadanos caigan
presa de la retórica de un orador brillante y manipulador 88.
Los representantes pueden tomar mejores decisiones que la ciudada-
nía en general porque «poseen generalmente más conocimientos y mayor
experiencia» y porque «actúan en un contexto que promueve el razona-
miento colectivo sobre intereses comunes» 89. La representación permite
entonces 1) extender el gobierno democrático a poblaciones y/o territo-
rios mucho mayores y, citando a MADISON, permite 2) «refinar y ampliar
las concepciones públicas al someterlas a un cuerpo intermedio de repre-
sentantes, cuya sabiduría puede discernir correctamente el verdadero inte-
rés del país, y cuyo patriotismo y amor por la justicia no será sacrificado
tan probablemente a consideraciones temporales o parciales» 90.

85
BESSETTE, 1980: 106-112, y también 1994: 13-26. Según BESSETTE, estas limitaciones de
la «democracia simple o pura» no derivan entonces del carácter elitista o aristocrático que algu-
nos autores han atribuido recientemente a la Constitución norteamericana y a sus «padres funda-
dores», sino que están diseñadas para promover una idea más compleja de democracia, la demo-
cracia deliberativa.
86
BESSETTE, 1980: 106, y también 1994: 212-218.
87
BESSETTE, 1980: 111.
88
BESSETTE, 1980: 104.
89
BESSETTE, 1980: 105.
90
BESSETTE, 1980: 105, y 1994: 40-55. La cita de MADISON corresponde al paper 10 de The
Federalist, en HAMILTON, MADISON y JAY, 1999. Según BESSETTE, estos fragmentos del paper 10
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 241

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 241

Considerando estas tesis, y por más que BESSETTE rechace la etiqueta


de elitista y niegue estar aplicando «una concepción burkeana de la repre-
sentación al sistema norteamericano», lo cierto es que no veo en qué punto
se distancia de ésta 91. De hecho, el rasgo que yo he seleccionado como
principal de las concepciones elitistas de la representación, la desconfianza
hacia la ciudadanía, está permanentemente presente en la obra de BES-
SETTE 92. La siguiente afirmación no puede resultar más clara:

«La propuesta reciente en favor de una enmienda constitucional que per-


mitiría al pueblo adoptar sus propias leyes a través de un procedimiento de
iniciativa popular y referéndum es una manifestación prominente del deseo
de liberar al pueblo de la dependencia de sus representantes electos. Al esqui-
var la representación, no obstante, esta propuesta pone en peligro la delibe-
ración que la representación promueve. No hay duda de que una deliberación
del alcance de toda la comunidad acompañaría a cualquier referéndum, pero
esta reflexión popular probablemente estará profundamente influenciada por
campañas de publicidad engañosa, las voces menos moderadas de cada una
de las partes en la controversia, y las pasiones del momento. Una vez más,
la deliberación apropiada requiere tanto un conocimiento extenso como un
marco que promueva la reflexión colectiva acerca de los fines comunes. Aunque
el Congreso dista mucho de ser una institución perfectamente deliberativa, se
aproxima más a las necesidades de la deliberación adecuada de lo que podría
esperarse en cualquier otro contexto legislativo llevado a cabo por una asam-
blea de doscientos millones de personas» 93.
En definitiva, BESSETTE es, aun contra su voluntad, exponente de la
herencia burkeana y el más claro defensor de la concepción elitista de la
democracia deliberativa 94. Pero más allá de quién esté defendiendo con-
cretamente esta concepción, lo más importante es mostrar que se trata de
una interpretación posible de la democracia deliberativa 95. De hecho, y
como he mostrado antes, históricamente la defensa de la deliberación se

contienen, embrionariamente, la concepción de la democracia deliberativa expresada en la cons-


titución norteamericana.
91
El rechazo de la concepción burkeana deriva, en mi opinión, de una mala interpretación
del pensamiento de BURKE. BESSETTE atribuye a éste (y a Willmoore RANDALL) la idea de que el
único criterio que los ciudadanos deben adoptar para seleccionar a sus representantes es el de la
«virtud» de éstos (BESSETTE, 1980: 113). Pero recordemos que BURKE defendió la idea de que los
electores deben controlar la acción de gobierno de sus representantes en las elecciones.
92
Es cierto que BESSETTE sostiene que «los representantes, entonces, deben compartir los
valores y fines básicos de sus representados; sus propias deliberaciones acerca de las políticas que
deben ser adoptadas deben estar firmemente arraigadas en los intereses e inclinaciones populares.
Esto se consigue mediante un sistema electoral que permita la rendición de cuentas (accountabi-
lity) de los miembros de cada uno de los poderes políticos para con el público» (BESSETTE, 1980:
107). Pero esto no difiere sustancialmente de la concepción que sostenía BURKE. BESSETTE sos-
tiene, como aquél, que «demasiada rendición de cuentas (accountability) podría ser peligrosa para
una deliberación adecuada» (BESSETTE, 1980: 109).
93
BESSETTE 1980, p. 115.
94
Una concepción que engloba también, entre otros, a BARRY 1965; CONNOLLY, 1974; WILL,
1992; GREGG, 1996; KNIGHT, 1999; HARDIN, 1999; 112; BELL, 1999: 74; y WOLFENSBERGER, 2000.
95
KNIGHT y JOHNSON, 1997: 289.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 242

242 JOSÉ LUIS MARTÍ

ha vinculado a un cierto elitismo democrático y a una concepción fuerte-


mente representativa de la democracia.

La democracia deliberativa republicana

La concepción republicana de la democracia deliberativa, a diferencia


de la elitista, propone convertir la deliberación política en pública, incen-
tivando no sólo mecanismos institucionalizados de participación delibe-
rativa de la ciudadanía que complementen a las estructuras representati-
vas existentes, sino también la deliberación informal y no institucionalizada
que tiene lugar en la esfera pública de una forma difusa pero constante.
No se trata de eliminar las estructuras representativas, ni de impedir que
dichas estructuras puedan también deliberar, pero sí de abrir nuevos espa-
cios complementarios de participación y, sobre todo, de cambiar la con-
cepción de la representación abandonando la tesis de la independencia casi
absoluta hacia un modelo en el que los representantes deben someterse a
las instrucciones y juicios de sus representados, y les deben rendir cuen-
tas y responsabilidad por su acción representativa 96.
Esta concepción se basa en una confianza mayor hacia las capacidades
de los ciudadanos para reflexionar y determinar por sí mismos los objeti-
vos que consideran valiosos y las políticas que quieren emprender. Su raíz
republicana le hace confiar en la posibilidad de que la gente adquiera las
necesarias virtudes públicas para ejercer responsablemente su derecho al
autogobierno. La representación política es considerada un mecanismo nece-
sario para canalizar la voz de la ciudadanía en la toma final de decisiones
políticas, dado el tamaño de nuestras sociedades, pero suele entenderse
como un second best respecto a la participación directa e informada de los
ciudadanos en dicha toma de decisiones. Los mecanismos deliberativos par-
ticipativos no sólo son más justos porque permiten tal participación directa
(y son en ese sentido más inclusivos), sino también porque tienen efectos
educativos sobre los propios participantes, incrementan su información,
mejoran su capacidad de juicio e incentivan sus virtudes públicas 97.
Aunque ya he dicho que pocos deliberativistas contemporáneos se han
preguntado explícitamente por la cuestión de la representación, y casi nin-
guno de ellos ha declarado tener una perspectiva republicana, lo cierto es
que ésta es la corriente principal del modelo, puesto que la mayoría de

96
Para una buena discusión de la noción de los mecanismos de rendición de cuentas (aco-
ountability), véase FEREJOHN, 1999. Para un panorama de los diversos problemas que subyacen a
los mecanismos de control en diferentes ámbitos de la administración y el gobierno, véase DAY y
KLEIN, 1987.
97
Véase el apartado 2.1 de este capítulo.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 243

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 243

autores importantes que lo han defendido presuponen o directamente sos-


tienen la necesidad de abrir la deliberación política a la ciudadanía, en
lugar de preservarla en exclusiva para el Parlamento 98. Un rasgo impor-
tante de esta concepción, que yo identifico como republicana, es que ni
siquiera los más abiertos defensores de la democracia participativa cues-
tionan las estructuras representativas ni abrazan posiciones populistas de
confianza ciega en la ciudadanía. El modelo deliberativo republicano no
puede funcionar si no va acompañado de las medidas necesarias para desa-
rrollar una adecuada cultura política democrática y las virtudes cívicas de
los ciudadanos. Por ello, y como ya advertí anteriormente, no debemos
confundir la concepción republicana de la democracia deliberativa con una
concepción populista que nadie ha defendido.
Finalmente, y aunque tendremos ocasión de analizarlas con mayor deta-
lle en el próximo capítulo, es importante mencionar que las propuestas con-
cretas de diseño institucional de la concepción republicana se encaminan
menos a reforzar la calidad deliberativa de las cámaras legislativas (aunque
se preocupan también por ello) y se centran en cambio en estas cuatro estra-
tegias generales: 1) la creación de mecanismos institucionales de partici-
pación y deliberación directa, 2) la protección, promoción y regulación de
los espacios no institucionales de deliberación pública masiva bajo el for-
talecimiento de la esfera pública, 3) la incorporación de elementos que
hagan más abierta y responsable (accountable) la toma de decisiones y que
fomenten la calidad deliberativa de las mismas, y 4) la adopción de medi-
das encaminadas a desarrollar la cultura política y democrática de la ciu-
dadanía que posibiliten una participación responsable y de calidad.
Hasta aquí la presentación de las dos concepciones distintas de la demo-
cracia deliberativa. A continuación trataré de explicar los fundamentos
filosóficos de esta perspectiva republicana, que a su vez me permitirán
analizar los argumentos justificativos de la misma que permiten hacer frente
al elitismo democrático y presentan, por tanto, la mejor cara de la demo-
cracia deliberativa: la república deliberativa.

2. LA REPÚBLICA DELIBERATIVA

«Según las consideraciones antedichas es evidente que


el único Gobierno que satisface por completo las exigencias

98
Entre los que han admitido la conexión entre el republicanismo y su manera de ver la
democracia deliberativa, véanse SUNSTEIN, 1984, 1985, 1988 y 1993a: 133-145; BARBER, 1984;
SANDEL, 1984, 1996 y 1997; MICHELMAN, 1986 y 1988a; HABERMAS, 1992a: cap. VII, 1996b y
2001; ESTLUND, 1993a: 1439; COHEN y ROGERS, 1992: 25-34; PETTIT, 1997 y 2003: 151-156; y
SKINNER, 1998.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 244

244 JOSÉ LUIS MARTÍ

del estado social es aquel en el cual tiene participación el


pueblo entero; que toda participación, aun en las más humil-
des de las funciones públicas, es útil; que, por tanto, debe
procurarse que la participación en todo sea tan grande como
lo permita el grado de cultura de la comunidad; y que, final-
mente, no puede exigirse menos que la admisión de todos a
una parte de la soberanía».
John Stuart MILL, Sobre el gobierno representativo, 1860.

Ha llegado el momento de caracterizar la república deliberativa. Hemos


visto en lo que antecede que el republicanismo se encuentra en el funda-
mento de una versión del modelo de la democracia deliberativa. La repú-
blica deliberativa sería entonces el sistema de gobierno y el diseño insti-
tucional básico que derivarían de asumir dicha concepción de la democracia
deliberativa, un sistema y un diseño fuertemente democráticos que se
oponen al elitismo político característico de la concepción alternativa del
modelo. En los capítulos IV y V expliqué cómo funciona el modelo demo-
crático deliberativo como procedimiento legitimador de las decisiones polí-
ticas y lo justifiqué frente a sus alternativas democráticas. Eso nos per-
mitió comprobar que, dentro de dicho modelo, y al menos con respecto a
las justificaciones epistémicas, existía una determinada tendencia al eli-
tismo democrático, y nos dio la entrada a la distinción, ya en este capí-
tulo, entre dos concepciones del mismo, una que se siente cómoda con
dicho elitismo y otra que trata de combatirlo. Ahora, antes de examinar
las razones por las que creo que es superior la concepción republicana, y
sobre todo antes de pasar a observar el diseño institucional básico que se
sigue de la misma, lo que he llamado la república deliberativa en acción
(en el capítulo VII), será conveniente que prestemos algo de atención a los
rasgos principales de la tradición republicana en general 99.

2.1. El pensamiento republicano

El republicanismo se ha caracterizado históricamente por la defensa


del ideal de libertad frente a cualquier tipo de dominación o forma tirá-
nica o elitista de poder, y por la confianza en que los hombres libres
podían ser también cívicamente virtuosos y defender así su propia liber-
tad de una manera democrática. Obviamente, desde sus orígenes en la
Grecia clásica, y en cada reaparición intermitente a lo largo de estos vein-

99
Para un análisis somero pero fiel del republicanismo contemporáneo, véase la introduc-
ción a OVEJERO, MARTÍ y GARGARELLA, 2004. Algunos de los artículos fundamentales de dicho
republicanismo contemporáneo están recogidos en esa compilación. Véanse también HONOHAN,
2002 y HERNÁNDEZ, 2002.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 245

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 245

ticinco siglos 100. el republicanismo ha sido ciertamente una tradición hete-


rogénea, con múltiples facetas, cosa que dificulta la presentación unitaria
de su pensamiento 101. Pero en opinión de la mayoría de estudiosos de esta
tradición, lo que aglutina a todos los autores republicanos sigue siendo la
mencionada defensa igualitaria de la libertad, y ello aunque cada uno de
ellos la entendiera de una forma parcialmente distinta 102. Es más, si el
republicanismo fue históricamente la corriente de pensamiento que aban-
deraba la defensa de la libertad y del gobierno democrático (republicano),
el surgimiento del liberalismo en los siglos XVII y XVIII y su hegemonía
desde entonces en el panorama del pensamiento político, obligó al repu-
blicanismo a afinar sus propuestas y desmarcarlas de las de éste.
No obstante, y aunque es fácil convertir estas controversias en meras
cuestiones de palabras, no hay que ver en el republicanismo una teoría
opuesta al liberalismo, al menos no dependiendo de qué entendamos por
liberalismo.103 El republicanismo acepta muchas de las tesis clásicamente
liberales: el principio de neutralidad estatal, la separación entre esfera
pública y privada, las ideas del Estado de derecho y la separación de pode-

100
Una tradición en la que podemos situar a autores como los siguientes: ARISTÓTELES, SALUS-
TIO, TITO LIVIO, CICERÓN y SÉNECA, en la Grecia y Roma clásicas; GUICCIARDINI y MAQUIAVELO
en las ciudades-estado del norte de Italia, durante los siglos XIV a XVI; durante y después de la
Guerra Civil inglesa en el siglo XVII, algunos de los autores vinculados a la revolución Whig, com-
prometidos con la idea de Commonwealth, como James HARRINGTON y John MILTON; cuya influen-
cia se dejaría sentir a través de otros pensadores ingleses del siglo XVIII, como Richard PRICE,
Joseph PRIESTLEY y Thomas PAINE, a los líderes de la revolución norteamericana y a los protago-
nistas de los debates sobre la posterior constitución de los Estados Unidos, como George WAS-
HINGTON, Thomas JEFFERSON, John ADAMS, y en menor medida Alexander HAMILTON y James MADI-
SON; paralelamente, MONTESQUIEU o ROUSSEAU en la Francia ilustrada del siglo XVIII y principios
del XIX; en Alemania Immanuel KANT; y ya bien entrado el XIX al propio John Stuart MILL. Pode-
mos encontrar buenos estudios de historia del pensamiento republicano en BAILYN, 1967; WOOD,
1969; POCOCK, 1975; SKINNER, 1978 y 1998; NICOLET, 1982; PANGLE, 1988; BOCK, SKINNER y
VIROLI, 1990, RAHE, 1992; SPITZ, 1995; y VIROLI, 1999.
101
Existen al menos tantas versiones del republicanismo como del liberalismo. Si el libera-
lismo de RAWLS, por ejemplo, tiene poco que ver con el de LOCKE, todavía es más difícil rastrear
la herencia de los republicanos contemporáneos en los textos de ARISTÓTELES o MAQUIAVELO. Yo
no me ocuparé aquí de las diferencias internas, pero se ha hablado de republicanismo aristotélico,
republicanismo cívico, republicanismo humanista, republicanismo cristiano, republicanismo con-
servador, republicanismo demócrata, republicanismo socialista y hasta de republicanismo liberal.
102
Así, en la Grecia clásica se defendió la república o politeia como la forma ideal y vir-
tuosa del gobierno de los muchos o de la mayoría, que en la célebre tipología de ARISTÓTELES se
oponía a la monarquía (el gobierno de uno sólo) y al gobierno aristocrático (el gobierno de unos
pocos), cuyas formas «degeneradas» eran respectivamente la democracia, la tiranía y la oligar-
quía. Véase ARISTÓTELES, 1986: Libro III, cap. VII, 120, 1779a y 1279b. Véase, sobre este punto,
la nota 31 del capítulo I y el texto que la acompaña. La politeia era el término utilizado por ARIS-
TÓTELES para referirse a un gobierno mixto entre democracia y aristocracia, y pronto adquiriría su
forma latina de república, la cosa pública. Tanto en Grecia y Roma, como en algunas de las ciu-
dades-estado del Renacimiento italiano y en los sucesivos resurgimientos de esta tradición, el repu-
blicanismo se presenta en defensa de la libertad de todos los ciudadanos frente a la tiranía, una
libertad entendida primordialmente como la capacidad de participar en la determinación de los
asuntos públicos.
103
KYMLICKA, 2001: 387-413.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 246

246 JOSÉ LUIS MARTÍ

res, etcétera 104. E incluso no es fácil ver por qué la tesis de la libertad
republicana no podría ser aceptada por un liberal, al menos por un liberal
igualitario. Algunos incluso han considerado al republicanismo como una
vía intermedia entre liberalismo y comunitarismo 105, capaz de superar el
debate que enfrentó a estas dos concepciones en la década de los ochenta
y comienzos de los noventa, y en consecuencia ofreciendo una línea de
propuestas que la mayoría de liberales y algunos republicanos podrían
asumir fácilmente 106. En cualquier caso, y aunque la diferencia sólo radi-
que en una diferente sensibilidad, mantendré la idea generalizada de que
el republicanismo es una tradición parcialmente separada del liberalismo,
aunque sólo sea porque es más antigua que éste.
Comencemos por la teoría republicana de la libertad 107. Frente a la
idea típicamente liberal de la libertad negativa 108, los republicanos han
opuesto una concepción más densa que ha recibido diversas denomina-
ciones: «libertad neo-romana», en expresión de SKINNER; «libertad como
no dominación», en términos de PETTIT; o «autonomía plena», conjun-
ción de autonomía privada y de autonomía pública, bajo la mirada de
HABERMAS 109. Contra la noción de libertad negativa que persigue «el

104
Véase, por ejemplo, PETTIT, 1997, y sus propuestas en este sentido. Y autores como MICHEL-
MAN o SUNSTEIN no aceptarían probablemente una distinción muy tajante entre liberalismo y repu-
blicanismo en general.
105
Así lo ha hecho, por ejemplo, Jürgen HABERMAS, aunque no utilice el término «republi-
canismo» para referirse a su posición intermedia, sino justamente para designar a la comunita-
rista. Véase HABERMAS, 1992a: 363-406, y 1996b.
106
Efectivamente, autores como SANDEL o TAYLOR, vinculados antes al comunitarismo, son
reivindicados ahora como autores republicanos. E incluso la tesis que en principio debería resul-
tar más molesta a un liberal, la de las virtudes públicas, pueden encontrar acomodo perfectamente
en autores que nadie dudaría que forman parte del liberalismo. Véanse RAWLS, 1971: 125, 155-
159, 293-301 y 496-505, y 1993: 122 y 194, con su idea del sentido mínimo de la justicia, y los
deberes de tolerancia y respeto mutuo; MACEDO, 1990, que directamente se refiere a las virtudes
liberales; o GALSTON, 1991.
107
Véanse, para este punto, SKINNER, 1984, 1986, 1990, 1992 y 1998; y PETTIT, 1997: esp.
46-63; también TAYLOR, 1985; HABERMAS, 1992a; PETTIT, 1996a; y PATTEN, 1996. Un estudio más
profundizado, que abarca incluso los aspectos psicológicos de la libertad, en PETTIT, 2001.
108
Sobre la noción de libertad negativa y su contraste con la libertad positiva, véase BERLIN,
1968. Esta distinción coincide, según los propios republicanos, con la que hizo CONSTANT entre
la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos. Véanse «De la libertad de los antiguos
comparada con la de los modernos» [1819] en CONSTANT, 1989: 257-285; SPITZ, 1995; y PETTIT,
1997: 36. Aunque la explicación de BERLIN es mucho más clara por lo que respecta a la libertad
negativa, se oscurece significativamente en lo que se refiere a la libertad positiva. Resulta cierta-
mente mucho más iluminadora, en este punto, la presentación de CONSTANT. Por otra parte, que
la libertad republicana se oponga a la libertad negativa (liberal) no implica que se identifique con
la libertad positiva. Los republicanos, igual que los liberales, rechazan el paternalismo y el per-
feccionismo implícitos en dicha versión positiva de la libertad. Por otra parte, la afirmación de
que todos los liberales adoptan una noción negativa de la libertad es bastante dudosa. La noción
estricta de libertad en sentido negativo puede ser atribuida sin lugar a dudas a liberales conserva-
dores o libertarianos como Robert NOZICK, pero no está claro que pueda predicarse de los libera-
les igualitarios como John RAWLS o Ronald DWORKIN. Para un análisis de la concepción liberal
de la libertad, véase OVEJERO, 2002: esp. 69-93.
109
Véanse, respectivamente, SKINNER, 1998; PETTIT, 1997; y HABERMAS, 1992a y 2001.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 247

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 247

mayor grado de no interferencia compatible con el mínimo de requisitos


necesarios para la vida social» 110, los republicanos afirman que no toda
interferencia en nuestros cursos de acción implica una injerencia en nues-
tra libertad y está injustificada, ni toda violación de nuestra libertad
implica una interferencia por parte de otros. El elemento clave de la liber-
tad republicana no es la ausencia de interferencias, sino la ausencia de
dominación o dependencia 111. Una situación de dominación sería aque-
lla en donde alguien «puede interferir de manera arbitraria en las elec-
ciones de la parte dominada: puede interferir, en particular, a partir de
un interés o una opinión no necesariamente compartidos por la persona
afectada» 112.
Ahora, como advierte SKINNER, «cualquier concepción de lo que sig-
nifica para un ciudadano poseer o perder la libertad debe partir de lo que
se considere que significa para una sociedad civil ser libre» 113. Por eso
los conceptos de sociedad libre, gobierno libre o república libre aparecen
como centrales para definir el valor que se otorga a la libertad individual
desde el republicanismo. Un Estado libre es aquel que se autogobierna, es
decir, que no está sujeto a coacciones y que se rige por su propia volun-
tad, entendiendo por tal la voluntad general de todos los miembros de la
comunidad 114. En este marco, es condición necesaria para el manteni-
miento de la vida libre que los ciudadanos sean políticamente activos y
que actúen comprometidos con la suerte de su comunidad, para defenderla
frente a las amenazas externas y, sobre todo, para evitar que unos pocos
acumulen un poder político excesivo que termine redundando en domina-
ción política. Sólo si los ciudadanos tienen la posibilidad de participar
directamente en su propio autogobierno, de una manera que vaya más allá
de los mecanismos de participación política de las democracias represen-
110
SKINNER, 1992: 106.
111
SKINNER, 1990: 301-303, y 1992; PATTEN, 1996: 28 y 29; PETTIT, 1997: 40-51. Una estra-
tegia similar y muy anterior a la de estos republicanos, en MACPHERSON, 1973: esp. 117-119. La
dominación está desvinculada conceptualmente de la interferencia. Puede haber interferencia sin
dominación o dominación sin interferencia.
112
PETTIT, 1997: 41. La cursiva es mía. PETTIT ilustra esta situación con el ejemplo del amo
benevolente y el esclavo. El hecho de que un amo sea benevolente y decida no interferir en los
cursos de acción de su esclavo, no hace al esclavo más libre. O buscando un ejemplo más actual.
Supongamos un matrimonio musulmán que vive en un Estado islámico integrista en el que los
derechos de las mujeres están fuertemente limitados, y en el caso de que estén casadas, las somete
a la voluntad, al arbitrio, de su marido. Supongamos también que el marido es benevolente y «per-
mite» a su mujer desarrollar los cursos de acción que ésta elija. El hecho de que el marido no
interfiera en los planes de vida de su mujer no convierte a ésta en libre, como se desprendería de
una noción negativa de libertad. El contexto social y la estructura jurídico-institucional en la que
se encuentran sitúan al marido en una posición dominante respecto a su mujer, es decir, le con-
ceden el poder de decidir si interfiere o no en los cursos de acción de dicha mujer, así que no es
realmente libre. Por otra parte, cualquier norma jurídica invade mis cursos de acción e implica,
por lo tanto, interferencia, pero no necesariamente una injerencia en mi libertad.
113
SKINNER, 1998: 23.
114
SKINNER, 1984: 301; y PATTEN, 1996: 28.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 248

248 JOSÉ LUIS MARTÍ

tativas liberales 115, será posible articular un sistema que prevenga la domi-
nación y respete la autonomía en todos los niveles 116.
Ahora bien, la libertad republicana posee un marcado carácter igua-
litario. Si a los republicanos les preocupa la dominación es porque tratan
de evitar que algunos ciudadanos «sean más libres que otros». Esto es,
si les preocupa la dominación política es porque asumen un compro-
miso estricto con la igualdad política. Su intento de «preservar los bene-
ficios de lo que se considera vida civilizada, y remediar, al mismo tiempo,
los males que ella ha originado» 117. Más allá de la evaluación concreta
sobre las desigualdades en términos de justicia distributiva, el republi-
canismo sólo concibe un modelo de sociedad donde los ciudadanos ejer-
zan sus libertades en un contexto de máxima igualdad política 118. Si el
ejercicio de la autonomía pública o política es tan importante, lo que no
puede tolerarse bajo ningún punto de vista son las desigualdades de
poder.
De modo que otro de los principios básicos del republicanismo es el
de igualdad de influencia política efectiva, según el cual debe garanti-
zarse que todos los ciudadanos posean una capacidad igual de determinar
las decisiones políticas, porque en caso contrario, algunos ciudadanos esta-
rían en una situación de dominación, siquiera parcial. Si la máxima dig-
nidad del individuo republicano es la que adquiere en tanto que ciuda-
dano de la república cuando ejerce su libertad, y parte de ello tiene que
ver con el desarrollo de sus virtudes públicas como veremos más adelante,
la igual consideración y respeto que se asocia de manera general con el
valor de la dignidad, se plasma aquí en un principio más concreto de igual
consideración y respeto político. Decir que en la república los ciudada-
nos son libres, es decir que «todos ellos pueden mirarse directamente a

115
Según POCOCK, por ejemplo, la democracia liberal se identifica con una concepción mixta
que reúne rasgos del modelo de la democracia como mercado y del modelo pluralista de la demo-
cracia, analizados en el capítulo II de este libro, mientras que la democracia republicana no debe
reducirse a una mera confrontación entre grupos y a una mera agregación de preferencias (POCOCK,
1981: 71; y, en este mismo sentido, DAGGER, 1997: 105). En opinión de SUNSTEIN, el hecho que
la visión liberal pluralista «se muestre indiferente ante las preferencias» nos permite suponer que
«dicho sistema generará resultados inaceptables» (SUNSTEIN, 1988: 143; véase también SUNSTEIN,
1984, 1985, 1991 y 1993a). Para paliar esto, será necesario que la sociedad democrática pueda
separar las «buenas» preferencias de las «malas», y el único modo de hacerlo es instaurando pro-
cesos de deliberación pública que permitan la racionalización de tales preferencias.
116
La opinión más contundente en este punto es la de HABERMAS, que afirma que no puede
respetarse el ideal de autonomía plena si no se permite el ejercicio de la autonomía pública tanto
como de la privada. Justamente en esto consiste, según él, el error del liberalismo, en privilegiar
injustificadamente la autonomía privada. Véase HABERMAS 1988, 1992a: 363-406, 1994, 1995,
1996b y 2001.
117
«Justicia Agraria», en PAINE, 1990: 101.
118
Véanse NUSSBAUM, 1988 y 1990; PITKIN y SHUMER, 1982: 44; y MICHELMAN, 1986: 33,
40 y 41, y 1997: 157-159. Para la vinculación entre esta idea de igualdad política básica y la demo-
cracia deliberativa, véanse los apartados 3.1 del capítulo III y 2.1 del capítulo IV.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 249

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 249

los ojos» (que están a la misma altura), que poseen una igual dignidad
política 119.
Por estas razones, los republicanos recuperan críticamente el legado
de ROUSSEAU, y con él, evalúan negativamente a los gobiernos que no son
producto de la «voluntad general», ni están al servicio de aquella. La par-
ticipación activa e igual aparece como el único medio adecuado para lograr
el fin común de consolidar una sociedad libre 120. En definitiva, las liber-
tades políticas acaban convirtiéndose en condición del ejercicio de las
demás libertades individuales, algo así como «el derecho entre los dere-
chos» 121. Los ciudadanos libres deben tener idealmente garantizada la posi-
bilidad de participar en la toma de decisiones que afectan a todos o, en su
defecto, y como mínimo, la posibilidad de discrepar, discutir y «disputar»
las decisiones tomadas por sus representantes, obligándoles a cambiarlas
si lo creen necesario 122. Por ello el republicanismo, con respecto a la repre-
sentación política, adopta la tesis de la dependencia de los representantes,
como veíamos en el apartado anterior, y reclama mayores mecanismos de
control sobre la acción de éstos.
En consecuencia, para poder ejercer sus deberes y responsabilidades
como ciudadanos en la toma de decisiones políticas, o en la determina-
ción de la relación de representación con los miembros de las estructuras
de gobierno, es necesario contar con el diseño institucional básico de la
democracia deliberativa 123. Sólo participando en procedimientos delibe-
rativos se puede articular un sistema que permita a todos el ejercicio de

119
Una consideración ulterior sobre el principio de igualdad, paralela a la que realicé en el
capítulo III acerca del principio estructural de la democracia deliberativa que se basaba en la igual-
dad política es que una condición necesaria del disfrute de dicha igualdad política básica es el
control de las desigualdades socio-económicas en general, puesto que una estructura social que
permite grandes desigualdades en este terreno es incapaz, por razones empíricas, de asegurar una
correcta igualdad política. Esto da lugar a lo que algunos autores denominan la «economía polí-
tica republicana». Véase la introducción a OVEJERO, MARTÍ y GARGARELLA, 2004.
120
También para SANDEL la democracia robusta, republicana, se opone fundamentalmente a
la noción de democracia «procedimental», avalada por buena parte de la teoría liberal. Esta idea
democrática republicana consiste fundamentalmente en «la provisión de una estructura de dere-
chos que respetan a las personas como seres libres e independientes, capaces de escoger sus pro-
pios valores y fines». Véase SANDEL, 1996: 4.
121
La expresión es de WALDRON, que fundamenta mejor que nadie esta idea, aunque él pro-
bablemente se sentiría incómodo con la etiqueta republicana, y de hecho puede entrar en tensión
con la idea expresada en la nota anterior. Véase WALDRON, 1999a: cap. XI.
122
PETTIT, 1997: 240-248. Esto da lugar a un modelo de democracia contestataria basada en
la idea de disputabilidad, que es una condición mínima de la república. Otros republicanos no se
sentirían cómodos con una concepción tan débil de la democracia participativa y exigirían mayo-
res espacios de participación política para la ciudadanía.
123
Encontramos una primera defensa republicana explícita de la idea de deliberación aso-
ciada a la labor parlamentaria en el Eikonoclastes de John MILTON; véase SKINNER, 1998: 48. De
todas maneras, esta visión deliberativa tiene ya sus raíces en el primer republicanismo, como el
de ARISTÓTELES. Véanse, entre los republicanos contemporáneos, SUNSTEIN, 1993a: cap. 1; y PETTIT,
1997: 244-248 y 313-348. También todos los autores citados en la nota 98 de este capítulo.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 250

250 JOSÉ LUIS MARTÍ

su autonomía pública compatible con la necesidad de contar con órganos


representativos. Ahora bien, si la democracia deliberativa participativa es
condición necesaria del ejercicio y respeto de la libertad republicana, para
que dicha democracia funcione, para que haya alguien que ocupe los foros
de participación es necesario contar con una ciudadanía activa y con un
«fuerte sentimiento de virtud cívica» 124, y un compromiso con la idea de
bien común, una sociedad civil activa y dinámica que participe en una
esfera pública permeable y abierta a todos 125. Y de este modo llegamos al
último rasgo central de la tradición republicana: la defensa de la idea de
virtud cívica o pública y de una esfera pública fuerte y dinámica.
La crítica republicana a la concepción liberal de la libertad viene acom-
pañada del cuestionamiento de la relación Estado-ciudadanía. Según la
visión clásica liberal, el principio de neutralidad impide al Estado cual-
quier injerencia en las elecciones vitales y los planes de vida de sus miem-
bros, incluidos los relativos a la participación política y al interés que sien-
ten por los asuntos públicos. En este sentido, el gobierno liberal debe estar
preparado para actuar con una ciudadanía pasiva política y cívicamente,
que se atrinchera en su vida privada. Para el republicanismo, en cambio,
la relación entre el Estado y los ciudadanos, tanto como la de los ciuda-
danos entre sí, resulta mucho más compleja. El ciudadano republicano
junto a sus derechos de libertad posee estrictos deberes de compromiso
con el bien común y con la salud democrática de su comunidad, lo que le
obliga a desarrollar determinadas virtudes relativas a su vida pública 126.
Dichas virtudes son, según SKINNER, «las capacidades que nos permi-
ten por voluntad propia servir al bien común, y de este modo defender la
libertad de nuestra comunidad para, en consecuencia, asegurar el camino
hacia la grandeza así como nuestra propia libertad individual» 127. Es decir,
de lo que se trata es de generar y promover una ciudadanía que se inte-
124
SKINNER, 1990: 301-303, y 1992.
125
Véase especialmente HABERMAS, 1992a: 407-468, y 1992b. Su defensa de este concepto
de autonomía plena, que acentúa el valor de la participación política en oposición al liberalismo,
su teoría de la democracia y sus propuestas sobre la esfera pública y la ciudadanía comprometida,
sitúan a HABERMAS bajo la bandera del republicanismo contemporáneo, a pesar de su explícito
rechazo.
126
Para un panorama de los estudios actuales sobre la virtud, véase PAUL, MILLER y PAUL,
1998 y 1999, y CHAPMAN y GALSTON, 1992. Con especial vinculación al republicanismo, DAGGER,
1997. Sobre su influencia concreta en los procesos democráticos, BRENNAN y HAMLIN, 2000. Para
una reconstrucción de un modelo democrático deliberativo participativo diferenciado en la idea
de virtud, OVEJERO, 2002: esp. cap. 3.
127
SKINNER, 1986: 106. En un sentido similar, Philip PETTIT considera que las leyes repu-
blicanas necesitan del sostén de «formas republicanas de virtud, o de buena ciudadanía, o de civi-
lidad» (PETTIT, 1997: 326). En un trabajo anterior, también afirma: «La idea republicana es que
la virtud, o al menos el comportamiento virtuoso, debe predominar entre la ciudadanía, si ésta
quiere disfrutar de la libertad, y las instituciones de formación son una manera de asegurar que
este requisito se cumpla» (PETTIT, 1989a: 162). También SUNSTEIN cuando declara que «la virtud
cívica debería desempeñar un papel fundamental en la vida política» (SUNSTEIN, 1988: 153).
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 251

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 251

rese por la res publica (por los asuntos públicos), que lo haga con moti-
vaciones imparciales, y comprometida con el bien común, que esté dis-
puesta a invertir tiempo y esfuerzos en la dirección de la política de su
comunidad (o en la vigilancia y el control de la misma), que respete el
pluralismo de su sociedad (las opiniones y preferencias de los demás)
dentro de un marco de obediencia y adhesión a las leyes y principios polí-
ticos sustantivos propios de su república, y en definitiva que adopte como
máxima en su vida pública un escrupuloso respeto por la libertad repu-
blicana y por la igual dignidad política de todos sus conciudadanos. Vir-
tudes que aseguren, en palabras de PETTIT, mayor obediencia y respeto a
las leyes republicanas, mayor sensibilidad democrática a los intereses de
todos en juego, y un control político adecuado sobre la acción de gobierno
de los representantes 128. Los ciudadanos y sus representantes no deben
preguntarse sólo «qué les conviene, cuáles son sus propios intereses, sino
también cuál será la mejor forma de beneficiar a la comunidad en gene-
ral» 129.
Ahora bien, la exigencia de virtudes cívicas a la ciudadanía no hace
que el republicanismo se convierta en una posición perfeccionista que
sacrifique el principio de neutralidad. La república sólo puede incentivar
la participación y las motivaciones públicas, sin inmiscuirse nunca en los
planes de vida, en las creencias particulares y en las acciones privadas de
sus ciudadanos. La forma de incentivar dicha participación y desarrollar
la cultura democrática de la ciudadanía, recuperando el ideal ilustrado de
John Stuart MILL, pasa fundamentalmente por una correcta educación
cívica 130. Pero también se deben potenciar estas virtudes a través de las
prácticas y costumbres cotidianas, así como de los propios procedimien-
tos de participación deliberativa 131. Y todo ello es dependiente de lograr
lo que muchos autores denominan el fortalecimiento de la esfera pública,
esto es, de garantizar que existen suficientes (en número y calidad) espa-

128
PETTIT, 1997: 319-325.
129
SUNSTEIN, 1988: 153, y 1993a.
130
Véase PETTIT, 1989a: 159-164.
131
El proceso deliberativo puede contribuir al establecimiento o fortalecimiento de lazos
entre personas que, de otro modo, no tendrían la posibilidad de encontrarse (MACPHERSON, 1977,
cap. V; ACKERMAN, 1980: 100; GAMSON, 1992: 163-174; COHEN y ROGERS, 1995b; y PETTIT 1997),
favorece que los ciudadanos se sientan comprometidos con las decisiones en las que participan al
sentirlas suyas, lo que a su vez promueve la estabilidad y la eficacia de las decisiones políticas, y
genera en los ciudadanos que participan el reconocimiento de la importancia de escuchar a otros
y de ser escuchado, así como el valor de la participación en la vida pública guiada por el interés
común y la imparcialidad. El primero en reconocer estos efectos educativos fue John Stuart MILL,
1860: caps. III y VI. Entre los contemporáneos, véanse DAVIS, 1964; PATEMAN, 1970: 42; HIRS-
CHMAN, 1970; ACKERMAN, 1980: 353; BARBER, 1984: 173-198; MICHELMAN, 1986: 19; MANIN,
1987: 354 y 363; MANSBRIDGE, 1992: 36; GAMSON, 1992: 175-187; BACHRACH y BOTWINICK, 1992:
29; COHEN y SABEL, 1997: 320; COHEN, 1998: 186 y 187; FEARON, 1998: 58-60; y OVEJERO, 2002:
186. Y los estudios empíricos parecen demostrar esta tesis. Véanse FISHKIN, 1991, 1995 y 1999;
FUNG y WRIGHT, 2001: 27-29 y 52; y FUNG, 2004.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 252

252 JOSÉ LUIS MARTÍ

cios (físicos y virtuales) en los que la ciudadanía pueda expresar sus opi-
niones y preferencias públicas o políticas, debatir acerca de ellas, discu-
tir sobre las acciones de gobierno o el comportamiento de sus represen-
tantes, formular los sueños de futuro, etcétera132.
En conclusión, los rasgos fundamentales de la tradición republicana
son la defensa del valor de la libertad, en una comprensión de la misma
que difiere al menos de aquella defendida por el liberalismo clásico, la
vinculación de esta idea de libertad con una concepción robusta, partici-
pativa y deliberativa de la democracia, que acentúe el valor de la igualdad
política entre los ciudadanos, y la reivindicación del papel de la virtud
cívica como motor del autogobierno de la república y del fortalecimiento
de la esfera pública como espacio para la participación por excelencia. A
continuación ofreceré las razones por las que en mi opinión debemos com-
batir el elitismo democrático y la teoría de la independencia del repre-
sentante, y adoptar una concepción republicana de la democracia delibe-
rativa.

2.2. La república deliberativa frente al elitismo político

En los capítulos anteriores y en lo que llevamos de capítulo VI hemos


podido comprobar frecuentemente que en el interior del ideal deliberativo
crece una tendencia hacia el elitismo democrático, especialmente vincu-
lada a su justificación epistémica. Esto es, crece el impulso de atenuar el
principio de igualdad política, de no considerarlo al menos en su versión
más fuerte de la igualdad de influencia política efectiva, para permitir que
las personas mejor preparadas puedan tener una mayor posibilidad de deter-
minar el contenido de las decisiones políticas, y no porque sus argumen-
tos posean una mayor fuerza, sino simplemente por el hecho de que en
principio están en mejor situación de descubrir cuál es la decisión política
correcta, la decisión que hay que tomar.
A continuación trataré de mostrar que este elitismo democrático es
inestable, y que termina conduciéndonos a un elitismo político ya no demo-
crático. Dicho en otros términos, sacrificar el principio de igualdad de
influencia política efectiva con el fin de hacer distinciones entre los ciu-
dadanos por razones epistémicas acaba implicando el sacrificio del prin-
132
Son espacios que pueden ir desde un bar o unos bancos en una plaza hasta un blog en
Internet, un espacio de opinión en la prensa o un debate televisado. El primer autor en centrar su
interés respecto a la esfera pública fue HABERMAS, 1962, y véanse también 1981, 1992a, 1992b;
aunque pueden verse precedentes importantes en DEWEY, 1927; y LASLETT, 1956. De ahí ha sur-
gido una extensa y rica literatura, de la que citaré algunas recomendaciones más adelante, cuando
me ocupe con detalle de esta idea de la esfera pública y de los mecanismos para fortalecerla, en
el apartado 3 del capítulo VII.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 253

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 253

cipio de igualdad política tout court, y por lo tanto también de la demo-


cracia. Si esto es así, el problema de la concepción elitista de la demo-
cracia deliberativa es que también es inestable y, por decirlo así, que en
su seno alberga la semilla del elitismo político antidemocrático que la con-
vierte en autocontradictoria. Finalmente, trataré de mostrar también que
la concepción republicana de la democracia deliberativa es más respetuosa
de los valores sustantivos que justifican el modelo general de democracia
deliberativa que la concepción elitista. Si tengo razón, entonces, las razo-
nes sustantivas que hacen que valoremos la democracia deliberativa deben
hacernos preferirla en su versión republicana.

Del elitismo epistémico democrático a la disolución de la democracia

El principal motivo por el que existe una concepción elitista de la


democracia deliberativa tiene que ver, como he dicho, con el hecho de que
otorguemos valor a las consideraciones epistémicas, es decir, deriva de
que queremos que las decisiones políticas sean correctas con la mayor pro-
babilidad posible, a la vez que presuponemos que hay personas mejor capa-
citadas para tomar dichas decisiones. David ESTLUND, que ha analizado
cuidadosamente esta posición, que él denomina autoritarismo epistémico
normativo, señala que la misma se fundamenta en tres tesis:
1) La tesis cognitiva: Las pretensiones políticas normativas (al menos
a menudo) son verdaderas o falsas (para mantener los términos de mi pre-
sentación, diremos que son correctas o incorrectas).
2) La tesis epistémica elitista: Algunas (relativamente pocas) perso-
nas pueden conocer la verdad (corrección) política normativa mucho mejor
de lo que lo hacen las demás.
3) La tesis autoritaria: El conocimiento político normativo de aque-
llos que lo poseen es una poderosa razón moral para concederles el poder
político 133.
La presentación de ESTLUND nos permite ver que si pretendemos desar-
ticular la concepción epistémica de la democracia deliberativa deberemos
atacar alguno de estos tres presupuestos. Ahora bien, la democracia deli-
berativa, como intenté mostrar en el capítulo V, está comprometida nece-
sariamente con el enfoque epistémico. Y éste presupone conceptualmente
algo semejante a la tesis cognitiva, de modo que no puede ser ésta la que
rechacemos. Por otra parte, la segunda tesis, en tanto que afirmación empí-
rica, es difícilmente discutible. No podemos poner en duda que algunas
133
ESTLUND, 1993b: 72.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 254

254 JOSÉ LUIS MARTÍ

personas poseen mayor competencia epistémica que otras, que tienen una
mayor inteligencia, o una mejor intuición, o simplemente disponen de
mayor información. Al ser, repito, una tesis empírica, esto no dice nada
todavía en contra del principio de igualdad política, o del valor más gene-
ral de la igual consideración y respeto vinculada a la dignidad humana,
así que también esta segunda tesis debe ser aceptada por cualquier defen-
sor de la democracia deliberativa 134. El problema reside, por supuesto, en
el paso de las dos primeras tesis a la tercera. Se trata de un paso, por cierto,
que no se sigue lógicamente. El elitista debe contar con premisas implí-
citas, presupuestas entimemáticamente, que le permitan concluir la tesis
autoritaria. Y serán tales premisas las que deberemos atacar.
En primer lugar, estrechamente vinculada al segundo presupuesto men-
cionado encontramos otra tesis típicamente elitista que ya identificamos
al ver el problema de la representación: la fuerte desconfianza hacia las
capacidades de los ciudadanos en general para determinar sus propias deci-
siones colectivas, asumiendo que tales decisiones suelen ser irracionales
y apresuradas, y que son tomadas con graves carencias de información.
Como ya he dicho antes, no se trata de que los republicanos posean una
confianza ciega en todos los ciudadanos. El hecho de que admitan la tesis
de las desigualdades epistémicas nos muestra que aceptan la posibilidad
de error en las decisiones democráticas. Sin embargo, tal vez porque la
interpretación que hacen de dicha tesis es más benigna, el hecho es que
muestran una desconfianza menor hacia la ciudadanía en este sentido. Ello
nos muestra algo importante. Aunque debamos aceptar el segundo de los
tres presupuestos del elitismo político, resulta crucial cómo lo interprete-
mos. No es lo mismo decir que existe una minoría muy reducida con una
gran competencia epistémica y una mayoría de ciudadanos con una com-
petencia casi nula, por poner el ejemplo más extremo, que afirmar que hay
un continuo en las desigualdades epistémicas y que aún los que poseen
una mayor competencia epistémica no se separan tanto de los que la tienen
peor.
En todo caso, la concepción elitista, comprometida fuertemente con el
objetivo de asegurar en la medida de lo posible la corrección de las deci-
siones políticas, prefiere dejar éstas en manos de un pequeño cuerpo ins-
titucional formado por hombres destacados, cuyas capacidades sobresalen
de las de sus conciudadanos. Estas personas, por su mayor formación y
por su honestidad, son las más confiables para determinar acertadamente

134
No es necesario comprometerse con una versión muy fuerte de esta tesis, negando por
ejemplo que los seres humanos posean las mismas capacidades epistémicas potenciales o afir-
mando que hay desigualdades que no pueden ser neutralizadas. Es suficiente con mostrar que de
hecho no todos actualizamos nuestras capacidades en el mismo grado, o que efectivamente hay
personas con mejor formación o que disponen de mayor información.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 255

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 255

la dirección de los asuntos públicos de una comunidad 135, además de ser


los que mayor estabilidad aportarán al sistema 136. En realidad, como afir-
man algunos elitistas, es una mera cuestión de hecho que ciertas personas
acaban ejerciendo mayor influencia en las deliberaciones, de modo que al
fin se acaba imponiendo un cierto tipo de élite natural 137.
Ahora bien, para que este elitismo siga siendo democrático, para que
la ciudadanía siga teniendo algún protagonismo en la vida política y los
gobernantes sigan siendo en algún sentido representantes del pueblo, y
sobre todo para que éstos no cedan a sus propias inclinaciones y deseos
personales y se abandonen a sus intereses privados, es necesario instituir
algunos mecanismos de control como el de las elecciones periódicas. Se
adopta el principio de distinción respecto a los representantes, pero los
ciudadanos deben ser los encargados de seleccionar a sus élites, a aque-
llas personas en los que va a depositar su confianza, y deben ser capaces
también de controlar cada cuatro o cinco años la gestión de gobierno 138.
Aquí aparece el primer problema para la concepción elitista: ¿quién
conoce a los que conocen? ¿Cómo podemos saber quiénes son los indivi-
duos con mayores competencias epistémicas, y aún peor, cómo podemos
saber quién son los más honestos? Y ¿cómo podemos hacerlo especial-
mente teniendo en cuenta que nosotros no compartimos dichas compe-
tencias epistémicas? 139. Parece ciertamente inconsistente desconfiar en los
ciudadanos para tomar decisiones políticas correctas, pero confiar en ellos
para nombrar a los que sí van a tomar tales decisiones correctas y, toda-
vía más difícil, para vigilar y controlar su acción de gobierno. En otras
palabras, las desigualdades en las capacidades epistémicas que justifican

135
La misma idea en OVEJERO, 2002: 162-177.
136
La estabilidad ha sido, efectivamente, otro de los valores reivindicados por el elitismo
político en general. Véase BACHRACH, 1967: 31-52.
137
Así ha señalado críticamente Lynn SANDERS, por ejemplo, citando diversos estudios empí-
ricos realizados sobre las deliberaciones en los jurados populares de los tribunales de justicia nor-
teamericanos, que muestran que los individuos con mayores capacidades argumentativas y retóri-
cas, o simplemente los que pueden hacer valer algún elemento de superioridad de estatus, económico
o social, acaban asumiendo el liderazgo de las deliberaciones e imponiendo sus argumentos. Y
por lo tanto existe una tendencia natural hacia el elitismo democrático, más allá incluso de las
razones basadas en la búsqueda de la corrección de la decisión. Véase SANDERS, 1997: 363-369.
El trabajo de SANDERS presenta impecablemente algunas de las connotaciones conservadoras y eli-
tistas de la defensa de la deliberación democrática (SANDERS, 1997: 354-359). Véase también
ESTLUND, 2000c: 123. Lo importante aquí es que la superioridad o el liderazgo en estas delibera-
ciones no se alcanza, como pretende la democracia deliberativa, por la fuerza de las razones o los
argumentos, sino por otros condicionantes.
138
Esta tendencia al elitismo democrático implícita en todos los sistemas representativos
electivos, se acentúa con la llamada «democracia de partidos», como fue señalado ya muy tem-
pranamente por MICHELS, 1911; con un tenor distinto por SCHMITT, 1923; después por SCHUMPE-
TER, 1942; y más recientemente por RIKER, 1962 y 1982; y SARTORI, 1962. Un estudio teórico ya
clásico del elitismo democrático en BACHRACH, 1967.
139
ESTLUND, 1993b: 84-89.
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256 JOSÉ LUIS MARTÍ

el elitismo democrático, basadas en parte en condiciones de asimetría infor-


mativa, ponen en cuestión la racionalidad de las elecciones de los ciuda-
danos 140.
El elitista puede responder que no es necesario ser experto en una deter-
minada materia para poder identificar a un verdadero experto en dicha mate-
ria 141. Pero esta respuesta no parece muy sólida. Supongamos que el mer-
cado de asistencia médica estuviera completamente liberalizado, tanto que
ni siquiera hubiera controles estatales sobre los conocimientos técnicos de
aquellos que quieren prestar sus servicios como médicos (que ni siquiera
fuera exigible, por ejemplo, la acreditación de unos estudios suficientes en
medicina). ¿Cómo podrían los pacientes identificar a los «verdaderos» médi-
cos de los «falsos»? La única forma que tendría un paciente de elegir correc-
tamente a su médico consistiría en obtener primero la información técnica
necesaria. Pero nótese que cuantos más conocimientos técnicos posea el
paciente, más probabilidades de éxito en el juicio, pero menos necesitará
la ayuda del médico, porque podrá curarse él mismo. O, para ser más pre-
cisos, aunque por hipótesis el médico siga sabiendo más que él, el paciente
estará en situación de controlar su pericia médica, y por lo tanto estará en
mejor disposición de darle instrucciones y limitar su independencia.
El problema de la elección podría ser evitado, como muestra el ejem-
plo de la medicina, estableciendo mecanismos objetivos de control de
acceso y mecanismos objetivos de control de seguimiento, ambos tutela-
dos por alguna institución imparcial 142. Pero esto, que ciertamente es posi-
ble en el mercado de los médicos, no lo es en el de candidatos a repre-
sentantes. ¿Qué conocimientos y méritos debería acreditar un candidato
para poder ser seleccionado representante político? Y ¿cómo podría acre-
ditarlos? 143. El elitista podría defenderse afirmando que no son necesarios
los mecanismos objetivos de control de acceso si tenemos suficientes meca-
nismos de control de seguimiento, y que no es necesario contar con cono-
cimientos técnicos para saber si el resultado de unas políticas determina-
das termina por afectar los intereses de los ciudadanos. Éstos ya notan si

140
Véanse ELKIN y SOLTAN, 1999; MANIN, 1997: 252-287; y OVEJERO, 2002: 167-177.
141
Esto es ciertamente lo que debe presuponer un elitista para que tenga sentido su tercera
tesis básica, y es lo que ESTLUND denomina una «tesis epistémica de segundo orden: que los cono-
cedores (los que tienen una alta competencia epistémica) pueden ser conocidos por un número
suficiente de no-conocedores que les pueden otorgar y legitimar, práctica y moralmente, el poder»
(ESTLUND, 1993b: 84).
142
Para que los mercados con información asimétrica funcionen razonablemente es necesa-
rio algún tipo de intervención pública, algo que no es posible en el ámbito político, porque son
los propios representantes los que determinan dicha intervención. Véase OVEJERO, 2002: 177.
143
Recordemos que no se trata tan sólo de tener conocimientos, por ejemplo, de ciencia polí-
tica, derecho y economía, sino también de estar en situación de conocer cuáles son los intereses
de la ciudadanía y de ser una persona imparcial y honesta que no utilizará el cargo en su propio
beneficio.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 257

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 257

la economía mejora o empeora, sin necesidad de ser economistas. Pero


tampoco esta respuesta es satisfactoria. En primer lugar, para que los ciu-
dadanos puedan evaluar expost la acción de sus representantes necesitan
algún conocimiento sobre sus propios intereses, aunque sea intuitivo y
aproximado. Y, de nuevo, cuanto mayor conocimiento tengan los ciuda-
danos de sus propios intereses, mejor será su juicio evaluativo de una polí-
tica de gobierno, pero entonces menor será la diferencia epistémica entre
ellos y sus representantes y menos se justifica ningún tipo de elitismo. Por
el contrario, cuanto mayor sea esta diferencia epistémica, esto es, cuantas
más razones tengamos para establecer un esquema de representación eli-
tista independiente, menor será la fiabilidad de los juicios evaluativos for-
mulados por la ciudadanía.
Pero el problema es todavía más grave, ya que como la ciudadanía
carece de conocimientos técnicos, por ejemplo acerca de la evolución de
la economía, su percepción de que la economía mejora o empeora no tiene
por qué ser fiable, y además termina estando mediatizada por lo que los
propios representantes le cuentan. Si éstos argumentan que a pesar de la
mala salud aparente de la economía, ellos no han podido hacer otra cosa,
o que el origen del problema se encuentra fuera de sus fronteras, o que
gracias a ellos se han sentado las bases para una futura recuperación, la
ciudadanía no tendrá instrumentos de análisis objetivo de todos estos argu-
mentos precisamente por culpa de la asimetría informativa 144. Se trata de
un déficit que se agrava conforme nuestras sociedades se tecnifican más
y más 145. Por estas razones, el juicio de un ciudadano sobre la corrección
de las acciones de gobierno de sus representantes termina estando basado
más en meras apariencias o en la imagen que éstos sepan dar que en los
hechos reales objetivos 146.

144
Véase OVEJERO, 2002: 170-171 y 175-177. Sobre la asimetría informativa y los efectos
en los procesos democráticos, véanse CALVERT, 1986; y FEREJOHN y KUBLINSKI, 1990.
145
De hecho, el problema de la tecnificación y especialización de la política no afecta sola-
mente a los electores sino a los propios representantes democráticos. Los miembros de nuestros
Parlamentos, y frecuentemente incluso los miembros del ejecutivo, no poseen ya un conocimiento
completo sobre las cuestiones sobre las que deben decidir. Para evaluar una política económica ni
siquiera es suficiente con tener estudios universitarios en economía. Nuestros representantes son
cada vez más independientes de sus electores, pero a la vez más dependientes de sus asesores,
miembros de gabinete, técnicos de comisiones delegadas, etc., que estudian, analizan y proponen
decisiones sobre muchos de los ámbitos más importantes de la política actual. Generalmente apli-
can las políticas que los expertos les aconsejan, y confían en los conocimientos y en la honesti-
dad de éstos. Estos técnicos y asesores no sólo no son elegidos por los electores, sino que muchas
veces ni siquiera se conocen sus nombres. Los representantes defienden luego públicamente la
conveniencia de las políticas adoptadas, y justifican sus posibles consecuencias negativas. Pero
ellos mismos no son capaces de controlar la corrección de las opiniones de sus asesores. Es lo que
algunas veces se ha dado en llamar comitología, esto es, la dependencia de los comités de exper-
tos y técnicos no elegidos democráticamente en la toma de decisiones políticas, y que no es ajeno
a la política doméstica, a pesar de que en este ámbito haya recibido poca atención.
146
Como algunos autores han sostenido, con el carácter mediático de las actuales democra-
cias, lo máximo que se alcanza es la contraposición de imágenes poco claras de lo que representa
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 258

258 JOSÉ LUIS MARTÍ

Justamente la mediatez en las relaciones entre representantes y repre-


sentados en nuestras democracias avanzadas, el hecho de que los repre-
sentados casi en ninguna circunstancia conozcan personalmente a las per-
sonas que aspiran a representarles, agrava no sólo el problema de seleccionar
a las personas con mayor competencia epistémica, sino especialmente el
de seleccionar a personas que sean imparciales y honestas 147. Por ello ali-
menta el modelo que Bernard MANIN ha denominado «democracia de
audiencias», una democracia fuertemente basada en la imagen y la apa-
riencia. El partido que consigue transmitir una mejor imagen política y se
crea una apariencia de competencia y honestidad es el que tendrá mayo-
res opciones, caeteris paribus, de ganar unas elecciones 148. Pero entonces
el sistema de elección no favorece que sean elegidos los mejores, los más
preparados y honestos de entre los ciudadanos, sino únicamente los «per-
sonajes mediáticos», los que gozan de una mejor imagen, y se desvirtúa
el propio principio de distinción que acompañaba esta concepción eli-
tista 149. El problema de la elección se agrava todavía más por el hecho del
pluralismo y los desacuerdos, porque diversas personas razonables con
considerable competencia epistémica y con información semejante pueden
discrepar profundamente en sus evaluaciones sobre las políticas de gobierno
emprendidas por sus representantes 150.
Adviértase que, desde el punto de vista del elitismo democrático, las
elecciones se convierten en una distorsión de la excelencia de un sistema
político, pues obligan a los partidos políticos a ceder en algunos puntos
a consideraciones en principio alejadas de la corrección de las decisiones
políticas. Y tenemos entonces buenas razones para minimizar el impacto
de dichas elecciones (o incluso para suprimirlas). Si la ciudadanía no
posee suficientes capacidades intelectuales (técnicas y/o naturales) para
aproximarse a dicha corrección, si en cambio podemos identificar a las
personas que sí poseen dichas capacidades suficientes (no ciertamente
mediante elecciones democráticas, pues ya hemos visto que con ellas apa-
recen tensiones internas importantes en el modelo), entonces ¿por qué no
recurrir directamente a un sistema político que seleccione a los mejores,
a los más preparados natural y técnicamente para tomar decisiones correc-
tas con independencia de toda consideración democrática? ¿Por qué no
recurrir a un sistema tecnocrático, estableciendo únicamente controles

cada partido que se presenta a unas elecciones. Como afirma MANIN, «(e)n lo que aquí denomi-
namos democracia de audiencias, la independencia parcial de los representantes, que siempre
caracterizó a la representación, está reforzada por el hecho de que las promesas electorales adop-
tan la forma de imágenes relativamente nebulosas» (MANIN, 1997: 278).
147
Una visión panorámica contemporánea sobre este punto, en WARREN, 1999.
148
MANIN, 1997: 267-287.
149
MANIN, 1997: 269.
150
ESTLUND, 1993b: 94.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 259

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 259

internos de legalidad y equilibrio de poderes para impedir la corrupción


y el abuso? 151.
Si no confiamos en la ciudadanía para determinar sus propios intere-
ses y para tomar decisiones políticas que los satisfagan, de manera impar-
cial y comprometidos con el bien común, y si ni siquiera confiamos en
sus representantes, quienes a pesar de haber sido premiados con una casi
completa independencia se encuentran atrapados muchas veces por el redu-
cido componente democrático limitado al voto en las elecciones periódi-
cas, ¿por qué no disolvemos directamente el vínculo representativo (último
elemento democrático del sistema político) y diseñamos un sistema polí-
tico elitista que garantice, en la medida de lo posible, la corrección de las
decisiones políticas? 152. Es cierto que los que den el paso hacia el elitismo
antidemocrático, y quieran instaurar el gobierno de los mejores, renun-
ciando a cualquier intervención de la ciudadanía tanto en la selección como
en el control de este gobierno, siguen teniendo el problema de cómo selec-
cionar a la élite. Pero, por decirlo crudamente, aunque tengamos dificul-
tades para seleccionar al 0,1 por 100 de sabios, no es tan difícil descartar
al 20 o 10 por 100 de la sociedad con menos formación, menos informa-
ción y/o menos capacidades. Podríamos introducir como requisitos para
la participación política el tener estudios al menos secundarios, o el supe-
rar el 90 en los tests de inteligencia, o cualquier otra barbaridad equiva-
lente. Aunque la élite no sería tan reducida, habríamos renunciado a los
principios democráticos igualmente.
En definitiva, lo que todo esto pone de manifiesto es la ausencia de
criterios objetivos de selección, control y seguimiento, que sitúa a los eli-
tistas en un dilema: o bien insisten en su interpretación fuerte de la tesis
epistémica elitista, de manera que tengan buenas razones para desconfiar
enormemente de la ciudadanía, pero entonces no deberían confiar tampoco

151
En parte el diseño de nuestras constituciones actuales responde a esta sensibilidad, espe-
cialmente mediante la instauración de sistemas de frenos y contrapesos en el sistema político, entre
los que destacan las garantías constitucionales como límites a la legislación democrática. Así, estas
garantías están diseñadas no tanto, aunque también, para limitar la posibilidad de error en las deci-
siones tomadas por mayorías que honestamente creen haber sido imparciales y haber decidido algo
por el bien común, sino sobre todo para limitar las leyes de clase, el faccionalismo, la opresión
de la minoría por parte de la mayoría, los abusos, etc. Los sistemas constitucionales actuales mues-
tran una clara desconfianza, no ya hacia la ciudadanía, sino hacia los propios representantes, y
ello a pesar de haberles concedido una independencia real de sus electores casi completa. Fre-
cuentemente estos mecanismos son tutelados por cuerpos técnicos, no democráticos, como los tri-
bunales en el caso del control judicial de constitucionalidad de las leyes.
152
Ésta es una de las ideas que circulan en el trasfondo de las críticas de Carl SCHMITT al
parlamentarismo. Si la democracia, a pesar de su apariencia deliberativa y de compromiso con los
intereses de todos, se convierte en una lucha de los partidos por el poder, si el Parlamento se con-
vierte en un espacio de negociación y no de argumentación seria y racional, si las elecciones lo
que producen es el partidismo y, por tanto, la renuncia a la imparcialidad, etc., entonces es mejor
disolver la democracia. Véase SCHMITT, 1923.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 260

260 JOSÉ LUIS MARTÍ

en sus elecciones y por lo tanto lo que comienza siendo una concepción


elitista democrática pasa a ser directamente anti-democrática 153, o bien
debilitan la tesis de las desigualdades epistémicas, aceptando que la ciu-
dadanía puede ejercer en condiciones aceptables cuanto menos un control
y seguimiento de las acciones de sus representantes, con lo cual debilitan
su desconfianza hacia la misma, y no hay razones entonces para no acep-
tar que dicha ciudadanía no pueda tomar algunas decisiones por su cuenta
o no pueda dar determinadas instrucciones a sus representantes, limitando
su independencia 154. Y este dilema demuestra que el elitismo democrático
es inestable. O se toma en serio las razones por las que es elitista, y enton-
ces deja de ser democrático, o se toma en serio las razones para ser demó-
crata, pero entonces pierde sentido mantener el elitismo. Trasladando este
argumento al ámbito de la democracia deliberativa, los que defienden una
concepción elitista de la misma deben elegir entre renunciar a su dimen-
sión democrática, o deben renunciar a sus presupuestos elitistas.
Ahora bien, si nos repugna la idea de excluir, como decía antes, un 10
o un 20 por 100 de la población de la participación política es porque valo-
ramos sumamente los principios de libertad e igualdad política que fun-
damentan la democracia, y porque es imposible frenar el riesgo de domi-
nación de la élite que gobierna sobre el resto de la población. Dicho de
otro modo, la inestabilidad de la concepción epistémica elitista de la demo-
cracia pone de manifiesto algo que ya vimos en el capítulo V: la necesi-
dad de respetar ciertos valores sustantivos.

Argumentos sustantivos en favor de la democracia deliberativa


republicana

Además de la inestabilidad interna de la concepción elitista de la demo-


cracia deliberativa, existen diversos argumentos de tipo sustantivo, rela-
cionados con los valores que mencioné en el apartado 2 del capítulo V en
justificación del modelo general de democracia deliberativa. El primer
argumento ya lo he mencionado. Un sistema democrático deliberativo eli-
tista que restrinja la participación directa en la toma de decisiones a aque-
llos ciudadanos que cuenten con una mayor competencia epistémica, aun
en la hipótesis de que pudieran ser efectivamente seleccionados, introduce
graves riesgos de dominación, ya que resulta imposible evitar la posibili-
dad de que los integrantes de dicha élite no gobiernen en aras del bien
común o del interés general, sino en el suyo propio. Es más, aunque fuesen
153
SANDERS, 1997: 354-359.
154
Al contrario, considerando la posibilidad de manipulación de la información, de la agenda
política e incluso de las preferencias de los ciudadanos por parte de los representantes, lo que
debemos hacer es precisamente hacerlos más dependientes de la ciudadanía.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 261

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 261

realmente honestos y benevolentes, y tuvieran siempre en cuenta los inte-


reses del resto de la ciudadanía, seguiría existiendo dominación, puesto
que ésta no depende de las concretas acciones que puedan interferir en la
libertad de los demás, sino en de la posibilidad de hacerlo impunemente
en el futuro 155.
Sólo podemos evitar la dominación si permitimos que todos los ciu-
dadanos ejerzan su cuota de participación en la autonomía política. Las
decisiones políticas son usualmente las decisiones más importantes que
afectan la convivencia de los miembros de una determinada comunidad.
Si esas decisiones quedan en manos de una minoría selecta (pero no electa)
de individuos, aunque el fin sea el de asegurar o maximizar la corrección
de tales decisiones, debemos concluir que los miembros de esa comuni-
dad no son realmente libres. Proteger la libertad de alguien implica pro-
teger también su derecho a equivocarse 156. Por supuesto que también pre-
tendemos hacer un uso «correcto» de dicha libertad, esto es, que queremos
utilizar nuestra libertad para tomar decisiones correctas, y no incorrectas.
Pero estamos dispuestos a asumir el riesgo de la incorrección de las deci-
siones tomadas, siempre que sean nuestros propios errores. Como dije en
el capítulo anterior, sólo tiene sentido reconocer la autonomía privada a
aquellas personas que consideramos que la pueden ejercer con racionali-
dad y responsabilidad. Pero entonces no tenemos ninguna razón para pensar
que no van a tener la misma capacidad de hacerlo en el ejercicio de la
autonomía pública o política.
En consecuencia, un sistema político que no permite participar a los
miembros de la comunidad en la toma de decisiones políticas es un sis-
tema que destruye una parte de la libertad de sus individuos (aun en el
caso que proteja otra parte de dicha libertad, la correspondiente a la auto-
nomía privada), una libertad que debe contemplar la posibilidad de come-
ter errores 157. Ahora bien, ya vimos en el capítulo V que el valor de la

155
Recordemos los ejemplos del esclavo o del matrimonio musulmán en un país integrista.
No importa que el amo o el marido no interfieran realmente en los cursos de acción del esclavo
o de la esposa porque la estructura relacional en la que se encuentran sigue siendo de dominación.
Véase el subapartado anterior.
156
Tratemos de imaginarnos el mismo caso en el nivel estrictamente individual. Suponga-
mos que lo único que yo valoro en el curso de mi vida es la corrección de las decisiones que tomo
y que afectan dicho desarrollo. Si un tercero tiene mayores capacidades que yo para conocer mis
propios intereses y saber qué decisiones los satisfacen mejor, y si además puedo confiar plena-
mente en su honestidad, ¿por qué no dejarle que decida al menos las cuestiones más importantes
de mi vida? Seguramente él tiene más probabilidades de tomar las decisiones correctas que yo.
Mi vida sería, al menos en este sentido, «mejor». Pero habría ciertamente renunciado a mi liber-
tad y es probable que sintiera que una vida así, sometido continuamente a las decisiones paterna-
listas de otro, aunque «mejor» desde algún punto de vista, no merece ser vivida.
157
Véase WARREN, 1996b: 256-258. Por supuesto, y a diferencia del caso de la libertad indi-
vidual, aquí los errores de una mayoría pueden afectar a una minoría, y ésta no consentirá fácil-
mente en asumir dichos errores como «suyos».
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 262

262 JOSÉ LUIS MARTÍ

autonomía estaba siempre vinculado al valor de la igualdad política


básica, porque de hecho ambos derivan del valor aún más básico de la
dignidad humana expresada en el principio de igual consideración y res-
peto. Esto es, reconocer en los seres humanos esta dignidad general
implica tratarlos con igual consideración y respeto, y ello a su vez sig-
nifica respetar su libertad como agentes racionales y autónomos, así como
reconocer una igualdad intrínseca que prohíba cualquier tipo de discri-
minación.
Es de esta igualdad intrínseca que se deriva el principio de igualdad
política, según el cual todos los ciudadanos deben poder participar en con-
diciones de igualdad en el autogobierno de su comunidad. De modo que
la libertad política mencionada, correctamente entendida, incorpora ya este
principio de igualdad política básica, que subyace a los ideales democrá-
ticos, y que a su vez se compromete con la idea de igualdad de influencia
política efectiva. Las soluciones elitistas que consisten en excluir a una
parte de la población del ámbito político nos repugnan porque implican
una dominación de una parte de la población hacia otra, y vulneran así no
sólo el principio de autonomía de unos cuantos, sino también el de igual-
dad política.
El defensor de la concepción elitista podría sofisticar su posición y
decir que, según una interpretación posible del principio de igualdad polí-
tica, dicho principio no exige tanto la participación efectiva de los ciu-
dadanos en la toma de decisiones, o el que éstos tengan una cuota igual
en la capacidad de determinar las decisiones finales, como la igual con-
sideración de los intereses de todos 158, y que esto no sólo se puede con-
seguir desde un esquema elitista de toma de decisiones, sino que además
precisamente por gozar de un mayor valor epistémico dicho diseño eli-
tista está en mejor situación para lograrlo. La igual consideración de los
intereses de todos no implica dar el mismo valor a todas las preferencias
y opiniones de la ciudadanía, puesto que dichas preferencias y opiniones
no necesariamente reflejan el conjunto de intereses políticamente rele-
vantes. En todo caso, deberemos dar el mismo valor a las preferencias y
opiniones que merezcan el mismo valor. Y seguramente no tienen el
mismo valor las preferencias de una persona con mayor competencia epis-
témica y mayor información que las de alguien con una competencia epis-
témica casi nula, por la sencilla razón de que la primera tendrá, por defi-
nición, mayores probabilidades de formular juicios correctos. Reconocer

158
Efectivamente, la democracia deliberativa entiende que la igualdad política básica implica
al menos esta igual consideración de los intereses de todos. Véanse MILL, 1860: 83; MANIN, 1987:
352 y 359; SUNSTEIN, 1988: 1539; COHEN, 1989a: 22; KNIGHT y JOHNSON, 1994 y 1997: 288 y 313,
nota 31; BOHMAN, 1996: 27; GUTMANN y THOMPSON, 2000: 161; YOUNG, 2001: 103; FISHKIN y
LASLETT, 2003: 2; y PETTIT, 2003: 157.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 263

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 263

el mismo peso a las preferencias de estas dos personas sería, de hecho,


injusto 159.
Ahora bien, establecer este tipo de diferencias epistémicas es proble-
mático por diversas razones. Las dos primeras ya las hemos mencionado.
Primero, resulta casi imposible establecer mecanismos fiables de selec-
ción de las personas que cuentan con una mayor competencia epistémica.
Y, segundo, y más grave, no tenemos forma ni siquiera aproximada de
seleccionar a personas que sean suficientemente honestas como para ase-
gurar que no se aprovecharán de su mayor capacidad de influencia polí-
tica en su propio beneficio, en lugar de proteger y promover los intereses
de todos. Es cierto que estas dos razones sólo muestran cómo el elitismo
democrático es inestable, pero no descartan todavía formas más abierta-
mente elitistas, ya no democráticas 160. Pero situados ahora en el plano del
elitismo anti-democrático, es suficiente con presentar las razones más
generales en favor de la democracia basadas en los valores de igualdad.
Así que, tercero, a pesar de las desigualdades epistémicas, es necesario
que todo individuo tenga la posibilidad de expresar su opinión y punto de
vista para tener una comprensión adecuada de los intereses de todos 161.
Y, cuarto, no podemos hacer compatible la idea básica de la dignidad y
el principio de igual consideración y respeto si no permitimos, al menos
formalmente, que todos los ciudadanos puedan participar en condiciones
de igualdad en la determinación de los asuntos públicos, y si no permiti-
mos también que los individuos autónomos puedan cometer sus propios
errores 162.
159
Así lo pensaba también MILL, que aunque fuera un exponente de la teoría de la repre-
sentación republicana también poseía rasgos marcadamente elitistas, como su defensa de la teoría
del voto múltiple, esto es, que las personas con mayor capacidad o formación deben disponer de
dos o más votos (MILL, 1860: 106-115). MILL es tajante al excluir la posibilidad de que la riqueza
o el sexo puedan servir como criterio para determinar «la pluralidad de votos». Sólo la formación
y capacidad de cada ciudadano son relevantes. Según el propio MILL, un sistema de graduación
en el voto no sólo no es contrario al principio de igualdad política, sino que lo respeta mejor que
un sistema de «un hombre, un voto», y siempre que los que posean dicho privilegio no puedan
«anular al resto de la comunidad».
160
Recordemos que no descartan el elitismo más burdo consistente en «dejar fuera» del
ámbito político al 10 o 20 por 100 de la población con una menor competencia epistémica.
161
No es necesario comprometerse con la idea de que nadie es el mejor juez de sus propios
intereses que uno mismo. Basta con aceptar la existencia de cargas del juicio, esto es, de sesgos
cognitivos que dependen de las experiencias que cada uno ha tenido o de la forma de analizar los
problemas que uno ha adquirido. Sobre la idea general de cargas del juicio, véase RAWLS, 1993:
55 y 56; aunque esta intuición aplicada a la representación de los intereses estaba ya en MILL,
1860: 57. Un grupo de sabios bienintencionados puede tener el objetivo sincero de determinar cuál
es el conjunto de intereses políticamente relevantes, pero descuidar involuntariamente determina-
dos intereses por la sencilla razón que las personas titulares de tales intereses no tuvieron la opor-
tunidad de declararlos públicamente.
162
Según PITKIN y SHUMER: «Sólo la deliberación pública y la acción política permite
que los ciudadanos materialicen, y sean conscientes de, su dignidad y de sus capacidades
como agentes y jueces responsables». (PITKIN y SHUMER, 1982: 44). La misma idea en DAVIS,
1964: 39.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 264

264 JOSÉ LUIS MARTÍ

Por cierto, con respecto a este último punto es necesario efectuar dos
consideraciones ulteriores. Primero, todos podemos cometer errores en
nuestras decisiones, también los individuos con una mayor competencia
epistémica. Ahora, ya mencioné que la «tesis epistémica elitista», que sos-
tiene que existen desigualdades epistémicas, puede ser interpretada de
diversos modos. A los defensores del elitismo epistémico les convendría
que las desigualdades fueran acentuadas y abruptas, esto es, que una mino-
ría de la población tuviera una competencia epistémica mucho mayor que
la de la gran mayoría de la población, que se encontraría a mucha distan-
cia. Y tal vez ésta fue efectivamente la distribución epistémica en deter-
minados momentos de la creación de las democracias representativas. Sin
embargo, la distribución real, hoy, se asemeja más a un continuo, y más
allá de cuán grande sea la diferencia entre los «primeros» y los «últimos»
de esta curva, lo cierto es que resultaría difícil establecer un punto de corte
a partir del cuál poder hacer distinciones tan relevantes como el derecho
de participación política. Y lo importante es que por nuestra dignidad nos
consideramos autónomos y por lo tanto responsables de nuestros propios
errores. Y en consecuencia que las decisiones propias, aun equivocadas,
poseen mayor valor que las decisiones ajenas (que las decisiones ajenas
sobre nuestras vidas). Nuestra dignidad hace que prefiramos tomar nues-
tras decisiones, cometer nuestros propios errores, y aprender de ellos, a
vivir gobernados por las decisiones de otros 163.
Alguien podría decir que la tensión entre la posibilidad de error y el valor
de la decisión propia está abierta al cálculo. Esto es, si la probabilidad de
que el pueblo se equivoque en una decisión propia ante dos alternativas es
de un 40 por 100, mientras que la probabilidad de que se equivoque un grupo
de expertos sobre esa misma decisión es de un 5 por 100, tal vez sea prefe-
rible dejar la decisión en manos de los expertos. Si la diferencia, en cambio,
es de un 30 por 100 frente a un 20 por 100, entonces puede vencer el valor
de la decisión propia y merece la pena correr el riesgo del error. Pero este
tipo de cálculos descuida precisamente que la dignidad no puede estar sujeta
a mercadeo. Que el pueblo tome sus propias decisiones es una cuestión de
dignidad, y no puede ser derrotada por ninguna otra consideración 164.

163
MILL, 1860; PITKIN y SHUMER, 1982; y WALDRON 1999a. Hay además una cuestión psi-
cológica aquí. Por lo general nos resulta más fácil, psicológicamente, asumir las consecuencias
deficientes de una decisión propia que las de una decisión ajena.
164
Al menos siempre que los ciudadanos conserven su capacidad de tomar decisiones autó-
nomas. Por supuesto que en los casos en los que verdaderamente se anula la autonomía, cuando
se encuentra en una situación de extrema irracionalidad, como cuando es presa del pánico ante
una catástrofe natural, las decisiones no quedan amparadas por el principio de dignidad. No es
que los ciudadanos pierdan su dignidad intrínseca, pero en la medida en que no sean autónomos
sus decisiones pierden el valor que les confiere tal dignidad. Se trata, en todo caso, de situacio-
nes extremas en las que el argumento de la dignidad no puede actuar de barrera frente a las con-
sideraciones elitistas epistémicas.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 265

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 265

La segunda consideración que quería hacer con respecto al principio


de igualdad y la participación efectiva de todos los ciudadanos en la toma
de decisiones es la siguiente. Aunque la concepción republicana defienda
la inclusión total de todos los ciudadanos en los procesos de toma de deci-
siones, la propia idea de representación implica que no todos ellos van a
poder tomar parte al menos de las estructuras representativas. Por más pro-
porcional que sea la representación, ningún órgano representativo puede
ser un fiel reflejo de la pluralidad y riqueza de la sociedad. Y algunos
grupos desaventajados pueden resultar sistemáticamente excluidos de tales
estructuras 165. Algunas autoras feministas han criticado la democracia deli-
berativa precisamente por haber diseñado un modelo de participación con
«poca sensibilidad» hacia la representación específica de dichos grupos.
Melissa WILLIAMS ha sostenido por ejemplo que la democracia delibera-
tiva es difícilmente compatible con un modelo de representación de grupos
por cuotas, e Iris YOUNG y Jane MANSBRIDGE han criticado al modelo de
Amy GUTMANN y Dennis THOMPSON por no hacer suficientemente explí-
cito el principio de inclusión, por no ser suficientemente sensible a las
diferencias entre los ciudadanos, por no enfatizar la importancia de la «pre-
sencia real» de los representantes de cada grupo, o por no recalcar el papel
de la empatía necesaria para ponerse en lugar del otro y comprender sus
puntos de vista 166.
Pero el problema de la exclusión de grupos desaventajados se agrava
cuanto mayor sea la independencia de los representantes y cuanto menor
sea el espacio para la participación directa de la ciudadanía. La demo-
cracia deliberativa republicana, precisamente al reivindicar un principio
de igualdad política entendido como igualdad de influencia efectiva y al
prohibir cualquier tipo de dominación, se halla en mejor situación de com-
batir cualquier tipo de discriminación sistemática o estructural como la
que señalan las feministas. Si el único foro relevante políticamente para
tomar decisiones es el Parlamento, y si además los representantes que
forman parte de él deliberan y toman sus decisiones con una casi com-
pleta independencia de sus electores, el nivel de exclusión de opiniones
e intereses es muy superior al que tendríamos si establecemos vínculos
más estrechos entre representantes y representados, si nos tomamos en
serio y promovemos la participación y deliberación informal que tiene
lugar en la esfera pública no institucional y si, además, creamos algunos

165
Sobre la noción de grupos desaventajados, véanse GARGARELLA, 1999b y FISS, 1976.
166
Véanse WILLIAMS, 2000; YOUNG, 1999: 155, y 2001: 108-112; y MANSBRIDGE, 1999: 255.
Concretamente sobre la cuestión de la representación de grupos y la democracia deliberativa,
véanse MANSBRIDGE, 1992; SQUIRES, 2000; WILLIAMS, 2000; y DE GREIFF, 2000a. Para la litera-
tura feminista que se encuentra tras estas consideraciones, véanse principalmente YOUNG, 1990;
BENHABIB, 1992a; PHILLIPS, 1995; y WILLIAMS, 1998. Para una defensa general de la democracia
deliberativa ante las críticas feministas, véase BENHABIB, 1994: 39-41.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 266

266 JOSÉ LUIS MARTÍ

mecanismos institucionales, aunque sean marginales, de participación di-


recta 167.
Contra lo que supone WILLIAMS, no existe ninguna incompatibilidad
entre el ideal deliberativo y la representación de los grupos por cuotas. Tal
vez esta idea de la representación no sea conveniente, pero no será en todo
caso por una deficiencia del ideal de la democracia deliberativa, y mucho
menos de su interpretación republicana. Y contra la apreciación de YOUNG,
hemos tenido oportunidad de ver en diferentes capítulos de este libro que
el modelo deliberativo se caracteriza por un fuerte principio de inclusión
democrática que aboga por la consideración de todos los intereses rele-
vantes, prefiriendo que la defensa de dichos intereses se vehicule a través
de argumentos directamente formulados por los afectados en cada caso.
De igual modo, he dicho en diversas ocasiones que el ideal deliberativo
es altamente respetuoso del hecho del pluralismo y la diversidad, como
condición del propio modelo. Como algunas de las propias feministas han
señalado, las diferencias profundas de opinión, de estilo de vida, de con-
cepciones del mundo, etcétera, existentes entre diferentes individuos y
diferentes grupos, lejos de ser un problema para la democracia delibera-
tiva, son una fuente de riqueza para la deliberación y el intercambio de
argumentos 168. De modo que, como he dicho, la existencia de grupos desa-
ventajados que son excluidos permanentemente del ámbito político no es
una razón contra la concepción republicana, sino en todo caso en contra
de la elitista.
Por todas estas consideraciones, la concepción republicana de la demo-
cracia deliberativa se muestra también superior a la elitista a la hora de
respetar y honrar los valores sustantivos de igualdad y dignidad básicas,
especialmente el de igualdad política, que justificaban el modelo general
de democracia deliberativa. Finalmente, también se pueden mencionar

167
Véase BESSON, 2004. Así lo reconocen también MANSBRIDGE, 1992 y 2000; y YOUNG,
1995.
168
Entre las que han enfatizado este punto, véase BENHABIB, 1989, 1990, 1992a, 1994 y 1996;
la propia YOUNG, 1993, 1996 y 1997; y MANSBRIDGE, 1999. Existe únicamente un discurso de la
diferencia que el modelo deliberativo no puede acomodar, y es el de ciertas versiones del femi-
nismo radical. El ideal deliberativo parte de la idea de que la comunicación y el entendimiento
son posibles, y de que, en consecuencia, los argumentos que se formulan aspiran a ser intersub-
jetivamente válidos. Todas aquellas teorías que consideran que existen formas masculinas y feme-
ninas de razonamiento distintas, y niegan con mayor o menor contundencia la posibilidad de enten-
dimiento, chocarían centralmente contra el ideal de la democracia deliberativa. Dos conocidas
versiones de esta posición radical son GILLIGAN, 1982 y MACKINNON, 1989. En un sentido un poco
distinto, y como muestra YOUNG, la democracia deliberativa tampoco es compatible con aquellas
concepciones políticas que entienden la actividad política como lucha y confrontación desde posi-
ciones fuertemente activistas. Véase YOUNG, 2001. Aunque véase, en contra de esta incompatibi-
lidad, MANSBRIDGE, 2006. Para un tratamiento de las tesis de la diferencia desde el modelo de la
democracia deliberativa, incluyendo las versiones radicales de la democracia agonista, véase
DRYZEK, 2000a: cap. 3.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 267

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 267

otros valores sustantivos secundarios en favor de esta concepción repu-


blicana de la democracia deliberativa. Por ejemplo, recordemos que la
democracia deliberativa es valiosa también porque los ciudadanos, a través
de la participación política especialmente en foros deliberativos, adquie-
ren una formación y determinados valores que un sistema rígido de divi-
sión elitista del trabajo no permitiría 169. Así, podemos afirmar, con MILL,
que cuando el ciudadano participa en los asuntos públicos «llega a enten-
der que forma parte de la comunidad, y que el interés público es también
el suyo», de modo que la participación funciona como una «escuela de
espíritu democrático» 170. Y también que un sistema basado en una parti-
cipación más directa de todos los ciudadanos en la toma de decisiones
políticas, o con un mayor protagonismo de éstos en la vigilancia y el con-
trol de la acción de los representantes asegura una mayor estabilidad polí-
tica, contra lo que muchos elitistas pueden suponer, ya que es más fácil
que los ciudadanos sientan las decisiones políticas como suyas y por lo
tanto obedezcan el conjunto del derecho 171.
Hasta aquí mi análisis de los argumentos sustantivos que muestran la
superioridad de la concepción republicana de la democracia deliberativa.
Es importante no creer que al elegir entre una concepción elitista y una
concepción republicana lo hacemos entre una opción que tiene valor epis-
témico pero no sustantivo y una que no tiene valor epistémico pero sí sus-
tantivo. Se trata de elegir en cambio entre un modelo con un poco más de
valor epistémico que a cambio sacrifica importantes dosis de los valores
sustantivos mencionados, frente a otro modelo que también posee valor
epistémico, aunque sea en un grado inferior, pero a cambio respeta dichos
valores básicos 172. En definitiva, y sumado al problema de la inestabili-
dad del elitismo democrático, he tratado de utilizar los argumentos que en
el capítulo anterior sirvieron para justificar la democracia deliberativa en
general, ahora en favor de la concepción republicana, y por tanto en contra
de un sistema elitista que aspire únicamente a maximizar la probabilidad
de acierto en la toma de decisiones.

169
Véanse las referencias citadas en la nota 80 del capítulo V, y en la 131 de este mismo
capítulo.
170
MILL, 1860: 43, también 40-42.
171
No entraré a discutir el complejo concepto de estabilidad política. Para un excelente aná-
lisis, véase GARZÓN, 1987. Recordemos que uno de los argumentos citados frecuentemente por
los elitistas es el de la estabilidad, presuponiendo que las decisiones tomadas por la ciudadanía
son necesariamente «mudadizas», «inconstantes», por no decir «pasionales», mientras que las
tomadas por la élite son no sólo «sabias», sino también «reposadas» y «reflexionadas». Ahora
bien, el modelo de la democracia deliberativa, que exige justamente un proceso de reflexión y
argumentación colectiva, asegura que las decisiones finales sean meditadas. Y además el hecho
de que los ciudadanos hayan participado en la toma de decisiones permite aventurar predecir que
habrá un mayor grado de seguimiento de las mismas.
172
De cómo la deliberación contribuye a evitar la tiranía de la mayoría, véanse MILL, 1860:
91; FISHKIN, 1991: 63-74; y BOHMAN, 1996: 35 y 36.
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268 JOSÉ LUIS MARTÍ

3. LOS ARGUMENTOS DE LA DIVISIÓN DEL TRABAJO


Y DEL COSTE DE LA DELIBERACIÓN

«El pueblo que detenta el poder soberano debe hacer


por sí mismo todo aquello que pueda hacer bien; lo que no
pueda hacer bien lo hará por medio de sus ministros».
MONTESQUIEU, Del espíritu de las leyes, 1748.

Las últimas dos objeciones habituales contra la democracia delibera-


tiva que quiero examinar en este libro en realidad se dirigen contra la ver-
sión republicana de la misma, y por ello he esperado hasta este momento
para discutirlas. Se trata de los argumentos de la división del trabajo y del
coste de la deliberación, y están estrechamente relacionados, así que los
abordaré conjuntamente.
El argumento de la división del trabajo sostiene que dado el tamaño y
complejidad de nuestras sociedades actuales hace que no sea posible orga-
nizar las tareas, cargas y funciones de la comunidad si no es tomando como
criterio un principio estricto de la división del trabajo 173. La política no
escapa a estas funciones, y no podemos pretender que todos los ciudada-
nos destinen el tiempo y el esfuerzo necesarios para poder participar polí-
ticamente, además de tener respectivamente obligaciones específicas con
sus profesiones o tareas respectivas. De ello deben encargarse, en cambio,
los individuos especialmente designados para esta función, los políticos 174.
Y si este argumento ha venido utilizándose para justificar las democracias
representativas desde su fundación, todavía es más aplicable, si cabe, en
el actual momento de especialización y tecnificación del conocimiento.
Entrados en el siglo XXI, no podemos exigir a nuestros ciudadanos que
posean los conocimientos necesarios sobre todas las complejas y diversas
materias sobre las que versa la legislación. Es más, si participar política-
mente implica la participación en un proceso deliberativo, hay que tener
en cuenta que una deliberación pública entre varios millones de personas
es imposible de realizar, así que hay buenas razones para confiar la deli-
beración a los especialistas que pueden ocuparse de ella 175.
El argumento de la división del trabajo se presenta como una cuestión
de eficiencia. Lo que presupone es que cualquier otro modo de organi-
zarse sería demasiado costoso, y por esa razón, en última instancia, colapsa
173
Sobre la idea de la división del trabajo desde la perspectiva de la democracia delibera-
tiva, véase CHRISTIANO, 1996a: 123-125.
174
Lo que a cada ciudadano le interesa es que las decisiones políticas sean adecuadas y justas,
y ya tiene suficientes preocupaciones en su «vida ordinaria» como para ocuparse además de las
cuestiones políticas en su «tiempo libre». Es más racional dejar que sean los especialistas los que
se ocupen de estas cuestiones.
175
Véanse WALZER, 1999: 68; BELL, 1999: 74; y LAPORTA, 2000: 21 y 22, y 2001.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 269

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 269

con el argumento del coste. No obstante, también es habitual presentarlo


vinculado a una apelación a la libertad individual: no podemos obligar a
los ciudadanos a participar en los asuntos públicos, y especialmente en la
toma de decisiones políticas, a riesgo de ser paternalistas o perfeccionis-
tas. Cada individuo traza libremente sus planes de vida, que incluyen tam-
bién el interés por, y la participación en, la esfera pública política.
La crítica del coste sostiene que una razón por la que no está justifi-
cado implementar el ideal de la democracia deliberativa es que ello resul-
taría demasiado costoso 176. Los costes pueden ser temporales, de esfuer-
zos personales empleados o directamente económicos. Aunque la objeción
del coste es relevante en general para cualquier versión de la democracia
deliberativa, no cabe duda que es especialmente grave en el caso de la ver-
sión republicana, que exige mayores despliegues del proceso delibera-
tivo 177. Los costes temporales derivan de que el procedimiento exige que
los participantes expongan y debatan todos sus argumentos en favor de sus
respectivas preferencias 178. Además, el coste temporal específico del pro-
cedimiento deliberativo puede ser pequeño en el caso de que los partici-
pantes en la toma de decisiones sean pocos, pero crece exponencialmente
a medida que aumentamos el número de estos 179. A su vez, el coste tem-
poral puede redundar en un coste de exclusión, ya que si participar en un
proceso deliberativo dilata el tiempo de participación, ello puede excluir
a aquellos ciudadanos que no dispongan del tiempo suficiente 180.
El coste de esfuerzo personal se refiere básicamente a que los partici-
pantes deben interesarse por los asuntos públicos, hacer un seguimiento más
o menos estrecho de las acciones de sus representantes, participar en los
espacios de participación directa o semidirecta abiertos institucionalmente,
y participar, en último término, en la deliberación pública informal 181. Y

176
Véase REICH, 1988: 154; LAPORTA, 2000: 21, y 2001; DRYZEK, 2001; y SHAPIRO, 2002:
121. Sobre el problema de los costes de la participación, DOWNS, 1956.
177
En realidad, la objeción del coste, en sus tres elementos (el temporal, el personal y el eco-
nómico), ha sido formulada sin tener una idea clara de los procesos deliberativos concretos de los
que se predica dicho coste. En consecuencia, si no sabemos cuáles son los mecanismos institu-
cionales concretos implicados por las propuestas de los deliberativistas, resulta imposible cuanti-
ficar con precisión los costes de dichos mecanismos y compararlos con los costes de los meca-
nismos actuales (o de cualquier otra propuesta alternativa).
178
Sin duda eso es más costoso temporalmente que si votaran directamente y agregaran des-
pués los votos. Véanse DAHL, 1970: 33 y 34; y ELSTER, 1983a: 17. No sabemos si sería más cos-
tosa temporalmente la deliberación o la negociación, pero no hay duda de que las dos son más
costosas que el voto.
179
La ecuación de cálculo del coste temporal no es nada sencilla. No depende únicamente
del tipo de proceso, ni del número de participantes, ni de la complejidad de las cuestiones que
deben ser decididas, ni del número de alternativas presentadas, etc. Pero podemos asegurar que
todos estos factores aumentan el coste temporal caeteris paribus.
180
SANDERS, 1997: 363.
181
Tampoco en este caso resulta fácil saber si la deliberación es más costosa que la nego-
ciación. Tal vez no sea así. Pero en todo caso las dos son más costosas que el voto.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 270

270 JOSÉ LUIS MARTÍ

este coste es visto como inasumible, presuponiendo que los ciudadanos no


estarán dispuestos a hacerlo. Por último, también existen costes económi-
cos, más allá de la traducción en términos económicos de los costes tem-
porales y personales, derivados de abrir la deliberación política a todos los
ciudadanos 182.
Ahora, una vez presentados los dos argumentos, tengo que decir que
aunque señalan aspectos importantes de la implementación práctica del
ideal, ninguno de ellos presenta un desafío realmente importante contra el
mismo, al menos por dos razones: porque descuidan que el modelo es un
ideal regulativo, y porque exageran el impacto de los fenómenos a los que
apuntan 183. En primer lugar, como ya he repetido en diversas ocasiones,
el modelo de la democracia deliberativa establece un ideal regulativo hacia
el que debemos tender, no un estado de cosas que necesariamente debe-
mos alcanzar. Así, las circunstancias de cada caso concreto establecen el
límite de lo que podemos conseguir en dicho caso en términos del ideal.
Pero nunca pueden ser una objeción contra el ideal mismo. El coste tem-
poral de la deliberación puede ser limitado en cada caso concreto en fun-
ción de las posibilidades, parando la discusión y procediendo a votar 184.
En otros casos, las decisiones políticas pueden involucrar cuestiones téc-
nicas tan complejas que sea recomendable no confiarlas a la ciudadanía,
sino dejarlas en manos de técnicos especialistas que puedan ser controla-
dos mediante algún mecanismo de rendición de cuentas 185.
Ahora bien, para saber cuándo es conveniente renunciar (total o par-
cialmente) a la deliberación o la participación, es necesario comparar los
costes específicos de estos procedimientos, es decir, los que agrega el hecho
de emplear tales procesos. Y en muchas ocasiones dichos costes específi-

182
Por ejemplo, ACKERMAN y FISHKIN han propuesto celebrar un Día de la Deliberación a
nivel nacional de los Estados Unidos, en que los ciudadanos que lo deseen pueden acercarse a los
foros locales de deliberación para participar en los asuntos públicos, recibiendo una compensa-
ción económica. El coste económico aproximado que ellos han estimado para este mecanismo es
de 15.000 millones de dólares anuales. Véase ACKERMAN y FISHKIN, 2002 y 2004. No considero
esta propuesta como paradigmática del diseño institucional de la democracia deliberativa, pero
muestra que algunos deliberativistas sí se han preocupado por el problema del coste económico.
183
Algunos autores han resaltado otras deficiencias de estos argumentos. Por ejemplo, OVE-
JERO sostiene que «la descripción en términos de costes de la participación política es una peti-
ción de principio: se estipula que la actividad pública que requiere retribución es la única activi-
dad política», olvidando muchas «actividades diarias de las gentes de indiscutible condición cívica»,
desde una discusión en un café, hasta la militancia en una asociación ecologista, pasando por la
participación en asambleas de vecinos. Véase OVEJERO, 2002: 184-187.
184
Podemos modular el tiempo de la deliberación dependiendo de la importancia (simbólica
o real) de cada decisión, del órgano al que nos referimos, del número de participantes, de la com-
plejidad de las decisiones, del número de alternativas, etc.
185
Aun en estos casos, aunque la participación de la ciudadanía deba ser excluida, aún pode-
mos defender el proceso deliberativo como método de toma de decisiones frente a otras alterna-
tivas. E incluso podemos pensar en algún mecanismo complementario de participación popular,
como en el caso de la función judicial y los jurados populares.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 271

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 271

cos son insignificantes, o al menos no tan grandes como para que sean
inasumibles. Si una ley del Parlamento, por ejemplo, tarda entre cuatro y
seis meses en cumplir los trámites parlamentarios, invertir dos o tres días
o una semana más en un debate parlamentario pausado y detallado, con
intervención de cualquier diputado que lo desee, y no sólo del portavoz
de los grupos parlamentarios, no implica una diferencia importante. La
diferencia de coste temporal sería, en este caso, lo suficientemente pequeña
como para ser asumida.
En segundo lugar, he dicho que las críticas expresadas por los argu-
mentos del coste y de la división del trabajo exageran el impacto de dichos
argumentos. La clave del argumento del coste reside en la noción de coste
asumible. El problema no está en saber si los procedimientos democráti-
cos deliberativos son más costosos que los de voto o negociación, sino en
si esos costes putativos son asumibles o no. El procedimiento general
menos costoso en términos temporales, personales y económicos es sin
duda el de una dictadura, donde una sola persona toma rápidamente deci-
siones, especialmente si lo hace, por ejemplo, lanzando una moneda al
aire, evitando así (el coste de) tener que evaluar la información y sopesar
las ventajas y desventajas de cada alternativa. Pero es evidente que lo único
que nos importa no es el coste del procedimiento.
Por otra parte, el criterio del coste actúa de tres maneras distintas en
la elección de un procedimiento, dependiendo de por qué se considere
«inasumible». Un procedimiento p puede ser inasumible porque es abso-
lutamente imposible ponerlo en práctica (que no tenemos tiempo o dinero
para hacerlo). Puede serlo también porque las ventajas de adoptar dicho
procedimiento p no superan a (o no compensan por) los costes específi-
cos de dicho procedimiento en comparación con los de otro procedi-
miento q 186. En este caso, el coste actúa como criterio primario, aunque
no por ello prioritario y mucho menos absoluto 187. Por último, el proce-
dimiento p puede ser inasumible porque encontramos un procedimiento q

186
Afirmar esto presupone que disponemos de una escala para comparar los beneficios de
un procedimiento en términos, por ejemplo, de legitimidad, con los costes temporales, humanos
y económicos de dichos procedimiento.
187
Por criterio primario entiendo aquí un criterio que debe ser tenido en cuenta en el primer
«balance de razones» en favor de un procedimiento u otro. Un criterio secundario, en cambio,
sería aquel que se aplica únicamente cuando tras este primer balance de razones, dos procedi-
mientos «quedan empatados». El criterio secundario actúa entonces únicamente bajo la cláusula
caeteris paribus. Esto es, si dos procedimientos son equivalentes desde el punto de vista de los
criterios primarios de elección, entonces, caeteris paribus, escogemos aquel que determinen los
criterios secundarios, por ejemplo, el procedimiento más simple. Criterio prioritario significa, en
cambio, que entre los diversos criterios primarios debemos dar más peso específico al (o a los)
prioritario(s). Y por criterio absoluto entiendo el criterio que se aplica frente a todos los demás,
independientemente de ellos, y que por lo tanto nunca puede ser derrotado. El hecho de que diga-
mos que hay costes asumibles y costes inasumibles indica al menos que no se trata de un criterio
absoluto, por razones conceptuales.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 272

272 JOSÉ LUIS MARTÍ

equivalente y menos costoso que p. En este tercer caso, el coste actúa como
criterio secundario, que sólo se aplica a procedimientos equivalentes desde
el punto de vista de los criterios primarios.
Ahora, descartando el primer caso, que no suele suceder (y cuando
sucede simplemente no podremos aplicar el ideal por una imposibilidad
práctica), tal vez los críticos que han presentado esta objeción consideren
que el procedimiento deliberativo es equivalente al del voto o al de la nego-
ciación. Tal vez piensen que los tres son procedimientos igualmente demo-
cráticos, y por lo tanto igualmente legítimos. Pero en los capítulos ante-
riores he mostrado que esto no es así. El procedimiento deliberativo posee
mayor valor epistémico y respeta mejor los valores sustantivos básicos que
nos importan. Por ello, es el procedimiento más legítimo, el único legí-
timo en aquellas circunstancias en las que puede ser aplicado. Así que tam-
poco el tercer caso es relevante. Por otra parte, el problema con el segundo
caso es que no está claro que el coste sea un criterio que pueda ser balan-
ceado con el de la legitimidad 188.
Pero incluso si consideramos al coste un criterio primario, y no secun-
dario, lo que sí es obvio es que no puede ser un criterio absoluto ni prio-
ritario respecto a los demás. La legitimidad, por ejemplo, parece ser mucho
más importante que el coste 189, así que aunque no la consideremos un cri-
terio absoluto, sí podemos afirmar que es cuanto menos un criterio pri-
mario prioritario con respecto al coste 190. Si esto es así, en algunas oca-
siones deberemos sacrificar una parte de la legitimidad del procedimiento
para evitar costes muy grandes, que nos impiden perseguir otros fines valio-
sos. Y una vez más, esto no afecta al modelo de la democracia delibera-
tiva entendido como ideal regulativo. De todos modos, la crítica es exa-
gerada porque olvida la posibilidad de una aplicación gradual del modelo,
la posibilidad de hacer pequeños sacrificios en términos de legitimidad
para ahorrar costes monumentales.
Con respecto al argumento de la división del trabajo, vimos que éste
tenía dos dimensiones: la eficiencia y la libertad. La dimensión de la efi-

188
Porque no está claro que podamos considerar al coste un criterio primario, y no única-
mente secundario. No es claro, por ejemplo, que podamos aceptar un menoscabo de la legitimi-
dad de una decisión sólo porque evitamos una parte del coste. Abiertamente en contra de esta posi-
bilidad, ACKERMAN y FISHKIN, 2002: 26.
189
La idea es que generalmente aceptamos costes mayores si la legitimidad aumenta, a menos,
tal vez, que los costes sean exorbitantes y el aumento de legitimidad muy pequeño.
190
Aunque sea muy difícil establecer un patrón de comparación entre legitimidad y coste,
podemos pensar la relación de esta forma. Todo coste (temporal, humano o económico) implica
un coste de oportunidad, dado que los recursos son siempre finitos. Si, por ejemplo, asegurar una
alta calidad deliberativa en la toma de decisiones me obliga a gastar todo el presupuesto impi-
diéndome destinar parte de esos recursos al cometido de las funciones básicas de la política, enton-
ces probablemente estaré siendo irracional.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 273

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA 273

ciencia remite en última instancia a los problemas de coste, así que sirve
la misma respuesta que les hemos dado a éstos. Y en relación con la dimen-
sión de la libertad, si bien es cierto que puede resultar paternalista o per-
feccionista obligar a los ciudadanos a participar, también puede serlo impe-
dirles dicha participación. Así que, en definitiva, aun si consideramos que
la participación política forma parte de los planes de vida de las personas,
para que el Estado sea completamente neutral al respecto debe permitir a
los ciudadanos la posibilidad de participar en procesos democráticos deli-
berativos 191.
Hasta aquí mi defensa contra las críticas del coste y la división del tra-
bajo. He intentado mostrar que ambas objeciones exageran el impacto de
ciertos fenómenos sociales y que, correctamente interpretadas, no supo-
nen ninguna amenaza para el ideal de la democracia deliberativa, tampoco
en su versión republicana. De todos modos, señalan límites prácticos impor-
tantes para el diseño institucional del modelo, y en ese sentido, deben ser
tenidas en cuenta a la hora de poner en práctica aquello que la democra-
cia deliberativa tiene de valioso.

191
Creo, además, que en la medida en que la participación política no es una actividad que
pertenezca al ámbito privado de los individuos, tampoco forma parte de sus planes de vida. De
todos modos, prefiero no abrir este debate, especialmente porque no es necesario para rebatir la
objeción de la división del trabajo por la razón mencionada en el texto.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 274
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CUARTA PARTE
UNA REPÚBLICA
DELIBERATIVA REAL
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07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 277

« — [...]. En cambio, mire lo que pasa aquí, Stevens.


Pasan los años y todo sigue igual. Lo único que hacemos
es hablar, organizar debates y aplazar las decisiones.
Cuando alguien tiene una buena idea, acaba por resul-
tar ineficaz con tantos comités por los que tiene que pasar,
y además la modifican hasta el infinito. Los pocos que
saben realmente de lo que están hablando acaban rele-
gados a un segundo plano por tantos ignorantes como
hay a su alrededor».
Kazuo ISHIGURO, Los restos del día, 1989.

Ningún modelo político normativo, ni siquiera un ideal regulativo, está


completo hasta que proporciona al menos unas claves generales para su
implementación en el mundo real. La filosofía política, siempre especu-
ladora, siempre fecunda, a menudo ha descuidado que su función primor-
dial es la de proporcionar fundamentos sólidos para la resolución de los
problemas y conflictos políticos. De nada serviría la discusión de los seis
capítulos anteriores si no nos guiara ahora en la difícil tarea del diseño
institucional. Hasta el momento he hablado mucho de teorías, tesis y mode-
los, y poco de la república deliberativa, el sistema político e institucional
que plasma los objetivos del ideal regulativo de la democracia delibera-
tiva republicana en el mundo real. La república deliberativa es, por tanto,
real. Real en el sentido de que es un objetivo que aspira a verse realizado
en la práctica. Real porque su configuración concreta debe depender nece-
sariamente de las circunstancias reales de cada momento y de cada comu-
nidad. Y real porque, si mis argumentos de los capítulos anteriores son
acertados, la república deliberativa no impone horizontes hacia los que
debemos tender, sino obligaciones concretas y actuales que no podemos
ignorar, deberes de reforma de nuestras instituciones insuficientemente
deliberativas que no podemos posponer.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 278

278 JOSÉ LUIS MARTÍ

Ya he dicho que el diseño institucional es necesariamente concreto y


particular a cada sociedad y momento determinados. Como he decidido
no centrar el análisis de este capítulo en ninguna sociedad específica, lo
que aquí sostenga no puede verse sino como un primer intento de acotar
al menos los principios más generales que deben guiar el diseño institu-
cional de la república deliberativa en las sociedades democráticas avan-
zadas de hoy. Es más, puesto que la relación entre lo que defenderé en
este capítulo y lo sostenido en los capítulos anteriores no es, en general,
de derivación lógica, alguien puede perfectamente discordar con el con-
tenido de este capítulo, sin por ello verse obligado a abandonar los pre-
supuestos normativos anteriores.
Otto NEURATH decía que la tarea filosófica se asemeja a la del mari-
nero al que se le ha estropeado la barca y se encuentra obligado a repa-
rarla en altamar, sin poder arribar a puerto, con las pocas herramientas de
que disponga, y a merced de las inclemencias del tiempo. Yo sólo agre-
garía que, afortunadamente, la filosofía no es una tarea tan solitaria. A
pesar de la escasez de herramientas, al menos somos muchos los marine-
ros que podemos ayudarnos unos a otros. Ahora bien, si ésta es la imagen
de la tarea filosófica, la del diseñador institucional es todavía menos alen-
tadora, pues se encuentra obligado a construir castillos sobre barcas que
todavía no han sido reparadas, careciendo de los materiales adecuados,
con los marineros trabajando todavía a sus pies, y ante las mismas incle-
mencias del tiempo. Peor todavía, para incrementar aún más su síndrome
de Sísifo, es frecuente que cuando ni siquiera ha podido terminar la cons-
trucción de una parte importante de sus castillos, los marineros que están
en la base decidan cambiar de barca.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 279

CAPÍTULO VII
LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN

«Pensar, analizar, inventar [...] no son actos anóma-


los, son la normal respiración de la inteligencia. [...] Todo
hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que
en el porvenir lo será».
Jorge Luis BORGES, «Pierre MENARD, autor del Quijote»,
en Ficciones, 1944.

Frecuentemente se ha criticado a los defensores de la democracia deli-


berativa por no presentar propuestas concretas de diseño institucional 1.
Sin embargo, esta crítica es injusta por dos razones. La primera es que la
discusión sobre la democracia deliberativa es relativamente reciente.
Aunque ya han transcurrido más de veinte años desde la aparición de los
primeros trabajos al respecto, hasta bien entrada la década de los noventa
no se generalizó la discusión del modelo y no se extendió el interés por
esta nueva concepción de la democracia. Y, como corresponde a un buen
hacer académico, la discusión se ha centrado inicialmente en los aspectos
teóricos más abstractos. De todos modos, como sostuvo James BOHMAN
en un artículo de 1998 de evaluación general de la literatura del modelo,
en realidad ya se ha emprendido firmemente el camino del diseño institu-
cional de la democracia deliberativa y, aunque queda mucho por hacer,

1
Se ha criticado, por una parte, la carencia de propuestas concretas de implementación de
los procedimientos deliberativos y, por la otra, la falta de evidencia empírica suficiente que apoye
las tesis básicas del modelo. Véase, por ejemplo, SANDERS, 1997; SCHAUER, 1997 y 1999; y GARD-
NER, 1998.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 280

280 JOSÉ LUIS MARTÍ

podemos afirmar que el modelo ha madurado lo suficiente en los últimos


años 2. Pero además desde 1998 se hayan presentado multitud de propuestas
de diseño institucional e incluso se han puesto ya en práctica algunas de
ellas 3.
No voy a analizar aquí todas estas propuestas. Básicamente porque cada
una de ellas merecería muchísima más atención de la que puedo prestarle
ahora. Así que deliberadamente me mantendré en unos niveles de abstrac-
ción más altos. Como ya he dicho, mi objetivo en este capítulo es abrir la
discusión del diseño institucional y plantear las líneas generales del mismo,
sin necesidad de afrontar todas las discusiones concretas pertinentes.
Comenzaré con algunas reflexiones introductorias sobre el diseño institu-
cional en general. Después revisaré algunas medidas de reforma constitu-
cional y de diseño de la estructura política básica de una república deli-
berativa. Y terminaré el capítulo mencionando algunas de las medidas del
diseño de procedimientos deliberativos no institucionales en la esfera
pública, y de algunos procedimientos deliberativos institucionales que ser-
virán para tener una idea más concreta de la república deliberativa en acción.

1. SOBRE EL DISEÑO INSTITUCIONAL DE UN IDEAL


REGULATIVO

«the discussion of institutional questions, (…), which may


seem at first unphilosophical, is in fact unavoidable».
RAWLS, A Theory of Justice, 1971.

Diseñar una institución significa crear y dar forma a una nueva insti-
tución o modificar una ya existente. Contra la opinión de algunos autores,
el buen diseño institucional no tiene como condiciones únicas la coheren-
cia interna y un buen encaje en el entorno, sino también, y principalmente,
la adecuación a unos principios externos de carácter normativo 4. En la
ciencia política suele pensarse al diseñador institucional como un técnico

2
BOHMAN, 1998: 401 y 412-422.
3
Véase, por ejemplo, FISHKIN, 1991, 1995 y 1999; WRIGHT, 1995 y 2000; MURRAY, 1998;
COHEN, ROGERS, SABEL, FUNG y LOVINS, 2000; FISHKIN y LUSKIN, 2000a y 2000b; BAIOCCHI, 2001;
FUNG y WRIGHT, 2001; ACKERMAN y FISHKIN, 2002 y 2004; FUNG, 2004; MENDELBERG, 2002; VAN
AAKEN, LIST y LÜTGE, 2003; DELLI CARPINI, LOMAX COOK, JACOBS, 2004; RYFE, 2005, MORRELL,
2005; STEINER, BACHTIGER, SPÖRNDLI, STEENBERGER, 2004; y JACKMAN y SNIDERMAN, 2006.
4
Es una práctica habitual en la ciencia política presuponer o tomar como dados determina-
dos fines que se desean alcanzar mediante la institución que debe ser diseñada. Pero tales fines
no surgen espontáneamente, sino que deben adecuarse a un conjunto de principios normativos
superiores. Y el ámbito de la teoría del diseño institucional ha sido poco frecuentado por la filo-
sofía política. Existen muchos y muy buenos trabajos aplicados realizados desde la economía y la
ciencia política sobre el diseño de instituciones o de políticas concretas. Pero, en general, se ha
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 281

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 281

cuya misión consiste únicamente en poner en práctica de la mejor manera


posible determinados principios que le han sido previamente comunicados.
Pero tal división del trabajo no es de ningún modo posible. Principalmente
porque los fines concretos que deben guiar el diseño y los propios princi-
pios normativos de los que derivan deben ser ajustados a la luz de lo que
resulta factible en cada momento 5. La actividad del diseño institucional
tiene que ver, por tanto, con un ajuste mutuo entre principios normativos
y selección de circunstancias empíricas relevantes bajo la condición de
factibilidad de tales principios. Se trata de una actividad que se construye
a un mismo tiempo sobre consideraciones empíricas y normativas 6.
Como vimos en el capítulo I, la propia noción de ideal regulativo sirve
para clasificar los mundos posibles según su proximidad con el estado de
cosas ideal 7. Ordena dichos mundos en un camino ascendente, y por grados
de accesibilidad, desde nuestra situación actual y hasta el estado de cosas
que es descrito como ideal. A su vez, genera principios normativos inter-
medios que establecen prescripciones, pero que son relativos a cada mundo
posible. Esto es, desde el mundo en el que estamos tenemos la obligación
de hacer todo lo necesario para acceder al siguiente mundo posible en el
camino hacia el ideal, el mundo accesible en un paso que más se acerque
al mismo 8. Los principios son relativos, en consecuencia, a las condicio-
nes de accesibilidad de cada mundo posible. Y puesto que la propia noción

reflexionado poco sobre las relaciones entre los modelos normativos ideales y las consideracio-
nes empíricas necesariamente contextualizadas. Tanto es así que se ha dado por válida de forma
habitual la máxima que indica que un diseño institucional concreto es bueno o adecuado si resulta
«tanto coherente en lo interno como, externamente, en armonía con el resto del orden social en el
cual se inserta» (GOODIN, 1996a: 56). Pero, como el mismo GOODIN advierte, dicha máxima des-
cuida un elemento crucial, los criterios normativos o «morales» que evalúan externamente dicho
diseño. Sobre la teoría del diseño institucional, véase la excelente compilación de GOODIN, 1996a.
Sobre el diseño concreto de las instituciones democráticas, véanse ELKIN y SOLTAN, 1993; y SHA-
PIRO y MACEDO, 2000. Y para el diseño de las instituciones democráticas deliberativas, véanse
FEREJOHN, 2000; y PETTIT, 2000.
5
Así, el tamaño de nuestras sociedades hace que al aplicar un ideal de democracia debamos
contar necesariamente con principios normativos de representación política.
6
Sobre este punto, véase GOODIN, 1996a: 53-56.
7
Véase el apartado 3 del capítulo I. Y para un estudio general de la noción de ideal regula-
tivo, véase MARTÍ, 2005c.
8
La cuestión es más compleja. En ocasiones es racional crear en el primer paso un estado
de cosas subóptimo, incluso peor que el actual, si desde este estado de cosas podemos acceder,
en otro paso, a una situación más cercana al ideal que cualquiera de las disponibles en la actua-
lidad, o de las que podríamos acceder en un paso desde el mundo óptimo accesible en un paso
desde el actual. Así funcionan, de hecho, los precompromisos. Véase ELSTER, 1979: cap. 1. Y refe-
rido al diseño institucional, véase GOODIN, 1996a: 58. El mismo argumento valdría también para
dos pasos intermedios encaminados a generar las condiciones de accesibilidad de un mundo más
favorable (situado entonces a tres pasos del actual). Pero a medida que el mundo que hemos selec-
cionado como deónticamente calificado se sitúa a más pasos del actual, asumimos mayores sacri-
ficios presentes (y futuros), tenemos menor seguridad en que nuestro cálculo técnico sea correcto
y se incrementa el riesgo de que en alguno de los mundos intermedios se produzca un cambio
inesperado en las circunstancias que imposibilite la estrategia diseñada previamente.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 282

282 JOSÉ LUIS MARTÍ

de accesibilidad presupone que partimos de un determinado contexto, de


un mundo actual, la noción de ideal regulativo se muestra especialmente
sensible a la realidad y a las condiciones del diseño institucional. El diseño
debe ser siempre contextual, porque como dice GOODIN trabajamos siem-
pre «con materiales heredados del pasado y, en cierta medida, moldeados
de manera inalterable por éste» 9. Por esta razón no tiene sentido plantear
la tarea de un diseño institucional completo ni excesivamente concreto del
modelo de la democracia deliberativa, porque necesariamente perderíamos
este elemento de contextualización.
Los principios normativos que utilizamos en el diseño institucional
pueden ser más o menos abstractos. Por definición, cuanto más abstracto
sea el principio menos dependerá de las circunstancias concretas, en el
sentido de que su aplicación abarcará un rango mayor de mundos posi-
bles. En general, cuanto mayor sea su abstracción mayor estabilidad posee-
rá el principio. Pero, a la inversa, cuanto más concreto resulte, mejor podrá
adaptarse a las circunstancias actuales y asegurará una mayor eficacia. En
el modelo que he defendido hasta este momento ya se contenían algunos
de los principios más abstractos, como el de igualdad o libertad de los par-
ticipantes. O, por poner un ejemplo de adaptación a las circunstancias, el
sacrificio de la regla de unanimidad para tomar decisiones y la aceptación
del voto como mecanismo complementario a un procedimiento delibera-
tivo, considerando que en circunstancias reales es imposible exigir con-
senso de todos los participantes. Otro buen ejemplo en este sentido es el
de la aceptación de la representación política, la asunción de que deter-
minados órganos de la estructura política básica, de hecho los más impor-
tantes, deben estar integrados por representantes democráticos. Todas éstas
son instituciones que forman parte del diseño de una república delibera-
tiva. Por ser tan abstractas, y especialmente porque ya he dedicado muchas
páginas a analizarlas, no me ocuparé de ellas en este capítulo, sino que las
daré por presupuestas. Pero conviene no olvidar que forman parte del dicho
diseño institucional del modelo.
Otra cuestión relevante es la del «Mito del Diseñador Dotado de Inten-
ción» 10. Cuando nos ocupamos del diseño institucional de un modelo pre-
suponemos (falsamente) que las instituciones existentes responden a un plan
concebido intencionalmente (y con pretensión de racionalidad) por alguien 11.
Como advierte GOODIN, si examinamos las instituciones existentes veremos

9
GOODIN, 1996a: 47.
10
La expresión es de GOODIN (véase GOODIN, 1996a: 45 y 46), si bien yo la voy a usar en
un sentido más amplio.
11
Se trata de un mito similar al del «legislador racional». En ambos casos se presupone que
el objeto creado (las instituciones o las leyes) responde a un plan preconcebido, racional e inten-
cional por parte de un sujeto o un grupo de sujetos definido.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 283

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 283

que «normalmente, no existe un único diseño ni un único diseñador. Sim-


plemente, se trata de una gran cantidad de intentos localizados de diseño
parcial que se superponen entre sí, y cualquier esquematización racional del
diseño institucional debe tener en cuenta este hecho» 12. El problema se
agrava cuando nos damos cuenta de que gran parte de las transformaciones
sociales no se han producido intencionalmente, sino por azar o por evolu-
ción lógica de la estructura anterior 13. Sin embargo, esto no debe desalen-
tarnos en nuestro examen crítico del diseño institucional de un modelo. Es
cierto que un buen diseñador institucional (así como un buen científico social
preocupado por las instituciones) debe tener en cuenta sus limitaciones, pero
no podemos emprender una tarea de diseño institucional (de «diseño de
planes para la construcción de instituciones») de un modelo sin presuponer
que las instituciones finalmente responderán al esquema que hemos pre-
concebido, y que dicho esquema debe ser racional y adecuado.
Quiero referirme brevemente también a los principios generales que
deben guiar todo diseño institucional. Sin ánimo de exhaustividad, GOODIN
se refiere a tres requisitos generales (aunque limitados, incluso aparente-
mente contradictorios) de toda institución bien diseñada: 1) debe incluir
la posibilidad de revisión, dado que somos falibles y nos podemos equi-
vocar en el diseño y además las sociedades cambian; 2) debe ser sólida,
esto es, que resista algunas transformaciones sociales; y 3) debe ser sen-
sible a la complejidad motivacional, es decir, debería adoptar una con-
cepción no simplista de las motivaciones humanas y contar con la posibi-
lidad de incentivar algunas de ellas 14. De todos ellos, el más interesante,
y el más importante también para mis propósitos, es el último. Efectiva-
mente, no es necesario que nuestras instituciones presupongan, como lo
han hecho clásicamente las instituciones liberales, que los individuos son
agentes racionales autointeresados y egoístas que no dudarán en depredar
al vecino si eso les reporta algún beneficio personal. Los individuos pueden
también comportarse atendiendo a otros tipos de motivaciones, y las ins-
tituciones pueden alentar unas disposiciones u otras. Las instituciones libe-
rales a las que me refería han alentado precisamente en muchos casos el
comportamiento egoísta. Las instituciones de la república deliberativa en
cambio deben alentar disposiciones cívicas que hagan sostenible el modelo,
como veremos en el tercer apartado 15. Nuestro diseño institucional debe
12
GOODIN, 1996a: 46.
13
La división en cambio por accidente, cambio por evolución y cambio intencional de las
formas de transformación social corresponde a ELSTER, 1983b, y es recogida por GOODIN, 1996a:
41-48.
14
GOODIN, 1996a: 59-63. Véanse también SHAPIRO y MACEDO, 2000: 1-18; y OVEJERO, 2002:
248-260.
15
Existe una gran literatura acerca de los modelos humanos presupuestos por las teorías polí-
ticas sociales y en especial de los presupuestos desde el enfoque del rational choice. Véase un
excelente análisis en OVEJERO, 2002.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 284

284 JOSÉ LUIS MARTÍ

ser consciente de que esto es ciertamente posible, aunque en muchos casos


no podremos erradicar los comportamientos egoístas 16. A eso es a lo que
se refiere GOODIN con la idea de la sensibilidad a la complejidad emo-
cional de un buen diseño.
Finalmente, antes de pasar a las partes más sustantivas de este capí-
tulo, quiero insistir en la importancia de no perder de vista la noción de
ideal regulativo y su funcionamiento a la hora de emprender el diseño ins-
titucional de un modelo, o de evaluar prácticas reales a la luz de dicho
modelo. En 1997, Irwin STOTZKY publicó un bien documentado libro cuya
tesis general es que dadas las circunstancias específicas de Haití, en espe-
cial la generalización e intensidad de la miseria, el bajo grado de alfabe-
tización y la proliferación de bandas armadas, el ideal de la democracia
deliberativa no era aplicable 17. Pero dicha tesis es trivialmente verdadera,
en un sentido, y falsa en otro. Es verdadera de modo trivial porque efec-
tivamente la democracia deliberativa requiere la satisfacción de algunas
precondiciones (al menos en un grado mínimo) para poder implementar
satisfactoriamente aproximaciones cercanas al modelo ideal. Probable-
mente en Haití ni siquiera puede aplicarse un ideal mínimo de democra-
cia (sin adjetivos) en este sentido. Pero si por ideal aplicable entendemos
que es posible adoptar algunos principios normativos derivados y depen-
dientes del ideal, que se adaptan a las circunstancias de cada contexto
siguiendo un plan preestablecido conducente a mundos accesibles cada
vez más próximos al estado de cosas ideal, entonces la afirmación de
STOTZKY es evidentemente falsa. No sólo es posible en Haití (y en cual-
quier otro lugar del mundo) poner en práctica políticas que aspiren a acer-
carnos al ideal regulativo, comenzando por las que garantizan las precon-
diciones del mismo en un grado mínimo, sino que también es posible
(incluso en Haití) implementar algunos mecanismos deliberativos 18. Ni
una cosa ni la otra nos permitirán probablemente decir en pocos años que
Haití se ha convertido en una república deliberativa. Pero eso no implica
que no hayamos aplicado el ideal en la medida de nuestras posibilidades.

16
Véanse GOODIN, 1996a: 61-61; PETTIT, 1996b; BRENNAN, 1996; OVEJERO, 2002: 187-191.
17
Véase STOTZKY, 1997, y su preocupación posterior por las condiciones de la democracia
en STOTZKY, 1999.
18
Archon FUNG ha analizado diversas aplicaciones de mecanismos participativos deliberati-
vos en los diseños de las políticas educativas de la ciudad de Chicago y la evidencia empírica de
ese caso muestra que aun en condiciones de pobreza, fuertes desigualdades, carencias educativas
y carencia de conocimientos técnicos, los resultados alcanzados por dichos mecanismos delibe-
rativos fueron altamente satisfactorios (FUNG, 2004). Como advierte FUNG, los teóricos de la demo-
cracia deliberativa deben ser cuidadosos al hablar de la satisfacción de precondiciones como un
paso absolutamente necesario antes de la implementación de cualquier proceso deliberativo. Existe
un nivel mínimo de precondiciones en ausencia del cual efectivamente el procedimiento no puede
tener éxito. A partir de ahí, lo único que esas precondiciones aseguran es una mayor calidad de la
deliberación, pero no son condición sine qua non.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 285

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 285

2. REFORMAS CONSTITUCIONALES Y ESTRUCTURA BÁSICA


DE LA REPÚBLICA DELIBERATIVA

Lo que defenderé en este apartado y en los siguientes toma como marco


contextual las democracias avanzadas actuales, esto es, comunidades polí-
ticas donde ya está consolidado algún tipo de democracia y donde existen
suficientes recursos económicos no excesivamente mal distribuidos. Esto
me permitirá afirmar que las precondiciones del modelo de la democracia
deliberativa republicana están, al menos en su mayoría y en un grado sufi-
ciente, satisfechas. La primera misión de toda república deliberativa con-
siste efectivamente en satisfacer tales precondiciones, que ya tuvimos opor-
tunidad de analizar en el capítulo III. Es cierto que, como señalé allí, dicho
objetivo nos conduce a una molesta e irresoluble paradoja. La única res-
puesta posible es que debemos buscar un cierto equilibrio entre la satis-
facción de precondiciones y la implementación de procedimientos de-
mocráticos deliberativos reales. Y por simplificar mi análisis ahora,
presupondré que ya se ha alcanzado dicho equilibrio en las sociedades
democráticas avanzadas, aunque no estoy seguro de que sea así en todos
los casos 19.

Reformas constitucionales

Comenzaré mi discusión sobre las instituciones de la república deli-


berativa por la propia constitución. Lo primero que hay que señalar es que,
contra lo que algunos han pensado, no es necesario que una república deli-
berativa cuente con una constitución. Gran Bretaña y Nueva Zelanda son
democracias consolidadas, perfectamente aptas para las reformas que seña-
laré a continuación sin necesidad de tener una constitución. Aunque es
cierto que la existencia de una ley suprema es útil en algunos aspectos, por
lo menos porque nos permite diferenciar las cuestiones referidas a la estruc-
tura básica del Estado de las cuestiones secundarias que son objeto de la
legislación ordinaria. Además, como la mayoría de democracias avanza-
das cuentan con una constitución, presupondré que éste es también el con-
texto del que debemos partir. Por otra parte, dado que toda constitución en
el fondo no es más que una ley, si bien la ley suprema del ordenamiento
jurídico, en principio siempre es reformable como lo son todas las leyes 20.
Es más, es probable que deba ser adaptada cada vez que los objetivos o
fines políticos últimos cambien, o cuando un cambio en las circunstancias

19
Véase justamente la nota anterior al respecto.
20
Esto podría verse como una concreción del principio de revisión que en el apartado ante-
rior aplicábamos a todo diseño institucional, según el cual cualquier diseño es siempre revisable.
Véase, al respecto, GOODIN, 1996a: 60; WILDAVSKY, 1979; y MARCH y OLSEN, 1984: 745-777.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 286

286 JOSÉ LUIS MARTÍ

obliguen a actualizarla. Es importante tener esto presente porque algunas


de las consideraciones que efectuaré a continuación pueden implicar refor-
mas constitucionales, pero no deben ser descartadas por ello bajo la falsa
creencia de que las constituciones poseen un contenido inmutable.
Iniciaré el análisis por las relaciones entre la propia constitución y el
ideal democrático. Para que una constitución sea legítima debe haber sido
aprobada siguiendo un procedimiento democrático deliberativo y fuerte-
mente inclusivo 21. Si esto no ha sido posible, deberíamos considerar tal
vez la convocatoria, como pedía JEFFERSON, de una consulta a la ciudada-
nía cada cierto período de tiempo para comprobar si el contenido de la
constitución sigue resultando aceptable a ojos de ésta 22. Ahora, respecto
a su contenido, es necesario distinguir dos tipos de regulaciones constitu-
cionales: 1) las que intentan asegurar el cumplimiento de las precondi-
ciones del modelo o instaurar los propios principios de la democracia deli-
berativa, estructurando las instituciones básicas de la república deliberativa
a imagen del ideal (que pueden ser, a su vez, formales o sustantivas), y 2)
las que, sumadas a las anteriores, son producto de las deliberaciones demo-
cráticas concretas del proceso constituyente en cada comunidad, es decir,
las que la ciudadanía en proceso constituyente quiso incorporar en su propia
constitución (que pueden también ser formales o sustantivas). Sobre las
segundas no diré nada puesto que cuáles sean dependerá de los procesos
reales de deliberación democrática que se lleven a cabo en cada caso. En
cambio, sí es posible aventurar algo sobre las primeras.
En primer lugar, como ya he dicho a lo largo del libro, la república
deliberativa asume la mayoría de instituciones básicas de las democracias
avanzadas actuales: la separación de poderes, con un legislativo y un eje-
cutivo fuertemente democráticos y la preservación de la independencia
judicial, los principios del Estado de derecho, como el principio de lega-
lidad, el de publicidad de las leyes, etc., e incluso un cierto catálogo de
derechos. Con respecto a los poderes del Estado, la constitución de una
república deliberativa debería mencionar el carácter deliberativo del poder
legislativo, así como hacer alguna referencia al tipo de representación polí-
tica que promueve (la dependencia de los representantes) y a los meca-
nismos complementarios de participación democrática. Como justamente
el legislativo debe ser visto como el principal de los poderes, en general
tendría preferencia por los sistemas de gobierno parlamentaristas, y no por
los presidenciales, tratando de preservar la dignidad de la acción legisla-
tiva como el ámbito principal de toma de decisiones políticas. Por otra

21
Pueden verse los trabajos pioneros de ELSTER en este terreno: ELSTER, 1991a, 1991b, 1993b
y sobre todo 1998b.
22
JEFFERSON efectivamente pedía renovar la constitución cada veinte años, momento en el
que, según él, se completaba cada cambio generacional. Véase JEFFERSON, 1999: 962.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 287

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 287

parte, y contra lo que se podría pensar, nada impide que una república
deliberativa sea a la vez una monarquía. Las razones por las que el repu-
blicanismo ha sido tradicionalmente antimonárquico tenían que ver con la
naturaleza de las monarquías absolutistas del pasado, pero no hay nada
incompatible hoy entre la existencia de una monarquía parlamentaria y los
valores republicanos.
El tema del catálogo de derechos fundamentales es más complejo. En
primer lugar, la república deliberativa debe establecer cuidadosamente en
qué consiste el estatuto de ciudadanía, pues éste es el vínculo político prin-
cipal entre el individuo y su comunidad. Y algo que resulta claro es que
este estatuto no se compone solamente de derechos, sino que también es
importante enfatizar la presencia de deberes políticos (que agrupen las vir-
tudes públicas de las que hablé en el capítulo anterior). Dicho esto, el catá-
logo de derechos se asemejaría a las actuales declaraciones de derechos
fundamentales, pero es importante advertir que dichos derechos, en la repú-
blica deliberativa, no son vistos como escudos de protección de las esfe-
ras privadas de los individuos que actúan como «cartas de triunfo» indi-
viduales frente a las decisiones de las mayorías democráticas 23, sino como
mecanismos institucionales de protección de las precondiciones y de los
principios estructurales de la deliberación democrática, así como un con-
junto de valores constitucionales libremente elegidos por la ciudadanía y
que se convierten en el objeto de algo así como el «patriotismo constitu-
cional» de HABERMAS 24.
Y esto nos lleva a la siguiente cuestión importante. Entre el contenido
de la constitución, básicamente entre los derechos fundamentales recono-
cidos generalmente en las constituciones, y las estructuras democráticas
de un Estado se producen determinadas tensiones análogas a las existen-
tes entre los criterios sustantivos y procedimentales de la legitimidad, tal
y como fueron analizadas en el capítulo IV 25. Más concretamente, el pro-
blema se produce cuando determinadas decisiones democráticas entran en
conflicto con algunas disposiciones constitucionales, tanto formales como
sustantivas. En la medida en que la constitución es la ley suprema y ha
sido adoptada democráticamente, parecería no haber más conflicto que el
que pueda surgir en el seno de un órgano legislativo como el Parlamento
o, a lo sumo, entre éste y el órgano (generalmente judicial) encargado de
controlar la constitucionalidad de las leyes 26. Pero esto no es así, el con-

23
DWORKIN, 1977: caps. 6, 7, 12 y 13.
24
HABERMAS, 1992a: Apéndice II, y 1993.
25
El mejor trabajo que conozco sobre este tema, que ofrece una buena panorámica de todos
los argumentos, es BAYÓN, 2004.
26
Es decir, este tipo de situaciones tiene una vertiente jurídica nada problemática. Dado que
la constitución opera como norma suprema de todo ordenamiento jurídico (que es a su vez con-
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 288

288 JOSÉ LUIS MARTÍ

flicto es mucho más general y tiene que ver con si existen límites sustan-
tivos sobre los que las mayorías democráticas pueden hacer; límites, como
decía antes, en forma de derechos como «cartas de triunfo» que introdu-
cen consideraciones que ningún órgano, por más democrático que sea,
puede ignorar.
Aunque no quiero emprender una discusión detallada de este problema,
algo que me llevaría mucho más lejos de lo que pretendo en este capítulo,
debo realizar algunas consideraciones generales sobre algunos de los vér-
tices de este problema crucial, tal vez el problema más importante para la
filosofía del derecho que estudia la legitimidad de la democracia. El pro-
blema de la relación entre los derechos y la democracia se plasma en diver-
sos aspectos complejos e interrelacionados del diseño institucional: la rigi-
dez de la constitución y el atrincheramiento (entrenchment) de los derechos,
el espacio del poder legislativo en un sistema de separación de poderes,
la fiabilidad del tipo de representación democrática que ofrecen las estruc-
turas parlamentarias, o el control judicial de constitucionalidad. Las con-
sideraciones que quiero presentar aquí afectan a la primera y la última de
estas cuestiones y, como veremos, están estrechamente vinculadas.
En primer lugar, la rigidez constitucional es un mecanismo que impone
límites sobre los que los poderes públicos pueden decidir y hace difícil o
incluso imposible la reforma constitucional 27. Algunos de los argumentos
que se han utilizado en su favor, principalmente desde el pensamiento cons-
titucionalista liberal, son los siguientes 28: 1) La constitución establece cuál
es el ámbito de decisión de los órganos legislativos democráticos y pro-
tege determinados elementos (formales y sustantivos) que son necesarios
para el propio funcionamiento de la democracia, así que por razones con-
ceptuales ningún procedimiento democrático puede revisar tales elemen-
tos, y por lo tanto la rigidez de estas regulaciones constitucionales debe

dición de posibilidad formal de dicho ordenamiento), cualquier decisión democrática tomada por
un órgano («constituido» constitucionalmente) posee un rango inferior a la misma, y por ello resul-
tará inválida jurídicamente en virtud del principio de jerarquía normativa. Pero éste no es el pro-
blema que quiero abordar aquí, que está relacionado más bien con la legitimidad política y no con
la estrictamente jurídica.
27
Se entiende comúnmente que una constitución es rígida si el procedimiento para refor-
marla es más costoso que el procedimiento de elaboración de la legislación ordinaria. La distin-
ción se le atribuye a James BRYCE. Véase BRYCE, 1905. Sobre los diversos elementos que contri-
buyen a una mayor rigidez, y en una defensa explícita de la misma, véase FERRERES, 2001. También
HOLMES, 1988 y 1995; FREEMAN, 1990; ACKERMAN, 1991; DWORKIN, 1997; MORESO, 1997: 165-
167 y 1998a; y FERRAJOLI, 2001. Y en contra, aunque en algunos casos matizadamente, BICKEL,
1978; ELY, 1980; WALDRON, 1993, 1994 y 1999a; GARGARELLA, 1995, 1996 y 1998b; NINO, 1996:
288-293; GAUS, 1996: 279-285; BAYÓN, 1998 y 2004; y ZURN, 2002.
28
Muchos de ellos están relacionados entre sí, pero intentaré presentarlos de la manera más
apropiada para un análisis detallado de cada uno. Por otra parte, las posiciones extremas que defen-
derían, respectivamente, una rigidez absoluta, como FERRAJOLI, 2001, o una flexibilidad absoluta,
como WALDRON, 1999a, son minoritarias. Para una crítica de la posición de FERRAJOLI, véase
MARTÍ, 2005a.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 289

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 289

ser absoluta 29. 2) La constitución establece un contenido mínimo y cierto


de derecho natural, cuya corrección es independiente de (y anterior a) cual-
quier proceso político. Una decisión política en contra de estos principios,
aunque pueda estar legitimada democráticamente, es moralmente inco-
rrecta, y debe ser por lo tanto invalidada. Este argumento, de nuevo, recla-
maría una rigidez absoluta 30. 3) Los límites (tanto formales como sustan-
tivos) que establece la constitución son un compromiso adoptado tras una
larga y pausada reflexión, que deben estar dotados de una cierta rigidez
para prevenir que sean desechados en los momentos de irracionalidad o
pasión propios de la política parlamentaria. De modo que se trata de un
caso típico de precompromiso 31.
Estos tres argumentos no son excluyentes, así que con frecuencia la
rigidez es defendida por medio de alguna combinación de los tres. Sea
porque los principios constitucionales (formales y/o sustantivos) estable-
cen la frontera de lo conceptualmente decidible por el procedimiento demo-
crático, o porque expresan principios morales externos infranqueables por
cualquier decisión política, o porque suponen un «freno» a la irracionali-
dad de las decisiones políticas ordinarias, requieren de grados muy altos
de rigidez, si no absolutos, frente a la reforma constitucional. Ahora, aunque
no es necesario que así sea, esta defensa de la rigidez constitucional suele
ir acompañada de la defensa del control judicial de constitucionalidad de
las leyes 32. Si la constitución goza de primacía respecto a la legislación
ordinaria, e impone límites sobre ésta, necesitamos algún mecanismo ins-
titucional de control de esta relación para evitar violaciones del principio.
El control puede ser ejercido también por el propio Parlamento 33, pero en

29
Los límites impuestos por la constitución al procedimiento democrático son una suerte de
límites internos de la propia democracia. Véanse, en este sentido, RAWLS, 1971 y 1993; DWORKIN,
1977 y 1997; TRIBE, 1980; DAHL, 1989; FREEMAN, 1990; SUNSTEIN, 1993; SCHAUER, 1994; GAUS,
1996; FERRERES, 1997; MORESO, 1997, 1998a y 1998b; y FERRAJOLI, 2001. No obstante, la mayo-
ría de estos autores no suscriben la tesis de la rigidez absoluta porque, por ejemplo, admitirían
que puede haber errores en una concreta formulación constitucional.
30
Sin embargo, a diferencia del caso anterior, la protección de dichos principios no depende
de que sean conceptualmente necesarios para el propio procedimiento democrático, sino de su
corrección moral independiente de todo proceso político. En este caso, se trata de límites clara-
mente externos al mismo. En parte, éste es el argumento de GARZÓN VALDÉS, 1993: 631-650 y en
algunos pasajes también parece ser el de DWORKIN, 1997 y RAWLS, 1971 y 1993, como un argu-
mento más que se suma al de los límites internos, que ellos también suscriben.
31
Este no es un caso de imposibilidad conceptual para decidir como el primero, ni asume
un compromiso con verdades morales naturales como el segundo. Sobre la idea de precompro-
miso en favor de la rigidez constitucional, véanse ELSTER, 1979 y 2000; HOLMES, 1988 y 1995;
ACKERMAN, 1991; y MORESO, 1998a y 1998b.
32
Por ello casi toda la literatura es común. Véanse las referencias que he dado en la nota 26
de este capítulo.
33
Así, por ejemplo, en la técnica del «reenvío legislativo», utilizada en la Francia de 1791
y en la actualidad en Canadá, en la que la última palabra sobre la constitucionalidad de una ley
la tiene el Parlamento. Véase GARGARELLA, 1996: 174-177. Una defensa de esta técnica, en BAYÓN,
1998 y 2004.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 290

290 JOSÉ LUIS MARTÍ

la mayoría de las democracias constitucionales dicho control es ejercido


por el poder judicial, sea de una manera difusa o concentrándolo en un
órgano superior 34. Un argumento intuitivo en favor de que el control sea
ejercido por los tribunales es que el Parlamento que ha dictado las leyes
que van a ser controladas no puede ser juez y parte.
Pero ¿qué argumentos podríamos encontrar a favor de una nula o baja
rigidez constitucional? Al menos los seis siguientes: 1) El argumento básico
es que cualquier exclusión de temas sobre los que el procedimiento demo-
crático puede tomar decisiones implica una (injustificada) limitación de
la soberanía popular, que es considerada la única fuente de legitimidad de
las decisiones políticas 35. Tal vez el único ámbito que verdaderamente
puede quedar al margen de la decisión democrática es el conjunto de reglas
formales que establecen el propio procedimiento democrático 36. 2) Un
argumento más radical que invalidaría incluso esta esfera de rigidez admi-
sible por el argumento anterior sostiene que la imposición de límites,
aunque sean formales, debe ser producto de una decisión determinada, y
dado que la única regla de decisión aceptable es la regla de la mayoría, la
constitución no puede ser rígida en ningún sentido y en ninguna de sus
partes 37.
3) Un tercer argumento, dirigido concretamente contra las estrategias
del precompromiso, sostiene que la propia idea de precompromiso no es
plausible porque: a) no es siempre posible trasladar a sujetos colectivos
esquemas de racionalidad individuales 38; b) el precompromiso genera para-
dojas irresolubles 39; c) no justifica en ningún caso compromisos adopta-

34
Así es en los Estados Unidos desde 1803, a partir del célebre caso Marbury vs. Madison,
5 U.S. (1 Cranch) 137 (1803), teniendo en la actualidad un sistema de control difuso. Sobre la
evolución del control judicial de constitucionalidad en Estados Unidos, y las arduas polémicas
generadas, véase GARGARELLA, 1996. Sobre la pluralidad de mecanismos de control, véase FERRE-
RES, 1997.
35
Aun si, por ejemplo, suponemos que los límites expresados por una constitución son sus-
tantivamente correctos, el pueblo tiene derecho a equivocarse y a desligarse de cualquier medida
paternalista que cercene su autonomía pública.
36
Véase, por ejemplo, ELY, 1980. Nótese que el ámbito de exclusión es más pequeño que el
que exigía el primero de los argumentos en favor de la rigidez que hemos examinado, puesto que
en aquel caso se admitían también límites sustantivos como precondiciones del proceso. Algunos
autores admiten también la imposición de estos límites sustantivos aunque, por hacerlo sólo como
una medida de protección de las precondiciones de la democracia, dichos límites deberían tener
una rigidez muy baja. Véanse, en este sentido, HABERMAS, 1988, 1992a, 1994 y 2001; y BAYÓN,
1998.
37
En caso de que no se aplique esta regla de mayoría, y por mayoría simple, se estaría vul-
nerando el principio básico de igualdad política que está en el sustrato de todas estas considera-
ciones. Véase WALDRON, 1999a: 107-116. Véase la nota 22 del capítulo II.
38
Véase el propio ELSTER, 2000: 92-96.
39
Algunas de ellas señaladas por el propio ELSTER. Véase ELSTER, 1979: 159-163, y 2000:
156-174. Como, por ejemplo: «La paradoja de la democracia puede expresarse así: cada genera-
ción desea ser libre de atar a su sucesora, sin estar atada por sus predecesoras. […], es posible
para cualquier generación […] comerse su pastel y conservarlo, pero todas las generaciones […]
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 291

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 291

dos por una generación que limiten a las posteriores, dado que la identi-
dad colectiva no pervive a la identidad de los individuos que forman parte
del colectivo 40; d) presupone injustificadamente que las decisiones toma-
das por el legislador constituyente serán más racionales (sobre todo, menos
pasionales), más imparciales y más correctas que las tomadas mediante
un procedimiento legislativo democrático ordinario 41; y/o e) pueden con-
vertirse en cadenas que impidan una rápida respuesta legislativa en un
momento de crisis 42. 4) Relacionado con lo anterior, pero ahora con inde-
pendencia de la noción de precompromiso, ¿quién puede asegurar que la
redacción final de los límites constitucionales no va a proteger en reali-
dad los intereses particulares del legislador constituyente, haciendo muy
difícil la reforma por medio de la rigidez?
5) Por otra parte, y aun presuponiendo que los principios, tal y como
están formulados, sean correctos, su formulación generalmente abstracta
hace que necesitemos de algún intérprete constitucional que determine
en concreto el significado y alcance de cada principio y que resuelva los
potenciales conflictos entre los mismos. Pero entonces se derivan algu-
nos problemas ulteriores. En primer lugar, cuanto más abstracta sea la
formulación de los principios, menor será el significado concreto de los
mismos y más deberemos confiar en el intérprete constitucional 43. Mien-
tras que cuanto más concreta sea dicha formulación, más posibilidades
existirán de error o de cambio de creencias por parte de la ciudadanía. 6)
Particularmente en contra del control judicial de constitucionalidad de las
leyes se ha esgrimido básicamente el argumento de que el poder judicial
carece de legitimidad democrática, que se trata de un órgano contra-mayo-
ritario, y ello aunque actúa de intérprete auténtico de la constitución, y
tiene por lo tanto la última palabra en las controversias constituciona-
les 44.

no pueden alcanzar simultáneamente este objetivo» (ELSTER, 1979: 179). La cursiva es del autor.
Un repaso a estas paradojas y una crítica general a la idea de precompromiso en MARTÍ, 2001.
40
Como creía JEFFERSON, y por ello pedía referéndums periódicos. Véase la nota 22 de este
capítulo.
41
Esta presuposición injustificada la encontramos, por ejemplo, en ACKERMAN, 1991, y
ELSTER, 1979: 160. Las razones por las que está injustificada son, entre otras, que las convencio-
nes constituyentes suelen celebrarse, contra lo que presupone ACKERMAN, en momentos de crisis
o transición muy convulsos políticamente y en los que los poderes fácticos intentan ejercer gran-
des presiones sobre la asamblea constituyente, y porque existe un gran riesgo de que el legisla-
dor constituyente (compuesto de individuos concretos como nosotros) ceda a sus propios intere-
ses particulares. Véase el propio ELSTER, 1998b y 2000: 158-162 y 172-173.
42
ELSTER, 2000: 162-165 y 170-172.
43
Para una defensa de la técnica de la abstracción, véase FERRERES, 2001. Para la crítica
completa al recurso de la abstracción, véase la nota 91 del capítulo I de este libro, y el texto que
la acompaña.
44
Sobre la objeción contramayoritaria, véase el trabajo fundacional de BICKEL, 1978, y tam-
bién TRIBE, 1978; ELY, 1980; BAYÓN, 1998 y 2004; GARGARELLA, 1998b; y WALDRON, 1999a. Un
excelente análisis de esta discusión, en GARGARELLA, 1996.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 292

292 JOSÉ LUIS MARTÍ

No voy a discutir aquí la plausibilidad de los argumentos a favor y en


contra de la rigidez constitucional. Sin embargo, debo hacer algunas con-
sideraciones acerca de cómo podría posicionarse un defensor de la repú-
blica deliberativa frente a este debate. En primer lugar, lo que hemos visto
en los capítulos IV, V y VI nos permite comprender que la república deli-
berativa debe tener la máxima deferencia hacia los órganos democráticos
de toma de decisiones, y la máxima desconfianza, en cambio, hacia órga-
nos elitistas no representativos, como los judiciales. Así que, al menos
prima facie, la república deliberativa no parece compatible con grados
muy elevados de rigidez constitucional, ni con sistemas de control judi-
cial de constitucionalidad que no muestren ni siquiera una deferencia
mínima con el legislador democrático. Pero analicemos con mayor dete-
nimiento algunas cuestiones relevantes para el modelo.
En primer lugar, el control judicial de constitucionalidad, aunque sea
contra-mayoritario, no supone en sí mismo un problema para el proceso
democrático. En un sistema político con una constitución flexible o muy
poco rígida, el control judicial de constitucionalidad puede cumplir aún
un importante papel de diálogo institucional y de vigilancia del compor-
tamiento legislativo, sin por ello menoscabar el principio de soberanía
popular 45. Así que es la rigidez constitucional la que amenaza la legiti-
midad democrática. Segundo, la rigidez de una constitución es una cues-
tión formal 46, y no toda rigidez es antidemocrática. Por ejemplo, si el
procedimiento de aprobación de una ley ordinaria fuera el de mayoría
simple en votación parlamentaria, y el procedimiento de reforma consti-
tucional fuera exactamente el mismo, más la obligación de convocar un
referéndum popular que deberá aprobar la reforma también por mayoría
simple, es evidente que la constitución sería rígida, incluso bastante

45
Supongamos que la constitución permite ser reformada por un procedimiento de voto en
el Parlamento equivalente al de la promulgación de una ley ordinaria, con la única diferencia de
que al seguirse dicho procedimiento debe declararse formalmente que se está reformando la cons-
titución. Se trataría simplemente de una diferencia simbólica. O podrían exigirse algunas forma-
lidades suplementarias, como que el trámite fuera más largo y obligara a desarrollar más debates
parlamentarios. Todo ello otorgaría una cierta rigidez a la constitución, aunque poco significativa.
Supongamos ahora que la constitución también establece un sistema de control judicial de cons-
titucionalidad concentrado en un Tribunal Constitucional, habilitado para invalidar las leyes que
considere inconstitucionales. Este sistema no supondría un menoscabo de la soberanía popular,
porque cuando el Tribunal Constitucional invalide una ley el Parlamento siempre podrá empren-
der, si es que insiste en la importancia de dicha ley, una reforma constitucional que haga compa-
tible el texto de la constitución con la ley que pretende aprobar. Claro que la reforma constitu-
cional, aunque sólo sea por las cuestiones simbólicas, es una acción costosa, pero ello opera
justamente en garantía de que el Parlamento no aprobará leyes de forma irracional y poco medi-
tada. Este sistema garantiza que la última palabra sobre la constitucionalidad de una ley esté en
manos de un tribunal, y en cambio no se produzca ninguna pérdida de legitimidad democrática en
el sistema.
46
Aunque pueda tener también algunos condicionantes materiales, como el de la cultura jurí-
dica de una sociedad, que en todo caso serán secundarios. Véase FERRERES, 2001.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 293

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 293

rígida 47, pero en ningún sentido podemos decir que es menos democrá-
tica. Al contrario, parece más respetuosa con el ideal de autogobierno que
una constitución que no previera la consulta popular. En conclusión, no
existe una correlación directa entre rigidez y menor respeto por la so-
beranía popular, ni a la inversa, entre flexibilidad y mayor respeto por
ella.
En tercer lugar, la rigidez y el control judicial de constitucionalidad
de las leyes pueden pensarse como mecanismos de «frenos y contrapesos»
que intentan frenar, no los abusos del ejercicio del principio de soberanía
popular o la tiranía de la mayoría, sino la dominación y los abusos de los
representantes parlamentarios con respecto a la propia ciudadanía. Los
representantes pueden tener la tentación de promover una legislación que
maximice sus propios intereses en lugar del interés general, o simplemente
pueden querer imponer su opinión sincera cuando ésta difiere de la opi-
nión generalizada de la ciudadanía. Cierto tipo de rigidez constitucional
y alguna versión del control judicial de constitucionalidad pueden contri-
buir al control de la actividad parlamentaria en favor, en este caso, del
propio principio de soberanía popular.
Una vez señalados estos tres puntos iniciales, quiero recuperar un argu-
mento asociado a la tercera justificación de la rigidez constitucional (la
del freno a las decisiones democráticas apresuradas e irracionales). Varios
autores han señalado que el control judicial de constitucionalidad de las
leyes, cuando se combina con un mecanismo de rigidez alta pero no abso-
luta incrementa la calidad de los procesos democráticos deliberativos con-
tribuyendo con más y mejores argumentos al debate político público. En
algunos casos, el modelo argumentativo de los tribunales es considerado
como un caso paradigmático de una deliberación política de calidad. El
propio procedimiento judicial permite que se escuchen algunas voces que
fueron omitidas del procedimiento legislativo. Y las decisiones judiciales
aportan nuevas razones a la deliberación pública más general. Se pueden
pensar incluso algunos mecanismos formales de diálogo institucional entre
los parlamentos y los tribunales. Por todo ello, el control judicial de cons-
titucionalidad y la rigidez constitucional pueden mejorar, no ya los pro-
cedimientos democráticos en general, sino los defendidos por el modelo

47
Ya he dicho que la rigidez responde a diversos parámetros (la mayoría simple o cualifi-
cada que se exija en la votación parlamentaria, la convocatoria de nuevas elecciones, la convoca-
toria de referéndum, un sistema de «enfriamiento» de la reforma constitucional como el sueco,
que obliga a que transcurran nueve meses entre la primera y la segunda aprobación parlamenta-
rias, entre las cuales deben convocarse además elecciones generales, etc.). Y no disponemos de
criterios suficientemente refinados que nos permitan comparar todos estos criterios y medir car-
dinalmente u ordinalmente su rigidez. Podemos preguntarnos, por ejemplo, si es más rígido un
sistema que requiera una mayoría parlamentaria de 4/5 de los votos que uno que requiera sola-
mente referéndum.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 294

294 JOSÉ LUIS MARTÍ

de la democracia deliberativa en particular 48. Denominaré a este argu-


mento «justificación deliberativa de la rigidez y del control judicial de
constitucionalidad de las leyes».
La justificación deliberativa nos recuerda que los demócratas no deben
ver necesariamente a los jueces constitucionales como sus enemigos. Bajo
ciertas circunstancias pueden incluso convertirse en sus aliados. Pero
olvida un punto crucial. La combinación de una alta rigidez constitucio-
nal (cuando ésta no viene determinada por mecanismos en sí mismos
democráticos, como el referéndum) y el control judicial de constitucio-
nalidad implica siempre un menoscabo del principio de soberanía popu-
lar 49. De modo que los beneficios deliberativos que pueda comportar debe-
rán ser, cuanto menos, contrapesados con los costes en términos
democráticos. Desde el punto de vista de la república deliberativa, además,
recordemos que la deliberación que pueda llevar a cabo una pequeña élite,
aun concediendo que fuera una élite epistémica, no es valiosa si contra-
viene el principio republicano de igualdad política básica. En definitiva,
si el argumento de la justificación deliberativa de la rigidez y el control
de constitucionalidad puede resultar persuasivo para un defensor del
modelo elitista de la democracia deliberativa, no resulta tan aceptable para
el que defiende la concepción republicana, sobre todo en la medida en
que descanse en una premisa epistémica elitista, como las que éste trata
de combatir.
Es más, si toda la justificación de los sistemas de control judicial de
constitucionalidad descansan en el valor deliberativo que incorporan, pode-
mos tratar de suplir dicho valor por medio de otros mecanismos institu-
cionales, por ejemplo, creando comisiones parlamentarias externas, pero
delegadas del Parlamento, en las que tengan cabida las «voces discordan-
tes» y se pueda deliberar acerca de la conveniencia de una ley, y emitir
dictámenes públicos que obliguen al Parlamento a rehacer una ley o alte-
rar su justificación 50. Ahora bien, ya hemos visto que una cierta rigidez
constitucional y el mecanismo de control judicial de constitucionalidad no
son necesariamente anti-democráticos, y por lo tanto tampoco son nece-

48
Una defensa de la contribución de la rigidez a la calidad democrática la encontramos en
ACKERMAN, 1991: 316. Para el argumento completo, véase SUNSTEIN, 1988: 150 y 151; DWORKIN,
1997: 1-38; RAWLS, 1993: 227-240; y FERRERES, 2001.
49
Los autores que han defendido esta justificación del control judicial de constitucionalidad
la acompañan siempre de una defensa de una considerable rigidez constitucional, porque es la
forma de que «la mayoría se tome en serio la carga de ofrecer al juez razones de peso para justi-
ficar la ley ante el reproche de que lesiona alguno de los derechos y libertades garantizados en la
Constitución» (FERRERES, 2001: 39). Sobre la noción de deliberación entre instituciones, véase
TULIS, 2003.
50
Es decir, el valor deliberativo no está indisolublemente ligado a la naturaleza judicial de
un órgano. Y comisiones de este tipo gozarían ciertamente de mayor legitimidad democrática que
cualquier tribunal judicial.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 295

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 295

sariamente elitistas 51, ni incompatibles con la república deliberativa. Al


contrario, dado que los principios estructurales y las precondiciones del
procedimiento democrático deliberativo son efectivamente muy exigentes,
es positivo proteger constitucionalmente un sistema de derechos que los
pongan en práctica, y que sirvan, además, de signo de una identidad común
basada en valores. Por otra parte, y dado que el Parlamento no expresa
necesariamente de la manera más pura y honesta la voluntad democrática
de la ciudadanía, es bueno que contemos con ciertos mecanismos de deli-
beración institucional que contribuyan a la reflexión conjunta de la comu-
nidad. Muchos sistemas son compatibles con la república deliberativa. Lo
único que debemos tener claro es que exige el respeto y deferencia más
absolutos hacia el derecho de la ciudadanía a determinar por sí misma
todas las decisiones del ámbito público, en condiciones de un debate racio-
nal y sereno.

Deliberación en las estructuras representativas

Por ser el órgano representativo básico y porque en él reside la sobe-


ranía popular en forma de potestad legislativa, el Parlamento ha sido his-
tóricamente reconocido como la sede principal de la deliberación política
democrática 52. Ya dije, además, que los órganos legislativos democráticos
son las instituciones principales de una república deliberativa. Si la acti-
vidad política es vista desde el republicanismo como una de las más dignas
y excelsas dentro de la sociedad, el cargo de parlamentario es el que mayor
dignidad puede alcanzar dentro del esquema institucional de la república
deliberativa 53. La aptitud de cualquier órgano institucional para la deli-

51
Véase las propuestas en la línea del constitucionalismo débil de BAYÓN, 1998 y 2004. Tam-
bién lo que defiende WALDRON en sus últimos trabajos; véase WALDRON, 2005: 8 y 9; y comen-
tando esta idea GARGARELLA y MARTÍ, 2005: XXVII-XXXII; finalmente, desligando el control
judicial de constitucionalidad de la supremacía judicial, GARGARELLA, 2006. Imaginemos el
siguiente ejemplo. La constitución podría prever la aprobación por mayoría simple en un refe-
réndum popular, tras un proceso de deliberación pública masiva a través de los canales de comu-
nicación guiado por los partidos políticos de dos semanas de duración, como requisito para la
reforma constitucional. Estaríamos sin ninguna duda ante una constitución rígida. Y podríamos
establecer un mecanismo de control judicial de constitucionalidad con poderes incluso para anular
directamente las leyes inconstitucionales. La justificación en favor de este mecanismo podría ser,
en efecto, la deliberativa. Pero siempre teniendo en cuenta que bajo esta propuesta no se produce
simultáneamente un menoscabo de la soberanía popular. Ambos mecanismos servirían para pro-
teger determinados valores básicos del sistema democrático deliberativo, como los principios
estructurales del propio procedimiento y sus precondiciones. No sólo no hay menoscabo del valor
de la soberanía popular, sino que, comparado con el procedimiento de aprobación de la legisla-
ción ordinaria (llevado a cabo por los representantes políticos), sería incluso más democrático.
52
Recordemos que tanto BURKE como MILL consideraban el Parlamento como el órgano deli-
berativo de la nación. La vinculación entre asamblea legislativa y deliberación política es tan anti-
gua, de hecho, como la democracia misma.
53
Así que no es de extrañar que haya recibido la atención de los defensores de la democra-
cia deliberativa. Algunos autores son optimistas respecto al tipo de deliberación que se desarrolla
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 296

296 JOSÉ LUIS MARTÍ

beración pública es una cuestión gradual y se mide por la mayor o menor


compatibilidad de éste con la implementación de los principios estructu-
rales de un proceso deliberativo. Dicha compatibilidad depende, a su vez,
no sólo de las reglas de funcionamiento y composición del órgano en cues-
tión, sino también de la cultura institucional y de las motivaciones de sus
integrantes, así como de otros factores externos. La aptitud para la deli-
beración de un Parlamento depende, de esta manera, no sólo de las normas
que regulan el funcionamiento interno de dicho Parlamento, sino también
de la cultura política en la que se enmarca, de las motivaciones de los par-
lamentarios, del sistema de partidos, de la mayor o menor incidencia de
los grupos de presión externos, del mayor o menor control por parte de la
ciudadanía, etc. No voy a analizar aquí detalladamente cada uno de estos
factores, aunque ese trabajo es sin duda necesario, sino que me limitaré a
realizar algunas precisiones generales sobre el fracaso del actual sistema
parlamentario desde el punto de vista deliberativo.
Probablemente el factor que más contribuye a la inaptitud de un Par-
lamento como el español para la deliberación política es el sistema de par-
tidos vigente. Todos los parlamentarios ocupan su escaño tras haber estado
incluidos en la lista de un partido político. Y, formen parte formalmente
de dicho partido o no, que en general obedecen las instrucciones que reci-
ben de dicho partido tanto respecto a las acciones que pueden realizar en
sede parlamentaria como respecto al tenor del voto en la aprobación de
las leyes. Así que los partidos políticos son absolutamente los protago-
nistas del panorama político 54, siguiendo generalmente una organización
vertical, con una fuerte jerarquía, y cuentan con pocos mecanismos de
democracia interna y transparencia. En general ningún parlamentario inter-
viene en las sesiones sin «permiso» de su partido. Las intervenciones per-
siguen además finalidades estratégicas y en pocas ocasiones se produce
un intercambio real de argumentos. De hecho, dado que no tiene sentido
pensar que un diputado pueda cambiar su voto sólo porque ha sido con-
vencido por los argumentos del adversario, no se produce en ningún caso
una verdadera deliberación 55.
En este contexto, el diseño institucional de una república deliberativa
debería plantear como prioridad la reforma de las instituciones represen-

actualmente en los Parlamentos, como BESSETTE, 1994; GREGG, 1996; y WOLFENSBERGER, 2000.
Otros, en cambio, han señalado las diversas carencias en este sentido y han propuesto algunas
mejoras, MANSBRIDGE, 1988; MANIN, 1997; y GARGARELLA, 1998a. Y centrados en la deliberación
de las asambleas constituyentes, véanse ACKERMAN, 1991; y ELSTER, 1993b, 1994, 1998b.
54
Monopolizan las candidaturas en las convocatorias de elecciones, ocupan por tanto todos
los cargos representativos del Parlamento y controlan en gran parte la agenda política así como el
procedimiento parlamentario.
55
En las comisiones parlamentarias las condiciones no son mucho mejores. La comunica-
ción es más fluida, pero se acercan más al ideal de negociación que al del proceso deliberativo.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 297

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 297

tativas, así como del funcionamiento de los partidos. Entre otros aspectos,
deberían considerarse los siguientes: a) cambiar el sistema electoral en
favor de listas abiertas, b) asegurar la posibilidad de que los ciudadanos
ejerzan su derecho de sufragio pasivo con independencia de los partidos,
si así lo desean, c) prohibir la disciplina de voto, d) introducir turnos abier-
tos en todas las sesiones parlamentarias, aunque esto suponga una mayor
duración de los debates, e) obligar a todos los parlamentarios a responder
las demandas que los ciudadanos quieran formularles, f) crear, por ejem-
plo, una comisión parlamentaria específica, no formada por diputados sino
por trabajadores públicos independientes, que elabore dictámenes en favor
y en contra de cada propuesta basados en las razones esgrimidas por cada
grupo político, o por los miembros de la sociedad civil que hayan sido
consultados, etc.
Aunque todas estas propuestas son sólo tentativas, puesto que debería-
mos contar con estudios empíricos sólidos y fiables que atestiguaran su
conveniencia, he querido mencionarlas como ejemplo de cómo se puede
pensar el diseño institucional de las estructuras representativas de una repú-
blica deliberativa.

3. CIUDADANOS, ESFERA PÚBLICA Y DELIBERACIÓN


PÚBLICA NO INSTITUCIONAL

A lo largo del libro hemos podido comprobar que la democracia deli-


berativa, especialmente en su concepción republicana, requiere de ciuda-
danos fuertemente motivados políticamente, dispuestos a invertir tiempo
y esfuerzos en la deliberación que es siempre una actividad costosa, moti-
vados por un genuino interés por saber cuál es (y tomar) la decisión correcta
desde el punto de vista intersubjetivo, dispuestos a cambiar de opinión, y
por tanto de voto, ante un mejor argumento presentado por un conciuda-
dano, que dispongan de una suficiente competencia epistémica, etc. Estas
«virtudes deliberativas» forman parte de un conjunto más amplio de «vir-
tudes públicas» como las que mencioné al describir las tesis principales
del republicanismo (ser escrupulosamente respetuoso con la legalidad repu-
blicana y mostrar adhesión hacia los valores de la comunidad política, ser
también respetuoso del pluralismo de opiniones y puntos de vista, ante-
poner el interés público al privado salvo cuando no resulte razonable
hacerlo, etc).
En todas las ocasiones en las que me he referido a unos rasgos y otros
de los ciudadanos requeridos por el modelo he manifestado que el perfil
global de ciudadano que exige el ideal es también únicamente un perfil
ideal. Por lo tanto, la república deliberativa real debe, por una parte, tomar
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 298

298 JOSÉ LUIS MARTÍ

medidas de educación y formación de la ciudadanía en tales virtudes públi-


cas y, por la otra, diseñar mecanismos de participación política que, aunque
contemplen la posibilidad de que muchos de los participantes pueden no
ser virtuosos, incentiven la virtud de la ciudadanía. Desafortunadamente,
no contamos con los conocimientos necesarios para comprender el fun-
cionamiento de los sistemas de incentivos motivacionales ni los mecanis-
mos de educación y formación en valores. Así que las propuestas que pode-
mos realizar en este sentido son todavía demasiado generales y precarias.
De todos modos, vale la pena apuntar algunas de las directrices y de los
aspectos que conviene tener en cuenta.
Uno de los pilares centrales de la política de una república delibera-
tiva es, por supuesto la educación, y dentro de ésta, la educación cívica 56.
El Estado debe dar todos los pasos necesarios para que el ciudadano saque
el máximo partido de sus capacidades intelectuales. Pero el sistema edu-
cativo, a su vez, debe transmitir los valores necesarios para una convi-
vencia cívica y democrática que permita el desarrollo de las virtudes públi-
cas de la ciudadanía.
En segundo lugar, las propias instituciones ejercen una influencia
directa sobre las creencias y motivaciones de la ciudadanía. Así, las insti-
tuciones basadas en un modelo que presupone el egoísmo de los miem-
bros de la comunidad, que se protege frente a él, que cuenta con la apatía
política como input cultural para funcionar, que presupone que amplísi-
mos sectores de la sociedad no están capacitados para determinar sus pro-
pios horizontes y participar en las decisiones políticas, estas instituciones
no generan incentivos para revertir todos estos fenómenos y, simultánea-
mente, contribuyen a intensificarlos 57. En cambio, un diseño institucional
que promueva el interés y la participación políticos, que exija motivacio-
nes imparciales y virtudes públicas a los ciudadanos, que requiera de una
ciudadanía formada y capacitada para tomar decisiones, que favorezca el
intercambio de opiniones y argumentos, y que se tome en serio los valo-
res de autonomía pública, igualdad y dignidad de todos los seres huma-
nos, sí genera incentivos para que se alcancen dichos objetivos y activa un

56
Véanse DAVIS, 1964: 40; BARBER, 1984: 278 y 279, y 1998: 110-113; GUTMANN, 1987;
PETTIT, 1989a: 159-164; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 396 y 397.
57
En palabras de Robert GOODIN: «al diseñar las instituciones para canallas estas solucio-
nes mecánicas se arriesgan a convertir en canallas a actores potencialmente más honorables. [...],
un modelo que depositara mayor confianza en los individuos y que incorporara una apelación más
directa a principios morales podría efectivamente cumplir mejor su función de evocar motivacio-
nes altruistas para la acción y de suprimir las más bajas». Es por ello que uno de los principios
fundamentales del diseño institucional es, para GOODIN, como hemos visto al inicio del capítulo,
el de la sensibilidad a la complejidad motivacional. Véase GOODIN, 1996a: 61. Un análisis de los
diversos modelos de democracia contemporánea a la luz de la virtud exigida a sus actores princi-
pales, en OVEJERO, 2002: cap. 3.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 299

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 299

círculo virtuoso en el que los elementos culturales y las disposiciones moti-


vacionales de los participantes enriquecen a los institucionales y a la inversa.
Se trata de una relación de retroalimentación 58. Como demuestran algu-
nos primeros estudios empíricos, la participación de los ciudadanos en
procedimientos participativos les permite desarrollar, por ejemplo, algu-
nas de las capacidades y motivaciones anteriormente descritas 59. Como
dice OVEJERO, «el desarrollo de la virtud aumenta con su práctica y la con-
figuración de los escenarios políticos tiene mucho que ver en ello» 60.
Ahora, desde diversas perspectivas como la economía, la ciencia polí-
tica y la sociología, se ha desarrollado en la segunda mitad del siglo XX
una compleja y cada vez más sofisticada teoría 61 de las «estructuras socia-
les intermedias», de los «mecanismos sociales» o de los «mecanismos ins-
titucionales», que corroboran esta hipótesis general de la retroalimenta-
ción 62. La idea es que «las acciones son moldeadas por los contextos
institucionales dentro de los cuales se encuentran, que afectan y desvían
sus efectos» 63. De manera que «lo que los individuos desean hacer y lo
que pueden hacer depende, en una importante medida, de la tecnología
organizacional que esté a su alcance o a la que puedan tener fácil acceso
con el fin de poner en práctica sus voluntades individuales y colectivas» 64.
En la influencia recíproca entre las acciones de los individuos y las insti-

58
Ya MAQUIAVELO advirtió de que «así como las buenas costumbres, para conservarse, nece-
sitan de leyes, del mismo modo, las leyes, para ser observadas, necesitan de buenas costumbres»
(MAQUIAVELO, 1503: 85). Lo mismo observaría más tarde, aplicado ya a ejemplos prácticos con-
cretos del carácter norteamericano, TOCQUEVILLE en La democracia en América. Véase TOCQUE-
VILLE, 1815-1820.
59
Concretamente referidos a los procedimientos deliberativos, véanse FISHKIN, 1991, 1995
y 1999; FUNG y LOVINS, 2000; FISHKIN y LUSKIN, 2000a y 2000b; BAIOCCHI, 2001; FUNG y WRIGHT,
2001; FUNG, 2004; van AAKEN, LIST y LÜTGE, 2003; DELLI CARPINI, LOMAX COOK, JACOBS, 2004;
RYFE, 2005, MORRELL, 2005; STEINER, BACHTIGER, SPÖRNDLI, STEENBERGER, 2004; y JACKMAN y
SNIDERMAN, 2006.
60
OVEJERO, 2002: 179. Véanse, en este mismo sentido, DAVIS, 1964; HIRSCHMAN, 1970; PATE-
MAN, 1970; ACKERMAN, 1980: 353; MANSBRIDGE, 1983; BARBER, 1984; BENHABIB, 1986: cap. 8;
MANIN, 1987: 354; C. GOULD, 1990: 283-306; y WARREN, 1992.
61
Sería más preciso hablar de «teorías», ya que los resultados alcanzados han sido muy diver-
sos y heterogéneos.
62
Con respecto al neoinstitucionalismo, los estudios se remontan a los trabajos clásicos de
Talcott PARSONS, como PARSONS, 1952. Véase también GRANOVETTER, 1985 y 1992, y una buena
presentación para no iniciados en GOODIN, 1996a, 14-36. Sobre la idea de mecanismos, el clásico
es MERTON, 1957, un buen desarrollo en ELSTER, 1983a, y sobre todo 1999, en especial capítulo 1,
y para un potente panorama de la situación actual, HEDSTRÖM y SWEDBERG, 1998. En la ciencia
política en general, véase los trabajos del propio ELSTER ya citados, así como BRENNAN y BUCHA-
NAN, 1985; MARCH y OLSEN, 1989; KNIGHT, 1991; y BRENNAN y HAMLIN, 2000. Concretamente
referidos a la cuestión de la participación democrática y el papel de la sociedad civil en la con-
solidación y calidad de las estructuras políticas, y desde el punto de vista teórico, véase princi-
palmente BARBER, 1984; COHEN y ARATO, 1992; HIRST, 1994; COHEN y ROGERS, 1995a; y JANOSKI,
1998. Y la confirmación empírica de esta tesis en PUTNAM, 1993 y 2000; SKOCPOL y FIORINA, 1999;
y FISHMAN, 2004.
63
GOODIN, 1996a: 19.
64
GOODIN, 1996a: 28. Véase también, sobre este punto, MARCH y OLSEN, 1984 y 1989.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 300

300 JOSÉ LUIS MARTÍ

tuciones, destacan el papel que juegan las estructuras intermedias (aso-


ciaciones, congregaciones religiosas, la familia, etc.). Y, en definitiva, no
es posible explicar las acciones individuales (y sus motivaciones) sin apelar
al contexto institucional y a las estructuras sociales intermedias en las que
están involucrados, ni tampoco podemos realizar un diseño institucional
sin atender a las disposiciones de los individuos a los que se destina dicho
diseño 65.
Esto nos conduce, entonces, a uno de los puntos que más han enfati-
zado los defensores de la concepción republicana de la democracia deli-
berativa: el espacio de la esfera pública o de la sociedad civil 66. Esta
noción es compleja y además ha sido frecuentemente utilizada sin mucha
precisión y en sentidos diversos. En una primera aproximación, la esfera
pública se define, en oposición a la esfera privada, como el ámbito en el
que los ciudadanos despliegan un comportamiento con relevancia política,
definida ésta ampliamente. Es decir, es el ámbito en el que se realizan las
acciones que afectan (o pretenden afectar) expectativas o intereses inter-
subjetivos de los ciudadanos 67. En este sentido todavía vago la esfera
pública abarca un espacio más amplio que el de la política institucional.
Incluye también acciones como las del asociacionismo civil (con vocación
política), la participación en una asamblea vecinal, o la discusión política
en un café 68. La esfera privada queda reducida, en esta primera definición,
a las acciones individuales que no afectan intereses de terceros, o que afec-
tan únicamente intereses subjetivos de éstos.
En un sentido más estricto, en cambio, la esfera pública o sociedad
civil no incluye el ámbito de la política institucional, sino que se consti-
tuye, en palabras de BARBER, en un «tercer sector (los otros dos son el
Estado y el mercado) que ejerce una función mediadora entre nuestra indi-
vidualidad específica como productores económicos y consumidores y
nuestra colectividad abstracta como miembros de un pueblo soberano», y
que «se define por sus comunidades cívicas (su pluralidad es su esencia)

65
OVEJERO, 2002: 180 y 181. La cursiva es del autor.
66
El uso de ambas expresiones es a menudo confundente. Pero, en lo esencial, los autores
que hablan de una y otra se refieren a la misma idea. Por ello, las utilizaré en este trabajo como
equivalentes. HABERMAS ha sido uno de los autores que más ha contribuido a extender la idea de
esfera pública, desde que en 1962 publicara su primer trabajo sobre ello, HABERMAS, 1962. Véase
también HABERMAS, 1981, 1992a, 1992b. Un compendio de trabajos sobre HABERMAS y su idea
de esfera pública, en CALHOUN, 1992a. Siguiendo esta estela, O’NEILL, 1989; BENHABIB, 1992b;
FRASER, 1992; BOHMAN, 1996, 1997b y 1999; SOMMERS, 1999; y CROUCH, 1999. En torno a la
noción de sociedad civil, véanse COHEN y ROGERS, 1983, 1993a, 1993b, 1995a, 1995b y 1995c;
BARBER, 1984 y 1998; COHEN y ARATO, 1992; HIRST, 1994, 1995 y 1996; COHEN y SABEL, 1997;
WALZER, 1997; PETTIT, 1997; y WARREN, 2001. Finalmente, dos antecedentes históricos directos
son DEWEY, 1927; y LASLETT, 1956.
67
En el sentido de interés intersubjetivo explicado en el capítulo II.
68
Véase, por ejemplo, PATEMAN, 1970: 106.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 301

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 301

que son asociaciones abiertas e igualitarias y que permiten la participa-


ción voluntaria» 69. O en términos de WALZER, es «el espacio de asocia-
ción humana no coercitiva y también el entramado de redes basadas en la
relación (formadas por la familia, la fe, el interés y la ideología) que ocupan
ese espacio» 70. En este sentido estricto, la esfera pública o sociedad civil
alimenta las instituciones políticas democráticas, contribuye a generar las
disposiciones cívicas de los ciudadanos necesarias para el buen funciona-
miento de aquéllas, y cumple un papel necesario de mediación social 71.
Aunque no se excluye la participación individual, la esfera pública es
el ámbito por excelencia en el que operan las asociaciones abiertas, libres,
plurales y con vocación pública. Las denominadas por algunos autores
asociaciones secundarias 72. Por esta razón, algunos autores han comen-
zado a utilizar el apelativo democracia asociativa para referirse al con-
junto de propuestas teóricas normativas que intentan diseñar un modelo
democrático fuertemente comprometido con la sociedad civil. Volveré más
adelante sobre este punto, pero antes veamos qué papel debe cumplir la
esfera pública en la república deliberativa. Como sostiene BOHMAN,
«[a]unque la existencia tanto de las instituciones del Estado como de la
sociedad civil es un rasgo necesario de una sociedad democrática, no son
todavía suficientes, ni siquiera conjuntamente, para la deliberación
pública» 73. Ambas deben articularse en un espacio social necesario para
dicha deliberación pública, la esfera pública, «constituido y gobernado por
la publicidad» 74. Así, la esfera pública, como forma de publicidad exten-
dida temporal y espacialmente, proporciona la implementación práctica
necesaria para que sea posible el control democrático del complejo entra-
mado de instituciones políticas (en sentido estricto) 75.
En sociedades complejas como las actuales 76, con la intensificación
del fluido de información y comunicación, así como de la interacción
social, las asociaciones que vertebran este espacio de la esfera pública se
convierten en complicados y enmarañados tejidos sociales de estructura

69
BARBER, 1998: 12 y 43, respectivamente.
70
WALZER, 1997: 8.
71
COHEN y ROGERS, 1995b: 43-58, 89-90 y 99-101; BARBER, 1998: 13 y 43.
72
Véanse, por ejemplo, COHEN y ROGERS, 1995a; HIRST, 1995; y WARREN, 2001.
73
BOHMAN, 1996: 30. Cuando BOHMAN habla de sociedad civil se refiere aquí al ámbito pri-
vado.
74
BOHMAN, 1996: 37. Este autor defiende una concepción «fuerte» de la publicidad. Según
él, «la publicidad funciona a tres niveles: crea el espacio social para la deliberación, gobierna los
procesos de deliberación y las razones generadas por ellos, y proporciona un criterio a partir del
cual poder evaluar los acuerdos» (BOHMAN, 1996: 37 y 38). Es un sentido claramente emparen-
tado con la noción de «uso público de la razón». Véase también LUBAN, 1996 y 2002.
75
BOHMAN, 1996: 43; y BARBER, 1998, 43.
76
Para la noción de complejidad social relevante para la deliberación pública, véase BOHMAN,
1996: cap. 4.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 302

302 JOSÉ LUIS MARTÍ

reticular, en los que los eventos ocurridos (o los procesos iniciados) en un


nodo pueden tener efectos insospechados en partes más o menos amplias
de toda la red. Las nuevas Tecnologías de la Información y la Comunica-
ción (TIC) han acentuado todavía más la capacidad de movilización e
influencia de estos tejidos sociales 77. Y los estudios empíricos de que dis-
ponemos demuestran que cuanto mayor y más densa es la red asociativa,
cuanto mayor es el capital social y más estrechos los vínculos sociales
(social ties), mayor es la calidad del sistema democrático 78. El tejido aso-
ciativo es, como he dicho, central. Pero no lo son menos los vínculos socia-
les informales no enmarcados en ninguna asociación y que a menudo no
son identificados como acción política, siempre que su vocación sea pública
y no esté fundada en el interés privado 79. En definitiva, cuando se afirma
que el fortalecimiento de la esfera pública tiene un impacto considerable
en la calidad de los sistemas democráticos, se hace referencia a una estruc-
tura compleja de relaciones sociales, básicamente asociativas, con voca-
ción pública, pero externa a los canales institucionales de participación.
La actividad que se produce en la esfera pública por parte de los ciu-
dadanos debe ser vista como un tipo de participación política, aunque infor-
mal y no institucional. Y es dentro de dicha esfera pública donde se emplaza
la deliberación pública informal a la que he hecho referencia en diversos
fragmentos de este libro. Los procesos de deliberación política en la esfera
pública son, por supuesto, informales, dispersos y fragmentarios. Son infor-
males porque no están institucionalizados ni regulados jurídicamente, no
siguen reglas internas (más que las propias de toda situación de diálogo),
no determinan directamente la toma de decisiones políticas, etc. Son dis-
persos porque se producen simultáneamente en diversos lugares, o en un
mismo lugar en momentos distintos, sin unidad ni coordinación 80. Son
fragmentarios porque no abordan la discusión de todos los temas, ni todos
los puntos relevantes de un sólo tema, y ni siquiera agotan la discusión de
77
Véanse, más adelante, las propuestas 5, 6 y 7.
78
La idea deriva clásicamente de la sagaz mirada de TOCQUEVILLE a la sociedad norteame-
ricana de principios del siglo XIX. Véanse, por ejemplo, TOCQUEVILLE, 1815-1820: 209 y 210. La
ciencia política y la sociología contemporáneas, y desde la obra precursora de Robert PUTNAM,
1993, nos ha provisto de muchos trabajos rigurosos que refuerzan dichas conclusiones. Véase, por
ejemplo, WUTHNOW, 1998; SKOCPOL y FIORINA, 1999; PUTNAM, 2000, BOIX y POSNER, 2000 y FIS-
HMAN, 2004. Todavía está muy discutido cuál debe ser el indicador de la calidad de la esfera
pública. El indicador clásico, el de capital social, no es lo suficientemente claro ni parece tener
tanto rendimiento explicativo como el de vínculos sociales (social ties). Para la distinción y un
excelente análisis, FISHMAN, 2004: 30-32 y 93-109.
79
Véase FISHMAN, 2004: 5 y 6.
80
Ésta es la idea de los sub-públicos deliberativos en BOHMAN, 1996: 135-142; COHEN y
SABEL, 1997: 337; y SUNSTEIN, 2002: 80 y 81. Un sub-público no es necesariamente una asocia-
ción, aunque toda asociación implica un sub-público. Constituye un sub-público cualquier con-
junto de ciudadanos (dos o más) que discuten acerca de un tema político o, de forma más gene-
ral, público. Cada sub-público formaría, para BOHMAN, un nodo de la red social de la deliberación
pública masiva.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 303

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 303

un sólo punto. Se producen de forma más o menos espontánea y descoor-


dinada, y raramente se les puede atribuir un propósito común.
Pero a la vez son abiertos, continuos (ongoing), auto-referentes, fle-
xibles y directos o semi-directos. Son abiertos porque permiten la discu-
sión de cualquier tema, sin restricciones, y cualquier persona puede entrar
y salir libremente cuando lo desee 81. Son continuos porque precisamente
al ser informales y no institucionales no tienen fijado ningún plazo de fina-
lización, sino que se van desarrollando y reproduciendo indefinidamente.
Son auto-referentes porque pueden deliberar acerca de sí mismos, acerca
de sus condiciones y su ejercicio, etc. 82. Son flexibles porque son infor-
males, y al no estar establecidas las reglas de la deliberación, permiten
una mejor adaptación a las circunstancias cambiantes. Y son directos o
semi-directos porque sus participantes tienen una experiencia inmediata
(o casi inmediata) de la deliberación que se desarrolla. Cuando un ciuda-
dano acude a una asamblea vecinal, cuando participa en una asociación
cívica, cuando lee un artículo de opinión en la prensa o cualquier otro
medio de comunicación, o cuando, por ejemplo, discute con otro ciuda-
dano en la cola de un supermercado sobre la subida de las pensiones, está
participando directamente en un procedimiento masivo de deliberación
pública con todas las características mencionadas.
Evidentemente, esta deliberación pública masiva informal no deter-
mina directamente la toma de decisiones políticas. En consecuencia, no
pretende nunca sustituir los canales institucionales de participación polí-
tica 83. Es el puente de retroalimentación entre la participación racional,
imparcial y responsable en las instituciones de toma de decisiones políti-
cas, y la educación y la disposición cívicas de la ciudadanía 84. Una esfera
pública fuerte, esto es, con altos índices cuantitativos y cualitativos de par-
ticipación, produce al menos los siguientes efectos positivos: a) es una
condición necesaria del ejercicio responsable de los sistemas de control y
revocabilidad de los representantes políticos (accountability) 85, b) permite
un mayor flujo de información política (que redunda en una ciudadanía
más informada), c) incentiva las virtudes cívicas y las disposiciones impar-
ciales de los participantes, cumpliendo una función de escuela de demo-
cracia, y d) es un fundamento sólido para una participación más respon-
sable en los canales institucionales.

81
Así, BOHMAN lo define como una joint activity. Véase BOHMAN, 1996: 37-53.
82
Sobre este punto, véase BOHMAN, 1996: 199-201.
83
Sobre la idea de la deliberación pública informal, véase ESTLUND, 2006.
84
Sobre la importante noción de responsabilidad activa de la ciudadanía, que no voy a poder
analizar aquí, véanse DAVIS, 1964; BRENNAN, 1996; BOVENS, 1998; y OVEJERO, 2002: 188-191.
Véanse también GOODIN, 1992; y HARDIN, 1996.
85
GUTMANN y THOMPSON, 1996: cap. 4; BOHMAN, 1996: 55; y OVEJERO, 2002: 178-191.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 304

304 JOSÉ LUIS MARTÍ

Tan importante resulta la esfera pública para la legitimidad de las ins-


tituciones democráticas y para la calidad de sus decisiones que, como ya
he anticipado anteriormente, un grupo de autores han propuesto un nuevo
modelo democrático basado en el fortalecimiento de las asociaciones secun-
darias que son la parte más dinámica de dicha esfera pública: la demo-
cracia asociativa 86. Frente a los temores que inspiran los peligros del fac-
cionalismo, y su perniciosa influencia sobre la igualdad democrática, los
defensores de la democracia asociativa inciden en un modelo de asocia-
ciones secundarias que no sólo neutralicen tales peligros, sino que además
puedan realizar una valiosa contribución a la calidad de nuestros sistemas
democráticos 87.
Los requisitos que deben cumplir las asociaciones son: tener vocación
pública, ser libres y voluntarias, y estar internamente democratizadas 88.
El papel de estas asociaciones secundarias es únicamente complementa-
rio a los mecanismos institucionales de toma de decisiones 89. Pero, en
todo caso, contribuyen a estos seis importantes objetivos: 1) proporcionar
información a los representantes sobre las preferencias de la ciudadanía,
2) intermediar entre los intereses de la ciudadanía y las instituciones, 3) pro-
porcionar una mayor legitimidad política al sistema democrático, 4) con-
tribuir a mitigar la sobre-representación e infra-representación de algunos
sectores sociales, 5) actuar como «escuelas de democracia» transmitiendo
una educación a la ciudadanía, y 6) contribuir a la integración social 90. En
todo caso, el efecto más positivo es que permiten vertebrar la deliberación
pública informal en la esfera pública 91.
En conclusión, el fortalecimiento de la esfera pública a través de las
asociaciones civiles u otros medios es un paso necesario para fortalecer a
su vez la deliberación pública no institucional, que es crucial como refuerzo
y complemento de los mecanismos de participación y deliberación insti-

86
Véanse COHEN y ROGERS, 1983, 1992, 1993a, 1993b, 1995a, 1995b y 1995c; y HIRST, 1993,
1994, 1995, 1996 y 1997. También, WRIGHT, 1995; SZASZ, 1995; YOUNG, 1995; PERCZYNSKI, 2000;
ROßTEUTSCHER, 2000; HERREROS, 2000; y WARREN, 2001. Desde una perspectiva estrictamente
deliberativista, MANSBRIDGE, 1995. Según PATEMAN uno de los primeros autores que elaboró una
teoría de las asociaciones al servicio de los ideales democráticos fue G.D.H. COLE, quien en 1920
definía la sociedad democrática como «un complejo de asociaciones sustentadas por la voluntad
de sus miembros», en las que si queremos garantizar el ideal de que el individuo se auto-gobierne,
debemos dejar que participe en la toma de decisiones de las asociaciones a las que pertenece.
Véanse COLE, 1920: 31; y PATEMAN, 1970: 36 y 37.
87
COHEN y ROGERS, 1995b: 58. La democracia asociativa no es un modelo alternativo a la
democracia deliberativa, sino simplemente otra manera de enfocar un mismo ideal.
88
Véanse HIRST, 1993: 12, 1994: 19, y 1997: 17; y COHEN y ROGERS, 1993.
89
Véanse HIRST, 1994: 42, y 1997: 24; y COHEN y ROGERS, 1995b: 58, y 1993.
90
Véanse ROßTEUTSCHER, 2000: 172; HIRST, 1997: 17 y 18; y COHEN y ROGERS, 1995b: 55-58.
91
Aunque no debemos limitar la deliberación (o, de forma más general, la participación) a
dichas asociaciones porque, de hacerlo, corremos el riesgo de seguir excluyendo a algunos ciu-
dadanos y se violaría el principio de inclusión de la deliberación pública. Véase GARGARELLA,
1995: 138 y 139.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 305

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 305

tucionales que abordaré en el siguiente apartado. A continuación, y para


terminar este punto, enunciaré algunas de las propuestas concretas enca-
minadas a lograr este objetivo, que únicamente deben tomarse como ejem-
plos para la discusión:
1) Transparencia en los «procesos» de toma de decisiones. Para que
la deliberación pública informal pueda abordar racionalmente el control
de la gestión de gobierno y pueda pronunciarse sobre las decisiones que
se han tomado o van a tomarse en las instancias institucionales, es nece-
sario que exista una absoluta transparencia respecto a dichos procesos de
toma de decisiones en sentido amplio. Es decir, el gobierno, el Parlamento
y la administración deben dar publicidad no sólo a las decisiones que
toman, sino también de las consideraciones que se han efectuado para
tomarlas, y del funcionamiento interno de las propias instituciones 92.
2) Obligación de motivar las decisiones políticas. Otro elemento
decisivo que puede contribuir al debate público es la obligación por parte
de las instituciones públicas de motivar todas las decisiones políticas. A
semejanza de lo que ocurre en el caso de las sentencias judiciales, el deber
de motivación permite verificar (mejor) que la decisión se ha tomado por
las razones adecuadas, sirve de estímulo de la opinión pública y es un ele-
mento de mejora de la cultura política institucional.
3) Regulación y promoción de la vida asociativa. Debe regularse jurí-
dicamente el ámbito de las asociaciones civiles secundarias de modo que
se incentive la vida asociativa, se promueva la existencia de asociaciones
de interés general, se permita su entrada en algunos procesos institucio-
nales de participación. Ya hemos visto que las asociaciones secundarias
con vocación cívica son los agentes que mejor vertebran la esfera pública 93.
4) Educación cívica. Otro de los pilares de una sociedad democrá-
tica participativa y avanzada es, como hemos visto repetidamente, la edu-

92
Ésta es una precondición para cualquier participación política informada. Las medidas
concretas pueden abarcar desde la publicación de todas las deliberaciones políticas, cada una en
su ámbito respectivo, siempre que no estén en juego cuestiones de seguridad nacional, hasta faci-
litar los mecanismos de atención al ciudadano cuando éste solicite información específica. A este
objetivo de la transparencia puede contribuir considerablemente un fenómeno como el del perio-
dismo cívico. Sobre este punto, véase CANEL y ECHART, 2000. Sobre los mecanismos de partici-
pación de los ciudadanos en la administración, veánse KOTLER, 1969; REICH, 1985 y 1988; MAJONE,
1988; BOHMAN, 1996; BRUGUÉ y GALLEGO, 2001; y FUNG, 2004: 31-68.
93
Se pueden encontrar algunas indicaciones generales sobre cómo implementar estas medi-
das en COHEN y ROGERS, 1995b: 58-83 y 101-121. En el ámbito de la Unión Europea se han hecho
ya avances todavía no muy significativos pragmáticamente pero de importante valor simbólico.
Véase, por ejemplo, el Dictamen de 28 de enero de 1998 del Comité Económico y Social de la
UE, el Reglamento 976/1999 del Consejo Europeo, de 29 de abril de 1999, o la Comunicación de
la Comisión Europea sobre El fomento del papel de las asociaciones y fundaciones en Europa,
donde se declara, en todos ellos, el papel fundamental que las asociaciones pueden ejercer para
la revitalización de las democracias europeas.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 306

306 JOSÉ LUIS MARTÍ

cación cívica de la ciudadanía. Una democracia deliberativa participativa


necesita ciudadanos interesados por la política, comprometidos con los
valores de la imparcialidad y el bien común, y dispuestos a realizar peque-
ños sacrificios por el bien de las instituciones democráticas 94.
5) Regulación del uso de, y acceso a, los medios de comunicación.
Esta regulación debe tener por objetivo asegurar la libertad de expresión,
el pluralismo en los medios de comunicación y la deliberación pública.
Abarca tanto a los medios de comunicación escritos, como a la televisión,
Internet, y otros canales masivos de comunicación. Puede incluso llegarse
a asegurar espacios de participación abiertos en los principales medios de
comunicación y gestionados independientemente 95.
6) Creación de foros deliberativos digitales públicos. Canalizados
por canales masivos de información y comunicación, abiertos a todos los
ciudadanos, y con tutela de alguna institución pública 96.
7) Promoción del uso de las TIC y lucha contra la fractura digital.
El uso de las nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación
ofrece nuevas posibilidades de participación política insospechadas hasta
hace poco. Así, para fortalecer la esfera pública, el Estado debería poten-
ciar el uso de dichas tecnologías, tanto a través del sistema educativo ordi-
nario, como a través de campañas específicas, y siempre procurando vencer
la fractura digital, ofreciendo las nuevas tecnologías a todos los ciudada-
nos, sin barreras económicas de acceso 97.
8) Democratizar el lugar de trabajo, introduciendo mecanismos inter-
nos de transparencia y participación en la toma de algunas decisiones en
las empresas grandes o medianas, favoreciendo la creación y difusión de
las cooperativas, etc. 98.

94
Véanse DAVIS, 1964: 40; BARBER, 1984: 278 y 279, y 1998: 110-113; GUTMANN, 1987; y
KNIGHT y JOHNSON, 1997: 396 y 397.
95
Una buena aproximación a este tema, con diversas propuestas concretas, y con una dis-
cusión acerca de los diversos valores en juego, cuestionando incluso el mito de la no regulación
de Internet, en SUNSTEIN, 2001. También en este caso la corriente del periodismo cívico contri-
buye de forma decisiva. Véase la nota 92 de este capítulo. Sobre la importancia de los canales
masivos de información y comunicación para la democracia deliberativa, véanse PAGE, 1995; y
LINSKY, 1998.
96
DANIELS, 1999.
97
BARBER, 1984: 273-278, y 1998: 86-95; y SUNSTEIN, 2001. El uso de las TIC en la parti-
cipación política democrática está dejando de ser un sueño para convertirse en una realidad. Son
miles las experiencias en este sentido que se están realizando en todo el mundo, y muy nutrida la
literatura de un nuevo modelo que ha recibido nombres como democracia digital, democracia elec-
trónica, e-democracia, etc. Algunos de los mejores trabajos publicados en este terreno son: BELLAMY
y TAYLOR, 1998; TSAGAROUSIANOU, TAMBINI y BRIAN, 1998; HAGUE y LOADER, 1999; WILHELM,
2000; HACKER y VAN DIJK, 2000; y FERDINAND, 2000.
98
Esta es, sin duda, una medida mucho más controvertida, pero que ha sido defendida tra-
dicionalmente por los teóricos de la democracia participativa. Véanse BACHRACH, 1967: 146-165;
PATEMAN, 1970: 45-84; BARBER, 1984: 305-311; y BACHRACH y BOTWINICK, 1992. Todos ellos
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 307

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 307

9) Espacios cívicos en barrios. Los ámbitos principales de partici-


pación democrática de los ciudadanos son evidentemente aquellos que le
son más próximos y en los que desarrolla su vida cotidiana, como por
ejemplo los centros cívicos barriales, las asambleas vecinales, las biblio-
tecas públicas, los centros culturales y artísticos, etc. Por esta razón, es
necesario incentivar la creación de espacios cívicos de encuentro y debate
en los propios barrios, canalizando así los movimientos vecinales 99.
10) Servicio cívico ciudadano. En algunas circunstancias puede eva-
luarse la posibilidad de crear un servicio cívico obligatorio de todos los
ciudadanos, con variantes de ámbito local, nacional e incluso internacio-
nal. Puede pedirse a cada ciudadano que dedique unas horas al mes a ser-
vicios para la comunidad, o se puede establecer un servicio de varios meses
en un momento de su vida. No sólo generaría beneficios importantes para
la comunidad, sino que además serviría de escuela de valores cívicos 100.

4. MECANISMOS INSTITUCIONALES DE PARTICIPACIÓN


DEMOCRÁTICO-DELIBERATIVA

En el apartado anterior me he referido a los canales no institucionales


e informales de deliberación en la esfera pública. A continuación men-
cionaré, a modo de ejemplo, y para terminar, algunas de las principales
propuestas que se han realizado para diseñar mecanismos institucionales
de deliberación, esto es, los mecanismos que permiten una participación
política directa o semi-directa por parte de la ciudadanía. Ya he dicho que
ningún defensor de la democracia deliberativa ha propuesto la disolución
de las estructuras políticas representativas en favor de la instauración de
foros de participación directa de la ciudadanía, así que dichos foros o meca-
nismos son considerados complementarios de tales estructuras ya exis-
tentes. Algunas propuestas consisten simplemente en introducir elemen-
tos que hagan más abierta y responsable la toma de decisiones y que
fomenten la calidad deliberativa de las mismas 101. Otras dependen de un
cierto grado de descentralización y abren vías de participación directa o
semi-directa en unidades administrativas más pequeñas, como municipios
o distritos 102. Pero es importante tener en cuenta que para la república

siguen una importante tradición de principios de siglo en Estados Unidos, cuyo máximo expo-
nente es G.D.H. COLE. Véase COLE, 1919 y 1920.
99
Por ejemplo, PATEMAN 1970; MANSBRIDGE, 1980 y 2003; BARBER, 1984: 267-273, y 1998:
83-86; y FUNG, 2004.
100
BARBER, 1984: 298-305.
101
Véase OVEJERO, 2002: 153-191.
102
La posibilidad de que los ciudadanos participen directamente aumenta cuanto menor es
el ámbito territorial de decisión. Por esta razón, y con la intención de acercar dicha toma de deci-
siones al ciudadano, la política deliberativa participativa requiere de un amplio sistema de des-
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 308

308 JOSÉ LUIS MARTÍ

deliberativa no es valiosa cualquier participación política de la ciudada-


nía. La participación sólo es valiosa cuando se puede garantizar una cierta
calidad de la misma. Por lo tanto, el criterio para preferir unos mecanis-
mos a otros tendrá que ser la calidad deliberativa que se pueda alcanzar
con cada uno de ellos.
A continuación presentaré los que a mi juicio son los mecanismos más
destacados de cuantos se han propuesto, dividiéndolos en cinco grupos, y
ordenándolos de menor a mayor implicación ciudadana. Debemos tener
en cuenta, no obstante, que cada uno de estos mecanismos tiene ventajas
y desventajas, y que para emitir un juicio evaluativo sólido deberían ser
puestos en práctica y testeados en circunstancias diversas.
1) Derecho de petición e Iniciativa Legislativa Popular (ILP). El pri-
mero de estos mecanismos tiene que ver con el derecho de formular peti-
ciones a las instituciones públicas. Los ciudadanos deben poder solicitar
la información que deseen y, lo más importante, deben poder pedir que se
tome una determinada decisión política. El derecho de petición no sustrae
el poder de decisión final a la institución correspondiente pero, conve-
nientemente regulado, puede suponer un canal dinámico de participación
política. En una sociedad en la que la cultura política esté suficientemente
desarrollada, la práctica de la petición puede consolidarse como un autén-
tico mecanismo inductor de una mayor deliberación en la toma de deci-
siones, especialmente en la medida en que las peticiones se formulen de
manera argumentativa y que la institución destinataria tenga la obligación
de tomar en consideración y ofrecer alguna respuesta explícita a dichas
peticiones 103. Una práctica generalizada en este sentido genera evidente-
mente importantes costes temporales y económicos. La propuesta puede
ser tan matizada como las circunstancias concretas de cada caso requie-
ran. Pero una sociedad democráticamente avanzada no debería dudar en
pagar precios razonables (en tiempo y en dinero) para incorporar sin com-
plejos mecanismos como éste de diálogo e interpelación entre las institu-
ciones y la ciudadanía.

centralización, si bien tomando las medidas necesarias para evitar el riesgo de la delusión, la pér-
dida de eficiencia y eficacia y los dilemas de acción colectiva. Véanse NINO, 1996: 186, y 228-
235; GRAGLIA, 2001; y FUNG, 2004.
103
Imaginemos el caso en que un alcalde debe tomar una determinada decisión de relevan-
cia social, por ejemplo, la recalificación de unos terrenos para uso público. El derecho de petición
ampararía que los ciudadanos pudieran, en primer lugar, solicitar información sobre el caso y sobre
las razones que tiene el equipo consistorial para querer emprender la recalificación y, en segundo
lugar, diversos colectivos y asociaciones podrían presentar peticiones de resolver el caso en un
sentido o en otro. Lo que el derecho de petición exige no es que el alcalde deba resolver tal y
como los ciudadanos le solicitan. De hecho, diversos grupos podrían presentar peticiones contra-
rias. Pero sí exige que tenga en consideración los motivos expuestos y al menos se tome la moles-
tia de responder a cada peticionario exponiéndole sus argumentos en favor de su propia decisión
y desestimando la petición recibida.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 309

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 309

Lo mismo sucede con la figura de la Iniciativa Legislativa Popular


(ILP), un mecanismo ya existente en la mayor parte de las democracias
occidentales, pero habitualmente mal regulado y poco utilizado. La can-
tidad de firmas exigidas para iniciar un proceso de admisión a trámite
parlamentario, la poca ayuda técnica y económica que reciben las enti-
dades promotoras de iniciativas de este tipo, la lentitud del proceso, la
escasa difusión pública de las ILP mientras dura el proceso, la poca pre-
sencia que tienen dichas entidades en el momento en que una ILP ha sido
finalmente admitida, la capacidad que tienen los grupos políticos parla-
mentarios no ya para rechazar una ILP, sino para aceptarla modificando
tanto como quieran el articulado de la ILP propuesta hasta el punto de
poder incluso invertir el sentido de la propuesta, son algunos de los fac-
tores que dificultan un uso más frecuente y normalizado de este instru-
mento 104.
2) Mecanismos de participación de asociaciones en las delibera-
ciones. Algunas propuestas piden que las asociaciones cívicas secundarias
puedan intervenir de algún modo en las deliberaciones que se producen
en las cámaras legislativas representativas, aunque siempre de forma limi-
tada y restringiendo dicha participación a aquellas asociaciones que por
su significación y seriedad aseguren una contribución responsable. De este
modo se podría canalizar un tipo de participación semi-directa de la ciu-
dadanía en la vida parlamentaria 105.
3) Consultas y referéndums deliberativos. Otro de los instrumentos
existentes en la mayoría de las democracias occidentales que ha sido poco
y mal utilizado es el de las consultas populares y los referéndums. El uso
de este tipo de mecanismos ha sido muy controvertido porque un abuso
del mismo puede producir un efecto paradojal de cansancio y hastío por
parte de la ciudadanía, y porque puede ser fácilmente manipulable 106. A
pesar de que las nuevas tecnologías permiten un uso extendido y habitual
de este tipo de mecanismos a un coste muy bajo, probablemente el recurso
a las consultas y los referéndums deba limitarse a los casos de mayor
importancia y mayor trascendencia pública. En todo caso, y para que su
uso pueda ser defendible desde el punto de vista de la democracia deli-

104
Véanse CRONIN, 1989; BUDGE, 1993 y 1996; NINO, 1996: 205-209; y SAWARD, 1998: 112-
117.
105
Se trataría simplemente de crear una figura parecida a la del amicus curiae en los proce-
sos judiciales, que permita a las asociaciones secundarias que cumplan los requisitos previamente
establecidos y hayan pasado un filtro de admisión, asistir y tener voz en plenos parlamentarios,
comisiones parlamentarias, plenos municipales, sesiones especiales del Consejo de Gobierno, etc.
106
Como demuestran muchos estudios desarrollados en el campo de la psicología social, el
modo en que se plantea una consulta o un referéndum (la manera de formular la pregunta y las
opciones de respuesta que se dan) puede determinar parcialmente el resultado. Véase, por ejem-
plo, SUTHERLAND, 1996.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 310

310 JOSÉ LUIS MARTÍ

berativa, tanto las consultas como los referéndums deberían ir precedidos


de campañas de sensibilización y debate público 107.
4) Participación en las administraciones públicas. Otro gran ámbito
de participación, que resulta a la vez novedoso, ambicioso y sencillo, es
el de la participación de los ciudadanos en las distintas administraciones
públicas o en las instituciones o agencias que dependen de ellas, con el
objetivo de determinar las políticas públicas concretas de las que son usua-
rios 108. Los mecanismos concretos que pueden implementarse en este
ámbito son casi infinitos. Pondré simplemente un ejemplo para que se
entienda la idea general. Supongamos que en Cataluña, que dispone de
amplias competencias en educación, se abre un debate acerca del tipo de
educación básica que se ofrece en los centros educativos públicos, el número
y el contenido de las asignaturas, los sistemas de evaluación de los estu-
diantes, los mecanismos sancionadores, la organización del tiempo esco-
lar, la existencia y el tipo de actividades extraescolares, etc. Algunas de
estas cuestiones son competencia del Estado. Otras, de la comunidad autó-
noma. Y aun otras, de cada centro escolar. Pueden emprenderse procesos
deliberativos en cada centro escolar para que los profesores y los padres
puedan decidir aquellas cuestiones que deben ser decididas por el centro,
así como para expresar sus opiniones acerca de cómo deberían regular
estas cuestiones el Estado y la comunidad autónoma, siendo más tarde
trasladadas dichas opiniones a las instituciones pertinentes. Algunos meca-
nismos de este tipo ya se vienen produciendo en algunos ámbitos 109.
5) Órganos independientes de participación semi-directa. Final-
mente, las propuestas más ambiciosas, algunas de las cuáles ya han sido
experimentadas en diversos lugares, son las que tienen que ver con la crea-
ción de órganos independientes de participación semi-directa de la ciuda-
danía con capacidad decisoria, sean estas decisiones vinculantes o mera-
mente consultivas. Se han propuesto mecanismos concretos muy diversos,
de los que voy a recoger los más destacados:
A) Consejos Ciudadanos: Órganos permanentes de nivel municipal
(o de distrito) que están formados por ciudadanos normalmente seleccio-
nados por sorteo, que se renuevan periódicamente, y que con la informa-
107
No se trata, por ejemplo, de que los parlamentarios deban someter a referéndum diario
todas las votaciones parlamentarias, algo que se podría hacer por ejemplo a través de mensajes de
texto dirigidos a los teléfonos móviles. Lo que importa es que el ciudadano pueda participar en
unas mínimas condiciones de calidad. Y la deliberación pública debe servir precisamente para
garantizar dichas condiciones.
108
Véanse, especialmente, BOHMAN, 1996; y FUNG, 2004: 31-68. También KOTLER, 1969;
REICH, 1985 y 1988; MAJONE, 1988; y BRUGUÉ y GALLEGO, 2001.
109
Este esquema básico puede trasladarse a otros sectores como la sanidad (hospitales, resi-
dencias, centros de atención primaria), cultura (bibliotecas, museos, centros culturales), industria
y comercio (sindicatos, empresas, cámaras de comercio), etc.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 311

LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN 311

ción facilitada por el ayuntamiento y por otros organismos independien-


tes deben deliberar y tomar una decisión acerca de una o varias cuestio-
nes. La decisión de los Consejos puede ser consultiva o vinculante 110.
B) Deliberative Polls: Se trata del experimento que James FISHKIN
ha podido desarrollar en diferentes momentos en Gran Bretaña, Australia
y los Estados Unidos (con algunas variantes en cada caso). Consiste en
reunir a un grupo de ciudadanos seleccionados al azar para que deliberen
sobre un asunto particular, como la pena de muerte, el aborto, etc. Se pre-
senta información elaborada por técnicos independientes que permitirá a
cada participante mejorar sus conocimientos sobre el tema, y se inicia una
deliberación guiada y moderada en distintas fases. Transcurrida la delibe-
ración se propone una votación que tiene únicamente efectos consultivos.
Las deliberaciones pueden ser televisadas para incrementar el grado de
sensibilizacion e información entre la ciudadanía 111.
C) Deliberation Day: Ésta es una ambiciosa propuesta de Bruce
AKERMAN y James FISHKIN. Consiste en reservar un día al año (que debe
ser declarado como festivo) para que todos los ciudadanos de los Estados
Unidos puedan acudir voluntariamente a pequeñas asambleas instaladas
en escuelas o centros públicos de su barrio o distrito para deliberar acerca
de cuestiones políticas de nivel nacional a partir de un documento con-
junto elaborado por todos los partidos políticos (National Issues Debate).
Cada una de estas pequeñas asambleas deliberará acerca de las cuestiones
que desee y formulará una serie de propuestas. Un representante de cada
una de ellas se reunirá más tarde en una asamblea más grande (que agrupe
a los representantes de diversas asambleas pequeñas por zonas) y pondrá
en común con los demás sus propuestas, deliberando acerca de todas las
que se presenten e intentando encontrar un acuerdo. Más tarde, cada repre-
sentante regresa a su grupo pequeño y explica cómo se ha desarrollado la
deliberación más general. Los resultados de cada deliberación son publi-
cados y tienen únicamente un carácter consultivo 112.
D) Foros deliberativos de asociaciones: Otro de los mecanismos con-
siste en crear foros de deliberación tutelados por la administración en el
110
Para la evaluación de algunas experiencias de este tipo en Cataluña, véanse BRUGUÉ, FONT,
y GOMÀ, 2001; y FONT y MEDINA, 2001.
111
Véase FISHKIN, 1991, 1995 y 1999. Los resultados de estos deliberation polls no pueden
ser más satisfactorios. Se produce una significativa transformación en las preferencias de los par-
ticipantes, presumiblemente razonada, hacia soluciones en principio más imparciales (porque toman
en consideración otros puntos de vista y otros intereses). La calidad de las deliberaciones es con-
siderablemente alta. Los participantes declaran, así mismo, sentirse satisfechos en general tanto con
el debate como con los resultados, y se sienten mucho más interesados por los asuntos públicos.
112
Todo el planteamiento concreto, un cálculo del coste y una discusión de las ventajas y
desventajas, en ACKERMAN y FISHKIN, 2002. La propuesta se basa en la experiencia de los «town
meetings» que fueron práctica habitual de los colonos de Norteamérica durante todo el siglo XVIII.
Sobre este punto, véase GARGARELLA, 1996: 18 y 19.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 312

312 JOSÉ LUIS MARTÍ

que participen únicamente representantes de las principales asociaciones


secundarias. Estos foros pueden tener carácter consultivo en la fase previa
de una toma de decisiones (por ejemplo, en forma de comisiones de estu-
dios preparatorios para una propuesta de ley) o bien se les puede otorgar
capacidad decisoria.
E) Presupuestos participativos: Finalmente, uno de los mecanismos
más conocidos internacionalmente es el de los presupuestos participati-
vos, implementado con éxito por primera vez en la ciudad de Porto Alegre
(Brasil). El funcionamiento es el siguiente. Se forman asambleas de dis-
trito y asambleas temáticas formadas por ciudadanos que acuden volun-
tariamente. Cada asamblea elige a sus delegados que integrarán el Foro
de delegados que tutelará el resto del proceso. En una segunda fase cada
una de las asambleas delibera y aprueba propuestas para su distrito o temá-
ticas, según el caso, que más tarde serán discutidas en el Foro de delega-
dos. Este órgano, con todas las propuestas recibidas, elaborará una pro-
puesta conjunta que las armonice en la medida de lo posible, y elegirá a
los representantes que acudirán a defender dicha propuesta en una comi-
sión formada por representantes del ayuntamiento y técnicos en presu-
puestos. Los presupuestos finales son los que surgen de esta última comi-
sión 113.
Hasta aquí los mecanismos que he querido mencionar únicamente como
ejemplos de implementación de la república deliberativa. Esto no quiere
decir que toda república deliberativa deba implementar todos y cada uno
de estos mecanismos, ni que no existan otros medios, incluso tal vez más
exitosos, de poner en práctica el sistema de dicha república. El diseño ins-
titucional es un arte de lo particular. Y no se puede pedir concreción a una
serie de pautas generales que necesariamente deben estar desvinculadas
de toda realidad concreta. Si este capítulo debe servir de algo es como un
comienzo tentativo para pensar en la articulación real de la república deli-
berativa, para poner a ésta en acción. La mejor forma de saber cuál es el
mejor diseño concreto de un procedimiento democrático deliberativo en
cada Estado, en cada municipio o en cada centro escolar es, sin duda, la
propia deliberación.

113
Véanse BAIOCCHI, 2001 y 2005; y GOMÀ y REBOLLO, 2001.
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CAPÍTULO VIII
CONCLUSIONES

Una de las principales conclusiones que uno puede extraer de exami-


nar el ideal de la democracia deliberativa es que nunca hay que dar las
conclusiones por definitivas. Como casi todo lo demás, nuestros juicios
son siempre provisionales. Por ello no me gustan mucho los capítulos de
conclusiones. Soy consciente de que una buena síntesis final puede ayudar
a que el lector comprenda las ideas principales del libro. Y, si ésta es muy
buena, incluso puede evitarle la lectura de los capítulos anteriores. Pero
no estoy seguro de querer hacerle este favor al lector. En cualquier caso,
seré muy breve en este último apartado del libro, que sólo recibe el nombre
de capítulo por cuestiones formales.
Los siete capítulos anteriores, las decenas de discusiones emprendi-
das, todos los argumentos analizados, sopesados, o al menos presentados
en tantas páginas, deberían haber contribuido a que el lector se haga una
idea aproximada de lo que es el ideal de la república deliberativa, y la
teoría de la democracia que hay detrás, la teoría más discutida en la actua-
lidad y también la que aglutina a un mayor número de pensadores de la
democracia. Como he admitido en diversas ocasiones, este libro no sólo
tiene la vocación de describir este modelo y de iniciar al lector en algu-
nas de sus complejidades, sino que he tomado partido deliberadamente por
determinadas posiciones que resultaban muy relevantes para reconstruir el
propio modelo. No sólo he defendido la concepción republicana de la
democracia deliberativa, que se opone a una concepción elitista, y que
defiende el sistema de la república deliberativa, sino que en infinidad de
ocasiones, al relatar algunas de las controversias internas que dan conte-
nido al debate teórico político internacional, he intentado mostrar por qué
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314 JOSÉ LUIS MARTÍ

una de las posiciones del debate me parecía más sólida y satisfactoria que
las demás.
Por tanto, en la medida en que aquí he presentado lo que en mi opi-
nión es la mejor cara de este modelo democrático deliberativo, y dado que
yo podría estar perfectamente equivocado en mis opiniones y valoracio-
nes, algún lector puede pensar que mi reconstrucción del modelo no es del
todo fiel. Cualquier libro, cualquier artículo, puede generar discrepancias
de este tipo. De hecho esto no es particularmente negativo, sino más bien
un efecto natural de cualquier contribución al foro público de las ideas.
Un efecto que a mí me resulta especialmente plácido, por cuanto el único
modo razonable que conozco de arreglar discrepancias o desacuerdos como
los descritos es mediante la deliberación. Una objeción que sí me produ-
ciría desazón, en cambio, sería la de que este libro no logre estimular en
lo más mínimo ningún interés, ninguna opinión favorable o desfavorable.
Soy consciente de que es un trabajo extenso y que en ocasiones su lectura
puede haber resultado ardua, por la complejidad de las cuestiones discu-
tidas. Pero mi objetivo fundamental, como reconocí en el prefacio, era el
de contribuir al debate y discusión teóricos. Si mis argumentos son acep-
tables, tal vez logren hacer avanzar un poco la reflexión colectiva. Y si no
lo son, tal vez logren el mismo cometido, al permitir al lector aclarar sus
propias ideas y razones al respecto.
No aspiro a resumir todo el contenido del libro en unas pocas páginas.
Sin embargo, con la sola pretensión de facilitar que el lector mismo pueda
recuperar sus propias conclusiones, sintetizaré algunos puntos centrales
del libro.
1) La democracia deliberativa es un ideal normativo, defendido por
un modelo teórico de la democracia, que propone la adopción de un pro-
cedimiento colectivo de toma de decisiones políticas, con participación
directa o indirecta de todos los potencialmente afectados por tales deci-
siones, y basado en el principio de la argumentación, en lugar del voto o
la negociación.
La democracia deliberativa es fundamentalmente eso, un procedimiento
de toma de decisiones democráticas. Muchos son los deliberativistas que
han procurado distinguirlo de los procesos basados en la negociación o
simplemente en la agregación de preferencias, si bien el autor que mejor
ha desarrollado esta oposición es Jon ELSTER, en quien me basé para el
análisis, en el capítulo II, del núcleo del modelo. La argumentación, a dife-
rencia de los mecanismos basados en el voto, presupone la reflexión dia-
lógica entre los decisores, esto es, el acto de comunicación consistente en
un intercambio de razones y argumentos en favor de una determinada alter-
nativa de decisión con la pretensión de convencer racionalmente a los
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CONCLUSIONES 315

demás y que se dirige a producir, en consecuencia, una transformación de


las preferencias.
Argumentar significa básicamente intercambiar razones en favor de
una propuesta determinada. En el capítulo III he explicado, no obstante,
que la noción de argumento o de razón no es clara, y que prácticamente
ninguno de los autores se ha ocupado de esclarecerla. Lo cual es más grave
porque he identificado lo que denomino el problema de la argumentación,
esto es, que cualquier intento de dar cuenta de la noción de argumento o
razón, como los de RAWLS, SCANLON o HABERMAS, cae o bien en la cir-
cularidad, o bien en el relativismo. Éste es un problema general que afecta
a cualquier concepción de la política o de la moral que considere que es
posible discutir racionalmente sobre cuestiones normativas sustantivas.
Pero debería ser una cuestión central para una teoría que, como la deli-
berativa, sitúa dicha racionalidad en el centro del modelo.
Por otra parte, el hecho de que la democracia deliberativa sea un ideal
regulativo nos permite comprender mejor algunos de sus rasgos centrales,
como por ejemplo, que esté orientado a alcanzar el consenso total entre
todos sus participantes, o que estos deban asumir determinados compro-
misos con el bien común. La democracia deliberativa es una teoría, que
defiende la adopción de un ideal, que denominamos igual, y que en su ver-
sión republicana se plasma en el sistema de la república deliberativa. En
tanto que ideal, la democracia deliberativa se limita a establecer las con-
diciones que definen un Estado de cosas perfecto hacia el que debemos
tender en la medida de lo posible, y que nos sirve tanto para clasificar las
situaciones reales (según la mayor o menor proximidad con el ideal), así
como para plantear el diseño institucional de los procesos democráticos
deliberativos reales.
2) La democracia deliberativa, como modelo normativo democrá-
tico, se opone a otros modelos democráticos como la democracia como
mercado, la democracia pluralista y la democracia agonista.
He destinado una parte del capítulo II a describir sintéticamente las
principales alternativas teóricas de la democracia deliberativa, con el pro-
pósito de contribuir a la comprensión del propio modelo deliberativo. Así,
he presentado brevemente las ideas de autores como Joseph SCHUMPETER,
Anthony DOWNS o William RIKER, que defienden con algunas diferencias
una concepción de la democracia que he denominado democracia como
mercado. También he descrito las principales tesis de la teoría de la de-
mocracia de Robert DAHL, máximo exponente de la llamada democracia
pluralista. Y, finalmente, he dado cuenta de algunas de las nuevas pro-
puestas asociadas a la idea de democracia agonista desde la tradición post-
moderna.
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316 JOSÉ LUIS MARTÍ

3) La democracia deliberativa debe basarse en la idea de interés de


los ciudadanos. Así, la noción de bien común o interés general con la que
los participantes en una deliberación deben comprometerse, es el resul-
tado de agregar lo que he denominado intereses intersubjetivos de todos
los ciudadanos. Los intereses intersubjetivos permiten eludir el compro-
miso con una ontología de valores en sentido fuerte, partiendo de las pre-
ferencias individuales, pero trascendiendo a las mismas a través de la idea
de imparcialidad.
Ante la gran confusión terminológica existente en torno a la noción de
interés, he emprendido un somero análisis conceptual de sus principales
usos en el capítulo II, que permite comprender mejor en qué consiste la
idea de intereses intersubjetivos que subyace a la democracia deliberativa.
4) El modelo de la democracia deliberativa está caracterizado por
ocho principios estructurales, que son constitutivos del proceso demo-
crático deliberativo: el principio de argumentación, el de procedimiento
colectivo, el de inclusión, el de publicidad, el de procedimiento abierto,
el de procedimiento continuo y los de libertad e igualdad de los partici-
pantes. Las precondiciones del modelo, por su parte, son condiciones nece-
sarias de dichos principios estructurales.
En el capítulo III trato de presentar los elementos principales del modelo
de la democracia deliberativa, distinguiendo entre principios estructurales
y precondiciones. Las segundas son condiciones necesarias de los prime-
ros. Y nos conducen a una terrible e irresoluble paradoja. Cuanto más
garanticemos y protejamos las precondiciones del procedimiento demo-
crático deliberativo con el objetivo de hacerlo más valioso, menos cues-
tiones políticas relevantes quedarán por decidir. Y a la inversa, si quere-
mos decidir muchas cuestiones con el procedimiento deliberativo, éste no
tendrá suficientemente garantizadas sus precondiciones, así que sus resul-
tados no serán tan fiables.
Con esta reconstrucción del modelo he intentado resaltar los princi-
pios generales defendidos por los autores deliberativistas y presentarlos
de una forma completa, consistente y unitaria. De este modo, no he refle-
jado las discrepancias, en algunos casos profundas, que separan a dichos
autores, aunque he mencionado las que me parecían más significativas. Mi
propósito ha sido, en cambio, el de ofrecer una imagen lo más clara posi-
ble de un modelo deliberativo general que me permitiera discutir los puntos
tratados en los capítulos siguientes.
5) La deliberación democrática es considerada como la fuente de
legitimidad de las decisiones políticas. No obstante, si examinamos deta-
lladamente la cuestión de la legitimidad, podemos identificar la existen-
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CONCLUSIONES 317

cia de otra paradoja compleja e insoluble: no podemos renunciar ni a los


valores procedimentales ni a los sustantivos, porque se presuponen mutua-
mente, pero en cambio tampoco podemos conciliarlos de forma armónica
ya que se producen conflictos entre ambos para los cuáles no es posible
encontrar soluciones generales y definitivas.
En consecuencia, como sostengo en el capítulo IV, cualquier concep-
ción de la legitimidad debe combinar ambos aspectos (ser por lo tanto
mixta) y a su vez debe privilegiar uno de los dos cuando se produzcan
conflictos prácticos. Por ello, asociado a la paradoja, encontramos un
dilema entre el procedimiento y la sustancia, de cuya respuesta dependerá
que la concepción escogida sea procedimentalista o sustantivista. La demo-
cracia deliberativa ofrece la mejor respuesta ante la paradoja y el dilema,
siguiendo una estrategia procedimentalista débil, que aunque no llega a
resolver la paradoja, le permite disfrutar de una cierta prioridad pragmá-
tica con respecto a otras alternativas.
6) La democracia deliberativa está justificada por su valor episté-
mico, esto es, porque garantiza una mayor corrección de las decisiones
políticas que cualquier otro procedimiento alternativo, así como por ser
respetuosa de ciertos valores sustantivos, como la dignidad, la autonomía
y la igualdad política básica.
En el capítulo V, analizo las diversas justificaciones que ha recibido el
modelo, distinguiendo entre los argumentos epistémicos y los sustantivos,
y mostrando que no sólo los dos tipos de justificación son compatibles,
sino que además es necesario combinar los dos para frenar la tendencia al
elitismo democrático que anida en el interior de las justificaciones epis-
témicas.
7) El ideal de la democracia deliberativa es compatible con dos inter-
pretaciones distintas, presentes ambas en la literatura actual, que deri-
van, a su vez, de dos teorías distintas de la representación política: la con-
cepción elitista y la concepción republicana.
Aunque los defensores de la democracia deliberativa han prestado poca
atención a la cuestión de la representación política, el enfoque que adop-
ten en este terreno, explícita o implícitamente, determina en buena medida
el modelo deliberativo final que suscriben. Podemos identificar una con-
cepción de la democracia deliberativa que defiende la aplicación del pro-
cedimiento deliberativo principalmente a los órganos representativos de
toma de decisiones existentes y la independencia de los representantes a
la hora de deliberar, ambas cosas derivadas de su desconfianza hacia las
capacidades de los ciudadanos. Es la concepción elitista de la democracia
deliberativa. Pero también podemos identificar otra concepción que confía
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318 JOSÉ LUIS MARTÍ

en las capacidades de los ciudadanos, que propugna el fortalecimiento del


vínculo entre representantes y representados y la apertura de canales de
participación directa o semi-directa de la ciudadanía en los ámbitos de
toma de decisiones políticas, y que reclama el fortalecimiento de la esfera
pública para potenciar la deliberación pública informal y no institucional
que tiene lugar en ella. Y ésta es la concepción republicana de la demo-
cracia deliberativa. Describo ambas concepciones y sus respectivos fun-
damentos en la teoría de la representación en el capítulo VI.
8) La mejor versión de la democracia deliberativa es la republicana
por dos razones. Primero porque la concepción elitista se encuentra ante
un dilema, ya que es altamente inestable y o bien abandona sus presu-
puestos elitistas para abrazar los republicanos, o bien renuncia a su carác-
ter democrático para convertirse en una posición elitista anti-democrá-
tica. Y, en segundo lugar, la concepción republicana es más respetuosa de
los propios valores sustantivos que justifican el modelo general, la digni-
dad de todos los seres humanos, la autonomía plena (tanto pública como
privada) y la igualdad política básica. Por todo ello, el mejor sistema polí-
tico de gobierno es el de la república deliberativa.
También en el capítulo VI ofrezco estos dos argumentos básicos para
descartar el elitismo democrático y reinterpretar el ideal de la democracia
deliberativa a la luz de los presupuestos filosóficos del republicanismo.
Ello produce un modelo más igualitario, más respetuoso de una noción
más densa de la libertad, y más comprometido con los valores de la demo-
cracia participativa y con una ciudadanía activa, abierta y responsable, en
el que la política es vista como un asunto de todos, tal vez el más digno
de ellos, y en el que los valores comunes permiten a la comunidad polí-
tica avanzar establemente hacia el progreso, con el máximo y escrupuloso
respeto a los derechos y deberes de los ciudadanos y a la idea de autogo-
bierno democrático: la república deliberativa.
Hemos visto a lo largo de este trabajo que la democracia deliberativa
se ha convertido relativamente en pocos años en una de las principales teo-
rías de la democracia, siendo defendida con entusiasmo por gran parte de
los teóricos contemporáneos. Lamentablemente la realidad de nuestras
democracias actuales se corresponde poco con el modelo ideal que esta
teoría propone. Son muy pocos los ámbitos de decisión donde es posible
intercambiar razones en favor de la decisión correcta dejando a un lado
posiciones egoístas y adquiriendo un compromiso cívico con los demás
ciudadanos. También son pocos los ámbitos en los que los ciudadanos
pueden participar mínimamente en la toma de decisiones, y ni siquiera
controlar las acciones de sus representantes. Y el ideal de autogobierno
queda tan debilitado que prácticamente se difumina. Las «democracias
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CONCLUSIONES 319

avanzadas» reales responden a lo que MANIN ha denominado un modelo


de «democracia de audiencias» en la que el respeto auténtico por la ciu-
dadanía y sus intereses está ausente casi por completo. En el mejor de los
casos, garantizan un mínimo fair play de la clase dirigente que toma las
decisiones sin mucha transparencia y una menor rendición de cuentas pero
con cotas bajas de corrupción. En el peor, la democracia se convierte en
una apariencia de legitimidad política que enmascara estructuras sociales
de dominación.
En un caso y en otro, el proceso de mundialización que está transfor-
mando las fuerzas de producción, el comercio, la comunicación y las rela-
ciones sociales puede dejar en evidencia en poco tiempo todos los inten-
tos de mejorar las estructuras políticas internas de un Estado. La democracia
más deliberativa imaginable puede quedarse pronto como un parque temá-
tico en el que los ciudadanos destinen su tiempo de ocio a divertirse tomando
decisiones políticas que en nada podrán modificar las directrices externas
aparentemente «apolíticas», a menos que se creen estructuras globales y
democráticas de decisión. El camino de la emancipación democrática es
sin duda largo y está lleno de obstáculos. Aunque es mucho lo que se ha
conseguido, especialmente en el último siglo, queda también mucho por
recorrer. Los retos que la democracia deberá afrontar en el próximo siglo
son hasta cierto punto desconocidos. Pero nada de esto puede servir de
excusa para perpetuar la dominación política y la vulneración sistemática
de la autonomía pública de los ciudadanos en todos los países del mundo.
La república deliberativa impone ciertamente exigencias y estándares
de legitimidad difíciles de conseguir, al menos por completo. No tengo
dudas de que este modelo entraña una utopía. Pero, como advirtió NINO,
existen utopías válidas y utopías inválidas, y la república deliberativa corres-
ponde al primer tipo, porque nos permite avanzar en el diseño real de nues-
tras instituciones democráticas hacia un mundo mejor.
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10-INDICE ANALITICO 29/9/06 13:18 Página 353

ÍNDICE ANALÍTICO

Acción comunicativa, Y rigidez constitucional, véase repúbli-


Acuerdo, véase consenso ca deliberativa, estructura básica de la
Acuerdos incompletamente teorizados, Control judicial de constitucionalidad de
Argumentación, las leyes, véase república deliberativa,
El principio de la, control judicial de constitucionalidad de
El problema de la, las leyes
El uso estratégico de la, Cooperación,
Argumento, Co-originalidad entre procedimiento y
La fuerza del mejor, sustancia, la tesis de la,
Véase también razón
Autogobierno, Decisiones políticas
Autonomía, Decisiones individuales y colectivas,
Política, Legitimidad de las, véase legitimidad
Privada, política
Pública Deliberación pública (o política),
Coste de la,
Bien común, Institucional,
Véase también interés, general, e inte- No institucional,
rés, intersubjetivo Objeto de la,
Prioridad pragmática de la,
Cargas del juicio, Procedimiento de la, véase proceso deli-
Civilidad, berativo
Véase también virtud pública Sujetos de la,
Comunicación pública, Valor epistémico de la,
Condiciones de la política, Véase también democracia deliberativa
Conflictos, Véase también proceso deliberativo
Profundos, Democracia,
Véase también desacuerdos, profun- Agonista,
dos Asociativa,
Consenso (o acuerdo), Como mercado,
Distinción con unanimidad, Crisis de la,
Distinción entre razonado y estratégico, Digital,
Por superposición, Participativa,
Constitución, Pluralista,
10-INDICE ANALITICO 29/9/06 13:18 Página 354

354 ÍNDICE ANALÍTICO

Teoría de la, Emociones,


Teoría de la competencia de élites, Esfera pública,
véase democracia, como mercado Véase también sociedad civil
Teoría económica de la, véase democra- Estabilidad política,
cia, como mercado
Valor epistémico de la, Feminismo y democracia deliberativa,
Y principio de inclusión, véase democracia deliberativa, y grupos
Democracia deliberativa, desaventajados
Como ideal, Fuerza civilizadora de la hipocresía,
Concepción elitista de la,
Véase también elitismo Grupos de interés (o facciones),
Concepción republicana de la,
Véase también republicanismo Ideal regulativo,
Críticas a la, Igualdad,
El problema de las desigualdades de Formal,
los participantes, Material,
La crítica feminista, Política,
La incapacidad para resolver conflic- Igualdad de influencia política,
tos, Republicana,
La política como conflicto y poder, Véase también republicanismo
Los argumentos de la división del tra- Igualdad formal de los participantes, prin-
bajo y del coste, cipio de,
Diseño institucional de la, Véase también igualdad, formal
Justificación de la, Imparcialidad,
Epistémica, Inclusión, principio de,
Véase también democracia, valor Véase también democracia, y principio
epistémico de la de inclusión
Sustantiva, Iniciativa Legislativa Popular,
Modelo de la, Véase también participación política
Precondiciones, Interés,
Principios estructurales de la, Egoísta,
Y grupos desaventajados, General,
Derecho de petición, Véase también bien común e interés,
Véase también participación política intersubjetivo
Derechos individuales, Intersubjetivo
Como límites a la mayoría, Objetivo y subjetivo,
Desacuerdos, Privado,
El hecho de los, Público,
Posteriores a la deliberación, Tipos de,
Previos a la deliberación,
Profundos, Justicia, principios de,
Véase también conflictos, profundos Justificabilidad,
Dignidad,
Dilema atípico de las precondiciones, Legislación,
Dilema atípico entre procedimiento y sus- Legitimidad política,
tancia como criterios de legitimidad, Concepción mixta de la,
Dilema de NOZICK, Concepción procedimental de la,
Diversidad, véase pluralismo Véase también procedimentalismo
División del trabajo, Concepción sustantiva de la,
Véase también sustantivismo,
Elitismo, Crisis de, véase democracia, crisis de la
Democrático, Las tres cuestiones de la,
No democrático, Teoría de la,
10-INDICE ANALITICO 29/9/06 13:18 Página 355

ÍNDICE ANALÍTICO 355

Y corrección moral sustantiva, Véase también democracia deliberativa,


Libertad de los participantes, principio de, Publicidad, el principio de,
Libertad republicana,
Véase también republicanismo Racionalidad,
Véase también razón, y razonabilidad
Motivaciones, Razón,
En el proceso de argumentación,
Negociación, Pública,
El principio de la, Véase también racionalidad, y razonabi-
lidad
Paradoja, Razonabilidad,
Entre el procedimiento y la sustancia Véase también razón, y racionalidad
como criterios de legitimidad, Reciprocidad,
Véase también procedimentalismo Referéndum,
Véase también sustantivismo Véase también participación política
De la auto-destrucción de la democracia Representación política,
De la democracia de ELSTER, Concepto de,
De la democracia de WOLLHEIM, Rendición de cuentas (accountability) y
De las precondiciones, responsabilidad del representante,
Liberal de SEN, Véase también transparencia
Parlamento (o asamblea), Teoría elitista de la,
Participación política, Teoría populista de la,
Véase también democracia, participati- Teoría republicana de la,
va, y republicanismo Véase también republicanismo
Partidos políticos, Y órganos representativos,
Pluralismo (o diversidad), Véase también parlamento
El hecho del, República deliberativa,
Ontológico, Control judicial de constitucionalidad
Epistémico, de las leyes,
Razonable, Diseño institucional y, véase democra-
Véase también desacuerdos cia deliberativa, diseño institucional
Poder, la política como una lucha por el, de la
Polarización de grupos, Estructura básica de la,
Pragmática universal, Y democracia asociativa,
Preferencias, Y democracia digital,
Agregación de, Véase también democracia deliberativa
Expresión de, Republicanismo,
Imparciales, Respeto mutuo,
Individuales y colectivas,
La deliberación como filtro de, Situación ideal de diálogo,
Meramente autointeresadas, Social choice,
Transformación de, Sociedad civil,
Distinción entre transformación razo- Véase también esfera pública
nada y estratégica, Sustantivismo,
Principio de caridad de DAVIDSON,
Procedimentalismo, Teorema de ARROW,
Procedimiento abierto y auto-referente, Teorema de CONDORCET,
principio de, Toma de decisiones,
Procedimiento colectivo, principio de, Procedimientos,
Procedimiento continuo, principio de, Regla de decisión,
Procedimientos de toma de decisiones, Transparencia,
véase toma de decisiones Véase también publicidad, principio de
Proceso deliberativo, y representación política, rendición
10-INDICE ANALITICO 29/9/06 13:18 Página 356

356 ÍNDICE ANALÍTICO

de cuentas (accountability) y respon-


sabilidad del representante
Unanimidad,
Distinción con consenso,
Universalismo paramétrico,

Virtud pública (o cívica o política),


Y educación cívica,
Véase también republicanismo
Voto,
El principio del,

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