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Filosofía y Derecho
LA REPÚBLICA DELIBERATIVA
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LA REPÚBLICA
DELIBERATIVA
Prólogo de
¿¿¿¿¿
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bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cual-
quier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la dis-
tribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
ÍNDICE
Pág.
PRÓLOGO....................................................................................................... 13
PREFACIO....................................................................................................... 15
PRIMERA PARTE:
UN NUEVO MODELO DE DEMOCRACIA
X ÍNDICE
Pág.
SEGUNDA PARTE:
LA JUSTIFICACIÓN DE UNA REPÚBLICA DELIBERATIVA
FRENTE AL ELITISMO DEMOCRÁTICO
ÍNDICE XI
Pág.
TERCERA PARTE
UNA REPÚBLICA DELIBERATIVA REAL
PRÓLOGO
Roberto Gargarella 1* y José Juan Moreso 2**
Escribo
en defensa del reino
del hombre y su justicia. Pido
la paz
y la palabra. He dicho
“silencio”, “vacío”,
etc.
Digo
“del hombre y su justicia”,
“océano pacífico”,
lo que me dejan.
Pido
la paz y la palabra.
(I)
El libro que se disponen a leer contiene todo aquello que puede espe-
rarse de una obra filosófica cuya génesis es una tesis doctoral académica,
la tesis de José Luis MARTÍ es un ejemplar afortunado de este género. Fun-
*
Universidad Torcuato di Tella, Buenos Aires.
**
Universitat Pompeu Fabra, Barcelona.
1
Es verdad que contábamos con el magnífico libro de NINO, 1997, publicado primero en
inglés (pero ya póstumo) en 1996, pero si bien es cierto que el libro contiene una articulación origi-
nal de la democracia deliberativa, no pretende en cambio abarcar el debate sobre la cuestión.
2
HART, 1961.
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(II)
(III)
3
Una idea semejante a esta puede hallarse en WALDRON, J. «Law» en JACKSON, F., y SMITH,
M. (eds.) 2005: The Oxford Handbook of Contemporary Philosophy. Oxford: Oxford University
Press, pp. 181-207, pp. 191-193.
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LA REPÚBLICA DELIBERATIVA XV
4
En «Introduction: Law and Morals» y «The Concepts of Law» ambos en DWORKIN, R., 2006:
Justice in Robes. Cambridge, Mass.: Harvard University Press.
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muchos los que queremos disfrutar de algún recurso escaso y dicha coor-
dinación satisface nuestros intereses individuales. Eso es todo. Para este
enfoque no hay problema alguno en permitir la compraventa de la posi-
ción en la cola, puesto que ningún interés individual es afectado por esta
compraventa. Para el enfoque republicano, en cambio, la práctica tiene
sentido porque otorgando el derecho por turnos como consecuencia de la
espera, nos reconocemos unos a otros como iguales, como miembros del
mismo grupo y aceptar la compraventa, representaría corromper este reco-
nocimiento recíproco, puesto que alguien podría alcanzar su turno sólo
por disponer de más dinero. Si a alguien le parece ilusa la concepción
republicana, que piense en una lista de espera para un trasplante de riñón
y considere entonces cuán razonable le parecería admitir la compraventa
del lugar en la lista. Para el enfoque republicano, como es obvio, la com-
praventa del puesto en la cola está prohibida. Bien, ¿está prohibida o debe-
ría estar prohibida? ¿Deberíamos distinguir claramente entre aquello que
la práctica de guardar cola es y aquello que debería ser? Como es sabido,
esto sólo es una evocación del motto del positivismo jurídico (de BENTHAM
y AUSTIN a KELSEN, ROSS, HART y BOBBIO) acerca de la nítida separación
entre el derecho que es y el derecho que debe ser. Es razonable mantener
esta distinción, pero debemos comprenderla cabalmente. El enfoque del
guardián de la cola y los enfoques de los teóricos acerca de la práctica de
guardar la cola, si los hubiere, acerca del point de la práctica, acerca de
aquello que la práctica debería ser, afectan irremediablemente a aquello
que la práctica es.
De modo semejante, las creencias acerca de lo que una práctica tan
compleja como el derecho debe ser, afectan a aquello que el derecho es.
Y las creencias acerca de lo que el derecho debe ser son el terreno de la
filosofía política. No podemos comprender cabalmente el derecho de nues-
tras democracias, sin una comprensión adecuada de nuestras prácticas
democráticas, de nuestras prácticas constitucionales, del lugar que en ellas
ocupa la deliberación parlamentaria, la deliberación ciudadana, el papel
del gobierno, la posición de los jueces y tribunales.
Alguien podría insistir todavía en que todo ello puede hacerse sin tomar
ningún partido desde el punto de vista normativo. Desentrañar las diver-
sas ideologías imperantes sería, entonces, necesario para comprender el
funcionamiento del derecho en nuestras sociedades, pero nada más. Tal
vez esto sea posible, pero no se corresponde con casi ninguna de las teo-
rías jurídicas que conocemos, las teorías jurídicas contienen un ideal, explí-
cito o implícito, de derecho y, a partir de él, describen la práctica jurídica.
Lo anterior no comporta, de ningún modo, que el derecho tal y como
es sea siempre como debe ser. Es siempre posible considerar que una prác-
tica jurídica bien establecida es injusta y debería ser cambiada. Ahora bien,
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sin una idea acerca de qué debe ser el derecho, nuestra comprensión del
derecho que es resulta muy deficiente y distorsionada 5.
Recientemente Ronald DWORKIN, ha contrapuesto dos conceptos des-
criptivos de derecho, que denomina sociológico y taxonómico, a otros dos
inevitablemente normativos, que denomina doctrinal y aspiracional. El con-
cepto doctrinal de derecho es el que nos permite establecer las condiciones
en las cuáles puede afirmarse, por ejemplo, que en el derecho español, la pena
de muerte está prohibida o que las personas tienen derecho a contraer matri-
monio con personas de su mismo sexo. Para DWORKIN, esta tarea no puede
ser llevada a cabo si se prescinde de un ideal, de un concepto aspiracional,
de derecho. Este concepto aspiracional está a menudo representado por lo
que denominamos Rule of Law o, en nuestra versión, Estado de derecho.
(IV)
5
Por cierto, que una idea semejante a ésta había sido desarrolada años atrás por NINO, C. S.,
1985: La validez del derecho, Buenos Aires: Astrea.
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(V)
Conocí a José Luis cuando era un estudiante inquieto, que nos sor-
prendía con sus observaciones y buenas preguntas. Poco después, él pasó
a ser un graduado, que nos acercaba lecturas y autores que desconocía-
mos. Un poco más tarde se convirtió en un colega que nos contradecía y
desafiaba con sus intervenciones. Hoy, José Luis es un gran amigo, que
además me enseña qué es y cómo se debe pensar la democracia delibera-
tiva.
Durante la elaboración del trabajo doctoral que hoy culmina con la
forma de este libro, tuve discusiones muy fuertes con José Luis, normal-
mente por vía electrónica. En muchas ocasiones deseé contar con algún
tipo de máquina tele-transportadora (como aquellas que aparecían en Star
Trek), capaz de llevarme en un instante a su lado, para continuar con nues-
tros debates. Ansiaba tener discusiones todavía más vehementes, más inmo-
deradas, menos contenidas por los límites propios de la distancia. De todos
modos, estas acaloradas discusiones (las que tuve y las que quise tener),
jamás pusieron en duda la calidad de nuestra relación. Por el contrario,
sólo la afirmaron, marcando la impronta que todavía la distingue. Final-
mente, podría decirse, nuestra amistad refleja y reproduce nuestras más
profundas convicciones teóricas, alineadas con la democracia deliberativa
y el republicanismo. Así, con José Luis disentimos, deliberamos, y luego,
inevitablemente, llegamos a algún tipo de acuerdo. Y este tipo de acuerdo,
el que surge de la buena disposición y la confianza en el otro, es el que
refuerza y da sentido a los vínculos que nos mantendrán siempre juntos.
RG
(VI)
Tal vez este prólogo ayude a suministrar algunas razones para que los
juristas lean el libro de José Luis MARTÍ. Estas razones son sólo instru-
mentales, pero al principio del prólogo Roberto y yo nos hemos referido
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a razones que son intrínsecas, a las múltiples virtudes del libro. Las razo-
nes que justifican leer el libro son las intrínsecas, las otras son sólo adi-
cionales, como adicional es este prólogo.
No obstante, no quiero terminar sin decir que haber conocido a MARTÍ
cuenta entre lo mejor que me ha sucedido en mi vida de académico. He
conversado con él interminable e incansablemente, sobre las cuestiones
del libro y sobre muchas otras, de filosofía, de política, de literatura, de
música, de cine y de tantas cosas. La conversación humana, el diálogo, la
deliberación, son el humus en donde crece la amistad. Y la amistad nos
hace mejores. Me enorgullezco de contarlo entre mis amigos.
Si es verdad, como él dice afectuosamente en el prefacio, que conmigo
ha aprendido algunos rasgos de cómo articular, y también de cómo des-
truir, un argumento filosófico; más verdad es todavía que yo he aprendido
con él casi todo lo que sé de teoría y justificación de la democracia.
JJM
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PRIMERA PARTE
UN NUEVO MODELO
DE DEMOCRACIA
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CAPÍTULO I
INTRODUCCIÓN: LA INSATISFACCIÓN
DE LA DEMOCRACIA
1
Robert DAHL nos recuerda que en el año 1900, de 43 países existentes en el mundo tan sólo
seis eran mínimamente democráticos, esto es, contaban con sufragio universal o masculino. En
1950, la proporción pasó a ser de 25 sobre 75. Y en 1990, aun aumentando el número de países
democráticos en el mundo a 65, se mantenía una proporción de 3 a 1, existiendo 192 países en
total. Véase DAHL, 1998: 14. Tal vez merezca la pena tener siempre presentes estas cifras antes de
sumergirse en cualquier reflexión sobre la democracia.
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7
Véase DAVIS, 1964: 37.
8
Véase principalmente los trabajos ya clásicos de CAMPBELL et al., 1960; BERELSON y JANO-
WITZ, 1966; y CROZIER, HUNTINGTON y WATANUKI, 1975. Véase también BOBBIO, PONTARA y VECA,
1985.
9
Es el modelo descrito fielmente por los trabajos de SCHUMPETER, 1942; DOWNS, 1956;
BLACK, 1958; y BUCHANAN y TULLOCK, 1962; y antes MICHELS, 1911.
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implican las elecciones periódicas, los ciudadanos comprenden que las deci-
siones políticas más importantes se toman a sus expensas, y que son los
grupos de presión más poderosos los que acaban por imponer sus prefe-
rencias. Es contra este modelo, culpable de la crisis, que surgen nuevas pro-
puestas que reclaman un cambio en «la manera de hacer las cosas», y explo-
ran vías alternativas a las «viejas» estructuras democráticas que permitan
adaptarse a los nuevos tiempos y que, sobre todo, hagan recuperar a los
ciudadanos la ilusión por la cosa pública, les implique de forma personal
en la toma de decisiones políticas 10 y les haga dignos sujetos de los dere-
chos que tanto ha costado conseguir. Se propone recuperar los lazos de
comunidad, retomar los ideales de autogobierno, y transformar el sistema
democrático para hacerlo más permeable a los verdaderos intereses de la
ciudadanía, desvinculando la noción de «interés público» de los intereses
egoístas de los individuos 11, para rehabilitar su voz y dignificar el ámbito
de la política proscribiendo o limitando los elementos de mercadeo y rega-
teo en la toma de decisiones políticas. En definitiva, se reivindican nuevas
formas de democracia participativa 12. Y de este modo, como reacción al
discurso académico y social de la crisis, la teoría de la democracia, al menos
la de origen anglosajón, comienza a sufrir una profunda renovación.
Aunque conviene no confundir democracia participativa con demo-
cracia deliberativa, por razones que expondré más adelante, es innegable
que el poso teórico que la primera fue dejando durante los años cincuenta,
sesenta y setenta, sirvió de alimento e inspiración, además de cojín, para
la democracia deliberativa en los años ochenta. Suele decirse que es pre-
cisamente 1980 el año del nacimiento de la democracia deliberativa, porque
fue entonces cuando Joseph BESSETTE acuñó esta expresión en su artículo
pionero «Deliberative Democracy: The Majority Principle in Republican
Government» 13. Es esta década de los ochenta la que puede ser calificada
10
Véase el trabajo precursor de Peter LASLETT sobre la sociedad «cara a cara», uno de los
precedentes inmediatos de la teoría deliberativa, en LASLETT 1956.
11
Una de las tesis centrales del modelo democrático liberal es justamente la negación del
bien común o el interés público como algo más que una mera agregación de los intereses indivi-
duales particulares, vinculada generalmente a un escepticismo radical en materia de valores mora-
les y políticos. Para la defensa de una noción más densa de interés público, véase, de aquellas
décadas, BARRY, 1964 y 1965; FLATHMAN, 1966; V. HELD, 1970; y BACHRACH, 1973. Y un intento
interesante de enfatizar el papel de la discusión política desde la propia teoría del social choice,
en BUCHANAN, 1954: 120. Analizaré algunos de los problemas que conciernen a la noción de «inte-
rés» en el apartado 2 del capítulo II.
12
Para una iluminadora comparación entre estas dos formas de entender la política demo-
crática, identificada una con la metáfora del mercado y la otra con la del foro, véase ELSTER, 1986.
Entre las aportaciones más significativas de la democracia participativa, véanse, además de los
trabajos ya mencionados de LASLETT y DAVIS, BACHRACH, 1967 y 1973; SHKLAR, 1969; PATEMAN,
1970; BENELLO y ROUSSOPOULOS, 1971; PENNOCK y CHAPMAN, 1975; MACPHERSON, 1977; FISHKIN,
1979; MANSBRIDGE, 1983; y BARBER, 1984.
13
BESSETTE, 1980. Sobre la atribución de la fecha, véase por ejemplo BOHMAN, 1998: 400.
La historia del término «democracia deliberativa» es un tanto curiosa. Como he dicho, general-
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mente se le atribuye a BESSETTE la invención del mismo. Pero la mayor parte de los estudios de
la década de los ochenta ignora por completo la expresión y ni siquiera citan el trabajo de BES-
SETTE. El primero en citarle es Cass SUNSTEIN en SUNSTEIN, 1985: 35, nota 26, y 1988: 169, nota
125. Joshua COHEN se hace eco de ello en 1989 en «Deliberation and Democratic Legitimacy»,
pero advirtiendo en la primera nota del texto que toma la expresión del trabajo citado de SUNS-
TEIN, y admite que éste cita «un artículo de BESSETTE que no he consultado». Cfr. COHEN, 1989a:
32, nota 1. Y es finalmente este trabajo de COHEN, ampliamente citado y discutido por los deli-
berativistas posteriores, que además no suelen referirse a BESSETTE, el que popularizaría la expre-
sión. De modo que el éxito de la misma depende finalmente de COHEN, aun cuando éste no hubiera
leído el artículo de su «creador».
14
Seguramente los más importantes son los siguientes: ELSTER, 1986 (que desarrolla algu-
nas ideas ya incluidas en ELSTER, 1983a: 53-65); COHEN, 1986a y 1989a; MANIN, 1987; y ACKER-
MAN, 1989 (que desarrolla algunas de las tesis apuntadas previamente en ACKERMAN, 1980).
15
HABERMAS, 1981. También, incluso antes, HABERMAS, 1962. El intento de HABERMAS se
distingue cualitativamente de los demás. Con completa independencia de lo que se estaba fra-
guando en la academia anglosajona, HABERMAS desarrolla una construcción filosófica profunda
del concepto de racionalidad humana que intenta reunir las tres facetas clásicas de la razón (la
teórica, la práctica y la estética) bajo una concepción unitaria, pragmática y esencialmente dia-
lógica. La teoría discursiva de HABERMAS que subyace a la razón, la teoría de la argumentación
que la soporta, y su concepción de la esfera pública, contribuyeron decisivamente a los desarro-
llos posteriores de la teoría de la democracia deliberativa. Aunque de hecho HABERMAS había
advertido que su teoría de la ética del discurso no debía utilizarse como justificación de teorías
políticas (véase HABERMAS, 1981 y 1990: 60 y 83; y BENHABIB, 1989: 143, 149, 150, y 154), y
no sería hasta los años noventa que él mismo publicaría diversas obras eminentemente políticas
(sobre todo HABERMAS, 1992a: en especial los capítulos VII y VIII, pero también véase HABER-
MAS, 1992b, 1994 y 1995). En esta misma línea, véanse también FRASER, 1986; BENHABIB, 1986;
y O’NEILL, 1989.
16
Para no cansar al lector, me abstendré de enumerar siquiera los trabajos más destacados,
aunque no me resisto a indicar que nombres como los de Jane MANSBRIDGE, Cass SUNSTEIN, y
Frank MICHELMAN, sumados a los mencionados en la nota 14, se convirtieron en verdaderamente
imprescindibles dentro de este primer período de gestación. Pueden verse las referencias de sus
trabajos, junto con las de todos los demás, en la bibliografía general al final del libro.
17
A lo largo de este período publican sus principales aportaciones a esta literatura autores
fundamentales como Seyla BENHABIB, James BOHMAN, Thomas CHRISTIANO, Joshua COHEN, John
DRYZEK, David ESTLUND, James FISHKIN, Robert GOODIN, Amy GUTMANN, Dennis THOMPSON,
Jürgen HABERMAS, Bernard MANIN, Jane MANSBRIDGE, Frank MICHELMAN, David MILLER, Carlos
NINO, John RAWLS, Henry RICHARDSON, Cass SUNSTEIN, e Iris Marion YOUNG.
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18
Así, aparecen propuestas de mecanismos deliberativos concretos (FISHKIN, 1991 y 1995),
estudios sobre la democracia deliberativa en el gobierno o en el parlamento norteamericanos (WILL,
1992; GREGG, 1996; WOLFENSBERGER, 2000), en Australia (UHR, 1998), en Haití (STOTZKY, 1997),
en las grandes ciudades (LURIA y ROGERS, 1999), en la educación (GUTMANN, 1987; FUNG, 2001;
GASTIL y DILLARD, 1999), en los medios de comunicación (LINSKY, 1988; PAGE, 1995; CANEL y
ECHART, 2000), en el derecho penal (DE GREIFF, 2000b), en el medioambiente (ECKERSLEY, 2000;
COHEN, ROGERS, SABEL, FUNG y LOVINS, 2000; LASLETT, 2001; THOMAS, 2001), en la administra-
ción pública (REICH, 1985 y 1988; MAJONE 1988), en la psicología (LARSON, FOSTER-FISHMAN y
KEYS, 1994), etc.
19
BOHMAN, 1998.
20
Entre los muchos críticos, podemos mencionar a Stanley FISH, Adam PRZEWORSKI, Lynn
SANDERS, Frederick SCHAUER, e Ian SHAPIRO. A lo largo del libro el lector tendrá ocasión de cono-
cer sus principales objeciones, así como las de otros opositores al modelo.
21
Véanse, por ejemplo, FISHKIN, 1991, 1995 y 1999; WRIGHT, 1995 y 2000; MURRAY, 1998;
COHEN, ROGERS, SABEL, FUNG y LOVINS, 2000; FISHKIN y LUSKIN, 2000A y 2000b; BAIOCCHI, 2001;
FUNG y WRIGHT, 2001; ACKERMAN y FISHKIN, 2002 y 2004; FUNG, 2004; MENDELBERG, 2002; VAN
AAKEN, LIST y LÜTGE, 2003; DELLI CARPINI, LOMAX COOK, JACOBS, 2004; RYFE, 2005, MORRELL,
2005; STEINER, BACHTIGER, SPÖRNDLI, STEENBERGER, 2004; y JACKMAN y SNIDERMAN, 2006.
22
Para una visión amplia y panorámica de la riqueza del modelo, véanse estas cinco com-
pilaciones de artículos destacados: BOHMAN y REHG, 1997; ELSTER, 1998a; MACEDO, 1999; KOH
y SLYE, 1999; FISHKIN y LASLETT, 2003; VAN AAKEN, LIST y LÜTGE, 2003; STEINER, BACHTIGER,
SPÖRNDLI, STEENBERGER, 2004; y BESSON y MARTÍ, 2006.
23
Aunque debemos circunscribir esta afirmación al ámbito anglosajón. En Europa y Lati-
noamérica todavía no ha alcanzado un protagonismo equiparable. Concretamente, en la academia
de habla hispana, además del magnífico trabajo de NINO, 1996 (que fue no obstante publicado pri-
mero en inglés, a título póstumo), sólo algunos pocos autores como Roberto GARGARELLA, Félix
OVEJERO, Francisco LAPORTA, Víctor FERRERES, Juan Carlos BAYÓN o Domingo GARCÍA MARZÁ,
se han ocupado de defender o criticar el modelo, y la democracia deliberativa sigue pasando prác-
ticamente desapercibida en los foros de discusión teórico-políticos.
24
Véanse CUNNINGHAM, 2002: 101; y MOUFFE, 2000: 45 y 46.
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tante, nos queda un largo camino por recorrer. Los principios teóricos que
caracterizan el modelo no se han asentado de forma definitiva. Las obje-
ciones que se le han presentado son todavía fragmentarias. Y las propuestas
de diseño institucional son aún pocas y dispersas. Así que, aun si es cierto
como afirma BOHMAN que la democracia deliberativa ha alcanzado la
«mayoría de edad», todavía no podemos reconocerle una plena madurez.
25
ELSTER, 1998a: 1.
26
Para la reconstrucción y análisis de la democracia ateniense, véase HANSEN, 1991, y, cen-
trado en el aspecto de la representación política, MANIN, 1997: cap. 1.
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27
Véanse HANSEN, 1991: 138-144; y MANIN, 1997: 23-31.
28
Me refiero a retórica y demagogia en el sentido peyorativo de manipulación ideológica, y
no en el que en aquel momento recibían dichos términos, que era valorativamente neutro. Véase,
al respecto, HORNBLOWER, 1992: 23 y 26.
29
Véase HANSEN, 1991: 144. Esta es la imagen negativa que reprodujo también TUCÍDIDES
al describir el papel jugado por PERICLES y, sobre todo, por sus sucesores. Véase TUCÍDIDES, 1990:
esp. libros I, II y III. Y también FARRAR, 1988: 158-177, y 1992: 48-51.
30
Véanse, en ese sentido, PLATÓN, 1996 y 1984; e ISÓCRATES, 1979: 56-58, y en atención a
este punto, FARRAR, 1992: 45. Una deliberación, como la de la Asamblea, en la que interviene
sólo una parte pequeña de los participantes, en la que los discursos no tienen por qué guardar rela-
ción entre sí y en la que no se discuten públicamente los argumentos, es ciertamente una delibe-
ración de muy baja calidad. De nuevo HANSEN nos alumbra a ese respecto: la conocida división
cuatripartita de la oratoria griega en preámbulo, narración, argumentación (en la que se ofrecían
argumentos positivos en favor de la propuesta presentada y argumentos negativos en contra de las
posibles objeciones) y perorata, se alejaba de la práctica de los discursos de la Asamblea. En estos,
la parte argumentativa se basaba «en una introducción a la propuesta, el desarrollo de la propuesta
misma, y su justificación, sin refutación de los argumentos de la otra parte». Véanse HANSEN, 1991:
143; y ELSTER, 1998a: 2.
31
ARISTÓTELES, 1986: Libro IV, cap. VIII, 1293b, p. 162. Obviamente se hace referencia aquí
a la conocida tipología de regímenes políticos que se atribuye a ARISTÓTELES, su distinción entre
monarquía, aristocracia y república, y sus tres respectivas «desviaciones», tiranía, oligarquía y
democracia. ARISTÓTELES, 1986: Libro III, cap. VII, 1779a y 1279b, p. 120. Aunque, de hecho,
ARISTÓTELES toma la clasificación del diálogo El político de PLATÓN; véase PLATÓN, 1981.
32
Véase «Aristotle’s multitude» en WALDRON, 1999b: 92-123. WALDRON cita en apoyo de su
interpretación el siguiente fragmento de la Política: «Es un problema decir qué parte de la ciudad
debe tener la autoridad: la masa, los ricos, los bien dotados, el mejor individuo de todos, o un
tirano. Bien, todas esas posibilidades suponen, al parecer, descontento. [...]. En cuanto a la afir-
mación de que debe ser soberana la mayoría antes que los mejores, pero pocos, podría parecer
que, a primera vista, encierra cierta dificultad, aunque es cierta. Pues los muchos, cada uno de los
cuales es en sí un hombre mediocre, pueden sin embargo, al reunirse, ser mejores que aquellos;
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Algunos fragmentos en los que destaca el papel de la deliberación en MONTESQUIEU, 1748:
Primera Parte, Libro II, p. 20 y Libro VIII, p. 87, y Segunda Parte, Libro VI, pp. 115-118.
37
Véase, por ejemplo, su «Idea de una república perfecta», en HUME, 1994: 128-142.
38
Algunos de los ensayos más importantes de BURKE están reunidos y traducidos al caste-
llano en BURKE, 1984. Sobre su pensamiento político, véanse los excelentes trabajos de MAC-
PHERSON, 1984; FREEMAN, 1980; HAMPSHER-MONK, 1987; y PITKIN, 1967: cap. 8. Algunos deli-
berativistas contemporáneos le han citado como un precedente: véanse por ejemplo ELSTER, 1998a: 3;
BESSETTE, 1994: 40 y 41; NINO, 1996: 171; DRYZEK, 2000a: 2; y SAWARD, 2000b: 8.
39
Véase, por ejemplo, BURKE, 1770: 289, y 1774: 312 y 313.
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40
Entre los deliberativistas que han destacado su influencia, véanse ELSTER, 1998a: 3; SUNS-
TEIN, 1986a: 890, nota 7, y 1988; FISHKIN, 1991: 42, 43, 65 y 66; GUTMANN y THOMPSON, 1996:
12 y 114; BESSETTE, 1994; BOHMAN, 1996: 28; NINO, 1996: 102 y 103; GARGARELLA, 1998a;
HARDIN, 1999b: 118; DRYZEK, 2000a: 90.
41
Véase, por ejemplo, Alexander HAMILTON, The Federalist, números 68, 70 y 73 en HAMIL-
TON, MADISON y JAY, 1999. También, como apoyo, véanse los números 10, 27, 37, 49, 63, 71 y
78, todos ellos en HAMILTON, MADISON y JAY, 1999. Sobre este punto, véanse GARGARELLA, 1998a:
264-269; y SUNSTEIN, 1993a.
42
Para un análisis y defensa de esta interpretación, SUNSTEIN 1988.
43
Véase MANIN, 1997: 230 y 231, y 341 y 342.
44
Para una reconstrucción de su pensamiento en términos deliberativos y republicanos, SUNS-
TEIN, 1985: 38-43, 1986a: 890-897, y 1988. Entre los deliberativistas contemporáneos que recono-
cen la influencia de estos autores, además de SUNSTEIN, véase GUTMANN y THOMPSON, 1996: 114.
45
Entre los que han creído erróneamente que ROUSSEAU defendió la deliberación democrá-
tica véanse COHEN, 1986b: 323 y 324, y 1986c: 288-292; BOHMAN, 1996: 5, 12-13, 113, 1997a:
321 y 1998: 400; BOHMAN y REHG, 1997: x; BELL 1999: 73; y PETTIT 2003: 140.
46
Véase ROUSSEAU, 1762: Libro Segundo, cap. X, p. 50; Libro Tercero, cap. IV, p. 66, caps. XII
y XIII, pp. 89 y 90, y cap. XVIII, p. 100.
47
Como prueba de ello, véase ROUSSEAU, 1762: Libro Segundo, cap. III, p. 29, y Libro Cuarto,
cap. II, p. 105. Reforzando esta interpretación, SHKLAR, 1969: 18-20 y 179-186; y FRALIN, 1978:
6, 106 y 107. Y, entre los deliberativistas, MANIN, 1987: 345-347; SUNSTEIN, 1988; RICHARDSON,
2002: 58; y MILLER, 1992: 184.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 22
48
Entre los deliberativistas que lo reivindican como un precedente importante del modelo
general, véanse FISHKIN, 1991: 69-71; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 42, 44 y 105; BOHMAN, 1996:
28; CHRISTIANO, 1997: 247; ELSTER, 1998a: 4; HARDIN, 1999b: 113 y 114; FEARON, 1998: 57 y
59; DRYZEK, 2000a: 2 y 9; SAWARD, 2000b: 5; y ACKERMAN y FISHKIN, 2002: 7, 8 y 21.
49
Véase MANIN, 1997: 234 y 235. Algunos fragmentos especialmente relevantes a estos efec-
tos en MILL, 1860: 43, 57, 65-66, 77, 103, y 144-145.
50
Todos los deliberativistas están de acuerdo en este punto. Véanse, sólo como ejemplo,
MANIN, 1987: 351-359; COHEN, 1989a: 17-22; MICHELMAN, 1989: 317; BENHABIB, 1994: 26, y
1996; DRYZEK, 1990, 2000a, y 2001: 651; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 4, y 2004; y BOHMAN,
1996: 4 y 5, y 1998: 401 y 402.
51
COHEN, 1989a: 17.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 23
afirmo que se trata de un modelo normativo quiero decir, en este caso, que
el modelo describe un ideal regulativo hacia el que debemos tender. La
legitimidad política entonces no es un asunto de todo o nada, sino gradual,
de modo que cuanto más democrático y deliberativo sea el procedimiento
de toma de decisiones utilizado, tanto más legítimas serán dichas deci-
siones resultantes.
Ya he advertido que las tesis defendidas por los autores deliberativis-
tas son diversas y heterogéneas. Pero voy a intentar dejar a un lado estas
diferencias y reconstruir los principios generales de la democracia deli-
berativa, para presentar una versión unívoca y clara de su modelo, que será
la tarea a la que dedicaré no sólo este capítulo, sino también los dos siguien-
tes. Una definición mínima, pero muy afortunada en mi opinión, de demo-
cracia deliberativa 52 la encontramos en la introducción de Jon ELSTER a
su compilación sobre este tema. Según ELSTER:
«Todos coinciden, creo, en que la noción (de democracia deliberativa)
incluye una toma de decisiones colectiva con la participación de todos aque-
llos que resultarán afectados por la decisión, o de sus representantes: éste es
el aspecto democrático. A su vez, todos acuerdan en que esta decisión debe
ser tomada mediante argumentos ofrecidos por y a los participantes, que están
comprometidos con los valores de racionalidad e imparcialidad: y éste es el
aspecto deliberativo» 53.
Examinemos con mayor detenimiento algunos de los elementos de esta
definición. En primer lugar, debemos distinguir convenientemente el ele-
mento democrático del elemento deliberativo 54. Democracia y delibera-
ción son dos conceptos lógicamente independientes, ya que no sólo puede
existir una democracia que no sea deliberativa, sino también una delibe-
ración no democrática. Lo que propugna este modelo es precisamente la
combinación de ambos elementos en un mismo ideal de procedimiento de
toma de decisiones. Por una parte, según el elemento democrático, en el
procedimiento deben participar todos los ciudadanos, directamente o a
52
Algunos autores, como BOHMAN o CHRISTIANO, prefieren hablar de «deliberación pública».
Aunque no existe mucho consenso acerca del significado preciso de ambas expresiones, gene-
ralmente no se entienden como equivalentes. La deliberación pública, como tendremos oportu-
nidad de ver más adelante, se refiere a un proceso argumentativo más amplio y difuso, no siem-
pre institucional, que tiene lugar de forma continua en la esfera pública. La democracia
deliberativa, en cambio, designa el modelo democrático que centralmente propone el uso de pro-
cesos argumentativos en las instituciones de toma de decisiones políticas, y defiende además la
mejora de los procesos de deliberación pública no institucionales. Otros aún, como DRYZEK,
prefieren denominarla «democracia discursiva» para poner de manifiesto que el tipo de delibe-
ración que esperan promover consiste en un proceso de comunicación en el que se produce un
intercambio de razones.
53
ELSTER, 1998a: 8. La traducción, como las del resto de fragmentos de esta tesis que no
están citados de traducciones publicadas, es mía. La cursiva en el original.
54
La misma distinción, con una pequeña diferencia de énfasis respecto a la libertad de adop-
tar el resultado por parte de los participantes, en MANIN, 1987: 352.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 24
55
Véanse MANIN, 1987: 352; COHEN, 1989a: 23, 1996: 417, y 1998: 203; DRYZEK, 1990,
1996b, 2000a, y 2001: 651-662; BENHABIB, 1994: 31; BOHMAN, 1996: 7 y 9, y 1998: 400 y 408-
410; NINO, 1996: 144 y 180-186; RICHARDSON 1997; ELSTER, 1998a: 8; y GOODIN, 2003: 194-196.
56
Se excluye, por lo tanto, otro uso general de la palabra «deliberación» que se refiere a un
proceso reflexivo individual o monológico. Para una aplicación del modelo deliberativo en la que
este proceso individual se convierte en el punto de partida, véase GOODIN 2000 y 2003.
57
De hecho, la propia noción de «argumentación» parece implicar, al menos intuitivamente,
un cierto compromiso con la racionalidad y ciertas motivaciones imparciales. En el capítulo II
veremos que justamente la noción de argumentación permite distinguir la democracia deliberativa
de sus alternativas en la teoría de la democracia. Y en el capítulo III tendremos ocasión de ver
algunos de los problemas existentes a la hora de definir satisfactoriamente las nociones de «razón»
o de «argumento». Sobre la interrelación entre estrategia autointeresada (no imparcial) y argu-
mentación, véase ELSTER, 1995.
58
Véase ELSTER, 1995 y 1998a: 5 y 6.
59
Así, por ejemplo, la caracterización del «procedimiento deliberativo ideal» de Joshua
COHEN, las «condiciones ideales de diálogo» en las que se inspira el modelo de política delibera-
tiva de Jürgen HABERMAS, el «acuerdo razonado como ideal regulativo» de SUNSTEIN, etc.
60
Entre los que han señalado el carácter ideal del modelo, HABERMAS, 1981 y 1992a; SUNS-
TEIN, 1988: 158-160 y 1993a: 137; COHEN, 1989a: 21 y 22, 1996: 412, y 1998: 103; DRYZEK, 1990:
36 y 37; MILLER, 1992: 182; BOHMAN, 1996: 16 y 17, y 1998: 400 y 401; CHRISTIANO, 1996a:
1-8; NINO, 1996: 21-24; MICHELMAN, 1997: 149-151; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 287; NELSON,
2000: 181 y 182; y YOUNG, 2001: 103. Aunque algunos deliberativistas se han opuesto a esta carac-
terización, en mi opinión definir el modelo de la democracia deliberativa como un ideal regula-
tivo no sólo tiene importantes ventajas a la hora de pensar su implementación, sino que recons-
truye mejor la forma en la que pensamos en este tipo de ideales democráticos.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 25
68
Sobre la inutilidad de (buena parte de) las críticas realistas contra modelos políticos nor-
mativos ideales, véase la temprana pero excelente fundamentación de Lane DAVIS, en DAVIS, 1964.
69
Entre los primeros, JOHNSON, 1998: 174 y 175. Entre los segundos, siendo la opción más
extendida, HABERMAS, 1981 y 1992a; SUNSTEIN, 1988: 158-160; COHEN, 1989a; COHEN y ROGERS,
1995b: 43-45; y NINO, 1996: 21-24.
70
Voy a utilizar la distinción teórica que traza Jane MANSBRIDGE entre consenso y unanimi-
dad. Ambas implican el acuerdo de todos los participantes, pero la unanimidad sólo se alcanza
mediante un proceso de voto (puede ocurrir, y de hecho cuantos menos sean los participantes
menos difícil es que ocurra, que todos los votantes lo hagan en favor de una misma opción), el
consenso no es dependiente de ninguna votación previa. Podríamos decir que un proceso en el que
la decisión se toma mediante consenso, dicho consenso se presume a menos que alguno de los
participantes disienta explícitamente de lo que se quiere dar por decidido. Véase MANSBRIDGE,
1983: 32. La distinción de MANSBRIDGE me parece interesante para mostrar que, al menos en algún
sentido, el consenso requerido por algunos procedimientos de toma de decisiones, como la nego-
ciación o la deliberación misma, no es dependiente de ninguna votación, y esto tiene gran rele-
vancia para el análisis que desarrollo en el capítulo II. Y contra lo que podría parecer, la distin-
ción no carece de repercusiones prácticas. El Consejo de Seguridad de la ONU, que como es sabido
toma sus decisiones con un complejo sistema de voto en el que cinco países cuentan con derecho
de veto, ha adoptado una regla de consenso para facilitar la toma de decisiones según la cuál se
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 27
(ideal) del modelo. Podemos comprender mejor, por ejemplo, en qué con-
siste la práctica (real) de la argumentación si consideramos que los parti-
cipantes tienen como pretensión última la aceptación racional por parte de
los demás de sus razones y de sus preferencias, esto es, el consenso razo-
nado. Aquellos que defienden renunciar al objetivo del consenso razonado
incluso en la caracterización del modelo ideal, aducen generalmente que
es absurdo esperar que un proceso (real) de toma de decisiones colectivas
produzca el consenso, y por ello definen el procedimiento ideal de tal modo
que incluye ya una fase de votación en la que se agregan las preferencias
diversas según la regla de la mayoría 71. Pero que los procesos reales no
producen el consenso (salvo en situaciones muy excepcionales y con pocos
participantes) es algo que nadie pone en cuestión. La cuestión es por qué
deberíamos caracterizar el ideal de este modo.
Los defensores del ideal alcanzable podrían responder que ni siquiera
en condiciones ideales podemos esperar que se alcance un consenso razo-
nado, y que la única pretensión válida en los procesos de deliberación es
la de «reforzar el acuerdo» 72. Pero este argumento sólo tiene sentido si no
aceptamos que también son válidos los ideales regulativos inalcanzables.
Si es valioso reforzar el acuerdo, sumando a más ciudadanos en el con-
senso, ¿por qué no iba a ser más valioso sumarlos a todos en un consenso
total? Todos los deliberativistas aceptan que argumentar consiste en inten-
tar convencer racionalmente a los demás, es decir, lograr un acuerdo con
ellos 73. ¿Por qué no iba a ser más valioso convencerlos a todos que con-
vencer sólo a unos pocos? Y, lo que es más importante, ¿por qué no pensar
que eso es lo que se pretende al menos en circunstancias ideales? Carac-
terizar el ideal democrático deliberativo como alcanzable sólo porque el
objetivo del consenso total es imposible o altamente improbable de con-
seguir implica que el ideal (alcanzable) consiste únicamente en reforzar
el acuerdo. Pero dado que el refuerzo del acuerdo es una propiedad gra-
dual, ¿por qué no situar en el extremo ideal aquella situación en la que el
acuerdo está reforzado en su grado máximo, es decir, cuando es total?
La única razón para no hacerlo debería consistir en sostener la tesis
de que a partir de algún momento un acuerdo mayor o más fuerte no es
más valioso en términos de legitimidad. Se podría decir, como en ocasio-
fortalecen las consultas y negociaciones previas pero el día de la sesión se presupone el consenso
a menos que uno de los países con derecho de veto manifieste explícitamente su oposición.
71
Véanse MANIN, 1987: 341-344 y 355-361; WALDRON, 1999a: 91-93; OVEJERO, 2002: 159,
nota 10; y BESSON, 2003.
72
Así, por ejemplo, MANIN, 1987: 359-361. La idea de refuerzo del acuerdo debe entenderse
como una mejor fundamentación de cada una de las posiciones así como una tendencia a exten-
der cuantitativamente dicho acuerdo, es decir, a incluir más personas en él, lo cual no implica
todavía la pretensión de alcanzar el consenso total (MANIN, 1987: 353).
73
Véase el propio WALDRON, 1999: 91.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 28
nes se hace, que la mayoría puede equivocarse y que un acuerdo, por más
extendido que esté, e incluso aunque sea unánime, puede alcanzarse res-
pecto a propuestas sumamente injustas o incorrectas. No obstante, no está
claro que eso pueda declararse de un acuerdo alcanzado en condiciones
ideales. Si con información completa, motivaciones genuinamente impar-
ciales, igualdad absoluta entre participantes, y tras haber deliberado sin
ningún tipo de restricciones de tiempo o de otra cosa, los participantes se
convencen racionalmente de la corrección de un resultado, parece difícil
que puedan equivocarse. Dicho de otro modo, si unas circunstancias deter-
minadas son todavía compatibles con el error, entonces esa es una buena
razón para no considerarlas circunstancias ideales.
Otro modo de defender la tesis de que el consenso total no redunda
necesariamente en mayor legitimidad consiste en otorgar valor al hecho
del pluralismo. Según WALDRON, una razón para rechazar el ideal del con-
senso es que los autores que lo defienden toman
«el disenso o el desacuerdo como un signo de la incompletitud o el carácter
políticamente insatisfactorio de la deliberación. Su enfoque implica que debe
haber algo mal en la política de la deliberación si la razón fracasa, si el con-
senso se nos escapa, y no tenemos otra opción que contar los votos» 74.
Como señala WALDRON, lejos de ser un obstáculo para el desarrollo
de la deliberación, la existencia de desacuerdos es su propia condición de
posibilidad 75. No existe deliberación si no hay preferencias divergentes y
desacuerdos que resolver. Y además, la existencia del pluralismo en las
preferencias es un factor de riqueza y dinamismo de los propios procedi-
mientos deliberativos. Cuanto mayor sea la diversidad de preferencias,
mayor será el intercambio de argumentos y el número de razones que
deben ser contrastadas, y mayor será tendencialmente la calidad delibe-
rativa de la decisión 76. Así que el propio modelo deliberativo presupone
74
WALDRON, 1999a: 91 y 92.
75
En realidad, el hecho del pluralismo es una de las condiciones de la política misma. La
existencia de discrepancias e intereses divergentes en algún grado es una condición de posibili-
dad de nuestra política, pero además la existencia de desacuerdos en todos los niveles (desacuer-
dos acerca de qué es lo correcto, acerca de cómo conocemos el contenido de lo correcto o acerca
incluso de la existencia de lo correcto), es un rasgo inevitable de nuestras sociedades. No es nece-
sario que se produzcan desacuerdos en todos estos niveles para que exista la política, pero sí en
alguno de ellos. Véanse RAWLS, 1971: 110; MANSBRIDGE, 1983: esp. x y xi, y 1990a: 7 y 8; y
BARBER, 1984: 128 y 129. Esta misma idea se encuentra ya en ROUSSEAU, 1762: nota 2, cap. III,
Libro Segundo, p. 29. Sobre las circunstancias de la política en general, cfr. las caracterizaciones
clásicas de HOBBES, 1651: caps. 14 y 15, pp. 132-155; y HUME, 1739-1740: Libro Tercero, Parte
2, sección II, pp. 652-673; con las caracterizaciones modernas de HART, 1961: 239-247; RAWLS,
1971: 109-112, epígrafe 22; y WALDRON, 1999a: 101-103.
76
Esta creencia está bastante extendida entre los deliberativistas. Véanse, como ejemplo, COHEN
1989a: 21, 1989b: 31, y 1998: 187-193; PITKIN y SHUMER, 1982: 47; MANIN, 1987: 352-357; DRYZEK
1990, 2000a, y 2002: 659 y 660; SUNSTEIN, 1993a: 24 y 253; BENHABIB, 1994: 33-35; BOHMAN
1995 y 1996: 71-105; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1 y 41; CHRISTIANO, 1997: 249 y 250; YOUNG
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 29
1997; y el propio WALDRON 1999a: 105 y 106. Una de las formas en las que el pluralismo revierte
positivamente en la calidad deliberativa tiene que ver con neutralizar los efectos de la polarización
de grupos, que analizaré en el apartado siguiente. Sobre la interpretación de WALDRON como defen-
sor de la democracia deliberativa, véase GARGARELLA y MARTÍ, 2005: XXXII-XLI.
77
Aun cuando el contenido de dicha respuesta pueda ser, en algún sentido, «relativo a la
audiencia» ante la que se está argumentando, como afirma Bernard MANIN. Véase MANIN, 1987:
353. En este mismo sentido, NAGEL, 1986: 149; y SUNSTEIN, 1988: 159 y 160. Esto no quiere decir
que realmente exista, y menos aún que dicha respuesta posea algún tipo de objetividad ontoló-
gica. Únicamente significa que cuando argumentamos, a diferencia de cuando intentamos per-
suadir irracionalmente, presuponemos que hay una forma de zanjar correcta y racionalmente la
controversia.
78
Exceptuando tal vez una función de «depuración» interna de preferencias (de eliminación
de inconsistencias, de obtención de información relevante), que no permitirá en ningún caso el
uso de argumentos intersubjetivos, y por lo tanto no tiene nada que ver con la democracia deli-
berativa.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 30
del consenso razonado sirve para otras condiciones del modelo, éstas sí
de imposible cumplimiento, como la garantía de igualdad material y formal
entre participantes, las motivaciones completa y genuinamente imparcia-
les, etc.
Caracterizar el ideal democrático deliberativo inalcanzable nos per-
mite percibir más nítidamente la frontera entre identificar el contenido del
ideal y proponer un diseño institucional (aplicable) del mismo. Incorpo-
rar mecanismos de voto con aplicación de la regla de la mayoría a los pro-
cesos deliberativos reales para desbloquear la toma de decisiones es una
consecuencia normal de la aplicación del ideal regulativo a condiciones
reales 80. Asumir que los seres humanos no tenemos siempre disposicio-
nes motivacionales virtuosas o basadas en la imparcialidad, sino que tene-
mos también un componente egoísta es simplemente un hecho objetivo
que nos conduce a pensar en el diseño institucional real de los procesos
deliberativos de forma que incentiven las motivaciones imparciales, o que
puedan actuar con prescindencia de éstas. El hecho de que sea inevitable
la desigualdad material entre los seres humanos (en la disposición de recur-
sos, en la posesión de información, en la formación adquirida o hasta en
las capacidades naturales para la reflexión y la discusión) es de nuevo un
hecho objetivo de la realidad, y de los seres humanos tal y como somos.
Pero ninguno de estos hechos suponen el fracaso del principio igualitario
de la democracia deliberativa. Habiendo comprendido todo esto, creo que
podemos afrontar ya, y antes de seguir con la caracterización básica del
modelo, una de las críticas que más habitualmente se han formulado contra
el mismo.
80
Véanse MANIN, 1987: 359; MILLER, 1992: 183; KNIGHT y JOHNSON, 1994: 286 y 287; GUT-
MANN y THOMPSON, 1996: 52-94; BOHMAN, 1998: 413; WALDRON, 1999a: 91-93, y 1999c; GOODIN,
2003: 1; y BESSON, 2003.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 32
84
Con respecto al voto, véase la nota 80 de este capítulo. Con respecto a la negociación,
véanse GUTMANN y THOMPSON, 1996: 79-91, y 2004: 79-90; BOHMAN, 1996: cap. 2, esp. 83-95;
NINO, 1996: 176-178; y ESTLUND, 1997: 185.
85
Véase SUNSTEIN, 1995, 1996: 35-61, 1997 y 1999.
86
Un principio «de rango bajo» significa un principio relativo a un caso concreto. La noción
de rango alto, medio y bajo debe ser entendida, según SUNSTEIN, en términos comparativos; SUNS-
TEIN, 1999: 131.
87
SUNSTEIN, 1999: 126, la cursiva es del autor.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 35
sario alcanzar un acuerdo sobre todos nuestros principios, sobre todas las
razones que nos llevan a adoptar esos principios, sobre cuáles son las con-
secuencias concretas que se derivan de aplicar estos principios a todos los
casos, etc. Podemos alcanzar un acuerdo sobre algún punto que ponga fin
a la controversia, y «silenciar» el resto de nuestro sistema de creencias 88.
Los acuerdos teorizados incompletamente, según SUNSTEIN, reducen
el peligro de los desacuerdos persistentes, ponen en marcha una perspec-
tiva moral que permite la evolución, son un mecanismo apropiado para la
toma de decisiones que está limitada por costes económicos y temporales
y promueven al menos dos objetivos de la democracia: permiten la con-
vivencia aceptando el pluralismo y permiten a los ciudadanos mostrar un
alto grado de respeto mutuo, civilidad y reciprocidad 89. Como en el caso
del consenso alcanzado mediante una negociación, los acuerdos teoriza-
dos incompletamente permiten encontrar una salida práctica al problema
de los desacuerdos persistentes. Sin embargo, no pasan de ser un second
best con respecto a un acuerdo razonado alcanzado mediante la delibera-
ción. La estrategia de los acuerdos parciales enmascara el conflicto en
lugar de resolverlo, y lo que alcanza son, en algún sentido, falsos acuer-
dos 90. Si dos personas se ponen de acuerdo sobre un principio P (formu-
lado de forma muy abstracta), pero no sobre la interpretación concreta de
P, lo que han alcanzado es en realidad un falso consenso 91.
En definitiva, la negociación y el recurso a los desacuerdos incom-
pletamente teorizados permiten incrementar el consenso, pero a costa de
reducir su calidad y convertirlo en un falso consenso. Y en todo caso, haber
deliberado previamente el problema mejora la situación al hacer más racio-
nal el desacuerdo, de modo que la tesis de la inocuidad no puede soste-
nerse en absoluto.
Esta otra tesis acepta que la deliberación no es inocua, pero afirma que,
lejos de tener efectos positivos, generalmente es perjudicial recurrir a un
procedimiento deliberativo para tomar decisiones políticas. Algunos críti-
88
SUNSTEIN, 1999: 130-136.
89
SUNSTEIN, 1999: 131-133.
90
Sobre la idea de falsos acuerdos, véase YOUNG, 2001: 115-118.
91
Nicholas RESCHER lo ha planteado aún más fuertemente, afirmando que los acuerdos sobre
principios abstractos son sólo acuerdos aparentes: «en algún punto de abstracción hay siempre un
“acuerdo” aparente. Yo pienso p, tú piensas q. Está claro entonces que ambos estamos obligados
por la lógica a aceptar “p o q”. Pero este “acuerdo” es con seguridad irrelevante para una consi-
deración seria de las cuestiones de consenso relativo a las creencias». Véase RESCHER, 1993: 44 y
45, citado por BAYÓN, 2002: 76.
01-CAPITULO 01•C 29/9/06 13:09 Página 36
92
Ésta es tal vez la versión más extendida de la crítica de la incapacidad para resolver con-
flictos. Véanse, por ejemplo, KNIGHT y JOHNSON, 1997: 286; PRZEWORSKI, 1998 y 1999; JOHNSON,
1998; GAMBETTA, 1998: 21; SHAPIRO, 1999a: 31, y 2002: 121-125; y BELL, 1999. Uno de los deli-
berativistas que se ha ocupado de este problema es, de nuevo, SUNSTEIN, 1985 y sobre todo 2000,
2001: cap. 3, y 2002. También GUTMANN y THOMPSON, 1996: 44, y 2004: 53-56.
93
SUNSTEIN, 2002: 81. Esto significa dos cosas, según el propio SUNSTEIN. Por una parte,
que si pedimos que un grupo dé su opinión sobre una cuestión determinada antes y después de
deliberar acerca de dicha cuestión, la respuesta posterior a la deliberación será más extrema en la
dirección que marque la media de las opiniones previas de sus miembros. Y, en segundo lugar,
que cada uno de los miembros del grupo mostrará esta misma tendencia hacia un punto extremo
tras la deliberación.
94
La psicología social conoce bien este problema. Entre los diversos trabajos que cita SUNS-
TEIN, véase ZUBER, 1992.
95
Este último punto en concreto guarda relación con el problema de las «preferencias en
cascada», o las «cascadas sociales de información». Véase SUNSTEIN, 2001: 82-86, y 2002. Tam-
bién SUNSTEIN, 1991 y 1993b.
96
Una deliberación de enclave («enclave deliberation») es la que se produce en el interior
de un grupo de forma aislada del resto de la sociedad.
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CAPÍTULO II
EL CORAZÓN DEL MODELO
Y SUS ALTERNATIVAS
1
Se podría proceder también a la inversa, observando primero la realidad de los procesos de
toma de decisiones para tratar de inferir diversas propiedades clasificatorias. Sin embargo, como
en toda observación empírica y especialmente en toda clasificación de la realidad diversa, nunca
nos aproximamos a ella de manera desnuda, sin intuiciones previas o prejuicios. Y, lo que es más
importante, el único modo de elegir entre diversos criterios clasificatorios es midiéndolos con res-
pecto a algún objetivo último de nuestra investigación. Como en este caso mi objetivo último es
comparar diversos modelos normativos de toma de decisiones, es completamente razonable que
partamos de diversos principios normativos, conceptualmente vinculados con tales modelos, para
clasificar los tipos de procesos decisorios reales. Por supuesto que eso implica «leer la realidad»
a la luz de determinadas consideraciones normativas previas, pero es precisamente de eso de lo
que se trata en este caso.
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2
En realidad, la distinción sólo está esbozada en ELSTER, 1995 y 1998a, donde el autor se
refiere a dichos principios como «lógicas» diversas de los procedimientos de toma de decisiones
(ELSTER, 1998a: 5 y 6). Para una síntesis más minuciosa de la distinción de ELSTER, véase MARTÍ,
2001.
3
Véanse BARBER, 1984: 136 y 137; SUNSTEIN, 1986a: 895, y 1988: 150 y 151; COHEN, 1989a:
17 y 18; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1 y 4, y 2004; KNIGHT y JOHNSON, 1997; JOHNSON, 1998:
162; BOHMAN, 1998: 400; y PETTIT, 2003: 139 y 140.
4
Véanse MANIN, 1987: 349-353; SUNSTEIN, 1988: 144, 145 y 150, y 1991; COHEN, 1989a:
17 y 18, y 1998: 185 y 186; MILLER, 1992: 182 y 183; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1 y 4, y
2004: 13-21; KNIGHT y JOHNSON, 1997; JOHNSON, 1998: 162; y BOHMAN, 1998: 400.
5
Esta asunción puede ser sin embargo discutida. Yo no he sido capaz de encontrar un sólo
ejemplo real de procedimiento puro de toma de decisiones. Eso no demuestra, claro, que no sea
posible empíricamente. De todos modos, en caso de haberlo, eso no afectaría a lo importante de
mi argumento en este libro.
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6
Y, según él, la lista es exhaustiva. Véase ELSTER, 1998a: 5.
7
Para un análisis de los procedimientos de deliberación y negociación desde el punto de
vista de las disposiciones motivacionales, véase OVEJERO, 2002: 153-191.
8
ELSTER relaciona los tres principios con tres tipos de motivaciones políticas: la razón, el
interés y la pasión; cfr. ELSTER, 1995: 239, y 1998a: 6; un desarrollo un poco más completo en
ELSTER, 1999: cap. V. Por «interés» ELSTER entiende «la persecución de una ventaja material». La
lógica de la argumentación es la única que, en estado puro (ideal), se fundamenta en la razón y la
imparcialidad, siendo «desinteresada y desapasionada a la vez». Las otras dos lógicas, en cambio,
pueden canalizar cualquiera de las tres motivaciones. Si en un proceso deliberativo real algunos
de los participantes actúan motivados por el interés o por la pasión, es porque en él interfieren
alguna de estas otras lógicas y, por lo tanto, se aleja del modelo ideal de argumentación.
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9
Mi reconstrucción está vagamente inspirada en una idea de Jeremy WALDRON, quien rea-
liza un primer intento de destapar la «caja negra» de los procedimientos de toma de decisiones,
que han sido tradicionalmente opacos al análisis de los científicos sociales. Cfr. WALDRON, 1999c:
213 y 214.
10
Que las preferencias estén formadas no quiere decir que estén correctamente formadas,
esto es, que sean coherentes con otras preferencias del mismo individuo, que estén perfectamente
priorizadas en una escala general, ni que su propio contenido sea correcto. Significa solamente
que son claras y que están consolidadas respecto a una de las alternativas de la decisión. Por otra
parte, es claro que en la realidad los individuos entran muchas veces al procedimiento de toma de
decisiones sin unas preferencias formadas, ni siquiera en este sentido débil. Pero eso es algo que
no debería afectar al modelo ideal.
11
Trataré de evitar en la medida de lo posible discusiones acerca de temas tan complejos y
polémicos como el de qué significa el interés general, qué significa el bien común o qué significa
que algo sea justo (o que se crea que algo es justo). En el apartado 2 de este capítulo no tendré
más remedio que intentar explicar la distinción aquí presentada, tratando de esclarecer el signifi-
cado de «interés políticamente relevante». Pero la máxima que seguiré en todo el libro es la de
comprometer lo menos posible el ideal de la república deliberativa con determinadas concepcio-
nes morales, metaéticas, políticas o jurídicas.
12
Esta idea se encuentra ya en John Stuart MILL; véase MILL, 1860: 129 y 130. Una articu-
lación moderna en ELSTER, 1999: cap V. La distinción es compleja y requiere de un mayor análi-
sis del concepto de interés, que deberá esperar sin embargo al apartado 2. De todos modos, es
importante anticipar las siguientes consideraciones. Las «preferencias imparciales» no están des-
vinculadas del interés individual. Ninguna de las preferencias que voy a considerar aquí lo está.
Mi propósito es reconstruir el modelo de la democracia deliberativa a partir de una idea de bien
común o interés general que no se aleje de los intereses de los individuos. Sin embargo, cuando
en la literatura, por ejemplo en las obras de ELSTER, aparece la noción de interés, se entiende siem-
pre como algo opuesto a las motivaciones imparciales, y éste es un uso del que quiero apartarme
expresamente. En este trabajo, entenderé por preferencias meramente autointeresadas aquellas que
se muestran indiferentes a consideraciones exógenas al propio interés personal, como las consi-
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deraciones de imparcialidad. Este concepto es más amplio que el de egoísmo, si por tal entende-
mos un conjunto motivacional basado únicamente en la persecución de objetivos individuales que
no contemplan en ninguna medida el bienestar de los demás (y mucho menos la imparcialidad o
la justicia). El concepto de preferencias meramente autointeresadas es más amplio porque incluye
también el caso de un individuo que, entre sus preferencias, sitúa la de ayudar a los demás. Con-
virtiendo, así, la «ayuda a los demás» en una consideración endógena. Pero, aun en este segundo
supuesto, se distingue del concepto de preferencias imparciales en que este interés por ayudar a
los demás no se basa en consideraciones (exógenas) acerca de la imparcialidad o justicia, sino de
una simple autosatisfacción (endógena). Por motivaciones imparciales y preferencias imparciales
me refiero, por supuesto, a las que tienen pretensión (sincera) de imparcialidad. Cada individuo
puede equivocarse en su apreciación del bien común (o imparcialidad), pero lo que cuenta es su
pretensión sincera. Probablemente deberíamos admitir que también cabe el error en la apreciación
del propio interés parcial. Lo importante, de todos modos, es tener en cuenta que las preferencias
imparciales son también en algún sentido autointeresadas. Debemos presuponer, para que esto sea
así, que los individuos poseen la motivación de tener preferencias imparciales, al menos en la deli-
beración democrática.
13
Esto no nos dice nada acerca de los procesos deliberativos reales, en los que podemos
encontrar participantes que se comportan de forma estratégica, sin ninguna motivación imparcial,
como veremos en el apartado 1.2. Pero la práctica de argumentar u ofrecer razones implica un
cierto compromiso con la imparcialidad. Y cualquier desviación de dicho compromiso es eso
mismo, una desviación. Precisamente por eso denominamos hipócrita al que delibera por razones
estratégicas, mientras que no sucede lo mismo con los otros dos tipos de procedimientos. Para una
concepción de la democracia deliberativa que admite motivaciones parciales y estratégicas, en
cambio, véase AUSTEN-SMITH y BANKS, 1990 y 1992.
14
Sobre la noción de direcciones de ajuste, véase SEARLE, 1969: 34-35.
15
Sobre la noción de deseos de segundo orden, véase FRANKFURT, 1971.
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21
Como he dicho, que comparemos las preferencias no quiere decir que se emitan votos ni
que, en sentido estricto, se agreguen las preferencias de los participantes, como demuestra el hecho
de que carecería de sentido aplicar una regla de mayoría. Idealmente la argumentación y la nego-
ciación terminan con el consenso, no con una división en mayorías y minorías. Y ello con inde-
pendencia de que, como vimos en el apartado 3 del capítulo I, en la práctica las deliberaciones
finalicen con una votación. El hecho de que las deliberaciones reales se acompañen del voto sólo
muestra la distancia que media entre éstas y el ideal. Sobre la diferencia entre consenso y unani-
midad, que tomo de Jane MANSBRIDGE, véase la nota 73 del capítulo I.
22
El Teorema de MAY demuestra que la regla más igualitaria exige un umbral de mayoría
simple, puesto que en caso contrario se le estaría otorgando a una minoría un poder de decisión
mayor que el que dispone la mayoría. Véanse MAY, 1952; y WALDRON, 1999a: 107-116. Aunque
puede haber otras razones más allá del principio democrático de la igualdad para requerir umbra-
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les más exigentes en circunstancias específicas. Para una comparación de hasta cinco reglas mayo-
ritarias distintas, véase MUELLER, 1989: 112 y 113. Alguien podría preguntarse si no vale para el
procedimiento del voto lo que dijimos en el capítulo I con respecto a la deliberación, esto es, que
en circunstancias ideales no tiene sentido esperar que haya desacuerdo, y que por lo tanto el umbral
exigido por la regla de decisión no debe ser otro que la unanimidad. Sin embargo, y a diferencia
de lo que ocurre con la deliberación, no hay nada en el procedimiento del voto que obligue a pre-
suponer la existencia de una única respuesta correcta, así que es compatible en principio con el
pluralismo ontológico o el escepticismo. Así que la exigencia de una regla de unanimidad o de
una regla de mayoría en el ideal del voto dependerá, entre otras cosas, de la metaética que cada
uno adopte.
23
Sobre la interpretación de que ROUSSEAU no defendió la democracia deliberativa, que puede
resultar controvertida, véanse las notas 45 y 47 del capítulo I, y el texto que las acompaña.
24
Entre los defensores clásicos de este modelo, véanse SCHUMPETER, 1942; y DOWNS, 1956.
Analizaré este modelo en el apartado 3.1 de este mismo capítulo.
25
Los procedimientos de negociación puros no son compatibles con las preferencias impar-
ciales, puesto que éstas son incompatibles con el comportamiento estratégico en el que se basa la
negociación. Es evidente que las preferencias con las que uno acude al terreno de la decisión polí-
tica sí pueden ajustarse mediante procesos de negociación y regateo, mediante «pactos» estraté-
gicos, etc. No obstante, no podemos negociar acerca de nuestras creencias, ni acerca de nuestras
concepciones del bien común que sustentan aquellas preferencias que yo he denominado impar-
ciales en atención a las motivaciones que las acompañan.
26
No en toda negociación real se producen regateos, engaños o amenazas, pero se trata sin
duda de técnicas típicamente negociales. Véanse RAIFFA, 1982; BAZERMAN y NEALE, 1992; y FONT,
1997. Concretamente sobre el papel que juega la amenaza en los procesos negociales, y cómo los
distingue de los procesos argumentativos, véanse ELSTER, 1995, y 1999: 457-461. Por último, es
evidente que en las negociaciones reales se producen a menudo intercambios de argumentos. Se
puede deliberar, por ejemplo, acerca de las consecuencias para los intereses de ambas partes de
un posible acuerdo. Incluso existen métodos de negociación basados en la maximización del inte-
rés conjunto, como SCHELLING, 1960; y FISHER y URY, 1991. Ello sólo muestra que existe un espa-
cio para las creencias acerca de cómo es el mundo en las situaciones de negociación, además de
la dificultad (o imposibilidad) de encontrar casos reales de negociación pura. Lo que no muestra,
en todo caso, es que se pueda negociar acerca de tales creencias, y mucho menos acerca de las
creencias acerca de lo que es correcto hacer.
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27
Esta propiedad parecería conferir al procedimiento de negociación un carácter muy igua-
litario, ya que como todos cuentan por igual a la hora de aceptar o rechazar un acuerdo, nadie
parece obligado a aceptar decisiones que puedan perjudicarle. Sin embargo, se trata de un modelo
profundamente desigualitario porque las partes en conflicto más poderosas poseen una clara ven-
taja para imponer sus propias preferencias sobre las de las demás (por ejemplo, mediante amena-
zas), es decir, porque el poder negocial no está repartido de forma igualitaria. Sobre la pretensión
igualitaria de protección de las minorías en los procesos de negociación política de los modelos
pluralistas que se esconden detrás de este ideal, véase COHEN y ROGERS, 1995b: 34-41.
28
Entre los pluralistas más destacados, véanse DAHL, 1956 y 1989; y TRUMAN, 1959. Ana-
lizaré este modelo en el apartado 3.2 de este capítulo.
29
El ideal presupone, efectivamente, la existencia de una respuesta correcta, en forma de
estándar de corrección independiente al propio proceso de deliberación, en favor del cual pode-
mos esgrimir argumentos (razones). De otro modo, no podría evaluarse la calidad de los argu-
mentos presentados y la práctica de la argumentación carecería de sentido. Ampliaré este punto
en el apartado 2 de este capítulo y en el apartado 3.2 del capítulo III.
30
Algunos sostienen que el modelo de argumentación puede igualmente funcionar con pre-
ferencias meramente autointeresadas y conducirnos igualmente al consenso razonado. Véanse, por
ejemplo, SIÉYÈS, 1789 y 1990; AUSTEN-SMITH y BANKS, 1990 y 1992; y GAUTHIER, 1993 si lo inter-
pretamos a la luz de GAUTHIER, 1987. Sin embargo, este caso me parece conceptualmente impo-
sible, al menos tal y como se ha definido aquí la deliberación, ya que no tiene sentido formular
argumentos basados en razones (conceptualmente imparciales) para transformar preferencias mera-
mente autointeresadas. Así que las concepciones de estos autores sólo podrían ser consistentes si
partieran de un sentido de deliberación distinto al que yo utilizo. Expresamente contra esta con-
cepción estratégica de la deliberación, MICHELMAN, 1989: 291-304. Véase también la nota 37 de
este capítulo.
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31
Un ejemplo de aplicación de este ideal es el que se produce (o al menos debería produ-
cirse) en las decisiones judiciales tomadas por tribunales. Cada magistrado miembro del tribunal
defiende su posición aportando razones de por qué cree que la suya es la correcta, de manera que
se produce una deliberación entre los magistrados con el objetivo de tomar la decisión correcta.
La corrección de la decisión no depende de las preferencias individuales de cada magistrado, sino
de las normas jurídicas que deben ser aplicadas al caso. Al menos según cualquier teoría del dere-
cho que no sea escéptica o realista.
32
Aunque tanto la argumentación como la negociación aspiren al consenso, la negociación
comparte con el voto lo que en términos de Jane MANSBRIDGE podríamos denominar un carácter
«adversarial», que enfrenta a los ciudadanos por sus intereses inmediatos y subjetivos, mientras
que la argumentación aporta un rasgo «unitario» a la democracia al pretender la satisfacción del
interés general o común. Véase MANSBRIDGE, 1983: 3-22. La diferencia más importante entre el
consenso razonado y el estratégico es que el primero se alcanza tras un proceso de examen racio-
nal de los argumentos que produce un convencimiento sincero en los participantes de que la opción
elegida es la correcta desde el punto de vista del interés general, mientras que el segundo sólo
indica una coincidencia de intereses particulares en un momento determinado.
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FIGURA 1
Argumentación
Voto Negociación
33
Véase ELSTER, 1998a: 7 y 8.
34
Entre los deliberativistas que consideran valioso recurrir a la negociación una vez finali-
zado el proceso estrictamente deliberativo, véanse GUTMANN y THOMPSON, 1996: 73-91, y 2004:
cap. 2; BOHMAN, 1996: cap. 2, esp. 83-95; NINO, 1996: 176-178; y ESTLUND, 1997: 185.
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35
Señalando el punto de que toda deliberación (institucionalizada) finaliza con una votación,
véanse MANIN, 1987: 359; MILLER, 1992: 183; KNIGHT y JOHNSON, 1994: 286 y 287; GUTMANN y
THOMPSON, 1996: 52-94; BOHMAN, 1998: 413; WALDRON, 1999a: 91-93, y 1999c; GOODIN, 2003:
1; y BESSON, 2003.
36
Como ocurre, por ejemplo, en el caso de la ciencia. No es necesario que todos los cien-
tíficos amen la verdad para que el diseño de la investigación y en especial del debate científico
conserve los beneficios de la deliberación. Agradezco a Félix OVEJERO por este punto y por el
ejemplo.
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evitar el oprobio asociado a las apelaciones abiertamente autointeresadas en los debates públicos.
Por otra, puede querer presentar su posición como basada en principios, de manera que se exclu-
yan las negociaciones o los regateos al respecto». Véase ELSTER, 1998b: 101 y 102, y 1999: 445.
Una presentación ligeramente distinta en ELSTER, 1995: 247 y 248.
43
Es suficiente con la presencia de un «pequeño grupo» de agentes motivados por conside-
raciones imparciales para inducir a los demás a comportarse así. Véase ELSTER, 1995: 248 y 249,
y 1999: 448-452. ELSTER cita los trabajos de KREPS, MILGROM, ROBERTS y WILSON, 1982, referi-
dos al «multiplier effect of cooperation», según los cuales parece estar demostrado que un pequeño
grupo de cooperadores reconocidos en una población acaba induciendo a los demás a comportarse
como si ellos también fueran cooperadores.
44
Véase ELSTER, 1995: 248 y 1998b: 104. Esta exigencia parece razonable. Si todos los par-
ticipantes fueran meramente autointeresados, o si tuviéramos la certeza de quiénes lo son y quié-
nes no, no tendría ningún sentido comportarnos hipócritamente, porque no podríamos engañar o
persuadir a nadie. No sólo es posible, sino que, como cuestión de hecho, es cierto que muchos de
los individuos se comportan públicamente de manera hipócrita bajo motivaciones meramente
autointeresadas. Pero no puede ser que todos los individuos actúen únicamente por motivaciones
meramente autointeresadas. Es necesario que (al menos) algunos actúen (al menos parcialmente)
por motivaciones imparciales. Y es también necesario que, en general, no podamos descubrir al
hipócrita. Véase ELSTER, 1978, 1983a y 1989. Si esto es así, las estrategias que algunos teóricos
han seguido para tratar de dar un fundamento basado únicamente en el autointerés a los sistemas
de cooperación social, como GAUTHIER, 1987 y BAURMAN, 1998, no pueden funcionar. Para una
visión crítica, véanse ROEMER, 1986; COLEMAN, 1988; y OVEJERO, 2002: caps. 1 y 2, esp. 137-
141. Véase la nota 124 de este capítulo.
45
ELSTER, 1995: 248.
46
ELSTER, 1998b: 104. La cursiva es del autor.
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47
Véase ELSTER, 1995: 250, 1998b: 111, y 1999: 411. Encontramos también una mención
temprana a este fenómeno en ELSTER, 1986. La idea, en estado embrionario, se encuentra ya en
MILL, 1860: cap. X, 129 y 130.
48
ELSTER, 1998b: 104. Para un análisis más profundo de los costes impuestos por estos dos
límites, véase ELSTER, 1999: cap. V. Una primera articulación y una defensa explícita de la hipo-
cresía en política, y que ELSTER no parece tener en cuenta en sus trabajos, se la debemos a Judith
SHKLAR. Véase SHKLAR, 1979. SHKLAR cita además a Benjamin FRANKLIN, quien asociaba la hipo-
cresía pública al proceso democrático, SHKLAR, 1979: 16 y 17. Una crítica a los argumentos de
SHKLAR, que difieren sustantivamente de los de ELSTER, en LUBAN, 1982.
49
ELSTER, 1998b: 111, en la que cita la célebre observación de LA ROCHEFOUCAULD: «La
hipocresía es el homenaje que el vicio tributa a la virtud». Sobre el principio de publicidad en
KANT, véase principalmente KANT, 1795: Apéndice II, 61-69. Véanse, en un sentido parecido,
RAWLS, 1971: 15, 115, 116, 153, 397 y 398, y 1993: 66-71; y HABERMAS, 1962: 108. Para un buen
análisis general de este principio, véase LUBAN, 1996 y 2002.
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53
ELSTER, 1998b: 111. A veces no nos atrevemos a repetir ante un público más amplio el
tipo de argumentos que utilizamos en cambio en foros más reducidos. Ésta es una razón, al menos
prima facie, en favor de amplios foros deliberativos.
54
ELSTER, 1995: 250 y 257.
55
Entre los deliberativistas que han basado su enfoque en la noción de interés, véanse MANIN,
1987; COHEN, 1989a: 19; SUNSTEIN, 1993a: 162-194; BENHABIB, 1994: 30 y 31; BOHMAN, 1996:
5; NINO, 1996; CHRISTIANO, 1997: 256-262; COHEN y SABEL, 1997: 320; SAWARD, 1998: 33-38; y
GOODIN, 2003: 269.
56
La complejidad de esta noción ha causado enormes confusiones en una infinidad de dis-
cusiones teóricas, en especial en torno a la representación política, sin haberse logrado nunca un
acuerdo siquiera mínimo sobre su significado. Véase MANSBRIDGE, 1983: 5, 6 y 24. Otros análi-
sis de este concepto aplicado a la política en PLAMENATZ, 1954; BENN, 1954; BARRY, 1965: 173-
201; FLATHMAN, 1966; V. HELD, 1970; CONNOLLY, 1972 y 1974: cap. 4; y WALL, 1975. Sorprende
ver como gran parte de los problemas que afrontan estos autores derivan de no asumir que, efec-
tivamente, existen diversos usos de la noción de «interés», y que resulta imposible reducirlos a
uno solo, especialmente en el caso de BARRY. Por otra parte, a menudo el término interés ha que-
dado relegado a un uso peyorativo vinculado al egoísmo como posición moral, o al conjunto de
motivaciones que no pueden contar en el espacio público. Éste es el caso, por ejemplo, de ELSTER,
1989: cap. 6, 59-66, y 1999: 448-468. Para un análisis de las motivaciones políticas, entre el egoís-
mo y el altruismo, véase ELSTER, 1990. Una compilación de excelentes ensayos sobre la relación
entre egoísmo y altruismo, intentando superar los modelos basados en el estricto autointerés, es
la de MANSBRIDGE, 1990a.
57
Incluso en contextos de sociología política aparentemente descriptivos el término «inte-
rés» siempre posee connotaciones valorativas, que tratan de privilegiar algunos resultados frente
a otros, lo cual explica la enorme dificultad para ponernos de acuerdo acerca de su significado.
Véase CONNOLLY, 1974: 47, que ha sugerido por esta razón tomarlo como un «concepto esencial-
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mente controvertido». Sobre esta última noción, véanse GALLIE, 1955 y CONNOLLY, 1974: 10-40.
Como en todos los casos en los que hay connotaciones valorativas, optar por una definición u otra
no será nunca neutral en términos normativos. Por esa razón, el análisis conceptual debe ser suma-
mente cuidadoso. En el caso de la noción de «interés», además, y a diferencia de lo que ocurre
con otros conceptos políticos normativos como «democracia» o «libertad», ni siquiera es claro
que existan casos paradigmáticos compartidos por una sola noción, de modo que no podemos sim-
plemente afirmar que se trata de un problema de vaguedad. De hecho, en ausencia de casos para-
digmáticos, deberemos afirmar que no tenemos ningún concepto en absoluto, o al menos que no
tenemos un único concepto de «interés».
58
Otros autores han preferido definir X como una acción (u omisión). Véanse, por ejemplo,
MANSBRIDGE, 1983: 24-28, esp. nota 6 del cap. 3; BARRY, 1965: 176-180; y CONNOLLY, 1972: 472.
Yo en cambio sigo en este punto la reconstrucción de WALL, 1975: 498, nota 20. De todas mane-
ras, creo que ambas estrategias son en última instancia equivalentes.
59
De esta definición se desprende que, dado que beneficio, utilidad o ganancia son magni-
tudes que podemos medir (al menos teóricamente), el interés también puede ser medido, compa-
rado y ordenado, al menos teóricamente. Esto es, es posible afirmar cosas como «tengo un inte-
rés en X mayor que el que tengo en Y, y un interés en Y mayor que el que tengo en Z». E implica
también que cuando dos de mis intereses entran en conflicto entre sí, salvo que el «grado» de
intensidad de los dos intereses sea el mismo, puedo deshacer rápidamente el conflicto estable-
ciendo una jerarquía.
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ferencias 60. De esta forma podemos decir que alguien tiene una preferen-
cia por una política α, respecto a una política β, porque la política α satis-
face mejor sus intereses X e Y. Podemos también dar cuenta así de otra
importante distinción, la distinción entre interés subjetivo e interés obje-
tivo, que no tendría sentido predicar del concepto de preferencia y que, en
cambio, es crucial para la democracia deliberativa. La noción de argu-
mentación requiere de una noción de «interés» que no sea meramente sub-
jetiva (en el sentido de egoísta), si queremos sostener que presentar un
argumento en favor de α significa apelar a algún tipo de interés compar-
tido (que no sea egoísta, como ocurre en el caso de la negociación). Por
ello todos los modelos alternativos a la democracia deliberativa que exa-
minaré en el próximo apartado niegan la existencia de intereses objetivos
en el sentido aquí relevante. Y ésta es la razón por la que conviene clari-
ficar qué se entiende por interés objetivo en este contexto, especialmente
porque los usos que se han dado a estas nociones de interés subjetivo y
objetivo son muy diversos. Comencemos, entonces, distinguiendo entre
los que en mi opinión son los tres usos principales (por pares, tres subje-
tivos, S, y tres objetivos, O):
(1) Primer sentido de interés, que atiende a las preferencias depen-
dientes del plan de vida del individuo:
S1) «A tiene un interés subjetivo en X» si y sólo si el que X le reporte
algún beneficio, utilidad o ganancia depende de una preferencia previa de
A, una preferencia que por lo general tendrá que ver con lo que de forma
simplificada llamamos su plan de vida, y que no debemos confundir con
la preferencia política posterior 61. El esquema simplificado sería el
siguiente: (i) preferencia previa por X que depende de un plan de vida, (ii)
60
La relación entre interés y preferencia es evidentemente más compleja que esto, pero no
voy a detenerme a analizarla aquí en detalle. No obstante, mostrar que la fuerza ilocucionaria de
las expresiones de interés y de las expresiones de preferencia es distinta, es suficiente para des-
cartar aquellas concepciones que definen un término en función del otro. Véanse, por ejemplo,
CONNOLLY, 1972 y MANSBRIDGE, 1983: 25 y xii. Otro ejemplo de distinción insuficiente es el de
BARRY, 1965: 192-196, que caracteriza el interés como una noción eminentemente comparativa
que establece una relación triádica entre una persona y al menos dos políticas concretas. Y esto
le lleva a concluir fatalmente que no existen (por razones conceptuales) los intereses comunes
generales, porque el interés siempre es relativo a un agente. Las consecuencias son fatales porque,
a pesar de todo, BARRY sostiene que la noción de intereses comunes, como yo trataré de defen-
der, debe jugar un papel central en la toma de decisiones políticas. Sobre las razones por las que
debemos basar el análisis de los intereses en las preferencias, aun sin confundirlos, véase RICHARD-
SON, 1997.
61
Por ejemplo, supongamos que A tiene un interés de que en su ciudad exista un buen club
de jazz en el que actúen músicos de primer nivel internacional, porque una de las preferencias que
tiene que ver con su plan de vida es poder escuchar buen jazz en directo. A tiene así una prefe-
rencia inicial por escuchar buen jazz en vivo, un interés de que exista un buen club de jazz en su
ciudad, y dado que un negocio de este tipo no es muy rentable en las actuales circunstancias, tiene
también una preferencia política en favor de que se subvencione públicamente dicho club. Su inte-
rés de que exista el club de jazz depende de su preferencia inicial. Su preferencia política es corre-
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lativa a dicho interés, pero depende de él solamente en las circunstancias actuales. Podría darse
el caso (si un negocio de este tipo fuera rentable) de que, aun teniendo la preferencia inicial (del
plan de vida) y el interés, no tuviera preferencia política alguna.
62
Por otra parte, el hecho de que A tenga un interés subjetivo en X nos permite presuponer,
siempre que A sea racional, que conoce su preferencia previa vinculada a X, que sabe que tiene
dicho interés en X, y que hará lo posible para obtener X. Como es imposible, en el sentido en que
yo la he definido, que alguien tenga una preferencia sin conocerla, y como las nociones de pre-
ferencia e interés subjetivo están tan vinculadas, podemos afirmar que normalmente los indivi-
duos conocen sus intereses subjetivos, en este primer sentido S1. Así que, como sostenía MILL, y
salvo flagrante irracionalidad o que intervengan creencias falsas, es muy difícil que un tercero
pueda ser «mejor juez de mis propios intereses» que uno mismo, al menos en este sentido. MILL,
1859: 68 y 69, y 1860: 35 y 36.
63
Nótese que, aun manteniéndose constantes la preferencia previa por X y el interés en X,
un individuo A puede cambiar su preferencia de α por una preferencia de β, cuando nuevas cir-
cunstancias políticas o sociales hacen posible β, o más generalmente cuando β se introduce en el
abanico de decisiones políticas posibles, del que antes estaba ausente, o cuando β deja de estar
incluido en dicho abanico de decisiones posibles, etc. Creo que esto muestra la importancia de
distinguir cuidadosamente entre estas tres nociones.
64
Para un análisis detallado de algunos de los problemas que se derivan de adoptar esta
noción subjetiva S1 como la única relevante, véase BARRY, 1965: 178-186, a pesar de que el propio
BARRY adopta una noción más sofisticada pero en algún sentido basada en las preferencias o en
la voluntad del individuo.
65
Esta es la definición que adopta Grenville WALL, en su análisis del concepto de interés en
política, rechazando explícitamente la noción subjetiva previamente citada S1; WALL, 1975. En la
literatura suele hablarse de necesidades básicas cuya satisfacción es necesaria para el desarrollo
de cualquier plan de vida. Pero también son intereses objetivos, en este primer sentido, aquellos
que son relativos a unas circunstancias específicas de un individuo, siempre que no deriven de sus
preferencias previas.
66
Como sucedía en el caso de la noción subjetiva S1, una persona racional con información
completa sobre cómo es el mundo y cuáles son sus necesidades también se presupone que conoce
sus intereses objetivos, puesto que la satisfacción de éstos es necesaria para sus planes de vida,
aunque sean independientes de éstos. Sin embargo, el grado de racionalidad exigido para este
último paso es obviamente mucho mayor que el exigido para que alguien sea consciente de sus
intereses subjetivos. Así que la tesis de MILL de que «nadie es mejor juez de sus propios intere-
ses que uno mismo» funciona peor si la aplicamos a esta noción de interés objetivo, pues siem-
pre es posible encontrar a alguien más racional que nosotros y con mayor información acerca de
las necesidades independientes de los planes de vida.
67
La relación de dependencia e independencia de los intereses subjetivos y objetivos y las pre-
ferencias debe entenderse en sentido lógico. Así, los intereses subjetivos dependen lógicamente de
la existencia de preferencias previas y los objetivos no, lo cual no implica que no pueda haber inte-
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 61
reses objetivos coincidentes con preferencias previas del individuo, pero no dependen de ellas. En
todo caso, insisto en que no debemos confundir las preferencias previas con las preferencias políti-
cas a las que subyacen los intereses. En principio, todo agente racional tendrá preferencias políticas
en función de sus intereses, subjetivos u objetivos, pero no es necesario que siempre sea así. Por eso,
la relación entre los intereses y las preferencias políticas no es de dependencia lógica en ningún caso.
68
Así, podemos decir que las mujeres tienen un interés (subjetivo) en que el derecho regule
de forma especial sus condiciones de trabajo, debido a los obstáculos específicos con que pueden
encontrarse precisamente por ser mujeres; o que los habitantes de Cataluña tienen un interés (sub-
jetivo) en que haya una cierta descentralización administrativa en el Estado o que reciban una aten-
ción especial por parte de la administración central; o que los profesores universitarios tienen un
interés (subjetivo) en que se aumenten los salarios que reciben.
69
En esta segunda clasificación no se contemplan ni el componente volitivo ni el epistémico.
Alguien puede tener un interés subjetivo u objetivo sin saberlo y sin quererlo. Por tanto son usos
distintos a los de la primera distinción. Alguien puede tener un interés subjetivo posicional que
sea dependiente o independiente de las preferencias (subjetivo u objetivo en el primer sentido).
Lo que no puede ocurrir es que alguien tenga un interés dependiente de las preferencias que no
sea posicional, puesto que los planes de vida de los que dependen las preferencias son también,
en algún sentido, circunstancias específicas relativas al agente que determinan su posición, ya que
los intereses no posicionales son intereses universales, que poseen todos los individuos por igual,
y por lo tanto no pueden ser en ningún caso dependientes de preferencias.
70
Todos los sentidos anteriores, S1, S2, O1 y O2, es decir, tanto los intereses sujetos a pre-
ferencias como los no sujetos a preferencias, y tanto los posicionales como los no posicionales,
son intereses relativos al individuo y, por lo tanto, subjetivos en este sentido S3.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 62
71
Es este último uso de la distinción el que se utiliza cuando decimos, por ejemplo, que el
interés subjetivo de A entra en conflicto con el interés objetivo de toda la comunidad.
72
Si existe tal cosa como el interés relativo a una comunidad en X, A, en tanto que miem-
bro de dicha comunidad, probablemente también tendrá un interés en X en alguno de los sentidos
antes mencionados. La expresión «intereses relativos a la comunidad en su conjunto» puede inter-
pretarse de forma débil o fuerte. En su sentido fuerte, implica adquirir un compromiso firme por
lo que se refiere a la ontología de sujetos colectivos. En su sentido débil, en cambio, un interés
relativo a la comunidad no es más que un interés relativo a los miembros de la comunidad, aunque
entonces colapsa en el sentido subjetivo.
73
Sobre la complejidad de la distinción entre intereses admisibles e intereses inadmisibles,
véase MANSBRIDGE, 1983: 24-28. Y, mucho antes, en MILL, 1860: cap. 2, 14-21.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 63
74
Véanse BESSETTE, 1980: 107; ESTLUND, 1993a: 1463-1467; y BOHMAN, 1996: 6.
75
El sentido de esta definición depende por supuesto de cómo se interpreten «preferencias
imparciales que pueden ser defendidas mediante razones que las personas racionales y razonables
aceptarían». Se trata de un criterio contrafáctico que prefiero plantear por el momento de la forma
más vaga posible, y remito al apartado 3.2 del capítulo III, para la discusión de algunos de los
problemas que engloba dicho criterio. A pesar de lo crucial de este punto, resulta clamoroso el
silencio de los defensores de la democracia deliberativa al respecto.
76
El conjunto de los intereses intersubjetivos estaría integrado por intereses relativos a los
individuos (S3) que serían, a su vez, todos los intereses objetivos independientes de las preferen-
cias (O1) y todos los no posicionales (O2), más algunos de los intereses subjetivos dependientes
de las preferencias (S1) y algunos de los intereses posicionales (S2). Puede verse un embrión de
la distinción entre intereses meramente egoístas e intereses intersubjetivos en MILL, 1860: 77, 129
y 130. Véase también el apartado 1.2 del capítulo VI, cuando reconstruyo su teoría de la repre-
sentación.
77
Como vimos en el apartado anterior, los procesos de argumentación expulsan las prefe-
rencias meramente autointeresadas o al menos las obligan a camuflarse bajo una apariencia de
imparcialidad que sirve igualmente de filtro, aunque no tan efectivo. De modo que el procedi-
miento deliberativo impide tendencialmente la protección de intereses no intersubjetivos. Véanse
BOHMAN, 1996 y 1998: 405; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 313, nota 31; COHEN y SABEL, 1997: 329-
331; GARGARELLA, 1998a: 261; JOHNSON, 1998; y PETTIT, 2003: 157.
78
BARRY, 1965: 190 y 207-225. Obviamente hay aquí un problema de circularidad. Si dis-
pongo de un argumento, que pueda ser aceptado por una persona racional, en favor de una prefe-
rencia por X que surge de mi interés por X, es porque el interés por X es intersubjetivo y posee
valor público. Pero al mismo tiempo, si mi interés por X es intersubjetivo y posee valor público
es porque tengo un argumento, que puede ser aceptado por una persona racional, en favor de mi
preferencia por X. Este problema está relacionado con el que denomino «el problema de la argu-
mentación», del que me ocuparé en el apartado 3.2 del capítulo III.
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mite superar los problemas de las concepciones que, como los modelos
democráticos alternativos que examinaré en el siguiente apartado, niegan
la existencia del bien común o el interés general, desde la creencia de que
los únicos intereses que existen en política son los subjetivos dependien-
tes de las preferencias (S1). Según estos modelos, el interés general sólo
se puede entender como suma de todos los intereses subjetivos de los ciu-
dadanos, y por lo tanto no sirve como criterio independiente de correc-
ción al que apelar en un proceso argumentativo. Pero la democracia deli-
berativa, en la versión que estoy aquí presentando, utiliza una noción de
interés general basada en la imparcialidad que permite partir de los inte-
reses reales de los individuos para llegar a un criterio de corrección inde-
pendiente a través de un proceso de filtración y depuración 79. Y, aunque
partamos de los intereses y deseos individuales, la necesidad de formu-
larlos mediante razones apela a una noción de generalidad o intersubjeti-
vidad que permite hablar en términos de principios, y no ya de deseos 80.
Decir que alguien actúa guiado por intereses intersubjetivos sería, enton-
ces, equivalente a decir que actúa guiado por principios (dejando a un lado
sus intereses egoístas, aunque no necesariamente a todos los intereses sub-
jetivos) 81.
Finalmente, actuar guiados por principios, en este contexto, es otra
forma de decir que actuamos motivados por el bien común, en alguna de
sus concepciones. En lo sucesivo, consideraré que la noción de bien común
de una comunidad se corresponde con la de interés general en el sentido
de conjunto de intereses intersubjetivos existentes en dicha comunidad, y
que la función de la justicia es precisamente maximizar el bien común, es
decir, satisfacer en la medida de lo posible todos los intereses intersubje-
tivos en juego 82. Situar los intereses en el centro de nuestro análisis, no
solamente no excluye la referencia a los principios o al bien común, sino
que en cierto punto la requiere. La ventaja de partir de los intereses indi-
79
El conjunto de intereses que compone el interés general según la democracia deliberativa
es parcialmente independiente en dos sentidos: primero, porque no todos los intereses que real-
mente poseen los miembros de dicha comunidad son válidos en este contexto, así que debe haber
algún tipo de proceso de «filtración». Y segundo, porque el conjunto de intereses debe ser racio-
nal, y por lo tanto, entre otras cosas, coherente, así que debe haber algún tipo de proceso de «depu-
ración». A estos dos objetivos, la filtración y la depuración de los intereses, se va a consagrar el
proceso democrático deliberativo. Algunas nociones cercanas a la que aquí he presentado, aunque
con importantes diferencias, son la de «interés ilustrado» de MANSBRIDGE, 1983: 24-28; y la de
«interés público» de BARRY, 1965: 190-206.
80
Véanse MANSBRIDGE, 1983: 26; y NAGEL, 1986: 150. Sin afirmarlo explícitamente, BARRY
traza el mismo paralelismo, en BARRY, 1965: 196-202.
81
Sobre que los intereses subjetivos pueden tener vocación pública, véanse MANSBRIDGE,
1983: 26; V. HELD, 1970: 22 y 23; FLATHMAN, 1966: 26 y 27; y más débilmente CONNOLLY, 1972:
466-468. En contra, BARRY, 1965: 63-65.
82
Una idea parecida de «bien común» es la que sostiene RAWLS, vinculada a la de intereses
del ciudadano representativo (representative man or citizen), RAWLS, 1971: 216 y 217.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 65
83
Véase NAGEL, 1986: 149-152.
84
Sobre esta oposición, véase por ejemplo GUTMANN y THOMPSON, 2002: 45.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 66
89
El tema de la manipulación política ha sido muy recurrente en las últimas décadas para
algunos autores inscritos en el social choice. Lo encontramos de forma embrionaria en SCHUM-
PETER, 1942, y los trabajos más reconocidos al respecto son los de RIKER, 1962, 1982, 1986 y su
obra póstuma 1996. Sobre el paternalismo jurídico, véase «¿Es éticamente justificable el pater-
nalismo jurídico?», en GARZÓN VALDÉS, 1993: 361-378.
90
Como señala ELSTER, uno de los problemas más graves de este modelo es que «confunde
el tipo de comportamiento que es apropiado en el mercado y el que es apropiado en el foro polí-
tico. Sólo podemos aceptar la noción de soberanía del consumidor en la medida en que el consu-
midor elija entre cursos de acción cuya diferencia sea la forma en que le afectan a él». En el ámbito
político elegimos entre alternativas que afectan a los demás, y no sólo a nosotros. De modo que
no tendría por qué aceptar las preferencias de alguien, por ejemplo, que elige incoherente o irres-
ponsablemente. «(L)a función de la política no es sólo la de eliminar ineficiencias, sino también
la de generar justicia —un objetivo para el que la agregación de preferencias prepolíticas es un
medio bastante inapropiado» (ELSTER, 1986: 111). Puede verse una síntesis de otros problemas en
ELSTER, 1986: 105 y 106.
91
Sólo por mencionar algunos: la información disponible es insuficiente y está repartida de
forma asimétrica, con lo que las posibilidades de manipulación encubiertas son enormes y se
socava la libertad en la conformación de preferencias que el propio modelo predica (OVEJERO,
2002: 170 y 171). Pero esta información asimétrica también permite distorsiones y manipulacio-
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 68
nes en la agenda política, y que la oferta acabe determinando la propia demanda. De hecho, parte
de la demanda queda desatendida porque no existen suficientes correlativos en la oferta, esto es,
no todos los intereses de los votantes pueden estar representados por las opciones políticas (OVE-
JERO 2002: 167-170). También se descuidan otros importantes factores que distorsionan la liber-
tad en la formación de preferencias individuales, como las disonancias cognitivas o las preferen-
cias adaptativas (ELSTER, 1983a: cap. 3; y SUNSTEIN, 1991). Finalmente, existen barreras de acceso
a la oferta, puesto que no todos los ciudadanos disponen de las mismas opciones reales para ejer-
cer su derecho de sufragio pasivo.
92
Véanse BENTLEY, 1908; TRUMAN, 1959; y DAHL, 1956, 1985, 1989 y 1998. También ELY,
1980.
93
La concepción de DAHL se ha ido moderando a lo largo de los años. La caracterización de
su modelo en A Preface to Democratic Theory era mucho más nítidamente pluralista, y menos
exigente sustantivamente, que las presentadas respectivamente en Democracy and Its Critics y en
On Democracy. Cfr., por ejemplo, su descripción de los criterios de la poliarquía en DAHL, 1956:
esp. 87-122, con la de DAHL, 1989 y 1998. Véase también la aplicación más económica de su teoría
en DAHL, 1985. Un buen estudio de la evolución de DAHL, en D. HELD, 1987: 227-263. En DAHL,
1997, llega a defender un mecanismo de democracia deliberativa, de manera que, al menos para
el DAHL más tardío, no existe oposición entre democracia pluralista y democracia deliberativa. No
obstante, cree que la deliberación democrática sólo puede tener un papel secundario y previo res-
pecto al mecanismo democrático de toma de decisiones por excelencia, la negociación, así que el
énfasis está en este otro principio (DAHL, 1997: 58).
94
De hecho, no son pocos los autores que sitúan a DAHL, el representante paradigmático de
esta concepción, entre los defensores de la teoría económica de la democracia, entendida de una
forma genérica. Véase, por ejemplo, MACPHERSON, 1977: cap. 4, nota 1. Inversamente, pero con
un resultado equivalente, SUNSTEIN considera a SCHUMPETER y DOWNS como defensores de la con-
cepción pluralista, que él contrapone a la concepción republicana (SUNSTEIN, 1985: 32 y 34, notas
15 y 21, 1984: 1692 y siguientes, y 1988). No obstante, resaltando bien las diferencias, véanse
COHEN y ROGERS, 1992: 34-41; D. HELD, 1987: cap. 6; y CUNNINGHAM, 2002: cap. 5.
95
SUNSTEIN, 1985: 32.
96
«La concepción pluralista considera la noción republicana de bien común (...) como inco-
herente, potencialmente totalitarista, o ambas cosas a la vez» (SUNSTEIN, 1985: 32). Véanse tam-
bién DAHL, 1989: 337-370; BENTLEY, 1908: 122; y TRUMAN, 1959: 51.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 69
97
Si tenemos dificultades para saber qué es el bien común, aseguremos al menos unas con-
diciones estructurales que garanticen que cada ciudadano pueda defender sus propios intereses en
igualdad de consideración. Véase DAHL, 1989: 337-370.
98
Como afirma DAHL, «contrariamente a lo que ocurre en una ciudad o población pequeña,
la gran escala de la democracia en un país hace que las asociaciones políticas sean a la vez nece-
sarias y deseables» (DAHL, 1998: 113).
99
DAHL distingue entre la democracia en sentido estricto (modelo ideal) y la poliarquía (o
democracia real). Las cinco condiciones necesarias y conjuntamente suficientes para asegurar el
principio de igualdad política, y que conforman las propiedades definitorias de la democracia, son:
participación efectiva, igualdad de voto, comprensión ilustrada, control de la agenda e inclusión
de los adultos (DAHL, 1998: 47 y 48, y cfr. con DAHL, 1989: 34 y ss., por algunos cambios en la
forma de interpretarlos). La democracia ideal se aleja tanto de la realidad de nuestras sociedades
contemporáneas, especialmente por el tamaño de éstas (DAHL, 1998: 106-108, 1989: 12-15 y 256-
264, y 1956: 87-91; para un estudio detallado del impacto del tamaño de nuestras sociedades en
el diseño institucional político véase DAHL y TUFTE, 1973) que nuestra preocupación principal
debe ser cómo la democracia real representativa puede garantizar un mínimo umbral democrático.
Esta democracia real o poliarquía se define por seis instituciones políticas: cargos públicos elec-
tos, elecciones libres, imparciales y frecuentes, libertad de expresión, acceso a fuentes alternati-
vas de información, autonomía de las asociaciones y ciudadanía inclusiva (DAHL, 1998: 99-101;
para una presentación algo distinta, DAHL, 1989: 266-270; ambas muy alejadas de la primera pre-
sentación realizada en DAHL, 1956: 110 y 111).
100
SUNSTEIN, 1985: 33.
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101
De hecho, DAHL critica los modelos elitistas, en especial el de SCHUMPETER, por vulne-
rar el que él denomina «Principio Categórico» (DAHL, 1998: 131 y 132; para la caracterización
del principio, véase DAHL, 1989: 43-46 y caps. 7 y 8, y 1998: 73-93).
102
SUNSTEIN, 1985: 33 y 34. Ésta es la solución que ya predicaba James MADISON al afirmar
que en lugar de plantearse la quimera de «evitar las causas» del faccionalismo, a lo que podemos
aspirar sensatamente es a «controlar sus efectos». Véase The Federalist, n. 10, en HAMILTON, MADI-
SON y JAY, 1999: 46-49. Frecuentemente se ha considerado a los federalistas norteamericanos
defensores de la democracia pluralista. Véanse, por ejemplo, D. HELD 1987: 228-230; y CUN-
NINGHAM, 2002: 78-82. SUNSTEIN, en cambio, hace una lectura parcialmente republicana de su pen-
samiento, aunque sin negar la presencia de tesis fundamentales del pluralismo (SUNSTEIN, 1984,
1985, 1986a, 1988 y 1993a). El propio DAHL se distancia un tanto de la concepción de MADISON
en DAHL, 1956: cap. 1. Una tercera concepción, distinta de las anteriores, es la de ELY, 1980.
103
Véanse D. HELD, 1987: 231; y COHEN y ROGERS, 1992: 34-38. Ya he mencionado antes
que en las últimas obras de DAHL hay algunos elementos que permiten una lectura más delibera-
tivista de su concepción, que de hecho podría encajar con algunas de sus propuestas instituciona-
les concretas más tempranas, como la del jurado político en DAHL 1970: 149 y 150, o la del mini-
populus en DAHL 1989: 406 y 407. Aunque lo que convierte en pluralista su teoría sigue siendo
el lugar privilegiado que ocupa el principio de la negociación.
104
Aunque no voy a examinar las objeciones que ha recibido el modelo, quiero mencionar
uno de sus principales problemas que tiene que ver con la propia noción de negociación, y que ya
señalé en el primer apartado de este capítulo: es empíricamente falso que la negociación garan-
tice la igualdad entre las partes, como pretenden los pluralistas. Sucede más bien lo contrario. Los
grupos con mayor poder negocial tienen mayores posibilidades de imponer sus preferencias, y el
poder negocial no depende en este caso de lo numeroso que sea el grupo, y por lo tanto de lo que
se acerque a la mayoría, sino de otros factores exógenos como el acceso a recursos económicos
o de presión.
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105
El término «democracia agonista», según MOUFFE, «es un intento de operacionalizar lo
que Richard RORTY llamaría una “redescripción” de la autocomprensión básica del régimen libe-
ral-democrático que enfatiza la importancia de asumir su dimensión conflictual» (MOUFFE, 2000:
107, nota 30). También en ocasiones se han referido a este modelo como democracia pluralista o
radical. Como tanto la etiqueta de «pluralista» como la de «radical» puede confundir el modelo
con otras teorías diferentes, mantendré la denominación «agonista».
106
Aunque los manuales de teoría de la democracia más recientes ya lo incluyen como uno
de los modelos principales (CUNNINGHAM, 2002, cap. 10).
107
Entre sus principales defensores, véanse CONNOLLY, 1974 y 1991; LACLAU y MOUFFE,
1985; LEFORT, 1988; LACLAU, 1990; MOUFFE, 1993, 2000 y 2005; y TULLY, 1995. También Hannah
ARENDT, al menos según Seyla BENHABIB, debería incluirse en esta lista (BENHABIB, 1992a: 89-
144, 1992b y 1993: 21-36).
108
El referente principal para este modelo es Carl SCHMITT. Véase MOUFFE, 2000: 36-59.
Pero la democracia agonista se presenta como una síntesis de ideas filosóficas tan diversas como
las del postmodernismo, el psicoanálisis, la hermenéutica, el segundo WITTGENSTEIN, el multicul-
turalismo o el feminismo. MOUFFE se sitúa a sí misma en un punto de convergencia entre las ideas
del segundo WITTGENSTEIN, HEIDEGGER, GADAMER, MERLEAU-PONTY, FOUCAULT o DERRIDA. Tam-
bién encuentra un punto de apoyo central en Claude LEFORT, y autores como LYOTARD, VATTIMO,
RICOEUR e incluso RORTY. Véase MOUFFE, 1993: 14-25 y 28-42. TULLY se hace eco también de la
crítica postmoderna, sobre todo en boca de DERRIDA y FOUCAULT, del feminismo, citando a GILLI-
GAN, OKIN o BENHABIB, del desafío «intercultural», centrándose en KYMLICKA, WALZER o RES-
NICK, y otorgando un valor central al pensamiento del segundo WITTGENSTEIN. Véanse TULLY, 1995:
esp. 43-57 y 99-139; y MOUFFE, 2000: 60-79. En el trasfondo encontramos también continuas refe-
rencias a una escuela antropológica conocida como «estudios culturales», que tiene como pre-
cursores a autores como Clifford GEERTZ o Bill REID.
109
«Semejante crítica permite comprender los límites del pensamiento político clásico (y, en
su seno, particularmente la filosofía liberal) y ver que dependen de una ontología implícita que
concibe el ser bajo la forma de la presencia. Esta “metafísica de la presencia” restringe el campo
de los movimientos político-estratégicos a los lógicamente compatibles con la idea de una “obje-
tividad” social. Cuando se presenta esa objetividad como el fundamentum inconcussum de la socie-
dad, todo antagonismo se reduce a una simple y pura diferencia (en el sentido saussureano del
término). [...]. Por el contrario, cuando la clausura demuestra ser una imposibilidad lógica —como
se ve en la deconstrucción—, resulta evidente que cualquier cierre es forzosamente contingente;
por tanto, siempre es parcial y está fundado en formas de exclusión (y, por tanto, de poder). A
partir de esta perspectiva se puede reconocer el carácter fundacional de lo político [...].» MOUFFE,
1993: 14 y 15.
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bien en qué sentido esto no la convierte en liberal. MOUFFE admite que su propuesta es cercana a
la del liberalismo pluralista, si bien objeta a este modelo el no ser suficientemente sensible a las
relaciones de poder que subyacen en cualquier articulación social o institucional.
113
MOUFFE, 2000: 45 y 46.
114
MOUFFE, 2000: 48 y 49.
115
El concepto de poder, para MOUFFE y LACLAU, no consiste en una relación externa entre
dos sujetos preexistentes, sino que constituye la propia identidad de dichos sujetos, aunque reco-
nozco que no soy capaz de comprender exactamente qué significa eso. Véanse LACLAU y MOUFFE,
1985; y MOUFFE, 2000: 99.
116
MOUFFE, 2000: 95.
117
MOUFFE, 2000: 100.
118
SHAPIRO, 1999 y WALZER, 1999. Véanse otras críticas directas en este sentido SIMON, 1999;
PRZEWORSKI 1998: 140; y MOUFFE, 1999: esp. cap. 4.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 74
de dos maneras distintas: como una tesis conceptual y como una tesis empí-
rica. Como tesis conceptual lo que sostiene es que los defensores de la
democracia deliberativa han malinterpretado el propio concepto de «polí-
tica», y por ello toda su propuesta está destinada al fracaso. Como tesis
empírica, en cambio, sostiene que es una cuestión de hecho que los seres
humanos persiguen sus propios intereses y al hacerlo entran en conflicto
con los demás, y que todo modelo político que descuide este hecho es
ingenuo, utópico y está condenado al fracaso porque va a ser imposible
de poner en práctica.
La tesis conceptual es la que sostienen los tres modelos alternativos a
la democracia deliberativa que acabamos de ver. En el caso de la demo-
cracia como mercado y la democracia pluralista, se niega de forma explí-
cita la existencia de algo que trascienda a las preferencias meramente
autointeresadas. En el caso de la democracia agonista, se afirma explíci-
tamente que «lo político» significa una relación de confrontación, con-
flicto y lucha por el poder y la dominación social. A pesar de que el len-
guaje utilizado por cada modelo es distinto, y aunque sus propuestas
sustantivas son también muy disímiles, su crítica a la democracia delibe-
rativa se apoya básicamente en la misma idea: no existe la objetividad (ni
la intersubjetividad, tal y como ha sido definida en el segundo apartado)
en materia de corrección sustantiva de las decisiones políticas, no hay nada
que conocer en este ámbito ni nada sobre lo que construir un consenso
sustantivo, de modo que la política consiste básicamente en la confronta-
ción entre los individuos y en una lucha por imponer sus preferencias mera-
mente autointeresadas sobre las de los demás.
Desde este punto de vista, nociones como las de «interés intersubje-
tivo», «interés público» o «bien común», necesarias para el modelo de la
democracia deliberativa, carecen de sentido, a menos que sean interpre-
tadas como una simple yuxtaposición contingente (una coincidencia
casual) de intereses egoístas o preferencias meramente autointeresadas 119.
La coincidencia, en el mejor de los casos, sólo puede ser casual, ya que
tampoco hay tal cosa como las razones públicas que fundamenten un con-
senso racional de otro tipo; y, en el peor de los casos, será una coinci-
dencia forzada por algún mecanismo de dominación ideológica que pre-
tende una dominación consentida 120. El problema es que negar la
posibilidad de una racionalidad sustantiva provoca el colapso de la idea
de legitimidad política tal y como habitualmente se entiende. Si lo afir-
119
Véanse, por ejemplo, desde los rudimentos del pluralismo democrático, BENTLEY, 1908:
122: «Nunca encontraremos un interés de grupo de la sociedad en su conjunto»; y TRUMAN, 1959:
51: «No necesitamos dar cuenta de un interés totalmente inclusivo, porque tal interés no existe».
120
Véanse MOUFFE, 1993: 11-25, y 2000: 101 y 102; LACLAU y MOUFFE, 1985: cap. 3; y
LACLAU, 1990: parte I.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 75
121
Nótese que no valdría decir que el sistema es legítimo si y sólo si sus ciudadanos creen
que lo es, porque aquí las creencias no tienen ningún espacio.
122
Sobre la idea de que el escepticismo de este tipo es contradictorio con la noción de legi-
timidad política, ESTLUND, 2000c: 113-117.
123
Una variante de la tesis conceptual de la política como conflicto y poder es la que pre-
senta el pluralismo ontológico (relativista) al sostener que no existe una única respuesta correcta
para las controversias políticas sobre las que debemos tomar decisiones, sino diversos valores plu-
rales no reducibles y no susceptibles de ser conciliados racionalmente. La posibilidad de alcan-
zar acuerdos racionales es entonces, incluso en condiciones ideales, un absurdo.
02-CAPITULO 02•V 29/9/06 13:10 Página 76
124
Algunos autores, como David GAUTHIER o Michael BAURMAN, han intentado una justifi-
cación de las reglas políticas básicas de cooperación social fundada únicamente en una apelación
al autointerés de todos los ciudadanos, con la pretensión de evitar las consecuencias devastadoras
del escepticismo. Véanse GAUTHIER, 1987 y BAURMAN, 1998. Un intento paralelo en SCHMIDTZ,
1995. No me detendré a examinar estas posiciones. Para una visión crítica, véanse ROEMER, 1986
y COLEMAN, 1988. También OVEJERO, 2002: caps. 1 y 2, esp. 137-141. Véase la nota 44 de este
capítulo.
125
Creo que ésta es la tesis que defienden SIMON y SHAPIRO en las obras antes citadas. SHA-
PIRO, por ejemplo, acusa a GUTMANN y THOMPSON de prestar poca atención «al grado en el que
los desacuerdos morales en política están conformados por las diferencias de interés y de poder»
(SHAPIRO, 1999: 29). WALZER confecciona una lista «no exhaustiva» de algunos elementos inhe-
rentemente políticos que no están reconocidos por el ideal de la deliberación, como la educación
política (entendida como adoctrinamiento), la organización (entendida como el mantenimiento de
disciplina y de liderazgo), la movilización política para la acción política a gran escala, el juego
de apariencias mediáticas de los partidos, la negociación, emprender campañas políticas (incluso
de manipulación), la presión política (lobbying), la corrupción, etc. (WALZER, 1999: 59-66).
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 77
CAPÍTULO III
LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES
DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA
ratura deliberativista. Y esto por dos razones. En primer lugar, pocos auto-
res han afrontado la tarea de describir de manera completa el modelo de
la democracia deliberativa, e incluso los que sí lo han hecho frecuente-
mente han olvidado algunas de las cuestiones más importantes. Y en
segundo lugar, la disparidad de criterios y tesis defendidas sobre los aspec-
tos que sí se han pronunciado hace difícil presentar un modelo unívoco
si no es a través de este trabajo reconstructivo. Para que la reconstruc-
ción tuviera éxito me he visto obligado a olvidar voluntariamente algu-
nas de las controversias internas, así como todas aquellas tesis que no
hayan ocupado un lugar central en el seno de la literatura. No es tan
importante que algún autor quede fuera de la imagen que voy a presen-
tar, como que el resultado final permita identificar un modelo coherente
y claro en el que puedan verse reflejados la mayoría de los defensores
del modelo.
1
Véase HABERMAS, 1981: esp. vol. 1, 33-4, y 1990.
2
Algo así como el principio latino «quid omnes tangit» del Código de Justiniano. Véanse,
en este sentido, COHEN y SABEL, 1997: 332 y 333; MANSBRIDGE, 1992: 36; BENHABIB, 1994: 31;
BOHMAN, 1998: 400; ELSTER, 1998a: 8; SAWARD, 1998: 125 y 126; y DRYZEK, 2000a y 2001: 651.
3
Véanse, por ejemplo, MANIN, 1987: 352; COHEN, 1989a: 23, 1996: 417, y 1998: 203; DRYZEK,
1990, 1996b, y 2000a; BENHABIB, 1994: 31; BOHMAN, 1996: 7 y 9, y 1998: 400 y 408-410; NINO,
1996: 144 y 180-186; ELSTER, 1998a: 8; y GOODIN, 2003: 194-196. Véase la nota 55 del capítulo
I y el texto que la acompaña.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 79
4
MANIN, 1987: 358. Así, en un sistema descentralizado como el nuestro, los ciudadanos ten-
drán derecho a participar en la toma de decisiones de cada una de las administraciones del terri-
torio en el que residen, según el ámbito de competencia de éstas. Cuando no está en juego una
administración pública, sino una institución o agencia pública concreta, los sujetos que tienen
derecho a participar en el proceso deliberativo son sólo los ciudadanos directamente afectados por
dicha decisión (BOHMAN, 1996: 187-191). Las decisiones públicas relativas a la gestión de un
Centro de Atención Primaria particular deberían poder ser discutidas con los usuarios de dicho
Centro de Atención Primaria. Cada uno de estos ámbitos de decisión son distintos «contextos deli-
berativos» que se articulan de forma compleja y entrecruzada (BOHMAN, 1996: cap. 4).
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 80
5
Sobre la noción de derechos políticos, y su relación con otras categorías de derechos fun-
damentales, véase el clásico trabajo de MARSHALL, 1950. Mi respuesta presupone que de algún
modo contamos con un criterio de atribución de derechos políticos que es prepolítico en el sen-
tido de que no es susceptible de ser deliberado democráticamente como lo son el resto de mate-
rias ya que, por definición, para esta primera atribución de derechos políticos no contamos con
ningún criterio acerca de quién puede ser participante en la misma. Ya he mencionado antes el
riesgo de circularidad, pero se trata del mismo tipo de problemas que afectan a la democracia en
general respecto a la identificación del demos. No es que ello convierta en menos problemática la
circularidad, pero al menos hace que no podamos objetar a la democracia deliberativa el no resol-
ver mejor este problema.
6
Vincular el derecho de participación en los procesos deliberativos con la ciudadanía implica
excluir tanto a las generaciones futuras como a los extranjeros, incluidos los residentes en ese país,
de dicha participación. La primera exclusión no me parece objetable. Una cosa es afirmar que los
intereses de las generaciones futuras deben ser tenidos en cuenta en el proceso deliberativo (DRYZEK,
2000a), y otra cosa muy distinta, y bastante absurda, es decir que las generaciones futuras tienen
el derecho a participar actualmente en dicho proceso. Con respecto a los extranjeros, también hay
buenas razones para afirmar que sus intereses deben ser tenidos en cuenta en la deliberación, pero
¿debemos reconocerles el derecho a participar en la misma, al menos a los residentes en nuestro
país? En mi opinión, una residencia continuada en un territorio es en general una buena razón para
reconocer a un individuo un derecho de participación política en las decisiones públicas de ese
territorio, aunque creo que lo que debemos reconocerle, antes que nada, es la ciudadanía, desvin-
culándola de la nacionalidad, puesto que ser ciudadano significa precisamente, como decía antes,
tener el derecho a participar en los asuntos políticos del país.
7
Véanse los apartados 3 y 4 del capítulo VII para la distinción entre la deliberación institu-
cional y la no institucional, y sobre todo para la noción de esfera pública relevante para el modelo.
8
Dichos procesos son institucionales en este doble sentido: 1) están reglamentados y 2) están
vinculados a los poderes del Estado en un proceso de toma de decisiones públicas que se plasman
en una norma jurídica. Pero no me interesa tanto el primer sentido, puesto que algunas delibera-
ciones que se producen en la sociedad civil pueden estar también internamente reglamentadas,
como el segundo, que tomaré entonces como rasgo definitorio. En el siguiente apartado definiré
precisamente la noción de decisión pública.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 81
9
Por supuesto que una norma jurídica puede establecer el deber de no discriminar a nadie
en el acceso a determinados contextos deliberativos de los mencionados. Pero esto no nos permite
todavía encontrar una respuesta institucional a la pregunta relativa a los sujetos de la deliberación,
más allá de ciertos límites.
10
Ni siquiera en las versiones más participativas (más propensas a abrir la deliberación polí-
tica a la participación directa de la ciudadanía) se ha propuesto eliminar las estructuras políticas
representativas e implementar algo así como una democracia deliberativa directa.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 82
15
Asumo aquí que la discrecionalidad en las decisiones públicas es una cuestión gradual.
Por lo tanto, la diferencia entre decisiones políticas y decisiones «de aplicación» también lo será.
En la mayoría de tales decisiones existe alguna norma superior que impone límites a la capacidad
decisoria, y esos límites pueden restringir la discrecionalidad de forma más o menos fuerte. Tam-
bién estoy asumiendo una idea que sin duda es controvertida, la de que la mayoría de las deci-
siones judiciales entrañan poca discrecionalidad. No es mi intención entrar ahora en este debate.
Aunque como admito que incluso en las decisiones «de aplicación», al implicar éstas una tarea
interpretativa, al menos de la norma que va a ser aplicada, existe siempre alguna discrecionalidad,
establezco que para que la decisión sea considerada como política debe haber, como he dicho, «un
cierto grado» de discrecionalidad. El criterio es evidentemente poco preciso, pero es suficiente
para mis fines en este libro.
16
Supongamos un ejemplo extremo. Un administrativo de una universidad pública debe resol-
ver un recurso presentado por un estudiante que solicita matricularse simultáneamente en dos
carreras. Si existe una norma clara aplicable al caso, sea prohibitiva o permisiva, el administra-
tivo tiene el deber de resolver el recurso en atención a la norma, y se tratará de un caso de los lla-
mados «de aplicación». Esta decisión no es política. Pero si, en cambio, no existe una legislación
clara aplicable al caso, y si ningún superior le ordena nada, el funcionario tendrá una cierta dis-
crecionalidad a la hora de resolver el recurso. La resolución del recurso es una norma jurídica
individual, pero al dictarla, el administrativo necesita presuponer cuál es la política de la univer-
sidad en materia de doble matriculación. No importa ahora si esta política de la universidad esta-
blecida por el administrativo en la resolución de este recurso concreto sigue siendo aplicada en el
futuro o no. El hecho es que él debe presuponer conceptualmente que se trata de una política gene-
ral. De otra forma, la decisión no sería discrecional sino arbitraria. Por esta razón, incluso una
decisión tan particular como ésta merece ser calificada como política.
17
Por supuesto que una decisión «de aplicación» también puede ser colectiva y, por lo tanto,
puede ser deliberada. Es más, podemos tener buenas razones para que lo sean, pero se trata de
casos ajenos al objeto de interés de la democracia, y por derivación, de la democracia delibera-
tiva. Que varios jueces deliberen antes de tomar una decisión judicial «de aplicación» no es algo
que tenga relevancia política y por tanto democrática. Adviértase, por otra parte, que la noción de
decisión política es todavía bastante general: la decisión de una asamblea constituyente de esta-
blecer una constitución concreta, la decisión de una cámara legislativa de establecer una ley con-
creta, y todas las decisiones tomadas con una cierta discrecionalidad por funcionarios públicos
que establecen una norma jurídica, son casos de decisiones públicas políticas.
18
Véase ELSTER, 1998a: 7 y 8, y 1998b: 100. También RICHARDSON, 1997: 360.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 84
19
Es importante distinguir entre la razonabilidad de una creencia y su racionalidad. Mien-
tras que la segunda se entiende generalmente como formal, la primera es establecer criterios de
validez sustantivos. Volveré sobre este punto en el apartado 3.2 de este capítulo.
20
Véanse COHEN, 1989a, 1996 y 1998: 194; BOHMAN, 1996: 5, y 1998: 402; GAUS, 1996:
121; y COHEN y SABEL, 1997: 329.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 85
21
Entre los más importantes, RAWLS, 1993: 227-230; y GUTMANN y THOMPSON, 1996 y 2004.
22
El que más claramente ha establecido este punto es HABERMAS, 1981: 15-96. Véanse tam-
bién BARBER, 1984: 136; COHEN, 1989a: 21-24, y 1989b: 31; ACKERMAN, 1989; BENHABIB, 1990,
1994: 31, y 1996; SUNSTEIN, 1993a: 23; BOHMAN, 1996: 238; MICHELMAN, 1997: 151; y FEARON,
1998: 56-59.
23
A menudo se habla de la función expresiva de la democracia, de la fuerza de comunica-
ción y afirmación que se canaliza a través de una resolución democráticamente aceptada. Una
parte de esta función expresiva concierne típicamente a cuestiones colectivas en las que los gustos
juegan un papel importante. Por ejemplo, la ciudadanía puede querer adoptar una nueva bandera
o un nuevo himno. Estas decisiones resultan, en principio, irrelevantes desde el punto de vista
moral, pero deben tener cabida sin embargo en la democracia, porque asignamos un valor de auto-
afirmación y expresividad a la voluntad popular a la hora de tomar este tipo de decisiones. No
obstante, en este tipo de casos, y por razones conceptuales, no hay espacio para la deliberación.
24
Para una noción liberal de lo político en este sentido, véase RAWLS, 1993: 11-15 y cap. V.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 86
también tienen lugar, sin duda alguna, decisiones políticas. Ocurre lo mismo
con la creación y el funcionamiento de la Administración Pública o más
directamente con la cesión de competencia a los bancos centrales. Lo más
importante es que en todos estos casos es el poder democrático constitu-
yente el que autorrestringe sus competencias y cabe pensar que puede en
cualquier momento recuperarlas. Algunas materias quedarían entonces
excluidas de la deliberación democrática ordinaria, pero no de la consti-
tucional.
Y esta conclusión nos pone en camino del verdadero punto de con-
troversia interna del modelo que indiqué al inicio de esta sección. Se puede
pensar que las restricciones derivan de que algunos temas deben ser sus-
traídos a la democracia y reservados al ámbito constitucional. Pero para
que esto sea así debemos presuponer que la constitución no puede ser a
su vez democrática. Si decimos, como la mayoría de los defensores del
constitucionalismo, que la constitución para ser legítima debe ser adop-
tada democráticamente, y no aportamos ninguna razón supletoria que jus-
tifique que esta adopción democrática no puede ser deliberada (una exclu-
sión de tipo c), entonces lo único que estamos sosteniendo de nuevo es
que hay determinados temas que deben ser excluidos de la política demo-
crática ordinaria, pero no de la constitucional (y por tanto tampoco de la
democrática). Aunque ésta es precisamente la tesis que separa a los deli-
berativistas, se trata de una cuestión de diseño institucional, que exami-
naré en el capítulo VII, y no de un problema de concepción del modelo
ideal de democracia deliberativa.
Por último quedan las exclusiones de tipo c), que pretenden dejar fuera
de la deliberación determinadas materias que sin embargo son objeto de
decisión democrática. Se trataría de casos en los que la decisión demo-
crática se canaliza a través de un proceso de negociación o de voto, en
lugar de recurrir a una deliberación. Ahora, la única razón que se me ocurre
que un defensor del modelo podría esgrimir para preferir la negociación
o el voto a la deliberación es la del coste, y siempre limitada a unos pocos
casos. Se podría en efecto admitir que en determinadas circunstancias,
teniendo en cuenta que la deliberación democrática suele ser más costosa
en términos de tiempo, esfuerzos requeridos, e incluso en recursos eco-
nómicos necesarios, las decisiones se tomen mediante una negociación o
directamente en una votación 25. Pero estas concesiones a la negociación
y al voto, basadas en criterios de eficiencia, no pueden ser más que parti-
culares y limitadas a circunstancias concretas, porque en caso contrario
estaríamos sacrificando el ideal deliberativo frente a alguna de sus alter-
25
Analizaré la cuestión del coste de la deliberación, y cómo afecta particularmente a la idea
de una república deliberativa, en el apartado 3 del capítulo VI.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 88
26
Una distinción parecida, aunque menos desarrollada, es la que hace Robert DAHL entre los
derechos o bienes que forman parte misma del proceso democrático y los derechos o bienes exter-
nos al proceso pero necesarios para éste (DAHL, 1989: 201).
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 89
27
Parte de la confusión deriva del hecho de que, si bien la distinción es conceptualmente
clara, no siempre es sencillo determinar en un caso concreto cuándo nos referimos a un principio
estructural o a una precondición. Esto sucede porque en ambos casos, en ausencia de un PE o en
ausencia de una PC, «no hay deliberación». Ahora bien, lo que hace que una situación pueda ser
caracterizada como deliberación es el cumplimiento de los principios estructurales (o como vere-
mos, su cumplimiento en un grado suficiente). La ausencia de una precondición también impide
que se produzca la deliberación, pero únicamente de modo indirecto, porque genera el incumpli-
miento del principio del que ella es condición necesaria.
28
Sobre la noción de reglas constitutivas, véanse RAWLS, 1955; y SEARLE, 1995: 45-47. Refi-
riéndose concretamente a los modelos ideales, véase von WRITGH, 1963: 34.
29
Asumamos, por simplicidad del argumento, que los dos jugadores deben ser seres huma-
nos, excluyendo los casos en los que juega un ser humano contra una máquina o dos máquinas
entre sí.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 90
sitamos un criterio para determinar cuándo una situación real cumple con
los principios estructurales del proceso deliberativo en un grado suficiente.
En este sentido, la analogía con las reglas constitutivas de los juegos no
es perfecta, puesto que no decimos que jugamos al ajedrez a menos que
hayamos cumplido absolutamente con los principios del juego. Mientras
que no tiene sentido afirmar que hay juegos que son más ajedrez que otros,
sí lo tiene afirmar que hay procesos más deliberativos que otros 30.
30
Tendría sentido decir lo mismo respecto al ajedrez en un sentido elíptico. Podría quererse
decir que hay juegos más parecidos al ajedrez que otros, aunque ninguno sea auténtico ajedrez.
Pero nótese que este no es el caso cuando nos referimos a ideales regulativos. No decimos que
hay procesos de toma de decisiones que son más parecidos al ideal regulativo que otro. Lo que
decimos es que hay procesos deliberativos y procesos no deliberativos. Y entre los primeros, hay
algunos que se acercan más al ideal que otros, y están por lo tanto más justificados, pero siguen
siendo todos deliberativos.
31
Véase SUNSTEIN, 1993a: 162.
32
Véanse MANIN, 1987: 352 y 353; COHEN, 1989a: 21; MICHELMAN, 1989: 293; CHRISTIANO,
1996a: 53-55; GUTMANN y THOMPSON, 1996 y 2004; COHEN y SABEL, 1997: 320 y 321; KNIGHT y
JOHNSON, 1997: 285; JOHNSON, 1998: 161; y GOODIN, 2000: 54.
33
MANIN, 1987: 352 y 353.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 91
34
Véase el apartado 1.1 del capítulo II.
35
SUNSTEIN, 1986a: 896; y MANIN, 1987: 345, 349 y 350.
36
Véanse HABERMAS, 1981; ELSTER, 1983a: 53-65, 1995, y 1998a; MANSBRIDGE, 1983: 8-10;
MICHELMAN, 1986: 4 y 40; MANIN, 1987: 349 y 350; COHEN, 1989a: 22 y 1989b: 32-34; FRASER,
1992: 128-132; GUTMANN y THOMPSON, 1996 y 2004; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 286-288; GOODIN,
2000: 58; y YOUNG, 2001: 103.
37
Véanse MANSBRIDGE, 1983: 3 y 31-33, y 1992: 36; COHEN, 1989a: 23; SUNSTEIN, 1988:
158-160, y 1993a: 137; GAUS, 1996: 230, y 1997a; ESTLUND, 1997; y BOHMAN, 1998: 400. Véase
el apartado 3 del capítulo I para la discusión interna entre los propios defensores de la democra-
cia deliberativa sobre este punto.
38
Véanse MANIN, 1987: 359; MILLER, 1992: 183; KNIGHT y JOHNSON, 1994: 286 y 287; GUT-
MANN y THOMPSON, 1996: 52-94; BOHMAN, 1998: 413; WALDRON, 1999a: 91-93, y 1999c; GOODIN,
2003: 1; y BESSON, 2003.
39
Véanse PITKIN, 1981: 344; SUNSTEIN, 1988: 150 y 151; COHEN, 1989a: 17, 19, 21 y 22, y
1998: 198-201; MILLER, 1992: 184; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 4, 2000: 161, y 2004; BOHMAN,
1996: 5, y 1998: 402; CHRISTIANO, 1997: 243; y YOUNG, 2001: 103. La demostración empírica de
que la participación misma puede generar este tipo de motivaciones, en FISHKIN, 1991, 1995 y
1999; PETTIT, 2003: 157; y FUNG, 2004.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 92
40
Véanse MANIN, 1987: 358 y 359; SUNSTEIN, 1988: 151, y 1993a: 24 y 25; COHEN, 1989a:
17, 21 y 22; ESTLUND, 1993a: 1437; GARGARELLA, 1995: 139 y siguientes, y 1998a; BOHMAN,
1996: 37-47; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 4, y 2004; NINO, 1996: 160-170 y 178-180; JOHNSON,
1998: 174; YOUNG, 2001: 103; y PETTIT, 2003: 157.
41
Véanse BOHMAN, 1996: 27, 1997a y 1998: 402; y GUTMANN y THOMPSON, 1996: cap. 2,
2003: 31, y 2004: cap. 3. La reciprocidad se basa en la premisa de que los ciudadanos se deben,
los unos a los otros, justificaciones por las instituciones, leyes y políticas públicas que les vincu-
lan colectivamente. Y entraña el objetivo de buscar un acuerdo basado en principios que puedan
ser justificados ante quienes comparten el mismo objetivo de alcanzar un acuerdo razonable.
42
Véanse MANIN, 1987: 353; BENHABIB, 1994: 31; COHEN, 1998: 186; y GOODIN, 2000: 54.
43
Véanse HABERMAS, 1981; MANIN, 1987: 353; NINO, 1996: 142 y 143 y 154-166.
44
Véanse MANIN, 1987: 352; y especialmente GOODIN, 2000 y 2003.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 93
dicho principio, todos los potencialmente afectados por una decisión deben
tener la capacidad de participar en el proceso deliberativo que se enca-
mina a tomar dicha decisión. Ya me he referido al carácter fuertemente
inclusivo de la democracia deliberativa en el primer apartado de este capí-
tulo, de modo que remito a lo que allí he explicado.
45
Recordemos que, por ejemplo, la fuerza civilizadora de la hipocresía que nos servía para
mitigar el abuso estratégico de la argumentación es un efecto de la publicidad como principio del
proceso deliberativo. Véase ELSTER, 1998b: 111. Véase el apartado 1.2 del capítulo II.
46
Véanse GUTMANN y THOMPSON, 1996: 95, y 2004; y ELSTER, 1998b: 107-116.
47
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 100 y 101.
48
Véanse GUTMANN y THOMPSON, 1996: cap. 4; BOHMAN, 1996: 55; y OVEJERO, 2002:
178-191.
49
Véanse HABERMAS, 1981; COHEN, 1989a: 21-24; BENHABIB, 1994: 31, y 1996; SUNSTEIN,
1993a: 23; BOHMAN, 1996: 238; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1, 26 y 52-94, y 2004: cap. 3;
MICHELMAN, 1997: 151; FEARON, 1998: 56-59; y PETTIT, 2003: 139 y 140.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 94
nada en el modelo ideal que obligue a preferir de manera general una forma
concreta frente a las demás. El segundo sentido, más profundo, en el que
el procedimiento debe ser abierto tiene que ver con su naturaleza auto-
referente, es decir que el procedimiento sirve también para reflexionar
sobre la adecuación y los límites del propio proceso, para cuestionar la
legitimidad que pretende, para impugnar alguno de los principios estruc-
turales, etc. 50.
50
En especial, HABERMAS, 1981: 15-96. Igual que sucede con la noción más general de razón
en filosofía, la única forma de resolver una controversia acerca de cualquiera de estos puntos es
recurriendo a algún tipo de procedimiento deliberativo. Volveré sobre el análisis de este principio
en el tercer apartado del capítulo IV.
51
Véanse COHEN, 1989a: 21, y 1989b: 31; BENHABIB, 1994: 31; GUTMANN y THOMPSON, 1996:
1, 26 y 51-94, y 2004: cap. 3; BOHMAN, 1996: 47-66, y 1998: 407; MICHELMAN, 1997: 151; y
FEARON, 1998: 56-59. También volveré sobre este principio en el apartado 3 del capítulo IV.
52
Esto no implica, como puede parecer, una concesión al particularismo. Una decisión puede
dejar de ser correcta cuando entran nuevos intereses relevantes, sin que por ello se modifiquen los
principios normativos más generales y universales en los que se subsume el juicio de corrección
de dicha decisión.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 95
debe ser libre la propia participación (los ciudadanos deben tener la liber-
tad de proponer los argumentos que quieran y de aceptar libremente los
argumentos ofrecidos por los otros), y debe ser libre su participación en
la decisión (debe ser libre su voto) 53. La transformación de preferencias
sólo puede producirse de forma razonada, y por lo tanto libre, excluyén-
dose las coacciones, amenazas y otro tipo de limitaciones de la libertad,
si bien los participantes se comprometen a aceptar la legitimidad de los
resultados del procedimiento 54.
53
Véanse MANIN, 1987: 352; COHEN, 1989a: 22, 1989b: 32 y 1998: 192-233; BENHABIB,
1994: 26; FLEMING, 1995; BOHMAN, 1996: 238, y 2004; NINO, 1996: 180; KNIGHT y JOHNSON,
1997: 285 y 286; ELSTER, 1998a: 1; y YOUNG, 2001: 104. Por otra parte, no puede haber libertad
en la decisión si no existen diversas alternativas plausibles (MANIN, 1987: 357).
54
COHEN, 1989a: 21.
55
Existe ya una considerable literatura sobre la igualdad (no sólo formal sino también sus-
tantiva) en la democracia deliberativa. Véanse principalmente COHEN, 1989a: 18, 22 y 23, y 1989b;
BOHMAN, 1996: cap. 3, y 1997a; CHRISTIANO, 1996b; BRIGHOUSE, 1996; GUTMANN y THOMPSON,
1996, cap. 9, y 2004, 102-110; KNIGHT y JOHNSON, 1997; y RICHARDSON, 2002: cap. 6.
56
Véase KNIGHT y JOHNSON, 1997. En el mismo sentido, COHEN y ROGERS, 1983: cap. 3 y
1992: 42 y siguientes; COHEN, 1989a: 18, 22 y 23, y 1989b; BEITZ, 1989; FISHKIN, 191: 56-63;
SUNSTEIN, 1994; BOHMAN, 1996: cap. 3 y 1997a; CHRISTIANO, 1996a: 47-104 y 265-298; GAUS,
1996: 246-257; SAWARD, 1998: 21-46; y WARREN, 2002: 693-698.
57
Véanse COHEN, 1989a: 18, 22 y 23; y KNIGHT y JOHNSON, 1997: 282-292;
58
Véanse COHEN, 1989a: 21 y 1989b; BENHABIB, 1994: 31; KNIGHT y JOHNSON, 1997; y
RICHARDSON, 2002: cap. 6.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 96
59
Véanse MANIN, 1987: 360; COHEN, 1989a: 22; ELSTER, 1995 y 1998a; BOHMAN, 1996: 27;
GUTMANN y THOMPSON, 2000: 161; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 288; GOODIN, 2003: 194-225; YOUNG,
2001: 103; y FISHKIN y LASLETT, 2003: 2.
60
Esta confusión lleva a KNIGHT y JOHNSON a analizar, y criticar, cualquier concepción que,
como la de RAWLS, pretenda imponer barreras de entrada a algunos argumentos sometiendo a con-
sideración sólo aquellos que demuestran ser «razonables». Véase KNIGHT y JOHNSON, 1997: 284-
287. El criterio de admisibilidad o razonabilidad de un argumento, en el caso de la democracia
deliberativa y a diferencia de teorías más sustantivistas como la del propio RAWLS, es interno al
procedimiento. Volveré sobre este punto en el apartado 3.2.
61
Es más, en este caso particular algunas de las precondiciones mantienen relaciones cru-
zadas con los dos principios estructurales. Es decir, algunas precondiciones de la igualdad son
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 97
62
Los intereses egoístas, en cambio, derivan de preferencias autointeresadas, y éstas de moti-
vaciones meramente autointeresadas, las que sólo tienen en cuenta consideraciones de conveniencia
individual.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 99
63
El concepto de racionalidad es extremadamente complejo, y no voy a analizarlo aquí como
se merece. Pero es importante advertir que la racionalidad que en este contexto es relevante no es
la mera racionalidad instrumental o técnica, esto es, la que proporciona criterios de adecuación
de medios a fines, aunque ésta ocupe un lugar importantísimo también en la toma de decisiones
políticas y en la justificación de propuestas políticas concretas. Sobre la racionalidad en general,
con una perspectiva adecuada a mis intereses en este punto, véanse TOULMIN, 1958, 1986 y 2003;
NOZICK, 1993; y RESCHER, 1997. Para análisis más cercanos a la democracia deliberativa, véanse
RICHARDSON, 1994; GAUS, 1996; y D’AGOSTINO, 1997.
64
Una respuesta posible sería decir que se trata de variantes de argumentos nomológico-
deductivos. Argumentos del tipo: «el fin x es correcto o está justificado, se deriva de un fin supe-
rior», como variante de «debemos (o podemos) adoptar el fin x, porque hay una norma superior
N que nos obliga a (o permite) adoptarlo». Y no hay duda de que parte de la deliberación acerca
de los fines utiliza este tipo de argumentos. Pero no pueden ser los únicos que utilicemos porque,
de ser así, el razonamiento acerca de los fines nos llevaría o bien a un regreso al infinito o bien a
la identificación de fines últimos no justificables.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 100
70
Así, RAWLS menciona la complejidad y conflictividad de las pruebas científicas relevan-
tes para el caso, la indeterminación de nuestros conceptos, la forma en que influyen nuestras expe-
riencias en la forma en que valoramos las pruebas y los valores morales y políticos, etc. (RAWLS,
1993: 55 y 56).
71
RAWLS, 1993: 59. Según RAWLS una doctrina comprensiva ofrece una concepción com-
pleta de las guías de la conducta humana individual y de las relaciones interpersonales, de la orga-
nización de la sociedad y del derecho internacional, como es el caso del utilitarismo (RAWLS, 1993:
13). Así, RAWLS distingue las doctrinas comprensivas de las concepciones políticas, que «inten-
tan elaborar una concepción razonable únicamente de la estructura básica y no implican, en la
medida de lo posible, otros compromisos más amplios con ninguna otra doctrina». Las doctrinas
comprensivas razonables son las que pueden ser defendidas por personas razonables.
72
Consecuencias como la del deber de respetar a las demás personas razonables que defien-
den otras doctrinas comprensivas razonables, del que se deriva, a su vez, aceptar alguna forma de
libertad de conciencia y libertad de pensamiento.
73
RAWLS, 1993: 62. Sobre la noción de posición original, véase RAWLS, 1971: 15-19 y
47-168.
74
RAWLS, 1993: 65 y 66, y 133-172.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 102
75
Basta con pensar el siguiente caso. Una teoría rival de la justicia como la de Robert NOZICK,
a pesar de ser poderosa argumentativamente, no podría ser parte de una doctrina comprensiva razo-
nable al no aceptar la misma interpretación del primer principio de la justicia de RAWLS, ni nin-
guna de las formulaciones admisibles del segundo. Esto es, si NOZICK tratara de argumentar en
favor de una determinada propuesta política a partir de su propia teoría, según RAWLS no estaría
basándose en razones públicas y debería quedar excluido.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 103
76
SCANLON, 1998. Ante el problema de definir en qué consiste el razonamiento moral, SCAN-
LON también presenta, como RAWLS, una estrategia hipotética. El recurso hipotético de hecho es
característico de las concepciones que SCANLON denomina «contractualistas», entre las que se
encuentran las de RAWLS o de Thomas NAGEL (SCANLON, 1998: 5 y 189-247).
77
SCANLON, 1998: 22-33.
78
SCANLON, 1998: 18.
79
SCANLON, 1998: 19.
80
SCANLON, 1998: 412.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 104
nes para querer depende de las condiciones en las que están situadas, y
estas condiciones incluyen lo que la mayoría de las personas a su alrede-
dor quiere, cree y espera» 81. De esta forma tienen entrada las «prácticas
establecidas» en cada comunidad que pueden hacer variar el contenido de
lo correcto y lo incorrecto, de manera que dicho contenido sea diferente
en cada comunidad. De este modo, SCANLON mantiene una formulación
hipotética de la noción de razonamiento moral que garantiza su universa-
lismo, pero desde una mayor sensibilidad hacia la diferencia de condicio-
nes y circunstancias «reales» que permiten una noción más abierta de
corrección (o de razón).
En segundo lugar, SCANLON intenta romper la circularidad en la que
cae RAWLS no haciendo depender las ideas de razón y razonabilidad de la
formulación hipotética misma. Aquí SCANLON se muestra tajante:
«Consideraré la idea de razón como primitiva. Me parece que cualquier
intento de explicar qué es ser una razón para algo nos obliga a retroceder a
la misma idea: una razón para algo es una consideración que cuenta a su favor.
Ante la pregunta que podría plantearse: “¿Cómo cuenta a favor?”, la única
respuesta parece ser: “Al suministrar una razón para ello”. De manera que
doy por supuesta la idea de una razón, y supongo también que mis lectores
son racionales en el sentido mismo, pero fundamental, que explico a conti-
nuación» 82.
81
SCANLON, 1998: 426.
82
Ésta es la frase con la que abre el primer capítulo del libro (SCANLON, 1998: 33).
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 105
83
HABERMAS, 1981: vol. 1, 43-59 y 351-432. Una concepción basada en esta idea de HABER-
MAS, en ELSTER, 1999: 407-411.
84
HABERMAS, 1981: vol. 1, 424-430.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 106
85
HABERMAS, 1981: vol. 1, 37. Esta concepción de la argumentación se basa en la teoría de
TOULMIN. Véase TOULMIN, 1958.
86
HABERMAS, 1981: vol. 1, 43.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 107
mentos que originan poseen una validez universal, esto es, no sujeta a las
peculiaridades aleatorias de una cultura o de una sociedad (o grupo) deter-
minada 87. La validez de un acto de habla regulativo (de un argumento
normativo) depende entonces de su aceptación por parte del resto de par-
ticipantes en la comunidad de diálogo, siempre que dicha aceptación esté
condicionada únicamente por las reglas universales del discurso práctico.
De esta forma HABERMAS elude la necesidad de predeterminar un crite-
rio sustantivo de definición de lo que cuenta como razón, o de la fuerza
de un argumento. Es cierto que, una vez situados en un discurso práctico
real, el criterio no puede ser sino sustantivo, por cuanto se refiere a un
tipo de lógica no formal. Pero el contenido sustantivo de dicho criterio
se define implícitamente por los participantes del discurso práctico, y en
todo caso está siempre abierto a la revisión y el cambio. Por ello, la noción
de HABERMAS de la racionalidad es únicamente procedimental. Es el pro-
cedimiento de la situación de diálogo el que permite definir el criterio de
definición.
En definitiva, la estrategia de HABERMAS no predetermina un criterio
sustantivo de exclusión del debate político, como en el caso de RAWLS y
SCANLON, sino que deja que el debate genere su propio criterio de acep-
tabilidad de los argumentos. Cualquier posición puede ser desafiada en el
diálogo político, cualquier posición puede ser defendida. Y es el procedi-
miento el que se encarga de seleccionar los buenos argumentos de los
malos, así como de definir qué intereses cuentan como intersubjetivos y
qué intereses son considerados inadmisibles 88. Evita también el riesgo de
circularidad, tal y como antes ha sido presentado. Pero no queda claro que,
como él mismo pretende, su concepción eluda el riesgo del relativismo.
En lo relativo a la propia concepción procedimental de racionalidad, ésta
mantiene su vigencia universal, en cuanto sólo reconstruye las reglas uni-
versales de toda acción comunicativa humana. Pero los criterios de admi-
sibilidad de un argumento, y los criterios que definen la razonabilidad de
una propuesta, quedan definidos en la práctica por contextos reales de dis-
curso. Aun cuando supongamos que idealmente dichos criterios conver-
gerían, lo cierto es que en condiciones ideales podemos presuponer que
no lo harán. El propio HABERMAS admite que las condiciones de validez
de un acto de habla (las condiciones de la verdad o de la rectitud) son rela-
tivas a un «mundo de la vida» determinado, esto es, a un contexto o tras-
fondo cultural de una precomprensión ya jugada. El saber de trasfondo
permanece como un todo no problemático; sólo la parte del acervo del
87
HABERMAS, 1981: vol. 1, 33-43 y 122-138.
88
Así lo han considerado la mayoría de los defensores de la democracia deliberativa. Véanse
KNIGHT y JOHNSON, 1997: 313, nota 31; y JOHNSON, 1998. También BENHABIB, 1994: 37, y 47-53;
COHEN, 1996: 102; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 65; y PETTIT, 2003: 157.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 108
89
HABERMAS 1981: vol. 1, 147-153.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 109
90
La noción de condición necesaria utilizada aquí, más cercana a la de causa-efecto que a
la noción estrictamente lógica, permite trazar cadenas de condiciones ad infinitum. Se puede afir-
mar entonces que, en algún sentido, existen infinitas precondiciones del proceso deliberativo. Para
salvar este problema necesitamos en consecuencia un criterio de relevancia entre las precondi-
ciones.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 110
91
Véase la argumentación completa en el apartado 3 del capítulo I.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 111
92
Sobre este punto, véase por ejemplo ELSTER, 1983a: cap. 3; y SUNSTEIN, 1991. La mejor
forma de entender esta noción de libertad es desde el prisma republicano, como ha mostrado Philip
PETTIT con su teoría de la libertad como no dominación. Véase PETTIT, 1997: 40-51, y 2001.
93
COHEN y ROGERS, 1983: 157 y 158. Este es uno de los motivos por los que COHEN consi-
dera que la democracia deliberativa se basa en una concepción económica socialista; véase COHEN,
1989b.
94
Como afirma COHEN, «los participantes son sustantivamente iguales cuando la distribu-
ción existente de poder y recursos no conforma sus opciones de contribuir en cualquier estadio
del proceso deliberativo, ni juega un papel autoritativo en la deliberación» (COHEN, 1989b: 33). Y
también KNIGHT y JOHNSON, 1997: 396 y 397. En la misma línea, véase COHEN y ROGERS, 1983:
cap. 3, y 1992: 42 y siguientes; BEITZ, 1989; FISHKIN, 1991: 56-63; SUNSTEIN, 1994; BOHMAN,
1996: cap. 3. y 1997a; CHRISTIANO. 1996a: 47-104 y 265-298; BRIGHOUSE, 1996; GUTMANN y
THOMPSON, 1996: cap. 8, y 2004: 102-110; GAUS, 1996: 246-257; SAWARD, 1998: 21-46; y WARREN,
2002: 693-698.
95
KNIGHT y JOHNSON, 1997: 295 y 296. KNIGHT y JOHNSON agregan también la igualdad en
los resultados, pero descartan más tarde este tercer tipo con relación a la democracia deliberativa,
ya que según este modelo los resultados dependen de la fuerza de los argumentos presentados, así
que, por ejemplo, sería posible idealmente que el argumento presentado por una mayoría fuera el
que finalmente se adopta, siempre que una mayoría final lo considere el más convincente.
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96
Pensemos en una sociedad de tres personas en la que una de ellas poseyera 1.000 unida-
des de riqueza y las otras dos poseyeran sólo 1 unidad cada una. En sociedades tan desigualita-
rias en el poder y los recursos económicos, en primer lugar los integrantes mejor situados, los más
poderosos, tendrían muchos incentivos para ceder a sus intereses egoístas e imponer sus propias
preferencias y, en segundo lugar, aun cuando pudiéramos garantizar las motivaciones imparciales,
sería muy difícil que todos participaran en los procedimientos de toma de decisiones en condi-
ciones de igualdad. Así lo admite, por ejemplo, RAWLS, 1993: 356-362. Para un enfoque de las
condiciones de igualdad de la democracia deliberativa basada específicamente en los recursos,
véanse COHEN, 1989b; CHRISTIANO, 1996a; y GUTMANN y THOMPSON, 1996: cap. 8.
97
Véanse KNIGHT y JOHNSON, 1997: 298; y SUNSTEIN, 1991.
98
Véanse KNIGHT y JOHNSON, 1997: 298 y 299; y YOUNG, 1990: 133 y 134. Sobre la noción
de burdens of judgement, véase RAWLS, 1993: 54-58.
99
Véanse KNIGHT y JOHNSON, 1997: 299; y CHRISTIANO, 1996a: 255.
100
Para un enfoque de las condiciones de igualdad de la democracia deliberativa basada espe-
cíficamente en las capacidades, véanse BOHMAN, 1996: cap. 3, y 1997a; BRIGHOUSE, 1996; y KNIGHT
y JOHNSON, 1997.
101
De lo que se trata en definitiva es de garantizar la igualdad política o, al menos, y utili-
zando la expresión de BOHMAN, eliminar la pobreza política (BOHMAN, 1996: 123-132, y 1997a:
332-342).
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 113
102
Véanse, por ejemplo, DAVIS, 1964: 40; BARBER, 1984: 278 y 279, y 1998: 110-113; PETTIT,
1989a: 159-164; y KNIGHT y JOHNSON, 1997: 396 y 397.
103
Véanse, por ejemplo, COHEN y ROGERS, 1992 y 1993b; BOHMAN, 1996: 132-142, KNIGHT
y JOHNSON, 1997: 307 y 308; y SUNSTEIN, 2002: 80 y 81. Volveré sobre estas cuestiones en el capí-
tulo VII.
104
Véase PRZEWORSKI, 1998: 144-146.
105
PRZEWORSKI, 1999: 148.
106
PRZEWORSKI, 1999: 154. En la misma línea que PRZEWORSKI, Susan STOKES enfatiza las
formas en las que la dominación de los canales de comunicación puede determinar la inducción
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 114
A esto debemos añadir que, como parecen mostrar algunos estudios empí-
ricos realizados sobre las deliberaciones que se llevan a cabo en los jurados
populares de los tribunales de justicia de los Estados Unidos, algunos rasgos
personales como el nivel económico, el género y la raza, contribuyen a que
un miembro del jurado consiga hacerse con el «liderazgo» de las discusio-
nes y tenga más probabilidades de imponer sus opiniones 107. Por no men-
cionar que, como es obvio, los individuos son desiguales en sus capacidades
argumentativas, es decir, en la capacidad de «articular sus argumentos en tér-
minos racionales y razonables» 108. Es evidente, como admiten los propios
defensores de la democracia deliberativa, que no todas las personas poseen
la misma capacidad para presentar de forma correcta un argumento, y esto
abre la puerta a la persuasión y el uso de la retórica que permitirá a algunos
participantes tener más posibilidades de imponer sus preferencias 109.
En definitiva, concluye esta línea de crítica, las asimetrías informati-
vas, las desigualdades en la capacidad de procesar la información, las desi-
gualdades en el acceso a los medios de comunicación, las desigualdades
económicas en general, así como el género o la raza, y las desigualdades
argumentativas naturales, son todos factores de distorsión del proceso deli-
berativo que producen manipulación e irracionalidad, en lugar de argu-
mentación y convencimiento racional 110.
Ahora bien, como ya he dicho en diversas ocasiones, las objeciones
basadas en lo que ocurre de hecho en nuestras sociedades, y siempre que
no vayan acompañadas de algún argumento normativo o conceptual, no
suponen un problema para el ideal de la democracia deliberativa, puesto
que éste se limita a establecer un horizonte normativo hacia el que debe-
mos tender en la medida de lo posible. A lo sumo, supone un problema a
la hora de poner en práctica el ideal a través del diseño institucional, ya
que tendremos que intentar neutralizar todas estas desigualdades siempre
que podamos. Pero en cualquier caso el problema de la manipulación y la
persuasión no puede contar como una objeción en contra de la democracia
deliberativa, porque no es un problema exclusivo de ésta. Al contrario,
afecta a cualquier modelo de democracia y a cualquier concepción política
que otorgue valor a la libertad 111. Siendo un problema de todos, no obs-
de preferencias por parte de ciertos individuos autointeresados. El resultado es que las preferen-
cias de los participantes en la deliberación no son libremente conformadas y racionalmente trans-
formadas, sino simplemente pseudo-preferencias. Véase STOKES, 1999.
107
Véase SANDERS, 1997: 363-368.
108
SANDERS, 1997: 348.
109
Véase, por ejemplo, BRIGHOUSE, 1996: 125.
110
Sobre la manipulación política, véase GOODIN, 1980. Además de los autores ya mencio-
nados, se suman a la crítica, entre otros, HARDIN, 1999: 112, SCHAUER, 1999: 23; y BELL, 1999: 74.
111
Así, uno de los teóricos del siglo XX que primero advirtió este problema en el seno de las
democracias liberales fue William RIKER. Véase RIKER, 1982 y, especialmente, 1996. En este último
libro, RIKER no sólo muestra el inmenso poder de la retórica en la manipulación de preferencias
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políticas, sino el de lo que denomina heresthetic, esto es, la posibilidad de manipular la agenda
política.
112
Una versión anterior, aunque igual en lo significativo, de lo que desarrollaré en este apar-
tado, está en publicación en MARTÍ, 2007.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 116
113
Véanse NINO, 1996; y BOHMAN, 1998: 403 y 404, reconociendo a NINO este mérito. De
hecho, el problema se encontraba implícito ya en algunas de sus obras anteriores, como en NINO,
1989a y 1989b: esp. 128 y ss., aunque hasta 1996 no lo enuncia directa y abiertamente.
114
Véase el por otra parte excelente análisis de la paradoja referida a la democracia en gene-
ral de BAYÓN, 2004: 79. Otros deliberativistas que han advertido la existencia de la paradoja son
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 349-357, y 2004: 42 y 43; BOHMAN, 1996: 109, y 1998: 403 y 404,
KNIGHT y JOHNSON, 1997: 286. Se puede ver una versión distinta de esta paradoja en forma de
objeción a la teoría de la posición original de RAWLS en NOZICK, 1974: 207-209.
115
NINO, 1996: 192.
116
NINO, 1996: 193.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 117
117
Ésta es la razón por la que NINO pensaba que únicamente las cuestiones de mera coordi-
nación social como las relacionadas con el tráfico, cuya única virtud consiste en encontrar una
clave coordinativa a un problema de acción colectiva puramente cooperativo y sin relevancia moral,
quedaban libres de dicha paradoja (NINO, 1996: 193). Pensemos que entre las precondiciones más
claras están la de que los ciudadanos se mantengan con vida, con buena salud, que reciban edu-
cación suficiente, que dispongan de tiempo suficiente para poder deliberar sin distorsiones, etc.
Es evidente que casi todas las decisiones políticas sustantivas guardan alguna relación, más o
menos directa, con este tipo de precondiciones, en el sentido de que tales decisiones producen
algún tipo de impacto sobre ellas.
118
De hecho, la garantía de las precondiciones del procedimiento democrático suele ser con-
cebida, al menos en las democracias liberales contemporáneas, mediante el reconocimiento de
determinados derechos. Por lo tanto, como señala BAYÓN, podemos encontrar una instancia de la
misma paradoja en la célebre tensión entre democracia y derechos, o entre democracia y consti-
tucionalismo (BAYÓN, 2004: esp. 75 y ss.), aunque, como él mismo reconoce, no todos los dere-
chos ni todas las provisiones constitucionales que pueden entrar en conflicto con la democracia
se justifican por razones democráticas procedimentales, y en ese sentido no toda reconstrucción
de dicha tensión obedecería a esta paradoja.
119
Si adoptamos, como NINO y como yo haré en el capítulo V, la concepción epistémica de
la democracia deliberativa, la paradoja de las precondiciones se convierte en una paradoja de las
precondiciones epistémicas. Así, asumiendo que el procedimiento democrático deliberativo fun-
ciona como un mecanismo de justicia procesal imperfecta, y aceptando que la propiedad del valor
epistémico de un procedimiento es gradual y no de todo-o-nada, diremos que en la medida en que
satisfacemos las condiciones que aseguran un mayor valor epistémico al procedimiento democrá-
tico deliberativo, nos quedan menos cuestiones y de menor importancia sobre las que deliberar.
Es decir, cuanto más potente (en términos de rentabilidad epistémica) es un procedimiento deli-
berativo menor es el rango de decisiones en el que podremos aplicarlo. Inversamente, en la medida
en que dejemos de satisfacer las condiciones que aseguran un mayor valor epistémico al procedi-
miento democrático deliberativo, más serán las cuestiones sobre las que podremos deliberar, pero
menor será el valor de dicha deliberación. Es decir, cuanto más abierto dejemos el rango de cues-
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 118
tiones sobre las que vamos a deliberar, menor será la fiabilidad del procedimiento democrático
deliberativo.
120
Podemos mencionar, por ejemplo, la paradoja de la auto-destrucción de la democracia,
acerca de si es posible acabar con la democracia mediante una decisión democrática; la paradoja
de la formación del demos, sobre cómo se puede delimitar legítimamente el demos si el único pro-
cedimiento legítimo de toma de decisiones ya lo presupone; la «paradoja de la democracia de
ELSTER», que pone de manifiesto que todas las generaciones aspiran a «atar de manos» a las gene-
raciones posteriores y a verse libres de lo que hayan dicho las anteriores; la «paradoja de la demo-
cracia de WOLLHEIM», que cuestiona hasta qué punto el votante que quedó en minoría en una vota-
ción tiene que dar crédito a lo que decidió la mayoría; la paradoja liberal de SEN, respecto a la
posibilidad de gozar de una completa libertad en la toma de decisiones a la luz de la corrección
o incorrección de las mismas, etc. Todas ellas están ausentes, por ejemplo, en estudios como el
de SAINSBURY, 1995, o incluso en el de KOONS, 1992, aunque se trate de un trabajo dedicado espe-
cialmente a las paradojas en los modelos de la decisión racional, en los que se presupone la auto-
nomía. El único que refleja alguna de ellas, concretamente la paradoja de la máquina de WOLL-
HEIM, es CLARK, 2002: 38-40. Sobre algunas de estas paradojas y la asunción de su inevitabilidad,
véase ELSTER, 1979 y 2000. Y para un análisis de las ideas de ELSTER en este punto, véase MARTÍ,
2001: 171-179.
121
NINO ya había advertido alguna vinculación con esta otra paradoja en su formulación
previa en 1989b: 132 y 133.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 119
122
SAINSBURY, 1995: 1.
123
La incompatibilidad es cuanto menos pragmática. Y si aceptamos la cláusula kantiana del
«debe implica puede», también lo es lógica. La razón de ello es que la premisa 1 es normativa (en
virtud de que el concepto de legitimidad es normativo, que de hecho es el motivo por el cuál la
premisa 1, tal y como ha sido definida aquí, presupone entimemáticamente que las decisiones polí-
ticas deben ser legítimas) y la conclusión 4 es una proposición, así que no hay contradicción lógica
a menos que presupongamos la premisa kantiana. Nótese que aunque digo que las decisiones no
pueden ser legítimas por razones conceptuales, la incompatibilidad entre 1 y 4 es en principio sólo
pragmática porque se da entre una prescripción y una proposición. De todos modos, una incom-
patibilidad pragmática es suficiente es este caso para mostrar la existencia de una paradoja.
124
Así lo advierte SAINSBURY respecto a la paradoja del mentiroso refiriéndose a la circula-
ridad indexical que remite en última instancia a la idea de RUSSELL del principio del círculo vicioso.
Véase SAINSBURY, 1995: 121-126.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 120
mos entonces elegir entre (A) sacrificar una parte mayor o menor de la
legitimidad del procedimiento de toma de decisiones (y por lo tanto de la
legitimidad resultante de sus decisiones) en aras de una mayor apertura
del rango de decisiones posibles y (B) sacrificar una parte del uso del pro-
cedimiento democrático, vetando determinadas cuestiones a la decisión
democrática, en aras de proteger la legitimidad y el propio valor del pro-
cedimiento, en donde A y B parecen constituir los dos cuernos del dilema.
No obstante, no podemos hablar propiamente de un dilema, ya que la elec-
ción no es entre dos valores intrínsecos y lógicamente independientes, sino
entre un valor intrínseco (la democracia) y un valor instrumental que es
condición necesaria del primero (las precondiciones de la democracia), de
modo que los dos cuernos del dilema no son lógicamente independientes.
Al contrario, valoramos la satisfacción de las precondiciones porque valo-
ramos la democracia, pero a su vez la democracia requiere de la satisfac-
ción de las precondiciones para ser también valiosa. Ninguno de los cuer-
nos del dilema posee valor sin el otro, y ambos son incompatibles entre
sí. Así que, a diferencia de lo que ocurre típicamente en los dilemas, no
es únicamente que la elección de un cuerno frente al otro implique siem-
pre algún tipo de pérdida, sino que cualquier elección supone la pérdida
del único valor que se halla detrás del problema, el democrático. Por ello
este aparente dilema nos retorna a una conclusión paradójica. Se trata, a
lo sumo, de un dilema atípico, sobre el que volveré más adelante 125.
Una paradoja es, como ya he dicho, una conclusión inaceptable porque
parece entrar en contradicción con las premisas aparentemente verdade-
ras que aparentemente la implican. Ante una paradoja caben, pues, dos
actitudes distintas. O bien asumimos que al menos algunas paradojas son
irresolubles, lo cual supone violentar alguno de los axiomas clásicos de la
lógica, como el de no-contradicción, o bien afirmamos que toda paradoja
encubre un error oculto en el razonamiento o en las premisas que permite
explicar la aparente contradicción, de modo que no existen verdaderas
paradojas, y nuestro reto consistirá entonces en descifrar cuál es dicho
error. Una paradoja, a su vez, se puede disolver de tres formas: o la con-
clusión no es realmente inaceptable en el sentido de que no es «realmente»
incompatible con las premisas, o las premisas no son verdaderas, como
parecen, o bien el razonamiento lógico es incorrecto, de modo que la con-
clusión no se sigue de dichas premisas.
En la reconstrucción que yo he hecho de la paradoja de las precondi-
ciones, me parece claro que la conclusión 4 es incompatible con la pre-
125
Esta estructura es idéntica a la de otra paradoja fundamental del pensamiento democrá-
tico, que analizaré en el próximo capítulo, la paradoja de la legitimidad entre los valores proce-
dimentales y los sustantivos. Véanse los apartados 1 y 2 del capítulo IV.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 121
126
NINO, 1996: 193 y 194, prosigue: «Mientras que el punto exacto de medida puede ser
difícil de determinar, la línea divisoria debería trazarse a partir de comparar la democracia con
otros procedimientos de toma de decisiones colectivas. [...] Hay una cierta línea por debajo de la
cual el proceso democrático pierde toda capacidad de mejorarse a sí mismo. Por sobre esa línea,
la democracia se realimenta a sí misma, trabajando por el logro de sus propias precondiciones. La
línea, repito, es fijada por comparación con métodos alternativos de toma de decisiones, inclu-
yendo nuestra propia reflexión». Por supuesto que esta respuesta deja abiertos algunos interro-
gantes. Por ejemplo, ¿qué significa exactamente que el punto exacto en el que se debe trazar la
«línea divisoria» depende de la comparación de la democracia con otros procedimientos de toma
de decisiones colectivas? ¿Cuál es el criterio concreto para identificar el punto de equilibrio? Pero
no voy a ocuparme de ellos aquí.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 123
127
Daré por supuesto que podemos medir con exactitud el grado de consecución de las pre-
condiciones de la democracia (deliberativa), algo que en realidad es empíricamente imposible, ya
que presupondría entre otras cosas un conocimiento completo de las circunstancias que harían
posible la implementación completa del ideal, es decir, de las condiciones que permiten afirmar
que se ha implementado un modelo ideal en un 100 por 100, además de contar con instrumentos
altamente sofisticados y complejos para medir con precisión los grados de consecución de cada
propiedad. Supondré también que conocemos cuáles son dichas precondiciones y que contamos
con un criterio de identificación del grado mínimo de consecución de las precondiciones que esta-
blece el umbral de legitimidad política. Presupondré ambas cosas con finalidades únicamente teó-
ricas.
128
Recordemos que cuando hablo de consecución de las precondiciones en realidad me refiero
tanto a la consecución de los principios estructurales de la democracia, como a las precondicio-
nes en sentido estricto de cada uno de estos principios.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 124
129
En realidad, cualquier decisión política correcta precluye en algún sentido decisiones futu-
ras, porque si realmente era correcta cualquier otra decisión posterior debe ser incorrecta, y por
lo tanto resulta inaceptable. Y esto nos conduce a otra paradoja de la autonomía, la paradoja libe-
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 125
131
Sobre las tesis del dialeteísmo racional, véase SAINSBURY, 1995: 135-144. Como el mismo
SAINSBURY advierte, no hemos encontrado todavía ningún argumento concluyente contra esta posi-
ción que, por otra parte, parece desafiar tan fuertemente nuestras intuiciones generales.
132
BAYÓN, 2004: 78.
03-CAPITULO 03•J 29/9/06 13:11 Página 127
las ideas de NINO. Y no debemos olvidar que, como señaló Robert KOONS,
«el descubrimiento de paradojas es una de las tareas más importantes para
el filósofo, ya que a través de ellas nos hacemos conscientes de algunas
deficiencias de nuestra concepción ingenua de un concepto relevante
[...]» 133. Yo he querido no sólo mostrar la paradoja, sino iniciar también
un análisis riguroso de su estructura. Por el momento, esto es todo lo que
podemos hacer. Como veremos a continuación, en los primeros capítulos
de la Segunda Parte del libro, cuando pensamos en la legitimidad política
desde los valores de la autonomía y la democracia emerge una paradoja
muy similar a la que acabo de analizar, así que parte de lo que hemos visto
aquí será también aplicable allí.
133
KOONS, 1992: 8.
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SEGUNDA PARTE
LA JUSTIFICACIÓN
DE UNA REPÚBLICA
DELIBERATIVA FRENTE
AL ELITISMO DEMOCRÁTICO
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04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 131
CAPÍTULO IV
LA LEGITIMIDAD
DE LAS DECISIONES POLÍTICAS
1
Este punto es reconocido de manera unánime por todos los deliberativistas. Véanse, como
ejemplo, MANIN, 1987: 351-359; COHEN, 1989a: 17-22; MICHELMAN, 1989: 317; BENHABIB, 1989,
1994: 26, y 1996; ESTLUND, 1993a: 1469; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 4, y 2004: 3; BOHMAN,
1996: 4 y 5, y 1998: 401 y 402.
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2
Lo exponen con mucha claridad COHEN, 1994 y 1996; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 26-
39, y 2004: 23-26; y HABERMAS, 2001 y 2003.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 135
3
Una versión anterior de este capítulo, con las mismas tesis pero presentadas de forma dis-
tinta y con alguna modificación también sustantiva, apareció publicada en MARTÍ, 2005b.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 136
4
En mi opinión, decir que una ley es (políticamente) legítima es una calificación normativa
que añade algo a la de que es jurídicamente válida. Probablemente la validez jurídica sea una con-
dición necesaria de la legitimidad política, aunque no me interesa entrar en esta discusión ahora.
Lo que es seguro es que en cualquiera de los sentidos en los que utilizamos habitualmente la
noción de legitimidad política, distinguimos entre leyes legítimas e ilegítimas, como hacemos entre
derecho justo e injusto. Y en la medida en que la legitimidad es, como ya he dicho, un concepto
normativo, la naturaleza de las prescripciones que la acompañan sólo puede ser político-moral.
5
Con ello me separo de la aproximación mayoritaria en la teoría de la legitimidad que entiende
que la pregunta básica es en cambio en qué condiciones son legítimos con carácter general un
Estado o gobierno determinados. Aunque considero que ambas aproximaciones son compatibles
y que de hecho sólo presentan prismas diversos de un mismo fenómeno, he preferido partir aquí
de la unidad más pequeña, la decisión particular, por la razón de que la democracia deliberativa
propone ante todo un procedimiento para tomar decisiones políticas con la intención de legitimar
dichas decisiones. Por otra parte, que una estructura institucional de decisión sea adecuada para
tomar decisiones políticas es evidentemente algo que merece mayor explicación, pero prefiero
dejar abiertas todavía las diversas interpretaciones alternativas.
6
Como he dicho en la nota 4, esta validez no puede ser meramente jurídica.
7
Del mismo modo que he dicho que una estructura institucional de decisión (o más amplia-
mente todavía, un gobierno) es legítima cuando es adecuada para tomar decisiones políticas legí-
timas, si la legitimidad de una decisión implica el deber de respetar dicha decisión, la legitimidad
de una estructura institucional de decisión (o un gobierno) implica un deber de respeto hacia dicha
estructura institucional y el reconocimiento de su autoridad. Esto es todavía muy amplio, pero
implicaría por ejemplo un deber al menos prima facie de no emprender una revolución, o de no
reformar la estructura institucional (a menos, claro, que sea para incrementar su legitimidad).
8
Véase la nota 75 del capítulo I y el texto que la acompaña.
9
Véase, por ejemplo, NAGEL, 1987.
10
No voy a profundizar el análisis de estas cuestiones aquí, pero entiendo que el deber de
respeto es más amplio que el deber de obediencia, lo cual nos permite decir que todas las deci-
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 137
siones políticas pueden ser legítimas o ilegítimas, y no sólo aquellas que establecen prescripcio-
nes, esto es, que imponen conductas. Una autoridad política puede tomar también decisiones de
otro tipo (declaraciones, definiciones, plantear estructuras de incentivos, convocar y otorgar pre-
mios, etc.) de las que no podríamos predicar deber de obediencia por razones conceptuales. Sólo
se pueden obedecer los mandatos. Pero estas otras decisiones, a menudo tan o más importantes
que las primeras, también deben ser respetadas cuando son legítimas. El deber general de respeto
a una estructura institucional de decisión implica además, como dije en la nota 7, el reconoci-
miento de autoridad política a tal estructura institucional. Por otra parte, este aspecto de la legiti-
midad vinculado con el deber de obediencia guarda relación también con otro problema que ha
generado recientemente una larga y compleja discusión, el de si el derecho ofrece o no «razones
para la acción». Por todos, véanse los excelentes trabajos de BAYÓN, 1991; y REDONDO, 1996.
11
En otras palabras, estoy asumiendo una concepción correlativista entre legitimidad y deber
de obediencia que ha sido defendida por algunos autores (por ejemplo, PITKIN, 1965 y 1966) y
criticada por otros (SIMMONS, 1981: 39-45). De todos modos, se trata de una polémica que no
debería afectar a mi argumento en este capítulo, y sólo he tomado partido con el objetivo de cla-
rificar mi exposición posterior. Por otra parte, adviértase que reconocer un deber de obediencia
no implica que dicho deber sea concluyente o absoluto, un deber all things considered. Nada impe-
diría decir que tenemos un deber únicamente relativo o provisional, es decir, prima facie, de obe-
diencia de las decisiones políticas legítimas que puede ser derrotado por otras consideraciones
morales bajo determinadas circunstancias.
12
Esta tesis tampoco es pacífica en la literatura. Según RAWLS, por ejemplo, la legitimidad
política está correlacionada con un deber general de justicia. Véase RAWLS, 1971: cap. VI. Y un
análisis de la tesis de RAWLS en SIMMONS, 1981: cap. VI.
13
Que la legitimidad sea gradual no debe resultar extraño. Otros autores, sin plantearse la
cuestión del ideal regulativo, han admitido esta tesis. Véase, por ejemplo, SIMMONS, 2001: 155 y
156, admitiendo que existen diversos grados de ilegitimidad. Es cierto que esto provoca una com-
plejidad añadida. Mientras que el respeto debido a las decisiones legítimas admite grados en pro-
porción al grado de legitimidad de las mismas, la obediencia de una decisión es una cuestión de
todo o nada. O debemos obedecer una decisión o no debemos obedecerla. No entraré a resolver
aquí este problema, aunque una forma de superarlo puede consistir en identificar un umbral mínimo
de legitimidad necesario para generar un deber de obediencia. Así, las decisiones más legítimas
merecen mayor respeto que se concreta de maneras diversas, pero todas las decisiones legítimas
por encima del umbral deben ser obedecidas.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 138
14
Ya mencioné en el capítulo II que las reglas de unanimidad o de mayoría cualificada otor-
gan mayor peso a la opinión de la minoría que a la de la mayoría, con lo cual vulneran el princi-
pio de igualdad de influencia política. Véase la nota 22 y el texto que la acompaña en dicho capí-
tulo II.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 141
15
Como afirma Joshua COHEN, «la idea fundamental de la legitimidad democrática es que
la autorización para ejercer el poder del Estado debe emanar de las decisiones colectivas de los
miembros de una sociedad que son gobernados por este poder». (COHEN, 1996: 407). El derecho
de participación política no es sólo un derecho más entre los derechos básicos, sino «the right of
rights» (WALDRON, 1999a: 232-254).
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 142
16
Existe una gran discusión acerca de este conflicto, parte de la cual podremos ver a conti-
nuación. Para una presentación muy clara y precisa de la misma, y con argumentos muy persua-
sivos, véase BAYÓN, 2004.
17
Es decir, son las dos caras de una misma moneda, dos ideales «co-originales». Véase, por
ejemplo, HABERMAS, 1994 y 2001. Si bien no hay una equivalencia directa, la distinción entre
autonomía pública y privada se relaciona también con la de libertad positiva y libertad negativa,
popularizada por Isaiah BERLIN, o la clásica distinción entre libertad de los antiguos y libertad de
los modernos, que le debemos a Benjamin CONSTANT (BERLIN, 1968; y «De la libertad de los anti-
guos comparada con la de los modernos» [1819] en CONSTANT, 1989: 257-285). La equivalencia
no es directa, entre otras razones, porque las nociones de libertad de los antiguos y libertad posi-
tiva difieren en parte del ideal kantiano de autonomía pública. Véanse también MACPHERON, 1990,
y PETTIT, 1997: caps. 1-3, y 2001: cap. 6: 125-151.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 143
18
Una objeción parecida en MICHELMAN, 1999b: 1023; y WALDRON, 1999a: 211-312. Se
podría decir que también la noción de legitimidad es muy controvertida, y que por lo tanto no
deberíamos esperar mucho consuelo en este sentido. No obstante, en mi opinión el margen de de-
sacuerdo en las cuestiones de justicia es mucho más amplio que en las cuestiones de legitimidad.
Esto es, es mucho más difícil lograr consenso acerca de un conjunto completo y detallado de prin-
cipios sustantivos, que lograrlo acerca de un procedimiento colectivo para resolver las discrepan-
cias. Además, o justamente una causa de lo anterior, es que la adhesión a un principio sustantivo
requiere de mayor convicción personal que la adhesión a un procedimiento. Mientras que no es
posible prestar consentimiento racional a un conjunto de principios sustantivos en los que no se
cree por completo, sí puede ser racional prestar el consentimiento a un procedimiento que no nos
parece óptimo, pero que, dadas determinadas circunstancias, puede resultar aceptable.
19
Como afirma Robert DAHL, «[l]levado a sus extremos, la insistencia de que los resultados
sustanciales deben tener precedencia sobre los procesos pasa a ser una lisa y llana justificación
antidemocrática del tutelaje, y la “democracia sustantiva” se convierte en un rótulo engañoso para
disfrazar lo que de hecho es una dictadura» (DAHL, 1989: 196 y 197).
20
Por supuesto esto no es un problema para las posiciones sustantivistas radicales no libe-
rales, pero éstas no están en consideración en este capítulo.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 144
21
Una crítica similar en GUTMANN y THOMPSON, 1996: 34 y 35; y algo parecido es lo que
objeta SIMMONS a la idea del «deber natural de justicia» de RAWLS, si bien éste no puede ser con-
siderado un sustantivista radical (SIMMONS, 1981: cap. VI). Otras críticas al sustantivismo radical
que no he reproducido aquí, en FISHKIN, 1979: 73-81.
22
En esta posibilidad de error es en lo que se basa la distinción introducida por GARZÓN
VALDÉS entre legitimidad y legitimación. Según GARZÓN VALDÉS, la legitimidad equivale a la jus-
tificación o corrección moral, mientras que la legitimación hace referencia a la creencia de legi-
timidad por parte de los miembros de la sociedad (que típicamente se expresa, en democracia,
mediante la aceptación que resulta de la participación en el proceso, y que puede funcionar tam-
bién como un criterio normativo). Como resulta obvio, del hecho de que una mayoría de perso-
nas crea que A es correcto no se sigue que realmente lo sea. Véase GARZÓN VALDÉS, «El concepto
de estabilidad de los sistemas políticos», en GARZÓN VALDÉS, 1993: esp. 573-577. GARZÓN VALDÉS
traza la distinción para criticar la posición de LUHMAN, al que considera una procedimentalista
radical. En su crítica vemos algunas de las ideas que yo utilizaré después para criticar efectiva-
mente el procedimentalismo radical.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 145
23
Véase DAHL, 1989: 213 y 214.
24
La expresión «tiranía de la mayoría» se refiere principalmente a un «abuso» por parte de
la decisión mayoritaria de algunos intereses básicos del grupo minoritario. Nótese que ya presu-
pone, entonces, la existencia de tales derechos por parte de todos (y, en este caso, especialmente
de los individuos que forman la minoría), siendo dicha existencia independiente de que hayan sido
reconocidos por el ordenamiento jurídico y por lo tanto haciendo referencia a derechos morales,
y también que la decisión «tiránica» violenta alguna noción de legitimidad al no respetar tales
derechos; o bien presupone la existencia de intereses básicos de todos (especialmente de la mino-
ría) que deberían ser protegidos mediante derechos sustraídos al procedimiento democrático, y en
todo caso este deber sería también de naturaleza moral. Es importante notar, también, que la misma
expresión implica un juicio (moral) de disvalor que prefija la discusión teórica. O se niega la posi-
bilidad de que la mayoría tome decisiones tiránicas, lo que implicaría excluir la posibilidad de
error, o ciertamente es difícil defender la idea de que es bueno que la mayoría tome en ocasiones
decisiones tiránicas.
25
Estos derechos no pueden ser otra cosa que morales y predemocráticos en el sentido de
que su validez no puede estar condicionada a hechos jurídicos contingentes ni a decisiones demo-
cráticas particulares. Anteceden al, y son independientes del, procedimiento de toma de decisio-
nes. Y ello aunque en algún caso su justificación se haga descansar en valores propiamente sus-
tantivos democráticos.
26
KELSEN, 1992.
27
RAWLS, 1993: 173-175 y 228 y 229; y 1995: 101-115.
28
DWORKIN, 1977: caps. 6, 7, 12 y 13.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 146
29
HABERMAS, 1994, 1995 y 2001.
30
Generalmente esta tesis suele estar vinculada al escepticismo ontológico o epistémico res-
pecto a los criterios sustantivos de corrección de las decisiones políticas. Entre los autores que
más se han acercado a esta posición extrema, encontramos a Stuart HAMPSHIRE, 1989: 72-78, quien
efectivamente niega «la existencia de un bien supremo para los seres humanos» (HAMPSHIRE, 1989:
81-157), aunque también rechace el relativismo (HAMPSHIRE, 1989: 62-66). Según este autor, la
justicia procedimental debe prevalecer sobre cualquier concepción sustantiva, aunque reconoce
que dicha justicia procedimental impone deberes absolutos, válidos para cualquier concepción de
lo bueno (HAMPSHIRE, 1989: 140). También suscribe una posición escéptica de este tipo ELY: 1980.
31
Estos problemas pueden describirse como límites sustantivos al procedimiento. Para ver-
siones parcialmente distintas de estas críticas, véanse DAHL, 1989: 196-232; y COHEN, 1994:
601-606. Sobre los límites del procedimiento democrático deliberativo, véanse MANIN, 1987:
362; GAUS, 1996: 121; COHEN y SABEL, 1997: 328; MICHELMAN, 1997: 157-159; y BOHMAN,
1998: 403.
32
HAMPSHIRE no explica por qué su noción de justicia procedimental está justificada, se limita
a afirmar que respeta «unas decencias mínimas» de moralidad (HAMPSHIRE, 1989: 140 y 141). En
su opinión, y a pesar de que no existe algo así como el bien común, todos los seres humanos com-
parten algunas intuiciones básicas sobre lo que conforman los grandes males de la humanidad,
vinculadas a la propia definición de moral, y que sirven para rechazar el relativismo (HAMPSHIRE,
1989: 55-72). En el capítulo V abordaré la cuestión de la justificación del procedimiento demo-
crático.
33
DAHL lo limita al valor de lo que él llama Igualdad Intrínseca (DAHL, 1989: 201 y 103-
119). WALDRON habla del principio básico de igualdad (WALDRON, 1999a: 113-118 y 291-301).
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Otros autores que han señalado este punto son FISHKIN, 1979: 65-72; ESTLUND, 1993a: 1463-1470;
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 26 y 27, y 2004: 23-26; COHEN, 1994a: 601-606, y 1996: 417 y
siguientes; DWORKIN, 1997: 16 y 17; y HABERMAS, 2001.
34
Éste es uno de los problemas que atenazan la concepción de HAMPSHIRE. A pesar de recha-
zar las consideraciones sustantivas relativas al bien, fundamenta su concepción de «justicia pro-
cedimental» en una concepción del mal ampliamente compartida. Pero las concepciones del mal
también son concepciones sustantivas de justicia.
35
En el caso del procedimiento democrático, entre los principios estructurales figuran, por
ejemplo, el derecho de sufragio activo y pasivo, el derecho de libertad de expresión o el derecho
de asociación. Véanse ELY, 1980: 105-112; y DAHL, 1989: 202-211.
36
Por ejemplo, no pueden admitirse desigualdades socio-económicas muy grandes porque
acaban vulnerando la igualdad de participación efectiva. Véanse DAHL, 1989: 202 y 212-221;
COHEN 1994a: 601-606; y GUTMANN y THOMPSON, 1996: 28-31, y 2004: 25.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 148
37
La misma idea en ESTLUND, 2000c: 113-117. El procedimentalista radical escéptico onto-
lógico o epistémico podría sostener que la legitimidad de un procedimiento no deriva de un juicio
sustantivo correcto, sino de la adhesión subjetiva de todos los ciudadanos, o de una gran mayoría
de ellos. En algún momento, Stuart HAMPSHIRE parece estar pensando en esta posibilidad (HAMPS-
HIRE, 1989: 51-78). Esto podría funcionar como solución práctica al problema de la adopción de
un criterio de solución de los conflictos sociales, pero en ningún caso serviría para fundamentar
una noción de legitimidad. En primer lugar, porque no puede depender de una improbable y con-
tingente unanimidad o supermayoría popular. Y, en segundo lugar, porque otorgamos valor al con-
sentimiento o la adhesión subjetiva de los individuos porque valoramos previamente otras cosas,
como por ejemplo la autonomía individual.
38
La verdadera discrepancia teórica interesante es, en opinión de DAHL, ver de qué manera
se combinan ambos tipos de criterios. Véase DAHL, 1989: 197.
39
Entre los deliberativistas que explícitamente han señalado este punto, véanse HABERMAS,
1994 y 2001; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 26-29, y 2004: 23-26; y COHEN, 1994 y 1996.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 149
¿Qué hacemos cuando el respeto a los valores sustantivos nos insta a limi-
tar o restringir el procedimiento democrático? O, a la inversa, ¿cómo reci-
bimos una decisión democrática que menoscaba algún derecho funda-
mental? ¿Cuál de los dos criterios deberíamos privilegiar o priorizar?
La respuesta que han dado muchos de los que se han ocupado de este
problema, entre ellos algunos defensores de la democracia deliberativa, ha
consistido en insistir, primero, en que las dos dimensiones de la legitimi-
dad son irrenunciables, y segundo, minimizar la distinción o negar que
exista tal conflicto, es decir, buscar una forma de armonizar los ideales
procedimentales y los sustantivos bajo una única dimensión normativa.
Una de las estrategias para lograr este objetivo, tal vez la más extendida
y conocida, es la que siguen todos aquellos que reivindican la noción de
democracia constitucional. Ronald DWORKIN, por ejemplo, reconoce que
los derechos básicos efectivamente limitan el procedimiento democrático,
pero lo hacen por razones conceptuales. Y distingue entre lo que él deno-
mina la «majoritarian premise», esto es, el modelo que establece simple-
mente un procedimiento de votación con la regla de la mayoría, y el con-
cepto más complejo de democracia constitucional. La democracia
constitucional, correctamente entendida, según él, armoniza los valores
procedimentales con los sustantivos porque «(d)emocracia significa
gobierno sujeto a condiciones —que podemos denominar condiciones
“democráticas”— de igual estatus para todos los ciudadanos. Cuando las
instituciones mayoritarias cumplen y respetan las condiciones democráti-
cas, entonces sus veredictos deberían ser aceptados por todos por esa
razón» 40.
Pero esto puede llevarnos a la pregunta de si, al proteger constitucio-
nalmente determinados valores sustantivos y restringir así el procedimiento
democrático (incluso vetando la revisión del dominio de protección cons-
titucional), no estamos priorizando los criterios sustantivos de legitimidad
por encima de los procedimentales. Esto es precisamente lo que objetan
GUTMANN y THOMPSON a los «demócratas constitucionalistas» 41, que lejos
de conciliar igualmente los valores procedimentales y los sustantivos, ter-
40
DWORKIN, 1997: 17. Un problema con el intento concreto de DWORKIN es que no puede
funcionar una solución conceptual al problema de las tensiones entre ambos ideales. Redefinir el
término «democracia» de manera que incluya principios sustantivos constitucionales no acaba con
las tensiones relevantes entre la protección de los derechos fundamentales y, si se quiere, la regla
de mayoría que DWORKIN denomina «premisa mayoritaria». La respuesta a la pregunta de por qué
no es aceptable simplemente dicha premisa mayoritaria aplicada sin restricciones no puede ser
una cuestión de definiciones. Por otra parte, también John RAWLS ha defendido abiertamente la
idea de una democracia constitucional, en una interpretación muy similar a la de DWORKIN. Véase,
por ejemplo, RAWLS, 1971: 171-176, y 1993: 334-340.
41
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 33-39. Entre los sustantivistas, mencionan a Laurence TRIBE,
Ronald DWORKIN, y al «demócrata constitucional paradigmático», que es John RAWLS. Véase GUT-
MANN y THOMPSON, 1996: nota 51.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 150
42
Y ello aunque compartan con DWORKIN la crítica a las posiciones «procedimentalistas
puras», en términos análogos también a los que yo presenté anteriormente (GUTMANN y THOMP-
SON, 1996: 27-33). Es interesante advertir que entre los autores que ellos consideran procedi-
mentalistas se encuentran no sólo los más radicales como Stuart HAMPSHIRE y John Hart ELY, sino
también Jürgen HABERMAS, Cass SUNSTEIN, Iris Marion YOUNG, Brian BARRY, Michael WALZER,
Stephen HOLMES o «el demócrata procedimental paradigmático», que es Robert DAHL; véase GUT-
MANN y THOMPSON, 1996: notas 35, 37, 39 y 45, y 2004: nota 22.
43
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 36-51.
44
GUTMANN y THOMPSON, 2004: 25-27.
45
COHEN, 1994: 591.
46
Rechaza abiertamente la idea de que «el pluralismo moral conduzca a una escisión entre
valores sustantivos y valores procedimentales» (COHEN, 1994: 593 y 594).
47
COHEN, 1994: 595.
48
Véase HABERMAS 1995 y 2001.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 151
49
HABERMAS, 2001: 767. Véase también HABERMAS, 2003.
50
HABERMAS, 2001: 779 y 780. Y ambos ideales derivan por igual de su concepción más
general de racionalidad práctica: «La razón práctica se ejerce en el ámbito de la autonomía pri-
vada en el mismo grado en que se ejerce en el ámbito de la autonomía política. Esto es, ambas
autonomías son tanto un medio la una para la otra como fines en sí mismas».
51
HABERMAS, 1995: 66. HABERMAS ha desarrollado en diversos lugares estas mismas ideas.
Encontramos análisis concisos en HABERMAS, 1988, 1994, 1995, 1996b, 2001 y 2003. Para un aná-
lisis más detallado, aunque no por ello más claro, vinculado al papel y la legitimidad de la juris-
prudencia constitucional, véase HABERMAS, 1992a: cap. VI.
52
HABERMAS, 1995: 70. La cursiva es del autor.
53
Una tesis que, por cierto, RAWLS dice compartir (RAWLS, 1995: 118 y 119), a pesar de que
el propio HABERMAS, además de HAMPSHIRE y GUTMANN y THOMPSON, entre otros, lo califican de
sustantivista (HABERMAS, 1995: 64-71; HAMPSHIRE, 1989: 142-146 y 187 y 188; GUTMANN y THOMP-
SON, 1996: 35-39). Si analizamos la idea de la división en cuatro etapas del diseño institucional,
vemos que en la segunda de ellas, la de determinación (y adopción) del contenido de la constitu-
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 152
ción, las consideraciones relevantes son las de aplicación de los principios sustantivos de justicia
adoptados en la primera etapa. Y no es hasta la tercera etapa, la de adopción de la legislación ordi-
naria, que el procedimiento democrático funciona como criterio claro de legitimidad (RAWLS, 1971:
171-176), lo cual permitiría hacer una lectura sustantivista de RAWLS. Pero también es cierto que
en su respuesta a HABERMAS exige que el contenido de la constitución se determine democrática-
mente para ser legítimo (RAWLS, 1995: 98 y 111), y esto parece darle la razón de que defiende la
tesis de la co-originalidad.
54
HABERMAS, 2001: 776-778.
55
HABERMAS, 1995: 71.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 153
Ya hemos tenido oportunidad de ver las razones por las que se origina
la paradoja de la legitimidad política entre procedimentalismo y sustanti-
vismo en el apartado anterior. Cuando pensamos acerca de la legitimidad
política nuestra intuición nos dice que tanto los valores procedimentales
56
GUTMANN y THOMPSON admiten también que los propios principios de la democracia deli-
berativa (también los sustantivos) pueden ser revisados desde el propio procedimiento, siempre
que se desafíe sólo un principio cada vez (GUTMANN y THOMPSON, 1996: 352). Y eso implica reco-
nocer, en última instancia, que el procedimiento democrático no está verdaderamente constreñido
por los principios sustantivos. COHEN, que a pesar de advertir que la distinción entre procedimiento
y sustancia es poco clara, también admite, como HABERMAS, que los diversos elementos sustanti-
vos y procedimentales pueden entrar en conflicto entre sí (COHEN, 1996: 424), también hace depen-
der en última instancia la legitimidad de una decisión política de un procedimiento democrático
deliberativo. Por esta razón, podemos incluir a COHEN, como hace BOHMAN, entre los procedi-
mentalistas (BOHMAN, 1996; 32).
57
Un buen test para averiguar qué tipo de concepción mixta defiende cada autor es el caso
extremo de una convención constituyente. Todos los autores que defienden concepciones mixtas
exigen que para que una constitución sea legítima debe ser adoptada democráticamente y su con-
tenido debe ser mínimamente justo. Pero ¿qué sucedería si una convención constituyente con legi-
timidad democrática (y por lo tanto procedimental) quisiera adoptar una constitución que reco-
nociera todos los derechos fundamentales salvo el de libertad religiosa? ¿Sería esta constitución
legítima? Y si una élite ilustrada, sin representatividad democrática alguna, enmendara el texto e
introdujera contra la voluntad mayoritaria un artículo que consagrara dicha libertad, ¿sería el nuevo
texto constitucional más legítimo o menos? Dependiendo de cómo se responda a estas preguntas
estaremos ante un sustantivista débil o un procedimentalista débil. Situados frente a esta hipóte-
sis extrema, mi impresión es que HABERMAS se decantaría por dar mayor legitimidad a la primera
constitución, y RAWLS por la segunda. Algo así parece desprenderse de sus consideraciones acerca
de la posible colisión entre las libertades individuales (no políticas) y las libertades políticas
(RAWLS, 1971: 214-220).
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como los sustantivos son relevantes, e incluso más, como bien observa
HABERMAS, en muchas ocasiones no son más que valores que se implican
mutuamente desde un punto de vista conceptual, de modo que no pode-
mos renunciar a ninguno de ellos, y sin embargo en algunas ocasiones
entran en conflicto entre sí y nos obligan a elegir. La paradoja, concreta-
mente, consiste en que dos conjuntos de valores que se implican mutua-
mente pueden entrar en conflicto entre sí. El resultado de la paradoja a
efectos prácticos es que cuando intentamos articular sistemas institucio-
nales legítimos de toma de decisiones en algunas ocasiones nos vemos
obligados a priorizar un valor por encima de otro, o en otras palabras a
sacrificar uno de ellos. Y esto nos sitúa ante un difícil y peculiar dilema,
puesto que ambos valores parecen igualmente necesarios en términos de
legitimidad.
Entendamos mejor primero la paradoja. Comenzaré por aclarar que no
se trata, como algunos podrían pensar, de que nuestra concepción de la
legitimidad política exija dos condiciones necesarias y conjuntamente sufi-
cientes de la legitimidad de una decisión, A y B (el cumplimiento de las
exigencias procedimentales y la corrección sustantiva), de manera que una
decisión política sólo pueda ser legítima cuando se dan justamente A y B,
y no en cualquier otro caso. Ésta me parece una perspectiva ingenua de la
legitimidad política. Tal vez en abstracto podamos decir que una decisión
procedimentalmente democrática pero injusta desde el punto de vista sus-
tantivo no es legítima, o que una decisión sustantivamente justa pero que
ha sido tomada mediante un procedimiento ilegítimo o por un órgano que
carecía de competencia o autoridad para hacerlo también lo es. Pero no es
éste el tipo de tensiones relevantes para la paradoja. La cuestión es que
uno de los problemas de equiparar legitimidad con justicia sustantiva, como
ya vimos, era que no nos ponemos de acuerdo acerca de qué decisiones
son sustantivamente justas y cuáles no. Si necesitamos una autoridad y un
acuerdo básico sobre los procedimientos legítimos de toma de decisiones
es precisamente por el hecho de los desacuerdos sustantivos. De hecho,
una de las circunstancias de la legitimidad política es la propia existencia
de desacuerdos.
De modo que ¿cómo podemos saber cuándo una decisión que ha sido
tomada por la autoridad competente siguiendo el procedimiento legítimo
es injusta? O, a la inversa, ¿cómo podría ser justa una decisión, en el sen-
tido relevante para la legitimidad política, si no ha sido tomada por la auto-
ridad competente siguiendo el procedimiento adecuado? Es decir, ¿cómo
sabemos que se ha dado A sin B, o cómo podría darse B sin A? Exigir la
corrección sustantiva de las decisiones para que sean legítimas incorpora
todos los problemas que ya señalé del sustantivismo radical a la concep-
ción mixta de la legitimidad. No obstante, precisamente del hecho de que
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 155
58
Entre los autores que podemos situar en esta posición, podemos citar los siguientes: BARRY,
1965; BEITZ, 1989; COHEN, 1989a, 1989c, 1994a y 1996; DAHL, 1979 y 1989; GUTMANN y THOMP-
SON, 1996 y 2004; HABERMAS, 1988, 1992a, 1994 y 1995; y WALDRON 1999a.
59
Entre los destacados, DWORKIN, 1977, 1986 y 1997; NOZICK, 1974; RAWLS, 1971, 1993 y
1995; CHRISTIANO, 1996a y esp. 2000: 524, 525 y 538-543; y TRIBE, 1980.
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60
Los procedimientos también pueden ser elegidos en función de qué valores intrínsecos
honran mejor. La democracia puede ser un buen procedimiento de toma de decisiones ya que, por
ejemplo, honra los valores de igual dignidad e igual autonomía de las personas. Aunque, como
sostiene David ESTLUND, distintos procedimientos pueden respetar igualmente tales valores sus-
tantivos. Él pone el ejemplo de lanzar una moneda al aire. Y más allá de la fortuna de su ejem-
plo, deberemos aceptar que nada impide en principio encontrar diversos procedimientos que honren
igualmente ciertos valores sustantivos. En caso de empate, el único criterio posible para selec-
cionar un procedimiento legítimo es el epistémico. Véase ESTLUND, 2000c: 120 y 121. Pero vol-
veremos sobre estas cuestiones en el capítulo siguiente.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 158
61
Éste es, muy simplificadamente, parte del argumento desarrollado en WALDRON, 1999a.
62
WALDRON, 1999a: cap. 8.
63
La expresión «desacuerdos profundos» es del propio ESTLUND, 2000c. Véase el mismo
argumento contra WALDRON, en CHRISTIANO, 2000: 519-522.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 159
64
Entiendo por pluralismo ontológico aquí la concepción que sostiene que (i) existen diver-
sos valores sustantivos igualmente correctos o válidos, que (ii) entran en conflicto entre sí, y que
(iii) carecemos de un mecanismo racional para resolver estos conflictos de forma universal. Nada
tiene que ver esta concepción con «el hecho del pluralismo», como lo venía utilizando hasta el
momento.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 160
65
Véase WALDRON, 1999a: 221-231. Véanse también CHRISTIANO, 2000: 521 y 522; y ESTLUND,
2000c: 119-121.
66
Véanse, por ejemplo, CARDOZO, 1960: 83 y 84; y FERRERES, 2001. Es una línea parcial-
mente coincidente con la de los «acuerdos incompletamente teorizados» de SUNSTEIN, que ya vimos
en el apartado 4 del capítulo I. Véase también sobre este punto el apartado 2 del capítulo VII. En
realidad se trata de la misma estrategia que sigue WALDRON, como procedimentalista, para inten-
tar evitar los desacuerdos del nivel (3), cuando afirma que todas las personas razonables acepta-
rían el principio de igual dignidad que sustenta el procedimiento democrático como procedimiento
legitimador de las decisiones políticas. Véase WALDRON, 1999a: 113-118 y 291-301.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 161
67
Se trata, en efecto, del mismo argumento que ya presenté en el apartado 4 del capítulo I
en contra de la idea de SUNSTEIN de los «acuerdos incompletamente teorizados». Véase la nota 91
del capítulo I y el texto que la acompaña. He sostenido este mismo argumento en contra de la con-
cepción particular de Luigi FERRAJOLI, en MARTÍ, 2005a.
68
Me refiero principalmente al sistema de control de constitucionalidad de las leyes y a las
facultades de intérprete original que adoptan algunos tribunales en sistemas que han pretendido
poner en práctica una posición sustantivista débil. Sobre el debate del control de constitucionali-
dad, véanse a favor HOLMES, 1988 y 1995; FREEMAN, 1990; ACKERMAN, 1991; RAWLS, 1993: 151;
DWORKIN, 1997; MORESO, 1997: 165-167 y 1998a; FERRAJOLI, 2001; y FERRERES, 2001. Y en contra,
aunque en algunos casos matizadamente, BICKEL, 1978; ELY, 1980; WALDRON 1993, 1994 y 1999a;
GARGARELLA, 1995, 1996 y 1998b; NINO, 1996: 288-293; GAUS, 1996: 279-285; BAYÓN, 1998 y
2004; y ZURN, 2002. Volveré sobre este punto en el apartado 2 del capítulo VII.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 162
tica para esta discusión, que WALDRON intenta justificar. Adoptar una con-
cepción mixta de la legitimidad implica aceptar la validez de las conside-
raciones sustantivas sobre la justicia para cuanto menos modular la legi-
timidad de una decisión. Dichas consideraciones sustantivas presuponen
la existencia de un criterio (o conjunto de criterios) de corrección sustan-
tivo, que debe ser previo al, e independiente del, procedimiento de toma
de decisiones. Y esto hace que, aunque antes hemos dicho que en princi-
pio la cuestión metaética era irrelevante, es decir, que no importaba qué
posición metaética adopta cada uno respecto a tales criterios sustantivos,
en realidad quedarían descartadas las posiciones más extremas como el
escepticismo moral 69, de modo que la irrelevancia de la metaética es en
realidad sólo relativa.
Contra lo que WALDRON supone, la cuestión de la objetividad no es
absolutamente irrelevante. No lo es porque, una vez hemos descartado la
posibilidad de construir una concepción de la legitimidad que sea pura-
mente procedimental, debemos admitir la existencia de dichos criterios
sustantivos de corrección independientes al menos parcialmente de los pro-
cedimientos y de nuestras preferencias y creencias. Un escéptico moral
que niegue la existencia de tales criterios sustantivos de corrección no
podrá, por razones conceptuales, sostener una concepción mixta de la legi-
timidad política. Y el propio WALDRON intenta en realidad una concepción
mixta cuando admite que las razones para preferir el procedimiento demo-
crático se basan en el principio de igual dignidad básica. Como ha soste-
nido David ESTLUND, ninguna estrategia que pretenda dar cuenta de la legi-
timidad política es compatible con lo que él llama «anarquismo
filosófico» 70.
Ahora bien, como vimos en el capítulo II al analizar la noción de inte-
rés político relevante, este presupuesto de la existencia de criterios sus-
tantivos al menos parcialmente independientes no nos compromete toda-
vía con el objetivismo, al menos en su sentido fuerte 71. Nada nos obliga
a aceptar que dicha existencia deba ser real. Tiene razón WALDRON al sos-
tener que no hay ninguna diferencia relevante a estos efectos entre el rea-
69
Me refiero a versiones fuertes del escepticismo ontológico (que niega la existencia de valo-
res sustantivos) o del escepticismo epistémico (que niega la posibilidad de conocer dichos valo-
res sustantivos).
70
Que ESTLUND cree que podría sostener WALDRON, al menos bajo alguna interpretación, al
referirse a los desacuerdos razonables (ESTLUND, 2000c: 113-117).
71
Es suficiente con compartir la presuposición de que existe algún valor intersubjetivo, como
la imparcialidad, o la igual dignidad, para fundamentar lo demás. Un valor intersubjetivamente
válido se distingue de los valores objetivos en que estos últimos son absolutamente independien-
tes de la voluntad o las actitudes de los individuos, mientras que el primero se funda en última
instancia en dicha voluntad y actitudes. Y se distingue de los valores subjetivos en que estos son
absolutamente dependientes de la voluntad o las actitudes de los individuos, mientras que los inter-
subjetivos no.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 164
72
WALDRON, 1999a: 164-187. Cuando WALDRON se refiere al anti-realismo, toma como ejem-
plo el expresivismo de BLACKBURN y GIBBARD, que no es en principio una posición escéptica
fuerte. Cfr. BLACKBURN, 1998 y GIBBARD, 1990. No obstante, en la medida en que el expresivismo
se acerque al escepticismo moral antes mencionado, como en la versión clásica y más radical de
Alfred AYER, sí sería incompatible con las concepciones mixtas o sustantivas de la legitimidad.
Cfr. AYER, 1936.
73
NOZICK, 1974: 207-209. La presentación de NOZICK es más compleja porque atiende a otro
tipo de parámetros que no son pertinentes aquí, de modo que me permitiré simplificarla y adap-
tarla a mis propósitos, sin desnaturalizar, creo, la idea filosófica que expresa.
74
RAWLS, 1971: 171-176.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 165
tizar la justicia del resultado. En cambio no son compatibles con los cri-
terios de justicia procesal pura.
El dilema de NOZICK, expresado en la terminología que estoy utili-
zando aquí, es el siguiente. Para saber qué procedimiento es adecuado en
términos de asegurar en la medida de lo posible la justicia del resultado,
esto es, para saber cuál es el procedimiento de justicia procesal perfecta,
o cuál de todos los procedimientos de justicia procesal imperfecta es menos
imperfecto, necesito no sólo suponer que existen criterios sustantivos e
independientes de corrección de las decisiones políticas, sino también que
podemos conocer cuáles son y determinar qué decisiones se ajustan a ellos
y cuáles no. Pero si tales criterios existen y podemos saber cuáles son,
entonces ya no necesito el procedimiento para nada. De modo que, o bien
puedo identificar los procedimientos valiosos en términos de legitimidad
política, pero entonces no me sirven para nada (y mi posición colapsa en
el sustantivismo radical), o bien no puedo hacerlo, porque no tengo manera
de saber cuáles son los criterios sustantivos de corrección, y entonces nece-
sito dichos procedimientos más que nunca y lo que no necesito es hacer
referencia a tales criterios (y mi posición colapsa en el procedimentalismo
radical) 75.
Ahora bien, lo que muestra este dilema, una vez más, es la peculiar
estructura de la paradoja de la legitimidad entre el procedimentalismo y
el sustantivismo, según la cual, por una parte, los criterios procedimenta-
les y los sustantivos se presuponen mutuamente y, por la otra, entran en
conflicto y muestran una tendencia hacia una de las dos posiciones radi-
cales. Es decir, si hasta ahora en esta sección he acentuado el rasgo de esta
paradoja que hace que nos resulte imposible prescindir de alguno de los
dos tipos de criterios para construir una noción aceptable de legitimidad,
el dilema de NOZICK enfatiza la necesidad de optar por uno de los dos, de
establecer algún tipo de prioridad que, aunque no sea lexicográfica, nos
permita resolver los conflictos entre unos valores y otros en nuestro diseño
institucional. Pero el dilema de NOZICK muestra otra cosa también impor-
tante. Dados el hecho del pluralismo y el problema epistémico que ya
hemos visto, y situados en el dilema, la inercia nos lleva hacia el terreno
del procedimentalismo, por más que intentemos evitar caer en el extremo
radical. Lo cual evidencia, una vez más, una cierta superioridad del pro-
cedimentalismo en términos de legitimidad.
Antes de pasar al siguiente apartado, repasemos las conclusiones que
hemos podido extraer hasta el momento:
75
Ésta es la idea que se esconde tras la discusión sobre la irrelevancia o superfluidad del
derecho (NINO, 1996: 187 y 188), y también está conectada con la paradoja de las precondiciones
que examiné al final del capítulo III.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 166
76
Como el propio RAWLS admite, «la justicia procesal perfecta es inusual, si no imposible,
en los casos de mucho interés práctico» (RAWLS, 1971: 73). Robert DAHL es más contundente y
directamente afirma que no existe ningún procedimiento capaz de garantizar la justicia de sus
resultados (DAHL, 1989: 196-214). En este mismo sentido, véanse MANIN, 1987: 362; ESTLUND,
1993a: 1467-1469; GOODIN y LIST, 2001: 280; y BAYÓN, 1998: 60.
77
ESTLUND, 1997: 174. Entre los que han pensado que la concepción epistémica está ligada
al sustantivismo, véanse el propio ESTLUND, 2000c: 122 y 123; COHEN, 1996; WALDRON, 1999a:
253 y 254; y GOODIN y LIST, 2001: 277-280. Muchos de estos autores atribuyen al procedimen-
talismo la tesis de la no existencia de un criterio sustantivo de corrección independiente del pro-
cedimiento, y suelen citar a Robert DAHL como uno de sus defensores. Esto demuestra que con-
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:12 Página 167
Las conclusiones a las que hemos llegado en los dos apartados ante-
riores nos conducen en primer lugar a una distinción necesaria para todas
las concepciones mixtas de la legitimidad, pero especialmente para las pro-
cedimentalistas, la distinción entre los criterios de corrección sustantiva y
la legitimidad, o dicho de otro modo, entre justicia y legitimidad. Existe
la corrección sustantiva moral, pero como discrepamos acerca de cuál es,
y carecemos de una vía epistémica compartida para conocerla, nuestra
legitimidad no puede basarse en dicha corrección. Tal corrección no puede,
ni siquiera, ser condición necesaria aunque no suficiente de la legitimi-
dad. Como dije al inicio del apartado anterior, reconocer la necesidad de
conciliar los valores procedimentales con los sustantivos no quiere decir
que ambos sean condiciones necesarias y conjuntamente suficientes de la
legitimidad. Al menos los criterios sustantivos no pueden ser una condi-
ción necesaria de la misma, de modo que la noción de legitimidad debe
ser fundamentalmente procedimental, las condiciones necesarias que deben
satisfacerse para que una decisión sea considerada legítima deben ser pro-
cedimentales. Por ello es necesario desvincular la justicia de la legitimi-
dad política, aunque no totalmente 78.
La distinción, o desvinculación parcial, supone que no hay traslación
directa entre justicia y legitimidad. No sólo que no se trata de términos
equivalentes, sino que como he dicho ni siquiera una es condición nece-
saria de la otra. Sin embargo, no podemos ignorar por completo las con-
sideraciones sustantivas. Ya hemos visto que las razones para preferir un
procedimiento a otro en términos de legitimidad no pueden ser otra cosa
que sustantivas, y tienen que ver con los valores concretos que un deter-
minado procedimiento puede honrar, así como con la probabilidad de que
dicho procedimiento produzca resultados justos, al menos en los términos
de los propios valores concretos que acabo de mencionar. El procedimiento
democrático puede considerarse legítimo, por ejemplo, porque honra los
valores de igual dignidad e igual autonomía de las personas, y además
porque las decisiones que produce tienden a ser más justas que las que
obtendríamos con otro procedimiento, donde más justas debe significar,
al menos, más respetuosas con los propios valores de igual dignidad e
igual autonomía. De modo que, a pesar de que tengamos dificultades para
79
Si digo que el cumplimiento del requisito procedimental es en principio condición nece-
saria es por el problema del cumplimiento de los principios estructurales y las precondiciones que
en el capítulo anterior denominé paradoja de las precondiciones.
80
Es lo que sucede también en otros ámbitos de la vida humana, como el científico o el jurí-
dico. En la ciencia, fijamos determinados criterios para decidir cuando una teoría científica es
aceptable, aun cuando no contamos con ningún criterio absolutamente fiable para determinar su
corrección. En el derecho, fijamos determinados parámetros de legitimidad (jurídica) de una deci-
sión judicial, aunque el procedimiento sea siempre falible por parte del juez (por ejemplo, con
respecto a la apreciación de hechos probados), y la decisión sigue siendo legítima (jurídicamente)
aunque sea incorrecta en el sentido en que se basa en premisas empíricas falsas. El objetivo de
un juez siempre será idealmente el de tomar una decisión sobre los hechos que realmente ocu-
rrieron, y eso a pesar de ciertas limitaciones jurídicamente establecidas sobre su capacidad de
conocer la verdad, como la obligación de tomar en consideración únicamente las pruebas apor-
tadas por las partes y siempre que no sean ilícitas, pero eso no excluye la posibilidad de error.
Véase FERRER, 2002.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 170
81
En este mismo y preciso sentido, véanse BAYÓN, 1998: esp. 58; y CHRISTIANO, 2000: 521.
82
Sobre el problema del regreso al infinito, véanse MICHELMAN, 1997: 162-165; KNIGHT y
JOHNSON, 1997: 286; CHRISTIANO, 2000: 519-522, criticando a WALDRON en estos mismos térmi-
nos (también CHRISTIANO, 1990 y 1996a: cap. 2); y BAYÓN, 1998: 58, que aún admitiendo la idea
de incluir limitaciones sustantivas en el procedimiento de legitimación termina sosteniendo lo que
a mi juicio es una concepción procedimentalista débil (cfr. BAYÓN, 1998: 58-64).
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 171
83
He tratado de refinar la clasificación de Brian BARRY, que distingue siete procedimientos
básicos de decisión colectiva: la lucha, la negociación, «la discusión basada en los méritos», el
voto, el azar, la disputa (contest) y la determinación autoritaria. Véase BARRY, 1965: cap. V, esp.
85-90.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 172
84
ACKERMAN, 1989: 9. Con un argumento pragmático de este tipo, véanse también GUTMANN
y THOMPSON, 1996: 32-35; y DRYZEK, 1990, 2000a y 2001.
85
ACKERMAN, 1989: 10.
86
Era concretamente el que yo identifiqué como principio PE5 en el apartado 3.1 del capí-
tulo III.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 173
información, que deben ser tenidos en cuenta 87. Por tanto, y a diferen-
cia de lo que ocurre con los criterios sustantivos de legitimidad como la
corrección moral, que suelen interpretarse como universales, toda deci-
sión política vigente puede ser desafiada y, es más, puede ser legítima en
t1 y ser ilegítima en t2, sin ninguna inconsistencia 88. De modo que aunque
discrepemos sobre el contenido de muchas de las decisiones políticas
vigentes, siempre podemos aspirar a modificar el resultado en un futuro
próximo, convenciendo a los demás de la validez de nuestros argumen-
tos en favor de una opción política distinta 89. Además, la provisionali-
dad y el carácter continuo implican el reconocimiento de la falibilidad
del procedimiento y de sus participantes que exigimos como necesario
al final del apartado 2 del capítulo anterior. Y redunda en la idea de que
se trata de un procedimiento modesto en tanto que no pretende en ningún
momento la imposición de «verdades inmutables» al conjunto de la ciu-
dadanía, sino que le permite a ésta avanzar por sí misma en la compren-
sión de los asuntos públicos, cometer sus propios errores y aprender de
ellos. Dado el hecho del pluralismo, es mejor optar por un procedimiento
que en todo caso nos permita revisar las decisiones, incluso a pesar de
que no nos pongamos de acuerdo tampoco acerca de dicho procedimiento,
que hacerlo por un criterio de legitimidad sustantivo universal, inmuta-
ble y no revisable.
Pero además el procedimiento de la deliberación nos permitirá revisar
incluso las condiciones del propio procedimiento gracias a otro de los prin-
cipios estructurales del procedimiento deliberativo: el principio de proce-
dimiento abierto (openness) 90. Dicho principio sostiene que el proceso es,
en primer lugar, flexible en el sentido de que puede adaptarse a diversas
87
Véase, especialmente, GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1, 26 y 51-94, y 2004: cap. 3; tam-
bién BARBER, 1984: 136; COHEN, 1989a: 21, y 1989b: 31; ACKERMAN, 1989; BENHABIB, 1994: 31;
BOHMAN, 1996: 47-66, y 1998: 407; MICHELMAN, 1997: 151; COHEN y SABEL, 1997: 328-334;
FEARON, 1998: 56-59; y PARKINSON, 2003: 190 y 191.
88
Sin que influya en ello la percepción de los destinatarios. La decisión política D1 tomada
en t1 y que instaura la política A es legítima si cumple con los requisitos procedimentales. Una
decisión política D2 tomada en t2 y también legítima puede revocar dicha política A. Ambas deci-
siones son legítimas. Diremos que, aun siendo legítima en su momento D1, su validez quedó revo-
cada por D2. No es que D1 pase a ser ilegítima, simplemente ha quedado revocada. Pero sí pode-
mos decir que la política A fue legítima en un momento e ilegítima en otro. Sucede que las
decisiones pierden la validez cuando son sustituidas por otras. Lo que sí es provisional es la legi-
timidad de las políticas instauradas por tales decisiones. En el momento que una decisión D2 ins-
taura no-A (esto es, revoca A), A deja de ser legítima. Esta idea podría reconstruirse mejor, como
me ha sugerido Jorge RODRÍGUEZ, recurriendo a una distinción entre legitimidad estática y legiti-
midad dinámica que, sin embargo, no voy a desarrollar aquí.
89
Siempre que se tomen precauciones para evitar lo que NINO denominó «minorías conge-
ladas», esto es, sectores de población que quedan permanentemente en minoría en la toma de deci-
siones, y para los que la expectativa de modificar la decisión en el futuro, tal vez en su caso nula,
no actúa como incentivo a aceptar las reglas del procedimiento. Véase NINO, 1996: 192.
90
Que yo identifiqué como principio PE5 en el apartado 3.1 del capítulo III.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 174
91
En especial, HABERMAS, 1981: 15-96. Véanse también COHEN, 1989a: 21-24, y 1989b: 31;
ACKERMAN, 1989; BENHABIB, 1990, 1994: 31, y 1996; SUNSTEIN, 1993a: 23; BOHMAN, 1996: 238;
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1, 26 y 52-94, y 2004: cap. 3; y MICHELMAN, 1997: 151.
92
La idea del primer orden y el segundo orden es simplemente un recurso teórico para com-
prender el problema del regreso al infinito que se esconde tras la paradoja de la legitimidad, así
como la solución pragmática que ofrece la deliberación democrática, su superioridad con respecto
al resto de alternativas.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 175
93
Véase la nota 131 y el texto que la acompaña del capítulo III.
04-CAPITULO 04•J 29/9/06 13:13 Página 176
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 177
CAPÍTULO V
LA JUSTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA
DELIBERATIVA
1
Véanse, por ejemplo, ESTLUND, 1993a y 1997; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 26-39, y 2004:
21-23; CHRISTIANO, 1997: 244-246, y 2004; COHEN y SABEL, 1997: 319 y 320; BOHMAN, 1998;
BAYÓN, 1998: 60-63; y GOODIN y LIST, 2001: 277-278.
2
Y utilizan expresiones como la de «procedimentalismo puro o equitativo (fair)» o «expre-
sivismo democrático» para designar a las posiciones que suscriben justificaciones procedimenta-
les. Véanse, por ejemplo, ESTLUND, 1997: 176-179; GUTMANN y THOMPSON, 2004: 21-23; y CHRIS-
TIANO, 2004: 267, nota 3.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 179
3
Véanse, como ejemplo, MANIN, 1987: 351-359; COHEN, 1989a: 17-22; MICHELMAN, 1989:
317; BENHABIB, 1994: 26; DRYZEK, 1990, 2000a, y 2001: 651; MILLER, 1992: 185; ESTLUND, 1993a:
1469, y 1997 y 2000a; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 4, y 2004; BOHMAN, 1996: 4 y 5, y 1998:
401 y 402; REHG, 1997: 368-374; GOODIN, 2000: 54 y nota 5; FREEMAN, 2000: 392-396; SMITH,
2000: 33; YOUNG, 2001: 103; y PARKINSON, 2003: 180 y 181. En contra de esta tesis mayoritaria,
encontramos a KNIGHT y JOHNSON, 1994.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 180
1. LA JUSTIFICACIÓN EPISTÉMICA
4
Son clásicas las defensas del argumento epistémico en relación con la democracia en gene-
ral de ROUSSEAU, 1762: Libro 4, cap. 2; James MILL, 1823; y John Stuart MILL, 1860. Dentro de
la literatura de la democracia deliberativa, los que han defendido la justificación epistémica de un
modo más articulado han sido COHEN, 1986a y 1989a; ESTLUND, 1990, 1993a, 1993b, 1997 y 1998;
NINO, 1996; y GAUS, 1996, 1997a, 1997b y 1997c. En contra, véase por ejemplo MILLER, 1992:
184.
5
Por ejemplo, han declarado explícitamente adherirse a esta justificación, además de los
mencionados en la nota anterior, y entre otros, BARRY, 1964: 9-14; BESSETTE, 1980: 105 y 106;
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 181
sólo podría empeorar la racionalidad de las preferencias de los votantes. No obstante, se trata de
casos en los que hemos fracasado empíricamente a la hora de garantizar las condiciones de la deli-
beración, así que ninguna deliberación sería realmente posible.
8
Todos son mecanismos de justicia procesal imperfecta. Véanse COHEN, 1986a: 28 y 29;
GOODIN y LIST, 2001: 280; y BAYÓN, 1998: 60
9
Unos pocos autores han intentando negar la existencia de fundamentos sustantivos o crite-
rios de corrección moral independientes, como es el caso de BARBER, 1984: 131-138. No obstante,
y aunque no puedo detenerme ahora en este punto, lo que estos autores parecen negar es el tipo
de objetividad propio del realismo moral, no la existencia de criterios intersubjetivos en el sen-
tido que yo he utilizado, que ellos mismos terminan por aceptar. Así lo hace el propio BARBER
cuando reconoce que la deliberación es un procedimiento que transforma las preferencias al servir
de filtro de imparcialidad y por ello les otorga una mayor legitimidad (BARBER, 1984: 136).
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 183
10
Como declara Gerald GAUS, es ciertamente difícil proporcionar razones concluyentes que
demuestren que un procedimiento es siempre más confiable epistémicamente que otros (GAUS,
1997b: 277-281). GAUS cree que el problema se puede resolver afirmando simplemente que «ningún
método para resolver controversias morales ha demostrado más allá de cualquier duda razonable
ser epistémicamente superior a la democracia» (GAUS, 1997b: 282). Sin embargo, más adelante
veremos que la estrategia de GAUS tampoco funciona, ya que alguien puede negar simplemente la
posibilidad de conocer cuándo un método es epistémicamente superior a otro.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 184
11
COHEN, 1989a: 21 y 22.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 185
Han sido muchos los autores que, desde ROUSSEAU, han defendido la
tesis del valor epistémico de la democracia en la tradición del pensamiento
democrático 12. Si entendemos ahora por democracia simplemente la toma
de decisiones con participación de todos los ciudadanos (que acrediten
unas mínimas capacidades de racionalidad) y frecuentemente en los dise-
ños reales mediante el voto y la aplicación de la regla de la mayoría 13, lo
que afirma la tesis del valor epistémico es que el resultado de la agrega-
ción de preferencias manifestadas en el voto tiene mayor probabilidad de
ser correcto que el resultado de otros procedimientos no democráticos de
toma de decisiones. Y para justificar esta tesis es necesario defender algo
así como el célebre Teorema del Jurado elaborado por el Marqués de CON-
DORCET, que fue considerado una demostración probabilística de la intui-
ción previa de Jean-Jacques ROUSSEAU, a pesar de que CONDORCET no men-
ciona explícitamente en ningún momento al pensador ginebrino 14. Aunque
el Teorema estaba destinado a ser aplicado a las decisiones de los miem-
bros de un jurado en un tribunal de justicia, la traslación al ámbito de las
decisiones políticas democráticas es casi automática. En una primera for-
mulación simple, el Teorema sostiene que:
Una vez garantizadas determinadas condiciones, la probabilidad de que
una decisión correcta sea respaldada por una mayoría de votantes aumenta
12
Los precursores modernos de esta idea son ciertamente ROUSSEAU, 1762: Libro Cuarto,
cap. 2; y James MILL, 1823. Entre los teóricos contemporáneos, véase por ejemplo BARRY, 1964:
9-14, y 1965: Apéndice A, 292 y 293; y E. SPITZ, 1984: 206.
13
Una definición compatible con cualquiera de los procedimientos concretos de regla de
mayoría existentes. Sobre algunos de estos procedimientos, véase MUELLER, 1989: 112 y 113.
14
Véase CONDORCET, 1785: Parte Quinta, 279-304. Seguiré en este apartado las exposiciones
clásicas de BLACK, 1958: 162-165; GROFMAN y FELD, 1988; y MCLEAN y HEWITT, 1994: 32-54.
Duncan BLACK fue el primero en recuperar el Teorema de CONDORCET, tras más de 200 años de
inexplicable olvido. Véanse también BARRY, 1964: 9-14; GROFMAN, OWEN y FELD, 1983: 261-278;
COHEN, 1986a: 35; ESTLUND, 1994b; AUSTEN-SMITH y BANKS, 1996; GOODIN y LIST, 2001: 283-
288; y ZINTL, 2002. Agradezco a Ruth ZIMMERLING, Jorge RODRÍGUEZ y José Juan MORESO por
algunas charlas apasionadas y esclarecedoras sobre este Teorema.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 186
v h–k
v + e h–k
h–k
15
He seguido aquí la formulación básica de MCLEAN y HEWITT, 1994: 35 y 36. La fórmula
del texto no equivale a la formulación matemática del Teorema, y mucho menos a su demostra-
ción, pero he preferido no incluir ninguna de las dos en el libro porque introduciría una comple-
jidad innecesaria, dado que no pienso problematizar el aspecto matemático o formal del Teorema.
Existen diferentes formulaciones y demostraciones del Teorema, todas ellas complejas para un
profano de las matemáticas. Las más asequibles son BLACK, 1958: 164; GROFMAN y FELD, 1988:
573, nota 7; ESTLUND, 1994b: 131-137; y GOODIN y LIST, 2001: Apéndice 1, 295-297.
16
A este respecto, David ESTLUND proporciona unas cifras que pueden resultar sorprenden-
tes: «un grupo de 250 votantes con una competencia de 0,51, tiene una competencia de grupo de
0,62, mientras que un grupo de 10.000 votantes con la misma competencia individual, tiene una
competencia de grupo de 0,98» (ESTLUND, 1994b: 131). Los números son sin duda sorprendentes.
Tengamos en cuenta, no obstante, que la competencia de grupo se define como la probabilidad de
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 187
acertar si todos unánimemente votan por una alternativa. Si 10.000 personas votan por la misma
opción, la posibilidad de acertar sería entonces de 0,98.
17
La probabilidad en una decisión democrática por regla de mayoría aumenta cuando aumenta
h-k, esto es, cuando aumenta el número de personas que integran la mayoría, no cuando aumenta
el número total de votantes ni tampoco cuando aumenta la proporción de la mayoría con respecto
a la minoría. Véase sobre este punto, MCLEAN y HEWITT, 1994: 37. Así, aumentar el número de
votantes no tendrá efectos sobre el valor epistémico, al menos no por lo que respecta al motivo
del Teorema, a menos que los nuevos votantes incrementen el número absoluto de personas que
forman la mayoría. En general podemos asumir, no obstante, que cuanto mayor sea el número de
votantes, mayor será la mayoría final. Nótese que éste puede ser un argumento en favor de exigir
mayorías cualificadas, que debería ser contrapesado en todo caso con los argumentos igualitarios
tradicionales en favor de las mayorías simples.
18
El cumplimiento del fin deseado, que al menos dos de los tres saquen bolas blancas, se da
cuando ocurre alguna de las situaciones descritas. Como se trata de una disyunción, debemos
sumar las probabilidades. He extraído el ejemplo, aunque ligeramente modificado, de CHAPMAN,
2002.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 188
19
Véase GOODIN y LIST, 2001: 285.
20
Nótese que, estrictamente en el ámbito de los tribunales, también podríamos sostener que
un tribunal formado por más magistrados tiene mayor probabilidad de acertar en sus decisiones
mayoritarias que un tribunal formado por pocos jueces. Este argumento ha sido desarrollado por
KORNHAUSER y SAGER, 1986.
21
COHEN, 1986a: 35-37.
22
AUSTEN-SMITH y BANKS, 1996.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 189
la democracia que ahora nos interesa, en MACKIE, 2003: esp. 72-94 (aunque todo el libro está dedi-
cado a este Teorema y sus consecuencias). Una revisión clásica es la de SEN, 1970: 10-46. Véanse
también BLACK, 1958: 179; NURMI, 1983; MCLEAN y HEWITT, 1994; y AUSTEN-SMITH y BANKS, 1996.
26
Véase MACKIE, 2003: 7-9.
27
MACKIE, 2003: 386-392. Volveré sobre este argumento en el siguiente apartado, cuando
examine las razones por las que la deliberación puede contribuir a evitar los diversos problemas
de la aplicación del Teorema de CONDORCET a la democracia.
28
GOODIN y LIST, 2001: 285, y para la demostración, véase su Apéndice 1, 295-297.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 191
29
Véanse GROFMAN, OWEN y FELD, 1983: 268 y siguientes; MCLEAN y HEWITT, 1994: 35; y
GOODIN y LIST, 2001: 283. De hecho, aunque esto puede resultar más discutible, algunos autores
han llegado a mostrar que es suficiente con una competencia epistémica promedio de 0,471 (GROF-
MAN, OWEN y FELD, 1983: 271). A su vez, si seguimos el modelo de GOODIN y LIST que extiende
el Teorema a n opciones, basta con que la probabilidad de tomar la decisión correcta sea mayor
que la probabilidad de tomar alguna (pero examinadas una por una) de las decisiones incorrec-
tas, así que el umbral de competencia epistémica podría ser todavía más bajo (GOODIN y LIST,
2001: 285 y 286).
30
Según Gerald GAUS, por ejemplo, no tenemos ninguna garantía de que esto sea así (GAUS,
1997c: 150).
31
ESTLUND, 1993b: 93, y 1997: 185-186.
32
GOODIN y ESTLUND, 2004: 136.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 192
33
Otra razón propuesta por GOODIN y ESTLUND, que se basa en la original idea de recorrer
el camino del Teorema de CONDORCET pero al revés, y que de hecho constituye el principal argu-
mento de su artículo, es la siguiente: «sabiendo que un resultado democrático fue de 60:40, tene-
mos que decidir entonces qué posibilidad es más creíble. ¿Es más creíble que en este caso el
votante medio tenía un 60 por 100 de probabilidades de elegir correctamente [...]? ¿O resulta más
creíble que tenía sólo un 40 por 100 de probabilidades [...]?» (GOODIN y ESTLUND, 2004: 140).
Pero véase la nota siguiente al respecto de la fortuna de este argumento.
34
Es más, como GOODIN y ESTLUND advierten, los problemas de sesgo sugieren que si esta
cuarta condición no puede garantizarse es debido, al menos en parte, a un fallo en el cumplimiento
de la segunda condición, la de la independencia de los votantes, puesto que las cargas y sesgos
del juicio parecen estar causados por la interdependencia de nuestras creencias (GOODIN y ESTLUND,
2004: 137). En mi opinión, de lo que no se dan cuenta GOODIN y ESTLUND es que precisamente
por esta razón el «Teorema de CONDORCET inverso» que ellos proponen no sirve para fundamen-
tar nuestra presuposición del cumplimiento de la condición de la competencia epistémica. Una
objeción similar en COHEN, 1986a: 35 y siguientes.
35
Véase un argumento idéntico en la crítica de Juan Carlos BAYÓN a Carlos NINO, en BAYÓN,
1991: 655, nota 591, que proviene de la página 653.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 193
36
Véanse MANIN, 1987; COHEN, 1989a; DRYZEK, 1990; NINO, 1996: 166-180; BOHMAN, 1996;
ELSTER, 1998a: 11; FEARON, 1998: 45-49; GAMBETTA, 1998: 22; y FREEMAN, 2000: 383.
37
La deliberación también permite la expresión de intensidades en las preferencias indivi-
duales (FEARON, 1998: 45-46), de modo que no sólo ofrece información acerca de los intereses de
los demás, sino que también puede contribuir a evitar ciertos problemas en la construcción de las
escalas sociales de preferencias, como el Teorema de Imposibilidad de ARROW (FEARON, 1998: 45-
49; MACKIE, 2003: 391-392). En realidad, en la medida en que estructura las preferencias de los
participantes, la deliberación permite también la superación de algunos dilemas de acción colec-
tiva, que se producen por no poder distinguir entre diversos tipos de intereses o preferencias. Véase
NINO, 1996: 188-190. Para una presentación clásica de tipo de problemas de acción colectiva,
véase OLSON, 1965.
38
Por supuesto, la deliberación real no sólo permite el intercambio de información relevante,
sino también de la irrelevante así como de información falsa (manipulada conscientemente o no).
Si la información que más circula es irrelevante y/o falsa, la probabilidad de tomar una decisión
correcta no aumenta sino que disminuye, a menos que dispongamos de criterios de relevancia
potentes que nos permitan discriminar un tipo de información de otro. Uno de los peligros de la
sociedad de la información que agiliza los canales de comunicación es precisamente el exceso, y
el riesgo de manipulación, de la información. No obstante, el escrutinio público mediante el inter-
cambio de argumentos es el único remedio conocido para purificar la información, así que de
nuevo aquí el procedimiento deliberativo, con su carácter recursivo, será la única solución para
un problema que afecta de hecho a todos los modelos democráticos, y no sólo al deliberativo.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 195
sucede, también habitualmente son los demás los que podrán mostrarnos
inconsistencias, falacias u otros errores 39.
39
Véanse NINO, 1996: 174 y 175; y FEARON, 1998: 49-52.
40
NINO, 1996: 125. Véanse también MANIN, 1987; COHEN, 1989a; NINO, 1996: 175 y 176;
BOHMAN, 1996; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 313, nota 31; ELSTER, 1998a: 11; FEARON, 1998: 45-
49; GAMBETTA, 1998: 22; PETTIT, 2003: 157; y FREEMAN, 2000: 383.
41
Para una reivindicación explícita del papel de las emociones en la deliberación, véase
MANSBRIDGE, 2006. Un profundo análisis general del valor de las emociones en los procesos de
racionalidad, en ELSTER, 1999.
42
Véanse los importantes trabajos en este sentido de SUNSTEIN, 1991, 1993b, 2000, 2001 y
2002.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 196
46
Este fragmento es de NINO, 1996: 170-174 y 178-180. Véase la misma idea general en
SUNSTEIN, 1988: 150 y 151; COHEN, 1989a: 17, 21 y 22; GARGARELLA, 1995: 139 y siguientes;
GUTMANN y THOMPSON, 1996: 4, y 2000: 161; y FEARON, 1998: 52-55. La demostración empírica
de que la deliberación introduce un filtro de imparcialidad, en FISHKIN, 1991, 1995 y 1999; GASTIL
y DILLARD, 1999; GASTIL, DEESS y WEISER, 2002; FUNG y WRIGHT, 2001; PETTIT, 2003: 157; y
FUNG, 2004.
47
Véase HURLEY, 1989.
48
El caso de la ciencia también es interesante. Algunos de los defensores de la democracia
deliberativa han puesto justamente como modelo de deliberación el que tiene lugar en los semi-
narios académicos. Los participantes en un seminario intercambian argumentos en favor o en contra
de una determinada posición sin estar motivados en principio por intereses personales egoístas, y
tratan de alcanzar el máximo consenso acerca de lo que consideran la respuesta correcta.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 198
49
Los precursores de esta idea son BARBER, 1984: 204; ELSTER, 1986: 111; y COLEMAN y
FEREJOHN, 1986. En esta misma línea, véanse COHEN, 1989a: 27 y 28; BRENNAN y PETTIT, 1990;
MILLER, 1992: 186-196; ESTLUND, 1993b: 92-94, y 1994b; CHRISTIANO, 1993; GAUS, 1997c; FEARON,
1998: 48; MCLEAN, LIST, FISHKIN y LUSKIN, 2000; DRYZEK, 2000a: 31-56; GOODIN y LIST, 2001;
CHAPMAN, 2002; MACKIE, 2003: 386-392 y GOODIN, 2003: 91-108. Algunas críticas a esta idea,
en KNIGHT y JOHNSON, 1997.
50
MACKIE, 2003: 386-392.
51
MACKIE ofrece un persuasivo ejemplo de cómo sucede este fenómeno (MACKIE, 2003: 390).
En realidad, como el propio MACKIE admite, él no tiene un argumento que demuestre que en todos
los casos de controversia política sucederá lo mismo que en su ejemplo. Así que en realidad su
tesis no es concluyente. Véase, en paralelo, CHAPMAN, 2002.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 199
cen más significativos. El primero de ellos tiene que ver con el tipo de
razones para la acción que ofrece un procedimiento de toma de decisio-
nes que se justifica epistémicamente. Dije en el capítulo IV que la legiti-
midad de una decisión implica un deber abstracto de respeto que se ins-
tancia en un deber concreto, aunque prima facie, de obediencia de tal
decisión. Ahora, si la legitimidad de la decisión deriva de una justifica-
ción epistémica, esto es, si una decisión política es legítima porque es el
resultado de un procedimiento que se justifica por su valor epistémico 54,
¿qué tipo de razones para la acción ofrece una decisión que es el resul-
tado de un procedimiento deliberativo real, razones que eviten la falacia
naturalista? Según NINO,
«las leyes sancionadas democráticamente no constituyen razones sustantivas
sino epistémicas. De este modo, las leyes —siempre reducibles a circunstan-
cias fácticas— no proveen por ellas mismas razones para justificar acciones
y decisiones. Por otro lado, esta visión tampoco niega la importancia de las
razones autónomas como sucede en el caso de aquellos principios que resul-
tan aceptados como consecuencia de su validez o por sus méritos intrínsecos
en lugar de serlo debido a que fueron sancionados o respaldados por alguna
autoridad. El sentido de las leyes sancionadas democráticamente, de acuerdo
con esta visión, reside en que ellas proveen de razones para creer que exis-
ten razones para actuar o decidir. Las leyes democráticas no son en sí mismas
razones para actuar o decidir» 55.
Pero Juan Carlos BAYÓN ha desafiado esta tesis de NINO con el siguiente
argumento 56. NINO había sostenido en 1989 que la presunción en favor del
valor epistémico de la decisión democrática «siempre puede ser revocada
si se demuestra que, en condiciones ideales, se hubiera llegado a un resul-
tado diferente» 57. A lo que BAYÓN aduce que «si un individuo puede deter-
54
Véase NINO, 1989b: 129-133; y 1996: 181-195.
55
Y añade: «La calidad epistémica de las leyes democráticas varía de acuerdo al grado en
el cual el proceso de discusión colectiva y de toma de decisión mayoritaria cumple con las con-
diciones sobre las cuales se basa aquel valor. Cuando esas condiciones no son totalmente satisfe-
chas, las razones epistémicas proveídas por esas leyes son más débiles y la competencia de ellas
con la calidad epistémica de la reflexión individual puede tener un resultado diferente». Véase
NINO, 1996: 187 y 188. Para una tesis similar, véase ESTLUND, 1997: 194-198.
56
BAYÓN critica la versión del modelo que NINO había esbozado en NINO, 1989b, pero que
es esencialmente la misma que sostiene en NINO, 1996. En realidad presenta más de un argumento.
Uno de ellos es que el valor epistémico de nuestras «democracias existentes rondaría las cotas
más bajas», ya que «las condiciones reales en las que se sustancia el debate público previo, incluso
juzgadas con el criterio más benévolo, suelen distar considerablemente de las idóneas» (BAYÓN,
1991: 655, nota 591 que proviene de la página 653). Para una crítica similar a WALDRON, véase
CHRISTIANO, 2000: 522-533. Pero el propio BAYÓN advierte que no se trata de una crítica directa
contra NINO. Y tiene razón. Que el grado de implementación de los presupuestos del modelo de
la democracia deliberativa en las democracias actuales sea muy bajo, y en consecuencia el valor
epistémico de dichas democracias es también bajo, no supone una objeción contra el modelo. Al
contrario, está en consonancia con las propias reivindicaciones de los deliberativistas que critican
las democracias actuales.
57
NINO, 1989b: 130.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 203
58
BAYÓN, 1991: 655, nota 591 que proviene de la página 653.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 204
cias» 59. Y ésta es una pregunta incómoda a la que no voy a intentar res-
ponder porque se trata de una cuestión demasiado compleja que requeri-
ría un tratamiento mucho más profundo del que puedo destinarle aquí.
Además, se trata de un problema que debe resolver no sólo una concep-
ción procedimentalista epistémica de la legitimidad como ésta, sino cual-
quier concepción no subjetivista de la misma. Así que no puede servir
como objeción específica en contra de la primera 60.
El segundo problema es el que ya he mencionado al fin del anterior
sub-apartado, el problema del elitismo epistémico. Si la legitimidad de las
decisiones políticas es básicamente procedimental y elegimos el procedi-
miento de toma de decisiones en función de su valor epistémico, enton-
ces corremos el riesgo de acabar defendiendo algo así como un elitismo
epistémico. Ahora, es una cuestión de hecho innegable que algunas per-
sonas poseen una mayor competencia epistémica, o bien porque poseen
más aptitudes o habilidades naturales, o bien porque tienen una mejor for-
mación y entrenamiento o, finalmente, porque poseen mayor información
de los temas sobre los que debemos tomar decisiones. Aceptado esto, debe-
mos también aceptar que el resultado tendrá mayor fiabilidad si los parti-
cipantes finales son aquellos que demuestran tener una mayor competen-
cia. Si lo que nos importa es la legitimidad de las decisiones, ¿por qué no
restringir la participación a aquellas personas con mayor competencia epis-
témica? Ésta es siempre la pregunta que amenaza a toda justificación epis-
témica, una tendencia que subyace a la misma, y que debemos responder
para salvar los valores democráticos de la democracia deliberativa 61.
La primera tentación del elitismo democrático es establecer algún tipo
de sistema representativo en el que los representantes sean personas con
competencia epistémica elevada. Como no todos podemos participar en la
toma de decisiones políticas, por usar el argumento de la división del tra-
bajo, parece sensato que dejemos las decisiones políticas en manos de los
que mejor pueden tomarlas. La legitimidad democrática queda en princi-
59
BAYÓN, 1991: 655, nota 591 que proviene de la página 653.
60
Parte de la solución viene por aceptar que lo que pide BAYÓN no se puede comprobar, pero
que es necesario distinguir entre lo que es y lo que creemos que es. Del mismo modo que hay una
diferencia entre lo que es correcto y lo que creemos que es correcto, también la hay entre las razo-
nes para la acción que ofrece una decisión y las razones para la acción que creemos que ofrece
dicha decisión. ¿Cómo sabe un individuo si sus consideraciones individuales tienen mayor posi-
bilidad de ser correctas que las derivadas de un procedimiento deliberativo real (imperfecto)? Lo
que debe contrapesar este individuo es la confiabilidad epistémica de su razonamiento individual
con la confiabilidad del razonamiento colectivo. En cualquier caso se tratará de una evaluación
epistémica subjetiva, y no debería invalidar la cuestión teórica.
61
Entre los que han señalado la tendencia elitista de la democracia deliberativa, véanse
ESTLUND, 1993a: 1463-1464, 1993b: 71, 1997: 181-183, y 2000: 123; FISHKIN 1991: 12; BUDGE,
1993: 149-152; YOUNG, 1995: 53, nota 2; BOHMAN, 1996: 3 y 111; SANDERS, 1997 354-359; GOODIN
y LIST, 2001: 280, nota 13; y DRYZEK, 2001: 655.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 205
2. LA JUSTIFICACIÓN SUSTANTIVA
igualdad básica entre todos los seres humanos. Alguien puede preferir, en
cambio, remitir al par clásico de valores del pensamiento liberal: libertad
e igualdad. Como lo que intento hacer aquí no es más que mostrar una
cierta vinculación entre el procedimiento democrático deliberativo y cier-
tos elementos que nos parecen valiosos, no voy ni siquiera a intentar per-
filar las concepciones que se encuentran detrás de cada una de estas con-
sideraciones sustantivas. En todo caso, la división en dos grupos de los
argumentos sustantivos responde al intento de separar los que a mi juicio
son justificaciones sustantivas primarias o directas de las justificaciones
sustantivas secundarias o indirectas.
Finalmente quiero insistir en un punto crucial. La justificación sus-
tantiva, igual que la epistémica, es básicamente comparativa. Así que con-
siste en mostrar la superioridad del procedimiento democrático delibera-
tivo con respecto a los demás procedimientos democráticos. Si limito la
comparación a las alternativas democráticas es porque el debate que plan-
tea la democracia deliberativa es un debate interno a la teoría de la demo-
cracia que presupone la legitimidad de ésta, entendida como teoría de la
autoridad. Ahora bien, las justificaciones sustantivas también sirven de
manera general para justificar los procedimientos democráticos con res-
pecto a los no democráticos. Es por ello que sirven de freno, al menos en
parte, a la tendencia al elitismo identificada en el apartado anterior con
las justificaciones epistémicas de la democracia.
62
Véanse MICHELMAN, 1986: 33, 40 y 41, y 1997: 157-159; MANIN, 1987; COHEN, 1989a:
23-26, y esp. 1998; ACKERMAN, 1989; GUTMANN y THOMPSON, 1996 y 2004; WARREN, 1996b: 256-
258; COHEN y SABEL, 1997: 319; y RICHARDSON, 2002: esp. cap. 3.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 207
63
Véase PITKIN y SHUMER, 1982: 44, MICHELMAN, 1997: 157-159; y WALDRON, 1999a:
cap. 10.
64
Sobre el principio de igual consideración y respeto, referido a los argumentos en la deli-
beración, véanse MANIN, 1987: 352 y 359; SUNSTEIN, 1988: 1539; COHEN, 1989a: 22; KNIGHT y
JOHNSON, 1994; ELSTER, 1995 y 1998a; BOHMAN, 1996: 27; GUTMANN y THOMPSON, 2000: 161;
GOODIN, 2000; YOUNG, 2001. 103; FISHKIN y LASLETT, 2003: 2; y PETTIT, 2003: 157.
65
Véase FEINBERG, 1979. Véanse, también, para la vinculación más general, DARWALL, 1977;
PETTIT, 1989b y 2001; y SCHAUER, 1992b. Para la distinción entre la igualdad básica, entendida
como principio de la igual consideración y respeto que merecen todos los seres humanos, y los
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 208
demás sentidos de igualdad comprometidos con una teoría de la justicia determinada, véase DWOR-
KIN, 1977: 272 y siguientes, y 2000: 5 y siguientes.
66
Véanse COHEN, 1989a: 22; ELSTER, 1995 y 1998a; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 288; COHEN
y SABEL, 1997: 319; y GUTMANN y THOMPSON, 1996 y 2004.
67
Véanse COHEN, 1989a, 1996 y 1998: 194; BOHMAN, 1996: 5, y 1998: 402; GAUS, 1996:
121; y COHEN y SABEL, 1997: 329.
68
Véanse MANIN, 1987: 352; COHEN, 1989a: 21 y 22, y 1989b; BOHMAN, 1996: cap. 3, y
1997a; KNIGHT y JOHNSON, 1997; CHRISTIANO, 1996b; y BRIGHOUSE, 1996.
69
Que no resulta indiferente la racionalidad o irracionalidad del comportamiento privado lo
demuestra el hecho de que el liberalismo justifique algunos tipos de paternalismo jurídico, siem-
pre que el comportamiento que se va a regular de forma paternalista sea una expresión de mani-
fiesta incompetencia básica o irracionalidad. Sobre el paternalismo jurídico, véase GARZÓN VALDÉS
«¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?», en GARZÓN VALDÉS, 1993: 361-378.
70
Véanse BOHMAN, 1996 y 1998: 405; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 313, nota 31; COHEN y
SABEL, 1997: 329-331; GARGARELLA, 1998a: 261; y PETTIT, 2003: 157.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 209
porque no puede dar cuenta de las razones a las que apelan los individuos,
de sus intereses intersubjetivos y de sus creencias sobre lo correcto. La
negociación, en cambio, presupone conceptualmente motivaciones de
autointerés o interés subjetivo egoísta. No se pueden hacer concesiones
acerca de los intereses intersubjetivos, porque estos están cualificados por
creencias que tienen que ver con las razones generales que podemos dar
en su defensa. Se puede deliberar acerca de ellos, pero no regatear con
ellos. Y teniendo en cuenta que las decisiones políticas van a restringir, en
general, la libertad individual privada, es muy importante que se exija la
especificación de las razones que apoyan una decisión en términos que
puedan ser aceptables para todos, que un sistema que, como el voto puro,
legitime las decisiones por la adhesión no razonada de los votantes, o un
sistema que, como la negociación, permita que los grupos más poderosos
puedan imponer sus preferencias. Es cierto que los procesos de negocia-
ción exigen en principio el consentimiento de todos los participantes para
poder tomar una decisión, pero también es cierto que el poder negocial
desigualmente repartido hace que algunas partes en la negociación tengan
más posibilidades de «imponer» un acuerdo al resto. En los modelos demo-
cráticos basados en la negociación es donde más claramente se ponen de
manifiesto las desigualdades en la capacidad de influir en un resultado
político. Y tales desigualdades socavan el valor de la igual autonomía polí-
tica.
De hecho, y con respecto a la igualdad de influencia política, en el
capítulo III, ya tuvimos la oportunidad de ver que uno de los principios
estructurales del propio proceso deliberativo es la igualdad entre los par-
ticipantes, que en la interpretación mayoritaria tiene que ver con la igual-
dad formal de influencia política, que a su vez se relaciona con otras pre-
condiciones del modelo que pretenden asegurar una igualdad efectiva que
haga posible dicha igualdad de influencia política 71. La primera forma de
garantizar este principio estructural es mediante la propia naturaleza del
proceso. En una deliberación, lo que determina el resultado, lo que real-
mente influye políticamente, es la fuerza del argumento, y no el poder per-
sonal o las diversas capacidades que tenga cada uno, estando todo parti-
cipante en igualdad de condiciones con respecto a la posibilidad de presentar
nuevos argumentos. Además de este rasgo central, el modelo incorpora
determinadas exigencias en términos de igualdad en las propias precon-
diciones del proceso, así que en teoría está diseñado para maximizar y ser
respetuoso con el principio de igualdad de influencia política.
71
Véanse KNIGHT y JOHNSON, 1997; COHEN, 1989a: 18, 22 y 23, y 1989b; COHEN y ROGERS,
1992: 42 y siguientes; FISHKIN, 191: 56-63; SUNSTEIN, 1994; BOHMAN, 1996: cap. 3 y 1997a; CHRIS-
TIANO, 1996a: 47-104 y 265-298; y GAUS, 1996: 246-257. Véanse los apartados 3.1 y 4 del capí-
tulo III.
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 210
73
Existen ciertamente modelos de negociación desarrollados sobre una lógica cooperativa,
y no sobre una lógica conflictiva. Véase, por todos, FISHER y URY, 1991. Lo que persiguen estos
modelos es encontrar una clave coordinativa racional que acomode o haga compatibles, de la mejor
manera posible, los intereses de las partes en un conflicto. La diferencia entre estos modelos coo-
perativos de negociación y el proceso de argumentación es que en los primeros, una vez más, no
se distingue entre intereses egoístas e intereses intersubjetivos. Y, de esta forma, el acuerdo final
puede resultar racional (desde un punto de vista estratégico), pero no razonable. En otras pala-
bras, puede alcanzarse un consenso racional instrumentalmente, pero no un consenso basado en
razones sustantivas.
74
Para la importancia de la reciprocidad en los esquemas de interacción cooperativos en el
sentido de que realimenta dicha cooperación, véanse AXELROD, 1984; y SUTHERLAND, 1996.
75
Los autores que han reservado un espacio más importante para la reciprocidad en la jus-
tificación de la democracia deliberativa son GUTMANN y THOMPSON, 1996: cap. 2, y 2004: cap. 3.
Para ellos, no sólo se trata del valor fundamental asociado a la deliberación democrática, sino
aquél en el que se basan otros valores ulteriores como la publicidad, la integridad cívica, y la nece-
sidad de adoptar también valores substantivos.
76
Véase GUTMANN y THOMPSON, 1996: 52-55, y 2004: 98-102.
77
Sobre el modo particular en que el modelo deliberativo se enriquece gracias al hecho del
pluralismo y cómo lo considera un valor, véanse PITKIN, 1981; PITKIN y SHUMER, 1982: 47; BARBER,
05-CAPITULO 05•V 29/9/06 13:14 Página 212
1984: 128 y 129; MANIN, 1987: 352-357; MANSBRIDGE, 1991: 7 y 8; SUNSTEIN, 1993a: 24 y 253;
BENHABIB, 1994: 33-35; GUTMANN y THOMPSON, 1996: 1 y 41, y 2004: 127-132; CHRISTIANO, 1997:
249 y 250; YOUNG, 1997; COHEN y SABEL, 1997: 333; y WALDRON. 1999a: 105 y 106. Sobre la
democracia deliberativa y la inclusión democrática, véase el apartado 1 del capítulo III.
78
Véase MANSBRIDGE, 2006; y también ELSTER, 1983a: 53-65, 1995, y 1998a; MANSBRIDGE,
1983: 8-10; MICHELMAN, 1986: 4 y 40; MANIN, 1987: 349 y 350; COHEN, 1989a: 22, y 1989b. 32-
34; YOUNG, 2001: 103; y PETTIT, 2003: 157. Veamos cómo lo expresaba con total claridad John
Stuart MILL: «Una democracia representativa como la que acaba de esbozarse, en la que estaría
representada la totalidad de los ciudadanos y no simplemente la mayoría; en la que los intereses,
las opiniones, los grados de inteligencia que se hallasen en minoría, serían, sin embargo, oídos,
con probabilidades de obtener, por el peso de su reputación y por el poder de sus argumentos,
una influencia superior a su fuerza numérica; esa democracia, donde existirían la igualdad, la
imparcialidad, el Gobierno de todos por todos, estaría exenta de los males más graves, inherentes
a lo que impropiamente se llama hoy democracia y que sirve de base a la idea que de la misma
se tiene». MILL, 1860: cap. VIII, 100, la cursiva es mía.
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79
Véase, por ejemplo, MILL, 1860: cap. III, 30-43 y cap. VIII, 100-103.
80
La formulación clásica puede verse en MILL, 1860: cap. III, 30-43, y cap. VI, 78-81. Entre
los contemporáneos, véanse DAVIS, 1964; PATEMAN, 1970: 42; HIRSCHMAN, 1970; MACPHERSON,
1977: cap. 3; ACKERMAN, 1980: 353; BARBER, 1984: 173-198; MICHELMAN, 1986: 19; DAHL, 1989:
113-115; MANSBRIDGE, 1992: 36; GAMSON, 1992: 175-187; BACHRACH y BOTWINICK, 1992: 29;
COHEN y SABEL, 1997: 320; COHEN, 1998: 186 y 187; y OVEJERO, 2002: 186. Se pueden encon-
trar estudios empíricos en apoyo de esta tesis en FISHKIN, 1991, 1995 y 1999; FUNG y WRIGHT,
2001: 27-29 y 52; y FUNG, 2004.
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CAPÍTULO VI
LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA
DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA
1
No hay ningún aspecto del modelo deliberativo que obligue a inclinarnos por una de estas
dos concepciones de la representación, sino que las dos interpretaciones son posibles. Véase KNIGHT
y JOHNSON, 1997: 289. De modo que mis argumentos en favor de la concepción republicana no
pueden ser únicamente conceptuales.
2
Utilizo «representativa» y «participativa», como hace Carole PATEMAN, 1970: 28, para seña-
lar que una de estas concepciones entiende que la toma de decisiones políticas debe estar limitada
a los órganos representativos, mientras que la otra apuesta por abrir nuevos y más profundos espa-
cios de participación ciudadana directa que puedan complementar a los tradicionales y represen-
tativos, y concibe la representación de una forma más permeable a la auténtica voluntad de los
ciudadanos.
3
Es obvio que aquellos que consideran la representación como un mal menor necesario,
dadas las características de nuestras sociedades modernas, también la consideran valiosa o desea-
ble en algún sentido, aunque sólo sea porque es el único mecanismo que nos permite acercarnos
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:14 Página 217
al ideal democrático en las circunstancias actuales. No obstante, cuando digo que algunos auto-
res conciben la representación como deseable me refiero a que encuentran efectos más positivos
que éste.
4
No me ocuparé ahora de esta posición puesto que nadie la ha defendido dentro de la lite-
ratura.
5
Mostrar la existencia de estas dos concepciones distintas de la democracia deliberativa nos
servirá, además, para deshacer una confusión muy común. No es cierto, contra lo que algunos han
supuesto, que la democracia deliberativa sea un ideal eminentemente comprometido con una con-
cepción participativa de la democracia. Véase, como ejemplo de esta asimilación, LAPORTA, 2000.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:14 Página 218
pregunta se entrelaza también con la respuesta a la última de las preguntas mencionadas previa-
mente.
16
Véase PITKIN, 1967: cap. 4. Algunas consideraciones más sofisticadas sobre la posibilidad
de reinterpretar la representación descriptiva, incorporando la representación de grupos, y apli-
cada además al contexto de la democracia deliberativa, en BESSON, 2004 y 2005.
17
Esta propuesta tiene diversos problemas. El más importante de ellos es que un reflejo
directo del pueblo sólo puede ofrecerlo el pueblo entero mismo, como sucede con el mapa bor-
giano, que intenta representar todos los rasgos del mundo con absoluta precisión y acaba siendo
necesariamente un mapa de escala 1/1. Y si respondemos que no todas las particularidades del
conjunto de representados merecen ser tenidas en cuenta, tenemos entonces el problema de encon-
trar un criterio que nos indique cuáles deben ser tenidas en cuenta y cuáles merecen ser ignora-
das. De todos modos, no me ocuparé de estos problemas aquí.
18
Véase MANIN, 1997: caps. 3 y 4.
19
Por supuesto que es controvertido saber qué entendemos por «persona digna» o «prepa-
rada» para el cargo. Durante los siglos XIX y principios del XX era habitual exigir un cierto nivel
de recursos económicos o de estudios. En otros casos se exigía un comportamiento público inta-
chable. Históricamente, ambas cosas estaban asociadas a la aristocracia, y aunque hoy ya no se
exigen formalmente, todavía es posible afirmar que los representantes electos forman parte de una
cierta aristocracia o élite política (MANIN, 1997: 284, y también 119-120 y 165-185).
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20
Sobre el papel destacado y los efectos positivos del sorteo en la democracia ateniense,
véase MANIN, 1997: cap. 1. El mecanismo del sorteo se mantuvo anclado a la tradición republi-
cana durante muchos siglos allí donde existieron gobiernos mínimamente democráticos: así, en la
Roma republicana y en las repúblicas italianas de la Edad Media y del Renacimiento (MANIN,
1997: 59). Como criterio de selección, jugó históricamente, y hasta el nacimiento de las demo-
cracias modernas, un papel democratizador destacable: ofrecía a todos los ciudadanos una misma
capacidad de influencia y aseguraba, así, la isegoría.
21
Es importante señalar que ninguno de los dos criterios es necesariamente democrático.
Sólo lo serán en función del grado de inclusión que reconozcan, es decir, de quién tenga recono-
cidos los derechos de sufragio pasivo y activo, en el criterio electivo, y de quién sea sorteable en
el criterio del azar.
22
Teorías como las de Thomas HOBBES, Max WEBER, Georg JELLINECK o Eric VOEGELIN.
Para un resumen de su contenido, véase PITKIN, 1967: caps. 2 y 3.
23
Véase BESSON, 2004.
24
Sobre este punto, véase URBINATI, 2000 y 2002. Los términos provienen del análisis de
PITKIN, aunque su presentación sea muy diferente a la que yo propongo aquí. No existen, al menos
en español, muchas diferencias semánticas entre uno y otro término, así que la distinción que pro-
pongo es más técnica que natural. Para una comparación con otra distinción técnica análoga, en
este caso del Código Civil español, véase LAPORTA, 2000: 22.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 222
25
Incluso en la versión extrema defendida por HOBBES, el representante, en este caso, el
Leviatán, sigue teniendo la obligación de cumplir con aquellas funciones para las que ha estado
designado: la consecución y garantía del orden social. Véase HOBBES, 1651.
26
Se trata del modelo clásico de MILL. En defensa del mismo, véase URBINATI, 2000.
27
Existen diversos y muy variados mecanismos de responsabilidad y rendición de cuentas:
las elecciones periódicas que permiten sustituir a los representantes que no han satisfecho las
expectativas de sus representados, los sistemas de penalización o castigo en casos extremos, los
sistemas de control judicial de la legislación, etc. De estos deberes de responsabilidad y rendición
de cuentas suelen derivarse otros deberes políticos como la diligencia, la transparencia en la acti-
vidad representativa, etc. Sobre la distinción entre responsabilidad y rendición de cuentas, y con
un buen análisis de esta última, véase FEREJOHN, 1999.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 223
implican 28. Una distinción general y básica a este respecto es la que pode-
mos realizar entre los ideales de representación dependiente y represen-
tación independiente. A su vez, esta distinción se relaciona con otra muy
importante entre intereses independientes e intereses dependientes de las
preferencias de los representados 29. Que los intereses políticamente rele-
vantes sean completamente independientes de las preferencias de los repre-
sentados significa que la función representativa de velar por dichos inte-
reses también puede realizarse con una total independencia de estos deseos
o preferencias de sus representados. En cambio, si los intereses política-
mente relevantes son dependientes de las preferencias de los representa-
dos, tendremos buenas razones para adoptar una concepción de la repre-
sentación dependiente.
Ahora bien, que los intereses políticamente relevantes sean depen-
dientes o independientes de las preferencias no es el único factor que deter-
mina la concepción material de la representación (emplazada ahora en el
eje independencia-dependencia del representante con respecto al repre-
sentado). Por ejemplo, podría sostenerse que aunque los intereses políti-
camente relevantes sean objetivos, y por lo tanto desvinculados de las pre-
ferencias de los representados, el representante no ocupa una posición
epistémica privilegiada para averiguar cuáles son dichos intereses, y con-
secuentemente deberá consultar a los representados al respecto. Incluso
aunque algunas personas puedan disponer de mayor información o de una
posición epistémica privilegiada, podemos albergar dudas sobre su impar-
cialidad en el ejercicio de sus funciones representativas. Y por cualquiera
de estas consideraciones concluiremos que el representante debe ser más
dependiente de sus electores. Por otra parte, alguien podría sostener que
aunque los intereses dependan completamente de las preferencias de los
representados, el representante puede conocerlos perfectamente sin nece-
sidad de estar vinculado a los deseos concretos de cada uno de ellos, con
lo que podría defender su independencia.
Este cuarto elemento de la representación es el más relevante para
nuestro análisis de la democracia deliberativa, como trataré de mostrar a
continuación. El eje dependencia-independencia del representante se ha
convertido, como reconoce PITKIN, en el centro del debate principal de la
teoría de la representación 30. Para esta autora, el hecho de que esta con-
troversia se haya prolongado durante tanto tiempo sin avances significa-
tivos en la discusión es un indicio de que se trata en el fondo de una con-
28
Véase PITKIN, 1967: cap. 7. Algunos autores, en cambio, han introducido un nuevo ele-
mento y sostienen que es posible representar «perspectivas» como algo distinto a los intereses.
Véase, por ejemplo BESSON, 2004 y 2005.
29
Recordemos que esta distinción ya fue trazada en el apartado 2 del capítulo II de este libro.
30
Véase PITKIN, 1967: 162.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 224
35
Véase BURKE, 1770, 1774 y 1790.
36
Véase, especialmente, MILL, 1860.
37
Así lo recoge la gran mayoría de las constituciones modernas, como por ejemplo la Cons-
titución Española en el artículo 23.1, prohibiendo expresamente además en el 67.2 el uso del man-
dato imperativo. Otros mecanismos de participación más directa como las iniciativas legislativas
populares y los referéndums, no pasan de tener un reconocimiento (artículos 87.3 y 92 de la Cons-
titución Española, respectivamente) y una presencia marginal en la vida política.
38
Nótese que en los sistemas de gobierno parlamentarios (no presidencialistas) la represen-
tatividad del Jefe de Gobierno ejecutivo es ya indirecta, puesto que éste es nombrado por los miem-
bros del Parlamento. Y la representatividad de los miembros del gabinete de gobierno (ministros)
es también indirecta pero en un grado superior. Si medimos el grado de participación directa en
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 226
la toma de decisiones de manera que una decisión directamente tomada por los ciudadanos impli-
que un grado 1, y una decisión del Parlamento implique un grado 2, el grado de participación en
las decisiones tomadas por el Jefe de Gobierno será 3, y en el caso de los ministros, 4.
39
En ningún caso se ha propuesto la supresión de los órganos representativos, ni se ha desa-
fiado su centralidad. Lo que se reclama es la generalización en diversos ámbitos de la vida pública
de los mecanismos de participación ciudadana.
40
BESSON, 2004.
41
Este punto ya había sido advertido por MILL, 1860: 144. Véase también ELSTER, 1998a: 3;
y GOODIN, 2000: 58 y 59.
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ración pública en la que participan, ahora sí, todos los ciudadanos. Los
modelos participativistas de la democracia deliberativa enfatizan espe-
cialmente el papel que esta deliberación masiva pero informal debe jugar
en nuestras sociedades. En la medida en que valoremos dicha deliberación
informal en la que participan directamente todos los ciudadanos, tendre-
mos buenas razones para preferir un sistema de representación que vin-
cule más estrechamente a los representantes con sus representados.
Se produce una tensión, por tanto, entre la deliberación pública masiva
de la ciudadanía y la deliberación parlamentaria (o de los órganos repre-
sentativos, en general) que está conectada con la teoría de la representa-
ción que adoptemos. En este sentido, la teoría de la representación y el
modelo teórico de la democracia deliberativa son interdependientes, al
menos por lo que respecta a estos elementos. Pero volveré sobre este punto
en el siguiente subapartado. Ahora me parece valioso analizar brevemente
cómo dos de los máximos exponentes de cada una de estas dos concep-
ciones de la representación, Edmund BURKE y John Stuart MILL, pensa-
ron sus teorías. Siendo también grandes defensores de la deliberación polí-
tica, en sus planteamientos encontramos el germen de la división actual
entre la democracia deliberativa elitista y la democracia deliberativa repu-
blicana. Tomaré como eje de la presentación su posición respecto a la con-
troversia independencia-dependencia.
42
BURKE fue un gran orador en su labor parlamentaria, aunque se le ha acusado de ser incon-
sistente, y de utilizar una retórica recargada y vacía de contenido. Pero lo cierto es que nunca se
preocupó por construir una teoría general, completa y coherente, sino que su pragmatismo le lle-
vaba a buscar soluciones concretas a problemas concretos. Se puede encontrar una selección de
sus ensayos y discursos traducidos al español, en BURKE, 1984. De la extensa bibliografía secun-
daria sobre su obra, puede verse DISHMAN, 1971; KRAMNICK, 1977; MACPHERSON, 1980; FREEMAN,
1980; y HAMPSHER-MONK, 1987.
43
Para la reconstrucción de la tradición liberal a la que he hecho referencia, véase GARGA-
RELLA, 1995.
44
Defensor del derecho natural fundado en hondas raíces cristianas, aunque a la vez liberal
comprometido con el bienestar y el progreso de su sociedad (BURKE, 1790: 119 y 120).
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 228
45
Es posible, según su punto de vista, transformar ciertas cosas, pero el cambio debe ser
siempre mínimo y debe hacerse con una gran cautela. Las instituciones, prácticas, costumbres y
derechos heredados son presumiblemente mejores que cualquier innovación que podamos imagi-
nar hoy. BURKE, 1790: 68, 115 y 116.
46
Ambas condiciones son entendidas como indicadores de la respetabilidad y adecuada for-
mación de los aspirantes a representantes, así como de la libertad de los electores, de que no van
a votar condicionados por sus necesidades económicas personales.
47
PITKIN, 1967: 189. Aunque el principio de distinción no es exclusivo de la teoría de la
independencia de los representantes, esta teoría suele descansar en alguna versión fuerte de dicho
principio. El elitismo de BURKE no está basado, contra lo que pueda parecer, en fuertes prejuicios
clasistas, sino en la pretensión de garantizar la sabiduría, la respetabilidad y la honestidad de los
representantes.
48
El elitismo democrático le distinguió de otras corrientes igualitaristas de la época. Este
debate enfrentó primero a Richard PRICE y Adam FERGUSON en una conocida polémica, a la que
se sumaron BURKE y Thomas PAINE, respectivamente. Véanse GARGARELLA, 1995: 33-40; y KRAM-
NICK, 1977.
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íntima y una comunicación sin reservas con sus electores. Sus deseos deben
tener para él gran peso, su opinión máximo respeto, sus asuntos una atención
incesante. [...]. Pero su opinión imparcial, su juicio maduro y su conciencia
ilustrada no debe sacrificároslos a vosotros, a ningún hombre ni a grupo de
hombres. [...]. Vuestro representante os debe, no sólo su industria, sino su
juicio, y os traiciona, en vez de serviros, si lo sacrifica a vuestra opinión» 49.
El pueblo está frecuentemente sometido a «frenesíes epidémicos», a
juicios precipitados y cambiantes. Es decir, sus decisiones están viciadas
porque no puede decidir en condiciones de imparcialidad y racionalidad.
Por ello, los representantes deben mantenerse independientes de los «capri-
chos o deseos del pueblo», sin perder de vista por ello que no dejan ser
«fideicomisarios del pueblo», que deben «ser la imagen expresa de los
sentimientos de la nación», un órgano de «control en beneficio del
pueblo» 50. El pueblo sigue cumpliendo entonces una función destacable:
ejercer el control de las decisiones que se toman en el Parlamento mediante
el voto en las elecciones periódicas. Según BURKE, como el principal incon-
veniente de los pareceres del pueblo es que son precipitados y cambian-
tes, el transcurso del tiempo hace que estos vayan aproximándose a la
verdad, esto es, las opiniones de los ciudadanos y sus intereses objetivos
tienden a coincidir con el paso de los años. Si pasado el plazo del man-
dato representativo subsiste un desacuerdo entre las opiniones de los repre-
sentantes y las del pueblo, deberemos presumir que son los primeros los
que se equivocan 51.
Por otra parte, conviene mencionar la distinción que hace BURKE entre
representación real y virtual. Su modelo defiende predominantemente una
representación virtual, es decir, considera que todos los territorios del país,
incluso aquellos que no tienen derecho a nombrar representantes para la
Cámara de los Comunes, están virtualmente representados por dicha
cámara 52. La representación virtual permite una equitativa y justa repre-
sentación de todos los ciudadanos, ya que los parlamentarios están igual-
mente interesados en el bienestar común o general 53. Ahora bien, acentúa
49
BURKE, 1774: 312.
50
BURKE, 1770: 274. En otra ocasión afirmaba que mientras que los ciudadanos son «los
amos», los representantes son sólo «los artistas expertos», «los trabajadores hábiles que moldea-
rán sus deseos en una forma perfecta y adecuarán el utensilio al uso» (BURKE, 1780). Véase tam-
bién BURKE, 1783.
51
BURKE, 1770: 263 y 264.
52
«El Parlamento no es un congreso de embajadores que defienden intereses distintos y hos-
tiles, intereses que cada uno de sus miembros debe sostener, como agente y abogado, contra otros
agentes y abogados, sino una asamblea deliberante de una nación, con un interés: el de la totali-
dad; donde deben guiar no los intereses y prejuicios locales, sino el bien general que resulta de la
razón general del todo» (BURKE, 1774: 312 y 313).
53
PITKIN ha puesto de manifiesto, no obstante, que la afirmación «la representación virtual
es buena» es tautológica, porque un representante virtual es representante en tanto que ejerce la
efectiva representación de todo el pueblo, y si no lo hace, deja de ser representante. En cambio la
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 230
representación real existe aunque los parlamentarios actúen contrariamente a los intereses de sus
electores. Por otra parte, el mismo BURKE entendía que la representación virtual dejaba en oca-
siones de tener eficacia, como en los casos de los católicos irlandeses, que eran permanentemente
discriminados en sus derechos, o en el de los americanos, y para los que recomendaba un espa-
cio de representación real. Véase PITKIN, 1967: 189-199.
54
Efectivamente, la representación virtual no necesita siquiera ser democrática, ya que lo
único relevante es que una élite intelectual gobierne en favor del interés general. Pero BURKE creía,
de forma inconsistente, que la representación virtual debía tener su fundamento en la real, y por
eso no podía desligarse de las elecciones. Véase PITKIN, 1967: 190.
55
Por lo tanto, son intereses objetivos en el sentido O1 analizado en el apartado 2 del capí-
tulo II. Ahora bien, no es fácil saber en qué otro sentido de interés está pensando BURKE. Por ejem-
plo, en ocasiones entiende que el interés general es un conjunto de intereses posicionales, tal como
yo los definí en el capítulo II, como cuando habla de los tres intereses particulares principales de
la sociedad: el interés de los comerciantes, el de los propietarios de tierras y el de los profesio-
nales. No obstante, su concepto de representación virtual no encaja bien con esta noción, puesto
que cree que el número de representantes existentes no es importante, y que cada uno de ellos
representa el interés general de la nación, y no sólo el de un colectivo en particular. En otras oca-
siones se refiere a la base territorial que debe tener la representación virtual. Véase BURKE, 1792,
citado por PITKIN, 1967: 191. Y a veces menciona que los católicos irlandeses o las colonias de
América merecen tener una representación específica en el Parlamento. Véase BURKE, 1792, citado
en PITKIN, 1967: 196 y 197.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 231
56
Y ello aunque dichos mecanismos de diseño institucional sacrifiquen una parte de la propia
independencia de los representantes, ésta vez no en favor de una dependencia mayor para con sus
representados, sino de mecanismos judiciales y políticos de control. Sobre esta noción de «frenos
y contrapesos», véase GARGARELLA, 1995: 60-62, y 1996: esp. 34-38. Recuperaré estas cuestio-
nes en el apartado 2 del capítulo VII.
57
Proveniente del utilitarismo, la heterodoxia de MILL revolucionó el pensamiento liberal del
siglo XIX y combinó el ideal de la Ilustración (de ilustrar a la humanidad, como medio para con-
seguir una sociedad justa y libre) con los principios de libertad e igualdad, plasmando su pensa-
miento socialdemócrata en un diseño institucional que poseía entre sus objetivos más importantes
el de asegurar una igual y efectiva educación para todos los ciudadanos. De este modo nos reen-
contramos en MILL con la mejor tradición republicana que en Inglaterra habían representado suce-
sivamente autores como James HARRINGTON, Richard PRICE y Thomas PAINE. Sobre MILL, véanse
THOMPSON, 1976; NEGRO, 1975 y 1985; RYAN, 1987; CUNNINGHAM, 1988; COWLING, 1990; y URBI-
NATI, 2002. Y sobre su vida, es altamente recomendable su propia autobiografía en MILL, 1873.
58
«Gobierno representativo significa que la nación, o al menos una porción numerosa de
ella, ejerza, por medio de diputados que nombra periódicamente, el poder supremo de inspección
e intervención; poder que en toda Constitución debe residir en alguna parte» (MILL, 1860: 54).
59
Aunque MILL privilegia la deliberación pública informal que tiene lugar entre los repre-
sentantes y sus representados, mientras que para BURKE la deliberación debe tener lugar primor-
dialmente en el seno del Parlamento.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 232
60
MILL, 1860: 66. Un poco antes, en la p. 65, dice: «El Parlamento es la arena donde, no
sólo la opinión general del país, sino la de los diversos partidos en que se divide, y, en lo posible,
la de todos los individuos eminentes que encierra, puede producirse y provocar la discusión. Cada
ciudadano está seguro de encontrar allí alguno que exponga su opinión, tan bien o mejor que él
pudiera hacerlo, y no simplemente a amigos y partidarios, sino también a adversarios políticos,
con lo que sufrirá la prueba de la controversia».
61
MILL, 1860: 23.
62
Véase, por ejemplo, MILL, 1860: 50, 66 y 106. MILL no despreció nunca a la «opinión
pública», pero mostró un gran escepticismo hacia la idea de ser gobernado únicamente por ella.
Cabe advertir que por opinión pública entendía la voz inarticulada de un pueblo no ilustrado.
63
Sólo excluye provisionalmente a aquellos que no sepan leer y escribir, en tanto que no
aprendan a hacerlo.
64
Aquellos que eligen a los mejores deben ser capaces no sólo de seleccionarlos adecuada-
mente, sino también de controlar sus acciones. Y como no se justifica en principio ninguna exclu-
sión del derecho de sufragio, la educación de todos los miembros de la sociedad se convierte en
una condición necesaria para que el gobierno representativo promueva efectivamente el mayor
bienestar posible.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 233
una de sus frases célebres afirma que «la deferencia para con la superio-
ridad intelectual no debe llevarse hasta el anonadamiento de sí mismo,
hasta el sacrificio de toda opinión personal» 70. Y aun cuando las opinio-
nes de los representantes tengan más probabilidades de ser correctas, los
ciudadanos tienen derecho a cometer sus propios errores, puesto que son
ellos los que correrán con las consecuencias 71.
MILL no es siempre claro al referirse a la noción de intereses. De hecho
utiliza este término en sentidos claramente diversos. Aunque está claro que
para él sólo pueden existir los intereses individuales, y que por lo tanto
hablar de un interés general no es más que una forma de referirse al con-
junto de intereses individuales de los miembros de una comunidad, no está
claro en qué sentido tales intereses individuales son además subjetivos 72.
MILL distingue entre dos tipos de intereses: los intereses egoístas o per-
sonales, a los que también llama privados, y los intereses «de condición
noble», fundados en motivos de carácter público 73, con el objetivo de
declarar que los intereses egoístas no deben guiar el comportamiento del
Gobierno ni el de los representantes del pueblo en el Parlamento 74. No
obstante, no queda claro de qué modo los segundos, los intereses de con-
dición noble, son intereses subjetivos. De alguna manera son intereses
dependientes de las preferencias, pero esto debe interpretarse de una forma
70
MILL, 1860: 144.
71
«No puede ser bien gobernado un pueblo en oposición a sus nociones elementales del bien,
por erróneas que éstas sean bajo ciertos conceptos. La justa apreciación de relaciones que debe
haber entre los gobernantes y los gobernados exige que los electores no consientan en ser repre-
sentados por quien se proponga gobernarlos contrariamente a sus convicciones personales. Aunque
los electores obtengan partido de los talentos que posea su representante, mientras no haya pro-
babilidad de que se discutan los puntos en que no se esté de acuerdo con ellos, les asiste el per-
fecto derecho de retirarle sus poderes en cuanto se suscite dicha discusión y no haya a favor de
lo que estimen justo una mayoría bastante segura para que la voz de aquél carezca de importan-
cia» (MILL, 1860: 145).
72
Compárense las distintas referencias que hace en MILL, 1860: 35, 65 y 66, especialmente
con este otro fragmento donde parece utilizar la noción de interés dependiente de las preferen-
cias: «Lo que a un hombre interesa hacer o no hacer depende menos de las circunstancias exte-
riores que de las individuales. Si se desea saber lo que en la práctica constituye el interés de una
persona es forzoso reconocer la dirección habitual de sus pensamientos y de sus sentimientos»
(MILL, 1860: 77).
73
MILL, 1860: 77, 129 y 130. MILL sugiere que los intereses del primer tipo son a la vez
egoístas e inmediatos, mientras que los del segundo tipo son «de condición noble» y remotos. Sin
embargo, es posible pensar en intereses egoístas y a la vez remotos, así como intereses «nobles»
y a la vez inmediatos. Por otra parte, MILL no define claramente las nociones de «interés egoísta»
y de «interés noble». Estos últimos son intereses «que nos son comunes con otros». Pero pode-
mos imaginar intereses en principio egoístas, que pudieran ser compartidos con los demás.
74
Si bien admite que no todas las motivaciones egoístas son perniciosas. Véase MILL, 1860:
80 y 81. Por otra parte, es consciente, no obstante, de la preeminencia práctica de los intereses
egoístas y de que los intereses «dirigidos por consideraciones más elevadas» no abundan dema-
siado. En tales casos, si el diseño institucional y la educación política no han conseguido dar prio-
ridad a los intereses «de condición noble», a lo máximo a lo que podremos aspirar es a que se
produzca algún tipo de equilibrio entre los intereses egoístas al ser enfrentados unos con otros,
como ya había propuesto MADISON como solución al problema de las facciones, en su famoso
Paper 10 al Federalist, en HAMILTON, MADISON y JAY, 1999: 45-52.
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muy débil, puesto que MILL creía en la posibilidad de que los individuos
se equivocaran a la hora de determinar sus propios intereses 75. Y en otras
ocasiones, finalmente, también parece referirse a ellos como intereses sub-
jetivos posicionales 76.
Lo importante, más allá ahora de la interpretación concreta de la obra
de MILL, es que hay diversas maneras de entender la noción de interés que
son compatibles con la tesis de la dependencia de los representantes, y de
muchas de ellas encontramos un reflejo en sus propios escritos. Una forma
de defender la tesis de la dependencia es partir de una noción subjetiva de
intereses como dependientes de las preferencias, con lo cual no habrá nadie
mejor situado para determinar cuáles son los intereses que los propios ciu-
dadanos, y los representantes deberán someterse a los dictados de éstos
para poder cumplir con sus funciones 77. Y ya hemos visto que, al menos
en una lectura débil, ésta puede ser la noción adoptada por MILL. Pero
también se puede partir de una noción objetiva de intereses, agregando
que de todos modos los mejores situados para conocer sus intereses son
los ciudadanos mismos, y no un agente externo como pueda ser un repre-
sentante. O se puede añadir, como hace también MILL, que no podemos
confiar en que los representantes, aun en el caso que tuvieran una mayor
competencia epistémica que los ciudadanos para descubrir los intereses
relevantes, vayan a ejercer sus funciones de manera honesta e imparcial.
O, por último, podemos simplemente decir que, existiendo posibilidad de
error, es mejor que sean los propios ciudadanos cuyos intereses deben ser
protegidos los que asuman el riesgo, porque al fin y al cabo son ellos los
que van a sufrir las consecuencias del error.
En cualquiera de estas alternativas, la tesis de los intereses depen-
dientes implica una considerable confianza en las capacidades de cada ciu-
dadano para participar en la determinación del interés común y en la toma
de decisiones políticas. No se niega que los representantes deben gozar de
una cierta independencia, pero sin duda dicha independencia debe ser mini-
mizada, y por lo tanto limitada, por la acción de control y de participa-
75
Por ello debe corregirse la mala interpretación tradicional de la doctrina de MILL de «el
mejor juez de los propios intereses es uno mismo». Cada uno tiene mayores probabilidades de
saber en qué consisten sus propios intereses, pero el juicio no es infalible, y puede darse el caso,
excepcionalmente, de que otra persona pueda determinar mejor que yo qué es lo que me interesa
hacer. Aunque la afirmación más contundente la encontramos en On Liberty referida a los intere-
ses privados (MILL, 1859: 36), en Considerations on Representative Government reitera la idea
aplicada ahora a los intereses que deben ser protegidos por los representantes (MILL, 1860: 35).
76
Como cuando se refiere a los intereses de clase, que son los que ostentan determinados
grupos, «los intereses de los trabajadores manuales», «los intereses de un partido político», etc.
Véase MILL, 1860: 80 y 81.
77
El representante puede gozar de una cierta independencia a la hora de elegir las políticas
que, en su opinión, satisfacen y protegen dichos intereses, una vez que los representados han decla-
rado cuáles son.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 236
ción ejercida por la propia ciudadanía. Una necesaria deferencia hacia las
creencias del pueblo, la importancia de que sea éste el que en algunas oca-
siones pueda cometer sus propios errores, la escasa fiabilidad de la impar-
cialidad y honestidad de los representantes con la que contamos en nues-
tros sistemas representativos, y la necesidad de contar con electores
mínimamente preparados, al menos para poder seleccionar correctamente
a sus representantes, convierten la teoría de la representación de MILL en
una defensa de la tesis de la dependencia del representante.
Elitismo y republicanismo
78
BACHRACH, 1967, p. 20.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 237
79
BACHRACH, 1967, p. 22.
80
MILL, 1860: 68-81.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 238
85
BESSETTE, 1980: 106-112, y también 1994: 13-26. Según BESSETTE, estas limitaciones de
la «democracia simple o pura» no derivan entonces del carácter elitista o aristocrático que algu-
nos autores han atribuido recientemente a la Constitución norteamericana y a sus «padres funda-
dores», sino que están diseñadas para promover una idea más compleja de democracia, la demo-
cracia deliberativa.
86
BESSETTE, 1980: 106, y también 1994: 212-218.
87
BESSETTE, 1980: 111.
88
BESSETTE, 1980: 104.
89
BESSETTE, 1980: 105.
90
BESSETTE, 1980: 105, y 1994: 40-55. La cita de MADISON corresponde al paper 10 de The
Federalist, en HAMILTON, MADISON y JAY, 1999. Según BESSETTE, estos fragmentos del paper 10
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 241
96
Para una buena discusión de la noción de los mecanismos de rendición de cuentas (aco-
ountability), véase FEREJOHN, 1999. Para un panorama de los diversos problemas que subyacen a
los mecanismos de control en diferentes ámbitos de la administración y el gobierno, véase DAY y
KLEIN, 1987.
97
Véase el apartado 2.1 de este capítulo.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 243
2. LA REPÚBLICA DELIBERATIVA
98
Entre los que han admitido la conexión entre el republicanismo y su manera de ver la
democracia deliberativa, véanse SUNSTEIN, 1984, 1985, 1988 y 1993a: 133-145; BARBER, 1984;
SANDEL, 1984, 1996 y 1997; MICHELMAN, 1986 y 1988a; HABERMAS, 1992a: cap. VII, 1996b y
2001; ESTLUND, 1993a: 1439; COHEN y ROGERS, 1992: 25-34; PETTIT, 1997 y 2003: 151-156; y
SKINNER, 1998.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 244
99
Para un análisis somero pero fiel del republicanismo contemporáneo, véase la introduc-
ción a OVEJERO, MARTÍ y GARGARELLA, 2004. Algunos de los artículos fundamentales de dicho
republicanismo contemporáneo están recogidos en esa compilación. Véanse también HONOHAN,
2002 y HERNÁNDEZ, 2002.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 245
100
Una tradición en la que podemos situar a autores como los siguientes: ARISTÓTELES, SALUS-
TIO, TITO LIVIO, CICERÓN y SÉNECA, en la Grecia y Roma clásicas; GUICCIARDINI y MAQUIAVELO
en las ciudades-estado del norte de Italia, durante los siglos XIV a XVI; durante y después de la
Guerra Civil inglesa en el siglo XVII, algunos de los autores vinculados a la revolución Whig, com-
prometidos con la idea de Commonwealth, como James HARRINGTON y John MILTON; cuya influen-
cia se dejaría sentir a través de otros pensadores ingleses del siglo XVIII, como Richard PRICE,
Joseph PRIESTLEY y Thomas PAINE, a los líderes de la revolución norteamericana y a los protago-
nistas de los debates sobre la posterior constitución de los Estados Unidos, como George WAS-
HINGTON, Thomas JEFFERSON, John ADAMS, y en menor medida Alexander HAMILTON y James MADI-
SON; paralelamente, MONTESQUIEU o ROUSSEAU en la Francia ilustrada del siglo XVIII y principios
del XIX; en Alemania Immanuel KANT; y ya bien entrado el XIX al propio John Stuart MILL. Pode-
mos encontrar buenos estudios de historia del pensamiento republicano en BAILYN, 1967; WOOD,
1969; POCOCK, 1975; SKINNER, 1978 y 1998; NICOLET, 1982; PANGLE, 1988; BOCK, SKINNER y
VIROLI, 1990, RAHE, 1992; SPITZ, 1995; y VIROLI, 1999.
101
Existen al menos tantas versiones del republicanismo como del liberalismo. Si el libera-
lismo de RAWLS, por ejemplo, tiene poco que ver con el de LOCKE, todavía es más difícil rastrear
la herencia de los republicanos contemporáneos en los textos de ARISTÓTELES o MAQUIAVELO. Yo
no me ocuparé aquí de las diferencias internas, pero se ha hablado de republicanismo aristotélico,
republicanismo cívico, republicanismo humanista, republicanismo cristiano, republicanismo con-
servador, republicanismo demócrata, republicanismo socialista y hasta de republicanismo liberal.
102
Así, en la Grecia clásica se defendió la república o politeia como la forma ideal y vir-
tuosa del gobierno de los muchos o de la mayoría, que en la célebre tipología de ARISTÓTELES se
oponía a la monarquía (el gobierno de uno sólo) y al gobierno aristocrático (el gobierno de unos
pocos), cuyas formas «degeneradas» eran respectivamente la democracia, la tiranía y la oligar-
quía. Véase ARISTÓTELES, 1986: Libro III, cap. VII, 120, 1779a y 1279b. Véase, sobre este punto,
la nota 31 del capítulo I y el texto que la acompaña. La politeia era el término utilizado por ARIS-
TÓTELES para referirse a un gobierno mixto entre democracia y aristocracia, y pronto adquiriría su
forma latina de república, la cosa pública. Tanto en Grecia y Roma, como en algunas de las ciu-
dades-estado del Renacimiento italiano y en los sucesivos resurgimientos de esta tradición, el repu-
blicanismo se presenta en defensa de la libertad de todos los ciudadanos frente a la tiranía, una
libertad entendida primordialmente como la capacidad de participar en la determinación de los
asuntos públicos.
103
KYMLICKA, 2001: 387-413.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 246
res, etcétera 104. E incluso no es fácil ver por qué la tesis de la libertad
republicana no podría ser aceptada por un liberal, al menos por un liberal
igualitario. Algunos incluso han considerado al republicanismo como una
vía intermedia entre liberalismo y comunitarismo 105, capaz de superar el
debate que enfrentó a estas dos concepciones en la década de los ochenta
y comienzos de los noventa, y en consecuencia ofreciendo una línea de
propuestas que la mayoría de liberales y algunos republicanos podrían
asumir fácilmente 106. En cualquier caso, y aunque la diferencia sólo radi-
que en una diferente sensibilidad, mantendré la idea generalizada de que
el republicanismo es una tradición parcialmente separada del liberalismo,
aunque sólo sea porque es más antigua que éste.
Comencemos por la teoría republicana de la libertad 107. Frente a la
idea típicamente liberal de la libertad negativa 108, los republicanos han
opuesto una concepción más densa que ha recibido diversas denomina-
ciones: «libertad neo-romana», en expresión de SKINNER; «libertad como
no dominación», en términos de PETTIT; o «autonomía plena», conjun-
ción de autonomía privada y de autonomía pública, bajo la mirada de
HABERMAS 109. Contra la noción de libertad negativa que persigue «el
104
Véase, por ejemplo, PETTIT, 1997, y sus propuestas en este sentido. Y autores como MICHEL-
MAN o SUNSTEIN no aceptarían probablemente una distinción muy tajante entre liberalismo y repu-
blicanismo en general.
105
Así lo ha hecho, por ejemplo, Jürgen HABERMAS, aunque no utilice el término «republi-
canismo» para referirse a su posición intermedia, sino justamente para designar a la comunita-
rista. Véase HABERMAS, 1992a: 363-406, y 1996b.
106
Efectivamente, autores como SANDEL o TAYLOR, vinculados antes al comunitarismo, son
reivindicados ahora como autores republicanos. E incluso la tesis que en principio debería resul-
tar más molesta a un liberal, la de las virtudes públicas, pueden encontrar acomodo perfectamente
en autores que nadie dudaría que forman parte del liberalismo. Véanse RAWLS, 1971: 125, 155-
159, 293-301 y 496-505, y 1993: 122 y 194, con su idea del sentido mínimo de la justicia, y los
deberes de tolerancia y respeto mutuo; MACEDO, 1990, que directamente se refiere a las virtudes
liberales; o GALSTON, 1991.
107
Véanse, para este punto, SKINNER, 1984, 1986, 1990, 1992 y 1998; y PETTIT, 1997: esp.
46-63; también TAYLOR, 1985; HABERMAS, 1992a; PETTIT, 1996a; y PATTEN, 1996. Un estudio más
profundizado, que abarca incluso los aspectos psicológicos de la libertad, en PETTIT, 2001.
108
Sobre la noción de libertad negativa y su contraste con la libertad positiva, véase BERLIN,
1968. Esta distinción coincide, según los propios republicanos, con la que hizo CONSTANT entre
la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos. Véanse «De la libertad de los antiguos
comparada con la de los modernos» [1819] en CONSTANT, 1989: 257-285; SPITZ, 1995; y PETTIT,
1997: 36. Aunque la explicación de BERLIN es mucho más clara por lo que respecta a la libertad
negativa, se oscurece significativamente en lo que se refiere a la libertad positiva. Resulta cierta-
mente mucho más iluminadora, en este punto, la presentación de CONSTANT. Por otra parte, que
la libertad republicana se oponga a la libertad negativa (liberal) no implica que se identifique con
la libertad positiva. Los republicanos, igual que los liberales, rechazan el paternalismo y el per-
feccionismo implícitos en dicha versión positiva de la libertad. Por otra parte, la afirmación de
que todos los liberales adoptan una noción negativa de la libertad es bastante dudosa. La noción
estricta de libertad en sentido negativo puede ser atribuida sin lugar a dudas a liberales conserva-
dores o libertarianos como Robert NOZICK, pero no está claro que pueda predicarse de los libera-
les igualitarios como John RAWLS o Ronald DWORKIN. Para un análisis de la concepción liberal
de la libertad, véase OVEJERO, 2002: esp. 69-93.
109
Véanse, respectivamente, SKINNER, 1998; PETTIT, 1997; y HABERMAS, 1992a y 2001.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 247
tativas liberales 115, será posible articular un sistema que prevenga la domi-
nación y respete la autonomía en todos los niveles 116.
Ahora bien, la libertad republicana posee un marcado carácter igua-
litario. Si a los republicanos les preocupa la dominación es porque tratan
de evitar que algunos ciudadanos «sean más libres que otros». Esto es,
si les preocupa la dominación política es porque asumen un compro-
miso estricto con la igualdad política. Su intento de «preservar los bene-
ficios de lo que se considera vida civilizada, y remediar, al mismo tiempo,
los males que ella ha originado» 117. Más allá de la evaluación concreta
sobre las desigualdades en términos de justicia distributiva, el republi-
canismo sólo concibe un modelo de sociedad donde los ciudadanos ejer-
zan sus libertades en un contexto de máxima igualdad política 118. Si el
ejercicio de la autonomía pública o política es tan importante, lo que no
puede tolerarse bajo ningún punto de vista son las desigualdades de
poder.
De modo que otro de los principios básicos del republicanismo es el
de igualdad de influencia política efectiva, según el cual debe garanti-
zarse que todos los ciudadanos posean una capacidad igual de determinar
las decisiones políticas, porque en caso contrario, algunos ciudadanos esta-
rían en una situación de dominación, siquiera parcial. Si la máxima dig-
nidad del individuo republicano es la que adquiere en tanto que ciuda-
dano de la república cuando ejerce su libertad, y parte de ello tiene que
ver con el desarrollo de sus virtudes públicas como veremos más adelante,
la igual consideración y respeto que se asocia de manera general con el
valor de la dignidad, se plasma aquí en un principio más concreto de igual
consideración y respeto político. Decir que en la república los ciudada-
nos son libres, es decir que «todos ellos pueden mirarse directamente a
115
Según POCOCK, por ejemplo, la democracia liberal se identifica con una concepción mixta
que reúne rasgos del modelo de la democracia como mercado y del modelo pluralista de la demo-
cracia, analizados en el capítulo II de este libro, mientras que la democracia republicana no debe
reducirse a una mera confrontación entre grupos y a una mera agregación de preferencias (POCOCK,
1981: 71; y, en este mismo sentido, DAGGER, 1997: 105). En opinión de SUNSTEIN, el hecho que
la visión liberal pluralista «se muestre indiferente ante las preferencias» nos permite suponer que
«dicho sistema generará resultados inaceptables» (SUNSTEIN, 1988: 143; véase también SUNSTEIN,
1984, 1985, 1991 y 1993a). Para paliar esto, será necesario que la sociedad democrática pueda
separar las «buenas» preferencias de las «malas», y el único modo de hacerlo es instaurando pro-
cesos de deliberación pública que permitan la racionalización de tales preferencias.
116
La opinión más contundente en este punto es la de HABERMAS, que afirma que no puede
respetarse el ideal de autonomía plena si no se permite el ejercicio de la autonomía pública tanto
como de la privada. Justamente en esto consiste, según él, el error del liberalismo, en privilegiar
injustificadamente la autonomía privada. Véase HABERMAS 1988, 1992a: 363-406, 1994, 1995,
1996b y 2001.
117
«Justicia Agraria», en PAINE, 1990: 101.
118
Véanse NUSSBAUM, 1988 y 1990; PITKIN y SHUMER, 1982: 44; y MICHELMAN, 1986: 33,
40 y 41, y 1997: 157-159. Para la vinculación entre esta idea de igualdad política básica y la demo-
cracia deliberativa, véanse los apartados 3.1 del capítulo III y 2.1 del capítulo IV.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 249
los ojos» (que están a la misma altura), que poseen una igual dignidad
política 119.
Por estas razones, los republicanos recuperan críticamente el legado
de ROUSSEAU, y con él, evalúan negativamente a los gobiernos que no son
producto de la «voluntad general», ni están al servicio de aquella. La par-
ticipación activa e igual aparece como el único medio adecuado para lograr
el fin común de consolidar una sociedad libre 120. En definitiva, las liber-
tades políticas acaban convirtiéndose en condición del ejercicio de las
demás libertades individuales, algo así como «el derecho entre los dere-
chos» 121. Los ciudadanos libres deben tener idealmente garantizada la posi-
bilidad de participar en la toma de decisiones que afectan a todos o, en su
defecto, y como mínimo, la posibilidad de discrepar, discutir y «disputar»
las decisiones tomadas por sus representantes, obligándoles a cambiarlas
si lo creen necesario 122. Por ello el republicanismo, con respecto a la repre-
sentación política, adopta la tesis de la dependencia de los representantes,
como veíamos en el apartado anterior, y reclama mayores mecanismos de
control sobre la acción de éstos.
En consecuencia, para poder ejercer sus deberes y responsabilidades
como ciudadanos en la toma de decisiones políticas, o en la determina-
ción de la relación de representación con los miembros de las estructuras
de gobierno, es necesario contar con el diseño institucional básico de la
democracia deliberativa 123. Sólo participando en procedimientos delibe-
rativos se puede articular un sistema que permita a todos el ejercicio de
119
Una consideración ulterior sobre el principio de igualdad, paralela a la que realicé en el
capítulo III acerca del principio estructural de la democracia deliberativa que se basaba en la igual-
dad política es que una condición necesaria del disfrute de dicha igualdad política básica es el
control de las desigualdades socio-económicas en general, puesto que una estructura social que
permite grandes desigualdades en este terreno es incapaz, por razones empíricas, de asegurar una
correcta igualdad política. Esto da lugar a lo que algunos autores denominan la «economía polí-
tica republicana». Véase la introducción a OVEJERO, MARTÍ y GARGARELLA, 2004.
120
También para SANDEL la democracia robusta, republicana, se opone fundamentalmente a
la noción de democracia «procedimental», avalada por buena parte de la teoría liberal. Esta idea
democrática republicana consiste fundamentalmente en «la provisión de una estructura de dere-
chos que respetan a las personas como seres libres e independientes, capaces de escoger sus pro-
pios valores y fines». Véase SANDEL, 1996: 4.
121
La expresión es de WALDRON, que fundamenta mejor que nadie esta idea, aunque él pro-
bablemente se sentiría incómodo con la etiqueta republicana, y de hecho puede entrar en tensión
con la idea expresada en la nota anterior. Véase WALDRON, 1999a: cap. XI.
122
PETTIT, 1997: 240-248. Esto da lugar a un modelo de democracia contestataria basada en
la idea de disputabilidad, que es una condición mínima de la república. Otros republicanos no se
sentirían cómodos con una concepción tan débil de la democracia participativa y exigirían mayo-
res espacios de participación política para la ciudadanía.
123
Encontramos una primera defensa republicana explícita de la idea de deliberación aso-
ciada a la labor parlamentaria en el Eikonoclastes de John MILTON; véase SKINNER, 1998: 48. De
todas maneras, esta visión deliberativa tiene ya sus raíces en el primer republicanismo, como el
de ARISTÓTELES. Véanse, entre los republicanos contemporáneos, SUNSTEIN, 1993a: cap. 1; y PETTIT,
1997: 244-248 y 313-348. También todos los autores citados en la nota 98 de este capítulo.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 250
rese por la res publica (por los asuntos públicos), que lo haga con moti-
vaciones imparciales, y comprometida con el bien común, que esté dis-
puesta a invertir tiempo y esfuerzos en la dirección de la política de su
comunidad (o en la vigilancia y el control de la misma), que respete el
pluralismo de su sociedad (las opiniones y preferencias de los demás)
dentro de un marco de obediencia y adhesión a las leyes y principios polí-
ticos sustantivos propios de su república, y en definitiva que adopte como
máxima en su vida pública un escrupuloso respeto por la libertad repu-
blicana y por la igual dignidad política de todos sus conciudadanos. Vir-
tudes que aseguren, en palabras de PETTIT, mayor obediencia y respeto a
las leyes republicanas, mayor sensibilidad democrática a los intereses de
todos en juego, y un control político adecuado sobre la acción de gobierno
de los representantes 128. Los ciudadanos y sus representantes no deben
preguntarse sólo «qué les conviene, cuáles son sus propios intereses, sino
también cuál será la mejor forma de beneficiar a la comunidad en gene-
ral» 129.
Ahora bien, la exigencia de virtudes cívicas a la ciudadanía no hace
que el republicanismo se convierta en una posición perfeccionista que
sacrifique el principio de neutralidad. La república sólo puede incentivar
la participación y las motivaciones públicas, sin inmiscuirse nunca en los
planes de vida, en las creencias particulares y en las acciones privadas de
sus ciudadanos. La forma de incentivar dicha participación y desarrollar
la cultura democrática de la ciudadanía, recuperando el ideal ilustrado de
John Stuart MILL, pasa fundamentalmente por una correcta educación
cívica 130. Pero también se deben potenciar estas virtudes a través de las
prácticas y costumbres cotidianas, así como de los propios procedimien-
tos de participación deliberativa 131. Y todo ello es dependiente de lograr
lo que muchos autores denominan el fortalecimiento de la esfera pública,
esto es, de garantizar que existen suficientes (en número y calidad) espa-
128
PETTIT, 1997: 319-325.
129
SUNSTEIN, 1988: 153, y 1993a.
130
Véase PETTIT, 1989a: 159-164.
131
El proceso deliberativo puede contribuir al establecimiento o fortalecimiento de lazos
entre personas que, de otro modo, no tendrían la posibilidad de encontrarse (MACPHERSON, 1977,
cap. V; ACKERMAN, 1980: 100; GAMSON, 1992: 163-174; COHEN y ROGERS, 1995b; y PETTIT 1997),
favorece que los ciudadanos se sientan comprometidos con las decisiones en las que participan al
sentirlas suyas, lo que a su vez promueve la estabilidad y la eficacia de las decisiones políticas, y
genera en los ciudadanos que participan el reconocimiento de la importancia de escuchar a otros
y de ser escuchado, así como el valor de la participación en la vida pública guiada por el interés
común y la imparcialidad. El primero en reconocer estos efectos educativos fue John Stuart MILL,
1860: caps. III y VI. Entre los contemporáneos, véanse DAVIS, 1964; PATEMAN, 1970: 42; HIRS-
CHMAN, 1970; ACKERMAN, 1980: 353; BARBER, 1984: 173-198; MICHELMAN, 1986: 19; MANIN,
1987: 354 y 363; MANSBRIDGE, 1992: 36; GAMSON, 1992: 175-187; BACHRACH y BOTWINICK, 1992:
29; COHEN y SABEL, 1997: 320; COHEN, 1998: 186 y 187; FEARON, 1998: 58-60; y OVEJERO, 2002:
186. Y los estudios empíricos parecen demostrar esta tesis. Véanse FISHKIN, 1991, 1995 y 1999;
FUNG y WRIGHT, 2001: 27-29 y 52; y FUNG, 2004.
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cios (físicos y virtuales) en los que la ciudadanía pueda expresar sus opi-
niones y preferencias públicas o políticas, debatir acerca de ellas, discu-
tir sobre las acciones de gobierno o el comportamiento de sus represen-
tantes, formular los sueños de futuro, etcétera132.
En conclusión, los rasgos fundamentales de la tradición republicana
son la defensa del valor de la libertad, en una comprensión de la misma
que difiere al menos de aquella defendida por el liberalismo clásico, la
vinculación de esta idea de libertad con una concepción robusta, partici-
pativa y deliberativa de la democracia, que acentúe el valor de la igualdad
política entre los ciudadanos, y la reivindicación del papel de la virtud
cívica como motor del autogobierno de la república y del fortalecimiento
de la esfera pública como espacio para la participación por excelencia. A
continuación ofreceré las razones por las que en mi opinión debemos com-
batir el elitismo democrático y la teoría de la independencia del repre-
sentante, y adoptar una concepción republicana de la democracia delibe-
rativa.
personas poseen mayor competencia epistémica que otras, que tienen una
mayor inteligencia, o una mejor intuición, o simplemente disponen de
mayor información. Al ser, repito, una tesis empírica, esto no dice nada
todavía en contra del principio de igualdad política, o del valor más gene-
ral de la igual consideración y respeto vinculada a la dignidad humana,
así que también esta segunda tesis debe ser aceptada por cualquier defen-
sor de la democracia deliberativa 134. El problema reside, por supuesto, en
el paso de las dos primeras tesis a la tercera. Se trata de un paso, por cierto,
que no se sigue lógicamente. El elitista debe contar con premisas implí-
citas, presupuestas entimemáticamente, que le permitan concluir la tesis
autoritaria. Y serán tales premisas las que deberemos atacar.
En primer lugar, estrechamente vinculada al segundo presupuesto men-
cionado encontramos otra tesis típicamente elitista que ya identificamos
al ver el problema de la representación: la fuerte desconfianza hacia las
capacidades de los ciudadanos en general para determinar sus propias deci-
siones colectivas, asumiendo que tales decisiones suelen ser irracionales
y apresuradas, y que son tomadas con graves carencias de información.
Como ya he dicho antes, no se trata de que los republicanos posean una
confianza ciega en todos los ciudadanos. El hecho de que admitan la tesis
de las desigualdades epistémicas nos muestra que aceptan la posibilidad
de error en las decisiones democráticas. Sin embargo, tal vez porque la
interpretación que hacen de dicha tesis es más benigna, el hecho es que
muestran una desconfianza menor hacia la ciudadanía en este sentido. Ello
nos muestra algo importante. Aunque debamos aceptar el segundo de los
tres presupuestos del elitismo político, resulta crucial cómo lo interprete-
mos. No es lo mismo decir que existe una minoría muy reducida con una
gran competencia epistémica y una mayoría de ciudadanos con una com-
petencia casi nula, por poner el ejemplo más extremo, que afirmar que hay
un continuo en las desigualdades epistémicas y que aún los que poseen
una mayor competencia epistémica no se separan tanto de los que la tienen
peor.
En todo caso, la concepción elitista, comprometida fuertemente con el
objetivo de asegurar en la medida de lo posible la corrección de las deci-
siones políticas, prefiere dejar éstas en manos de un pequeño cuerpo ins-
titucional formado por hombres destacados, cuyas capacidades sobresalen
de las de sus conciudadanos. Estas personas, por su mayor formación y
por su honestidad, son las más confiables para determinar acertadamente
134
No es necesario comprometerse con una versión muy fuerte de esta tesis, negando por
ejemplo que los seres humanos posean las mismas capacidades epistémicas potenciales o afir-
mando que hay desigualdades que no pueden ser neutralizadas. Es suficiente con mostrar que de
hecho no todos actualizamos nuestras capacidades en el mismo grado, o que efectivamente hay
personas con mejor formación o que disponen de mayor información.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 255
135
La misma idea en OVEJERO, 2002: 162-177.
136
La estabilidad ha sido, efectivamente, otro de los valores reivindicados por el elitismo
político en general. Véase BACHRACH, 1967: 31-52.
137
Así ha señalado críticamente Lynn SANDERS, por ejemplo, citando diversos estudios empí-
ricos realizados sobre las deliberaciones en los jurados populares de los tribunales de justicia nor-
teamericanos, que muestran que los individuos con mayores capacidades argumentativas y retóri-
cas, o simplemente los que pueden hacer valer algún elemento de superioridad de estatus, económico
o social, acaban asumiendo el liderazgo de las deliberaciones e imponiendo sus argumentos. Y
por lo tanto existe una tendencia natural hacia el elitismo democrático, más allá incluso de las
razones basadas en la búsqueda de la corrección de la decisión. Véase SANDERS, 1997: 363-369.
El trabajo de SANDERS presenta impecablemente algunas de las connotaciones conservadoras y eli-
tistas de la defensa de la deliberación democrática (SANDERS, 1997: 354-359). Véase también
ESTLUND, 2000c: 123. Lo importante aquí es que la superioridad o el liderazgo en estas delibera-
ciones no se alcanza, como pretende la democracia deliberativa, por la fuerza de las razones o los
argumentos, sino por otros condicionantes.
138
Esta tendencia al elitismo democrático implícita en todos los sistemas representativos
electivos, se acentúa con la llamada «democracia de partidos», como fue señalado ya muy tem-
pranamente por MICHELS, 1911; con un tenor distinto por SCHMITT, 1923; después por SCHUMPE-
TER, 1942; y más recientemente por RIKER, 1962 y 1982; y SARTORI, 1962. Un estudio teórico ya
clásico del elitismo democrático en BACHRACH, 1967.
139
ESTLUND, 1993b: 84-89.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 256
140
Véanse ELKIN y SOLTAN, 1999; MANIN, 1997: 252-287; y OVEJERO, 2002: 167-177.
141
Esto es ciertamente lo que debe presuponer un elitista para que tenga sentido su tercera
tesis básica, y es lo que ESTLUND denomina una «tesis epistémica de segundo orden: que los cono-
cedores (los que tienen una alta competencia epistémica) pueden ser conocidos por un número
suficiente de no-conocedores que les pueden otorgar y legitimar, práctica y moralmente, el poder»
(ESTLUND, 1993b: 84).
142
Para que los mercados con información asimétrica funcionen razonablemente es necesa-
rio algún tipo de intervención pública, algo que no es posible en el ámbito político, porque son
los propios representantes los que determinan dicha intervención. Véase OVEJERO, 2002: 177.
143
Recordemos que no se trata tan sólo de tener conocimientos, por ejemplo, de ciencia polí-
tica, derecho y economía, sino también de estar en situación de conocer cuáles son los intereses
de la ciudadanía y de ser una persona imparcial y honesta que no utilizará el cargo en su propio
beneficio.
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144
Véase OVEJERO, 2002: 170-171 y 175-177. Sobre la asimetría informativa y los efectos
en los procesos democráticos, véanse CALVERT, 1986; y FEREJOHN y KUBLINSKI, 1990.
145
De hecho, el problema de la tecnificación y especialización de la política no afecta sola-
mente a los electores sino a los propios representantes democráticos. Los miembros de nuestros
Parlamentos, y frecuentemente incluso los miembros del ejecutivo, no poseen ya un conocimiento
completo sobre las cuestiones sobre las que deben decidir. Para evaluar una política económica ni
siquiera es suficiente con tener estudios universitarios en economía. Nuestros representantes son
cada vez más independientes de sus electores, pero a la vez más dependientes de sus asesores,
miembros de gabinete, técnicos de comisiones delegadas, etc., que estudian, analizan y proponen
decisiones sobre muchos de los ámbitos más importantes de la política actual. Generalmente apli-
can las políticas que los expertos les aconsejan, y confían en los conocimientos y en la honesti-
dad de éstos. Estos técnicos y asesores no sólo no son elegidos por los electores, sino que muchas
veces ni siquiera se conocen sus nombres. Los representantes defienden luego públicamente la
conveniencia de las políticas adoptadas, y justifican sus posibles consecuencias negativas. Pero
ellos mismos no son capaces de controlar la corrección de las opiniones de sus asesores. Es lo que
algunas veces se ha dado en llamar comitología, esto es, la dependencia de los comités de exper-
tos y técnicos no elegidos democráticamente en la toma de decisiones políticas, y que no es ajeno
a la política doméstica, a pesar de que en este ámbito haya recibido poca atención.
146
Como algunos autores han sostenido, con el carácter mediático de las actuales democra-
cias, lo máximo que se alcanza es la contraposición de imágenes poco claras de lo que representa
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 258
cada partido que se presenta a unas elecciones. Como afirma MANIN, «(e)n lo que aquí denomi-
namos democracia de audiencias, la independencia parcial de los representantes, que siempre
caracterizó a la representación, está reforzada por el hecho de que las promesas electorales adop-
tan la forma de imágenes relativamente nebulosas» (MANIN, 1997: 278).
147
Una visión panorámica contemporánea sobre este punto, en WARREN, 1999.
148
MANIN, 1997: 267-287.
149
MANIN, 1997: 269.
150
ESTLUND, 1993b: 94.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 259
151
En parte el diseño de nuestras constituciones actuales responde a esta sensibilidad, espe-
cialmente mediante la instauración de sistemas de frenos y contrapesos en el sistema político, entre
los que destacan las garantías constitucionales como límites a la legislación democrática. Así, estas
garantías están diseñadas no tanto, aunque también, para limitar la posibilidad de error en las deci-
siones tomadas por mayorías que honestamente creen haber sido imparciales y haber decidido algo
por el bien común, sino sobre todo para limitar las leyes de clase, el faccionalismo, la opresión
de la minoría por parte de la mayoría, los abusos, etc. Los sistemas constitucionales actuales mues-
tran una clara desconfianza, no ya hacia la ciudadanía, sino hacia los propios representantes, y
ello a pesar de haberles concedido una independencia real de sus electores casi completa. Fre-
cuentemente estos mecanismos son tutelados por cuerpos técnicos, no democráticos, como los tri-
bunales en el caso del control judicial de constitucionalidad de las leyes.
152
Ésta es una de las ideas que circulan en el trasfondo de las críticas de Carl SCHMITT al
parlamentarismo. Si la democracia, a pesar de su apariencia deliberativa y de compromiso con los
intereses de todos, se convierte en una lucha de los partidos por el poder, si el Parlamento se con-
vierte en un espacio de negociación y no de argumentación seria y racional, si las elecciones lo
que producen es el partidismo y, por tanto, la renuncia a la imparcialidad, etc., entonces es mejor
disolver la democracia. Véase SCHMITT, 1923.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 260
155
Recordemos los ejemplos del esclavo o del matrimonio musulmán en un país integrista.
No importa que el amo o el marido no interfieran realmente en los cursos de acción del esclavo
o de la esposa porque la estructura relacional en la que se encuentran sigue siendo de dominación.
Véase el subapartado anterior.
156
Tratemos de imaginarnos el mismo caso en el nivel estrictamente individual. Suponga-
mos que lo único que yo valoro en el curso de mi vida es la corrección de las decisiones que tomo
y que afectan dicho desarrollo. Si un tercero tiene mayores capacidades que yo para conocer mis
propios intereses y saber qué decisiones los satisfacen mejor, y si además puedo confiar plena-
mente en su honestidad, ¿por qué no dejarle que decida al menos las cuestiones más importantes
de mi vida? Seguramente él tiene más probabilidades de tomar las decisiones correctas que yo.
Mi vida sería, al menos en este sentido, «mejor». Pero habría ciertamente renunciado a mi liber-
tad y es probable que sintiera que una vida así, sometido continuamente a las decisiones paterna-
listas de otro, aunque «mejor» desde algún punto de vista, no merece ser vivida.
157
Véase WARREN, 1996b: 256-258. Por supuesto, y a diferencia del caso de la libertad indi-
vidual, aquí los errores de una mayoría pueden afectar a una minoría, y ésta no consentirá fácil-
mente en asumir dichos errores como «suyos».
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158
Efectivamente, la democracia deliberativa entiende que la igualdad política básica implica
al menos esta igual consideración de los intereses de todos. Véanse MILL, 1860: 83; MANIN, 1987:
352 y 359; SUNSTEIN, 1988: 1539; COHEN, 1989a: 22; KNIGHT y JOHNSON, 1994 y 1997: 288 y 313,
nota 31; BOHMAN, 1996: 27; GUTMANN y THOMPSON, 2000: 161; YOUNG, 2001: 103; FISHKIN y
LASLETT, 2003: 2; y PETTIT, 2003: 157.
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Por cierto, con respecto a este último punto es necesario efectuar dos
consideraciones ulteriores. Primero, todos podemos cometer errores en
nuestras decisiones, también los individuos con una mayor competencia
epistémica. Ahora, ya mencioné que la «tesis epistémica elitista», que sos-
tiene que existen desigualdades epistémicas, puede ser interpretada de
diversos modos. A los defensores del elitismo epistémico les convendría
que las desigualdades fueran acentuadas y abruptas, esto es, que una mino-
ría de la población tuviera una competencia epistémica mucho mayor que
la de la gran mayoría de la población, que se encontraría a mucha distan-
cia. Y tal vez ésta fue efectivamente la distribución epistémica en deter-
minados momentos de la creación de las democracias representativas. Sin
embargo, la distribución real, hoy, se asemeja más a un continuo, y más
allá de cuán grande sea la diferencia entre los «primeros» y los «últimos»
de esta curva, lo cierto es que resultaría difícil establecer un punto de corte
a partir del cuál poder hacer distinciones tan relevantes como el derecho
de participación política. Y lo importante es que por nuestra dignidad nos
consideramos autónomos y por lo tanto responsables de nuestros propios
errores. Y en consecuencia que las decisiones propias, aun equivocadas,
poseen mayor valor que las decisiones ajenas (que las decisiones ajenas
sobre nuestras vidas). Nuestra dignidad hace que prefiramos tomar nues-
tras decisiones, cometer nuestros propios errores, y aprender de ellos, a
vivir gobernados por las decisiones de otros 163.
Alguien podría decir que la tensión entre la posibilidad de error y el valor
de la decisión propia está abierta al cálculo. Esto es, si la probabilidad de
que el pueblo se equivoque en una decisión propia ante dos alternativas es
de un 40 por 100, mientras que la probabilidad de que se equivoque un grupo
de expertos sobre esa misma decisión es de un 5 por 100, tal vez sea prefe-
rible dejar la decisión en manos de los expertos. Si la diferencia, en cambio,
es de un 30 por 100 frente a un 20 por 100, entonces puede vencer el valor
de la decisión propia y merece la pena correr el riesgo del error. Pero este
tipo de cálculos descuida precisamente que la dignidad no puede estar sujeta
a mercadeo. Que el pueblo tome sus propias decisiones es una cuestión de
dignidad, y no puede ser derrotada por ninguna otra consideración 164.
163
MILL, 1860; PITKIN y SHUMER, 1982; y WALDRON 1999a. Hay además una cuestión psi-
cológica aquí. Por lo general nos resulta más fácil, psicológicamente, asumir las consecuencias
deficientes de una decisión propia que las de una decisión ajena.
164
Al menos siempre que los ciudadanos conserven su capacidad de tomar decisiones autó-
nomas. Por supuesto que en los casos en los que verdaderamente se anula la autonomía, cuando
se encuentra en una situación de extrema irracionalidad, como cuando es presa del pánico ante
una catástrofe natural, las decisiones no quedan amparadas por el principio de dignidad. No es
que los ciudadanos pierdan su dignidad intrínseca, pero en la medida en que no sean autónomos
sus decisiones pierden el valor que les confiere tal dignidad. Se trata, en todo caso, de situacio-
nes extremas en las que el argumento de la dignidad no puede actuar de barrera frente a las con-
sideraciones elitistas epistémicas.
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165
Sobre la noción de grupos desaventajados, véanse GARGARELLA, 1999b y FISS, 1976.
166
Véanse WILLIAMS, 2000; YOUNG, 1999: 155, y 2001: 108-112; y MANSBRIDGE, 1999: 255.
Concretamente sobre la cuestión de la representación de grupos y la democracia deliberativa,
véanse MANSBRIDGE, 1992; SQUIRES, 2000; WILLIAMS, 2000; y DE GREIFF, 2000a. Para la litera-
tura feminista que se encuentra tras estas consideraciones, véanse principalmente YOUNG, 1990;
BENHABIB, 1992a; PHILLIPS, 1995; y WILLIAMS, 1998. Para una defensa general de la democracia
deliberativa ante las críticas feministas, véase BENHABIB, 1994: 39-41.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 266
167
Véase BESSON, 2004. Así lo reconocen también MANSBRIDGE, 1992 y 2000; y YOUNG,
1995.
168
Entre las que han enfatizado este punto, véase BENHABIB, 1989, 1990, 1992a, 1994 y 1996;
la propia YOUNG, 1993, 1996 y 1997; y MANSBRIDGE, 1999. Existe únicamente un discurso de la
diferencia que el modelo deliberativo no puede acomodar, y es el de ciertas versiones del femi-
nismo radical. El ideal deliberativo parte de la idea de que la comunicación y el entendimiento
son posibles, y de que, en consecuencia, los argumentos que se formulan aspiran a ser intersub-
jetivamente válidos. Todas aquellas teorías que consideran que existen formas masculinas y feme-
ninas de razonamiento distintas, y niegan con mayor o menor contundencia la posibilidad de enten-
dimiento, chocarían centralmente contra el ideal de la democracia deliberativa. Dos conocidas
versiones de esta posición radical son GILLIGAN, 1982 y MACKINNON, 1989. En un sentido un poco
distinto, y como muestra YOUNG, la democracia deliberativa tampoco es compatible con aquellas
concepciones políticas que entienden la actividad política como lucha y confrontación desde posi-
ciones fuertemente activistas. Véase YOUNG, 2001. Aunque véase, en contra de esta incompatibi-
lidad, MANSBRIDGE, 2006. Para un tratamiento de las tesis de la diferencia desde el modelo de la
democracia deliberativa, incluyendo las versiones radicales de la democracia agonista, véase
DRYZEK, 2000a: cap. 3.
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169
Véanse las referencias citadas en la nota 80 del capítulo V, y en la 131 de este mismo
capítulo.
170
MILL, 1860: 43, también 40-42.
171
No entraré a discutir el complejo concepto de estabilidad política. Para un excelente aná-
lisis, véase GARZÓN, 1987. Recordemos que uno de los argumentos citados frecuentemente por
los elitistas es el de la estabilidad, presuponiendo que las decisiones tomadas por la ciudadanía
son necesariamente «mudadizas», «inconstantes», por no decir «pasionales», mientras que las
tomadas por la élite son no sólo «sabias», sino también «reposadas» y «reflexionadas». Ahora
bien, el modelo de la democracia deliberativa, que exige justamente un proceso de reflexión y
argumentación colectiva, asegura que las decisiones finales sean meditadas. Y además el hecho
de que los ciudadanos hayan participado en la toma de decisiones permite aventurar predecir que
habrá un mayor grado de seguimiento de las mismas.
172
De cómo la deliberación contribuye a evitar la tiranía de la mayoría, véanse MILL, 1860:
91; FISHKIN, 1991: 63-74; y BOHMAN, 1996: 35 y 36.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 268
176
Véase REICH, 1988: 154; LAPORTA, 2000: 21, y 2001; DRYZEK, 2001; y SHAPIRO, 2002:
121. Sobre el problema de los costes de la participación, DOWNS, 1956.
177
En realidad, la objeción del coste, en sus tres elementos (el temporal, el personal y el eco-
nómico), ha sido formulada sin tener una idea clara de los procesos deliberativos concretos de los
que se predica dicho coste. En consecuencia, si no sabemos cuáles son los mecanismos institu-
cionales concretos implicados por las propuestas de los deliberativistas, resulta imposible cuanti-
ficar con precisión los costes de dichos mecanismos y compararlos con los costes de los meca-
nismos actuales (o de cualquier otra propuesta alternativa).
178
Sin duda eso es más costoso temporalmente que si votaran directamente y agregaran des-
pués los votos. Véanse DAHL, 1970: 33 y 34; y ELSTER, 1983a: 17. No sabemos si sería más cos-
tosa temporalmente la deliberación o la negociación, pero no hay duda de que las dos son más
costosas que el voto.
179
La ecuación de cálculo del coste temporal no es nada sencilla. No depende únicamente
del tipo de proceso, ni del número de participantes, ni de la complejidad de las cuestiones que
deben ser decididas, ni del número de alternativas presentadas, etc. Pero podemos asegurar que
todos estos factores aumentan el coste temporal caeteris paribus.
180
SANDERS, 1997: 363.
181
Tampoco en este caso resulta fácil saber si la deliberación es más costosa que la nego-
ciación. Tal vez no sea así. Pero en todo caso las dos son más costosas que el voto.
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182
Por ejemplo, ACKERMAN y FISHKIN han propuesto celebrar un Día de la Deliberación a
nivel nacional de los Estados Unidos, en que los ciudadanos que lo deseen pueden acercarse a los
foros locales de deliberación para participar en los asuntos públicos, recibiendo una compensa-
ción económica. El coste económico aproximado que ellos han estimado para este mecanismo es
de 15.000 millones de dólares anuales. Véase ACKERMAN y FISHKIN, 2002 y 2004. No considero
esta propuesta como paradigmática del diseño institucional de la democracia deliberativa, pero
muestra que algunos deliberativistas sí se han preocupado por el problema del coste económico.
183
Algunos autores han resaltado otras deficiencias de estos argumentos. Por ejemplo, OVE-
JERO sostiene que «la descripción en términos de costes de la participación política es una peti-
ción de principio: se estipula que la actividad pública que requiere retribución es la única activi-
dad política», olvidando muchas «actividades diarias de las gentes de indiscutible condición cívica»,
desde una discusión en un café, hasta la militancia en una asociación ecologista, pasando por la
participación en asambleas de vecinos. Véase OVEJERO, 2002: 184-187.
184
Podemos modular el tiempo de la deliberación dependiendo de la importancia (simbólica
o real) de cada decisión, del órgano al que nos referimos, del número de participantes, de la com-
plejidad de las decisiones, del número de alternativas, etc.
185
Aun en estos casos, aunque la participación de la ciudadanía deba ser excluida, aún pode-
mos defender el proceso deliberativo como método de toma de decisiones frente a otras alterna-
tivas. E incluso podemos pensar en algún mecanismo complementario de participación popular,
como en el caso de la función judicial y los jurados populares.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 271
cos son insignificantes, o al menos no tan grandes como para que sean
inasumibles. Si una ley del Parlamento, por ejemplo, tarda entre cuatro y
seis meses en cumplir los trámites parlamentarios, invertir dos o tres días
o una semana más en un debate parlamentario pausado y detallado, con
intervención de cualquier diputado que lo desee, y no sólo del portavoz
de los grupos parlamentarios, no implica una diferencia importante. La
diferencia de coste temporal sería, en este caso, lo suficientemente pequeña
como para ser asumida.
En segundo lugar, he dicho que las críticas expresadas por los argu-
mentos del coste y de la división del trabajo exageran el impacto de dichos
argumentos. La clave del argumento del coste reside en la noción de coste
asumible. El problema no está en saber si los procedimientos democráti-
cos deliberativos son más costosos que los de voto o negociación, sino en
si esos costes putativos son asumibles o no. El procedimiento general
menos costoso en términos temporales, personales y económicos es sin
duda el de una dictadura, donde una sola persona toma rápidamente deci-
siones, especialmente si lo hace, por ejemplo, lanzando una moneda al
aire, evitando así (el coste de) tener que evaluar la información y sopesar
las ventajas y desventajas de cada alternativa. Pero es evidente que lo único
que nos importa no es el coste del procedimiento.
Por otra parte, el criterio del coste actúa de tres maneras distintas en
la elección de un procedimiento, dependiendo de por qué se considere
«inasumible». Un procedimiento p puede ser inasumible porque es abso-
lutamente imposible ponerlo en práctica (que no tenemos tiempo o dinero
para hacerlo). Puede serlo también porque las ventajas de adoptar dicho
procedimiento p no superan a (o no compensan por) los costes específi-
cos de dicho procedimiento en comparación con los de otro procedi-
miento q 186. En este caso, el coste actúa como criterio primario, aunque
no por ello prioritario y mucho menos absoluto 187. Por último, el proce-
dimiento p puede ser inasumible porque encontramos un procedimiento q
186
Afirmar esto presupone que disponemos de una escala para comparar los beneficios de
un procedimiento en términos, por ejemplo, de legitimidad, con los costes temporales, humanos
y económicos de dichos procedimiento.
187
Por criterio primario entiendo aquí un criterio que debe ser tenido en cuenta en el primer
«balance de razones» en favor de un procedimiento u otro. Un criterio secundario, en cambio,
sería aquel que se aplica únicamente cuando tras este primer balance de razones, dos procedi-
mientos «quedan empatados». El criterio secundario actúa entonces únicamente bajo la cláusula
caeteris paribus. Esto es, si dos procedimientos son equivalentes desde el punto de vista de los
criterios primarios de elección, entonces, caeteris paribus, escogemos aquel que determinen los
criterios secundarios, por ejemplo, el procedimiento más simple. Criterio prioritario significa, en
cambio, que entre los diversos criterios primarios debemos dar más peso específico al (o a los)
prioritario(s). Y por criterio absoluto entiendo el criterio que se aplica frente a todos los demás,
independientemente de ellos, y que por lo tanto nunca puede ser derrotado. El hecho de que diga-
mos que hay costes asumibles y costes inasumibles indica al menos que no se trata de un criterio
absoluto, por razones conceptuales.
06-CAPITULO 06•V 29/9/06 13:15 Página 272
equivalente y menos costoso que p. En este tercer caso, el coste actúa como
criterio secundario, que sólo se aplica a procedimientos equivalentes desde
el punto de vista de los criterios primarios.
Ahora, descartando el primer caso, que no suele suceder (y cuando
sucede simplemente no podremos aplicar el ideal por una imposibilidad
práctica), tal vez los críticos que han presentado esta objeción consideren
que el procedimiento deliberativo es equivalente al del voto o al de la nego-
ciación. Tal vez piensen que los tres son procedimientos igualmente demo-
cráticos, y por lo tanto igualmente legítimos. Pero en los capítulos ante-
riores he mostrado que esto no es así. El procedimiento deliberativo posee
mayor valor epistémico y respeta mejor los valores sustantivos básicos que
nos importan. Por ello, es el procedimiento más legítimo, el único legí-
timo en aquellas circunstancias en las que puede ser aplicado. Así que tam-
poco el tercer caso es relevante. Por otra parte, el problema con el segundo
caso es que no está claro que el coste sea un criterio que pueda ser balan-
ceado con el de la legitimidad 188.
Pero incluso si consideramos al coste un criterio primario, y no secun-
dario, lo que sí es obvio es que no puede ser un criterio absoluto ni prio-
ritario respecto a los demás. La legitimidad, por ejemplo, parece ser mucho
más importante que el coste 189, así que aunque no la consideremos un cri-
terio absoluto, sí podemos afirmar que es cuanto menos un criterio pri-
mario prioritario con respecto al coste 190. Si esto es así, en algunas oca-
siones deberemos sacrificar una parte de la legitimidad del procedimiento
para evitar costes muy grandes, que nos impiden perseguir otros fines valio-
sos. Y una vez más, esto no afecta al modelo de la democracia delibera-
tiva entendido como ideal regulativo. De todos modos, la crítica es exa-
gerada porque olvida la posibilidad de una aplicación gradual del modelo,
la posibilidad de hacer pequeños sacrificios en términos de legitimidad
para ahorrar costes monumentales.
Con respecto al argumento de la división del trabajo, vimos que éste
tenía dos dimensiones: la eficiencia y la libertad. La dimensión de la efi-
188
Porque no está claro que podamos considerar al coste un criterio primario, y no única-
mente secundario. No es claro, por ejemplo, que podamos aceptar un menoscabo de la legitimi-
dad de una decisión sólo porque evitamos una parte del coste. Abiertamente en contra de esta posi-
bilidad, ACKERMAN y FISHKIN, 2002: 26.
189
La idea es que generalmente aceptamos costes mayores si la legitimidad aumenta, a menos,
tal vez, que los costes sean exorbitantes y el aumento de legitimidad muy pequeño.
190
Aunque sea muy difícil establecer un patrón de comparación entre legitimidad y coste,
podemos pensar la relación de esta forma. Todo coste (temporal, humano o económico) implica
un coste de oportunidad, dado que los recursos son siempre finitos. Si, por ejemplo, asegurar una
alta calidad deliberativa en la toma de decisiones me obliga a gastar todo el presupuesto impi-
diéndome destinar parte de esos recursos al cometido de las funciones básicas de la política, enton-
ces probablemente estaré siendo irracional.
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ciencia remite en última instancia a los problemas de coste, así que sirve
la misma respuesta que les hemos dado a éstos. Y en relación con la dimen-
sión de la libertad, si bien es cierto que puede resultar paternalista o per-
feccionista obligar a los ciudadanos a participar, también puede serlo impe-
dirles dicha participación. Así que, en definitiva, aun si consideramos que
la participación política forma parte de los planes de vida de las personas,
para que el Estado sea completamente neutral al respecto debe permitir a
los ciudadanos la posibilidad de participar en procesos democráticos deli-
berativos 191.
Hasta aquí mi defensa contra las críticas del coste y la división del tra-
bajo. He intentado mostrar que ambas objeciones exageran el impacto de
ciertos fenómenos sociales y que, correctamente interpretadas, no supo-
nen ninguna amenaza para el ideal de la democracia deliberativa, tampoco
en su versión republicana. De todos modos, señalan límites prácticos impor-
tantes para el diseño institucional del modelo, y en ese sentido, deben ser
tenidas en cuenta a la hora de poner en práctica aquello que la democra-
cia deliberativa tiene de valioso.
191
Creo, además, que en la medida en que la participación política no es una actividad que
pertenezca al ámbito privado de los individuos, tampoco forma parte de sus planes de vida. De
todos modos, prefiero no abrir este debate, especialmente porque no es necesario para rebatir la
objeción de la división del trabajo por la razón mencionada en el texto.
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CUARTA PARTE
UNA REPÚBLICA
DELIBERATIVA REAL
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07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 277
CAPÍTULO VII
LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA EN ACCIÓN
1
Se ha criticado, por una parte, la carencia de propuestas concretas de implementación de
los procedimientos deliberativos y, por la otra, la falta de evidencia empírica suficiente que apoye
las tesis básicas del modelo. Véase, por ejemplo, SANDERS, 1997; SCHAUER, 1997 y 1999; y GARD-
NER, 1998.
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Diseñar una institución significa crear y dar forma a una nueva insti-
tución o modificar una ya existente. Contra la opinión de algunos autores,
el buen diseño institucional no tiene como condiciones únicas la coheren-
cia interna y un buen encaje en el entorno, sino también, y principalmente,
la adecuación a unos principios externos de carácter normativo 4. En la
ciencia política suele pensarse al diseñador institucional como un técnico
2
BOHMAN, 1998: 401 y 412-422.
3
Véase, por ejemplo, FISHKIN, 1991, 1995 y 1999; WRIGHT, 1995 y 2000; MURRAY, 1998;
COHEN, ROGERS, SABEL, FUNG y LOVINS, 2000; FISHKIN y LUSKIN, 2000a y 2000b; BAIOCCHI, 2001;
FUNG y WRIGHT, 2001; ACKERMAN y FISHKIN, 2002 y 2004; FUNG, 2004; MENDELBERG, 2002; VAN
AAKEN, LIST y LÜTGE, 2003; DELLI CARPINI, LOMAX COOK, JACOBS, 2004; RYFE, 2005, MORRELL,
2005; STEINER, BACHTIGER, SPÖRNDLI, STEENBERGER, 2004; y JACKMAN y SNIDERMAN, 2006.
4
Es una práctica habitual en la ciencia política presuponer o tomar como dados determina-
dos fines que se desean alcanzar mediante la institución que debe ser diseñada. Pero tales fines
no surgen espontáneamente, sino que deben adecuarse a un conjunto de principios normativos
superiores. Y el ámbito de la teoría del diseño institucional ha sido poco frecuentado por la filo-
sofía política. Existen muchos y muy buenos trabajos aplicados realizados desde la economía y la
ciencia política sobre el diseño de instituciones o de políticas concretas. Pero, en general, se ha
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reflexionado poco sobre las relaciones entre los modelos normativos ideales y las consideracio-
nes empíricas necesariamente contextualizadas. Tanto es así que se ha dado por válida de forma
habitual la máxima que indica que un diseño institucional concreto es bueno o adecuado si resulta
«tanto coherente en lo interno como, externamente, en armonía con el resto del orden social en el
cual se inserta» (GOODIN, 1996a: 56). Pero, como el mismo GOODIN advierte, dicha máxima des-
cuida un elemento crucial, los criterios normativos o «morales» que evalúan externamente dicho
diseño. Sobre la teoría del diseño institucional, véase la excelente compilación de GOODIN, 1996a.
Sobre el diseño concreto de las instituciones democráticas, véanse ELKIN y SOLTAN, 1993; y SHA-
PIRO y MACEDO, 2000. Y para el diseño de las instituciones democráticas deliberativas, véanse
FEREJOHN, 2000; y PETTIT, 2000.
5
Así, el tamaño de nuestras sociedades hace que al aplicar un ideal de democracia debamos
contar necesariamente con principios normativos de representación política.
6
Sobre este punto, véase GOODIN, 1996a: 53-56.
7
Véase el apartado 3 del capítulo I. Y para un estudio general de la noción de ideal regula-
tivo, véase MARTÍ, 2005c.
8
La cuestión es más compleja. En ocasiones es racional crear en el primer paso un estado
de cosas subóptimo, incluso peor que el actual, si desde este estado de cosas podemos acceder,
en otro paso, a una situación más cercana al ideal que cualquiera de las disponibles en la actua-
lidad, o de las que podríamos acceder en un paso desde el mundo óptimo accesible en un paso
desde el actual. Así funcionan, de hecho, los precompromisos. Véase ELSTER, 1979: cap. 1. Y refe-
rido al diseño institucional, véase GOODIN, 1996a: 58. El mismo argumento valdría también para
dos pasos intermedios encaminados a generar las condiciones de accesibilidad de un mundo más
favorable (situado entonces a tres pasos del actual). Pero a medida que el mundo que hemos selec-
cionado como deónticamente calificado se sitúa a más pasos del actual, asumimos mayores sacri-
ficios presentes (y futuros), tenemos menor seguridad en que nuestro cálculo técnico sea correcto
y se incrementa el riesgo de que en alguno de los mundos intermedios se produzca un cambio
inesperado en las circunstancias que imposibilite la estrategia diseñada previamente.
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9
GOODIN, 1996a: 47.
10
La expresión es de GOODIN (véase GOODIN, 1996a: 45 y 46), si bien yo la voy a usar en
un sentido más amplio.
11
Se trata de un mito similar al del «legislador racional». En ambos casos se presupone que
el objeto creado (las instituciones o las leyes) responde a un plan preconcebido, racional e inten-
cional por parte de un sujeto o un grupo de sujetos definido.
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16
Véanse GOODIN, 1996a: 61-61; PETTIT, 1996b; BRENNAN, 1996; OVEJERO, 2002: 187-191.
17
Véase STOTZKY, 1997, y su preocupación posterior por las condiciones de la democracia
en STOTZKY, 1999.
18
Archon FUNG ha analizado diversas aplicaciones de mecanismos participativos deliberati-
vos en los diseños de las políticas educativas de la ciudad de Chicago y la evidencia empírica de
ese caso muestra que aun en condiciones de pobreza, fuertes desigualdades, carencias educativas
y carencia de conocimientos técnicos, los resultados alcanzados por dichos mecanismos delibe-
rativos fueron altamente satisfactorios (FUNG, 2004). Como advierte FUNG, los teóricos de la demo-
cracia deliberativa deben ser cuidadosos al hablar de la satisfacción de precondiciones como un
paso absolutamente necesario antes de la implementación de cualquier proceso deliberativo. Existe
un nivel mínimo de precondiciones en ausencia del cual efectivamente el procedimiento no puede
tener éxito. A partir de ahí, lo único que esas precondiciones aseguran es una mayor calidad de la
deliberación, pero no son condición sine qua non.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 285
Reformas constitucionales
19
Véase justamente la nota anterior al respecto.
20
Esto podría verse como una concreción del principio de revisión que en el apartado ante-
rior aplicábamos a todo diseño institucional, según el cual cualquier diseño es siempre revisable.
Véase, al respecto, GOODIN, 1996a: 60; WILDAVSKY, 1979; y MARCH y OLSEN, 1984: 745-777.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 286
21
Pueden verse los trabajos pioneros de ELSTER en este terreno: ELSTER, 1991a, 1991b, 1993b
y sobre todo 1998b.
22
JEFFERSON efectivamente pedía renovar la constitución cada veinte años, momento en el
que, según él, se completaba cada cambio generacional. Véase JEFFERSON, 1999: 962.
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parte, y contra lo que se podría pensar, nada impide que una república
deliberativa sea a la vez una monarquía. Las razones por las que el repu-
blicanismo ha sido tradicionalmente antimonárquico tenían que ver con la
naturaleza de las monarquías absolutistas del pasado, pero no hay nada
incompatible hoy entre la existencia de una monarquía parlamentaria y los
valores republicanos.
El tema del catálogo de derechos fundamentales es más complejo. En
primer lugar, la república deliberativa debe establecer cuidadosamente en
qué consiste el estatuto de ciudadanía, pues éste es el vínculo político prin-
cipal entre el individuo y su comunidad. Y algo que resulta claro es que
este estatuto no se compone solamente de derechos, sino que también es
importante enfatizar la presencia de deberes políticos (que agrupen las vir-
tudes públicas de las que hablé en el capítulo anterior). Dicho esto, el catá-
logo de derechos se asemejaría a las actuales declaraciones de derechos
fundamentales, pero es importante advertir que dichos derechos, en la repú-
blica deliberativa, no son vistos como escudos de protección de las esfe-
ras privadas de los individuos que actúan como «cartas de triunfo» indi-
viduales frente a las decisiones de las mayorías democráticas 23, sino como
mecanismos institucionales de protección de las precondiciones y de los
principios estructurales de la deliberación democrática, así como un con-
junto de valores constitucionales libremente elegidos por la ciudadanía y
que se convierten en el objeto de algo así como el «patriotismo constitu-
cional» de HABERMAS 24.
Y esto nos lleva a la siguiente cuestión importante. Entre el contenido
de la constitución, básicamente entre los derechos fundamentales recono-
cidos generalmente en las constituciones, y las estructuras democráticas
de un Estado se producen determinadas tensiones análogas a las existen-
tes entre los criterios sustantivos y procedimentales de la legitimidad, tal
y como fueron analizadas en el capítulo IV 25. Más concretamente, el pro-
blema se produce cuando determinadas decisiones democráticas entran en
conflicto con algunas disposiciones constitucionales, tanto formales como
sustantivas. En la medida en que la constitución es la ley suprema y ha
sido adoptada democráticamente, parecería no haber más conflicto que el
que pueda surgir en el seno de un órgano legislativo como el Parlamento
o, a lo sumo, entre éste y el órgano (generalmente judicial) encargado de
controlar la constitucionalidad de las leyes 26. Pero esto no es así, el con-
23
DWORKIN, 1977: caps. 6, 7, 12 y 13.
24
HABERMAS, 1992a: Apéndice II, y 1993.
25
El mejor trabajo que conozco sobre este tema, que ofrece una buena panorámica de todos
los argumentos, es BAYÓN, 2004.
26
Es decir, este tipo de situaciones tiene una vertiente jurídica nada problemática. Dado que
la constitución opera como norma suprema de todo ordenamiento jurídico (que es a su vez con-
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flicto es mucho más general y tiene que ver con si existen límites sustan-
tivos sobre los que las mayorías democráticas pueden hacer; límites, como
decía antes, en forma de derechos como «cartas de triunfo» que introdu-
cen consideraciones que ningún órgano, por más democrático que sea,
puede ignorar.
Aunque no quiero emprender una discusión detallada de este problema,
algo que me llevaría mucho más lejos de lo que pretendo en este capítulo,
debo realizar algunas consideraciones generales sobre algunos de los vér-
tices de este problema crucial, tal vez el problema más importante para la
filosofía del derecho que estudia la legitimidad de la democracia. El pro-
blema de la relación entre los derechos y la democracia se plasma en diver-
sos aspectos complejos e interrelacionados del diseño institucional: la rigi-
dez de la constitución y el atrincheramiento (entrenchment) de los derechos,
el espacio del poder legislativo en un sistema de separación de poderes,
la fiabilidad del tipo de representación democrática que ofrecen las estruc-
turas parlamentarias, o el control judicial de constitucionalidad. Las con-
sideraciones que quiero presentar aquí afectan a la primera y la última de
estas cuestiones y, como veremos, están estrechamente vinculadas.
En primer lugar, la rigidez constitucional es un mecanismo que impone
límites sobre los que los poderes públicos pueden decidir y hace difícil o
incluso imposible la reforma constitucional 27. Algunos de los argumentos
que se han utilizado en su favor, principalmente desde el pensamiento cons-
titucionalista liberal, son los siguientes 28: 1) La constitución establece cuál
es el ámbito de decisión de los órganos legislativos democráticos y pro-
tege determinados elementos (formales y sustantivos) que son necesarios
para el propio funcionamiento de la democracia, así que por razones con-
ceptuales ningún procedimiento democrático puede revisar tales elemen-
tos, y por lo tanto la rigidez de estas regulaciones constitucionales debe
dición de posibilidad formal de dicho ordenamiento), cualquier decisión democrática tomada por
un órgano («constituido» constitucionalmente) posee un rango inferior a la misma, y por ello resul-
tará inválida jurídicamente en virtud del principio de jerarquía normativa. Pero éste no es el pro-
blema que quiero abordar aquí, que está relacionado más bien con la legitimidad política y no con
la estrictamente jurídica.
27
Se entiende comúnmente que una constitución es rígida si el procedimiento para refor-
marla es más costoso que el procedimiento de elaboración de la legislación ordinaria. La distin-
ción se le atribuye a James BRYCE. Véase BRYCE, 1905. Sobre los diversos elementos que contri-
buyen a una mayor rigidez, y en una defensa explícita de la misma, véase FERRERES, 2001. También
HOLMES, 1988 y 1995; FREEMAN, 1990; ACKERMAN, 1991; DWORKIN, 1997; MORESO, 1997: 165-
167 y 1998a; y FERRAJOLI, 2001. Y en contra, aunque en algunos casos matizadamente, BICKEL,
1978; ELY, 1980; WALDRON, 1993, 1994 y 1999a; GARGARELLA, 1995, 1996 y 1998b; NINO, 1996:
288-293; GAUS, 1996: 279-285; BAYÓN, 1998 y 2004; y ZURN, 2002.
28
Muchos de ellos están relacionados entre sí, pero intentaré presentarlos de la manera más
apropiada para un análisis detallado de cada uno. Por otra parte, las posiciones extremas que defen-
derían, respectivamente, una rigidez absoluta, como FERRAJOLI, 2001, o una flexibilidad absoluta,
como WALDRON, 1999a, son minoritarias. Para una crítica de la posición de FERRAJOLI, véase
MARTÍ, 2005a.
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29
Los límites impuestos por la constitución al procedimiento democrático son una suerte de
límites internos de la propia democracia. Véanse, en este sentido, RAWLS, 1971 y 1993; DWORKIN,
1977 y 1997; TRIBE, 1980; DAHL, 1989; FREEMAN, 1990; SUNSTEIN, 1993; SCHAUER, 1994; GAUS,
1996; FERRERES, 1997; MORESO, 1997, 1998a y 1998b; y FERRAJOLI, 2001. No obstante, la mayo-
ría de estos autores no suscriben la tesis de la rigidez absoluta porque, por ejemplo, admitirían
que puede haber errores en una concreta formulación constitucional.
30
Sin embargo, a diferencia del caso anterior, la protección de dichos principios no depende
de que sean conceptualmente necesarios para el propio procedimiento democrático, sino de su
corrección moral independiente de todo proceso político. En este caso, se trata de límites clara-
mente externos al mismo. En parte, éste es el argumento de GARZÓN VALDÉS, 1993: 631-650 y en
algunos pasajes también parece ser el de DWORKIN, 1997 y RAWLS, 1971 y 1993, como un argu-
mento más que se suma al de los límites internos, que ellos también suscriben.
31
Este no es un caso de imposibilidad conceptual para decidir como el primero, ni asume
un compromiso con verdades morales naturales como el segundo. Sobre la idea de precompro-
miso en favor de la rigidez constitucional, véanse ELSTER, 1979 y 2000; HOLMES, 1988 y 1995;
ACKERMAN, 1991; y MORESO, 1998a y 1998b.
32
Por ello casi toda la literatura es común. Véanse las referencias que he dado en la nota 26
de este capítulo.
33
Así, por ejemplo, en la técnica del «reenvío legislativo», utilizada en la Francia de 1791
y en la actualidad en Canadá, en la que la última palabra sobre la constitucionalidad de una ley
la tiene el Parlamento. Véase GARGARELLA, 1996: 174-177. Una defensa de esta técnica, en BAYÓN,
1998 y 2004.
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34
Así es en los Estados Unidos desde 1803, a partir del célebre caso Marbury vs. Madison,
5 U.S. (1 Cranch) 137 (1803), teniendo en la actualidad un sistema de control difuso. Sobre la
evolución del control judicial de constitucionalidad en Estados Unidos, y las arduas polémicas
generadas, véase GARGARELLA, 1996. Sobre la pluralidad de mecanismos de control, véase FERRE-
RES, 1997.
35
Aun si, por ejemplo, suponemos que los límites expresados por una constitución son sus-
tantivamente correctos, el pueblo tiene derecho a equivocarse y a desligarse de cualquier medida
paternalista que cercene su autonomía pública.
36
Véase, por ejemplo, ELY, 1980. Nótese que el ámbito de exclusión es más pequeño que el
que exigía el primero de los argumentos en favor de la rigidez que hemos examinado, puesto que
en aquel caso se admitían también límites sustantivos como precondiciones del proceso. Algunos
autores admiten también la imposición de estos límites sustantivos aunque, por hacerlo sólo como
una medida de protección de las precondiciones de la democracia, dichos límites deberían tener
una rigidez muy baja. Véanse, en este sentido, HABERMAS, 1988, 1992a, 1994 y 2001; y BAYÓN,
1998.
37
En caso de que no se aplique esta regla de mayoría, y por mayoría simple, se estaría vul-
nerando el principio básico de igualdad política que está en el sustrato de todas estas considera-
ciones. Véase WALDRON, 1999a: 107-116. Véase la nota 22 del capítulo II.
38
Véase el propio ELSTER, 2000: 92-96.
39
Algunas de ellas señaladas por el propio ELSTER. Véase ELSTER, 1979: 159-163, y 2000:
156-174. Como, por ejemplo: «La paradoja de la democracia puede expresarse así: cada genera-
ción desea ser libre de atar a su sucesora, sin estar atada por sus predecesoras. […], es posible
para cualquier generación […] comerse su pastel y conservarlo, pero todas las generaciones […]
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 291
dos por una generación que limiten a las posteriores, dado que la identi-
dad colectiva no pervive a la identidad de los individuos que forman parte
del colectivo 40; d) presupone injustificadamente que las decisiones toma-
das por el legislador constituyente serán más racionales (sobre todo, menos
pasionales), más imparciales y más correctas que las tomadas mediante
un procedimiento legislativo democrático ordinario 41; y/o e) pueden con-
vertirse en cadenas que impidan una rápida respuesta legislativa en un
momento de crisis 42. 4) Relacionado con lo anterior, pero ahora con inde-
pendencia de la noción de precompromiso, ¿quién puede asegurar que la
redacción final de los límites constitucionales no va a proteger en reali-
dad los intereses particulares del legislador constituyente, haciendo muy
difícil la reforma por medio de la rigidez?
5) Por otra parte, y aun presuponiendo que los principios, tal y como
están formulados, sean correctos, su formulación generalmente abstracta
hace que necesitemos de algún intérprete constitucional que determine
en concreto el significado y alcance de cada principio y que resuelva los
potenciales conflictos entre los mismos. Pero entonces se derivan algu-
nos problemas ulteriores. En primer lugar, cuanto más abstracta sea la
formulación de los principios, menor será el significado concreto de los
mismos y más deberemos confiar en el intérprete constitucional 43. Mien-
tras que cuanto más concreta sea dicha formulación, más posibilidades
existirán de error o de cambio de creencias por parte de la ciudadanía. 6)
Particularmente en contra del control judicial de constitucionalidad de las
leyes se ha esgrimido básicamente el argumento de que el poder judicial
carece de legitimidad democrática, que se trata de un órgano contra-mayo-
ritario, y ello aunque actúa de intérprete auténtico de la constitución, y
tiene por lo tanto la última palabra en las controversias constituciona-
les 44.
no pueden alcanzar simultáneamente este objetivo» (ELSTER, 1979: 179). La cursiva es del autor.
Un repaso a estas paradojas y una crítica general a la idea de precompromiso en MARTÍ, 2001.
40
Como creía JEFFERSON, y por ello pedía referéndums periódicos. Véase la nota 22 de este
capítulo.
41
Esta presuposición injustificada la encontramos, por ejemplo, en ACKERMAN, 1991, y
ELSTER, 1979: 160. Las razones por las que está injustificada son, entre otras, que las convencio-
nes constituyentes suelen celebrarse, contra lo que presupone ACKERMAN, en momentos de crisis
o transición muy convulsos políticamente y en los que los poderes fácticos intentan ejercer gran-
des presiones sobre la asamblea constituyente, y porque existe un gran riesgo de que el legisla-
dor constituyente (compuesto de individuos concretos como nosotros) ceda a sus propios intere-
ses particulares. Véase el propio ELSTER, 1998b y 2000: 158-162 y 172-173.
42
ELSTER, 2000: 162-165 y 170-172.
43
Para una defensa de la técnica de la abstracción, véase FERRERES, 2001. Para la crítica
completa al recurso de la abstracción, véase la nota 91 del capítulo I de este libro, y el texto que
la acompaña.
44
Sobre la objeción contramayoritaria, véase el trabajo fundacional de BICKEL, 1978, y tam-
bién TRIBE, 1978; ELY, 1980; BAYÓN, 1998 y 2004; GARGARELLA, 1998b; y WALDRON, 1999a. Un
excelente análisis de esta discusión, en GARGARELLA, 1996.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 292
45
Supongamos que la constitución permite ser reformada por un procedimiento de voto en
el Parlamento equivalente al de la promulgación de una ley ordinaria, con la única diferencia de
que al seguirse dicho procedimiento debe declararse formalmente que se está reformando la cons-
titución. Se trataría simplemente de una diferencia simbólica. O podrían exigirse algunas forma-
lidades suplementarias, como que el trámite fuera más largo y obligara a desarrollar más debates
parlamentarios. Todo ello otorgaría una cierta rigidez a la constitución, aunque poco significativa.
Supongamos ahora que la constitución también establece un sistema de control judicial de cons-
titucionalidad concentrado en un Tribunal Constitucional, habilitado para invalidar las leyes que
considere inconstitucionales. Este sistema no supondría un menoscabo de la soberanía popular,
porque cuando el Tribunal Constitucional invalide una ley el Parlamento siempre podrá empren-
der, si es que insiste en la importancia de dicha ley, una reforma constitucional que haga compa-
tible el texto de la constitución con la ley que pretende aprobar. Claro que la reforma constitu-
cional, aunque sólo sea por las cuestiones simbólicas, es una acción costosa, pero ello opera
justamente en garantía de que el Parlamento no aprobará leyes de forma irracional y poco medi-
tada. Este sistema garantiza que la última palabra sobre la constitucionalidad de una ley esté en
manos de un tribunal, y en cambio no se produzca ninguna pérdida de legitimidad democrática en
el sistema.
46
Aunque pueda tener también algunos condicionantes materiales, como el de la cultura jurí-
dica de una sociedad, que en todo caso serán secundarios. Véase FERRERES, 2001.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 293
rígida 47, pero en ningún sentido podemos decir que es menos democrá-
tica. Al contrario, parece más respetuosa con el ideal de autogobierno que
una constitución que no previera la consulta popular. En conclusión, no
existe una correlación directa entre rigidez y menor respeto por la so-
beranía popular, ni a la inversa, entre flexibilidad y mayor respeto por
ella.
En tercer lugar, la rigidez y el control judicial de constitucionalidad
de las leyes pueden pensarse como mecanismos de «frenos y contrapesos»
que intentan frenar, no los abusos del ejercicio del principio de soberanía
popular o la tiranía de la mayoría, sino la dominación y los abusos de los
representantes parlamentarios con respecto a la propia ciudadanía. Los
representantes pueden tener la tentación de promover una legislación que
maximice sus propios intereses en lugar del interés general, o simplemente
pueden querer imponer su opinión sincera cuando ésta difiere de la opi-
nión generalizada de la ciudadanía. Cierto tipo de rigidez constitucional
y alguna versión del control judicial de constitucionalidad pueden contri-
buir al control de la actividad parlamentaria en favor, en este caso, del
propio principio de soberanía popular.
Una vez señalados estos tres puntos iniciales, quiero recuperar un argu-
mento asociado a la tercera justificación de la rigidez constitucional (la
del freno a las decisiones democráticas apresuradas e irracionales). Varios
autores han señalado que el control judicial de constitucionalidad de las
leyes, cuando se combina con un mecanismo de rigidez alta pero no abso-
luta incrementa la calidad de los procesos democráticos deliberativos con-
tribuyendo con más y mejores argumentos al debate político público. En
algunos casos, el modelo argumentativo de los tribunales es considerado
como un caso paradigmático de una deliberación política de calidad. El
propio procedimiento judicial permite que se escuchen algunas voces que
fueron omitidas del procedimiento legislativo. Y las decisiones judiciales
aportan nuevas razones a la deliberación pública más general. Se pueden
pensar incluso algunos mecanismos formales de diálogo institucional entre
los parlamentos y los tribunales. Por todo ello, el control judicial de cons-
titucionalidad y la rigidez constitucional pueden mejorar, no ya los pro-
cedimientos democráticos en general, sino los defendidos por el modelo
47
Ya he dicho que la rigidez responde a diversos parámetros (la mayoría simple o cualifi-
cada que se exija en la votación parlamentaria, la convocatoria de nuevas elecciones, la convoca-
toria de referéndum, un sistema de «enfriamiento» de la reforma constitucional como el sueco,
que obliga a que transcurran nueve meses entre la primera y la segunda aprobación parlamenta-
rias, entre las cuales deben convocarse además elecciones generales, etc.). Y no disponemos de
criterios suficientemente refinados que nos permitan comparar todos estos criterios y medir car-
dinalmente u ordinalmente su rigidez. Podemos preguntarnos, por ejemplo, si es más rígido un
sistema que requiera una mayoría parlamentaria de 4/5 de los votos que uno que requiera sola-
mente referéndum.
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48
Una defensa de la contribución de la rigidez a la calidad democrática la encontramos en
ACKERMAN, 1991: 316. Para el argumento completo, véase SUNSTEIN, 1988: 150 y 151; DWORKIN,
1997: 1-38; RAWLS, 1993: 227-240; y FERRERES, 2001.
49
Los autores que han defendido esta justificación del control judicial de constitucionalidad
la acompañan siempre de una defensa de una considerable rigidez constitucional, porque es la
forma de que «la mayoría se tome en serio la carga de ofrecer al juez razones de peso para justi-
ficar la ley ante el reproche de que lesiona alguno de los derechos y libertades garantizados en la
Constitución» (FERRERES, 2001: 39). Sobre la noción de deliberación entre instituciones, véase
TULIS, 2003.
50
Es decir, el valor deliberativo no está indisolublemente ligado a la naturaleza judicial de
un órgano. Y comisiones de este tipo gozarían ciertamente de mayor legitimidad democrática que
cualquier tribunal judicial.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 295
51
Véase las propuestas en la línea del constitucionalismo débil de BAYÓN, 1998 y 2004. Tam-
bién lo que defiende WALDRON en sus últimos trabajos; véase WALDRON, 2005: 8 y 9; y comen-
tando esta idea GARGARELLA y MARTÍ, 2005: XXVII-XXXII; finalmente, desligando el control
judicial de constitucionalidad de la supremacía judicial, GARGARELLA, 2006. Imaginemos el
siguiente ejemplo. La constitución podría prever la aprobación por mayoría simple en un refe-
réndum popular, tras un proceso de deliberación pública masiva a través de los canales de comu-
nicación guiado por los partidos políticos de dos semanas de duración, como requisito para la
reforma constitucional. Estaríamos sin ninguna duda ante una constitución rígida. Y podríamos
establecer un mecanismo de control judicial de constitucionalidad con poderes incluso para anular
directamente las leyes inconstitucionales. La justificación en favor de este mecanismo podría ser,
en efecto, la deliberativa. Pero siempre teniendo en cuenta que bajo esta propuesta no se produce
simultáneamente un menoscabo de la soberanía popular. Ambos mecanismos servirían para pro-
teger determinados valores básicos del sistema democrático deliberativo, como los principios
estructurales del propio procedimiento y sus precondiciones. No sólo no hay menoscabo del valor
de la soberanía popular, sino que, comparado con el procedimiento de aprobación de la legisla-
ción ordinaria (llevado a cabo por los representantes políticos), sería incluso más democrático.
52
Recordemos que tanto BURKE como MILL consideraban el Parlamento como el órgano deli-
berativo de la nación. La vinculación entre asamblea legislativa y deliberación política es tan anti-
gua, de hecho, como la democracia misma.
53
Así que no es de extrañar que haya recibido la atención de los defensores de la democra-
cia deliberativa. Algunos autores son optimistas respecto al tipo de deliberación que se desarrolla
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 296
actualmente en los Parlamentos, como BESSETTE, 1994; GREGG, 1996; y WOLFENSBERGER, 2000.
Otros, en cambio, han señalado las diversas carencias en este sentido y han propuesto algunas
mejoras, MANSBRIDGE, 1988; MANIN, 1997; y GARGARELLA, 1998a. Y centrados en la deliberación
de las asambleas constituyentes, véanse ACKERMAN, 1991; y ELSTER, 1993b, 1994, 1998b.
54
Monopolizan las candidaturas en las convocatorias de elecciones, ocupan por tanto todos
los cargos representativos del Parlamento y controlan en gran parte la agenda política así como el
procedimiento parlamentario.
55
En las comisiones parlamentarias las condiciones no son mucho mejores. La comunica-
ción es más fluida, pero se acercan más al ideal de negociación que al del proceso deliberativo.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 297
tativas, así como del funcionamiento de los partidos. Entre otros aspectos,
deberían considerarse los siguientes: a) cambiar el sistema electoral en
favor de listas abiertas, b) asegurar la posibilidad de que los ciudadanos
ejerzan su derecho de sufragio pasivo con independencia de los partidos,
si así lo desean, c) prohibir la disciplina de voto, d) introducir turnos abier-
tos en todas las sesiones parlamentarias, aunque esto suponga una mayor
duración de los debates, e) obligar a todos los parlamentarios a responder
las demandas que los ciudadanos quieran formularles, f) crear, por ejem-
plo, una comisión parlamentaria específica, no formada por diputados sino
por trabajadores públicos independientes, que elabore dictámenes en favor
y en contra de cada propuesta basados en las razones esgrimidas por cada
grupo político, o por los miembros de la sociedad civil que hayan sido
consultados, etc.
Aunque todas estas propuestas son sólo tentativas, puesto que debería-
mos contar con estudios empíricos sólidos y fiables que atestiguaran su
conveniencia, he querido mencionarlas como ejemplo de cómo se puede
pensar el diseño institucional de las estructuras representativas de una repú-
blica deliberativa.
56
Véanse DAVIS, 1964: 40; BARBER, 1984: 278 y 279, y 1998: 110-113; GUTMANN, 1987;
PETTIT, 1989a: 159-164; KNIGHT y JOHNSON, 1997: 396 y 397.
57
En palabras de Robert GOODIN: «al diseñar las instituciones para canallas estas solucio-
nes mecánicas se arriesgan a convertir en canallas a actores potencialmente más honorables. [...],
un modelo que depositara mayor confianza en los individuos y que incorporara una apelación más
directa a principios morales podría efectivamente cumplir mejor su función de evocar motivacio-
nes altruistas para la acción y de suprimir las más bajas». Es por ello que uno de los principios
fundamentales del diseño institucional es, para GOODIN, como hemos visto al inicio del capítulo,
el de la sensibilidad a la complejidad motivacional. Véase GOODIN, 1996a: 61. Un análisis de los
diversos modelos de democracia contemporánea a la luz de la virtud exigida a sus actores princi-
pales, en OVEJERO, 2002: cap. 3.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 299
58
Ya MAQUIAVELO advirtió de que «así como las buenas costumbres, para conservarse, nece-
sitan de leyes, del mismo modo, las leyes, para ser observadas, necesitan de buenas costumbres»
(MAQUIAVELO, 1503: 85). Lo mismo observaría más tarde, aplicado ya a ejemplos prácticos con-
cretos del carácter norteamericano, TOCQUEVILLE en La democracia en América. Véase TOCQUE-
VILLE, 1815-1820.
59
Concretamente referidos a los procedimientos deliberativos, véanse FISHKIN, 1991, 1995
y 1999; FUNG y LOVINS, 2000; FISHKIN y LUSKIN, 2000a y 2000b; BAIOCCHI, 2001; FUNG y WRIGHT,
2001; FUNG, 2004; van AAKEN, LIST y LÜTGE, 2003; DELLI CARPINI, LOMAX COOK, JACOBS, 2004;
RYFE, 2005, MORRELL, 2005; STEINER, BACHTIGER, SPÖRNDLI, STEENBERGER, 2004; y JACKMAN y
SNIDERMAN, 2006.
60
OVEJERO, 2002: 179. Véanse, en este mismo sentido, DAVIS, 1964; HIRSCHMAN, 1970; PATE-
MAN, 1970; ACKERMAN, 1980: 353; MANSBRIDGE, 1983; BARBER, 1984; BENHABIB, 1986: cap. 8;
MANIN, 1987: 354; C. GOULD, 1990: 283-306; y WARREN, 1992.
61
Sería más preciso hablar de «teorías», ya que los resultados alcanzados han sido muy diver-
sos y heterogéneos.
62
Con respecto al neoinstitucionalismo, los estudios se remontan a los trabajos clásicos de
Talcott PARSONS, como PARSONS, 1952. Véase también GRANOVETTER, 1985 y 1992, y una buena
presentación para no iniciados en GOODIN, 1996a, 14-36. Sobre la idea de mecanismos, el clásico
es MERTON, 1957, un buen desarrollo en ELSTER, 1983a, y sobre todo 1999, en especial capítulo 1,
y para un potente panorama de la situación actual, HEDSTRÖM y SWEDBERG, 1998. En la ciencia
política en general, véase los trabajos del propio ELSTER ya citados, así como BRENNAN y BUCHA-
NAN, 1985; MARCH y OLSEN, 1989; KNIGHT, 1991; y BRENNAN y HAMLIN, 2000. Concretamente
referidos a la cuestión de la participación democrática y el papel de la sociedad civil en la con-
solidación y calidad de las estructuras políticas, y desde el punto de vista teórico, véase princi-
palmente BARBER, 1984; COHEN y ARATO, 1992; HIRST, 1994; COHEN y ROGERS, 1995a; y JANOSKI,
1998. Y la confirmación empírica de esta tesis en PUTNAM, 1993 y 2000; SKOCPOL y FIORINA, 1999;
y FISHMAN, 2004.
63
GOODIN, 1996a: 19.
64
GOODIN, 1996a: 28. Véase también, sobre este punto, MARCH y OLSEN, 1984 y 1989.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 300
65
OVEJERO, 2002: 180 y 181. La cursiva es del autor.
66
El uso de ambas expresiones es a menudo confundente. Pero, en lo esencial, los autores
que hablan de una y otra se refieren a la misma idea. Por ello, las utilizaré en este trabajo como
equivalentes. HABERMAS ha sido uno de los autores que más ha contribuido a extender la idea de
esfera pública, desde que en 1962 publicara su primer trabajo sobre ello, HABERMAS, 1962. Véase
también HABERMAS, 1981, 1992a, 1992b. Un compendio de trabajos sobre HABERMAS y su idea
de esfera pública, en CALHOUN, 1992a. Siguiendo esta estela, O’NEILL, 1989; BENHABIB, 1992b;
FRASER, 1992; BOHMAN, 1996, 1997b y 1999; SOMMERS, 1999; y CROUCH, 1999. En torno a la
noción de sociedad civil, véanse COHEN y ROGERS, 1983, 1993a, 1993b, 1995a, 1995b y 1995c;
BARBER, 1984 y 1998; COHEN y ARATO, 1992; HIRST, 1994, 1995 y 1996; COHEN y SABEL, 1997;
WALZER, 1997; PETTIT, 1997; y WARREN, 2001. Finalmente, dos antecedentes históricos directos
son DEWEY, 1927; y LASLETT, 1956.
67
En el sentido de interés intersubjetivo explicado en el capítulo II.
68
Véase, por ejemplo, PATEMAN, 1970: 106.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 301
69
BARBER, 1998: 12 y 43, respectivamente.
70
WALZER, 1997: 8.
71
COHEN y ROGERS, 1995b: 43-58, 89-90 y 99-101; BARBER, 1998: 13 y 43.
72
Véanse, por ejemplo, COHEN y ROGERS, 1995a; HIRST, 1995; y WARREN, 2001.
73
BOHMAN, 1996: 30. Cuando BOHMAN habla de sociedad civil se refiere aquí al ámbito pri-
vado.
74
BOHMAN, 1996: 37. Este autor defiende una concepción «fuerte» de la publicidad. Según
él, «la publicidad funciona a tres niveles: crea el espacio social para la deliberación, gobierna los
procesos de deliberación y las razones generadas por ellos, y proporciona un criterio a partir del
cual poder evaluar los acuerdos» (BOHMAN, 1996: 37 y 38). Es un sentido claramente emparen-
tado con la noción de «uso público de la razón». Véase también LUBAN, 1996 y 2002.
75
BOHMAN, 1996: 43; y BARBER, 1998, 43.
76
Para la noción de complejidad social relevante para la deliberación pública, véase BOHMAN,
1996: cap. 4.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 302
81
Así, BOHMAN lo define como una joint activity. Véase BOHMAN, 1996: 37-53.
82
Sobre este punto, véase BOHMAN, 1996: 199-201.
83
Sobre la idea de la deliberación pública informal, véase ESTLUND, 2006.
84
Sobre la importante noción de responsabilidad activa de la ciudadanía, que no voy a poder
analizar aquí, véanse DAVIS, 1964; BRENNAN, 1996; BOVENS, 1998; y OVEJERO, 2002: 188-191.
Véanse también GOODIN, 1992; y HARDIN, 1996.
85
GUTMANN y THOMPSON, 1996: cap. 4; BOHMAN, 1996: 55; y OVEJERO, 2002: 178-191.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 304
86
Véanse COHEN y ROGERS, 1983, 1992, 1993a, 1993b, 1995a, 1995b y 1995c; y HIRST, 1993,
1994, 1995, 1996 y 1997. También, WRIGHT, 1995; SZASZ, 1995; YOUNG, 1995; PERCZYNSKI, 2000;
ROßTEUTSCHER, 2000; HERREROS, 2000; y WARREN, 2001. Desde una perspectiva estrictamente
deliberativista, MANSBRIDGE, 1995. Según PATEMAN uno de los primeros autores que elaboró una
teoría de las asociaciones al servicio de los ideales democráticos fue G.D.H. COLE, quien en 1920
definía la sociedad democrática como «un complejo de asociaciones sustentadas por la voluntad
de sus miembros», en las que si queremos garantizar el ideal de que el individuo se auto-gobierne,
debemos dejar que participe en la toma de decisiones de las asociaciones a las que pertenece.
Véanse COLE, 1920: 31; y PATEMAN, 1970: 36 y 37.
87
COHEN y ROGERS, 1995b: 58. La democracia asociativa no es un modelo alternativo a la
democracia deliberativa, sino simplemente otra manera de enfocar un mismo ideal.
88
Véanse HIRST, 1993: 12, 1994: 19, y 1997: 17; y COHEN y ROGERS, 1993.
89
Véanse HIRST, 1994: 42, y 1997: 24; y COHEN y ROGERS, 1995b: 58, y 1993.
90
Véanse ROßTEUTSCHER, 2000: 172; HIRST, 1997: 17 y 18; y COHEN y ROGERS, 1995b: 55-58.
91
Aunque no debemos limitar la deliberación (o, de forma más general, la participación) a
dichas asociaciones porque, de hacerlo, corremos el riesgo de seguir excluyendo a algunos ciu-
dadanos y se violaría el principio de inclusión de la deliberación pública. Véase GARGARELLA,
1995: 138 y 139.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 305
92
Ésta es una precondición para cualquier participación política informada. Las medidas
concretas pueden abarcar desde la publicación de todas las deliberaciones políticas, cada una en
su ámbito respectivo, siempre que no estén en juego cuestiones de seguridad nacional, hasta faci-
litar los mecanismos de atención al ciudadano cuando éste solicite información específica. A este
objetivo de la transparencia puede contribuir considerablemente un fenómeno como el del perio-
dismo cívico. Sobre este punto, véase CANEL y ECHART, 2000. Sobre los mecanismos de partici-
pación de los ciudadanos en la administración, veánse KOTLER, 1969; REICH, 1985 y 1988; MAJONE,
1988; BOHMAN, 1996; BRUGUÉ y GALLEGO, 2001; y FUNG, 2004: 31-68.
93
Se pueden encontrar algunas indicaciones generales sobre cómo implementar estas medi-
das en COHEN y ROGERS, 1995b: 58-83 y 101-121. En el ámbito de la Unión Europea se han hecho
ya avances todavía no muy significativos pragmáticamente pero de importante valor simbólico.
Véase, por ejemplo, el Dictamen de 28 de enero de 1998 del Comité Económico y Social de la
UE, el Reglamento 976/1999 del Consejo Europeo, de 29 de abril de 1999, o la Comunicación de
la Comisión Europea sobre El fomento del papel de las asociaciones y fundaciones en Europa,
donde se declara, en todos ellos, el papel fundamental que las asociaciones pueden ejercer para
la revitalización de las democracias europeas.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 306
94
Véanse DAVIS, 1964: 40; BARBER, 1984: 278 y 279, y 1998: 110-113; GUTMANN, 1987; y
KNIGHT y JOHNSON, 1997: 396 y 397.
95
Una buena aproximación a este tema, con diversas propuestas concretas, y con una dis-
cusión acerca de los diversos valores en juego, cuestionando incluso el mito de la no regulación
de Internet, en SUNSTEIN, 2001. También en este caso la corriente del periodismo cívico contri-
buye de forma decisiva. Véase la nota 92 de este capítulo. Sobre la importancia de los canales
masivos de información y comunicación para la democracia deliberativa, véanse PAGE, 1995; y
LINSKY, 1998.
96
DANIELS, 1999.
97
BARBER, 1984: 273-278, y 1998: 86-95; y SUNSTEIN, 2001. El uso de las TIC en la parti-
cipación política democrática está dejando de ser un sueño para convertirse en una realidad. Son
miles las experiencias en este sentido que se están realizando en todo el mundo, y muy nutrida la
literatura de un nuevo modelo que ha recibido nombres como democracia digital, democracia elec-
trónica, e-democracia, etc. Algunos de los mejores trabajos publicados en este terreno son: BELLAMY
y TAYLOR, 1998; TSAGAROUSIANOU, TAMBINI y BRIAN, 1998; HAGUE y LOADER, 1999; WILHELM,
2000; HACKER y VAN DIJK, 2000; y FERDINAND, 2000.
98
Esta es, sin duda, una medida mucho más controvertida, pero que ha sido defendida tra-
dicionalmente por los teóricos de la democracia participativa. Véanse BACHRACH, 1967: 146-165;
PATEMAN, 1970: 45-84; BARBER, 1984: 305-311; y BACHRACH y BOTWINICK, 1992. Todos ellos
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 307
siguen una importante tradición de principios de siglo en Estados Unidos, cuyo máximo expo-
nente es G.D.H. COLE. Véase COLE, 1919 y 1920.
99
Por ejemplo, PATEMAN 1970; MANSBRIDGE, 1980 y 2003; BARBER, 1984: 267-273, y 1998:
83-86; y FUNG, 2004.
100
BARBER, 1984: 298-305.
101
Véase OVEJERO, 2002: 153-191.
102
La posibilidad de que los ciudadanos participen directamente aumenta cuanto menor es
el ámbito territorial de decisión. Por esta razón, y con la intención de acercar dicha toma de deci-
siones al ciudadano, la política deliberativa participativa requiere de un amplio sistema de des-
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 308
centralización, si bien tomando las medidas necesarias para evitar el riesgo de la delusión, la pér-
dida de eficiencia y eficacia y los dilemas de acción colectiva. Véanse NINO, 1996: 186, y 228-
235; GRAGLIA, 2001; y FUNG, 2004.
103
Imaginemos el caso en que un alcalde debe tomar una determinada decisión de relevan-
cia social, por ejemplo, la recalificación de unos terrenos para uso público. El derecho de petición
ampararía que los ciudadanos pudieran, en primer lugar, solicitar información sobre el caso y sobre
las razones que tiene el equipo consistorial para querer emprender la recalificación y, en segundo
lugar, diversos colectivos y asociaciones podrían presentar peticiones de resolver el caso en un
sentido o en otro. Lo que el derecho de petición exige no es que el alcalde deba resolver tal y
como los ciudadanos le solicitan. De hecho, diversos grupos podrían presentar peticiones contra-
rias. Pero sí exige que tenga en consideración los motivos expuestos y al menos se tome la moles-
tia de responder a cada peticionario exponiéndole sus argumentos en favor de su propia decisión
y desestimando la petición recibida.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 309
104
Véanse CRONIN, 1989; BUDGE, 1993 y 1996; NINO, 1996: 205-209; y SAWARD, 1998: 112-
117.
105
Se trataría simplemente de crear una figura parecida a la del amicus curiae en los proce-
sos judiciales, que permita a las asociaciones secundarias que cumplan los requisitos previamente
establecidos y hayan pasado un filtro de admisión, asistir y tener voz en plenos parlamentarios,
comisiones parlamentarias, plenos municipales, sesiones especiales del Consejo de Gobierno, etc.
106
Como demuestran muchos estudios desarrollados en el campo de la psicología social, el
modo en que se plantea una consulta o un referéndum (la manera de formular la pregunta y las
opciones de respuesta que se dan) puede determinar parcialmente el resultado. Véase, por ejem-
plo, SUTHERLAND, 1996.
07-CAPITULO 07•V 29/9/06 13:15 Página 310
113
Véanse BAIOCCHI, 2001 y 2005; y GOMÀ y REBOLLO, 2001.
08-CAPITULO 08•V 29/9/06 13:16 Página 313
CAPÍTULO VIII
CONCLUSIONES
una de las posiciones del debate me parecía más sólida y satisfactoria que
las demás.
Por tanto, en la medida en que aquí he presentado lo que en mi opi-
nión es la mejor cara de este modelo democrático deliberativo, y dado que
yo podría estar perfectamente equivocado en mis opiniones y valoracio-
nes, algún lector puede pensar que mi reconstrucción del modelo no es del
todo fiel. Cualquier libro, cualquier artículo, puede generar discrepancias
de este tipo. De hecho esto no es particularmente negativo, sino más bien
un efecto natural de cualquier contribución al foro público de las ideas.
Un efecto que a mí me resulta especialmente plácido, por cuanto el único
modo razonable que conozco de arreglar discrepancias o desacuerdos como
los descritos es mediante la deliberación. Una objeción que sí me produ-
ciría desazón, en cambio, sería la de que este libro no logre estimular en
lo más mínimo ningún interés, ninguna opinión favorable o desfavorable.
Soy consciente de que es un trabajo extenso y que en ocasiones su lectura
puede haber resultado ardua, por la complejidad de las cuestiones discu-
tidas. Pero mi objetivo fundamental, como reconocí en el prefacio, era el
de contribuir al debate y discusión teóricos. Si mis argumentos son acep-
tables, tal vez logren hacer avanzar un poco la reflexión colectiva. Y si no
lo son, tal vez logren el mismo cometido, al permitir al lector aclarar sus
propias ideas y razones al respecto.
No aspiro a resumir todo el contenido del libro en unas pocas páginas.
Sin embargo, con la sola pretensión de facilitar que el lector mismo pueda
recuperar sus propias conclusiones, sintetizaré algunos puntos centrales
del libro.
1) La democracia deliberativa es un ideal normativo, defendido por
un modelo teórico de la democracia, que propone la adopción de un pro-
cedimiento colectivo de toma de decisiones políticas, con participación
directa o indirecta de todos los potencialmente afectados por tales deci-
siones, y basado en el principio de la argumentación, en lugar del voto o
la negociación.
La democracia deliberativa es fundamentalmente eso, un procedimiento
de toma de decisiones democráticas. Muchos son los deliberativistas que
han procurado distinguirlo de los procesos basados en la negociación o
simplemente en la agregación de preferencias, si bien el autor que mejor
ha desarrollado esta oposición es Jon ELSTER, en quien me basé para el
análisis, en el capítulo II, del núcleo del modelo. La argumentación, a dife-
rencia de los mecanismos basados en el voto, presupone la reflexión dia-
lógica entre los decisores, esto es, el acto de comunicación consistente en
un intercambio de razones y argumentos en favor de una determinada alter-
nativa de decisión con la pretensión de convencer racionalmente a los
08-CAPITULO 08•V 29/9/06 13:16 Página 315
CONCLUSIONES 315
CONCLUSIONES 317
CONCLUSIONES 319
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