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alejamiento, la ruptura antes de la separación. Que la parti-
da se verifique o no es secundario. En todo caso esa partida
no es más que la conclusión práctica y puramente anecdó-
tica de una contradicción ineluctable.
Respecto del país natal, el extranjero es una especie de
limbo, y una suerte de observatorio también: es evidente
que, después de cierto tiempo, el escritor exiliado flota en-
tre dos mundos y que su inscripción en ambos es fragmen-
taria o intermitente. Si la complejidad de la situación no lo
paraliza, esa vida doble puede ser enriquecedora. A un ar-
gentino, particularmente, en cuyo país una de las contradic-
ciones principales de la cultura reside en la oposición nacio-
nalismo-europeísmo, el doble campo empírico le será útil
para comprobar lo injustificado de las pretensiones nacio-
nalistas y al mismo tiempo desmitificar la supuesta infalibi-
lidad europea.
Pero claro, no todo es provecho intelectual. Tiempo, es-
pacio, carne, memoria, experiencia, muerte: todo esto, que
es materia común a todos, en la situación del exilio cobra
un sabor particular. Así se confunden espacio y tiempo, geo-
grafía y pasado, muerte y distancia; por momentos, se pier-
den el sentido y la plenitud de lo vivido.
Para el joven Joyce, las tres armas del escritor perdi-
do en la penumbra del extranjero, debían ser “el silencio,
el exilio y la astucia”. Ese programa nos da una idea de en-
frentamiento, de soledad, de separación. En Mínima mo-
ralia, no pocos de los fragmentos de Adorno describen el
mundo de los emigrados alemanes en Estados Unidos co-
mo agobiado por el peso de muchas amenazas ––internas
y externas.
Y los rastros del principio de realidad se inscriben en
nuestro cuerpo. Dante, el gran desterrado, era, como es sa-
bido, grave, sarcástico, amargo, un poco altanero. El exilio
coincidió con su gloria ––hasta los que lo amenazaban de
muerte lo respetaban, y, fuera de Florencia, los poderosos se
disputaban al huésped ilustre quien, por otra parte, no du-
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daba de su superioridad terrena ni de su investidura divina.
Pero, según nos lo describe Bocaccio, “tenía un rostro me-
lancólico y pensativo” y, cuando alcanzó cierta edad, que por
otra parte no era mucha, “caminaba un poco encorvado”.
(1985)
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