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Dentro de poco comenzará la Cuaresma, con el miércoles de ceniza, cuando escucharemos las
palabras “conviértete y cree en el evangelio”. Una invitación que puede sonar trillada para algunos
y para otros no pasará de ser una fórmula que se repite mecánicamente sin pensar siquiera en su
significado. Sin embargo, la conversión es capaz de dar sentido a la vida del creyente.
En todas las religiones la “conversión” tiene un significado importante. En general, las distintas
denominaciones religiosas describen a aquellos miembros de su congregación que se han
transferido de otra tradición religiosa como “convertidos”. En la Iglesia Católica el creciente
interés por la espiritualidad que ha ido a la par con la reforma litúrgica han favorecido la reflexión
sobre el proceso de conversión que conduce a una plena incorporación de los creyentes en la
Iglesia. No obstante, ese interés no es un fenómeno nuevo. La conversión ha sido una
característica de una vida santa desde tiempos antiguos y su significado es iluminado por pasajes
tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.
En el Antiguo Testamento
Aunque el término shub aparece pocas veces en el AT; sin embargo, los profetas llaman
continuamente al pueblo a la conversión de corazón, e incluso tal invitación aparece en los
mismos labios de Dios: “Volveos a mí y seréis salvados confines todos de la tierra, porque yo soy
Dios, no existe ningún otro.” (Is 45,22). En algunos casos la invitación divina a la conversión
adquiere forma de queja: “¡Yo te he formado, tú eres mi siervo, Israel, yo no te olvido! He disipado
como una nube tus rebeldías, como un nublado tus pecados. ¡Vuélvete a mí, pues te he rescatado!”
(Is 44,21b-22). Volverse a Dios es entonces el corazón de la conversión, apartarse del pecado y de
toda clase de maldad, de los ídolos hechos por manos humanas, y volverse a Dios vivo para vivir
para Él, deseando cambiar el corazón, eligiendo la vida y correspondiendo al amor que Dios le da.
La relación entre Dios y el hombre es una alianza recíproca. La opción del hombre es volverse a
Dios para cultivar una amistad cada vez más profunda con él o rechazarlo y romper la relación.
En el Nuevo Testamento
En el NT la palabra ‘conversión’ aparece sólo en Hechos 15,3 cuando Lucas habla de la conversión
de los gentiles. Hay dos palabras griegas que expresan el concepto conversión y arrepentimiento:
metanoia y epistrophe, que son casi sinónimos. Sin embargo, metanoia tiene que ver más con el
proceso interno de conversión; epistrophe sugiere los efectos externos del proceso de conversión,
los cambios radicales y necesarios en la propia existencia y el estilo de vida que se desprende de la
aceptación interna de la invitación a la conversión. La verdadera conversión involucra ambos
aspectos.
Mientras que en el AT y los escritos rabínicos la conversión parece ser una condición para preparar
la venida del Mesías, lo que marca una clara diferencia en el NT es la llamada profética a cambiar
el corazón para acoger a Jesucristo, en quien la era mesiánica ha despuntado. Con él llega el Reino
de Dios y se empiezan a cumplir las promesas de Dios para toda la humanidad. En Jesús Dios se
hace presente en el mundo con su poder comunicando vida y amor, misericordia y perdón. El
ministerio público de Jesús comienza con ese anuncio que es Buena Noticia: “«El tiempo se ha
cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva.» (Mc 1,15). Juan
Bautista es el último de los grandes profetas que está en el umbral de esta era mesiánica, urgiendo
a un cambio de corazón ante la aparición de Jesús en el mundo. Al predicar el cambio de vida, Juan
orienta a sus oyentes hacia el Reino de Dios que está cerca (Mt 3,2; Mc 1,4; Lc 3,3). El mismo Jesús
busca y predica el arrepentimiento de los hombres en vista de la llegada del Reino (Mt 4,17), que
él mismo ha inaugurado con su venida al mundo, con su ministerio profético y con las obras que
realiza (Mt11,20; 12,41; Lc 5,32; 10,13; 11,32)
En la Iglesia naciente, la predicación apostólica asume esta invitación: “«Convertíos y que cada uno
de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y
recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para
todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro.»” (Hch 2,38-39). Los Hechos de
los Apóstoles están repletos de experiencias de conversión. Relatos como la conversión de
Saulo/Pablo (9,1-22), la del carcelero de Filipos (16,27-34), del eunuco por el camino de Jerusalén
a Gaza (8,26-39) y las multitudes movidas a bautizarse en Pentecostés (2,5-47) sugieren un patrón
típico de conversión: oír la voz de Dios o una palabra mediada de vida; apertura inicial y
arrepentimiento; compromiso personal en el proceso de transformación; rito del bautismo que
expresa la decisión de convertirse; perseverar en esa decisión de transformación gradual durante
toda la vida. El camino de conversión que abarca toda la vida no es otra cosa sino la y
transformación a imagen de Cristo: “Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos
como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez
más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu." (2Cor 3,18).
La conversión, entonces, es una actitud permanente del creyente durante toda la vida. Una
respuesta a la manifestación del amor gratuito de Dios que nos lleva a la adhesión cada vez más
profunda a Jesucristo; no es algo para practicar solamente en la Cuaresma. En este año de la fe,
somos invitados a dejarnos encontrar por Jesucristo vivo que viene a nosotros continuamente
ofreciéndonos su salvación y a vivir ese proceso de conversión y adhesión a Él, para poder
transmitir a otros la alegría de creer en quien le da sentido pleno a nuestra existencia.