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ESPLENDOR Y MISERIA

DE LA ÉTICA KANTIANA
Esperanza Guisan
(C'oord.)

EDITORIAL DEL HOMBRE


Con motivo del segundo centenario de la primera edición de la
Crítica de la razón práctica (1788) se realiza en este volumen una
suerte de simposio (coordinado por Esperanza Guisán, Univ. de
Santiago de Compostela) en torno a las luces y las sombras, la
grandeza, esplendor y miseria de la ética kantiana, como se indica
significativamente en el título.
No es mérito menor de esta obra el de reunir por primera vez a un
grupo significado de filósofos de la moral de habla hispana (J.L.L.
Arangueren, V. Camps, P. Cohn, A. Cortina, G. Gutiérrez, J.
Muguerza y J. Rubio Carracedo), para comentar cada uno desde su
perspectiva particular los méritos y/o deméritos de la ética
kantiana, procediéndose además en sucesivos capítulos a comparar
a Kant con sus contemporáneos Rousseau y Hume, o sus
seguidores contemporáneos, como es el caso de Habermas. Por lo
demas, el trabajo presente no se limita a los aspectos centrales de la
ética normativa kantiana, sino que pretende, en alguna medida,
extraer algunos resultados aplicables al ámbito de la ética práctica.
La trayectoria intelectual e investigadora de cada uno de los
participantes garantiza de antemano el interés de sus aportaciones.
Si a ello se unen sus amistosas discrepancias en cuanto a la
valoración de la ética kantiana, se comprenderá que se trata de una
obra que no puede dejar de resultar polémica y cumplir el doble
objetivo de hablar sobre Kant y mover muy posiblemente a otros a
continuar el debate.
Esperanza Guisán, profesora titular de Etica de la Universidad de
Santiago de Compostela, ha llevado a cabo investigaciones tanto
en el ámbito de la meta-ética como en el de la ética normativa. Su
interés primordial se centra en la elaboración de una síntesis de las
aportaciones de Kant y Mili, así como del neokantismo y del
neoutilitarismo. Sus obras más representativas son Los presupuestos
de la falacia naturalista (1981), Cómo ser un buen empirista en ética
(1985) y Razón y pasión en ética. Los dilemas de la ética contemporánea
(1986) . Es directora de la revista Agora Papeles de Filosofía de la
Universidad de Santiago de Compostela.
Esperanza Guisán (Coord.)

ESPLENDOR Y MISERIA
DE LA ÉTICA KANTIANA

José Luis L. Aranguren,


Victoria Camps, Priscilla Cohn,
Adela Cortina, Esperanza Guisán,
Gilberto Gutiérrez, Javier Muguerza
y José Rubio Carracedo

ED ITO R IA L DEL HOMBRE


Diseño gráfico: GRUPO A

Primera edición: febrero 1988

© Esperanza Guisán y otros, 1988


Edita: Editorial Anthropos. Promat, S. Coop. Ltda.
Vía Augusta, 64-66, 08006 Barcelona
ISBN: 84-7658-061-4
Depósito legal: B. 47.639-1987
Impresión: Gráficas Alpes, Hospitalet de Llobregat (Barcelona)

Impreso en España — Printed ¡ti Spain

T odos los derechos reservados. E sta publicación no puede se r reproducida,


ni en todo ni en p a rte , ni reg istrad a en. o tra n sm itid a por, un siste m a de
recuperación d e inform ación, en n in g u n a form a ni p o r ningún m edio, sea
m ecánico, fotoquim ico. electrónico, m agnético, electroóptico, p o r fotocopia,
o cu alq u ier otro, sin el perm iso previo p o r e scrito d e la editorial.
INTRODUCCIÓN

El libro que el lector tiene en sus manos presenta algu­


nas características cuando menos originales. Para empezar,
por primera vez se procede en España a reunir a un grupo
de especialistas en Filosofía Moral para abordar conjunta­
mente, cada uno desde su perspectiva particular, los méri­
tos y/o deméritos de la ética kantiana, coincidiendo con los
segundos centenarios de la Grundlegung zur Methaphisik
der Sitien (1785) y la Kritik der pracktischen Vernunft
(1788).
En segundo lugar el libro no ha sido coordinado, pen­
sado o ideado por una seguidora o devota de la ética kan­
tiana, sino que. muy por el contrario, la «editora», coordi­
nadora, o compiladora, comoquiera que le queramos lla­
mar, ha sido curiosamente persona reconocidamente
proclive a las éticas consecuencialistas, teológicas, utilita­
ristas, por más señas.
Las razones que le han llevado a esta «coordinación» o
«edición», y que quiere destacar como absolutamente y úni­
camente suyas, no necesariamente compartidas por ningu­
no de los restantes contribuidores al volumen, han sido de
índole eminentemente utilitarista. Es decir, su iniciativa de
solicitar de destacados especialistas en Ética sus opinio­
nes y comentarios de la ética kantiana han obedecido, es
de rigor señalar, a motivaciones de índole utilitarista ex­
clusivamente, lo cual podría sorprender, e incluso enojar

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levemente al admirador incondicional de la ética kantiana,
a no ser que se proceda, como es mi propósito, a explicar
el sentido amplio y extenso de la acepción utilidad, que
espero hará que una vez esclarecido, kantianos y no kan­
tianos perdonarán mi osadía al presentarme como «inspi­
radora» de un trabajo que, sin género de dudas precisa­
ba de una coordinadora mejor cualificada en la ética kan­
tiana.
He de decir, sin embargo, en mi descargo, que precisa­
mente por haberme dedicado durante muchos años a exa­
minar los más y los menos de las éticas teleológicas, me
he visto forzada a familiarizarme con las argumentaciones
procedentes de éticos deontológicos, especialmente Kant, a
quien he dedicado mi tiempo y mi trabajo, desde mi tesis
de licenciatura (Necesidad de una Crítica de la razón pura
práctica. Valencia, 1970). Por lo demás, a lo largo de mu­
chos años dedicados a explicar a Kant como contrapuesto
al utilitarismo, he adquirido conciencia cada vez más clara
de que un utilitarista cualificado (como deseo llegar a ser)
precisa de la necesidad de dialogar acerca de la ética kan­
tiana a fin de separar los aspectos positivos de los negati­
vos, en la confianza de que una vez realizadas las oportu­
nas matizaciones y correcciones, los principios éticos de
Kant pudieran ser un importante complemento, e incluso
correctivo, a desviaciones y oscuridades inevitables dentro
del utilitarismo (al igual que, por supuesto, el utilitarismo
podría matizar, completar y corregir lagunas y puntos os­
curos de la ética kantiana).
En este sentido, lamentablemente, no soy en modo al­
guno original, cuando ya autores como Haré o Brandt en
el mundo angloamericano, o Patzig en el ámbito alemán,
han puesto de manifiesto esta necesidad que hoy empieza
a ser sentida de modo generalizado.
La ética kantiana ofrece, innegablemente, momentos y
pasajes luminosos, esplendorosos incluso, al tiempo que
otros oscuros, cuando no claramente dañinos, perjudicia­
les y peligrosos para el futuro de la propia dignidad hu­
mana que supuestamente Kant tendría que defender como
supremo valor. El título de la obra: Esplendor y miseria
de la ética kantiana, refleja precisamente los claro-oscuros

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del pensamiento ético kantiano, intentando contrastar los
frutos más sazonados y los aspectos más estériles, cuando
no contraproducentes, de la producción filosófico moral de
Immanuel Kant.
Desde otra perspectiva, también es interesante para un
ético utilitarista que aspira a una fundamentación racional
de sus premisas, contar con las aportaciones que a la cons­
trucción de la razón práctica realizó de manera destacada
Kant. En un siglo como el nuestro que se ha visto sacudi­
do por la barbarie de un irracionalismo constante a cargo
de no cognoscitivistas, relativistas metodológicos, escépti­
cos, nihilistas y subjetivistas de toda índole, por no hablar
de dogmatismos igualmente irracionales, u objetivismos pla­
tonizantes more mooreaniano, resulta reconfortante la «vuel­
ta a Kant», a fin de encontrar un terreno más o menos
firme donde asentar la modesta, tímida «tienda» que pueda
resistir tales embistes, que amenazan desde distintos fren­
tes la posibilidad de construir una racionalidad práctica a
la medida humana.
En ese sentido, nuevamente, la ética kantiana nos mues­
tra su luz y sus sombras, sus esplendores y miserias, coad­
yuvando por una parte a la construcción de algo semejan­
te a la «racionalidad práctica», destruyendo, por otra, todo
intento de humanizar la razón y hacerla posible con letra
minúscula, al alcance de los hombres y para provecho y
servicio de nuestros deseos e inclinaciones, como Hume pre­
tendía.
Por decirlo de un modo que anticipa el ensayo con el
que el profesor Aranguren ha tenido la gentileza de poner
su lección siempre magistral como pórtico de esta obra, la
ética kantiana adolece de frialdad, frigidez: es gélida. Ca­
rece de la calidez necesaria que transforma un mero impe­
rativo dictado por leyes extrañas a las inclinaciones de los
hombres (por muy producto que sean de una supuesta
«Razón») en un imperativo moral que los hombres se otor­
gan unos a otros, como dádiva gratificadora y gratificante.
Es esta ausencia de calor humano lo que considero el
aspecto más negativo de la ética kantiana, por lo demás
una de las aportaciones, sin duda, más impresionantes del
pensamiento occidental a la construcción de la racionali­

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dad práctica. Desde mi perspectiva utilitarista destacaría
sin embargo, con entusiasmo, un cierto, como escondido e
inconfesable ardor, como una pasión profunda oculta en
lo más recóndito, que palpita en la capa más honda de
la ética kantiana y merece ser exhibida, despojada de su
pétreo ropaje. Me refiero a esa pasión peculiar que desbor­
da el racionalismo kantiano, y que convierte a su obra en
un esfuerzo a la vez cómico y patético por evitar lo inevi­
table: El impulso ardiente kantiano hacia el deber, su amor
desmedido por la auto-estima, que implican una búsqueda
«feliz» de la virtud, que por cierto Kant jamás admitiría.
El énfasis en el principio de imparcialidad o universali­
dad (la universalizabilidad en términos de nuestro contem­
poráneo Haré), para empezar, la valoración de la buena
voluntad, de la dignidad humana, de la estima propia, o
contento con uno mismo, son sin género de dudas, aspec­
tos que no pueden merecer sino el respeto de cualquier
ético teleológico que sabe que las consecuencias de las ac­
ciones han de ser entendidas en sentido global y a largo
plazo, y no en el restringido de las consecuencias particu­
lares e inmediatas.
Por lo demás quienes pretendemos a un tiempo procla­
mar la autonomía de la ética frente a leyes, normas y po­
deres de todo signo, a la vez que su carácter no arbitrario,
su «razonabilidad», quienes buscamos la posibilidad de la
vindicación, en sentido débil, de los enunciados valorati-
vos habitualmente marginados y subestimados frente a la
presunta robustez y rotundidad de los enunciados fácticos,
encontramos sin duda, utilitaristas y no utilitaristas, éti­
cos teleológicos y deontológicos, así como variantes y mix­
turas de ambos modelos que la Züruck zu Kant puede sig­
nificar, cuando menos, la vuelta y el resurgimiento de al­
gunos de los ideales ilustrados que el tiempo implacable
ha desdibujado y descolorido. Ideales que, sin duda algu­
na, precisarán de nuevos retoques, nuevas matizaciones,
pero que tendrían que reconducirnos a la idea de que el
hombre es, como el viejo Protágoras anunció a su manera,
la medida de todas las cosas.
Tras más de tres cuartos de siglo que han combatido
de forma casi implacable todo intento de racionalidad prác­

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tica (con salvedades, cada vez más numerosas, como la
good-reasons approach, los neoutilitarismos, neokantismos,
neocontractualismos, etc., etc., de diversa índole), parece
que debe darse la más cálida acogida a este regreso a todas
luces imparable de Kant a la casa de la Ética.
Los filósofos de la sospecha, los neopositivistas, y otros
combatientes en contra de la «racionalidad» rotunda y con­
tundente han desempeñado un papel importante, pero las
insuficiencias de la racionalidad práctica, y la problemati-
cidad que conlleva ya han sido sobradamente destacadas.
Tal vez sea llegado el momento de dar paso a una mode­
rada esperanza en la reinstauración de la razón práctica, y
con ella la reinstauración del hombre como dador de senti­
do y valor a cuanto acaece y cuanto merece el rótulo de
«racional». Tal vez sea el momento oportuno de, con ayuda
de Kant, trascendiendo y trasgrediendo a Kant, instaurar
una racionalidad que se haga a partir de las vivencias y la
convivencia humanas.
Por supuesto que cuanto antecede, como ya se ha hecho
notar, no ha sido más que la idea a partir de la cual se
concibió la confección de este volumen-homenaje a la ética
kantiana. Cada uno de quienes ha contribuido a su elabo­
ración realizaría, posiblemente, una muy distinta valoración
de lo que antecede.
En rigor, tanto esta introducción, como lo que sigue,
es de esperar que solamente constituyan una primera, pero
fructífera fase, que a buen seguro inaugurará una serie de
réplicas y contra-réplicas por parte de lectores y colabora­
dores que enriquezcan este merecido simposio en tomo a
la ética kantiana.

I. El profesor Aranguren, con breves y magistrales


páginas inaugura gentilmente este volumen con su trabajo:
«Filosofías racionalistas, filosofías noéticas y Kant», mos­
trándose, involuntariamente tal vez, como el contrapunto cá­
lido a la concepción gélida de la ética kantiana. En este en­
sayo además de mostrarse las grandezas y debilidades de la
filosofía moral de Kant, se rastrean los orígenes luteranos del
pensamiento kantiano, incluida la secularización de la idea
del ((pecado original», también en versión fuerte luterana.

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De acuerdo con el prof. Aranguren, el pensamiento de
Kant es moralista, en su sentido más estrecho y restringi­
do: el deontológico, que al dar primacía a los conceptos de
deber y obligación hace fácil el tránsito a la filosofía jurí­
dica.
El racionalismo y el voluntarismo resumen, según Aran­
guren, la ética kantiana, con lo cual se priva, indebidamen­
te, al sentimiento y al «interés» del papel que les es debi­
do en ética, como fuerza moral, separándose asimismo de
un modo drástico e injustificado, entre el bien moral y el
bien natural.
La propuesta del prof. Aranguren es la de superar a
un tiempo una filosofía de la razón pura, y una filosofía
patética, abogando por una filosofía noética, que recoja los
elementos valiosos procedentes del mundo de la razón y el
mundo de los sentimientos. «

II. Traspasado el pórtico de la obra, ésta pretende en


un primer momento contextualizar el pensamiento de Kant,
enfrentándolo a dos grandes maestros de la moral, coetá­
neos suyos, procedentes de ámbitos geográficos diversos:
Rousseau y Hume, respectivamente.
El trabajo del prof. José Rubio Carracedo «El influjo
de Rousseau en la filosofía práctica de Kant» se centra en
las influencias importantes que el pensamiento rusoniano
ejerció sobre el de Kant, en aspectos tan concretos y rele­
vantes como la idea de la igualdad esencial entre los hom­
bres, la confirmación de la insuficiencia del tratamiento em-
pirista de la moral por los tratadistas británicos del moral
sense, así como un enfoque objetivo de la naturaleza hu­
mana, la sociedad y la historia.
A juicio de José Rubio Carracedo no debe hablarse de
distintas etapas en la influencia de Rousseau sobre Kant,
sino de un proceso continuado en el que la voz de uno de
los personajes de Rousseau, el vicario saboyano, resuena
insistentemente en la filosofía de Kant, en aspectos varios,
tales como la diferenciación entre la «voz del alma» y la
«voz del cuerpo».
Un aspecto a resaltar en la aportación del prof. Rubio
Carracedo es su interpretación del sentido en que Kant «ins-

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trumentalizó» a Rousseau, ya que si bien, a su juicio, com­
partió con este último ideas como las de igualdad social, o
resaltó el papel de la publicidad al unísono con Rousseau,
desactivó el pensamiento rusoniano de su potencial revolu­
cionario, de tal suerte que la trascendentalización kantiana
sirvió para reforzar al Estado como árbitro deliberador, y
para aportar una nueva vía de legitimación del despotismo
ilustrado.
Dentro de este momento de confrontación de Kant con
los pensadores de su tiempo se inserta asimismo el traba­
jo del prof. Gilberto Gutiérrez «La razón práctica entre
Hume y Kant» que lleva a cabo una serie de enfrentamien­
tos entre la racionalidad concebida al modo teleológico,
como en el caso de Mosterín, y la racionalidad deontológi-
ca, more kantiano. Uno de los puntos fuertes (y posible­
mente más contravertidos) de la argumentación del prof.
Gutiérrez estriba en destacar que la racionalidad teleológi-
ca, en contra de lo que Mosterín señalaba, y siguiendo el
modelo de Hume en el Treatise, es tan insuficiente a la
hora de determinar la racionalidad de los fines como pu­
diera serlo una ética conforme a la racionalidad deontoló-
gica.
Los puntos flacos del modelo propuesto por Hume son
resultado, de acuerdo con la interpretación de Gilberto Gu­
tiérrez, de su gnoseología empirista y su metafísica monis­
ta que hacen que se eche en falta una debida distinción
entre el mundo de la experiencia y el mundo inteligible.
Por otra parte Gutiérrez pone empeño en mostrar que
tampoco es cierto totalmente que la naturaleza o el mundo
empírico carezcan para Kant de una bondad propia, si bien,
en contra de Hume, en la concepción kantiana no contiene
en sí mismo el mundo empírico la razón última de su bon­
dad.
Por otra parte, el reduccionismo naturalista de Hume
parece excluir del ámbito de la racionalidad una genuina
racionalidad distintamente normativa. En efecto, de acuer­
do con Gilberto Gutiérrez, Hume no parece colegir que dado
que los hechos son de una manera determinada los hom­
bres deben comportarse, consiguientemente, de un modo
determinado, sino que Hume se limita a mostrar simple­

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mente que los hechos de la experiencia son la causa de
determinados sentimientos de aprobación y desaprobación
moral. Con lo cual, parece sobreentenderse, que una Psi­
cología o Sociología de la Moral, nunca una Ética, sería
todo cuanto podría obtenerse a partir de los planteamien­
tos huméanos. Por el contrario, una justificación de la ra­
cionalidad práctica parece requerir de la asunción de algu­
no de los presupuestos kantianos, como sería su peculiar
concepción de la libertad, como noción correspondiente no
al mundo fenoménico sino nouménico.
La consciencia del deber, particularmente, es un punto
en que difieren Hume y Kant, ya que mientras que para el
primero el deber se «disuelve», por decirlo así, en el mundo
de la determinación causal de la naturaleza, para Kant se
refiere a algo que todos los datos del mundo sensible no
consiguen explicar.
Como consecuencia, en opinión de Gutiérrez, Hume se
encuentra desprovisto de justificación alguna para el deber,
mientras que Kant es más afortunado al haber recurrido a
una concepción gnoseológica dualista que admite un límite
para el conocimiento científico y establece la posibilidad
de que la ley natural no sea la única forma de causalidad,
no excluyendo la posibilidad de un nuevo uso de la razón
al margen del científico.

III. El profesor Muguerza en «Habermas en el reino


de los fines», al igual que lo había hecho el profesor
Gutiérrez toma decidido partido a favor de Kant, enfren­
tándolo en esta ocasión con las concepciones «dialógicas»
de la ética, propugnadas por Habermas y otros en nues­
tros días.
Subyacen en la argumentación de Javier Muguerza, el
«imperativo de la disidencia», y la proclamación del dere­
cho a la disparidad en las opiniones y las opciones, que
enfrentan el modelo kantiano que Muguerza defiende con
la elaboración discursiva de la voluntad propugnada por
Habermas.
Por supuesto que se reconoce la importancia del diálo­
go como punto de encuentro entre puntos de vista dispa­
res, si bien se cuestiona la deseabilidad de que tales pun­

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tos de vista hayan de ser sometidos a un proceso de «uni-
formación».
En la interpretación que el prof. Muguerza realiza de
Kant, éste se convierte en el abanderado de la autonomía
de cada sujeto para obrar conforme a su razón, conforme
a su conciencia, respetando las diferencias y preferencias
de los distintos legisladores racionales. Lo cual vendría a
equivaler, en términos políticos, a una defensa de las mi­
norías frente a la presunta «razón» de las mayorías, a la
vez que una llamada a incorporar el «conflicto» en la ac­
ción comunicativa. La concordia discorde coincidiría con
el proceso de la formación discursiva de una voluntad co­
lectiva racional, con la salvedad de que lo que a Muguerza
le interesa (y así interpreta que es el interés kantiano) no
es tanto la consumación del proceso como su propia pues­
ta en marcha.
Hay un aspecto, deliberada o inconscientemente provo­
cativo y polémico en el ensayo de Muguerza relativo a la
justificación/injustificación de la violencia, que posiblemen­
te dará lugar a una buena dosis de contra-argumentaciones.
Javier Muguerza, en resumidas cuentas, nos invita a
participar, inspirándose en Kant, en una comunidad de co­
municación en la que impere un diálogo que descarte por
igual la absoluta discordia y la instauración de la concor­
dia absoluta, abogando, desde Kant, por la no supresión o
anulación de lo específico de cada agente racional.

IV. Un tercer e importante momento del trabajo lo cons­


tituye una suerte de sutil y amistosa confrontación «a
favor» y «en contra» de Kant, en los trabajos firmados por
Adela Cortina y por mí misma. Si bien es de esperar que
un futuro diálogo entre ambas posturas matizará los pun­
tos de la disensión, por el momento se presentan como dos
versiones antagónicas de Kant. Siguiendo el título del vo­
lumen, la de la prof. Cortina obedece a los momentos o
aspectos más esplendorosos de Kant. La mía personal a
los más negativos, más oscuros e incluso oscurantistas, más
demoledores, más duros, aquellos que más miseria y des­
gracia pudieran proporcionar al género humano.
Por lo demás, implícita o explícitamente se formulan,

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por parte de la profesora Cortina y la mía, propuestas que
se siguen de dos modelos contrapuestos de la ética. Así el
ensayo de Adela Cortina: «Dignidad y no precio: más allá
del economicismo», se apoya en una concepción claramen­
te deontológica de la ética, teniendo el mérito particular, a
mi modo de ver, de no pretender atenuar el rigorismo kan­
tiano, sino aceptar con todas sus consecuencias la repulsa
y negación de la felicidad particular y universal por parte
de Kant como objetivos o metas morales.
Mi versión, por el contrario, implica una crítica a la
ética kantiana a partir del presupuesto de que sólo la feli­
cidad general y particular pueden servir como fundamento
de la racionalidad práctica y que sólo los sentimientos mo­
rales de la humanidad son la fuente que legitima todas las
proposiciones y propuestas normativas.
El ensayo de Adela Cortina que nos muestra amplia­
mente la génesis y desarrollo de los conceptos morales kan­
tianos, enfoca los perfiles del pensamiento ético kantiano
desde el ángulo más «favorecedor», resaltando una de las
facetas más atractivas de la doctrina moral kantiana, aque­
lla en la que el hombre aparece siempre como un fin en sí
mismo, nunca como un medio u objeto de intercambio.
Se desprende del trabajo de la prof. Cortina que la dig­
nidad del ser humano es un derecho inviolable, algo a lo
que no se puede renunciar con vistas a ningún tipo de pro­
vecho o «utilidad». Aunque la prof. Cortina obvie el debate
directo en contra del utilitarismo, su alegato en pro de una
ética de la dignidad y no del «precio», del intercambio y
los resultados efectivos, constituye sin duda una crítica muy
bien fundamentada a ciertas versiones rudimentarias de la
ética de las consecuencias por las que yo, y en esto me
uno a las críticas implícitas de la prof. Cortina, siento asi­
mismo el más profundo desprecio.
Fiel a la doctrina kantiana Adela Cortina insistirá en
que el deber es una representación formal de la razón,
mientras que la felicidad es una representación empírica
de la imaginación. Kant únicamente invita a fomentar la
felicidad en cuanto componente del Bien Supremo. Por el
contrario, a la ética kantiana le preocupa la persecución
de otros fines (no es una ética puramente formal, vacía de

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contenido). La idea de la humanidad es el fundamento de
determinación de la voluntad, el fundamento de la ley
misma. Como afirma Adela Cortina, la ética kantiana no
se limita a un formalismo indiferente a cualquier conteni­
do, sino que posee un contenido puro: la idea del hombre
como ser legislador, y la libertad, entendida no como li­
bertad para la indeterminación sino para la auto-deter­
minación.
Pero esta auto-determinación precisará de la existencia
de dos ámbitos diferenciados. En el mundo natural, en el
que prevalecen, según la interpretación de la prof. Cortina,
las leyes del auto-interés y del egoísmo, no es posible pos­
tular la existencia de seres iguales. De modo semejante a
como el prof. Gutiérrez, en su ensayo ya mencionado, pre­
cisaba de lo nouménico para afirmar la racionalidad prác­
tica, la prof. Cortina precisa del noúmeno para posibilitar
una sociedad que no se rija por las leyes del precio y del
intercambio, y en la que la dignidad del ser humano sea
la suprema ley.
En cuanto a mi trabajo: «Immanuel Kant: una visión
masculina de la ética», es, como ya adelanté, una exposi­
ción crítica de los aspectos más negativos de la ética kan­
tiana, especialmente por lo que respecta a su olvido del
papel de los sentimientos a la hora de coadyuvar a la cons­
trucción de la racionalidad práctica, o a su tajante esci­
sión entre la persecución de la felicidad y la virtud como
metas irreconciliables, en contra de la tradición clásica y
el humanismo moderno y contemporáneo.
Como contrapunto a la visión masculina kantiana se
aboga por una ética femenina, complementaria, que no
venga en lugar de, sino además de, la ética masculina, en
este caso concreto la ética de Kant. Es de prever que el
ensayo resultará un tanto polémico por cuanto se argumen­
ta que el Kant supuestamente defensor de la autonomía y
la dignidad humana estaba en realidad distorsionando
ambos conceptos, subordinando al hombre total, con sus
sentimientos, inclinaciones y deseos, al hombre <ddeal», an­
gélico, cuasi-platónico. En suma, vengo a sostener que el
hombre de carne y hueso, por decirlo con Unamuno, se re­
pliega en Kant, desaparece y se diluye, para dar paso a

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una extraña «ficción» que se debate dramáticamente entre
las supuestamente antagónicas demandas de la «carne» y
el «espíritu».
Reconocer la grandeza del adversario es un imperativo
de la justicia, además de la prudencia. En este caso, si es
que de «adversario» se trata, Kant es reconocido en mi en­
sayo como uno de los más importantes contribuidores a la
fundamentación racional de la ética, si bien su concepto
de «razón», reducida a esqueleto o armazón, descarnado,
sin la sangre y la savia de la fuerza del sentimiento moral,
podría propiciar éticas de corte dogmático que, fundamen­
tadas en supuestos a priori, hicieran oídos sordos a las de­
mandas reales de los seres humanos por cuya dignidad
(que no es sino el cénit o punto más elevado del goce hu­
mano) se quiere luchar también desde una ética teleolo­
g ía .
Deliberadamente mi ensayo ha cargado las tintas y ha
mostrado en toda su crudeza las debilidades y miserias de
la razón pura a priori. Si bien se ha reconocido al tiempo,
con la generosidad que Kant se merece, que una aporta­
ción como la suya es imprescindible para paliar los fallos
y las faltas de matización de otros modelos éticos, a saber,
concretamente, los teleológicos, por los que personalmente
he tomado partido.

V. La riqueza y diversidad de las aportaciones a este


volumen se incrementa con los ensayos finales a cargo de
Priscilla Cohn y Victoria Camps (una visión masculina de
la ética como la kantiana precisaba de contribuciones fe­
meninas abundantes que la contrarrestaran, como es el
caso de este volumen).
El ensayo de Priscilla Cohn aborda un problema de la
ética aplicada de creciente interés. «Kant y el problema de
los derechos de los animales» trata de examinar los textos
kantianos, especialmente aquellos en los que se ejemplifi­
ca la aplicación del imperativo categórico, para buscar ca­
bida y apoyatura más que textual contextual, dentro de la
obra kantiana, a la defensa de los seres que si bien no han
sido dotados de razón (al menos de una «razón» idéntica a
la humana) constituyen una parte importante de la natu-

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raleza por la que Kant experimentó sin duda una profun­
da y declarada admiración (Bewunderung), como se paten­
tiza en su canto emocionado al «cielo estrellado sobre mí y
la ley moral en mí».
Por supuesto que la escisión entre «naturaleza» y
«razón» hará que el respeto (Achtung) se limite únicamen­
te a los seres racionales. La prof. Cohn observa, no obs­
tante, cómo en un texto relevante de la Metaphysik der
Sitien la frontera entre el respeto por el mundo natural y
el mundo racional parece diluirse un tanto, dando pie a
una especie de actitud cuasi-moral de respeto por la con­
servación de la naturaleza, y un repudio, a un tiempo, tam­
bién de índole cuasi-moral de la crueldad para los ani­
males.
Por lo demás, la propia coherencia y consistencia de
los postulados de la Grundlegung, así como una adecuada
«extensión» al mundo de todos los seres sintientes de las
contradicciones que Kant cree percibir en la ley dada por
la naturaleza para su propia aniquilación, así como la «ex­
tensión» de la aplicación de los ejemplos ofrecidos por parte
de Kant acerca del deber de la benevolencia, hasta incluir
el mundo de los afectos de los seres sintientes en general,
amén de otras «extensiones» y «contextualizaciones» hacen
que la autora del ensayo pueda sentir una legítima satis­
facción al haber demostrado, a partir de uno de los auto­
res más reacios a la protección de los derechos de los seres
«no racionales», la posibilidad de encontrar razones para
su defensa.
El trabajo de Victoria Camps: «Ética y política: ¿qué
podemos esperar?», cierra significativamente esta serie
de ensayos, que han constituido, en la intención de la
coordinadora del volumen, piezas importantes para co­
menzar a interrogarnos no sólo sobre los aspectos más
relevantes de la ética kantiana a nivel teórico sino asimis­
mo práctico.
La prof. Camps se muestra extremadamente crítica
tanto frente a las éticas deontológicas como a las teleológi-
cas. Concretamente se enfrenta con una dosis de sano
escepticismo a Kant, quien parece saber demasiado bien
qué tenemos que hacer (a tenor de lo que nos indica el

19
imperativo categórico) y qué podemos esperar (la felicidad
en otra vida).
Por el contrario, la prof. Camps nos ofrece una panorá­
mica mucho más problemática del asunto. Ni sabemos con
certeza lo que tenemos que hacer, ni resulta del todo segu­
ro que vayamos a ser recompensados con la felicidad de
la que nos hemos hecho acreedores.
Frente a Kant, la prof. Camps va a descubrir las insu­
ficiencias de la racionalidad individual, así como el excesi­
vo optimismo kantiano que consideraba que todas las cosas
buenas (igualdad, libertad, justicia, etc., etc.) eran compa­
tibles al unísono.
No a causa de la igualdad racional, sino de la insufi­
ciencia racional, es preciso recurrir al diálogo e instaurar
la democracia como sistema de convivencia «menos malo».
Pero las normas dictadas por las mayorías (en las que se
basaría una ética de tipo utilitarista) tampoco parecen ser
la solución ética pertinente. Ni el imperativo de la publici­
dad (propugnado por Kant) ni el cálculo utilitarista satis­
facen a la autora del ensayo, que contempla el mundo de
la ética como un mundo de tensiones y conflictos, en donde
la preferencia por unos valores nos obliga a sacrificar y
renunciar a otros.
Con todo, en la ética como proyecto más o menos ilu­
sionado, encuentra Victoria Camps la respuesta y el sen­
tido a todo lo que nos cabe esperar. Se trata de proseguir
en la búsqueda ética en base a una suerte de «fe», que
Victoria Camps considera «religiosa», en un sentido pecu­
liar (tal vez para diferenciar esa «fe» de las creencias de
base científica) y que significa, quiero yo entender, que
con Kant, contra Kant, a partir de Kant, más allá o más
acá de Kant, tenemos que tender puentes más o menos
«racionales» entre los hechos duros y brutos de la vida
cotidiana y el mundo de lo deseable, de los desiderata, de
los valores inéditos que nosotros podemos traer a la vida.
El ensayo de Victoria Camps, si bien con su carga de
escepticismo moderado, nos devuelve, en mi opinión, la es­
peranza en una razón asentada sobre la faz de la tierra,
una razón a la medida del hombre, con el rostro vuelto a
los anhelos y búsquedas humanos.

20
Con esta esperanza ofrecemos esta obra al lector, invi­
tándole a proseguir con nosotros, los que hemos contribui­
do a dar vida a este volumen, la crítica y el examen de
cuanto hay de sugerente, luminoso, oscuro o problemático
en una figura cimera de la filosofía moral de todos los tiem­
pos como lo es Immanuel Kant.

E s p e r a n z a G u isá n
Santiago de Compostela
diciembre, 1986

21
FILOSOFÍAS RACIONALISTAS,
FILOSOFÍAS NOÉTICAS Y KANT

José Luis L. Aranguren

1. No querría escribir un artículo académicamente filo­


sófico sobre Kant, de quien nunca he sido especialmente
estudioso. Pero ¿es posible hablar de Kant desde la pers­
pectiva de una relación, digámoslo así, «personal» con él?
Hay otros filósofos con cuya lectura puede uno entusias­
marse. Pero ¿es este el caso de Kant? Como ya he dicho
que no quiero escribir un artículo académico —aunque, por
desgracia y deformación profesional, temo que lo acabará
siendo—, me permitiré confesar que, tras los platónicos
enamoramientos de internado, propios de los estados in­
tersexuales de la primera adolescencia, de los que habló,
entre nosotros, Gregorio Marañón, tuve un auténtico ena­
moramiento intelectual de Max Scheler (sin duda el hecho
de que fuera un pensador publicado en castellano por la
Revista de Occidente, es decir, plenamente moderno, y, a
la vez, católico o, mejor aún, converso al catolicismo, in­
fluyó decisivamente en ello); y, por transferencia, también
de Paul Ludwig Landsberg, autor de aquellos dos bellos
libritos, La academia platónica y La Edad Media y noso­
tros, a quien no llegué a conocer personalmente, pero po­
dría fácilmente haberle conocido, como le conocieron mis
amigos Pep Calsamiglia y Jordi Maragall.
2. Contra lo que a primera vista podría parecer, lo an­
terior no ha sido una digresión: de la lectura de Max Sche­
ler surgió la primera prevención, la primera reserva que

23
sentí con respecto a Kant. El filósofo de la simpatía fue
precisamente quien suscitó en mí, no diré la antipatía, pero
sí la falta de simpatía, la frialdad para con Kant. Cual­
quier lector de Scheler entenderá fácilmente lo que quiero
decir. Quien, como Kant, no deja transparecer en su obra
sino sentimientos de la gama fría, no puede suscitar cali­
dez emocional, solamente respeto.
3. Sin embargo, creo que, en el ámbito de mis intere­
ses intelectuales, procuré entenderle. Y así, en mi libro Ca­
tolicismo y protestantismo como formas de existencia, pu­
blicado en 1952, la segunda de mis obras, tras La filosofía
de Eugenio d ’Ors, decía lo siguiente (y perdónese la larga
cita, pero este artículo es, en parte, un repaso a mi vida
filosófica e incluso a mi vida tout court)\ «Kant fue
acaso, pese a su lastre racionalista, el primer protestante
genuino desde Lutero; el pensador cuyo designio central
era, según su confesión, limitar el saber para dar lugar a
la fe. Con razón es considerado como el filósofo protes­
tante por antonomasia. Su “destrucción" de la metafísica
aportó, ¡por fin!, un serio fundamento a la irracionalista
concepción luterana. Su filosofía misma es, en cierto
modo, una secularización de la teología luterana, como
la filosofía de la existencia será una secularización de la
teología de Kierkegaard. A la negación luterana de la
"teología natural" corresponde la negación kantiana de
la metafísica. A la paradoja de “los mandamientos imposi­
bles de guardar” corresponde la de un "imperativo moral"
que exige de los seres humanos, sometidos a la férrea ley
de la causalidad natural, lo que éstos no pueden cumplir.
Y así como Lutero afirmaba, a la vez, el servo arbitrio y
la libertad del cristiano, Kant afirmará, simultáneamente,
la causalidad natural y la libertad. La contradicción
kantiana entre la Crítica de la razón pura y la Crítica de
la razón práctica es una racionalización de la antítesis
luterana entre la Kreuztheologie y la Trosttheologie. A la
repulsa de la caridad (las “buenas obras") corresponde la
lucha de Kant, en nombre del “deber”, contra lo hecho
"por inclinación”, "por amor”. ¿Y cómo no relacionar la
doctrina luterana de la pecaminosidad radical con la
kantiana del “mal radical”? En fin, a la salvación religio­

24
sa por la sola fe, corresponde la salvación moral por la
buena voluntad sola».
Después de treinta y cinco años suscribo enteramente
esto que entonces dije. Sería vano buscar otro autor en el
cual la secularización moral, la eticización del luteranismo
y, consiguientemente, el transporte de aquella doctrina a
clave racionalista, se haya llevado a cabo con la radicali-
dad lograda por Kant. También su vía de acceso a la fe,
que no podía ser ya, claro está, el fideísmo luterano, pero
que no es tampoco el deísmo metafísico de la Ilustración,
o su paso ulterior, el agnosticismo filosófico, sino, en defi­
nitiva, la «religión natural» de los Ilustrados, entendida
ahora como «religión moral», es decir la, Ethicotheologie,
el teísmo moral, al que José Gómez Caffarena ha dedicado
un bello libro, es sumamente consecuente con esa inten­
ción global de secularización.
4. Acabo de referirme al libro de Caffarena. En él se
cita aquel pasaje kantiano según el cual el «mal radical»
habita en la naturaleza humana, y se concluye que «se
trata, a todas luces, de una secularización del dogma cris­
tiano del pecado original; y, por cierto, en su versión fuer­
te, luterana». Sí, el egoísmo es, en tanto que egocentrismo
moral, en tanto que soberbia personal frente a Dios, nues­
tro pecado original. Pero este «pecado original» ¿no es, pa­
radójicamente, la otra cara, el reverso de lo que todo occi­
dental considera como un valor supremo, la persona, la per­
sonalidad? En un cierto sentido cabría afirmar que es
mucho más profundo el pensamiento oriental: el pecado ori­
ginal no sería meramente moral, sino óntico y aun ontoló-
gico: el khorismós, la ruptura, la separación del unitario
pan-theon originario, y el surgimiento, frente a él, de la per-
sona(lidad). Pero planteadas así las cosas, ya no puede ser
considerado este khorismós como el «mal» sin más, y esto
por varías razones. El surgimiento de la personalidad es
una emancipación, una liberación de la Naturaleza, y el ad­
venimiento al mundo de la Libertad. Así pues, la persona-
(lidad) es, a la vez, mala, en tanto que egotista, y buena,
en tanto que con-sciente, responsable y libre. Aún más: so­
lamente a través de la persona(lidad) habría sido posible
el advenimiento de Dios(es) a la tierra, la invocación a

25
el(los). La superación de la antítesis en la que, cada cual
a su modo, Kant y Hegel se afanan, es el sobrepujamiento
de la antinomia entre la unidad y la pluralidad, entre la
homogeneidad y la diferencia, entre el pensamiento orien­
tal y occidental. Kant arranca, por modo individualista y
«moderno», del solipsismo metodológico y metafísico, del
egocentrismo, de la apercepción pura del yo, pero resuelto
a dejar tras de sí todo egoísmo, quiere elevarse desde aquél
al nosotros, a la solidaridad, no tanto al amor —filosofía
fría, a lo sumo tibia—, sí al respeto (respeto a la Ley: siem­
pre la abstracción), al reino universal de los fines, al Reino
de Dios sobre la tierra.
5. Pero la paradoja recurre. Hemos hecho referencia
antes al teísmo moral kantiano, según el cual Dios y la in­
mortalidad son postulados de y por la razón práctica, es
decir, son exigencias del yo moral: Dios debe existir, y debe
tener un reino dispuesto para el hombre, para que, en él,
pueda realizarse plenamente y pueda conquistar, allí, lo que
no pudo aquí, es decir, el bien supremo, aquel en el cual a
la buena voluntad, a la moralidad, a la justicia se una el
Wohlgefalien, la felicidad. Dios debe dar al hombre lo que
él merece, aquello a lo que él, en su progreso al cumpli­
miento del deber, se ha hecho acreedor. (Adviértase, dicho
sea entre paréntesis, el economicismo originario del con­
cepto de «deber-debe», como también, por lo demás, aun­
que aquí no haga al caso, el concepto de «valor».) Pero
con esta concepción ¿no se pone a Dios, en tanto que ga­
rantía del pleno cumplimiento de su moral, al servicio del
hombre, medio y no fin suyo, y de su plena, personal rea­
lización? El humanismo se sitúa por encima del teísmo,
Dios todavía no es suprimido, pero ha sido reducido, la
religión se funda en la moral, es simplemente exigida por
ella. ¿Hay mucha distancia entre esta teología humanística
y la teología como antropología de Feuerbach?
6. El pensamiento de Kant, se ve bien, es moralista del
modo más estrecho y rigorista, el deontológico, que han
heredado los neokantianos y, muy en especial, el neokan-
tismo actual. De una concepción ética que da primacía a
los conceptos de deber, u obligación, el tránsito a la filoso­
fía jurídica es fácil. La primacía actual de la filosofía del

26
derecho, la centralidad del concepto de justicia y, anejo a
ella, el predominio, también actual, de lo procedimental,
es decir, de lo procesal, se vuelven así perfectamente com­
prensibles. (Otro paréntesis: la moral teleológica, opuesta
a la deontológica, es también insatisfactoria: el bien no
puede convertirse en fin, en meta; la orientación propositi­
va de la vida moral linda con el racionalismo farisaico. La
auténtica bondad es espontánea, cálida, surge en las situa­
ciones concretas y, en el límite, es una gracia, en el nudo
de acepciones que esta palabra contiene.)
7. Racionalismo y voluntarismo, no enfrentados, como
en otros sistemas, sino íntimamente unidos, resumen el
pensamiento kantiano. Dediquemos, pues, a ellos los dos
últimos parágrafos. El racionalismo moral consiste en afir­
mar que la única causalidad moral es la de la razón. Kant
rechaza el sentimiento, la inclinación, la virtud. Pero la in­
clinación, el sentimiento, la pasión, y también la actitud,
la virtud en su sentido etimológico, el «interés» (Habermas),
constituyen la fuerza moral. Si se quiere seguir hablando
así, puede decirse que la razón esclarece al sentimiento y
lo eleva a su verdad, pero a su vez el sentimiento mueve a
la razón; la pre-ferencia sólo puede ejercitarse sobre las fe-
rencias, las inclinaciones que nos llevarían de aca para allá.
En definitiva, Kant queda prisionero de una psicología de
facultades separadas, que hipostasía, para mal, al senti­
miento, y para bien, a la razón. Los diversos <cusos de la
razón» o, mejor, los diferentes modos de «dar razón» son
expresiones que carecen de sentido en su filosofía. Otra vez
nos topamos con el carácter abstracto de su pensamiento.
8. Voluntarismo en Kant significa que la voluntad como
razón práctica pura es la sede exclusiva y excluyente de la
moralidad, de la bondad (Güte): lo único bueno sin limita­
ción, lo único moralmente bueno es la buena voluntad.
Nada más, ni dentro del hombre (inclinación, etc.), ni fuera
de él, en la realidad exterior. La separación kantiana es
radical entre el orden del estar o ser (y del llegar a ser o
estar) y el orden del deber. El primero está rigurosamente
sometido a la causalidad natural o real y es totalmente
ajeno a la moral; el segundo, «irrealmente» liberado de ella,
no es un reino de este mundo, está separado de él.

27
9. Esta drástica separación dentro de lo que los esco­
lásticos llamaban el bien communiter sumptum, entre el
bien moral y el bien natural o real, se funda en la inter­
pretación, por Kant, de la ciencia física de su tiempo y de
la determinista causalidad natural, a la que nada, en este
mundo, escaparía. Es un punto en el cual, vigente ya otro
tipo de ciencia, no nos interesa entrar. Sí sería interesante,
en cambio, analizar la base lingüística de la concepción kan­
tiana: la existencia, en alemán, de dos palabras diferentes,
una, Gut, para referirse al bien moral, otra, Wohl, para
denotar el bien real o natural, el Wohlgefalien, el bienes­
tar. (Asimismo para el mal, Bóse y Schlecht.) Y, corres­
pondientemente, dos palabras diferentes también, una para
lo que es conciencia de la realidad o del ser, Bewusstsein,
otra para la conciencia moral, Gewissen, que es deber para
sí misma. En mi Ética ya insinué la importancia posible
de esta diferenciación, inscrita en la lengua misma. Sí, Kant
estudiado desde el punto de vista de análisis del lenguaje
moral, el alemán y el suyo, daría lugar a un trabajo que
no llevaré yo a cabo, pues pongo aquí punto final.
10. Pero no sin antes excusarme porque, como me
temía, me ha salido un artículo, no por reticente con res­
pecto a Kant, menos convencional y, en definitiva, previsi­
ble. Ni tampoco sin hacer una última precisión. Podría pen­
sarse que, al expresar mi tibieza por una filosofía de la
razón pura, vale decir, «separada», racionalista, estoy abo­
gando por una filosofía emocional, filosofía patética. No,
una filosofía patética pronto deja de ser filosofía, porque
deja de tomar las cosas, la realidad, la vida, con filosofía.
Pero entre la ratio o razón y el pathos hay un tertium quid,
el nous. Filosofía noética es lo que echo relativamente de
menos en el gran filósofo Manuel (como le llamaría Una-
muno) Kant.

28
EL INFLUJO DE ROUSSEAU
EN LA FILOSOFÍA PRÁCTICA DE KANT

José Rubio Carracedo

La influencia ejercida por Rousseau en Kant es ya una


cuestión clásica, pero aún no plenamente aclarada en cuan­
to a su alcance y a su sentido preciso. En general, puede
decirse que para los comentaristas alemanes, franceses e
italianos el influjo del ginebrino sobre Kant es profundo y
duradero, de tal modo que resulta claramente perceptible
tanto en su teoría ética como en su teoría jurídico-política,
mucho más allá de lo que sugiere el reconocimiento explí­
cito del padre de la «Razón Práctica)). Para los anglosajo­
nes, en cambio, salvo rara excepción, el influjo de Rous­
seau es patente en el Kant precrítico, juntamente con el de
los teóricos británicos del moral sense; pero el Kant críti­
co habría realizado una síntesis enteramente original e in­
dependiente. Se trataría, pues, de un influjo temprano y
emocional mucho más que intelectual y persistente.
No está de más, por consiguiente, intentar un balance
actual de la cuestión, una vez que los aspectos documen­
tales han sido exhaustivamente establecidos por la recien­
te monografía de Jean Ferrari (1979, 169-253). Tanto más
cuanto que también se hace preciso definir el sentido
mismo del influjo: ¿se trata de un desvelamiento de cier­
tos problemas, o más bien de un influjo ideológico en el
tratamiento de las cuestiones, o alcanza incluso a ser la
apertura de un nuevo horizonte epistemológico a la vez que
moral, comparable por lo que atañe al ámbito de la razón

29
práctica al que Newton y Hume realizaron respecto de la
razón teórica? Se trata, además, de examinar la interpreta­
ción kantiana de Rousseau; esto es, la lectura que, de
hecho, hizo el filósofo de Kónigsberg de los principales es­
critos rusonianos,* independientemente de su objetividad
o perspicacia.
Parece conveniente, sin embargo, iniciar la investigación
haciendo una breve reseña de las principales aportaciones
presentadas hasta hoy, para proseguir con el estudio de
los propios textos kantianos y centrarme, finalmente, sobre
el alcance y el sentido de la interpretación kantiana, tanto
en los aspectos epistemológicos como en los de contenido.

1. La influencia de Rousseau en Kant vista


por los críticos

El planteamiento de la relación Rousseau-Kant se hizo


casi simultáneamente en Alemania y en Francia, en el últi­
mo cuarto de siglo XIX. En efecto, en 1878 publica K. Die-
terich su Rousseau und Kant, en el que establece el pro­
blema general de las notables reminiscencias rusonianas en
la formulación kantiana de la razón práctica, a partir de
las Bemerkungen.' El planteamiento encuentra eco inme­
diato en Francia con los trabajos de D. Nolen (1880) y,
poco después, de L. Lévy-Brühl (1887), mientras que en
Alemania R. Fester amplía el influjo del ginebrino a todo
el idealismo germánico, particularmente en el ámbito de la
filosofía de la historia (Fester, 1890), aunque M. Menn vuel­
ve a centrarlo en Kant poco después (Menn, 1894). Segui­
damente H. Hóffding aboga por dejar en un segundo plano
el influjo reflejado en las Bemerkungen para insistir sobre
el concepto rusoniano de voluntad general y su decisivo in­
flujo en la formulación definitiva de la ética kantiana (Hóff­
ding, 1898-9); tesis que será contestada años después por
W. Metzger al demostrar que la idea fundamental del pen-

* Me permito introducir este neologismo a fin de evitar el horrendo


«rousseauniano» de los comentaristas. Algunos dicen (o-oussoniano». Me
parece preferible castellanizarlo plenamente.

30
sainiento ético-político de Rousseau, «el derecho del hom­
bre», había sido asimilada por Kant como principio ético
supremo a partir de las Bemerkungen (Metzger, 1917); K.
Vorlánder defiende una tesis semejante, aunque más mati­
zada (Vorlánder, 1918-9).2
Mientras tanto Víctor Delbos había puesto de relieve en
su obra clásica sobre la filosofía práctica de Kant la espe­
cial relevancia del influjo rusoniano no sólo sobre la ética
(«Rousseau, el Newton de la moral»), sino también sobre
su filosofía de la historia y de la religión, así como sobre
sus ideas jurídico-políticas; al mismo tiempo, sin embar­
go, Delbos hace manifiestas sus diferencias metodológicas
y temáticas (Delbos, 1905; 1912); tarea que prolongan res­
pecto del idealismo alemán I. Benrubi (1912) y L. Duguit
(1918). Finalmente, en 1922, publica G. Gurvitch un nota­
ble trabajo que quiere ser un balance de conjunto de la
cuestión: frente a los filósofos británicos del moral sense,
Rousseau le reveló a Kant un principio metafísico como
punto de partida para la ética, «el sentimiento de la belle­
za y de la dignidad de la naturaleza humana»; principio
práctico que le permitirá superar definitivamente el racio­
nalismo wolffiano. Gurvitch adelanta también una de las
tesis de Cassirer: Kant interpretó correctamente la reconci­
liación profunda de la naturaleza y la cultura, pese a su
aparente contradicción en Rousseau. Por último, el gine-
brino le mostró al filósofo de Kónigsberg no sólo el ideal
moral de autonomía (libertad moral), sino también la vía
de su salvaguarda a través del concepto de voluntad gene­
ral, que a su vez fundamenta sobre la idea de «derecho
racional» en cuanto contrapuesto al iusnaturalismo clási­
co; idea a la que Kant conferirá su auténtico carácter «re­
gulador» (Gurvitch, 1922).
Con los trabajos de Cassirer se inicia una segunda etapa
en el planteamiento de las relaciones Rousseau-Kant: no
sólo es notorio este influjo, sino que se produce una cola­
boración entre ambos pensadores al interpretar Kant co­
rrectamente la intención unitaria del primero, pese a sus
formulaciones paradójicas, y desplegar posteriormente en
su teoría de la razón práctica las sugerencias iniciales del
ginebrino. Tal es la tesis central del «problema de Rous­

31
seau», ya reseñada anteriormente (Cassirer, 1932). Pero en
1945 Cassirer presentó un nuevo trabajo en el que exami­
na con detalle los influjos de Rousseau sobre Kant, aun­
que ahora señala también las diferencias haciendo hinca­
pié en el sincretismo del primero (utilidad y justicia) fren­
te al rigor formal del segundo (Cassirer, 1945), como ya
había expuesto en su monumental Die Philosophie der
Aufklarung. Cassirer insiste en que el influjo fundamental
del ginebrino sobre Kant consistió en mostrarle «una nueva
concepción de la naturaleza y de la función de la filoso­
fía»; no fue ciertamente una afinidad del carácter la que
encandiló a Kant, sino una iluminación intelectual: Rous­
seau se le ofreció, ante todo, como «el restaurador de los
derechos de la humanidad» (juicio que compartía con Les-
sing).
Por lo demás, Cassirer piensa también que los caracte­
res típicos de la ética kantiana aparecen ya no sólo en las
Bemerkungen, sino en el mismo texto de Beobachtungen
über das Gefühl des Schonen und Erhabenen (Observacio­
nes sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime), de 1764,
donde ya se afirma que «sólo la verdadera virtud es subli­
me». Es también el carácter de «incondicionalidad» que
tanto admiraba en los planteamientos de Rousseau. Del
mismo modo Kant se adhiere a su concepción mucho más
ética y teleológica del hombre natural que propiamente his­
tórica; es su sentido normativo, totalmente revolucionario
en el contexto de la Ilustración, el que interesa a Kant.
A la luz de las Reflexionen,3 Cassirer reconstruye pa­
cientemente la elaboración kantiana de las anticipaciones
geniales del ginebrino, poniendo de manifiesto las princi­
pales diferencias entre ambos tanto en la filosofía moral,
jurídica y estatal como en la filosofía de la historia y de la
religión. Pero la conclusión que se desprende del estudio
parece clara: no sólo se infieren las trazas de Rousseau en
multitud de cuestiones temáticas, sino que el ginebrino apa­
rece como un notable precursor de Kant en el enfoque
constructivo-normativo (que éste trocará en enfoque tras­
cendental) y en principios tan básicos como los de univer­
salidad y autonomía del imperativo categórico. Pese a todo,
Cassirer no puede evitar una cierta «kantianización» de

32
Rousseau; y, sobre todo, parece acentuar la «moralización»
de Rousseau efectuada por Kant, y su consiguiente neutra­
lización en términos de teoría política, pasando por alto as­
pectos tan relevantes como su énfasis legitimista y su ale­
gato en pro de una democracia participativa.
No obstante, las relaciones Rousseau-Kant han seguido
siendo objeto incesante de estudio y discusión. En Alema­
nia cabe mencionar el estudio global de K. Reich (1936) y
los más específicos de E.P. Barthel, quien sitúa en la «Pro­
fesión de Fe» del vicario saboyano «la raíz de la ética kan­
tiana» (Barthel, 1954); de B. Weissel sobre el influjo de
las ideas políticas de Rousseau en Kant y su tiempo (Weis­
sel, 1963); por último, el matizado estudio de M. Riedel
(1977), al que he dedicado especial atención (efe. Introduc­
ción).
Pero los críticos anglosajones casi siempre han tendido
a minusvalorar las relaciones Rousseau-Kant, limitándolas
a ciertos aspectos concretos. La postergación de Rousseau
en favor del pietismo es una laguna muy notable en el es­
tudio ya clásico de Schlipp sobre la ética precrítica de Kant
(Schlipp, 1938), laguna que no es subsanada por H.J. Patón
en su conocido estudio sobre el imperativo categórico; es
más, Patón propone reconsiderar el título que Kant otorga
a Rousseau de ser el Newton de la moral en el sentido de
una adhesión por parte de aquél a la idea de armonía uni­
versal, dominante en la época, lo que excluye entender la
comparación en sentido propio. También G.A. Kelly pre­
senta a Kant, ante todo, como el enmendante crítico de los
«prejuicios» y «quimeras» del ginebrino, resolviendo y ra­
cionalizando sus paradojas en dualismos, mientras que
Hegel intentará las verdaderas síntesis (Kelly, 1969). Y
Ward, por su parte, se limita a señalar un par de veces de
pasada el influjo de Rousseau (Ward, 1972).
Mucho más matizado es el reciente estudio de H. Wi­
lliams sobre la filosofía política de Kant, quien se muestra
siempre atento a evaluar la posible influencia de Rousseau;
su conclusión es que el ginebrino representa una fuente im­
portante de inspiración para Kant, pero que éste transfor­
ma sus planteamientos radicales en propuestas moderadas
desde una óptica liberal-conservadora (Williams, 1983).

33
También P. Riley reconoce la relevancia del influjo ruso-
niano sobre la filosofía jurídico-política de Kant, pero el
filósofo de Kónigsberg representa una superación definiti­
va de la teoría del contrato social al entenderlo como una
idea de la razón, frente al voluntarismo de sus predeceso­
res (Riley, 1982, 125 ss.), lo que ciertamente habría que
matizar más en el sentido ya expuesto por lo que respecta
al ginebrino.4
También en Italia se ha prestado atención al problema
de las relaciones Rousseau-Kant, aunque sólo a partir de
1950 y bajo el notorio influjo de la tesis de Cassirer; ade­
más del libro de E. Oggioni (s.f.) cabe anotar los trabajos
de V. Laterza Lembo (1950), D. Pasini (1955) y, especial­
mente, la monografía de A. Deregibus (1957) sobre la vali­
dez de la interpretación kantiana del problema moral en
Rousseau, aunque excesivamente ampulosa y retórica.
Mientras tanto, en Francia se ha mantenido vivo el in­
terés por la cuestión. Un trabajo de M. Gueroult (1941)
ofrece un estudio comparativo de los conceptos de «natu­
raleza humana» y de «estado de naturaleza» en Rousseau,
Kant y Fichte, donde replantea el dualismo rusoniano. Tam­
bién hay que mencionar la voluminosa monografía de G.
Vlachos (1962) sobre el pensamiento político de Kant, en
la que se acentúan los matices críticos kantianos respecto
de Rousseau y se limita en exceso el alcance de su influjo
en beneficio de Hume, incluso para las cuestiones ético-
políticas. No obstante, su postura es más ponderada en un
trabajo posterior sobre el concepto de contrato social en
Rousseau, Kant y Fichte (Vlachos, 1964).
Pero Philonenko invierte ya la posición: Kant, lejos de
ser discípulo de Rousseau, es su crítico incesante (Philo­
nenko, 1968); es más, el influjo del ginebrino sobre Kant
no pasa de ser «una fábula», una «pura invención» (Philo­
nenko, 1971; 1972). Para R. Polín, en cambio, Kant es, res­
pecto de Rousseau, «su discípulo más perspicaz» (Polín,
1965). Por último, el estudio riguroso y documentado de J.
Ferrari (1979) presenta un elenco completo de los textos,
que permite una interpretación más objetiva y matizada de
una relación compleja, pero ciertamente profunda y persis­
tente, entre Rousseau y Kant.

34
La cuestión, sin embargo, permanece abierta, como lo
demuestran los estudios publicados en la última década.
Así el estudio de A. Levine (1976) ofrece una versión re­
mozada del enfoque defendido por Cassirer (1976, VIII) e
insiste en la realidad de «una profunda afinidad concep­
tual» entre el ginebrino y el regiomontano, aunque en el
sentido de que el segundo «exploró más profundamente»
el mundo «descubierto» por el primero (I b i d 199-202). Una
postura casi antitética es la defendida por P. Pasqualucci
(1974-76), quien niega validez a la interpretación neokan-
tiana de Rousseau (vol. 1) para abogar por una reinterpre­
tación del ginebrino en la línea hegeliana que desemboca,
finalmente, a su vez, en un cierto marxismo gramsciano
(vol. 2). Por último, E. Kryger ha presentado una mono­
grafía mucho más equilibrada y precisa sobre el concepto
de libertad en Rousseau y sus repercusiones en Kant
(Kryger, 1979).

2. La recepción de Rousseau por Kant: del constructo


normativo a la razón práctica

Como muestra el documento estudio de Ferrari, Kant


no sólo leyó puntualmente todos los escritos mayores de
Rousseau apenas publicados, sino que lo hizo con enorme
interés y entusiasmo (Ferrari, 1979, 171 ss.). En particu­
lar, las Bemerkungett (escritas en 1764-5) constituyen una
larga meditación sobre Rousseau y reflejan con esponta­
neidad —por su carácter privado— el gran impacto del gi­
nebrino. Una referencia de Herder, discípulo por entonces
de Kant, así lo confirma: «Con el mismo interés con que
estudiaba a Leibniz, Wolff, Baumgarten, Crusius y Hume,
con que escrutaba las leyes de la naturaleza en Newton,
Kepler y los físicos, se aplicó a los escritos de Rousseau
que acababan de aparecer, su Emilio y su Eloísa, como a
todo descubrimiento científico que acabara de conocerse.
Los ensalzaba y volvía una y otra vez a profundizar sin
prejuicios en la naturaleza y la dignidad moral del hom­
bre».5 Las Bemerkungen (Anotaciones) constituyen, pues,
un texto capital para estudiar la recepción de Rousseau por

35
Kant, tanto por su extensión (unas doscientas páginas)
como por su espontaneidad. El eco de este impacto inicial,
y sus transformaciones sucesivas, se sigue, no obstante, en
numerosas referencias explícitas e implícitas en las publi­
caciones kantianas, en particular en las Reflexionen, borra­
dores de lecciones, etc., pero también en sus últimos escri­
tos, lo que demuestra un interés a la vez persistente y re­
novado por la obra de Rousseau.
Una de las primeras Anotaciones expresa con ingenui­
dad el impacto recibido por Kant: «La primera impresión
que un lector sincero recibe de los escritos de Rousseau es
que se encuentra ante una rara penetración de espíritu, un
noble impulso de genio y un alma plena de sensibilidad,
en tal grado que jamás ningún escritor, en cualquier tiem­
po o país, puede haber poseído semejante conjunto de
dones».6 No se trataba, sin embargo, de una lectura apa­
sionada, sino reflexiva, pues poco antes había anotado una
cautela metodológica: «el gusto entorpece la inteligencia. He
de leer y releer a Rousseau hasta que la belleza de la ex­
presión no me cautive; sólo entonces podré disponer de mi
razón para juzgarle» (AK, 20, 030, 05). En ocasiones no
deja de mostrar su desconcierto ante opiniones tan singu­
lares como paradójicas (AK, 20, 043, 19). Es más, el inte­
rés de Kant por Rousseau se desplaza hasta los detalles
de su vida y carácter, tan opuestos a su propia personali­
dad; interés que mantiene hasta en los escritos más tar­
díos, como demuestra documentalmente Ferrari.
¿Cuál fue la principal «revelación» que Rousseau hizo
a Kant? Fue, sin duda, la igualdad esencial de los hom­
bres. El mismo Kant refiere cómo esta revelación chocó en
un primer momento con su espíritu ilustrado, que ponía
en el conocimiento «el honor de la humanidad y menos­
preciaba a la plebe ignorante. Rousseau me abrió los ojos.
Aquella superioridad que me cegaba se desvaneció; aprendo
a honrar a los hombres; y me consideraría más inútil que
el común de los trabajadores si no creyese que estas refle­
xiones pueden tener un valor para los demás, restablecien­
do los derechos de la humanidad» (AK, 20, 044, 12; s.m.).
Es probable, como apunta Ferrari, que la lectura de
Rousseau le facilitase también a Kant la recuperación del

36
pietismo de su infancia y el ejemplo de sus padres, en un
momento en que comenzaban a desmoronarse en él la cer­
tidumbre dogmática tanto en metafísica como en moral,
cuya presunción condenará en Traume eines Geistersehers
erlüutert durch Traume der Metaphysik (1766), en respues­
ta a la obra de Swedenborg. Rousseau le confirmó tam­
bién la insuficiencia del planteamiento empirista de la
moral por los tratadistas británicos del moral sense. Pero
no es eso todo; el ginebrino le ha revelado también un en­
foque objetivo de la naturaleza humana, la sociedad y la
historia, que no duda en comparar con la obra de New-
ton: «Newton ha sido el primero en ver el orden y la regu­
laridad unidos a una gran simplicidad donde, ante él, no
parecía haber más que desorden y multiplicidad [...]. Rous­
seau ha sido el primero en descubrir bajo la diversidad de
formas convencionales la naturaleza del hombre en las pro­
fundidades en las que se ocultaba, así como la ley secreta
por la que, gracias a sus observaciones, la providencia
queda justificada. Hasta entonces la objeción de Alfonso y
de Manes mantenía toda su validez. Tras Newton y Rous­
seau, Dios queda justificado y en adelante la doctrina de
Pope queda como verdadera» (AK, 20, 058, 16).
Pese a intentos como el de Patón por restar importan­
cia al texto, no cabe dudar de la profunda significación que
Kant otorga al pensamiento rusoniano, aun dejando de lado
su utilización apologética. Está claro que Kant otorga a
Rousseau el mismo título en el orden moral que a Newton
en el orden físico; es más, les atribuye la misma metodo­
logía, que une a la experiencia la construcción racional. De
este modo Rousseau se le ofrece como el organizador del
mundo moral al modo como Newton organizó el universo
físico: el orden construido permite descubrir el desorden
existente y estimula a combatirlo. Es decir, Kant captó
desde el primer momento la unidad interna de la obra ru-
soniana, pese a que en esta época apenas menciona el Con-
trat. La aplicación apologética también resulta significati­
va ya que no sólo deja libre de toda responsabilidad al
Creador respecto de unos desórdenes introducidos por la
civilización, sino que, como apunta Cassirer, «el hombre
deviene su propio salvador» (Cassirer, 1932¿, 55) mediante

37
su capacidad de construcción de un nuevo orden social bajo
el lema de la voluntad general.
Aquí radica, indudablemente, una de las claves de la
interpretación kantiana de Rousseau; mientras en Francia
o Inglaterra su obra se leía desde los propios prejuicios
ilustrados, Kant la entendía como una investigación
antropológico-social con intenciones morales y políticas; se
trataba, ante todo, de conocer la auténtica naturaleza hu­
mana, la naturaleza originaria que se oculta tras las peri­
pecias histórico-sociológicas; se trataba, en definitiva, de
desvelar el hombre original de entre las brumas civilizato-
rias y la desigualdad social. En las Bemerkungen resuena,
ante todo, el impacto de los dos Discursos, hasta el punto
de que Kant acepta una crítica de la ciencia y de sus insu­
ficiencias (AK, 20, 037, 11); e incluso de su incapacidad
para distinguir lo natural de lo cultural (AK, 20, 048, 05).
No obstante, Kant señala una diferencia de método res­
pecto de Rousseau que no deja de resultar desconcertante
y que, desde luego, no concuerda con su posterior desig­
nación del ginebrino como el Newton de la moral. En efec­
to, se trata de encontrar un criterio objetivo que permita
distinguir al hombre natural del hombre civilizado, criterio
que servirá como regla al juicio (AK, 20, 015, 04). Para
ello Kant cree contar con una ventaja de orden metodoló­
gico, ya que «Rousseau procede sintéticamente y parte del
hombre natural. Yo procedo analíticamente y parto del
hombre civilizado» (AK, 20, 014, 15). Como apunta J. Fe­
rrari (1979, 184), Kant parece aludir a la distinción de mé­
todo que había establecido en su Untersuchung über die
Deutlichkeit der Grundsatze der natürlichen Theologie und
der Moral (1764) entre los matemáticos (que proceden sin­
téticamente por construcción de conceptos) y los filósofos
(que han de atenerse a la experiencia). La caracterización
de Rousseau muestra que Kant había captado perfectamen­
te el sentido constructo de las propuestas del ginebrino,
pero no le hace plena justicia al no tener en cuenta la ver­
tiente empírica que su método constructivo presupone y
que, sin embargo, le reconoce después implícitamente al
comparar su obra con la de Newton. Por lo demás, el pro­
pio Rousseau advierte en numerosos pasajes que su mode­

38
lo del hombre natural supone un arduo trabajo de análisis
y de investigación comparativa (Émile, OC, IV, 550). Y
para colmo de desconcierto Kant tiende a entender en las
Anotaciones el «estado de naturaleza» rusoniano en un sen­
tido histórico-empírico, mientras que en sus lecciones con­
siderará el Émile como «una verdadera idea de la Razón»
(AK, 28, 994, 08).
Hay que tener en cuenta, además, que Kant iniciaba
por entonces sus pesquisas antropológicas, que se reflejan
también en las Bemerkungen, como cuando anota dos cri­
terios para discernir lo natural: «uno, si es conforme a lo
que no puede cambiar; y dos, si es común a todos los hom­
bres» (AK, 20, 035, 01). Su tendencia a entender por en­
tonces el estado de naturaleza en sentido histórico-empírico
le conduce a matizar, e incluso negar, la pretendida exce­
lencia de tal estado, como manifiestan sus reflexiones pos­
teriores sobre pedagogía, antropología y religión. Pero
muestra su conformidad con la intención profunda que des­
cubre en Rousseau: lo esencial es salvaguardar lo auténti­
camente natural en la civilización (AK, 20, 031, 13). El pro­
blema le parece residir en la justificación de los criterios
sobre los que Rousseau parece fundamentar el valor regu­
lativo de lp natural. El impacto de los dos Discursos pesa
mucho más en las Anotaciones que el Émile y La Nouvelle
HéloXse, mientras que apenas hay huellas del Contrat y
demás escritos políticos. Lo que no deja de resultar signi­
ficativo para la correcta evaluación de esta primera medi­
tación kantiana sobre Rousseau.
La misma obra que constituye el marco de referencia
para la Bemerkungen, ya mencionada antes (Beobachtun-
gen...) acusa un notorio influjo de Rousseau, especialmen­
te en un pasaje que ha sido señalado por Gurvitch y por
Cassirer como un programa en esbozo de la ética kantia­
na. Según ambos autores, el ginebrino jugó un papel rele­
vante no sólo en el abandono definitivo por parte de Kant
del método lógico-deductivo de Wolff en moral, «que con­
funde lo bueno con lo verdadero» (como señala en la Un-
tersuchung del mismo año 1764), sino también en su toma
de conciencia respecto de las insuficiencias del enfoque bri­
tánico del moral sense. La conclusión de Kant es que «la

39
verdadera virtud ha de reposar sobre principios que la
hagan tanto más noble y sublime cuanto son más univer­
sales. Tales principios no consisten en reglas especulativas,
sino en la conciencia de un sentimiento presente en el co­
razón de todos los hombres y que alcanza más allá de los
principios particulares de la piedad y de la complacencia:
el sentimiento de la belleza y de la dignidad de la natura­
leza humanan (AK, 02, 311, 29, s.m.).7
Gurvitch (1922) afirma que el planteamiento de Kant
acusa el influjo del vicario saboyano (Émile, OC, IV, 522-3)
donde Rousseau asevera que la justicia y la bondad no son
palabras abstractas, formadas por el intelecto, sino verda­
deros sentimientos del alma ilustrados por la razón. Más
adelante identifica el vicario saboyano a la conciencia con
la facultad moral que no engaña jamás y es capaz de pro­
porcionar una guía segura al hombre; la conciencia es un
principio supraempírico e incondicionado (Ibtd., 594-5),
pero que ha de ser ilustrado por la razón, «que es la única
que nos enseña a conocer el bien y el mal» (Ibíd., 288). Es
decir, la conciencia rusoniana se ofrece como un preceden­
te claro de la razón práctica kantiana (que aquí denomina
todavía «conciencia del sentimiento de lo sublime») y cuyo
contenido esencial es el principio de la dignidad humana.
Por eso, como apunta Ferrari (1979, 191), «Rousseau ha
sido el primero en descubrir el mundo del puro deber moral
y en oponerse a la doctrina de la moral autónoma de la
Aufklürung intelectualista». A su entender, Kant jamás
abandonó esta posición tan conexa con la del ginebrino.
Esta opinión de Ferrari, que vincula a ambos con el iusna-
turalismo, es harto discutible según lo expuesto en la in­
troducción y en la primera parte; también las morales de
Rousseau y de Kant son autónomas, y lo son por defini­
ción, ya que ambas parten del principio de dignidad hu­
mana, que sólo es inteligible prácticamente como autono­
mía moral; ahora bien, ambos reaccionan frente a la moral
utilitarista de la Ilustración.
La presencia de Rousseau es igualmente manifiesta en
el programa que presenta Kant para las clases del semes­
tre de invierno de 1765/6, donde plantea que a la filosofía
práctica universal, sostenida por principios, debe añadirse

40
«la doctrina de la virtud», que es la que determina el acuer­
do de la intención con el principio; para ello se precisa una
investigación doble: una primera sobre el hombre históri­
co en sus diferentes fases (simplicidad salvaje, simplicidad
cultivada y desarrollo máximo de las capacidades y nece­
sidades ligadas a la civilización), y una segunda sobre la
verdadera naturaleza del hombre. De tal modo que «al exa­
minar siempre histórica y filosóficamente lo que se hace
antes de demostrar lo que debe hacerse, hago manifiesto
el método según el cual hay que estudiar al hombre»; y no
tan sólo al que «ha sido desnaturalizado», sino también «la
naturaleza del hombre» que es permanente. Y Kant añade:
«este método de la investigación moral es un bello descu­
brimiento de nuestro tiempo y, si se examina el plan com­
pleto, se verá que ha sido totalmente ignorado por los an­
tiguos» (AK, 02, 311, 20).
Ciertamente, Kant parece atribuirse el protagonismo del
nuevo método, pero la alusión implícita a Rousseau resul­
ta evidente. Es más, las Bemerkungen hacen referencia ex­
plícita al «método de Rousseau» frente al de los «moralis­
tas actuales», mucho más ingenuos, que toman por mal in­
herente al hombre lo que sólo es una peripecia histórica
(AK, 20, 027, 29), aunque después procura diferenciar su
método del rusoniano en cuanto mucho más perfecciona­
do. El eco del ginebrino es claramente perceptible cuando
Kant anota: «No existe en el corazón humano una inclina­
ción inmediata a las malas acciones sino, por el contrario,
a las buenas» (AK, 20, 018, 10). Todavía en 1793, cuando
expone su teoría del mal radical en su Die Religión inner-
halb der Grenzen der blossen Vernunft, considera «una hi­
pótesis benévola» la de aquellos moralistas que «desde Sé­
neca a Rousseau» exhortan a «cultivar sin desfallecimiento
el germen de bien que quizá se encuentra en nosotros, si
al menos se puede contar que en el hombre hay, a este
respecto, un fundamento natural» (AK, 06, 020, 08).
Pero en la época en torno a 1764 Kant no duda de la
bondad natural del hombre. Es más, establece como crite­
rio entre la moral «falsa» y la «sana» que la primera es
sólo sintomática, mientras que la segunda es preventiva
(AK, 20, 028, 13). El objetivo de la moral es parejo con el

41
de la medicina: «el médico es el servidor de la naturaleza.
Evitad el mal exterior; la naturaleza adoptará ella misma
la dirección correcta. Si el médico dijera que la naturaleza
misma está corrompida, ¿cómo querría mejorarla? El mo­
ralista está en el mismo caso» (AK, 20, 025, 03). Ello no
implica, sin embargo, como tampoco para Rousseau, que
el hombre sea naturalmente virtuoso (AK, 20, 011, 09), ya
que la virtud es siempre fruto de un laborioso esfuerzo
moral.8
Sin embargo, como señala Ferrari (1979, 194), a partir
de 1770 Kant parece adoptar un rumbo diferente, que le
aleja de Rousseau, y le conduce a formular una ética del
puro deber, que excluye toda apelación al sentimiento. Una
de las Reflexionen, escrita por entonces, señala tajantemen­
te: «Rousseau busca lo natural bajo lo artificial, busca la
mayor perfección en el estado civilizado sin contradecir la
naturaleza. Pero se engaña teniendo esto por posible» (AK,
16, 063, 25). La brevedad del pasaje hace imposible una
comprensión exacta de su sentido preciso, pero no cabe
duda de que, al menos, la apreciación sobre el intento de
Rousseau es perspicaz. Más tarde, en cambio, insistirá en
presentar a Rousseau como el abogado de la virtud innata
en el hombre (contra la letra y el espíritu del ginebrino) y
en oponerlo a Hume en cuanto defensor éste de la «virtud
artificial» (cit. por Ferrari, 1979, 194). Kant parece dar la
razón a Hume, pero en una lección de ética publicada por
Menzer precisa que sin germen de bien en el hombre no
sería posible moralidad alguna (cit., ibíd.). En definitiva,
Kant se muestra vacilante a la hora de reconciliar la doc­
trina del pecado original con el influjo rusoniano de la na­
turaleza inocente; el resultado parece ser la teoría de los
gérmenes de bondad, indispensables para toda tarea de
educación moral.9
Todo parece indicar que Kant, a partir de 1770, proce­
de a transponer al plano de la educación moral el enfoque
antropológico-político de Rousseau. Este enfoque estaba ya
presente en las Bemerkungen, en las que se refleja la in­
fluencia de Émile: «sólo la educación tal como la entiende
Rousseau podría ayudar a reflorecer la sociedad civil» (AK,
20, 175, 05). ¿Cómo? Mediante «una educación libre que

42
forma un hombre libre, tal como desea Rousseau» (AK, 20,
167, 03). También aparecen algunas críticas, tales como la
posición artificial del preceptor (AK, 20, 029, 06) y la difi­
cultad de aplicar el Emile en la práctica escolar (AK, 20,
029, 13). El mismo interés por la educación aparece en las
Reflexionen de la época sobre la filosofía moral: «Emi­
lio o el hombre cultivado. El arte o el cultivo de las fuer­
zas o tendencias que concuerdan mejor con la naturaleza,
mediante el cual se mejora la perfección natural» (AK, 10,
099, 18).
Pero, como señala Ferrari (1979, 198), la iniciación de
los cursos de pedagogía por Kant a partir de 1776-7 coin­
cide con una consideración preferente de Rousseau desde
el punto de vista de la educación y el Émile se convierte
en su principal fuente de reflexión. El mismo autor recoge
los principales textos kantianos al respecto (I b i d 198-208).
Pero Émile no fue sólo un libro de consulta para sus
cursos pedagógicos; fue también la gran fuente de refle­
xión para su teoría de la razón práctica, con inclusión de
la vertiente epistemológica. En efecto, en Émile —y confir­
mado por el Contrat— encontró Kant el principio de auto­
nomía práctica del sujeto, cuya revolucionaria aplicación a
la educación, con ser tan relevante, marca sólo una exi­
gencia universal de aplicación en todo el ámbito de la razón
práctica. Como dice Kant, «es en el fondo de la educación
donde reposa el gran secreto de la perfección de la natura­
leza humana» (AK, 09, 444, 18).
Pero Kant se interesa igualmente por la metodología de
Rousseau. Lejos de ver en Émile, como la mayoría de sus
contemporáneos, una fantasía arbitraria, Kant percibe cla­
ramente el procedimiento constructo de Rousseau y lo ex­
plica desde su propia epistemología crítica, que distingue
entre «idea» e «ideal»; la primera es un producto de la
razón, mientras que el segundo lo es de la imaginación:
«la idea es una regla general, en abstracto; el ideal es un
caso particular que someto a la regla. Así el Émile de Rous­
seau, con la educación que le da, es una verdadera idea de
la razón. Pero no puede decirse nada determinado sobre el
ideal. Se puede atribuir a una persona toda clase de cuali­
dades magníficas, por ejemplo cómo sabe comportarse en

43
tanto que soberano, padre, amigo, pero sin agotar el modo
como se comporta en cada caso, como en la Ciropedia de
Jenofonte. La causa de esta exigencia de completud (Voll-
stündigkeit) es que, de otro modo, no podríamos tener un
concepto de perfección. Así sucede con la perfección moral.
La virtud del hombre es siempre incompleta. Sin embargo,
nos hace falta siempre una medida para ver qué diferencia
existe entre la incompletud y el más alto grado de virtud,
y lo mismo sucede con el vicio. En la idea de vicio omiti­
mos todo lo que podría reducir el grado de vicio. En moral
es necesario presentar las leyes en toda su perfección moral
y su pureza. Es diferente si se quiere realizar tal idea, y
aunque no sea enteramente posible, resulta de la mayor
utilidad. Rousseau confiesa en su Émile que tal educación
de un solo individuo exige toda una vida, o la mejor parte
de ella (AK, 28, 994, 08, s.m.).10
Este texto resulta concluyente para demostrar cómo
Kant se había percatado del sentido constructo normativo
de Rousseau y cómo lo adapta a su propia epistemología.
Ello permite conjeturar fundadamente por qué Kant medi­
tó mucho más sobre Émile que sobre el Contrat; o, más
exactamente, permite conjeturar que Kant leyó siempre el
Contrat desde la clave interpretativa del Émile. De ahí la
trasposición que realizó al plano moral de los principios
políticos rusonianos de generalidad y autonomía como a
su lugar propio y pertinente, ya que todo el ámbito de la
razón práctica se rige por los mismos principios. Se equi­
vocan, pues, los comentaristas que, como Riley (1982, 125
ss.) insisten en trazar un abismo entre el contrato social
rusoniano, de naturaleza histórico-empírica, y la «idea de
contrato social», que sería característica y exclusiva de
Kant.
La atenta reflexión de Kant sobre la metodología cons­
tructiva de Rousseau se refleja bien en una lección de 1784:
«Rousseau dice que hacen falta tres cosas para la cons­
trucción de una casa: l.°) la idea en la cabeza del arqui­
tecto; 2.°) la imago, la imagen de la casa que es sensible­
mente diferente a la idea, pues las circunstancias no per­
miten la realización de la idea completa; 3.°) la apariencia,
tal como la casa aparece. Y ofrece un buen ejemplo: el mo­

44
ralista presenta la virtud en la idea; el historiador la pre­
senta tal como la han poseído verdaderos hombres; y el
poeta o dramaturgo la presenta sólo como aparece, sim­
plemente como apariencia» (AK, 28, 1.274, 26)."
Ahora bien, esta precisión resulta esencial ya que para
Kant son las «ideas de la razón» las que han de operar la
conciliación del modelo natural y del modelo social, como
afirma en una de las reflexiones sobre antropología de
1788-9 (AK, 15, 617, 26; n.° 1.417). En sentido estricto,
pues, Kant no ha procedido a moralizar la teoría política
de Rousseau; lo que ha hecho, en realidad, es adoptar los
principios de generalidad y autonomía como pilares sobre
los que edificar el ámbito entero de la razón práctica. La
tarea del ginebrino había sido la de construir la idea de
educación humana y la idea de educación civil; Kant pro­
cedió a perfeccionar el proyecto rusoniano desde el punto
de vista epistemológico unificando ambos modelos en el
marco trascendental de la razón práctica.
Parece poco sólida, pues, la hipótesis de Hóffding
(1898-9) cuando distingue dos épocas muy diferenciadas en
el influjo de Rousseau sobre Kant; la primera se habría
producido en tomo a 1762 y su traza se aprecia, sobre todo,
en las Reflexionen; la segunda, en torno a 1783, centrada
sobre el concepto de voluntad general en cuanto contrapues­
to al de voluntad particular, cuyas trazas más perceptibles
están en la doctrina kantiana de la moral y en su filosofía
de la historia. El influjo de la primera época habría sido
más aparente y superficial, mientras que el de la segunda
contribuyó decisivamente a dar su forma definitiva a la
ética de Kant. Hóffding sitúa el momento álgido del influ­
jo en Idee znr einer allgemeinen Geschichte in weltbürli-
cher Absicht (1784), donde Kant realiza el designio ruso­
niano de reconciliar la ley de la naturaleza (voluntad indi­
vidual) y el orden de la razón práctica (voluntad general)
en cuanto que convergen la teología de la naturaleza y la
autonomía racional de la libertad.
Pero, como apunta Delbos (1905, 107), Hóffding no pa­
rece ser consciente de que Kant expone la misma teoría no
sólo en Menschenkunde, escrita por la misma fecha, sino
también en otro manuscrito con lecciones de antropología

45
todavía inédito (Nicolai), escritas en 1775-6.12 Ya entonces
considera Kant que el problema que preocupaba a Rous­
seau era este: ¿cuál es el verdadero estado del hombre, el
de la naturaleza o el de la sociedad civil? Según Kant, se
trata de estudiar el modo de organizar la sociedad civil de
modo que se reconcilie con el modelo natural. La solución
está en el concepto de voluntad general. Hasta ahora la
sociedad civil se rige sólo por vínculos jurídicos, exterio­
res; faltan todavía el vínculo moral y el vínculo de la con­
ciencia personal, mediante la que el hombre juzga y actúa
conforme a la ley moral (Delbos, ibid.).
Todo parece indicar, a mi juicio, que no es preciso dis­
tinguir dos etapas bien diferenciadas en el influjo de Rous­
seau, sino que se trata de un proceso único y continuado.
Eso sí, parece indudable que Kant estaba un tanto obse­
sionado en dar con la clave de una interpretación coheren­
te y unificada del ginebrino, y que tal clave aparece nítida
sólo en tomo a 1783 y se mantiene firme hasta en sus últi­
mos escritos. Tres textos seleccionados por J. Ferrari (1979,
227 ss.), todos ellos pertenecientes a obras publicadas por
el mismo Kant, así lo demuestran inequívocamente, dado
que tratan de modo expreso la cuestión y con suficiente
detalle; tarea hermenéutica que Kant juzga indispensable,
tanto por la originalidad de los planteamientos rusonianos
como por la dificultad que mostraban sus lectores para en­
tenderlo correctamente ( Logik Philippi, AK, 24, 330, 34).
El primer texto es una reflexión sobre la antropología
que ocupa varias páginas (AK, 15, 885-892) y cuya ver­
sión definitiva, sustancialmente idéntica, aparecerá en la
Anthropologie in pragmatischer Hinsicht (1798). Se trata
de discernir el destino natural del hombre, que no es otro
que la cultura más elevada, que sólo es posible en la so­
ciedad civil. Para ello ha de interpretar y resolver «las tres
propuestas paradójicas de Rousseau»: 1.a) los males deri­
vados de la cultura (las ciencias); 2.a) los males derivados
de la civilización o constitución social basada en la desi­
gualdad; y 3.a) los males derivados del método artificial
de educar. Pues bien, «todo el designio de Rousseau es este:
que el hombre obtenga el arte de reunir todas las ventajas
de la cultura con todas las ventajas del estado de natura-

46
leza [...]. En definitiva, el estado civil y el derecho de gen­
tes. El primero consiste en la libertad e igualdad bajo la
ley. El segundo, en la seguridad y el derecho de los esta­
dos, no por medio de la fuerza particular, sino según las
leyes» (AK, 15, 889, 19). Por tanto, las paradojas se re­
suelven justamente porque Du contrat social y Entile son
la solución a los problemas suscitados en ambos Discours.
Esta tesis es expresamente defendida por Kant en el
segundo de los textos, que figura en Muthmasslicher An-
fang der Menschengeschichte (1786). La cuestión versa una
vez más sobre la relación naturaleza-libertad en el hom­
bre, pero planteada ahora a nivel de individuo y a nivel de
especie. Tal fue el problema estudiado por Rousseau, quien
puso de relieve en sus Discursos «la contradicción inevita­
ble entre la civilización y la naturaleza humana», pero que
«en su Émile, en su Contrat social, y en otros escritos, trata
de resolver un problema aún mayor: el conocer cómo ha
de progresar la civilización para desarrollar las disposicio­
nes de la humanidad en tanto especie moral, conforme a
su destino, de modo que una no se oponga a la otra en
cuanto especie natural» (AK, 08, 116, 07). De ahí surgen
las contradicciones y los males sociales, así como la desi­
gualdad entre los hombres, «no la de los dones naturales
o de riquezas, sino la desigualdad del derecho humano uni­
versal; desigualdad de la que tan justamente se lamentaba
Rousseau, pero que resulta inseparable de la cultura mien­
tras ésta no progrese siguiendo un plan» (AK, 08, 117, 40).
Una de las Reflexionen, escrita poco antes, es todavía
más explícita: «Se puede progresar también en la cultura
ciegamente y sin plan, y la naturaleza no nos ha dejado
elección. Pero si casi hemos llegado, al final se impone es­
tablecer un plan: de educación, de gobierno, de religión,
en el que la felicidad y la moral serán los puntos de refe­
rencia» (AK, 15, 896, 03; Refl. n.° 1.523, 1780-83). El texto
kantiano parece suscribir el programa de Rousseau hasta
en los objetivos (felicidad reconciliada con la justicia), aun­
que posteriormente Kant se limitará a perseguir el objeti­
vo de la justicia, confiando en que la felicidad vendrá por
añadidura. Queda claro, no obstante, que entendía las pro­
puestas del Contrat como un programa de reconciliación

47
profunda de la sociedad con el modelo natural, y que el
mismo Kant se identificaba con tales objetivos.
Por último, el tercer texto corresponde a la Anthropolo-
gie (1798), y confirma definitivamente la interpretación uni­
taria de Rousseau (Ferrari, 1979, 232 ss.), adelantada tam­
bién en otros cursos publicados por los discípulos.13 El pro­
blema crucial es, una vez más, el carácter aparentemente
contradictorio de la especie humana, al mismo tiempo na­
tural y cultural. «Se plantea, pues, aquí una cuestión (con
o contra Rousseau): ¿es más fácil descubrir el carácter de
la especie humana, según sus disposiciones naturales, en
la rusticidad de su naturaleza o en los artificios de la cul­
tura, cuyo término no es posible percibir?» (AK, 07, 324,
01 ).
Kant vuelve a insistir en que «la verdadera opinión de
Rousseau» no consiste en proclamar «un retorno a los bos­
ques»; «quería expresar la dificultad que tenía la especie
para acceder a su destino siguiendo una ruta aproximati-
va». Tales peligros de desviación los describe en los dos
Discursos y la Nueva Eloísa; «esos tres escritos, que re­
presentan el estado de naturaleza como un estado de ino­
cencia [•••] deben servir simplemente de hilo conductor en
el Contrat social, el Émile, el Vicario Saboyana, para salir
del laberinto del mal donde la especie se ha encerrado por
su culpa. Rousseau no pensaba que el hombre deba retor­
nar al estado de naturaleza, sino que debía echar una ojea­
da retrospectiva a partir del nivel actual. Admitía que el
hombre es bueno por naturaleza (la naturaleza tal como
se transmite por herencia), pero de un modo negativo, es
decir, que no es malo por sí mismo y de modo intencional,
pero está en peligro de ser contaminado más y más por
guías malos o inexpertos» (AK, 07, 326, 28).
Kant confirma una vez más su voluntad «moralizado-
ra» del ginebrino y confía, no a la política, sino a la edu­
cación el papel esencial. Pero se muestra, a la vez, más
cauto y más optimista que Rousseau; más cauto, porque
es consciente de que el mismo educador debe ser educado,
lo que no resulta nada fácil, dada la realidad del mal radi­
cal de la especie; pero más optimista porque su visión de
la historia y de la experiencia social no es tan sombría: el

48
hombre se muestra capaz de acciones malvadas y razona­
bles; en definitiva, «como una especie de seres razonables
que se esfuerza, en medio de los obstáculos, en orientar­
se hacia el bien en un progreso continuo del mal» (Ibíd.,
333, 03).
Unas páginas antes habia escrito: «La especie humana
puede y debe ser ella misma creadora de su felicidad; sin
embargo, el hecho de que lo será no puede deducirse de
disposiciones naturales a priori, sino de la experiencia y
de la historia, y la esperanza de este resultado es tan fun­
dada que resulta necesaria para no desesperar de sus pro­
gresos hacia lo mejor, y para que cada cual, en cuanto de
él dependa, favorezca con todo su saber y de un modo
ejemplar la aproximación a aquel fin» (Ibíd. 328, 26).
Ciertamente, como señala J. Ferrari (1979, 239 ss.),
Rousseau no llegó a formular la idea crítica misma, ni des­
cubrió el punto de vista trascendental; pero la crítica de la
metafísica que pone en boca del «vicario saboyano» (OC,
IV, 577) y la reflexión sincera que ofrece sobre algunas cer­
tezas sobre la naturaleza del hombre (en especial, su alma
inmortal), del mundo y de Dios, que avalan de alguna
forma la exigencia moral, son un preludio inequívoco de la
razón práctica kantiana.
En efecto, en esas páginas de Émile, Rousseau plantea
con nitidez la primacía absoluta de la libertad humana
como condición de toda exigencia moral (mientras que en
el Contrat insistirá más en la necesaria conexión de la li­
bertad con la ley, a través del concepto de voluntad gene­
ral). Con igual claridad presenta el viejo problema platóni­
co de la convergencia de la felicidad con la virtud, cuya
desconexión real muestra la experiencia cotidiana, y que
sólo garantizan la inmortalidad del alma y la existencia de
un Dios justo y providente. Tanto la libertad moral como
la existencia de Dios y del alma inmortal, lejos de ser para
el vicario saboyano el resultado deductivo de una argumen­
tación, son convicciones profundas y compartidas que pres­
tan plena coherencia a la exigencia moral (Ibíd., 586-9).
Kant precisará que son tres postulados trascendentales de
la razón práctica.
Por lo demás, el problema moral lo presenta el vicario

49
saboyano como un conflicto permanente entre «la voz del
alma» (conciencia) y la «voz del cuerpo» (pasiones), con­
flicto que procede de la dualidad de la naturaleza huma­
na. La conciencia, guía infalible y universal, se traduce por
un juicio que confiere «toda la moralidad de nuestros actos»
(Ibíd., 595). Kant, en cambio, precisa que es la buena vo­
luntad, en cuanto «voluntad de obrar por deber», la que
expresa en nosotros la ley moral; pero su canto del «deber»
discurre paralelo del canto rusoniano de la conciencia
(Ibíd., 600-1; AK, 05, 086, 22).
Por otra parte, el mismo vicario saboyano se percata
de que la conciencia moral exige para emerger la media­
ción social, y de que «el impulso de la conciencia surge
del sistema moral formado por esa doble relación a sí
mismo y a sus semejantes» {Ibíd., 600), doble relación
que tanto en la Economie politique como en el Contrat
se expresa por una ley que asegura a todos la justicia y
la libertad (OC, III, 248), en la que se funden la virtud
del hombre y la del ciudadano {Ibíd., 360-1), y que
constituye «la voz del deber» {Ibíd., 364), que expresa la
autonomía moral por la que el hombre es «verdadera­
mente dueño de sí» ya que «obedecer a la ley que uno se
ha prescrito es libertad» {Ibíd., 365). La autonomía
moral se justifica en Kant {Grundlegung zur Meíaphysik
der Sitten, AK, 04, 432, 28) mediante un razonamiento
paralelo. Y lo mismo acontece con el análisis de la
voluntad general subsiguiente al pacto social, que prefi­
gura «el reino de los fines», donde convergen hasta
coincidir la universalidad, la libertad y la ley (AK, 04,
433, 34-438, 04).
Ciertamente, de estos paralelismos no se sigue necesa­
riamente una dependencia de Kant respecto de Rousseau.
Además, el primero añade sobre el segundo una sistemati­
zación crítica y una teoría trascendental de la razón prác­
tica. Pero, como no deja de apuntar Ferrari (1979, 249),
«ciertas ideas esenciales de la ética de Kant se descubren
ya en Rousseau». Incluso cabe decir que, de no conocer
los hábitos de la época, Kant no quedaría a cubierto de la
acusación de no haber explicitado suficientemente sus fuen­
tes; o quizá, como dice Deregibus, dio por supuesta la con­

50
tinuidad de su reconocimiento expresado respecto del gi-
nebrino (Deregibus, 1957, 53).
Para Burgelin, igualmente, en la obra de Rousseau «se
esbozan los grandes temas de la Razón práctica»; es más,
«sin la meditación de Rousseau resultan impensables la fi­
losofía crítica, el idealismo alemán y Biran» (Burgelin, 1952,
40; 569). Pero, como concluye Ferrari, «¿Por qué había de
citar sus fuentes Kant? Jamás tuvo el sentimiento de ser
discípulo de nadie; aseguraba que en filosofía no había au­
tores clásicos y que la verdad era un bien común del que
los filósofos no son más que testigos imperfectos y efíme­
ros» (Ferrari, 1979, 252).
No obstante, lo cierto es que el reconocimiento que no
aparece en las grandes obras, es generoso en los apuntes
de clase: «Rousseau es uno de los genios más grandes. Pero
mezcla en sus escritos elementos novelescos, por lo que su
espíritu penetrante no es claro para todos, y la fuerza de
su argumentación no es conocida por una parte de los lec­
tores» (AK, 24, 465, 20; texto de Logik Philippi, de 1772).
Él se encargó, justamente, de ofrecer una interpretación
sustancialmente correcta del ginebrino y de elaborarla crí­
tica y conceptualmente. Por eso «si Rousseau despertó a
Kant, Kant realizó, en cierta medida, a Rousseau» (Ferra­
ri, 1979, 253).
Ahora bien, también Kant sufrió la interferencia de la
concepción iusnaturalista en su construcción contractual de
la sociedad civil, como expone M. Riedel (1977, 111 ss.),
pese a su anterior insistencia en que sólo Kant había con­
seguido un constructo normativo, sin adherencias empíri­
cas. La interferencia iusnaturalista en Kant es patente en
un pasaje de Theorie und Praxis (AK, 08, 290), que trans­
cribió íntegramente en la Rechtslehre (AK, 06, 314). En
dicho pasaje Kant establece la construcción de la sociedad
jurídico-civil en tres principios a priori que la sustentan res­
pecto de los derechos humanos externos; «1) La libertad
de cada miembro de la sociedad, en tanto persona; 2) La
igualdad de cada miembro con cada uno de los otros, en
tanto súbdito; 3) La independencia de cada miembro de
una comunidad, en tanto que ciudadano».
Riedel apunta certeramente un desajuste en el construc-

51
to kantiano: mientras los dos primeros principios son efec­
tivamente a priori, el tercero corresponde más bien al ám­
bito empírico-social, provocando así una aporía norma-
hecho en el concepto de sociedad civil. En efecto, la
«independencia» en cuanto sibisufficientia procede de la tra­
dición iusnaturalista que vincula el contrato con las estruc­
turas histórico-tradicionales: la condición de ciudadanía
exige previamente la independencia, esto es, que su exis­
tencia no dependa de la voluntad de otro, como es el caso
del siervo, jornalero (AK, 23, 137; 08, 295), que sólo pue­
den considerarse como «peones de la comunidad» (AK, 08,
295).
Como Riedel señala, el mismo Kant no deja de percibir
la incongruencia que el tercer principio provoca en su cons-
tructo, ya que lo hace responsable de que «la explicación
del concepto de ciudadano en general parece ser contradic­
toria» (AK, 08, 295 nota; 06, 314). Según Riedel se ve trai­
cionado por el concepto jurídico del pater-familias, como
lo demuestran los ejemplos que aduce para justificar el
principio; Kant, sin embargo, modifica aquel concepto, ya
que no exige dominio sobre su casa, sino que basta tener
una propiedad y poder enajenarla; incluso presupone que
cada cual puede «pasar, por su propio trabajo, de la situa­
ción pasiva a la activa» (AK, 06, 315). En todo caso es
claro que la «independencia» no es un principio a priori
como los de libertad e igualdad. Es obvio, por lo demás,
que Kant participa de la insensibilidad liberal para com­
prender que la sociedad de mercado fomenta más bien las
limitaciones de la libertad y el aumento de la desigualdad.
Curiosamente, sin embargo, en un pasaje paralelo de
Zum ewigen Frieden (1795), Kant corrige la construcción
presentada en Theorie und Praxis (1793), de modo que
basa la constitución civil en: «1) Principio de libertad de
los miembros de una sociedad (en tanto personas); 2) Prin­
cipio de dependencia de todos con respecto a una única
legislación común (en tanto súbditos); y 3) La ley de la
igualdad de los mismos / en tanto ciudadanos del Estado»
(AK, 08, 349). Esta construcción es congruente con su nor-
mativismo trascendental (pese a la opinión de J. Ebbing-
haus, 1964); pero en la Rechtslehre Kant adoptó definiti-

52
vamente la versión de Theorie und Praxis (Riedel, 1977,
118, nota 36).
Respecto del concepto de libertad, J. Ebbinghaus (1964,
23 ss.) ha insistido en los dos sentidos que baraja Kant:
en cuanto idea a priori absoluta y fundante del contrato
social, y en cuanto libertad política empírica subsiguiente
al contrato. Por su parte N. Bobbio (1974, 147 ss.) prefie­
re distinguir la libertad como autonomía, de inequívoca rai­
gambre rusoniana, y la libertad negativa en sentido libe­
ral. En ambos casos se confirma el designio kantiano de
cohonestar idealismo y realismo, la libertad fundante con
la libertad jurídica concreta. Este sentido liberal más noto­
rio no empece, pues, sino que, en realidad, supone el sen­
tido positivo o libertad como autonomía, especialmente no­
torio en Zum ewigen Frieden. No cabe, pues, escindir a
Kant en dos: el Kant idealista, que apunta en la dirección
del estado totalitario, o el Kant liberal y conservador.
Hay que reconocer, no obstante, que su formalismo
transcendental es invocado con frecuencia de modo abusi­
vo para exculparle de sus contradicciones o incoherencias.
Ello es particularmente acuciante respecto de sus ambigüe­
dades entre el estado de derecho y el estado de justicia.
Lo cierto es que sobre su estela van a constituirse dos en­
foques contrapuestos del estado: el estado justo de la tra­
dición idealista y el estado liberal-conservador. En definiti­
va, tampoco Kant va a poder eludir la ambigüedad del tra­
tamiento rusoniano del poder estatal que se había
propuesto superar.
No es de extrañar, pues, que las rehabilitaciones actua­
les de Kant (Escuela de Erlangen, Apel, Habermas, Rawls)
hayan trocado su enfoque trascendental en otro
cuasi-trascendental («posición original», comunidad ideal de
lenguaje) o simplemente dialógico en condiciones de com­
petencia y de publicidad; de igual modo su monologismo
trascendental se ha trocado en una dialógica (ética discur­
siva, deliberación pública, decisión «enseñable»), situándo­
se así mucho más próximos a la asamblea pública ruso­
niana que al legislador representativo kantiano. Y es que,
en efecto, el enfoque constructivista, con su proceso deli­
berativo de las propuestas alternativas, se presta mucho

53
mejor a una asunción crítica y emancipatoria de las con­
vicciones de partida, al igual que permite situarlas adecua­
damente en un marco histórico-social de referencia.

3. Rousseau y el pensamiento jurídico-político de Kant

Aunque parece claro que, en general, Kant procedió a


«moralizar» a Rousseau, esto es, a trasponer los principios
jurídico-político-sociales del ginebrino (tales como la regla
de la voluntad general, el principio de autonomía, la pri­
macía de los objetivos de libertad e igualdad, etc.) al te­
rreno moral, no es menos cierto que Kant los reelaboró en
la base de su sistema crítico-práctico, de tal modo que su
validez alcanza a todo el vasto dominio de la «Razón prác­
tica», sin excluir obviamente los aspectos jürídico-políticos
y sociales, aunque en este campo el filósofo de Konigsberg
va a recortar y corregir notablemente su aplicación, a la
vez consciente y prisionero de las circunstancias históricas;
en realidad, Kant intenta una síntesis tan realista como in­
consistente de las diversas tradiciones, sobre los dos goz­
nes mayores de Rousseau y de Hobbes.
Es casi seguro que Kant debe a Rousseau el despertar
de su sensibilidad ante los problemas de la desigualdad y
de la injusticia social. Las Bemerkungen, escritas bajo el
impacto de la lectura de Rousseau, alumbran inequívoca­
mente su despertar ante los condicionamientos que la or­
ganización político-social introduce en el planteamiento de
lo moral: «se habla mucho de virtud, pero hay que erradi­
car la injusticia para poder ser virtuoso [...]. Toda virtud
se hace imposible sin aquella resolución» (AK, 20, 151, 07).
En Rousseau encontró también Kant la prioridad abso­
luta de la libertad y de la autonomía personal como requi­
sito fundante de la dignidad humana y de la consiguiente
igualdad radical de los hombres, bases sobre las que va a
construir su edificio moral. Como dice Kant, «la mayor per­
fección es subordinarlo todo a la libertad» (Ibid., 144, 19).
Y un largo pasaje, titulado «De la libertad», tras comentar
la contraposición rusoniana entre la dependencia de las
cosas y la dependencia de los hombres («que es producto

54
de la sociedad y engendra todos los vicios», OC, IV, 311),
concluye: «nadie duda que vale más morir que vivir enca­
denado» (AK, 20, 091, 09); nada le parece tan «penoso y
antinatural» como «la sumisión de un hombre a otro hom­
bre», en cualquiera de las formas de esclavitud (I b í á 088,
05), ya que «el hombre dependiente no es ya un hombre,
ha perdido toda la dignidad, no es más que un accesorio
de otro hombre» {Ibíd, 094, 01).
Kant apunta ya por entonces que la autonomía perso­
nal es condición de toda acción moral, incluso en una ver­
sión radicalizada: «quien impone hacer algo por obedien­
cia cuando hubieran bastado para ello motivos internos,
ese tal hace esclavos» {Ibíd., 066, 07). Y esta observación
es válida incluso referida a la legislación: «El grado del
poder legislativo supone la desigualdad y hace que un hom­
bre pierda por relación a otro un grado de libertad. Ello
no puede suceder más que sacrificando su voluntad en be­
neficio de otro, y desde ese momento se hace esclavo res­
pecto de todos sus actos. Una voluntad que se ha someti­
do a otro es incompleta y contradictoria porque el hombre
posee una espontaneidad [...}> {Ibíd., 065, 24).
Este pasaje «anarquista)) de Kant refleja los acentos más
libertarios del segundo Discurso y muestra que por enton­
ces estaba lejos de asimilar la teoría rusoniana de la vo­
luntad general como base de la legislación. Todo indica que,
en la primera lectura del ginebrino, la impresión de los dos
Discursos se impuso netamente a la del Contrat. Las Be-
merkungen, en efecto, insisten en criticar las instituciones
sociales y los vicios que provocan, mientras que sólo con­
tienen una alusión al concepto de voluntad general a pro­
pósito de la libertad {Ibíd., 145, 21).
Poco después, sin embargo, en sus primeras reflexio­
nes sobre la filosofía morar, en el primer esquema de su
pensamiento, inmerso todavía en el impacto de Rousseau,
sistematiza en siete puntos su programa:

«1) La indeterminación natural en la especie: la rela­


ción de sus poderes y de sus inclinaciones, y su naturale­
za susceptible de adoptar toda clase de formas.
»2) El destino del hombre. El estado esencial del hom-

55
bre: si consiste en la simplicidad o en el máximo cultivo
de sus capacidades y la mayor satisfacción de sus deseos.
Si el grado de habilidad responde también a un fin natu­
ral: es lo que hay que investigar. Si debe cultivar las cien­
cias necesariamente [...].
»3) El hombre de la naturaleza considerado únicamente
en sus cualidades personales, independientemente de su si­
tuación. Esta es justamente la cuestión: ¿qué es natural y
qué depende de causas externas y accidentales? El estado
de naturaleza es un ideal de las relaciones externas del
hombre puramente natural, esto es, del hombre salvaje. El
estado social puede constituirse también con personas de
cualidades puramente naturales.
»4) Emilio o el hombre cultivado. El arte o el cultivo
de las fuerzas y tendencias que se avienen mejor con la
naturaleza. Mediante él se mejora la perfección natural.
»5) En el estado exterior. El contrato social (vínculo de
los ciudadanos) o ideal del derecho del estado (según la
regla de igualdad) considerado in abstracto, sin tener en
cuenta la naturaleza particular del hombre.
»6) Leviatán: es estado de sociedad que es conforme a
la naturaleza del hombre. Según la regla de seguridad. (Yo
puedo estar en situación de igualdad y ser libre, ser yo
mismo injusto y defenderlo, o estar en estado de sumisión
sin esta libertad.)
»7) La alianza de los pueblos: el ideal del derecho de
los pueblos como perfeccionamiento de las sociedades desde
el punto de vista de las relaciones exteriores.
»E1 contrato social o el derecho público como funda­
mento de la fuerza suprema. Leviatán o la fuerza suprema
como fundamento del derecho público» (AK, 19, 098, 32;
Refl. n.°, 6.593, 1764-8).

Si he transcrito un pasaje tan extenso es porque consi­


dero que tiene una importancia excepcional, ya que demues­
tra nítidamente no sólo el influjo de Rousseau, sino tam­
bién cómo el pensamiento jurídico-político de Kant estaba
formado en lo esencial en esta época tan temprana, y cómo
desde el primer momento se propone combinar las teorías
políticas del ginebrino con las de Hobbes: la teoría políti-

56
ca de Rousseau representa el «ideal del derecho del esta­
do» («idea», precisará más tarde), considerado en abstrac­
to «según la regla de igualdad»; mientras que la teoría po­
lítica de Hobbes representa «el estado de sociedad conforme
a la naturaleza del hombre, según la regla de seguridad».
Y la combinación de ambas teorías elaborada por Kant
sitúa el contrato social o «derecho público» como «funda­
mento» de la fuerza estatal, mientras que «Levitán o la fuer­
za suprema» es el «fundamento del derecho público», de
tal modo que el primero legitima al segundo, mientras que
el segundo sostiene al primero. Me resulta sorprendente que
ninguno de los comentaristas de Kant que he consultado
subraye de modo suficiente la importancia decisiva de este
pasaje tan temprano que pone al desnudo el sincretismo
legitimista-realista originario —y no meramente acomoda­
ticio— de Kant.
Es cierto que S. Goyard-Fabre hace referencia a la «re­
volución copernicana» realizada por Rousseau en la filoso­
fía social y política con su único contrato de asociación,
que establece el primado de la libertad, y el de la igualdad
«como único camino de la libertad»; en la misma dirección,
«las máximas de la moral kantiana, como el contrato so­
cial, buscarán el fundamento del deber en las mismas fuen­
tes del derecho» (Goyard-Fabre, 1972, 295-6). Pero en el
estudio sobre «la significación del Contrato» en Kant omite
toda referencia a este pasaje (Goyard-Fabre, 1973). El
mismo Ferrari, que transcribe el pasaje completo, no se
muestra consciente de su trascendencia (Ferrari, 1979, 212).
Es muy probable que Kant, antes de la lectura de Rous­
seau, estuviese imbuido de la concepción hobbesiana del
estado y de la sociedad, sobre todo en la versión que los
jurisconsultos (Grocio y Pufendorf, en especial) habían po­
pularizado en Alemania. Por tanto, la teoría rusoniana del
contrato social, con su énfasis sobre los aspectos éticos y
legitimistas del poder estatal, provocó un reajuste de su
concepción jurídico-política; este reajuste se produjo, pues,
mucho antes de lo que suponen generalmente los tratadis­
tas y se realizó, además, en sentido inverso al que se su­
pone: no fue Kant quien corrigió a Rousseau, sino que fue
Rousseau quien provocó un replanteamiento notable, aun-

57
que escasamente coherente, del hobbismo inicial de Kant.
Por eso Kant mantendrá, a la vez, una concepción más es­
trictamente jurídica del contrato y acentuará su papel fun-
damentador del orden jurídico en cuanto «ideal del dere­
cho del estado». Por eso repite con Rousseau: «no hay con­
trato posible entre el dueño y el esclavo» (AK, 19, 148, 01),
pese a la opinión contraria de Grocio.
Es cierto, sin embargo, que Kant postergó la elabora­
ción de su teoría jurídico-política hasta haber concluido su
triple fundamentación crítica, así como su filosofía de la
historia. Por eso sus alusiones al contrato social se enmar­
can casi siempre en el ámbito de su prolongada reflexión
antropológica y moral,14 antes de alcanzar el tratamiento
sistemático de la Rechtslehre (1797): «El acto por el que
el pueblo se constituye en Estado (o, más propiamente, la
Idea de éste, la única que permite pensar la legalidad) es
el contrato originario, según el cual todos (omnes et singu-
li) abandonan en el pueblo su libertad exterior para en­
contrarla como miembros de una república, esto es, como
el pueblo considerado como Estado (universi), y no puede
decirse que el hombre en el Estado haya sacrificado una
parte de su libertad exterior innata a un fin, sino que ha
dejado enteramente la libertad salvaje y sin ley para reen­
contrar su libertad en general en una dependencia legal,
es decir, en un estado jurídico, y por tanto completa, ya
que esta dependencia legal procede de su propia voluntad
legisladora» (AK, 06, 325, 30).
Eso sí, Kant se percató desde el primer momento del
carácter eminentemente constructo del contrato social ru-
soniano; por su parte acentuará dicho carácter, eliminan­
do toda referencia histórica, hasta desembocar en el méto­
do trascendental. Ya en una de las Reflexionen escrita entre
1766 y 1769 insiste en que se trata de un «pacto ideal»
(AK, 19, 368, 05). Pero la explicitación más clara la pre­
senta en Theorie und Praxis,15 donde lo presenta como «un
contrato originario, el único sobre el que puede fundarse
entre los hombres una constitución civil, y por tanto ente­
ramente legítima, y constituirse una república». Contrato
que formula en términos similares a los de Rousseau: «Pero
este contrato (llamado contractas originarias o pactum so-

58
dale) en tanto que coalición de cada voluntad particular y
privada de un pueblo en una voluntad general y pública
(de cara a una legislación de orden exclusivamente jurídi­
co), no es preciso suponerlo en modo alguno como un
hecho (factum) (e incluso es imposible suponerlo como tal)
[...]. Es, por el contrario, una simple Idea de la razón, pero
posee una realidad (práctica) indudable, en el sentido de
que obliga a todo legislador a dictar sus leyes como pu-
diendo haber sido emanadas de la voluntad colectiva de
todo un pueblo, y a todo sujeto a considerar, en cuanto
que quiere ser ciudadano, como si él hubiera concurrido a
formar una voluntad de tal género mediante su sufragio.
Porque tal es la piedra de toque de la legitimidad de toda
ley pública» (AK, 08, 297, 02).
Resulta obvio que Kant rebaja notablemente las exigen­
cias legitimadoras de Rousseau: para el ginebrino es el
mismo pueblo soberano quien ha de promulgar la legisla­
ción, mientras que Kant se limita a exigir al legislador que
se sitúe para legislar desde la perspectiva de la voluntad
general. Es una muestra más de la despolitización de Rous­
seau que realiza Kant.
Las diferencias concretas entre ambos en la teoría
jurídico-política son notorias, y casi todas proceden del sin­
cretismo de Kant para cohonestar el legitimismo de Rous­
seau con el realismo de la tradición hobbesiana. Philonen-
ko las ha resumido en «tres oposiciones fundamentales», a
saber: 1.a) la negativa de todo derecho al pueblo para hacer
la revolución; 2.a) la distinción que introduce Kant entre
pueblo y soberano; y 3a) la adopción por Kant de la dis­
tinción de Siéyes entre ciudadanos activos y pasivos (Phi-
lonenko, 1968). En la primera, sin embargo, se da un equí­
voco: cuando Rousseau invita a la revolución (OC, III,
190-1; ibíd., 352) se refiere a las sociedades civiles históri­
cas; pero es dudoso que reconozca tal derecho en su cons-
tructo normativo, como no deja de reconocer el mismo Phi-
lonenko (1968, 44, nota 28).16
No debe insistirse, en cambio, en la división por Kant
de la soberanía en tres poderes, tal como aparece en la
Rechtslehre, ya que acentúa igualmente su unidad como
condición de la salud del estado; puede detectarse, inclu-

59
so, en ese pasaje una imputación a Rousseau por parte de
Kant que resulta ambigua, al menos: «Hay tres poderes
diferentes (potestas legislatoria, executoria, judiciaria) me­
diante los que el Estado (civitas) tiene su autonomía, es
decir, su forma, y se conserva según las leyes de la liber­
tad. Es en su unidad donde radica la salvación del Estado
(salus reipublicae suprema lex est), por la que no hay que
entender ni el bien de los ciudadanos, ni su felicidad, por-
, que esa felicidad puede estar (como afirma Rousseau) en
el estado de naturaleza o bajo un gobierno despótico más
cómodo y más deseable de esperar; sino que se trata del
estado de la mayor concordia —acuerdo entre la consti­
tución y los principios del derecho— al que la razón nos
obliga a tender por un imperativo categórico» (AK, 06,
318, 04).
También el concepto de voluntad general es reelabora­
do por Kant en términos de «la voluntad general unificada
a priori». Gurvitch (1922, 391-7) ha realizado un estudio
comparativo de este concepto en ambos pensadores, ponien­
do de relieve el papel básico que juega también en la teo­
ría política de Kant. Pero resulta, a mi juicio, muy proble­
mática la interpretación que hace de la voluntad general
rusoniana en términos de «sustancia metafísica», mientras
que en Kant se trataría de una «idea reguladora» (Ibíd.,
1396). Probablemente pesa demasiado en Gurvitch la in­
terpretación de Durkheim (1966), quien hacía del ginebri-
no un neto precursor de la «conciencia colectiva». Difícil­
mente Rousseau iba a concebir la voluntad general como
una entidad separada cuando se mostró tan crítico de los
planteamientos metafísicos de los iusnaturalistas. Aun re­
conociendo que ciertos pasajes de Economie politique y del
Contrat resultan dudosos, lo cierto es que cuando trata de
encontrar un criterio seguro para identificarla no duda en
señalar «la voz de la mayoría» (la unanimidad sólo es re­
querida para el pacto fundacional), pues «del cálculo de
los votos se saca la declaración de la voluntad general»
(OC, III, 439).
Ciertamente, tal cálculo nunca es reductible a la mayo­
ría empírica liberal. De ahí su famosa distinción entre la
«voluntad de todos» (que puede ser particular) y la «vo-

60
luntad generab) (que es la que persigue los objetivos bási­
cos del contrato original). La primera resulta de «la suma
de las voluntades particulares», mientras que la segunda
puede inferirse de «la suma de las diferencias» entre los
particulares, supuesto que éstos buscan siempre objetivos
privados (Ibíd., 371). En definitiva, la voluntad general,
como expuse antes, se descubre mediante la construcción
de una génesis normativa, nunca por procedimientos me­
ramente empíricos.
Desde luego, Kant entendió siempre la voluntad gene­
ral rusoniana como un principio supra-empírico. Los tex­
tos más claros se encuentran en Theorie und Praxis• es la
voluntad general «la única que determina lo que es justo
entre los hombres, lo que —como expresión de la voluntad
general— no puede ser más que único, y que concierne a
la forma del Derecho y no a la materia u objeto al que
tengo derecho» (AK, 08, 292). Este pasaje parece un eco
de Rousseau: «Esta voluntad general es la regla de lo justo
y de lo injusto» (OC, III, 245). Pero Kant le confiere una
significación puramente formal. De hecho, poco más ade­
lante la considera como una síntesis de los principios de
libertad e igualdad: «En todo rigor, los conceptos de liber­
tad externa, de igualdad y de unidad de la voluntad de
todos concurren a la formación de este concepto por la hu­
manidad» (AK, 08, 295).
Su carácter de idea reguladora es igualmente manifies­
to en Zum ewigen Frieden (1795): «La voluntad general
del pueblo unificado, la voluntad de todos unificante y uni­
ficada en la medida en que cada uno decide lo mismo res­
pecto de todos y todos lo mismo para cada uno» (AK, 06,
313-4). Más adelante la identifica con «la Razón pura le­
gisladora (homo noumenon)», en cuanto opuesta al homo
phaenomenon (Ibíd., 335); es, por tanto, un «a priori de la
razón» (Ibíd., 338). Con ello se ha consumado su trascen-
dentalización. Por eso Kant, en Theorie und Praxis, elimi­
naba la deliberación pública rusoniana y la sustituía por
la idea reguladora en el legislador, según expuse antes. Es
el resultado de la trasposición a una metodología trascen­
dental del procedimiento constructivo (deliberación públi­
ca y leal) rusoniano.

61
Las consecuencias en el orden jurídico-político resultan
manifiestas: es la fundamentación por Kant de la monar­
quía constitucional (y, a la vez, de la democracia represen­
tativa). Igualmente tiene consecuencias esta trasposición en
el ámbito normativo: Rousseau estaba convencido de que
la deliberación pública era capaz de alumbrar una volun­
tad general en la que se reconciliaba la justicia con la uti­
lidad y se respetaban estrictamente los derechos inaliena­
bles de la persona; pero el legislador kantiano es un ilus­
trado trascendental que delibera en nombre de todos y
decide en nombre de la justicia. Aunque entre el ideal de­
finido por la legislación y su aplicación a la práctica me­
dien siempre las circunstancias histórico-sociales (como
también acontece, por lo demás, en los proyectos rusonia-
nos sobre Córcega y Polonia).
No obstante, como han puesto de relieve la Escuela de
Erlangen (Kambartel, 1978) y Rawls (1972; 1980), la pu­
blicidad juega también en Kant un destacado papel en la
armonización de la política con la moral. Como quedó ex­
puesto en la primera parte, la publicidad de la delibera­
ción es, para Rousseau, garantía formal para el hallazgo
efectivo de la voluntad general (regla 5.a). En Zum ewigen
Frieden (apéndice II) la «forma de la publicidad» constitu­
ye el «concepto trascendental del derecho público». En efec­
to, «sin publicidad no habría justicia»; por tanto, «la capa­
cidad de publicarse debe, pues, residir en toda pretensión
de derecho»; y debe entenderse como «un criterio a priori
de la razón para conocer en seguida, como por un experi­
mento, la verdad o falsedad de la pretensión citada». Puede
enunciarse, pues, la siguiente «fórmula trascendental del
derecho público: Las acciones referentes al derecho de otros
hombres son injustas si su máxima no admite publicidad».
Su validez no se limita al ámbito ético, sino que es tam­
bién «un principio jurídico, relativo al derecho de los hom­
bres». Como tal, «el principio trascendental de publicidad»
resuelve por sí solo cuestiones espinosas de derecho públi­
co (como el derecho de revolución popular) y de derecho
internacional.
Resulta llamativo que ni los comentaristas de la filoso­
fía política de Rousseau ni los de la de Kant apenas hayan

62
reparado en el papel excepcional que juega la publicidad
para ambos en el plano jurídico-político, en cuanto criterio
formal constituyente, si se exceptúa Rawls (y en menor me­
dida la Escuela de Erlangen). El sentido de la regla de pu­
blicidad es similar en ambos: se trata de poner una barre­
ra eficaz a los egoísmos particularistas, a la vez que se ofre­
ce un criterio que garantice la universalidad de la decisión
adoptada y su cualidad de pertenencia a la voluntad gene­
ral. La diferencia entre ambas concepciones de la publici­
dad es también de orden metodológico y político: lo que
en Rousseau es un principio constructivo para una asam­
blea deliberante, es para Kant un principio trascendental
de la razón práctica y legisladora.
Precisamente, Zum ewigen Frieden ofrece otro de los
parámetros comparativos de la relación Rousseau-Kant.
Todo parece indicar que Kant conoció el proyecto del abate
Saint-Pierre sobre la «Paz perpetua» a través del resumen
que realizó y publicó Rousseau en 1761 (mientras que su
Jugement sobre el mismo sólo apareció en 1782). Como es
bien conocido, el proyecto de Saint-Pierre hacía referencia
a una «sociedad de naciones» que se había de gestar pau­
latinamente a partir de las alianzas o contratos entre los
respectivos monarcas. El ginebrino discrepó desde el pri­
mer momento de esta concepción por considerarla totalmen­
te equivocada, ya que la dinámica del poder monárquico,
incluso el ilustrado, era necesariamente expansiva y perso­
nalista. A su juicio, tal sociedad de naciones sería viable
únicamente a través de la unión entre los pueblos, esto es,
las repúblicas democráticas. Pero finalmente no pudo ela­
borar la segunda parte de las «Institutions politiques»,
donde pensaba abordar sistemáticamente el problema.
La primera referencia de Kant al proyecto aparece en
una de las Reflexionen del período 1764-66 (AK, 15, 210,
27); en adelante mantendrá siempre su simpatía respecto
del mismo en sus numerosas, aunque breves, alusiones.17
En Idee tur einer allgemeiner Geschichte in weltbürger-
licher Absicht (1784) plantea Kant, dentro de su filosofía
del destino de la humanidad, el proyecto de sociedad de
naciones como una trasposición del contrato social a esca­
la de naciones. Y añade: «por novelesca que pueda pare­

63
cer esta idea, y aunque aparezca ridicula en un Saint-Pierre
o un Rousseau (tal vez porque la creían muy próxima), tal
es, sin embargo, la salida inevitable de la miseria en que
los hombres se arrojan unos a otros, y que debe forzar a
los Estados a adoptar la resolución (aunque les cueste
mucho) que el salvaje aceptó también a disgusto: la reso­
lución de renunciar a la libertad brutal para buscar reposo
y seguridad en una constitución conforme a las leyes» (AK,
08, 024, 29). Piensa, incluso, que es una tarea específica
de los alemanes (AK, 15, 591, 11; refl. 1.354).
Ciertamente, su juicio moral sobre la corrupción de las
sociedades históricas es mucho más moderado que el de
Rousseau, aunque no exento de ironía: «Estamos muy ci­
vilizados en el ámbito del arte y de la ciencia. Estamos
civilizados hasta el punto de sucumbir ante la urbanidad
y los usos sociales de todo tipo. Pero en cuanto a conside­
rarnos ya moralizados, eso es demasiado» (AK, 08, 026,
17). De hecho, en Theorie und Praxis considera la corrup­
ción moral de la época y la explotación que de ella hacen
los monarcas como los obstáculos que impiden que se tome
en serio el proyecto (AK, 08, 313, 02). Y en Zum ewigen
Frieden, donde presenta un plan de reglas negativas y po­
sitivas para hacer posible la realización de dicho proyecto,
hace una condena severa de los intentos justificadores de
la guerra por parte de los iusnaturalistas (AK, 08, 355, 09).
Finalmente, en Rechtslehre aparece ya una visión más
resignada, aunque Kant mantiene el objetivo final de la so­
ciedad de naciones como irrenunciable; eso sí, recomienda
evitar toda impaciencia revolucionaria en favor de «una re­
forma insensible siguiendo principios firmes, que puede,
medíante una aproximación continua al soberano bien po­
lítico, conducir a la paz perpetua [...]» (AK, 06, 355, 25).
La cuestión del destino final de la humanidad nos con­
duce a sus diferentes y casi encontradas filosofías de la
historia, aunque es notorio que Kant ha elaborado la suya
en incesante discusión con Rousseau. Frente a lo que pien­
sa Philonenko, Kant acusa el impacto del ginebrino en su
concepción de la «insociable sociabilidad» del hombre (AK,
08, 020, 30), que desarrolla en Idee zur einer allgemeiner
Geschichte in weltbiirgerlicher Absicht (1784), frente a la

64
teoría de la sociabilidad natural de la especie defendida por
los iusnaturalistas. En Kant, como en Rousseau, la socia­
bilidad es un imperativo asumido en aras del perfecciona­
miento de los individuos —y nunca un hecho natural—,
ya que para ambos el hombre sólo puede desplegar sus
potencialidades en la sociedad civil.
Kant afirma taxativamente en sus Reflexionen que «el
hombre alcanza verdaderamente el destino total de la na­
turaleza, esto es, el desarrollo de sus talentos, por medio
del vínculo civil». Y añade: «Hay que esperar que alcanza­
rá también su destino moral completo por medio del vín­
culo moral. Porque todos los gérmenes del bien moral,
cuando se desarrollan, ahogan los gérmenes físicos del mal.
Mediante el vínculo civil se desarrollan todos los gérmenes
sin distinción [...}> (AK, 15, 608, 17; refl. n.° 1.396, de
1772-3). Por tanto, la perfección moral ha de completar ne­
cesariamente el destino civil del hombre.
En otra reflexión posterior puntualiza: «Rousseau tenía
toda la razón cuando hablaba de los inconvenientes de las
ciencias y de la desigualdad. Pero no se trata de volver
atrás (al estado natural) sino de poder discernir la vía hacia
la perfección según los fines de la naturaleza y por la coin­
cidencia cada vez más perfecta entre el orden del arte y el
de la naturaleza» (Ibíd., 635, 22; refl. n.° 1.454, de 1778-9).
Este pasaje expresa claramente la versión kantiana del en­
garce profundo de los dos constructos rusonianos, el mo­
delo natural y el modelo civil. Kant sustituye, sin embar­
go, el primero por una teleología de la naturaleza sobre la
que asienta su filosofía optimista de la historia —domina­
da por un teleologismo infalible—, que contrasta fuertemen­
te con el pesimismo histórico del ginebrino. El postulado
de la razón práctica que exige la existencia de un Dios
bueno y providente apuntala definitivamente el optimismo
kantiano.
Esta teleología profunda de la naturaleza y de la histo­
ria hacen que incluso los males sirvan a un designio posi­
tivo. Pero la diferencia más profunda que separa sus res­
pectivas filosofías de la historia radica en el «tempo» que
confieren a la realización de una sociedad civil y política
justas. Para Kant, el error de Rousseau consistía en supo-

65
ner que la reconciliación de la naturaleza con la cultura
era un objetivo de acción inmediata (AK, 16, 063, 25; refl.
n.° 1.644, de 1769), mientras que se trata, en realidad, del
destino final de la humanidad que sólo puede realizarse
aproximativamente, por sucesivas reformas en el estado de
derecho. Además, Rousseau nunca deja definitivamente des­
pejada la cuestión del paso de la sociedad histórica corrup­
ta a la sociedad justa; en Kant, en cambio, se trata de un
desarrollo histórico paulatino de lo imperfecto histórico a
lo perfecto, guiado —pero no impulsado directamente— por
la idea regulativa de la razón práctica. No obstante, J. Fe­
rrari (1979, 223) piensa que los comentaristas tienden a
exagerar el pesimismo de Rousseau para mejor oponerlo
al optimismo de Kant.
¿Qué pensar, en definitiva, de la relación Rousseau-
Kant? Una conclusión relativamente matizada ha podido ex­
traerse de las páginas precedentes. Baste ahora reafirmar
la notable complejidad y fecundidad de esta relación, que
lejos de ser «una fábula» (A. Philonenko) revela una de las
grandes fuentes del pensamiento kantiano, aun siendo pa­
tente que Kant reelaboró sus conceptos —como ya advir­
tió el mismo Hegel— en un sistema nuevo y original. Pero
lo cierto es que sin Rousseau, no menos que sin Newton o
Hume, no hubiera sido posible el sistema kantiano. Y recí­
procamente, sin la mediación kantiana, el pensamiento de
Rousseau hubiera permanecido en buena medida estéril.
Se trata, en fin, de una relación proteica. Kant encon­
tró en el ginebrino una fuente de inspiración fecunda y per­
manente; su comprensión de Rousseau fue mucho más
perspicaz que la de la mayoría de sus contemporáneos, in­
capaces de entender sus planteamientos por debajo de las
fórmulas paradójicas e hiperbólicas; de este modo fundió
la inspiración rusoniana con otras influencias en el crisol
de su propio sistema de la racionalidad práctica.
Pero Kant instrumentalizó también a Rousseau (no
menos que a Newton, Hume y tantos otros), sobre todo en
su filosofía de la naturaleza y de la historia. El caso más
notorio es el esfuerzo kantiano por uncirlo (con Newton)
al carro de su designio providencialista, al que ambos eran
totalmente ajenos. También es apreciable la instrumentali-

66
zación del ginebrino en otras cuestiones. Me limitaré a se­
ñalar dos: primera, la coincidencia final de los proyectos
de la naturaleza y de la historia en un progreso a la vez
moral y civilizatorio; y segunda, la idea del contrato social
como legitimación ética del poder que, en Kant, no sobre­
pasa, en realidad, el ámbito del fuero interno (así una ley
injusta no obliga en conciencia, pero ha de cumplirse es­
crupulosamente, siendo ilegítimo todo conato de desobe­
diencia civil), con lo que el ginebrino quedaba incorporado
a su dualismo jurídico-político, caracterizado por una es­
quizofrenia invencible de legitimidad y positivismo.
La concepción por parte de Kant del contrato social
como una mera «idea reguladora» efectuó, en realidad, una
desactivación de Rousseau y del potencial revolucionario o
de transformación social que encerraba su constructo en
el que las relaciones de poder son legitimadas únicamente
a través de una participación democrática de los ciudada­
nos, sin mediaciones ni representaciones. La trascendenta-
lización kantiana, en cambio, legitima al estado como árbi­
tro liberal de los intercambios sociales con tal de que el
legislador «dicte sus leyes como si éstas hubiesen podido
nacer de la voluntad unitaria de todo el pueblo» y que los
ciudadanos «habrían consentido en tal voluntad». Con ello,
el despotismo ilustrado ha encontrado nueva vía de legiti­
mación y por el mismo portillo circulará después el estado
liberal representativo.
En lo que se refiere, por tanto, a su filosofía jurídico-
política, tras los estudios de O. Vossler (1963) y de E.
Kryger (1979), cabe señalar las siguientes discrepancias ma­
yores entre ambos pensadores:
1) El orden constitucional y la justicia se fundamen­
tan y son producto, en Rousseau, del contrato social en
cuanto constructo normativo, mientras que en Kant «re­
sultan a priori de la idea racional del Estado», siendo el
contrato social necesario únicamente para la aplicación
legal de la justicia. Por lo demás, aunque para el ginebri­
no el contrato social es mucho más un constructo normati­
vo que un hecho histórico-jurídico (Vossler, 1963, 228-232),
se explícita en una constitución concreta, mientras que
para Kant es una «simple idea» («eigentlich aber nur die

67
Idee») con sentido meramente regulativo (AK, 06, 312;
AK, 08, 297).
2) Según Rousseau, mediante el contrato social, los ciu­
dadanos confían su libertad natural a la voluntad general,
que se la devuelve trocada en libertad civil (legal) y liber­
tad moral (autonomía) (OC, III, 364-5). Kant, en cambio,
escinde la libertad en dos pares dicotómicos: «libertad ex­
terior» o legal, la única que somete al estado, y «libertad
interior» o moral, que trasciende a toda convención, y que
de ningún modo le es conferida al ciudadano por la volun­
tad general. Consiguientemente Kant escinde el individuo
y la sociedad, y considera su antagonismo como el motor
de todo progreso cultural y moral (AK, 08, 305).
3) Mientras que Rousseau rechaza el sistema de repre­
sentación política y sólo concede el nombramiento de dele­
gados con instrucciones y revocabilidad, Kant afirma que
«toda verdadera república es, y no puede ser, más que un
sistema representativo del pueblo» (AK, 06, 341). Del
mismo modo que el contrato social no ha de entenderse
como un hecho, así el pueblo no puede ser soberano en la
práctica (R. Polín, 1965, 163-173), sino que ha de someter­
se como «sujeto» al «jefe supremo del estado», que ostenta
en exclusiva su representación (AK, 08, 300). Por tanto,
aunque teóricamente Kant acepta, en términos casi litera­
les, el pacto rusoniano de asociación, en la práctica lo tra­
duce por un pacto hobbesiano de sumisión, aunque libre­
mente aceptada; actitud que Rousseau no dudaba en cali­
ficar de necia (OC, III, 356).
4) Rousseau asigna a los ciudadanos reunidos en asam­
blea pública el ejercicio autónomo del poder legislativo y
el control permanente del ejecutivo; Kant, por su parte, re­
conoce a los ciudadanos tres «atributos jurídicos, insepa­
rables de su condición de ciudadanos» (AK, 06, 314; AK,
08, 290): la libertad legal, la igualdad civil y la indepen­
dencia individual. Pero la autonomía sólo es real en la ver­
tiente moral; en la vertiente jurídica o libertad externa Kant
transfiere los poderes de la asamblea pública rusoniana («el
soberano, solamente por serlo, siempre es lo que debe ser»:
OC, III, 363) al «jefe legiferante del Estado», respecto del
cual ninguna oposición del pueblo puede ser legítima, ni

68
aun cuando su actuación fuese lesiva (AK, 06, 320 ss.) o
contraria a su felicidad (AK, 08, 297-8 ss.). Por tal razón,
los ajusticiamientos y, sobre todo, las condenas legales de
Carlos I de Inglaterra y Luis XVI de Francia son «inexpia­
bles» (AK, 06, 320-22, nota) en cuanto subversión total del
orden legal.
5) Ello es así porque el pueblo no puede ejercer por sí
mismo la soberanía, sino que la ha de ejercer su «repre­
sentante» el jefe del estado (la soberanía del pueblo es sólo
una idea). Rousseau, en cambio, había distinguido cuida­
dosamente entre el Soberano (legislativo) y el gobierno,
asignando al primero el nombramiento y el control del se­
gundo.
También Kant distingue tres poderes en el Estado en
cuanto «la voluntad general común en una triple persona
(trias política)» (AK, 06, 313), pero en la práctica los tres
poderes convergen en la jefatura suprema del estado, ante
el que sólo cabe la obediencia civil (quedando a salvo, eso
sí, la autonomía moral). Y es que, como observa R. Polín
(1965, 177), en Kant el derecho no produce la justicia (que
se conforma únicamente según una ley a priori), sino la
mera legalidad. Por eso queda vetada toda revolución o la
misma desobediencia civil. Y por lo mismo considera Kant
vano y peligroso todo cuestionamiento por parte de los súb­
ditos de la legitimidad del poder constituido. Además, Kant
da por sentado un doble supuesto: primero, el poder se
ejerce siempre deficientemente; y segundo, siempre es pre­
ferible el orden legal, sea el que fuere, a la situación de
anomía. Ahora bien, si una revolución triunfa y se consoli­
da, hay que obedecer sin reservas a la nueva legalidad es­
tablecida (AK, 08, 301).
Sin embargo, en otros pasajes de Die Religión inner-
halb der Grenzen der blossen Vernunft, Kant se muestra
mucho más próximo a Rousseau e insiste en que el pueblo
sólo podrá adquirir su madurez para la libertad a través
del ejercicio de la misma, justificando de este modo su per­
manente admiración de la Revolución francesa (que define
en Kritik der Urteilskraft, párrafo 65, como la «transfor­
mación completa de un gran pueblo en un Estado»). Al
final, como apunta E. Kryger (1979, 212 ss.) encontramos

69
también en Kant la paradoja de la libertad: la revolución
es condenable, pero hay que ser libres para realizar la li­
bertad. Su excesiva disyunción del derecho y la moral es
la responsable de la misma. En definitiva, el ciudadano ha
de resolver difícilmente la inevitable esquizofrenia entre su
libertad interior (moralidad) y exterior (legalidad).
Por eso, si el gran problema de la filosofía política es
el de cohonestar la autoridad estatal con la autonomía in­
dividual, la solución kantiana parece muy problemática, jus­
tamente por su realismo. Tal cuestión es, probablemente,
irresoluble. Por eso Hegel intentará obtener por vía dialéc­
tica lo que las paradojas rusonianas y los dualismos kan­
tianos no habían logrado solucionar satisfactoriamente.
Marx, en cambio, volverá a propugnar la reconciliación
—hasta la coincidencia— de la sociedad política con la so­
ciedad civil, acercándose insospechadamente de nuevo a
Rousseau. En cualquier caso, las paradojas formuladas por
el ginebrino se han revelado increíblemente fecundas.

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1983.

NOTAS

1. Son las ((Anotaciones» manuscritas que Kant dejó en su ejemplar


de B e o b a c h tu n g e n ü b e r d a s G e fü h l d e s S c h ó n e n u n d E rh a b e n e n , publi­
cadas por primera vez en la edición Rosenkranz-Schubert, K a n ts s ü m t-
liche W erke, t. XI, según una selección de Schubert (1842). La edición
completa es la de la Academia de Berlín, G e sa m m e lte S c h rifte n , t. 20,
1-192, que es la que utilizo.
2. Una relación más completa respecto de los primeros tratadistas
de la cuestión puede verse en V. Delbos, 3* ed., 1969, 96-7, nota 2.
3. R e fle x io n e n K a n ts z u r k r itis c h e n P h ilo so p h ie , ed. por B. Erd-
mann, Leipzig, 1882; AK, vols. 15-17, 19 y 21.
4. Sobre el nuevo intento de A. Levine para reinterpretar a Rous­
seau desde Kant (Levine, 1976) ya dejé constancia en la segunda parte,
nota 19.
5. J.G. Herder, B riefe z u r B e fó rd e r u n g d e r H u m a n itd t, in W erke,
ed. por Suphan, vol. XVII, 404 (carta 79). Cursiva mía.
6. G e sa m m e lte S c h rifte n , t. 20, 43, par. 13. En lo sucesivo citaré
esta edición en el texto con la sigla habitual: AK, tomo, página y
párrafo (en este caso: AK, 20, 043, 13).
7. Una de las R e fle x io n e n sobre la filosofía moral, la n.° 6.581,
correspondiente al período 1764-8, expone el mismo planteamiento (AK,
19, 093, 24).
8. Pese a su teoría del mal radical, Kant siempre parece haber
admitido la existencia de ciertos gérmenes de bondad, que era preciso
desarrollar por imperativo moral. En tal sentido se expresa en la
T u g e n d le h re a propósito del cultivo de las propias facultades (AK, 06,
445, 02).
9. Puede verse en Ferrari (1979, 195-6) una recopilación de textos
kantianos al respecto.
10. El texto es de 1783-4. La misma tesis defiende en una lección
de teología racional de 1784: «En moral las leyes deben presentarse en
su mayor perfección y pureza, aunque sean inaccesibles para nosotros,
por ejemplo el É m ile de Rousseau es la idea de una educación perfecta»
(AK, 28, 1.233, 14).
11. Ferrari (1979, 205) hace referencia a una de las R e fle x io n e n ,
anterior a 1770, en la que Kant distingue ya el concepto, la idea y el
ideal sobre el mismo ejemplo citado en el texto (AK, 19, 105, 03; refl.
n.° 1.611).

73
12. Ferrari (1979, 226) publica también el resumen hecho por
Külpe para Delbos, pero precisa que, dado que los textos custodiados
por Nicolai se han perdido definitivamente, no le parece correcto
servirse de un breve resumen para desmentir a Hóffding.
13. Especialmente en A n th ro p o lo g ie D o h n a (1791-2), del que Ferra­
ri transcribe varios pasajes. En uno de éstos escribe: «El fin último de
la naturaleza es la cultura. Ésta debe realizar la más elevada perfección
moral, y el fin supremo, el fin de todo destino, es la moralidad de las
costumbres. ¿En qué estado puede el hombre alcanzar este destino de
la cultura más elevada? En el estado social. No está destinado a la vida
en el estado de naturaleza, sino a la vida en el estado civil, cuyo
designio es también la moralidad». Y aunque seguidamente parece
inculpar a Rousseau de haber destinado al hombre al estado de
naturaleza, al haber hecho el elogio del hombre natural, añade: «Dado
que Rousseau se expresa así, muchos le entienden a la letra. Pero él no
pretende que volvamos atrás, sino solamente que nos veamos obligados
a tener en cuenta el modelo natural a fin de que no se dé únicamente el
arte» (J. Ferrari, 1979, 233). '
14. Baste, como muestra adicional, una reflexión antropológica del
período 1775-78: «Ley —Constitución civil— Desarrollo de todos los
talentos y gérmenes morales. Así el bien sale del mal [...} Rousseau
tiene razón en su crítica de la imperfección de la constitución del
estado. Es contraria a la naturaleza, pero es un germen del Bien [...}>
(AK, 15, 779, 26; refl. n.° 1.498).
Kant destaca siempre el aspecto positivo de la organización jurídico-
política, por imperfecta que sea, para evitar el radicalismo de Rous­
seau.
15. Se trata de un opúsculo publicado en 1793, cuyo verdadero
título es: U ber d e n G e m e in s p r u c h ; D a s m a g in d e r T h eo rie rich tig sein ,
ta u g t a b e r n ic h l fi ir d ie P raxis, en el que responde a la refutación de su
propia teoría moral por parte de Garve, y que constituye un avance de
su teoría jurídico-política.
16. Tampoco es tan clara la segunda ya que, según R. Derathé,
Kant se esfuerza en su terminología alemana por encontrar un equiva­
lente a la distinción rusoniana entre soberano (legislador) y magistrado
o príncipe (ejecutor de las leyes). Así Kant distingue entre S ta a tso b e r-
h a u p t o G e se tz g e b e r (legislador) y O b e rb e fe h lsh a b e r o R eg en ! d e s
S ta a ts (dirigente supremo, rey) (Derathé, 1950, 384).
17. Puede verse una recopilación de los mismos en J. Ferrari (1979,
217 ss.).

74
LA RAZÓN PRÁCTICA
ENTRE HUME Y KANT

Gilberto Gutiérrez López

Es un lugar común en la historia del desarrollo de la


noción de razón práctica considerar que no hay camino ni
paso alguno que lleve de Hume a Kant. La contraposición
entre ambos es el trasunto de la radical disyunción entre
dos modelos excluyentes de análisis de la racionalidad prác­
tica, tanto moral como política, de clarificación del papel
que desempeña y del puesto que ocupa la razón en la ética.
Desde una perspectiva kantiana podría decirse que el con­
cepto humeano representa el grado cero de la razón prác­
tica.
Un crudo planteamiento de la cuestión es, por ejemplo,
el que hace Jesús Mosterín en su artículo sobre «El con­
cepto de racionalidad»,1 al distinguir entre dos tipos de mo­
ralidad: las morales teleológicas, «únicas perfectamente
compatibles con la racionalidad y (que) en algunos aspec­
tos pueden llegar a confundirse con ella» (p. 34), y las mo­
rales deontológicas, que «(pueblan) el universo de presun­
tos deberes, valores, prohibiciones y mandatos incondicio­
nados, etc., a los que hemos de ajustar nuestra conducta
en cualquier caso, incluso si ello no provoca más que des­
gracias o infelicidad o incluso el fin del mundo» (ibid.).
Aun aplazando el juicio que merece la pulcritud analítica
de semejante caracterización, importa de momento explici-
tar al menos qué noción de racionalidad práctica presu­
pone.

75
Una referencia tópica en los análisis contemporáneos
sobre esta última es la distinción que introduce Max
Weber2 entre los distintos tipos de racionalidad, dos de los
cuales corresponden a las formas que caracterizan las mo­
ralidades que Mosterín llama teleológicas y deontológicas.
Es racional desde un punto de vista ideológico la acción
cuya máxima relaciona con un fin propuesto los medios
que objetivamente conducen a él. Esta objetividad se en­
tiende fundada en el conocimiento científico de lo que las
cosas son en el mundo de la experiencia y se expresa en
juicios de existencia empíricamente verificables. Ello per­
mite denominar directrices o normas técnicas a las normas
que expresan dicha relación entre medios y fines y, a la
racionalidad teleológica, instrumental. Desde un punto de
vista axiológico son racionales, para Weber, las acciones
cuya máxima se ajusta coherentemente a (da creencia en el
valor —ético, estético, religioso [...]— propio y absoluto de
una determinada conducta, sin relación alguna con el re­
sultado, o sea, meramente en méritos de dicho valor» (p.
20-21). Las máximas características de este tipo de accio­
nes no enuncian lo que las cosas son sino que prescriben
lo que deben ser y se expresan, por consiguiente, en jui­
cios normativos.
Ahora bien, si como paradigma de la racionalidad prác­
tica se adopta la que manifiestan las acciones teleológicas,
una consecuencia analítica que el propio Weber extrae es
que las acciones axiológicas o deontológicas aparecen tanto
más irracionales cuanto más absoluto se presenta el valor
que manifiestan. Es decir, cuanto menos verificables sean
en la experiencia los fundamentos del valor y cuanto menos
se vean éstos afectados por las consecuencias empíricas de
la realización del deber o de la obligación.
Pero los intereses de la moralidad —al menos de la que
Mosterín llama deontológica— podrían, en efecto, exigir ac­
ciones que no provocasen más que «desgracia o infelicidad
o incluso el fin del mundo». En el límite de la racionalidad
axiológica —deontológica en el caso de que el valor en cues­
tión fuera el del deber moral— nada impide que nos en­
contremos con algún lema de tipo de fíat iustitia, pereat
mundus. Podríamos pensar que la racionalidad teleológi-

76
ca, en cambio, escapa a la enormidad de semejante conse­
cuencia y rescata para el ámbito de la razón la plausible
conveniencia de preservar la integridad del mundo frente
a la voracidad del deber. Sin embargo, en un llamativo pa­
saje del libro II del Tratado de la Naturaleza Humana,
Hume afirma paladinamente que «no es contrario a la razón
preferir la destrucción del mundo entero a sufrir un rasgu­
ño en mi dedo» (THN, 416).J La afirmación, ciertamente,
hay que situarla en el contexto inmediato de su discusión
de los motivos de la voluntad, de los cuales hay que ex­
cluir a la razón, ya que ésta es por naturaleza inerte e in­
capaz de mover a la acción; pero ello no obsta para que
exprese, a pesar de todo, una característica singular de la
racionalidad teleológica, que es la opacidad de los fines mis­
mos a las luces de la razón.
La racionalidad instrumental, en efecto, se ejercita en
la selección de los medios más eficaces o idóneos 'para la
obtención de un fin, pero nada dice respecto a la posible
racionalidad de los fines mismos, ya que éstos son objeto
de preferencias, deseos o inclinaciones que no pueden a su
vez ser dilucidados racionalmente, en virtud de la propia
definición de racionalidad de que se parte. Tal es la taxati­
va afirmación de Hume en un texto del Primer Apéndice a
la Investigación sobre los Principios de la M o r a l«Resulta
evidente que los fines últimos de las acciones nunca pue­
den ser explicados por la razón, sino que se encomiendan
a sí mismos por entero a los sentimientos y afectos de la
humanidad, sin dependencia alguna de las facultades inte­
lectuales [...]. Más allá de (este fin último) es absurdo de­
mandar razones. Es imposible que haya un progreso in in-
finitum, y que una cosa pueda ser siempre la razón por la
que otra es deseada. Algo debe ser deseable por sí mismo
y en virtud de su inmediato acuerdo con el sentimiento y
el afecto humanos» (EM, 293).4
No deja de resultar sorprendente que en ambos esque­
mas de racionalidad aparezca como plausible la destruc­
ción del mundo en aras, ya sea de la integridad del orden
moral, ya sea de la satisfacción del arbitrio caprichoso. Pero
sorprende aún más si cabe en el esquema teleológico, pues
en él parece inevitable suponer que el concepto de una ac­

77
ción que niega la totalidad de lo real y la totalidad del bien
empírico se presente como arquetipo de la irracionalidad
y, consiguiente, de la perversidad moral, ya que la racio­
nalidad moral se define en términos de la racionalidad tout
court.
Sin recurrir al conatus espinosiano podemos dar por su­
puesto que lo que es bueno para un ser es aquello que lo
hace perseverar en la existencia según las condiciones de
su naturaleza, desarrollando sus virtualidades o actualizan­
do su potencia. De donde parece inferirse que, para un ser
dotado de sensibilidad, el placer y el dolor aparezcan, ya
sea como el bien simpliciter, ya, al menos como criterios
de su propio bien. Y sin embargo, la acción prototípica-
mente irracional se torna racional —zwecrational— si se
la ordena a lograr el más trivial de los fines: ahorrarse un
rasguño.
Siendo justos con Hume hay que reconocer que su com­
paración busca resaltar, por medio de una paradoja provo­
cativa, la desproporción entre el fin que se pretende conse­
guir —evitar un minúsculo dolor— y los medios que el
deseo está dispuesto a prescribir —la destrucción del
mundo como posibilitador máximo de placer— con el ex­
clusivo propósito de poner de manifiesto la irracionalidad
intrínseca del deseo. Pero precisamente por ello éste se re­
vela como un déspota tan absoluto y originario —sic volo,
sic iubeo— como lo es la ley moral en el ámbito de la ra­
cionalidad deontológica.
Aun sin adoptar en sus propios términos el lema de fiat
iustitia, pereat mundus, lo cierto es que el razonamiento
que con mejor o peor fortuna sintetiza se encuentra en nu­
merosos pasajes de la obra de Kant: el bien humano y todo
cuanto pueda tener valor para la más íntima de nuestras
inclinaciones ha de ser sacrificado antes que violar la ley
moral. Kant suscribe así explícitamente las bellas palabras
de Juvenal cuando afirma que el mal supremo (summum
nefas) consiste en animam praeferre pudori et propter
vitam vivendi perdere causas (KpV, 158-9/218).*
Pero nada de esto ha de ser interpretado como si Kant
afirmara que la naturaleza o el mundo empírico son una
mera ilusión o carezcan de bondad propia. Un texto de la

78
Crítica del Juicio lo expresa con la máxima claridad: «es­
tamos a priori determinados por la razón a perseguir con
toda la fuerza el supremo bien del mundo (das Weltbes-
te), que consiste en la reunión del mayor bien empírico (das
Wohl) de los seres humanos con la condición suprema del
bien moral (das Guíe), es decir, en la reunión de la felici­
dad universal con la moralidad conforme a la ley» (KU,
88/371-2).6
La hipotética destrucción del mundo aparece así como
el paso al límite de las condiciones de verificación de la
tesis que afirma que éste, como tal mundo empírico, no
contiene en sí mismo la razón última de su bondad. En
otras palabras, que su bondad, aun siendo real, no es el
criterio ni el todo de la bondad. Afirmación esta que remi­
te a otra, más radical, según la cual ni el mundo, en cuan­
to Todo matemático de los fenómenos y Totalidad de su
síntesis, ni la naturaleza, en tanto que Todo dinámico y
Unidad en la existencia de los fenómenos, agotan la totali­
dad de lo real (KrV, B 446-7/A 418-9).7
Este largo rodeo permite comprender la índole del re­
proche que Kant dirige a Hume en la Analítica de la Razón
Pura, y cuya razón de ser apunta a los fundamentos mis­
mos sobre los que Hume construye su teoría en el marco
de un tratado sobre la naturaleza humana. Al examinar el
derecho de la razón pura, en el uso práctico, a una am­
pliación que no le es posible por sí en el especulativo, ex­
pone Kant cómo el principio moral instaura una ley de cau­
salidad cuyo fundamento de determinación transciende
todas las condiciones del mundo sensible.
Esto equivale a exponer cómo pueden pensarse, por una
parte, una voluntad como determinable en tanto que per­
teneciente a un mundo inteligible, y, por otra, el sujeto de
la voluntad —el hombre— no sólo como perteneciente a
un mundo puramente inteligible (la Crítica de la Razón
Pura autorizaba a pensar [denken\ que no a conocer [er-
kennen] esta relación) sino como determinado por una ley
que no puede ser contada como ley natural del mundo de
los sentidos; todo lo cual parece suponer una ampliación
de nuestro conocimiento, pretensión que la Crítica «decla­
ró nula en toda especulación» (KpV, 50/78). La cuestión a

79
la que hay que responder es, en definitiva, la de saber cómo
es posible unir el uso práctico con el uso teórico de la razón
pura —cómo pueden ser compatibles necesidad causal y
libertad.
Hume, que fue un adelantado en «los ataques contra
los derechos de una razón pura», al no poder fundar el con­
cepto de causa en la necesidad objetiva del enlace, que ha­
bría de ser conocida a priori, ni extraerlo de la experiencia
(ex pumice aquam: KpV, 12/22), decide que el concepto
mismo de causa es ilusorio y debido tan sólo a la costum­
bre, dejando así sentado el empirismo como única fuente
de los principios (KpV, 13/23-4). Kant, que reconoce que
Hume le dio ocasión para desarrollar sus trabajos en la
Crítica de la Razón Pura, admite asimismo que éste hizo
muy bien en concluir que el concepto de causa es una en­
gañosa ilusión, pero sólo en la medida en que, de antema­
no, tomaba los objetos de experiencia como cosas en sí mis­
mas. Pues, en efecto «en las cosas mismas y en sus deter­
minaciones como tales no puede verse cómo, si ponemos
algo, A, haya necesariamente que poner otro algo, B. Y así
no pudo (Hume) admitir semejante conocimiento a priori
de cosas en sí mismas» (KpV, 53/81). Y como menos aún
podía admitir su origen empírico, quedaba proscrito el con­
cepto.
De entrada sorprende que Kant atribuya a Hume el su­
poner que los objetos de la experiencia son cosas en sí mis­
mas, algo que parece contradecir su fenomenalismo y sub­
jetivismo en relación con los objetos de conocimiento. Pero
«si entendemos correctamente a Kant, vemos que esta es
sin lugar a dudas la premisa de Hume, aunque es posible
formularla de modo menos chocante en una terminología
kantiana. Lo que Kant quiere decir es que Hume creyó que
los objetos del conocimiento, aunque se los llame “impre­
siones” son conocidos tal y como son y en el orden en que
vienen dados, sin que nosotros participemos en su genera­
ción y en su síntesis».8
Para Kant, los objetos de la experiencia no son cosas
en sí mismas, sino sólo fenómenos, y de estos sí es posi­
ble pensar que están necesariamente enlazados en una ex­
periencia, haciendo asimismo posible el concepto de causa,

80
no sólo según su objetiva realidad en consideración de los
objetos de la experiencia, sino también como deducible
como concepto a priori del puro entendimiento, sin recu­
rrir a fuentes empíricas (KpV, 53/81-2).
Aunque esta categoría de causalidad sólo sea aplicable
a cosas que sean objeto de una experiencia posible —es
decir, dadas en la intuición— ello no impide que por su
medio se puedan pensar (denken) objetos, aun cuando no
determinarlos a priori. La pretensión de aplicar esta cate­
goría al conocimiento teórico del objeto en cuanto noúme­
no está condenada por la Crítica de la Razón Pura, pero
nada lo impide para el uso práctico de la razón pura, «cosa
que sería imposible si, según Hume, el concepto de causa­
lidad encerrase algo imposible de pensar en modo alguno»
(KpV, 54/83).
Este uso práctico resulta de la doble relación en que se
halla el entendimiento: por una parte, con los objetos; por
otra, con la facultad de desear. Esta última, denominada
voluntad (Wille), se llama pura en cuanto el entendimien­
to puro —en este caso, razón ( Vernunft) — es práctico por
la mera representación de una ley (KpV, 55/83-4). El fak-
tum de la ley moral —de la conciencia de la obligación
incondicionada— muestra a priori la realidad objetiva de
una voluntad pura —o razón pura práctica— que es inevi­
tablemente determinada, aunque no por principios empí­
ricos.
Pero el concepto de voluntad, que es el de una facul­
tad, o bien de producir objetos que corresponden a las re­
presentaciones, o bien al menos de determinarse a sí misma
a la realización de esos objetos (KpV, 15/27), incluye el
concepto de causa; consiguientemente, en el concepto de
una voluntad pura está asimismo incluido el concepto de
una causalidad con libertad, no determinable por leyes de
la naturaleza e incapaz por tanto de intuición empírica
como prueba de su realidad: el concepto de una causa nou-
menon, no contradictorio, pero vacío para el uso teórico,
resulta en cambio indispensable para el uso práctico de la
razón, en relación con la ley moral.
Pero la definición que ofrece Hume del concepto de
causa, al privarle de realidad en el uso teórico del conoci­

81
miento, no ya sólo en relación con las cosas en sí mismas
(lo suprasensible) sino incluso en relación con los objetos
del conocimiento empírico, lo vacía de significación (Bedeu-
tung), convirtiéndolo, como concepto teóricamente imposi­
ble, en algo enteramente inútil y cuyo uso práctico se vuel­
ve, por ello mismo, absurdo (KpV, 56/85).9
Lo que Kant reprocha a Hume es, a fin de cuentas, el
haber hecho imposible con su definición de causa la no­
ción de causalidad en libertad. Y no sólo porque sin él sea
imposible la moralidad, sino porque la razón teórica misma
tiene que asumir ai menos la posibilidad de una libertad
para colmar una necesidad suya propia. La idea de la li­
bertad como una facultad de espontaneidad absoluta no es
tan sólo una necesidad sino, en lo que se refiere a su posi­
bilidad, un principio analitico de la razón pura especulati­
va (KpV, 48/75).
Kant objeta a Hume la falacia metodológica que peca
«contra todas las reglas fundamentales del procedimiento
filosófico (y que consiste) en aceptar ya anticipadamente
como resuelto aquello que se debe resolver a continuación»
(KpV, 63/95). Pues, como afirma en las lineas inmediata­
mente precedentes, «aun si nosotros no supiésemos que el
principio de la moralidad es una ley que determina a prio-
ri a la voluntad, deberíamos sin embargo, para no aceptar
gratuitamente principios, dejar sin decidir (unausgemacht),
por lo menos al comenzar, si la voluntad tiene sólo funda­
mentos de determinación empíricos o si los tiene también
puros a priori». Para Hume, en cambio, esta cuestión —y,
consecuentemente, la suerte de la razón práctica como rea­
lidad y de la Ética como ciencia de las leyes de la liber­
tad — la deciden de antemano los presupuestos reduccio­
nistas de la metodología necesaria para «introducir el mé­
todo experimental de razonamiento en los asuntos morales»
—como reza el subtítulo del Tratado de la Naturaleza Hu­
mana.
En efecto, si convenimos en llamar «naturalismo» a la
tesis que sostiene que «las proposiciones y las investiga­
ciones éticas no son, en último término, más que una su­
bespecie de las naturales»10 parece obvio afirmar que, desde
el punto de vista epistemológico, el naturalismo es, en esen­

82
cia, una forma de reduccionismo —en este caso, reducción
de las cuestiones normativas relacionadas con la justifica­
ción a cuestiones de hecho susceptibles de explicación cau­
sal y, en consecuencia, reducción de la ética a psicología o
a sociología de la moralidad. Todo lo cual implica en defi­
nitiva la exclusión del ámbito de la racionalidad de una
genuina racionalidad distintivamente normativa— de la
razón práctica, en definitiva.
En la introducción al Tratado Hume incluye la Moral
en el ámbito de las ciencias «cuya conexión con la natura­
leza es más íntima y cercana», adelantando así su propósi­
to de explicar, mediante las operaciones de la naturaleza
humana, las manifestaciones de esos sentimientos peculia­
res que crean el universo de la moralidad. Este punto de
vista metodológico permanece invariable, no obstante el
desplazamiento del acento hacia los contextos sociales de
la institución de la moralidad, una década más tarde cuan­
do en la primera Investigación identifica la Filosofía Moral
con la ciencia de la naturaleza humana (EU, 5) y da por
sentado, en la segunda, que «(para) descubrir el verdade­
ro origen de la moral» (EM, 173) el único método posible
es el observacional, comparativo e inductivo. Éste nos per­
mite «alcanzar los fundamentos de la ética y hallar los prin­
cipios universales de los que derivan en última instancia
toda censura y toda aprobación; y como esta es una cues­
tión de hecho —question o f fací—, no de ciencia abstrac­
ta, sólo podemos esperar el éxito si seguimos el método
experimental y deducimos las máximas generales de la mo­
ralidad de la comparación de ejemplos particulares» (EM,
174).
De esta forma, una vez que llegamos a saber qué es lo
que los hombres de hecho aprueban y llaman virtuoso, o
censuran y llaman vicioso, el siguiente paso consiste en ex­
plicar «el modo como y las razones por las que los hom­
bres de hecho aprueban o desaprueban ciertos tipos de con­
ducta o de carácter»." Y, básicamente, dichas razones hay
que buscarlas en el hecho de que «ciertas cualidades per­
manentes de la naturaleza humana (llevan a los hombres)
a emitir juicios morales que implican actitudes de alaban­
za y censura».12 Pero es importante tener en cuenta que el

83
razonamiento de Hume no afirma que porque los hechos
de la naturaleza humana son tales y cuales, los hombres
deben comportarse de tal y cual forma —esto queda veta­
do por la tesis que el propio Hume sostiene en el contro­
vertido pasaje del Tratado sobre las relaciones entre is y
ought (THN, 469)— sino que, porque son tales y cuales,
los hechos en cuestión son la causa de que los hombres
aprueben o desaprueben tales o cuales acciones y que juz­
guen que deben comportarse de cierta manera.
Desde un punto de vista metodológico nada hay que
objetar en principio al propósito de llevar a cabo una in­
vestigación empírica sobre los hechos de la moralidad y
su relación con los demás hechos de la naturaleza humana
en particular y de la naturaleza física en general. Más aún,
la única manera de hacerlo es partir del supuesto de que
las acciones humanas de las que podemos tener conoci­
miento empírico están necesariamente determinadas. Hume
descarta el vulgar y censurable método seguido en los de­
bates filosóficos por quienes intentan refutar una hipótesis
con el pretexto de sus peligrosas consecuencias para la re­
ligión y la moralidad, y afirma que la doctrina de la nece­
sidad, de acuerdo con su propia explicación de ella, no sólo
no es nociva sino que hasta es provechosa para ambas, ya
que hace posible, entre otras cosas, la imputación de res­
ponsabilidades por las acciones virtuosas y viciosas y su
congruente premio o castigo (THN, 408 s.).
Hume reconoce que podemos experimentar una falsa
sensación, no sólo de la libertad de espontaneidad —la au­
sencia de coacción— sino incluso de la libertad de indife­
rencia —que implica una negación de la necesidad y de
las causas (THN, 407)— que puede servirnos de argumen­
to en favor de su existencia. Y, aunque cuando reflexiona­
mos sobre las acciones humanas, es decir, cuando las con­
templamos como acciones ya realizadas, raras veces tene­
mos consciencia de ese aflojamiento de* los lazos de la
necesidad en que se supone consiste la libertad de indife­
rencia, cuando actuamos, es frecuente que tengamos la sen­
sación de algo parecido a esto, y lo consideremos como una
prueba intuitiva de la libertad. Imaginamos sentir así una
libertad en nuestro interior. Pero «un espectador habitual­

84
mente puede inferir nuestras acciones partiendo de nues­
tros motivos y de nuestro carácter; e incluso cuando no
puede, concluye generalmente que podría, si tan sólo estu­
viera perfectamente informado de cada circunstancia de
nuestra situación y nuestro temperamento, y de los resor­
tes más recónditos de nuestra complexión y disposición. Y
esta es la esencia misma de la necesidad» (THN, 408-9).
En lo que afirma, que no en lo que niega, Kant suscri­
be este razonamiento casi en sus propios términos, por
ejemplo en la Solución de la Idea Cosmológica de Totali­
dad en la Derivación de los Acontecimientos del Mundo a
partir de sus Causas, en el libro II de la Dialéctica Tras­
cendental, con la pretensión, además, de mostrar la posi­
bilidad de lo que Hume niega. En efecto, Kant reconoce
que todas las acciones del hombre «están determinadas
según el orden de la naturaleza según su carácter empírico
(entendiendo por "carácter” la ley de su causalidad» [B
567/A 539]): si pudiéramos investigar hasta el fondo todos
los fenómenos de su voluntad, no habría ninguna acción
humana que no pudiésemos predecir con exactitud y re­
conocer como necesaria a partir de sus condiciones prece­
dentes.
En lo que respecta a este carácter empírico no existe la
libertad, pero sólo en este carácter podemos considerar al
hombre cuando nos limitamos a observar (beobachten)
—como algo distinto de actuar (handelen)—. Y, como ocu­
rre con la antropología (lo que hoy llamaríamos psicolo­
gía), «queremos investigar fisiológicamente las causas que
motivan sus acciones» (B 577/A 549). Pero páginas antes,
ya Kant había hecho notar que «aquí nos encontramos con
lo que ocurre en general con la contradicción en que incu­
rre una razón que pretende ir más allá de los límites de la
experiencia posible: que el problema, propiamente hablan­
do, no es fisiológico sino transcendental. La cuestión de la
posibilidad de la libertad afecta sin duda a la psicología,
pero como se apoya en argumentos dialécticos de la mera
razón pura, el problema y su solución pertenecen exclusi­
vamente a la filosofía transcendental» (B 563/A 535).
Y esto es justamente lo que los supuestos de Hume —la
suposición «común, pero falaz, de la absoluta realidad de

85
los fenómenos» (B 564-5/A 536-7)— niegan. En el primer
libro del Tratado las afirmaciones de Hume a este respec­
to son taxativas: «como todas las acciones y sensaciones
de la mente nos son conocidas por medio de la conscien­
cia, necesariamente deben aparecer lo que son y ser lo que
aparecen (appear what they are and be what they appear).
Toda cosa que entra en la mente, al ser en realidad —su­
braya Hume— una percepción, es imposible que algo pueda
aparecer diferente al sentir (feeling —subraya Hume—).
Esto sería suponer que incluso allí donde somos máxima­
mente conscientes, pudiésemos estar equivocados» (THN,
190).13
Para Kant, como ya se ha visto, el fondo de la cuestión
en el conflicto entre naturaleza y libertad consiste en saber
«si la libertad es en general (überall) pura y. simplemente
posible, y si lo es, si puede coexistir con la universalidad
de la ley natural de la causalidad» (B 564/A 536) y, por
consiguiente, hay que preguntarse si es verdadera la dis­
yunción que expresan la tesis y la antítesis del Tercer Con­
flicto de las Ideas Transcendentales —la Tercera Antino­
mia (B 472-3/A 444-5)— según la cual, «todo efecto en el
mundo se origina, o bien en la libertad, o bien en la cau­
salidad, o si no será más bien que en uno y el mismo acon­
tecimiento ambas pueden encontrarse en diferentes relacio­
nes» (ibíd.). Pero como todos los acontecimientos del
mundo sensible obedecen leyes invariables, el problema
consiste entonces en saber si estas leyes excluyen totalmen­
te la libertad.
Si la naturaleza se toma como causa suficiente y total
de todo acontecimiento, no hay lugar para la libertad:
«como la interconexión plena y total de todos los fenóme­
nos en un concepto de naturaleza representa una ley ine­
luctable, ésta tiene que abolir toda libertad si uno se obs­
tina en aferrarse a la realidad de los fenómenos» (B 565/A
537). Pero «si los fenómenos no se toman por más de lo
que son, no cosas en sí, sino representaciones interconec­
tadas según leyes empíricas, deben tener fundamentos que
no sean fenónenos» (ibíd.). Y estos fundamentos hay que
buscarlos en un objeto transcendental (B 566/A 538), una
causa noumenon, inteligible, que está junto con su causa­

86
lidad fuera de la serie de las condiciones empíricas. Nada
impide atribuir al carácter empírico del hombre una cau­
salidad fenomenal, y al carácter inteligible una causalidad
inteligible (B 567/A 539). Según su carácter empírico este
sujeto actuante está, en cuanto fenómeno, determinado cau­
salmente: sus efectos brotan ineluctablemente de la natu­
raleza, y sus acciones son, como Hume pretende, explica­
bles según leyes naturales (B 568/A 540).
Ahora bien, cabe preguntarse qué elementos de la ex­
periencia hacen plausible la suposición de semejante tipo
de causalidad. La contraposición de los conceptos humea-
no y kantiano de la razón práctica se hace patente en el
análisis de lo que podríamos considerar el dato radical de
la experiencia moral: la consciencia del deber. El análisis
de Hume reintegra el concepto de deber al único mundo
de la determinación causal de las operaciones de la natu­
raleza. Para Kant, en cambio, la conciencia del deber, a
cuyo través se manifiesta la ley moral, proporciona, «si no
visión (Aussicht) alguna, sí, en cambio, un hecho (Faktum)
que los datos (Datis) todos del mundo sensible y nuestro
uso teórico de la razón, en toda su extensión, no alcanzan
a explicar. Un hecho que anuncia un mundo puro del en­
tendimiento, lo determina incluso positivamente y nos da
a conocer algo de él, a saber, una ley» (KpV, 43/67-8).
Pero los presupuestos empiristas de Hume limitan con­
siderablemente el papel de la razón en el discernimiento
de las características que hacen buena o mala una acción
desde el punto de vista moral, y predeterminan asimismo
el papel que se le atribuye como motor de la voluntad. El
entendimiento, para Hume, se ejerce tan sólo de dos for­
mas: «en cuanto considera las relaciones abstractas de
nuestras ideas, o aquellas otras relaciones entre objetos de
que sólo la experiencia nos proporciona información (por
lo que) su ámbito apropiado es el mundo de las ideas»,
mientras que el de la voluntad es el de las «realidades»;
en consecuencia, «la demostración y la volición parecen por
ello estar totalmente apartados entre sí» (T, 413).
El papel de la razón se limita al de «guía de nuestros
juicios concernientes a causas y efectos» (T, 414), pero es
incapaz de mover, o impedir el movimiento de, la volun­

87
tad, por lo que cabe calificarla de «inactiva en sí misma»
(T, 457) y «(perfectamente inerte» (T, 458). De todo ello se
infiere que, por lo que respecta a los motivos de la volun­
tad, la razón sólo puede aspirar a diseñar la mejor estrate­
gia para alcanzar las metas previamente establecidas por
las pasiones. Esto es lo que expresa Hume con una formu­
lación que él mismo reconoce insólita, al afirmar que «la
razón es y sólo debe ser esclava de las pasiones, y no puede
pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas» (T,
415) o, dicho con otras palabras, que ha de limitarse a es­
coger los medios más eficaces para lograr un fin que como
tal escapa a toda determinación o estimación racional.
Esta peculiar opacidad de los fines a las luces de la
razón es la consecuencia más grave de los supuestos em-
piristas de la racionalidad instrumental o teieológica. La
razón puede comparar entre sí las ideas y apreciar sus mu­
tuas relaciones abstractas, y las que guardan, «considera­
das como copias, con aquellos objetos a los que represen­
tan» (T, 415). Por ello, para Hume, los juicios que nuestra
razón formula pueden ser verdaderos o falsos, pero la re­
lación concreta que se establece entre los fines y la facul­
tad apetitiva pertenece al mundo de la realidad física y no
es específicamente diferente de la que se establece entre
los cuerpos en el espacio.
Cuando Hume califica a las pasiones, con mayor o
menor propiedad, de «existencias originales» o «modifica­
ciones de la existencia» y les niega toda ««cualidad repre­
sentativa» (T, 415), está expresando su convencimiento de
que las operaciones de las pasiones son un hecho bruto de
la naturaleza humana, tan irremisiblemente dado como la
atracción gravitatoria de los cuerpos celestes; y que, por
consiguiente, es posible todo lo más formular a modo de
leyes las regularidades y constancias que se manifiestan a
la observación empírica. Pero no cabe, sin embargo, juz­
gar de dichas relaciones según su conformidad a norma
alguna, alética o deóntica, que permita calificarlas de ver­
daderas o falsas, de virtuosas o viciosas: la naturaleza es,
en cuanto tal, ultima ratio y norma sui.
De la experiencia, en efecto, no se puede extraer el con­
cepto de obligatoriedad moral, que desempeña en los asun­

88
tos morales una función análoga a la del concepto de causa
en materia de conocimientos. Los hechos son lo que son y
ninguna deducción permite colegir, partiendo de ellos, lo
que deban ser. Esta es la falacia que cometen los «siste­
mas vulgares de moralidad», cuyos autores, «tras proceder
durante algún tiempo en la forma ordinaria de razonar y
establecer la existencia de Dios o hacer observaciones a pro­
pósito de asuntos humanos, de repente nos sorprenden al
emplear proposiciones que, en vez de estar conectadas por
la habitual cópula "es” o “no es”, están todas conectadas
con “debe” o “no debe". Este cambio es imperceptible, pero
tiene importantes consecuencias. Porque como este "debe"
o "no debe" expresa alguna relación o afirmación nueva,
es necesario que se la observe y explique, y que, al mismo
tiempo, se ofrezca una razón de algo que parece absoluta­
mente inconcebible: de cómo esta nueva relación puede ser
deducida de otras que son enteramente diferentes de ella»
(T, 469).
Pero esta explicación no puede proporcionarla la razón,
pues no es ni una relación entre ideas ni una cuestión de
hecho. Para ilustrar esta imposibilidad Hume propone el
análisis de ciertos ejemplos (T, 464-70) cuyas conclusiones
permiten a Hume establecer que las distinciones morales
no son ninguna de ambas cosas. Pero como unas y otras
son los únicos objetos posibles de las operaciones de la
razón, tal como la concibe Hume, no hay más alternativa
que la reintegración de las distinciones morales —del con­
cepto de deber, en definitiva— al ámbito de operación de
las pasiones: «nunca podréis descubrir (el vicio) hasta el
momento en que dirijáis la reflexión a vuestro propio pecho
y encontréis allí un sentimiento de desaprobación que en
vosotros se levanta contra esa acción: he aquí una cues­
tión de hecho, pero es objeto del sentimiento, no de la
razón» (T, 468-9).
La percepción de las características y cualidades empí­
ricas de la acción desencadena el mecanismo causal origi-
nador de las pasiones —en el caso del deber moral, los
sentimientos de aprobación y desaprobación. La naturale­
za «por medio de una absoluta e incontrolable necesidad
nos ha determinado a realizar juicios exactamente igual que

89
a respirar y a sentir» (T, 183). Las pasiones, directas o
indirectas, se originan naturalmente en el placer o el dolor,
porque la mente, «por un instinto original tiende a unirse
al bien y evitar el mal» (T, 438). En la interpretación na­
turalista de Hume, este impulso originario o instinto inex­
plicado en sí mismo es el que lo explica todo (T, 439).
En el mundo, ciertamente hay hechos que podemos lla­
mar morales, pero en nada fundamental difieren de los he­
chos de la naturaleza en general, o la naturaleza humana
en particular. La calificación de buenos o malos ni descu­
bre ni añade nada nuevo —«no new fact to be ascertained,
no new relation to be discovered» (EM, 290): no queda más
que sentir, por nuestra parte, algún sentimiento de censu­
ra o de aprobación a partir del cual declaramos la acción
criminal o virtuosa (EM, 291). No se trata, por tanto, de
que los hechos sean objeto de tales sentimientos; más bien
los sentimientos mismos son los hechos. En el mundo de
los hechos, en el único mundo, no hay lugar para el deber.
Hay reminiscencias humeanas en la afirmación de Witt-
genstein según la cual lo ético es lo místico, lo inefable, lo
que está fuera del mundo como totalidad der Sachverhal-
ten.
Hemos visto que tanto para Hume como para Kant, la
existencia de algún tipo de experiencia de obligación es el
punto de partida de la investigación de la naturaleza de la
moralidad. Los presupuestos gnoseológicos y metafísicos de
Hume —su empirismo y su implícito monismo metafísico—
no sólo hacen imposible la deducción del deber moral a
partir del ser de los hechos de la naturaleza —cosa en la
que Kant está de acuerdo— sino que hacen necesaria la
reducción del deber moral a la condición de hecho natural.
Para Kant, «el deber (sollen) expresa una especie de nece­
sidad y de enlace con fundamentos que no aparece en nin­
guna parte en la naturaleza; el entendimiento sólo puede
conocer, a propósito de ésta, lo que es, o ha sido o será...
El deber, si uno se atiene tan sólo al curso de la naturale­
za, no tiene el menor significado (ganz und gar keine Be-
deutung)» (B 575/A 547).
Si el concepto de causalidad implicara de suyo el ser
aplicable tan sólo en la experiencia sensible, esto es, «si

90
toda causalidad en el mundo sensible es meramente natu­
raleza» (blofi Natur) (B 562/A 534), todo acontecer estará
determinado por otro en el tiempo según leyes necesarias
—y esto en virtud de la Segunda Analogía de la Experien­
cia, Principio de la Sucesión en el Tiempo de acuerdo con
la Ley de Causalidad (B 232). Los fenómenos, al determi­
nar la voluntad, harían de las acciones de ésta un efecto
necesario y convertirían en necesaria toda acción. La nega­
ción de la libertad transcendental tiene que implicar nece­
sariamente la eliminación de toda libertad práctica porque
ésta presupone que, aunque algo no haya ocurrido, debió
sin embargo ocurrir; y que su causa en el ámbito del fenó­
meno no es tan determinante que excluya una causalidad
de nuestra voluntad, la cual, independientemente de dichas
causas naturales, e incluso en contra de su fuerza e influen­
cia puede producir algo que está determinado en la orde­
nación temporal según leyes empíricas y que puede así ini­
ciar una serie de acontecimientos enteramente por sí misma
(ganz von selbst) (B 562/A 534).
Pero entonces es necesario considerar estas acciones en
relación con la razón —no la especulativa, para explicar
(erkláren) su existencia, sino la práctica, en cuanto causa
de su producción (erzeugen)— y descubrir así un orden de
regulación distinto del orden natural: «porque tal vez no
debió ocurrir lo que, no obstante, ocurrió según el curso
normal de la naturaleza, y que, según sus fundamentos em­
píricos inexorables, tenía que ocurrir» (B 577-8/A 549-50).
Merece señalar de paso que este es el único fundamento
ontológico de toda utopía moral o política.
En la Aclaración Crítica de la Analítica de la Razón
Pura Práctica, Kant critica a todos aquellos que siguen cre­
yendo «poder explicar esta libertad según principios empí­
ricos como cualquier otra facultad natural, «onsiderándolu
como propiedad psicológica cuya explicado’' depende so­
lamente de una investigación más exacta de la naturalezi-
del alma y de los motores de la voluntad, y no como pre­
dicado transcendental de un ser que pertenece rl mundo
de los sentidos... suprimiendo de ese modo la magnífica
perspectiva (die herrliche Eróffnung) que abre ante noso­
tros la razón pura práctica por medio de la ley moral, esto

91
es, la perspectiva de un mundo inteligible mediante la rea­
lización del concepto por lo demás transcendente (trans-
zendent) de la libertad, suprimiendo con esto la ley moral
misma, que no acepta absolutamente ningún fundamento
de determinación empírico» (KpV, 94/136). Para impedirlo
es preciso exponer al empirismo en toda la desnudez de
su superficialidad, y negar su afirmación básica según la
cual la razón sólo puede mover la voluntad por medio del
deseo.
En efecto, si, como hemos visto afirmar a Hume, sólo
las pasiones, originadas en el placer o el dolor —en otras
palabras, en el bien, tal y como se manifiesta empíricamen­
te— son capaces de mover la voluntad, ésta queda engra­
nada en la serie de las causas naturales, y la consecuencia
de ello es la heteronomía de la razón práctica, de la que
nunca puede surgir una ley moral que mande universal­
mente a priori (KpV, 65/97). Por el contrario, «la autono­
mía de la voluntad (que) es el único principio de todas las
leyes morales y de los deberes conformes a ellas» sólo es
posible si se admite a su vez la posibilidad de que «la razón
pura —no empírica— por sí sola baste para la determina­
ción de la voluntad», lo que a su vez exige «un concepto
de causalidad justificado por la crítica de la razón pura,
aunque incapaz de exposición empírica alguna, a saber, el
concepto de libertad» (KpV, Introducción).
El hecho del que hay que partir como dado, el análisis
de cuyas condiciones transcendentales de posibilidad nos
revela la existencia de la libertad, al que Kant llama «hecho
de la razón», es la consciencia de la ley moral. En pala­
bras de Beck, «si alguien cree que un imperativo es válido
para él, entonces este es, en esa misma medida, válido para
él, y en el hecho mismo de ser consciente de una exigencia
válida se muestra que la razón es práctica. Y esto es cier­
to con independencia de que el imperativo exprese una exi­
gencia que sea de hecho válida o no. Hasta para poder
equivocarse a este respecto es necesario poseer un concep­
to a priori de la normatividad».14
Argüir contra esto es tan ridículo como intentar demos­
trar por medio de la razón que no existe la razón (KpV,
Prólogo). En efecto, como afirma Kant en el capítulo 3 de

92
la Fundamentación, «todo ser que no puede obrar de otra
suerte que bajo la idea de libertad, es por eso mismo ver­
daderamente libre en sentido práctico. No estamos obliga­
dos a demostrar también la libertad en su perspectiva teó­
rica. Porque aun cuando quede sin decidir (unausgemacht)
este punto último, sin embargo, las mismas leyes que obli­
garían a un ser que fuera verdaderamente libre valen tam­
bién para un ser que no puede obrar más que bajo la idea
de su propia libertad» (GMS, 448/113).
Pero la idea de libertad se expresa en la ley moral, y
por lo tanto, ser conscientes de la obligación moral, es
decir, de la ley, es lo que constituye el hecho de la razón
pura práctica. Esto es lo que expresa la formulación de la
Crítica del Juicio: «cosa muy notable, encuéntrase incluso
una idea de la razón (que en sí no es capaz de exposición
alguna y, por lo tanto, de prueba alguna teórica de su po­
sibilidad) entre los hechos (unter den Tatsachen), y esta
es la idea de la libertad, cuya realidad (Realitat), como una
especie particular de causalidad (cuyo concepto sería trans­
cendente en el sentido teórico) se deja exponer (dartun)
por leyes prácticas de la razón pura y conforme a ellas
en acciones reales (wirklich), por tanto en la experiencia.
Es la única idea, entre todas las de la razón, cuyo objeto
es un hecho (Tatsache) y debe ser contado entre los sci-
bilia» (KU, 91).
Esta exposición debe detenerse aquí y contentarse con
haber contribuido a señalar las dificultades con que tro­
piezan una gnoseología empirista y una metafísica monis­
ta incluso para explicar el hecho de la consciencia moral:
la distinción entre el mundo de la apariencia y el mundo
inteligible es una presuposición necesaria de la teoría ética
de Kant, y es su conclusión principal a su crítica de la me­
tafísica especulativa. Como señala Beck, gracias a este dua­
lismo, la ciencia queda limitada en dos aspectos: se fija
un límite allende el cual el conocimiento científico no puede
extenderse, y se establece la posibilidad de que la ley na­
tural no sea la única fórmula de causalidad. Pero esto no
excluye que más allá del ámbito de la ciencia pueda exis­
tir otro uso de la razón.15
En el Prólogo a la Segunda Edición a la Crítica de la

93
Razón Pura Kant manifiesta que «ha encontrado necesario
negar el conocimiento (Wissen) para hacer sitio a la fe
(Clauben). El dogmatismo de la metafísica, es decir, el pre­
juicio de que es posible proceder en ella sin una previa crí­
tica de la razón pura, es la fuente de toda la incredulidad
(Unglaube), siempre muy dogmática, que contradice la mo­
ralidad» (B XXX). Como bien ha visto Beck, si esta nega­
ción del conocimiento no se hubiera llevado a cabo sobre
sólidos fundamentos epistemológicos y no por el mero
deseo u oscurantismo, habría sido la moralidad la que hu­
biera tenido que negar, y no la ciencia (ibid.).
Al comienzo de la Dialéctica de la Razón Pura Prácti­
ca, Kant afirma que la razón pura, tanto en su uso espe­
culativo como práctico tiene su dialéctica, porque «exige la
absoluta totalidad de las condiciones para un condiciona­
do dado, y ella sólo puede ser hallada absolutamente en
cosas en sí mismas». Surge así una inevitable ilusión
(Schein) al querer aplicar las ideas de lo incondicionado a
fenómenos que no son cosas en sí mismas; ilusión que se
delata por una contradicción de la razón consigo misma.
Pero la necesidad de hallar los orígenes y la supresión de
dicha ilusión lleva a una crítica completa de toda la facul­
tad pura de la razón, de tal manera que la antinomia de la
razón pura, que se manifiesta en su dialéctica, es, en reali­
dad, el error más beneficioso (die wohltatigste Verirrung)
en que ha podido incurrir jamás la razón humana, pues
nos empuja finalmente a buscar la clave para salir de este
laberinto, y esa clave, una vez hallada, nos descubre ade­
más lo que no se buscaba y sin embargo se necesita, a
saber: una perspectiva (Aussicht) en un orden de las cosas
más elevado e inmutable, en el que estamos ahora y en el
que podemos en adelante atenernos, según preceptos de­
terminados, a continuar nuestra existencia de conformidad
con la suprema determinación de la razón.
Tal vez no haya en toda la obra de Kant un pasaje más
ilustrativo de la dimensión providencialista y cristiana de
su pensamiento moral. Resulta un efecto imposible no per­
cibir en estas palabras de Kant el trasunto racionalizado
de la concepción agustiniana de la felix culpa que merecie­
ra a los hombres tan digno redentor.

94
NOTAS

1. J. Mosterín, R a c io n a lid a d y acción h u m a n a , Madrid, Alianza Edi­


torial, 1978, pp. 15-39.
2. Por ejemplo, M. Weber, E c o n o m ía y so c ie d a d , México, Fondo de
Cultura Económica, 1964, pp. 20-21.
3. Las citas remiten a la paginación de D. Hume, A T re a tise
o f H u m a n N a tu r e (THN). Edición de L.A. Selby Bigge y P.H. Nid-
ditch, Oxford at the Clarendon Press, 1978, que se reproduce en los
márgenes de la versión española de F. Duque, Madrid, Editora
Nacional, 1977.
4. Las citas remiten a la paginación de D. Hume, A n E n q u ir y con-
c e m in g H u m a n U n d e rsta n d in g (E U ), a n d c o n c e m in g th e P rin cip ies o f
M oráis ( E M ) . Edición de L.A. Selby-Bigge y P.H. Nidditch, Oxford, Cla­
rendon Press, 1966. Hay versión castellana de la primera por J. Salas,
Madrid, Alianza Editorial, y de la segunda por D. Negro, Madrid, Cen­
tro de Estudios Constitucionales, 1981.
5. Las citas remiten a la paginación de 1. Kant, K ritik d e r p ra k tis-
ch en V e m u n ft, (KpV). Edición de P. Natorp, Berlín. Kónigliche Preufiis-
che Akademie der Wissenschaften, 1913. El texto español se toma de la
versión de F. Miñana y M. García Morente, Madrid, Espasa Calpe, 1973,
indicándose la página tras la barra inclinada.
6. I. Kant, K r itik d e r U rte ilsk ra ft (KU). Edición de G. Lehmann,
Stuttgart, Philip Reclam Jun., 1966. Se cita el párrafo del original, y
la página de la versión castellana de M. García Morente, Madrid, Es-
pasa Calpe, 1977.
7. I. Kant, K ritik d e r re in e n V e m u n ft (KrV). Edición de 1. Heide-
mann, Stuttgart, Philip Reclam Jun., 1966. Como es habitual, las citas
remiten a la paginación de la 2.* edición (B)y de la 1.* (A). Hay ver­
sión castellana de P. Ribas, Madrid, Alfaguara, 1978.
8. L.W. Beck, A C o m m e n ta r y o n K a n t’s C ritiq u e o f P ractical
R ea so n , Chicago, University of Chicago Press, 1960, p. 181, Cfr. THN,
189-90.
9. Aunque en el original kantiano se lee «¡n p r a k tis c h e n Gebrau-
che...», la edición de la Academia corrige «im th e o re tisc h e n Gebrauche»,
que concuerda mejor con el sentido del argumento de Kant.
10. A.N. Prior. Logic a n d th e b a sis o f eth ics, Oxford Clarendon Press,
1975, p. VIII. Cfr., J. Kemp, «Ethical Naturalism», en W.D. Hudson,
ed., N e w S tu d ie s in E th ic s, London, Macmillan, 1974, vol. I, p. 225.
11. Kemp, o.c., p. 204.
12. Dicho sea de paso, esta afirmación constituye el cimiento teóri­
co más firme que es posible ofrecer en apoyo de la eventual posibilidad
de realizar la inteligencia artificial: cfr. D.R. Hofstadter, G&del, E sc h e r,
B a c h : a n E te m a l G o ld en B raid, Harmondsworth, Penguin Books, 1980,
p. 572. Hay traducción española, G ódel, E sc h e r, B ach. Una e te r n a tr e n ­
za d orada, México, Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, 1982.
13. En la edición original de THN (1739) se lee: «everything that
enters the mind, being in reality as the perception»; en el apéndice aña­

95
dido al volumen III (1740) Hume califica esa lectura de errata que afec­
ta al sentido y la corrige de modo que se lea en su lugar «(being in
reality) a perception» (THN 636).
14. L.W. Beck, o.c., p. 169.
15. L.W. Beck, o.c., p. 26.

96
HABERMAS EN EL «REINO DE LOS FINES»
(Variaciones sobre un tema kantiano)

Javier Muguerza

La idea kantiana de un reino de los fines (ein Reich


der Zwecke) constituye uno de los capítulos de más difícil
interpretación en el conjunto de la filosofía de Kant. Y qui­
zás sea por eso por lo que, en general, ha solido atraer
bastante más la atención de los historiadores de la filoso­
fía que la de los filósofos mismos.1 A nadie que se acer­
que a ella se le escapará el estrecho parentesco que tal doc­
trina guarda con el pensamiento de Rousseau, si bien es
oportuno recordar —así lo ha hecho, por ejemplo, Lewis
W. Beck— que Kant no deja de someter a una profunda
reelaboración filosófica las ideas al respecto que toma de
aquel último: «La cuestión es tan central dentro de la filo­
sofía de Kant que propongo llamarla, por analogía con la
"revolución copernicana", la "revolución rousseauniana” de
la filosofía moral. Rousseau, en efecto, dijo lisa y llana­
mente que no estamos obligados a obedecer ninguna ley
en cuyo establecimiento no hayamos participado. La sumi­
sión a cualquier otra ley no sería sino esclavitud [...J mas
la obediencia a la ley que uno se da a sí mismo no es sino
libertad, [...J y Kant vino a decir algo por el estilo. Ahora
bien, mientras la esencial conexión entre ley y libertad es
sentada por Rousseau en el dominio de la esfera política,
donde su doctrina fue adoptada por Kant sin apenas cam­
bios, la doctrina de "un gobierno autónomo de los ciuda­
danos libres de una república" movió a Kant a profundi­

97
zar en ella hasta convertirla en una concepción moral, me­
tafísica e incluso religiosa».2 Cualquier cosa que sea lo que
acontezca con la doctrina de Rousseau, lo que nos interesa
aquí es precisamente esa su profundización por parte de
Kant. Dejemos, por tanto, a un lado de momento sus im­
plicaciones filosófico-políticas y concentrémonos en el meo­
llo ético de la doctrina del reino de los fines.
Un afamado pasaje de la Fundamentación de la metafí­
sica de las costumbres define dicho reino de los fines como
«la sistemática asociación de una diversidad de seres ra­
cionales bajo leyes comunitarias (die systematische Verbin-
dung verschiedener vernünftiger Wesen durch gemeinschaft-
liche Gesetze)».3 Los seres racionales pertenecen a aquella
asociación como miembros cuando son a un tiempo cole-
gisladores de las leyes comunes que la rigen y se hallan
ellos mismos sometidos a tales leyes, lo que no sólo los
hace libres sino asimismo iguales entre sí. Kant no descar­
ta que esos miembros, en la medida en que detenten una
serie de «diferencias personales», puedan perseguir «fines
privados». Mas su consideración como seres racionales im­
pone hacer abstracción de las primeras y prescindir de los
segundos.4 Pues los fines que determinan su condición de
miembros de la asociación no son los fines «relativos» que
cada cual pudiera proponerse a su capricho y que, en rigor,
son sólo medios para la satisfacción de este último, sino
aquellos «fines en sí mismos» que, como tales, ya no po­
drán servir de meros medips para ningún otro fin. Pero
eso es justamente lo que distingue de las cosas a las per­
sonas o seres racionales, y de ahí que Kant afirme que
«todos los seres racionales se hallan sujetos a la ley de que
ninguno de ellos debe nunca tratarse a sí mismo ni tratar
a los demás meramente como un medio, sino siempre al
mismo tiempo como un fin en sí (dass jedes derselben sich
selbst und alie anderen niemals bloss ais Mittel, sondern
jederzeit zugleich ais Zweck an sich selbst behandeln
solle)».5 De donde se desprende que el reino de los fines,
presidido por el imperativo categórico kantiano en una ver­
sión del mismo sobre la que enseguida habremos de vol­
ver, es ante todo la expresión de lo que Kant entiende por
el orden de la moralidad.

98
Por lo demás, y como Beck nos advertía, la doctrina
del reino de los fines incorpora otros muchos ingredientes
que no cabría calificar de puramente éticos y cuya sola
mención obliga a traspasar las fronteras de la metafísica y
hasta las de la religión. Kant, que en la Fundamentación
concluye presentando el mundo de los seres racionales
como un mundus intelligibilis,6 era sin duda bien conscien­
te de ello y había anunciado ya —al comienzo de su expo­
sición— que «aunque uno se resista a darlo, es menestar
dar un paso más e internarse en la metafísica, si bien en
una esfera de la metafísica distinta de la especulativa, a
saber, la metafísica de las costumbres».7 Pero el interna-
miento va en rigor más lejos que todo eso, pues Kant in­
cluye entre los habitantes del reino de los fines —que coin­
cide con el «mundo moral» anteriormente descrito, en la
Crítica de la razón pura, como un «corpus mysticum de
los seres racionales»8— no sólo a sus súbditos o «miem­
bros» (Glieder), sino también a un soberano o «jefe» (Ober-
haupt), presumiblemente identificado con Dios, esto es, con
una voluntad santa que en virtud de su condición no nece­
sita hallarse sometida a ninguna legislación moral.9 En
cuanto a los miembros mismos, el contexto de la presenta­
ción de la doctrina no deja lugar a dudas de que Kant está
pensando en el género humano, como lo muestra su apli­
cación de la noción de «fin en sí» (Zweck an sich selbst)
en la solemne aseveración de que «el hombre, y en general
todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo
como medio para usos cualesquiera de esta o aquella vo­
luntad».10 E incluso en la ulterior Crítica de la razón prác­
tica, donde aparentemente Kant se olvida de la doctrina
del reino de los fines, «el hombre (y con él todo ser racio­
nal)» seguirá siendo considerado como alguien que «no
puede ser nunca utilizado por nadie (ni siquiera por Dios)
únicamente como un medio, sin al mismo tiempo ser fin».11
Cuando, por último, la metafísica de las costumbres y la
de la naturaleza se den kantianamente la mano en la Críti­
ca del juicio y asistamos a algo así como la subsunción
—o acaso la generalización— de la doctrina del reino de
los fines en la de una teleología universal, volveremos a
encontrarnos con el hombre entendido como fin en tanto

99
que sujeto moral, a saber, como «fin final» (Endzweck)
—más bien que como «último fin» (letzter Zweck)— de la
creación,12 puesto que el punto de vista teleológico no arrui­
na para Kant la especificidad del punto de vista moral, de
acuerdo con la sagaz observación de la Fundamentación
según la cual «la teleología considera la naturaleza como
un reino de los fines, mientras la moral considera un posi­
ble reino de los fines como un reino de la naturaleza: allá
es el reino de los fines una idea teórica destinada a expli­
car lo que existe; aquí, una idea práctica al servicio de la
realización de lo que no existe, pero podría llegar a existir
a tenor de lo que hagamos o dejemos de hacer, y ello de
conformidad con esa idea».13 Como vemos, las implicacio­
nes metafísicas —antropológicas o teológicas—, cuando no
religiosas —y, en su momento, políticas—, de los textos
kantianos nos inducen a identificar como humana —deje­
mos aparte a Dios para nuestros propósitos, aun si tal vez
ello no es nunca del todo hacedero tratándose de Kant— a
la ciudadanía del reino de los fines.
La versión antes mencionada del imperativo categórico
no hace, en definitiva, sino confirmar esa identificación, sin
que haya que dar gran importancia al hecho de que el texto
de Kant transcrito más arriba hable sólo de «seres racio­
nales)) y no de hombres. Kant los puede dejar de mencio­
nar porque ya ha formulado páginas atrás, en la misma
Fundamentación de la metafísica de ¡as costumbres, la ver­
sión del imperativo en cuestión como tal imperativo, ine­
quívocamente dirigida en este caso al ser humano: «Obra
de modo tal que tomes la humanidad, tanto en tu persona
como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo
como un fin y nunca solamente como un medio».14 La pun-
tualización no es baladí, pues de lo que se trata es de hacer
ver que, aun si los hombres son considerados en ella ex­
clusivamente bajo el aspecto de su «racionalidad», la doc­
trina del reino de los fines —como la ética de Kant en ge­
neral— se ocupa de hombres y no de ectoplasmas.
Pero, por lo demás, Kant reconoce abiertamente que el
posible reino de los fines de que habla es «desde luego sólo
un ideal» (freilich nur ein Ideal),15 como lo es también sin
duda la consideración del ser humano bajo el exclusivo as­

100
pecto de su racionalidad. Eso no resta a la doctrina kan­
tiana un ápice de su interés, como el llamado «pensamien­
to contrafáctico» tendría que habernos hecho comprender
a estas alturas, pues incluso una hipótesis científica com­
porta siempre una «idealización» de la realidad y no tiene
de esa manera otro remedio que contrariar a los hechos,
por más que luego esté obligada a congraciarse en una me­
dida u otra con los hechos contrariados.16 En cuanto al in­
terés de la doctrina, se ha señalado con acierto que éste
estriba en muy gran parte en permitir a Kant un tránsito
del yo al nosotros, esto es, del solipsista «yo trascenden­
tal» a ese «nosotros» comunitario que habría de poblar el
reino de los fines.17 Mas, sin regatear a Kant el mérito de
semejante hazaña, convendría no olvidar a este nivel los
límites de la misma. El «nosotros» del reino de los fines es
todavía un «nosotros» rarefacto, un nosotros trascendental
por así decirlo, que podría a lo sumo despertar la atención
del trascendentalismo lingüístico y propiciar de esa mane­
ra una interpretación de la comunidad kantiana como una
comunidad de comunicación en que el diálogo se encarga­
se de resolver en intersubjetividad la objetividad exigible a
las leyes morales.18 Pero, a decir verdad, ni tan siquiera
está muy claro que el diálogo fuera realmente necesario
para concertar a los miembros de una comunidad idealiza­
da como esa que, aunque humana, es concebida por Kant
como una asociación de seres racionales, entre los que
—abstracción hecha de sus diferencias y tenidos por pres­
cindibles sus fines e intereses particulares— nada habría
que se oponga a un armonioso consenso de sus volunta­
des. Y todavía, en una dirección opuesta a la anterior, la
aludida rarefacción trascendentalista de la comunidad kan­
tiana —o, lo que viene a ser lo mismo, su indefinición so-
ciohistórica— podría dar pie a desfavorables comparacio­
nes con el tránsito hegeliano-marxista «del yo al nosotros»,
al que usualmente se atribuye la instalación definitiva del
«nosotros» comunitario en la historia y la sociedad.19 Dicha
atribución es muy justa, si bien, como veremos a continua­
ción, tampoco en Kant faltan atisbos de un tránsito de ese
género. Y, por lo que hace a la trascendentalidad del reino
de los fines, ésta —que es, claro está, innegable, como que

101
se trata de una pieza doctrinal de Kant, pero no nos con­
cierne aquí— no debe confundirse con su contrafacticidad,
sobre la que no es ocioso, en cambio, que volvamos a in­
sistir.20 Para expresar la diferencia en dos palabras, el pen­
samiento trascendental se despega, como es sabido, de los
hechos para indagar las condiciones de su posibilidad,
mientras que el pensamiento contrafáctico podría también
interesarse por las «condiciones de imposibilidad» de cier­
tos hechos y, de este modo, no sólo por lo que hay —como
en el caso de la ciencia— sino, como en el caso de la ética,
por «lo que no hay» pero pensamos que debiera haberlo.21
Pues se podría alegar con Kant que —a diferencia de lo
que ocurre con una «idea teórica» o hipótesis científica—
una hipótesis moral o «idea práctica» es reduplicativamen-
te contrafáctica y su contrafacticidad la exime incluso, ver­
sando como versa sobre «lo que no existe, pero podría lle­
gar a existir (das, was nicht da ist, aber wirklich werderi
kann)»,22 de la obligación de congraciarse con los hechos,
a los que continuaría testarudamente contrariando mien­
tras éstos no se acomoden a sus exigencias.
Sería un error, no obstante, concluir tras de lo dicho
que la ética de Kant vedase a éste abandonar la perspecti­
va de la comunidad ideal del reino de los fines y bajar la
mirada a la comunidad real. Por el contrario, ese es el co­
metido de su filosofía política, que incluye sendos esbozos
de una filosofía de la sociedad y una filosofía de la histo­
ria y —como se anticipaba hace un momento— preludia
en más de un punto a Hegel y hasta al mismo Marx.23 Kant
acredita en ella, desde luego, un robusto sentido de la rea­
lidad que no hay por qué pedirle a su filosofía moral ni a
ninguna otra.
Una filosofía moral no tiene por qué ser realista, espe­
cialmente si, como la de Kant, rehúsa extraer el deber ser
a partir del ser. Una filosofía política tiene que serlo, en
cambio, si quiere preguntarse por la posible realización del
deber ser en el ser. La de Kant, como digo, es eminente­
mente realista, lo que explica que muy a menudo oscile, y
hasta se descoyunte, entre los polos contrapuestos del op­
timismo y el pesimismo. En rigor, la realidad social e his­
tórica en la que se hubo de fraguar daba tanto para alen­

102
tar la confianza ilustrada en el progreso hacia mejor del
género humano cuanto para reforzar la sospecha religiosa
de que acaso el mal sea inerradicable de las relaciones entre
los hombres.24 La primera lleva a Kant a imaginar una or­
ganización politica de la humanidad en una comunidad uni­
versal de naciones que asegure la paz perpetua sobre la
faz de la tierra, lo que sería sin duda un gigantesco avan­
ce en la soñada aproximación de la asociación de los hom­
bres bajo «leyes de derecho» a su asociación bajo «leyes
de virtud» o leyes éticas no coactivas; la segunda, tras cons­
tatar que el antagonismo de los intereses en el seno de la
sociedad civilizada no es sino la perpetuación de la guerra
de todos contra todos del más salvaje estado de naturale­
za, le lleva a contentarse con la aspiración de que la «inso­
ciable sociabilidad» (ungesellige Geselligkeit) del hombre
permita hacer a éste virtud de la necesidad y espolee sus
disposiciones naturales en beneficio de la especie.25 Así
pues, sería un certero resumen de su posición la afirma­
ción de que Kant «aparece en política fundamentalmente
perplejo: su postura es ecléctica, vacilante, a veces difícil­
mente defendible de una acusación de incoherencia».26
Ahora bien, la perplejidad —que ciertamente incluye la va­
cilación y hasta a veces pudiera dar la sensación de eclec­
ticismo, cuando no de incoherencia— no es aquí sino el
resultado del intento de hacer valer las exigencias de la
ética sin ocultarse, ni ocultar, las dificultades con que tro­
pieza la aplicación de sus principios. Rebajar éstos con el
fin de facilitar su aplicación sólo conduciría a desvirtuar­
los, mientras que tratar de hacerlos aplicables a costa de
desfigurar la realidad equivaldría a incurrir, ilusa o culpa­
blemente, en una forma de autoengaño. Kant rehuyó ho­
nestamente esas dos falsas soluciones, arriesgándose así
a la posible acusación de no tener ninguna solución que
ofrecer.
Lo que, en cualquier caso, justifica el esfuerzo no menos
honesto de quienes, como Habermas, perseveran en nues­
tros días en el empeño de encontrar soluciones. Considere­
mos, por ejemplo, la comparación que Thomas McCarthy
aventura entre el empeño habermasiano y la doctrina kan­
tiana del reino de los fines, comparación que articula en

103
torno al problema ético de la forma y el contenido, mate­
ria o fin de las máximas morales: «Kant insiste en que las
máximas morales no sólo tienen una forma —la universa­
lidad—, sino también una materia o fin; pero, ya que todos
los fines particulares han de ser excluidos como fundamen­
to determinante de la acción, el imperativo categórico re­
viste —al ser formulado respecto de los fines— la forma
de una restricción de los contenidos admisibles de la voli­
ción».27 La distinción entre «forma» y «contenido» a que
McCarthy alude se corresponde en Kant con dos distintas
formulaciones de su imperativo categórico, que cabría res­
pectivamente llamar, para entendernos, la «de la universa­
lidad» y la «de los fines». En la primera de ellas —en que
el imperativo nos recomienda obrar de modo que quisiéra­
mos ver convertidas en leyes universales las máximas de
nuestra conducta— Kant, en efecto, se limita a hacer hin­
capié en la «universalidad» de dichas máximas y para nada
hace mención de su posible contenido, que es lo que da al
imperativo su carácter de «formal». En la segunda formu­
lación, Kant procede, en cambio, a sugerir «lo que» debe­
mos —o, mejor dicho, no debemos— hacer, a saber, obrar
de modo que nunca nos tratemos a nosotros mismos ni a
los demás como meros medios sino siempre al mismo tiem­
po como fines, imperativo este que, desde luego, resulta
considerablemente menos «formal» que el anterior. Y, en
este último caso, Kant añade que «un ser racional, en cuan­
to fin por su naturaleza y por ende en cuanto fin en si
mismo, debe servir en toda máxima como condición res­
trictiva de todos los fines meramente relativos y capricho­
sos» y que, puesto que «hay que prescindir enteramente
del fin particular a realizar, [...], el fin no habría de conce­
birse aquí como un fin a realizar, sino como un fin inde­
pendiente y por lo tanto de modo puramente negativo, a
saber, como algo contra lo que no debe obrarse en ningún
caso».28 Es decir, todos los ((fines a realizar» o fines parti­
culares serán sin excepción «fines únicamente relativos».
Y de ahí que, según Kant, no puedan dar lugar a «leyes
prácticas», sino a lo sumo servir de fundamento a «impe­
rativos hipotéticos». Mientras que, por su parte, el único
fin específicamente moral o «fin independiente» —el espe­

104
cificado en la fórmula del imperativo categórico que dimos
en llamar «de los fines»— no será, en cambio, un «fin a
realizar» en el sentido antedicho y no encerrará ningún con­
tenido particular o positivo de la volición, sino sólo una
condición limitativa o —por decirlo de otro modo— un con­
tenido negativo. Como inmediatamente veremos, McCarthy
no considera suficiente un contenido de esa índole para
apear al imperativo «de los fines» el tratamiento de «for­
malista» —a diferencia de lo que, en su opinión, acontece
con el «modelo discursivo» habermasiano—, pero no ade­
lantemos acontecimientos y sigamos los pasos de su argu­
mentación: «Tal construcción se halla a la base de la con­
cepción kantiana de la política y el derecho. Estos se ocu­
pan primariamente de asegurar la libertad negativa del
hombre (esto es, la libertad respecto de toda constricción
externa), que a su vez constituye una condición necesaria
para su libertad positiva (esto es, su autonomía y morali­
dad). Más específicamente, mientras la moralidad es asun­
to de motivaciones internas —asunto de buena voluntad—,
la legalidad tiene que ver exclusivamente con las acciones
externas, por lo que el problema de la buena organización
del Estado se reduce a ordenar las “inclinaciones egoístas
contrapuestas” de modo que “cada una modere o destruya
los efectos ruinosos de las otras"».29 Para Kant, que enfo­
ca la cuestión con la mentalidad de un teórico liberal de la
política, el resultado de aquella ordenación sería el mismo
que si ninguna de dichas inclinaciones existiera, de suerte
que los hombres —e incluso «una raza de demonios, con
sólo que éstos fueran inteligentes»— se verían forzados a
ser «buenos ciudadanos» aun en el caso de no ser moral-
mente «buenas personas». Pues el problema de cómo orga­
nizar un Estado no es, según él, sino el de «cómo, dada
una multitud de seres racionales que requieren de leyes uni­
versales para su preservación pero cada uno de los cuales
se halla secretamente inclinado a dispensarse de ellas, es­
tablecer una constitución tal que, aunque sus intenciones
privadas entren en conflicto, éstas se contrarresten entre
sí y su conducta pública sea la misma que si no alberga­
ran dichas intenciones».30 El Estado en el que piensa Kant
coincide, en fin, con un Estado de derecho o «sociedad civil

105
bajo una constitución republicana» y Kant tiene en todo
momento buen cuidado de distinguirlo de una «comunidad
genuinamente moral», pues la moralidad —en cuanto dife­
rente de la legalidad— exige que las leyes sean obedecidas
por sentido del deber, lo que presupone la libertad y ex­
cluye la coacción de una legislación externa. McCarthy se
halla ahora en situación de comparar a Kant y Habermas,
lo que equivale, en su opinión, a comparar ética formalis­
ta y ética discursiva: «Ya que el modelo discursivo requie­
re que los "fines a realizar" sean ellos mismos racionaliza­
dos —es decir, comunicativamente compartidos en la me­
dida en la que sea posible hacerlo así— y que las normas
sociales válidas incorporen esos intereses generalizables, se
acorta en él el hiato entre legalidad y moralidad. El crite­
rio del consenso racional bajo condiciones de simetría re­
tiene la restricción especificada en la fórmula kantiana del
fin en sí mismo: que la humanidad sea tratada como un
fin y nunca sólo como un medio, es decir, que sirva como
"condición restrictiva de todos los fines meramente relati­
vos y caprichosos". Pero dicho criterio va más allá de es­
pecificar un "fin independiente" en sí, puesto que asimis­
mo especifica los “fines a realizar" en términos de su ca­
pacidad de ser comunicativamente compartidos a través del
diálogo racional. En consecuencia, las normas establecidas
como legalmente obligatorias por este procedimiento no
serán ya puramente formales ni se limitarán a delinear ám­
bitos de acción compatibles en que los individuos puedan
perseguir sus "inclinaciones egoístas" de modo que "cada
una modere o destruya los efectos ruinosos de las otras".
Por el contrario, tales normas impondrán positivamente
ciertos fines como fines que responden al interés común».31
Al llegar a este punto, cabría, no obstante, preguntarse
si McCarthy no está aquí confundiendo el problema «de la
forma y el contenido» con otro problema ético, al que po­
dríamos llamar ahora «de lo uno y lo múltiple». El proble­
ma en cuestión no es sino el weberiano problema del «mo­
noteísmo» y el «politeísmo» valorativos, en torno al cual
ha dado tantas vueltas el pensamiento de Habermas.32
Pero, para hacernos cargo de su sentido ético profundo,
haremos bien en remontar de nuevo a Kant su planteamien-

106
to: ¿en qué consiste, en términos kantianos, el problema
ético de lo uno y lo múltiple? Para Kant, como es archisa-
bido, la ética pretendía ser «una», esto es, legislar para todo
el mundo, mas sin dejar por ello de exigir que cada uno
de nosotros sea un legislador, esto es, que haya «multitud»
de legisladores. La conciliación entre aquella pretensión y
esta exigencia no es, digamos, fácil de conseguir. Y es du­
doso que Kant la consiguiera con su fórmula del imperati­
vo categórico de la universalidad que nos recomendaba
obrar de modo que queramos que la máxima de nuestra
conducta se convierta en ley universal, puesto que diferen­
tes legisladores podrían muy bien querer universalizar má­
ximas de conducta asimismo diferentes e incluso opuestas
entre sí, dando de este modo lugar a legislaciones mutua­
mente incompatibles. En orden a hacer frente a semejante
dificultad, la dificultad de articular racionalmente una vo­
luntad común a diversos sujetos sin merma de la autono­
mía de estos últimos, Habermas ha tratado de reformular
«en términos discursivos» —con la ayuda precisamente de
McCarthy— el precedente imperativo kantiano: allí donde
Kant le hacía decir «Obra sólo según una máxima tal que
puedas querer al mismo tiempo que se tome ley univer­
sal», Habermas le hará decir más bien «En lugar de consi­
derar cómo válida para todos los demás cualquier máxima
que quieras ver convertida en ley universal, somete tu má­
xima a la consideración de todos los demás con el fin de
hacer valer discursivamente su pretensión de universali­
dad».33 Lo que la reformulación habermasiana propugna es,
en rigor, la puesta en marcha de un proceso de formación
discursiva de una voluntad racional por el que todos y cada
uno de los participantes en el mismo —tras haber disfru­
tado de una simétrica distribución de las oportunidades de
intervenir en la discusión— podrían llegar, si la suerte les
acompaña, a alcanzar un acuerdo o un consenso sobre
aquellos intereses susceptibles de generalización, esto es,
susceptibles de convertirse en interés común, así como, de
paso, sobre aquellas propuestas morales susceptibles de al­
canzar el decisivo rango de legislación ética. Pero la idea
se dejaría expresar tal vez más claramente si reparamos
en que aquel proceso de formación «discursiva» de una vo­

107
luntad racional viene a querer decir lo mismo para Haber-
mas que el proceso de su formación «democrática».34 Como
más de una vez ha sido señalado, la ética comunicativa o
discursiva habermasiana entraña una concepción participa-
toria de la democracia a la que habría que dar la bienveni­
da en estos tiempos, en los que la teoría política al uso
propende a divorciar inexorablemente la democracia de la
participación. Para Habermas, en efecto, la democracia que­
daría vacía de toda sustancia ética sin la efectiva partici­
pación de los interesados en el diálogo político, que no otra
cosa es lo que envuelve el aludido proceso discursivo de
formación de una voluntad racional; y, ciertamente, sólo a
través de ese diálogo entre los participantes podría tal «vo­
luntad» hacerse acreedora en su opinión al calificativo de
«racional». En cuanto a dicha voluntad racional haberma­
siana, también se ha subrayado alguna vez su parentesco
con la voluntad general de Rousseau, parentesco sobre el
que hemos de retornar en breve. Pero digamos antes algo
sobre la última raíz de la distinción entre el problema ético
de lo uno y lo múltiple y el más arriba considerado de la
forma y el contenido, cada uno de los cuales se correlacio­
na a su vez con una u otra de las dos diferentes formula­
ciones del imperativo categórico que hemos venido bara­
jando. Como acabamos de ver, el modelo discursivo de Ha-
bermas se enfrentaba al problema de lo uno y lo múltiple
sobre la base de una reformulación del imperativo kantia­
no «de la universalidad», en un intento de explicar cómo
una pluralidad de voluntades podrían llegar racionalmente
a concordar —en el seno de lo que para Kant sería la «so­
ciedad civil»— acerca de los contenidos positivos de cua­
lesquiera normas, esto es, acerca de aquellos fines a per­
seguir o «realizar» con sus acciones que hubieran de res­
ponder al interés común.35 Pero en el modelo discursivo
no hay, en cambio, rastro —ni probablemente necesidad—
de una análoga reformulación del imperativo kantiano de
los fines, que el modelo se limita a incorporar en lo tocan­
te al «fin independiente» o contenido —pues contenido es,
por más que «negativo»— del mismo, a saber, la conside­
ración de la humanidad como un fin y no sólo como un me­
dio, erigida por Kant en el pilar de la «comunidad moral».

108
No es seguro, por tanto, que Habermas —a quien
McCarthy cede la palabra— pueda presumir de que, en su
modelo, «la contraposición entre las áreas respectivamente
reguladas por la moralidad y la política queda relativiza-
da, y la validez de todas las normas pasa a hacerse depen­
der de la formación discursiva de la voluntad de los po­
tencialmente interesados», pues «(aunque) ello no excluye
la necesidad de establecer normas coactivas, dado que
nadie alcanza a saber —al menos hoy por hoy— en qué
grado se podría reducir la agresividad y lograr un recono­
cimiento voluntario del principio discursivo [...] sólo en este
último estadio, que por el momento no pasa de ser un sim­
ple constructo, devendría la moral una moral estrictamen­
te universal, en cuyo caso dejaría también de ser “mera­
mente” moral en los términos de la distinción acostumbra­
da entre derecho y moralidad».36 Por el contrario, alguien
podría dudar de que esa mescolanza de moralidad, por un
lado, y política y derecho, por el otro, constituya ninguna
superación del «formalismo» kantiano, superado ya por el
propio Kant en la segunda de las versiones reseñadas de
su imperativo categórico. Pues ni el imperativo que pres­
cribe considerar a la humanidad como un fin en sí mismo
—o que proscribe considerarla sólo como un medio— es
tan «formal» como McCarthy y Habermas pretenden dar a
entender ni el modelo discursivo de este último podría por
sí solo determinar el «contenido» de norma alguna, deter­
minación que dependerá, en última instancia, de la volun­
tad discursivamente formada de los interesados. Y, en un
cierto sentido, cabría decir incluso que el modelo discursi­
vo es aún más «formalista» que la ética kantiana, pues Kant
se hubiera sorprendido de oír decir que la dignidad humana
—que es, en definitiva, lo que en aquel imperativo se halla
en juego— necesita ser sometida a referendum, mientras
que en el modelo discursivo parece natural encomendar la
decisión acerca del resto de nuestros fines —comenzando
por la decisión encargada de discernir entre fines particu­
lares y fines que responden al interés común— a la con­
sulta popular. Como McCarthy escribe a este respecto: «No
todos los intereses son, por supuesto, generalizables. En
cualquier orden político se necesitará del compromiso y ten-

109
drá que haber esferas de acción en que los individuos pue­
dan perseguir libremente sus fines particulares. Pero [...]
el compromiso entre esos intereses y la búsqueda de su
satisfacción sólo serán de por sí racionalmente justificables
cuando los intereses en cuestión sean realmente particula­
res o no generalizables. Y esto, a su vez, sólo podrá ser
racionalmente decidido a través y por medio del discurso».37
Pero, dejando a un lado por ahora este aspecto de la
cuestión, trataremos de ahondar un poco más en la sus­
tancia del modelo discursivo mismo. Según se anticipaba
hace un momento, las dificultades que acechan a la no­
ción habermasiana de «voluntad racional» no son sino las
que acechaban a la voluntad general de Rousseau, la cual
se ufanaría de incorporar la «voluntad de cada uno» de los
ciudadanos pero rehusando al tiempo reducirse a la pura
y simple «voluntad de todos» ellos. En opinión de críticos
y comentaristas, semejante noción de «(voluntad general»
tanto podría hallar expresión en una democracia asamblea-
ría cuanto hacernos desembocar en una democracia totali­
taria.38 Y de esa ambigüedad cabe al menos percibir algún
eco en la discusión contemporánea de la correlativa noción
habermasiana. Frente a Habermas, Herbert Marcuse sos­
tuvo un día que —lejos de ser su resultado— la racionali­
dad tendría que preceder al proceso de la formación dis­
cursiva de la voluntad, puesto que el esclarecimiento de
esta última no podría ser alcanzado en ningún caso por la
vía del diálogo: «Nosotros podemos formar una voluntad
general solamente sobre la base de la razón y nunca a la
inversa [...]. La racionalidad no puede consistir en un pro­
ceso de formación de la voluntad sin más, sino que ese
proceso habrá de ser llevado a cabo o conducido por hom­
bres que se atienen a dicha racionalidad; y pensar lo con­
trario sería poner las cosas del revés».39 Como él mismo
precisa: «En realidad, en Rousseau no se halla articulado
el problema de la formación de la voluntad general. El ciu­
dadano es ya el hombre que, en virtud de su razón, de su
estructura pulsional, no solamente es capaz de distinguir
entre el interés general y el interés privado e inmediato,
sino que, en un caso dado, lo es también de actuar en con­
tra de este último. Los citoyens no son ciertamente hom­

110
bres cualesquiera, sino hombres que son o se han hecho
ya de otra manera».40 Por la vía de la «estructura pulsio-
nal», de la que Marcuse se vale con el fin de complemen­
tar a Rousseau mediante Freud, la razón —que es para él
capaz de determinar por sí misma lo que sea «una vida
mejor en una sociedad mejor»41— tendría siempre que estar
prediscursivamente dada, si ha de contribuir a la forma­
ción de una voluntad que sólo gracias a dicha contribu­
ción sería racional. Y eso basta para marcar la distancia
que separa a la posición de Marcuse de la de Habermas,
haciendo innecesario proseguir aquí el debate, por lo demás
declaradamente inconcluyente, entre ambos.42 Pero para
poder hacernos cargo cabalmente de cuál sea la posición
habermasiana, quizás fuera instructivo contrastarla con la
recientemente sostenida —en discusión también con Haber-
mas— por Ernst Tugendhat, que, por así decirlo, vendría
a oponerse diametralmente a la de Marcuse: «He aquí la
razón por la que, en mi opinión, las cuestiones morales —y,
en particular, las cuestiones de moralidad política— requie­
ren de justificación a través de un discurso entre los inte­
resados. Esa razón no estriba, contra lo que Habermas
piensa, en el carácter esencialmente comunicativo del pro­
pio proceso del razonamiento moral, sino que habría más
bien que recurrir a un planteamiento inverso: a saber, ha­
ciendo ver que una de las reglas a extraer del razonamien­
to moral, que en sí mismo pudiera consistir en un razona­
miento llevado a cabo en solitario, prescribe que sólo cabe
considerar moralmente justificadas aquellas normas lega­
les a las que se ha llegado por medio de un acuerdo de
todos los interesados. Con lo que estaríamos ahora en si­
tuación de apreciar que el aspecto irreductiblemente comu­
nicativo del proceso no depende de ningún factor cognos­
citivo sino de un factor volitivo. Pues lo que torna necesa­
ria la exigencia de aquel acuerdo es, en definitiva, la
obligación moral de respetar la autonomía de la voluntad
de cada uno de los interesados».43 Como vemos, el plan­
teamiento de Tugendhat está muy lejos del cognoscitivis-
mo de Rousseau, para quien la voluntad general no puede
errar y es siempre recta, pero en lo que ahora nos interesa
reparar es en que en él tampoco sale bien parada' la no­

111
ción habermasiana de voluntad racional, puesta en cues­
tión por muy distintos motivos que los de Marcuse. Mien­
tras que para éste la razón era previa al discurso y el equi­
librio de voluntad y de razón quedaba roto del lado de la
razón, lo previo para Tugendhat habrá de ser la voluntad
individual de los interesados —cosa que Habermas no ne­
garía en sí misma— pero sin que el acuerdo discursivo pa­
rezca tener otro cometido que el de preservar su autono­
mía, en cuyo caso el equilibrio se rompería del lado de la
voluntad y Habermas podría decir que el proceso de for­
mación discursiva de una voluntad colectiva racional no se
ha llegado a producir en modo alguno.44 Y, de hecho, aquel
acuerdo, tal y como Tugendhat lo concibe, tiene bastante
más que ver con un compromiso, convención o contrato
entre las partes —esto es, con un «acuerdo fáctico»— que
con un consenso habermasiano: «A buen seguro, nosotros
deseamos que el tal acuerdo sea un acuerdo racional, un
acuerdo basado en argumentos y, a ser posible, en argu­
mentos morales. Y, sin embargo, lo que en última instan­
cia cuenta es el acuerdo fáctico, acuerdo que no tenemos
ningún derecho a desconsiderar arguyendo que no se trata
de un acuerdo racional... Nos encontramos aquí ante un
acto irreductiblemente pragmático, y ello precisamente por­
que dicho acto no es un acto de razón, sino de voluntad,
esto es, un acto de decisión colectiva».45 Más que una di­
vergencia, aparentemente irreductible, entre su interpreta­
ción y la de Habermas, lo que este nuevo texto de Tugend­
hat revela, a mi entender, es la tensión que entre voluntad
y razón se da en el interior de la voluntad racional haber­
masiana. A diferencia de Marcuse, Habermas no despacha
como irrelevante el dato de la pluralidad de las voluntades
individuales, esto es, el «pluralismo valorativo» concernien­
te a lo que se haya de entender por «una vida mejor en
una sociedad mejor», pues tal pluralidad ha de hallarse pre­
supuesta —al igual que los intereses privados o los fines
particulares que mueven a esas voluntades— por el propio
discurso.46 Pero, a diferencia ahora de Tugendhat, se re­
siste a quedarse ahí y trata de buscar un punto de equili­
brio entre la insoslayable «instancia voluntaria» y la no
menos insoslayable «instancia racional». Pues, en su opi-

112
nión, la racionalidad de la voluntad discursivamente for­
mada habría de ser puesta a prueba en su capacidad para
alumbrar un interés común, para hacer concordar a los in­
dividuos en torno a algún fin último o valor, para instau­
rar, en suma, una legislación ética de alcance universal.
Y, tal y como por mi parte veo el asunto, me parece
que ya va siendo hora de caer en la cuenta de que el pro­
ceso de formación discursiva de una voluntad racional con­
siste efectivamente en un «proceso», de que el equilibrio
de voluntad y de razón en el seno de la voluntad racional
es un equilibrio «dinámico» y no estático, de que la volun­
tad racional, en fin, no constituye un érgott sino es consti­
tutivamente enérgeia. Para poner un solo ejemplo, pense­
mos en el caso de esta decisión política colectiva que es la
decisión democrática. Cuando ésta no es unánime, el modo
más normal como expresar tal decisión es a través del voto
mayoritario. Y, como es sabido, el voto de la mayoría era
para Rousseau no sólo la expresión de la voluntad gene­
ral, sino también el encargado de sacar a la minoría de su
«error» y hacerle comprender que no había conseguido ex­
presar «rectamente» la voluntad general.47 Si no deseamos
describir nuestra situación en términos tan descarnadamen­
te cognoscitivistas, cabría tal vez decir algo bastante pare­
cido asegurando que «la mayoría tiene razón» y la mino­
ría, no. ¿Pero qué es eso de tener razón? La nueva des­
cripción apenas es más apropiada que la anterior, pues
—por más que la decisión de la mayoría vincule democrá­
ticamente a la minoría en el supuesto de un compromiso
antecedente de aceptar el resultado de la votación— la mi­
noría podría seguir creyendo que la razón se halla de su
parte y negarse, consecuentemente, a dársela a la mayo­
ría. Y todavía cabría ir más lejos si se admite la contrafir-
mación, también bien conocida, de que «si tengo la razón,
ya tengo la mitad más uno».48 El caso es, sin embargo,
que la razón no puede ser tenida en propiedad, ni aun en
depósito, por nadie, pues la razón sencillamente no «se
tiene», sino que «se ejercita». Y su ejercicio democrático
consiste, allí donde es posible ejercitarla, en el estableci­
miento provisional y revisable de acuerdos fácticos entre
los miembros de la sociedad, aun a sabiendas —de ahí la

113
provisionalidad y posibilidad de revisión de esos acuerdos-
de que cualquier acuerdo estará lejos de poder ser consi­
derado como definitivamente racional. Entre otras cosas,
porque ni el más racional de los acuerdos sería nunca un
acuerdo «definitivamente» racional.
A mi modo de ver, tal concepción de los acuerdos hu­
manos es la única que podría permitir la equidistancia que
Habermas ha tratado de guardar entre la posición de un
neocontractualista como John Rawls y la de un fundamen-
talista como Karl-Otto Apel, por más que con frecuencia
produzca la impresión de vencerse hacia ésta con preferen­
cia sobre aquélla. Un contrato a lo Rawls,49 como un acuer­
do fáctico a lo Tugendhat, es una convención de la que
Apel sostendría que no puede tener en sí su propio funda­
mento, puesto que no necesita pasar de constituir un
compromiso contingente y fortuito, algo por tanto muy
distinto de un verdadero consenso racional. Pero, por
eso mismo, carecería completamente de sentido tratar de
fundamentarlo mediante otra convención, que es a lo
más que, en resumidas cuentas, podría llegar el conven­
cionalismo. De ahí la invitación apeliana a ir más allá
del convencionalismo —y, por así decirlo, más allá del
contrato social50—, buscando en un ideal consenso racio­
nal el fundamento contrafáctico de toda convención polí­
tica que se quiera fundada. Dicho consensualismo, por el
que Habermas ha solido m ostrar una marcada predilec­
ción, nos precave contra la tentación de extraer apresu­
radas conclusiones relativistas de la obvia relatividad de
cualesquiera convenciones políticas, pues el relativismo
haría inviable la crítica de dichas convenciones y, por
ende, también la de las sociedades edificadas sobre
ellas. Y, desde luego, es evidente que ninguna sociedad
conocida tiene el menor derecho a considerarse investida
de los atributos de una comunidad perfecta. Mas, dado
que es así y que no es probable que pueda darse nunca
esa comunidad perfecta, cabría redargüir desde el con­
vencionalismo que tampoco hay lugar a interpretar en
términos absolutistas ninguna clase de consenso,51 pues
el absolutismo de semejante consenso absolutamente ra­
cional sólo sería en rigor posible dentro de una comuni­

114
dad en la que, eliminado todo resto de imperfección, no
se sabe muy bien qué restaría de genuina humanidad.
La discusión entre ambas posiciones podría sin duda
prolongarse indefinidamente, y no hace al caso proseguirla
aquí. Pues si a los acuerdos fácticos logrados a través del
discurso entre los hombres Ies es dado ser alguna vez que
otra racionales, mientras ningún acuerdo racional puede
alcanzar a serlo con carácter definitivo, la propia distin­
ción entre consensualismo y convencionalismo vendría a
desvanecerse en buena parte y perdería todo interés para
nosotros. Olvidémonos, pues, de ella en lo que sigue.
¿Mas qué decir entonces del diseño de una «comuni­
dad racional», aun si imperfectamente racional, que pare­
ce constituir el objetivo último de toda «ética comunicati­
va», sea o no de inspiración habermasiana?
La interpretación de los acuerdos discursivos sugerida
un par de párrafos atrás podría prestarnos ahora alguna
ayuda. Ello acaso nos aleje del modelo discursivo de Ha-
bermas, y no me corresponderá a mí decidir si para bien o
para mal. Mas de lo que se trata, en cualquier caso, es de
averiguar si tal modelo agota o no las posibilidades de la
ética comunicativa o discursiva, lo que sin duda es impor­
tante a los efectos de explorar cuáles sean los límites de
esta última.
Para empezar, aquella interpretación ha de hacer suya
la bien conocida distinción habermasiana entre «acción co­
municativa» y «acción estratégica» o, lo que viene a ser lo
mismo, entre el consenso conseguido exclusivamente como
fruto del ejercicio de la racionalidad dialógica y el obteni­
do —si no hay otro remedio— por recurso a la manipula­
ción persuasiva, cuando no simplemente impuesto median­
te el uso de la fuerza. Pero no necesita, en cambio, asumir
la ulterior distinción del propio Habermas entre acción y
discurso, plano este en el que se supone que habría de con­
sumarse —en las idealizadas condiciones de una «situación
ideal de diálogo» descargada de las presiones de la acción—
la consecución del consenso racional.52 Por el contrario, las
«situaciones reales» en que cobra sentido la búsqueda de
ese consenso son de muy otra índole y, para aproximarnos
a ellas, tal vez fuera oportuno acudir a la idea de la «inso-

115
dable sociabilidad» que mencionamos antes de pasada. Su
invocación la hago consciente de que dicha expresión de
Kant ha sido leída como «un simple reflejo filosófico de la
estructura de la sociedad civil [...}> tal y como ésta venía
siendo representada por la economía política de su tiem­
po».53 Semejante lectura es con toda probabilidad razonable
desde un punto de vista histórico, pero —desde el punto
de vista de una filosofía del discurso— me gustaría poder
tomarme la libertad de leer la expresión kantiana como una
metáfora de esa concordia discors que representa muchas
veces lo más lejos que cabe ir en los diálogos humanos,
así como lo menos con lo que, en todo caso, se habrían
éstos de contentar.54 La «concordia discorde» —como la
«discordia concorde» que, más que su contraria, sería su
complemento— no dará de sí siempre para plasmarse en
un consenso con que rematar el diálogo emprendido, pero
podría servir al menos para canalizar a través de él cual­
quier disenso. Y, más que presuponer «el paso de la ac­
ción al discurso», equivaldría a entender el discurso como
acción, a saber, como la ininterrumpida acción comunica­
tiva que tendría que incorporar a sí el conflicto y resistirse
—incluso allí donde, por el momento, no se vislumbre la
posibilidad de resolverlo discursivamente— a abandonarlo
a la pura acción estratégica, que ya sabemos que no exclu­
ye la posibilidad de confiar su resolución a la engañosa
persuasión ideológica y, si ésta no resulta, lisa y llanamen­
te a la fuerza y, en último extremo, a la violencia.55 En
tanto que discurso como acción, o «discurso en acción», la
corcordia discorde vendría, en suma, a coincidir con el pro­
ceso de la formación discursiva de una voluntad colectiva
racional siempre que tal proceso sea entendido como más
importante en sí que su consumación; y suministraría tam­
bién una adecuada denominación para eso que, cuando no
usamos y abusamos en vano de su nombre, solemos en­
tender por ((democracia».
Pero como el diálogo en general, y no digamos la au­
téntica democracia, la concordia discorde parece bastante
más fácil de describir que de poner en práctica. Y hasta,
en rigor, podría decirse de ella que no es sino un precario
islote de racionalidad en un mar de violencia. El propio

116
Habermas ha prevenido alguna vez contra el peligro de no
prestar suficiente atención a «las huellas de la violencia»
que, a lo largo de la historia, «desfigura los repetidos in­
tentos de diálogo e incesantemente los desvía del camino
hacia una comunicación irrestricta».56 Y, sin embargo, él
mismo ha podido ser acusado de no prestar la atención
debida al papel de la violencia supuestamente llamada
ahora no tanto a imposibilitar el diálogo cuanto a hacerlo
posible. O este es, al menos, el sentido de la acusación que
con frecuencia se le ha hecho de haber querido reemplazar
la lucha de clases por la argumentación racional.
Cuando una acusación así procede del marxismo orto­
doxo, resulta difícil percibir en la misma algo más que la
repetición insustancial de un estribillo —o, si se quiere, un
mantra— cuyo único cometido fuera conjurar la posibili­
dad de una discusión seria del asunto. Pues la acusación
da por sentado en tales casos que el punto de vista discur­
sivo tiene forzosamente que olvidarse de la lucha de cla­
ses, cuando lo que éste hace más bien, en lugar de igno­
rarla, es limitarse a tomar nota de que la lucha de clases
se ha convertido en un fenómeno «latente» en nuestras ac­
tuales sociedades desarrolladas, lo que sin duda aleja en
ellas de momento la posibilidad de concebir la emancipa­
ción de los dominados en términos de una revolución polí­
tica e impone el recurso a otras vías emancipatorias, como
la gradual apertura y ensanchamiento de nuevos «espacios
comunicativos libres de dominación» en el seno de la vida
social. Así lo reconoce, por ejemplo, Agnes Heller, cuyo
acercamiento a nuestro tema no debe confundirse, por lo
tanto, con el del marxismo ortodoxo.57 Heller concede que
la comunicación libre de dominación constituye en nues­
tros días el objetivo emancipatorio prioritario, puesto que
tendría que hallarse presupuesta como condición necesaria
en cualquier intento de definición de las necesidades de los
miembros de un grupo social, de los grupos sociales den­
tro del conjunto de una sociedad y, en la hipótesis óptima,
de la propia humanidad considerada como un todo. Ahora
bien, mientras exista dominación, ésta dividirá irremisible­
mente a los grupos sociales, a las sociedades y a la entera
humanidad en dominadores y dominados, tomando así in­

117
viable una común apelación a la racionalidad por parte de
unos y otros. Y, dado que las distorsiones de la comunica­
ción han de ser atribuidas al sistema de dominación, no
se comprende cómo los dominados podrían hacer valer su
mayor interés en la emancipación por recurso a un diálogo
cuya inicial asimetría les reservará invariablemente la peor
parte en la distribución de las oportunidades de ejercitar­
lo. Así ocurre incluso en las democracias pluralistas que,
en la mayor parte de nuestras actuales sociedades desa­
rrolladas, aseguran a todo el mundo formalmente una dis­
tribución equitativa de aquellas oportunidades, por no ha­
blar de las sociedades desarrolladas que no son democra­
cias pluralistas o de las que ni tan siquiera cabría
considerar desarrolladas. Dondequiera que el sistema so­
cial sea un sistema de dominación, concluye Heller, «el sec­
tor dominante no podrá ser inducido a escuchar un argu­
mento a menos que se le fuerce a prestar atención».58 Esa
es la razón de que las huelgas laborales precedan usual­
mente a la reunión de las comisiones de arbitraje encarga­
das de encontrar un compromiso entre las partes litigan­
tes, y la razón también por la que las movilizaciones masi­
vas contra la guerra, la contaminación nuclear, el
desempleo o la opresión de la mujer no pueden ser sin más
sustituidas por la argumentación. Y lo dicho para estas ma­
nifestaciones no necesariamente violentas de la lucha de
clases u otros tipos de movimientos populares valdrá, a
mayor abundamiento, para el caso de la insurrección ar­
mada contra un régimen despótico o de las guerras de li­
beración nacional. La relegación indiscriminada de todas
esas acciones sociales al cajón de sastre de la «acción es­
tratégica» representa para Heller un punto flaco de la teo­
ría discursiva de la acción, máxime cuando en ésta la reci­
procidad o reconocimiento mutuo de los interlocutores se
ve elevada al rango de requisito indispensable de la acción
comunicativa encarnada por el diálogo.59 Hegel ya advirtió
que «la lucha por el reconocimiento» podía llegar a ser «a
muerte», y el mismo Kant no parece haber visto las cosas
de manera muy diferente. La actitud de Kant ante el dere­
cho de resistencia se ha convertido en una vexata quaestio
de la filosofía kantiana del derecho,60 pues su inequívoca

118
condena de toda rebelión frente al poder constituido coexis­
te en él con el indisimulado entusiasmo suscitado por los
estallidos revolucionarios de la época, como el levantamien­
to de Irlanda, la sublevación de las colonias norteamerica­
nas y, por supuesto, la Revolución francesa.61 La opinión
más razonable sobre el particular parece ser aquella que
aborda la cuestión como un problema de estricta lógica ju­
rídica, pues desde el punto de vista de la idea del derecho
—especialmente si éste es interpretado en términos de De­
recho positivo frente al viejo Derecho natural— sería un
contrasentido hablar de un «derecho a la rebelión» que con­
culque las bases mismas del derecho vigente, lo que llevó
en su día a escribir a un seguidor de Kant: «El pueblo no
tiene ningún derecho a la insurrección y el soberano nin­
gún derecho en contra [...]. En la insurrección no tiene
lugar una contienda jurídica, sino una lucha regida por la
violencia... En toda insurrección, y en toda represión de
ella, se trata sólo de un problema de fuerza».62 Pero, sal­
vando las distancias entre el derecho y la moral, el plan­
teamiento del problema de la violencia guarda en principio
alguna analogía con este último cuando lo abordamos desde
un punto de vista ético. Por lo que hace a la ética comuni­
cativa, cabría sin duda distinguir entre la violencia tenden­
te a remover los obstáculos que se oponen al diálogo y la
violencia tendente precisamente a su obstaculización, dis­
tinción esta que no necesita coincidir siempre, desde luego,
con la existente entre los cometidos que respectivamente
suelen ser atribuidos a las llamadas «violencia revolucio­
naria» y «violencia institucional». Para nuestros propósitos,
no obstante, podemos asumir estar hablando de la violen­
cia revolucionaria que tiene por objeto la remoción de los
obstáculos que impiden el diálogo y no precisamente el de
impedirlo. ¿Qué puede la ética decir, en este caso, acerca
de la violencia? Si la ética comunicativa hace suyo, como
sabemos que lo hace, el imperativo de que nadie debe
nunca ser tratado meramente como un medio sino siempre
al mismo tiempo con un fin, la ética no puede, por lo pron­
to, justificar esa violencia, puesto que la violencia —entre
cuyos riesgos, calculados o no, se incluye siempre la posi­
bilidad de la pérdida de vidas humanas— implica la de­

119
gradación de aquellos contra quienes se ejerce a la condi­
ción de simples medios para la consecución de la finalidad
que en cada caso se persiga. Si se desea justificarla, la vio­
lencia pudiera acaso ser justificada desde el punto de vista
de la estrategia política, mas no desde un punto de vista
ético. Pero la ética, que no puede justificar la violencia,
tampoco puede condenarla si a quienes la ejercen les ha
sido negada la oportunidad de dialogar, pues negarles el
acceso al diálogo no es otra cosa que negarles su condi­
ción de fines en sí mismos sin la que ni siquiera hay posi­
bilidad de una consideración ética de sus actos. La violen­
cia, de nuevo como antes, podrá ser condenada por moti­
vos estratégicos. O por otros muchos motivos, de entre los
que no son los menos importantes los que afectan a nues­
tros sentimientos más bien que a nuestra facultad de razo­
nar, pues la repugnancia que experimentamos ante el es­
pectáculo de la violencia podría bastar, y hasta sobrar, para
condenarla. Pero esa, con todo, no sería todavía una con­
dena ética. Lo que nos sitúa ante una paradoja particular­
mente dramática de la ética comunicativa, que conoce el
remedio para el mal de la violencia —a saber, el diálogo
racional— pero parecería tener que resignarse a un silen­
cio impotente hasta que ese diálogo no sea una realidad,
con lo que el veredicto de la ética no podría producirse sino
cuando ya hubiese dejado de ser necesario y vendría a ca­
racterizarse, así, por su inactualidad,63 Nada de extraño
tiene, en consecuencia, que alguien haya podido sentenciar:
«En una sociedad dividida, la ética comunicativa [...] se
convierte en una exigencia de la ética más que en un ejer­
cicio de la misma. La melancolía ética [...] es el santo y
seña de la conciencia de su inutilidad, ya que lo suyo es
llegar demasiado pronto o presentarse demasiado tarde [...}
La ética pertenece al género de actividades cuya hora nunca
está ahí».64 Sin descartar que la ética, la comunicativa o
cualquier otra, sea efectivamente inoperante en nuestro
mundo, su inactualidad —que no es sino un aspecto de su
contrafacticidad6S— no es, empero, lo mismo que su inuti­
lidad, por más que, ciertamente, comporte una llamada de
atención sobre la particularidad de que el valor de las ac­
ciones morales, a diferencia de lo que acontece con las ac­

120
ciones estratégicas, no ha de medirse por la utilidad o por
el éxito. La grandeza moral de un Martin Luther King no
es consecuencia del éxito politico de la estrategia de la no-
violencia conseguido bajo sus directrices por el movimien­
to en pro de los derechos civiles de la población negra nor­
teamericana, de la misma manera que el fracaso político
de una estrategia diferente en la lucha por la emancipa­
ción de aquella última tampoco amengua la pareja grande­
za moral de un Malcolm X.66 Pero aun si su inactualidad
y contrafacticidad —la inactualidad y contrafacticidad de
todo debe ser— llevan a pensar, probablemente con razón,
que la ética no es algo de este mundo, de ahí no se segui­
ría que en este mundo no quepa obtener algún que otro
provecho de la ética. Si la desazón puede ser catalogada
como una forma de provecho, la ética acicatea nuestra in­
satisfacción ante la situación actual de dicho mundo y nos
invita a no aceptar como incontrovertible su presente fac-
ticidad, la positividad de lo que el mundo es en este ins­
tante. Y, entre esos provechos, cabría también que se con­
tara el de promover en nosotros la firme determinación de
reducir cuanto podamos el margen del recurso a la acción
estratégica en beneficio de la interacción comunicativa. E
incluso, si posible fuera, la voluntad de transformar la pro­
pia acción estratégica en una forma de comunicación. Pues,
como Heller apunta, si bien es cierto que la acción —en­
tendiendo por tal la acción estratégica— no siempre puede
ser reemplazada por el argumento, no menos cierto es que
el argumento nunca podría ser reemplazado por la acción
y ha de constituir el objetivo último de ésta, puesto que
hasta la misma fuerza es susceptible de aplicación «en nom­
bre de la argumentación».67 De hecho, y «si tomamos en
serio la democracia», no tendremos otro remedio que acep­
tar que «la única legitimación de la fuerza» es la defensa
del «derecho virtualmente existente a la argumentación».
Pero, una vez que se acepta que el objetivo de la acción es
el argumento, «la lucha de clases ya no podrá ser concebi­
da exclusivamente en términos de acción estratégica».68 Un
movimiento de protesta puede constituir en ocasiones un
acto de fuerza. Y hasta ir acompañado de esa ruptura ex­
trema con la ética, y la racionalidad, comunicativa que es

121
la violencia. Pero si tiene por objetivo último la argumen­
tación, habrá que otorgar que la acción en que consiste es
ya incoativamente comunicación. En cuyo caso, ni siquie­
ra es exagerado suponer que el afianzamiento de la con­
ciencia de ese su carácter comunicativo pueda acabar con­
tribuyendo a atemperar la violencia del acto mismo y hasta
imponiendo a sus protagonistas la renuncia a la violencia,
al menos si de esa renuncia no se sigue su indefensión
como víctimas de una violencia de signo opuesto. No a todo
el mundo se le puede pedir que renuncie a la violencia
como respuesta a la agresión. Pero, incluso en el caso de
la respuesta violenta a la agresión, siempre habrá formas
de violencia más limpias y más nobles, o menos crueles y
menos odiosas, que otras. Y, desde luego, no todo acto de
fuerza necesita ser un acto de violencia, puesto que tam­
bién cabe demostrar la fuerza por procedimientos pacífi­
cos. Aun cuando no sea reemplazable por la argumenta­
ción racional, la lucha de clases podría ser concebida, por
lo tanto, no sólo como la acción estratégica que indudable­
mente es y a la que muchas veces se ve obligada a redu­
cirse por obra de las circunstancias, sino asimismo como
un «diálogo incoado». Que es lo que explica para Heller su
no menos indudable contribución a la implantación social
de la racionalidad, frente a la que el mayor impedimento
continúa siendo la persistencia —junto a otras variedades
posibles de dominación— de la división clasista de la so­
ciedad.
La concordia discorde entraña, pues, una visión de la
comunidad como una comunidad de comunicación, incom­
patible en cuanto tal con la absoluta discordia y la ausen­
cia de diálogo. Pero el diálogo tampoco tiene en ella por
misión la instauración de la concordia absoluta. Y, de
hecho, le es tan imprescindible incorporar factores de dis­
cordia tales como la lucha de clases u otros géneros de con­
flicto cuanto excluir de su seno cualquier género de con­
senso que suponga la uniformación de los individuos y, en
definitiva, la anulación de la individualidad. Por lo demás,
y en tanto que imperfecta realización aquí y ahora del reino
kantiano de los fines, la concordia discorde trataría de re­
tener al menos dos de las más importantes características

122
de este último. Por una parte, la comunidad regida por la
concordia discorde habría de estar integrada por auténti­
cos individuos o sujetos, pues sólo esos sujetos podrían tra­
tarse mutuamente como fines en sí mismos y no tan sólo
como medios, es decir, como objetos.*9 Por otra parte, ten­
dría que propiciar la más amplia comunión de intereses
entre esos sujetos, en el bien entendido de que ninguna co­
munión de intereses podría estar por encima de su común
participación en la condición humana, que es lo que hace
de ellos sujetos y no objetos.70 Semejante aspiración comu­
nitaria parece implicar el rechazo del llamado «individua­
lismo ético» si por éste se entiende la doctrina que postula
el carácter exclusivamente individual del «objetivo» de la
moralidad, en cuyo caso ese individualismo sería indiscer­
nible del egoísmo ético; mas no hay por qué considerarla
inconciliable con una pareja aspiración al individualismo
si por «individualismo ético» se entiende la doctrina —ple­
namente kantiana— según la cual el individuo es la «fuen­
te» de toda moralidad y por lo tanto su árbitro supremo,
que es lo que impide que cualquier definición de lo que
sean los intereses «comunes» a los miembros de una co­
munidad se pueda adelantar al efectivo acuerdo de éstos y
la razón, también, por la que la concordia discorde ha de
dejar la puerta siempre abierta al desacuerdo.71 A Kola-
kowski se le debe una penetrante reflexión —inspirada a
su vez en Kant— sobre la posibilidad de articular aquella
doble aspiración, la de la comunión y la del individualis­
mo, en nuestro mundo de hoy. La clave de esa articula­
ción reside para él en la noción kantiana de «humanidad».
Que es la noción que, en su opinión, revelaría asimismo
«por qué seguimos hoy necesitando a Kant».72 En térmi­
nos estrictamente éticos, esto es, desde el ángulo de visión
de su filosofía moral en cuanto diferente de su filosofía po­
lítica, Kant no se interesaba —según pudimos comprobar—
por el hombre entendido como ser histórico, así como tam­
poco por el hombre entendido como ser natural. Ello ha
hecho recaer sobre su ética el reproche de que descansa
en una antropología del «hombre como ser abstracto» y per­
manece, así, de espaldas a los condicionamientos biológi­
cos, psicológicos y sociológicos de la moralidad. Más que

123
un defecto, sin embargo, Kolakowski ve en dicha particu­
laridad el mayor mérito de la ética de Kant, que de ese
modo queda preservada del peligro de cualquier reducción
falaz del concepto de humanidad a aquellas determinacio­
nes «naturales» o «históricas», las cuales nunca darían
razón de por qué el hombre —en cuanto ser moral— es
moralmente responsable de sus actos.73 Lo que aquí se ven­
tila no es tan sólo una falacia lógica, la clásica falacia —llá­
mesela «naturalista» o «historicista»— consistente en tra­
tar de derivar conclusiones morales a partir de premisas
fácticas. Y Kolakowski prefiere hablar a este respecto de
una falacia antropológica, a la que pasa a bautizar como
«falacia del hombre concreto».74 De acuerdo con ella, sólo
el «hombre concreto» —esto es, el hombre incardinado en
una raza, una cultura o una clase social— posee realmente
relevancia para una concepción del hombre y de su acción,
incluida, si cabe hablar de tal, su acción moral. Como se­
ñala Kolakowski, esa creencia —compartida por un «cierto
marxismo» con la «nueva derecha» contemporánea— es la
que determina la extendida negativa a hablar del hombre
en general, bajo la alegación de que el «hombre en gene­
ral» no es más que una abstracción, incapaz por lo tanto
de actuar.75 A diferencia del hombre abstractamente consi­
derado, el «hombre concreto» será —y actuará en tanto
que— blanco o negro; perteneciente o no a la civilización
occidental; burgués o proletario, etcétera. Pero el error, o
la falacia de aquel nombre, estriba en olvidar que —por
abstracta que parezca— la humanidad de Kant se resuel­
ve, en rigor, en individuos, que superan en concreción a
cualesquiera otras manifestaciones del ser humano y son
—precisamente en tanto que individuos y no en tanto que
representantes de una determinada raza, cultura o clase so­
cial— los auténticos hombres concretos desde el punto de
vista moral. Los individuos, ciertamente, no son lo único
que existe en este mundo —y desde el punto de vista de
las ciencias, naturales o sociales, del hombre, tal vez las
razas, las culturas o las clases sociales sean más intere­
santes que los simples individuos—, pero sólo los indivi­
duos «en tanto que individuos» son capaces de actuar mo­
ralmente.76 Y de ahí que sea a ellos, como nos recuerda

124
Kolakowski, a quienes se dirige el imperativo kantiano de
tratar a la humanidad —esto es, a cualquier hombre y no,
de nuevo, a los representantes de una raza, una cultura o
una clase social determinada «con exclusión de las restan­
tes»— como fin y no tan sólo como medio. Las razas, las
culturas y las clases sociales, pueden generar formas ge-
nuinas de solidaridad entre los hombres y oficiar, pues,
como comunidades de comunicación, que en nuestro mundo
actual constituyen muchas veces la única posibilidad de «in­
tercomunicación» con que cuentan sus miembros y hasta
su única defensa frente a la «incomunicación» impuesta por
el racismo, el prejuicio etnocéntrico o la división clasista
de la sociedad; pero cualquier esfuerzo de esas comunida­
des para superar las barreras que las incomunican de las
demás presupondrá —como decíamos antes de la lucha de
clases— una extensión de la noción de «comunidad de co­
municación», cuyo último límite se encuentra en la huma­
nidad entendida como una comunidad de ese género. Con­
vertidas, en cambio, en excluyentes —esto es, empecina­
das en su incomunicación o, lo que es peor, dispuestas a
someter a ella a otras comunidades—, dichas comunida­
des opondrían un formidable obstáculo a la constitución
de la humanidad como una comunidad (de comunicación)
de (comunidades de) comunicación y estarían lejos, desde
luego, de colmar tanto nuestra aspiración a la comunión
—pues la condición humana es lo más alto en que los hom­
bres podemos «comulgar»— cuanto nuestra aspiración al
individualismo —pues sólo «individualmente» nos es dado
compartir esa condición o ser humanos—.77 Para una ética
comunicativa que no quiera perder de vista la perspectiva
de la humanidad, ningún acuerdo adoptado por los miem­
bros de una comunidad gozaría, pues, de legitimidad si
atenta al mismo tiempo contra la condición humana y, por
ejemplo, impone a un hombre una cualquiera de las múlti­
ples formas imaginables de alienación consistentes en tra­
tarlo como un objeto más bien que como un sujeto.78 Con
lo que se apunta, ciertamente, a una limitación de todo con-
tractualismo o neocontractualismo que pretendiese acora­
zar tal atentado bajo el pretexto de la legitimidad de la de­
cisión colectiva que lo hace posible, si bien la superación

125
de esa limitación no estaría tanto en invocar la legitimidad
supuestamente superior de una comunidad ideal de comu­
nicación —¿qué sentido tendría la invocación de la huma­
nidad mientras ésta no sea realmente una comunidad y
quién podría excluir, en este último caso, la posibilidad de
que la propia humanidad adopte acuerdos atentatorios con­
tra la condición humana?— cuanto en remitir a esa ins­
tancia definitivamente última que es la comunidad de co­
municación consigo misma constituida por la conciencia in­
dividual.19 Para decirlo en dos palabras: así como la
humanidad se resuelve, éticamente hablando, en individuos,
los individuos, y sólo ellos, tienen derecho a usufructuar
la perspectiva de la humanidad. Un individuo nunca podrá
legítimamente imponer a una comunidad la adopción de
un acuerdo que requiera de la decisión colectiva, pero se
hallará legitimado para desobedecer cualquier acuerdo o de­
cisión colectiva que atente —según el dictado de su con­
ciencia— contra la condición humana. La concordia discor­
de, en consecuencia, no sólo habrá de hacer lugar al desa­
cuerdo en el sentido de la falta de acuerdo o de consenso
dentro de la comunidad, sino también al desacuerdo acti­
vo o disidencia del individuo frente a la comunidad. Pues
si la humanidad representaba el límite superior de la ética
comunicativa, el individuo representa su límite inferior y
constituye, como aquélla, una frontera irrebasable.
Interpretada como un esbozo programático de ética co­
municativa, la concordia discorde presenta una propuesta
de pretensiones harto modestas y escasamente propensa a
levantar sus pies del suelo firme. Pero no faltará quien con­
sidere que, en un mundo como el nuestro, esa propuesta
es todavía excesivamente ambiciosa y hasta utópica. Como
tampoco faltará quien le objete la fragilidad de sus funda­
mentos. Por lo que se refiere al cargo de utopismo, yo re­
conocería sin ambages —frente a la resistencia a recono­
cerlo así por parte de sus más prominentes cultivadores,
como Habermas— el carácter abiertamente utópico de toda
ética comunicativa, e incluso el de toda ética sin más.80 Ello
no obstante, es menester recordar que el término «utopía»
admite más de una acepción filosófica, a lo que habría que
añadir que el esclarecimiento del sentido «ético» de la uto­

126
pía es un asunto particularmente complejo y requiere de
precisiones abundantes, todo lo cual nos veda de momen­
to la menor posibilidad de entrar en la cuestión. Pero no
hay, desde luego, inconveniente alguno en conceder que la
idea de la constitución colectiva de la humanidad en una
comunidad de comunicación bajo el diseño de la concordia
discorde encierra, hoy por hoy, una utopía en cualquiera
de los sentidos o acepciones que pudiera admitir este vo­
cablo. En cuanto a la objeción relativa a los fundamentos
de la concordia discorde, obligaría a cuestionar en qué me­
dida eso que dimos en llamar la «condición humana» —que
señala aquí a la humanidad distributivamente entendida
más bien que como colectividad— proporciona una base
sólida para edificar sobre ella una ética comunicativa o,
simplemente, una ética, según parecía darse por sentado
en el designio de Kant. Contra lo que suele creerse, en efec­
to, Kant no sólo se interesó en su ética por la pregunta
acerca de qué debemos —o no debemos— hacer, sino tam­
bién por la pregunta acerca de por qué debemos hacer o
no lo que debemos. A la primera de esas preguntas res­
pondía, como sabemos ya sobradamente, con el imperati­
vo de que ningún hombre debe ser tratado meramente
como un medio sino siempre al mismo tiempo como un
fin. Pero, en su respuesta a la segunda pregunta, Kant no
juzgaba de hecho necesario ir más allá de la afirmación de
que todo hombre posee en cuanto tal un valor intrínseco o
dignidad que le hace acreedor de infinito respeto.81 Cuan­
do Kant solemnemente aseveraba que «el hombre existe
como fin en sí mismo y no tan sólo como medio para usos
cualesquiera de esta o aquella voluntad», se hallaba, a buen
seguro, convencido de estar expresando un aserto racional­
mente indubitable y no sencillamente abandonándose a la
expresión de un prejuicio ilustrado, una fable convenue del
Siglo de las Luces o, como se ha dicho, una «superstición
humanitaria».82 La razón era para Kant un bien común a
todos los hombres, inseparable, como su misma dignidad,
de su condición de tales, lo que hacía impensable que al­
guien dotado de razón pudiera dudar nunca de que el hom­
bre sea un fin en sí mismo ni tratarle exclusivamente como
un medio.83 Mas lo que para Kant era impensable ha sido

127
pensado, y puesto en práctica, en el siglo de Auschwitz, el
Gulag o Hiroshima. Y, lo que es más, sabemos que es po­
sible hacer tal cosa racionalmente, esto es, de acuerdo con
usos de la razón o patrones de racionalidad cuyo divorcio
de toda consideración ética ha sido sancionado por la mo­
dernidad. En estas condiciones, es muy probable que la
apuesta por la racionalidad comunicativa —que, si no es
un bien «común» al modo en que Kant entendía la razón,
al menos nos habría de permitir «comunicarnos» a unos
hombres con otros— no pueda ya aducir más fundamento
que aquella superstición humanitaria, irónicamente hereda­
da de un pensamiento que, como el ilustrado, se procla­
maba destinado a desterrar toda superstición. En cualquier
caso, nos podemos felicitar de semejante inconsecuencia en
estos momentos en los que, para bien o para mal, creemos
estar saliendo de la modernidad. Pues, tanto si nos decla­
ramos dispuestos a dar a ésta por «concluida» como si pre­
ferimos opinar —con Habermas— que nos queda aún un
largo trecho por recorrer hasta llegar a dicha conclusión,
lo cierto es que hablar hoy de nuestra entrada en la «post­
modernidad» no es sino una manera de confesarnos a no­
sotros mismos que no sabemos en realidad adonde
vamos.84 Y, si no la arrojamos también a ella por la borda,
dicha superstición humanitaria nos podría ayudar siquiera
a recordar de dónde venimos. Como podría ayudarnos asi­
mismo a decidir adonde queremos ir. O, por lo menos,
adonde no queremos ni deberíamos querer ir.

NOTAS

1. En la filosofía en lengua alemana, la idea del «reino de los fines»


no ha dejado de estar presente de algún modo desde Kant a nuestros
días, como lo ejemplifica el caso de Habermas sobre el que Richard
Bemstein — T h e R e str u c tu rin g o f S o c ia l a n d P o litica l T heory, Oxford,
1976, p. 224— fue el primero, que yo sepa, en reparar. En otros contex­
tos filosóficos, como el anglosajón, sólo recientemente ha comenzado a
despertar interés (cfr., por ejemplo, Thomas E. Hill, «The Kingdom of
Ends», en L.W. Beck, ed., P ro ceed in g s o f th e T h ir d In te r n a tio n a l K a n t
C ongress, Dordrecht, 1972, pp. 307-15, quien subrayaba allí «la simila-
ridad entre el principio kantiano del reino de los fines y el modelo con­

128
tractual de la justicia desarrollado por John Rawls» en contraste con la
escasa atención recibida por aquél en la tradicional filosofía moral de
inspiración analítica). Quizás el acercamiento más profundo a nuestro
tema, dentro de la escena filosófica contemporánea, se deba a Jean-Paul
Sartre, las raíces kantianas de cuya ética se dejan apreciar a todo lo
largo de su obra —piénsese, por ejemplo, en L 'E x is te n c ia lism e e s t u n
h u m a n is m e o C ahiers p o u r u n e m o ra le — y dan pie, en estos últimos
escritos póstumos, a un interesante tratamiento —sobre el que se ex­
tiende Celia Amorós en el S a rtre que actualmente prepara— de la rela­
ción dialéctica existente entre la «ciudad de los fines», entendida como
una idea reguladora, y los concretos objetivos de la emancipación polí­
tica.
2. L.W. Beck, S tu d ie s in th e P h ilo so p h y o f K a n t, Nueva York, 1965,
pp. 223-4.
3. Kant, G ru n d le g u n g d e r M e ta p h y s ik d e r S itie n , Werke, Akademie
Ausgabe, vol. IV, p. 433 (en lo que sigue cito generalmente —aun si no
siempre, como en este caso— por la traducción castellana de Manuel
García Morente, Madrid, 1921).
4. ¡bíd. Esa es, en definitiva, la razón principal por la que la doctri­
na del «reino de los fines» no puede ni debe ser confundida con una
«teoría del Estado», como muy bien ha visto el profesor Felipe Gonzá­
lez Vicén en su magistral La filo s o fía d e l E sta d o en K a n t, La Laguna,
ed. Universidad de La Laguna, 1952, pp. 35-37 (hay reedición reciente
de esta obra en el libro del autor D e K a n t a M arx. E s tu d io s d e H isto ria
d e las Id e a s, Valencia, Fernando Torres Ed., 1984): «Por ser su concep­
to el resultado de la eliminación por el pensamiento de cualquier condi-
cionalidad empírica del hombre en la convivencia, el reino de los fines
no es algo que se dé en la realidad [...] La carencia de “realidad” del
reino de los fines no descansa en la imposibilidad de su "realización",
sino que es un elemento constitutivo de su estructura conceptual [...j
Por eso, aun cuando, como ya veía Schleiermacher, el concepto del reino
de los fines apunta por su estructura al concepto del Estado, su signifi­
cación es meramente negativa: no una respuesta al problema de la li­
bertad en la coexistencia real de los hombres, sino un preliminar nece­
sario para su planteamiento». Para Andrew Levine. T h e P o litics o f A u -
to n o m y . A K a n tia n R e a d in g o f R o u s s e a u ’s S o c ia l C o n tra ct, Amherst,
1976, pp. 199-200, que abunda en aquella idea, se trataría más bien de
la sustitución de la «teoría del Estado» rousseauniana por la doctrina
del «reino de los fines», entendido como una comunidad universal de
individuos autónomos: «El equivalente kantiano del Estado de Rousseau,
el rein o d e lo s fin e s , no sería ya un Estado en absoluto, sino una aso­
ciación internamente coordinada de voluntades racionales [...} Dentro
de este marco conceptual [...] la idea de una coordinación externa a la
comunidad, la idea del Estado, sólo podría representar una concesión a
la sinrazón, a la obduración y contumacia de los prejuicios humanos, al
in te ré s p riv a d o , pues, allí donde impere la razón práctica, el Estado de­
saparecería como innecesario». En una u otra versión, por consiguiente,
el reino de los fines ha de ser distinguido —o bien e x a n te o bien e x
p o s t— del Estado, con el que n o se identifica en ningún caso.

129
5. Kant, loe. cit.
6. G ru n d le g u n g , p. 438.
7. Ib íd ., p. 426.
8. K ritik der reinen V ern u n ft, A 808-809, B 836-837: «Doy al mundo,
en la medida en que sea conforme a todas las leyes ¿ticas (como p u e d e
serlo gracias a la lib e rta d de los seres racionales y como d e b e serlo en
virtud de las leyes necesarias de la m o ra lid a d ) el nombre de m u n d o
m oral. En tal sentido, éste es concebido como un mundo meramente
inteligible, ya que se prescinde de todas las condiciones (fines) e inclu­
so de todos los obstáculos que en él encuentra la moralidad (debilidad
o corrupción de la naturaleza humana). No es, por tanto, más que una
idea, pero una idea práctica que [...] posee realidad objetiva [...] como
refiriéndose al mundo sensible, aunque en cuanto objeto de la razón
pura en su uso práctico y en cuanto c o rp u s m y s tic u m de los seres ra­
cionales de ese mundo, en la medida en que la voluntad libre de tales
seres posee en si, bajo las leyes morales, una completa unidad sistemá­
tica, tanto consigo misma como respecto a la libertad de los demás».
9. G ru n d leg u n g , pp. 433-44.
10. Ib íd ., p. 428.
11. K ritik d e r p r a k tis c h e n V e rn u n ft, Werke, Ak., vol. V, p. 132.
12. K ritik d e r U rteilskra ft, Werke, Ak., V, pp. 435-43: «No tenemos
más que una especie única de seres en el mundo cuya causalidad sea
teleolágica, es decir, enderezada a fines, pero al mismo tiempo de índo­
le tal que la ley según la cual han de determinarse fines esos seres se
la representan ellos mismos como incondicionada e independiente de con­
diciones naturales, a la vez que como necesaria en sí. El ser de esa
clase es el hombre, [...] (que) [...] obra, no como miembro de la natura­
leza, sino en la lib e rta d de su facultad de desear, es decir, que su buena
voluntad es lo único que puede dar a su existencia un valor absoluto,
así como dar, con relación a ella, un fin fin a l a la existencia del mundo»
(sigo, para la traducción de E n d z w e c k como «fin final», la versión cas­
tellana de Manuel Garcia Morente, Madrid, 1958).
13. G ru n d le g u n g , p. 436, nota.
14. O p. cit., p. 429. Quizás sea este el momento de advertir
que, por más que Kant afirmase que «el imperativo categórico es sólo
uno» en el sentido de ofrecer un y sólo un canon para juzgar acerca de
la moralidad, resulta inapropiado hablar de « el imperativo categórico
kantiano», puesto que no hay «un único» imperativo categórico kantia­
no (contra lo sostenido por B.E. Rollin, «There is only One Categorical
Imperative», K a n t-S tu d ie n , 1976, pp. 60-72), sino varios: frente a
las tres formulaciones del mismo clásicamente reconocidas, H.J. Pa­
tón (T h e C ategorical Im p e ra tiv e , Londres, 1974, p. 129) prefería hablar
de cinco y J.R. Silber («Procedural Formalism in Kant's Ethics»,
R e v ie w o f M e ta p h y sic s, 28, 1974, pp. 197-236, especialmente pp. 205
ss.) llega a hablar de siete u ocho, todas ellas identificables en la
propia obra de Kant, añadiendo que caben ilimitadas posibilidades de
reformulación de cada una. (Entre nosotros, pueden verse sobre el
particular Sergio Sevilla Segura, A n á lis is de los im p e r a tiv o s m o ra les en
K a n t, Valencia, Ed. Universidad de Valencia, 1979, pp. 95 ss., y José

130
Gómez Caffarena, E l te ís m o m o ra l e n K a n t, Madrid, Gd. Cristiandad,
1984, pp. 177 ss.).
15. Ib íd ., p. 433.
16. Véase sobre este punto mi trabajo «Contrafacticidad y ciencias
sociales», en A ciencia in cierta , Madrid. Taurus, en prensa.
17. Así lo apunta, ya en su título, el sugerente ensayo de José Gómez
Caffarena «Del "Yo trascendental" al Nosotros del “Reino de los Fines1'»,
C o n v iv iu m , 21, 1966, pp. 183-198.
18. En cualquier caso, intentos como el de Apel de «transformación
lingüística de la filosofía trascendental clásica» podrían haberse ahorra­
do al menos la mitad del recorrido si, en lugar de partir del yo de la
«pura apercepción» de la C rítica d e la ra zó n p u ra , lo hubiesen hecho
del «nosotros» de la F u n d a m e n ta c ió n d e la m e ta físic a d e la s c o s tu m ­
bres.
19. Por lo que a Hegel se refiere, recuérdese el título de la obra de
Ramón Valls Plana, D el y o a l n o so tro s. L e c tu ra d e la F e n o m en o lo g ía
d e l E sp ír itu d e H egel, Barcelona, Estela, 1971. Aunque no echen mano
de la consabida fórmula «del yo al nosotros», más de una de las re­
construcciones habermasianas de la «sociohistorización» del yo trascen­
dental podrían haberse titulado así. Piénsese, por citar un solo ejemplo,
en la galopada historicofilosófica a través de «la crítica de Hegel a Kant»
y la «metacrítica de Marx a Hegel» con que se abre C o n o c im ie n to e in ­
te ré s (Cfr., a este respecto, Garbis Kortian, M e ta c ritiq u e : T h e P hilosop-
h ic a l A r g u m e n t o f JU rgen H a b e rm a s , Cambridge, 1980).
20. En líneas generales, no es ocioso insistir sobre la distinción entre
«pensamiento contrafáctico» y «pensamiento trascendental», pues —in­
cluso después de su «superación reconstructivista del trascendentalis-
mo»— un autor como Habermas da la sensación de tender a confundir­
los cada vez que se acerca al problema de los «presupuestos racionales
de» (la comunicación, la interpretación o lo que sea), como se echa de
ver —valga un botón de muestra— en «Interpretative Social Science ver­
s u s Hermeneuticism», N. Haan-R.B. Bellah-P. Rabinow-W.M. Sullivan
(eds.). S o c ia l S c ie n c e a s M o ra l In q u iry , Nueva York, 1983, pp. 251-270,
pp. 258 ss.
21. Sobre la relación entre pensamiento contrafáctico y ética, véase
mi trabajo «Peor para los hechos», en D e lo d iv in o y lo h u m a n o , Ma­
drid, Taurus, en prensa.
22. G ru n d le g u n g , p. 436.
23. Cfr. Georges Vlachos, La p e n s é e p o litiq u e d e K a n t, París. 1962;
Hans Saner, K a n ts W eg v o m K rieg z u m F rieden. 1. W id e rstre it u n d Ein-
h e it: W ege zu K a n ts p o litis c h e m D en ken , Munich. 1967; Eduard Gerres-
heim (ed.), I m m a n u e l K a n t 1724-1974. K a n t a is p o litis c h e r D en ker,
Bonn-Bad Godesberg, 1974; Gerhard Luf, F reih eit u n d G leich h e it. D ie
A k tu a litá t im p o litis c h e n D e n k e n K a n ts, Viena, 1978; Yirmiahu Yovel,
K a n t a n d th e P h ilo so p h y o f H isto ry, Princeton, 1978; Howard Williams,
K a n t's P o litica l P h ilo so p h y , Oxford, 1983; y, entre nosotros, Francisco
J. Herrero, R e lig ió n e h is to ria d e K a n t, Madrid, Gredos, 1979 y Enrique
M. Ureña, 1a crítica k a n tia n a d e la s o c ie d a d y la religión, Madrid, Tec-
nos, 1979, así como la tesis doctoral de Isaac Álvarez Domínguez, La

131
filo s o fía k a n tia n a d e la h isto ria , Universidad Complutense de Madrid,
1984, y los trabajos de Roberto Rodríguez Aramayo, «La filosofía kan­
tiana de la historia. ¿Otra versión de la teología moral?», R e v ista de
filo so fía , 8. 1985, pp. 21-40, y «La filosofía kantiana del Derecho a la
luz de sus relaciones con el formalismo ético y la filosofía crítica de la
historia», R e v ista d e F ilosofía, 9, 1986, pp. 15-36.
24. Compárense, por ejemplo, los opúsculos M u tm a s s lic h e r A n fa n g
d e r M e n s c h e n g e sc h ic h te y V om ra d ik a le n B a se n (incluido, tras su pre­
via prohibición por la censura, en Die R elig ió n in n e r h a lb d e r G r e m e n
d e r blo ssen V e m u n ft), Werke, Ak.. vols. VIII, pp. 107-24 y VI, pp. 17-54,
respectivamente.
25. Compárense, de nuevo, Id e e zu e in e r a llg e m e in e n G e sc h ic h te in
w eltb iirg e rlic h e A b s ic h t y Z u m e w ig e n F rieden, Werke, Ak., vol. III,
respectivamente pp. 15-32 y 341-86.
26. José Gómez Caffarena, E l te ís m o m o ra l en K a n t, cit., p. 219.
27. Th. McCarthy, T h e C ritical T h eo ry o f J iirg e n H a b e rm a s, Cam­
bridge, Mass., Londres, 2.a ed.. 1981, pp. 329 ss.
28. G ru n d le g u n g , p. 437.
29. McCarthy, loe. cit. Cuando se invocan las clásicas definiciones
kantianas del derecho como «la limitación de la libertad de cada uno a
la condición de su coincidencia con la libertad de todos» o como «el
conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio del uno puede ser
compatible con el arbitrio del otro, según una ley general de libertad»
( M e ta p h y s ik d e r S itie n l. M e ta p h y s is c h e A n fa n g s g r ü n d e d e r R e c h tsle h -
re, Werke, Ak., vol. VI, p. 230), no sólo es importante tener presente
q u e, sino también p o r q u é , la «libertad negativa» es la llamada para
Kant a hacer posible la «libertad positiva» o autonomía: «En el fondo
del pensamiento jurídico kantiano se halla la idea fundamental de que
el postulado de la autonomía es un postulado dirigido al hombre en su
ser individual y que, por tanto, sólo él, en su individualidad, tiene que
cumplir; mientras que al Derecho le incumbe exclusivamente establecer
aquellas condiciones que posibilitan y aseguran el cumplimiento de aquel
imperativo en el mundo de las relaciones sociales» (cfr., F. González
Vicén, La filo s o fía d e l E s ta d o en K a n t, cit., pp. 41-50).
30. Z u m e w ig e n F rieden, p. 366.
31. McCarthy, op. cit., p. 330.
32. Véase sobre este punto mi trabajo «¿Politeísmo o irracionalis­
mo? Un dilema positivista (En torno a la lectura habermasiana de Max
Weber)», Teoría, en prensa.
33. Habermas, «Diskursethik. Notizen zu einem Begründungspro-
gramm», M o r a lb e w u sstse in u n d k o m m u n ik a tiv e s H a n d eln , Francfort del
Main, 1983 (hay traducción castellana de R. García Cotarelo, Barcelo­
na, 1985), pp. 53-124, p. 77, reconoce inspirarse a este respecto en la
versión de su propio pensamiento debida a McCarthy, op. cit., p. 326.
34. McCarthy. ib íd ., pp. 358 ss. Véase asimismo mi trabajo «Entre
el liberalismo y el libertarismo (Reflexiones desde la ética)», Z o n a A b ie r­
ta, 30, 1984, pp. 1-62.
35. Véase, junto a mi trabajo anteriormente citado, «Ética y comunica­
ción (Una discusión del pensamiento ético-político de Jürgen Habermas)»,

132
B o le tín In fo r m a tiv o d e la F u n d a c ió n J u a n M arch, 149, 1985, pp. 26-33.
36. Habermas, L eg itim a tio n sp ro b le m e in S p ü tk a p ita lism u s, Francfort
del Main, 1973 (hay trad. cast. de J.L. Etcheverry, Buenos Aires, 1975);
trad. al inglés de Th. McCarthy, L eg itim a tio n Crisis, Boston, 1975, p. 87.
37. McCarthy, op. cit., p. 331.
38. Cfr., en relación con la clásica obra de Jacob L. Talmon, The
O rigins o f T o ta lita ria n D em ocracy, Londres, 1952 (hay trad. cast. de
M. Cardenal Iracheta, México, 1956), las observaciones de John Plame-
natz, «Ce qui ne signifie pas autre chose, sinon qu'on le forcera d’étre
libre», en A n n a le s d e p h ilo s o p h ie p o litiq u e , vol. 5 (R o u ss e a u e t la p h ilo -
so p h ie p o litiq u e ), 1966, pp. 137-52 (véase también mi trabajo «Rous­
seau, Kant, Marx», en H o m e n a je a J o s é A n to n io M aravall, 2 vols., Ma­
drid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1986, vol. II, pp. 123-43).
39. H. Marcuse, en H. Marcuse-J. Habermas-H. Lubasz-T. Spengler,
«Theorie und Politik», en J. Habermas e t alii, G e sp rá c h e m it H e rb e rt
M a rcu se, Francfort del Main, 1978, pp. 9-62 (hay trad. cast. de M. Ji­
ménez Redondo, Valencia, 1980), pp. 21 y 24.
40. Op. cit., pp. 25 ss., donde no hay que decir que Marcuse está
apoyándose en la concepción de la racionalidad sustentada en E ro s y
civiliza ció n .
41. Ibíd. Por mi parte, he tenido ocasión de defender a Marcuse (L a
ra zó n sin e sp e ra n za , Madrid, Taurus, 1977, pp. 118 ss.) frente a la crí­
tica convencionalmcnte liberal de su «critica de la pura tolerancia» y
otros aspectos de su obra por el estilo de éste, pero confieso que su
dogmatismo —que en nuestro caso le lleva a responder a la pregunta
«¿Y quién define qué es una vida mejor?» con un «Eso es algo que ya
se sabe»— me ha resultado siempre indigerible.
42. Personalmente estoy lejos de considerar semejante inconclusión,
que da a dicho diálogo cierto empaque socrático, como un defecto (es­
pecialmente si —como el texto hace constar— el simposio se interrum­
pe, para seguir luego por otros derroteros, a causa de urgencias tan res­
petables como la de la hora de comer).
43. El texto de Tugendhat —que reproduzco, al igual que el que le
sigue más abajo, de la cita que de él se hace en el comentario de Ha-
bermas, «Diskursethik», pp. 78-86, p. 82— procede de la tercera de las
Christian Gauss Lectures, «Morality and Communication», pronuncia­
das por el autor en la Universidad de Princeton en 1981 y posterior­
mente publicadas en alemán —«Drei Vorlesungen über Probleme der
Ethik (1981)», en E. Tugendhat, P ro b le m e d e r E th ik , Stuttgart, 1984—
en compañía de unas «Retraktationen (1983)» que aclaran no poco su
verdadera posición.
44. Habermas, op. cit., p. 84. habla —un tanto discutiblemente—
de un «déficit de fundamcntación» (B e g rü n d u n g s d e fiz it), lo que da pie
a la introducción de un enojoso problema —el de los «fundamentos» de
la D is k u r s e th ik — bastante menos interesante, en mi opinión, que el de
sus «limites».
45. Tugendhat. op. cit., p. 83.
46. Como he tratado de argumentar en «¿Politeísmo o irracionalis­
mo?», cit., la posición de Habermas no excluye —contra lo sostenido

133
por Steven Lukes, «Of Gods and Demons: Habermas and Practical Rea-
son», en John B. Thompson y David Heid (eds.), H a b e rm a s . C ritical
D eb a tes, Cambridge, Mass., 1982, pp. 134-48, la admisión del «pluralis­
mo valorativo», sin el que perdería todo sentido la idea misma de poner
en marcha un proceso de formación discursiva de una voluntad racio­
nal.
47. Rousseau, D u c o n tra t social, París, Oeuvres completes, ed. Bi-
bliothéque de la Pléiade, vol. 111. Écrits politiques, 1964, pp. 440-41.
48. La frase en cuestión acostumbra a ser atribuida a Henry David
Thoreau, quien en rigor dijo tan sólo algo ligeramente parecido —o, para
ser exactos, algo profundamente diferente— en su panfleto C ivil D iso-
b e d ie n c e ( T h e W r itin g s o f H .D . T h o rea u , Boston. 1906, vol. IV, pp.
356-87, p. 369): «Cualquier hombre que esté más en lo justo que sus
vecinos constituye ya una mayoría de uno (A n y m a n m o re rig h t th a n
h is n e ig h b o rs c o n s titu te s a m a jo rity o f o n e a lrea d y)» .
49. Véase mi trabajo «Cara y cruz del contrato social», en S a b e r!
leer, 1, 1986.
50. Véase mi trabajo «Más allá del contrato social .(Venturas y des­
venturas de la ética comunicativa)», en D e sd e la p e rp le jid a d , cil.
51. Véase, ib íd ., mi trabajo «De la intrascendentalidad de la razón».
52. Para la distinción entre «acción» (incluida la acción comunicati­
va) y «discurso», cfr. Habermas, T heorie u n d P raxis, 4* ed., Francfort
del Main. E in le itu n g . La distinción, que guarda alguna analogía con la
distinción husserliana entre «actitud natural» y «actitud reflexiva»,
podría describirse diciendo que supone la «puesta entre paréntesis» de
las exigencias de la acción (la cual asume ingenuamente un incuestio­
nable consenso subyacente) y prescinde de toda otra motivación que no
sea (da búsqueda cooperativa de argumentos con el fin de alcanzar por
esa vía un consenso fundado acerca de nuestras opiniones, sean
creencias o convicciones». En cuanto a la distinción entre «acción
estratégica» y «acción comunicativa». Habermas ha actualizado su
versión de la misma en «Aspects of the Rationality of Action», en
Theodore F. Geraets (ed.), R a tio n a lity T oday, Ottawa, 1979, pp. 185-212
y T heorie d e s k o m m u n ik a tiv e n H a n d e ln s, 2 vols., Francfort del Main,
1981, vol. I.. pp. 367 ss.
53. Cfr. Walter Euchner, «Kant ais Philosoph des politischen Fortsch-
ritt», en E. Gerresheim (ed.), K a n t a is p o litisc h e r D enker, cit., pp. 17-26,
quien alude a la familiaridad de Kant con la obra de autores como Swift,
Mandeville y Adam Smith. al último de los cuales parece remitir la cé­
lebre caracterización kantiana de la u n g esellig e C e se llig k e it en el cuarto
de los Principios de su «historia universal en sentido cosmopolita»: «El
medio del que se sirve la naturaleza para lograr el desarrollo de todas
sus disposiciones es el a n ta g o n is m o de las mismas en la sociedad, en
la medida en que ese antagonismo se convierte a la postre en la causa
de un orden legal de aquéllas. Entiendo en este caso por antagonismo
la in so c ia b le so c ia b ilid a d de los hombres, es decir, su inclinación a for­
mar ^sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante
que amenaza perpetuamente con romperla» {Id e e z u e in e r a ltg e m e in e n
G e sc h ic h te in w e ltb ü rg e rlic h e r A b s ic h t, p. 20).

134
54. En un sentido aproximado al que aquí quiero darle, la ((concor­
dia discorde» fue invocada por Stephen Taylor Holmes en su crítica de
la T ra n s fo rm a c ió n d e la filo s o fía de Apeí, In te r n a tio n a l P h ilo so p h ic a l
Q u arterly, XVI, 1976, p. 226. Al acuñar la fórmula, Lucano concebía la
co n co rd ia d is c o rs como una «armonía disonante» ( P h a rsa lia , I, 98). Y
Kant mismo alude a ella cuando habla de que «el hombre quiere
concordia, pero la naturaleza sabe mejor lo que le conviene a la especie
y quiere discordia» (loe. c it.), introduciendo así un matiz teleológico
—en el sentido metafísico-natural del término— que por mi parte no
querría retener en mi uso de la expresión (¿me estaría permitido,
siquiera sea por esta vez, responder «Me» a la pregunta de Dominick
LaCapra «Who rules metaphor?», R e th in k in g In te lle c tu a l H isto ry : T exis,
C o n te x ts, L a nguage, Ithaca. 1983).
55. Para decirlo con las palabras con que Rüdiger Bubner, M o d e m
G e rm á n P h ilo so p h y , Cambridge, 1981, p. 190, compendia su compara­
ción entre el diálogo socrático-platónico y el habermasiano: «El cometi­
do del diálogo consiste justamente en la p ro d u c c ió n de racionalidad bajo
condiciones de racionalidad insuficiente. En condiciones ideales de ra­
cionalidad no habría reales problemas a los que enfrentarse y el diálo­
go no pasaría de constituir un divertimento. En último término, y si no
fuera por semejante déficit de racionalidad, el diálogo se hallaría des­
provisto de toda razón de ser [...]. Usualmente, y también originaria­
mente, el diálogo se presenta como un recurso destinado a permitimos
hacer frente a problemas bajo la presión de dificultades debidas a la
ausencia de condiciones ideales en la interacción social. El tema del dis­
curso surge precisamente de circunstancias tales como la falta de clari­
dad teórica o la discordia práctica. Si dichas circunstancias, que son
las que en rigor han de dar lugar al diálogo, se ponen entre paréntesis,
y si las condiciones que determinan nuestra entrada en el diálogo se
definen desde un comienzo en términos del supuesto objetivo de este
último —a saber, la racionalidad perfecta y el consenso consumado—,
el p ro c e s o dialógico acabará por perder su misma funcionalidad».
56. Habermas, «Erkenntnis und Interesse (1965)», en T e c h n ik u n d
W is s e n s c h a ft a is «Ideologie», Francfort del Main, 1969, p. 164.
57. Cfr. A. Heller, «Habermas and Marxism», en Thompson-Held
(eds), op. cit., pp. 21-41.
58. Ib ld ., p. 26.
59. Ib id ., pp. 27 ss.
60. Cfr. las contribuciones de Helia Mand. Alexander Gurwitsch, Ro­
ben Spaemann, Dieter Henrich y Emst Bloch recogidas —bajo el epí­
grafe «Die Problematik des Widerstandsrechts»— en Zwi Batscha (ed.),
M a te ria lie n z u K a n ts R e c h tsp h ilo s o p h ie , Francfort del Main, 1976, pp.
292-378.
61. Véase sobre el particular el libro obligado de Karl Vorlánder Im -
m a n u e l K a n t, d e r M a n n u n d d a s W erk, 2 vols., Leipzig, 1924, esp. vol.
II, pp. 213 ss., así como, más recientemente, Iring Fetscher, «I. Kant
und die Franzósische Revolution», en E. Gerresheim (ed.), op. cit., pp.
27-43 y Peter Burg, K a n t u n d die F ra n zó sisch e R evo lu tio n , Berlín, 1974.
62. Tomo de F. González Vicén, La filo s o fía d e l E s ta d o en K a n t,

135
cit.. pág. 96. este interesante texto procedente de Jakob Fríes, P h ilo so p -
h is c h e R e c h tsle h re u n d K ritik a ller p o s itiv e n G esetz, Jena, 1803, p. 95,
que convendría contrastar —no se olvide la influencia del kantismo de
Fríes en el racionalismo crítico de Popper y su escuela— con la excesi­
vamente popperiana, aun si no por ello menos admirable, «Introduc­
ción» de Hans Reiss a su edición de los K a n t's P o litica l W ritin g s, Cam­
bridge, 1970, pp. 1-40.
63. Resumo aquí la posición que he sostenido con anterioridad en
mi artículo «La ética en la cruz del presente», E n ra h o n a r, 1, 1981, pp.
7-16. Como allí hacía constar, el texto del mismo procedía de una con­
ferencia —pronunciada en San Sebastián en los primeros y difíciles mo­
mentos de la transición política española hacia la democracia— con la
que trataba de responder, según mi leal saber y entender, a una en­
cuesta de la revista H erria 2 .0 0 0 E liza sobre el problema de la violencia
en el País Vasco. Nada me satisfaría tanto como poder confiar en que
aquel texto se vuelva «inactual» no sólo en el sentido ético del término,
sino en el más elemental de verse superado por la evolución de los acon­
tecimientos y la proximidad de un efectivo acuerdo entre todas las par­
tes implicadas para el logro de una paz justa en Euzkadi.
64. Reyes Mate, «El lugar de la ética en el arte de la política)), Le-
via tá n , 9, 1982, pp. 111-20. En una referencia al artículo acabado de
citar en la nota precedente, el autor se hace muy correctamente cargo
de un argumento mío que hoy no suscribiría en su integridad, pues creo
—y espero mostrarlo así en los párrafos que siguen en el texto— que la
ética tiene efectivamente a lg o que decir acerca de la violencia: «Javier
Muguerza se preguntaba recientemente qué tendría que decir la ética
acerca de la violencia: "por terrorífico que pueda parecer", respondía,
"la ética no puede decir nada”. No la puede justificar porque la ética
tiene una pretensión de universalidad que el "violento" niega con su ac­
ción. Pero tampoco la puede condenar, ya que ese tipo de violencia "re­
volucionaria” se suele dar en circunstancias políticas en donde los suje­
tos no disfrutan de una completa capacidad de autodeterminación» ( o p .
cit., pp. 111-2). Séame en correspondencia permitido reproducir, aun a
riesgo de simplificarla en exceso, una parte de su argumentación con la
que tengo que declararme absolutamente de acuerdo: «La desazón que
produce esta situación aporética no se debe sólo a la frustración inte­
lectual de no poder resolver un problema, sino también, y sobre todo, a
que la imposibilidad de una conducta moral que no conjugue la univer­
salidad con la autodeterminación refleja la existencia de sujetos sin poder
autodeterminarse y sometidos a intereses particulares [...]. La ética no
consistirá en una carrera hacia la universalidad y autodeterminación de
quienes ya están colocados en la línea de salida, sino en un incesan­
te esfuerzo por hacer que los no-sujetos sean sujetos [...]. La exigencia
del paso del no-sujeto a la subjetividad es un proceso permanente que
coloca en un nuevo plano a las exigencias de autodeterminación y
universalidad de la ética: mientras haya un solo no-sujeto, ningún suje­
to puede tenerlas todas consigo, ya que la existencia de la marginalidad
cuestiona la positividad de las subjetividades existentes» (ib id ., pp.
119-20).

136
65. Véase mi trabajo «La inactualidad de la ética», en D e lo d iv in o
y lo h u m a n o , cit.
66. Así lo supo proclamar en su momento, con la noble serenidad
de juicio que le caracterizaba, Thomas Merton, «The Meaning of Mal-
colm X», F a ith a n d Violence, Notre Dame, 1968, pp. 182-90.
67. A. Heller, op. cit., p. 28.
68. lb id .
69. La mejor caracterización que darse pueda del «reino de los fines»
consistiría en decir que, para Kant, este último constituye u n m u n d o de
su je to s, en el sentido en que soberbiamente lo explicitan los propios tex­
tos kantianos. Así, por ejemplo, a propósito de su definición de las «per­
sonas» como «fines objetivos» (o b je k tiv e Z w e c k e ): «Los seres cuya exis­
tencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen,
cuando se trata de seres irracionales, un valor meramente relativo, como
medios, y por eso se llaman c o sa s; en cambio, los seres racionales llá-
manse p e r s o n a s porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí
mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como
medio y, por tanto, limita en este sentido todo capricho (y es un objeto
de respeto). Estos no son, pues, meros fines subjetivos, cuya existen­
cia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor p a ra n o so tro s, sino
que son fin e s o b je tiv o s, esto es, cosas cuya existencia es en sí misma
un fin, y un fin tal que en su lugar no puede ponerse ningún otro fin
para el cual debieran ellas servir de medios, porque sin esto no habría
posibilidad de hallar en parte alguna nada con valor a b so lu to ; mas si
todo valor fuera condicionado y, por lo tanto, contingente, no podría
encontrarse para la razón ningún principio práctico supremo» ( G ru n d -
leg u n g , p. 428). O, por citar otro ejemplo no menos famoso, con oca­
sión de su distinción entre «precio» (P re is) y «dignidad» (W iir d e ): «En
el reino de los fines todo tiene o bien un precio o bien una dignidad.
Aquello que tiene un pFecio puede ser sustituido por algo eq u iv a le n te ; en
cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite
nada equivalente, eso tiene dignidad. Aquello que se refiere a las inclina­
ciones y necesidades del hombre tiene un p recio d e m ercado; aquello
que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a
una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nues­
tras facultades, tiene un p recio d e afecto ; pero aquello que constituye la
condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente
valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad. La
moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí
mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino
de los fines. Así pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es
capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad» (Ibíd., pp. 434, 435).
70. Por «condición humana» —que podría constituir una aceptable
traducción de lo que Kant llama «humanidad» (M e n s c h h e it )— no ha de
entenderse aquí, por las razones que veremos enseguida, una categoría
«natural» ni «histórica» (sea la «naturaleza humana» o su «concreción»
a una determinada época o sociedad), sino una categoría «moral», a saber,
aquello que hace del hombre un sujeto (una persona o fin objetivo, do­
tada de dignidad, etc.) y no un objeto.

137
71. Cfr., para la distinción entre ambos sentidos del «individualis­
mo ético» —destinada a impedir la confusión entre este último y el lla­
mado «individualismo posesivo» en cualquiera de sus variantes—, St.
Lukes, In d iv id u a ü s m , Oxford, 1973 (hay trad. cast. de J.L. Álvarez, Bar­
celona, 1975), pp. 99-106, quien, sin embargo, parece extraviarse cuan­
do afirma que «el simple planteamiento del problema de los límites de
la moralidad [...] equivale implícitamente a denegar el individualismo
ético», lo que, si fuera cierto, equivaldría a su vez a negar a Kant su
merecida condición de individualista ético.
72. L. Kolakowski, «Warum brauchen wir Kant?», M e r k u r, 9-10,
1981, pp. 915-24.
73. En relación con este problema, que replantea el de la tercera
antinomia de la Dialéctica Trascendental kantiana y lo generaliza hasta
hacerlo extensivo a las ciencias sociales no menos que a las naturales,
véase mi trabajo «A vueltas con la razón», en D esd e la p e rp le jid a d , cit.
74. Kolakowski, op. cit., pp. 919 ss.
75. Por lo que hace al m a rx is m o , Kolakowski excluye expresamente
del censo de incursores en la falacia a los marxistas neokantianos del
tipo de Cohén o Vorlánder, para quienes «la idea socialista» consistía ni
más ni menos que en «la liberación humana de aquellas circunstancias
que impiden funcionar al hombre como individuo o sujeto moral»; en
cuanto a la n u e v a d erech a , remonta sus orígenes a la tradición antiilus­
trada de un De Bonald o un De Maistre, el último de los cuales alegaba
«haber visto franceses, alemanes o rusos, pero nunca “hombres"», a lo
que cabría replicar con la pregunta de «si había visto a un francés, un
alemán, un ruso o más bien a Dupont. Müller o lvanov», cada uno de
los cuales se halla lejos de reducirse a su respectiva nacionalidad ( I b f d
pp. 920 y 922).
76. Para la distinción entre individualismo «ético», «ontológico» y
«metodológico», véase «Entre el liberalismo y el libertarismo», cit.; y,
sobre el tercero de ellos, St. Lukes, «Methodological Individualism Re-
considered», E s s a y s in S o cia l T heory, Nueva York, 1977, pp. 177-86.
77. Aun sin relacionarla expresamente con el punto de vista de la
ética comunicativa, Kolakowski expresa bien esta idea cuando habla de
«la condición humana (d a s M e n s c h s e in ) como una categoría universal
aplicable a cada hombre individual y sólo a cada hombre individual»
(Ib íd ., p. 924).
78. He aquí, pues, una razón de cierto peso para n o erradicar de
nuestras mentes el concepto de «alienación», contra lo que sugiere el
propio Kolakowski en «Die sogennante Entfremdung», L eb en tr o tz Ges-
c h ic h te , Munich, 1977, pp. 218-31. El concepto de alienación, por des­
contado, admite una considerable variedad de modulaciones sociohistó-
ricas, desde la esclavitud antigua a la contemporánea distorsión comu­
nicativa, desde la explotación económica a la objetualización sexual, etc.,
etc., etc.; pero eso es también lo que sucede con el propio principio que
prescribe tratar al hombre siempre como un fin y no tan sólo como un
medio; y el hecho de que todas aquellas formas de alienación constitu­
yan otras tantas violaciones sociohistóricamente posibles de este último
principio ofrece, en mi opinión, un buen ejemplo de cómo se articulan

138
la experiencia moral y los principios morales. Para una incisiva proble-
matización de dicha «articulación», véase el trabajo de Ernst Tugendhat
«La pretensión absoluta de la moral y la experiencia histórica» —en J.
Muguerza y F. Quesada (eds.), A y e r y h o y d e la ética. A c ta s d e la l
S e m a n a d e É tica e H isto ria d e la É tica en H o m e n a je a l P ro fe so r J o sé
L uis L. A ranguren, Madrid, Taurus, en prensa—, que, sin embargo, acaso
no haga entera justicia a Kant al no centrarse en e s ta concreta versión
de su imperativo categórico.
79. De lo que aquí se trataría, en efecto, es de tomar de una vez en
serio la sugerencia platónica —tan del gusto, por cierto, de Apel— de
interpretar el monólogo como un «diálogo el alma consigo misma», esto
es, como un caso límite del ejercicio de la racionalidad dialógica, lo que
tal vez diera satisfacción a la reciente invitación de José Luis L. Aran­
guren (véase su P rólogo a Adela Cortina, É tica m ín im a . In tro d u c c ió n a
la filo s o fía p rá c tic a , Madrid, Tecnos, 1986, pp. 11-15) de prestar a la
«ética ¡ntrasubjetiva» una atención al menos comparable a la que se pro­
diga hoy a la «ética intersubjetiva».
80. De la incomodidad que el tema de la «utopía» parece suscitar
en Habermas podría dar idea el hecho de que en un mismo texto —aun
si, lo reconozco, en diferentes contextos (cfr. «Reply to my Critics», en
Thompson-Held, eds., cit., pp. 219-83, p. 227, 235 y 251)— nos encon­
tremos con pronunciamientos tan aparentemente diversos como los que
transcribo a continuación. l.°) «A buen seguro, el concepto de raciona­
lidad comunicativa encierra una perspectiva utópica»; 2.°) «El univer­
salismo ético (que defiendo) posee un contenido utópico, pero no deli­
nea una utopia»; 3.°) «Nada me pone tan nervioso como la imputación
[...] de que [...] la teoría de la acción comunicativa propone, o al menos
sugiere, una sociedad utópica.» En cuanto al sentido «ético» de la uto­
pía, a que se alude a continuación, véase mi trabajo S o b re la fa lta d e
lu g a r d e ¡a u to p ía , en J. González-C. Pereyra-G. Vargas Lozano (eds.).
P ra xis y filo so fía . E n s a y o s e n H o m e n a je a A d o lfo S á n c h e z V á zquez,
México, Grijalbo, 1985, pp. 351-88.
81. Cfr. Pepita Haezrahi, «The Concept of Man as End-in-Himself»,
en Robert P. Wolff (ed.), K ant. A C ollection o f C ritical E ssa y s , Lon­
dres, 1968, pp. 291-313, pp. 292-3.
82. Ib íd ., pp. 295 ss., así como P. Haezrahi, T he P rice o f M orality,
Londres, 1971, pp. 159-67.
83. P. Haezrahi, «The Concept of Man as End-in-Himself». cit., p.
294.
84. Cfr. Richard J. Bernstein (ed.), H a b e rm a s a n d M o d e rn ity , Ox­
ford, 1985. Véanse asimismo los pronunciamientos de Habermas en «Die
Modeme-Ein unvollendetes Projekt. Rede aus Anlass des Adomo-Preiss»,
D ie Z eit, 39, 1980 y D er p h ilo s o p h is c h e D isk u r s d e r M o d e m e , Francfort
del Main. 1985. Entre nosotros puede verse José María Mardones, «Mo­
dernidad y posmodernidad. Un debate sobre la sociedad actual». R a zó n
y fe . 156, 1986, pp. 204-17.

139
DIGNIDAD Y NO PRECIO:
MÁS ALLÁ DEL ECONOMICISMO*

Adela Cortina

1. «Establecer el derecho de la humanidad»

En el año 1788 ve la luz la segunda de las Críticas kan­


tianas: la Crítica de ese uso de la razón que consiste en
dirigir el obrar.
Con ello un segundo jalón venía a añadirse al represen­
tado por la publicación de la primera Crítica, en el marco
de un plan que el filósofo de Konigsberg llevó a cabo de
modo implacable. El plan, apuntado en la célebre carta a
Marcus Herz del 21 de febrero de 1772, y pormenorizado
en la Crítica de la Razón pura, queda expuesto de modo
diáfano en el Prefacio a la Metafísica de las Costumbres.
A su tenor, el propósito kantiano consistirá en proporcio­
nar a la metafísica una marcha tan segura como la de una
ciencia —no en convertirla en ciencia—, para lo cual será
preciso cubrir al menos cuatro etapas: realizar una crítica
de la razón en su uso especulativo, con el fin de detectar
los conceptos madre del conocimiento teórico-trascendental;
llevar a cabo posteriormente una crítica de la razón en su
uso práctico para desentrañar los conceptos madre del
saber práctico, de la Weltweisheit; y, por último, desarro­

* Este trabajo forma parte de un proyecto de investigación más am­


plio, llevado a cabo en la Universidad de Frankfurt, con una beca de
Alexander von Humboldt-Stiftung.

140
llar por separado estos conceptos teóricos y prácticos, alum­
brando con ello el sistema o metafísica de la naturaleza y
el sistema o metafísica de las costumbres. De elaborar la
metafísica de la naturaleza se ocupó Kant en los Metaphy-
sische Anfangsgründe der Naturwissenschaft, mientras que
la obra práctica quedó completa en la Metaphysik der Sit-
ten, dividida a su vez en «Rechstlehre» y «Tugendlehre».
Con ello quedaba configurado el sistema del saber en su
doble vertiente, la del saber acerca de la naturaleza y la
del saber acerca de lo que es posible por la libertad. Y que­
daba completo en lo que a la dimensión «doctrinal» de la
filosofía trascendental se refiere, porque la dimensión «crí­
tica» —no sistemática— se vio coronada con la publicación
de la Crítica del Juicio, porque la facultad de juzgar no
precisa desarrollo sistemático alguno, dada su incapacidad
para producir un saber objetivo. El Juicio —recordémos­
lo— es una facultad «heautónoma», no una facultad «autó­
noma». 1
Por último, a mi modo de ver, el Opus postumum in­
tentaba perfeccionar este sistema de la razón desde la ver­
tiente subjetiva. El tránsito de los principios metafísicos
elementales de la ciencia de la naturaleza a la física exige
el tránsito de la física al sistema de filosofía trascenden­
tal, y de nuevo el tránsito al sistema situado entre la natu­
raleza y la libertad, que concluye en el enlace universal de
las fuerzas vivas de todas las cosas en la oposición Dios-
Mundo.2 Esta es la razón por la que, a mi juicio, cabría
denominar al Opus postumum «Crítica de la Razón siste­
mática».3
Dentro de este sistema, así configurado, la Crítica de
la Razón práctica venía a satisfacer, en principio, una an­
tigua aspiración, un interés que acompañó a la obra de
Kant desde sus comienzos, tanto a la obra oral como a la
escrita.
Porque no dejan de tener su importancia los datos ofre­
cidos, entre otros, por Vorlánder, a tenor de los cuales Kant
enseñó en sus clases al menos veintiocho veces filosofía
moral o práctica, y ya desde mediados de los años 1760
había bosquejado unos «Metaphysische Anfangsgründe der
praktischen Weltweisheit».4 Aunque fueron rechazados,

141
hacia enero de 1770/71 tenía Kant planeadas nuevas in­
vestigaciones sobre la «sabiduría puramente moral», en la
que «no pueden encontrarse principios empíricos algunos».5
Estas investigaciones, a juicio de Vorlánder, debieron for­
mar parte de la gran obra planeada en 1772. Tan clara pa­
rece tener Kant esta parte que quiere editarla en 1773; pero
se lo impide la dedicación al trabajo teórico. Sin embargo,
en un trabajo preparatorio a los Prolegómeno da muestras
de que en 1782 ya estaban elaborados los principios de la
ética crítica, aunque su perfeccionamiento tiene que retra­
sarse precisamente gracias a los Prolegómeno.
A principios de 1784 —y siempre según Vorlánder—
empieza Kant a pensar en la posibilidad de verter su ética
en una polémica contra el tratado de Garve sobre el de De
oficiis de Cicerón o contra este mismo. Pero vuelve por fin
al plan de un escrito especial, que se convierte en 1785 en
las 128 octavillas impresas de la Grundlegung.6 El paso
final hasta la aparición de la Crítica de la Razón práctica
es bien conocido.
Confiado Kant en que la razón humana en los asuntos
morales puede ser fácilmente conducida a exactitud y pre­
cisión (cosa que no ocurre en el uso teórico, amenazado
siempre de caer en la dialéctica sofística), ofrece al públi­
co su Grundlegung. Una crítica de la razón práctica parece
innecesaria, dada la familiaridad de las gentes con las cues­
tiones morales, que no están reservadas a los científicos,
como sucede en el uso teórico de la razón. Y, a mayor
abundamiento, una crítica de la razón que regula el obrar
parece desaconsejable porque tendría que conducir a com­
plejas consideraciones, que acabarían confundiendo al lec­
tor. Bastará, pues, con dejar claro el principio supremo de
la moralidad, para pasar después directamente a elaborar
el sistema de las costumbres.7
Y, sin embargo, la confianza de Kant en la pericia del
público en materia moral quedó defraudada. Si la primera
Crítica exigió una ((vulgarización», que —con mayor o
menor éxito— tuvo lugar en los Prolegómeno, la «vulgar»
Grundlegung exigió un desarrollo de mayor envergadura.
De ahí que la segunda Crítica no se limitara a establecer
claramente el principio supremo de moralidad —cosa que,

142
ciertamente, también hace—8 sino que extendiera su tarea
a las categorías y conceptos prácticos, a la relación de tales
conceptos con la experiencia y con los postulados, al enla­
ce de la razón especulativa con la práctica a través de los
intereses, y, por último, a aclarar el método propio de la
razón pura práctica.
Con todos estos elementos, engarzados en la Crítica de
la Razón práctica, empezó a cobrar cuerpo crítico-
trascendental una antigua aspiración que, según la confe­
sión de Kant, había sido despertada por Rousseau: «Hubo
un tiempo en que creía que todo esto (la inteligencia
teórica) podía constituir el honor de la humanidad, y des­
preciaba al pueblo que está ignorante de todo. Es Rous­
seau quien me ha desengañado. Esta ilusoria superioridad
se desvanece; aprendo a honrar a los hombres; y me sen­
tiría más inútil que el común de los trabajadores, si no
creyera que este tema de estudio puede dar a los demás
un valor que consiste en esto: establecer el derecho de la
humanidad».9
«Establecer el derecho de la humanidad.» Este es uno
de los puntos de mira de la filosofía trascendental kantia­
na. A este fin se dirigió en parte la Crítica de la Razón
pura, y por eso trataba de allanar el terreno, preparándolo
para la construcción de esos grandes edificios morales, que
constituyen la labor propia del filósofo. A este fin se diri­
gió en buena medida la Crítica del Juicio, tratando de ten­
der un puente entre una naturaleza moralmente indiferen­
te y un sujeto que ha de realizar en ese mismo mundo el
bien supremo, tanto originario (virtud) como derivado (fe­
licidad). También a establecer el derecho de la humanidad
dedican su esfuerzo los trabajos religiosos, que investigan
la posibilidad de un reino de Dios sobre la tierra a pesar
de la existencia del «mal radical»; o los tratados morales y
jurídicos, ocupados en establecer el derecho externo e in­
terno de la humanidad; o los trabajos de filosofía de la
historia, encaminados a la construcción de una sociedad
cosmopolita que tiene —en sentido práctico— realidad ob­
jetiva.
Ciertamente caben diversas interpretaciones de Kant,
pero una cientificista es inviable.

143
Preguntar si en este contexto merece la Crítica de la
Razón práctica un lugar relevante es ocioso. Allanados los
obstáculos en la primera Crítica, preparado positivamente
el camino por la Grundlegung, la Crítica de la Razón prác­
tica contempla detenidamente la idea central del idealismo:
la idea de libertad.
El interés de algunos intérpretes autorizados, como es
el caso de H. Cohén, radica en mostrar que la libertad,
como idea regulativa, no sólo es permitida por la Crítica
de la Razón pura, sino también exigida por ella. Los prin­
cipios que constituyen la unidad de la experiencia desem­
bocan en ideas, que intentan hacer sistemática aquella uni­
dad. Si las ideas se objetivan, se hacen trascendentes; pero
si se piensan trascendentalmente como máximas regulati­
vas, se mantienen como válidas.
En cada idea se comprende lo mismo que en su gé­
nero: la necesidad de una delimitación de la experien­
cia, la comprobación del pensamiento fundamental de la
contingencia (Zufálligkeit) de la experiencia, la indica­
ción del abismo de la contingencia inteligible. «La doc­
trina de la experiencia —dirá, pues, Cohén— no deja sólo
un lugar abierto para la consideración de otro tipo de
realidad para las cosas humanas, para una conciencia
(Gewissheit) ética del destino humano; sino que sus pro­
pios conceptos fundamentales [...] apuntan hacia las
ideas, que pretenden poder proporcionar otro tipo de rea­
lidad.»10
Y en la idea nouménica de libertad entra este pensa­
miento con toda sistematicidad, porque la totalidad cos­
mológica exige que la libertad sea; es decir, exige que el
noumenon-Zióeríad sea." Pero sólo la ética puede realizar
este ser, que en la doctrina de la experiencia queda apun­
tado y urgido. Y puede hacerlo a través de un ser: el ser
del deber (Sollensein); porque el deber es también un ser;
no tanto un deber ser como un ser del deber.12 Precisa­
mente el contenido de este ser del deber nos llevará a la
realidad objetiva de la idea de libertad.
Ya que desde esta idea —que une el mundo empírico y
el ético— es posible hablar del derecho de la humanidad.
Ya que desde ella es factible trascender el economicismo,

144
como veremos, intentaremos asistir a su gestación en el
pensamiento a través de la obra de Kant.

2. Un formalismo fructífero y necesario

Una de las acusaciones tradicionales frente a la ética


kantiana es la de formalismo. Si ya Hegel dio comienzo a
esta larga tradición,13 los «neohegelianos» de nuestros días
continúan empecinadamente una campaña que pondera las
virtudes de la eticidad hegeliana frente al kantiano punto
de vista moral. La eticidad tendría —entre otras— la ven­
taja de constituir una normatividad dotada de contenido
frente a la vacía «Moralitát».14
También los neoaristotélicos se suman a la crítica de
formalismo y proclaman la superioridad de una ética sus­
tancial de bienes frente a las éticas procedimentales de cuño
kantiano, cuyo fracaso —al decir de los neoaristotélicos—
estamos ya presenciando. El vacío formal de la ética kan­
tiana y sus seguidores no ha conducido sino al emotivis-
mo, según Mac Intyre, o al escepticismo, según Ch. Tay-
lor.15
Naturalmente, el formalismo origina otros males, como
el universalismo abstracto, la impotencia del deber, e in­
cluso el «terror de la virtud».16 Pero la pregunta que en­
tonces se plantea surge con toda naturalidad: ¿es tan vacío
el formalismo kantiano como se pretende, o más bien ten­
dríamos que hablar con Vorlánder de su «Notwendigkeit
und Fruchtbarkeit»?17
Este breve trabajo se inclina por la opción de Vorlán­
der, y en el caso de que la disyuntiva «a favor o en contra
de Kant» se presentara en toda su crudeza, no tendría em­
pacho alguno en decidirse a favor. Porque, con todas las
rectificaciones, matizaciones y complementos que la histo­
ria nos haya enseñado a hacer, el fructífero formalismo kan­
tiano nos ha permitido superar, no sólo el determinismo
cosmológico, ontológico, teológico, psicológico, sociológico
y genético, sino también el determinismo económico esta­
blecido a través de la ley implacable del precio. Hay algo
que escapa a la universal determinación del intercambio.

145
Hay algo que no entra en el tráfico de mercancías, porque
no es mercancía. Hay algo que no tiene precio, sino digni­
dad. Y ante una afirmación semejante, fundamentada con
toda la morosidad, el rigor y el detalle que la filosofía exi­
gen, quien esto escribe no puede sino pronunciarse a favor.
Pero precisamente porque este trabajo pretende adscri­
birse modestamente a la reflexión filosófica, intentaré asis­
tir al orto de un formalismo necesario y fructífero, siguien­
do en esta tarea al propio Kant. El punto de partida será
un concepto familiar para las éticas de fines; un concepto
familiar para cualquier filosofía que intente reflexionar
sobre la moral: el concepto de bien.

3. El bien moral: el bien en sí

Lo peculiar de la ética crítica puede captarse en escri­


tos anteriores a 1784. Pero a mediados de 1784 se produce
el apogeo, «libre de toda coloración religiosa, en el primer
escrito puramente ético del ya sexagenario, con toda la in­
tensidad acumulada en todos esos años para la expresión
más enérgica en la afirmación con que inicia su Grundle-
gung: "No hay nada posible en el mundo, ni fuera de él,
que pueda ser tenido como bueno sin limitación, a no ser
una buena voluntad”».18
Bien está la belleza, pero la belleza es buena para la
vista; bien está la ciencia, pero la ciencia es buena para
resolver problemas; bien está un temperamento afable, pero
la afabilidad es buena para una convivencia sin crispacio-
nes. La bondad de estos bienes —estéticos, técnicos, psi­
cológicos— es relativa a determinadas aspiraciones, nece­
sidades e intereses. La bondad «en sí» —sin «para»— sólo,
conviene a una voluntad buena, a una persona buena. El
bien irrestricto, sin relaciones ni paliativos, es el bien moral.
Hasta ahora las éticas han iniciado su andadura desde
un concepto de bien no moral —cosmológico, ontológico,
teológico, psicológico— y han supuesto que su maximiza-
ción constituye el bien moral. Lo moral entonces siempre
depende de otras dimensiones y se subordina a ellas, sien­
do así que tales dimensiones son comunes con los demás

146
seres naturales. Lo moral está, pues, sometido a la ley de
la causalidad, y además las comparaciones entre el hom­
bre y los demás seres naturales son posibles. El estableci­
miento de equivalentes para el intercambio es factible.
Pero no §s esto lo que quieren decir los hombres cuan­
do hablan de una voluntad buena. Y el punto de partida
de la reflexión ética consiste en este conocimiento vulgar
de las gentes acerca de lo que puede considerarse como
moralmente bueno, porque la estructura de los juicios sin­
téticos a priori del saber teórico tiene que leerse en las cien­
cias, pero los juicios sintéticos a priori del saber práctico
sólo pueden estar entrañados en la conciencia moral de los
hombres. Por eso en la Grundlegung, el comienzo de la re­
flexión crítica será el análisis de un dato de experiencia, el
análisis de un dato de ética aplicada: lo que los hombres
entienden por «bien moral».
Con ello la ética kantiana inicia la era del deontologis-
mo en todas sus posibles acepciones. Porque, siguiendo la
caracterización de deontologismo dada por Frankena, es me­
nester reconocer que Kant determina lo que sea moralmen­
te bueno antes de ocuparse de bienes no morales; atendien­
do a la clasificación de Broad, Kant repudia todo uso de
las consecuencias a la hora de calificar moralmente una
acción; y, recordando la división de Weber, se nos presen­
ta su ética como una Gesinnungsethik. 19 No se trata, en
este último sentido, de que «con la intención baste», sino
de poner todos los medios para que lo bueno acontezca.
Pero si no es así, dado que las consecuencias de nuestras
acciones se inscriben en el mundo fenoménico, regido por
la ley de la causalidad, el bien moral ha sido de todos
modos realizado porque radica en el querer.
Yo desearía aquí lamentar que las éticas neokantianas
de nuestro momento, por el deseo de atender a las conse­
cuencias, se hayan reducido a Verantwortungsethiken. Por­
que no puede olvidarse a esa buena voluntad, que se en­
tiende «no desde luego como un mero deseo, sino como el
acopio de todos los medios que estén en nuestro poder»,20
sin renunciar —a mi juicio— a lo específico del bien moral.
Sin embargo, y pese a tan claro deontologismo, el con­
cepto de fin no es extraño a la ética kantiana, sino todo lo

147
contrario. El concepto de fin va dotando paulatinamente
de contenido al «formalismo» kantiano, de modo que no
puede decirse ya de él que sea abstracto y vacío. Para mos­
trarlo, es necesario acompañar a Kant en esos dos prime­
ros capítulos de la Grundlegung, en los que analiza el con­
cepto de voluntad buena, y también en la «Analítica de los
Principios de la Razón pura práctica», con que da comien­
zo la segunda Crítica.
Realmente, el camino seguido por ambas obras no es
idéntico. La Grundlegung inicia su andadura, como hemos
apuntado, en la ética aplicada, y va ascendiendo hacia el
principio de la moralidad analíticamente en el paso del co­
nocimiento moral vulgar al filosófico, y de este último a la
metafísica de las costumbres. La Crítica de la Razón prác­
tica, por su parte, se ahorrará la inicial toma de contacto
con la experiencia, y empezará ya aclarando (exponiendo)
los principios de la razón pura práctica. En definitiva, la
razón vulgar también parece tener su dialéctica, y el senti­
miento moral no deja de ser un elemento espinoso a la hora
de acceder a una ética pura.
Sin embargo, en este trabajo he tomado como punto de
partida el de la Grundlegung porque, a mi juicio, es a tra­
vés de él como se muestra más claramente la deducción
del contenido a partir de la forma, que tiene lugar a tra­
vés del concepto de fin. Al hilo de la exposición, alcanzare­
mos también el comienzo de la segunda Crítica en su mo­
mento.

4. Una proposición sintético-práctica a priori

En principio creo conveniente recordar que los dos pri­


meros capítulos de la Grundlegung en su conjunto, aun­
que no con un proceder rectilíneo, se dedican a analizar el
concepto de buena voluntad. De ella se habla al inicio, poco
a poco van desplegándose los caracteres que han de con­
venirle, a través de las distintas formulaciones del impera­
tivo y, antes de enunciar el principio supremo de morali­
dad, recoge Kant los resultados obtenidos del análisis de
los imperativos, y los aplica al concepto de una voluntad

148
buena. Este camino de ida y vuelta va a permitirle enun­
ciar abiertamente el principio supremo de moralidad, anun­
cio que en la Crítica de la Razón práctica tiene lugar en el
§ 7 del primer capítulo. Si el deber es el punto de partida en
la Crítica, en la Grundlegung lo es el bien moral, que exige
contemplar para su análisis el concepto de deber, pero sólo
en segundo lugar.
Sin embargo, antes de pasar al análisis del deber apa­
rece en la Grundlegung un extraño excursus en el que Kant,
tratando de justificar la excelencia de la buena voluntad,
se pregunta para qué nos ha sido dada la razón como fa­
cultad práctica.21 Y aquí entra ya, a mi modo de ver, el
concepto de fin, aunque de una forma no específica del ám­
bito práctico, no como contenido del deber, sino como pre­
supuesto básico de todo el sistema de filosofía trascenden­
tal, teórico y práctico.
Responder a la ingenua pregunta kantiana podría lle­
vamos muy lejos. Podría llevarnos a afirmar que aquí Kant
supone —como en la Crítica del Juicio o en los tratados de
filosofía de la historia— una Naturaleza o Providencia que
obra intencionadamente, y que utiliza el mecanismo natu­
ral no-humano para realizar la unión entre virtud y felici­
dad, o hace uso del mecanismo natural humano proponién­
dose como meta una sociedad cosmopolita. Pero si no que­
remos llegar tan lejos e introducir a Kant en la tradición
germánica que acepta una naturaleza teleológica, frente al
mecanicismo newtoniano de la naturaleza, o junto a él
—como sería el caso de Kant—, hemos de advertir al
menos que aquí se admite una teleología de las facultades
del ánimo (Gemüth). La teleología del sistema de filosofía
trascendental en su vertiente subjetiva justificaría la con­
fianza en que todas nuestras facultades nos han sido dadas
con algún uso legítimo. De ahí que la crítica intente desen­
mascarar el uso ilegítimo y señalar las condiciones de legi­
timidad (quid iuris), con la convicción de que tal uso legí­
timo existe.
Una teleología de las facultades subyace, pues, al deon-
tologismo kantiano. Y su especificación en el uso de la
razón que dirige el obrar consiste en rechazar que nuestra
facultad racional nos haya sido dada para encaminarnos a

149
la felicidad, puesto que el instinto lo hubiera hecho con
mayor eficacia que la razón. Aun cuando se quisiera en­
tender esta teleología de la dimensión subjetiva del siste­
ma trascendental como un modo de hablar, tendríamos que
seguir reconociendo que este modo de hablar permite con­
fiar en la legitimidad del saber proporcionado por nues­
tras facultades.22
Pero regresando de nuevo a la dimensión objetiva del
sistema trascendental, una sucesión encadenada de momen­
tos nos lleva desde la buena voluntad hasta el punto en
que podemos empezar nuestra deducción del contenido de
la voluntad pura a partir de su forma. El análisis de la
voluntad buena nos lleva al concepto de deber; pero, dado
que el concepto de deber, tal como se halla presente en el
conocimiento moral vulgar, nos conduce a una «dialéctica
de la naturaleza», a una tendencia a acomodar el deber a
los deseos de felicidad, la razón humana se ve obligada a
pasar —por motivos prácticos— a la metafísica de las cos­
tumbres.23
Y precisamente la metafísica de las costumbres se ini­
cia previniendo contra toda pretensión de extraer el deber
de la experiencia y contra toda pretensión de extraerlo de
la naturaleza humana. Por ello es menester acceder al lugar
en que los ejemplos nos abandonan, es menester «perse­
guir y exponer claramente la facultad práctica de la razón,
desde sus reglas universales de determinación, hasta allí
donde surge el concepto del deber».24 El deber tiene su ori­
gen en la voluntad pura, y con ello hemos llegado al nú­
cleo de la filosofía práctica. Porque si la filosofía teórica
tiene por objeto los elementos trascendentales del conocer,
la filosofía práctica se ocupa de los elementos trascenden­
tales del querer: la voluntad pura, como facultad de que­
rer, es, pues, el centro de la reflexión.
Ahora bien, para entender correctamente el concepto de
una voluntad pura es necesario introducir una aclaración.
Porque la voluntad es «la facultad de obrar por la repre­
sentación de leyes, es decir, por principios»,25 pero la rela­
ción de tales leyes con la voluntad puede prestarse a una
doble interpretación.
Usualmente se entiende por «voluntad de un ser racio-

150
nal» el modo de querer de aquellos seres que, cuando de­
sean un determinado fin, desean también los medios opor­
tunos para alcanzarlo, aun contando con la debilidad en la
praxis. En este caso, y aun cuando los medios oportunos
deben ser descubiertos a posteriori, si consisten en accio­
nes sometidas a un mandato, puede decirse que nos halla­
mos ante un mandato analíticamente contenido en el con­
cepto de voluntad de un ser racional.
Aquí «analítico» no puede significar —como en el caso
de los juicios del saber teórico— que el predicado esté con­
tenido en el sujeto del juicio, sino en el sujeto de la ac­
ción, en el sujeto del querer. El sujeto es ahora la volun­
tad racional del sujeto agente, en cuyo concepto está con­
tenido el deseo de seguir el mandato-medio.
Naturalmente, nada de esto es asombroso. Lo verdade­
ramente asombroso es que en ocasiones no interpretemos
la voluntad de un ser racional bajo las categorías de medio
y fin, es decir analíticamente, sino que enlacemos a su con­
cepto un mandato, sin extraerlo de él mismo. Se ha produ­
cido, pues, una síntesis: la síntesis entre el concepto «vo­
luntad de un ser racional» y un mandato que, aun no es­
tando contenido en él analíticamente, se lo atribuimos como
obligatorio universal y necesariamente, es decir, a priori.26
¿Qué nos legitima para enlazar determinados manda­
tos con el concepto de voluntad de un ser racional, de tal
modo que si el sujeto de tal voluntad los infringiera diría­
mos de él que obra en contra de la razón? ¿Qué nos auto­
riza a coaccionar a cualquier voluntad individual con un
mandato, cuya fuerza constrictiva tiene sentido, aún sin
estar al servicio de fines subjetivos? ¿Qué nos da derecho
a imponer a la voluntad del individuo particular un man­
dato adjudicable a la voluntad de todo ser racional, a la
voluntad universal?
Este es el misterio de los imperativos categóricos, en
los que enlazamos a priori un mandato universal al con­
cepto de cualquier voluntad racional particular, haciendo
abstracción de sus fines subjetivos. La gran pregunta, pues,
de la Grundlegung-, la gran pregunta de una fundamenta-
ción racional de lo moral es, cómo son posibles en lo moral
estas proposiciones sintético-prácticas a priori. Para respon­

151
der, puesto que hemos de dar razón de un uso sintético,
tenemos que adentrarnos en la crítica de la razón pura
práctica. Pero antes todavía nos queda un largo recorrido
analítico, con el fin de esclarecer todo lo posible la forma
y el contenido de la voluntad racional pura, coaccionada
por imperativos categóricos. Dividiremos este recorrido en
etapas para una mayor claridad.

5. Forma y contenido de la voluntad pura

Como anteriormente sugerimos, el saber práctico no


versa sobre lo irreal, sobre el no ser, porque al Sollen co­
rresponde una especial forma de ser. La experiencia del
hombre y del mundo apunta a un Sollen, para el que se
piensa un Dasein futuro. La doctrina de la experiencia sólo
puede apuntar a su ser, mientras que la ética muestra lo
que es el Sollen. La ética comprueba el Seiende des So-
llens. Sólo se distinguen en que la doctrina de la experien­
cia comprueba las condiciones del ser en el Dasein, mien­
tras que el ser del Sollen no surge del Dasein. Pero con
ello no se exime de dirigirse al Dasein, porque apunta a
un Dasein futuro. La ética busca descubrir las condiciones
de un tal ser, a cuyo Dasein no corresponde el valor tem­
poral del presente, sino el futuro.27
Ahora bien, si tiene que haber una realidad del Sollen,
tiene que haber también una legalidad propia, en virtud
de la cual existe el reino del Sollen; una legalidad propia
que produzca la conexión (Zusammenhang) sistemática de
los conocimientos prácticos. Pero la conexión sistemática
del conocimiento moral consiste en el querer puro, en la
voluntad pura. El concepto de voluntad pura es, pues, el
punto de partida para extraer la formulación de la ley
moral. Y para ello vamos a servirnos de dos conceptos, de
los que Kant hizo ya uso en la doctrina de la experiencia,
y que nos van a permitir refutar la objeción de formalis­
mo, que frecuentemente se lanza contra la ética de Kant.28
5. 1. La voluntad pura, a la que es necesario privar de
todos los objetos del querer, porque constituyen la materia
empírica de la voluntad, es la mera forma del querer. ¿Cuál

152
es el contenido de tal forma? ¿Cuál es el contenido del Sa­
llen?
Si entre lo a priori y la forma existiera identidad, sin
posibilidad de mediación alguna, entonces estaría justifi­
cada la acusación de formalismo. Pero en la ética kantiana
no existe tal identidad, sino que es posible una mediación,
que se realiza a través de un concepto propio de la razón,
el concepto de fin. Mediante el análisis del concepto de vo­
luntad pura podemos caracterizar negativamente la oposi­
ción a la materia empírica, y positivamente el contenido
de la forma y, con ello, del Sollen.
5. 2. La caracterización negativa consiste en excluir todo
objeto como principio de la moral, porque de no ser así, el
fundamento de la determinación de la voluntad sería la re­
lación del sujeto con el objeto, una relación que consiste
en el placer en la realidad del objeto.29
Con ello queda excluido como fundamento de determi­
nación de la voluntad todo fin, entendido según la caracte­
rización de la Metaphysik der Sitien: «Fin es un objeto del
arbitrio (de un ser racional), a través de cuya representa­
ción el arbitrio es determinado a una acción para producir
este objeto».30
Puesto que hay un fin que puede suponerse que todos
tienen, y es el propósito de la felicidad, esta primera ca­
racterización negativa del contenido de la forma del querer
puro consiste en una oposición a considerar a la felicidad
como posible fundamento de determinación de una volun­
tad pura. Si algún concepto de fin puede estar presente en
este momento de la determinación, será un fin, no que
todos tenemos, sino que todos debemos tener. Ya que la
propia felicidad es un fin que todos tenemos, queda ex­
cluida como posible fundamento de determinación de la ley
moral.
Pero, a mi juicio, este rechazo se extiende incluso al
fomento de la felicidad universal; al menos a la altura de
la ética pura, expuesta en la Crítica de la Razón práctica.
A este nivel puro nos ceñiremos, en un trabajo que preten­
de conmemorar el centenario de la segunda Crítica, y deja­
remos por el momento las reflexiones de la Metafísica de
las costumbres.

153
La felicidad universal queda rechazada como fin-
fundamento (Grundzweck) en virtud de tres razones: 1.)
porque el contenido del mandato que ordena promocionar
la felicidad universal es empírico; 2.) porque Kant consi­
deró separadamente y desechó la candidatura de la felici­
dad universal como posible principio de determinación de
la voluntad, y 3.) porque el «formalismo» de que adolece
el concepto de felicidad no guarda analogía con la forma
racional expresada en el imperativo categórico, ya que es
un formalismo de la imaginación, y no de la razón. Vere­
mos más detenidamente estas tres afirmaciones, que no
dejan de tener su interés dada la actual relevancia del tema
de la felicidad en la filosofía moral.
5. 2. 1. Para descartar la candidatura de la felicidad
universal como principio de la razón práctica, es impres­
cindible recurrir a la «Analítica de la Razón pura prácti­
ca», y concretamente a la sección introductoria sobre «los
Principios de la razón pura práctica». Conviene recordar la
estructura de dicha sección, con vistas a situar el princi­
pio de la felicidad en el contexto.
El apartado, que consta de ocho parágrafos, tiene como
meta fijar la ley fundamental de la razón pura práctica, lo
cual tiene lugar en el §7. De ahí que parta de una defini­
ción de los principios prácticos (§ 1), de entre los que seña­
la como leyes prácticas aquellos cuya «condición es cono­
cida como objetiva, es decir, valedera para la voluntad de
todo ser racional».31
A partir de tal definición (§ 1), y antes de la proclama­
ción de la ley fundamental de la razón práctica (§7), Kant
deduce tres teoremas, dirigidos a esclarecer qué principios
prácticos no pueden ser considerados como leyes prácticas.
El resultado de la deducción puede resumirse del si­
guiente modo: 1.) son principios empíricos y, por tanto,
no constituyen ley práctica alguna, aquellos que «suponen
un objeto (materia) de la facultad de desear como funda­
mento de determinación de la voluntad»,32 entendiendo por
«materia de la facultad de desear un objeto cuya realidad
es apetecida».33 2.) Estos principios materiales en su tota­
lidad «pertenecen al principio universal del amor a sí
mismo o felicidad propia».34 3.) La materia de un princi­

154
pió práctico es el objeto de la voluntad, pero no el funda­
mento de determinación, porque en ese caso la voluntad
estaría sometida a una condición empírica. Sólo la forma
de las máximas hace de ellas leyes prácticas (teorema III).
Este es, en esencia, el contenido de los tres primeros
teoremas de la sección que nos ocupa, y que cobra todo
su sentido a la luz del concepto kantiano de «materia de la
facultad de desear», como veremos a continuación.
Toda facultad de desear tiene un objeto, es decir, una
materia que consiste en un objeto cuya realidad es apete­
cida, y puede ser perseguida por medio de la acción como
tal objeto. Pero el apetito de la materia nunca puede cons­
tituir una determinación moral por tres razones fundamen­
talmente.
En primer lugar, porque «apetecemos» aquellos objetos
cuya representación guarda con el sujeto una relación de­
nominada «placer», dado que no existe tendencia alguna
que nos oriente hacia lo que nos desagrada. En segundo
lugar, porque «de ninguna representación de cualquier ob­
jeto, sea el que sea, puede conocerse a priori si estará liga­
da con placer o dolor o si será indiferente».35 Ello exige
que el objeto de apetito sea determinado mediante expe­
riencias anteriores e impide, en consecuencia, que preten­
da determinar universal y objetivamente la voluntad. Por
último, es preciso recordar que el placer se funda en la
receptibilidad del sujeto, porque depende de la existencia
del objeto. El sujeto no es aquí creador de lo que debe ser;
no está en sus manos la existencia de los objetos placente­
ros. El mundo de los principios materiales no puede ser el
mundo moral de la razón autónoma.
De cuanto venimos diciendo sobre cualquier materia de
la facultad de desear que pretenda determinar la acción,
se desprende que la felicidad universal —que es una mate­
ria de la facultad de desear— no puede ser una ley de la
razón práctica. Porque es imposible determinar a priori si
la felicidad universal, el trabajar por ella, producirá en el
sujeto que se sienta sometido al mandato de perseguirla,
placer, dolor o indiferencia.
Por otra parte, la realización de la felicidad universal
no depende de los hombres, sino de la peculiar constitu­

155
ción pasiva de cada sujeto. Ambos motivos incapacitan a
la máxima que ordena promocionar la felicidad universal
para pretender erigirse como ley objetiva, como deber prác­
tico, al menos al nivel de la ética pura. Pero a este recha­
zo, englobado dentro de la repulsa general a considerar
como ley práctica cualquier materia de la facultad de de­
sear, es necesario añadir aquellas consideraciones que Kant
dedica a descalificar en concreto la felicidad universal como
un presunto deber en el nivel de la fundamentación.
5. 2. 2. La Observación del Teorema III, dentro de
la sección que estamos recordando, expresa extrañeza por
el hecho de que «haya venido a la mente de hombres de
entendimiento» ofrecer el anhelo de felicidad universal
«como una ley práctica universal».36 Sin negar la realidad
fenoménica del anhelo de felicidad, es preciso avanzar un
poco más para considerarlo como principio práctico. Es
preciso universalizarlo.
Y precisamente este paso constituye la prueba de
fuego de la validez objetiva de la máxima que ordena
perseguir la felicidad universal, pues la universalización
del anhelo de felicidad implicaría una contradicción. La
contradicción que existe entre quienes exigen las mismas
cosas para ser felices, no pudiendo dichas cosas ser de
todos. Pero además implicaría la contradicción que exis­
te entre deseos tan heterogéneos, que es imposible deter­
minar cómo habría que conducirse para alcanzar la feli­
cidad universal.
De ahí concluye Kant su ley fundamental de la razón
pura práctica, que insiste en la universalizabilidad de las
máximas y en su independencia con respecto a toda mate­
ria de la ley.37
Pero el apartado fundamental para nuestro tema viene
constituido por la Observación I del Teorema IV, en que
Kant aplica concreta y explícitamente a la felicidad de seres
extraños (fremder Wesen Glückseligkeit) el rechazo de que
es objeto todo principio material: «Así, la felicidad de seres
extraños podrá ser el objeto de la voluntad. Pero si fuera
el fundamento de determinación de la máxima, habría que
suponer que nosotros, en el bienestar de otros, hallamos
no sólo un placer natural, sino también una necesidad,

156
como la que el modo de sentir simpatético en los hombres
lleva consigo».38
El fomento de la felicidad de seres extraños puede ser
objeto de deseo, pero no puede constituir aquel mandato
por el que todo hombre se sabe obligado incondicionada­
mente a obrar de una manera determinada. La obligación,
en este caso, no podría ser determinada a priori: sólo a
posteriori es posible saber si el bienestar de seres extraños
va a producir en nosotros placer, dolor o indiferencia; sólo
a posteriori, mediante una investigación psicológica, pode­
mos averiguar la existencia de un sentimiento de simpatía.
No cabe suponer sentimientos en la naturaleza humana. Si
queremos saber acerca de ellos, hemos de investigarlos em­
píricamente, y de ahí la negativa kantiana a atribuirlos a
la naturaleza racional. Tanto en el caso del placer como en
el caso de la simpatía, el recurso es la experiencia, que
nunca puede exigir obligación universal incondicionada.
Sólo resta una posibilidad que permita considerar el
mandato «debes fomentar la felicidad universal» como
deber moral. Y esta posibilidad brota de la forma del man­
dato, no de su materia. Ninguna materia puede ser funda­
mento de determinación de la voluntad, pero la universali­
dad de la forma puede añadir materia a la voluntad, como
ocurre precisamente con el principio de la felicidad uni­
versal.
Según el Idealismo Trascendental, cada hombre cuenta
con una materia de la facultad de desear —su propia feli­
cidad— a la cual no puede constituir en ley práctica obje­
tiva si no incluye la felicidad de los demás, porque la forma
de la razón es la universalidad. Lo cual implica que la má­
xima originaria —la que ordena la propia felicidad— debe
ser universalizada en su forma. Y precisamente la univer­
salización de la forma, sin la que la máxima no podría
constituir una ley práctica, exige añadir a la materia origi­
naria —la propia felicidad— la materia consistente en la
felicidad de los demás. Por decirlo con palabras de Kant:
«y así, pues, el objeto (la felicidad de los demás) no era el
fundamento de determinación de la voluntad pura, sino sólo
la mera forma legal era por la que yo limitaba mi máxi­
ma, fundada en la inclinación, para proporcionarle la uni­

157
versalidad de una ley y hacerla así adecuada a la razón
pura práctica; y de esa limitación, no de la adición de un
impulso exterior, pudo sólo surgir luego el concepto de la
obligación de ensanchar la máxima de mi amor propio tam­
bién a la felicidad de los demás».39
Fiel al concepto de ética que Kant expresa, como refle­
xión acerca de la forma de la moralidad, nunca un conte­
nido podrá servir de criterio para discernir la moralidad
de otros contenidos. No importa si el contenido se refiere
únicamente al propio sujeto o se refiere a seres extraños
(aunque el primero es menos universalizable), la verdad
práctica de un mandato no procede de la adecuación de
un contenido a otro, sino de la adecuación del contenido a
la forma moral del mandato. Ello hace perfectamente com­
prensible la última afirmación kantiana que quiero aportar
como conclusión: «El principio de la felicidad, si bien puede
dar máximas, no puede darlas tales que sean aptas para
leyes de la voluntad, aun si se toma como objeto la felici­
dad universal».40
5. 2. 3. Podría decirse, por último, que es un deber
el fomento de la felicidad universal porque el carácter ge­
nérico del concepto de felicidad está tan necesitado de ple-
nificación empírica como el concepto del imperativo; tan
formal como el imperativo mismo.
A mi modo de ver, el concepto de felicidad es efectiva­
mente indeterminado, pero precisamente porque no es for­
mal. La inversión copernicana implica un conocimiento ri­
guroso por parte del sujeto de cuantas representaciones
pone él mismo a la hora de conocer. Estas representacio­
nes son formales en virtud de su apriorismo y constituyen
la determinación de la materia que, frente a ellas, se pre­
senta como lo indeterminado. El sujeto únicamente puede
determinar con anterioridad a la experiencia la forma en
que va a conocer y en que debe obrar.
De este tipo de representaciones formales es el impera­
tivo categórico, y por ello es determinado antes de su apli­
cación a la experiencia. No se trata de un principio inde­
terminado antes de su aplicación, porque ninguna repre­
sentación a priori es indeterminada antes de su
plenificación empírica. Lo que sucede, por el contrario, es

158
que estas representaciones determinan la experiencia, y este
es el caso del imperativo, que es una forma racional.
El concepto de felicidad muestra que no es una repre­
sentación formal por cuanto es indeterminado antes de re­
currir a la experiencia. Su indeterminación a priori es justo
lo contrario del síntoma de concepto racional, porque reve­
la su origen empírico. Atendiendo a las palabras del pro­
pio Kant en la Grundlegung: «[...] es una desdicha que el
concepto de felicidad sea un concepto tan indeterminado
que, aun cuando todo hombre desea alcanzarla, nunca
puede decir de modo fijo y acorde consigo mismo lo que
propiamente quiere y desea. Y la causa de ello es que todos
los elementos que pertenecen al concepto de la felicidad
son empíricos, es decir, tienen que derivarse de la expe­
riencia y que, sin embargo, para la idea de la felicidad se
exige un todo absoluto, un máximum de bienestar en mi
estado actual y en todo estado futuro».41
¿Podrían significar las últimas palabras una distinción
entre el concepto empírico de la felicidad y la idea de la
felicidad? En tal caso, la idea, como representación del
todo, debería proceder de la única facultad capaz de repre­
sentar la forma de la totalidad —la razón— y se converti­
ría en representación formal.
Sin embargo, esta posibilidad no es real en el sistema
kantiano, como expresa el propio Kant claramente en el si­
guiente texto: «Así, el problema: "determinar con seguri­
dad y universalidad qué acción fomenta la felicidad de un
ser racional", es totalmente insoluble. Por eso no es posi­
ble con respecto a ella un imperativo que mande en senti­
do estricto realizar lo que nos haga felices, porque la feli­
cidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación,
que descansa en meros fundamentos empíricos».42
A nivel de ética pura, tal como se expresa en la Crítica
de la Razón práctica —y en parte en la Grundlegung y en
la Critica del Juicio— el fomento de la felicidad, propia o
universal, no puede constituir el deber. El deber es una
representación formal de la razón, mientras que la felici­
dad es una representación empírica de la imaginación. Si
Kant invita a fomentar la felicidad es en cuanto compo­
nente del bien supremo, como fin definitivo de la creación,

159
porque su ingrediente fundamental es la virtud. La felici­
dad, reducida a su vertiente fenoménica, no puede consti­
tuir el fin definitivo del hombre, que debe ser fomentado.
5. 3. La forma de la voluntad pura no conviene, pues,
como materia ningún tipo de materia empírica, y de ahí
que hayamos empezado por una caracterización negativa.
Sin embargo, el contenido positivo del a priori práctico está
ya bosquejado en la forma de una legislación universal.43
¿Qué contenido, como contenido del Sollen, tenemos que
reconocer en esta forma? ¿Es posible contar con una ma­
teria «pura», que establezca el puente entre la forma pura
del querer y la materia empírica?
En caso de que tal mediación fuera posible y necesa­
ria, sólo podría acontecer a través de un concepto propio
de la razón: el concepto de fin. Porque, paradójicamente,
si por una parte Kant parece eliminar todo concepto de fin
como fundamento de determinación de la voluntad pura,
por otra parte mantiene que en toda acción está presente
la idea de fin, prestándole racionalidad. Las cualidades de
un fin de la forma pura del querer tendrían que deducirse,
como es obvio, de la forma de la legislación universal. Si
realizamos el esfuerzo de extraer tales caracteres formales
del concepto de fin de la voluntad pura, contaremos con
los siguientes: el fin tiene que ser universal y necesario;
todos debemos tenerlo y, por tanto, es exigible universal­
mente; no puede apoyarse en inclinaciones sensibles, sino
en la inclinación del homo noumenon, que consiste en el
reconocimiento de la ley moral y del «apropiarse» de la
misma (Sich-zu-eigen-Machung), es pues una inclinación ra­
cional (como interés moral o como respeto); ha de tratarse
de un fin absoluto, un fin definitivo (Endzweck) y, en con­
secuencia, un fin independiente; no vendrá impuesto por
la naturaleza, sino que será libre; y, por último, ha de ser
un fin formal, que se presente como un principio de orden.
Él determina los fines materiales, subjetivos, relativos, ar­
bitrarios; de este modo, los fines múltiples del hombre em­
pírico aparecen ordenados a través de él y determinados
moralmente.44
De todo ello se desprende que podemos considerar al
fin puro como materia y como forma a la vez. Es materia

160
a priori, materia pura de la voluntad; y, por otra parte, es
forma de la materia empírica del querer. Se erige en fun­
damento de determinación de la voluntad (Grundzweck),
pero sólo a través de la fuerza prescriptiva de la ley moral.
De ahí que podamos afirmar con Clostermann: «Si el fin
ético, por una parte, es forma de la materia empírica, en­
tonces puede ser a la vez materia y ciertamente pura ma­
teria frente a la mera forma de la ley».45
El fin ético supone, pues, la mediación entre la forma
pura del querer y la materia empírica, a la cual ordena y,
por tanto, determina moralmente. ¿A qué idea podemos ad­
judicar estos caracteres formales del fin ético, de modo que
constituya el contenido del Sollen, extraído por análisis de
la forma pura del querer?
5. 4. En cuanto forma, el fin ético supone síntesis (Zu-
sammenfassung). En la medida en que consideremos al
Wollen como individual, sólo tendrá valor en su objeto.
Pero si, abstrayendo del objeto, tiene que exigir valor en
su forma, no puede contemplarse como individual, sino que
tiene que sintetizarse con otro querer. La forma significa
la síntesis universal, ante la que desaparecen las máximas
subjetivas.
Y todo ello nos conduce como de la mano a las formu­
laciones del imperativo, llamadas del «Fin en sí mismo» y
del «Reino de los Fines». En ellas la idea de humanidad,
como suprema condición limitativa de todos los fines sub­
jetivos, ofrece una nueva caracterización de la ley formal:
la idea de humanidad es el fundamento de determinación
de la voluntad, el fundamento de la ley misma. De aquí
surge la formulación de la voluntad legisladora, que nos
lleva al principio supremo de moralidad: el principio de au­
tonomía de la voluntad. Antes de formular tal principio en
la Grundlegung, retorna Kant al concepto de buena volun­
tad y le aplica los caracteres formales que hemos ido ga­
nando al hilo de la exposición: la buena voluntad ha de
querer obrar siguiendo máximas que puedan convertirse en
leyes universales; la materia de la buena voluntad son los
fines en sí mismos; la buena voluntad ha de obrar según
máximas propias de un miembro legislador en un posible
reino de los fines.46 En esto consiste el bien moral y, por

161
eso, el principio supremo de moralidad es el de la autono­
mía de la voluntad. La forma de la legislación universal es
la comunidad de seres autónomos, en la que se realiza la
idea de humanidad, y que es fin definitivo. Ello permite
decir a Cohén: «en esta comunidad consiste el contenido
del apriori, el contenido de la realidad ética».47

6. Dignidad y no precio: más allá del economicismo

La ética kantiana no ofrece, pues, un formalismo indi­


ferente a cualquier contenido, porque la forma de la vo­
luntad racional nos conduce analíticamente a asignarle un
contenido puro: la idea de hombre como ser legislador. En
este contenido se encuentra la respuesta a la pregunta antes
formulada: ¿qué nos autoriza a adscribir a la voluntad par­
ticular de un ser racional una legislación universalmente
extensible, no extraída del concepto de esta voluntad con
ayuda de las categorías medio/fin? ¿En dónde radica el se­
creto de los imperativos categóricos, como proposiciones
sintéticas a prioril
El secreto radica en el hecho de que el mismo concepto
de voluntad pura nos lleve al de una voluntad universal­
mente legisladora, que es la comunidad de seres autolegis-
ladores. A la voluntad particular puede y debe enlazarse
una legislación universal, cuyo contenido ético es realizado
en la humanidad, presente en cada persona, y en la comu­
nidad de seres autolegisladores. Este enlace es posible por
la libertad.
La libertad kantiana, como es sabido, no es una liber­
tad de indeterminación, sino de autodeterminación, y se ex­
presa a través de la pertenencia del hombre a dos mun­
dos. Si el análisis que hemos venido haciendo hasta ahora
es correcto, hemos de suponer, para que tenga sentido, la
pertenencia del hombre a un mundo inteligible y a un
mundo sensible. Es decir, hemos de considerar las accio­
nes humanas desde dos perspectivas: desde la explicación
causal que acontece a la dimensión inscrita en el espacio y
el tiempo, y desde el pensamiento de una «causalidad por
libertad», que es sólo inteligible, y no permite explicación

162
alguna. Pero si el análisis que hemos hecho es incorrecto,
entonces nuestro supuesto es inecesario.
Acometer la empresa de discutir la doctrina de los dos
mundos es ya para este trabajo imposible. Pretendía de­
fender a la ética kantiana de la acusación de formalismo
y mostrar que el contenido ético que ofrece nos sitúa
más allá del economicismo. A esto último me referiré bre­
vemente.
La tan debatida doctrina de «los dos mundos» —recha­
zada incluso por los «neokantianos» contemporáneos— es,
a mi modo de ver, mucho más fértil de lo que los neokan­
tianos y los neohegelianos contemporáneos dan a entender.
En primer lugar, porque considero que cuantos afirman un
momento de idealidad, como necesario para entender la rea­
lidad, continúan haciendo metafísica, aunque en un senti­
do transformado del término.48 Y, por otra parte, porque
admitir ese momento de idealidad es lo que permite a los
hombres superar el determinismo economicista.
Lamentaba Horkheimer que Kant no se hubiera perca­
tado de que los intereses individuales no pueden reducirse
a intereses psicológicos. A la base de tales intereses se en­
cuentran los intereses materiales de una sociedad capita­
lista, determinada por la infraestructura económica. En este
sentido, Kant habría tenido una intuición genial: los indi­
viduos pueden regirse por dos leyes, la ley natural, que no
es sino la ley económica del beneficio individual, propia
del sistema de libre competencia, y la ley moral de una
sociedad humana libre.
La ley natural prescribe el egoísmo, por cuanto la su­
pervivencia es impensable en una sociedad competitiva si­
guiendo cánones altruistas. Pero, por otra parte, existe en
los hombres la necesidad moral de trascender los impera­
tivos del egoísmo, por el interés en una sociedad de hom­
bres libres e iguales. El mundo inteligible, la comunidad
de seres autolegisladores, significaría la posibilidad de tras­
cender un mundo sometido a la «lotería social», que hace
a los hombres desiguales, y vivir la igualdad de los seres
autolegisladores. La única duda que queda planteada es la
siguiente: ¿puede la sociedad burguesa ofrecer las condi­
ciones materiales para la realización de esa sociedad racio-

163
nal, en que el interés de cada individuo coincidirá con el
interés universal? Ciertamente no, porque la sociedad bur­
guesa prescribe el egoísmo para poder sobrevivir y, por otra
parte, exige moralmente el altruismo. Esto llevará a Hork-
heimer a proponer la transformación material con vistas a
la realización del reino de los fines. Una realización sugeri­
da por la sociedad burguesa, pero que la trasciende.49
En un sentido semejante se pronuncia E. Bloch en su
Principio Esperanza: «Ahora bien, ¿y si la proposición de
Kant, tan rígida al parecer, se anticipara justamente a su
época? ¿Y si en su dirección contuviera una audacia y una
dicha que sólo esperan, al fin, poder mostrarse en efecto?
[...] Porque la exigencia kantiana, fundamento de todas las
otras exigencias, de que el hombre no puede ser tenido
nunca como medio, sino siempre como fin, no es una exi­
gencia burguesa; más aún, es una exigencia que no puede
ser nunca cumplida en una sociedad clasista».50
El contenido ético de la forma de la voluntad pura no
puede realizarse, según Horkheimer y Bloch, ni en una so­
ciedad burguesa, ni en cualquier sociedad dividida en cla­
ses. Sin embargo, yo deseo ir más lejos: la afirmación kan­
tiana del fin en sí mismo no puede realizarse en ninguna
sociedad que instrumentalice de tal modo todas las cosas,
que establezca entre ellas equivalencias dirigidas a deter­
minar su precio para el intercambio. Si todo es medio para
otra cosa, es posible unlversalizar la ley del precio, com­
parando utilidades.
Pero si hay algo a lo que no cabe asignar utilidad, en­
tonces es que para ese algo no hay equivalente posible. In­
tercambiarlo significaría actuar en contra de su propia na­
turaleza. Por eso, a pesar de todos los esfuerzos del econo-
micismo, nadie está legitimado para fijarle un precio.
Porque no tiene precio, sino dignidad.
Si la disyuntiva «Kant. Pro o contra» se formula con
toda crudeza, quien esto escribe se pronuncia, pues, incon­
dicionalmente a favor.

164
NOTAS

1. Kr. Uk., V, 185. Citaré las obras de Kant, como es usual, por la
edición de la Academia de Berlín.
2. O .P ., XXI, 17.
3. A. Cortina, D ios en la filo s o fía tr a s c e n d e n ta l d e K a n t, Salaman­
ca, 1981, 111-141.
4. K. Vorlander, ¡ m m a n u e l K a n t. D er M a n n u n d d a s W erk, Ham-
burg, 1977, 2." ed. ampliada, 291.
5. Carta a Lambert, 2 de septiembre de 1770. (X, 96.)
6. K. Vorlander, o. c., 292.
7. G ru n d le g u n g , IV, 391.
8. Kr. pr. V., parte I, libro I, cap. I, §7.
9. B e o b a c h tu n g e n , XX, 44. El paréntesis es mío.
10. H. Cohén, K a n ts B e g riin d u n g d e r E th ik n e b s t ih re n A n w e n d u n -
g en a u f R ech t, R eligión u n d G e sc h ic h te , Berlín, 1910. 2.* ed. mejorada
y ampliada, 130.
11. ¡b id ., 126.
12. Ib íd ., 138.
13. P h ü n o m e n o lo g ie d e s G e iste s, VI, C. G ru n d lin ie n d e r P h ilo so p h ie
d e s R e c h ts, § 129-141.
14. V. Hósle, «Eine unsittliche Sittlichkeit. Hegels Kritik an der in-
dischen Kultur», W. Kuhlmann (Hrsg.), M o ra litü t u n d S ittlic h k e it. D as
P ro b lem H eg els u n d d ie D is k u r s e th ik , Frankfurt, 1986, 136-182.
15. A. Mac Intyre, A fte r V irtu e■■ a s t u d y in m o ra l th e o r y , Londres,
1981; Ch. Taylor, «Die Motive einer Verfahrensethik», W. Kuhlmann
(Hrsg.), o. c., 101-135; «Sprache und Gesellschaft», A. Honneth/H. Joas,
(Hrsg.), K o m m u n ik a tiv e s H andeln. B eitrüge zu Jü rg e n H a b e rm a s «Theo-
rie d e s k o m m u n ik a tiv e n H a n d e ln s» , Frankfurt, 1986, 35-52.
16. J. Habermas, «Moralitát und Sittlichkeit. Treffen Hegels Einwan-
de gegen Kant auch auf die Diskursethik?», W. Kuhlmann, o. c., 16-37;
K. O. Apel, «Kann der postkantische Standpunkt der Moralitát noch ein-
mal in substantielle Sittlichkeit "aufgehoben” werden? Das geschichts-
bezogene Anwendugsproblem der Diskursethik zwischen Utopie und Re-
gression», W. Kuhlmann, o. c., 217-264; A. Cortina, R a zó n c o m u n ic a ti­
va y re s p o n sa b ilid a d so lid a ria , Salamanca. 1985, 219-232.
17. K. Vorlander, D es F o rm a lis m u s d e r K a n tisc h e n E th ik in se in e r
N o tw e n d ig k e it u n d F ru c h tb a r k e it, Marburg, 1893.
18. K. Vorlander, ¡ m m a n u e l K a n t. D er M a n n u n d d a s W erk, 294.
19. W. K. Frankena, E th ic s , Englewood Cliffs, N. J., Prentice Hall,
Inc., 1963, 13; C. D. Broad, F ive T y p e s o f E th ic a l T heory, London, 1967,
206 ss.; M. Weber, «Política como vocación», E l p o lític o y e l c ie n tífic o ,
Madrid. 81 a 179.
20. G ru n d le g u n g , IV, 394.
21. Ib íd ., IV, 394-396.
22. A. Cortina, D ios en la filo s o fía tr a s c e n d e n ta l d e K a n t, 166.
23. G ru n d le g u n g , IV, 405.
24. Ib íd .. IV, 412.

165
25. lb íd .
26. lb íd .,IV, 420.
27. H. Cohén, K a n ts B e g rü n d u n g d e r E th ik , 138.
28. En esta deducción vamos a seguir en parte las directrices de H.
Cohén, K a n ts B e g rü n d u n g d e E th ik , 179-227; G. Clostermann, D as te-
leo lo g isch e M o m e n t im K a n tisc h e n M o ra lp rin zip . E in B eitra g z u r Frage
d e s F o rm a lis m u s u n d d e r e rk e n n tn isth e o re tisc h e n B e g rü n d u n g d e r E th ik
K a n ts , Miinster in Westfalen, 1927, 9-61.
29. Kr. pr. V., V, 21-26.
30. M e ta p h y s ik d e r S itie n , VI, 381.
31. Kr. p r. V., V. 19.
32. lb íd ., V, 21.
33. lb íd .
34. lb íd ., V, 22.
35. lb íd ., V, 21.
36. lb íd ., V, 28.
37. lb íd ., V, 30.
38. lb íd ., V, 34. Las cursivas son mías.
39. lb íd ., V, 34 y 35.
40. lb íd ., V, 36.
41. C ru n d le g u n g , IV, 418.
42. lb í d ., IV, 418; Kr. Uk.. V, 430.
43. Kr. p r. V.. V, 27; G ru n d le g u n g , IV, 421.
44. G. Clostermann, o. c., 36-55.
45. lb íd ., 58.
46. G ru n d le g u n g , IV, 436 y 437.
47. H. Cohén, K a n ts B e g rü n d u n g d e r E th ik , 227.
48. J. Conill, «¿Metafísica hoy? Acerca de una concepción transfor­
mada de metafísica», P e n s a m ie n to , vol. 38, n.° 152 (1982), 455-468;
«Orientaciones de la metafísica actual», D iálogo filo s ó fic o , n.° 5 (1986),
170-204.
49. M. Horkheimer, «Mateialismus und Moral», Z e its c h r ift f ü r S o -
zia lfo rsc h u n g , Jg. II (1933); A. Cortina, C rítica y U topía: la E sc u e la d e
F ra n cfo rt, Madrid, 1985, 144 y 145; É tic a m ín im a . Madrid, 1986. 273 y
274.
50. E. Bloch. D as P rin zip H o ffn u n g , Frankfurt, 1959, GA, 5, 1.022
(trad. cast. de F. González Vicén, Madrid, 1977, 78-79).

166
IMMANUEL KANT:
UNA VISIÓN MASCULINA DE LA ÉTICA

Esperanza Guisán

Si bien podría decirse que en algún sentido todas las


éticas suponen históricamente, en alguna medida, una vi­
sión masculina del quehacer filosófico moral, por cuanto
han sido formuladas, pensadas y construidas por hombres,
hasta prácticamente el presente siglo, aun asi, con las de­
bidas cautelas, me atrevería a sugerir que la ética de Hume,
pongamos por caso, resulta mucho más «femenina» que la
de Kant, al igual que la de Mili es decididamente feme­
nina, cuando no feminista en oposición a Nietzsche, pon­
gamos por caso, que es masculina, viril e incluso «ma-
chista».
Comoquiera que el género humano, los humanes, como
diría nuestro compatriota Mosterín, estamos constituidos
más o menos al cincuenta por ciento por mujeres y hom­
bres, las éticas de corte o enfoque masculino no narran sino
la mitad de una historia, y se convierten en solemnes men­
tiras, imágenes distorsionadas de la realidad, cuando no
son complementadas por la visión femenina de la ética.
En parte la postura que vengo a defender en este tra­
bajo es deudora en una importante medida de una inge­
niosa y original contribución a la ética contemporánea por
parte de Carol Gilligan, colaboradora y seguidora de Law-
rence Kohlberg, quien no ha dudado en acusar a su maes­
tro de no haber tomado en consideración en su formula­
ción de unos estadios del desarrollo moral que abocarían

167
a una ética de principios more kantiano, el punto de vista
genuinamente femenino.1
Sin entrar ahora en un improcedente debate acerca de
lo «masculino» y lo «femenino», cabría simplemente seña­
lar que a causa de un proceso de socialización o cuando
menos principalmente a causa de ello, los roles de «hom­
bre» y «mujer» han tendido a la diferenciación en la inter­
vención de los actores de los dos sexos distintos en el «Gran
teatro del mundo», por decirlo calderonianamente. En esta
separación de roles lo «masculino» ha ido ligado a la idea
de la racionalidad abstracta, mientras que lo «femenino»
se pretendía circunscrito al terreno de los sentimientos y
el mundo concreto. Afortunadamente, sin embargo, el pro­
ceso de socialización no obtuvo el éxito previsto, de tal suer­
te que muchos hombres. Hume nuevamente, pudieron per­
mitirse el lujo de poseer y exhibir una extraordinaria sen­
sibilidad y capacidad de sympatheia, mientras que algunas
mujeres tuvieron entrada, la Sra. Curie, pongamos por caso,
en el mundo de las abstracciones propias del quehacer pre­
suntamente masculino.
La grandeza y la miseria, la cara y la cruz de la ética
kantiana, radica principalmente, a mi modo de ver, en ser
una visión masculina del fenómeno moral, que no ha teni­
do en cuenta el análisis de los sentimientos y propósitos
morales de los seres humanos, si bien sí ha tenido en cuen­
ta importantes aspectos inseparables de una concepción
equilibrada de la ética.
Por lo demás, no es del todo original el enfoque que
aquí ofrezco de la filosofía moral kantiana. Su conocido bió­
grafo y expositor Cassirer, había ya indicado en 1918 que
a medida que Kant progresa como filósofo «va apartándo­
se más y más, en este punto de las tendencias sentimenta­
les de su tiempo», para añadir unos renglones más abajo
que este «rigorismo es la reacción de la mentalidad de Kant,
viril (cursivas mías) hasta el tuétano, contra el reblandeci­
miento y la efusión sentimental que veía triunfar en torno
suyo».2
Esto que Cassirer considera como acierto importante en
la aportación kantiana constituye para mí sin embargo su
gran error. Como Carol Gilligan indica en el artículo men­

168
cionado, una ética no debe ser masculina ni femenina, sino
que debe ser abarcadora de todas las facetas que constitu­
yen el sentir y el pensar humano.
La crítica que pretendo llevar a cabo en este capítulo
no tiene otro sentido que resaltar el carácter ambivalente
de la ética kantiana. En un sentido habría que decir no
sólo de la Crítica de la Razón Práctica, sino incluso de la
Fúndamentación que constituyen piezas claves en el pen­
samiento humano, añadiendo no obstante que lejos de re­
presentar la ética kantiana lo más perfecto que poseemos,3
es una de las contribuciones más necesitadas de ser com­
pletadas y perfeccionadas (si bien ella misma puede con­
tribuir igualmente a completar y perfeccionar otras aporta­
ciones).
En dos sentidos especialmente, que en el fondo son el
anverso y reverso de un mismo problema, se encuentra la
ética kantiana particularmente deficitaria:
I) La concepción de la razón práctica como razón pura,
a priori, no condicionada empíricamente y la autonomía del
agente frente a las leyes de la sensibilidad.
II) La escisión del hombre sensible y el hombre racio­
nal, la tajante ruptura entre lo deseado y lo deseable, y
por ende la imposible conexión, aquí y ahora, entre felici­
dad y virtud.
Respecto al punto I) propondré algunas tesis que he
venido elaborando desde 1971 y que abogan para la nece­
sidad de complementar, y, en algunos sentidos importan­
tes rectificar, la concepción de la razón práctica kantiana
a tenor de las aportaciones de Hume, en el pasado, o de
Peters en el presente.
Con relación al punto II) elaboraré un esbozo de lo que
considero como síntesis deseable entre las aportaciones de
la ética deontológica de Kant y la ética teleológica de Mili.
El resultado de ambos intentos de síntesis Kant-Hume,
por lo que a la racionalidad práctica y su fundamentación
se refiere, Kant-Mill respecto a la relación entre «voluntad»
y «resultados», «es» y ((debe», ((deseado» y «deseable», ((fe­
licidad» y «virtud» creo que apunta hacia una ética que in­
tegre al unísono la visión tradicionalmente masculina del
mundo y de los valores (los principios abstractos por enci­

169
ma de las personas concretas) y el mundo típicamente y
tradicionalmente también femenino de lo íntimo y concre­
to, por encima de las abstracciones y los principios.
Mi intento es, pues, al tiempo que señalar algunas ca­
rencias importantes, en la ética kantiana, elaborar una pro­
puesta alternativa que sirva para soslayar en alguna medi­
da los excesos tanto de la concepción masculina de la ética
como de la femenina. Siguiendo en este caso, a Carol
Gilligan se hace preciso mitigar el rigorismo de las éticas
masculinas4 en las que Abraham biblício dispuesto a sacrifi­
car a su propio hijo en «aras del deber» es una figura
destacada, desarrollando debidamente las éticas que tienen
en cuenta los resultados beneficiosos de las acciones para la
humanidad, que significarían la aportación femenina, según
mi propia reinterpretación de la sugerida por Gilligan. El
encuentro de lo femenino y lo masculino supondrían en el
nivel ético la configuración de una ética que integre factores
dispersos y dé como resultado una explicación más cabal de
lo que es bueno para los seres humanos, y por ende de lo
que es el «bien», en la medida en el que el «bien» deje de
ser una entelequia y se convierta en un término que haga
referencias a situaciones concretas, satisfacciones particula­
res, demandas, derechos y obligaciones de los humanos.I.

I. Las miserias de la razón pura práctica

Creo que pocas veces se ha sintetizado en tan breves


frases el contenido de la ética kantiana como en el prólogo
a cargo de Oswarldo Market a una de las múltiples versio­
nes de la Crítica de la Razón Práctica: «todo el plantea­
miento kantiano, dice el mencionado autor, viene a centrar­
se en esta doctrina: la libertad de la razón».5
La interpretación que aquí se hace de tal aserto difiere
notablemente sin embargo del sentido que poseía para el
prof. Market, quien pensaba que de este modo «penetra­
mos más hondamente en la realidad».6
Por el contrario la «libertad de la razón» pudiera con­
llevar la sujeción o sometimiento indebido de otras parce­
las, por decirlo así, de la personalidad humana.

170
Si pensamos con Hume que la razón ano es más que
una determinación general de las pasiones tranquilas fun­
dada en algún punto de vista distante o reflexión»7 pudie­
ra parecer infundado conferirle más libertades de aquellas
estrictamente precisas. De lo contrario el aimperio despia­
dado de la razón pura práctica» pudiera presentar tales ries­
gos para el género humano que resulta realmente extraño,
como Nietzsche hizo notar, que no se haya percibido el im­
perativo categórico de Kant como un peligro mortal.8
No es novedoso indicar al respecto la fuerte inspiración
platónica de la concepción de la razón pura práctica kan­
tiana.9 El propio Kant manifiesta en distintos pasajes de
la Crítica de la Razón Pura10 su admiración por las aideas»
platónicas, que aplican preferentemente según Kant al te­
rreno de lo práctico, es decir, de la libertad ala cual de­
pende, a su vez, de conocimientos que son producto genui­
no de la razón».11
La libertad sobre la que Kant asienta el reino de lo
moral, es equivalente a una razón práctica totalmente au­
tónoma que no tiene nada que aprender de las necesida­
des y los deseos humanos.
En este sentido conviene destacar los siguientes puntos:
1) Una cuestión es señalar, como indica Dewey, que
existe una cierta tensión entre el mundo moral y el mundo
meramente empírico de los deseos espontáneos, de tal suer­
te que el deseo debe ser controlado por la idea de aley».
Otra cosa es excluir todos los deseos de la concepción de
una voluntad que actúe de acuerdo con la ley moral.12
2) El sentido de la aley moral» contrariamente a la con­
cepción kantiana es precisamente el de servir a la configu­
ración y satisfacción de los deseos. Como señala Dewey el
abien» es la satisfacción de los deseos conforme a la ley.'3
3) Kant tendría razón si y sólo si la primacía de la
razón sobre lo empírico en el ámbito de lo práctico se en­
tendiese en el sentido de aquello que, de acuerdo con Acton,
Kant compartiría con Hume: ala idea de que las ideas mo­
rales no son simples máximas personales, sino que son im­
personales y objetivas en el sentido de que operan y se im­
ponen sobre los individuos particulares de modo análogo
a los hechos de la naturaleza».14

171
Ocurre, sin embargo, que la Razón Práctica, en Kant
no actúa únicamente al modo humeano, buscando aquel
punto de mira desde el que los objetos puedan verse desde
una misma perspectiva a fin de no primar a los más cer­
canos sobre los más lejanos, o lo que nos afecta personal­
mente, sobre lo que afecta a los demás.15 En suma, y pese
a las repetidas calificaciones de la ética de Kant como hu­
manista16 habría que admitir más bien con Keith Ward que
se trata de una ética profundamente religiosa expresada en
una terminología radicalmente humanista.17
Tal vez no sea del todo casual, a tenor de los presu­
puestos religiosos y ascéticos de la ética kantiana, un des­
cuido que al menos a nivel metodológico debiera haber lla­
mado más la atención de los comentaristas de Kant.
Me refiero a la falta de paralelismo entre la Crítica de
la Razón Pura y la Crítica de la Razón Práctica.
En efecto, mientras que en la Crítica de la Razón Pura
(especulativa) Kant establece un tribunal que demarca las
atribuciones de la razón pura dentro del saber humano, en
la Crítica de la Razón Práctica (en general) el tribunal no
se establece, como en la obra anterior contra la razón pura
práctica, sino contra la razón práctica empíricamente con­
dicionada: «Por consiguiente habremos de elaborar —afir­
ma Kant en la Introducción a la Crítica de la Razón Prác­
tica— no una crítica de la razón pura práctica, sino sólo
de la razón práctica en general (praktischen Vernunft über-
haupt) [...]. La crítica de la razón práctica en general tiene,
pues, la obligación de quitar a la razón empíricamente con­
dicionada (empirisich bedingte Vernunft) la pretensión de
querer proporcionar ella sola, de un modo exclusivo, el fun­
damento de determinación de la voluntad».18
Desde una perspectiva distinta a la de Kant, rigorista,
escéptica y masculina (en el sentido indicado) resulta difí­
cil reivindicar la oportunidad de una razón pura práctica
que actúa «en pugna con las inclinaciones» (Neigungem).19
Sorprendentemente, para Kant la razón se degrada
cuando el hombre se comporta, olvidándose de su diferen­
cia con los restantes animales, con indiferencia a lo que le
dice la razón por sí misma utilizándola únicamente para
la satisfacción de sus necesidades como ser de sentidos.20

172
No explica Kant en lugar alguno cómo podemos saber
lo que nos dice la razón por sí misma (was Vernunft ftír
sich selbst sagt), ni qué relevancia pudiera tener dicho co­
nocimiento. La «razón», a la manera de Dewey, actúa por
el contrario, a modo de principio de imparcialidad, lo que
me parece mucho más plausible, ordenando nuestros de­
seos de tal suerte que se garantice el autodespliegue per­
sonal y unas relaciones solidarias entre unos y otros.
El lenguaje cuasi-místico kantiano nos presenta una
Razón pura-práctica incondicionada, desligada de todo
«empírico interés» alertándonos en el sentido de que de
poner como fundamento de la ética las inclinaciones en ge­
neral en lugar del deber (Pflicht), por muy favorables que
ellas fueran al modo de pensar de todos, degradaríamos
con ello a la humanidad,21 por lo que nos incita a conver­
tir el interés moral en «un interés de la sola razón prácti­
ca, puro y libre de los sentidos».22
El problema con el que nos enfrentamos de inmediato
es uno de los de mayor vigencia, y los más polémicos de
la ética contemporánea. ¿Es posible, deseable, necesaria,
la escisión entre el «es» y el «debe», o lo que es igual entre
el mundo de lo fáctico y el mundo de lo normativo? Y, de
ser así, ¿de qué ámbito «no natural», por decirlo con Moore,
habrían de derivarse nuestras nociones de lo «bueno» y lo
«malo», lo «debido» y lo «indebido»?
Contrariamente a Hume, que realmente sí revolucionó
la ética al mostrar que la bondad o la maldad de las ac­
ciones no se encontraba en el mundo de los objetos, por
no hablar del mundo de la «racionalidad pura», sino en
los sentimientos peculiares, por cierto, que se derivan de
nuestra naturaleza humana23 y que muy atinadamente nos
indicó que es un error filosófico hablar del combate entre
la pasión y la razón, por cuanto la razón «es y sólo ha de
ser la esclava de las pasiones y nunca puede pretender nin­
guna otra misión más que la de servirlas y obedecerlas»,24
Kant aboga por una ruptura total: a) entre el mundo de
los hechos y de los valores, b) el mundo de lo subjetivo
particular y lo objetivo universal, c) el ámbito de la razón
y el ámbito de la pasión.
Sin caer en un reduccionismo inapropiado que iguala

173
lo que es «digno de ser deseado» con lo que realmente es
deseado, no estaría de más reclamar, contra Kant, y si­
guiendo en este sentido a uno de sus críticos más severos,
Moritz Schlick, que, en cierto sentido cuando menos ha­
bría que considerar la ética «ais Tatsachenwissenchaft»
(como ciencia fáctica o de lo empírico),25 sin olvidar por
supuesto su carácter asimismo normativo, o sea su consi­
deración como «Normwissenschaft». Lo que ocurre, y es
un matiz importante que no conviene olvidar, es que a di­
ferencia de posiciones tan radicales como la de Ayer, que
negaba a los juicios normativos su estatuto de racionali­
dad, conviene ahondar más en la línea en la que han veni­
do trabajando autores tan diversos como Mclntyre o Fe-
rrater Mora, en el sentido de reclamar «puentes» que unan
el mundo de lo empírico con el mundo de lo valorativo.
La Razón Práctica pura en Kant, por lo demás, es cla­
ramente «impura» desde una perspectiva humanista. El
«(deber» se impone contra el hombre o si se prefiere, aun
en el mejor de los supuestos, el «deber» se impone a una
parte del hombre. Divide, escinde al hombre en dos, recla­
mando para la supuesta parte «racional» una autonomía o
supremacía, que transforma la máxima humeana convir­
tiendo a las pasiones humanas, incluso a las más nobles,
las tranquilas, las que alientan en toda obra digna de ser
tenido por «buena», en esclavas de una supuesta «Razón»,
que gobierna despóticamente sobre el mundo de las incli­
naciones.
Ferrater Mora ofrece una interesante réplica a la asép­
tica «buena voluntad» carente de todo calor o pasión hu­
mana.
«Supongamos que para alcanzar algo estimado valioso
no es necesario ningún esfuerzo o que, en todo caso, el es­
fuerzo realizado no cueste ninguna “pena”. No por ello ha
de ser menos valioso [...]. Algunas doctrinas morales, muy
dadas al rigorismo, no parecen creerlo así. Para empezar
asocian lo que es valioso con algún deber, y hasta hacen
del deber algo valioso. Luego asocian el deber con el es­
fuerzo en cuanto que se juzga valioso sólo lo que se consi­
gue esforzadamente...»
En contra de este tipo de argumentaciones more ¡can­

il 4
tiano, Ferrater responderá contundentemente: «Si algo se
ejecuta graciosamente, si se vive graciosamente un estilo
de vida, la acción y el modo de vivir son valiosos por par­
tida doble».26 Para añadir más adelante que «a menos que
seamos masoquistas [...] consideraremos que la pena no
vale la pena».27
Aspecto que ya había sido recalcado por Schlick al in­
dicar que, de acuerdo con su posición, el que hace el bien
a causa del deber se sitúa en un nivel inferior a quien lo
ejecuta a causa de una inclinación (aus Neigung). En lugar
de tomar partido a favor de Kant, Schlick propone susti­
tuir el Imperativo del deber Kantiano por la máxima de
Marco Aurelio: «Haz lo que es correcto no porque sea lo
decoroso (schickt) sino porque de ese modo te das a ti
mismo placer».28
Difícilmente puede comprenderse la «austeridad» kan­
tiana a no ser a causa de su concepción dualista, ya de­
nunciada, y que ha sido también debidamente señalada por
Walsh: «La lectura kantiana que convierte, en efecto, a la
razón práctica en un elemento divino dentro del hombre y
considera las pasiones como pertenecientes a su naturale­
za animal, equivale a una forma de dualismo tan objetable
como cualquier tipo del mismo que se encuentre en Des­
cartes».29
La supuesta autonomía de la razón práctica, no supo­
ne sino el sometimiento de todo el mundo pasional, al
mundo de lo supuestamente «racional». Como le ha sido
reprochado a Kant desde distintos frentes, esto supone una
seria limitación en su concepción de la ética al no recono­
cer el papel importante, yo añadiría que preponderante, del
impulso y la emoción en la vida moral.30
Como ya he indicado anteriormente, y Schrader tam­
bién reconoce, se echa muy en falta una Crítica de la Razón
Práctica que guarde paralelo con la Crítica de la Razón
Pura (especulativa),31 de suerte que el riquísimo mundo de
los sentimientos y los impulsos morales recobre el papel
preponderante que le corresponde en el mundo de las rela­
ciones morales.
Un autor tan cercano en otras cuestiones a Kant, como
David Ross, le ha reprochado, precisamente, su falta de

175
sensibilidad respecto al mundo sensible, valga la redundan­
cia. En especial se observa una laguna importante por lo
que respecta a los ricos sentimientos de benevolencia y
sympatheia que son, podríamos afirmar con Hume, la fuen­
te originaria de nuestras distinciones del «bien» y el «mal».
El sentido del deber, por el deber, ausente, huérfano de
simpatía, bien pudiera, dirá Ross, ocupar un lugar inferior
que un sentido de deber, una buena conciencia, hermana­
da con sentimientos de benevolencia.32 Ross no puede ad­
mitir que la inclinación de hacer feliz a los demás pueda
ser catalogada sin más conjuntamente con las restantes in­
clinaciones.33
Posiblemente habría que añadir, que el cuidado de uno
mismo, del desarrollo de las capacidades personales, la bús­
queda de la propia felicidad, la eudenomía, como la enten­
dían los éticos clásicos, tampoco podría verse catalogada,
sin matizaciones entre las «inclinaciones».
Al igual que se observa en Hume una obstinación in­
consecuente que si bien le lleva por una parte a negar el
papel de la razón en la ética, no le impide reintroducir la
«razón» bajo otro nombre y aspecto en la configuración par­
ticular de ese sentimiento «peculiar» que es el sentimiento
moral, vinculado con «una determinación general ecuáni­
me (calm) de las pasiones, fundada en un punto de vista
fruto de distanciamiento o la reflexión»,34 de modo análo­
go existe una resistencia infundada en Kant en reconocer
que lo que nos mueve a actuar por mor del deber no es el
propio deber ni la razón pura práctica, sino ese sentimien­
to de auto-estima (Gefühl der Zufriedenheit mit sich
selbst)35 que Kant no puede dejar de reconocer como «sen­
timiento moral» (moralische Gefühl),36 lo cual produce una
lamentable distorsión de lo que debiera ser una visión pon­
derada del papel de los sentimientos y su configuración me­
diante la razón, dentro del ámbito de la ética.
En este sentido, como en tantos otros, se impone la sín­
tesis que integre en un conjunto armonioso los elementos
«femeninos» de la ética humeana, conjuntamente con los
«masculinos» de la ética de Kant.
La razón se apoya y se levanta sobre el subsuelo de
sentimientos humanos que demandan la armonización de

176
los distintos drives o impulsos tanto a nivel intrasubjetivo
como intersubjetivo. La razón y el sentimiento por lo
demás, y parafraseando el continuo De la materia a la
Razón de Ferrater Mora, no constituyen ámbitos separa­
dos, sino que son parte constitutiva de una unidad: la na­
turaleza humana, que mediante la reflexión, expande y re­
fuerza determinados sentimientos socialmente productivos,
o productivos simplemente a nivel individual, a la vez que
modera y modela determinados impulsos que producirían
la autodestrucción del individuo o anularían sus posibili­
dades de atender a otros impulsos que le llevan a compar­
tir sus vivencias en el mundo de la convivencia?
Kant temeroso de rebajar la moral al nivel de lo pura­
mente subjetivo, evitó a un tiempo el solipsismo, sin duda
deplorable, y el intersubjetivismo, ciertamente deseable, in­
curriendo en un grave error intelectual y moral, al despo­
seer al género humano del legítimo orgullo de ser portador
de pasiones creadoras y productivas.

II. Un concepto precario de autonomía

Por lo demás, la concepción dualista kantiana amenaza


a la vez el propio «valor de autonomía» tan caro en la tra­
dición del kantismo en todos los tiempos.
La escisión del hombre en dos «yos» antagónicos, el fe­
noménico, sujeto a las pasiones, y el nouménico, en plena
«libertad», convierte el concepto de libertad en una noción
vaga, metafísica, y lo que es peor, «incontrolable». Ya que
el mundo de lo nouménico no nos es conocido, «la liber­
tad», en el sentido de la «liberación» de las pasiones hu­
manas, se convierte en un «ente de razón» al que es fácil
dotar de sentidos varios, de acuerdo con la peculiar wel-
taschauung de cada moralista.
La autonomía del hombre, se convierte, a la postre, en
su dependencia de una concepción puritana de la existen­
cia que le obliga a prescindir del goce como una de las
metas importantes de su vida. La oposición entre Kant y
la tradición del pensamiento clásico griego se muestra pa­
tente. La ética de bienes se convierte en ética del «deber».

177
como si el deber tuviese sentido alguno sino cuando se le
orienta a la consecución de algo valioso.
El error de Kant, con su exaltación del deber y la buena
voluntad como lo único verdaderamente valioso, es seme­
jante al de quien elogiase el aprendizaje de las lenguas
vivas o muertas, y rechazase la «utilidad» que dicho cono­
cimiento tiene para la comunicación con personas y cultu­
ras. O quien convirtiese el ejercicio físico en un fin y no
un medio de la conservación, mantenimiento y mejora de
la salud.
Es cierto que uno de los atractivos de la ética kantiana
consiste en que el deber juega un papel que a veces apare­
ce ignorado, o que queda simplemente en la sombra en
otros sistemas morales. Sin embargo, al unísono, el deber
con sus exigencias descarnadas37 aparece en la versión kan­
tiana como carente del «eíhical-appeal» por decirlo de otro
modo, que otras versiones más «femeninas» y «amables»
de la ética, como la de Platón o la de Mili nos ofrecen. El
«deber» corre el riesgo de amenazar al hombre y su auto­
nomía, reduciéndonos, curiosa y paradójicamente, al nivel
de la moral heterómana descrito por Piaget, al nivel de la
moral convencional de Kohlberg. Con la salvedad de que
ahora no obedecemos la ley porque nos es impuesta por
nuestros mayores, o por el grupo social, o las autoridades
varias que regulan nuestra vida, sino que, por decirlo freu-
dianamente, hemos introducido a la «norma externa» en
casa, convirtiéndola en supuesta «conciencia» o «voluntad»
personal.
En el caso de Kant, parece palmariamente evidente que
su deducción de la moral tiene un fuerte componente reli­
gioso, como ha sido denunciado por Walsh.38 La «libera­
ción» del hombre de su «yo» pasional, no es sino el some­
timiento de las pasiones a una Razón Pura práctica que
en última instancia, y como Kant llega a reconocer, no es
sino Dios.
De acuerdo con la versión de Adickes, el Opus Postu-
mun muestra un cambio evidente en la relación entre ética
y religión por parte de Kant. En las Secciones 1 y 7 en
particular, que Adickes calcula escritas entre 1800 y 1803,
se llega a afirmar taxativamente que «Dios es la razón mo-

178
raímente práctica auto-legislativa».39 Probablemente, sin em­
bargo esta era ya la doctrina implícita de Kant a lo largo
de sus obras previas, como ha sido señalado por Keith
Ward.40
Dicho de otra manera la existencia de Dios no sería un
postulado de la razón Pura Práctica, sino por el contrario
la razón Pura Práctica el corolario de la creencia en un Dios
«santo», que impone sobre los humanos un ideal de santi­
dad que, dada la constitución de los seres humanos movi­
dos por pasiones y deseos, es siempre compulsión y cons­
tricción. Por supuesto que Kant había tenido buen cuida­
do en advertir que el hombre no puede ser considerado
como medio no sólo por ningún otro hombre sino incluso
por Dios, en cuanto sujeto de la ley moral,41 o lo que es
igual en cuanto auto-legislador, insistiéndose en la digni­
dad de un ser racional (Würde eines vemünftigen Wesens)
que no obedece a ninguna otra ley que la que él se da a sí
mismo (das keinem Gesetze gehorcht ais dem, das es zu-
gleich selbst gibt) como se dice en la Grundlegung,42
Sin embargo, es totalmente falaz esta presunta autono­
mía de la voluntad. El sujeto que auto-legisla no es el «yo»
fenonémico, el «yo» vivo, el hombre de carne y hueso, por
decirlo unamunianamente, sino una entelequia racional, que
a la postre, renegando de las miserias de la condición hu­
mana no puede sino considerar todos los deberes como
mandatos del ser supremo, «porque nosotros no podemos
esperar el supremo bien, que la ley moral nos hace un
deber de ponernos como objeto de nuestro esfuerzo más
que de una voluntad moralmente perfecta (santa y buena)
(heiligen und gütigen) y al mismo tiempo todopoderosa y,
por consiguiente, mediante una concordancia con esa vo­
luntad.43 De esta manera, comentará Kant, un poco antes
de lo antedicho, conduce la ley moral por el concepto del
supremo bien, como objeto y fin de la razón pura práctica,
a la religión.44 Es verdad que Kant matiza insistentemente
que los deberes morales, supuestamente debidos a una vo­
luntad humana autónoma, no pueden considerarse sancio­
nes, u órdenes arbitrarias y por sí mismas contingentes de
una voluntad extraña, sino como leyes esenciales de toda
voluntad libre por sí misma.45 Sin embargo todo hace sospe­

179
char que se da realmente una «íntima complicidad de la
vivencia moral, que se pone en la base, con la religiosi­
dad», como expresa Caffarena, si bien en un sentido muy
otro al que dicho autor utiliza la expresión.46
Le produce a Caffarena un cierto regocijo como creyen­
te cristiano que Kant, sin proponérselo (?)47 termine con­
validando o ratificando, vía experiencia moral, la existen­
cia de un Dios con las características exactamente del Dios
cristiano.
Al filósofo agnóstico, por el contrario, le produce cierta
extrañeza y preocupación el hecho de que Kant acabe de­
mostrando lo que, sin género de dudas, no necesitaba de­
mostrarse: La idea de un Dios que no tenía cabida dentro
de los límites más rigurosos de la razón pura (especulati­
va), y al que hace un lugar en el ámbito más ambiguo de
la racionalidad práctica.
En cualquier caso, se pruebe o no se pruebe, en algún
sentido de prueba, la existencia de Dios, mediante la ley
moral, es algo que ahora no me preocupa en modo alguno,
lo que me parece preocupante es el resquebrajamiento de
la autonomía humana al someterla al imperio de una razón
práctica que no es sino el trasunto secularizado de la voz
del Dios de una tradición religiosa, y de una concepción
peculiar dentro de la misma, determinada.
Se diría que el «Dios» kantiano es el Dios desprovisto
de los atributos de la misericordia o benevolencia del ágape
(o el amor).48 Se trata en suma de un Dios viril, masculi­
no por antonomasia, carente de la afectividad ligada tradi­
cionalmente a lo femenino.
Esta deidad viril, masculinizada hasta el límite, hace
al hombre moral, a su imagen y semejanza, un ser despro­
visto de emociones, sentimientos, afectos. No importa más
que la fe ciega en el deber compulsivo, y una voluntad fé­
rrea que sabe imponerse restricciones y obrar por mor de
sus propios dictados. Mas no se trata, no hace falta decir­
lo, de la «voluntad humana» que brota en, de y para la
experiencia vivida con otros hombres. La voluntad a la que
Kant se refiere es una caricatura de la voluntad humana.
Se trata simplemente de la virtud en el sentido latino, que
deriva de la fuerza y la virilidad, desconectada por com­

180
pleto de la arete o la excelencia propia del desarrollo ar­
mónico de todas las potencialidades humanas tal como se
concebía en el mundo griego. El concepto de la moralidad
en Kant es autosuficiente y en su autonomía aparente niega
la autonomía del hombre para decidir su destino a tenor
de sus necesidades y sus deseos. La razón «ordena sus pre­
ceptos, sin prometer con ello nada a las inclinaciones, se­
veramente y por, ende, con desprecio, por así decirlo y de­
satención hacia esas pretensiones».49
El hombre no utiliza su razón para realizarse, sino que
se realiza (?) en la utilización compulsiva del deber supues­
tamente «racional». La razón no brinda la armonía desea­
da entre las diversas inclinaciones, sino que simplemente
las desatiende, desoye y descuida.
Hasta tal punto es viril la ética kantiana que nada de
lo que constituye la belleza y la alegría de la vida adquiere
valor moral. La vida carece de sentido moral cuando la for­
tuna nos sonríe. Sólo «cuando las adversidades y una pena
sin consuelo han arrebatado a un hombre todo gusto por
la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más
indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando
la muerte conserva su vida, sin amarla (und sein Leben
dock erhalt, ohne es tu lieben), sólo por deber y por incli­
nación (Neigung) o miedo, entonces su máxima sí tiene un
contenido moral».50
Por supuesto se hace difícil concebir de qué tipo de «au­
tonomía» puede tratarse cuando el hombre que no encuen­
tra ningún placer en la vida hace de ello un «deber». «Con­
servar cada cual su vida es un deber»51 carece de funda­
mento desde una ética autónoma. «Conservar cada cual la
vida es un deseo, y un deber hacer de esta conservación
una obra de arte» sería la réplica femenina a la demanda
masculina kantiana de vivir, aun la vida más indeseable,
por mor del severo deber. Por lo demás sólo un hombre
que elige vivir armonizando sus inclinaciones, potenciando
la fuerza de sus sentimientos amables, habrá logrado la
única autonomía digna de tal nombre, que no se encuen­
tra posiblemente en el estadio 6 de Kohlberg, sino más bien
en el 7 de Habermas. La autonomía fruto del diálogo con
los demás y con uno mismo, cuando uno mismo es el hom­

181
bre no dividido, el hombre completo con sus pasiones y su
capacidad racional para hacerlas productivas a nivel indi­
vidual y colectivo.

III. Una penosa virtud

Las éticas deontológicas, more kantiano, gozan de una


inmerecida popularidad. Su atractivo deriva de una con­
traposición inexistente. Las éticas del «deber» parecen venir
a colocar en su sitio al hombre «moral» frente al hombre
supuestamente precononizado por las éticas hedonistas, de­
senfrenado, egoísta, cuya vida es una carencia total de ar­
monía interna, y cuyas relaciones con los demás se deri­
van de una búsqueda egoísta de sus propios intereses sin
importarle poco ni mucho «utilizar» a los demás siempre
como medios, no considerándolos nunca fines en sí mis­
mos.
De ser esa la alternativa: la vida sacrificada de las
éticas deontológicas frente a la vida carente de armonía y
solidaridad del ético hedonista, parece que existirán bue­
nas razones, e incluso motivos morales, para proclamar
muy alto la superioridad de las primeras.
Es desde una perspectiva semejante desde la que Gold-
mann interpreta la ética kantiana como una recusación de
la sociedad basada en la producción para el mercado, cons­
tituyéndose según este autor en la expresión radical de los
fundamentos de todo humanismo verdadero, al poner el
acento en que los fines que han de considerarse al mismo
tiempo deberes son nuestra propia perfección y la felici­
dad del prójimo. «Si consideramos —indica Goldmann—
que dentro de la sociedad capitalista el pensamiento y la
acción de los hombres están completamente dominados por
la búsqueda del lucro, por la tendencia a incrementar la
felicidad propia y a exigir la perfección del prójimo, com­
prenderemos que la antítesis no podía formularse de ma­
nera más concisa y absoluta.»52
En primer lugar habría que indicar que la búsqueda
de la felicidad ajena no es un motivo determinante de la
corrección o bondad de las acciones en la ética kantiana.

182
Más aún, con palabras de Kant: «El principio de la felici­
dad, si bien puede dar máximas no puede darlas nunca
tales que sean aptas para leyes de la voluntad, aun si se
tomase como objeto la felicidad universal».53 Si bien la tí­
pica del juicio práctico guarda a un tiempo, según Kant
del misticismo y del empirismo, considera Kant mucho más
importante estar a salvo del encarnizado enemigo de la ética
por antonomasia: el empirismo, que eleva las inclinacio­
nes de los hombres a la categoría de un principio supremo
práctico, degradando a la humanidad (die Menschheit de-
gradieren) por muy favorables que dichas inclinaciones
sean al modo de pensar de todos.54
También es cierto que en algún otro lugar Kant parece
recomendar de algún modo el favorecer a los demás cuan­
do necesitan de nuestro apoyo, o incluso fomentar la feli­
cidad ajena, mas, se diría, que no como un fin en sí mismo,
u objetivo deseable, sino como el medio para lograr la uni­
versalidad requerida por el imperativo categórico.55
Es decir, en lugar de ponerse, como en las éticas teleo-
lógicas de tipo universalista, el principio de universalidad
o imparcialidad al servicio de la coordinación de los inte­
reses o deseos de los individuos reales, se quieren lograr
aquí que la imparcialidad o universalidad se convierta en
sí misma en el «fin» objeto y sentido de todo nuestro ac­
tuar moral.
Un solo contra-ejemplo bastará para mostrar lo erróneo
de esta posición «formalista», que no atiende al requisito
de fundamentar en las necesidades humanas el objetivo úl­
timo de la ética. Supongamos que alguien desee unlversa­
lizar la máxima: «Debo sufrir cuanto me sea posible», con­
virtiéndola en el imperativo categórico: «Sufre cuanto sea
posible», aplicado por igual a todos los seres racionales.
Lógicamente es perfectamente posible que alguien desee su­
frir y desee asimismo la misma suerte para todos los hu­
manos. Psicológicamente sin embargo se trataría de una
máxima y una ley un tanto anómalas, dado que en princi­
pio nadie desea sufrir, salvo reconocidos casos de maso­
quismo. Éticamente la norma sería totalmente indeseable.
Admitamos que uno es lo suficientemente masoquista para
hacer que la máxima de su actuación se dirija siempre a

183
la obtención del mayor dolor posible. Permitirle, sin em­
bargo, universalizar esa norma, de suerte que sea aplica­
ble por igual a todos los humanos, nos parecería inmoral
éticamente, y, en un plano más elemental y ordinario, un
peligro para la supervivencia, moral y material de la raza
humana.
La lista de contra-ejemplos podría llegar hasta el infi­
nito. Uno puede desear universalizar la máxima de no ayu­
dar nunca a nadie, aun cuando Kant descarte tal posibili­
dad en base a cierta «imposibilidad lógica» ya que «una
voluntad que así lo decidiría se contradeciría a sí misma».56
Para que el aserto de Kant tenga algún sentido hay que
pensar que, inconscientemente, está admitiendo la existen­
cia de condicionamientos empíricos. Dietrichson llega afir­
mar, al efecto, que cuando «Kant en sus obras éticas más
importantes ofrece ejemplos específicos de los criterios pri­
mero y segundo de universalización, deja claro casi inva­
riablemente de un modo inambiguo la idea de que el tipo
de circunstancias empíricas en que la acción tendrá lugar,
ha de ser considerado como un constituyente esencial de
la máxima de la acción que ha de probarse»,57 «y que, en
cualquier caso, el mayor mérito de Kant es el de haber sido
inconsecuente con la tesis de quienes le atribuyen el olvi­
do de las circunstancias empíricas».58
Por supuesto que las inconsecuencias de Kant, como
las de Platón, Hume o Mili, por citar solo unos ejemplos,
suelen resultar a veces los aspectos más ilustrativos de sus
obras, aquellos que ponen de relieve que a pesar de las
negativas teóricas a admitir determinados componentes en
el razonamiento moral, dichos componentes afloran espon­
táneamente, contra la propia voluntad del autor, de tal suer­
te que la lectura conjunta de la presunta teoría kantiana y
los lapsus y errores en que incurre a la hora de ejemplifi­
carla muestran la importancia a un tiempo del principio
de imparcialidad, así como el origen y sustento empírico
del mismo, el continuo ferrateriano, una vez más entre la
materia y la razón (en este caso la razón práctica).
Lo que debe quedar claro, en segundo lugar, es que no
es mi intención mantener obstinadamente que Kant no tuvo
en cuenta ni la felicidad ajena ni la felicidad propia a la

184
hora de confeccionar su ética, al menos a nivel inconscien­
te. Tampoco es mi intención deliberar acerca de lo que dijo
sin querer decirlo. Las afirmaciones de Kant son lo sufi­
cientemente tajantes para no dejar lugar a dudas respecto
a sus intenciones explícitas, y sus propósitos conscientes.
Sí es cierto que la felicidad personal tiene algún pequeño
papel en su ética, de modo que como Patón afirma al
menos constituye un deber indirecto buscar nuestra pro­
pia felicidad,59 pero son dignas de tener en cuenta las con­
sideraciones que Kant hace al respecto: «Asegurar la feli­
cidad propia es un deber —al menos indirecto— pues el
que no está contento con su estado, el que se ve apremia­
do por muchos cuidados, pueda fácilmente ser víctima de
la tentación de infringir sus deberes».60 Lo cual parece más
bien una concesión a la «naturaleza animal» del hombre, a
fin de evitar el incumplimiento del deber, que un deseo par­
ticularmente profundo de preocuparse por mejorar el esta­
do de satisfacción personal de cada individuo. Tal vez
pueda mantenerse, con ciertos matices, con Ebbinghaus que
el imperativo categórico no nos prohíbe que hagamos de
nuestra felicidad un fin, por la simple razón de que la feli­
cidad es un fin humano inevitable, como Kant no puede
menos que reconocer.61 Con palabras de Kant: «Ser feliz
es necesariamente el anhelo de todo ser racional, pero fini­
to, y, por tanto, un inevitable fundamento de determina­
ción de su facultad de desear».62
El reconocimiento, empero, de un hedonismo psicológi­
co no le lleva a Kant a formular nada semejante a un he­
donismo ético. «Deseamos la felicidad» es un enunciado fác-
tico, sólo «debemos hacernos dignos de la felicidad» po­
dría ser un enunciado moral. Como afirma Kant, la moral
no es la doctrina de cómo nos hacemos felices, sino de
cómo debemos llegar a ser dignos de la felicidad.63 Para
añadir a renglón seguido: «Sólo después cuando la religión
sobreviene, se presenta también la esperanza de ser un día
partícipes de la felicidad en la medida en que hemos trata­
do de no ser indignos de ella».64
Tal vez una interpretación no del todo desencaminada
es que la «introducción» más o menos subrepticia de la re­
ligión como «término» o reconciliación de los dos polos del

185
sumo bien —La Virtud y la Felicidad— es lo que los hace
irreconciliables para Kant en el tiempo presente, maravi­
llándose y extrañándose de que «los filósofos tanto en el
tiempo antiguo como en el moderno, hayan podido hallar
la felicidad unida con la virtud en proporción muy adecua­
da, ya en esta vida, en el mundo sensible» (in der Sinnen-
welt).65
En efecto, la peculiar religiosidad que impregna la ética
kantiana es sin duda la causa de las perplejidades y extra-
ñezas del filósofo que no puede conectar con la concepción
más armoniosa de la naturaleza humana procedente del
mundo griego, o de los ilustrados laicos.
Kant compara únicamente su concepción de las vincu­
laciones de la Felicidad y la Virtud con las concepciones
epicúreas «que sostenían que la felicidad era el bien su­
premo y la virtud sólo la forma máxima para adquirirla»66
y las estoicas que mantenían que la virtud era el completo
bien supremo y la felicidad sólo la conciencia de la pose­
sión del mismo.67 Con respecto a la primera su oposición
es rotunda; la felicidad no puede en modo alguno asociar­
se con la vida virtuosa.68
En cuanto a la posición estoica Kant se inclina a aceptar
parcialmente sus proporciones, la virtud no produce felici­
dad, es una afirmación falsa sólo de modo condicionado o,
lo que es igual, sólo cuando se piensa, como la inmensa
mayoría de los filósofos ilustrados de todos los tiempos han
pensado, que el hombre virtuoso es un hombre ya feliz, y
que la única manera de ser feliz, aquí y ahora, como ya
reconocía Epicuro es llevando una vida virtuosa. Los presu­
puestos religiosos de Kant tenían que llevarle irremediable­
mente a posponer la reconciliación entre la Virtud y la
Felicidad en otra vida, abogando a un tiempo por la
libertad, la inmortalidad del alma y la existencia del Sumo
bien, es decir, Dios, postulados de los que se diría que ya
ha partido y que no podían menos que llevarle a las
conclusiones que le sirvieron posiblemente de premisas.
Un contraste interesante lo ofrece, en este sentido, la
concepción pagana de Platón, que sirve como adecuado con­
trapunto a la religiosidad puritana y rigorista de Manuel
Kant.

186
La República de Platón es en muchos sentidos la mejor
réplica a todo el contenido de las dos principales obras de
la filosofía Moral de Kant, los Grundlegung y la Kritik der
praktischen Vernunft. Por supuesto que la visión platónica
es una visión amable, que podría encuadrarse dentro de lo
que he dado en llamar una «visión femenina» de la ética,
en tanto que la kantiana es una visión dura, casi dramáti­
ca de la suerte del hombre.
La República es un diálogo muy rico, en el que se abor­
dan una gran profusión de temas; con todo, el principio y
el término de la obra le otorgan un sentido y una finalidad
particular. Se había comenzado interrogando en los prime­
ros capítulos acerca de la conveniencia o inconveniencia de
practicar la virtud, observando Trasímaco, un tanto cíni­
camente, como al hombre justo le va siempre peor en la
vida,69 argumentando Sócrates en contra fervientemente a
favor de que la justicia es más provechosa que la injusti­
cia,70 para lo cual demostrará al final de la República como
de entre todos los hombres, que Platón tipifica en los de
temperamento filosófico (moral), ambicioso y avaro,71 sólo
los que viven una vida moral viven una vida feliz, ya que
los faltos de inteligencia y virtud no son capaces de gozar
de los verdaderos, más elevados placeres.72
El presupuesto ilustrado subyacente a la ética platóni­
ca es que el hombre sabio, virtuoso y feliz, son una y la
misma cosa. Por decirlo con el lenguaje técnico de la lógi­
ca matemática, la relación entre virtud y felicidad, sabidu­
ría y virtud, sabiduría y felicidad, sería la expresada me­
diante el co-implicador. O lo que es igual un hombre es vir­
tuoso si y sólo si es feliz, al tiempo que es feliz si y sólo si
es virtuoso.
No hace falta decir que «virtuoso» y «feliz» son térmi­
nos valorativos, al menos en una medida importante. La
verdadera felicidad no es la felicidad de los puercos, nos
dirá a su manera en el siglo XIX John Stuart Mili, reco­
giendo en este sentido la antorcha de la ilustración atenien­
se que tiene ecos profundos en la obra platónica.
No sería del todo improcedente, conectando con Platón
y Mili desarrollar brevemente una teoría del «desarrollo de
la capacidad de ser feliz», en paralelo con la teoría del de-

187
sarrollo moral ofrecida en nuestros días por Lawrence Kolh-
berg y sus discípulos de la Universidad de Harvard.
En este sentido habría que decir que la «felicidad» se
dice de muchas maneras. Y que a medida que el individuo
recorre determinadas etapas de su desarrollo cognoscitivo
y moral la «felicidad» va cambiando de objeto. Así en un
primer momento (Nivel pre-convencional de Kohlberg), la
felicidad consiste en la satisfacción más o menos rudimen­
taria de los impulsos y deseos, al margen de la reflexión y
la coordinación de los mismos en un «plan de vida», de
suerte que se trata de «placeres solitarios» y más bien tos­
cos y rudimentarios. En un segundo nivel (el correspon­
diente al convencional del desarrollo moral de Kohlberg)
el placer pasa de ser solitario a convertirse en «gregario»,
el hombre es feliz, por decirlo con Heidegger, como se es
feliz. Su alegría y su contento derivan principalmente de
la aceptación y aprobación en y por su grupo de referen­
cia. En un tercer nivel (correspondiente a la ética autóno­
ma de Piaget, y el nivel post-convencional de Kohlberg) los
placeres se derivan de la reflexión, y ordenación de los im­
pulsos más o menos primarios de acuerdo con principios.
Se trata de una «felicidad» o «placer» producto de la auto­
nomía y la aplicación de principios de justicia. Cuando el
individuo encuentra que es digno de ser aprobado por sí
mismo se reconoce como virtuoso y en ello halla su fuente
más profunda de gozo.
Por supuesto que se trata aquí de una adaptación muy
personal de la teoría de Kohlberg, a quien, precisamente,
no parecía importarle tanto la consecución de la felicidad
como la persecución de la justicia y la autonomía, encon­
trándose en este sentido más cerca de Kant que de Platón.
(No olvidemos que la ética de Kohlberg es precisamente
un ejemplo de lo que Carol Gilligan ha calificado como «éti­
cas masculinas», es decir, con un fuerte componente deon-
tológico, poco proclives a tener en cuenta las consecuen­
cias de los principios morales adoptados para el bienestar
de las personas.)73
La adaptación que aquí se ha realizado de la teoría del
desarrollo moral de Kohlberg tiene su inspiración en la ilus­
tración griega y los principios ilustrados presentes en la

188
obra de John S. Mili. De acuerdo con tales principios, un
hombre no alcanza los goces más profundos sino en cuan­
to es capaz de llevar una vida en la que pudiéramos ha­
blar de «goces solidarios» (frente a los «goces solitarios» y
los «goces gregarios»). Por supuesto que el principio de so­
lidaridad, a diferencia de los principios de la convivencia
gregaria requiere a un tiempo del desarrollo de las capaci­
dades individuales de auto-determinación y auto-legislación,
y la capacidad de diálogo, la aplicación del principio de
imparcialidad, el incremento de la sympatheia, etc., etc.
Curiosamente, sin embargo, y en contra de lo que pu­
diera parecer por lo anteriormente comentado, Kant no
puede dejar de reconocer, de algún modo, este hecho. La
«virtud» kantiana no sólo se complementará con la «felici­
dad» en una vida futura, sino que ya ahora en la presente
ambas constituyen una peculiar unidad. Con lenguaje torpe,
pero que no deja de conmover a una persona moralmente
sensible, rinde Kant tributo y homenaje a la «felicidad
moral», o felicidad propia del tercer estadio kohlbergiano
(tal vez del estadio cuarto postulado por Habermas), aso­
ciándola indisolublemente a la vida moral, en un pasaje
de la Kritik der praktischen Vernunft que podríamos deno­
minar como el pasaje de la Selbstzufriedenheit (pasaje de
la auto-satisfacción).
«¿Pero —preguntará retóricamente Kant— es que no
hay palabra alguna que señale no un goce como la pala­
bra felicidad (Glückseligkeit) pero sí una satisfacción en la
existencia propia, un análogo de felicidad (cursivas mias)
que tiene necesariamente que acompañar la conciencia de
la virtud? Sí, y esa palabra es contento de sí mismo (Selbst­
zufriedenheit), que en su significación propia significa siem­
pre sólo una satisfacción negativa en su existencia que nos
da la conciencia de no necesitar nada [...]. Este contento
puede llamarse intelectual.»74
Posiblemente este pasaje contenga todos los errores y
todos los mayores aciertos de la ética kantiana a un tiem­
po. Comencemos por los errores, para que el final de la
apreciación resulte favorable a Kant, por una vez.
Para empezar, no se trata de un «contento intelectual»,
o al menos puramente o solamente intelectual. La visión

189
masculina de la ética por parte de Kant ha querido así mi­
nimizar una vez más los componentes sentimentales y pa­
sionales de nuestra experiencia moral. A decir verdad, no
sólo minimizarlos, sino estigmatizarlos, reducirlos, proscri­
birlos. En un fragmento del referido pasaje que no he trans­
crito aparecen una vez más los errores típicos y tópicos
kantianos. El contento de sí mismo es la satisfacción de
verse libre; es, en suma, afirmará Kant, independencia de
las inclinaciones (ist Unabhangigkeit von Neigungen),15 li­
beración de nuestros «apetitos concupiscibles» por decirlo
en un lenguaje con fuertes tonalidades tomistas.
Por el contrario, tendremos que corregir a Kant, el con­
tento con uno mismo brota de las fuentes más profundas
y hondas de nuestras inclinaciones, como las de ser cohe­
rentes con nosotros mismos, con nuestros principios, las
de ser capaces de extender nuestra capacidad de sympa-
theia, alcanzando principios de solidaridad. El contento con
uno mismo aparece, efectivamente, en aquellas ocasiones
que de un modo un tanto patético, pero bello y realista,
Kant ha descrito en otro pasaje. Cuando nos vemos obli­
gados a elegir entre placeres fáciles e inmediatos y otros
más profundos, más a largo plazo y más dificiles de obte­
ner. Cuando nos reconocemos como dignos de ser respeta­
dos por nosotros mismos, afanados por nuestro desarrollo
total, no cegados por aspectos unilaterales de lo que po­
dría constituir nuestro plan de vida. Cuando tenemos vi­
siones de largo alcance, o luchamos por el equilibrio y la
armonía de nuestras aspiraciones. Cuando sometemos de
buen grado los fines a los meta-fines, por decirlo con Mos-
terín, los fines suficientes a los super-suficientes, por ex­
presarlo con Ferrater Mora, entonces se genera en noso­
tros un estado de satisfacción que brota del sentimiento y
percepción de que somos racionales y pasionales a la vez,
y que hemos conseguido reconciliar las demandas de nues­
tro yo «racional», que busca principios de justicia, con las
de nuestro yo «pasional» que desea la felicidad propia y,
cuando el sentimiento de sympatheia está lo suficientemen­
te desarrollado, la de los familiares, amigos, conocidos,
compatriotas, e incluso la de la raza humana, o la de los
seres sintientes en general. «El que ha perdido en el juego

190
puede enfadarse consigo mismo —afirmará Kant— y su im­
prudencia, pero si tiene conciencia de haber hecho trampa
en el juego (aun cuando por ello haya ganado) tiene que
despreciarse a sí mismo en cuanto se compare con la ley
moral. Ésta tiene que ser algo distinto del principio de la
propia felicidad (das Prinzip der eigenen Glückseligkeit).
Pues tenerse que decir a sí mismo: soy un indigno, aun
cuando he llenado mi bolsa, tiene que tener otra regla de
juicio que el aplaudirse a sí mismo y decir: soy un hom­
bre prudente pues he enriquecido mi caja.»76
Efectivamente, como Kant apunta con atino, se trata
de sentimientos distintos: la aprobación dictada por la pru­
dencia no es evidentemente del mismo tipo que la aproba­
ción dictada por la moral.
El ejemplo propuesto por Kant resulta sumamente atrac­
tivo e interesante, ya que se entremezclan, oponiéndose, dos
tipos de satisfacciones o insatisfacciones distintas. La pér­
dida en el juego puede producirme daños materiales, es
decir puede dañar mis bienes, mis cosas. La trampa come­
tida, por el contrario, puede producirme un peijuicio mucho
mayor: una ruptura en la propia cohesión interna, una per­
dida en la auto-estima.
No se trata sin embargo de sentimientos enteramente
distintos. El sentimiento de haber perdido, a causa de la
mala suerte, implica una pérdida menor para un agente mo­
ralmente desarrollado, que el sentimiento de haber sido un-
fair, de haber «jugado sucio», con falta absoluta de consi­
deración hacia el principio de imparcialidad y la justicia.
Se trata, habría que decir con mayor pecisión, de una cues­
tión de grado en las dos decepciones descritas. Para un
ser racional, mínimamente sensible, las pérdidas debidas
al azar han de ser sin duda causa de un dolor mucho
menos profundo que aquellas debidas a la propia negligen­
cia o mala fe. Se trata, en ambos casos, de decepciones o
fracasos en la cumplimentación de deseos humanos.
En este sentido, una de las mejores réplicas contempo­
ráneas al restringido concepto de «deseo», «inclinación»,
etc. , por parte de Kant, sería la ofrecida por James Grif-
fin. Nuestros deseos tienen una estructura: pueden ser lo­
cales (como cuando me apetece beber), de orden más ele­

191
vado (como el de dejar de consumir determinados produc­
tos), o globales (por ejemplo el de vivir de forma
autónoma).77 Pero todos ellos, no dejan de ser deseos por
igual. Todo lo que se pide éticamente es que sean someti­
dos a criterios de imparcialidad, y que el individuo elija
libremente de entre ellos, conociendo las consecuencias de
su acción para su vida y las vidas ajenas.
Kant una vez más, en su intento de favorecer los inte­
reses y deseos informados e imparciales como candidatos
favoritos para desarrollar individuos moralmente maduros
erró en el blanco convirtiendo al adjetivo en sustantivo, pa­
sando indebidamente de la prescripción de que debemos
desear de acuerdo con la imparcialidad, o fomentar deseos
imparciales, a la totalmente distinta y distorsionada aseve­
ración de que debemos buscar o desear la imparcialidad
(o universalidad) por sí misma, aun cuando de ello no se
derivase ningún beneficio personal o colectivo.
Contrariamente a lo que Kant postula, es precisamente
a causa del valor de cohesión social de la «justicia» y la
((imparcialidad», como Mili destacó en el capítulo final de
su Utilitarianism, por lo que este principio aparece como
el más importante de los valores o principios a recomen­
dar desde un punto de vista ético. Y es, también, a causa
de un sentimiento más o menos desarrollado de sympa-
theia hacia los demás por lo que nos sentimos indignos de
nosotros mismos cuando desestimamos las justas deman­
das de los demás a ser oídos y atendidos. Si abstraemos
todos estos sentimientos o ((inclinaciones» de la razón prác­
tica, «purificándola», ésta se convierte simplemente en una
pura entelequia que cuando menos distorsiona la realidad
moral, cuando no la perjudica.
Fue un acierto notable por parte de Kant descubrir que
el hombre encuentra una fuente particular de gratificación
y contento en el cumplimiento de sus deberes para la co­
munidad y para consigo mismo. No obstante, sobre la fuen­
te de esta gratificación o contento, el pensamiento kantia­
no se descarrió lamentablemente. Sus prejuicios puritanos,
su peculiar concepción, que he venido denominando mas­
culina. de la ética, forzó la rigidez y sobrecargó de penosi-
dad los principios de la moral que podrían ser considera­

192
dos, desde otra óptica, como la fuente de los goces más
profundos que le es dado sentir a un ser humano.
Si bien se contienen profundas verdades morales en la
filosofía de Kant, su falta de comprensión respecto al pro­
pio fenómeno de los sentimientos morales precisa urgente­
mente de un correctivo, si no queremos que sus propues­
tas conduzcan indebidamente a una ética dogmática que
se desentienda de los problemas humanos, cosa que a buen
seguro Kant no deseó. También pudiera ser en otro senti­
do dañino y perjudicial el excesivo peso de virilidad que
impregna la ética kantiana, actuando de elemento disuaso­
rio más que persuasorio, produciendo en los hombres una
cierta injustificada hostilidad hacia la moralidad que se pre­
senta, insatisfactoriamente por parte de Kant, como algo
penoso y carente de gratificaciones en nuestro mundo.
Sin género de dudas, también la ética kantiana resulta
un buen correctivo frente a los excesos irracionalistas en
ética, las simples apelaciones a la emotividad, a lo que a
cada uno le gusta, o lo que cada uno prefiere. La sympa-
theia sola, también, carente de la apoyatura y reforzamien­
to proporcionado por los principios de imparcialidad y uni­
versalidad, no podría soportar los cimientos de la ética. .
Por terminar utilizando la distinción con la que se ini­
ciaba este capítulo: El punto de vista masculino de Kant
puede servir para complementar visiones excesivamente «fe­
meninas» o emotivas de la ética. Sin olvidar que la emoti­
vidad y el recurso a los sentimientos deben paliar la rigi­
dez de los presupuestos kantianos.
Como correctivo a la aspereza kantiana desearía poner
fin a estas reflexiones utilizando un largo pero interesante
pasaje a cargo de Mortiz Schlick, que a mi modo de ver
ejemplifica admirablemente el deseable contrapunto feme­
nino en ética. Así, frente a las invocaciones rigoristas kan­
tianas al deber, como algo sublime que desoye y desprecia
las inclinaciones humanas, propondría, con Schlick, una
apelación a la benevolencia o la bondad (Güte), portavoz
de nuestras más íntimas inclinaciones: «[Bondad (Güte),
querido grandioso nombre, que no contienes nada en ti que
demande estima carente de afecto, sino que ruegas ser se­
guida; tú que no amenazas y no necesitas establecer ley

193
(Gesetz) alguna, sino que por ti misma penetras en los sen­
timientos y eres voluntariamente reverenciada; cuya sonri­
sa desarma a todas las inclinaciones hermanas. Eres tan
gloriosa que no. es preciso que preguntemos por tu ascen­
dencia, ya que cualquiera que ella sea a través de ti se
ennoblece!».78
Tengo la firme convicción de que la validez en los pró­
ximos siglos de la ética kantiana dependerá en gran medi­
da del acierto en complementarla debidamente con el punto
de vista femenino en ética que he venido defendiendo. Sólo
la fusión de ambos puntos de vista, el masculino y el fe­
menino, podrá darnos una idea cabal y madura del senti­
do de la ética tanto a nivel teórico como práctico.

NOTAS

1. Carol Gilligan, «In a Different Voice: Woman's conccptions of


Self and Morality» en H a rv a rd E d u c a tio n a l R e v ie w , Vol. 47, n° 4, No-
vember 1977. Aspecto que ha sido magníficamente apuntalado por Owen
J. Flanagan Jr., en su interesante artículo: «Virtue, Sex and Gender:
Some Philosophical Reflections on the Moral Psychology Debate», E t-
h ic s, April, 1982.
2. Emest Cassirer, K a n ts b eb en u n d Lehre, Berlín, 1918, versión cas­
tellana de Weceslao Roces, K a n t: Vida y D octrina, México, Buenos Aires,
Fondo de Cultura Económica, 1948, p. 316.
3. Max Scheler, D er F o r m a lis m u s in d e r E th ik u n d d ie m a te ria le
W e rte th ik , 1916, versión cast. de Hilario Rodríguez Sanz, É tica, Buenos
Aires, Revista de Occidente, 1948, p. 8.
4. Op. c it., p. 515.
5. C rítica d e la R a zó n P ráctica, Madrid, Ed. por Victorino Suárez.
1963, p. xxvii. («Introducción a la lectura de la C rítica d e la R a zó n
P ráctica».)
6. Ib íd ., p. xxvii.
7. T rea tise, III, III, i.
8. A n tic ris to , par. 11.
9. Cassirer, op. c it., pp. 297 ss.
10. K ritik d e r R e in e n V e m u n ft, B 370 ss.
11. Ib íd ., B 371.
12. Dewcy, O u tlin es o f a Critical T heory o f E th ic s,
New York, Green-
wood Press, 1969, pp. 94-95.
13. Ib íd ., p. 95.
14. Acton, K a n t's M oral P h ilo so p h y, New Studies of Ethics, Vo. One,
London, ed. por W.D. Hudson, MacMillan, 1974, p. 339.

194
15. («It is only when a character is considered in general, without
reference to our particular interest, that it causes such a feeling or sen*
timent as denominates it morally good or evik>. Hume, T rea tise 111,
1, i¡.)
16. Véase, por ejemplo. José Gómez Caffarena, E l te ís m o m o ra l de
K a n t, Madrid, Ed. Cristiandad, 1983, p. 196.
17. Keith Ward, T h e D e v e lo p m e n t o f K a n t’s v ie w o f E th ic s , Oxford,
Blackwell, 1972, p. 167. Véase también p. 174.
18. K ritik d e r p r a k tis c h e n V e r n u n ft (e n adelante K p V ) A 29, 30,
31, 32.
19. K p V , A 65.
20. K p V , A 108, 109.
21. K p V , A 127.
22. K p V , A 142.
23. T reatise, III, I, i.
24. ib íd ., II, III, iii.
25. F ragen d e r E th ik , Wien, Verlag von Julius Springer, 1930, p. 14.
26. De la m a te ria a la ra zó n , Madrid, Alianza Ed., 1979, p. 161.
27. Ib íd ., p. 163.
28. Op. c it., p. 151.
29. H egelian E th ic s , MacMillan and Co., 1969, versión cast. de E.
Guisán, Valencia, Torres-Ed., 1976, p. 55.
30. George A. Schrader, «Autonomy, heteronomy and moral impera-
tives», en F o u n d a tio n o f th e M e ta p h y s ic s o f M oráis- Im m a n u e l K a n t,
w ith C ritica! E s s a y s , Indianapolis. U.S.A., ed. por Robert Paul Wolff,
Bobbs-Merrill Education Pub., 1969, p. 123.
31. Ib íd ., p. 124.
32. David Ross, K a n t’s E th ic a l T heory, Connecticut, Greenwood Pres,
Pub., Westport, p. 18.
33. Ib íd ., p. 18.
34. T rea tise, III, III, i.
35. K p V , A 69.
36. K p V , A 69.
37. K p V , A 154.
38. «Un punto de vista sobrenatural del tipo que es dificil disociar
la filosofía moral de Kant», o p. c it., p. 121.
39. Adickes, E., K a n t’s O p u s P o s tu m u m , von Teuther and Reichard,
Berlín, 1920, 21. 145.
40. «In Opus Postumum Kant makes explicit a doctrine which is
implicit in many ealier works, that God and practical reason are identi-
cal», O p. c it., p. 164.
41. K p V , A 237.
42. C ru n d le g u n g z u r M e ta p h y s ik d e r S itie n (de ahora en adelante
G ru n d le g u n g , BA 77).
43. K p V , A 233.
44. K p V , A 233.
45. K p V , A 233.
46. Op. c it., p. 235.
47. Ib íd ., p. 230.

195
48. Como reconoce Caffarena, ib id ., p. 237.
49. G ru n d le g u n g , BA 23.
50. G ru n d le g u n g , BA 10.
51. G ru n d le g u n g , BA 9.
52. Luden Goldmann, M e n s h , G e m e in s h a ft u n d W e lt in d e r P hilo-
so p h ie Im m a n u e l K a n t, Verlag, 1945, versión cast. de José Luis Eche-
verry, In tro d u c c ió n a la filo so fía d e K a n t, Buenos Aires, Amorrortu, 1974,
pp. 172-173.
53. K p V , A 64.
54. K p V , A 126.
55. G ru n d le g u n g , BA 89.
56. G ru n d le g u n g , BA 57.
57. Cursivas de Dietrichson. Dietrichson, «Kant's criteria of univer-
salizability» en F o u n d a tio n s o f M e ta p h y s ic s o f M o rá is, Im m a n u e l K a n t
a n d C ritical E s s a y s , p. 206.
58. Ib id ., p. 207.
59. Patón. T h e M o ra l L a w , London, Hutchison University Libraiy,
1978, 1.- ed. 1948, p. 20.
60. G ru n d le g u n g , BA 12, 13.
61. Véase Ebbinghaus: «Interpretation and Misinterpretation of the
Categorical Imperative» en F o u n d a tio n s o f th e M e ta p h y s ic o f M oráis,
In m a n u e l K a n t w ith C ritical E s s a y s , p. 113.
62. K p V , A 46.
63. K p V , A 234.
64. K p V , A 234.
65. K p V , A 208.
66. K p V , A 202.
67. K p V , A 202.
68. K p V , A 207.
69. R ep ú b lic a , 343 c-d.
70. Ib id ., 354 a.
71. Ib id ., 581 c.
72. Ib id ., 586 a-c.
73. Una referencia a las «welfare consequences» puede verse, sin em­
bargo, en «From Is to Ought: How to Commit the Naturalistic Fallacy
and Get Away with It in the Study of Moral Development», incluido en
T h e P h ilo s o p h y o f M o ra l D e v e lo p m e n t, New York, Harper and Row
Pub., 1982, pp. 142-3.
74. K p V , A 212-213.
75. K p V , A 213.
76. K p V , A 65.
77. James Griffin, «Modern Utilitarianism» en R e v u e In te rn a tio n a le
d e P h ilo so p h ie n.° 141, Bentham and modern utilitarianism, 1982, fase.
3, p. 335.
78. Moritz Schlick, Op. c it., p. 152.

196
KANT Y EL PROBLEMA
DE LOS DERECHOS DE LOS ANIMALES

Priscilla Cohn

Se discute mucho hoy cómo debe tratarse a los anima­


les, en particular si debemos tratarlos bondadosa o «hu­
manamente». No ha de sorprender, pues, que tratemos de
encontrar una respuesta a esta cuestión en los escritos de
Kant, uno de los más grandes pensadores morales en la
historia de la filosofía. Se supone, por lo común, que las
opiniones de Kant sobre el tratamiento de los animales son
perfectamente claras y sencillas: recomienda que se trate
bondadosa o «humanamente» a los animales, aunque se
niega a admitir que les sea debido. Para ello Kant paga
un precio elevado.
En sus varios escritos de ética Kant se refiere al trata­
miento humano a los animales, pero se ocupa de este asun­
to con más latitud en sus «Lecciones sobre ética».1 En ellas
establece Kant claramente que no tenemos deberes direc­
tos para con los animales, y que éstos son meramente un
medio para un fin, que es el ser humano. «Nuestros debe­
res para con los animales son meramente deberes indirec­
tos hacia la humanidad.»2 El sistema moral de Kant pare­
ce perfectamente claro: tenemos obligaciones morales para
con seres racionales (tanto nosotros mismos como cuales­
quiera otras posibles criaturas racionales), pero no tene­
mos obligaciones morales para con las criaturas irraciona­
les (o no racionales) o para con las cosas inanimadas. Sin
embargo, estas tan claras líneas se difuminan un poco tan

197
pronto como se pone de relieve que tenemos para con los
animales obligaciones morales «indirectas» o, si se permite
otra expresión, «derivativas». Kant mantiene una especie
de jerarquía de los deberes: nuestro deber primario es para
con los seres racionales que son fines en sí mismos, pero
tenemos asimismo deberes indirectos para con los anima­
les y deberes de menor importancia con respecto a seres
inanimados o cosas. Al hablar de los últimos Kant dice lo
siguiente: «El espíritu de destrucción es inmoral; no debe­
ríamos destruir cosas que pueden ser aún útiles [...] pues
lo que no es útil para muchos puede todavía serlo para
alguna otra persona. Desde luego, no tiene por qué prestar
atención a la cosa misma, pero debería tener en cuenta a
su vecino».3
No hay dificultad en aceptar la actitud de Kant respec­
to a los objetos inanimados, sean manufacturados o natu­
rales. Sin embargo, resulta claro que Kant no nos dice que
nuestros deberes indirectos para con los objetos inanima­
dos sean idénticos a nuestros deberes para con los anima­
les, pues aunque Kant a veces llama «cosas» u «objetos» a
los animales siempre distingue entre animales y objetos ina­
nimados, sea verbalmente o bien dando ejemplos de las cla­
ses de cosas a las que se refiere. Al decir que «la naturale­
za animal tiene analogías con la humana...»4 muestra que
reconoce la similaridad entre los animales y el hombre. Al
afirmar que las acciones de los animales que son análogas
a las de seres humanos «surgen de los mismos principios»5
está reforzando dicha similaridad. (En la muy posterior
«Doctrina de las virtudes» agrega que los animales sufren
dolor y que, al igual que el hombre, deben trabajar.)6 A
causa de estas analogías, nuestros deberes para con los ani­
males son mayores que nuestras obligaciones respecto a
los objetos inanimados —cosa perfectamente comprensible
si se mantiene que nosotros, en cuanto seres vivientes, es­
tamos más estrechamente relacionados con otros seres vi­
vientes que con objetos inanimados.
Examinemos, no obstante, más de cerca, lo que Kant
considera como analogías entre la conducta humana y la
conducta animal. A tal efecto proporciona el ejemplo de un
perro que «ha servido a su amo fielmente durante largos

198
años».7 Según Kant, este servicio es análogo a un servicio
humano, y lo mismo que este último merece una recom­
pensa. Concluye que si el perro está ya demasiado viejo
para servir a su amo, éste debe cuidar de aquél hasta su
muerte. Creo que este ejemplo es intuitivamente claro. Se­
mejante trato parece ser «equitativo» o «justo». Poco des­
pués, sin embargo, Kant dice algo que pone en aprieto
nuestra intuición. Afirma que: «Si un hombre mata a un
perro porque el animal ya no es capaz de prestarle servi­
cio, no falta en su deber para con el perro, pues éste no
puede juzgar, pero el acto del hombre es inhumano y aten­
ta contra esa humanidad que es su deber demostrar para
con sus semejantes».8
No me opongo, desde luego, al aserto de Kant de que
se trata de un acto inhumano, pero me parece que la afir­
mación de que el hombre no falta en su deber para con el
perro si lo mata —por cuanto un hombre no tiene deberes
respecto a un animal—, no sólo se da de bofetadas con
nuestra intuición, sino que es también inconsistente con la
propia idea kantiana de la analogía entre el servicio que
presta un hombre y el que presta un perro. De acuerdo
con semejante analogía, hay que suponer que así como un
hombre que sirve fielmente a su amo merece una recom­
pensa también la merece un perro que sirva a su amo fiel­
mente. En ambos casos, y dado que se admite que son aná­
logos, se gana una recompensa, y el que debe ser recom­
pensado es el que presta un servicio. Sería absurdo decir,
por ejemplo, que un hombre recompensa a su perro fiel
comprándole flores a su prometida. ¿No parece igualmente
extraño decir que un hombre recompensa a su perro dán­
dole muerte? Si el perro no sufre daño moral al ser mata­
do, o al no recibir la recompensa que se ha ganado, la ana­
logía de referencia pierde su sentido. En efecto, si un hom­
bre mereciera una recompensa y no le fuera otorgada,
tendríamos que concluir que el hombre ha sido, moralmen­
te hablando, víctima de una injusticia.
La tesis kantiana de que el amo en cuestión «no falta
en su deber para con el perro, pues éste no puede juzgar»9
no aclara el asunto. La incapacidad de juzgar por parte
del perro vendría a cuento si Kant hablara de una prome-

199
sa verbal. En caso semejante Kant podría argüir que una
persona que no cumple su promesa a un perro «no falla
en su deber para con el perro», pues éste no está en posi­
ción de comprender tal promesa. El hecho de que el perro
sea incapaz de juzgar no quiere decir que, en tanto que
ser viviente, no tenga interés en continuar viviendo. Kant
reconoce explícitamente que todos los animales buscan su
propia conservación.10 Así, eliminar al perro equivale con­
trariar sus intereses vitales y es, por tanto, un acto de in­
justicia contra él. Según Kant, tratar de este modo a un
perro fiel muestra únicamente «estrechez de espíritu»11 por
parte del amo, el cual sufre entonces daño moral por haber
dañado a su propia humanidad.
Conviene notar que las simpatías expresadas por Kant
alcanzan inclusive a esos animales cuya conducta parece
tener poco, o nada, que ver con la de un ser humano. Kant
expresa respeto inclusive hacia la vida de los gusanos, como
lo testimonia la admiración manifestada al relatar cómo
Leibniz, después de haber tomado en la mano un gusano
a fin de hacer sobre él una observación, lo volvió a colocar
cuidadosamente sobre la hoja en que estaba posado, «de
modo que no sufriera daño al observarlo. Lo había lamen­
tado mucho —sentimiento muy natural para un ho m b re-
de haber destruido tal criatura sin ninguna razón».12
Kant mantiene consistentemente que estos «tiernos sen­
timientos», como los llama, con respecto a los animales con­
tribuyen a desarrollar tiernos sentimientos con respecto a
la humanidad: «cultivamos los deberes correspondientes
hacia los seres humanos».13 Para corroborar este aserto,
Kant cita una serie de grabados de Hogarth en los que se
muestra hasta qué punto la crueldad hacia los animales
en un niño fomenta la falta de interés y cuidado hacia otra
gente y, finalmente, conduce al asesinato. Kant pone tam­
bién de relieve que en Inglaterra los médicos y los carnice­
ros no forman parte de jurados porque están «encallecidos»
por la visión de tantos seres muertos.
La idea de que nuestro trato de los animales ejerce cier­
ta influencia sobre nuestro trato de los seres humanos ha
sido aceptada por muchos escritores y pensadores como si
fuese un hecho accesible directamente a la razón más bien

200
que un debatible supuesto empírico. Con el fin de dar asen­
timiento a tal idea habría que mantener a la vez que la
conducta humana es muy consistente. Además, cabría ar­
güir que aunque hay, por supuesto, gentes que han esti­
mado altamente tanto los hombres como los animales, hay
asimismo gentes que se han preocupado mucho de los de­
rechos humanos pero poco, o nada, del bienestar de los
animales, y, finalmente, gente que han tenido gran cariño
por animales y han maltratado a seres humanos. Se ha
dicho que Hitler fue un ejemplo del último tipo, pero se
me ocurren otros. Así, el tristemente célebre «Hombre pá­
jaro de Alcatraz» era un criminal que se ocupaba tierna­
mente de sus pájaros y confesaba a la vez haber asesina­
do a seres humanos. Otro posible ejemplo es el de ciertos
reos que se enfurecieron tanto por la cruel muerte de unos
gatitos introducidos en la cárcel, que como reacción perpe­
traron toda clase de violencias.
Kant mantiene, pues, que la simpatía suscitada por el
sufrimiento de animales es comparable a la producida por
la presencia del sufrimiento humano. Pero, ¿por qué ha­
bría que sentir piedad, o cualquier otro sentimiento, al ver
sufrir a un animal si los animales son simplemente un
medio para un fin? Y, sin embargo, Kant insiste en este
punto, acaso para atenuar la incompatibilidad entre dos
tesis en conflicto: 1) No debemos tratar a los animales
cruelmente o quitarles la vida sin ninguna razón, y 2) Los
animales son meramente un medio para un fin y no tienen
valor moral. Si tomamos la segunda tesis en serio, no re­
sulta del todo claro por qué el encanecimiento producido
por la despreocupación ante el sufrimiento de animales de­
bería producir ningún efecto en el modo como reacciona­
mos ante nuestros semejantes, pues el mostrar simpatía por
las cosas parece tener muy poca relación con el mostrarla
hacia los seres racionales. ¿Está Kant dispuesto a transi­
gir con ambas tesis? No lo parece, pues inclusive en la tar­
día «Doctrina de las virtudes» insiste en ambas. Menciona
de nuevo el ejemplo del perro fiel y repite que nuestros
deberes para con los animales son sólo indirectos. Aunque
se vale de términos algo distintos, reitera la misma idea
presentada en las citadas «Lecciones», esto es, que el trato

201
cruel de los animales «embota» nuestra simpatía por su su­
frimiento «y de esta manera debilita y destruye gradual­
mente una disposición natural muy útil para la moralidad
en nuestras relaciones con los semejantes».14
Para Kant, afirmar que nuestros deberes para con los
animales son indirectos equivale a decir que los animales
deben ser excluidos del reino moral a causa de su falta de
racionalidad. Recuérdese que, según Kant, el perro fiel al que
se supone se dio muerte no sufría daño moral porque no
podía juzgar. De este modo Kant se coloca en una postura
en la cual tiene que decir, si quiere ser consistente consigo
mismo, que puesto que todos los seres humanos son agen­
tes morales, todos los seres humanos son racionales. Sin
embargo, la última afirmación no es, de hecho, verdadera.
Muchos autores han puesto de relieve que los niños aca­
bados de nacer son menos capaces de resolver problemas
que un ratón adulto. Decir que los niños muy pequeños
son potencialmente racionales no resuelve el problema, pues
Kant mantiene que el valor básico de un individuo radica
en su libertad o, lo que viene a ser lo mismo, en su capa­
cidad de dictarse a sí mismo la ley moral, la ley dada por
la razón. Un ser sólo potencialmente racional carece de esta
capacidad y, por tanto, carece asimismo de valor moral.
¿Estaría Kant dispuesto a conceder que sólo tenemos de­
beres indirectos para con los recién nacidos, las personas
muy retrasadas mentalmente, los que se hallan en un es­
tado irreversible de coma, etc.? Creo que no. Este tipo de
tensión interna en el pensamiento de Kant es parte del pre­
cio que tiene que pagar por su insistencia en que nuestros
deberes para con los animales son solamente indirectos.
Puesto que todos los agentes morales son racionales y
puesto que los animales no son agentes morales en virtud
de no ser racionales, es importante poner en claro lo que
Kant entiende por «racionalidad». La razón pura práctica
no es, por ejemplo, la capacidad de usar un lenguaje o de
resolver problemas, sino más bien la capacidad de enten­
der la concepción de la ley en sí misma. Recientes investi­
gaciones sobre comportamiento e inteligencia animales nos
han forzado a poner en cuestión algunas de nuestras vie­
jas creencias sobre la supuesta separación estricta entre los

202
seres humanos y los animales y en muchos casos nos han
llevado a estimar en más de lo que solíamos la inteligen­
cia animal, especialmente entre los primates y algunos de
los mamíferos superiores. Sin embargo, no creo que nadie
esté dispuesto a mantener que ningún animal es capaz de
concebir una noción abstracta de «ley». Así, a despecho del
notable aumento de conocimiento adquirido sobre la con­
ducta y la inteligencia animales, la definición kantiana de
«razón» es admitida, aun hoy, como excluyendo a los ani­
males.
¿Qué podemos concluir, pues, en términos del pensa­
miento kantiano, si aceptamos que los animales no pue­
den tener una concepción de «ley»? Para Kant, se sigue de
ello que los animales no pueden tener deberes y, por tanto,
que no pueden cumplirlos. Esta conclusión está de acuer­
do con el sentido común, pues no censuramos a un león
por matar y comerse un antílope. El león no puede hacer
otra cosa que matar a su presa si quiere sobrevivir; de lo
contrario, perecería de hambre. De todos modos, no se nos
ocurre pensar que el león se comporta de una manera in­
moral a causa de no abrigar ninguna concepción de la
muerte, del sufrimiento, etc. Pero Kant deriva otra conclu­
sión del hecho de que los animales no pueden tener una
concepción de la ley: la conclusión de que no tenemos de­
beres para con ellos o, en todo caso, de que no tenemos
con ellos deberes directos. ¿Quiere Kant decir que no tene­
mos deberes para con los animales porque éstos, a su vez,
no tienen deberes? Si así es, se presupone que los deberes
son recíprocos. Pero no hay ninguna razón inmediatamen­
te evidente que lo muestre. Así, Kant mantiene que tene­
mos deberes (directos) sólo para con seres que, como no­
sotros, son racionales. Sin embargo, no ha demostrado aun
por qué tenemos deberes únicamente para con agentes mo­
rales (racionales). Pensar que así es no está muy de acuer­
do con el sentido común. Además, comporta varios peli­
gros.
Es común opinar que algunos de nuestros deberes más
imperiosos son deberes para con seres no racionales. Según
se apuntó anteriormente, los recién nacidos no son, en el
sentido usual, seres racionales. Sin embargo, la mayor parte

203
de la gente está de acuerdo en que tenemos el deber de
cuidarlos y protegerlos. Hasta llegar a cierta edad, todos
los niños están en el mismo caso —por eso he hablado
antes, en general, de «niños pequeños»—. Tenemos seme­
jantes deberes porque los objetos de ellos son seres «ino­
centes» o porque «no son capaces de valerse por sí mis­
mos», pero no porque sean potencialmente racionales. Su­
pongamos un ser humano nacido con muchas taras, físicas
y mentales, al punto que no llegue a su madurez o que no
sea capaz un día de razonar normalmente. En estas cir­
cunstancias, ¿estaríamos dispuestos a afirmar que no te­
nemos para con semejante ser humano derechos directos?
¿Que la única razón por la que nos ocupamos de ellos del
modo que lo hacemos, sin tratarlos desconsideramente, es
porque de no hacerlo así causaríamos daño a nuestra pro­
pia humanidad? Creo que no. Casi todo el mundo alegaría
que tenemos deberes para con un ser humano recién naci­
do, o uno desvalido, y ello en cuanto recién nacido o des­
valido y no en cuanto ser racional.
El peligro implicado en el argumento —que, por cier­
to, no se puede achacar a Kant— de que tenemos obliga­
ciones morales sólo para con seres racionales, es que si
lo llevamos a un extremo terminaremos por justificar
toda suerte de prejuicios. Así, por ejemplo, mucha gente,
sobre todo en el pasado, ha defendido la opinión de que
la esclavitud es natural, porque los negros, los «bárba­
ros» y otros son mental o físicamente inferiores a sus
amos o propietarios. Ahora bien, aun si aceptamos la
discutible noción de que hay diferencias mentales o físi­
cas entre diversas comunidades humanas, sería necesa­
ria aun mostrar cómo estas supuestas deficiencias justi­
fican la esclavitud o por qué las capacidades superiores
intelectuales o físicas son condiciones sitie qua non de la
libertad. Si concebimos la racionalidad de un modo es­
trecho, afirmando, por ejemplo, que consiste en la capa­
cidad de resolver ciertos tipos de ecuaciones complejas,
podremos entonces negarles a quienes no puedan resol­
ver tales problemas el derecho a voto o el disfrute de
bienes. Esto es sólo uno de los posibles ejemplos del
modo cómo puede ser manipulada la noción de racionali­

204
dad si se la convierte en base de todos los privilegios y
responsabilidades.
Aunque Kant insiste, a lo largo de sus escritos sobre
materias éticas, que los animales no pueden ser nunca
agentes morales, cita al mismo tiempo ejemplos de gentes
que se comportan «como si fuesen animales» o inclusive
que parecen ser «peores que animales». El suicidio, afirma
Kant, nos horroriza porque: «toda naturaleza busca su pro­
pia preservación; lo hace un árbol que ha sufrido daño,
un cuerpo viviente, un animal [...] con el (suicidio) el hom­
bre desciende más abajo que las bestias...».15
El que trata de suicidarse se trata a sí mismo como si
no tuviera más valor que un animal o que una cosa, afir­
ma Kant. Tal persona no tiene respeto a la naturaleza hu­
mana y se convierte en una cosa. Kant sigue diciendo que,
«somos libres de tratarlo como una bestia, como una cosa
[...] habiendo descartado su humanidad, no puede esperar
que otros la respeten. Sin embargo, la humanidad es esti­
mable. Aun cuando un hombre es malo, la humanidad en
su persona es estimable».16
Aquí Kant parece describirnos un caso en el cual un
ser humano pierde y, a la vez, no pierde el derecho a la
humanidad. Así, aunque obra peor que cualquier animal,
sigue siendo digno de un respeto (moral) que ningún ani­
mal puede jamás alcanzar.
Otros ejemplos aducidos por Kant de seres humanos
que se comportan peor que los animales envuelven lo que
llama crimina carnis contra naturae, tales como el onanis­
mo, la homosexualidad y el bestialismo. Todos estos actos
degradan a la naturaleza humana y la colocan a un nivel
inferior al de la naturaleza animal, de modo que el hom­
bre en tales casos no merece su humanidad. Según Kant,
estos vicios nos hacen avergonzarnos de ser humanos y de
ser capaces de caer en ellos, pues un animal es simple­
mente incapaz de cometer semejantes crimina. Advirtamos,
ante todo, que Kant ha caído en un error de hecho al afir­
mar que los animales son incapaces de los actos de refe­
rencia; en efecto, los animales se masturban, practican el
homosexualismo y en ciertas circunstancias tratan de aco­
plarse con individuos de otras especies. Pero aun si Kant

205
hubiera conocido estos hechos, todavía podría haber afir­
mado que los seres humanos de que hablaba se compor­
tan peor que los animales, pues los seres humanos están
dotados de razón y pueden darse cuenta de que no debe­
rían comportarse de tales o cuales modos mientras que un
animal no puede nunca llegar a tal conclusión mediante el
empleo de la razón. Kant dice: «En el caso de los anima­
les, las inclinaciones están ya determinadas por factores
subjetivamente apremiantes; en su caso, por tanto, es im­
posible la conducta desordenada. Pero si un hombre da
rienda suelta a sus inclinaciones, cae más abajo que un
animal, porque vive en un estado de desorden que no exis­
te entre los animales» (cursivas mías).17
Así, aunque el hombre se comporte a veces «peor que
un animal» nunca deja de ser un agente moral. A su vez,
un animal no puede llegar a ser nunca un agente moral
aun si actúa de modo más admirable que una persona.
Si examinamos ahora el imperativo categórico, nos será
posible formular la conclusión inversa, es decir, la de que,
de hecho, tenemos deberes (directos) para con los anima­
les, y la de que, por tanto, los animales son miembros del
reino moral a pesar de que ellos mismos no tengan debe­
res. Los ejemplos que proporciona Kant en el Grundlegung
zur Metaphysik der Sitien no conciernen a animales, de
modo que tendremos que encontrar por nuestra propia
cuenta lo que pueda exigirnos la moralidad en nuestro tra­
tamiento de los mismos. Se ha dicho que «no hay contra­
dicción sea en la universalización o en el querer la univer­
salización de la máxima según la cual siempre trataré a
los animales como si no tuvieran capacidad para el sufri­
miento».18 No estoy de acuerdo con ello. Considérese el
cuarto ejemplo dado por Kant, de la persona próspera que
se pregunta si tiene obligación de ayudar a otras personas
menos afortunadas que ella. La respuesta de Kant es que
la raza humana podría seguir existiendo perfectamente bien
aun si una persona se negara a ayudar a otra menos afor­
tunada, e inclusive que este último estado de cosas sería
mejor que uno en el que reinara la hipocresía y en el que
la gente hablara de ayuda mutua sin que, de hecho, nadie
ayudara a nadie. Kant afirma lo siguiente: «Aunque es po­

206
sible que pueda existir una ley universal de la naturaleza
en concordancia con esa máxima, no es posible querer que
tal principio tenga la validez universal de una ley de la na­
turaleza».19
La razón por la que dice que no se puede «querer» es
porque podría ocurrir que la misma persona que se niega
a ayudar a nadie necesitara alguna vez «el amor y la sim­
patía de otros».20 Al formular tal «ley de la naturaleza», la
persona en cuestión «quedaría privada de toda esperanza
de la ayuda deseada».21 En otras palabras, si se pregunta
uno si es o no moral ayudar a otros en caso de que no se
pida ayuda, Kant responde que no podemos saber nunca
si, y cuando, tendremos necesidad de ayuda ajena y, por
consiguiente, no podemos estar nunca en posición en que
nos sea posible saber que nunca necesitaremos ayuda. Así,
la respuesta es que aun si no solicitamos ayuda para no­
sotros, seguimos estando obligados a ayudar a otros. Esto
es lo que Kant llama «un deber meritorio», a diferencia del
deber ((estricto» o «riguroso». En el deber estricto ni siquie­
ra se puede concebir la máxima como ley universal mien­
tras que en el deber meritorio puede concebirse tal ley uni­
versal sin contradicción, si bien no puede ser querido, «pues
tal querer se contradiría a sí mismo».22 Así, los derechos
meritorios son menos obligatorios que los deberes estric­
tos, cosa que puede fácilmente deducirse de los nombres
dados a cada uno de estos dos grupos de deberes.
Supongamos ahora que alteramos levemente este ejem­
plo y nos preguntamos: «¿Puedo tirar piedras a un perro
que encuentro tendido en el portal de mi casa?», «¿puedo
causar sufrimiento a animales que encuentro al azar?» o
inclusive, «¿puedo ignorar los sufrimientos de estos anima­
les?». Si contesto a estas preguntas según los esquemas es­
tablecidos antes tendremos que contestar negativamente. No
podemos ni causar sufrimiento ni ignorarlo, pues no pode­
mos predecir si o cuando necesitaremos el afecto o compa­
ñía que los animales en cuestión puedan proporcionarme.
Si quisiera que todos los perros fuesen maltratados, o per­
mitiera que sufrieran gratuitamente, llegarían a tener miedo
de, o se mostrarían menos cariñosos hacia, la gente, de
modo que por mi propia voluntad me privaría de la ayuda

207
que podría necesitar alguna vez. Por tanto, el imperativo
categórico nos muestra que no podemos hacer daño a los
animales —o, cuando menos, a los animales que pueden
hacernos compañía.
Examinemos el otro ejemplo de deber meTitorio que
menciona Kant. Este ejemplo se refiere a una persona que
tiene un determinado talento, pero que no desea cultivar­
lo. Lo que entonces se pregunta es si tal persona está mo­
ralmente obligada a cultivar su talento. Kant responde que
si universalizamos esta máxima, vemos que podría existir
un sistema de la naturaleza dentro del cual nadie cultivara
sus talentos, pero que nadie podría querer que hubiese una
ley de la naturaleza de tenor semejante, «pues, en tanto
que ser racional, quiere necesariamente que se cultiven sus
facultades, pues le prestan servicio, y le han sido dadas,
para toda clase de propósitos posibles».23
Kant no especifica de qué talento se trata. Si el talento
consistiera en una cierta destreza manual que permitiera a
una persona llegar a ser un hábil cirujano, es muy com­
prensible que Kant terminara por declarar que esa perso­
na tiene el deber de cultivar su destreza, por cuanto tiene
el deber de ayudar a sus semejantes. Pero eso no es exac­
tamente lo que dice Kant. Dice que el talento de referencia
sirve a la persona que lo posee. Supongamos que la perso­
na tenga talento para tocar bien el piano. Si prefiere no
tocar el piano y no cultivar entonces su talento, es difícil
ver por qué debería hacerlo. ¿En qué puede servirle tocar
bien el piano? Acaso late en Kant la idea de que un mundo
rico y variado es más deseable que un mundo pobre y uni­
forme por razón de que el primero ofrece más posibilida­
des y un número mayor de posibles modos de obrar y com­
portarse que, en último término, desemboquen en una
mayor libertad.
Si reformulamos la pregunta de qué se debe hacer para,
o hasta qué punto se debe cuidar de los animales, Kant
tendría que decir que puesto que sirven a la humanidad y
han sido dados al ser humano para toda clase de fines,
deben ser objeto de cuidado en un sentido parecido a como
se dice que hay que cultivar el propio talento. Además, y
si estoy en lo cierto al pensar que Kant prefiere, aunque

208
no lo diga expresamente, un mundo rico y variado, la res­
puesta es aun más directa: no podemos destruir ninguna
especie, porque esto empobrecería el mundo. Debemos ir
inclusive más lejos: debemos preocuparnos por, y cuidar
de, cualquier especie amenazada de extinción, pues su pér­
dida resultaría en un mundo más pobre.
Parece, pues, que uno de los resultados de la aplica­
ción del imperativo categórico es la de que no debemos mal­
tratar a los animales, no debemos causar, o contribuir a
la, extinción de especies enteras, y que, por lo contrario,
debemos hacer todo lo posible para preservarlas. Estos de­
beres son deberes meritorios. ¿Cabría ir más allá y soste­
ner que tenemos deberes estrictos para con los animales?
Uno de los ejemplos de deberes estrictos dados por Kant
es el de una persona que se siente tan infeliz que desea
suicidarse. Se pregunta al efecto si llevar a cabo este deseo
sería algo contrario a su deber. Kant contesta: «Ahora
vemos de inmediato que un sistema de la naturaleza en el
cual debiera ser ley destruir la vida por medio del mismo
sentimiento cuya especial naturaleza lleva a mejorar la vida,
se contradiría a sí mismo y, por tanto, no podría existir
como sistema de la naturaleza» (el subrayado es mío).24
La contradicción reside aquí en que el mismo sentimien­
to al que se atribuye inducir a hacer la vida mejor lleve a
suprimir la propia vida. El sentimiento en cuestión es usado
para un fin impropio o ajeno. Pero, ¿no incurriríamos asi­
mismo en contradicción si descartáramos la noción del mal
uso de un determinado sentimiento y no mantuviésemos
que cualquier sistema de la naturaleza en el cual sea una
ley destruir la vida y, con ello, la naturaleza, se contradice
a sí mismo? La contradicción en semejante sistema consis­
tiría en que, al ser en él una ley la destrucción de la vida,
terminaría por aniquilarse a sí mismo. Por esta razón no
podemos querer que la destrucción de la vida se convierta
en ley universal. Esto es válido tanto para los presuntos
suicidas como para la vida de los animales.
En las «Lecciones sobre ética» Kant afirma que el sui­
cidio es aborrecible, «porque anula la condición de todos
los demás deberes; va más allá de los límites del uso del
libre albedrío...».25 En otras palabras, no está dentro del

209
reinado propio de nuestra libertad aniquilar la libertad. Por
consiguiente, nuestra libertad no es absoluta. Kant dice lo
siguiente: «[...] la libertad del hombre no puede subsistir
salvo a condición de que sea inmutable. Esta condición es
la de que no le sea permitido al hombre usar su libertad
contra sí mismo y para su propia destrucción, sino que,
por el contrario no deba permitir nada ajeno limitarla» (la
cursiva es mía).26
Podemos concluir, pues, que el suicidio o cualquier otro
acto que eliminara o disminuyera a cualquier ulterior posi­
bilidad de acción moral (nuestra libertad) sería un acto con­
tra la propia humanidad. La pérdida de especies animales
o aun vegetales disminuye las posibilidades de sobreviven­
cia de la especie humana que, en tanto que especie bioló­
gica, depende del medio ambiente. Esta aplicación del im­
perativo categórico —unida a la indicada previamente al
tratar la cuestión de si el hombre debe o no cultivar sus
talentos— parece enlazar las dos nociones de que el hom­
bre es, y debería ser, libre, y de que cuanto más rico y
diverso sea el universo tanto más libre puede ser el hom­
bre. Si esta interpretación fuese aceptable, muchos biólo­
gos contemporáneos estarían muy de acuerdo con Kant. En
efecto, estos biólogos nos han precavido contra las desas­
trosas consecuencias que puede acarrear nuestra despreo­
cupación ante la rapidez con que están desapareciendo las
especies biológicas. Esta desaparición no es sólo una ame­
naza contra nuestro bienestar, sino inclusive contra nues­
tra propia existencia.
Cabe alegar que estoy tratando de hacer de Kant un
ecólogo contemporáneo. Y, sin embargo, no se puede negar
que en sus escritos éticos Kant expresa un gran respeto
por la naturaleza. En las citadas «Lecciones» dijo que
«nadie debería atentar contra la belleza de la naturaleza».27
Sus palabras al final de la Crítica de la razón práctica son
conocidas: «Dos cosas llenan el ánimo con siempre crecien­
te admiración (Bewunderung) y reverencia (Ehrfurcht)
cuanto más frecuente y firmemente reflexionamos sobre
ellas: el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral den­
tro de mí».28
La admiración (Bewunderung) no es lo mismo que el

210
respeto (Achtung) por la ley moral, pues el respeto «se apli­
ca siempre a personas, pero nunca a cosas».*5 No obstan­
te, la admiración, dice Kant, «se aproxima»30 al respeto.
La veneración —que es una reverencia o muy profundo res­
peto (Ehrfurcht)— se halla todavía más cercana al respe­
to, pues en cualquier ser racional finito la ley moral impli­
ca «respeto (Achtung) por la ley y reverencia (Ehrfurcht)
por su deber».31 Así, aunque Kant admite que podemos ad­
mirar e inclusive «amar»32 a los animales, niega que el cielo
estrellado y los animales bajo él merezcan la misma clase
de respeto que la ley moral. Y, sin embargo, como lo mues­
tran las propias palabras de Kant, nuestra actitud hacia
los animales se halla íntimamente ligada al respeto.
En la «Doctrina de las virtudes» Kant pone de relieve
esta íntima relación entre nuestro respeto por la naturale­
za, nuestros sentimientos de simpatía para con los anima­
les y la moralidad. Escribe a este efecto lo siguiente: «La
propensión hacia la destrucción desenfrenada de lo bello
en la naturaleza inanimada (spiritus destructionis) se halla
opuesta al deber del hombre para consigo mismo, pues de­
bilita o destruye la disposición del hombre a amar las cosas
[...] sin considerar su utilidad. Y aunque este sentimiento
no es por sí mismo moral, sigue siendo una disposición de
la sensibilidad que fomenta grandemente o, cuanto menos,
prepara el camino para, la moralidad» (la cursiva es mía).33
Nótese aquí que la naturaleza debe ser valorada por sí
misma y no, como lo habían creído antes, porque pueda
ser útil. Kant afirma asimismo que «el trato violento y cruel
de los animales se halla [...] muy estrechamente opuesto
al deber del hombre para consigo mismo...» (la cursiva es
mía).34 Cabría concluir, pues, que la bondad para con los
animales va aún más allá en fomentar el camino para la
moralidad y, por lo tanto, se halla aún más cercano a la
moralidad que el respeto general hacia la naturaleza.
Una última observación. El uso de nociones y argumen­
tos kantianos para apoyar lo que se vienen llamando «los
derechos de los animales» no implica necesariamente acep­
tarlos in toto. Creo que los derechos en cuestión están asen­
tados, no más lógica o rigurosamente, pero sí más firme­
mente en concepciones morales distintas de las kantianas

211
—concepciones que se apoyan, a su vez, en ciertas ideas
filosóficas que subrayan la continuidad natural entre la es­
pecie humana y otras especies—. Pero las nociones y ar­
gumentos kantianos al respecto ofrecen una piedra de
toque. Si, a despecho del hiato entre naturaleza y morali­
dad que aparece tan a menudo en las dos primeras Críti­
cas —y que es justo reconocer se atenúa considerablemen­
te en la tercera—, se puede demostrar que la noción de los
derechos de los animales es viable en Kant, lo será a for-
tiori, por así decirlo, fuera de Kant, sea «más acá» o «más
allá» de él. Tomar un caso difícil resulta, pues, en último
término, más productivo que tomar uno demasiado fácil.

NOTAS

1. «Vorlesunger über Moralphilosophie» en I. Kant, G e s a m m e ite


Akademieausgabe, 27, pp. 96-471. Esta obra se basa en un
S c h rífte n .
cuaderno redactado por Th. Fr. Brauer, que fue estudiante de Kant en
Konigsberg el año 1779. Para la edición de las «Vorlesungen» se han
usado asimismo un segundo cuaderno de notas debido a Theophilus
Kutzner y un tercer cuaderno procedente de Ch. C. Mrongovius. Se es­
pera que el texto resultante reproduzca lo más fielmente posible las lec­
ciones de Kant sobre ética entre 1775 y 1781. Los temas tratados en las
lecciones siguen muy de cerca el orden de problemas seguido por A.G.
Baumgarten en In itia p h ilo so p h ia e p ra c tic a e p r im a e y E th ic a p k ilo so -
p h ic a , manuales usados por Kant en sus propios cursos. En la sección
donde Kant trata de nuestras obligaciones para con los animales sigue
igualmente el orden establecido por Baumgarten. indicando que inves­
tigará los deberes para con animales (T h ie re ), o «seres que se hallan
por debajo nuestro», y los deberes para con los espíritus, en tanto que
«seres que se hallan por encima de nosotros».
2. «Vorlesungen, etc.» (desde ahora abreviado «VuM»), p. 459.
3. «VuM», 460.
4. «VuM», 459.
5. «VuM», 459.
6. M e ta p h y s ik d e r S itie n (desde ahora abreviado M S ), ed. K. Vor-
lander, pp. 296, 297.
7. «VuM», 459.
8. «VuM», 459.
9. «VuM». 459.
10. «VuM». 372.
11. «VuM», 460.
12. «VuM», 459.

212
13. «VuM», 459.
14. M S , 296.
15. «VuM», 372.
16. «VuM», 373.
17. «VuM». 344.
18. A. Broadie y E.M. Pybus, «Kant's Treatment of Animáis», P hi-
lo s o p h y 49 (1974), 376.
19. G ru n d le g u n g t u r M e ta p h y s ik d e r S itie n (desde ahora abreviado
G M S ) ed. K. Vorlánder, pp. 47, 48.
20. G M S . 47.
21. G M S . 47.
22. G M S . 48.
23. G M S . 46. 47.
24. G M S . 45.
25. «VuM». 370.
26. «VuM». 374.
27. «VuM». 460.
28. K ritik d e r p r a k tis c h e n V e m u n ft (desde ahora abreviado K p V ),
ed. K. Vorlánder, p. 290.
29. K p V , 89.
30. K p V . 89.
31. K p V . 96.
32. K p V . 89.
33. M S , 296.
34. M S , 296.

213
ÉTICA Y POLÍTICA:
¿QUÉ PODEMOS ESPERAR?

Victoria Camps

«¿Qué puedo esperar si hago lo que debo?» Kant no


pudo concebir una teoría del deber moral sin el colofón de
la respuesta a la razón última del mismo: ¿qué puedo es­
perar?, ¿qué razones hay para la esperanza? Razones las
hay, nos dirá, si aprendemos a esperar lo debido, lo que
no está más allá de nuestras posibilidades. Como la teoría
del conocimiento —¿qué puedo saber?—, la teoría moral
kantiana es una teoría del poder y los límites del ser hu­
mano. La razón no ordena lo imposible. Por eso la ley
moral prescribe: «haz aquello mediante lo cual te haces
digno de ser feliz». No: «haz aquello que te haga partici­
par de la felicidad», pues en tal caso, el motivo de la razón
sería la satisfacción de todas las inclinaciones, un motivo
empírico, incierto, contingente. La razón no tiene por obje­
to la felicidad, sino la dignidad humana. ¿Qué puedo espe­
rar? «Cada uno tiene motivos para esperar la felicidad exac­
tamente en la medida en que se haya hecho digno de ella.»
Cada uno tiene motivos para esperar la felicidad, pero
esta no es una consecuencia necesaria, causada por la mo­
ralidad. Para que lo fuera, haría falta el cumplimiento de
un requisito adicional: el sistema de moralidad, la unión
de felicidad y virtud es una simple idea que descansa «en
la condición de que cada uno haga lo que debe, es decir
de que todas las acciones de seres racionales sucedan como
si procedieran de una suprema voluntad que comprendie­

214
ra en sí o bajo sí todas las voluntades privadas». Ni la na­
turaleza de las cosas ni la causalidad nos hablan del vín­
culo entre las acciones morales y la felicidad. La ley moral
es otra cosa y. además, «obliga a cada uno, en el uso que
haga de su libertad, aunque otros no se comporten de
acuerdo con esa ley». Sólo la razón suprema tiene el privi­
legio de ser, al mismo tiempo, voluntad y causa de felici­
dad. Sólo en un supuesto reino de los fines, la felicidad y
la moralidad serán inseparables.1
En Kant convergen de una forma genial y sorprenden­
te la fe en el progreso y la conciencia de los límites. Hay
respuesta para la esperanza, pero una respuesta que sólo
encuentra exacto cumplimiento en la teología. Más acá del
reino de los fines, en el mundo fenoménico e inmoral, la
aventura moral cuenta con el apoyo de tres supuestos por
demás insatisfactorios. Son los siguientes: 1) sé qué debo
hacer (el imperativo a priori de la moralidad existe), 2) la
unión de felicidad y moralidad dependen de que cada uno
haga lo que debe, 3) puedo esperar la felicidad correspon­
diente a mi dignidad.
Tal vez lo que nos distancie más de Kant sea nuestra
incapacidad para mantener idénticos supuestos. Sólo el se­
gundo podemos mantenerlo en los mismos términos: para
que el mundo feliz sea un hecho, cada uno debe cumplir
su deber. La empresa moral es, por esencia, social, colecti­
va: estamos obligados a convivir y a entendernos si quere­
mos vivir bien. Las otras dos hipótesis, en cambio, son más
que dudosas: hoy no sabemos qué debemos hacer y des­
confiamos de que acabe dándosenos la felicidad de que nos
hemos hecho merecedores. Veamos ambos puntos por se­
parado.

¿Sabemos qué debemos hacer? ¿Somos capaces de legi­


timar a priori el orden justo? Notemos, en primer lugar,
que Kant no distingue entre el «debo» singular y el «debe­
mos» plural. El imperativo moral lo asume y lo resuelve el
individuo, pero lo hace sometiendo su máxima subjetiva a

215
la prueba de la universalidad: debo hacer lo que debiéra­
mos hacer todos, lo que cada uno quisiera ver convertido
en ley universal. No hay excepciones para la moral. Y nadie
que se precie de tener razón está incapacitado para reco­
nocer el bien. Así, no tiene razón de ser la distinción entre
una moral pública y una moral privada con razonamientos
diversos: una moral regulada por la conciencia de cada
cual, y otra por un supuesto interés colectivo. No tiene sen­
tido, porque, desde la perspectiva de la razón, mi interés y
el de cada uno, la voluntad particular y la voluntad gene­
ral, han de coincidir. Sólo aquello que vale para todos, ha
de valer para mí también, sólo es moralmente prescripti­
ble lo que puede ser dicho públicamente.
Para Kant, el problema no es de conocimiento, sino de
voluntad. La razón ve claro qué debe hacer, pero la volun­
tad se niega a seguirla. Por eso es tan improbable que ad­
venga naturalmente la felicidad. Tendrían que quererlo
todos los hombres, y Kant desconfía de esa buena volun­
tad generalizada.
Pero el supuesto kantiano es falaz. La limitación está
tanto en el conocimiento como en la voluntad. El paso del
yo al nosotros no es tan fácil. Y no sólo porque los «noso­
tros» nos fallen, sino porque el yo no es tan sabio ni tan
inteligente como Kant presume. Agnes Heller ha hecho ver
cómo Kant «disuelve» al individuo en la especie, constru­
yendo así «la única ética democrática consecuente posible
en un mundo que [...] efectivamente está regido por los in­
tereses». En efecto, en el sistema kantiano, «la moral ha
de vincularse inexcusablemente con todos, ha de ser com­
prensible para todos-, para acceder a la moral no se nece­
sita ni inclinaciones ni una sabiduría fuera de lo común».2
Quizá sea una ética excesivamente democrática en el punto
de partida: el individuo no tiene la competencia que Kant
le atribuye y no puede constituirse en juez de sí mismo y
de la colectividad.
El optimismo kantiano tiene una doble raíz caracterís­
tica del racionalismo metafísico: el aislamiento del sujeto,
y —tal como lo formula Isaiah Berlin— la concepción de
que «todas las cosas buenas son compatibles y que, por
consiguiente, la libertad, el orden, el conocimiento, la dicha,

216
un futuro cerrado (¿también el abierto?) tienen que ser
compatibles y aun quizá envolverse recíprocamente de
algún modo sistemático».3 Ciertamente, en abstracto, cual­
quier valor es universalizable pero, en la práctica, todo se
vuelve más complejo y los valores se disputan entre sí la
primacía. Con el solo imperativo de la publicidad es difícil
resolver a priori qué debemos, incluso qué debo, hacer. Por­
que la moral es un asunto práctico, y la práctica de la li­
bertad, de la igualdad o de la vida no es tan límpida y
transparente como parece serlo el enunciado teórico. Si hoy
desconfiamos de nuestro conocimiento moral es porque
somos conscientes de que ningún individuo, que no roce
la locura o el despotismo, puede hablar en nombre de esa
razón capaz de universalizar sus máximas subjetivas. Por
eso, porque el desconocimiento es un hecho, hemos de des­
confiar también de las preferencias y razones del indivi­
duo solitario. Aceptar nuestras limitaciones en tal sentido
significa aceptar y partir de la democracia, no presuponien­
do la igualdad racional —como parece presuponer Kant—,
sino partiendo de la insuficiencia racional de todos y de
cada uno. Insuficiencia que ha de obligarnos a contar con
el otro, a convertir la argumentación subjetiva en diálogo
intersubjetivo.
Ahora bien, eso ya está medio dicho por otra teoría
moral que viene a corregir el imposible a priori kantiano.
Si no hay hombres ilustrados y especialistas capaces de
gobernarnos y determinar de antemano por dónde debemos
ir todos, habrá que buscar un procedimiento adecuado que
vaya legitimando paso a paso nuestras decisiones. Es lo
que propuso el utilitarismo con el cálculo empírico de la
mayoría: aquello que todos quieren es lo moralmente pre­
ferible. Si nadie puede atribuirse la prerrogativa de hablar
en nombré de la razón o de la voluntad general, si las vo­
luntades de hecho no coinciden, fiémonos de la voluntad
de la mayoría. En ese cálculo pretende apoyarse el régi­
men democrático.
Contra el utilitarismo como sistema de moralidad tene­
mos argumentos aun de mayor peso que los esgrimidos
contra una moral de principios como la kantiana. El utili­
tarismo carece de principios y espera que la mayoría los

217
determine. Pero, ¿ocurre así realmente? En las democra­
cias participativas, que son las nuestras, ¿quién es en ver­
dad la mayoría?, ¿quién decide en su nombre? Además, las
mayorías pueden equivocarse radicalmente. De hecho, se
equivocan frustrando con ello la aventura moral de la hu­
manidad. Finalmente, ¿qué ocurre con las minorías? Pues
no siempre lo que socialmente es justo y conveniente es
asimismo moralmente justo.
En suma, ni el imperativo de la publicidad ni el cálcu­
lo utilitarista nos legitiman de una vez por todas el orden
justo. La opción no debe estar, pues, en decidirse por uno
u otro sistema de moralidad, puesto que ambos son insu­
ficientes, sino en asumir y partir de la propia insuficiencia
de la moral. En lugar de confiar de entrada en los princi­
pios o en la regla de la mayoría, desconfiar de ambas cosas,
pues la ética está siempre en gestación, se hace y se des­
hace a si misma, es más una actitud que un cuerpo de
creencias. La ética es puro procedimiento —ha observado
con agudeza Elias Díaz—: ni las mayorías ni los «derechos
morales» nos dan la legitimación última y definitiva, pues
ninguno de ambos criterios vale si no cuentan como raíz o
como límite con la regla de la libertad.4 Ni los principios
ni la mayoría son garantía suficiente de conocimiento
moral. Los principios han de ser asumidos e interpretados
libremente, y ha de ser asimismo posible decidir contra la
mayoría.
Ahora bien, ¿podemos ser libres?, ¿qué significa exac­
tamente que la ética está en el procedimiento y no en los
resultados?
La pregunta quiere ser más radical que si fuera la mera
expresión de escepticismo frente a la posibilidad del indi­
viduo de hacerse oír entre o contra la mayoría, a favor o
en contra de unos principios. La pregunta trata de poner
en cuestión hasta qué punto podemos seguir manteniendo
una idea de libertad y de autonomía heredada de la Ilus­
tración o del racionalismo metafísico: la autonomía del in­
dividuo frente al sistema (correlato de la separación sujeto-
objeto).
Un intento de introducir la regla de la libertad en la
misma teoría ética, paliando de tal forma la rigidez de los

218
principios, es el del filósofo analitico R. M. Haré, kantiano
convertido al utilitarismo. Consciente de que el imperativo
kantiano es o excesivamente laxo o injustamente inflexible,
debido a su formalismo, Haré piensa en «actualizarlo» con
argumentos utilitarios. Según Haré, la argumentación moral
pasa por dos niveles: el nivel de las intuiciones (principios),
resultado de la educación o de la experiencia vivida, y un
nivel crítico que fuerza a cambiar de actitudes cuando las
situaciones también cambian. Tales cambios pueden obli­
garnos a decir que el pacifismo, por ejemplo, no es acepta­
ble, dada la presencia de rogues (aprovechados) en el
mundo político, que pretenden sacar partido de las actitu­
des pacifistas. Contra lo que tales movimientos tienden a
creer, apoyados en una sobrevaloración de las actitudes an­
tiviolentas, el armamentismo nuclear tiene hoy un efecto
estabilizador. «Si se pone en cuestión la alianza occiden­
tal, cualquier cosa puede ocurrir.» Como un partidario más
de la política de disuación, Haré, sin asomo de rubor, llega
al extremo de afirmar que el pacifista es hoy la mayor ame­
naza de guerra nuclear.
Someter las intuiciones al juicio de un pensamiento crí­
tico significa valorar adonde puede llevamos la obstinación
en ciertos principios. Significa, pues, sustituirlos o rectifi­
carlos por una moral de las consecuencias, «los juicios mo­
rales deben depender de nuestra valoración de las conse­
cuencias probables de las acciones posibles (los filósofos
que pretenden otra cosa son irresponsables y se confun­
den)». Respecto al desarme nuclear, «lo que todos debe­
mos decidir es qué actitud frente a él y frente a la guerra
en general nos da mejores oportunidades de superviven­
cia)).5
La supervivencia como valor último. Y la superviven­
cia no como lucha contra las fuerzas de la naturaleza, o
contra la escasez, sino contra una invención humana que
amenaza con extinguir a la propia humanidad. La llamada
a favor de la paz, por sí sola, no es defensa de la vida; lo
es, en cambio, esa paz ni buscada ni querida, pero irreme­
diablemente mantenida por miedo a la guerra nuclear.
Ello nos demuestra dos cosas. Primero, que ni los prin­
cipios ni las intuiciones morales son lo que pensábamos:

219
la panacea para saber por dónde debemos ir. Las situacio­
nes cambian y cambian a la par las actitudes porque el
significado de los valores morales se tergiversa de conti­
nuo. O quizá sea porque cuando hacemos teoría pura, cuan­
do no pensamos con la urgencia y perentoriedad de la ac­
ción, manejamos un lenguaje de absolutos mitificado y sin
valor de uso. Un «lenguaje de vacaciones». Ese lenguaje es
el de los imperativos categóricos, el de los derechos huma­
nos, el de las Constituciones políticas. Un lenguaje en el
que ingenuamente confiamos como punto de partida o de
llegada de la acción moral. Cuando, de hecho, ese lenguaje
«actualizado» se encuentra contaminado, lleno de ambigüe­
dades y contradicciones. Ya lo decía Hobbes: «las palabras
de las cosas que nos afectan son palabras “inconstantes",
porque no todos los hombres son igualmente afectados por
la misma cosa, ni todos los hombres al mismo tiempo».6
Ni todos utilizamos las palabras con el mismo valor ni las
palabras conservan un significado unívoco a lo largo del
tiempo.
Pero hay, además, otra cuestión. Haré habla de cam­
bio de las situaciones, pero de hecho, lo que provoca una
rectificación de sus primitivas intuiciones es la existencia
de rogues, la sospecha, tan temida por Kant, de que no
todos harán lo que deben hacer, con lo cual el sistema de
moralidad se verá frustrado. La solución de Kant era clara:
cada uno tiene la obligación de cumplir con su deber aun
cuando nadie más lo haga. La ética kantiana era impru­
dente. Pero hay quien cree que la imprudencia es temeri­
dad y no es, por tanto, moral.
Weber compartía aun esa admiración por la pureza ética
propia de Kant. Pero sintió más profundamente la escisión
que suponía. Por una parte, veía una ética de la convic­
ción, fiel a principios, por otra, la ética de las consecuen­
cias, a la que sintomáticamente llamó «de la responsabili­
dad», pues si uno actúa sólo por principios, acaba por no
poder responder de sus acciones. La distinción era lúcida
y sugerente, pero correspondía a tipos ideales de eticidad
y de pragmatismo político. Pero ocurre que ni los princi­
pios son tan nítidos, ni la ética de las consecuencias mere­
ce el nombre de ética. De acuerdo con la división de Weber,

220
el pacifista a ultranza sería el ético, mientras el proarma­
mentista habría renunciado a sus principios para adaptar­
se a la situación, a las necesidades, intereses y urgencias
del presente.
No es tan sencillo ni tan inequívoco clasificar a las per­
sonas o a sus actos. Se suele concebir a la ética como esa
instancia que juzga y crítica la acción política, desde unos
principios, fines o valores absolutos, porque si juzga tenien­
do sólo en cuenta las consecuencias, la eficacia, acaba con­
fundiéndose con la política. Me pregunto hasta qué punto
podemos seguir manteniendo esa concepción de la ética.
Ésta, al igual que la política, debe reflexionar sobre el pre­
sente. ¿Desde dónde? ¿Sólo desde esos valores intangibles
y puros?
Resumamos lo dicho hasta aquí. La conciencia de los
límites es, en nuestro caso, más profunda que en Kant, por­
que afecta no sólo a los límites de la voluntad, sino a los
límites del saber. La respuesta teórica al ¿qué debo hacer?
choca en la práctica con el conflicto de valores. En teoría
sabemos que es mejor la paz que la guerra, la tolerancia
que la intolerancia, el amor que el odio, la riqueza que la
pobreza, la verdad que la mentira. Pero en la realidad esos
absolutos se desvanecen. Ni siempre es mejor. Ignoramos
qué caminos llevan a su realización, porque inmediatamen­
te nos damos cuenta que lo que buscamos, y lo que de
veras vale, es el éxito, el dominio sobre los demás, la ca­
pacidad de competir, y todo ello al precio que sea. La rea­
lidad nos desborda, la sensación de impotencia, de incom­
petencia y desamparo es total. Sensación que no sólo afec­
ta al individuo con respecto al sistema y a sus instituciones;
afecta por igual a éste con respecto al individuo. De ahí la
crisis del Estado del bienestar, que, por un lado, asiste de­
masiado y, por otro, no puede responder a todas las de­
mandas de la sociedad. De ahí la crisis de instituciones
como la familia o la escuela: no pueden ya cumplir las fun­
ciones tradicionales, y no encuentran otras funciones que
las reemplacen. Muchas cosas parecen aguantarse simple­
mente por inercia, por mor de una supervivencia difícil de
justificar. Así, parece como si la única forma de transfor­
mar lo que hay fuera empezando de nuevo, olvidándonos

221
de las miserias y las glorías del pasado. Porque la respues­
ta al ¿qué debo hacer? nos deja siempre insatisfechos. Siem­
pre la apuesta por uno o unos valores nos fuerza a sacrifi­
car otros valores.
Si a esa limitación añadimos la de la debilidad de la
voluntad, la desconfianza en la capacidad moral de los
otros. Si prescindimos, además, de la teología como tabla
últimamente salvadora, ¿qué cabe esperar de la moral? o,
incluso, ¿qué podemos esperar de una política moralmente
orientada? O la ética es una mera instancia crítica que ra­
zona a partir de negar y rechazar lo que hay, o es algo
más. Pues la mera crítica acabaría desvaneciéndose si no
contara con soporte alguno. Pero, ¿qué más podemos es­
perar de la ética?, ¿qué podemos esperar de la libertad?

II

Sin esperanza no hay ética posible si concebimos la


ética como un proyecto de vida y sociedad mejores. La es­
peranza debe ser mantenida a toda costa, pero no necesa­
riamente ha de configurarse siempre de la misma manera
y en torno a idénticos objetivos. Kant confiaba en la reali­
zación del sistema de moralidad, la definitiva reconcilia­
ción en un reino de los fines, un mundo justo donde la
felicidad y el mérito coincidieran. Pues bien, ese final feliz
no es el objeto de nuestra esperanza. Comparto la opinión
de Carlos Thiebaut cuando, a propósito del progreso moral,
advierte que «el ideal de progreso moral es necesariamente
ensoñado y necesariamente impensable en los términos en
que nos fue transmitido», esto es, en términos de armonía,
reconciliación y salvación total.7
Es una convicción en torno a la cual da vueltas el pen­
samiento de Horkheimer con constancia y lucidez. La ¡dea
del hombre ha cambiado, nos dice, y ya no marcha parale­
la a una teoría de la razón. «La palabra "hombre” ya no
expresa el poder del sujeto capaz de resistir el status quo,
por mucho que pese sobre él.» El individuo ya no es el
individuo: sólo es real como parte del todo al que pertene­
ce. Un todo frente al que, por otra parte, se siente ajeno,

222
un todo incontrolable. Esa segunda naturaleza que Rous­
seau veía en el ser social plenamente logrado, esa socie­
dad racional que Kant aun podía imaginar, son ya impen­
sables. Hemos abandonado la creencia en la posibilidad de
un mundo justo. Por lo menos, mientras se mantenga esa
situación de desamparo y de impotencia ante un todo so­
cial y político que nos engulle y nos absorbe.8
Horkheimer comparte y recuerda con nostalgia la con­
vicción kantiana de que «lo divino de nuestra alma es su
capacidad para las ideas». Esas ideas deberían ser las re­
guladoras de la práctica. Pero ya hemos visto que las ideas
entran en conflicto entre sí, y en tal caso, empiezan a per­
der el valor primigenio y cambian de sentido. Si la idea de
hombre ha cambiado, si el individuo ha dejado de serlo y
ya no es capaz de aislarse para distinguir, desde la perspi­
cacia de su razón, el bien y el mal, también tiene que cam­
biar la concepción de la ética en tanto configuradora de la
acción humana, sea ésta de carácter social, político o pri­
vado.
Durante una porción de siglos, la ética ha estado deter­
minada y formada por la religión, por la creencia en uno o
varios dioses. La tarea de una ética sin religión es relati­
vamente reciente, acaba de empezar, como quien dice, y
está casi todo por hacer.9 A mi modo de ver, mientras esa
ética siga fiel a los paradigmas religiosos —trascendentes
o trascendentales, salvíficos—, navegará entre dos aguas
sin encontrar su propio cauce. Aristóteles ya vio que las
ideas platónicas no podían ser el fin buscado por la ética.
La ética busca el fin y el bien de los seres humanos, que
no son dioses. La vida contemplativa, armónica y reconci­
liada es, sin duda, perfecta, pero es una forma de vida di­
vina, un bienestar sobrehumano. El objetivo de la ética no
puede ser teorizar sobre esa vida ni tratar de llegar a ella.
El objetivo de la ética es pensar el conflicto y la escisión,
no tanto para superarlos, como para tomar conciencia de
ellos y evitar, así, que el individuo acabe de sucumbir en
sus manos.
¿Cómo? Manteniendo la esperanza. Si el objetivo de la
esperanza no es un mundo feliz, la esperanza de la ética
estará en la práctica ética misma. La desesperanza en la

223
salvación definitiva no tiene porqué teñir de escepticismo
o nihilismo la aventura ética. No es cierto que no vayamos
ni queramos ir a ninguna parte. No es cierto tampoco que
vayamos a donde vayamos nos da lo mismo. El relativis­
mo, como la opinión de que cualquier creencia es tan buena
como cualquier otra, no es mantenido concienzudamente
por nadie.10 El supuesto de la ética (supuesto indemostra­
ble, como cualquier punto de partida) es que el ser huma­
no es proyecto, o que hace y configura su existencia. Y ese
quehacer como tal tiene ya sentido, no precisa de ulterio­
res explicaciones.
Lo importante es que el quehacer no se frustre ni pier­
da ese su sentido ético. Para lo cual la reflexión no consis­
tirá en fijar unos ideales a los que debe ajustarse una rea­
lidad social y política que discurre por otro camino inde­
pendiente de ellos. La ética, reflexión sobre el presente, ha
de procurar preservar todos los valores del presente: esos
valores que parecen no poder convivir todos juntos. Me
atrevería a decir que el conflicto moral es siempre un con­
flicto entre la libertad y cualquier otro valor: la igualdad,
la paz, la supervivencia, la fidelidad. Cuidar de que la li­
bertad no sucumba, antes se ejerza en todo momento es el
meollo del proyecto ético."
Pero decíamos que el individuo no se encuentra a sí
mismo, que ese reducto de la razón desde la que pensar la
libertad es falaz. La ética es proyecto, pero no proyecto in­
dividual, sino colectivo. Y la colectividad es la que decide
y determina el curso del proyecto. Si el proyecto es colecti­
vo y, además, hay que irlo determinando sobre la marcha,
no podemos partir de un ¿qué debo hacer? singular, ni aun
cuando la prueba del deber sea la universalidad. Hay que
partir del ¿qué debemos hacer?, decidido colectivamente,
dialógicamente. Lo ético no son los resultados, o no lo son
únicamente: la ética está también y sobre todo en el pro­
cedimiento. Pensemos en el proyecto democrático. Las de­
mocracias que conocemos no nos satisfacen, no tenemos
un ideal de democracia claro, pero sabemos que la mejor
forma de gobierno es la democrática. ¿Por qué? Porque,
por lo menos, cuenta con un modo de proceder justo, su
punto de partida no es petulante, sino asume todas las de-

224
ficiencias y limitaciones del conocimiento humano. Es un
régimen cimentado sobre el diálogo y la discusión previos
a la deliberación y a la decisión. Si asumimos nuestra ig­
norancia e impotencia para imaginar la sociedad justa, o
para decidir cómo llegar a ella, si desconfiamos, con Kant,
de que cada uno haga lo que debe hacer, ¿qué remedio nos
queda más que confiar en nuestra capacidad de comunica­
ción y en el intercambio de opiniones? Como ha visto el
pensamiento hermenéutico, ninguna realidad puede ser
aprehendida en su totalidad, ni ser agotada en el concep­
to. El fenómeno de la comprensión, que es lingüístico, es
circular: el círculo entre lo comprendido y el que compren­
de, y ese círculo constituye la universalidad. Lo cual quie­
re decir que no hay comprensión sin diálogo, aun cuando
éste sea diálogo consigo mismo.12
No es función de la filosofía encontrar soluciones, sino
dar nombres, descubrir diferencias y paradojas. Horkhei-
mer se ha referido por largo a la ambivalencia de la liber­
tad: una vez convertida en regla de conducta puede dar
paso a lo opuesto a ella: la automatización de la sociedad
y el comportamiento, la abolición de las relaciones perso­
nales donde la libertad encuentra su expresión primaria.
El desarrollo e innovación científicos y técnicos poseen a
la vez el poder de liberar y oprimir. La misión del pensa­
dor es denunciar esos peligros o celebrar las ocasiones de
progreso. Ninguna filosofía —ha dicho Gadamer— va a re­
solver los problemas de la sociedad o de la política. Su­
cumbir a la tentación del profeta conduce al dogmatismo
o al terror. Pero sí es posible favorecer las condiciones de
diálogo: la solidaridad, la comunidad deberían ser los fines
de nuestra práctica. Aristóteles pudo efectuar fácilmente la
transición de la ética a la política porque su política «pre­
supone los resultados de la ética: primero y sobre todo una
conciencia normativa común y compartida». Hoy carecemos
de esa unanimidad en el saber. Por eso, la transición de la
ética a la política ha de ser otra cosa. En cualquier caso,
«la filosofía práctica insiste en la función de guía de la
phrónesis, que no propone ninguna ética nueva, sino más
bien clarifica y concretiza los contenidos normativos exis­
tentes».13

225
La ética viene a sustituir a la religión. La esperanza
ética es religiosa en un sentido diverso del tradicional. No
es esperanza en una trascendencia última y duradera, ni
siquiera la obstinada esperanza blochiana en la utopía in-
trahistórica. Es esperanza en la persistencia y perseveran­
cia del mismo proyecto ético. ¿Con qué fundamento? La
creencia de que el ser humano es proyecto. ¿Proyecto pro­
gresivo? La historia nos habla de un cierto progreso moral,
pero también de espantosos regresos. El futuro parece es­
capársenos. Si, a pesar de todo, pervive la esperanza, es
decir, pervive la voluntad de proyecto, o pervive la tensión
con nuestro entorno, tenemos que reconocer que el funda­
mento es religioso.

NOTAS

1. Para todo esto, cf. Kant, C ritica d e la ra zó n p u r a , «El canon de


la razón pura».
2. Agnes Hellcr, Crítica d e la Ilu stra ció n . Barcelona, Península. 1984,
pp. 36-37.
3. Isaiah Bcrlin, C o n cep to s y c a teg o ría s, México, Fondo de Cultura
Económica, 1983, pp. 317-318.
4. Elias Díaz, «La justificación de la democracia», S is te m a . n.° 66
(mayo de 1985), p. 11.
5. R. M. Haré, «Philosophy and Practice: Some Issues About War
and Peace», en P h ilo so p h y a n d P ractice, Cambridge University Press,
ed. A. Phillips Griffiths, 1985, pp. 1-15.
6. Hobbes, L e v ia th a n , IV.
7. Carlos Thiebaut, «Progreso moral y pesimismo», en prensa.
8. M. Horkheimer, «The Concept of Man», en C ritique o f In s tr u m e n ­
ta l R e a so n , Nueva York, Continuum, 1974, p. 4.
9. Cf. Dereck Parfit en R e a s o n s a n d P e r s o n s , Oxford, Clarendon
Press, 1984, pp. 453-454.
10. Richard Rorty, «Pragmatism, Relativism, and Irrationalism», en
C o n se q u e n c e s o f P ra g m a tis m , University of Minnesota Press, 1982, p.
166.
11. Eusebio Fernández ha visto perfectamente el conflicto a que me
refiero cuando define la justicia como «la relación correcta entre la li­
bertad y la igualdad». Cf. «El contráete i els drets moráis». S a b e r, n.° 4
(julio/agosto 1985), pp. 38-41.
12. H. G. Gadamer, «Le défi hermenéutique».
13. H. G. Gadamer, en R. Bernstein, B e y o n d O b je c tiv is m a n d R ela­
tiv is m . University of Pennsylvania Press, 1983, «A Letter of Professor
Hans-Georg Gadamer», pp. 262-263.

226
AUTORES

catedrático de Ética en la Universi­


J o s é L uis L. A r a n g u r en ,
dad Complutense de Madrid en 1955, es no sólo el más veterano
sino, indiscutiblemente, el más prestigioso estudioso de la Filo­
sofía Moral en el mundo de habla hispana. Su riquísima y va­
riadísima producción filosófica y ensayística abarca temas muy
varios en su mayoría relacionados con la ética, la moralidad, la
teoría crítica de la sociedad, etc. Para el estudioso de la ética
son de especial interés su gran Ética, publicada por primera vez
en 1958, su pequeña gran obra Propuestas morales (1984 titula­
da originariamente Lo que sabemos de Moral, aparecida en 1967)
o sus más recientes El buen talante (1985) y Moral de la vida
cotidiana, personal y religiosa (1987).
V icto ria Ca m p s ,catedrática de Ética de la Universidad Autó­
noma de Barcelona, ha realizado importantes investigaciones
tanto en la filosofía del lenguaje, como en la filosofía moral y
política. Destacan entre sus trabajos Pragmática del lenguaje y Fi­
losofía analítica (1976) y La imaginación ética (1983), donde lleva
a cabo una interesante crítica a las éticas absolutistas, incluida
la kantiana. En general rechaza los planteamientos excesivamen­
te especulativos de la ética para centrarse en las cuestiones más
inmediatas y concretas de nuestro vida moral. En la actualidad
dirige y coordina la edición de una ambiciosa Historia de la
Ética, en varios volúmenes.

227
P riscilla Co h n , profesora de Filosofía de la Pennsylvania State
University, ha investigado tanto en temas de filosofía contempo­
ránea, como en cuestiones específicamente éticas. Entre sus tra­
bajos figuran: Heidegger: su filosofía a través de la nada (1975),
o su Ética aplicada (1981), en colaboración con José Ferrater
Mora. Su preocupación por el mundo de los valores tiene lugar
desde una perspectiva original, decididamente ecológica. Ha te­
nido a su cargo la edición de bolsillo del Diccionario de Filoso­
fía de José Ferrater Mora.
catedrática de Ética de la Universidad de Va­
A d ela Co r t in a ,
lencia, ha venido trabajando en torno a Kant, que constituyó el
tema central de su tesis doctoral, desde hace años. Es especia­
lista en la ética neokantiana a la que ha dedicado numerosos
estudios, entre los que destacan: Dios en la filosofía trascenden­
tal de Kant (1981), Crítica y utopía, Escuela de Francfort (1985),
Razón comunicativa y responsabilidad solidaria (1985) y Ética
mínima (1986). Ha venido trabajando en Frankfurt en los últi­
mos tiempos, en colaboración con el profesor Apel.
ESPERANZA G u i s á N, profesora titular de Ética de la Universidad
dé Santiago de Compostela, ha llevado a cabo investigaciones
tanto en el ámbito de la meta-ética, como en el de la ética nor­
mativa. Su interés primordial se centra en la elaboración de una
síntesis de las aportaciones de Kant y Mili, así como del neo-
kantismo y del neoutilitarismo. Sus obras más representativas
son Los presupuestos de la falacia naturalista (1981), Cómo ser
un buen empirista en ética (1985) y Razón y pasión en Ética.
Los dilemas de la ética contemporánea (1986). Es directora de
la revista Agora. Papeles de Filosofía de la Universidad de San­
tiago de Compostela.
G i l b e r t o G u t i é r r e z , catedrático de Ética de la Universidad
Complutense de Madrid, ha realizado investigaciones preferente­
mente en conexión con las relaciones entre moralidad y raciona­
lidad, con especial atención a los modelos aristotélico, kantiano
y utilitarista del razonamiento moral y político y los desarrollos
contemporáneos de la teoría de la elección racional. Destacan
entre sus publicaciones: Estructura del lenguaje y conocimiento
(1975), La congruencia entre lo bueno y lo justo (1979), Sobre el
sentido y el sentimiento morales (1982), Más acá de la libertad
y la dignidad (1985) y un largo etcétera.

228
catedrático de Ética y Sociología, miembro
J a v ie r M u g u e r z a ,
del Instituto de Filosofía del CSIC de Madrid, ha destacado por
sus numerosas publicaciones e investigaciones tanto en el ámbi­
to de la filosofía analítica, como en el de la filosofía crítica sobre
cuyo común origen kantiano ha llamado en ocasiones la aten­
ción (véase su Introducción a La concepción analítica de la filo­
sofía), ocupándose asimismo de cuestiones tan específicamente
metaéticas como las relaciones entre el «es» y el «debe» y cues­
tiones de Filosofía Política como «El imperativo de la desiden-
cia». Entre sus obras destacan La razón sin esperanza (1977),
que causó gran impacto y mereció sinnúmero de comentarios, y
su muy esperada Desde la perplejidad (en prensa).
catedrático de Ética de la Universidad
J o sé R u b io Ca r r a c e d o ,
de Málaga, ha realizado numerosos trabajos en torno a la pro­
blemática moderna y contemporánea de la ética, ocupándose
tanto de los temas específicamente éticos, como de sus concomi­
tancias con los ámbitos de la antropología, la política, la teoría
del desarrollo moral, etc., etc. Entre sus obras más significati­
vas destacan Lévi-Strauss: Estructuralismo y ciencia humana
(1976), La utopía del estado justo■ De Platón a Rawls (1982), y
su muy reciente El hombre y la ética. Humanismo crítico, desa­
rrollo moral, constructivismo ético (1987), así como una larga
serie de artículos en revistas especializadas.

229
ÍNDICE

Introducción'......... ........................................................... 7

Filosofías racionalistas, filosofías noéticas y Kant,


par José Luis L. Aranguren .................... ............... 23
El influjo de Rousseau en la filosofía práctica
de Kant, por José RubioCarracedo........................ 29
La razón práctica entre Hume y Kant,
’ por Gilberto Gutiérrez........................ . .................... 75
Habermas en el «reino de los fines» (variaciones
sobre un tema kantiano), por Javier Muguerza . . 97
Dignidad y no precio: más allá del economicismo,
por Adela C ortina..................................................... 140
Immanuel Kant: una visión masculina de La ética,
por Esperanza Guisán .................................... 167
Kant y el problema de los derechos de los
animales, por Priscilla C ohn..................................... 197
Ética y política: ¿qué podemos esperar?
por Victoria C am ps............ ............................. 214

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