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DE LA ÉTICA KANTIANA
Esperanza Guisan
(C'oord.)
ESPLENDOR Y MISERIA
DE LA ÉTICA KANTIANA
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levemente al admirador incondicional de la ética kantiana,
a no ser que se proceda, como es mi propósito, a explicar
el sentido amplio y extenso de la acepción utilidad, que
espero hará que una vez esclarecido, kantianos y no kan
tianos perdonarán mi osadía al presentarme como «inspi
radora» de un trabajo que, sin género de dudas precisa
ba de una coordinadora mejor cualificada en la ética kan
tiana.
He de decir, sin embargo, en mi descargo, que precisa
mente por haberme dedicado durante muchos años a exa
minar los más y los menos de las éticas teleológicas, me
he visto forzada a familiarizarme con las argumentaciones
procedentes de éticos deontológicos, especialmente Kant, a
quien he dedicado mi tiempo y mi trabajo, desde mi tesis
de licenciatura (Necesidad de una Crítica de la razón pura
práctica. Valencia, 1970). Por lo demás, a lo largo de mu
chos años dedicados a explicar a Kant como contrapuesto
al utilitarismo, he adquirido conciencia cada vez más clara
de que un utilitarista cualificado (como deseo llegar a ser)
precisa de la necesidad de dialogar acerca de la ética kan
tiana a fin de separar los aspectos positivos de los negati
vos, en la confianza de que una vez realizadas las oportu
nas matizaciones y correcciones, los principios éticos de
Kant pudieran ser un importante complemento, e incluso
correctivo, a desviaciones y oscuridades inevitables dentro
del utilitarismo (al igual que, por supuesto, el utilitarismo
podría matizar, completar y corregir lagunas y puntos os
curos de la ética kantiana).
En este sentido, lamentablemente, no soy en modo al
guno original, cuando ya autores como Haré o Brandt en
el mundo angloamericano, o Patzig en el ámbito alemán,
han puesto de manifiesto esta necesidad que hoy empieza
a ser sentida de modo generalizado.
La ética kantiana ofrece, innegablemente, momentos y
pasajes luminosos, esplendorosos incluso, al tiempo que
otros oscuros, cuando no claramente dañinos, perjudicia
les y peligrosos para el futuro de la propia dignidad hu
mana que supuestamente Kant tendría que defender como
supremo valor. El título de la obra: Esplendor y miseria
de la ética kantiana, refleja precisamente los claro-oscuros
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del pensamiento ético kantiano, intentando contrastar los
frutos más sazonados y los aspectos más estériles, cuando
no contraproducentes, de la producción filosófico moral de
Immanuel Kant.
Desde otra perspectiva, también es interesante para un
ético utilitarista que aspira a una fundamentación racional
de sus premisas, contar con las aportaciones que a la cons
trucción de la razón práctica realizó de manera destacada
Kant. En un siglo como el nuestro que se ha visto sacudi
do por la barbarie de un irracionalismo constante a cargo
de no cognoscitivistas, relativistas metodológicos, escépti
cos, nihilistas y subjetivistas de toda índole, por no hablar
de dogmatismos igualmente irracionales, u objetivismos pla
tonizantes more mooreaniano, resulta reconfortante la «vuel
ta a Kant», a fin de encontrar un terreno más o menos
firme donde asentar la modesta, tímida «tienda» que pueda
resistir tales embistes, que amenazan desde distintos fren
tes la posibilidad de construir una racionalidad práctica a
la medida humana.
En ese sentido, nuevamente, la ética kantiana nos mues
tra su luz y sus sombras, sus esplendores y miserias, coad
yuvando por una parte a la construcción de algo semejan
te a la «racionalidad práctica», destruyendo, por otra, todo
intento de humanizar la razón y hacerla posible con letra
minúscula, al alcance de los hombres y para provecho y
servicio de nuestros deseos e inclinaciones, como Hume pre
tendía.
Por decirlo de un modo que anticipa el ensayo con el
que el profesor Aranguren ha tenido la gentileza de poner
su lección siempre magistral como pórtico de esta obra, la
ética kantiana adolece de frialdad, frigidez: es gélida. Ca
rece de la calidez necesaria que transforma un mero impe
rativo dictado por leyes extrañas a las inclinaciones de los
hombres (por muy producto que sean de una supuesta
«Razón») en un imperativo moral que los hombres se otor
gan unos a otros, como dádiva gratificadora y gratificante.
Es esta ausencia de calor humano lo que considero el
aspecto más negativo de la ética kantiana, por lo demás
una de las aportaciones, sin duda, más impresionantes del
pensamiento occidental a la construcción de la racionali
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dad práctica. Desde mi perspectiva utilitarista destacaría
sin embargo, con entusiasmo, un cierto, como escondido e
inconfesable ardor, como una pasión profunda oculta en
lo más recóndito, que palpita en la capa más honda de
la ética kantiana y merece ser exhibida, despojada de su
pétreo ropaje. Me refiero a esa pasión peculiar que desbor
da el racionalismo kantiano, y que convierte a su obra en
un esfuerzo a la vez cómico y patético por evitar lo inevi
table: El impulso ardiente kantiano hacia el deber, su amor
desmedido por la auto-estima, que implican una búsqueda
«feliz» de la virtud, que por cierto Kant jamás admitiría.
El énfasis en el principio de imparcialidad o universali
dad (la universalizabilidad en términos de nuestro contem
poráneo Haré), para empezar, la valoración de la buena
voluntad, de la dignidad humana, de la estima propia, o
contento con uno mismo, son sin género de dudas, aspec
tos que no pueden merecer sino el respeto de cualquier
ético teleológico que sabe que las consecuencias de las ac
ciones han de ser entendidas en sentido global y a largo
plazo, y no en el restringido de las consecuencias particu
lares e inmediatas.
Por lo demás quienes pretendemos a un tiempo procla
mar la autonomía de la ética frente a leyes, normas y po
deres de todo signo, a la vez que su carácter no arbitrario,
su «razonabilidad», quienes buscamos la posibilidad de la
vindicación, en sentido débil, de los enunciados valorati-
vos habitualmente marginados y subestimados frente a la
presunta robustez y rotundidad de los enunciados fácticos,
encontramos sin duda, utilitaristas y no utilitaristas, éti
cos teleológicos y deontológicos, así como variantes y mix
turas de ambos modelos que la Züruck zu Kant puede sig
nificar, cuando menos, la vuelta y el resurgimiento de al
gunos de los ideales ilustrados que el tiempo implacable
ha desdibujado y descolorido. Ideales que, sin duda algu
na, precisarán de nuevos retoques, nuevas matizaciones,
pero que tendrían que reconducirnos a la idea de que el
hombre es, como el viejo Protágoras anunció a su manera,
la medida de todas las cosas.
Tras más de tres cuartos de siglo que han combatido
de forma casi implacable todo intento de racionalidad prác
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tica (con salvedades, cada vez más numerosas, como la
good-reasons approach, los neoutilitarismos, neokantismos,
neocontractualismos, etc., etc., de diversa índole), parece
que debe darse la más cálida acogida a este regreso a todas
luces imparable de Kant a la casa de la Ética.
Los filósofos de la sospecha, los neopositivistas, y otros
combatientes en contra de la «racionalidad» rotunda y con
tundente han desempeñado un papel importante, pero las
insuficiencias de la racionalidad práctica, y la problemati-
cidad que conlleva ya han sido sobradamente destacadas.
Tal vez sea llegado el momento de dar paso a una mode
rada esperanza en la reinstauración de la razón práctica, y
con ella la reinstauración del hombre como dador de senti
do y valor a cuanto acaece y cuanto merece el rótulo de
«racional». Tal vez sea el momento oportuno de, con ayuda
de Kant, trascendiendo y trasgrediendo a Kant, instaurar
una racionalidad que se haga a partir de las vivencias y la
convivencia humanas.
Por supuesto que cuanto antecede, como ya se ha hecho
notar, no ha sido más que la idea a partir de la cual se
concibió la confección de este volumen-homenaje a la ética
kantiana. Cada uno de quienes ha contribuido a su elabo
ración realizaría, posiblemente, una muy distinta valoración
de lo que antecede.
En rigor, tanto esta introducción, como lo que sigue,
es de esperar que solamente constituyan una primera, pero
fructífera fase, que a buen seguro inaugurará una serie de
réplicas y contra-réplicas por parte de lectores y colabora
dores que enriquezcan este merecido simposio en tomo a
la ética kantiana.
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De acuerdo con el prof. Aranguren, el pensamiento de
Kant es moralista, en su sentido más estrecho y restringi
do: el deontológico, que al dar primacía a los conceptos de
deber y obligación hace fácil el tránsito a la filosofía jurí
dica.
El racionalismo y el voluntarismo resumen, según Aran
guren, la ética kantiana, con lo cual se priva, indebidamen
te, al sentimiento y al «interés» del papel que les es debi
do en ética, como fuerza moral, separándose asimismo de
un modo drástico e injustificado, entre el bien moral y el
bien natural.
La propuesta del prof. Aranguren es la de superar a
un tiempo una filosofía de la razón pura, y una filosofía
patética, abogando por una filosofía noética, que recoja los
elementos valiosos procedentes del mundo de la razón y el
mundo de los sentimientos. «
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trumentalizó» a Rousseau, ya que si bien, a su juicio, com
partió con este último ideas como las de igualdad social, o
resaltó el papel de la publicidad al unísono con Rousseau,
desactivó el pensamiento rusoniano de su potencial revolu
cionario, de tal suerte que la trascendentalización kantiana
sirvió para reforzar al Estado como árbitro deliberador, y
para aportar una nueva vía de legitimación del despotismo
ilustrado.
Dentro de este momento de confrontación de Kant con
los pensadores de su tiempo se inserta asimismo el traba
jo del prof. Gilberto Gutiérrez «La razón práctica entre
Hume y Kant» que lleva a cabo una serie de enfrentamien
tos entre la racionalidad concebida al modo teleológico,
como en el caso de Mosterín, y la racionalidad deontológi-
ca, more kantiano. Uno de los puntos fuertes (y posible
mente más contravertidos) de la argumentación del prof.
Gutiérrez estriba en destacar que la racionalidad teleológi-
ca, en contra de lo que Mosterín señalaba, y siguiendo el
modelo de Hume en el Treatise, es tan insuficiente a la
hora de determinar la racionalidad de los fines como pu
diera serlo una ética conforme a la racionalidad deontoló-
gica.
Los puntos flacos del modelo propuesto por Hume son
resultado, de acuerdo con la interpretación de Gilberto Gu
tiérrez, de su gnoseología empirista y su metafísica monis
ta que hacen que se eche en falta una debida distinción
entre el mundo de la experiencia y el mundo inteligible.
Por otra parte Gutiérrez pone empeño en mostrar que
tampoco es cierto totalmente que la naturaleza o el mundo
empírico carezcan para Kant de una bondad propia, si bien,
en contra de Hume, en la concepción kantiana no contiene
en sí mismo el mundo empírico la razón última de su bon
dad.
Por otra parte, el reduccionismo naturalista de Hume
parece excluir del ámbito de la racionalidad una genuina
racionalidad distintamente normativa. En efecto, de acuer
do con Gilberto Gutiérrez, Hume no parece colegir que dado
que los hechos son de una manera determinada los hom
bres deben comportarse, consiguientemente, de un modo
determinado, sino que Hume se limita a mostrar simple
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mente que los hechos de la experiencia son la causa de
determinados sentimientos de aprobación y desaprobación
moral. Con lo cual, parece sobreentenderse, que una Psi
cología o Sociología de la Moral, nunca una Ética, sería
todo cuanto podría obtenerse a partir de los planteamien
tos huméanos. Por el contrario, una justificación de la ra
cionalidad práctica parece requerir de la asunción de algu
no de los presupuestos kantianos, como sería su peculiar
concepción de la libertad, como noción correspondiente no
al mundo fenoménico sino nouménico.
La consciencia del deber, particularmente, es un punto
en que difieren Hume y Kant, ya que mientras que para el
primero el deber se «disuelve», por decirlo así, en el mundo
de la determinación causal de la naturaleza, para Kant se
refiere a algo que todos los datos del mundo sensible no
consiguen explicar.
Como consecuencia, en opinión de Gutiérrez, Hume se
encuentra desprovisto de justificación alguna para el deber,
mientras que Kant es más afortunado al haber recurrido a
una concepción gnoseológica dualista que admite un límite
para el conocimiento científico y establece la posibilidad
de que la ley natural no sea la única forma de causalidad,
no excluyendo la posibilidad de un nuevo uso de la razón
al margen del científico.
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tos de vista hayan de ser sometidos a un proceso de «uni-
formación».
En la interpretación que el prof. Muguerza realiza de
Kant, éste se convierte en el abanderado de la autonomía
de cada sujeto para obrar conforme a su razón, conforme
a su conciencia, respetando las diferencias y preferencias
de los distintos legisladores racionales. Lo cual vendría a
equivaler, en términos políticos, a una defensa de las mi
norías frente a la presunta «razón» de las mayorías, a la
vez que una llamada a incorporar el «conflicto» en la ac
ción comunicativa. La concordia discorde coincidiría con
el proceso de la formación discursiva de una voluntad co
lectiva racional, con la salvedad de que lo que a Muguerza
le interesa (y así interpreta que es el interés kantiano) no
es tanto la consumación del proceso como su propia pues
ta en marcha.
Hay un aspecto, deliberada o inconscientemente provo
cativo y polémico en el ensayo de Muguerza relativo a la
justificación/injustificación de la violencia, que posiblemen
te dará lugar a una buena dosis de contra-argumentaciones.
Javier Muguerza, en resumidas cuentas, nos invita a
participar, inspirándose en Kant, en una comunidad de co
municación en la que impere un diálogo que descarte por
igual la absoluta discordia y la instauración de la concor
dia absoluta, abogando, desde Kant, por la no supresión o
anulación de lo específico de cada agente racional.
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por parte de la profesora Cortina y la mía, propuestas que
se siguen de dos modelos contrapuestos de la ética. Así el
ensayo de Adela Cortina: «Dignidad y no precio: más allá
del economicismo», se apoya en una concepción claramen
te deontológica de la ética, teniendo el mérito particular, a
mi modo de ver, de no pretender atenuar el rigorismo kan
tiano, sino aceptar con todas sus consecuencias la repulsa
y negación de la felicidad particular y universal por parte
de Kant como objetivos o metas morales.
Mi versión, por el contrario, implica una crítica a la
ética kantiana a partir del presupuesto de que sólo la feli
cidad general y particular pueden servir como fundamento
de la racionalidad práctica y que sólo los sentimientos mo
rales de la humanidad son la fuente que legitima todas las
proposiciones y propuestas normativas.
El ensayo de Adela Cortina que nos muestra amplia
mente la génesis y desarrollo de los conceptos morales kan
tianos, enfoca los perfiles del pensamiento ético kantiano
desde el ángulo más «favorecedor», resaltando una de las
facetas más atractivas de la doctrina moral kantiana, aque
lla en la que el hombre aparece siempre como un fin en sí
mismo, nunca como un medio u objeto de intercambio.
Se desprende del trabajo de la prof. Cortina que la dig
nidad del ser humano es un derecho inviolable, algo a lo
que no se puede renunciar con vistas a ningún tipo de pro
vecho o «utilidad». Aunque la prof. Cortina obvie el debate
directo en contra del utilitarismo, su alegato en pro de una
ética de la dignidad y no del «precio», del intercambio y
los resultados efectivos, constituye sin duda una crítica muy
bien fundamentada a ciertas versiones rudimentarias de la
ética de las consecuencias por las que yo, y en esto me
uno a las críticas implícitas de la prof. Cortina, siento asi
mismo el más profundo desprecio.
Fiel a la doctrina kantiana Adela Cortina insistirá en
que el deber es una representación formal de la razón,
mientras que la felicidad es una representación empírica
de la imaginación. Kant únicamente invita a fomentar la
felicidad en cuanto componente del Bien Supremo. Por el
contrario, a la ética kantiana le preocupa la persecución
de otros fines (no es una ética puramente formal, vacía de
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contenido). La idea de la humanidad es el fundamento de
determinación de la voluntad, el fundamento de la ley
misma. Como afirma Adela Cortina, la ética kantiana no
se limita a un formalismo indiferente a cualquier conteni
do, sino que posee un contenido puro: la idea del hombre
como ser legislador, y la libertad, entendida no como li
bertad para la indeterminación sino para la auto-deter
minación.
Pero esta auto-determinación precisará de la existencia
de dos ámbitos diferenciados. En el mundo natural, en el
que prevalecen, según la interpretación de la prof. Cortina,
las leyes del auto-interés y del egoísmo, no es posible pos
tular la existencia de seres iguales. De modo semejante a
como el prof. Gutiérrez, en su ensayo ya mencionado, pre
cisaba de lo nouménico para afirmar la racionalidad prác
tica, la prof. Cortina precisa del noúmeno para posibilitar
una sociedad que no se rija por las leyes del precio y del
intercambio, y en la que la dignidad del ser humano sea
la suprema ley.
En cuanto a mi trabajo: «Immanuel Kant: una visión
masculina de la ética», es, como ya adelanté, una exposi
ción crítica de los aspectos más negativos de la ética kan
tiana, especialmente por lo que respecta a su olvido del
papel de los sentimientos a la hora de coadyuvar a la cons
trucción de la racionalidad práctica, o a su tajante esci
sión entre la persecución de la felicidad y la virtud como
metas irreconciliables, en contra de la tradición clásica y
el humanismo moderno y contemporáneo.
Como contrapunto a la visión masculina kantiana se
aboga por una ética femenina, complementaria, que no
venga en lugar de, sino además de, la ética masculina, en
este caso concreto la ética de Kant. Es de prever que el
ensayo resultará un tanto polémico por cuanto se argumen
ta que el Kant supuestamente defensor de la autonomía y
la dignidad humana estaba en realidad distorsionando
ambos conceptos, subordinando al hombre total, con sus
sentimientos, inclinaciones y deseos, al hombre <ddeal», an
gélico, cuasi-platónico. En suma, vengo a sostener que el
hombre de carne y hueso, por decirlo con Unamuno, se re
pliega en Kant, desaparece y se diluye, para dar paso a
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una extraña «ficción» que se debate dramáticamente entre
las supuestamente antagónicas demandas de la «carne» y
el «espíritu».
Reconocer la grandeza del adversario es un imperativo
de la justicia, además de la prudencia. En este caso, si es
que de «adversario» se trata, Kant es reconocido en mi en
sayo como uno de los más importantes contribuidores a la
fundamentación racional de la ética, si bien su concepto
de «razón», reducida a esqueleto o armazón, descarnado,
sin la sangre y la savia de la fuerza del sentimiento moral,
podría propiciar éticas de corte dogmático que, fundamen
tadas en supuestos a priori, hicieran oídos sordos a las de
mandas reales de los seres humanos por cuya dignidad
(que no es sino el cénit o punto más elevado del goce hu
mano) se quiere luchar también desde una ética teleolo
g ía .
Deliberadamente mi ensayo ha cargado las tintas y ha
mostrado en toda su crudeza las debilidades y miserias de
la razón pura a priori. Si bien se ha reconocido al tiempo,
con la generosidad que Kant se merece, que una aporta
ción como la suya es imprescindible para paliar los fallos
y las faltas de matización de otros modelos éticos, a saber,
concretamente, los teleológicos, por los que personalmente
he tomado partido.
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raleza por la que Kant experimentó sin duda una profun
da y declarada admiración (Bewunderung), como se paten
tiza en su canto emocionado al «cielo estrellado sobre mí y
la ley moral en mí».
Por supuesto que la escisión entre «naturaleza» y
«razón» hará que el respeto (Achtung) se limite únicamen
te a los seres racionales. La prof. Cohn observa, no obs
tante, cómo en un texto relevante de la Metaphysik der
Sitien la frontera entre el respeto por el mundo natural y
el mundo racional parece diluirse un tanto, dando pie a
una especie de actitud cuasi-moral de respeto por la con
servación de la naturaleza, y un repudio, a un tiempo, tam
bién de índole cuasi-moral de la crueldad para los ani
males.
Por lo demás, la propia coherencia y consistencia de
los postulados de la Grundlegung, así como una adecuada
«extensión» al mundo de todos los seres sintientes de las
contradicciones que Kant cree percibir en la ley dada por
la naturaleza para su propia aniquilación, así como la «ex
tensión» de la aplicación de los ejemplos ofrecidos por parte
de Kant acerca del deber de la benevolencia, hasta incluir
el mundo de los afectos de los seres sintientes en general,
amén de otras «extensiones» y «contextualizaciones» hacen
que la autora del ensayo pueda sentir una legítima satis
facción al haber demostrado, a partir de uno de los auto
res más reacios a la protección de los derechos de los seres
«no racionales», la posibilidad de encontrar razones para
su defensa.
El trabajo de Victoria Camps: «Ética y política: ¿qué
podemos esperar?», cierra significativamente esta serie
de ensayos, que han constituido, en la intención de la
coordinadora del volumen, piezas importantes para co
menzar a interrogarnos no sólo sobre los aspectos más
relevantes de la ética kantiana a nivel teórico sino asimis
mo práctico.
La prof. Camps se muestra extremadamente crítica
tanto frente a las éticas deontológicas como a las teleológi-
cas. Concretamente se enfrenta con una dosis de sano
escepticismo a Kant, quien parece saber demasiado bien
qué tenemos que hacer (a tenor de lo que nos indica el
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imperativo categórico) y qué podemos esperar (la felicidad
en otra vida).
Por el contrario, la prof. Camps nos ofrece una panorá
mica mucho más problemática del asunto. Ni sabemos con
certeza lo que tenemos que hacer, ni resulta del todo segu
ro que vayamos a ser recompensados con la felicidad de
la que nos hemos hecho acreedores.
Frente a Kant, la prof. Camps va a descubrir las insu
ficiencias de la racionalidad individual, así como el excesi
vo optimismo kantiano que consideraba que todas las cosas
buenas (igualdad, libertad, justicia, etc., etc.) eran compa
tibles al unísono.
No a causa de la igualdad racional, sino de la insufi
ciencia racional, es preciso recurrir al diálogo e instaurar
la democracia como sistema de convivencia «menos malo».
Pero las normas dictadas por las mayorías (en las que se
basaría una ética de tipo utilitarista) tampoco parecen ser
la solución ética pertinente. Ni el imperativo de la publici
dad (propugnado por Kant) ni el cálculo utilitarista satis
facen a la autora del ensayo, que contempla el mundo de
la ética como un mundo de tensiones y conflictos, en donde
la preferencia por unos valores nos obliga a sacrificar y
renunciar a otros.
Con todo, en la ética como proyecto más o menos ilu
sionado, encuentra Victoria Camps la respuesta y el sen
tido a todo lo que nos cabe esperar. Se trata de proseguir
en la búsqueda ética en base a una suerte de «fe», que
Victoria Camps considera «religiosa», en un sentido pecu
liar (tal vez para diferenciar esa «fe» de las creencias de
base científica) y que significa, quiero yo entender, que
con Kant, contra Kant, a partir de Kant, más allá o más
acá de Kant, tenemos que tender puentes más o menos
«racionales» entre los hechos duros y brutos de la vida
cotidiana y el mundo de lo deseable, de los desiderata, de
los valores inéditos que nosotros podemos traer a la vida.
El ensayo de Victoria Camps, si bien con su carga de
escepticismo moderado, nos devuelve, en mi opinión, la es
peranza en una razón asentada sobre la faz de la tierra,
una razón a la medida del hombre, con el rostro vuelto a
los anhelos y búsquedas humanos.
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Con esta esperanza ofrecemos esta obra al lector, invi
tándole a proseguir con nosotros, los que hemos contribui
do a dar vida a este volumen, la crítica y el examen de
cuanto hay de sugerente, luminoso, oscuro o problemático
en una figura cimera de la filosofía moral de todos los tiem
pos como lo es Immanuel Kant.
E s p e r a n z a G u isá n
Santiago de Compostela
diciembre, 1986
21
FILOSOFÍAS RACIONALISTAS,
FILOSOFÍAS NOÉTICAS Y KANT
23
sentí con respecto a Kant. El filósofo de la simpatía fue
precisamente quien suscitó en mí, no diré la antipatía, pero
sí la falta de simpatía, la frialdad para con Kant. Cual
quier lector de Scheler entenderá fácilmente lo que quiero
decir. Quien, como Kant, no deja transparecer en su obra
sino sentimientos de la gama fría, no puede suscitar cali
dez emocional, solamente respeto.
3. Sin embargo, creo que, en el ámbito de mis intere
ses intelectuales, procuré entenderle. Y así, en mi libro Ca
tolicismo y protestantismo como formas de existencia, pu
blicado en 1952, la segunda de mis obras, tras La filosofía
de Eugenio d ’Ors, decía lo siguiente (y perdónese la larga
cita, pero este artículo es, en parte, un repaso a mi vida
filosófica e incluso a mi vida tout court)\ «Kant fue
acaso, pese a su lastre racionalista, el primer protestante
genuino desde Lutero; el pensador cuyo designio central
era, según su confesión, limitar el saber para dar lugar a
la fe. Con razón es considerado como el filósofo protes
tante por antonomasia. Su “destrucción" de la metafísica
aportó, ¡por fin!, un serio fundamento a la irracionalista
concepción luterana. Su filosofía misma es, en cierto
modo, una secularización de la teología luterana, como
la filosofía de la existencia será una secularización de la
teología de Kierkegaard. A la negación luterana de la
"teología natural" corresponde la negación kantiana de
la metafísica. A la paradoja de “los mandamientos imposi
bles de guardar” corresponde la de un "imperativo moral"
que exige de los seres humanos, sometidos a la férrea ley
de la causalidad natural, lo que éstos no pueden cumplir.
Y así como Lutero afirmaba, a la vez, el servo arbitrio y
la libertad del cristiano, Kant afirmará, simultáneamente,
la causalidad natural y la libertad. La contradicción
kantiana entre la Crítica de la razón pura y la Crítica de
la razón práctica es una racionalización de la antítesis
luterana entre la Kreuztheologie y la Trosttheologie. A la
repulsa de la caridad (las “buenas obras") corresponde la
lucha de Kant, en nombre del “deber”, contra lo hecho
"por inclinación”, "por amor”. ¿Y cómo no relacionar la
doctrina luterana de la pecaminosidad radical con la
kantiana del “mal radical”? En fin, a la salvación religio
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sa por la sola fe, corresponde la salvación moral por la
buena voluntad sola».
Después de treinta y cinco años suscribo enteramente
esto que entonces dije. Sería vano buscar otro autor en el
cual la secularización moral, la eticización del luteranismo
y, consiguientemente, el transporte de aquella doctrina a
clave racionalista, se haya llevado a cabo con la radicali-
dad lograda por Kant. También su vía de acceso a la fe,
que no podía ser ya, claro está, el fideísmo luterano, pero
que no es tampoco el deísmo metafísico de la Ilustración,
o su paso ulterior, el agnosticismo filosófico, sino, en defi
nitiva, la «religión natural» de los Ilustrados, entendida
ahora como «religión moral», es decir la, Ethicotheologie,
el teísmo moral, al que José Gómez Caffarena ha dedicado
un bello libro, es sumamente consecuente con esa inten
ción global de secularización.
4. Acabo de referirme al libro de Caffarena. En él se
cita aquel pasaje kantiano según el cual el «mal radical»
habita en la naturaleza humana, y se concluye que «se
trata, a todas luces, de una secularización del dogma cris
tiano del pecado original; y, por cierto, en su versión fuer
te, luterana». Sí, el egoísmo es, en tanto que egocentrismo
moral, en tanto que soberbia personal frente a Dios, nues
tro pecado original. Pero este «pecado original» ¿no es, pa
radójicamente, la otra cara, el reverso de lo que todo occi
dental considera como un valor supremo, la persona, la per
sonalidad? En un cierto sentido cabría afirmar que es
mucho más profundo el pensamiento oriental: el pecado ori
ginal no sería meramente moral, sino óntico y aun ontoló-
gico: el khorismós, la ruptura, la separación del unitario
pan-theon originario, y el surgimiento, frente a él, de la per-
sona(lidad). Pero planteadas así las cosas, ya no puede ser
considerado este khorismós como el «mal» sin más, y esto
por varías razones. El surgimiento de la personalidad es
una emancipación, una liberación de la Naturaleza, y el ad
venimiento al mundo de la Libertad. Así pues, la persona-
(lidad) es, a la vez, mala, en tanto que egotista, y buena,
en tanto que con-sciente, responsable y libre. Aún más: so
lamente a través de la persona(lidad) habría sido posible
el advenimiento de Dios(es) a la tierra, la invocación a
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el(los). La superación de la antítesis en la que, cada cual
a su modo, Kant y Hegel se afanan, es el sobrepujamiento
de la antinomia entre la unidad y la pluralidad, entre la
homogeneidad y la diferencia, entre el pensamiento orien
tal y occidental. Kant arranca, por modo individualista y
«moderno», del solipsismo metodológico y metafísico, del
egocentrismo, de la apercepción pura del yo, pero resuelto
a dejar tras de sí todo egoísmo, quiere elevarse desde aquél
al nosotros, a la solidaridad, no tanto al amor —filosofía
fría, a lo sumo tibia—, sí al respeto (respeto a la Ley: siem
pre la abstracción), al reino universal de los fines, al Reino
de Dios sobre la tierra.
5. Pero la paradoja recurre. Hemos hecho referencia
antes al teísmo moral kantiano, según el cual Dios y la in
mortalidad son postulados de y por la razón práctica, es
decir, son exigencias del yo moral: Dios debe existir, y debe
tener un reino dispuesto para el hombre, para que, en él,
pueda realizarse plenamente y pueda conquistar, allí, lo que
no pudo aquí, es decir, el bien supremo, aquel en el cual a
la buena voluntad, a la moralidad, a la justicia se una el
Wohlgefalien, la felicidad. Dios debe dar al hombre lo que
él merece, aquello a lo que él, en su progreso al cumpli
miento del deber, se ha hecho acreedor. (Adviértase, dicho
sea entre paréntesis, el economicismo originario del con
cepto de «deber-debe», como también, por lo demás, aun
que aquí no haga al caso, el concepto de «valor».) Pero
con esta concepción ¿no se pone a Dios, en tanto que ga
rantía del pleno cumplimiento de su moral, al servicio del
hombre, medio y no fin suyo, y de su plena, personal rea
lización? El humanismo se sitúa por encima del teísmo,
Dios todavía no es suprimido, pero ha sido reducido, la
religión se funda en la moral, es simplemente exigida por
ella. ¿Hay mucha distancia entre esta teología humanística
y la teología como antropología de Feuerbach?
6. El pensamiento de Kant, se ve bien, es moralista del
modo más estrecho y rigorista, el deontológico, que han
heredado los neokantianos y, muy en especial, el neokan-
tismo actual. De una concepción ética que da primacía a
los conceptos de deber, u obligación, el tránsito a la filoso
fía jurídica es fácil. La primacía actual de la filosofía del
26
derecho, la centralidad del concepto de justicia y, anejo a
ella, el predominio, también actual, de lo procedimental,
es decir, de lo procesal, se vuelven así perfectamente com
prensibles. (Otro paréntesis: la moral teleológica, opuesta
a la deontológica, es también insatisfactoria: el bien no
puede convertirse en fin, en meta; la orientación propositi
va de la vida moral linda con el racionalismo farisaico. La
auténtica bondad es espontánea, cálida, surge en las situa
ciones concretas y, en el límite, es una gracia, en el nudo
de acepciones que esta palabra contiene.)
7. Racionalismo y voluntarismo, no enfrentados, como
en otros sistemas, sino íntimamente unidos, resumen el
pensamiento kantiano. Dediquemos, pues, a ellos los dos
últimos parágrafos. El racionalismo moral consiste en afir
mar que la única causalidad moral es la de la razón. Kant
rechaza el sentimiento, la inclinación, la virtud. Pero la in
clinación, el sentimiento, la pasión, y también la actitud,
la virtud en su sentido etimológico, el «interés» (Habermas),
constituyen la fuerza moral. Si se quiere seguir hablando
así, puede decirse que la razón esclarece al sentimiento y
lo eleva a su verdad, pero a su vez el sentimiento mueve a
la razón; la pre-ferencia sólo puede ejercitarse sobre las fe-
rencias, las inclinaciones que nos llevarían de aca para allá.
En definitiva, Kant queda prisionero de una psicología de
facultades separadas, que hipostasía, para mal, al senti
miento, y para bien, a la razón. Los diversos <cusos de la
razón» o, mejor, los diferentes modos de «dar razón» son
expresiones que carecen de sentido en su filosofía. Otra vez
nos topamos con el carácter abstracto de su pensamiento.
8. Voluntarismo en Kant significa que la voluntad como
razón práctica pura es la sede exclusiva y excluyente de la
moralidad, de la bondad (Güte): lo único bueno sin limita
ción, lo único moralmente bueno es la buena voluntad.
Nada más, ni dentro del hombre (inclinación, etc.), ni fuera
de él, en la realidad exterior. La separación kantiana es
radical entre el orden del estar o ser (y del llegar a ser o
estar) y el orden del deber. El primero está rigurosamente
sometido a la causalidad natural o real y es totalmente
ajeno a la moral; el segundo, «irrealmente» liberado de ella,
no es un reino de este mundo, está separado de él.
27
9. Esta drástica separación dentro de lo que los esco
lásticos llamaban el bien communiter sumptum, entre el
bien moral y el bien natural o real, se funda en la inter
pretación, por Kant, de la ciencia física de su tiempo y de
la determinista causalidad natural, a la que nada, en este
mundo, escaparía. Es un punto en el cual, vigente ya otro
tipo de ciencia, no nos interesa entrar. Sí sería interesante,
en cambio, analizar la base lingüística de la concepción kan
tiana: la existencia, en alemán, de dos palabras diferentes,
una, Gut, para referirse al bien moral, otra, Wohl, para
denotar el bien real o natural, el Wohlgefalien, el bienes
tar. (Asimismo para el mal, Bóse y Schlecht.) Y, corres
pondientemente, dos palabras diferentes también, una para
lo que es conciencia de la realidad o del ser, Bewusstsein,
otra para la conciencia moral, Gewissen, que es deber para
sí misma. En mi Ética ya insinué la importancia posible
de esta diferenciación, inscrita en la lengua misma. Sí, Kant
estudiado desde el punto de vista de análisis del lenguaje
moral, el alemán y el suyo, daría lugar a un trabajo que
no llevaré yo a cabo, pues pongo aquí punto final.
10. Pero no sin antes excusarme porque, como me
temía, me ha salido un artículo, no por reticente con res
pecto a Kant, menos convencional y, en definitiva, previsi
ble. Ni tampoco sin hacer una última precisión. Podría pen
sarse que, al expresar mi tibieza por una filosofía de la
razón pura, vale decir, «separada», racionalista, estoy abo
gando por una filosofía emocional, filosofía patética. No,
una filosofía patética pronto deja de ser filosofía, porque
deja de tomar las cosas, la realidad, la vida, con filosofía.
Pero entre la ratio o razón y el pathos hay un tertium quid,
el nous. Filosofía noética es lo que echo relativamente de
menos en el gran filósofo Manuel (como le llamaría Una-
muno) Kant.
28
EL INFLUJO DE ROUSSEAU
EN LA FILOSOFÍA PRÁCTICA DE KANT
29
práctica al que Newton y Hume realizaron respecto de la
razón teórica? Se trata, además, de examinar la interpreta
ción kantiana de Rousseau; esto es, la lectura que, de
hecho, hizo el filósofo de Kónigsberg de los principales es
critos rusonianos,* independientemente de su objetividad
o perspicacia.
Parece conveniente, sin embargo, iniciar la investigación
haciendo una breve reseña de las principales aportaciones
presentadas hasta hoy, para proseguir con el estudio de
los propios textos kantianos y centrarme, finalmente, sobre
el alcance y el sentido de la interpretación kantiana, tanto
en los aspectos epistemológicos como en los de contenido.
30
sainiento ético-político de Rousseau, «el derecho del hom
bre», había sido asimilada por Kant como principio ético
supremo a partir de las Bemerkungen (Metzger, 1917); K.
Vorlánder defiende una tesis semejante, aunque más mati
zada (Vorlánder, 1918-9).2
Mientras tanto Víctor Delbos había puesto de relieve en
su obra clásica sobre la filosofía práctica de Kant la espe
cial relevancia del influjo rusoniano no sólo sobre la ética
(«Rousseau, el Newton de la moral»), sino también sobre
su filosofía de la historia y de la religión, así como sobre
sus ideas jurídico-políticas; al mismo tiempo, sin embar
go, Delbos hace manifiestas sus diferencias metodológicas
y temáticas (Delbos, 1905; 1912); tarea que prolongan res
pecto del idealismo alemán I. Benrubi (1912) y L. Duguit
(1918). Finalmente, en 1922, publica G. Gurvitch un nota
ble trabajo que quiere ser un balance de conjunto de la
cuestión: frente a los filósofos británicos del moral sense,
Rousseau le reveló a Kant un principio metafísico como
punto de partida para la ética, «el sentimiento de la belle
za y de la dignidad de la naturaleza humana»; principio
práctico que le permitirá superar definitivamente el racio
nalismo wolffiano. Gurvitch adelanta también una de las
tesis de Cassirer: Kant interpretó correctamente la reconci
liación profunda de la naturaleza y la cultura, pese a su
aparente contradicción en Rousseau. Por último, el gine-
brino le mostró al filósofo de Kónigsberg no sólo el ideal
moral de autonomía (libertad moral), sino también la vía
de su salvaguarda a través del concepto de voluntad gene
ral, que a su vez fundamenta sobre la idea de «derecho
racional» en cuanto contrapuesto al iusnaturalismo clási
co; idea a la que Kant conferirá su auténtico carácter «re
gulador» (Gurvitch, 1922).
Con los trabajos de Cassirer se inicia una segunda etapa
en el planteamiento de las relaciones Rousseau-Kant: no
sólo es notorio este influjo, sino que se produce una cola
boración entre ambos pensadores al interpretar Kant co
rrectamente la intención unitaria del primero, pese a sus
formulaciones paradójicas, y desplegar posteriormente en
su teoría de la razón práctica las sugerencias iniciales del
ginebrino. Tal es la tesis central del «problema de Rous
31
seau», ya reseñada anteriormente (Cassirer, 1932). Pero en
1945 Cassirer presentó un nuevo trabajo en el que exami
na con detalle los influjos de Rousseau sobre Kant, aun
que ahora señala también las diferencias haciendo hinca
pié en el sincretismo del primero (utilidad y justicia) fren
te al rigor formal del segundo (Cassirer, 1945), como ya
había expuesto en su monumental Die Philosophie der
Aufklarung. Cassirer insiste en que el influjo fundamental
del ginebrino sobre Kant consistió en mostrarle «una nueva
concepción de la naturaleza y de la función de la filoso
fía»; no fue ciertamente una afinidad del carácter la que
encandiló a Kant, sino una iluminación intelectual: Rous
seau se le ofreció, ante todo, como «el restaurador de los
derechos de la humanidad» (juicio que compartía con Les-
sing).
Por lo demás, Cassirer piensa también que los caracte
res típicos de la ética kantiana aparecen ya no sólo en las
Bemerkungen, sino en el mismo texto de Beobachtungen
über das Gefühl des Schonen und Erhabenen (Observacio
nes sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime), de 1764,
donde ya se afirma que «sólo la verdadera virtud es subli
me». Es también el carácter de «incondicionalidad» que
tanto admiraba en los planteamientos de Rousseau. Del
mismo modo Kant se adhiere a su concepción mucho más
ética y teleológica del hombre natural que propiamente his
tórica; es su sentido normativo, totalmente revolucionario
en el contexto de la Ilustración, el que interesa a Kant.
A la luz de las Reflexionen,3 Cassirer reconstruye pa
cientemente la elaboración kantiana de las anticipaciones
geniales del ginebrino, poniendo de manifiesto las princi
pales diferencias entre ambos tanto en la filosofía moral,
jurídica y estatal como en la filosofía de la historia y de la
religión. Pero la conclusión que se desprende del estudio
parece clara: no sólo se infieren las trazas de Rousseau en
multitud de cuestiones temáticas, sino que el ginebrino apa
rece como un notable precursor de Kant en el enfoque
constructivo-normativo (que éste trocará en enfoque tras
cendental) y en principios tan básicos como los de univer
salidad y autonomía del imperativo categórico. Pese a todo,
Cassirer no puede evitar una cierta «kantianización» de
32
Rousseau; y, sobre todo, parece acentuar la «moralización»
de Rousseau efectuada por Kant, y su consiguiente neutra
lización en términos de teoría política, pasando por alto as
pectos tan relevantes como su énfasis legitimista y su ale
gato en pro de una democracia participativa.
No obstante, las relaciones Rousseau-Kant han seguido
siendo objeto incesante de estudio y discusión. En Alema
nia cabe mencionar el estudio global de K. Reich (1936) y
los más específicos de E.P. Barthel, quien sitúa en la «Pro
fesión de Fe» del vicario saboyano «la raíz de la ética kan
tiana» (Barthel, 1954); de B. Weissel sobre el influjo de
las ideas políticas de Rousseau en Kant y su tiempo (Weis
sel, 1963); por último, el matizado estudio de M. Riedel
(1977), al que he dedicado especial atención (efe. Introduc
ción).
Pero los críticos anglosajones casi siempre han tendido
a minusvalorar las relaciones Rousseau-Kant, limitándolas
a ciertos aspectos concretos. La postergación de Rousseau
en favor del pietismo es una laguna muy notable en el es
tudio ya clásico de Schlipp sobre la ética precrítica de Kant
(Schlipp, 1938), laguna que no es subsanada por H.J. Patón
en su conocido estudio sobre el imperativo categórico; es
más, Patón propone reconsiderar el título que Kant otorga
a Rousseau de ser el Newton de la moral en el sentido de
una adhesión por parte de aquél a la idea de armonía uni
versal, dominante en la época, lo que excluye entender la
comparación en sentido propio. También G.A. Kelly pre
senta a Kant, ante todo, como el enmendante crítico de los
«prejuicios» y «quimeras» del ginebrino, resolviendo y ra
cionalizando sus paradojas en dualismos, mientras que
Hegel intentará las verdaderas síntesis (Kelly, 1969). Y
Ward, por su parte, se limita a señalar un par de veces de
pasada el influjo de Rousseau (Ward, 1972).
Mucho más matizado es el reciente estudio de H. Wi
lliams sobre la filosofía política de Kant, quien se muestra
siempre atento a evaluar la posible influencia de Rousseau;
su conclusión es que el ginebrino representa una fuente im
portante de inspiración para Kant, pero que éste transfor
ma sus planteamientos radicales en propuestas moderadas
desde una óptica liberal-conservadora (Williams, 1983).
33
También P. Riley reconoce la relevancia del influjo ruso-
niano sobre la filosofía jurídico-política de Kant, pero el
filósofo de Kónigsberg representa una superación definiti
va de la teoría del contrato social al entenderlo como una
idea de la razón, frente al voluntarismo de sus predeceso
res (Riley, 1982, 125 ss.), lo que ciertamente habría que
matizar más en el sentido ya expuesto por lo que respecta
al ginebrino.4
También en Italia se ha prestado atención al problema
de las relaciones Rousseau-Kant, aunque sólo a partir de
1950 y bajo el notorio influjo de la tesis de Cassirer; ade
más del libro de E. Oggioni (s.f.) cabe anotar los trabajos
de V. Laterza Lembo (1950), D. Pasini (1955) y, especial
mente, la monografía de A. Deregibus (1957) sobre la vali
dez de la interpretación kantiana del problema moral en
Rousseau, aunque excesivamente ampulosa y retórica.
Mientras tanto, en Francia se ha mantenido vivo el in
terés por la cuestión. Un trabajo de M. Gueroult (1941)
ofrece un estudio comparativo de los conceptos de «natu
raleza humana» y de «estado de naturaleza» en Rousseau,
Kant y Fichte, donde replantea el dualismo rusoniano. Tam
bién hay que mencionar la voluminosa monografía de G.
Vlachos (1962) sobre el pensamiento político de Kant, en
la que se acentúan los matices críticos kantianos respecto
de Rousseau y se limita en exceso el alcance de su influjo
en beneficio de Hume, incluso para las cuestiones ético-
políticas. No obstante, su postura es más ponderada en un
trabajo posterior sobre el concepto de contrato social en
Rousseau, Kant y Fichte (Vlachos, 1964).
Pero Philonenko invierte ya la posición: Kant, lejos de
ser discípulo de Rousseau, es su crítico incesante (Philo
nenko, 1968); es más, el influjo del ginebrino sobre Kant
no pasa de ser «una fábula», una «pura invención» (Philo
nenko, 1971; 1972). Para R. Polín, en cambio, Kant es, res
pecto de Rousseau, «su discípulo más perspicaz» (Polín,
1965). Por último, el estudio riguroso y documentado de J.
Ferrari (1979) presenta un elenco completo de los textos,
que permite una interpretación más objetiva y matizada de
una relación compleja, pero ciertamente profunda y persis
tente, entre Rousseau y Kant.
34
La cuestión, sin embargo, permanece abierta, como lo
demuestran los estudios publicados en la última década.
Así el estudio de A. Levine (1976) ofrece una versión re
mozada del enfoque defendido por Cassirer (1976, VIII) e
insiste en la realidad de «una profunda afinidad concep
tual» entre el ginebrino y el regiomontano, aunque en el
sentido de que el segundo «exploró más profundamente»
el mundo «descubierto» por el primero (I b i d 199-202). Una
postura casi antitética es la defendida por P. Pasqualucci
(1974-76), quien niega validez a la interpretación neokan-
tiana de Rousseau (vol. 1) para abogar por una reinterpre
tación del ginebrino en la línea hegeliana que desemboca,
finalmente, a su vez, en un cierto marxismo gramsciano
(vol. 2). Por último, E. Kryger ha presentado una mono
grafía mucho más equilibrada y precisa sobre el concepto
de libertad en Rousseau y sus repercusiones en Kant
(Kryger, 1979).
35
Kant, tanto por su extensión (unas doscientas páginas)
como por su espontaneidad. El eco de este impacto inicial,
y sus transformaciones sucesivas, se sigue, no obstante, en
numerosas referencias explícitas e implícitas en las publi
caciones kantianas, en particular en las Reflexionen, borra
dores de lecciones, etc., pero también en sus últimos escri
tos, lo que demuestra un interés a la vez persistente y re
novado por la obra de Rousseau.
Una de las primeras Anotaciones expresa con ingenui
dad el impacto recibido por Kant: «La primera impresión
que un lector sincero recibe de los escritos de Rousseau es
que se encuentra ante una rara penetración de espíritu, un
noble impulso de genio y un alma plena de sensibilidad,
en tal grado que jamás ningún escritor, en cualquier tiem
po o país, puede haber poseído semejante conjunto de
dones».6 No se trataba, sin embargo, de una lectura apa
sionada, sino reflexiva, pues poco antes había anotado una
cautela metodológica: «el gusto entorpece la inteligencia. He
de leer y releer a Rousseau hasta que la belleza de la ex
presión no me cautive; sólo entonces podré disponer de mi
razón para juzgarle» (AK, 20, 030, 05). En ocasiones no
deja de mostrar su desconcierto ante opiniones tan singu
lares como paradójicas (AK, 20, 043, 19). Es más, el inte
rés de Kant por Rousseau se desplaza hasta los detalles
de su vida y carácter, tan opuestos a su propia personali
dad; interés que mantiene hasta en los escritos más tar
díos, como demuestra documentalmente Ferrari.
¿Cuál fue la principal «revelación» que Rousseau hizo
a Kant? Fue, sin duda, la igualdad esencial de los hom
bres. El mismo Kant refiere cómo esta revelación chocó en
un primer momento con su espíritu ilustrado, que ponía
en el conocimiento «el honor de la humanidad y menos
preciaba a la plebe ignorante. Rousseau me abrió los ojos.
Aquella superioridad que me cegaba se desvaneció; aprendo
a honrar a los hombres; y me consideraría más inútil que
el común de los trabajadores si no creyese que estas refle
xiones pueden tener un valor para los demás, restablecien
do los derechos de la humanidad» (AK, 20, 044, 12; s.m.).
Es probable, como apunta Ferrari, que la lectura de
Rousseau le facilitase también a Kant la recuperación del
36
pietismo de su infancia y el ejemplo de sus padres, en un
momento en que comenzaban a desmoronarse en él la cer
tidumbre dogmática tanto en metafísica como en moral,
cuya presunción condenará en Traume eines Geistersehers
erlüutert durch Traume der Metaphysik (1766), en respues
ta a la obra de Swedenborg. Rousseau le confirmó tam
bién la insuficiencia del planteamiento empirista de la
moral por los tratadistas británicos del moral sense. Pero
no es eso todo; el ginebrino le ha revelado también un en
foque objetivo de la naturaleza humana, la sociedad y la
historia, que no duda en comparar con la obra de New-
ton: «Newton ha sido el primero en ver el orden y la regu
laridad unidos a una gran simplicidad donde, ante él, no
parecía haber más que desorden y multiplicidad [...]. Rous
seau ha sido el primero en descubrir bajo la diversidad de
formas convencionales la naturaleza del hombre en las pro
fundidades en las que se ocultaba, así como la ley secreta
por la que, gracias a sus observaciones, la providencia
queda justificada. Hasta entonces la objeción de Alfonso y
de Manes mantenía toda su validez. Tras Newton y Rous
seau, Dios queda justificado y en adelante la doctrina de
Pope queda como verdadera» (AK, 20, 058, 16).
Pese a intentos como el de Patón por restar importan
cia al texto, no cabe dudar de la profunda significación que
Kant otorga al pensamiento rusoniano, aun dejando de lado
su utilización apologética. Está claro que Kant otorga a
Rousseau el mismo título en el orden moral que a Newton
en el orden físico; es más, les atribuye la misma metodo
logía, que une a la experiencia la construcción racional. De
este modo Rousseau se le ofrece como el organizador del
mundo moral al modo como Newton organizó el universo
físico: el orden construido permite descubrir el desorden
existente y estimula a combatirlo. Es decir, Kant captó
desde el primer momento la unidad interna de la obra ru-
soniana, pese a que en esta época apenas menciona el Con-
trat. La aplicación apologética también resulta significati
va ya que no sólo deja libre de toda responsabilidad al
Creador respecto de unos desórdenes introducidos por la
civilización, sino que, como apunta Cassirer, «el hombre
deviene su propio salvador» (Cassirer, 1932¿, 55) mediante
37
su capacidad de construcción de un nuevo orden social bajo
el lema de la voluntad general.
Aquí radica, indudablemente, una de las claves de la
interpretación kantiana de Rousseau; mientras en Francia
o Inglaterra su obra se leía desde los propios prejuicios
ilustrados, Kant la entendía como una investigación
antropológico-social con intenciones morales y políticas; se
trataba, ante todo, de conocer la auténtica naturaleza hu
mana, la naturaleza originaria que se oculta tras las peri
pecias histórico-sociológicas; se trataba, en definitiva, de
desvelar el hombre original de entre las brumas civilizato-
rias y la desigualdad social. En las Bemerkungen resuena,
ante todo, el impacto de los dos Discursos, hasta el punto
de que Kant acepta una crítica de la ciencia y de sus insu
ficiencias (AK, 20, 037, 11); e incluso de su incapacidad
para distinguir lo natural de lo cultural (AK, 20, 048, 05).
No obstante, Kant señala una diferencia de método res
pecto de Rousseau que no deja de resultar desconcertante
y que, desde luego, no concuerda con su posterior desig
nación del ginebrino como el Newton de la moral. En efec
to, se trata de encontrar un criterio objetivo que permita
distinguir al hombre natural del hombre civilizado, criterio
que servirá como regla al juicio (AK, 20, 015, 04). Para
ello Kant cree contar con una ventaja de orden metodoló
gico, ya que «Rousseau procede sintéticamente y parte del
hombre natural. Yo procedo analíticamente y parto del
hombre civilizado» (AK, 20, 014, 15). Como apunta J. Fe
rrari (1979, 184), Kant parece aludir a la distinción de mé
todo que había establecido en su Untersuchung über die
Deutlichkeit der Grundsatze der natürlichen Theologie und
der Moral (1764) entre los matemáticos (que proceden sin
téticamente por construcción de conceptos) y los filósofos
(que han de atenerse a la experiencia). La caracterización
de Rousseau muestra que Kant había captado perfectamen
te el sentido constructo de las propuestas del ginebrino,
pero no le hace plena justicia al no tener en cuenta la ver
tiente empírica que su método constructivo presupone y
que, sin embargo, le reconoce después implícitamente al
comparar su obra con la de Newton. Por lo demás, el pro
pio Rousseau advierte en numerosos pasajes que su mode
38
lo del hombre natural supone un arduo trabajo de análisis
y de investigación comparativa (Émile, OC, IV, 550). Y
para colmo de desconcierto Kant tiende a entender en las
Anotaciones el «estado de naturaleza» rusoniano en un sen
tido histórico-empírico, mientras que en sus lecciones con
siderará el Émile como «una verdadera idea de la Razón»
(AK, 28, 994, 08).
Hay que tener en cuenta, además, que Kant iniciaba
por entonces sus pesquisas antropológicas, que se reflejan
también en las Bemerkungen, como cuando anota dos cri
terios para discernir lo natural: «uno, si es conforme a lo
que no puede cambiar; y dos, si es común a todos los hom
bres» (AK, 20, 035, 01). Su tendencia a entender por en
tonces el estado de naturaleza en sentido histórico-empírico
le conduce a matizar, e incluso negar, la pretendida exce
lencia de tal estado, como manifiestan sus reflexiones pos
teriores sobre pedagogía, antropología y religión. Pero
muestra su conformidad con la intención profunda que des
cubre en Rousseau: lo esencial es salvaguardar lo auténti
camente natural en la civilización (AK, 20, 031, 13). El pro
blema le parece residir en la justificación de los criterios
sobre los que Rousseau parece fundamentar el valor regu
lativo de lp natural. El impacto de los dos Discursos pesa
mucho más en las Anotaciones que el Émile y La Nouvelle
HéloXse, mientras que apenas hay huellas del Contrat y
demás escritos políticos. Lo que no deja de resultar signi
ficativo para la correcta evaluación de esta primera medi
tación kantiana sobre Rousseau.
La misma obra que constituye el marco de referencia
para la Bemerkungen, ya mencionada antes (Beobachtun-
gen...) acusa un notorio influjo de Rousseau, especialmen
te en un pasaje que ha sido señalado por Gurvitch y por
Cassirer como un programa en esbozo de la ética kantia
na. Según ambos autores, el ginebrino jugó un papel rele
vante no sólo en el abandono definitivo por parte de Kant
del método lógico-deductivo de Wolff en moral, «que con
funde lo bueno con lo verdadero» (como señala en la Un-
tersuchung del mismo año 1764), sino también en su toma
de conciencia respecto de las insuficiencias del enfoque bri
tánico del moral sense. La conclusión de Kant es que «la
39
verdadera virtud ha de reposar sobre principios que la
hagan tanto más noble y sublime cuanto son más univer
sales. Tales principios no consisten en reglas especulativas,
sino en la conciencia de un sentimiento presente en el co
razón de todos los hombres y que alcanza más allá de los
principios particulares de la piedad y de la complacencia:
el sentimiento de la belleza y de la dignidad de la natura
leza humanan (AK, 02, 311, 29, s.m.).7
Gurvitch (1922) afirma que el planteamiento de Kant
acusa el influjo del vicario saboyano (Émile, OC, IV, 522-3)
donde Rousseau asevera que la justicia y la bondad no son
palabras abstractas, formadas por el intelecto, sino verda
deros sentimientos del alma ilustrados por la razón. Más
adelante identifica el vicario saboyano a la conciencia con
la facultad moral que no engaña jamás y es capaz de pro
porcionar una guía segura al hombre; la conciencia es un
principio supraempírico e incondicionado (Ibtd., 594-5),
pero que ha de ser ilustrado por la razón, «que es la única
que nos enseña a conocer el bien y el mal» (Ibíd., 288). Es
decir, la conciencia rusoniana se ofrece como un preceden
te claro de la razón práctica kantiana (que aquí denomina
todavía «conciencia del sentimiento de lo sublime») y cuyo
contenido esencial es el principio de la dignidad humana.
Por eso, como apunta Ferrari (1979, 191), «Rousseau ha
sido el primero en descubrir el mundo del puro deber moral
y en oponerse a la doctrina de la moral autónoma de la
Aufklürung intelectualista». A su entender, Kant jamás
abandonó esta posición tan conexa con la del ginebrino.
Esta opinión de Ferrari, que vincula a ambos con el iusna-
turalismo, es harto discutible según lo expuesto en la in
troducción y en la primera parte; también las morales de
Rousseau y de Kant son autónomas, y lo son por defini
ción, ya que ambas parten del principio de dignidad hu
mana, que sólo es inteligible prácticamente como autono
mía moral; ahora bien, ambos reaccionan frente a la moral
utilitarista de la Ilustración.
La presencia de Rousseau es igualmente manifiesta en
el programa que presenta Kant para las clases del semes
tre de invierno de 1765/6, donde plantea que a la filosofía
práctica universal, sostenida por principios, debe añadirse
40
«la doctrina de la virtud», que es la que determina el acuer
do de la intención con el principio; para ello se precisa una
investigación doble: una primera sobre el hombre históri
co en sus diferentes fases (simplicidad salvaje, simplicidad
cultivada y desarrollo máximo de las capacidades y nece
sidades ligadas a la civilización), y una segunda sobre la
verdadera naturaleza del hombre. De tal modo que «al exa
minar siempre histórica y filosóficamente lo que se hace
antes de demostrar lo que debe hacerse, hago manifiesto
el método según el cual hay que estudiar al hombre»; y no
tan sólo al que «ha sido desnaturalizado», sino también «la
naturaleza del hombre» que es permanente. Y Kant añade:
«este método de la investigación moral es un bello descu
brimiento de nuestro tiempo y, si se examina el plan com
pleto, se verá que ha sido totalmente ignorado por los an
tiguos» (AK, 02, 311, 20).
Ciertamente, Kant parece atribuirse el protagonismo del
nuevo método, pero la alusión implícita a Rousseau resul
ta evidente. Es más, las Bemerkungen hacen referencia ex
plícita al «método de Rousseau» frente al de los «moralis
tas actuales», mucho más ingenuos, que toman por mal in
herente al hombre lo que sólo es una peripecia histórica
(AK, 20, 027, 29), aunque después procura diferenciar su
método del rusoniano en cuanto mucho más perfecciona
do. El eco del ginebrino es claramente perceptible cuando
Kant anota: «No existe en el corazón humano una inclina
ción inmediata a las malas acciones sino, por el contrario,
a las buenas» (AK, 20, 018, 10). Todavía en 1793, cuando
expone su teoría del mal radical en su Die Religión inner-
halb der Grenzen der blossen Vernunft, considera «una hi
pótesis benévola» la de aquellos moralistas que «desde Sé
neca a Rousseau» exhortan a «cultivar sin desfallecimiento
el germen de bien que quizá se encuentra en nosotros, si
al menos se puede contar que en el hombre hay, a este
respecto, un fundamento natural» (AK, 06, 020, 08).
Pero en la época en torno a 1764 Kant no duda de la
bondad natural del hombre. Es más, establece como crite
rio entre la moral «falsa» y la «sana» que la primera es
sólo sintomática, mientras que la segunda es preventiva
(AK, 20, 028, 13). El objetivo de la moral es parejo con el
41
de la medicina: «el médico es el servidor de la naturaleza.
Evitad el mal exterior; la naturaleza adoptará ella misma
la dirección correcta. Si el médico dijera que la naturaleza
misma está corrompida, ¿cómo querría mejorarla? El mo
ralista está en el mismo caso» (AK, 20, 025, 03). Ello no
implica, sin embargo, como tampoco para Rousseau, que
el hombre sea naturalmente virtuoso (AK, 20, 011, 09), ya
que la virtud es siempre fruto de un laborioso esfuerzo
moral.8
Sin embargo, como señala Ferrari (1979, 194), a partir
de 1770 Kant parece adoptar un rumbo diferente, que le
aleja de Rousseau, y le conduce a formular una ética del
puro deber, que excluye toda apelación al sentimiento. Una
de las Reflexionen, escrita por entonces, señala tajantemen
te: «Rousseau busca lo natural bajo lo artificial, busca la
mayor perfección en el estado civilizado sin contradecir la
naturaleza. Pero se engaña teniendo esto por posible» (AK,
16, 063, 25). La brevedad del pasaje hace imposible una
comprensión exacta de su sentido preciso, pero no cabe
duda de que, al menos, la apreciación sobre el intento de
Rousseau es perspicaz. Más tarde, en cambio, insistirá en
presentar a Rousseau como el abogado de la virtud innata
en el hombre (contra la letra y el espíritu del ginebrino) y
en oponerlo a Hume en cuanto defensor éste de la «virtud
artificial» (cit. por Ferrari, 1979, 194). Kant parece dar la
razón a Hume, pero en una lección de ética publicada por
Menzer precisa que sin germen de bien en el hombre no
sería posible moralidad alguna (cit., ibíd.). En definitiva,
Kant se muestra vacilante a la hora de reconciliar la doc
trina del pecado original con el influjo rusoniano de la na
turaleza inocente; el resultado parece ser la teoría de los
gérmenes de bondad, indispensables para toda tarea de
educación moral.9
Todo parece indicar que Kant, a partir de 1770, proce
de a transponer al plano de la educación moral el enfoque
antropológico-político de Rousseau. Este enfoque estaba ya
presente en las Bemerkungen, en las que se refleja la in
fluencia de Émile: «sólo la educación tal como la entiende
Rousseau podría ayudar a reflorecer la sociedad civil» (AK,
20, 175, 05). ¿Cómo? Mediante «una educación libre que
42
forma un hombre libre, tal como desea Rousseau» (AK, 20,
167, 03). También aparecen algunas críticas, tales como la
posición artificial del preceptor (AK, 20, 029, 06) y la difi
cultad de aplicar el Emile en la práctica escolar (AK, 20,
029, 13). El mismo interés por la educación aparece en las
Reflexionen de la época sobre la filosofía moral: «Emi
lio o el hombre cultivado. El arte o el cultivo de las fuer
zas o tendencias que concuerdan mejor con la naturaleza,
mediante el cual se mejora la perfección natural» (AK, 10,
099, 18).
Pero, como señala Ferrari (1979, 198), la iniciación de
los cursos de pedagogía por Kant a partir de 1776-7 coin
cide con una consideración preferente de Rousseau desde
el punto de vista de la educación y el Émile se convierte
en su principal fuente de reflexión. El mismo autor recoge
los principales textos kantianos al respecto (I b i d 198-208).
Pero Émile no fue sólo un libro de consulta para sus
cursos pedagógicos; fue también la gran fuente de refle
xión para su teoría de la razón práctica, con inclusión de
la vertiente epistemológica. En efecto, en Émile —y confir
mado por el Contrat— encontró Kant el principio de auto
nomía práctica del sujeto, cuya revolucionaria aplicación a
la educación, con ser tan relevante, marca sólo una exi
gencia universal de aplicación en todo el ámbito de la razón
práctica. Como dice Kant, «es en el fondo de la educación
donde reposa el gran secreto de la perfección de la natura
leza humana» (AK, 09, 444, 18).
Pero Kant se interesa igualmente por la metodología de
Rousseau. Lejos de ver en Émile, como la mayoría de sus
contemporáneos, una fantasía arbitraria, Kant percibe cla
ramente el procedimiento constructo de Rousseau y lo ex
plica desde su propia epistemología crítica, que distingue
entre «idea» e «ideal»; la primera es un producto de la
razón, mientras que el segundo lo es de la imaginación:
«la idea es una regla general, en abstracto; el ideal es un
caso particular que someto a la regla. Así el Émile de Rous
seau, con la educación que le da, es una verdadera idea de
la razón. Pero no puede decirse nada determinado sobre el
ideal. Se puede atribuir a una persona toda clase de cuali
dades magníficas, por ejemplo cómo sabe comportarse en
43
tanto que soberano, padre, amigo, pero sin agotar el modo
como se comporta en cada caso, como en la Ciropedia de
Jenofonte. La causa de esta exigencia de completud (Voll-
stündigkeit) es que, de otro modo, no podríamos tener un
concepto de perfección. Así sucede con la perfección moral.
La virtud del hombre es siempre incompleta. Sin embargo,
nos hace falta siempre una medida para ver qué diferencia
existe entre la incompletud y el más alto grado de virtud,
y lo mismo sucede con el vicio. En la idea de vicio omiti
mos todo lo que podría reducir el grado de vicio. En moral
es necesario presentar las leyes en toda su perfección moral
y su pureza. Es diferente si se quiere realizar tal idea, y
aunque no sea enteramente posible, resulta de la mayor
utilidad. Rousseau confiesa en su Émile que tal educación
de un solo individuo exige toda una vida, o la mejor parte
de ella (AK, 28, 994, 08, s.m.).10
Este texto resulta concluyente para demostrar cómo
Kant se había percatado del sentido constructo normativo
de Rousseau y cómo lo adapta a su propia epistemología.
Ello permite conjeturar fundadamente por qué Kant medi
tó mucho más sobre Émile que sobre el Contrat; o, más
exactamente, permite conjeturar que Kant leyó siempre el
Contrat desde la clave interpretativa del Émile. De ahí la
trasposición que realizó al plano moral de los principios
políticos rusonianos de generalidad y autonomía como a
su lugar propio y pertinente, ya que todo el ámbito de la
razón práctica se rige por los mismos principios. Se equi
vocan, pues, los comentaristas que, como Riley (1982, 125
ss.) insisten en trazar un abismo entre el contrato social
rusoniano, de naturaleza histórico-empírica, y la «idea de
contrato social», que sería característica y exclusiva de
Kant.
La atenta reflexión de Kant sobre la metodología cons
tructiva de Rousseau se refleja bien en una lección de 1784:
«Rousseau dice que hacen falta tres cosas para la cons
trucción de una casa: l.°) la idea en la cabeza del arqui
tecto; 2.°) la imago, la imagen de la casa que es sensible
mente diferente a la idea, pues las circunstancias no per
miten la realización de la idea completa; 3.°) la apariencia,
tal como la casa aparece. Y ofrece un buen ejemplo: el mo
44
ralista presenta la virtud en la idea; el historiador la pre
senta tal como la han poseído verdaderos hombres; y el
poeta o dramaturgo la presenta sólo como aparece, sim
plemente como apariencia» (AK, 28, 1.274, 26)."
Ahora bien, esta precisión resulta esencial ya que para
Kant son las «ideas de la razón» las que han de operar la
conciliación del modelo natural y del modelo social, como
afirma en una de las reflexiones sobre antropología de
1788-9 (AK, 15, 617, 26; n.° 1.417). En sentido estricto,
pues, Kant no ha procedido a moralizar la teoría política
de Rousseau; lo que ha hecho, en realidad, es adoptar los
principios de generalidad y autonomía como pilares sobre
los que edificar el ámbito entero de la razón práctica. La
tarea del ginebrino había sido la de construir la idea de
educación humana y la idea de educación civil; Kant pro
cedió a perfeccionar el proyecto rusoniano desde el punto
de vista epistemológico unificando ambos modelos en el
marco trascendental de la razón práctica.
Parece poco sólida, pues, la hipótesis de Hóffding
(1898-9) cuando distingue dos épocas muy diferenciadas en
el influjo de Rousseau sobre Kant; la primera se habría
producido en tomo a 1762 y su traza se aprecia, sobre todo,
en las Reflexionen; la segunda, en torno a 1783, centrada
sobre el concepto de voluntad general en cuanto contrapues
to al de voluntad particular, cuyas trazas más perceptibles
están en la doctrina kantiana de la moral y en su filosofía
de la historia. El influjo de la primera época habría sido
más aparente y superficial, mientras que el de la segunda
contribuyó decisivamente a dar su forma definitiva a la
ética de Kant. Hóffding sitúa el momento álgido del influ
jo en Idee znr einer allgemeinen Geschichte in weltbürli-
cher Absicht (1784), donde Kant realiza el designio ruso
niano de reconciliar la ley de la naturaleza (voluntad indi
vidual) y el orden de la razón práctica (voluntad general)
en cuanto que convergen la teología de la naturaleza y la
autonomía racional de la libertad.
Pero, como apunta Delbos (1905, 107), Hóffding no pa
rece ser consciente de que Kant expone la misma teoría no
sólo en Menschenkunde, escrita por la misma fecha, sino
también en otro manuscrito con lecciones de antropología
45
todavía inédito (Nicolai), escritas en 1775-6.12 Ya entonces
considera Kant que el problema que preocupaba a Rous
seau era este: ¿cuál es el verdadero estado del hombre, el
de la naturaleza o el de la sociedad civil? Según Kant, se
trata de estudiar el modo de organizar la sociedad civil de
modo que se reconcilie con el modelo natural. La solución
está en el concepto de voluntad general. Hasta ahora la
sociedad civil se rige sólo por vínculos jurídicos, exterio
res; faltan todavía el vínculo moral y el vínculo de la con
ciencia personal, mediante la que el hombre juzga y actúa
conforme a la ley moral (Delbos, ibid.).
Todo parece indicar, a mi juicio, que no es preciso dis
tinguir dos etapas bien diferenciadas en el influjo de Rous
seau, sino que se trata de un proceso único y continuado.
Eso sí, parece indudable que Kant estaba un tanto obse
sionado en dar con la clave de una interpretación coheren
te y unificada del ginebrino, y que tal clave aparece nítida
sólo en tomo a 1783 y se mantiene firme hasta en sus últi
mos escritos. Tres textos seleccionados por J. Ferrari (1979,
227 ss.), todos ellos pertenecientes a obras publicadas por
el mismo Kant, así lo demuestran inequívocamente, dado
que tratan de modo expreso la cuestión y con suficiente
detalle; tarea hermenéutica que Kant juzga indispensable,
tanto por la originalidad de los planteamientos rusonianos
como por la dificultad que mostraban sus lectores para en
tenderlo correctamente ( Logik Philippi, AK, 24, 330, 34).
El primer texto es una reflexión sobre la antropología
que ocupa varias páginas (AK, 15, 885-892) y cuya ver
sión definitiva, sustancialmente idéntica, aparecerá en la
Anthropologie in pragmatischer Hinsicht (1798). Se trata
de discernir el destino natural del hombre, que no es otro
que la cultura más elevada, que sólo es posible en la so
ciedad civil. Para ello ha de interpretar y resolver «las tres
propuestas paradójicas de Rousseau»: 1.a) los males deri
vados de la cultura (las ciencias); 2.a) los males derivados
de la civilización o constitución social basada en la desi
gualdad; y 3.a) los males derivados del método artificial
de educar. Pues bien, «todo el designio de Rousseau es este:
que el hombre obtenga el arte de reunir todas las ventajas
de la cultura con todas las ventajas del estado de natura-
46
leza [...]. En definitiva, el estado civil y el derecho de gen
tes. El primero consiste en la libertad e igualdad bajo la
ley. El segundo, en la seguridad y el derecho de los esta
dos, no por medio de la fuerza particular, sino según las
leyes» (AK, 15, 889, 19). Por tanto, las paradojas se re
suelven justamente porque Du contrat social y Entile son
la solución a los problemas suscitados en ambos Discours.
Esta tesis es expresamente defendida por Kant en el
segundo de los textos, que figura en Muthmasslicher An-
fang der Menschengeschichte (1786). La cuestión versa una
vez más sobre la relación naturaleza-libertad en el hom
bre, pero planteada ahora a nivel de individuo y a nivel de
especie. Tal fue el problema estudiado por Rousseau, quien
puso de relieve en sus Discursos «la contradicción inevita
ble entre la civilización y la naturaleza humana», pero que
«en su Émile, en su Contrat social, y en otros escritos, trata
de resolver un problema aún mayor: el conocer cómo ha
de progresar la civilización para desarrollar las disposicio
nes de la humanidad en tanto especie moral, conforme a
su destino, de modo que una no se oponga a la otra en
cuanto especie natural» (AK, 08, 116, 07). De ahí surgen
las contradicciones y los males sociales, así como la desi
gualdad entre los hombres, «no la de los dones naturales
o de riquezas, sino la desigualdad del derecho humano uni
versal; desigualdad de la que tan justamente se lamentaba
Rousseau, pero que resulta inseparable de la cultura mien
tras ésta no progrese siguiendo un plan» (AK, 08, 117, 40).
Una de las Reflexionen, escrita poco antes, es todavía
más explícita: «Se puede progresar también en la cultura
ciegamente y sin plan, y la naturaleza no nos ha dejado
elección. Pero si casi hemos llegado, al final se impone es
tablecer un plan: de educación, de gobierno, de religión,
en el que la felicidad y la moral serán los puntos de refe
rencia» (AK, 15, 896, 03; Refl. n.° 1.523, 1780-83). El texto
kantiano parece suscribir el programa de Rousseau hasta
en los objetivos (felicidad reconciliada con la justicia), aun
que posteriormente Kant se limitará a perseguir el objeti
vo de la justicia, confiando en que la felicidad vendrá por
añadidura. Queda claro, no obstante, que entendía las pro
puestas del Contrat como un programa de reconciliación
47
profunda de la sociedad con el modelo natural, y que el
mismo Kant se identificaba con tales objetivos.
Por último, el tercer texto corresponde a la Anthropolo-
gie (1798), y confirma definitivamente la interpretación uni
taria de Rousseau (Ferrari, 1979, 232 ss.), adelantada tam
bién en otros cursos publicados por los discípulos.13 El pro
blema crucial es, una vez más, el carácter aparentemente
contradictorio de la especie humana, al mismo tiempo na
tural y cultural. «Se plantea, pues, aquí una cuestión (con
o contra Rousseau): ¿es más fácil descubrir el carácter de
la especie humana, según sus disposiciones naturales, en
la rusticidad de su naturaleza o en los artificios de la cul
tura, cuyo término no es posible percibir?» (AK, 07, 324,
01 ).
Kant vuelve a insistir en que «la verdadera opinión de
Rousseau» no consiste en proclamar «un retorno a los bos
ques»; «quería expresar la dificultad que tenía la especie
para acceder a su destino siguiendo una ruta aproximati-
va». Tales peligros de desviación los describe en los dos
Discursos y la Nueva Eloísa; «esos tres escritos, que re
presentan el estado de naturaleza como un estado de ino
cencia [•••] deben servir simplemente de hilo conductor en
el Contrat social, el Émile, el Vicario Saboyana, para salir
del laberinto del mal donde la especie se ha encerrado por
su culpa. Rousseau no pensaba que el hombre deba retor
nar al estado de naturaleza, sino que debía echar una ojea
da retrospectiva a partir del nivel actual. Admitía que el
hombre es bueno por naturaleza (la naturaleza tal como
se transmite por herencia), pero de un modo negativo, es
decir, que no es malo por sí mismo y de modo intencional,
pero está en peligro de ser contaminado más y más por
guías malos o inexpertos» (AK, 07, 326, 28).
Kant confirma una vez más su voluntad «moralizado-
ra» del ginebrino y confía, no a la política, sino a la edu
cación el papel esencial. Pero se muestra, a la vez, más
cauto y más optimista que Rousseau; más cauto, porque
es consciente de que el mismo educador debe ser educado,
lo que no resulta nada fácil, dada la realidad del mal radi
cal de la especie; pero más optimista porque su visión de
la historia y de la experiencia social no es tan sombría: el
48
hombre se muestra capaz de acciones malvadas y razona
bles; en definitiva, «como una especie de seres razonables
que se esfuerza, en medio de los obstáculos, en orientar
se hacia el bien en un progreso continuo del mal» (Ibíd.,
333, 03).
Unas páginas antes habia escrito: «La especie humana
puede y debe ser ella misma creadora de su felicidad; sin
embargo, el hecho de que lo será no puede deducirse de
disposiciones naturales a priori, sino de la experiencia y
de la historia, y la esperanza de este resultado es tan fun
dada que resulta necesaria para no desesperar de sus pro
gresos hacia lo mejor, y para que cada cual, en cuanto de
él dependa, favorezca con todo su saber y de un modo
ejemplar la aproximación a aquel fin» (Ibíd. 328, 26).
Ciertamente, como señala J. Ferrari (1979, 239 ss.),
Rousseau no llegó a formular la idea crítica misma, ni des
cubrió el punto de vista trascendental; pero la crítica de la
metafísica que pone en boca del «vicario saboyano» (OC,
IV, 577) y la reflexión sincera que ofrece sobre algunas cer
tezas sobre la naturaleza del hombre (en especial, su alma
inmortal), del mundo y de Dios, que avalan de alguna
forma la exigencia moral, son un preludio inequívoco de la
razón práctica kantiana.
En efecto, en esas páginas de Émile, Rousseau plantea
con nitidez la primacía absoluta de la libertad humana
como condición de toda exigencia moral (mientras que en
el Contrat insistirá más en la necesaria conexión de la li
bertad con la ley, a través del concepto de voluntad gene
ral). Con igual claridad presenta el viejo problema platóni
co de la convergencia de la felicidad con la virtud, cuya
desconexión real muestra la experiencia cotidiana, y que
sólo garantizan la inmortalidad del alma y la existencia de
un Dios justo y providente. Tanto la libertad moral como
la existencia de Dios y del alma inmortal, lejos de ser para
el vicario saboyano el resultado deductivo de una argumen
tación, son convicciones profundas y compartidas que pres
tan plena coherencia a la exigencia moral (Ibíd., 586-9).
Kant precisará que son tres postulados trascendentales de
la razón práctica.
Por lo demás, el problema moral lo presenta el vicario
49
saboyano como un conflicto permanente entre «la voz del
alma» (conciencia) y la «voz del cuerpo» (pasiones), con
flicto que procede de la dualidad de la naturaleza huma
na. La conciencia, guía infalible y universal, se traduce por
un juicio que confiere «toda la moralidad de nuestros actos»
(Ibíd., 595). Kant, en cambio, precisa que es la buena vo
luntad, en cuanto «voluntad de obrar por deber», la que
expresa en nosotros la ley moral; pero su canto del «deber»
discurre paralelo del canto rusoniano de la conciencia
(Ibíd., 600-1; AK, 05, 086, 22).
Por otra parte, el mismo vicario saboyano se percata
de que la conciencia moral exige para emerger la media
ción social, y de que «el impulso de la conciencia surge
del sistema moral formado por esa doble relación a sí
mismo y a sus semejantes» {Ibíd., 600), doble relación
que tanto en la Economie politique como en el Contrat
se expresa por una ley que asegura a todos la justicia y
la libertad (OC, III, 248), en la que se funden la virtud
del hombre y la del ciudadano {Ibíd., 360-1), y que
constituye «la voz del deber» {Ibíd., 364), que expresa la
autonomía moral por la que el hombre es «verdadera
mente dueño de sí» ya que «obedecer a la ley que uno se
ha prescrito es libertad» {Ibíd., 365). La autonomía
moral se justifica en Kant {Grundlegung zur Meíaphysik
der Sitten, AK, 04, 432, 28) mediante un razonamiento
paralelo. Y lo mismo acontece con el análisis de la
voluntad general subsiguiente al pacto social, que prefi
gura «el reino de los fines», donde convergen hasta
coincidir la universalidad, la libertad y la ley (AK, 04,
433, 34-438, 04).
Ciertamente, de estos paralelismos no se sigue necesa
riamente una dependencia de Kant respecto de Rousseau.
Además, el primero añade sobre el segundo una sistemati
zación crítica y una teoría trascendental de la razón prác
tica. Pero, como no deja de apuntar Ferrari (1979, 249),
«ciertas ideas esenciales de la ética de Kant se descubren
ya en Rousseau». Incluso cabe decir que, de no conocer
los hábitos de la época, Kant no quedaría a cubierto de la
acusación de no haber explicitado suficientemente sus fuen
tes; o quizá, como dice Deregibus, dio por supuesta la con
50
tinuidad de su reconocimiento expresado respecto del gi-
nebrino (Deregibus, 1957, 53).
Para Burgelin, igualmente, en la obra de Rousseau «se
esbozan los grandes temas de la Razón práctica»; es más,
«sin la meditación de Rousseau resultan impensables la fi
losofía crítica, el idealismo alemán y Biran» (Burgelin, 1952,
40; 569). Pero, como concluye Ferrari, «¿Por qué había de
citar sus fuentes Kant? Jamás tuvo el sentimiento de ser
discípulo de nadie; aseguraba que en filosofía no había au
tores clásicos y que la verdad era un bien común del que
los filósofos no son más que testigos imperfectos y efíme
ros» (Ferrari, 1979, 252).
No obstante, lo cierto es que el reconocimiento que no
aparece en las grandes obras, es generoso en los apuntes
de clase: «Rousseau es uno de los genios más grandes. Pero
mezcla en sus escritos elementos novelescos, por lo que su
espíritu penetrante no es claro para todos, y la fuerza de
su argumentación no es conocida por una parte de los lec
tores» (AK, 24, 465, 20; texto de Logik Philippi, de 1772).
Él se encargó, justamente, de ofrecer una interpretación
sustancialmente correcta del ginebrino y de elaborarla crí
tica y conceptualmente. Por eso «si Rousseau despertó a
Kant, Kant realizó, en cierta medida, a Rousseau» (Ferra
ri, 1979, 253).
Ahora bien, también Kant sufrió la interferencia de la
concepción iusnaturalista en su construcción contractual de
la sociedad civil, como expone M. Riedel (1977, 111 ss.),
pese a su anterior insistencia en que sólo Kant había con
seguido un constructo normativo, sin adherencias empíri
cas. La interferencia iusnaturalista en Kant es patente en
un pasaje de Theorie und Praxis (AK, 08, 290), que trans
cribió íntegramente en la Rechtslehre (AK, 06, 314). En
dicho pasaje Kant establece la construcción de la sociedad
jurídico-civil en tres principios a priori que la sustentan res
pecto de los derechos humanos externos; «1) La libertad
de cada miembro de la sociedad, en tanto persona; 2) La
igualdad de cada miembro con cada uno de los otros, en
tanto súbdito; 3) La independencia de cada miembro de
una comunidad, en tanto que ciudadano».
Riedel apunta certeramente un desajuste en el construc-
51
to kantiano: mientras los dos primeros principios son efec
tivamente a priori, el tercero corresponde más bien al ám
bito empírico-social, provocando así una aporía norma-
hecho en el concepto de sociedad civil. En efecto, la
«independencia» en cuanto sibisufficientia procede de la tra
dición iusnaturalista que vincula el contrato con las estruc
turas histórico-tradicionales: la condición de ciudadanía
exige previamente la independencia, esto es, que su exis
tencia no dependa de la voluntad de otro, como es el caso
del siervo, jornalero (AK, 23, 137; 08, 295), que sólo pue
den considerarse como «peones de la comunidad» (AK, 08,
295).
Como Riedel señala, el mismo Kant no deja de percibir
la incongruencia que el tercer principio provoca en su cons-
tructo, ya que lo hace responsable de que «la explicación
del concepto de ciudadano en general parece ser contradic
toria» (AK, 08, 295 nota; 06, 314). Según Riedel se ve trai
cionado por el concepto jurídico del pater-familias, como
lo demuestran los ejemplos que aduce para justificar el
principio; Kant, sin embargo, modifica aquel concepto, ya
que no exige dominio sobre su casa, sino que basta tener
una propiedad y poder enajenarla; incluso presupone que
cada cual puede «pasar, por su propio trabajo, de la situa
ción pasiva a la activa» (AK, 06, 315). En todo caso es
claro que la «independencia» no es un principio a priori
como los de libertad e igualdad. Es obvio, por lo demás,
que Kant participa de la insensibilidad liberal para com
prender que la sociedad de mercado fomenta más bien las
limitaciones de la libertad y el aumento de la desigualdad.
Curiosamente, sin embargo, en un pasaje paralelo de
Zum ewigen Frieden (1795), Kant corrige la construcción
presentada en Theorie und Praxis (1793), de modo que
basa la constitución civil en: «1) Principio de libertad de
los miembros de una sociedad (en tanto personas); 2) Prin
cipio de dependencia de todos con respecto a una única
legislación común (en tanto súbditos); y 3) La ley de la
igualdad de los mismos / en tanto ciudadanos del Estado»
(AK, 08, 349). Esta construcción es congruente con su nor-
mativismo trascendental (pese a la opinión de J. Ebbing-
haus, 1964); pero en la Rechtslehre Kant adoptó definiti-
52
vamente la versión de Theorie und Praxis (Riedel, 1977,
118, nota 36).
Respecto del concepto de libertad, J. Ebbinghaus (1964,
23 ss.) ha insistido en los dos sentidos que baraja Kant:
en cuanto idea a priori absoluta y fundante del contrato
social, y en cuanto libertad política empírica subsiguiente
al contrato. Por su parte N. Bobbio (1974, 147 ss.) prefie
re distinguir la libertad como autonomía, de inequívoca rai
gambre rusoniana, y la libertad negativa en sentido libe
ral. En ambos casos se confirma el designio kantiano de
cohonestar idealismo y realismo, la libertad fundante con
la libertad jurídica concreta. Este sentido liberal más noto
rio no empece, pues, sino que, en realidad, supone el sen
tido positivo o libertad como autonomía, especialmente no
torio en Zum ewigen Frieden. No cabe, pues, escindir a
Kant en dos: el Kant idealista, que apunta en la dirección
del estado totalitario, o el Kant liberal y conservador.
Hay que reconocer, no obstante, que su formalismo
transcendental es invocado con frecuencia de modo abusi
vo para exculparle de sus contradicciones o incoherencias.
Ello es particularmente acuciante respecto de sus ambigüe
dades entre el estado de derecho y el estado de justicia.
Lo cierto es que sobre su estela van a constituirse dos en
foques contrapuestos del estado: el estado justo de la tra
dición idealista y el estado liberal-conservador. En definiti
va, tampoco Kant va a poder eludir la ambigüedad del tra
tamiento rusoniano del poder estatal que se había
propuesto superar.
No es de extrañar, pues, que las rehabilitaciones actua
les de Kant (Escuela de Erlangen, Apel, Habermas, Rawls)
hayan trocado su enfoque trascendental en otro
cuasi-trascendental («posición original», comunidad ideal de
lenguaje) o simplemente dialógico en condiciones de com
petencia y de publicidad; de igual modo su monologismo
trascendental se ha trocado en una dialógica (ética discur
siva, deliberación pública, decisión «enseñable»), situándo
se así mucho más próximos a la asamblea pública ruso
niana que al legislador representativo kantiano. Y es que,
en efecto, el enfoque constructivista, con su proceso deli
berativo de las propuestas alternativas, se presta mucho
53
mejor a una asunción crítica y emancipatoria de las con
vicciones de partida, al igual que permite situarlas adecua
damente en un marco histórico-social de referencia.
54
de la sociedad y engendra todos los vicios», OC, IV, 311),
concluye: «nadie duda que vale más morir que vivir enca
denado» (AK, 20, 091, 09); nada le parece tan «penoso y
antinatural» como «la sumisión de un hombre a otro hom
bre», en cualquiera de las formas de esclavitud (I b í á 088,
05), ya que «el hombre dependiente no es ya un hombre,
ha perdido toda la dignidad, no es más que un accesorio
de otro hombre» {Ibíd, 094, 01).
Kant apunta ya por entonces que la autonomía perso
nal es condición de toda acción moral, incluso en una ver
sión radicalizada: «quien impone hacer algo por obedien
cia cuando hubieran bastado para ello motivos internos,
ese tal hace esclavos» {Ibíd., 066, 07). Y esta observación
es válida incluso referida a la legislación: «El grado del
poder legislativo supone la desigualdad y hace que un hom
bre pierda por relación a otro un grado de libertad. Ello
no puede suceder más que sacrificando su voluntad en be
neficio de otro, y desde ese momento se hace esclavo res
pecto de todos sus actos. Una voluntad que se ha someti
do a otro es incompleta y contradictoria porque el hombre
posee una espontaneidad [...}> {Ibíd., 065, 24).
Este pasaje «anarquista)) de Kant refleja los acentos más
libertarios del segundo Discurso y muestra que por enton
ces estaba lejos de asimilar la teoría rusoniana de la vo
luntad general como base de la legislación. Todo indica que,
en la primera lectura del ginebrino, la impresión de los dos
Discursos se impuso netamente a la del Contrat. Las Be-
merkungen, en efecto, insisten en criticar las instituciones
sociales y los vicios que provocan, mientras que sólo con
tienen una alusión al concepto de voluntad general a pro
pósito de la libertad {Ibíd., 145, 21).
Poco después, sin embargo, en sus primeras reflexio
nes sobre la filosofía morar, en el primer esquema de su
pensamiento, inmerso todavía en el impacto de Rousseau,
sistematiza en siete puntos su programa:
55
bre: si consiste en la simplicidad o en el máximo cultivo
de sus capacidades y la mayor satisfacción de sus deseos.
Si el grado de habilidad responde también a un fin natu
ral: es lo que hay que investigar. Si debe cultivar las cien
cias necesariamente [...].
»3) El hombre de la naturaleza considerado únicamente
en sus cualidades personales, independientemente de su si
tuación. Esta es justamente la cuestión: ¿qué es natural y
qué depende de causas externas y accidentales? El estado
de naturaleza es un ideal de las relaciones externas del
hombre puramente natural, esto es, del hombre salvaje. El
estado social puede constituirse también con personas de
cualidades puramente naturales.
»4) Emilio o el hombre cultivado. El arte o el cultivo
de las fuerzas y tendencias que se avienen mejor con la
naturaleza. Mediante él se mejora la perfección natural.
»5) En el estado exterior. El contrato social (vínculo de
los ciudadanos) o ideal del derecho del estado (según la
regla de igualdad) considerado in abstracto, sin tener en
cuenta la naturaleza particular del hombre.
»6) Leviatán: es estado de sociedad que es conforme a
la naturaleza del hombre. Según la regla de seguridad. (Yo
puedo estar en situación de igualdad y ser libre, ser yo
mismo injusto y defenderlo, o estar en estado de sumisión
sin esta libertad.)
»7) La alianza de los pueblos: el ideal del derecho de
los pueblos como perfeccionamiento de las sociedades desde
el punto de vista de las relaciones exteriores.
»E1 contrato social o el derecho público como funda
mento de la fuerza suprema. Leviatán o la fuerza suprema
como fundamento del derecho público» (AK, 19, 098, 32;
Refl. n.°, 6.593, 1764-8).
56
ca de Rousseau representa el «ideal del derecho del esta
do» («idea», precisará más tarde), considerado en abstrac
to «según la regla de igualdad»; mientras que la teoría po
lítica de Hobbes representa «el estado de sociedad conforme
a la naturaleza del hombre, según la regla de seguridad».
Y la combinación de ambas teorías elaborada por Kant
sitúa el contrato social o «derecho público» como «funda
mento» de la fuerza estatal, mientras que «Levitán o la fuer
za suprema» es el «fundamento del derecho público», de
tal modo que el primero legitima al segundo, mientras que
el segundo sostiene al primero. Me resulta sorprendente que
ninguno de los comentaristas de Kant que he consultado
subraye de modo suficiente la importancia decisiva de este
pasaje tan temprano que pone al desnudo el sincretismo
legitimista-realista originario —y no meramente acomoda
ticio— de Kant.
Es cierto que S. Goyard-Fabre hace referencia a la «re
volución copernicana» realizada por Rousseau en la filoso
fía social y política con su único contrato de asociación,
que establece el primado de la libertad, y el de la igualdad
«como único camino de la libertad»; en la misma dirección,
«las máximas de la moral kantiana, como el contrato so
cial, buscarán el fundamento del deber en las mismas fuen
tes del derecho» (Goyard-Fabre, 1972, 295-6). Pero en el
estudio sobre «la significación del Contrato» en Kant omite
toda referencia a este pasaje (Goyard-Fabre, 1973). El
mismo Ferrari, que transcribe el pasaje completo, no se
muestra consciente de su trascendencia (Ferrari, 1979, 212).
Es muy probable que Kant, antes de la lectura de Rous
seau, estuviese imbuido de la concepción hobbesiana del
estado y de la sociedad, sobre todo en la versión que los
jurisconsultos (Grocio y Pufendorf, en especial) habían po
pularizado en Alemania. Por tanto, la teoría rusoniana del
contrato social, con su énfasis sobre los aspectos éticos y
legitimistas del poder estatal, provocó un reajuste de su
concepción jurídico-política; este reajuste se produjo, pues,
mucho antes de lo que suponen generalmente los tratadis
tas y se realizó, además, en sentido inverso al que se su
pone: no fue Kant quien corrigió a Rousseau, sino que fue
Rousseau quien provocó un replanteamiento notable, aun-
57
que escasamente coherente, del hobbismo inicial de Kant.
Por eso Kant mantendrá, a la vez, una concepción más es
trictamente jurídica del contrato y acentuará su papel fun-
damentador del orden jurídico en cuanto «ideal del dere
cho del estado». Por eso repite con Rousseau: «no hay con
trato posible entre el dueño y el esclavo» (AK, 19, 148, 01),
pese a la opinión contraria de Grocio.
Es cierto, sin embargo, que Kant postergó la elabora
ción de su teoría jurídico-política hasta haber concluido su
triple fundamentación crítica, así como su filosofía de la
historia. Por eso sus alusiones al contrato social se enmar
can casi siempre en el ámbito de su prolongada reflexión
antropológica y moral,14 antes de alcanzar el tratamiento
sistemático de la Rechtslehre (1797): «El acto por el que
el pueblo se constituye en Estado (o, más propiamente, la
Idea de éste, la única que permite pensar la legalidad) es
el contrato originario, según el cual todos (omnes et singu-
li) abandonan en el pueblo su libertad exterior para en
contrarla como miembros de una república, esto es, como
el pueblo considerado como Estado (universi), y no puede
decirse que el hombre en el Estado haya sacrificado una
parte de su libertad exterior innata a un fin, sino que ha
dejado enteramente la libertad salvaje y sin ley para reen
contrar su libertad en general en una dependencia legal,
es decir, en un estado jurídico, y por tanto completa, ya
que esta dependencia legal procede de su propia voluntad
legisladora» (AK, 06, 325, 30).
Eso sí, Kant se percató desde el primer momento del
carácter eminentemente constructo del contrato social ru-
soniano; por su parte acentuará dicho carácter, eliminan
do toda referencia histórica, hasta desembocar en el méto
do trascendental. Ya en una de las Reflexionen escrita entre
1766 y 1769 insiste en que se trata de un «pacto ideal»
(AK, 19, 368, 05). Pero la explicitación más clara la pre
senta en Theorie und Praxis,15 donde lo presenta como «un
contrato originario, el único sobre el que puede fundarse
entre los hombres una constitución civil, y por tanto ente
ramente legítima, y constituirse una república». Contrato
que formula en términos similares a los de Rousseau: «Pero
este contrato (llamado contractas originarias o pactum so-
58
dale) en tanto que coalición de cada voluntad particular y
privada de un pueblo en una voluntad general y pública
(de cara a una legislación de orden exclusivamente jurídi
co), no es preciso suponerlo en modo alguno como un
hecho (factum) (e incluso es imposible suponerlo como tal)
[...]. Es, por el contrario, una simple Idea de la razón, pero
posee una realidad (práctica) indudable, en el sentido de
que obliga a todo legislador a dictar sus leyes como pu-
diendo haber sido emanadas de la voluntad colectiva de
todo un pueblo, y a todo sujeto a considerar, en cuanto
que quiere ser ciudadano, como si él hubiera concurrido a
formar una voluntad de tal género mediante su sufragio.
Porque tal es la piedra de toque de la legitimidad de toda
ley pública» (AK, 08, 297, 02).
Resulta obvio que Kant rebaja notablemente las exigen
cias legitimadoras de Rousseau: para el ginebrino es el
mismo pueblo soberano quien ha de promulgar la legisla
ción, mientras que Kant se limita a exigir al legislador que
se sitúe para legislar desde la perspectiva de la voluntad
general. Es una muestra más de la despolitización de Rous
seau que realiza Kant.
Las diferencias concretas entre ambos en la teoría
jurídico-política son notorias, y casi todas proceden del sin
cretismo de Kant para cohonestar el legitimismo de Rous
seau con el realismo de la tradición hobbesiana. Philonen-
ko las ha resumido en «tres oposiciones fundamentales», a
saber: 1.a) la negativa de todo derecho al pueblo para hacer
la revolución; 2.a) la distinción que introduce Kant entre
pueblo y soberano; y 3a) la adopción por Kant de la dis
tinción de Siéyes entre ciudadanos activos y pasivos (Phi-
lonenko, 1968). En la primera, sin embargo, se da un equí
voco: cuando Rousseau invita a la revolución (OC, III,
190-1; ibíd., 352) se refiere a las sociedades civiles históri
cas; pero es dudoso que reconozca tal derecho en su cons-
tructo normativo, como no deja de reconocer el mismo Phi-
lonenko (1968, 44, nota 28).16
No debe insistirse, en cambio, en la división por Kant
de la soberanía en tres poderes, tal como aparece en la
Rechtslehre, ya que acentúa igualmente su unidad como
condición de la salud del estado; puede detectarse, inclu-
59
so, en ese pasaje una imputación a Rousseau por parte de
Kant que resulta ambigua, al menos: «Hay tres poderes
diferentes (potestas legislatoria, executoria, judiciaria) me
diante los que el Estado (civitas) tiene su autonomía, es
decir, su forma, y se conserva según las leyes de la liber
tad. Es en su unidad donde radica la salvación del Estado
(salus reipublicae suprema lex est), por la que no hay que
entender ni el bien de los ciudadanos, ni su felicidad, por-
, que esa felicidad puede estar (como afirma Rousseau) en
el estado de naturaleza o bajo un gobierno despótico más
cómodo y más deseable de esperar; sino que se trata del
estado de la mayor concordia —acuerdo entre la consti
tución y los principios del derecho— al que la razón nos
obliga a tender por un imperativo categórico» (AK, 06,
318, 04).
También el concepto de voluntad general es reelabora
do por Kant en términos de «la voluntad general unificada
a priori». Gurvitch (1922, 391-7) ha realizado un estudio
comparativo de este concepto en ambos pensadores, ponien
do de relieve el papel básico que juega también en la teo
ría política de Kant. Pero resulta, a mi juicio, muy proble
mática la interpretación que hace de la voluntad general
rusoniana en términos de «sustancia metafísica», mientras
que en Kant se trataría de una «idea reguladora» (Ibíd.,
1396). Probablemente pesa demasiado en Gurvitch la in
terpretación de Durkheim (1966), quien hacía del ginebri-
no un neto precursor de la «conciencia colectiva». Difícil
mente Rousseau iba a concebir la voluntad general como
una entidad separada cuando se mostró tan crítico de los
planteamientos metafísicos de los iusnaturalistas. Aun re
conociendo que ciertos pasajes de Economie politique y del
Contrat resultan dudosos, lo cierto es que cuando trata de
encontrar un criterio seguro para identificarla no duda en
señalar «la voz de la mayoría» (la unanimidad sólo es re
querida para el pacto fundacional), pues «del cálculo de
los votos se saca la declaración de la voluntad general»
(OC, III, 439).
Ciertamente, tal cálculo nunca es reductible a la mayo
ría empírica liberal. De ahí su famosa distinción entre la
«voluntad de todos» (que puede ser particular) y la «vo-
60
luntad generab) (que es la que persigue los objetivos bási
cos del contrato original). La primera resulta de «la suma
de las voluntades particulares», mientras que la segunda
puede inferirse de «la suma de las diferencias» entre los
particulares, supuesto que éstos buscan siempre objetivos
privados (Ibíd., 371). En definitiva, la voluntad general,
como expuse antes, se descubre mediante la construcción
de una génesis normativa, nunca por procedimientos me
ramente empíricos.
Desde luego, Kant entendió siempre la voluntad gene
ral rusoniana como un principio supra-empírico. Los tex
tos más claros se encuentran en Theorie und Praxis• es la
voluntad general «la única que determina lo que es justo
entre los hombres, lo que —como expresión de la voluntad
general— no puede ser más que único, y que concierne a
la forma del Derecho y no a la materia u objeto al que
tengo derecho» (AK, 08, 292). Este pasaje parece un eco
de Rousseau: «Esta voluntad general es la regla de lo justo
y de lo injusto» (OC, III, 245). Pero Kant le confiere una
significación puramente formal. De hecho, poco más ade
lante la considera como una síntesis de los principios de
libertad e igualdad: «En todo rigor, los conceptos de liber
tad externa, de igualdad y de unidad de la voluntad de
todos concurren a la formación de este concepto por la hu
manidad» (AK, 08, 295).
Su carácter de idea reguladora es igualmente manifies
to en Zum ewigen Frieden (1795): «La voluntad general
del pueblo unificado, la voluntad de todos unificante y uni
ficada en la medida en que cada uno decide lo mismo res
pecto de todos y todos lo mismo para cada uno» (AK, 06,
313-4). Más adelante la identifica con «la Razón pura le
gisladora (homo noumenon)», en cuanto opuesta al homo
phaenomenon (Ibíd., 335); es, por tanto, un «a priori de la
razón» (Ibíd., 338). Con ello se ha consumado su trascen-
dentalización. Por eso Kant, en Theorie und Praxis, elimi
naba la deliberación pública rusoniana y la sustituía por
la idea reguladora en el legislador, según expuse antes. Es
el resultado de la trasposición a una metodología trascen
dental del procedimiento constructivo (deliberación públi
ca y leal) rusoniano.
61
Las consecuencias en el orden jurídico-político resultan
manifiestas: es la fundamentación por Kant de la monar
quía constitucional (y, a la vez, de la democracia represen
tativa). Igualmente tiene consecuencias esta trasposición en
el ámbito normativo: Rousseau estaba convencido de que
la deliberación pública era capaz de alumbrar una volun
tad general en la que se reconciliaba la justicia con la uti
lidad y se respetaban estrictamente los derechos inaliena
bles de la persona; pero el legislador kantiano es un ilus
trado trascendental que delibera en nombre de todos y
decide en nombre de la justicia. Aunque entre el ideal de
finido por la legislación y su aplicación a la práctica me
dien siempre las circunstancias histórico-sociales (como
también acontece, por lo demás, en los proyectos rusonia-
nos sobre Córcega y Polonia).
No obstante, como han puesto de relieve la Escuela de
Erlangen (Kambartel, 1978) y Rawls (1972; 1980), la pu
blicidad juega también en Kant un destacado papel en la
armonización de la política con la moral. Como quedó ex
puesto en la primera parte, la publicidad de la delibera
ción es, para Rousseau, garantía formal para el hallazgo
efectivo de la voluntad general (regla 5.a). En Zum ewigen
Frieden (apéndice II) la «forma de la publicidad» constitu
ye el «concepto trascendental del derecho público». En efec
to, «sin publicidad no habría justicia»; por tanto, «la capa
cidad de publicarse debe, pues, residir en toda pretensión
de derecho»; y debe entenderse como «un criterio a priori
de la razón para conocer en seguida, como por un experi
mento, la verdad o falsedad de la pretensión citada». Puede
enunciarse, pues, la siguiente «fórmula trascendental del
derecho público: Las acciones referentes al derecho de otros
hombres son injustas si su máxima no admite publicidad».
Su validez no se limita al ámbito ético, sino que es tam
bién «un principio jurídico, relativo al derecho de los hom
bres». Como tal, «el principio trascendental de publicidad»
resuelve por sí solo cuestiones espinosas de derecho públi
co (como el derecho de revolución popular) y de derecho
internacional.
Resulta llamativo que ni los comentaristas de la filoso
fía política de Rousseau ni los de la de Kant apenas hayan
62
reparado en el papel excepcional que juega la publicidad
para ambos en el plano jurídico-político, en cuanto criterio
formal constituyente, si se exceptúa Rawls (y en menor me
dida la Escuela de Erlangen). El sentido de la regla de pu
blicidad es similar en ambos: se trata de poner una barre
ra eficaz a los egoísmos particularistas, a la vez que se ofre
ce un criterio que garantice la universalidad de la decisión
adoptada y su cualidad de pertenencia a la voluntad gene
ral. La diferencia entre ambas concepciones de la publici
dad es también de orden metodológico y político: lo que
en Rousseau es un principio constructivo para una asam
blea deliberante, es para Kant un principio trascendental
de la razón práctica y legisladora.
Precisamente, Zum ewigen Frieden ofrece otro de los
parámetros comparativos de la relación Rousseau-Kant.
Todo parece indicar que Kant conoció el proyecto del abate
Saint-Pierre sobre la «Paz perpetua» a través del resumen
que realizó y publicó Rousseau en 1761 (mientras que su
Jugement sobre el mismo sólo apareció en 1782). Como es
bien conocido, el proyecto de Saint-Pierre hacía referencia
a una «sociedad de naciones» que se había de gestar pau
latinamente a partir de las alianzas o contratos entre los
respectivos monarcas. El ginebrino discrepó desde el pri
mer momento de esta concepción por considerarla totalmen
te equivocada, ya que la dinámica del poder monárquico,
incluso el ilustrado, era necesariamente expansiva y perso
nalista. A su juicio, tal sociedad de naciones sería viable
únicamente a través de la unión entre los pueblos, esto es,
las repúblicas democráticas. Pero finalmente no pudo ela
borar la segunda parte de las «Institutions politiques»,
donde pensaba abordar sistemáticamente el problema.
La primera referencia de Kant al proyecto aparece en
una de las Reflexionen del período 1764-66 (AK, 15, 210,
27); en adelante mantendrá siempre su simpatía respecto
del mismo en sus numerosas, aunque breves, alusiones.17
En Idee tur einer allgemeiner Geschichte in weltbürger-
licher Absicht (1784) plantea Kant, dentro de su filosofía
del destino de la humanidad, el proyecto de sociedad de
naciones como una trasposición del contrato social a esca
la de naciones. Y añade: «por novelesca que pueda pare
63
cer esta idea, y aunque aparezca ridicula en un Saint-Pierre
o un Rousseau (tal vez porque la creían muy próxima), tal
es, sin embargo, la salida inevitable de la miseria en que
los hombres se arrojan unos a otros, y que debe forzar a
los Estados a adoptar la resolución (aunque les cueste
mucho) que el salvaje aceptó también a disgusto: la reso
lución de renunciar a la libertad brutal para buscar reposo
y seguridad en una constitución conforme a las leyes» (AK,
08, 024, 29). Piensa, incluso, que es una tarea específica
de los alemanes (AK, 15, 591, 11; refl. 1.354).
Ciertamente, su juicio moral sobre la corrupción de las
sociedades históricas es mucho más moderado que el de
Rousseau, aunque no exento de ironía: «Estamos muy ci
vilizados en el ámbito del arte y de la ciencia. Estamos
civilizados hasta el punto de sucumbir ante la urbanidad
y los usos sociales de todo tipo. Pero en cuanto a conside
rarnos ya moralizados, eso es demasiado» (AK, 08, 026,
17). De hecho, en Theorie und Praxis considera la corrup
ción moral de la época y la explotación que de ella hacen
los monarcas como los obstáculos que impiden que se tome
en serio el proyecto (AK, 08, 313, 02). Y en Zum ewigen
Frieden, donde presenta un plan de reglas negativas y po
sitivas para hacer posible la realización de dicho proyecto,
hace una condena severa de los intentos justificadores de
la guerra por parte de los iusnaturalistas (AK, 08, 355, 09).
Finalmente, en Rechtslehre aparece ya una visión más
resignada, aunque Kant mantiene el objetivo final de la so
ciedad de naciones como irrenunciable; eso sí, recomienda
evitar toda impaciencia revolucionaria en favor de «una re
forma insensible siguiendo principios firmes, que puede,
medíante una aproximación continua al soberano bien po
lítico, conducir a la paz perpetua [...]» (AK, 06, 355, 25).
La cuestión del destino final de la humanidad nos con
duce a sus diferentes y casi encontradas filosofías de la
historia, aunque es notorio que Kant ha elaborado la suya
en incesante discusión con Rousseau. Frente a lo que pien
sa Philonenko, Kant acusa el impacto del ginebrino en su
concepción de la «insociable sociabilidad» del hombre (AK,
08, 020, 30), que desarrolla en Idee zur einer allgemeiner
Geschichte in weltbiirgerlicher Absicht (1784), frente a la
64
teoría de la sociabilidad natural de la especie defendida por
los iusnaturalistas. En Kant, como en Rousseau, la socia
bilidad es un imperativo asumido en aras del perfecciona
miento de los individuos —y nunca un hecho natural—,
ya que para ambos el hombre sólo puede desplegar sus
potencialidades en la sociedad civil.
Kant afirma taxativamente en sus Reflexionen que «el
hombre alcanza verdaderamente el destino total de la na
turaleza, esto es, el desarrollo de sus talentos, por medio
del vínculo civil». Y añade: «Hay que esperar que alcanza
rá también su destino moral completo por medio del vín
culo moral. Porque todos los gérmenes del bien moral,
cuando se desarrollan, ahogan los gérmenes físicos del mal.
Mediante el vínculo civil se desarrollan todos los gérmenes
sin distinción [...}> (AK, 15, 608, 17; refl. n.° 1.396, de
1772-3). Por tanto, la perfección moral ha de completar ne
cesariamente el destino civil del hombre.
En otra reflexión posterior puntualiza: «Rousseau tenía
toda la razón cuando hablaba de los inconvenientes de las
ciencias y de la desigualdad. Pero no se trata de volver
atrás (al estado natural) sino de poder discernir la vía hacia
la perfección según los fines de la naturaleza y por la coin
cidencia cada vez más perfecta entre el orden del arte y el
de la naturaleza» (Ibíd., 635, 22; refl. n.° 1.454, de 1778-9).
Este pasaje expresa claramente la versión kantiana del en
garce profundo de los dos constructos rusonianos, el mo
delo natural y el modelo civil. Kant sustituye, sin embar
go, el primero por una teleología de la naturaleza sobre la
que asienta su filosofía optimista de la historia —domina
da por un teleologismo infalible—, que contrasta fuertemen
te con el pesimismo histórico del ginebrino. El postulado
de la razón práctica que exige la existencia de un Dios
bueno y providente apuntala definitivamente el optimismo
kantiano.
Esta teleología profunda de la naturaleza y de la histo
ria hacen que incluso los males sirvan a un designio posi
tivo. Pero la diferencia más profunda que separa sus res
pectivas filosofías de la historia radica en el «tempo» que
confieren a la realización de una sociedad civil y política
justas. Para Kant, el error de Rousseau consistía en supo-
65
ner que la reconciliación de la naturaleza con la cultura
era un objetivo de acción inmediata (AK, 16, 063, 25; refl.
n.° 1.644, de 1769), mientras que se trata, en realidad, del
destino final de la humanidad que sólo puede realizarse
aproximativamente, por sucesivas reformas en el estado de
derecho. Además, Rousseau nunca deja definitivamente des
pejada la cuestión del paso de la sociedad histórica corrup
ta a la sociedad justa; en Kant, en cambio, se trata de un
desarrollo histórico paulatino de lo imperfecto histórico a
lo perfecto, guiado —pero no impulsado directamente— por
la idea regulativa de la razón práctica. No obstante, J. Fe
rrari (1979, 223) piensa que los comentaristas tienden a
exagerar el pesimismo de Rousseau para mejor oponerlo
al optimismo de Kant.
¿Qué pensar, en definitiva, de la relación Rousseau-
Kant? Una conclusión relativamente matizada ha podido ex
traerse de las páginas precedentes. Baste ahora reafirmar
la notable complejidad y fecundidad de esta relación, que
lejos de ser «una fábula» (A. Philonenko) revela una de las
grandes fuentes del pensamiento kantiano, aun siendo pa
tente que Kant reelaboró sus conceptos —como ya advir
tió el mismo Hegel— en un sistema nuevo y original. Pero
lo cierto es que sin Rousseau, no menos que sin Newton o
Hume, no hubiera sido posible el sistema kantiano. Y recí
procamente, sin la mediación kantiana, el pensamiento de
Rousseau hubiera permanecido en buena medida estéril.
Se trata, en fin, de una relación proteica. Kant encon
tró en el ginebrino una fuente de inspiración fecunda y per
manente; su comprensión de Rousseau fue mucho más
perspicaz que la de la mayoría de sus contemporáneos, in
capaces de entender sus planteamientos por debajo de las
fórmulas paradójicas e hiperbólicas; de este modo fundió
la inspiración rusoniana con otras influencias en el crisol
de su propio sistema de la racionalidad práctica.
Pero Kant instrumentalizó también a Rousseau (no
menos que a Newton, Hume y tantos otros), sobre todo en
su filosofía de la naturaleza y de la historia. El caso más
notorio es el esfuerzo kantiano por uncirlo (con Newton)
al carro de su designio providencialista, al que ambos eran
totalmente ajenos. También es apreciable la instrumentali-
66
zación del ginebrino en otras cuestiones. Me limitaré a se
ñalar dos: primera, la coincidencia final de los proyectos
de la naturaleza y de la historia en un progreso a la vez
moral y civilizatorio; y segunda, la idea del contrato social
como legitimación ética del poder que, en Kant, no sobre
pasa, en realidad, el ámbito del fuero interno (así una ley
injusta no obliga en conciencia, pero ha de cumplirse es
crupulosamente, siendo ilegítimo todo conato de desobe
diencia civil), con lo que el ginebrino quedaba incorporado
a su dualismo jurídico-político, caracterizado por una es
quizofrenia invencible de legitimidad y positivismo.
La concepción por parte de Kant del contrato social
como una mera «idea reguladora» efectuó, en realidad, una
desactivación de Rousseau y del potencial revolucionario o
de transformación social que encerraba su constructo en
el que las relaciones de poder son legitimadas únicamente
a través de una participación democrática de los ciudada
nos, sin mediaciones ni representaciones. La trascendenta-
lización kantiana, en cambio, legitima al estado como árbi
tro liberal de los intercambios sociales con tal de que el
legislador «dicte sus leyes como si éstas hubiesen podido
nacer de la voluntad unitaria de todo el pueblo» y que los
ciudadanos «habrían consentido en tal voluntad». Con ello,
el despotismo ilustrado ha encontrado nueva vía de legiti
mación y por el mismo portillo circulará después el estado
liberal representativo.
En lo que se refiere, por tanto, a su filosofía jurídico-
política, tras los estudios de O. Vossler (1963) y de E.
Kryger (1979), cabe señalar las siguientes discrepancias ma
yores entre ambos pensadores:
1) El orden constitucional y la justicia se fundamen
tan y son producto, en Rousseau, del contrato social en
cuanto constructo normativo, mientras que en Kant «re
sultan a priori de la idea racional del Estado», siendo el
contrato social necesario únicamente para la aplicación
legal de la justicia. Por lo demás, aunque para el ginebri
no el contrato social es mucho más un constructo normati
vo que un hecho histórico-jurídico (Vossler, 1963, 228-232),
se explícita en una constitución concreta, mientras que
para Kant es una «simple idea» («eigentlich aber nur die
67
Idee») con sentido meramente regulativo (AK, 06, 312;
AK, 08, 297).
2) Según Rousseau, mediante el contrato social, los ciu
dadanos confían su libertad natural a la voluntad general,
que se la devuelve trocada en libertad civil (legal) y liber
tad moral (autonomía) (OC, III, 364-5). Kant, en cambio,
escinde la libertad en dos pares dicotómicos: «libertad ex
terior» o legal, la única que somete al estado, y «libertad
interior» o moral, que trasciende a toda convención, y que
de ningún modo le es conferida al ciudadano por la volun
tad general. Consiguientemente Kant escinde el individuo
y la sociedad, y considera su antagonismo como el motor
de todo progreso cultural y moral (AK, 08, 305).
3) Mientras que Rousseau rechaza el sistema de repre
sentación política y sólo concede el nombramiento de dele
gados con instrucciones y revocabilidad, Kant afirma que
«toda verdadera república es, y no puede ser, más que un
sistema representativo del pueblo» (AK, 06, 341). Del
mismo modo que el contrato social no ha de entenderse
como un hecho, así el pueblo no puede ser soberano en la
práctica (R. Polín, 1965, 163-173), sino que ha de someter
se como «sujeto» al «jefe supremo del estado», que ostenta
en exclusiva su representación (AK, 08, 300). Por tanto,
aunque teóricamente Kant acepta, en términos casi litera
les, el pacto rusoniano de asociación, en la práctica lo tra
duce por un pacto hobbesiano de sumisión, aunque libre
mente aceptada; actitud que Rousseau no dudaba en cali
ficar de necia (OC, III, 356).
4) Rousseau asigna a los ciudadanos reunidos en asam
blea pública el ejercicio autónomo del poder legislativo y
el control permanente del ejecutivo; Kant, por su parte, re
conoce a los ciudadanos tres «atributos jurídicos, insepa
rables de su condición de ciudadanos» (AK, 06, 314; AK,
08, 290): la libertad legal, la igualdad civil y la indepen
dencia individual. Pero la autonomía sólo es real en la ver
tiente moral; en la vertiente jurídica o libertad externa Kant
transfiere los poderes de la asamblea pública rusoniana («el
soberano, solamente por serlo, siempre es lo que debe ser»:
OC, III, 363) al «jefe legiferante del Estado», respecto del
cual ninguna oposición del pueblo puede ser legítima, ni
68
aun cuando su actuación fuese lesiva (AK, 06, 320 ss.) o
contraria a su felicidad (AK, 08, 297-8 ss.). Por tal razón,
los ajusticiamientos y, sobre todo, las condenas legales de
Carlos I de Inglaterra y Luis XVI de Francia son «inexpia
bles» (AK, 06, 320-22, nota) en cuanto subversión total del
orden legal.
5) Ello es así porque el pueblo no puede ejercer por sí
mismo la soberanía, sino que la ha de ejercer su «repre
sentante» el jefe del estado (la soberanía del pueblo es sólo
una idea). Rousseau, en cambio, había distinguido cuida
dosamente entre el Soberano (legislativo) y el gobierno,
asignando al primero el nombramiento y el control del se
gundo.
También Kant distingue tres poderes en el Estado en
cuanto «la voluntad general común en una triple persona
(trias política)» (AK, 06, 313), pero en la práctica los tres
poderes convergen en la jefatura suprema del estado, ante
el que sólo cabe la obediencia civil (quedando a salvo, eso
sí, la autonomía moral). Y es que, como observa R. Polín
(1965, 177), en Kant el derecho no produce la justicia (que
se conforma únicamente según una ley a priori), sino la
mera legalidad. Por eso queda vetada toda revolución o la
misma desobediencia civil. Y por lo mismo considera Kant
vano y peligroso todo cuestionamiento por parte de los súb
ditos de la legitimidad del poder constituido. Además, Kant
da por sentado un doble supuesto: primero, el poder se
ejerce siempre deficientemente; y segundo, siempre es pre
ferible el orden legal, sea el que fuere, a la situación de
anomía. Ahora bien, si una revolución triunfa y se consoli
da, hay que obedecer sin reservas a la nueva legalidad es
tablecida (AK, 08, 301).
Sin embargo, en otros pasajes de Die Religión inner-
halb der Grenzen der blossen Vernunft, Kant se muestra
mucho más próximo a Rousseau e insiste en que el pueblo
sólo podrá adquirir su madurez para la libertad a través
del ejercicio de la misma, justificando de este modo su per
manente admiración de la Revolución francesa (que define
en Kritik der Urteilskraft, párrafo 65, como la «transfor
mación completa de un gran pueblo en un Estado»). Al
final, como apunta E. Kryger (1979, 212 ss.) encontramos
69
también en Kant la paradoja de la libertad: la revolución
es condenable, pero hay que ser libres para realizar la li
bertad. Su excesiva disyunción del derecho y la moral es
la responsable de la misma. En definitiva, el ciudadano ha
de resolver difícilmente la inevitable esquizofrenia entre su
libertad interior (moralidad) y exterior (legalidad).
Por eso, si el gran problema de la filosofía política es
el de cohonestar la autoridad estatal con la autonomía in
dividual, la solución kantiana parece muy problemática, jus
tamente por su realismo. Tal cuestión es, probablemente,
irresoluble. Por eso Hegel intentará obtener por vía dialéc
tica lo que las paradojas rusonianas y los dualismos kan
tianos no habían logrado solucionar satisfactoriamente.
Marx, en cambio, volverá a propugnar la reconciliación
—hasta la coincidencia— de la sociedad política con la so
ciedad civil, acercándose insospechadamente de nuevo a
Rousseau. En cualquier caso, las paradojas formuladas por
el ginebrino se han revelado increíblemente fecundas.
Bibliografía
Fuentes
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NOTAS
73
12. Ferrari (1979, 226) publica también el resumen hecho por
Külpe para Delbos, pero precisa que, dado que los textos custodiados
por Nicolai se han perdido definitivamente, no le parece correcto
servirse de un breve resumen para desmentir a Hóffding.
13. Especialmente en A n th ro p o lo g ie D o h n a (1791-2), del que Ferra
ri transcribe varios pasajes. En uno de éstos escribe: «El fin último de
la naturaleza es la cultura. Ésta debe realizar la más elevada perfección
moral, y el fin supremo, el fin de todo destino, es la moralidad de las
costumbres. ¿En qué estado puede el hombre alcanzar este destino de
la cultura más elevada? En el estado social. No está destinado a la vida
en el estado de naturaleza, sino a la vida en el estado civil, cuyo
designio es también la moralidad». Y aunque seguidamente parece
inculpar a Rousseau de haber destinado al hombre al estado de
naturaleza, al haber hecho el elogio del hombre natural, añade: «Dado
que Rousseau se expresa así, muchos le entienden a la letra. Pero él no
pretende que volvamos atrás, sino solamente que nos veamos obligados
a tener en cuenta el modelo natural a fin de que no se dé únicamente el
arte» (J. Ferrari, 1979, 233). '
14. Baste, como muestra adicional, una reflexión antropológica del
período 1775-78: «Ley —Constitución civil— Desarrollo de todos los
talentos y gérmenes morales. Así el bien sale del mal [...} Rousseau
tiene razón en su crítica de la imperfección de la constitución del
estado. Es contraria a la naturaleza, pero es un germen del Bien [...}>
(AK, 15, 779, 26; refl. n.° 1.498).
Kant destaca siempre el aspecto positivo de la organización jurídico-
política, por imperfecta que sea, para evitar el radicalismo de Rous
seau.
15. Se trata de un opúsculo publicado en 1793, cuyo verdadero
título es: U ber d e n G e m e in s p r u c h ; D a s m a g in d e r T h eo rie rich tig sein ,
ta u g t a b e r n ic h l fi ir d ie P raxis, en el que responde a la refutación de su
propia teoría moral por parte de Garve, y que constituye un avance de
su teoría jurídico-política.
16. Tampoco es tan clara la segunda ya que, según R. Derathé,
Kant se esfuerza en su terminología alemana por encontrar un equiva
lente a la distinción rusoniana entre soberano (legislador) y magistrado
o príncipe (ejecutor de las leyes). Así Kant distingue entre S ta a tso b e r-
h a u p t o G e se tz g e b e r (legislador) y O b e rb e fe h lsh a b e r o R eg en ! d e s
S ta a ts (dirigente supremo, rey) (Derathé, 1950, 384).
17. Puede verse una recopilación de los mismos en J. Ferrari (1979,
217 ss.).
74
LA RAZÓN PRÁCTICA
ENTRE HUME Y KANT
75
Una referencia tópica en los análisis contemporáneos
sobre esta última es la distinción que introduce Max
Weber2 entre los distintos tipos de racionalidad, dos de los
cuales corresponden a las formas que caracterizan las mo
ralidades que Mosterín llama teleológicas y deontológicas.
Es racional desde un punto de vista ideológico la acción
cuya máxima relaciona con un fin propuesto los medios
que objetivamente conducen a él. Esta objetividad se en
tiende fundada en el conocimiento científico de lo que las
cosas son en el mundo de la experiencia y se expresa en
juicios de existencia empíricamente verificables. Ello per
mite denominar directrices o normas técnicas a las normas
que expresan dicha relación entre medios y fines y, a la
racionalidad teleológica, instrumental. Desde un punto de
vista axiológico son racionales, para Weber, las acciones
cuya máxima se ajusta coherentemente a (da creencia en el
valor —ético, estético, religioso [...]— propio y absoluto de
una determinada conducta, sin relación alguna con el re
sultado, o sea, meramente en méritos de dicho valor» (p.
20-21). Las máximas características de este tipo de accio
nes no enuncian lo que las cosas son sino que prescriben
lo que deben ser y se expresan, por consiguiente, en jui
cios normativos.
Ahora bien, si como paradigma de la racionalidad prác
tica se adopta la que manifiestan las acciones teleológicas,
una consecuencia analítica que el propio Weber extrae es
que las acciones axiológicas o deontológicas aparecen tanto
más irracionales cuanto más absoluto se presenta el valor
que manifiestan. Es decir, cuanto menos verificables sean
en la experiencia los fundamentos del valor y cuanto menos
se vean éstos afectados por las consecuencias empíricas de
la realización del deber o de la obligación.
Pero los intereses de la moralidad —al menos de la que
Mosterín llama deontológica— podrían, en efecto, exigir ac
ciones que no provocasen más que «desgracia o infelicidad
o incluso el fin del mundo». En el límite de la racionalidad
axiológica —deontológica en el caso de que el valor en cues
tión fuera el del deber moral— nada impide que nos en
contremos con algún lema de tipo de fíat iustitia, pereat
mundus. Podríamos pensar que la racionalidad teleológi-
76
ca, en cambio, escapa a la enormidad de semejante conse
cuencia y rescata para el ámbito de la razón la plausible
conveniencia de preservar la integridad del mundo frente
a la voracidad del deber. Sin embargo, en un llamativo pa
saje del libro II del Tratado de la Naturaleza Humana,
Hume afirma paladinamente que «no es contrario a la razón
preferir la destrucción del mundo entero a sufrir un rasgu
ño en mi dedo» (THN, 416).J La afirmación, ciertamente,
hay que situarla en el contexto inmediato de su discusión
de los motivos de la voluntad, de los cuales hay que ex
cluir a la razón, ya que ésta es por naturaleza inerte e in
capaz de mover a la acción; pero ello no obsta para que
exprese, a pesar de todo, una característica singular de la
racionalidad teleológica, que es la opacidad de los fines mis
mos a las luces de la razón.
La racionalidad instrumental, en efecto, se ejercita en
la selección de los medios más eficaces o idóneos 'para la
obtención de un fin, pero nada dice respecto a la posible
racionalidad de los fines mismos, ya que éstos son objeto
de preferencias, deseos o inclinaciones que no pueden a su
vez ser dilucidados racionalmente, en virtud de la propia
definición de racionalidad de que se parte. Tal es la taxati
va afirmación de Hume en un texto del Primer Apéndice a
la Investigación sobre los Principios de la M o r a l«Resulta
evidente que los fines últimos de las acciones nunca pue
den ser explicados por la razón, sino que se encomiendan
a sí mismos por entero a los sentimientos y afectos de la
humanidad, sin dependencia alguna de las facultades inte
lectuales [...]. Más allá de (este fin último) es absurdo de
mandar razones. Es imposible que haya un progreso in in-
finitum, y que una cosa pueda ser siempre la razón por la
que otra es deseada. Algo debe ser deseable por sí mismo
y en virtud de su inmediato acuerdo con el sentimiento y
el afecto humanos» (EM, 293).4
No deja de resultar sorprendente que en ambos esque
mas de racionalidad aparezca como plausible la destruc
ción del mundo en aras, ya sea de la integridad del orden
moral, ya sea de la satisfacción del arbitrio caprichoso. Pero
sorprende aún más si cabe en el esquema teleológico, pues
en él parece inevitable suponer que el concepto de una ac
77
ción que niega la totalidad de lo real y la totalidad del bien
empírico se presente como arquetipo de la irracionalidad
y, consiguiente, de la perversidad moral, ya que la racio
nalidad moral se define en términos de la racionalidad tout
court.
Sin recurrir al conatus espinosiano podemos dar por su
puesto que lo que es bueno para un ser es aquello que lo
hace perseverar en la existencia según las condiciones de
su naturaleza, desarrollando sus virtualidades o actualizan
do su potencia. De donde parece inferirse que, para un ser
dotado de sensibilidad, el placer y el dolor aparezcan, ya
sea como el bien simpliciter, ya, al menos como criterios
de su propio bien. Y sin embargo, la acción prototípica-
mente irracional se torna racional —zwecrational— si se
la ordena a lograr el más trivial de los fines: ahorrarse un
rasguño.
Siendo justos con Hume hay que reconocer que su com
paración busca resaltar, por medio de una paradoja provo
cativa, la desproporción entre el fin que se pretende conse
guir —evitar un minúsculo dolor— y los medios que el
deseo está dispuesto a prescribir —la destrucción del
mundo como posibilitador máximo de placer— con el ex
clusivo propósito de poner de manifiesto la irracionalidad
intrínseca del deseo. Pero precisamente por ello éste se re
vela como un déspota tan absoluto y originario —sic volo,
sic iubeo— como lo es la ley moral en el ámbito de la ra
cionalidad deontológica.
Aun sin adoptar en sus propios términos el lema de fiat
iustitia, pereat mundus, lo cierto es que el razonamiento
que con mejor o peor fortuna sintetiza se encuentra en nu
merosos pasajes de la obra de Kant: el bien humano y todo
cuanto pueda tener valor para la más íntima de nuestras
inclinaciones ha de ser sacrificado antes que violar la ley
moral. Kant suscribe así explícitamente las bellas palabras
de Juvenal cuando afirma que el mal supremo (summum
nefas) consiste en animam praeferre pudori et propter
vitam vivendi perdere causas (KpV, 158-9/218).*
Pero nada de esto ha de ser interpretado como si Kant
afirmara que la naturaleza o el mundo empírico son una
mera ilusión o carezcan de bondad propia. Un texto de la
78
Crítica del Juicio lo expresa con la máxima claridad: «es
tamos a priori determinados por la razón a perseguir con
toda la fuerza el supremo bien del mundo (das Weltbes-
te), que consiste en la reunión del mayor bien empírico (das
Wohl) de los seres humanos con la condición suprema del
bien moral (das Guíe), es decir, en la reunión de la felici
dad universal con la moralidad conforme a la ley» (KU,
88/371-2).6
La hipotética destrucción del mundo aparece así como
el paso al límite de las condiciones de verificación de la
tesis que afirma que éste, como tal mundo empírico, no
contiene en sí mismo la razón última de su bondad. En
otras palabras, que su bondad, aun siendo real, no es el
criterio ni el todo de la bondad. Afirmación esta que remi
te a otra, más radical, según la cual ni el mundo, en cuan
to Todo matemático de los fenómenos y Totalidad de su
síntesis, ni la naturaleza, en tanto que Todo dinámico y
Unidad en la existencia de los fenómenos, agotan la totali
dad de lo real (KrV, B 446-7/A 418-9).7
Este largo rodeo permite comprender la índole del re
proche que Kant dirige a Hume en la Analítica de la Razón
Pura, y cuya razón de ser apunta a los fundamentos mis
mos sobre los que Hume construye su teoría en el marco
de un tratado sobre la naturaleza humana. Al examinar el
derecho de la razón pura, en el uso práctico, a una am
pliación que no le es posible por sí en el especulativo, ex
pone Kant cómo el principio moral instaura una ley de cau
salidad cuyo fundamento de determinación transciende
todas las condiciones del mundo sensible.
Esto equivale a exponer cómo pueden pensarse, por una
parte, una voluntad como determinable en tanto que per
teneciente a un mundo inteligible, y, por otra, el sujeto de
la voluntad —el hombre— no sólo como perteneciente a
un mundo puramente inteligible (la Crítica de la Razón
Pura autorizaba a pensar [denken\ que no a conocer [er-
kennen] esta relación) sino como determinado por una ley
que no puede ser contada como ley natural del mundo de
los sentidos; todo lo cual parece suponer una ampliación
de nuestro conocimiento, pretensión que la Crítica «decla
ró nula en toda especulación» (KpV, 50/78). La cuestión a
79
la que hay que responder es, en definitiva, la de saber cómo
es posible unir el uso práctico con el uso teórico de la razón
pura —cómo pueden ser compatibles necesidad causal y
libertad.
Hume, que fue un adelantado en «los ataques contra
los derechos de una razón pura», al no poder fundar el con
cepto de causa en la necesidad objetiva del enlace, que ha
bría de ser conocida a priori, ni extraerlo de la experiencia
(ex pumice aquam: KpV, 12/22), decide que el concepto
mismo de causa es ilusorio y debido tan sólo a la costum
bre, dejando así sentado el empirismo como única fuente
de los principios (KpV, 13/23-4). Kant, que reconoce que
Hume le dio ocasión para desarrollar sus trabajos en la
Crítica de la Razón Pura, admite asimismo que éste hizo
muy bien en concluir que el concepto de causa es una en
gañosa ilusión, pero sólo en la medida en que, de antema
no, tomaba los objetos de experiencia como cosas en sí mis
mas. Pues, en efecto «en las cosas mismas y en sus deter
minaciones como tales no puede verse cómo, si ponemos
algo, A, haya necesariamente que poner otro algo, B. Y así
no pudo (Hume) admitir semejante conocimiento a priori
de cosas en sí mismas» (KpV, 53/81). Y como menos aún
podía admitir su origen empírico, quedaba proscrito el con
cepto.
De entrada sorprende que Kant atribuya a Hume el su
poner que los objetos de la experiencia son cosas en sí mis
mas, algo que parece contradecir su fenomenalismo y sub
jetivismo en relación con los objetos de conocimiento. Pero
«si entendemos correctamente a Kant, vemos que esta es
sin lugar a dudas la premisa de Hume, aunque es posible
formularla de modo menos chocante en una terminología
kantiana. Lo que Kant quiere decir es que Hume creyó que
los objetos del conocimiento, aunque se los llame “impre
siones” son conocidos tal y como son y en el orden en que
vienen dados, sin que nosotros participemos en su genera
ción y en su síntesis».8
Para Kant, los objetos de la experiencia no son cosas
en sí mismas, sino sólo fenómenos, y de estos sí es posi
ble pensar que están necesariamente enlazados en una ex
periencia, haciendo asimismo posible el concepto de causa,
80
no sólo según su objetiva realidad en consideración de los
objetos de la experiencia, sino también como deducible
como concepto a priori del puro entendimiento, sin recu
rrir a fuentes empíricas (KpV, 53/81-2).
Aunque esta categoría de causalidad sólo sea aplicable
a cosas que sean objeto de una experiencia posible —es
decir, dadas en la intuición— ello no impide que por su
medio se puedan pensar (denken) objetos, aun cuando no
determinarlos a priori. La pretensión de aplicar esta cate
goría al conocimiento teórico del objeto en cuanto noúme
no está condenada por la Crítica de la Razón Pura, pero
nada lo impide para el uso práctico de la razón pura, «cosa
que sería imposible si, según Hume, el concepto de causa
lidad encerrase algo imposible de pensar en modo alguno»
(KpV, 54/83).
Este uso práctico resulta de la doble relación en que se
halla el entendimiento: por una parte, con los objetos; por
otra, con la facultad de desear. Esta última, denominada
voluntad (Wille), se llama pura en cuanto el entendimien
to puro —en este caso, razón ( Vernunft) — es práctico por
la mera representación de una ley (KpV, 55/83-4). El fak-
tum de la ley moral —de la conciencia de la obligación
incondicionada— muestra a priori la realidad objetiva de
una voluntad pura —o razón pura práctica— que es inevi
tablemente determinada, aunque no por principios empí
ricos.
Pero el concepto de voluntad, que es el de una facul
tad, o bien de producir objetos que corresponden a las re
presentaciones, o bien al menos de determinarse a sí misma
a la realización de esos objetos (KpV, 15/27), incluye el
concepto de causa; consiguientemente, en el concepto de
una voluntad pura está asimismo incluido el concepto de
una causalidad con libertad, no determinable por leyes de
la naturaleza e incapaz por tanto de intuición empírica
como prueba de su realidad: el concepto de una causa nou-
menon, no contradictorio, pero vacío para el uso teórico,
resulta en cambio indispensable para el uso práctico de la
razón, en relación con la ley moral.
Pero la definición que ofrece Hume del concepto de
causa, al privarle de realidad en el uso teórico del conoci
81
miento, no ya sólo en relación con las cosas en sí mismas
(lo suprasensible) sino incluso en relación con los objetos
del conocimiento empírico, lo vacía de significación (Bedeu-
tung), convirtiéndolo, como concepto teóricamente imposi
ble, en algo enteramente inútil y cuyo uso práctico se vuel
ve, por ello mismo, absurdo (KpV, 56/85).9
Lo que Kant reprocha a Hume es, a fin de cuentas, el
haber hecho imposible con su definición de causa la no
ción de causalidad en libertad. Y no sólo porque sin él sea
imposible la moralidad, sino porque la razón teórica misma
tiene que asumir ai menos la posibilidad de una libertad
para colmar una necesidad suya propia. La idea de la li
bertad como una facultad de espontaneidad absoluta no es
tan sólo una necesidad sino, en lo que se refiere a su posi
bilidad, un principio analitico de la razón pura especulati
va (KpV, 48/75).
Kant objeta a Hume la falacia metodológica que peca
«contra todas las reglas fundamentales del procedimiento
filosófico (y que consiste) en aceptar ya anticipadamente
como resuelto aquello que se debe resolver a continuación»
(KpV, 63/95). Pues, como afirma en las lineas inmediata
mente precedentes, «aun si nosotros no supiésemos que el
principio de la moralidad es una ley que determina a prio-
ri a la voluntad, deberíamos sin embargo, para no aceptar
gratuitamente principios, dejar sin decidir (unausgemacht),
por lo menos al comenzar, si la voluntad tiene sólo funda
mentos de determinación empíricos o si los tiene también
puros a priori». Para Hume, en cambio, esta cuestión —y,
consecuentemente, la suerte de la razón práctica como rea
lidad y de la Ética como ciencia de las leyes de la liber
tad — la deciden de antemano los presupuestos reduccio
nistas de la metodología necesaria para «introducir el mé
todo experimental de razonamiento en los asuntos morales»
—como reza el subtítulo del Tratado de la Naturaleza Hu
mana.
En efecto, si convenimos en llamar «naturalismo» a la
tesis que sostiene que «las proposiciones y las investiga
ciones éticas no son, en último término, más que una su
bespecie de las naturales»10 parece obvio afirmar que, desde
el punto de vista epistemológico, el naturalismo es, en esen
82
cia, una forma de reduccionismo —en este caso, reducción
de las cuestiones normativas relacionadas con la justifica
ción a cuestiones de hecho susceptibles de explicación cau
sal y, en consecuencia, reducción de la ética a psicología o
a sociología de la moralidad. Todo lo cual implica en defi
nitiva la exclusión del ámbito de la racionalidad de una
genuina racionalidad distintivamente normativa— de la
razón práctica, en definitiva.
En la introducción al Tratado Hume incluye la Moral
en el ámbito de las ciencias «cuya conexión con la natura
leza es más íntima y cercana», adelantando así su propósi
to de explicar, mediante las operaciones de la naturaleza
humana, las manifestaciones de esos sentimientos peculia
res que crean el universo de la moralidad. Este punto de
vista metodológico permanece invariable, no obstante el
desplazamiento del acento hacia los contextos sociales de
la institución de la moralidad, una década más tarde cuan
do en la primera Investigación identifica la Filosofía Moral
con la ciencia de la naturaleza humana (EU, 5) y da por
sentado, en la segunda, que «(para) descubrir el verdade
ro origen de la moral» (EM, 173) el único método posible
es el observacional, comparativo e inductivo. Éste nos per
mite «alcanzar los fundamentos de la ética y hallar los prin
cipios universales de los que derivan en última instancia
toda censura y toda aprobación; y como esta es una cues
tión de hecho —question o f fací—, no de ciencia abstrac
ta, sólo podemos esperar el éxito si seguimos el método
experimental y deducimos las máximas generales de la mo
ralidad de la comparación de ejemplos particulares» (EM,
174).
De esta forma, una vez que llegamos a saber qué es lo
que los hombres de hecho aprueban y llaman virtuoso, o
censuran y llaman vicioso, el siguiente paso consiste en ex
plicar «el modo como y las razones por las que los hom
bres de hecho aprueban o desaprueban ciertos tipos de con
ducta o de carácter»." Y, básicamente, dichas razones hay
que buscarlas en el hecho de que «ciertas cualidades per
manentes de la naturaleza humana (llevan a los hombres)
a emitir juicios morales que implican actitudes de alaban
za y censura».12 Pero es importante tener en cuenta que el
83
razonamiento de Hume no afirma que porque los hechos
de la naturaleza humana son tales y cuales, los hombres
deben comportarse de tal y cual forma —esto queda veta
do por la tesis que el propio Hume sostiene en el contro
vertido pasaje del Tratado sobre las relaciones entre is y
ought (THN, 469)— sino que, porque son tales y cuales,
los hechos en cuestión son la causa de que los hombres
aprueben o desaprueben tales o cuales acciones y que juz
guen que deben comportarse de cierta manera.
Desde un punto de vista metodológico nada hay que
objetar en principio al propósito de llevar a cabo una in
vestigación empírica sobre los hechos de la moralidad y
su relación con los demás hechos de la naturaleza humana
en particular y de la naturaleza física en general. Más aún,
la única manera de hacerlo es partir del supuesto de que
las acciones humanas de las que podemos tener conoci
miento empírico están necesariamente determinadas. Hume
descarta el vulgar y censurable método seguido en los de
bates filosóficos por quienes intentan refutar una hipótesis
con el pretexto de sus peligrosas consecuencias para la re
ligión y la moralidad, y afirma que la doctrina de la nece
sidad, de acuerdo con su propia explicación de ella, no sólo
no es nociva sino que hasta es provechosa para ambas, ya
que hace posible, entre otras cosas, la imputación de res
ponsabilidades por las acciones virtuosas y viciosas y su
congruente premio o castigo (THN, 408 s.).
Hume reconoce que podemos experimentar una falsa
sensación, no sólo de la libertad de espontaneidad —la au
sencia de coacción— sino incluso de la libertad de indife
rencia —que implica una negación de la necesidad y de
las causas (THN, 407)— que puede servirnos de argumen
to en favor de su existencia. Y, aunque cuando reflexiona
mos sobre las acciones humanas, es decir, cuando las con
templamos como acciones ya realizadas, raras veces tene
mos consciencia de ese aflojamiento de* los lazos de la
necesidad en que se supone consiste la libertad de indife
rencia, cuando actuamos, es frecuente que tengamos la sen
sación de algo parecido a esto, y lo consideremos como una
prueba intuitiva de la libertad. Imaginamos sentir así una
libertad en nuestro interior. Pero «un espectador habitual
84
mente puede inferir nuestras acciones partiendo de nues
tros motivos y de nuestro carácter; e incluso cuando no
puede, concluye generalmente que podría, si tan sólo estu
viera perfectamente informado de cada circunstancia de
nuestra situación y nuestro temperamento, y de los resor
tes más recónditos de nuestra complexión y disposición. Y
esta es la esencia misma de la necesidad» (THN, 408-9).
En lo que afirma, que no en lo que niega, Kant suscri
be este razonamiento casi en sus propios términos, por
ejemplo en la Solución de la Idea Cosmológica de Totali
dad en la Derivación de los Acontecimientos del Mundo a
partir de sus Causas, en el libro II de la Dialéctica Tras
cendental, con la pretensión, además, de mostrar la posi
bilidad de lo que Hume niega. En efecto, Kant reconoce
que todas las acciones del hombre «están determinadas
según el orden de la naturaleza según su carácter empírico
(entendiendo por "carácter” la ley de su causalidad» [B
567/A 539]): si pudiéramos investigar hasta el fondo todos
los fenómenos de su voluntad, no habría ninguna acción
humana que no pudiésemos predecir con exactitud y re
conocer como necesaria a partir de sus condiciones prece
dentes.
En lo que respecta a este carácter empírico no existe la
libertad, pero sólo en este carácter podemos considerar al
hombre cuando nos limitamos a observar (beobachten)
—como algo distinto de actuar (handelen)—. Y, como ocu
rre con la antropología (lo que hoy llamaríamos psicolo
gía), «queremos investigar fisiológicamente las causas que
motivan sus acciones» (B 577/A 549). Pero páginas antes,
ya Kant había hecho notar que «aquí nos encontramos con
lo que ocurre en general con la contradicción en que incu
rre una razón que pretende ir más allá de los límites de la
experiencia posible: que el problema, propiamente hablan
do, no es fisiológico sino transcendental. La cuestión de la
posibilidad de la libertad afecta sin duda a la psicología,
pero como se apoya en argumentos dialécticos de la mera
razón pura, el problema y su solución pertenecen exclusi
vamente a la filosofía transcendental» (B 563/A 535).
Y esto es justamente lo que los supuestos de Hume —la
suposición «común, pero falaz, de la absoluta realidad de
85
los fenómenos» (B 564-5/A 536-7)— niegan. En el primer
libro del Tratado las afirmaciones de Hume a este respec
to son taxativas: «como todas las acciones y sensaciones
de la mente nos son conocidas por medio de la conscien
cia, necesariamente deben aparecer lo que son y ser lo que
aparecen (appear what they are and be what they appear).
Toda cosa que entra en la mente, al ser en realidad —su
braya Hume— una percepción, es imposible que algo pueda
aparecer diferente al sentir (feeling —subraya Hume—).
Esto sería suponer que incluso allí donde somos máxima
mente conscientes, pudiésemos estar equivocados» (THN,
190).13
Para Kant, como ya se ha visto, el fondo de la cuestión
en el conflicto entre naturaleza y libertad consiste en saber
«si la libertad es en general (überall) pura y. simplemente
posible, y si lo es, si puede coexistir con la universalidad
de la ley natural de la causalidad» (B 564/A 536) y, por
consiguiente, hay que preguntarse si es verdadera la dis
yunción que expresan la tesis y la antítesis del Tercer Con
flicto de las Ideas Transcendentales —la Tercera Antino
mia (B 472-3/A 444-5)— según la cual, «todo efecto en el
mundo se origina, o bien en la libertad, o bien en la cau
salidad, o si no será más bien que en uno y el mismo acon
tecimiento ambas pueden encontrarse en diferentes relacio
nes» (ibíd.). Pero como todos los acontecimientos del
mundo sensible obedecen leyes invariables, el problema
consiste entonces en saber si estas leyes excluyen totalmen
te la libertad.
Si la naturaleza se toma como causa suficiente y total
de todo acontecimiento, no hay lugar para la libertad:
«como la interconexión plena y total de todos los fenóme
nos en un concepto de naturaleza representa una ley ine
luctable, ésta tiene que abolir toda libertad si uno se obs
tina en aferrarse a la realidad de los fenómenos» (B 565/A
537). Pero «si los fenómenos no se toman por más de lo
que son, no cosas en sí, sino representaciones interconec
tadas según leyes empíricas, deben tener fundamentos que
no sean fenónenos» (ibíd.). Y estos fundamentos hay que
buscarlos en un objeto transcendental (B 566/A 538), una
causa noumenon, inteligible, que está junto con su causa
86
lidad fuera de la serie de las condiciones empíricas. Nada
impide atribuir al carácter empírico del hombre una cau
salidad fenomenal, y al carácter inteligible una causalidad
inteligible (B 567/A 539). Según su carácter empírico este
sujeto actuante está, en cuanto fenómeno, determinado cau
salmente: sus efectos brotan ineluctablemente de la natu
raleza, y sus acciones son, como Hume pretende, explica
bles según leyes naturales (B 568/A 540).
Ahora bien, cabe preguntarse qué elementos de la ex
periencia hacen plausible la suposición de semejante tipo
de causalidad. La contraposición de los conceptos humea-
no y kantiano de la razón práctica se hace patente en el
análisis de lo que podríamos considerar el dato radical de
la experiencia moral: la consciencia del deber. El análisis
de Hume reintegra el concepto de deber al único mundo
de la determinación causal de las operaciones de la natu
raleza. Para Kant, en cambio, la conciencia del deber, a
cuyo través se manifiesta la ley moral, proporciona, «si no
visión (Aussicht) alguna, sí, en cambio, un hecho (Faktum)
que los datos (Datis) todos del mundo sensible y nuestro
uso teórico de la razón, en toda su extensión, no alcanzan
a explicar. Un hecho que anuncia un mundo puro del en
tendimiento, lo determina incluso positivamente y nos da
a conocer algo de él, a saber, una ley» (KpV, 43/67-8).
Pero los presupuestos empiristas de Hume limitan con
siderablemente el papel de la razón en el discernimiento
de las características que hacen buena o mala una acción
desde el punto de vista moral, y predeterminan asimismo
el papel que se le atribuye como motor de la voluntad. El
entendimiento, para Hume, se ejerce tan sólo de dos for
mas: «en cuanto considera las relaciones abstractas de
nuestras ideas, o aquellas otras relaciones entre objetos de
que sólo la experiencia nos proporciona información (por
lo que) su ámbito apropiado es el mundo de las ideas»,
mientras que el de la voluntad es el de las «realidades»;
en consecuencia, «la demostración y la volición parecen por
ello estar totalmente apartados entre sí» (T, 413).
El papel de la razón se limita al de «guía de nuestros
juicios concernientes a causas y efectos» (T, 414), pero es
incapaz de mover, o impedir el movimiento de, la volun
87
tad, por lo que cabe calificarla de «inactiva en sí misma»
(T, 457) y «(perfectamente inerte» (T, 458). De todo ello se
infiere que, por lo que respecta a los motivos de la volun
tad, la razón sólo puede aspirar a diseñar la mejor estrate
gia para alcanzar las metas previamente establecidas por
las pasiones. Esto es lo que expresa Hume con una formu
lación que él mismo reconoce insólita, al afirmar que «la
razón es y sólo debe ser esclava de las pasiones, y no puede
pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas» (T,
415) o, dicho con otras palabras, que ha de limitarse a es
coger los medios más eficaces para lograr un fin que como
tal escapa a toda determinación o estimación racional.
Esta peculiar opacidad de los fines a las luces de la
razón es la consecuencia más grave de los supuestos em-
piristas de la racionalidad instrumental o teieológica. La
razón puede comparar entre sí las ideas y apreciar sus mu
tuas relaciones abstractas, y las que guardan, «considera
das como copias, con aquellos objetos a los que represen
tan» (T, 415). Por ello, para Hume, los juicios que nuestra
razón formula pueden ser verdaderos o falsos, pero la re
lación concreta que se establece entre los fines y la facul
tad apetitiva pertenece al mundo de la realidad física y no
es específicamente diferente de la que se establece entre
los cuerpos en el espacio.
Cuando Hume califica a las pasiones, con mayor o
menor propiedad, de «existencias originales» o «modifica
ciones de la existencia» y les niega toda ««cualidad repre
sentativa» (T, 415), está expresando su convencimiento de
que las operaciones de las pasiones son un hecho bruto de
la naturaleza humana, tan irremisiblemente dado como la
atracción gravitatoria de los cuerpos celestes; y que, por
consiguiente, es posible todo lo más formular a modo de
leyes las regularidades y constancias que se manifiestan a
la observación empírica. Pero no cabe, sin embargo, juz
gar de dichas relaciones según su conformidad a norma
alguna, alética o deóntica, que permita calificarlas de ver
daderas o falsas, de virtuosas o viciosas: la naturaleza es,
en cuanto tal, ultima ratio y norma sui.
De la experiencia, en efecto, no se puede extraer el con
cepto de obligatoriedad moral, que desempeña en los asun
88
tos morales una función análoga a la del concepto de causa
en materia de conocimientos. Los hechos son lo que son y
ninguna deducción permite colegir, partiendo de ellos, lo
que deban ser. Esta es la falacia que cometen los «siste
mas vulgares de moralidad», cuyos autores, «tras proceder
durante algún tiempo en la forma ordinaria de razonar y
establecer la existencia de Dios o hacer observaciones a pro
pósito de asuntos humanos, de repente nos sorprenden al
emplear proposiciones que, en vez de estar conectadas por
la habitual cópula "es” o “no es”, están todas conectadas
con “debe” o “no debe". Este cambio es imperceptible, pero
tiene importantes consecuencias. Porque como este "debe"
o "no debe" expresa alguna relación o afirmación nueva,
es necesario que se la observe y explique, y que, al mismo
tiempo, se ofrezca una razón de algo que parece absoluta
mente inconcebible: de cómo esta nueva relación puede ser
deducida de otras que son enteramente diferentes de ella»
(T, 469).
Pero esta explicación no puede proporcionarla la razón,
pues no es ni una relación entre ideas ni una cuestión de
hecho. Para ilustrar esta imposibilidad Hume propone el
análisis de ciertos ejemplos (T, 464-70) cuyas conclusiones
permiten a Hume establecer que las distinciones morales
no son ninguna de ambas cosas. Pero como unas y otras
son los únicos objetos posibles de las operaciones de la
razón, tal como la concibe Hume, no hay más alternativa
que la reintegración de las distinciones morales —del con
cepto de deber, en definitiva— al ámbito de operación de
las pasiones: «nunca podréis descubrir (el vicio) hasta el
momento en que dirijáis la reflexión a vuestro propio pecho
y encontréis allí un sentimiento de desaprobación que en
vosotros se levanta contra esa acción: he aquí una cues
tión de hecho, pero es objeto del sentimiento, no de la
razón» (T, 468-9).
La percepción de las características y cualidades empí
ricas de la acción desencadena el mecanismo causal origi-
nador de las pasiones —en el caso del deber moral, los
sentimientos de aprobación y desaprobación. La naturale
za «por medio de una absoluta e incontrolable necesidad
nos ha determinado a realizar juicios exactamente igual que
89
a respirar y a sentir» (T, 183). Las pasiones, directas o
indirectas, se originan naturalmente en el placer o el dolor,
porque la mente, «por un instinto original tiende a unirse
al bien y evitar el mal» (T, 438). En la interpretación na
turalista de Hume, este impulso originario o instinto inex
plicado en sí mismo es el que lo explica todo (T, 439).
En el mundo, ciertamente hay hechos que podemos lla
mar morales, pero en nada fundamental difieren de los he
chos de la naturaleza en general, o la naturaleza humana
en particular. La calificación de buenos o malos ni descu
bre ni añade nada nuevo —«no new fact to be ascertained,
no new relation to be discovered» (EM, 290): no queda más
que sentir, por nuestra parte, algún sentimiento de censu
ra o de aprobación a partir del cual declaramos la acción
criminal o virtuosa (EM, 291). No se trata, por tanto, de
que los hechos sean objeto de tales sentimientos; más bien
los sentimientos mismos son los hechos. En el mundo de
los hechos, en el único mundo, no hay lugar para el deber.
Hay reminiscencias humeanas en la afirmación de Witt-
genstein según la cual lo ético es lo místico, lo inefable, lo
que está fuera del mundo como totalidad der Sachverhal-
ten.
Hemos visto que tanto para Hume como para Kant, la
existencia de algún tipo de experiencia de obligación es el
punto de partida de la investigación de la naturaleza de la
moralidad. Los presupuestos gnoseológicos y metafísicos de
Hume —su empirismo y su implícito monismo metafísico—
no sólo hacen imposible la deducción del deber moral a
partir del ser de los hechos de la naturaleza —cosa en la
que Kant está de acuerdo— sino que hacen necesaria la
reducción del deber moral a la condición de hecho natural.
Para Kant, «el deber (sollen) expresa una especie de nece
sidad y de enlace con fundamentos que no aparece en nin
guna parte en la naturaleza; el entendimiento sólo puede
conocer, a propósito de ésta, lo que es, o ha sido o será...
El deber, si uno se atiene tan sólo al curso de la naturale
za, no tiene el menor significado (ganz und gar keine Be-
deutung)» (B 575/A 547).
Si el concepto de causalidad implicara de suyo el ser
aplicable tan sólo en la experiencia sensible, esto es, «si
90
toda causalidad en el mundo sensible es meramente natu
raleza» (blofi Natur) (B 562/A 534), todo acontecer estará
determinado por otro en el tiempo según leyes necesarias
—y esto en virtud de la Segunda Analogía de la Experien
cia, Principio de la Sucesión en el Tiempo de acuerdo con
la Ley de Causalidad (B 232). Los fenómenos, al determi
nar la voluntad, harían de las acciones de ésta un efecto
necesario y convertirían en necesaria toda acción. La nega
ción de la libertad transcendental tiene que implicar nece
sariamente la eliminación de toda libertad práctica porque
ésta presupone que, aunque algo no haya ocurrido, debió
sin embargo ocurrir; y que su causa en el ámbito del fenó
meno no es tan determinante que excluya una causalidad
de nuestra voluntad, la cual, independientemente de dichas
causas naturales, e incluso en contra de su fuerza e influen
cia puede producir algo que está determinado en la orde
nación temporal según leyes empíricas y que puede así ini
ciar una serie de acontecimientos enteramente por sí misma
(ganz von selbst) (B 562/A 534).
Pero entonces es necesario considerar estas acciones en
relación con la razón —no la especulativa, para explicar
(erkláren) su existencia, sino la práctica, en cuanto causa
de su producción (erzeugen)— y descubrir así un orden de
regulación distinto del orden natural: «porque tal vez no
debió ocurrir lo que, no obstante, ocurrió según el curso
normal de la naturaleza, y que, según sus fundamentos em
píricos inexorables, tenía que ocurrir» (B 577-8/A 549-50).
Merece señalar de paso que este es el único fundamento
ontológico de toda utopía moral o política.
En la Aclaración Crítica de la Analítica de la Razón
Pura Práctica, Kant critica a todos aquellos que siguen cre
yendo «poder explicar esta libertad según principios empí
ricos como cualquier otra facultad natural, «onsiderándolu
como propiedad psicológica cuya explicado’' depende so
lamente de una investigación más exacta de la naturalezi-
del alma y de los motores de la voluntad, y no como pre
dicado transcendental de un ser que pertenece rl mundo
de los sentidos... suprimiendo de ese modo la magnífica
perspectiva (die herrliche Eróffnung) que abre ante noso
tros la razón pura práctica por medio de la ley moral, esto
91
es, la perspectiva de un mundo inteligible mediante la rea
lización del concepto por lo demás transcendente (trans-
zendent) de la libertad, suprimiendo con esto la ley moral
misma, que no acepta absolutamente ningún fundamento
de determinación empírico» (KpV, 94/136). Para impedirlo
es preciso exponer al empirismo en toda la desnudez de
su superficialidad, y negar su afirmación básica según la
cual la razón sólo puede mover la voluntad por medio del
deseo.
En efecto, si, como hemos visto afirmar a Hume, sólo
las pasiones, originadas en el placer o el dolor —en otras
palabras, en el bien, tal y como se manifiesta empíricamen
te— son capaces de mover la voluntad, ésta queda engra
nada en la serie de las causas naturales, y la consecuencia
de ello es la heteronomía de la razón práctica, de la que
nunca puede surgir una ley moral que mande universal
mente a priori (KpV, 65/97). Por el contrario, «la autono
mía de la voluntad (que) es el único principio de todas las
leyes morales y de los deberes conformes a ellas» sólo es
posible si se admite a su vez la posibilidad de que «la razón
pura —no empírica— por sí sola baste para la determina
ción de la voluntad», lo que a su vez exige «un concepto
de causalidad justificado por la crítica de la razón pura,
aunque incapaz de exposición empírica alguna, a saber, el
concepto de libertad» (KpV, Introducción).
El hecho del que hay que partir como dado, el análisis
de cuyas condiciones transcendentales de posibilidad nos
revela la existencia de la libertad, al que Kant llama «hecho
de la razón», es la consciencia de la ley moral. En pala
bras de Beck, «si alguien cree que un imperativo es válido
para él, entonces este es, en esa misma medida, válido para
él, y en el hecho mismo de ser consciente de una exigencia
válida se muestra que la razón es práctica. Y esto es cier
to con independencia de que el imperativo exprese una exi
gencia que sea de hecho válida o no. Hasta para poder
equivocarse a este respecto es necesario poseer un concep
to a priori de la normatividad».14
Argüir contra esto es tan ridículo como intentar demos
trar por medio de la razón que no existe la razón (KpV,
Prólogo). En efecto, como afirma Kant en el capítulo 3 de
92
la Fundamentación, «todo ser que no puede obrar de otra
suerte que bajo la idea de libertad, es por eso mismo ver
daderamente libre en sentido práctico. No estamos obliga
dos a demostrar también la libertad en su perspectiva teó
rica. Porque aun cuando quede sin decidir (unausgemacht)
este punto último, sin embargo, las mismas leyes que obli
garían a un ser que fuera verdaderamente libre valen tam
bién para un ser que no puede obrar más que bajo la idea
de su propia libertad» (GMS, 448/113).
Pero la idea de libertad se expresa en la ley moral, y
por lo tanto, ser conscientes de la obligación moral, es
decir, de la ley, es lo que constituye el hecho de la razón
pura práctica. Esto es lo que expresa la formulación de la
Crítica del Juicio: «cosa muy notable, encuéntrase incluso
una idea de la razón (que en sí no es capaz de exposición
alguna y, por lo tanto, de prueba alguna teórica de su po
sibilidad) entre los hechos (unter den Tatsachen), y esta
es la idea de la libertad, cuya realidad (Realitat), como una
especie particular de causalidad (cuyo concepto sería trans
cendente en el sentido teórico) se deja exponer (dartun)
por leyes prácticas de la razón pura y conforme a ellas
en acciones reales (wirklich), por tanto en la experiencia.
Es la única idea, entre todas las de la razón, cuyo objeto
es un hecho (Tatsache) y debe ser contado entre los sci-
bilia» (KU, 91).
Esta exposición debe detenerse aquí y contentarse con
haber contribuido a señalar las dificultades con que tro
piezan una gnoseología empirista y una metafísica monis
ta incluso para explicar el hecho de la consciencia moral:
la distinción entre el mundo de la apariencia y el mundo
inteligible es una presuposición necesaria de la teoría ética
de Kant, y es su conclusión principal a su crítica de la me
tafísica especulativa. Como señala Beck, gracias a este dua
lismo, la ciencia queda limitada en dos aspectos: se fija
un límite allende el cual el conocimiento científico no puede
extenderse, y se establece la posibilidad de que la ley na
tural no sea la única fórmula de causalidad. Pero esto no
excluye que más allá del ámbito de la ciencia pueda exis
tir otro uso de la razón.15
En el Prólogo a la Segunda Edición a la Crítica de la
93
Razón Pura Kant manifiesta que «ha encontrado necesario
negar el conocimiento (Wissen) para hacer sitio a la fe
(Clauben). El dogmatismo de la metafísica, es decir, el pre
juicio de que es posible proceder en ella sin una previa crí
tica de la razón pura, es la fuente de toda la incredulidad
(Unglaube), siempre muy dogmática, que contradice la mo
ralidad» (B XXX). Como bien ha visto Beck, si esta nega
ción del conocimiento no se hubiera llevado a cabo sobre
sólidos fundamentos epistemológicos y no por el mero
deseo u oscurantismo, habría sido la moralidad la que hu
biera tenido que negar, y no la ciencia (ibid.).
Al comienzo de la Dialéctica de la Razón Pura Prácti
ca, Kant afirma que la razón pura, tanto en su uso espe
culativo como práctico tiene su dialéctica, porque «exige la
absoluta totalidad de las condiciones para un condiciona
do dado, y ella sólo puede ser hallada absolutamente en
cosas en sí mismas». Surge así una inevitable ilusión
(Schein) al querer aplicar las ideas de lo incondicionado a
fenómenos que no son cosas en sí mismas; ilusión que se
delata por una contradicción de la razón consigo misma.
Pero la necesidad de hallar los orígenes y la supresión de
dicha ilusión lleva a una crítica completa de toda la facul
tad pura de la razón, de tal manera que la antinomia de la
razón pura, que se manifiesta en su dialéctica, es, en reali
dad, el error más beneficioso (die wohltatigste Verirrung)
en que ha podido incurrir jamás la razón humana, pues
nos empuja finalmente a buscar la clave para salir de este
laberinto, y esa clave, una vez hallada, nos descubre ade
más lo que no se buscaba y sin embargo se necesita, a
saber: una perspectiva (Aussicht) en un orden de las cosas
más elevado e inmutable, en el que estamos ahora y en el
que podemos en adelante atenernos, según preceptos de
terminados, a continuar nuestra existencia de conformidad
con la suprema determinación de la razón.
Tal vez no haya en toda la obra de Kant un pasaje más
ilustrativo de la dimensión providencialista y cristiana de
su pensamiento moral. Resulta un efecto imposible no per
cibir en estas palabras de Kant el trasunto racionalizado
de la concepción agustiniana de la felix culpa que merecie
ra a los hombres tan digno redentor.
94
NOTAS
95
dido al volumen III (1740) Hume califica esa lectura de errata que afec
ta al sentido y la corrige de modo que se lea en su lugar «(being in
reality) a perception» (THN 636).
14. L.W. Beck, o.c., p. 169.
15. L.W. Beck, o.c., p. 26.
96
HABERMAS EN EL «REINO DE LOS FINES»
(Variaciones sobre un tema kantiano)
Javier Muguerza
97
zar en ella hasta convertirla en una concepción moral, me
tafísica e incluso religiosa».2 Cualquier cosa que sea lo que
acontezca con la doctrina de Rousseau, lo que nos interesa
aquí es precisamente esa su profundización por parte de
Kant. Dejemos, por tanto, a un lado de momento sus im
plicaciones filosófico-políticas y concentrémonos en el meo
llo ético de la doctrina del reino de los fines.
Un afamado pasaje de la Fundamentación de la metafí
sica de las costumbres define dicho reino de los fines como
«la sistemática asociación de una diversidad de seres ra
cionales bajo leyes comunitarias (die systematische Verbin-
dung verschiedener vernünftiger Wesen durch gemeinschaft-
liche Gesetze)».3 Los seres racionales pertenecen a aquella
asociación como miembros cuando son a un tiempo cole-
gisladores de las leyes comunes que la rigen y se hallan
ellos mismos sometidos a tales leyes, lo que no sólo los
hace libres sino asimismo iguales entre sí. Kant no descar
ta que esos miembros, en la medida en que detenten una
serie de «diferencias personales», puedan perseguir «fines
privados». Mas su consideración como seres racionales im
pone hacer abstracción de las primeras y prescindir de los
segundos.4 Pues los fines que determinan su condición de
miembros de la asociación no son los fines «relativos» que
cada cual pudiera proponerse a su capricho y que, en rigor,
son sólo medios para la satisfacción de este último, sino
aquellos «fines en sí mismos» que, como tales, ya no po
drán servir de meros medips para ningún otro fin. Pero
eso es justamente lo que distingue de las cosas a las per
sonas o seres racionales, y de ahí que Kant afirme que
«todos los seres racionales se hallan sujetos a la ley de que
ninguno de ellos debe nunca tratarse a sí mismo ni tratar
a los demás meramente como un medio, sino siempre al
mismo tiempo como un fin en sí (dass jedes derselben sich
selbst und alie anderen niemals bloss ais Mittel, sondern
jederzeit zugleich ais Zweck an sich selbst behandeln
solle)».5 De donde se desprende que el reino de los fines,
presidido por el imperativo categórico kantiano en una ver
sión del mismo sobre la que enseguida habremos de vol
ver, es ante todo la expresión de lo que Kant entiende por
el orden de la moralidad.
98
Por lo demás, y como Beck nos advertía, la doctrina
del reino de los fines incorpora otros muchos ingredientes
que no cabría calificar de puramente éticos y cuya sola
mención obliga a traspasar las fronteras de la metafísica y
hasta las de la religión. Kant, que en la Fundamentación
concluye presentando el mundo de los seres racionales
como un mundus intelligibilis,6 era sin duda bien conscien
te de ello y había anunciado ya —al comienzo de su expo
sición— que «aunque uno se resista a darlo, es menestar
dar un paso más e internarse en la metafísica, si bien en
una esfera de la metafísica distinta de la especulativa, a
saber, la metafísica de las costumbres».7 Pero el interna-
miento va en rigor más lejos que todo eso, pues Kant in
cluye entre los habitantes del reino de los fines —que coin
cide con el «mundo moral» anteriormente descrito, en la
Crítica de la razón pura, como un «corpus mysticum de
los seres racionales»8— no sólo a sus súbditos o «miem
bros» (Glieder), sino también a un soberano o «jefe» (Ober-
haupt), presumiblemente identificado con Dios, esto es, con
una voluntad santa que en virtud de su condición no nece
sita hallarse sometida a ninguna legislación moral.9 En
cuanto a los miembros mismos, el contexto de la presenta
ción de la doctrina no deja lugar a dudas de que Kant está
pensando en el género humano, como lo muestra su apli
cación de la noción de «fin en sí» (Zweck an sich selbst)
en la solemne aseveración de que «el hombre, y en general
todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo
como medio para usos cualesquiera de esta o aquella vo
luntad».10 E incluso en la ulterior Crítica de la razón prác
tica, donde aparentemente Kant se olvida de la doctrina
del reino de los fines, «el hombre (y con él todo ser racio
nal)» seguirá siendo considerado como alguien que «no
puede ser nunca utilizado por nadie (ni siquiera por Dios)
únicamente como un medio, sin al mismo tiempo ser fin».11
Cuando, por último, la metafísica de las costumbres y la
de la naturaleza se den kantianamente la mano en la Críti
ca del juicio y asistamos a algo así como la subsunción
—o acaso la generalización— de la doctrina del reino de
los fines en la de una teleología universal, volveremos a
encontrarnos con el hombre entendido como fin en tanto
99
que sujeto moral, a saber, como «fin final» (Endzweck)
—más bien que como «último fin» (letzter Zweck)— de la
creación,12 puesto que el punto de vista teleológico no arrui
na para Kant la especificidad del punto de vista moral, de
acuerdo con la sagaz observación de la Fundamentación
según la cual «la teleología considera la naturaleza como
un reino de los fines, mientras la moral considera un posi
ble reino de los fines como un reino de la naturaleza: allá
es el reino de los fines una idea teórica destinada a expli
car lo que existe; aquí, una idea práctica al servicio de la
realización de lo que no existe, pero podría llegar a existir
a tenor de lo que hagamos o dejemos de hacer, y ello de
conformidad con esa idea».13 Como vemos, las implicacio
nes metafísicas —antropológicas o teológicas—, cuando no
religiosas —y, en su momento, políticas—, de los textos
kantianos nos inducen a identificar como humana —deje
mos aparte a Dios para nuestros propósitos, aun si tal vez
ello no es nunca del todo hacedero tratándose de Kant— a
la ciudadanía del reino de los fines.
La versión antes mencionada del imperativo categórico
no hace, en definitiva, sino confirmar esa identificación, sin
que haya que dar gran importancia al hecho de que el texto
de Kant transcrito más arriba hable sólo de «seres racio
nales)) y no de hombres. Kant los puede dejar de mencio
nar porque ya ha formulado páginas atrás, en la misma
Fundamentación de la metafísica de ¡as costumbres, la ver
sión del imperativo en cuestión como tal imperativo, ine
quívocamente dirigida en este caso al ser humano: «Obra
de modo tal que tomes la humanidad, tanto en tu persona
como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo
como un fin y nunca solamente como un medio».14 La pun-
tualización no es baladí, pues de lo que se trata es de hacer
ver que, aun si los hombres son considerados en ella ex
clusivamente bajo el aspecto de su «racionalidad», la doc
trina del reino de los fines —como la ética de Kant en ge
neral— se ocupa de hombres y no de ectoplasmas.
Pero, por lo demás, Kant reconoce abiertamente que el
posible reino de los fines de que habla es «desde luego sólo
un ideal» (freilich nur ein Ideal),15 como lo es también sin
duda la consideración del ser humano bajo el exclusivo as
100
pecto de su racionalidad. Eso no resta a la doctrina kan
tiana un ápice de su interés, como el llamado «pensamien
to contrafáctico» tendría que habernos hecho comprender
a estas alturas, pues incluso una hipótesis científica com
porta siempre una «idealización» de la realidad y no tiene
de esa manera otro remedio que contrariar a los hechos,
por más que luego esté obligada a congraciarse en una me
dida u otra con los hechos contrariados.16 En cuanto al in
terés de la doctrina, se ha señalado con acierto que éste
estriba en muy gran parte en permitir a Kant un tránsito
del yo al nosotros, esto es, del solipsista «yo trascenden
tal» a ese «nosotros» comunitario que habría de poblar el
reino de los fines.17 Mas, sin regatear a Kant el mérito de
semejante hazaña, convendría no olvidar a este nivel los
límites de la misma. El «nosotros» del reino de los fines es
todavía un «nosotros» rarefacto, un nosotros trascendental
por así decirlo, que podría a lo sumo despertar la atención
del trascendentalismo lingüístico y propiciar de esa mane
ra una interpretación de la comunidad kantiana como una
comunidad de comunicación en que el diálogo se encarga
se de resolver en intersubjetividad la objetividad exigible a
las leyes morales.18 Pero, a decir verdad, ni tan siquiera
está muy claro que el diálogo fuera realmente necesario
para concertar a los miembros de una comunidad idealiza
da como esa que, aunque humana, es concebida por Kant
como una asociación de seres racionales, entre los que
—abstracción hecha de sus diferencias y tenidos por pres
cindibles sus fines e intereses particulares— nada habría
que se oponga a un armonioso consenso de sus volunta
des. Y todavía, en una dirección opuesta a la anterior, la
aludida rarefacción trascendentalista de la comunidad kan
tiana —o, lo que viene a ser lo mismo, su indefinición so-
ciohistórica— podría dar pie a desfavorables comparacio
nes con el tránsito hegeliano-marxista «del yo al nosotros»,
al que usualmente se atribuye la instalación definitiva del
«nosotros» comunitario en la historia y la sociedad.19 Dicha
atribución es muy justa, si bien, como veremos a continua
ción, tampoco en Kant faltan atisbos de un tránsito de ese
género. Y, por lo que hace a la trascendentalidad del reino
de los fines, ésta —que es, claro está, innegable, como que
101
se trata de una pieza doctrinal de Kant, pero no nos con
cierne aquí— no debe confundirse con su contrafacticidad,
sobre la que no es ocioso, en cambio, que volvamos a in
sistir.20 Para expresar la diferencia en dos palabras, el pen
samiento trascendental se despega, como es sabido, de los
hechos para indagar las condiciones de su posibilidad,
mientras que el pensamiento contrafáctico podría también
interesarse por las «condiciones de imposibilidad» de cier
tos hechos y, de este modo, no sólo por lo que hay —como
en el caso de la ciencia— sino, como en el caso de la ética,
por «lo que no hay» pero pensamos que debiera haberlo.21
Pues se podría alegar con Kant que —a diferencia de lo
que ocurre con una «idea teórica» o hipótesis científica—
una hipótesis moral o «idea práctica» es reduplicativamen-
te contrafáctica y su contrafacticidad la exime incluso, ver
sando como versa sobre «lo que no existe, pero podría lle
gar a existir (das, was nicht da ist, aber wirklich werderi
kann)»,22 de la obligación de congraciarse con los hechos,
a los que continuaría testarudamente contrariando mien
tras éstos no se acomoden a sus exigencias.
Sería un error, no obstante, concluir tras de lo dicho
que la ética de Kant vedase a éste abandonar la perspecti
va de la comunidad ideal del reino de los fines y bajar la
mirada a la comunidad real. Por el contrario, ese es el co
metido de su filosofía política, que incluye sendos esbozos
de una filosofía de la sociedad y una filosofía de la histo
ria y —como se anticipaba hace un momento— preludia
en más de un punto a Hegel y hasta al mismo Marx.23 Kant
acredita en ella, desde luego, un robusto sentido de la rea
lidad que no hay por qué pedirle a su filosofía moral ni a
ninguna otra.
Una filosofía moral no tiene por qué ser realista, espe
cialmente si, como la de Kant, rehúsa extraer el deber ser
a partir del ser. Una filosofía política tiene que serlo, en
cambio, si quiere preguntarse por la posible realización del
deber ser en el ser. La de Kant, como digo, es eminente
mente realista, lo que explica que muy a menudo oscile, y
hasta se descoyunte, entre los polos contrapuestos del op
timismo y el pesimismo. En rigor, la realidad social e his
tórica en la que se hubo de fraguar daba tanto para alen
102
tar la confianza ilustrada en el progreso hacia mejor del
género humano cuanto para reforzar la sospecha religiosa
de que acaso el mal sea inerradicable de las relaciones entre
los hombres.24 La primera lleva a Kant a imaginar una or
ganización politica de la humanidad en una comunidad uni
versal de naciones que asegure la paz perpetua sobre la
faz de la tierra, lo que sería sin duda un gigantesco avan
ce en la soñada aproximación de la asociación de los hom
bres bajo «leyes de derecho» a su asociación bajo «leyes
de virtud» o leyes éticas no coactivas; la segunda, tras cons
tatar que el antagonismo de los intereses en el seno de la
sociedad civilizada no es sino la perpetuación de la guerra
de todos contra todos del más salvaje estado de naturale
za, le lleva a contentarse con la aspiración de que la «inso
ciable sociabilidad» (ungesellige Geselligkeit) del hombre
permita hacer a éste virtud de la necesidad y espolee sus
disposiciones naturales en beneficio de la especie.25 Así
pues, sería un certero resumen de su posición la afirma
ción de que Kant «aparece en política fundamentalmente
perplejo: su postura es ecléctica, vacilante, a veces difícil
mente defendible de una acusación de incoherencia».26
Ahora bien, la perplejidad —que ciertamente incluye la va
cilación y hasta a veces pudiera dar la sensación de eclec
ticismo, cuando no de incoherencia— no es aquí sino el
resultado del intento de hacer valer las exigencias de la
ética sin ocultarse, ni ocultar, las dificultades con que tro
pieza la aplicación de sus principios. Rebajar éstos con el
fin de facilitar su aplicación sólo conduciría a desvirtuar
los, mientras que tratar de hacerlos aplicables a costa de
desfigurar la realidad equivaldría a incurrir, ilusa o culpa
blemente, en una forma de autoengaño. Kant rehuyó ho
nestamente esas dos falsas soluciones, arriesgándose así
a la posible acusación de no tener ninguna solución que
ofrecer.
Lo que, en cualquier caso, justifica el esfuerzo no menos
honesto de quienes, como Habermas, perseveran en nues
tros días en el empeño de encontrar soluciones. Considere
mos, por ejemplo, la comparación que Thomas McCarthy
aventura entre el empeño habermasiano y la doctrina kan
tiana del reino de los fines, comparación que articula en
103
torno al problema ético de la forma y el contenido, mate
ria o fin de las máximas morales: «Kant insiste en que las
máximas morales no sólo tienen una forma —la universa
lidad—, sino también una materia o fin; pero, ya que todos
los fines particulares han de ser excluidos como fundamen
to determinante de la acción, el imperativo categórico re
viste —al ser formulado respecto de los fines— la forma
de una restricción de los contenidos admisibles de la voli
ción».27 La distinción entre «forma» y «contenido» a que
McCarthy alude se corresponde en Kant con dos distintas
formulaciones de su imperativo categórico, que cabría res
pectivamente llamar, para entendernos, la «de la universa
lidad» y la «de los fines». En la primera de ellas —en que
el imperativo nos recomienda obrar de modo que quisiéra
mos ver convertidas en leyes universales las máximas de
nuestra conducta— Kant, en efecto, se limita a hacer hin
capié en la «universalidad» de dichas máximas y para nada
hace mención de su posible contenido, que es lo que da al
imperativo su carácter de «formal». En la segunda formu
lación, Kant procede, en cambio, a sugerir «lo que» debe
mos —o, mejor dicho, no debemos— hacer, a saber, obrar
de modo que nunca nos tratemos a nosotros mismos ni a
los demás como meros medios sino siempre al mismo tiem
po como fines, imperativo este que, desde luego, resulta
considerablemente menos «formal» que el anterior. Y, en
este último caso, Kant añade que «un ser racional, en cuan
to fin por su naturaleza y por ende en cuanto fin en si
mismo, debe servir en toda máxima como condición res
trictiva de todos los fines meramente relativos y capricho
sos» y que, puesto que «hay que prescindir enteramente
del fin particular a realizar, [...], el fin no habría de conce
birse aquí como un fin a realizar, sino como un fin inde
pendiente y por lo tanto de modo puramente negativo, a
saber, como algo contra lo que no debe obrarse en ningún
caso».28 Es decir, todos los ((fines a realizar» o fines parti
culares serán sin excepción «fines únicamente relativos».
Y de ahí que, según Kant, no puedan dar lugar a «leyes
prácticas», sino a lo sumo servir de fundamento a «impe
rativos hipotéticos». Mientras que, por su parte, el único
fin específicamente moral o «fin independiente» —el espe
104
cificado en la fórmula del imperativo categórico que dimos
en llamar «de los fines»— no será, en cambio, un «fin a
realizar» en el sentido antedicho y no encerrará ningún con
tenido particular o positivo de la volición, sino sólo una
condición limitativa o —por decirlo de otro modo— un con
tenido negativo. Como inmediatamente veremos, McCarthy
no considera suficiente un contenido de esa índole para
apear al imperativo «de los fines» el tratamiento de «for
malista» —a diferencia de lo que, en su opinión, acontece
con el «modelo discursivo» habermasiano—, pero no ade
lantemos acontecimientos y sigamos los pasos de su argu
mentación: «Tal construcción se halla a la base de la con
cepción kantiana de la política y el derecho. Estos se ocu
pan primariamente de asegurar la libertad negativa del
hombre (esto es, la libertad respecto de toda constricción
externa), que a su vez constituye una condición necesaria
para su libertad positiva (esto es, su autonomía y morali
dad). Más específicamente, mientras la moralidad es asun
to de motivaciones internas —asunto de buena voluntad—,
la legalidad tiene que ver exclusivamente con las acciones
externas, por lo que el problema de la buena organización
del Estado se reduce a ordenar las “inclinaciones egoístas
contrapuestas” de modo que “cada una modere o destruya
los efectos ruinosos de las otras"».29 Para Kant, que enfo
ca la cuestión con la mentalidad de un teórico liberal de la
política, el resultado de aquella ordenación sería el mismo
que si ninguna de dichas inclinaciones existiera, de suerte
que los hombres —e incluso «una raza de demonios, con
sólo que éstos fueran inteligentes»— se verían forzados a
ser «buenos ciudadanos» aun en el caso de no ser moral-
mente «buenas personas». Pues el problema de cómo orga
nizar un Estado no es, según él, sino el de «cómo, dada
una multitud de seres racionales que requieren de leyes uni
versales para su preservación pero cada uno de los cuales
se halla secretamente inclinado a dispensarse de ellas, es
tablecer una constitución tal que, aunque sus intenciones
privadas entren en conflicto, éstas se contrarresten entre
sí y su conducta pública sea la misma que si no alberga
ran dichas intenciones».30 El Estado en el que piensa Kant
coincide, en fin, con un Estado de derecho o «sociedad civil
105
bajo una constitución republicana» y Kant tiene en todo
momento buen cuidado de distinguirlo de una «comunidad
genuinamente moral», pues la moralidad —en cuanto dife
rente de la legalidad— exige que las leyes sean obedecidas
por sentido del deber, lo que presupone la libertad y ex
cluye la coacción de una legislación externa. McCarthy se
halla ahora en situación de comparar a Kant y Habermas,
lo que equivale, en su opinión, a comparar ética formalis
ta y ética discursiva: «Ya que el modelo discursivo requie
re que los "fines a realizar" sean ellos mismos racionaliza
dos —es decir, comunicativamente compartidos en la me
dida en la que sea posible hacerlo así— y que las normas
sociales válidas incorporen esos intereses generalizables, se
acorta en él el hiato entre legalidad y moralidad. El crite
rio del consenso racional bajo condiciones de simetría re
tiene la restricción especificada en la fórmula kantiana del
fin en sí mismo: que la humanidad sea tratada como un
fin y nunca sólo como un medio, es decir, que sirva como
"condición restrictiva de todos los fines meramente relati
vos y caprichosos". Pero dicho criterio va más allá de es
pecificar un "fin independiente" en sí, puesto que asimis
mo especifica los “fines a realizar" en términos de su ca
pacidad de ser comunicativamente compartidos a través del
diálogo racional. En consecuencia, las normas establecidas
como legalmente obligatorias por este procedimiento no
serán ya puramente formales ni se limitarán a delinear ám
bitos de acción compatibles en que los individuos puedan
perseguir sus "inclinaciones egoístas" de modo que "cada
una modere o destruya los efectos ruinosos de las otras".
Por el contrario, tales normas impondrán positivamente
ciertos fines como fines que responden al interés común».31
Al llegar a este punto, cabría, no obstante, preguntarse
si McCarthy no está aquí confundiendo el problema «de la
forma y el contenido» con otro problema ético, al que po
dríamos llamar ahora «de lo uno y lo múltiple». El proble
ma en cuestión no es sino el weberiano problema del «mo
noteísmo» y el «politeísmo» valorativos, en torno al cual
ha dado tantas vueltas el pensamiento de Habermas.32
Pero, para hacernos cargo de su sentido ético profundo,
haremos bien en remontar de nuevo a Kant su planteamien-
106
to: ¿en qué consiste, en términos kantianos, el problema
ético de lo uno y lo múltiple? Para Kant, como es archisa-
bido, la ética pretendía ser «una», esto es, legislar para todo
el mundo, mas sin dejar por ello de exigir que cada uno
de nosotros sea un legislador, esto es, que haya «multitud»
de legisladores. La conciliación entre aquella pretensión y
esta exigencia no es, digamos, fácil de conseguir. Y es du
doso que Kant la consiguiera con su fórmula del imperati
vo categórico de la universalidad que nos recomendaba
obrar de modo que queramos que la máxima de nuestra
conducta se convierta en ley universal, puesto que diferen
tes legisladores podrían muy bien querer universalizar má
ximas de conducta asimismo diferentes e incluso opuestas
entre sí, dando de este modo lugar a legislaciones mutua
mente incompatibles. En orden a hacer frente a semejante
dificultad, la dificultad de articular racionalmente una vo
luntad común a diversos sujetos sin merma de la autono
mía de estos últimos, Habermas ha tratado de reformular
«en términos discursivos» —con la ayuda precisamente de
McCarthy— el precedente imperativo kantiano: allí donde
Kant le hacía decir «Obra sólo según una máxima tal que
puedas querer al mismo tiempo que se tome ley univer
sal», Habermas le hará decir más bien «En lugar de consi
derar cómo válida para todos los demás cualquier máxima
que quieras ver convertida en ley universal, somete tu má
xima a la consideración de todos los demás con el fin de
hacer valer discursivamente su pretensión de universali
dad».33 Lo que la reformulación habermasiana propugna es,
en rigor, la puesta en marcha de un proceso de formación
discursiva de una voluntad racional por el que todos y cada
uno de los participantes en el mismo —tras haber disfru
tado de una simétrica distribución de las oportunidades de
intervenir en la discusión— podrían llegar, si la suerte les
acompaña, a alcanzar un acuerdo o un consenso sobre
aquellos intereses susceptibles de generalización, esto es,
susceptibles de convertirse en interés común, así como, de
paso, sobre aquellas propuestas morales susceptibles de al
canzar el decisivo rango de legislación ética. Pero la idea
se dejaría expresar tal vez más claramente si reparamos
en que aquel proceso de formación «discursiva» de una vo
107
luntad racional viene a querer decir lo mismo para Haber-
mas que el proceso de su formación «democrática».34 Como
más de una vez ha sido señalado, la ética comunicativa o
discursiva habermasiana entraña una concepción participa-
toria de la democracia a la que habría que dar la bienveni
da en estos tiempos, en los que la teoría política al uso
propende a divorciar inexorablemente la democracia de la
participación. Para Habermas, en efecto, la democracia que
daría vacía de toda sustancia ética sin la efectiva partici
pación de los interesados en el diálogo político, que no otra
cosa es lo que envuelve el aludido proceso discursivo de
formación de una voluntad racional; y, ciertamente, sólo a
través de ese diálogo entre los participantes podría tal «vo
luntad» hacerse acreedora en su opinión al calificativo de
«racional». En cuanto a dicha voluntad racional haberma
siana, también se ha subrayado alguna vez su parentesco
con la voluntad general de Rousseau, parentesco sobre el
que hemos de retornar en breve. Pero digamos antes algo
sobre la última raíz de la distinción entre el problema ético
de lo uno y lo múltiple y el más arriba considerado de la
forma y el contenido, cada uno de los cuales se correlacio
na a su vez con una u otra de las dos diferentes formula
ciones del imperativo categórico que hemos venido bara
jando. Como acabamos de ver, el modelo discursivo de Ha-
bermas se enfrentaba al problema de lo uno y lo múltiple
sobre la base de una reformulación del imperativo kantia
no «de la universalidad», en un intento de explicar cómo
una pluralidad de voluntades podrían llegar racionalmente
a concordar —en el seno de lo que para Kant sería la «so
ciedad civil»— acerca de los contenidos positivos de cua
lesquiera normas, esto es, acerca de aquellos fines a per
seguir o «realizar» con sus acciones que hubieran de res
ponder al interés común.35 Pero en el modelo discursivo
no hay, en cambio, rastro —ni probablemente necesidad—
de una análoga reformulación del imperativo kantiano de
los fines, que el modelo se limita a incorporar en lo tocan
te al «fin independiente» o contenido —pues contenido es,
por más que «negativo»— del mismo, a saber, la conside
ración de la humanidad como un fin y no sólo como un me
dio, erigida por Kant en el pilar de la «comunidad moral».
108
No es seguro, por tanto, que Habermas —a quien
McCarthy cede la palabra— pueda presumir de que, en su
modelo, «la contraposición entre las áreas respectivamente
reguladas por la moralidad y la política queda relativiza-
da, y la validez de todas las normas pasa a hacerse depen
der de la formación discursiva de la voluntad de los po
tencialmente interesados», pues «(aunque) ello no excluye
la necesidad de establecer normas coactivas, dado que
nadie alcanza a saber —al menos hoy por hoy— en qué
grado se podría reducir la agresividad y lograr un recono
cimiento voluntario del principio discursivo [...] sólo en este
último estadio, que por el momento no pasa de ser un sim
ple constructo, devendría la moral una moral estrictamen
te universal, en cuyo caso dejaría también de ser “mera
mente” moral en los términos de la distinción acostumbra
da entre derecho y moralidad».36 Por el contrario, alguien
podría dudar de que esa mescolanza de moralidad, por un
lado, y política y derecho, por el otro, constituya ninguna
superación del «formalismo» kantiano, superado ya por el
propio Kant en la segunda de las versiones reseñadas de
su imperativo categórico. Pues ni el imperativo que pres
cribe considerar a la humanidad como un fin en sí mismo
—o que proscribe considerarla sólo como un medio— es
tan «formal» como McCarthy y Habermas pretenden dar a
entender ni el modelo discursivo de este último podría por
sí solo determinar el «contenido» de norma alguna, deter
minación que dependerá, en última instancia, de la volun
tad discursivamente formada de los interesados. Y, en un
cierto sentido, cabría decir incluso que el modelo discursi
vo es aún más «formalista» que la ética kantiana, pues Kant
se hubiera sorprendido de oír decir que la dignidad humana
—que es, en definitiva, lo que en aquel imperativo se halla
en juego— necesita ser sometida a referendum, mientras
que en el modelo discursivo parece natural encomendar la
decisión acerca del resto de nuestros fines —comenzando
por la decisión encargada de discernir entre fines particu
lares y fines que responden al interés común— a la con
sulta popular. Como McCarthy escribe a este respecto: «No
todos los intereses son, por supuesto, generalizables. En
cualquier orden político se necesitará del compromiso y ten-
109
drá que haber esferas de acción en que los individuos pue
dan perseguir libremente sus fines particulares. Pero [...]
el compromiso entre esos intereses y la búsqueda de su
satisfacción sólo serán de por sí racionalmente justificables
cuando los intereses en cuestión sean realmente particula
res o no generalizables. Y esto, a su vez, sólo podrá ser
racionalmente decidido a través y por medio del discurso».37
Pero, dejando a un lado por ahora este aspecto de la
cuestión, trataremos de ahondar un poco más en la sus
tancia del modelo discursivo mismo. Según se anticipaba
hace un momento, las dificultades que acechan a la no
ción habermasiana de «voluntad racional» no son sino las
que acechaban a la voluntad general de Rousseau, la cual
se ufanaría de incorporar la «voluntad de cada uno» de los
ciudadanos pero rehusando al tiempo reducirse a la pura
y simple «voluntad de todos» ellos. En opinión de críticos
y comentaristas, semejante noción de «(voluntad general»
tanto podría hallar expresión en una democracia asamblea-
ría cuanto hacernos desembocar en una democracia totali
taria.38 Y de esa ambigüedad cabe al menos percibir algún
eco en la discusión contemporánea de la correlativa noción
habermasiana. Frente a Habermas, Herbert Marcuse sos
tuvo un día que —lejos de ser su resultado— la racionali
dad tendría que preceder al proceso de la formación dis
cursiva de la voluntad, puesto que el esclarecimiento de
esta última no podría ser alcanzado en ningún caso por la
vía del diálogo: «Nosotros podemos formar una voluntad
general solamente sobre la base de la razón y nunca a la
inversa [...]. La racionalidad no puede consistir en un pro
ceso de formación de la voluntad sin más, sino que ese
proceso habrá de ser llevado a cabo o conducido por hom
bres que se atienen a dicha racionalidad; y pensar lo con
trario sería poner las cosas del revés».39 Como él mismo
precisa: «En realidad, en Rousseau no se halla articulado
el problema de la formación de la voluntad general. El ciu
dadano es ya el hombre que, en virtud de su razón, de su
estructura pulsional, no solamente es capaz de distinguir
entre el interés general y el interés privado e inmediato,
sino que, en un caso dado, lo es también de actuar en con
tra de este último. Los citoyens no son ciertamente hom
110
bres cualesquiera, sino hombres que son o se han hecho
ya de otra manera».40 Por la vía de la «estructura pulsio-
nal», de la que Marcuse se vale con el fin de complemen
tar a Rousseau mediante Freud, la razón —que es para él
capaz de determinar por sí misma lo que sea «una vida
mejor en una sociedad mejor»41— tendría siempre que estar
prediscursivamente dada, si ha de contribuir a la forma
ción de una voluntad que sólo gracias a dicha contribu
ción sería racional. Y eso basta para marcar la distancia
que separa a la posición de Marcuse de la de Habermas,
haciendo innecesario proseguir aquí el debate, por lo demás
declaradamente inconcluyente, entre ambos.42 Pero para
poder hacernos cargo cabalmente de cuál sea la posición
habermasiana, quizás fuera instructivo contrastarla con la
recientemente sostenida —en discusión también con Haber-
mas— por Ernst Tugendhat, que, por así decirlo, vendría
a oponerse diametralmente a la de Marcuse: «He aquí la
razón por la que, en mi opinión, las cuestiones morales —y,
en particular, las cuestiones de moralidad política— requie
ren de justificación a través de un discurso entre los inte
resados. Esa razón no estriba, contra lo que Habermas
piensa, en el carácter esencialmente comunicativo del pro
pio proceso del razonamiento moral, sino que habría más
bien que recurrir a un planteamiento inverso: a saber, ha
ciendo ver que una de las reglas a extraer del razonamien
to moral, que en sí mismo pudiera consistir en un razona
miento llevado a cabo en solitario, prescribe que sólo cabe
considerar moralmente justificadas aquellas normas lega
les a las que se ha llegado por medio de un acuerdo de
todos los interesados. Con lo que estaríamos ahora en si
tuación de apreciar que el aspecto irreductiblemente comu
nicativo del proceso no depende de ningún factor cognos
citivo sino de un factor volitivo. Pues lo que torna necesa
ria la exigencia de aquel acuerdo es, en definitiva, la
obligación moral de respetar la autonomía de la voluntad
de cada uno de los interesados».43 Como vemos, el plan
teamiento de Tugendhat está muy lejos del cognoscitivis-
mo de Rousseau, para quien la voluntad general no puede
errar y es siempre recta, pero en lo que ahora nos interesa
reparar es en que en él tampoco sale bien parada' la no
111
ción habermasiana de voluntad racional, puesta en cues
tión por muy distintos motivos que los de Marcuse. Mien
tras que para éste la razón era previa al discurso y el equi
librio de voluntad y de razón quedaba roto del lado de la
razón, lo previo para Tugendhat habrá de ser la voluntad
individual de los interesados —cosa que Habermas no ne
garía en sí misma— pero sin que el acuerdo discursivo pa
rezca tener otro cometido que el de preservar su autono
mía, en cuyo caso el equilibrio se rompería del lado de la
voluntad y Habermas podría decir que el proceso de for
mación discursiva de una voluntad colectiva racional no se
ha llegado a producir en modo alguno.44 Y, de hecho, aquel
acuerdo, tal y como Tugendhat lo concibe, tiene bastante
más que ver con un compromiso, convención o contrato
entre las partes —esto es, con un «acuerdo fáctico»— que
con un consenso habermasiano: «A buen seguro, nosotros
deseamos que el tal acuerdo sea un acuerdo racional, un
acuerdo basado en argumentos y, a ser posible, en argu
mentos morales. Y, sin embargo, lo que en última instan
cia cuenta es el acuerdo fáctico, acuerdo que no tenemos
ningún derecho a desconsiderar arguyendo que no se trata
de un acuerdo racional... Nos encontramos aquí ante un
acto irreductiblemente pragmático, y ello precisamente por
que dicho acto no es un acto de razón, sino de voluntad,
esto es, un acto de decisión colectiva».45 Más que una di
vergencia, aparentemente irreductible, entre su interpreta
ción y la de Habermas, lo que este nuevo texto de Tugend
hat revela, a mi entender, es la tensión que entre voluntad
y razón se da en el interior de la voluntad racional haber
masiana. A diferencia de Marcuse, Habermas no despacha
como irrelevante el dato de la pluralidad de las voluntades
individuales, esto es, el «pluralismo valorativo» concernien
te a lo que se haya de entender por «una vida mejor en
una sociedad mejor», pues tal pluralidad ha de hallarse pre
supuesta —al igual que los intereses privados o los fines
particulares que mueven a esas voluntades— por el propio
discurso.46 Pero, a diferencia ahora de Tugendhat, se re
siste a quedarse ahí y trata de buscar un punto de equili
brio entre la insoslayable «instancia voluntaria» y la no
menos insoslayable «instancia racional». Pues, en su opi-
112
nión, la racionalidad de la voluntad discursivamente for
mada habría de ser puesta a prueba en su capacidad para
alumbrar un interés común, para hacer concordar a los in
dividuos en torno a algún fin último o valor, para instau
rar, en suma, una legislación ética de alcance universal.
Y, tal y como por mi parte veo el asunto, me parece
que ya va siendo hora de caer en la cuenta de que el pro
ceso de formación discursiva de una voluntad racional con
siste efectivamente en un «proceso», de que el equilibrio
de voluntad y de razón en el seno de la voluntad racional
es un equilibrio «dinámico» y no estático, de que la volun
tad racional, en fin, no constituye un érgott sino es consti
tutivamente enérgeia. Para poner un solo ejemplo, pense
mos en el caso de esta decisión política colectiva que es la
decisión democrática. Cuando ésta no es unánime, el modo
más normal como expresar tal decisión es a través del voto
mayoritario. Y, como es sabido, el voto de la mayoría era
para Rousseau no sólo la expresión de la voluntad gene
ral, sino también el encargado de sacar a la minoría de su
«error» y hacerle comprender que no había conseguido ex
presar «rectamente» la voluntad general.47 Si no deseamos
describir nuestra situación en términos tan descarnadamen
te cognoscitivistas, cabría tal vez decir algo bastante pare
cido asegurando que «la mayoría tiene razón» y la mino
ría, no. ¿Pero qué es eso de tener razón? La nueva des
cripción apenas es más apropiada que la anterior, pues
—por más que la decisión de la mayoría vincule democrá
ticamente a la minoría en el supuesto de un compromiso
antecedente de aceptar el resultado de la votación— la mi
noría podría seguir creyendo que la razón se halla de su
parte y negarse, consecuentemente, a dársela a la mayo
ría. Y todavía cabría ir más lejos si se admite la contrafir-
mación, también bien conocida, de que «si tengo la razón,
ya tengo la mitad más uno».48 El caso es, sin embargo,
que la razón no puede ser tenida en propiedad, ni aun en
depósito, por nadie, pues la razón sencillamente no «se
tiene», sino que «se ejercita». Y su ejercicio democrático
consiste, allí donde es posible ejercitarla, en el estableci
miento provisional y revisable de acuerdos fácticos entre
los miembros de la sociedad, aun a sabiendas —de ahí la
113
provisionalidad y posibilidad de revisión de esos acuerdos-
de que cualquier acuerdo estará lejos de poder ser consi
derado como definitivamente racional. Entre otras cosas,
porque ni el más racional de los acuerdos sería nunca un
acuerdo «definitivamente» racional.
A mi modo de ver, tal concepción de los acuerdos hu
manos es la única que podría permitir la equidistancia que
Habermas ha tratado de guardar entre la posición de un
neocontractualista como John Rawls y la de un fundamen-
talista como Karl-Otto Apel, por más que con frecuencia
produzca la impresión de vencerse hacia ésta con preferen
cia sobre aquélla. Un contrato a lo Rawls,49 como un acuer
do fáctico a lo Tugendhat, es una convención de la que
Apel sostendría que no puede tener en sí su propio funda
mento, puesto que no necesita pasar de constituir un
compromiso contingente y fortuito, algo por tanto muy
distinto de un verdadero consenso racional. Pero, por
eso mismo, carecería completamente de sentido tratar de
fundamentarlo mediante otra convención, que es a lo
más que, en resumidas cuentas, podría llegar el conven
cionalismo. De ahí la invitación apeliana a ir más allá
del convencionalismo —y, por así decirlo, más allá del
contrato social50—, buscando en un ideal consenso racio
nal el fundamento contrafáctico de toda convención polí
tica que se quiera fundada. Dicho consensualismo, por el
que Habermas ha solido m ostrar una marcada predilec
ción, nos precave contra la tentación de extraer apresu
radas conclusiones relativistas de la obvia relatividad de
cualesquiera convenciones políticas, pues el relativismo
haría inviable la crítica de dichas convenciones y, por
ende, también la de las sociedades edificadas sobre
ellas. Y, desde luego, es evidente que ninguna sociedad
conocida tiene el menor derecho a considerarse investida
de los atributos de una comunidad perfecta. Mas, dado
que es así y que no es probable que pueda darse nunca
esa comunidad perfecta, cabría redargüir desde el con
vencionalismo que tampoco hay lugar a interpretar en
términos absolutistas ninguna clase de consenso,51 pues
el absolutismo de semejante consenso absolutamente ra
cional sólo sería en rigor posible dentro de una comuni
114
dad en la que, eliminado todo resto de imperfección, no
se sabe muy bien qué restaría de genuina humanidad.
La discusión entre ambas posiciones podría sin duda
prolongarse indefinidamente, y no hace al caso proseguirla
aquí. Pues si a los acuerdos fácticos logrados a través del
discurso entre los hombres Ies es dado ser alguna vez que
otra racionales, mientras ningún acuerdo racional puede
alcanzar a serlo con carácter definitivo, la propia distin
ción entre consensualismo y convencionalismo vendría a
desvanecerse en buena parte y perdería todo interés para
nosotros. Olvidémonos, pues, de ella en lo que sigue.
¿Mas qué decir entonces del diseño de una «comuni
dad racional», aun si imperfectamente racional, que pare
ce constituir el objetivo último de toda «ética comunicati
va», sea o no de inspiración habermasiana?
La interpretación de los acuerdos discursivos sugerida
un par de párrafos atrás podría prestarnos ahora alguna
ayuda. Ello acaso nos aleje del modelo discursivo de Ha-
bermas, y no me corresponderá a mí decidir si para bien o
para mal. Mas de lo que se trata, en cualquier caso, es de
averiguar si tal modelo agota o no las posibilidades de la
ética comunicativa o discursiva, lo que sin duda es impor
tante a los efectos de explorar cuáles sean los límites de
esta última.
Para empezar, aquella interpretación ha de hacer suya
la bien conocida distinción habermasiana entre «acción co
municativa» y «acción estratégica» o, lo que viene a ser lo
mismo, entre el consenso conseguido exclusivamente como
fruto del ejercicio de la racionalidad dialógica y el obteni
do —si no hay otro remedio— por recurso a la manipula
ción persuasiva, cuando no simplemente impuesto median
te el uso de la fuerza. Pero no necesita, en cambio, asumir
la ulterior distinción del propio Habermas entre acción y
discurso, plano este en el que se supone que habría de con
sumarse —en las idealizadas condiciones de una «situación
ideal de diálogo» descargada de las presiones de la acción—
la consecución del consenso racional.52 Por el contrario, las
«situaciones reales» en que cobra sentido la búsqueda de
ese consenso son de muy otra índole y, para aproximarnos
a ellas, tal vez fuera oportuno acudir a la idea de la «inso-
115
dable sociabilidad» que mencionamos antes de pasada. Su
invocación la hago consciente de que dicha expresión de
Kant ha sido leída como «un simple reflejo filosófico de la
estructura de la sociedad civil [...}> tal y como ésta venía
siendo representada por la economía política de su tiem
po».53 Semejante lectura es con toda probabilidad razonable
desde un punto de vista histórico, pero —desde el punto
de vista de una filosofía del discurso— me gustaría poder
tomarme la libertad de leer la expresión kantiana como una
metáfora de esa concordia discors que representa muchas
veces lo más lejos que cabe ir en los diálogos humanos,
así como lo menos con lo que, en todo caso, se habrían
éstos de contentar.54 La «concordia discorde» —como la
«discordia concorde» que, más que su contraria, sería su
complemento— no dará de sí siempre para plasmarse en
un consenso con que rematar el diálogo emprendido, pero
podría servir al menos para canalizar a través de él cual
quier disenso. Y, más que presuponer «el paso de la ac
ción al discurso», equivaldría a entender el discurso como
acción, a saber, como la ininterrumpida acción comunica
tiva que tendría que incorporar a sí el conflicto y resistirse
—incluso allí donde, por el momento, no se vislumbre la
posibilidad de resolverlo discursivamente— a abandonarlo
a la pura acción estratégica, que ya sabemos que no exclu
ye la posibilidad de confiar su resolución a la engañosa
persuasión ideológica y, si ésta no resulta, lisa y llanamen
te a la fuerza y, en último extremo, a la violencia.55 En
tanto que discurso como acción, o «discurso en acción», la
corcordia discorde vendría, en suma, a coincidir con el pro
ceso de la formación discursiva de una voluntad colectiva
racional siempre que tal proceso sea entendido como más
importante en sí que su consumación; y suministraría tam
bién una adecuada denominación para eso que, cuando no
usamos y abusamos en vano de su nombre, solemos en
tender por ((democracia».
Pero como el diálogo en general, y no digamos la au
téntica democracia, la concordia discorde parece bastante
más fácil de describir que de poner en práctica. Y hasta,
en rigor, podría decirse de ella que no es sino un precario
islote de racionalidad en un mar de violencia. El propio
116
Habermas ha prevenido alguna vez contra el peligro de no
prestar suficiente atención a «las huellas de la violencia»
que, a lo largo de la historia, «desfigura los repetidos in
tentos de diálogo e incesantemente los desvía del camino
hacia una comunicación irrestricta».56 Y, sin embargo, él
mismo ha podido ser acusado de no prestar la atención
debida al papel de la violencia supuestamente llamada
ahora no tanto a imposibilitar el diálogo cuanto a hacerlo
posible. O este es, al menos, el sentido de la acusación que
con frecuencia se le ha hecho de haber querido reemplazar
la lucha de clases por la argumentación racional.
Cuando una acusación así procede del marxismo orto
doxo, resulta difícil percibir en la misma algo más que la
repetición insustancial de un estribillo —o, si se quiere, un
mantra— cuyo único cometido fuera conjurar la posibili
dad de una discusión seria del asunto. Pues la acusación
da por sentado en tales casos que el punto de vista discur
sivo tiene forzosamente que olvidarse de la lucha de cla
ses, cuando lo que éste hace más bien, en lugar de igno
rarla, es limitarse a tomar nota de que la lucha de clases
se ha convertido en un fenómeno «latente» en nuestras ac
tuales sociedades desarrolladas, lo que sin duda aleja en
ellas de momento la posibilidad de concebir la emancipa
ción de los dominados en términos de una revolución polí
tica e impone el recurso a otras vías emancipatorias, como
la gradual apertura y ensanchamiento de nuevos «espacios
comunicativos libres de dominación» en el seno de la vida
social. Así lo reconoce, por ejemplo, Agnes Heller, cuyo
acercamiento a nuestro tema no debe confundirse, por lo
tanto, con el del marxismo ortodoxo.57 Heller concede que
la comunicación libre de dominación constituye en nues
tros días el objetivo emancipatorio prioritario, puesto que
tendría que hallarse presupuesta como condición necesaria
en cualquier intento de definición de las necesidades de los
miembros de un grupo social, de los grupos sociales den
tro del conjunto de una sociedad y, en la hipótesis óptima,
de la propia humanidad considerada como un todo. Ahora
bien, mientras exista dominación, ésta dividirá irremisible
mente a los grupos sociales, a las sociedades y a la entera
humanidad en dominadores y dominados, tomando así in
117
viable una común apelación a la racionalidad por parte de
unos y otros. Y, dado que las distorsiones de la comunica
ción han de ser atribuidas al sistema de dominación, no
se comprende cómo los dominados podrían hacer valer su
mayor interés en la emancipación por recurso a un diálogo
cuya inicial asimetría les reservará invariablemente la peor
parte en la distribución de las oportunidades de ejercitar
lo. Así ocurre incluso en las democracias pluralistas que,
en la mayor parte de nuestras actuales sociedades desa
rrolladas, aseguran a todo el mundo formalmente una dis
tribución equitativa de aquellas oportunidades, por no ha
blar de las sociedades desarrolladas que no son democra
cias pluralistas o de las que ni tan siquiera cabría
considerar desarrolladas. Dondequiera que el sistema so
cial sea un sistema de dominación, concluye Heller, «el sec
tor dominante no podrá ser inducido a escuchar un argu
mento a menos que se le fuerce a prestar atención».58 Esa
es la razón de que las huelgas laborales precedan usual
mente a la reunión de las comisiones de arbitraje encarga
das de encontrar un compromiso entre las partes litigan
tes, y la razón también por la que las movilizaciones masi
vas contra la guerra, la contaminación nuclear, el
desempleo o la opresión de la mujer no pueden ser sin más
sustituidas por la argumentación. Y lo dicho para estas ma
nifestaciones no necesariamente violentas de la lucha de
clases u otros tipos de movimientos populares valdrá, a
mayor abundamiento, para el caso de la insurrección ar
mada contra un régimen despótico o de las guerras de li
beración nacional. La relegación indiscriminada de todas
esas acciones sociales al cajón de sastre de la «acción es
tratégica» representa para Heller un punto flaco de la teo
ría discursiva de la acción, máxime cuando en ésta la reci
procidad o reconocimiento mutuo de los interlocutores se
ve elevada al rango de requisito indispensable de la acción
comunicativa encarnada por el diálogo.59 Hegel ya advirtió
que «la lucha por el reconocimiento» podía llegar a ser «a
muerte», y el mismo Kant no parece haber visto las cosas
de manera muy diferente. La actitud de Kant ante el dere
cho de resistencia se ha convertido en una vexata quaestio
de la filosofía kantiana del derecho,60 pues su inequívoca
118
condena de toda rebelión frente al poder constituido coexis
te en él con el indisimulado entusiasmo suscitado por los
estallidos revolucionarios de la época, como el levantamien
to de Irlanda, la sublevación de las colonias norteamerica
nas y, por supuesto, la Revolución francesa.61 La opinión
más razonable sobre el particular parece ser aquella que
aborda la cuestión como un problema de estricta lógica ju
rídica, pues desde el punto de vista de la idea del derecho
—especialmente si éste es interpretado en términos de De
recho positivo frente al viejo Derecho natural— sería un
contrasentido hablar de un «derecho a la rebelión» que con
culque las bases mismas del derecho vigente, lo que llevó
en su día a escribir a un seguidor de Kant: «El pueblo no
tiene ningún derecho a la insurrección y el soberano nin
gún derecho en contra [...]. En la insurrección no tiene
lugar una contienda jurídica, sino una lucha regida por la
violencia... En toda insurrección, y en toda represión de
ella, se trata sólo de un problema de fuerza».62 Pero, sal
vando las distancias entre el derecho y la moral, el plan
teamiento del problema de la violencia guarda en principio
alguna analogía con este último cuando lo abordamos desde
un punto de vista ético. Por lo que hace a la ética comuni
cativa, cabría sin duda distinguir entre la violencia tenden
te a remover los obstáculos que se oponen al diálogo y la
violencia tendente precisamente a su obstaculización, dis
tinción esta que no necesita coincidir siempre, desde luego,
con la existente entre los cometidos que respectivamente
suelen ser atribuidos a las llamadas «violencia revolucio
naria» y «violencia institucional». Para nuestros propósitos,
no obstante, podemos asumir estar hablando de la violen
cia revolucionaria que tiene por objeto la remoción de los
obstáculos que impiden el diálogo y no precisamente el de
impedirlo. ¿Qué puede la ética decir, en este caso, acerca
de la violencia? Si la ética comunicativa hace suyo, como
sabemos que lo hace, el imperativo de que nadie debe
nunca ser tratado meramente como un medio sino siempre
al mismo tiempo con un fin, la ética no puede, por lo pron
to, justificar esa violencia, puesto que la violencia —entre
cuyos riesgos, calculados o no, se incluye siempre la posi
bilidad de la pérdida de vidas humanas— implica la de
119
gradación de aquellos contra quienes se ejerce a la condi
ción de simples medios para la consecución de la finalidad
que en cada caso se persiga. Si se desea justificarla, la vio
lencia pudiera acaso ser justificada desde el punto de vista
de la estrategia política, mas no desde un punto de vista
ético. Pero la ética, que no puede justificar la violencia,
tampoco puede condenarla si a quienes la ejercen les ha
sido negada la oportunidad de dialogar, pues negarles el
acceso al diálogo no es otra cosa que negarles su condi
ción de fines en sí mismos sin la que ni siquiera hay posi
bilidad de una consideración ética de sus actos. La violen
cia, de nuevo como antes, podrá ser condenada por moti
vos estratégicos. O por otros muchos motivos, de entre los
que no son los menos importantes los que afectan a nues
tros sentimientos más bien que a nuestra facultad de razo
nar, pues la repugnancia que experimentamos ante el es
pectáculo de la violencia podría bastar, y hasta sobrar, para
condenarla. Pero esa, con todo, no sería todavía una con
dena ética. Lo que nos sitúa ante una paradoja particular
mente dramática de la ética comunicativa, que conoce el
remedio para el mal de la violencia —a saber, el diálogo
racional— pero parecería tener que resignarse a un silen
cio impotente hasta que ese diálogo no sea una realidad,
con lo que el veredicto de la ética no podría producirse sino
cuando ya hubiese dejado de ser necesario y vendría a ca
racterizarse, así, por su inactualidad,63 Nada de extraño
tiene, en consecuencia, que alguien haya podido sentenciar:
«En una sociedad dividida, la ética comunicativa [...] se
convierte en una exigencia de la ética más que en un ejer
cicio de la misma. La melancolía ética [...] es el santo y
seña de la conciencia de su inutilidad, ya que lo suyo es
llegar demasiado pronto o presentarse demasiado tarde [...}
La ética pertenece al género de actividades cuya hora nunca
está ahí».64 Sin descartar que la ética, la comunicativa o
cualquier otra, sea efectivamente inoperante en nuestro
mundo, su inactualidad —que no es sino un aspecto de su
contrafacticidad6S— no es, empero, lo mismo que su inuti
lidad, por más que, ciertamente, comporte una llamada de
atención sobre la particularidad de que el valor de las ac
ciones morales, a diferencia de lo que acontece con las ac
120
ciones estratégicas, no ha de medirse por la utilidad o por
el éxito. La grandeza moral de un Martin Luther King no
es consecuencia del éxito politico de la estrategia de la no-
violencia conseguido bajo sus directrices por el movimien
to en pro de los derechos civiles de la población negra nor
teamericana, de la misma manera que el fracaso político
de una estrategia diferente en la lucha por la emancipa
ción de aquella última tampoco amengua la pareja grande
za moral de un Malcolm X.66 Pero aun si su inactualidad
y contrafacticidad —la inactualidad y contrafacticidad de
todo debe ser— llevan a pensar, probablemente con razón,
que la ética no es algo de este mundo, de ahí no se segui
ría que en este mundo no quepa obtener algún que otro
provecho de la ética. Si la desazón puede ser catalogada
como una forma de provecho, la ética acicatea nuestra in
satisfacción ante la situación actual de dicho mundo y nos
invita a no aceptar como incontrovertible su presente fac-
ticidad, la positividad de lo que el mundo es en este ins
tante. Y, entre esos provechos, cabría también que se con
tara el de promover en nosotros la firme determinación de
reducir cuanto podamos el margen del recurso a la acción
estratégica en beneficio de la interacción comunicativa. E
incluso, si posible fuera, la voluntad de transformar la pro
pia acción estratégica en una forma de comunicación. Pues,
como Heller apunta, si bien es cierto que la acción —en
tendiendo por tal la acción estratégica— no siempre puede
ser reemplazada por el argumento, no menos cierto es que
el argumento nunca podría ser reemplazado por la acción
y ha de constituir el objetivo último de ésta, puesto que
hasta la misma fuerza es susceptible de aplicación «en nom
bre de la argumentación».67 De hecho, y «si tomamos en
serio la democracia», no tendremos otro remedio que acep
tar que «la única legitimación de la fuerza» es la defensa
del «derecho virtualmente existente a la argumentación».
Pero, una vez que se acepta que el objetivo de la acción es
el argumento, «la lucha de clases ya no podrá ser concebi
da exclusivamente en términos de acción estratégica».68 Un
movimiento de protesta puede constituir en ocasiones un
acto de fuerza. Y hasta ir acompañado de esa ruptura ex
trema con la ética, y la racionalidad, comunicativa que es
121
la violencia. Pero si tiene por objetivo último la argumen
tación, habrá que otorgar que la acción en que consiste es
ya incoativamente comunicación. En cuyo caso, ni siquie
ra es exagerado suponer que el afianzamiento de la con
ciencia de ese su carácter comunicativo pueda acabar con
tribuyendo a atemperar la violencia del acto mismo y hasta
imponiendo a sus protagonistas la renuncia a la violencia,
al menos si de esa renuncia no se sigue su indefensión
como víctimas de una violencia de signo opuesto. No a todo
el mundo se le puede pedir que renuncie a la violencia
como respuesta a la agresión. Pero, incluso en el caso de
la respuesta violenta a la agresión, siempre habrá formas
de violencia más limpias y más nobles, o menos crueles y
menos odiosas, que otras. Y, desde luego, no todo acto de
fuerza necesita ser un acto de violencia, puesto que tam
bién cabe demostrar la fuerza por procedimientos pacífi
cos. Aun cuando no sea reemplazable por la argumenta
ción racional, la lucha de clases podría ser concebida, por
lo tanto, no sólo como la acción estratégica que indudable
mente es y a la que muchas veces se ve obligada a redu
cirse por obra de las circunstancias, sino asimismo como
un «diálogo incoado». Que es lo que explica para Heller su
no menos indudable contribución a la implantación social
de la racionalidad, frente a la que el mayor impedimento
continúa siendo la persistencia —junto a otras variedades
posibles de dominación— de la división clasista de la so
ciedad.
La concordia discorde entraña, pues, una visión de la
comunidad como una comunidad de comunicación, incom
patible en cuanto tal con la absoluta discordia y la ausen
cia de diálogo. Pero el diálogo tampoco tiene en ella por
misión la instauración de la concordia absoluta. Y, de
hecho, le es tan imprescindible incorporar factores de dis
cordia tales como la lucha de clases u otros géneros de con
flicto cuanto excluir de su seno cualquier género de con
senso que suponga la uniformación de los individuos y, en
definitiva, la anulación de la individualidad. Por lo demás,
y en tanto que imperfecta realización aquí y ahora del reino
kantiano de los fines, la concordia discorde trataría de re
tener al menos dos de las más importantes características
122
de este último. Por una parte, la comunidad regida por la
concordia discorde habría de estar integrada por auténti
cos individuos o sujetos, pues sólo esos sujetos podrían tra
tarse mutuamente como fines en sí mismos y no tan sólo
como medios, es decir, como objetos.*9 Por otra parte, ten
dría que propiciar la más amplia comunión de intereses
entre esos sujetos, en el bien entendido de que ninguna co
munión de intereses podría estar por encima de su común
participación en la condición humana, que es lo que hace
de ellos sujetos y no objetos.70 Semejante aspiración comu
nitaria parece implicar el rechazo del llamado «individua
lismo ético» si por éste se entiende la doctrina que postula
el carácter exclusivamente individual del «objetivo» de la
moralidad, en cuyo caso ese individualismo sería indiscer
nible del egoísmo ético; mas no hay por qué considerarla
inconciliable con una pareja aspiración al individualismo
si por «individualismo ético» se entiende la doctrina —ple
namente kantiana— según la cual el individuo es la «fuen
te» de toda moralidad y por lo tanto su árbitro supremo,
que es lo que impide que cualquier definición de lo que
sean los intereses «comunes» a los miembros de una co
munidad se pueda adelantar al efectivo acuerdo de éstos y
la razón, también, por la que la concordia discorde ha de
dejar la puerta siempre abierta al desacuerdo.71 A Kola-
kowski se le debe una penetrante reflexión —inspirada a
su vez en Kant— sobre la posibilidad de articular aquella
doble aspiración, la de la comunión y la del individualis
mo, en nuestro mundo de hoy. La clave de esa articula
ción reside para él en la noción kantiana de «humanidad».
Que es la noción que, en su opinión, revelaría asimismo
«por qué seguimos hoy necesitando a Kant».72 En térmi
nos estrictamente éticos, esto es, desde el ángulo de visión
de su filosofía moral en cuanto diferente de su filosofía po
lítica, Kant no se interesaba —según pudimos comprobar—
por el hombre entendido como ser histórico, así como tam
poco por el hombre entendido como ser natural. Ello ha
hecho recaer sobre su ética el reproche de que descansa
en una antropología del «hombre como ser abstracto» y per
manece, así, de espaldas a los condicionamientos biológi
cos, psicológicos y sociológicos de la moralidad. Más que
123
un defecto, sin embargo, Kolakowski ve en dicha particu
laridad el mayor mérito de la ética de Kant, que de ese
modo queda preservada del peligro de cualquier reducción
falaz del concepto de humanidad a aquellas determinacio
nes «naturales» o «históricas», las cuales nunca darían
razón de por qué el hombre —en cuanto ser moral— es
moralmente responsable de sus actos.73 Lo que aquí se ven
tila no es tan sólo una falacia lógica, la clásica falacia —llá
mesela «naturalista» o «historicista»— consistente en tra
tar de derivar conclusiones morales a partir de premisas
fácticas. Y Kolakowski prefiere hablar a este respecto de
una falacia antropológica, a la que pasa a bautizar como
«falacia del hombre concreto».74 De acuerdo con ella, sólo
el «hombre concreto» —esto es, el hombre incardinado en
una raza, una cultura o una clase social— posee realmente
relevancia para una concepción del hombre y de su acción,
incluida, si cabe hablar de tal, su acción moral. Como se
ñala Kolakowski, esa creencia —compartida por un «cierto
marxismo» con la «nueva derecha» contemporánea— es la
que determina la extendida negativa a hablar del hombre
en general, bajo la alegación de que el «hombre en gene
ral» no es más que una abstracción, incapaz por lo tanto
de actuar.75 A diferencia del hombre abstractamente consi
derado, el «hombre concreto» será —y actuará en tanto
que— blanco o negro; perteneciente o no a la civilización
occidental; burgués o proletario, etcétera. Pero el error, o
la falacia de aquel nombre, estriba en olvidar que —por
abstracta que parezca— la humanidad de Kant se resuel
ve, en rigor, en individuos, que superan en concreción a
cualesquiera otras manifestaciones del ser humano y son
—precisamente en tanto que individuos y no en tanto que
representantes de una determinada raza, cultura o clase so
cial— los auténticos hombres concretos desde el punto de
vista moral. Los individuos, ciertamente, no son lo único
que existe en este mundo —y desde el punto de vista de
las ciencias, naturales o sociales, del hombre, tal vez las
razas, las culturas o las clases sociales sean más intere
santes que los simples individuos—, pero sólo los indivi
duos «en tanto que individuos» son capaces de actuar mo
ralmente.76 Y de ahí que sea a ellos, como nos recuerda
124
Kolakowski, a quienes se dirige el imperativo kantiano de
tratar a la humanidad —esto es, a cualquier hombre y no,
de nuevo, a los representantes de una raza, una cultura o
una clase social determinada «con exclusión de las restan
tes»— como fin y no tan sólo como medio. Las razas, las
culturas y las clases sociales, pueden generar formas ge-
nuinas de solidaridad entre los hombres y oficiar, pues,
como comunidades de comunicación, que en nuestro mundo
actual constituyen muchas veces la única posibilidad de «in
tercomunicación» con que cuentan sus miembros y hasta
su única defensa frente a la «incomunicación» impuesta por
el racismo, el prejuicio etnocéntrico o la división clasista
de la sociedad; pero cualquier esfuerzo de esas comunida
des para superar las barreras que las incomunican de las
demás presupondrá —como decíamos antes de la lucha de
clases— una extensión de la noción de «comunidad de co
municación», cuyo último límite se encuentra en la huma
nidad entendida como una comunidad de ese género. Con
vertidas, en cambio, en excluyentes —esto es, empecina
das en su incomunicación o, lo que es peor, dispuestas a
someter a ella a otras comunidades—, dichas comunida
des opondrían un formidable obstáculo a la constitución
de la humanidad como una comunidad (de comunicación)
de (comunidades de) comunicación y estarían lejos, desde
luego, de colmar tanto nuestra aspiración a la comunión
—pues la condición humana es lo más alto en que los hom
bres podemos «comulgar»— cuanto nuestra aspiración al
individualismo —pues sólo «individualmente» nos es dado
compartir esa condición o ser humanos—.77 Para una ética
comunicativa que no quiera perder de vista la perspectiva
de la humanidad, ningún acuerdo adoptado por los miem
bros de una comunidad gozaría, pues, de legitimidad si
atenta al mismo tiempo contra la condición humana y, por
ejemplo, impone a un hombre una cualquiera de las múlti
ples formas imaginables de alienación consistentes en tra
tarlo como un objeto más bien que como un sujeto.78 Con
lo que se apunta, ciertamente, a una limitación de todo con-
tractualismo o neocontractualismo que pretendiese acora
zar tal atentado bajo el pretexto de la legitimidad de la de
cisión colectiva que lo hace posible, si bien la superación
125
de esa limitación no estaría tanto en invocar la legitimidad
supuestamente superior de una comunidad ideal de comu
nicación —¿qué sentido tendría la invocación de la huma
nidad mientras ésta no sea realmente una comunidad y
quién podría excluir, en este último caso, la posibilidad de
que la propia humanidad adopte acuerdos atentatorios con
tra la condición humana?— cuanto en remitir a esa ins
tancia definitivamente última que es la comunidad de co
municación consigo misma constituida por la conciencia in
dividual.19 Para decirlo en dos palabras: así como la
humanidad se resuelve, éticamente hablando, en individuos,
los individuos, y sólo ellos, tienen derecho a usufructuar
la perspectiva de la humanidad. Un individuo nunca podrá
legítimamente imponer a una comunidad la adopción de
un acuerdo que requiera de la decisión colectiva, pero se
hallará legitimado para desobedecer cualquier acuerdo o de
cisión colectiva que atente —según el dictado de su con
ciencia— contra la condición humana. La concordia discor
de, en consecuencia, no sólo habrá de hacer lugar al desa
cuerdo en el sentido de la falta de acuerdo o de consenso
dentro de la comunidad, sino también al desacuerdo acti
vo o disidencia del individuo frente a la comunidad. Pues
si la humanidad representaba el límite superior de la ética
comunicativa, el individuo representa su límite inferior y
constituye, como aquélla, una frontera irrebasable.
Interpretada como un esbozo programático de ética co
municativa, la concordia discorde presenta una propuesta
de pretensiones harto modestas y escasamente propensa a
levantar sus pies del suelo firme. Pero no faltará quien con
sidere que, en un mundo como el nuestro, esa propuesta
es todavía excesivamente ambiciosa y hasta utópica. Como
tampoco faltará quien le objete la fragilidad de sus funda
mentos. Por lo que se refiere al cargo de utopismo, yo re
conocería sin ambages —frente a la resistencia a recono
cerlo así por parte de sus más prominentes cultivadores,
como Habermas— el carácter abiertamente utópico de toda
ética comunicativa, e incluso el de toda ética sin más.80 Ello
no obstante, es menester recordar que el término «utopía»
admite más de una acepción filosófica, a lo que habría que
añadir que el esclarecimiento del sentido «ético» de la uto
126
pía es un asunto particularmente complejo y requiere de
precisiones abundantes, todo lo cual nos veda de momen
to la menor posibilidad de entrar en la cuestión. Pero no
hay, desde luego, inconveniente alguno en conceder que la
idea de la constitución colectiva de la humanidad en una
comunidad de comunicación bajo el diseño de la concordia
discorde encierra, hoy por hoy, una utopía en cualquiera
de los sentidos o acepciones que pudiera admitir este vo
cablo. En cuanto a la objeción relativa a los fundamentos
de la concordia discorde, obligaría a cuestionar en qué me
dida eso que dimos en llamar la «condición humana» —que
señala aquí a la humanidad distributivamente entendida
más bien que como colectividad— proporciona una base
sólida para edificar sobre ella una ética comunicativa o,
simplemente, una ética, según parecía darse por sentado
en el designio de Kant. Contra lo que suele creerse, en efec
to, Kant no sólo se interesó en su ética por la pregunta
acerca de qué debemos —o no debemos— hacer, sino tam
bién por la pregunta acerca de por qué debemos hacer o
no lo que debemos. A la primera de esas preguntas res
pondía, como sabemos ya sobradamente, con el imperati
vo de que ningún hombre debe ser tratado meramente
como un medio sino siempre al mismo tiempo como un
fin. Pero, en su respuesta a la segunda pregunta, Kant no
juzgaba de hecho necesario ir más allá de la afirmación de
que todo hombre posee en cuanto tal un valor intrínseco o
dignidad que le hace acreedor de infinito respeto.81 Cuan
do Kant solemnemente aseveraba que «el hombre existe
como fin en sí mismo y no tan sólo como medio para usos
cualesquiera de esta o aquella voluntad», se hallaba, a buen
seguro, convencido de estar expresando un aserto racional
mente indubitable y no sencillamente abandonándose a la
expresión de un prejuicio ilustrado, una fable convenue del
Siglo de las Luces o, como se ha dicho, una «superstición
humanitaria».82 La razón era para Kant un bien común a
todos los hombres, inseparable, como su misma dignidad,
de su condición de tales, lo que hacía impensable que al
guien dotado de razón pudiera dudar nunca de que el hom
bre sea un fin en sí mismo ni tratarle exclusivamente como
un medio.83 Mas lo que para Kant era impensable ha sido
127
pensado, y puesto en práctica, en el siglo de Auschwitz, el
Gulag o Hiroshima. Y, lo que es más, sabemos que es po
sible hacer tal cosa racionalmente, esto es, de acuerdo con
usos de la razón o patrones de racionalidad cuyo divorcio
de toda consideración ética ha sido sancionado por la mo
dernidad. En estas condiciones, es muy probable que la
apuesta por la racionalidad comunicativa —que, si no es
un bien «común» al modo en que Kant entendía la razón,
al menos nos habría de permitir «comunicarnos» a unos
hombres con otros— no pueda ya aducir más fundamento
que aquella superstición humanitaria, irónicamente hereda
da de un pensamiento que, como el ilustrado, se procla
maba destinado a desterrar toda superstición. En cualquier
caso, nos podemos felicitar de semejante inconsecuencia en
estos momentos en los que, para bien o para mal, creemos
estar saliendo de la modernidad. Pues, tanto si nos decla
ramos dispuestos a dar a ésta por «concluida» como si pre
ferimos opinar —con Habermas— que nos queda aún un
largo trecho por recorrer hasta llegar a dicha conclusión,
lo cierto es que hablar hoy de nuestra entrada en la «post
modernidad» no es sino una manera de confesarnos a no
sotros mismos que no sabemos en realidad adonde
vamos.84 Y, si no la arrojamos también a ella por la borda,
dicha superstición humanitaria nos podría ayudar siquiera
a recordar de dónde venimos. Como podría ayudarnos asi
mismo a decidir adonde queremos ir. O, por lo menos,
adonde no queremos ni deberíamos querer ir.
NOTAS
128
tractual de la justicia desarrollado por John Rawls» en contraste con la
escasa atención recibida por aquél en la tradicional filosofía moral de
inspiración analítica). Quizás el acercamiento más profundo a nuestro
tema, dentro de la escena filosófica contemporánea, se deba a Jean-Paul
Sartre, las raíces kantianas de cuya ética se dejan apreciar a todo lo
largo de su obra —piénsese, por ejemplo, en L 'E x is te n c ia lism e e s t u n
h u m a n is m e o C ahiers p o u r u n e m o ra le — y dan pie, en estos últimos
escritos póstumos, a un interesante tratamiento —sobre el que se ex
tiende Celia Amorós en el S a rtre que actualmente prepara— de la rela
ción dialéctica existente entre la «ciudad de los fines», entendida como
una idea reguladora, y los concretos objetivos de la emancipación polí
tica.
2. L.W. Beck, S tu d ie s in th e P h ilo so p h y o f K a n t, Nueva York, 1965,
pp. 223-4.
3. Kant, G ru n d le g u n g d e r M e ta p h y s ik d e r S itie n , Werke, Akademie
Ausgabe, vol. IV, p. 433 (en lo que sigue cito generalmente —aun si no
siempre, como en este caso— por la traducción castellana de Manuel
García Morente, Madrid, 1921).
4. ¡bíd. Esa es, en definitiva, la razón principal por la que la doctri
na del «reino de los fines» no puede ni debe ser confundida con una
«teoría del Estado», como muy bien ha visto el profesor Felipe Gonzá
lez Vicén en su magistral La filo s o fía d e l E sta d o en K a n t, La Laguna,
ed. Universidad de La Laguna, 1952, pp. 35-37 (hay reedición reciente
de esta obra en el libro del autor D e K a n t a M arx. E s tu d io s d e H isto ria
d e las Id e a s, Valencia, Fernando Torres Ed., 1984): «Por ser su concep
to el resultado de la eliminación por el pensamiento de cualquier condi-
cionalidad empírica del hombre en la convivencia, el reino de los fines
no es algo que se dé en la realidad [...] La carencia de “realidad” del
reino de los fines no descansa en la imposibilidad de su "realización",
sino que es un elemento constitutivo de su estructura conceptual [...j
Por eso, aun cuando, como ya veía Schleiermacher, el concepto del reino
de los fines apunta por su estructura al concepto del Estado, su signifi
cación es meramente negativa: no una respuesta al problema de la li
bertad en la coexistencia real de los hombres, sino un preliminar nece
sario para su planteamiento». Para Andrew Levine. T h e P o litics o f A u -
to n o m y . A K a n tia n R e a d in g o f R o u s s e a u ’s S o c ia l C o n tra ct, Amherst,
1976, pp. 199-200, que abunda en aquella idea, se trataría más bien de
la sustitución de la «teoría del Estado» rousseauniana por la doctrina
del «reino de los fines», entendido como una comunidad universal de
individuos autónomos: «El equivalente kantiano del Estado de Rousseau,
el rein o d e lo s fin e s , no sería ya un Estado en absoluto, sino una aso
ciación internamente coordinada de voluntades racionales [...} Dentro
de este marco conceptual [...] la idea de una coordinación externa a la
comunidad, la idea del Estado, sólo podría representar una concesión a
la sinrazón, a la obduración y contumacia de los prejuicios humanos, al
in te ré s p riv a d o , pues, allí donde impere la razón práctica, el Estado de
saparecería como innecesario». En una u otra versión, por consiguiente,
el reino de los fines ha de ser distinguido —o bien e x a n te o bien e x
p o s t— del Estado, con el que n o se identifica en ningún caso.
129
5. Kant, loe. cit.
6. G ru n d le g u n g , p. 438.
7. Ib íd ., p. 426.
8. K ritik der reinen V ern u n ft, A 808-809, B 836-837: «Doy al mundo,
en la medida en que sea conforme a todas las leyes ¿ticas (como p u e d e
serlo gracias a la lib e rta d de los seres racionales y como d e b e serlo en
virtud de las leyes necesarias de la m o ra lid a d ) el nombre de m u n d o
m oral. En tal sentido, éste es concebido como un mundo meramente
inteligible, ya que se prescinde de todas las condiciones (fines) e inclu
so de todos los obstáculos que en él encuentra la moralidad (debilidad
o corrupción de la naturaleza humana). No es, por tanto, más que una
idea, pero una idea práctica que [...] posee realidad objetiva [...] como
refiriéndose al mundo sensible, aunque en cuanto objeto de la razón
pura en su uso práctico y en cuanto c o rp u s m y s tic u m de los seres ra
cionales de ese mundo, en la medida en que la voluntad libre de tales
seres posee en si, bajo las leyes morales, una completa unidad sistemá
tica, tanto consigo misma como respecto a la libertad de los demás».
9. G ru n d leg u n g , pp. 433-44.
10. Ib íd ., p. 428.
11. K ritik d e r p r a k tis c h e n V e rn u n ft, Werke, Ak., vol. V, p. 132.
12. K ritik d e r U rteilskra ft, Werke, Ak., V, pp. 435-43: «No tenemos
más que una especie única de seres en el mundo cuya causalidad sea
teleolágica, es decir, enderezada a fines, pero al mismo tiempo de índo
le tal que la ley según la cual han de determinarse fines esos seres se
la representan ellos mismos como incondicionada e independiente de con
diciones naturales, a la vez que como necesaria en sí. El ser de esa
clase es el hombre, [...] (que) [...] obra, no como miembro de la natura
leza, sino en la lib e rta d de su facultad de desear, es decir, que su buena
voluntad es lo único que puede dar a su existencia un valor absoluto,
así como dar, con relación a ella, un fin fin a l a la existencia del mundo»
(sigo, para la traducción de E n d z w e c k como «fin final», la versión cas
tellana de Manuel Garcia Morente, Madrid, 1958).
13. G ru n d le g u n g , p. 436, nota.
14. O p. cit., p. 429. Quizás sea este el momento de advertir
que, por más que Kant afirmase que «el imperativo categórico es sólo
uno» en el sentido de ofrecer un y sólo un canon para juzgar acerca de
la moralidad, resulta inapropiado hablar de « el imperativo categórico
kantiano», puesto que no hay «un único» imperativo categórico kantia
no (contra lo sostenido por B.E. Rollin, «There is only One Categorical
Imperative», K a n t-S tu d ie n , 1976, pp. 60-72), sino varios: frente a
las tres formulaciones del mismo clásicamente reconocidas, H.J. Pa
tón (T h e C ategorical Im p e ra tiv e , Londres, 1974, p. 129) prefería hablar
de cinco y J.R. Silber («Procedural Formalism in Kant's Ethics»,
R e v ie w o f M e ta p h y sic s, 28, 1974, pp. 197-236, especialmente pp. 205
ss.) llega a hablar de siete u ocho, todas ellas identificables en la
propia obra de Kant, añadiendo que caben ilimitadas posibilidades de
reformulación de cada una. (Entre nosotros, pueden verse sobre el
particular Sergio Sevilla Segura, A n á lis is de los im p e r a tiv o s m o ra les en
K a n t, Valencia, Ed. Universidad de Valencia, 1979, pp. 95 ss., y José
130
Gómez Caffarena, E l te ís m o m o ra l e n K a n t, Madrid, Gd. Cristiandad,
1984, pp. 177 ss.).
15. Ib íd ., p. 433.
16. Véase sobre este punto mi trabajo «Contrafacticidad y ciencias
sociales», en A ciencia in cierta , Madrid. Taurus, en prensa.
17. Así lo apunta, ya en su título, el sugerente ensayo de José Gómez
Caffarena «Del "Yo trascendental" al Nosotros del “Reino de los Fines1'»,
C o n v iv iu m , 21, 1966, pp. 183-198.
18. En cualquier caso, intentos como el de Apel de «transformación
lingüística de la filosofía trascendental clásica» podrían haberse ahorra
do al menos la mitad del recorrido si, en lugar de partir del yo de la
«pura apercepción» de la C rítica d e la ra zó n p u ra , lo hubiesen hecho
del «nosotros» de la F u n d a m e n ta c ió n d e la m e ta físic a d e la s c o s tu m
bres.
19. Por lo que a Hegel se refiere, recuérdese el título de la obra de
Ramón Valls Plana, D el y o a l n o so tro s. L e c tu ra d e la F e n o m en o lo g ía
d e l E sp ír itu d e H egel, Barcelona, Estela, 1971. Aunque no echen mano
de la consabida fórmula «del yo al nosotros», más de una de las re
construcciones habermasianas de la «sociohistorización» del yo trascen
dental podrían haberse titulado así. Piénsese, por citar un solo ejemplo,
en la galopada historicofilosófica a través de «la crítica de Hegel a Kant»
y la «metacrítica de Marx a Hegel» con que se abre C o n o c im ie n to e in
te ré s (Cfr., a este respecto, Garbis Kortian, M e ta c ritiq u e : T h e P hilosop-
h ic a l A r g u m e n t o f JU rgen H a b e rm a s , Cambridge, 1980).
20. En líneas generales, no es ocioso insistir sobre la distinción entre
«pensamiento contrafáctico» y «pensamiento trascendental», pues —in
cluso después de su «superación reconstructivista del trascendentalis-
mo»— un autor como Habermas da la sensación de tender a confundir
los cada vez que se acerca al problema de los «presupuestos racionales
de» (la comunicación, la interpretación o lo que sea), como se echa de
ver —valga un botón de muestra— en «Interpretative Social Science ver
s u s Hermeneuticism», N. Haan-R.B. Bellah-P. Rabinow-W.M. Sullivan
(eds.). S o c ia l S c ie n c e a s M o ra l In q u iry , Nueva York, 1983, pp. 251-270,
pp. 258 ss.
21. Sobre la relación entre pensamiento contrafáctico y ética, véase
mi trabajo «Peor para los hechos», en D e lo d iv in o y lo h u m a n o , Ma
drid, Taurus, en prensa.
22. G ru n d le g u n g , p. 436.
23. Cfr. Georges Vlachos, La p e n s é e p o litiq u e d e K a n t, París. 1962;
Hans Saner, K a n ts W eg v o m K rieg z u m F rieden. 1. W id e rstre it u n d Ein-
h e it: W ege zu K a n ts p o litis c h e m D en ken , Munich. 1967; Eduard Gerres-
heim (ed.), I m m a n u e l K a n t 1724-1974. K a n t a is p o litis c h e r D en ker,
Bonn-Bad Godesberg, 1974; Gerhard Luf, F reih eit u n d G leich h e it. D ie
A k tu a litá t im p o litis c h e n D e n k e n K a n ts, Viena, 1978; Yirmiahu Yovel,
K a n t a n d th e P h ilo so p h y o f H isto ry, Princeton, 1978; Howard Williams,
K a n t's P o litica l P h ilo so p h y , Oxford, 1983; y, entre nosotros, Francisco
J. Herrero, R e lig ió n e h is to ria d e K a n t, Madrid, Gredos, 1979 y Enrique
M. Ureña, 1a crítica k a n tia n a d e la s o c ie d a d y la religión, Madrid, Tec-
nos, 1979, así como la tesis doctoral de Isaac Álvarez Domínguez, La
131
filo s o fía k a n tia n a d e la h isto ria , Universidad Complutense de Madrid,
1984, y los trabajos de Roberto Rodríguez Aramayo, «La filosofía kan
tiana de la historia. ¿Otra versión de la teología moral?», R e v ista de
filo so fía , 8. 1985, pp. 21-40, y «La filosofía kantiana del Derecho a la
luz de sus relaciones con el formalismo ético y la filosofía crítica de la
historia», R e v ista d e F ilosofía, 9, 1986, pp. 15-36.
24. Compárense, por ejemplo, los opúsculos M u tm a s s lic h e r A n fa n g
d e r M e n s c h e n g e sc h ic h te y V om ra d ik a le n B a se n (incluido, tras su pre
via prohibición por la censura, en Die R elig ió n in n e r h a lb d e r G r e m e n
d e r blo ssen V e m u n ft), Werke, Ak.. vols. VIII, pp. 107-24 y VI, pp. 17-54,
respectivamente.
25. Compárense, de nuevo, Id e e zu e in e r a llg e m e in e n G e sc h ic h te in
w eltb iirg e rlic h e A b s ic h t y Z u m e w ig e n F rieden, Werke, Ak., vol. III,
respectivamente pp. 15-32 y 341-86.
26. José Gómez Caffarena, E l te ís m o m o ra l en K a n t, cit., p. 219.
27. Th. McCarthy, T h e C ritical T h eo ry o f J iirg e n H a b e rm a s, Cam
bridge, Mass., Londres, 2.a ed.. 1981, pp. 329 ss.
28. G ru n d le g u n g , p. 437.
29. McCarthy, loe. cit. Cuando se invocan las clásicas definiciones
kantianas del derecho como «la limitación de la libertad de cada uno a
la condición de su coincidencia con la libertad de todos» o como «el
conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio del uno puede ser
compatible con el arbitrio del otro, según una ley general de libertad»
( M e ta p h y s ik d e r S itie n l. M e ta p h y s is c h e A n fa n g s g r ü n d e d e r R e c h tsle h -
re, Werke, Ak., vol. VI, p. 230), no sólo es importante tener presente
q u e, sino también p o r q u é , la «libertad negativa» es la llamada para
Kant a hacer posible la «libertad positiva» o autonomía: «En el fondo
del pensamiento jurídico kantiano se halla la idea fundamental de que
el postulado de la autonomía es un postulado dirigido al hombre en su
ser individual y que, por tanto, sólo él, en su individualidad, tiene que
cumplir; mientras que al Derecho le incumbe exclusivamente establecer
aquellas condiciones que posibilitan y aseguran el cumplimiento de aquel
imperativo en el mundo de las relaciones sociales» (cfr., F. González
Vicén, La filo s o fía d e l E s ta d o en K a n t, cit., pp. 41-50).
30. Z u m e w ig e n F rieden, p. 366.
31. McCarthy, op. cit., p. 330.
32. Véase sobre este punto mi trabajo «¿Politeísmo o irracionalis
mo? Un dilema positivista (En torno a la lectura habermasiana de Max
Weber)», Teoría, en prensa.
33. Habermas, «Diskursethik. Notizen zu einem Begründungspro-
gramm», M o r a lb e w u sstse in u n d k o m m u n ik a tiv e s H a n d eln , Francfort del
Main, 1983 (hay traducción castellana de R. García Cotarelo, Barcelo
na, 1985), pp. 53-124, p. 77, reconoce inspirarse a este respecto en la
versión de su propio pensamiento debida a McCarthy, op. cit., p. 326.
34. McCarthy. ib íd ., pp. 358 ss. Véase asimismo mi trabajo «Entre
el liberalismo y el libertarismo (Reflexiones desde la ética)», Z o n a A b ie r
ta, 30, 1984, pp. 1-62.
35. Véase, junto a mi trabajo anteriormente citado, «Ética y comunica
ción (Una discusión del pensamiento ético-político de Jürgen Habermas)»,
132
B o le tín In fo r m a tiv o d e la F u n d a c ió n J u a n M arch, 149, 1985, pp. 26-33.
36. Habermas, L eg itim a tio n sp ro b le m e in S p ü tk a p ita lism u s, Francfort
del Main, 1973 (hay trad. cast. de J.L. Etcheverry, Buenos Aires, 1975);
trad. al inglés de Th. McCarthy, L eg itim a tio n Crisis, Boston, 1975, p. 87.
37. McCarthy, op. cit., p. 331.
38. Cfr., en relación con la clásica obra de Jacob L. Talmon, The
O rigins o f T o ta lita ria n D em ocracy, Londres, 1952 (hay trad. cast. de
M. Cardenal Iracheta, México, 1956), las observaciones de John Plame-
natz, «Ce qui ne signifie pas autre chose, sinon qu'on le forcera d’étre
libre», en A n n a le s d e p h ilo s o p h ie p o litiq u e , vol. 5 (R o u ss e a u e t la p h ilo -
so p h ie p o litiq u e ), 1966, pp. 137-52 (véase también mi trabajo «Rous
seau, Kant, Marx», en H o m e n a je a J o s é A n to n io M aravall, 2 vols., Ma
drid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1986, vol. II, pp. 123-43).
39. H. Marcuse, en H. Marcuse-J. Habermas-H. Lubasz-T. Spengler,
«Theorie und Politik», en J. Habermas e t alii, G e sp rá c h e m it H e rb e rt
M a rcu se, Francfort del Main, 1978, pp. 9-62 (hay trad. cast. de M. Ji
ménez Redondo, Valencia, 1980), pp. 21 y 24.
40. Op. cit., pp. 25 ss., donde no hay que decir que Marcuse está
apoyándose en la concepción de la racionalidad sustentada en E ro s y
civiliza ció n .
41. Ibíd. Por mi parte, he tenido ocasión de defender a Marcuse (L a
ra zó n sin e sp e ra n za , Madrid, Taurus, 1977, pp. 118 ss.) frente a la crí
tica convencionalmcnte liberal de su «critica de la pura tolerancia» y
otros aspectos de su obra por el estilo de éste, pero confieso que su
dogmatismo —que en nuestro caso le lleva a responder a la pregunta
«¿Y quién define qué es una vida mejor?» con un «Eso es algo que ya
se sabe»— me ha resultado siempre indigerible.
42. Personalmente estoy lejos de considerar semejante inconclusión,
que da a dicho diálogo cierto empaque socrático, como un defecto (es
pecialmente si —como el texto hace constar— el simposio se interrum
pe, para seguir luego por otros derroteros, a causa de urgencias tan res
petables como la de la hora de comer).
43. El texto de Tugendhat —que reproduzco, al igual que el que le
sigue más abajo, de la cita que de él se hace en el comentario de Ha-
bermas, «Diskursethik», pp. 78-86, p. 82— procede de la tercera de las
Christian Gauss Lectures, «Morality and Communication», pronuncia
das por el autor en la Universidad de Princeton en 1981 y posterior
mente publicadas en alemán —«Drei Vorlesungen über Probleme der
Ethik (1981)», en E. Tugendhat, P ro b le m e d e r E th ik , Stuttgart, 1984—
en compañía de unas «Retraktationen (1983)» que aclaran no poco su
verdadera posición.
44. Habermas, op. cit., p. 84. habla —un tanto discutiblemente—
de un «déficit de fundamcntación» (B e g rü n d u n g s d e fiz it), lo que da pie
a la introducción de un enojoso problema —el de los «fundamentos» de
la D is k u r s e th ik — bastante menos interesante, en mi opinión, que el de
sus «limites».
45. Tugendhat. op. cit., p. 83.
46. Como he tratado de argumentar en «¿Politeísmo o irracionalis
mo?», cit., la posición de Habermas no excluye —contra lo sostenido
133
por Steven Lukes, «Of Gods and Demons: Habermas and Practical Rea-
son», en John B. Thompson y David Heid (eds.), H a b e rm a s . C ritical
D eb a tes, Cambridge, Mass., 1982, pp. 134-48, la admisión del «pluralis
mo valorativo», sin el que perdería todo sentido la idea misma de poner
en marcha un proceso de formación discursiva de una voluntad racio
nal.
47. Rousseau, D u c o n tra t social, París, Oeuvres completes, ed. Bi-
bliothéque de la Pléiade, vol. 111. Écrits politiques, 1964, pp. 440-41.
48. La frase en cuestión acostumbra a ser atribuida a Henry David
Thoreau, quien en rigor dijo tan sólo algo ligeramente parecido —o, para
ser exactos, algo profundamente diferente— en su panfleto C ivil D iso-
b e d ie n c e ( T h e W r itin g s o f H .D . T h o rea u , Boston. 1906, vol. IV, pp.
356-87, p. 369): «Cualquier hombre que esté más en lo justo que sus
vecinos constituye ya una mayoría de uno (A n y m a n m o re rig h t th a n
h is n e ig h b o rs c o n s titu te s a m a jo rity o f o n e a lrea d y)» .
49. Véase mi trabajo «Cara y cruz del contrato social», en S a b e r!
leer, 1, 1986.
50. Véase mi trabajo «Más allá del contrato social .(Venturas y des
venturas de la ética comunicativa)», en D e sd e la p e rp le jid a d , cil.
51. Véase, ib íd ., mi trabajo «De la intrascendentalidad de la razón».
52. Para la distinción entre «acción» (incluida la acción comunicati
va) y «discurso», cfr. Habermas, T heorie u n d P raxis, 4* ed., Francfort
del Main. E in le itu n g . La distinción, que guarda alguna analogía con la
distinción husserliana entre «actitud natural» y «actitud reflexiva»,
podría describirse diciendo que supone la «puesta entre paréntesis» de
las exigencias de la acción (la cual asume ingenuamente un incuestio
nable consenso subyacente) y prescinde de toda otra motivación que no
sea (da búsqueda cooperativa de argumentos con el fin de alcanzar por
esa vía un consenso fundado acerca de nuestras opiniones, sean
creencias o convicciones». En cuanto a la distinción entre «acción
estratégica» y «acción comunicativa». Habermas ha actualizado su
versión de la misma en «Aspects of the Rationality of Action», en
Theodore F. Geraets (ed.), R a tio n a lity T oday, Ottawa, 1979, pp. 185-212
y T heorie d e s k o m m u n ik a tiv e n H a n d e ln s, 2 vols., Francfort del Main,
1981, vol. I.. pp. 367 ss.
53. Cfr. Walter Euchner, «Kant ais Philosoph des politischen Fortsch-
ritt», en E. Gerresheim (ed.), K a n t a is p o litisc h e r D enker, cit., pp. 17-26,
quien alude a la familiaridad de Kant con la obra de autores como Swift,
Mandeville y Adam Smith. al último de los cuales parece remitir la cé
lebre caracterización kantiana de la u n g esellig e C e se llig k e it en el cuarto
de los Principios de su «historia universal en sentido cosmopolita»: «El
medio del que se sirve la naturaleza para lograr el desarrollo de todas
sus disposiciones es el a n ta g o n is m o de las mismas en la sociedad, en
la medida en que ese antagonismo se convierte a la postre en la causa
de un orden legal de aquéllas. Entiendo en este caso por antagonismo
la in so c ia b le so c ia b ilid a d de los hombres, es decir, su inclinación a for
mar ^sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante
que amenaza perpetuamente con romperla» {Id e e z u e in e r a ltg e m e in e n
G e sc h ic h te in w e ltb ü rg e rlic h e r A b s ic h t, p. 20).
134
54. En un sentido aproximado al que aquí quiero darle, la ((concor
dia discorde» fue invocada por Stephen Taylor Holmes en su crítica de
la T ra n s fo rm a c ió n d e la filo s o fía de Apeí, In te r n a tio n a l P h ilo so p h ic a l
Q u arterly, XVI, 1976, p. 226. Al acuñar la fórmula, Lucano concebía la
co n co rd ia d is c o rs como una «armonía disonante» ( P h a rsa lia , I, 98). Y
Kant mismo alude a ella cuando habla de que «el hombre quiere
concordia, pero la naturaleza sabe mejor lo que le conviene a la especie
y quiere discordia» (loe. c it.), introduciendo así un matiz teleológico
—en el sentido metafísico-natural del término— que por mi parte no
querría retener en mi uso de la expresión (¿me estaría permitido,
siquiera sea por esta vez, responder «Me» a la pregunta de Dominick
LaCapra «Who rules metaphor?», R e th in k in g In te lle c tu a l H isto ry : T exis,
C o n te x ts, L a nguage, Ithaca. 1983).
55. Para decirlo con las palabras con que Rüdiger Bubner, M o d e m
G e rm á n P h ilo so p h y , Cambridge, 1981, p. 190, compendia su compara
ción entre el diálogo socrático-platónico y el habermasiano: «El cometi
do del diálogo consiste justamente en la p ro d u c c ió n de racionalidad bajo
condiciones de racionalidad insuficiente. En condiciones ideales de ra
cionalidad no habría reales problemas a los que enfrentarse y el diálo
go no pasaría de constituir un divertimento. En último término, y si no
fuera por semejante déficit de racionalidad, el diálogo se hallaría des
provisto de toda razón de ser [...]. Usualmente, y también originaria
mente, el diálogo se presenta como un recurso destinado a permitimos
hacer frente a problemas bajo la presión de dificultades debidas a la
ausencia de condiciones ideales en la interacción social. El tema del dis
curso surge precisamente de circunstancias tales como la falta de clari
dad teórica o la discordia práctica. Si dichas circunstancias, que son
las que en rigor han de dar lugar al diálogo, se ponen entre paréntesis,
y si las condiciones que determinan nuestra entrada en el diálogo se
definen desde un comienzo en términos del supuesto objetivo de este
último —a saber, la racionalidad perfecta y el consenso consumado—,
el p ro c e s o dialógico acabará por perder su misma funcionalidad».
56. Habermas, «Erkenntnis und Interesse (1965)», en T e c h n ik u n d
W is s e n s c h a ft a is «Ideologie», Francfort del Main, 1969, p. 164.
57. Cfr. A. Heller, «Habermas and Marxism», en Thompson-Held
(eds), op. cit., pp. 21-41.
58. Ib ld ., p. 26.
59. Ib id ., pp. 27 ss.
60. Cfr. las contribuciones de Helia Mand. Alexander Gurwitsch, Ro
ben Spaemann, Dieter Henrich y Emst Bloch recogidas —bajo el epí
grafe «Die Problematik des Widerstandsrechts»— en Zwi Batscha (ed.),
M a te ria lie n z u K a n ts R e c h tsp h ilo s o p h ie , Francfort del Main, 1976, pp.
292-378.
61. Véase sobre el particular el libro obligado de Karl Vorlánder Im -
m a n u e l K a n t, d e r M a n n u n d d a s W erk, 2 vols., Leipzig, 1924, esp. vol.
II, pp. 213 ss., así como, más recientemente, Iring Fetscher, «I. Kant
und die Franzósische Revolution», en E. Gerresheim (ed.), op. cit., pp.
27-43 y Peter Burg, K a n t u n d die F ra n zó sisch e R evo lu tio n , Berlín, 1974.
62. Tomo de F. González Vicén, La filo s o fía d e l E s ta d o en K a n t,
135
cit.. pág. 96. este interesante texto procedente de Jakob Fríes, P h ilo so p -
h is c h e R e c h tsle h re u n d K ritik a ller p o s itiv e n G esetz, Jena, 1803, p. 95,
que convendría contrastar —no se olvide la influencia del kantismo de
Fríes en el racionalismo crítico de Popper y su escuela— con la excesi
vamente popperiana, aun si no por ello menos admirable, «Introduc
ción» de Hans Reiss a su edición de los K a n t's P o litica l W ritin g s, Cam
bridge, 1970, pp. 1-40.
63. Resumo aquí la posición que he sostenido con anterioridad en
mi artículo «La ética en la cruz del presente», E n ra h o n a r, 1, 1981, pp.
7-16. Como allí hacía constar, el texto del mismo procedía de una con
ferencia —pronunciada en San Sebastián en los primeros y difíciles mo
mentos de la transición política española hacia la democracia— con la
que trataba de responder, según mi leal saber y entender, a una en
cuesta de la revista H erria 2 .0 0 0 E liza sobre el problema de la violencia
en el País Vasco. Nada me satisfaría tanto como poder confiar en que
aquel texto se vuelva «inactual» no sólo en el sentido ético del término,
sino en el más elemental de verse superado por la evolución de los acon
tecimientos y la proximidad de un efectivo acuerdo entre todas las par
tes implicadas para el logro de una paz justa en Euzkadi.
64. Reyes Mate, «El lugar de la ética en el arte de la política)), Le-
via tá n , 9, 1982, pp. 111-20. En una referencia al artículo acabado de
citar en la nota precedente, el autor se hace muy correctamente cargo
de un argumento mío que hoy no suscribiría en su integridad, pues creo
—y espero mostrarlo así en los párrafos que siguen en el texto— que la
ética tiene efectivamente a lg o que decir acerca de la violencia: «Javier
Muguerza se preguntaba recientemente qué tendría que decir la ética
acerca de la violencia: "por terrorífico que pueda parecer", respondía,
"la ética no puede decir nada”. No la puede justificar porque la ética
tiene una pretensión de universalidad que el "violento" niega con su ac
ción. Pero tampoco la puede condenar, ya que ese tipo de violencia "re
volucionaria” se suele dar en circunstancias políticas en donde los suje
tos no disfrutan de una completa capacidad de autodeterminación» ( o p .
cit., pp. 111-2). Séame en correspondencia permitido reproducir, aun a
riesgo de simplificarla en exceso, una parte de su argumentación con la
que tengo que declararme absolutamente de acuerdo: «La desazón que
produce esta situación aporética no se debe sólo a la frustración inte
lectual de no poder resolver un problema, sino también, y sobre todo, a
que la imposibilidad de una conducta moral que no conjugue la univer
salidad con la autodeterminación refleja la existencia de sujetos sin poder
autodeterminarse y sometidos a intereses particulares [...]. La ética no
consistirá en una carrera hacia la universalidad y autodeterminación de
quienes ya están colocados en la línea de salida, sino en un incesan
te esfuerzo por hacer que los no-sujetos sean sujetos [...]. La exigencia
del paso del no-sujeto a la subjetividad es un proceso permanente que
coloca en un nuevo plano a las exigencias de autodeterminación y
universalidad de la ética: mientras haya un solo no-sujeto, ningún suje
to puede tenerlas todas consigo, ya que la existencia de la marginalidad
cuestiona la positividad de las subjetividades existentes» (ib id ., pp.
119-20).
136
65. Véase mi trabajo «La inactualidad de la ética», en D e lo d iv in o
y lo h u m a n o , cit.
66. Así lo supo proclamar en su momento, con la noble serenidad
de juicio que le caracterizaba, Thomas Merton, «The Meaning of Mal-
colm X», F a ith a n d Violence, Notre Dame, 1968, pp. 182-90.
67. A. Heller, op. cit., p. 28.
68. lb id .
69. La mejor caracterización que darse pueda del «reino de los fines»
consistiría en decir que, para Kant, este último constituye u n m u n d o de
su je to s, en el sentido en que soberbiamente lo explicitan los propios tex
tos kantianos. Así, por ejemplo, a propósito de su definición de las «per
sonas» como «fines objetivos» (o b je k tiv e Z w e c k e ): «Los seres cuya exis
tencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen,
cuando se trata de seres irracionales, un valor meramente relativo, como
medios, y por eso se llaman c o sa s; en cambio, los seres racionales llá-
manse p e r s o n a s porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí
mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como
medio y, por tanto, limita en este sentido todo capricho (y es un objeto
de respeto). Estos no son, pues, meros fines subjetivos, cuya existen
cia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor p a ra n o so tro s, sino
que son fin e s o b je tiv o s, esto es, cosas cuya existencia es en sí misma
un fin, y un fin tal que en su lugar no puede ponerse ningún otro fin
para el cual debieran ellas servir de medios, porque sin esto no habría
posibilidad de hallar en parte alguna nada con valor a b so lu to ; mas si
todo valor fuera condicionado y, por lo tanto, contingente, no podría
encontrarse para la razón ningún principio práctico supremo» ( G ru n d -
leg u n g , p. 428). O, por citar otro ejemplo no menos famoso, con oca
sión de su distinción entre «precio» (P re is) y «dignidad» (W iir d e ): «En
el reino de los fines todo tiene o bien un precio o bien una dignidad.
Aquello que tiene un pFecio puede ser sustituido por algo eq u iv a le n te ; en
cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite
nada equivalente, eso tiene dignidad. Aquello que se refiere a las inclina
ciones y necesidades del hombre tiene un p recio d e m ercado; aquello
que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a
una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nues
tras facultades, tiene un p recio d e afecto ; pero aquello que constituye la
condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente
valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad. La
moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí
mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino
de los fines. Así pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es
capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad» (Ibíd., pp. 434, 435).
70. Por «condición humana» —que podría constituir una aceptable
traducción de lo que Kant llama «humanidad» (M e n s c h h e it )— no ha de
entenderse aquí, por las razones que veremos enseguida, una categoría
«natural» ni «histórica» (sea la «naturaleza humana» o su «concreción»
a una determinada época o sociedad), sino una categoría «moral», a saber,
aquello que hace del hombre un sujeto (una persona o fin objetivo, do
tada de dignidad, etc.) y no un objeto.
137
71. Cfr., para la distinción entre ambos sentidos del «individualis
mo ético» —destinada a impedir la confusión entre este último y el lla
mado «individualismo posesivo» en cualquiera de sus variantes—, St.
Lukes, In d iv id u a ü s m , Oxford, 1973 (hay trad. cast. de J.L. Álvarez, Bar
celona, 1975), pp. 99-106, quien, sin embargo, parece extraviarse cuan
do afirma que «el simple planteamiento del problema de los límites de
la moralidad [...] equivale implícitamente a denegar el individualismo
ético», lo que, si fuera cierto, equivaldría a su vez a negar a Kant su
merecida condición de individualista ético.
72. L. Kolakowski, «Warum brauchen wir Kant?», M e r k u r, 9-10,
1981, pp. 915-24.
73. En relación con este problema, que replantea el de la tercera
antinomia de la Dialéctica Trascendental kantiana y lo generaliza hasta
hacerlo extensivo a las ciencias sociales no menos que a las naturales,
véase mi trabajo «A vueltas con la razón», en D esd e la p e rp le jid a d , cit.
74. Kolakowski, op. cit., pp. 919 ss.
75. Por lo que hace al m a rx is m o , Kolakowski excluye expresamente
del censo de incursores en la falacia a los marxistas neokantianos del
tipo de Cohén o Vorlánder, para quienes «la idea socialista» consistía ni
más ni menos que en «la liberación humana de aquellas circunstancias
que impiden funcionar al hombre como individuo o sujeto moral»; en
cuanto a la n u e v a d erech a , remonta sus orígenes a la tradición antiilus
trada de un De Bonald o un De Maistre, el último de los cuales alegaba
«haber visto franceses, alemanes o rusos, pero nunca “hombres"», a lo
que cabría replicar con la pregunta de «si había visto a un francés, un
alemán, un ruso o más bien a Dupont. Müller o lvanov», cada uno de
los cuales se halla lejos de reducirse a su respectiva nacionalidad ( I b f d
pp. 920 y 922).
76. Para la distinción entre individualismo «ético», «ontológico» y
«metodológico», véase «Entre el liberalismo y el libertarismo», cit.; y,
sobre el tercero de ellos, St. Lukes, «Methodological Individualism Re-
considered», E s s a y s in S o cia l T heory, Nueva York, 1977, pp. 177-86.
77. Aun sin relacionarla expresamente con el punto de vista de la
ética comunicativa, Kolakowski expresa bien esta idea cuando habla de
«la condición humana (d a s M e n s c h s e in ) como una categoría universal
aplicable a cada hombre individual y sólo a cada hombre individual»
(Ib íd ., p. 924).
78. He aquí, pues, una razón de cierto peso para n o erradicar de
nuestras mentes el concepto de «alienación», contra lo que sugiere el
propio Kolakowski en «Die sogennante Entfremdung», L eb en tr o tz Ges-
c h ic h te , Munich, 1977, pp. 218-31. El concepto de alienación, por des
contado, admite una considerable variedad de modulaciones sociohistó-
ricas, desde la esclavitud antigua a la contemporánea distorsión comu
nicativa, desde la explotación económica a la objetualización sexual, etc.,
etc., etc.; pero eso es también lo que sucede con el propio principio que
prescribe tratar al hombre siempre como un fin y no tan sólo como un
medio; y el hecho de que todas aquellas formas de alienación constitu
yan otras tantas violaciones sociohistóricamente posibles de este último
principio ofrece, en mi opinión, un buen ejemplo de cómo se articulan
138
la experiencia moral y los principios morales. Para una incisiva proble-
matización de dicha «articulación», véase el trabajo de Ernst Tugendhat
«La pretensión absoluta de la moral y la experiencia histórica» —en J.
Muguerza y F. Quesada (eds.), A y e r y h o y d e la ética. A c ta s d e la l
S e m a n a d e É tica e H isto ria d e la É tica en H o m e n a je a l P ro fe so r J o sé
L uis L. A ranguren, Madrid, Taurus, en prensa—, que, sin embargo, acaso
no haga entera justicia a Kant al no centrarse en e s ta concreta versión
de su imperativo categórico.
79. De lo que aquí se trataría, en efecto, es de tomar de una vez en
serio la sugerencia platónica —tan del gusto, por cierto, de Apel— de
interpretar el monólogo como un «diálogo el alma consigo misma», esto
es, como un caso límite del ejercicio de la racionalidad dialógica, lo que
tal vez diera satisfacción a la reciente invitación de José Luis L. Aran
guren (véase su P rólogo a Adela Cortina, É tica m ín im a . In tro d u c c ió n a
la filo s o fía p rá c tic a , Madrid, Tecnos, 1986, pp. 11-15) de prestar a la
«ética ¡ntrasubjetiva» una atención al menos comparable a la que se pro
diga hoy a la «ética intersubjetiva».
80. De la incomodidad que el tema de la «utopía» parece suscitar
en Habermas podría dar idea el hecho de que en un mismo texto —aun
si, lo reconozco, en diferentes contextos (cfr. «Reply to my Critics», en
Thompson-Held, eds., cit., pp. 219-83, p. 227, 235 y 251)— nos encon
tremos con pronunciamientos tan aparentemente diversos como los que
transcribo a continuación. l.°) «A buen seguro, el concepto de raciona
lidad comunicativa encierra una perspectiva utópica»; 2.°) «El univer
salismo ético (que defiendo) posee un contenido utópico, pero no deli
nea una utopia»; 3.°) «Nada me pone tan nervioso como la imputación
[...] de que [...] la teoría de la acción comunicativa propone, o al menos
sugiere, una sociedad utópica.» En cuanto al sentido «ético» de la uto
pía, a que se alude a continuación, véase mi trabajo S o b re la fa lta d e
lu g a r d e ¡a u to p ía , en J. González-C. Pereyra-G. Vargas Lozano (eds.).
P ra xis y filo so fía . E n s a y o s e n H o m e n a je a A d o lfo S á n c h e z V á zquez,
México, Grijalbo, 1985, pp. 351-88.
81. Cfr. Pepita Haezrahi, «The Concept of Man as End-in-Himself»,
en Robert P. Wolff (ed.), K ant. A C ollection o f C ritical E ssa y s , Lon
dres, 1968, pp. 291-313, pp. 292-3.
82. Ib íd ., pp. 295 ss., así como P. Haezrahi, T he P rice o f M orality,
Londres, 1971, pp. 159-67.
83. P. Haezrahi, «The Concept of Man as End-in-Himself». cit., p.
294.
84. Cfr. Richard J. Bernstein (ed.), H a b e rm a s a n d M o d e rn ity , Ox
ford, 1985. Véanse asimismo los pronunciamientos de Habermas en «Die
Modeme-Ein unvollendetes Projekt. Rede aus Anlass des Adomo-Preiss»,
D ie Z eit, 39, 1980 y D er p h ilo s o p h is c h e D isk u r s d e r M o d e m e , Francfort
del Main. 1985. Entre nosotros puede verse José María Mardones, «Mo
dernidad y posmodernidad. Un debate sobre la sociedad actual». R a zó n
y fe . 156, 1986, pp. 204-17.
139
DIGNIDAD Y NO PRECIO:
MÁS ALLÁ DEL ECONOMICISMO*
Adela Cortina
140
llar por separado estos conceptos teóricos y prácticos, alum
brando con ello el sistema o metafísica de la naturaleza y
el sistema o metafísica de las costumbres. De elaborar la
metafísica de la naturaleza se ocupó Kant en los Metaphy-
sische Anfangsgründe der Naturwissenschaft, mientras que
la obra práctica quedó completa en la Metaphysik der Sit-
ten, dividida a su vez en «Rechstlehre» y «Tugendlehre».
Con ello quedaba configurado el sistema del saber en su
doble vertiente, la del saber acerca de la naturaleza y la
del saber acerca de lo que es posible por la libertad. Y que
daba completo en lo que a la dimensión «doctrinal» de la
filosofía trascendental se refiere, porque la dimensión «crí
tica» —no sistemática— se vio coronada con la publicación
de la Crítica del Juicio, porque la facultad de juzgar no
precisa desarrollo sistemático alguno, dada su incapacidad
para producir un saber objetivo. El Juicio —recordémos
lo— es una facultad «heautónoma», no una facultad «autó
noma». 1
Por último, a mi modo de ver, el Opus postumum in
tentaba perfeccionar este sistema de la razón desde la ver
tiente subjetiva. El tránsito de los principios metafísicos
elementales de la ciencia de la naturaleza a la física exige
el tránsito de la física al sistema de filosofía trascenden
tal, y de nuevo el tránsito al sistema situado entre la natu
raleza y la libertad, que concluye en el enlace universal de
las fuerzas vivas de todas las cosas en la oposición Dios-
Mundo.2 Esta es la razón por la que, a mi juicio, cabría
denominar al Opus postumum «Crítica de la Razón siste
mática».3
Dentro de este sistema, así configurado, la Crítica de
la Razón práctica venía a satisfacer, en principio, una an
tigua aspiración, un interés que acompañó a la obra de
Kant desde sus comienzos, tanto a la obra oral como a la
escrita.
Porque no dejan de tener su importancia los datos ofre
cidos, entre otros, por Vorlánder, a tenor de los cuales Kant
enseñó en sus clases al menos veintiocho veces filosofía
moral o práctica, y ya desde mediados de los años 1760
había bosquejado unos «Metaphysische Anfangsgründe der
praktischen Weltweisheit».4 Aunque fueron rechazados,
141
hacia enero de 1770/71 tenía Kant planeadas nuevas in
vestigaciones sobre la «sabiduría puramente moral», en la
que «no pueden encontrarse principios empíricos algunos».5
Estas investigaciones, a juicio de Vorlánder, debieron for
mar parte de la gran obra planeada en 1772. Tan clara pa
rece tener Kant esta parte que quiere editarla en 1773; pero
se lo impide la dedicación al trabajo teórico. Sin embargo,
en un trabajo preparatorio a los Prolegómeno da muestras
de que en 1782 ya estaban elaborados los principios de la
ética crítica, aunque su perfeccionamiento tiene que retra
sarse precisamente gracias a los Prolegómeno.
A principios de 1784 —y siempre según Vorlánder—
empieza Kant a pensar en la posibilidad de verter su ética
en una polémica contra el tratado de Garve sobre el de De
oficiis de Cicerón o contra este mismo. Pero vuelve por fin
al plan de un escrito especial, que se convierte en 1785 en
las 128 octavillas impresas de la Grundlegung.6 El paso
final hasta la aparición de la Crítica de la Razón práctica
es bien conocido.
Confiado Kant en que la razón humana en los asuntos
morales puede ser fácilmente conducida a exactitud y pre
cisión (cosa que no ocurre en el uso teórico, amenazado
siempre de caer en la dialéctica sofística), ofrece al públi
co su Grundlegung. Una crítica de la razón práctica parece
innecesaria, dada la familiaridad de las gentes con las cues
tiones morales, que no están reservadas a los científicos,
como sucede en el uso teórico de la razón. Y, a mayor
abundamiento, una crítica de la razón que regula el obrar
parece desaconsejable porque tendría que conducir a com
plejas consideraciones, que acabarían confundiendo al lec
tor. Bastará, pues, con dejar claro el principio supremo de
la moralidad, para pasar después directamente a elaborar
el sistema de las costumbres.7
Y, sin embargo, la confianza de Kant en la pericia del
público en materia moral quedó defraudada. Si la primera
Crítica exigió una ((vulgarización», que —con mayor o
menor éxito— tuvo lugar en los Prolegómeno, la «vulgar»
Grundlegung exigió un desarrollo de mayor envergadura.
De ahí que la segunda Crítica no se limitara a establecer
claramente el principio supremo de moralidad —cosa que,
142
ciertamente, también hace—8 sino que extendiera su tarea
a las categorías y conceptos prácticos, a la relación de tales
conceptos con la experiencia y con los postulados, al enla
ce de la razón especulativa con la práctica a través de los
intereses, y, por último, a aclarar el método propio de la
razón pura práctica.
Con todos estos elementos, engarzados en la Crítica de
la Razón práctica, empezó a cobrar cuerpo crítico-
trascendental una antigua aspiración que, según la confe
sión de Kant, había sido despertada por Rousseau: «Hubo
un tiempo en que creía que todo esto (la inteligencia
teórica) podía constituir el honor de la humanidad, y des
preciaba al pueblo que está ignorante de todo. Es Rous
seau quien me ha desengañado. Esta ilusoria superioridad
se desvanece; aprendo a honrar a los hombres; y me sen
tiría más inútil que el común de los trabajadores, si no
creyera que este tema de estudio puede dar a los demás
un valor que consiste en esto: establecer el derecho de la
humanidad».9
«Establecer el derecho de la humanidad.» Este es uno
de los puntos de mira de la filosofía trascendental kantia
na. A este fin se dirigió en parte la Crítica de la Razón
pura, y por eso trataba de allanar el terreno, preparándolo
para la construcción de esos grandes edificios morales, que
constituyen la labor propia del filósofo. A este fin se diri
gió en buena medida la Crítica del Juicio, tratando de ten
der un puente entre una naturaleza moralmente indiferen
te y un sujeto que ha de realizar en ese mismo mundo el
bien supremo, tanto originario (virtud) como derivado (fe
licidad). También a establecer el derecho de la humanidad
dedican su esfuerzo los trabajos religiosos, que investigan
la posibilidad de un reino de Dios sobre la tierra a pesar
de la existencia del «mal radical»; o los tratados morales y
jurídicos, ocupados en establecer el derecho externo e in
terno de la humanidad; o los trabajos de filosofía de la
historia, encaminados a la construcción de una sociedad
cosmopolita que tiene —en sentido práctico— realidad ob
jetiva.
Ciertamente caben diversas interpretaciones de Kant,
pero una cientificista es inviable.
143
Preguntar si en este contexto merece la Crítica de la
Razón práctica un lugar relevante es ocioso. Allanados los
obstáculos en la primera Crítica, preparado positivamente
el camino por la Grundlegung, la Crítica de la Razón prác
tica contempla detenidamente la idea central del idealismo:
la idea de libertad.
El interés de algunos intérpretes autorizados, como es
el caso de H. Cohén, radica en mostrar que la libertad,
como idea regulativa, no sólo es permitida por la Crítica
de la Razón pura, sino también exigida por ella. Los prin
cipios que constituyen la unidad de la experiencia desem
bocan en ideas, que intentan hacer sistemática aquella uni
dad. Si las ideas se objetivan, se hacen trascendentes; pero
si se piensan trascendentalmente como máximas regulati
vas, se mantienen como válidas.
En cada idea se comprende lo mismo que en su gé
nero: la necesidad de una delimitación de la experien
cia, la comprobación del pensamiento fundamental de la
contingencia (Zufálligkeit) de la experiencia, la indica
ción del abismo de la contingencia inteligible. «La doc
trina de la experiencia —dirá, pues, Cohén— no deja sólo
un lugar abierto para la consideración de otro tipo de
realidad para las cosas humanas, para una conciencia
(Gewissheit) ética del destino humano; sino que sus pro
pios conceptos fundamentales [...] apuntan hacia las
ideas, que pretenden poder proporcionar otro tipo de rea
lidad.»10
Y en la idea nouménica de libertad entra este pensa
miento con toda sistematicidad, porque la totalidad cos
mológica exige que la libertad sea; es decir, exige que el
noumenon-Zióeríad sea." Pero sólo la ética puede realizar
este ser, que en la doctrina de la experiencia queda apun
tado y urgido. Y puede hacerlo a través de un ser: el ser
del deber (Sollensein); porque el deber es también un ser;
no tanto un deber ser como un ser del deber.12 Precisa
mente el contenido de este ser del deber nos llevará a la
realidad objetiva de la idea de libertad.
Ya que desde esta idea —que une el mundo empírico y
el ético— es posible hablar del derecho de la humanidad.
Ya que desde ella es factible trascender el economicismo,
144
como veremos, intentaremos asistir a su gestación en el
pensamiento a través de la obra de Kant.
145
Hay algo que no entra en el tráfico de mercancías, porque
no es mercancía. Hay algo que no tiene precio, sino digni
dad. Y ante una afirmación semejante, fundamentada con
toda la morosidad, el rigor y el detalle que la filosofía exi
gen, quien esto escribe no puede sino pronunciarse a favor.
Pero precisamente porque este trabajo pretende adscri
birse modestamente a la reflexión filosófica, intentaré asis
tir al orto de un formalismo necesario y fructífero, siguien
do en esta tarea al propio Kant. El punto de partida será
un concepto familiar para las éticas de fines; un concepto
familiar para cualquier filosofía que intente reflexionar
sobre la moral: el concepto de bien.
146
seres naturales. Lo moral está, pues, sometido a la ley de
la causalidad, y además las comparaciones entre el hom
bre y los demás seres naturales son posibles. El estableci
miento de equivalentes para el intercambio es factible.
Pero no §s esto lo que quieren decir los hombres cuan
do hablan de una voluntad buena. Y el punto de partida
de la reflexión ética consiste en este conocimiento vulgar
de las gentes acerca de lo que puede considerarse como
moralmente bueno, porque la estructura de los juicios sin
téticos a priori del saber teórico tiene que leerse en las cien
cias, pero los juicios sintéticos a priori del saber práctico
sólo pueden estar entrañados en la conciencia moral de los
hombres. Por eso en la Grundlegung, el comienzo de la re
flexión crítica será el análisis de un dato de experiencia, el
análisis de un dato de ética aplicada: lo que los hombres
entienden por «bien moral».
Con ello la ética kantiana inicia la era del deontologis-
mo en todas sus posibles acepciones. Porque, siguiendo la
caracterización de deontologismo dada por Frankena, es me
nester reconocer que Kant determina lo que sea moralmen
te bueno antes de ocuparse de bienes no morales; atendien
do a la clasificación de Broad, Kant repudia todo uso de
las consecuencias a la hora de calificar moralmente una
acción; y, recordando la división de Weber, se nos presen
ta su ética como una Gesinnungsethik. 19 No se trata, en
este último sentido, de que «con la intención baste», sino
de poner todos los medios para que lo bueno acontezca.
Pero si no es así, dado que las consecuencias de nuestras
acciones se inscriben en el mundo fenoménico, regido por
la ley de la causalidad, el bien moral ha sido de todos
modos realizado porque radica en el querer.
Yo desearía aquí lamentar que las éticas neokantianas
de nuestro momento, por el deseo de atender a las conse
cuencias, se hayan reducido a Verantwortungsethiken. Por
que no puede olvidarse a esa buena voluntad, que se en
tiende «no desde luego como un mero deseo, sino como el
acopio de todos los medios que estén en nuestro poder»,20
sin renunciar —a mi juicio— a lo específico del bien moral.
Sin embargo, y pese a tan claro deontologismo, el con
cepto de fin no es extraño a la ética kantiana, sino todo lo
147
contrario. El concepto de fin va dotando paulatinamente
de contenido al «formalismo» kantiano, de modo que no
puede decirse ya de él que sea abstracto y vacío. Para mos
trarlo, es necesario acompañar a Kant en esos dos prime
ros capítulos de la Grundlegung, en los que analiza el con
cepto de voluntad buena, y también en la «Analítica de los
Principios de la Razón pura práctica», con que da comien
zo la segunda Crítica.
Realmente, el camino seguido por ambas obras no es
idéntico. La Grundlegung inicia su andadura, como hemos
apuntado, en la ética aplicada, y va ascendiendo hacia el
principio de la moralidad analíticamente en el paso del co
nocimiento moral vulgar al filosófico, y de este último a la
metafísica de las costumbres. La Crítica de la Razón prác
tica, por su parte, se ahorrará la inicial toma de contacto
con la experiencia, y empezará ya aclarando (exponiendo)
los principios de la razón pura práctica. En definitiva, la
razón vulgar también parece tener su dialéctica, y el senti
miento moral no deja de ser un elemento espinoso a la hora
de acceder a una ética pura.
Sin embargo, en este trabajo he tomado como punto de
partida el de la Grundlegung porque, a mi juicio, es a tra
vés de él como se muestra más claramente la deducción
del contenido a partir de la forma, que tiene lugar a tra
vés del concepto de fin. Al hilo de la exposición, alcanzare
mos también el comienzo de la segunda Crítica en su mo
mento.
148
buena. Este camino de ida y vuelta va a permitirle enun
ciar abiertamente el principio supremo de moralidad, anun
cio que en la Crítica de la Razón práctica tiene lugar en el
§ 7 del primer capítulo. Si el deber es el punto de partida en
la Crítica, en la Grundlegung lo es el bien moral, que exige
contemplar para su análisis el concepto de deber, pero sólo
en segundo lugar.
Sin embargo, antes de pasar al análisis del deber apa
rece en la Grundlegung un extraño excursus en el que Kant,
tratando de justificar la excelencia de la buena voluntad,
se pregunta para qué nos ha sido dada la razón como fa
cultad práctica.21 Y aquí entra ya, a mi modo de ver, el
concepto de fin, aunque de una forma no específica del ám
bito práctico, no como contenido del deber, sino como pre
supuesto básico de todo el sistema de filosofía trascenden
tal, teórico y práctico.
Responder a la ingenua pregunta kantiana podría lle
vamos muy lejos. Podría llevarnos a afirmar que aquí Kant
supone —como en la Crítica del Juicio o en los tratados de
filosofía de la historia— una Naturaleza o Providencia que
obra intencionadamente, y que utiliza el mecanismo natu
ral no-humano para realizar la unión entre virtud y felici
dad, o hace uso del mecanismo natural humano proponién
dose como meta una sociedad cosmopolita. Pero si no que
remos llegar tan lejos e introducir a Kant en la tradición
germánica que acepta una naturaleza teleológica, frente al
mecanicismo newtoniano de la naturaleza, o junto a él
—como sería el caso de Kant—, hemos de advertir al
menos que aquí se admite una teleología de las facultades
del ánimo (Gemüth). La teleología del sistema de filosofía
trascendental en su vertiente subjetiva justificaría la con
fianza en que todas nuestras facultades nos han sido dadas
con algún uso legítimo. De ahí que la crítica intente desen
mascarar el uso ilegítimo y señalar las condiciones de legi
timidad (quid iuris), con la convicción de que tal uso legí
timo existe.
Una teleología de las facultades subyace, pues, al deon-
tologismo kantiano. Y su especificación en el uso de la
razón que dirige el obrar consiste en rechazar que nuestra
facultad racional nos haya sido dada para encaminarnos a
149
la felicidad, puesto que el instinto lo hubiera hecho con
mayor eficacia que la razón. Aun cuando se quisiera en
tender esta teleología de la dimensión subjetiva del siste
ma trascendental como un modo de hablar, tendríamos que
seguir reconociendo que este modo de hablar permite con
fiar en la legitimidad del saber proporcionado por nues
tras facultades.22
Pero regresando de nuevo a la dimensión objetiva del
sistema trascendental, una sucesión encadenada de momen
tos nos lleva desde la buena voluntad hasta el punto en
que podemos empezar nuestra deducción del contenido de
la voluntad pura a partir de su forma. El análisis de la
voluntad buena nos lleva al concepto de deber; pero, dado
que el concepto de deber, tal como se halla presente en el
conocimiento moral vulgar, nos conduce a una «dialéctica
de la naturaleza», a una tendencia a acomodar el deber a
los deseos de felicidad, la razón humana se ve obligada a
pasar —por motivos prácticos— a la metafísica de las cos
tumbres.23
Y precisamente la metafísica de las costumbres se ini
cia previniendo contra toda pretensión de extraer el deber
de la experiencia y contra toda pretensión de extraerlo de
la naturaleza humana. Por ello es menester acceder al lugar
en que los ejemplos nos abandonan, es menester «perse
guir y exponer claramente la facultad práctica de la razón,
desde sus reglas universales de determinación, hasta allí
donde surge el concepto del deber».24 El deber tiene su ori
gen en la voluntad pura, y con ello hemos llegado al nú
cleo de la filosofía práctica. Porque si la filosofía teórica
tiene por objeto los elementos trascendentales del conocer,
la filosofía práctica se ocupa de los elementos trascenden
tales del querer: la voluntad pura, como facultad de que
rer, es, pues, el centro de la reflexión.
Ahora bien, para entender correctamente el concepto de
una voluntad pura es necesario introducir una aclaración.
Porque la voluntad es «la facultad de obrar por la repre
sentación de leyes, es decir, por principios»,25 pero la rela
ción de tales leyes con la voluntad puede prestarse a una
doble interpretación.
Usualmente se entiende por «voluntad de un ser racio-
150
nal» el modo de querer de aquellos seres que, cuando de
sean un determinado fin, desean también los medios opor
tunos para alcanzarlo, aun contando con la debilidad en la
praxis. En este caso, y aun cuando los medios oportunos
deben ser descubiertos a posteriori, si consisten en accio
nes sometidas a un mandato, puede decirse que nos halla
mos ante un mandato analíticamente contenido en el con
cepto de voluntad de un ser racional.
Aquí «analítico» no puede significar —como en el caso
de los juicios del saber teórico— que el predicado esté con
tenido en el sujeto del juicio, sino en el sujeto de la ac
ción, en el sujeto del querer. El sujeto es ahora la volun
tad racional del sujeto agente, en cuyo concepto está con
tenido el deseo de seguir el mandato-medio.
Naturalmente, nada de esto es asombroso. Lo verdade
ramente asombroso es que en ocasiones no interpretemos
la voluntad de un ser racional bajo las categorías de medio
y fin, es decir analíticamente, sino que enlacemos a su con
cepto un mandato, sin extraerlo de él mismo. Se ha produ
cido, pues, una síntesis: la síntesis entre el concepto «vo
luntad de un ser racional» y un mandato que, aun no es
tando contenido en él analíticamente, se lo atribuimos como
obligatorio universal y necesariamente, es decir, a priori.26
¿Qué nos legitima para enlazar determinados manda
tos con el concepto de voluntad de un ser racional, de tal
modo que si el sujeto de tal voluntad los infringiera diría
mos de él que obra en contra de la razón? ¿Qué nos auto
riza a coaccionar a cualquier voluntad individual con un
mandato, cuya fuerza constrictiva tiene sentido, aún sin
estar al servicio de fines subjetivos? ¿Qué nos da derecho
a imponer a la voluntad del individuo particular un man
dato adjudicable a la voluntad de todo ser racional, a la
voluntad universal?
Este es el misterio de los imperativos categóricos, en
los que enlazamos a priori un mandato universal al con
cepto de cualquier voluntad racional particular, haciendo
abstracción de sus fines subjetivos. La gran pregunta, pues,
de la Grundlegung-, la gran pregunta de una fundamenta-
ción racional de lo moral es, cómo son posibles en lo moral
estas proposiciones sintético-prácticas a priori. Para respon
151
der, puesto que hemos de dar razón de un uso sintético,
tenemos que adentrarnos en la crítica de la razón pura
práctica. Pero antes todavía nos queda un largo recorrido
analítico, con el fin de esclarecer todo lo posible la forma
y el contenido de la voluntad racional pura, coaccionada
por imperativos categóricos. Dividiremos este recorrido en
etapas para una mayor claridad.
152
es el contenido de tal forma? ¿Cuál es el contenido del Sa
llen?
Si entre lo a priori y la forma existiera identidad, sin
posibilidad de mediación alguna, entonces estaría justifi
cada la acusación de formalismo. Pero en la ética kantiana
no existe tal identidad, sino que es posible una mediación,
que se realiza a través de un concepto propio de la razón,
el concepto de fin. Mediante el análisis del concepto de vo
luntad pura podemos caracterizar negativamente la oposi
ción a la materia empírica, y positivamente el contenido
de la forma y, con ello, del Sollen.
5. 2. La caracterización negativa consiste en excluir todo
objeto como principio de la moral, porque de no ser así, el
fundamento de la determinación de la voluntad sería la re
lación del sujeto con el objeto, una relación que consiste
en el placer en la realidad del objeto.29
Con ello queda excluido como fundamento de determi
nación de la voluntad todo fin, entendido según la caracte
rización de la Metaphysik der Sitien: «Fin es un objeto del
arbitrio (de un ser racional), a través de cuya representa
ción el arbitrio es determinado a una acción para producir
este objeto».30
Puesto que hay un fin que puede suponerse que todos
tienen, y es el propósito de la felicidad, esta primera ca
racterización negativa del contenido de la forma del querer
puro consiste en una oposición a considerar a la felicidad
como posible fundamento de determinación de una volun
tad pura. Si algún concepto de fin puede estar presente en
este momento de la determinación, será un fin, no que
todos tenemos, sino que todos debemos tener. Ya que la
propia felicidad es un fin que todos tenemos, queda ex
cluida como posible fundamento de determinación de la ley
moral.
Pero, a mi juicio, este rechazo se extiende incluso al
fomento de la felicidad universal; al menos a la altura de
la ética pura, expuesta en la Crítica de la Razón práctica.
A este nivel puro nos ceñiremos, en un trabajo que preten
de conmemorar el centenario de la segunda Crítica, y deja
remos por el momento las reflexiones de la Metafísica de
las costumbres.
153
La felicidad universal queda rechazada como fin-
fundamento (Grundzweck) en virtud de tres razones: 1.)
porque el contenido del mandato que ordena promocionar
la felicidad universal es empírico; 2.) porque Kant consi
deró separadamente y desechó la candidatura de la felici
dad universal como posible principio de determinación de
la voluntad, y 3.) porque el «formalismo» de que adolece
el concepto de felicidad no guarda analogía con la forma
racional expresada en el imperativo categórico, ya que es
un formalismo de la imaginación, y no de la razón. Vere
mos más detenidamente estas tres afirmaciones, que no
dejan de tener su interés dada la actual relevancia del tema
de la felicidad en la filosofía moral.
5. 2. 1. Para descartar la candidatura de la felicidad
universal como principio de la razón práctica, es impres
cindible recurrir a la «Analítica de la Razón pura prácti
ca», y concretamente a la sección introductoria sobre «los
Principios de la razón pura práctica». Conviene recordar la
estructura de dicha sección, con vistas a situar el princi
pio de la felicidad en el contexto.
El apartado, que consta de ocho parágrafos, tiene como
meta fijar la ley fundamental de la razón pura práctica, lo
cual tiene lugar en el §7. De ahí que parta de una defini
ción de los principios prácticos (§ 1), de entre los que seña
la como leyes prácticas aquellos cuya «condición es cono
cida como objetiva, es decir, valedera para la voluntad de
todo ser racional».31
A partir de tal definición (§ 1), y antes de la proclama
ción de la ley fundamental de la razón práctica (§7), Kant
deduce tres teoremas, dirigidos a esclarecer qué principios
prácticos no pueden ser considerados como leyes prácticas.
El resultado de la deducción puede resumirse del si
guiente modo: 1.) son principios empíricos y, por tanto,
no constituyen ley práctica alguna, aquellos que «suponen
un objeto (materia) de la facultad de desear como funda
mento de determinación de la voluntad»,32 entendiendo por
«materia de la facultad de desear un objeto cuya realidad
es apetecida».33 2.) Estos principios materiales en su tota
lidad «pertenecen al principio universal del amor a sí
mismo o felicidad propia».34 3.) La materia de un princi
154
pió práctico es el objeto de la voluntad, pero no el funda
mento de determinación, porque en ese caso la voluntad
estaría sometida a una condición empírica. Sólo la forma
de las máximas hace de ellas leyes prácticas (teorema III).
Este es, en esencia, el contenido de los tres primeros
teoremas de la sección que nos ocupa, y que cobra todo
su sentido a la luz del concepto kantiano de «materia de la
facultad de desear», como veremos a continuación.
Toda facultad de desear tiene un objeto, es decir, una
materia que consiste en un objeto cuya realidad es apete
cida, y puede ser perseguida por medio de la acción como
tal objeto. Pero el apetito de la materia nunca puede cons
tituir una determinación moral por tres razones fundamen
talmente.
En primer lugar, porque «apetecemos» aquellos objetos
cuya representación guarda con el sujeto una relación de
nominada «placer», dado que no existe tendencia alguna
que nos oriente hacia lo que nos desagrada. En segundo
lugar, porque «de ninguna representación de cualquier ob
jeto, sea el que sea, puede conocerse a priori si estará liga
da con placer o dolor o si será indiferente».35 Ello exige
que el objeto de apetito sea determinado mediante expe
riencias anteriores e impide, en consecuencia, que preten
da determinar universal y objetivamente la voluntad. Por
último, es preciso recordar que el placer se funda en la
receptibilidad del sujeto, porque depende de la existencia
del objeto. El sujeto no es aquí creador de lo que debe ser;
no está en sus manos la existencia de los objetos placente
ros. El mundo de los principios materiales no puede ser el
mundo moral de la razón autónoma.
De cuanto venimos diciendo sobre cualquier materia de
la facultad de desear que pretenda determinar la acción,
se desprende que la felicidad universal —que es una mate
ria de la facultad de desear— no puede ser una ley de la
razón práctica. Porque es imposible determinar a priori si
la felicidad universal, el trabajar por ella, producirá en el
sujeto que se sienta sometido al mandato de perseguirla,
placer, dolor o indiferencia.
Por otra parte, la realización de la felicidad universal
no depende de los hombres, sino de la peculiar constitu
155
ción pasiva de cada sujeto. Ambos motivos incapacitan a
la máxima que ordena promocionar la felicidad universal
para pretender erigirse como ley objetiva, como deber prác
tico, al menos al nivel de la ética pura. Pero a este recha
zo, englobado dentro de la repulsa general a considerar
como ley práctica cualquier materia de la facultad de de
sear, es necesario añadir aquellas consideraciones que Kant
dedica a descalificar en concreto la felicidad universal como
un presunto deber en el nivel de la fundamentación.
5. 2. 2. La Observación del Teorema III, dentro de
la sección que estamos recordando, expresa extrañeza por
el hecho de que «haya venido a la mente de hombres de
entendimiento» ofrecer el anhelo de felicidad universal
«como una ley práctica universal».36 Sin negar la realidad
fenoménica del anhelo de felicidad, es preciso avanzar un
poco más para considerarlo como principio práctico. Es
preciso universalizarlo.
Y precisamente este paso constituye la prueba de
fuego de la validez objetiva de la máxima que ordena
perseguir la felicidad universal, pues la universalización
del anhelo de felicidad implicaría una contradicción. La
contradicción que existe entre quienes exigen las mismas
cosas para ser felices, no pudiendo dichas cosas ser de
todos. Pero además implicaría la contradicción que exis
te entre deseos tan heterogéneos, que es imposible deter
minar cómo habría que conducirse para alcanzar la feli
cidad universal.
De ahí concluye Kant su ley fundamental de la razón
pura práctica, que insiste en la universalizabilidad de las
máximas y en su independencia con respecto a toda mate
ria de la ley.37
Pero el apartado fundamental para nuestro tema viene
constituido por la Observación I del Teorema IV, en que
Kant aplica concreta y explícitamente a la felicidad de seres
extraños (fremder Wesen Glückseligkeit) el rechazo de que
es objeto todo principio material: «Así, la felicidad de seres
extraños podrá ser el objeto de la voluntad. Pero si fuera
el fundamento de determinación de la máxima, habría que
suponer que nosotros, en el bienestar de otros, hallamos
no sólo un placer natural, sino también una necesidad,
156
como la que el modo de sentir simpatético en los hombres
lleva consigo».38
El fomento de la felicidad de seres extraños puede ser
objeto de deseo, pero no puede constituir aquel mandato
por el que todo hombre se sabe obligado incondicionada
mente a obrar de una manera determinada. La obligación,
en este caso, no podría ser determinada a priori: sólo a
posteriori es posible saber si el bienestar de seres extraños
va a producir en nosotros placer, dolor o indiferencia; sólo
a posteriori, mediante una investigación psicológica, pode
mos averiguar la existencia de un sentimiento de simpatía.
No cabe suponer sentimientos en la naturaleza humana. Si
queremos saber acerca de ellos, hemos de investigarlos em
píricamente, y de ahí la negativa kantiana a atribuirlos a
la naturaleza racional. Tanto en el caso del placer como en
el caso de la simpatía, el recurso es la experiencia, que
nunca puede exigir obligación universal incondicionada.
Sólo resta una posibilidad que permita considerar el
mandato «debes fomentar la felicidad universal» como
deber moral. Y esta posibilidad brota de la forma del man
dato, no de su materia. Ninguna materia puede ser funda
mento de determinación de la voluntad, pero la universali
dad de la forma puede añadir materia a la voluntad, como
ocurre precisamente con el principio de la felicidad uni
versal.
Según el Idealismo Trascendental, cada hombre cuenta
con una materia de la facultad de desear —su propia feli
cidad— a la cual no puede constituir en ley práctica obje
tiva si no incluye la felicidad de los demás, porque la forma
de la razón es la universalidad. Lo cual implica que la má
xima originaria —la que ordena la propia felicidad— debe
ser universalizada en su forma. Y precisamente la univer
salización de la forma, sin la que la máxima no podría
constituir una ley práctica, exige añadir a la materia origi
naria —la propia felicidad— la materia consistente en la
felicidad de los demás. Por decirlo con palabras de Kant:
«y así, pues, el objeto (la felicidad de los demás) no era el
fundamento de determinación de la voluntad pura, sino sólo
la mera forma legal era por la que yo limitaba mi máxi
ma, fundada en la inclinación, para proporcionarle la uni
157
versalidad de una ley y hacerla así adecuada a la razón
pura práctica; y de esa limitación, no de la adición de un
impulso exterior, pudo sólo surgir luego el concepto de la
obligación de ensanchar la máxima de mi amor propio tam
bién a la felicidad de los demás».39
Fiel al concepto de ética que Kant expresa, como refle
xión acerca de la forma de la moralidad, nunca un conte
nido podrá servir de criterio para discernir la moralidad
de otros contenidos. No importa si el contenido se refiere
únicamente al propio sujeto o se refiere a seres extraños
(aunque el primero es menos universalizable), la verdad
práctica de un mandato no procede de la adecuación de
un contenido a otro, sino de la adecuación del contenido a
la forma moral del mandato. Ello hace perfectamente com
prensible la última afirmación kantiana que quiero aportar
como conclusión: «El principio de la felicidad, si bien puede
dar máximas, no puede darlas tales que sean aptas para
leyes de la voluntad, aun si se toma como objeto la felici
dad universal».40
5. 2. 3. Podría decirse, por último, que es un deber
el fomento de la felicidad universal porque el carácter ge
nérico del concepto de felicidad está tan necesitado de ple-
nificación empírica como el concepto del imperativo; tan
formal como el imperativo mismo.
A mi modo de ver, el concepto de felicidad es efectiva
mente indeterminado, pero precisamente porque no es for
mal. La inversión copernicana implica un conocimiento ri
guroso por parte del sujeto de cuantas representaciones
pone él mismo a la hora de conocer. Estas representacio
nes son formales en virtud de su apriorismo y constituyen
la determinación de la materia que, frente a ellas, se pre
senta como lo indeterminado. El sujeto únicamente puede
determinar con anterioridad a la experiencia la forma en
que va a conocer y en que debe obrar.
De este tipo de representaciones formales es el impera
tivo categórico, y por ello es determinado antes de su apli
cación a la experiencia. No se trata de un principio inde
terminado antes de su aplicación, porque ninguna repre
sentación a priori es indeterminada antes de su
plenificación empírica. Lo que sucede, por el contrario, es
158
que estas representaciones determinan la experiencia, y este
es el caso del imperativo, que es una forma racional.
El concepto de felicidad muestra que no es una repre
sentación formal por cuanto es indeterminado antes de re
currir a la experiencia. Su indeterminación a priori es justo
lo contrario del síntoma de concepto racional, porque reve
la su origen empírico. Atendiendo a las palabras del pro
pio Kant en la Grundlegung: «[...] es una desdicha que el
concepto de felicidad sea un concepto tan indeterminado
que, aun cuando todo hombre desea alcanzarla, nunca
puede decir de modo fijo y acorde consigo mismo lo que
propiamente quiere y desea. Y la causa de ello es que todos
los elementos que pertenecen al concepto de la felicidad
son empíricos, es decir, tienen que derivarse de la expe
riencia y que, sin embargo, para la idea de la felicidad se
exige un todo absoluto, un máximum de bienestar en mi
estado actual y en todo estado futuro».41
¿Podrían significar las últimas palabras una distinción
entre el concepto empírico de la felicidad y la idea de la
felicidad? En tal caso, la idea, como representación del
todo, debería proceder de la única facultad capaz de repre
sentar la forma de la totalidad —la razón— y se converti
ría en representación formal.
Sin embargo, esta posibilidad no es real en el sistema
kantiano, como expresa el propio Kant claramente en el si
guiente texto: «Así, el problema: "determinar con seguri
dad y universalidad qué acción fomenta la felicidad de un
ser racional", es totalmente insoluble. Por eso no es posi
ble con respecto a ella un imperativo que mande en senti
do estricto realizar lo que nos haga felices, porque la feli
cidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación,
que descansa en meros fundamentos empíricos».42
A nivel de ética pura, tal como se expresa en la Crítica
de la Razón práctica —y en parte en la Grundlegung y en
la Critica del Juicio— el fomento de la felicidad, propia o
universal, no puede constituir el deber. El deber es una
representación formal de la razón, mientras que la felici
dad es una representación empírica de la imaginación. Si
Kant invita a fomentar la felicidad es en cuanto compo
nente del bien supremo, como fin definitivo de la creación,
159
porque su ingrediente fundamental es la virtud. La felici
dad, reducida a su vertiente fenoménica, no puede consti
tuir el fin definitivo del hombre, que debe ser fomentado.
5. 3. La forma de la voluntad pura no conviene, pues,
como materia ningún tipo de materia empírica, y de ahí
que hayamos empezado por una caracterización negativa.
Sin embargo, el contenido positivo del a priori práctico está
ya bosquejado en la forma de una legislación universal.43
¿Qué contenido, como contenido del Sollen, tenemos que
reconocer en esta forma? ¿Es posible contar con una ma
teria «pura», que establezca el puente entre la forma pura
del querer y la materia empírica?
En caso de que tal mediación fuera posible y necesa
ria, sólo podría acontecer a través de un concepto propio
de la razón: el concepto de fin. Porque, paradójicamente,
si por una parte Kant parece eliminar todo concepto de fin
como fundamento de determinación de la voluntad pura,
por otra parte mantiene que en toda acción está presente
la idea de fin, prestándole racionalidad. Las cualidades de
un fin de la forma pura del querer tendrían que deducirse,
como es obvio, de la forma de la legislación universal. Si
realizamos el esfuerzo de extraer tales caracteres formales
del concepto de fin de la voluntad pura, contaremos con
los siguientes: el fin tiene que ser universal y necesario;
todos debemos tenerlo y, por tanto, es exigible universal
mente; no puede apoyarse en inclinaciones sensibles, sino
en la inclinación del homo noumenon, que consiste en el
reconocimiento de la ley moral y del «apropiarse» de la
misma (Sich-zu-eigen-Machung), es pues una inclinación ra
cional (como interés moral o como respeto); ha de tratarse
de un fin absoluto, un fin definitivo (Endzweck) y, en con
secuencia, un fin independiente; no vendrá impuesto por
la naturaleza, sino que será libre; y, por último, ha de ser
un fin formal, que se presente como un principio de orden.
Él determina los fines materiales, subjetivos, relativos, ar
bitrarios; de este modo, los fines múltiples del hombre em
pírico aparecen ordenados a través de él y determinados
moralmente.44
De todo ello se desprende que podemos considerar al
fin puro como materia y como forma a la vez. Es materia
160
a priori, materia pura de la voluntad; y, por otra parte, es
forma de la materia empírica del querer. Se erige en fun
damento de determinación de la voluntad (Grundzweck),
pero sólo a través de la fuerza prescriptiva de la ley moral.
De ahí que podamos afirmar con Clostermann: «Si el fin
ético, por una parte, es forma de la materia empírica, en
tonces puede ser a la vez materia y ciertamente pura ma
teria frente a la mera forma de la ley».45
El fin ético supone, pues, la mediación entre la forma
pura del querer y la materia empírica, a la cual ordena y,
por tanto, determina moralmente. ¿A qué idea podemos ad
judicar estos caracteres formales del fin ético, de modo que
constituya el contenido del Sollen, extraído por análisis de
la forma pura del querer?
5. 4. En cuanto forma, el fin ético supone síntesis (Zu-
sammenfassung). En la medida en que consideremos al
Wollen como individual, sólo tendrá valor en su objeto.
Pero si, abstrayendo del objeto, tiene que exigir valor en
su forma, no puede contemplarse como individual, sino que
tiene que sintetizarse con otro querer. La forma significa
la síntesis universal, ante la que desaparecen las máximas
subjetivas.
Y todo ello nos conduce como de la mano a las formu
laciones del imperativo, llamadas del «Fin en sí mismo» y
del «Reino de los Fines». En ellas la idea de humanidad,
como suprema condición limitativa de todos los fines sub
jetivos, ofrece una nueva caracterización de la ley formal:
la idea de humanidad es el fundamento de determinación
de la voluntad, el fundamento de la ley misma. De aquí
surge la formulación de la voluntad legisladora, que nos
lleva al principio supremo de moralidad: el principio de au
tonomía de la voluntad. Antes de formular tal principio en
la Grundlegung, retorna Kant al concepto de buena volun
tad y le aplica los caracteres formales que hemos ido ga
nando al hilo de la exposición: la buena voluntad ha de
querer obrar siguiendo máximas que puedan convertirse en
leyes universales; la materia de la buena voluntad son los
fines en sí mismos; la buena voluntad ha de obrar según
máximas propias de un miembro legislador en un posible
reino de los fines.46 En esto consiste el bien moral y, por
161
eso, el principio supremo de moralidad es el de la autono
mía de la voluntad. La forma de la legislación universal es
la comunidad de seres autónomos, en la que se realiza la
idea de humanidad, y que es fin definitivo. Ello permite
decir a Cohén: «en esta comunidad consiste el contenido
del apriori, el contenido de la realidad ética».47
162
alguna. Pero si el análisis que hemos hecho es incorrecto,
entonces nuestro supuesto es inecesario.
Acometer la empresa de discutir la doctrina de los dos
mundos es ya para este trabajo imposible. Pretendía de
fender a la ética kantiana de la acusación de formalismo
y mostrar que el contenido ético que ofrece nos sitúa
más allá del economicismo. A esto último me referiré bre
vemente.
La tan debatida doctrina de «los dos mundos» —recha
zada incluso por los «neokantianos» contemporáneos— es,
a mi modo de ver, mucho más fértil de lo que los neokan
tianos y los neohegelianos contemporáneos dan a entender.
En primer lugar, porque considero que cuantos afirman un
momento de idealidad, como necesario para entender la rea
lidad, continúan haciendo metafísica, aunque en un senti
do transformado del término.48 Y, por otra parte, porque
admitir ese momento de idealidad es lo que permite a los
hombres superar el determinismo economicista.
Lamentaba Horkheimer que Kant no se hubiera perca
tado de que los intereses individuales no pueden reducirse
a intereses psicológicos. A la base de tales intereses se en
cuentran los intereses materiales de una sociedad capita
lista, determinada por la infraestructura económica. En este
sentido, Kant habría tenido una intuición genial: los indi
viduos pueden regirse por dos leyes, la ley natural, que no
es sino la ley económica del beneficio individual, propia
del sistema de libre competencia, y la ley moral de una
sociedad humana libre.
La ley natural prescribe el egoísmo, por cuanto la su
pervivencia es impensable en una sociedad competitiva si
guiendo cánones altruistas. Pero, por otra parte, existe en
los hombres la necesidad moral de trascender los impera
tivos del egoísmo, por el interés en una sociedad de hom
bres libres e iguales. El mundo inteligible, la comunidad
de seres autolegisladores, significaría la posibilidad de tras
cender un mundo sometido a la «lotería social», que hace
a los hombres desiguales, y vivir la igualdad de los seres
autolegisladores. La única duda que queda planteada es la
siguiente: ¿puede la sociedad burguesa ofrecer las condi
ciones materiales para la realización de esa sociedad racio-
163
nal, en que el interés de cada individuo coincidirá con el
interés universal? Ciertamente no, porque la sociedad bur
guesa prescribe el egoísmo para poder sobrevivir y, por otra
parte, exige moralmente el altruismo. Esto llevará a Hork-
heimer a proponer la transformación material con vistas a
la realización del reino de los fines. Una realización sugeri
da por la sociedad burguesa, pero que la trasciende.49
En un sentido semejante se pronuncia E. Bloch en su
Principio Esperanza: «Ahora bien, ¿y si la proposición de
Kant, tan rígida al parecer, se anticipara justamente a su
época? ¿Y si en su dirección contuviera una audacia y una
dicha que sólo esperan, al fin, poder mostrarse en efecto?
[...] Porque la exigencia kantiana, fundamento de todas las
otras exigencias, de que el hombre no puede ser tenido
nunca como medio, sino siempre como fin, no es una exi
gencia burguesa; más aún, es una exigencia que no puede
ser nunca cumplida en una sociedad clasista».50
El contenido ético de la forma de la voluntad pura no
puede realizarse, según Horkheimer y Bloch, ni en una so
ciedad burguesa, ni en cualquier sociedad dividida en cla
ses. Sin embargo, yo deseo ir más lejos: la afirmación kan
tiana del fin en sí mismo no puede realizarse en ninguna
sociedad que instrumentalice de tal modo todas las cosas,
que establezca entre ellas equivalencias dirigidas a deter
minar su precio para el intercambio. Si todo es medio para
otra cosa, es posible unlversalizar la ley del precio, com
parando utilidades.
Pero si hay algo a lo que no cabe asignar utilidad, en
tonces es que para ese algo no hay equivalente posible. In
tercambiarlo significaría actuar en contra de su propia na
turaleza. Por eso, a pesar de todos los esfuerzos del econo-
micismo, nadie está legitimado para fijarle un precio.
Porque no tiene precio, sino dignidad.
Si la disyuntiva «Kant. Pro o contra» se formula con
toda crudeza, quien esto escribe se pronuncia, pues, incon
dicionalmente a favor.
164
NOTAS
1. Kr. Uk., V, 185. Citaré las obras de Kant, como es usual, por la
edición de la Academia de Berlín.
2. O .P ., XXI, 17.
3. A. Cortina, D ios en la filo s o fía tr a s c e n d e n ta l d e K a n t, Salaman
ca, 1981, 111-141.
4. K. Vorlander, ¡ m m a n u e l K a n t. D er M a n n u n d d a s W erk, Ham-
burg, 1977, 2." ed. ampliada, 291.
5. Carta a Lambert, 2 de septiembre de 1770. (X, 96.)
6. K. Vorlander, o. c., 292.
7. G ru n d le g u n g , IV, 391.
8. Kr. pr. V., parte I, libro I, cap. I, §7.
9. B e o b a c h tu n g e n , XX, 44. El paréntesis es mío.
10. H. Cohén, K a n ts B e g riin d u n g d e r E th ik n e b s t ih re n A n w e n d u n -
g en a u f R ech t, R eligión u n d G e sc h ic h te , Berlín, 1910. 2.* ed. mejorada
y ampliada, 130.
11. ¡b id ., 126.
12. Ib íd ., 138.
13. P h ü n o m e n o lo g ie d e s G e iste s, VI, C. G ru n d lin ie n d e r P h ilo so p h ie
d e s R e c h ts, § 129-141.
14. V. Hósle, «Eine unsittliche Sittlichkeit. Hegels Kritik an der in-
dischen Kultur», W. Kuhlmann (Hrsg.), M o ra litü t u n d S ittlic h k e it. D as
P ro b lem H eg els u n d d ie D is k u r s e th ik , Frankfurt, 1986, 136-182.
15. A. Mac Intyre, A fte r V irtu e■■ a s t u d y in m o ra l th e o r y , Londres,
1981; Ch. Taylor, «Die Motive einer Verfahrensethik», W. Kuhlmann
(Hrsg.), o. c., 101-135; «Sprache und Gesellschaft», A. Honneth/H. Joas,
(Hrsg.), K o m m u n ik a tiv e s H andeln. B eitrüge zu Jü rg e n H a b e rm a s «Theo-
rie d e s k o m m u n ik a tiv e n H a n d e ln s» , Frankfurt, 1986, 35-52.
16. J. Habermas, «Moralitát und Sittlichkeit. Treffen Hegels Einwan-
de gegen Kant auch auf die Diskursethik?», W. Kuhlmann, o. c., 16-37;
K. O. Apel, «Kann der postkantische Standpunkt der Moralitát noch ein-
mal in substantielle Sittlichkeit "aufgehoben” werden? Das geschichts-
bezogene Anwendugsproblem der Diskursethik zwischen Utopie und Re-
gression», W. Kuhlmann, o. c., 217-264; A. Cortina, R a zó n c o m u n ic a ti
va y re s p o n sa b ilid a d so lid a ria , Salamanca. 1985, 219-232.
17. K. Vorlander, D es F o rm a lis m u s d e r K a n tisc h e n E th ik in se in e r
N o tw e n d ig k e it u n d F ru c h tb a r k e it, Marburg, 1893.
18. K. Vorlander, ¡ m m a n u e l K a n t. D er M a n n u n d d a s W erk, 294.
19. W. K. Frankena, E th ic s , Englewood Cliffs, N. J., Prentice Hall,
Inc., 1963, 13; C. D. Broad, F ive T y p e s o f E th ic a l T heory, London, 1967,
206 ss.; M. Weber, «Política como vocación», E l p o lític o y e l c ie n tífic o ,
Madrid. 81 a 179.
20. G ru n d le g u n g , IV, 394.
21. Ib íd ., IV, 394-396.
22. A. Cortina, D ios en la filo s o fía tr a s c e n d e n ta l d e K a n t, 166.
23. G ru n d le g u n g , IV, 405.
24. Ib íd .. IV, 412.
165
25. lb íd .
26. lb íd .,IV, 420.
27. H. Cohén, K a n ts B e g rü n d u n g d e r E th ik , 138.
28. En esta deducción vamos a seguir en parte las directrices de H.
Cohén, K a n ts B e g rü n d u n g d e E th ik , 179-227; G. Clostermann, D as te-
leo lo g isch e M o m e n t im K a n tisc h e n M o ra lp rin zip . E in B eitra g z u r Frage
d e s F o rm a lis m u s u n d d e r e rk e n n tn isth e o re tisc h e n B e g rü n d u n g d e r E th ik
K a n ts , Miinster in Westfalen, 1927, 9-61.
29. Kr. pr. V., V, 21-26.
30. M e ta p h y s ik d e r S itie n , VI, 381.
31. Kr. p r. V., V. 19.
32. lb íd ., V, 21.
33. lb íd .
34. lb íd ., V, 22.
35. lb íd ., V, 21.
36. lb íd ., V, 28.
37. lb íd ., V, 30.
38. lb íd ., V, 34. Las cursivas son mías.
39. lb íd ., V, 34 y 35.
40. lb íd ., V, 36.
41. C ru n d le g u n g , IV, 418.
42. lb í d ., IV, 418; Kr. Uk.. V, 430.
43. Kr. p r. V.. V, 27; G ru n d le g u n g , IV, 421.
44. G. Clostermann, o. c., 36-55.
45. lb íd ., 58.
46. G ru n d le g u n g , IV, 436 y 437.
47. H. Cohén, K a n ts B e g rü n d u n g d e r E th ik , 227.
48. J. Conill, «¿Metafísica hoy? Acerca de una concepción transfor
mada de metafísica», P e n s a m ie n to , vol. 38, n.° 152 (1982), 455-468;
«Orientaciones de la metafísica actual», D iálogo filo s ó fic o , n.° 5 (1986),
170-204.
49. M. Horkheimer, «Mateialismus und Moral», Z e its c h r ift f ü r S o -
zia lfo rsc h u n g , Jg. II (1933); A. Cortina, C rítica y U topía: la E sc u e la d e
F ra n cfo rt, Madrid, 1985, 144 y 145; É tic a m ín im a . Madrid, 1986. 273 y
274.
50. E. Bloch. D as P rin zip H o ffn u n g , Frankfurt, 1959, GA, 5, 1.022
(trad. cast. de F. González Vicén, Madrid, 1977, 78-79).
166
IMMANUEL KANT:
UNA VISIÓN MASCULINA DE LA ÉTICA
Esperanza Guisán
167
a una ética de principios more kantiano, el punto de vista
genuinamente femenino.1
Sin entrar ahora en un improcedente debate acerca de
lo «masculino» y lo «femenino», cabría simplemente seña
lar que a causa de un proceso de socialización o cuando
menos principalmente a causa de ello, los roles de «hom
bre» y «mujer» han tendido a la diferenciación en la inter
vención de los actores de los dos sexos distintos en el «Gran
teatro del mundo», por decirlo calderonianamente. En esta
separación de roles lo «masculino» ha ido ligado a la idea
de la racionalidad abstracta, mientras que lo «femenino»
se pretendía circunscrito al terreno de los sentimientos y
el mundo concreto. Afortunadamente, sin embargo, el pro
ceso de socialización no obtuvo el éxito previsto, de tal suer
te que muchos hombres. Hume nuevamente, pudieron per
mitirse el lujo de poseer y exhibir una extraordinaria sen
sibilidad y capacidad de sympatheia, mientras que algunas
mujeres tuvieron entrada, la Sra. Curie, pongamos por caso,
en el mundo de las abstracciones propias del quehacer pre
suntamente masculino.
La grandeza y la miseria, la cara y la cruz de la ética
kantiana, radica principalmente, a mi modo de ver, en ser
una visión masculina del fenómeno moral, que no ha teni
do en cuenta el análisis de los sentimientos y propósitos
morales de los seres humanos, si bien sí ha tenido en cuen
ta importantes aspectos inseparables de una concepción
equilibrada de la ética.
Por lo demás, no es del todo original el enfoque que
aquí ofrezco de la filosofía moral kantiana. Su conocido bió
grafo y expositor Cassirer, había ya indicado en 1918 que
a medida que Kant progresa como filósofo «va apartándo
se más y más, en este punto de las tendencias sentimenta
les de su tiempo», para añadir unos renglones más abajo
que este «rigorismo es la reacción de la mentalidad de Kant,
viril (cursivas mías) hasta el tuétano, contra el reblandeci
miento y la efusión sentimental que veía triunfar en torno
suyo».2
Esto que Cassirer considera como acierto importante en
la aportación kantiana constituye para mí sin embargo su
gran error. Como Carol Gilligan indica en el artículo men
168
cionado, una ética no debe ser masculina ni femenina, sino
que debe ser abarcadora de todas las facetas que constitu
yen el sentir y el pensar humano.
La crítica que pretendo llevar a cabo en este capítulo
no tiene otro sentido que resaltar el carácter ambivalente
de la ética kantiana. En un sentido habría que decir no
sólo de la Crítica de la Razón Práctica, sino incluso de la
Fúndamentación que constituyen piezas claves en el pen
samiento humano, añadiendo no obstante que lejos de re
presentar la ética kantiana lo más perfecto que poseemos,3
es una de las contribuciones más necesitadas de ser com
pletadas y perfeccionadas (si bien ella misma puede con
tribuir igualmente a completar y perfeccionar otras aporta
ciones).
En dos sentidos especialmente, que en el fondo son el
anverso y reverso de un mismo problema, se encuentra la
ética kantiana particularmente deficitaria:
I) La concepción de la razón práctica como razón pura,
a priori, no condicionada empíricamente y la autonomía del
agente frente a las leyes de la sensibilidad.
II) La escisión del hombre sensible y el hombre racio
nal, la tajante ruptura entre lo deseado y lo deseable, y
por ende la imposible conexión, aquí y ahora, entre felici
dad y virtud.
Respecto al punto I) propondré algunas tesis que he
venido elaborando desde 1971 y que abogan para la nece
sidad de complementar, y, en algunos sentidos importan
tes rectificar, la concepción de la razón práctica kantiana
a tenor de las aportaciones de Hume, en el pasado, o de
Peters en el presente.
Con relación al punto II) elaboraré un esbozo de lo que
considero como síntesis deseable entre las aportaciones de
la ética deontológica de Kant y la ética teleológica de Mili.
El resultado de ambos intentos de síntesis Kant-Hume,
por lo que a la racionalidad práctica y su fundamentación
se refiere, Kant-Mill respecto a la relación entre «voluntad»
y «resultados», «es» y ((debe», ((deseado» y «deseable», ((fe
licidad» y «virtud» creo que apunta hacia una ética que in
tegre al unísono la visión tradicionalmente masculina del
mundo y de los valores (los principios abstractos por enci
169
ma de las personas concretas) y el mundo típicamente y
tradicionalmente también femenino de lo íntimo y concre
to, por encima de las abstracciones y los principios.
Mi intento es, pues, al tiempo que señalar algunas ca
rencias importantes, en la ética kantiana, elaborar una pro
puesta alternativa que sirva para soslayar en alguna medi
da los excesos tanto de la concepción masculina de la ética
como de la femenina. Siguiendo en este caso, a Carol
Gilligan se hace preciso mitigar el rigorismo de las éticas
masculinas4 en las que Abraham biblício dispuesto a sacrifi
car a su propio hijo en «aras del deber» es una figura
destacada, desarrollando debidamente las éticas que tienen
en cuenta los resultados beneficiosos de las acciones para la
humanidad, que significarían la aportación femenina, según
mi propia reinterpretación de la sugerida por Gilligan. El
encuentro de lo femenino y lo masculino supondrían en el
nivel ético la configuración de una ética que integre factores
dispersos y dé como resultado una explicación más cabal de
lo que es bueno para los seres humanos, y por ende de lo
que es el «bien», en la medida en el que el «bien» deje de
ser una entelequia y se convierta en un término que haga
referencias a situaciones concretas, satisfacciones particula
res, demandas, derechos y obligaciones de los humanos.I.
170
Si pensamos con Hume que la razón ano es más que
una determinación general de las pasiones tranquilas fun
dada en algún punto de vista distante o reflexión»7 pudie
ra parecer infundado conferirle más libertades de aquellas
estrictamente precisas. De lo contrario el aimperio despia
dado de la razón pura práctica» pudiera presentar tales ries
gos para el género humano que resulta realmente extraño,
como Nietzsche hizo notar, que no se haya percibido el im
perativo categórico de Kant como un peligro mortal.8
No es novedoso indicar al respecto la fuerte inspiración
platónica de la concepción de la razón pura práctica kan
tiana.9 El propio Kant manifiesta en distintos pasajes de
la Crítica de la Razón Pura10 su admiración por las aideas»
platónicas, que aplican preferentemente según Kant al te
rreno de lo práctico, es decir, de la libertad ala cual de
pende, a su vez, de conocimientos que son producto genui
no de la razón».11
La libertad sobre la que Kant asienta el reino de lo
moral, es equivalente a una razón práctica totalmente au
tónoma que no tiene nada que aprender de las necesida
des y los deseos humanos.
En este sentido conviene destacar los siguientes puntos:
1) Una cuestión es señalar, como indica Dewey, que
existe una cierta tensión entre el mundo moral y el mundo
meramente empírico de los deseos espontáneos, de tal suer
te que el deseo debe ser controlado por la idea de aley».
Otra cosa es excluir todos los deseos de la concepción de
una voluntad que actúe de acuerdo con la ley moral.12
2) El sentido de la aley moral» contrariamente a la con
cepción kantiana es precisamente el de servir a la configu
ración y satisfacción de los deseos. Como señala Dewey el
abien» es la satisfacción de los deseos conforme a la ley.'3
3) Kant tendría razón si y sólo si la primacía de la
razón sobre lo empírico en el ámbito de lo práctico se en
tendiese en el sentido de aquello que, de acuerdo con Acton,
Kant compartiría con Hume: ala idea de que las ideas mo
rales no son simples máximas personales, sino que son im
personales y objetivas en el sentido de que operan y se im
ponen sobre los individuos particulares de modo análogo
a los hechos de la naturaleza».14
171
Ocurre, sin embargo, que la Razón Práctica, en Kant
no actúa únicamente al modo humeano, buscando aquel
punto de mira desde el que los objetos puedan verse desde
una misma perspectiva a fin de no primar a los más cer
canos sobre los más lejanos, o lo que nos afecta personal
mente, sobre lo que afecta a los demás.15 En suma, y pese
a las repetidas calificaciones de la ética de Kant como hu
manista16 habría que admitir más bien con Keith Ward que
se trata de una ética profundamente religiosa expresada en
una terminología radicalmente humanista.17
Tal vez no sea del todo casual, a tenor de los presu
puestos religiosos y ascéticos de la ética kantiana, un des
cuido que al menos a nivel metodológico debiera haber lla
mado más la atención de los comentaristas de Kant.
Me refiero a la falta de paralelismo entre la Crítica de
la Razón Pura y la Crítica de la Razón Práctica.
En efecto, mientras que en la Crítica de la Razón Pura
(especulativa) Kant establece un tribunal que demarca las
atribuciones de la razón pura dentro del saber humano, en
la Crítica de la Razón Práctica (en general) el tribunal no
se establece, como en la obra anterior contra la razón pura
práctica, sino contra la razón práctica empíricamente con
dicionada: «Por consiguiente habremos de elaborar —afir
ma Kant en la Introducción a la Crítica de la Razón Prác
tica— no una crítica de la razón pura práctica, sino sólo
de la razón práctica en general (praktischen Vernunft über-
haupt) [...]. La crítica de la razón práctica en general tiene,
pues, la obligación de quitar a la razón empíricamente con
dicionada (empirisich bedingte Vernunft) la pretensión de
querer proporcionar ella sola, de un modo exclusivo, el fun
damento de determinación de la voluntad».18
Desde una perspectiva distinta a la de Kant, rigorista,
escéptica y masculina (en el sentido indicado) resulta difí
cil reivindicar la oportunidad de una razón pura práctica
que actúa «en pugna con las inclinaciones» (Neigungem).19
Sorprendentemente, para Kant la razón se degrada
cuando el hombre se comporta, olvidándose de su diferen
cia con los restantes animales, con indiferencia a lo que le
dice la razón por sí misma utilizándola únicamente para
la satisfacción de sus necesidades como ser de sentidos.20
172
No explica Kant en lugar alguno cómo podemos saber
lo que nos dice la razón por sí misma (was Vernunft ftír
sich selbst sagt), ni qué relevancia pudiera tener dicho co
nocimiento. La «razón», a la manera de Dewey, actúa por
el contrario, a modo de principio de imparcialidad, lo que
me parece mucho más plausible, ordenando nuestros de
seos de tal suerte que se garantice el autodespliegue per
sonal y unas relaciones solidarias entre unos y otros.
El lenguaje cuasi-místico kantiano nos presenta una
Razón pura-práctica incondicionada, desligada de todo
«empírico interés» alertándonos en el sentido de que de
poner como fundamento de la ética las inclinaciones en ge
neral en lugar del deber (Pflicht), por muy favorables que
ellas fueran al modo de pensar de todos, degradaríamos
con ello a la humanidad,21 por lo que nos incita a conver
tir el interés moral en «un interés de la sola razón prácti
ca, puro y libre de los sentidos».22
El problema con el que nos enfrentamos de inmediato
es uno de los de mayor vigencia, y los más polémicos de
la ética contemporánea. ¿Es posible, deseable, necesaria,
la escisión entre el «es» y el «debe», o lo que es igual entre
el mundo de lo fáctico y el mundo de lo normativo? Y, de
ser así, ¿de qué ámbito «no natural», por decirlo con Moore,
habrían de derivarse nuestras nociones de lo «bueno» y lo
«malo», lo «debido» y lo «indebido»?
Contrariamente a Hume, que realmente sí revolucionó
la ética al mostrar que la bondad o la maldad de las ac
ciones no se encontraba en el mundo de los objetos, por
no hablar del mundo de la «racionalidad pura», sino en
los sentimientos peculiares, por cierto, que se derivan de
nuestra naturaleza humana23 y que muy atinadamente nos
indicó que es un error filosófico hablar del combate entre
la pasión y la razón, por cuanto la razón «es y sólo ha de
ser la esclava de las pasiones y nunca puede pretender nin
guna otra misión más que la de servirlas y obedecerlas»,24
Kant aboga por una ruptura total: a) entre el mundo de
los hechos y de los valores, b) el mundo de lo subjetivo
particular y lo objetivo universal, c) el ámbito de la razón
y el ámbito de la pasión.
Sin caer en un reduccionismo inapropiado que iguala
173
lo que es «digno de ser deseado» con lo que realmente es
deseado, no estaría de más reclamar, contra Kant, y si
guiendo en este sentido a uno de sus críticos más severos,
Moritz Schlick, que, en cierto sentido cuando menos ha
bría que considerar la ética «ais Tatsachenwissenchaft»
(como ciencia fáctica o de lo empírico),25 sin olvidar por
supuesto su carácter asimismo normativo, o sea su consi
deración como «Normwissenschaft». Lo que ocurre, y es
un matiz importante que no conviene olvidar, es que a di
ferencia de posiciones tan radicales como la de Ayer, que
negaba a los juicios normativos su estatuto de racionali
dad, conviene ahondar más en la línea en la que han veni
do trabajando autores tan diversos como Mclntyre o Fe-
rrater Mora, en el sentido de reclamar «puentes» que unan
el mundo de lo empírico con el mundo de lo valorativo.
La Razón Práctica pura en Kant, por lo demás, es cla
ramente «impura» desde una perspectiva humanista. El
«(deber» se impone contra el hombre o si se prefiere, aun
en el mejor de los supuestos, el «deber» se impone a una
parte del hombre. Divide, escinde al hombre en dos, recla
mando para la supuesta parte «racional» una autonomía o
supremacía, que transforma la máxima humeana convir
tiendo a las pasiones humanas, incluso a las más nobles,
las tranquilas, las que alientan en toda obra digna de ser
tenido por «buena», en esclavas de una supuesta «Razón»,
que gobierna despóticamente sobre el mundo de las incli
naciones.
Ferrater Mora ofrece una interesante réplica a la asép
tica «buena voluntad» carente de todo calor o pasión hu
mana.
«Supongamos que para alcanzar algo estimado valioso
no es necesario ningún esfuerzo o que, en todo caso, el es
fuerzo realizado no cueste ninguna “pena”. No por ello ha
de ser menos valioso [...]. Algunas doctrinas morales, muy
dadas al rigorismo, no parecen creerlo así. Para empezar
asocian lo que es valioso con algún deber, y hasta hacen
del deber algo valioso. Luego asocian el deber con el es
fuerzo en cuanto que se juzga valioso sólo lo que se consi
gue esforzadamente...»
En contra de este tipo de argumentaciones more ¡can
il 4
tiano, Ferrater responderá contundentemente: «Si algo se
ejecuta graciosamente, si se vive graciosamente un estilo
de vida, la acción y el modo de vivir son valiosos por par
tida doble».26 Para añadir más adelante que «a menos que
seamos masoquistas [...] consideraremos que la pena no
vale la pena».27
Aspecto que ya había sido recalcado por Schlick al in
dicar que, de acuerdo con su posición, el que hace el bien
a causa del deber se sitúa en un nivel inferior a quien lo
ejecuta a causa de una inclinación (aus Neigung). En lugar
de tomar partido a favor de Kant, Schlick propone susti
tuir el Imperativo del deber Kantiano por la máxima de
Marco Aurelio: «Haz lo que es correcto no porque sea lo
decoroso (schickt) sino porque de ese modo te das a ti
mismo placer».28
Difícilmente puede comprenderse la «austeridad» kan
tiana a no ser a causa de su concepción dualista, ya de
nunciada, y que ha sido también debidamente señalada por
Walsh: «La lectura kantiana que convierte, en efecto, a la
razón práctica en un elemento divino dentro del hombre y
considera las pasiones como pertenecientes a su naturale
za animal, equivale a una forma de dualismo tan objetable
como cualquier tipo del mismo que se encuentre en Des
cartes».29
La supuesta autonomía de la razón práctica, no supo
ne sino el sometimiento de todo el mundo pasional, al
mundo de lo supuestamente «racional». Como le ha sido
reprochado a Kant desde distintos frentes, esto supone una
seria limitación en su concepción de la ética al no recono
cer el papel importante, yo añadiría que preponderante, del
impulso y la emoción en la vida moral.30
Como ya he indicado anteriormente, y Schrader tam
bién reconoce, se echa muy en falta una Crítica de la Razón
Práctica que guarde paralelo con la Crítica de la Razón
Pura (especulativa),31 de suerte que el riquísimo mundo de
los sentimientos y los impulsos morales recobre el papel
preponderante que le corresponde en el mundo de las rela
ciones morales.
Un autor tan cercano en otras cuestiones a Kant, como
David Ross, le ha reprochado, precisamente, su falta de
175
sensibilidad respecto al mundo sensible, valga la redundan
cia. En especial se observa una laguna importante por lo
que respecta a los ricos sentimientos de benevolencia y
sympatheia que son, podríamos afirmar con Hume, la fuen
te originaria de nuestras distinciones del «bien» y el «mal».
El sentido del deber, por el deber, ausente, huérfano de
simpatía, bien pudiera, dirá Ross, ocupar un lugar inferior
que un sentido de deber, una buena conciencia, hermana
da con sentimientos de benevolencia.32 Ross no puede ad
mitir que la inclinación de hacer feliz a los demás pueda
ser catalogada sin más conjuntamente con las restantes in
clinaciones.33
Posiblemente habría que añadir, que el cuidado de uno
mismo, del desarrollo de las capacidades personales, la bús
queda de la propia felicidad, la eudenomía, como la enten
dían los éticos clásicos, tampoco podría verse catalogada,
sin matizaciones entre las «inclinaciones».
Al igual que se observa en Hume una obstinación in
consecuente que si bien le lleva por una parte a negar el
papel de la razón en la ética, no le impide reintroducir la
«razón» bajo otro nombre y aspecto en la configuración par
ticular de ese sentimiento «peculiar» que es el sentimiento
moral, vinculado con «una determinación general ecuáni
me (calm) de las pasiones, fundada en un punto de vista
fruto de distanciamiento o la reflexión»,34 de modo análo
go existe una resistencia infundada en Kant en reconocer
que lo que nos mueve a actuar por mor del deber no es el
propio deber ni la razón pura práctica, sino ese sentimien
to de auto-estima (Gefühl der Zufriedenheit mit sich
selbst)35 que Kant no puede dejar de reconocer como «sen
timiento moral» (moralische Gefühl),36 lo cual produce una
lamentable distorsión de lo que debiera ser una visión pon
derada del papel de los sentimientos y su configuración me
diante la razón, dentro del ámbito de la ética.
En este sentido, como en tantos otros, se impone la sín
tesis que integre en un conjunto armonioso los elementos
«femeninos» de la ética humeana, conjuntamente con los
«masculinos» de la ética de Kant.
La razón se apoya y se levanta sobre el subsuelo de
sentimientos humanos que demandan la armonización de
176
los distintos drives o impulsos tanto a nivel intrasubjetivo
como intersubjetivo. La razón y el sentimiento por lo
demás, y parafraseando el continuo De la materia a la
Razón de Ferrater Mora, no constituyen ámbitos separa
dos, sino que son parte constitutiva de una unidad: la na
turaleza humana, que mediante la reflexión, expande y re
fuerza determinados sentimientos socialmente productivos,
o productivos simplemente a nivel individual, a la vez que
modera y modela determinados impulsos que producirían
la autodestrucción del individuo o anularían sus posibili
dades de atender a otros impulsos que le llevan a compar
tir sus vivencias en el mundo de la convivencia?
Kant temeroso de rebajar la moral al nivel de lo pura
mente subjetivo, evitó a un tiempo el solipsismo, sin duda
deplorable, y el intersubjetivismo, ciertamente deseable, in
curriendo en un grave error intelectual y moral, al despo
seer al género humano del legítimo orgullo de ser portador
de pasiones creadoras y productivas.
177
como si el deber tuviese sentido alguno sino cuando se le
orienta a la consecución de algo valioso.
El error de Kant, con su exaltación del deber y la buena
voluntad como lo único verdaderamente valioso, es seme
jante al de quien elogiase el aprendizaje de las lenguas
vivas o muertas, y rechazase la «utilidad» que dicho cono
cimiento tiene para la comunicación con personas y cultu
ras. O quien convirtiese el ejercicio físico en un fin y no
un medio de la conservación, mantenimiento y mejora de
la salud.
Es cierto que uno de los atractivos de la ética kantiana
consiste en que el deber juega un papel que a veces apare
ce ignorado, o que queda simplemente en la sombra en
otros sistemas morales. Sin embargo, al unísono, el deber
con sus exigencias descarnadas37 aparece en la versión kan
tiana como carente del «eíhical-appeal» por decirlo de otro
modo, que otras versiones más «femeninas» y «amables»
de la ética, como la de Platón o la de Mili nos ofrecen. El
«deber» corre el riesgo de amenazar al hombre y su auto
nomía, reduciéndonos, curiosa y paradójicamente, al nivel
de la moral heterómana descrito por Piaget, al nivel de la
moral convencional de Kohlberg. Con la salvedad de que
ahora no obedecemos la ley porque nos es impuesta por
nuestros mayores, o por el grupo social, o las autoridades
varias que regulan nuestra vida, sino que, por decirlo freu-
dianamente, hemos introducido a la «norma externa» en
casa, convirtiéndola en supuesta «conciencia» o «voluntad»
personal.
En el caso de Kant, parece palmariamente evidente que
su deducción de la moral tiene un fuerte componente reli
gioso, como ha sido denunciado por Walsh.38 La «libera
ción» del hombre de su «yo» pasional, no es sino el some
timiento de las pasiones a una Razón Pura práctica que
en última instancia, y como Kant llega a reconocer, no es
sino Dios.
De acuerdo con la versión de Adickes, el Opus Postu-
mun muestra un cambio evidente en la relación entre ética
y religión por parte de Kant. En las Secciones 1 y 7 en
particular, que Adickes calcula escritas entre 1800 y 1803,
se llega a afirmar taxativamente que «Dios es la razón mo-
178
raímente práctica auto-legislativa».39 Probablemente, sin em
bargo esta era ya la doctrina implícita de Kant a lo largo
de sus obras previas, como ha sido señalado por Keith
Ward.40
Dicho de otra manera la existencia de Dios no sería un
postulado de la razón Pura Práctica, sino por el contrario
la razón Pura Práctica el corolario de la creencia en un Dios
«santo», que impone sobre los humanos un ideal de santi
dad que, dada la constitución de los seres humanos movi
dos por pasiones y deseos, es siempre compulsión y cons
tricción. Por supuesto que Kant había tenido buen cuida
do en advertir que el hombre no puede ser considerado
como medio no sólo por ningún otro hombre sino incluso
por Dios, en cuanto sujeto de la ley moral,41 o lo que es
igual en cuanto auto-legislador, insistiéndose en la digni
dad de un ser racional (Würde eines vemünftigen Wesens)
que no obedece a ninguna otra ley que la que él se da a sí
mismo (das keinem Gesetze gehorcht ais dem, das es zu-
gleich selbst gibt) como se dice en la Grundlegung,42
Sin embargo, es totalmente falaz esta presunta autono
mía de la voluntad. El sujeto que auto-legisla no es el «yo»
fenonémico, el «yo» vivo, el hombre de carne y hueso, por
decirlo unamunianamente, sino una entelequia racional, que
a la postre, renegando de las miserias de la condición hu
mana no puede sino considerar todos los deberes como
mandatos del ser supremo, «porque nosotros no podemos
esperar el supremo bien, que la ley moral nos hace un
deber de ponernos como objeto de nuestro esfuerzo más
que de una voluntad moralmente perfecta (santa y buena)
(heiligen und gütigen) y al mismo tiempo todopoderosa y,
por consiguiente, mediante una concordancia con esa vo
luntad.43 De esta manera, comentará Kant, un poco antes
de lo antedicho, conduce la ley moral por el concepto del
supremo bien, como objeto y fin de la razón pura práctica,
a la religión.44 Es verdad que Kant matiza insistentemente
que los deberes morales, supuestamente debidos a una vo
luntad humana autónoma, no pueden considerarse sancio
nes, u órdenes arbitrarias y por sí mismas contingentes de
una voluntad extraña, sino como leyes esenciales de toda
voluntad libre por sí misma.45 Sin embargo todo hace sospe
179
char que se da realmente una «íntima complicidad de la
vivencia moral, que se pone en la base, con la religiosi
dad», como expresa Caffarena, si bien en un sentido muy
otro al que dicho autor utiliza la expresión.46
Le produce a Caffarena un cierto regocijo como creyen
te cristiano que Kant, sin proponérselo (?)47 termine con
validando o ratificando, vía experiencia moral, la existen
cia de un Dios con las características exactamente del Dios
cristiano.
Al filósofo agnóstico, por el contrario, le produce cierta
extrañeza y preocupación el hecho de que Kant acabe de
mostrando lo que, sin género de dudas, no necesitaba de
mostrarse: La idea de un Dios que no tenía cabida dentro
de los límites más rigurosos de la razón pura (especulati
va), y al que hace un lugar en el ámbito más ambiguo de
la racionalidad práctica.
En cualquier caso, se pruebe o no se pruebe, en algún
sentido de prueba, la existencia de Dios, mediante la ley
moral, es algo que ahora no me preocupa en modo alguno,
lo que me parece preocupante es el resquebrajamiento de
la autonomía humana al someterla al imperio de una razón
práctica que no es sino el trasunto secularizado de la voz
del Dios de una tradición religiosa, y de una concepción
peculiar dentro de la misma, determinada.
Se diría que el «Dios» kantiano es el Dios desprovisto
de los atributos de la misericordia o benevolencia del ágape
(o el amor).48 Se trata en suma de un Dios viril, masculi
no por antonomasia, carente de la afectividad ligada tradi
cionalmente a lo femenino.
Esta deidad viril, masculinizada hasta el límite, hace
al hombre moral, a su imagen y semejanza, un ser despro
visto de emociones, sentimientos, afectos. No importa más
que la fe ciega en el deber compulsivo, y una voluntad fé
rrea que sabe imponerse restricciones y obrar por mor de
sus propios dictados. Mas no se trata, no hace falta decir
lo, de la «voluntad humana» que brota en, de y para la
experiencia vivida con otros hombres. La voluntad a la que
Kant se refiere es una caricatura de la voluntad humana.
Se trata simplemente de la virtud en el sentido latino, que
deriva de la fuerza y la virilidad, desconectada por com
180
pleto de la arete o la excelencia propia del desarrollo ar
mónico de todas las potencialidades humanas tal como se
concebía en el mundo griego. El concepto de la moralidad
en Kant es autosuficiente y en su autonomía aparente niega
la autonomía del hombre para decidir su destino a tenor
de sus necesidades y sus deseos. La razón «ordena sus pre
ceptos, sin prometer con ello nada a las inclinaciones, se
veramente y por, ende, con desprecio, por así decirlo y de
satención hacia esas pretensiones».49
El hombre no utiliza su razón para realizarse, sino que
se realiza (?) en la utilización compulsiva del deber supues
tamente «racional». La razón no brinda la armonía desea
da entre las diversas inclinaciones, sino que simplemente
las desatiende, desoye y descuida.
Hasta tal punto es viril la ética kantiana que nada de
lo que constituye la belleza y la alegría de la vida adquiere
valor moral. La vida carece de sentido moral cuando la for
tuna nos sonríe. Sólo «cuando las adversidades y una pena
sin consuelo han arrebatado a un hombre todo gusto por
la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más
indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando
la muerte conserva su vida, sin amarla (und sein Leben
dock erhalt, ohne es tu lieben), sólo por deber y por incli
nación (Neigung) o miedo, entonces su máxima sí tiene un
contenido moral».50
Por supuesto se hace difícil concebir de qué tipo de «au
tonomía» puede tratarse cuando el hombre que no encuen
tra ningún placer en la vida hace de ello un «deber». «Con
servar cada cual su vida es un deber»51 carece de funda
mento desde una ética autónoma. «Conservar cada cual la
vida es un deseo, y un deber hacer de esta conservación
una obra de arte» sería la réplica femenina a la demanda
masculina kantiana de vivir, aun la vida más indeseable,
por mor del severo deber. Por lo demás sólo un hombre
que elige vivir armonizando sus inclinaciones, potenciando
la fuerza de sus sentimientos amables, habrá logrado la
única autonomía digna de tal nombre, que no se encuen
tra posiblemente en el estadio 6 de Kohlberg, sino más bien
en el 7 de Habermas. La autonomía fruto del diálogo con
los demás y con uno mismo, cuando uno mismo es el hom
181
bre no dividido, el hombre completo con sus pasiones y su
capacidad racional para hacerlas productivas a nivel indi
vidual y colectivo.
182
Más aún, con palabras de Kant: «El principio de la felici
dad, si bien puede dar máximas no puede darlas nunca
tales que sean aptas para leyes de la voluntad, aun si se
tomase como objeto la felicidad universal».53 Si bien la tí
pica del juicio práctico guarda a un tiempo, según Kant
del misticismo y del empirismo, considera Kant mucho más
importante estar a salvo del encarnizado enemigo de la ética
por antonomasia: el empirismo, que eleva las inclinacio
nes de los hombres a la categoría de un principio supremo
práctico, degradando a la humanidad (die Menschheit de-
gradieren) por muy favorables que dichas inclinaciones
sean al modo de pensar de todos.54
También es cierto que en algún otro lugar Kant parece
recomendar de algún modo el favorecer a los demás cuan
do necesitan de nuestro apoyo, o incluso fomentar la feli
cidad ajena, mas, se diría, que no como un fin en sí mismo,
u objetivo deseable, sino como el medio para lograr la uni
versalidad requerida por el imperativo categórico.55
Es decir, en lugar de ponerse, como en las éticas teleo-
lógicas de tipo universalista, el principio de universalidad
o imparcialidad al servicio de la coordinación de los inte
reses o deseos de los individuos reales, se quieren lograr
aquí que la imparcialidad o universalidad se convierta en
sí misma en el «fin» objeto y sentido de todo nuestro ac
tuar moral.
Un solo contra-ejemplo bastará para mostrar lo erróneo
de esta posición «formalista», que no atiende al requisito
de fundamentar en las necesidades humanas el objetivo úl
timo de la ética. Supongamos que alguien desee unlversa
lizar la máxima: «Debo sufrir cuanto me sea posible», con
virtiéndola en el imperativo categórico: «Sufre cuanto sea
posible», aplicado por igual a todos los seres racionales.
Lógicamente es perfectamente posible que alguien desee su
frir y desee asimismo la misma suerte para todos los hu
manos. Psicológicamente sin embargo se trataría de una
máxima y una ley un tanto anómalas, dado que en princi
pio nadie desea sufrir, salvo reconocidos casos de maso
quismo. Éticamente la norma sería totalmente indeseable.
Admitamos que uno es lo suficientemente masoquista para
hacer que la máxima de su actuación se dirija siempre a
183
la obtención del mayor dolor posible. Permitirle, sin em
bargo, universalizar esa norma, de suerte que sea aplica
ble por igual a todos los humanos, nos parecería inmoral
éticamente, y, en un plano más elemental y ordinario, un
peligro para la supervivencia, moral y material de la raza
humana.
La lista de contra-ejemplos podría llegar hasta el infi
nito. Uno puede desear universalizar la máxima de no ayu
dar nunca a nadie, aun cuando Kant descarte tal posibili
dad en base a cierta «imposibilidad lógica» ya que «una
voluntad que así lo decidiría se contradeciría a sí misma».56
Para que el aserto de Kant tenga algún sentido hay que
pensar que, inconscientemente, está admitiendo la existen
cia de condicionamientos empíricos. Dietrichson llega afir
mar, al efecto, que cuando «Kant en sus obras éticas más
importantes ofrece ejemplos específicos de los criterios pri
mero y segundo de universalización, deja claro casi inva
riablemente de un modo inambiguo la idea de que el tipo
de circunstancias empíricas en que la acción tendrá lugar,
ha de ser considerado como un constituyente esencial de
la máxima de la acción que ha de probarse»,57 «y que, en
cualquier caso, el mayor mérito de Kant es el de haber sido
inconsecuente con la tesis de quienes le atribuyen el olvi
do de las circunstancias empíricas».58
Por supuesto que las inconsecuencias de Kant, como
las de Platón, Hume o Mili, por citar solo unos ejemplos,
suelen resultar a veces los aspectos más ilustrativos de sus
obras, aquellos que ponen de relieve que a pesar de las
negativas teóricas a admitir determinados componentes en
el razonamiento moral, dichos componentes afloran espon
táneamente, contra la propia voluntad del autor, de tal suer
te que la lectura conjunta de la presunta teoría kantiana y
los lapsus y errores en que incurre a la hora de ejemplifi
carla muestran la importancia a un tiempo del principio
de imparcialidad, así como el origen y sustento empírico
del mismo, el continuo ferrateriano, una vez más entre la
materia y la razón (en este caso la razón práctica).
Lo que debe quedar claro, en segundo lugar, es que no
es mi intención mantener obstinadamente que Kant no tuvo
en cuenta ni la felicidad ajena ni la felicidad propia a la
184
hora de confeccionar su ética, al menos a nivel inconscien
te. Tampoco es mi intención deliberar acerca de lo que dijo
sin querer decirlo. Las afirmaciones de Kant son lo sufi
cientemente tajantes para no dejar lugar a dudas respecto
a sus intenciones explícitas, y sus propósitos conscientes.
Sí es cierto que la felicidad personal tiene algún pequeño
papel en su ética, de modo que como Patón afirma al
menos constituye un deber indirecto buscar nuestra pro
pia felicidad,59 pero son dignas de tener en cuenta las con
sideraciones que Kant hace al respecto: «Asegurar la feli
cidad propia es un deber —al menos indirecto— pues el
que no está contento con su estado, el que se ve apremia
do por muchos cuidados, pueda fácilmente ser víctima de
la tentación de infringir sus deberes».60 Lo cual parece más
bien una concesión a la «naturaleza animal» del hombre, a
fin de evitar el incumplimiento del deber, que un deseo par
ticularmente profundo de preocuparse por mejorar el esta
do de satisfacción personal de cada individuo. Tal vez
pueda mantenerse, con ciertos matices, con Ebbinghaus que
el imperativo categórico no nos prohíbe que hagamos de
nuestra felicidad un fin, por la simple razón de que la feli
cidad es un fin humano inevitable, como Kant no puede
menos que reconocer.61 Con palabras de Kant: «Ser feliz
es necesariamente el anhelo de todo ser racional, pero fini
to, y, por tanto, un inevitable fundamento de determina
ción de su facultad de desear».62
El reconocimiento, empero, de un hedonismo psicológi
co no le lleva a Kant a formular nada semejante a un he
donismo ético. «Deseamos la felicidad» es un enunciado fác-
tico, sólo «debemos hacernos dignos de la felicidad» po
dría ser un enunciado moral. Como afirma Kant, la moral
no es la doctrina de cómo nos hacemos felices, sino de
cómo debemos llegar a ser dignos de la felicidad.63 Para
añadir a renglón seguido: «Sólo después cuando la religión
sobreviene, se presenta también la esperanza de ser un día
partícipes de la felicidad en la medida en que hemos trata
do de no ser indignos de ella».64
Tal vez una interpretación no del todo desencaminada
es que la «introducción» más o menos subrepticia de la re
ligión como «término» o reconciliación de los dos polos del
185
sumo bien —La Virtud y la Felicidad— es lo que los hace
irreconciliables para Kant en el tiempo presente, maravi
llándose y extrañándose de que «los filósofos tanto en el
tiempo antiguo como en el moderno, hayan podido hallar
la felicidad unida con la virtud en proporción muy adecua
da, ya en esta vida, en el mundo sensible» (in der Sinnen-
welt).65
En efecto, la peculiar religiosidad que impregna la ética
kantiana es sin duda la causa de las perplejidades y extra-
ñezas del filósofo que no puede conectar con la concepción
más armoniosa de la naturaleza humana procedente del
mundo griego, o de los ilustrados laicos.
Kant compara únicamente su concepción de las vincu
laciones de la Felicidad y la Virtud con las concepciones
epicúreas «que sostenían que la felicidad era el bien su
premo y la virtud sólo la forma máxima para adquirirla»66
y las estoicas que mantenían que la virtud era el completo
bien supremo y la felicidad sólo la conciencia de la pose
sión del mismo.67 Con respecto a la primera su oposición
es rotunda; la felicidad no puede en modo alguno asociar
se con la vida virtuosa.68
En cuanto a la posición estoica Kant se inclina a aceptar
parcialmente sus proporciones, la virtud no produce felici
dad, es una afirmación falsa sólo de modo condicionado o,
lo que es igual, sólo cuando se piensa, como la inmensa
mayoría de los filósofos ilustrados de todos los tiempos han
pensado, que el hombre virtuoso es un hombre ya feliz, y
que la única manera de ser feliz, aquí y ahora, como ya
reconocía Epicuro es llevando una vida virtuosa. Los presu
puestos religiosos de Kant tenían que llevarle irremediable
mente a posponer la reconciliación entre la Virtud y la
Felicidad en otra vida, abogando a un tiempo por la
libertad, la inmortalidad del alma y la existencia del Sumo
bien, es decir, Dios, postulados de los que se diría que ya
ha partido y que no podían menos que llevarle a las
conclusiones que le sirvieron posiblemente de premisas.
Un contraste interesante lo ofrece, en este sentido, la
concepción pagana de Platón, que sirve como adecuado con
trapunto a la religiosidad puritana y rigorista de Manuel
Kant.
186
La República de Platón es en muchos sentidos la mejor
réplica a todo el contenido de las dos principales obras de
la filosofía Moral de Kant, los Grundlegung y la Kritik der
praktischen Vernunft. Por supuesto que la visión platónica
es una visión amable, que podría encuadrarse dentro de lo
que he dado en llamar una «visión femenina» de la ética,
en tanto que la kantiana es una visión dura, casi dramáti
ca de la suerte del hombre.
La República es un diálogo muy rico, en el que se abor
dan una gran profusión de temas; con todo, el principio y
el término de la obra le otorgan un sentido y una finalidad
particular. Se había comenzado interrogando en los prime
ros capítulos acerca de la conveniencia o inconveniencia de
practicar la virtud, observando Trasímaco, un tanto cíni
camente, como al hombre justo le va siempre peor en la
vida,69 argumentando Sócrates en contra fervientemente a
favor de que la justicia es más provechosa que la injusti
cia,70 para lo cual demostrará al final de la República como
de entre todos los hombres, que Platón tipifica en los de
temperamento filosófico (moral), ambicioso y avaro,71 sólo
los que viven una vida moral viven una vida feliz, ya que
los faltos de inteligencia y virtud no son capaces de gozar
de los verdaderos, más elevados placeres.72
El presupuesto ilustrado subyacente a la ética platóni
ca es que el hombre sabio, virtuoso y feliz, son una y la
misma cosa. Por decirlo con el lenguaje técnico de la lógi
ca matemática, la relación entre virtud y felicidad, sabidu
ría y virtud, sabiduría y felicidad, sería la expresada me
diante el co-implicador. O lo que es igual un hombre es vir
tuoso si y sólo si es feliz, al tiempo que es feliz si y sólo si
es virtuoso.
No hace falta decir que «virtuoso» y «feliz» son térmi
nos valorativos, al menos en una medida importante. La
verdadera felicidad no es la felicidad de los puercos, nos
dirá a su manera en el siglo XIX John Stuart Mili, reco
giendo en este sentido la antorcha de la ilustración atenien
se que tiene ecos profundos en la obra platónica.
No sería del todo improcedente, conectando con Platón
y Mili desarrollar brevemente una teoría del «desarrollo de
la capacidad de ser feliz», en paralelo con la teoría del de-
187
sarrollo moral ofrecida en nuestros días por Lawrence Kolh-
berg y sus discípulos de la Universidad de Harvard.
En este sentido habría que decir que la «felicidad» se
dice de muchas maneras. Y que a medida que el individuo
recorre determinadas etapas de su desarrollo cognoscitivo
y moral la «felicidad» va cambiando de objeto. Así en un
primer momento (Nivel pre-convencional de Kohlberg), la
felicidad consiste en la satisfacción más o menos rudimen
taria de los impulsos y deseos, al margen de la reflexión y
la coordinación de los mismos en un «plan de vida», de
suerte que se trata de «placeres solitarios» y más bien tos
cos y rudimentarios. En un segundo nivel (el correspon
diente al convencional del desarrollo moral de Kohlberg)
el placer pasa de ser solitario a convertirse en «gregario»,
el hombre es feliz, por decirlo con Heidegger, como se es
feliz. Su alegría y su contento derivan principalmente de
la aceptación y aprobación en y por su grupo de referen
cia. En un tercer nivel (correspondiente a la ética autóno
ma de Piaget, y el nivel post-convencional de Kohlberg) los
placeres se derivan de la reflexión, y ordenación de los im
pulsos más o menos primarios de acuerdo con principios.
Se trata de una «felicidad» o «placer» producto de la auto
nomía y la aplicación de principios de justicia. Cuando el
individuo encuentra que es digno de ser aprobado por sí
mismo se reconoce como virtuoso y en ello halla su fuente
más profunda de gozo.
Por supuesto que se trata aquí de una adaptación muy
personal de la teoría de Kohlberg, a quien, precisamente,
no parecía importarle tanto la consecución de la felicidad
como la persecución de la justicia y la autonomía, encon
trándose en este sentido más cerca de Kant que de Platón.
(No olvidemos que la ética de Kohlberg es precisamente
un ejemplo de lo que Carol Gilligan ha calificado como «éti
cas masculinas», es decir, con un fuerte componente deon-
tológico, poco proclives a tener en cuenta las consecuen
cias de los principios morales adoptados para el bienestar
de las personas.)73
La adaptación que aquí se ha realizado de la teoría del
desarrollo moral de Kohlberg tiene su inspiración en la ilus
tración griega y los principios ilustrados presentes en la
188
obra de John S. Mili. De acuerdo con tales principios, un
hombre no alcanza los goces más profundos sino en cuan
to es capaz de llevar una vida en la que pudiéramos ha
blar de «goces solidarios» (frente a los «goces solitarios» y
los «goces gregarios»). Por supuesto que el principio de so
lidaridad, a diferencia de los principios de la convivencia
gregaria requiere a un tiempo del desarrollo de las capaci
dades individuales de auto-determinación y auto-legislación,
y la capacidad de diálogo, la aplicación del principio de
imparcialidad, el incremento de la sympatheia, etc., etc.
Curiosamente, sin embargo, y en contra de lo que pu
diera parecer por lo anteriormente comentado, Kant no
puede dejar de reconocer, de algún modo, este hecho. La
«virtud» kantiana no sólo se complementará con la «felici
dad» en una vida futura, sino que ya ahora en la presente
ambas constituyen una peculiar unidad. Con lenguaje torpe,
pero que no deja de conmover a una persona moralmente
sensible, rinde Kant tributo y homenaje a la «felicidad
moral», o felicidad propia del tercer estadio kohlbergiano
(tal vez del estadio cuarto postulado por Habermas), aso
ciándola indisolublemente a la vida moral, en un pasaje
de la Kritik der praktischen Vernunft que podríamos deno
minar como el pasaje de la Selbstzufriedenheit (pasaje de
la auto-satisfacción).
«¿Pero —preguntará retóricamente Kant— es que no
hay palabra alguna que señale no un goce como la pala
bra felicidad (Glückseligkeit) pero sí una satisfacción en la
existencia propia, un análogo de felicidad (cursivas mias)
que tiene necesariamente que acompañar la conciencia de
la virtud? Sí, y esa palabra es contento de sí mismo (Selbst
zufriedenheit), que en su significación propia significa siem
pre sólo una satisfacción negativa en su existencia que nos
da la conciencia de no necesitar nada [...]. Este contento
puede llamarse intelectual.»74
Posiblemente este pasaje contenga todos los errores y
todos los mayores aciertos de la ética kantiana a un tiem
po. Comencemos por los errores, para que el final de la
apreciación resulte favorable a Kant, por una vez.
Para empezar, no se trata de un «contento intelectual»,
o al menos puramente o solamente intelectual. La visión
189
masculina de la ética por parte de Kant ha querido así mi
nimizar una vez más los componentes sentimentales y pa
sionales de nuestra experiencia moral. A decir verdad, no
sólo minimizarlos, sino estigmatizarlos, reducirlos, proscri
birlos. En un fragmento del referido pasaje que no he trans
crito aparecen una vez más los errores típicos y tópicos
kantianos. El contento de sí mismo es la satisfacción de
verse libre; es, en suma, afirmará Kant, independencia de
las inclinaciones (ist Unabhangigkeit von Neigungen),15 li
beración de nuestros «apetitos concupiscibles» por decirlo
en un lenguaje con fuertes tonalidades tomistas.
Por el contrario, tendremos que corregir a Kant, el con
tento con uno mismo brota de las fuentes más profundas
y hondas de nuestras inclinaciones, como las de ser cohe
rentes con nosotros mismos, con nuestros principios, las
de ser capaces de extender nuestra capacidad de sympa-
theia, alcanzando principios de solidaridad. El contento con
uno mismo aparece, efectivamente, en aquellas ocasiones
que de un modo un tanto patético, pero bello y realista,
Kant ha descrito en otro pasaje. Cuando nos vemos obli
gados a elegir entre placeres fáciles e inmediatos y otros
más profundos, más a largo plazo y más dificiles de obte
ner. Cuando nos reconocemos como dignos de ser respeta
dos por nosotros mismos, afanados por nuestro desarrollo
total, no cegados por aspectos unilaterales de lo que po
dría constituir nuestro plan de vida. Cuando tenemos vi
siones de largo alcance, o luchamos por el equilibrio y la
armonía de nuestras aspiraciones. Cuando sometemos de
buen grado los fines a los meta-fines, por decirlo con Mos-
terín, los fines suficientes a los super-suficientes, por ex
presarlo con Ferrater Mora, entonces se genera en noso
tros un estado de satisfacción que brota del sentimiento y
percepción de que somos racionales y pasionales a la vez,
y que hemos conseguido reconciliar las demandas de nues
tro yo «racional», que busca principios de justicia, con las
de nuestro yo «pasional» que desea la felicidad propia y,
cuando el sentimiento de sympatheia está lo suficientemen
te desarrollado, la de los familiares, amigos, conocidos,
compatriotas, e incluso la de la raza humana, o la de los
seres sintientes en general. «El que ha perdido en el juego
190
puede enfadarse consigo mismo —afirmará Kant— y su im
prudencia, pero si tiene conciencia de haber hecho trampa
en el juego (aun cuando por ello haya ganado) tiene que
despreciarse a sí mismo en cuanto se compare con la ley
moral. Ésta tiene que ser algo distinto del principio de la
propia felicidad (das Prinzip der eigenen Glückseligkeit).
Pues tenerse que decir a sí mismo: soy un indigno, aun
cuando he llenado mi bolsa, tiene que tener otra regla de
juicio que el aplaudirse a sí mismo y decir: soy un hom
bre prudente pues he enriquecido mi caja.»76
Efectivamente, como Kant apunta con atino, se trata
de sentimientos distintos: la aprobación dictada por la pru
dencia no es evidentemente del mismo tipo que la aproba
ción dictada por la moral.
El ejemplo propuesto por Kant resulta sumamente atrac
tivo e interesante, ya que se entremezclan, oponiéndose, dos
tipos de satisfacciones o insatisfacciones distintas. La pér
dida en el juego puede producirme daños materiales, es
decir puede dañar mis bienes, mis cosas. La trampa come
tida, por el contrario, puede producirme un peijuicio mucho
mayor: una ruptura en la propia cohesión interna, una per
dida en la auto-estima.
No se trata sin embargo de sentimientos enteramente
distintos. El sentimiento de haber perdido, a causa de la
mala suerte, implica una pérdida menor para un agente mo
ralmente desarrollado, que el sentimiento de haber sido un-
fair, de haber «jugado sucio», con falta absoluta de consi
deración hacia el principio de imparcialidad y la justicia.
Se trata, habría que decir con mayor pecisión, de una cues
tión de grado en las dos decepciones descritas. Para un
ser racional, mínimamente sensible, las pérdidas debidas
al azar han de ser sin duda causa de un dolor mucho
menos profundo que aquellas debidas a la propia negligen
cia o mala fe. Se trata, en ambos casos, de decepciones o
fracasos en la cumplimentación de deseos humanos.
En este sentido, una de las mejores réplicas contempo
ráneas al restringido concepto de «deseo», «inclinación»,
etc. , por parte de Kant, sería la ofrecida por James Grif-
fin. Nuestros deseos tienen una estructura: pueden ser lo
cales (como cuando me apetece beber), de orden más ele
191
vado (como el de dejar de consumir determinados produc
tos), o globales (por ejemplo el de vivir de forma
autónoma).77 Pero todos ellos, no dejan de ser deseos por
igual. Todo lo que se pide éticamente es que sean someti
dos a criterios de imparcialidad, y que el individuo elija
libremente de entre ellos, conociendo las consecuencias de
su acción para su vida y las vidas ajenas.
Kant una vez más, en su intento de favorecer los inte
reses y deseos informados e imparciales como candidatos
favoritos para desarrollar individuos moralmente maduros
erró en el blanco convirtiendo al adjetivo en sustantivo, pa
sando indebidamente de la prescripción de que debemos
desear de acuerdo con la imparcialidad, o fomentar deseos
imparciales, a la totalmente distinta y distorsionada aseve
ración de que debemos buscar o desear la imparcialidad
(o universalidad) por sí misma, aun cuando de ello no se
derivase ningún beneficio personal o colectivo.
Contrariamente a lo que Kant postula, es precisamente
a causa del valor de cohesión social de la «justicia» y la
((imparcialidad», como Mili destacó en el capítulo final de
su Utilitarianism, por lo que este principio aparece como
el más importante de los valores o principios a recomen
dar desde un punto de vista ético. Y es, también, a causa
de un sentimiento más o menos desarrollado de sympa-
theia hacia los demás por lo que nos sentimos indignos de
nosotros mismos cuando desestimamos las justas deman
das de los demás a ser oídos y atendidos. Si abstraemos
todos estos sentimientos o ((inclinaciones» de la razón prác
tica, «purificándola», ésta se convierte simplemente en una
pura entelequia que cuando menos distorsiona la realidad
moral, cuando no la perjudica.
Fue un acierto notable por parte de Kant descubrir que
el hombre encuentra una fuente particular de gratificación
y contento en el cumplimiento de sus deberes para la co
munidad y para consigo mismo. No obstante, sobre la fuen
te de esta gratificación o contento, el pensamiento kantia
no se descarrió lamentablemente. Sus prejuicios puritanos,
su peculiar concepción, que he venido denominando mas
culina. de la ética, forzó la rigidez y sobrecargó de penosi-
dad los principios de la moral que podrían ser considera
192
dos, desde otra óptica, como la fuente de los goces más
profundos que le es dado sentir a un ser humano.
Si bien se contienen profundas verdades morales en la
filosofía de Kant, su falta de comprensión respecto al pro
pio fenómeno de los sentimientos morales precisa urgente
mente de un correctivo, si no queremos que sus propues
tas conduzcan indebidamente a una ética dogmática que
se desentienda de los problemas humanos, cosa que a buen
seguro Kant no deseó. También pudiera ser en otro senti
do dañino y perjudicial el excesivo peso de virilidad que
impregna la ética kantiana, actuando de elemento disuaso
rio más que persuasorio, produciendo en los hombres una
cierta injustificada hostilidad hacia la moralidad que se pre
senta, insatisfactoriamente por parte de Kant, como algo
penoso y carente de gratificaciones en nuestro mundo.
Sin género de dudas, también la ética kantiana resulta
un buen correctivo frente a los excesos irracionalistas en
ética, las simples apelaciones a la emotividad, a lo que a
cada uno le gusta, o lo que cada uno prefiere. La sympa-
theia sola, también, carente de la apoyatura y reforzamien
to proporcionado por los principios de imparcialidad y uni
versalidad, no podría soportar los cimientos de la ética. .
Por terminar utilizando la distinción con la que se ini
ciaba este capítulo: El punto de vista masculino de Kant
puede servir para complementar visiones excesivamente «fe
meninas» o emotivas de la ética. Sin olvidar que la emoti
vidad y el recurso a los sentimientos deben paliar la rigi
dez de los presupuestos kantianos.
Como correctivo a la aspereza kantiana desearía poner
fin a estas reflexiones utilizando un largo pero interesante
pasaje a cargo de Mortiz Schlick, que a mi modo de ver
ejemplifica admirablemente el deseable contrapunto feme
nino en ética. Así, frente a las invocaciones rigoristas kan
tianas al deber, como algo sublime que desoye y desprecia
las inclinaciones humanas, propondría, con Schlick, una
apelación a la benevolencia o la bondad (Güte), portavoz
de nuestras más íntimas inclinaciones: «[Bondad (Güte),
querido grandioso nombre, que no contienes nada en ti que
demande estima carente de afecto, sino que ruegas ser se
guida; tú que no amenazas y no necesitas establecer ley
193
(Gesetz) alguna, sino que por ti misma penetras en los sen
timientos y eres voluntariamente reverenciada; cuya sonri
sa desarma a todas las inclinaciones hermanas. Eres tan
gloriosa que no. es preciso que preguntemos por tu ascen
dencia, ya que cualquiera que ella sea a través de ti se
ennoblece!».78
Tengo la firme convicción de que la validez en los pró
ximos siglos de la ética kantiana dependerá en gran medi
da del acierto en complementarla debidamente con el punto
de vista femenino en ética que he venido defendiendo. Sólo
la fusión de ambos puntos de vista, el masculino y el fe
menino, podrá darnos una idea cabal y madura del senti
do de la ética tanto a nivel teórico como práctico.
NOTAS
194
15. («It is only when a character is considered in general, without
reference to our particular interest, that it causes such a feeling or sen*
timent as denominates it morally good or evik>. Hume, T rea tise 111,
1, i¡.)
16. Véase, por ejemplo. José Gómez Caffarena, E l te ís m o m o ra l de
K a n t, Madrid, Ed. Cristiandad, 1983, p. 196.
17. Keith Ward, T h e D e v e lo p m e n t o f K a n t’s v ie w o f E th ic s , Oxford,
Blackwell, 1972, p. 167. Véase también p. 174.
18. K ritik d e r p r a k tis c h e n V e r n u n ft (e n adelante K p V ) A 29, 30,
31, 32.
19. K p V , A 65.
20. K p V , A 108, 109.
21. K p V , A 127.
22. K p V , A 142.
23. T reatise, III, I, i.
24. ib íd ., II, III, iii.
25. F ragen d e r E th ik , Wien, Verlag von Julius Springer, 1930, p. 14.
26. De la m a te ria a la ra zó n , Madrid, Alianza Ed., 1979, p. 161.
27. Ib íd ., p. 163.
28. Op. c it., p. 151.
29. H egelian E th ic s , MacMillan and Co., 1969, versión cast. de E.
Guisán, Valencia, Torres-Ed., 1976, p. 55.
30. George A. Schrader, «Autonomy, heteronomy and moral impera-
tives», en F o u n d a tio n o f th e M e ta p h y s ic s o f M oráis- Im m a n u e l K a n t,
w ith C ritica! E s s a y s , Indianapolis. U.S.A., ed. por Robert Paul Wolff,
Bobbs-Merrill Education Pub., 1969, p. 123.
31. Ib íd ., p. 124.
32. David Ross, K a n t’s E th ic a l T heory, Connecticut, Greenwood Pres,
Pub., Westport, p. 18.
33. Ib íd ., p. 18.
34. T rea tise, III, III, i.
35. K p V , A 69.
36. K p V , A 69.
37. K p V , A 154.
38. «Un punto de vista sobrenatural del tipo que es dificil disociar
la filosofía moral de Kant», o p. c it., p. 121.
39. Adickes, E., K a n t’s O p u s P o s tu m u m , von Teuther and Reichard,
Berlín, 1920, 21. 145.
40. «In Opus Postumum Kant makes explicit a doctrine which is
implicit in many ealier works, that God and practical reason are identi-
cal», O p. c it., p. 164.
41. K p V , A 237.
42. C ru n d le g u n g z u r M e ta p h y s ik d e r S itie n (de ahora en adelante
G ru n d le g u n g , BA 77).
43. K p V , A 233.
44. K p V , A 233.
45. K p V , A 233.
46. Op. c it., p. 235.
47. Ib íd ., p. 230.
195
48. Como reconoce Caffarena, ib id ., p. 237.
49. G ru n d le g u n g , BA 23.
50. G ru n d le g u n g , BA 10.
51. G ru n d le g u n g , BA 9.
52. Luden Goldmann, M e n s h , G e m e in s h a ft u n d W e lt in d e r P hilo-
so p h ie Im m a n u e l K a n t, Verlag, 1945, versión cast. de José Luis Eche-
verry, In tro d u c c ió n a la filo so fía d e K a n t, Buenos Aires, Amorrortu, 1974,
pp. 172-173.
53. K p V , A 64.
54. K p V , A 126.
55. G ru n d le g u n g , BA 89.
56. G ru n d le g u n g , BA 57.
57. Cursivas de Dietrichson. Dietrichson, «Kant's criteria of univer-
salizability» en F o u n d a tio n s o f M e ta p h y s ic s o f M o rá is, Im m a n u e l K a n t
a n d C ritical E s s a y s , p. 206.
58. Ib id ., p. 207.
59. Patón. T h e M o ra l L a w , London, Hutchison University Libraiy,
1978, 1.- ed. 1948, p. 20.
60. G ru n d le g u n g , BA 12, 13.
61. Véase Ebbinghaus: «Interpretation and Misinterpretation of the
Categorical Imperative» en F o u n d a tio n s o f th e M e ta p h y s ic o f M oráis,
In m a n u e l K a n t w ith C ritical E s s a y s , p. 113.
62. K p V , A 46.
63. K p V , A 234.
64. K p V , A 234.
65. K p V , A 208.
66. K p V , A 202.
67. K p V , A 202.
68. K p V , A 207.
69. R ep ú b lic a , 343 c-d.
70. Ib id ., 354 a.
71. Ib id ., 581 c.
72. Ib id ., 586 a-c.
73. Una referencia a las «welfare consequences» puede verse, sin em
bargo, en «From Is to Ought: How to Commit the Naturalistic Fallacy
and Get Away with It in the Study of Moral Development», incluido en
T h e P h ilo s o p h y o f M o ra l D e v e lo p m e n t, New York, Harper and Row
Pub., 1982, pp. 142-3.
74. K p V , A 212-213.
75. K p V , A 213.
76. K p V , A 65.
77. James Griffin, «Modern Utilitarianism» en R e v u e In te rn a tio n a le
d e P h ilo so p h ie n.° 141, Bentham and modern utilitarianism, 1982, fase.
3, p. 335.
78. Moritz Schlick, Op. c it., p. 152.
196
KANT Y EL PROBLEMA
DE LOS DERECHOS DE LOS ANIMALES
Priscilla Cohn
197
pronto como se pone de relieve que tenemos para con los
animales obligaciones morales «indirectas» o, si se permite
otra expresión, «derivativas». Kant mantiene una especie
de jerarquía de los deberes: nuestro deber primario es para
con los seres racionales que son fines en sí mismos, pero
tenemos asimismo deberes indirectos para con los anima
les y deberes de menor importancia con respecto a seres
inanimados o cosas. Al hablar de los últimos Kant dice lo
siguiente: «El espíritu de destrucción es inmoral; no debe
ríamos destruir cosas que pueden ser aún útiles [...] pues
lo que no es útil para muchos puede todavía serlo para
alguna otra persona. Desde luego, no tiene por qué prestar
atención a la cosa misma, pero debería tener en cuenta a
su vecino».3
No hay dificultad en aceptar la actitud de Kant respec
to a los objetos inanimados, sean manufacturados o natu
rales. Sin embargo, resulta claro que Kant no nos dice que
nuestros deberes indirectos para con los objetos inanima
dos sean idénticos a nuestros deberes para con los anima
les, pues aunque Kant a veces llama «cosas» u «objetos» a
los animales siempre distingue entre animales y objetos ina
nimados, sea verbalmente o bien dando ejemplos de las cla
ses de cosas a las que se refiere. Al decir que «la naturale
za animal tiene analogías con la humana...»4 muestra que
reconoce la similaridad entre los animales y el hombre. Al
afirmar que las acciones de los animales que son análogas
a las de seres humanos «surgen de los mismos principios»5
está reforzando dicha similaridad. (En la muy posterior
«Doctrina de las virtudes» agrega que los animales sufren
dolor y que, al igual que el hombre, deben trabajar.)6 A
causa de estas analogías, nuestros deberes para con los ani
males son mayores que nuestras obligaciones respecto a
los objetos inanimados —cosa perfectamente comprensible
si se mantiene que nosotros, en cuanto seres vivientes, es
tamos más estrechamente relacionados con otros seres vi
vientes que con objetos inanimados.
Examinemos, no obstante, más de cerca, lo que Kant
considera como analogías entre la conducta humana y la
conducta animal. A tal efecto proporciona el ejemplo de un
perro que «ha servido a su amo fielmente durante largos
198
años».7 Según Kant, este servicio es análogo a un servicio
humano, y lo mismo que este último merece una recom
pensa. Concluye que si el perro está ya demasiado viejo
para servir a su amo, éste debe cuidar de aquél hasta su
muerte. Creo que este ejemplo es intuitivamente claro. Se
mejante trato parece ser «equitativo» o «justo». Poco des
pués, sin embargo, Kant dice algo que pone en aprieto
nuestra intuición. Afirma que: «Si un hombre mata a un
perro porque el animal ya no es capaz de prestarle servi
cio, no falta en su deber para con el perro, pues éste no
puede juzgar, pero el acto del hombre es inhumano y aten
ta contra esa humanidad que es su deber demostrar para
con sus semejantes».8
No me opongo, desde luego, al aserto de Kant de que
se trata de un acto inhumano, pero me parece que la afir
mación de que el hombre no falta en su deber para con el
perro si lo mata —por cuanto un hombre no tiene deberes
respecto a un animal—, no sólo se da de bofetadas con
nuestra intuición, sino que es también inconsistente con la
propia idea kantiana de la analogía entre el servicio que
presta un hombre y el que presta un perro. De acuerdo
con semejante analogía, hay que suponer que así como un
hombre que sirve fielmente a su amo merece una recom
pensa también la merece un perro que sirva a su amo fiel
mente. En ambos casos, y dado que se admite que son aná
logos, se gana una recompensa, y el que debe ser recom
pensado es el que presta un servicio. Sería absurdo decir,
por ejemplo, que un hombre recompensa a su perro fiel
comprándole flores a su prometida. ¿No parece igualmente
extraño decir que un hombre recompensa a su perro dán
dole muerte? Si el perro no sufre daño moral al ser mata
do, o al no recibir la recompensa que se ha ganado, la ana
logía de referencia pierde su sentido. En efecto, si un hom
bre mereciera una recompensa y no le fuera otorgada,
tendríamos que concluir que el hombre ha sido, moralmen
te hablando, víctima de una injusticia.
La tesis kantiana de que el amo en cuestión «no falta
en su deber para con el perro, pues éste no puede juzgar»9
no aclara el asunto. La incapacidad de juzgar por parte
del perro vendría a cuento si Kant hablara de una prome-
199
sa verbal. En caso semejante Kant podría argüir que una
persona que no cumple su promesa a un perro «no falla
en su deber para con el perro», pues éste no está en posi
ción de comprender tal promesa. El hecho de que el perro
sea incapaz de juzgar no quiere decir que, en tanto que
ser viviente, no tenga interés en continuar viviendo. Kant
reconoce explícitamente que todos los animales buscan su
propia conservación.10 Así, eliminar al perro equivale con
trariar sus intereses vitales y es, por tanto, un acto de in
justicia contra él. Según Kant, tratar de este modo a un
perro fiel muestra únicamente «estrechez de espíritu»11 por
parte del amo, el cual sufre entonces daño moral por haber
dañado a su propia humanidad.
Conviene notar que las simpatías expresadas por Kant
alcanzan inclusive a esos animales cuya conducta parece
tener poco, o nada, que ver con la de un ser humano. Kant
expresa respeto inclusive hacia la vida de los gusanos, como
lo testimonia la admiración manifestada al relatar cómo
Leibniz, después de haber tomado en la mano un gusano
a fin de hacer sobre él una observación, lo volvió a colocar
cuidadosamente sobre la hoja en que estaba posado, «de
modo que no sufriera daño al observarlo. Lo había lamen
tado mucho —sentimiento muy natural para un ho m b re-
de haber destruido tal criatura sin ninguna razón».12
Kant mantiene consistentemente que estos «tiernos sen
timientos», como los llama, con respecto a los animales con
tribuyen a desarrollar tiernos sentimientos con respecto a
la humanidad: «cultivamos los deberes correspondientes
hacia los seres humanos».13 Para corroborar este aserto,
Kant cita una serie de grabados de Hogarth en los que se
muestra hasta qué punto la crueldad hacia los animales
en un niño fomenta la falta de interés y cuidado hacia otra
gente y, finalmente, conduce al asesinato. Kant pone tam
bién de relieve que en Inglaterra los médicos y los carnice
ros no forman parte de jurados porque están «encallecidos»
por la visión de tantos seres muertos.
La idea de que nuestro trato de los animales ejerce cier
ta influencia sobre nuestro trato de los seres humanos ha
sido aceptada por muchos escritores y pensadores como si
fuese un hecho accesible directamente a la razón más bien
200
que un debatible supuesto empírico. Con el fin de dar asen
timiento a tal idea habría que mantener a la vez que la
conducta humana es muy consistente. Además, cabría ar
güir que aunque hay, por supuesto, gentes que han esti
mado altamente tanto los hombres como los animales, hay
asimismo gentes que se han preocupado mucho de los de
rechos humanos pero poco, o nada, del bienestar de los
animales, y, finalmente, gente que han tenido gran cariño
por animales y han maltratado a seres humanos. Se ha
dicho que Hitler fue un ejemplo del último tipo, pero se
me ocurren otros. Así, el tristemente célebre «Hombre pá
jaro de Alcatraz» era un criminal que se ocupaba tierna
mente de sus pájaros y confesaba a la vez haber asesina
do a seres humanos. Otro posible ejemplo es el de ciertos
reos que se enfurecieron tanto por la cruel muerte de unos
gatitos introducidos en la cárcel, que como reacción perpe
traron toda clase de violencias.
Kant mantiene, pues, que la simpatía suscitada por el
sufrimiento de animales es comparable a la producida por
la presencia del sufrimiento humano. Pero, ¿por qué ha
bría que sentir piedad, o cualquier otro sentimiento, al ver
sufrir a un animal si los animales son simplemente un
medio para un fin? Y, sin embargo, Kant insiste en este
punto, acaso para atenuar la incompatibilidad entre dos
tesis en conflicto: 1) No debemos tratar a los animales
cruelmente o quitarles la vida sin ninguna razón, y 2) Los
animales son meramente un medio para un fin y no tienen
valor moral. Si tomamos la segunda tesis en serio, no re
sulta del todo claro por qué el encanecimiento producido
por la despreocupación ante el sufrimiento de animales de
bería producir ningún efecto en el modo como reacciona
mos ante nuestros semejantes, pues el mostrar simpatía por
las cosas parece tener muy poca relación con el mostrarla
hacia los seres racionales. ¿Está Kant dispuesto a transi
gir con ambas tesis? No lo parece, pues inclusive en la tar
día «Doctrina de las virtudes» insiste en ambas. Menciona
de nuevo el ejemplo del perro fiel y repite que nuestros
deberes para con los animales son sólo indirectos. Aunque
se vale de términos algo distintos, reitera la misma idea
presentada en las citadas «Lecciones», esto es, que el trato
201
cruel de los animales «embota» nuestra simpatía por su su
frimiento «y de esta manera debilita y destruye gradual
mente una disposición natural muy útil para la moralidad
en nuestras relaciones con los semejantes».14
Para Kant, afirmar que nuestros deberes para con los
animales son indirectos equivale a decir que los animales
deben ser excluidos del reino moral a causa de su falta de
racionalidad. Recuérdese que, según Kant, el perro fiel al que
se supone se dio muerte no sufría daño moral porque no
podía juzgar. De este modo Kant se coloca en una postura
en la cual tiene que decir, si quiere ser consistente consigo
mismo, que puesto que todos los seres humanos son agen
tes morales, todos los seres humanos son racionales. Sin
embargo, la última afirmación no es, de hecho, verdadera.
Muchos autores han puesto de relieve que los niños aca
bados de nacer son menos capaces de resolver problemas
que un ratón adulto. Decir que los niños muy pequeños
son potencialmente racionales no resuelve el problema, pues
Kant mantiene que el valor básico de un individuo radica
en su libertad o, lo que viene a ser lo mismo, en su capa
cidad de dictarse a sí mismo la ley moral, la ley dada por
la razón. Un ser sólo potencialmente racional carece de esta
capacidad y, por tanto, carece asimismo de valor moral.
¿Estaría Kant dispuesto a conceder que sólo tenemos de
beres indirectos para con los recién nacidos, las personas
muy retrasadas mentalmente, los que se hallan en un es
tado irreversible de coma, etc.? Creo que no. Este tipo de
tensión interna en el pensamiento de Kant es parte del pre
cio que tiene que pagar por su insistencia en que nuestros
deberes para con los animales son solamente indirectos.
Puesto que todos los agentes morales son racionales y
puesto que los animales no son agentes morales en virtud
de no ser racionales, es importante poner en claro lo que
Kant entiende por «racionalidad». La razón pura práctica
no es, por ejemplo, la capacidad de usar un lenguaje o de
resolver problemas, sino más bien la capacidad de enten
der la concepción de la ley en sí misma. Recientes investi
gaciones sobre comportamiento e inteligencia animales nos
han forzado a poner en cuestión algunas de nuestras vie
jas creencias sobre la supuesta separación estricta entre los
202
seres humanos y los animales y en muchos casos nos han
llevado a estimar en más de lo que solíamos la inteligen
cia animal, especialmente entre los primates y algunos de
los mamíferos superiores. Sin embargo, no creo que nadie
esté dispuesto a mantener que ningún animal es capaz de
concebir una noción abstracta de «ley». Así, a despecho del
notable aumento de conocimiento adquirido sobre la con
ducta y la inteligencia animales, la definición kantiana de
«razón» es admitida, aun hoy, como excluyendo a los ani
males.
¿Qué podemos concluir, pues, en términos del pensa
miento kantiano, si aceptamos que los animales no pue
den tener una concepción de «ley»? Para Kant, se sigue de
ello que los animales no pueden tener deberes y, por tanto,
que no pueden cumplirlos. Esta conclusión está de acuer
do con el sentido común, pues no censuramos a un león
por matar y comerse un antílope. El león no puede hacer
otra cosa que matar a su presa si quiere sobrevivir; de lo
contrario, perecería de hambre. De todos modos, no se nos
ocurre pensar que el león se comporta de una manera in
moral a causa de no abrigar ninguna concepción de la
muerte, del sufrimiento, etc. Pero Kant deriva otra conclu
sión del hecho de que los animales no pueden tener una
concepción de la ley: la conclusión de que no tenemos de
beres para con ellos o, en todo caso, de que no tenemos
con ellos deberes directos. ¿Quiere Kant decir que no tene
mos deberes para con los animales porque éstos, a su vez,
no tienen deberes? Si así es, se presupone que los deberes
son recíprocos. Pero no hay ninguna razón inmediatamen
te evidente que lo muestre. Así, Kant mantiene que tene
mos deberes (directos) sólo para con seres que, como no
sotros, son racionales. Sin embargo, no ha demostrado aun
por qué tenemos deberes únicamente para con agentes mo
rales (racionales). Pensar que así es no está muy de acuer
do con el sentido común. Además, comporta varios peli
gros.
Es común opinar que algunos de nuestros deberes más
imperiosos son deberes para con seres no racionales. Según
se apuntó anteriormente, los recién nacidos no son, en el
sentido usual, seres racionales. Sin embargo, la mayor parte
203
de la gente está de acuerdo en que tenemos el deber de
cuidarlos y protegerlos. Hasta llegar a cierta edad, todos
los niños están en el mismo caso —por eso he hablado
antes, en general, de «niños pequeños»—. Tenemos seme
jantes deberes porque los objetos de ellos son seres «ino
centes» o porque «no son capaces de valerse por sí mis
mos», pero no porque sean potencialmente racionales. Su
pongamos un ser humano nacido con muchas taras, físicas
y mentales, al punto que no llegue a su madurez o que no
sea capaz un día de razonar normalmente. En estas cir
cunstancias, ¿estaríamos dispuestos a afirmar que no te
nemos para con semejante ser humano derechos directos?
¿Que la única razón por la que nos ocupamos de ellos del
modo que lo hacemos, sin tratarlos desconsideramente, es
porque de no hacerlo así causaríamos daño a nuestra pro
pia humanidad? Creo que no. Casi todo el mundo alegaría
que tenemos deberes para con un ser humano recién naci
do, o uno desvalido, y ello en cuanto recién nacido o des
valido y no en cuanto ser racional.
El peligro implicado en el argumento —que, por cier
to, no se puede achacar a Kant— de que tenemos obliga
ciones morales sólo para con seres racionales, es que si
lo llevamos a un extremo terminaremos por justificar
toda suerte de prejuicios. Así, por ejemplo, mucha gente,
sobre todo en el pasado, ha defendido la opinión de que
la esclavitud es natural, porque los negros, los «bárba
ros» y otros son mental o físicamente inferiores a sus
amos o propietarios. Ahora bien, aun si aceptamos la
discutible noción de que hay diferencias mentales o físi
cas entre diversas comunidades humanas, sería necesa
ria aun mostrar cómo estas supuestas deficiencias justi
fican la esclavitud o por qué las capacidades superiores
intelectuales o físicas son condiciones sitie qua non de la
libertad. Si concebimos la racionalidad de un modo es
trecho, afirmando, por ejemplo, que consiste en la capa
cidad de resolver ciertos tipos de ecuaciones complejas,
podremos entonces negarles a quienes no puedan resol
ver tales problemas el derecho a voto o el disfrute de
bienes. Esto es sólo uno de los posibles ejemplos del
modo cómo puede ser manipulada la noción de racionali
204
dad si se la convierte en base de todos los privilegios y
responsabilidades.
Aunque Kant insiste, a lo largo de sus escritos sobre
materias éticas, que los animales no pueden ser nunca
agentes morales, cita al mismo tiempo ejemplos de gentes
que se comportan «como si fuesen animales» o inclusive
que parecen ser «peores que animales». El suicidio, afirma
Kant, nos horroriza porque: «toda naturaleza busca su pro
pia preservación; lo hace un árbol que ha sufrido daño,
un cuerpo viviente, un animal [...] con el (suicidio) el hom
bre desciende más abajo que las bestias...».15
El que trata de suicidarse se trata a sí mismo como si
no tuviera más valor que un animal o que una cosa, afir
ma Kant. Tal persona no tiene respeto a la naturaleza hu
mana y se convierte en una cosa. Kant sigue diciendo que,
«somos libres de tratarlo como una bestia, como una cosa
[...] habiendo descartado su humanidad, no puede esperar
que otros la respeten. Sin embargo, la humanidad es esti
mable. Aun cuando un hombre es malo, la humanidad en
su persona es estimable».16
Aquí Kant parece describirnos un caso en el cual un
ser humano pierde y, a la vez, no pierde el derecho a la
humanidad. Así, aunque obra peor que cualquier animal,
sigue siendo digno de un respeto (moral) que ningún ani
mal puede jamás alcanzar.
Otros ejemplos aducidos por Kant de seres humanos
que se comportan peor que los animales envuelven lo que
llama crimina carnis contra naturae, tales como el onanis
mo, la homosexualidad y el bestialismo. Todos estos actos
degradan a la naturaleza humana y la colocan a un nivel
inferior al de la naturaleza animal, de modo que el hom
bre en tales casos no merece su humanidad. Según Kant,
estos vicios nos hacen avergonzarnos de ser humanos y de
ser capaces de caer en ellos, pues un animal es simple
mente incapaz de cometer semejantes crimina. Advirtamos,
ante todo, que Kant ha caído en un error de hecho al afir
mar que los animales son incapaces de los actos de refe
rencia; en efecto, los animales se masturban, practican el
homosexualismo y en ciertas circunstancias tratan de aco
plarse con individuos de otras especies. Pero aun si Kant
205
hubiera conocido estos hechos, todavía podría haber afir
mado que los seres humanos de que hablaba se compor
tan peor que los animales, pues los seres humanos están
dotados de razón y pueden darse cuenta de que no debe
rían comportarse de tales o cuales modos mientras que un
animal no puede nunca llegar a tal conclusión mediante el
empleo de la razón. Kant dice: «En el caso de los anima
les, las inclinaciones están ya determinadas por factores
subjetivamente apremiantes; en su caso, por tanto, es im
posible la conducta desordenada. Pero si un hombre da
rienda suelta a sus inclinaciones, cae más abajo que un
animal, porque vive en un estado de desorden que no exis
te entre los animales» (cursivas mías).17
Así, aunque el hombre se comporte a veces «peor que
un animal» nunca deja de ser un agente moral. A su vez,
un animal no puede llegar a ser nunca un agente moral
aun si actúa de modo más admirable que una persona.
Si examinamos ahora el imperativo categórico, nos será
posible formular la conclusión inversa, es decir, la de que,
de hecho, tenemos deberes (directos) para con los anima
les, y la de que, por tanto, los animales son miembros del
reino moral a pesar de que ellos mismos no tengan debe
res. Los ejemplos que proporciona Kant en el Grundlegung
zur Metaphysik der Sitien no conciernen a animales, de
modo que tendremos que encontrar por nuestra propia
cuenta lo que pueda exigirnos la moralidad en nuestro tra
tamiento de los mismos. Se ha dicho que «no hay contra
dicción sea en la universalización o en el querer la univer
salización de la máxima según la cual siempre trataré a
los animales como si no tuvieran capacidad para el sufri
miento».18 No estoy de acuerdo con ello. Considérese el
cuarto ejemplo dado por Kant, de la persona próspera que
se pregunta si tiene obligación de ayudar a otras personas
menos afortunadas que ella. La respuesta de Kant es que
la raza humana podría seguir existiendo perfectamente bien
aun si una persona se negara a ayudar a otra menos afor
tunada, e inclusive que este último estado de cosas sería
mejor que uno en el que reinara la hipocresía y en el que
la gente hablara de ayuda mutua sin que, de hecho, nadie
ayudara a nadie. Kant afirma lo siguiente: «Aunque es po
206
sible que pueda existir una ley universal de la naturaleza
en concordancia con esa máxima, no es posible querer que
tal principio tenga la validez universal de una ley de la na
turaleza».19
La razón por la que dice que no se puede «querer» es
porque podría ocurrir que la misma persona que se niega
a ayudar a nadie necesitara alguna vez «el amor y la sim
patía de otros».20 Al formular tal «ley de la naturaleza», la
persona en cuestión «quedaría privada de toda esperanza
de la ayuda deseada».21 En otras palabras, si se pregunta
uno si es o no moral ayudar a otros en caso de que no se
pida ayuda, Kant responde que no podemos saber nunca
si, y cuando, tendremos necesidad de ayuda ajena y, por
consiguiente, no podemos estar nunca en posición en que
nos sea posible saber que nunca necesitaremos ayuda. Así,
la respuesta es que aun si no solicitamos ayuda para no
sotros, seguimos estando obligados a ayudar a otros. Esto
es lo que Kant llama «un deber meritorio», a diferencia del
deber ((estricto» o «riguroso». En el deber estricto ni siquie
ra se puede concebir la máxima como ley universal mien
tras que en el deber meritorio puede concebirse tal ley uni
versal sin contradicción, si bien no puede ser querido, «pues
tal querer se contradiría a sí mismo».22 Así, los derechos
meritorios son menos obligatorios que los deberes estric
tos, cosa que puede fácilmente deducirse de los nombres
dados a cada uno de estos dos grupos de deberes.
Supongamos ahora que alteramos levemente este ejem
plo y nos preguntamos: «¿Puedo tirar piedras a un perro
que encuentro tendido en el portal de mi casa?», «¿puedo
causar sufrimiento a animales que encuentro al azar?» o
inclusive, «¿puedo ignorar los sufrimientos de estos anima
les?». Si contesto a estas preguntas según los esquemas es
tablecidos antes tendremos que contestar negativamente. No
podemos ni causar sufrimiento ni ignorarlo, pues no pode
mos predecir si o cuando necesitaremos el afecto o compa
ñía que los animales en cuestión puedan proporcionarme.
Si quisiera que todos los perros fuesen maltratados, o per
mitiera que sufrieran gratuitamente, llegarían a tener miedo
de, o se mostrarían menos cariñosos hacia, la gente, de
modo que por mi propia voluntad me privaría de la ayuda
207
que podría necesitar alguna vez. Por tanto, el imperativo
categórico nos muestra que no podemos hacer daño a los
animales —o, cuando menos, a los animales que pueden
hacernos compañía.
Examinemos el otro ejemplo de deber meTitorio que
menciona Kant. Este ejemplo se refiere a una persona que
tiene un determinado talento, pero que no desea cultivar
lo. Lo que entonces se pregunta es si tal persona está mo
ralmente obligada a cultivar su talento. Kant responde que
si universalizamos esta máxima, vemos que podría existir
un sistema de la naturaleza dentro del cual nadie cultivara
sus talentos, pero que nadie podría querer que hubiese una
ley de la naturaleza de tenor semejante, «pues, en tanto
que ser racional, quiere necesariamente que se cultiven sus
facultades, pues le prestan servicio, y le han sido dadas,
para toda clase de propósitos posibles».23
Kant no especifica de qué talento se trata. Si el talento
consistiera en una cierta destreza manual que permitiera a
una persona llegar a ser un hábil cirujano, es muy com
prensible que Kant terminara por declarar que esa perso
na tiene el deber de cultivar su destreza, por cuanto tiene
el deber de ayudar a sus semejantes. Pero eso no es exac
tamente lo que dice Kant. Dice que el talento de referencia
sirve a la persona que lo posee. Supongamos que la perso
na tenga talento para tocar bien el piano. Si prefiere no
tocar el piano y no cultivar entonces su talento, es difícil
ver por qué debería hacerlo. ¿En qué puede servirle tocar
bien el piano? Acaso late en Kant la idea de que un mundo
rico y variado es más deseable que un mundo pobre y uni
forme por razón de que el primero ofrece más posibilida
des y un número mayor de posibles modos de obrar y com
portarse que, en último término, desemboquen en una
mayor libertad.
Si reformulamos la pregunta de qué se debe hacer para,
o hasta qué punto se debe cuidar de los animales, Kant
tendría que decir que puesto que sirven a la humanidad y
han sido dados al ser humano para toda clase de fines,
deben ser objeto de cuidado en un sentido parecido a como
se dice que hay que cultivar el propio talento. Además, y
si estoy en lo cierto al pensar que Kant prefiere, aunque
208
no lo diga expresamente, un mundo rico y variado, la res
puesta es aun más directa: no podemos destruir ninguna
especie, porque esto empobrecería el mundo. Debemos ir
inclusive más lejos: debemos preocuparnos por, y cuidar
de, cualquier especie amenazada de extinción, pues su pér
dida resultaría en un mundo más pobre.
Parece, pues, que uno de los resultados de la aplica
ción del imperativo categórico es la de que no debemos mal
tratar a los animales, no debemos causar, o contribuir a
la, extinción de especies enteras, y que, por lo contrario,
debemos hacer todo lo posible para preservarlas. Estos de
beres son deberes meritorios. ¿Cabría ir más allá y soste
ner que tenemos deberes estrictos para con los animales?
Uno de los ejemplos de deberes estrictos dados por Kant
es el de una persona que se siente tan infeliz que desea
suicidarse. Se pregunta al efecto si llevar a cabo este deseo
sería algo contrario a su deber. Kant contesta: «Ahora
vemos de inmediato que un sistema de la naturaleza en el
cual debiera ser ley destruir la vida por medio del mismo
sentimiento cuya especial naturaleza lleva a mejorar la vida,
se contradiría a sí mismo y, por tanto, no podría existir
como sistema de la naturaleza» (el subrayado es mío).24
La contradicción reside aquí en que el mismo sentimien
to al que se atribuye inducir a hacer la vida mejor lleve a
suprimir la propia vida. El sentimiento en cuestión es usado
para un fin impropio o ajeno. Pero, ¿no incurriríamos asi
mismo en contradicción si descartáramos la noción del mal
uso de un determinado sentimiento y no mantuviésemos
que cualquier sistema de la naturaleza en el cual sea una
ley destruir la vida y, con ello, la naturaleza, se contradice
a sí mismo? La contradicción en semejante sistema consis
tiría en que, al ser en él una ley la destrucción de la vida,
terminaría por aniquilarse a sí mismo. Por esta razón no
podemos querer que la destrucción de la vida se convierta
en ley universal. Esto es válido tanto para los presuntos
suicidas como para la vida de los animales.
En las «Lecciones sobre ética» Kant afirma que el sui
cidio es aborrecible, «porque anula la condición de todos
los demás deberes; va más allá de los límites del uso del
libre albedrío...».25 En otras palabras, no está dentro del
209
reinado propio de nuestra libertad aniquilar la libertad. Por
consiguiente, nuestra libertad no es absoluta. Kant dice lo
siguiente: «[...] la libertad del hombre no puede subsistir
salvo a condición de que sea inmutable. Esta condición es
la de que no le sea permitido al hombre usar su libertad
contra sí mismo y para su propia destrucción, sino que,
por el contrario no deba permitir nada ajeno limitarla» (la
cursiva es mía).26
Podemos concluir, pues, que el suicidio o cualquier otro
acto que eliminara o disminuyera a cualquier ulterior posi
bilidad de acción moral (nuestra libertad) sería un acto con
tra la propia humanidad. La pérdida de especies animales
o aun vegetales disminuye las posibilidades de sobreviven
cia de la especie humana que, en tanto que especie bioló
gica, depende del medio ambiente. Esta aplicación del im
perativo categórico —unida a la indicada previamente al
tratar la cuestión de si el hombre debe o no cultivar sus
talentos— parece enlazar las dos nociones de que el hom
bre es, y debería ser, libre, y de que cuanto más rico y
diverso sea el universo tanto más libre puede ser el hom
bre. Si esta interpretación fuese aceptable, muchos biólo
gos contemporáneos estarían muy de acuerdo con Kant. En
efecto, estos biólogos nos han precavido contra las desas
trosas consecuencias que puede acarrear nuestra despreo
cupación ante la rapidez con que están desapareciendo las
especies biológicas. Esta desaparición no es sólo una ame
naza contra nuestro bienestar, sino inclusive contra nues
tra propia existencia.
Cabe alegar que estoy tratando de hacer de Kant un
ecólogo contemporáneo. Y, sin embargo, no se puede negar
que en sus escritos éticos Kant expresa un gran respeto
por la naturaleza. En las citadas «Lecciones» dijo que
«nadie debería atentar contra la belleza de la naturaleza».27
Sus palabras al final de la Crítica de la razón práctica son
conocidas: «Dos cosas llenan el ánimo con siempre crecien
te admiración (Bewunderung) y reverencia (Ehrfurcht)
cuanto más frecuente y firmemente reflexionamos sobre
ellas: el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral den
tro de mí».28
La admiración (Bewunderung) no es lo mismo que el
210
respeto (Achtung) por la ley moral, pues el respeto «se apli
ca siempre a personas, pero nunca a cosas».*5 No obstan
te, la admiración, dice Kant, «se aproxima»30 al respeto.
La veneración —que es una reverencia o muy profundo res
peto (Ehrfurcht)— se halla todavía más cercana al respe
to, pues en cualquier ser racional finito la ley moral impli
ca «respeto (Achtung) por la ley y reverencia (Ehrfurcht)
por su deber».31 Así, aunque Kant admite que podemos ad
mirar e inclusive «amar»32 a los animales, niega que el cielo
estrellado y los animales bajo él merezcan la misma clase
de respeto que la ley moral. Y, sin embargo, como lo mues
tran las propias palabras de Kant, nuestra actitud hacia
los animales se halla íntimamente ligada al respeto.
En la «Doctrina de las virtudes» Kant pone de relieve
esta íntima relación entre nuestro respeto por la naturale
za, nuestros sentimientos de simpatía para con los anima
les y la moralidad. Escribe a este efecto lo siguiente: «La
propensión hacia la destrucción desenfrenada de lo bello
en la naturaleza inanimada (spiritus destructionis) se halla
opuesta al deber del hombre para consigo mismo, pues de
bilita o destruye la disposición del hombre a amar las cosas
[...] sin considerar su utilidad. Y aunque este sentimiento
no es por sí mismo moral, sigue siendo una disposición de
la sensibilidad que fomenta grandemente o, cuanto menos,
prepara el camino para, la moralidad» (la cursiva es mía).33
Nótese aquí que la naturaleza debe ser valorada por sí
misma y no, como lo habían creído antes, porque pueda
ser útil. Kant afirma asimismo que «el trato violento y cruel
de los animales se halla [...] muy estrechamente opuesto
al deber del hombre para consigo mismo...» (la cursiva es
mía).34 Cabría concluir, pues, que la bondad para con los
animales va aún más allá en fomentar el camino para la
moralidad y, por lo tanto, se halla aún más cercano a la
moralidad que el respeto general hacia la naturaleza.
Una última observación. El uso de nociones y argumen
tos kantianos para apoyar lo que se vienen llamando «los
derechos de los animales» no implica necesariamente acep
tarlos in toto. Creo que los derechos en cuestión están asen
tados, no más lógica o rigurosamente, pero sí más firme
mente en concepciones morales distintas de las kantianas
211
—concepciones que se apoyan, a su vez, en ciertas ideas
filosóficas que subrayan la continuidad natural entre la es
pecie humana y otras especies—. Pero las nociones y ar
gumentos kantianos al respecto ofrecen una piedra de
toque. Si, a despecho del hiato entre naturaleza y morali
dad que aparece tan a menudo en las dos primeras Críti
cas —y que es justo reconocer se atenúa considerablemen
te en la tercera—, se puede demostrar que la noción de los
derechos de los animales es viable en Kant, lo será a for-
tiori, por así decirlo, fuera de Kant, sea «más acá» o «más
allá» de él. Tomar un caso difícil resulta, pues, en último
término, más productivo que tomar uno demasiado fácil.
NOTAS
212
13. «VuM», 459.
14. M S , 296.
15. «VuM», 372.
16. «VuM», 373.
17. «VuM». 344.
18. A. Broadie y E.M. Pybus, «Kant's Treatment of Animáis», P hi-
lo s o p h y 49 (1974), 376.
19. G ru n d le g u n g t u r M e ta p h y s ik d e r S itie n (desde ahora abreviado
G M S ) ed. K. Vorlánder, pp. 47, 48.
20. G M S . 47.
21. G M S . 47.
22. G M S . 48.
23. G M S . 46. 47.
24. G M S . 45.
25. «VuM». 370.
26. «VuM». 374.
27. «VuM». 460.
28. K ritik d e r p r a k tis c h e n V e m u n ft (desde ahora abreviado K p V ),
ed. K. Vorlánder, p. 290.
29. K p V , 89.
30. K p V . 89.
31. K p V . 96.
32. K p V . 89.
33. M S , 296.
34. M S , 296.
213
ÉTICA Y POLÍTICA:
¿QUÉ PODEMOS ESPERAR?
Victoria Camps
214
ra en sí o bajo sí todas las voluntades privadas». Ni la na
turaleza de las cosas ni la causalidad nos hablan del vín
culo entre las acciones morales y la felicidad. La ley moral
es otra cosa y. además, «obliga a cada uno, en el uso que
haga de su libertad, aunque otros no se comporten de
acuerdo con esa ley». Sólo la razón suprema tiene el privi
legio de ser, al mismo tiempo, voluntad y causa de felici
dad. Sólo en un supuesto reino de los fines, la felicidad y
la moralidad serán inseparables.1
En Kant convergen de una forma genial y sorprenden
te la fe en el progreso y la conciencia de los límites. Hay
respuesta para la esperanza, pero una respuesta que sólo
encuentra exacto cumplimiento en la teología. Más acá del
reino de los fines, en el mundo fenoménico e inmoral, la
aventura moral cuenta con el apoyo de tres supuestos por
demás insatisfactorios. Son los siguientes: 1) sé qué debo
hacer (el imperativo a priori de la moralidad existe), 2) la
unión de felicidad y moralidad dependen de que cada uno
haga lo que debe, 3) puedo esperar la felicidad correspon
diente a mi dignidad.
Tal vez lo que nos distancie más de Kant sea nuestra
incapacidad para mantener idénticos supuestos. Sólo el se
gundo podemos mantenerlo en los mismos términos: para
que el mundo feliz sea un hecho, cada uno debe cumplir
su deber. La empresa moral es, por esencia, social, colecti
va: estamos obligados a convivir y a entendernos si quere
mos vivir bien. Las otras dos hipótesis, en cambio, son más
que dudosas: hoy no sabemos qué debemos hacer y des
confiamos de que acabe dándosenos la felicidad de que nos
hemos hecho merecedores. Veamos ambos puntos por se
parado.
215
la prueba de la universalidad: debo hacer lo que debiéra
mos hacer todos, lo que cada uno quisiera ver convertido
en ley universal. No hay excepciones para la moral. Y nadie
que se precie de tener razón está incapacitado para reco
nocer el bien. Así, no tiene razón de ser la distinción entre
una moral pública y una moral privada con razonamientos
diversos: una moral regulada por la conciencia de cada
cual, y otra por un supuesto interés colectivo. No tiene sen
tido, porque, desde la perspectiva de la razón, mi interés y
el de cada uno, la voluntad particular y la voluntad gene
ral, han de coincidir. Sólo aquello que vale para todos, ha
de valer para mí también, sólo es moralmente prescripti
ble lo que puede ser dicho públicamente.
Para Kant, el problema no es de conocimiento, sino de
voluntad. La razón ve claro qué debe hacer, pero la volun
tad se niega a seguirla. Por eso es tan improbable que ad
venga naturalmente la felicidad. Tendrían que quererlo
todos los hombres, y Kant desconfía de esa buena volun
tad generalizada.
Pero el supuesto kantiano es falaz. La limitación está
tanto en el conocimiento como en la voluntad. El paso del
yo al nosotros no es tan fácil. Y no sólo porque los «noso
tros» nos fallen, sino porque el yo no es tan sabio ni tan
inteligente como Kant presume. Agnes Heller ha hecho ver
cómo Kant «disuelve» al individuo en la especie, constru
yendo así «la única ética democrática consecuente posible
en un mundo que [...] efectivamente está regido por los in
tereses». En efecto, en el sistema kantiano, «la moral ha
de vincularse inexcusablemente con todos, ha de ser com
prensible para todos-, para acceder a la moral no se nece
sita ni inclinaciones ni una sabiduría fuera de lo común».2
Quizá sea una ética excesivamente democrática en el punto
de partida: el individuo no tiene la competencia que Kant
le atribuye y no puede constituirse en juez de sí mismo y
de la colectividad.
El optimismo kantiano tiene una doble raíz caracterís
tica del racionalismo metafísico: el aislamiento del sujeto,
y —tal como lo formula Isaiah Berlin— la concepción de
que «todas las cosas buenas son compatibles y que, por
consiguiente, la libertad, el orden, el conocimiento, la dicha,
216
un futuro cerrado (¿también el abierto?) tienen que ser
compatibles y aun quizá envolverse recíprocamente de
algún modo sistemático».3 Ciertamente, en abstracto, cual
quier valor es universalizable pero, en la práctica, todo se
vuelve más complejo y los valores se disputan entre sí la
primacía. Con el solo imperativo de la publicidad es difícil
resolver a priori qué debemos, incluso qué debo, hacer. Por
que la moral es un asunto práctico, y la práctica de la li
bertad, de la igualdad o de la vida no es tan límpida y
transparente como parece serlo el enunciado teórico. Si hoy
desconfiamos de nuestro conocimiento moral es porque
somos conscientes de que ningún individuo, que no roce
la locura o el despotismo, puede hablar en nombre de esa
razón capaz de universalizar sus máximas subjetivas. Por
eso, porque el desconocimiento es un hecho, hemos de des
confiar también de las preferencias y razones del indivi
duo solitario. Aceptar nuestras limitaciones en tal sentido
significa aceptar y partir de la democracia, no presuponien
do la igualdad racional —como parece presuponer Kant—,
sino partiendo de la insuficiencia racional de todos y de
cada uno. Insuficiencia que ha de obligarnos a contar con
el otro, a convertir la argumentación subjetiva en diálogo
intersubjetivo.
Ahora bien, eso ya está medio dicho por otra teoría
moral que viene a corregir el imposible a priori kantiano.
Si no hay hombres ilustrados y especialistas capaces de
gobernarnos y determinar de antemano por dónde debemos
ir todos, habrá que buscar un procedimiento adecuado que
vaya legitimando paso a paso nuestras decisiones. Es lo
que propuso el utilitarismo con el cálculo empírico de la
mayoría: aquello que todos quieren es lo moralmente pre
ferible. Si nadie puede atribuirse la prerrogativa de hablar
en nombré de la razón o de la voluntad general, si las vo
luntades de hecho no coinciden, fiémonos de la voluntad
de la mayoría. En ese cálculo pretende apoyarse el régi
men democrático.
Contra el utilitarismo como sistema de moralidad tene
mos argumentos aun de mayor peso que los esgrimidos
contra una moral de principios como la kantiana. El utili
tarismo carece de principios y espera que la mayoría los
217
determine. Pero, ¿ocurre así realmente? En las democra
cias participativas, que son las nuestras, ¿quién es en ver
dad la mayoría?, ¿quién decide en su nombre? Además, las
mayorías pueden equivocarse radicalmente. De hecho, se
equivocan frustrando con ello la aventura moral de la hu
manidad. Finalmente, ¿qué ocurre con las minorías? Pues
no siempre lo que socialmente es justo y conveniente es
asimismo moralmente justo.
En suma, ni el imperativo de la publicidad ni el cálcu
lo utilitarista nos legitiman de una vez por todas el orden
justo. La opción no debe estar, pues, en decidirse por uno
u otro sistema de moralidad, puesto que ambos son insu
ficientes, sino en asumir y partir de la propia insuficiencia
de la moral. En lugar de confiar de entrada en los princi
pios o en la regla de la mayoría, desconfiar de ambas cosas,
pues la ética está siempre en gestación, se hace y se des
hace a si misma, es más una actitud que un cuerpo de
creencias. La ética es puro procedimiento —ha observado
con agudeza Elias Díaz—: ni las mayorías ni los «derechos
morales» nos dan la legitimación última y definitiva, pues
ninguno de ambos criterios vale si no cuentan como raíz o
como límite con la regla de la libertad.4 Ni los principios
ni la mayoría son garantía suficiente de conocimiento
moral. Los principios han de ser asumidos e interpretados
libremente, y ha de ser asimismo posible decidir contra la
mayoría.
Ahora bien, ¿podemos ser libres?, ¿qué significa exac
tamente que la ética está en el procedimiento y no en los
resultados?
La pregunta quiere ser más radical que si fuera la mera
expresión de escepticismo frente a la posibilidad del indi
viduo de hacerse oír entre o contra la mayoría, a favor o
en contra de unos principios. La pregunta trata de poner
en cuestión hasta qué punto podemos seguir manteniendo
una idea de libertad y de autonomía heredada de la Ilus
tración o del racionalismo metafísico: la autonomía del in
dividuo frente al sistema (correlato de la separación sujeto-
objeto).
Un intento de introducir la regla de la libertad en la
misma teoría ética, paliando de tal forma la rigidez de los
218
principios, es el del filósofo analitico R. M. Haré, kantiano
convertido al utilitarismo. Consciente de que el imperativo
kantiano es o excesivamente laxo o injustamente inflexible,
debido a su formalismo, Haré piensa en «actualizarlo» con
argumentos utilitarios. Según Haré, la argumentación moral
pasa por dos niveles: el nivel de las intuiciones (principios),
resultado de la educación o de la experiencia vivida, y un
nivel crítico que fuerza a cambiar de actitudes cuando las
situaciones también cambian. Tales cambios pueden obli
garnos a decir que el pacifismo, por ejemplo, no es acepta
ble, dada la presencia de rogues (aprovechados) en el
mundo político, que pretenden sacar partido de las actitu
des pacifistas. Contra lo que tales movimientos tienden a
creer, apoyados en una sobrevaloración de las actitudes an
tiviolentas, el armamentismo nuclear tiene hoy un efecto
estabilizador. «Si se pone en cuestión la alianza occiden
tal, cualquier cosa puede ocurrir.» Como un partidario más
de la política de disuación, Haré, sin asomo de rubor, llega
al extremo de afirmar que el pacifista es hoy la mayor ame
naza de guerra nuclear.
Someter las intuiciones al juicio de un pensamiento crí
tico significa valorar adonde puede llevamos la obstinación
en ciertos principios. Significa, pues, sustituirlos o rectifi
carlos por una moral de las consecuencias, «los juicios mo
rales deben depender de nuestra valoración de las conse
cuencias probables de las acciones posibles (los filósofos
que pretenden otra cosa son irresponsables y se confun
den)». Respecto al desarme nuclear, «lo que todos debe
mos decidir es qué actitud frente a él y frente a la guerra
en general nos da mejores oportunidades de superviven
cia)).5
La supervivencia como valor último. Y la superviven
cia no como lucha contra las fuerzas de la naturaleza, o
contra la escasez, sino contra una invención humana que
amenaza con extinguir a la propia humanidad. La llamada
a favor de la paz, por sí sola, no es defensa de la vida; lo
es, en cambio, esa paz ni buscada ni querida, pero irreme
diablemente mantenida por miedo a la guerra nuclear.
Ello nos demuestra dos cosas. Primero, que ni los prin
cipios ni las intuiciones morales son lo que pensábamos:
219
la panacea para saber por dónde debemos ir. Las situacio
nes cambian y cambian a la par las actitudes porque el
significado de los valores morales se tergiversa de conti
nuo. O quizá sea porque cuando hacemos teoría pura, cuan
do no pensamos con la urgencia y perentoriedad de la ac
ción, manejamos un lenguaje de absolutos mitificado y sin
valor de uso. Un «lenguaje de vacaciones». Ese lenguaje es
el de los imperativos categóricos, el de los derechos huma
nos, el de las Constituciones políticas. Un lenguaje en el
que ingenuamente confiamos como punto de partida o de
llegada de la acción moral. Cuando, de hecho, ese lenguaje
«actualizado» se encuentra contaminado, lleno de ambigüe
dades y contradicciones. Ya lo decía Hobbes: «las palabras
de las cosas que nos afectan son palabras “inconstantes",
porque no todos los hombres son igualmente afectados por
la misma cosa, ni todos los hombres al mismo tiempo».6
Ni todos utilizamos las palabras con el mismo valor ni las
palabras conservan un significado unívoco a lo largo del
tiempo.
Pero hay, además, otra cuestión. Haré habla de cam
bio de las situaciones, pero de hecho, lo que provoca una
rectificación de sus primitivas intuiciones es la existencia
de rogues, la sospecha, tan temida por Kant, de que no
todos harán lo que deben hacer, con lo cual el sistema de
moralidad se verá frustrado. La solución de Kant era clara:
cada uno tiene la obligación de cumplir con su deber aun
cuando nadie más lo haga. La ética kantiana era impru
dente. Pero hay quien cree que la imprudencia es temeri
dad y no es, por tanto, moral.
Weber compartía aun esa admiración por la pureza ética
propia de Kant. Pero sintió más profundamente la escisión
que suponía. Por una parte, veía una ética de la convic
ción, fiel a principios, por otra, la ética de las consecuen
cias, a la que sintomáticamente llamó «de la responsabili
dad», pues si uno actúa sólo por principios, acaba por no
poder responder de sus acciones. La distinción era lúcida
y sugerente, pero correspondía a tipos ideales de eticidad
y de pragmatismo político. Pero ocurre que ni los princi
pios son tan nítidos, ni la ética de las consecuencias mere
ce el nombre de ética. De acuerdo con la división de Weber,
220
el pacifista a ultranza sería el ético, mientras el proarma
mentista habría renunciado a sus principios para adaptar
se a la situación, a las necesidades, intereses y urgencias
del presente.
No es tan sencillo ni tan inequívoco clasificar a las per
sonas o a sus actos. Se suele concebir a la ética como esa
instancia que juzga y crítica la acción política, desde unos
principios, fines o valores absolutos, porque si juzga tenien
do sólo en cuenta las consecuencias, la eficacia, acaba con
fundiéndose con la política. Me pregunto hasta qué punto
podemos seguir manteniendo esa concepción de la ética.
Ésta, al igual que la política, debe reflexionar sobre el pre
sente. ¿Desde dónde? ¿Sólo desde esos valores intangibles
y puros?
Resumamos lo dicho hasta aquí. La conciencia de los
límites es, en nuestro caso, más profunda que en Kant, por
que afecta no sólo a los límites de la voluntad, sino a los
límites del saber. La respuesta teórica al ¿qué debo hacer?
choca en la práctica con el conflicto de valores. En teoría
sabemos que es mejor la paz que la guerra, la tolerancia
que la intolerancia, el amor que el odio, la riqueza que la
pobreza, la verdad que la mentira. Pero en la realidad esos
absolutos se desvanecen. Ni siempre es mejor. Ignoramos
qué caminos llevan a su realización, porque inmediatamen
te nos damos cuenta que lo que buscamos, y lo que de
veras vale, es el éxito, el dominio sobre los demás, la ca
pacidad de competir, y todo ello al precio que sea. La rea
lidad nos desborda, la sensación de impotencia, de incom
petencia y desamparo es total. Sensación que no sólo afec
ta al individuo con respecto al sistema y a sus instituciones;
afecta por igual a éste con respecto al individuo. De ahí la
crisis del Estado del bienestar, que, por un lado, asiste de
masiado y, por otro, no puede responder a todas las de
mandas de la sociedad. De ahí la crisis de instituciones
como la familia o la escuela: no pueden ya cumplir las fun
ciones tradicionales, y no encuentran otras funciones que
las reemplacen. Muchas cosas parecen aguantarse simple
mente por inercia, por mor de una supervivencia difícil de
justificar. Así, parece como si la única forma de transfor
mar lo que hay fuera empezando de nuevo, olvidándonos
221
de las miserias y las glorías del pasado. Porque la respues
ta al ¿qué debo hacer? nos deja siempre insatisfechos. Siem
pre la apuesta por uno o unos valores nos fuerza a sacrifi
car otros valores.
Si a esa limitación añadimos la de la debilidad de la
voluntad, la desconfianza en la capacidad moral de los
otros. Si prescindimos, además, de la teología como tabla
últimamente salvadora, ¿qué cabe esperar de la moral? o,
incluso, ¿qué podemos esperar de una política moralmente
orientada? O la ética es una mera instancia crítica que ra
zona a partir de negar y rechazar lo que hay, o es algo
más. Pues la mera crítica acabaría desvaneciéndose si no
contara con soporte alguno. Pero, ¿qué más podemos es
perar de la ética?, ¿qué podemos esperar de la libertad?
II
222
un todo incontrolable. Esa segunda naturaleza que Rous
seau veía en el ser social plenamente logrado, esa socie
dad racional que Kant aun podía imaginar, son ya impen
sables. Hemos abandonado la creencia en la posibilidad de
un mundo justo. Por lo menos, mientras se mantenga esa
situación de desamparo y de impotencia ante un todo so
cial y político que nos engulle y nos absorbe.8
Horkheimer comparte y recuerda con nostalgia la con
vicción kantiana de que «lo divino de nuestra alma es su
capacidad para las ideas». Esas ideas deberían ser las re
guladoras de la práctica. Pero ya hemos visto que las ideas
entran en conflicto entre sí, y en tal caso, empiezan a per
der el valor primigenio y cambian de sentido. Si la idea de
hombre ha cambiado, si el individuo ha dejado de serlo y
ya no es capaz de aislarse para distinguir, desde la perspi
cacia de su razón, el bien y el mal, también tiene que cam
biar la concepción de la ética en tanto configuradora de la
acción humana, sea ésta de carácter social, político o pri
vado.
Durante una porción de siglos, la ética ha estado deter
minada y formada por la religión, por la creencia en uno o
varios dioses. La tarea de una ética sin religión es relati
vamente reciente, acaba de empezar, como quien dice, y
está casi todo por hacer.9 A mi modo de ver, mientras esa
ética siga fiel a los paradigmas religiosos —trascendentes
o trascendentales, salvíficos—, navegará entre dos aguas
sin encontrar su propio cauce. Aristóteles ya vio que las
ideas platónicas no podían ser el fin buscado por la ética.
La ética busca el fin y el bien de los seres humanos, que
no son dioses. La vida contemplativa, armónica y reconci
liada es, sin duda, perfecta, pero es una forma de vida di
vina, un bienestar sobrehumano. El objetivo de la ética no
puede ser teorizar sobre esa vida ni tratar de llegar a ella.
El objetivo de la ética es pensar el conflicto y la escisión,
no tanto para superarlos, como para tomar conciencia de
ellos y evitar, así, que el individuo acabe de sucumbir en
sus manos.
¿Cómo? Manteniendo la esperanza. Si el objetivo de la
esperanza no es un mundo feliz, la esperanza de la ética
estará en la práctica ética misma. La desesperanza en la
223
salvación definitiva no tiene porqué teñir de escepticismo
o nihilismo la aventura ética. No es cierto que no vayamos
ni queramos ir a ninguna parte. No es cierto tampoco que
vayamos a donde vayamos nos da lo mismo. El relativis
mo, como la opinión de que cualquier creencia es tan buena
como cualquier otra, no es mantenido concienzudamente
por nadie.10 El supuesto de la ética (supuesto indemostra
ble, como cualquier punto de partida) es que el ser huma
no es proyecto, o que hace y configura su existencia. Y ese
quehacer como tal tiene ya sentido, no precisa de ulterio
res explicaciones.
Lo importante es que el quehacer no se frustre ni pier
da ese su sentido ético. Para lo cual la reflexión no consis
tirá en fijar unos ideales a los que debe ajustarse una rea
lidad social y política que discurre por otro camino inde
pendiente de ellos. La ética, reflexión sobre el presente, ha
de procurar preservar todos los valores del presente: esos
valores que parecen no poder convivir todos juntos. Me
atrevería a decir que el conflicto moral es siempre un con
flicto entre la libertad y cualquier otro valor: la igualdad,
la paz, la supervivencia, la fidelidad. Cuidar de que la li
bertad no sucumba, antes se ejerza en todo momento es el
meollo del proyecto ético."
Pero decíamos que el individuo no se encuentra a sí
mismo, que ese reducto de la razón desde la que pensar la
libertad es falaz. La ética es proyecto, pero no proyecto in
dividual, sino colectivo. Y la colectividad es la que decide
y determina el curso del proyecto. Si el proyecto es colecti
vo y, además, hay que irlo determinando sobre la marcha,
no podemos partir de un ¿qué debo hacer? singular, ni aun
cuando la prueba del deber sea la universalidad. Hay que
partir del ¿qué debemos hacer?, decidido colectivamente,
dialógicamente. Lo ético no son los resultados, o no lo son
únicamente: la ética está también y sobre todo en el pro
cedimiento. Pensemos en el proyecto democrático. Las de
mocracias que conocemos no nos satisfacen, no tenemos
un ideal de democracia claro, pero sabemos que la mejor
forma de gobierno es la democrática. ¿Por qué? Porque,
por lo menos, cuenta con un modo de proceder justo, su
punto de partida no es petulante, sino asume todas las de-
224
ficiencias y limitaciones del conocimiento humano. Es un
régimen cimentado sobre el diálogo y la discusión previos
a la deliberación y a la decisión. Si asumimos nuestra ig
norancia e impotencia para imaginar la sociedad justa, o
para decidir cómo llegar a ella, si desconfiamos, con Kant,
de que cada uno haga lo que debe hacer, ¿qué remedio nos
queda más que confiar en nuestra capacidad de comunica
ción y en el intercambio de opiniones? Como ha visto el
pensamiento hermenéutico, ninguna realidad puede ser
aprehendida en su totalidad, ni ser agotada en el concep
to. El fenómeno de la comprensión, que es lingüístico, es
circular: el círculo entre lo comprendido y el que compren
de, y ese círculo constituye la universalidad. Lo cual quie
re decir que no hay comprensión sin diálogo, aun cuando
éste sea diálogo consigo mismo.12
No es función de la filosofía encontrar soluciones, sino
dar nombres, descubrir diferencias y paradojas. Horkhei-
mer se ha referido por largo a la ambivalencia de la liber
tad: una vez convertida en regla de conducta puede dar
paso a lo opuesto a ella: la automatización de la sociedad
y el comportamiento, la abolición de las relaciones perso
nales donde la libertad encuentra su expresión primaria.
El desarrollo e innovación científicos y técnicos poseen a
la vez el poder de liberar y oprimir. La misión del pensa
dor es denunciar esos peligros o celebrar las ocasiones de
progreso. Ninguna filosofía —ha dicho Gadamer— va a re
solver los problemas de la sociedad o de la política. Su
cumbir a la tentación del profeta conduce al dogmatismo
o al terror. Pero sí es posible favorecer las condiciones de
diálogo: la solidaridad, la comunidad deberían ser los fines
de nuestra práctica. Aristóteles pudo efectuar fácilmente la
transición de la ética a la política porque su política «pre
supone los resultados de la ética: primero y sobre todo una
conciencia normativa común y compartida». Hoy carecemos
de esa unanimidad en el saber. Por eso, la transición de la
ética a la política ha de ser otra cosa. En cualquier caso,
«la filosofía práctica insiste en la función de guía de la
phrónesis, que no propone ninguna ética nueva, sino más
bien clarifica y concretiza los contenidos normativos exis
tentes».13
225
La ética viene a sustituir a la religión. La esperanza
ética es religiosa en un sentido diverso del tradicional. No
es esperanza en una trascendencia última y duradera, ni
siquiera la obstinada esperanza blochiana en la utopía in-
trahistórica. Es esperanza en la persistencia y perseveran
cia del mismo proyecto ético. ¿Con qué fundamento? La
creencia de que el ser humano es proyecto. ¿Proyecto pro
gresivo? La historia nos habla de un cierto progreso moral,
pero también de espantosos regresos. El futuro parece es
capársenos. Si, a pesar de todo, pervive la esperanza, es
decir, pervive la voluntad de proyecto, o pervive la tensión
con nuestro entorno, tenemos que reconocer que el funda
mento es religioso.
NOTAS
226
AUTORES
227
P riscilla Co h n , profesora de Filosofía de la Pennsylvania State
University, ha investigado tanto en temas de filosofía contempo
ránea, como en cuestiones específicamente éticas. Entre sus tra
bajos figuran: Heidegger: su filosofía a través de la nada (1975),
o su Ética aplicada (1981), en colaboración con José Ferrater
Mora. Su preocupación por el mundo de los valores tiene lugar
desde una perspectiva original, decididamente ecológica. Ha te
nido a su cargo la edición de bolsillo del Diccionario de Filoso
fía de José Ferrater Mora.
catedrática de Ética de la Universidad de Va
A d ela Co r t in a ,
lencia, ha venido trabajando en torno a Kant, que constituyó el
tema central de su tesis doctoral, desde hace años. Es especia
lista en la ética neokantiana a la que ha dedicado numerosos
estudios, entre los que destacan: Dios en la filosofía trascenden
tal de Kant (1981), Crítica y utopía, Escuela de Francfort (1985),
Razón comunicativa y responsabilidad solidaria (1985) y Ética
mínima (1986). Ha venido trabajando en Frankfurt en los últi
mos tiempos, en colaboración con el profesor Apel.
ESPERANZA G u i s á N, profesora titular de Ética de la Universidad
dé Santiago de Compostela, ha llevado a cabo investigaciones
tanto en el ámbito de la meta-ética, como en el de la ética nor
mativa. Su interés primordial se centra en la elaboración de una
síntesis de las aportaciones de Kant y Mili, así como del neo-
kantismo y del neoutilitarismo. Sus obras más representativas
son Los presupuestos de la falacia naturalista (1981), Cómo ser
un buen empirista en ética (1985) y Razón y pasión en Ética.
Los dilemas de la ética contemporánea (1986). Es directora de
la revista Agora. Papeles de Filosofía de la Universidad de San
tiago de Compostela.
G i l b e r t o G u t i é r r e z , catedrático de Ética de la Universidad
Complutense de Madrid, ha realizado investigaciones preferente
mente en conexión con las relaciones entre moralidad y raciona
lidad, con especial atención a los modelos aristotélico, kantiano
y utilitarista del razonamiento moral y político y los desarrollos
contemporáneos de la teoría de la elección racional. Destacan
entre sus publicaciones: Estructura del lenguaje y conocimiento
(1975), La congruencia entre lo bueno y lo justo (1979), Sobre el
sentido y el sentimiento morales (1982), Más acá de la libertad
y la dignidad (1985) y un largo etcétera.
228
catedrático de Ética y Sociología, miembro
J a v ie r M u g u e r z a ,
del Instituto de Filosofía del CSIC de Madrid, ha destacado por
sus numerosas publicaciones e investigaciones tanto en el ámbi
to de la filosofía analítica, como en el de la filosofía crítica sobre
cuyo común origen kantiano ha llamado en ocasiones la aten
ción (véase su Introducción a La concepción analítica de la filo
sofía), ocupándose asimismo de cuestiones tan específicamente
metaéticas como las relaciones entre el «es» y el «debe» y cues
tiones de Filosofía Política como «El imperativo de la desiden-
cia». Entre sus obras destacan La razón sin esperanza (1977),
que causó gran impacto y mereció sinnúmero de comentarios, y
su muy esperada Desde la perplejidad (en prensa).
catedrático de Ética de la Universidad
J o sé R u b io Ca r r a c e d o ,
de Málaga, ha realizado numerosos trabajos en torno a la pro
blemática moderna y contemporánea de la ética, ocupándose
tanto de los temas específicamente éticos, como de sus concomi
tancias con los ámbitos de la antropología, la política, la teoría
del desarrollo moral, etc., etc. Entre sus obras más significati
vas destacan Lévi-Strauss: Estructuralismo y ciencia humana
(1976), La utopía del estado justo■ De Platón a Rawls (1982), y
su muy reciente El hombre y la ética. Humanismo crítico, desa
rrollo moral, constructivismo ético (1987), así como una larga
serie de artículos en revistas especializadas.
229
ÍNDICE
Introducción'......... ........................................................... 7