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En una de sus parábolas Jesús comparó el Reino de Dios con “la levadura que
tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo” ( Mt
13,33). Ese todo que debe quedar fermentado es sin duda la interioridad de cada
uno - su corazón, en términos bíblicos -, pero es también la entera realidad: las
personas, las relaciones entre ellas y entre los diferentes grupos que conforman, la
sociedad en su totalidad y sus relaciones con la naturaleza. Todo ello está como
activado por una irrefrenable fermentación evangélica. En sus efectos concretos se
capta la frescura y la vitalidad del Evangelio hoy.
En el libro del Génesis se narra que los hermanos de José, el hijo predilecto
de Jacob, viéndolo desde lejos dirigirse hacia donde ellos se encontraban
pastoreando sus ovejas, se dijeron unos a otros: “Ahí viene el soñador” (37,19). Él
les había contado anteriormente algunos de las fantasías que habían poblado los
sueños de sus noches de adolescente, provocando en ellos reacciones negativas y
hostiles (37,8.11). Les pareció que tenía pretensiones desorbitadas para su futuro,
que soñaba demasiado en grande. Con el tiempo tuvieron que desdecirse.
Siglos más tarde los antiguos Padres de la Iglesia vieron en José un anticipo
de Jesús. También en esto de ser un soñador.
Y, efectivamente, Jesús de Nazaret lo fue. Y en grande. Los evangelios se
refieren al maravilloso sueño que ocupaba el centro de su vida utilizando la fórmula
que él mismo empleaba: “El reino de Dios está a las puertas, conviértanse y crean
en esta feliz noticia” (Mc 1,15).
Por cierto la expresión “reino (o reinado) de Dios” no fue una invención suya.
Se había ido formando lentamente en la larga y compleja experiencia de la relación
con su Dios-YHWH vivida por su pueblo. A esa formación habían contribuido sobre
todo los profetas. Ellos habían pronosticado para el futuro, el futuro final de la
historia, la implantación de un reinado estable y definitivo de Dios en su pueblo, en
la humanidad y en la creación entera. Y sus efectos habrían sido maravillosos. Para
describirlos habían apelado al lenguaje poético, el único que les podía ser de ayuda
para expresar un sueño sorprendente que iba más allá de toda experiencia (Is 2,2-5;
11,6-9; 25,6-9; etc.).
En los días en que Jesús se lanzó a su actividad en Galilea, la llegada de dicho
reinado era esperada con ilusión por los diferentes grupos religiosos que
conformaban su pueblo. Fariseos, esenios, celotes: cada uno de ellos, a su modo,
suspiraba por su llegada. También el profeta del Jordán, Juan el Bautizador, aglutinó
multitudes en torno a sí exhortándolas a recibir un bautismo de penitencia en vista
de la inminente venida de Dios a reinar.
Pero era sobre todo el pueblo sencillo, la mayoría silenciosa que no gozaba de
una condición de privilegio ni en razón del dinero, ni del poder, ni del prestigio, y ni
siquiera en razón de la santidad de vida, el que soñaba con una situación diferente
que crearía la venida de Dios a establecer su benéfica soberanía. “Ojalá rasgases el
cielo y descendieses”, suplicaban con las palabras del profeta Isaías (63,19).
A esa expectativa, pero superándola ampliamente, dio respuesta Jesús de
Nazaret pregonando, al igual que su Predecesor pero con rasgos marcadamente
distintos, la irrupción inminente del reinado de Dios.
Más aún que sus discursos, salpicados de parábolas poéticas, era su acción
infatigable la que revelaba el sentido que él le daba. Una acción a través de la cual
se transparentaba su incontenible pasión por la vida en abundancia para todos y
cada uno (Jn 10,10). Era ése su sueño, el sueño que compartía con su Padre Dios.
Porque anhelaba esa vida en abundancia para todos y cada uno sanaba al
leproso y al paralítico, liberaba a los que estaban poseídos por fuerzas
deshumanizantes, acogía y perdonaba a los pecadores. Y también por eso soñaba
con una convivencia alternativa a la que se estaba viviendo.
Esa convivencia estaba profundamente marcada en sus días por la presencia
de ciertos modos de relacionarse entre las personas y entre los grupos que
generaban infelicidad y malestar profundo en muchos, sobre todo en los más
pequeños y débiles.
Así, los que se consideraban justos e intachables ante Dios porque
observaban celosamente su ley hasta los últimos detalles despreciaban a todos los
otros que, o por ignorancia o por debilidad, no la cumplían (Lc 15,1-2; 18,9; Jn
7,49); los pocos ricos y potentes marginaban y hasta explotaban a los pobres e
indigentes (Lc 16,19-21); los varones sojuzgaban a las mujeres, considerándolas
como simples objetos a su disposición para su supervivencia y el servicio doméstico
(Mt 19,3; Mc 10,4). Y, por otra parte, en el seno del pueblo entero, que se gloriaba
de su elección de parte de Dios, predominaba por lo general un profundo desprecio
hacia los miembros de los demás pueblos, catalogados como impuros e indignos de
un trato amistoso (Jn 4,9).
El sueño de Jesús, que él mostró querer compartir con todas las generaciones
hasta el fin del mundo (Mt 28,18-20), era hacer de la convivencia entre todos los
hombres, individuos y grupos de menor o mayor amplitud, una auténtica convivencia
vivificante. Una convivencia que excluyese de su seno todo tipo de relación que
generase exclusión, malestar e infelicidad. En eso encontraba su actuación el reinado
de su Padre Dios, que así había soñado desde el comienzo al Hombre llamado por él
a la existencia (Gn 1-2).
A la luz de ese proyecto Jesús denunció la convivencia “asimétrica” de su
pueblo que, comportando relaciones de exclusión, de marginación y hasta de
explotación entre las personas y los grupos, producía efectos dolorosamente
mortificantes. Sobre todo para los más débiles e indefensos. Era, se puede decir, el
anti-reino de Dios.
La coherencia con la cual llevó adelante la actuación de su proyecto, siempre
enraizada en su profunda e incomparable comunión con Dios, su Padre, le costó la
condena a muerte. Aquellos que estaban interesados en mantener el statu quo,
dadas las ventajas que ello les proporcionaba, se opusieron encarnizadamente a ese
proyecto y se ingeniaron para hacerlo desaparecer clavándolo en la cruz.
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2. Actuación del proyecto
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4. Asonancias actuales
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disconformidad ante la situación de marginación humillante de las mujeres de su
pueblo. “Al comienzo no fue así”, responde tajantemente a quienes, precisamente
con una actitud marcadamente machista, le preguntan sobre la licitud del libelo del
repudio (Mt 19,8). Y con ello, como reconoció con un cierto sabor de novedad Juan
Pablo II en su encíclica sobre la dignidad de la mujer, entendía defender la igualdad
originaria entre hombre y mujer, una igualdad que formaba parte del plan de Dios
desde la creación (Gn 2,19-2).
Después de siglos de marginación, las mujeres están levantando la cabeza y
exigiendo el reconocimiento de su dignidad paritaria. El movimiento feminista, fuera
y dentro de la Iglesia, ha dado voz pública a sus exigencias. Ha dirigido también su
crítica a un cierto modo de entender y de vivir la religión y la misma fe que
considera, con razón, contrario al sueño de Jesús. “Si Dios es varón, el varón es
Dios”, declaraba con un slogan altamente eficaz una conocida teóloga feminista,
denunciando la complicidad de una manera de hablar de Dios que sanciona la
condición de inferioridad de la mujer (M. Daily). Y en esas palabras han encontrado
expresión las aspiraciones de millones de personas en la humanidad.
Es cierto, hay aún hoy sociedades en el mundo en las que la mujer se
encuentra en situación de inferioridad respecto del varón. Y en algunos hasta se la
sacraliza apelando a una presunta voluntad divina. Pero también es cierto que está
creciendo en la humanidad una siempre menor tolerancia hacia dicha situación.
Signo evidente, más allá de todas las perplejidades que pueda suscitar el modo en
que a veces se expresa, de un actuación del plan de Dios. Se está sin duda más
cerca de lo que Jesús soñó, vivió y propuso cuando varón y mujer están a la misma
altura, que cuando ésta se halla en condición de subordinación a aquél.
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las otras iglesias cristianas. En nuestra Iglesia estuvo en vigor por mucho tiempo un
principio cargado de consecuencias, hasta sociales: “Fuera de la Iglesia no hay
salvación”.
También hoy existen grupos religiosos fanáticos, que quieren imponer por la
fuerza su propio modo de adorar a Dios eliminando a todos los demás, física o al
menos socialmente. Pero está creciendo también un nuevo modo de relacionarse
entre las religiones. Tanto en las que por tradición han sido siempre más abiertas y
tolerantes, como el hinduismo, cuanto en las otras, más llevadas a acentuar la
exclusividad de su forma de honrar a Dios. En nuestra Iglesia se ha afianzado,
aunque no sin dificultades, la conciencia de la dignidad y del valor de las otras
religiones como caminos para llegar a Dios.
Un gesto como el de la oración por la paz hecha por los representantes de las
principales religiones mundiales en Asís, con la participación personal de Juan Pablo
II, el 24.01.2002, es una elocuente manifestación de dicha conciencia. ¿Cómo no ver
en ello un paso adelante en humanidad? Las religiones, como intentos de honrar a
Dios, se dan cita, más allá de sus particulares modos de hacerlo, para colaborar de
común acuerdo en lo que al mismo Dios le preocupa fundamentalmente, como lo ha
hecho conocer a través de Jesús: la “vida abundante” de todos y cada uno de los
seres humanos.
Junto con esta tercera asonancia hay que señalar una cuarta, estrechamente
vinculada con ella: el paulatino afianzamiento de la conciencia ecológica. Desde su
primera página la Biblia ha evidenciado el estrecho parentesco existente entre el ser
humano y la naturaleza en la que está inmerso. Como hacen notar los estudiosos, ya
el hecho de que en la narración bíblica el hombre sea creado “del limo de la tierra”
(Gn 2,7) lo denota claramente. Como lo denota también la orden recibida de su
Creador de “enseñorear la tierra” (Gn 1,28).
Con todo, una cierta dificultad de la humanidad para relacionarse serena y
positivamente con el mundo que la rodea se trasluce ya en esas misma primeras
páginas bíblicas “Con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida.
Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu
rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado” (Gn
3,17-19).
En los últimos siglos y a partir de nuestro Occidente, la tarea de “enseñorear
la tierra” ha producido efectos asombrosamente positivos en incontables ámbitos. La
ciencia moderna y sus aplicaciones técnicas han dado pasos increíbles y cada vez
más acelerados en el dominio racional de la naturaleza. Con su contrapartida que,
por desgracia, se está haciendo cada vez más evidente: el aire corrompido, las
forestas destruidas, el suelo desgastado, las aguas contaminadas … Además de la
creciente amenaza de autodestrucción mediante el potencial atómico y nuclear. El
progreso científico-técnico ha ido avanzando sin controles éticos en la mayoría de los
casos.
Pero junto con ello ha ido también creciendo un decidido movimiento
ecológico que ha puesto en el centro de sus preocupaciones la “casa grande” del
hombre. Amplios movimientos no sólo de científicos, sino también de gente sencilla,
sobre todo de jóvenes sensibles al futuro de la tierra y de la humanidad, han ido
expandiendo una nueva sensibilidad en el ámbito de la relación con la naturaleza,
con los animales, con las plantas, con todo lo que conforma el habitat humano. De
esa relación depende, en buena parte, la vida o la muerte no sólo de la naturaleza,
sino de la misma familia humana.
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No se puede dejar de ver en ello una asonancia con la gran preocupación de
Jesús. Naturalmente a él no le tocó vivir en un mundo tecnificado como el nuestro. El
control y el manejo de la naturaleza eran en su tiempo aún notablemente limitados.
Pero su modo de vivir su relación con ella trasluce lo que hoy llamamos una
sensibilidad ecológica muy acentuada. El encantador ambiente natural en el que
había crecido, las sonrientes colinas de la Galilea que circundaban Nazaret, sus
fértiles valles poblados de flores y ganados, y particularmente el encantador lago de
Genesaret, deben de haber indudablemente contribuido a creársela.
Las referencias a elementos y fenómenos de la naturaleza son frecuentes en
sus discursos, y se los nota siempre impregnados de una gran simpatía hacia ellos:
el sol, el fuego, la luz y las tinieblas, el viento y las nubes, la lluvia y el rayo, el
ocaso, el agua y el vino, los lirios del campo y los pájaros del cielo, los cuervos, las
ovejas y los bueyes, los peces, los zorros, las serpientes, la vid, la cosecha, le
vendimia, la pesca … son algunos de los muchos elementos que pueblan sus
discursos y hablan de su serena relación con ellos. En sus narraciones se advierte un
sano respeto hacia toda la naturaleza y una relación altamente positiva de su parte
hacia ella.
De una lectura de conjunto de los evangelios se desprende que él apreciaba
las cosas del mundo, las naturales y las producidas por el hombre - fue por años “el
artesano” de su pueblo (Mc 6,3) -, en la medida en que contribuían al bien del
hombre mismo. Pero ponía también en guardia contra un uso de las cosas que
hiciese esclavo al hombre, privándolo de su libertad.
Siglos después Francisco de Asís encarnó en modo eminente este rasgo de la
personalidad de Jesús. No por nada Juan Pablo II lo proclamó en 1979 Patrono
celestial de los ecologistas. Su acendrada fraternidad extendida a toda la naturaleza
se expresó en su modo de relacionarse con ella, pero también adquirió forma poética
en su conocido Cántico de las criaturas, en el que dejó plasmadas su admiración, su
respeto y su amor casi visceral por el agua, por la luna y el sol, por el viento, por el
fuego y por todos los elementos de la “madre tierra”.
5. Disonancias vigentes
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la parábola de Jesús (Lc 16,19-21), a la espera de las migajas que caigan de la mesa
de los ricos, y son considerados por los primeros con un lastre en relación al
progreso histórico. Están demás. Sobran.
Una tal situación, creada por la avidez incontrolada de los hombres, que
podría ser revertida si se dejaran guiar por el principio de la fraternidad real y
concreta, está indudablemente en contradicción con el gran designio de Dios
proclamado por Jesús. Solo una globalización solidaria puede estar en línea con él.
Lo ha señalado en más de una ocasión en sus escritos Juan Pablo II, pero lo
subrayan además numerosos movimientos mundiales y regionales sensibles a las
necesidades de los últimos de la tierra.
Concluyendo