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En la obra póstuma e inconclusa del gran historiador francés Marc Bloch, Apología para la historia

o el oficio de historiador, éste intenta responder a la, sólo en apariencia, sencilla pregunta: ¿para
qué sirve la historia? Bloch, con una irónica sinceridad, empieza su indagación reconociendo que,
en primera instancia, la historia sirve para gozar. Un elemento tan evidente no podría ser refutado,
por lo menos lo es para aquellos a los que nos apasiona la historia, incluso para los que no la
tenemos por oficio. Pero si es obvia la sensación de satisfacción menos evidente es su origen, ¿de
dónde proviene el goce estético que proporciona la historia? El historiador francés señalará que
aquél procede, precisamente, del particular objeto de esta disciplina, a saber: «el espectáculo de
las actividades humanas», que «más que ningún otro está hecho para seducir la imaginación de los
hombres. Sobre todo cuando, gracias a su alejamiento en el tiempo o en el espacio, su despliegue
se atavía con las sutiles seducciones de lo extraño».

Y es que la historia le permite al ser humano —único ente capaz de salir de sí— hacer uso de su
sensibilidad para reconocerse en lo más extraño, en las variadas y diversas formas que la
humanidad puede darse; le permite hacerse a unos ojos para la otredad que constituyen, por
ejemplo, los hombres y las mujeres de la Revolución francesa, esos otros con los que se puede
identificar en sus luchas, en sus sufrimientos, en sus deseos y en sus entusiasmos. El lector de la
historia se “transforma” así en las mujeres de los barrios y los arrabales de París, marchando a
Versalles en medio de la lluvia y el barro para exigir pan a su rey; se “convierte” en los obreros que
tomaron La Bastilla poniendo el pecho a las balas que caían desde sus almenadas torres; hace eco
de Bailly anunciando a viva voz al emisario del rey que “la nación reunida en asamblea no puede
recibir órdenes”; se “torna” Roberspierre frente a la guillotina contemplando el final de su vida y el
de la República por la que tanto luchó. Pero de aquella primera atracción sobre nuestra
sensibilidad, también brota una satisfacción para nuestra inteligencia, pues esa otredad que se nos
presenta como lo más lejano, sin embargo nos constituye; aquél que va a la historia descubre sus
deudas, se reconoce pisando huellas, descubre que su vida es menos individual de lo que cree, la
reconoce transpersonal, social, histórica; aquel que se sumerge en los ideales de la Revolución
francesa descubre la razones que inclinan su corazón a la izquierda, el origen de su ímpetu por
defender la libertad, se le devela por qué le es insoportable la desigualdad, y por qué enarbola que
existan lazos de solidaridad entre los seres humanos.

Con el ánimo de compartir con ustedes la sensibilidad y la inteligencia que nos promete la
evocación de la Revolución francesa les invitamos a que nos acompañen el próximo miércoles 17
de julio a conmemorar aquel hecho histórico que cumple 230 años; conmemoración que hará
énfasis en las ideas que fundaron aquel proyecto político que tenía por ideales la libertad, la
igualdad y la fraternidad.

Santiago Piedrahita

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