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Raúl Padrón

Villafañe

PRIMERA EDICIÓN
1ª edición, 2018

Foto de cubierta por:


Raúl Padrón Villafañe

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está protegido por la ley que establece penas de prisión y/o
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transformación, interpretación o ejecución artística fijada en
cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier
medio, sin la preceptiva autorización.

©Raúl Padrón
rauljpadron@gmail.com
ISBN: 978-958-48-3664-9



Una oferta entrañable

El jueves una señora de aire formal y vestido


café se sentó a mi lado en el bus, en la
penúltima fila. Ya la había visto en el
paradero, usaba un tapabocas demasiado
abajo y su rojiza nariz estaba descubierta.
—Perdone —dijo tocándome en el
hombro—. ¿Le molestaría si le toso en la
cara? —No sé si sea conveniente —dije—. El
precio de mis medicamentos está por las
nubes, son importados ¿sabe?
—Olvídese de los medicamentos. Lo
mejor sería que no tomara nada. Hay que
dejar que las cosas sigan su curso, que el
cuerpo se cure... —comenzó.
—...y de todas formas —continué— es
una petición algo extraña...
—...al cuerpo le sirve eso. Es como un
niño: si se hace todo por él, se
malacostumbra.
—...no sé si me sentiría cómodo siendo
tosido sólo para satisfacer el capricho de una
completa desconocida.

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Malos amores

—No es por capricho que quiero


toserle —insistió—. Véalo como una
oportunidad.
—¿Una oportunidad para estar
moqueando el fin de semana entero?
—Una oportunidad para sentirse
querido. Imagine a su novia, su esposa o su
mamá cuidando de usted, preparándole
sopita, preguntándole cómo se siente. ¿No le
hace falta algo de cariño en su vida?
No le respondí. Noté que empezaba a
lloviznar y cerré la ventana. Ella se quedó a
mi lado un minuto en silencio antes de
levantarse. Se sentó cuatro filas más adelante
junto a un hombre de traje. Unos minutos
después la escuché toser y regresó.
—¿Cree en Dios? —preguntó.
—No sé —dije— o sí. Sí, creo que
existe.
—¿Y se acuerda de agradecerle al
despertar por el nuevo día?
—No.
—¿Ni de agradecerle en las noches por
no haber sido víctima de atentados
terroristas, accidentes graves o atracadores
violentos?
—No. Honestamente no —dije y volví a
mirar por la ventana.

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Raúl Padrón Villafañe

—Debería, porque todo eso lo hace él.


Déjeme toserle.
—No sé —dije y suspiré—. Antes lo
hubiera considerado, pero toda esa charla de
Dios me hizo sentir hastiado.
—Déjeme toserle. Hágalo por Él, si es
que cree de verdad.
Me quedé en silencio.
—Perdóneme por aburrirle —dijo—.
Es duro dedicarse a algo que a nadie le
importa. Ya nadie piensa en Dios a menos
que esté viviendo una tragedia o esté
enfermo de gravedad.
—Lo siento —le dije—. No quería
hacerla sentir mal.
—No, no. Tiene razón.
Abrí la ventana un poco. Ahora hacía algo de
calor, y la lluvia era apenas un rocío que no
molestaría demasiado.
—Estamos en época de lluvia —dije—.
Podría enfermarme muy bien por mí mismo.
—¿Cómo dice?
—Que estamos en época de lluvias, y
bueno... podría enfermarme solo, no necesito
que una desconocida me tosa.
—¿Alguna vez ha ido a un spa? —no
esperó a que contestara—. Si fuera una tarde
podría descansar y relajarse, pero piense en
el bien que le haría pasar en un spa dos días,

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Malos amores

o toda una semana. Es igual. Una tarde con


malestar no es suficiente.
—¿Suficiente para recibir cariño?
—Para acercarse a Dios, el cariño
humano es sólo un beneficio colateral
—suspiró—. Ésta es una gripa de la mejor
calidad.
—Pienso que tiene allí un buen
producto —dije—. Si no se obsesionara tanto
con Dios, quizás podría encontrar a más
interesados.
—Déjeme toserle. Se nota que lo
requiere, su mirada lo traiciona y la
congregación lo necesita.
—Necesito bajarme. ¿Qué
congregación? —pregunté picado por la
curiosidad.
—Déjeme toserle antes de que se vaya.
—¿No preferiría una donación?
—No ignore esta oportunidad.
Me levanté y le pedí permiso.
—Sólo aceptamos efectivo y elementos
contagiosos. Nos puede buscar, somos la
Orden de la sagrada propagación.”
—Buena tarde —dije.
—¿Está seguro?
—¿Sobre?
—Mi oferta...
Asentí.

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Raúl Padrón Villafañe

Bajé del bus, me refugié de la llovizna


en el paradero y encendí un cigarrillo, pero
enseguida lo lancé al suelo y corrí tras el bus.
—Doña, doña —grité mientras sentía
como mis alquitranados pulmones se
contraían por el esfuerzo.
Si no hubiera sido por el semáforo en
rojo de la esquina, jamás la hubiera
alcanzado.
—Lo pensó mejor —dijo por la
ventana—. Ocurre a menudo.
—Véndame un pañuelo —dije—. Un
pañuelo tosido.
—Qué buen corazón tiene —dijo—. Ha
pensado en otro.
—Si —respondí.
—No puedo darle ninguna garantía —
dijo y tosió en un pañuelo de papel que luego
me pasó—. De todas formas, son cinco
dólares o su equivalente en pesos.
Le pagué sin rechistar con un billete de
veinte y fingió buscar monedas en su cartera
durante más de medio minuto.
—Quédese el vuelto —dije cuando la
luz se puso en amarillo.
—Oraré por usted —alcanzó a
responder antes de cerrar la ventana y
perderse con el bus entre el tráfico de la
avenida.

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Malos amores

Enterré el pañuelo entre los panes


dulces recién hechos que regalo todas las
semanas al asilo de mi abuela. Es importante
recordarle a los viejitos que aún hay gente
que piensa en ellos.

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Juego

Al escritor sin éxito, su novia no lo quiere.


Todos los días le introduce una nota fría en el
recipiente del almuerzo, un "Ojalá te atores,
mi amor." con calaveritas sonrientes.
La mujer lleva seis meses desempleada
y ha dedicado cada minuto de su tiempo libre
a dos tareas: aprender sobre asesinos en
serie —le interesan en particular los
envenenadores, mantiene la biografía de tres
de ellos en su mesa de noche— y a entrenar
al gato para que haga sus necesidades en la
ropa sucia del escritor.
Además, llevan meses sin hacer el
amor y el escritor sin éxito la ha descubierto
varias noches frente al computador, desnuda,
tocándose para otros y gimiendo con el
amoroso tono fingido que solía reservar para
él.
Pero cuando la ha enfrentado y pedido
explicaciones, ella ha respondido que no sea
bobo, que lo adora, que no podría vivir sin él,
que es un simple juego.

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Malos amores

Y él no le cree, pero aún así se queda.


Y se despide de ella cada mañana con un
besito, y se come lo que le prepara. Quiere
saber en qué va a terminar todo.

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¿Cuánto vive una paloma?

Un día, por allá en el 92, mi tío Arturo compró


un rifle de aire comprimido del que no
admitía separarse.
Lo llevaba consigo a sus caminatas
matutinas, lo acostaba sobre la mesa a la hora
del almuerzo, lo dejaba reposar sobre el
lavamanos mientras se bañaba y dormía junto
a él, después de haberle hecho una
cuidadosa limpieza.
La familia encontraba muy
preocupante la situación. Temíamos que se
lastimara a sí mismo. Y es que, para entonces,
era todo huesos y pellejos flácidos.
Además, llevaba varios meses
cultivando creencias extrañas. Lo sé porque
solía acompañarlo en sus caminatas. A
menudo se detenía, señalaba un animal y lo
culpaba de cualquier cosa que le viniera a la
cabeza.
Creía, por ejemplo, que las moscas
eran pequeños dioses que provocaban calor
y que si todos los cartageneros se pusieran
de acuerdo en matarlas, la temperatura de la

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Malos amores

ciudad disminuiría en cinco o seis grados.


Culpaba a las mariamulatas de que los
taxistas quisieran cobrar de más.
Creía, sin sombra de duda, que los
cangrejos que habitaban en la playa pasaban
sus noches comiéndose el suelo de
Bocagrande. Por eso, en cualquier momento,
el barrio se deslizaría dentro del mar y no
volvería a ser visto jamás. Lo mismo le había
ocurrido, aducía, milenios antes a la
Atlántida.
Pero el animal que más detestaba eran
las palomas. Estaba convencido de que ellas
eran agentes de la muerte. Que todas sus
carantoñas, jugueteos, cantos y glotonería
eran sólo la forma en que quemaban el
tiempo mientras esperaban el instante de
recoger las almas que les habían encargado.
—Mira —decía cuando hallábamos una
paloma muerta—, alguien se recuperó de
milagro.
A veces, cuando veía muchas palomas
reunidas, se agachaba con dificultad y
tomaba una piedra, una esquirla de vidrio o
una rama —un par de veces, cuando no
encontró nada, se contentó con la llave de la
casa que llevaba en el bolsillo— y la arrojaba
con toda su fuerza contra las aves.

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Raúl Padrón Villafañe

—Esa es la mía —dijo un día señalando


a una paloma gris, coja y con un penacho
blanco sobre la cabeza—. Me sigue a todas
partes.
Lo miré. Había enderezado su columna
y sus labios dibujaban una línea recta. Se
peinó con la mano derecha y me pidió que le
diera una piedra.
—Está muy lejos —dijo—¿cuánto crees
que viva una paloma?
Esto ocurrió antes de internet y mi
Larousse ilustrado estaba en mi casa, todavía
envuelto en la cubierta plástica con que había
llegado cinco años antes.
—¿Como un año? —adiviné.
Se humedeció ambos labios y mordió
ligeramente el inferior.
—Quizás menos —dijo— mírala, está
coja, anciana. Tengo que matarla. Conseguir
que me aplacen la cita, porque —probó a
sonreír— todavía estoy joven. ¿No te parece?.
Para entonces, mi tío no debía haber
cumplido los sesenta años, pero aparentaba
más de cien.
De todas formas, dije que sí, que
todavía estaba joven y se quedó contento con
la respuesta.
Al día siguiente salió solo, sin avisar a
nadie ni bañarse, y regresó pasado el

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Malos amores

mediodía con su rifle del que no admitía


separarse por ninguna razón por más que mi
madre, sus hermanos, mi abuela y el
arzobispo de Cartagena —que era amigo
íntimo de la familia— le insistieran.
Una noche desperté oyendo disparos y
salí a la terraza para enterarme de lo que
sucedía. Allí estaba mi tío, de pie, temblando,
con los huesudos pómulos inundados de
lágrimas y sonriente.
Nunca he sabido qué pasó esa noche,
si logró matar a su paloma, si recordó con
esos disparos al aire sus noches de cazador
de suricatos en África o si su enfermedad
estaba remitiendo por sí misma.
Da igual. Desde el día siguiente
empezó a mejorar, a tomar carne,
rejuveneció sesenta años en cosa de un mes y
para diciembre partió en una nueva aventura.
Ahora, veinticinco años después, sigue
tan vital como entonces y explica que el
secreto de su juventud es siempre tener a
mano un rifle de aire comprimido.

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Mala suerte

Para cuando cumplí veintidós, prácticamente


vivía en los casinos. Mi juego favorito era el
póker, pero le apostaba a cualquier cosa. Y,
si jamás perdí hasta los calzones, fue porque
rara vez los usaba. Estaba convencido de que
con ellos ganaba menos.
Dejé de apostar poco después de
conocer a Carolina. Y no es que su amor me
transformara, sino que me traía mala suerte.
La primera vez que salimos, me
robaron el celular. Un día después se me
partió el disco duro del computador. La
segunda cita fue interrumpida por un
encarcelamiento repentino, el mío, por mirar
mal a un policía. Durante nuestro primer mes
me rompí una costilla, me luxé un tobillo, me
arrolló un ciclista, me clonaron la tarjeta y
metí un codo en aceite caliente. Estar con ella
me estaba matando, pero era un moribundo
feliz.
Además, no dejaba de perder. Si Brasil
y Panamá jugaban un amistoso y yo apostaba
por el pentacampeón, Panamá ganaba por

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Malos amores

goleada: doce, trece a cero.


Pero cada vez que perdía o me pasaba
algo malo, ella me abrazaba y decía que
mejor así, que los afortunados en el juego son
desafortunados en el amor, y que quizás
tenerla era toda la fortuna que yo necesitaba.
Y yo decía que sí, y que “qué bueno
que te tengo, porque el amor es el único
juego en el que siempre he perdido.”
Por eso, deje de apostar del todo.
Un día, mi mejor amigo me invitó a su
casa. Y la encontré a ella allí.
Me pidieron sentarme, Carolina se hizo
a mi derecha y mi amigo a mi izquierda, y
muy coordinados, en estéreo, dijeron:
“Tenemos que hablar.”
Yo no dije nada, pero pensé: "Apuesto
a que tienen algo juntos."
Y ¿Quién lo iba pensar?, tras dos años
de perder y perder sin pausa, esa apuesta sí
la gané: Ahora están casados y tienen una
hijita. Y yo, yo no les hablo.

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Perfecta

Amé a una mujer controlada que medía cada


encuentro en grados de proximidad,
mililitros de bebidas compartidas y número
de veces por hora en que le provocaba
besarme.
La quise en desorden: me enamoré
primero de sus labios, que jamás separaba
más de una pulgada, y luego, sin razón, salté
a obsesionarme con sus tobillos a los que
lanzaba miradas furtivas bajo las mesas.
Empecé entonces a encontrar fascinante una
de sus rodillas, en cuyas cicatrices aprendí a
leerle el futuro. Y, no sé qué día, me
hechizaron las pestañas impares de su ojo
derecho.
Pronto aprendí a querer también su
oído izquierdo que me parecía un tornado
congelado en el tiempo, aunque ella
prefiriera el derecho por sus medidas áureas
de caracola.
Y ¿qué podría decir de su pensamiento
organizado, de sus argumentos con incisos,
de sus listas exhaustivas, de su felina

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Malos amores

curiosidad o de la manera en que, tras un par


de meses, se volvió capaz de adivinar mi
pensamiento con solo mirar el reloj? Todo me
encantaba.
En la noche, cuando no estaba
conmigo, rememoraba y saboreaba cada
fonema que ella había pronunciado sin
ningún error ni duda. Con mis favoritos, armé
un collage al que recurría para sentir su voz
cuando ella viajaba o dormía.
Me quería intensamente con la mitad
de su ventrículo derecho, y me dedicaba los
2 mejores pensamientos de cada hora.
Racionaba su cariño, me decía, porque no
quería parecer intensa.
Y como hasta el amor es mejor en su
justa medida, fuimos razonablemente felices.
Y luego, cuando las circunstancias lo
hicieron necesario, nos dejamos partir. Sin
más drama ni lagrimas que las recomendadas
por los estoicos (4,5 por ojo).
Rompimos como dos niños que, tras las
vacaciones, vuelven al colegio y se prohíben
volver a pensar en la arena de la playa y sus
castillos, porque la tarea de matemáticas es
urgente y todavía faltan veinte problemas por
resolver.

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Viejo zurdo

Mañana me voy para siempre del pueblo,


viejo Zurdo, y no sé por qué me ha dado por
escribirte.
Estaba empacando las últimas cosas
que quedan en la casa de mis papás y me
acordé de ti.
Por eso hoy caminé hasta tu casa, tenía
ganas de despedirme. Todas las calles y
terrazas que llevan allá están llenitas de
corales rojos, esas florecitas que solíamos
arrancar para chuparles la miel. Estoy seguro
de que te gustaría verlas. Tú creías igual que
yo, que las habíamos exterminado del todo.
Todo me recordó a nuestra infancia:
han vuelto las flores y en las ventanas he
descubierto los rostros familiares de gente
que, como tú, aprendió que no es fácil vivir
afuera.
Pero también es cierto que el pueblo
está muy distinto. Un año, no hace mucho,
empezó a llegar gente nueva con sus carros y
motos, y construyeron edificios y casas, y
remodelaron el centro, y sembraron arboles

21
Malos amores

en los parques para tener sombra, y


pavimentaron las calles. Ya no se puede
caminar descalzo y agarrar piedritas con los
dedos. No sé si todo esto te gustaría.
No sé qué pensarías de tu casa. Se está
viniendo abajo. Hace ya tiempo que nadie
vive allí. Es la casa embrujada del barrio.
Quizás te daría risa.
A mí no, a mí me recordó ese viernes
santo. Parecías un espanto enganchado sobre
el techo, con el pelo largo y alborotado por el
viento, sin más ropa que unos calzones rotos
y un pantalón rojo enrollado en el cuello.
Te confieso, mi amigo, que esa noche
no quería verte, caminaba por tu calle
intentando no mirar tu casa, con ganas de no
encontrar tu rostro en la ventana, con la
esperanza de que tampoco me vieran tus
hermanas y me fueran a decir que pasara a
tomarme un juguito o un tinto y te hiciera una
visita, y me metieran, así medio obligado, en
tu cuartico desnudo, y tuviera que quedarme
allí, mirándote sin saber de qué hablarte, con
la certeza de que mi presencia estaba
interrumpiendo, de algún modo, tu vida.
No quería verte, pero miré al cielo y te
encontré calmado y de buen color bajo la
luna llena. Aunque, eso sí, muy quieto y con
los ojos abiertos como dos pozos. Mirabas

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Raúl Padrón Villafañe

aunque no sé si veías. Muy quieto y como


sordo. Te llamé y no dijiste ni hiciste nada.
Sólo volví a verte otra vez después de
eso: en junio, cuando se iba a casar Felipe, mi
hermanito. Te estaban regresando de
Cartagena, del San Pablo, y tu hermana creía
que nadie sabía dónde andabas, pero no era
ningún secreto. Hasta mi mamá estaba
enterada y eso que, como sabes, no salía de
la casa.
Fue ella la que me llamó para decirme
que intentara visitarte, que tú y yo habíamos
sido como hermanos, que no te dejara solo.
Me lo recordaba cada vez que me
llamaba. “Visítalo”, me decía. “Yo sé por qué
te lo digo.” Pasaste casi dos meses internado
y volviste con el pelo corto, una barba de
chivo y los cachetes llenos de parches
castaños y desordenados.
Tus ojos estaban hinchados, como si
acabaras de despertar y tenías la mirada
ausente de los cerdos cuando los llevan al
matadero.
Te veías raro cuando bajaste en
cámara lenta del carro: la camisa de Coca-
Cola y el pantalón azul que te había llevado
Lola te quedaban grandes. Sentí pena ajena
por tu hermana. Tan linda ella. Había querido
que pudieras ponerte tu propia ropa cuando

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Malos amores

salieras del sanatorio, para que te sintieras en


casa desde el principio, pero atinó a coger
justo las dos cosas que te quedaban de
cuando tenías un físico intimidante de
marinero, cinco años antes. Con esa ropa que
te bailaba encima, parecías un niño grande.
Cuando nos conocimos en primaria me
pareciste impresionante porque eras el más
alto del curso. La maestra te había obligado a
repetir segundo porque a tus nueve años
seguías sin haber aprendido a leer de corrido
en voz alta. Te demoraste dos años más en
aprender, y eso que yo te ponía leer los
paquitos plebes que le robábamos al novio
de Rosiris, la muchacha de mi casa. De todas
formas seguiste teniendo problemas con la
lectura en voz alta. En bachillerato, cuando
ya eras capaz de leer cualquier cosa sin
romper la palabra ni poner el acento en la
sílaba equivocada ni quedarte pensando una
palabra antes de pronunciarla, a menos que
fuera muy difícil, solías buscarme después
para que te resumiera lo que habías leído
porque te concentrabas tanto en leer de
corrido que se te olvidaba comprender lo
que leías.
No sé si te acuerdas, Viejo Zurdo,
cuando me decías que me tenías envidia
porque sacaba buenas notas aunque me

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Raúl Padrón Villafañe

pasara la tarde leyendo y durmiendo


mientras que tú pasabas atrasado y hasta te
contrataban tutores universitarios para que te
ayudaran con matemáticas, exclusivamente
hombres porque a las mujeres te las comías y
después les daba pena volver a tu casa.
Envidia decías, pero tú no podías sentir
eso. Envidia sentía yo. Envidia sentíamos
todos cuando llevabas a tus novias
universitarias a nuestros cumpleaños de
culicagados y te las entrompabas y veíamos
cómo, al separarse, entre sus labios quedaba
un hilito de saliva y ellas te miraban
sonriendo como bobas, como si estuvieran
tomando Coca-Cola por primera vez, como si
nunca hubieran probado algo tan delicioso.
Todavía me da envidia, porque tú a los
catorce tenías más mundo que yo a mis
cuarenta.
Eras mi mejor amigo, pero te odiaba
por ratos porque a tu lado, por más que me
esforzara, terminaba siendo una sombra. Por
eso me alegré cuando decidiste irte para
Bogotá a estudiar, pensé que por fin podría
quedarme solo y encontrar una mujer que no
perdiera el interés en mí al conocerte.
¿Qué habrá pasado con tu tía Ingrid?
¿Seguirá viva? Hace mucho que no sé de ella.
No sé como aceptaste quedarte en su casa

25
Malos amores

cuando fuiste a estudiar en Bogotá, yo jamás


habría podido. La odiaba, tú sabes cuánto.
Nos había hecho vivir la peor navidad de mi
vida y eso no se le hace a un niño. Fue en
tercero o cuarto, cuando ya éramos uña y
mugre y tu papá convenció al mío de dejarme
viajar a Bogotá para hacerte compañía. Hasta
me pagó los pasajes. Yo me fui contento.
Todavía se me pone la piel de gallina cuando
me acuerdo de cómo nos despertaba a las
cuatro y media de la mañana para que nos
bañáramos con agua fría y luego barriéramos
y trapeáramos toda la casa. Cuando
terminábamos, nos daba una tostada con
medio huevo duro y una tacita de zumo de
limón. Ese era nuestro desayuno.
Recuerdo con horror sus lecciones de
caligrafía y los reglazos que recibí por
agarrar mal la pluma, hacer letras torcidas y
pringarme las mangas de tinta, y también el
libro de medicina que teníamos que leer en
las tardes, y las frases en latín y griego, y los
exámenes vespertinos sobre las lecciones del
día, y los treinta problemas de matemáticas
escritos a mano que debíamos resolver cada
noche para ganarnos el derecho a una cena
sobre la mesa y una cama con almohadas y
sábanas de lana.

26
Raúl Padrón Villafañe

Yo nunca quise volver a visitarla, pero tú te


fuiste a vivir con ella. El primer fin de semana
llamaste a mi casa y me contaste que los años
la habían amargado más, pero que eso era lo
de menos, que lo importante era que la casa
estaba bonita y vivías a dos calles de la
Universidad Nacional.
No sé si lo sabes, aunque no era un
secreto, pero tus papás habían insistido en
que vivieras con ella porque Ingrid se había
comprometido a enviar reportes semanales
de tus actividades y a esculcar todos los
meses tu cuarto en búsqueda de drogas,
alcohol o señales de depravación. Estaban
seguros de que ella podría convertirte en un
muchacho de bien, con mano dura y
alimentación balanceada. Ella misma había
insistido en hacerlo, sentía que era su
obligación cristiana: era tu madrina de
bautizo después de todo.
Con lo que no contaban tus padres ni la
tía Ingrid era con que tú te hubieras
convertido en un hombre alto, fuerte y
simpático, de ojos almendra y sonrisa
Colgate, que, además, supiera tomarse el
tiempo, durante meses, para actuar como un
sobrino modelo que cuando salía de clases se
dirigía a la casa y se sentaba en la mecedora
junto a la cama de ella para escucharle todas

27
Malos amores

las historias que le bullían adentro y que


hacía décadas no tenía con quien compartir.
Tampoco contaban con que sabrías
sacarle tanto provecho a haberla
conquistado; sí, conquistado aunque a ti te
molestara esa palabra y me pegaras en el
hombro y me dijeras entre dientes que nunca
pasó nada, que no le tocaste ni un pelo.
Conquistado porque vi cómo te miraba, con
adoración ciega como una mujer enamorada,
con ojos de gata feliz. Conquistado, porque
dos años después de tu llegada, mientras tus
padres juraban que su hijo estaba en camino
de convertirse en un santo monje gracias a la
intervención de la tía, tú, mi amigo, habías
convertido su casa en el paraíso terrenal.
En la sala del Edén, tu Eva de la
semana deambulaba con las tetas al aire. Una
nube de hierba quemada oscurecía el
cielorraso y te ocultaba de la altísima mirada
voyerista de Dios. En tu cocina, en la que no
habían descubierto aún el fuego, parecía
repetirse diariamente el fabuloso milagro de
convertir el agua en vino o whiskey o tequila
o ron o aguardiente o cualquier bebida que a
tus amigos les provocara: siempre tenías —te
encantaba decir que, si no había, nadie se lo
había inventado—. Tu paraíso estaba
poblado, además, por jóvenes adoradores

28
Raúl Padrón Villafañe

para los que eras Adán, señor de todo lo que


mirabas, heredero y primogénito del mismo
Dios. Y la última pieza de tu perfecto edén era
tu ángel guardián, no podía faltarte uno que
supiera anticipar tus deseos: una señora
anciana y de rostro severo que se hacía ligera
y rejuvenecía al mirarte.
Todavía hoy, tantos años después, mi
amigo, recuerdo con un delicioso calor en el
estómago ese único día en que te fui a visitar.
En la sala, una morena desnuda dormía
sobre el sofá y cuatro chicos rotaban una
pipa y ponían repetidamente el coro de
Yellow Submarine. Después de darme un
abrazo de casi un minuto, me ofreciste una
cerveza y me indicaste que preferías
hablarme afuera. Acababa de entrar, pero me
dolió salir, sentí que me expulsabas sin
siquiera haberme dado la oportunidad de
morder el fruto prohibido.
En la sala, tus amigos levantaban la
aguja del tocadiscos y volvían a colocarla sin
parar la rotación.
—Me lo van a rayar, los muy cretinos
—dijiste cuando te sentaste a mi lado en los
escalones frente a la casa.
—Deberían cuidarlo —dije y alzaste los
hombros. Sonreías.
—Hasta el paraíso aburre —dijiste,

29
Malos amores

cómo si yo supiera de eso, como si en mi


mundo esas cosas fueran posibles.
Me sorprendiste, viejo Zurdo. Te
pusiste a decirme que el verdadero destino
del hombre era errar, vagar sin rumbo,
perderse diez años entre salir del trabajo o la
guerra y llegar al hogar. Que el paraíso, y
señalaste la casa, era la cárcel de los propios
deseos.
Jamás te había escuchado decir algo
así, no se me había ocurrido que pudieras
pensar en esas cosas. Te miré a punto de
reírme, esa vaina tenía que ser una broma, y
quise decirte que no fueras pendejo, que te
envidiaba, que estaba dispuesto a cortarme
las dos güevas por tener tu vida, pero no lo
hice. Me tomé la cerveza en silencio y,
cuando hiciste una pausa, te pedí otra.
Entraste a buscarla y te demoraste en
volver. Caminé alrededor de la casa,
mirando por cada una de las ventanas, pero
no te hallé en ninguna. Esperé otro rato frente
a la puerta, pero no regresaste. Esa tarde me
fui con la sensación de que habitábamos
mundos muy distintos. El tuyo era el de los
héroes de las películas y el mío, el de los
personajes sin nombre.
¿De verdad no eras feliz, viejo
Zurdo?¿Qué más podías querer? Dime por

30
Raúl Padrón Villafañe

qué, si estabas haciendo lo que te daba la


gana, tuviste que plantarte ante tu papá ese
diciembre y decirle que no ibas a volver a
Bogotá, ni a seguir estudiando, que preferías
quedarte en el pueblo vendiendo plátanos en
el mercado o cargando bultos o pidiendo
limosnas.
Y tu papá llamó a tu tía a pedirle
explicaciones y ella, presionada por los
hechos, fue aceptando las cosas, gota a gota,:
que sí, le había conocido a una amiga, que a
veces se tomaba una cervecita o dos, que esas
son cosas que tienen que hacer los hombres
porque, si no, se vuelven amanerados, que sí,
que una vez él se había fumado un cigarrillo, y
que, bueno, habían sido varias amigas, tres o
cuatro, y que también lo había visto tomar
aguardiente… pero que ella no quería un
sobrino maricón, sobre todo no uno tan
guapo…
Para tu papá fue duro, pero tú mamá
quedó destrozada. Pasó dos meses llorando
pasito, sin gritos, preguntas, ni voces
quebradas, pero con los ojos inflamados y un
pañuelo en el bolsillo para atrapar las
lágrimas que escapaban. Me la encontré una
mañana seleccionando cebollas en el
mercado, y me preguntó si creía, si creía,
repitió como si temiera delatarse, que el que

31
Malos amores

un niño se cayera de la cuna podía afectar su


desarrollo cuando adulto. No esperó mi
respuesta antes de irse a ver al carnicero.
Me la volví a encontrar mientras subía
el mercado al carro, me pidió ayuda y luego,
como si cualquier cosa, dijo: “Mira que mi
hijo se cayó de la cama a los dos años, no sé
si eso lo haya dañado.”
Y ¿qué estabas haciendo tú con tu vida?
Vendías paletas… ¿Ese era tu sueño, viejo
Zurdo? ¿Vender paletas y levantarte a las
cuatro para trotar por la senda del río y pasar
las noches empujando arriba y abajo, en
todas la posiciones imaginables las pesas que
le habías comprado a un gringo? ¿No te
sentías solo encerrado en ti mismo?
Debí haberte preguntado todas estas
cosas entonces, debí haber insistido en
acompañarte cuando salías a trotar, pero me
daba pena no ser capaz de mantener tu ritmo
y, aunque me decías que daba igual, que te
gustaba mi compañía, te dejé solo después
de dos semanas.
La gente te miraba raro y tú te dabas
cuenta, me lo decías. Creían que andabas
metiendo drogas, o haciendo algo malo, pero
qué va, si yo, que era el único que te visitaba
casi todas las noches era testigo de que lo
único que pasaba era que te habías

32
Raúl Padrón Villafañe

convertido en un monje, pero no de Dios sino


de ti mismo, de tu cuerpo. Que eso era lo
único en que te permitías pensar, excepto
por los sábados en la noche cuando te ibas
para donde Lucho a emborracharte solo y
luego te encerrabas en el baño a hacerte una
paja rabiosa, como si necesitaras de esas
cosas, como si yo mismo no hubiera visto
cómo las mujeres, sin que tú les hablaras, se
restregaban contra ti o te acariciaban las
manos con coquetería o te invitaban a
visitarlas cuando sus maridos andaban de
viaje, pero a ti todo eso te daba igual.
¿Por qué habías cambiado tanto, viejo
zurdo? ¿Por qué no me atreví a preguntarte
nada?
Todos estábamos preocupados. Me
acuerdo de la cara de cómo-jodes que ponías
cuando tu hermana te preguntaba si estabas
bien. Ella me miraba pidiendo ayuda y yo me
decía que un día hablaría contigo, pero lo fui
dejando para después y para después, y un
día me salió un trabajo en Cartagena y me fui.
Y me olvidé hasta de ti.
Lo siento, viejo Zurdo. Y siento también
no haberte reconocido cuando volvimos a
encontrarnos, pero estabas cambiadísimo.
Fue en Bellas Artes, ¿te acuerdas?, le
mostrabas un cuadro a un maestro del

33
Malos amores

instituto. Cuando me hablaste, me metí una


mano al bolsillo pensando que eras un
indigente más pidiendo monedas, así de
cambiado estabas, pero tú me diste un abrazo
largo y me presentaste al maestro, como si
nos acabáramos de ver unos días antes.
—Todos los meses vengo —me
dijiste— a enseñarle mi obra, a recibir su
consejo.
Me mirabas como si esperaras algo y me
ofrecí a comprarte una gaseosa.
—Y otra para el maestro —dijiste— si
no, me daría pena.
Fui a la esquina a comprar las coca-
colas, dos para ustedes y una para mí.
Caminé lento para darles tiempo y cuando
regresé ya habían terminado. Agarraste tu
botella y te la tomaste en un solo sorbo, como
en las propagandas, glup, glup, glup. Estabas
llevado —la manzana de adán te subía y
bajaba—, casi en los huesos.
Al terminar me devolviste la botella,
nos diste las gracias a ambos. Volviste a
abrazarme, dijiste que había sido un placer
verme, que tenía que visitarte cuando
volviera al pueblo y te lo prometí. Lo dije en
serio. Entonces abrazaste al maestro y te
marchaste con tres rollos bajo el brazo. Él
apenas había tomado un sorbo y me preguntó

34
Raúl Padrón Villafañe

si eras mi amigo.
Le conté que habíamos crecido juntos,
que llevaba tiempo sin verte, que me
sorprendía encontrarte tan delgado y que no
tenía ni idea de que pintaras.
—Es una pena —me dijo—, se esfuerza
mucho.
No dijimos más, nos tomamos las coca-
colas en silencio. Me agradeció antes de
marcharse y me quedé solo en el parque con
las tres botellas.
Me dije que tenía que visitarte cuando
volviera al pueblo y, de nuevo, lo dije en
serio. Eras mi hermano, viejo Zurdo, pero
sabes cómo son las cosas, me fui enredando y
olvidando y cuando regresé esa semana
santa, hace tantos años, ya no recordaba mi
promesa.
No volví a verte después de que te
regresaron del San Pablo. O sí, miento. El día
en que te velaron me acerqué a tu ataúd para
verte una última vez. Pero no eras tú, viejo
Zurdo, no eras tú. Te habían reemplazado, lo
juro, por una estatua de cera.
Lola me pidió que ayudara a cargar tu
ataúd y acepté porque sentí que por lo menos
eso te debía. Después del entierro, Martin y
Lucho se ofrecieron a contarme cómo había
ocurrido, de qué manera, a qué hora y con

35
Malos amores

qué cuchillo te habías abierto las venas, pero


preferí no enterarme de esas vainas.
No sé por qué te escribo todas estas
cosas, viejo Zurdo, si ya debes saberlas. Pero
es que veo esta casa vacía y me acuerdo de ti,
y me siento culpable y tengo que decirme
que no hubiera podido hacer nada contra lo
que fuera que te estaba devorando por
dentro, que no es mi culpa, que esas vainas
pasan, pero te seré sincero, mi amigo, no
importa cuantas veces me lo diga, no termino
de creerlo.

36
Rey de Tréboles

—Te quiero —dijo Marce cuando me dejó—


pero eso no basta, porque eres exactamente
lo que deseaba.
Me reí. Era una razón terrible para
terminarme. Si el amor fuera un asunto que se
pudiera llevar a los juzgados, tengo la
seguridad de que el jurado y el juez estarían
de mi parte, y Marce se vería obligada por
ley a retomarme sin demora entre sus brazos.
—Hay algo que no sabes —prosiguió—
cuando terminé con mi ultimo novio, Dora me
leyó las cartas y el futuro se veía tan solitario
y oscuro que intentó ayudarme. Preguntó qué
clase de hombre deseaba y decidió que le
estaba describiendo a un rey de tréboles. Por
eso, me regaló la carta y me pidió que la
mirara todas las noches antes de acostarme y
que, con la vista fija en ella, me concentrara
en lo que intentaba encontrar. Y luego te
conocí a ti… la magia funcionó, eras justo lo
que buscaba...
—¿Entonces? —le dije— no veo el
problema.

37
Malos amores

—Anoche la observé de nuevo, con


más cuidado, y descubrí que el Rey de
tréboles es un hombre plano: puro corazón y
cerebro. Le falta un estomago para desear lo
prohibido y carece de piernas para correr
hacia la aventura. Es pura apariencia, puras
palabras, no tiene sustancia. Es un hombre
incompleto, como tú.
—Loca —pensé, pero no dije nada.
Me marché, seguro de que ya me
llamaría unos días después para decirme que
se arrepentía, que extrañaba mis labios y mi
cocina.
Aún no ha llamado, pero ya lo hará.
Mientras espero, todos los días hago veinte
sentadillas para demostrarme que todavía
tengo piernas, que nunca me han faltado.
Luego me como un helado, nada más para
escuchar el rugido gaseoso de mi estómago
en el que ella no cree. Y, para finalizar, antes
de acostarme mido mis circunferencias con
un metro ante el espejo y me repito, como un
mantra,: “no soy plano, no soy plano”.
Finalmente, con la deliciosa certeza de
que Marce está loca, me voy a dormir.

38
Teología

Han pasado dos cosas importantes en mi


vida: dejé entrar a Dios en mi corazón y me
enamoré de una mujer hermosa.
Lo primero, sin embargo, es
consecuencia de lo segundo, porque no
habría podido redescubrir la religión si no
hubiera sobrevivido de milagro a la sonrisa
inesperada de Lu.
La cosa ocurrió así: conducía por la
avenida principal, me detuve en un semáforo
y vi a Lu en la esquina, vestía de blanco y
tenía un sombrero inmenso para el sol.
No soy del tipo que le grita cosas a las
mujeres, pero por ella hice una excepción.
Dije: "¿te golpeaste duro?", y señalé arriba.
Sonrió y sentí como si toda la ciudad se
convirtiera en un inmenso, verde y fresco
bosque. Verdes álamos reemplazaron a los
edificios; verdes loros, a los aviones; verdes
hojas, a las tarjeticas de puticlubs; hasta el
semáforo reverdeció.
Rodeado por tanto verde, pisé el
acelerador.

39
Malos amores

Arranqué. Dos carros, desde


direcciones contrarias, me chocaron al
tiempo. Mi auto se arrugó como papel
higiénico, pero yo emergí de entre las latas
sin más daños que una camisa rota.
Lu me visitó en el hospital. Se sentía
responsable de lo ocurrido y se alegró tanto
de encontrarme bien que me invitó a cenar
con ella. Entonces volví a creer en Dios
porque, cuando uno lo invita a salir alguien
realmente sexy, y Lu lo es, no tiene otra
opción que aceptar como verdad indiscutible
el hecho de que el libro del destino ha sido
escrito por un ser supremo, querendón y algo
alcahueta.
Aquí debería empezar lo malo, porque
mi abuela decía que de eso tan bueno no dan
tanto, pero, por más que miro y miro a Lu, no
le encuentro ninguna razón de queja, ni
siquiera le huelen mal los pies.
Hay solo una pequeña cosa que me
inquieta, un detallito. Y es que se la presenté
al cura de mi parroquia y éste me dijo que
andar con ella puede extraviar mi alma.
Antes, dice el sacerdote, casarse con
una mujer hermosa, incluso yacer con ella sin
intenciones reproductivas, era la señal
definitiva de ser un buen cristiano porque la
belleza femenina era una cualidad que Dios

40
Raúl Padrón Villafañe

otorgaba sólo a un puñado de elegidas a las


que formaba con sus propias manos e
introducía en los vientres de sus hijas
predilectas (eso sí, solo las casadas).
Pero hace quinientos años, el
engañador, el gran falsificador, descubrió
una manera de crear una fealdad engañosa,
idéntica en todo detalle a la belleza real, pero
sin ningún valor religioso, y decidió crear a
un ejercito sus propias elegidas con el fin de
perder a los buenos cristianos.
—Por eso, ahora hay que desconfiar de
la belleza, apartarla de uno como a una
serpiente, dejar que otro se contamine con
ella... quizás alguien a prueba de tentaciones
—me dice el cura y guiña un ojo.
Concluye que debo elegir entre Dios y
mi novia. Y yo, que he pasado tanto tiempo
entre el agnosticismo y la soltería, tengo mis
dudas sobre cómo proceder, qué
condenación elegir.
Y es que el cielo debe estar muy lindo
con el aire acondicionado central, las piscinas
comunales, las batas blancas, los cursos de
cocina y los debates papales televisados,
pero Lu, Lu está muy buena.

41
Mimo

En el colegio, mi mejor amigo era mimo. No


decía una sola palabra, ni siquiera cuando los
profesores le hacían preguntas. Lograba
hacerse entender perfectamente con gestos.
Por entonces, yo también era muy callado y,
por eso, en poco tiempo nos hicimos amigos
y pasamos numerosos días sin hablarnos. Fue
una época feliz de juegos silenciosos.
Cuando se cambió de colegio y me
dejó solo con mi silencio, me sentí
traicionado, pero ahora lo recuerdo con
aprecio. Y sé que él hace lo mismo, porque el
año pasado me llamó a la casa y no dijo nada,
pero se notaba que callaba solo porque sabía
que en nuestra amistad siempre habían
sobrado las palabras.

42
Amor pasajero

La mujer más hermosa del mundo, una


princesa de cuentos de hadas, iba dormida en
mi bus, profunda como si acabara de
pincharse el dedo con una aguja.
La vi nada más subirme y sentí que dos
colibríes animados revoloteaban en el centro
de mi corazón enamorado. Por eso, cuando la
señora que iba a su lado se levantó, me lancé
sobre el asiento dando codazos y mordiscos a
todo el que se atravesara.
Sentado la pude ver mejor. Tenía el
cabello negro como una noche sin luna, las
cejas oscuras y densas, los labios carnosos y
rojos como la sangre, la piel blanca como la
nieve y una naricita respingada cubierta de
pecas. Del cuello para abajo también estaba
muy bien. Y, nada, me quedé feliz sentado
junto a mi compañera tipo Neruda: linda y
silenciosa.
Cuando el bus pegó un salto, la bella
durmiente se golpeó contra la ventana, pero
sus ojos permanecieron cerrados. Me quedé a
su lado casi una hora y no vi nada que la
hiciera reaccionar ni los chocolates fríos en las

43
Malos amores

piernas ni los pitos endemoniados de la


avenida ni la gotera que caía sobre su hombro
izquierdo ni los dúos de música urbana ni
otros tres saltos que estuvieron a punto de
desacomodarme el coxis, nada.
Entonces el bus entró a mi barrio y
empecé a sentirme preocupado. No quería
dejarla sola, sobre todo entonces cuando el
bus estaba prácticamente vacío y los barrios
peligrosos se aproximaban.
—¿Será que está muerta? —me
pregunté.
La sacudí, adelante y atrás,
incrementando con cada ciclo la fuerza hasta
que reaccionó asomando la punta de la lengua
a través de los labios. Estaba viva y sola. Por
eso me decidí a besarla, no veía otra opción.
Guardé mi libro, me apliqué bálsamo en los
labios y acerqué mi boca a la suya.
Lo siguiente probablemente fue mi
culpa. Admitiré que soy más sapo que
príncipe y que lo único azul que llevo por
dentro es un trozo de crayola que aspiré en la
infancia. Quizás por eso, cuando estaba a
punto de besarla, entreabrió sus labios y un
humo verde y hediondo emergió de su boca
forzándome a huir.
La dejé en el bus, abandonada a su
suerte, perdida en su ensueño, en rumbo

44
Raúl Padrón Villafañe

directo, quizás, al domicilio de su príncipe


azul
Ojalá lo encuentre pronto y la
despierten con un beso, uno de esos míticos y
trascendentales que se convierten en leyenda
y hacen que uno se empiece a preocupar por
la higiene oral.

45
Aún así

Cuando le propuse ser mi novia, respondió


que no, que su amor sólo me haría sufrir, que
preguntara a sus exnovios.
Lo hice. Ellos me miraron con ojos
compasivos, pellizcaron mi barriga y
pidieron que huyera.
—No la conoces —dijeron—, es de las
que prefieren los mordiscos a los besos y los
latigazos a las caricias. Y tú… se nota que
eres de piel delicada.
A pesar de todo, insistí. Dediqué
semanas a convencerla de que nada de eso
importaba, que aún así la amaría, y al final
aceptó.
Ahora comprendo las advertencias. Lo
suyo es descubrir las cosas que me hieren y
susurrármelas al oído cuando estamos juntos.
—No tienes ni un poquito de talento,
pero nadie lo menciona para no romperte el
corazón —dijo ayer cuando hacíamos el amor
y plantó un cariñoso beso en mi mejilla.

46
Golpe de suerte

Mi novia vivía para el juego, no podía


quedarse dormida hasta que ambos
hubiéramos apostado sobre las cosas exactas
que soñaríamos.
A su favor debo decir que nunca le
importó ganar o perder. Lo que le gustaba
era el riesgo. Por eso, en diversos golpes de
mala suerte perdió su trabajo, su minicooper
y el anillo de compromiso de mi madre. Y,
por eso también, un viernes cuando las cartas
le sonrieron, regresó a casa con el pie de un
extraño y lo metió en el congelador. El pie
era varonil y bronceado, tenía las uñas libres
de cutícula y el esmalte incoloro todavía
estaba fresco.
No se quedó más que unos minutos, lo
suficiente para besarme de forma apasionada
y tomar un baño. Salió de nuevo y regresó en
la madrugada del lunes.
Estaba cambiada. Le faltaba mi seno
favorito y cuatro dedos de la mano izquierda;
de su rojiza cabellera sólo quedaba un
mechón y sus deliciosos labios habían

47
Malos amores

desaparecido. Con la mano buena, arrastraba


una nevera portátil repleta de hielo y partes
humanas conquistadas.
Tras guardarlo todo en nuestro
congelador, se echó a dormir en la cama. Allí
la dejé cuando fui a trabajar.
En la noche, la encontré sentada en la
cocina, el congelador estaba abierto y ella
miraba adentro. Tenía puestos los cabellos
rizados de la farmacéutica de la esquina, dos
labios púrpura, un seno moreno y cuatro
dedos demasiado largos. Estaba completa de
nuevo y admiraba sus ganancias.
El martes desapareció y el sábado, tras
haber llamado a sus casinos favoritos sin dar
con ella, me preparé para ir a buscarla.
Mientras me ponía los zapatos, una mujer
desconocida abrió la puerta y me llamó
cariño. Era mi novia.

48
El sueño de su vida

Cuando la profesora le preguntó a Felipe en


qué trabajaba su papá, él respondió —lleno
de orgullo— que construía cohetes. Y añadió
que como regalo de cumpleaños le estaba
construyendo uno para viajar al espacio, que
ese era el sueño de su vida.
La profesora no le preguntó nada más,
aunque le pareciera mentira, porque los
niños pequeños a veces dicen cualquier cosa.
El día de su sexto cumpleaños, a Felipe
lo despertaron temprano. Su papá lo alzó por
los aires y le dijo: “Hoy vas a conocer el
espacio y verás lo grande y hermoso que es
nuestro universo.”
Lo bañaron y vistieron para el viaje —
el cabello bien peinado, los dientes limpios,
las orejas sin cera y abundante talco en los
pies— no fuera que no le permitieran salir de
la tierra por falta de higiene.
Lo condujeron en su carro al lugar de
despegue. Durante el trayecto, le dieron
consejos y advertencias: no saques las
manos, no toques la ventanilla, no le abras la

49
Malos amores

puerta a nadie, no hables con extraterrestres


extraños, no olvides el protector solar. Felipe
asintió contento a todas las recomendaciones,
estaba feliz. Ese día, su sueño, su gran
fantasía, se haría realidad.
En una sala gigante, que se
comunicaba con el cohete por un andamio
cubierto, Felipe se puso un pequeño traje
espacial, abrazó a sus padres por si acaso no
regresaba —estaba muy consciente de los
riesgos—, agarró su lonchera, en que había
guardado comida por si le daba hambre en el
espacio y, a ultima hora, decidió llevarse
también un Supermán que había encontrado
en el carro.
Atravesando el andamio, que tenía las
paredes forradas con una tela blanca que le
recordó al hospital, Felipe sintió cómo su
corazón se aceleraba. Una vez en la cabina,
se sentó en la silla de mando, se abrochó el
cinturón de seguridad y observó la
plataforma por la ventanilla.
A lo lejos, podía distinguir a su papá y
su mamá junto con otros adultos. Acompañó
el conteo regresivo en voz alta y, cuando
llegó a uno, se agarró fuerte de la silla y pudo
ver como el suelo se iba alejando, pronto las
casas se convirtieron en cuadrados y

50
Raúl Padrón Villafañe

rectángulos oscuros.
Atravesó unas nubes delgadas que se
extendían hasta el horizonte como un desierto
de algodón de azúcar, y cuando las dejó
atrás, notó que el cielo se iba haciendo negro
y la tierra circular. La nave ascendía
velozmente, pero se detuvo al salir del
planeta y empezó a girar sobre sí misma.
Por la ventanilla, Felipe veía por turnos
el sol, la luna, estrellas cuyo nombre no se
había aprendido y la tierra, verde y azul. No
flotaba como los astronautas de la televisión,
pero eso era normal porque su papá —y esto
también lo había compartido con la
profesora— había inventado la forma de
hacer gravitividad artificial, o sea que las
cosas se quedaran quietas en el espacio, en
vez de andar flotando en desorden.
Afuera del cohete —que estaba hecho
de plástico y no se había alejado de la tierra
más de dos metros— estaban los papás de
Felipe viendo el montaje que habían
preparado para él.
Era el fruto de meses de trabajo y
había requerido de todos sus ahorros. Se
abrazaban y —aunque la forma en que ella
enterraba su cara en el pecho de él pudiera
hacer pensar otra cosa— estaban felices. Se

51
Malos amores

decían frases susurrantes que sólo ellos


entendían.
Puede ser que él dijera: “Valió la pena
por verlo tan feliz”, y que ella respondiera
que sí, aunque le diera miedo dejar que la
palabra abandonara su boca.

Valió la pena, me dijeron algunos


meses después en el pasillo de un hospital,
porque sospechaban, aunque no tuvieran
ninguna certeza, que pocas personas en la
historia de la humanidad habían
experimentado una felicidad más completa
que la que sintió Felipe durante su último
cumpleaños.

52
José y el mimo

A José lo atracó un mimo mientras caminaba


con su novia.
Se les acercó sigilosamente. Sin decir
una sola palabra, le regaló una flor a la mujer.
Silencioso, sacó un revolver invisible y dejó a
José sin su billetera de verdad.
Lo bueno es que éste acababa de salir
de una clase de teatro, así que supo cómo
defenderse.
Enseguida atrapó al mimo con un lazo
vaquero, le dio en la cabeza con un bate
fantástico y lo encerró en una celda altísima y
sin puerta, donde planeaba dejarlo hasta que
llegara la policía.
Lo malo es que los oficiales llegaron
tarde y, para entonces, el mudo malhechor
había roído la cuerda, escalado los muros y
escapado volando en una cometa que nadie
supo ver.
Lo peor de todo es que se había
llevado consigo la billetera de José y que, por
más que éste insistió, nadie le creyó que él y
el mimo no estaban simplemente jugando.

53
José y la gente

Esta mañana, José descubrió a su vecino, el


manco, imitando, codicioso, los movimientos
de sus manos.
A un ciego que intentaba, apretando
fuerte sus ojos, ver a través de los de José.
A un fumador que observaba, con
envidia, como su pecho subía y bajaba con
cada respiración, y que le pidió respirar más
fuerte sólo para escucharlo.
A un cojo en una zapatería que insistió
en comparar su pie con el de José y
preguntarle si los pies de tallas mayores
gastaban más zapatos por kilómetro
recorrido.
Y a un hombre que, al verlo salir de un
cubículo en el baño de un centro comercial,
le dijo que estaba necesitando unas tripas
fuertes y sanas como las suyas.
Quizás sea sólo paranoia, pero desde
que José se enteró de que por ley todas las
personas de su país son donadoras de
órganos, se siente vigilado.

54
José y las puertas

José está lleno de puertas por dentro. El mes


pasado, tras recibir sus radiografías más
recientes, su medico de cabecera se puso
lívido y sacudió la cabeza de lado a lado.
“Compañero”, le dijo, “Su situación es
grave. La única receta que puedo darle es
tomarse dos llaves, en ayunas, todas las
mañanas.”
José inició el tratamiento con
desconfianza y recelo, pero le ha sentado de
maravillas. Se siente el pecho más despejado,
le ha dado por cantar en la ducha, no ha
vuelto a sufrir estreñimiento y sus niveles de
metales esenciales están por las nubes.
En la más reciente revisión, el médico
confirmó que todo está en camino de
resolverse.
El único perjudicado por esta nueva
situación ha sido el cirujano que había
dedicado el mes de octubre a aprender
cerrajería. A éste las buenas noticias le han
roto el corazón.

55
Doce días de navidad

El 25 de diciembre, a las 7:00 AM, recibí una


llamada de la policía. Necesitaban mi
presencia en la estación, el asunto era serio.
Había dormido menos de cuatro horas
y me estaba cayendo del sueño, pero tomé
una ducha de agua fría para despejarme y fui
al lugar indicado.
Me hicieron esperar en una sala al
detective encargado de entrevistarme y
tomar mi declaración.
El hombre se presentó como Américo
Fierro y me extendió la foto de un hombre de
saco y corbata.
—¿Lo conoce? —preguntó.
—Sí —dije— Rodrigo... Rodrigo algo
¿no?
—No se haga el pendejo. Rodrigo
Zapata. ¿Le suena el nombre? —me miró a los
ojos.
—Sí, me suena —intenté no pestañear.
—¿De dónde lo conoce?
—Salimos con la misma mujer.

56
Raúl Padrón Villafañe

—¿Actualmente?¿Al tiempo? —dijo y


anotó en su carpeta la palabra CELOS y la
subrayó tres veces antes de dibujarle un
signo de interrogación gigante.
—Nada de eso —respondí —. Cuando
yo salí con ella, lo de ellos ya era historia
antigua, pero... —empecé a decir y me callé.
—¿Pero...? —dijo— ¿tiene algo que
ocultar? ¿Alguna razón para odiarlo tal vez?
—Un poco, la verdad —dije y me tomé
mi tiempo para continuar—. ¿Sabe? El tipo la
llamaba todos los días. Un día ella le contestó,
y él aprovechó para llorar y llorar y decirle
cuánto la extrañaba. Le dio tanta pena que me
terminó y volvió con él.
—Veo... —me dijo y anotó VENGANZA,
la subrayó una vez y dibujó un pequeño signo
de interrogación—. Pero el señor Zapata y
usted tenían una relación amistosa o ¿me
equivoco? ¿Alguna vez trabajaron juntos? ¿Se
reunían para compartir notas y quejas sobre
ella? ¿Habían hablado en los últimos meses?
—La única vez que lo he visto en
persona fue hace años —contesté—. Ella me
invitó a cenar un viernes en su casa, para
hablar. Yo acepté porque es muy buena
cocinera, quería verla y me había prometido
que él no estaría allí. Pero me mintió...fue él
quien me abrió la puerta. “Gracias por

57
Malos amores

cuidármela”, me dijo.
—Qué duro —dijo el detective, pero se
notaba que su lástima no era sincera.
—Quince minutos después me fui y no
he vuelto a ver a ninguno de los dos.
—Explíqueme, entonces, una cosa…—
dijo y puso sobre la mesa otra foto de
Rodrigo.
En esta, colgaba semidesnudo de una
viga. Lo reconocí a primera vista, pero no
quise fijarme demasiado en su rostro. En
cambio, me concentré en la única prenda que
vestía: un buzo navideño, rojo y verde al que
alguien había cosido una paloma gris que
cubría el pecho del hombre.
—¿Por qué el occiso tenía un regalo de
navidad para usted?
—¿Para mí? —dije incrédulo.
—Sí, para usted. Una caja envuelta en
papel navideño con una tarjeta .
Me extendió una bolsa transparente
que contenía un rectángulo blanco en el que
estaban anotados, con letra dorada, mi
nombre, mi numero de celular, mi dirección
y dos palabras: Felices fiestas
— El regalo, con su tarjeta, yacía bajo
el ahorcado, como si alguien lo hubiera
puesto allí. ¿Me dice que no sabe nada de
eso?

58
Raúl Padrón Villafañe

—Sí. ¿Por qué dejaría un paquete con


mi nombre? Eso no tiene sentido.
—¿No tiene sentido? Es justo lo que un
asesino querría hacernos creer. ¿Dónde
estuvo usted anoche?
—Con mi familia.
—¿Puede probarlo?
—Seguro que sí, debe haber fotos en
que aparezca.
—Qué conveniente para usted... —dijo
alicaído y anotó en su libreta POCO
COLABORATIVO con dos signos de
exclamación.
—¿Rodrigo se suicidó? —pregunté
aprovechando un breve momento de
silencio.
—Eso es lo que nos quieren hacer
creer —dijo de nuevo emocionado— es
posible que alguien lo haya colgado, pero
tendría que ser alguien grande, pesado,
fuerte como...
—Como yo...
—Como usted, sí, precisamente. Por
eso es muy conveniente que anoche haya
estado con su familia...
—No sé si importe —le dije—, pero sé
quién escribió la tarjeta.
—Y ¿cómo lo sabe?
—Reconozco la letra, es de nuestra

59
Malos amores

exnovia. ¿Le puedo preguntar qué tenía la


caja de regalo adentro?
—No, usted no vino acá a hacer
preguntas sino a responderlas. De todas
formas le informaré que era un libro de
anatomía y lo hemos examinado en busca de
explosivos y tóxicos sin descubrir nada
inquietante. Sin embargo, será conservado
como evidencia del caso.
—¿Un libro de anatomía?
—Otra cosa, necesitamos una muestra
de ADN.
—Estoy dispuesto a colaborar en todo
—dije—, pero es inútil. Soy inocente. Si
alguien lo mató, tuvo que ser ella.
—¿Es una mujer grande? —me
preguntó contento de haber encontrado otro
sospechoso.
—No, de hecho es más bien delgada y
debe medir menos de metro sesenta —el
detective Fierro se desencantaba—, pero no
se imagina lo recursiva que resulta cuando se
le mete algo en la cabeza.
—¿Me puede dar nombre, número y
dirección de la fémina en cuestión? —
preguntó como por cumplir un requisito.
—El nombre es difícil porque yo la
conocía como Cristina Montes, pero estoy
seguro de que no era su nombre real.

60
Raúl Padrón Villafañe

—¿Por qué tan seguro? —me preguntó.


Anotó: BUEN MENTIROSO y subrayó
mentiroso cuatro veces.
—Porque a veces nos cruzábamos con
personas que la conocían y ellos le llamaban
por otros nombres: Laura, Soledad, Andrea...
Usted entiende que sospechara.
—Con la vivienda y un numero de
contacto basta.
—Esos datos sí son imposibles. Cuando
la conocí vivía en un cuarto que
subarrendaba a unos estudiantes, pero hace
años se mudó. Y nunca tuvo celular, me
llamaba de lugares en que compraba
minutos. —Mientras hablaba, él volvió a
subrayar MENTIROSO.
Tras hacerme repetir algunas
respuestas y tomar mi muestra de ADN , el
detective Fierro dio nuestra entrevista por
terminada y me dejó volver a casa. “Eso sí”,
me advirtió, “no salga del país, quizás la
justicia lo requiera pronto”.
En mi casa me esperaba una carta que
habían introducido bajo la puerta. Reconocí
la letra, era la de Cristina. La abrí.

El primer día de navidad,


a mi amor le regalé:
una perdiz colgada de un peral.

61
Malos amores

Perdonarás que no haya tenido tiempo


de revisar con qué madera se fabricó la
viga, muñeco, pero siempre dijiste que
lo importante era la intención.

La carta era prácticamente una


confesión de culpabilidad, pero no me
exoneraba. No podía llamar a un detective
que me creía culpable para ofrecerle una
carta que podía interpretarse como si yo
hubiera sabido de antemano lo que iba a
suceder.
Tras pensarlo un poco, decidí
olvidarme del tema. Estaba seguro de que no
volvería a saber de ella, además no podía
haber cometido el crimen perfecto. La policía
ya encontraría pruebas suficientes para
capturarla sin necesidad de mi intervención.
Al día siguiente, la mañana del 26 me
despertó el timbre del apartamento. Frente a
la puerta descansaba una caja de cartón. Me
gustó el detalle de que en un lado tuviera
dibujada una vaca, animal por el que siento
un gran cariño. Sobre la caja se encontraba
una segunda tarjeta de Cristina.

El segundo día de navidad,


a mi amor le regalé:
dos tortolitas enamoradas.

62
Raúl Padrón Villafañe

Puse la caja sobre la mesa del comedor


y la abrí con cuidado. Contenía una bolsa
hermética con dos loros cubiertos de
escarcha y una nota.

Ni siquiera las tórtolas aman con


intensidad de los loros, querido mío,
pero aún el amor de los loros palidece
junto al que siento por ti. Besos.

Consideré llamar a la policía, pero dos


razones me detuvieron. La primera era que
los dos loros muertos no probaban que ella
hubiera hecho algo malo, era posible que
hubieran muerto de forma natural. La
segunda razón fue que recordé haber leído
que el loro verde era un platillo de
emperadores y no quería perder la
oportunidad de probarlo.
Para cuando anocheció, había
devorado ambas pruebas del delito. Estaban
deliciosas.
El 27 de diciembre, domingo,
madrugué para hacer mercado. Cuando
llegué a casa encontré entre mis bolsas un
paquete de carne que no recordaba haber
comprado. Lo abrí para revisarlo. Contenía
tres filetes largos y rosados, trenzados entre

63
Malos amores

sí, los separé y entre los pliegues descubrí


una tercera nota.

El tercer día de navidad,


a mi amor le regalé:
tres gallinas francesas.

No te regalo las gallinas enteras,


capricho mío, sólo sus lenguas de
gallinas irredimibles que no se
atrevieron a cantar la canción de sus
verdaderos amores.

Me acordé entonces del libro de


anatomía que se había quedado la policía y
entendí la razón del regalo. Para confirmar
mis sospechas, busqué en internet cómo se
veía una lengua humana y descubrí con
horror la similitud entre los diagramas y mi
regalo.
“No puedo llamar a la policía”, pensé,
“el detective Fierro va a anotar CANIBAL en
su libretica y subrayarlo tres veces. Lo mejor
que puedo hacer es deshacerme de la
evidencia.”
Así pues, las cociné al horno con una
salsa de miel y jengibre y se las regalé a la
señora Silvia, la administradora del edificio.
Le dije que era un presente por tenerme tanta

64
Raúl Padrón Villafañe

paciencia con los pagos, y quedó encantada.


Dijo que jamás había probado carne tan
tierna.
El lunes 28 de diciembre fue un día
lluvioso. Decidí quedarme en casa y pedir
algo de comida en vez de cocinar. Cuando el
hombre del domicilio llegó, traía consigo la
bolsa de mi comida y una caja rectangular y
pequeña, como de perfume.
—El portero me pidió que le trajera
esto, que se lo habían dejado en recepción.
Le pagué al hombre y antes de comer,
abrí la cajita. Era el siguiente regalo de
Cristina. Contenía un frasco de cristal y una
tarjeta.

El cuarto día de navidad,


a mi amor le regalé:
cuatro luceros nocturnos

Estas esferas no son celestes, luz de mis


noches, pero su visión me recuerda
esos dos soles oscuros con que sabías
mirarme dulcemente.

Como era de esperar, el frasco


contenía cuatro ojos. Una rápida búsqueda
me aseguró que eran humanos, pero no me
atreví a tocarlos para confirmar que fueran

65
Malos amores

reales. Unos días después agregué el


contenido del frasco a una sopa que requería
más ojos bovinos que los que había podido
conseguir. No me atreví a tomar una sola
gota.
La cosa no paró allí. Cada uno de los
siguiente días de navidad recibí un nuevo
regalo. De una manera o de otra (aún tras
pedir a portería que no dejaran subir a nadie)
los presentes encontraban su camino hacia mi
puerta. Recibí:
Cinco anillos de oro.

Cinco trofeos que arranqué a las bocas


que besaron la tuya tan querida,
después de mi abandono.

Cinco labios pintados de dorado que


tras ser lavados parecían camarones y pude
agregar discretamente a una paella de año
nuevo.
Seis huevos de oca.

Por ti, para compensarte por mi partida,


estas seis ocas no volverán a poner, vida
mía. De una que se arrepiente de haber
abortado toda posibilidad de futuro
juntos.

66
Raúl Padrón Villafañe

Seis úteros que bien picados tenían una


textura como de tocino, con los que preparé
unos huevos rancheros que regalé a un
habitante de la calle cerca de mi oficina.
Siete cisnes flotando en un lago.

De tanto flotar se ahogaron, oxígeno


mío. Los envidio porque siento que me
falta el aire sin ti, pero no tengo el alivio
de morir.

Siete crías de pato flotando en sendas


botellas de un aceite transparente, que con
un buen relleno se convirtieron en mi nuevo
plato favorito.
Ocho vacas lecheras.

Piensa en sus crías, aliento de mi alma,


padeciendo sed y hambre, todo para
que yo pueda, con este gesto alimentar
nuestro amor.

Ocho senos cercenados que molí junto


con cebolla, trigo y ajo para preparar unos
deliciosos quibbes que en la oficina
encontraron celestiales.
Nueve ranas saltarinas.

67
Malos amores

Saltaban, volaban por los aires, alegría


mía, felices y libres cuando los cortaba.
Saltaban como mi corazón cuando
pienso en ti.

Nueve pulgares que tras deshuesar y


cubrir con masa, se convirtieron en
pasabocas para la primera junta
administrativa del año.
Y diez bailarinas.

Los hubieras visto danzar, canción mía.


Cómo flotaban llenos de pasión. Ahora
sufren incapaces de perseguir sus
sueños, pero mi tristeza es aún más
grande.

Diez pies derechos de bailarinas aún


enfundados en sus zapatillas.
Entonces supe que estaba acabado.
Revisé todos mis libros de cocina y no
encontré ninguna manera de deshacerme de
los pies. Tuve que contentarme con
esconderlos en el fondo del congelador.
En cambio, las zapatillas, tras lavarlas
bien, fueron usadas para servir el pudin en
una fiesta infantil de mi edificio.
El onceavo día de navidad, me
sorprendí al descubrir mi presente en la

68
Raúl Padrón Villafañe

cocina. Era una caja grande que contenía un


atado envuelto en papel periódico y, como
siempre, una nota.

El onceavo día de navidad,


a mi amor le regalé:
once flautas que saben arrullar a los
insomnes.

No te diré, sol de mi vida, lo difícil que


fue fabricarlas, pero valdrá la pena si tú
al tocarlas y oír su canto piensas en mí.
Anhelando verte mañana.

El atado contenía once tubos de una


consistencia fibrosa a los que habían
practicado agujeros. Gracias a internet,
deduje que los instrumentos se habían
fabricado con faringes y tráqueas.
Exploté, no podía soportarlo más.
Podía aceptar en silencio las notas
románticas, la crueldad animal, las
mutilaciones y la extracción de órganos
ilegal, pero esta vez se había pasado. Había
entrado a mi casa sin permiso. Así que llamé
a la policía.
El detective Fierro hizo varias
anotaciones en su cuadernito, pero fue muy
servicial y prometió que si colaboraba con la

69
Malos amores

justicia para atrapar a Cristina, que era la


criminal al fin y al cabo, mis pequeños actos
de obstrucción y destrucción de evidencia
serían ignorados.
“Éste”, pensé esa noche antes de
dormirme, “es un sistema de justicia en el
que puedo creer.”
Al día siguiente, Cristina me despertó.
Estaba sentada a mi lado y me había
preparado desayuno.
—Buenos días, mi cielo —me dijo—
espero que hayas soñado conmigo.
Se veía mejor que antes. Su cabello
ondulado estaba recogido y dos mechones
enmarcaban su rostro.
—Pensé que esta sería una buena
forma de empezar el día, sé cuánto te gusta
desayunar bien.
—¿Llevas mucho aquí?
—Sólo media hora
“Los policías no la vieron”, pensé, pero
me sentí menos asustado que el día anterior.
—Tu último regalo de navidad está
sobre la mesa.
Allí estaba, una caja cuadrada,
envuelta en un papel de arbolitos de navidad.
La nota, que no podía faltar, estaba impresa
en una hoja que reposaba sobre el paquete.

70
Raúl Padrón Villafañe

En el doceavo día de navidad,


a mi amor le regalé:
doce tambores.

“Eso no es tan malo”, pensé.

Estos doce tambores, que cuando se


emocionan suenan como caballos
galopantes, deben recordarte al mío,
que siempre ha sido y siempre será
tuyo. Feliz fin de fiestas, mi amor.

Supe lo que era mi último presente


antes de abrirlo: doce sanguinolentos
corazones humanos. Mi primer pensamiento
fue cerrar la caja, salir corriendo y llamar a la
policía, pero seguí mirando.
Y de pronto me di cuenta de la
increíble cantidad de trabajo que debía
haberle tomado conseguir mis regalos y me
sentí conmovido.
—Feliz final de fiestas, mi amor —dije
sin pensarlo y se me reveló que eso era lo
que había querido decirle desde el principio.
En ese mismo momento y lugar me
olvidé de la policía, los pies en el congelador
y todo lo que no tuviera que ver con reiniciar
inmediatamente el amor que habíamos
dejado interrumpido algunos años atrás.

71
Notas de amor

Yolanda y yo nos enamoramos por


referencias. Mis amigos me contaban sus
historias y a ella le leían mis cuentos. Yo me
moría por conocerla y ella intentó sobornar a
mis amigos para conseguir mi dirección,
pero ninguno la sabía.
Así fue. A donde quiera que yo llegara,
ella acababa de irse, y a donde quiera que
ella viajara se encontraba con mis huellas.
Cuando estuve en Medellín, por
ejemplo, de ella sólo quedaba una gota de
perfume en el espaldar de un sillón rojo en un
hotel. Y cuando ella llegó a Cartagena, yo
navegaba el Amazonas, pero había tenido la
brillante idea de dejarle un papelito entre
dos ladrillos de las murallas. Y ella me dejó
otro bajo el escritorio de Soledad de Román,
en El cabrero, por si acaso regresaba.
Y creo que eso nos enamoró más,
porque cuando llegábamos a cualquier
ciudad nueva podíamos contar con descubrir
palabras cariñosas entre los dedos de la
estatua de Bolívar o debajo de una losa suelta

72
Raúl Padrón Villafañe

en la casa del fundador.


Un día, casi al tiempo, descubrimos
que lo nuestro no iba a funcionar. Que como
Mario y la princesa, podríamos pasar el resto
de la vida persiguiéndonos mutuamente sin
encontrarnos. Que hacía mucho nos había
empezado a asustar el encuentro. Que
nuestro amor estaba condenado a estar
siempre en otro castillo.
Entonces nos escribimos varias de las
notas de adiós más tristes de la historia
universal.
Esta mañana, enterrada en el parque
de la línea de Montería, me encontré una que
no había leído antes.
En ella me dice que olvide las
despedidas que hemos escrito, que nos
veamos, que no seamos idiotas y me propone
una cita con fecha y lugar: el 12 de agosto de
hace dos años, en una plaza de Madrid,
Cundinamarca. Y me provocó salir corriendo
para la terminal, pero quizás ya sea tarde
para buscarla.

73
Martes en la noche

El león atravesó la Plaza de la Trinidad sin


que los jóvenes allí reunidos lo vieran. Seguía
un olor que había percibido. No era un olor
humano, los humanos huelen a caballo, a
sudor, a orines. No era un olor humano, era
otra cosa: un olor punzante que al león se le
deslizaba por la nariz y le hacía cosquillas en
la lengua.
Los ancianos, en sus cómodas
mecedoras frente a sus casas, sí vieron al
león, pero no hicieron nada. ¿Qué iban a
hacer diez débiles ancianos contra un león?
Pero el león tampoco estaba interesado en
ellos, los miró y siguió su camino sin
determinarlos. Uno de ellos, entre curioso y
valiente, alargó la mano e introdujo sus dedos
en la poblada melena. ¡Qué toscas eran sus
hebras! Pero el león no reaccionó.
Sólo se detuvo junto a la confitería.
Saltó un muro y encontró el origen del olor:
un cubo grisáceo y cálido que, apenas media
hora antes, producía algodón de azúcar.

74
Raúl Padrón Villafañe

Alrededor del cubo colgaban nubes


rosadas. El león alargó la garra tímido, en las
ciudades las presas no corren, pero es mejor
ser precavido. El cubo no se abrió, pero tuvo
más suerte con las nubes. Con un pequeño
golpe caían al suelo y ¡qué rico sabían
cuando las tocaba con la lengua! Se contraían
en sí mismas, asustadas pero incapaces de
huir.
Tras haber devorado al menos veinte
de esos extraños animales sin huesos, el león
se declaró satisfecho y se echó a dormir
sobre los restos de su festín.

75
Toma los Cannoli

Ro me invitó a ver El padrino con ella el viernes


para celebrar su renuncia a la agencia de
publicidad. Nos había conseguido una versión
en dos casetes de VHS y desempolvado el
reproductor.
Le propuse hacer una pasta para
mantener el tema italiano, quizás una lasaña o
unos tornillos con salsa Alfredo y pollo.
—Tú ven —me dijo—, eso es lo
importante. Acá pedimos algo, no sé… pero no
me cuentes. No la he visto.
Le prometí que guardaría los detalles de
la trama en absoluto secreto, y advertí que
nada pasaría entre nosotros esa noche.
—Cuando el padrino me captura —le
dije— no me queda cabeza para el amor.
Se rio.
A las 10:17, la noche está perfecta. Hace la
medida justa de frío, Ro me abraza bajo las
cobijas, y el gordo Clemenza y Rocco Lampone
van sentados en el asiento trasero de un auto.
Paulie Gatto, el conductor del padrino, el
traidor, va al volante. Tengo que morderme la

76
Raúl Padrón Villafañe

lengua para no decirle a Ro que pronto Richard


Castellano, el actor que hace de Clemenza,
dirá una de las mejores frases improvisadas de
la historia del cine: “Deja la pistola, toma los
cannoli.//Leave the gun, Take the cannoli.”
Entonces todo se pone en marcha:
Clemenza le pide a Paulie que se orille, que
necesita orinar. Éste, sin sospechar malas
intenciones, le obedece y detiene el carro
frente a un dorado campo de trigo que se
estremece como un animal feliz y nervioso.
El gordo abre la puerta y sale, camina un
par de metros antes de bajarse la cremallera y
alzar la vista para observar el color de límpido
topacio que tiene el cielo.
En el auto, mientras tanto, una mano se
levanta en el asiento trasero, es la de Rocco,
sostiene un revolver. Suenan tres disparos y el
traidor cae muerto sobre el volante.
Clemenza baja la mirada, se sacude una,
dos, tres veces, se sube la bragueta y regresa
al auto. Allí le espera su compañero que
sostiene el revolver como a un pez muerto. La
estatua de la libertad, desde el horizonte
observa con gesto indiferente.
Clemenza observa a Rocco y dice: “Tira
lejos la pistola//Throw away the gun” y, como
si fuera natural pensar en esas cosas, continúa :
“toma los cannoli//take the cannoli.”

77
Malos amores

Me levanto, voy hasta el VHS: pausa,


retrocedo veinte segundos, presiono play.
Debo oírlo de nuevo: “Tira lejos la pistola.
Toma los cannoli”.
Pausa, retroceder, más volumen al
televisor y otra vez: “Tira lejos la pistola. Toma
los cannoli”.
Y pausa, retroceder, acercarse al
televisor, leer los labios, cinco o seis veces
más: “Tira lejos la pistola / Throw away the
gun.” No hay ningún error, es justo lo que dice.
Quizás la equivocada es mi memoria.
Vuelvo a sentarme, otra vez bajo las
cobijas, otra vez el cuerpo cálido de Ro.
No es nada serio, me digo. Puedo
equivocarme, recuerdo la cita mal, pienso. Es
la única explicación lógica. Dejo que la película
siga y Rocco lanza el arma sobre el campo de
trigo.
La película continúa como la recuerdo.
Michael salva a su padre en el hospital con la
ayuda del panadero (Ro intenta sin éxito no
morderse las uñas) y el capitán de la policía lo
abofetea.
Unos minutos después, Michael sale
armado del baño de un restaurante italiano y
mata al capitán de policía y a Sollozo (Ro alza
los brazos salvaje y victoriosa).
Mientras Sonny se hace cargo de la familia

78
Raúl Padrón Villafañe

en New York, Michael busca refugio en Sicilia


(A Ro le encantan sus colinas esmeralda, y los
hombres con escopetas al hombro le
recuerdan a su abuelo).
Finalmente, nos enteramos de que a
Connie, la hija menor del padrino, el esposo la
golpea (Yo sí te pego, dice Ro, y empuña sus
manitas, con los pulgares por dentro, y golpea
el aire como una cría de león). Entonces el
casete se acaba.
—Hay que poner el segundo —me dice
Ro—. Y rebobínalo de una vez.
Abandono las cobijas y me quedo afuera
tiritando durante dos minutos mientras el
casete vuelve a cero, el reproductor lo expulsa
y me permite introducir el siguiente.
El segundo casete empieza con Michael
paseando por las montañas de Sicilia, como lo
ha hecho siempre. Como estaba destinado a
ocurrir, conoce a Apolonia y ésta se convierte
en su esposa.
—Michael está sensacional —dice Ro.
—Sí. Es uno de los mejores actores vivos y
en esta película lo demuestra.
—Digo que está muy guapo.
—Sí, también.
La película vuelve a Nueva York, Connie
llama a la casa. Me pregunto que pensará Ro de
que maten a Sonny. La mujer llora, han vuelto a

79
Malos amores

golpearla. Lo normal es que conteste su mamá


y Sonny le arrebate el teléfono, pero esta vez
contesta Tom Hagen, el fiel abogado de los
Corleone, y no le pasa el teléfono a nadie.
Tom, sin consultarlo con nadie, toma
notas, llama a un par de hombres de confianza
y decide que es mejor que su Don ignore lo
que está ocurriendo. “Debemos proteger a
Sonny de sí mismo. Rodearlo de silencio”, dice.
Nadie muere en ese día.
—Esto no es como recordaba —le digo a
Ro—. Debe ser alguna edición especial.
Me pide silencio.
Entonces llega otra llamada. Michael ha
muerto en Sicilia. Alguien puso una bomba en
su auto. Apolonia, su viuda, viaja a América y
está embarazada.
Vito Corleone —una de las mejores
actuaciones de Marlon Brando— físicamente
deshecho, emocionalmente agotado, con ojeras
que invaden sus mejillas y rayando en la
desnutrición, pero más frío que nunca, reúne
todas sus fuerza y se pone al frente de la
familia. Todos los elementos que sobran son
enviados a las Vegas, entre ellos Fredo y
Apolonia.
Llega la venganza, la pacificación forzosa.
Y Vito Corleone, en medio de su triunfo ,
parece ser capaz de caerse muerto en

80
Raúl Padrón Villafañe

cualquier momento.
La película termina con un esquelético
Marlon Brando —debe haber perdido al menos
cuarenta kilos para el papel— sentado en el
oscuro despacho en que comenzó la película.
Tom Hagen está de pie a su derecha, firme
como un pilar o un soldado.
“Santo será un mal don”, dice el padrino.
Tom, que está acostumbrado a estas
confidencias, contesta: “Queda Fredo…”.
El don ríe dos veces: ja ja. Es como si
ladrara o tosiera.
“… ¿acaso hay otra opción?”, pregunta el
abogado.
“Podría haber otra, hijo”, dice el padrino
y se levanta con esfuerzo, le pone una mano en
el hombro derecho y lo hace arrodillarse.
“Hijo mío”, repite y le impone las manos
sobre la frente.
La imagen se va a negro y los créditos
empiezan a rodar. Es magnífica.
Nos quedamos todavía un rato mirando los
créditos pasar. Luego nos levantamos, Ro va a
la cocina y yo rebobino el casete.
—Me preguntaba, ¿qué piensas hacer
ahora que estás libre?— digo cuando
regresa.
—No sé —dice— quisiera hallar otro
empleo, algo distinto.

81
Malos amores

—¿Distinto?
—Sí, no sé, que me haga sentir
importante, necesaria.
—Aparecerá —digo y ella me da un
beso— y …¿de dónde sacaste ese Padrino?
—De una tienda de video, la encontré
ayer —dice y prosigue con voz soñadora—.
Uno de esos lugares mágicos en que antes
alquilaban películas ¿te acuerdas?
—Claro, pero ¿estaba abierta?
—Más que abierta. Adentro habían al
menos diez personas caminando por los
pasillos, devolviendo cintas, pagando multas,
recomendándose unos a otros películas que
ver. Es una tienda exitosa.
—Tiene que ser un lavadero, una venta
clandestina de drogas. Ya nadie alquila
películas. Seguro que la gente llega buscando
dos o tres gramos de Stallone, una onza de
Schwarzenegger, o, si son de experiencias
fuertes, un cuadradito de Bruce Willis.
Me río.
—No —me dice—. Cállate. No creo. Le
pregunté al dueño y no tenía cara de
mentiroso. Es un sabio, no un criminal. Si
quieres, mañana me acompañas cuando vaya a
devolver la película.
La tienda de videos resalta en medio del
barrio, es verde, tiene tres pisos y en la

82
Raúl Padrón Villafañe

fachada, un letrero de neón con los logos


luminosos de Betamax y VHS que lee “V. H.
Edén”. La puerta permanece entreabierta. Ro
se adelanta mientras yo aseguro el carro y saco
del maletero el paraguas porque el día está
gris.
Cuando entro, Ro es la única cliente y
habla con el dueño de la tienda: un treintañero
escuálido con cola de caballo y barba
desordenada. Parece fascinarle. Me acerco a
ella, le entrego la película y digo que voy a
mirar los estantes.
—Este es Set —dice Ro—, el dueño
absoluto de todo lo que le rodea.
—Me haces sonar como un emperador —
dice y pone su mano arácnida sobre la de ella.
—Lo eres —dice— uno muy guapo...
—Lo sé.
Ambos ríen.
Los dejo solos y hablan en tono bajo.
Vengo con la idea de buscar El padrino II,
necesito saber cómo termina la historia..
—Nunca la hicieron —dice Set desde el
mostrador—. Después del suicidio de Coppola
y la muerte de Brando, nadie se atrevió a
filmarla. Nunca la hicieron.
No me atrevo a preguntarle cómo supo lo
que estaba buscando, ni de dónde saca las
películas.

83
Malos amores

Permanecemos en la tienda una hora y no


vemos ningún otro cliente. Por eso, mientras
volvemos a casa, Ro confiesa que había
exagerado el éxito de la tienda para
defenderla.
—Pero no es un lavadero —dice.
—No, no tiene pinta de lavadero —digo.
—¿No te parece maravilloso?
—Tiene algo —dije—, es tranquilo y hay
películas que nunca había visto. Me gustaría
venir una tarde.
—El martes podría ser —dice—. Set me
ofreció trabajo. Ese día empiezo.
—Bacano —digo aunque no le vea futuro
al asunto.
—¿Nos recogerías en la noche? —dice—.
Vivimos cerca.
Nos imagino sentados en el carro.
Nosotros adelante y Set atrás, agarrándose de
las esquinas de los asientos con sus manos
puntiagudas, disparando palabras sabias.
—Ya veremos —digo.
Recorremos el resto del camino en
silencio.

84
Sólo un café

A Emi la conocí hace años en una proyección


de “El imperio de los sentidos” en un centro
cultural bogotano. Estaba a mi derecha,
usaba gafas pesadas y se reía suavemente
cada dos minutos.
Me tomó por sorpresa cuando tocó mi
brazo y preguntó si era capaz de diferenciar
a la esposa del protagonista de su amante.
Le dije que sí, sonreí, que más o
menos, que me ayudaba con el color de sus
vestidos.
Entonces se puso seria y dijo: “Con esa
receta no me curo, doctor, soy daltónica,
propóngame otra cosa”, y volvió a reír.
Unos minutos después, reuniendo cada
miga de coraje, le hice un comentario y ella
respondió con otro. Reímos. Luego nos
rozamos como quienes no se dan cuenta, nos
reímos de un chiste privado y nos mandaron
a callar.
A la salida la esperé nervioso.
“¿Vienes a menudo, chico? No recuerdo
haberte visto”. Respondí que no, que era la

85
Malos amores

primera vez, que no estaba seguro de querer


seguir viendo cine japonés, que todos los
actores me parecían igualitos.
“Yo sí vengo los martes, me encantaría
verte la próxima semana. No faltes, ¿vale?.
Qué pena, pero me tengo que ir”
La miré, no sé de qué forma, y se rio.
“Bueno”, dijo, “si me vas a mirar así, puedo
quedarme un rato más, pero sólo un café.”
Compramos tintos justo al frente y los
bebimos de pie, aprovechando cada sorbo
para examinarnos y cada palabra para
intercambiar la información básica: Soltero,
Soltera; Estudiante, Politóloga desempleada;
Amo los gatos, Yo también; Mi color favorito
es el morado, A mi me encanta el escarlata de
tu camisa; Vivo al norte, No vivo tan lejos de
aquí, algún día te invito a un chocolate.
Entonces se acabó el café, ella me
anotó el número de su casa en un recibo y
nos dimos un abrazo. Unos días después
veríamos juntos “Las tortugas también
vuelan.”
La vi alejarse hacia el horizonte con mis
sueños y esperanzas. Entonces la arrolló un
automóvil rojo que no alcanzó a frenar. Esa
es, más o menos, toda la historia.

86
Raúl Padrón Villafañe

Sólo faltaría agregar que el mes pasado


encontré el papelito con su número y su letra
y llamé.
Me contestó un hombre de voz grave.
Quise preguntarle si había tenido una hija de
gafas grandes a la que le gustaba el cine
japonés, pero preferí decirle que qué pena,
número equivocado y colgar.

87
Periodismo cultural

Hace muchos años, la gran diva, Refugio


Cristales quiso ser periodista. Periodista
cultural además. Quiso la buena fortuna que
por ese entonces Michel Foucault estuviera
visitando Colombia, y Refugio ni corta ni
perezosa decidió entrevistarlo.
Fue una clásica entrevista de farándula
colombiana: al filósofo se le preguntó por las
estrellas de cine que había conocido y los
mejores balnearios franceses; se le pidió que
opinara sobre el Kid Pambelé, las
colombianas, la conveniencia de bañarse en
viernes santo a la luz de su filosofía y, luego,
se le ofreció un trago doble de ron.
Para este punto del encuentro, Refugio
se sentía más cómoda y se atrevió a
preguntar por un mito que era muy popular
en la Colombia de entonces: “¿Es verdad,
Don Foucault, que en Francia enseñan a besar
en el colegio?”
Él, haciendo gala del extraño humor
francés, respondió que sí, que aprendían
técnicas secretas.

88
Raúl Padrón Villafañe

Cuenta Refugio en su artículo, y


Foucault, en sus memorias que nuestra diva le
dijo que tenía que probarlas, por pura
curiosidad personal.
Las fuentes coinciden en que se
besuquearon por cinco minutos y que, al
separarse, ella le dijo: “Don Michel, hay algo
que Colombia muere por saber: ¿Es verdad
que su merced es homosexual?”
Foucault se rio a carcajadas y, cuando
por fin pudo controlarse, dijo que sí.
Refugio replicó que en los besos no se
notaba.
Foucault, aún risueño, le dijo que había
una habilidad que los homosexuales y los
comunistas de su generación debían adquirir
desde muy temprano: fingir que no lo eran.
Desde aquella fatídica entrevista,
Refugio Cristales ha aprovechado cada
posible viaje para recorrer el mundo
buscando a un hombre, ojalá jovencito, que
haya estudiado en el mismo colegio de
Foucault y que le haga erizar los brazos con
cada beso.

89
El día feliz de Tom

Cuando Tom Cruise se despertó esa noche,


después de una siesta intranquila, se
encontró sobre la silla de maquillaje aún
convertido en un monstruoso insecto. Una
sábana blanca se deslizaba sobre su vientre
abombado, parduzco y duro, y sus muchas
patas, ridículamente inútiles, se mantenían
quietas ante su rostro.
“Me han olvidado “, pensó.
No era un sueño. El resto del camerino
seguía intacto. El extractor giraba lento con
un zumbido grave. En los espejos de la pared
se mantenían dos fotos, el antes y después
del maquillaje, enmarcadas por cuatro tiras
de cinta adhesiva. En la esquina, estaba un
perchero del que colgaban su sombrero y
una gabardina.
Le provocó seguir durmiendo hasta
que alguien lo viniera a buscar, pero esto era
imposible, porque estaba acostumbrado a
dormir del lado derecho, pero en su estado
actual no podía ponerse de ese lado. Lo
intentó cinco veces, cerraba los ojos para no

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Raúl Padrón Villafañe

ver sus patas rectas y sólo desistía cuando


comenzaba a notar un dolor sordo en las
costillas.
Sintió sobre el vientre un leve picor.
Se deslizó dentro del traje para recoger su
brazo y rascarse; descubrió que no podía
moverlo. Sintió escalofríos y se deslizó de
nuevo a su posición inicial.
“Por lo pronto, tengo que levantarme”,
se dijo, “porque los premios son a las ocho y
ya debe haber anochecido.” Miró hacia el
reloj sobre la puerta.
Eran las siete y media, ya había pasado
incluso la media, eran ya casi las menos
cuarto. “¿Es que nadie ha visto mi nota?”.
Desde la silla se veía que ésta seguía en el
espejo, al lado de las fotos, en letras grandes,
claras y rojas. Alguien debería haber
intentado despertarlo.
“Podría llamar a mi agente”, pensó,
“decirle que estoy enfermo.” Pero prefirió no
hacerlo porque este aparecería con el
médico de la agencia, para quien no había
actores enfermos sino hombres sanos sin
energía y juntos le intentarían convencer de
aspirar estimulantes. Además, Tom —a
excepción de algo de pereza, rasquiña en la
panza y seis pezuñas demasiado bastas para

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Malos amores

el teclado digital de su celular— no tenía


ningún problema, incluso se sentía más sano
y fuerte que en años. Le había convenido la
siesta y estaba lleno de confianza.
Mientras reflexionaba sobre todo esto
—en el preciso momento en que el reloj daba
las ocho menos cuarto— alguien tocó a la
puerta.
“¡Tom!”, escuchó que decían (era
Chloë Grace Moretz, la actriz que hacía de su
hermana), “son las ocho menos cuarto. ¿No
vas a los premios?”
Se asustó al intentar contestar. El
maquillaje le impedía articular una sola
palabra y el sonido que produjo era su voz,
pero mezclada con un silbido como de
golondrina y una especie de gruñido que le
lastimaba la garganta.
—¿Qué dijiste?— fue la respuesta de
Chloë —¿necesitas algo?
“Mi propia coestrella no entiende una
sola palabra de lo que digo”, pensó, “es
culpa de la brecha generacional, nosotros
intentábamos comprender. Ahora seguro
partirá sin preocuparse por mi suerte.”
Así fue, escuchó los livianos pasos de
Chloë alejándose.
Quería salir de la silla, lo intentó por

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Raúl Padrón Villafañe

abajo, pero esta parte inferior no se movía.


Recordó entonces que antes había logrado
desplazarse hacia arriba e intentó sacar
primero su parte superior, pero era un
proceso lento.
“Espero no dañar el traje, pero
tampoco quiero golpearme la cabeza”, dijo
en sus adentros y renunció por el momento a
los intentos de levantarse hasta tener una
estrategia clara.
La parte de atrás del traje le hacía
balancearse levemente y pensó que podría
dejarse caer sobre ésta, que parecía ser dura
y así evitaría lastimar su cabeza. Poco a poco
fue asomándose por el borde de la silla y
cuando ya sobresalía a medias, se le ocurrió
lo fácil que sería esta tarea si alguien viniese
en su ayuda. Con dos personas fuertes
bastaría —pensaba en el director y la
encargada del aseo—, pero nadie vendrá a
ayudarlo.
“Pronto llegará mi agente a preguntar
por mí”, creía esperanzado, “lo escucharé
tocando a la puerta y me dejaré caer para
que se sienta obligado a derribarla.”
Nadie vino y, cuando se escuchó el
sonido sordo y poco aparatoso de su caída,
ninguno dijo: “Ahí dentro se ha caído algo.”

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Malos amores

La espalda del traje era más elástica de


lo que Tom había pensado y soportó la caída
con apenas una incómoda melladura. Ahora
sólo le faltaba levantarse apoyándose en
diversos muebles y salir de la habitación.
Asistiría a los premios vestido de insecto y los
expertos le llamarían revolucionario, se
hablaría de su valentía por décadas. Le
recordarían. Todo estaría bien.
Apoyarse en sillas y mesas daba
resultado. Tom recuperaba su verticalidad y
se sentía más tranquilo y feliz.
Descansó un poco. Levantarse había
requerido más energía de la pensada.
Observó la puerta y pensó en como abrirla.
Sus manos estaban cubiertas por las patas
inútiles de insecto y las mandíbulas
prostéticas que cubrían su boca eran de un
material frágil.
Le hubiera gustado tener personas
aclamándolo afuera. Hacía años que nadie lo
hacía. Que los extras, los actores y el director
gritaran: “¡Vamos, Tom! ¡Tú puedes abrirla!
¡Duro con la puerta!”. Animado, se acercó a
ella dispuesto derribarla de ser necesario.
Estaba entreabierta.

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Raúl Padrón Villafañe

“También esto me han arrebatado”,


pensó, “no hubo necesidad de abrir la puerta
con mis dientes. ¡Me están dejando sin nada
interesante que contar!”
Entonces introdujo la punta de una de
sus patas bajo el pomo y lo jaló hacia sí.
Afuera, encontró sólo pasillos vacíos.
Se alegró al escuchar pasos que se
acercaban, pero era sólo un asistente de
cámara que había olvidado sus lentes y le
saludó sin acercarse antes de desaparecer.
Camino a la entrada del estudio
encontró el piso húmedo y resbaloso. Ya
todos habían partido a los premios y no se
cruzó más que a un guardia joven que
cumplía con hacer sus rondas y no tenía
tiempo que perder con hombres disfrazados.
“¿Es posible que no me reconozca?”,
pensó. “Pero eso no importa. Pronto estaré en
los premios y mañana los medios hablarán de
mí. Todo estará bien.”
Abandonó el estudio. Caminaba lento y
un poco encorvado. La espalda del traje se
había doblado y esto, junto con la rigidez de
las patas posteriores, le impedía moverse
más rápido.
“No llegaré a los premios en limosina,
ni siquiera en taxi, pero llegaré, seré visto. Y
eso es lo único que importa ahora.”

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Malos amores

A lo lejos alcanzaba a ver el resplandor


de la Academia de las Artes y Ciencias
Cinematográficas y un leve eco musical
llegaba hasta sus oídos.
Caminó, arrastrando sus pies, con la
mirada fija en la luz. Pronto empezaron a
dolerle las piernas y los ojos se le
humedecieron. Una ligera llovizna empezó a
caer.
“No es momento de detenerse. Mañana
dormiré hasta el medio día, flotaré en la
piscina, iré a comer helado con Suri. Mañana
será un día feliz, ahora debo soportar”,
pensó.
Desde la calle frente a la academia
reconoció a los fotógrafos como esos bultos
oscuros que sus ojos no alcanzaban a definir.
Empezó a cruzar y el primer flash lo tomó por
sorpresa, pero recibió cada uno de los
siguientes como si fuera un nuevo regalo.
“¡Me han reconocido, me han
recordado!”.
Intentó correr, resbaló y cayó sobre su
espalda. Algo crujió. Un escalofrío lo paralizó
por un par de segundos.
“Mañana dirán que soy un torpe, se
reirán, pero lo harán con cariño”.
Quiso sonreír. Tenía todas sus inútiles
patas levantadas hacia el cielo y ninguno de

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Raúl Padrón Villafañe

los fotógrafos venía a darle una mano. Tom se


balanceó con dolor sobre su espalda y se
arrastró por la avenida mojada, como si el
increíble y sorprendente dolor que entonces
sentía pudiera aliviarse al cambiar de sitio.
Quedó inconsciente tras trepar a la
acera. Despertó para descubrir que ya no
podía moverse. No se extrañó, más bien le
pareció antinatural que hubiera podido
caminar tanto antes con el pesado traje a
cuestas. Apenas le dolía ya la espalda. Su
respiración se había hecho difícil, pero se
dijo que pronto estaría mejor, que saldría a
comer helado, vería el atardecer, abrazaría a
Suri, tendría un día feliz. Vivió para ver
todavía el amanecer y a continuación, contra
su voluntad, sus orificios nasales exhalaron el
último suspiro.
Más tarde, dos empleadas del aseo
levantaron su cuerpo y le arrojaron en un
contenedor de basura. “¡Qué flaco que
estaba!”, dijo la una y la otra contestó: “¿Aún
vivía? Pensé que había fallecido hace años”

En el estudio, los productores y el


director se preguntaban dónde estaba Tom y
por qué no aparecía. Mientras hablaban así, a
todos se les ocurrió al mismo tiempo que

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Malos amores

Chloë Grace Moretz se había convertido en


una joven actriz lozana, hermosa y deseable.
Tornándose cada vez más silenciosos y
entendiéndose casi inconscientemente con
las miradas, pensaban que ya llegaba el
momento de buscarle una buena película y
abandonar definitivamente la adaptación
de "La metamorfosis". Y para ellos fue como
una confirmación de sus nuevos sueños y
buenas intenciones cuando fue Chloë quien
se levantó primero, bostezó, estiró su cuerpo
joven y preguntó: “¿Dónde vamos a
almorzar?”

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Postres

Nunca he cocinado muy bien, pero, cuando


mi ex novia me decía que todo me quedaba
delicioso, le creía porque su linda boca no
podría mentir.
Por eso, semana a semana, me
desgastaba elaborando platos más y más
complicados. Ella los probaba y daba su
aprobación sonriendo. “Qué rico”, decía y se
sobaba la barriga.
Muchas veces me escabullí en su
apartamento en la tarde para dejarle algo
especial en la nevera y sorprenderla, y cada
vez me llamó en la noche para agradecer mi
presente y su pura felicidad era contagiosa.
Una tarde que íbamos a salir, me
provocó un trozo de la torta que le había
dejado el día anterior. La busqué en la
nevera, pero ya no quedaba ni un pedacito.
Entonces me di cuenta de que, aunque
alimentaba a mi novia como si quisiera
hacerla participar en un concurso de engorde
de ganado, ella no había aumentado un solo
gramo. Y se lo comenté admirado:

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Malos amores

—No ganas un kilo, flaca, qué envidia


me da tu metabolismo.
Bajando la mirada y frunciendo los
labios, como niña regañada, dijo:
"Perdóname, muñeco. Es que no como las
cosas que me preparas. Las vendo. Son
perfectas para gente que está haciendo dieta.
Por más antojos que tengan de comer
brownies, después de probar uno de los
tuyos, no quieren saber nada de chocolate
por meses. Me estás enriqueciendo."
Ella pensó que iba molestarme, pero la
besé en los ojos y le pedí que no llorara.
Estaba dichoso de serle útil.
Unos meses después, halló a alguien
que cocinaba peor que yo y tenía facciones
de protagonista de telenovelas.
—No veo razones para que sigamos
juntos —me dijo y le di la razón.
Algunas noches, cuando no puedo
conciliar el sueño, me provoca cocinar una
torta de chocolate oscura y jugosa, como la
de Matilda, pero recuerdo que ya no hay
nadie que se la coma y mejor me tomo una
pastilla.

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Vocación

El escritor que nunca ha sido publicado


descubrió hace poco que sentarse durante
ocho horas frente a una maquina en el casino
es mejor que fumar para quitarse la inquietud
de las manos.
Que el caótico tilín tilín del local y los
intensos colores de la pantalla lo sumergen
en sí mismo y le ponen los ojos ausentes igual
que escribir.
Que los botones de las cartas se
sienten como las teclas de su computador.
Que obtener un royal flush produce la
misma emoción que dar a luz un cuento
brillante, pero que es aún mejor porque no
hay dudas, correcciones o interpretaciones,
sólo gloria y dinero.
El escritor que nunca ha sido publicado
anoche colgó su pluma y se consiguió un
cuartito a diez metros de su casino preferido.

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102
Raúl Padrón Villafañe

5 Una oferta entrañable


11 Un juego
13 ¿Cuánto vive una paloma?
17 Mala suerte
19 Perfecta
21 Viejo Zurdo
37 Rey de tréboles
39 Teología
42 Mimo
43 Amores pasajeros
46 Aún así
47 Golpe de suerte
49 El sueño de su vida
53 José y el mimo
54 José y la gente
55 José y las puertas
56 Doce días de navidad
72 Notas de amor
74 Martes en la noche
76 Toma los cannoli
85 Sólo un café
88 Periodismo cultural
90 El día feliz de Tom
99 Postres
101 Vocación

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