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Cuando hablamos de música de consumo generalmente nos referimos a la que se lanza al gran

público, casi siempre muy influenciable por la moda y las campañas de difusión. Lo suyo es
pasar, ya que en su inmensa mayoría, los éxitos caen pronto en el olvido y son reemplazados
por otros igualmente efímeros. Música de usar y tirar, víctima del ansia consumista que al
mismo tiempo termina por devorar a sus propios ídolos, construidos las más de las veces de
forma apresurada.

Pero también los grandes compositores hicieron obras maestras dirigidas, en principio, al
consumo. Mucha música del siglo XVIII, por ejemplo, estaba en buena medida compuesta para
la ocasión, bien para ser ejecutada durante el culto o para la diversión en ambientes
cortesanos.

Sin embargo, a diferencia de los temas de Eurovisión, y salvando las infinitas distancias, una
misa de Bach ante todo aspiraba a estar bien hecha. Obras que se situaban muy por encima de
la capacidad de aprecio de sus destinatarios inmediatos, como pudiera suceder con un cuadro
donde el artista no se conformara con lograr el mero parecido con el sujeto retratado, sino que
tratara de trascender su personalidad, por ejemplo, para hacer una crítica velada.

Aunque también encontramos casos de música dirigida al consumo sin mayores pretensiones,
incluso en compositores de la talla de Mozart. Es el caso de sus pasticcios compuestos sobre
fragmentos prestados de otros compositores con el único fin de tocarlos en sus conciertos.

Aun a riesgo de quedarme en una simple generalización, parece evidente que cuando el fin de
la creación es el consumo cotidiano, con frecuencia la creatividad cede ante criterios de
eficacia y rentabilidad.

Con la excusa de difundir la música culta se han adaptado grandes obras, fabricando productos
‘aptos para el consumo inmediato’. Esto se hace recortando un fragmento de la obra que
luego se reescribe simplificando la escritura para hacerla más digerible. Básicamente se
conserva lo esencial del perfil melódico, adaptándolo a un ritmo que el público pueda
reconocer, se simplifica la estructura armónica y se desecha todo lo demás (movimiento de las
voces, instrumentación, carácter, expresión, etc.), llevándose por delante todos los valores
creativos.

La idea de que a través del fragmentos de grandes obras podemos ‘enganchar’ al oyente para
llevarlo a la buena música tiene la desventaja de que el fragmento tiende a suplantar a la obra
de la que procede.

¿Cuántos de quienes se emocionan con el Himno de la alegría han escuchado completa la


Novena Sinfonía de Beethoven? ¿Cuántos que recitan de memoria las primeras frases del
Quijote lo han leído realmente?

Las músicas tienden a convertirse en fetiches y éstos a su vez a transformarse en souvenirs. De


este modo son más fáciles de vender.

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