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TRABAJO PRÁCTICO Nº 2

CONSTRUCCIÓN DE LA AUTOBIOGRAFÍA ESCOLAR

Me llamo Daniela Diab, tengo 32 años, nací en la ciudad de Azul, dónde viví hasta los
17 años. Hice el jardín, la primaria y la secundaria (modalidad E.G.B/Polimodal) en
dicha ciudad y luego me fui a vivir a Capital Federal para continuar los estudios
universitarios. Actualmente resido en la ciudad de Claromecó, con Patricio mi
compañero y mis dos hijos, Rojo y Nilo.
Nací en 1986, en la ciudad de Azul, soy la segunda de los cuatro hijos que tuvieron mis
padres, Adriana y Juan. Comencé el jardín en el año 1989, con casi 3 años de edad.
Dicha institución era el Jardín N° 902, un edificio antiguo con grandes salones que
daban a un patio central cerrado, contaba además con un amplio patio con juegos y
mucho pasto. Al jardín lo conocía desde el año anterior, ya que acompañaba a mi
mamá a llevar a mi hermano Agustín, él lloraba que se quería ir, yo lloraba porque me
quería quedar. La adaptación al año siguiente fue buena, me gustaba ir al jardín,
recuerdo el salón grande, seguramente más grande de lo que era, los rincones de
juegos que se acostumbraban en esos años, dónde los juegos y “roles” de niños y niñas
estaban separados. Mi maestra era la señorita Marcela Osan, quien sin saberlo en ese
momento, iba a ser luego mi maestra de primer y cuarto grado. Se podría decir que fue
una persona que estuvo presente en los cambios e inicios de mi pasaje por las
instituciones educativas. Marcela era una maestra joven, muy alegre, se ponía roja y
llegaba a llorar de la risa, pero también sabía ponerse seria y firme cuando la situación
la llevaba por esos caminos. De la sala de cuatro no recuerdo ni la sala ni la maestra.
Veo en mi mente los juegos con los compañeros en el patio, los actos en los que tanto
me gustaba participar. Termine el jardín en el año 1989.
Al año siguiente comencé primer grado en el Colegio San Cayetano. Era una institución
con pocos años de trayectoria, un colegio pequeño que se había sido formado por un
grupo de padres de otra institución educativa de la ciudad. Era, es mejor dicho, una
escuela de gestión privada, laica con orientación católica (como su nombre lo indica).
En primer grado, como antes relaté mi maestra fue Marcela Osán, usábamos un
guardapolvo blanco, recuerdo el aula decorado con muchos objetos sobre las paredes,
nuestros nombres escritos, el sentarse con un compañero, copiar el día y dibujar el
estado del tiempo. Concurría a la escuela por la tarde, y el ingreso me ponía algo
nerviosa, lo que hacía que más de una vez no quisiera almorzar. Observando el boletín
de primer grado y los siguientes, se ve la construcción del tipo de alumno según los
docentes, que me caracterizaban como responsable, participativa, prolija, dedicada,
alegre, conceptos que definían al “buen alumno”, traducido en las calificaciones. Se
fue formando en mi la idea de que era “buena alumna”, me adaptaba tanto a las
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normas, al contenido y objetivos de las clases, como a la estructura en general de la


escuela (marco y dimensión institucional).
En tercer grado, en la misma escuela, tuve como maestra a Graciela Granate, mamá de
un amigo. Ella fue sin duda la mejor maestra que tuve, mi ideal como docente de
primaria. A diferencia del resto de las maestras del colegio, que eran mujeres grandes,
grises, católicas y muy estructuradas, Graciela sabía acomodarse en ese entorno y
poder ser ella dentro del aula. Nos despertaba la curiosidad, nos invitaba a leer y
escribir historias, a usar la imaginación. Era creativa y los actos escolares con ella
fueron inolvidables (dimensión didáctica de la práctica docente). Nos trataba con
respeto y de igual a igual.
La institución, como mencione era con orientación católica, debíamos rezar, nos
llevaban a misa y nos preparaban para tomar la comunión. De hecho mirando las
libretas de calificaciones, por debajo de la conducta aparece la religión como primera
materia a evaluar. Cuando pasé a cuarto grado hubo un gran cambio, se cursaba por la
mañana, comenzamos con el uso de carpetas, eran dos docentes las que estaban al
frente del curso, otra vez Marcela!. Ese año tomamos la primera comunión, por lo que
debíamos prepararnos. No tengo un buen recuerdo de ese periodo, ya que catequesis
era de forma familiar y luego trabajábamos en clase con lo aprendido en casa. Mi
familia por razones personales y problemas propios del contexto socioeconómico del
país (año 1995), no pudo concurrir a las clases de catequesis familiar, lo que repercutió
en mi formación en dicha materia. Mi sensación de ese entonces era la de estar en
falta, mi espíritu responsable y autoexigente me lo reclamaba y tengo el recuerdo de
no pasarla bien ante esa situación. Lo que no recuerdo es el abordaje de las docentes
ni si había algún reclamo ante la falta de algunas tareas.
El resto de los años de la primaria los atravesé sin grandes inconvenientes, disfrutando
de aprender, de los actos escolares, buenas notas, buena conducta, muy adaptada a la
institución. De las maestras que siguieron no sobresale ninguna particularmente en
mis recuerdos, de hecho más o menos todas seguían el modelo del colegio.
Al llegar a séptimo grado hubo otro cambio, nos mudamos a un edificio nuevo, se
implementaron uniformes, en lugar del guardapolvo blanco, la escuela sufrió una
especie de revalorización dentro del ambiente social y educativo(cambio en la
dimensión institucional). Como en muchas escuelas se ponderaba el desempeño
escolar, traducido en las calificaciones, ubicando en un “cuadro de honor” a los
alumnos que tuvieran un promedio igual o superior a 8. Bajo éste clima siguió calando
en mí, la idea del “buen alumno”, hoy a la distancia no comparto esta idea que genera
competitividad entre los alumnos, dejando a un lado a aquellos a los que les cuesta por
las razones que sean. De la mano del aumento de la matricula hubo un aumento de la
exigencia y así muchos chicos repitieron y/o debieron cambiarse de institución. Ese
año tuve, a quien considero una “mala maestra”, una de las peores para mí, Mirta
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Pené. Era autoritaria y mala persona, estricta sin sentido, bajo un semblante de falsa
sonrisa. Hacia diferencias con los alumnos y no se preocupaba por disimular su
antipatía por aquellos a los que les costaba o no respondían como ella esperaba. Su
forma de enseñar era cerrada, haciendo foco en cuestiones que tenían que ver más
con la prolijidad que con el contenido, valoraba el aprendizaje de memoria más que la
comprensión y el intercambio de opiniones. Sus clases eran aburridas, monótonas y
tensas (dimensión didáctica).
Al año siguiente (1999) comencé octavo año (modalidad E.G.B.- Polimodal), con la
particularidad de compartir el aula con mi hermano Agustín, quien había repetido. Éste
fue otro cambio para mí, Agustín era mi antítesis, inquieto, irresponsable, “mal
alumno” para el contexto escolar en el que estábamos insertos. Analizando en paralelo
nuestras situaciones, cabe la reflexión de cómo nos marca y nos etiqueta la
construcción de nosotros como alumnos que hacen los docentes y la institución. Es
importante releer estos puntos para no repetir modelos a los que no adherimos. Cómo
se segrega y se hacen diferencias, que a su vez condicionan el accionar de los docentes
por afirmar que determinado alumno es “bueno” y otro no. Esto deja marcas que sólo
el tiempo y la posterior deconstrucción de aquellos conceptos, nos ayudan a su
superación. Cómo pesaba en mí la idea de que mi hermano era “repitente” (cuántas
veces lo habremos escuchado!), sintiendo el deber de hacerme cargo de su
desempeño. Acá se ven las falencias y la inoperancia de una institución que no sabe
cómo abordar la enseñanza desde otra perspectiva que no sea directiva y autoritaria.
Los que se adaptan y funcionan de acuerdo a ésta lógica bien, y los que no son
excluidos y/o señalados. Así terminamos noveno año y pasamos al Polimodal, dentro
de la misma institución pero volvimos al edificio viejo. La escuela en sus comienzos
sólo tenía hasta séptimo grado, con la reforma educativa tuvo que agregar octavo y
noveno, luego abrió el Polimodal con orientación en Ciencias Naturales. De ésta última
etapa tengo muy buenos recuerdos, ya con profesores y con una edad para discernir
más críticamente algunas cuestiones. Recuerdo a Liliana Cristensen, profesora de ética
y formación ciudadana en primero y en historia en segundo del Polimodal, como a
alguien que despertó en mí el interés por la historia. Ésta ya no entendida como fechas
y sucesos uno detrás del otro, sino como historias apasionantes con personas de carne
y hueso, y un abanico de procesos para analizar y resignificar. Con Liliana miramos
películas, documentales, fuimos de viaje, participamos de proyectos extraescolares
(dimensión didáctica). Nos vinculó con la realidad y vinculo la historia con lo que pasa
fuera del aula, de la escuela (dimensión valoral). Reflexionando veo cómo a pesar de
las características de cada institución se da el espacio para docentes claramente
distintos cuyo aporte es significativo para el despertar intelectual de los alumnos. Tuve
otros buenos profesores también, pero es sin duda, Liliana quien hoy y desde siempre
fue mi modelo de “buen docente”. En tercer año junto a la profesora de Proyecto de
Investigación (no logro traer a mi mente su nombre), desarrollamos un proyecto que
consistía en la toma de muestra del Arroyo Azul de la fauna (específicamente una clase
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de bivalvos) para su posterior análisis y clasificación para luego elaborar un inventario


de dicha fauna en las aguas del Arroyo que atraviesa la ciudad. Íbamos los lunes siete y
media de la mañana a recolectar las muestras con botas de goma y unas redes y a
pesar de la hora y el frio en el invierno, supimos tomar el proyecto con responsabilidad
estando muy comprometidos con él. Al año siguiente los alumnos que pasaron a
tercero continuaron con nuestra investigación. Me pareció muy buena la propuesta
(dimensión didáctica), el proyecto lo elegimos y lo desarrollamos nosotros siempre con
la ayuda y guía de Hilda ( recordé el nombre!), fue una experiencia más que
interesante y con resultados concretos que ayudaron a conocer, aunque sea un poco,
más sobre la fauna que nos rodeaba.
Al terminar el Polimodal en el año 2003, casi sobre Diciembre decidí seguir estudiando,
dada la posibilidad, en Capital Federal. Después de muchas dudas y con una lista que
iba desde Medicina hasta Historia, pasando por Arquitectura, Filosofía, Artes Visuales,
etc., me incliné por estudiar Medicina en la UBA. La elección no fue fácil me gustaban
muchas disciplinas pero la idea del desafío académico sumado al noble fin de ayudar a
los demás en algo tan sensible como es la salud-enfermedad, hicieron que me
decidiera de esa forma. Estuve 5 años estudiando Medicina en BS AS, con los
consiguientes cambios en mi vida que eso implicó, mi desempeño académico fue muy
bueno cuestión que confundió mi real vocación o deseo de ser médica. Ya cursando en
el Hospital y después de un año de duda, opte por dejar, completamente segura de la
decisión. Pasaron los años y mi necesidad de desempeñar un rol social, ayudando o
aportando para esta sociedad no sólo siguió latente y pendiente, sino que aumento al
punto de decidirme el año pasado a estudiar el profesorado de historia. Sinceramente
hasta ese momento no me había visto como docente, quizá si de pequeña cuando
jugaba a la maestra, pero luego de terminar la escuela no. Es más tenía un sentimiento
de alivio de terminar, sensación de libertad. Pensaba cuantos años había pasado ahí
sentada, todos los días de lunes a viernes durante quince años! (Jardín mas escuela).
Estos sentimientos van de la mano de la idea de escuela como una carga, si bien
siempre me gusto estudiar y aprender, creo que el sentirse obligado y el no poder dar
una verdadera significación a lo aprendido tanto implícita como explícitamente,
hicieron en mi ver a la escuela y a la enseñanza como algo necesario, pero que no
estaba dentro de mi interés de realización personal. Ahora ya de más grande y
habiendo atravesado otras experiencias académicas y de educación no formal,
experiencias de vida, análisis y reflexiones acerca de la educación y la realidad que nos
rodea, pienso en el aporte que puedo hacer y me pienso en la Escuela, como docente,
con chicas y chicos construyendo a la par conocimientos, despertando interés y
curiosidad por lo nuevo, con las herramientas necesarias para indignarnos y pasar a la
acción frente a las desigualdades sociales. Promoviendo el compromiso con el trabajo
propio y el ajeno, el compromiso con nosotros mismos, nuestras familias, el barrio y la
sociedad. En momentos en que estamos cada vez más desconectados a pesar de la
ilusión de un mundo interconectado por las redes sociales, son dichas redes las que
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nos faltan, pero las de carne y hueso. En el encuentro con el otro es donde nos
reafirmamos como personas y nos enriquecemos. Citando a Freire, “es preciso, que los
educandos, al experimentarse cada vez más críticamente en la tarea de leer y escribir,
perciban las tramas sociales en las que se constituyen se reconstituyen el lenguaje, la
comunicación y la producción de conocimiento”.
Creo en la importancia de la autobiografía escolar ya que al narrar mi paso por la
escuela, estoy reescribiendo y reconstruyendo mi pasado como alumna, las marcas y
huellas que dejaron en mí, tanto docentes, compañeros, instituciones, experiencias
que fui interiorizando y hoy surgen para darles una nueva significación. Dicha
experiencia es de carácter formativo, analizando desde el presente ese pasado escolar
vivido, puedo proyectar hacia el futuro la profesión de enseñar (Alliaud). Nos da
cuenta de todo aquellos que se aprendió sin que su contenido estuviera escrito ni
determinado el método de su realización (aprendizaje implícito).
Como dice Anijovich, la biografía escolar es como un espejo o una ventana que nos
permite observar, conocer, entender la vida de una persona, y a través de ella
acercarnos a ciertos aspectos de la sociedad o de un grupo de personas en un
momento determinado de la historia. En tanto ventana, nos permite observar y
comprender el mundo, y en calidad de espejo ayudan a su autor a comprenderse a sí
mismo.
Para ir cerrando y a modo de conclusión, en éste camino del autoconocimiento
necesario para el desarrollo del ser docente, me gustaría compartir una reflexión de
Paulo Freire a cerca de “la escuela que es aventura, que marcha, que no le tiene miedo
al riesgo y que por eso mismo se niega a la inmovilidad. La escuela en la que se piensa,
en la se actúa, en la que se crea, en la que se habla, en la que se ama. Se adivina aquí la
escuela que apasionadamente le dice si a la vida, y no la escuela que enmudece y me
enmudece”.

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