Verdad, memoria y duelo: retos políticos y éticos en épocas del posconflicto
Por Sebastián Patiño Villegas
Me propongo ofrecer, en lo que sigue, algunas puntualizaciones relativas a los
avatares de la verdad, la memoria y el duelo en épocas de posconflicto. Es en torno a estas aristas que se funda el ejercicio de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV), un proceso participativo que representa una oportunidad única para que la víctima sea parte del proceso de superación del conflicto. Como bien sabemos, esta comisión, como uno de los componentes principales del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y Garantías de no repetición, se puso en marcha el año pasado, y tendrá hasta el 2021 para esclarecer la verdad humana e histórica del conflicto armado interno colombiano. Ahora bien, la comisión no puede obviar que su informe final esté limitado desde el comienzo por el marco institucional del cual ha surgido. Sin embargo, en la medida en que se entienda que la memoria producida es un relato abierto inacabado que debe guiarse por el hecho de existir víctimas que no se sienten representadas por las verdades “legítimas y públicamente transmisibles” (CNMH, 2014) condensadas en el relato construido, puede abrirse la perspectiva para una política de la memoria que asuma los desafíos dejados por una comisión de la verdad. Es claro que la intención con la que han sido efectuados los informes existentes, tal como reconoce el Grupo de Memoria Histórica, es la de apartarse “explícitamente, por convicción y por mandato legal, de la idea de una memoria oficial del conflicto armado”, para no “erigirse en un corpus de verdades cerradas” (GMH, 2013, p. 16). La pretensión de validez de un relato de memoria oficial yace en el hecho de que tal relato se erige en imagen de la reconciliación del presente de una nación con su pasado conflictivo. Esta idea de reconciliación adquiere un sentido más concreto cuando, a partir del relato, se producen efectos políticos a través de los diferentes planes y programas del Estado en el contexto de posconflicto. Sin embargo, aun antes de la producción de esos efectos, la narración histórica tiende a solidificarse gracias al apoyo y a la propia absorción institucional de las labores de reconstrucción de la memoria conflictiva. En este sentido, el trabajo de la memoria de una comisión de la verdad no debe valorarse como un cierre del pasado violento porque, para que dicho trabajo no pierda su potencialidad en tanto instrumento de justicia en el presente, debe erradicarse la idea de que el pasado ha sido ya discutido y unos acuerdos al respecto han sido definitivamente alcanzados.
Los ejercicios de memoria se constituyen así en dispositivos discursivos que buscan
trasladar el testimonio de las víctimas hasta el campo político y social donde adquiere sentido la narrativa compartida. Es aquí donde descansa el doble reto que tiene el trabajo de memoria que debe realizarse en el marco de la comisión para el esclarecimiento de la verdad: en primer lugar, conservar la distancia entre la verdad del sufrimiento de la que son legítimas portadoras las víctimas, y la verdad del relato compartido construido colectivamente. Es una distancia insalvable: aquella que media entre las palabras y las cosas, o entre el significante y su referente. Y siendo tal, la verdad a la que por su mandato debe llegar una comisión de la verdad es en realidad –y necesariamente– una verdad construida dentro de los márgenes del marco social y político existentes. Los ejercicios oficiales de memoria tienen su validez entonces no tanto a partir de la verdad concreta a la que puedan llegar, sino en el hecho de que esa verdad (cualquiera que sea) es una representación en el presente de acontecimientos pasados.
En coherencia con lo anterior, se hace necesario entender la paz en términos del
discurso de la posición del agente que lo produce y a partir de allí, indagar el lugar que se le da a la memoria y la verdad. Es un hecho que no existe comunidad histórica que no haya nacido de una relación, que se puede llamar original, con la guerra. Este señalamiento no pretende justificar el conflicto y la violencia, sino, por el contrario, advertir que el ideal de armonía parece ajeno al ser humano. En esta medida, como afirman Celis, Guevara y Pinzón es trascendental permitir a la noción de paz cumplir una función mediadora entre la utopía y la ideología, es decir, como orientadora de una meta irrealizable hacia la que han de tender los esfuerzos de una colectividad para hacer posible la convivencia con el otro; con el que es radicalmente diferente y fácilmente causa de conflicto, cuestión que nos sitúa enminentemente en la dimensión de la política. . Sobre una política de la memoria justa Una política de la justa memoria implica ante todo una imbricación dialéctica entre memoria e historia en su justa medida. Examinemos esto con detenimiento. Desde la óptica de Ricoeur, la memoria puede ayudar a que las víctimas no desaparezcan ante el silencio impune de la historia; y puede hacerlo porque ella es la guardiana entre el ya no (lo que quedó abolido, superado) y el sido (lo que fue, pero que resulta indestructible en el presente). La memoria, en tal sentido, da cuenta de que algo sucedió, lo cual puede ser discutido y criticado, pero no eliminado de la representación (Ricoeur, 2010a: 638).
La idea de justicia en el marco de un deber de memoria no es un asunto fácilmente
digerible por varias razones. Por una parte, al hablar de deber de justicia, estamos pensando en un deber de hacer justicia que conlleva no sólo ser subjetivamente justos, sino también un ejercicio de alteridad, es decir, ser justos para otros y frente a otros. Al recordar, hago justicia a otro; al no olvidar, hago justicia con otro. Ese otro es distinto de lo que soy, pero es también aquel con el que comparto referentes o historias. Ese otro me obliga ontológica y políticamente a ser consciente de su condición diferencial, marginal, de exclusión o de victimización. Estoy atado a ese otro, y a través de su recuerdo me libero, nos liberamos. Por otra parte, el deber de memoria en tanto deber de justicia conlleva el estar obligado respecto a una “deuda con alguien que ya no está pero que estuvo” (Ricoeur, 2010a: 120). Es decir, no es sólo justicia para con el que ha sido victimizado y está vivo, sino para aquel que ha desaparecido y para quien no hay retorno más que en el recuerdo. En ese sentido, más allá de ser reservorio de huellas, este deber es una invocación permanente a estar obligados al otro en su doble condición de presencia y de ausencia.
Se trata, en efecto, de una memoria no conmemorativa en cuanto su presupuesto de
constitución es la imposibilidad (no cuantitativa sino representacional) de incluir a todos los que legítimamente reclaman su lugar en ella. La importancia de esto se sostiene en una constatación: la condición de víctima es inaprensible. Esto significa que una política de la memoria justa debe evitar apropiarse instrumentalmente de las víctimas y su memoria. Justamente esto es lo que hace un régimen de memoria al pretender integrarlas en un relato nacional constructor de un orden determinado. Es por esto que se hace manifiesta la necesidad de mantener la apertura a las memorias disidentes, entendidas como prácticas que, en el mismo hecho de ponerse en acto, de interpretarse y decirse, puedan deshacer las propias normas de aparición de circulación de la memoria, dando lugar a nuevos espacios de aparición de la memoria, ese reconocimiento que con Ricoeur podemos llamar “el pequeño milagro de la memoria” (p. 633).
Se reconoce aquí que la existencia de memorias disidentes reviste de particular
interés para una memoria justa, puesto que expresan la imposibilidad de que los informes oficiales congelen la memoria, cristalizando con ello el pasado y sus posibilidades narrativas. Son entonces los restos de la memoria los que mantienen abierta la posibilidad política de cuestionamiento y modificación de una narrativa de memoria histórica hegemónica, pues son estas (las memorias disidentes si se quiere) las que señalan la inutilidad de aferrarse sobre los remos cuando el bote está en la arena. Pero ello no va en desmedro de la importancia del régimen de memoria cuestionado, pues la existencia de una narración institucional es necesaria en tanto establece un campo textual frente al cual plantear demandas de reconocimiento insatisfechas (Laclau y Mouffe, 2015). Los ejercicios institucionales de memoria constituyen, así, la condición de posibilidad para la apertura del universo simbólico en un contexto de construcción de una sociedad posconflicto.
Por supuesto, no puede eludirse la debilidad constitutiva, harto conocida, de los
espacios de aparición en Colombia (sino que lo ilustre la dantesca persecución y asesinato de líderes sociales en nuestro país). Las condiciones para su consolidación tienen como principal obstáculo la estigmatización y una estructura de exclusión que trae consigo la incapacidad de alianza y solidaridad amplia con otros cuerpos sufrientes. Sin esto, según Butler (2017), las luchas políticas no tendrán éxito. Sin embargo, en tanto hablamos de espacios contingentes y con propósitos definidos, se entiende que dentro de la lógica de los ejercicios institucionales de memoria puede haber una posibilidad. Ahora bien, debemos destacar el deber –quizá primario– de crear esos espacios, o lugares de la memoria como los nombra Pierre Nora, en la agenda de la apertura del relato y de la política de la memoria. En la medida en que para la acción política de la que se habla aquí es necesario aparecer ante los demás, la lucha por el relato abierto de la memoria debe ser responsabilidad no solo de los excluidos del régimen de memoria que se implante, sino de toda la sociedad que debe, así, aparecer y reclamar la aparición de esos otros excluidos.
Duelo y memoria en tiempos de construcción de paz
El abordaje contemporáneo del asunto del duelo en las fronteras de la guerra, lleva casi de modo inercial a centrarse en las víctimas y victimarios, en sus memorias singulares, en la transmisión de sus recuerdos, en sus desventuras, en las torturas, muertes, desapariciones, etc. Ellas son, sin lugar a dudas, la principal fuente de información sobre el pasado, hecho que contrasta marcadamente con el statu quo de los periodos de violencia masiva donde los líderes estatales o militares eran los proveedores de las verdades oficiales. Sin embargo, hablar del horror cuando aún se tiene la muerte zumbando en la boca puede resultar una tarea imposible. Es indubitable que ni el más locuaz sobreviviente puede transmitir en su totalidad la densidad del horror, ni el más atento auditorio es capaz de aprehenderlo. No debemos olvidar que después del acontecimiento hiriente es imposible suturar la memoria y regresar al estado anterior. Hay un antes y un después, y eso es lo que supone lo traumático para las víctimas del conflicto, lo irreversible; eso que no puede no haber sucedido, un desgarrón en el lienzo del tiempo. Entonces, aquello con lo que nos enfrentamos ante el despliegue narrativo de las marcas de un pasado lacerante, no es sólo con el relato de una verdad que coincide con la realidad de la violencia en la historia del país, sino también con la experiencia subjetiva de crímenes y tragedias para los cuales todos los testimonios, todas las artes y todos los muesos de la memoria serán siempre insuficientes. No obstante, es fundamental advertir que aun en esta imposibilidad emerge la oportunidad para el sufriente de pronunciar una palabra que se abra paso en ese aleteo, e irrumpa, aún trémula y desesperada. Pero, ¿cómo hacerlo?, ¿con qué lenguajes?, ¿cómo desenvolver la memoria sin coleccionarla?, ¿cómo alentar la necesidad del recuerdo sin que este se transforme en un deber, en una consigna que aplaste al sujeto? Para arrojar una luz al respecto, es preciso subrayar que a veces la escritura del horror no se hace en el papel, por cuanto las palabras de la lengua faltan para ello. El cuerpo, como superficie que abriga el testimonio del desastre, puede resonar ante aproximaciones estéticas, abriendo la posibilidad de trasmutar ese nostálgico material poética y artísticamente. Este es el caso del Cineclub Itinerante de los Montes de María, la proyección de películas en lugares devastados por la guerra, le facilitó a la gente volver a encontrarse con los amigos y conversar en lugares donde antes era imposible estar (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación y Grupo de Memoria Histórica, 2009). Otro ejemplo lo encontramos en la creación y puesta en escena de la obra teatral “Antígona, Tribunal de mujeres", en donde participan varias mujeres víctimas del conflicto armado en Colombia: tres de ellas Madres de Soacha, cuyos hijos fueron asesinados a través de las ejecuciones extrajudiciales realizadas por miembros del Ejército de Colombia. Para mencionar un tercero, el caso de las Abrazadas del oriente antioqueño. Allí perfeccionaron con el tiempo procesos comunitarios para elaborar su duelo de manera satisfactoria a través de muñecas, árboles de la vida, colchas bordadas, quitapesares y cuadros de telas. Sus confecciones cuentan sus historias para que no se olviden los hechos del pasado pero también materializan sus sueños y anhelos de futuro (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación y Grupo de Memoria Histórica, 2009).
Ahora bien, el acto de hacer memoria, si atendemos la tradición filosófica, viene a
inscribirse en la lista de las capacidades, propios de la categoría “yo puedo”, para retomar una expresión propia de Merleau-Ponty. Es decir que, al sujeto del testimonio, en este caso, a una víctima, se le suele reconocer en el lugar del “yo me acuerdo”. Se puede afirmar que una exigencia específica de verdad está implicada en dicho reconocimiento, por cuanto se pone en juego el problema de la fiabilidad de la memoria, esto es, el de la memoria como magnitud cognitiva. No obstante, sabemos, a partir del psicoanálisis, que la memoria y el olvido no se limitan a dicha función cognitiva, pues la determinación inconsciente interviene en tales procesos. Buena parte del descubrimiento de Freud, consistió en advertir una presencia del pasado ignorada por el sujeto. Recalquemos que esta acción de ignorar no equivale a un esfuerzo intencional, comandado por el yo-consciente del sujeto, sino mejor a un olvido involuntario que sucede como defensa ante lo que causa horror y resulta inconciliable. Ahora bien, ¿cómo puede el pasado estar presente sino no lo está en el recuerdo? En su texto Recordar, repetir, reelaborar, Freud nos dice que lo está bajo la forma de “la compulsión a repetir, que le sustituye ahora al impulso de recordar” (p. 153). Entonces, una verdad con la cual el sujeto se relaciona como sino hubiera sucedido porque no quiere saber de ello, pero que persiste a través de los síntomas o de las manifestaciones del malestar. Si he querido extraer estas ideas de la teoría psicoanalítica, es para señalar algunos de los desafíos que implica la idea de la verdad en su relación con la memoria. La verdad, nos dice Lacan, sólo puede enunciarse como un medio decir, puesto que así es precisamente como siempre se nos presenta. Es en el juego limpio de la palabra y el lenguaje, donde se inscribe la verdad, es decir, lo falso, incluso la mentira, que no existe sino sobre el fundamento de la verdad. De manera que la línea de la ambición veritativa, que se escuda bajo el signo de la fidelidad del recuerdo respecto a lo que sucedió realmente, deberá tener en cuenta las maniobras y ficciones de lo inconsciente que protegen a una víctima de un mayor descalabro. De igual manera, es menester no olvidar que la captación de la palabra muda de las víctimas puede virar con facilidad del uso al abuso, como enseña Tzvetan Todorov, y que por tal motivo, es fundamental situar el trabajo de duelo como correlato de un trabajo de memoria en donde apremie la puesta en juego de una posición ética, y en donde se ausente el elemento imperativo, esto es, el aspecto del deber como lo que se impone desde fuera al deseo y que ejerce una limitación sentida subjetivamente como obligación. Retomemos, llegados a este punto, la idea de una memoria justa. ¿Qué supone hablar de ella en la categoría de lo social y lo político? Se trata de un interrogante que subraya la importancia de explorar, a nivel de las subjetividades, cómo una víctima puede producir a partir de un proceso de duelo una representación justa, en el sentido de que se le abra la posibilidad de no olvidar lo perdido, pero a su vez de aminorar la aflicción que suscita el recuerdo. En términos de las colectividades, se apuntaría a pensar la forma para producir huellas de memoria de la vida de los victimarios, sin que esa construcción se constituya en una autorización para la fascinación, es decir, lograr la representación de lo que ya no está para hacer memoria, sin que eso signifique una exaltación de aquello que es justo no repetir. Claro está que, para la efectuación de dicho trabajo de memoria, que supone a su vez el de duelo, no habrá que desdeñarse la ineludible insistencia, el carácter demoníaco — como diría Freud— del retorno de imágenes, sensaciones y/o sueños de la desgracia, que reclaman ser tramitados en sus particularidades. Pero tampoco habrá que ceder ante lo que emerge como imposible: será tarea de quien tome a su cargo la desesperanza para otorgarle un porvenir a la memoria de la víctima, de entender el decir de ésta no como el sucedáneo de un tiempo pasado, sino como una materialidad presente; asimismo, de enseñar, como lo haría Kierkegaard, que donde surge lo imposible no se sigue necesariamente la resignación y tampoco la renuncia. Hacer frente a esa imposibilidad, tal como se plantea, no implica legar un ilusorio ayer a la memoria, aportar ficciones redentoras o maquillar el dolor, se trata de atravesar, mediante un cierto lenguaje, el mutismo infecundo, lo que yace tras la repetición del dolor. De esta manera, creo, es posible aproximarnos a una dimensión ética de la memoria, desde la que se reconozca la tensión ineludible y necesaria entre la verdad del sujeto y la verdad de la historia, lo singular y lo colectivo, lo ético y lo político. En el caso que me compete, como psicólogo, creo que se trata de privilegiar la tramitación del recuerdo haciéndolo pasar por la palabra, para restarle su coloración traumática e inaceptable, de ser capaz de escuchar y encarnar un semblante que invite a no ceder ante lo mortífero, en síntesis, de ser alguien que le muestre al sujeto que hay en una víctima que pese al azar y la miseria, lo que vive merece ser dicho, y que tan solo a partir de ese despliegue narrativo le será posible hallar su verdad, no en la correspondencia con los hechos, sino en la respuesta de aquel a quien se dirige.