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La Jornada Semanal, domingo 20 de junio de 2004 núm.

485

ACTUALIDAD
DE CHÉJOV
Cuentos de
Raymond Carver
y Chéjov
Un ensayo de
Sergio Pitol

Dedicamos este número y el siguiente a la conmemoración, la


relectura y el estudio de la obra de Chéjov, el maestro intemporal del
relato y el teatro. En esta primera entrega, Leandro Arellano
comenta y traduce el excelente cuento de Raymond Carver sobre la
muerte de Chéjov y su último sorbo de champaña; el más
chejoviano de nuestros escritores, Sergio Pitol, hace una semblanza
del autor y de sus obras y personajes. Publicamos, además, un
cuento emblemático de Chéjov, "El estudiante", un ensayo de Juan
Gelman sobre Ramón López Velarde y un poema de Víctor
Sandoval. La segunda entrega sobre Chéjov contendrá un ensayo
de Alejandro Pescador y un texto de Jorge Bustamante, tres
inéditos en español del maestro ruso y una entrevista de Jorge
Bustamante con Ricardo San Vicente, el gran traductor de Chéjov.
Raymond Carver

El mandado
Víctima de la tuberculosis, Chéjov murió la
madrugada del 3 de julio de 1904, a los
cuarenta y cuatro años. Según uno de sus
biógrafos –Henri Troyat–, cuando Chéjov entró
en agonía, el médico que lo cuidaba tuvo un raro momento de inspiración: pidió
una botella de champaña. Chéjov bebió una copa y pocos minutos después murió.
El detalle del champaña ante la inminencia de la muerte conmovió profundamente
a Carver, quien al instante supo que escribiría sobre ese hecho extraordinario. El
resultado fue el relato que aquí presentamos. Carver confesó que escribirlo le
demandó un gran esfuerzo porque se trataba de una ficción, en el espacio acotado
del relato, a partir de un suceso real. Ironía de la vida, fue también uno de los
últimos que escribió Carver, a quien la crítica ha llegado a considerar el Chéjov
estadunidense, y forma parte del libro El elefante y otros relatos. En una nota
posterior, Carver señala que con este relato quiso hacer un homenaje, pagar en
parte algo de lo mucho que debía a Chéjov, a quien consideraba el mejor cuentista
que ha existido.

LEANDRO ARELLANO

Chéjov viajó a Moscú la noche del 22 de marzo de 1897 para cenar con su amigo
y confidente Alexei Suvorín. Suvorín era un acaudalado editor de libros y diarios,
un reaccionario, un hombre hecho gracias a su propio esfuerzo, cuyo padre había
sido soldado raso en la batalla de Borodino. Igual que Chéjov, era nieto de un
siervo. Eso compartían: llevar sangre campesina en las venas. Por lo demás, por
temperamento e ideología, se hallaban muy alejados. Pese a todo, Suvorín era uno
de los pocos amigos íntimos de Chéjov y disfrutaba su compañía.

Desde luego, acudieron al mejor restaurante de la ciudad, una antigua casona


llamada L´Hermitage, donde podía llevar horas, la mitad de la noche incluso, dar
cuenta de un menú de diez platillos que incluía, sin faltar, varios vinos, licores y
café. Como de costumbre, Chéjov iba impecablemente vestido: traje oscuro con
chaleco y sus infalibles quevedos. Aquella noche lucía como en la imagen de las
fotografías que le fueron tomadas en esa época. Se hallaba relajado, jovial.
Estrechó la mano del maitre y con una ojeada dominó el amplio comedor,
iluminado por brillantes candelabros. Todas las mesas estaban ocupadas por
hombres y mujeres vestidos con elegancia. Los meseros iban y venían sin cesar.
Apenas se había sentado a la mesa, frente a Suvorín, cuando de repente, sin más,
comenzó a manarle sangre de la boca. Suvorín y dos meseros lo acompañaron al
baño y trataron de parar la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorín lo condujo de
vuelta hasta su propio hotel e hizo prepararle una cama en una de las habitaciones
de su piso. Poco después, tras una nueva hemorragia, Chéjov consintió en ser
trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de tuberculosis y otras
infecciones respiratorias. Cuando Suvorín fue a visitarlo, Chéjov se disculpó por el
"escándalo" que había armado en el restaurante tres noches antes, pero insistió en
que no le ocurría nada grave. "Bromeó y sonrió como siempre", anotó Suvorín en
su diario, "mientras escupía sangre en una vasija".

María, su hemana menor, visitó a Chéjov en la clínica durante los últimos días de
marzo. El clima era miserable: caía una tormenta de aguanieve y había pilas de
nieve congelada por todas partes. Le resultó difícil encontrar un coche que la
transportara al hospital. Cuando arribó, iba invadida por el temor y la ansiedad.

"Antón Pavlovich yacía sobre su espalda", escribió María en sus Memorias. "Tenía
prohibido hablar. Después de saludarlo me dirigí hacia la mesa para ocultar mis
emociones." Allí, confundido entre botellas de champaña, latas de caviar y ramos
de flores de sus admiradores, vio algo que la aterró: un dibujo hecho a pulso,
trazado a no dudarlo por un especialista, de los pulmones de Chéjov. Se trataba
del tipo de boceto que un doctor hace con frecuencia para explicar a su paciente lo
que él cree que ocurre. Los pulmones estaban delineados en azul pero la parte de
arriba estaba cubierta de rojo. "Comprendí que estaban infectados", escribió María.

Otra de sus visitas fue León Tolstoi. El personal del hospital se quedó estupefacto
al tener frente a sí al mayor escritor de su patria, y acaso el hombre más célebre
de toda Rusia. Desde luego, le permitieron ver al paciente, no obstante que tenía
prohibido recibir visitas no indispensables. Con excesiva zalamería por parte de
enfermeras y doctores residentes, el anciano barbado y de aspecto fiero fue
conducido al cuarto de Chéjov. A pesar de la baja estima que sentía por Chéjov
como dramaturgo (Tolstoi pensaba que su teatro carecía de acción y de visión
moral. "¿Adónde van su personajes?" preguntó cierta vez a Chéjov. "Van y vienen
del sofá al cuarto de cachivaches" le respondió.) amaba sus cuentos. Mejor aún, y
para acabar pronto, Chéjov le caía bien. Una ocasión comentó a Gorky: "Qué
hombre tan extraordinario; modesto y tranquilo como una muchacha. Incluso
camina como una muchacha. Es un hombre maravilloso." Y anotó en su diario
(todos llevaban un diario en esa época): "Me alegra este cariño que siento por
Chéjov."

Tolstoi se deshizo de su chalina de lana y del abrigo de piel de oso y se acomodó


en una silla junto a la cama de Chéjov. ¡Qué importaba que Chéjov estuviera bajo
tratamiento y tuviera prohibido hablar, no se diga mantener una conversación! Le
sorprendió escuchar cómo el Conde empezaba a discurrir sobre su teoría de la
inmoratlidad del alma. Sobre esa visita, Chéjov escribió tiempo después: "Tolstoi
asume que todos los seres (humanos y bestias por igual) hemos de vivir por un
principio (como el amor o la razón) cuya esencia y propósito son un misterio… Yo
no necesito esa inmortalidad, no la entiendo. Y León Nikolaievich se asombró de
que así fuera."

Con todo, Chéjov quedó impresionado por el interés mostrado con su visita. Pero a
diferencia del Conde, Chéjov no creía y nunca había creído en la otra vida. No
creía en nada que no pudiera percibir por uno o más de su cinco sentidos. En
cuanto a su perspectiva de la vida y a su literatura, alguna vez comentó a alguien
que carecía de "una visión política, religiosa, o filosófica. La cambio cada mes; así
que me restrinjo a describir el modo como mis personajes aman, se casan, nacen,
mueren y hablan".

Antes de que le fuera diagnosticada su enfermedad, Chéjov había comentado:


"Cuando un campesino padece tuberculosis, dice: No hay nada más que yo pueda
hacer. Me iré con la primavera, al fundirse la nieve." (Chéjov mismo murió en el
verano, durante una ola de calor.) Pero cuando le informaron que padecía
tuberculosis, a menudo trataba de restar importancia a la seriedad de su condición.
En apariencia, hasta el final creyó confiar en que podría sacudirse la afección
como si se tratara de un catarro terco. Hasta sus últimos días hablaba con evidente
convicción sobre una mejoría. En una carta escrita poco antes de morir, llegó al
punto de comentar a su hermana que estaba engordando y se sentía mucho mejor
desde que se hallaba en Badenweiler.

BADENWEILER ES UN SPA y lugar de recreo, situado al oeste de la Selva Negra, no


lejos de Basilea. Los Vosgos están al alcance de la vista casi desde cualquier
punto de la ciudad, y en esa época el aire era puro y tonificante. Los rusos acudían
allí de tiempo atrás a sumergirse en los baños termales y a pasear en sus
bulevares. En junio de 1904 Chéjov fue allí a morir.

Al comenzar ese mes, Chéjov había tenido una jornada difícil en el tren que lo llevó
de Moscú a Berlín. Había viajado con su esposa, Olga Knipper, a quien conoció en
1898, durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como
una excelente actriz. Era inteligente, hermosa y casi diez años menor que el
dramaturgo. Chéjov se sintió atraído por ella en cuanto la conoció, pero le llevó
algún tiempo externarlo. Como era habitual, él prefería el coqueteo al matrimonio.
Luego de tres años de cortejarla y tras separaciones, cartas e inevitables
malentendidos, se casaron en una ceremonia privada en Moscú, el 25 de mayo de
1901. Chéjov era inmensamente feliz. Llamaba a Olga "poni", "perrito", "mi
cachorrito". También le gustaba llamarla "pavita" o simplemente "mi vida".

En Berlín, Chéjov visitó al doctor Karl Edwald, reconocido especialista en


desórdenes pulmonares. De acuerdo con un testigo, una vez que examinó a
Chéjov, el médico levantó sus manos al cielo y abandonó el cuarto sin decir
palabra: Chéjov se hallaba fuera del alcance de toda ayuda. El doctor Edwald se
enfureció consigo mismo por no poder operar milagros y con Chéjov por haber
llegado en aquel estado.

Un periodista ruso visitó casualmente a los Chéjov en su


hotel y lo informó a su editor: "Los días de Chéjov están
contados. Luce mortalmente enfermo: ha perdido peso,
tose permanentemente, jadea buscando aire ante cualquier
movimiento y la fiebre no le cede." El mismo periodista
había presenciado la partida de los Chéjov en la estación
de Postdam, cuando abordaron el tren con destino a Badenweiler. De acuerdo a su
informe, Chéjov tuvo problemas para ascender la escalerilla en la estación y debió
sentarse unos minutos para recobrar el aliento. Era evidente que le resultaba
trabajoso hacer cualquier movimiento. Sus piernas le dolían constantemente, igual
que sus órganos internos: la enfermedad le había afectado ya los intestinos y la
espina dorsal. Le quedaba menos de un mes de vida. No obstante, cuando Chéjov
se refería a su actual condición, lo hacía, al decir de Olga, con temeraria
indiferencia.

El doctor Schwöhrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que obtenían
jugosos ingresos atendiendo a la gente que acudía al spa en busca de alivio para
distintos males. Algunos pacientes estaban realmente enfermos o su salud era
débil, otros simplemente viejos e hipocondríacos. Pero Chéjov era un caso
especial: su enfermedad era incurable y vivía sus últimos días. También gozaba de
mucha fama. Incluso el doctor Schöwhrer lo conocía: había leído algunos cuentos
suyos en una revista alemana. Cuando examinó al escritor a principios de junio,
comentó su aprecio por el arte de Chéjov pero mantuvo oculta su opinión clínica.
Nada más se limitó a recetarle una dieta a base de chocolate, avena bañada con
mantequilla y té de fresa. Se suponía que éste ayudaría a Chéjov a dormir por la
noche.

El 13 de junio, a menos de tres semanas de su muerte, Chéjov escribió una carta a


su madre en la que le informaba que su salud mejoraba. Decía en ella: "Es posible
que en una semana haya sanado por completo." ¿Quién puede adivinar por qué
dijo eso? ¿En qué pensaba en el fondo? Él mismo era médico y lo sabía de cierto:
se estaba muriendo. Tan simple e inevitable como eso. A pesar de todo, él se
sentaba en el balcón de su cuarto y leía itinerarios de trenes. Se informaba sobre
los barcos que hacían la ruta Marsella-Odesa. Él lo sabía. A esas alturas él debía
saberlo. Sin embargo, en una de las últimas cartas que escribió, comentó a su
hermana que cada día se sentía mejor.

De tiempo atrás se le había acabado el ánimo por la literatura. Con dificultades


alcanzó a terminar El jardín de lo cerezos el año anterior. Escribir esa obra fue la
tarea más árdua de su vida. Hacia el final, apenas si tenía fuerza para escribir seis
o siete líneas al día. "Siento una gran desilusión", le escribió a Olga. "Creo que
estoy acabado como escritor; cada línea que escribo me resulta vana, inútil." Aun
así, no se detuvo y acabó el drama en octubre de 1903. Fue lo último que escribió,
excepción hecha de algunas cartas y varias anotaciones en su libreta de apuntes.

Poco después de la medianoche del 2 de julio de 1904, Olga mandó llamar al


doctor Schwöhrer. Era una emergencia: Chéjov deliraba. Por casualidad, dos
jóvenes vacacionistas rusos ocupaban el cuarto vecino y Olga se apresuró a
contarles lo que ocurría. Uno de ellos dormía ya en su cama pero el otro se hallaba
despierto, fumando y leyendo. Salió corriendo del hotel en busca del doctor.
"Todavía puedo escuchar el sonido de la grava bajo sus pisadas, en el silencio de
aquella noche asfixiante", anotó más tarde Olga en sus Memorias. Chéjov
alucinaba, hablaba de unos marineros y decía algo acerca de Japón. "No se debe
poner hielo en un estómago vacío", le dijo a Olga cuando ella trató de colocar una
bolsa de hielo en su pecho.

Llegó el doctor Schwöhrer y desempacó su maletín, manteniendo su mirada fija en


Chéjov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas y el
sudor resplandecía en sus sienes. El rostro del doctor no se alteró, no era un
hombre impresionable. Pero advirtió que el fin de Chéjov estaba próximo. Sin
embargo él era médico, y como tal, tenía el compromiso de hacer todo lo que
pudiera. Además, Chéjov, así fuera débilmente, se mantenía aferrado a la vida. El
doctor preparó la jeringa y le administró una inyección de alcanfor, lo que debería
ayudarle a acelerar el corazón. Pero no sirvió de nada como, por supuesto, nada
podía servir ya. Todavía el doctor informó a Olga su intención de enviar a traer
oxígeno. Pero de repente Chéjov se incorporó y con cabal lucidez dijo en voz baja:
"Para qué, antes de que llegue ya seré un cadáver."

El doctor se atusó el enorme bigote y observó a Chéjov, quien tenía las mejillas
hundidas, cenizas, estaba pálido y chirriaba al respirar. El doctor supo que era
cuestión de minutos. Sin decir palabra, sin consultarlo con Olga, el doctor caminó
hasta un nicho donde había un teléfono en la pared y leyó las instrucciones para su
uso. Si lo activaba sosteniendo el dedo sobre un botón y giraba una manija al lado
al aparato, podía llamar a la parte baja del hotel: la cocina. Levantó el receptor, lo
puso en su oído y siguió las instrucciones. Cuando por fin alguien contestó, el
doctor ordenó una botella del mejor champaña que tuviera el hotel. Le preguntaron
cuántas copas requería. "Tres", respondió el médico gritando por la bocina, "Y
apresúrese, ¿me escucha?" Fue uno de esos raros momentos de inspiración que
con el tiempo se pasan por alto, porque el hecho es tan propio que parece
inevitable.

Llevó el champaña un muchacho de aspecto cansado y con el cabello rubio


despeinado. Los pantalones de su uniforme estaban arrugados, los pliegues
borrados y en su premura había olvidado cerrar una presilla de la chaqueta. Tenía
la apariencia de quien ha estado descansando (hundido en un sillón, dormitando,
digamos) cuando a la distancia irrumpió el teléfono en esa hora temprana de la
mañana. ¡Por Dios! Enseguida sintió que lo despertaba uno de sus superiores para
ordenarle que llevara una botella de Moët al
cuarto 211. "Y apresúrate, me oyes."

EL MUCHACHO ENTRÓ a la habitación con una


hielera de plata y el champaña, así como con
una bandeja y tres copas de cristal cortado.
Dispuso un sitio en la mesa para la hielera y las
copas, mientras estiraba el cuello hacia el otro
cuarto, donde alguien resollaba estruendosamente. Era un sonido horrible,
desgarrador. El muchacho bajó la barbilla y se alejó en cuanto el ronquido del
pecho empeoró. Distraído, miró por la ventana abierta hacia la ciudad a oscuras.
Luego, el hombre imponente y de espeso bigote le puso unas monedas en la mano
–una buena propina según pudo advertirlo– y de pronto se halló frente a la puerta
abierta. Dio algunos pasos y cuando bajó al descanso, abrió su mano y miró las
monedas con asombro.

Con orden, como acostumbraba hacer todo, el doctor se ocupó en descorchar la


botella. Lo hizo de modo tal que la explosión fuera mínima. Vertió el champaña en
las tres copas y mecánicamente volvió a poner el corcho en el cuello de la botella.
Acto seguido tomó las copas y se acercó a la cama. Por unos momentos Olga
soltó la mano de Chéjov –le quemaba los dedos, diría después– y colocó otra
almohada bajo su cabeza. Luego puso la copa fría en la palma de la mano de
Chéjov y se cercioró que sus dedos la sujetaran. Intercambiaron miradas Chéjov,
Olga y el doctor Scwöhrer. No chocaron las copas ni brindaron. ¿Qué motivo había
para celebrar? ¿La muerte? Chéjov reunió las fuerzas que le quedaban y dijo:
"Hace mucho tiempo que no bebía champaña." Alzó la copa hasta sus labios y
bebió. Uno o dos minutos más tarde Olga retiró la copa vacía de su mano y la puso
sobre la mesita de noche. Entonces Chéjov se volteó de lado, cerró sus ojos y
suspiró. Un minuto después cesó su respiración.

El doctor levantó de sobre la sábana la mano de Chéjov. Puso sus dedos alrededor
de la muñeca del escritor y extrajo un reloj de oro del bolsillo de su chaleco, del
que abrió la tapa. El segundero avanzaba lenta, muy lentamente. Lo observó girar
tres veces en redondo esperando señales del pulso. Eran las tres de la mañana y
el calor en el cuarto todavía sofocaba. Badenweiler se hallaba bajo la peor ola de
calor en años. Las ventanas de ambos cuartos estaba de par en par pero no había
ni señales de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras se coló por la
ventana y fue a estrellarse violentamente contra la lámpara eléctrica. El doctor
soltó la muñeca de Chéjov y dijo: "Se acabó." Cerró la tapa de su reloj y lo devolvió
al bolsillo del chaleco.

Al instante Olga secó sus ojos y se recompuso. Agradeció su visita al doctor. Él le


preguntó si deseaba algún tranquilizante, láudano quizás, o unas gotas de
valeriana. Ella negó con un movimiento de cabeza. Pero había algo que quería
pedirle: antes de que lo notificara a las autoridades y se enterara la prensa, antes
de que llegara el momento en que Chéjov no pudiera estar
más bajo su cuidado, deseaba quedarse un rato a solas
con él. ¿Le podía ayudar con eso? ¿Podía mantener en
secreto lo que acababa de ocurrir, aunque fuera por un rato
nada más?

El doctor se alisó el bigote con el dorso de un dedo. ¿Por


qué no? Después de todo, ¿qué diferencia podía tener
para cualquiera si lo sucedido se anunciaba ahora o unas
horas más tarde? El único detalle pendiente era llenar el certificado de defunción,
lo cual bien podía hacer más tarde en su oficina, luego de que durmiera algunas
horas. El doctor asintió con la cabeza y se preparó para salir. Murmuró unas
palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. "Ha sido un honor", dijo el doctor
Schwöhrer. Cogió su maletín y abandonó el cuarto, y para el caso, la historia.

Fue en ese momento cuando el corcho de la botella salió disparado. La espuma se


derramó sobre la mesa. Olga volvió al lado de Chéjov. Se sentó sobre un escabel
sosteniendo la mano del escritor y le acariciaba el rostro de vez en vez. "No se
escuchaba ni una voz, ningún sonido del exterior", escribiría Olga. "Sólo sentía la
paz, la belleza y el esplendor de la muerte."

PERMANECIÓ JUNTO A CHÉJOV hasta que amaneció, cuando los tordos ya


comenzaban a gorjear en el jardín. Luego advirtió ruido de mesas y sillas que
acomodaban abajo y, a poco, el rumor de voces. En ese momento llamaron a su
puerta. Pensó que debía tratarse de algún funcionario, del forense, o de algún
policía con preguntas que hacer y formularios para llenar; o quizás, sólo quizás,
podía tratarse del doctor Schwöhrer, que regresaba acompañado del agente
funerario para embalsamar los restos de Chéjov y enviarlos de vuelta a Rusia.

Pero resultó ser el mismo muchacho rubio que horas antes había traído el
champaña. Sin embargo, esta vez el muchacho llevaba los pantalones del
uniforme correctamente planchados, los pliegues del frente bien marcados y
abrochados todos los botones de su reluciente chaqueta verde. Parecía otra
persona. No sólo iba totalmente despierto sino que se había rasurado las mejillas
regordetas, llevaba el cabello bien peinado y parecía ansioso por agradar. Sostenía
en la mano un florero de porcelana con tres rosas amarillas de tallo largo. Se las
ofreció a Olga con un simpático choque de sus tacones. Ella retorcedió
permitiéndole pasar a la habitación. Él le dijo que iba a levantar las copas, la
hielera, la bandeja, sí, pero a la vez quería informarle que debido al intenso calor,
el desayuno sería servido esa mañana en el jardín. Confió en que el calor no le
resultara muy agobiante y se disculpó por ello.

La mujer parecía distraída. Mientras él hablaba, ella apartó la vista y miró hacia
abajo, a algo que había en la alfombra. Cruzó los brazos y los sostuvo con los
codos. Entretanto él, todavía con el florero en las manos, en espera de una
indicación, observó detenidamente la habitación. La luz brillante del sol se
derramaba por las ventanas abiertas. El cuarto estaba ordenado y tranquilo, casi
intacto. No había ropa sobre las sillas, ni zapatos, calcetines, tirantes o sotenes a
la vista, como tampoco maletas abiertas. En una palabra, no había nada fuera de
lugar; nada salvo los pesados y ordinarios muebles que componen el mobiliario de
un cuarto de hotel. Entonces, al ver que ella seguía mirando al piso, él también
bajó la mirada y descubrió al instante un corcho cerca del zapato de Olga. La mujer
no lo veía, pues miraba en otra dirección. El muchacho quiso inclinarse a recogerlo
pero aún sostenía las rosas en la mano y temió parecer un intruso atrayendo la
atención sobre él. Muy a su pesar dejó el corcho donde estaba y alzó la vista. Todo
se hallaba en orden excepto la botella de champaña descorchada y a medio
consumir, colocada en la mesa junto a dos copas. Echó otra mirada. Por la puerta
abierta observó que la tercera copa seguía en el dormitorio, sobre la mesita de
noche. Pero todavía alguien ocupaba la cama. No pudo distinguir quién era, pero el
bulto bajo las sábanas permanecía inmóvil y callado. Volvió la vista a otro lado y
por una razón que no comprendía lo invadió una sensación de inquietud. Aclaró su
garganta y recargó su peso en la otra pierna. La mujer seguía imperturbable. El
muchacho sintió que le ardían las mejillas. Se le ocurrió, sin pensarlo del todo, que
quizás debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiado en
atraer así la atención de la mujer, pero ella no lo notó. Los distinguidos huéspedes
extranjeros, dijo, podían tomar el desayuno en sus habitaciones si así lo deseaban.
El muchacho (cuyo nombre no sobrevivió y es probable que haya muerto en la
primera guerra mundial) dijo que con gusto subiría la bandeja. Dos bandejas,
anadió, atisbando una vez más hacia el dormitorio.

Después enmudeció y se pasó un dedo por el interior del cuello. No entendía. No


estaba seguro siquiera que la mujer lo hubiera escuchado. No supo qué más podía
hacer; y aún mantenía el florero en la mano. El aroma dulzón de las rosas inundó
su nariz e inexplicablemente le produjo una punzada dolorosa. Durante el tiempo
que llevaba ahí, aparentemente la mujer no lo había escuchado, hundida como
estaba en sus pensamientos. Era como si todo el tiempo que permaneció hablando
allí de pie, apoyando su peso en una u otra pierna, sosteniendo las flores, ella
hubiera estado en otro sitio, en algún lugar alejado de Badenweiler. Pero al fin
volvía en sí, su gesto adquiría otra expresión. Alzó la vista, lo miró y movió la
cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía ese muchacho allí con
un florero y tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado flores.

Pasó el instante. Anduvo hasta donde se hallaba su bolso de mano y pescó unas
monedas. También extrajo unos billetes. El muchacho se enjugó los labios con la
lengua: otra propina generosa. ¿Ahora por qué? ¿Qué le pediría esta vez? Nunca
antes había atendido a huéspedes así. Y aclaró su garganta de nuevo.

La mujer le dijo que no desayunaría; al menos no todavía. Desayunar no era


importante esa mañana. Pero tenía necesidad de algo más. Necesitaba que fuera
a llamar al agente funerario. ¿Comprendía? Herr Chéjov ha muerto, ve usted.
Comprenez-vous? Antón Chéjov ha muerto. Ahora escúcheme con atención, le
dijo. Le pedía que bajase y preguntara a alguno en la recepción dónde podía
encontrar al agente funerario más respetable de la ciudad. Alguien de confianza,
escrupuloso con su trabajo y de modales discretos. En suma: un agente funerario
digno de un gran artista. Tome, le dijo, al tiempo que le entregaba el dinero.
Informe abajo que le he encomendado a usted específicamente hacerme este
mandado. ¿Me escucha? ¿Entiende lo que le estoy pidiendo?

El muchacho luchó por entender lo que ella le decía. Decidió no mirar más hacia el
otro cuarto. Había presentido que algo no andaba bien. Advirtió que su corazón le
latía con fuerza bajo la chaqueta y que el sudor asomaba a su frente. No supo
adónde dirigir la vista y quería colocar el florero en alguna parte.

Hágame este favor, le dijo la mujer. Le quedaré siempre agradecida. Infórmeles


abajo que insisto en ello. Dígales eso. Y por favor tenga cuidado en no llamar la
atención sobre usted o sobre lo ocurrido. Diga únicamente que es indispensable,
que yo se lo pedí, eso es todo. ¿Me escucha? Diga algo si me entiende. Pero
sobre todo, no cause ninguna inquietud. Todo lo que sigue, el tumulto y lo demás,
vendrán pronto. Lo peor ya pasó. ¿Me entiende?

La cara del muchacho se había puesto lívida, pero se mantuvo rígido sosteniendo
el florero. Acertó a asentir con la cabeza.

Luego de obtener la autorización para salir del hotel, el muchacho debería salir
serena y resueltamente por el agente funerario, pero sin precipitaciones. Debería
conducirse exactamente como quien hace un importante mandado, no más.
Estaba haciendo un importante mandado, le dijo Olga. Y si contribuía al mejor
cumplimiento de su encargo, debería imaginarse a sí mismo como quien avanza
en una acera repleta llevando un florero de porcelana lleno de rosas, que debe
entregar a una persona importante. (Olga hablaba en voz baja, casi en un susurro,
como si se dirigiera a un pariente o a un amigo.) Incluso podía pensar que la
persona que le aguardaba se hallaba impaciente por recibir las rosas. Sin
embargo, no debería exhaltarse y correr, ni perder el paso, no olvidar que llevaba
un florero. Debería caminar con energía pero guardando toda la compostura
posible. Debería mantenerse así hasta llegar a la funeraria. Ya frente a la puerta,
debía levantar la aldaba, y luego, dejarla caer una, dos, tres veces. Un minuto
después, se asomaría el agente.

El hombre sería un cuarentón, cincuentón si acaso, calvo, fornido, con anteojos de


metal montados sobre la punta de la nariz. Sería mesurado, discreto, un hombre
de los que sólo hacen preguntas directas e indispensables. Un delantal.
Descontado que llevaría un delantal. Incluso podría estarse frotando las manos con
una toalla oscura, mientras escucha lo que se le dice. Su ropa olería vagamente a
aldehído fórmico. Eso era normal y el muchacho no debería preocuparse. Pronto
sería adulto y esas cosas no deberían producirle temor o repulsión. El agente lo
escucharía hasta el final. Sería un hombre reservado y de temple, alguien capaz
de ahuyentar el temor de las personas en situaciones como ésta, y no aumentarlo.
De años atrás estaría habituado al trato cotidiano con la muerte, en sus distintas
apariencias y disfraces; de modo que para él no habría secretos ni sorpresas. Este
era el hombre cuyos servicios se requerían esa mañana.

El agente funerario toma en sus manos el florero. Una sola vez, mientras habla el
muchacho, un leve parapadeo traiciona al hombre, lo que indica que no ha
escuchado nada fuera de lo común. Pero en el momento en que el muchacho
menciona el nombre del muerto, los párpados del hombre se alzan un poco.
¿Chéjov, ha dicho usted? Aguarde, en un minuto lo acompaño.

¿Entiende lo que le digo? le pregunta Olga al muchacho. Deje ahí las copas. No se
preocupe por ellas. Olvide todo eso. Deje el cuarto como está. Todo está dispuesto
ya. Estamos listos. ¿Puede ir ya?

Pero en aquel momento el muchacho pensaba en el corcho que seguía junto a la


punta de su zapato. Levantarlo demandaba que él se inclinara sin soltar el florero.
Eso haría. Se agachó, y sin mirar hacia abajo lo alcanzó y lo envolvió en su mano.

Traducción de Leandro Arellano


Sergio Pitol

Chéjov
nuestro
contemporáneo
Afirma Cyril Connolly que el escritor debe
aspirar a escribir una obra genial. Todo escritor
debe desde el inicio ser fiel a sus posibilidades y
tratar de afinarlas; tener el mayor respeto al
lenguaje, mantenerlo vivo, renovarlo si es
posible; no hacer concesiones a nadie, y menos
al poder o a la moda, y plantearse en su tarea
los retos más audaces que le sea posible
concebir. Al menos, ésa fue la manera como
Chéjov llegó a convertirse en el gran escritor que
es. Escribió al principio, al advertir su facilidad
para inventar historias, para ganar un poco de
dinero y mantener a su familia; le llevó unos
cuantos años descubrir que ser escritor planteaba exigencias mayores a las de
relatar una anécdota graciosa o un episodio dramático. Fue siempre fiel a su
intuición, excepcionalmente exigente consigo mismo, indiferente al juicio de los
demás, ajeno a cualquier tentación de poder, a toda forma de adiposidad o de
falsía, e infatigable en la búsqueda de una manera personal de narrar. Gracias a
ello, dejó como legado a la humanidad un puñado de obras geniales.

La gaviota inicia la transformación del teatro contemporáneo. Se trata de una obra


bella y conmovedora que nadie logró comprender en sus primeras
representaciones. Rompe con la tradición rusa de manera tajante. Y no sólo con la
rusa; aun el teatro de nuestros días, en especial el anglosajón, le sigue siendo
deudor. En esa pieza aparece un joven poeta, Trepliov, que se desvive por crear
un nuevo lenguaje literario. La época es el fin de siglo y la escuela literaria a que
Trepliov pertenece, la simbolista. Chéjov hace uso del recurso clásico del teatro
dentro del teatro, e incluye en La gaviota la representación de un monólogo de
Trepliov, un desvarío verbal, un desfiguro, no una recreación, sino una parodia del
lenguaje simbolista. Si la simpatía de Chéjov por aquel joven simbolista y su triste
destino se hace evidente del principio al fin de la obra, también es cierto que su
actividad literaria está tratada con ligero desdén. En el centro del primer acto de
La gaviota se incluye un fragmento de aquel monólogo. Una bella aspirante a
actriz encarna al "Alma-Total-del-Universo", quien se goza en informarnos que
todos lo seres vivos se han extinguido desde hace varios miles de años y la Tierra
no ha logrado engendrar ninguna nueva especie. El Alma Total del Universo abre
la boca sólo cada cien años para revelar la lucha incesante que libra desde siglos
atrás contra el Demonio, el Rey de la Materia. Está convencida de que llegará el
día en que logrará derrotarlo. "Después de un combate cruel y encarnizado –
exclama el Alma– que podrá abarcar milenios llegaré a conquistar el principio de la
Fuerza Material. Materia y espíritu podrán fundirse entonces en maravillosa
armonía, la tierra volverá a poblarse y advendrá el Reino de la Libertad Universal."
El monólogo, como lo habrá advertido el lector, es farragoso, ingenuo y ramplón.
El uso constante de abstracciones, el menosprecio hacia los seres reales y sus
minúsculo problemas, la búsqueda del infinito corresponden a la noción que
Chéjov tenía de la literatura simbolista. Es bien sabido que detestaba el
romanticismo y desconfiaba de aquella nueva escuela que comenzaba a florecer
en Rusia. Veía en los simbolistas una nueva encarnación de los románticos. Los
simbolistas no le perdonaron a Chéjov aquella parodia. Lo consideraban un
pequeño escritor costumbrista. Él, por su parte, se concebía como un escritor
realista. Palabras como "realismo" y "realista" pasan ahora por una fase de
desprestigio, se aplican con cautela o más bien con desdén. Dejan una sensación
de imprecisión y exhalan un aroma de vulgaridad. Víctor Sklovski, en una
conversación con Serena Vitali, declaraba antes de morir: "La verdad es que
nunca he logrado entender qué significa el término realista, y no me refiero sólo al
realismo socialista, sino al realismo a secas. ¡Una denominación banal que en
literatura no significa nada!"

Para entendernos, cuando Chéjov se definía como un escritor realista lo hacía con
la misma tranquila convicción con que Tolstoi y Dostoievski aceptaban el término.
Para ellos y sus contemporáneos el adjetivo tenía un sentido preciso. Sin duda
Chéjov se sorprendería al advertir que no hay un solo ensayo importante que no
se detenga en mostrar la inmensa carga simbólica de su obra. La gaviota, donde
parodió esa corriente, es quizás el más simbolista –¡lo es desde el título!– de sus
dramas.

Aunque Chéjov considerara que su literatura se inscribía en la tradición realista


rusa, era consciente de las diferencias fundamentales existentes en su obra y la
de sus predecesores y contemporáneos. Sus búsquedas y propósitos no podían
ser más disímiles. El aliento épico de Tolstoi, la exaltación espiritual de
Dostoievski, el patetismo de Andreiev, le eran visceralmente ajenos. Su obra
marca no sólo el fin de un periodo literario, también clausura un mundo histórico.
Se trata, como lo ha visto con exactitud Vittorio Strada, de un escritor en transición
situado entre dos mundos. La originalidad de Chéjov desconcertó a sus
contemporáneos y en su primera época resultó verdaderamente incomprensible.
"Aún en nuestros días –añade el crítico italiano– sigue siendo el escritor más difícil
de la literatura rusa, puesto que bajo un máximo de aparente transparencia se
oculta un núcleo cerrado que escapa a toda formulación crítica."
Una modalidad del relato chejoviano es su fragmentación, a veces su
pulverización. No se trata de un capricho. Es la respuesta formal a una de
sus inquietudes fundamentales. El mundo de Chéjov parece girar en torno
a un eje: la incomunicación. La ruptura de la comunicación se da sobre
todo entre las personas más sensibles, más generosas, y afecta las
relaciones más delicadas, las de los amantes, los amigos, las existentes
entre padres e hijos. Los personajes poco a poco enmudecen, las palabras se les
congelan, y cuando se ven forzados a hablar coagulan el lenguaje, lo infectan, de
modo que aquello que podría ser fiesta de reconciliación se transforma en duelo
de enemigos o, peor aún, en una indiferencia desdeñosa.

En 1888 Chéjov inició con La estepa una nueva escritura, cuya originalidad parece
no advertirse del todo, por lo menos entonces. En La estepa el mundo aparece
contemplado por los ojos de un niño, pero el lenguaje no es sólo el de la infancia,
sino que pugna por alcanzar otros niveles. El reto era más arduo de lo que parecía
a primera vista. Chéjov no se conformó con seguir la mirada del niño y traducir en
lenguaje perfecto sus descubrimientos, sus entusiasmos, sus temores; se propuso
algo más complejo: fundir la propia visión del universo del autor con las reducidas
percepciones de un protagonista infantil. Ahí nació una nueva poética. Las
percepciones de Egoruschka, el niño, constituyen el cuerpo fundamental del
relato, pero las refinadas descripciones de la naturaleza, las digresiones y
reflexiones sobre ella difícilmente podrían serle atribuidas. El relato corresponde a
una visión infantil, pero está escrito en un estilo no siempre accesible a esa visión.

"Chéjov –dice Dimitri Merejkovski– contempla la naturaleza no sólo desde un


punto de vista estético, aunque todas sus obras contengan una multitud de
diminutas y elegantes pinceladas que documentan la sutileza de sus poderes de
observación. Como todo poeta verdadero, siente una profunda ternura hacia la
naturaleza, una comprensión instintiva de su vida inconsciente. No sólo la admira
a la distancia como un artista sereno y observador, sino que la absorbe totalmente
como hombre y fija su huella indeleble en todas sus ideas y sentimientos." En La
estepa la descripción de la naturaleza y las reflexiones sobre ella son de Chéjov;
la percepción de los hechos humanos le corresponde al niño protagonista.

Para el autor se trata también de un viaje y de un reto. Es un trayecto hacia una


nueva forma narrativa. Igual que la estepa, el relato carece de límites precisos
tanto al inicio como al final.

Aparece allí un personaje destinado a cobrar importancia en el universo


chejoviano. Carece de atractivos. Ni Gogol, ni Turguéniev, Tolstoi o Dostoievski
pudieron retratarlo porque en sus tiempos no existía. Es el empresario, el
representante del nuevo capitalismo que comienza a consolidarse en Rusia. En La
estepa ese personaje se llama Varlamov; Varlamov, al igual que los representantes
de la nueva intelectualidad rusa, Stanislavski, Diaghilev, el propio Chéjov, debía
ser hijo o nieto de siervos. A Chéjov estos hombres enérgicos y activos que
empezaban a dirigir el mundo le parecían necesarios pero también profundamente
antipáticos. Egoruschka oye hablar de Varlamov a todos los personajes con
quienes tropieza en su viaje por la estepa. Es él quien manda allí. Sin embargo,
cuando llega a verlo, pasada ya la mitad de la novela, se queda sorprendido ante
su aspecto. Pensaba contemplar a una especie de Zar y lo que encuentra es a un
hombre insignificante de gorra blanca y traje de paño ordinario. "Un hombre gris,
de grandes botazas y mala montura que hablaba con los mujiks a una hora en que
todas las personas respetables aún dormían." Dos veces lo ve usar la fusta, una
para golpear a los posaderos judíos, otra para fustigar a un personaje que no le
supo dar una información precisa. Tal es su modo de comunicarse con el mundo:
su lenguaje. A Egoruschka no se le escapa que, por insignificante que fuere el
aspecto de aquel hombre, en todo él se percibía, incluso en la manera de sostener
el fuete, una sensación de fuerza y poder sobre lo que lo rodeaba.

El puño de Varlamov decide el destino de todos aquellos que habitan en la estepa


o deambulan por ella. Él está a la par, si no por encima de la naturaleza. Durante
una marcha realizada en una noche de tormenta, el pequeño Egoruschka logra ver
como entre sueños, a la luz de los relámpagos, a sus compañeros de viaje. La
imagen que nos transmite puede ser la de los ciegos de Breughel. Los viejos se
apoyan unos en otros, uno tiene la cara deformada debido a una hinchazón
crónica de la quijada, otro arrastra los pies casi tumefactos; más adelante, como
un sonámbulo, avanza un viejo chantre que ha perdido la voz. Cubiertos con
burdas esteras de paja, se arrastran al lado de sus carromatos. Figuras
monstruosas, desechos de la naturaleza, son el retrato anticipado de lo que serán
los jóvenes hermosos y fornidos que caminan tras ellos, recién iniciados en el
oficio.

El primer párrafo de un relato de Chéjov nos entrega por regla general los datos
esenciales y la tonalidad de la historia. No debemos esperar grandes sorpresas en
el relato, sino un mero desarrollo de lo que en germen se encuentra ya en la
obertura. En la página inicial de La fiesta onomástica sabemos que Olga
Mijailovna está encinta, que vive en una mansión de provincia rodeada de amplios
jardines donde ese día se ha fatigado e irritado en exceso. Todo hace presumir
que el punto de mira desde el cual se contempla la historia es el suyo. Nos
enteramos, también, de que no vive en armonía con el mundo que la rodea. Acaba
de ser servida una comida de ocho platos y la interminable vocinglería que la
acompañó la ha cansado hasta el desfallecimiento. Tenemos la sensación de que
la sociedad que la rodea la irrita más de lo que uno consideraría natural. En sus
reflexiones aparece una crispación que preludia la histeria y hace prever un
desenlace dramático. Se anuncia esa tensión entre opuestos que siempre le
interesó a Chéjov: la confrontación entre sociedad y naturaleza; la primera
representada por la conducta de los invitados a la fiesta, la otra por el hijo que la
mujer lleva en el vientre. Olga Mijailovna huye de la fiesta en ese primer párrafo
para esconderse por el momento en un sendero del jardín, donde entre el olor a
heno recién cortado y a miel y el zumbido de las abejas se abandona para que el
sentimiento del diminuto ser que lleva en el vientre se apodere por completo de
ella. Pero ese rapto en medio de la naturaleza dura sólo un instante. La sociedad
se impone y el lugar que debía ocupar en sus pensamientos la criatura se ve
invadido por una sensación de culpa por haber abandonado a los invitados y por
una contienda conyugal, inevitable en cualquier relato de Chéjov. Su
marido acaba de despotricar contra algunas novedades: los procesos con
jurado popular, la libertad de prensa y la instrucción de la mujer, tres
victorias de la sociedad liberal ganadas a la autocracia. Ella se opone a la
posición de su marido únicamente por contrariarle. Y ese dato nos acerca
más a la verdadera fuente de sus problemas. El dilema entre naturaleza y
sociedad encuentra un cauce viable para poder manifestarse: la oposición
desnuda entre hombre y mujer. Poseída por los celos, la protagonista
repara sólo en los defectos del marido y con toda seguridad los magnifica. La
afectación de Piotr Dimítrich le despierta un odio enfermizo. Pero, ¿es ella un
personaje tan auténtico como parece creer? ¿Vive realmente las ideas ilustradas
que proclama? ¿No aprovecha sólo algunos conceptos abstractos para en
momentos como ése sentirse superior al cónyuge? Podría ser, lo cierto es que en
su alteración advertimos algo frío y posesivo. Un anhelo ciego de adueñarse del
hombre que nos la vuelve odiosa. Ambos están hartos de aquella fiesta que
iniciada por la mañana durará hasta la medianoche. A lo largo de las interminables
horas en que transcurren los festejos se va desenvolviendo el drama. La
imposibilidad de hablar, de comunicarse se va posesionando de ella, hasta que su
interior no puede resistir la carga y se desborda en un estallido que roza la locura.
Triunfan el rencor, el despecho y la cólera. El final es trágico. La sociedad se
impone de la peor manera a la naturaleza, al instinto biológico. Aquella pareja que
durante la fiesta ha jugado un complicado juego de máscaras, termina por destruir
la vida que estaba por nacer. Lo original, lo importante, lo esencialmente
chejoviano lo constituye la construcción de esa historia a través de una lluvia de
detalles, casi todos al parecer triviales. Le basta un acto mínimo, dos o tres
palabras dichas como de paso para recrear una atmósfera y sugerir un pasado. Lo
trivial se vuelve de golpe importante, significativo.

El universo de crueldad se encuentra igual en una rústica choza de mujiks que en


las casas opulentas de la nueva burguesía como aquélla en que habita la
protagonista de El mundo de las mujeres, o la de una nueva clase de
comerciantes en ascenso que aparece en ese relato extraordinario, atroz entre los
atroces, titulado En el barranco. Si un mensaje moral se puede desprender de los
personajes chejovianos es el de resistirse a sucumbir ante la inmisericordia y la
vulgaridad que destilan los tiranos domésticos que pueblan los infiernos donde
están atrapados. Enfrentarse a ellos es punto menos que imposible. Lo que cabe
es resistir, sufrir, no ceder, trabajar, no dejarse arrollar. Si lo logran habrán vencido.

Thomas Mann, en un célebre ensayo sobre Chéjov escrito pocos meses antes de
morir, señala: "Ya en plan de citar y elogiar, es indispensable mencionar Una
historia aburrida, la que amo más que cualquier otra de las creaciones de Chéjov.
Una obra absolutamente extraordinaria y fascinante, que en su silenciosa y triste
singularidad quizás no tenga rival en toda la literatura." Se trata de un relato que
puede leerse desde varias perspectivas, que queda abierto a la interpretación del
lector, y que, a pesar de la calidez y la piedad que el autor muestra a sus criaturas,
no es sino el retrato doloroso de una derrota. Un viejo profesor, el protagonista,
descubre al final de sus días que por nobles que hayan parecido sus esfuerzos
para realizar algo en la vida, en el fondo la suya carece de sentido. No difiere en
nada de la del insensible Iván Ilich de Tolstoi. Y a la pregunta más sencilla, al ¿qué
hacer? con que su joven pupila, la única persona por quien se interesa en el
mundo, lo enfrenta, no puede (o no quiere) sino responder: "No lo sé. ¡La verdad
es que no lo sé!"

A medida que la salud de Chéjov se quebrantaba y se vislumbraba el final, sus


ideas sociales se fueron radicalizando. Firmó documentos y protestas; se
solidarizó con los estudiantes perseguidos; se distanció de Suvorín, su editor, su
mecenas, hasta entonces su confidente y el más íntimo de sus amigos. En una
carta de ruptura particularmente severa le escribe: "La indiferencia equivale a una
parálisis del alma, a una muerte prematura."

Fue desde joven un admirador de Comte, un positivista convencido. En una


ocasión escribió, refiriéndose a las enseñanzas evangélicas de Tolstoi que
convierten al campesino en un compendio de todas las virtudes:

La moral de Tolstoi ya no me conmueve. En el fondo de mi corazón no me es simpática. Por mis


venas corre sangre campesina. ¡Que no me vengan a mí con virtudes de mujiks! Desde muy joven
he creído en el progreso. Reflexiones objetivas y mi sentido de justicia me dicen que en la
electricidad y en el vapor hay más amor por el hombre que en la castidad, el ayuno y el rechazo de
la carne.
Sin embargo, su fe en la razón, la ciencia y el progreso, no impidió, ya que su
escritura era un puro ejercicio de libertad, que algunos de sus relatos adoptaran
una tonalidad casi evangélica. En una de sus últimas novelas cortas, En el
barranco, la maldad y la usura se asimilan a la mentira, y la única nobleza está
unida al sufrimiento, a los ritmos de la naturaleza, a la tierra, al trabajo manual,
con religiosidad tan intensa como la del Tolstoi último que tanto le disgustaba. La
única diferencia es que en Chéjov el predicador desaparece y sólo queda la
escritura. En una carta puede escribir:
Lo más sagrado para mí es el cuerpo del hombre, su salud, su talento, su inspiración, su
inteligencia, su amor y su libertad, su independencia ante el poder y la mentira… No soy liberal, ni
clerical, ni indiferente. ¡Odio la mentira y la violencia en cualquiera de sus formas! El fariseísmo, la
estrechez de miras y la arbitrariedad reinan no sólo en los tugurios de los comerciantes y en las
comisarías; los encuentro también en la ciencia, en la literatura, en el seno mismo de la juventud.
Pero en sus narraciones o en sus obras de teatro esos claros conceptos se
transformarían en una lluvia de detalles, se fragmentarían, se convertirían en
polvo, en ceniza, en bosquejos inacabados, en desgana, en entonaciones
desvaídas. Paradójicamente esa aparente intrascendencia cargaría de sentido y
valor a la obra. Tal vez sea eso lo que nos permite leerlo como a un
contemporáneo.
El estudiante
Anton Chéjov
Primero, el tiempo estuvo hermoso y tranquilo. Los mirlos dejaban oír su grito, y
de la vecindad, de los pantanos, llegaba el sonido quejumbroso de algo vivo, como
si estuvieran soplando dentro de una botella vacía. Un tiro que perseguía a una
chocha resonó con alegre retumbar en el aire primaveral; pero cuando el bosque
oscureció, soplando de él un viento frío y penetrante, todo quedó silencioso. Los
charcos se cubrieron de ligeras aristas de hielo y el bosque adquirió un aspecto
inclemente, solitario y recóndito. Olía a invierno.

Iván Velikopolskii, hijo de un sacristán y estudiante del Colegio Eclesiástico,


volviendo de caza, se dirigía a su casa por un sendero que corría a través de los
prados. Tenía los dedos entumecidos de frío y el viento le hacía arder su rostro.
Parecíale que este frío, surgido de improviso, venía a interrumpir el orden y la
armonía de las cosas, que la misma Naturaleza sentía miedo y que por ello, el
crepúsculo vespertino había aumentado su densidad con mayor rapidez de la
debida. Cuanto le rodeaba aparecía singular y sombrío. Tan sólo en la huerta de
las viudas, junto al río, brillaba una luz, y en torno suyo, hasta la aldea situada a
unas cuatro verstas, todo estaba sumergido en la oscuridad de la noche. El
estudiante recordó que al salir de casa había dejado a su madre descalza y
sentada en el suelo del zaguán, limpiando el samovar, y a su padre, tosiendo
sobre la yacija. Por ser Viernes Santo, en su casa no se había hecho comida y el
hambre atormentaba. Ahora, encogido de frío, el estudiante pensaba en que el
mismo viento soplaría en los tiempos de Riurik, de Iván el Terrible y de Pedro el
Grande…; en que igual, tremenda pobreza y hambre existiría entonces; en que
habría también techos de paja con agujeros y la misma ignorancia y tristeza, el
mismo desierto en torno y la misma oscuridad y sentimiento de opresión… Todas
estas terribles cosas habían sido, eran y seguirían siendo, y, aun cuando pasaran
dos mil años, la vida no sería mejor…

Volvía sin gana a casa.

La "huerta de la viudas" era así llamada por ser dos viudas las que cuidaban de
ella, una madre y una hija. Entre chasquidos y chisporroteos e iluminando a su
alrededor la tierra arada, ardía vivamente una hoguera… La viuda Vasilisa, viuda
gordinflona, de alta estatura y vestida de un poluschubok, en pie, a su lado, fijaba
en el fuego la mirada pensativa. Su hija, Lukeria, mujer bajita, de rostro abobado,
picado de viruelas, sentada en el suelo, lavaba el puchero y las cucharas.
Acababan seguramente de cenar. Se oyeron voces masculinas. Las de los mozos
del lugar llevando a beber al río a los caballos.
–¿Qué hay?… ¿Conque ha vuelto ya el invierno? –dijo el
estudiante, acercándose a la hoguera–. ¡Buenas noches!

Vasilisa se estremeció, pero reconociéndole en el acto, sonrió


afablemente.

–¡No me había dado cuenta de que eras tú!… ¡Dios mío!… ¡Eso es que vas a ser
rico!*

Entablóse la conversación. Vasilisa, que había sido en tiempos nodriza y después


aya en casa de los señores, sabía expresarse con finura y su rostro mostraba
siempre una dulce y grave sonrisa. Su hija Lukeria, campesina sojuzgada por el
marido, se limitaba a mirar al estudiante con una expresión extraña, semejante a
la de los sordomudos, y guardaba silencio.

–En una noche tan fría como ésta exactamente, se calentaba en la hoguera el
apóstol Pedro –dijo el estudiante, tendiendo las manos hacia el fuego–. Eso quiere
decir que también entonces hacía frío… ¡Oh, qué noche más terrible debió ser
aquella, abuela!… ¡Una noche triste y larga hasta el último extremo!…

Mirando a la oscuridad que le rodeaba, sacudió convulsivamente la cabeza y


preguntó:

–¿Irías seguramente a la iglesia a oír las doce partes del evangelio?

–Sí que fui –contestó Vasilisa.

–Pues ya te acordarás de que durante la Sagrada Cena Pedro dijo a Jesús:


"Aparejado estoy para ir contigo a la cárcel y aun a la muerte." Y el señor contestó:
"Te digo, Pedro, que no acabará de cantar hoy el gallo, sin que tres veces hayas
negado que me conoces…" Después de la Sagrada Cena oró en el jardín,
sufriendo tormentos de muerte, mientras al pobre Pedro, cansado de cuerpo y
alma, le pesaban tanto los párpados, que no podía vencer el sueño. Se durmió.
Luego…, ¿ya lo oiríais?…, aquella noche Judas besó a Jesús y lo entregó a sus
verdugos. Le llevaron atado ante el Sumo Pontífice y le azotaron, mientras Pedro,
martirizado por la tristeza y la inquietud, falto de sueño y presintiendo que en la
tierra iba a ocurrir algo terrible, le seguía… Amaba a Jesús apasionadamente,
hasta el olvido de sí mismo, y ahora, desde lejos, veía cómo le pegaban…

Las manos de Lukeria soltaron las cucharas y su mirada inmóvil se clavó en el


estudiante.

–Fueron a casa del pontífice –prosigió él– y empezaron a interrogar a Jesús,


mientras los criados, porque hacía frío, encendían una hoguera en el centro del
patio y se acercaban a calentarse. A su lado estaba también Pedro, calentándose
como yo ahora. Una de las mujeres, al verle, dijo: "También éste estaba con él", lo
que quería decir: "También a éste hay que llevarlo al interrogatorio…" Y todos
cuantos se hallaban junto a la hoguera le miraron, sin duda, de una manera
severa, llena de sospecha, y él, azarándose, dijo: "No le conozco." Un poco
después, otro, reconociendo en él a uno de los discípulos de Jesús, dijo: "Sí, tú
también eras de aquéllos", pero él de nuevo lo negó. Y por tercera vez alguien le
dijo: "Pues qué, ¿no te vi yo en el huerto con él?…" Y él negó por tercera vez, e
inmediatamente cantó el gallo… Y Pedro, mirando desde lejos a Jesús, recordó
las palabras que éste le había dicho durante la cena, y saliendo al patio lloró
amargamente… El Evangelio dice así: "Y habiendo salido afuera, lloró
amargamente." De este modo me imagino yo la escena…: un jardín oscuro y
quieto, en cuyo silencio se oyen apenas los sollozos desgarradores…

El estudiante suspiró y quedó pensativo. Vasilisa, que seguía sonriendo, dejó


escapar de pronto un repentino sollozo, mientras por sus mejillas resbalaban
gruesas y abundantes lágrimas. Como avergonzada de ellas, interpuso su manga
entre su rostro y el fuego, en tanto que Lukeria, fija la mirada en el estudiante,
enrojecía con la expresión grave e intensa del que reprime un fuerte dolor.

Volvían los mozos del río, y uno de ellos, montado a caballo, estaba ya tan cerca,
que la luz de la hoguera temblaba ante él. Tras dar las buenas noches a las
viudas, el estudiante reanudó su camino.

De nuevo le envolvió la oscuridad, de nuevo empezaron sus manos a


entumecerse, soplaba un viento sutil y parecía, en efecto, que volvía el invierno y
no que, pasado el día siguiente, fuera a ser Pascua.

El estudiante meditaba sobre Vasilisa: "Si se echó a llorar…, ello significa que
cuanto ocurrió a Pedro aquella terrible noche guarda cierta relación con ella…"

Volvió atrás la cabeza; el fuego solitario despedía sus llamas en la oscuridad, y a


su lado no se veía ya a nadie. El estudiante pensó otra vez en que si Vasilisa se
había echado a llorar y su hija se había turbado, era evidentemente porque lo que
él estaba contando, ocurrido hacía diecinueve siglos, estaba relacionado con el
presente… Con ambas mujeres, con la desierta aldea, con él mismo, y
seguramente con todos los hombres… Si la vieja se había echado a llorar no era
porque el relato de él estuviera hecho de una manera conmovedora, sino porque
Pedro le era algo cercano y porque cuanto pasó en el alma de éste, despertaba el
interés de todo su ser.

Y una súbita alegría, agitando su alma, le hizo detenerse para recobrar el aliento.

"El pasado y el presente –pensaba– están ligados entre sí por una cadena
ininterrumpida de acontecimientos, resultados los unos de los otros…"

Y parecíale que acababa de ver los dos extremos de esa cadena. Tocado uno de
ellos, temblaba enseguida el otro…
Cuando luego, mientras atravesaba el río en una balsa, y después, ascendiendo
por la montaña, miraba a la aldea y la estrecha franja con que en el poniente
brillaba una fría aurora carmesí, pensaba en que la verdad y la belleza que allí, en
aquel jardín y en el patio del Sumo Pontífice, dirigieron la vida humana, habían
perdurado hasta el día de hoy y habrían de constituir siempre, indudablemente, lo
más importante sobre la tierra para los humanos.

Un sentimiento de juventud, de salud, de fuerza (sólo contaba veintidós años), de


una dulzura inexpresable ante la espera de una dicha desconocida, de una dicha
misteriosa…, comenzó a invadirle lentamente, antojándosele la vida maravillosa,
encantadora, impregnada de un alto sentido.

* Según dicho popular, no reconocer a una persona significa para ésta buena suerte.
La Jornada Semanal, domingo 27 de junio de 2004 núm. 486

ACTUALIDAD DE
CHÉJOV II
Ensayos de Jorge Bustamante

y Alejandro Pescador

Cuatro inéditos en español de Chéjov
Entrevista con Ricardo San Vicente
La Jornada Semanal, domingo 27 de junio de 2004 núm. 486

Jorge Bustamante García

La ficción de la vida
ínfima
Para José Vicente Anaya y Ludmila Biriukova
I

León Tolstoi alguna vez afirmó que Antón Pávlovich Chéjov era uno de los pocos
escritores cuyos relatos se leen con gusto más de una vez. Incluso sus
divertimentos más cortos producen tal impresión, que no se olvidan fácilmente.
Pero también dictaminó que el escritor, nacido en Taganrog en 1860 y muerto en
Badenweiler (Alemania) en julio de 1904, hace exactamente cien años, era nada
menos que el Pushkin en prosa de su época. Desde entonces el estallido de
equívocos, devociones, extravíos, aprobaciones, señalamientos, prejuicios, hurras
o simpatías, entre los representantes de la intelligentsia rusa, no ha hecho más
que crecer. Entre los críticos literarios coetáneos del escritor se había desatado ya
toda una corriente antichejoviana, que le imputaba a sus textos una supuesta
indiferencia política y una total renuncia –según su miope parecer– al compromiso
social. Por lo menos así lo expresó el crítico Mijailovski en su artículo Sobre Padres
e hijos1 y el señor Chéjov, posición que fue secundada por otros críticos igual de
miopes como Pertsov, Skabichevski, Protopopov y Neviedonski, por otra parte hoy
totalmente olvidados. Sin embargo, estas críticas –que a veces se convirtieron en
verdaderas ofensas en vida del escritor– tuvieron su prolongación, para colmo de
la sorpresa, en los poetas "acmeístas" y, casi por carambola, en un poeta reciente
como Joseph Brodski. Por ejemplo, en una nota de 1936 sobre la dramaturgia de
Chéjov, Osip Mandelstam deplora el "completo hundimiento de los personajes
chejovianos en la vida ordinaria, la mezquindad y confusión de las relaciones, la
ausencia de acción, etcétera". La posición de Marina Tsvetáieva era parecida.
Aunque reconocía en Chéjov a un "maestro", no tenía empacho en declarar que lo
"odiaba desde la niñez, por sus bromitas, sus dichos y sus sonrisitas". Anna
Ajmátova, por su parte, consideraba que Antón Pávlovich era contraindicado para
la poesía y experimentaba pavor –como dijo el crítico L.V. Losiev– ante la
influencia de la poética chejoviana. Otro crítico, A. S. Kushner, ha afirmado que la
animadversión de estos autores estaba condicionada "por la sed de heroísmo que
fue común en una época para esta generación de poetas del Siglo de Plata". La
relación de Brodski hacia Chéjov fue más ambigua y compleja. Estribaba en la
indiferencia y en la diversidad de significados. Si en un poema de 1977 escribe
"Ibsen es muy pesado y Chéjov fastidia", en otro de 1993 ("Dedicado a Chéjov"),
uno de los más brillantes de su última obra, entabla un diálogo intertextual con
piezas del dramaturgo, del que Chéjov no sale mal librado.

"El arte de la opresión


también se cultiva
de modo paulatino."
"Cada existencia
personal se apoya
en el secreto."
De otro lado, son innumerables los escritores de talento que reconocieron sin
tapujos el valor de la obra chejoviana y la decidida influencia que ha desatado por
más de un siglo. Desde el propio Tolstoi, Nikolái Leskov, Kropotkin y Korolenko,
hasta Sergéi Dovlatov, pasando por Gorki, Nabokov, Iván Bunin, Andréi Biely,
Kornéi Chukovski y toda una pléyade de narradores rusos del siglo xx. En muchos
escritores occidentales importantes, la adicción por Chéjov también es inmensa.
Pero lo más significativo es la permanencia que mantiene Chéjov en el lector
común, tanto en Rusia como en Occidente.

II

Chéjov fue un escritor breve por naturaleza, por vocación y por convicción. Alguna
vez afirmó que "la brevedad es la hermana del talento" y que "saber escribir es
saber tachar" y con este peculiar sentido de la medida, se identifica tal vez con
Turguéniev, quien era el paradigma de la concisión. Siempre le huyó en lo que
escribía a lo grandioso, a lo épico, a lo epopéyico, a lo torrencial, a la desmesura
en la forma, y se dedicó a desentrañar, no sin grandes dosis de humor, esa otra
forma de desmesura que radica en el tedio, la trivialidad, la mezquindad, la
insignificancia de hombres y mujeres comunes que deshacen su existencia, sus
pasiones y sus amores en medio de las trampas de la vida. Aquí se encuentra la
gran revelación y el oculto y radical espíritu innovador que subyace en la
cuentística chejoviana. Revelación por haber abordado al famoso hombre
"superfluo" ruso del siglo XIX, con todo y su tragedia, desde una visión de fina
ironía. Por haber desmenuzado la vida ordinaria de muchos de sus personajes, de
aquellos seres grises, bondadosos, suficientemente inteligentes, formales y
simplones que razonan siempre con una sensatez tan aburrida, que raya en el
absurdo. Lo mágico de Chéjov reside, tal vez, en que descubrió la ficción de la vida
ínfima, en la de los pequeños seres de todos los días. Oculto y radical espíritu
innovador del relato, porque rompió sin aspavientos, ni tremendismos, con toda la
tradición cuentística anterior a él, al implementar historias sin tramas de suspenso
ni argumentos excitantes, sin personajes redondeados a la manera clásica, sin
clímax, sin puntos culminantes ni finales sorpresivos, como suele acontecer en la
vida real de las personas comunes. Pareciera que iba contra todas las reglas del
cuento tradicional y, sin embargo, su estilo abrió nuevas ventanas en el arte de
narrar. Hace unos días, un amigo querido, cuyo mérito literario mayor consiste en
ser un estupendo lector, me dijo con total desenfado y convicción: "lo que pasa es
que Chéjov escribió como caminaba", y ahora pienso que esa apreciación, quizás,
resuma en parte la especificidad de la narrativa chejoviana.

III

Las resonancias de los relatos chejovianos en sus lectores son misteriosas. Por un
lado pareciera que no sucede nada importante en sus historias; por el otro, al
terminar de leer, las reverberaciones son tan intensas e intempestivas, que uno
siempre quisiera seguir leyendo más, para saber qué pasa, pero no pasa
aparentemente mayor cosa. Ocurre, sin embargo, que no podemos dejarlo de lado,
por la sencilla razón de que –de alguna manera– cuenta nuestras vidas.

IV

Yuli Aijenvald, en su clásico estudio Siluetas de escritores rusos, publicado a


comienzos del siglo xx, dijo algo que se antoja justo para apreciar la obra de
Chéjov, cien años después: "A Chéjov le gustaba representar a la gente inútil. La
ociosidad penetra en las capas más diversas de la sociedad, incluso en un medio
como el de los obreros, en donde pareciera que el trabajo es algo natural e
inevitable. El estudiante Petia Trofímov, en El jardín de los cerezos, convoca a la
mujer que ama y a todo el mundo hacia una nueva vida, hacia un nuevo sentido
del trabajo, hacia un inhabitual esfuerzo, pero él mismo no logra siquiera terminar
el curso de la universidad, no hace absolutamente nada y se encuentra en una
situación de lastimosa impotencia. Los héroes superfluos de Chéjov no creen en
los objetivos de su vida y se arrastran por ella como llamas que se apagan."

El temperamento de Chéjov es completamente ajeno a la inventiva verbal. Su


prosa es sencilla, correcta, diáfana, sin sobresaltos; su lenguaje es adrede árido,
sin rebuscamientos ni experimentación. Lo afirma con vehemencia Vladimir
Nabokov: "El léxico de Chéjov es pobre, su combinación de palabras casi trivial; el
pasaje artístico, el verbo jugoso, el adjetivo de invernadero, el epíteto de crema de
menta servido en bandeja de plata, todo eso le era ajeno. No fue un inventor verbal
como lo había sido Gogol..." Apostó más bien por el vigor de la anécdota, que en la
prosa rusa hasta la actualidad, siempre ha jugado un papel de gran importancia.
En el siglo xix la anécdota definió, en buena parte, el carácter de la prosa de
Pushkin ("Relatos de Belkin" y "La dama de picas") y de la del Gógol de "Cuentos
petersburgueses", "El inspector" y "Almas muertas". Toda
una serie de textos de Nikolái Leskov, autor de una historia
de ilimitada pasión en la novela Lady Macbeth de Mtsenk2 ,
estaba directamente orientada hacia la anécdota. Pero fue
con Chéjov que la anécdota se convirtió en un factor
decisivo y global. Toda su obra humorística temprana, los
pequeños cuentos de humor (ver En el paseo de Sokólniki,
En el landó y La colección, en este mismo suplemento),
están prácticamente imantados por la anécdota. En su obra posterior la anécdota
se ha hecho más compleja, ya no se percibe en la superficie, se detecta más bien
en el fondo, pero de una manera particularmente vivaz, ágil, versátil. Aunque no se
le puede reducir a la anécdota, sin ella el mundo de Chéjov simplemente no puede
ser entendido. Una más de las revelaciones de la obra chejoviana es que logró
convertir la anécdota cotidiana en alta literatura.

VI

La vena satírica es otra de las tradiciones de la narrativa rusa: Gogol, Saltikov-


Schedrin, Chéjov, Ilf y Petrov, Bulgakov, Dovlátov y muchos más, son grandes
escritores de ingenio humorístico. Gogol, sobre todo, poseía un fenomenal talento
artístico y un total sentido del humor, que impregnaba a sus obras de un profundo
espíritu satírico, incluso en las situaciones más trágicas, como acontece en
muchos de sus relatos como "La nariz" y "El capote" y en su extensa Almas
muertas, la mejor novela en la historia de la literatura rusa, según el mencionado
novelista Serguéi Dovlátov. Chéjov llega inmerso en esta tradición, pero –armado
de nuevos elementos–, desenfunda otros recursos. No por casualidad, comienza
su camino de escritor desde un género leve. No busca a un lector en específico,
sino que se dirige sin pretensiones a todo un público, con sus pequeños relatos de
humor que aparecieron en incontables revistas y periódicos de 1880 a 1886, entre
sus veinte y veintiséis años de edad. Una muestra de esos relatos podrá usted –
paciente lector– leerla hoy en exclusiva, en este mismo suplemento, en
escrupulosa traducción del cubano René Portas. Son relatos chejovianos hasta
hoy inéditos en castellano. Los numerosos seudónimos usados por Chéjov en esta
primera época, también tienen que ver con su particular sentido del humor: "El
hombre sin bazo", "El hermano de mi hermano", "El médico sin enfermos" y, el más
frecuente, "Antosha Chejonte". Es un humor suave el de estos cuentos, sin
aspavientos, que no pretende en apariencia otra cosa que la broma que despierta
la sonrisa y nada más. Y no hay que olvidar, nunca, que lo cómico en Chéjov
conlleva los sabores de lo amargo y los guiños de la tristeza. Nabokov lo dijo de
manera insuperable: "Los libros de Chéjov son libros tristes para personas con
humor; es decir, sólo el lector provisto de sentido del humor sabrá apreciar
verdaderamente su tristeza." En estos relatos tempranos, Chéjov escenifica
situaciones ridículas ("En el paseo de Sokólniki"), juguetea con picardía alrededor
del absurdo cotidiano, logrando joyas verdaderas ("La colección"), o expone la
afectación tonta en que se sumen ciertos personajes como el barón Drunkel ("En el
landó"), "un hombrecito recién aseado y visiblemente cepillado" que pretende
pontificar sobre Turguéniev ante las sorprendidas muchachas y que, en el lance de
querer aparecer como culto y versado, no hace más que naufragar en la
ignorancia, en el profundo y jocoso hecho de no entender nada, al achacar a
Turguéniev una novela archirreconocida de Goncharov. Es precisamente aquí, en
detalles como éstos, donde se agita ya algo inesperado de la cuentística
chejoviana: los temas de los relatos de "Antosha Chejonte", "El Hombre sin Bazo" y
"El Hermano de mi Hermano" son ya una suerte de intelección de los problemas
centrales que han inquietado siempre a lo mejor de la literatura rusa.

VII

Extraigo un párrafo de Mi vida: relato de un hombre de provincias: "Cuando en el


pabellón no había trabajo ni siquiera para una persona, Cheprakov no hacía nada;
sólo dormía o se marchaba con su escopeta al río a cazar patos. Por las noches
iba a emborracharse a la aldea o a la estación [...]. Cuando se emborrachaba se
ponía muy pálido, se frotaba sin parar las manos y reía como si relinchara: ‘¡Hi-hi-
hi!’ Para divertirse, se quitaba todo lo puesto y corría en cueros por el campo. Se
comía las moscas y decía que estaban un tanto agrias." Estas líneas son un
ejemplo de cómo Chéjov era capaz de romper con todo un siglo de solemnidad en
la narrativa de su país. Algo así era imposible en los monstruos Tolstoi, Turguéniev,
Dostoievski y Pushkin.

"En la niñez no tuve


infancia."
"En el alma de los
hombres que viven
solos, siempre hay
algo que les gustaría
contar."
VIII

Chéjov escribió más de mil cuentos en un poco menos de veinticuatro años, tal vez
unos cincuenta por año, cinco obras de teatro y algunas piezas dramáticas
menores. Algunos de sus relatos más importantes son "El beso", "El pabellón
número 6", "Las grosellas", "Casa con desván", "Relato de un desconocido",
"Enemigos", "La dama del perrito"... Estaba incapacitado para la novela o la
narración larga; las veces que lo intentó (La estepa, por ejemplo), fue un verdadero
fracaso. Entre los narradores recientes, el ya mencionado Sergéi Dovlátov –amigo
y confidente cercano del poeta Joseph Brodski en Estados Unidos y autor de
novelas cortas como Zona, La maleta, Coto vedado y La extranjera (traducida y
publicada esta última en España, en 1996)– experimentó desde muy temprano su
cercanía orgánica hacia la poética chejoviana y se incluye a sí mismo al lado de
Antón Pávlovich, en un mismo espacio estético. Sus Cuadernos de apuntes se
aproximan en estructura y propósito a los divertimentos tempranos y a los relatos
breves de humor de Chéjov. En uno de esos apuntes, Dovlátov define con toda
precisión la singularidad del autor de La gaviota, al compararlo con los grandes de
la literatura de su país: "Se puede venerar la inteligencia de Tolstoi. Maravillarse
con la elegancia de Pushkin. Apreciar las búsquedas morales de Dostoievski. El
humor de Gogol. Y así sucesivamente. Pero sólo se quiere ser parecido a Chéjov."

IX

Es realmente poco lo que se puede decir de Chéjov: a Chéjov hay que leerlo.

1 Se refiere a la novela Padres e hijos, de Turguéniev, que el crítico quería contraponer a la obra
de Chéjov.

2 Existe versión al castellano de esta novela de Leskov, en Ediciones Internacionales


Universitarias, Madrid, 2000, en traducción de Silvia Serra y Augusto Vidal.
La Jornada Semanal, domingo 27 de junio de 2004 núm. 486

Chéjov: palabras
cercanas a la vida
Alejandro Pescador
Alguna vez Chéjov sugirió a Gorki que se esforzara por
cultivar una prosa sencilla. Proponía que si en el relato
debía mencionar que "esa tarde llovía", pues lo mejor era decirlo sin
rebuscamientos. Así de simple: "Esa tarde llovía." El mismo Gorki recordaba que el
maestro valoraba en muy poco las frases librescas, las expresiones de moda y las
baratijas de la pedantería. Chéjov en realidad cultivaba una sencillez astuta, filosa
e incisiva como su bisturí, que al cabo era médico y capaz de llegar a las entrañas
mismas del asunto sin inmutarse. Por eso entendió a fondo las contradicciones de
Rusia, separada de Europa no tanto por los inconvenientes de la geografía, sino
sobre todo por la incompatibilidad de su estructura feudal y una cada vez más
numerosa clase obrera que abonó los sueños revolucionarios de Lenin, Martov y
Plejánov.

Pero Chéjov no cedió a la retórica exaltada de los agitadores. En su literatura


prefirió el conocimiento a la emoción, la inspiración en la vida cotidiana a la épica
de los revolucionarios que más tarde encontrarían en Shólojov a su profeta. Chéjov
en cambio atisbó que el desencanto de la sociedad se revelaba mejor en las
mezquindades y las opresiones de la vida diaria, en los espacios del ámbito
familiar y de la institución. Ahí se manifestaban con claridad los conflictos internos,
los extravíos de una sociedad sin rumbo, ayuna de valores, volcada hacia las
frivolidades, cegada por el cinismo. Para auscultarla en sus llagas, Chéjov usó la
ironía sutil, el reproche agrio que pasa casi inadvertido. Sin embargo, nunca perdió
la fe en el pueblo ruso y en la posibilidad de un nuevo orden, más pleno, más
humano. Su muerte prematura, apenas a los cuarenta y cuatro, le vedó la
posibilidad de presenciar la Revolución de Octubre.

No pudo conocer al Lenin triunfante, el mayor agitador de la humanidad desde San


Pablo, ni pudo leer las más de veinte mil páginas escritas por Lenin, alguna vez
con más ediciones que la Biblia. Chéjov escribió algo más de dos mil páginas, que
hoy se atesoran lo mismo por su contribución al arte narrativo como por su aporte
a la fundación de un nuevo teatro europeo, que rompió con los esquemas de
Dumas hijo y de Ibsen. En cuanto a los relatos, varias generaciones de
hispanohablantes tuvimos la suerte de conocer a Chéjov a través de las ediciones
de Editorial Progreso de Moscú, con traducciones impecables de Ricardo San
Vicente, A. Vidal, J. Vento y L. Cúper, acaso republicanos españoles refugiados en
la desaparecida Unión Soviética o bien cubanos que
desarrollaban acciones de cooperación cultural. En cuanto
al teatro, y en un ámbito reducido a México, gracias, entre
otras, a las producciones teatrales de la Universidad
Nacional primero en la Casa del Lago, en el Arcos Caracol
y luego en el Centro Cultural Universitario, el público
mexicano ha tenido acceso regular al teatro de Chéjov,
cuyos temas y ritmos nos generan una empatía particular.

" A quien la vida le es ajena,


quien es inepto para ella,
no le queda otra cosa
que convertirse en burócrata"
Los cuentos de Chéjov, citados a menudo como ejemplos clásicos del género,
denotan a un consumado lector de literatura francesa, como tal vez resultaba
inevitable en la Europa del siglo xix, pero sobre todo a un conocedor de la literatura
rusa. El capote, de Gogol, y La muerte de un funcionario, por ejemplo, apuntan a
que ambos autores respondían al ámbito opresivo de la época zarista con recursos
irónicos afines. Los cuentos de Chéjov poseen además ese particular sortilegio de
la literatura rusa que provoca que muchos lectores frecuenten en exclusiva y
durante largos periodos textos de Pushkin, Gogol, Goncharov, Turguéniev,
Dostoievski, Tolstoi, Gorki et al.

Cada cual sentirá una atracción específica por un determinado cuento de Chéjov,
por un párrafo, por unas líneas memorables. Tolstoi, por ejemplo, se conmovió
hasta las lágrimas cuando leyó "Alma de paloma", el relato de Oleñka, personaje
de corazón simple y sueños desgarrados. Este relato nos apabulla no menos por la
historia en sí que por el candor de su estilo que convierte al lector en testigo
inmediato del desarrollo de la acción narrativa. El "Pabellón número 6", relato
extenso o novela corta, expone de un tajo los tejidos enfermos de un segmento
particular de la sociedad rusa y resume en un ejemplo perfecto la poética de
Chéjov. La perspectiva de un médico difícilmente deja de ser diagnóstico, aunque
Chéjov se cuida de extender recetas con teorías revolucionarias con dosis y
horarios fijos. En "La dama del perrito", un encuentro casual –así sucede también
en algunos textos de Turguéniev– constituye el nudo a partir del cual comienza a
tejerse una historia de amor. El amor entre Dimitri y Anna, producto del azar, ha de
programar cada encuentro con meticulosidad y guardar las apariencias a riesgo de
caer lapidado por el código de conducta de una sociedad hipócrita.

La contribución de Chéjov al teatro sin duda merece todo un comentario aparte.


Baste consignar aquí que su teatro contribuye a renovar el arte dramático europeo
con la propuesta de que la vida cotidiana –como luego lo desmenuzaría
sistemáticamente Michel de Certeau– es la fuente de donde brotan con mayor
nitidez los conflictos íntimos de los individuos, las pequeñas historias del
entramado social. Con diálogos aparentemente banales, dilatados silencios y
sobrentendidos cómplices, Chéjov puso a su auditorio como frente a un espejo en
el que miraba sus conflictos en cada detalle sórdido, en el amor perdido sin
remedio, en las inercias transformadas en mecanismos de defensa por temor e
imposibilidad de escapar al agobio de una sociedad en descomposición.

Estas innovaciones ya se hallan presentes en La gaviota y responden en parte a


los planteamientos del "realismo sintético" de los comienzos de Stanislavski. A
través de la trama de esta obra, dominada por las mezquindades y el culto a la
superficialidad de un segmento social privilegiado, asoma, como un reclamo a las
clases educadas, el rostro ominoso de la indiferencia. El tío Vania ilustra la
fatalidad de destinos individuales atrapados en el sinsentido de una sociedad que
persiste en sus inercias viciosas porque es incapaz de reinventarse. Para Chéjov,
El jardín de los cerezos, en cuya puesta en escena también participó Stanislavski,
era una simple farsa, una comedia, pero todo subraya ahí la trágica caída de la
familia Ranveskaya. La escena final, con el ruido de las hachas derribando el
cerezal que fue el orgullo de la familia en tiempos mejores, ofrece a los
espectadores un panorama desolador originado en el talento financiero de Lopajin,
un comerciante transformado en especulador de bienes raíces.

"Un dolor siempre apaga otro dolor.


Si pisas la cola de un gato
al que le duelen las muelas
seguro sentirá alivio."
Críticos sociales como Chéjov, que nunca renuncian a la independencia de su
pensamiento, fieles a su verdad –como Lu Xun en China–, son figuras incómodas
e inasibles para los comisarios culturales interesados en ganar grandes nombres
para la causa. Meyerhold, también innovador del teatro ruso y luego del soviético,
terminó fusilado en 1942 por defender un criterio independiente. Gorki también
enfrentó dificultades con el régimen soviético, al punto que en 1921 tuvo que
abandonar la urss, si bien retornó en 1929 para morir pocos años después.

Ahora, en el centenario del fallecimiento de Chéjov, se contempla un panorama


distinto. Los comisarios del Partido que se entremetían en todo son cosa del
pasado. El nuevo evangelio se refiere a los negocios. En Londres, una agencia de
viajes para turistas con inclinaciones literarias ofrece un paseo de ocho días a
Rusia para recorrer, por un poco más de dos mil libras, los espacios chejovianos.
Los participantes, además de guía bilingüe, cuentan con un scholar que los
acompaña a través de museos, teatros, casas y palacios en Moscú y Yalta, sitio
este último donde Chéjov escribió por cierto El jardín de los cerezos.
La Jornada Semanal, domingo 27 de junio de 2004 núm. 486

Pequeños relatos de humor


Anton Chéjov
Gracias a la persistente labor de explorador-traductor de la obra menos conocida
de Chéjov, realizada por René Portas, nos llegan estos pequeños relatos de humor,
hasta ahora inéditos en castellano y pertenecientes a la etapa más temprana del
célebre escritor ruso. Firmados con seudónimos de espíritu lúdico y divertido, se
percibe en estos textos un humor. Pero ahí se agita ya, tal vez, algo inesperado: un
nuevo estrato de la vida, desconocido hasta entonces por la literatura rusa y que
en Chéjov fue cobrando, con el tiempo, gran fuerza y expresión. Parte de estos
relatos aparecerá publicada próximamente en México por la Editorial Praxis bajo el
título de El tabernero virtuoso y algunos de ellos se publican hoy aquí, con la
debida autorización del editor.

JORGE BUSTAMANTE

En el paseo de Sokólniki1

El día 1 de mayo se inclinaba al anochecer. El


susurro de los pinos de Sokólniki y el canto de los
pájaros son ahogados por el ruido de los carruajes, el
vocerío y la música. El paseo está en pleno. En una
de las mesas de té del Viejo Paseo está sentada una
parejita: el hombre con un cilindro grasoso y la dama
con un sombrerito azul claro. Ante ellos, en la mesa,
hay un samovar hirviendo, una botella de vodka vacía,
tacitas, copitas, un salchichón cortado, cáscaras de
naranja y demás. El hombre está brutalmente
borracho... Mira absorto la cáscara de naranja y
sonríe sin sentido.

–¡Te hartaste, ídolo! –balbucea la dama enojada, mirando confundida alrededor–.


Si tú, antes de beber, lo pensaras, tus ojos son impúdicos. Es poco lo que a la
gente le repugna verte, te arruinaste a ti mismo todo el placer. Tomas por ejemplo
té, ¿y a qué te sabe ahora? Para ti ahora la mermelada, el salchichón es lo
mismo... Y yo me esforcé pues, tomé lo mejor que había...
La sonrisa sin sentido en el rostro del hombre se convierte en una expresión de
agudo pesar.

–M-masha, ¿a dónde llevan a la gente?

–No la llevan a ningún lugar, sino pasea por su cuenta.

–¿Y para qué va el alguacil?

–¿El alguacil? Para el orden, y acaso y pasea... ¡Epa, hasta donde bebió, ya no
entiende nada!

–Yo... no estoy mal... Yo soy un pintor... de género...

–¡Cállate! Te hartaste, bueno y cállate... Tú, en lugar de balbucear, piensa mejor...


Alrededor hay árboles verdes, hierbita, pajaritos de voces diversas... Y tú sin
atención, como si no estuvieras ahí... Miras, y como en la niebla... Los pintores se
empeñan ahora en reparar en la naturaleza, y tú como un curda...

–La naturaleza... –dice el hombre y mueve la cabeza–. La na-naturaleza... Los


pajaritos cantan... los cocodrilos se arrastran... los leones... los tigres...

–Delira, delira... Toda la gente va como gente... pasea de la manita, escucha la


música, sólo tú estás en el escándalo. ¿Y cuándo alcanzaste eso? ¿Cómo yo no lo
advertí?

–M-masha –balbucea el cilindro, palideciendo–. Pronto...

–¿Qué te pasa?

–Deseo ir a casa... Pronto...

–Espera... Cuando oscurezca, entonces nos iremos, pero ahora es una vergüenza
ir: te vas a tambalear... La gente empezará a reírse... Siéntate y espera...

–¡N-no puedo! Yo... yo a casa...

El hombre se levanta rápido y, tambaleándose, sale de la mesa. El público,


sentado en las otras mesas, empieza a burlarse... La dama se confunde...

–Que me mate Dios, si vengo contigo una vez más –balbucea ésta, apoyando al
hombre–. Es sólo una deshonra... Bueno sería si fuera legítimo, pero así pues...
por gusto.
–M-masha, ¿dónde estamos?

–¡Cállate! Si te avergonzaras, toda la gente te señala con el dedo. ¿Para ti es


pues, "como el que oye llover", pero para mí cómo es? Bueno sería si fuera
legítimo, pero así... pues... Me da un rublo y me reprocha un mes: "¡Yo te alimento!
¡Yo te mantengo!" ¡Mucha falta me hace! ¡Y a mí no me importaba tu dinero! Voy a
agarrar y me voy a ir con Pavel Ivanich...

–M-masha... a casa... Alquila a un cochero...

–Bueno, ve... Camina por la alameda derecho, y yo iré por el ladito... Me da


vergüenza ir contigo... ¡Ve derecho!

La dama pone a su "ilegítimo" de cara a la salida y le da un ligero empujón por la


espalda. El hombre se abalanza adelante y, tambaleándose, tropezando con los
transeúntes y con los bancos, se apresura adelante... La dama va detrás y vigila
sus movimientos. Está confundida y alarmada.

–¿Un palito, señor, no desea? –se dirige al hombre que camina una persona con
un hatillo de palos y cañas. –Los mejores... de guindilla... de bambú...

El hombre mira atontado al vendedor de palos, después se vuelve atrás y corre en


dirección opuesta. En su rostro hay una expresión de horror.

–¿A dónde diablos vas? –lo detiene la dama, cogiéndolo por la manga–. Bueno, ¿a
dónde?

–¿Dónde está Masha?.. M-masha se fue...

–¿Y yo quién soy?

La dama toma al hombre de la mano y lo lleva a la salida. Le da vergüenza.

"La auténtica felicidad es


imposible sin la soledad."
"Usted desconoce totalmente
la realidad: nunca ha sufrido."
"No conviene molestar a la
gente cuando se vuelve loca."
–Que me mate Dios, si vengo contigo una vez más... –balbucea ésta, toda roja de
la vergüenza–. Por última vez soporto esta deshonra... Que me castigue Dios...
¡Mañana mismo me voy con Pavel Ivanich!

La dama, con timidez, levanta los ojos hacia la gente, en espera de ver en los
rostros sonrisas burlonas. Pero sólo ve rostros de borrachos. Todos se tambalean y
dan cabezadas. Y se siente más aliviada.

1 Título original: Na gulianie v Sokolnikax, publicado por primera vez en la revista Budilnik,
1885, Nº 17, con la firma "El hermano de mi hermano". "El paseo de Sokólniki es un paseo
tradicional del 1 de mayo por el bosque de Sokólniki en Moscú, en la Rusia zarista.

En el landó*

Las hijas del consejero civil activo Brindin, Kitty y Zina, paseaban por la Nievskii en
un landó. Con ellas paseaba su prima Marfusha, una pequeña provinciana-
hacendada de dieciséis años, que había venido en esos días a Peter 1, a visitar a la
parentela ilustre y echar un vistazo a las "curiosidades". Junto a ella estaba
sentado el barón Drunkel, un hombrecito recién aseado y visiblemente cepillado,
con un paletó azul y un sombrero azul. Las hermanas paseaban y miraban de
soslayo a su prima. La prima las divertía y las comprometía. La inocente
muchachita, que desde su nacimiento nunca había ido en landó, ni oído el ruido
capitalino, examinaba con curiosidad la tapicería del carruaje, el sombrero con
galones del lacayo, gritaba a cada encuentro con el vagón ferroviario de caballos...
Y sus preguntas eran aún más inocentes y ridículas...

–¿Cuánto recibe de salario vuestro Porfirii? –preguntó ella entre tanto, señalando
con la cabeza al lacayo.

–Al parecer, cuarenta al mes...

–¡¿Es po-si-ble?! ¡Mi hermano Seriozha, el maestro, recibe sólo treinta! ¿Es
posible que aquí en Petersburgo se valora tanto el trabajo?

–No haga, Marfusha, esas preguntas –dijo Zina–, y no mire a los lados. Eso es
indecente. Y mire allá, mire de soslayo, si no es indecente, ¡qué oficial tan ridículo!
¡Ja-ja! ¡Como si hubiera tomado vinagre! Usted, barón, se pone así cuando corteja
a Amfiladova.

–A ustedes, mesdames, le es ridículo y divertido, pero a mí me remuerde la


conciencia –dijo el barón–. Hoy, nuestros empleados tienen una misa de requiem a
Turguéniev, y yo por vuestra gracia no fui. Es incómodo, saben... Una comedia,
pero de todas formas convenía haber ido, mostrar mi simpatía... por las ideas...
Mesdames, díganme con franqueza, con la mano puesta en el corazón, ¿a ustedes
les gusta Turguéniev?

–¡Oh sí... se entiende! Turguéniev pues...

–Y vaya pues... A todo el que le pregunto le gusta, y a mí... ¡no entiendo! ¡O yo no


tengo cerebro o soy un escéptico incorregible, pero todo ese galimatías que
levantan por Turguéniev me parece no sólo exagerado, sino ridículo! Es un escritor,
no me pondré a negarlo, bueno... Escribe llano, el estilo por momentos es incluso
ágil, tiene humor, pero... nada particular... Escribe como todos los escritorzuelos
rusos... Como Grigorevich, como Kraevskii... Ayer saqué a propósito de la
biblioteca Las notas de un cazador2, las leí de cabo a rabo, y no encontré
resueltamente nada particular... Ni autoconciencia, ni de la libertad de prensa...
¡ninguna idea! Y de la caza así, y no hay nada del todo. ¡Está escrito, por lo
demás, no mal!

–¡En nada mal! ¡Él es muy buen escritor! ¡Y cómo escribía del amor! –suspiró
Kitty–. ¡Mejor que todos!

–Escribía bien del amor, pero los hay mejores. Jean Richepin, por ejemplo. ¡Qué
clase de encanto! ¿Usted leyó su Pegajoso? ¡Otro asunto! ¡Usted lee, y siente
cómo todo eso existe en la realidad! ¿Y Turguéniev... qué escribió? Todo ideas...
¿pero qué ideas hay en Rusia? ¡Todo de tierras extranjeras! ¡Nada original, nada
autóctono!

–¡Y la naturaleza cómo la describía él!

–A mí no me gusta leer las descripciones de la naturaleza. Se extienden, se


extienden... "El sol se puso... los pájaros cantaron... el bosque susurra..." Yo
siempre me paso esos encantos. Turguéniev es un buen escritor, no lo niego, pero
yo no le reconozco esa capacidad de crear maravillas, como dicen de él. Le dio, al
parecer, un empujón a la autoconciencia, y cierta vergüenza política ahí en el
pueblo ruso, la pellizcó por lo vivo... No veo todo eso... No entiendo...

–¿Y usted leyó su Oblomov3? –preguntó Zina–. ¡Ahí él está en contra del régimen
de servidumbre!

–Cierto... ¡Pero es que yo estoy en contra del régimen de servidumbre! ¿Y gritan


así por mí?

–¡Ruéguenle que se calle! ¡Por Dios! –le susurró Marfusha a Zina.

Zina, con asombro, miró a la inocente, tímida muchachita. Los ojos de la


provinciana recorrían inquietos el landó, de un rostro al otro, brillaban con un
sentimiento no bueno y, al parecer, buscaban sobre quién derramar su odio y
desprecio. Sus labios temblaban de ira.

–¡Es indecente, Marfusha! –susurró Zina–. ¡Usted tiene lágrimas!

–Dicen asimismo que él tuvo una gran influencia en el desarrollo de nuestra


sociedad –continuó el barón–. ¿Dónde se ve eso? Yo no veo esa influencia,
hombre pecador. En mí, por lo menos, él no tuvo ni la mínima influencia.

El landó se detuvo junto a la entrada de los Brindin.

*Título original: V lando, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, N° 39, con la
firma de "Antosha Chejonte".

1 Peter, denominación cariñosa de San Petersburgo por parte de sus habitantes

2 Apuntes de un cazador, cuentos llenos de color y sensibilidad sobre la vida de los


campesinos, de Iván Turguéniev.

3 Oblomov, novela sobre un joven aristócrata incapaz de actuar, a pesar de sus buenas
intenciones, de I. Goncharov.

De Divertimentos*
La colección

Hace días pasé a ver a mi amigo, el periodista Misha Kovrov. 1 Estaba sentado en
su diván, se limpiaba las uñas y tomaba té. Me ofreció un vaso.

–Yo sin pan no tomo –dije–. ¡Vamos por el pan!

–¡Por nada! A un enemigo, dígnate, lo convido con pan, pero a un amigo nunca.

–Es extraño... ¿Por qué pues?

–Y mira por qué... ¡Ven acá!

Misha me llevó a la mesa y extrajo una gaveta:

–¡Mira!

Yo miré en la gaveta y no vi definitivamente nada.

–No veo nada... Unos trastos... Unos clavos, trapitos, colitas...

–¡Y precisamente eso pues y mira! ¡Diez años hace que reúno estos trapitos,
cuerditas y clavitos! Una colección memorable.
Y Misha apiló en sus manos todos los trastes y los vertió
sobre una hoja de periódico.

–¿Ves este cerillo quemado? –dijo, mostrándome un


ordinario, ligeramente carbonizado cerillo–. Este es un
cerillo interesante. El año pasado lo encontré en una rosca,
comprada en la panadería de Sevastianov. Casi me
atraganté. Mi esposa, gracias, estaba en casa y me golpeó
por la espalda, si no se me hubiera quedado en la garganta
este cerillo. ¿Ves esta uña? Hace tres años fue encontrada
en un bizcocho, comprado en la panadería de Filippov. El
bizcocho, como ves, estaba sin manos, sin pies, pero con
uñas. ¡El juego de la naturaleza! Este trapito verde hace cinco años habitaba en un
salchichón, comprado en uno de los mejores almacenes moscovitas. Esa
cucaracha reseca se bañaba alguna vez en una sopa, que yo tomé en el bufete de
una estación ferroviaria, y este clavo en una albóndiga, en la misma estación. Esta
colita de rata y pedacito de cordobán fueron encontrados ambos en un mismo pan
de Filippov. El boquerón, del que quedan ahora sólo las espinas, mi esposa lo
encontró en una torta, que le fue obsequiada el día del santo. Esta fiera, llamada
chinche, me fue obsequiada en una jarra de cerveza en un tugurio alemán... Y ahí,
ese pedacito de guano casi no me lo tragué, comiéndome una empanada en una
taberna... Y por el estilo, querido.

–¡Admirable colección!

–Sí. Pesa libra y media, sin contar todo lo que yo, por descuido, alcancé a
tragarme y digerir. Y me he tragado yo, probablemente, unas cinco, seis libras...

Misha tomó con cuidado la hoja de periódico, contempló por un minuto la colección
y la vertió de vuelta en la gaveta. Yo tomé en la mano el vaso, empecé a tomar té,
pero ya no rogué mandar por el pan.

*Título original: Kollektzia, publicado por primera vez en la revista Zritiel, 1883, Nº 13, con la
firma "El hombre sin bazo".

1 "M. Kovrov", pseudónimo con que Chéjov firma sus artículos en El espectador, a principios
de 1883.

Lo timó*
(Una anécdota muy antigua)

En tiempos de antaño, en Inglaterra, los delincuentes condenados a la pena de


muerte gozaban del derecho a vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y
los fisiólogos. El dinero obtenido de esta forma, aquéllos se lo daban a sus familias
o se lo bebían. Uno de ellos, pescado en un crimen horrible, llamó a su lugar a un
científico médico y, tras negociar con él hasta el hartazgo, le vendió su propia
persona por dos guineas. Pero al recibir el dinero él, de pronto, se empezó a
carcajear…

–¿De qué se ríe? –se asombró el médico.

–¡Usted me compró a mí, como un hombre que debe ser colgado –dijo el
delincuente carcajeándose–, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja–
já!

*Título original: Nadul, publicado por primera vez en 1885.

Traducciones de René Portas


La Jornada Semanal, domingo 27 de junio de 2004 núm. 486

Jorge Bustamante
entrevista a Ricardo San
Vicente

Traducir a Chéjov
Él mismo traductor del ruso, Jorge Bustamante hizo a su colega Ricardo San
Vicente –uno de los traductores de literatura rusa al español más prestigiosos y
respetados a nivel mundial– diez preguntas cuya redacción se sobreentiende
fácilmente al leer las respuestas que San Vicente envió desde España.

Jorge: es la primera vez que hago una cosa así y espero ser claro.

1. No me interesan del todo estas disputas sobre la traducción. En cualquier caso,


es algo necesario y a veces hasta placentero. Yo pretendo trasladar "el qué" de
una lengua a otra y dejar un poco del "cómo". Lo único que tengo claro es que los
"cómos" son diferentes en las distintas culturas y lenguas. Por eso es tan difícil
traducir poesía o la voz del pueblo.

"La vida pasó


y como que no viví."
"La universidad
estimula todas las
capacidades,
entre ellas la tontería."
2. Yo he nacido en Moscú en julio de 1948. Mis padres son esos niños vascos que
durante la Guerra civil viajaron a la urss huyendo. Mis padres regresaron a España
con dos niños de ocho y cinco años en 1956. Desde entonces vivo en España, en
Barcelona. Al principio, como muchos hijos de emigrantes, intenté alejarme de todo
lo ruso, pero, ante la alternativa de dar clases (cosa que he acabado haciendo) me
decidí por la traducción. Era una manera de ganarse la vida. Pero para traducir
debía ofrecer a las editoriales aquello que me serviría de
trabajo; y así acabe sumergiéndome –ya no desde la
nostalgia de los repatriados, sino desde los libros– en la
cultura y la literatura rusa. De todos modos, acabé filosofía
y mi trabajo de licenciatura fue Chéjov y el pensamiento
social ruso, como la tesis doctoral el pensamiento social
del "deshielo" desde la literatura (Pasternak, Grossman y
Solzhenitsyn). Una especie de triángulo maldito que incluye
tres actitudes hacia la literatura y hacia Rusia y la libertad.

3. Yo soy profesor de literatura rusa y vivo de eso. Las


traducciones son para mí un gratísimo complemento, un
privilegio del que no gozan los que sólo intentan vivir de la
traducción. El proceso de "lumpenización" del intelectual se extiende al traductor,
que hoy, en el mejor de los casos, malvive, y en el peor abandona este oficio tan
grato como mal pagado.

Mi interés, que he descubierto en mí mirando hacia atrás, es por lo que Shklovski


llamaba literatura documental, Lidia Guinzburg, literatura de transición, y los
editores, "no ficción". He visto que he traducido Shalámov, Bábel, Dovlátov,
etcétera, escritores que han escogido su vida (o la vida lo ha escogido a ellos)
como material de su hacer literario. De hecho me interesa, como en el último caso
de Natalia Tolstaya (San Petersburgo) o Aleksandr Ikónnikov (Viatka), aquellos
escritores que tratan de dar forma a sus interrogantes vitales, de hecho a su vida.

4. Yen esto ha jugado un papel fundamental Antón Chéjov. Chéjov no ha


representado el final sino el principio de algo, de algo que no ha podido ser hasta
hace poco; una literatura desprovista de las hormas y etiquetas del pasado. Quien
deshizo, o hizo polvo las normas de los grandes personajes, grandes eventos,
grandes dramas, fue Chéjov. Quien rompió la coherencia del tiempo fue Chéjov.
Quien intuyó que nada sería igual dentro de muy poco, aunque no pudo calibrar
todo el horror de lo que se nos venía encima, fue Antón Pávlovich.

5. De Chéjov, en el plano de las ideas, me sorprende su capacidad por detectar


nuestra falta de libertad interior, nuestro miedo a la libertad. Pero evidentemente,
Chéjov pervive hoy por aquello que Shkovski decía de él: "Chéjov ha creado una
prosa que parece carecer de argumento, pero en la que en las últimas líneas todo
se despliega, se reconsidera, se resonoriza y se vive de nuevo..." O dicho de otro
modo: "El invento fundamental de Chéjov es la aparente casualidad, la correlación
interna entre la construcción argumental y la cotidianidad, el hilo sin fin de la vida.
La renuncia a la fábula en nombre del argumento-objeto es un invento de Chéjov."
Chéjov ha sabido reproducir en su obra el ruido de la vida, incluso su pavoroso
silencio.

6. Chéjov fluye naturalmente de la prosa al teatro; de hecho muchos de sus relatos


se viven como escenas, cuadros, secuencias a los que el lector se diría que asiste.
Es el caprichoso e imperceptible fluir del tiempo, la naturalidad tan duramente
lograda –el resultado de un esfuerzo invisible–, el libre narrar de nuestra debilidad
que del chispazo-relato, pasan al escenario. Y del mismo modo que el artificio de la
ficción se desvanece en la lectura de los relatos, también se borra la tramoya y el
escenario mismo en una buena representación de las obras de Chéjov.

"Si le temes a la soledad,


entonces no te cases."
"Todo nos parece bien
donde no estamos:
ya no estamos en el
pasado y nos parece
maravilloso."
"Por lo general no hay
ni puede haber
riqueza justa."
7. Loque escribí en las "dos notas..." era justamente esto: lo más difícil creo para
un escritor, para un pintor o un actor es transmitir la vida. Tal vez sólo un escritor y
a veces un traductor sabe lo difícil que es hacer que un texto parezca "como la vida
misma". En este sentido, Chéjov es la antítesis de Gogol, que junto con
Dostoievski es fundamentalmente un creador de arquetipos. Chéjov en cambio
retorna al trabajo de campo para construir los modelos a armar de un futuro que
nunca llegó.

8. Prefiero no comentar las opiniones de Ford, pero sí me gusta pensar que los
escritores norteamericanos a los que tanto admiraron los rusos de los sesenta,
devolvieron a éstos el Chéjov que ellos leyeron, su idea de libertad y su manera
irrespetuosa e informal de tratar la literatura por el amor que hacia ella sentían.

9.Mis relatos preferidos... No sé , son muchos. En las clases me paro en la


pequeña trilogía de "El hombre enfundado", "La grosella" y "Del amor". Otro que
me descubre a un Chéjov tan pluridimensional es "Agafia". Los retratos o relatos
dedicados a las mujeres o a los médicos son maravillosos ("Enemigos"), pero el
implacable "Pabellón número 6" hasta hoy me vuelve como una pesadilla. ¿Y el
violín de Rotschild? La verdad es que "El estudiante" me había pasado inadvertido.
De manera que gracias por recordar su existencia.

10.Me encantaría regresar a Chéjov. Es con quien más cómodo me siento.


Dostoievski o Tolstoi me irritan ante la sola comparación con Chéjov. Chéjov sólo
es comparable al equilibrio sobrio, cada vez más perdido en el pasado, de Pushkin.
Chéjov para mí sigue muy vivo, cien años después de su muerte.

11.No he leído a Rayfield. Sé que estuvo en Pamplona hace unos días, pero no
pude ir a oírlo.

Jorge, eso es lo que te puedo decir más o menos apresuradamente. Me he puesto


esta tarde a escribirte y ya son más de las ocho. Espero haber podido contestar en
alguna medida a tus preguntas. De hecho no doy para mucho más.

No dejo ni reposar mis espontáneas respuestas. Allí van. Y yo regreso a


Zoschenko, que es lo último que estoy traduciendo.

Un abrazo.

Ricardo

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