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Conviene señalar, que antes de la llegada de Le Corbusier, los arquitectos brasileños aplicaba los
cinco principios de su arquitectura de una forma estricta y rutinaria. El contacto directo con el
maestro europeo produjo un suceso inesperado. Supuso la revelación del talento arquitectónico
de Oscar Niemeyer que a partir de ahí se convertiría en el principal representante del Movimiento
Moderno en Brasil.
Lo que más sorprendió a los arquitectos brasileños al trabajar directamente con Le Corbusier fue
su vigor creativo y la flexibilidad con la que trabajaba, dando mucha libertad al proceso de
composición de sus proyectos, de forma que no se comprometía por entero con las reglas.
Comenta que un academicista es “alguien que acepta resultados sin verificar sus causas... de modo
que no se involucre de forma crítica en cada cuestión”, el poeta “es el visionario, el resultado de
los sucesos... quien muestra una nueva verdad”.
Para Le Corbusier, los aspectos formales de la arquitectura eran más importantes de lo que habían
pensado. Componía con geometrías puras porque para él era lo óptimo formalmente. Realizaba su
proyectos teniendo en cuenta al mismo tiempo los factores funcionales y estéticos.
La consistencia formal -que en el clasicismo venía garantizada por el tipo- es, en la modernidad, el
objetivo de la acción de proyecto, de modo que cada obra tiene en su propia constitución el origen
de los criterios de legalidad formal que estructuran sus espacios. En la arquitectura moderna, el
problema de la identidad se plantea de un modo completamente diferente a como se los
abordaba en el clasicismo: la identidad ya no queda garantizada por sistema previo alguno -el tipo
ha perdido su vigencia y los órdenes han dejado de disciplinar la apariencia-, sino que, por el
contrario, es el objetivo del proyecto. Y este propósito ontológico se convierte en la condición
necesaria de la calidad, entendida como el conjunto de cualidades que caracterizan una obra y, al
hacerlo, la identifican.
El programa es, en cambio, la condición de la identidad del edificio moderno; identidad que se
centra precisamente en la relación entre la forma y las condiciones en que surge: en el punto de
encuentro -no exento de tensión- entre una forma abstracta, que tiende a valores universales, y
un programa concreto, específico de la ocasión.
Mis objeciones se dirigen a “la idea” tal como se ha utilizado durante las últimas
décadas, es decir, entendida como mera descripción verbal de un propósito, a la
que no se le exige más que su formulación verbal –incluso deficiente, en
ocasiones–, para acreditarle una solvencia capaz de legitimar la arquitectura y
legalizar el proyecto: el planteamiento no cierra puertas al desarrollo del proyecto;
“la idea” operativa, sí. Pero, acaso el efecto más pernicioso de “la idea” –con
relación al tema de esta reflexión– es que, en la medida que asume la autoridad
ordenadora del proyecto, sitúa el criterio de valor en la adecuación del objeto a sus
propósitos, es decir, en el exterior del artefacto – al margen de su coherencia
interna–, con lo que se reinstaura la mimesis, ahora ya no respecto al sistema –
como ocurría en el clasicismo– sino respecto a las meras intenciones de quien
proyecta. Tal noción de calidad –“como adecuación a la idea”– introduce una clara
involución respecto al proyecto moderno, en cuanto obvia la construcción –
material y formal– como criterio esencial de la consistencia de las relaciones que
definen la identidad del objeto.
Pampula