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Augusto Rivera
Para aproximarse a Augusto como artista, amigo de los amigos, esposo, padre
y bolsiverde raizal (así apodan en el Cauca a los hijos del Macizo Colombiano
nacidos en Bolívar) debe respetarse una personalidad capaz de despetalar la
Rosa de los Vientos, transformarla en la fragua de don Eleuterio, el herrero de su
pueblo, y proyectarla, como explosión de formas, colores y posibilidades pictóricas,
a un público cada vez más localizado y, simultáneamente, globalizado.
Su vocación se decantó en las faldas del volcán Galeras entre anisados de contrabando,
cuyes, ocas endulzadas al sol, cachetes sonrosados, tostados con habitas y montañas
—mañaneramente violadas por las yuntas— que encerraban ciudades de oro y se abrían
los Jueves Santos únicamente a los bobitos. En Pasto, en 1943, se sumó, de carambola, a la
Compañía de Variedades de Curro Romero. Guitarristas, bailarinas y bailarines apoyaban
al Curro en la declamación de versos de Lorca, Alberti y Machado. Adelantándose a lo que,
más tarde, se programaría en televisión, les propuso ilustrar el espectáculo en tiempo real.
La posibilidad la argumentó al calor de canelazos, sobre una hoja arrancada al cuaderno
de los turnos del billar del cafetín cercano. Recitar, bailar y, simultáneamente, dibujar
sería “mejor que la representación de Maese Pedro, su retablo y sus títeres,” mientras con
dibujos, gestos e imitación de voces teatralizaba la propuesta. Como nunca husmeó tras el
dinero se añadió la “Riveriana” al espectáculo. (Años después León de Greiff transformaría
el apodo en “Riverosa,” haciendo resonar el apodo contra el hormonado Rubirosa).
En la navidad de 1954 regresó a Popayán con su hermano Miguel. Los recibieron con los
platos de Nochebuena que “esos guazos chilenos ni sospechan que existen.” Todo nómada
añora el último oasis. Mientras contaba del mural y los telones que había pintado en el
Casino de Viña del Mar —cada telón según el espectáculo, pagado más de una vez con
tiempo de bar— contó de Rómolo Trebbi del Trevigiano, amigo, crítico, profesor de historia
del arte y cocinero, quien lo introdujo en el gusto por verduras complementarias a los
uyucos y alchuchas de su tierra y habló de Lukó de Rokha, su profesora de pintura en 1948.
Esta artista, miembro del clan Rokha de políticos, músicos y literatos, cuatro años antes
había realizado estudios con David Alfaro Siqueiros. Entonces se explayó en lo relativo a
sus siete exposiciones en Chile. Una vez más se demostró que un recuerdo desempolva
otro: su madre, Doña Isaura, mientras batía los huevos para hacer las rosquillas, pasteles,
hojaldres y colaciones navideñas de la bienvenida para que Augusto no le diera toda la
gloria al Curro, a Chile, al Don Rómolo y a doña Rokha, rememoró la rompezón de un
canasto completo de huevos que, de niño, había armado en Bolívar hacía 28 años. Los
ahorraba para la Noche Buena y en las cáscaras “el quicato, luego de lavarlas y poner cara
angelical, dibujó sobre ellas casitas, flores y animales.” Y completó: “Ah cosa bruta? ¿Te
acordás, Alejo, que querías darle un correazo? Te dije que había sido un accidente y que
Augusto sería artista.” Aunque le hubiera encantado tener un hijo cura —también pasó un
tiempo por el Seminario, experiencia que lo marcó con un profundo sentido de lo sagrado,
evidente en su obra— aseguró que la intuición materna le había garantizado que Augusto
tomaría el “camino cuestarriba del pintor.” Don Alejandro, por no quedarse atrás, añadió a
los recuerdos el lío familiar que se armó cuando, quebrado como comerciante, se conectó
con el dueño de una mina de oro cerca a Almaguer, según las lenguas del lugar con la
veta celosa. Augusto lo recordaría muchas veces: “Fui predestinado. Antes de untarme
de pintura fui minero. Mi nombre se inicia con el símbolo del oro de la tabla periódica de
los elementos. Mis viejos le añadieron el ‘gusto.’ Tocó pasar de la pica a la brocha. Es más
fácil quebrar roca a pica que torear las jodas externas que a un artista, continuamente,
ponen zancadilla.” Treinta años más tarde reciclaría ese tema en una entrevista.
Contó, una y otra vez, cuando en Viña del Mar debió escapar desnudo, desde un
segundo piso con la ropa en la mano, debido a la “irrupción inesperada de un marido.”
Gustaba comunicar que había tenido más de un lance de este tipo, asunto siempre
unido a su calidad de retratista. Por eso con el pastuso Sergio González lo apodamos
“Cazador de Cabezas Invisibles.” Era evidente que estaba enamorado del amor y
más de la pintura. Entre risas y gestos, imitando voces y exagerando movimientos,
revivía los arañazos que se ganó contra la enredadera de la casa. Nos pareció que,
cada vez que narraba la saga, enriquecía la paleta del guión y añadía hormonas al
relato. Continuamente, al calor de su imaginación, forjaba la clave para acceder a la
posibilidad de una historia donde se demostrase que las Sabinas en verdad raptaron
a sus captores debido a la apagada fogosidad de sus maridos. Invertir los hechos para
comprenderlos fue uno de sus recursos preferidos. Esto se evidenció cuando, enfermo
y maduro como artista, sentenció: “No es mejor andar solo que bien acompañado.”
Hablaba de Huidobro, el gran poeta chileno, referencia del duro trasegar hacia la
modernidad que, con seguridad, tuvo a Rómolo y a Rokha al astrolabio y al timón. El
famoso Manifiesto de manifiestos, tema obligado de conversación entre intelectuales y
artistas chilenos, se había producido en 1935, ocho años antes que Augusto llegara a esas
tierras. Al tender, implícitamente, conductos de capilaridad entre la poesía, la escritura,
la pintura y hasta la arquitectura, colocaba a la orden del día el tema compartido del
problema de la estructuración y expresión de la imagen en la contemporaneidad. Según el
Manifiesto la razón y el sentimiento llevarían la nave del artista hacia una superconciencia
activa. Esa mística tonalidad de fondo seguramente tocó profundo a este bolsiverde. Ni
solo razón ni solo sentimiento. El aporte latinoamericano de Huidobro, respetuoso de
la universalidad del tiempo del lugar, consistió en tomar distancia de las vanguardias
europeas mientras allá, radicalmente, cubismo, dadaísmo, futurismo, surrealismo,
expresionismo, abstraccionismo y tantos “ismos” (seculares casi todos, los menos atentos a
lo sagrado, los más alucinados por el codazo de un excluyente concepto de modernidad) se
jugaban todo al borrón y cuenta nueva. La propuesta modernizadora del poeta chileno era
incluyente: al asumirse la modernidad de la imagen poética debía hacerse una manoletina
a la idolatría por lo nuevo; de otra manera se excluiría el pasado. Augusto y Rokha lo
compartían completamente, proyectando el concepto a la pintura. Como lúcidamente
sugiere el poeta caleño Julián Malatesta, Huidobro proponía que un verdadero artista
debía aspirar a ser capaz de expresar cosas que nunca se expresarían sin él; sólo así
el acto creador lograría tornarse un acto de soberanía espiritual, única posibilidad de
adentrarse, sin temor, en el misterio y domeñar la improbabilidad que, permanentemente,
coquetea al artista al enfrentar lo inesperado. Es significativo que, en esa misma época,
desplazado por la guerra en España, arribó a Popayán Jorge Oteiza, habitante del hotel
Lindbergh, considerado el mejor escultor vasco. Oteiza introdujo el comején de la
modernidad en las mentes de Edgard Negret, Alberto Arboleda y Enrique Buenaventura.
Una mañana que lo visitamos con mi prima Nohra (la de Cali, pues hay otra patoja. “Quiero
hacerte un retrato,” le había dicho al encontrarlo en Santo Domingo acompañado de su
primo Ricardo. Ella monísima. Él con cara de Atahualpa con anteojos) manifestó que el
mayor reto para un artista de estas tierras era “lograr un arte de significado universal,
enraizado en su tierra.” Le dije que era fácil. Me oteó por encima de las monturas. ¿Advertía
que estaba listo a encadenarme al volcán Puracé para que los gallinazos que pensaba
importar de sus montañas me sacaran las tripas al ritmo del repique de las campanas de
su pueblo? Entonces disparó: “¿Fácil?; ¿cómo así?” Opiné que bastaba seguir el camino
abierto por Guayasamín: grave embarrada. “Noto que de arte entenderás menos que
de arquitectura, eso que pensás estudiar,” y añadió: “El que recomiendas ni siquiera ha
empezado.” En su opinión en un pequeño trozo del Guernica estaba toda la obra presente
y futura del quiteño puesto que lo que hacía con habilidad y oficio era “copiar pedazos de
cuadros de Picasso.” (Marta Traba, siete años después, le recordaría que no hay peor cuña
que más apriete que la del mismo palo). “No seas pendejo,” concluyó, “recomendáme,
por lo menos, a Siquerios.” Rokha le había señalado un referente cierto, aunque no el
único. Le apasionaban Velazquez, Boticelli y Goya, el de las pinceladas liberadas de
las últimas pinturas, el del aguafuerte que advierte “Los sueños de la razón producen
monstruos.” Dejó de atender a la monina. Chao al retrato. La visita se trocó en la primera
clase de historia del arte que formalmente recibí. Empezaba a evidenciarse que sólo un
“ismo,” un camino de una sola vía, así se considerase vanguardista, no le era suficiente.
Para 1957 estaba en Bogotá. Me dio posada en su taller de la “sexta con sexta” —”falta
un seis para que este lugar vomite fuego por las ventanas,” decía entre risas— donde,
con su hermano Miguel, experto en responder lúcidamente previos largos silencios, lo vi
trabajar, intensamente, mientras transformaba en Dulcinea la anciana que vivía bajo la
grada del segundo piso. Augusto profundizó las posibilidades del monotipo que había
explorado en Chile, acumuló cantidad de apuntes a lápiz, acuarela, tintas, y se amigó con
el joven pintor Armando Villegas. A velocidad sorprendente hurgaba fórmulas, temas,
efectos, signos, paletas. Se diría que, desde un profundo sentido de lo sagrado —para
Augusto, por ejemplo, las pulcras casas de tablas pulidas de los campesinos de Bolívar
eran verdaderos “templos a la pulcritud de mis recuerdos,”— luchaba por fundir lo
universal a la singularidad oral de su pasado. Así bregaba por esquivar el relativo facilismo
expresivo del momento que, muchas veces, duraba sólo el tiempo de una muestra. Se
me hace verlo tirado en la cama, mirando el cielo descascarado. ¿Pastaba visiones y
recuerdos? Quizás era capaz de exprimir y sacar jugo a esas insinuaciones que regalaba
el tiempo. ¿Lo había hecho sobre las paredes de los socavones?; ¿insinuaban veladuras,
líneas indefinidas; profetizaban límites porosos que aplicaría en dibujos, monotipos,
lienzos y murales? Vaya uno a saber. Entonces nos decía: “¡Silencio! Pintor trabajando.”
De su Bolívar oral había saltado a consolidar sus estudios de arte entre mosto chileno
luego de abandonar la idea de estudiar arquitectura. Había regresado al “nadadito de
perro” de Popayán y ahora trabajaba a pocas cuadras del Palacio de Nariño: le esperaba
la naciente crítica moderna. En esos momentos, independientemente del pensar de
intelectuales, críticos y artistas, Colombia y el mundo compartían dolor de parto. Bogotá,
rebajada sin anestesia de su pedestal letrado de Atenas Suramericana (al dar el primer paso
metropolitano empujada por la televisión, gracias al General Rojas Pinilla), poco a poco
se transformaba en otro nodo de una compleja red global donde el sentido de realidad
terminaba deslocalizado al ser zarandeado a través de redes invisibles. El fenómeno
inauguró la multiplicación de los lenguajes, enriqueció la estética y resquebrajó el gusto
de las capas de “arriba”, “medias” y “populares.” Esto entiesó las ideologías extremas, afianzó
el poder letrado de la crítica y, de algún modo, disparó la liberal irreverencia. Dos décadas
más tarde se sincronizaron los juicios de valor al poder disolvente del ritmo del mercado.
Como tercer aspecto habría que preguntar si esos “monotipos abstractos” que
Barney conoció permiten deducir descarrilamientos por el desconocimiento de
las técnicas y la ignorancia del oficio, sin atender lo caminado en Chile. Cuando
Augusto se refería a esa “geografía” comentaba que daba la sensación de que Barney
entendía y clasificaba el arte como si fuesen empobrecidas opciones culinarias
regionales que debían permearse de recetas francesas para ser validadas.
Traba insinuó a Augusto, dentro del desarrollo de un currículo lineal, que, pasado el curso
del monotipo, podía empezar a luchar con la pintura al óleo. Un año más tarde, iluminado
por el nacimiento de su hija Martha Lucía, expuso nuevamente. Traba —“Augusto
Rivera en primera plana,” La Nueva Prensa, No. 82, noviembre de 1962— apuntó:
Augusto Rivera lleva años pintando brujos y demonios con la sincera convicción de que las
esencias americanas se destilan entre ese humo azufrado y que la tierra vive entre liturgias oscuras
y olvidadas... La exposición que, actualmente, presenta en la Librería Central no sólo es la mejor
que ha realizado Rivera hasta ahora sino que es una exposición espléndida, llena de valores densos
y fuertes que resisten bien cualquier análisis... Es importante que Augusto Rivera haya logrado
crear esas atmósferas... en una órbita sin roce ni contacto alguno con la de Obregón... Hasta esta
exposición la pintura de Rivera ha sido lenta y escrupulosa: dentro de una sociedad de artistas
inmodestos esas raras condiciones pueden tomarse por apocamiento. De no envalentonarse:
su pintura está muy bien, su muestra es de los actos más serios de este año plástico.
La oposición entre arte mayor y arte menor es problemática. En el fondo se trata de una
tramposa disyuntiva. Otro asunto complejo y minado es el de la unidad expresiva en
la pintura. Se supone que la inclusión de textos, fórmulas químicas, signos de cartas,
demeritan la claridad pictórica y tienden a ahogar el trigo entre la cizaña literaria. Como en
el arte medieval, típico ejemplo del paso de una cultura fuertemente oral a una escritural
—por ello se encuentra poli-información, se trucan las escalas y todo tiende a hacerse
simultáneo, como en la expresión actual de un comic,— en la obra de Augusto se evidencia
el afán de proponer simultaneidades, no importa si es a costa de un criterio académico de
unidad que tiende a lo homogéneo y lo clasificado previamente. Esto se explicaría por la
fuerte raíz verbal de la personalidad de este bolsiverde. Su arte nunca llegó a ese estado
dudoso de equilibrio letrado que hunde su lógica compositiva en el afán por sostener la
composición geométrica de la plana tipográfica. Aquí Mondrian sería el gurú y la brújula.
Para ubicar la obra de Augusto lo más objetivamente posible es necesario preguntar
por qué en esos momentos en el mundo reconocidos pintores —inicialmente en
medio de la crítica y rápidamente bajo aplausos al amplificarse el mercado de obras de
firma— empezaron a recurrir a la cerámica, lo cinético, el diseño gráfico, la escenografía
teatral, la foto-impresión, la fusión de textos con formas y colores, el afiche, el collage, la
expresión efímera. No sería una simple reacción de fuga. Una “sacada del cuerpo” ante
el rigor del compromiso y el temor de ser ubicados como defensores de la sacralidad
del aura erosionada —efecto de la irrupción de la reproducción industrial de la imagen,
como, angustiosamente, lo entendió Walter Benjamin;— más bien reflejaría la búsqueda
permanente de un tipo complejo de poli-garrocha para saltar sobre fronteras obsoletas
(máxime cuando, en esos momentos, se esfumaba, irreversiblemente, el límite entre
lo académico y lo popular) a fin de beber, simultáneamente, en otras vertientes
comunicativas. Con todo, la técnica expresiva no resuelve, por sí sola, la tensión entre lo
eterno y lo contingente; podría, inclusive, soslayarla. Puede enredar en efectos visuales la
fértil relación entre el recuerdo, la creatividad y el medio que pictóricamente se asuma.
En la oralidad tribal los shamanes resuelven esa tensión uniendo cielo y tierra. Esto
se evidencia en los momentos festivos y catastróficos. Como vehículos para lograrlo
existen plantas sagradas, ritos de iniciación, vestimentas rituales, pinturas corporales,
danzas, reciclaje de mitos y sonidos para reactivar los huesos de los antepasados. Aquí
el arte no existe separado de la vida. En el ámbito de la expresión pictórica, superado lo
tribal, frente a esa necesidad de integración tele-mediada ¿qué ha pasado y qué hacer?
Luego de sentenciar, abrumado, que la ciudad del siglo XIX cambiaba más rápido que el
corazón del hombre Charles Baudelaire postuló, dolorosamente, que la modernidad es
lo transitorio, lo fugaz, lo pasajero; el lado del espejo que esfuma el pasado y el eterno
misterio. Para aquel sentimiento racional la sacralidad y la memoria eran innecesarias
ante la industrializada eficacia al hermanarse ciencia y praxis. Por eso muchos pintores
se matricularon en la abstracción: allí encontraron la salida hacia un arte atemporal, sin
necesidad de título. Pero, en rigor, ¿es posible separar el hecho artístico de la sacralidad
de los recuerdos y de lo cotidiano? Augusto pensaba que no. Esto se refleja en su obra.
Por eso su predilección inicial por el monotipo, medio donde podía lograr la síntesis
entre lo indeterminado, lo fugaz, lo inconcluso y el trazo previsible, ajustado, controlable.
Inclusive sus dibujos de línea envidiable, cruzados por manchones inesperados y densos
de figuras incompletas o redundantes —mujeres con múltiples senos tornadas blancos
de metralletas, manos con más de cinco dedos, cuerpos con piernas prestadas, racimos
de penes, cabezas sobre troncos imposibles,— serían el reflejo de una lucha personal
por integrar la sacralidad de la cultura al sentir y la violencia narcotizada que empezaba
a ocupar el horizonte estético. Así, de alguna manera, Augusto respondía, sin temor,
a esa baudelariana modernidad que invita a la negación de la memoria, la castración
y el desalojo. Este bolsiverde, además de ser un experto en manejar la dialéctica (lo
aprendió de los clásicos latinos), fue un artista dotado en el manejo de la paradoja
densificada en el “mejor dicho” (lo aprendió de los mineros, de los braceros en los muelles
y, sobre todo, cuando niño, de las narraciones de sus viejos bañados por campanas).
Augusto siempre reconoció a Marta Traba su sinceridad crítica: “Es quien mejor me ha
comprendido, con Valencia Tovar,” a quien trató en El Tiempo; sin embargo, no estaba
dispuesto a negar la eficacia provocadora de la mirada lateral ni aceptar la hegemonía de
una visión que exigía a la obra de arte alejarse de técnicas y medios que permiten explorar
lo imprevisto y el azar, así fuesen considerados arte menor. Sus preocupaciones integrativas
iban más hondo: sin envidia hacia los escritores sabía que en ese campo existe la fortuna
de poder cobijarse en el ensayo, sin ser subvalorado. De aquí que años más tarde pensase
editar un libro de cuentos infantiles e, inclusive, crear una casa editorial. Sin concesiones
buscaba una expresión totalizadora, sin importar el medio (monotipo, grabado, dibujo,
acuarela, óleo, acrílico, experimentación con materiales, mezcla de técnicas) donde
fuesen posibles los senderos paralelos y convergentes; lo sugerido y la improvisación; la
comunicación y, al mismo tiempo, la incomunicación. Donde tuviese cabida el desliz, el
resbalón, el lapsus. Sabía, por experiencia, que en un dibujo en una servilleta de café se
encerraba el mismo compromiso que en un mural de 53 metros cuadrados. Por ello la
obra de Augusto, de entonces y más tarde, no fue congelable en la sobre-simplificación
de un estilo o la desmontada por las orejas de una definición: se ha recurrido y recurre
a ambas alternativas excluyentes, adobándose la receta con cargas de erudición.
Sin querer agotar todo lo expuesto y trabajado hasta el mural de Cartagena es necesario
apuntar algunos hitos de un proceso que si algo marca es su reiterativa inconformidad con
su propio trabajo: “Exposiciones simultáneas tiene el conocido pintor caucano Augusto
Rivera... [En el Centro Colombo Americano] se encuentra una muestra retrospectiva de
su labor artística durante los últimos 20 años, en la cual pueden apreciarse las etapas
más decisivas de su evolución: el paso de lo figurativo al abstraccionismo y luego el
regreso a la figura dentro de nuevos planteamientos. [Se aprecia el manejo de distintas
técnicas] óleo, tinta, acrílicos y monotipos... [En la Galería El Callejón ofrece] lo último
en su trabajo... en la pintura y el dibujo... En este conjunto aparecen reminiscencias
de su infancia, anécdotas y personajes de Bolívar, su pueblo natal, que él re-crea a su
manera como son El Cardenal Niño de Guevara y El caballero de la mano en el pecho” (Sin
firma, El Tiempo, Bogotá 1972.) “Sin pagar un solo centavo tres millones de bogotanos
recibirán en sus manos una reproducción a todo color de la última obra de un pintor
colombiano de gran prestigio... Les llegará en la carátula del libro más leído: el Directorio
Telefónico de Bogotá... inspirada en una leyenda indígena que muestra a Nemqueteba
como portador de la luz contiene lo que parece un mensaje cifrado con letras que
juegan entre enormes y coloridas figuras... sus dimensiones originales, seis metros
cuadrados, corresponden a la tendencia del artista, quien dice que... se siente estrecho en
cualquier superficie” (Alegre Levy, El Tiempo, 1974.) “Mi pintura es brujería, dice Augusto
Rivera mientras retoca los últimos cuadros [para la inauguración de su muestra en] La
Abadía... él mismo tiene algo de brujo con su sueter y pantalones viejos chorriados
de pintura... Rivera ha sido muchas cosas (seminarista, buscador de oro, aspirante a
abogado y arquitecto, carguero, pero no en la Semana Santa de Popayán sino en los
muelles chilenos) y todas confluyen en su gran obra pictórica” (GV, El Tiempo, 1979).
Lo expuesto hasta aquí contrasta con otro comentario que valora su calidad artística
y ubica su singularidad. El 5 de febrero de 1973 en la revista Cromos se hizo una
referencia a tres bandas sobre Augusto. Da claves sobre el entendimiento del momento
histórico y obliga a explorar, más en profundidad, la originalidad y autenticidad de
este gran pintor latinoamericano, ahora contrastado al cartabón del marketing:
En su acción el prestante artista —tan buen dibujante como pintor— ha completado
19 años en el país sin conquistar la posición económica de un Alejandro Obregón
o un Fernando Botero ni el prestigio publicitario de más destacados rivales.
El arte de Augusto estuvo dirigido por un don artístico, seria y dolorosamente asumido,
gracias a una teología muy personal; si se prefiere, comarcana, colgada del sonido de las
campanas de su pueblo. Muchos dotados, ante la seriedad del compromiso, terminan
como llamaradas de hojas secas. Augusto es de aquellos artistas que hizo braza y dejó
traza. El “Retablo de Maese Pedro” (la primera obra valorada por la crítica académica
como excelente pintura al óleo, hoy en Manizales en una colección particular) puede
ser aceptado, inclusive, como una concesión temprana a aquel tipo de enfoque que
entendía la obra como algo acabado, controlado, concluido, encerrado en un “ismo”
reconocible. El brillo y la paleta de ese cuadro —¿dominado por la luz terrosa, si así puede
decirse, que Augusto vivió en los socavones de la mina?,— con el dominio y gamas del
acrílico, su rápido secamiento y sus posibilidades de veladuras y transparencias, marca
salto impactante con sus últimas obras. De hecho, había logrado expresar, en grandes
formatos y murales, aquello del azar y certeza que buscaba en el dibujo espontáneo,
la aguada y el monotipo. Entre aquel retablo y sus obras a partir de la década de 1970
—en términos de espontaneidad y luminosidad— se detectaría la misma relación que
existe entre un noble anciano velado por el humo al interior de su rancho y la tropical
biodiversidad de su Bolívar, bañada por el barullo comarcano, los atardeceres veraniegos
del recuerdo, el reto de encontrar el plantar del arco-iris y el paisaje soleado mañanero.
Existe otro aspecto fundamental para ubicar ese momento, para entonces fuertemente
comercial y mass-mediado. Ayuda a referenciar, más plenamente, a Augusto. Puede
definirse como la crisis del crítico. De ñapa permite concluir esta nota con la voz del amigo.
Sincrónico al abordaje de la nave pirata del mercado sobre el arte —simplemente porque
la persona quiere saber lo que las personas preguntan hace milenios, es decir el por qué—
el crítico debió metamorfosearse en entrevistador. En corto, se evidenció la necesidad de
“oír” al artista; de comunicar su “territorio” para aproximarse al sí y no de su arte y tratar de
entenderlo desde la hermandad entre razón y sentimiento. Alegre Levy fue quien primero
fundió, para el caso de Augusto, la crítica a la entrevista: en 1974, luego de anotar que él
y su esposa Mabel vivían en una diminuta casita, donde a duras penas cabían los cuadros
amontonados, unos sobre otros, y anotar la cantidad de preciosos objetos antiguos
que había coleccionado (estatuas de ángeles, cítaras, docenas de Cristos de todos los
tamaños, incensarios, campanas, cofres y todo un estante de libros incunables) y valorarlo
como uno de los importantes pintores colombianos contemporáneos, le preguntó:
— ¿Dicen que su humor negro le ha ganado antipatías entre los propios colegas del oficio?
Sólo me detestan los fracasados y las feas...
— ¿Es cierto que ingresó al Seminario?
Mi corta estadía, cuando apenas era un muchacho, obedeció en parte a la soledad y en
parte a que me atraía mucho la pompa litúrgica.
— ¿Lo echaron... o se salió?
En el Seminario decían que yo molestaba mucho. La verdad es que no me convenció el
celibato sacerdotal y me salí...
— ¿Fue cuando se dedicó a buscar oro en una mina?
Si. Creí que había nacido para traducir a Horacio. De golpe me vi en un socavón. Era una
mina de mi pueblo natal, Bolívar. Dando a la pica encontré unos cuantos kilos de oro que
sirvieron para sacarnos de deudas. Fue una vida muy alegre, primitiva. Sobre todo rica.
Usted me preguntó antes si yo sentía envidia por alguien. Pues bien, siento envidia por tres
clases de seres: por los que no le temen al avión, por los que saben
tocar guitarra y, en tercer lugar, por los caballos….
—-¿Por qué los caballos?
Porque hay momentos en la vida en los que es absolutamente imprescindible relinchar.
Tres años antes había escrito como autobiografía de su pintura al referenciar una de
sus exposiciones: “En mi pueblo había gentes comunes y corrientes: brujos, santos,
herreros endemoniados, filósofos andróginos, políticos eclécticos, héroes, mineros,
poetas autóctonos, tal cual Celestina, locos y locos de cuanto sexo ha habido, magos
milagrosos, liberales, conservadores... etc. Aquí están.” Para entonces era uno de los
artistas más importantes de Colombia, paradójicamente hoy el menos conocido, e,
indudablemente, un gran padre y amigo; fue quien, probablemente, más evolucionó,
más posibilidades expresivas exploró y a quien mucho oportunismo se le hizo.
En abril de 1981 apareció una entrevista para Cromos realizada por Oscar
Gómez. Hasta donde conozco, fue la última. Aquí algunos apartes:
Toda obra es una abstracción. La Venus de Milo es una abstracción. El concepto de abstraer ha
evolucionado y se ha llegado al momento en que una forma es válida por sí misma, sin importar
su anécdota... El actual arte colombiano lo veo un poquito dudoso, muy lleno de trampas, se ha
vuelto arribista y esmeraldero. Es un afán por ganar dinero engañando... Los hiperrealistas engañan
a la gente. Yo creo que la diferencia entre el buen arte y el hiperrealismo es la misma que hay
entre el amor y la masturbación. Seré muy anticuado, pero aún creo en el amor... Me he dado mis
alegrías y me las he quitado. Me he obsequiado, pero también me he robado. Simultáneamente
me ha tocado comer mierda, pero también dicha. Por eso sé que nada es gratis, todo se paga.
¿Es posible, en doce meses, un salto de tal vuelo? Por supuesto que no. El crítico no se
interesó por saber que Augusto venía de trabajar más de diez años en Chile y acumulaba
cinco de dura labor en Bogotá. Si se contrasta esta nota con su proceso como artista se
explica por qué estremeció a una crítica que, por su excluyente linearidad académica y
ejercicio de un juicio de tipo pendular (óleos o monotipos en vez de óleos y monotipos),
resultaba opuesta a su visión integrativa e incluyente. No creo que haya sido en él un
acto puramente racional. Lo cierto es que Augusto fue capaz de intuir y concretar una
imagen, por encima de la hegemonía del poder letrado y bancario, sin caer prisionero del
pantanero de los “ismos” y la cárcel de los saldos rojos. Su fe de artista, de alguna manera,
le aseguraba que el tiempo jugaba a su favor. Engel no estuvo dentro de su alma. Por ello
fue incapaz de considerar que una proyección en cinemascopio, plena de exploraciones
singulares e insinuaciones para ser completadas por el espectador, no puede entenderse
con sólo un fotograma recortado de un carretel completo. Ni siquiera con una muestra al
azar de algunos fotogramas de diferentes producciones. Con esta convicción, sin importar
cuantas neuronas propias y ajenas violentara, siempre lanzó sus restos. La apuesta valió
la pena. De no haber sido así y haberse consolidado, históricamente, la primera critica
académica que lo bendijo, como referente privilegiado, su obra hoy sería calificada como
un trabajo interesante y secundario. Algo bello, pero decorativo. Ahogado por la ideología.
Decir muchas cosas inteligentes en un corto lapso es algo que no lo soporta fácilmente
cualquiera. Hay que aceptar que esto empedró desde Chile el sendero de este artista:
debió construir su obra en el roce, la parábola cargada de ironía, el entendimiento
parcial, el choque inesperado y la confrontación inter pares —sin dejarse ahogar en el
almíbar de las roscas— mientras hurgaba en la guaca de los signos primordiales para
procesarlos y dárnoslos a beber en dosis personales de contemporaneidad. Su desenfado
permanente y el modo como, cáustica y jocosamente, manejaba esas confrontaciones
le impedió ser aplaudido en los ámbitos donde no se respeta que la personalidad se
muestre a la intemperie; sin embargo, por no haber negado nunca la amistad, ni su
fragilidad, ni su terruño, fue capaz de oxigenar el arte colombiano. Lo comprimiría, no
sin cierta nostalgia, en octubre de 1976 al presentar una de sus muestras: “Ojalá que los
decires, ámbitos y seres que fueron mis buenos amigos de niñez después de navegar
por mis modestos alambiques puedan respirar holgadamente en estos dibujos.”
Buscando reactivar los ecos más humanos de Augusto —su pintura se defiende sola—
me comuniqué con Martha Lucía. Fue una charla on-line: “Si para ti es complejo penetrar
el recuerdo del viejo —se te mezcla la fantasía con la realidad y la luz con las sombras—
para mí no es más fácil,” le anotaba. Algo similar debe haber sentido Augusto cuando
fue minero, rodeado de la avara claridad del carburo; cuando caía impotente en los
espacios de los médicos y, quizás aún más, en esos momentos de ocaso y amanecer,
cuando se enfrentaba a jugar todo a la tajante demanda de un dibujo, un monotipo o
un mural. Terminaba diciéndole: “Jodido y maravilloso escribir sobre artista tan cercano
y singular, pero infinitamente más jodido ser artista.” Ella, heredera de la generosidad
de Augusto, regaló este recuerdo: “Hablar de mi papá es como abrir un tesoro, un
territorio privado, íntimo y arriesgado también. Es algo con lo que tengo contacto, a
veces más cerca, a veces más lejos. Es, sobre todo, una sensación que me da su presencia
—supongo que así se sentirán muchas hijas con su papá. Es como sentirse como una
princesa elegida por todas las cosas bellas y tiernas y buenas del mundo. Es algo que
no tiene mucho que ver con que él fuera pintor, escritor o artesano. Él era muy buen
actor: imitaba en los cuentos la voz del arlequín y la de la reina y muchas veces me
contaba cuentos mientras pintaba en el taller cuando vivíamos en la casita de El Lago.
En realidad el taller era parte de la sala, donde también daba clases. Entonces se corrían
los caballetes y se ponía la mesa en la mitad para María del Carmen, la modelo. Durante
toda mi infancia odié la berenjena. Fue culpa de papá, pues empezaba un cuento de
una niña que se acostó y soñó que su mamá le preparaba berenjena para la comida.”
Referencia
1922 El 22 de octubre nace en Bolívar, Cauca. Fue el mayor de siete hijos de Alejandro
Rivera e Isaura Garcés.
1943 Se une a la Compañía de Variedades de Curro Romero, con la cual viaja por varios
países de Suramérica.
1947 Se queda en Chile, donde comienza a estudiar pintura en Santiago y Viña del Mar.
1949 Participa en el Salón de Verano en Viña del Mar. Trabaja como decorador del Casino
de Viña del Mar, en donde hace varias escenografías para teatro, ballet y espectáculos
musicales.
1950 Participa en el Salón de Verano de Viña del Mar. Exposición individual en esa ciudad.
1951 Participa en el Salón de Verano de Viña del Mar y en el Salón de Pintores Jóvenes de
Chile que tiene lugar en Buenos Aires.
1953 Participa en el Salón de Pintores Residentes en Chile, Santiago. Viaja por Chile,
Argentina, Perú y Ecuador.
1954 Exposición colectiva en Viña del Mar. En diciembre regresa a Colombia y se reúne con
su familia en Popayán.
1955 Exposición individual en la Universidad del Cauca, Popayán. Participa en la III Bienal
Hispanoamericana de Barcelona y en la Exposición de la II Feria Internacional de
Bogotá. Se instala en Bogotá, donde vivirá hasta su muerte.
1961 Contrae matrimonio con la actriz argentina Mabel Jaramillo. Exposiciones individuales
en la Sociedad Económica de Amigos del País, donde expone 20 monotipos de
la serie Mujeres con amuletos, y en la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la
República, Bogotá; allí presenta 22 obras, entre las que figuran los monotipos en
blanco y negro Máquina de los alumbramientos y Temas del Apocalipsis.
1962 Nace su hija Martha Lucía. Trabaja como profesor de la Escuela de Dibujo
Arquitectónico, Decoración y Propaganda de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo
Lozano y como escenógrafo de la Televisora Nacional. Expone monotipos sobre la
Semana Santa en el Hotel Monasterio de Popayán. Participa en el XIV Salón de Artistas
Colombianos con el óleo Demonios jugando ajedrez. Exposición individual en la galería
El Callejón, Bogotá, donde presenta 12 óleos sobre demonios y 7 monolitos con temas
de la muerte.
1964 Obtiene el Primer Premio de Pintura en el IV Salón Nacional de Cúcuta. Expone, junto
con Juan Antonio Roda y Luciano Jaramillo, en la galería El Callejón; allí presenta 10
monotipos en blanco y negro. Participa en el I Salón Nacional de Pintura y Escultura
del IV Festival de Arte de Cali y en la II Bienal de Arte de Córdoba, Argentina.
Exposición individual en la galería El Callejón; expone 15 óleos, 4 de los cuales fueron
inspirados en las Estaciones de Vivaldi y otros en el Canto general de Pablo Neruda.
Participa en el XVI Salón de Artistas Colombianos con el óleo Paisaje y carroña, que
obtiene el primer premio. Participa en una colectiva en Nueva York.
1965 Exposiciones individuales en el Museo La Tertulia; en la Galería Colseguros, Bogotá,
con una serie de monotipos con motivos americanos; en la Universidad del Cauca;
en el Centro Colombo-Americano, Bogotá; y en Fort Lauderdale, donde expone 16
óleos y 12 dibujos a punta seca. Participa en el XVIl Salón de Artistas Colombianos
con la pintura en técnica mixta Gallos de pelea y un monotipo. Exposición colectiva
en la galería Sears, Bogotá. Participa en una exposición de dibujos en la Galería Tercer
Mundo, Bogotá. Pinta el primero de cinco afiches para el Festival de Música Religiosa
de Popayán, para el cual realiza una serie de grabados en linóleo de músicos clásicos.
1966 Participa en la exposición “Pintura de hoy” en la Biblioteca Luis Ángel Arango. Expone,
junto con Antonio Grass, en la galería del Banco de la República de Pereira y con
Santiago Cárdenas, Julio Castillo y Enrique Grau en la Casa de la Cultura, Bogotá.
Expone en el Centro del Bienestar Estudiantil de la Universidad Jorge Tadeo Lozano
varios dibujos realizados para ilustrar la edición de La Vorágine, de José Eustasio
Rivera. Participa en una exposición colectiva en el Centro Colombo-Americano de
Bogotá; allí presenta el óleo Hombres leyendo el Chilam Balam y 4 dibujos. Participa
en la exposición “Dibujos de pintores contemporáneos” en la Galería, Bogotá, y en
el XVIII Salón de Artistas Colombianos con el óleo La túnica inconsútil. Realiza un
mural para el edificio de la Caja Agraria de Pereira. Expone en la Biblioteca Luis Ángel
Arango 12 cuadros en técnica mixta sobre tela, 10 monotipos y 8 dibujos.
1969 Expone en el Centro Colombo-Americano de Manizales. Viaja por Estados Unidos con
una beca del Departamento de Estado de ese país. Pinta un mural en la Caja Agraria
de Popayán y dos telones de boca para el Teatro Municipal de la misma ciudad.
1971 Pinta los murales Hombre mirando una máscara, en el Centro Colombo-Americano
de Bogotá, y Alquimia, en la Facultad de Ingeniería Electrónica de la Universidad del
Cauca. Participa en la I Bienal Americana de Artes Gráficas de Cali con dos acrílicos
sobre papel y en el XXI Salón de Artistas Colombianos con un acrílico. Exposición en
la Biblioteca Luis Ángel Arango, donde presenta dibujos y óleos monumentales, entre
los que destacaron El gran ausente y la serie Paraísos. Participa en la exposición “Diez
Años de Arte Colombiano” en el Museo La Tertulia.
1973 Edita e ilustra el libro de la Escuela Militar de Aviación que incluye la historia de la
aviación militar en Colombia y el relato ilustrado del vuelo humano. Participa en la
exposición de grabadores y dibujantes que tiene lugar en la Biblioteca Luis Ángel
Arango.
1974 Expone 6 acrílicos y 16 dibujos en Ciudad Solar, Cali. En la carátula del directorio
telefónico de Bogotá se reproduce su cuadro Menqueteba, mensajero de la luz.
1977 Participa en la Exposición color en La Rebeca, Bogotá. Ilustra el libro del poeta chileno
José Bravo Muñoz La voz sobre la ausencia. Expone en la Galería Meindl de Bogotá la
serie de pinturas Cuentos de mi pueblo, 22 obras con cuentos y leyendas de Bolívar;
también exhibe sus variaciones sobre El Cardenal de Guevara, inspiradas en El Greco.
Participa en la exposición “Panorama artístico” en la galería El Callejón. Participa en
la Bienal de Dibujo Albertina, Viena, y en el salón “90 años de El Espectador” que
tuvo lugar en la galería Arte Independencia, Bogotá; allí presenta el dibujo Demonios
andróginos y la Luna.
1979 Inaugura la galería La Abadía con una exposición de acrílicos sobre las historias y
cuentos de su ambiente familiar y natal.
1980 Inaugura la galería La Academia con la serie Del historial íntimo de Bolívar, 12 dibujos
en técnica mixta sobre fábulas e historias de su ambiente familiar y natal. Para
inaugurar la galería Colmena, en Bogotá, expone junto con Manuel Estrada, Rafael
Penagos y Elma Pignalosa.
1982 Con cinco de sus dibujos, que se reproducen en los principales diarios colombianos,
el Banco Central Hipotecario conmemora sus bodas de oro. Participa en una
exposición colectiva de artistas caucanos en la Casa Cultural de la Caja Agraria en
Bogotá. En el Centro de Convenciones de Cartagena coloca el mural Historia de
Cartagena de Indias. El 10 de agosto muere en Bogotá.
ÍNDICE DE OBRAS
Popayán. 1965. Grabado en caucho. 30x45 cms. Festival de Música
Religiosa, Popayán.
Sin título. 1979. Tinta sobre cartón. 30x30 cms. Colección particular,
Popayán.
Sin título. 1981. Tinta sobre cartón. 20x30 cms. Colección particular,
Popayán.
Sin título. 1981. Tinta sobre cartón. 20x30 cms. Colección particular,
Popayán.
Sin título. 197?. Tinta sobre cartón. 10x10 cms. Colección particular,
Popayán.
Sin título. 1960. Monotipo. 35x50 cms. 35x48 cms. Colección particular,
Bogotá.
Sin título. 1960. Monotipo verde. 35x50 cms. Colección particular, Bogotá.
Sin título. 1979. Tinta y acrílico sobre cartón 60x90 cms. Davivienda,
Bogotá.
Sin título. 1974. Acrílico sobre lienzo. 70x120 cms. Colección particular,
Bogotá.
Del historial íntimo de Bolívar. 1980. Tinta y acrílico sobre cartón. 20x35
cms. Publicado en el catálogo de la exposición realizada en la Galería La
Academia, Bogotá. Colección particular, Popayán.
Barco ritual Número 5. 1961. Óleo sobre lienzo. 123 x 81 cms. Biblioteca
Luis Ángel Arango, Bogotá.
Retablo de Maese Pedro. 1961. Óleo sobre lienzo, 129x 99 cms. Colección
particular, Manizales.
Abstracción rojo. 1964. Óleo sobre lienzo. 169.5 x 254.5 cms. Museo de
Arte Moderno, Bogotá.
Las bodas de Camacho. 1964. Óleo sobre lienzo. 115 x 170 cms. Museo de
Arte Contemporáneo, Bogotá.
Abstracto. 1965. Óleo sobre lienzo. 170 x 240 cms. Colección particular,
Popayán.
Sin título. 1967. Óleo sobre lienzo. 83 x 120 cms. Biblioteca Luis Angel
Arango.
Sin título. 1967?. Óleo sobre lienzo. ?? x ??? cms. Colección particular,
Bogotá.
Sin título. 1970. Acrílico sobre lienzo. 120x170 cms. Colección particular,
Bogotá.
Sin título. 1971. Acrílico sobre lienzo. 140x140 cm. Colección particular,
Popayán.
El gran ausente. 1971. Acrílico sobre lienzo. 170 x 119,5 cms. Biblioteca
Luis Angel Arango.
Sin título. 1972. Acrílico sobre lienzo. 150x200 cms. Museo de Arte
Moderno, Cartagena.
Sin título. 1978. Acrílico sobre lienzo. 120x170 cms. Colección particular,
Bogotá
Sin título. 1979. Acrílico sobre lienzo. 75x100 cms. Colección particular,
Bogotá.
Sin título. 1981. Acrílico sobre lienzo. 120x170 cms. Colección particular,
Popayán.
AUGUSTO RIVERA G.
Créditos