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Augusto Rivera

Augusto Rivera

Universidad del Cauca


VOZ, PINTURA, TERRUÑO, BERENJENAS...
Álvaro Thomas

Para aproximarse a Augusto como artista, amigo de los amigos, esposo, padre
y bolsiverde raizal (así apodan en el Cauca a los hijos del Macizo Colombiano
nacidos en Bolívar) debe respetarse una personalidad capaz de despetalar la
Rosa de los Vientos, transformarla en la fragua de don Eleuterio, el herrero de su
pueblo, y proyectarla, como explosión de formas, colores y posibilidades pictóricas,
a un público cada vez más localizado y, simultáneamente, globalizado.

Una obra de arte no depende sólo de quien la padece al proponerla. Juega,


poderosamente, quien la aprehende, sea un esquimal, un cachaco o un habitante de
un pueblo colombiano montado en la montaña. Por eso resulta tan difícil y complejo
enfrentar el maridaje, jamás completamente resuelto (en cuanto a la expresión de la
imagen), entre la estructura pictórica, los medios disponibles, el sentimiento personal y
la propuesta visual como metáfora. Augusto se enfrentó, resueltamente, a esa tensión y
supo capotearla. Tanto en términos universales como íntimos. Para ello debió hermanar
su línea certera con el borde indefinido; la expresión dominada por lo imprevisto y lo
previsible pacientemente construido; lo que inducía la crítica académica y lo que sugería
su corazón preñado de terruño. Trasegó todos los medios que ofrece la pintura y se
hermanó con ellos. Para él siempre fue un reto sostenerse en ese permanente equilibrio
inestable donde habita el artista. Por ello repetía: “Uno se muere y sigue aprendiendo
a pintar.” Sabía que la evolución nos había dotado con la manipulación de símbolos,
formas, colores, la voz, la narración y la pregunta. Tenía otros dones que le complicaban
el trasegar artístico: los de gran conversador —lo molestábamos diciéndole que era
Premio Nóbel en narraciones de precisión,— además de artesano, teatrero, escritor,
cocinero, lector, latinista frustrado y fluido escritor. Su personalidad era la de un cuentista,
aspecto que la primera crítica no supo poner a jugar al enfrentar su obra en Bogotá.

Confiaba en su línea certera —acompañada de una paleta paradojal: desenfrenada y


controlada,— en su ojo inquisidor, en su labia afilada y en su capacidad de sintetizar
sin emborronar y analizar sin fragmentar. Así se lanzó, con su personalidad siempre
desnuda, a tender puentes sobre el abismo académico entre lo razonado y lo
sentido. Para garantizar la seguridad del compromiso y poder domar, pictóricamente,
ese fluir huracanado fue fundamental la estabilidad que, al arrancar su carrera en
Bogotá, le garantizó Mabel, quien le regaló el reposo de su hija Martha Lucía. Para
ese barco aparentemente a la deriva y siempre a flote fue esencial saber que existía
muelle seguro y en las mañanas tener con quien visitar un mundo de princesas que
esperaban desayunos “con huevos como los que preparaban a la Reina de Portugal.”

Al pensar en reversa comprendo lo complejo que es singularizar y generalizar una


expresión artística sin quedar encarcelado en una temprana fórmula eficaz, una
bendecida gaveta estilística, aterrizar prisionero de la anécdota o atracar en un
signo efectista hermanado a la etiqueta. Para avanzar hay que tener en cuenta que
Augusto fue un sensible bolsiverde de mentalidad nómada. En su madurez pictórica
—después de visitar, “por una broma cruel del Divino Hacedor, a gritos de mi hígado,”
insomnes espacios de Cuidados Intensivos donde el tiempo estaba dominado por
el costosísimo taxímetro de unos piticos para marcar el instante de la despedida—
descubrió que el niño que dibujó en cáscaras de huevo animales y flores, aquel que
a los tres años ganó premio de pintura en la escuela de su pueblo al pintar el abuelo
comiendo choclo, el minero en busca de oro bañado en arco-iris entre los socavones
de una mina para ayudar a sacar de deudas la familia y el personaje que bregaba por
universalizar, pictóricamente, el laberinto de los relatos heredados eran la misma alma.

Su vocación se decantó en las faldas del volcán Galeras entre anisados de contrabando,
cuyes, ocas endulzadas al sol, cachetes sonrosados, tostados con habitas y montañas
—mañaneramente violadas por las yuntas— que encerraban ciudades de oro y se abrían
los Jueves Santos únicamente a los bobitos. En Pasto, en 1943, se sumó, de carambola, a la
Compañía de Variedades de Curro Romero. Guitarristas, bailarinas y bailarines apoyaban
al Curro en la declamación de versos de Lorca, Alberti y Machado. Adelantándose a lo que,
más tarde, se programaría en televisión, les propuso ilustrar el espectáculo en tiempo real.
La posibilidad la argumentó al calor de canelazos, sobre una hoja arrancada al cuaderno
de los turnos del billar del cafetín cercano. Recitar, bailar y, simultáneamente, dibujar
sería “mejor que la representación de Maese Pedro, su retablo y sus títeres,” mientras con
dibujos, gestos e imitación de voces teatralizaba la propuesta. Como nunca husmeó tras el
dinero se añadió la “Riveriana” al espectáculo. (Años después León de Greiff transformaría
el apodo en “Riverosa,” haciendo resonar el apodo contra el hormonado Rubirosa).

El repentísmo de excelente dibujante que lo acompañaría toda su vida se reafirmó a través


de Ecuador, Perú, Bolivia y Chile entre bulerías, declamaciones, zapateados y castañuelas.
No sé si era consciente. Lo cierto es que ajustaba contratuerca a su vocación de artista.
De ñapa, en grandes cartulinas cargadas de imágenes que se perdían al caer el telón,
exorcizaba la expulsión del colegio de los jesuitas por haber caricaturizado con cachos,
montado en un burro, al cura Rector (se conservan caricaturas realizadas a los diez y trece
años); cerraba, definitivamente, haber pensado ser abogado penalista; y se comprometía,
cada vez más, con la exigente tarea del artista. Esos dibujos teatralizados ante públicos
permeados de quillacinga, quechua, aymara, guazo y mapuche lo incrustaron en el
compromiso de dominar la esencia expresiva para un artista latinoamericano del momento.
No supe por qué lanzó ancla y, “sin una en el bolsillo,” abandonó la cuadrilla del Curro y
al pairo quedó en Chile. En 1948 participó en una exposición colectiva en Viña del Mar.

En la navidad de 1954 regresó a Popayán con su hermano Miguel. Los recibieron con los
platos de Nochebuena que “esos guazos chilenos ni sospechan que existen.” Todo nómada
añora el último oasis. Mientras contaba del mural y los telones que había pintado en el
Casino de Viña del Mar —cada telón según el espectáculo, pagado más de una vez con
tiempo de bar— contó de Rómolo Trebbi del Trevigiano, amigo, crítico, profesor de historia
del arte y cocinero, quien lo introdujo en el gusto por verduras complementarias a los
uyucos y alchuchas de su tierra y habló de Lukó de Rokha, su profesora de pintura en 1948.
Esta artista, miembro del clan Rokha de políticos, músicos y literatos, cuatro años antes
había realizado estudios con David Alfaro Siqueiros. Entonces se explayó en lo relativo a
sus siete exposiciones en Chile. Una vez más se demostró que un recuerdo desempolva
otro: su madre, Doña Isaura, mientras batía los huevos para hacer las rosquillas, pasteles,
hojaldres y colaciones navideñas de la bienvenida para que Augusto no le diera toda la
gloria al Curro, a Chile, al Don Rómolo y a doña Rokha, rememoró la rompezón de un
canasto completo de huevos que, de niño, había armado en Bolívar hacía 28 años. Los
ahorraba para la Noche Buena y en las cáscaras “el quicato, luego de lavarlas y poner cara
angelical, dibujó sobre ellas casitas, flores y animales.” Y completó: “Ah cosa bruta? ¿Te
acordás, Alejo, que querías darle un correazo? Te dije que había sido un accidente y que
Augusto sería artista.” Aunque le hubiera encantado tener un hijo cura —también pasó un
tiempo por el Seminario, experiencia que lo marcó con un profundo sentido de lo sagrado,
evidente en su obra— aseguró que la intuición materna le había garantizado que Augusto
tomaría el “camino cuestarriba del pintor.” Don Alejandro, por no quedarse atrás, añadió a
los recuerdos el lío familiar que se armó cuando, quebrado como comerciante, se conectó
con el dueño de una mina de oro cerca a Almaguer, según las lenguas del lugar con la
veta celosa. Augusto lo recordaría muchas veces: “Fui predestinado. Antes de untarme
de pintura fui minero. Mi nombre se inicia con el símbolo del oro de la tabla periódica de
los elementos. Mis viejos le añadieron el ‘gusto.’ Tocó pasar de la pica a la brocha. Es más
fácil quebrar roca a pica que torear las jodas externas que a un artista, continuamente,
ponen zancadilla.” Treinta años más tarde reciclaría ese tema en una entrevista.

Contó, una y otra vez, cuando en Viña del Mar debió escapar desnudo, desde un
segundo piso con la ropa en la mano, debido a la “irrupción inesperada de un marido.”
Gustaba comunicar que había tenido más de un lance de este tipo, asunto siempre
unido a su calidad de retratista. Por eso con el pastuso Sergio González lo apodamos
“Cazador de Cabezas Invisibles.” Era evidente que estaba enamorado del amor y
más de la pintura. Entre risas y gestos, imitando voces y exagerando movimientos,
revivía los arañazos que se ganó contra la enredadera de la casa. Nos pareció que,
cada vez que narraba la saga, enriquecía la paleta del guión y añadía hormonas al
relato. Continuamente, al calor de su imaginación, forjaba la clave para acceder a la
posibilidad de una historia donde se demostrase que las Sabinas en verdad raptaron
a sus captores debido a la apagada fogosidad de sus maridos. Invertir los hechos para
comprenderlos fue uno de sus recursos preferidos. Esto se evidenció cuando, enfermo
y maduro como artista, sentenció: “No es mejor andar solo que bien acompañado.”

Hablaba de Huidobro, el gran poeta chileno, referencia del duro trasegar hacia la
modernidad que, con seguridad, tuvo a Rómolo y a Rokha al astrolabio y al timón. El
famoso Manifiesto de manifiestos, tema obligado de conversación entre intelectuales y
artistas chilenos, se había producido en 1935, ocho años antes que Augusto llegara a esas
tierras. Al tender, implícitamente, conductos de capilaridad entre la poesía, la escritura,
la pintura y hasta la arquitectura, colocaba a la orden del día el tema compartido del
problema de la estructuración y expresión de la imagen en la contemporaneidad. Según el
Manifiesto la razón y el sentimiento llevarían la nave del artista hacia una superconciencia
activa. Esa mística tonalidad de fondo seguramente tocó profundo a este bolsiverde. Ni
solo razón ni solo sentimiento. El aporte latinoamericano de Huidobro, respetuoso de
la universalidad del tiempo del lugar, consistió en tomar distancia de las vanguardias
europeas mientras allá, radicalmente, cubismo, dadaísmo, futurismo, surrealismo,
expresionismo, abstraccionismo y tantos “ismos” (seculares casi todos, los menos atentos a
lo sagrado, los más alucinados por el codazo de un excluyente concepto de modernidad) se
jugaban todo al borrón y cuenta nueva. La propuesta modernizadora del poeta chileno era
incluyente: al asumirse la modernidad de la imagen poética debía hacerse una manoletina
a la idolatría por lo nuevo; de otra manera se excluiría el pasado. Augusto y Rokha lo
compartían completamente, proyectando el concepto a la pintura. Como lúcidamente
sugiere el poeta caleño Julián Malatesta, Huidobro proponía que un verdadero artista
debía aspirar a ser capaz de expresar cosas que nunca se expresarían sin él; sólo así
el acto creador lograría tornarse un acto de soberanía espiritual, única posibilidad de
adentrarse, sin temor, en el misterio y domeñar la improbabilidad que, permanentemente,
coquetea al artista al enfrentar lo inesperado. Es significativo que, en esa misma época,
desplazado por la guerra en España, arribó a Popayán Jorge Oteiza, habitante del hotel
Lindbergh, considerado el mejor escultor vasco. Oteiza introdujo el comején de la
modernidad en las mentes de Edgard Negret, Alberto Arboleda y Enrique Buenaventura.

En 1955 Augusto hizo su primera exposición en la Universidad del Cauca. El retrato de


Doña Isaura, en tiza sobre papel, es de un año después; el de don Alejandro, al óleo
(que, según ella, “realizó en menos de medio día o sea el tiempo que duré en ir a hacer
mercado a la galería”), es de 1964. (Estos datos me los contó Doña Isaura a los ciento
dos años, con envidiable lucidez). Lo que presentó en Popayán lo había trabajado en
Chile. Sobresalía un pequeño retrato al óleo de Rómolo sobre fondo rojo. Algo anoté
al respecto. Fue la primera nota que Augusto soportó por estas tierras. Debo confesar
que, debido a mi ignorancia, fue un apunte excesivamente “indigenista.” Durante
ese lapso, con el gordito Edmundo Mosquera y el pastuso Sergio Elías, le caíamos a
su taller en el segundo piso de la Cooperativa de Motoristas del Cauca. “Lástima que
abajo vendan gasolina y no buen vino,” repetía, remedando el hablado de los chilenos,
mientras se colocaba un poncho imaginario. Al final de su vida, en algún reportaje,
cerraría: “Más importante que la inmortalidad o la historia es una copa de vino,” con
lo cual evidenciaba acompañar el existencialismo espirituoso de Omar Khayyam.

Una mañana que lo visitamos con mi prima Nohra (la de Cali, pues hay otra patoja. “Quiero
hacerte un retrato,” le había dicho al encontrarlo en Santo Domingo acompañado de su
primo Ricardo. Ella monísima. Él con cara de Atahualpa con anteojos) manifestó que el
mayor reto para un artista de estas tierras era “lograr un arte de significado universal,
enraizado en su tierra.” Le dije que era fácil. Me oteó por encima de las monturas. ¿Advertía
que estaba listo a encadenarme al volcán Puracé para que los gallinazos que pensaba
importar de sus montañas me sacaran las tripas al ritmo del repique de las campanas de
su pueblo? Entonces disparó: “¿Fácil?; ¿cómo así?” Opiné que bastaba seguir el camino
abierto por Guayasamín: grave embarrada. “Noto que de arte entenderás menos que
de arquitectura, eso que pensás estudiar,” y añadió: “El que recomiendas ni siquiera ha
empezado.” En su opinión en un pequeño trozo del Guernica estaba toda la obra presente
y futura del quiteño puesto que lo que hacía con habilidad y oficio era “copiar pedazos de
cuadros de Picasso.” (Marta Traba, siete años después, le recordaría que no hay peor cuña
que más apriete que la del mismo palo). “No seas pendejo,” concluyó, “recomendáme,
por lo menos, a Siquerios.” Rokha le había señalado un referente cierto, aunque no el
único. Le apasionaban Velazquez, Boticelli y Goya, el de las pinceladas liberadas de
las últimas pinturas, el del aguafuerte que advierte “Los sueños de la razón producen
monstruos.” Dejó de atender a la monina. Chao al retrato. La visita se trocó en la primera
clase de historia del arte que formalmente recibí. Empezaba a evidenciarse que sólo un
“ismo,” un camino de una sola vía, así se considerase vanguardista, no le era suficiente.
Para 1957 estaba en Bogotá. Me dio posada en su taller de la “sexta con sexta” —”falta
un seis para que este lugar vomite fuego por las ventanas,” decía entre risas— donde,
con su hermano Miguel, experto en responder lúcidamente previos largos silencios, lo vi
trabajar, intensamente, mientras transformaba en Dulcinea la anciana que vivía bajo la
grada del segundo piso. Augusto profundizó las posibilidades del monotipo que había
explorado en Chile, acumuló cantidad de apuntes a lápiz, acuarela, tintas, y se amigó con
el joven pintor Armando Villegas. A velocidad sorprendente hurgaba fórmulas, temas,
efectos, signos, paletas. Se diría que, desde un profundo sentido de lo sagrado —para
Augusto, por ejemplo, las pulcras casas de tablas pulidas de los campesinos de Bolívar
eran verdaderos “templos a la pulcritud de mis recuerdos,”— luchaba por fundir lo
universal a la singularidad oral de su pasado. Así bregaba por esquivar el relativo facilismo
expresivo del momento que, muchas veces, duraba sólo el tiempo de una muestra. Se
me hace verlo tirado en la cama, mirando el cielo descascarado. ¿Pastaba visiones y
recuerdos? Quizás era capaz de exprimir y sacar jugo a esas insinuaciones que regalaba
el tiempo. ¿Lo había hecho sobre las paredes de los socavones?; ¿insinuaban veladuras,
líneas indefinidas; profetizaban límites porosos que aplicaría en dibujos, monotipos,
lienzos y murales? Vaya uno a saber. Entonces nos decía: “¡Silencio! Pintor trabajando.”

De su Bolívar oral había saltado a consolidar sus estudios de arte entre mosto chileno
luego de abandonar la idea de estudiar arquitectura. Había regresado al “nadadito de
perro” de Popayán y ahora trabajaba a pocas cuadras del Palacio de Nariño: le esperaba
la naciente crítica moderna. En esos momentos, independientemente del pensar de
intelectuales, críticos y artistas, Colombia y el mundo compartían dolor de parto. Bogotá,
rebajada sin anestesia de su pedestal letrado de Atenas Suramericana (al dar el primer paso
metropolitano empujada por la televisión, gracias al General Rojas Pinilla), poco a poco
se transformaba en otro nodo de una compleja red global donde el sentido de realidad
terminaba deslocalizado al ser zarandeado a través de redes invisibles. El fenómeno
inauguró la multiplicación de los lenguajes, enriqueció la estética y resquebrajó el gusto
de las capas de “arriba”, “medias” y “populares.” Esto entiesó las ideologías extremas, afianzó
el poder letrado de la crítica y, de algún modo, disparó la liberal irreverencia. Dos décadas
más tarde se sincronizaron los juicios de valor al poder disolvente del ritmo del mercado.

Si entonces la radio nos tenía cautivados con el “Derecho de nacer” y “Fu-man-chu” y,


audiovisualmente, se montaba la oreja en la cresta transnacional de una Ola-a-Go-Go
cuya resaca dejaba impresa en la cera de los oídos, con grandes patillas como centinelas
a lo Elvis, letras con flores para mascar, niñas despeinadas, zapatos pom-pom y bocas
llenas de chicle, también aparecía la nostalgia en aires donde se cantaba a caciques y
cautivas; a capas tornadas ruanas de viejos hidalgos; y a mariposas geográficas talladas
en los mapas cafeteros a golpe de tiple y hacha. Inclusive, a nombre del libre desarrollo
de la poesía, se pisotearon las hostias consagradas en Medellín, lo cual, a la larga, ayudó
a sacralizar la mercancía. Gustáse o no, audiovisuales canales electromagnéticos nos
lanzaban con ilusiones, economía, estética, ética y espacio de la representación hacia un
imaginario y temporalidad diferentes. Mientras tanto, desde la revista La Nueva Prensa y
sin coordinar sus reflexiones a este radical punto de inflexión comunicacional, Marta Traba
manejaba el incensario, con espejo retrovisor, para bendecir el nuevo arte colombiano.

Augusto enriqueció el Suplemento Dominical de El Tiempo y realizó escenografías para


la naciente Televisora Nacional. Rápidamente fue clasificado como dotado dibujante e
ilustrador. Al abrir plaza en Colombia como artista lo hacía determinado por un marco de
referencia para el cual el dibujo estaba en la base de la pirámide, el grabado y el monotipo
un poco más arriba, mientras la obra al óleo coronaba su vértice; analógicamente, donde
lo letrado era lo culturalmente concluido y lo oral no alfabético estadio comunicativo en
periodo fetal. Determinado por estos referentes expuso en la Sala Vásquez Ceballos de
la Biblioteca Nacional una serie de monotipos para la edición hecha por el Ministerio de
Educación del poema precolombino “Yuruparí;” los monotipos fueron acompañados por
los óleos “El Payé” y “Los salvadores de la luna” (julio de 1960). En El Tiempo, sin firma, se dijo:
“El pintor caucano Augusto Rivera Garcés expone en la actualidad una serie de monotipos...
En blanco y negro, con tinta de imprenta, es decir, tinta indicada para el efecto, Rivera ha
hecho una serie de motivos que demuestran su
capacidad de imaginación y el entrañable amor
a los elementos americanos, los cuales aparecen
claramente definidos. En primer lugar por el vigor
y en segundo por la técnica escogida, la cual se
presta, espléndidamente, al objeto perseguido por
el artista.” El mensaje tácito de que la ilustración
es una obra de ocasión parecería evidente.

Eugenio Barney debe haber conocido los trabajos


previos que llevaron a esa muestra. Se deduce
del siguiente texto (Geografía del arte colombiano
1960:73-74) donde analiza la pintura de Augusto
como si acabase de “salir” de su natal Bolívar:
Joven pintor de la provincia caucana, que aún juega a
los espantos heterodoxos... convencido de los valores
escondidos en las viejas canteras aborígenes... con el
ánimo de alzar la bandera de la rebeldía pictórica en su
provincia intentó ensayos, generalmente descarriados
por el desconocimiento de las técnicas, la ignorancia del
oficio y los prejuicios que... entrabaron la concepción
artística como herencia persistente del ambiente al
que pertenece... El mayor valor actual en (su) expresión
plástica está en el sentido de la rebeldía... en el ánimo de
nuevos hallazgos y en haber roto, valientemente, en su
calidad de artista caucano, esa cansada tradición...que
caracteriza la pintura que se ha hecho en su tierra nativa.
[Por sus monotipos abstractos] puede, con buenos
títulos, figurar entre los jóvenes artistas empeñados en
romper los lastres provincianos... ellos, a justo título...
constituyen la vanguardia del arte colombiano.

Una primera lectura de este texto desnuda tres


aspectos: la modernidad se alcanzaría a través de
la rebeldía; sin embargo, la estructuración de las
vanguardias en el arte no es sólo un proceso de
desajuste emocional. Para expresarlo de otro modo,
la estructuración de sentido a través de la imagen
no es un proceso lineal, ni homogéneo, mucho
menos un heroico acto de choque. Ni siquiera la
obediente adhesión a una determinada postura
doctrinaria mágicamente convierte a un candidato
en artista moderno; es, más bien, una dura,
permanente y dolorosa coherencia expresiva entre
el error, la experiencia y las vivencias personales
y el efecto, sobre las culturas y la economía, del
modo de comunicación determinante. Equivale a la
comprometida estructuración de sentido, desde la
imagen, ante el modo comunicacional que impacta
el tiempo del lugar. Lo que Barney marcó como
choque era el efecto de lo realizado contrastado
con los artistas caucanos que usó como referencia.
Quizás pensaba en los pintores Luis Angel Rengifo,
nacido en Almaguer (cerca a Bolívar); en Jesús
María Espinosa, nacido en Tierradentro; y en Efraín
Martínez, Luis Carlos Valencia y José Vicente Rivera,
artistas payaneses. Años después, en un inventario
pictórico, alguien confundiría a Augusto con José
Vicente. Empezaban a bañarlo las ondas del olvido.

Segundo, implícita rondaría la idea que el acceso


a la modernidad obliga a responder a la relación
provincia-mundo y que la solución consistiría en
preñar de “mundo” la provincia, enterrando su
cultura. Por este sendero, excluyentemente racional,
el artista permanecería como un robot frente a su
arte, convertido en una especie de guarda-límite
entre ubicación geográfica, existencia singular del
arte y artista: un obediente timonel atento a las
trampas del espejo y la moda para garantizar que
su expresión no resbale en la cansada tradición
provinciana ni se deje tentar por los filones
aborígenes. Según este enfoque no sería posible
integrar los mitos eternos a la contemporaneidad
y, mucho menos, a la fugacidad de los chispazos,
ahora considerados posmodernos. El sendero,
sin excluir la racionalidad dialéctica, es también
paradojal: en la relación artista/obra/tiempo
histórico no existe separación posible: al ser el
artista inseparable del tiempo de su creación resulta
transformado por aquello que crea, evidenciándose
que todo ser humano es, en cierto sentido, un
desconocido para sí mismo. Además de operar
en su mente el método inductivo y deductivo
(dialéctico, racional) opera, simultáneamente,
otra fuerza: la intuitiva. Equivale a reconocer
que la imaginación y la fantasía son el viento que potencia la racionalidad del
proceso creativo. La razón resulta el faro indispensable para dirigir, pictóricamente,
el sentimiento que bebe en lo profundo del misterio, continuamente.

Augusto sabía que no era posible prescindir de la dimensión sacralizadora y trascendente


que ocupa la mente del artista sin comprometer la profundidad de la imagen que
bregaba estructurar; quizás, además, evidenciaba lo que, en parte, lo llevó al Seminario.
Sería lícito proponer que intuía que en toda inspiración y trabajo auténticos hay una
cierta vibración de aquel “soplo” con que se impregnó, desde el principio, la obra de
la creación. A la escala que se exprese la memoria (sea el recuerdo personal, familiar,
veredal, municipal, nacional) para alcanzar una obra de proyección mundial se
necesita el sentimiento personal localizado y sacralizado y para expresar y actualizar
esos misteriosos valores heredados se necesita la cultura-mundo, dimensión que
impone —guste o no— el ritmo estético a lo por-venir. No habría atajos. Ni larga vida al
tremendismo fácil. Ni carrera de obstáculos. Ni un cómodo relativismo para el cual todo
termina siendo válido y negociable. Ni fáciles inclusiones ideológicas en las cuales la
razón instrumental neutralice el espíritu y despernanque al artista hacia el oportunismo
doctrinario. El reto, cuando se escuchaba hablar a Augusto, consistía en asumir la obra
de arte y resolverla como un problema actual e integral de complementariedades
trascendentes. “El arte no es conservador, ni comunista,” gustaba señalar.

Como tercer aspecto habría que preguntar si esos “monotipos abstractos” que
Barney conoció permiten deducir descarrilamientos por el desconocimiento de
las técnicas y la ignorancia del oficio, sin atender lo caminado en Chile. Cuando
Augusto se refería a esa “geografía” comentaba que daba la sensación de que Barney
entendía y clasificaba el arte como si fuesen empobrecidas opciones culinarias
regionales que debían permearse de recetas francesas para ser validadas.

En 1961 encontró a Mabel Jaramillo, bella y carismática pintora argentina, no obstante


el colombianísimo apellido paisa. Como abejorro alucinado por un par de indescifrables
fanales gatunos a la semana le propuso matrimonio. El sí ante tan rápida propuesta lo
tocó profundamente. Cuando lo relataba se comprendía lo orgulloso que estaba al haber
sido valorado como artista, amante, cocinero, artesano, narrador, bracero de muelle y
minero. “Tu no entiendes de eso. Eres un tibio amante,” me decía. No recuerdo bien si
fue en marzo (día del Sagrado Corazón) o en junio (festividad de la Virgen del Carmen).
Lo cierto es que el día del matrimonio la iglesita estaba florecida con dos reclinatorios
ante el altar colocados por el párroco amigo. Augusto, arrodillado, se la pasó tratando
de ocultar un zapato con el otro: en una de las suelas lucía un gran foramen, sin recordar
en cual. Mabel, no obstante haberse casado con un volador sin palo, se transformó en
su antena a tierra y gran motivación. Durante el embarazo de Martha Lucía se lanzó
a trabajar, febrilmente, la serie de monotipos “Mujeres con amuleto.” En septiembre
de ese año, en la Sociedad Económica de Amigos del País, los presentó a la crítica,
para la cual no tenía importancia que esas mujeres se acumularan en Mabel y que el
amuleto fueran sus ojos verdes, cobijando su criatura. Ojos que se tornaban gris claro
cuando se entristecía. Vale la pena citar lo escrito por Jorge Moreno en El Tiempo:
Tenaz, pacientemente, este artista ha venido imponiendo su tarea en exposiciones anuales...
[en las ilustraciones para “Yurupary”] se notaba demasiado recargo lineal que iba a caer, con
alguna frecuencia, en el arabesco... Trabajador serio y talentoso, Rivera va dando toques en
papeles y en telas. Monotipos y óleos los trabaja alternativamente, planteándose dificultades,
creándose problemas. Alejado de círculos, sin matrícula en determinados bandos, es un
solitario que pugna por lograr un sitio alto en el mundo del arte colombiano y parece que lo va
logrando... [en cuanto al monotipo] hay que decir que Augusto Rivera lo domina cabalmente y
logra sacarle todos los efectos deseados... Estas “Mujeres con amuletos,” transfiguradas hasta el
borde de la abstracción, viven en una embrujada atmósfera de misterio... Dos de los más bellos
ejemplos son el cuadro número cinco, realizado en una gama de apagados rojos y pardos, y
el número seis, en el cual prevalecen los opacos verdes... [la muestra] no es, ni pretende ser,
sensacional o trascendental. Pero es buena, honesta y algo más que eso. Tiene alma. En el fondo
de estos cuadros sentimos latir la emotividad, la sensibilidad, el corazón de un hombre.

Marta Traba escribió en el No. 21 de la revista La Nueva Prensa:


Augusto Rivera es un pintor casi desconocido. La pintura, para él, es un problema vasto y complejo...
la búsqueda de calidad plástica; el vincularse, de una manera sincera, elemental, con las tradiciones
indígenas; su simbología densa, crítica, resultado de reflexiones arduas... este cúmulo, tal vez
excesivo, de preocupaciones converge sobre la obra de Rivera deteniéndola en estupores, dudas
vacilaciones... Joven, carece de la ambiciosa desenvoltura con la que se mueven Luciano Jaramillo,
Herrán, Miguel Angel Cárdenas, Rojas, Montealegre. Le ata su excesiva y confusa conciencia de la
pintura... [todas estas circunstancias] explican la predilección de Rivera, en los últimos años, por
aguadas, grabados y monotipos: así difiere el momento de medirse, cuerpo a cuerpo, con la pintura,
que siente adversaria, y se entrega en el ejercicio de trabajos menores... el monotipo, entre las formas
del grabado, la que más se aproxima a la pintura, es un preámbulo... que puede ser, como muchos
prólogos, mejores que los libros... pero que nunca se siente obligado a explicaciones totales... luego
de citar en el catálogo un fragmento del Popol-Vuh, libro sagrado de los Mayas, aquel lamento
cuando se perdieron los hermanos mayores y menores y donde las palabras adquieren, enseguida,
ese aire de los textos antiguos (“¿Dónde están ellos ahora, ahora que aquí está el alba?”) Rivera
atrapa al vuelo este aire y le da su justa forma imprecisa... tiene el acierto... de relegar los gestos
de sus figuras detrás de la movilidad del color... Sólo examinándolos con gran cuidado... se van
extrayendo brazos, cabezas... que, desgraciadamente, recuerdan el dramático y traqueado repertorio
picassiano... La exposición realizada en la Sociedad Económica de Amigos del País fue excelente.

“Mi desenvoltura, comparada con la de Luciano, Cárdenas y Rojas, no es de cámara,


es de mina,” gustaba precisar, entre gestos cargados de ironía. Un mes después de
aquella exposición abrió otra en la Biblioteca Luis Angel Arango de Bogotá (“Segunda
buena exposición de esta Sala, junto a la de David Manzur, después de un largo eclipse
debido a la mediocre calidad de las exhibiciones de este año,” según Marta Traba).
De nuevo una serie de monotipos, bajo el sugerente título de Temas del Apocalipsis,
esta vez acompañada por óleos como K de trébol, Barco ritual No.1, Máquina de los
alumbramientos, Sulfur, Historia del alcohol etílico, Retablo de Maese Pedro y Elemento para
una escenografía. En la temática se siente la misteriosa trascendencia que acompañaría
su sendero artístico; el eco de la experiencia con Curro; el dulce tormento ante el
inminente parto de Mabel y el esfuerzo que le planteó enfrentar los límites de su pintura
en contravía a la singularidad de su bohemia. Simultáneamente continuó su trabajo en
el Suplemento Dominical de El Tiempo y para la Televisora Nacional. Sobre la muestra
de la Biblioteca Luis Angel Arango Marta Traba escribió (La Nueva Prensa No. 27):
La unidad de estilo de aquellos monotipos [hace referencia a la serie “Mujeres con amuleto” ] y
también de la serie actual... se pierde en su pintura. La exposición de óleos tiene todas las virtudes
de la dificultad... es posible que en una historia de la pintura de 1960, redactada dentro de cien
años, la frivolidad y el gusto casi táctil por el quehacer artístico sean considerados como plagas
comunes que carcomieron... la fuerza... de nuestra pintura contemporánea. Y también es posible
que los pintores obstinados y lentos... se salven de ese apocalipsis que Rivera pinta como sinónimo
de la dispersión, de la gran anarquía de las formas. La falta de unidad de la obra pintada por Rivera
nace de ese desvelo con que advierte sus defectos y se levanta sobre ellos... Sus historias no son
claras porque prevalece en ellas la imaginación sobre el rigor narrativo... Dos cuadros excelentes, sin
pecado de literatura y de estructuración, indican esta actitud: Sulfur y Retablo de Maese Pedro. En la
Máquina de los alumbramientos... cede Rivera a un cierto formalismo de grandes planos imbricados...
y a la fosforescencia temible, puro juego efectista de luz que está invadiendo los cuadros
colombianos... su expresionismo se ablanda... ese gusto por la forma ordenada no le conviene. El
gran expresionismo de nuestro tiempo (marcado por la escuela americana, la inglesa y el grupo
“Cobra” de Holanda: Pollock, Kline, de Kooning, Karel Appel, Bacon)... Rivera, que tiene naturalmente
tales tendencias, debe explotarlas, librando, de manera definitiva, su obra de toda maleza literaria.

Traba insinuó a Augusto, dentro del desarrollo de un currículo lineal, que, pasado el curso
del monotipo, podía empezar a luchar con la pintura al óleo. Un año más tarde, iluminado
por el nacimiento de su hija Martha Lucía, expuso nuevamente. Traba —“Augusto
Rivera en primera plana,” La Nueva Prensa, No. 82, noviembre de 1962— apuntó:
Augusto Rivera lleva años pintando brujos y demonios con la sincera convicción de que las
esencias americanas se destilan entre ese humo azufrado y que la tierra vive entre liturgias oscuras
y olvidadas... La exposición que, actualmente, presenta en la Librería Central no sólo es la mejor
que ha realizado Rivera hasta ahora sino que es una exposición espléndida, llena de valores densos
y fuertes que resisten bien cualquier análisis... Es importante que Augusto Rivera haya logrado
crear esas atmósferas... en una órbita sin roce ni contacto alguno con la de Obregón... Hasta esta
exposición la pintura de Rivera ha sido lenta y escrupulosa: dentro de una sociedad de artistas
inmodestos esas raras condiciones pueden tomarse por apocamiento. De no envalentonarse:
su pintura está muy bien, su muestra es de los actos más serios de este año plástico.

Dos años de duro trabajo: espaldarazo académico. Si he abundado en la crítica formal


durante el “despegue” de Augusto es para tratar de precisar el tipo de juicio imperante
en el momento en Bogotá: se lo invitó a no olvidar la relación entre arte mayor y arte
menor, sin preguntar por qué su evidente predilección por la mono-impresión. Augusto
siempre trató de resolver su obra de modo integrativo. En la nota de Traba se ilumina un
tipo de opinión que, hasta la década de 1970, al afincarse en la hegemonía de la gran
obra al óleo, invitaba a entregar alma, vida y sombrero preferentemente a ese modo
de expresión si se deseaba ocupar el podio del prestigio moderno. Es significativo que
Moreno Clavijo hiciera referencia, aunque tangencial, a los óleos que acompañaron
las “Mujeres con amuleto” mientras Traba los ignoró. En cambio, para Traba los óleos
que acompañaron la serie “Temas del apocalipsis” tornaron invisibles o innecesarios los
monotipos; sin necesidad de explicación, de un tajo desaparecieron en su crítica.

La oposición entre arte mayor y arte menor es problemática. En el fondo se trata de una
tramposa disyuntiva. Otro asunto complejo y minado es el de la unidad expresiva en
la pintura. Se supone que la inclusión de textos, fórmulas químicas, signos de cartas,
demeritan la claridad pictórica y tienden a ahogar el trigo entre la cizaña literaria. Como en
el arte medieval, típico ejemplo del paso de una cultura fuertemente oral a una escritural
—por ello se encuentra poli-información, se trucan las escalas y todo tiende a hacerse
simultáneo, como en la expresión actual de un comic,— en la obra de Augusto se evidencia
el afán de proponer simultaneidades, no importa si es a costa de un criterio académico de
unidad que tiende a lo homogéneo y lo clasificado previamente. Esto se explicaría por la
fuerte raíz verbal de la personalidad de este bolsiverde. Su arte nunca llegó a ese estado
dudoso de equilibrio letrado que hunde su lógica compositiva en el afán por sostener la
composición geométrica de la plana tipográfica. Aquí Mondrian sería el gurú y la brújula.
Para ubicar la obra de Augusto lo más objetivamente posible es necesario preguntar
por qué en esos momentos en el mundo reconocidos pintores —inicialmente en
medio de la crítica y rápidamente bajo aplausos al amplificarse el mercado de obras de
firma— empezaron a recurrir a la cerámica, lo cinético, el diseño gráfico, la escenografía
teatral, la foto-impresión, la fusión de textos con formas y colores, el afiche, el collage, la
expresión efímera. No sería una simple reacción de fuga. Una “sacada del cuerpo” ante
el rigor del compromiso y el temor de ser ubicados como defensores de la sacralidad
del aura erosionada —efecto de la irrupción de la reproducción industrial de la imagen,
como, angustiosamente, lo entendió Walter Benjamin;— más bien reflejaría la búsqueda
permanente de un tipo complejo de poli-garrocha para saltar sobre fronteras obsoletas
(máxime cuando, en esos momentos, se esfumaba, irreversiblemente, el límite entre
lo académico y lo popular) a fin de beber, simultáneamente, en otras vertientes
comunicativas. Con todo, la técnica expresiva no resuelve, por sí sola, la tensión entre lo
eterno y lo contingente; podría, inclusive, soslayarla. Puede enredar en efectos visuales la
fértil relación entre el recuerdo, la creatividad y el medio que pictóricamente se asuma.

En la oralidad tribal los shamanes resuelven esa tensión uniendo cielo y tierra. Esto
se evidencia en los momentos festivos y catastróficos. Como vehículos para lograrlo
existen plantas sagradas, ritos de iniciación, vestimentas rituales, pinturas corporales,
danzas, reciclaje de mitos y sonidos para reactivar los huesos de los antepasados. Aquí
el arte no existe separado de la vida. En el ámbito de la expresión pictórica, superado lo
tribal, frente a esa necesidad de integración tele-mediada ¿qué ha pasado y qué hacer?
Luego de sentenciar, abrumado, que la ciudad del siglo XIX cambiaba más rápido que el
corazón del hombre Charles Baudelaire postuló, dolorosamente, que la modernidad es
lo transitorio, lo fugaz, lo pasajero; el lado del espejo que esfuma el pasado y el eterno
misterio. Para aquel sentimiento racional la sacralidad y la memoria eran innecesarias
ante la industrializada eficacia al hermanarse ciencia y praxis. Por eso muchos pintores
se matricularon en la abstracción: allí encontraron la salida hacia un arte atemporal, sin
necesidad de título. Pero, en rigor, ¿es posible separar el hecho artístico de la sacralidad
de los recuerdos y de lo cotidiano? Augusto pensaba que no. Esto se refleja en su obra.
Por eso su predilección inicial por el monotipo, medio donde podía lograr la síntesis
entre lo indeterminado, lo fugaz, lo inconcluso y el trazo previsible, ajustado, controlable.
Inclusive sus dibujos de línea envidiable, cruzados por manchones inesperados y densos
de figuras incompletas o redundantes —mujeres con múltiples senos tornadas blancos
de metralletas, manos con más de cinco dedos, cuerpos con piernas prestadas, racimos
de penes, cabezas sobre troncos imposibles,— serían el reflejo de una lucha personal
por integrar la sacralidad de la cultura al sentir y la violencia narcotizada que empezaba
a ocupar el horizonte estético. Así, de alguna manera, Augusto respondía, sin temor,
a esa baudelariana modernidad que invita a la negación de la memoria, la castración
y el desalojo. Este bolsiverde, además de ser un experto en manejar la dialéctica (lo
aprendió de los clásicos latinos), fue un artista dotado en el manejo de la paradoja
densificada en el “mejor dicho” (lo aprendió de los mineros, de los braceros en los muelles
y, sobre todo, cuando niño, de las narraciones de sus viejos bañados por campanas).

Augusto siempre reconoció a Marta Traba su sinceridad crítica: “Es quien mejor me ha
comprendido, con Valencia Tovar,” a quien trató en El Tiempo; sin embargo, no estaba
dispuesto a negar la eficacia provocadora de la mirada lateral ni aceptar la hegemonía de
una visión que exigía a la obra de arte alejarse de técnicas y medios que permiten explorar
lo imprevisto y el azar, así fuesen considerados arte menor. Sus preocupaciones integrativas
iban más hondo: sin envidia hacia los escritores sabía que en ese campo existe la fortuna
de poder cobijarse en el ensayo, sin ser subvalorado. De aquí que años más tarde pensase
editar un libro de cuentos infantiles e, inclusive, crear una casa editorial. Sin concesiones
buscaba una expresión totalizadora, sin importar el medio (monotipo, grabado, dibujo,
acuarela, óleo, acrílico, experimentación con materiales, mezcla de técnicas) donde
fuesen posibles los senderos paralelos y convergentes; lo sugerido y la improvisación; la
comunicación y, al mismo tiempo, la incomunicación. Donde tuviese cabida el desliz, el
resbalón, el lapsus. Sabía, por experiencia, que en un dibujo en una servilleta de café se
encerraba el mismo compromiso que en un mural de 53 metros cuadrados. Por ello la
obra de Augusto, de entonces y más tarde, no fue congelable en la sobre-simplificación
de un estilo o la desmontada por las orejas de una definición: se ha recurrido y recurre
a ambas alternativas excluyentes, adobándose la receta con cargas de erudición.

Su lucha fue frontal por integrar lo eterno a lo cotidiano. Se acumularon los


reconocimientos: Primer Premio del IV Salón Nacional (Cúcuta, 1964); Premio en Pintura
del XVI Salón de Artistas Nacionales (Bogotá, 1964); Premio Nacional de Arte Guillermo
Valencia (Popayán, 1968); IV Salón Nacional del Museo de Arte Contemporáneo (Bogotá,
1970). Así y todo sus ansías y temores iban más allá de lo premiado. Nunca quedaba
satisfecho: “Uno se muere y sigue aprendiendo a pintar,” repetía. Es importante detallar un
poco lo relativo al XVI Salón de Artistas Nacionales para entender por qué el camino de
Augusto no fue fácil. El Jurado de Admisión estuvo conformado por Juan Antonio Roda,
Manuel Hernández y Santiago García; el Jurado Calificador por Oswaldo Trejo, Enrique
Zerda y Francisco Posada. La obra premiada de Augusto se tituló “Paisaje y carroña,”
reminiscencia de la tragedia entre la vida y la violencia. Marta Traba (dando, in pectore,
el Primer Premio en pintura a Gastón Betelli y al primitivista Antonio Samudio) desde la
Nueva Prensa declaró que ese Salón “no tiene coartadas, no es Salón de jóvenes, ni de
viejos, ni de maestros, ni de aficionados... uno de los más mediocres conjuntos que hemos
padecido en los últimos tiempos.” Aparentemente la seriedad plástica que dos años antes
había detectado en Augusto, quien llevaba años pintando brujos y demonios con la
sincera convicción de que las esencias americanas se destilan entre ese humo azufrado
y que la tierra vive entre liturgias oscuras y olvidadas, parecía haber sido olvidada.

Se multiplicaron las exposiciones. Lentamente se evidenció su versatilidad y capacidad


de trabajo: “Espacios míticos de inmensa nostalgia dominan los recientes monotipos de
Augusto Rivera ( algunos de 1.5 X 1.5 metros). Espacios insinuados por blancos y negros
y una inmensa gama de tonos intermedios [logrados] no por la mezcla de blanco y
negro que daría matices grises sino por las rayas y los raspados entre negro y negro que
le prestan a las hojas su vibrante vida... demuestran una abstracción avanzada, aunque
contengan asociaciones continuas con paisajes, aves, figuras, astros y nubes... lo que
tienen en común es el misterio, aquel misticismo indo-americano que entraña todo un
mundo de profundidad, de lejanía, de mensaje” (Walter Engel, Magazine Dominical, El
Espectador, 1964, sobre la exposición en la Galería Colseguros.) “Su cuadro Hombres
leyendo el Chilam-Balam, con incorporación de la fotografía a la pintura y sin hacer,
literalmente, el trillado collage es uno de los mejores cuadros expuestos este año”
(Mario Rivero, Magazine Dominical, El Espectador, 1965, sobre la exposición en el Centro
Colombo Americano, 1965.) “Augusto Rivera cubre 53 metros cuadrados de superficie
en el magnífico mural realizado para la Caja Agraria de Pereira... En el caso de Rivera no
se trata de un mural más... significa un esfuerzo por sacar el mural colombiano de una
tradición seudoartística y llevarlo hacia su propio camino. El camino hacia el Universo.
Un camino que hay que aprobar porque hace a un lado... un mal gusto masivo, rentable
y coronado por el éxito” (Mario Rivero, Magazine Dominical, El Espectador 1966.)

Debe entreverarse y resaltarse una oportunidad en la cual Augusto evidenció su


generosidad y maestría: enriqueció, en sus primeros años, el Festival Nacional de Música
Religiosa de Popayán. Mientras trabajaba en sus “Mujeres con amuleto” Edmundo
Mosquera, José Tomás Illera, Ricardo León Rodríguez y el suscrito —con el apoyo de
Myriam Bonilla de Casas— nos lanzamos a realizar ese certamen. Su posibilidad había
sido marcada por el chelista Wolfgang Schneider. Augusto grabó en linóleo retratos de
Palestrina, Brahms y Beethoven para acompañar los programas; diseñó dos afiches y
realizó dos telones sobre papel reforzado con tela para el Teatro Municipal (1969). Sólo
uno se salvó después del terremoto de 1983. Con el gordito Edmundo fuimos sus “mozos
de estoque” en uno de los salones del entonces Colegio del Pilar, cuyo piso fue convertido
en caballete: impresionante prepararle pintura en baldes con colores minerales y verlo
usar escobas e hisopos de encalar como pinceles mientras encaraba unas dimensiones de
dibujo para nosotros impensables. Con las escobas chorriando pintura se lanzaba a trazar
de manera certera y espontánea, diciendo que era mucho mejor picador que Edmundo.
“Vos, en esa corrida universitaria fuiste tumbado del caballo,” le recordaba —moviéndose
descalzo sobre la superficie, remedando lances toreros como si estuviera en una corrida
bufa, mientras pintaba. De alguna manera la experiencia adquirida en los telones para
el Casino de Viña del Mar revivía, potenciada, en Popayán. También le ayudamos a
clasificar los materiales para el mural del aeropuerto. Más tarde lo vimos pintar los de la
Universidad del Cauca, el Banco Popular y la Caja Agraria. El Festival quedó en deuda:
aunque Edmundo —uno de los gestores culturales más importantes de Colombia y sostén
del Festival— movió todos los hilos posibles no pudo sacar adelante una estampilla
diseñada por él como homenaje al certamen. Decía que esos telones eran los borradores
para esa miniatura. Ocho años después de muerto Augusto Edmundo logró ese sueño
postal. Habían pasado veintiún años. “Como un recuerdo de nuestras lides iniciales al
fin se cumplió con el deseo de nuestro carnal Augusto. Con un abrazo y la amistad de
siempre. Abril 11, 2000,” decía la nota que recibí con el timbre en su primer día de servicio.

Sin querer agotar todo lo expuesto y trabajado hasta el mural de Cartagena es necesario
apuntar algunos hitos de un proceso que si algo marca es su reiterativa inconformidad con
su propio trabajo: “Exposiciones simultáneas tiene el conocido pintor caucano Augusto
Rivera... [En el Centro Colombo Americano] se encuentra una muestra retrospectiva de
su labor artística durante los últimos 20 años, en la cual pueden apreciarse las etapas
más decisivas de su evolución: el paso de lo figurativo al abstraccionismo y luego el
regreso a la figura dentro de nuevos planteamientos. [Se aprecia el manejo de distintas
técnicas] óleo, tinta, acrílicos y monotipos... [En la Galería El Callejón ofrece] lo último
en su trabajo... en la pintura y el dibujo... En este conjunto aparecen reminiscencias
de su infancia, anécdotas y personajes de Bolívar, su pueblo natal, que él re-crea a su
manera como son El Cardenal Niño de Guevara y El caballero de la mano en el pecho” (Sin
firma, El Tiempo, Bogotá 1972.) “Sin pagar un solo centavo tres millones de bogotanos
recibirán en sus manos una reproducción a todo color de la última obra de un pintor
colombiano de gran prestigio... Les llegará en la carátula del libro más leído: el Directorio
Telefónico de Bogotá... inspirada en una leyenda indígena que muestra a Nemqueteba
como portador de la luz contiene lo que parece un mensaje cifrado con letras que
juegan entre enormes y coloridas figuras... sus dimensiones originales, seis metros
cuadrados, corresponden a la tendencia del artista, quien dice que... se siente estrecho en
cualquier superficie” (Alegre Levy, El Tiempo, 1974.) “Mi pintura es brujería, dice Augusto
Rivera mientras retoca los últimos cuadros [para la inauguración de su muestra en] La
Abadía... él mismo tiene algo de brujo con su sueter y pantalones viejos chorriados
de pintura... Rivera ha sido muchas cosas (seminarista, buscador de oro, aspirante a
abogado y arquitecto, carguero, pero no en la Semana Santa de Popayán sino en los
muelles chilenos) y todas confluyen en su gran obra pictórica” (GV, El Tiempo, 1979).

Lo expuesto hasta aquí contrasta con otro comentario que valora su calidad artística
y ubica su singularidad. El 5 de febrero de 1973 en la revista Cromos se hizo una
referencia a tres bandas sobre Augusto. Da claves sobre el entendimiento del momento
histórico y obliga a explorar, más en profundidad, la originalidad y autenticidad de
este gran pintor latinoamericano, ahora contrastado al cartabón del marketing:
En su acción el prestante artista —tan buen dibujante como pintor— ha completado
19 años en el país sin conquistar la posición económica de un Alejandro Obregón
o un Fernando Botero ni el prestigio publicitario de más destacados rivales.

Dinero. Prestigio. Publicidad. Marketing. Emulación según la cuenta bancaria, los


ríos de tinta y la majestad de la edición. Obviamente que la relación entre mercado y
arte moderno no era nueva. En 1890 ya estaba establecida como criterio de calidad
pictórica. Aprovechando las Bienales de la “Nueva Estética” de Bruselas, la necesidad
del marchante de arte había sido abonada por la astucia de Vollard como negociante y
consolidada por Tschumi, el curador del Museo de Arte de Berlín. (Por cierto, la colección
de arte moderno de ese museo tuvo que ser encaletada para salvarla del fanatismo
estético del nacional-socialismo que consideraba decadente el arte de esa época.)

Entre nosotros, como la nota de Cromos evidencia, el marchante, no obstante aparecer en


Bogotá con medio siglo de retraso, empezó a influir en la producción de los talleres como
criterio de verdad y calidad. Para entonces la capital tenía contadas galerías de arte. Se
usaban espacios anexos a bibliotecas, museos e instituciones educativas. Se hizo necesario
el oficio de galerista. En la década siguiente se multiplicaron las galerías que competían
por captar e impulsar sensibilidades consideradas promisoria inversión. No es extraño que
galeristas norteamericanos visitaran a Augusto en Bogotá para encargarle una determinada
cantidad de obras. Se presionaba el criterio exportador de una evidente calidad por la
cantidad de la oferta, lo cual se exigía no sólo a los artistas considerados “comerciales” sino
a los productores de dulce de manjar blanco y bocadillo veleño. Augusto les decía que lo
visitasen en un año y les tendría una treintena de cuadros de gran formato y cientos de
monotipos. Al regresar y no encontrar el cúmulo ofrecido y preguntarle por lo prometido
les decía “Aquí están,” señalándose con el dedo la cabeza. Ante el estupor de los marchantes
añadía: “Quietos. Tienen una cara de estupor perfecta.” Así regresaban felices, cada cual
con un magnífico retrato que no les había costado ni un centavo. Por ello, ante esta oleada
básicamente comercial, dio gran valor al galardón del trabajo pictórico de Antonio Roda en
Japón, Brasil y, sobre todo, en el Salón de Artistas Nacionales (1974). “El premio a Roda —
comentó— tiene la significación de un retorno a la cordura en bienales y salones. Se estaba
pendejiando mucho con pobres caricaturas de lo que hacen muy bien hecho los gringos.”
Arte que se vendía fácilmente, apoyado por bellas ediciones y textos en dos y tres idiomas.

El arte y las culturas eran empujados al terreno minado de la manipulación de


la memoria según el gusto del mercado, fenómeno que Augusto consideraba
peligroso espejismo; al final de su vida esto lo supieron aprovechar, para su
beneficio, dueños de bares y tiendas, marqueteros y no pocos galeristas.
Era tan valorado que, inclusive, se produjeron falsificaciones.

Entonces, desgraciadamente, el prestigio de un artista manaba, fuertemente, de la


acumulación bancaria y de la legitimación de su obra a través de rentables ediciones.
Augusto no se movía en esos límites. Su personalidad, visión e intereses eran otros: una
mezcla entre idealismo, austeridad bolsiverde, bohemia huracanada y radicalidad basada
en la certeza de sus dones. Muchos lo han estimado una especie de Llanero Solitario,
un Quijote sin Sancho Panza en busca de entuertos y fantasmas que el oportunismo
supo aprovechar. Lo cierto es que una personalidad oral necesita oyentes. Augusto
prefería un encuentro sincero en una cafetería que el roce intelectual acartonado. De
de aquí que frecuentase las tertulias del Café Automático en Bogotá, donde acompañó
a su amigo León de Greiff cuando, por boca de Aldecoa, sentenció: “Valga la pena
o no la valga. Trátese amor o muerte/ o de vano decir a como salga... si Canopo del
cielo se desgalga/ si Frinea enséñanos la nalga/ y al destroncado oscula Salomé y el
macrocosmos hiede a no sé qué/ valga la pena o no la valga/ parlar es grato en el café.”

El salto pictórico de Augusto consistió en metamorfosear a Frinea y Salomé en su tía


Francisca y la Reverenda Hermana Madre Rosas de las Angustias, raptada por su tío Miguel
Santos Quintero y entender que, aunque comprometía todo el repertorio sensorial, siempre
estimó su macrocosmos —donde la estrella Canopo se transformó, durante un par de
años, en la lámpara del minero— bajo el dominio del oído. Decía que su pintura, de alguna
manera, se cimentaba sobre la cuna del armonioso tañido de las campanas de su pueblo
y el cuento comarcano (causa, además, repetía, de tan buenos músicos en la vereda),
armonía y narraciones que supo transformar en imágenes, composiciones y obras muy
complejas y logradas. Por ello gozó tanto cuando fue nombrado profesor en la Universidad
de los Andes (1963). El problema es que ese tipo de personalidad resulta incómoda a las
personas demasiado académicas y hartadas de bibliografías. Les parece alocada, inmadura.
En una palabra: peligrosa. Para ubicar con mayor profundidad lo expuesto es el momento
de cruzar la anterior nota de Cromos con el prólogo escrito por Marta Traba para el
Diccionario de artistas de Colombia (Carmen Ortega, Ediciones Nuevo Mundo, Bogotá, 1965):
Lo que quiero subrayar es la importancia [que este trabajo] tiene para una cultura tan nueva
como la nuestra... una cultura comienza a ser seria cuando va acumulando sus libros de
consulta, cuando el creador de tesis original (acerca de la expresión de un país) puede apoyarse
sobre el investigador y el recopilador de datos y estadísticas (subrayados añadidos).

Desgraciadamente en el campo estadístico lo objetivo resulta lo expresado en términos


contables. Con lo expuesto no pretendo restar validez a trabajos tan importantes como
los de Barney, Carmen Ortega —esta última trató de abarcar desde el arte de la Colonia
al de la fecha de su publicación— y, mucho menos, minimizar la invaluable labor de
Marta Traba para referenciar el desarrollo del arte moderno en Colombia. Mi intención
es señalar que es discutible que una cultura comienza a ser seria cuando se alfabetiza,
edita y cuantifica, es decir, cuando es respaldada por un acumulado importante de
ediciones que, a la larga, sirven para ubicar el fiel de la balanza entre la oferta y la
demanda. Es cierto, además, que desde los referentes letrados la cultura artística
colombiana resulta nueva, aunque no lo es si se incluyen los milenios de oralidad tribal
y escritura no latinizada de nuestra diversa y compleja historia que, además, supera los
límites del Estado-nación. También es cierto que los límites de aquella lógica tipográfica
—como el de todos los diccionarios— es que deja sin incluir una estética preñada
de inflexiones verbales. Excluye catalizadores fundamentales que, continuamente,
vivifican la comunicación y expresión objetiva de la cultura popular en la cual han
bebido los artistas para saltar al mundo. Sin esos manantiales, sin el condado ficticio de
Yoknapatawpha, mucho de la obra de William Faulkner perdería su raíz. Sin Macondo
no existiría Cien años de soledad y mucho de la obra de García Márquez y sin Bolívar,
sin esos bolsiverdes y su diversa y compleja memoria veredal, resultaría parcial el
entendimiento y la aproximación —profundamente sagrada— de Augusto a la pintura.

El arte de Augusto estuvo dirigido por un don artístico, seria y dolorosamente asumido,
gracias a una teología muy personal; si se prefiere, comarcana, colgada del sonido de las
campanas de su pueblo. Muchos dotados, ante la seriedad del compromiso, terminan
como llamaradas de hojas secas. Augusto es de aquellos artistas que hizo braza y dejó
traza. El “Retablo de Maese Pedro” (la primera obra valorada por la crítica académica
como excelente pintura al óleo, hoy en Manizales en una colección particular) puede
ser aceptado, inclusive, como una concesión temprana a aquel tipo de enfoque que
entendía la obra como algo acabado, controlado, concluido, encerrado en un “ismo”
reconocible. El brillo y la paleta de ese cuadro —¿dominado por la luz terrosa, si así puede
decirse, que Augusto vivió en los socavones de la mina?,— con el dominio y gamas del
acrílico, su rápido secamiento y sus posibilidades de veladuras y transparencias, marca
salto impactante con sus últimas obras. De hecho, había logrado expresar, en grandes
formatos y murales, aquello del azar y certeza que buscaba en el dibujo espontáneo,
la aguada y el monotipo. Entre aquel retablo y sus obras a partir de la década de 1970
—en términos de espontaneidad y luminosidad— se detectaría la misma relación que
existe entre un noble anciano velado por el humo al interior de su rancho y la tropical
biodiversidad de su Bolívar, bañada por el barullo comarcano, los atardeceres veraniegos
del recuerdo, el reto de encontrar el plantar del arco-iris y el paisaje soleado mañanero.

Existe otro aspecto fundamental para ubicar ese momento, para entonces fuertemente
comercial y mass-mediado. Ayuda a referenciar, más plenamente, a Augusto. Puede
definirse como la crisis del crítico. De ñapa permite concluir esta nota con la voz del amigo.
Sincrónico al abordaje de la nave pirata del mercado sobre el arte —simplemente porque
la persona quiere saber lo que las personas preguntan hace milenios, es decir el por qué—
el crítico debió metamorfosearse en entrevistador. En corto, se evidenció la necesidad de
“oír” al artista; de comunicar su “territorio” para aproximarse al sí y no de su arte y tratar de
entenderlo desde la hermandad entre razón y sentimiento. Alegre Levy fue quien primero
fundió, para el caso de Augusto, la crítica a la entrevista: en 1974, luego de anotar que él
y su esposa Mabel vivían en una diminuta casita, donde a duras penas cabían los cuadros
amontonados, unos sobre otros, y anotar la cantidad de preciosos objetos antiguos
que había coleccionado (estatuas de ángeles, cítaras, docenas de Cristos de todos los
tamaños, incensarios, campanas, cofres y todo un estante de libros incunables) y valorarlo
como uno de los importantes pintores colombianos contemporáneos, le preguntó:

— ¿Dicen que su humor negro le ha ganado antipatías entre los propios colegas del oficio?
Sólo me detestan los fracasados y las feas...
— ¿Es cierto que ingresó al Seminario?
Mi corta estadía, cuando apenas era un muchacho, obedeció en parte a la soledad y en
parte a que me atraía mucho la pompa litúrgica.
— ¿Lo echaron... o se salió?
En el Seminario decían que yo molestaba mucho. La verdad es que no me convenció el
celibato sacerdotal y me salí...
— ¿Fue cuando se dedicó a buscar oro en una mina?
Si. Creí que había nacido para traducir a Horacio. De golpe me vi en un socavón. Era una
mina de mi pueblo natal, Bolívar. Dando a la pica encontré unos cuantos kilos de oro que
sirvieron para sacarnos de deudas. Fue una vida muy alegre, primitiva. Sobre todo rica.
Usted me preguntó antes si yo sentía envidia por alguien. Pues bien, siento envidia por tres
clases de seres: por los que no le temen al avión, por los que saben
tocar guitarra y, en tercer lugar, por los caballos….
—-¿Por qué los caballos?
Porque hay momentos en la vida en los que es absolutamente imprescindible relinchar.

En una exposición en la Galería Meindl en Bogotá en octubre de 1977, en su propia


letra y con la intención de “hablar” directamente a cada quien, para el catálogo
escribió: “Los invito a mirar cuentos de mi pueblo. No hay títulos ni discurso inaugural.”
Así aspiraba a poner pictóricamente en movimiento su palabra. Cinco años más
tarde —El Siglo, agosto 2 de 1979, en una nota sin firma titulada “Augusto Rivera
sólo cuenta cuentos”— se hace referencia a la exposición inaugural de la Galería
La Abadía a la cual asistió el presidente Turbay Ayala. Más de la mitad de la nota se
remite a recoger comentarios de Marta Traba, aparecidos en La Nueva Prensa diez
y siete años antes, luego de los cuales se anudan estas opiniones del artista:
Yo sólo cuento cuentos. Es un reflejo de mi niñez, de cuando mi papá, las muchachas del
servicio y toda la gente de mi pueblo no hacía otra cosa que contar cuentos. Y en mis cuadros
siempre existen esos duendes, tíos míos, tías alucinadas con demonios y con ángeles y con
todas esas cosas y personajes que componen los cuentos... Soy un trabajador muy consciente.
Todo lo desordenado que soy exteriormente se contrasta con todo lo ordenado que soy
interiormente. Mentalmente soy como un discurso de Cicerón; por eso me gustó mucho
estudiar el latín. Ha influido mucho en mí haber estudiado los clásicos latinos... Todas estas
cosas [que al pintar] van apareciendo es un cuento que yo quiero contar. Esa es la parte
mágica. Son cuentos que van apareciendo de un YO un poquito desconocido. Es un duende
que llega y me cuenta cosas y ese duende soy yo cuando pequeño... Soy el pintor colombiano
que más ha cambiado pero me siento muy igual y tengo mucho que aprender todavía.

Tres años antes había escrito como autobiografía de su pintura al referenciar una de
sus exposiciones: “En mi pueblo había gentes comunes y corrientes: brujos, santos,
herreros endemoniados, filósofos andróginos, políticos eclécticos, héroes, mineros,
poetas autóctonos, tal cual Celestina, locos y locos de cuanto sexo ha habido, magos
milagrosos, liberales, conservadores... etc. Aquí están.” Para entonces era uno de los
artistas más importantes de Colombia, paradójicamente hoy el menos conocido, e,
indudablemente, un gran padre y amigo; fue quien, probablemente, más evolucionó,
más posibilidades expresivas exploró y a quien mucho oportunismo se le hizo.

En abril de 1981 apareció una entrevista para Cromos realizada por Oscar
Gómez. Hasta donde conozco, fue la última. Aquí algunos apartes:
Toda obra es una abstracción. La Venus de Milo es una abstracción. El concepto de abstraer ha
evolucionado y se ha llegado al momento en que una forma es válida por sí misma, sin importar
su anécdota... El actual arte colombiano lo veo un poquito dudoso, muy lleno de trampas, se ha
vuelto arribista y esmeraldero. Es un afán por ganar dinero engañando... Los hiperrealistas engañan
a la gente. Yo creo que la diferencia entre el buen arte y el hiperrealismo es la misma que hay
entre el amor y la masturbación. Seré muy anticuado, pero aún creo en el amor... Me he dado mis
alegrías y me las he quitado. Me he obsequiado, pero también me he robado. Simultáneamente
me ha tocado comer mierda, pero también dicha. Por eso sé que nada es gratis, todo se paga.

Como enseña McLuhan la neo-oralidad que induce la comunicación electrónica


en la estructuración de sentido y conformación del espacio cultural no sólo tornó
convergente la oral y territorializada memoria fontanal de Augusto con la simultaneidad
desterritorializada y globalizada que esa realidad mass-mediática inducía sino
que, apoyado en esta afortunada convergencia, pudo vencer la incredulidad sobre
la validez de una propuesta artística cimentada en el recuerdo comarcano. La
temporalidad narrativa que “sucede” en su obra —aunque no coincide con aquella
que fluye en la realidad— cataliza el mundo íntimo del observador, lo potencia,
le hace cosquillas, lo transforma en una carrasca y lo universaliza, proyectándolo
hacia donde moran los valores antiguanos y los mitos. Es lo que habría querido
afirmar en el catálogo de presentación de su exposición “Mitologías particulares”
(Galeria Skandia, 1978), donde muestra cómo entendió al herrero de su pueblo:
El otro día, hojeando un diccionario filosófico, me encontré con la perla de que cuando la
razón descubre los orígenes del mito éste desaparece (creo que es una pieza importante
para toda colección de majaderías). ¿Será, pensé, que esos señores con esas barbas tan
serias no tuvieron, jamás, noticia del Vulcano de Velázquez? Yo creo, humildemente, que
cuando se pretende explicar lo inexplicable el mito ingresa en la poesía. Entendí a Vulcano
cuando vi a don Eleuterio forjar herramientas, herraduras, etc. No porque humanizara al
dios sino porque remití el herrero a la zona mitológica que ahora trato de pintar.

En el momento de esa exposición esta zona mitológica, ese ámbito espiritual y


trascendente, era ocupado por mitos efímeros, irreversiblemente. Se imponía
una memoria paradójica, una historia sin memoria a través de la monopolización
mediática de una cascada de significantes pasajeros —oferta de una semi-verdad
virtualizada,— formateada en la calidad de diseño de etiquetas y marcas. Debemos
agradecer a Augusto que haya dado la lucha, desde el fondo de su alma bolsiverde,
para robar, con el zarpazo de su vitalidad, calidad y creatividad artística, parte de
ese tiempo-espacio consumista en contravía al arte con memoria. El comprendía,
mejor que nadie, que esa memoria paradójica era una estrategia programada
para erosionar, en lo más profundo, la creatividad y los recuerdos; sabía que al
artista lo podía engañar y desviar, fácilmente, un billete, un reflejo o un eco.

Sea el momento de empujar este escrito quince años atrás. Refiriéndose a la


exposición de la Galería El Callejón (1962) Walter Engel entonces escribió:
El año pasado los monotipos (“Mujeres con amuleto”) de Augusto Rivera nos parecieron en tal
grado superiores a sus óleos que casi le insinuamos que siguiera cultivando la primera técnica,
relegando a un segundo plano la última. Sea que aquella insinuación no se haya pronunciado
con claridad, sea que apenas se haya pensado sin pronunciarla, lo cierto es que el artista
no le hizo caso. Afortunadamente: porque hoy nos encontramos ante un desenvolvimiento
sorprendente (hoy se exhiben óleos y monotipos). Éstos no han desmejorado. Pero como
pintor al óleo Augusto Rivera ha crecido en tal grado que sus lienzos opacan a sus monotipos.
En el curso de un año Augusto Rivera ha llegado a su plena madurez, tanto conceptual
como plástica... hoy se coloca... dentro de los pintores de primer orden de Colombia.

¿Es posible, en doce meses, un salto de tal vuelo? Por supuesto que no. El crítico no se
interesó por saber que Augusto venía de trabajar más de diez años en Chile y acumulaba
cinco de dura labor en Bogotá. Si se contrasta esta nota con su proceso como artista se
explica por qué estremeció a una crítica que, por su excluyente linearidad académica y
ejercicio de un juicio de tipo pendular (óleos o monotipos en vez de óleos y monotipos),
resultaba opuesta a su visión integrativa e incluyente. No creo que haya sido en él un
acto puramente racional. Lo cierto es que Augusto fue capaz de intuir y concretar una
imagen, por encima de la hegemonía del poder letrado y bancario, sin caer prisionero del
pantanero de los “ismos” y la cárcel de los saldos rojos. Su fe de artista, de alguna manera,
le aseguraba que el tiempo jugaba a su favor. Engel no estuvo dentro de su alma. Por ello
fue incapaz de considerar que una proyección en cinemascopio, plena de exploraciones
singulares e insinuaciones para ser completadas por el espectador, no puede entenderse
con sólo un fotograma recortado de un carretel completo. Ni siquiera con una muestra al
azar de algunos fotogramas de diferentes producciones. Con esta convicción, sin importar
cuantas neuronas propias y ajenas violentara, siempre lanzó sus restos. La apuesta valió
la pena. De no haber sido así y haberse consolidado, históricamente, la primera critica
académica que lo bendijo, como referente privilegiado, su obra hoy sería calificada como
un trabajo interesante y secundario. Algo bello, pero decorativo. Ahogado por la ideología.

Puede lícitamente decirse que la personalidad oral —expresada en el inteligente


desenfado de Augusto— coincidió, sincrónicamente, con la multipolaridad
en el modo de mirar y entender que el tiempo histórico imponía al artista y
al observador. No se desconoce que siempre es y será difícil la consolidación
de un hacer en el campo artístico e intelectual. Lo paradójico es que Augusto,
quien supo responder, positiva y radicalmente, a los vertiginosos cambios en el
entorno social y cultural, haya ganado como galardón el Premio del Olvido.

Decir muchas cosas inteligentes en un corto lapso es algo que no lo soporta fácilmente
cualquiera. Hay que aceptar que esto empedró desde Chile el sendero de este artista:
debió construir su obra en el roce, la parábola cargada de ironía, el entendimiento
parcial, el choque inesperado y la confrontación inter pares —sin dejarse ahogar en el
almíbar de las roscas— mientras hurgaba en la guaca de los signos primordiales para
procesarlos y dárnoslos a beber en dosis personales de contemporaneidad. Su desenfado
permanente y el modo como, cáustica y jocosamente, manejaba esas confrontaciones
le impedió ser aplaudido en los ámbitos donde no se respeta que la personalidad se
muestre a la intemperie; sin embargo, por no haber negado nunca la amistad, ni su
fragilidad, ni su terruño, fue capaz de oxigenar el arte colombiano. Lo comprimiría, no
sin cierta nostalgia, en octubre de 1976 al presentar una de sus muestras: “Ojalá que los
decires, ámbitos y seres que fueron mis buenos amigos de niñez después de navegar
por mis modestos alambiques puedan respirar holgadamente en estos dibujos.”

Si mal no recuerdo a finales de 1979 se filmó en 35 milímetros un documental producido


por Colcultura —de esos obligatorios antes de las proyecciones cinematográficas— en el
cual Augusto trabaja mientras habla de su arte. Gracias a esa política miles de espectadores
vieron cómo un pintor transformaba en un cuadro su oralidad raizal, sin la cual sería
imposible entender, cabalmente, su forma de captar y resolver las complejidades pictóricas
que pretendía comunicar. ¿A cuántos de los asistentes los tocó? Quizá sea secundario.
Quienes lo conocimos sabíamos que en la taza de café al lado del caballete no había
tinto sino whisky y que su hígado pedía a gritos reposo. Lo importante es que existe un
documento inapreciable. En esa oportunidad estaba con mi novia María Eugenia, hoy mi
esposa. Al apagar la luz, arruncharme y darle un beso, pasaron el corto. Le dije: “Este es
el amigo de quien tanto te he hablado. Un día lo encontraremos y te dirá tres cosas: soy
un gran pintor, por qué mujer tan bella anda con tan frígido amante y voy a hacerte un
retrato.” El 3 de diciembre de 1980, en casa del pastuso Sergio, lo encontramos en Cali.
Fue la última vez que hablamos personalmente. Al detallar la belleza de la recién llegada
lanzó las dos primeras frases profetizadas. Comparó nuestras caras, midió dificultades
pensando en los recursos expresivos a la mano. Jerónimo, el hijo del pastuso, tenía
un puñado de marcadores secos. Mirándome, entonces sentenció: “Voy a hacerte un
retrato.” Trajeron tinta estilográfica y esa caquita de ángel con que limpian con blanco los
zapatos domingueros. Mientras contaba que retornaría a Bogotá a exponer “El historial
íntimo de Bolívar” (en la Galería La Academia) sobre un cartón corrugado de 50x70
centímetros, mezclando la tinta con saliva en la palma de la mano, empezó a llenar de
trazos y sombras la superficie. Al poco rato, con la uña como pluma y sólo cinco “líneas,”
precisó la ceja izquierda y la nariz. Un amigo que nos acompañaba creía que todo era
una broma. Al ver el cuadro a la distancia admirado soltó: “¡Pero si es un verraco retrato
del viejo Álvaro y lo hizo en quince minutos!” Augusto lo miró sobre los marcos de las
gafas (así me había mirado en el taller de la Cooperativa de Motoristas veinte seis años
antes) y contestó: “No. Lo hice en cuarenta y dos años.” En ese momento comprendí que,
más allá de sus sueños, siempre esperaba algo más. Un mayor grado de dificultad que
debía encarar y resolver. Lo había aprendido de niño: lograba el tesoro quien encontrara,
después de mucho caminar y sudar, el lugar donde el arco iris fuese devorado por la tierra.
Se lo había enseñado su tía Francisca Quintero, aquella parienta que lloraba sin parar,
mientras miraba el cielo, porque las nubes grandes se comían las chiquitas. Entonces,
mientras ponía dedicatoria, firmaba y fechaba lo realizado con aire de picardía coqueta,
explicó a mi sorprendida compañera: “Para que no le echen la culpa a un inocente.”

Es significativo que le haya resultado difícil autorretratarse. Lo explicaba halando hasta el


límite del temor, el poder de la sospecha: “De golpe se encuentra uno con un desconocido
y uno de los dos resuelve actuar, abiertamente, como intruso,” a lo cual añadía: “Me gusta
atisbar la forma de las cosas, de los hechos, de las personas. Digo atisbar —enfatizaba—
porque hay aspectos que sólo se entregan después de largas amistades.” Genio y figura
hasta la sepultura: razón tuvo, una vez más, doña Isaura. Acompañado de sus amigos
Fernando Guinard, a quien luego se sumaría el loco Ricardo Sarmiento, puso su afán,
esta vez hacia el Caribe —aterrado de montar en avión,— para colocar en el Centro de
Convenciones su último mural en Cartagena. Probablemente sin el estímulo de Guinard
esta obra nunca hubiese llegado a su destino acompañada del autor. Hoy está al lado
de los murales de Grau y Obregón, esperando ser objetivamente ubicados en el tiempo
pictórico, la sabiduría y la curiosidad de quien los mire. El despelote y la alegría del viaje
—más un cuarteto de ninfas en la piscina del hotel— dispararon su partida. ¿Recordaría,
en sus últimos momentos, el golpe del yunque de don Eleuterio; las ampollas en las
manos, regalo de la pica del minero; el sonido del oleaje en Viña del Mar, inédito para
un oído de montaña; los arañazos de la enredadera al saltar del balcón; el llanto familiar
por el canibalismo de las nubes; el verde de los ojos de Mabel, garantizándole esperanza
por encima de todo; los desayunos para su hija con huevos según fórmula robada a la
Corte Lusitana; la certeza que lo arrobaba mientras dibujaba en una servilleta del café? Es
curioso que alguien nacido en las montañas bajo los cóndores haya iniciado y terminado
su vida como artista cerca del mar, jalonado por el compromiso de murales. Esta vez, sin
temor a volar, cruzó sobre el sonido de las campanas de su pueblo y unió Bolívar a Viña
del Mar y Cartagena. El tiempo y el espacio se comprimieron en presente. Porque amaba,
profundamente, la mística profundidad del Chilam-Balam con seguridad debe haber
resonado en su cerebro esta cósmica certeza de reposo: “Toda luna, todo año, todo día,
todo viento camina y pasa también. También toda sangre llega al lugar de su quietud.”

Buscando reactivar los ecos más humanos de Augusto —su pintura se defiende sola—
me comuniqué con Martha Lucía. Fue una charla on-line: “Si para ti es complejo penetrar
el recuerdo del viejo —se te mezcla la fantasía con la realidad y la luz con las sombras—
para mí no es más fácil,” le anotaba. Algo similar debe haber sentido Augusto cuando
fue minero, rodeado de la avara claridad del carburo; cuando caía impotente en los
espacios de los médicos y, quizás aún más, en esos momentos de ocaso y amanecer,
cuando se enfrentaba a jugar todo a la tajante demanda de un dibujo, un monotipo o
un mural. Terminaba diciéndole: “Jodido y maravilloso escribir sobre artista tan cercano
y singular, pero infinitamente más jodido ser artista.” Ella, heredera de la generosidad
de Augusto, regaló este recuerdo: “Hablar de mi papá es como abrir un tesoro, un
territorio privado, íntimo y arriesgado también. Es algo con lo que tengo contacto, a
veces más cerca, a veces más lejos. Es, sobre todo, una sensación que me da su presencia
—supongo que así se sentirán muchas hijas con su papá. Es como sentirse como una
princesa elegida por todas las cosas bellas y tiernas y buenas del mundo. Es algo que
no tiene mucho que ver con que él fuera pintor, escritor o artesano. Él era muy buen
actor: imitaba en los cuentos la voz del arlequín y la de la reina y muchas veces me
contaba cuentos mientras pintaba en el taller cuando vivíamos en la casita de El Lago.
En realidad el taller era parte de la sala, donde también daba clases. Entonces se corrían
los caballetes y se ponía la mesa en la mitad para María del Carmen, la modelo. Durante
toda mi infancia odié la berenjena. Fue culpa de papá, pues empezaba un cuento de
una niña que se acostó y soñó que su mamá le preparaba berenjena para la comida.”

Referencia

Morgan Stewart, Richard


1987 Mitologías personales con Augusto Rivera. Plaza & Janés, Bogotá.
CRONOLOGÍA DE AUGUSTO RIVERA

1922 El 22 de octubre nace en Bolívar, Cauca. Fue el mayor de siete hijos de Alejandro
Rivera e Isaura Garcés.

1943 Se une a la Compañía de Variedades de Curro Romero, con la cual viaja por varios
países de Suramérica.

1947 Se queda en Chile, donde comienza a estudiar pintura en Santiago y Viña del Mar.

1948 Exposición colectiva en Viña del Mar.

1949 Participa en el Salón de Verano en Viña del Mar. Trabaja como decorador del Casino
de Viña del Mar, en donde hace varias escenografías para teatro, ballet y espectáculos
musicales.

1950 Participa en el Salón de Verano de Viña del Mar. Exposición individual en esa ciudad.

1951 Participa en el Salón de Verano de Viña del Mar y en el Salón de Pintores Jóvenes de
Chile que tiene lugar en Buenos Aires.

1952 Exposición individual en Viña del Mar. Participa en exposiciones colectivas en


Santiago y Viña del Mar.

1953 Participa en el Salón de Pintores Residentes en Chile, Santiago. Viaja por Chile,
Argentina, Perú y Ecuador.

1954 Exposición colectiva en Viña del Mar. En diciembre regresa a Colombia y se reúne con
su familia en Popayán.

1955 Exposición individual en la Universidad del Cauca, Popayán. Participa en la III Bienal
Hispanoamericana de Barcelona y en la Exposición de la II Feria Internacional de
Bogotá. Se instala en Bogotá, donde vivirá hasta su muerte.

1956 Exposición individual en la Biblioteca Nacional, Bogotá. Trabaja como escenógrafo de


la Radiotelevisora Nacional de Colombia.

1958 Exposición individual en la Sala Gregorio Vásquez de la Biblioteca Nacional, Bogotá.


1959 Exposiciones individuales en Popayán, en el Teatro El Buho, Bogotá, en el Club de
Profesionales de Medellín y en el Museo de Zea. Participa en el XII Salón de Artistas
Colombianos con el óleo Cabeza de Antonio Galán.

1960 Expone 30 monotipos para el poema Yurupary en la Sala Gregorio Vásquez de la


Biblioteca Nacional. Exposiciones individuales en La Tertulia y en la Galería Belart, Cali,
y en la Casa Valencia, Popayán.

1961 Contrae matrimonio con la actriz argentina Mabel Jaramillo. Exposiciones individuales
en la Sociedad Económica de Amigos del País, donde expone 20 monotipos de
la serie Mujeres con amuletos, y en la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la
República, Bogotá; allí presenta 22 obras, entre las que figuran los monotipos en
blanco y negro Máquina de los alumbramientos y Temas del Apocalipsis.

1962 Nace su hija Martha Lucía. Trabaja como profesor de la Escuela de Dibujo
Arquitectónico, Decoración y Propaganda de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo
Lozano y como escenógrafo de la Televisora Nacional. Expone monotipos sobre la
Semana Santa en el Hotel Monasterio de Popayán. Participa en el XIV Salón de Artistas
Colombianos con el óleo Demonios jugando ajedrez. Exposición individual en la galería
El Callejón, Bogotá, donde presenta 12 óleos sobre demonios y 7 monolitos con temas
de la muerte.

1963 Trabaja como profesor en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Los


Andes. Participa en la Exposición “30 pintores colombianos” en Fort Lauderdale,
Estados Unidos, donde presenta 6 monotipos, entre los que figura Elementos para
embrujamientos; luego recorre varias ciudades de Estados Unidos. Participa en la
Bienal de Sao Paulo y en la exposición “Expositores” de la Bienal que tuvo lugar en
el SENA de Bogotá. Participa en el III Festival de Arte de Cali con una exposición
individual en la galería El Taller. Pinta un mural al fresco en el Banco Cafetero de
Popayán sobre las procesiones de Semana Santa. Exposición individual en la
Biblioteca Luis Ángel Arango; allí presenta 16 óleos y 10 monotipos. Participa en el XV
Salón de Artistas Colombianos con las series Variaciones sobre el Greco y El espejo de la
salamandra y el monotipo Forma de Lautréamont. Exposición colectiva en México.

1964 Obtiene el Primer Premio de Pintura en el IV Salón Nacional de Cúcuta. Expone, junto
con Juan Antonio Roda y Luciano Jaramillo, en la galería El Callejón; allí presenta 10
monotipos en blanco y negro. Participa en el I Salón Nacional de Pintura y Escultura
del IV Festival de Arte de Cali y en la II Bienal de Arte de Córdoba, Argentina.
Exposición individual en la galería El Callejón; expone 15 óleos, 4 de los cuales fueron
inspirados en las Estaciones de Vivaldi y otros en el Canto general de Pablo Neruda.
Participa en el XVI Salón de Artistas Colombianos con el óleo Paisaje y carroña, que
obtiene el primer premio. Participa en una colectiva en Nueva York.
1965 Exposiciones individuales en el Museo La Tertulia; en la Galería Colseguros, Bogotá,
con una serie de monotipos con motivos americanos; en la Universidad del Cauca;
en el Centro Colombo-Americano, Bogotá; y en Fort Lauderdale, donde expone 16
óleos y 12 dibujos a punta seca. Participa en el XVIl Salón de Artistas Colombianos
con la pintura en técnica mixta Gallos de pelea y un monotipo. Exposición colectiva
en la galería Sears, Bogotá. Participa en una exposición de dibujos en la Galería Tercer
Mundo, Bogotá. Pinta el primero de cinco afiches para el Festival de Música Religiosa
de Popayán, para el cual realiza una serie de grabados en linóleo de músicos clásicos.

1966 Participa en la exposición “Pintura de hoy” en la Biblioteca Luis Ángel Arango. Expone,
junto con Antonio Grass, en la galería del Banco de la República de Pereira y con
Santiago Cárdenas, Julio Castillo y Enrique Grau en la Casa de la Cultura, Bogotá.
Expone en el Centro del Bienestar Estudiantil de la Universidad Jorge Tadeo Lozano
varios dibujos realizados para ilustrar la edición de La Vorágine, de José Eustasio
Rivera. Participa en una exposición colectiva en el Centro Colombo-Americano de
Bogotá; allí presenta el óleo Hombres leyendo el Chilam Balam y 4 dibujos. Participa
en la exposición “Dibujos de pintores contemporáneos” en la Galería, Bogotá, y en
el XVIII Salón de Artistas Colombianos con el óleo La túnica inconsútil. Realiza un
mural para el edificio de la Caja Agraria de Pereira. Expone en la Biblioteca Luis Ángel
Arango 12 cuadros en técnica mixta sobre tela, 10 monotipos y 8 dibujos.

1967 Comienza a ilustrar el suplemento dominical de El Tiempo, Bogotá; lo hará hasta


1974. Exposición individual en la Universidad del Cauca. Pinta un mural para la
Biblioteca del Centro Colombo-Americano, Bogotá. Participa en el Festival de Arte de
Cali. Exposición individual en la galería El Callejón. Expone dibujos en la galería de
Sintéticos SA, en Medellín, y participa en el XIX Salón de Artistas Colombianos con el
dibujo Cinco mujeres con vestidos a rayas comíanse al Cardenal.

1968 Exposición individual en el Museo de Zea, Medellín. Participa en la I Bienal de Pintura


Coltejer, Medellín, y en el Festival de Arte de Cali. Obtiene el Premio Nacional de
Arte Guillermo Valencia. Expone varios dibujos en la Casa de la Cultura, en Bogotá, y
algunos acrílicos en la Galería 19 del Centro Colombo-Americano, Bogotá.

1969 Expone en el Centro Colombo-Americano de Manizales. Viaja por Estados Unidos con
una beca del Departamento de Estado de ese país. Pinta un mural en la Caja Agraria
de Popayán y dos telones de boca para el Teatro Municipal de la misma ciudad.

1970 Participa en el IV Salón Nacional de Arte organizado por el Museo de Arte


Contemporáneo, Bogotá; obtiene el primer premio con Segundo llanto de Francisca
Quintero. Exposición individual en Cali. Pinta un mural en el Banco Popular de
Popayán.

1971 Pinta los murales Hombre mirando una máscara, en el Centro Colombo-Americano
de Bogotá, y Alquimia, en la Facultad de Ingeniería Electrónica de la Universidad del
Cauca. Participa en la I Bienal Americana de Artes Gráficas de Cali con dos acrílicos
sobre papel y en el XXI Salón de Artistas Colombianos con un acrílico. Exposición en
la Biblioteca Luis Ángel Arango, donde presenta dibujos y óleos monumentales, entre
los que destacaron El gran ausente y la serie Paraísos. Participa en la exposición “Diez
Años de Arte Colombiano” en el Museo La Tertulia.

1972 Exposición retrospectiva en el Centro Colombo-Americano de Bogotá; muestra obras


realizadas en los últimos 20 años. Exposición individual de nueve acrílicos y dieciséis
dibujos (cuatro en técnica mixta) en la galería El Callejón con obras anecdóticas de su
infancia y personajes de Bolívar. Participa en una colectiva en el Centro de Exhibición
de Sintéticos, en Bogotá, y en la exposición inaugural de la Galería Escala, Bogotá.

1973 Edita e ilustra el libro de la Escuela Militar de Aviación que incluye la historia de la
aviación militar en Colombia y el relato ilustrado del vuelo humano. Participa en la
exposición de grabadores y dibujantes que tiene lugar en la Biblioteca Luis Ángel
Arango.

1974 Expone 6 acrílicos y 16 dibujos en Ciudad Solar, Cali. En la carátula del directorio
telefónico de Bogotá se reproduce su cuadro Menqueteba, mensajero de la luz.

1976 Expone, en compañía del pintor argentino Francisco Ruiz, en la inauguración de la


galería Fra Angélico, Bogotá.

1977 Participa en la Exposición color en La Rebeca, Bogotá. Ilustra el libro del poeta chileno
José Bravo Muñoz La voz sobre la ausencia. Expone en la Galería Meindl de Bogotá la
serie de pinturas Cuentos de mi pueblo, 22 obras con cuentos y leyendas de Bolívar;
también exhibe sus variaciones sobre El Cardenal de Guevara, inspiradas en El Greco.
Participa en la exposición “Panorama artístico” en la galería El Callejón. Participa en
la Bienal de Dibujo Albertina, Viena, y en el salón “90 años de El Espectador” que
tuvo lugar en la galería Arte Independencia, Bogotá; allí presenta el dibujo Demonios
andróginos y la Luna.

1978 Participa en el salón de aniversario de la galería Fra Angélico. Producciones Díaz


Ercole realiza el documental para cine Rivera, en 35 milímetros a color, cuya premier
se realiza el 4 de agosto en el Centro Cultural Skandia con ocasión de la inauguración
de su exposición Mitologías particulares, que incluye 6 acrílicos sobre tela y 12 dibujos
en técnica mixta. Participa en una exposición colectiva con Armando Villegas, Antonio
Samudio y Leonel Góngora en la inauguración de la galería Doroteo, Bogotá.
Participa en la exposición colectiva de la galería El Callejón.

1979 Inaugura la galería La Abadía con una exposición de acrílicos sobre las historias y
cuentos de su ambiente familiar y natal.

1980 Inaugura la galería La Academia con la serie Del historial íntimo de Bolívar, 12 dibujos
en técnica mixta sobre fábulas e historias de su ambiente familiar y natal. Para
inaugurar la galería Colmena, en Bogotá, expone junto con Manuel Estrada, Rafael
Penagos y Elma Pignalosa.

1981 Participa en el Salón de Agosto de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño con


un retrato en acrílico. Inaugura la sede norte de la galería Pluma. Participa en una
exposición colectiva con Grau, Lugo, Villegas, Alcántara, Jaramillo, Luna, Bejarano
y Manzur. En la galería Skandia expone dibujos en técnica mixta sobre cuentos de
Bolívar.

1982 Con cinco de sus dibujos, que se reproducen en los principales diarios colombianos,
el Banco Central Hipotecario conmemora sus bodas de oro. Participa en una
exposición colectiva de artistas caucanos en la Casa Cultural de la Caja Agraria en
Bogotá. En el Centro de Convenciones de Cartagena coloca el mural Historia de
Cartagena de Indias. El 10 de agosto muere en Bogotá.
ÍNDICE DE OBRAS
Popayán. 1965. Grabado en caucho. 30x45 cms. Festival de Música
Religiosa, Popayán.

Sin título. 1979. Tinta sobre cartón. 30x30 cms. Colección particular,
Popayán.

Cuentos de mi pueblo. 1977. Texto publicado en el catálogo de la


exposición realizada en la Galería Meindl, Bogotá.

Sin título. 1981. Tinta sobre cartón. 20x30 cms. Colección particular,
Popayán.

Sin título. 1981. Tinta sobre cartón. 20x30 cms. Colección particular,
Popayán.

Sin título. 19??. Tinta sobre papel???. ??x?? cms. Catálogo


xxxxxxxxxxxx, Bogotá.
Afiche. 1970. Litografía. 100x35 cms. Festival de Música
Religiosa, Popayán.

Afiche. 1976. Litografía. 100x35 cms. Festival de Música


Religiosa, Popayán.

Sin título. 197?. Tinta sobre cartón. 10x10 cms. Colección particular,
Popayán.

Sin título. 1960. Monotipo. 35x50 cms. 35x48 cms. Colección particular,
Bogotá.
Sin título. 1960. Monotipo verde. 35x50 cms. Colección particular, Bogotá.

Tejedoras de abalorios. 1961. 35x50 cms cms. Colección particular,


Popayán.

Cabeza. 1978. Acrílico sobre lienzo. 50x80 cms. Colección particular,


Bogotá.

Vuelta a casa de Jonás. 1981. Serigrafía. 100x80 cms. Colección particular,


Popayán.

Don Eleuterio poseyendo la ciencia. 1981. Tinta y acrílico sobre cartón.


100x80 cms. Colección particular, Popayán.

Sin título. 1981. Serigrafía. 40x55 cms. Colección particular.

Sin título. 1979. Tinta y acrílico sobre cartón 60x90 cms. Davivienda,
Bogotá.

Sin título. 1974. Acrílico sobre lienzo. 70x120 cms. Colección particular,
Bogotá.
Del historial íntimo de Bolívar. 1980. Tinta y acrílico sobre cartón. 20x35
cms. Publicado en el catálogo de la exposición realizada en la Galería La
Academia, Bogotá. Colección particular, Popayán.

Barco ritual Número 5. 1961. Óleo sobre lienzo. 123 x 81 cms. Biblioteca
Luis Ángel Arango, Bogotá.

Retablo de Maese Pedro. 1961. Óleo sobre lienzo, 129x 99 cms. Colección
particular, Manizales.

Mujer y su duende. 1963. Óleo sobre lienzo. 50 x 140


cms. Biblioteca Luis Angel Arango.

Abstracción rojo. 1964. Óleo sobre lienzo. 169.5 x 254.5 cms. Museo de
Arte Moderno, Bogotá.

Las bodas de Camacho. 1964. Óleo sobre lienzo. 115 x 170 cms. Museo de
Arte Contemporáneo, Bogotá.

Paisaje y carroña.1964. Óleo sobre lienzo. 174 x 244 cms. Museo de


Antioquia, Medellín.

Abstracto. 1965. Óleo sobre lienzo. 170 x 240 cms. Colección particular,
Popayán.
Sin título. 1967. Óleo sobre lienzo. 83 x 120 cms. Biblioteca Luis Angel
Arango.

Sin título. 1967?. Óleo sobre lienzo. ?? x ??? cms. Colección particular,
Bogotá.

Sin título. 1970. Acrílico sobre madera. Fragmento de mural en el


Banco Popular, Popayán. Tamaño del mural: 200x800 cms. Tamaño del
fragmento: 110x180 cms.

Sin título. 1970. Acrílico sobre madera. Fragmento de mural en el


Banco Popular, Popayán. Tamaño del mural: 200x800 cms. Tamaño del
fragmento: 180x300 cms.

Sin título. 1970. Acrílico sobre lienzo. 120x170 cms. Colección particular,
Bogotá.

Segundo llanto por Francisca Quintero. 1970. Óleo sobre lienzo.


170x238.5 cms. Museo de Arte Contemporáneo, Bogotá.

Sin título. 1971. Acrílico sobre lienzo. 140x140 cm. Colección particular,
Popayán.

El gran ausente. 1971. Acrílico sobre lienzo. 170 x 119,5 cms. Biblioteca
Luis Angel Arango.

Anunciación. 1971. Acrílico sobre lienzo. 170x240 cms. Colección


particular, Popayán.
Alquimia. 1971. Acrílico sobre pared. 200x320 cms. Universidad del Cauca,
Popayán.

Sin título. 1972. Acrílico sobre lienzo. 150x200 cms. Museo de Arte
Moderno, Cartagena.

Sin título. 1977. Acrílico sobre lienzo. 120x170. Davivienda, Bogotá.

Rosita de Tananlungo en Bolívar (Cauca) a 4½ de luz. 1978. Acrílico sobre


lienzo. 120x170. Colección particular, Bogotá

Sin título. 1978. Acrílico sobre lienzo. 120x170 cms. Colección particular,
Bogotá

Sin título. 1979. Acrílico sobre lienzo. 75x100 cms. Colección particular,
Bogotá.

Retrato de Mabel Jaramillo. 1980. Acrílico sobre lienzo. 85x120 cms.


Colección particular, Bogotá.

Sin título. 1981. Acrílico sobre lienzo. 120x170 cms. Colección particular,
Popayán.

Historia de Cartagena de Indias (fragmento). 1982. Acrílico sobre


madera. Mural en el Centro de Convenciones, Cartagena. Tamaño del
mural: 200x800 cms. Tamaño del fragmento: 200x300 cms.

Historia de Cartagena de Indias (fragmento). 1982. Acrílico sobre


madera. Mural en el Centro de Convenciones, Cartagena. Tamaño del
mural: 200x800 cms. Tamaño del fragmento: 200x300 cms.
Sin título. 1982. Acrílico sobre lienzo. 140x80 cms. Colección particular,
Bogotá.
Creo que la pintura, como la poesía, se inicia en el
deseo de relatar la forma de algo que lo mismo puede ser
un poema, una manzana o un cuento.

Quizás, de tomar lo que se ha deseado que permanezca de


una forma y con ello tratar de referir su modo de ser.

El juego abstracto podría consistir, a veces, en contarse


un cuento acerca del comportamiento, en una superficie,
de una gran fanfarria de secciones áureas, rectángulos,
ritmos, colores, matices y todo lo demás. Hay quienes
aman contarse sus cuentos previa vuelta de llave. Armar
sus transvasamientos con cautela para que no se escape el
duende.

Atisbar la vida privada de la forma con suma cortesía. Y


hay quienes la violan y despedazan, para luego recoger
sus escombros y con ellos construir sus historias.

El inventario de mi pueblo es infinito, sus narices


enormes de herreros de amantes secretas, languideces
de mariquitas mórbidos, mujeres de luto tíos y tías que
pactaban con el diablo tranquilamente, alguna puñalada
por amor o por el partido, cerro al fondo, historias,
historias.

Ojalá que los decires, ámbitos y seres que fueron mis


buenos amigos de niñez después de navegar por mis
modestos alambiques, puedan respirar holgadamente en
estos dibujos.

AUGUSTO RIVERA G.
Créditos

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