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Distinción entre Ética y Estética

En muy tentador pensar que el arte, como fruto de la creación intelectual pueda darle a sus

observaciones un uso, borrando los límites entre el arte y la vida. Hay planteamientos que

buscan estetizar todas las áreas de la vida, y otros que encuentran en el arte la más distintiva

experiencia estética. Un detallado estudio de las ideas estéticas tendría que evaluar el ir y

venir de esos dos tipos de estetas. Basta estudiar la genealogía de las idea estéticas para

constatar que el uso de la noción de lo estético es plenamente moderno. Aunque existen

reflexiones sobre qué entendemos por bello y por qué, desde tiempos de Platón, es el arte

posterior al Renacimiento, junto a las ideas escritas en las reflexiones sobre el arte poético, lo

que plantea la transición a las ideas modernas del arte.

Varios sucesos dan la pauta para un nuevo tipo de reflexión que conocemos como estética: el

ensayo moderno, la emergencia de la crítica de arte y el interés de la filosofía por los dilemas

estéticos a grado de generar una nueva disciplina entorno a ellos. En el siglo el ensayo funge

como un nuevo tipo de texto argumentativo. Aunque si comparamos un texto de Montaigne o

de Bacon con uno de Kant percibiremos enormes diferencias, ya que éste útlimo trata de

desaparecer el tono subjetivo. La huella del ensayo moderno está en Diderot, que permea

directamente en toda la crítica como la conocemos hoy. De modo que los primeros estetas no

son artistas sino humanistas o filósofos y prácticamente todos escribieron en el siglo XVIII:

Joseph Addison, Francis Hutcheson, Alexander Gottlieb Baumgarten –el primero en llamar

Estética a su obra–, Denis Diderot –que ya habla en retrospectiva de los anteriores–, Edmund

Burke y finalmente Kant que es quien problematiza más la experiencia estética sugiriendo que

esta no puede estar en el mismo lugar que el placer ni el bien. Kant y Diderot plantean por

primera vez que el arte no tiene una función, ni, por tanto, un compromiso de tipo ético, el

artista puede tenerlo en otro plano, pero no el objeto artístico en sí mismo.


La pregunta esencial a fin de cuentas es ¿por qué existe el arte? Pero si lo que más importara

fuese la esteticidad de todas la cosas –de manera que no haya distinción alguna entre un

objeto de arte y uno que no lo es– ¿cómo explicaríamos que el arte siga teniendo necesidad de

existir? ¿ómo explicar que se busque la distinción del objeto artístico y no, por ejemplo, su

desaparición en el flujo de la naturaleza? Podemos preguntarnos, como lo hizo Gadamer, en

Estética y hemenéutica: “¿Qué es lo que hace aparecer bello (o «ya no bello», pero todavía

«arte») a una conformación semejante, sea una obra pictórica o una obra arquitectónica,

cantos, textos o danzas?”1 Aún en ausencia de una definición precisa del sentido de lo artístico,

eso no altera el hecho de que se trata de una distinción. Los objetos de arte se separan

indudablemente del resto así sea por un simple designio. Gadamer se responde diciendo que:

“Bello no significa cumplir un determinado ideal de belleza, clásico o barroco, sino que

define al arte como arte, esto es, como el erguirse fuera de todo lo que normalmente se

dispone según un fin útil, y no invitar a otra cosa que a contemplar (anschauen).”2

Ética y estética se definen así a partir de la distinción mutua: la obra de arte se define por su

diferencia respecto a otros objetos. La autonomía del arte presupone esa distinción. Desde el

principio de sus reflexiones sobre estética, Hegel propuso que el tema de la filosofía del arte

debe centrarse en la obra de arte y no en la generalidad de la experiencia estética. Por otra

parte, si deseásemos partir de un escepticismo tal que renuncie a esa postura, nuestra única

opción sería remitirnos a lo que encontremos en las obras en sí mismas. En ambas están

implícitas la distinción entre ética y estética, y la distinción de los objetos de arte respecto a

otras experiencias estéticas. La autonomía del arte, como es de esperarse, supone una

extraordinaria abstracción y tiende a generar muchas confusiones; podría pensarse que hablar
1 Gadamer, Hans-Georg, Estética y Hermenéutica, 2a ed., Madrid: Tecnos, 1998, p.157.
2 Ibíd.
de obras partiendo de su carácter estético inflige al arte una ceguera social, pero, ¿estaríamos

dispuestos a sostener eso y descalificar toda la obra de Kubrick tachándola de amoral?, por el

contrario, sus filmes nos resultan unos de los más extraordinarios estudios de la naturaleza

humana.

El arte se libera a través de una crisis de la cual no sabemos si es protagonista o sólo su punto

de escape. La idea de Novalis de que el yo se funda a sí mismo, puede considerarse como un

fundamento negativo sobre el cual se erige toda condición del oficio de artista desde el siglo de

las luces a la fecha. El yo está vacío y a partir de ahí se funda. De esta manera los románticos

reflejan la crisis de la falta de fundamento del sujeto moderno, a través, como diría Sergio

Givone, de un “intercambio de lo imaginario con la nada”. En el escenario de ese intercambio

podemos contemplar las nociones de lo bello, lo bueno y lo verdadero. Es en ese escenario

donde se jugarán todos los posibles juegos que el arte pretenda ganar. Puede haber dos

aproximaciones a esta cuestión, la primera consiste en buscar la genealogía de la estética

moderna –como se ha hecho aquí–, la segunda, en preguntar por el presente de la obra, es

decir, por la evaluación de cómo la forma y los elementos dispuestos en la obra, con el sentido

que evocan, pueden o no trasmitir aquello para lo que fueron concebidas. Ésta segunda

aproximación sería en cierto modo un enfoque fenomenológico de la experiencia estética de

las obras. ¿No es, acaso, el momento en que un espectador contempla una obra de arte, el

principal problema del arte contemporáneo? La composición de un conjunto de

documentación en torno a obras de arte contemporáneo a veces funciona, pero en otras

genera la ilusión de cruzar la barrera que la estética moderna no ha podido esclarecer: la

distancia entre imagen y palabra. En esa ilusión, las teorías artísticas del siglo XX han

descalificado el valor silencioso de la imagen para consolarse en una dinámica de legitimación

social. La dificultad de comprensión del arte contemporáneo por un público no especializado


parece surgir de una falta de conciencia de cómo las obras nos esclarecen su contenido –o lo

esconden– en sus propios elementos. No solo hay una ilusión de racionalismo, como si el arte

estuviera estancada en el ideal positivista donde la razón es infalible y puede esclarecerlo

todo, sino que también hay un antiformalismo, como si la forma no pudiera mostrar a veces

más que el lenguaje. En el paradigma del arte actual, todo se sostiene en contextos y

explicaciones, pero hay que darnos cuenta que una aproximación estética a las obras nos

permite juzgar de manera similar cualquier tipo de arte. Las explicaciones textuales aportan

pero no siempre, ya que si toda obra de arte contemporáneo necesita de un componente

verbal, estamos destinados a preguntarnos por qué entonces no son –esas mismas obras–

simplemente textos que conduzcan eficazmente a su sentido, cosa que sí lograron los primeros

artistas conceptuales.

Aunque la distinción entre el arte como objeto sin función ayuda a esclarecer la distinción

entre hacer un juicio ético de uno estético, la separación entre verdad y belleza es muy

antigua. Los griegos hicieron una distinción entre lo bello, lo bueno y lo verdadero con el

único fin de enaltecer su armonía. Para los griegos Kalos (bello) se conjuga con Kagathos

(bueno) conformando un ideal, la kalokagathia es un modelo de la cultura griega. Para los

griegos resulta imposible ser bueno sin parecerlo, esto es por cierto debatible, pero les

permitió plantear los posibles dilemas de la apariencia. Tal como anuncia Parménides, la

apariencia es en principio problemática. La crisis de la modernidad, su desencanto, proviene

del dilema implícito de la apariencia. Es un dilema, que permanece intacto, sus virajes tienen

distintas resoluciones, pero el escenario es el mismo. Podría decirse que en la obra de Kant, La

Crítica de la razón pura, la Crítica de la razón práctica y la Crítica del juicio, buscan

responder respectivamente a las preguntas sobre la verdad, el bien y la belleza. Schiller,

Fichte, Schelling, todos ellos abordan la triada “inventada” por los griegos. Para Schelling, a la
verdad corresponde la necesidad, y el bien a la libertad, mientras la belleza, por otra parte, es

la “indiferencia de la libertad y la necesidad, intuida en algo real”3. En la época que precisa

más que nunca en la existencia humana la ruptura de lo ético y lo estético –del XVII a la era

del internet–, aún encontramos la necesidad de entramar lo bello, lo bueno y lo verdadero en

una unidad, pero la tendencia al dogma es para el arte una amenaza latente y afirmar que el

arte deba tener una función social es, de hecho, dogmatizar.

3 Schelling, Op. Cit., p.38.

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