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El papel del acompañante terapéutico

en el trabajo con niños diagnosticados


con “Trastorno Negativista
Desafiante”: algunas consideraciones
psicoanalíticas
2 mayo, 2016 Posted by SPM-SPP

Por: Alejandra Marín


¿QUÉ IMPLICA EL ACOMPAÑAR?
Desde el punto de vista estrictamente semántico, acompañar es unirse a
alguien para ir a donde él va al mismo tiempo que él (Ghouali, 2007).
Acompañar se define como un proceso que cubre tres lógicas: relacional,
espacial y temporal. La relación de acompañamiento, según Ghouali (2007) es
definida por un conjunto de características propias:
 Asimétrica: pone a dos personas frente a frente de “desigual poder”;
 Contractualizada: instaura una comunicación disimétrica en el fondo de paridad;
 Circunstancial (temporal, ocasional): es apropiada “en un momento dado”;
 Co-movilizadora: sugiere que los socios estén el uno y el otro en camino.
A continuación se cita a Adoirno (2000) citado en Ghouali en un ejemplo
ilustrativo sobre el acompañamiento en música y sus similitudes con el
acompañar terapeútico:

En música, el acompañamiento es una parte instrumental o vocal que completa


un campo o una melodía dándoles valor, ya sea por contraste o sostenimiento.
Esto supone una relación armónica entre el acompañado y aquel que lo
acompaña, pero también una relación jerárquica en donde al que se le
acompaña es el sujeto, que da el ritmo de la melodía. No hay relación de
igualdad o de sumisión, pero eso supone que haya un acuerdo, una relación
entre dos individuos, un partenariat.
El acompañamiento terapéutico está definido según Galdós & Mandelstein
(2009) citado en Segui García como:
Un dispositivo de baja exigencia, no directivo, que desde una perspectiva
clínica y socio-comunitaria brinda atención y apoyo a familiares y usos
ambulatorios, en espacios públicos o privados, individual o grupal, promoviendo
la participación y la autonomía del usuario en la toma de decisiones acerca de
su tratamiento, sea éste en el ámbito de la prevención, la asistencia o la
inserción social.

Este dispositivo trabaja principalmente con pacientes severamente


perturbados, en situaciones de crisis o emergencias, y en casos
recurrentemente problematizados o que no son abordables para las estrategias
psicoterapéuticas clásicas (Macías López, 2006).

HISTORIA. MARCO DE DESARROLLO


El acompañamiento terapéutico nace en Argentina hace aproximadamente
cuatro décadas, como respuesta a los lineamientos imperantes de la psiquiatría
clásica y del modelo manicomial (Macías López, 2006). En ese momento
histórico, Argentina vivía intensos momentos de convulsión política y social, ya
que pasaba la última dictadura cívico-militar. Ésta se realizó bajo un régimen de
violencia indiscriminada, tortura, desaparición forzada de personas,
manipulación de la información y otros tipos de terrorismo de Estado. Factores
como éstos, los cuales tenían como meta regular a la persona tanto externa
como internamente, favorecieron el terreno para que la psiquiatría dinámica, la
antipsiquiatría, y fundamentalmente, el psicoanálisis, comenzaran a dar
consciencia de la posibilidad de avanzar en el tratamiento de pacientes
psicóticos, más allá de la internación médica (Macías López, 2006). Otros
elementos que propiciaron el desarrollo del AT surgen de la consideración del
ambiente social y familiar del paciente, la contención cotidiana y la insuficiencia
de los recursos institucionales para el tratamiento (Segui García, 2013).

El cambio en el paradigma de la psicosis comienza a producirse en el abordaje


de otros pacientes. Se fueron especificando desafíos, urgencias y
complicaciones de cada sujeto; el trabajo era singular y específico para cada
persona (Macías López, 2006). El Saber de la psiquiatría deja de ser entonces
la herramienta exclusiva para el tratamiento de las enfermedades mentales, se
empieza a compartir el terreno con aquellos Saberes que muestran
incumbencia en el desarrollo de nuevas estrategias clínicas (Macías López,
2006).
El recurso del AT se sustentó desde un principio en su gran capacidad de
contención. El trabajo en equipo, amplía la posibilidad de tratamiento del
paciente, permitiendo al terapeuta o institución contar con una alternativa ante
situaciones críticas y de difícil abordaje (Rossi, 2015). El acto del acompañante
terapéutico se sitúa en lo cotidiano, para así actuar en lo subjetivo, en lo
vincular y en lo social (Rossi, 2015). El AT se inscribe en la escucha empática
del paciente y de la familia, otorga contención y apoyo al paciente como sujeto
y miembro de una comunidad (Rossi, 2015).

QUIÉN ES EL ACOMPAÑANTE TERAPÉUTICO


La figura del acompañante terapéutico tiene su génesis en anteriores formas de
acompañar a los pacientes en actividades dentro y fuera de la clínica (Rossi,
2007 en Segui Maciel). El papel actual del acompañante se articula con el del
psicólogo, psiquiatra y con el equipo terapéutico. La función de éste, está
afiliada dentro del trabajo terapéutico en equipo, nunca funciona de manera
independiente, “es un dispositivo construido con los pacientes, poniendo acento
en sus capacidades” (Segui García, 2013). La inclusión de este dispositivo
terapéutico implica responsabilidades vitales como la supervisión y evaluación
(Segui García, 2013). El acompañante trabaja para facilitar el lazo social,
incentivar la inserción educativa, laboral y recreativa (Rossi, 2015).

En la actualidad el papel del acompañante terapéutico se ha popularizado


enormemente, ha sido adoptado por varias corrientes psicológicas y se utiliza
en una generosa cantidad de escenarios. La génesis del acompañante se da
en el campo psiquiátrico, para colaborar con personas con algún tipo de
esquizofrenia o autismo que necesitaban de un modulador cotidiano que
fungiera como frontera entre su subjetividad y su mundo social (Rossi, 2015).
Más adelante, éste empieza a acompañar a personas con adicciones, bulimia y
anorexia, depresiones y trastornos del ánimo, retraso o discapacidad mental y
finalmente a niños con dificultades en la integración escolar (Rossi, 2015).

El trabajo que realiza el acompañante terapéutico de orientación psicoanalítica


en las escuelas, se centra principalmente en el trabajo con niños sin
dificultades académicas propiamente dichas, pero con severas dificultades en
sus relaciones de objeto y en su fortaleza e integración yoica, las cuales por lo
tanto afectan su situación académica.

Aquí es donde surge el cuestionamiento, si desde la perspectiva psicoanalítica


podemos proponer una estrategia de abordaje que intente ir más allá, que
ayude a los sujetos pertenecientes a esos grupos a posicionarse en un lugar
diferente dentro de su entorno, pero al mismo tiempo a ubicarse en una
posición subjetiva distinta (Macías López, 2006).

INTRODUCCION AL TRASTORNO NEGATIVISTA DESAFIANTE


En un estudio realizado en Estados Unidos, se demostró que la prevalencia del
Trastorno Negativista Desafiante (ahora en adelante TND) en preesolares (0-6
años) es de aproximadamente del 6.6-13.5% sin diferencias de género (Trepat,
Granero, & Ezpeleta, 2014). La severidad y variedad de las condiciones
comórbidas del TND, se asocian con delincuencia y abuso de sustancias, por lo
que es imprescindible entender y prevenir esta condición (Trepat, Granero, &
Ezpeleta, 2014). El TND es entendido como el resultado de las interacciones
individuales (temperamento, irritabilidad, disposiciones genéticas y/o problemas
neurológicos (Morales Chiné, Felix Romero, Rosas Peña, López Cervantes, &
Nieto Gutiérrez, 2015)) del niño con su contexto (psicopatología parental,
castigo corporal) (Trepat, Granero, & Ezpeleta, 2014). A demás se ha
hipotetizado que variables como el tipo de apego, la calidad de relación entre
padres-hijos, la calidad de cuidado proveído y el estilo de crianza, influencian
en el desarrollo de un TND (Trepat, Granero, & Ezpeleta, 2014).

En el estudio realizado por Trepat, Granero y Ezpeleta en 2014, se encontró


que madres deprimidas presentan mayor irritabilidad, mayor alteración
emocional, mayor dificultad para manejar las emociones y tienden a interpretar
las acciones de su hijo de una manera negativa. Todas estas características
hacen que las madres deprimidas tengan un estilo de crianza inapropiado, es
decir, que la calidad de interacción madre-hijo sea mala y que el ambiente
familiar sea más estresante. Si los niños perciben a la madre como hostil,
puede ser que ellos reaccionen con aún más hostilidad (Trepat, Granero, &
Ezpeleta, 2014). Así mismo, se encontró que la disciplina irritable explosiva, las
instrucciones inespecíficas y los altos niveles de estrés por su auto-percepción
en la dificultad para desempeñar su papel de padres, determinaron el
comportamiento agresivo de los niños (Morales Chiné, Felix Romero, Rosas
Peña, López Cervantes, & Nieto Gutiérrez, 2015). .

EL APEGO, LA MIRADA Y LAS RELACIONES DE OBJETO EN NIÑOS


DIAGNOSTICADOS CON TRASTORNO NEGATIVISTA DESAFIANTE
El síntoma según Freud es el “indicio y sustituto de una satisfacción pulsional
interceptada, es un resultado de proceso represivo” (Freud, 1926: 87), esta
moción pulsional ha encontrado un sustituto, mutilado y desplazado, que ya no
es reconocible como satisfacción, sino que ha cobrado el carácter de
compulsión (Freud, 1926). El síntoma en niños definidos como “Negativistas
Desafiantes” por el DSM-IV por lo general es tan avasallante, que no pueden
funcionar de manera adaptativa en ninguna de las áreas de su vida personal.
Algunos de los síntomas que presentan son: a menudo se encoleriza e incurre
en pataletas, discute con adultos y se rehúsa a cumplir sus obligaciones,
molesta deliberadamente a otras personas, responsabiliza a otros de sus
errores, es colérico y resentido, es susceptible a ser molestado por otros, es
rencoroso y vengativo (DSM-IV).

Como se observa, la manifestación principal en estos niños es de rabia y enojo


en todas sus relaciones. En casa, son niños que no se pueden relacionar ni con
sus padres, ni con sus hermanos, la única forma de vinculación que conocen
es por medio de la agresión y así también pasa en la escuela, al momento de
relacionarse con los maestros y compañeros, lo hacen por medio de la
hostilidad. Bowlby fue el primero en examinar el rol que juegan los estilos de
apego en la experiencia de rabia y enfado. Las personas con estilos de apego
ambivalente y evitativo tienen más propensión al enfado, caracterizándose por
metas destructivas, frecuentes episodios de enfado y otras emociones
negativas (Buchheim y Mergenthaler, 2000 citado en (Sanchis Cordellat, 2008).
Según Bowlby (1973) el apego ansioso tiene como fin mantener cierto grado de
accesibilidad de la figura de apego; la ira constituye tanto un reproche por
haberse alejado como un medio para evitar que vuelva a ocurrir. El hecho es
que el amor, la ansiedad, la ira y a veces el odio son provocados por la misma
persona, como se observa en niños que en determinado momento se
mostraban furiosos con uno de sus padres y al instante siguiente buscaban
muestras de aliento y seguridad de ese mismo progenitor (Bowlby, 1973).

El psicoanálisis se ha dedicado a estudiar la particular interrelación que existe


entre el amor, el temor y el odio, ya que en la clínica se ha observado que los
pacientes tienden a responder hacia la figura de afecto con una turbulenta
combinación de los tres afectos: posesión, ansiedad e ira (Bowlby, 1973). Se
empieza a producir un círculo vicioso en el cual un incidente de separación
produce pensamientos y actos hostiles hacia la persona, así como la
producción de estos pensamientos o actos aumentan el temor a perder a la
persona amada (Bowlby, 1973). A raíz de esto, se han formulado varias
hipótesis respecto a los nexos entre el afecto, la ansiedad y el enojo, surgen
cuestionamientos sobre ¿qué pasa antes, si el aumento de ansiedad precede
al aumento de hostilidad, o viceversa, o si ambas cosas surgen de una fuente
común? (Bowlby, 1973).

Fairbain citado en Bowlby (1973) propone que de no existir una frustración, el


bebé no ha de dirigir la agresión al objeto amado, lo que impulsa esta hostilidad
es “la carencia y frustración en sus relaciones libidinosas y, en particular…el
trauma de la separación de la madre” (Fairbain, 1952 citado en Bowlby, 1973).
Bowlby adopta la postura en la que la hostilidad a la figura de apego deviene
como respuesta de la frustración, en especial cuando el agente de esta
frustración viene de la figura de apego. Tras repetidas experiencias de
separación o amenazas de separación, es probable que el individuo desarrolle
un apego excesivamente ansioso y posesivo aunado a una amarga cólera que
dirige a la figura de apego, y que a menudo se combina con una preocupación
ansiosa acerca de la seguridad de esa figura (Bowlby, 1973). Debido a la
tendencia de reprimir y redirigir la ira (desplazar) originalmente dirigidas hacia
la figura de apego, así como a atribuir el enojo a otros en vez de a sí mismo
(proyección), las pautas originales se distorsionan y se entremezclan en grado
sumo (Bowlby, 1973). Por ende se puede afirmar, que los pensamientos y
actos actuales, se deben a la acumulación de vivencias vividas en las etapas
tempranas del desarrollo mental.

Como ya se mencionó anteriormente, este patrón de relación con cualquier


persona que pueda representar a la figura de apego original, se repite a
“manera de compulsión” hasta en el ámbito escolar, así como en los momentos
de ocio y recreación. Los adultos que tratan con niños así, caen en el circuito y
terminan por violentar aún más la relación. Esta hostil forma de relacionarse, es
la única forma que conocen de acercamiento, es decir la estructura en que el
niño ha internalizado a sus objetos durante el primer año de vida (Segal, 1982).
Sólo conocen lo que la madre les ha devuelto, esa mirada en la cual se ven
reflejados, esta mirada que nada tiene que ver con lo biológico, la que refiere a
“cómo es mirado uno”, por ejemplo: “el bebé es mirado, pero él aún no mira, no
se mira, es objeto de la mirada, es mirado. Aún no tiene constituida su imagen
especular.” (Macías López, 2006) La mirada de esta madre, le permite al bebé
acceder a una captura imaginaria de la mirada del Otro, para “verse a sí mismo
y tener así una imagen especular, mirada como formadora del yo, de
identificaciones” (Macías López, 2006), ya que el infante se mira en la mirada
de la madre y en lo que ella se relaciona con él.
Esta forma de relacionarse tiene consecuencias, ya que el bebé busca formas
para conseguir que la madre le devuelva algo de sí. Es probable que la mirada
que reciben los niños diagnosticados con TND, sea una mirada incompleta en
la que no se pueden relacionar de manera libidinal con el objeto. Las
identificaciones que se forman estos niños tienen que ver con una imagen
agresiva de sí mismos, esa agresión por la cual logran que su figura de apego
los mire, es el camino que ellos encuentran para ser volteados a ver. Cuando
un sujeto se encuentra en la mirada de otro habrá respuesta, por eso el niño
depende de lo que le devuelven por medio del rostro de la mirada de la madre.
El desarrollo del niño continúa y las identificaciones se multiplican. A este
proceso se suman la mirada del padre, de los hermanos o de otros que se
encuentren en relación con los padres y hermanos (Macías López, 2006). Y así
es como el niño, adueñado de estas identificaciones, crece y demuestra a los
demás que él es así, agresivo y difícil de manejar.

Se establece una forma no verbal de comunicación o de relación de la madre


hacia su hijo a la que el niño responderá (Macías López, 2006). También es
preciso establecer que esta conexión que se forma entre la madre y el hijo, no
sólo es del lado de la madre, sino que también sucede algo en el niño, con su
percepción que no da lugar a esa conexión tan necesaria (Macías López,
2006). Hay veces en que los niños son activos y tienen a una madre pasiva, o
viceversa, lo cual afecta la diada madre-hijo (Spitz, 1965).
Como se mencionó anteriormente las relaciones entre madre e hijo son a
manera de desnivel, es decir que no va sólo de la madre al hijo, sino del hijo a
la madre también. La sola existencia de la madre evoca respuestas del bebé,
así como la existencia del bebé también evoca respuestas en la madre (Spitz,
1965). De acuerdo a cómo reaccione la madre, el bebé tendrá en un inicio dos
objetos: el objeto malo, contra el cual estará dirigida toda la agresión y el objeto
bueno, hacia el cual se vuelve la libido (Spitz, 1965). El objeto malo, es el que
le niega todas las satisfacciones y el objeto bueno es el que satisface sus
necesidades.

De acuerdo con Spitz (1965), la creciente influencia del yo se hace sentir por la
integración de huellas mnémicas de experiencias repetidas innumerables veces
y por los intercambios que tiene el hijo con la madre. Finalmente esto deriva en
la fusión de estos objetos. Sin embargo, debido a que la madre es la que tiene
el control, es ella la que reprime o facilita, y es, por lo tanto, su conducta la que
determina el modo en que las relaciones de objeto se formarán y se
conducirán. Puede ser que se acentúe el “objeto bueno” o, por el contrario el
“objeto malo” (Spitz, 1965).

Con el tiempo y con la óptima distribución de frustraciones y satisfacciones en


el bebé se forma la fusión progresiva de los dos impulsos instintuales, y la
recompensa ofrecida por el “objeto bueno” sirve como compensación por las
fechorías del “objeto malo” (Spitz, 1965). Esto da lugar a la capacidad para
tolerar la frustración, en donde la satisfacción inmediata del impulso es
aplazada para posteriormente lograr una más adecuada (Spitz, 1965). No
obstante, en niños diagnosticados con TND, esta capacidad se encuentra
pobremente desarrollada, ya que tienen una bajísima tolerancia a la frustración,
es como si prefirieran la descarga inmediata asegurada, sin saber si esa
descarga se podrá realizar en el futuro. Esa introyección de recompensa futura
no la tienen, por lo que el displacer se siente como una urgencia. El objeto es
percibido principalmente como persecutorio, que brinda frustraciones, las
cuales para ser evitadas tienen que ser satisfechas inmediatamente.

El refrenar la descarga motora, proporciona el aplazamiento requerido para un


proceso mucho más complejo como es el pensar y el juzgar. Este pensamiento
permite una regulación de los impulsos, que culmina en el dominio del “mundo
externo” (Spitz, 1965),

INTERVINIENDO ANALÍTICAMENTE-ACOMPAÑAMIENTO TERAPÉUTICO


El trabajo en el consultorio con este tipo de pacientes se centra en restablecer
su manera de vincularse con los demás, no obstante, en algunos casos
críticos, este desbordamiento es tan severo, que las horas dentro del
consultorio dejan de ser suficientes y antes de observar algún cambio
significativo en la escuela, estos niños son corridos, segregados, recortados y
escotomizados del sistema escolar regular.

Como ya se mencionó anteriormente, los niños con este diagnóstico son


presos de sus propias proyecciones de enojo, que están destinadas a destruir
con el fin de mantener al objeto cerca, de asegurar que habrá una descarga. El
trabajo del acompañante consiste en fungir como resistencia frente a este
enojo, es un recipiente que no se desborda ni se aleja, a pesar de la ira que el
niño pueda expresar. Poco a poco el infante aprehende que esa no es la única
forma de vinculación que existe, comienza a entretejer en su cotidianeidad lo
elaborado en el consultorio con la constancia objetal del acompañante. Una vez
cambiado este esquema, poco a poco se transfiere a otras áreas de su vida, se
forma un lazo social con maestros y compañeros, así como con los familiares.

El acompañante terapéutico no es un analista, es un practicante del discurso.


Es quien hace el contacto entre el consultorio, el medio familiar, y también el
restablecimiento del lazo social del enfermo, esto lo fomentará el acompañante
en su función de contención, que posibilitará que el niño pueda empezar a
transitar de otra manera (Macías López, 2006).

Para el niño es muy difícil aceptar cómo es y cómo fue visto por los que lo
rodean, sin embargo introyectar otro tipo de apego, cercanía y relación, lo
enriquecen para adaptar en un futuro su manera de vincularse con el mismo y
con el exterior. Este paciente siempre va a ser frágil en cuanto a la separación
y el acercamiento, pero se producen cambios internos que lo pueden sostener
en momentos críticos. El trabajo del acompañante terapéutico en el campo
analítico con niños, implica trabajar con cuerpo, la mirada y la escucha son
necesarias para poder llevar a cabo una intervención (Macías López, 2006).

El acompañante funciona en relación a los descubrimientos que hace desde su


propia locura, mismos que podrá evidenciar, advirtiendo qué fue lo que miró, lo
que escuchó y desde dónde lo hizo, jugando con su propia transferencia hacia
el enfermo, su relación transferencial con el responsable del tratamiento y el
lazo transferencial que éste último tiene en la institución de la cual es partícipe
(Macías López, 2006). Por lo tanto, “este trabajo no es un trabajo de
improvisación, ni un acto de buena voluntad, éste requiere una estrategia de
intervención, conocimiento de la función y una supervisión de ésta” (Macías
López, 2006).

Al igual que en un análisis, el acompañamiento tiene un encuadre, que puede


llegar a ser más flexible, pero inquebrantable (Rossi, 2011). Éste delimita las
pautas y los bordes de una tarea tan difícil de delimitar en una cotidianeidad
(Rossi, 2011). Si acompañar implica compartir, entonces ¿qué se comparte?,
¿en dónde y cuándo se comparte? Y ¿se comparte con alguien más, quién? A
partir de esto se construye un texto que lo posibilita y lo coordina (Rossi, 2011-
1). El encuadre remite a una terceridad, a una presentación de “ley” (Rossi,
2011). Esta “ley” protege tanto al niño como al acompañante, instaura límites,
límites que por lo general en casa de este tipo de pacientes son difusos y fácil
de transgredir. Este encuadre es una red que contiene (Rossi, 2011).
El AT como “dispositivo polifónico” (Rossi, 2011-1), se ajusta muy bien al
momento inicial de una intervención, sin embargo justo en el instante en que
las cosas parecían que empezaban a marchar, encuentra sus límites (Rossi,
2011-1). Ya sea en el encuentro con la transferencia, con la pulsión, en su
cruce con la compulsión a la repetición, se nos revela como pulsión de muerte
(Rossi, 2011-1). En este ominoso encuentro, en el que el acompañante se ve
dividido y fragmentado por la constante destrucción al vínculo, tendrá la tarea
de distinguir con precisión aquellas voces de las que el paciente forma parte y
se encuentra alineado, para que así el acompañante se devenga en función, en
una pieza de andamiaje (Rossi, 2011-1). Se tiene que separar al paciente de
las voces que le han dictado inconscientemente su conducta agresiva,
mostrarle que hay otras formas de acercarse al objeto.

Tanto para analistas como para acompañantes, es imprescindible trabajar para


desechar métodos y recetas antiguas. Se tiene que trabajar para dejar al propio
ser en suspenso, con temple y paciencia para que el “sujeto en su condición de
deseante”, pueda devenir (Rossi, 2011-1). Y a partir de ahí, poder construir y
definir un lugar en donde las intervenciones sean posibles.

En realidad es casi imposible decidir o establecer una fórmula para la


intervención del acompañante, se juega con el cuerpo y con la mente y cada
caso es único y singular, sin embargo, si es posible establecer desde donde no
hay que intervenir (Rossi, 2011-1). No hay que intervenir desde la propia
subjetividad, por lo que es importantísimo el propio análisis, el trabajo en
equipo y la supervisión. Así mismo, es fundamental que las intervenciones en
el acompañamiento no favorezcan la confusión de su lugar con las otras
instancias de tratamiento, es decir, hay que saber dónde ponerse en juego
(Rossi, 2011-1).

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Foto: FreeImages.com/Leszek na Litere Ka
http://spm.mx/home/el-papel-del-acompanante-terapeutico-en-el-trabajo-con-ninos-
diagnosticados-con-trastorno-negativista-desafiante-algunas-consideraciones-psicoanaliticas/

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