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La ética está inscripta en el ámbito de la filosofía práctica. Como parte de esta, la ética
consiste en afirmar que se trata de una reflexión o una indagación del ethos. Miliandi,
entiende a la ética como una tematización del ethos, esta disciplina designa un esfuerzo
por comprender y esclarecer el hecho moral. La pretensión fundamental de la ética es
dilucidar el entramado de normas, valores, principios y creencias morales que rigen o
regulan nuestra conducta y las relaciones que entablamos con los demás. La ética está
estrechamente relacionada con la determinación de un espacio de examen respecto a la
vida; no se hace ética si se inhibe la capacidad de interrogar el sentido de nuestra
existencia, porque si punto de partida es la experiencia del ser humano como sujeto
reflexivo y capaz de crear un saber de la praxis y para la praxis.
El objeto de la ética es el Ethos: La palabra Ethos es utilizada por Aristóteles que según
Aranguren, posee dos sentidos fundamentales:
Un sentido más antiguo corresponde a “residencia”, “morada”, “lugar donde se habita”.
Ética se refería así al suelo firme, al fundamento de la práctica, a la raíz de donde brotan
todos los actos humanos. Es el desde donde de la acción.
Por otra parte también significa “modo de ser” o “carácter”, en una acepción ya mucho
más cercana a nosotros. Desde aquí, la ética se ocuparía de la configuración de la propia
forma o modo de vida. Ethos como contraposición a pathos, es decir, hábito o costumbre
frente a lo inmodificable por la voluntad del ser humano.
En el campo de la filosofía podemos encontrar una serie de indagaciones que coinciden en
un aspecto básico: la expresión ethos indica el conjunto de convicciones, actitudes,
valores, formas de conducta y creencias morales que permea nuestro comportamiento y
nuestro discurrir cotidiano, tanto individual como grupal. El ethos remite a un fenómeno
cultural que responde a diversas relaciones interpersonales con otros integrantes de una
comunidad, pueblo, estado etc. De este modo, aunque su expresión puede variar de un
lugar a otro, no puede darse el caso de su ausencia en la cultura. Se trata de algo que
todos poseemos.
Como es una dimensión constitutiva de la naturaleza humana, estamos inmersos en el de
manera relevante y concreta, debido a que el hecho moral atraviesa nuestras acciones
preferencias y decisiones. Por lo tanto, el ethos constituye una realidad irreductible a otras
e ineludible para la comprensión de la realidad. Aunque cada cultura posee sus propios
valores, costumbres y creencias morales, semejante tarea de la ética no se circunscribe a
una forma determinada de ethos, sino al escenario moral en su especificidad, es decir, a
un aspecto fundamental de nuestra existencia. Un punto clave en el que se sustenta todo
examen ético es el de la distinción entre el vocablo moral y ético.
…Se advierte que la moral no es una performance suplementaria y lujosa que el hombre
añade a su ser para obtener un premio, sino que es el ser mismo del hombre cuando está
en su propio quicio y vital eficacia. Un hombre desmoralizado es simplemente un hombre
que no está en posesión de sí mismo, que esta fuera de su radical autenticidad y por ello
no vive su vida, y por ello no crea, ni fecunda, su destino. (Ortega y Gasset).
Podemos argumentar por qué este nivel, a diferencia del anterior, no está centrado en
aquello que se debe hacer. Cortina (2000), al hacer referencia a la tarea de la ética como
profesión, pone de relieve algunos aspectos clave para distinguir este nivel del anterior:
Y, ciertamente, no debemos propiciar que se nos confunda con el moralista, porque no es
tarea de la ética indicar a los hombres de modo inmediato qué deben hacer. Pero tampoco
podemos permitir que se nos identifique con el historiador […], con el narrador
descomprometido del pensamiento ajeno, con el aséptico analista del lenguaje o con el
científico. Aun cuando la ética no pueda en modo alguno prescindir de la moral, la historia,
el análisis lingüístico o los resultados de las ciencias, tiene su propio quehacer y sólo como
filosofía puede llevarlo a cabo: sólo como filosofía moral.
Metaética
Este nivel se caracteriza por el acento en la dimensión semiótica o lingüística del ethos, es
decir, por el análisis del significado y el uso de las expresiones morales. Así, la ética es el
objeto de estudio de la metaética (García Marzá, y González Esteban, 2014) o, para ser
más precisos, la naturaleza lingüística del ethos define este nivel de reflexión.
Cuando se examina el significado de las expresiones éticas o los términos morales, se
incursiona en un metalenguaje respecto del lenguaje normativo. Estas expresiones,
reflejan un aspecto central del ethos que es analizado por la metaética. Al ocuparse del
significado del discurso moral, las justificaciones o las fundamentaciones de los juicios
morales, la metaética exhibe determinada pretensión de neutralidad, es decir, de análisis
objetivo y distante del dictum moral. Esto se debe a que esta indagación aparta a este
nivel del contenido de la moral y, por eso, en esta dimensión la reflexión no se caracteriza
por ser normativa: “lo que sí corresponde a la metaética es examinar la validez de los
argumentos que se utilizan para aquella fundamentación que lleva a cabo la ética
normativa” Maliandi.
Ética descriptiva
Dentro de los niveles de reflexión también nos encontramos con uno cuyo rasgo
característico es la descripción del fenómeno moral o la facticidad normativa. La
descripción hace referencia a una operación epistémica diferente a la explicación o la
fundamentación. Prima la observación de la realidad empírica de las costumbres, las
creencias morales, las actitudes, etcétera, para expresar cómo es o cómo se manifiesta esa
realidad. Esta tarea no es filosófica, sino científica.
En virtud de estos rasgos, se afirma que este nivel es exógeno por excelencia, es decir, su
ejercicio proviene de afuera del ethos Maliandi.
Existen diferentes disciplinas científicas: antropología, historia, psicología, sociología, etc.
Se trata, de un tipo de investigación desde el cual los fenómenos morales se ponen a
distancia del observador y se registran como hechos empíricos teniendo esta pretensión
de neutralidad.
En cuanto ciencia o teoría ética, la ética descriptiva subraya la manifestación histórica de
los fenómenos morales, sus variantes evolutivas e involutivas, las explicaciones que se
ofrecen, las necesidades sociales a que responden, las elaboraciones justificativas que se
presentan, la coherencia o no entre los elementos teóricos que se ofrecen y las
costumbres que se mantienen. Ocupa un lugar importante en la ética descriptiva comparar
los fenómenos morales en las diversas culturas y sociedades, tanto en sentido diacrónico
como sincrónico, es decir, a lo largo de las distintas etapas históricas y según los diversos
contextos socioculturales en el mismo momento histórico. Pérez Delgado
El justo medio
La Ética nicomáquea es considerada la exposición más fundamental del pensamiento ético
de Aristóteles. En la filosofía aristotélica, una pieza clave para comprender la naturaleza
humana es el examen de las acciones de los hombres. ¿Qué entiende Aristóteles por
ciencia práctica? La ciencia teorética se ocupa de la verdad o el saber mismo (en el que se
incluye a la filosofía), mientras que la ciencia práctica se ocupa de la acción. Esta última
recibe el nombre de ciencia porque alude a un saber hacer, es decir, a un ámbito de la vida
en el que rige una determinada racionalidad o inteligencia, aunque sea distinta a la que
caracteriza al estudio teorético o meditativo.
Una parte fundamental de la teoría ética aristotélica es el concepto de elección
deliberada. Llevar a cabo tal elección no consiste simplemente en tomar un curso de
acción u otro. Una deliberación, para ser considerada buena, debe proceder de una
capacidad de elegir eminentemente recta y orientada, de acuerdo con lo conveniente y la
realización del bien. Para comprender qué es el bien en el pensamiento aristotélico,
debemos dilucidar el sustento teleológico de su ética, es decir, el significado fundamental
del fin (télos). Aristóteles emplea el término bien y lo identifica con la finalidad que
persigue toda acción: “el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden” Aristóteles
No existe un solo tipo de bien: podemos considerar la salud, la inteligencia, la ambición, el
dinero, un puesto de trabajo, etcétera, como bienes de diferente clase. Aristóteles
considera que todas estas cosas que valoramos como bienes pueden existir como medios
para alcanzar otros objetivos y, por lo tanto, no como fines en sí mismos: ¿Cuál es el fin
último? Este planteamiento teleológico se aparta de la idea platónica de un bien en sí o un
bien trascendente, ajeno a las experiencias particulares. El fin supremo se realiza a través
de la acción particular. Que se instalan frente a hechos o acontecimientos puntuales o
singulares de la vida y son parte esencial de aquella reflexión universalista. Ambas
instancias, lo universal y lo particular, ofrecen una orientación para el problema moral más
crucial: el de la elección o decisión moral. En efecto, la decisión es el resultado de una
relación o mediación entre la universalidad de los principios prácticos que orientan en
general las acciones, y la particularidad y la diversidad irreductible de las situaciones en las
que se debe actuar y responder correctamente. Varela.
Aristóteles considera que el fin último es el bien supremo. Ese fin último de nuestras
acciones es identificado, por el pensamiento aristotélico, con la felicidad: el concepto de
eudaimonia. El eudemonismo hace referencia a un sentido de plenitud o excelencia que
reside, de manera indisociable, en la vinculación entre felicidad y moralidad.
Otro concepto de la concepción ética aristotélica: el de virtud. Tener presente la distinción
que hace Aristóteles de las facultades del alma. Aristóteles Estas son:
Vegetativa.
Sensitiva.
Racional.
Las virtudes que hacen referencia a bienes o fines de las acciones humanas se clasifican en
éticas y dianoéticas o intelectivas, es decir, aquellas relacionadas con el intelecto o la parte
racional del alma. El examen del obrar humano enfocado en esta dimensión cotidiana y
práctica es central para determinar en qué consisten las virtudes éticas.
Para definir la virtud, Aristóteles recurre a la idea de hábito, disposición o modos del
carácter. Las virtudes éticas requieren ejercitarse mediante la práctica, es decir, para
cultivarse deben ser objeto de entrenamiento o aprendizaje: debemos aprender a
comportarnos virtuosamente y esto exige experiencia y tiempo. Un elemento central es la
repetición de ese obrar recto hasta transformarlo en hábito:
No somos justos por naturaleza, sino que alcanzamos la virtud de la justicia (en este caso,
una virtud moral) cuando actuamos de manera justa una y otra vez, hasta que esa forma
de actuar se convierte en un hábito, es decir, en una “disposición habitual de nuestra
voluntad”, que llega a integrarse prácticamente como una segunda naturaleza en nuestra
manera de ser. Ruiz Trujillo. Los buenos hábitos reciben el nombre de virtudes y los malos
hábitos el de vicios. La virtud consiste en escoger el justo medio entre dos extremos, que
son el exceso y el defecto y se consideran vicios. Este justo medio nos revela que los
buenos hábitos están ordenados o regulados por la recta razón que encauza los deseos o
los impulsos bajo su dominio y procura encontrar el equilibrio o la mesura. Así, por
ejemplo, la posición intermedia entre la cobardía (defecto) y la temeridad (exceso) es la
valentía (término medio). Cultivar la virtud pone siempre en primer plano la voluntad de
las personas, ya que se requiere un agente moral, que esté implicado en la deliberación y
la elección de ese punto medio y sea capaz de reforzar su perseverancia frente a los
diferentes impulsos a los que puede verse sometido a lo largo de su vida.
La virtud es el modo de ser por el cual el hombre se hace bueno y realiza bien sus
funciones como ser humano. Son las virtudes morales las encargadas de provocar la
acción, mejorando el hacer y, por tanto, el ser. Garcés Giraldo, y Giraldo Zuluaga.
El proceso de decidir el punto medio es un auténtico compromiso con nuestro bienestar
moral, que consiste en guiar nuestras acciones para acercarnos a la felicidad. Lo bueno
para el hombre, lo virtuoso, precisa de una atención cuidadosa. El camino que debemos
transitar para lograr este fin último pone de manifiesto el núcleo más íntimo de su
concepción ética: alcanzar la felicidad es igual que hacer el bien.
La acción voluntaria
La teoría aristotélica de la acción es un buen punto de partida para entender la relación
entre felicidad y virtud. Por acción (praxis) podemos entender «aquella actividad que pone
de manifiesto el carácter (ethos) de la persona, es decir, su postura consciente y voluntaria
frente a la realidad» (Montoya y Conill, 1985: 135).
Sócrates había reducido la virtud al conocimiento, negando que el hombre pueda querer y
hacer voluntariamente el mal. Platón continúa en esta dirección al reconocer una
distinción tajante entre la parte racional y la parte irracional del alma, siendo la virtud el
dominio de la segunda sobre la primera (Reale, 1985: 109).
Aristóteles tratará de superar esta visión intelectualista del hecho moral, enfrentándose al
problema de explicar la conducta racional y, por tanto, la posibilidad de que las personas
hagan «conscientemente y sin que sean forzadas por ello, lo que piensan que no deberían
hacer» (Montoya, 1983: 240). A diferencia de las acciones involuntarias, realizadas bajo
coacción o ignorancia de las circunstancias, las acciones voluntarias podrían
esquematizarse en los siguientes pasos, según Ross:
Deseo: Yo deseo A
Deliberación: B es el medio para llegar a A C es el medio para llegar a B… N
Percepción: N es alguna cosa que puede hacer aquí y ahora
Elección (decisión): elijo N
Acto: hago N
La virtud tiene que ver con la decisión y esta, como vemos en el esquema, presupone la
deliberación. Pero, ¿cómo procede la deliberación? Dos respuestas complementarias: el
análisis resolutivo y el análisis interpretativo.
El análisis resolutivo concibe la deliberación como una situación en la que el objetivo
está especificado y se trata de hallar los medios adecuados para realizarlo.
El análisis interpretativo (teoría del silogismo práctico) consiste en ver la decisión como
la concreción de una regla general que consideramos válida y aplicable en este caso.
Montoya y Conill.
En ambos casos se depende de un fin elegido por la voluntad. La deliberación se reduce a
un cálculo que pone en la balanza los placeres y las penas pero el fin tiene que estar dado
de antemano.
Felicidad y virtud
Aristóteles distingue dos tipos de virtudes, refiriéndose a las dos partes en que se divide el
alma: una racional y otra irracional, constituida por el apetito y el deseo, pero capaz de
obedecer los consejos de la razón.
El origen de las virtudes éticas radica en la costumbre.
Esto significa que nosotros nacemos con la capacidad para ser virtuosos, pero esta
capacidad debe desarrollarse en la práctica. Aristóteles reconoce que esta vida es propia
de dioses y, por tanto, condición casi sobrehumana. La vida feliz es un ideal pocas veces
alcanzado. Sin embargo, el ser humano tiene que alcanzar la felicidad teniendo en cuenta
las virtudes morales. Se alcanza así lo que podemos denominar la felicidad humana
referida a la vida práctica, cuya virtud principal es la política. Esta conclusión podría
parecer decepcionante si no fuera porque detrás existe todo un esfuerzo intelectual
centrado en explicar cuál puede ser el papel de la razón en la conducta humana, cuál
puede ser, en definitiva, la relación entre teoría y praxis. Aunque, como veremos a
continuación, siempre dentro del marco de la polis.
Utilitarismo
Características básicas
El término utilitarismo, como veremos en el siguiente punto, no hace referencia a una sola
teoría, sino a un conjunto de teorías que constituyen, por así decirlo, variaciones de un
mismo tema. Este tema encierra cuatro elementos básicos.
Un elemento consecuencialista, según el cual la rectitud está ligada a la producción de
buenas consecuencias.
Un elemento valorativo, según el cual la bondad o maldad de las consecuencias debe
evaluarse mediante un modelo de bondad intrínseca.
Un elemento distributivo, según el cual lo que determina la rectitud son las
consecuencias de los actos en tanto que afectan a todos y no simplemente al agente.
Un principio de utilidad, según el cual las personas deben pretender maximizar lo que el
modelo de bondad identifica como intrínsecamente bueno.
En general, la ética utilitarista proclama la mayor felicidad de los afectados como criterio
de acción moralmente correcta y juzga la corrección de acuerdo con las consecuencias
efectivas o esperadas. A partir de esta definición: podemos ampliar las características
básicas que debería poseer, en mayor o menor grado, una ética para poder denominarse
utilitarista.
En primer lugar, es una ética normativa que se preocupa por la siguiente cuestión:
¿Qué debo hacer? Es, por tanto, una teoría del actuar correcto, de la obligación moral.
En segundo lugar, de acuerdo con la concepción utilitarista, la corrección de la praxis se
mide por los resultados, cualquiera que sea la manera, como en los diferentes tipos de
utilitarismo se determina la calificación de las acciones y de sus consecuencias. Desde
aquí, la ética utilitarista es claramente teleológica y se opone frontalmente a todas las
posiciones deontológicas.
En tercer lugar, el utilitarismo implica un elemento no egoísta, pues, desde
Bentham, define la utilidad teniendo en cuenta no a un individuo o a un grupo, sino a
«todos los afectados por la acción».
En cuarto lugar, la mayor felicidad se entiende siempre desde un punto de vista relativo,
empírica y comparativamente. Contiene siempre un elemento no transcendental, en un
sentido de no hacer apelación a nada fuera de la vida humana.
Ya se ha señalado que no puede entenderse su universalismo sin tener en cuenta el interés
por una reforma racional de la sociedad, tendente a una mayor democratización de la vida
pública inglesa. Consecuentemente, encontramos en su teoría política sus dos rasgos
básicos: el principio de utilidad como criterio de reforma social y el método racional, el
cálculo hedonista, que procura llevar a cabo la política social de una forma científica. De
estos criterios deriva una actitud igualitaria y radicalmente democrática.
Un problema ético central es el de la fundamentación de la acción moral. Frente a este
problema nos encontramos con dos grandes posiciones éticas: el deontologismo y el
consecuencialismo o utilitarismo. Ambas visiones tienen gran trayectoria histórica y
constituyen dos de los sistemas éticos más encumbrados de la historia de la filosofía moral
y de la teoría política, en el caso particular del utilitarismo.
Segunda doctrina: cuyos principales referentes son Jeremy Bentham (1748-1832) y John
Stuart Mill (1806-1873).
Las éticas deontológicas, existen máximas o reglas que poseen un valor incondicional e
independiente de cualquier causalidad o constricción externa. Esto implica afirmar que, la
moral se funda en algo que pertenece por completo a un principio interno de acción que
depende por completo de la razón y no de los resultados que puedan seguirse de su
aplicación. Desde esta posición, aquello que determina el valor de nuestras acciones
morales reside en el deber. Las éticas teleológicas o consecuencialistas, en cambio,
inspeccionan el valor moral de las acciones y le otorgan primacía a los fines logrados por
esas acciones o en función del bien que procuran. Tanto para Bentham como para Mill ese
bien es identificado con la felicidad, que es entendida como placer y ausencia de dolor
Maliandi.
Una pieza clave que suele aparecer en las reconstrucciones históricas del utilitarismo es el
llamado hedonismo, defendido en la Antigüedad por Aristipo y Epicuro. La razón de su
nombre reside en que, de acuerdo con esta doctrina, los seres humanos deben afanarse
por la búsqueda del placer y evitar las causas o los motivos de pesar o dolor. El principio
supremo de todo hedonista está fundado en el deber de perseguir el placer como bien
supremo. Para Aristipo, la realización concreta del verdadero placer reside en el gozo que
se experimenta al vivir el presente y las gratificaciones del cuerpo por encima de las de la
mente. La famosa frase ¡Carpe diem! es una invitación a prescindir, a partir del goce por el
instante presente, de las nostalgias o los recuerdos del pasado y las preocupaciones o los
temores respecto del futuro. Con Epicuro nos encontramos nuevamente ante la
afirmación del gozo como fin primordial, pero desde una dimensión diferente. Debido a las
ordinarias simplificaciones que se congregan en torno a su visión, es conveniente recordar
que su interpretación se distancia de la Aristipo. Para él, una vida dichosa lleva aparejada
la moderación y el distanciamiento de los excesos que perturban la serenidad: el placer se
asocia a la búsqueda de un estado de tranquilidad o sosiego del alma, que es alcanzado
mediante la supresión del dolor. Ese estado al que deben aspirar todos los hombres recibe
el nombre de ataraxia. Guariglia y Vidiella.
La visión de Bentham, de quien Mill fue discípulo y crítico, se identifica comúnmente como
la piedra fundacional de la ética teleológica que mayor impacto tuvo históricamente: el
utilitarismo. la mayor felicidad para el mayor número de individuos. El utilitarismo de
Bentham surgió en estrecha conexión con una evaluación del orden democrático que
buscaba guiar una reforma profunda de las instituciones para promover el bienestar social.
La dimensión normativa básica de esta doctrina se desplegó durante una época de grandes
transformaciones sociales, por lo tanto, además de su importante signo ético, se irguió
también como una perspectiva jurídica y política. De acuerdo con esta posición, el valor de
una acción reside en su utilidad y lo relevante del concepto de utilidad es la conducción a
la felicidad entendida como placer y ausencia de dolor. En el marco del interés por una
renovación democrática institucional que combatiera las desigualdades sociales, caben
pocas dudas del asentimiento popular que acompaña la defensa de medidas legislativas
capaces de conducir a la sociedad a la obtención de mayor felicidad. Maliandi.
El utilitarismo combina dos intuiciones que están presentes comúnmente en nuestros
juicios y acciones morales. Las dos grandes vertientes de esta ética son: la importancia de
la felicidad en nuestras vidas, por un lado, y la importancia de los resultados de las
acciones, por el otro, que antes que sumergirse en la perplejidad de un fundamento último
inasible, se mueven en un terreno conocido de nuestra percepción de la realidad.
Guariglia y Vidiella ilustran esta capacidad de la teoría con el siguiente ejemplo:
X, que está mirando el mar, advierte que una persona hace señas desesperadas, a punto
de ahogarse. Sin perder un instante, X se sumerge e intenta infructuosamente alcanzarlo.
Sólo se da por vencido cuando la persona desaparece, tragada por el mar.
Z, que se encuentra en las mismas circunstancias objetivas y subjetivas que X se arroja
para rescatarla y su acción se ve coronada por el éxito.
Desde una perspectiva kantiana ambas acciones poseen el mismo valor moral. Sin
embargo, muchos de nosotros nos sentimos fuertemente inclinados a conceder mayor
valor a la acción de Z: X tuvo las mejores intenciones, pero los resultados no fueron
buenos, mientras que, con idénticas intenciones, Z logro un fin valioso. ¿Es infundado
concederle mayor valor a su acción? Para el utilitarismo no lo es ya que no acepta valorar
las acciones independientemente de sus resultados o consecuencias.
Otra gran corriente que confluye en el entramado conceptual del utilitarismo es el
empirismo británico. Las visiones de Hume, Adam Smith y muchos otros pueden
enumerarse entre las principales influencias que aportaron a los contenidos utilitaristas al
subrayar la importancia de los efectos, directos o indirectos, de las acciones morales. La
corrección de los actos se funda en un principio ético empírico.
Bentham formula el llamado principio de utilidad. Como decíamos antes, se trata de un
principio que fundamenta la moralidad de un acto en la cantidad de felicidad que produce
(en el que la felicidad es entendida como maximización del placer y minimización del
dolor) y la cantidad de seres humanos que la alcanzan.
Para el principio de utilidad, Bentham hace hincapié en la idea de cálculo, se centra en una
mirada marcadamente cuantitativa y enuncia siete criterios de preferencia para efectuar
una medición referida al placer. Estos son: intensidad, duración, certeza, proximidad,
fecundidad, pureza y extensió. Maliandi
Mill sofisticó el análisis de Bentham y examinó, con otros elementos de juicios, los
conceptos centrales de placer y ausencia de dolor como determinantes morales de
nuestras acciones. El énfasis en una visión cuantitativa del placer como la propiciada por
Bentham es criticado por su discípulo, quien considera que es preciso introducir una
distinción, de carácter cualitativo entre placeres superiores e inferiores.
El análisis de esta dimensión cualitativa, para Mill, es más apropiada al examinar el vínculo
entre utilidad y justicia.
En virtud de la repercusión y las discusiones promovidas por el principio de utilidad,
pueden reconocerse diferentes posturas sobre el tema. García Marzá y González Esteban
enumeran diferentes tipos de posiciones teóricas que pueden enmarcarse como
utilitaristas:
a) Utilitarismo del acto y utilitarismo de la regla… El utilitarismo del acto es la concepción
de la corrección de una acción ha de ser juzgada por las consecuencias, buenas o malas, de
la acción misma. El utilitarismo de la regla es la concepción de que la corrección o
incorrección de una acción ha de ser juzgada por la bondad o maldad de las consecuencias
de una regla…
b) Utilitarismo hedonista, semiidealista, idealista y negativo. Ocupándonos ahora de lo
bueno, Smart y Williams diferencian entre Bentham, para el que el placer es lo único que
cuenta y reivindica el valor de todos los placeres por igual; Mill, para el cual el placer es
condición necesaria pero no suficiente para el logro del máximo bienestar, y Moore, que
piensa que piensa que hay varias cosas buenas en sí y que tenemos el deber de fomentar
(Smart y Williams). Por último, el caso de Popper y H. Albert, que ven en la eliminación del
sufrimiento innecesario un criterio negativo de obligación moral.
c) Utilitarismo cuantitativo y cualitativo. Generalmente se considera que Mill se apartó de
la doctrina utilitarista de Bentham al introducir el concepto de calidad de los placeres
como algo a tener en cuenta a la hora de elegir tanto una acción privada como una
actuación colectiva, frente a una concepción cuantitativa de los placeres
d) Utilitarismo de la preferencia. Tiene que ver con la posición de Hare ante el problema…
de definir la felicidad que se supone debe ser maximizada.
e) Utilitarismo ampliado. En la línea de Mill y Brandt, Farrell ha intentado en nuestros días
responder a la mayoría de las críticas presentadas al utilitarismo incorporando la noción de
derechos individuales prima facie, derechos que no son absolutos sino desplazables,
siguiendo criterios de utilidad, por el cálculo de consecuencias
(García Marzá, y González Esteban, 2014, pp. 105-106).
La propuesta utilitarista constituye una de las más grandes e importantes corrientes
dentro del campo de la ética y, como tal, no está exenta de problemas. Como intento de
fundamentación empírica de la acción moral, se enfrenta a numerosas objeciones que en
muchos casos recogen puntualmente aquello que el mismo Kant había destacado en
relación con la determinación de un sujeto moral condicionado a la causalidad externa de
la experiencia:
… [Los intentos de fundamentación empírica] tienden muy fuertemente a incurrir en lo
que puede denominarse "falacia empirista”: argumentar bajo el supuesto de que todo
cuanto no proviene de la experiencia sensible puede reducirse a una especie de "quimera"
metafísica. Allí reside precisamente el mayor defecto estructural de las fundamentaciones
orientadas hacia conceptos empíricos: no en la mera imprecisión de tales conceptos que,
por otra parte, no deberían perderse jamás de vista-, sino en la obstinada incomprensión
que acompaña a esas pretendidas fundamentaciones respecto del "a priori". Éste no
constituye un "más allá", sino precisamente un "más acá" de lo empírico; es, en cada caso,
lo que condiciona la posibilidad de la experiencia. Las posturas empiristas se niegan a
admitirlo y acaso por esto las éticas correspondientes desembocan a menudo en
relativismo u otras formas de negar la posibilidad última de fundamentación”. Maliandi,
Thüer, y Cecchetto.
El problema de la universalidad
Cuando se reflexiona acerca del porqué de la acción moral se suelen brindar dos grandes
respuestas: una fundamentación trascendental y apriorística y otra empírica o basada en
la experiencia.
El criterio ético esencial para el primer tipo de fundamentación reside en el concepto de
deber y la existencia de principios o máximas que regulan de manera incondicional la
conducta de los hombres.
Muchas visiones sobre la ética emparentadas con el relativismo y el escepticismo moral
surgieron de críticas a la existencia de criterios incondicionales o universales para la
determinación del carácter moral de las acciones. Los filósofos de la sospecha, como los
llaman Camps, Guariglia y Salmerón, crean una derivación escéptica o relativista respecto
del problema de la fundamentación y formulan algún tipo de tematización empírica de la
moral en la que se cuestiona el predominio de un sistema moral necesario y apriorístico.
Los grandes referentes en este tema son Nietzsche, Marx y Freud. Las críticas
desarrolladas por estos autores pueden caracterizarse, a grandes rasgos, si se toman en
cuenta los aspectos que García Marzá y González Esteban sintetizan del siguiente modo:
1) Como protesta existencial del hombre completo y la experiencia propia y única frente a
la humanidad y al espíritu absoluto (Nietzsche y Kierkegaard).
2) Como análisis científico de las condiciones reales de la vida de los seres humanos con
respecto a la naturaleza y a la sociedad (Marx y Darwin).
3) Como psicología profunda que pone en cuestión los presupuestos más importantes de
la razón: la idea de totalidad, la idea de verdad y la idea del sujeto trascendental (Freud).
Para Nietzsche, defender la universalidad de los valores morales implica pasar por alto la
diversidad de intereses en pugna, que son inconfesables y apasionados y en condiciones
sociales dispares gestan diferentes condiciones de moralidad. Desenmascarar el
fundamento de la moral trae implícito poner al descubierto aquello que los defensores de
una moralidad sustraída por el dominio de la razón no quieren aceptar: en el trasfondo de
los términos que se yerguen como expresiones morales (bueno, malo, mejor, peor,
prohibido y permitido).
Esa conciencia moral resquebraja, para Nietzsche, la afirmación de la vida, ya que
subordina, jerarquiza y repliega sobre sí misma el devenir, el instante vivido con todas sus
contradicciones y la provisionalidad de la existencia. No es una moral autónoma la que
dicta la norma, sino que en el surgimiento o imposición de esta se devela una corrupción
de la razón.
Según Nietzsche, el hombre libre es el que asume una actitud vital que consiste en un
querer absoluto a todo aquello que forja su existencia. Para el autor, hay un ethos como
afirmación suprema de la vida que celebra cada acción por completo. Este ethos se revela
en su doctrina del eterno retorno, que puede expresarse del siguiente modo: cualquier
cosa que quieras, quiérela de tal modo que seas capaz de querer también su eterno
retorno.
Si estamos dispuestos a la experimentación del mundo entero, de nuestras alegrías y
penas, como un motivo de bendición y amor incondicional, a querer la vida en su devenir
constante y a emprender cada acción como una vivencia única en el aquí y ahora, con la
fuerza majestuosa que insuflan el caos y la fugacidad de todo lo viviente, al punto de
apropiarnos hasta la raíz de cada cosa vivida, entonces, el eterno retorno no puede más
que significar un sello de eternidad a todo aquello que forma parte de nuestra existencia.
En este punto aparece la noción nietzscheana de amor fati o amor al destino que puede
resumirse diciendo que consiste en un no querer que nada sea distinto ni en relación al
pasado ni en relación al futuro. Un querer absoluto no fomenta lo único, lo singular o lo
diferenciado, sino que pone de manifiesto querer que todo sea tal como es,
permanentemente fiel a la experiencia de un devenir radical. Ese devenir tiene como
objetivo fundamental impulsarnos a brindar un sí rotundo a cada vivencia que compone
nuestra vida.
La universalidad de los valores humanos también es puesta en tela de juicio por Marx.
Desde un análisis por las condiciones sociales del conflicto entre las clases, su crítica a la
moral está en el corazón de su ataque a la sociedad capitalista. Al identificar el origen de
los valores morales con los intereses de la clase dominante, Marx sitúa el punto clave de
su pensamiento ético en el examen de aquello que ensancha la búsqueda de beneficios de
la clase dominante (los capitalistas) y el sentimiento de alienación de la clase oprimida (los
proletarios).
La moral aparece, así, como una barrera para el cambio social y la ética, como una vía de
emancipación imaginaria y fraudulenta, que sustenta los mecanismos de reproducción de
la enajenación. La sospecha instalada sobre la ética solo puede ser comprendida desde la
inmoralidad básica que
Marx reconoce en una sociedad de extremos vergonzosos, que está contaminada de
rupturas que tienen su raíz en el propio proceso productivo del capitalismo industrial.
Freud: El malestar en la cultura, publicado en 1930, constituye uno de los textos críticos
más influyentes del siglo XX en relación con la comprensión de la naturaleza humana y su
vínculo con la felicidad. En esta obra, Freud destaca que todo nuestro obrar está
impregnado de una pretensión de felicidad: deseamos ser felices y este anhelo tiene su
raíz en un principio del placer que reside en un nuestro yo más profundo.
Sin embargo, la personalidad integrada a la cultura -inmersa en el entramado de
instituciones creadas para regular la conducta y las interacciones con los demás- impide
realizar ese ideal de bienestar, ese impulso original hacia la felicidad. Ese impedimento se
origina porque se escinde continuamente la inclinación, por un lado y el deber, por otro.
Esto nutre sentimientos de frustración e insatisfacción.
La presión que ejerce la cultura se revela como causa de malestar y represión; razón por la
que nuestro deseo más genuino aprende a lidiar con esa fuerza limitante y constrictiva. Se
trata de una civilización represiva que demanda renuncias constantes al goce de las
pulsiones más auténticas a cambio de seguridad.
Al hacer referencia a la posición crítica de Freud respecto de la moral,
Camps; Afirman lo siguiente:
La cultura ha ido imponiendo prescripciones contrarias al placer y a las necesidades vitales.
La “utilidad” cultural nada tiene que ver con el bienestar individual. Así, pues, la
consecuencia de la cultura ha sido, en efecto, la construcción de seres más morales, pero
más reprimidos, psíquicamente enfermos. La convicción kantiana de que el deber implica
poder, que sería absurdo pensar que la razón pudiera imponernos unos deberes
imposibles de cumplir, esa idea es seriamente puesta en duda por el padre del
psicoanálisis: no sólo es falsa la tesis de que deber implica poder, sino que,
frecuentemente, el deber no ha tenido en cuenta las posibilidades del individuo. Ahora
bien, si Nietzsche confió en una posible superación por parte del mismo individuo de ese
aniquilamiento al que le sometía la moral, Freud no parece contemplar la misma solución.
Su visión es más pesimista: la cultura –y la moral, como parte de ella- es, sin duda, causa
de un profundo malestar, pero el ser humano tendrá que acostumbrarse a vivir con ese
sufrimiento.