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ÍNDICE
UNIDAD VIII: LOS SIGLOS XIX y XX .......................... 240 ANEXO V: CONTRA - REVOLUCION ........................... 291
El Liberalismo................................................................ 240 Burke ............................................................................. 291
Benjamín Constant (1767 - 1830) ................................. 240 Su opinión sobre las "Reflexiones sobre la Revolución
Los Doctrinarios ............................................................ 240 francesa" de Price .......................................................... 292
Pierre Paul Royer Collard (1763-1845) ......................... 240 Elogio de la naturaleza .................................................. 293
Víctor Cousin 1792-1867............................................... 241 Elogios de las sujeciones ............................................... 293
Guizot 1787-1874 .......................................................... 241 Instituciones encarnadas en personas........................... 293
Chateaubriand............................................................... 241 Las libertades................................................................. 293
Tocqueville (1.805-1.859): Ver Anexo I ......................... 242 La revolución en la historia providencial ........................ 294
El Liberalismo Inglés ..................................................... 242
Jeremías Bentham (1748-1832).................................... 242 ANEXO VI: LA CONTRAREVOLUCIÓN Y LOS ES-
Jammes Mill (1773-1836) .............................................. 242 CRITORES DE LENGUA FRANCESA .......................... 295
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REFERENCIAS DE ÍCONOS
Actividad en el Foro.
Actividad Grupal.
Actividad Individual.
Atención.
Audio.
Glosario.
Sugerencia.
Video.
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Estimado Alumno
UNIDAD I
1.1. Terminología
Antiguamente, y como instancia previa a las exposiciones didácticas, se formulaba la
Aclaratio Terminis -la aclaración de los términos que se emplearían en el discurso-;
porque se partía del supuesto de que las palabras o conceptos definitorios están habi-
tualmente lastrados de contenidos ideológicos, culturales o históricos y pueden pre-
sentar diversos grados de ambigüedad.
Es por esta razón que nos proponemos a establecer “in limine” los alcances concep-
tuales de nuestra disciplina, en función de su nombre Derecho Político.
1) El Derecho: “es la acción justa misma -nos dice Santo Tomás de Aquino-. La ley
humana tiene razón de ley en tanto y cuanto se conforma con la recta razón”. El Dere-
cho es, pues, la prohibición de lo injusto y la realización de lo justo. Etimológicamente
los vocablos rectum y directum, de donde provienen las palabras derecho, droit, right,
etc., establecen con precisión la idea contenida en la explicación de Santo Tomás, la
cual excluye que el derecho pueda consistir en un orden injusto aunque sea impuesto
por el Estado.
2) La Política: (su génesis). Aristóteles afirmó que “el hombre es un animal político” -
un zoon politikon-. Se refería al hombre griego de la época clásica, para quien no exis-
tía vida civilizada fuera de los muros de su ciudad. El hombre solitario - "es una bestia
o un Dios" - porque sólo en el seno de la sociedad organizada el hombre encuentra la
posibilidad de realizar su plenitud personal.
La polis -que generará la palabra política- era la ciudad-Estado griega, una realidad
histórica concreta y bien determinada a la cual refieren su pensamiento autores clási-
cos de la talla de Platón y Aristóteles. Designaba a la organización del grupo humano
de mayor radio -que incluía a las familias, los gens, los demos, etc.- y cuya autoridad
era la más alta. La finalidad de la organización de la Polis era la subsistencia del Esta-
do y su objetivo era el bien común (del que participaban todos los ciudadanos).
Sin embargo, por razones didácticas, conviene apuntar que la palabra "política" está
hoy en día lastrada por una ambigüedad que es preciso acotar.
En virtud de esta advertencia, debemos señalar que en esta materia, cuando nos refe-
rimos a la política, nos referimos a los significados que se enuncian a continuación:
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Nos explica Marcel Prelot el significado histórico de cada uno de estos términos:
Prelot expresa refiriéndose al contenido actual de esta ciencia que: "En general la polí-
tica es esencialmente la vida política, la lucha por el poder, el fenómeno en sí. En el
lenguaje culto, la política es el conocimiento del fenómeno. Quien desee ser exacto,
debe indicar constantemente en cuál de los sentidos emplea el término".
El ilustre publicista español Adolfo Posada, se inscribe entre los tratadistas que sostie-
nen que “la actividad y las relaciones que constituyen la realidad política, están referi-
das directa y exclusivamente al Estado”.
Señala Prelot que: “El concepto de lo político es mucho más amplio que el de lo esta-
tal. Han existido actividades políticas y formas de actividad política antes que hubiera
Estados, del mismo modo que existen aún hoy grupos políticos dentro de los Estados
y entre los Estados. Por esa razón sólo partiendo de la relación de la política con la
Polis y su forma más desarrollada, el Estado, podemos llegar a un concepto funda-
mental.
Por eso, la política es, en el más eminente y ejemplar sentido, la organización social
en un territorio. Sin embargo, no toda actividad del Estado es actividad política. En
general se califica de político tan solo al poder que en el Estado dirige o conduce, no
al que ejecuta. Como depositario del Poder se considera en general, únicamente al
que puede llevar a cabo un cambio esencial en la división del poder estatal, en lo in-
terno o lo exterior, sobre la base de decisiones autónomas, o bien se esfuerza por po-
seer esa facultad. Por eso no vale ordinariamente como política, la actividad de órga-
nos estatales subordinados que se realiza según normas precisas”. “La política y el
Estado, se encuentran estrechamente relacionados, tanto conceptualmente como en
la realidad, pero no deben ser identificados. No es sólo el Estado el que despliega pu-
ro poder político, sino también los grupos intraestatales o interestatales, tales como los
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partidos, las alianzas, la sociedad de naciones, como las iglesias y las asociaciones
patronales y obreras.
Así pues, no todo poder que actúa políticamente es un poder estatal; pero todo poder
político aspira a ser tal según su función de sentido, es decir que todo poder político
aspira a organizar y actuar la cooperación social territorial según sus intenciones”.
Este concepto abarca -como puede advertirse- los poderes de hecho (como los definió
G. Burdeau).
La dignidad del Derecho Político radica en la entrañable unión que establece entre el
Derecho -orden normativo de la vida social que se basa en el Derecho Natural y la
Justicia como valor fundamental- y la Política, rechazando la neutralidad de una cien-
cia del poder y del Estado.
Los autores alemanes prefieren señalarla como Teoría del Estado o Teoría General
del Estado.
Es por esta razón que no comulgamos con la recomendación de las reuniones de De-
canos de las Facultades de Derecho para la unificación de programas de la Ciencia
Política, que aconsejó la denominación de la materia como Teoría del Estado.
Sin embargo, el carácter necesario y absoluto del principio ha sido puesto -en cierta
medida- en tela de juicio. Esta nueva visión de las ciencias físicas, ha inducido a los
mejores pensadores actuales a replantear la posición positiva, que tomaba como único
método científico el que se utilizaba en este ámbito.
En este ámbito, el hombre con su libertad, con sus valores, con su carga de irraciona-
lidad y de lucidez, con su personalidad irrepetible, es el protagonista que va tejiendo la
urdimbre de la sociedad y participa en todas sus instancias: toma el poder (faz agonal)
y lo administra (arquitectónica) o lo sufre y acepta o lo rechaza. En todas estas actitu-
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des está motivado por finalidades, por valores y por sus características espirituales y
morales.
Por esta razón, nosotros creemos que una Ciencia Política que descarta valores y
análisis culturales y que pretende una objetividad matemática, es un absurdo. El ob-
servador de la realidad política, también está inmerso en ella. Es parte del objeto que
va a estudiar y frente a él, tiene una postura valorativa, salvo que trate de estudiar as-
pectos estadísticos o que aplique un método que conduce a resultados numéricos sin
valor y sin una jerarquización comprensible de los hechos analizados.
Es por ello, que consideramos que nuestra disciplina debe perseguir un objetivo:
Es decir, la ciencia de la política debe procurar como finalidad, establecer los princi-
pios y valores que permitan configurar un sistema político tendiente al bien común, en
procura del desarrollo pleno de todos los hombres y de todo el hombre. Esquilo, el
primer gran
En este sentido, el Derecho Político y la Ciencia Política referidos al conocimiento de trágico griego.
una realidad teñida de valores, de finalidades y cuya trama está dada por la conducta
humana, constituyen más una epistemología -en la acepción clásica- que una ciencia
exacta, vaciada en el molde cartesiano, según lo pretendía Augusto Comte.
“La libertad del ciudadano griego deriva del hecho de tener la capacidad racional para Esquines, orador
convencer y ser convencido mediante un trato libre y sin trabas con sus semejantes”. ateniense
Esta actitud, que se reflejará en la originalidad de sus creaciones políticas -entre las
que se destaca brillantemente la forma democrática-, fue precedida por una revolución
gigantesca en el ámbito de la cultura y del pensamiento reflexivo (ver Modulo Nº 2.
Grecia: Nacimiento del Pensamiento Reflexivo).
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NOTA: Antes de continuar realice las actividades que se señalan en el Punto Nº 6, Tema Nº 1.
Actividad Nº 1
5.-
a.- Enumere un listado de ideas asociadas a la palabra Política, en el
uso cotidiano (Ej.: es una mala política, no me interesa la política,
etc.).
b.- Analice el sentido etimológico del término.
c.- Analice la definición de Política en un sentido amplio
d.- Compare los puntos a-b y c y elabore su concepto del término
8.-
a.- Elabore una definición de:
Ciencia política: _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _
Derecho Político: _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _
A) PLATON
La Ciencia Política fue fundada por Platón en el siglo IV a.C. Dicho pensador formuló
una propuesta sobre cómo construir un Estado perfecto, que no estuviese sujeto a la
corrupción y decadencia que afectaba a la sociedad Helénica, tras el esplendor del
siglo precedente (el siglo V a.C. dominado por Pericles).
Las obras políticas principales de Platón son “La República” y “Las Leyes”, en donde
desarrolla su teoría orgánica sobre el Estado y las virtudes que le dan su fundamento.
El idealismo platónico consiste en la proposición de un paradigma o modelo del Esta-
do ideal, que sería mandatorio para los hombres porque ese arquetipo existe en la
mente del Ser Divino como una esencia, como una realidad hacia cuya realización
debe tender la Polis humana.
Platón veía el alma del hombre constituida por las mismas partes que el Estado. El
Estado era una especie de hombre gigante, un macro-antropos.
Así la justicia es la armonía que debe existir entre las tres virtudes del hombre y las del
Estado. Estas son la templanza, el valor y la sabiduría. En el Estado los filósofos son
los que deben mandar, porque sólo ellos pueden alcanzar con su espíritu las esencias
inmutables de las cosas. Así el filósofo que encarna la sabiduría, modelaría el Estado
de acuerdo a un ideal divino, pues el arquetipo de la república está en el cielo, pero el
sabio debe realizarlo en sí mismo.
En los dos, la parte mejor y más pequeña debe mandar a la parte peor y más numero-
sa. El alma y la inteligencia, al cuerpo y a los apetitos. Así, la justicia consiste en que
todas las partes cumplan su función correctamente y, en el Estado, que las clases
cumplan con las suyas.
B) ARISTOTELES
Este pensador no se preocupa -como Platón- por la ciudad ideal, por la ciudad arque-
típica que existe en la mente de Dios o en el “Topos Uranos”; sino por estudiar la
realidad social y política de las diversas ciudades cuyas constituciones comparó y ana-
lizó.
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Aristóteles ubicó a la ciencia política entre las que corresponden al hacer del hombre y
le atribuyó carácter empírico. Es el fundador de la tradición del realismo político que
excluye del campo de esta ciencia las creaciones y planteos utópicos, ideales o abs-
tractos.
Matemática
Física
Metafísica
Lógica
Retórica
Poética
La Política tiene una posición de preeminencia sobre las otras ciencias, “porque regula
todas las actividades humanas”. La ciudad-Estado, originada en las necesidades de la
vida, existe porque las satisface todas, habiendo llegado al punto de bastarse absolu-
tamente a sí misma” -nos dice Prelot-, opinando sobre Aristóteles.
Se puede sintetizar la posición del Estagirita sobre la ciencia en una frase comprensi-
va:
C) CICERON
Según Prelot, “el vínculo entre la antigüedad griega y latina fue anudado por Cicerón,
de quien puede decirse que era un romano helenizado”.
“Cicerón, abogado romano -enseña Prelot- pone en primer plano el aspecto jurídico de
la ciudad: el derecho común a todos, aceptado por todos, efectivamente obedecido por
todos. Se encuentra así, claramente especificada la naturaleza particular de la socie-
dad política”.
La línea del realismo científico volverá a ser asumida por Santo Tomás de Aquino (si- Busto de Alejan-
dro Magno
glo XIII), que retoma la vertiente del pensamiento aristotélico.
A) SAN AGUSTIN
Roma había sucumbido bajo el poder de Alarico. Este hecho provocó el renacimiento
de un paganismo sentimental, que miraba hacia el pasado glorioso de Roma. Estos
nuevos paganos decían: “Cuando adorábamos y ofrecíamos sacrificios a nuestros
dioses, la ciudad era feliz y señora del mundo”.
Un diluvio de fuerza material seguía precipitándose desde todos lados sobre el mundo
civilizado. Las grandes migraciones de pueblos bárbaros no habían cesado.
San Agustín escribe una síntesis del pensamiento católico, una suma monumental
mirando el pasado, el presente y el futuro, contestando todos los argumentos e impo-
niendo su verdad. En 413/27 escribe “La Ciudad de Dios” para rebatir a los paganos
que culpaban al cristianismo de la caída de Roma. Según este escritor existen dos
ciudades una celestial y otra terrena. La Ciudad de Dios vive cautiva en el seno de la
ciudad terrestre. Las civitas terrena contienen a los hombres que viven según la carne.
Todos pecamos en Adán y él fue su fundador. Sus obras, por ser nacidas de la carne,
son efímeras. Sólo el bien es eterno.
Las civitas Dei contiene a los que viven según el espíritu; todos fuimos redimidos en
Cristo fundador de esta ciudad, que une a los hombres en el amor de Dios.
Sus ciudadanos engendran mediante la gracia, que libera del pecado a la naturaleza
humana. Dios y su ciudad deben ser la cúspide del Estado. Dios no es un soberano
secular, su reino no es de este mundo, pero a Él se deben todas las almas. Esta sobe-
ranía espiritual de Dios no debe ser olvidada por quienes gobiernan, porque ellos son
los que tienen que luchar por realizar en la ciudad terrena el advenimiento de la ciudad
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Divina. Así como el alma se impone al cuerpo y a las pasiones, así los reyes, los ma-
gistrados, los jueces ejercen su autoridad sobre la ciudad.
Estas dos ciudades que coexisten en un mismo tiempo y en un mismo espacio, divi-
den a los hombres sólo en vistas a su salvación o condenación eterna.
En los cánones del Concilio de Toledo del siglo VIII se percibe la gravitación de San
Agustín. “El rey es llamado rey porque gobierna rectamente, si obra con justicia posee
legítimamente el nombre de rey”. Si obra con injusticia, lo pierde miserablemente.
Nuestros padres decían: “Rex eris si recta facis. Si autem non facis non eris”.
“Las dos principales virtudes reales son la verdad y la justicia. Dios creador de todas
las cosas, al disponer la estructura del humano cuerpo, ha puesto en alto la cabeza y
de ahí parten los nervios a todos los miembros. Ha colocado en la cabeza la antorcha
de los ojos, a fin que desde allí fuesen vistas todas las cosas que pudiesen dañar. Ha
establecido el poder de la inteligencia encargándole de gobernar todos los miembros y
regular sabiamente su acción. De tal suerte que garantizando la seguridad de los re-
yes, se garantiza mejor la de los pueblos”.
San Agustín, a pesar de su originalidad, no abandonó los moldes clásicos. Sus ideas
sobre el estado fueron tomadas de la república y de legibus de Cicerón.
La definición ciceroniana del estado, resulta modificada por Agustín de Hipona, que
pone el acento en el elemento humano de la ciudad, en el vínculo afectivo que aglutina
al pueblo. El pueblo está unido por la pacífica y común posesión de lo que ama y sólo
secundariamente por el derecho y la utilidad. “Populus est coetus, multitudinis rationa-
lis rerum quas diligit concordi communione societus” expresa. Emerge así la idea de la
social o societario.
En el año 1260, el dominico flamenco Wilhelm Von Moerbeke, traduce “La Política de
Aristóteles” al latín, San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino podrán así comen-
tarla. Santo Tomás se adhiere a las doctrinas políticas de Aristóteles, agnoalejándose
del Estagirita en un punto importante: “con él la política pierde la primacía que le había
asegurado Aristóteles. Aunque conserva el primer lugar entre las artes prácticas, ya
que todas las ciencias y las artes no convergen más hacia la política, sino hacia la
teología. La política, como las demás ciencias, es su sirvienta, ancilla theolokiae”, ex-
plica Prelot.
Dante Alighieri expone en toda su pureza las ideas medievales: “El hombre tiene que
desarrollar su plenitud intelectual, que es lo esencialmente humano. Sólo en la paz
universal podemos encontrar los medios de lograr nuestra felicidad y el desarrollo
pleno de nuestro ser”.
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Dios exalta la paz que es como la gloria Divina. La milicia celestial canta “Gloria a Dios
en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
El bien está en la unidad, la pluralidad es el germen del mal. La paz es el bien que se
logra por la unidad. Un hombre está sano si existe concordia en el cuerpo y en el al-
ma. También esto sucede con la familia, la ciudad y el género humano.
A) MAQUIAVELO (1469-1527)
Este autor florentino extrema la exaltación de la política como arte y ciencia de go-
bierno, escindiéndola de toda relación con la ética o la religión.
Este pensador inglés y realista escribió "El Leviathan", que es una obra donde sostie-
ne la necesidad del poder despótico del Estado, frente a la realidad de que el hombre
es el lobo del hombre (la omnipotencia del Estado evitará la guerra de todos contra
todos).
Maquiavelo, Hobbes y Bodin son autores que desarrollan la idea de la política como
ciencia del Estado, despojándola de toda consideración metafísica -cara a los tratadis-
tas medievales- y de la subordinación con la ética, fundamentándola en principios in-
trínsecos propios (v. gracia: la razón del estado).
Se inscriben en la línea de la ciencia política realista que fundó Aristóteles y que cul-
minaría en Montesquieu y más tardíamente en Tocqueville.
Cabe señalar que pertenecen también a una tendencia que sostiene la necesidad del
absolutismo monárquico y que apuntalará el proceso de concentración del poder en
manos de los reyes que encarnaron el despotismo ilustrado.
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D) LA ESCOLASTICA ESPAÑOLA
Al explorar las teorías sobre el origen del poder, indica que su fuente es Dios (Omnias
potestas ad Deo), pero que él no elige su destinatario. El poder que nace de Dios radi-
ca en el pueblo, quien puede transmitirlo al gobernante elegido o conservarlo para sí.
Gobernantes y gobernados estarán ligados por un pacto que no es absoluto. El poder
está limitado por la ley divina, la ley natural y el bien común. Si el gobernante trans-
grede esas fronteras, el pueblo revierte en sí el poder. Esa reversión se produce tam-
bién en caso de acefalía.
Este último argumento es el que fue esgrimido como sustento de la tesis patriótica en
la Revolución de Mayo.
Sostiene que el poder sólo será legítimo si se basa en el consentimiento de los súbdi-
tos.
El contrato social no implica que los hombres abdiquen de sus derechos naturales,
sino que se convierte en el instrumento idóneo para preservarlos y desarrollarlos. El
estado surge con la finalidad concreta de garantizar la libertad de todos los hombres.
El poder está limitado por los derechos individuales, ya que el fin de la organización
política es la libertad y no la esclavitud.
Hobbes y Rousseau verán también el origen del poder en un pacto o contrato social,
extremando su posición nominalista hasta el punto de negar también realidad natural a
la sociedad (“Aunque el cuerpo artificial del gobierno sea la obra de otro cuerpo artifi-
cial”, la sociedad. “Contrato Social” Tomo II, Capítulo I).
La base nominalista de la teoría representativa sostiene que los hombres son la reali-
dad y el estado una convención, el producto de un pacto. Esta concepción sostiene la
idea de que la persona es un valor absoluto, frente a la que el estado es nada más
que un medio. Las declaraciones de los Derechos del hombre serán una valla ante el
poder, que resignará su soberanía ante la imponente realidad de la persona.
E) LA ILUSTRACION
E.1) Montesquieu
Su obra política más relevante es “El Espíritu de las Leyes”, donde, sobre el modelo
político inglés -que admiraba- parlamentario y moderado, construye el arquetipo del
sistema de frenos y contrapesos del poder. La premisa sociológica de la que arranca
su razonamiento, es que aquel que posee el poder, tiende a incrementarlo y terminará
abusando de él. Para detenerlo o frenarlo se requiere dividir el poder en funciones
distintas y separadas, que se controlan y contrapesan en tensión dinámica. Este sis-
tema favorece la libertad. Su esquema se incorporó como una premisa al constitucio-
nalismo moderno.
Edmund Burke señaló que Rousseau era el modelo de la perfección humana, el ar-
Tucídides, im-
quetipo de la élite revolucionaria de 1789 en Francia. Robespierre expresó: “Rousseau portante histo-
es el único pensador que, por la elevación de su alma y la grandeza de su carácter, se riador de Grecia
mostró digno del papel de maestro de la humanidad”. Finalmente, Saint Just, el brillan-
te orador jacobino que persuadió a la Asamblea francesa que condenara a muerte a
Luis XVI, utilizó en su discurso los argumentos íntegros que emergen del “Contrato
Social”.
El ideal educativo y político es retornar al estado de naturaleza, que evita que el hom-
bre se aliene y desarrolle así un sentido competitivo que lo separa de los demás y des-
truye el sentido comunitario innato del hombre. En su obra teatral “Narcise” y luego en
su “Discours sur l’inegalite” desarrolla el argumento de que la propiedad y el espíritu
de competencia que genera su acumulación, son las causas de la alienación del hom-
bre.
En 1762 se publicó “Emile” que provocó reacciones diversas. El libro se quemó frente
al Palais de Justice mientras se libraba una orden de arresto contra su autor.
Voltaire, en 1764 cansado de los ataques de Rousseau contra su ateísmo, publicó con
libelo anónimo “Le sentiment des citoyens” en el que lo acusaba de ser un asesino de
sus hijos, y un enfermo. Rousseau contestó a través de las “Confesiones”; pero es
curioso que dijese de sí: “Sé muy bien que ningún padre es más tierno de lo que yo
hubiera sido”. Justificando su forma de proceder, explicó que lo que él había hecho
con sus hijos era “un buen arreglo”. Esto haría que sus hijos se crearan “más vigoro-
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De este estado de autojustificación extrajo los principios que luego propondría Urbi et
Orbe: “la educación es la clave para el perfeccionamiento social y moral de todos y por
ello es una cuestión que concierne al Estado. El Estado debe, pues, formar la mente
de todos los ciudadanos”.
La educación es, pues, “el centro de gravitación para el manipuleo de la cultura y para
que esta sea un instrumento al servicio del estado”.
San Agustín recibirá la tradición platónica en la “Ciudad de Dios”, escrita sobre el final
de la antigüedad clásica. Esta obra constituirá el modelo político de la Edad Media y
establecerá -sin proponérselo- un marco para las relaciones entre el poder político y la
Iglesia.
“La Ciudad del Sol” de Campanella es también una construcción utópica, como lo es
de alguna manera “El Contrato Social” de Juan Jacobo Rousseau.
De Aristóteles al siglo XVIII, la tradición es una y segura -expresa Prelot-: “Hay, como
lo dice muy bien Paul Yanet, quien escribió en la historia de este período una ciencia
del estado en general, considerada en su naturaleza, en sus leyes y en sus formas
principales”. “Es la ciencia política, y nadie derivó entonces de ella otra rama del cono-
cimiento de la vida social”.
Actividad Nº 2
Corriente Origen
Idea de Idea de Aportes fun-
AUTOR OBRA R=Realismo del Po-
hombre Estado damentales
U=Utopismo der
PLATON
ARISTOTELES
SAN AGUSTIN
MAQUIAVELO
J. BODIN
THOMAS
HOBBES
F. SUAREZ
JUAN DE MA-
RIANA
J. LOCKE
MONTESQUIEU
JEAN J. ROUS-
SEAU
Nuevamente nuestro certero guía en este tema será Marcel Prelot, quien señala: “De
la herencia aristotélica hemos visto florecer la rama fértil constituida por la política”.
“Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo XVIII existe ya una fisura en este her-
moso bloque. El uso cada vez más generalizado de un término que se origina a princi-
pios del siglo XVII, el de Economía Política, provoca una incertidumbre creciente”.
A partir del siglo XVIII la economía ha adquirido una completa autonomía de orden
intelectual, alcanzando su independencia respecto a las otras ciencias y en especial,
no quedan vestigios de su clásica dependencia respecto de la política.
“Si bien el hecho de haber arrebatado a la política una vasta parte de su dominio era
ya grave, el desarrollo de la economía le es aún más perjudicial, pues ésta manifiesta
casi inmediatamente la pretensión de reemplazarla” -afirma Prelot- “La economía no
sólo quiere separarse de la política, sino desvalorizarla colocándola en un segundo
plano, poniendo en tela de juicio su importancia y su existencia. En esto concuerdan
las dos escuelas rivales del Liberalismo y del Socialismo” -concluye el autor citado-.
El liberalismo nos conduce a una concepción minimalista del Estado, que queda redu-
cido a su rol de mero gendarme. La idea esencial que informa al liberalismo individua-
lista, estriba en su convicción sobre la existencia de un orden económico espontáneo
que obedece a leyes naturales. Ese orden providencial, movido por la “mano invisible”
a que aludía Adam Smith, se autoregula mediante mecanismos automáticos como el
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mercado, que a través de los precios envía sus mensajes vinculando a productores y
consumidores, sin intervención del Poder Político.
Frente a este verdadero gobierno de las leyes económicas, al estado solo le resta
mantener inalterable el marco jurídico de respeto a los derechos de los individuos,
asegurar la libertad de acción de los agentes económicos y no intervenir en el amplio
campo de la economía. El liberalismo ha reducido al Estado y a la política a la mínima
expresión.
“En la vida del hombre común la política es una excepción o un episodio” -concluye
Prelot”-.
“Se produce otro cisma -afirma Prelot- que no deja de mostrar semejanzas en sus orí-
genes y en sus resultados, con el de la economía. Es el que ahora separa lo político
de lo social”.
El autor alemán Robert von Mohl (siglo XIX) distinguió tajantemente la ciencia social
de la ciencia política. El concepto de social involucra a “las instituciones, las costum-
bres y los comportamientos no organizados directamente por el Estado”.
Prelot advierte que “las exaltaciones de lo social son múltiples “... El orden de la socie-
dad es considerado infinitamente más rico que el orden jurídico del estado, tanto des-
de el punto de vista de su contenido espiritual como en su capacidad de vida espontá-
nea”. En ese sentido, Charles Péguy escribe: “La vida privada transcurre bajo la vida
pública. Las virtudes privadas se desarrollan bajo las virtudes públicas. Lo privado es
el tejido mismo. Las actividades públicas no son más que islotes; es lo privado lo que
constituye el mar profundo”.
Es evidente que esta nueva percepción de lo social indica una severa desvalorización
de la ciencia política. “Pero es mucho más grave para la integridad de la política la
pretensión de lo social de convertirse en ciencia autónoma y global bajo el nombre de
sociología”, puntualiza Prelot.
Augusto Comte fue quien acuñó el término sociología con la pretensión de que se tra-
taría de la ciencia por antonomasia. “Creo que debo aventurar desde ahora -expresa
Comte- este término exactamente equivalente a mi expresión ya introducida de física
social”. Ahora bien, aunque la expresión física social no tuvo aceptación alguna, la
palabra “sociología” fue adoptada en la mayor parte de las lenguas con el sentido de
un conocimiento general y objeto de la constitución y del desarrollo de las sociedades.
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Durkheim, en cambio, consiguió que “la sociología fuera reconocida como ciencia y se
le concedieran cátedras”.
George Jellinek en su “Teoría General del Estado” deja a la política fuera de la doctri-
na del Estado.
A la política le resta el examen de la forma en que el Estado puede cumplir sus fines.
“Se convierte en un estudio accesorio de carácter práctico y crítico”.
Este proceso se ahondará hasta el punto que los autores inspirados en Paul Laband
harán sólo derecho público y no ciencia política, ciencia inferior e indigna de las cáte-
dras universitarias.
Prelot señala que “la economía, la sociología y el Derecho público despojan de lo me-
jor de su sustancia a lo que fue tradicionalmente el dominio de la política. El contenido
de esta disminuye hasta desaparecer por completo, debido a la creciente especializa-
ción de las ciencias políticas”.
“Existen ahora la sociología política, que estudia los fenómenos políticos en su aspec-
to social; la economía política que examina el Estado como agente o como marco
económico; el derecho político, que considera el aspecto jurídico de las instituciones y
relaciones públicas”, etc., etc.. Cada vez que aparece la política es absorbida por al-
guna otra ciencia”. “A fines del siglo XIX la política desapareció como un sustantivo
que designa una ciencia autónoma y sólo quedó como calificación de otras discipli-
nas”.
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No existe más la ciencia política; sólo subsisten las ciencias políticas. Esta tendencia
al progreso y la multiplicación de las ciencias políticas, responde a la “filosofía de la
época que ve en la especialización un signo de progreso y el criterio mismo de lo cien-
tífico”, pero entraña la desaparición de “La política”, según Prelot.
Los totalitarismos del siglo XX derivan de este movimiento pendular, entre el raciona-
lismo extremo (del “jacobinismo” revolucionario francés y de Hegel, y de Marx quien da
origen al comunismo) y el irracionalismo de Nietzche y Sorel que son antecesores del
nazismo y del fascismo respectivamente.
Desde estas ópticas extremas la política pasa a ser adoctrinamiento, manipuleo ideo-
lógico, imposición o intolerancia. Este avance de la literatura y del pensamiento exclu-
sivamente centrado en lo ideológico, constituyó un verdadero reduccionismo de la
ciencia política, que debe basarse en el estudio y la comparación de ciertas constan-
tes que emergen de la propia naturaleza humana, y que se verifican o se vulneran -
con las consecuencias correspondientes- en la vida histórica de las diversas socieda-
des.
Augusto Comte y sus epígonos positivistas, deslumbrados por los éxitos del método
de las ciencias naturales, invadieron un campo del saber -cuyo objeto de conocimiento
nada tiene en común con la causalidad y la exactitud de las leyes del mundo físico- y
privaron a las ciencias sociales de sus elementos de conocimiento y estudio funda-
mentales.
El derecho deja de ser un orden normativo justo cuya finalidad radica en establecer la
paz social para convertirse en una “pirámide de normas” que emanan del Estado y
pueden instaurar cualquier sistema de convivencia.
Aristóteles había señalado que un “hombre instruido” debe saber que no puede espe-
rar de un tratado político, un exactitud de orden matemático. Cada ciencia debe es-
tructurar su método de investigación de acuerdo al objeto de estudio y a sus peculia-
res características. El modelo de la física -la ley de gravitación universal- no puede ser
aplicado al estudio de estas últimas, que tiene que ver con el hombre y con su conduc-
ta, y por ende con su libertad.
Herman Heller merece ser considerado como uno de los más destacados autores de
esta corriente restauradora. Sus obras más recordadas son “Los regímenes políticos
contemporáneos” y “Soberanía”. Este autor alemán refuta a Kelsen -último represen-
tante de Fuste del positivismo jurídico- y a Carl Schmitt- que reduce su teoría del Es-
tado a una concepción sociologista y vitalista.
cátedras de estudio sobre el Gobierno desde el siglo XIX y crearon a partir de esa
realidad, sus departamentos de ciencias políticas.
Las casas de altos estudios norteamericanas vieron fortalecidas sus áreas de estudios
políticos, merced al traslado de figuras de gran fuste como Carl Friedrich, Mario
Einaudi, W. Gurian y otros menos prestigiosos, que venían buscando el clima intelec-
tual propicio que no encontraban en Europa.
Este ejemplo cundió “particularmente a través de la Unesco”, donde “el prestigio nor-
teamericano actúa sobre muchos jóvenes espíritus que van directamente a tomar ins-
piración de la ciencia anglosajona”, según indica Prelot.
En Francia Georges Burdeau efectuó “la revolución de hacer pasar el Derecho Consti-
tucional de la situación de ciencia principal a la de ciencia complementaria”. Separán-
dolo deliberadamente de las ciencias jurídicas, hizo del Derecho constitucional el pun-
to de partida y el elemento de apoyo de la ciencia política. La reedición en 1949 de su
Tratado de Ciencia Política “dejó de ser una temeridad para convertirse en un testimo-
nio”, dice Prelot.
Jean Dabin y la Escuela de Lovaina proclaman: “La ciencia política no es ni puede ser
otra cosa que la ciencia del estado. Tal era el objeto de la política en la antigüedad
que no hay razones para que el objeto de esta ciencia haya desaparecido desde Pla-
tón, Aristóteles y Cicerón”.
Entre los que le asignan prioridad al Estado merecen citarse a Jellinek, Laski, Prelot y
Herman Heller.
El objeto de la ciencia política es -según Heller- el Estado tal como se formó en el ám-
bito histórico cultural de occidente a partir del Renacimiento.
La teoría del Estado pertenece por derecho propio a las ciencias de la cultura y de la
realidad (sociológica), y no a las ciencias de la naturaleza, por una parte, y del espíritu
por la otra.
29
Los autores más relevantes que otorgan primacía al poder son: Max Weber, Burdeau,
Vedel, etc.
El constitucionalista alemán Carl Schmit objeta la posibilidad de hacer una ciencia del
Estado porque el Estado sólo puede ser explicado desde la política (desde el fenó-
meno político que es lo que le da sustento y razón de ser).
El historiador Schmoller señalaba que para conocer las instituciones actuales, era ne-
cesario estudiar 2000 años de historia y no reducirse a estudiar el desarrollo del Esta-
do occidental desde el Renacimiento. A esta objeción responde Heller, observando
que la noción de Estado que comienza a desarrollarse en occidente durante el Rena-
cimiento, es única. Se da desde el momento en que un poder unificado se ejerce en
un ámbito territorial limitado y preciso.
Los autores que sostienen la tesis de que la Ciencia Política es la ciencia del poder, se
encuentran con el problema de la amplitud del concepto. El poder está potencialmente
presente en toda relación comunitaria, en las sociedades civiles y comerciales, en los
clubes y gremios, etc.
Pero si se trata del poder que se mueve dentro de los límites institucionales, estamos
refiriéndonos al Estado -del cual el poder es un elemento, pero no el único.
El aporte de Heller nos parece muy importante y en principio aceptamos que “La teoría
del Estado Moderno” es uno de los temas fundamentales de la ciencia política, uno de
cuyos productos fundamentales es el Estado Moderno.
El objeto del conocimiento político pertenece al núcleo de los objetos culturales (ver
cuadro sinóptico), pues consiste en el estudio del Estado y de cierto tipo de actividad
humana que se refiere a conquista del gobierno estatal (faz agonal) y a lo que deberá
construirse desde el Estado (faz arquitectónica). Esta descripción abarca, pues, el co-
nocimiento de las finalidades de la actividad política y de los temas mencionados en la
lista-tipo de UNESCO de 1948, que reproducimos a continuación:
Como puede apreciarse, la amplitud de los temas que en la práctica tienen que ver
con la realidad política excede a la teoría del Estado y también a una mucha más limi-
tada teoría sobre el poder.
Sin embargo, no existe un pensador contemporáneo que haya sido capaz de elaborar
esa síntesis.
Este sencillo axioma no fue tenido en cuenta por el “Positivismo” que había proclama-
do el principio de “La unidad de la ciencia” -de estirpe cartesiana-, por la aplicación de
un único método que debía ser adjudicado en forma común al conocimiento de las
leyes o los fenómenos físicos y, también, a los objetos culturales.
31
JOHN STUART MILL pontificó en su sistema de lógica, que el progreso de las ciencias
sociales se lograría con la aplicación de la metodología de las ciencias físicas.
Es acto político la conducta exteriorizada que efectúan las personas o grupos que per-
siguen una finalidad política. En su faz agonal -conquista del poder- puede consistir en
acciones de diversa índole y cumplidas en un amplísimo espectro:
Desde la faz arquitectónica son, por ejemplo, los actos que realiza el gobierno al esta-
blecer un plan económico, sancionar una ley que organiza el sistema educativo, etc.
Desde luego que cuando se habla de leyes en el campo de la política, se trata de for-
mulaciones sobre determinadas regularidades de los hechos políticos, que se fundan
en la naturaleza del hombre. Es evidente que no se trata de leyes que expresan el
principio de la causalidad stricto sensu y que son propias de las ciencias físico-
naturales.
Actividad Obligatoria
UNIDAD II
IDEAS POLITICAS
a) La Teoría Política
1. La teoría política
b) La Historia de las Ideas Políticas
LISTA TIPO 2. Las Instituciones Políticas
DE LA
UNESCO a) Los Partidos Políticos
DE 1.948 3. La vida política b) Los Grupos de Presión
c) La Opinión Pública
4. Las Relaciones Políticas Internacionales
Gaetan Pirou en su obra “Doctrina Social y Ciencia Económica” (1929), distingue en-
tre:
2) La Doctrina: se ocupa también de los fenómenos pero los aprecia, los acepta o los
rechaza en función de un ideal inmanente o trascendente al Estado. Las doctrinas juz-
gan los hechos e indican los caminos a seguir para asegurar la felicidad de los ciuda-
danos o el poder del Estado.
Sin embargo, esta distinción que parecía atractiva fue progresivamente abandonada
por los seguidores de Pirou, como Daniel Villey -quien en su "Pequeña Historia de las
Grandes Doctrinas Económicas" descarta la dualidad teoría doctrina-, y Emile James
explica que la operación del espíritu se despliegan del siguiente modo: observación,
sistematización, verificación, juicio de valor, proposición de reforma. Esta descripción
señala lo artificioso de la distinción entre teoría y doctrina.
Expresa Jean Touchard en su obra "Historia de las ideas políticas": La distinción en-
tre “doctrinas políticas e ideas políticas es fundamental”. Señala que según el Diccio-
nario de la Lengua Francesa-Littre:
34
“El término de “Ideas Políticas” -tal como Thibaudet lo emplea cuando habla de las
“ideas políticas de Francia”- es más amplio. Aquí no se trata solamente de analizar los
sistemas políticos elaborados por algunos pensadores, sino de volver a”:
- el de la doctrina,
- el que los marxistas denominan la “praxis”,
- el de la vulgarización,
- el de los "símbolos y representaciones colectivas".
“La historia de las doctrinas forma parte de la historia de las ideas, pero ni es toda la
historia de las ideas ni quizás su parte esencial: ¿tendrán los historiadores del por-
venir un conocimiento exacto del liberalismo francés, posterior a 1945, si se contentan
con analizar “Du Pouvoir” y “De la Souverainete”, cualquiera que sea, por otra parte, el
interés de estas obras?”
“El primer tema de la Lista Tipo, se denomina Teoría Política. Contiene dos subdivisio-
nes: La Teoría Política y la Historia de las ideas políticas. Esta clasificación es ade-
cuada si las palabras no se usan con una significación demasiada precisa, si se consi-
dera que teoría e ideas son términos equivalentes”
“Designa una construcción intelectual que aparece como resultado del trabajo
filosófico o científico”.
(Diccionario de Filosofía Abreviado - José Ferrater Mora)
Actividad Nº 3
La estructura social básica de los pueblos orientales era la tribu; ésta es el conglome-
rado humano unido sobre la base de una religión concreta propia, que sirve de funda-
mento a todas las instituciones. El lazo que une a los miembros de la comunidad con
sus gobernantes sagrados y sus jerarquías, es ancestral y constitucionalmente religio-
so. El individuo, la persona, sólo existe en función del todo social; no tiene vida propia.
La ciudad no tenía un significado vital, sino en cuanto era la morada de un dios. Babi-
lonia significa la Puerta de Dios. Nínive, derivaba de Innina, nombre originario de la
diosa Istar. Lo mismo ocurría con las ciudades egipcias cuyos nombres surgían de los
dioses tutelares que residían en ellas.
El jefe sagrado era la fuente de donde manaba todo el poder y la propiedad de la so-
ciedad.
Cuando el meridiano histórico se trasladó a Grecia comenzó una nueva fase en la his-
toria humana: nació el Estado y el primer atisbo de democracia como una forma más o
menos autónoma de gobierno de un pueblo libre y consciente de sí. Esta estructura
social está ligada con una nueva concepción del ser humano: el individuo que se co-
noce a sí mismo y que intenta realizarse a través de la paideia. (Los sofistas, Sócra-
tes, Platón, Aristóteles)
Por ejemplo, Egipto era una sociedad donde la tierra era propiedad de los reyes dio-
ses.
Existen residuos totémicos y elementos que permiten descubrir una transición hacia el
culto astral. Muchos dioses son mitad hombres, mitad animales (Anubis), otros son
simplemente animales (Buey Apis, Horus, etc.), pero ya se ha sobrepasado lo totémico
y se tiende a señalar principios morales y teológicos de validez general.
J. Fraser había señalado que el totemismo era un progreso hacia la religión universal,
y que los egipcios estaban en ese tránsito.
El plano religioso señala un progreso notable. Los dioses revisten una forma netamen-
te humana y algunos de ellos se representan como fuerzas cósmicas puras. Los pla-
netas eran heraldos de la voluntad divina. Los movimientos de los astros y sus posi-
ciones revelaban los acontecimientos que tenían lugar en el cielo; los que se registra-
ban en la tierra eran un mero reflejo del acontecer celestial.
Los persas (660 a.C.) consiguen trazar la primera religión superior. La estructura so-
cial todavía es de carácter tribal, pero la religión se espiritualiza. La multiplicidad de
dioses se reduce a dos potencias: la Luz o el Bien y la Oscuridad o el Mal. La guerra
entre las dos potencias que buscan el dominio de lo material y espiritual, culminará
con el triunfo del Bien. Al final de los tiempos habrá un juicio final y los justos irán al
paraíso.
Importancia de Grecia
Este hecho decisivo en la historia, se verifica dentro de un proceso más amplio: la lu-
cha por la afirmación de la individualidad humana y el conocimiento de sí mismo, que
se articulaban a través de las más diversas vertientes del pensamiento y del arte grie-
37
Los Dioses del Panteón Griego son completamente humanos -salvo en su carácter de
inmortales- y a pesar de sus atributos, los filósofos buscan los fundamentos del Gno-
mos y de la existencia humana, no en ellos, sino en principios de Razón. Tales,
Anaximandro y Heráclito se preocupan por explicar las causas del mundo físico sin
aludir a ninguna Teogonía. Solón había descubierto “las leyes naturales de la comuni-
dad social y política”, señalando que el hombre no es un objeto del Poder de origen
divino, como creía el resto de los pueblos antiguos, que desvalorizaban a la persona
humana.
En síntesis:
Desde el punto de vista estrictamente político, Grecia aporta como novedad la Teoría
Política y las formas paradigmáticas de Gobierno, entre las que, como primicia absolu-
ta, surge la Democracia Ateniense.
38
La Polis
En el libro clásico “La ciudad antigua”, Foustel de Coulanges, afirma que la religión ha
estructurado y modelado la familia, el derecho y la Polis. El matrimonio sagrado ha
enseñado a los hombres que la unión conyugal es algo más que la unión efímera y
caprichosa de los sexos. Al unir a los esposos en un mismo culto, los hace compartir
para toda la vida los derechos divinos y humanos, el mismo techo y el mismo pan.
La religión hace que la familia permanezca agrupada en torno al altar que se fija al
suelo. El domicilio, la propiedad de la tierra, surge del hecho de que el dios se ha ins-
talado allí, en esa tierra, no por la vida de un hombre, sino mientras la familia alimente
la llama del sacrificio.
El padre de familia tiene un poder absoluto sobre los miembros porque posee la posi-
bilidad de engendrar la vida. Porque él es quien representa la continuidad del culto y
del grupo y mantiene encendida plenamente la llama del hogar, representación de la
permanencia de la familia en el tiempo.
En Grecia se lo llama Basileus, es decir rey. (En Roma se lo nombra pater conscripti.
Pater es un título sacerdotal a diferencia del genitor que es padre en el sentido carnal)
La familia, es pues, una monarquía bajo la autoridad del padre. Cuando se une a otras
familias es para formar la tribu, y la reunión de éstas constituye la ciudad antigua.
La polis era pues el marco de la reflexión de los pensadores griegos, a los que muy
sucintamente analizaremos porque de ellos surgieron los principios de la Ciencia Po-
lítica.
39
En las 150 polis cuya organización investigó Aristóteles, con el propósito de esbozar la
teoría sobre la constitución del Estado, los ciudadanos participaban activamente en la
vida política. El Estagirita explica que la polis nació para hacer posible la vida y para
que fuese digna de vivirse.
En Grecia, por primera vez en la historia, la ley no resulta una imposición de un déspo-
ta, sino que proviene de la decisión de los ciudadanos de la polis. La libertad política
nace en el seno de las ciudades-estado griegas, por la participación del ciudadano en
la sanción de la ley, en la administración de la justicia y en la marcha del Estado. Se
genera así, el germen de la democracia, desarrollándose en los ciudadanos una nue-
va conciencia del valor de cada persona y el respeto por su ámbito de libertad y su
capacidad de autogestión.
Otro hecho político de fundamental importancia aportado por los griegos, es el haber
impuesto a los gobernantes la obligación de rendir cuenta de sus actos y responder
por sus errores.
Pericles -el ilustre político que daría su nombre al siglo V a.C.- define así al sistema
ateniense:
Actividad Nº 4
PUEBLOS ORIENTALES
Estructura Social Religión
EGIPTO
BABILONIA
PERSIA
La vocación ética para instaurar nuevas y más justas formas de gobierno, se manifies-
ta desde épocas muy antiguas.
La ciudad estaba integrada hasta entonces por las clases sociales siguientes:
1) EUPATRIDAS o NOBLES.
2) GEORGI: AGRICULTORES o TERRATENIENTES.
3) DEMIURGOS: OBREROS o COMERCIANTES.
4) HERKTEMOROI: ARRENDATARIOS que conservaron el 1/6 del producto
agropecuario.
En la primera mitad del siglo VII a. de C., y merced a los cambios reseñados, ATENAS
era una REPUBLICA ARISTOCRATICA pues en las elecciones sólo podían ser de-
signados ARCONTES, los EUPATRIDAS.
La aparición del dinero -que reemplazará al sistema de trueque- promovió una rápida
concentración de la riqueza en los comerciantes y terratenientes y una penosa situa-
ción de miseria entre los arrendatarios y los grupos sociales más humildes.
Reforma de Dracon
Las tensiones sociales fueron creciendo hasta que en el año 621 a. de C., se designó
a DRACON para que revisara la Constitución y las Leyes. Las leyes escritas fueron
famosas por su severidad, pero atenuaron la situación de las clases serviles y amplia-
ron la ciudadanía a todo aquel que fuera capaz de “proveerse de un equipo de AR-
MAS”. Dracón estableció tribunales de la polis en sustitución de la justicia de los ge-
nos, manejada por los aristócratas.
Reformas de Solón
Para la designación de los Arcontes cada tribu nombraba diez candidatos y de la tota-
lidad de éstos, se elegían por sorteo los nueve requeridos.
El nuevo Consejo de los 400 tenía como función ser el guardián supremo de las leyes
y de la moral pública.
La facción de “La Costa” daba cabida a todos los mercaderes del Ática, que igualmen-
te temerosos de la libertad concedida a los pobres, que de la tiranía a la que aspiraban
los ricos, pedían un gobierno mixto, "para reformar a los unos y otros". Megacles era
su vocero y caudillo.
42
Pisístrato, el más astuto de los jefes de estas facciones, recurrió a una serie de estra-
tagemas que lo condujeron al poder absoluto. Chateubriand emite un desapasionado
juicio crítico cuando señala que “reinó en Atenas con todas las virtudes excepto las de
un republicano”.
La Tiranía
Pisístrato -de quien se dice que era primo de Solón- se apoderó del gobierno de Ate-
nas y estuvo a cargo de esa función desde el 561 al 528 a. de C. “Su tiranía resultó
próspera y brillante”, nos refiere PETRIE. “Mantuvo en lo general la constitución de
Solón” e “impulsó una muy vigorosa política comercial”. La posteridad le debe la reco-
pilación de "La Ilíada y La Odisea" y la creación de un clima que privilegiaba las artes,
hecho que convirtió a Atenas en una ciudad de gran irradiación cultural.
1.- El Ática fue dividida en demos de acuerdo a un criterio decimal. Los demos origi-
naron 10 tribus; y a su vez, cada distrito se dividió en 10 tribus (organizadas no por
razón del nacimiento sino en virtud de un criterio geográfico). Aristóteles señala
que el pueblo quedó así repartido en 10 grupos.
2.- Las nuevas 10 tribus aportaban 50 representantes cada una para integrar el Con-
sejo de los 500, que tenía funciones administrativas, deliberativas y judiciales.
Cada tribu designaba una comisión de pritanos que cumplía funciones de coordi-
nación del consejo durante una décima parte del año.
3.- Los Arcontes fueron elegidos por el voto de la Asamblea.
4.- Se crearon los cargos de estrategas -uno por tribu- bajo el mando del Polemarca.
5.- Se instituyó el ostracismo, que era dictado por la Asamblea por una mayoría de
6.000 votos, para desterrar a los ciudadanos peligrosos para la democracia, duran-
te 10 años.
Hacia el 457 la tercera clase de Solón fue admitida al Arcontado, y el venerable Con-
sejo del Aerópago se vio reducido a entender en los casos de homicidio y funciones
secundarias. El Consejo de los 500 y la Asamblea asumieron la conducción del Esta-
do, alcanzando Atenas la democracia plena, bajo la figura de Pericles.
Estableció una dieta o sueldo -Misthoi- para que los ciudadanos pobres pudieran parti-
cipar en la vida política y prescindir temporalmente de sus ocupaciones habituales,
con excepción de la asistencia a la Asamblea, que constituía un deber cívico no suje-
to a remuneración.
43
Tucídides expresó su admiración hacia Pericles -hijo de Jantipo- señalando que fue “el
hombre más influyente de Atenas, el que tenía más habilidad en la palabra y en la ac-
ción”.
Había sido educado cuidadosamente por el sofista Damón quien lo inició en las artes
oratorias.
Pericles anuncia -en la célebre oración por los caídos en la Guerra del Peloponeso
que transcribe Tucídides-, la originalidad de las instituciones políticas de Atenas.
“Nuestra Constitución no se siente celosa de las leyes de nuestros vecinos -expresa-”.
“Por el contrario, es el prototipo de las leyes de los demás estados. Más que imitar a
los demás, servimos de modelo” y la democracia ateniense se ha constituido en “La
Escuela de Grecia”.
“Ha recibido el nombre de democracia, por no estar en manos de una minoría sino de
la mayoría”, -define, sentando el principio de la soberanía popular-.
La Isonomia: Todos los habitantes de Atenas “de acuerdo a las leyes, gozan de
igualdad”. Los atenienses son “iguales en la solución de los diferendos entre los parti-
culares, iguales en la obtención de los honores debidos a los merecimientos y no a la
clase”...
A. Croiset señala que esta frase define el estilo de la Democracia Ática, que se
halla regida por la “soberanía de la palabra elocuente”.
44
La Filantropía: “Ofrecemos nuestra ciudad a todos los hombres: ninguna ley aparta a
los extranjeros ni los priva de nuestras instituciones y de nuestros espectáculos”. “Sólo
nosotros somos serviciales sin reservas mentales, sin cálculo interesado por el solo
impulso de una generosidad sin desconfianza".
"No creemos que sea bueno mirar con suspicacia las acciones de los otros: no les
reprochamos su goce, no les ponemos un gesto severo..." Esta frase también contiene
una crítica a las costumbres rígidas e intolerantes de Esparta, que eran consideradas
como la base de la estabilidad de su constitución aristocrática.
leza constitucional y penal, que tiene por fin limitar el poder del
pueblo. Cualquier ciudadano podía iniciarla, denunciando a
quien propuso una ley ilegítima. La presentación debía formu-
larse por escrito ante la ecclesia o ante el tribunal de los He-
liastas, con una clara indicación de la ley superior que había
sido conculcada.
La acción suspendía la validez de la ley atacada hasta que
hubiese sentencia, si el recurso se había presentado ante la
Asamblea.
Si se accionaba ante el Tribunal de los Heliastas, el planteo
podía cuestionar la forma, cuando no se habían respetado las
normas procedimentales: Por ejemplo, un decreto aprobado
por la Asamblea sin haber estado incluido en el orden del de-
creto.
La ilegalidad por cuestiones de fondo se verificaba cuando un
decreto o una ley nueva entraban en contradicción con una ley
antigua no derogada. Esta acción introducida por Pericles fue
un formidable instrumento de estabilidad constitucional de
Atenas.
Para dictar ostracismo, se requería un quorum de 6000 ciu-
dadanos.
La asamblea elegía a los estrategas o generales en razón de 1
por tribu. (10 en total)
Era un cuerpo de 10 miembros designados por sorteo y a ra-
zón de 1 Arconte por cada tribu.
Cargos y funciones:
1.- El Arconte en jefe: Era la cabeza visible del
Estado y se lo llamaba EPONIMO, porque daba
su nombre al año. Dirigía las grandes Dionisía-
cas.Sus deberes judiciales se relacionaban con la
ley familiar.
2.- El Arconte Rey o Basileus:Principal funcionario
Los Ar- religioso del Estado, entendía en los juicios de
contes homicidio y en las causas religiosas.
3.- El Polemarco: Entendía en las causas en las
que formaban parte los que no eran ciudadanos.
4.- Los 6 Themothetae o Arcontes Menores: Se
Magistraturas ocupaban de asuntos judiciales, de velar por la
marcha de los Tribunales y de la conservación y
revisión de los códigos legales.
5.- 1 Secretario Arconte.
El Consejo del Areópago: Integrado por ex-Arcontes; éstos
eran vitalicios. Su competencia abarcaba: el homicidio inten-
cional, el envenenamiento y el incendio doloso.
Los Jurados populares, Discasterías o Tribunales Helias-
tas: En estos tribunales se resolvía la mayor parte de los jui-
cios de Atenas. Era un cuerpo de 6000 ciudadanos que se
dividía en 10 secciones. Las cortes fluctuaban en su integra-
ción entre 201 a 2501 jurados.
El modelo ateniense polarizó a los Estados democráticos de Grecia y tuvo como anta-
gonista al arquetipo aristocrático de Esparta, cuya constitución se atribuía a Licurgo.
“Toda ciudad es una comunidad. Las comunidades siempre están constituidas en fun-
ción de algún bien, porque los hombres siempre actúan de acuerdo a lo que les pare-
ce bueno”. En esta frase Aristóteles señala el carácter teleológico o finalista de las
comunidades humanas, de las cuales la Polis o Ciudad Estado es la de mayor radio,
pero que está integrada por otras comunidades más pequeñas: la familia, que se
constituye “para la satisfacción de las necesidades cotidianas de la casa.” La Aldea,
que se integra por varias casas, para la satisfacción de necesidad comunes a las fami-
lias; y la polis: que es “la comunidad perfecta de varias aldeas”. Es perfecta porque
tiende a satisfacer las necesidades de la vida y “existe para vivir bien”.
El formidable viraje histórico que significó la aparición de estas nuevas realidades polí-
ticas y culturales, sólo puede ser comprendido mediante la comparación entre las Po-
lis, que exaltan la persona humana, la libertad y los derechos naturales del hombre
(V.Gracia Los Sofistas); y las monarquías orientales, donde el rey es un representante
de la divinidad y es el único protagonista de la historia y del poder. El hombre en el
esquema oriental queda reducido a la mínima expresión.
47
Los romanos decían que "Atenas y Esparta eran los dos ojos de Grecia" y podríamos
agregar, los modelos constitucionales antitéticos para todas las ciudades helénicas.
El mismo autor señala que: “afirman algunos que la Pythia le enseñó los buenos re-
glamentos de que ahora usan los espartanos”. (Herodoto también recoge la versión de
que Licurgo trajo las leyes y las instituciones de Creta)
El Conde de Chateaubriend en su obra “Historia de las revoluciones antiguas”, consi-
dera que el hecho de atribuir a una revelación divina las leyes máximas de Esparta,
les confirió la inamovilidad, la estabilidad y el respeto de los espartanos.
La Monarquía Espartana
El Consejo de la Gerusia
Está integrado por 28 próceres mayores de 60 años -elegidos por aclamación por la
Asamblea- y por los 2 reyes.
Es el órgano depositario del poder político de Esparta y sus competencias son amplí-
simas. Decide sobre las alianzas, la Paz o la Guerra y puede intervenir en todo lo refe-
rido a la ciudad-cuartel.
Los éforos eran los jefes del gobierno y tenían poder de control y censura sobre las
costumbres, los magistrados, la ciudadanía y las leyes. Sus decisiones se expresan a
través de bandos que se publican para que fueran conocidas por todos.
Estaba integrada por los ciudadanos espartanos de origen dorio, que poseían un te-
rreno y servían en el ejército. Debían estar inscriptos en la lista electoral de las tribus,
y estar casados.
Se reunía habitualmente una vez por mes a las orillas del Río Eurotas para tratar los
dictámenes propuestos por la gerusia y el Eforado, a los que generalmente convalida-
ban por aclamación, aunque teóricamente podían disentir.
La Pequeña Asamblea
Se reunía convocada por los gerontes para tratar asuntos fundamentales o urgentes
de la ciudad. Se integraba por invitados selectos de la Gerusia, entre los cuales se
incluían a los notables de la nueva aristocracia.
Sus sesiones eran secretas y podían versar sobre la sucesión dinástica de los reyes,
los tratados de paz, las alianzas, los procesos públicos y otros temas de relieve para el
futuro de Esparta.
La Comunidad Helénica
Este singularismo extremado no permitió que la vida política griega pudiera salir del
cauce clásico de la polis.
Los griegos integraban culturalmente una unidad, en la que imperaban la misma etnia
y Lengua, principios religiosos afines, una misma organización gentilicia y un estilo de
vida idéntico. Esta vocación unitiva está contenida en los poemas Homéricos -que
49
muestran a todos los griegos coligados contra TROYA- y en la respuesta unánime que
los aglutina contra la monarquía persa durante las Guerras Médicas. También se ma-
nifiesta en los juegos olímpicos que convocaban a los atletas de todas las ciudades
helénicas.
Pero la conciencia de unidad griega no fue lo suficientemente fuerte como para crista-
lizarse en un sistema político orgánico y permanente. El grado de vinculación más es-
trecha que alcanzaron las ciudades griegas, se estructuró a través de pactos de asis-
tencia militar.
Existían las Ligas o anfitrionas, que coagulaban a las polis bajo la conducción de:
Con esta guerra -y las que siguieron -culminó con la caída de la Liga de ciudades en-
cabezada por Atenas y con el Triunfo de Esparta. La hegemonía espartana fue efíme-
ra.
La ciudad de Tebas se separó pronto del seno de la alianza victoriosa y ayudó a Ate-
nas en su lenta recuperación y en la creación de la Segunda Liga Marítima. El Rey de
Persia que había apoyado pecuniariamente a Esparta para abatir el Poderío Atenien-
se, envió dinero a Atenas para que esta ciudad restaurara las fortificaciones que debió
derruir ante su derrota.
Atenas, aliada con Tebas, encaró la guerra de los 7 años contra Esparta, que concluyó
brillantemente para la ciudad que fue cuna de la democracia, con la paz sellada en el
año 371 a. C., que consolidaba la recuperación ateniense.
Poco después de estos sucesos Tebas, bajo la conducción del genial Estratega Epa-
minondas, infringió una sangrienta y contundente derrota a Esparta en LEUCTRA, que
relegaría definitivamente a un segundo plano a esta antigua potencia militar.
Atenas, inmediatamente, formalizó una alianza con Esparta -su antigua Rival-, para
neutralizar el rápido auge de Tebas. Los espartanos volvieron a ser derrotados en
Mantinea (batalla en la que perdió la vida EPAMINONDAS).
50
Este estado de permanente lucha por la hegemonía entre los Estados griegos incidía
también en los procesos políticos internos. Atenas alentaba y apoyaba a los partidos
democráticos, y Esparta incitaba a los aristócratas a la toma del poder. La dimensión
interior y externa de este conflicto permanente, fue el principal factor de declinación y
agotamiento de la Polis.
Jaeger explica el significado de ese momento, de la siguiente forma: “El hecho funda-
mental de la historia griega en los siglos que van desde Homero hasta Alejandro es la
POLIS, considerada como la forma definitiva de la vida del estado y del espíritu”...
“Aunque sus armas hubiesen triunfado, los griegos ya no podían tener un porvenir
político, ni al margen de la dominación extranjera ni bajo su yugo. La forma histórica
de su estado había caducado ya y ninguna nueva organización artificial podía sustituir-
la. Queda en pie el hecho de que los griegos no llegaron a desarrollar una conciencia
nacional en sentido político que los capacitase para la creación de este tipo de estado,
aunque no careciesen de una conciencia nacional en otros sentidos. Aristóteles dice
en su Política que los griegos podrían llegar a dominar el mundo si constituyesen un
solo estado. Pero ese pensamiento sólo se alzó en el horizonte del espíritu griego co-
mo problema filosófico. Sólo una vez, en la batalla final de Demóstenes por la inde-
pendencia de su Patria, se produjo en la historia de Grecia una oleada de sentimiento
nacional, traducida en realidad política con la resistencia común frente al enemigo ex-
terior. “En ese momento, puesto en tensión a la hora postrimera para defender su exis-
tencia y su ideal, el Estado agonizante de la polis alcanzó en los discursos de Demós-
tenes categoría de eternidad”.
La batalla de Queronea -338 a C.- significó el dramático fin de las libertades políticas
de la ciudad-Estado griega. Los ejércitos de Filipo de Macedonia derrotaron en ese
episodio bélico a la liga de las ciudades helénicas, que se habían reunido en un pos-
trer esfuerzo para luchar contra la dominación Macedónica.
Este fue el acto terminal de un proceso de caducidad histórica de la polis, que - como
se ha expuesto- se había iniciado con la “Guerra del Peloponeso”.
El Período Helenístico
La Grecia clásica dejaba a este vasto imperio el legado de su filosofía, sus artes visua-
les, su música, su literatura y su arquitectura, que integrarán y amalgamarán los ele-
mentos de las culturas vernáculas en un todo orgánico. Esta nueva cultura se gesta
sobre todo en la ciudad de Alejandría, edificada en el Delta del Nilo, a orillas del Mar
Mediterráneo, para constituirse en La Capital del Helenismo, donde se integrarán las
Culturas griega y oriental. Esta ciudad símbolo del mundo helenizado, crearía dos ins-
tituciones que tendrán fundamental importancia para el futuro de la cultura helénica:
Actividad Nº 5
RESUMEN
Partimos de la distinción fundamental entre Doctrina política e Idea política. LA DOC-
TRINA es un conjunto de dogmas (filosóficos y/o religiosos), que dirigen a un hombre
en la interpretación de los hechos y en la dirección de su conducta. LA IDEA O TEO-
RIA es la construcción intelectual que se esfuerza en el análisis de los sistemas políti-
cos dentro de un contexto histórico.
La libertad política nace en el seno de las ciudades estados griegas, por la participa-
ción del ciudadano en la sanción de la ley, la administración de justicia y la marcha
general del estado. Se genera así el germen de la DEMOCRACIA, desarrollándose en
los ciudadanos una nueva conciencia de la libertad y capacidad de autogestión.
Evolución de Atenas: nos interesa esta ciudad porque dio origen a la democracia y a
la reflexión epistemológica de la política.
Funcionarios que restringían los poderes del rey: Polemarca, Arconte y Tesmotes-
tas.
Clases Sociales:
1) Nobles,
2) Agricultores o Terratenientes,
3) Obreros o Comerciantes y
4) Arrendatarios.
En el año 594 se designa a Solón como arconte, quien dictó importantes medidas de
orden social.
Desde el 561 al 528 se apoderó del gobierno Pisístrato, quien mantuvo en general la
constitución de Solón e impulsó una vigorosa política comercial. Le sucedió Clístenes
cuyo período de gobierno es considerado de transición hacia la democracia plena que
se produjo bajo la figura de Pericles.
AÑO 432 AC: LOS ESPARTANOS DECIDEN INICIAR LA GUERRA CONTRA ATE-
NAS.
AÑO 429 AC: MUERE PERICLES POR CAUSA DE LA PESTE DESATADA EN
ATENAS.
AÑO 421 AC: PAZ DE NICIAS PACTADA POR 50 AÑOS ENTRE ESPARTA Y
ATENAS.
AÑO 411 AC: TRIUNFO DE LA OLIGARQUIA EN ATENAS - CONSEJO DE LOS
400.
EL EJERCITO ATENIENSE SE SUBLEVA EN SAMOS Y PIDE QUE
ALCIBIADES SEA DESIGNADO ESTRATEGA.
AÑO 410 AC: ALCIBIADES VENCE A LOS ESPARTANOS.
AÑO 406 AC: VICTORIA NAVAL ATENIENSE EN LAS ARGINUSAS.
55
Ascenso de Macedonia
Parménides de
La Metafísica
Elea
FILOSOFÍA
GRIEGA
Protágoras
Los Sofistas
Período antropológico o del Gorgias I
Esplendor
Siglos V-IV a.C. Períodos del Sócrates
esplendor Platón
Período cosmogónico
Hacia el siglo VII a.C. se produce un gran cambio de la actitud humana. Este fenó-
meno sucede en Grecia por obra de una minoría de hombres peculiares, a los que se
llamó filósofos. Esta actitud novedosa consistió en la búsqueda racional de la ver-
dad, primero acerca de la naturaleza del universo (Jonios), luego del ser (Pitágoras-
Parménides) y finalmente del hombre. (Sócrates)
La fuerza impulsiva que presidía esta nueva posición del individuo frente al cosmos,
era la maravilla, el deseo de conocer, de desentrañar el secreto de las cosas y los fe-
nómenos que subyace bajo la apariencia que perciben los sentidos.
Todos los pensadores presocráticos creyeron que tras las cosas mutables o cambian-
tes, existía un substrato que permanece, una causa originaria que las hace nacer y a
la cual retornan al corromperse.
Los Milesios
Tales de Mileto
Considerado el primer filósofo nació en el año 625 a.C. Se lo consideró uno de los 7
sabios de Grecia y su anecdotario -del que se hace eco Aristóteles- es muy variado.
Anaximandro
Llamó al ARJE, el “ápeiron”, una palabra que significa indefinido o ilimitado. Anaxíme-
nes le dio el nombre de aire o hálito.
Esa materia fue llamada divina, porque siempre permanece, porque toda realidad es
ella.
A medida que la división se adueña de todas las cosas surgen los dolores de la sepa-
ración, que destruyen la serenidad y la paz de lo uno.
En esta concepción de la vida que reflotan los trágicos, están dados todos los elemen-
tos del insalvable pesimismo antiguo. Si el hombre quiere traspasar los límites de su
ser y volverse dios, destino último de la vida, será castigado por querer franquear esa
barrera. La aspiración a superar el horizonte lo impulsa, pero la fuerza de lo divino
hunde al hombre de nuevo en la unidad.
Los dos caminos alternativos que se abren frente al problema del destino humano son
la vía donisíaca (que quiere vencer la naturaleza rebasándola mediante el misticismo)
y el camino apolíneo de la serenidad y la razón (“Conócete a tí mismo”).
La Dialéctica: Heráclito
Diógenes Laercio le atribuye la obra “De la Naturaleza”. Pero G. S. Kirk considera que
su enseñanza fue oral.
Olf Gigon dice que Heráclito se presenta como un educador iluminista que habría libe-
rado el espíritu de una actitud adherida a la tradición de los mitólogos.
Platón en su diálogo “Cratilo” dice que “La opinión de Heráclito es que todas las cosas
fluyen y nada permanece”... “Se supone que Heráclito enseñó que todas las cosas
están en movimiento y que nada reposa; las compara a la corriente de un río y dice
que no puede descender en las mismas aguas dos veces”. Sería así, el filósofo de la
inconstancia del ser. Es la contraparte del pensamiento de Parménides. (según Platón,
Aristóteles y modernamente Spengler)
- “Los hombres ignoran que lo divergente está de acuerdo consigo mismo. Es una
armonía de tensiones opuestas, como la del arco y la lira (Fragmento 13)”.
- “La guerra es el padre y el rey de todas las cosas. A algunas ha convertido en dio-
ses, a otras en hombres; a algunas ha esclavizado y a otras ha liberado. (F 53)”
- “El bien y el mal son uno”. “Debemos saber que la guerra es común a todos y que la
discordia es justicia y que todas las cosas se engendran de discordia y necesidad”.
(F 80)
“Es siempre uno y lo mismo en nosotros, lo vivo y lo muerto, ... lo joven y lo anciano”.
“Entramos y no entramos en los mismos ríos; somos y no somos”. “Este mundo, que
es el mismo para todos, no lo hizo ningún dios o ningún hombre; sino que fue siempre,
es ahora y será un fuego siempre viviente, que se prende y apaga medidamente”. “El
sol es nuevo cada día”. “Ya me he buscado a mí mismo”. “He sacado de mi la razón
del mundo” (es una expresión que podría imputársele a Descartes).
La respuesta de Parménides, es que este punto de vista es absurdo. La idea del de-
venir implica necesariamente que lo que ahora es, no será en un momento próximo.
Las cosas fuera del sujeto son exactamente idénticas a sus pensamientos. Lo que yo
no puedo pensar porque es absurdo, no podrá ser en realidad. Se ha producido la
60
identificación del Ser con el Pensar. Parménides afirma haber recibido este principio
de identidad por revelación de parte de la diosa. Ese anuncio lo hace imitando el estilo
órfico, como para resaltar su origen místico.
Los predicados lógicos que emanan de la concepción parmenídica del ser, son los
siguientes: El ser es único, porque si hubiera dos seres, ¿qué habría entre ellos?: El
no-ser, pero como el no-ser es impensable, esa hipótesis es descartable. El ser es
eterno, porque si no lo fuera, habría tenido principio. Y si tuvo principio, antes existió el
no-ser. Es lo mismo que decir que el ser y no ser son lo mismo. El ser es inmutable
porque todo cambio implica el ser del no-ser (lo que es absurdo). De la misma forma
demuestra Parménides otros predicados acerca de la inmovilidad del ser. Pero no po-
día ocultarse que en el episodio del universo, las cosas son evidentemente distintas a
este ser único, que es el principio y la razón de todo. El mundo sensible es distinto
del mundo inteligible.
Parménides identifica el ser con el pensar y aplica rigurosamente las condiciones del
pensar a la determinación del ser. La identificación del ser y del pensar ha inducido al
error de creer que Parménides fue el primer idealista. Nada más erróneo, porque es la
investigación de la realidad de las cosas, de la fisis, de la naturaleza, la que lo ha lle-
vado a ese Ser inmanente, que está en todo. El Panesseísmo afirma que el Ser está
en todo, abarca toda la realidad. El ser se multiplica y dinamiza en los entes, que en-
cuentran su consistencia en la existencia pura que es el Ser.
Los entes nacen por desgarramiento del Ser. La muerte es volver a integrarse en la
totalidad del Ser. El ser es inmanente al mundo, inmanencia que es eterna. Como el
mundo griego es un mundo de necesidad, en realidad habría que encontrar una pala-
bra que resumiera el concepto de inmanencia y trascendencia del Ser (éste es eterno
pero está y es la naturaleza); es a la vez inmanente porque está inmerso en los entes
y en la fisis, y trascendente porque está por encima de las cosas tomadas individual-
mente y del tiempo, porque es eterno. El ser es, pues, toda la realidad en donde co-
existen todos los entes, todas las cosas. Él es el que da la razón a los entes y cosas.
El hombre griego es un hombre que ve el cosmos como algo limitado, ordenado y per-
fectamente transparente. La Ciudad y el hombre deben estar de acuerdo con ese
Cosmos limitado. Todo está sujeto a la ponderación y a la medida. Lo ilimitado es el
caos. Lo apolíneo es lo luminoso. Lo dionisíaco también está reglado. Platón y Aristó-
teles: El Estado está sujeto a la medida de lo humano, se teme a lo colosal. El hombre
es la medida de todas las cosas y es quien forma al Estado.
61
Actividad Nº 6
PERÍODO COSMOGÓNICO
Objeto de Estu- Representantes Idea Principal
dio
Los nuevos temas versan sobre la ética, el Estado, las leyes, los valores, el mundo
social, que en un primer momento plantean los sofistas.
Este período de esplendor filosófico comienza con Sócrates, que se alza contra los
sofistas -responsables de la decadencia Ateniense según los deja entrever Platón- y
culmina con el sistema totalizador de Aristóteles.
62
a) Los Sofistas
Antífon, otro sofista ilustre, es quien desarrolla la política como una teoría o un arte
razonado. Su distinción entre “La naturaleza y la ley, hizo vacilar al Estado Griego en
sus cimientos, pero permitió a otros filósofos distinguir el Derecho Natural de la Ley
Positiva” -apunta Jacques Chevalier en su “Historia del pensamiento”.
A ellos se deben también, los primeros estudios de derecho comparado: entre las le-
yes de Atenas y la de otras polis o también con los países bárbaros. Uno de los méto-
dos de la ciencia política es la comparación que favorece la madurez del espíritu críti-
co y el progreso de las instituciones.
Los sofistas señalaron que: “para gobernar un Estado no son ya suficientes los viejos
usos y las leyes sagradas, siendo necesario, ante todo, persuadir a los hombres y ac-
tuar sobre voluntades libres” (Fustel de Coulanges - "La ciudad antigua"). La sofística
entraña una pedagogía utilitaria que prepara a la clase dirigente para el triunfo. La
democracia griega requiere oradores flexibles, que dominen el arte retórico y la elo-
cuencia, para poder imponer su criterio en las asambleas multitudinarias.
1.- La ley natural es superior a la positiva. La ley positiva solo es válida cuando consti-
tuye un reflejo, una ejemplificación de la ley natural.
En consecuencia, no existe santidad, inmutabilidad o perfección en las leyes de la
ciudad, porque estas son obras humanas.
2.- Muchas de estas leyes positivas sólo sirven al interés del más fuerte (TRASIMA-
CO), en flagrante contradicción con el orden natural.
3.- Todos los hombres, griegos y bárbaros tienen los mismos derechos por naturaleza
y componen una sola familia. “Los dioses han creado a los hombres libres y la na-
turaleza no ha hecho a nadie esclavo” -
4.- El Estado es el resultado de un libre acuerdo o contrato social y no el producto de
la naturaleza.
Crítica
Gronie Brinton dice que ellos: “enseñan la manera de usar esa nueva herramienta que
hemos llamado razón. Consideran que ella constituye un instrumento admirable en
manos de personas inteligentes y ambiciosas y de guiar a tales personas hacen su
profesión. Sus discípulos podrán abrirse camino hacia el éxito por encima de la gente
63
Julián Marías afirma: “Los sofistas introducen en la vida intelectual la duda sobre cues-
tiones decisivas. Después de distinguir lo que es justo por naturaleza de lo que es jus-
to por convención; apenas encuentran en ninguna parte lo primero; de ahí a la idea de
que toda justicia es un convenio, no habría más que un paso y es el que dan Trasíma-
co y Glaucón: La fuerza de la ley, que antes era cosa de la naturaleza o de la voluntad
de los Dioses se desvanece; el Estado no va a ser más que una convención o el mero
imperio de la fuerza”.
“El espíritu griego, que se había revelado capaz de grandes realizaciones, se va desli-
zando, por causa de la prédica de los sofistas, hacia una dialéctica sutil, capciosa,
engañadora y a fin de cuentas, destructora de todo”. (Chevalier).
b) Sócrates
Toda conversación socrática era un pequeño drama, casi siempre insignificante y tri-
vial al comienzo; pero el interlocutor que se dejaba cautivar sentía pronto la fuerza de
una imaginación original que se apoderaba de él y lo arrastraba con tal seguridad, que
no le era dado sustraerse a su influjo. No quería inculcar -con habilidad propia del so-
fista- teorías personales, sino "despertar en ellos el gusto de pensar por sí mismos,
ayudándoles a expresar ideas innatas y a transformar en conscientes los elementos
de verdad que poseían inconscientemente".
Era un sabio libre y feliz, que “cumplió con todos sus deberes patrióticos, demostrando
valor en la guerra y entereza como ciudadano”. Enseñó a sus conciudadanos la bús-
queda de la verdad, la justicia y la moral. Al sostener que el ser humano está integrado
por cuerpo y alma, y que en esta última, residen las esencias del bien, la verdad y la
belleza, sentó una posición contraria al materialismo y utilitarismo de su época domi-
nada por la enseñanza de los sofistas.
“La filosofía posterior debió reparar lo que la sofística había corrompido, tal obra
no podía conseguirse sino de la manera indicada por Sócrates”.
(Ernesto Curtius - "Historia de Grecia")
En el año 399 a.C., tres atenienses -Melito, Anito y Licón- acusan a Sócrates de co-
rromper a la juventud y de desconocer a los Dioses del Estado. Platón, en su libro
"Apología de Sócrates", narra la dramática y serena defensa que el filósofo hizo de sí
mismo ante el Tribunal de los Heliastas.
Actividad Nº 7
“Hay que figurarse a Platón como un hombre robusto que respiraba profundamente, y
de raza de reyes; descendía, se dice, de Códro. En el estilo de su pensamiento y de
su vida, en sus aventuras, en su manera de entrar en los temas, de tratarlos con pa-
sión, con altivez, con una especie de indiferencia, de alargarlos excesivamente, y des-
pués, terminarlos por sorpresa, hay la desenvoltura de un señor”. Así nos presenta al
filósofo ateniense, Jean Guitton en su delicioso Librito “El pensamiento vivo de Platón”.
“Platón se presenta en estado de discípulo -continúa- como si supiera que una cosa
bella es más bella aún en estado de reflejo. Sócrates era para él, como Jesús para
Juan el Evangelista, la verdad encarnada en apariencias difíciles de penetrar si no se
goza de un impulso de amor”.
"La República
Es el diálogo más importante que escribió Platón sobre el Estado ideal. En griego su
título era “Politeia”, etimológicamente el Estado.
En esta obra, Sócrates aparece descripto como el maestro por antonomasia. Platón
propone la creación de un Estado ideal, que es el espacio social adecuado, el marco
que necesita el hombre educado para vivir y desarrollar todas sus potencialidades.
El Estado es una obra de los ciudadanos, a la que se arriba tras un proceso de forma-
ción y educación humana. El punto central de la teorización es la relación que existe
entre la estructura interna del hombre y la del Estado. Platón expresa esa identidad
mediante paradigmas que son a la vez imagen y modelo.
La imagen plástica del Estado que concibe el filósofo, emerge de su creencia en que
la formación del alma humana es la palanca que lo moverá. Este principio se contra-
pone a la idea de legalidad escrita, o principio constitucional que dos siglos antes, ha-
bía señalado redentoramente el camino para evitar las luchas políticas. Esa ley consti-
tucional se había convertido en una mera función del poder al servicio de la facción de
turno y que operaba fuera de los principios morales.
La ciudad de Atenas antes esplendorosa, había sido vencida y humillada por su con-
trincante, Esparta, cuyo triunfo señaló las ventajas de la constitución aristocrática.
El derecho y la ley en el momento de la decadencia de la Polis eran la expresión del
partido más fuerte. Es por esa razón que Platón inaugura el diálogo sobre “la Repúbli-
ca” con un protagonista que es, en sí mismo, “el hombre justo”. En efecto, Sócrates -
ese protagonista- es quien rechaza las teorías de los sofistas representados en el libro
por Trasímaco, quien sostiene que lo justo es lo que conviene al más fuerte.
En contra de la actitud cínica y antiética de los sofistas, Platón señala que el bien es
una aspiración natural del hombre y que el político debe aplicarlo como meta y arte del
Estado. Sólo a través del bien puede esperarse toda salvación.
Platón renuncia al modelo de Estado de Derecho ateniense, con su respeto por la ley
y el postulado de igualdad de derechos para los ciudadanos grandes y pequeños, por-
que piensa que estas son simples formas que tienen valor cuando existe una sustan-
cia moral que las alimenta y mantiene. El hombre justo no necesita el auxilio de las
leyes ni de los tribunales, ya que se trata de un individuo que posee plena conciencia
de su responsabilidad.
66
La restauración del Estado se logrará mediante la perfección de las virtudes del ciuda-
dano. Existe una simetría perfecta entre las virtudes humanas y las funciones que de-
ben cumplir las distintas clases. La justicia del Estado se basará en las conductas vir-
tuosas de los ciudadanos.
Un Estado bien organizado debe organizarse en función de una adecuada división del
trabajo, que para ser eficaz, debe estructurarse y encarnarse en tres clases sociales
perfectamente diferenciadas:
1.- Los gobernantes: La virtud que deben sustentar los integrantes de esta clase es
LA PRUDENCIA.
2.- Los guardianes: Se caracterizan por encarnar EL VALOR.
3.- Los artesanos - campesinos: La virtud que les es propia es LA TEMPLANZA.
La Justicia -que es el cimiento del Estado perfecto-, se fundamenta en que cada ciu-
dadano cumpla cabalmente con las tareas que debe desempeñar de acuerdo a su
clase en el seno del Estado.
Estas categorías sociales no constituyen castas cerradas, sino que cada ciudadano
debe ser ubicado en el lugar que le corresponde de acuerdo a sus aptitudes y virtudes.
Los miembros de la clase gobernante y los guerreros deben llevar una vida de austeri-
dad absoluta; nada les pertenece, pues todos sus bienes, mujeres e hijos los poseen
en común. El comunismo platónico se impondría únicamente a las clases más altas,
para que cumplan sus funciones con generosidad y no tengan que preocuparse por
sus propios intereses.
Los artesanos y campesinos deben tener propiedad privada, porque esta institución
constituye el estímulo requerido para asegurar la producción necesaria para la vida de
la polis.
“En la República, Platón quiere demostrar que sólo una esmerada educación es capaz
de implantar la justicia -que engloba la prudencia, el valor y la templanza- en el alma
individual, desde donde luego se esparce en toda la vida de la comunidad. La polis
perfecta no puede brotar sino del modo de ser ideal cuya noción existe en nosotros.
De ahí que el primer paso hacia su advenimiento sea una educación constructiva de la
personalidad humana. La historia de la idea griega de la justicia ha recorrido un ca-
mino que la condujo desde el concepto de un orden legal perfecto, impuesto a todos
los hombres por la polis, hasta la fuente de este orden en la mente humana”. (Werner
JAEGER)
El Estado sano no requiere del rigor de las Leyes. En el Estado carcomido por el vicio,
las leyes son inoperantes para curarlo. El Estado sólo puede salvarse por la Educa-
ción, porque ésta forma a los ciudadanos en la virtud y les revela que la justicia es la
finalidad última de la vida social.
Según Platón, existe una simetría entre el individuo y el Estado. El alma de cada per-
sona está integrada por los mismos tres principios de acción en que se agrupan las
clases sociales de su “República”.
La paz del alma y la del Estado se encuentran sólo en el orden. Se requiere que la
cabeza mande, porque sólo a través del pensamiento se revela lo que es bueno para
cada parte y para todo el conjunto. La virtud de la prudencia se fundamenta en ese
conocimiento que regirá al corazón, tenga éste felicidad o dolor, placer o peligro. En
esta correcta dirección racional de las pasiones irascibles radica el valor.
A su vez, las pasiones concupiscibles deben ser gobernadas por la razón y el corazón.
Así se logra el dominio sobre sí mismo y la virtud de LA TEMPLANZA.
“Establecer este orden en el alma del individuo es tarea del educador. La Educación
es la base misma de la política, porque en el Estado el orden debe asentarse en los
mismos principios y asegurarse por los mismos medios que en el individuo: sólo for-
mando ciudadanos justos y jefes prudentes, se llega a establecer la paz y la justicia en
la ciudad”.
La novedad profunda que aporta Platón en “La República” es que su Estado no busca
subordinar al hombre, sino que debe ser un instrumento de la perfección moral y de la
realización del individuo.
Platón cree resolver la antinomia planteada por Heráclito -sobre la fluidez de las cosas
sensibles- y por Parménides, con su visión metafísica sobre la inmutabilidad y eterni-
dad del ser.
Las ideas son los arquetipos, los modelos eternos que existen en la mente de Dios, de
los seres y cosas materiales, que caen bajo nuestros sentidos. El mundo de las Ideas
está ubicado en el Topos Uranos -más allá del mundo sensible- y sólo puede ser con-
templado por el pensamiento puro. El alma ha podido conocer estas realidades perfec-
tas antes de su encarnación en un cuerpo, por eso, el hombre conserva reminiscen-
cias de su vida espiritual que pueden actualizarse mediante la Mayéutica (es el méto-
do socrático de hacer parir la verdad que se aloja en lo más entrañable del ser hu-
mano, mediante el diálogo inductivo. Maya es la partera).
Desde el exterior se proyectan las sombras de unas estatuas cargadas por otros hom-
bres que pasan.
ñarlos. Esta era su posición sobre la pena impuesta a Sócrates por el pueblo atenien-
se, que lo condenó a beber la cicuta.
Al aspirar a que el Estado se ajuste a un modelo divino, Platón trata de “definir las
condiciones en las que un régimen es perfecto e indestructible” y, podríamos agregar,
que escape al devenir.
Pero para visualizar ese arquetipo es necesario conocer las leyes que disciplinan el
devenir.
“La sucesión de los regímenes: Para detener la evolución hace falta, en primer lugar, co-
nocerla. Hay detrás de Platón, ese enemigo del devenir, la primera gran imaginación his-
tórica. El estudio de los cambios de constitución había podido llamar la atención de algu-
nos autores. Pero Platón va a dar su ley general: el devenir político no es solamente pura
sucesión de hechos accidentales, sino que está regido por un determinismo estricto. De
la Aristocracia -la forma perfecta que nos describe en la República- proceden sucesi-
vamente, por una evolución continua que constituye moralmente una degradación, la Ti-
mocracia, la Oligarquía, la Democracia y la Tiranía (Rep., VIII, 544 y siguientes). La Ti-
mocracia se instaura cuando en la Aristocracia de tipo ideal los miembros de la tercera
clase -la de los trabajadores- se enriquecen; y teniendo que ser reprimida su ambición
por la fuerza militar, los guerreros se aprovechan, repartiéndose las riquezas y oprimien-
do a quienes primitivamente debían proteger. En este régimen el amor naciente por las
riquezas, tropieza con restos de sana filosofía, mezclándose el bien y el mal; el principal
móvil del hombre timocrático es la búsqueda de honores y la ambición -ya insensata pe-
ro menos vil, sin embargo, que la búsqueda de riquezas-. Sirven de ejemplo de este ré-
gimen sobre todo, dice Platón, las Constituciones de Creta y Esparta. La Timocracia de-
genera en Oligarquía cuando el rico gobierna y el pobre no participa en el gobierno. Por
consiguiente, al convertirse la riqueza en el único título, el desorden se introduce en to-
das las clases. Todo se halla revuelto. Y cuando la presión de los descontentos se hace
demasiado fuerte se instala la Democracia, siendo eliminados los ricos. Es éste un ré-
gimen deplorable, ya que la inclinación desenfrenada por la libertad conduce a eliminar
del Poder, como peligrosos, a los especialistas, a autorizar todo género de existencias
(por eso la democracia es una feria de Constituciones) y a despreciar, por último, las le-
yes escritas y no escritas; de manera que se produce una reacción radical en forma de
Tiranía. “De la extrema libertad sale la mayor y más ruda esclavitud” (Rep. 564) (trad.
Pabón Galiano). "A su vez el tirano, como nada se levanta en su camino para detenerle,
se convierte en esclavo de la locura, dirigiéndose su reino hacia la catástrofe".
Platón intentó clasificar, dentro de este marco sistemático, los diferentes regímenes
existentes entre los griegos (incluso la tiranía, que es, sin embargo, la negación de la
democracia), suponiendo entre ellos un vínculo de filiación. A decir verdad, la historia
es utilizada más que respetada; esta sucesión teórica no tiene más realidad que las
edades de oro, plata y hierro. Se reúnen observaciones fragmentarias para formar un
sistema racional. Es, quizá, en parte verdad que un nuevo poder -el de la fortuna- se
había levantado poco a poco frente al poder de los “guerreros” y que masas más o
menos proletarizadas habían ayudado a aquellos a realizar revoluciones en sentido
democrático. Pero decir que la tiranía sale de la democracia es desnaturalizar la com-
probación -elevándola al plano de la abstracción- de que el tirano estaba sostenido por
el pueblo. Asimismo, tiene poco fundamento decir que el régimen espartano es la pri-
mera etapa de la degradación de un Estado aristocrático ideal, que sigue siendo con-
69
“Educación de los ciudadanos: una educación estricta, dispensada por el Estado, está
destinada a formar las élites. Después de una selección -que Platón no determina con
precisión- se somete:
Por consiguiente, la política es una especialización, ya que no debe confiarse más que
a gentes preparadas para ello. Pero esta educación no es, en realidad, otra cosa que
una educación de la razón. La ciencia política es, en muchos aspectos, la ciencia sin
más, la de la verdad y el bien, o sea, la razón iluminada en debida forma. El mito de la
caverna prueba bastante bien que la política platónica se encuentra en estrecha de-
pendencia con la teoría de las ideas. Nadie hizo más que Platón para sacar a la políti-
ca del simple empirismo oportunista; pero, en determinados aspectos, hizo mucho
para impedirle descubrir un objeto propio.
Según Platón, las mujeres pueden, en la sociedad de los guardianes, tener idéntico pa-
pel en las actividades públicas que los hombres, recibiendo para ello la misma educa-
ción. Se suprimen los vínculos matrimoniales y se instituye la comunidad de mujeres,
siendo los magistrados quienes regulan las uniones y fijan el tiempo de procreación. El
Estado educa en común a los niños; de este modo la clase dirigente forma una sola fami-
lia. Liberado el individuo de toda atadura personal, se asocia directamente al Estado. La
unificación de la sociedad es total. Este rasgo termina de dar a la República su carácter
utópico.
Política y moral: la justicia. Por consiguiente, la primera tentativa del filósofo es consti-
tuir en ciencia la moral y la política, las cuales coinciden en su motor común, el Bien, que
no es diferente de la Verdad; así como sustraer la política del empirismo para vincularla
a valores eternos que las fluctuaciones del devenir no perturben. Se comprende sobre
70
qué idéntica exigencia se articulan tanto la teoría del conocimiento como la política de
Platón. En ambos casos se trata de encontrar las verdaderas realidades, obscurecidas
por el devenir; no es una casualidad que la pieza esencial de la teoría platónica de las
ideas -el mito de la caverna- esté desarrollada en La República. Hay que reencontrar la
definición de esa virtud que los sofistas pretendían conocer y enseñar (cuando, en reali-
dad, sólo habían captado una sombra de ella), de esa virtud que Sócrates -más modes-
to- sabía que no hay que confundir con la moneda sin valor de las virtudes en uso. En
este sentido, la tentativa de Platón está encaminada a salvar la moral y la política del re-
lativismo a que las reducía Protágoras. La ciencia política debe volver a encontrar las le-
yes ideales. Por consiguiente, forma una unidad con la filosofía; la política no será cien-
cia más que cuando los reyes sean filósofos. Se comprende: Platón rechaza, además de
la democracia ateniense, cualquier otro régimen existente, incluso la Constitución espar-
tana, como empírico. Su posición es radical. Por esta razón la República es algo muy di-
ferente de un panfleto que predique insidiosamente el retorno al pasado. Es muy posible
que, así como Protágoras estableciera el relativismo y la evolución para justificar la de-
mocracia existente, Platón condenara la evolución para condenar mejor la democracia.
Pero esta condena de la evolución sitúa el problema bajo una luz diferente; no se trata
tanto de un retorno al pasado como de definición de un régimen que escape al devenir.
No se trata ya -como en el diálogo de Herodoto- de escoger el régimen que más plazca,
sino de definir las condiciones en las que un régimen es perfecto e indestructible. De es-
ta forma, el problema central de la República es el de la Justicia, individual o colectiva
(todo es uno). La referencia a la Justicia permite excluir los puntos de vista de la utilidad,
el interés o la conveniencia. Ni los arsenales ni las fortificaciones constituyen la grandeza
de una Ciudad. La política no se mide con esa escala, sino en relación con la idea misma
de Justicia, que no es sino la Verdad o el Bien aplicados al comportamiento social. La
obra consigue su grandeza y coherencia por la permanencia de este propósito. Platón
funda la política como ciencia deduciéndola de la Justicia. Y no ciertamente como des-
cripción objetiva de los fenómenos políticos, sino como estudio normativo de los princi-
pios teóricos del gobierno de los hombres. Este tipo de enfoque y esta tentativa habrían
de conocer una posteridad de término”; nos enseña Jean Touchard.
Actividad Nº 8
"Las Leyes”
Es el último diálogo que Platón escribe sobre la Política y es una obra de su vejez.
La síntesis de Jean Touchard sobre su contenido es muy concisa y clara, razones por
las que procedemos a su transcripción:
"Las Leyes". "Las Leyes, obra de vejez, tiene, aunque sólo en apariencia, intenciones
más realistas. Platón no intenta -al menos así lo afirma- describir el Estado ideal, sino
describir tan sólo el mejor que se pueda construir en la práctica. Por una parte, su es-
tado de ánimo es netamente más religioso que en La República. Las leyes deben
tener un origen divino, y Dios es la medida de todas las cosas. Además, su Estado
71
Ortega dice que en Grecia la Constitución fue una creación de un hombre iluminado o
genial. En efecto, en Esparta el Legislador Supremo fue Licurgo, que actuó bajo la
revelación de un Dios y en Atenas Solón, a quien siguieron otros reformadores como
Clístenes, Efialtes y Pericles.
Nació en el año 384 A.C. en Estagira, ciudad del reino de Macedonia. A los 18 años se
radica en Atenas y siguiendo su temprana vocación filosófica, se vincula a la Acade-
mia de Platón, donde será su discípulo, hasta la muerte del filósofo ateniense (año 347
A.C.)
En el año 345 A.C. a pedido del rey Filipo II de Macedonia, Aristóteles se instala en la
ciudad de Pella convirtiéndose en el preceptor de Alejandro, heredero del trono (quien
será Alejandro Magno).
Hegel señaló que la fecundidad de este encuentro entre dos grandes genios, indica “la
utilidad práctica del filósofo”. El milagro del helenismo no se hubiese podido cumplir si
72
Alejandro Magno -el conquistador por excelencia- no hubiese recibido los grandes
ideales de la cultura helénica que le inculcó Aristóteles.
En el año 335 A.C. Aristóteles retornó a Atenas y fundó EL LICEO (en un bosque con-
sagrado a Apolo Liciano). A partir de esa fecha se cumple el período más fecundo de
su vida, que durará hasta el año 323 A.C.
En el año 322 A.C. en la ciudad de Calcis, fallece Aristóteles a los 62 años de edad,
legando a la posteridad su obra monumental.
En esta obra está condensado el pensamiento aristotélico sobre el origen del Estado,
las formas de gobierno, las funciones y los fines del Estado.
Aristóteles considera al Estado como una formación de origen natural, que resulta del
hecho de que el hombre es un ser social (zoon politicón). La voluntad humana puede
modelar, mantener y transformar el Estado, pero su “causa eficiente” radica en la ten-
dencia natural del hombre a la sociabilidad.
En este tema Aristóteles refuta a los sofistas -especialmente a Trasímaco- que soste-
nía que el Estado es el producto de una convención meramente artificial y que siempre
implica una restricción a la libertad del individuo. La teoría sofística reaparecerá luego
en el pensamiento de Rousseau.
Aristóteles define al Estado como “un hecho natural; el hombre es por su naturaleza
un animal político destinado a vivir en sociedad y el que no forma parte de ninguna
polis es o una bestia o un dios”.
En el libro II de “LA POLITICA”, Aristóteles examina las diversas teorías sobre el Esta-
do Ideal.
73
Aristóteles era hijo de un médico que pretendía descender del Legendario Esculapio y
desde niño se había familiarizado en el método inductivo propio de la biología. Estas
diferencias de mentalidad y de formación se reflejan ya en la vida de Platón, el gran
maestro de Aristóteles. Este decía de su discípulo: “me tira coces como lo hacen los
potrillos con sus madres” y el Estagirita afirmaba luego: “soy amigo de Platón pero soy
más amigo de la verdad”.
La crítica al comunismo que Platón propugnaba para las clases altas, es verdadera-
mente actual y señala su inviabilidad por apartarse de lo que la naturaleza manda.
En este libro, Aristóteles también refuta el principio de la unidad platónica del Estado.
El Estado debe ser forzosamente múltiple porque en caso contrario sería “como hacer
un acorde con un solo sonido o un ritmo con una sola medida”.
La Polis posibilita a los hombres que la habitan una vida humanamente digna, tendien-
te a la perfección y que se baste a sí misma. Constituye la organización social de ma-
yor radio y amplitud que contiene los elementos requeridos para satisfacer todas las
necesidades vitales de sus integrantes.
La clasificación aristotélica de las formas de gobierno nació clásica, pues aún hoy es
generalmente aceptada.
en lugar de gobernarse en función del bien común se lo hace contemplando los intere-
ses personales de cada grupo gobernante.
En este Libro, Aristóteles señala que la mejor forma de gobierno no es una fórmula
aplicable a todas las polis. Cada pueblo merece una forma de gobierno que se adecue
a sus cualidades y condiciones. Sin embargo, recomienda formas mixtas que minimi-
cen los riesgos de cada sistema y puedan aprovechar sus ventajas de manera combi-
nada.
Sobre las clases sociales, sostiene que en toda ciudad existen tres clases sociales:
Los ricos
Clases Sociales La clase media
Los pobres
Los ricos no saben obedecer y son propensos al orgullo y a las demasías. Los pobres
no saben mandar, bajo el dominio de estas clases: “no se ven en el Estado más que
señores y esclavos y ningún hombre libre”. De un lado celos y envidia; del otro, vani-
dad y altanería. El Estado estará bien conducido cuando la mayoría de los ciudadanos
gocen de una riqueza suficiente para atender a sus necesidades.
75
La característica que presenta una Polis estable, es que la clase media es más nume-
rosa y poderosa que las otras dos reunidas, o que cualquiera de las otras separada-
mente. Las revoluciones y turbulencias sociales son menos frecuentes, porque la ma-
sa de los ciudadanos es moderada y no posee la envidia y el resentimiento de los po-
bres, ni el orgullo y la ilimitada ambición de poder de los ricos.
La falta de clase media origina la oligarquía -cuando prevalecen los ricos- o la demo-
cracia -cuando prevalecen los pobres-. Esas formas terminan fatalmente en una tira-
nía.
La familia es el origen del Estado. Una asociación de familias integra un pueblo y una
asociación de pueblos un Estado. El Estado es la más amplia de las asociaciones, que
se basta a sí mismo y provee a la satisfacción de todas las necesidades sociales.
En el tratamiento de los temas relativos a los otros poderes, se interesa por analizar
sobre todo los requisitos que deben cumplir los ciudadanos para acceder a las magis-
traturas y de las diversas formas de designación.
La teoría de la división de los poderes, que desarrollara Montesquieu -20 siglos des-
pués-, había sido planteada por el Estagirita.
En los siguientes libros se plantean los requisitos del Estado bien constituido.
El primer factor limitante es la dimensión del Estado. La ciudad tiene por finalidad bas-
tarse a sí misma. Si es demasiado pequeña no podrá satisfacer ese objeto. Pero si es
demasiado dilatada, será muy difícil el ejercicio de la vigilancia y la autoridad. Esta
regla es válida para dos de los elementos constitutivos del Estado: la población y el
territorio, que deben guardar la relación y las magnitudes requeridas para que el esta-
do sea autosuficiente y pueda satisfacer las necesidades de sus ciudadanos.
En este tema, los sofistas tenían razón cuando sostenían que la institución de la es-
clavitud vulneraba el derecho natural.
76
Sin embargo, el Estagirita intuyó que en un remoto futuro, el trabajo servil dejaría de
ser un elemento importante de la economía ciudadana y que en esta situación ya no
sería necesaria. “Si cada instrumento de labor, pudiese en virtud de una orden recibida
o si se quiere, adivinada, trabajar por sí mismo como las estatuas de Dédalo o los Trí-
podes de Vulcano, que se iban solos a las reuniones de los dioses, si las Lanzaderas
por sí mismas, si la cítara sonase sola, los empresarios prescindirían de los operarios
y los señores de los esclavos”. El párrafo transcripto es de sorprendente actualidad y
explica, aunque no justifique, su posición sobre el problema de la esclavitud, que en el
mundo civilizado concluyó en el siglo XIX, bien avanzada la Revolución Industrial.
Política y moral: Sostenía Aristóteles que el ejercicio de las funciones elevadas debe
ser puesto en manos de los ciudadanos que tengan las siguientes cualidades:
Ambrosio Romero Carranza en su obra “Historia del Derecho Político” las explica así:
“Enseñaba Aristóteles que el saber político constituye una rama especial del saber
moral, no la que se refiere al individuo, ni la que se refiere a la sociedad doméstica,
sino precisamente la que se refiere de un modo específico al bien de los hombres
reunidos en la polis, al bien del todo social: este bien es un bien esencialmente hu-
mano y por lo tanto se mide, ante todo, en relación con los fines del ser humano (...).
La política, en particular, tiende al bien común del cuerpo social: ésta es su medida.
Ese bien común es un bien principalmente moral, por lo cual es incompatible con todo
medio intrínsecamente malo”.
77
Actividad Nº 9
- Estado
- Política
- Relación entre moral y política.
a) La escuela estoica
Plutarco afirma que existió una convergencia nítida entre el pensamiento estoico y la
nueva situación política y social, creada por las vertiginosas conquistas de Alejandro
Magno. Dice en “De la fortuna de Alejandro”:
“Zenón” -el fundador de la escuela- “escribió una República muy admirada, cuyo prin-
cipio es que los hombres no deben separarse en ciudades y pueblos que tengan cada
uno sus leyes particulares, pues todos los hombres son conciudadanos, ya que para
ellos existe una sola vida y un solo orden de cosas, como para un rebaño unido bajo la
regla de una ley común. Lo que Zenón escribió como un sueño, lo realizó Alejandro.
Reunió en un solo cráter, a todos los pueblos del mundo y ordenó a todos que consi-
deraran la tierra como su patria”.
En efecto, la escuela estoica fue la que aportó al emergente orbe helenístico, las ideas
que harían posible la fusión del heterogéneo contingente de etnias diversas, pueblos y
culturas aparentemente incompatibles y estilos políticos y regiones diametralmente
opuestas.
El estoicismo introduce la idea de que el hombre es ciudadano del universo y que por
lo tanto, no debe identificarse, ni pertenece a la patria de una ciudad-estado concreta y
restringida al perímetro de sus murallas o al ámbito que establecen sus límites sagra-
dos.
“La ciudad del sabio es el mundo” y los hombres -iguales entre sí- forman una comu-
nidad universal, regida por leyes naturales que pueden ser reconocidas por medio de
la razón.
78
La Escuela Estoica tomó su nombre del Pórtico -stoa en griego- pintado por Polignoto,
donde se reunía el fundador de la escuela -Zenón de Cizio (334-242 A.C.), con sus
discípulos. Sus sucesores más destacados fueron: Cleanto de Asos (304-233), Crisipo
de Soles (28l-208 A.C.), quien fue el que desarrolló la doctrina de cosmopolis e impri-
mió un rigor sistemático a la escuela.
b) El Epicureísmo
Epicuro -341-270 A.C.- funda su escuela en Atenas en el 306 A.C. Su filosofía tiene
como finalidad liberar al espíritu humano de las pasiones turbadoras que lo agitan. “Lo
esencial para nuestra felicidad -afirma en el fragmento 109- es nuestra condición ínti-
ma de la cual somos dueños nosotros”.
La ansiedad de los placeres y el pesar por los dolores, pueden ser controlados por el
espíritu humano, en la medida en que se es capaz de renunciar a un placer fugaz, que
luego causará dolor o malestar y aceptar un dolor transitorio, que nos conduce a un
mayor bien.
El cálculo que debe hacerse, es siguiendo la naturaleza, que sólo desea la serenidad.
El sabio debe bastarse a sí mismo, gozar de los placeres alcanzables y no destructi-
vos.
Epicuro en realidad, predicó una doctrina que se aparta de todo interés político. El
ideal del sabio, es el de la vida apartada necesaria para alcanzar la serenidad.
Sin embargo, como escuela antagónica del Estoicismo, que tuvo tanta trascendencia
como factor de metapolítica, merece ser considerada en la Historia de las Ideas Políti-
cas.
Actividad Nº 10
2.- ¿Cuáles son las diferencias que separan el Estoicismo del Epicu-
reísmo?
Resumen
En los pueblos orientales la estructura social básica era la tribu unida sobre la base de
una religión que sirve como fundamento a todas las instituciones. La ciudad no tenía
significado vital, sino en cuanto era la morada de un dios.
Período cosmogónico
Hacia el siglo VII se produce en Grecia un cambio de actitud humana, llevada a cabo
por los filósofos. Esta actitud consistió EN LA BUSQUEDA RACIONAL DE LA VER-
DAD: primero, acerca de la naturaleza y del universo y, finalmente, del hombre.
80
Los pensadores anteriores a Sócrates (presocráticos) creían que tras las cosas muta-
bles y cambiantes, existía un substrato que permanece, una causa originaria que las
hace ser. Por ejemplo, Tales de Mileto dice: “El primer principio, aquello de lo que es-
tán hechas todas las cosas es el agua”.
Anaximandro llama a esa esencia, ápeiron (indefinido o ilimitado). Según este autor el
ápeiron es la gran realidad y todos los mundos nacen, se conservan y mueren en él.
Anaxímenes le dio el nombre de hálito o aire, a esa materia que siempre permanece.
En general todos estos autores atestiguan que los sentidos nos dan cuenta de la reali-
dad y pluralidad de las cosas mientras que la razón busca por debajo de ellas, un prin-
cipio común inmutable.
Heráclito, primer representante del pensamiento dialéctico, opina que todas las cosas
fluyen y nada permanece poniendo el acento en una inconstancia permanente del ser.
En ese constante fluir de la materia, los contrarios se suceden en alternada oposición:
“el bien y el mal son uno”.
En consecuencia, este filósofo del devenir asegura que nada llega a ser sin su contra-
rio, y no hay posibilidad de quietud ni de absolutos.
Sin embargo es cierto que las cosas del universo son distintas a este ser único, que es
el principio y la razón de todo. Esto se explica perfectamente pues EL MUNDO SEN-
SIBLE ES DISTINTO DEL MUNDO INTELIGIBLE.
a) Los sofistas:
b) Sócrates
Al igual que los sofistas tiene un enfoque antropocéntrico que penetra en la ciencia de
la naturaleza humana. En su búsqueda de la verdad, el filósofo descubre que ella resi-
de en nuestra alma, en nuestra intimidad y no en una serie de datos exteriores.
81
c) Platón
Discípulo de Sócrates, tomó su causa y dio testimonio de las ideas morales y políticas
de su maestro. En esta posición pregona la necesidad de EDUCAR AL HOMBRE PA-
RA LA VIRTUD, PARA EL EJERCIO CONSTANTE DE LA MORAL, QUE CONSTITU-
YE EL UNICO FUNDAMENTO DEL ESTADO JUSTO Y DEL BIEN COMUN.
Sus obras más importantes son: "La República" y "Las Leyes". En la primera, Platón
propone la creación de un estado ideal, como espacio social adecuado. Este estado
es obra de los ciudadanos y el punto central de su análisis reside en la relación que
existe entre la estructura interna del hombre y la del estado.
Existe una simetría perfecta entre las virtudes humanas y las funciones que deben
cumplir las distintas clases. La justicia del estado se basará en ello. Un estado bien
organizado posee una adecuada división del trabajo donde cada integrante de la so-
ciedad asume la virtud que le es propia: los gobernantes la prudencia, los guerreros el
valor y los artesanos la templanza.
Establecer este orden en el estado es hacerlo primero en el alma del individuo a través
de la educación, que es la base misma de la política.
En la República por lo tanto no se busca subordinar al hombre, sino que el estado de-
be ser un instrumento de perfección moral y realización del individuo.
Las ideas son los modelos eternos que existen de los seres y las cosas materiales, y
están ubicadas más allá del mundo sensible. El alma ha podido conocer esas realida-
des perfectas antes de su encarnación en un cuerpo, por eso conserva recuerdos que
pueden actualizarse mediante la mayéutica (el mito de las cavernas).
En su obra "Las Leyes", Platón no intenta describir el estado ideal sino sólo el mejor
que pueda construirse en la práctica. En ese estado las leyes deben tener un origen
divino y Dios es la medida de todas las cosas. El gobierno será teocrático garantizan-
do la unidad moral de la ciudad.
d) Aristóteles
El método utilizado por este filósofo es el inductivo que lo obligaba a estudiar casos
concretos en estados reales, para luego de allí extraer una ley general.
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El estado debe ser necesariamente múltiple ya que la polis es una comunidad de ciu-
dadanos y se debe buscar la satisfacción de todas las necesidades vitales de sus in-
tegrantes. En tal caso la mejor forma de gobierno no es una forma aplicable a todas
las polis. Cada pueblo merece una forma distinta que se adecue a sus cualidades y
condiciones.
La familia es el origen del estado y este último es la más amplia de las asociaciones,
se basta a sí mismo y provee a la satisfacción de todas las necesidades sociales. Aris-
tóteles analiza la conveniencia de instituir la división de las funciones del estado en los
órganos: ejecutivo, judicial y deliberativo, que deben funcionar en armonía a los efec-
tos de lograr un equilibrio ajustado a la ley.
El ejercicio de las funciones elevadas del poder debe ser puesto en manos de los ciu-
dadanos que tengan: lealtad a la constitución, capacidad e integridad.
El saber político constituye una rama especial del saber moral y se refiere en un modo
específico al bien de los hombres reunidos en la polis.
83
UNIDAD III
PERIODO DE LA COMUNIDAD UNIVERSAL
1. Roma
George Sabine explica que los griegos concibieron al Estado como un fenómeno
social y como un bien ético. Los romanos en cambio, legaron a la humanidad un mo-
delo de Estado estructurado en forma orgánica por medio del Derecho.
“El Estado no absorbe al individuo como en la Teoría de Platón”. “Los Romanos distin-
guen el Estado de los individuos: cada uno tiene derechos y deberes diferentes. El
individuo es el motivo de la ordenación legal”. “El Estado es un persona jurídica que
ejerce su autoridad dentro de límites legales precisos”. “El individuo tiene sus dere-
chos y prerrogativas frente a las posibles arbitrariedades de los gobiernos.”
“Incluso la formación concreta de las leyes implica un pacto entre los gobernantes y el
pueblo, después de una negociación colectiva” (Raimundo Gettell).
La Constitución Romana
I. Las Magistraturas
Año 242 a.C. se agrega el Pretor peregrino. Tiene jurisdicción sobre los extranjeros en
las cuestiones civiles.
II. El Senado
La lista de los senadores era confeccionada por los censores desde 312 a.C. Según
Dionisio de Halicornaso, El Senado lo puede todo, salvo elegir los magistrados, decidir
la guerra y la paz y hacer las leyes. Conduce la política exterior y autoriza a las tropas.
Se ha adueñado del tesoro y sólo pueden realizarse gastos con su acuerdo. Determi-
na los poderes de los magistrados y prorroga sus mandatos. Además prepara las le-
yes con el auxilio de los cónsules. Estas serán votadas en los comicios y luego, para
que entren en vigencia, deben contar con la venia de AUTORITAS PATRUM.
85
Comicio Centuriado: era el comicio más importante. Como se ha visto, fue una crea-
ción de Servio Tulio, que agrupó a los ciudadanos según su fortuna de acuerdo a un
censo quinquenal. De este agrupamiento derivan 5 clases distribuidas en 193 centu-
rias. La cifra 193 se obtiene de multiplicar el número de Tribus (35) por el número de
clases (5) y sumarle las 18 centurias ecuestres. Es decir: 35x5+18=193 centurias.
Además de la división en clases, dentro de cada una se hacía una subdivisión por la
edad (en seniores y juniores). En consecuencia, cada tribu contenía las diversas cla-
ses divididas en centurias de juniores y seniores.
Los caballeros en su origen eran 600 jóvenes patricios y las 6 centurias tenían el nom-
bre de las tribus primitivas: titíes, ramnes, luceres, priores, posteriores. Luego,
otros 1200 ciudadanos debieron mantener un caballo de guerra y se incorporaron al
orden ecuestre. Así se llegó a las 18 centurias ecuestres que en los comicios tenían el
voto privilegiado (especialmente las seis centuriae de los procipatricic). El Estado otor-
gaba una paga permanente a los 4 caballeros para el mantenimiento de su caballo.
Las leyes votadas en los comicios centuriados tenían que recibir la "auctoritas senato-
rial" como requisito previo (Lex Publilia). Este mismo procedimiento se aplicaba a la
designación de los magistrados civiles. Cumplidos estos requisitos la ley votada en los
comicios centuriados constituía la "voluntad del populus romanus" y tenía plena vigen-
cia para los ciudadanos y los habitantes de la República.
El comicio tribado
Los tribunos reunían a los plebeyos en los concilia PLEBIS para tratar asuntos de inte-
rés de esta clase, y que se resolvían mediante la sanción de los plebiscitos, al princi-
pio sólo obligatorios para los plebeyos. Posteriormente a través de diversas leyes
(LEY VALERIA HORATIA del año 449 A.C.-LEX PUBLILIA 334 A.C.- y la LEX HOR-
TENCIA 287 a.C.) se convierte a los concilios en órgano Legislativo del Estado Repu-
blicano.
86
Actividad Nº 11
- Estado:
- Persona:
- República:
a) Período Monárquico
El testimonio de Tito Livio -supremo historiador de Roma- sobre esta etapa fundacio-
nal, indica que en los dos siglos y medio de gobierno monárquico se modelaron las
instituciones y el carácter del pueblo, cuyo destino sería conquistar el mundo. “No es
dudoso -expresa el historiador latino- que Bruto, a quien la expulsión del Rey Tarquino
el Soberbio dio tanta gloria, hubiera hecho la desgracia del Estado, si por un prematu-
ro deseo de libertad, hubiese quitado el cetro a uno de los reyes anteriores. La discor-
dia habría destruido este imperio antes de su desarrollo. Al contrario, creció a la som-
bra de una autoridad moderada que, fortaleciéndolo, lo llevó a producir los frutos de la
libertad”.
Posteriormente Tito Livio se refiere precisamente a los aportes que cada monarca legó
a la arquitectónica de la ciudad. El primer rey Rómulo, fue “fiel a la política de los fun-
dadores de ciudades”, al admitir en su seno a toda clase de personas.
Numa Pompilio, el Segundo monarca de la ciudad que fue fundada “conditam vis et
armis” (por la violencia y las armas), fundamentará la convivencia en las mores -las
costumbres- y las leyes. Las armas que utilizó para dar consistencia moral al Estado
romano fueron la religión y el ejercicio de la benevolencia civil.
“Así, dos reyes seguidos engrandecieron Roma -reflexiona Tito Livio-, cada uno de un
modo diverso; aquel, Rómulo, por la guerra; éste -Numa- por la paz”.
Tulio Hostilio -el tercer rey de la serie- tenía un temperamento especialmente guerrero.
Bajo su égida se inició una política expansionista en desmedro de los pueblos vecinos.
Anco Marcio fue un ejemplo de moderación; un modelo de virtud y valor; un rey que
logró consolidar bajo firmes bases éticas y de ejemplaridad a la sociedad Romana.
87
Servio Tulio reinó con el apoyo pleno del senado y fue un gran Legislador. Instituyó el
censo -que hizo recaer el peso de los tributos sobre los ciudadanos más ricos- y esta-
bleció un orden jerárquico entre las clases sociales que se aglutinaron según su con-
dición económica y su fortuna.
Tarquino el Soberbio, el último rey de Roma, reinó con la oposición del pueblo y del
Senado y fue depuesto por la acción triunfante de Bruto.
b) La República
Tito Livio destacó la prudencia de los fundadores del nuevo régimen republicano, que
no procedieron como los revolucionarios de cuño utópico -arrasando con los usos y
con las instituciones-, sino que conservaron el patrimonio institucional pre-existente.
La única innovación introducida en el Estado fue la instauración de la función consular
colegiada y anual.
“El régimen de los reyes fue sustituido por el régimen consular, que a primera vista se
diferenciaba bien poco del anterior. En lugar de un rey elegido de por vida, todos los
años eran nombrados en los comicios centuriales dos cónsules que ejercían el poder
militar y judicial. Más así, como el poder otorgado de por vida a una sola persona le
confería una autoridad eficaz, este poder anual, compartido entre dos personas que-
daba reducido a casi nada. Creyendo transferir el poder del rey a los Cónsules, la Re-
pública en realidad lo había transferido al senado” (Guglielmo Ferrero. "Historia de
Roma")
El senado era el órgano representativo del patriciado. Esta concentración del poder en
manos de la aristocracia romana generaría un estado de permanente tensión con los
plebeyos. Tensión y conflicto que daría origen a sucesivos acuerdos y que sería una
de las causas de la dinámica modificación de la Constitución Romana y la creación de
nuevas magistraturas. Tito Livio señala que la otra vertiente del desarrollo Constitucio-
nal de Roma, se relaciona con la empresa imperial de la República, que fue la conti-
nuación de la política expansiva trazada por los reyes.
mático llama la feliz idea, la ocurrencia elegante y certera que aporta la solución del
problema. En suma el Estado se va amoldando al cuerpo social, como la piel nos
aprieta y nos ciñe, pero la línea de su presión coincide con los alabeos de nuestros
músculos” (Ortega y Gasset La Historia como sistema). El autor citado añade “los ro-
manos lograron la perfección de su constitución patria no en virtud de razonamientos,
sino a través de numerosas luchas y en el manejo de los asuntos, extrayendo el con-
sejo mejor de una clara intuición de las peripecias”. En este aspecto señala una dife-
rencia esencial con los griegos que habían construido sus Estados, casi siempre por la
obra de “un hombre -Licurgo en Esparta, Solón en Atenas-, que sacaba de su cabeza
las instituciones, que las inventaba mediante la magia de la razón raciocinante”. (Orte-
ga y Gasset -obra citada).
El genio colectivo del pueblo romano para crear las instituciones conforme la necesi-
dad lo requería, resplandece en la creación de una magistratura de emergencia: La
Dictadura. El senado instituía al Dictador -por lapsos brevísimos- cuando las situacio-
nes excepcionales indicaban la conveniencia del mando unificado. (En la guerra contra
los sabinos y los latinos acaudillados por el traidor Octavio Manilio)
La constante tensión y lucha entre los patricios y los plebeyos -que pugnaban por la
igualdad de derechos- fue también una fuente de creación de nuevas magistraturas.
Los plebeyos llegaron hasta plantear la huelga militar y otras medidas retorgiras: el
retiro en masa al monte Sacro, hasta obtener magistrados que velaban por sus intere-
ses y que restablecieron paulatinamente el equilibrio entre las clases. Los tribunos
fueron esos representantes del pueblo que eran considerados intocables y tenían la
posibilidad de vetar cualquier orden emanada, incluso de los cónsules, que causara
algún perjuicio a un ciudadano de condición plebeya. La censura nació de la necesi-
dad de levantar los censos, que eran la base del sistema tributario y del sistema de
reclutamiento militar. Pero a medida que se introdujo el helenismo -hacia el año 200 a
C.- y las costumbres comenzaron a hacerse más laxas, el censor tomó a su cargo el
cuidado de las mores maiores -las costumbres de los mayores. (De mores proviene la
palabra moral). El juicio del censor llegó a afectar el honor de los senadores y los ca-
balleros. La figura de Catón el Censor es el ejemplo más preclaro de la fuerza ética
que asumió este cargo.
Las cuesturas: es el primer cargo desde el punto de vista del “cursus honorum” -la
carrera de los honores que en Roma está incluso reglamentada por ley-. Esta magis-
tratura se refiere a la custodia del tesoro y a la recaudación y distribución de los im-
puestos.
Como hemos referido, los plebeyos fueron ganando terreno hasta acceder a todas
estas magistraturas de la República sin ninguna restricción. Por ejemplo, en el año
389 accedió por primera vez a la dignidad consular un plebeyo.
En los 52 años que Transcurren entre el 198 al 146 a C., Cartago había sido destrui-
da; Flaminio había derrotado a los Macedonios en la batalla de Cienescéfalos (197 a
C.) y anunció en los Juegos Istmicos que los Griegos serían Libres bajo la Tutela de
Roma; Antioco el Grande de Siria fue derrotado y reducido (189 a C.), y en 168 a C.
89
La tierra conquistada -el ager públicus- fue primordialmente el botín de la clase sena-
torial. La explotación de los contratos públicos de construcción de vías de comunica-
ción, acueductos y de provisión de bienes y servicios, originó enormes ganancias a los
senadores patricios y al orden ecuestre, mientras se arruinaba la clase de los peque-
ños propietarios rurales, que provenían de la masa de los soldados y formaban el
compacto núcleo de los ciudadanos medios, virtuosos y libres.
El desequilibrio social fue advertido por los hombres más lúcidos de Roma y algunos
de ellos -Cayo Lelio y Tiberio y Cayo Graco- intentaron inclusive realizar las reformas
necesarias para restaurar la pequeña propiedad rural con el propósito no “de producir
trigo, sino de lograr la producción de hombres virtuosos y austeros que reclamaba la
salud de la República.”
La influencia Griega
El impacto decisivo que la refinada cultura griega ejercerá sobre Roma, se desarrolla a
partir del fin de la Guerra contra Perseo de Macedonia (171 a 167 a C.). Este conflicto
bélico que culminó con el sometimiento de Grecia, y tuvo como consecuencia la aper-
tura total de la sociedad latina a las seducciones de una cultura de extremo refina-
miento, y que se hallaba en un trance de gran decadencia.
La naturaleza hace iguales a los hombres por encima de sus encuadramientos racia-
les, culturales o de su pertenencia a diversos Estados. La naturaleza dicta a la razón
normas mucho más profundas que las de los Estados y que emergen del hecho de
que los hombres están formados de la misma sustancia material y responden a instin-
tos, intereses y pasiones similares. Esa identidad, esa igualdad de anhelos, de carac-
teres psicológicos y morales, permite que la razón perciba esa Ley natural que está
grabada con caracteres indelebles en el corazón humano y que hace que todos los
hombres sean iguales y ciudadanos del mundo conforme al orden providente del cos-
mos.
Busto de Publio
Cornelio
El Estado se convertiría así en una unión ética al servicio de la fraternidad universal.
Escipión, lla-
mado el Afri-
Esta postura permitió el desarrollo de “La humanitas”, que facilitaría la adecuación del cano,
ius gentium -el derecho de gentes- a la realidad que advenía de una sociedad polina- que condujo a
cional, multiracial, cultural y jurídicamente heterogénea. los romanos
a la victoria
sobre Cartago.
Los juristas, poseedores de estas nuevas herramientas intelectuales, comenzaron a
apartarse del formalismo y logar la espiritualización del derecho que se convirtió
en un “ars boni et aequi”.
Los Romanos ilustres que integraban el Círculo de Los Escipiones fueron entre otros:
Cayo Lelio -cuya amistad arquetípica con Escipión Emiliano fue inmortalizada por Ci-
cerón en su obra “De AMICITIA”- el dramaturgo Terencio, Lucio y Quinto Mucio Escé-
vola, Decio Junio Bruto, etc.
El joven Tiberio Sempronio Graco, cuñado de Escipión Emiliano, fue elegido Tribuno
en el año 133 a C. A instancias de sus partidarios retomó la idea de Cayo Lelio y des-
empolvó su proyecto de Ley abandonado 12 años atrás. El novel Tribuno consiguió la
aprobación de la Ley agraria en los Comicios sin que mediara intervención del Sena-
do. Mediante esta norma el Estado recuperaba las tierras públicas -ager publicus- en
poder de los terratenientes y las distribuiría fraccionándolas en Lotes “a las pobres
gentes arruinadas”. “¿No se curaría Italia de su más grave enfermedad?” "¿No volve-
ría Roma a ser una tierra de pequeños agricultores y valientes soldados?” -se pregun-
ta G. Ferrero.
91
Fue reelegido en 122 como Tribuno y, considerando que su popularidad estaba conso-
lidada, lanzó el proyecto de otorgar la ciudadanía a todos los habitantes de Italia e
insistió en las Reformas agrarias. Ortega y Gasset dice que en el ánimo de Cayo
Sempronio Graco “influye muy claramente la filosofía griega utopista y, por tanto, es
un maniático del reformismo”. En 121 a C. Cayo Graco había perdido el favor popular
y no fue reelecto. Ese mismo año, a raíz de los ataques de sus enemigos, se hizo ma-
tar por un esclavo fiel.
- ”Después de los Gracos- explica Ortega y Gasset- empieza la época criminal que,
por lo visto, se abre a cierta altura de la vida de todo pueblo. En la Roma legítima se
había sido hipersensible para todo lo que fuera en la vida civil, violencia personal. Mas
ahora el asesinato está al orden del día y no se pueden celebrar comicios porque ban-
das armadas irrumpen en el Foro y en el Comiciado”.
En el año 88 a C., el partido popular toma el poder. Se produce un conflicto que tendrá
a Mario -jefe del Partido Popular- y a Sila -representante de la aristocracia-, como
principales actores y contrincantes.
Mario detentará la jefatura del Estado entre los años 88 y 87 a C., sojuzgando violen-
tamente a la nobleza.
1ª Guerra Civil
En el año 85 a C., comienza la Primera Guerra Civil que concluye con el triunfo de
Sila, quien en el año 82 es elegido legítimamente por el senado como: “DICTATOR
LEGIBUS SCRIBUNDIS ET REPUBLICAE CONSTITUENDO” (“Dictador encargado de
constituir la República y dictar sus Leyes fundamentales").
92
Sila destruyó al partido democrático y diezmó el orden ecuestre. Restableció los fueros
de la nobleza y restauró una constitución que desconocía las conquistas logradas por
otros estratos de la sociedad Romana.
Muerto Sila en el año 79, se renovaron las convulsiones sociales. “Las necesidades de
la Guerra con Lépido, con Sartorio y con Espartaco obligan al Senado a anular las
leyes restauradoras de Sila, y entregarse a los generales, concediéndoles poderes
ilegales.. El ejército desde Mario, no es el ejército de Roma, sino el ejército personal
de Mario o de Sila, o de César o Pompeyo. El Poder público mismo se desintegra y se
quiebra en una serie de Poderes personalísimos en inevitable lucha de unos con otros.
No hay principio alguno que siga vigente y al que se pueda recurrir. De aquí derivan,
una tras otra, siete terribles guerras civiles” -señala el filósofo español citado supra.
2ª Guerra Civil
Por su parentesco con Mario -era sobrino- y por sus acciones en pro de los desposei-
dos, se convirtió en el Líder del partido popular.
El Senado dio su respaldo a Pompeyo, a quien César venció en Farsalia (48 a C.).
César, ungido por el poder de las armas como Dictador perpetuo e “Imperator” -
equivalente a Comandante en jefe- fue descarnadamente un gobernante que fundaba
su cabal legitimidad en la fuerza. El 15 de Marzo del año 44 a C., fue asesinado en el
Senado -a los pies de la estatua de Pompeyo, por un grupo de Senadores encabeza-
dos por Marco Junio Bruto y Cayo Cassio.
Este hecho originó una nueva serie de conflictos sociales, que concluirían en la batalla
de Actium (31 a C.) en la que Octavio -sobrino de Julio César- derrota a Antonio. A
partir de esa fecha, Octavio consolidará su poder y acumulará diversos títulos: Prínci-
pe, Emperador, César y Augusto.
“La situación a que se llega después de aquellas atroces guerras civiles está expresa-
da por Tácito”, cuando explica la razón por la que los romanos “entregan todos el po-
der definitivamente a Augusto (Octavio) y se funda el principado, es decir, el IMPE-
RIO”. Dice sólo estas dos palabras: “CUNCTA FESSA” - “Todo el mundo, personas y
cosas, estaban fatigados, hartos, no podían más. Durante años y años nadie estaba
seguro de vivir o morir cualquier día asesinado”. "Horacio, agradeciendo a Augusto el
orden que ha establecido, lo declara en la Oda X del Libro III".
Plinio habla de “la inmensa majestad de paz romana” que Augusto le dio al mundo
durante 40 años. Los historiadores cristianos han llamado a este período “La plenitud
de los tiempos”, porque por vez primera el derecho prevaleció sobre la fuerza y el
templo de Jano Bifronte se cerró por 4 décadas sucesivas.
Era el momento adecuado para el nacimiento del Mesías -como lo señala Virgilio si-
guiendo una profecía de la Sibila de Cumas- y como lo expresa el Poeta Milton en su
“Oda a la mañana de la Natividad de Cristo”.
Actividad Nº 12
CARACTERÍSTICAS
Causas de
Períodos Años Acontecimiento
decadencia
MONÁRQUICO
REPUBLICANO
Resumen
Cronología romana
Período monárquico
La República
Año 499 a.C: Retiro de los plebeyos de la ciudad de Roma. Mediación de Menenio
Agripa. Creación de los Tribunos de la plebe.
94
Año 451 a.C: Publicación de la Ley de las XII Tablas: Los plebeyos logran una cierta
igualdad jurídica.
Año 367 a.C: Los plebeyos acceden al Consulado y a las demás Magistraturas.
Años 149-146 a.C: 3º Guerra Púnica, que culmina con la destrucción de Cartago.
Años 131-121 a.C: Reformas de Tiberio y Cayo Graco. Reforma Agraria y Ley Fru-
mentaria.
Año 52 a.C: Batalla de Alesia. César derrota al último Jefe Galo, Vercingetorix y
Romaniza totalmente Las Galias.
Pompeyo consigue que el Senado disponga la Terminación del Go-
bierno de César en las Galias y ordene el licenciamiento de sus Legio-
nes. César desobedece y se inicia una nueva Guerra Civil.
Año 48 a.C: Batalla de Farsalia. César derrota a Pompeyo y se unge como Dictador
perpetuo.
Año 44 a.C: Muerte de Julio César. Sus asesinos son Marco Bruto, Cayo Casio y
otros conjurados republicanos.
Año 31 a.C: Batalla de Actium. Octavio derrota a Marco Antonio y queda como único
árbitro del Poder Romano.
Dinastía: Julio-Claudia
Año 27 a.C:
Flavia
Antoninos
Año 96 DC: La asunción de Nerva a la Dignidad Imperial, unge una nueva Dinastía: la
de los Antoninos.
Años 193-235 DC: La Dinastía de los Severos gobernará Roma durante ese período.
Año 284 DC: Diocleciano lleva a cabo una profunda Reforma Administrativa y Militar
que consolidará paulatinamente el Poder Imperial.
Año 313 DC: El Edicto de Milán reconoce la libertad de culto a los cristianos.
Año 476 DC Los Bárbaros toman Roma y cae el último Emperador del Imperio Ro-
mano de Occidente -Rómulo Augústulo-
ANEXO I
El siglo II está marcado por las grandes conquistas romanas fuera de Italia: reducción
de Macedonia al rango de provincia (200-146), destrucción de Cartago (146), someti-
miento de España. Roma se convierte en el centro del mundo mediterráneo. Afluyen
hacia ella esclavos y libres, rehenes o embajadores, una multitud de intelectuales, ar-
tistas, médicos, sabios o profesores oriundos de los grandes centros del helenismo.
Las grandes familias romanas se dividen en sus opiniones acerca de los recién llega-
dos.
Catón (234-149)
Panecio (170-110)
Aporta la justificación de la Historia. Conducido a Roma como rehén, en 168, fue tra-
tado como amigo, siguió a Escipión en sus viajes y regresó a Italia como libre en 146
para redactar esta vez una Historia universal que describe el período de 218-146,
tomando como centro de perspectiva a Roma. Esta elección suponía, además de un
homenaje a sus amigos, la creencia íntima, abiertamente proclamada, de que las his-
torias locales encontraban en la conquista romana su última realización, a la que re-
clamaban como una consecuencia natural. La historia romana iba a fundir en una his-
toria única mil corrientes separadas.
Pero al tiempo que lanza esta tesis de una predestinación del pueblo romano e impo-
ne la idea de una solidaridad necesaria de los pueblos conquistados con su conquis-
tador, se convierte en el primer teórico de la Constitución romana, en el libro VI de sus
Historias (3-10, 11-18), donde, al tiempo que define el mejor Gobierno, analiza el Es-
tado romano.
triunfal a la gloria de la energía romana en el que se percibe, sin embargo, una nota
inquieta y fatalista.
Los Gracos
1º) La finalidad de la Lex Sempronia -que Tiberio Graco hará adoptar contra la oposi-
ción de una minoría de grandes propietarios- estriba en devolver al pueblo de Roma
la parte que le corresponde en la fortuna común. Confiscación de las tierras públicas
indebidamente atribuidas, limitación prevista de los lotes; división de las tierras recupe-
radas. Constituye una tentativa de restaurar las clases medias italianas que habían
dado a Roma su fuerza, y de reconstruir la pequeña propiedad. Pero, inevitablemente,
esta tentativa debía ser acompañada de medidas democráticas. Tiberio perdería su
vida, al intentar reforzar el tribunado, a manos de una fracción senatorial que veían en
ello una amenaza contra el famoso equilibrio tan apreciado por Polibio. Se perciben
mal las segundas intenciones ideológicas de la tentativa, pero la presencia junto a Ti-
berio del filósofo estoico Bloses de Cumes y la predilección del tribuno por los discur-
sos de Pericles dejan entrever intenciones más radicales e igualitarias.
100
2º) Con mayor flexibilidad y quizá con mayor realismo, casi diez años más tarde, Cayo
Graco se apoya en la clase de los caballeros, en el partido popular y en los aliados,
para intentar revivir un “imperialismo democrático al estilo de Pericles”, según la acer-
tada fórmula de M. Piganiol. Organiza repartos de trigo para el pueblo de Roma a pre-
cios moderados; concede ventajas en el Estado y en los tribunales a los caballeros;
reorganiza en su provecho la percepción del tributo de Asia. Prevé el envío de colo-
nias a Tarento, Corinto y Cartago, al objeto de conservar el Imperio por medios dife-
rentes del ejército o la administración senatorial. Por último, se proponía seguramente
conceder a todos los italianos el beneficio del derecho de ciudadanía y asociarlos de
esta forma a la explotación del Imperio. No está probado que quisiera verdaderamente
destruir el poder del Senado. Trataba sobre todo de impedir que éste monopolizara la
administración del Imperio. La ruptura de la coalición y la alianza del Senado, lleno de
resentimiento, con los caballeros -satisfechos por las ventajas ya adquiridas e inquie-
tos por cualquier otra reforma liberadora- costó la vida a los Gracos.
Las teorías de los Gracos no aportaron realmente nada que debiera sobrevivirles. El
célebre discurso de Tiberio Graco, duro mentis al optimismo de Polibio, mostraba, al
menos, el reverso de la medalla: no existe ya una Roma unánime y afortunada que
impone su ley al universo, sino que la carga del Imperio arroja sobre Roma el peso de
nuevas divisiones: “Las fieras que discurren por los bosques de Italia tienen cada una
sus guaridas y sus cuevas; los que pelean y mueren por Italia sólo participan del aire y
de la luz, y de ninguna otra cosa más, sino que, sin techos y sin casas, andan errantes
con sus hijos y sus mujeres; no dicen la verdad sus caudillos cuando en las batallas
exhortan a los soldados a combatir contra los enemigos por sus aras y sus sepulcros,
porque, de un gran número de romanos, ninguno tiene ara, patria ni sepulcro de sus
mayores, sino que por el regalo y la riqueza ajena pelean y mueren, y cuando se dice
que son señores de toda la tierra, ni siquiera un terrón tienen propio” (fr. 7, Malcovati,
cf. Plutarco, Tiberio Graco, IX, 4, traducción Ranz Romanillos). El fracaso de los Gra-
cos abre una crisis que hará con el tiempo del ejército el árbitro de la política.
La tentativa de Sila de aniquilar las fuerzas del partido popular, restablecer la autori-
dad del Senado y “fortalecer la República” (Tito Livio) dejó el problema casi en los
mismos términos e hizo aparecer más claramente las contradicciones del poderío ro-
mano. Para resolver los problemas imperiales se necesitaba un poder de mando redu-
cido y una voluntad homogénea y única. Pero la ciudad de Roma, desconfiada y divi-
dida, no está dispuesta a admitir un jefe único; la dictadura de Sila va a resucitar inclu-
so los sentimientos antimonárquicos y a devolver a la palabra “libertad” un sentido que
había comenzado a perder. Por otro lado, mientras Italia ha recibido el derecho de
ciudadanía romano, Roma tiene todavía el monopolio del gobierno del Imperio; es ésta
una anomalía que se vuelve cada día más notoria. Por último, en la misma Roma, los
principales partidos permanecen en sus posiciones; a los ojos de los caballeros y se-
nadores, el partido popular sigue siendo tanto más amenazador cuanto que es perió-
dicamente removido por tránsfugas desplazados de las familias nobles. Además, fuera
de los límites de la Ciudad, las sublevaciones de esclavos (Espartaco, 73-71) ponen
en litigio los fundamentos mismos de las fortunas basadas en la propiedad de la tierra.
Sin embargo, la unión de las clases dominantes no carece de segundas intenciones.
La nobleza continúa reservándose el gobierno y los caballeros la explotación financie-
ra del Imperio, pero las tentativas de reacción oligárquica son siempre de temer.
Sobre este telón de fondo no resulta siempre fácil distinguir las ideologías que se opo-
nen. En primer lugar, comienza a surgir una corriente de abstencionismo que en oca-
siones hallará en la filosofía epicúrea una expresión coherente. Los diferentes temas
se encuentran ligados en Lucrecio: el sabio debe abstenerse de solicitar honores,
pero también debe abstenerse de recorrer el mundo. Política y negocios son proscri-
tos, pues, a escala imperial. Lucrecio no rechaza por completo las leyes y las costum-
101
Cicerón. Por el momento, el otium, el tiempo libre, resulta para muchos criticable. El
mismo Cicerón, que hubiese debido, más que cualquier otro, tener inclinación por el
ocio, sólo se acomoda a él durante sus retiros forzosos. Más veleidoso que hombre de
voluntad, afirmativo pero indeciso, Cicerón representa para nosotros, más que un doc-
trinario o un hombre de Estado, el testimonio irremplazable de una sociedad dividida y
vacilante. Todo le preparaba para este papel. Hombre nuevo como Catón, pero mucho
más flexible y más rápidamente adaptado a ese medio senatorial que le había acogi-
do, de considerable cultura, muy abierto a las diferentes formas de pensamiento, incli-
nado a las amalgamas, es -dice Guglielmo Ferrero- “el primer hombre de Estado per-
teneciente a la clase de los intelectuales, el primero de esos escritores que han sido, a
lo largo de la historia de nuestra civilización, unas veces los sostenes del Estado, otras
los artífices de la Revolución”. En cuanto a Cicerón, no cabe duda: es el sostén del
Estado, el pilar de la República. Perteneciente a la clase de los caballeros, pero muy
preocupado por conservar la alianza con el partido senatorial moderado, lucha en dos
frentes. Enarbola el ideal republicano de la antigua Roma e invoca la libertad y el de-
recho de todos los hombres nuevos a ocupar un lugar en el Estado y de todo ciuda-
dano honrado a participar en los asuntos públicos, frente a cualquier tentativa de reac-
ción oligárquica o de dictadura. Sin embargo, es inexorable ante el partido popular y la
agitación de la plebe; estos hombres no representan para él más que una viciosa tur-
bulencia. Rara vez se hallará un desprecio semejante por la “pordiosería”. Esas gentes
sin dinero son gentes sin escrúpulo. Cicerón apenas puede representárselos en una
forma que no sea en términos morales. Son gentes de mala conducta, malhechores,
pícaros; se le nota satisfecho de encontrar a su cabeza desplazados, es decir, gentes
que no han sabido conservar sus bienes ni su moral. Para Cicerón no existe ya el an-
tiguo partido popular; no hay ya más que facciones populares que no podrían reclamar
la misma misión. Intenta reagrupar frente a ellas el partido de las “personas honradas”,
coalición, por otro lado, heterogénea, que se define también de forma más moral que
política: optimi, fortissimi, egregii, sapientissimi, hombres de bien, de corazón, se-
lectos, de buen consejo; gracias a este criterio, puramente moral en apariencia, no se
excluye a nadie ni se rechaza ninguna buena voluntad; es la “unión sagrada” en torno
a una República que Cicerón encuentra, en su conjunto, aceptable. Es el partido del
“justo término medio”, acogedor y conciliante, enemigo de todos los excesos de los
que salen los trastornos revolucionarios; es el partido que arremete contra Catilina y
Clodio, enemigos de la República, contra los senadores de presa, contra los publica-
nos abusivos. Nada más significativo que la siguiente carta de Quinto: “Conozco cuán-
tas dificultades oponen los publicanos a tus generosas intenciones: combatirles de
frente sería enajenarnos el orden a que más debemos, romper el lazo que los une a
nosotros y por medio de nosotros a la República. Por otra parte, concediéndolo todo,
arruinamos por completo al pueblo que estamos obligados a proteger” (trad. Navarro).
Es el partido de la buena voluntad, con la habitual dosis de humanidad, obcecación y -
también- hipocresía.
Las sociedades humanas se basan a la vez en la utilidad y el derecho, por una exi-
gencia innata al hombre “coetus multitudinis iuris consensu et utilitatis commu-
nione sociatus” (De Repub., I, 25). Cicerón concilia aquí el realismo de Polibio y el
idealismo de Panecio. No hay oposición sino identidad entre la utilidad común y las
utilidades particulares. No pueden combatirse entre sí sin destruirse. Sólo por irrefle-
xión y error creyó César que podía satisfacer su propio interés en detrimento de la
república (De officiis, I, 8). Por consiguiente, derecho, moral, interés particular e inte-
rés común son idénticos o se encuentran ligados; la humanidad es solidaria. La moral
de Cicerón -nacida del conocimiento de los filósofos griegos y animados por el espíritu
de universalidad que comenzaba a ganar a determinados círculos romanos- puede
extenderse, en principio, a todos los hombres. Y aunque políticamente Cicerón no lle-
va sus principios hasta el final, está seguro moralmente de la igualdad de los pueblos.
De las sociedades concéntricas que van del matrimonio a la humanidad, muestra su
predilección por dos: “Aquella que reúne a las gentes que tienen parecidas costum-
bres y que se encuentran unidas por la amistad”, y, por otra parte, la patria, que es la
más sagrada, pero a la que, no obstante, exige que sea justa. La inteligencia de Cice-
rón era demasiado flexible para ser profunda. Pero esto mismo le permitió colocar las
bases de un ideal que podrá convertirse en el ideal de la heterogénea sociedad del
Imperio. El gusto por los principios no le obscureció el sentido de las proporciones. Y
esa especie de perspectiva sideral que confiere su grandeza al Sueño de Escipión le
hizo presentir a veces que el Imperio debería sobrepasar a Roma.
Esas asociaciones tienen una existencia real cuando obedecen a un plan (consilium).
Pueden revestir tres formas: monárquica, aristocrática y democrática. Estas formas
tienen diferentes ventajas: la primera prevé la abnegada dedicación tutelar (caritas)
de una persona todopoderosa; la segunda goza del talento (consilium) de una élite;
en la tercera se garantiza la libertad de cada cual. Siguiendo al pie de la letra a Polibio,
Cicerón recomienda la Constitución mixta, que combina las ventajas de las tres prece-
dentes y que es, de hecho, la Constitución romana.
103
Principado y libertad
La Ideología Oficial.- Nunca se eleva a teoría. La doctrina oficial mantiene que Augus-
to sólo ha restaurado la República, comprometida por las guerras civiles. Ha restable-
cido la paz en un mundo dividido. No reclama ningún poder especial, limitándose a
reunir en su persona un cierto número de magistraturas tradicionales, después de ha-
ber entregado en el año 27, espectacularmente, todos sus poderes al Senado. Su tes-
tamento precisará, por lo demás, que fue superior en auctoritas a todo el mundo, pero
no en potestas. La fórmula mejor acuñada, que acabará por imponerse, le presenta
como imperator en las provincias y como princeps en Roma. Este príncipe todopode-
roso está muy lejos, sin duda, de aquel princeps republicano que no tenía más privi-
legio que el de opinar en primer lugar en las sesiones del Senado. Pero la ficción está
a salvo y la República aparece intacta.
Esta res romana, este patrimonio común que el Imperio, fiel al menos en este punto a
las fórmulas de la República, situaba en el centro de su propaganda, daba al pensa-
miento político europeo una enseñanza de gran porvenir. En efecto, esta forma de
gobierno tiende en la práctica hacia la monarquía; pero, en su ideología, intenta negar-
la. Así, funda mediante este doble movimiento la noción de Estado, en la medida en
que, al tiempo que se crea un Poder cada vez más personalizado y con un aparato
diferenciado, este mismo Poder niega que tenga la libre disposición de ese considera-
ble patrimonio que constituye el Imperio. Y es precisamente revelador que -como más
tarde veremos- la herencia dinástica de tipo oriental no consigna nunca hacerse admi-
tir como tal. El Imperio no es, en forma alguna, una propiedad transmisible. Además,
los príncipes romanos no podrán nunca usar estos inmensos dominios como una pro-
piedad personal que se pueda tratar, dividir y enajenar libremente, tal y como lo ha-
bían hecho Jerjes, Alejandro o los Ptolomeos. Son únicamente los depositarios de un
patrimonio que pertenece, más allá de su gestión, a lo que la Constitución mixta llama
populus romanus. Esto era, ciertamente, una abstracción a la que se podían endosar
muchos comportamientos, pero bastaba, al menos, para equilibrar las influencias
orientales. Marco Aurelio sabe, al recibir el peso del Imperio, que acepta, junto al Po-
der, la suprema servidumbre. Esta concepción, heredera de la época en la que la cosa
pública estaba constituida por una ciudad, se mantendrá orgullosamente a lo largo del
principado, constantemente reanimada por una influencia griega en la que predomina-
ba el imperativo del sacrificio cívico. Al instituir una realidad política y material diferente
a la sucesión de los gobiernos, iba a permitir dominar la inmensa transferencia que se
preparaba, y a dar durante siglos al destino político de Occidente, a pesar de los retro-
cesos y olvidos, su carácter específico.
El problema que domina la reflexión política hasta los Antoninos es, en lo esencial, el
que formulará Tácito, en claros términos, a finales del siglo I: las relaciones entre el
principado y la libertad. Este problema se plantea principalmente al antiguo personal
dirigente -caballeros y senadores, altos funcionarios y notables- que se encuentra en
contacto directo con el nuevo Poder y en conflicto, abierto o latente, por la preeminen-
cia. Las ideas políticas las hallaremos o en ellos o en sus portavoces; en cambio, las
sátiras de un Marcial o de un Juvenal, parásitos o pequeños burgueses, nos propor-
cionan muy pocos elementos.
Hay que observar, en primer lugar, que ninguno de estos notables rechaza totalmente
el principado como forma de gobierno ni piensa de verdad en volver al pasado. Incluso
Lucano, el campeón de las ideas pompeyanas, ataca al cesarismo sólo por enemistad
personal con Nerón. Considera que el Imperio es necesario. “Se necesita una cabeza
para este cuerpo inmenso”, repiten todos a porfía. Y, cuando ensalzan las virtudes de
Catón de Utiquia o Bruto, se apresuran a precisar que no alaban el ideal político que
estos héroes representaban, sino su carácter, su ejemplo moral. Se convierten en de-
fensores -según la excelente fórmula de Gastón Boissier- de las virtudes republicanas,
no de su Constitución. En efecto, la necesidad de un Poder personal fuerte se impone
a ellos como a todos. Prueba de ello es que, cuando la conspiración de Pisón (65
d.C.), los conjurados habían previsto que éste substituyera a Nerón. Pero, sabiendo
que un emperador no puede gobernar de verdad sin refrenar y reducir a la aristocra-
cia, esta quiere su emperador. Acepta la institución, pero pretende convertirla, median-
te un gran lujo de garantías morales, en inofensiva. La contracción en que se encon-
traba encerrado explica la pobreza doctrinal del movimiento de resistencia al Imperio.
En el momento en que los príncipes quieren buscar en la tradición la forma de enmas-
carar los progresos de su autoridad, los notables intentan también encontrar en ella
con qué limitar este nuevo, inevitable pero intolerable poderío. Como buscaban más
una ideología que instituciones, encontraron, naturalmente, el estoicismo. Nada origi-
nal podía salir, ciertamente, de semejante actitud, que permite medir la sorprendente
plasticidad de esa filosofía. El estoicismo, después de haber dado un cierto tinte ideo-
lógico al programa de los Gracos, es reivindicado también por los notables como
energía moral del espíritu republicano, y va a alimentar sus resistencias y sus com-
promisos.
Todas las escuelas contribuyen, sobre esta base, a justificar filosóficamente este sen-
timiento de unidad. Pero quizá nadie mejor que los estoicos. Todos ellos mostraron, de
108
Panecio a Marco Aurelio, que la verdadera ciudad del hombre es el universo y que,
por encima de las diferencias de raza, ciudad y lenguaje, reina en la humanidad una
profunda unidad. Plutarco resume su doctrina cuando, burlándose de ellos en la Con-
tradicciones de los estoicos, declara: “Que los discípulos del Pórtico no pueden tratar
de política sin afirmar que el mundo es único y finito y que una sola potencia lo gobier-
na”. Pero el Imperio romano, que para los espíritus de su tiempo coincide prácticamen-
te con la tierra habitable, debe necesariamente, al representar a la “cosmópolis” en el
nivel político, reivindicar idénticos caracteres. Nunca se insistiría demasiado sobre la
importancia política de semejante estado de espíritu, que, reforzado por el cristianis-
mo, perpetuará durante siglos el sentimiento razonado o confuso de la unidad humana
o, al menos, del mundo mediterráneo, antes de que un patriotismo -completamente
diferente al del civismo antiguo- venga, a su vez, a fragmentarlo.
Pero el estoicismo colocaba en primera línea otra idea que completaba admirablemen-
te la nación de unidad. Al tiempo que descalificaba las comunidades intermedias, afir-
maba la solidaridad de los diferentes elementos del universo. Por consiguiente, re-
agrupaba, dentro de una comunidad extendida hasta los límites del Imperio, a las indi-
vidualidades que su primera tarea había podido liberar. Marco Aurelio -emperador del
161 a 180- no cesa de repetir en su colección de Pensamientos que el individuo nada
es en comparación con el universo y con el tiempo que pasa. Únicamente cuenta ese
conjunto del que el hombre es una parte. “Colaboramos todos al cumplimiento de una
obra única, unos con conocimiento de causa e inteligencia, otros sin darse cuenta” (VI,
42, cf. IX, 23; trad. P. Ballester). Trátese de solidaridad cósmica o política, el estoicis-
mo buscó constantemente, a partir de finales del siglo I, el fundamentar y organizar, en
un universo tan abigarrado, el civismo imperial. Esta filosofía, vacía de contenido polí-
tico pero rica en imperativos generales (sacrificio ante el interés general, sentido de la
unidad del mundo civilizado, aceptación de una moral común), fue el crisol donde se
elaboró, al menos para las clases privilegiadas, una nueva idea de Imperio. Concibió
el Imperio como un sistema (según la palabra tan apreciada por Marco Aurelio), o sea,
como un conjunto solidario en el que no domina una autoridad impuesta, sino la obli-
gación moral de participar en el trabajo común. Hasta su imaginería se modela sobre
las necesidades de la política: el monoteísmo -al menos intelectual-, que afirma o su-
giere, contribuyó a concentrar las esperanzas y la obediencia del creyente tanto en la
monarquía terrestre como en la monarquía divina. Tales temas son constantes en la
literatura estoica. Pero quizá el ejemplo más elocuente es el Boristenítico de Dion Cri-
sóstomo, en el que el orador desarrolla, ante una comunidad helénica del Ponto Eu-
xino, aislada entre los bárbaros, una definición de las cosmópolis. Esta comprende la
Ciudad de los dioses - la única perfecta (pues es, en la terminología estoica, la de los
astros, de curso fiel a las leyes)- y las ciudades de los hombres, diversamente imper-
fectas, más o menos obedientes a las leyes, pero unidas a la Ciudad de los dioses
como los niños lo están a los ciudadanos en una misma ciudad. El estoicismo desarro-
llaba así, sobre estos cómodos esquemas, el sentimiento de un valor ejemplar y unifi-
cador del orden divino -por consiguiente, del orden a secas- cuyo beneficio iba, ínte-
gro, al Poder imperial.
que ha podido integrar todo, y otros, como Libanio, sobre la importancia de la pareja
Roma-Grecia. Pero, en conjunto, las nuevas generaciones, instruidas en Atenas, Ro-
das y Pérgamo, o en la propia Roma por maestros foráneos, y formadas en una hu-
manitas calcada sobre la filantropia griega, son menos sensibles a estas distinciones
que a la unidad de una cultura común.
Además, ni los bárbaros merecen ya tal nombre. Los bárbaros de ayer son ahora los
mejores protectores de esta civilización. La nación retrocede sin cesar. El edicto de
Caracalla pone punto final a esta evolución. Todos los habitantes del Imperio libres de
nacimiento tienen la ciudadanía romana. Nace una nueva noción para la conciencia
política, enteramente diferente de la ciudadanía municipal de los griegos o de la vincu-
lación personal característica de las dinastías helenísticas, a la escala de esta poten-
cia de nuevo tipo a la que se encadena desde ahora el ciudadano: el Estado romano.
El término de “bárbaro” se desmenuza, al contrario en significaciones fragmentarias y
negativas, para designar a quienes, más allá del limes, carecen en absoluto de vincu-
lación con el Imperio y no toman parte en la civilización.
Si el siglo primero fue el de las negaciones, el II será, por el contrario, el de las cons-
trucciones doctrinales, más o menos originales, mediante las que los notables intentan
definir y, llegado el caso, limitar la autoridad del príncipe. Hemos llamado la atención
sobre la adhesión entusiasta de la burguesía, sobre todo provincial, al Imperio liberal.
Subrayemos también que todos estos doctrinarios -salvo Plinio el joven, que aportará
en cierta manera el homenaje de los romanos- son griegos o, al menos, de cultura
griega. Basta con decir que los temas que desarrollan tienen su origen en la tradición
helénica o helenística y se adaptan, de cerca o de lejos, a la situación particular del
emperador. Esta observación puede aclarar a veces cambios de perspectivas; en todo
caso muestra, en cierta medida, la forma en que el pensamiento político romano des-
concertado por un fenómeno político nuevo, tuvo que dirigirse a tradiciones paralelas.
a) El “Panegírico” de Trajano (100), compuesto por Plinio el Joven, marca una fecha
importante, en la medida en que aporta al Imperio el acuerdo de los notables romanos;
además, representa seguramente, bajo el elogio, el fuero que éstos pretendían impo-
ner como contrapartida. Su valor doctrinal es escaso. Pero aclara, al menos sobre un
punto, uno de los fundamentos ideológicos del principado: el Imperio es de quien lo
merece. Como ya sabemos, el Imperio había evitado adoptar la sucesión hereditaria
del reino helenístico, como signo demasiado evidente de monarquía. No podía acep-
tar, sin caer en la anarquía, el principio de la elección. Se atuvo, así, al sistema de
adopción, con modalidades y éxitos diferentes. Los Antoninos representan, precisa-
mente, la edad de oro de esta práctica: el futuro príncipe, adoptado por el emperador,
era asociado a los asuntos públicos mientras vivía este último y reconocido sin dificul-
tad como su sucesor. Este uso de la adopción, según Plinio (Pan., 7), se justifica por la
necesidad de abrir a todos, fuera de los azares de la filiación natural, la competición
del mérito: “El que ha de extender su imperio sobre todos debe ser elegido entre to-
dos” (trad. A. d’Ors). Por lo demás, pueden encontrarse estas ideas, que eran de se-
guro las tesis oficiales, en el discurso que Tácito atribuye a Galba cuando describe la
adopción de Pisón (Tácito, Hist., I, 15-16). No fundándose este poder sobre un criterio
seguro como el de la filiación familiar, había que idealizar mediante otros procedimien-
tos a su detentador y legitimar, mediante un excepcional mérito moral, a quien no ha-
bía sido designado por el indiscutible arbitraje de la sangre. El mejor gana: la monar-
quía imperial es una aristocracia sin pluralismo. Se trataba, ciertamente, de una fic-
ción, ya que los signos a los que se reconocía este mérito eran fluctuantes y, además,
la elección real en este pretendido concurso dependía, a discreción, del soberano
reinante. Sin embargo, como esta doctrina tenía una fuerza de persuasión considera-
ble, legitimaba hacia atrás al soberano elegido y justificaba la obediencia que, desde
110
entonces, le era debida. Hay pocas dudas sobre la existencia de una estrecha relación
entre la práctica de la adopción y la teoría del mérito; la una es garantía de la otra
b) Dion Crisóstomo. Este mérito tiene, como fundamento y expresión, una serie de
virtudes imperiales cuyo catálogo, fastidiosamente semejante, salvo algunas variantes
u omisiones, se repite en todos los autores, moralistas o políticos. El carácter conven-
cional de estos desarrollos y su continua repetición hace pensar que existe en ellos la
expresión de una verdadera doctrina política, incansablemente expresada bajo esa
apariencia puramente moralista. Plinio el Joven los utiliza sumariamente cuando, a
través de Trajano, hace el retrato del príncipe modelo (Paneg., 44-45). Sin embargo,
Dion Crisóstomo es quien ofrece el cuadro más acabado.
Rico burgués de Prusa, en Bitinia, nacido hacia el año 40 d.C., Dion fue primero sofis-
ta; después, convertido al estoicismo, vive en Roma, de donde, bajo Domiciano, es
expulsado; vuelve perdonado, en los reinados de Nerva y Trajano. Debemos a él, es-
pecialmente, cuatro Discursos sobre la realeza, un discurso pronunciado en las fiestas
de Olimpia, el Olímpico, y otro pronunciado ante los Getas, el Boristenítico, que con-
tiene lo esencial de su pensamiento político. Son documentos tanto más importantes
cuanto que emanan de un personaje que interviene en los negocios públicos. Su pen-
samiento no es original. Se inspira en amplia medida en el estoicismo tradicional y en
los temas del cinismo, sin perjuicio de otras influencias. Representa -como Cicerón
más de un siglo antes- el punto de vista de un notable ilustrado (esta vez, de un pro-
vincial). Y el eclecticismo que se traduce bajo las fórmulas de escuela y las abstrac-
ciones, corresponde quizá también a la preocupación por adaptar su filosofía a una
situación política y a sus problemas particulares. Fue el filósofo de la monarquía.
1º) Para él, la monarquía es, sin duda alguna y por entero, el sistema político ideal. No
se trata ya -como en el estoicismo anterior- de equilibrarla mediante elementos aristo-
cráticos o republicanos. El rey es el elegido de Dios. Su poder emana de Zeus. El
mismo es hijo de Zeus. Existe, por otra parte, una correspondencia entre la influencia
soberana que Zeus ejerce sobre el mundo y la que el monarca ejerce sobre su reino.
Pero en seguida hace notar y subrayar que el rey es hijo de Zeus solamente en un
sentido figurado, esto es, que es “de Zeus” cuando este último le ha dado la ciencia
real, sin la que no es más que un tirano sin legitimación. Dicho de otro modo: aunque
la monarquía es de origen divino, no por ello todo poder real es divino. Está claro que
la doctrina de Dion se inspira ampliamente en la que se elaboró bajo las monarquías
helenísticas y que hizo que todo el pensamiento político romano, muy desprovisto, en
realidad, de ideología monárquica, se beneficiara de toda la tradición constituida ante-
riormente en Oriente. Pero, al mismo tiempo, Dion utiliza sin imitar. En efecto, el estoi-
cismo de la época helenística hablaba, en su escuela, del sabio que, cuando llegaran
los tiempos, sería rey; la doctrina imperial oficial, sin aguardar tiempos venideros,
adornan con todas las virtudes al rey que la fortuna había elevado al trono.
2º) El poder del rey es absoluto, pero no arbitrario. Así como el gobierno de Zeus está
caracterizado para un estoico por el orden y por la regular realización de las leyes na-
turales, así la voluntad del rey debe mostrarse siempre conforme con la ley suprema:
la de la recta razón, la del logos. Es difícil adivinar lo que para un estoico de esta épo-
ca se ocultaba de concreto tras esta vaga fórmula. Pero seguramente se trataba, más
que de imponer al absolutismo una limitación, de exigir que la política que se sugiera
estuviera de acuerdo con los datos de la conciencia ordinaria. Además, Dion conside-
raba la posibilidad de una segunda limitación: la tradición estoica y cínica exigía virtu-
des personales y humanas (laboriosidad, sobriedad, sabiduría, etc.) del rey; la tradi-
ción socrática-platónica se ocupaba de cualidades completamente especiales, diferen-
tes de las de la moral privada, y en las que se situaba la esencia de la política: su con-
111
junto formaba la ciencia real tan apreciada por Platón. Dion Crisóstomo combina am-
bas: el rey debe poseer la ciencia política para gobernar y las cualidades morales para
ser un ejemplo a los ojos del pueblo, de cuya educación debe cuidar. Por consiguien-
te, el rey debe ser, a la vez, el jefe competente y eficaz de ese inmenso cuerpo y el
sabio ejemplar que el Imperio merece por sus virtudes.
4º) Por último, bajo la brillantez del discurso, se observan algunas imprecisiones, tal
vez intencionadas. El rey está por encima de la ley, ya que su poder es absoluto y la
ley no es sino el del rey (Disc., 3, 43). Sin embargo, parece que se ha de entender
aquí que es el rey quien da fuerza a la ley; y no que el rey tendría razón en infringir las
leyes. Muy al contrario, reina por las leyes y en el marco de las leyes. Y si se declara
que la realeza es una magistratura irresponsable, esta afirmación sirve para subrayar
la diferencia que separa a esta doctrina de las antiguas “Constituciones mixtas” o de
las doctrinas que de ella derivan. Aquí no existe ninguna instancia superior al rey; pero
esta irresponsabilidad no es una teoría de la “voluntad arbitraria”, ya que Dion exalta el
valor, no sólo de la ley razonable, sino de cualquier ley establecida, e incluso sugiere
al emperador que se aconseje de los colaboradores que le asisten en una especie de
Consejo. (Agamenón o De la realeza)
De esta forma, el estoicismo, después de dar a los últimos romanos libres una razón
para combatir, se había convertido en el regulador de un Imperio unificado y bien es-
tablecido. Aseguraba el ejercicio moderado del poder monárquico e imponía a todos,
como un categórico deber, la participación en los negocios públicos. Había llegado a
ser la filosofía ordinaria de un Imperio de doble figura grecorromana que no parecía ya
112
sujeta al devenir, de una civilización tan estable que parecía una estructura definitiva
del universo. El tono que adopta Marco Aurelio no engaña: la Historia se ha deteni-
do y la política no es sino conservación. Y, sin embargo, ese Imperio -y, con él, el es-
toicismo- se encuentra en vísperas de cataclismos militares y económicos en los que
zozobrará especialmente esa aristocracia de la que el estoicismo había sido la levadu-
ra. Terribles sacudidas van a conducir a inapreciables transformaciones. El poder mo-
nárquico, trastornado, se endurece; la influencia oriental, contenida por el espíritu gre-
corromano, invade el Imperio; las religiones bárbaras y su mística, así como el paga-
nismo tradicional y el racionalismo al que iban unidas, emergen ampliamente. El estoi-
cismo es suplantado, en gran parte, por nuevos movimientos, el más importante de los
cuales es el neoplatonismo.
La significación política del neoplatonismo no resulta, sin embargo, clara. Si nos fia-
mos de las alusiones que contiene la novela de Filostrato sobre Apolonio de Tiana,
parece representar una fuerza de conservación más segura e impermeable que la
doctrina del Pórtico; predicaría el respeto absoluto por una realeza que procede direc-
tamente de la divinidad. Por una parte, contribuye, mediante su implícita religiosidad, a
reforzar la idea de que el orden social está impuesto por la divinidad, y subraya que la
realeza es la imagen y emanación de la divinidad, concesión que el estoicismo nunca
había aceptado de modo formal. Por otro lado, su cosmología jerarquizada y su meta-
física de hipóstasis se amoldan perfectamente a un Imperio que descansa también
sobre una jerarquía oriental. Sin embargo tenemos pocos textos de la época anterior a
Temistio, que es ya tardía.
que el príncipe sea un sabio. Quedaba por precisar lo que había que entender por sa-
bio, ya que aquí comenzaba, bajo apariencias morales, el verdadero problema político.
Cuando Séneca exige del emperador que tenga las virtudes estoicas quiere decir que
debe aceptar el ser tan sólo el gestor desinteresado de una autoridad que no conoce
otros límites que los que se impone a sí misma. Ser un sabio significa olvidar todo lo
que no sea convertirse en servidor, tanto de la ley positiva como de la ley moral. El
sistema de Séneca descansaba en un acto de fe; suponía que el príncipe aceptando
espontáneamente el principio diárquico, iba, a la vez, a encarnar toda la autoridad del
Estado y a respetar y sostener la del Senado. En realidad, esto era tan sólo plantear
un problema que los acontecimientos iban a resolver.
Actividad Nº 13
1.- A partir del texto de Jean Touchard "Historia de las ideas políti-
cas", realice el subrayado de ideas principales.
UNIDAD IV
EL CRISTIANISMO
Este emperador promulgó el edicto de Milán que dice: “Nos, Constantino y Licinio, Au-
gusto, hemos pensado que convenía establecer las reglas por las cuales deben orga-
nizarse el culto y el respeto debidos a la Divinidad. Concedemos a los cristianos y a
todos nuestros súbditos la libertad de practicar la religión que prefieren. Hacemos,
pues, saber nuestra voluntad para que la libertad de abrazar y seguir la religión cristia-
na no sea negada a nadie, sino que se considere lícita a cada cual consagrar su alma
a la religión que le convenga... Conviene que todos los hombres en lo relativo a las
cosas divinas puedan seguir su propia conciencia”.
Este proceso de lucha de los cristianos por la “Representatividad” que fue causado por
las persecuciones -llevadas a cabo durante un siglo y medio-, culmina el año 394
cuando Teodosio el Grande proclama el Cristianismo como religión oficial del Imperio.
San Pablo pretende sentar las bases de la obediencia civil y explicar al ciudadano cris-
tiano sus “deberes para con las autoridades”.
Al poder, el ciudadano le debe -"no por temor del castigo, sino por obligación de con-
ciencia”-, el cumplimiento de las Leyes positivas y de las cargas tributarias. Así cumpli-
rá la prescripción del Salvador de “Dar al César lo que es del César".
Al señalar esta doble esfera de los deberes de los hombres respecto de su condición
de ciudadano del Estado -realidad Terrenal- y de ciudadano del Reino de Dios (“Por-
que nuestra ciudadanía en el Reino de los cielos está” Filipenses 3.20), S. Pablo esta-
ba también colocando una semilla que fructificaría, con el abono de las teorías platóni-
cas, en "La Civitas Dei" de S. Agustín, que constituyó la gran obra de iluminación polí-
tica durante la Edad Media. Otra frase de San Pablo -cuya finalidad era la de aclarar el
alcance del Poder de origen Divino-, expresa: “el príncipe es un ministro de Dios,
puesto para tu bien”. Esta frase señala el límite y el fundamento de la legitimidad del
Poder, temas que se tornarán clásicos en el desarrollo de las ideas políticas posterio-
res.
1) Unidad del Género Humano: Todos los hombres están avocados a esta ciudada-
nía que no reconoce distinción entre: “Judíos, ni gentiles, ni libres, ni esclavos, ni
varón, ni mujer, porque todos sois una sola cosa en Cristo”. Existe un cierto parale-
lismo con la idea estoica que proclama al hombre como ciudadano del universo pe-
ro como un postulado de pura razón y de Derecho Natural.
116
2) Igualdad de todos los hombres: Epístola a los Efesios: donde dice que Dios con-
sidera a todos los hombres con el mismo patrón, sin importarle su condición de li-
bre o esclavo.
3) Dignidad esencial del Hombre: Por ser éste imagen y semejanza de Dios (Carta
a los Efesios - Corintios).
4) Carácter orgánico del cuerpo místico de Cristo: La sociedad humana Universal
integra el cuerpo místico de Cristo. En este vasto organismo espiritual cada hom-
bre tiene una función y una misión que cumplir en función del Todo. Esta idea va a
tener una fecunda trayectoria en el pensamiento medieval y culminará siendo el
remotor fundamento de la Teoría de la ficción, base de la personalidad jurídica
(como se verá en el capítulo correspondiente a la época medieval).
5) Reafirmación de la existencia de la Ley Natural: -que está grabada en el cora-
zón de los hombres- y que constituye el marco y fundamento de la ley positiva.
(Romanos II, 11, 15)
Actividad Nº 14
ANEXO II
A continuación se presenta el Anexo perteneciente al libro “DERECHO
Durante el imperio de Augusto en el año 753 de la era romana, nació en Belén, pe-
queña aldea de Judea, Jesús el Cristo, la encarnación del Hijo de Dios. Fue anunciado
por Juan el Bautista que predicaba a orillas del Jordán, e inició su predicación con los
doce humildes pescadores que fueron sus primeros discípulos. Nada igualaba la san-
tidad de su vida, la fuerza de su moral, la elevación de su doctrina, y la profundi-
dad de sus principios. Pero para la masa del pueblo judío, Jesús no era el Mesías.
Los judíos creían que el enviado de Jehová daría al pueblo de Israel la dominación del
mundo entero, y por el contrario, Jesús aconsejaba el renunciamiento, la mansedum-
bre, la penitencia, y la fraternidad, entre todos los hombres. La secta política de los
fariseos encendió el odio contra Jesús presentándolo como un impostor. Tal propa-
ganda trajo la condenación de Jesús que fue así, crucificado.
La Cena de los
Apóstoles; fresco
de la Iglesia Os-
cura, Göreme,
Turquía.
Sus discípulos se dispersaron temiendo igual suerte, pero Jesús resucitó al tercer día
como El mismo y los profetas lo habían predicho, y permaneció con aquéllos cuarenta
118
días. Después de instituir a Pedro en jefe de los demás Apóstoles, pronunció las pala-
bras recogidas por San Mateo, y subió a los cielos:
Los Apóstoles cumplieron la consigna divina y se repartieron por toda la tierra. Esos
doce hombres llamados apóstoles que en griego significa “enviados”, ajenos a las
ciencias y carentes de bienes terrenales, conmovieron a las poblaciones por sus mila-
gros, sus virtudes y sus palabras doquiera predicaban la buena nueva o Evangelio, y
así, se formó una comunidad religiosa distinta de la que predicaba el rito judío. La per-
secución contra los cristianos se inició en Jerusalén al producirse esta definitiva sepa-
ración del judaísmo por parte de los discípulos de Jesús.
En el año 70 de nuestra era, una sublevación general de los judíos, dio origen a una
implacable represión por parte del emperador Vespasiano. La dispersión de los judíos,
favoreció la difusión del cristianismo. Los judíos eran, en principio, más aptos que los
gentiles para la adopción de la nueva religión, ya que ésta se vinculaba por su origen a
los antiguos libros, las viejas creencias y las eternas esperanzas del pueblo de Israel.
Por eso en numerosas ciudades del Imperio Romano, el núcleo primitivo de la comu-
nidad cristiana, fue la sinagoga israelita, cuyos miembros se convertían en masa a la
fe de Cristo. En cuanto a los judíos que se negaron a reconocer en Jesús al Mesías
anunciado, siguieron considerando a la ley de Moisés como una revelación de Jehová,
junto con los libros de los Profetas y los salmos del rey David.
El año 41, después de J.C., San Pedro bautizó a un centurión romano y éste fue el
primer “gentil” o sea “no romano” que abrazó la nueva religión. Saulo, joven hebreo,
nacido en la ciudad helénica de Taso, en el Asia Menor, y cuya familia gozaba del de-
recho de ciudadanía romana, tomó parte en la persecución que los judíos llevaban a
cabo contra los discípulos de Cristo, pero en su camino hacia Damasco en medio de
esa persecución se le apareció Jesús mismo diciéndole: “¿Saulo, Saulo, por qué me
persigues?” identificándose de este modo con los fieles de la nueva Iglesia, y Saulo
convertido en San Pablo, no dejó nunca de considerar su fe, desde ese punto de vista
de la unidad espiritual, precursora del reino de Dios sobre la tierra, e imagen de la bie-
naventuranza de los elegidos en los cielos. Pablo había estudiado las sagradas escri-
turas en Jerusalén, junto a los fariseos, y siendo griego pero hallándose investido de la
ciudadanía romana, reunía en su persona todos los elementos de la gran renovación
que se gestaba. Difundió la religión cristiana en Chipre y en Galacia y retornó a Jeru-
salén en una fecha indeterminada, donde se celebró el primer concilio de la Iglesia. El
concilio, bajo la influencia de San Pablo rechazó la ley mosaica declarándola la ley de
un solo pueblo, mientras que la ley de Cristo fue reconocida para ser practicada por
los hombres de todos los países. El carácter casi universal que tuvo el Imperio Ro-
mano, facilitó también en cierta medida la predicación de la religión nueva mientras no
se iniciaron las persecuciones.
Las predicaciones y viajes de San Pablo son conocidos por el libro llamado “Hechos
de los Apóstoles”, que compuso su compañero San Lucas y se halla incorporado al
Nuevo Testamento. Su apostolado consiguió convertir al cristianismo a las poblacio-
nes de una gran parte del Imperio. Llevó el Evangelio al Asia Menor, a Macedonia y a
Grecia, y según una tradición, habló en Atenas ante el Areópago. En el año 62 fue
apresado y enviado a Roma donde fue ejecutado al mismo tiempo que San Pedro víc-
timas ambos de la persecución implacable de Nerón contra los cristianos.
119
Las comunidades o iglesias cristianas tenían una organización sencilla. Los Apóstoles
formaban el consejo supremo y cada iglesia tenía un obispo, o sea vigilante. Santiago
el Mayor, fue el primer obispo de Jerusalén.
Los sacramentos, es decir, los oficios del culto que dispensaban la santidad sobre las
almas (bautismo, eucaristía, matrimonio, etc.) eran administrados por los presbíteros o
ancianos, consagrados por los Apóstoles. Los diáconos se encargaban de los nego-
cios temporales pero tenían también ciertas atribuciones rituales. A pesar de haber
conservado las vestiduras sacerdotales de los hebreos y sus costumbres de cantar
salmos en homenaje a Dios, los cristianos modificaron rápidamente los otros aspectos
litúrgicos de la religión de Israel. Lo propio ocurrió con la enseñanza doctrinal que su-
frió una profunda transformación de acuerdo con la predicación del Maestro.
San Mateo redactó a mediados del siglo I el primer Evangelio que contiene la historia y
la doctrina de Jesús. Más tarde, San Marcos que había predicado el cristianismo en
Alejandría, escribió un segundo Evangelio con mayor precisión cronológica. San Lucas
es autor del tercer Evangelio que como el de San Marcos fue escrito en griego. Am-
bos se unieron al de San Mateo, escrito en lengua arábica y a un cuarto Evangelio que
fuera redactado también en griego por San Juan, más dogmático que los anteriores.
Los citados cuatro Evangelios comenzaron a ser considerados como inspirados por
Dios mismo, así como las Epístolas dirigidas por los Apóstoles a los fieles de las di-
versas iglesias.
San Pedro en su segunda Epístola Universal pone a los Evangelios en pie de igualdad
con las sagradas escrituras de los hebreos. En el siglo V, tras numerosas discusiones
y no pocas disidencias acalladas por la gran autoridad de San Jerónimo, autor de la
versión latina de la Biblia llamada Vulgata, la Santa Sede Pontificia, reconoció como
canónicos los libros que actualmente constituyen el llamado Nuevo Testamento, y re-
chazó como apócrifos determinados escritos de la época primitiva.
A pesar de haberse quebrado el vínculo entre el judaísmo y la nueva religión, los libros
sagrados de los hebreos pasaron a formar parte del cristianismo bajo el nombre de
Antiguo Testamento y con el carácter de introducción al Evangelio. Fueron éstos el
Antiguo y el Nuevo Testamento que comenzaron a usarse a principios del siglo II.
Según San Mateo, Cristo mismo dijo: “No penséis que he venido a des-
truir la ley de los profetas; no he venido a destruirla, sino a darle cum-
plimiento”.
Con este precepto autorizaba a seguir observando lo que ya estaba revelado en los
libros de Moisés y que Él había de completar con nuevas revelaciones.
La primera ley del cristianismo, es la existencia de un Dios único e inmaterial, que creó
el universo;
El amor que Dios profesa a todas las criaturas formadas por El y que le lleva a perdo-
nar los pecados inherentes a la naturaleza humana mediante la fe;
“Porque de tal modo amó Dios al mundo que le ha dado su hijo Unigé-
nito, a fin de que todos los que crean en El no perezcan, más hallen vi-
da eterna” (San Juan, III, 16)
120
“Amarás al Señor tuyo, con todo tu corazón y toda tu alma y todas tus
fuerzas y toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo.”
(San Lucas, X, 27)
Para la religión de Jesús, la riqueza sin constituir un mal en sí, hace difícil la salvación
del hombre por el mal uso que los acaudalados, están expuestos a hacer de su cau-
dal.
“En verdad os digo que es difícil que un rico entre en el reino de los
cielos” (San Mateo, XIX, 23)
Pero las potencias terrenales son instrumentos de la voluntad de Dios, porque sin ellas
los hombres serían más malos aún. A Pilatos que recordaba con irritación a Jesús el
poder que tenía en sus manos, le contestó: “No tendrás sobre mí, poder alguno si no
te hubiese sido dado desde arriba”. (San Juan, XIX, 11). En cuanto a los gobernados,
deben tener presente que el principal precepto es éste:
Tan poco valor tienen las cosas de este mundo que ellas sólo nos serían dadas “por
añadidura”. En su famosa respuesta a aquél que le preguntaba si debía pagar el tribu-
to:
“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”
(San Mateo, XXII, 21)
tantas veces comentada y con la que se ha querido fundar el principio de los poderes
terrenal y espiritual, Jesucristo admite que se atribuya al César lo que el señor de es-
tos reinos materiales ha marcado con su propia efigie y son propiedad de él, pero no
de los que “viven de la palabra de Dios”. Su respuesta a Pilatos cuando lo interrogó
sobre si se había titulado rey de los judíos: “Mi reino no es de este mundo” (San Juan,
XVIII, 36), es de sentido inequívoco. Cuando Pedro quiso defenderlo al ser prendido,
le amonestó Jesús diciendo:
“Vuelve tu espada a la vaina, porque todos los que se sirvieron de la espada, por la es-
pada morirán”
(San Mateo, XXVI, 52)
Predijo las persecuciones que sufrirían sus discípulos y los futuros adeptos de su reli-
gión cuando dijo:
“Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya pero como
no sois del mundo, por eso el mundo os aborrece” (San Juan, XV, 18 y
19); No tengáis miedo de los que matan los cuerpos y hecho esto ya
no pueden hacer más” (San Lucas, XII, 4); “Bienaventurados los que
padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el
reino de los cielos” (San Lucas, IX, 24)
A mayor abundamiento, debe consignarse que los escritos de los Apóstoles y sobre
todo las epístolas de San Pablo, desarrollaron la doctrina del Maestro difundiendo sus
enseñanzas por todo el Imperio Romano.
Pero los romanos confundieron en un principio a los cristianos con los judíos, y aún
cuando la separación entre cristianismo y judaísmo se hizo definitiva, siguieron aqué-
llos considerando a la Iglesia de Cristo como a una de las tantas sectas disidentes de
la religión de Moisés. Ello contribuyó a intensificar la persecución de que fueron objeto
121
los cristianos. La maldad que inspiró esas persecuciones estaba influida por una
enorme dosis de incomprensión. Algunas mujeres como Popea, la favorita de Nerón, y
numerosos libertos de raza hebrea, ejercieron una gran influencia sobre la política del
Imperio. Ciertos historiadores cristianos llegaron no sin fundamento a atribuir a la
misma Popea, el haber influido sobre Nerón por indicación de los rabinos, para que
aquél atribuyera a los cristianos, la culpabilidad en el incendio de Roma y decretara el
horrible sacrificio.
Ocurrió aún que a los cristianos se les considerara como a judíos de inferior condición.
El hecho de que se reclutaran adeptos entre los libertos y hasta entre los esclavos,
hizo nacer en los romanos la idea de que el cristianismo no era una religión que con-
venía a las personas que pertenecían a una alta categoría social. Esta ignorancia es-
taba sustentada en las calumnias de los judíos en hacerlo perdurar. Fruto de esa igno-
rancia, son también los calificativos de que fue objeto la religión cristiana por escritores
como Plinio el Joven, Tácito y Suetonio.
Pero a la par de tales hechos, deben señalarse nuevamente los múltiples obstáculos
que se le opusieron. Desde luego, los primeros enemigos de los cristianos fueron los
judíos. Luego lo fueron romanos mismos que aunque tolerantes en principio con las
religiones de todos los pueblos, comenzaron a ver en el Cristianismo, un peligro para
el mantenimiento de su Imperio Universal. Además, los cristianos no se mezclaban en
la vida social romana por no tener que participar en las ceremonias oficiales, donde se
habrían visto obligados a adorar a otros dioses y someterse a la jurisdicción de sacer-
dotes que no eran los suyos. Ello, naturalmente, los hizo sospechosos al celo oficial.
Hablando Suetonio del gobierno de Claudio, dice que “los judíos que excitaban tumul-
tos bajo la instigación de un tal Cristo fueron expulsados de Roma”. Así comenzó la
persecución en Roma. Más tarde se inventaron cargos de toda especie contra los cris-
tianos. Lo absurdo de estas acusaciones, llegó al punto de que se les imputó adorar
un dios con cabeza de asno y de sacrificar niños en sus ceremonias rituales. Bajo Ne-
rón el populacho estaba convencido de que los cristianos eran “los enemigos del gé-
nero humano” y aceptó con entusiasmo el decreto de persecución dictado contra ellos
por el emperador, basado en la falsa acusación de haber incendiado a Roma. Millares
de fieles, sin distinción de edad ni de sexo, fueron arrojados a las fieras, crucificados y
122
quemados vivos en medio de la multitud exaltada. Esa fue la primera persecución or-
ganizada y se extendió de 64 a 68. En ella perecieron San Pedro y San Pablo. El pri-
mero fue crucificado en la colina del Vaticano y el segundo decapitado.
La cuarta persecución se ha atribuido a Marco Aurelio (174) a quien otros creían tam-
bién convertido al Cristianismo por la naturaleza de su espíritu y los preceptos del es-
toicismo que profesó siempre.
Los cristianos para continuar practicando su culto apelaron a un arbitrio legal. Consti-
tuyeron asociaciones funerarias e hicieron uso de la facultad permitida por la ley a
esas entidades, de comprar terrenos colindantes con las ciudades con el fin de cons-
truir sepulturas comunes para todos sus miembros. Se reunieron entonces en esos
sitios, apartaron y realizaron allí en secreto, y con relativa seguridad, sus ceremonias
rituales. A medida que fue aumentando el número de adeptos se excavaron sepulturas
subterráneas donde se inhumaban los cadáveres. Estos primitivos cementerios llama-
dos “catacumbas” fueron la sede de las iglesias perseguidas y constituyeron también
refugios en las épocas en que aumentaba la intolerancia contra los cristianos.
Nada podía contener el fervor religioso encendido por la palabra divina de Jesús. Las
persecuciones arreciaron. Bajo Septimio Severo (212) perecieron más de dieciocho
mil mártires. En 250 Decio ordenó a todos los cristianos abjurar su religión. Se conde-
nó al destierro a los sacerdotes del culto y a la última pena, a los funcionarios del Im-
perio convertidos al Cristianismo. Tres Papas, San Fabiano, San Cornelio y San Lucio,
perecieron martirizados. Del mismo modo bajo Valeriano (257) fueron sacrificados, el
Papa Sixto II, el diácono San Lorenzo y el elocuente apologista San Cipriano. Diocle-
ciano persiguió también el cristianismo y lo propio hizo Galerio después de la observa-
ción de Diocleciano.
Constantino y Licinio, vencedores de sus rivales y dueños absolutos del Imperio, dicta-
ron de común acuerdo en 313, seis meses después de su victoria, el edicto de Milán
que permitía a los cristianos el libre ejercicio de su culto. “Nos, Constantino y Licinio,
Augusto, proclamaba el edicto, hemos pensado que convenía establecer las reglas por
las cuales deben organizarse el culto y el respeto debido a la Divinidad. Concedemos
a los cristianos y a todos nuestros súbditos la libertad de practicar la religión que pre-
fieran. Hacemos, pues, saber nuestra voluntad para que la libertad de abrazar y seguir
la religión cristiana no sea negada a nadie, sino que se considere como lícito a cada
cual el consagrar su alma a la religión que le convenga. Esta concesión que hacemos
a los cristianos la extendemos por igual a todos aquéllos que deseen seguir ese culto
y sus ritos particulares. Conviene que todos los hombres en lo relativo a las cosas di-
vinas puedan seguir su propia conciencia”. Este es el punto inicial de la conversión de
Constantino al Cristianismo que formalizó al morir, y marca también la terminación de
las persecuciones. La Iglesia tenía ya su jerarquía establecida y Constantino la reco-
noció y confirmó.
El paganismo fue sin embargo lento en desaparecer. Se mantuvo en los campos (“pa-
gus”) y el nombre dado a sus habitantes (pagani) se convirtió en sinónimo del antiguo
culto politeísta.
integraron los escritos ocasionales cuyo objeto era defender la nueva religión. Tuvie-
ron algunos la forma de súplicas a los emperadores, y otros, de exposiciones doctrina-
les dirigidas al mundo pagano. A medida que el Cristianismo penetraba en las esferas
intelectuales romanas se iba sintiendo la necesidad de demostrar su esencia y su sen-
tido. Los apologistas interpretaron filosóficamente las definiciones que los papas ha-
bían precisado, en presencia de las múltiples herejías. Gracias a su esfuerzo, las teo-
rías filosóficas terminaron por ponerse al servicio de la Verdad Revelada. Se dio el
título de “Padres de la Iglesia” a todos aquellos varones eminentes que se distinguie-
ron en esos primeros siglos por la ortodoxia de sus doctrinas apoyada en la santidad
de su vida. Algunos autores involucran a los apologistas dentro de aquella denomina-
ción, llamándoles “Padres Apologistas”, mientras reservan para los Padres propiamen-
te dicho el nombre de “Padres Dogmáticos”. Los Padres de la Iglesia, siguiendo a los
juristas romanos, afirmaron la existencia de un “jus naturalis” y consideraron a los
hombres como iguales y libres por naturaleza, afirmando que el alma es siempre libre
y que la esclavitud no es un estado natural. El Estado fue concebido por ellos como
una fuerza coercitiva que no tenía su origen en la ley natural pero que debía ad-
mitirse como consecuencia del pecado inherente a la naturaleza humana desde
la caída de Adán. Ese Estado es para ellos un remedio instituido por Dios contra el
pecado, y su fin es la justicia. San Ambrosio resumió en una fórmula conocida ese
pensamiento:
Es larga la lista de los Padres de la Iglesia que con su elevada prédica contribuyeron a
esclarecer las conciencias y mostrar perdurablemente la posición en que el Cristianis-
mo se colocaba ante el Estado. Entre los más destacados, han de recordarse aquí, a
San Justino nacido en Palestina el año 100, que fue uno de los primeros en atreverse
a escribir dirigiéndose al emperador Antonio, en una Apología de la religión cristiana; a
San Ireneo que vivió en el siglo II y murió en 202, quien puso en guardia a los cristia-
nos sobre las interpretaciones demasiado libres de las sagradas Escrituras; a Tertu-
liano, nacido en Cartago en 150 y muerto en 230; fue autor de la famosa "Apología
contra los gentiles en defensa de los cristianos", quien a pesar de su prédica fer-
vorosa llegó a estar, a su muerte, en disidencia con la Iglesia; a Lactancio quien vivió
hasta 325 y fue llamado por San Jerónimo “el Cicerón Cristiano”; a Clemente de Ale-
jandría y a su discípulo Orígenes, quien se propuso armonizar la doctrina cristiana
con la filosofía platónica, lo que hizo dudar de su ortodoxia hasta el punto de que fue
excomulgado, pues la tradición apostólica que guiaba los pasos del naciente Cristia-
nismo, no podía aceptar que la filosofía alterara la doctrina de Jesús en lugar de ser-
virla, y provocó por ello la reacción contra Orígenes sin dejar de reconocer la magnitud
de su genio.
Después del triunfo de la Iglesia bajo Constantino comenzó la era llamada de la lite-
ratura “patrística”, propiamente dicha. Ya no se sentía la necesidad de las apologías
para exponer la fe cristiana, sino tratados teológicos que puntualizaran y definieran los
dogmas. Los apologistas habían defendido el Cristianismo contra la calumnia y las
persecuciones materiales. La obra cumplida por aquellos que merecieran llamarse
Padres de la Iglesia, protegió la doctrina de Jesús de los ataques emprendidos contra
ella, en nombre de la filosofía. Se había rechazado la posición de Tertuliano ante los
métodos filosóficos, y tampoco habían alcanzado aprobación las exageraciones de
Orígenes en sentido opuesto. Se poseía además un lenguaje bien adecuado para las
disputas dialécticas. Por todo ello, la Iglesia se hallaba perfectamente preparada para
afrontar, como lo hizo, la agresión de los sofistas religiosos que se proponían desme-
nuzar y destruir la sencilla doctrina originaria de Cristo.
125
Los escritos patrísticos tienen actualmente una alta autoridad en materia teológica,
pero los Papas han especificado que debe distinguirse cuidadosamente entre las con-
jeturas u opiniones particulares de los Padres y los dogmas. Los Padres de la Iglesia
discreparon en su orientación sobre muchos puntos, según su origen y su campo de
acción.
Los doctores de Oriente son considerados como los Padres de la Iglesia griega, pues
su obra se manifestó en el ambiente griego, que más tarde habría de convertirse en
bizantino.
Los Padres de la iglesia latina son aquellos que lucharon en Occidente en el ambiente
romano, modificado luego por la penetración de los bárbaros en el Imperio. Con am-
bos grupos de teólogos nació la literatura cristiana, vivificada por su fe ardiente, pero
revistiendo en uno u otro caso, las formas consagradas por los maestros griegos o
romanos respectivamente. Así mientras en Oriente los Padres demostraron ser
dignos discípulos de la escuela de Atenas y de Alejandría, en Occidente los mo-
delos literarios eran Cicerón, Séneca o Marco Aurelio.
En el mundo griego se ilustró en primer término Atanasio (298-373) y luego San Gre-
gorio Niseno, nacido en Capadocia en 328, San Juan Crisóstomo (347-407) que fue
patriarca de Constantinopla, San Ambrosio que fuera maestro de San Agustín, y fi-
nalmente para limitar esta enumeración, San Jerónimo, uno de los últimos exponen-
tes de la patrística, autor de la versión latina de la Biblia conocida con el nombre de la
Vulgata, y aceptada por la Iglesia como definitiva sanción, ratificada por el Concilio de
Trento que la declaró "texto oficial y el único que podría invocarse como autoridad".
San AgustIn
San Agustín fue el más sabio y más profundo teólogo de la iglesia en la época
patrística. Su sensibilidad le hizo comprender mejor que a nadie, el sentido místico
del Cristianismo. Sus estudios filosóficos llevados a cabo con ardor durante toda su
vida, le permitieron abordar los más graves problemas de la teología. Al mismo tiempo
su importancia es capital en materia política porque en el libro que constituye su obra
maestra, La Ciudad de Dios, definió con precisión cuáles eran las relaciones entre
el poder civil y el espiritual, problema éste, que si bien había sido considerado por
casi todos los apologistas y los Padres de la Iglesia anteriores a él, nunca había sido
expuesto ni mucho menos resuelto con la claridad y la altura, desenvueltas por tan
ilustre doctor de la Iglesia. En las páginas admirables de sus "Confesiones" relata
San Agustín cómo se formó su fe religiosa y por qué entregó su vida al culto de
Dios.
La más antigua biografía de San Agustín fue escrita por su discípulo Posidio, pero la
mejor fuente para el conocimiento de su vida son esas Confesiones suyas, que no
sólo están destinadas a declarar sus faltas sino también, lo que el término expresa
canónicamente, a confesar ante Dios su fe y cómo se puso a su servicio.
Entre tanto había llevado una vida de intenso estudio en materias religiosas y profanas
y regenteó una cátedra de retórica en Milán. El profundo conocimiento que tenía de la
herejía de los maniqueos, lo determinó a refutar sus errores. Escribió entonces dos
tratados: De las Costumbres de la Iglesia Católica, De las costumbres de los mani-
queos y de Libero arbitrio y otros del mismo género. Trasladado a África, afirmó su
126
Hipona estaba por entonces llena de maniqueos que aspiraban a suplantar al catoli-
cismo. En Agosto de 392 se realizó una discusión pública en la que Agustín venció
completamente por su elocuencia y poder de convicción al predicador maniqueo For-
tunato, que abandonó Hipona poco después, en derrota. Los diálogos sostenidos en
aquella ocasión los recogió en una pequeña obra titulada Contra Fortunato Disputatio.
La lista de sus obras es muy copiosa y son todas de carácter religioso. La que lo ha
inmortalizado es, sin embargo, Civitatis Dei que contiene la dilucidación fundamental
de problemas atinentes al Estado, y dentro de él, a la posición del hombre católico. El
motivo circunstancial que lo llevó a redactar ése, su libro capital, al que dedicó catorce
años de su vida, fue demostrar que el Cristianismo no era el responsable de la ruina
del Imperio, sino que ésta respondió a causas múltiples, que cuidadosamente analizó.
Los romanos habían atribuido siempre a la voluntad de sus dioses tanto los éxitos co-
mo los reveses de sus armas. En el siglo II no faltaron apologistas cristianos que utili-
zaran esta esencia pagana para destacar, que desde el nacimiento de Cristo, es decir
desde el reinado de Augusto, el Imperio se encontraba más floreciente que nunca, lo
que se debía a la difusión del Cristianismo. Pero algunos siglos después, la situación
había dejado de ser próspera y gloriosa. Los paganos volvieron entonces contra los
cristianos su propio argumento y viendo en ellos, la causa de los desórdenes y de la
decadencia del Imperio, proclamaban que estaba en el interés del Estado concluir con
el Cristianismo. Agustín recogió y rebatió expresiones como ésta:
“Cuando ofrecíamos sacrificios a nuestros dioses, Roma estaba en pie. Roma era fe-
liz. Ahora que los sacrificios están prohibidos, ved lo que ha sucedido en Roma. Ha
sido azotada por las peores calamidades”.
Esta obra inmensa San Agustín la terminó, sólo cuatro años antes de su muerte. La
Ciudad de Dios contiene en sus diversos aspectos, una apología, una teología, una
enciclopedia, una filosofía de la historia y un tratado de ética. En esta especie de
Suma universal aparecen relatados los acontecimientos históricos, desde la Creación
hasta el juicio final. Se describen los sistemas filosóficos, desde las supersticio-
nes primitivas, hasta las doctrinas espirituales de Platón, se definen y justifican
todos los dogmas de la religión cristiana desde el pecado original, hasta la resu-
rrección de la carne. Cada una de sus partes fue publicada por separado y dada
a conocer con prolongados espacios de tiempo. Pero su colaboración estuvo
127
siempre guiada por el plan armónico que San Agustín se había trazado de ante-
mano.
La segunda parte de la obra que comprende los doce libros restantes trata de las
dos ciudades, la celestial y la terrenal, “Civitas Dei” y “Civitas Diaboli” cuyo antagonis-
mo resume toda la historia y divide a los hombres, en vista de la salvación o de la
condenación eterna. Además, al comenzar cada libro el autor consideró necesario
resumir los puntos que había analizado con anterioridad y esbozar ordenadamente los
que se proponía analizar a continuación. Pero a pesar de todas estas medidas desti-
nadas a conservar cierto orden en un asunto tan complejo como el que pretendía
desarrollar, San Agustín se vio precisado, en repetidas ocasiones, a apartarse del te-
ma principal de su libro para tratar otras cuestiones que aunque fuesen secundarias,
necesitaban también que se les dedicara cierta atención, pues eran objeto de apasio-
nadas disputas en la época.
El primer punto que preocupó a San Agustín fue naturalmente el triunfo de Alarico so-
bre Roma. Recuerda que Alarico por el hecho de ser cristiano dejó en pie las iglesias y
respetó la vida de los que se habían refugiado en ellas, fuesen paganos o cristianos.
Para destacar ese beneficio que se debía a la nueva religión, describió en el libro I, las
crueldades cometidas por todos los pueblos conquistadores al apoderarse de las ciu-
dades vencidas. Esa disgresión histórica, lo llevó hasta los lejanos y semifabulosos
tiempos de la guerra de Troya, recordando que los griegos que se jactaban de ser su-
premos civilizadores no respetaron siquiera los templos y procedieron en forma opues-
ta a la conducta de un bárbaro movido por escrúpulos cristianos. Las leyes de la gue-
rra según San Agustín eran mucho más despiadadas que las de su época. Los roma-
nos mismos no vacilaron en aplicarlas sin la menor compasión.
“Hacer sufrir a sus vecinos, someter y aplastar a las naciones que no nos han ofendi-
do, sólo para satisfacer incomparables ambiciones, ¿es acaso distinto de lo que en
menor escala hacen los bandidos?”
Por primera vez se alzó una voz dentro del Imperio contra la legitimidad de las con-
quistas realizadas por Roma. Los pensadores ilustres de Roma como Cicerón o Séne-
ca, no se habían atrevido nunca a dudar de la justicia de esas guerras de conquista.
Los puntos que trata San Agustín en los cinco primeros libros de La Ciudad de Dios,
pueden resumirse así:
El III a las iniquidades cometidas por Roma en su historia, y las calamidades que de-
bió soportar a pesar de la supuesta protección de los dioses.
El libro IV demuestra que los romanos no deben sus triunfos a esa protección;
A partir del libro XI, La Ciudad de Dios encara otras cuestiones que constituyen ante
todo, el primer ensayo de una filosofía de la historia.
“No he querido, decía más tarde San Agustín, que se me pudiese acusar de haberme
limitado a atacar las opiniones de los demás sin tratar de exponer las mías”. Sin duda,
este era el propósito que quiso desarrollar desde el comienzo de su obra, como el títu-
lo de ella lo demuestra. No sólo se contrajo a la ciudad de Dios; quiso también
razonar sobre sus relaciones con la ciudad civil. Como él lo dice en su obra,
esas ciudades eran la de Dios y la de los hombres, la del cielo y la de la tierra. La
una, contiene a los hombres que viven según la carne, la otra, a quienes viven
según el espíritu. En la primera, el amor de sí mismo llega hasta el menosprecio
de sí mismo. Se trata de una solidaridad mística que une a los hombres en el mal
y en el bien, y se advierte aquí la explicación política de la idea cristiana de que
todos pecamos en Adán y todos fuimos redimidos en Cristo. Por un lado, los
elegidos, la Iglesia; por otro, los profanos, el mundo.
Es notable que San Agustín haya tomado la palabra ciudad (civitas) para desarrollar
esos inmensos conceptos. La ciudad desde el mundo griego designaba al conjunto de
hombres que formaba la agrupación política fundamental, el Estado. Para el autor de
La Ciudad de Dios, la ciudad deja de ser un Estado cuyas dimensiones puedan ser
susceptibles de medición: está abierta a todos los habitantes del mundo y abarca a
todos aquellos hombres que tienen comunes esperanzas. Esta ciudad no sólo se ex-
tiende a través de todos los Estados, sino que comprende también a los que han vivi-
do y esperan también desde la tumba el juicio eterno.
Propagándose y creciendo el linaje humano con el libre albedrío, vino a hacerse según
San Agustín, una mezcla y confusión de ambas ciudades:
Mediante la oposición de estas dos fuerzas, San Agustín pretende explicar toda la his-
toria de la humanidad. Los habitantes de la ciudad celeste pasan a veces por aposta-
129
En esos doce libros, el autor sigue el curso de los acontecimientos desde el día de la
creación hasta el Juicio Final. Los hechos materiales aparecen rápidamente descrip-
tos, pero los problemas religiosos que San Agustín encuentra a lo largo de su relato,
están desarrollados cuidadosamente. Así, por ejemplo, a propósito de la creación de
Adán y de su desobediencia, explica extensamente los dogmas cristianos relativos a la
interpretación del Génesis, temas éstos que el Obispo de Hipona conocía a fondo por
sus trabajos de exégesis de la Biblia y de sus controversias con los pelagianos. Co-
menta luego el destino de los hijos de Israel, el desarrollo y decadencia de todos los
imperios, y la importancia sobrenatural de la Redención, mediante el sacrificio del Hijo
de Dios. Por último, después de haber expuesto la marcha paralela de las dos ciuda-
des a través de los siglos, desde Caín y Abel, que representan la primera manifesta-
ción de la lucha entre ambas, hasta el triunfo del cristianismo, San Agustín indica cuál
ha de ser el fin de toda esta evolución. Su obra concluye con un largo estudio sobre la
destrucción del mundo y la aparición definitiva del Juez Supremo.
La Ciudad de Dios desarrollada por Moisés, los reyes y profetas de Israel, y difundida
por todo el mundo por el Evangelio de Cristo, será la ciudad de los santos escogidos.
En cambio, la ciudad del mal a través de los errores y de los crímenes, irá a perderse
en el infierno eterno.
“Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”, son las palabras de
Jesús, que definen y resuelven el deber de los cristianos ante la autoridad del Estado.
La fórmula es sencilla y parece suficientemente explicativa. Sin embargo, aun formu-
lada y aceptada, quedó por resolver la línea de demarcación entre el poder espiritual y
el poder material. San Agustín muchos siglos antes de que el problema se planteara
en toda su intensidad, arrojó potente luz sobre tan delicada cuestión. “La Ciudad de
Dios, dice, vive cautiva en el seno de la ciudad terrestre y pasa el tiempo de su destie-
rro. Absolutamente, no vacila en obedecer las leyes de la ciudad terrestre, de acuerdo
a las cuales se rige todo lo que atañe a esta vida mortal. Y puesto que la mortalidad es
común a una y otra sociedad, la ciudad de Dios quiere conservar la buena armonía en
la ciudad terrestre”. Para ello no opone sino una condición, que las leyes no limiten su
libertad. “En su peregrinaje en la tierra la ciudad celeste goza de la paz terrestre y en
cuanto interesa a la naturaleza mental de los hombres, favorece y desea la unión de
las voluntades humanas, siempre que no contraríe la conservación de la piedad y la
religión”.
“Dios ha creado al hombre, dice, para que reine sobre los peces del mar y las aves del
cielo”. Son sus palabras. No ha querido que el ser dotado de razón mandara sino a
aquellos que no la tienen. No ha querido que el hombre mandara al hombre; sino el
130
hombre a la bestia. Es fácil hallar en este pasaje el eco de las críticas que los filósofos
estoicos y los juristas romanos dirigieron a la teoría de la esclavitud de Aristóteles.
San Agustín repite esas mismas opiniones en su estudio sobre la Epístola de San
Juan. Pero añade que también una ley natural ha prescripto a los hombres asociarse
los unos con los otros. Los mismos animales y aún los más feroces, que parecen con-
denados al aislamiento, no han podido tampoco substraerse a aquella ley. “Con cuán-
ta más razón, exclama San Agustín, el hombre ha sido llevado por la ley de su propia
naturaleza a hacer alianza con sus semejantes para gozar con ellos de la paz en
cuanto sea posible”.
De ahí el nacimiento de la ciudad, el Estado, que para San Agustín tiene por razón de
ser, la aspiración a gozar de la paz, primera manifestación del instinto. La segunda
es la necesidad de la seguridad. La tercera, que ha hecho de la sociedad una familia,
y viene del punto mismo de la raza humana, es un llamado de la sangre. En cuanto al
hombre, si Dios lo ha creado individualmente, no ha sido para privarlo de toda socie-
dad humana, sino para hacerlo apreciar, ante todo, la unión y la concordia que deben
ser los lazos de esta sociedad.
Por más incompleta que sea la justicia en la tierra a causa de nuestras propias imper-
fecciones, ella constituye la virtud primordial del hombre, y la base inconmovible de los
estados. La justicia, es superior a todo gobierno y se cierne sobre todos ellos. Por eso
afirma San Agustín:
una sociedad, aunque exista el pacto social que los una, y el botín se distribuya de
acuerdo con las convenciones aceptadas, aunque se titule un reino, no dejará de me-
recer el apóstrofe del pirata a Alejandro Magno, que ya había recogido Cicerón en La
República: habiendo increpado Alejandro a un pirata con qué derecho infestaba de
ese modo el mar, recibió esta altiva respuesta:
La idea central de toda la doctrina política de San Agustín es que Dios debe ser
la base y la cúspide del Estado. El es quien otorga el poder a los príncipes en la
tierra, quien inspira la redacción de las leyes justas, quien sostiene a la patria y
decide la suerte de la guerra. El rey, el legislador, el juez deben considerarse
como mandatarios de Dios, deben convencerse de que su autoridad no es sino
una delegación y deben cumplir en todo momento la voluntad divina, sin orgullo,
sin excesos de poder y sin violencia injustificada.
Los intereses momentáneos y corruptibles de este mundo sólo tienen valor si se les
considera durante el breve tiempo que se goza de ellos, ante la eternidad. La política
de las naciones debe seguir un solo camino si se propone ser fecunda: el camino que
conduce hacia los fines espirituales. Dado que todos los poderes provienen de Dios,
todos ellos deben converger también hacia Dios.
Para que el Estado cumpla debidamente con esta misión debe ser cristiano. El Estado
puede convertirse en miembro de la ciudad de Dios, si en él se cumplen los preceptos
del Cristianismo. Poco importa para San Agustín que la forma de gobierno sea una
monarquía, una aristocracia o una democracia. Lo esencial es que la justicia y la virtud
sean los pilares de su existencia. La historia de la humanidad analizada por San Agus-
tín en los doce últimos libros de La Ciudad de Dios, demuestra que esta condición no
ha sido cumplida por los grandes imperios paganos. La característica del paganismo
era la soberbia. En lugar de inclinarse ante la majestad del verdadero Dios, los paga-
nos deificaron los objetos materiales y las criaturas mortales, trataron de crearse sus
propios dioses y de llegar a la felicidad por sus propias fuerzas. La equidad, la sabidu-
ría, la razón que Platón describiera en sus obras políticas, han permanecido siempre
en el estado de ideales irrealizables. Era necesario que Cristo trajera a la tierra todas
esas virtudes y las legara a su Iglesia administradora de su divina palabra, para que
esas utopías se convirtiesen en realidades. Los sacramentos concedidos por la Iglesia
y la gracia dispensada por el Verbo son los únicos medios de regenerar las concien-
cias y devolver la vida a las naciones pervertidas por el paganismo. La Ciudad de
Dios, o sea el Cristianismo, lejos de adorar sus propias pasiones y erigir su egoísmo
en religión como lo hiciera la ciudad terrestre, se inspira en Dios y en lugar de satisfa-
cerse con los bienes materiales, usa de ellos como peregrina, mientras la ciudad te-
rrestre, nacida del pecado de Adán nos muestra, a través de la propia actualidad, el
Estado divino.
Para San Agustín, por su propia naturaleza, la Iglesia está por encima del Esta-
do, pues considera que ha de reconocerse ante todo, la primacía de lo espiritual
sobre lo temporal, pero a pesar de ello el Estado no ha de estar subordinado a la
132
“La ley es la razón divina y voluntad de Dios que ordena conservar el orden natural y
prohíbe perturbarlo”.
Finalmente, cabe apuntar aquí, que San Agustín asiente que el Cristianismo, aunque
es uno para toda la humanidad, no destruye la idea de patria como lo hacía la doctrina
cosmopolita de los estoicos.
En De libero arbitrio se podía ya leer una apología del patriotismo que recuerda las
elocuentes palabras que Platón puso en boca de Sócrates, en su célebre diálogo Cri-
tón:
La patria merece todos los sacrificios, pero para que sea acreedora de
ellos, se la representa como un concepto casi sagrado que reúne en sí
mismo un territorio, un pasado común, una tradición y un patrimonio
intelectual.
Para San Agustín su patria era el Imperio Romano, sin embargo, no cree en su eterni-
dad ni en su derecho a la hegemonía universal, critica las injusticias cometidas con
motivo de sus conquistas y se avergüenza de su pasado, sobrecargado de supersti-
ciones paganas, pues piensa que "más patriota es el ciudadano que se opone a las
injusticias de su patria, que quien se pone al servicio de ellas". "Pero se conmueve
ante el recuerdo de sus heroísmos, ante la visión de sus obras maestras del espíritu, y
se enorgullece porque sus mejores títulos de gloria permanecen en pie. San Agustín
se mantenía fiel al Imperio que había sabido crear una idea tan elevada de la patria,
heredero de tanta grandeza, y que por su conversión al Cristianismo, había asegurado
su perpetuidad espiritual a través de las edades".
133
Actividad Nº 15
LA EDAD MEDIA
La Edad Media es una época histórica que abarca desde la fecha de la caída de Roma
en el año 476 de la era cristiana -momento en que concluye "La Antigüedad Clásica"-,
hasta 1453, año en que los turcos toman la ciudad de Constantinopla, Capital del Im-
134
perio Romano de Oriente o Imperio Bizantino. A partir de 1453 comienza La Edad Mo-
derna. (Ver cuadro de la Cronología de la Edad Media, página 147).
La Edad Media se caracteriza por la ruptura del equilibrio económico del imperio Ro-
mano. Los reinos bárbaros que se establecieron en Occidente a partir del siglo V ha-
bían conservado la imprenta y el sistema de vida mediterráneo que caracterizó la épo-
ca latina. Permanecía el sueldo de oro (moneda romana) como instrumento de unidad
económica de la cuenca del Mediterráneo y en general, el comercio se desarrollaba en
su mayor volumen vinculado por el mismo “MARE NOSTRUM” romano.
Hacia el siglo VII el Islam destruyó el sistema comercial del Mediterráneo mediante
una serie de sucesivas conquistas en las costas, de los que hasta entonces había sido
el lago europeo.
Las ciudades del norte que tenían su nivel de actividad comercial, basadas en las pro-
ximidades de la corte imperial fueron devastadas por un nuevo azote: los normandos.
Esta decadencia del comercio y de las manufacturas a escala, provocó un viraje histó-
rico de consideración. A partir del siglo VII, Europa se convierte en una región mera-
mente agrícola. La tierra fue la única fuente de subsistencia y la causa primordial de la
riqueza.
La existencia social desde la más alta cumbre hasta el más humilde de los siervos, se
nutrían de la tierra. La aparición del sistema feudal, se produce por la regresión de una
sociedad de tipo urbano, a una civilización de base exclusivamente rural.
Hacia el siglo IX, existían en Europa mercados dominiales cerrados, que proveían a
cada feudo de lo imprescindible para la vida. La feria de Saint Denys próxima a París,
era la única que tenía cierta envergadura. Una vez por año llegaban peregrinos y co-
merciantes que realizaban transacciones “per Deneratas” es decir, por pequeñas can-
tidades de denarios.
Desde el siglo IX hasta el siglo XI los reyes deben reclutar entre los miembros del cle-
ro su pequeña burocracia. La Iglesia imprime su sello en toda la cultura de la época,
imponiendo toda la galaxia de sus valores en el poder productivo, artístico y técnico.
135
El ideal económico
Para el Doctor Angélico la economía estaba insertada dentro de un orden ético supe-
rior, que se encaminaba a la buena administración del estado, el municipio y la familia.
Pero este esquema general había admitido algunas felices excepciones. La presión
musulmana no había afectado al Imperio Romano de oriente, cuya capital, Constanti-
nopla, constituía un mercado de más de un millón de almas. Venecia, protectorado del
emperador romano de Oriente, comerciaba libremente con los musulmanes y con los
cristianos. Comerciaba con Constantinopla productos de sus talleres artesanales y
recibía a cambio sedas y especies. La expansión veneciana fue tan rápida que en el
siglo XI monopolizaba todo el transporte en las provincias de Europa y Asia, que po-
seían los monarcas de Constantinopla.
Los genoveses y pisanos, alentados por los Papas y siguiendo el ejemplo veneciano,
comenzaron su expansión en el Mediterráneo. Consiguieron los primeros triunfos so-
bre los sarracenos, y se fueron afianzando vertiginosamente hacia 1.087.
En 1.096 comienza la primera cruzada, que logra fundar el reino de Jerusalén. Génova
y Pisa, que habían apoyado a las cruzadas, obtuvieron el beneficio de comerciar con
las nuevas ciudades cristianas. La prosperidad difunde sus efectos hacia Marsella y
Barcelona, comenzando un proceso de reapertura del Mediterráneo al Occidente. Los
musulmanes han perdido las bases que le daban su supremacía talasocrática: Cerde-
ña cae en 1022, Córcega en 1091, Sicilia en 1058-1090.
El resultado permanente de las cruzadas fue el haber dado a las ciudades italianas y a
las de Provenza y Cataluña el predominio del Mediterráneo, que les otorgó el monopo-
136
lio del tráfico que se realizaba desde el Bósforo y Siria hasta Gibraltar. Ese movimiento
capitalista debía propagarse a toda Europa.
Desde el siglo XII en Italia, Francia, Alemania, Inglaterra, las villas obtienen autonomía
judicial y administrativa que las hacía independientes del Derecho territorial. La bur-
guesía proveía los medios humanos que sostendría la organización municipal y judicial
del Burgo. Se crea un derecho nuevo adecuado a la libertad que requería el comercio.
Es el ius mercatorum, que se lo despoja del formulismo y ritual del ius civilis y se aplica
especialmente en las ferias.
En cuanto a la alimentación, las villas reglamentaban el comercio para que los alimen-
tos fuesen baratos.
137
Actividad Nº 16
1.- Complete el siguiente cuadro sobre la Edad Media:
EDAD MEDIA
Época
Características Influencia de la Ideal Eco-
que Comercio
principales Iglesia nómico
abarcó
A partir de los siglos XI y XII las necesidades monetarias resquebrajaron las restriccio-
nes éticas impuestas por la Iglesia frente a los préstamos de interés. Es evidente que
las circunstancias económicas habían cambiado profundamente. A partir de entonces
el crédito se destinaba a la producción o al comercio. Era menester atenuar el rigoris-
mo de la prohibición del préstamo a interés. Comenzó a justificarse una módica retri-
bución al capital, basada en el criterio de restituir una pérdida eventual (damnum
emergens) o lo que se deja de ganar (lucrum cessans), o asegurar el riesgo que impli-
ca el préstamo (periculum sortis). Estas situaciones justificaban una compensación
legítima.
La Edad Media está muy lejos de ser un período de obscuridad y estancamiento, ima-
gen que presentan los historiadores liberales.
También dista de ser una era totalmente paradigmática, como pretendió el romanti-
cismo alemán. Es una época de lentos progresos que prepara la génesis de la cultura
occidental, como lo demuestran los hechos siguientes:
El derecho
La concepción del hombre medieval frente al derecho, es que éste pertenece al pueblo
y se genera por medio de la costumbre inmemorial. En España a partir del siglo X se
desarrolló “el derecho” de privilegiado o excepciones que se otorgaban a personas o
ciudades determinadas con relación al Bloque de la Tradición. Según Ortega y Gas-
set, la palabra fuero, viene de hueco, de vacío que se incrusta en el orden sólido del
derecho consuetudinario.
Los siglos XII y XIII ven surgir la escuela de Los Glosadores, que restableció la idea
romana de que el poder pleno se manifiesta mediante la sanción de leyes. Esta facul-
tad no era condicionada.
Desde el punto de vista del derecho político Santo Tomás toma la tradición aris-
totélica e inaugura un período nuevo en la historia de la edad media. Con su
aporte desplazará la línea Platónica-Agustiniana que fue preeminente a lo largo
de la edad histórica sub-análisis.
El origen del poder se asienta en Dios. Pero éste no señala o delega el poder en
ningún hombre concreto. La designación del gobernante es un hecho humano,
que tiene como fundamento al pueblo. La mejor forma de gobierno es una forma
mixta que permita la unidad de mando: complementada por el consejo de la Re-
pública -la aristocracia del espíritu- y la participación del pueblo en la marcha del
Estado -la democracia-.
Actividad Nº 17
Juan de Salisbury, excede la simple analogía de las personas jurídicas con organis-
mos vivos. Es el primer vitalista, quiere encontrar una exacta correspondencia entre
los miembros del Estado y los del cuerpo. Parece haber sido su remoto antecesor Plu-
tarco. Nicolás de Cusa sigue la misma línea de pensamiento.
En su libro: "De Potestate et Ivaibus Romani Imperii", expresa: “La autoridad del Papa
no se extiende según LA NORMA, a los derechos y libertades de los demás Empera-
dores, reyes, príncipes demás laicos, para suprimirlos o perturbarlos, ya que los Dere-
chos y Libertades de este género pertenecen a las cosas del Siglo, no teniendo el PA-
PA AUTORIDAD sobre ELLAS”. En su obra: “Opus nunaginta dierum”, critica las pre-
tensiones teocráticas del Papa Juan XXII.
141
El problema de la representación
El todo, el corpus social es idéntico a sí mismo mientras vive la idea, la misión que
debe cumplir. Este todo es independiente de las variaciones que puedan sufrir las par-
tes. El bien común, el interés del todo prevalece sobre el interés de las partes. El límite
de su poder está fijado por el derecho natural, pero los miembros tienen un valor dis-
tinto para el todo, no son aritméticamente iguales. Cada una contribuye a la riqueza, a
la vida de la comunidad de acuerdo a su rango, capacidad, profesión, inteligencia y
demás condiciones personales. La igualdad genérica y aritmética del hombre, es des-
conocida en la Edad Media. En ella cada hombre ocupa un lugar ordenado según un
criterio eminentemente jerárquico.
Baldo explica que los actos de un gobierno son obligatorios para los sucesores por-
que el verdadero sujeto que contrae la obligación es el Estado que nunca muere.
Los glosadores tomando lo esencial de la ley regia sostienen que el sujeto real de
derechos y obligaciones es el pueblo, que en él es donde reside la soberanía y el pue-
blo es quien otorga al monarca el vero del poder más alto.
El macrocosmos social tenía un fin propio del bien común. El individuo, el hombre
concreto, era microcosmos sujeto a fines trascendentes y privativos, como ser la sal-
vación de su alma. El estado cristiano estaba limitado, guiado, dirigido a que el hom-
bre cumpliera con ese fin.
La economía estática, la prohibición moral de la usura, la fijación del justo precio (es
aquel que permite al productor vivir sin lujos) la sociedad organizada corporativamente
para protección del individuo y de su libertad concreta (porque en caso de conflicto
entre los intereses de uno o más cuerpos sociales, el hombre que solía pertenecer a
más de uno, elegía a cual debía apoyar, aquél que más lealtad le despertaba), etc.,
142
etc. Son sólo pautas que muestran cómo el Estado medieval, por lo menos ideológi-
camente, se orientaba hacia los fines espirituales que la teología católica le señalaba.
El ser humano es algo sagrado que ni siquiera el poder más alto tiene derecho a des-
truir arbitrariamente. El hombre es un fin en sí, nunca un mero instrumento. Este es el
límite que le fija el derecho natural al Estado. Cualquier acto que sobrepasare las
prescripciones del derecho natural en cuanto a la libertad de la conciencia humana
será nulo.
La idea que campea es la de comparar los estados con cuerpos vivos reales. Es el
pensamiento corporativo que se asienta en la concepción de las instituciones como
corpus mysticum de existencia real.
Sinibaldo del Fieschi, que llegó a ser Papa con el nombre de Inocencio VII sembró la
semilla que había de destruir la concepción orgánica, y realista del Estado y las corpo-
raciones, porque sostuvo que las personas jurídicas eran sólo una ficción, incapaces
de voluntad real.
Ellas nacían de un mero “fiat” estatal. Eran incapaces de delinquir y por lo tanto eran
irresponsables. Cuando tratamos de explicarnos el Estado, por esta teoría, surgen
problemas insolubles. El Estado, fuente de ficciones, es también una ficción, ¿pero de
quién? ¿quién le insufla la vida artificial o artificiosa?
Actividad Nº 18
- Masiglio de Padua
- Juan de Salisbury
- Guillermo de Ockam
pudo desplegar en todas las direcciones las posibilidades existentes. Este esquema
desarrolló un sentido nuevo de libertad que va creciendo hasta la Reforma.
Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII aporta un nuevo paradigma político: introduce
la línea de pensamiento aristotélico.
a) La Monarquía
“El rey consagrado de la Edad Media representa el poder menos libre y autoritario que
se pueda imaginar”, señala Bertrand de Jouvenel. El poder está contenido por una ley
humana, la costumbre, y por la ley divina. La corte de los pares obliga al rey a respetar
la costumbre y la Iglesia vela para que sea un administrador eficaz del Rey Celestial,
cuyas prescripciones debía cumplir siempre. El soberano está situado por encima de
la ley positiva y debajo de la ley natural.
Estos límites, que son comunes a todos los reinos medievales, resplandecen en todo
su vigor en los Cánones del Concilio de Toledo del Siglo VII. “El rey es llamado rey,
porque gobierna rectamente, si obra con injusticia lo pierde miserablemente. Nuestros
padres decían Rex eris si recta facis. Si autem non facis non eris”. Hinckmar, arzobis-
po de Reims (835-882), se dirige a Luis III en términos similares: “Recordad la profe-
sión que habéis prometido cumplir el día de vuestra consagración y que habéis firma-
do con vuestra mano y ofrecido a Dios sobre el altar en promesa de todos los obis-
pos”.
La Iglesia también vigila el comportamiento del rey, dándose el caso de que a veces
éste tiene que pedir perdón al Papa. En efecto, la obediencia y fidelidad de los súbdi-
tos se basa en la teoría medieval, en un pacto jurado entre el monarca y su pueblo. Al
ser ungido, el príncipe se compromete a regir el pueblo con justicia y defender la reli-
gión. Si el rey se desvía del resto del ejercicio del poder, el pueblo está desligado de
su deber de obediencia. La Iglesia en algunos casos, aplicó la excomunión a reyes o
emperadores, para obligarlos a comportarse de acuerdo a la ley y gobernar para lograr
el Bien Común.
Enrique IV, emperador de Alemania, debe cantar la palinodia ante el Papa Gregorio
VII, quien lo perdona en Canosa (Siglo XI). En 1075 el jefe de la Iglesia había emitido
un documento bajo el título de “Dictatus Papae”, que señalaba la potestad del Papa
para desligar a los súbditos de la obediencia hacia los príncipes inicuos.
función del rey consiste en gobernar al pueblo de Dios, con equidad y justicia a fin de
que la comunidad se dedique a cultivar la paz y la concordia”.
Durante todo el medievo florecieron obras de pedagogía política, que buscaban instruir
a los gobernantes en la práctica de la virtud. Se conocen con el nombre genérico de
“Espejos de Príncipes”. Entre ellos se destacan los de don Juan Manuel y Juan de
Salisbury.
b) El Feudalismo
Las fuentes del feudalismo son diversas. En un principio, provienen del desmembra-
miento de los cuerpos auxiliares del ejército romano, de origen bárbaro. A esta corrien-
te militar se sumó la figura del antiguo terrateniente romano, que se arma en defensa
de su propiedad y de su gente. En su cabeza comienza a confundirse la soberanía
política, por la desaparición del orden central, y el derecho absoluto sobre la propie-
dad. Estos elementos eran específicamente oriundos de la civilización romana y no
existe real ligazón entre la sociedad bárbara y el feudalismo.
El limes (la frontera) entre la civilización y la barbarie estaba garantizada por la institu-
ción militar, desde el Rin hasta el confín de la península Ibérica y desde las montañas
de Escocia hasta el Sahara. Fuera de las extensas áreas defendidas por el Imperio no
existía cultura alguna. Los pueblos que habitaban “extra muros”, eran pequeñas ban-
das nómades, subalimentadas y bárbaras. Este hecho elimina la hipótesis de la caída
del imperio por una invasión triunfante de pueblos germánicos, que llegaban con el
vigor creativo de la sangre nueva.
III que el Estado obliga a los grandes terratenientes a enviar una cantidad fija de sol-
dados conforme a la importancia de sus posesiones. Los esclavos y libertos pobres
deseaban ingresar a la institución, porque éste les ofrecía honores, posición y ciertas
ventajas cívicas. La ciudadanía no participaba ya de la vida del ejército ni le interesaba
sus actividades. El creciente desprestigio de la institución hizo que cada vez fuese
más difícil el reclutamiento de tropa. La disminución alarmante de los civiles en el ejér-
cito señaló la necesidad de ofrecer a las tribus bárbaras la residencia, a condición de
que integrasen el ejército romano. En un principio, esta nueva fuente de reclutamiento
permitió la absorción de los elementos integrados, pero luego se aceptó la incorpora-
ción de cuerpos auxiliares bárbaros, que actuaban al mando de caudillos propios.
Hacia el siglo V el ejército era en sus partes vitales no latino, aunque servía a la Roma
Imperial con lentitud, pero en forma eficaz. Las grandes invasiones bárbaras siempre
se estrellaron contra el ejército imperial, que concluía destruyéndolas y vendiendo a
los vencedores como esclavos. Esa fue la suerte de Radagesio y sus 200.000 bárba-
ros y de Atila (que fue vencido en Chalons).
Alarico no fue un cabecilla bárbaro que asaltó a Roma con su pueblo victorioso. La
falsa historia sugiere esa versión. Sin embargo, Alarico era un noble de sangre goda,
pero romano por nacimiento y cultura. El emperador Teodosio le confirma el mando de
una división originariamente reclutada entre los godos. Esa división fue diezmada en la
Guerra Civil que Teodosio llevó contra Eugenio. La división se recompuso por reclu-
tamiento con soldados de diversa procedencia. Posteriormente ayuda a destruir a Ra-
dagesio y exige sus pagas retrasadas. El general Estilicón (de origen vándalo pero
romano por ciudadanía y cultura), había reconocido el derecho de Alarico a la paga y a
un ascenso. Pero Estilicón, acusado de querer reimplantar el paganismo, fue asesina-
do. Con la excusa de vengar la muerte de Estilicón, Alarico avanza sobre Roma. El
emperador le ofrece pagar los sueldos pero le niega el título de Magister Militum. Ala-
rico compele al senado a nombrar a Atalo emperador. Luego saquea a Roma y remite
las insignias imperiales a Honorio. Cuando Alarico muere, su ejército se desintegra y
el imperio sigue existiendo. Odoacro también era soldado de Roma y Clovis ostentaba
los títulos de cónsul y Patricio. Durante los siglos V y VI los gobiernos locales fueron
quedando en manos de los caudillos de las fuerzas romanas acantonadas en el sitio.
A este nuevo orden social se sumaron los terratenientes, quienes eran los únicos que
podían armar estructuras de defensa y sostener gobiernos, a excepción del ejército.
Entre los años 500 y 600 dentro de las fronteras de lo que había sido el imperio, se
vivía aún en el orbe romano. En las grandes ciudades los obispos respondían al papa.
El idioma universal seguía siendo el latín y las clases sociales seguían distinguiendo a
los ciudadanos u hombres libre, una masa de esclavos y una minoría de terratenientes
ricos, que nucleaban bajo su dependencia a gentes de las otras dos clases.
Las monedas llevaban el cuño del emperador de Bizancio y el nombre del jefe local.
Estos jefes eran descendientes de los oficiales de los ejércitos romanos o de sus tro-
pas auxiliares, y conservaban las insignias y las costumbres de los gobernadores ro-
manos. El orbe y el cetro que ostentaban eran los símbolos del imperio. Esos jefes se
individualizaban con el título de rey -que era un cargo militar de las tropas auxiliares
romanas-. Todos estos reyes ejercían sus cargos por delegación del imperio, cuya
autoridad al trasladarse a Bizancio se había hecho tan débil, que permitía a los caudi-
llos locales tomar todas las decisiones político-militares.
Los reyes no decidían por sí solos. Estaban rodeados por un consejo de notables, que
representaba a la fuerza económica de los grandes terratenientes romanos, los lugar-
tenientes del rey y la Iglesia. Los terratenientes eran una pequeñísima minoría que
provocó en parte la decadencia del poder imperial, limitaba el poder del rey e impreg-
naba al mando de un carácter territorial absoluto. Esos terratenientes y grandes corte-
sanos generalmente eran arrianos. Esa herejía estaba de moda entre los poderosos,
146
El proceso de formación del feudalismo se aceleró por la aparición de una nueva di-
nastía franca, que venía precedida por el Consenso popular que despertó la actividad
de Clodoveo y sus descendientes. Carlomagno fue el más brillante monarca de la
nueva dinastía. Durante el año 800 restaura en parte la unidad del Imperio Romano.
Tras de su reinado, la clase feudal en ciernes, queda organizada jerárquicamente. Tal
como se la conocerá históricamente.
El sistema defensivo articulado sobre la clase feudal, fue eficaz y permitió que la civili-
zación cristiana arrinconada sobre el límite de las Galias, encontrara la energía para
echar a los musulmanes, que habían conquistado África y España, a los piratas sajo-
nes y a los bárbaros que vivían más allá del antiguo Limes Romano.
Las ciudades fundadas en la época imperial subsisten pero con una vida anémica.
Este receso tuvo origen en la destrucción del mercado unificado y la aparición de feu-
dos que cercenaban la posibilidad de un comercio fluido. La unidad imperial y el acce-
so a un mar interior pacificado; (el Mediterráneo) se habían perdido en forma total.
El señor implanta tributos y gabelas aduaneras que encarecen los productos manufac-
turados impidiendo el desarrollo de grandes mercados. Las ciudades producen pe-
queñas cantidades de manufacturas para cubrir las necesidades de la pequeña comu-
nidad feudal.
En todos los órdenes de la vida se establece un régimen de subsistencia entre los si-
glos VI y X.
Actividad Nº 19
c) El ideal Imperial
La unidad religiosa, cultural y lingüística de los pueblos europeos, impedía que se bo-
rrase la conciencia de su origen común, de su unidad histórica y de su futuro solidario.
El imperio romano como unidad política del cristianismo fue una idea que se plasmó
en la constitución del fugaz Sacro Imperio Romano Germánico. El ideal Imperial tuvo
vigencia hasta la época de Carlos I de España y V de Alemania (Siglo XV).
Hacia fines de la época bárbara hubo una nueva tendencia a resucitar el Imperio Ro-
mano. Es el intento de Carlomagno (año 800). La Iglesia y el Soberano civil contraje-
ron de nuevo una estrecha alianza. Fue una época de gran docilidad y también de
gran progreso para el papado... “El papado se vio definitivamente a la cabeza de la
cristiandad”. A la muerte de Carlomagno el caos recomienza y Europa entra decidida-
mente en el feudalismo, pero perdura el ideal del Imperio Romano.
Estas esferas son enteramente independientes entre sí y no debe prevalecer una so-
bre la otra.
Los adalides de cada bando recurrieron al derecho romano inhumado del pasado, re-
tornando a las fuentes de la antigüedad clásica que sería el germen del Renacimiento.
Sin embargo, ninguno de ellos atacó la idea del Imperio Cristiano, que era natural en
el contexto europeo.
Dante (1265-1231) es un pensador ecléctico; Cree que sólo en la paz que asegura el
Imperio Universal el hombre puede lograr los medios para el desarrollo pleno de su ser
y alcanzar la felicidad. El bien se encuentra en la unidad. La pluralidad anuncia la diso-
lución. La concordia es el movimiento de todas las voluntades hacia la unidad, que no
será posible mientras no exista una voluntad reguladora del cuerpo social. El reino
universal será la estructura política de la humanidad, cuerpo místico de Cristo. El rey
debe ser la cabeza temporal, sin ninguna subordinación con el papa que es su cabeza
espiritual.
Dios exalta la paz que es como la gloria Divina. La milicia celestial canta “Gloria a Dios
en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
El bien está en la unidad, la pluralidad es el germen del mal. La paz es el bien que se
logra por la unidad. Un hombre está sano si existe concordia en el cuerpo y el alma.
También esto sucede con la familia, la ciudad y el género humano.
Gregorio VII fue un Papa innovador y estaba decidido a terminar con la corrupción que
se insinuaba en algunos estratos sociales vinculados indirectamente a la Iglesia. Uno
de los males de mayor gravitación era la práctica de la SIMONIA -palabra que se ori-
gina en Simón el Mago que quiso comprar su ingreso en el cuerpo apostólico con di-
nero, como está descripto en “Los hechos de los Apóstoles”.
El rey y muchos señores feudales, en especial a partir del siglo XI, dispensaban los
obispados y jurisdicciones eclesiásticas a quienes les pagaban un precio compensato-
rio. Estas regalías implicaban para quienes recibían estas jurisdicciones, el derecho de
percibir los tributos de la jurisdicción y la posesión dominical del territorio.
En 1073, Gregorio VII es ungido en el Trono de San Pedro. Su finalidad principal con-
sistía en “Reformar la Iglesia, asolada por la simonía y el nicolaismo, restablecer su
unidad que había sido desgarrada por el cisma de oriente y colaborar con los prínci-
pes, pero en caso de desviación de su oficio, castigarles como servidores infieles y si
hiciera falta privarlos de la corona eximiendo a sus súbditos de la fidelidad debida a los
príncipes que se tornaban inicuos”.
149
Gregorio VII le envía una comunicación donde le reclama ser “adversario decidido de
los cánones y decretos apostólicos y en especial, de los que más importan a la Igle-
sia”.
Gregorio VII en su “Carta a Hermann de Metz” (1076 y 1081) había sostenido la tesis
del primado de la potestad espiritual -cuyo depositario es el Papa- sobre la potestad
temporal -cuyo titular es el emperador.
Los sucesores de Gregorio VII y en especial Inocencio III y Bonifacio VIII desarrolla-
rán esta tesis, llevándola a su culminación, favorecidos por la producción intelectual de
un brillante elenco de pensadores.
Hugo de San Víctor (1016-1141) es el más descollante intelecto del siglo XII, utiliza el
símil del cuerpo y el alma, para ilustrar la tesis gregoriana sobre el primado de la Igle-
sia sobre el poder temporal.
El ser social como el ser humano tiene: una vida espiritual “mediante la que el alma
vive de Dios” y la otra terrenal, “mediante la que el cuerpo vive del alma”. En esa rela-
ción unitiva la preeminencia corresponde al espíritu sobre el cuerpo. En la Iglesia la
dignidad sacerdotal consagra al poder real: "lo santifica bendiciéndolo y le da el cuer-
po instituyéndolo".
“La espada espiritual y la temporal” -según este libro- "pertenecen a la iglesia; pero
ésta debe empuñarse para la Iglesia y aquélla por la Iglesia; una está en manos del
sacerdote, la otra en manos del soldado, pero a las órdenes del sacerdote y bajo el
mando del emperador".
Inocencio III (1198-1216). Adopta la doctrina de San Bernardo pero otorgándole una
mayor flexibilidad y una adecuación a la realidad de la sociedad medieval.
150
Actividad Nº 20
Las ciudades de Pisa en 1085, Milán en 1097, Arezzo en 1098 y Lucca, Bolonia y Sie-
na en 1125, adoptaron esta organización gubernativa, recayendo el poder en un fun-
cionario electivo -El Podestá denominado así porque reunía en él la plenitud del poder
sobre la ciudad- cuyo mandato duraba entre 6 meses y un año. El podestá era asistido
por consejos de notables en su función.
Federico Barbarroja en 1154 intentó sin éxito someter a las ciudades más prósperas
del norte de Italia.
El anhelo libertario de las Repúblicas Italianas había encontrado eco en los glosado-
res.
151
La ley debe amoldarse a la realidad. “En el caso de las ciudades de la actual Italia -
puntualiza- y especialmente las de Toscana, no reconocen ningún superior, juzgo yo
que constituyen un pueblo libre y que por lo tanto poseen MERUM IMPERIUM en sí
mismas, teniendo tanto poder sobre su propia población como el Emperador lo posee
en general”.
Su discípulo Baldo perfeccionó los argumentos de Bartolo, sobre la base de una larga
posesión y ejercicio del imperium por parte de las ciudades.
Inocencio IV, emitió un decreto: “Ad Apostólica Sedes”, en el que sostiene que la cris-
tiandad es un solo cuerpo cuyo jefe es el Papa. A pesar de este decreto, este pontífice
mantuvo la política de apoyo a las Repúblicas italianas en su lucha más que secular
contra el Imperio.
Dante en su tratado sobre la “Monarquía” -1309 a 1313- sostuvo que para restablecer
“la quietud y la tranquilidad de la paz” era necesario restaurar la jurisdicción Imperial
sobre el Regnum Italium.
No sólo existe el objetivo de la beatitud -que la Iglesia debe procurar- sino que también
la humanidad persigue la felicidad de nuestra vida actual- que debe alcanzar bajo la
guía del Imperio-.
Marsiglio de Padua -1275 a 1342- en su obra “Defensor de la Paz” dice que sólo las
autoridades seculares tienen la potestad verdadera, y no el Papado.
Una pléyade de pensadores italianos sostuvieron “la brillante llama de la libertad”, que
comenzó a extinguirse entre las dos últimas décadas del siglo XV y el siglo XVI.
Las Repúblicas Italianas constituyeron una peculiar experiencia política dentro del con-
texto de la Europa feudal. Guizot se refiere a ellas en términos admirativos, recono-
ciendo que fueron una “tentativa de organización democrática, que ha desempeñado
en Europa desde el siglo XI al siglo XVI un papel tan brillante”.
152
Distinta fue la suerte de los burgueses de Italia: la población conquistadora -se refiere
a los bárbaros- y la población conquistada se mezclaron dentro de las mismas mura-
llas; las ciudades no tuvieron que defenderse contra un dueño vecino; sus habitantes
eran ciudadanos libres desde siempre, al menos la mayor parte, que defendían su
independencia y sus derechos contra soberanos alejados, contra los emperadores de
Alemania. De ahí esa inmensa y precoz superioridad de las ciudades de Italia.
"En cuanto Grecia entró en contacto con los grandes Estados vecinos como Macedo-
nia y Roma sucumbió: aquellas pequeñas repúblicas, tan gloriosas y florecientes, no
pudieron coaligarse para subsistir".
Este mismo fenómeno ocurrió con las Repúblicas Italianas frente a los grandes Esta-
dos Nacionales que se consolidan y centralizan especialmente a partir del siglo XV y
especialmente durante el siglo XVI.
Podemos analizar brevemente el proceso histórico que dio origen al nacimiento del
Estado Nación y cuyos primeros arquetipos fueron Francia, España e Inglaterra.
Actividad Nº 21
527. Justiniano es ungido Emperador de Oriente. Este emperador restauró el Imperio Romano
de Occidente y codificó el Derecho Romano, en su obra monumental:
622. Se inicia la etapa de crecimiento del islamismo. En el 633 los árabes conquistaron Siria,
Egipto y Persia.
756. Pipino vence a los Lombardos que cercaban Roma y dona al Papa los territorios adquiri-
dos merced a la conquista. Nace el Estado Pontíficio.
800. El Papa corona a Carlomagno como emperador del Sacro Imperio Romano.
843. Se celebra el tratado de Verdun merced al cual el Imperio de Carlomagno se divide entre
los sucesores de Carlomagno en tres reinos.
962. El Papa Juan XII corona a Oton el Grande como emperador del Santo Imperio Romano
Germánico.
987. La dinastía de los Capetos comienza su Trayectoria a cargo del reino de Los Francos.
1075. Se produce la “Querella de las Investiduras”: sus protagonistas son Gregorio VII y Enri-
que IV 1096. Se lleva a cabo la 1ª cruzada, bajo la inspiración del Papa. Las Cruzadas
durarán hasta 1270.
1122. Se celebra al concordato de WORMS que concluye “La Querella entre el Vaticano y el
Imperio”.
1215. El Rey de Inglaterra, Juan sin Tierra, es obligado por sus señores feudales a dictar la
Carta Magna, que será una pieza constitucional de decisiva importancia para el afianza-
miento de las libertades individuales.
1453. La caída de Constantinopla concluye con el Imperio Romano de Oriente y pone fin a la
Edad Media. Los ingleses son expulsados finalmente de Francia.
154
UNIDAD V
NACIMIENTO Y DESARROLLO DEL ESTADO MODERNO
El hombre del siglo XVI descubre la tierra y el cielo. Por primera vez un hombre ha
dado la vuelta al mundo demostrando la circularidad del planeta.
Copérnico, Kepler y Galileo han destronado a la tierra del centro del universo, trans-
formando las relaciones de los astros con el orbe humano. El hombre deja de ser el
gran protagonista del teatro central de la creación. Asume su posición de pequeño rey
de un mundo insignificante. Estos hechos resquebrajan la ciencia aristotélica permi-
tiendo el surgimiento de una nueva filosofía racional: la filosofía cartesiana. Las gue-
rras de religión acentúan la destrucción de la ciencia en la unidad de la verdad y hacen
sentir la necesidad de restaurarla mediante la razón.
El camino del racionalismo queda expedito. El método científico moderno había escin-
dido del bloque de la filosofía. Las transformaciones reales coinciden con el cambio de
la concepción del mundo.
1) Los países protestantes disuelven sus vínculos con la Iglesia Católica y con el or-
den económico-social medieval. La nueva cosmovisión aportada por la Reforma era
de cariz individualista y antitradicional.
2) Dios ha creado el mundo pero luego le ha dejado librado a su propia suerte. Su des-
tino es contemplado desde la inmensurable lejanía del Ser Supremo. El orden de la
creación no es ya un todo dado y respetable por su jerarquía divina, sino un campo
de materia sujeta a la transformación mediante el trabajo ascético del hombre. Este
mundo desdivinizado forjó sobre todo, a instancias del calvinismo, un tipo activista
de hombre, para quien la única posibilidad de conocer el orbe era dominarlo me-
diante la técnica.
El signo de salvación era, para las élites radicalizadas calvinistas, el éxito. La men-
talidad que surge de esta premisa tiene como eje, la demostración de la eficacia del
hombre. Entre la materia y el ensanche de su poder, el progreso se convirtió en
dogma y acentúa la canalización de sus creyentes hacia la ciencia. Esta mentalidad
que contrastaba con la cosmovisión católica, permitió que el área de influencia del
calvinismo se adoptara rápidamente a la aplicación de fuerzas inanimadas a la pro-
ducción y la ingerencia humana en la determinación biológica.
Un siglo después, Grocio crea esquemas de derecho natural válidos para todo
tiempo y lugar, que tienden a asegurar a la élite ascética contra el poder absoluto
de los estados luteranos y católicos, (la mayoría de los europeos). Esa vocación por
establecer un esquema constitucional perfecto, aportado por la razón universal,
plasma en la evolución calvinista de Cronwell. Esta filosofía política individualista y
contractual (el contrato social es la base del Estado) encontraría su cúspide en otro
pensador nacido en Ginebra: Juan Jacobo Rousseau, antecesor de la Revolución
Francesa.
Pero esa relación que no afectaba la regularidad del orden universal y social, que
era una emanación de su origen divino, confluyó en el pensamiento de Hume. En el
siglo XVIII expresaba la posibilidad de una vida económica sin intervención del Es-
tado. De allí provienen también las estadísticas económico-sociales, que esgrimen
Petty, Graun y Neuman, como prueba de la providencia.
Esa mentalidad fue la que promovió la deshumanización de las relaciones entre los
seres humanos y dio el cariz sombrío y fuera de todo espíritu de alegría, al naciente
capitalismo, en las zonas de influencia calvinista.
5) Otros factores que precipitaron el advenimiento del nuevo orden mundial, fueron:
El poeta florentino Dante Alighieri en su obra Magna, “La Divina Comedia”, explicita
esta visión al señalar que Ulises debió pagar con penas infernales por su crimen de
haber navegado allende las columnas de Hércules (El Estrecho de Gibraltar); ver in-
fierno 24-94-142.
Las Cruzadas atestiguan esta visión, que comparten y continúan las poderosas ciuda-
des de Génova y Venecia, principalmente a lo largo del medioevo.
Hernán Cortés conquista México en 1.519-1521 en una epopeya digna de ser cantada
por un moderno Homero.
Pizarro arrebata el trono a los Incas en otra aventura inmensa y sugerente en 1.531. El
oro de América comienza a fluir a Europa generando cambios profundos. Se eleva con
rapidez la clase comerciante. Aumenta el prestigio de la fortuna mobiliaria y se redobla
el impulso industrial y comercial.
157
El Estado recepciona nuevos medios que lo hacen inmensamente rico. Este hecho
permite acentuar su centralización al darles a los Reyes los medios para vencer los
restos del feudalismo.
La abundancia del metal precioso provoca un proceso inflatorio que arruina a las cla-
ses que viven de rentas fijas y a los terratenientes y favorece a los productores y co-
merciantes.
1) La alta estimación del dinero, especialmente en sus formas metálicas, al que identi-
ficaban con el capital.
2) La segunda preocupación radica en fomentar las exportaciones como medio para
obtener oro y plata y la de restringir las importaciones para evitar que estos metales
salieran fuera del reino.
3) La densidad de la población permite un mayor bienestar de la población al creci-
miento.
158
El manejo de una política centralizada de promoción del comercio exterior, obligó a los
monarcas a instaurar un sistema de controles aduaneros permanentes, a otorgar se-
guridad a las fronteras, a un sistema de seguridad jurídica que pudiera exigir la centra-
lización y estabilidad de las leyes, hechos que contribuyeron a afianzar el estado y la
creación de una burocracia altamente tecnificada, en la que se apoyaría el crecimiento
del poder centralizado.
Recapitulando:
“El centro hacia el cual gravita la sociedad medioeval es la tierra, el suelo, pero en la
época del Renacimiento se desplaza el centro económico, y también el social, a la
ciudad. Se pasa del polo “conservador” al “liberal”, pues la ciudad representa el ele-
mento, movedizo y cambiante”. "La riqueza mobiliaria cobrará creciente importancia en
desmedro de la riqueza inmobiliaria".
La Monarquía Absoluta
Jean Touchard expresa: "En Francia, desde Luis XI; en Inglaterra a partir de los prime-
ros dos Tudor y en la España de Fernando e Isabel, la autoridad del Rey no cesa de
afirmarse". "El impuesto permanente, el ejército permanente y la multiplicación de los
funcionarios reales dan forma a una administración central..... que controla a las auto-
ridades locales o las sustituye".
Este proceso de constante acrecentamiento del poder real no se realiza sin provocar
algunas crisis, como la Revolución de los Comuneros en España -1520/1521-, que
procuró conservar los antiguos y tradicionales fueros que quería suprimir el autorita-
rismo del Rey Carlos I.
Esta rebelión arquetípica se verificó en otros países, como lógica resistencia frente al
avance del Poder, frente a las libertades y privilegios de las ciudades, comunas y se-
ñoríos feudales. Estos movimientos fueron sofocados y no tuvieron entidad para dete-
ner el progreso del Absolutismo Monárquico.
La corriente absolutista se vio favorecida por la obra de los Juristas y publicistas de los
siglos XV y XVI y de la Iglesia que predicaba desde siglos la obediencia al Poder Es-
tablecido como un deber del buen cristiano: "La rebelión es condenable porque el po-
der ha sido instituido por Dios". Estas formulaciones están emparentadas y reconocen
una estrecha filiación con la Teoría del Derecho Divino de los Reyes.
En esa línea de pensamiento el inglés William Tindale justifica: "El Rey no está some-
tido a la Ley en este mundo y puede a su gusto hacer el bien o el mal, y sólo dará
cuenta de sus actos ante Dios", en su obra "The obedience of a Christian man" de
1.528. Stephen Gardines en su opúsculo De vera obedientia, expresa que el Rey, es
la imagen de Dios sobre la Tierra.
Jean Bodin (1530-1596), es el tratadista francés que con mayor lucidez y profundidad
desarrolla el concepto de “La soberanía”, que es el poder perpetuo e ilimitado inheren-
te al soberano. Este expresa su potestad especialmente cuando dicta las leyes. El
príncipe está por encima de la ley -porque las normas positivas emanan de su desig-
nio-, pero está limitado por el Derecho que se fundamenta en las leyes eterna y natural
y en los principios que surgen de la naturaleza humana y por ello exceden la esfera de
su voluntad.
La Soberanía -que incluso se eleva por encima del soberano-, se legitima por ser un
imperativo de la existencia y la unidad del estado. Por ello es indivisible y absoluta.
Pero cuando el soberano ordena actos contrarios a la ley natural, la desobediencia se
convierte en lícita. Esto no supone que la rebelión sea legítima, porque es mejor, “la
más fuerte tiranía a la anarquía”. Aunque reconoce las formas clásicas de gobierno de
Aristóteles, se inclina por la monarquía, como aquella que se ajusta más claramente,
al orden natural. (La familia, modelo de la República tiene un solo jefe, el cielo un solo
sol, el universo un solo Dios soberano, etc.)
A pesar de ser un teórico del Absolutismo, Bodin trata de moderar al Poder. En esa
tarea distingue entre:
Jean Bodin, jurista y humanista eminente, fue también uno de los grandes teóricos del
mercantilismo, que era la doctrina económica congruente con el absolutismo real y el
160
Bodin añade herramientas teóricas a la abundante literatura que teoriza sobre el poder
absoluto de los monarcas y refuerza la tendencia que se verifica en el plano de los
hechos.
En España, bajo Carlos I y Felipe II el poder real alcanza su cenit. En Francia, Fran-
cisco I (1.517-1.547), culmina el proceso de consolidación de la Unidad Territorial del
Reino. En Inglaterra, los Tudor y especialmente Enrique VIII e Isabel I, serán sobera-
nos de carácter absolutista.
El Estado Moderno
Heller señala que el concepto abstracto formal con el que hoy en día nos referimos al
Estado, sólo se puede aplicar a la organización política que nace en Europa Occiden-
tal en el siglo XV (finales) y el siglo XVI.
Nicolás Maquiavelo es quien designa a la nueva realidad política como “Lo Stato”: EL
ESTADO renacentista, cuyos primeros modelos históricos podemos encontrar en
Francia, España e Inglaterra.
El Renacimiento
La palabra Renacimiento como término definitorio del movimiento cultural de retorno a
la antigüedad clásica greco-romana -que se desarrolló principalmente en los siglos XV
y XVI-, fue acuñado con intención denostadora contra la Edad Media, por Voltaire,
filósofo de la Ilustración. En efecto, este nombre constituye una verdadera posición
frente a los "largos siglos de oscuridad", que según los pensadores de la Enciclopedia
habían caracterizado el período medieval.
Bidart Campos señala que "el clima histórico de la Modernidad" -que obviamente in-
cluye al Renacimiento- "no aparece repentinamente". Su gestación incuba ya en la
Edad Media, cuando las creencias sociales y la organización medieval entran en crisis.
"Las últimas fases de la filosofía del Medioevo habían disociado dos ámbitos que has-
ta entonces estaban íntimamente vinculadas: el de la Filosofía y la Teología, la razón y
la fe, la naturaleza y la gracia. No olvidemos la ruptura que se había operado incipien-
temente en plena Edad Media -siglos XIII y XIV- con las especulaciones de Escoto y
Occam, hasta llegarse a la afirmación de que las verdades de la fe, son inaccesibles al
conocimiento racional" -argumento que reaparecerá en el pensamiento reformista de
Martin Lutero- con lo que se produce paulatinamente el desplazamiento de Dios del
horizonte humano. La Edad Moderna comienza, pues, en una atmósfera de soledad e
inseguridad del hombre, provocada por la pérdida de Dios. "Y correlativamente, el
hombre va a ocupar el centro de las preocupaciones de la mente y de las especula-
ciones de la razón. Estamos frente al Humanismo Renacentista que abarcará diversas
expresiones y que, renegando de su raíz cristiana, avanzará poco a poco hacia expre-
siones secularistas, positivistas y materialistas. Esta línea de tendencia regresiva no
excluye la supervivencia, renovación y continuidad de la religiosidad medieval en nu-
merosas manifestaciones del Humanismo".
El hombre del Renacimiento rinde culto a la belleza del mundo sensible, es un epicú-
reo, es un hombre también pragmático y utilitario. Su instrumento de aproximación a la
verdad y al conocimiento es la ciencia empírico-racional y ya no la mística, ni la Teolo-
gía o la Metafísica como en el período medieval.
1) El individualismo renacentista
El caso arquetípico se puede ver con nitidez en la familia Médicis de Florencia, que
es representativa de una clase y una época. La especial inclinación por el arte, los
convirtió en los grandes Mecenas del Renacimiento Florentino. En esa actitud se
trasuntaba su inclinación por el mundo sensible, por las artes que lo interpretan y
expresan; por el gozo de vivir y el apego a la riqueza. Esta actitud contrasta con el
ascetismo medieval y su constante rechazo del mundo sensible en virtud de la fina-
lidad salvacionista y de una valoración prioritaria del destino trascendente del hom-
bre sobre su breve peregrinaje terrenal.
c) La Reforma potenció esta valoración del individuo al instalar el libre examen y hacer
de cada hombre un sacerdote, desvinculando a las personas de la autoridad ecle-
siástica.
2) El Humanismo
Los intelectuales del Humanismo hablan un latín pulido basado en el modelo cicero-
niano. Frecuentan los clásicos del orbe greco-romano y abrevan en fuentes estilísticas
purísimas -Los Diálogos Platónicos, Lucrecio y otros destacados autores clásicos-,
hecho que da un gran brillo a su oratoria y a sus escritos. Por su erudición y vasta cul-
tura, los humanistas acceden a encumbradas posiciones en las cortes de reyes, prín-
cipes y Papas.
A partir del siglo XV se producen una serie de hitos que conducirán el desarrollo del
Movimiento al Esplendor del siglo XVI.
En 1.417, Poggio descubre el manuscrito "De Rerum Natura" del poeta romano Lucre-
cio, que vierte en versos magistrales las concepciones materialistas y hedonistas de
Demócrito y Epicuro. Este poema abrirá nuevas dimensiones a la percepción de los
artistas plásticos y servirá de motivo de inspiración al pintor Sandro Boticelli, para rea-
lizar su obra maestra "La Primavera".
164
En 1.421 el latinista Bruni traduce el "Fedro" de Platón sobre una versión romana. Esta
obra tendría una gran proyección en el desarrollo de los estudios platónicos.
Ese mismo año, Lósimo de Médici -El Viejo- funda la Academia Platónica de Florencia,
que será la fuente de propagación del ideario del Renacimiento italiano.
Ficino traduce los "Diálogos" platónicos y sobre la temática del filósofo griego -que
gravitó hacia el encuentro del Centro de lo Divino-, intentará demostrar la continuidad
de la Revelación a través del tiempo.
Juan Pico de La Mirándola, genial humanista que dominaba 22 lenguas -el latín, el
griego, el hebreo, el árabe, el caldeo, etc.-, logró realizar una síntesis integral de todo
el saber de su época. Este pensador exalta los valores del hombre como suprema
realidad de la naturaleza y reflejo de la Armonía del Universo. Esta dignidad, esta so-
beranía natural, implica que el hombre debe dominar el mundo y utilizarlo al servicio
de su crecimiento hacia todas las dimensiones del ser.
En su obra "De Ente Et Uno", propone una religión natural panteísta. En "Cicero Novis"
expone su modelo del "homo universale", el hombre culto y refinado y utiliza la palabra
"humanista" para definir al nuevo concepto que impondría el Humanismo Renacentis-
ta. Estas ideas las sintetizó en su memorable discurso "De Dignitate humanis".
El Papa Pío II en 1.460 y sobre el modelo florentino, crea la Academia Romana, de-
signando como director al humanista Pomponio Leto. La Academia Romana llegará a
su auge intelectual bajo el Papa León X -de la Casa de Médicis-. En la corte de este
Pontífice renacentista brillaron Pedro Bembo, Juan Pontano y Castiglione.
Baltasar Castiglione en su obra "Il Corteggiano" (1.524) fija el arquetipo del hombre
renacentista. Boscan traduce esta obra al español y es a través de este libro que se
proyecta este ideal en la península Ibérica.
En el período comprendido entre los años 1.494 y 1.527 se puede ubicar el momento
de esplendor y gloria del Humanismo en el Arte. Es el momento culminante del genio
de Leonardo Da Vinci, Miguel Ángel, Rafael, Tiziano, Jacobo Robusti y el Giorggione -
entre otras figuras polifacéticas y dotadas de una plasticidad creativa de gran fecundi-
dad-.
165
El Humanismo Cristiano
Las líneas del pensamiento de Erasmo están ubicadas en las antípodas de Maquiave-
lo, pues se fundamenta en la religión y el evangelio de Cristo. Es profundamente paci-
fista y descarta totalmente los métodos basados en la mentira y la violencia, conside-
rando que los preceptos morales deben regir en la vida pública tanto como en la inti-
midad de la vida privada.
Levanta la idea del control para limitar el capricho real y sus obras constituyen una
constante apelación a la libertad. Erasmo rechaza las construcciones sistemáticas al
estilo escolástico o aristotélico.
Define a la República cristiana como una comunidad de cultura y rechaza la idea del
Imperio. Desde el punto de vista de las relaciones internacionales se inclina por una
federación entre los países cristianos.
Fue un abogado insigne, diputado en los comunes y consejero-canciller del Rey Enri-
que VIII, quien lo mandó ejecutar por su fidelidad al catolicismo, cuando el monarca
inglés se apartó de la iglesia Romana y pretendió que su canciller jurara el "Acta de
Supremacía", que declaraba al Rey Jefe Supremo de la Iglesia Inglesa Reformada.
Su obra más importante es “Utopía” que se publicó en 1516, donde se pueden apre-
ciar reflejos del pensamiento erasmita.
En la isla de Utopía -es una sociedad igualitaria donde todos trabajan para todos- no
existe la propiedad privada y el Estado regula la vida económica. Todos los magistra-
dos y los sacerdotes son elegidos, especialmente entre los letrados y este hecho da a
las élites abiertas el consenso y la representatividad para consolidar la armonía ciuda-
dana.
3) El Racionalismo
El punto de partida del pensar es el Yo, desde el que habrá que extraer,
mediante la actividad espiritual interior, la realidad del mundo exterior.
Este verdadero retorcimiento del sentido común, persigue como finalidad la certeza. El
ser concreto, el objeto de conocimiento deberá ser reducido a términos matemáticos, a
formas geométricas que lo tornen transparente para el espíritu, que lo conviertan en
ideas “claras y distintas”.
certeza, la razón discursiva irá deduciendo las realidades, las irá generando desde el
propio pensar.
El método está al alcance de cualquier hombre, pues “el buen sentido es la cosa mejor
repartida del mundo”, según Descartes. El sujeto común, el hombre abstracto, es
puesto como fundamento de la verdad del ser. Las leyes inmanentes del pensamiento,
serán las mismas leyes del Ser (ésta premisa será clara en la filosofía kantiana). El
valor universal y el objetivo de la verdad nacerá del Yo que piensa, cuya estructura es
igual en todos los hombres.
Esta línea inmanentista será continuada por Spinoza, Liebnitz, Kant, Hegel y los hege-
lianos de izquierda: Feuerbach y Marx, y de derecha: Nietzche.
El pensar filosófico buscó dentro de las ciencias de la naturaleza, recién nacidas, nue-
vos métodos de investigación. Por su parte las ciencias, se convirtieron en dominios
autónomos, separándose de la unidad, que estaba antes determinada por un orden
jerárquico del conocimiento, cuya cima era la Ciencia de los primeros principios: la
Filosofía.
Descartes, en el afán de eliminar del pensamiento y de la vida todos los elementos no-
racionales (la superstición, el fanatismo, las pasiones) que se oponían a una era de
conocimiento, progreso y felicidad, en la que todos los hombres gozarían de los place-
res de una vida racional e ilustrada, no podía dejar de culminar en una negación y en
una despiadada contienda contra lo místico-religioso, que contiene un sustrato. (lo
dionisíaco vs. lo apolíneo)
Dice más adelante: "En Galileo y Descartes termina la mayor crisis por la que ha pa-
sado el destino europeo" -una crisis que comienza a fines del siglo XVI y no termina
hasta los albores del siglo XVIII-
Cuando Jacobo Burckhardt publicó en 1.860 su obra hoy clásica "cultura del Renaci-
miento en Italia", le confirió un sentido preciso a la palabra Renacimiento, que andaba
vagando desde Vasari con significaciones indecisas...." "Era un primer ensayo de acla-
ración que ponía un esquema de orden sobre tres siglos de confusa memoria". En su
"Diálogo de las nuevas ciencias" o "Discorsi e Dimostrazione in torno a due nuove
scienze atteneti a la mecanica ed al movimenti locale", que son nada menos que la
física moderna, Galileo dice: "concibo por obra de mi mente un móvil lanzado sobre un
plano horizontal y quitando todo impedimento...." Comienza por construir idealmente y
mentalmente una realidad y luego observa los hechos y los contrasta con la hipótesis.
Galileo introduce e inaugura el nuevo método científico "el impulso del conocer se diri-
ge directamente a la realidad de las cosas: el hombre quiere ver con sus propios ojos,
examinar con su propia inteligencia y llegar a un juicio fundado críticamente".
El argumento que cerraba toda discusión era: "Magister Dixit", refiriéndose a la inape-
lable autoridad del estagirita.
El primum movile -asimilado al ser divino- movía las esferas cristalinas que contenían
a cada planeta y a las estrellas, como si se tratase de un gigantesco mecanismo de
relojería cósmica.
En su obra "El mensajero sideral", Galileo sentó esta teoría que le costaría enfrentarse
con la Inquisición en 1.633 y tener que abjurar a regañadientes de estas verdades
probadas. Se dice que concluyó su abjuración con un terco "e pur si muove", refirién-
dose al movimiento de la Tierra.
Giordano Bruno expone la teoría del universo infinito y la existencia de infinitos mun-
dos, relativizando lo existente y dado. Esta concepción, que dejó al hombre ante un
espacio ilimitado, reforzó la impresión de liberación de toda barrera, de todo fuero, que
se había sentido ante el ensanchamiento gigantesco del mundo, visión a la que había
aportado y coadyuvado el descubrimiento de América.
La realidad infinita sobrepasa toda medida, destruye los supuestos fácticos que "fun-
daban la representación medieval del orden; comienzo y fin, contorno y centro". Al
desaparecer estos elementos quedan anulados las correspondencias jerárquicas es-
tablecidas entre ellos, así como los símbolos que los realzan y los toman de base. "La
existencia tiene ahora un espacio libre para moverse pero no tiene morada" -dice ma-
gistralmente Romano Guardini.
Merced a esta nueva visión de las ciencias en el siglo XVI Maquiavelo separa tajante-
mente la moral de la política y señala que los fines de la política son la conquista, el
mantenimiento y la organización del poder.
Thomas Hobbes intenta seguir esos mismos pasos y tratará de aprovechar la fuerza
centrípeta del poder para evitar que "el hombre lobo del hombre" se aniquile siguiendo
las pulsiones irreprimibles de su psiquismo egoísta y poseído de instintos destructores.
170
Actividad Nº 22
1.- Enumere por lo menos cinco causas de la quiebra del orden me-
dieval, que precipitaron el advenimiento del nuevo mundo.
5.- La autonomía del hombre frente a toda ley y toda realidad recibi-
da desde el exterior, son los postulados que desarrollan Lutero,
desde la religión y Descartes desde la filosofía. Desarrolle breve-
mente ambos pensamientos.
Prelot describe la situación política italiana en los términos siguientes: "Italia, al norte
de los Estados Pontificios seguía siendo bastante parecida por la Estructura de Ciu-
dad-Estado, a la Grecia de las Polis". "Existen tres grandes Ciudades-Estado, de ma-
171
yor importancia: Venecia, Milán y Florencia y otras tres de segunda línea: Génova,
Ferrara y Bolonia. Maquiavelo capta la necesidad de abandonar esas estructuras cua-
litativa y cuantitativamente superadas. Las ciudades son unidades militar y demográfi-
camente insuficientes. Con el desarrollo adquirido por las industrias y el comercio re-
sultan inclusive demasiado débiles económicamente. Ha llegado la hora del Estado
Nación". Y Maquiavelo cree que en "Italia puede y debe verificarse", el mismo proceso
de unidad nacional como lo han hecho España, Francia e Inglaterra.
Este es el escenario que aguarda ser analizado por un pensador de fuste como Ma-
quiavelo.
En una carta dirigida a su amigo Francesco Vettori, describe así su retiro: "Permanez-
co siempre en la aldea" -se refiere a Percussina- y desde que me "sucedieron aquellas
cosas, no estuve en total más de 20 días en Florencia. Me dedico a cazar tordos con
liga. Cazo entre 2 y 7 pájaros, y así pasó septiembre".
"Aunque elemental y aburrida, extraño ya que me falte esa distracción. Ahora me le-
vanto con el sol y voy a mi bosque que estoy haciendo talar; inspecciono durante dos
horas el trabajo del día anterior....Cuando dejo el bosque, voy a una fuente, y de allí a
una pajarera que tengo. Llevo conmigo un libro: Dante, Petrarca o alguno de los poe-
tas menores como Tabulo, Ovidio u otro semejante. Leo de sus pasiones, recuerdo de
la mía, y gozo unos instantes con esas memorias.... Es hora de comer, y como con los
míos, lo que produce esta pobre viña y un patrimonio estrecho. Una vez comido, vuel-
vo a la Hostería donde están el hotelero, un carnicero, un molinero, un ebanista. Con
ellos me lio en interminables partidas de naipes donde peleamos por una moneda, y
nuestros gritos llegan hasta San Casciano. Esa villanía impide que se enmohezca mi
cerebro, y desafío mi mala fortuna, para que se avergüence de tanto pisotearme".
Llegada la noche, vuelvo a casa. Antes de entrar a mi estudio, quito mis ropas rústi-
cas, sucias y enlodadas, y vestido con dignidad, comparezco ante los hombres de la
antigüedad. Acogido amorosamente por ellos, satisfago mis vigencias intelectuales
con ese alimento, el único que me conviene y para el cual nací. No temo pues, con-
versar con ellos y pedirles cuentas de sus actos, pues siempre responden amable-
mente. Durante 4 horas no sufro preocupación alguna, olvido las penas y ni me asusta
la pobreza ni me espanta la muerte".
172
Sus otras obras tienen el mismo cuño. "La Mandrágora" es una comedia muy al estilo
de Boccaccio, que vio luz en 1.518. "El Arte de la Guerra", libro aparecido en 1.519,
insiste en la necesidad de que los Estados formen ejércitos ciudadanos -al estilo de
las repúblicas antiguas- y no dependan de los contingentes mercenarios, peligrosa-
mente volubles porque no luchan por sus ideales o por la patria, sino por el dinero que
reciben del príncipe. A esta obra le siguió "Vida de Castruccio Castracani" y luego
"Historias Florentinas", aparecido en 1.525.
Sabine afirma: "sus obras más importantes fueron "El Príncipe" y los "Discursos sobre
la Primera Década de Tito Livio", comenzados ambos en 1.513. Es significativo el dis-
tinto modo de considerar el gobierno en ambas obras; algunos autores siguiendo a
Rosseau, han creído que eran contradictorias.
173
Ello no nos parece ser cierto, en especial, si se toman en cuenta las circunstancias
que rodean la composición de "El Príncipe", pero es lamentable que la mayor parte de
los lectores haya conocido a Maquiavelo a través de esta última obra. Ambas obras
presentan aspectos del mismo problema: las causas del auge y la decadencia de los
Estados y los medios por los cuales pueden los estadistas hacer que perduren".
Esta dicotomía puede aclararse si se analiza la finalidad de cada una de las obras se-
ñaladas.
Touchard, en sus comentarios sobre "El Príncipe", expresa: "En esta obra, que no es
un Tratado de Filosofía Política, Maquiavelo no se pregunta cuál es el mejor gobierno
o qué es lo legítimo.... sino, simplemente, pensando en la situación italiana: ¿cómo
hacer reinar el orden, cómo instaurar un Estado estable?, y finalmente cómo lograr la
unidad italiana".
Para cumplir esta magna tarea se requiere de un Príncipe dotado de la Virtud Maquia-
vélica -combinación de energías sutiles y de una voluntad de poder brutal- y que esté
acompañado por "La Fortuna". (Cuando Maquiavelo se refiere a La Fortuna tiene en
mente lo mismo que los romanos entendían por Hado, destino, Fortuna. César Borgia
fue para Maquiavelo un arquetipo de príncipe dotado con la Virtud y que careció de la
Fortuna en su tarea de unificar Italia)
Según Charles Benorst, las características fundamentales del Príncipe que "debe ve-
nir" son las siguientes:
SU REALISMO: debe estar atento para consultar los hechos y desentrañar la verdad
para poder operar con eficacia y precisión.
SU SENTIDO DEL CÁLCULO: el Príncipe debe preferir ser temido que amado. Si logra ser
además amado, tanto mejor, porque se gobierna más eficazmente cuando existe con-
senso.
SU HABILIDAD: "La cualidad esencial del Príncipe es la Virtú", que es una energía impe-
tuosa, que combina la destreza, la astucia, la determinación y la fuerza. "Las cualida-
des del Príncipe exigen una creación continua, una tensión sin relajamiento dirigida a
una finalidad" -añade Prelot.
Lo que importa para medir la acción política del Príncipe es la eficacia y no la morali-
dad intrínseca de sus decisiones.
La Razón de Estado
Prelot dice que la Razón de Estado es una de las claves del Maquiavelismo y su "le-
gado fundamental a la corriente política que va a suscitar".
La ley suprema que debe regir los actos del político es la eficacia y el éxito en el logro
de los fines. Si los medios resultan perversos o inmorales estarán justificados en tanto
y en cuanto se logren los objetivos del poder.
Esta manera de ver el tema político ha llevado a los autores a hablar del inmoralismo
de Maquiavelo. Sabine aclara que más que inmoralismo debe hablarse de amoralismo
de las teorías del pensador florentino, porque no se trata de un autor que ataque la
moral, sino que simplemente prescinde totalmente de ella.
En síntesis: en “El Príncipe”, obra que fue dedicada a Lorenzo de Médicis -duque de
URBINO-Maquiavelo tenía el propósito de inducirlo a emprender la tarea de unificar
Italia y dotar al Estado Latino de la solidez y estabilidad que presentaban España y
Francia. En este aspecto Maquiavelo es contundente: "Sin Príncipe no hay unificación"
-afirma-.
El príncipe capaz de realizar la tarea de unificación, debería poseer una virtud excep-
cional, una energía despiadada, y actuar sin limitaciones de carácter moral. El criterio
para la acción deberá ser el de la eficacia, el de la obtención de los objetivos, frente a
los cuales cualquier medio es justificado.
“Es mejor ser temido que ser amado” -afirma el Florentino-. Sin embargo, la mayor
fortaleza del príncipe es lograr la adhesión de su pueblo y es por ello que la hipocresía
se convierte en un deber de Estado.
El modelo humano concreto que Maquiavelo tuvo en mente al escribir el Príncipe, fue
César Borgia, hijo del Papa Alejandro VI, cuya estrella tuvo un brillo fugaz en el firma-
mento italiano.
Sin embargo, entre todos los Estados Históricos, La República Romana se presenta
como una realidad que permite tomar su precedente como elemento orientador y de
reflexión política.
Esta obra fue concluida entre 1.513 y 1.519. A lo largo de sus páginas, la historia de la
república romana le permite reflexionar desde una perspectiva histórica y proponer
como paradigma futuro al Estado Republicano. En esta obra, el pensador deja trasun-
tar "su auténtico entusiasmo por el gobierno popular de que es ejemplo la República
Romana, pero que consideraba impracticable en la Italia de la época en que él escri-
bía" -apunta Sabine-.
La obra bajo análisis, tuvo una gran influencia posterior. Los jacobinos, dos si-
glos después, lo tenían como libro de cabecera y como gran modelo político de
la Revolución Francesa.
Los pensadores que dan el marco teórico al nacimiento del estado son Maquiavelo,
Bodin y Hobbes, que pudieron percibir el proceso de concentración del poder real y la
unificación de las naciones.
176
Maquiavelo fue el primer pensador que desligó la política de la moral y la religión, in-
tentando comprender esta disciplina en su realidad, en su ser y no en su deber ser.
James Bumnham en su obra "Los Maquiavelistas" dice: "Existen ciertos fines peculia-
res y propios de la ciencia sin los cuales la ciencia no existe. Estos son: la descripción
exacta y sistemática de los hechos públicos, la tentativa de establecer correlaciones
entre series de estos hechos con el propósito de descubrir leyes y , mediante estas
correlaciones la tentativa de predecir, con cierto grado de probabilidad, los hechos
futuros".
"En los escritos de Maquiavelo" -por vez primera luego de la Edad Media- "siempre
están presentes y rigen la lógica de sus investigaciones".
No se deja arrastrar por la emoción o el sentimiento, las afinidades selectivas, las pul-
siones de la subjetividad o la pasión -en contraposición a Dante, que es toda pasión,
idealismo y parcialidad genial-
Sus escritos son claros y sabemos perfectamente que su temática explícita no tiene
propósitos subyacentes. Sus hipótesis pueden ser cotejadas, sometidas a prueba y
contrastadas con la realidad.
Entiende que la política consiste en el estudio de las luchas por el poder -Faz Agonal-
y de las actitudes y acciones que permiten conservarlo y acrecentarlo.
1
El contenido de este inciso enriquece el tema del Método Político consignado en el Módulo 1.
177
En ese estudio el punto de partida son los hechos observados y no los principios de-
ductivos, abstractos y generales que se supone gobiernan "la naturaleza del hombre y
la sociedad". Los pensadores que deducen conclusiones basándose en principios
apriorísticos fuerzan a los hechos para que concuerden con sus hipótesis intelectuales
y si las explicaciones no resisten el análisis lógico, "peor para los hechos".
Maquiavelo privilegia los hechos, "son los hechos lo que deciden" en su sistema, nos
explica Burnham.
c) Maquiavelo intenta "establecer correlaciones entre una serie de sucesos que permi-
tan hacer generalizaciones o establecer leyes: No se interesa exclusivamente por el
suceso singular, único, sino en las leyes relacionadas con los sucesos".
Desde que Maquiavelo acuñó este concepto, la periodicidad de las funciones constitu-
ye una de las notas dominantes de la estructura republicana.
d) "En toda su obra está implícita una diferencia netamente acusada entre dos tipos de
hombre político" -dice Burnham-. Podríamos llamar a una de ellas el tipo gober-
nante y a la otra, el tipo gobernado.
Los primeros son los que tienen la ambición, el deseo y la perseverancia para acceder
al poder. Los segundos, integran la mayoría de los que ni aspiran ni tienen la capaci-
dad de gobernar. Esta distinción supone que la lucha por el poder se circunscribe a
pequeños núcleos de hombres que integran la "clase gobernante" y no la pasiva clase
gobernada, que no se involucra ni se interesa por los problemas del poder.
El tipo gobernante se caracteriza por lo que Maquiavelo denomina Virtú, que es un tipo
de energía especial, mezcla de un impulso incoercible, de una ambición sin límites y
de la férrea voluntad de acceder al poder. "Es una energía a la vez brutal y prudente-
mente calculadora, ajena a cualquier preocupación de la moral ordinaria" -nos la des-
cribe J. Touchard.
Para alcanzar sus propósitos el político -el tipo gobernante- no reconocerá límites éti-
cos. Su cualidad más generalizada será dominar las artes del fraude. "Se pasa de la
pequeña a la gran fortuna más bien por el fraude que por la fuerza" -acota el floren-
tino-. Esta observación es válida para todos los tiempos y lugares -toma como ejem-
plos de la antigüedad a Filipo de Macedonia, Agatócles y Ciro; y a Juan Galeazzo,
quien quitó la Lombardía a su tío maese Bernardo, como uno de los ejemplos de sus
contemporáneos.
Las otras condiciones del hombre dotado de Virtú, son la astucia, la perseverancia, el
valor indomable y la voluntad en la adquisición de los objetivos.
178
Al otear el horizonte político del Siglo XVI, Maquiavelo percibió claramente el surgi-
miento de los grandes Estados Nacionales. España, bajo los reyes Católicos, había
logrado su unidad territorial y espiritual; Francia había seguido un proceso de centrali-
zación del poder en cabeza del rey y en desmedro de la Nobleza Feudal, desde el
reinado de Felipe el Hermoso; Inglaterra estaba arribando a su unidad bajo la dinastía
de los Tudor.
Las ciudades italianas que aún eran grandes potencias, no tenían posibilidades de
mantener su posición independiente por mucho tiempo, frente a la realidad emergente
de los nuevos Estados centralizados.
En su obra "El Príncipe", Maquiavelo reclama de sus hombres más insignes, que uno
de ellos levante la bandera de la unificación. El Príncipe, el monarca fuerte, es quien
debe dar coronación a esta tarea, como se ha verificado en España -bajo Fernando El
Católico-, en Francia por imperio de una sucesión de Reyes fuertes, y en Inglaterra.
Maquiavelo y la Religión
Maquiavelo siente que la Iglesia Católica tiene una gran responsabilidad histórica, co-
mo factor obliterante de la unidad italiana.
Sus ataques al cristianismo evocan los argumentos levantados por los paganos cuan-
do se produjo la caída de Roma y que fueron rebatidos magistralmente por San Agus-
tín. La religión cristiana al santificar "únicamente a los humildes y a los hombres entre-
gados a la contemplación más que a la vida activa", habría exaltado a los débiles y
promovido una moral claudicante, propia de pueblos esclavos. Falta el culto al heroís-
mo, al valor cívico, al despliegue de la energía humana propia del ciudadano griego y
romano.
Esta posición será luego retomada por el filósofo alemán Federico Nietzche, quien
elevará el mito del héroe, del super-hombre, radicalmente anticristiano. Esta posición
neo-pagana y sus mitos, serían luego tomados por los teóricos del nazismo y por un
Nietzcheano tardío -Julius Evola- ideólogo del fascismo italiano.
El Maquiavelismo
"El sustantivo doctrinal Maquiavelismo es utilizado por los autores del siglo XVI" -anota
Alberto Rodríguez Varela, parafraseando a Prelot-. "Alude, en síntesis, a un pragma-
179
tismo amoral apreciado como indispensable para el éxito político" -añade el autor cita-
do-.
Se podría incluir en esta lista a los dictadores marxistas que han recibidos su orienta-
ción maquiavélica como inherente a su doctrina, que preconiza la eficacia de los he-
chos políticos como patrón para medirlos y ensalzarlos. También para los marxistas el
fin justifica los medios.
Esta vertiente del pensamiento, que se abroqueló tras el principio de las nacionalida-
des, iluminó a los Jacobinos dándoles sus aportes doctrinales, y a los movimientos de
Unidad Nacional de Italia. La Joven Italia de Mazzini, inspiró a Garibaldi; Mussolini,
que reconoce su filiación Maquiavélica en su ensayo "Preludio a Maquiavelo", Hegel -
quien lo admira como un precursor del Estado unificado y moderno, Nietzche -quien
toma en bloque su ataque al cristianismo y el culto al héroe y al hombre fuerte, Marx -
que acepta el criterio amoralista de que el fin justifica los medios-, etc.
En resumen:
- Se inspira en los modelos del mundo clásico. Su obra principal así lo atestigua (Dis-
cursos sobre la Primera Década de Tito Livio)
- Es un racionalista en cuanto aplica a sus reflexiones políticas el método científico.
- Es un humanista, pues su principal fuente de inspiración son los autores clásicos y
además Dante, Petrarca y Bocaccio. En cuanto a la ciencia política, continúa la tradi-
ción de Bruneto Latini -venerado maestro de Dante-.
- Es un pensador realista porque sus especulaciones reconocen la prioridad de los
hechos, que constituyen el andamiaje para la teorización.
- Es un hombre pragmático, porque sus propósitos -v.gracia- la unificación italiana, no
son utópicos, sino verosímiles y alcanzables.
- Es un nacionalista: porque advirtió con sus ojos zahoríes, como la Lechuza de Mi-
nerva, que la Nación era la realidad que advenía.
- Es un patriota: porque todos sus escritos y actos están transidos del supremo amor
por la patria, que según su propia confesión, era más fuerte que el amor por su pro-
pia alma.
Actividad Nº 23
La Reforma
Las naciones europeas habían integrado "la cristiandad" a través del largo período de
la Edad Media. El enjambre de reinos, señoríos y ciudades de Europa conformaban
"un pueblo determinado y escogido" que reconocían como factores de unidad espiri-
tual a la Iglesia y al Imperio -continuador del Imperio Romano- en lo temporal.
La Reforma -que se inicia en el Siglo XVI quebró la unidad del orbe cristiano, favore-
ciendo el proceso de concentración del poder en manos de los monarcas y príncipes
reformados e impulsó el desarrollo del absolutismo monárquico. Estas consecuencias
no fueron ni buscadas ni queridas por los reformadores cuya visión principal se con-
centraba en materia específicamente religiosa.
La Iglesia ejercía una benéfica influencia moderadora en los conflictos europeos, que
se irá eclipsando progresivamente, mientras se van desatando las guerras religiosas
que desgarrarán la unidad del mundo cristiano y ensangrentarán el continente. Estos
conflictos darán impulso a la "necesidad de un poder fuerte que restablezca la paz
social". La Reforma también acentuará el proceso de creciente secularización de la
cultura y el desarrollo de instituciones civiles, cuya tutela se desplazará de la Iglesia al
Estado.
Los Concilios de Londres y Oxford repudian sus teorías, que con posterioridad serán
empero difundidas por Juan Hus.
Martín Lutero -1.483 / 1.546- nació en Aisleben, Turingia, en el seno de una familia de
condición humilde. Sus padres, que habían advertido su gran inteligencia, lo enviaron
a estudiar Derecho a la Universidad de Magdeburgo, realizando para sostenerlo, pe-
nosos sacrificios. A los 20 años Martín Lutero recibió su anillo de "Magister".
El día 2 de Julio de 1.505, sobrecogido por un hecho prodigioso, -un rayo cayó cerca y
no le hizo ningún daño a pesar de su proximidad- formula votos para entrar en la or-
den de los Agustinos.
En ese tiempo, Lutero lee ávidamente las obras de Juan Hus y Wiclef, compenetrán-
dose de sus teorías.
En 1.511 viaja a Roma, donde recibe impresiones decisivas y una huella indeleble
para su toma de posición contra la Iglesia Romana. Morruet describe ese momento
con claridad: "La Roma del Renacimiento mostró a sus ojos los abusos religiosos y
morales que eran la cizaña del mundo en aquella época. Dolorosas experiencias deve-
laron ante él la corrupción que reinaba a las orillas del Tíber".
Martin Lutero le contesta con un gesto tajante, fijando en la puerta de la Iglesia del
Castillo de Witteinberg un escrito que contenía sus 95 tesis, el día 31 de Octubre de
1.517. Era el primer acto de proclamación de la Doctrina Protestante y el inicio del
Gran Movimiento Reformista.
En Leipzig Lutero sostiene una encendida polémica con el teólogo Juan Eck, en 1.519.
Posteriormente el Padre de la Reforma escribe sus obras "Del mejoramiento del esta-
do de la cristiandad", "Del cautiverio de Babilonia y de la libertad cristiana". En esta
última obra su pensamiento aparece maduro y consolidado.
"Lutero muere en 1.546 triunfante y desesperado -nos apunta Prelot-. Triunfante, por-
que la Nueva Iglesia que él ha instituido se ha implantado ampliamente en Alemania;
desesperado, porque su temperamento angustiado no le permite el descanso y porque
la Iglesia que se ha constituido está bastante lejos de lo que él había soñado".
La obra de Lutero
Lutero fue un pensador dotado de una fecundidad extraordinaria. La edición de sus
obras de Erlangen comprende 67 volúmenes escritos en alemán y 33 volúmenes en
latín.
Lutero fue un reformador religioso y sólo incursiona en los problemas políticos desde
su visión del Evangelio. Los puntos esenciales de su predicación se refieren al origen
divino del Poder (Omnias Potestas ad Deo) y a la sumisión incondicional que debe el
súbdito a su gobernante. Esta posición reforzaba, desde el movimiento religioso la
tendencia al absolutismo ya señalada.
teólogo ha instruido tan magnífica y tan claramente la conciencia de las fuerzas secu-
lares ni las ha consolado tan bien".
Tomando prestados argumentos de San Agustín señala que los hijos de Adán perte-
necen en su gran mayoría al reino del mundo -y están consagrados al pecado- y el
uno por mil, son ciudadanos del reino de Dios. Estos últimos tienen al Espíritu Santo
en su corazón y no requieren la sujeción a ningún poder. Si fuese posible aglutinar en
un sólo pueblo a los santos, estos elegidos podrían vivir sin ninguna autoridad, porque
la conducta de cada uno sería virtuosa sin necesidad de coacción externa.
"Pero el poder existe porque la naturaleza humana está totalmente corrompida por el
pecado original y el Príncipe debe mantener a raya el mal, como el domador al animal
salvaje y feroz" -señala Prelot-.
El Poder asume así una dimensión salvífica y represiva. El Príncipe se enfrenta al mal
y a la corrupción del mundo con su espada para desatar tajantemente los nudos gor-
dianos que constantemente trama Satán. En la concepción de Lutero, no existen dos
espadas como en la concepción medieval -la temporal que blande el poder civil y la
espiritual, que esgrime la Iglesia-. La espada única -la del castigo y la represión- per-
tenece al Príncipe, que oficia de instrumento divino de venganza y de contención con-
tra los pecadores y los criminales. Precisamente el crimen atrae el castigo, y la pena
es una forma de expiación y de catarsis de los pueblos.
"Si el Príncipe es un tirano, si es cruel y sanguinario, la culpa es del pueblo que resulta
responsable. Los hombres tienen los príncipes que se merecen" -comenta Prelot-.
En su Tratado "De la Libertad del Cristiano", expresa que si el cristiano vive según su
fe es libre. Cada persona es sacerdote y rey de un reino espiritual e interior. Nadie
puede obligarla a creer en determinados dogmas y la opinión es absolutamente libre,
porque pertenece al orden de los pensamientos "Gednaken Sind Zollfrei" -proclama-
(no hay aduanas para el pensamiento).
"La autoridad temporal no tiene que castigar la opinión" -sentencia-, pero si la opinión
se exterioriza y se torna peligrosa por su publicidad, la autoridad debe procurar que no
haya ni división, ni disturbio, ni rebelión entre los súbditos".
Cuando sólo tenía 27 años, Calvino da culminación a su obra "La Institución Cristiana",
en un latín pulido. En 1.547 publica esta obra en francés, que según el comentario de
M. Desgranges "es uno de los primeros movimientos de nuestra lengua moderna".
Dedica este libro al rey de Francia en los siguientes términos: "Al muy alto, muy pode-
roso y muy ilustre Príncipe Francisco, Rey de Francia, muy cristiano, Príncipe y Sobe-
rano Señor, de Juan Calvino".
Pierre Mesuard ha tratado de explicar la manera en que Calvino vino a ejercer una
virtual dictadura teocrática sobre la ciudad de Ginebra. Para hacer comprensible la
influencia de este "profeta moderno" sobre la ciudad, tomó la analogía del flujo magné-
tico que emanando de Calvino galvanizaba a los magistrados y al pueblo. "La Biblio-
cracia" instaurada por Calvino consiste en que éste interpreta "ex cátedra" y sin apela-
ción, la palabra divina expresada en "El Libro de los Libros", y es esta palabra sobera-
na la que dirige los negocios de la ciudad Iglesia. Calvino pretende instituir a la ciudad
de Ginebra como un arquetipo que deberá ser prescriptivo para todas las iglesias re-
formadas -será "una luminaria en la que todas las iglesias basadas en la reforma cris-
tiana pueden tomar ejemplo"- , afirmó.
Esta ejecución y muchas otras realizadas bajo el mismo signo de persecución religio-
sa, provocaron una fuerte conmoción en Europa.
John Knox
Este calvinista escocés plantea una tesis revolucionaria que contrastaría con la apela-
ción a la sumisión absoluta contenida en el pensamiento calvinista: "Dios manda casti-
gar a los idólatras y derribar a los príncipes enemigos de la verdadera fe".
Este exponente del puritanismo escocés, copiará casi exactamente el arquetipo del
Gobierno Teocrático de Ginebra, luego de la victoria.
Los monarcómanos
Hacia el año 1.600 Barclay los denominó Monarcómanos, porque son autores que
levantan la bandera del derecho de resistencia -incluso el Regicidio- frente a los mo-
narcas que tiranizan a sus súbditos y no les permiten vivir plenamente su libertad reli-
giosa.
Los primeros autores que sustentaron esta posición fueron los calvinistas -o Auguno-
tes- que debieron padecer especialmente en Francia el mando de Reyes de confesión
católica y que también participaron en las guerras de religión.
b) Lauguet y Duplessis-Mornay:
"Las Vindiciae contra tyrannos", es una obra que fue escrita presumiblemente por Hu-
bert Languet y Duplessis Mornay -jefe del Protestantismo francés-, y que el editor atri-
buye a Junio Bruto. En esta obra se afirma que los súbditos no están obligados a obe-
decer al Rey que transgrede las leyes divinas o las leyes civiles. Sienta también el
principio de la superioridad del Pueblo sobre el Rey: "Israel -es decir el Pueblo- que ha
pedido y establecido un rey como gobernante, está por encima de Saúl" -es decir del
Rey- "establecido a requerimiento y por amor de Israel". Por pueblo, los autores de
"las Vindiciae", entienden una aristocracia integrada por los magistrados, los nobles y
los ciudadanos que tienen algún predicamento en la sociedad y no en el populacho
"esa bestia que tiene un millón de cabezas".
En síntesis, estos autores protestantes se han preocupado por fijar límites a la autori-
dad de los Reyes y príncipes, y reforzar al grupo de señores que habían abrazado la
Reforma.
186
c) La obra "Du Droit des Magistrats sur leur sujets" (1.575) de Theodore de Beze en
Ginebra, continúa las enseñanzas de Calvino.
Los magistrados han sido creados para el pueblo y no el pueblo para los magistrados.
La finalidad del Estado estriba en el bien de los miembros del cuerpo social.
Esboza la teoría del consentimiento del pueblo y de la delegación temporaria del Po-
der en el Príncipe. Define esta delegación como "El Contrato Social", que establece los
límites del poder: por sobre todas las cosas, el poder viene de Dios y del pueblo por
delegación al Príncipe.
1) Condenan el Absolutismo.
2) La legitimidad del soberano se fundamenta en el consenso popular.
3) Emerge la "Teoría del Contrato Social".
4) Se genera la Teoría de la Resistencia a la opresión y de justificación del Tiranicidio.
La Contrarreforma
El Concilio de Trento
Carlos V, que reúne sobre su testa las coronas de España y el Imperio, lucha por res-
taurar la unidad perdida. Fracasa en su intento de reconciliación con Martín Lutero y,
mientras disputa con Francisco I por la supremacía en el norte de Italia, presiona para
reunir el Concilio que debería verter bálsamo sobre todas las heridas, volver a juntar
las piezas dispersas de la Cristiandad. Choca varias veces con la reticencia de los
Pontífices que no se dejan seducir por sus arrebatos, hasta que se sienta en la silla de
Pedro el cardenal Caraffa.
El objetivo es la unidad; por ello se elige Trento, a donde podrían concurrir sin dificul-
tades los alemanes reformados. El resultado, en cambio, sanciona definitivamente la
fractura que pone punto final a la Edad Media. Interrumpido dos veces, el Concilio se
clausura en Diciembre de 1.563, a los 18 años de su iniciación; su doctrina se con-
densa en el documento final, Professio Fidei Tridentinae, donde se niega a cada
devoto el derecho a interpretar personalmente las Sagradas Escrituras. Se res-
tablece la autoridad sacerdotal, se reafirma el celibato, se reivindica el derecho
del Pontífice a designar a los obispos.
187
Los protestantes franceses apoyaron fervientemente la causa de los reyes Enrique III
y Enrique IV.
Los católicos fundaron "La Liga" en 1.576 para poder equilibrar las fuerzas en pugna.
En ese período y en diversas ocasiones tomaron las ideas de los monarcómanos Lu-
gonetes para dar fundamento a sus posiciones políticas.
“París bien vale una misa”, esta frase adjudicada a Enrique IV, que debió convertirse
al catolicismo para ser ungido en el trono de Francia, define la razón por la cual los
jesuitas fueron sus adversarios más tenaces.
El Cardenal Roberto Belarmino, sostiene que el Papa tiene un derecho limitado que
puede ejercerse solamente “ad finem spiritualem”, y que le permite estigmatizar a
quien haga peligrar la salud del pueblo cristiano, desde el orden político, (Tractatus de
potestate summi pontifici sin rebus temporalibus).
Luis Molina explica que el hecho de la defenestración del monarca herético, debe ser
realizado por el pueblo, tras la señal inequívoca emanada del Papa. Esta formulación
llevaría a justificar este tipo de movimientos, basándose en la tesis jesuítica de que la
soberanía radica en el pueblo, especialmente perfeccionada en la obra de Juan de
Mariana -De rege et regis institutione (1598-1599)- donde, incluso, se hace una apolo-
gía del tiranicidio.
La Escolástica Española
Sus "Relectiones Theologiae", fueron publicadas en Lyon en 1.557. Entre ellas sobre-
salen "De potestate civile"; "De Indis y de Jure Belis".
En este último título, Vitoria aparece como el fundador del Derecho Internacional, anti-
cipándose a Grocio. Vitoria es partidaria de la Monarquía por el hecho de favorecer la
unidad del poder y sustraerlo de las fracturas de las diferencias de opinión y de las
divisiones del "gobierno de varios". Esta afirmación no empecé su convicción sobre el
consenso de la mayoría en decisiones como la que se refiere a las formas de go-
bierno.
Fue profesor en Roma y en París y luego se retiró a Toledo. Su obra De Rege et Regis
Institutione -1.594-, nos recuerda a Erasmo, en especial en los capítulos en que se
refiere a la Educación del Príncipe.
Mariana señala las limitaciones que debe enmarcar el poder del Rey mediante la parti-
cipación del pueblo en los asuntos públicos y por la sumisión del Príncipe a las Leyes
del Estado.
Mariana aparece como uno de los apologistas católicos del tiranicidio. Sin embargo,
ha reiterado los argumentos contra el regicidio, aunque justificó el asesinato de Enri-
que III a manos de Jacques Clement, como una justa venganza por la cruel elimina-
ción del Duque de Guisa -campeón católico- por orden del Monarca.
El cardenal Roberto Belarmino; que en su obra "De Sumo Pontífice" (1.586) expresa
que el Papa no tiene una espada temporal pero sí el derecho de oponerse al Príncipe
que ponga en peligro la catolicidad de su pueblo y la salud de la cristiandad.
Por esta razón los jesuitas sostendrán que la soberanía pertenece por derecho divino
al pueblo y no al soberano. El pueblo no deberá acatamiento al soberano herético
(Luis Molina) y sobre todo Juan de Mariana: De Rege et Regis Instituttione (1.598-99).
Es quien justifica el tiranicidio.
La Escolástica Española:
El Padre Suárez
era de “primera corona” refiriéndose a la tonsura clerical que le fue aplicada a los diez
años de edad, y antes de que recibiera en 1558, la colación de dos beneficios ecle-
siásticos que correspondían a su familia. Ingresó en la Universidad de Salamanca
donde siguió estudios de derecho canónico, que abandonó sin terminarlos, pues no se
distinguió por su aprovechamiento. Solicitó su ingreso en la Compañía de Jesús en
1564".
“Es cierta regla y medida según la cual es llevado uno a obrar o es re-
traído de obrar”.
También puede ser llamada ley aquella que es regla recta y honesta. Por ello dijo San-
to Tomás, que el precepto torpe no es ley sino iniquidad, lo propio que San Agustín,
cuando dice que para él no es ley la que no fuera justa. Repite la expresión de Cicerón
de que la ley debe darse para llevar una vida justa, quieta, feliz y así los que dieron
leyes injustas, cualquiera cosa dieron menos leyes.
Analiza después el autor, la diversa significación de derecho (jus) y ley. Suele llamarse
“jus” o derecho, dice, a cierta facultad moral que cada uno tiene de lo que es suyo o de
lo que le es debido, y así del dueño de una cosa, se dice que tiene derecho a la cosa o
en la cosa, y el operario se dice que tiene derecho al salario. Aclara que en el derecho
se distingue, el derecho en la cosa y a la cosa. Luego establece la diferencia entre lo
lícito y el derecho y la ley. Según San Isidro, lo lícito es la ley divina y se explica con
este ejemplo: “pasar por un campo ajeno es lícito, no es un derecho”. Pero Santo To-
más quiere que el nombre derecho, según cierta especial propiedad, más convenga a
las leyes que son ordenadas a los hombres en sus relaciones, que a las leyes que
ordena Dios al hombre, y por ello más bien se llama la ley licitud y no derecho.
Entiende al analizar la ley, que ley divina es para Platón, la razón gobernadora del
Universo existente en la mente de Dios, la cual reconocen también los teólogos, pero
la llaman ley eterna.
“De dos maneras puede decirse divina la ley: la una, porque está en el
mismo Dios; la otra, porque está dada meramente por Dios aunque es-
té fuera del mismo Dios”.
base de que nada hay eterno fuera de Dios, y consta que hay muchas leyes existentes
fuera de Dios.
Definiendo la ley natural, expresa Suárez, es aquélla que está inserta en la mente hu-
mana para discernir lo honesto de lo torpe, como lo dice Santo Tomás. La ley natural
es una participación de la ley eterna en la criatura racional. Por eso dice también:
“....porque el hombre entre los demás animales conoce la razón del fin
y la proporción de la obra al fin; por eso la concepción natural grabada
en el que se dirige a obrar convenientemente se llama ley o derecho
natural; pero en los demás, se llama estimativa natural”.
Al hablar de la ley que Platón llamó humana y pertenece al derecho que Aristóteles
llamó legal y Cicerón popular, asienta que por su parte, siguiendo a los teólogos, la
llamará positiva porque cuando el superior quiera que algo sea hecho por el súbdito, si
no intima voluntad, no manda. La intimación en cuanto está en el legislador, parece
ser principalmente la voluntad de intimar exteriormente, interiormente se incluye a la
voluntad de obligar, o de ella se sigue, de donde concluye que también por esta razón
la ley pertenece a la voluntad.
Es de esencia y sustancia de la ley que se dé por el bien común, así lo enseña Santo
Tomás, Soto, los teólogos en general y lo entienden también los intérpretes del dere-
cho civil. Tómase además esta verdad de Aristóteles, que ya dijo que las leyes se han
de acomodar a la república y no la república a las leyes. Cita a Marsilio Ficino, que en
su comentario al Minos de Platón, colige así como de “Las Leyes” y “La República”,
esta descripción de la ley: “es la verdadera razón de gobernar que dirige al mejor fin,
por medios acomodados a las cosas gobernadas”.
Después de haber fijado las propiedades de la ley, entra más precisamente a definirla.
Cita a Cicerón que dijo que la ley es algo eterno existente en la mente de Dios, que es
la recta razón del Supremo Júpiter, etc. Dice otra vez que es la recta razón grabada
por la naturaleza, y Aristóteles que es el común consentimiento de la ciudad. La defini-
ción más general la extrae de Santo Tomás, "que dice que la ley es el dictamen de la
razón práctica", en el príncipe que gobierna alguna comunidad perfecta. Observa que
esas y otras definiciones, sólo expresan las opiniones propias de sus autores y cree
que “la definición debe ser como el primer principio y fundamento común a todos”.
Cree hallar la solución diciendo que es la ley el precepto común, justo y estable y con-
venientemente promulgado.
Con todo, la parte fundamental de la obra del padre Suárez es la que se refiere a su
idea de gobierno y de soberanía. Después de haber establecido que de acuerdo al
derecho natural todos los hombres son iguales en esencia, le corresponde esta-
blecer el fundamento del poder, o sea del gobierno, pues no puede haber gobierno
desprovisto de poder. Para el autor, no es dudoso que el hombre es libre por naturale-
za y a nadie está sujeto, sino sólo a su Creador.
Después de considerar que de la potestad del padre en la familia, procede la del go-
bernante sobre la comunidad, se apoya de nuevo en Santo Tomás para decir que nin-
gún cuerpo puede conservarse si no hay algún principio al que corresponda procurar e
intentar el bien común de él, como consta en el cuerpo natural; y en el político, enseña
lo mismo la experiencia. Y la razón la halla clara, porque cada miembro privado atien-
de su comunidad privada, la cual es muchas veces contraria al bien común, y frecuen-
temente hay muchas cosas que son necesarias para el bien común que no lo son para
los particulares, y aunque lo sean a veces, no las procuran como comunes sino como
propias. Por ello, en la comunidad perfecta es necesaria la potestad pública a la que
pertenece por oficio intentar el bien común y preservarlo. Al concluir que, como conse-
cuencia de este razonamiento, es necesaria la existencia de magistrados civiles en la
“comunidad perfecta”, y tal potestad, dice, debe estar en mano de los hombres, “por-
que los hombres no son naturalmente gobernados en lo político por los ángeles, ni
inmediatamente por Dios mismo”. El magistrado o conjunto de magistrados ha de dar
leyes en virtud de su potestad “si en su orden es supremo”. Si el magistrado civil es
necesario en la República para regirla y ordenarla, uno de los actos más necesarios es
dar leyes, y tiene potestad para ello, porque el que recibe un cargo, recibe toda la po-
testad necesaria para ejercerlo convenientemente, lo que es principio manifiesto de
derecho.
La idea del contrato social surge de estas palabras suyas: “Esta potestad no está en
todos los hombres tomados separadamente, ni en la colección o multitud de ellos en
un cuerpo, cuasi confusamente y sin orden ni unión de miembros; luego, es antes que
tal cuerpo se constituya, que está en los hombres tal potestad; porque primero debe
ser el sujeto de la potestad que la misma potestad, al menos en el orden de naturale-
za”. Sólo cuando está constituido el cuerpo político está en él esa potestad, por virtud
de la razón natural. Y a la manera en que el hombre tiene uso de razón, adquiere po-
testad sobre sí mismo y sus miembros y por la misma razón es naturalmente libre, no
es siervo, y sí, señor de sus acciones; así el cuerpo político de los hombres, por lo
192
mismo que a su modo es producido tiene potestad y régimen a sí mismo y por lo tanto
sobre sus miembros. Y en la misma proporción, dice textualmente, “así como a cada
hombre ha sido dada la libertad por el Autor de la Naturaleza, mas no sin intervención
de la causa próxima o del padre por el cual es producido, así también esta potestad es
dada a la comunidad de los hombres por el Autor de la Naturaleza mas no sin inter-
vención de la voluntad y consentimiento de los hombres, por los cuales ha sido reuni-
da y congregada tal comunidad perfecta”.
Para Suárez la potestad la ejerce el príncipe supremo y la razón es que “hay como
cierto convenio entre la comunidad y el príncipe”, y por lo tanto la potestad recibida no
excede el marco del convenio. Ese marco puede colegirse por la costumbre, si no ha
sido escrito; pues la misma costumbre puede ser suficiente para dar la jurisdicción; he
ahí la idea del pacto social, que comenzó por ser para Suárez un pacto entre los
miembros de la comunidad para constituirla y que luego se hace necesario, bien sea
tácito o expreso, entre la comunidad y el príncipe.
Se hace, pues, preciso “el consentimiento del pueblo” para dar leyes fundamenta-
les, cuando el pueblo es gobernado por reyes. Para él, en principio, la potestad legisla-
tiva está sólo en el príncipe supremo o sea absoluto, mas según la costumbre puede
referirse al consentimiento del pueblo, al menos, en cuanto a la aceptación . La potes-
tad legislativa está en aquellas comunidades perfectas que son gobernadas por sí
mismas, no por reyes, ríjanse aristocrática o popularmente y expresa que ello se toma
del Digesto, o de justitia et jure y de la ley omnes populi. La razón es también mani-
fiesta, porque estas comunidades retienen en sí, la suprema potestad legislativa, si no
la han delegado a algún príncipe, y por eso pueden darse leyes. Lo mismo opina res-
pecto “de aquellas repúblicas que retienen en sí, la potestad suprema como Venecia,
Génova y otras”. Dice que en ellas, aunque elijan un solo dux o príncipe, “no le tras-
pasan todo el poder”; y por eso entiende que en ellas el régimen es mixto y la su-
prema potestad ni está en el príncipe solo, ni en la comunidad sola, en cuanto se dis-
tinguen, sino en todo el cuerpo con la cabeza. Y del mismo modo en todo él reside la
potestad de dar leyes, de suerte que ni la comunidad sin el príncipe, ni el príncipe sin
la comunidad, pueden darlas. Según se echa de ver aquí parece insinuarse la teoría
que mucho más posteriormente a él se formulará sobre la “soberanía” del Estado co-
mo persona moral.
Al considerar la materia de la ley que llama civil y discurrir qué puede mandar o prohi-
bir, se responde que la ley puede ser sólo de los actos humanos que están en la po-
testad del hombre; de donde también es cierto que sólo de ellos puede darse la ley
civil; mas estos actos pueden ser buenos, malos e indiferentes y en ellos puede hallar-
se gran variedad según las varias especies de virtudes y de vicios.
La teoría del padre Suárez sobre la suprema potestad, está íntimamente ligada a su
teoría del gobierno. Para él, aunque esta potestad sea absolutamente de derecho na-
tural, la determinación de ella a cierta manera de potestad y de régimen, provienen del
arbitrio humano. Lo que llama el gobierno simple o puro según doctrina de Platón y de
Aristóteles es triple, a saber monarquía o régimen por una sola cabeza; aristocracia,
régimen de pocos y los mejores; democracia, régimen de muchos y de plebeyos. De
los cuales modos, pueden comprenderse varios otros modos de gobernación, o com-
puesta por participación de todos, o por lo menos de dos de ellos. En el estado de la
ley natural no son obligados los hombres a elegir determinadamente uno de estos mo-
dos de gobierno. Porque aunque entre ellos la monarquía sea el mejor, como demues-
tra extensamente Aristóteles, y puede colegirse del gobierno y providencia de todo el
universo, que es que es conveniente que sea lo mejor, y de ahí concluyó Aristóteles
que es la monarquía, y lo mismo según el propio padre Suárez demuestra el ejemplo
de Dios nuestro Señor en la institución y gobierno de su Iglesia, y por fin, convence de
ello el uso de todas las naciones aunque esto reconozca que sea así, no obstante los
otros modos de gobernar no son malos, sino que pueden ser buenos y útiles, y por
193
tanto por la ley fuera de la naturaleza, no son obligados los hombres a tener esta po-
testad en uno o en muchos o en la reunión de todos; luego esta determinación debe
hacerse al arbitrio humano. Consta también por la experiencia, que hay gran variedad
en esto; pues en algunas partes hay monarquías y rara vez simples, porque “supues-
ta la fragilidad, ignorancia y malicia de los hombres”, conviene mezclar algo del
gobierno común que se hace por muchos, y que es también mayor o menor, según las
varias costumbres y juicios de los hombres. Las palabras puestas entre comillas y que
son totalmente tomadas del padre Suárez, parecen inspiradas en el extremo pesimis-
mo de Maquiavelo sobre la condición humana. El padre Suárez y Maquiavelo según
se ve, pensaban lo mismo acerca de las “virtudes” de los hombres como masa. Sin
embargo, el padre Suárez cree que se puede gobernar simplemente en nombre de la
virtud y sin malicia. Se limita a señalar los medios que en algunos países se han bus-
cado constituyendo los que él llama gobiernos mixtos o compuestos. Los remedios de
Maquiavelo son otros, pero sin olvidar nunca que deben tender al bien del pueblo, co-
mo lo dice reiteradamente.
convertirse en un Rey de Reyes. Francisco I de Francia será uno de sus más tenaces
adversarios.
En 1.527: Carlos V saquea Roma poniendo fin a los Papas renacentistas. Clemente
VII es puesto en prisión en el castillo Sant'Angelo.
Entre 1.526/1.529: Carlos V lucha nuevamente con los franceses y sus aliados y con-
cluye con la paz de Cambray. Francisco se retira de Italia y Carlos restituye a Francis-
co La Borgoña.
1.530: los franceses instigan a los turcos a atacar al Imperio Alemán. Carlos V logra el
apoyo de los protestantes contra los turcos.
1.545/63: Concilio de Trento: convocado por Paulo III para asegurar la unidad de la fe
y la disciplina eclesiástica. Los jesuitas españoles Lainez y Salmeron consiguen la
aprobación de sus tesis contrarreformistas.
1.527/1.598: Felipe II. Sus metas son la unidad católica y la hegemonía de la corona
española.
En 1.554: Felipe contrae matrimonio con María Tudor. En 1.558 la reina muere sin
hijos de Felipe. Un decreto de Felipe, prohíbe a los españoles cursar estudios en uni-
versidades extranjeras excepto Bolonia. Esto provoca un cierto aislamiento cultural. Es
el proceso de incremento de la xenofobia y extraeuropeidad de España.
1.558: la Armada invencible al mando del duque Medina Sidonia parte para reducir a
Inglaterra.
1.556: el duque de Alba invade los estados pontificios -Italia queda bajo el control es-
pañol.
1.566: el duque de Alba es designado para pacificar los Países Bajos. Larga guerra de
80 años.
1.570: Felipe se casa con Ana de Austria que le dará a España el heredero real.
España luchará por espacio de 80 años en los Países Bajos. Esta larga guerra va a
producir una fractura en el espacio territorial de los Países Bajos que serán Bélgica y
Holanda.
Luego Holanda saldrá fortalecida de esa larga contienda. Amsterdam se irá convirtien-
do en ese período en la primera potencia comercial del mundo. En su época de es-
plendor -primera mitad del siglo XVII-, más de 20.000 navíos portaban su orgullosa
bandera. Las poderosas compañías de Indias Orientales y Occidentales (1.621), ten-
drán hasta ejércitos propios para sostener sus negocios en el extranjero.
A Francisco I: reina entre 1.515 y 1.547. A este Rey sucede Enrique II.
Entre 1.547 y 1.559: los esfuerzos primarios de Enrique II se dirigen a luchar contra
los Habsburgos -aliándose con los protestantes alemanes y de los Países Bajos-.
1.562/1.598: se desencadenan las guerras contra los Hugonotes. Los Guisa son apo-
yados por España. Su jefe será Enrique de Guisa. Los Condé -Hugonotes- tienen el
apoyo de Inglaterra.
La Liga Católica presidida por Enrique de Guisa formaliza una alianza con España
para impedir el ascenso al trono de Enrique de Navarra.
1.585-89: guerra de Los Tres Enriques por París. El rey manda asesinar a Enrique de
Guisa.
196
1.589/1.610: Enrique IV de Borbón lucha contra la Liga Católica y los ejércitos españo-
les, pero en 1.593 se convierte al Catolicismo diciendo: "París bien vale una Misa".
1.598: se dicta el Edicto de Nantes que garantiza la libertad religiosa a los Hugonotes.
Ese año se obliga al Clero inglés a reconocer al Rey como cabeza suprema de la Igle-
sia de Gran Bretaña.
1.533: el Rey se separa de Catalina y se casa con Ana Bolena a quien posteriormente
(en 1.536) ajusticiará. El Papa Clemente VII excomulga a Enrique VIII.
1.547: es ungido Rey Eduardo VI. Bajo su reinado se acentúa la Reforma Protestante.
1.554: Felipe de España -que luego será Felipe II- se casa con María Tudor y perma-
nece más de un año en Inglaterra.
1.584: se funda la Primera Colonia Inglesa en América Virginia, hecho realizado por sir
Walter Raleigh.
Isabel I apoya a los protestantes de los Países Bajos en su lucha contra España. La
Corona Británica perpetra agresiones constantes contra las flotas mercantes españo-
las a través de piratas autorizados como Cavendish, Drake, Hawkins y otros Drake
ataca las ciudades de Santo Domingo, Cartagena de Indias y Vigo.
1.588: Felipe decide poner fin al reinado de Isabel II y envía "La Armada Invencible"
contra Inglaterra al mando del Duque de Medina Sidonia. La flota española merced a
las tempestades y a la defensa naval inglesa es destruida sin cumplir sus propósitos
primitivos.
En 1.492 fue ungido Papa Alejandro VI (el Papa Borgia). César Borgia -su hijo- logró el
dominio de un dilatado territorio a expensas de los partidarios y familiares de los ante-
cesores de Alejandro VI. Expulsó a la viuda de Riario de Imola y Forli, y se quedó con
sus posesiones.
Se alió primero con el partido Güelfo de los Orsini, para expulsar a los Sforza de Pesa-
ro, a los Malatesta de Rimini y a los Manfredi de Faenza. Luego de asegurar estas
conquistas César Borgia atacó a sus aliados sin vacilación. El Duque de Urbino fue
despojado de su Estado y César se adjudicó su Título. Decía para justificar sus actos
arteros: "está bien engañar a los que son maestros en traiciones".
Mantuvo un orden férreo en los territorios conquistados que basó en el terror. César
asesinó a su hermano y lo arrojó al Tíber y luego exterminó a su cuñado acrecentando
su poder.
"Lo que no ha pasado al mediodía puede pasar por la noche", decía César riendo de
las precauciones de sus parientes frente a sus métodos perversos. Posteriormente
mató al favorito de Alejandro (Peroto). Fue la encarnación del poder inescrupuloso
basado en el veneno y la sangre; se lo pinta como generoso, cruel, inescrupuloso,
bello y fuerte. Fue uno de los modelos de hombre de Virtú que tomó Maquiavelo, al
que solo le faltó la Fortuna esquiva.
Con su papado regresaron los Orsini y los Colonna; los Malatesta, los Vitelli, los
Baglieri, los Montefeltri, etc.
Julio II tenía una cualidad viril: el valor indomable. Conquistó de los venecianos Par-
ma, Plasencia y Reggio. Trató a sus súbditos como un libertador, con bondad y pru-
dencia y logró su sumisión total.
"Antes ningún varón había, por modesto que fuera, que no despreciara el poderío Pa-
pal; ahora hasta el Rey de Francia lo respeta" -dice Maquiavelo de Julio II-.
En 1.527 Carlos I de España saquea Roma y pone fin a las pretensiones temporales
del papado.
Paulo III convoca el Concilio de Trento que se realizará entre 1.545-1.563, para asegu-
rar la unidad de la fe.
Actividad Nº 24
Derecho:
Ley:
Ley natural:
Derecho de gentes:
Estado:
Actividad Obligatoria
4.- Indicar por lo menos tres características de cada uno de los pe-
ríodos de la línea cronológica, nombrando a los principales repre-
sentantes.
200
UNIDAD VI
EL SIGLO XVII
La Política “aparece así como una ciencia que forma parte de una
ciencia universal”.
“La noción de un derecho natural distinto del derecho positivo es tan antigua como la
filosofía". Se manifiesta en la antigüedad griega (cf. la distinción de Antígona entre las
leyes escritas y las leyes no escritas). La noción es recogida por el cristianismo, que
presenta a la ley natural como la expresión de la voluntad divina.
H. Grocio
“La obra más conocida de Grocio (1583-1645) es su voluminoso tratado "De Iure belli
ac pacis" (1625), dedicado a Luis XIII. Desde sus primeras obras, Grocio se expresa,
no como un filósofo abstracto, sino como un burgués holandés muy consciente de los
intereses comerciales de su país. En su "De iure praedae" (1604) justifica la captura
de un barco portugués por otro de la Compañía Holandesa de las Indias orientales, en
Málaga. Idénticas preocupaciones aparecen en 1609 en el "Mare liberum", obra en la
que Grocio se dedica a demostrar -con gran lujo de citas antiguas y medievales- que
los holandeses tienen derecho a navegar hacia las Indias tal y como lo hacen, y a
mantener comercio con los indígenas”.
“El derecho que reclamamos es tal, que ni el rey lo debe negar a sus súbditos, ni el
cristiano a los no cristianos. De la naturaleza se engendra lo que es padre de todos,
para todos la naturaleza es generosa, ya que se extiende hasta sobre aquellos que
201
gobiernan las naciones y entre ellos son los más santos los que más avanzaron en la
piedad”.
En función de estos principios, Grocio reduce a la nada las pretensiones de los portu-
gueses. Afirma que: “la libertad de comerciar es, por tanto, un derecho de gentes pri-
mario”. Finaliza su obra declarando que no debe retrocederse ante la guerra en el ca-
so de que los portugueses mantengan sus pretensiones.
El autor de "De iure belli ac pacis" nada tiene, por tanto, de pacifista. Quiere humani-
zar, legalizar la guerra, pero no piensa en suprimirla. En cuanto a la paz, ocupa poco
espacio en su tratado. Piensa en un Estado universal, en una sociedad internacional
formada por todos los Estados que tengan relaciones entre sí. Pero no posee una no-
ción precisa del derecho internacional, no siendo para él, el “derecho de gentes”, más
que un aspecto del derecho natural.
Los dos adjetivos unidos a la palabra “naturaleza” son los de “racional” y “social”. Gro-
cio hace desempeñar a la sociabilidad una función capital. Los hombres deciden de
común acuerdo someterse a una autoridad común; tienen una inclinación natural por
la sociedad regular y pacífica; el derecho deriva del instinto social.
Por consiguiente, Grocio desea un poder fuerte, capaz de favorecer la expansión co-
mercial y de hacer reinar el orden y la paz. Hay que creerle, sin duda, cuando afirma
que desvió sistemáticamente su pensamiento de todo hecho particular y que no se
interesó más que por lo universal. Por ello es más interesante aún descubrir en una
obra aparentemente tan abstracta, la huella de la historia y de la sociedad.
1. Religión y política
LA IGLESIA Y EL ESTADO. RACIONALISMO Y SECULARIZACION
Así aparece una nueva moral económica, optimista para quienes triunfan y despiada-
da para quienes fracasan. La pobreza es una falta moral que es preciso condenar.
Aparecen obras con títulos reveladores: "El gobierno de los campos espiritualizados",
"La navegación espiritualizada", "La vocación del comerciante", etc.
Actividad Nº 25
Derecho Natural:
Sociabilidad:
Libertad:
Guerra:
Hobbes
Un hombre de gabinete, estudioso solitario y más bien timorato. Una obra de una am-
plitud y de un rigor sin paralelo posible en la filosofía política del siglo XVII, de una au-
dacia tranquila que suscitó el horror de los católicos, de los obispos anglicanos, de los
defensores de la libertad política y hasta de los partidarios de los Estuardos. Para
Leibniz, “el Leviathan es una obra monstruosa, como su mismo título indica”.
“El temor de una potencia invisible, sea una ficción del pensamiento o algo imaginado
según las tradiciones públicamente admitidas, es la Religión”.
UNA FILOSOFÍA DEL PODER. Como han señalado diferentes autores -especialmente
Ferdinand Tonnies y Leo Strauss-, el pensamiento de Hobbes sufrió una evolución. En
los "Elements of Law" su filosofía política es tradicionalmente monárquica; más tarde
evoluciona hacia una especie de monarquismo social. Su preferencia por la monarquía
hereditaria, clara aún en el "Tratado del ciudadano", desaparece casi por completo en
el "Leviathan". Leo Strauss, por su parte, subraya la evolución de la moral de Hobbes
y discierne en su obra un relevo de las virtudes aristocráticas (honor, gloria) por las
virtudes burguesas inspiradas en el temor y la prudencia.
Aunque Hobbes defiende la causa del poder absoluto, no lo hace -como Jacobo I- en
nombre del derecho divino de los reyes, sino en nombre del interés de los individuos,
de la conservación y de la paz. Seculariza el poder y muestra su utilidad, no su majes-
tad.
ANÁLISIS DEL PODER. Es preciso distinguir varios estadios en la historia del Poder:
2º) Hacia la sociedad civil. Sin embargo, hay para Hobbes un derecho natural y unas
leyes naturales, pero estas nociones no tienen para él la misma significación que
para los teóricos del derecho natural.
Las dos primeras leyes naturales consisten, para Hobbes, en buscar la paz y en
defenderse por todos los medios que se tengan al alcance. Ahora bien, para ase-
gurar la paz y la seguridad, los hombres no disponen de procedimiento mejor, que
establecer entre ellos un contrato, y transferir al Estado los derechos que, de ser
conservados, obstaculizarían la paz de la humanidad.
Este sólo abandona sus derechos al Estado para ser protegido. El Estado perdería su
razón de ser si la seguridad no fuese garantizada, si la obediencia no fuera respetada.
El Estado es, a la vez, “eclesiástico y civil”. Ninguna autoridad espiritual puede opo-
nerse al Estado. Nadie puede servir a dos señores. El soberano es el órgano no sólo
del Estado, sino también de la Iglesia. Ostenta en la mano derecha una espada y en la
izquierda una cruz episcopal. De esta forma se encuentran afirmados el poder y tam-
bién, la unidad del Estado. No existe espacio para los cuerpos intermedios, para los
partidos o para las facciones. En este punto Hobbes precede a Jean-Jacques Rous-
seau.
Hobbes estima que la soberanía tiene límites. Sus ideas a este respecto parecen ha-
ber evolucionado. En los "Elements of Law" e incluso en el "De Cive", Hobbes habla
de los deberes del soberano, pero en el Leviathan la palabra “duty” es abandonada las
más de las veces por la palabra “office”.
Diríase que Hobbes apreció en poco a la “middle class”. Encontramos en sus obras
escasas referencias a los problemas económicos que se planteaban a la burguesía
inglesa. Por ello resulta aún más interesante el señalar que su obra ofrece una forma
de absolutismo que se concilia, de manera singular con las preocupaciones burgue-
sas. En efecto, Hobbes resulta un precursor cuando impone al soberano el deber del
éxito, o cuando habla más de paz y bienestar que de justicia y virtud. Sean cuales fue-
ren sus preferencias íntimas, su obra no favorece al absolutismo real, en una perspec-
tiva de conjunto marcha en el sentido del liberalismo y del radicalismo.
a) Los doctrinarios del absolutismo. Las obras doctrinales son numerosas. La primera
mitad del siglo XVII ve florecer una abundancia de tratados dentro de la tradición
del Renacimiento, que constituyen por igual manuales del perfecto ambicioso, del
perfecto cortesano, del perfecto diplomático o del perfecto monarca.
b) Absolutismo popular. Existe un amplio acuerdo entre esas obras doctrinales y las
ideas políticas de los franceses. El poder del rey es aceptado, e incluso exaltado,
en los medios más diversos:
- Medios populares, donde continúa floreciendo la confianza en el rey taumaturgo;
el día de Pascua de 1613, Luis XIII impone las manos sobre 1.075 enfermos.
- Medios de la Iglesia. Mucho antes de Bossuet, el obispo de Chartres puede decir,
en nombre de la Asamblea del clero:
“Ha de saberse que, entre el universal consentimiento de los pueblos y las nacio-
nes, los profetas anuncian, los apóstoles confirman y los mártires confiesan que
207
los reyes están ordenados por Dios; y no sólo esto, sino que ellos mismos son
dioses”.
- Medios de toga, próximos a la corte. En De l’origine et autorité des Roys (1604),
H. du Boys escribe:
“El mundo no puede existir sin reyes. Es como una segunda alma del uni-
verso, como un arbotante que sostiene al mundo”. Iguales temas se encuen-
tran en A. du Chesne, "Les antiquités et recherches de la grandeur et de la majes-
té des Rois de France" (1609) y en Jérome Bignon, "De l’excellence des rois et du
royaume de France" (1610) y "La grandeur de nos rois et leur souveraine puis-
sance". (1615)
- Medios libertinos, en los que, sin embargo, cabía esperar encontrar una actitud de
escepticismo o de ironía respecto al poder monárquico. No ocurre así, como lo
demuestra el caso de Naudé.
Actividad Nº 26
1.- A partir del pensamiento de Hobbes, defina los siguientes con-
ceptos:
Religión:
Política: Soberano:
Estado: Poder:
Leviathan Sociedad política:
Ley Natural: Lenguaje:
3.- ¿Cuáles son los puntos principales que hacen que la filosofía de
Hobbes sea anti-aristotélica?
4.- Complete el siguiente cuadro sobre el análisis del poder que rea-
liza Hobbes.
5.- ¿Qué relaciones establece Hobbes entre poder del Estado y po-
der de la Iglesia?
“El mundo no puede existir sin reyes. Es como una segunda alma
del universo, como un abortante que sostiene al mundo”.
208
Bossuet
Imagen oficial de Bossuet (1627-1704): el retrato hecho por el pintor Rigaud, el solda-
do de Dios, el campeón de la fe, potencia, nobleza y serenidad.
En realidad, Bossuet es un derrotado: “En el atardecer de esa gran batalla que cree
ganada no presiente que él, es el gran vencido”. Y Louis Guillet no vacila en presentar
a Bossuet como “eterno candidato, eternamente fracasado, a una especie de presi-
dencia del Consejo”.
Resulta singular el constatar que Bossuet suscita todavía juicios apasionados. Para
Raymond Schmittlein, autor de un libro inútilmente violento, es “un siervo deslumbrado
por su soberano, un plebeyo ávido de poder”. Antoine Adam es más moderado y sus
análisis son substancialmente diferentes, pero disimula mal su antipatía respecto a
Bossuet y sugiere que su ascendiente se debió, en gran parte, a la influencia oculta de
la Compañía del Santo Sacramento.
Bossuet no era un pensador. Este hombre robusto y de buena salud, más accesible a
la cólera que a la inquietud y de una fe aparentemente inquebrantable, no se inclina ni
hacia la metafísica ni hacia la mística. La historia y la política son para él, corolarios de
la fe. Bossuet no trata de presentar una teoría política de conjunto. Sus obras políticas
están inspiradas:
La Historia tiene para Bossuet el objeto de inspirar a los príncipes saludables leccio-
nes: “Cuando la Historia fuera inútil para los demás hombres, habría que hacér-
sela leer a los príncipes”. La Historia es una especie de drama divino, el pensamien-
to de Dios realizándose en la tierra; las revoluciones están “destinadas a humillar a los
príncipes”.
El "Discours sur l’histoire universelle" debe mucho a la "Ciudad de Dios" de San Agus-
tín, la Historia es obra de la Providencia. Pero este providencialismo está acompañado
por un determinismo a lo Polibio (que es para Bossuet el mayor historiador de la Anti-
güedad), conduciendo todo ello a la necesidad del orden y a la legitimidad de los po-
deres establecidos.
Igualmente, la Histoire des variations es un libro de tesis. Para Bossuet, las variacio-
nes son el signo del error, y la inmutabilidad el signo de la verdad:
“Todo lo que varía, todo lo que se carga de términos dudosos y encubiertos ha pareci-
do siempre sospechoso, y no sólo fraudulento, sino también absolutamente falso, por-
que indica una confusión que la verdad no conoce en absoluto”.
El libro I (la obra tiene diez), contiene consejos muy precisos que parecen dirigirse
más bien a los súbditos que al monarca. Trata sobre todo de demostrarles la necesi-
dad de la obediencia mediante el argumento de autoridad (“Los apóstoles y los prime-
ros fieles fueron siempre buenos ciudadanos”) y, a la vez, mediante el argumento de
utilidad (“Quien no ame a la sociedad civil de la que forma parte, es decir, al Estado en
el que ha nacido, es enemigo de él mismo y de todo el género humano”).
“No hay ninguna forma de gobierno ni ninguna institución humana que no tenga sus
inconvenientes; de forma que hay que permanecer en el estado al que el pueblo se ha
acostumbrado por obra de un largo período de tiempo. Por esta razón, Dios toma bajo
su protección a todos los gobiernos legítimos, en cualquier forma que estén estableci-
dos: quien pretenda derribarlos no es sólo enemigo público, sino también enemigo de
Dios”.
De esta forma reaparece el tema de la obediencia, que domina toda la obra: Bossuet
es todavía más partidario de la autoridad que de la monarquía.
“Cuando menos tiene (el rey) que dar cuentas a los hombres, más tiene que dar cuen-
tas a Dios...”. “Oh reyes, vuestro poder es divino, pero os hace débiles”.
Las ideas de Bossuet sobre economía están expuestas en el décimo libro de la "Politi-
que", donde se encuentra una singular justificación del mercantilismo en nombre de la
Sagrada Escritura:
“Un Estado floreciente es rico en oro y plata...”. “La primera fuente de toda riqueza es
el comercio y la navegación”.
Como Richelieu, Bossuet declara que “el príncipe debe moderar los impuestos y no
debe agotar al pueblo”: “Las verdaderas riquezas de un reino son los hombres”.
210
“Que los reyes y los soberanos no se encuentran sometidos, por orden de Dios, a nin-
El cardenal
gún poder eclesiástico en las cosas temporales..., que sus súbditos no pueden ser Richelieu, por
dispensados de la sumi sión y obediencia que les deben o absueltos de los juramentos Philippe de
de fidelidad, y que esta doctrina, necesaria para la tranquilidad pública y no menos Champaigne.
beneficiosa para la Iglesia que para el Estado, debe ser seguida de modo inviolable (Museo Condé)
como conforme con la palabra de Dios, con la tradición de los Santos Padres y con los
ejemplos de los santos”.
Bossuet ofrece así una teoría, si no original, al menos perfectamente coherente. Para
Bossuet, como para Hobbes, la última palabra de la política es la sumisión al poder,
pero llegan a esta conclusión común por caminos opuestos: individualismo laico y utili-
tarismo en Hobbes, respeto por la tradición y abandono a la Providencia en Bossuet.
El absolutismo de Hobbes y el de Bossuet son, por consiguiente, de esencia profun-
damente diferente; a nuestro juicio, se ha exagerado a veces la influencia que haya
podido ejercer sobre Bossuet el pensamiento de Hobbes.
Actividad Nº 27
Historia:
Inmutabilidad:
Variación:
Ley:
Monarquía:
Mercantilismo:
Los niveladores no son en absoluto “partidarios del reparto”, la igualdad que reivindi-
can es puramente civil y política, no piensan en preconizar la igualdad económica y no
atacan el derecho de propiedad. Su doctrina expresa el punto de vista individualista de
los artesanos y de los pequeños propietarios.
Algunos son republicanos, pero no la mayoría, la república es para ellos un medio más
que un fin. Invocan los derechos del pueblo -del que el Parlamento es sólo un delega-
do-, y afirman que todo hombre tiene el derecho de aprobar la ley por intermedio de
sus representantes. Los soldados quieren una representación de los hombres, los ofi-
ciales preconizan más bien una representación de los intereses, reservada a los pro-
pietarios.
Creen que los hombres tienen derechos innatos a un mínimo de garantías políticas.
En materia religiosa están próximos a los independientes y son partidarios de la tole-
rancia.
Esta obra ofrece el bosquejo de una filosofía proletaria; si los niveladores son, en su
mayoría, pequeños propietarios, los cavadores pertenecen a los medios próximos al
proletariado. Calificándose de “verdaderos niveladores”, insisten en el derecho inna-
212
ACTIVIDAD Nº 28
Apenas se comprende esta influencia si se lee sólo el segundo "Tratado sobre el go-
bierno civil" (1690), que pasa por ser la obra en la que Locke condensó lo esencial de
su pensamiento político. La obra de Locke no debe su éxito ni a la fuerte personalidad
de su autor ni a la audacia de sus tesis. Es el prototipo de obra que aparece en el
momento más oportuno y que refleja la opinión de la clase ascendente. Locke, teórico
de la Revolución inglesa, expresa el ideal de la burguesía.
Hombre de confianza de Shaftesbury, participa en las luchas de los "whigs" contra los
"tories" y pasa cinco años de exilio en Holanda, de 1683 a 1688. Vuelve a Inglaterra
con Guillermo de Orange y justifica en su Tratado la revolución triunfante.
213
Así, no hay felicidad sin garantías políticas y no hay política que no deba tender a ex-
tender una felicidad razonable.
“La mayor felicidad no consiste en gozar de los mayores placeres, sino en poseer las
cosas que producen los mayores placeres”.
De esta forma queda definido lo que Leo Strauss denomina un “hedonismo capitalis-
ta”.
Para garantizar la propiedad, los hombres salen del estado de naturaleza y constitu-
yen una sociedad civil “cuyo fin principal es la conservación de la propiedad”.
“El gobierno -escribe también Locke- no tiene más fin que la conservación de la pro-
piedad”.
Hay que observar aquí que Locke emplea más o menos indiferentemente -según pa-
rece- las expresiones “sociedad civil” y “gobierno”. Para Locke la función del go-
bierno consiste menos en gobernar que en administrar y legislar.
Leyes, jueces y una policía: esto es lo que falta a los hombres en el estado de natura-
leza y lo que les proporciona el gobierno civil. Por consiguiente, el poder jurídico es
214
El poder ejecutivo y el poder legislativo no deben estar reunidos en las mismas manos,
pero el poder legislativo es superior al ejecutivo:
Pero el poder legislativo no es indefinido; se encuentra limitado por los derechos natu-
rales. “El poder es, en su principio, poder de libertad. Y esa libertad es una libertad
para la felicidad, una libertad para la felicidad mediante la razón” (R. Polin).
Así, todo poder, para ser político, debe ser, ante todo, justo. Para Locke, como para
Kant, el problema del poder se reduce a un problema moral.
“El poder del gobierno civil no tiene relación más que con los intereses civiles”. Repite
que las opiniones religiosas “tienen un derecho absoluto y universal a la tolerancia”.
Después de Locke, surge en Inglaterra una corriente racionalista y deísta con Clarke,
Toland (que lanza violentas diatribas contra los sacerdotes), Collins (que denuncia las
extravagancias de la Biblia) y Shaftesbury, cuya "Carta sobre el entusiasmo" (1708) se
sitúa exactamente en la misma línea de la obra de Locke, Shaftesbury hace notar en
ella la diferencia entre el falso entusiasmo del fanático y el verdadero entusiasmo que
procede de un sentimiento de paz con Dios. Afirma la preeminencia de la moral sobre
la religión.
215
Actividad Nº 29
1.- Explique los siguientes temas, desde la filosofía de Locke:
Hombre:
Fin de la Política:
Estado de la naturaleza:
Propiedad privada:
Hedonismo:
Capitalismo:
Gobierno:
Poder:
UNIDAD VII
REVOLUCIÓN Y CONTRA-REVOLUCIÓN
El siglo XVIII -siglo llamado de las luces- se caracteriza precisamente, por haber pues-
to el centro de gravitación en el pensamiento humano. "La razón humana será el fun-
damento del nuevo orden político que impulsará el progreso constante de la civiliza-
ción sobre la naturaleza bruta". Busto en mármol
de Voltaire, por
Houdon.
El impacto que producen los avances de las ciencias físicas, y el desarrollo de nuevas
tecnologías en el área de la producción y los transportes, se traduce en una actitud de
creciente optimismo sobre las posibilidades de un constante desarrollo humano y so-
cial.
Despotismo Ilustrado
El despotismo ilustrado pretende sumar a la autoridad del monarca absoluto la justifi-
cación de la razón. José II expresaría este concepto en una frase clásica: “hice a la
filosofía, la legisladora de mi imperio”. El ideal es el de un monarca sabio que impone
el progreso a sus pueblos ignorantes y prejuiciosos.
Este arquetipo está encarnado en Federico de Prusia, Pedro el Grande de Rusia, Car-
los III de España y José II de Austria.
La razón, es desde el punto de vista del individuo, “el conocimiento de las verdades
útiles para nuestra felicidad”. Se cree que existe un derecho y un deber de ser feliz, a
través de la virtud, y la razón. El paradigma del hombre del siglo XVIII, es aquel que se
rige por la fe en su razonabilidad, incluso en su más refinada sensibilidad; es quien
mediante su razón encuentra el justo medio, la armonía entre la mente y las pasiones
constituye la virtud laica, sin dogmas.
“Mi espíritu se interesa por todo” -afirma Montesquieu. “No sé odiar”- declara retratán-
dose como un hombre moderado. “Nunca he tenido un disgusto que una hora de lectu-
ra no me haya quitado”-. Es un hombre razonador y dueño de un sólido equilibrio inte-
rior. En su obra “Cartas Persas” se pinta como un gozador, un hombre feliz que disfru-
ta de la alegría del saber -como diría San Agustín- y de los placeres lícitos del espíritu.
217
El cándido gacetillero iba, empero, a resultar equivocado: entre los folios del pesado
libraco se escondían las piedras angulares del sistema democrático que formaría la
vida política de los dos siglos subsiguientes, aunque esta asimilación demandó la ne-
gación de gran parte del pensamiento original de Montesquieu. Alguien recordó, con
tristeza, que las semillas no germinan si no mueren.
Publicada por primera vez en un país que estaba a sólo 30 años de la Revolución
Francesa y vivía, sin embargo, bajo el Rey Sol que proclamaba “El Estado soy yo”. “El
Espíritu” nació alimentando al mismo tiempo a los dos bandos enfrentados. En efec-
to, monárquicos y republicanos sacarían argumentos de la misma fuente para arrojár-
selos mutuamente, sin comprender que el pensamiento de Montesquieu -como el de
Alberdi entre nosotros-, transitaba serena, británicamente por la tesis intermedia: La
continuación de la monarquía pero con su omnipotencia cercenada.
La alianza entre los burgueses y el monarca, que habían finiquitado el poder de la no-
bleza, sería rota en 1789 por la colisión entre sus integrantes: Los burgueses, que to-
maron de Montesquieu solamente su crítica al absolutismo y popularizaron una ima-
gen meramente revolucionaria de sus ideas, ignoraron la predilección de aquél por el
equilibrio y la negociación entre las clases sociales. Cualquier otra cosa -para el ba-
rón- implicaría el despotismo, aunque gobernase el pueblo.
Las cuatro convulsas décadas posteriores, que desangraron a Francia en una cons-
tante seguidilla de guerras intestinas y exteriores, vinieron a dar razón a las ideas de
Montesquieu -que plasmaron en tierras exóticas- y recién después de un siglo se afin-
caron en su patria.
Difundido como las semillas, a través de los medios más caprichosos -en Europa viajó
en las mochilas de los soldados de Napoleón, a América llegó contrabandeado por
buques ingleses-, prendió invariablemente en todos los revolucionarios, carbonarios y
afrancesados. Eran grupos logiados, élites pequeñísimas, que tomaron de su prédica
el desprecio por el absolutismo de las monarquías, soslayando las ideas mejor acuna-
das por el barón: La fundación de un orden posterior, donde el equilibrio de los pode-
res facilitase la convivencia armónica y los beneficios de la libertad para todos. Es que
218
el señor de Secondart era un francés que escribía para sajones y debió resignarse a
alimentar oscuramente en Francia y Latinoamérica a las perpetuamente desbordadas
corrientes modernas, y alcanzar éxito sólo en las ex colonias británicas, como vino a
comprobarlo en La Democracia en América un siglo después otro noble nostalgioso:
el barón Alexis de Tocqueville.
Ya en 1721 había recorrido Francia con ojos extranjeros: en sus famosas Cartas Per-
sas, un oriental se fascinaba con las contradicciones europeas. Dos siglos después
otro francés, Bertrand de Jouvenel, al sentar las bases de una nueva disciplina -la fu-
turología- encontró, quizás sin sorpresa, que en sus Cartas y Consideraciones ya
Montesquieu había enunciado, cuándo no, la primera ley prospectiva: es posible pre-
ver el futuro en la medida en que se conozcan las causas que generan los eventos.
Tan prestigioso como incomprendido, el señor de Secondart pasó sus últimos años
gotoso y catarático, dictando incisivas, escépticas sentencias, a su fiel secretario
Chalmondy, en la penumbra de su chambre en el Chateau de la Bréde.
“Es sentándose en sus sillas que se adquiere la nobleza...; un gran noble es un hom-
bre que frecuenta al rey, conversa con sus ministros y tiene antepasados, deudas, y
pensiones”.
Actividad Nº 30
1.- Enumere las causas por las que el siglo XVIII se ha denominado
el “siglo de las luces”.
Los aportes más significativos que realiza Montesquieu desde el punto de vista de la
Teoría Política, consisten en una actualización de la Teoría de la División de los pode-
res, como una manera de evitar un gobierno despótico y su clasificación de los gobier-
nos que veremos en el cuadro sinóptico.
El autor señala: “el espíritu de moderación debe ser el del legislador; el bien político, al
igual que el bien moral, se encuentra siempre en el justo medio”. Las leyes no deben
vulnerar el orden moral. Las costumbres son más importantes que las normas exter-
nas.
Actividad Nº 31
1.- En cualquier texto de historia busque los principales aconteci-
mientos de la Revolución francesa, identificando causas y conse-
cuencias.
Este intelectual nació en Ginebra, Suiza, en 1712 y fue educado en la tradición calvi-
nista de su patria. Su vida fue azarosa, transhumante, plena de avatares amorosos y
de fracasos laborales. Intentó diversos oficios y profesiones, entre las que se pueden
señalar sucesivamente: seminarista, lacayo, granjero, copista de música y secretario
del conde de Montaigú, Embajador Francés ante La República de Venecia. De este
último empleador tenemos un testimonio que vale la pena receptar sobre el carácter
de Rousseau, -inestable y expresivo, pero no agrio, dice Touchard-, a quien despidió
por tener un “temperamento vil”, una “increíble insolencia” que provenía de una “insa-
nia” altamente narcisista.
Voltaire -ex amigo de Rousseau- en un libelo titulado “Le sentiment des citoyens”,
concordaba con el conde de Montaigu sindicando al autor del “Contrato Social” como
un demente peligroso y un asesino de sus hijos. Este folletín motivó -entre otras razo-
nes- que Rousseau escribiera sus “Confessions”, obra que revela una autocompasión
aguda y en la que se describe como un alma plena de grandeza y virtud y como un
hombre verdadero y justo.
Algo similar ocurre con sus afectos femeninos: a Therese Levasseur que lo acompañó
33 años la recordó diciendo: “nunca sentí el menor rastro de amor por ella”. El mismo
desprecio signó su relación con su ex-benefactora y amante Madame de Warrens y
con otras mujeres que le tuvieron devoción y amor.
En sus obras siempre está presente y vivo a través de su estilo intenso, brillante e im-
pregnado de una sensibilidad exaltada que se enseñorea del genio de la Lengua
Francesa -como diría Belloc-. “El Emilio”, es un libro en el que Juan Jacobo desarrolla
su teoría sobre la educación, su impacto ha sido tan dilatado que aún hoy existen
grandes líneas de pensamiento que son tributarias de las ideas allí expuestas. El “Dis-
curso sobre las artes y ciencias” (1780) y el “Discurso sobre la desigualdad de los
hombres” cimentaron el culto que le tributó la alta burguesía y un sector de la nobleza.
Pero sin duda es en el “Contrato Social” donde su genio resplandece en toda su mag-
nitud. Hillaire Balloc -crítico de la Revolución Francesa- dice que en ese “breve y ma-
ravilloso libro “que” un editor inglés contemporáneo se avergonzaría de publicarlo por
su brevedad”, revela todo lo que puede decirse sobre el fundamento moral de la de-
mocracia.
“El Contrato Social" (1762) está en el centro de la obra de Rousseau (1762-1778) des-
de el punto de vista cronológico pero también desde la óptica de su gravitación sobre
los espíritus del siglo XVIII. El mérito de Rousseau es que eligió la democracia “en una
época en que no existía ni en los hechos ni en las ideas”, nos dice Touchard. Esta
obra está “inspirada en la pasión por la unidad del cuerpo social”, que se funda en la
soberanía absoluta e indisoluble de la voluntad general, frente a la cual deben subor-
dinarse los intereses particulares.
221
Rousseau enuncia que: A través del Pacto social “cada uno se une a todos”, “po-
ne en común su persona y todo su poder bajo la dirección suprema de la volun-
tad general y recibimos colectivamente a cada miembro como parte indivisible
del todo. Cada asociado se une a todos y no se une a nadie en particular; de esta
forma, no obedece más que a sí mismo y permanece tan libre como antes”.
El contrato social asegura asimismo la igualdad, pues, todos los ciudadanos tienen
iguales derechos en el seno de la sociedad. Libertad e igualdad se asocian indisolu-
blemente en esta comunidad democrática avisorada por el intelectual ginebrino.
La ley es expresión de la voluntad general. Es, al propio tiempo, “La voluntad del sobe-
rano y el soberano mismo. El soberano quiere el interés general y, por definición, no
puede querer más que el interés general”.
La voluntad general
Rosseau sabía que existían límites a la voluntad general, ya que ésta supone una fina-
lidad del bien común. En efecto, Rosseau dice:
"La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es escla-
recido. Es preciso hacerle ver las cosas tales como son, a veces como deben parecer-
lo, mostrarle el buen camino que busca, preservarlo de la seducción de las volun-
tades particulares".
"La voluntad general, bien entendida, necesita ser mayoritaria, pero no sólo por la es-
tricta razón, que si no lo fuese, no habría pacto, ni por lo tanto, comunidad política".
"Y en eso consiste también la moralidad del estado civil, frente al egoísmo instintivo
del estado natural". Según esto, en el caso límite que, naturalmente, nunca se da de
hecho, la voluntad de un solo individuo puede ser general -cuando quiera el bien co-
mún por encima del propio-, y en el otro extremo, la voluntad de todos, puede ser par-
ticular -todos pueden coincidir en querer su bien particular por encima del común-.
Mejor aún, se advierte esta condición de la voluntad general en los casos medios, es
decir, mayoritarios, que suelen ser los efectivos. Una mayoría y mejor todavía si se
trata de una absoluta mayoría, puede ser justamente la antítesis, la anulación misma
de la voluntad general, a saber cuándo constituye un partido.
El partido, banda o secta (Rosseau no establece diferencia esencial entre ellas), for-
man siempre una asociación particular dentro de la general del Estado. Ahora bien,
cuando una de esas asociaciones es tan grande que prevalece sobre todas las de-
más, ya no tenéis como resultado una suma de pequeñas diferencias, sino una dife-
rencia única; entonces ya no hay voluntad general, y la opinión que prevalece no es
más que una opinión particular".
Estas precisiones sobre la voluntad general, tienden a disipar una interpretación equi-
vocada, que ha conducido en el siglo XX a la instauración de las democracias de ma-
sas, que son en realidad la verdadera antítesis de la democracia como cosmovisión y
como sistema de libertad.
223
Actividad Nº 32
Este documento liminar definió el carácter democrático que se impondría a las nuevas
colonias Inglesas, en las que, los habitantes gozarían de un régimen de libertades
desconocido en las naciones europeas.
Las colonias que fueron surgiendo presentaban historias y orígenes similares. Lord
Baltimore fundó Maryland para establecer allí a los católicos discriminados en Virginia.
El cuáquero Willian Penn colonizó Pennsylvania, creando una comunidad poseedora
de grandes virtudes cívicas y de carácter democrático.
Muchas de estas colonias tenían sus Cartas de Derechos con anterioridad a la Revo-
lución. Massachusetts en 1641 dictó su “cuerpo de Libertades” que virtualmente era un
esbozo de Constitución.
Respecto de los tributos, los colonos sólo aceptaban aquellos que se votaban en las
asambleas y que por lo tanto, habían sido consentidos democráticamente.
224
El rey Jorge III, desde 1764 decidió implantar en forma inconsulta, nuevos impuestos a
las colonias.
Benjamín Franklin, fue el emisario a quien las colonias encomendaron la misión diplo-
mática de evitar un conflicto abierto con la corona. A pesar de haber interpuesto sus
buenos oficios con éxito durante un tiempo, finalmente la guerra estalló en 1775.
Uno de los rasgos esenciales de esta nueva edad -que se extiende desde 1776 hasta
nuestros días-, es la emergencia del Constitucionalismo moderno, y el surgimiento de
los movimientos históricos que concluyeron con el absolutismo monárquico.
Esta Revolución se originó en la tensión provocada por la decisión del Rey Jorge III de
Inglaterra, de imponer a las 13 colonias Británicas nuevos impuestos para solventar
los gastos bélicos de la corona británica.
La Declaración fue redactada por Thomas Jefferson y corregida por Adams y Franklin.
Este instrumento expresa: “Todos los hombres son creados iguales y dotados por su
Creador de ciertos derechos inalienables; entre estos derechos están la vida, la liber-
tad y la búsqueda de la propia felicidad. Es para garantizar estos derechos que se ins-
tituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del con-
sentimiento de sus gobernados; y cuando quiera que una forma de gobierno se haga
destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho de abolirla o reformarla, y a
organizar los poderes en la forma que a su juicio ofrezca mayores probabilidades de
alcanzar su seguridad y felicitad”.
En 1777 los 13 Estados de Unión eran: New Hampshire, Massachusetts, Rhode Is-
land, Connecticut, New York, Nueva Jersey, Pensilvania, Delaware, Maryland, Virginia,
Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia- establecen una Confederación y san-
cionan los “Artículos de la Confederación”, un instrumento que tenía como finalidad:
“asegurar la defensa común, afianzar las libertades obtenidas y apoyarse en el logro
del bienestar común”.
A su pluma inspirada se debe en gran parte el libro: “El Federalista”, (que fue el libro
de cabecera de Artigas, el caudillo federal de la Banda Oriental). Esta obra surgió de
una recopilación de artículos escritos por Hamilton, James Madison y John Jay -que
se refugiaban en el seudónimo de “Publius”. Estos escritos eran parte de una campa-
ña de propaganda destinada a lograr la ratificación de la Constitución por el Estado de
Nueva York. La obra preconiza la necesidad de un Poder Ejecutivo fuerte, que oriente
y de sustento a la diversidad de los gobiernos federales. El axioma fundamental era el
gobierno fuerte, pues “débil es inseguro”.
En 1776 escribió su obra: “El sentido común”, que tuvo una influencia decisiva en favor
de la Revolución. Los soldados lo portaban en su mochila y merced a su inspiración su
elocuencia muchos indecisos abrazaron la causa de la libertad.
Cuando Paine retornó a Inglaterra fue acogido con respeto por el partido Whig, y por el
liberal Burke.
Al estallar la Revolución Francesa tomó un decisivo partido por ella, y por todo proce-
so que implicara la realización de una esperanza humana.
Paine contesta en su obra: “The Rigths of Man” -Los Derechos del Hombre-, en donde
expresa que el Poder sólo se justifica en función de la preservación y custodia de los
derechos naturales del hombre. La Constitución escrita contempla y precisa esos de-
rechos y fija los límites del Poder. La obra apareció en 1791 y fue considerada por el
ministro William Pitt, como extremadamente peligrosa.
Una de las mayores obras de Jefferson, es haber sido el principal redactor de la “De-
claración de la Independencia” de los EE.UU. en 1776.
El más alto cargo con el que fue honrado Jefferson, fue el de Presidente de los
EE.UU.
Actividad Nº 33
Los redactores de “La Enciclopedia”, entre los que se destacan Diderot, D'alembert,
Condorcet y Voltaire, encabezaron el movimiento histórico que proclamaba la primacía
de la razón y su aplicación irrestricta al método científco universal. La política pasó así
a ser una ciencia deductiva e ideal. Las figuras surgidas de las construcciones políti-
cas del idealismo, se convirtieron en un verdadero “lecho de Procusto”, que tan pronto
mutilaba la realidad que rebasaba los límites del modelo racionalista o estiraba sus
límites, hasta hacerlo coincidir con el metro preconcebido more-geométrico.
Voltaire señala que el “Iluminismo” o Ilustración, une la razón del filósofo con el com-
pás del matemático. La razón unida a la investigación experimental, permitirá al hom-
227
bre dominar todos los secretos de la Creación y hallar las panaceas para el sufrimien-
to. Esta fe ciega en la razón, condujo a los enciclopedistas a adoptar una concepción
optimista acerca del hombre y del sentido de la historia. Ellos constituían la avanzada
intelectual de una era de progreso constante del hombre y de la sociedad.
La felicidad del mayor número de personas se podrá alcanzar sólo mediante la razón,
que logrará la arquitectónica de la sociedad perfecta, mediante el contrato social que
garantiza los derechos y libertades de todos.
El Ius-naturalismo racionalista
El Derecho Natural fundado en la razón natural del hombre -sin ser tributario de ningu-
na justificación teológica- fue una elaboración de los publicistas de los siglos XVII y
XVIII. Los más destacados fueron: Grocio, Wolf y Puffendorf.
La Revolución Francesa
La Revolución Francesa fue un movimiento histórico principista, apasionadamente
abstracto, ateo y sangriento. En 1789 se desencadenó este proceso, que implicó una
ruptura absoluta con el “Anacient Regime” -el Régimen antiguo-, que incluía la institu-
ción monárquica, los resabios del feudalismo y los tradicionales poderes sociales. El
Estado revolucionario emergente -de claro linaje racionalista- es el heredero de la so-
beranía, que se transfiere del monarca al pueblo de Francia.
La Revolución con sus luces y sombras, será la gran difusora del ideario condensado
en la consigna “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, que los soldados de Napoleón lleva-
rán en sus mochilas, propugnando la semilla de la democracia por todos los países de
Europa.
228
Luis XVI se había rodeado de una pléyade de Ministros, entre quienes sobresalió el
fisiócrata Roberto Turgot, designado en 1774. Turgot aplicó una política de liberaliza-
ción de los precios de los cereales, como una medida del cambio estructural de la
economía. En un primer momento, esta decisión provocó el aumento del precio del
pan. Los obreros de París se levantaron en armas en el mes de abril de 1775 ante la
situación de carestía emergente.
Turgot también se había empeñado en llevar adelante un plan de austeridad del gasto
de la Corte, que sería seguido de la abolición de impuestos arbitrarios. Pero la reina
María Antonieta (Madame Déficit), acompañada por un nutrido grupo de cortesanos y
funcionarios hicieron una cerrada oposición a Turgot, quien en 1776 debió abandonar
su cargo.
A Turgot le sucedió Jacques Necker, a quien Luis XVI destituyó en 1781 tras la publi-
cación del libro “Compte Rendu au Roi”, cuya autoría era del ministro.
Entre tanto, otros dos ilustres ministros de Hacienda -Charles Alexander Colonne y
Brienne- fracasarían en su propósito de ordenar las finanzas y devolver la salud eco-
nómica al reino.
En 1786 la situación se agrava debido a las malas cosechas y a la presión fiscal sobre
los productores agrarios.
En efecto, las exacciones tributarias recaían sobre el Tercer Estado -el pueblo llano-
que representaba el 95% de la población. Los campesinos y burgueses pagaban los
impuestos al consumo -aides-, las gabelas y el taille -contribución territorial-, que en su
conjunto importaban hasta un 70% del ingreso.
Los nobles estaban exentos del taille y el clero podía contribuir voluntariamente -dons
gratuits- con los impuestos. Estas dos clases o estamentos representaban menos del
4% de la población de Francia.
Necker debía obtener nuevos recursos, pero su propuesta consistía en distribuir más
justamente las cargas y derogar los tributos arbitrarios. El Parlamento de París impone
229
como condición para aprobar las reformas fiscales, que se convoquen los Estados
Generales, que no se reunían desde 1614.
Desde las primeras sesiones los diputados del Tercer Estado insistieron en que el voto
debía ser nominal -es decir, por cada diputado- y no por cada orden, clase o Estado.
De esta manera, se lograría una representación acorde con la realidad popular que
cada Estado tenía detrás de sí. En este planteo se seguían las ideas contenidas en el
libro del Abate Sieyés: “¿Qué es el Tercer Estado?"
El 17 de junio es “cuando tuvo lugar el primer acto revolucionario” -señala Belloc-. Ese
“es el momento preciso a partir del cual la Revolución comienza a actuar como tal. Ese
día fue cuando el Tercer Estado, si bien reforzado por un puñado de eclesiásticos y
por nadie de la nobleza, se declaró Asamblea Nacional”; y asumió la potestad tributa-
ria. “La Asamblea Nacional resuelve y decreta que todos los impuestos y tarifas de
cualquier especie que no haya sido específica, formal y libremente concedidos por la
citada Asamblea, cesarán en todas las provincias del reino”.
Dos días después, el 19 de junio, la Asamblea Nacional, “todavía por propia autode-
nominación y poderes que se había arrogado fuera de toda forma legal, se puso a la
obra, nombró comités y asumió la soberanía que reclamaba. Los nobles protestaron,
especialmente los obispos, y el Rey, por consejo del guardaselles Barentin, decidió
una inmediata resistencia. Se adoptó la excusa de que la Sesión Real, como se llamó,
en que el Rey expresaría su voluntad, necesitaba la preparación del recinto y, cuando
los del estado llano se presentaron al día siguiente, 20 de junio, encontraron la puerta
de la sala cerrada. Se trasladaron a una cancha de pelota vecina e hicieron un solem-
ne juramento colectivo de que no se dispersarían sin dar a Francia una Constitución.
Continuaron reuniéndose, utilizando para tal fin una iglesia, pero el 23 se abrió la Se-
sión Real y el Rey declaró su voluntad” (Belloc -"La Revolución Francesa")
Al día siguiente, la mayoría del clero se unió de nuevo al estado llano para sesionar
(en desafío a las órdenes del Rey) y el día 25, 47 de los nobles siguieron su ejemplo
El Rey cedió y el 27, dos días después, ordenó que las tres Cámaras sesionaran jun-
tas. La Asamblea Nacional estaba ahora legalmente constituida e inició su marcha.
El 9 de julio gran parte del clero y la nobleza -Estados que aún sesionaban en recintos
diferentes- se pliegan a lo dispuesto por el Tercer Estado y se integra la “Asamblea
Nacional Constituyente", que redactará la Constitución de 1791.
El 14 de julio, el populacho de París alarmado por la noticia que había sido destituido
el ministro Necker, y que concurrían sobre la ciudad capital tropas mercenarias para
disolver la Asamblea, se sublevó en armas y tomó por asalto la Bastilla, prisión-
fortaleza que constituía un símbolo del autoritarismo monárquico.
El 4 de agosto la Asamblea suprimió los diezmos y los derechos feudales, que virtual-
mente concluían con los privilegios de la aristocracia.
A título recordatorio cabe señalar que desde 1895 se encendió una interesante polé-
mica entre Georg Jellinek -profesor de Heidelberg- y Emile Botuny -del Instituto de
Francia-, sobre la inspiración de la Declaración de los Derechos del Hombre. Jellinek
veía el origen del documento en el precedente norteamericano. Botumy señalaba que
el Contrato Social de Rousseau es la verdadera y única fuente de la declaración.
Actividad Nº 34
El 12 de julio de 1790 se votó la “Constitución Civil del clero, que obligaba a los sacer-
dotes a jurar juramento civil, por considerárselos como funcionarios públicos. Esta
medida según Belloc constituyó un gran error de la Revolución pues provocó proble-
mas de resistencias ingentes en la población católica”.
Durante la noche del 20 al 21 de junio, el Rey, la Reina y sus hijos, huyeron del pala-
cio, con intención de cruzar la frontera y refugiarse en un país amigo.
Pero por una causalidad increíble fue detenido en la localidad de Varennes -”a pocos
centenares de yardas de la salvación y traídos de nuevo a París, rodeados de muche-
dumbres enormes y hostiles”.
La fuga de Luis XVI fue “considerada virtualmente como una abdicación. El vigoroso
cuerpo de opinión provinciana, tranquila y moderada, que todavía se centraba en el
Rey y consideraba función suya dirigir y gobernar, quedó desconcertada y en su ma-
yoría divorciada en el futuro, de la Corona”. “Todas las fuerzas constitucionales y de
consideración de la sociedad conspiraban para preservar la monarquía a costa de
cualquier ficción. La Guardia de Milicia de clase media al mando de La Fayette repri-
mió, en lo que se llamó la Matanza del Campo de Marte, los comienzos de un movi-
miento popular. Los dirigentes más radicales huyeron al extranjero o se ocultaron”.
231
El rey juró la Constitución luciendo un gorro frigio que era uno de los símbolos entra-
ñables de la Revolución.
Los extremistas que se les oponían, (llamados “La Montaña”), eran especialmente de
carácter parisiense. Robespierre, el que primero fuera oscuro y luego sectario orador
de la Asamblea Nacional -aunque no integraba este segundo Parlamento- era quizás
la figura más prominente de ese grupo, porque era el orador público de París; y cier-
tamente la Montaña era París. Más tarde, fue la Montaña (que en principio se había
opuesto a la guerra), la que había de asegurar el éxito de las armas francesas por una
rigidez y un despotismo en acción aborrecidos por las mentes más puras y menos
prácticas de los girondinos.
El 20 de abril se declaró la guerra contra Austria. Se coligarían contra Francia los pru-
sianos y otros príncipes alemanes.
El 10 de Agosto los Jacobinos promovieron la toma del palacio de las Tullerías (el 1 de
setiembre se encarceló en la Torre del Temple a la familia real a quien la comuna de
París sindicaba como responsable de la coalición de naciones contra Francia).
- Los Montañeses: que se los designaba así por su ubicación elevada en el recinto.
Esta facción estaba integrada por el Club de los Cordeleros -llamados así por haber
nacido en un convento franciscano-; y por los Jacobinos, que eran Roussonianos de
estricta observancia, presididos por Robespierre.
- El llano: también denominados por la posición que ocupaban en el recinto. Se ha
dicho de ellos que no tenían una definición demasiado precisa y que respondían a
los intereses de la burguesía francesa.
Albert Camus en su magnífica obra "El Hombre Rebelde", explica la condena a muerte
de Luis XVI en estos términos: “Saint Just ha hecho entrar en la historia las ideas de
Rousseau. En el proceso del rey, lo esencial de su demostración consiste..." (Ver el
anexo “La condena a muerte del rey” pág. 102, de Albert Camus).
El 28 de julio de 1794 Robespierre fue finalmente guillotinado junto con 21 de sus par-
tidarios. Inmediatamente cesó el Terror.
En 1795 la Convención Nacional dictó una nueva Constitución que creaba el Directorio
-un Poder Ejecutivo colegiado integrado por 5 miembros-, un Poder legislativo integra-
do por dos Cámaras -El Consejo de los 500-, y un Consejo de Ancianos, que aproba-
ba o vetaba las leyes emanadas del legislativo.
La inestabilidad del Directorio hizo crisis en el año 1799. Sieyes y Barras, integrantes
del Directorio, Mauricio de Talleyrand -Ministro de Relaciones exteriores y Fouché, jefe
de Policía, generaron el golpe del 18 Brumario, que instauraría el Consulado, desig-
nándose a Napoleón, Sieyes y Ducós, como cónsules.
En Diciembre Napoleón dictó una nueva Constitución, aprobada por un Plebiscito vir-
tualmente unánime. El Poder Ejecutivo, sería desempeñado por el propio Napoleón,
como Cónsul vitalicio.
233
La República Jacobina.
Convención Nacio- Constitución Republicana de 1.793.
nal (1792-1795) Período de: “El terror”-conducido por los
jacobinos
La segunda Repú-
blica La Constitución de 1848: Establece la 2da. República.
(1848 -1852)
234
Actividad Nº 35
Edmundo Burke: 1729-1792- Escribió, entre otras obras: “Reflexiones sobre la Revo-
lución Francesa”.
Los elementos fundantes de la vida social están constituidos por un núcleo de senti-
mientos instintivos -que emergen de la estructura profunda de la personalidad huma-
na- frente a los cuales, la razón y el egoísmo son superficiales. La base de la sociabili-
dad y la moral están dadas por la necesidad del hombre de ser parte de algo que tras-
ciende su efímera existencia.
Este respeto por la tradición colisiona con la Revolución que intentó no solo subvertir
el Régimen político, sino también aspectos sociales y hasta el calendario -la nomen-
clatura de los meses- el ejército, los estilos estéticos y la vida cotidiana.
El Estado es una asociación solidaria entre los vivos, los muertos y los que van a na-
cer, donde se suman y agregan todas las virtudes, la perfección, la ciencia y el arte. La
constitución es un patrimonio colectivo que se logra para la acumulación de las expe-
riencias válidas, a lo largo de la historia.
José de Maistre: 1753-1821- Sus obras más importantes son: “Consideraciones so-
bre Francia” -1796- y el “Ensayo sobre el principio generador de las Constituciones
Políticas” -1814-
Los Derechos de los hombres -afirma- no pueden ser escritos, salvo a título meramen-
te declarativo. Las Constituciones en realidad reconocen derechos anteriores a toda
norma positiva y de los que sólo se pude predicar que “existen porque existen”.
La Corriente Tradicionalista
De Maistre y Bonald
(1754-1840), gentil hombre francés: que Maistre tiene inclinación por el misterio y el
sentido de la historia; Bonald es un razonador del pasado. Bonald tiene un sentido
más agudo de los problemas sociales que Maistre; su "Législation primitive" denuncia
el maquinismo y la escuela “material y materialista” de Adam Smith: “... Cuantas más
máquinas existen en un Estado para aliviar la industria del hombre, más hombres hay
que sólo son máquinas”.
Aunque el pensamiento de Bonald sea distinto del de Maistre, ambos ofrecen notables
semejantes.
Al igual que Burke, Maistre y Bonald se burlan de las pretensiones racionalistas del
siglo XVIII: “Juzgar todo según las reglas abstractas, sin consideración a la experien-
cia, fue un singular ridículo del pasado siglo” (Maistre, Du Pape). El hombre abstracto
no existe; es irrisorio y peligroso el querer legislar para el hombre, el querer establecer
Constituciones escritas y declaraciones de derechos: “La Constitución de 1795, como
sus mayores, está hecha para el hombre. Ahora bien, no existen hombres en el mun-
do. He visto en mi vida franceses, italianos, rusos, etc.; pero, en cuanto al hombre,
declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe, es sin yo saberlo” (Maistre, Consi-
dérations sur la France).
Maistre y Bonald dan a la palabra “naturaleza” el mismo sentido que Burke. La política
natural está basada en la Historia: “Reconozco en política una autoridad indiscutible,
que es la de la Historia, y en materia religiosa una autoridad infalible, que es la de la
Iglesia” (Bonald, "Théorie du pouvoir politique et religieux", tomo II). Los tradicionalis-
tas, al igual que los liberales de la misma época, recurren a la Historia como principio
de explicación y de justificación política; de esta forma Del Vecchio habla del “histori-
cismo político” de la escuela tradicionalista.
Tanto para Bonald como para Maistre no son los individuos los que constituyen la so-
ciedad, sino que es la sociedad la que constituye a los individuos; los individuos no
existen más que en y por la sociedad, y no poseen derechos sino deberes respecto a
ésta.
Esta religión de la sociedad termina en religión del Estado, “la sociología se convierte
en sociolatría” (Jean Lacroix, "Vocation personnelle et tradition nationale"). De esta
forma el Estado se encuentra divinizado, el Gobierno se establece sobre bases teocrá-
ticas y la obediencia está siempre justificada: “La naturaleza del catolicismo le hace el
amigo, el conservador, el más ardiente defensor de todos los Gobiernos”. (Maistre,
"Réflexions sur le protestantisme")
238
El Congreso de Viena
El Congreso de Viena reunió a las cuatro grandes potencias Europeas que lucharon
contra la Francia Revolucionaria: Inglaterra, Austria, Prusia y Rusia. El propósito con-
sistió en evitar la propagación del ideario de la Revolución Francesa. Las políticas
emergentes y concertadas fueron:
En nuestro país el legitimismo originó el partido de los “cuicos” que propiciaban poner
en el Trono de las Provincias del Río de la Plata a un descendiente del turco.
ACTIVIDAD Nº 36
- Burke
- Rivarola
- Maistre
- Boncald
240
UNIDAD VIII
LOS SIGLOS XIX y XX
El Liberalismo
Emile Faguet en su obra “Politiques et Moralistes de XIX e siecle”, señala a Benjamín
Constant como el verdadero padre del Liberalismo político. Pero no parece sensato
adjudicar a un solo autor la autoría de una doctrina, cuyos principios fundamentales
había esbozado John Locke y que se vieron plasmados en la Revolución Americana y
en la Constitución que fue su consecuencia.
Tiene sin embargo el mérito de haber perfilado con precisión “el Liberalismo puro”, de
“Contorno neto y sin aristas”, “con rasgos de una suprema distinción”. Su “Cours de
politique constitutionnelle” (que es una recopilación de sus escritos y conferencias
efectuada por Laboulage), es un texto denso de enseñanzas.
La libertad para los antiguos consistía “en la división del poder social entre los ciuda-
danos de una misma patria”. La libertad para los modernos es la seguridad de los go-
ces privados y las garantías concedidas por las instituciones para asegurarlas.
Los Doctrinarios
Su discípulo François Guizot lo pintó como un hombre de “la época antigua, a quien la
Revolución había desarrollado sin dominarlo y de la que él, con severa independencia,
juzgaba principios, actos y personas, sin discutir su causa primitiva. Era espiritualista
en filosofía y realista en política”.
El poder real no está dividido al estilo sugerido por Montesquieu, sino limitado. “La
Cámara es un poder auxiliar de la autoridad regia y no un poder rival”.
Guizot 1787-1874
Chateaubriand
En su obra “Le genie du Christianisme (1802)”, plantea que entre las ventajas del
cristianismo no sólo están las que se han propagado en el orden social, mejorándola
hasta lo indecible, sino que también cumple un rol fundamental en la liberación del
individuo, de la persona humana. En sus memorias d’outra-tombe, se lamenta haber
sido recurrente en sus afirmaciones sobre el cristianismo como fuente de estabilidad,
desarrollo y justicia social y expresa que se debe destacar ahora como garantía del
porvenir.
242
Cree que “la libertad no proviene del pueblo ni del rey, ni sale del derecho político sino
del derecho natural o antes del derecho divino. Emana de Dios que deja al hombre su
libre albedrío”.
El Liberalismo Inglés
Esta “utilidad general” surgirá de la armonía espontánea, que se produce cuando exis-
te la mayor libertad individual y el menor grado de intervencionismo del Estado. Los
individuos librados a la búsqueda de su propio placer -norma y medida de la conducta
social- y huyendo del dolor, lograrán que la felicidad alcanzada por cada uno, constru-
ya la felicidad general.
Según Benthan, debe seguirse al pie de la letra la consigna fisiocrática -”dejad hacer,
dejad pasar”.
Pertenece la línea utilitarista. El estado tiene un fin negativo que consiste, en no ac-
tuar, salvo cuando su presencia deviene imprescindible. Cada persona podrá así pro-
curar la satisfacción de sus intereses personales sin trabas de ninguna especie.
Hijo de Jammes Mill expresa que el Estado debe crear las condiciones para que pue-
da asegurarse la libertad concreta de las personas.
Pertenece a la Escuela Liberal de Oxford, que cree que el Estado debe participar posi-
tivamente en Beneficio de la libertad, asegurando la dignidad del hombre y un marco
adecuado para que la libertad individual no entre en colisión con el bienestar general.
243
El Socialismo
La palabra socialismo fue acuñada por el pastor protestante Alexandre Vinet, en un
artículo publicado el 23 de noviembre de 1831 en el semanario “le semeur”, como una
corriente opuesta al individualismo. Posteriormente esta palabra fue puesta de moda
por Louis Reyband en la “Revue des Deux Mondes”.
Las definiciones sobre el socialismo según Griffith superaban las 250 ceroux -
discípulos de Saint Simón- se atribuía también la paternidad de la palabra.
Gaetan Pinou propuso que se denominase socialista a cualquier doctrina que propon-
ga lograr "la igualdad de condiciones mediante la supervisión de la propiedad indivi-
dual y la colectivización de su economía”. Frente a la libertad y la igualdad formal que
propugna el liberalismo, el socialismo pretende la igualdad real. Para lograrlo, se re-
quiere una conducción unificada del Estado.
-Saint Simón, Fourrier y otros- creen que ganando los espíritus, el socialismo se im-
pondrá por la sugestiva gravitación de sus ideas.
Otra vertiente del socialismo encarnada por Proudhon considera que la Revolución
pasa por la desaparición del Estado.
Saint Simón: Claude Henri de Rouvray, Conde de Saint-Simón, fue como Laffayate
un combatiente por la libertad americana y un aristócrata, poseído por grandes idea-
les. Sus obras más importantes fueron: "Bosquejo de una nueva Enciclopedia",
"Sistema Industrial" y "La Historia del Hombre".
Dice “He recibido la misión de sacar los poderes políticos de manos del clero, de la
nobleza y del orden judicial para hacerlos recaer en las de los industriales” ("Sistema
Industrial"). Su sistema, como puede apreciarse, afirma la prevalencia de lo económico
y la necesidad del intervencionismo Estatal para asegurar la igualdad concreta de to-
dos los hombres.
Charles Fourier: Parte del supuesto de que todos los males del hombre parten de
haberse apartado de la naturaleza para quienes exclusivamente por la razón -enemiga
de Dios-. La organización del instinto y la pasión, Voces de Dios, se hará a través de
unidades cooperativas de 400 familias que vivieran una vida natural, viviendo sobre
400 hta. Sus unidades agrícolas se denominan falansterios, que se organizan volunta-
riamente y según la especial vocación de cada uno.
Sus obras más importantes: “Teoría de los 4 movimientos” 1808, Tratado de Asocia-
ción doméstica agrícola, 1822.
Estableció en Escocia su “colonia interior” -New Lanark- más de 3000 obreros vivieron
bajo una organización cooperativa modelo, donde se había suprimido la coacción es-
244
tatal, la policía y las prisiones. Según Owen también se había logrado un alto nivel de
vida virtuosa, donde se había erradicado el alcoholismo y el crimen.
Luis Blanc: señala la necesidad de contar con el Estado para realizar la Reforma So-
cialista.
Carlos Marx: Carlos Marx nació en el seno de una familia judía que se había conver-
tido al protestantismo. El padre era un abogado de cierto prestigio y una discreta cultu-
ra pequeña burguesa.
Esta influencia se acrecentará fuertemente por el impacto que ejerció el filósofo mate-
rialista Fewerbach -1804-1872- en su obra la “Esencia del Cristianismo”, en la que
sostenía que la religión deshumaniza al hombre.
Entre las relaciones que acuñó Marx a lo largo de su vida fueron de trascendental im-
portancia su relación con Proudhom y su amistad con Engels, con quien redactó “El
manifiesto comunista” que se publicó en 1848. El manifiesto no sólo explica su doctri-
na sino que constituye un plan de acción política de alcances mundiales.
Su obra más importante es “El Capital”, donde expresa ampliamente sus teorías pro-
féticas que se explican más adelante.
Marx va a señalar una diferencia fundamental entre los socialismos precursores del
Marxismo -socialismo utópico- y sus propias formulaciones, pretendidamente basadas
en la ciencia.
Actividad Nº 37
- liberalismo
- nominalismo
- constitucionalismo
Pertenece
a los ar-
La realidad
Las Civi- quetipos
de la idea o San Agus-
tas que se
el ser de las tín
DEI ubican en
Filosofía Permanente
Platón: cosas
la mente
El utopismo
de Dios
La dualidad
del mundo
Parménides
La metafísica Pertenece
La materia: está sometida Las Civi-
al mundo
a la apariencia y el fluir tas
de la ma-
constante Terrena
teria
Aristóteles Realismo
Santo Tomás
El realismo Sentido común
de Aquino
La Metafísica La Metafísica
La estructura trinitaria del progreso, es una idea que acuñó en el medioevo Joaquín de
Flora. Su teoría es que la historia del tiempo humano es una contrafigura del movi-
miento trinitario de Dios. Un tiempo correspondió al Dios Padre; la Encarnación, era el
tiempo del hijo, y pronto se inauguraría el milenio del Espíritu Santo. La tesis escatoló-
gica Joaquinista, profundamente impregnada por las doctrinas gnósticas, hizo camino
en la línea del pensamiento no-ortodoxo. Estuvo presente en la periodización huma-
nística de la historia (en antigua, medieval, moderna), en las doctrinas de Turgot, He-
gel, Comte y Marx, que trataron de dar una explicación inmanente al significado de la
historia. El progreso secularizado se convierte paulatinamente en un proceso interior al
mundo.
Marx destronará al Dios trascendente como protagonista y amo del tiempo, para re-
emplazarlo por el hombre. Su tesis es que Dios es sólo una proyección de lo mejor del
hombre en un más allá idealizado. El momento decisivo de la historia se dará cuando
el hombre tome conciencia de que él mismo es Dios, y entonces, se convierta en un
superhombre que resuma las excelencias divinas. Pero no es posible comprender a
Marx sin penetrar previamente en la filosofía hegeliana.
247
Platón y Aristóteles construyen sus sistemas que luego serán transvasados a la teolo-
gía cristiana por los padres de la Iglesia, y luego por San Agustín y Santo Tomás, so-
bre la base de los principios enunciados, que concuerdan con la formulación divina de
la Biblia, donde Elohim se define como “Yo soy el que soy”.
Hasta la aparición de Hegel ningún pensador desafió la verdad del principio lógico,
aún no aceptando su aplicación metafísica. El filósofo Alemán quería renovar total-
mente la filosofía porque según él, toda la tradición occidental no servía para explicar
la “ley del progreso”, mediante la razón. El proceso histórico podía ser desentrañado
por la inteligencia humana, si se conocían las leyes de su dinamismo.
“Ser como ser, sin ninguna añadidura, es no ser”. El ser genera su propia contradic-
ción “el no ser”. ¿Cómo puede resolverse esta tensión que crea el concepto ser-no
ser? Es necesaria filosóficamente la existencia de un tercer estadio que trasciende e
integra a los opuestos, en una síntesis final. Ese momento es el camino o devenir-
cambio. No se cristaliza en una noción estática de ser ni en una idea negativa del no
ser, sino que es un momento positivo que puede ser definido como un llegar a ser. No
hay cosas que son, sino procesos que llegan a ser. Toda la realidad está sometida a la
dialéctica del ser y del no ser, que se resuelve en una síntesis dinámica. Esta síntesis
es tesis de una nueva antítesis, a su vez se resolverá en una síntesis.
248
Actividad Nº 38
La Historia
Una semilla es un árbol o una flor en potencia. Contiene en esencia los principios se-
minales de su desarrollo. Las relaciones de potencia y acto son las que explican la
continuidad del progreso de los seres y las cosas.
Hegel inhumó la creencia heráclita de que la guerra es la madre de todas las cosas;
para todo progreso son necesarias la violencia y la contradicción es un supuesto del
cambio.
El Materialismo Dialéctico
1.- TESIS: se trata de una comunidad cuya economía es de base agraria. Los artesa-
nos que realizan las manufacturas son propietarios de sus máquinas y herramien-
tas, de su arte. La sociedad vive inmersa en el orden natural y participa de sus rit-
mos vitales. La producción está disciplinada por normas éticas que instrumentan
las corporaciones de los oficios. No existen síntomas de alienación. Esta descrip-
ción se ajusta en gran medida a la sociedad occidental medieval.
genes de Dios, sino que podrán tornarse ellos mismos en dioses. En procura de
esa finalidad, es que deben destruirse las religiones que creen en un dios trascen-
dente, para que el hombre gire en torno a sí mismo y se transforme en “el ser”. Es
por esa razón que Marx considera a la religión como el “opio de los pueblos”.
El paraíso marxista se logrará tras un largo período de “dictadura del proletariado”,
en el cual el Estado se irá marchitando. La sociedad comunista llegará a la perfec-
ción cuando se pueda suprimir el Estado, con lo que se arriba al anarquismo puro.
En el aspecto religioso Marx es profundamente anticristiano, convirtiendo a su doc-
trina en la antítesis perfecta de la tradición judeo-cristiana.
4.- LA LEY DE CONCENTRACIÓN DEL CAPITAL: el sistema capitalista por su lógica interna
contiene la semilla de su propia destrucción. El capital se irá concentrando cada
vez más en menos manos y la clase proletaria se engrosará con nuevos integran-
tes, procedentes de capitalistas y burgueses desplazados.
Esta destrucción progresiva de los capitalistas, ocurrirá inexorablemente, por la
competencia entre los mismos capitalistas. La concentración del capital, también
será una necesidad del sistema competitivo, ya que sólo podrán sobrevivir, merced
a la inversión constante, que les permitirá salir airosos de la lucha por la supervi-
vencia.
La ley de concentración del capital y la despauperización progresiva de las clases
sociales, culminaba en el momento que el proceso llegaría a su cenit. Era el mo-
mento de la Revolución, en que por la lógica inmanente al sistema, éste habría
creado su antítesis: era el momento de “expropiar a los expropiadores” y socializar
los medios de producción. Con esta medida se habría dado el primer paso hacia la
supresión de las clases sociales, que básicamente se generan por la posesión de
los medios de producción.
5.- TEORÍA DE LA PLUS-VALÍA: el valor de los bienes, es el valor de las horas de trabajo
que se requiere para su producción. Sin embargo, el capitalista confisca el plus-
valor que representa el precio que siempre es mayor que los salarios de los obre-
ros. Por esa razón el régimen capitalista, es un sistema injusto de explotación. La
teoría del valor-trabajo, ha sido superada por la economía moderna a partir de la
Escuela de Valor Marginal. Ningún economista serio cree hoy en esta hipótesis de
Marx. La plus-valía ha pasado a ser un argumento de tipo político y a los meros
efectos argumentales.
El marxismo intenta explicar la estructura del universo en términos asequibles a la
razón. Es una teoría sobre el sentido del tiempo humano, cuyos secretos son po-
seídos por los adictos a la religión del materialismo dialéctico.
El marxismo concibe al hombre como un epifenómeno de la materia, niega la liber-
tad y el espíritu humanos. Considera que el hombre se encuentra sometido a un
destino inexorable, producto de fuerzas externas al hombre mismo y cuyo motor es
la lucha de clases, la dialéctica del permanente conflicto.
El cardenal Danielou expresa que el cristianismo, en su vertiente católica, tiene un
sentido de la historia que es mucho más humanista y lógico. La Iglesia ve la histo-
ria como un producto genuino de la libertad humana. El cristiano se sabe dueño de
su destino eterno, pues Dios lo dotó de capacidad de elegir.
El hombre religioso no se deja aplastar por un destino pretendidamente inexorable,
sino que crea su propio destino siguiendo su imperativo moral. Tiene un paradigma
que realizar, que cumplir en sí mismo. Su voluntad y su ser deben enderezarse ha-
cia la imitación de Cristo. (Kempis)
El Socialismo utópico
Fue llamado así por Marx porque predicaba la implantación de sistemas de armoniza-
ción social basados en la convicción sobre las bondades intrínsecas del ser humano y
su predisposición gregaria que había que estimular. Pertenecieron a esa corriente por
derecho propio: Saint Simón, (y su discípulo argentino Esteban Echeverría), Fourier,
251
El socialismo científico
Marx se suma a los críticos del sistema liberal y con acento a veces profético y a ve-
ces presuntamente científico, proclama su final. Pero los precursores socialistas utópi-
cos, tampoco quedan al margen de la crítica, sobre la base de que su sistema no está
basado en un esquema científico.
1.- Las condiciones de producción conforman los factores determinantes de las estruc-
turas sociales que a su vez engendran las actitudes, las ideologías y las acciones.
El molino movido a brazo, por ejemplo habría engendrado el feudalismo y el molino
movido a vapor, la sociedad industrial capitalista.
2.- Las formas de producción tienen una lógica intrínseca cuyo desarrollo culmina con
la creación de las que han de sucederles.
3.- Estas dos hipótesis generales se combinan con la teoría de las clases sociales,
que serían la causa y el engranaje de las luchas que mueven la historia.
Actividad Nº 39
El Nacionalismo Alemán
Fichte (1762-1814). Su obra principal fue: “Discursos a la Nación Alemana”, que datan
de 1807/8.
“Si vosotros os hundís, la humanidad se hunde con vosotros sin esperanza de restau-
ración futura” pontifica.
En este autor se encuentran las raíces ideológicas del racismo y el nacionalismo Hitle-
rista (Nazismo), que tuvo tan funestas consecuencias en el período 1933-1945.
El Nacionalismo Italiano
José Mazzini (1805-1872), formula la teoría de que los grupos humanos cultural y
étnicamente homogéneos deben reunirse en un mismo Estado soberano. Esta idea
será la que impulsará la unificación de Italia en 1870 y la de Alemania en 1872.
El Nacionalismo Francés
Michelet (1798-1874). Sostiene que: “La nación no es una colección de seres diver-
sos, sino un ser organizado, una persona moral...” “un admirable misterio” que se cris-
taliza -en el caso de Francia- en su gran alma.
Finalmente podemos citar a Péguy (1873-1914) y a Renán (1823-1892) entre los na-
cionalistas más célebres de Francia.
253
El Nacionalismo Socialismo
Adolfo Hitler (1889-1945) Su obra fundamental fue “Mein Kampf” -Mi Lucha- donde
vierte sus ideas racistas de pureza de la raza germánica, que tiene un manifiesto des-
tino mesiánico.
La raza aria es la única que contiene la posibilidad de engendrar una humanidad supe-
rior. “El fin esencial que debe perseguir el Estado Nacional estriba en la conservación
de los elementos raciales primitivos, que al propagar la cultura crean la belleza y la
dignidad de una humanidad mejor”.
La raza Aria debe dominar el mundo para regenerarlo. Esa misión sólo puede ser
cumplida mediante un Estado Totalitario que pueda conducir el proceso estratégico de
largo aliento. En esta tarea, los arios deben prevalecer y aplastar a la raza rival, los
semitas.
El Nacionalismo Italiano
Su slogan era: “Todo en el Estado, todo por el Estado, todo para el Estado. Nada
contra el Estado. Nada fuera del Estado”
“El Estado tal como lo concibe y lo realiza el fascismo es un hecho espiritual y moral -
dirá Mussolini- porque concreta la organización política, jurídica y económica de la
Nación, y esta organización en su génesis y en su desarrollo es una manifestación del
espíritu”, “Nuestro mito es la Nación. La grandeza de la Nación. El Estado es la encar-
nación de la nación, las instituciones políticas son eficaces en cuanto los valores na-
cionales encuentran en ellas expresión y protección... " (Reproducido)
ANEXO I
TEXTOS SELECCIONADOS: "HISTORIA DE LAS IDEAS POLÍTICAS", DE JEAN TOUCHARD
1. Encauzamiento Democrático
1) "La Dèmocratie en Amérique", obra de un hombre de treinta años tras una estancia
de menos de un año con Beaumont, en Estados Unidos. La primera parte (1835), la
mejor acogida por sus contemporáneos, estudia la influencia de la democracia sobre
las instituciones; la segunda parte (1849), más abstracta, está dedicada a la influencia
de las instituciones sobre las costumbres.
5) Por último, hay que señalar "les Voyages" que contienen numerosos textos inéditos.
Así nos vemos obligados a plantearnos la pregunta: ¿En qué medida las ideas de
Tocqueville sobre la democracia estuvieron influidas por su estancia en América?
Ahora nos es posible responder con una cierta precisión a esta pregunta. En efecto.
J.-P. Mayer ha publicado en la colección de las “Oeuvres complètes”, la edición ínte-
gra del "Journal de Voyage de Tocqueville". Este Diario, que completa admirablemente
el libro de Pierson. "Tocqueville and Beaumont in América", permite seguir de cerca la
génesis de "La Démocratie en Amérique".
«La Démocratie en Amérique» procede de una reflexión sobre la igualdad. Los hom-
bres tienen una “pasión ardiente, insaciable, eterna, invencible” por la igualdad. La
sociedad evoluciona necesariamente hacia la igualdad, es decir, hacia la democracia,
es decir, hacia el nivelamiento. Esta evolución llena a Tocqueville de un “terror religio-
so”, pero le parece ilusorio oponerse a ella. Es preciso aprender a conocer la demo-
cracia para impedir que caiga, bien en la anarquía, bien en el despotismo.
3º) Por último, y sobre todo, las cualidades morales, el sentido de las responsabilida-
des, la pasión por el bien público; Tocqueville cree, como Montesquieu, en el primado
de la moral sobre la política.
Estos remedios para los males de la democracia son muy tradicionales e incluso tradi-
cionalistas; Taine no dirá otra cosa, pero Taine no habría escrito seguramente la pági-
na del Ancien Régime sobre el idealismo revolucionario: “El 89 fue tiempo de inexpe-
riencia, sin duda, pero también de generosidad, de entusiasmo, de virilidad y de gran-
deza, etc.”. (Tomo I, página 247).
Tocqueville sabe rendir homenaje al adversario; lleva al más alto grado el arte de
comprender lo que le repugna. En este sentido es realmente un liberal.
Actividad Nº 40
Las principales obras de Hegel son "La Fenomenología del espíritu" (1807), la "Lógica"
(1812-1816), la "Enciclopedia de las ciencias filosóficas" (edición definitiva, 1830). Esta
última obra es completada por la "Filosofía del Derecho" (publicada en 1821), que es,
en realidad, un desarrollo de una de las partes de la Enciclopedia. Sus alumnos, reco-
giendo manuscritos y notas de curso, publicaron tras la muerte del maestro varios de
sus cursos bajo el título de "Lecciones" (especialmente las "Lecciones sobre la filoso-
fía de la Historia").
El idealismo hegeliano es radical. Para él la idea no es una creación subjetiva del suje-
to, sino la misma realidad objetiva o, si se prefiere, el primer y único sujeto. Todo pro-
cede de ella, tanto el mundo sensible como las producciones del espíritu (y, en conse-
cuencia, mi propia reflexión).
El Espíritu no se desarrolla según el azar o el puro arbitrio, sino según leyes confor-
mes con su naturaleza, según leyes lógicas (se ha dicho del sistema hegeliano que
era un panlogismo). Pero esta lógica es la de la dialéctica y no la de la identidad. (o de
la no conciliación de los contrarios)
Individuo y pueblo
dado. La religión, por ejemplo, es una de las más elevadas aspiraciones del espíritu de
un pueblo (Volksgeist), es un fenómeno supra-individual.
Pero cada pueblo es único, y excluye a las restantes individualidades semejantes a él.
Por esta razón las guerras entre pueblos, en un momento o en otro, son necesarias.
Son una condición de la “salud ética de los pueblos”. Las guerras sacuden la dilución
del hombre en el mundo de los intereses y de los conflictos de clase, y dan al pueblo
su unidad.
Sin embargo, las guerras, aunque necesarias, llevan a los pueblos hacia su decaden-
cia, incluso a los que logran el triunfo. En efecto, mediante las guerras se construyen
los Imperios, demasiado vastos para conservar la unidad, demasiado amenazados de
dispersión interna como para no compensar este riesgo mediante la pura dominación
de la violencia. Tal fue el destino de Roma. En semejante caso el ciudadano no halla
ya en el Estado la mediación hacia lo universal; se retira a su fuero interno, se aleja
del Estado.
Toda la lectura de la Historia universal que lleva a cabo Hegel consiste en mostrar a la
Razón interviniendo progresivamente en los acontecimientos (ninguno de los cuales
es fortuito ni resulta “perdido”: todo es “recuperado” e integrado en “una vida del pen-
samiento”). Si la "Lógica" de Hegel es “histórica” en cuanto se dedica a comprender la
vida del pensamiento, inversamente su Historia es una Historia de la Razón. Tal acti-
tud ante la Historia explica también la forma, a veces escandalosa, en que Hegel aco-
gió ciertos acontecimientos de su tiempo. Al ser la Historia universal -como Hegel se
complació muchas veces en afirmar- “el tribunal supremo”, el filósofo se limita a buscar
la “razón” de los acontecimientos: “Todo lo real es racional”.
La Historia es la historia del Espíritu, o mejor, es “una representación” del Espíritu que
muestra a los hombres cómo éste se esfuerza en elevarse al conocimiento de lo que
es en sí. La Razón, que actúa en la Historia, consigue sus fines mediante una “astu-
cia”: utiliza las “pasiones” de los hombres; éstos siguen su propio interés y lo realizan;
“pero, al hacerlo, producen algo más, algo que está en lo que hacen, pero no que es-
taba ni en su conciencia ni en su intención” (introducción a la "Filosofía de la Historia",
trad. José Gaos, pág. 70). Este fin lejano es la realización y la toma de conciencia de
la naturaleza más peculiar del Espíritu: la libertad.
Este es el motivo por el que Hegel se interesa poco, en la economía general de la His-
toria universal, por los Imperios orientales de la antigüedad y por las tribus de América
y África. La conciencia de la libertad sólo floreció en los griegos, que por esta razón
fueron libres. Por ello Hegel sitúa al mundo del pensamiento griego en el centro mismo
de su historia de la libertad. Pero el mismo espíritu griego no había alcanzado aún
más que la adolescencia del concepto de la libertad del Espíritu. Es el cristianismo,
sobre todo cuando penetró en los pueblos germánicos, quien, al destruir la “bella tota-
lidad” de la Ciudad antigua en la que las categorías de lo “privado” y lo “público” se
identificaban en la conciencia del ciudadano, ha permitido un nuevo progreso de la
conciencia de la libertad.
260
Sin embargo, Hegel no adopta hasta sus últimas consecuencias la tesis de la escuela
histórica alemana. Supera este estadio de la “contemplación” del Espíritu en un “espíri-
tu nacional”. En ese estadio, dice Hegel, “el espíritu nacional” representa, en efecto, “el
concepto más elevado que el Espíritu ha tenido de sí mismo”, pero este nivel está des-
tinado a ser sobrepasado. El Espíritu, en efecto, “tiene lo que quiere”. Su actividad no
es ya estimulada, “su alma espiritual ya no es activa”. No es ya la juventud de un pue-
blo; “tras la realización sobreviene el hábito de la vida... Es el momento de la nulidad
política y del tedio”.
Pero esto es una simplificación contra lo que ya Marx protestó. En nuestros días, pri-
mero Jean Hyppolite y luego -sobre todo- Eric Weil, éste de forma mucho más apasio-
nada, han restablecido el verdadero pensamiento de Hegel. Aunque, en efecto, parece
que Hegel, sobre todo en los años 1818-1830, creyó encontrar en el Estado prusiano
de su tiempo una encarnación histórica de su teoría del Estado moderno, no parece,
sin embargo, que quepa reprocharle el haber sostenido que ese Estado concreto fuera
la mejor organización política posible.
Actividad Obligatoria
3.- ¿Qué significa la siguiente frase y a qué autor pertenece?: “la mo-
ralidad se realiza... en un pueblo y únicamente en un pueblo”.
262
Mirabeau
Mirabeau, el más importante de los “hombres prácticos” de la Revolución (así destaca
la expresión inglesa el rasgo prominente de su actitud política), requiere un análisis
muy especial. Su influencia en los comienzos de la Revolución fue tan condecisiva, el
efecto de su muerte tan terminante y decisivo, la especulación acerca de lo que habría
podido suceder si hubiese sobrevivido tan fructuosa, entretenida y común, y el resulta-
do positivo de su actitud en el desenvolvimiento de la Revolución después de su muer-
te tan vasto, que no comprender a Mirabeau es, en gran medida, no comprender todo
el movimiento; y Mirabeau, por desgracia, ha sido de los que ya son tres generaciones
de historiadores; porque la comprensión de este personaje no es tema para la investi-
gación ni para el abigarrado detalle histórico, sino más bien una labor de simpatía.
Mirabeau era esencialmente un artista, con las potencias y fragilidades que lógicamen-
te asociamos con esa palabra; o sea, que la emoción violenta lo afectaba tanto en lo
interno como en lo externo. Gozaba experimentándola en sí mismo y creándola en
otros. Por consiguiente, analizaba y dominaba los ingredientes con que tal emoción
puede crearse; él mismo cedía a la emoción violenta y buscaba dónde hallarla. Es tan
necio el menoscabar como el exagerar esta clase de temperamento que, solo o mez-
clado con otras cualidades, es la base de la música, las artes plásticas y en gran me-
dida la literatura perdurable del mundo. Esta aptitud para gozar de la emoción y crear-
la en otros reviste la tarea intelectual de un modo que la vuelve permanente. Esto es lo
que significamos al decir que el estilo es necesario al libro; que una gran civilización
puede en parte ser juzgada por su arquitectura; que, como dice Platón, la música pue-
de ser moral o inmoral, etc. El artista, aunque no esté en la raíz del quehacer humano,
es aliado necesario y conveniente para su desenvolvimiento.
Cuando digo que Mirabeau era un artista, quiero decir que doquiera que sus energías
hubiesen hallado cauce, habría deseado gozar y crear goce literario, pero en mayor
medida expresión oral. Ser un "tribuno", que es ser la voz de grandes multitudes, per-
suadir, más aún, agradar por el acento y el ritmo mismo de sus frases, era lo que le
atraía como hombre, pero también ponía en su arte aquello sin lo cual ningún arte
grande puede existir: el intelecto puro.
Mirabeau creía por lo menos en los principios básicos en que subyacía el movimiento
revolucionario, los entendía y estaba dispuesto a difundirlos; pero su dominio de los
hombres no se debía a esta convicción; su dominio de los hombres era por entero el
de un artista, y si por acaso se hubiera dedicado a librar un ataque contra la democra-
cia, habría sido casi tan famoso como llegó a serlo por su defensa. Debemos, pues,
considerarlo siempre como orador, si bien dotado de una inteligencia fina y preclara y
de no pequeña dosis de fe razonada.
gas para obtener “lo necesario y lo efectivo”: esto es, dinero para vivir su papel. Pero
tenía detrás una fuerza propulsora enraizada en todo él, que impedía que esas sumas
dirigieran su oratoria o lo convirtieran en simple vocero. Nunca fue ese impurísimo
fenómeno político: el “hombre de partido”. Aun cuando hubiera nacido cien años des-
pués y se hubiese lanzado a la suciedad de la vida parlamentaria moderna, jamás ha-
bría sido “un diestro parlamentario”.
Mirabeau tenía tras de sí una cierta historia personal que hay que conocer para com-
prender su temperamento.
Había viajado mucho, conocía bien a los ingleses y alemanes de las clases más pu-
dientes. Al populacho lo conocía mal, aun al de su mismo país; al del extranjero, abso-
lutamente nada. Había sufrido por el desafecto de su padre, por las consecuencias de
sus propias pasiones desenfrenadas, y no poco por infortunios meramente causales.
Capaz de un prolongado y fiel afecto hacia alguna mujer, la oportunidad de tal afecto
no se le ofreció hasta pocos meses antes de su muerte. Capaz de prestar leales y dili-
gentes servicios a algún sistema político, ninguno lo había elegido como servidor. Es
materia de fructíferas especulaciones el meditar qué habría hecho por la monarquía
francesa si el destino le hubiese llevado tempranamente a la corte y dado intervención
en los asuntos del poder ejecutivo francés antes de que estallara la Revolución. Tal
cual las cosas, la Revolución le brindó su oportunidad sólo porque destruyó la estruc-
tura del Estado en que vivía. Se vio compelido a participar en la Revolución como una
especie de destructor puesto que su ocasión no se le brindó por otro acceso; pero por
naturaleza aborrecía la destrucción. Lo que quiero decir (ya que esta frase es algo
vaga) es que Mirabeau aborrecía ese espíritu que priva a una nación de ciertas institu-
ciones permanentes que sirven propósitos definidos, sin un claro plan acerca de cómo
son reemplazables por otras que sirvan a fines similares. Por ello fue un defensor su-
mamente auténtico y sincero de la monarquía, institución permanente que sirve a los
fines definidos de la unidad nacional y la represión de tendencias oligárquicas dentro
del Estado.
Mirabeau no tenía ninguna “visión” revolucionaria. Por sus ideas era viejo prematura-
mente, ya que su mente había recorrido con rapidez un campo muy vasto de expe-
riencias. La doctrina pura de la democracia que para muchos de sus contemporáneos
era una religión -con todas las consecuencias de tal- nunca había pensado aceptarla.
Pero ciertas consecuencias de las reformas propuestas le atraían poderosamente.
Deseaba verse libre de barreras inertes y absurdas, de privilegios que ya no corres-
pondían a diferencias sociales verdaderas, de viejas tradiciones en el manejo del co-
mercio que ya no correspondían a las circunstancias económicas de su época, y (este
es el punto clave) de los fósiles de un viejo credo religioso que, como la mayoría de
los de rango, daba sencillamente por muerto: porque Mirabeau se hallaba totalmente
divorciado de la Iglesia Católica.
Mucho se ha dicho y se dirá en estas páginas acerca de la querella religiosa que, aun-
que los hombres apenas lo vislumbraron en este entonces, abrieron una brecha a tra-
vés del esfuerzo revolucionario y estaba destinada a ser línea de ruptura permanente
en la vida francesa. Se repetirá una y otra vez lo que ya se ha escrito, que una recon-
ciliación entre la Iglesia Católica y la reconstrucción de la democracia era, aunque los
hombres no lo sabían, el principal negocio temporal de la época, y el lector de estas
páginas podrá por ellas llegar a conocer bien la degradación en que había caído la
religión entre los espíritus cultivados de esa generación. Pero en el caso de Mirabeau
esa ausencia de religión debe destacarse en particular. Tan lejos se hallaba Mirabeau
de pensar que la fe católica tenía un futuro como lo estaría (digamos) un político inglés
treinta años atrás de pensar que los irlandeses podrían transformarse en una comuni-
dad rica o que un gobierno inglés de su época podría llegar a sufrir dificultades mone-
tarias. Utilizo este paralelismo con el objeto de robustecer mi argumento, pero en
realidad es un paralelismo ineficaz. Ningún paralelismo contemporáneo en estos nues-
264
Mirabeau sabía, por cierto, que algunas mujeres y un número mucho menor de hom-
bres insignificantes se sumergía en viejas prácticas de una extraña especie supersti-
ciosa; sabía que grandes extensiones anodinas de campesinos ignorantes, en propor-
ción a su pobreza y aislamiento, repetían mecánicamente las viejas fórmulas de la fe.
Pero de la fe como cosa viva Mirabeau no podía tener ni idea.
Veía, por un lado, una institución clerical, de carácter económico, que proveía de pla-
zas y rentas a hombres de su misma clase; conocía a esos hombres y nunca descu-
brió que tuviesen ninguna religión. Por otro lado veía una sociedad propuesta en la
cual ese fósil, injusto y absurdo, debía renunciar a la posesión de sus grandes rentas.
Pero la fe como fuerza social, como algo capaz de revivir, no podría concebirla. Le
hubiera parecido simple locura sugerir que el futuro podría dar cabida a la posibilidad
de tal resurrección. La disolución de las órdenes religiosas, que fue en gran parte obra
suya, la Constitución civil del clero a cuyo frente se hallaba, eran para él las leyes más
naturales del mundo. Era solamente arrasar con una cantidad de materia inorgánica
que obstaculizaba al Estado moderno. A este respecto sentía lo que podríamos sentir
nosotros acerca de la compra de lotes vacíos en nuestras ciudades o la confiscación a
los malos propietarios que los retuviesen. La Iglesia no servía a ningún propósito, na-
die de importancia creía en ella, la defendían sólo los que gozaban grandes rentas por
la supervivencia de lo que una vez fue -pero que ya no era- una función social viviente.
En el Parlamento encontró campo para toda su actividad; desde allí comenzó a orien-
tar a la Revolución; después de su muerte, su ausencia es lo que más siente el Parla-
mento en el verano de 1791.
Este brevísimo esbozo no basta para presentar a Mirabeau al lector. Sólo pueden pre-
sentarlo dignamente sus discursos y documentos más retóricos. Es probable que a
medida que el tiempo avance su reputación a ese respecto crezca. Sus ideas constitu-
cionales, basadas como lo estaban en instituciones foráneas -especialmente las ingle-
sas de esa época- no eran aplicables a su propio pueblo y hoy día están casi olvida-
das. Estaba equivocado acerca de la política inglesa al igual que en lo referente a los
ejércitos alemanes, pero ejerció su arte sobre los hombres y su personalidad perdura y
aumenta con el tiempo.
265
Danton
La personalidad de Danton ha impresionado al mundo en mucha mayor medida que la
de cualquiera de los otros jefes revolucionarios, porque contenía elementos perma-
nentemente humanos, independientes de la teoría democrática de la época e innece-
sarios tanto para la defensa como para la crítica de dicha teoría.
La individualidad de Danton apela a ese sentido humano que se interesa por la acción
y que en el campo de las letras adopta la forma dramática. Su vigor, su fuerza perso-
nal de cuerpo y espíritu, la individualidad de su perfil, llaman por igual la atención del
hombre amante de la Revolución y del que la odia, y del que permanece del todo
ajeno a su éxito o fracaso.
A este respecto los historiadores, especialmente los extranjeros, han sido propensos
al equívoco acerca de Danton hombre. Así Carlyle, de gran intuición en la materia, lo
pinta, sin embargo, como un labriego, lo que por cierto no era; Michelet, fascinado por
su energía, nos lo presenta bastante inculto; y en general, los que lo describen perma-
necen a distancia, por así decir, desde donde mejor se aprecian su voz potente y su
ademán enérgico; pero para conocer de verdad a un hombre hay que conocerlo en su
intimidad.
Este contacto con la realidad lo hizo comprender, en cierta manera (aunque sólo des-
de fuera), el carácter de los alemanes. La estúpida manía de sus gobernantes por una
mera expresión territorial sin acompañarla de la persuasión o de la difusión de sus
ideas, le resultaba comprensible. Percibía con claridad la amplia superioridad de los
ejércitos alemanes sobre las desorganizadas fuerzas de los franceses en 1792; de ahí
proviene, por un lado, su captación de su política extranjera, y por otro, su hábil nego-
ciación de la retirada después de Valmy. Sin embargo, también comprendía, y con
mayor penetración, la rápida autoorganización de que sus compatriotas eran capaces,
y en este conocimiento residía su determinación de arriesgar la continuación de la
guerra. Habría que destacar que, tanto en la acción militar como en la cuasi-militar, él
mismo estaba imbuido en grado singular de ese poder de decisiones inmediatas que
es característica de su nación.
ción de las instituciones nacionales -en particular su misma profesión legal- sobre sen-
cillas líneas. Indudablemente Danton era un revolucionario sincero y convencido, uno
a quien esa doctrina impregnaba más que a muchos de sus contemporáneos, de men-
te menos sólida. Más no por esto era forzosamente republicano. Si el azar hubiera
puesto en juego su genio más temprano en el curso de la lucha, bien habría podido
pensar -al igual que Mirabeau, con el que presenta tan curioso paralelismo- que era
más conveniente para el país salvar a la Monarquía.
Siempre debe recordarse que era hombre de vasta cultura y que había conseguido un
temprano y satisfactorio éxito profesional; en la época de su matrimonio de juventud
disfrutaba de una sólida renta; leía extensamente en inglés y sabía hablarlo. Su indu-
mentaria no era costosa y, si bien algo desordenada (como suele suceder con los
hombres de intensa energía y gesticulación constante), nunca daba impresión de des-
cuido o desaliño. Tenía numerosos y variados intereses intelectuales y, además, era
capaz de aplicarlos con inteligencia a diferentes campos. Apreciaba el rápido creci-
miento de la ciencia física y, al mismo tiempo, la complejidad de las antiguas condicio-
nes sociales que presentaban una diferencia en exceso marcada con las verdades
contemporáneas.
Por la religión, como todos los hombres de esa época, sentía, por supuesto, una total
indiferencia, pero, al contrario de muchos de ellos, captaba la justa proporción de su
efecto remanente en algunos distritos y secciones rurales. Ha habido últimamente una
tendencia a exagerar el papel que la masonería hizo en el impulso inicial de su carre-
ra; ciertamente era miembro de una logia masónica, como, por otra parte, lo eran to-
dos los hombres, conspicuos u oscuros, democráticos o completamente reaccionarios,
que aparecieron en el escenario revolucionario; probablemente el Rey, algunos viejos
aristócratas como el padre de madame de Lamballe y todo el grueso de la clase me-
dia, desde hombres como Bailly hasta hombres como Condorcet. Pero sería leer la
historia al revés y pensar que las características de nuestra propia época se hayan
dado un siglo atrás, el convertir a la masonería en elementos determinante de la carre-
ra de Danton.
Danton fracasó y murió por dos causas combinadas: primero, por su salud, que se
quebrantó, y luego por anteponer su sensatez y su sentido cívico al furor violento y a
la deliberada ley marcial del segundo año de la República. Tanto para ese furor como
para esa deliberación Danton era un obstáculo: su oposición al Terror le quitó el apoyo
de los entusiastas, pero fue la interferencia de su opinión en los planes de los milita-
res, y especialmente de Carnot, lo que determinó su condena y su muerte. El también,
como Mirabeau, crecerá, sin duda, a medida que pasen los años y aunque sólo sea
como representante del temperamento nacional, se convertirá cada vez más en la fi-
gura típica de la Revolución en acción.
Marat
A Marat puede juzgárselo fácilmente. La completa sinceridad del entusiasta no es difí-
cil de apreciar cuando su entusiasmo se consagra a un sencillo ideal humano que ha
sido, por así decirlo fundamental y común a la humanidad.
Igualdad dentro del Estado y gobierno del Estado por la voluntad general: estos dog-
mas prístinos, que la Revolución se propuso recuperar, fueron los creados por Marat.
Los que quieren ridiculizar o condenarlo porque profesaba tal credo, son evidentemen-
te incapaces de discutir en materia alguna la cuestión. El ridículo y la condena que
cubren con justicia a Marat no se deben a las patentes verdades morales que sostuvo,
sino al modo como las sostuvo. No solamente las sostenía aislándolas de otras verda-
des -como hacen los fanáticos con cualquier verdad-, sino que lo hacía como si no
267
Con frecuencia acertaba al denunciar a algún intrigante político: con frecuencia quería
sacrificar a una víctima condenada no sin justicia, con frecuencia descubría al agente
parcialmente responsable, y aun las soluciones violentas que proponía no siempre
eran impracticables. Pero el error principal de su mente torturada fue que, salvo vícti-
mas y súbitos manotazos violentos en pro del éxito de la democracia, ninguna otra
cosa pudo concebir. Era incapaz de admitir las imperfecciones, las tonterías, la incom-
prensión de una mente para con la otra, la simple acción del tiempo y todo lo que hace
la vida humana tan infinitamente compleja e infinitamente adaptable.
El humor, reflejo de esa sabiduría, le faltaba; el “juicio” (de acuerdo con la expresión
inglesa) le faltaba aún más, si es que se puede atribuir un término comparativo a esos
dos vacíos tan absolutos.
No hay que olvidar que la ausencia tan total de ciertas cualidades necesarias para la
formación de la mente equivale a la locura. Marat no era cuerdo. Su locura con fre-
cuencia era generosa; el credo inherente a la misma muy obvia y, para la mayoría de
nosotros, un credo aceptable. Pero dentro de la sociedad él lo usaba como lo usaría
un loco que está loco por el colectivismo, digamos, o por el derecho de propiedad,
pensando en esa única tesis, gritándola con la boca espumosa, perdiendo todo control
cuando su aceptación era, ya no digamos objetada, sino apenas demorada. Marat fue
inapreciable para el cumplimiento de los fines de la Revolución, y su doctrina y su ad-
hesión a ella tan notablemente simples y sinceras que no es de extrañar que el popu-
lacho lo convirtiera (por unos pocos meses) en una especie de símbolo de sus de-
mandas.
Algunos dicen (pero al leer la historia hay que cuidarse siempre de eso que llaman
“ciencia”) que la mezcla de tipos raciales le producía una perturbación física constante:
su cara estaba verdaderamente distorsionada y desequilibrada. Pero las sugerencias
físicas de esta índole son muy poco dignas de crédito.
Robespierre
Ningún personaje de la Revolución necesita más extensas lecturas y mayor conoci-
miento del carácter nacional para ser comprendido que Robespierre.
2
Hay una sola monografía sobre Marat. Interesará al estudioso como prueba del entusiasmo que Marat suele inspirar. Es de
Chèvremont.
268
Esto es tan verdad que ni siquiera el tiempo, que (unido a la erudición) suele rectificar
tales errores, ha permitido ni aun a los autores modernos dar una verdadera pintura de
Robespierre hombre.
Este cuadro, aunque de tono puramente legendario, contiene no sólo mucho de ver-
dad, sino también verdad precisamente de aquella especie que conspira para hacer
verosímil lo que en conjunto es falso.
En estos puntos capitales, que lo cambian todo: Robespierre no era la principal in-
fluencia en el Comité de Salud Pública, es decir, el todopoderoso ejecutivo de la Re-
pública; él no deseaba el Terror, no lo utilizó, aun llegó a disgustarle, y, en general,
nunca fue el que gobernó a Francia.
Entonces ¿qué fueron, y por qué ha surgido el error de considerar a Robespierre como
el dominador en esos momentos?
Esos meses, que "grosso modo" pueden denominarse los meses de Terror, fueron -
como lo veremos más adelante en este libro- meses de ley marcial; y el Terror fue
simplemente ley marcial en acción: en método para imponer la defensa militar del país
y para castigar a todos lo que interferían en el Comité, o a los que el Comité suponía
que lo hacían.
Ningún miembro del Comité fue el autor de este sistema, pero el más decidido a usarlo
y el que más ocasiones tuvo fue, sin lugar a dudas, el organizador militar, Carnot. Jun-
to a él un hombre, Barère, apoyaba el terror, porque así mantenía vivo al Comité de
Salud Pública del cual derivaba su posición política. Otro hombre, Saint-Just, lo apo-
yaba porque creía que el ganar la guerra (en la cual tomó parte activa) aseguraría la
democracia por doquier y para siempre. Otro, Jean Bon, lo apoyaba por su vieja
amargura sectaria de hugonote. Pero de todo el hombre del Comité, Robespierre era
el que menos apoyaba el Terror y el más sospechado por sus colegas -y cada vez
más sospechado a medida que pasa el tiempo- de querer interferir en el sistema mar-
cial del Terror y modificarlo.
¿Por qué, entonces, Robespierre fue popularmente identificado con el Terror y por
qué, cuando fue ejecutado, éste cesó?
Robespierre fue identificado con el Terror porque está identificado con el clamor popu-
lar de su tiempo, con el extremado sentimiento democrático de la época y su extrema-
do sentimiento de temor a una reacción. Siendo Robespierre el ídolo popular, se había
transformado también en el símbolo de un frenesí popular que supuestamente gober-
naba el país. Pero ese frenesí no gobernaba el país. El que gobernaba al país era el
Comité de Salud Pública, del cual Carnot era cerebro maestro. Robespierre era el ído-
lo de la plebe, ciertamente, pero en modo alguno el agente de su poder, ni de ningún
otro poder.
¿Por qué, cuando él cayó, cesó el Terror, si no era obra suya? Porque el Terror actua-
ba bajo una tensión; fue con la máxima dificultad que este sistema marcial absoluto,
intolerante e intolerable, pudo proseguir una vez desaparecido el temor de la invasión.
En las semanas anteriores a la caída de Robespierre las victorias habían comenzado
a hacer innecesario el Terror. Cuando el Comité se ocupó de que Robespierre fuera
proscripto por el Parlamento, removió sin saberlo la piedra angular de su propia políti-
ca; la posición popular de Robespierre era lo que había hecho posible la política del
Comité. Cuando robespierre fue eliminado se vio que el Terror no podía seguir mante-
niéndose. Los hombres lo habían soportado por Robespierre, pensando erróneamente
que él lo había querido. Tras su desaparición, no pudieron soportarlo más.
aún creía que el Terror era popular, y no se atrevía a perder su popularidad. Hombre
por naturaleza sincero como el cristal, se vio tentado a no ser sincero en esta impor-
tante cuestión en los últimos meses de su vida, y cedió por completo a esa tentación.
Para su memoria fue algo deplorable, y deplorable también para la historia. Su debili-
dad ha sido la causa de un error histórico tan grave como cualquiera de los que pue-
den hallarse en la literatura moderna, y que a la vez lo ha desacreditado por completo
ante la posteridad.
Por origen pertenecía a la pequeña nobleza aunque era pobre. Una muestra de su
carácter está en haber pensado tomar los hábitos y en el hecho de que en su primera
juventud lo haya afectado cierta vanidad literaria. No ha dejado un monumento; pero
en razón de la intensidad de su fe y de cómo la practicó, su fama, si bien no es proba-
ble que crezca, con seguridad ha de perdurar.
271
Se mataron reyes mucho antes del 21 de enero de 1793 y de los regicidios del siglo
XIX. Pero Ravaillac, Damiens y sus émulos querían alcanzar a la persona del rey y no
al principio. Deseaban otro rey o nada. No se imaginaban que el trono pudiese quedar
siempre vacío. 1789 se halla a la entrada de los tiempos modernos porque los hom-
bres de la época quisieron, entre otras cosas, derribar el principio de derecho divino y
hacer entrar en la historia a la fuerza de negación y de rebelión que se había constitui-
do en las luchas intelectuales de los últimos siglos. Añadieron así al tiranicidio tradi-
cional un deicidio razonado. El pensamiento llamado libertino, el de los filósofos y juris-
tas, sirvió de palanca para esta revolución 3. Para que esta empresa se haga posible y
se sienta justificada ha sido necesario, ante todo, que la Iglesia, cuya responsabilidad
es infinita, mediante un movimiento que comienza con la Inquisición y se perpetúa en
la complicidad con las potencias temporales, se ponga del lado de los amos tomando
a su cargo la imposición del dolor. Michelet no se engaña cuando no quiere ver sino
dos grandes personajes en la epopeya revolucionaria: el Cristianismo y la Revolución.
Según él, 1789 se explica en efecto, por la lucha de la gracia y la justicia. Aunque Mi-
chelet, como su siglo intemperante, gustaba de las grandes entidades, vio en esto una
de las causas profundas de la crisis revolucionaria.
3
Pero los reyes colaboraron con ella, imponiendo poco a poco el poder político al poder religioso minando así el principio mis-
mo de su legitimidad.
4
Carlos I se atenía al derecho divino hasta el punto que no consideraba necesario ser justo y legal con quienes lo negaban.
272
pues, el principio vencido entre las paredes de una prisión gracias a la sola fuerza de
la existencia y de la fe. La justicia tiene en común con la gracia que quiere ser total y
reinar absolutamente, pero eso sólo. Desde el momento en que entran en conflicto,
luchan a muerte. “No queremos condenar al rey -dice Danton, quien no tiene las bue-
nas maneras del justo-, queremos matarlo”. En efecto, si se niega a Dios hay que ma-
tar al rey. Saint Just, según parece, hace morir a Luis XVI; pero cuando exclama: “De-
terminar el principio en virtud del cual va morir, quizás, el acusado, es determinar el
principio del que vive la sociedad que lo juzga”, demuestra que son los filósofos los
que van a matar el rey: y el rey debe morir en nombre del contrato social 5. Pero hay
que aclarar esto.
El Nuevo Evangelio
El "Contrato social" es, ante todo, una investigación sobre la legitimidad del poder.
Pero siendo un libro de derecho y no de hecho 6, no es momento alguno una compila-
ción de observaciones sociológicas. Su investigación atañe a los principios. Por eso
mismo es ya controversia. Supone que la legitimidad tradicional, a la que se considera
de derecho divino, es admitida. Anuncia, por lo tanto, otra legitimidad y otros princi-
pios. El "Contrato social" es también un catecismo con su tono y lenguaje dogmático.
Como 1789 termina las conquistas de las revoluciones inglesas y norteamericana,
Roussean eleva a sus límites lógicos la teoría del contrato que se encuentra en Hob-
bes. El Contrato social da una larga extensión y una expresión dogmática a la nueva
religión cuyo dios es la razón, confundida con la naturaleza, y su representante en la
tierra, en lugar del rey, el pueblo considerado en su voluntad general.
El ataque contra el orden tradicional es tan evidente que, desde el primer capítulo,
Rousseau se esfuerza por demostrar la anterioridad del pacto de los ciudadanos, que
establece el pueblo, con respecto al pacto del pueblo con el rey, que funda la realeza.
Hasta él, Dios hacía a los reyes, quienes, a su vez, hacían a los pueblos. Desde el
"Contrato social" los pueblos se hacen a ellos mismos antes de hacer a los reyes. En
cuanto a Dios, ya no se trata de él, provisionalmente. En el orden político tenemos
aquí el equivalente a la revolución de Newton. El poder no tiene ya su origen en lo
arbitrario, sino en el consentimiento general. Dicho de otro modo, ya no es lo que es,
sino lo que debería ser. Por suerte, según Rousseau, lo que es no puede separarse de
lo que debe ser. El pueblo es soberano “sólo porque es siempre todo lo que debe ser”.
Ante esta petición de principio se puede decir que la razón, invocada obstinadamente
en ésa, no está bien tratada en ella, sin embargo. Es claro que con el "Contrato social"
"asistimos al nacimiento de una mística y que la voluntad general ocupa en ella el lu-
gar de Dios. “Cada uno de nosotros -dice Rousseau- pone en común su persona y
todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general y recibimos en comu-
nidad a cada miembro como parte indivisible del todo”.
Esta persona política, que se ha hecho soberana, es definida también como persona
divina. Tiene, por otra parte, todos los atributos de la persona divina. Es infalible, en
efecto, pues el soberano no puede querer el abuso. “Bajo la ley de la razón nada se
hace sin causa”. Es solamente libre, si es cierto que la libertad absoluta es la libertad
con respecto a uno mismo. Rousseau declara así que se opone a la naturaleza del
cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda violar. Es también
inalienable, indivisible, y para terminar, hasta aspira a resolver el gran problema teoló-
gico, la contradicción entre la omnipotencia y la inocencia divina. La voluntad general
obliga, en efecto; quien se niegue a obedecerla no es sino una manera de “obligarle a
ser libre”. La divinización se completa cuando Rousseau, separando al soberano de
sus orígenes, llega a distinguir la voluntad general de la voluntad de todos. Esto puede
5
Rosseau no lo habría querido, por supuesto. Hay que poner al comienzo de este análisis, para darle sus límites, lo que decla-
ró Rosseau firmemente: "Nada de aquí abajo merece ser comprado al precio de la sangre humana.
6
Véase el Discurs sur l' Inégalité: "Comencemos, pues, por descartar todos los hechos, pues no atañen a la cuestión".
273
Por eso las palabras que se encuentran con más frecuencia en el "Contrato social" son
las palabras: “absoluto”, “sagrado”, “inviolable”. El cuerpo político así definido, cuya ley
es un precepto sagrado, no es sino un producto sustitutivo del cuerpo místico de la
cristiandad temporal. El "Contrato social" termina, por lo demás, con la descripción de
una religión civil y hace de Rousseau un precursor de las sociedades contemporá-
neas, que excluyen no solamente la oposición, sino también la neutralidad. En efecto,
Rousseau es el primero que en los tiempos modernos instituye la profesión de fe civil.
Es el primero que justifica la pena de muerte en una sociedad civil y la sumisión abso-
luta del súbdito a la realeza del soberano. “Para no ser víctima de un asesino se con-
siente en morir si se llega a serlo”. Curiosa justificación, pero que establece firmemen-
te que hay que saber morir si el soberano lo ordena y que, si es necesario, se debe
darle la razón contra uno mismo. Esta noción mística justifica el silencio de Saint-Just
desde su detención hasta el patíbulo. Convenientemente desarrollada, explicará a los
acusados entusiastas de los procesos stalinianos.
Estamos en los albores de una religión con sus mártires, sus ascetas y sus santos.
Para juzgar bien la influencia que adquirió este evangelio hay que tener una idea del
tono inspirado de las proclamas de 1789. Fauchet, ante las osamentas desenterradas
en la Bastilla, exclama: “Ha llegado el día de la revelación... Los huesos se han levan-
tado a la voz de la libertad francesa; atestiguan contra los siglos de la opresión y de la
muerte, profetizan la regeneración de la naturaleza humana y de la vida de las nacio-
nes”. Y vaticina: “Hemos llegado al corazón de los tiempos. Los tiranos están madu-
ros”. Es el momento de la fe maravillosa y generosa, el momento en que un pueblo
admirable derriba en Versalles el patíbulo y la rueda del tormento 8. Los patíbulos pa-
recen los altares de la religión y la injusticia. La nueva fe no puede tolerarlos. Pero
llega el momento en que la fe, al hacerse dogmática, erige sus propios altares y exige
la adoración incondicional. Entonces reaparecen los patíbulos y, a pesar de los alta-
res, la libertad, los juramentos y las Fiestas de la Razón, las misas de la nueva fe de-
berán celebrarse entre sangre. En todo caso, para que 1789 marque el comienzo del
reinado de la “humanidad santa”9 y de “Nuestro Señor el género humano” 10, tiene que
desaparecer primeramente el soberano caído. El asesinato del rey-sacerdote va a
sancionar la nueva era, que dura todavía.
Saint-Just ha hecho entrar en la historia las ideas de Rousseau. En el proceso del rey,
lo esencial de su demostración consiste en decir que el rey no es inviolable y debe ser
juzgado por la asamblea, no por un tribunal. En cuanto a sus argumentos, se los debe
a Rousseau. Un tribunal no puede ser juez entre el rey y el soberano. La voluntad ge-
neral no puede ser citada ante unos jueces ordinarios. Está por encima de todo. Se
proclama, por lo tanto, la inviolabilidad y la trascendencia de esta voluntad. Como se
sabe, el gran tema del proceso era, por el contrario, la inviolabilidad de la persona real.
La lucha entre la gracia y la justicia encuentra su ilustración más provocativa en 1793,
cuando se oponen, hasta la muerte, dos concepciones de la trascendencia. Por lo de-
7
Toda ideología se constituye contra la sicología.
8
El mismo idilio se produce en 1.905 en Rusia, donde el Soviet de Sant Petersburgo desfila con carteles en los que se pide la
abolición de la pena de muerte, y en 1.917.
9
Vergniaud.
10
Anacharsio Cloots.
274
El discurso de Saint-Just sólo tiende a cerrar, una a una, todas las salidas del rey, sal-
vo la que lleva al patíbulo. En efecto, si las premisas del "Contrato social" son acepta-
das, este ejemplo es lógicamente inevitable. Después de él “los reyes huirán al desier-
to y la naturaleza recuperará sus derechos”. Fue inútil que la convención aprobase
una reserva y dijese que no prejuzgaba si juzgaba a Luis XVI o si aprobaba una medi-
da de seguridad. Se apartaba de sus propios principios y trataba de disfrazar, median-
te una hipocresía chocante, su verdadera empresa, que consistía en fundar el nuevo
absolutismo. Jacques Roux, por lo menos, reflejaba la verdad del momento al llamar al
rey Luis el último, señalando así que la verdadera revolución, realizada ya en el campo
de la economía, se realizaba entonces en el de la filosofía y era un crepúsculo de los
dioses. La teocracia fue atacada en 1789 en su principio y muerta en 1793 en su en-
11
O, por los menos, cuyo significado se ha anticipado. Cuando Saint-Just pronuncia esa frase no se sabe todavía que habla ya
para él mismo.
275
carnación. Brissot dijo con razón: “El monumento más sólido de nuestra revolución es
la filosofía” 12.
La religión de la virtud
Pero la religión que ejecuta así el viejo soberano debe crear ahora el poder del nuevo;
cierra la iglesia, lo que la lleva a tratar de edificar un templo. La sangre de los dioses,
que salpica durante un segundo al sacerdote de Luis XVI, anuncia un nuevo bautismo.
Joseph de Maistre llamó satánica a la Revolución. Ya se ve por qué y en qué sentido.
Sin embargo, Michelet estaba más cerca de la verdad al llamarla purgatorio. Una épo-
ca penetra ciegamente en ese túnel para descubrir una nueva luz, una nueva dicha, y
el rostro del verdadero dios. ¿Pero cuál será ese nuevo dios? Preguntémosle también
a Saint-Just.
1789 no afirma todavía la divinidad del hombre, sino la del pueblo, en la medida en
que su voluntad coincide con la de la naturaleza y la razón. Si la voluntad general se
expresa libremente no puede ser sino la expresión universal de la razón. Si el pueblo
es libre es infalible. Muerto el rey y rotas las cadenas del viejo despotismo, el pueblo
va a expresar lo que en todos los tiempos y todos los lugares es, ha sido y será la ver-
dad. Es el oráculo que hay que consultar para saber lo que exige el orden eterno del
mundo. "Vox populi, vox naturae". Principios eternos gobiernan nuestra conducta: la
Verdad, la Justicia, la Razón, finalmente. Aquí está el nuevo dios. El Ser Supremo que
van a adorar cohortes de muchachas festejando a la razón no es sino el antiguo dios,
12
La Vendeé, guerra religiosa, le da también razón.
13
Será el Dios de Kant, Jacobi y Fichte.
276
desencarnado, privado bruscamente de toda relación con la tierra y enviado como una
pelota al cielo vacío de los grandes principios. Privado de sus representantes, de todo
intercesor, el dios de los filósofos y los abogados no tiene sino el valor de una demos-
tración. Es muy débil, en verdad, y se comprende que Rousseau, que predicaba la
tolerancia, haya creído, no obstante, que había que condenar a muerte a los ateos.
Para adorar largo tiempo un teorema no basta la fe; hace falta, además, una policía.
Pero ésta no debía venir hasta más tarde. En 1793 la nueva fe se halla todavía intacta
y bastará, si se ha de creer a Saint-Just, con gobernar según la razón. Después de él,
el arte de gobernar no ha producido sino monstruos, porque hasta él no se ha querido
gobernar según la naturaleza. La época de los monstruos ha terminado con la de la
violencia. “El corazón humano marcha de la naturaleza a la violencia, de la violencia a
la moral”. La moral no es, por lo tanto, sino una naturaleza recobrada por fin después
de siglos de alineación. Sólo con que den al hombre leyes “según la naturaleza y su
corazón”, dejará de ser desdichado y corrompido. El sufragio universal, fundamento de
las nuevas leyes, debe traer consigo forzosamente una moral universal. “Nuestra fina-
lidad es crear un orden de cosas tal que se establezca una inclinación universal hacia
el bien”.
14
Pero la naturaleza, tal como se la encuentra en Bernardino de Saint-Pierre, está conforme con una virtud preestablecida.
También la naturaleza es un principio abstracto
277
Quería una justicia que no tratara de “encontrar culpables al acusado, sino de encon-
trarlo débil” y esto es admirable. Soñaba también con una república del perdón que
reconociese que si el árbol del crimen era duro, su raíz era tierna. Por lo menos uno
de sus gritos procede del corazón, y no se puede olvidar: “Es terrible atormentar a la
gente”. Sí, es terrible. Pero un corazón puede sentirlo y someterse, no obstante, a
principios que suponen, en último término, el tormento de la gente.
El Terror
Saint-Just, contemporáneo de Sade, llega a la justificación del crimen, aunque parte
de principios diferentes. Saint-Just es, sin duda, el anti-Sade. Si la fórmula del mar-
qués podía ser: “Abrid las prisiones y demostrad vuestra virtud”, la del convencional
sería: “Demostrad vuestra virtud o entrad en las presiones”. Ambas legitiman, no obs-
tante, un terrorismo, individual en el libertino, estatal en el sacerdote de la virtud. El
bien absoluto o el mal absurdo, si se pone en ello la lógica necesaria, exigen el mismo
furor. Es cierto que hay ambigüedad en el caso de Saint-Just. La carta que escribió a
Vilain d’Aubigny en 1792 tiene algo de insensato. Esta profesión de fe de un persegui-
do termina con una confesión convulsa: “Si Bruto no mata a los demás se matará a sí
mismo”. Un personaje tan obstinadamente grave, tan voluntariamente frío, lógico e
imperturbable, permite imaginar todos los desequilibrios y todos los desórdenes. Saint-
Just ha inventado la clase de seriedad que hace de la historia de los dos últimos siglos
una novela negra tan fastidiosa. “Quien bromea al frente del gobierno -dice- tiende a la
tiranía”. Es ésta una máxima sorprendente, sobre todo si se tiene en cuenta con qué
se pagaba entonces la simple acusación de tiranía, y que prepara, en todo caso, la
época de los Césares pedantes. Saint-Just da el ejemplo: su tono mismo es definitivo.
Esta cascada de afirmaciones perentorias, este estilo axiomático y sentencioso le pin-
tan mejor que los retratos más fieles. Las sentencias ronronean, como la sabiduría
misma de la nación, y las definiciones que constituyen la ciencia se suceden como
órdenes frías y claras. “Los principios deben ser moderados, las leyes implacables, los
principios sin remisión”. Es el estilo guillotina.
Desde hacía mucho tiempo presentía, en efecto, que su exigencia suponía por su par-
te una entrega total y sin reservas, pues él mismo decía que quienes hacen las revolu-
ciones en el mundo, “quienes hacen el bien”, no pueden dormir sino en la tumba. Se-
guro de que sus principios debían, para triunfar, culminar en la virtud y la felicidad de
su pueblo, advirtiendo, quizá, que pedía lo imposible, se había cortado de antemano la
retirada declarando públicamente que se apuñalaría el día en que desesperara de este
pueblo. He aquí que desespera, sin embargo, pues duda del terror mismo. “La revolu-
ción está helada, todos los principios se han debilitado; sólo quedan birretes movidos
por la intriga. El ejercicio del terror ha embotado al crimen, como los licores fuertes
embotan al paladar”. La virtud misma “se une al crimen en las épocas de anarquía”.
Había dicho que todos los crímenes procedían de la tiranía, que era el primero de to-
dos, y, ante la obstinación incansable del crimen, la Revolución misma corría a la tira-
nía y se hacía criminal. Por lo tanto, no se puede someter al crimen, ni a las fraccio-
nes, ni al terrible deseo de goce; hay que desesperar de este pueblo y subyugarlo.
Pero tampoco se puede gobernar inocentemente. Por lo tanto, hay que sugerir el mal
o servirlo, admitir que los principios se equivocan o reconocer que el pueblo y los
hombres son culpables. Entonces se revela la figura misteriosa y bella de Saint-Just:
“Sería abandonar poca cosa una vida en la que habría de ser el cómplice, o el testigo
mudo, del mal”. Bruto, que debía matarse si no mataba a los otros, comienza matando
a los otros. Pero los otros son demasiados, no se puede matar a todos. Entonces hay
que morir y demostrar una vez más que la rebelión, cuando de desenfrena, oscila en-
tre el aniquilamiento de los otros y la destrucción de uno mismo. Esta tarea, por lo me-
nos, es fácil; basta una vez más con seguir la lógica hasta de su muerte, Sain-Just
reafirma el gran principio de su acción, que es el mismo que le va a condenar: “No
pertenezco a ninguna facción, lucharé contra todas”. Reconocía entonces, y de ante-
mano, la decisión de la voluntad general, es decir, de la Asamblea. Se disponía a mar-
char a la muerte por el amor a los principios y contra toda realidad, pues la opinión de
la Asamblea no podía ser obtenida, justamente, sino mediante la elocuencia y el fana-
tismo de una facción. ¡Pero cómo! Cuando los principios desfallecen los hombres sólo
pueden salvarlos, y salvar su fe, de una manera, que es morir por ellos. En el calor
asfixiante del París de julio, Saint-Just, negando ostensiblemente la realidad y el mun-
do, confiesa que somete su vida a la decisión de los principios, dicho eso, parece ad-
vertir fugitivamente otra verdad, pues termina con una denuncia moderada de Billaud-
Varennes y Collot d’Herbois. “Deseo que se justifiquen y que nosotros seamos más
sensatos”. El estilo y la guillotina quedan suspendidos un instante. Pero la virtud no es
la sensatez, pues tiene demasiado orgullo. La guillotina queda suspendida un instante.
Pero la virtud no es la sensatez, pues tiene demasiado orgullo. La guillotina va a caer
sobre esta cabeza bella y fría como la moral. Desde el momento en que la Asamblea
le condena hasta el momento en que tiende su nuca a la cuchilla, Saint-Just calla. Es-
te largo silencio es más importante que la muerte misma. Se había quejado de que el
silencio reinaba alrededor de los tronos y por eso había querido hablar tanto y tan
bien. Pero al final, despreciando la tiranía y el enigma de un pueblo que no se ajusta a
la Razón pura, vuelve él también al silencio. Sus principios no concuerdan con lo que
es, las cosas son lo que deberían ser; por lo tanto, los principios se quedan solos, mu-
dos y fijos. Entregarse a ellas es morir, en verdad, y morir de un amor imposible, que
es lo contrario del amor. Saint-Just muere y, con él, la esperanza de una nueva reli-
gión.
“Están llamadas todas las piedras para el edificio de la libertad - decía Saint-Just; le
podéis construir un templo o una tumba con las mismas piedras”. Los principios mis-
mos del "Contrato social" presidieron la elevación de la tumba que Napoleón Bonapar-
te selló. Rousseau, que no carecía de sensatez, había visto claramente que la socie-
dad del Contrato sólo convenía a dioses. Sus sucesores lo tomaron al pie de la letra y
280
trataron de fundar la divinidad del hombre. La bandera roja, símbolo de la ley marcial,
y por lo tanto del poder ejecutivo en el antiguo régimen, se convierte en símbolo revo-
lucionario al 10 de agosto de 1792. Es un traspaso significativo que Jaures comenta
así: “El derecho somos nosotros, el pueblo ... No somos rebeldes. Los rebeldes están
en las Tullerías”. Pero uno no se hace dios tan fácilmente. Ni siquiera los dioses anti-
guos mueren al primer golpe y las revoluciones del siglo XIX deberán terminar la liqui-
dación del principio divino. Parías se subleva entonces para poner al rey bajo la ley del
pueblo y para impedirle que restaure una autoridad de principio. Ese cadáver que los
sublevados de 1830 arrastraron a través de las salas de las Tullerías e instalaron en el
trono para rendirle honores irrisorios no tiene otra significación. El rey puede ser toda-
vía en esta época un encargado de negocios respetado, pero su delegación procede
ahora de la nación, su regla es la Carta. Ya no es Majestad. El antiguo régimen desa-
parece entonces definitivamente en Francia, pero todavía era necesario, después de
1848, que el nuevo se consolidase; la historia del siglo XIX hasta 1914 es la de la res-
tauración de las soberanías populares contra las monarquías de antiguo régimen, la
historia del principio de las nacionalidades. Este principio triunfa en 1919, año que ve
la desaparición de todos los absolutismos de antiguo régimen en Europa 15. En todas
partes la soberanía de la nación sustituye, por derecho y por razón, rey al soberano.
Solamente entonces pueden ponerse de manifiesto las consecuencias de los princi-
pios del 89. Quienes vivimos al presente somos los primeros que podemos advertirlo
claramente.
Los jacobinos endurecen en los principios morales eternos en la medida misma en que
acababan de suprimir lo que sostenía hasta entonces esos principios. Como predica-
dores del evangelio, quisieron fundar la fraternidad en el derecho abstracto de los ro-
manos. Sustituyeron los mandamientos divinos con la ley que, según suponían, debía
ser reconocida por todos, pues era la expresión de la voluntad general. La ley hallaba
su justificación en la virtud natural y la justificaba a su vez. Pero desde el momento en
que se manifiesta una sola facción del razonamiento se derrumba y se advierte que la
virtud necesita justificación para no ser abstracta. Del mismo modo, los juristas bur-
gueses del siglo XVIII, al aplastar bajo sus principios las conquistas justas y vivas de
su pueblo, prepararon los dos nihilismos contemporáneos: el del individuo y el del Es-
tado.
El movimiento de insurrección que nace en 1789 no puede sin embargo detenerse ahí.
Dios no ha muerto eternamente para los jacobinos más que para los hombres del ro-
manticismo. Conservan todavía al Ser Supremo. La Razón, de cierta manera, es toda-
vía mediadora. Supone un orden preexistente. Pero Dios está, por lo menos, desen-
carnado y reducido a la existencia teórica de un principio moral. La burguesía no reinó
15
Salvo la monarquía española: Pero se hunde el imperio alemán, del cual decía Guillermo II que era "la señal de que noso-
tros, los Hohenzollern, hemos recibido la corona solamente del cielo y sólo tenemos que rendir cuentas al cielo".
281
durante todo el siglo XIX sino refiriéndose a estos principios abstractos. Simplemente,
menos digna que Saint-Just, utilizó esta referencia como una coartada, practicando en
todas las ocasiones los valores contrarios. Con su corrupción esencial y su desalenta-
dora hipocresía ha contribuido así a desacreditar definitivamente los principios que
reivindicaba. Su culpabilidad a este respecto es infinita. Desde el momento en que los
principios eternos sean puestos en duda al mismo tiempo que la virtud formal, en que
queden desacreditados todos los valores, la razón se pondrá en movimiento sin refe-
rirse ya sino a sus éxitos. Querrá reinar, negando todo lo que ha sido y afirmando todo
lo que será. Se hará conquistadora. El comunismo ruso, con su crítica violenta de toda
virtud formal, termina la obra rebelde del siglo XIX negando todo, principio superior. A
los regicidas del siglo XIX suceden los deicidas del siglo XX, que llevan hasta el ex-
tremo la lógica rebelde y quieren hacer de la tierra el reino en que el hombre será dios.
El reinado de la historia comienza, e identificándose sólo con su historia, el hombre,
infiel a su verdadera rebelión, se dedicará en adelante a las revoluciones nihilistas del
siglo XX que, negando toda moral, buscan desesperadamente la unidad del género
humano a través de una agotadora acumulación de crímenes y de guerras. A la revo-
lución jacobina, que trataba de instituir la religión de la virtud, con el fin de fundar en
ella la unidad, sucederán las revoluciones cínicas, de derecha e izquierda, que van a
tratar de conquistar la unidad del mundo para fundar por fin la religión del hombre.
Todo lo que pertenecía a Dios será entregado en adelante a César.
282
ANEXO IV:
HISTORIA DE LAS IDEAS POLITICAS DE MARCEL PRELOT
Esta dicotomía, que por su simplificación cómoda, ejercerá sobre la opinión pública
francesa una prolongada seducción y formará una línea divisoria entre los partidos, no
tiene sin embargo valor histórico ni científico.
En aquella época, como muy bien lo explica Maxime Leroy en su erudita y vívida His-
toire des idées sociales (Gallimard, París, t. I, 1946), esa oposición no tiene bases
concretas. Rousseau está presente en las tres asambleas: “filósofo de los montañe-
ses, y también de los girondinos”. Proscriptor (Robespierre) y proscripto (Boyer-
Fronfède) se han encontrado en Montmorency al pie del mausoleo de Rousseau. En
sus memorias, Buzot y Malouet invocan tanto al autor de Espíritu de las Leyes como
la de Contrato Social. Diderot es el filósofo caro al montañés Danton; Montesquieu
entusiasma al “sans-culotte” Marat y al montañés Saint-Just. Durante una escena vio-
lenta, éste es abrumado por Carnot con las reminiscencias del Esprit.
Esta tiene intelectualmente como autor a un abate, elegido diputado del Tercer Esta-
do, cuya influencia sobre su época y su país -acontecimiento e ideas- fue decisiva. Por
lo menos tanto como Mirabeau y Napoleón, Sieyès -cuyo apellido debe pronunciarse
Si-ès, según escribe Camile Demoulins en una Lettre aux habitants de Guise (19
julio 1789)- ha decidido sobre la Revolución: la ha iniciado en junio de 1789 y la ha
terminado en noviembre de 1799. El decreto que hace dictar, el 17 de junio de 1789, a
los representantes del Tercer Estado constituyéndose en Asamblea Nacional es, se-
gún palabras de Madame de Stael “la Revolución misma”. La acción personal de direc-
tor Sieyès, es la que pone fin a la Revolución, preparando y llevando a cabo el golpe
de Estado del 18 Brumario.
283
Siempre misterioso y quejumbroso, sacerdote sin vocación, orador nada brillante, pero
muy grande y hábil político. Sieyès, cuando nació el 3 de mayo de 1748 en Fréjus,
apenas si tenía respiración. Cuidándose, logrará conservarla hasta los 88 años. Pero
su débil constitución le imposibilita la carrera de las armas, a la que tenía afición. Pre-
sionado por sus padres, de quienes era el quinto hijo, se hizo sacerdote, estado que le
repugnaba y cuyas penosas obligaciones denunciará en amargos términos. En el seno
del clero su carrera es, como se decía en esa época, la de un “administrador de dióce-
sis” y no la de un “administrador de sacramentos”. Muy pronto vicario general del Tré-
guier, luego de Chartres, diputado de su diócesis en los Estado de Bretaña, diputado
también en el Orleanesado, delegado en París, hace desde antes de 1789 el aprendi-
zaje de la política y de la administración. Sus publicaciones resonantes, sobre las cua-
les volveremos a hablar, lo conducen directamente a los Estados Generales. Sin ser
candidato, es elegido en último lugar por el distrito de París que, retrasado en sus de-
signaciones, lo nombra no obstante ser sacerdote y a pesar de lo que había decidido
anteriormente sobre la pertenencia a la orden (18 de mayo de 1789).
Este silencio fue total durante la Convención porque sus simpatías son girondinas.
Aconseja a sus amigos una táctica audaz: la anulación de las elecciones de París por
causa de violencia y fraude, lo que habría puesto desde un principio a la Montaña en
inferioridad. Pero no se lo escucha. Igualmente la Constitución del año I y la Constitu-
ción directorial del año III son elaboradas sin su aprobación. En ocasión de la segun-
da, hace conocer algunas de sus ideas esenciales.
Pero en la diarquía con que Sieyès indudablemente había soñado, Bonaparte toma
rápidamente la ventaja. Cubierto de dinero y título, provisto de un castillo, aquél es
alejado del poder. Un dístico resume muy bien el trato engañoso de que fue víctima:
16
Siey_s a Bonaparte ha regalado el trono / Bonaparte a Siey_s ha regalado Crosne.
284
“El arte social”. Sieyès ha ocupado a la vez los primeros papeles y ha formulado un
pensamiento político de fuerza excepcional. Entre todos los que hemos estudiado -o
que estudiaremos- es sin duda el que desde la antigüedad ha captado mejor el carác-
ter arquitectónico de las constituciones. El mismo ha llamado a su doctrina “el arte
social”, el arte “de asegurar y aumentar la felicidad de las naciones”, mientras que
asegurar y aumentar la dicha de los individuos esm papel de la filosofía moral.
Sieyès lamenta que se haya estudiado por separado el arte de cultivar la tierra, el de
comerciar o el de gobernar, cuando esos conocimientos diversos deberían formar un
todo bien orgánico. Estos materiales dispersos han de ser reunidos para obtener la
mejor forma de constituir el cuerpo político. Es necesario, en cada ciencia, encarar no
solamente el propio dominio sino las mutuas relaciones, las uniones comunes. Esta
búsqueda es de tal importancia y tan vasta, que requiere una colaboración universal
de los espíritus. Sin embargo, de ningún modo se trata de investigaciones y compara-
ciones. El arte social no puede ni debe fundarse sobre casos concretos y particulares
del presente o del pasado. Tiene su lecho en el conocimiento del hombre y no en el
conocimiento de los hombres. Aquél pertenece al campo del arte social; éste no es
sino “la intriga social”. De tal modo, el arte social descansa enteramente sobre la ra-
zón. Propiamente creador, no puede referirse a modelos existentes en la naturaleza o
en la historia, puesto que debe hacer más y mejor. En 1794, después del Terror,
Sieyès fija así su pensamiento: “Los hombres han construido chozas antes de cons-
truir palacios y la arquitectura social ha tenido que progresar mucho más lentamente
que la arquitectura civil. Hace falta, por tanto, elevarse al auténtico tipo de lo bello y
verdadero, en lugar de copiarlo; hace falta querer servir de ejemplo a las naciones en Retrato de Des-
cartes, por Franz
lugar de ajustarse a ellas; en una palabra; es necesa rio, no consultando los hechos a Hals (Museo del
la ma nera de los físicos sino consultando a la razón, constituir lógicamente, científi- Louvre)
camente, una maquinaria política cuya perfección asegure la eficacia y garantice la
duración".
Los escritos de Sieyès. Desgraciadamente, este “agotamiento” del cual sólo a me-
dias cabe burlarse, dado el verdadero genio de Sieyès, está completamente ausente
de su obra escrita. Sieyès no ha dejado un “tratado de arte social” sino discursos,
opúsculos, fragmentos dispersos. No solamente detestaba escribir sino que en verdad
estimaba que el mejor medio de conservar intacta su autoridad era rodearla de miste-
rio.
1789 (verano 1788), el Essai sur les privilèges (noviembre 1788) y, por último,
Qu’est-ce que la Tiers Etat? aparecido en enero de 1789, continuación del Essai sur
les privilèges. La cuarta y última edición está firmada y contribuyó grandemente a la
elección de Sieyès a los Estados. Una edición crítica de los Privilèges y del Tiers fue
publicada en 1788 por Edme Champio y Alphonse Aulard.
Estos elementos dispersos están lejos de formar el conjunto orgánico que implicaba el
método de Sieyès. A las dificultades para comprenderlo, dada su personalidad enig-
mática, se unen aquellas que provienen de forma en que él se expresó, e incluso en
ciertos momentos en que se calló. Al no estar formuladas ex profeso por su autor en
ningún sitio, nuestra interpretación de las “teorías”, que vamos a exponer, contiene
una parte de hipótesis. Mucho menos podemos eliminarla cuanto que quienes han
atacado al pensamiento de Sieyès no se ponen de acuerdo. El estudio capital es el
presentado en su tesis de doctorado en letras por Paul Bastid, Sieyès et sa pensée
(París, Hachette, 1939). Pero J. Borudon, profesor de la Facultad de Letras de Nancy,
en otra tesis, que casi pasó inadvertida porque fue editada durante la ocupación en
una forma no habitual, tiene sobre el liberalismo de Sieyès enfoques muy penetrantes
(La Constitución de l’an VIII, Carrère, Rodez, 1942).
Aquí, la oposición entre Sieyès y Rousseau es total. Este, piensa Sieyès ha “confundi-
do los principios del arte social con los comienzos de la sociedad humana”. Rousseau
está a favor del juego del instinto y del don de la naturaleza. Sieyès se pronuncia por
lo racional y por lo construido. El estado social, en relación al estado de naturaleza,
perfecciona y ennoblece al hombre. Extiende y protege la libertad; defiende y asegura
la igualdad de derechos. (Respuesta al primer informe de Mounier en la Constituyen-
te).
Debemos reconocer que sobre este punto hay grandes dificultades para conciliar en
Sieyès un individualismo social cierto y una noción de la actividad nacional, que se
puede concebir como ya orgánica. Pero sería, a nuestro juicio, un error ver en Sieyès
tanto un organicista (puesto que la noción sociológica de la nación le es totalmente
desconocida) como un puro y sencillo atomista. Contra esta última tendencia él espe-
cifica que las verdaderas relaciones de una constitución política son con la nación
que queda, más que con cualquier generación que pasa; con las necesidades de la
naturaleza humana, común a todos, más bien que con las diferencias individuales.
La nación no se crea por sí misma sino que existe, es de derecho natural, pero necesi-
ta una organización política y administrativa o, según los términos de Sieyès, un esta-
blecimiento público, es decir, un conjunto de medios, formados por personas y co-
sas, destinados a realizar los fines sociales. De este modo -y esto explica ciertas vaci-
laciones de Sieyès relativas al poder constituyente- la constitución política es posterior
a la formación como nación. Interviene después que existe ya una voluntad común,
anterior a ella.
287
Parece que, según su modo habitual, Sieyès ha exagerado un poco. Hemos encontra-
do ya anteriormente esta noción de constitución en todos los tradicionalistas, para
quienes la antigua constitución de la monarquía fue alterada por el absolutismo. Por
otra parte, en el momento en que Sieyès escribe acaba de encenderse un nuevo foco
político, cuya importancia es de inmediato enorme: América del Norte. Lafayette y Ro-
chambeau, los aristócratas que han participado en la campaña de formación de los
Estados Unidos regresan con una gran admiración hacia ese nuevo país. Dos años
antes de la Constitución francesa, La Constitución de Filadelfia dio una idea de lo que
podía ser una Constitución moderna, conforme a nuestra terminología de hoy, escrita
y rígida. El principio dominante en ella -el que penetra y anima todas las instituciones
americanas- es que el conjunto de ciudadanos tiene derecho a determinar su go-
bierno. Una ley divina, el instinto, la simpatía, funda y mantiene las sociedades huma-
nas. Este es un hecho natural cuyo cambio no corresponde al hombre. Contrariamen-
te, el gobierno o manejo de los intereses generales de la comunidad es una obra com-
pletamente humana. No es menos importante, puesto que la voluntad de cada uno y
de todos trae a debate el bienestar y la libertad de cada uno y de todos. Por consi-
guiente, sin mandato expreso, los legisladores no deben tocar ese gran resorte del
Estado llamado “Constitución”. “Se prohibe, con razón, esa facultad a las Asambleas
ordinarias para evitar posibles usurpaciones y seguras agitaciones. Y cuando es nece-
sario alterar la ley suprema, el pueblo, suficientemente provenido, concede un manda-
to especial a una Asamblea constituyente, a una Convención, encargada expresa-
mente y con exclusión de cualquier otro cuerpo, de revisar la Constitución...” Sin em-
bargo, esta ley no somete ni liga a la nación contra su voluntad (no hay ninguna ley
que tenga semejante autoridad, a menos de ser impuesta por un conquistador). “Es la
regla suprema de los poderes públicos; nada más y nada menos”. (Edourd de La-
boulaye, Questions constitutionnelles, París, 1872).
Estas ideas que los publicistas americanos, especialmente Franklin y Thomas Payne,
así como las que Hamilton, Madison, Jay, autores del Federalist, debían divulgar en
Francia, son también las que llevan hasta Sieyès la corriente doctrinal de la Escuela
del Derecho Natural y de Gentes. Wolf y su Droit de la nature traité scientifique-
ment han tenido un admirador y un adaptador en la persona de Vattel, suizo de Neu-
fchatel, quien ha traducido a Wolf al idioma francés (V. núm. 202). Su Droit des gens
ou principe de la loi naturelle contiene en el libro III, cap. 3, una teoría “de la consti-
tución del Estado, de los deberes y de los derechos de la nación al respecto”, particu-
larmente clara y bien acogida. La constitución del Estado aparece como el reglamento
fundamental que determina el modo en que la autoridad pública debe ser ejercida, y
esta constitución es, según la propia expresión de Vattel: “elegida por la nación”.
Es imposible que Sieyès no haya leído a Vattel ni oído hablar de algunos americanos.
Su mérito personal -que es real aunque limitado- está en dar al poder constituyente un
relieve particular, encarnándolo en un órgano propio: la jurie constitutionnaire. Sobre
este punto Sieyès se ha apartado, por una vez, de las consideraciones generales y ha
redactado textos de aplicación inmediata.
La Representación. La noción de constitución, aun cuando no sea sólo suya, es, sin
embargo, esencial a su teoría. Forma, puede decirse, como el pilar de su sistema,
puesto que de la constitución dimana la existencia de los poderes representativos y
separados.
288
Según el autor del tercer Estado “todo poder es representativo”. En oposición a Rous-
seau, sobrepasa incluso a Montesquieu en el sentido de que no solamente atribuye a
la representación una superioridad práctica sino que hace de ella uno de los principios
fundamentales por excelencia del Estado organizado conforme al “arte social”.
Sieyès sustituye esta noción tradicional del mandato particular por la del mandato ge-
neral. La elección deja de ser una delegación y se convierte en una “selección”. Esta
palabra de V.E. Orlenado es la que mejor expresa el pensamiento de Sieyès, que en
su marcha pasará de la elección-selección de 1971 a la selección sin elección de la
Constitución del año VIII. El papel de los electores consiste en elegir. Cuando la elec-
ción está hecha -y Rousseau bien lo había advertido- el papel de la nación ha termi-
nado hasta las nuevas designaciones. Pero esto no desagrada a Sieyès. Para él, el
problema esencial es crear una voluntad, formar un órgano decisivo. Este, en su fun-
cionamiento, debe ser independiente de quienes se pronunciaron sobre su composi-
ción.
Nunca se insistirá demasiado, porque en esto las confusiones son en extremo frecuen-
tes. Este régimen representativo no es la democracia. Se podrá ulteriormente de-
mocratizar el régimen representativo, pero inicialmente -y estamos aquí en la fase ini-
cial- el sistema representativo, tal cual lo concibe Sieyès, es oligárquico. El mismo es
hostil a la democracia, especialmente a la democracia directa, que llama “pura” o “sin
pulir”.
El sistema de Sieyès puede resumirse sobre poco más o menos del modo siguiente:
La voluntad, expresada por sus representantes es general y les confiere una com-
petencia tan extensa como la constitución ha querido.
La voluntad constituyente, que está antes por encima de las otras voluntades. En la
segunda parte de la actividad de Sieyès, durante el Directorio, una de sus ideas domi-
nantes será, ya lo hemos dicho, representar la voluntad constituyente en forma per-
manente por medio de una jurie constitutionnaire que decidirá sobre todas las viola-
ciones de la constitución.
La voluntad gobernante que propone las leyes y medidas útiles al Estado. Dicta ór-
denes y nombra el Poder Ejecutivo. Está igualmente representada por una asamblea
que es el Consejo de Estado.
A pesar del golpe de Estado, Sieyès permanece liberal. Cuando divide tan minuciosa-
mente los poderes públicos, es para asegurar al máximo la libertad de los individuos y
no, como Bonaparte, para minimizar su papel frente al poder personal.
parte del Estado, en tanto y en cuanto son semejantes e iguales. Los intereses comu-
nes a los ciudadanos iguales forman una masa llamada la “cosa pública”, la “Repúbli-
ca”. Sieyès la opone, según una vigorosa fórmula, a la “Retotal”, sistema en el cual el
individuo sería enteramente absorbido por el Estado.
La Escapatoria Kantiana. Sin embargo, al mismo tiempo que “buscan una espada”,
éstos buscan un filósofo. Sieyès solicita los consejos de Emmanuel Kant.
Sin duda, un análisis erudito, como el de Georges Vlachos (Cf. Etudes sur le Contrat
social, op. cit., ps. 499 y sigts.) muestra los matices existentes entre las concepciones
del ciudadano de Ginebra y del pensador de Koenigsberg, pero no es menos cierto
que en determinada época “la adhesión de Kant a Rousseau es, pese a todo... infini-
tamente más fuerte que sus reservas” (V. Delbos). Resulta, pues, natural que la com-
probación de las coincidencias haya prevalecido entre los contemporáneos, sobre la
de las divergencias.
Sobre todo, éstos encontraban en Kant lo que buscaban para la sociedad revoluciona-
ria: una nueva regla de vida. Ella no puede serles, en adelante, proporcionada desde
el exterior por un rey que ha dejado de ser legislador, ni ver su observancia asegurada
por la compulsión de una jerarquía social cuyos privilegios acaban de ser abolidos.
Empero, más que cualquier otro, un pueblo libre necesita una moral “Siempre se pre-
cisa una ley -nomos, luego una nomía-. Cuando cesa la heteronomía es indispensa-
ble reemplazarla por la autonomía. Ahora bien, la autonomía no existe sino para la
moralidad y por la moralidad” (G. Fonsegrive). La moral de Kant estaba así llamada
como, naturalmente, a llenar el vacío creado por el abandono de las creencias tradi-
cionales.
No obstante, Kant debía escapar a este maestrazgo exaltante. Juzga indiscreto parti-
cipar, él, prusiano, en las dispuestas francesas; más aún “le importa su pellejo” o, por
lo menos, su tranquilidad y no quiere mezclarse en las querellas de los poderosos. En
pradial del año VI (mayo 1798) se celebró en París un coloquio con los ideólogos,
donde la filosofía de Kant fue presentada por Guillermo de Humboldt. Acabó en un
completo fracaso.
Habrá que esperar más de medio siglo para que el pensamiento político de Kant
(recientemente George Vlachos lo ha revelado en toda su amplitud. París, P.U.F.,
1962) adquiera en la vida política francesa la posición de hegemonía que pudo ocupar
de entrada y que conquistará paso a paso, a través del neocriticismo de Charles
Renouvier, durante la Segunda y la Tercera República. (V. núm. 468)
291
ANEXO V:
CONTRA - REVOLUCION
Burke
Evidentemente, sería reducir la personalidad y la obra de Edmundo Burke (1729-1797)
el estudiarlas sólo a través de su reacción ante la Revolución francesa. Sin embargo,
sus "Reflexiones sobre la Revolución francesa" (1790) expresan con bastante perfec-
ción el conjunto de su pensamiento. Lo más importante a este respecto es que -como
ha observado Leo Strauss- “una misma fe inspira sus campañas en favor de los colo-
nos americanos y de los católicos irlandeses, en contra de Warren Hastings y de la
Revolución francesa; esta última... no hizo apenas más que confirmar su concepción
del bien y del mal, tanto en política como en moral”.
Violento detractor del “legalismo” -que para él se identifica con una creencia racionalis-
ta en “derechos metafísicos”-, Burke niega que las Constituciones puedan “hacerse”
(la misma idea se encuentra en Joseph de Maistre): no pueden más que “crecer”, gra-
cias a la adquisición del “patrimonio razonable de los siglos”. Si bien es un apasionado
admirador de la “Constitución” británica, no lo es tanto porque considere que el dere-
cho natural esté encarnado en ella (el derecho natural es siempre la gran preocupa-
ción de Burke) como porque, a sus ojos, esa Constitución tiene el mérito de establecer
y hacer valer realmente la libertad de los ingleses, “como un estado particular del pue-
blo de este reino, sin ninguna referencia a cualquier otro derecho más general o ante-
rior”.
En cierta medida, anuncia a Hegel por la intuición, que atraviesa todo su pensamiento,
de que lo real (es decir, el presente, lo actual como producto de los siglos) es racional.
Por último, si Burke, liberal contemporáneo de Adam Smith, considera providencial la
miseria de los pobres y se indigna con la “idea especulativa” de que un decreto hu-
mano pueda remediarla, es porque cree profundamente que el hombre nunca podrá
llegar a ser el amo clarividente de su destino; la especulación del más sabio legislador
no alcanzará nunca la sabiduría práctica contenida en “lo que ha sucedido en un gran
lapso y por una gran variedad de accidentes”.
Burke se indigna, ante todo, de que Price haya propuesto la Revolución francesa a los
británicos como modelo. ¿No son acaso éstos, gracias a la revolución de 1688 y a las
tradiciones y Constitución del reino, un pueblo libre? En la libertad proclamada en
Francia no ve y prevé más que una fuente indefinida de desórdenes. Ahora bien, la
libertad debe ser “viril, moral y ordenada”.
“Yo hubiera suspendido mis felicitaciones a Francia por su nueva libertad hasta que
me hubiera dado cuenta de cómo tal libertad se adecuaba con el Gobierno, con la
fuerza pública, con la disciplina y obediencia de los ejércitos, con la percepción y bue-
na distribución de los ingresos, con la modalidad y la religión, con la raigambre de la
propiedad, con la paz y el orden, con las costumbre privadas y públicas”. (cit. de la
trad. de Enrique Tierro Galván, pág. 36)
Esta antítesis entre las dos Constituciones y las dos libertades constituye el telón de
fondo sobre el que Burke proyecta, a propósito del comienzo de la Revolución france-
sa, los principales temas de una filosofía del conservadurismo.
El odio a la "abstracción.- (Los filósofos parisienses) son pero que indiferentes a los
sentimientos y a los hábitos que sostienen el mundo moral..., tratan a los hombres en
sus experiencias ni más ni menos como lo harían con ratones en una bomba de aire o
en un recipiente de gas mefítico...
...La antigua costumbre es el gran sostén de todos los Gobiernos del mundo”.
precian el poder del azar y que olvidan que “tal vez la única cosa de la que, con alguna
seguridad, seamos responsables, es el tomar a cargo nuestro tiempo”. La Declaración
de Derechos del Hombre y del Ciudadano provoca de manera especial los sarcasmos
(vehementes) de Burke. Frente a ella invoca lo particular, lo único, lo “maravilloso” de
las diferencias naturales de lugar, tiempo, costumbres, experiencias y personas.
Elogio de la naturaleza
“Cuanto más han durado y más general ha sido su influencia, más los cuidamos”.
(trad. Tierno, pág. 481)
Burke cree que la sociedad civil descansa sobre un contrato que puso fin al estado de
naturaleza, que era el que correspondía a “nuestra desnuda y temblorosa naturaleza”.
Según Burke, éste es el estado de naturaleza anterior a la Providencia (y, en conse-
cuencia, una pura imaginación), de tal suerte que la sociedad civil “convencionada”
(convenanted) es el verdadero estado de naturaleza (providencial).
La sociedad civil tiene, sin duda, el fin de proteger los derechos de los hombres, pero
estos derechos son exclusivamente el derecho de alcanzar la felicidad mediante la
victoria de la virtud sobre las pasiones. Por ello, ha de contarse en primer término,
entre esos derechos, el derecho a ser gobernado, el derecho a las leyes, a las suje-
ciones. El derecho de cada cual a su conservación y felicidad no implica, en modo
alguno, el derecho individual a participar en la discusión de los negocios públicos o en
el Gobierno, sino tan sólo el derecho a un buen Gobierno. Así, Burke postula el Go-
bierno de una “aristocracia natural”, hondamente penetrada por la práctica de una dis-
ciplina personal y de virtudes severas y restrictivas. De aquí proviene la exaltación (en
desorden) de las sujeciones del matrimonio, la frugalidad y la religión.
Las libertades
"Las libertades, no la libertad".- Así como Burke defendió ante todo, en la causa de los
colonos de América, las libertades de las comunidades inglesas contra la tentativa
centralizadora y asimilacionista de Jorge III, así se alza contra los proyectos de la
294
Bosquejando un tema que será ampliamente desarrollado por Maistre, Burke no dista
mucho de considerar la Revolución francesa como un castigo de Dios por los pecados
de los hombres. En sus últimas cartas admite que la victoria de esa Revolución haya
podido ser declarada por la Providencia y que el Estado nacido de ella pudiera existir
“como un daño sobre la tierra para varios centenares de años”. En su pesimismo llega
a pensar que los hombres no serán ni lo bastante virtuosos ni lo suficientemente re-
sueltos como para oponer una barrera a una corriente tan poderosa. La historia provi-
dencial de Burke no está guiada por una razón. Es enteramente fortuita. El azar pare-
ce un atributo de Dios.
295
ANEXO VI:
LA CONTRAREVOLUCION Y LOS ESCRITORES DE LENGUA
FRANCESA
De Burke a los escritores de lengua francesa, los cargos de acusación contra la Revo-
lución son casi siempre los mismos y muchos de los temas son idénticos. Sin embar-
go, el contexto ideológico es diferente. Cuando Burke vitupera el 1789, lo que sobre
todo hace es exaltar a Inglaterra y su “combinación” incomparable de libertades y tra-
diciones. Con su característico temperamento y con la emoción que los acontecimien-
tos le transmiten, realiza una transposición de Locke, impregnado como está (incluso
inconscientemente) por el utilitarismo. Rivarol o Joseph de Maistre ni siquiera tienen
una mirada para las instituciones británicas. Rivarol se sitúa en la línea de Voltaire. En
cuanto a Joseph de Maistre, su pensamiento es propiamente teocrático, más inspira-
do, por lo demás, en las fuentes del iluminismo teosófico que en las doctrinas teocráti-
cas medievales.
Rivarol
Aunque Rivarol no fue un teórico, su recuerdo permanece vivo en nuestros días (cf. el
periódico que lleva su nombre). El estudio de su obra descubre las raíces que el pen-
samiento contrarrevolucionario hunde en la filosofía del siglo XVIII. La contrarrevolu-
ción no es una simple reacción contra el siglo de los filósofos; aunque vuelva contra
ellos algunos de los temas de ellos recogidos, les debe mucho.
Una de sus obras lleva un título a lo Renan: "De L’homme intellectuel et moral" (1797).
Como más tarde hará Maurras, habla de política natural: “No se debe desear ser más
sabio que la naturaleza”.
Sin embargo, continúa siendo un hombre del siglo XVIII. Como Rousseau y Saint-Just,
habla de la felicidad: “Una nación no tiene derechos contrarios a su felicidad... Los
verdaderos representantes de una nación no son quienes realizan su voluntad que no
difiere nunca de su gloria y de su felicidad”.
tosco lenguaje y el horror físico ante el pueblo encolerizado les hiciera tomar brusca-
mente conciencia de que son solidarios de una sociedad cuyo orden y tradiciones les
garantiza tranquilidad y éxito. Paradójicamente que caracolean en torno al pesado
escuadrón de los académicos, cuyos vacíos llenarán llegado el momento.
Iluminismo y Teocracia
Maistre posee un vigoroso y conciso talento, del que Saint-Martín, aunque ejerciera
sobre sus fieles una profunda influencia, carece por completo. A este respecto, resulta
interesante observar:
1) Las fuentes místicas del tradicionalismo francés: En las "Considerations sur la Fran-
ce", Joseph de Maistre declara que espera una nueva Revelación, una expresión
religiosa nueva que formule plenamente el sentido de las Escrituras. Nada hay más
alejado del racionalismo del que presumirá Maurras.
2) Los puntos de unión entre el tradicionalismo místico de Maistre y el “nuevo cristia-
nismo” de los saint-simonianos. Tradicionalismo y saint-simonismo ofrecen más de
un rasgo en común. El obispo saint-simoniano de Bretaña Luis Rousseau conoce
bien la obra de Saint-Martín y de Joseph de Maistre; vuelve en 1834 a la fe católica,
pasa por el fourierismo y llega a ser un ardiente propagandista del catolicismo so-
cial... Este caso no es excepcional. Y lleva a un saludable escepticismo respecto a
los planes que introducen tajantes separaciones entre los diversos movimientos de
pensamiento de una misma época...
4º Nacionalismo pedagógico.- “Hemos perdido todo -dice Fichte-, pero nos queda la
educación”. Renán se expresará en términos casi análogos después de la guerra de
1870, en "La réforme intellectuelle et morale"; pero mientras que Renan lanza un lla-
mamiento a las élites, Fichte se dirige al conjunto de la nación alemana y cuenta con
el aliento de todo el pueblo, con la nación armada. Vuelve contra el Imperio napoleóni-
co las lecciones de la Revolución francesa.
Sin duda, Fichte fue siempre un “jacobino místico” (Víctor Basch). Pero “es uno de los
orígenes del pangermanismo, como es una de las fuentes del liberalismo alemán”
(Charles Andler).
298
UNIDAD IX
TEORIA DE LA SOCIEDAD
a) Ciencias del ser (sein) o Ciencias de la naturaleza: según Rickert estas ciencias
buscan formular las leyes universales que rigen el mundo físico-natural sobre la ba-
se de la causalidad.
b) Ciencias del deber ser (sollen) o ciencias del hombre, o sociales, o de la cultu-
ra o del comportamiento humano.
Esta distinción ha permitido quebrar la posición monista propia del positivismo, que
incluía al hombre como una parte de la naturaleza y pretendía estudiar su conducta
únicamente desde lo biológico.
En la antigüedad clásica se tenía una visión del cosmos como un todo finito cerrado
sobre sí mismo, perfectamente ordenado y sujeto a ciclos recurrentes. El hombre es
parte armónica de ese orden cósmico y su vida debe amoldarse a la norma del Estado
que está regida por las mismas leyes que disciplinan el universo.
Los sofistas fueron los primeros filósofos que plantearon la existencia de una ley natu-
ral a veces divergente del derecho positivo de la ciudad. La actitud crítica de la Sofísti-
ca llevó a Protágoras a proclamar desde una perspectiva relativista: “El hombre es la
medida de todas las cosas”.
Diógenes, perplejo ante el ser del hombre ironiza todas las definiciones y se pasea por
las calles de Atenas en pleno día con una lámpara encendida, expresando a quien le
pregunta: ¿qué haces?: “Busco a un hombre”.
Cicerón -pensador romano que sintetizó “La Humanitas”-, transitó por los carriles del
estoicismo clásico. Esa misma senda fue frecuentada por pensadores como Séneca y
Marco Aurelio. El Estoicismo dio al mundo clásico, en el momento de la ruptura de la
300
ciudad antigua, nuevos fundamentos de vitalidad cultural y de una nueva visión del
cosmos. Pero a través de los siglos que abarca este largo período histórico, se va ges-
tando y plasmando una idea clara sobre el ser del Hombre, sobre su valor intrínseco y
sobre su misión en el mundo.
Es en esa época Aurea en la que emerge una idea clara sobre el hombre como gran
protagonista de la política. Es el hombre dotado de libertad y de una voluntad propia
que era impensable en los grandes imperios orientales. -En Asiria, Egipto, Persia, el
hombre nada significaba-. El único protagonista de la historia era en esos países, el
faraón, el monarca, representante de la divinidad en la Tierra.
Este milagro, este viaje histórico que comenzó en Grecia, nos legó un tesoro invalora-
ble y único que será luego uno de los sillares de la cultura de Occidente.
Platón visualiza a la ciudad ideal como una pequeña comunidad donde todos los ciu-
dadanos puedan escuchar la voz del Heraldo, cuando estén reunidos en un sitio ade-
cuado.
El hombre clásico existe dentro de un orbe limitado y recurrente, que lo hace espan-
tarse de traspasar ciertos límites. El ethos antiguo lo hace desear permanecer en el
lugar que se le ha asignado. El hombre antiguo no contempla el mundo “desde fuera”,
sino que lo hace desde adentro. La imagen de ese mundo es el resultado de una auto-
limitación que rechaza lo caótico infinito y renuncia a lo desmesurado.
Estado cognoscible con la sola visión, con perfiles claros y precisos. Le aterran las
naciones multitudinarias donde la servidumbre masiva es ley. Tiene patente la imagen
de los Persas.
El hombre cristiano
La paternidad humana de Dios sobre todos los hombres, creó una nueva idea sobre la
Fraternidad entre los hombres y realzó la noción de igualdad. Al propio tiempo dio fun-
damentos trascendentes a la libertad personal y a la incoercible e inviolable libertad de
conciencia.
El hombre medieval
La cultura resultante de la fusión del Dios judeo-cristiano y del pensamiento griego del
mundo como algo divino, que procede de un arché, de un Dios personal. El hombre en
la nueva visión, cree en la revelación bíblica, que le da la seguridad de una realidad
divina que está por encima del mundo. Dios está en el mundo pero no pertenece a él,
sino que está frente a él como soberano. Él es la personalidad pura y lo auténticamen-
te absoluto. La relación mítica del hombre con el mundo queda rota y se revela una
nueva libertad. Ahora puede tomar una distancia respecto del mundo, contemplarlo y
tomar una posición. La imagen del cosmos exterior, sin embargo, sigue siendo la pto-
lomeica, solo que la soberanía de Dios introduce una diferencia existencial en los valo-
res simbólicos, metafísicos, religiosos.
El hombre renacentista
El planteo del retorno a la antigüedad tiende a insertar los valores mundanos. -el arte
libre, la irrupción de la naturaleza, la aparición del amor humano, la libertad y los fines
terrenales y sociales del hombre- dentro de la gran concepción cristiana.
El Renacimiento abrió una corriente de exaltación del naturalismo y de los valores te-
rrenales y sociales. También se inició una corriente de racionalismo que produciría la
separación de las ciencias de la Filosofía y de la Teología, dando una fundamentación
302
Son pocos los individuos que están por encima de este cartabón de miserias morales.
Esos hombres relevantes son los que poseen la “Virtú”, concepto que en nada, salvo
en el parecido del término se asemeja a nuestro concepto de la Virtud.
La figura excepcional del Príncipe desplazará del escenario político a los hombres gri-
ses, de perfiles comunes, que se mimetiza con la masa de los que no hacen la histo-
ria.
Ese culto por el hombre excepcional -al que el cristianismo, según Maquiavelo, pre-
tendió mutilar al encadenarlo a una moral de la hermandad y la fraternidad con los
demás hombres- culminará en el mito del héroe de Nietzche.
Este filósofo vitalista que glorifica la línea del irracionalismo Dionisíaco de la Grecia
Clásica, y vitupera la línea del racionalismo apolíneo (de donde surgió la filosofía pe-
renne) será continuada por el nazismo con los resultados apocalípticos que ya cono-
cemos.
Nietzche sostiene que debe volverse a los pre-socráticos y que para restaurar al hom-
bre en su esencia vital, debe lograrse que prevalezca la voluntad de poder que carac-
teriza al héroe, al superhombre. El hombre común debe ser dominado por el super-
hombre arquetípico -quien para serlo debe abandonar la moral cristiana-. Estas ideas
condujeron al aplastamiento del “hombre común”, al holocausto de la Segunda Guerra
Mundial, cuyos ecos aún no se han extinguido.
La línea pesimista sobre la condición humana será recepcionada por el pensador in-
glés Hobbes que dirá que “El hombre es el lobo del hombre”.
a) El hombre como un ente de razón: Descartes dirá “Pienso, luego existo”, y luego
tendrá que extraer la realidad del mundo desde su mente. La realidad emergerá de mi
propio pensamiento y sólo podré predicar la verdad de aquellas cosas que se tornan
transparentes a mi razón. El método universal para lograr que la realidad pueda emer-
ger explicitada por y desde mi razón raciocinante, es logrando analizar parcelas,
áreas, disciplinas particulares en que se dividen las cosas y los entes, hasta hallar las
ideas claras y distintas que nos permitan explicar los secretos del mundo.
del “hombre sólo razón”. Con Descartes se habrá inaugurado la Filosofía Inmanentista,
cuya trayectoria histórica analizaremos más adelante.
c) El hombre sólo instinto o sólo libido: la exagerada visión racionalista del hombre,
refluye en el pensamiento Freudiano y se produce la emergencia del instinto soberano,
de la libido, que pretendidamente explicaría el ser del hombre en su totalidad.
Buber en su obra ¿qué es el hombre? advierte las dificultades de esta búsqueda por-
que el ser humano es tan vasto, diverso e inabarcable que escapa a cualquier intento
de definirlo. En este mismo sentido se pronunciará Martin Heidegger la señalar los
esfuerzos de Scheller: “acentuados en sus últimos años y empleados en una nueva
inspiración fecunda, fueron dedicados no solamente a conseguir una idea unitaria del
hombre, sino a destacar también las dificultades esenciales y las complicaciones de
semejante tarea”.
“El hombre -afirmó- ha demostrado hasta hoy en su evolución ser objeto de una enor-
me plasticidad. Por eso, el mayor peligro para una antropología filosófica es concebir
una idea del hombre demasiado estrecha, derivándola, sin darse cuenta, de una sola
forma natural o histórica del hombre".
“La idea del animal racional en sentido clásico es estrecha". El homo faber de los posi-
tivistas - El hombre Dionisíaco - El superhombre; el homo Sapiens de Lineo - El hom-
bre poder de Maquiavelo - El hombre libido de Freud - El hombre económico de Marx,
responden a concepciones reduccionistas del ser del hombre.
Pero el hombre no es una cosa reductible, un objeto unidimensional, “es una dirección
del universo mismo, más aún, de su fundamento".
Marx suele distinguir entre persona íntima y persona social. Heller señala que la efec-
tividad social es tan sólo un momento del hombre total.
304
La persona íntima es influida por la sociedad pero reserva para sí, en la intimidad de
su persona, la suprema cualidad humana: la libertad.
Pero a esta altura de la cuestión será conveniente volver a preguntarnos por el ser del
hombre para poder apreciar si hemos dado o no una respuesta satisfactoria a esta
cuestión.
Las Ciencias Sociales deben ocuparse del hombre, este es su objeto y sujeto, pero
¿qué es el hombre?
Max Scheller sintetiza en tres círculos las ideas existentes en relación al hombre:
La Conclusión que extrae el filósofo alemán es que: “Poseemos una antropología cien-
tífica, otra filosófica y otra teológica que no se preocupan una de la otra. Pero no po-
seemos una idea unitaria del hombre”.
Max Scheler sostiene que el hombre es hombre porque tiene razón, pero ésta no se
reduce a la razón raciocinante, puesto que “junto al pensar ideas, comprende también
una especie de intuición, la intuición de los fenómenos primarios o esencias, y además
una determinada clase de actos emocionales y volitivos que aún hemos de caracteri-
zar. Por ejemplo la bondad, el amor, el arrepentimiento, la veneración... Esa palabra
es espíritu".
El hombre es libre por ser hombre y es hombre por ser libre. El hombre tiene siempre -
aún en las peores circunstancias- una reserva inexpugnable de su libertad, que ningún
poder de la Tierra puede allanar.
305
Actividad Nº 41
¿Qué es el hombre?
CONCEPTO
Hombre clásico
Hombre cristiano
Hombre medieval
Hombre renacentista
El Racionalismo Inmanentista
Ese movimiento de liberación del espíritu, será aplaudido siglos después por Hegel
que llevó el principio de la inmanencia a su apogeo.
Esta comprobación hará decir a un eminente pensador de nuestro tiempo, que: “Noso-
tros afirmamos como verdad evidente, después de cuatro siglos de pensamiento mo-
derno la incompatibilidad entre el principio cristiano de la trascendencia y el principio
moderno de la inmanencia. Tal incompatibilidad no se funda únicamente sobre las
declaraciones de aquellos representantes del pensamiento moderno que han renun-
ciado a una visión cristiana y religiosa del mundo (Spinoza, Lessing, la izquierda hege-
liana: Strauss, Bauer, Feuerbach y Marx, sino que se basa en la coherencia misma del
principio en que empieza y se apoya el pensamiento moderno”.
El querer es su última, suprema y cumplida forma tiene los predicados del ser (la vo-
luntad de poder, la praxis). El hombre inmanentista será un activista o un desespera-
do.
El hombre marxista
Marx es consecuente con sus antecesores al afirmar que la religión es una alienación
del hombre. Este proyecta en Dios, sus aspiraciones, sus deseos, sus arquetipos, que
se ven frustrados en la vida real. “Los dioses han aparecido sobre la tierra para apagar
la sed, el hambre, para remediar la miseria humana”. “La religión no es más que el sol
ilusorio que gira en torno al hombre, hasta que el hombre gire alrededor de sí mismo
como de su propio sol”. Estas frases de Marx, aplican hasta las últimas consecuencias
el principio inmanentista tal como él lo recibiera de Feuerbach.
“El alma no se reforma con la religión, sino con la praxis...no ideas sino praxis...no
héroes sino masas”, concluiría Engels.
El hombre dialéctico será pues un hombre masa, vacío de espíritu, vacío de Dios, va-
cío de singularidad, llenándolo de actividad, de praxis.
307
Marx parte del “hombre que actúa y arrancando de sus procesos de vida real, se ex-
pone también el desarrollo de los reflejos ideológicos”. “Tal como los individuos mani-
fiestan su vida, así son. Lo que son coincide, por consiguiente, con su producción,
tanto con lo que produce como con el modo como producen. Lo que los individuos son
depende, por lo tanto, de las condiciones materiales de su producción” (Marx: “La
ideología alemana”).
Esa idea del hombre productivo, inquieto, vacío de ser y lleno de acción está conden-
sada en la falacia fáustica; “en el principio era la acción”. Esta transformación de la
frase evangélica contiene el espíritu activista del inmanentismo. La liberación del hom-
bre no será otra cosa que la autorrealización en el proceso de la relación productiva
entre el hombre y la naturaleza. Es por esa razón que hay que emancipar el trabajo.
La crítica marxista al capitalismo radica, no tanto en la injusticia relativa a la distribu-
ción de la riqueza, sino que el sistema pervierte el trabajo que se torna enajenado. La
especialización es anómala y contribuye a convertir al hombre en un “monstruo tulli-
do”. El trabajo en la sociedad socialista debe hacer posible que “yo pueda dedicarme
hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y
por la noche apacentar ganado y después de comer si me place, dedicarme a criticar,
sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico” (“La Ideolo-
gía Humana”).
Esta visión liberadora, ingenua y apacible del activismo, es una utopía abstracta. El
principio fáustico, el activismo materialista que subyace y que da su verdadera estruc-
tura a la filosofía marxista, es la que se impone en las sociedades comunistas, convir-
tiendo a los seres humanos en máquinas de producir, en máquinas de destruir, en
máquinas de una praxis expansiva y sin alma.
308
El motor dialéctico avivará en él todas las fracturas accidentales, aquello que no per-
tenece al ser. Las diferencias de clase, el color de la piel, la distinta posición social, las
diversas posiciones mentales, los estratos generacionales. De esta manera, su meto-
dología, atizará todos los odios, se apoyará en el resentimiento, introducirá en la so-
ciedad un fermento explosivo que nacerá desde el corazón de cada individuo.
De los nuevos conocimientos aportados por las corrientes filosóficas del siglo XX, se
pueden extraer los siguientes axiomas:
c) La unidad esencial del hombre: esta idea presupone que el hombre es “imago
Dei”, es una criatura divina, profundamente real. También presupone la idea de huma-
nidad.
Esta restauración del hombre se inspira en la filosofía realista, cuya premisa funda-
mental se asienta en el principio de trascendencia. Este principio señala que el ser es
el fundamento de la conciencia (Sun: ergo cogitum-Kierkegaard) y no que la concien-
cia es el fundamento del ser, como pretende el inmanentismo cartesiano. (cogito, ergo
sun)
El otro arquetipo aportado por los filósofos, economistas y politólogos de los últimos
tres siglos es el hombre inmanentista, Fáustico o Dialéctico.
311
Frente a esos dos prototipos, cuya subjetividad está pervertida, se alza el hombre cris-
tiano. El hombre que comprende que su recto orden consiste en mantener la relación
armónica entre la razón, el corazón y el cuerpo, y que dentro de esa armonía de su
subjetividad es capaz de comprender y aceptar el orden subjetivo, manteniéndose
firme sobre un mundo al que ama y desea preservar.
Si el intelecto se aísla del cuerpo, el cuerpo queda librado a su propio juego. El indivi-
duo buscará compensar la falta de dimensión espiritual e intelectual, con la hipervalo-
ración de los instintos, de los placeres, de las apetencias, aún las superfluas. El hom-
bre unidimensional, vacío de vida interior, de vocación, de Ser, será el animal domes-
ticado para la sociedad de consumo, preparado por una sociedad donde lo importante
es tener más cosas, satisfacer más apetitos, saciar placeres cada vez más sofistica-
dos.
El hombre restaurado no pretende ser producto de sí mismo, sino que pertenece a una
cultura, a una patria, a una nación, a una fe, a una ciudad, a un barrio, a una familia.
Pertenece a una época y a una iglesia. Es rico en su participación social, a través de
los estratos sociales en donde le toca actuar. Es un hombre que se inserta en la so-
ciedad en forma íntegra a través de una extensa retícula de asociaciones, grupos, clu-
bes, gremios, a los que presta y de los que recibe apoyo solidario.
El hombre es un ser capaz de libertad. Ser libre es ser Señor; es tener y ejercer un
poder que no vulnere el orden debido. La autonomía humana debe desarrollarse a
través y dentro del orden verdadero. La libertad ejercida para el mal carece de legali-
dad ética, y trastorna la ordenación natural introduciendo el caos. La falsa libertad lle-
va al caos, a la anarquía y luego al despotismo en forma alternativa.
El hombre puede ser creador porque es “imago Dei”. Pero ese poder puede realizarse
a través del amor y del logos natural. Solo así la libertad se asentará en un basamento
intelectual y ético, que hará posible al hombre tender hacia el orden verdadero que
respete el orden ontológico de la creación.
El hombre real
Miguel de Unamuno ha dicho que el hombre que a él le interesa es: “el hombre de
carne y hueso, el que nace, sufre y muere -sobre todo muere-, al que come, bebe,
juega, duerme, piensa y quiere; el hombre que se va y a quien se oye, el hermano, el
verdadero hermano.”
“Porque hay otra que llaman también hombre, y es el sujeto de no pocas divagaciones
más o menos científicas. Y es el bípedo implume de la Leyenda, el Zoom político de
Aristóteles, el contratante social de Rosseau, el homo economicus de Los Mancheste-
rianos, el homo sapiens de Linneo, o, si se quiere, el mamífero vertical. Un hombre
que no es de aquí o de allí, ni es de esta época o de la otra, que no tiene ni sexo ni
patria, una idea, un fin". Es decir, un “no hombre”.
El nuestro es el otro, el de carne y hueso; yo, tu, lector mío, aquel otro de más allá y
cuantos pisamos la Tierra. Y ese hombre concreto de carne y hueso es el sujeto y el
supremo objeto a la vez de toda filosofía” -y de toda política, agregamos- “quiéranlo o
no ciertos sedicentes filósofos”.
El hombre concreto sujeto y objeto de las ciencias sociales es pues el hombre real y
no el concepto abstracto de hombre que puede aportar una ideología o una moda filo-
sófica pasajera.
La idolatría del método es una de las consecuencias más negativas del cartesianismo,
que ha circunscripto drásticamente el ámbito del saber científico a los conocimientos
reductibles a su eslabón racionalista.
Esta concepción está grabada a fuego en el corazón humano. Desde los tiempos
más primitivos el hombre ha creído en la existencia del alma. Así lo atestiguan los
cultos ancestrales. No existen pueblos sin creencias religiosas.
313
La idea del destino divino del hombre y de su dignidad como imagen de Dios, no es un
patrimonio el cristianismo. Tampoco es una creencia privativa de nuestra religión. La
convicción que el hombre es un ser integrado por cuerpo y alma, radicando en ella la
más alta dignidad de la inteligencia y el asiento de la libertad.
Aristóteles creyó que el alma es la raíz de la personalidad y que por esa razón está
revestida de una dignidad absoluta. El alma es el centro unificador de la persona, el
centro de la emergencia de lo humano y el eje de la libertad. (Modernamente Viktor
Frank retorna a esta concepción).
El hombre como persona es un ser compuesto de cuerpo y alma. Como individuo que
pertenece a la especie humana, tiene necesidades y fines que se satisfacen a través
de la vida de relación, de su participación social y política.
La idea de Maritain es que tomado el hombre como individuo, éste es un ser social
que debe sujetarse a las normas y prescripciones estatales: “jamás un hombre podrá
tener un privilegio sobre los demás hombres” -afirma-. Pero el hombre como persona
debe tener la libertad de elegir su destino último para salvarse o para perderse. En esa
dimensión de la supra temporalidad o del destino eterno del hombre, el poder no debe
actuar ni interferir.
Como dice también Heller, la persona, en su faz social puede y está sometida a las
leyes y a la acción del poder, pero la esfera de su intimidad no puede ser avasallada ni
por el poder más alto.
Actividad Nº 42
Las dimensiones en que se mueve la vida del individuo y que emergen de su propia
naturaleza son:
1) LA MUNDANEIDAD
2) LA SOCIABILIDAD DE LA EXISTENCIA HUMANA
3) LA POLITICIDAD
Estas dimensiones se refieren a la vida exterior del ser humano, pero no a su intimidad
irreductible o en la terminología Manteriana, a su ser como persona.
No existe otro espacio ni sitio donde el hombre pueda realizar la aventura de vivir.
Esta circunstancia también está integrada por el contexto cultural, la lengua, las vigen-
cias sociales, los estilos del vivir, las modas, la tradición, la cultura, etc.
Lo comparamos con nuestro comportamiento ante otro hombre. “La diferencia es pal-
maria” -agrega- “Sabemos que la piedra no se entera de nuestra acción sobre ella y
que su comportamiento mientras la golpeamos se reduce a quebrarse, fraccionarse,
porque ello es su mecánica e inexorable condición.”.
El animal -continúa Ortega- “vive en perpetuo miedo del mundo y a la vez, en perpetuo
apetito de las cosas que hay en él y que en él aparecen, un apetito indomable que se
dispara sin freno ni inhibición posibles".
...”Son los objetos y acaecimientos del contorno quienes gobiernan la vida del animal,
le traen y le llevan como una marioneta. El no rige su existencia, no vive desde sí
mismo, sino que está siempre atento a lo que pasa fuera de él, a lo otro que él.
El hombre puede, de cuando en cuando, suspender su ocupación directa con las co-
sas, desasirse de su derredor, desatenderse de él , y sometiendo su facultad de aten-
der, volverse, por así decirlo, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a
su propia intimidad , ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas”.
Sólo el hombre tiene esa maravillosa posibilidad de vivir desde sí. Sólo es irremedia-
blemente libre y responsable de sus decisiones.
Recasens Siches coincide al señalar que: la vida humana es la que el sujeto vive con
radical originalidad, en tanto que persona profunda y entrañable, como sujeto único e
insustituible. El hombre elabora su vida de acuerdo a elementos significantes.
Sin embargo el ser humano para su propia expresión toma conceptos, palabras, ges-
tos y estilos vigentes en la sociedad. (La moda, la Lengua, las convenciones). Esto es
la vida social que la toma elaborada. Esta vida social no es ni original, ni íntima y po-
demos casi escindirla de la vida personal y profunda.
Legaz y Lacambra dice que el vivir social es un vivir desde los otros -de lo que los de-
más han construido- y no desde uno mismo.
“El hombre está a Nativitate abierto al otro que él, al ser extraño, o con otras palabras:
antes que cada uno de nosotros cayera en cuenta de sí mismo, había tenido ya la ex-
periencia básica de que hay los que no son yo, los otros”.
El estar abierto al otro, a los otros es un estado permanente y constitutivo del hombre.
Es el estado de coexistencia y la matriz de cualquier posible relación social. Cuando la
relación con el otro ser torna activa, yo actúo sobre él y él actúa sobre mí.
Esta relación social que nace de la acción recíproca entre las personas, es una conse-
cuencia inexorable de la naturaleza humana. El hombre es inexcusablemente sociable
y mundano. La sociabilidad humana es una forma de ser mundano y es constitutiva
del ser del hombre.
El hombre está en el mundo y convive con los otros hombres. La sociabilidad tiene su
origen en mi vida que es la realidad radical y suprema. Es por ello, que soy un ser
constitutivamente, radicalmente sociable. La sociabilidad no se da fuera de mi vida
sino enraizada e incorporada a mi vida.
Ortega y Gasset decía sobre la Sociología: “Buena parte de las angustias históricas
actuales procede de la falta de claridad sobre problemas que sólo la Sociología puede
aclarar...que se origina a su vez en el deplorable estado de la Teoría sociológica. La
insuficiencia del doctrinal sociológico que hoy está a disposición de quien busque, con
buena fe, orientarse sobre lo que es la política, es Estado, el Derecho, la colectividad y
su relación con el individuo, la nación, etc., estriba en que los sociólogos mismos no
han analizado suficientemente en serio, radicalmente, esto es, yendo a la raíz de los
fenómenos sociales elementales. De aquí que todo ese repertorio de conceptos sea
imprevisto y contradictorio”.
“Si como se ha creído casi siempre -y con consecuencias prácticamente más graves
en el Siglo XVIII- la sociedad es sólo una creación de los individuos que, en virtud de
una voluntad deliberada, se reúnen en sociedad..., la sociedad no tiene propia y autén-
tica realidad y no hace falta una sociología”.
Ahora bien, la cuestión de si algo es o no, propia y últimamente realidad, sólo puede
resolverse con los medios radicales del análisis y la técnica filosóficos. "Se trata pues,
de averiguar si en el repertorio de las realidades auténticas -esto es, de cuanto no es
ya reductible a alguna otra realidad- hay algo que corresponda a eso que llamamos
hechos sociales”.
318
Actividad Nº 43
Naturaleza de la Sociedad
Ortega y Gasset ha realizado un análisis minucioso de los autores que han tocado
este tema desde diversos ángulos y llega a la conclusión que ni Augusto Comte -
iniciador de la sociología- ni sus epígonos, parecen tener en claro lo que “entiende por
sociedad”.
“Los libros de sociología no nos dicen nada claro sobre qué es lo social, sobre qué es
la sociedad” (El hombre y la gente, Ortega y Gasset).
Es lo que ocurre cuando nos referimos a realidades habituales con las que tenemos
que lidiar cotidianamente. La realidad como tal se nos impone por su sola presencia y
su aparente sencillez.
Esa ambigüedad conceptual se refleja en las teorías que intentan dar una explicación
sobre lo que es la realidad social, a las que podemos agrupar como sigue:
1. Una posición sostiene que la sociedad está configurada por el contorno externo del
hombre y se presenta ante él como una realidad extrasubjetiva y ajena a su propia
vida. Es un ser supraindividual que troquela la conducta humana.
Las teorías sociológicas que siguen los lineamientos de Augusto Comte, sostienen
que la sociedad es una realidad distinta de los individuos que la componen y que lo
individual se explica por y desde lo social.
Las teorías fisicistas: considera que la sociedad se rige por leyes causales como las
leyes físicas. La consecuencia de esta posición es caer en el determinismo social que
priva a los hechos sociales de la intencionalidad y de su significado humano.
Es no sustancial, porque no existe “per se” sino en función y por causa de los hombres
que la integran.
En esta posición, que deriva del Realismo Aristotélico, se alinean autores nacionales y
extranjeros. El Dr. Bidart Campos, en nuestro país, ha expuesto brillantemente esta
posición.
Sin realizar estas sutiles disquisiciones filosóficas, Herman Heller entiende que la
realidad social es Efectividad Humana; es una realidad que está siendo permanente-
mente construida por el hombre y que simultáneamente, constituye una realidad sobre
la que el hombre conoce, reflexiona y actúa.
Los representantes más conspicuos de esta concepción son G. Tarde, Wiese y Vier-
kant.
Una variante de las teorías que niegan la realidad sustancial de la sociedad, está dada
por el mecanicismo, que considera que la sociedad es un mecanismo, una creación
artificial de la voluntad humana. En esta posición se inscriben los que consideran que
la sociedad se genera desde un contrato, convención o pacto entre los hombres.
(Hobbes, Rosseau, Locke, etc.)
Esta posición extrema está superada y conciliada con la Línea Naturalista, en el pen-
samiento de Herman Heller que veremos a continuación.
La conducta humana -sustancia de la realidad social- es mutable y las leyes que pue-
den deducirse de su estudio son meramente probabilísticas.
El hombre como cuerpo -como Bros-, está sometido a las leyes naturales, pero en él
prepondera el espíritu, que corresponde al reino de la libertad. Es por esta razón que
la vida social -parte de la vida humana- contiene elementos naturales pero la primacía
está dada por la cultura, que es el producto más genuino del espíritu humano.
Sociedad y Comunidad
Bidart Campos puntualiza que “la comunidad es un organismo social, mientras que la
sociedad es una organización social; en la comunidad se da una comunión entre sus
miembros, en tanto en la sociedad se da un concurso” de voluntades.
Max Weber señala que en la comunidad los participantes poseen un sentimiento sub-
jetivo de “constituir un todo”, en cambio en la sociedad existe unión o compensación
321
(Bidart Campos. Lecciones elementales de Política - Ediar 5º edición 1.987, pág. 66)
“Debe hacerse una distinción preliminar entre comunidad y sociedad. Por supuesto,
esos dos términos se pueden utilizar legítimamente como sinónimos, y yo mismo lo
hice así muchas veces. Más bien es lícito -y adecuado- asignarles las dos clases de
grupos sociales que son realmente de naturaleza distinta. Esta diferenciación, aun
cuando ha sido mal utilizada, y del modo más perjudicial por los teóricos de la superio-
ridad de la “vida” sobre la razón, es en sí un hecho sociológico comprobado. Tanto
comunidad como sociedad son dos realidades ético-sociales y auténticamente huma-
nas, no sólo biológicas".
Pero una comunidad es algo más que la obra de la naturaleza estrechamente relacio-
nada con lo biológico; y una sociedad es algo más que una obra de la razón y, por
consiguiente, muy relacionada con las propiedades intelectuales y espirituales del
hombre. Sus esencias íntimas sociales y sus características, así como sus esferas de
realización, no coinciden.
Para comprender esta distinción debemos recordar que la vida social, como tal, agru-
pa a los hombres entre sí por razones de un cierto objeto común. En las relaciones
sociales siempre hay un objeto, sea material o espiritual, en torno al cual se entreteje
el trato entre los seres humanos. En una comunidad, como ha dicho acertadamente J:
T. Délos, el objeto es un hecho que precede a las determinaciones de la inteligencia y
voluntad humanas y que actúa independientemente de ellas para crear una psiquis
común inconsciente, sentimientos y estados psicológicos comunes y costumbres co-
munes. Pero en una sociedad el objeto es una tarea a realizar o un fin que alcanzar, el
cual depende de las determinaciones de la inteligencia y voluntad humanas, estando
precedido por la actividad -sea decisión, o al menos consentimiento- de la razón de los
individuos: así, en el caso de la sociedad el objetivo y el elemento racional en la vida
social emerge explícitamente y asume su función directriz. Una empresa comercial, un
sindicato obrero, una asociación científica son tan sociedades como el cuerpo político.
Los grupos regionales, étnicos y lingüísticos y las clases sociales son comunidades.
La tribu, el clan, son comunidades que allanan el camino para el advenimiento de la
sociedad política. La comunidad es un producto del instinto y la herencia en circuns-
tancias dadas y armazones históricos determinados; la sociedad es una resultante de
la razón y de la fuerza moral (lo que los antiguos llamaban “virtud”).
Incluso en las sociedades naturales, como la familiar o la política -o sea, en las socie-
dades imperativa y espontáneamente modeladas en bruto por la naturaleza- la socie-
dad brota finalmente de la liberta humana. Hasta en aquellas sociedades -como las
regionales o las vocacionales, por ejemplo- que se desarrollan en torno a una socie-
dad particular, cual un establecimiento industrial o comercial, la comunidad surge de la
naturaleza; quiero decir, de la reacción y ajuste de la naturaleza humana a un ambien-
te histórico determinado, o del impacto de la realidad de la sociedad comercial o indus-
trial en cuestión sobre la condición natural de la existencia humana. En la comunidad,
la presión social deriva de la coerción que impone normas de conducta al hombre y
que entra en juego de un modo determinístico. En la sociedad la presión social deriva
de la ley o de las regulaciones racionales, o bien de una idea de propósito común: ello
exige conciencia personal y libertad, las cuales deben obedecer a la ley libremente.
Actividad Nº 44
1.- ¿Qué respuestas posibles expone el módulo a la pregunta?, ¿qué
es la realidad social?
- Racionalismo
- Nominalismo
La Nación
Ahora bien, la nación es una comunidad y no una sociedad. La nación
es una de las comunidades más importantes, y quizás la más compleja
y completa que haya sido engendrada por la vida civilizada. La época
moderna se ha enfrentado con la tensión en perpetuo choque de la na-
ción y otra comunidad humana importante, la clase; sin embargo, es lo
cierto que el dinamismo de la nación parece haber sido el más fuerte
porque está más profundamente arraigado en la naturaleza.
La palabra nación se origina del latín nasci, o sea de la noción de nacimiento; no obs-
tante, la nación no es algo biológico, como la raza. Es algo ético-social: una comuni-
dad humana basada en el hecho del nacimiento y el linaje, con todas las connotacio-
nes morales de ambos términos: nacimiento a la vida de la razón y las actividades de
la civilización, linaje en las tradiciones familiares, formación social y jurídica, herencia
cultural, conceptos y maneras comunes, recuerdos históricos, sufrimientos, aspiracio-
nes, esperanzas, prejuicios y resentimientos comunes. Una comunidad étnica puede
definirse, hablando en general, como una comunidad de normas de sentimiento, arrai-
gadas en el suelo físico original del grupo así como en el suelo moral de la historia; se
323
convierte en una nación cuando esta situación de hecho entra en la esfera del autoco-
nocimiento, o, en otras palabras, cuando el grupo étnico se torna consciente del hecho
de que constituye una comunidad de normas de sentimiento -o mejor aún, tiene una
psiquis común inconsciente- poseyendo su propia unidad e individualidad y su propia
voluntad de perdurar en el tiempo. Una nación es una comunidad de gentes que ad-
vierten cómo la historia las ha hecho, que valoran su pasado y que se aman a sí mis-
mas tal cual saben o se imaginan ser, con una especie de inevitable introversión. Este
despertar progresivo de la conciencia nacional ha sido un rasgo característico de la
historia moderna.
Aun cuando normal y beneficioso en sí, finalmente llegó a exacerbarse dando vida a la
plaga del nacionalismo mientras -y probablemente a causa de ello- que el concepto de
nación y el de estado se confundían y mezclaban de manera explosiva y desdichada.
La nación tiene, o tenía, un suelo, una tierra, lo cual no implica, como en el caso del
estado, una zona territorial de poder y administración, sino un complejo de vida, traba-
jo, dolor y ensueños. La nación tiene un lenguaje, aunque en modo alguno los grupos
lingüísticos hayan de coincidir siempre con los nacionales. La nación prospera sobre
las instituciones cuya creación, no obstante, depende más de la mente y la persona
humanas, o de la familia, o de los grupos particulares de la sociedad, o del cuerpo
político, que de la nación misma.
La nación tiene derechos, que no son más que los de las personas a participar en los
valores humanos peculiares de una herencia nacional. La nación tiene una vocación
histórica, que no es sino su propia vocación (como si hubieran mónadas nacionales,
primordiales y predestinadas, cada cual en posesión de una misión suprema), pero
que es sólo una particularización histórica y contingente de la vocación del hombre
hacia el desarrollo y manifestación de sus diversas potencialidades.
Mas, pese a todo eso, la nación no es una sociedad, ni cruza el umbral del reino políti-
co. Es una comunidad de comunidades, un núcleo consciente de sentimientos comu-
nes y de representaciones que la naturaleza y el instinto humano han hecho hormi-
guear en torno a un determinado número de cosas físicas, históricas y sociales. A se-
mejanza de cualquier otra comunidad, la nación es “acéfala”, tiene sus élites y centros
de influencia, mas no jefe ni autoridad gobernante; estructuras, pero no formas racio-
nales ni organizaciones jurídicas; pasiones y sueños, pero no un bien común; solidari-
dad entre sus miembros, fidelidad y honor, aunque no amistad cívica; maneras y cos-
tumbres, no orden y normas formales. No apela a la libertad y responsabilidad de la
conciencia personal, sino que instala en las personas una segunda naturaleza. Es un
patrón general en la vida privada, pero no conoce ningún principio de orden público.
Así, ocurre que, en realidad, el grupo nacional no puede transformarse por sí en una
sociedad política: una sociedad política puede diferenciarse progresivamente dentro
de una confusa vida social en la que las funciones políticas y las actividades de las
comunidades estuvieron mezcladas en un principio; la idea del cuerpo político puede
florecer del fondo de una comunidad nacional; pero la comunidad nacional sólo puede
ser un suelo propicio y una ocasión para aquel florecimiento. En sí, la idea del cuerpo
político pertenece a otro orden superior. En cuanto existe el cuerpo político es algo
diferente de una comunidad nacional.
El análisis precedente nos hace advertir cuán grave ha sido para la historia moderna la
confusión entre nación y estado, el mito del estado nacional, y el llamado principio de
las nacionalidades, interpretado en el sentido de que cada grupo nacional debe consti-
tuirse como una estado aparte. Tal confusión ha retorcido y deformado tanto a la na-
ción como al estado. Esta perturbación comenzó en los escenarios democráticos, du-
rante el siglo XIX, y llegó a su plena locura con la reacción antidemocrática del presen-
te siglo. Consideremos los resultados en sus casos más agudos.
324
Me he limitado a exponer la distinción entre esa realidad sociológica que es una co-
munidad nacional y esa otra realidad sociológica que es una sociedad política. Debe
agregarse ahora que, como ya observé previamente, la existencia de una sociedad
dada, naturalmente tiende el nacimiento de una nueva comunidad en el seno o en
torno de aquel grupo social.
Así, cuando se ha formado una sociedad política, y en especial cuando tiene una ex-
periencia de siglos en el fortalecimiento de una genuina amistad cívica, da origen, de
un modo natural y en su propio seno, a una comunidad nacional de un grado superior,
sea con relación al autoconocimiento de tal comunidad ya existente o con respecto a
la mera formación de una nueva comunidad nacional en la que se fusionen varias na-
cionalidades.
a) La dinámica social: es la actividad que realizan los hombres, -las conductas y los
comportamientos- en el seno de la sociedad. Esta actividad está constituida en gran
medida por actos sociales.
El acto social tiene como requisitos indispensables:
1. La alteridad: la inter-relación de una persona con otras.
2. La intencionalidad: yo y el otro al entrar en relación tenemos como propósito in-
fluenciarnos recíprocamente.
Los actos sociales pueden ser actos sociales aislados y no dejar ninguna huella
en el ámbito social. Actos interpersonales. No dejan ningún producto social; o
pueden asumir una cierta regularidad, convirtiéndose en hechos sociales: la mo-
da, el idioma, una institución.
b) La estática social: los hechos sociales corresponden conceptualmente a la estáti-
ca social, porque dejan un producto objetivo o cristalizado, que puede estudiarse en
una situación de reposo.
Desde el punto de vista de la estática social se nos presentan los fenómenos socia-
les como ya realizados, o como realidades estructurales relativas a las “Formacio-
nes sociales” -donde la sociabilidad se ha plasmado en formas organizadas-; por
ejemplo un sindicato, una universidad, una clase social, un grupo.
La formación social puede formarse como sinónimo de grupo. El grupo es una plu-
ralidad de seres humanos unidos por un vínculo común. Puede ser espontáneo y
otro organizado, u organizarse como una Institución. (ver más adelante la definición
de Hauriov)
El Grupo es un conjunto de personas que tienen algo en común y que pueden even-
tualmente estar organizados o no y que pueden ser efímeros o duraderos.
Mauricio Hauriov, jurista que desarrolló la “Teoría de la Institución”, define a esta for-
mación como “una idea que se realiza y que dura en un medio social”. La idea es la
finalidad de la institución, la causa de su nacimiento y desarrollo. Es la idea fundante
que da vida y consistencia a la institución y también asegura su identidad en el tiempo,
aunque los hombres que la integran se sucedan y cambien.
326
La institución generalmente es una “persona moral” que presenta una realidad diversa
de los individuos que la integran. El estudio de las instituciones y los grupos pertenece
al ámbito de la estática social que nos presenta fenómenos ya realizados.
Actividad Nº 45
OBJETO DE ESTUDIO
Dinámica Social
Estática Social
Por sus características y por el hecho que dentro y a través del grupo, los hombres
pueden desarrollar y potenciar los “actos de sentido” -actos voluntarios y finalistas-,
esta estructuración y organización de la convivencia, cobra un singular relieve en la
configuración de la realidad social.
b) Los usos: W.G Sumer considera que son formas de conducta aceptadas o recono-
cidas en sociedad. La diferencia entre uso y costumbre es clara. Se forman por un
fenómeno de imitación y la reiteración de estos comportamientos configura y consolida
el uso. Se incluyen entre los usos: a las convenciones, las formas de etiqueta, etc.
c) Las mores: “Si consideramos los usos no como simples normas de conducta, sino
como reguladoras de ella, las estamos contemplando como mores” -R.M Maclever y
Charles Page- Ellas- Las mores- son usos, “bajo la condición de instrumentos de con-
trol. Representan los Standards del grupo, el sentido en que este se ajusta, progresa y
tiende a alcanzar el bienestar”.
Sumner dice que cuando los usos se unen a los conceptos de bueno o malo que debe
encarnar el grupo, se convierten en mores: en normas que actúan sobre los modos de
obrar del grupo como fuerzas de presión y operan sobre sus miembros constriñendo y
limitando la conducta.
Estos elementos subjetivos son mucho más decisivos que la aceptación racional y
voluntaria de estas reglas, basadas en razones de conveniencia o de perjuicio.
La Organización
Heller dice sobre la organización que: “es la forma de actividad que tiene por objeto el
modo y la ordenación de la unidad de actuación y su realización o actuación objetiva”.
La organización es vista por Heller como un proceso racional que se aplica unitaria-
mente a “actividades individuales de carácter social para lograr una acción común con-
forme a un plan”.
El grupo social está organizado cuando logra convertirse en una unidad de decisión y
de acción (para lo cual, las voluntades individuales deben converger en una voluntad
común).
José Ortega y Gasset es el pensador que más hondo ha calado en el tema de las ge-
neraciones, tomándolas como un elemento fundamental en el desarrollo de su teoría
histórica. Por respeto a quien introdujo esta idea, hemos considerado que ninguna
explicación será más clara y precisa que la que él expone en su maravillosa obra “en
torno a Galileo”. Se han seleccionado algunos párrafos de la obra citada, teniendo en
cuenta su importancia para la comprensión de esta materia. Dice Ortega y Gasset:
“El hecho más elemental de la vida humana es que unos hombres mueren y otros na-
cen" -que las vidas se suceden-. Toda vida humana, por su esencia misma, está enca-
jada entre otras vidas anteriores y otras posteriores -viene de una vida y va a otra sub-
secuente. Pues bien, en ese hecho, el más elemental, fundo la necesidad ineludible de
los cambios en la estructura del mundo. Un automático mecanismo trae irremisible-
mente consigo que en una cierta unidad de tiempo la figura del drama vital cambia,
como en esos teatros de obras breves en que cada hora se da un drama o comedia
diferente.
“Ahora bien, esto no es sino hallar la razón y el período de los cambios históricos en el
hecho añejo esencialmente a la vida humana de que ésta tiene siempre una edad. La
vida es tiempo -como ya nos hizo ver Dilthey y hoy nos reitera Heidegger-, y no tiempo
329
cósmico imaginario y porque imaginario infinito, sino tiempo limitado, tiempo que se
acaba, que es el verdadero tiempo, el irreparable. Por eso el hombre tiene edad. La
edad es estar el hombre siempre en un cierto trozo de su escaso tiempo -es ser co-
mienzo del tiempo vital, ser ascensión hacia su mitad, ser centro de él, ser hacia su
término- o, como suele decirse, ser niño, joven, maduro o anciano".
Pero esto significa que toda actualidad histórica, “hoy” envuelve en rigor tres tiempos
distintos, tres “hoy" diferentes o, dicho de otra manera, que el presente es rico de tres
grandes dimensiones vitales, las cuales convivan alojadas en él, quieran o no, traba-
das unas con otras y, por fuerza, al ser diferentes, en esencial hostilidad. “Hoy” es pa-
ra uno veinte años; para otros, cuarenta; para otros sesenta; y eso, que siendo tres
modos de vida tan distintos tengan que ser el mismo “hoy”, declara sobradamente el
dinámico dramatismo, el conflicto y colisión que constituye el fondo de la materia histó-
rica, de toda convivencia actual.
Ahora bien, el conjunto de los que son coetáneos en un círculo de actual convivencia,
es una generación. El concepto de generación no implica, pues, primariamente más
que estas dos notas: tener la misma edad y tener algún contacto vital.
Aún quedan en el planeta grupos humanos aislados del resto. Es evidente que aque-
llos individuos de esos grupos que tienen la misma edad que nosotros, no son de
nuestra misma generación porque no participan de nuestro mundo. Pero esto indica, a
su vez, primero, que si toda generación tiene una dimensión en el tiempo histórico, es
decir, en la melodía de las generaciones humanas, viene justamente después de tal
otra -como la nota de una canción suena según sonase la anterior-. Segundo, que
tiene también una dimensión en el espacio.
En cada fecha el círculo de convivencia humana es más o menos amplio. En los co-
mienzos de la Edad Media, los territorios que habían convivido en contacto histórico
durante el buen tiempo del Imperio Romano quedan, por muy curiosas causas, diso-
ciados, sumergidos y absorto cada cual en sí mismo. Es una época de multiplicidad
dispersa y discontinua. Casi cada gleba vive sola consigo. Por eso se produce una
maravillosa diversidad de modos humanos que dio origen a las nacionalidades. Duran-
te el Imperio, en cambio, se convive desde la frontera india hasta Lisboa, Inglaterra y
la línea transrenana. Es un tiempo de uniformidad, y aunque las dificultades de comu-
nicación dan un carácter sobremanera relativo a esa convivencia, puede decirse
idealmente que los coetáneos desde Londres al Ponto formaban una generación. Y es
muy diferente destino vital, muy distinta la estructura de la vida pertenecer a una gene-
ración de amplia uniformidad o a una angosta, la heterogeneidad y dispersión. Y hay
generaciones cuyo destino consiste en romper el aislamiento de un pueblo y llevarlo a
convivir espiritualmente con otros, integrándolo así en una unidad mucho más amplia,
metiéndolo, por decirlo así, de su historia retraída, particular y casera, en el ámbito
gigantesco de la historia universal.
330
Comunidad de fecha y comunidad espacial son, repito, los atributos primarios de una
generación. Juntos significan la comunidad de destino esencial.
La realidad histórica está, pues, en cada momento constituida por la vida de los hom-
bres entre treinta y sesenta años. Y aquí viene el punto más grave de mi doctrina. Esa
etapa de treinta a sesenta, ese período de plena actividad histórica del hombre ha sido
considerado siempre como una sola generación, como un tipo de vida homogéneo.
Llevó a ello la viciosa óptica que hace ver en la serie de las generaciones sólo lo que
en ella hay de sucesión y sustitución.
Partamos del hombre alrededor de los treinta años y que se ocupa, por ejemplo, de
ciencia. A esa edad ha aprendido la ciencia que estaba ahí, se ha instalado en el
mundo científico vigente. Pero ¿quién sostiene y lleva ese estado vigente de la cien-
cia? No tiene duda: son los hombres entre cuarenta y cinco y sesenta años. Ellos re-
presentan el saber establecido ya, el que está ahí presto para ir siendo recibido y que
él, el hombre de treinta, ha sido el primero en asimilar. De treinta a cuarenta y cinco
corre la etapa en que normalmente un hombre encuentra todas sus nuevas ideas; por
lo menos, las matrices de su original ideología. Después de los cuarenta y cinco viene
sólo el desarrollo pleno de las inspiraciones habidas entre los treinta y los cuarenta y
cinco.
Lo propio acontece en política: de los treinta a los cuarenta y cinco, el hombre comba-
te en pro de ciertos ideales públicos, nuevas leyes, nuevas instituciones. Y lucha con
los que están en el Poder, que suelen ser individuos de cuarenta y cinco a sesenta
años.
Vemos que la más plena realidad histórica es llevada por hombres que están en dos
etapas distintas de la vida, cada una de quince años: de treinta a cuarenta y cinco,
331
No caben dos tareas vitales, dos estructuras de la vida más diferentes. Son, pues, dos
generaciones y ¡cosa paradójica para las antiguas ideas sobre nuestro asunto¡, lo
esencial en esas dos generaciones es que ambas tienen puestas sus manos en la
realidad histórica al mismo tiempo -tanto que tienen puestas las manos unas sobre
otras en pelea formal o larvada. Por tanto, lo esencial es, no que se suceden, sino, al
revés, que conviven y son contemporáneas, bien que no coetáneas. Permítaseme
hacer, pues, esta corrección a todo el pasado de meditaciones sobre este asunto: lo
decisivo en la idea de las generaciones no es que se suceden, sino que se solapan o
empalman. Siempre hay dos generaciones actuando al mismo tiempo, con plenitud de
actuación, sobre los mismos temas y en torno a las mismas cosas -pero con distinto
índice de edad y, por ello, con distinto sentido.
En cuanto a los mayores de sesenta años, ¿es que no tienen ya papel en esa realidad
histórica?
Tenemos, según esto, que desde el punto de vista importante a la historia, la vida del
hombre se divide en cinco edades de a quince años: niñez, juventud, iniciación, pre-
dominio y vejez. El trozo verdaderamente histórico es el de las dos edades maduras:
la de iniciación y la de predominio. Yo diría, pues, que una generación histórica vive
quince años de gestación y quince de gestión.
Tómese un gran ámbito histórico dentro del cual se ha producido un cambio en el vivir
humano que sea radical, evidente, incuestionable. Es decir, partamos de un momento
histórico en que el hombre vive tranquilamente instalado en una cierta figura de mun-
do. Por ejemplo, en 1.300 -la hora de Dante-. Si deslizamos la mirada por el tiempo
que sigue, vemos con toda claridad que el hombre europeo va perdiendo tranquilidad
con respecto a su mundo. Un poco más allá vemos que ese mundo se viene abajo y el
hombre no sabe qué posición tomar.
Este panorama nos hace tomar contacto evidente con tres épocas: La Edad Media
que vive en plenitud hasta 1.350; la Edad Moderna, que vive en plenitud desde 1.630,
y entre medias, una época de indecisión.
La Edad Media no nos interesa ahora y la tomamos como mero punto de referencia.
La época de indecisión, por su mismo carácter indeciso, no nos permite hacer pie para
ninguna determinación firme.
La Edad Moderna, en cambio, nos muestra con sobrada claridad el desarrollo insisten-
te y continuo de ciertos principios de vida que fueron por vez primera definidos en una
cierta fecha. Esta fecha es la decisiva en la serie de las fechas que integran la Edad
Moderna. En ella vive una generación que por vez primera piensa los nuevos pensa-
mientos con plena claridad y completa posesión de su sentido: una generación, pues,
que ni es todavía precursora, ni es ya continuadora.
332
En el orden del pensamiento filosófico y de las altas ciencias a que he reducido el te-
ma de este curso, no hay duda alguna de cuándo acontece esa maduración ejemplar
del tiempo nuevo: es el período que va de 1.600 a 1.650. Se trata de aislar en ese pe-
ríodo la generación decisiva.
Para esto se busca la figura que con mayor evidencia represente los caracteres sus-
tantivos del período. En nuestro caso, no parece discutible que ese hombre es Descar-
tes.
Pocas veces un innovador lo ha sido tan decisiva y plenariamente; quiero decir, que
haya dado su innovación en forma más madura, consciente de sí misma, en formula-
ción ya perfecta.
Pero ¿cómo hemos agrupado esos hombres en cada generación, si han nacido en
años diferentes? Las fechas 1.626, 1.611, 1.596, etc. han sido denominadas por mí
fechas de generaciones, no de personas.
Sólo en el caso inicial hemos elegido como fecha de una generación la fecha de los
treinta años de un hombre determinado. Colocados, pues, en 1.626, decimos: esta
fecha es el centro de la zona de fechas que corresponde a la generación decisiva. Por
tanto, pertenecerán a ella los que hayan cumplido treinta años, siete años antes o sie-
te años después de esta fecha. Por ejemplo, el filósofo Hobbes nace en 1.588 -cumple
los treinta en 1.618- .
Sus treinta años distan de los treinta de Descartes, ocho. Está, pues, lindando con la
generación de Descartes: un año menos y pertenecería a ella. Pero el automatismo
matemático nos obliga a colocarlo, por lo pronto, en otra anterior.
¿Qué se pretende con esto? ¿Que el automatismo matemático decida con su caracte-
rística estupidez y abstracción de la realidad histórica? En modo alguno. Esa serie
precisa de generaciones nos sirve como una retícula con que nos acercamos a los
hechos históricos para ver si éstos toleran el ser ordenados y ajustados en aquélla.
Imaginen que no es así: que Hobbes, una vez comparado con Descartes, aparece
como representando una misma estructura vital que Descartes, colocándose ante el
problema intelectual del mundo en idéntica altitud que Descartes.
Entonces es que nuestra serie ha sido erróneamente articulada: habrá que correr toda
la serie y así sucesivamente hasta que la articulación de las fechas coincida con la
efectiva articulación histórica y Hobbes pertenezca a la misma generación que Descar-
tes. De hecho, acontece que el caso Hobbes confirma rigurosamente la seriación pro-
puesta. El automatismo matemático nos insinúa que Hobbes pertenece a otra genera-
333
ción, pero que representa la linde misma que confina con el modo de pensar carte-
siano. El estudio de su obra, el análisis de la actitud general con que se acerca a los
problemas, coincide exactamente con ese pronóstico.
Hobbes llega casi a ver las cosas como Descartes -pero ese casi es sintomático-. Su
distancia a Descartes es mínima y es la misma en todas las cuestiones. No es, pues,
que coinciden un poco en todo y punto y discrepe en tal otro -no-; diríamos, para ex-
presar con rigor la curiosísima relación entre ambos, que coinciden un poco en todo y
en todo discrepan un poco. Como si dos hombres mirasen un mismo paisaje situado el
uno algunos metros más arriba que el otro. Se trata pues, de una diferencia de altitud
en la colocación. Pues esa diferencia de nivel vital es lo que yo llamo una generación.
Lo único que podemos aprovechar, desde luego, para la concepción de nuestro tiem-
po, es el principio general de que cada quince años cambia el cariz de la vida. En su
biografía de Agrícola, Tácito emplea una frase que hasta ahora no había sido aclarada
a fondo, una frase enigmática que es ésta: “Per quindecim annos, grande mortalis aevi
spatium". Durante quince años, etapa muy importante en la vida del hombre. Y no lo
dice al azar, sino en un párrafo en que se ocupa a la vez de la trayectoria vital del indi-
viduo y de los cambios de la historia. Hoy creo que esa frase enigmática queda sufi-
cientemente esclarecida.
La generación es una y misma cosa con la estructura de la vida humana en cada mo-
mento. No se puede intentar saber lo que de verdad pasó en tal o cual fecha si no se
averigua antes a qué generación le pasó, esto es, dentro de qué figura de existencia
humana aconteció.
Y el hecho para entender el cual yo quisiera ofrecer a ustedes unas cuantas ideas,
inmaduras sin duda, mediocremente enunciadas -pero en que tengo gran fe- es nada
menos que la peripecia máxima acontecida al hombre europeo, aquel radical viraje
que ejecuta hacia 1.600 en que surge una nueva forma de vida, un hombre nuevo -el
hombre moderno-.
Aquel gran viraje de 1.600 fue el resultado de una grave crisis histórica que dura dos
siglos, la más grave que han experimentado los pueblos actuales. Yo creo que el
asunto es de enorme interés porque vivimos una época de crisis intensísima en que el
hombre, quiera o no, tiene que ejecutar otro gran viraje. ¿Por qué? ¿No es obvio sos-
pechar que la crisis actual procede que la nueva “postura” adoptada en 1.600 -la pos-
tura “moderna”- ha agotado todas sus posibilidades, ha llegado a sus postreros confi-
nes y, por lo mismo, ha descubierto su propia limitación, sus contradicciones, su insu-
ficiencia?
Una de las cosas que pueden ayudarnos más a lo que suele llamarse “salir de la cri-
sis”, a hallar una nueva orientación y decir una nueva postura, es volver la vista a
aquel momento en que el hombre se encontró en una peripecia parecida y a la vez
opuesta. Parecida, porque también entonces tuvo que “salir de una crisis” y abandonar
una posición agotada, caduca. Opuesta, porque ahora tenemos que salir precisamente
de donde entonces se entró.
el hombre que re-nacía. En rigor, antes de que ese hombre nuevo existiese con pleni-
tud se presiente a sí mismo y hasta se busca un hombre. A fines del siglo XIV y duran-
te todo el XV comienza ya a hablarse de “modernidad”. En la teología y filosofía de las
Universidades se distingue la “vía antiqua” y la “vía moderna” y a los ejercicios religio-
sos tradicionales se opone lo que se llamó “devotio moderna”, que triunfa hacia 1.500.
Este presentimiento de que las cosas van a cambiar radicalmente antes de que, en
efecto, cambien, no debe sorprender mucho, porque siempre ha precedido a las gran-
des mutaciones históricas y es, a la vez, una prueba de que tales transformaciones no
son impuestas a la humanidad desde fuera, por el azar de externos acontecimientos,
sino que emanan de íntimas modificaciones fundamentales en los senos recónditos de
su alma.
La confusión va anexa a toda época de crisis. Porque, en definitiva, eso que se llama
“crisis” no es sino el tránsito que el hombre hace de vivir prendido a unas cosas y apo-
yado en ellas a vivir prendido y apoyado en otras.
No se llega, es cierto, a nada firme y positivo; pero durante ellos se van polarizando de
nuevo modo los cimientos subterráneos de la mente occidental que van a hacer posi-
ble la nueva construcción.
Actividad Nº 46
CONCEPTO
GRUPO ELEMENTOS
DIFERENCIA
CON LA MASA
- Costumbre:
- Usos:
- Normas sociales:
336
UNIDAD X
EL ESTADO: la sociedad y el Estado
El Estado es un ser de relación entre los hombres. Su unidad inmanente está recla-
mada por una Unidad de fin, otorga a la persona la posibilidad de una vida plenamente
civilizada. Sólo en la comunidad política puede encontrar el hombre su plenitud.
Los poderes del Estado emanan y pertenecen al hombre. El ente debe su ser y su
capacidad a los individuos. Es por ello, que el Estado tiene como fin último asegurar
las condiciones que permiten el desarrollo y la autoafirmación de las personas.
Las funciones esenciales tienden a establecer un orden social, donde imperen la justi-
cia, la seguridad y la paz, como requisitos “sine-qua non”. Estas misiones preeminen-
tes, sin cuyo cumplimiento harían injustificable la existencia del Estado, se completan
con los nuevos roles que ha debido ir asumiendo para abarcar un ámbito de acción
más amplio, requerido por las exigencias de un concepto más dinámico del Bien Co-
mún.
337
Defensa externa
a) Las funciones esenciales Seguridad interior
Administración de Justicia
El Estado por razones que hacen a su fin -el bien común- también realiza otros servi-
cios que pueden caracterizarse como de asistencia. Estas tareas pueden ser cumpli-
das por otras personas o instituciones, pero son reivindicadas -en lo que hace a su
condición- por el Estado, en virtud de la importancia de esos temas. Esas funciones de
asistencia son prestadas mediante diversos servicios. Los casos más típicos se refie-
ren a la educación, la cultura, y la salud pública.
Esta distinción sobre las funciones del Estado, apunta a delinear su esfera de acción,
los temas que le son propios y sus límites. Las funciones esenciales son de cumpli-
miento obligatorio por parte del Estado, porque se refiere a su misión fundamental. No
pueden delegarse porque emanan de la soberanía que es uno de sus atributos más
importantes.
El Estado tiene pues la obligación primera de realizar con eficacia las funciones esen-
ciales. En segundo término, puede y debe prestar servicio necesario para el bien co-
mún (la educación y la cultura en primer lugar y con las restricciones apuntadas). Fi-
nalmente cuando el Estado ha cubierto las funciones de tutelaje y de asistencia, recién
puede incursionar en el campo económico productivo, ciñéndose estrictamente al prin-
cipio de subsidiariedad, que permite la presencia estatal en actividades que no puede
realizar el sector privado.
Actividad Nº 47
UNIDAD XI
SUPUESTOS O ELEMENTOS DEL ESTADO
Puede definirse como un ser complejo, cuya realidad se fundamenta en sus elemen-
tos, a los que relacionan agregándoles perfección. Los elementos que constituyen el
sustrato del Estado son:
Una finalidad común: El pueblo está asociado y organizado en forma estable y te-
niendo un fin que es el Bien Común. Es de la naturaleza del Estado: que el pueblo
esté potenciado en torno a una comunidad de destino.
El Proyecto componente sustantivo y dinámico del Estado debe tener sus funda-
mentos en los elementos que forman su sustrato.
La fisonomía cultural y física del pueblo, la forma del territorio, la estructura del poder,
tienen sus entrañas de pasado, su sello y su tradición, que explican su presente y se-
ñalan líneas de acción hacia el futuro.
El Proyecto, componente esencial e implícito del Estado debe buscar sus temas en
esos elementos, para potenciarlos hacia un destino elegido en forma racional.
1) El Territorio
cia del Estado; es precisamente el territorio el que suministrará las producciones que
se requieren para su sustento. La extensión y la fertilidad del territorio deben asegurar
que todos los ciudadanos puedan vivir como corresponde a hombres libres y sobrios”.
La función y la misión del territorio, según el estagirita es: “Poseer todo lo que se ne-
cesita y no depender de nadie”. No alcanzó a definir el concepto de soberanía, pe-
ro sí existe una explícita mención a la autarquía del Estado. Estas citas desmien-
ten la afirmación de Jellinek consignada en su Teoría del Estado: “La necesidad de un
territorio determinado -expresó- para que tenga existencia un Estado, ha sido recono-
cida por primera vez en los tiempos modernos”.
Harriou en su obra “Príncipes de droit public”, explica que el derecho que tiene el Es-
tado sobre su territorio es de la misma especie genérica e indeterminada del que una
persona tiene sobre su propio cuerpo.
Treischke explica que “la relación del poder del estado y el territorio es cosa del Dere-
cho Político; es sujeción de la extensión territorial al Imperio jurídico del poder estatal,
es potestas no propietas”.
Cabe recordar que en la época medieval el señor feudal tenía una relación dominal
sobre su feudo.
Nuevamente Treischke dice: “Así como el estado debe ser considerado como eterno,
el territorio debe ser necesariamente eterno y no puede permutarse como un feudo.
De aquí se deriva el principio de la inalienabilidad del territorio del Estado, que ha
sido reconocido por todas las instituciones modernas”.
Para explicar la relación jurídica del estado con su territorio se han formulado diversas
posiciones:
a) POSICIÓN DE KELSEN: Este autor considera que el Estado es simplemente “el orde-
namiento jurídico total” y el territorio es el ámbito espacial de validez del de-
recho. El territorio es el “espacio al que se circunscribe la validez del orden jurídico
estatal”. “Puede, pues, estar compuesto de partes separadas entre sí por otros
territorios que pertenecen a Estados diferentes o no pertenecer a estado al-
guno, como por ejemplo: el alta mar. Si todas estas partes geográficamente
inconexas constituyen un todo unitario, un territorio único, débese única y
exclusivamente a que no son sino el ámbito espacial de la validez de uno y el
mismo orden jurídico. La identidad del territorio del estado, no es más que la
identidad del orden jurídico”.
Esta concepción proviene del hecho de que Kelsen identifica el orden jurídico total
con el estado.
b) POSICIÓN DE JELLINEK: El estado es definido por este autor como "un sujeto de
derechos y obligaciones, como la persona jurídica de mayor rango y autono-
mía".
Partiendo de esa concepción, la relación del estado con el territorio presenta una do-
ble faz:
1.- Un aspecto negativo: este aspecto se manifiesta en que todo poder extraño al
estado queda excluido de ejercer autoridad en ese espacio geográfico.
2.- Un aspecto positivo: que se manifiesta en el hecho de que el estado somete a
su propio poder a todos los individuos que habitan el territorio.
341
- Doctrina del Derecho de dominio de naturaleza especial: esta posición está sus-
tentada por Dabin, quien no considera que el territorio es un elemento esencial del
sujeto estado. El territorio es un medio al servicio del Estado y su dominación se rea-
liza a través del imperio sobre las personas que lo habitan.
TEORÍA DE LAS ZONAS: Se elabora sobre una similitud con la teoría del mar territorial. El
espacio aéreo bajo la soberanía del estado varía en su alcance según los autores.
El mar territorial: El Dr. Podestá define el mar territorial de la siguiente manera: “Es la
franja de agua comprendida entre la costa de un estado, a contar desde la línea de
más baja marca y una línea imaginaria que corre paralelamente a cierta distancia; en-
tendiéndose que la franja se halla bajo la soberanía del estado costero, ejercida en las
aguas, en el lecho y en el subsuelo correspondientes, y que dicha soberanía está limi-
tada por el derecho de tránsito inocuo, que la costumbre internacional reconoce a los
buques de bandera extranjera”. (Derecho Internacional Público - Tipografía Editorial
Argentina, Madrid, Tomo 1 - 1960).
Detrás de esa franja se abre el alta mar, el vasto y libre mar no sujeto a la soberanía
de ningún estado, al que se había referido Hugo Grocio en su obra “Mare Liberum”
(1609).
A fines del siglo XVIII, con el objeto de homogeneizar la exención del mar territorial, se
fijó que éste alcanzaría hasta 3 millas náuticas desde la línea de la costa alcanzada
por las más bajas mareas.
Este criterio se veía reflejado en el art. 2340 del Código Civil Argentino, que declaraba
bienes del estado general a los estados particulares, los mares adyacentes al territorio
de la República hasta la distancia de una legua marina, medida desde la línea de la
más baja marea. Este artículo fue modificado por la ley 17711 que remite este tema a
la legislación especial.
La ley 17.094 dispone que la soberanía nacional se extiende sobre el mar adyacente a
su territorio, hasta 200 millas medidas desde la línea de más bajas marcas, incluyendo
el lecho del mar y el subsuelo de la región submarina hasta una profundidad de 200
metros o más allá, si se pudiese explorar y explotar, los recursos naturales existentes
en esa zona.
Chile, Perú, Ecuador y otras naciones de América Latina han adoptado también el cri-
terio de asignarse un mar territorial de 200 millas. Los tratados internacionales más
recientes establecen en 6 millas marinas el alcance del mar territorial. Otros estados
se han mantenido fieles a la tradición consignada supra.
posea el territorio”. “No es difícil ver -agrega- que tanto para su seguridad como para
aprovisionarse abundantemente de todo lo necesario, es mejor para el país el acceso
al mar”.
Karl Haushoffer fue uno de los teóricos de la geopolítica más influyente de la Alemania
de la primera posguerra. Su obra principal fue “Las piedras angulares de la Geopolíti-
ca”.
Los teóricos del Tercer Reich, tomando en cuenta las teorías geopolíticas elaboraron
la doctrina del “Espacio vital”, que se refería a la porción geográfica que es necesaria
para asegurar el sustento, desarrollo y plenitud del pueblo alemán.
Este hecho explica la razón del inopinado ataque de Alemania a Rusia, que tenía por
finalidad apoderarse del corazón del mundo, cuyo dominio -según los geopolíticos-
implicaría el imperio sobre el planeta.
Esta teoría también fue el objeto del pacto que celebraron en 1940 las potencias del
Eje -Alemania, Italia y Japón- que señalaba la necesidad de asegurar que “cada na-
ción obtenga su espacio vital, hecho sin el cual sería imposible asegurar una paz du-
radera".
Aspecto sociogeográfico
“El espíritu de las Leyes”: Montesquieu contiene una teoría sobre el impacto del
clima en la conformación del carácter nacional. Expresa que: los climas fríos fortalecen
los cuerpos y el espíritu, motivando a los hombres para la realización de empresas
riesgosas y de largo aliento. Por el contrario, los climas cálidos enervan el carácter y
tienden a crear hombres flojos, aptos para la esclavitud. En la matriz geográfica de los
climas fríos se forjan los hombres y los pueblos libres.
En nuestros tiempos, el historiador inglés Toynbee adopta una posición similar basada
en una teoría del desafío de los medios duros -que generan las civilizaciones- y la falta
de estímulo que constituye el correlato de las zonas ricas. “La holgura es enemiga de
la civilización” -afirma- “Cuanto mayor es la facilidad del contorno, menor es el estímu-
lo civilizador que se le ofrece al hombre”.
Las primeras intendencias que se organizaron, los territorios que constituirían el solar
argentino, fueran las gobernaciones de Tucumán y de Chile que abarcaba Cuyo. En
344
1617 se crearan las gobernaciones del Río de la Plata y del Guayrá, la primera con
capital en Buenos Aires.
En 1776 se decidió la creación del Virreynato del Río de la Plata, como respuesta a las
presiones expansionistas portuguesas sobre el territorio otorgado por el tratado de
Tordesillas a España (tratado que databa de 1494).
En efecto, hacia 1628 habían comenzado las “malocas” o invasiones paulista contra
las misiones del Guayrá en procura de esclavos guaraníes que debían ser la mano de
obra de los ingenios de San Pablo.
Entre 1635 y 1641 se produjo la campaña del Tapé (con idénticos fines) hacia 1657,
los bandeirantes habían sido rechazados por los jesuitas que dirigían a los guaraníes.
Durante los siglos XVI y XVII, la tendencia expansiva de los mamelucos fue contenida
por las misiones jesuíticas. Pero en la primera mitad del siglo XVIII los bandeirantes
volvieron a encabezar una dinámica corriente de expansión tras el descubrimiento de
minas de oro y diamantes en Minas Gerais. Los mamelucos se proyectaron en simul-
táneas en todas las direcciones colonizando Santa Catalina, la región del Sur Francis-
co y parte del Matto Grosso.
Poco tiempo después, el Cabildo de Buenos Aires recolectó 80.000 pesos fuertes para
costear la expedición que debía frenar el avance portugués en la Banda Oriental. Esta
decidida acción de los vecinos de Buenos Aires fue precisamente la que dio lugar a la
creación del Virreinato del Río de la Plata.
La consecuencia más importante de esta creación política desde el punto de vista geo-
económico, fue que desde ese momento del nuevo virreinato se invirtieron las corrien-
tes comerciales del mundo hispano-americano. Lima dejó de ser paulatinamente cen-
tro del poder político y económico transfiriendo ese papel en favor de Buenos Aires.
La constitución del Virreinato del Río de la Plata confirió a todo su territorio una vigoro-
sa autoridad y fuerza militar concordante con los propósitos de su creación en una
jurisdicción extensísima y un sentido de la dignidad política y geográfica que surgiría
en forma nítida en 1810. El ordenamiento que se le dio comprendió las siguientes ju-
risdicciones ya establecidas:
Los territorios comprendidos en esta organización política forman actualmente los si-
guientes países: Argentina, Uruguay, Paraguay, parte del Brasil (Río Grande del Sur) y
parte de Bolivia (Alto Perú). Se incluyó en la jurisdicción del Virreinato la Provincia de
Cuyo, la que anteriormente había dependido de la Capitanía General de Chile. Tal
inclusión en el dominio político del Plata, se debió a la solicitud de los mismos pobla-
dores de Mendoza, que habían comprobado que sus mayores vinculaciones eran, más
fuertes y permanentes con Buenos Aires y no con Santiago. Por el Sur, la jurisdicción
345
política del Virreinato se extendía hasta Cabo de Hornos comprendiendo las Islas Mal-
vinas.
El nuevo Virreinato tenía cinco millones de Kilómetros cuadrados y era una poderosa
unidad territorial con acceso a los océanos Pacífico y Atlántico por el Alto Perú y por
Buenos Aires.
La Revolución de mayo actualizó el antagonismo entre los dos centros de mayor en-
vergadura geopolítica de la América hispánica del sur: Buenos Aires y Lima, al conver-
tirse en los polos de la revolución y contrarrevolución, produjeron interferencias de tipo
comercial y roturas territoriales. En consecuencias, la zona de influencia limeña en el
al Alto Perú fue segregada del cuerpo de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
En ese flujo y reflujo el país había perdido su vinculación con el Océano Pacífico, las
provincias del Alto Perú, la Banda Oriental, después de la guerra con Brasil y el Para-
guay.
La fuerza centrífuga del puerto creció rompiendo todo equilibrio por la anulación del
centro político español que se ubica en el Pacífico, tras la caída del sistema mercanti-
lista de la colonia.
El ejercicio del poder político sobre la región adyacente a la capital o para desarrollar
el modelo europeo facilitó la organización territorial macrocefálica de la Argentina ac-
tual.
346
Actividad Nº 48
3.- ¿Qué opina Ud. sobre la afirmación que realiza Montesquieu so-
bre el carácter nacional?
La Población
"Coeutus multitudinis ivris consensu
et utilitatis."
"El pueblo es la unidad de los hombres
en torno al consenso sobre el derecho
y el Bien Común".
Cicerón
La población se integra:
a) Por los extranjeros que habitan en el territorio del Estado y que tienen sus derechos
y obligaciones civiles.
b) Por los nacionales que integran el pueblo y que además de sus derechos y obliga-
ciones civiles tienen también derechos y obligaciones políticas.
El concepto de población no debe ser confundido, con el pueblo, que es una porción
significativa de la totalidad de la “ECÚMENE” que habita en el territorio del Estado.
Rousseau explica que el pueblo está conformado por los ciudadanos, que son partici-
pantes de la autoridad soberana del Estado y sus súbditos, a la vez, por estar someti-
dos a las leyes que de él emanan.
Savigny: señala que el Estado es “la manifestación orgánica del Pueblo”. Rousseau y
los románticos “han convertido la legalidad peculiar del Estado en una metafísica del
347
pueblo por el cual el Estado queda reducido a un simple fenómeno de expresión del
pueblo democrático o de la nación romántica”.
La “volonté génèrale” roussoniana presenta también un tinte romántico por cuanto im-
plica más armonía política y un acuerdo de voluntades anteriores al Estado, cosa que
nunca se da en la realidad del pueblo, que es de carácter antagónico.
Heller señala que: “El hecho de pertenecer a un pueblo es algo impreso en el ser, que
se basa en lo involuntario y que no puede conseguir o alterar un mero acto conscien-
te”. El pueblo se convierte en nación cuando la “conciencia de los habitantes de perte-
necer al conjunto, llega a transformarse en una conexión de voluntad política”.
Estas afirmaciones están aclaradas en un párrafo donde explica: “Se tiene conciencia
de pertenecer a un pueblo por el hecho de haber vivido en común el mismo destino en
un Estado”.
1.- COMO FORMACIÓN NATURAL: desde este punto de vista es pueblo “sólo lo que éste
tiene de natural, como población o como raza”. “Una corriente popular -agrega- de la
antropología política pretende relativizar el estado reduciéndolo a la raza y referir la
conducta política a la herencia racial relativamente invariable, es decir, al modo de ser
corporal heredado”.
Las dificultades insuperables con las que tropieza esta línea de pensamiento empie-
zan cuando se quiere precisar el concepto de raza. El origen moderno de las teorías
racistas se reconocen en la obra del Conde Gobineau: “Sur l’inegalité des races hu-
maines”, publicada en 1853, que afirmaba la superioridad de la raza aria. En Alema-
nia, Richard Wagner es continuador de Gobineau. Otros teóricos relevantes fueron
Otto Hauser y Günther.
El nazismo exacerbó esta corriente hasta considerar al estado como una expresión de
las virtudes y la cultura de la raza aria. Sus teóricos tomarán al pie de la letra la afir-
mación de Gobineau que: “La idea de patria es una monstruosidad cananea, impuesta
por los semitas a los arios”. La raza pura posee un alma racial unitaria, que sustenta la
unidad de destino de los pueblos. La mezcla de razas engendra escisión. Esta premi-
sa implica -según esta teoría- la necesidad de reformar a la fuerza racial, cuyas con-
secuencias debió padecer Europa en tiempos recientes. La teoría racista es materialis-
ta y determinista al hacer depender la historia de los pueblos de caracteres biológicos,
establecidos a través de la herencia genética.
2.- COMO FORMACIÓN CULTURAL: Liermann afirma que: “no es la raza natural la que
forma al Estado, sino al revés, el Estado es el que forma la raza”. En ese mismo senti-
do Lazarus dice: “El pueblo es un producto espiritual de los individuos que a él perte-
necen”. No existe un pueblo estático o totalmente determinado por el factor heredita-
348
rio, sino un espíritu unificador que se recrea constantemente. En este sentido Schiller -
citado por Heller- afirma que “es el espíritu el que hace al cuerpo”.
Al respecto Renan decía: “La nación es un “ame, un príncipe spiritual” que se renueva
por “un plebiscite de tous les jours”.
Ortega y Gasset expresa este concepto con su estilo preciso y característico: “En la
idea nacional -explica- triunfa siempre el puro principio de la unificación humana en
torno a un excitante programa de vida. La nación antes de poseer un pasado común,
tuvo que crear esa comunidad y antes de crearla tuvo que soñarla, tuvo que quererla,
que proyectarla. Basta que tenga un proyecto de sí misma para que la nación exista”.
Nación y pueblo
"La nación es una idea que se refiere exclusivamente a una parte de la población,
aquella que es la base substancial del Estado, (pero por eso no debe confundirse la
nación con el Estado). En su génesis esa población nacional como se la puede llamar
con exactitud, tuvo unidad de origen, de lengua, de religión. Pero en el desarrollo his-
tórico de su vida del Estado, estos han sufrido profundas modificaciones”.
El Pueblo Argentino
La mayor parte de este verdadero aluvión provenía de estirpe latina casi en idéntica
proporción, llegaron inmigrantes italianos y españoles, que poseían la misma tradición
cultural mediterránea.
La población criolla tenía entonces una gran fuerza transformadora. Ese aluvión rápi-
damente se homogeneizó perdiendo las futuras generaciones su vinculación con sus
ancestros. El país, su tierra, era entonces capaz de dar trabajo a millones de hombres
y mujeres que se incorporaban año a año buscando mimetizarse a lo argentino.
La Nación tenía ideas -fuerza que comunicaba entusiasmo a estas masas europeas,
en un modo que aún no conocía los medios de comunicación masiva. Ese poder di-
namizador lo daba la voluntad de ser, la idea de misión en la historia, que imprimía a
la república sus élites fundadores.
La formación étnica e histórico-cultural del pueblo argentino, señala los principios, va-
lores y bienes culturales que constituyen su acervo intelectual. Esa tradición cultural es
el elemento de la unidad que permanece en la esencia de la Patria. Esos principios
bienes y valores son:
a) La Fe: Max Weber señaló que la religión es el elemento determinante de las formas
éticas y en gran medida incide en los estilos políticos y económicos de las socieda-
des dentro de las que opera.
La religión implantada por España en el esplendor del siglo de oro explica la forma
de ser criolla y revela los más recónditos secretos del alma argentina.
b) Un sistema de valores universales: Es el sistema objetivo de valores sobre el que
se ha edificado la civilización cristiana y occidental, enriquecida por nuestra propia
experiencia histórica y actualizando en base a las mutaciones culturales que pro-
vienen de la dinámica social.
c) El conjunto de los bienes culturales de la Nación: Estos bienes culturales son de
distintas naturaleza, pero todos ellos constituyen el patrimonio del pueblo argentino
al que contribuyen a formar y sostener. Las más importantes provienen de la he-
rencia cultural, la lengua castellana, la familia monogámica, la Iglesia y el orden ju-
rídico que se funda en el Derecho Romano. Ese orden reconoce las libertades indi-
viduales que son el producto de una tradición intelectual de respeto por la persona
humana.
350
Actividad Nº 49
PUEBLO
CONCEPTO INTEGRACIÓN RELACIÓN CON LA NACIÓN
El Poder
Aristóteles, en su política, había señalado el hecho constante de que en el seno de
todas las sociedades siempre se registra el fenómeno del mando y la obediencia -es
decir del poder-.
1) La Monarquía,
2) La Aristocracia,
3) La Democracia.
Un autor moderno, Bertrand de Jouvenel, en su obra El Poder, nos explica que “desde
entonces -se refiere a la clasificación Aristotélica- la ciencia política ha seguido dócil-
mente las directivas del Maestro. La discusión sobre las formas del poder es eterna-
mente actual, puesto que en toda sociedad se ejerce un mando y desde ese momento
sus atribuciones, su organización y la manera de llevarse a cabo deben interesar a
todo el mundo”.
Instalado en esta declaración que nos induce el tratadista francés, analiza el “debe
ser” del Estado -que trataría propiamente de la moral política- modifica repentinamente
su óptica para dedicarse a indagar lo que el poder es en última ratio, es decir, “su
esencia, lo que constituye una metafísica política”.
“En toda sociedad, explica, se ejerce el mando. En todo conjunto humano existe un
gobierno” - “que su forma cambie de una sociedad a otra, que sea diferente en el seno
de una misma sociedad, todo ello son, en lenguaje filosófico, accidentes de una misma
substancia, que es el poder”.
Necker, en su obra “Du povoir exécutif dans les grands états”, decía respecto de la
obediencia que “tal subordinación debe forzosamente llenar de extrañeza a los hom-
bres que son capaces de reflexionar. Es un fenómeno singular, un hecho casi mis-
terioso, el que la gran mayoría obedezca a una minoría".
Jouvenel se pregunta: ¿Ha sido preciso que todos los poderes hayan dispuesto de un
gran aparato coercitivo para asegurar la obediencia de súbditos y ciudadanos?
“¿Se dirá entonces, que la eficacia del poder no era debida a un sentimiento de temor,
sino a una cooperación general?"
Señala Jouvenel que la concepción clásica sobre los orígenes del poder, sostiene que
la autoridad política emana de la autoridad paternal. En apoyo de su afirmación cita a
Aristóteles quien explica que: “La familia es la sociedad natural. La primera asociación
de varias familias, en vistas de servicios recíprocos, es el pueblo, a quien podría lla-
marse colonia natural de la familia. Ese conjunto está presidido por un jefe natural, el
más viejo, que es una especie de monarca”.
Vico, en su obra “La ciencia nueva”, publicada en 1844, dice: “En el Estado heroico,
los padres fueron los reyes absolutos de sus familias. Estos reyes, naturalmente igua-
les entre ellos, formaron los senados gobernantes y se encontraron, sin darse dema-
siada cuenta y por una especie de instinto conservador, con que habían unido sus
intereses privados, ligándolos a la comunidad, que ellos llamaron patria”.
En el “Contrato Social”, Juan Jacobo Rousseau expresa que “La única sociedad natu-
ral es la familia” y Bonald completa el pensamiento sobre la primacía de la comunidad:
“La sociedad ha sido primero familia y después Estado".
Mac Lennon en 1870 esboza la teoría totémica, que resultó aparentemente confirmada
por las observaciones realizadas en Australia sobre los pueblos más primitivos del
planeta.
La idea del origen mágico del poder se afianzó con estos aportes provenientes de los
estudios y experiencias de campo referidos supra.
La teoría de Frazer señala que el rey es aquel hombre que resulta capaz de gobernar -
no a los hombres- sino a las potencias invisibles. Su oficio y su misión es atraer las
fuerzas positivas y alejar las influencias malignas.
Los ancianos serían los intérpretes naturales de Dios, pues eran los depositarios de la
sabiduría ancestral y de las fórmulas rituales para atraer las buenas influencias y evitar
los malos influjos.
Gerontocracia Mágica
Frazer considera que “La superstición es la nodriza del Estado”.
El temor es el principio del poder mágico y su misión es fijar las costumbres. Si algún
miembro de la tribu se aparta de las costumbres ancestrales, atrae sobre sí y sobre la
colectividad, la furia de las potencias maléficas. El poder mágico tiende a cristalizar la
vida social y dar cohesión al grupo.
El poder secularizado que sustituyó al poder mágico, heredó en parte su prestigio reli-
gioso. Los reyes conservaron “el poder taumatúrgico” de curar a los enfermos hasta
entrado el Renacimiento, según lo atestiguan historiadores y cronistas de esa época.
El concepto de poder político “Lato sensu”, abarca el poder político no estatal y al po-
der estatal (tanto el poder objetivo del Estado, cuanto el poder subjetivo en el Estado,
ejercido por quienes tienen el mando político).
Friedrich define el poder como “una relación humana en la cual el líder y los secuaces
están unidos para el logro de algunos objetivos comunes en parte por el consentimien-
to y en parte por la cohesión”.
Es pues una relación bilateral de mando y obediencia, que según Duverger presenta
los aspectos siguientes:
Mario Justo López señala que así se da una respuesta al problema psicosocial que
plantea la pregunta: “¿por qué y cómo, en la realidad, unos hombres aceptan ser
mandados?"
Este planteo “no debe ser confundido con el de la justificación del Estado (o del poder)
“que se trata de un problema filosófico que busca respuesta a la pregunta ¿por qué
existen hombres que mandan y hombres que obedecen?”
“Tampoco debe confundirse con el planteo jurídico que presenta las preguntas: ¿Go-
biernan quienes deben hacerlo? ¿Deben gobernar de acuerdo a las normas jurídicas
establecidas?
Estas teorías se refieren a la legitimidad de origen sobre las que volveremos más
adelante.
Pero el poder debe responder a un fin que es el bien común. Si dejase de tender a la
realización del bien común, el poder carecerá de su legitimidad de ejercicio. Santo
Tomás explicaba que es legítimo el levantamiento popular contra un régimen que no
persigue como fin el bien común.
Max Weber distingue tres tipos puros de dominación política de carácter legítimo:
No podría existir el Estado sin un sistema de normas jurídicas que regulen su vida ins-
titucional.
La Soberanía
No se conoce con certidumbre el origen etimológico de la palabra soberanía, pero se
puede afirmar que deriva del título que se le daba al rey -souverain- en la Francia Me-
dieval.
En realidad el gran teórico de la soberanía fue Jean Bodin. En su obra “Six livres de la
republique” de 1576 define a la soberanía, como el poder absoluto y perpetuo de una
república. Es un poder supremo que se ejerce sin restricciones sobre los súbditos de
un Estado.
355
Caracteres de la Soberanía
La soberanía es un poder que incluye el de crear la ley, sin quedar sometido a ella -
según Bodin-.
Con ese particular momento de la historia europea, Francia estaba emergiendo como
uno de los nuevos Estados Modernos o Estados-Naciones, que debían sepultar el or-
den feudal característico del Medioevo.
Para el Abate Siéyes, la soberanía pertenece a la NACIÓN, que integra en una unidad
al territorio, los habitantes y el poder público. La obra de Siéyes “¿qué es el tercer Es-
tado”?, fue en gran medida el libro de cabecera de los revolucionarios franceses de
1789.
Durante el siglo XIX se desarrolló un movimiento intelectual -conocido como "Los doc-
trinarios"- que tendía a despersonalizar la soberanía. El célebre historiador Guizor ex-
presaba ese sentir en una frase clásica: “Dios sólo es soberano. Nadie en la tierra
es Dios, ni los pueblos, ni los reyes”.
Royer Collard fue aún más claro: “Preguntar dónde reside la soberanía es ser despóti-
co y declararlo”.
Duguit explica que no puede existir la soberanía en el Estado, porque ésta es una
emanación de la voluntad. El Estado es un ente abstracto que no tiene personalidad ni
356
voluntad, esto es un atributo propio de la persona humana. Agrega que la única volun-
tad real que se expresa a través de la máscara de la soberanía del Estado, es la de
los gobernantes que ejercen un claro dominio sobre los gobernados.
Concluye este autor diciendo que el pensamiento que caracteriza al Estado es la no-
ción de servicio público y no el concepto de soberanía.
Jouvenel afirma que la teoría de la soberanía ha servido sólo para justificar el incre-
mento del poder cada vez más irrestricto, “el crecimiento del minotauro” cuya expre-
sión es el Estado actual.
Soberanía del Estado: Es el atributo supremo del poder independiente del Estado
que excluye cualquier subordinación a un poder exterior.
Poderes del Estado: Es el conjunto de las facultades que se desprenden del Poder
del Estado.
Según Jellinek la Soberanía del Estado, se define por las siguientes notas esencia-
les:
1.- Aspecto positivo de la soberanía. Este aspecto significa que el Estado es obe-
decido por todos los habitantes y las instituciones existentes en el interior del Es-
tado. Soberanía interna.
2.- Aspecto negativo: El Estado en esta faz no obedece a ningún otro poder o perso-
na. Este aspecto tiene que ver con la vida exterior del Estado. Soberanía externa.
3.- Autolimitación del Poder del Estado por el Derecho: La Constitución debe es-
tablecer esas limitaciones.
Por consiguiente, la soberanía del Estado -según este autor- presenta las siguientes
notas definitorias:
Madison, en su obra “El Federalista” sostiene que la soberanía del Estado Federal
coexiste armónicamente con la soberanía de los Estados Federales o particulares.
La tesis mayoritaria afirma que la soberanía es un atributo del Estado Federal, aunque
se reconozca la autonomía de los estados particulares. Esta es la posición que adoptó
la Corte Suprema de Justicia de la República Argentina, la mayoría de nuestros consti-
tucionalistas y autores extranjeros como Jellinek y Story.
También se ha sustentado la posición que sólo son soberanos los Estados Particula-
res y no el Estado Federal. (Mayer en Alemania y Calhoun en los EEUU)
Existen otras posiciones eclécticas que no han logrado el grado de consenso para
formar escuela.
Actividad Nº 50
Esos logros fueron posibles porque el Estado cumplía en forma cabal con sus funcio-
nes y porque existía un proyecto político, un repertorio de ideas-fuerza, que era com-
358
partido por hombres de todos los sectores. Existían concordancias en cuanto a los
objetivos del país en los que figuraban en primer lugar, la realización de un Estado
moderno.
El modelo republicano tenía vigencia plena aún, cuando no existía la mecánica del
sufragio universal. Uno de sus pilares fue la idoneidad de los funcionarios y la respon-
sabilidad de los magistrados.
El principio democrático
Así se explica que en Alemania, una mayoría antidemocrática se apoderó en 1933 del
Estado democrático para ponerlo al servicio de sus planes. Este punto de concebir la
democracia no es exacto.
En las naciones modernas es imposible que el pueblo gobierne “per se”. Esa imposibi-
lidad que nace de la extensión y la cantidad de población, alienta la solución represen-
tativa, que propende la teoría del Contrato Social o del mandato popular.
En efecto, para los romanos la res-pública (la república) no era una persona jurídica o
un ente distinto de las personas que lo integraban, los ciudadanos son el Estado y no
se concibe que éste pueda tener una existencia independiente fuera de los individuos.
La ley es una forma más de obligarse. Aplicada a todo el pueblo, para que esta obliga-
ción sea exigible, requiere una pregunta y una respuesta como se realiza con cual-
quier contrato privado. (Espondeo-Nexum).
La palabra lex se aplica también a las convenciones privadas. La fuente del poder es
esa concordia entre los ciudadanos iguales que otorgan su consenso a la ley. La vida
de libertad es vida pública sin mando personal: ante la ley todos los hombres son
iguales.
Esta concepción nominalista de la sociedad que sostiene que la única realidad en ese
plano, son los hombres, fue legada por Roma a la Edad Media. El más conspicuo de
los representantes de la tesis nominalista en relación al Estado, Sinibaldo Dei Fieschi
(Inocencio VII), fue el autor de la teoría de la ficción, aplicable a las personas jurídicas
en general.
tismo de los gobiernos de masa, que han perdido la esencia democrática al sacrificar
la libertad.
El gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo, sólo puede subsistir sobre la
base de la tradición occidental que reconoce el valor absoluto de la persona, de su
libertad y de sus derechos. Esta concepción sólo puede desarrollarse en forma cohe-
rente dentro de un sistema político como el que define la Constitución Argentina.
UNIDAD XII
TEORIA DEL ESTADO
*Texto elaborado por el Dr. Benjamín Burgos, Prof. tutor de D. Político en la pcia. de Jujuy
A ese respecto podemos ir adelantando, que la Teoría del Estado es “el conjunto de
proposiciones logradas mediante la investigación del qué, por qué y para qué del Es-
tado, es decir las tres posibilidades de interrogación que afectan a los momentos
reales de la existencia del Estado y que se vinculan con la descripción, explicación y
aplicación del fenómeno estatal, sometida a criterios lógicos y a la verificación de los
hechos”.
Sea como fuere, la expresión “teoría general del Estado” ha persistido en idioma ale-
mán, aunque luego de las primeras décadas del siglo actual, su uso ha ido disminu-
yendo cada vez más.
362
Otros autores, aún entre los que han escrito en alemán -v.g Herman Heller-, han prefe-
rido la expresión “teoría del Estado”, sin la calificación de “general”.
Hay que destacar, al respecto, que el empleo de una expresión o de la otra, no obede-
ce a capricho o descuido. Así, el empleo de la palabra “general”, (allgemein) por Jelli-
nek, obedece a la distinción que dicho autor hace entre la “teoría general” que “se pro-
pone hallar el principio fundamental del Estado y someter a la investigación científica
los fenómenos generales del mismo y sus determinaciones fundamentales”, y la “teo-
ría particular” (besondere Staatslehre), para la que existen dos modos posibles de in-
vestigación:
Debe recordarse que además, para Jellinek, la teoría general del Estado es suscepti-
ble de ser dividida en teoría sociológica (allgemeine Soziallehre des Staats) y teoría
jurídica - o de Derecho Político- (allgemeine Staatsrechtslehre).
Lo que interesa destacar con respecto a esa variante de denominación y a sus respec-
tivas causas, es que pone de relieve la inexistencia de un concepto único, lo que obli-
ga a considerar las diferentes tendencias doctrinarias conforme lo expondremos más
adelante, limitadas a las ópticas sociológicas, deontológicas, jurídicas y políticas.
Destaca acertadamente Fayt que el término Estado hasta el siglo XV no aparece re-
gistrado en la literatura científica, y ello porque las organizaciones políticas anteriores
a la Edad Moderna no la conocieron. Los griegos llamaron a su organización política
“polis”; los romanos “civitas” o “res pública”, quedando la de “imperium” para el poder
de dominación del príncipe; en la Edad Media durante la cual se hace derivar el poder
político de la propiedad del suelo, las expresiones “regnum” (tierra del rey) o “land”
(tierra), sirven para comprender los poderes territoriales existentes.
Así entonces, sólo cuando va definiéndose una nueva realidad política con un centro
unitario de Poder, independiente en lo exterior e interior; concentrando en una unidad
de dominación los instrumentos de poder efectivo en un ámbito territorial determinado,
la palabra Estado es empleada para nominar esa nueva realidad que tiene adveni-
miento durante el Renacimiento en las ciudades-repúblicas italianas, con la aparición
de un solo centro de dominación, con un gobierno efectivo, un sólo ejército, una admi-
nistración jerarquizada, un orden jurídico unitario, con fuerza suficiente para imponer a
los súbditos un deber de obediencia general.
la soberanía, a la que de este modo, hace equivalente al Poder. Más aún, agrega Fa-
yt, es posible que originariamente la palabra Estado haya sido empleada para señalar
el territorio sometido a esa forma surgiente de autoridad, luego para designar al go-
bierno mismo, y, por último, se la hizo comprensiva de la forma de organización políti-
ca, de la que el territorio y el poder son elementos.
a) el Estado como una formación social, cuyo substractum unos depositan en la socie-
dad o en la nación, y otros en la interacción humana;
b) el Estado como poder de dominación, coactivo o de imposición. Dentro de este cri-
terio se encuentran quienes conciben al Estado como una organización de la coac-
ción social, y quienes lo consideran como un instrumento al servicio de los intere-
ses económicos de las clases dominantes;
c) el Estado es el orden jurídico, o bien la unidad de un sistema jurídico que tiene en sí
mismo el propio centro autónomo.
“El Estado, -expresa Eustaquio Galán y Gutiérrez en el prólogo a “Teoría del Estado”
de Giorgio Del Vecchio-, ciertamente, es el reflejo del hombre, como una sombra hu-
mana". El hombre que no puede vivir sin el Estado, encuentra en éste, sin embargo,
su propia obra, la proyección de sí mismo, con sus virtudes y con sus defectos. La
conocida sentencia popular, según la cual cada pueblo tiene el gobierno que merece,
se alimenta de esta profunda verdad. Si el Estado, para hablar brevemente de él, es,
como dijo Cicerón, la constitución u organización política de un pueblo, y nada más,
“constitutio populi”, podemos afirmar que "a las diferentes clases de constituciones
políticas corresponde la hegemonía de otras tantas clases de hombres o de caracteres
humanos, pues, como decía Platón, las constituciones no nacen del roble y de la roca,
sino que ahíncan sus raíces en el carácter y la estructura psíquica de los ciudadanos”.
“El Estado es una forma de vida social, una forma de convivencia humana y en cuanto
formación social, conducta humana organizada. Somos parte de él y él es parte de
nosotros. Su actividad es actividad humana que adquiere sentido en la medida que
actuamos o ajustamos nuestra vida, nuestra manera de vivir al orden y a la organiza-
ción que representa. Formamos parte de él en la medida que él forma parte de noso-
tros. Las relaciones políticas son relaciones humanas, son forma de vida social huma-
na. Esto no implica negar la individualidad humana, reducir al hombre a mero portador
de una función social, sino establecer con claridad que un sector de su vida es vida
humana social. A ella corresponde la realidad social, de la que es un sector la realidad
política. De su efectividad surgen las organizaciones y estructuras, y por consiguiente,
el Estado. La dimensión histórica del mundo social adquiere sentido y significación
como forma vital de la existencia humana; a la vez, ésta tiene sentido y significación
sólo a través de aquélla. La íntima correlación entre ambas es consecuencia de la ac-
tividad humana”.
Ahora bien; si con carácter previo a profundizar nuestro estudio sobre el Estado nos
preguntamos qué es lo que percibimos de él, seguramente se nos ocurrirá pensar en
el aparato político del poder; en el grupo minoritario que manda; en el mayoritario que
obedece; la cantidad de hombres que lo forman; el suelo en que viven; el derecho
formulado coactivamente por el Estado. Es decir, inicialmente tenemos idea formada
de que existe una realidad marcando los gobernantes y gobernados; que conviven en
un territorio; hacen cosas en común y están sujetos a un determinado orden de dere-
cho. Pero... y entonces ¿qué es el Estado?
364
Carlos Fayt señala válidamente, que si bien el Estado es la organización del poder
político dentro de una comunidad, esa organización no pertenece al reino de la natura-
leza, sino al del espíritu, producto de la cultura, de la interacción humana, de manera
tal, que hasta el momento de su formulación institucional, los grupos humanos se
desarrollaron políticamente amorfos. Las comunidades gentilicias, si bien poseían un
poder de carácter familiar, religioso o social, en modo alguno éste revestía naturaleza
política claramente concebida. El poder del jefe de familia sobre su entorno, observa-
ción que nos lleva a la vida de la “tienda”, al momento histórico en que un hombre era
una tribu y los hijos se reconocían en su padre, era poder social y religioso, no poder
político.
Ante el panorama que se nos presenta y siendo de rigor evitar el fárrago que suele
producir la consideración “in extenso” de una exuberante cartelera de “teorías” explica-
tivas de la naturaleza del Estado, vamos a propiciar, siguiendo a Bidart Campos, quien
a su vez se orienta en Sánchez Agesta, el método que concluye en agrupar las distin-
tas ponencias doctrinarias en cuatro categorías principales:
a) teorías sociológicas;
b) teorías deontológicas;
c) teorías jurídicas;
d) teorías políticas, pudiendo adelantar en punto a esta clasificación que:
a) algunas de estas teorías son “monistas”, es decir que después de adoptar uno de
los cuatro enfoques, consideran que la realidad del Estado es sólo y exclusivamen-
te sociológica, o deontológica, o jurídica, o política, agotando la realidad del Estado
en alguno de esos aspectos;
b) otras, sin ser monistas a rajatabla, ponen el acento fundamentalmente en uno de
esos cuatro aspectos, o sea, es lo que primero y principalmente ven y reconocen
como realidad del Estado, pareciéndoles que los otros aspectos son secundarios, o
que se dan en función del primario.
De todas maneras, cuando logremos el panorama completo, nos daremos cuenta que
de esta multiplicidad de teorías hay que extraer una síntesis de conjunto, porque la
casi totalidad de ellas proporcionan un saldo aprovechable, pudiendo decir en general
que más bien que ser erróneas suelen ser incompletas o insuficientes. Las monistas,
sobre todo, fallan porque precisamente son monistas, porque agotan la realidad del
Estado en un solo aspecto, extraviando el resto.
Las teorías sociológicas son por lo general “teorías objetivas” porque estudian al Esta-
do como un hecho real objetivo, exterior a los hombres. “El Estado tiene un ser que se
radica en el mundo externo independientemente de los individuos”. El Estado, puntua-
liza Schmidt, “tiene una existencia objetiva propia, una existencia de hecho, de igual
modo que cualquier otro cuerpo natural”, y como no podía ser de otra manera, este
modo de ver posibilita distintos enfoques que nosotros vamos a sintetizar propiciando
la siguiente clasificación:
primario de toda organización política. O también como lo afirma Bischof, “el Estado
es una forma particular de sometimiento de todas las voluntades, formadas por una
variedad de elementos sociales establecidos en un territorio determinado, a una vo-
luntad".
Es la detentación del poder por el más fuerte, sea que él lo obtenga físicamente,
moralmente o económicamente; se impone sin posibilidad de evasión o escapato-
ria. Dominar, en la palabra de Jellinek, significa tener la capacidad de poder ejecu-
tar incondicionalmente su voluntad sobre otras voluntades.
El Estado como territorio: si bien no podemos decir que existan teorías que iden-
tifiquen al Estado con el territorio, sí las hay que señalan como lo fundamental del
366
Las teorías Deontológicas son las que comienzan proponiendo al Estado un fin que
consideran debido, y una vez que descubren y formulan ese fin, sostiene que él hace
parte de la esencia del Estado, por manera que toda organización política real y con-
creta debe, para tener naturaleza o esencia de Estado (para “ser” Estado), cumplir
aquel fin, careciendo de naturaleza de Estado las que no lo cumplen o lo violan.
Con sustento en lo dicho, puede también precisarse que por lo general no existen teo-
rías que no incluyan, en su modo de ver la naturaleza del Estado, a un elemento teleo-
lógico o finalista, no importando que él esté revestido de matices jurídicos, sociológi-
cos, políticos, económicos, etc. Ellas proponen al Estado un fin que consideran debi-
do, y una vez que descubren y formulan ese fin, sostienen que él hace parte de la
esencia del Estado, careciendo de la naturaleza de Estado los que no lo cumplen o
violan; o lo que es lo mismo, estas teorías elaboran un tipo ideal de Estado al que
consideran perfecto de acuerdo al fin que le confieren, es decir, declaran el modelo de
Estado tal como “debe ser”, v.g si el fin del Estado es un fin ético, el Bien Común, el
Estado debe cumplir el mismo faltando a la esencia de Estado en cualquier organiza-
ción política que no tienda al Bien Común. Otro caso sería si el fin consistiese en la
protección a los derechos y libertades individuales, para que una organización política
sea Estado, debe garantizar esos derechos y libertades individuales, no siendo Estado
si los conculca. En este sentido, la Declaración de los Derechos de Hombre y del Ciu-
dadano de 1.789 en Francia, establecía que una sociedad en la que no estaban ase-
gurados los derechos individuales ni la división de poderes, carecía de constitución,
esto es, estaba mal constituida, no tenía naturaleza de Estado constitucional. “Los
reinos sin justicia no son sino grandes latrocinios” (San Agustín), siendo la Justicia un
fin del Estado, si ella no es asegurada, aquél no puede ser reputado como tal.
Estas teorías contemplan la naturaleza del Estado desde una perspectiva jurídica, o
sea, desde la ordenación que el derecho le depara. Cuando son monistas, llegan al
extremo de suponer que el Estado es una creación exclusiva del derecho, que su úni-
ca naturaleza deriva del derecho. Cuando no son monistas, admiten ingredientes so-
ciológicos, políticos o deontológicos, pero ponen en primer plano la cobertura o el re-
vestimiento con que el derecho encubre a los demás aspectos subyacentes.
Si bien es cierto que existen diferentes facetas que impulsan este modo de ver , tam-
bién lo es que Hans Kelsen fue el máximo postulante de las teorías jurídicas sobre el
Estado, razón por la cual, en la idea de no alongar demasiado estas guías, vamos a
limitarnos a señalar su punto de vista que, depurando al Estado de todo elemento so-
ciológico, político o axiológico, llevó al maestro de la Escuela de Viena a una definición
fundamental para su obra: “el Estado es la personificación del orden jurídico total”. Por
367
Son las que presentan al Estado como una formación del orden político, esto es, como
una entidad específica de la vida social que está políticamente organizada. De este
enfoque participan variadas gamas de alternativas, de entre las cuales hemos selec-
cionado aquellas que consideran al Estado:
4. Conclusión
Analizado el panorama parcial que expone la Teoría del Estado “para dar significado a
la naturaleza” del mismo, es decir, las respuestas que se expresan al aspecto que in-
terroga ¿qué es el Estado?, resulta innegable, que no siendo posible apartar al Estado
de la realidad social, no podría considerarse a éste como pura norma, puro derecho,
pura soberanía. Por el contrario, debe ponderarse a los hombres que conviven en ese
espectro social distribuidos entre los gobernantes y gobernados y sus relaciones; los
efectos del suelo o territorio o su influencia en la empresa o mancomunidad de esfuer-
368
zos en un continuo quehacer diario, puesto que “en el momento que tales actos dejan
de tener lugar, el Estado cesa de ser una realidad presente para convertirse en un
pasado histórico”, al decir de García Pelayo. Además los hombres no obran porque sí,
sino que lo hacen orientados por objetivos, por finalidades, y estos “no deben ser
cualquiera” sino aquellos que surgen de la esencia misma de la asociación, siendo
necesaria, entonces, una valoración desde una óptica deontológica y todo esto debe
procurarse en una unidad o síntesis, que es mucho más que la simple asociación o
pluralidad de individuos.
BIBLIOGRAFÍA:
Actividad Nº 51
2.- Elija una de las teorías sobre la naturaleza del Estado y explíque-
la.
369
UNIDAD XIII
ORIGEN Y JUSTIFICACION DEL ESTADO
*Texto elaborado por el Dr. Benjamín Burgos, Prof. Tutor de D. Político en la pcia. de Jujuy.
1. Situación temática
Determinar con exactitud en qué momento ha tenido origen el Estado, advierte Del
Vecchio, es cosa imposible, no sólo porque nuestros conocimientos sobre las fases
prehistóricas y protohistóricas de la vida humana son altamente defectuosas, sino
también porque la formación del Estado no se produce “ex abrupto”, sino a través de
un proceso gradual. Añádase que, no obstante ciertas semejanzas fundamentales,
este proceso no se cumple de manera idéntica respecto de todos los grupos sociales.
Ya que la vida humana es necesariamente vida social, y puesto que toda sociedad, en
cuanto implica una correlación y una limitación recíproca en el comportamiento de sus
miembros, ostenta necesariamente un perfil jurídico, podemos afirmar que el derecho
y la sociedad son coetáneos con el nombre. Pero aquella específica sociedad por la
cual la vida humana recibe un ordenamiento estable en todas sus manifestaciones,
esto es, la sociedad política o estatal, llega a formarse sólo cuando se cumplen las
condiciones que se estiman de rigor, o sea un número bastante grande de personas, a
fin de que queden distribuidas debidamente las distintas funciones que integran la vida
común, un territorio determinado en relación permanente con la población y, en fin un
poder, que coordine, con una acción continua, las normas regulativas de la conviven-
cia.
La conexión entre la partida y la arribada diseña una ruta, y ese trazado es definidor
de las principales condiciones impuestas al esfuerzo durante el camino del hombre y
de las colectividades humanas. El punto de partida puede entenderse de dos maneras
diferentes: en una de ellas se procura inquirir con profundo buceo los antecedentes
anecdóticos, reales del comienzo de la sociedad humana; en la otra la preocupación
es no tanto histórica cuanto racional, y se presume decidir de qué manera debe inte-
lectualmente concebirse: si como mero producto espontáneo o como resultado cons-
ciente y querido del hombre.
como primer hecho social universal, y lo explicaba diciendo que, pese al predominio
del varón por su fuerza brutal, la mujer, por su posición natural en la vida social (edu-
cadora de los hijos), predominaba en el matrimonio (tipo de organización primitiva) y
se originaba así un régimen de ginecocracia, según el cual el parentesco y la sucesión
siguen la línea materna y otorgan a la mujer una supremacía religiosa y política. Es el
régimen de Mutterrcht o “matriarcado”.
De otro lado, muy numerosas son las investigaciones realizadas, sobre todo durante
los dos últimos siglos, en el seno de los grupos humanos que en algunas regiones de
la tierra se han conservado arcaicos, es decir, prácticamente sin evolución social. En-
tre esas investigaciones se distinguen, por la amplia difusión que han tenido, las efec-
tuadas por el norteamericano Morgan entre las tribus iroquesas y otras del mismo país
(Estados Unidos de América).
Merece señalarse que los trabajos de Morgan interesaron mucho a Marx y que, sobre
la base de sus anotaciones, escribió Engels la obra titulada “El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado”, publicada en 1.884.
En realidad, cada uno de estos supuestos y otros que ponemos a consideración a mo-
do de hipótesis, ha de ser enfocado en su propia articulación doctrinal, sin perjuicio de
recoger, en cada caso, la parte de sensatez que puede intervenir para revestir de se-
riedad las conclusiones.
nos interrogamos sobre el “cómo” de la existencia del Estado, porqué debe haber Es-
tado, porqué los hombres debemos acatarlo, todo lo cual nos conduce a investigar
sobre temas que hacen a la “justificación del Estado como realidad social, a su legiti-
mación como tal”.
Preocuparnos por el tema que tratamos, significa incursionar en el terreno del origen
filosófico del Estado, o en el de su causa eficiente, es decir “la causa que da origen a
un ser”. De la misma manera decimos que un intelectual es la causa eficiente de una
obra literaria porque como autor le ha dado nacimiento a ella, de igual forma tratamos
de investigar ¿qué es lo que da origen al Estado? ¿cuál es su causa eficiente? Para
ello, nuestra tarea no debe referirse al análisis de un Estado determinado o Estado
empírico pues esa cuestión será materia de la historia, sino que nuestra ocupación
referirá al Estado abstracto, al Estado como universal, acudiendo para ello a las teo-
rías que propusimos en el programa de la asignatura.
2. Teorías religiosas
Las teorías religiosas son las que pretenden fundamentar al Estado en un ser superior
al hombre, acudiendo al origen divino del poder como causa eficiente. Las clasifica-
mos en:
Aquí se afirma que "el poder deriva de Dios pero que Dios no predetermina ninguna
forma política concreta, ni ninguna persona para ejercer el poder: eso es establecido
por decisión de los hombres". En ese sentido se atribuye a San Pablo haber dicho que
lo proveniente de Dios no es la persona del gobernante, "sino la capacidad y el dere-
cho de mandar, es decir, la autoridad que el gobernante tiene".
1) Francisco Suárez proclama que "el poder deriva de Dios pero llega al gobernante a
través del pueblo. El pueblo es el sujeto primario de la autoridad, y lo transfiere al
gobernante, pero lo puede recuperar en dos circunstancias: a. si el gobernante in-
curre en tiranía, lo recupera por virtud al derecho de resistencia a la opresión; b. si
hay acefalía en el poder. Además el pueblo también puede retener el poder recibido
de Dios y no transferirlo a gobernante alguno: es la democracia directa."
372
2) Sostiene que no hay hombre alguno que a priori esté señalado para gobernar o in-
vestido de poder, tampoco reside en todos o en el pueblo. Lo que detenta el pueblo
es el poder originario de decir qué forma política va a tener el ESTADO, y quién se-
rá el elegido para ejercer el Poder, lo que quiere significar que el pueblo es el titular
del poder constituyente. Una vez dado este paso, elegido el gobernante, el poder
que ese gobernante detenta se considera proveniente de Dios.
En conjunto en estas teorías y no obstante las críticas que se les formulan, se recono-
ce "el valor de dar razón jurídica al ESTADO por medio del derecho natural". Si com-
prendemos al Estado como necesario para desarrollar nuestra existencia, es porque lo
instituyó Dios, en cuanto es autor de la naturaleza humana. Si Dios hizo nuestra natu-
raleza, y ésta reclama un orden político, Dios el único fundamento, la última "ratio" del
Estado y de su validez, o, en otros términos, su causa remota. Por eso, la fórmula
"omnis potestas a Dios" -todo proviene de Dios- quiere significar que el fundamento
mediato del Estado radica en Dios. La organización del Estado, su régimen, su go-
bierno, es obra puramente humana.
3. Teorías de la fuerza
Las teorías de la fuerza legitiman al Estado y al poder afirmando que en el inicio del
Estado existe un acto de fuerza, consistente en la imposición y dominación de un gru-
po sobre otro. Esta concepción abarca tanto al Estado en abstracto como al empírico.
Gumplowicz expresa: "la historia no nos presenta ningún ejemplo de Estados que ha-
yan nacido de otra manera que por algún acto de violencia. Lo que siempre ha dado
origen al Estado ha sido un acto de fuerza de una tribu contra otra: la conquista y su-
misión de una tribu más fuerte, la mayor parte de las veces extranjera, sobre una po-
blación más débil, la mayor parte de las veces autóctona.”. “Dominadores por un lado,
dominados por otro, dice el mismo autor; directores y dirigidos: tales son las eternas,
las imprescindibles e inmutables notas distintivas de los Estados. No ha habido ni hay
ningún Estado en que no haya existido esta antítesis".
En realidad, corresponde vincular el conjunto de estas teorías con las sociológicas que
al informar sobre la “naturaleza” del Estado, nos explican que él consiste en una duali-
dad de gobernantes y gobernados, y en el hecho de dominación de los primeros sobre
los segundos.
4. Teorías éticas
Las teorías éticas fundamentan al Estado en una “necesidad de carácter moral”, y esto
es así, en tanto afirman que la plenitud y el desarrollo del hombre se alcanzan en el
Estado. Estas teorías se apoyan, entre otros fundamentos, en el pensamiento de Aris-
tóteles y Santo Tomás al proclamar que “el Estado no es neutro a los fines últimos del
hombre, y que para hacerlos posibles el hombre se ha de integrar al Estado, que le
facilita los medios de su propia perfección”.
5. Teorías jurídicas
Las teorías jurídicas acerca del fundamento racional o de la justificación del Estado
adoptan una institución o una figura del derecho para explicarlo y legitimarlo. Por su
importancia las que merecen cita son:
373
A) TEORÍA PATRIARCAL
Esta opinión considera que el Estado deriva de la familia. La familia ha sido la primera
agrupación que hizo las veces de Estado (Fustel de Coulanges). “La sociedad ha sido
primero familia, y después Estado” (Bonald). Hobbes también considera al Estado pa-
triarcal como una forma histórica del pasado. Pero hasta acá, la tesis sólo vale como
origen “fenoménico del Estado". Para esto último, en cuyo ámbito coloca Jellinek a la
tesis que fundamenta al Estado en el derecho de familia, hay que admitir que el Esta-
do surge de la ampliación de la familia, la que se convierte así en su causa eficiente.
En época de Carlos I de Inglaterra (1.600-1.649), Roberto Filmer sostuvo en su obra
“Patriarcha” que Adán fue el rey de la estirpe humana, y que los reyes no eran sino
sucesores de Adán.
B) TEORÍA PATRIMONIAL
Pregona que el propietario del suelo es a la vez titular del poder. A ese respecto deta-
lla Legón que “tan pronto se alcanza riqueza mediante la posesión de la tierra, con el
poder que va unido a tal logro, se entra en la categoría principesca. La posesión del
territorio (Dominium) y la posesión de la autoridad (Imperium) coinciden.”
C) TEORÍA CONTRACTUAL
La postura del contrato es la expresión máxima del voluntarismo. Considera que los
hombres crean el Estado libre y espontáneamente, y que su única justificación radica
en el pacto político que le da nacimiento. El Estado aparece así, como una organiza-
ción “mecánica, atomista y artificial”, sustentada en el arbitrio de los individuos. Todo
es obra de la industria humana, y producto de la voluntad al abandonar el estado de
naturaleza. El Estado resulta totalmente “construido”, y no “dado”; quiere decir que no
existe ninguna tendencia natural a la vida social y política “dada por la naturaleza hu-
mana, y que los hombres viven en una organización política porque quieren".
Por ello, comprobada la existencia empírica del Estado, para llegar a justificar su ori-
gen filosófico o causa eficiente, encuentran su razón de ser en la voluntad de los hom-
bres, aunque a la vez se pone de manifiesto que el “pacto celebrado” entre los hom-
bres no representa otra cosa que “una hipótesis racional de justificación”.
Este paquete de teorías, al sólo título ilustrativo medular, posibilita diferentes enfo-
ques, y sobre la base de ello decimos:
1) Con Rosseau y Hobbes el “pacto” se origina después de “un previo estado de natu-
raleza” del hombre, que es abandonado para organizar la convivencia. Ellos desta-
can que el hombre en su estado “anterior llevaba una buena y pacífica vida”, según
Rosseau (1.712-1.778), y “mala y belicosa”, según Hobbes (1.588-1.679). Este
acuerdo se celebra sin participación del gobernante, por ello se llama “pacto de
unión”, una fórmula de tal acuerdo sería “yo autorizo y cedo a este hombre mi dere-
cho de gobernante, con la condición de que tú le cedas también a él tu derecho y
que autorices todos sus actos de la misma manera que yo”. También Locke recepta
la teoría del “pacto” entendiendo “que si todos los hombres son por propia naturale-
za libres, iguales e independientes, nadie puede ser sometido al poder del Estado
sin una incorporación consentida por el propio individuo...”.
374
D) TEORÍA DE LA OCUPACIÓN
Acudiendo a la tesis romanista de que las cosas sin dueño pueden ser adquiridas por
aprehensión de las mismas, no ha faltado una corriente política que ha fundado el títu-
lo del Estado en la ocupación del poder. El poder se considera “res nullius” o vacante
en su origen; el modo también originario de adquirirlo es ocuparlo.
6. Teorías negatorias
Sea justificando el Poder, sea justificando el Estado, las teorías que hemos considera-
do tratan un plexo de explicaciones sobre el origen del Estado. En cambio las teorías
que aquí se consideran se ubican en otro campo de acción, “se niegan a justificar al
Estado”, y aún, comprobada su existencia, afirman que el Estado no debe existir, que
es ilegítimo.
Síntesis final
En definitiva, luego de transitar por las diferentes teorías que justifican la existencia del
Estado, somos de opinión, que se hace necesario realizar una valoración de conjunto,
tal cual lo sugiere Bidart Campos en su obra.
Tendencia e impulso dijimos que implican estímulo síquicos que el hombre es capaz
de captar por su razón. Y la necesaria incorporación del hombre al Estado para satis-
facer con su fin de Bien Común la totalidad de necesidades de los hombres que for-
man el grupo organizado, apareja la idea ética de perfección y desarrollo de la perso-
nalidad humana en el mundo temporal. El hombre que no se basta a sí mismo, que es
insuficiente y limitado, requiere por su propia naturaleza alcanzar el bien y buscar el
deber ser moral, de la única manera como puede vivir en el mundo: organizando polí-
ticamente su convivencia. Por eso el Estado es una obra de cultura, porque en el Es-
tado los hombres realizan los valores que son propios de la vida social y política: justi-
cia, orden, paz, cooperación, etc.
Si afirmamos que el hombre tiene conciencia de su vida y su actividad, que todo lo que
hace es susceptible de ser valorado, y que por eso la convivencia y sus productos
humanos no son neutros al valor, tenemos que aceptar que, con más o menos refle-
xión, con más o menos conocimiento de sus fines, con escasos o muchos criterios de
valor, con mayor o menor justicia, el hombre ha formado al Estado como obra e ins-
trumento de cultura. El Estado, por más natural y necesario que sea, no es indepen-
diente totalmente de la conciencia reflexiva de los hombres; el Estado empírico no es
creación arbitraria, pero sí voluntaria. Históricamente, surge por la acción consciente
de los individuos como obra de su libertad.
Y acá topamos otra vez con el empalme de lo permanente y lo histórico con el Estado;
lo permanente hace a la “dedo”, a lo espontáneo, a lo natural y a lo necesario; lo histó-
rico hace a lo libre, a lo reflexivo y a lo variable.
Actividad Nº 52
UNIDAD XIV
FIN DEL ESTADO. EL ESTADO Y SUS FUNCIONES
* Texto elaborado por el Dr. Benjamín Burgos, Prof. Tutor de D. Político en la pcia. de Jujuy.
El Estado, como comunidad dada por la naturaleza, está insertado en el orden moral,
significando esto que el fin del Estado emerge del propio “orden natural”, y no es crea-
ción arbitraria de la política. “El fin es formulado por el Estado, pero no creado por él;
no es artificial sino natural. Sólo que la realización concreta en cada situación histórica
y en cada comunidad, puede darle a veces contenidos diferentes; en otras palabras,
son diferentes realizaciones de la misma idea natural del “Bien Común”. "Cuando el
Estado, desligándose del orden natural, deja de lado ese bien, y se atribuyen fines
contrarios a él, se evade de aquel orden, del mismo modo como el hombre, cuando
reniega a su fin personal, conspira contra el orden moral en el que su naturaleza lo ha
colocado”.
Ante ello, suele proponerse el estudio del “fin del Estado” desde tres ópticas referen-
ciales:
Por último, corresponde señalar que el “fin” propuesto puede adquirir, sin desvirtuarse,
un tratamiento diferente a través del tiempo, de esa manera el mismo “fin de bien co-
mún” es conseguido por un Estado de modo distinto en la Edad Media y en el Estado
Contemporáneo, en los Estados primitivos y en los civilizados, dando preeminencia
algunas veces a una exigencia de promover la paz y el orden; otras veces se impone
el mejoramiento económico y social; los que deben atender su propia unidad ante
amenazas exteriores, etc., de donde nos atrevemos -dice Bidart Campos- a formular el
principio de que el “fin del Estado”, tal cual le es dado por el orden natural de justicia,
es siempre el mismo; pero su contenido y su realización son variables e históricas, de
modo tal que el valor se efectiviza con modalidades propias y distintas en cada situa-
ción singular de las diferentes comunidades políticas. Esto equivale a admitir que
cuando se pregunta ¿para qué existe el Estado?, la justicia responde: para el “bien
común” de todos los hombres que lo componen, bien que se trasunta en “un fin propio
y privativo” de cada Estado. Son distintos modos de cumplir un mismo y único “deber
ser”, porque como enseñaba el Aquinatense, el “bien común” consta de muchas cosas
y se procura en muchas acciones. Cada Estado tiene su “fin de bien común”.
En ese sentido, trayendo a cita la palabra de Dabin, éste enseña que “siendo el Esta-
do una empresa, una institución humana, no podría dejar de tener un fin. Es imposible,
a pretexto de ciencia positiva, de método histórico-empírico, querer hacer abstracción
de todo finalismo". En materia de institución, el fin es, en efecto, el principio especifi-
cador y animador de toda la organización formal. He aquí por qué no hay medio de
representar, inclusive científicamente, una institución, abordar el problema de su fin:
quien dice institución dice “finalidad”.
A los fines de abordar el punto que estamos desarrollando, Bidart Campos propone la
siguiente clasificación:
A) FINES OBJETIVOS
Para este modo de ver el “fin” está ahí, en la misma naturaleza de la cosa, o sea, del
Estado. Es la naturaleza del orden político, como expansión del orden individual y co-
mo parte del orden natural, la que da “objetivamente al Estado su fin”. El fin se prende,
se adhiere, se inserta en la organización política. Es trascendente porque surge de un
orden natural objetivo, que no depende del arbitrio o de la elección de los hombres. No
es la voluntad política la que asigna un “fin al Estado, sino que ese fin surge de la pro-
pia naturaleza de las cosas". El Estado lo tiene por su intrínseca naturaleza, por ser
una institución política al servicio del hombre, autosuficiente y perfecta. En último tér-
mino, por ser parte del cosmos tal como ha sido creado por Dios. Se trata entonces,
de saber qué fin cumple el Estado en relación con la persona, para qué sirve el Esta-
do, no éste o aquél, sino cualquiera y todos en general; para qué han vivido y viven los
hombres asociados en comunidad política en cualquier tiempo y en todas partes. Es el
problema del “fin” formulado por el valor justicia en el orden axiológico. El orden políti-
co se justifica en cuanto es una condición necesaria para el desenvolvimiento de la
naturaleza humana; éste ha de ser, pues, necesariamente, el fin que ha de servir
(Sánchez Agesta). En este sentido, podemos adelantar -continúa expresando Bidart
379
Campos- que la concepción aristotélico-tomista del bien común predica del Estado un
fin objetivo, y también universal, en cuanto, a pesar del contenido variable, histórico y
singular de su realización, es dado naturalmente para todos los Estados, o mejor, para
“el Estado abstracto y universal”.
B) FINES SUBJETIVOS
C) FINES PARTICULARES
Podría decirse que el “fin” subjetivo de cada Estado representa para él su “fin” particu-
lar, aunque más precisamente diremos con propiedad, que son “los que incumben a
un Estado en un momento determinado para los hombres que lo constituyen".
Según Jellinek, el fin particular es el fin que ha tenido o que tiene un Estado individual
determinado en la historia”. El Estado, como todas las asociaciones, se comprende a
la luz de las finalidades e ideales que los hombres se forjan cuando crean y mantienen
esas asociaciones, porque toda asociación se comprende a la luz de su finalidad o
ideal. Tales ideales operantes cambian o varían de tiempo en tiempo.
En ese sentido los Estados suelen a veces atribuirse vocaciones privativas a cumplir
en el mundo como un destino histórico. Se ha señalado, así, que para Roma el objeti-
vo político era su grandeza; para el Estado judío, la religión; para España de la recon-
quista, la unidad de la fe. Sólo que es más fácil descubrir esos “fines” particulares “a
posteriori” como dice Legón, sobre la línea de los acontecimientos ya producidos, que
fijarla anticipadamente con precisión y claridad.
D) FINES RELATIVOS
Pone de manifiesto que sobre el curso del tiempo y de la realidad histórica, el “fin del
Estado” varía o se acomoda a la circunstancia. El relativismo absoluto despoja al Es-
tado de fines objetivos, dados por el orden natural, y se los forja artificialmente al arbi-
trio de las generaciones interesadas. El relativismo parcial ajusta el “fin objetivo” a las
contingencias cambiantes según las necesidades que surgen en el devenir político.
Dado, por ejemplo, “el bien común” como fin objetivo del Estado, se lo estructura con
un contenido que concretamente se toma de los requerimientos contingentes de cada
comunidad y época.
380
A) PARTICULAR
Cuando su cometido se relaciona sólo con los miembros del grupo y responde a sus
intereses particulares, v.g., el bien perseguido por una institución cultural, vecinal, de-
portiva, etc. Es “común” porque pertenece a los miembros de ese grupo y porque se
busca en común, pero es “particular” porque alcanza únicamente a ellos y a los intere-
ses de ese grupo.
B) PÚBLICO:
La elaboración de la noción del “bien común” se debe en gran medida a teólogos cató-
licos y en particular a las corrientes tomistas. Según el padre jesuita Francisco Suárez,
el “bien común” es “un status en el cual los hombres viven en un orden de paz y de
justicia con bienes suficientes para la conservación y el desarrollo de la vida material,
con la probidad moral necesaria para la preservación de la paz externa, la felicidad del
cuerpo político y la conservación continua de la naturaleza humana”. Rommen, por su
parte, agrega: “es un status en el cual se alcanza la satisfacción de todos los deseos
381
Admitido que el Estado tiene un fin propio, “objetivo” -en el sentido de Kant-, y que
consiste fundamentalmente en proporcionar las condiciones para que exista y subsista
la necesaria convivencia humana, puede dársele a dicho fin el nombre de “bien co-
mún”, aunque en este caso, llenándolo con determinado contenido concreto.
1. En primer lugar debe dejarse claro que el “bien común” es un “bien temporal”. Lo
“espiritual” en tanto fuera religioso pertenece a una jurisdicción distinta del Estado.
“La política no puede tocar el altar desde que las potestades civiles y espirituales
quedaron deslindadas con el cristianismo. El fin de santificación y la ley de la gracia
son ajenos al Estado y privativos de la Iglesia”. El derecho, comenta Legaz y La-
cambra, se ordena al fin temporal del hombre, y sólo puede ordenar aquello que es
necesario para ese fin temporal. Sin embargo en época de sólidas vigencias cristia-
nas, como la Edad Media, el bien religioso hacía parte, en cierta medida, del “bien
común” temporal, de donde v.g., los delitos religiosos como la herejía eran punibles
civilmente porque atacaban el “bien común”, lo que significa, en otros términos, que
el “bien temporal” puede recoger, a veces determinados ingredientes del “bien reli-
gioso” como suyos propios. Son las formas sacrales del Estado. De cualquier mo-
do, aún en estas hipótesis, el fin sobrenatural nunca es asumido directamente por
el Estado como aspecto del “bien temporal”.
2. En segundo término, continúa explicando Bidart Campos, conviene advertir que el
“bien común público” o “público temporal” -expresiones todas que pueden usarse
como equivalentes- no implica el “bien individual de todos y de cada uno de los
miembros de la comunidad; el Estado procura la felicidad de todos, pero solamente
creando un estado ambiental que haga posible y asequible la felicidad de cada uno.
El “bien individual, particular o parcial”, no es promovido directamente por el Esta-
do. El “bien común” de la sociedad no es una suma de los “bienes particulares” de
las personas que constituyen la sociedad, sino una armonía, una coordinación del
“bien de los individuos”.
En el sentido expresado, conviene destacar lo anotado por Jacques Maritain: “El fin
propio y específico de la ciudad y de la civilización es un “bien común” diferente de
la simple suma de los “bienes individuales”, y superior a los intereses del individuo
en cuanto éste es parte del todo social. El “bien común” de la ciudad no es la simple
reunión de los bienes privados...”.
El “bien público" -puntualiza Davin- significa el medio de instituciones y de servicios
favorables para la expansión de las personas y de las obras privadas, término de
toda vida social. En ese “bien público” los individuos no son llamados a participar
382
más que por vía de distribución, siguiendo la regla de una determinada justicia, lla-
mada distributiva, y que tiende a instaurar, entre los titulares de derechos, una
igualdad proporcional tanto a sus méritos como a sus necesidades”.
Así entonces, conviene reiterar en esclarecer, que el Estado no procura el “bien
particular” de cada hombre, sino el “bien común” simultáneo a todos, y del cual par-
ticipa el “bien singular”, implicando ello afirmar también, que este bienestar de todos
(social) comprende, naturalmente, un bienestar particular de cada uno de los indivi-
duos, sin el cual es evidente que el bien social no puede existir, resultando, como
corolario, de lo expuesto, que el Estado, para cumplir su fin de “bien común”, “no ha
de dar alimento, vivienda y vestido individualmente a cada hombre, ni educarlo di-
rectamente, sino ofrecer los medios suficientes para que cada hombre con su pro-
pia iniciativa, consiga qué comer, con qué vestirse, dónde vivir y cómo educarse”.
3. También integra la composición del “bien común”, como no podía ser de otra mane-
ra, la consideración de los “derechos del hombre”. Para cumplir el “bien común”, el
Estado debe respetar y hacer respetar los derechos naturales de la persona; ante
todo aquellos que son incesables e irrenunciables: derecho a la vida, al matrimonio,
al celibato, al honor, a la vida sexual matrimonial, a adorar al verdadero Dios, a
educarse y educar a los suyos, etc. Igualmente se deben tutelar los demás dere-
chos no obstante que pudieren ser objeto del libre consentimiento o de un pacto,
como los de trabajar, asociarse con fines lícitos, de peticionar a las autoridades, a
profesar libremente su culto, de enseñar y aprender, en su caso a ser sometido a
juicio justo, juzgado por sus jueces naturales, con fundamento en ley anterior al he-
cho del proceso, ni obligado a declarar contra sí mismo, etc. Y esto es así, como en
verdad lo es, “porque para eso viven los hombre en sociedad, para proteger sus le-
gítimos e inalienables derechos que no podrían hacer valer en la selva donde impe-
raría la ley del más fuerte”.
A ese respecto la encíclica Rerum Novarum indica con precisión: “y si los ciudada-
nos, si las familias, al formar parte de una comunidad, y sociedad humanas, halla-
sen en vez de auxilio, estorbo, y en vez de defensa, disminución de sus derechos,
sería más bien de aborrecer que de desear la sociedad...” Ergo, corresponde una
función de sentido al poder del Estado, puesto que si esto no ocurriese, al decir de
Heller, no sería posible “diferenciarlo de una gavilla de bandoleros, de un cártel del
carbón o de un club deportivo”.
S.S Pío XII, en un discurso dirigido a doscientos juristas de todo el mundo reunidos
para unificar los códigos civiles, pone de manifiesto Bidart Campos, expresaba que
el reconocimiento y la realización de los derechos humanos, estrechamente vincu-
lados al interés común, debían ser tenidos en cuenta en las deliberaciones, y luego
los presenta como un aspecto del “bien común” en estos términos: “más aún, estos
derechos humanos debían ser considerados como “bien común”. Es deber de los
Estados protegerlos, y por razón alguna sacrificarlos en aras de pretendidas razo-
nes de Estado”. En el mensaje a los católicos alemanes, el 10 de agosto de 1.952,
el Pontífice volvía a expresar que la fe antepone a la potencia el derecho; en primer
lugar, los derechos del hombre, ciertos derechos del individuo y de la familia. Son
originales e inalienables, independientes de todo poder terrenal, incluso del Estado,
que tiene el deber de reconocerlos y defenderlos, y por ningún motivo pueden ser
sacrificados al “bien común porque forman parte integrante del mismo “bien co-
mún”.
4. Mas el “bien común” no se agota en la tutela de los derechos. Comprende, además,
otros elementos, que Dabin agrupa en tres categorías:
1) ORDEN Y PAZ
Regla de derecho
En lo interno
Policía
comprende
Justicia
383
Por lo que llevamos dicho, no existen dudas para afirmar que el “bien común público”
con la complejidad de elementos e ingredientes que componen su contenido y plurifi-
can sus aspectos, “coincide con el valor justicia”. Por lo mismo, en la realización del
valor justicia, de aquello que consideramos como debido idealmente a los hombres por
ser justo, se encuentra la realización del “bien común”.
En atención a ello, decimos con Bidart Campos: “frente al Estado, los hombres tienen
derecho a la distribución proporcional del “bien común”. Se gobierna para todos los
hombres, y no para una sola categoría o un grupo de ellos, el “bien común” como bien
de toda la comunidad, es el “fin del Estado”, que no puede excluir de su disfrute a na-
die; para participar en ese bien, basta ser hombre; no hay necesidad de acreditar la
pertenencia a ningún sector o clase, raza, nación o partido político. El “bien común” no
puede pedir a sus súbditos que abandonen ninguna de sus diferencias -ni de naciona-
lidad, ni de clase, ni de raza, ni de partido- para adquirir derecho a la distribución”.
La encíclica Mater et Magistra ya observaba que “así como no es lícito quitar a los
individuos lo que ellos pueden realizar con sus propias fuerzas e industria, para con-
fiarlo a la comunidad, así también es injusto reservar a una sociedad mayor o más
elevada lo que las comunidades menores o inferiores pueden hacer. Y esto es justa-
mente un grave daño y un trastorno del recto orden de la sociedad. Porque el objeto
natural de cualquier intervención de la sociedad misma es el de ayudar de manera
supletoria a los miembros del cuerpo social, y no el de destruirlos o absorberlos”.
A) FUNCIONES ESENCIALES
El Estado por razones que hacen a su fin -el Bien Común- también realiza otros servi-
cios que pueden caracterizarse como de asistencia. Estas tareas pueden ser cumpli-
das por otras personas o instituciones, pero son reivindicadas -en lo que hace a su
condición- por el Estado, en virtud de la importancia de esos temas. Esas funciones de
asistencia son prestadas mediante diversos servicios que refieren a la “educación”, la
“cultura” y la “salud pública”.
Esta distinción sobre las funciones del Estado, apunta a delinear su esfera de acción,
los temas que le son propios y sus límites. Las funciones esenciales son de cumpli-
miento obligatorio por parte del Estado, porque se refiere a su misión fundamental. No
pueden delegarse porque emanan de la soberanía que es un atributo del poder del
Estado.
El Estado tiene pues la obligación primera de realizar con eficacia las funciones esen-
ciales. En segundo término, puede y debe prestar servicio necesario en fundamento
del Bien Común, que es de esencia procurar, en los aspectos señalados (educación,
cultura, salud pública). Finalmente, cuando el Estado ha cubierto las funciones de tute-
laje y de asistencia, recién puede incursionar en actuaciones referentes al campo eco-
nómico productivo, ciñéndose estrictamente al principio de subsidiariedad, que permite
la presencia estatal en actividades que, debiendo hacerlo, no realiza el sector privado.
Actividad Nº 53
ESTADO
FINES FUNCIONES
* Texto elaborado por el Dr. Benjamín Burgos, Prof. Tutor de D. Político en la pcia. de Jujuy.
Resulta común afirmar que desde que el hombre existe, su tendencia religiosa, inser-
tada profundamente en la vida comunitaria, ha planteado el problema de la relación
entre religión y política. El mundo antiguo -medularmente religioso aún en formas pri-
mitivas- incurrió generalmente en una confusión entre religión y política, ignorando la
distinción de jurisdicciones, por ello alguien dijo que el Estado pagano era también
Iglesia, o por lo menos no puede negarse que asumía funciones espirituales.
Cuando el cristianismo separó las dos potestades, quedó al César lo temporal y a Dios
lo espiritual.
En el mundo occidental, esa cuestión se ubica en torno a la Iglesia Católica que, luego
de una primera etapa de persecución durante el Imperio Romano, adquiere la libertad
de culto con Constantino (306-337), y la jerarquía de religión oficial con Teodosio (346-
395).
Desde entonces, y durante toda la Edad Media la posición del Pontificado y el sólido
arraigo de las vigencias cristianas en la Europa de esa época, originaron regulaciones
más o menos ajustadas a lo que la Iglesia ha considerado como régimen edial para las
relaciones entre los dos poderes. Pero en la medida en que varía la circunstancia so-
cial e histórica ese ideal que tradicionalmente se enuncia como Tesis debe transigir
con la realidad, originando adecuaciones que se denominan Hipótesis.
a) SACRALIDAD: o Estado sacral, es la forma política medieval que coincide con el tér-
mino cristiandad; en ella se realizaba de una manera especial la conexión de lo “espiri-
386
No era que lo espiritual se politizara, sino que la política se espiritualizaba. Había casi
coincidencia entre el bien común temporal y el bien común religioso. El delito canónigo
era incriminado civilmente.
c) LAICIDAD: o Estado Laico, es la forma política que “a priori”, y sin reparar en la reali-
dad religiosa del medio social, elimina el problema espiritual del terreno político, para
adoptar -al menos teóricamente- una postura indiferente y agnóstica, que se da en
llamar “neutralidad”. La “laicidad” no es un expediente práctico como puede ser la “se-
cularidad”, amoldando a las diferentes necesidades sociales, sino que asume la pre-
tensión de una fórmula rígida, definiendo que todo Estado, cualquiera sea la composi-
ción confesional de su población, ha de proclamarse “laico”, o sea “neutral”.
La Iglesia Católica no admite, en tesis ideal, que exista la llamada “separación entre
ella y el Estado", separación ésta que fuera condenada por el Papa Pío IX, porque
implica sugerir como ideal de justicia que ambas potestades se ignoren recíprocamen-
te y guarden entre sí ninguna relación de cooperación. Por supuesto que lo perseguido
tampoco es propiciar la confusión de ambos poderes, ni la asunción de lo temporal por
lo espiritual, o de lo espiritual por lo temporal.
“Oponerse a la separación es tan sólo propiciar una unión moral de Estado e Iglesia,
un vínculo de amistad y colaboración entre órdenes diferentes y soberanas en sus
respectivas esferas de competencia”.
Por supuesto que en la realidad de los hechos, donde juegan las hipótesis, la misma
Iglesia “tolera” sistemas de separación con el poder político, sobre todo en comunida-
des donde sus fieles son minoría, o donde hay heterogeneidad de cultos; pero dejando
siempre incólume el principio de que tales regímenes tolerados no deben generalizar-
se como el “ideal” de las relaciones entre lo “espiritual y lo temporal”.
El Régimen de Patronato
Como origen más cierto de la Institución, puede citarse el de la Bula “Universalis Ecle-
siae” de Julio II que en el año 1.508 acogió el pedido formulado por el rey Fernando de
Aragón y su hija Juana, deparando el ejercicio del “Patronato Indiano” a los reyes de
Castilla y de León, diciendo: “....Concedemos a los dichos reyes Fernando y Juana (su
hija), y a los que en adelante lo fuesen de Castilla y de León.... el derecho de Patrona-
to y de presentar personas idóneas para las dichas iglesias....”. Más tarde, el Concor-
dato de 1.753 entre Fernando VI y Benedicto XIV reconoció al “Rey Católico de las
Españas, que por tiempo fuesen” un Patronato amplio en el Reino y en Indias.
Producida la ruptura entre nuestro país y España, el gobierno argentino reivindicó para
sí el “derecho de Patronato”, y en la formulación oficial del Estado argentino por con-
ducto de la Constitución de 1.853, aparece incorporado a su texto, aunque valga la
ocasión anticiparlo desde ya, con la reforma constitucional formalizada en el año
1.994, los textos en cuestión quedaron eliminados de la Carta Magna, ello así, en con-
formidad al acuerdo suscripto por nuestro país con la Santa Sede en el año 1.966.
De todas maneras, a título de una mejor ilustración sobre el particular, los argumentos
vertidos para su anterior incorporación en la Constitución fueron:
Por el contrario, los que lo niegan, expresan que el “patronato indiano” quedó extingui-
do, y que el Estado carece de competencia para sustituirlo por vía unilateral, pudiendo
sólo ejercerlo de conformidad con un reconocimiento de la Iglesia a un concordato
celebrado con ella. El mismo texto de la Constitución (en la versión del año 1.853) po-
sibilita tal afirmación. En efecto, no obstante prever el procedimiento para cubrir las
dignidades de las iglesias catedrales, el art. 67 inc.19 hablaba -entre las atribuciones
del Congreso- la de “arreglar” el ejercicio del “patronato” en toda la nación. Ahora bien,
el empleo de la palabra “arreglar”, que aparece en otras disposiciones cuando alude a
las fronteras internacionales (decía el artículo 67 inc. 14, “arreglar” definitivamente los
límites del territorio, en vez de decir “fijar”, como lo hacía a continuación con referencia
a los límites provinciales, que son internos) da la pauta de que cada vez que se trata
de una cuestión que trasciende el ámbito puramente interior, y que implica relación bi
o multilateral, la única vía posible para el “arreglo” es la del pacto o acuerdo con la otra
parte interesada, en este caso con la Santa Sede.
También al mero dato de archivo, dejamos anotado en estas guías que por virtud al
Acuerdo de marras, se reconoció y garantizó a la Iglesia (art. 1º) el libre y pleno ejerci-
cio de su poder espiritual, el libre y público ejercicio de su culto, así como el de su ju-
risdicción en el ámbito de su competencia para la realización de sus fines específicos;
el nombramiento de Arzobispos y Obispos es de competencia de la Santa Sede (art.
3º), pero antes de proceder a ello, la Santa Sede comunicará al Gobierno el nombre
de la persona, reservadamente elegida, para conocer si existen objeciones de carácter
político general en contra de la misma; el gobierno contestará en 30 días, caso contra-
rio el silencio se reputará asentimiento; se reconoce al Episcopado Argentino la facul-
tad de llamar al país a las Ordenes, Congregaciones Religiosas, masculinas o femeni-
388
nas y sacerdotes seculares que estime útiles para el incremento de la asistencia espi-
ritual y la educación cristiana del pueblo (art. 5º).
Del hecho de coexistir los Estados y las Personas Internacionales, tenemos que dedu-
cir la imposibilidad de concebirlos como construcciones cerradas, en ignorancia o
prescindencia mutua. Si los Estados, al igual que los hombres, conviven y se influen-
cian, la Sociedad Internacional existe, es un hecho, un fenómeno social.
Donde existe sociedad, existe derecho “ubi societas, ubi jus”, de ahí que el denomina-
do Derecho Internacional existe para regular las relaciones internacionales, aún antes
de toda constitución internacional elaborada como contrato o como ley.
Debe también expresarse que resultan incompatibles con el resultado o desarrollo que
muestra la humanidad, pretender escudarse en argumentaciones que invocan el “de-
recho de no intervención”, cuando con tal sistema se pretende encubrir u ocultar fla-
grantes violaciones a los derechos elementales de la persona humana, caracterizados
por los regímenes totalitarios. Ante ello, la “teoría de la intervención de humanidad”, es
aquella que reconoce como un derecho el ejercicio del control internacional sobre los
actos estatales de soberanía. Cada vez que los derechos humanos de un pueblo han
sido desconocidos por sus gobernantes, uno o varios Estados pueden intervenir en
nombre de la Sociedad de las Naciones Unidas, sea para pedir la anulación de los
actos inhumanos del poder público, sea para impedir que, en adelante se sigan come-
tiendo tales actos, sea para suplir la inactividad del gobierno de que se trate.
conforme lo expone con claridad Cecilia Medina Q. en la obra que hemos consignado
en las referencias bibliográficas a esta Unidad, elaboración autoral que glosaremos y
seguiremos en el presente contenido, que las sociedades humanas sienten la necesi-
dad de plasmar en normas legales los valores éticos y sociales por los cuales quieren
regirse.
La idea del contrato social y de la existencia de una esfera en la vida social de la cual
el gobernante estaba excluido inspiró a la Declaración de Independencia Americana
de 1.776 y a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1.789.
Con ambas quedó consagrada a nivel del derecho nacional el concepto de los dere-
chos individuales como esferas de la vida de los individuos en las cuales el gobierno
tenía que abstenerse de intervenir.
La soberanía y la igualdad de los Estados son las bases teóricas del Derecho Interna-
cional. Como consecuencia de ellas, cada Estado es independiente respecto de los
demás y tiene, en principio, jurisdicción exclusiva sobre el territorio y sobre los indivi-
duos que en él habitan, lo que comúnmente se llama “jurisdicción doméstica”.
390
Por el contrario, los esfuerzos iniciados a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX,
dirigidos a abolir primero el comercio de esclavos y la institución de la esclavitud des-
pués, pueden ser considerados como esfuerzos destinados a resolver un problema de
derechos humanos, es decir, de derechos pertenecientes a todos los individuos por el
solo hecho de existir. Estos esfuerzos culminaron con la incorporación de la prohibi-
ción de la esclavitud en el Tratado de Versalles de 1.919, que creó la Liga de las Na-
ciones (art. 22) y con la adopción de la Convención Internacional sobre la abolición de
la Esclavitud y del Comercio de Esclavos de 1.926. Hay que recordar, sin embargo,
que existía un poderoso factor de orden económico que impulsaba la campaña contra
la esclavitud sobre aquellos que utilizaban mano de obra pagada; y esto era contrario
al concepto de competencia leal en el comercio.
autores como una doctrina que contraviene normas básicas del Derecho Internacional,
como el principio de la soberanía de los Estados y la prohibición del uso de la fuerza.
Una mención especial y destacada merecen las normas del Derecho Humanitario, que
empezó a desarrollarse en la segunda mitad del siglo XIX, como reacción al hecho de
que los vencidos en una guerra quedaban a merced del vencedor y frecuentemente
eran tratados con particular crueldad. Ya en el siglo XVIII había habido expresiones de
preocupación por este hecho. Después de la batalla de Fontenoy en 1.745, Luis XV
ordenó que el enemigo herido fuera tratado igual que sus propios soldados, porque
“una vez que están heridos ya no son más nuestros enemigos” (Robetson-Merrills,
1.989, p. 17). También Rosseau describió en términos semejantes los que él llamó
“principios que fluyen de la naturaleza de las cosas y se fundan en la razón”. Rosseau
escribió en su Contrato Social que, siendo el objetivo de la guerra la destrucción del
Estado enemigo, uno sólo tiene derecho a matar a los defensores de ese Estado
cuando éstos estén armados. La falta de armas los transforma en individuos comunes,
haciendo cesar de inmediato el derecho a matarlos (Ibidem). Estos principios se trans-
formaron en normas legales gracias a los esfuerzos de Henry Dunant, un filántropo
suizo que creó el Comité Internacional y Permanente de Socorro a los Heridos Milita-
res, en 1.863. Las actividades de la organización creada por Dunant -que tenía por
emblema la bandera suiza con sus colores invertidos (cruz roja sobre fondo blanco)-
fueron oficialmente reconocidas en la Convención de Ginebra de 1.864, por medio de
la cual doce Estados se comprometieron a respetar la inmunidad de los hospitales
militares y su personal, a cuidar a los soldados enfermos o heridos, cualquiera fuera
su nacionalidad, y a respetar el emblema de la Cruz Roja. Varios tratados que amplían
considerablemente el campo de acción de la Cruz Roja han seguido a la Convención
de 1.864. (art. 3 de las cuatro Convenciones de Ginebra de 1.949; protocolos de
1.977)
bía producido una violación y, además, por esta vía, uniformando el alcance y conteni-
do de cada uno de los derecho humanos consagrados internacionalmente.
A esta Convención siguieron otras que ampliaban el campo con el fin de cubrir todas
las áreas posibles para impedir las violaciones masivas y sistemáticas; y configurar un
verdadero Derecho Penal Internacional. (Convención sobre la Imprescriptibilidad de
los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad de 1.968, Convención
Internacional sobre la Represión y el Castigo del Crimen de Apartheid de 1.973)
La idea primitiva empezó a prosperar más tarde, en 1.966, con la adopción de los Pac-
tos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Socia-
les y Culturales y del Protocolo Opcional o Facultativo del Pacto Internacional de De-
rechos Civiles y Políticos (de ahora en adelante, Protocolo Adicional) y culminó con la
entrada en vigencia de estos tratados internacionales, en 1.976.
Un objetivo similar tuvo la creación del sistema europeo de protección de los derechos
humanos, que surgió en 1.950 como consecuencia de la demora en la implementación
393
Los mecanismos previstos en los tratados internacionales sólo operan cuando los me-
canismos nacionales han fallado. El Estado que presuntamente ha violado una norma
de derecho internacional tiene que tener primero la posibilidad de reparar por sus pro-
pios medios y dentro de su sistema legal el mal causado. La norma de agotamiento de
los recursos internos aparece consagrada como paso previo en todos los mecanismos
internacionales de control, que se ponen en movimiento a requerimiento de un indivi-
duo a un Estado, contenidos en los tratados generales sobre protección de los dere-
chos (Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, art. 41 1.c; Protocolo Adi-
cional del mismo Pacto, art. 5 2.b; Convención Americana de Derechos Humanos, art.
46 1.a; Convención Europea, art. 26; Carta de Banjul, art. 56.5).
El sistema de control de las violaciones aisladas tiene como una de sus premisas que
los Estados en los que los tratados internacionales están vigentes, estén sometidos al
imperio de la ley; que sean Estados de derecho. De manera ideal, el sistema de pro-
tección de los derechos humanos opera -en primer lugar- dentro del Estado y esto no
sólo por la existencia de recursos efectivos para reparar posibles violaciones, sino que
también por la existencia de una red preventiva de las violaciones, constituidas por
todas las instituciones propias de un Estado de derecho. El control recíproco del ejer-
cicio del poder estatal por los propios órganos del Estado, el control indirecto por la
opinión pública a través de su derecho a elegir periódicamente a los titulares de los
poderes del Estado, el control por parte del público a través del ejercicio de ciertos
derechos (libertad de expresión, de asociación, de movimiento, de asamblea y otros),
todos ellos, y otros más, contribuyen a dificultar, y por lo tanto, a prevenir las violacio-
nes a los derechos humanos consagrados internacionalmente.
de partida para el mecanismo que se pone en movimiento por medio de una comuni-
cación individual o estatal. Todo el mecanismo supone la subsidiariedad del control
sobre la base de que el Estado, siendo un Estado de derecho, coopera con el órgano
de control. Quizás podría formularse la lógica del mecanismo del siguiente modo: los
Estados no tienen, en principio, la intención o el deseo de infringir sus obligaciones
internacionales (no hay que olvidar que un principio fundamental del Derecho Interna-
cional es el de “pacta sunt servanda”). Por regla general, la violación de los derechos
humanos consagrados en los tratados internacionales son el resultado de la ignoran-
cia, la inercia, el fracaso involuntario de una política gubernamental o una interpreta-
ción diferente sobre el significado y alcance de uno o más derechos humanos especí-
ficos (un claro ejemplo de esto último podría ser la interpretación del concepto “plazo
razonable” del art. 6 de la Convención Europea). Por lo tanto, el mecanismo supone
que funciona respecto de un Estado que actúa de buena fe y que está dispuesto a
discutir una diferencia de opinión respecto de la interpretación de uno o más derechos
humanos con el fin de llegar a un acuerdo y, en caso necesario, con el fin de corregir
las posibles desviaciones de la ley y la práctica nacionales con respecto a las normas
internacionales. Este supuesto se expresa claramente en la institución de la solución
amistosa, incorporada en los mecanismos de control internacionales, que permite la
solución de un caso de presunta violación de un derecho humano por la vía del arreglo
entre las partes, siempre y cuando el arreglo esté fundado en el respeto a los dere-
chos humanos consagrados en el tratado respectivo.
Como puede advertirse, el control internacional se ejerce sobre los actos del Estado,
no de particulares. Es al Estado al que corresponde respetar y garantizar los derechos
humanos. Si él no realiza su tarea, o la realiza defectuosamente, se pone en movi-
miento el control internacional, que sanciona al Estado por no cumplir con la doble
obligación que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos le impone: no violar
él mismo los derechos humanos y establecer un sistema que garantice la no violación
por él o por otros.
Este dilema se produjo desde la propia creación de las Naciones Unidas y de su Co-
misión de Derechos Humanos; y a él no sólo se vio enfrentado ese organismo interna-
cional, sino también los órganos de control del sistema europeo y la Comisión Inter-
americana de Derechos Humanos. Las diversas reacciones suscitadas frente a estas
situaciones dieron por resultado el desarrollo de otros modelos de control, algunos
nacidos sin relación al mecanismo para controlar las violaciones aisladas y otros que
surgieron por la adaptación de aquél a las nuevas circunstancias. Los sistemas para
examinar violaciones masivas y sistemáticas necesariamente poseen características
diferentes de aquellos encaminados al control de violaciones aisladas. Si las violacio-
nes obedecen a una política del gobierno, el caso que se examine ante el órgano in-
ternacional no versará sobre una discrepancia jurídica entre el gobierno y el peticiona-
rio. El gobierno tiene conciencia de que los actos cometidos infringen el Derecho In-
395
ternacional de los Derechos Humanos y, por lo tanto, no tiene otra defensa que la ne-
gación de los hechos en que se funda la denuncia. Como consecuencia de esto, es
imposible esperar la cooperación por parte del Gobierno violador y es ineficiente dise-
ñar un mecanismo de manera tal que permita al Estado violador abusar de las posibili-
dades de defensa que los sistemas de control internacional normalmente ofrecen.
Por último, a título de cita complementaria, valga la pena indicar que la Constitución
Nacional refiere a los Derechos Humanos, principalmente, en los arts. 75 incs. 22, 23 y
24; art. 86. Por su lado y ya de manera precedente, la Constitución de Jujuy (arts. 18
al 42) en su Capítulo Segundo, Derechos y Deberes Humanos, Sección Primera, De-
claraciones, Derechos y Garantías, y la de Salta, implícitamente en los arts. corres-
pondientes también a sus Declaraciones de Deberes y Derechos Individuales, Capítu-
lo II (arts. 17 al 30) le otorgan la consideración del caso al tema de Derechos Huma-
nos.
BIBLIOGRAFIA:
Actividad Nº 54
UNIDAD XV
TEORIA DE LOS ACTOS POLITICOS (VIDA POLITICA I)
1. La dinámica política
El Estado, si bien representa un orden, integrado por hombres que conviven en un
mismo territorio y bajo un poder de un mismo gobierno, no permanece estático. Por el
contrario esa institución, esa empresa, ese régimen vive y se orienta permanentemen-
te tras la obtención del fin común que los aglutina. El Estado actúa, el Gobierno actúa;
los Súbditos actúan. “El Gobierno manda y los Gobernados obedecen o no; en la tra-
ma de los comportamientos compartidos se teje la política total o plenaria, mancomu-
nada de uno y de otros”; el Poder se manifiesta a través de hombres en cuanto son
órganos del Estado y que cambian o se reemplazan, sucediéndose una variedad de
actos de poder de manera indefinida: legisla, condena, manda, designa funcionarios,
mantiene o rompe relaciones exteriores, etc. y ello así debido a que la “promoción del
Bien Común exige un continuo hacer que no se interrumpe nunca”; siendo por eso que
llegue a calificarse de parcial o inadmisible la opinión de los que propician el estudio
del Estado como una “estructura fosilizada, cosificada, al margen de la realidad, igno-
rando que siempre que hay hombres agrupados por un fin común hay una empresa
colectiva que cada día necesita mantenerse y actualizarse, y que por ende, hay asi-
mismo comportamientos en miras de un obrar solidario. Es tener que hacer algo jun-
tos”; puesto que el Estado, justamente por constituir algo definitivamente hecho, tal
cual sería una “pieza terminada”, requiere de una continua elaboración, de una per-
manente conservación.
Ahora bien, existiendo indudables factores, fuerzas e influencias que imprimen movi-
miento a la política, debemos puntualizar cuáles son en la realidad esos agentes que
toman participación.
En primer lugar corresponde mencionar al hombre, toda vez que es él el “único agente
automotor o autónomo que tiene en sí mismo fuerza propia para actuar como protago-
nista originario del quehacer político”; por ende, los demás elementos que inciden en
la “dinámica política”, reciben el impulso vital del hombre.
Factores, en sentido amplio, de la actividad política son todos los motores, causas,
influjos, condiciones, circunstancias, etc., que actúan o inciden en la política. Dentro
de esos factores, algunos tienen el carácter de fuerzas y otros el de influencias.
Fuerza política es la energía que, derivada del hombre y del obrar humano, engendra
movimiento; por lo consiguiente ha menester siempre la existencia de uno o varios
hombres como protagonistas de la actividad política. En atención a lo expuesto, tan
“fuerza política” es el hombre individualmente considerado (ej. un líder, un presidente
de la república, un primer ministro, etc.), como el hombre agrupado (ej. un grupo de
397
Sin embargo, existen otros factores que no son propiamente “fuerzas políticas” sino
influencias que por sí son inertes pero que al conectarse con los hombres repercuten o
gravitan en la política o en el régimen político, pudiendo indicarse entre otras:
La ideología, en su acepción más simple, pareciera no tener nada que ver con el obrar
político. Se nos ocurrirá que permanece en el ámbito abstracto del pensamiento, sin
referencia alguna con la realidad.
Otras veces, sí se efectúa con miras a la aplicación. Pero tanto en un caso como en
otro, las ideologías son susceptibles de incorporarse a la realidad, de convertirse en
programas de acción, de suscitar actividad política, y en esa medida son medios de
acción. “Las ideas políticas son susceptibles de articularse dentro de la realidad, y de
empujar a los hombres a la acción”.
La utopía -cuyo sentido gramatical indica lo que no existe en ninguna parte- es una
exacerbación racional de la ideología que se dirige a la imaginación de los hombres,
para lograr mediante la fantasía una crítica de la realidad.
En ese orden de cosas, es conocido que las muchedumbres se mueven más irracional
que racionalmente, más por los sentimientos que por la idea; de allí que exacerbando
398
esos sentimientos sea más fácil atraparlas para gobernar. Por ello, si ejemplificamos,
diremos que “el mito nazi de la superioridad biológica de la raza, el fascista de la pleni-
tud nacional y el comunista de la redención de la clase proletaria, son los tres supues-
tos clásicos de nuestro siglo, que muestran cómo los Estados totalitarios han puesto
en marcha su política devastadora, arrastrando irracionalmente a los hombres en pos
de banderas determinadas”.
Ni la sociología ni la ciencia política nos han podido dar, hasta hoy y de manera aca-
bada, conceptos precisos acerca de lo que es la opinión pública, sino sólo arrimar es-
quemas genéricos.
Por nuestra parte decimos que la opinión “es un saber intermedio entre la certidumbre
y la ignorancia, y en rigor, más que un saber propiamente dicho, es una probabilidad
de saber y, más precisamente, un modo particular de aserción”. Como decía Santo
Tomás, “la opinión es un acto de entendimiento que se inclina hacia una de dos con-
tradictorias con temor de la otra”. (Pienso que es así, pero también pudiera ser lo con-
trario)
Entonces, las “opiniones” son pareceres afectados de inseguridad. Ahora bien, cuando
al término “opinión” le añadimos el adjetivo “pública”, tenemos ya que preguntarnos
cuál es el área u objeto de esa “opinión”, y cuál es su “sujeto”; esto es sobre qué se
opina y quién opina. No toda opinión es pública, pero para serlo es necesario que re-
vista tal carácter.
399
“La opinión pública -afirma Bidart Campos- tiene su tema, su materia; se opina sobre
algo. Ese algo es lo que conviene hacer para los negocios públicos. Cada materia tie-
ne su público, enseña Sánchez Agesta, porque no hay un público general, sino públi-
cos para cada contenido cultural determinado -público literario, deportivo, comercial.
La política tiene también su público: el de los que atienden, se interesan y participan
en ella”, es decir, conforme lo expresado, estaríamos afirmando que “ese público de la
política sería el sujeto de la opinión pública”.
Recordando al Papa Pío XII, podríamos decir que en su mensaje de febrero de 1.950,
considera a la opinión pública como “la prerrogativa de toda sociedad normal formada
por hombres que, responsables de su conducta personal y social, están interesados
en la comunidad de la cual son miembros. Es, por sobre todas las cosas, en último
análisis, el eco natural, la resonancia común, más o menos espontánea, de los acon-
tecimientos y de las condiciones del momento en su entendimiento y en su juicio”, pa-
ra agregar seguidamente que “allí donde no apareciera alguna manifestación de la
opinión pública, allí sobre todo donde se constatara su real inexistencia, cualquiera
fuere la razón de su mutismo o de su ausencia, allí es donde debería descubrirse un
vicio, una enfermedad, un mal de la vida social. Por supuesto que, evidentemente de-
jamos de lado el caso en que la opinión pública calla en un mundo donde, aún la justa
libertad está desterrada, y donde la sola opinión del partido que está en el poder, o la
opinión de los jefes o del dictador es admitida para hacerse oír. Ahogar la opinión de
los ciudadanos, reducirla a silencio forzoso, constituye, ante los ojos de todo cristiano,
un atentado al derecho natural del hombre, y una violación del orden del mundo tal
cual Dios lo ha establecido”.
Asimismo, resta agregar que para la existencia de la opinión pública se necesita fun-
damentalmente de la libertad de información y de la libertad de expresión. La censura
y los medios que cohíben, inhiben o impiden la expresión libre, inciden negativamente
en las opiniones públicas. Por ello, si el Estado democrático facilita y permite el surgi-
miento, la difusión y la subsistencia de la multiplicidad de opiniones públicas políticas,
el Estado totalitario nos muestra la libertad restringida, contenida o negada.
Ahora bien, cuando nos referimos a presiones sobre el poder estatal, hacemos alusión
a una influencia, una gravitación, una fuerza, ejercida sobre los hombres que, según la
Constitución escrita entre nosotros, son los titulares del Poder, es decir, los gobernan-
tes, o que por lo menos “forman el elenco de la administración pública”.
Con esta ubicación temática dejamos establecido que en definitiva, unos hombres
presionan a otros hombres, y lo hacen así, para que los gobernantes satisfagan “cier-
tos intereses que importan al presionante; o sea para que las decisiones del Poder
sean favorables a las pretensiones de quien presiona”. En otros términos, “la presión
es una fuerza o influencia que tiende a condicionar y motivar la toma de decisiones por
parte de quienes ejercen el poder, con el fin de que esas decisiones satisfagan los
intereses que importan a aquél que presiona”.
Existen quienes opinan (Maurice Duverger) que los factores de presión representan un
gobierno invisible, oculto o paralelo, suponiéndose que la decisión formal es adoptada
por el gobierno “oficial” pero que el contenido de la decisión es impuesto por el go-
bierno “oculto”. A ello contesta Bidart Campos su total desacuerdo, haciendo presente
por su lado “que no es que el gobierno oficial se desplace de lugar, ni que el poder
cambie de hecho de titulares; ocurre solamente que el gobierno oficial que ejerce el
poder del Estado, recibe influencias y presiones que inciden en su dosis de fuerza y
energía, y que aumentan o decrecen su capacidad de acción, su poder en cuanto po-
tencia y posibilidad de acción”.
En los primeros, el sujeto es uno solo, v.g. un líder político, un primer ministro, un dipu-
tado, la mujer del gobernante de turno, cualquier persona destacada que compone la
élite, etc.
En cuanto a los colectivos o plurales, los sujetos que presionan conforman un grupo,
organizado o no, v.g. grupo de jubilados o una asociación de ellos, una iglesia, un sin-
dicato, etc.
Un error de enfoque en este tema proviene de reducir la cuestión de las presiones sólo
a los grupos de presión que, como sujeto, proviene del seno de la comunidad organi-
zada. En verdad, debe estudiarse la presión como fenómeno de la dinámica política
venga de donde viniere, y sea quien fuere el sujeto autor de la presión, siendo necesa-
rio puntualizar que hay presiones que surgen, se despliegan y concluyen en el ámbito
mismo del poder, entre hombres que son titulares y que lo ejercen. Tal el caso del pri-
mer ministro que presiona al jefe de Estado o al Parlamento; del presidente que pre-
siona a los ministros o a los legisladores o a los jueces; de legisladores que presionan
al primer ministro, o al presidente, etc.
to, a la opinión pública, etc. para que, de reflejo e indirectamente, la presión llegue
hasta los titulares del poder a través de aquellos destinatarios.
En cuanto a los métodos que pueden emplearse a los fines de ejercer presión, puede
decirse que éstos comprenden un amplio espectro que va desde la simple petición
condicionada hasta la violencia, v.g., un grupo presiona a un partido para que apoye
una ley de su conveniencia, prometiéndole caudal electoral; el primer ministro presiona
al presidente para que disuelva las Cámaras, amenazando renunciar; un órgano ex-
tremista coloca bombas en los colegios privados para lograr que el gobierno retire su
aprobación y apoyo a la enseñanza libre, etc.
PERMANENTES: las que ejercería el partido político gobernante sobre el Poder Ejecutivo
y Legislativo.
OCASIONALES: la que asume un grupo callejero que reacciona contra la policía para
que deje en libertad a manifestantes detenidos.
LATENTES: la que a modo de vigilancia y expectativa ejerce una liga de moralidad pú-
blica sobre todas las medidas oficiales que inciden en el pudor público.
Atendiendo a las técnicas empleadas, corresponde anticipar que ellas son de gran
variedad, tanto desde el punto de vista de su licitud, hasta no poder desconocer las
que incursionan en materia delictual, v.g., secuestros, sabotajes, etc.
Por último, no podemos pasar por alto destacar que los factores de presión, tanto
pueden influir en épocas electorales, como luego de producidas ellas, actuándose en
todos los casos, indistintamente, sobre los integrantes de los Poderes Legislativo, Eje-
cutivo y Judicial, tanto referentes al ámbito nacional, provincial o municipal, se trate en
su conjunto o de manera individual.
Los grupos de presión nos ponen en escena -destaca Bidart Campos- una forma de
comportamiento político que se cumple colegiadamente; el grupo es un sujeto plural
que presiona. Las fuerzas sociales que se mueven en el ámbito de la población y que
conjugan la acción de muchos hombres, son, en este caso, protagonistas de la acción
presionante frente al poder. Son agrupaciones intermedias entre el poder político y el
individuo que, como escribe Pablo Lucas Verdú, desbordan a veces los cuadros jurídi-
cos tradicionales e interesan a la sociología del Estado.
Otros autores definen al grupo de presión como aquel grupo organizado para la defen-
sa de intereses propios, de naturaleza diversa, que actúa sobre los órganos responsa-
bles del Estado para obtener los beneficios que pretende. “La verdad es que existen
numerosos grupos y organizaciones destinados a reunir individuos de intereses comu-
nes (económicos, cívicos, religiosos, culturales, etc.), y que actúan sobre los organis-
mos del Estado y sobre los partidos políticos, influyendo, a veces, decisivamente, so-
bre la orientación de esos poderes y de esos órganos”.
Y como dijimos, estos grupos pueden ser de naturaleza económica, culturales, religio-
sos, deportivos, civiles, filantrópicos y a veces estrictamente políticos.
El autor que seguimos en la orientación del tema, anota algunos de los caracteres o
particularidades que individualizan a los grupos de presión, señalando:
En definitiva, a título de conclusión epilogal puede decirse que “el fenómeno vital de
los grupos de presión muestra patentemente la ficción de la democracia representati-
va, porque si fuera cierto que la totalidad del pueblo está representada en el gobierno
del Estado, y que el pueblo se gobierna a sí mismo por medio de representantes, no
veríamos aparecer la realidad de este mosaico heterogéneo de intereses que, grupali-
zados, presionan y están presentes delante del poder, a fin de conseguir que sus an-
helos sean tenidos en cuenta en las decisiones políticas”.
C) FACTORES DE PODER
BIBLIOGRAFIA:
• “Derecho Político” y “Lecciones Elementales de Política”, ed. Agui-
lar y Ediar, respectivamente, de Germán J. Bidart Campos.
• “Manual de Derecho Político”, Mario Justo López, ed. Kapelusz.
• “Sistema de Partidos y Sistemas Políticos”, Segundo V. Linares
Quintana, ed. Plus Ultra.
Actividad Nº 55
1.- Elabore el siguiente glosario
- Dinámica política:
- Actos políticos:
- Ideología:
- Mito:
- Utopía:
- Grupos de presión:
- Factores de poder:
Dentro del conjunto de asociaciones, las de índole política, religiosa y gremial son las
que han enfrentado con más decisión la fuerza del Estado, cuando éste por razones
obvias ha obstaculizado el libre funcionamiento de tales asociaciones, negándoles su
reconocimiento, impidiéndoles su contacto con la opinión pública, pero éstas, a pesar
de ello, han experimentado la acción de las asociaciones políticas esa influencia ha
llegado a obrar en el gobierno sobre el cual ejercen su presión.
En ese orden, avanzando en las referencias que sobre el Partido Político creímos ne-
cesario apuntar, obra necesario destacar que el Partido Político en cuanto tal es un
fenómeno original del Estado en el siglo XX, que, según Sánchez Agesta, recibe como
legado del siglo XIX. Si lo consideramos nada más que como una asociación con fines
políticos, quizás hallaríamos antecedentes remotos; pero haríamos un enfoque parcial
ubicándolo sólo en el ámbito de las asociaciones y de la libertad de agrupación. El
406
Partido es hoy algo más -añade Bidart Campos-, y ese algo más le da su perfil carac-
terístico y contemporáneo.
El Dr. Jorge Gnecco hace presente en su libro “Partidos Políticos”, que los verdaderos
Partidos datan de hace apenas un siglo. En 1.850, ningún país del mundo (con excep-
ción de los Estados Unidos) conocía Partidos Políticos en el sentido moderno de la
palabra: habían tendencias de opiniones, grupos parlamentarios, clubes populares,
asociaciones de pensamiento, pero no Partidos propiamente dichos.
Expresiones máximas de esa desconfianza, que era más referida a las facciones que
dividían antaño a las comunidades, que a los agrupamientos que hoy conocemos por
Partidos Políticos, fueron George Washington en EE.UU, y el general Urquiza en
nuestro país.
El primero de los nombrados decía “Os he advertido ya el peligro que entraña la divi-
sión en partidos, sobre todo si están basados en discriminaciones geográficas. Permi-
tidme extenderme algo más en este sentido para advertiros de las desastrosas conse-
cuencias que pueden resultaros del espíritu partidario en general”. El vencedor de Ca-
seros por su parte, un año después de dada la Constitución Nacional de 1.853, afir-
maba: “Los argentinos envueltos en prolongadas y frecuentes tempestades, se han
visto arrastrados por diferentes fracciones que los han dividido. Pero lo que hace al
caso decir es que cada fracción ha traído su desgracia, cada partido su catástrofe.
Unos adhirieron a esta causa por circunstancias, por opinión, por temor, por reconoci-
miento, por amor al país o por necesidad; y los otros a la causa opuesta, por los mis-
mos e idénticos motivos. Así las pasiones preocupaban los ánimos. Así el supremo
mal, que es el derramamiento de sangre en disturbios civiles, deben reconocerse por
honor a la humanidad, que casi siempre tienen lugar con la intención de hacer el bien”.
Y bien, con lo que tenemos dicho podemos asegurar que el Partido Político conforma
una asociación con fines políticos bien definidos. Tal grupo o asociación de individuos
se organiza sobre la base de una ideología política común y de un proyecto político,
con un fin específico que puede ser:
Ahora bien, el estudio de los Partidos Políticos plantea la ubicación de tres enfoques:
a) sociológico;
b) político;
c) jurídico, los cuales consideramos sumariamente.
a) Desde la óptica sociológica el Partido ha de tener, para ser tal, una visión política
de conjunto, y no solamente parcial, limitado a ciertos aspectos de la política, esto
es ha de contar con una ideología política completa o total, que al ser la propia de
cada Partido, difiere de la de otros Partidos, con lo que puede asegurarse que cada
partido “elabora una ideología y un proyecto político generales desde su enfoque y
perspectiva parciales, y que al no haber coincidencias entre la pluralidad de Parti-
dos, el interés al que todos tienden se parcializa en cada uno de esos ángulos pro-
pios”.
b) Desde la mira política, el Partido es un factor con calidad de fuerza política organi-
zada y permanente. Sin llegar a ser un órgano del Estado, el Partido es, podemos
decir, “un sujeto auxiliar” del Estado, insertado en la dinámica del poder.
c) Jurídicamente, el encuadre del Partido dentro del Derecho nos posibilita agregar,
que una vez reconocido por el Estado adquiere la naturaleza de una persona jurídi-
ca de derecho público.
Faustino Legón pone de manifiesto que el tema de la clasificación de los Partidos Polí-
ticos se presenta como uno de los más arduos, sugiriendo que en realidad debería
comenzarse por una previa clasificación de los criterios, según los cuales se dividirán
luego los Partidos, que entiende responden a criterios sociológicos, biopsicológicos,
políticos y jurídicos.
Por nuestra parte, siguiendo el criterio preponderantemente didáctico que propicia Bi-
dart Campos, seguiremos su obra en este tema en el que resulta necesario trabajar
con particular precisión.
408
PARTIDOS
1. DE DERECHA
2. DE CENTRO
3. DE IZQUIERDA
1. NACIONALES
2. INTERNACIONALES
1. PUROS
2. IMPUROS
1. DE LUCHA EN EL RÉGIMEN:
Resuelven los conflictos y antagonismos dentro del régimen, sin negar su legitimidad
ni procurar la destrucción de las instituciones.
Niegan esa legitimidad y quieren destruir al régimen para cambiarlo por otro.
1. DE GOBIERNO
2. DE OPOSICIÓN
1. PLURALISTA:
Bipartidista o Dualista
Pluripartidista o Multipartidista
2. MONOPARTIDISTA:
Trata del partido único, porque espontáneamente no se forman o porque los demás
están prohibidos.
409
De todas maneras, para que no haya equívocos, “sea en la Constitución escrita, sea
en la ley, es común que el Estado moderno de nuestra época depare un status legal al
Partido, o sea, que provea a su funcionamiento y sujete su existencia a normas espe-
ciales". Hay ciertas exigencias que deben respetarse para salvar la justicia. En primer
lugar, es injusto impedir la constitución de partidos lícitos, o imponer condiciones que
en la práctica signifiquen obstaculizar su creación y su actividad, ello sería vulnerar el
derecho de asociación. El Estado debe comenzar admitiendo el pluralismo, o sea, la
formación de tantos partidos como pretendan los individuos interesados; el unicato o el
bipartidismo implantados oficialmente son desnaturalizaciones de la libertad. Ello no
significa condenar a los Estados donde la realidad política se asienta sobre un régi-
men de dos partidos, mientras no se trabe la vida de los demás. El Estado debe exigir
ciertas condiciones mínimas a los partidos; por ejemplo, una declaración de principios
y un programa que permita conocer a qué ideas y a qué planes ajustarán su actividad,
ha de garantizar la afiliación libre de los ciudadanos, y custodiar el mantenimiento
también libre de su incorporación, "vedando toda forma que derive de adhesiones for-
zosas o coactivas, tanto en su origen como en su subsistencia”; que se ejerza contra-
lor oficial sobre los recursos financieros de que disponen, prohíba las contribuciones
forzosas, las subvenciones oficiales, auxilios económicos extranjeros, descuentos so-
bre sueldos y salarios de manera forzosa para el partido, etc.
410
“Que los Partidos se hallan actualmente en descrédito es una afirmación común; apar-
te de que llegan al dominio casi total del gobierno, imponiendo sus puntos de vista en
forma que ha permitido a Fischbach decir que el gobierno constituido por los prohom-
bres del Partido es de antemano un comité ejecutivo del parlamento, que ofrece el
peligro de utilizar ese mismo poder en su exclusivo provecho y en el de sus miem-
bros”.
En ese sentido puede afirmarse sin hesitación que “el sufragio se funda y legitima en
el Estado contemporáneo por la necesidad y la justicia de dar a la comunidad un me-
dio o procedimiento organizado de expresión política. Los hombres han de poder ca-
nalizar su opinión política para participar activamente en la dinámica política, en el
régimen; y han de contar con medios a través de los cuales la obediencia tenga voz y
votos decisivos. La comunidad gobernada ha de ser sujeto de actos políticos en los
que exteriorice la expresión organizada de sus opiniones”.
De este modo, podemos definir al Sufragio diciendo que “es una técnica o un procedi-
miento institucionalizado mediante el cual el cuerpo electoral hace manifestación o
expresión de opiniones políticas con dos finalidades distintas:
En cuanto a la naturaleza jurídica del Sufragio, variada opinión rescata la doctrina so-
bre el particular. Así en el Estado antiguo griego y romano el sufragio fue considerado
como un atributo de los ciudadanos para participar en los negocios públicos; en los
Estados de la Edad Media se lo consideró como un privilegio personal del estamento
de clase; en la dogmática revolucionaria de 1.789 vuelve a ser un atributo del ciuda-
dano vinculado con la “teoría de la soberanía del pueblo”.
Por nuestra parte, con la intención de concretar en este aspecto una fórmula que nos
permita contar con un panorama cierto y práctico, referiremos a cuatro teorías que
ofrecen sus conclusiones al respecto:
5. El Cuerpo Electoral
Al considerar que la función del Sufragio es individual, y que cuando el ciudadano la
ejerce hace manifestación o expresión personal de su voluntad política, estamos alu-
diendo a que el conjunto o la suma de ciudadanos con derecho electoral activo es na-
da más que una pluralidad de hombres, sin componer ninguna unidad distinta y ningu-
na persona jurídica. En realidad Cuerpo Electoral no es otra cosa que “un nombre co-
lectivo con el que se designa aquel sector del pueblo que es sujeto de votaciones”, en
el decir de Sánchez Agesta. Si bien al Cuerpo Electoral, por la función política que
desempeñan sus componentes, puede considerárselo -al igual que los Partidos Políti-
cos- como un sujeto auxiliar del Estado o del Poder, toda vez que participa en la de-
signación de los gobernantes o en la expresión de opiniones políticas a través de las
formas denominadas semidirectas, este sector del pueblo no es un órgano del Estado.
Así las cosas, determinar qué individuos forman parte del Cuerpo Electoral, es una
cuestión de derecho positivo, o sea la organización legal de cada Estado determina
quiénes lo componen, esto es, quiénes son titulares del Sufragio.
Si las restricciones señaladas parecen haberse derribado, subsisten otras que enmar-
can a los titulares posibles del sufragio. Es inexcusable una capacidad intelectual que
sólo la edad puede acordar; así se fijan límites tan bajos como el de dieciocho años, o
el de dieciséis, como pretende un proyecto legislativo para ser considerado en el Con-
greso Argentino. En determinados países se exige asimismo al sufragante la condición
de alfabeto, y al servicio de argucias políticas destinadas a excluir a los hombres de
raza negra del Cuerpo Electoral, llegó a exigirse en algunos Estados del sur de los
EE.UU que hubiera sido alfabeto el abuelo del sufragante. Lógica precaución resulta
excluir a los insanos del Cuerpo Electoral, aun cuando ella no ha sido siempre eficaz
para impedir el acceso a las funciones de quienes se comportan luego como insanos.
La nacionalidad lleva a excluir del Cuerpo Electoral a los extranjeros, admitidos a ve-
ces a sufragar en elecciones municipales. La necesaria dignidad excluye a quienes
hubieran incurrido en delitos comunes considerados infamantes. También se ha ex-
tendido esta sanción a los nacionales convictos de colaboración con el enemigo en la
guerra.
El requisito del sexo masculino fue siendo suprimido paulatinamente pudiendo afir-
marse que en la actualidad el Sufragio femenino puede considerarse aceptado mun-
dialmente. A este respecto, en nuestro país puede decirse que muchos fueron los pro-
yectos que se originaron para su tratamiento en el Congreso, pero la mayoría nacían
muertos por virtud de la tenaz resistencia que se ejercía sobre tal aspecto, conside-
rándose a la mujer objeto de una minoridad cívica. Tales proyectos por lo general, le
otorgaban a la mujer el voto limitado al orden municipal, o bien a las mayores de vein-
tidós años (el varón lo tenía desde los dieciocho), aquellas que disponían de la admi-
nistración libre de sus bienes y diploma habilitante para ejercer una profesión liberal; o
que la mujer alfabeta se inscribiera voluntariamente, o se las equiparaba con los varo-
nes extranjeros, esto es, debía tener una profesión y pagar impuestos.
Sin embargo, la lucha emprendida dio sus frutos, diríamos de manera pausada, con la
formación en 1.932 de una comisión de cinco diputados y tres senadores para recopi-
lar antecedentes, llevando a debate en setiembre del mismo año y consignándose las
oposiciones, que luego de varios años, se reactualizarían en 1.947 con el tratamiento
del proyecto que concluiría con la Ley Nº 13.010. Esta ley, que tuvo su inicio en el año
1.946, mereció proyectos de Diputados, otro del Senado; y el Ejecutivo al exponer su
plan de gobierno ante el Congreso, solicita la concesión de los derechos civiles feme-
ninos. En ese mismo año, el 28/8/46, la Legislatura de la provincia de Jujuy, dicta la
ley Nº 1.861 que instituye el voto femenino obligatorio, y en el orden nacional la ley se
sanciona el 9/9/47.
413
Bidart Campos señala que, “aclarado que aún en las místicas más enardecidas por el
igualitarismo se dan siempre algunas discriminaciones en función de pautas de selec-
ción -tanto para elegir como para ser elegido-, tenemos que ocuparnos de las divisio-
nes dentro del Cuerpo Electoral, del procedimiento de votación y de la computación de
los sufragios”.
a) El de Distrito Único, en que todo el territorio del Estado se considera como un solo
distrito electoral;
b) El de Distrito Uninominal, en que el territorio se divide en tantos distritos electora-
les como cargos a llenar; cada elector tiene un solo voto, y no puede votar más que
por una sola persona;
c) El de Distrito Intermedio, en que se divide el territorio en grandes circunscripcio-
nes, en cada una de las que se elige un número de personas generalmente propor-
cionado a la población.
El sistema territorial se relaciona con las divisiones del Cuerpo Electoral. Cuando todo
el territorio constituye un distrito único, el Cuerpo Electoral integra también un Colegio
Electoral Único. Cuando el territorio se divide en varias circunscripciones, el Cuerpo
Electoral se reparte en Pluralidad de Colegios Electorales.
Concluida la elección, cabe preguntarse cómo se computan los votos, cómo se adjudi-
can los cargos y de qué manera se va a llevar a cabo la representación de los Partidos
Políticos que concurrieron al comicio con sus candidatos.
A grandes rasgos podría decirse que existen dos grandes sistemas de distribución: 1º)
el Mayoritario; 2º) el Minoritario.
El sistema Minoritario procura que una o más minorías tengan acceso al poder. Admite
varios subsistemas:
a) Lista Incompleta, esto es, cada elector vota por una lista de candidatos cuyo núme-
ro es inferior al de cargos a cubrir, por ej. dos tercios, el que le sigue el tercio res-
tante;
b) La Representación Proporcional, persigue el reparto de los cargos a cubrir entre
todos los Partidos que compiten en la elección, a condición de que alcancen un mí-
nimo de votos cuya cifra se obtiene de acuerdo a distintas operaciones aritméticas;
ese mínimo se llama cifra repartidora o cociente electoral, y cuantas veces esa cifra
esté contenida en el total de votos alcanzado por cada partido, tantos serán los
cargos que ese partido conquista. Respecto a los subsistemas aludidos, sólo vere-
mos:
Esta cifra obtenida se utiliza como divisor común de los votos que cada Partido en
disputa obtuvo, veamos:
415
y así sucesivamente. El partido cuyo caudal de votos no alcanza la cifra mínima diviso-
ra, no conquista ningún cargo. A veces, la distribución de votos no alcanza a cubrir
todos los cargos a llenar, entonces se acude a algún sistema de utilización del resto,
ej.: asignándose los cargos libres al Partido que obtuvo un número de votos más pró-
ximo al cociente electoral.
a. 20.000 % 1 = 20.000
b. 20.000 % 2 = 10.000
c. 20.000 % 3 = 6.666
d. 20.000 % 4 = 5.000
e. 20.000 % 5 = 4.000
a. 12.000 % 1 = 12.000
b. 12.000 % 2 = 6.000
c. 12.000 % 3 = 4.000
d. 12.000 % 4 = 3.000
a. 8.000 % 1 = 8.000
b. 8.000 % 2 = 4.000
c. 8.000 % 3 = 2.666
d. 8.000 % 4 = 2.000
Con las cantidades así obtenidas se ordena la lista de mayor a menor, hasta diez:
1) 20.000
2) 12.000
3) 10.000
4) 8.000
5) 6.666
6) 6.000
7) 5.000
8) 4.000
9) 4.000
10) 4.000
El divisor común, cociente electoral o cifra repartidora es la que aparece en ese orden
en número décimo, es decir, 4.000. Cuantas veces la cifra 4.000 esté contenida en el
416
total de votos de cada partido, tantos cargos conseguirá ese Partido. Dividiendo
20.000, 12.000 y 8.000 por 4.000, se obtienen 5 cargos para el Partido “A”, 3 para el
“B”, y 2 para el “C”.
1º) Respecto a la formación de órganos o cuerpos que, con poder de decisión o sólo a
nivel consultivo o de asesoramiento, se compongan con miembros que representen
a aquellos sectores, intereses, corporaciones, etc.
2º) Respecto a la forma del sufragio, esto es, a quien corresponde elegir las personas
que representarán a los intereses, puesto que puede ser que el sufragio pertenez-
ca individualmente a los afiliados a dichas corporaciones, o que se otorgue a la
corporación misma.
3º) Respecto a cuáles son los grupos de interés que merecen concurrir al comicio y
qué número de representantes se permitirá a cada uno, por lo que el criterio valora-
tivo y repartidor será manejado por el gobierno con sentido político.
Pero lo cierto es que la aparición de los Partidos Políticos rompe, en la realidad, las
premisas de la doctrina. Los elegidos sobre la base de candidaturas o listas partidarias
no son, realmente, representantes de todo el pueblo, sino representantes del Partido,
y quedan vinculados a él por la plataforma o programa del mismo, cuando no por ór-
denes concretas, de manera tal que ante el incumplimiento de sus instrucciones lle-
guen a ser expulsados del Partido.
417
Actividad Obligatoria
UNIDAD XVI
TEORÍA DE LA CONSTITUCIÓN
Y bien, desde la óptica referida advertimos la importancia que reviste para las Institu-
ciones Políticas el conocimiento especulativo, que a título de desentrañar la realidad
política, propone la Teoría de la Constitución, cuya elaboración vamos a reseñar
postulando conceptos, si bien modulares, no por ello menos claros.
El Estado, puntualiza Bidart Campos, no es un mero hecho, sino una comunidad orde-
nada, y “ordenada jurídicamente", de manera tal que el Derecho Constitucional se lo
sindica como “orden u ordenamiento Constitucional, en cuanto es el derecho o el or-
den que constituye al Estado”. Todo Estado por ser Estado, tiene Constitución; todo
Estado tiene una Constitución, que es “la suya y no de otros”, porque cada Estado es
una realidad singular, existencial, individualizada conforme lo es el hombre.
2. Constitución: concepto
Destaca Mario J. López que la palabra latina “constitutio” fue utilizada por Cicerón en
La República como modo de organizar el Estado; pero, en el Derecho Romano, su
significación técnica era la de los actos legislativos del emperador. En la Edad Media,
la palabra “constitutio” fue utilizada para dar nombre a las reglamentaciones eclesiásti-
cas de toda la Iglesia o de alguna provincia y, posteriormente, durante los siglos XII y
XIII, para designar disposiciones gubernativas expresas, en oposición a las normas
consuetudinarias. En su sentido moderno, como aparato jurídico del Estado, la palabra
no llega a ser usada hasta el siglo XVII.
419
Una aproximación al concepto pone de manifiesto que los entes, comunidades o insti-
tuciones en general que forman parte del orden jurídico, se rigen por un arsenal de
normas, jurídicas algunas y extrajurídicas otras, que son impuestas o que los habitan-
tes admiten voluntariamente. “Cuando estas normas rigen la vida del Estado, organi-
zando los poderes, delimitando sus funciones y estableciendo los derechos y garan-
tías de los habitantes y del Estado, reciben el nombre de Constitución”.
En efecto, en una acepción del término, todo, cualquier hombre y cualquier objeto,
cualquier establecimiento y cualquier asociación, se encuentra de alguna manera en
una Constitución, y todo lo imaginable puede tener de alguna manera una Constitu-
ción. Por ello, si se quiere llegar a determinada inteligencia, hay que limitar dicho signi-
ficado a Constitución del Estado, es decir, aquella que se refiere a la unidad política
de un pueblo.
En realidad la palabra Constitución deriva del latín “statuere, statutum”, que significa
ordenar, reglar, regular, decidir con autoridad, establecer (cf. Rodolfo Rivarola “Diccio-
nario Manual de Instrucción y Práctica Constitucional Argentina”). En un sentido am-
plio, puede afirmarse que no existe un solo Estado civilizado que no posea una Consti-
tución, ya que “el acto primario de una comunidad que decide constituirse en Estado
organizando un gobierno para conducir sus asuntos políticos, consiste en la formula-
ción de un cuerpo definido de principios o disposiciones, determinando o desarrollando
los principales aspectos del gobierno a crearse”. Pero el término Constitución recono-
ce, además, un sentido preciso y especializado, que permite que algunos Estados
sean caracterizados como especial y expresamente constitucionales.
En efecto, Cooley piensa que “aun cuando pueda decirse que todo Estado tiene una
Constitución, el término gobierno constitucional sólo se aplica a aquellos cuyas reglas
o máximas fundamentales no sólo definen la manera como han de ser elegidos o de-
signados aquellos a quienes se ha de confiar el ejercicio de los poderes soberanos,
sino que también imponen restricciones eficaces sobre dicho ejercicio, con el propósito
de proteger los derechos y privilegios de los individuos poniéndolos al abrigo de cua-
lesquiera tentativas para arrogarse poderes arbitrarios” (at. cit. “Principios Generales
de Derecho Constitucional en los Estados Unidos”, trad. Julio Carrié, Bs. As., 1.898,
pág. 19).
hacia el XIX, ponía énfasis en destacar “más que en la ordenación real de la conviven-
cia política, en la formulación normativa que pretende emitirse para siempre. El Consti-
tucionalismo Moderno ha creído haber descubierto el tipo de Constitución apto para
todos los Estados, y haberle dado curso definitivo a la historia. La Constitución se es-
cribe, se recubre de una formulación solemne. He ahí la garantía. Sólo puede emanar
de un órgano con facultades especiales, y una vez emitida, sólo puede revisarse de
acuerdo con un procedimiento también especial, que la sustrae a las modificaciones
comunes. He ahí la rigidez”.
Así entonces, queda claro que el “historicismo” admite la tradición, que es lo que viene
del pasado, a través de las costumbres, el estilo, la idiosincracia de un pueblo. No se
pueden crear formas constitucionales, sino que se deben recoger las consuetudina-
rias. La Constitución tiene que transmitir como una propiedad la herencia legada por
los antepasados, sin referencia a ningún derecho más general o anterior; se rechaza
así la imitación, lo extemporáneo, lo exótico, adoptándose lo vernáculo, lo tradicional,
lo oportuno. La Constitución es expresión de la realidad, es algo vital, porque enraiza y
arraiga en la comunidad a la cual pertenece, y se resiste al legalismo y a la normativi-
dad emanadas como deducciones “a priori” de una "razón abstracta”.
En definitiva, trayendo a cita las conclusiones asumidas por Bidart Campos, cabe pun-
tualizar que cada comunidad política tiene un pasado previo que la condiciona, que la
informa, que la precede, para hacerla ser de una manera determinada y no de otra. No
puede tomar prestado, ni pedir fiado al futuro. De la “Escuela Racionalista” queda
también un remanente positivo, pero depurado de su excesivo abstraccionismo; cree-
mos que puede haber épocas y situaciones que requieran, para su seguridad, la fija-
ción de una fórmula constitucional; pero ésta no debe ser el esquema ideal para cual-
quier tiempo y cualquier Estado, sino para uno determinado. En una palabra, acepta-
mos conferir rigidez en ciertos casos a la Constitución escrita, siempre y cuando nor-
mativice la realidad, o sea, cuando no imponga prescripciones sin base efectiva en el
pasado y en el medio ambiente de esa comunidad.
421
En realidad el desarrollo del tema que inauguramos es, más propiamente de incum-
bencia de la asignatura Derecho Constitucional, aunque no por ello consideramos es-
tar relevados de abordar su tratamiento de una manera general, tal cual lo postula el
programa.
La historia política de la humanidad nos presenta la manera como en las distintas épo-
cas se organizaba la convivencia de las comunidades. Advertimos primero el constitu-
cionalismo antiguo, el medieval, etc. En éste último, podemos afirmar, comienzan los
antecedentes del “Constitucionalismo Moderno” que define el concepto de Constitu-
ción.
En 1.215 con la “Carta Magna Inglesa”, cuya firma fue impuesta al rey Juan sin Tierra
por los barones ingleses, espada en mano; con los “Estatutos de Oxford” que la con-
firman; con la “Petición de Derechos” de 1.628; con “Agreement of the People” (Acuer-
do del Pueblo) de 1.647, preparado por el Consejo de Guerra de Cromwell y que es
sometido a la Cámara de los Comunes de Inglaterra, sin obtener sanción, aunque pro-
pició el conocido “Instrument of Government" (Instrumento de Gobierno) promulgado
bajo la inspiración de Cromwell también el 16 de diciembre de 1.653, estimado por los
autores no sólo como la única constitución escrita que Inglaterra ha tenido sino como
el prototipo de la Constitución de los Estados Unidos (cf. Segundo V. Linares Quinta-
na, “Tratado de la Ciencia del Derecho Constitucional”); con el “Acta de Habeas Cor-
pus” de 1.679, etc.
En España, los “Fueros”, las “Cartas Pueblas” y los “Documentos Pactistas”, también
medievales, son aún más antiguas que la Carta Magna Inglesa.
a) La Constitución que adopta tiene el carácter de una Ley de Garantía para el indivi-
duo frente al Estado, a fin de auspiciar sólidamente la seguridad jurídica;
b) La Constitución responde , generalmente al tipo escrito y rígido, es decir, se fija por
escrito y se la sustrae a la reforma por la práctica del mecanismo ordinario;
422
De lo expresado se colige que a través de la historia se advierte una lenta pero firme
inclinación hacia la estabilidad del ordenamiento jurídico en cada grupo social. El
constitucionalismo se manifiesta como el cumplimiento de esa inclinación o tendencia
cuyo mérito principal consiste en sustituir la autoridad de los hombres por la autoridad
de la ley, que dibuja el ámbito dentro del cual halla su reinado la dignidad humana.
Así entonces, cuando se procura trazar un paralelo entre los antecedentes “medieva-
les” y el “constitucionalismo posterior”, se dice que las “Cartas y Fueros” difieren de las
constituciones actuales en dos aspectos primordiales:
1) En cuanto los primeros eran dados por el gobernante o Señor, y tenían el carácter
de una concesión;
2) En cuanto no contemplaban las libertades y los derechos de todo el pueblo sino los
referidos a un sector. Las constituciones en cambio se consideraron emanadas de
un sujeto colectivo, que es la “comunidad”, ya que se reputa titular del poder consti-
tuyente; y tiene un alcance general y extensivo a todos los hombres que forman
parte del Estado en el cual rigen.
interdependencia originada en las tres etapas del proceso formativo de la ley positiva.
Completa su estructura formal, con el enunciado de la forma política y la forma de go-
bierno, la determinación de los fines y medios hacia los cuales deberá orientar y utili-
zar, respectivamente, sus funciones normales el gobierno que instituye, y establece el
mecanismo de su propia reforma, a la que rodea de especiales condiciones y solemni-
dades. Como dato ilustrativo es preciso destacar que la Constitución en sentido formal
ha sido llamada por Lasalle, “tira de papel”, por oposición a la Constitución real, vivien-
te o material. También se la ha denominado Constitución jurídica, o racional-
normativa, conforme ya lo vimos.
Bryce señala otra clasificación cuando las separa en rígidas y flexibles, según que el
procedimiento para la reforma de la misma sea, o bien uno especial, seguido por una
autoridad diferente del Poder Legislativo ordinario, esto es, el Poder Constituyente,
bien será flexible cuando la Constitución se puede revisar por los mismos medios de la
legislación común. También se destaca que el ser rígida puede provenir del mismo
trámite dificultoso del trámite modificatorio o enmienda. El artículo 30 de la Constitu-
ción Nacional establece que “la Constitución puede reformarse en el todo o en cual-
quiera de sus partes. La necesidad de reforma debe ser declarada por el Congreso
con el voto de dos terceras partes, al menos, de sus miembros; pero “no se efectuará
sino por una convención convocada al efecto”.
Dentro del tipo rígido, se comprende también a la llamada “Constitución pétrea”, signi-
ficándose con ello un tipo de Constitución escrita y rígida que se declara a sí misma
“irreformable”. Al respecto cabe aclarar que, “aun cuando la Escuela Racionalista qui-
so revestir a su tipo constitucional de una inmutabilidad y permanencia indefinida, hoy
sólo podemos hablar de cláusulas pétreas”, pero no de una Constitución íntegramente
“pétrea”; la totalidad del complejo normativo no queda sustraída a la alteración, sino
únicamente ciertas disposiciones fundamentales -por ejemplo, la forma de gobierno, la
forma de Estado, los derechos individuales, la confesionalidad del Estado-.
8. Control de constitucionalidad
Cuando hemos llegado a la conclusión de que la actividad contraria a la Constitución
es inválida, es nula, es inconstitucional, nos queda otro arduo problema; ¿quién tiene
a su cargo la palabra para decir que esa actividad se encuentra viciada?, ¿quién ejer-
cita el contralor de la constitucionalidad? Evidentemente, nada ganaríamos si todo
425
La teoría y la práctica de la revisión judicial han puesto en manos de los jueces la po-
testad de considerar las leyes contrarias a la Constitución y de negarles aplicación. De
este modo, se asegura la concordancia de las normas legislativas con el texto Supre-
mo de la Constitución y se nulifican aquellas que resulten incongruentes con él.
Las conclusiones afirmadas en el párrafo anterior cobra curso en E.E.U.U con la doc-
trina sentada en el caso Marbury c/ Madison, fallado en 1.803, y que en lo sobresa-
liente e interesante a los fines de esta oportunidad, decía: “La Constitución es, o bien
una Ley Suprema, inmodificable por medio ordinarios, o está en el mismo nivel que los
actos legislativos ordinarios, y como las otras leyes es modificable cuando la legislatu-
ra quiere modificarla. Si la primera parte de la alternativa es exacta, entonces un acto
legislativo contrario a la Constitución no es una ley; si la segunda parte es exacta, en-
tonces las constituciones escritas son tentativas absurdas por parte del pueblo para
limitar un poder que en su propia naturaleza es ilimitable.
Evidentemente todos los que han elaborado Constituciones escritas las consideraron
como Ley Fundamental y Suprema de la Nación y consecuentemente, la teoría de
cada uno de tales gobiernos debe ser la que establezca que un acto de la legislatura
repugnante a la Constitución es inválido. Esta teoría está esencialmente vinculada a
una Constitución escrita...”.
Por último, creemos conveniente traer unos párrafos en relación a algunos de los sis-
temas actuantes para la declaración de inconstitucionalidad, de entre los cuales
destacamos:
1) Aquel que atribuye la “facultad de revisión” a un órgano político, como era del ca-
so en el supuesto que ejercía el Senado de la Constitución francesa del 14/1/1.852,
al cual debían sometérseles todas las leyes antes de su promulgación a fin de que
se expidiera sobre su “constitucionalidad”;
2) En nuestro país, podemos decir que implicaba control político de constitucionalidad
el que en el texto originario del art. 5º de la Constitución Nacional de 1.853, antes
de la reforma de 1.860, se atribuía al Congreso para revisar las constituciones pro-
vinciales y verificar si se ajustaba a la Constitución Federal; sólo que su alcance era
restringido al ámbito de los textos constitucionales locales, y no a toda la actividad
estatal de los poderes constituidos;
426
Actividad Nº 56
1.- Elabore un concepto de constitución.
ANEXOS
Más aún está inserta en ella y debe a ella su existencia y su razón de ser. Se ha dicho
antes que sin comunidad no hay política, y al decir comunidad se aludía a lo que se
acaba de denominar realidad social.
Los distintos temas que se agrupan en el título del punto en consideración, constituyen
algunos de los aspectos de la realidad social o mencionan conceptos referidos a ellos.
Se trata, en todos los casos, de fenómenos que ejercen influjo sobre la realidad políti-
ca y que además están vinculados entre sí. Son temas, por lo demás, que forman par-
te del objeto de una ciencia particular, la sociología, y que, por consiguiente, sólo co-
rresponde considerarlos aquí en lo que tenga de especial interés para el mejor cono-
cimiento y comprensión de la realidad política. Se procederá a su examen por orden
sucesivo y se tendrá en cuenta principalmente, las modalidades que ofrecen en nues-
tro tiempo esos diversos aspectos de la realidad social.
Por tanto, lo social en sentido lato es, a la vez, necesariamente, un conjunto humano -
”agrupamiento”- y un conjunto de “comportamientos”. Por eso, los sociólogos en gene-
ral hacen prevalecer el concepto de relación o de interacción, sobre el de sujeto o
substantividad, para lo cual tienen en cuenta que la unidad social -estructural y funcio-
nal-, de los grupos humanos, sólo se realiza en la conciencia de los individuos.
Los estudios acerca del hombre arcaico y de su mentalidad -al igual que los estudios
de psicología infantil -permiten afirmar que en el proceso formativo de la psique huma-
na la “alteridad” precede al “ensimismamiento”, el “nosotros” al “yo”. El ser humano es
natural, espontáneo y necesariamente “social”. Con razón señaló Aristóteles que el
hombre es "zoon politikon" y que el aislamiento es infra o suprahumano. Ello implica,
además, que no basta la mera convivencia y que ésta requiere, también continuidad,
estabilidad y permanencia.
El ser humano existe siempre en relación con otros seres humanos, lo que equivale a
una permanente interacción entre ellos. Pero de acuerdo con la realidad, más que de
relación en singular, corresponde hablar de relaciones y de las consiguientes interac-
ciones. En efecto, los seres humanos conviven, no en un grupo único, mediante una
única clase de relación, sino en múltiples grupos, desde la “pareja” hasta la “sociedad
de naciones”. Se participa a la vez -para dar algún ejemplo- de la familia, de la iglesia,
de la universidad, del organismo gremial, del club deportivo, o del Estado. Cada una
de esas participaciones significa distintas relaciones e interacciones con distintos se-
res humanos.
Es necesario, ante todo, distinguir entre sociedad y grupo social. Aunque cada grupo
social puede ser llamado también sociedad (v.g.: sociedad de socorros mutuos, socie-
dad anónima, etc.), los sociólogos, cuando se refieren al primero, lo consideran como
integrante de la segunda, pero sin confundirlo con ella, y algunos para distinguir a la
última de las que podrían denominarse “sociedades particulares” o “sociedades inter-
medias” (grupos sociales propiamente dichos), la denominan “sociedad global". En tal
sentido, Gurvich distingue entre “sociedades globales”, “clases sociales”, “grupos” y
“manifestaciones de sociabilidad”, y Ginsberg, entre la sociedad (complejo total de las
acciones humanas) y una sociedad (conjunto definido de personas).
La clasificación de los grupos sociales depende -y por eso varía de un autor a otro- del
criterio que se siga para diferenciar las distintas especies de relaciones sociales. De
cualquier modo, prevalece el uso de la expresión “grupos sociales”, para designar a
los “grupos” que se caracterizan por tener estructura propia, de tal modo que constitu-
yen una entidad distinta de la mera suma de sus miembros hasta el punto de que el
todo no es analizable a través de solamente sus partes. Ejemplos de clasificaciones:
429
por raza
grupos
por sexo
biosociales
por edad
parentales
territoriales
lingüísticos
estatales
grupos
Grupos grupos
univinculados laborales
grupos univinculados
socioculturales socioculturales
económicos
grupos organizados religiosos
importantes grupos
políticos
ideológicos y educativos
nominales
de “élite”
b) Ginsberg
relaciones familia
totales y per- vecindad
basados en manentes pequeña comuni-
un contacto dad
directo
ciudad
grupos relaciones
nación
totales y per-
“sociedades" comunidad
manentes
política
basados en
un contacto
indirecto asociaciones
relaciones compañías
limitadas o mercantiles
específicas sindicatos
academias
c) Mannheim
familia
clan
tribu
grupos sociales grupo educacional
genuinos u organi- comunidad vecinal
zados comunidad religiosa
partido político
burocracia
Estado
aglomeraciones
multitud
humanas transito-
público
rias
clases sociales
Conviene retener, como resumen y conclusión, la distinción entre sociedad -que será
denominada “sociedad global”-, grupos sociales -que serán denominados “grupos in-
termedios”- y agrupamientos o aglomeraciones inorganizadas o semiorganizadas -que
serán denominados “cuasigrupos”.
La relación entre la conducta de una persona con relación a las demás (comporta-
miento social) y su pertenencia a una determinada “sociedad global”, ha determinado
que el grupo constituye una cuestión de gran importancia. Se ha observado que la
conducta humana está en gran parte condicionada socialmente. Esto no significa ne-
gar la libertad del ser humano en la dirección de sus acciones y su consiguiente res-
ponsabilidad, sino, simplemente, poner de relieve que existe ese tipo de condiciona-
miento, mayor o menor según los casos, y que, por lo mismo, hay que tenerlo en
431
3. “Sociedad” y “comunidad”
Las palabras “sociedad” y “comunidad” tienen diversos significados; pero con respecto
a algunos de ellos suelen ser empleadas como sinónimos. Ambos vocablos provienen
del latín y han tenido amplio uso en su idioma originario. Societas fue muy usada por
Cicerón y por los jusnaturalistas de la Edad Moderna; "comunitas" lo fue tanto por los
teólogos de la Edad Media como por otros posteriores. El hecho es que, en la actuali-
dad, ambos términos tienen gran difusión y sus significados se confunden con fre-
cuencia.
Por lo común, cuando cualquiera de las dos palabras va precedida del artículo deter-
minante “la”, se hace referencia a:
La totalidad de los seres humanos y de sus relaciones, sean éstas organizadas o no,
conscientes o inconscientes, de cooperación o de lucha.
Puede decirse que en tal sentido, la acepción carece de límites precisos y que, por lo
mismo, se hace referencia tanto a una generalidad (cualquier “sociedad” o “comuni-
dad” global, sin especial determinación temporal o espacial) como a una "totalidad" (el
conjunto de seres humanos -agrupados o no en Estados- que habitan el planeta; la
“humanidad”).
Cuando la latitud del significado decrece de grado, y se sigue usando el artículo de-
terminante “la”, aunque, en realidad, se piensa en una determinada, se alude:
Cuando se trata, por ejemplo, de los grupos humanos poco desarrollados se dice, in-
distintamente, “sociedad primitiva” o “comunidad primitiva”. En cambio, cuando se trata
de nombrar a un grupo humano que se dedica al comercio, es preciso emplear la pa-
labra “sociedad” y no la de “comunidad”, y, a la inversa, cuando se quiere mencionar
un grupo multivinculado, localizado dentro de un área limitada, hay que usar la voz
“comunidad” y no la de “sociedad”.
Una familia “como debe ser” o una nación “como debe ser” son comunidad; pero pue-
den ser apenas “sociedad”. Una sociedad científica o una sociedad comercial son por
naturaleza sociedad; pero pueden, en circunstancias muy especiales, ser también
“comunidad”. La adhesión a un partido político, a un sindicato obrero o a un club de-
portivo puede asumir, según los casos, formas “societarias” o “comunitarias”.
Entre esas partes, además de otros cortes que se puede hacer de la estructura social,
se encuentra la división jerarquizada de las personas integrantes de la “sociedad glo-
bal”, que es lo que constituye precisamente la estratificación social.
Del mismo modo que no hay “sociedad global” sin “estructura social”, tampoco la hay
sin “estratificación social”. Es éste un fenómeno universal, un hecho inevitable. Siem-
pre, en toda “sociedad global”, ha habido y hay hombres que cumplen distintos roles y
que tienen distintos status. Así es, aunque exista la “igualdad ante la ley”, y así seguirá
siendo aunque se obtenga en el futuro otros tipos de igualdades socio-económicas o
socioculturales.
Pero el hecho de que siempre haya “estructura social”, no significa en absoluto que
siempre sea igual, tampoco el hecho de que siempre haya “estratificación social”, sig-
nifica que no haya variantes al respecto.
La cuestión importante consiste en especificar cuáles son los factores que determinan
la formación de los diversos estratos y, consecuentemente, cuáles son éstos.
Frente a ese análisis simple, y de acuerdo al cual la estratificación social no hacía más
que reflejar la posición de los individuos en el mercado, Max Weber le adicionó otros
dos elementos: el poder y el prestigio.
Es posible que los estratos reales se formen por la acumulación de los distintos ele-
mentos indicados por las tres posiciones mencionadas; pero, lo cierto es que esa
acumulación dificulta la tarea de establecer en cada caso concreto cuáles son los lími-
tes de cada estrato y quién pertenece efectivamente a uno o a otro, y los “indicadores”
hasta ahora utilizados (monto de ingresos, área de residencia, nivel de educación, tipo
de amistades, etc.) no han dado resultados suficientemente satisfactorios.
433
Las clases sociales, según se ha visto, son incluidas por Sorokin entre los “grupos
multivinculados” son calificadas por Ginsberg de “cuasigrupos” y son dejadas por
Mannheim al margen de su clasificación de los grupos. Esas discrepancias ponen de
relieve que se trata de un concepto sobre cuya definición no hay acuerdo.
Varios son los interrogantes, no contestados todavía definitivamente, que revisten su-
mo interés para el planteo de la cuestión de las clases sociales: ¿En qué se distinguen
las clases sociales, en cuanto unidades colectivas, de otros agrupamientos sociales?,
¿Constituye elemento esencial, para la existencia de una clase social, la toma de
“conciencia de clase” por parte de sus integrantes?, ¿Cuáles son las relaciones de las
clases sociales con otros agrupamientos sociales?, ¿Cuántas son las clases socia-
les?, ¿Son realmente las clases sociales protagonistas de la historia?
Esos llamados “poderes sociales” -que en realidad son “poderes políticos”- pueden
emanar tanto de las “clases sociales” como de los “grupos intermedios”, aunque en
forma más precisa y más firme de los mencionados en segundo término, debido a la
naturaleza de su organización. Es el fenómeno de los “poderes de hecho”, “contrapo-
deres”, “factores de poder”, “grupos de presión”, etc. En algunos casos, la gravitación
de los poderes sociales emanados de tales grupos llega a ser decisiva y da lugar al
fenómeno de Burdeau ha denominado “imperialismo de los poderes de hecho”.
La importancia de los “poderes sociales” así considerados, está relacionada con los
caracteres del respectivo régimen político. Si los grupos sociales gozan de mucha au-
tonomía -”sociedades globales” de carácter “pluralístico”-, los “poderes sociales” tien-
den a aumentar proporcionalmente y al mismo tiempo se abren cauce los modos de
resolver los conflictos pacíficamente y mediante transacción.
5. “Sociedad de masas”
Acaba de verse que la estratificación social -es decir, la diferenciación de sus compo-
nentes mediante capas ubicadas en distintos planos-, es una característica constante
de las “sociedades globales”.
El fenómeno al que ahora corresponde prestar atención y que es propio de las “socie-
dades globales” de nuestro tiempo la llamada “sociedad de masas”, ofrece la particula-
ridad de que, en buena medida, contrasta con esa constante de las “sociedades globa-
les” configurada por la estratificación social.
Según numerosos autores, el curso de los acontecimientos, influido por una colabora-
ción de las clases sociales insospechada en el siglo XIX, por el incesante desarrollo de
la técnica material, ha eliminado en proporción decisiva, las diferencias existentes en
la población y la ha ido unificando cada vez más en esa nueva categoría sociológica
que es la "masa". El perfeccionamiento constante de la técnica ha permitido también
una constante elevación de las condiciones de existencia de grandes masas de pobla-
ción y ha provocado al mismo tiempo, la unificación casi total de los patrones de vida,
especialmente en el aspecto material, de tal modo que, desde el opulento director has-
ta el último aprendiz, todo el mundo se alimenta aproximadamente igual, hace la mis-
ma distribución del tiempo, presencia los mismos espectáculos, escucha los mismos
programas de radio y televisión, lee los mismos periódicos, viste de la misma manera
y, por tanto, realiza iguales experiencias.
vinculadas con ese fenómeno. Cuestiones tales como la finalidad de la actividad políti-
ca, la vigencia del Estado de derecho, las revoluciones y los golpes de Estado, los
caracteres de la decisión política, la gravitación de la tecnoburocracia, el influjo de los
factores psicológicos, la operancia de las ideologías, las utopías y los mitos, la aplica-
ción de los sistemas representativos, la composición de la opinión pública, la trasfor-
mación de los partidos políticos, la importancia de los grupos de presión y otros facto-
res de poder, los cambios en las estrategias políticas, la acción de las propagandas, el
recurso a la acción directa, el “llamado al líder”, la “despolitización”, el desplazamiento
de las lealtades, etc., están en muy alta dosis directamente vinculados con ese fenó-
meno.
436
SOCIEDAD Y ESTADO
Pero la distinción entre sociedad y Estado, que en el siglo XIX se traducía en oposi-
ción y conducía a tomar posición a favor de uno de los dos, ya había tenido algunas
manifestaciones en los siglos inmediatamente anteriores. Hubo, en efecto, entre los
siglos XVI y XVIII, quienes concibieron la existencia de una sociedad anterior al Esta-
do y también quienes señalaron que “lo social” y “lo político” eran realidades distintas.
Así, por ejemplo, Marx y Engels imaginan una etapa preestatal sin propiedad privada,
sin clases sociales y sin Estado, y Durkheim afirma que en el alba de la humanidad no
existía la distinción entre gobernantes y gobernados. Pero aceptar la existencia de
etapas sucesivas era un modo de expresar que sociedad y Estado no eran una única y
misma cosa.
Lo que ocurre luego durante el siglo XIX, tiene particular sentido polémico. Frente al
problema de la relación entre sociedad y Estado, el pensamiento político es fundamen-
talmente praxis. La cuestión no consiste, entonces, tanto en buscar una distinción
conceptual como un marcar una oposición y en establecer una relación de subordina-
ción. Para los demás, el Estado -mal necesario o innecesario-, debe estar subordinado
a la sociedad. Para otros, la relación de subordinación debe ser al revés.
Entre muchos otros, exaltan la sociedad -lo social- en detrimento del Estado -lo políti-
co-, cada uno a su manera, los franceses Saint Simón, Comte, Proudhon, Le Play y
Durkheim, y los alemanes Ahrens y von Mohl, sin olvidar a los anarquistas que a ese
respecto adoptan la posición extrema. Exaltan, en cambio, al Estado -supremo bien-
particularmente los alemanes Hegel y von Stein. En posición singular, más próxima a
los primeros que a los segundos, Marx y Engels, que atribuyen al Estado el carácter
de instrumento de dominación de una clase por otra, propugnan su utilización por el
proletariado para hacerlo finalmente desaparecer en la futura sociedad sin clases.
Son varias las preguntas que cabe formular con respecto al planteo teórico de la rela-
ción entre sociedad y Estado: ¿son dos realidades distintas?, ¿son separables?, ¿son
inconciliables? Pero a la vez, para poder contestar a tales interrogantes, es necesario
responder a otra pregunta previa; ¿qué se entiende por sociedad y qué por Estado a
los efectos del planteo del problema?
437
Sólo existe, pues, problema real si se admite que sociedad y Estado son dos realida-
des distintas.
Para ello se puede concebir la sociedad como “sociedad global”, es decir, como:
Cabe advertir, sin embargo, que tal distinción es categorial y no existencial. Por lo
pronto, lo político es siempre social, y lo social no político puede volverse político.
Pero aunque distintas, la sociedad -lo social- y el Estado -lo político-, ¿son dos reali-
dades separables? Dicho de otro modo, ¿puede existir la sociedad sin el Estado o
éste sin aquélla?
La cuestión, según lo que se lleva expuesto, puede ser concretada de este modo: so-
ciedad y Estado, que en realidades distintas, pero que se presentan históricamente
como inseparables, ¿se encuentran entre ellas en oposición inconciliable? O dicho de
otro modo: ¿es efectivamente el Estado, con respecto a la sociedad, un mal necesa-
rio?
Las respuestas a tales preguntas -cuya importancia práctica salta a la vista- no pue-
den ser dadas en abstracto, pues depende de la multiplicidad de aspectos y de cir-
438
cunstancias que en cada caso se presenten. Además, ésta es una de las cuestiones
en la cual la búsqueda de la solución está impregnada de valores y, por lo tanto, de
subjetivismo, y el proyecto de solución se subordina, como pocos, a su gravitación
ideológica.
Aristóteles definió al hombre como zoon politikon, y esta expresión al ser traducida al
español aparece a veces como “animal social” y otras como “animal político”. La
cuestión no es meramente terminológica, pues la primera puede conducir a pensar
que lo natural es la “sociedad”, y la segunda, en cambio, que lo natural es el “Esta-
do”. En rigor, parece ser que Aristóteles quiso decir, con el único vocablo a su dispo-
sición, politikon -pues social y sociedad derivan del latín- ambas cosas a la vez. Esta
hipótesis se afirma si se tiene en cuenta que, para los griegos, la polis involucraba
ambas realidades -”sociedad” y “Estado”- prácticamente no diferenciables para ellos.
En "De regimine principium", Santo Tomás de Aquino, como para evitar dudas al res-
pecto, dice que el hombre es animal social y político.
1.4.”Clase política”
Si se admite que no hay “sociedad”, en sentido lato, sin que haya también “Estado”, en
sentido lato, o dicho de otro modo, si se admite que no hay convivencia humana dura-
ble sin alguna forma de “relación política”, queda dicho y admitido que siempre hay
gobernantes y gobernados. Pero, ¿cabe inferir de esa premisa que los gobernantes
constituyen un grupo humano especial, diferenciado del resto? Esta pregunta puede
dar lugar a dos tipos de respuestas afirmativas. Se puede contestar mediante alguna
teoría -con dosis más o menos importantes de “doctrina”- o se puede contestar, empí-
ricamente, que hay tantas respuestas como situaciones concretas y que, consiguien-
temente, hay que hacer la pertinente investigación en cada caso. Encuéntranse en la
primera posición, según se verá más adelante, Gaetano Mosca, Wilfredo Pareto y Ro-
bert Michels, y en la segunda, Georges Burdeau y Robert E. Dahl.
La expresión “clase política” fue acuñada por el italiano Gaetano Mosca, a fines del
siglo XIX, y, a partir de entonces, se han utilizado muchas otras, tales como: “élite”,
“élite gobernante”, “élite del poder”, “élite política”, “clase dirigente”, “clase gobernan-
te”, “minorías directoras”, “categorías dirigentes”, etc.
Según Wilfredo Pareto, lo real es que los individuos no son iguales entre sí y que
las clases sociales no son enteramente distintas y separadas entre ellas. La dife-
rencia entre los hombres se presenta como una necesidad y corresponde a la natural
diferenciación de capacidades. En razón de ello, surgen divisiones entre los hombres
que permiten clasificarlos en “élite” -o “élites”, porque son varias- y en masa -”no-élite”.
A su vez, los primeros que constituyen la élite o “clase selecta” pueden ser clasificados
en élite política o gobernante y élites no políticas o no gobernantes. Lo importante es
que, en opinión de Pareto, las élites son las verdaderas protagonistas de la historia.
El acceso a la élite política -lo mismo que a las otras- se produce por selección.
En un libro sobre los partidos políticos, publicado por primera vez en 1911, el suizo
Robert Michels sostuvo que la democracia en su acepción etimológica -gobierno del
pueblo por sí mismo- era inaplicable, porque toda organización -tanto la del Estado
como la de los “grupos intermedios”, incluidos los sindicatos obreros y los partidos
políticos- necesita dirección y ésta, inevitablemente es ejercida por una minoría, tanto
más pequeña proporcionalmente a medida que aumenta el volumen de la organiza-
ción. Esa minoría dirigente, que es indispensable para la actividad de la organización,
está en la práctica -aunque otra cosa parezca a través de las instituciones formales-
en situación de fiscalizar y dominar a las masas, para lo cual dispone de los propios
medios que le proporciona la organización.
440
Burdeau, aunque usa la expresión “clase política”, está muy lejos de pretender elabo-
rar una teoría acerca de la misma. Señala que se presenta como problema en los re-
gímenes democráticos, pues es en ellos donde aparece el contraste entre el principio
del gobierno del pueblo por sí mismo y la realidad de que grupos minoritarios ejercen
el gobierno.
En desacuerdo también con las “teorías” de la “clase política”, Robert A. Dahl, sobre
bases estrictamente empíricas, expresa que el hombre es un animal político -porque
necesita vivir en una comunidad política-, pero que no todo hombre lo es del mismo
modo -porque no todos se ocupan y se preocupan del mismo modo por la vida política.
La experiencia muestra que hay algunos a los cuales la política les es indiferente;
otros que se implican más profundamente. Entre éstos, sólo unos cuantos buscan ac-
tivamente el poder. Y entre los que buscan el poder, sólo algunos obtienen más poder
que el resto. La existencia de esos cuatro grupos, lo llevan a Dahl a construir su mode-
lo de los “estratos políticos”: los estratos apolíticos, los estratos políticos, los buscado-
res del poder y los poderosos.
A poco que se medite sobre ello, se advertirá la vinculación ontológica de tres de las
preguntas anteriormente formuladas:
c) las que se elaboran partiendo de ciertos supuestos racionales. Todas, sin embargo,
tienen algo de común, y consiste ello en la admisión de la unidad esencial de la na-
turaleza humana.
Muy numerosas son las investigaciones realizadas, sobre todo durante los dos últimos
siglos, en el seno de los grupos humanos que en algunas regiones de la tierra se han
conservado arcaicos, es decir, prácticamente sin evolución social. Entre esas investi-
gaciones se distinguen, por la amplia difusión que han tenido, las efectuadas por el
norteamericano Morgan entre las tribus iroquesas y otras del mismo país (Estados
Unidos de América).
luego la familia sindiásmica, con la que se inicia la pareja monogámica, tras un com-
plicado proceso que contiene fases de poligamia.
Lo que importa, de acuerdo con la tesis de Morgan, es que la gens, la fratria y la tribu
tienen raíz común: no son sino grupos originados por diferentes gradaciones de con-
sanguíneos. La organización política surge cuando la experiencia muestra que la anti-
gua organización no satisface las necesidades sociales.
Merece señalarse que los trabajos de Morgan interesaron mucho a Marx y que, en
base a sus anotaciones, escribió Engels la obra titulada "El origen de la familia, la pro-
piedad privada y el Estado", que publicó en 1884.
Rousseau, por su parte, luego de afirmar al comienzo del capítulo segundo del primer
libro de "El Contrato Social" que “la más antigua de todas las sociedades y la única
natural es la de la familia”, se limita a decir en el comienzo del capítulo sexto:
“Supongo a los hombres llegados a ese punto en que los obstáculos que se oponen a
su conservación en el estado natural vencen por su resistencia a las fuerzas que cada
individuo, puede emplear para mantenerse en ese estado. Entonces, ese estado primi-
tivo ya no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiara su manera de
ser”.
Aparte de las hipótesis mediante las cuales, de un modo o de otro, se intenta respon-
der en forma integral al interrogante relativo al origen de la sociedad y del Estado -casi
siempre haciendo aparecer una etapa social preestatal-, existen otras que tienden más
bien a ponderar especialmente ciertos factores que se consideraran decisivos en la
formación del Estado (factor étnico, factor bélico, factor económico, factor religioso).
El factor étnico, como factor decisivo, se puede manifestar de dos maneras distintas.
En primer lugar, cuando se considera que el origen de la sociedad y del Estado se
encuentra en la "reunión de grupos consanguíneos" (sea en su aspecto patriarcal -
Sumner Maine- o en su versión matriarcal -Bachofen, Mac Lennan y Morgan-. En se-
gundo término, cuando se asigna especial importancia al factor racial relacionado con
el factor bélico.
El factor religioso también ha sido considerado por algunos autores como el decisivo
en el origen del Estado. Así, para Frazer, en su obra "Totemismo y Exogamia", publi-
cada en 1910, el "tótem" tiene una excepcional importancia para interpretar la condi-
ción política primitiva. Coincidentemente, han prestado especial atención a ese factor
Emilio Durkheim, en su obra "Las formas religiosas de la vida primitiva", y A. Moret y
G. David, en la suya titulada "De los clanes a los imperios".
Las diversas hipótesis a que se ha pasado ligera revista, tienden todas a establecer -
pese a las diferencias, generalmente fundamentales, que se advierte entre ellas- o
bien un origen común o uniforme en todos los casos, o bien, también en todos los ca-
sos, un único y exclusivo factor determinante. Tales hipótesis, francamente "monistas",
no resultan verosímiles. Como advirtió Jellinek, en su momento, el Estado -usando la
palabra en el sentido más lato- es, sin duda, un fenómeno humano universal, pero no
es posible establecer un origen común y un factor decisivo único para todos y cada
uno de los casos concretos. Por eso, y con razón, las hipótesis examinadas han sido
objeto de juiciosas críticas. En última instancia, sólo parecen razonables y resultan
admisibles las hipótesis de carácter pluralista.
Ya lo decía Cicerón en "La República" cuando, al refutar la tesis de que el factor de-
terminante había sido la necesidad de defenderse de las fieras, afirmaba que no co-
rrespondía dar primacía a ningún factor particular, pues la causa verdadera se encon-
traba lisa y llanamente en la naturaleza humana.
445
UNIDAD XVII
LOS ELEMENTOS DE LA POLÍTICA INTERNACIONAL:
EL ESTADO
Según algunos autores, la expresión “unidades políticas” sería más apropiada para
designar a los sujetos de la política internacional por ser más abarcadora ya que no se
limita a una determinada forma histórica. Por nuestra parte, apreciamos que la palabra
“Estado” es suficientemente amplia puesto que es lícito aplicarla en sentido lato a to-
dos los agregados humanos organizados en comunidad. Ella está, por lo demás, con-
sagrada por el uso universal de la doctrina y de la práctica.
Las palabras “Estado”, “nación” y “país” suelen usarse indistintamente para designar a
la misma realidad. En sentido riguroso, estas tres expresiones no son equivalentes.
La palabra “nación” designa a la misma cosa, pero lo hace, como lo señala Delos, po-
niendo el acento en los aspectos socio-culturales de la comunidad. En sentido estricto,
podría haber una nación no constituida en Estado, de la misma manera que un solo
Estado (como fue el caso de Austria-Hungría) podría ser plurinacional.
En el uso corriente las tres palabras se usan -como dijimos- de manera indistinta. Nos
atendremos a esa práctica, con la reserva de que consideramos más correcto el uso
de la palabra “Estado” para referirnos a la comunidad jurídicamente organizada.
que hubiere delegado en otra el poder de negociar no podría ser considerada como
Estado desde el punto de vista internacional.
En el sentido moral, es necesario que una unidad política posea un mínimo de aptitud
para la convivencia. Así, el requisito de que para ser miembro de las Naciones Unidas
resulte necesario, como requisito indispensable, ser “amante de la paz”, impone a los
Estados una condición subjetiva, desde luego necesaria pero a veces susceptible de
utilización política. Esa utilización ha tenido lugar en más de una ocasión desde 1.945
en adelante.
Parece, sin embargo, discutible que la conducta de una unidad política sea motivo
suficiente para negarle la condición de Estado. Esa condición se basa en elementos
de hecho, y por más vituperable que pueda ser el comportamiento de un Estado en su
vida de relación, ello no lo priva de su naturaleza. De la misma manera, el más degra-
dado de los delincuentes no pierde, por serlo, su condición de hombre.
Los elementos que acabamos de mencionar son comunes a todos los Estados. Pero
aparte de estas notas definitorias, los Estados poseen características que los diferen-
cian profundamente.
Los Estados pueden diferir en extensión. Mientras la Unión Soviética, el Canadá, los
Estados Unidos, Australia, el Brasil, China y la India superan los 4 millones de kilóme-
tros cuadrados cada uno, la Ciudad del Vaticano tiene 44 hectáreas, es decir, menos
de medio kilómetro cuadrado.
Los Estados difieren en población. Cinco de ellos -China, India, la Unión Soviética, los
Estados Unidos e Indonesia superan los 100 millones de habitantes. Más de veinte, en
cambio, no llegan al millón.
Los Estados difieren en poderío y recursos. Mientras las dos superpotencias tienen
elementos bélicos más que sobrados para aniquilar a toda la humanidad, hay Estados
que carecen de poderío militar y que ni siquiera cuentan con fuerzas armadas perma-
nentes. En cuanto a riqueza se refiere, la renta per cápita en Estados Unidos es de
10.000 dólares anuales en tanto que en Haití no llega a 100.
De todas las diferencias apuntadas, la que más interesa desde el punto de vista de las
relaciones internacionales es la que concierne al grado de poderío. Es, en efecto, el
quantum de poder de que un Estado dispone el factor que más gravita para determinar
su ubicación en el escenario internacional.
En el transcurso de los siglos siguientes algunas naciones entraron y otras salieron del
concierto de las grandes potencias. En el siglo XVIII entraron Prusia y Rusia y salió
España. En el siglo XIX entraron los Estados Unidos y Alemania (englobando a Prusia
a partir de 1.871) En el siglo XX salió Austria e ingresó el Japón.
Surge de lo expuesto que uno de los rasgos más característicos de los Estados es su
mutabilidad. Esa mutabilidad no concierne tan solo a su poderío sino también a otras
modalidades de su ser, inclusive a su propia existencia. Lo mismo que los individuos
que lo forman, los Estados nacen, se desarrollan, decaen y mueren.
Hay Estados que no han pasado de proyectos y que desaparecen si cabe decirlo, an-
tes de haber llegado a nacer. Tal fue el caso de Borgoña, que pudo haber sido en el
siglo XV una gran nación europea y cuya existencia hubiera acaso evitado las guerras
varias veces seculares entre Francia y las naciones germánicas. Pero la ambición ex-
cesiva de Carlos el Temerario malogró ese grandioso esquema, y la antigua Lotaringia
no pudo revivir.
A veces los Estados se forman sobre la base de pueblos jóvenes y por segregación de
las viejas metrópolis, como fue el caso de los países de América. Otras veces, en
cambio, se forman mediante la unificación de pueblos antiguos dotados de fuertes
rasgos propios. Antes de ser Estados unidos e independientes, Alemania e Italia cons-
tituían dos de los pueblos de mayor raigambre histórica en el mundo occidental.
2. Evolución histórica
Las unidades políticas jurídicamente organizadas son tan antiguas como la historia
pues aun en las formas más rudimentarias, el hombre fue siempre “animal político” y
siempre estuvo sujeto a una autoridad. Pero las formas de esa organización, desde las
tribus primitivas hasta el complejo Estado moderno, han variado grandemente.
Una de las formas más antiguas de organización política, posterior a las etapas primi-
tivas fue la del Estado-Ciudad. Como su nombre lo indica, se trataba de una estructura
en la cual el Estado se identificaba con la urbe y le daba su nombre. De ella eran los
gobernantes y de ella los ciudadanos. Fue la forma típica de los Estados griegos antes
448
Tan antiguos como el Estado-Ciudad fueron los Imperios. Estos estaban formados
sobre la base de un pueblo dominante, dueño de territorios extensos, a los cuales se
agregaba por vía de conquista el dominio sobre un número a veces considerable de
pueblos sometidos. Los medas y los persas; los egipcios, los macedonios y los roma-
nos formaron los grandes Imperios de la antigüedad.
Después del caos que sobrevino con motivo de la caída del Imperio Romano, la Cris-
tiandad restauró, bajo formas nuevas, la idea imperial. El espíritu de unidad y de uni-
versalidad propio de la doctrina cristiana llevaba naturalmente a concebir el gobierno
temporal sobre bases análogas a las de la sociedad sobrenatural, es decir, de la Igle-
sia. Fue así como resurgió la idea del Imperio. Fundado y apoyado en la ficción de
continuar el antiguo Imperio de los Césares, el Imperio medioeval se inspiró en una
concepción eminentemente religiosa. La sede teórica de esa nueva estructura política
seguía siendo Roma, caput mundi, y en la Urbe por antonomasia eran coronados los
emperadores. Pero los titulares efectivos del poder imperial fueron siempre príncipes
germánicos. Dante formuló en su tratado “De Monarchia” la doctrina política del Impe-
rio medioeval.
Nominalmente, el Imperio cristiano duró hasta 1.806. Pero ya a mediados del siglo XVI
-concretamente luego de la abdicación de Carlos V- la institución había periclitado. Su
sustituto en Occidente fue el Estado nacional.
3. El Estado nacional
Los orígenes remotos del Estado nacional datan del apogeo de la Edad Media, y son
anteriores a la crisis de la idea imperial. Francia e Inglaterra ya eran, a mediados del
siglo XIII, reinos autónomos que sólo rendían -y no siempre- pleitesía formal al Empe-
rador de Occidente. De hecho, y dentro de la estructura feudal, eran, en germen, au-
ténticos Estados nacionales.
Fue, sin embargo, al comienzo de la Edad Moderna cuando el Estado nacional se con-
figura definitivamente con los rasgos que actualmente le conocemos. Con Luis XI de
Francia, con Fernando el Católico, rey de Aragón y luego también de Castilla, con En-
rique VIII de Inglaterra, el rey deja de ser un primus inter pares respecto de los seño-
res feudales y se transforma en la autoridad suprema de su reino. Deja, al propio
tiempo, de considerarse inferior en dignidad al Emperador.
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El Estado que nace en el siglo XVI es Estado nacional y es, a la vez, Estado dinástico.
Es Estado nacional porque posee un territorio y una población homogéneos. Después
del tratado de Cateau-Cambrésis, en 1.559, casi no hay miembros de la nacionalidad
francesa que no vivan bajo el dominio de los reyes de Francia. En algunos casos, co-
mo el de España, la unificación política precede a la unificación nacional.
Una curiosa y única excepción a esta regla (desde luego que en un plano puramente
teórico y formal) lo constituye Gran Bretaña. La monarquía británica sigue siendo, en
principio, la titular única del poder, y quienes tienen el título de rey o reina son sobera-
nos. Todo lo que es del Estado es del monarca, como es el caso de las naves de gue-
rra a las que se llama “naves de Su Majestad”. En cuanto a los ciudadanos, siguen
oficialmente siendo “súbditos” (subjects) como antes de la Revolución Francesa. Natu-
ralmente, se trata de una reminiscencia a la que los ingleses son tan afectos porque,
de hecho el “gobierno de Su Majestad” es de origen más democrático que muchos
otros que han abandonado ese vestigio de la antigua tradición dinástica.
4. La Soberanía
De todas las expresiones técnicas de las ciencias políticas, tal vez ésta de la sobera-
nía sea la que más haya traspasado al lenguaje y a las inquietudes de la masa. En el
orden interno se habla permanentemente de la “soberanía popular”, y en el plano de la
política exterior es siempre candente el de la “soberanía nacional”.
Escapa a la índole del presente estudio formular una doctrina de la soberanía. Nos
limitaremos, pues, a precisar brevemente el sentido y alcance del término en lo que
concierne a la materia que nos ocupa.
Para la doctrina cristiana, que en estas materias tuvo su máximo expositor en Santo
Tomás de Aquino, la soberanía es la facultad que compete a la sociedad política (el
Estado o el Príncipe) de imponer leyes que aseguren el bien común de la sociedad
con vistas al logro de la bienaventuranza eterna. En cambio, para el pensamiento na-
turalista de Bodino y sus sucesores, la soberanía es el poder supremo del Estado so-
bre sus súbditos, poder absoluto y que no depende, para su validez, del consentimien-
to de los subordinados.
450
Claro está que estas dos definiciones se aplican principalmente a la soberanía interna,
es decir, al poder del Estado sobre sus propios ciudadanos. Pero ellas inciden en la
concepción que se tenga de la soberanía desde el punto de vista internacional.
Innecesario resulta subrayar los resultados nocivos que esta doctrina ha tenido para el
mantenimiento del orden y la paz internacionales. Como en el mundo no hay una sola
soberanía sino muchas, los intereses se contraponen y contienden. El no sometimien-
to a una norma ética o jurídica superior al interés individual ha producido catástrofes
terribles y, todavía hoy, nos mantiene inciertos sobre las perspectivas de superviven-
cia del género humano.
Esta limitación filosófica de la idea de soberanía no significa que los Estados no deban
ser extremadamente celosos en defenderla cuando esa defensa concuerda con la jus-
ticia. En el orden internacional la soberanía significa esencialmente la facultad de de-
cidir por sí mismo el propio destino y no verse sujeto a imposiciones extrañas. Nada
más concordante con la moral y el derecho que esa prerrogativa, y el Estado que no la
salvaguardara por todos los medios a su alcance no merecería ser libre. Muy particu-
larmente, los Estados nuevos o menos fuertes, por estar sujetos más que otros a la
presión de los poderosos, deben, especialmente, ser muy cuidadosos en todo cuanto
concierne a la protección de sus derechos en el plano internacional.
Esta aversión nace, en buena medida, de la repulsa que causa la idea de soberanía
tal como la formuló la escuela naturalista. Pero si se acepta la interpretación cristiana
del término, esa aversión carece de razón de ser. Por lo demás, cualesquiera que
sean los abusos a que esta manida expresión haya dado lugar, sería imposible negar
que designa una cosa real cuya existencia es palpable y que representa, como dice
Palmer, “un rasgo cardinal del sistema de los Estados nacionales”.
La soberanía es una noción política que supone y exige la posesión de elementos ac-
cesorios mediante los cuales se hace posible su ejercicio efectivo. Un Estado puede
ser nominalmente soberano en el plano internacional y no poder ejercer, de hecho,
esa soberanía por carecer de viabilidad económica, de protección militar o, inclusive,
de voluntad de ser independiente. Por tanto, la primera condición para lograr que la
451
soberanía consignada en los documentos sea efectiva en la vida real es asegurar esas
condiciones de viabilidad y fortalecer la conciencia nacional. El derecho de autodeter-
minación, que es la manifestación más acabada de la soberanía en el plano interna-
cional, resulta ilusorio cuando un país está económicamente subordinado al extranjero
o cuando priva en sus dirigentes una mentalidad colonialista.
La “igualdad soberana” de los Estados, afirmada por la Carta de las Naciones Unidas,
es una consecuencia de la idea absoluta que acabamos de mencionar. En efecto, si la
soberanía no reconoce grados tampoco puede haber diferencias entre los Estados
que la poseen; por tanto todos son iguales.
Sin embargo, como dice Robert Klein, “ningún concepto mítico de la igualdad sobera-
na puede eliminar el carácter brutal del comportamiento de los grupos políticos, las
amplias variaciones de poder existentes entre los Estados nacionales y la realidad de
que ellos sólo respetan los hechos del poder”.
Aun descontando lo que pueda haber de excesivo en estas aseveraciones, ellas en-
cierran una parte no desdeñable de verdad y mueven a tener presentes las conse-
cuencias erróneas que pueden extraerse de una concepción absoluta de la soberanía.
5. El poder
Llámase poder en política internacional a la capacidad que tiene un Estado para impo-
ner su voluntad a los demás. Lo mismo o tal vez más que el concepto de soberanía, el
concepto de poder constituye una de las piedras de toque en el estudio de nuestra
disciplina.
Debemos, ante todo, distinguir el poder de la fuerza. En tanto que la fuerza es un he-
cho puramente material y supone la posesión de elementos físicos coercitivos, el po-
der es un hecho sicológico que supone, además, influencia o gravitación sobre las
mentes. Casi siempre quien tiene poder dispone de fuerza pero no siempre quien tiene
fuerza tiene poder.
Tres son los elementos generadores de poder. El primero es el temor a las sanciones;
el segundo es la esperanza de premios y el tercero es la adhesión por admiración o
afecto.
Los dos primeros elementos constituyen las fuentes más usuales de poder pero la
tercera es la más sólida y la más duradera.
Dice Ortega y Gasset que el poder por antonomasia es el poder que se ejerce por vía
de ejemplo; los que verdaderamente mandan son aquellos que logran hacerse imitar.
Las condiciones previas a la tenencia y ejercicio del poder han variado según las épo-
cas pero, en sustancia, tienen valor permanente.
El poder político en el plano internacional supone fuerza militar. Durante la Edad Me-
dia el Pontificado fue la institución más poderosa de Europa (aun cuando su fuerza
militar era reducida) en virtud de la adhesión del Papa en los pueblos creyentes y en
virtud del temor que inspiraba su facultad de aplicar sanciones espirituales. Pero en la
Edad Moderna la tenencia de fuerza física se convirtió en el factor decisivo en última
instancia para dirimir las contiendas de supremacía.
XVI España conquistó al mundo con sus Tercios. En los siglos XVIII y XIX la superiori-
dad de su marina de guerra otorgó a Gran Bretaña la hegemonía mundial. En la actua-
lidad, el armamento atómico confiere a los Estados Unidos y a la Unión Soviética el
carácter de superpotencias.
Ello no obstante, el gobierno y el régimen institucional de los Estados ha sido con fre-
cuencia materia de problemas internacionales. En muchas ocasiones, en efecto, el
tema se proyecta más allá de las fronteras.
El pensamiento político liberal confirió vigencia a la doctrina según la cual los regíme-
nes monárquicos eran más belicistas y conquistadores que los gobiernos republicanos
y democráticos. Esta concepción culminó al terminar la Primera Guerra Mundial cuan-
do se sostuvo que la desaparición de los tres grandes Imperios europeos -Alemania,
Austria y Rusia- garantizaría el afianzamiento de una paz duradera en el mundo.
453
La teoría del belicismo de los gobiernos autoritarios no era verdadera entonces y tam-
poco lo había sido antes. Es cierto que hubo muchas monarquías y dictaduras belico-
sas a lo largo de la historia de Occidente. Pero también es cierto que muchos gobier-
nos de raigambre popular no fueron menos agresivos que aquéllas. Ya nos hemos
referido al caso de la Revolución Francesa. Cuando Lord Palmerston lanzó la doctrina
agresiva e imperialista del civis britannicus sun para cohonestar con la bandera de la
protección diplomática el atropello a una nación débil e inerme como era Grecia, las
instituciones liberales inglesas estaban en el apogeo de su prestigio. Los Estados Uni-
dos realizaron actos de agresión militar contra algunos pequeños países de América
Latina entre 1.903 y 1.933 cuando estaban regidos -como lo han estado siempre- por
instituciones democráticas. Al comenzar la guerra de 1.914, los créditos de guerra fue-
ron votados por aclamación por los parlamentarios de izquierda de todos los países
beligerantes.
Es posible que en tal o cual situación particular, un gobierno o un régimen que no de-
penda del voto popular o al cual no interese la opinión pública pueda llevar con mayor
facilidad a un país a la guerra que aquellos gobiernos que deben contar con esos fac-
tores. Pero, inversamente, la no subordinación a las pasiones populares puede permi-
tir -y de hecho ha permitido- salvaguardar la paz. Si en 1.844 el gran estadista Guizot
no hubiera gobernado con mano fuerte y hubiera sometido su conducta a un referén-
dum, Francia hubiera entrado en guerra con Gran Bretaña y casi seguramente hubiera
salido derrotada de la contienda.
Luego del derrumbe del régimen zarista, las potencias occidentales se negaron a re-
conocer al régimen comunista implantado en Rusia. Esta posición fue abandonada
muy pronto, y en 1.924 Gran Bretaña e Italia iniciaron relaciones con Moscú.
Unidos mantienen toda vía hoy -por causa de Taiwán- su representación a nivel pura-
mente económico y consular. Lo mismo ocurre, por supuesto, con la representación de
China en los Estados Unidos.
Esta distinción entre gobiernos y pueblos suele ser más teórica que práctica. De hecho
-y no podría ser de otra manera- la guerra se lleva a cabo contra toda la nación con la
cual se combate. El mariscal López fue muerto al final de la guerra, pero el país entero
quedó postrado durante medio siglo como consecuencia de su derrota. El ataque ale-
mán contra el gobierno comunista en 1.941 mató a 20 millones de rusos. Alemania,
por su parte, quedó semidestruida a raíz de su derrota, y seis millones de sus habi-
tantes perecieron como consecuencia de la lucha que sus adversarios llevaron contra
el régimen hitlerista.
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que la creciente tecnificación de la vida comunita-
ria tiende a promover la cooperación entre los países de diferentes sistemas ideológi-
cos. El instinto de supervivencia por un lado y las exigencias de la vida económica por
el otro, han creado paulatinamente un intercambio económico, técnico y cultural que a
fines de la década anterior no hubiera sido previsible. La coexistencia comienza a aflo-
rar, pero no como arma de propaganda política sino como exigencia de las formas
actuales de vida.
7. El Nacionalismo
El nacionalismo es una consecuencia directa de la evolución del Estado nacional hacia
la forma populista que revistió a partir de la Revolución Francesa. Cuando el Estado
nacional era una estructura dinástica, la lealtad y la adhesión eran debidas al Príncipe.
Él era la encarnación viva del Estado y cuando moría, esa encarnación era inmedia-
tamente asumida por su sucesor: Le roi est mort, vive le roi.
455
El nacionalismo es una doctrina y es también un estado de ánimo. Por eso podría de-
finírselo como un sentimiento de adhesión apasionada a la propia nación y a los valo-
res por ella expresados, en el marco de una concepción ideológica que los coloca por
arriba de todo en el plano temporal. El contenido doctrinario ha sido dado al naciona-
lismo por algunos pensadores, algunos de ellos de alto valor intelectual como el escri-
tor francés Charles Maurras. Pero en su raíz más profunda, el nacionalismo se genera
en el orden de la afectividad.
El nacionalismo es, como dice Richard Sterling, la más poderosa y popular de las
ideologías políticas de los tiempos modernos, es la base natural de la sociedad civil y
la unidad natural de la política internacional. Su fuerza básica, agrega el citado autor,
deriva del hecho de que involucra una transferencia de lealtades esenciales de los
individuos al grupo. Por su naturaleza, tiene aptitud de convocatoria a todos los miem-
bros de la comunidad nacional, gobernantes y gobernados, pobres y ricos, sabios e
ignorantes. Puede atraer a los espíritus más conservadores como a las mentalidades
más revolucionarias.
Sólo al finalizar el siglo XIX con la aparición del socialismo internacionalista, el nacio-
nalismo se vuelca a la derecha (o la derecha se vuelca al nacionalismo). Por eso fue
sólo a comienzos del siglo XX cuando se elabora una doctrina nacionalista que renie-
ga de la democracia liberal. Paradójicamente, el nacionalismo se desentiende de sus
orígenes revolucionarios y se erige en defensor de las tradiciones nacionales. En los
países católicos, el nacionalismo apoya la devolución a la Iglesia de los derechos y
prerrogativas que le habían sido quitados en el siglo anterior por los gobiernos libera-
les.
El pensamiento liberal, que tan identificado estuvo con el nacionalismo en su fase pri-
migenia lo condenó acerbamente cuando el nacionalismo se hizo antiliberal y “totalita-
rio”. Al nacionalismo se le adjudicó entonces la responsabilidad principal por la exa-
cerbación de las tensiones internacionales y por haber provocado las dos guerras
mundiales ocurridas en este siglo.
Durante el siglo XIX el nacionalismo tuvo signo de izquierda liberal. En la primera mi-
tad del siglo XX el nacionalismo fue adoptado por las fuerzas de extrema derecha. A
partir de la Segunda Guerra Mundial, el marxismo se hizo, en gran parte, nacionalista.
Apareció así la llamada “izquierda nacional”.
Las corrientes marxistas, sin excluir por cierto al comunismo soviético, encontraron en
la adopción del sentimiento nacionalista un poderoso instrumento de penetración en
los países menos desarrollados o recientemente surgidos a la independencia como
resultado de la disgregación de los imperios coloniales. La bandera de la defensa de la
soberanía y de la resistencia contra el imperialismo de las potencias capitalistas dejó
de ser un slogan privativo de la derecha para convertirse en un grito de guerra del co-
munismo en sus variadas facetas. Una vez más quedó así demostrado el carácter poli-
facético del nacionalismo y evidenciada la posibilidad de que el sentimiento nacional
fuera puesto al servicio de las doctrinas políticas que mejor supieran aprovechar sus
extraordiarias posibilidades.
Se ha hablado mucho en los últimos tiempos de la crisis del Estado nacional y del
consiguiente debilitamiento de las corrientes nacionalistas. Esta opinión no puede ser
aceptada sin las debidas reservas.
Pero es verdad también que esa adhesión creciente a los agrupamientos transnacio-
nales no se produce con desmedro de la incorporación vital de los pueblos a sus res-
pectivos Estados. Por el contrario, las agrupaciones regionales cobran vigencia en la
medida en que se fortalecen las unidades que las integran. Por eso, en un trabajo que
457
publicamos hace 20 años pudimos afirmar que la voz de orden de nuestro tiempo en el
plano nacional habría de ser “con la nación, más allá de la nación”.
El hecho nacionalista está, pues, en vísperas de asumir nuevas formas. Pero cuales-
quiera sean las que en definitiva predominen, no es aventurado asegurar que el na-
cionalismo seguirá siendo por mucho tiempo la fuerza emocional más poderosa que
haya operado en el campo de las relaciones internacionales.
8. La comunidad internacional
El concepto naturalista de la soberanía, todavía vigente hoy, supone que los Estados
son entes supremos que no están sujetos a ninguna autoridad superior a la suya y que
no obedecen a ninguna ley que ellos mismo no hayan promulgado. Esta concepción
de los Estados como universos independientes y extraños los unos a los otros no es
compatible con la existencia de una comunidad internacional.
Sin embargo, esa comunidad, aunque imperfecta, existe. Veamos sobre qué bases se
funda.
Señalemos, ante todo, que recién en los últimos años la comunidad internacional ha
llegado a abarcar a todos los pueblos que habitan el planeta. En todas las épocas an-
teriores y hasta hace comparativamente poco tiempo, la comunidad internacional era
patrimonio de una reducida aristocracia de Estados. La mayoría de la población de la
tierra estaba al margen de ella.
En el mundo antiguo no existió, en el sentido estricto del término, una comunidad in-
ternacional. Algunos pueblos que se encontraban políticamente divididos establecieron
entre ellos relaciones permanentes que, en cierto sentido, tenían carácter internacio-
nal. Los Estados-Ciudades de Grecia y de Fenicia se agruparon en anfictionías y en
ligas cuyo funcionamiento se ajustaba a normas establecidas por sus componentes.
Se trataba, por tanto, de sociedades restringidas y, por lo demás, de escasa estabili-
dad.
Así y todo, se mantuvo entre los nuevos Estados nacionales un tenue vínculo de soli-
daridad basado principalmente en las relaciones de sangre que unían a los príncipes
reinantes. Las pocas repúblicas existentes -Génova, Venecia, Suiza- también estaban
incorporadas al sistema.
Por nuestra parte creemos que la expresión “comunidad internacional” es más correc-
ta porque corresponde a la verdadera naturaleza de los vínculos que unen a los Esta-
dos. Estos vínculos derivan de la existencia de un bien común universal, el que no
puede ser logrado sin una comunidad que lo procure. Es cierto que en latín la palabra
societas tiene un sentido fuertemente cohesivo, pero en las lenguas modernas su sig-
nificación es más laxa que la palabra comunidad; por eso preferimos emplear esta
última.
Aparte de la razón antes invocada, los Estados están hoy conectados entre sí por la-
zos que surgen de más modalidades y condiciones de la vida contemporánea. No hay
país que de una manera u otra no sea dependiente de otros. Sea por motivos de segu-
ridad, sea por necesidades de abastecimiento, sea por apetencia de carácter cultural,
sea por urgencias de índole técnica, desde las superpotencias hasta las naciones más
pequeñas o primitivas están subordinadas a ese reclamo universal de comunicación y
de intercambio. El aislamiento absoluto no sería tan sólo antinatural sino también ma-
terialmente imposible.
De hecho, hay organizaciones internacionales de las que los Estados no podrían dejar
de formar parte sin gravísimos perjuicios para sus propios intereses. Así, un Estado
que no fuera miembro de la Unión Postal Universal estaría excluido de las comunica-
ciones por correo con el resto del mundo. Lo mismo cabría decir de otras organizacio-
nes de carácter administrativo y técnico.
Cualquiera sea la posición que se adopte frente a estas dos concepciones diferentes,
lo cierto es que un estudio sobre los principios generales que rigen la política interna-
cional sería notoriamente incompleto si no incluyera el examen de las constantes y de
las variables que gobiernan la política exterior de cada Estado. Para el hombre actual,
el contacto con la vida de relación internacional se produce habitualmente a través de
la política exterior de la nación de la cual es ciudadano.
En virtud de los motivos que han sido ya explicados, la política exterior ocupa un lugar
preponderante y cada vez mayor en las actividades del Estado. Siempre, sin duda, la
política exterior constituyó un elemento capital de esa actividad. Pero en la época ac-
tual el hecho de que la interdependencia haya adquirido tal fuerza y los problemas
internacionales sean de tal repercusión para la suerte de los países y de los hombres
que los habitan, hace que la política exterior constituya el tema crucial por excelencia
de la vida pública.
Como es natural, la importancia que para cada Estado tiene la política exterior depen-
de del grado de su gravitación e influencia en los asuntos internacionales. En países
como los Estados Unidos o la Unión Soviética -para los cuales nada de lo que ocurre
en el mundo es indiferente- la política exterior pasa por encima de todo lo demás. Para
países pequeños y sin problemas internacionales serios, la política internacional pue-
de ocupar un lugar relativamente secundario en las preocupaciones de los gobernan-
tes. Pero insistimos en la afirmación de que hoy son muy escasas las naciones para
las cuales la política exterior representa una rama anodina de la actividad de gobierno.
La política exterior de los Estados es, obviamente, conducida por sus respectivos go-
biernos. Es a ellos a quienes corresponde tomar las decisiones que comprometen o
interesan al país en el orden internacional.
En casi todas las legislaciones las decisiones se llevan a cabo a nombre del Jefe de
Estado. Nominalmente al menos, éste es el conductor supremo de la política exterior
del país.
En las naciones en las cuales el Jefe de Estado ejerce efectivamente funciones ejecu-
tivas su responsabilidad en materia internacional es real. Tal es la situación en los paí-
ses republicanos de régimen presidencialista o en los países monárquicos donde el
Jefe de Estado desempeña también la jefatura del gobierno.
En los países donde existe una fuerte tradición de gobierno parlamentario, los órganos
legislativos tienen una presencia actuante de primer plano en la elaboración de la polí-
tica exterior. En Gran Bretaña, todos los temas de alguna importancia son llevados por
463
el Gabinete a la Cámara de los Comunes donde son debatidos y donde los miembros
del Parlamento tienen oportunidad de exponer su opinión. El gobierno hace gran caso
de esa opinión, y muchas veces modifica sus puntos de vista en atención a los deseos
y sentimientos expresados por la Cámara.
Igual cosa ocurre con el Senado en los Estados Unidos. La tradición histórica de ese
país ha conferido a la alta Cámara un poder muy grande -que casi equivale a un co-
gobierno- en los asuntos internacionales. Este poder se encuentra particularmente
concentrado en la Comisión de Relaciones Exteriores, cuyos dictámenes son habi-
tualmente respaldados por el Cuerpo. En 1.920, el Senado, bajo la inspiración del in-
fluyente senador Lodge, se negó a ratificar el tratado de Versalles con el articulado
que le había sido sometido. En virtud de esa decisión, los Estados Unidos quedaron
fuera de la Sociedad de las Naciones.
La indivisibilidad entre muchos asuntos de política exterior y esos otros aspectos que
conciernen al orden interno, justifican plenamente una justificación activa de los orga-
nismos competentes en el planeamiento, y eventualmente en la ejecución, de medidas
o actitudes pertinentes al ámbito internacional. Ocurre muchas veces que el Ministro
de Relaciones Exteriores debe resolver cuestiones sobre las cuales no tiene compe-
tencia específica o que afectan a otros sectores del gobierno. Es necesario que en
tales casos exista una colaboración estrecha, e inclusive institucionalizada, entre la
Cancillería y los demás departamentos del gobierno interesados en los problemas que
puedan estar relacionados con sus respectivas actividades. Por el canal del Ministerio
de Relaciones Exteriores pasan constantemente asuntos muy heterogéneos, y es in-
dispensable que los órganos competentes ratione materiae tengan su palabra que
decir en cada caso.
464
Por otra parte, conviene tener presente que si bien la Cancillería necesita del aseso-
ramiento y de la opinión de otros mecanismos del Estado, le pertenece la decisión
última en los problemas de política exterior y, cuando las circunstancias lo exijan,
compete al Presidente de la República o al jefe del gobierno. Ningún otro organismo
gubernativo podría pretender impartir instrucciones o señalar rumbos al Ministerio de
Relaciones Exteriores en materias que le son privativas. Ocurre que algunas veces, y
con el argumento de que se trata de asuntos concernientes a su especialidad, ciertos
organismos oficiales pretenden modificar las orientaciones de la Cancillería o, inclusi-
ve, planificar su acción futura.
Tampoco, y por las mismas razones arriba enunciadas, parece conveniente que el jefe
del gobierno o del Estado busquen asesoramiento en materia internacional en órganos
ad hoc ajenos a la Cancillería. En la era actual no es inusual que los gobernantes ten-
gan a su lado a hombres o equipos de confianza a los que no asignan funciones for-
males claramente especificadas, pero que son sus consejeros más influyentes. Duran-
te mucho tiempo Harry Hopkins poseyó más gravitación sobre el Presidente Roosevelt
en materias internacionales que su propio Secretario de Estado. Lo mismo pudo decir-
se de Kissinger en la etapa inmediatamente anterior a su nombramiento en ese cargo.
Los países con poca tradición de vida internacional o de escasa gravitación política
suelen manejarse de acuerdo con las circunstancias. No poseen una línea estable ni
persiguen objetivos definidos. Se mueven al azar de los acontecimientos y, sobre todo,
de los avatares de la política interna. En esos países lo normal es que cuando cam-
bien los gobiernos, los criterios de política exterior se modifiquen y las autoridades
entrantes se preocupen de hacer todo lo contrario de lo que hicieron las autoridades
salientes.
Por el contrario, los países con fuerte tradición internacional y que, además, tienen
peso en el concierto de las naciones, conceden a la política exterior y a los órganos
que la manejan una importancia de primer plano. En virtud de esa valoración, la políti-
ca exterior es formulada con sumo cuidado; se tiene permanentemente a la vista los
objetivos trazados, y los cambios internos no afectan los lineamientos generales de la
conducta exterior del país. A veces ocurre que esa continuidad se ve reflejada en la
perduración de una misma figura que ocupa por largos años posiciones claves de la
conducción internacional. Metternich permaneció durante 39 años seguidos al frente
del Ministerio de Relaciones Exteriores del Imperio austríaco, y durante esas cuatro
décadas dirigió con incoercible unidad de criterio la política exterior del país. El Barón
de Río Branco y el Vizconde de Cabo Frío sirvieron sucesivamente al Imperio y a la
República en altas funciones de la diplomacia brasileña.
La continuidad es, pues, la primera condición para que una política exterior sea formu-
lada con autoridad y eficacia. Si los demás Estados advierten que un país modifica sus
actitudes a cada instante, las palabras y actos de sus gobernantes dejan de merecer
respeto. De ahí la enorme importancia que tiene contar con un órgano de gobierno
que sea como la llama inextinguible de la tradición nacional en esas materias. En esos
órganos -el Foreign Office, el Quai d’Orsay, Itamaraty- donde están depositados celo-
samente los arcana imperii y donde los dirigentes que llegan aprenden pacientemente
la lección de los que se van.
No siempre los cambios en la política exterior son indicios de inmadurez. Por el contra-
rio, pueden traducir el espíritu alertado de los conductores que advierten que la política
anterior ya no sirve a los intereses del país. En 1.914 Italia se separó de la Triple
Alianza que había contraído 30 años antes con Alemania y con Austria, y menos de un
año después declaró la guerra a sus antiguos aliados. Sin abrir opinión sobre el aspec-
to moral de esa actitud, debe reconocerse que ella correspondía al interés nacional de
Italia porque mientras los Imperios Centrales muy pocos le podían dar, las potencias
aliadas podían ofrecerle las zonas irredentas que estaban en poder de sus enemigos.
En cuanto a la necesidad de que la política exterior de un país, coincida con los senti-
mientos generales de su pueblo, nos referiremos al punto al tratar el tema de la políti-
ca exterior y la opinión pública.
Los modos externos de expresión por medio de los cuales la política exterior se formu-
la son muy variados y pueden consistir en palabras, en actitudes e, inclusive, en omi-
siones.
constituyen los medios habituales por mediante los cuales los gobernantes dan a co-
nocer su pensamiento en materia internacional. En los países de fuerte tradición par-
lamentaria esas manifestaciones se hacen frecuentemente antes los cuerpos legislati-
vos.
La aptitud para prever el futuro constituye una de las cualidades más valiosas que de-
ben adornar al conductor de la política exterior. La situación internacional vigente al
comienzo de la Segunda Guerra Mundial indicaba que España se plegaría al conflicto
al lado de las potencias del Eje. Sin embargo, el general Franco intuyó que esa actitud
no sería conveniente ni para España ni para su régimen y se mantuvo neutral. Gracias
a esa previsión salvó a su país de destrucciones ingentes y conservó el poder por va-
rias décadas. Menos acertado en sus anticipos, Mussolini creyó, en 1.940, que la gue-
rra estaba definida a favor de Alemania y se incorporó a la contienda. La opción resul-
tó nefasta para Italia y para él.
En la formulación de la política exterior debe privar la razón sobre las pasiones porque
la política exterior exige inteligencia todavía más que poder. Pero eso no significa ne-
cesariamente que el estilo de una política exterior deba necesariamente ser frío. Una
dosis razonable de emoción y de sentimientos vigoriza la posición internacional de un
país y le otorga un importante respaldo dentro de su propio pueblo.
Ello no obstante, las naciones que han alcanzado un alto grado de madurez y que han
desempeñado o desempeñan un papel principal en el escenario internacional, procu-
ran reducir al mínimo la incidencia de los factores internos en la conducción de la polí-
tica exterior. Teniendo por cierto el conocido dicho de Splenger de que la verdadera
política es la política exterior, las grandes naciones -aquellas dotadas de un claro sen-
tido de su propio destino- olvidan las disidencias intestinas y supeditan los problemas
domésticos a las cuestiones de orden internacional.
467
Esto explica que sea muy difícil que un país anarquizado o dividido en las cosas esen-
ciales pueda tener una política exterior coherente y eficaz. Las querellas internas con-
sumen demasiada energía y debilitan la capacidad creadora para realizar, en esas
condiciones, una gran empresa común. Por eso el ordenamiento interno de un Estado,
la armonía básica entre gobernantes y gobernados, la vigencia de instituciones per-
manentes y respetadas, la existencia de un consenso popular suficientemente amplio
acerca del régimen que debe imperar, el predominio de creencias básicas en materia
de vida pública, no solamente importan al bienestar y a la prosperidad interna de una
nación sino también a su posición internacional.
Es, por ello, de capital importancia que cuando se adopten medidas internas con posi-
ble repercusión internacional, esa repercusión sea tenida en cuenta y evaluada en su
verdadero significado. Ocurre a veces que a falta de adecuada información por parte
de los órganos de decisión competentes y por deficiente conexión entre ellos y los
departamentos responsables del manejo de las relaciones internacionales, la adopción
de determinadas medidas provoque dificultades con países extranjeros que, por lo
general, no ha estado en el ánimo de nadie suscitar. No es infrecuente tampoco que
conociéndose y previéndose esas dificultades, se las subestime en virtud de que ellas
no gravitan en forma inmediata en el orden interno. Esta subestimación de los proble-
mas internacionales es característica de los países carentes de visión clara de su
destino histórico y desprovisto de vocación de grandeza.
Hay casos, sin embargo, en que un Estado adopta medidas políticas de carácter in-
terno con plena conciencia de su repercusión negativa en el plano internacional sin
que ello signifique ignorancia o despreocupación de su parte. Así por ejemplo, la polí-
tica racial de Sud África suscita una repulsa general en la comunidad internacional
que, por cierto, el gobierno de ese Estado no desconoce ni puede dejar de apreciar.
Pero en la estimativa de la minoría blanca que gobierna el país, el abandono del
apartheid tendría consecuencias mucho más nefastas que los perjuicios, por lo demás
relativos, que engendra su política segregacionista. La política racial de la república
sudafricana podrá ser considerada censurable, y lo es ciertamente. Pero no es el fruto
de la subestimación de los factores externos sino de la aplicación de una tabla de va-
lores en la cual la motivación interna (el predominio de la población de origen europeo)
ocupa el primer lugar.
La necesaria unidad de miras entre la política interna y la política exterior no debe ha-
cer perder de vista las profundas diferencias que existen entre ambas en cuanto a los
métodos de acción. Es necesario tener siempre presente que cuando el gobernante
opera en el ámbito interno, lo hace con autoridad suprema. Aún en los regímenes que
se ajustan a un orden jurídico, el Estado -sea como administrador o como legislador-
no reconoce poder superior a sí mismo.
En cambio, cuando el Estado actúa en el plano internacional, debe tratar con entida-
des tan soberanas como él y a veces superiores en poder material. Ella obliga a medir
las propias fuerzas antes de tomar actitudes que podrían llevar a un conflicto perjudi-
cial. Los gobernantes con poca experiencia en los asuntos internacionales tienen la
tendencia a considerar la política exterior como una rama de la política interna y a su-
poner subconscientemente que los otros países están sometidos a su autoridad como
los ciudadanos sobre los cuales gobierna. Hace algunos años, la primera autoridad de
un organismo técnico en un país latinoamericano se dirigió al Ministerio de Relaciones
Exteriores indicando que “dispusiera” la disminución de las exportaciones de otro Es-
tado a terceros países por ser éstas perjudiciales para el desarrollo de la producción
de determinado artículo en esa nación. Aunque la formulación de ese criterio parezca
de una desusada ingenuidad, no dejó de representar un estado de ánimo vastamente
difundido entre quienes carecen de práctica en el manejo de las relaciones internacio-
nales.
468
Conviene ante todo, visto lo elástico del término, precisar el concepto de defensa na-
cional. En el preámbulo o exposición de motivos de la ley argentina Nº 16.970 se afir-
ma que “la defensa nacional comprende el conjunto de medidas que el Estado adopta
para lograr la seguridad nacional". Y en el artículo 2 de la citada ley se dice que “la
seguridad nacional es la situación en la cual los intereses vitales de la nación se hallan
a cubierto de interferencias y perturbaciones sustanciales”.
La cuestión consiste en determinar qué tipo de factores podrían generar esas interfe-
rencias y perturbaciones en el plano internacional y qué misión corresponde a cada
uno de los órganos del Estado a fin de neutralizarlas. Este discernimiento de causas y
delimitación de competencias parece indispensable para impedir superposiciones de
autoridad que complicarían seriamente el manejo de la política exterior.
Con respecto al primer punto, los factores generadores de complicaciones de tipo in-
ternacional no son únicamente los que emanan de la acción directa y de la deliberada
voluntad de otro u otros Estados. Pero de hecho, una acción de origen foráneo, aun-
que no necesariamente imputable a un determinado gobierno, puede afectar la seguri-
dad nacional y, de paso, crear dificultades de orden internacional.
El caso más típico que se presenta en los tiempos actuales de una situación de ese
género es el de la acción subversiva. Un país limítrofe puede constituirse -con o sin
anuencia de su gobierno- en un centro de propaganda agitadora o en un foco de gue-
rrillas que perturben la paz interna y afecten consiguientemente la seguridad nacional.
Tal estado de cosas vulnera simultáneamente la defensa nacional y la política exterior.
No parece necesario indicar que en todo cuanto concierna al mantenimiento del orden
interno, los órganos competentes son los legalmente encargados de garantizar ese
orden. El Ministerio político (que en los países de nuestra lengua se llaman del Interior,
de Gobierno o de Gobernación) y el Ministerio de Defensa o los Ministerios militares
donde los haya, tienen, con la cooperación de las autoridades locales, competencia
exclusiva para obrar conforme lo aconsejen las circunstancias.
Con mayor razón todavía, la determinación de la actitud a seguir frente a otros países
no podría, con argumentos basados en la defensa nacional, ser sustraída al órgano
naturalmente competente. Conviene, en ese sentido, tener en cuenta que los instru-
mentos del Estado específicamente asignados a la tarea de garantizar la seguridad
nacional son órganos técnicos y no políticos; son el brazo ejecutor de una política pero
no son quienes la planean y la deciden.
Las precedentes afirmaciones en modo alguno excluyen la posibilidad de que los ór-
ganos encargados de la defensa nacional y el órgano encargado de conducir la políti-
ca exterior mantengan estrecho contacto e intercambio de informaciones sobre los
múltiples puntos en que su radio de actividad es coincidente. No excluyen siquiera la
posibilidad de que los órganos de la defensa nacional hagan llegar a la Cancillería sus
opiniones y puntos de vista sobre los problemas de interés común. En la presente cir-
cunstancia de la vida internacional, los Ministerios de Relaciones Exteriores no po-
drían actuar sin una permanente colaboración y asesoramiento de los Estados Mayo-
res y de los servicios de inteligencia. Sin ese asesoramiento se actuaría a ciegas en
materias capitales para el interés nacional.
La opinión pública como hecho político es una realidad nueva en la historia de la civili-
zación. Aparece recién en el siglo XVIII y surge de los medios intelectuales franceses
ligados al naciente pensamiento liberal. Como lo recuerda Funck-Brentano, fue en los
“salones” aristocráticos y en los cenáculos de los enciclopedistas donde emergieron
470
No es extraño, pues, que la opinión pública haya adquirido progresivamente una gravi-
tación que a veces resulta decisiva en el curso de los acontecimientos internacionales.
Esa gravitación se ejerce a través de la presión moral sobre los gobiernos cuando és-
tos deben adoptar decisiones de importancia referente a la política exterior de los paí-
ses.
Sea de ello lo que fuere -y las aprensiones de Matternich no han dejado de mostrarse
más de una vez justificadas- la opinión pública es una realidad, es un hecho histórico
que no es posible ignorar ni remover. Con él se debe contar, y por ello resulta indis-
pensable conocerlo y apreciarlo en su verdadera significación.
La intensidad de las corrientes de opinión pública se genera casi siempre por motiva-
ciones de carácter emocional que muchas veces la razón y los hechos no confirman.
Hasta el año 1.898 la opinión pública de los Estados Unidos era casi completamente
ajena a la guerra que desde 30 años atrás se venía librando, con intermitencias, entre
los españoles y los cubanos partidarios de la independencia. Pero la voladura del aco-
razado Maine en el puerto de La Habana, el 15 de marzo de dicho año, provocó una
ola de indignación colectiva que contribuyó poderosamente a provocar, pocas sema-
nas después, la declaración de guerra de los Estados Unidos a España. Ahora bien: la
investigación dispuesta por la Secretaría de Marina norteamericana no llegó a conclu-
sión alguna que permitiera asignar a las autoridades españolas cualquier tipo de res-
ponsabilidad alguna por ese desastre.
¿Cuál debe ser la posición de los conductores de la política exterior frente a las reac-
ciones de la opinión pública en los asuntos internacionales? La cuestión es compleja y
no consiente actitudes simplistas. El profesor Morgenthau en su ya citada obra sostie-
ne que los dirigentes de la política exterior deben atenerse a tres reglas fundamenta-
471
les. En primer lugar, deben partir del supuesto de que el conflicto entre las exigencias
de la política exterior y las preferencias de la opinión pública se encuentra en la natu-
raleza misma de las cosas y que, por tanto, es inevitable. En segundo lugar, el go-
bierno debe estar firmemente convencido de que su papel frente a la opinión pública
no debe ser pasivo sino orientador; debe dirigirla y no ser su esclavo. En tercer lugar,
el gobernante debe distinguir entre lo que es meramente deseable en política exterior
y lo que es esencial. Puede transigir con los reclamos de la opinión pública en todo
cuanto sea secundario y adjetivo y debe mantenerse inconmovible, aún a riesgo de
perder sus posiciones ante ella, en todo cuanto considere vital para los intereses del
país.
El papel de la prensa como rectora y creadora de opinión pública no debe ser ni deifi-
cado ni menospreciado. Los diarios son empresas privadas que, como tales, represen-
tan puntos de vista sectoriales o reflejan intereses de núcleos determinados. Ello no es
malo en sí cuando esos intereses no son espurios o antagónicos con el interés supe-
rior de la nación. Lo que el gobernante debe saber discernir es la autenticidad de la
opinión reflejada en la prensa y su peso real en la opinión. En 1.917 todos los diarios
influyentes de la Argentina estaban por la declaración de guerra a Alemania. El presi-
dente Yrigoyen no se inmutó y mantuvo su política neutralista. Pese a ello, las grandes
mayorías electorales que había conquistado no lo abandonaron. Este ejemplo de-
472
muestra que si bien la prensa es uno de los componentes más importantes de la opi-
nión pública en los asuntos internacionales, muchas veces los llamados “movimientos
de opinión pública” son creados artificialmente y no reflejan el sentir general del país.
Por eso, una de las principales preocupaciones que deben animar al hombre de Esta-
do que se ocupa de problemas de política exterior, debe ser la de comprender la psi-
cología nacional de los demás países -sobre todo lo de aquellos con los cuales la rela-
ción es estrecha- y la de los hombres que los representan. Sin esa comprensión el
conductor internacional estará a ciegas sobre las motivaciones profundas que inspiran
a sus interlocutores y sobre el verdadero sentido de las posiciones que adoptan.
Por esa razón es tan importante que el hombre de gobierno que se ocupa de política
exterior haya visitado de manera no demasiado fugaz otros países y conozca de cerca
a personalidades extranjeras. Un hombre público que no haya salido de su país, que
sólo conozca su propio idioma, que carezca de vivencias más allá de las fronteras de
su patria, difícilmente podrá hacerse cargo con justeza del sentir íntimo de aquellos
con los cuales dialoga.
No se trata, entiéndase bien, de que el estadista deba plegarse al modo de ser ajeno y
de que adopte la psicología de otro pueblo que no sea el suyo. De lo que se trata es
de que a partir de su propia e intransferible personalidad nacional esté en condiciones
de apreciar vitalmente el sentido de la conducta y las reacciones humana de quienes
no son sus compatriotas. Aún en los casos en que su concepto del interés nacional le
imponga la obligación de ser rígidamente intransigente en una cuestión dada, es ne-
cesario que conozca el por qué final de la posición de sus antagonistas. Debe hacer
un esfuerzo para colocarse en su lugar y para encontrar una explicación, aunque no
necesariamente una justificación de sus actitudes.
Los modos de obrar y de reaccionar varían según el carácter de cada pueblo o aún de
cada región del globo. Hay un carácter oriental como hay un carácter occidental; hay
un carácter latino como hay un carácter eslavo o anglosajón. Dentro de un mismo gru-
po étnico es distinta la conformación psicológica de los sectores nacionales que lo
integran. No es la misma la de un italiano, la de un francés o la de un español. El con-
ductor de la política exterior debe “traducir” o interpretar los gestos políticos y las acti-
tudes de las otras unidades nacionales y no aplicarles rígidamente su propia tabla de
valores.
La comprensión a que nos referimos no solamente debe existir respecto de las moda-
lidades del carácter nacional de los otros países sino también respecto de sus proble-
mas. A través de los medios informativos, los ciudadanos de una nación suelen tener
una imagen deformada de otro país y de sus nacionales porque no están al tanto de
sus problemas y los juzgan mal. Por eso pudo decir con exactitud Quincy Wright que
“las relaciones internacionales son, en gran medida, más relaciones entre visiones
fantásticas sobre las naciones que entre las naciones reales”.
Uno de los sentimientos que más se ha de procurar captarse en otros pueblos cuando
se trata con ellos -porque es uno de los más difundidos y frecuentes- es el temor. Po-
dría decirse que en el plano internacional el primer factor determinante de conflictos,
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antes que el odio o la ambición, es el miedo “al otro”. ¡Cuántas veces ha ocurrido que
dos países se han lanzado entre sí a la guerra, no porque alguno de ellos quisiera
dominar a su antagonista sino porque ambos estaban atemorizados! La Primera
Guerra Mundial fue, por encima de todo, una explosión de temores recíprocos por lar-
go tiempo contenidos. Francia tenía miedo de Alemania porque suponía que era su
intención aumentar las conquistas de 1.870, y Alemania tenía miedo que Francia qui-
siera recuperar Alsacia y Lorena. Rusia tenía miedo de que los esclavos del sur se
vieran subyugados y oprimidos por Austria, y Austria temía que Rusia, en su posición
de paladín de las reivindicaciones eslavas, destruyera su imperio. Inglaterra tenía mie-
do que Alemania le arrebatara el dominio de los mares y, con él, su supremacía en el
concierto internacional. En cuanto a los países más pequeños, estaban aterrados con
respecto a todo y a todos. Si los pueblos y los gobernantes se hubieran conocido me-
jor, muchos de sus temores se hubieran atemperado y acaso hubiera podido evitarse
una catástrofe que cambió la faz del mundo.
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