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LA HERENCIA DEL OLVIDO

RE
COLECCIÓN LOS AGRIPIANOS

PREMIO NACIONAL DE ENSAYO 2009


PREFACIO DE CATHERINE CHALIER
LA HERENCIA DEL OLVIDO
ENSAYOS EN TORNO A LA RAZÓN COMPASIVA

REYES MATE

v
errata naturae
p r im e r a edición : septiem bre de 2008

segunda edición : o ctubre de 2009

título original : La herrada del olvide

© Reyes Mate, 2008


© Errata naturae editores, 2008
Bcrruguete 67, 1 C, escalera 2
28039 Madrid

info@ erratanatu rae.com


www.erratanaturae.com

© de la traducción del prefacio de Catherine Chalier,


Irene Antón. 2008

ISBN: 978-84-936374-3-9

DEPÓSITO LEGAL: m -44.712-2009

d is e ñ o d e p o r t a d a E ILUSTRACIONES: David Sánchez


DISEÑO DE INTERIOR Y MAQUBTACIÓN: ita.Ora
im p r e s ió n : Efca

IMPRESO EN ESPAÑA - PRIN TED IN SPAIN


índice

Prefacio, por Catherine Charlier 9

Prólogo 23

1. Pensar en español en tiempos de globalización 41

2. América Latina y la particularidad


de la universalidad europea 61

3. Lo que encontré en México 79

4. Judaismo, M odernidad y Capitalismo 95

5. Auschwitz y la fragilidad de Dios 111

6. Tanques judíos. Sobre el antisemitismo


en nuestros tiem po 133

7. Tierra y huesos. Reflexiones sobre la historia,


la m em oria y la «memoria histórica» 149

8. La presencia pública de la religión


en la sociedad contem poránea 177

9. El m uñeco mecánico y el enano jorobado.


Mesianismo y política en W alter Benjamín 193

10. Retrasar o acelerar el final.


El sentido apocalíptico de la política 213

Bibliografía 225
Prefacio

Los filósofos han realizado diferentes tentativas para definir


Europa, sin em bargo, todas ellas otorgan un lugar y un papel
esenciales a la racionalidad griega com o fuente de universali­
dad. Así, Jan Patocka considera que Europa es, para empezar,
una realidad espiritual que se apoya en un único pilar: el de
Grecia. Recusa, por tanto, la concepción habitual según la cual
la vida europea reposaría sobre dos fundam entos, uno judío y
otro griego, porque, dice: «la reflexión griega es lo que, al dar
forma al elem ento judío, le ha perm itido convertirse en el ger­
m en del nuevo m undo europeo»'. D ar form a significa aquí
pensar, gracias a los conceptos y las categorías, un contenido
de sentido —judío, en este caso— que, según esta tesis, sin el
logos se quedaría encerrado en los estrechos límites de una sin­
gularidad sin alcance universal. La universalidad es entonces. 1

1J. Patocka. Platón « l'Europe, Lagrassc, Verdicr. 1983, p. 138. También: p. 159. Trad. cast.
de Marco-Aurelio Galmarini, Platón y Europa, Barcelona, Edidons 62, 1991.

9
para em pezar y antes que cualquier otra cosa, una universali­
dad teórica. Efectivamente, desde Platón, los filósofos han des­
cubierto el esfuerzo para configurar procedim ientos discursi­
vos susceptibles de perm itir a los hom bres aprehender las
cosas desde la óptica de la razón, que es supuestam ente com ún
a los protagonistas de una discusión. El arte de la dialéctica
debe hacer surgir una concordancia de perspectivas y tener la
prim acía sobre las opiniones relativas y particulares. Ahora
bien, para conseguirlo, es decir, para alcanzar la universalidad,
no hay que requerir a los hom bres en aquello que los diferen­
cia; conviene buscar aquello que los une. La razón se revela
entonces com o la única capaz de ju g ar ese papel y de unir a
los hom bres y, de este m odo, m uestra que el o tro no es un
adversario que hay que com batir, sino un interlocutor al que
convencer, po r m edio de argum entos. La sabiduría griega
enseña, por lo tanto, a pacificar las relaciones conflictivas entre
los hom bres «a partir de un saber en el que lo diverso, en lugar
de oponerse, se concuerda o se une; en el que lo extranjero se
asimila, en el que el otro se concilia con la identidad de lo idén­
tico en cada uno»1.
Al m an ten er que «Europa es la Biblia y los griegos»*,
E m m anuel Levinas reconoce, tam bién él, la incontestable
fuerza de la racionalidad griega. Sin em bargo, y al contario
que Patocka, se niega a reducir la tensión introducida por el
«y» de su definición porque la preocupación por la universali­
dad de la que se prevale Europa no puede, en su opinión, con­
jugarse con una reducción del elem ento judío a lo que de éste
ha retenido la racionalidad griega, sobre todo en su esfuerzo
teológico cristiano. El filósofo prefiere, por eso, insistir en la
idea de una doble fidelidad europea —una fidelidad hecha de
tensiones y de discordias—: a los profetas y a los filósofos, al1

1E. Levinas, «Paix et proximité», en Cahierde la Nuit sunmlUc sobre Levinas, Verdicr, 1984;
retomado en Alterité et transcetulance, Montpellier, Fata Morgana, 1995, p. 138.
’ E. Levinas, Á l'heuredes mitions, París, Minuit, 1988, p.155.

10
bien y a la verdad. Esta irreductible polaridad, lejos de ser
lam entable, constituye una riqueza, y así lo asegura Leo
Strauss, que estima que el conflicto entre la Biblia y la filosofía
«es el secreto de la vitalidad de Occidente» . Sin embargo, en su
vibrante alegato a favor de la universalidad, Europa casi siem­
pre ha rechazado que las singularidades, judías u otras, pudie­
sen ser fuente de un pensam iento vivo, a m enos, evidente­
m ente, que se som etiesen de antem ano a la racionalidad, que
es la única capaz de elucidar el contenido exacto y significativo
del pensam iento para todos los hombres. Por tanto, ésta ha pre­
ferido excluir, dom inar, colonizar, vencer y exterm inar, si era
preciso, a aquellos que, por sus culturas, se m antenían rebeldes
frente a su universalidad. Sabemos, además, que, con el fin de
salvar la racionalidad de la historia vista de Europa, los filósofos
de la historia no han dudado a la hora de sacrificar las particula­
ridades y de afirm ar que el Espíritu las ha desertado. La razón
declara a m enudo intolerables y bárbaros los pensam ientos y
las costumbres que se m antienen obstinadamente ajenas a ella.
En su libro, Reyes Mate se pregunta por las consecuencias,
tan a m enudo trágicas, de esta pretensión de la filosofía de
poseer las llaves de la universalidad. Sin em bargo, la historia,
«cuando es vista, fuera de Europa, por los vencidos»’ ¿no deja
de ser racional? En la línea de esta interrogación, la reflexión
de Mate pretende volver a dar voz a los vencidos de la historia
europea —ya sea la Europa cristiana o la de la Ilustración—
preguntándose por el destino de los judíos y de los prim eros
habitantes de Am erica Latina d en tro de esta historia. Reyes
Mate no intenta, con esto, defender la causa del relativism o
con el pretexto de com batir la tem ible violencia de esta histo­
ria, aun cuando la m ala conciencia de E uropa de cara a sus
crím enes y a sus guerras y, sobre todo, frente a sus antiguas *

*L. Strauss. Théologie el philosophie: leur influente réciproque. en Le lemps de la reflexión, París,
Gallimard, 1981. p. 203.
’ N. Capdevilla. Las Casas. Une politique de l'humaniti, París. Cerf, 1998. p 90.

11
colonias, conduce a m enudo a esta elección com o única alter­
nativa al im perialism o y al etnocentrism o. Bajo la apariencia
de una generosa apertura de m ente, ese relativism o cultural
implica casi siempre el abandono de toda búsqueda de univer­
salidad, com o si ésta sólo pudiese llevar consigo los gérm enes
nefastos de la arrogancia, la conquista, la expansión y la gue­
rra, para acabar, en últim o lugar, generando un orden del
m undo en el que los am os dom inan a los esclavos. Sin
embargo, la resignación a una ausencia de universalidad —pre­
sentada com o una revancha de los vencidos y un reconoci­
m iento, po r parte de los vencedores de ayer, de su presunción
y de sus crím enes— no deja de suponer graves peligros. Se
corre el riesgo, en efecto, de condenar a los hom bres a seguir
siendo incapaces de trascender sus particularismos y a querer
definirse po r la pertenencia estrecha a una cultura, una etnia
o, incluso, una comunidad religiosa. Ahora bien, lejos de poner
freno a la violencia y a la intolerancia, consentir un destino
hum ano estallado en una multiplicidad irreductible de particu­
larism os, sin com unicación entre ellos, al contrario, las exa­
cerba. D efender una identidad propia, contra una universali­
dad supuestam ente demasiado abstracta o transmisora de unos
significados y unos valores que son los de los am os de ayer, es
algo que casi siempre se hace, en efecto, con una avidez hom i­
cida. Todos constatam os que el siglo veinte no ha sabido poner
fin a esta desgracia, a pesar del nazismo que, en el corazón de
una Europa cultivada y refinada, ha hecho caer sobre innum e­
rables víctim as un racism o cuyas huellas todavía persisten.
C uando el ser hum ano se define por una identidad tributaria
de «un lugar privilegiado» que hay que defender con vehem en­
cia, por m edio de la locura de la «purificación étnica», por
ejem plo, y de la elim inación de aquellos y aquellas que com ­
prom eten su expansión, se hace evidente, incluso para los ene­
migos más recalcitrantes de la idea de universalidad, que no es
ésta la respuesta adecuada al com bate contra las pretensiones
hegemónicas de dicha universalidad.

12
Es otra hipótesis de trabajo, distinta de la del relativismo cul­
tural, la que anima las páginas de este libro: ¿permitirá la lectura
de los filósofos judíos de la M odernidad — H erm ann Cohén,
W alter Benjamín, T heodor A dorno y Em m anuel Levinas—
pensar de otro modo la universalidad y, por tanto, el destino de
los que, a lo largo de la historia, han sido los olvidados de la his­
toria? C on estos filósofos, Reyes Mate intenta, en particular,
aproximarse al destino iberoamericano. Efectivamente, según
él, el judaism o —p o r lo m enos el judaism o transm itido po r
estos pensadores, es decir, el judaism o preocupado por decirse
con el lenguaje de la filosofía a aquellos y aquellas que, en la
ignorancia de la lengua hebrea, querrían percibir un destello
de su riqueza— constituye un sím bolo que, al transcender el
ám bito judío, debería perm itir reflexionar, con energías reno­
vadas, sobre la m arginalidad de m anera general y, en particu­
lar, sobre la que ha sido im puesta, a m enudo con desprecio, a
Iberoamérica. Pensar en español, com o avanza el título del pri­
m er ensayo de este volum en, significa entonces entregarse al
esfuerzo de analizar cóm o este símbolo es susceptible de pro­
poner una nueva orientación a la conceptualización filosófica,
sugiriendo reflexionar en to rn o a la universalidad, pero par­
tiendo de la base de la experiencia de los vencidos, los m argi­
nados o los excluidos, en una lengua com partida por com uni­
dades diferentes.
De este m odo, tal orientación no es m uestra de una nueva
teoría o de un nuevo saber de la esencia de las cosas, sino que,
para em pezar, se pregunta por la m anera en la que los h o m ­
bres abordan el sufrim iento singular y por el lugar que le dan
en su conceptualización. Según Reyes Mate, todos los pensa­
dores judíos que ha estudiado están asediados p o r esta cues­
tión: la han colocado en el centro del trabajo del pensam iento,
para apreciar sus razones y restituirle una cierta m em oria.
A unque hayan obrado com o filósofos, estos pensadores
denuncian tam bién el orgullo de una filosofía, a m enudo siste­
m ática, que supuestam ente se reserva todos los derechos

13
sobre el pensam iento m ediante el trazado de una frontera rigu­
rosa e intangible entre ella misma —llamada a desarrollarse de
m anera autónom a, sin inspirarse en una tradición particular
del pensamiento, judia en este caso— y las tradiciones del pen­
samiento que, porque prefieren la palabra, la imagen o incluso
la m etáfora, al concepto, son consideradas extranjeras a la
racionalidad. «Nunca he com prendido», dice sin em bargo
Levinas, «la diferencia radical que se hace entre la filosofía y el
simple pensam iento, com o si todas las filosofías no surgiesen
de fuentes no filosóficas». Y continúa, no sin ironía, «a m enudo
basta con definir una term inología insólita m ediante palabras
derivadas del griego para convencer a los más reticentes de que
acabamos de entrar en la filosofía»4.
Si la cuestión ética constituye un eje capital de este libro,
no presupone, con todo, ninguna concesión al principio capi­
tal de la M odernidad nacida de la Ilustración: la autonom ía.
C ontrariam ente a la gran enseñanza kantiana, la fuente de la
ética no sería la razón práctica presente en todos los hombres,
no derivaría de la preocupación por universalizar las máximas
de sus acciones, som etiendo así sus sentim ientos y emociones
a su imperativo. Esta fuente sería heterónom a, provendría del
sufrim iento del individuo singular, de carne y hueso, aunque
sea desconocido, porque este sufrim iento despertaría, p o r sí
mismo, el sentido de una responsabilidad que no se limita a la
de sus propios hechos y gestos. C om o m antiene H erm ann
Cohén, esta responsabilidad com pete únicam ente a una deci­
sión personal y a la preocupación po r asum ir las consecuen­
cias de los propios actos. Esta viene im puesta p o r las circuns­
tancias de la vida y de la historia, p o r la situación social y
política que cada uno, en su tiem po y lugar, tiene frente a sí.
Tam bién es tributaria, tal y com o dirá m ás tarde, con fuerza,
W alter Benjamín, de la m em oria de las víctimas de la historia •

• E. Levinas. Du sacré au saint, París, Minuit, 1977, p. 58. Trad. cast. de Soedade López
Campos. De lo sagrado a lo samo, Barcelona, Riopiedras Ediciones, 1997.

14
y del to rm e n to incesante que suscita el pensam iento de la
injusticia irreparable que han sufrido.
Esta rehabilitación de una cierta heteronom ía en la fuente
de la ética provoca la irritación en aquellos que la asim ilan a
una alienación insoportable porque, sin duda, han confundido
demasiado deprisa los conceptos de libertad y autonom ía. Sin
embargo, constituye un eje capital de una ética preocupada por
relacionar estos conceptos. Cercano al pensam iento de Cohén,
pero radicalizándolo bastante más, Levinas analiza así cóm o la
libertad se despierta en el hom bre en el m o m en to de su res­
puesta al otro, com o un advenimiento a su unicidad insustitui­
ble, o incluso com o una elección que le hace responsable del
destino del m undo. Pero el filósofo sabe perfectam ente que
hay que velar siem pre por la distinción entre la heteronomía
tiránica que hace caer en la alienación y la servidum bre volun­
taria7 (por m iedo por sí m ism o, por un deseo de conservar el
am or del am o), y la heteronomía liberadora que perm ite, preci­
samente, ese advenimiento, en ocasiones, a riesgo de la propia
vida. Porque evidentem ente no se trata, con el pretexto de la
ética, de anim ar al hom bre a som eterse a la violencia ni a las
intimidaciones del otro en el desconocimiento frecuente de sus
propios miedos. Se trata, al contrario, de velar por la vulnera­
bilidad del prójim o, aunque sea incapaz de pedir auxilio, y de
descubrir cóm o esa fragilidad del otro, fragilidad prom etida a
la m u erte, liga a cada uno, con una fuerza que ella m ism a
ignora, a una responsabilidad insustituible. Incluso los pensa­
dores com prom etidos con el com bate por la libertad política y
los derechos del hom bre, c o m o ja n Patocka, com parten esta
idea de que nadie elige aquello a lo que ha de responder, sin
por ello asimilar esta ausencia de elección a una negación de la
libertad. «La urgencia del sufrim iento hum ano, en la llamada
imperativa que nos dirige, que no tolera prórroga alguna y que

' E. Levinas, Liberté et commandement, MontpeUier, Pata Morgana. 1994. pp. 32-33.

15
hay que to m ar en cuenta hoy mismo»*, se opone indudable­
m ente al principio de autonom ía, pero no contradice la liber­
tad: llama a pensarla de otra m anera, no sobre la estrecha base
de un individuo autónom o. La exigencia dem ocrática se ve
entonces asociada al pensam iento de una vocación hum ana
por la transcendencia, y la libertad a la necesidad de volver a
pensar la relación de la M odernidad con la Ilustración, al
am paro de una racionalidad que esté abierta a la singularidad
de las personas.
La rehabilitación de la heteronom ía que han llevado a cabo
estos pensadores de la M odernidad, camina efectivamente de
la m ano de una denuncia del olvido de las singularidades por
parte de una racionalidad que asimila la universalidad a la
im personalidad. La im personalidad de unos conceptos y de
unos principios que, sobre todo cuando han sido puestos al ser­
vicio de la historia, implican pasar por alto las vidas perdidas y
sacrificadas. Franz Rosenzweig, al que Reyes Mate opone aquí
a Ortega y Gasset —quien, en la misma época, valoraba la gue­
rra—, denuncia así, desde la prim era página de su Estrella de la
redención, el olvido, por parte de la filosofía, de la angustia de
los hom bres singulares condenados a una m uerte absurda en
las trincheras de la Prim era G uerra M undial. Ahora bien, si
Rosenzweig se sitúa en las antípodas de un pensam iento
heroico, esa preocupación por el dolor propia de las singulari­
dades que ven abatirse sobre ellas una m uerte brutal, no equi­
vale, sin embargo, a una vuelta a la fuerza del individualismo y
de su egoísm o. «La elección de lo pequeño»’ que realizan los
filósofos judios citados po r Reyes Mate incita a pensar de otra
m anera la universalidad. Esta elección implica preguntarse por
«la alienación del hom bre p o r esa m ism a universalidad que,
desde los albores de nuestra civilización, debía garantizar la

‘J. Patocka. Liberté et sacrifica, Grenoble, Jérómc Million, 1990. p.168. Trad. casi, de lvin
Ortega Rodríguez. Libertady sacrificio. Salamanca, Sigueme, 2007.
•Ver: M. Abensour«Lc choix du petit» en Pojar, préscnl. Édition Ramsay nQl, 1982, pp. 59 a 72.

16
hum anidad del hombre» y afirma, con determ inación, que nin­
guna universalidad es válida desde el m om ento en que pasa
por alto «la unicidad» de los individuos, unicidad «de un ham ­
bre, una necesidad, un amor»10. Porque, en definitiva ¿qué sig­
nifica la idea misma de hum anidad si ésta debe acomodarse (tal
com o lo deja ver el h orror de la trágica historia del siglo xx) al
sacrificio de personas singulares, condenadas a perecer por
causas oscuras o po r un porvenir radiante que nadie, nunca,
conocerá?
Los filósofos judíos presentes en este libro están todos ase­
diados po r esta pregunta, que adem ás exige, com o m antiene
W alter Benjamin, ejercitarse salvando el significado propio de
las victim as anónim as del pasado. C on ese objetivo, no con­
viene recurrir al consuelo fácil de los mitos, sino ligar la histo­
ria a la m em oria, dedicándose a m o strar cóm o, en ciertos
m om entos de la historia —durante una ruptura revoluciona­
ria, por ejemplo— , se oye finalm ente la voz de los vencidos de
ayer. H orkheim er se preguntaba en este punto, sobre la perti­
nencia de la trayectoria de Benjamin porque, decía: ¿en qué
podría cam biar la suerte de los vencidos el hecho de que los
recordem os? Incluso si vienen tiem pos m ejores, la injusticia
pasada ¿no es para siem pre irreparable? Sin em bargo,
H orkheim er pensaba tam bién que los intelectuales judíos
«escapados a la m uerte en los suplicios hitlerianos» tenían un
único deber: «actuar para que lo espantoso no se reproduzca
ni caiga en el olvido, velar por la unión con aquellos que m urie­
ron en torm entos indecibles». «Nuestro pensam iento, nuestro
trabajo, les pertenece: la casualidad p o r la que nosotros
hem os escapado no debe poner en cuestión la unión con ellos,
sino hacerla más segura»". Aún así ¿pueden ese pensam iento
y ese trabajo cam biar la su erte de los vencidos y rep arar lo
irreparable?

* E. Lcvinas. Notru propres, Montpcllier, Fata Morgana, 1976, pp. 167 y 169.
" M. Horkheimer, Nota Critiques (19*9-1969). Sur le temps présent. Paris. Payot. 1993, p. 259.

17
Esta pregunta tom a una fuerza tem ible de cara a un pasado
que no ha conducido a ningún porvenir porque, m illones de
veces, la m uerte ha interrum pido el tiem po. Ya no es tiem po,
en efecto, para los niños disueltos en hum o, sin epitafio y sin
am or que los llore. Ya no es tiem po para el porvenir. Sin
em bargo, o tro s niños han nacido, crecido y, ahora, son res­
ponsables del m undo. Pero ¿cómo pueden reparar la m uerte
de sus predecesores si no es pensando que las cenizas de sus
antepasados les obligan, hoy, a un aum ento de las exigencias
para con las vidas frágiles y am enazadas por un presente siem ­
pre preparado para lo peor? El Tikkun evocado p o r la tradi­
ción judía, la reparación, no consiste únicam ente en velar por
la m em oria de los desaparecidos, incluso cuando es esencial
que los vivos presten su aliento a la nom inación de los des­
aparecidos, conocidos o desconocidos. El Tikkun, com o voca­
ción por reparar todo lo que ha ro to el mal, implica una res­
ponsabilidad infinita para con la fragilidad del m undo, una
responsabilidad que, a m enudo, trastorna el orden de priorida­
des habitual en las m entalidades occidentales, un orden que
instituye el dom inio com o ideal en el ám bito del conocim iento
y el espíritu crítico com o juez soberano de la pertinencia even­
tual de una acción. Un orden, po r tanto, que da prioridad al
saber sobre el hacer. Pero ¿esta responsabilidad hacia una vida
amenazada deja tiem po para la reflexión? «Aquellos que salva­
ban a los judíos» dice Raúl Hilberg, «tenían que tom ar su deci­
sión sobre la marcha [...] tenían que poseer la suficiente flexibi­
lidad interior com o para modificar o abandonar su program a
personal»12. Ahora bien, salvar una vida, aunque sea en circuns­
tancias históricas infinitam ente m enos trágicas ¿no es algo que
inevitablem ente pasa por esa certeza de ser responsable de su
suerte, sin haberlo ni querido ni elegido?
Pero el Tikkun requiere aún algo más. Efectivam ente,
resulta im posible preten d er la m ás m ínim a reparación del

“ R. Hilberg, Exéculeurs, wctimes, ttmoíns, París, Gallimard, 1994, p. 276.

18
m undo m ientras el recuerdo de los m uertos y los vencidos de
ayer —com o los de la G uerra Civil española evocados por
Reyes Mate en este libro y, más alejados aún, los de las guerras
de conquista en América, llevadas a cabo contra los indios y en
nom bre de la superioridad cultural de España— no trastorne
la apabullante inercia de los hom bres de cara al mal padecido,
en el presente, por su prójim o. ¿Cómo saber lo que ocurrió
ayer para denunciarlo com o intolerable prueba de inhum ani­
dad y consentir, implícita o explícitam ente, la injusticia y la
m iseria padecidas po r tantas personas y pueblos aún hoy en
día? El Tikkun no tiene nada que ver con las ideologías del pro­
greso que, precisam ente, dejan por el cam ino a innumerables
vencidos, sino que sigue siendo un llamam iento aovillado en el
corazón de la cotidianeidad. Desde esta perspectiva, la inso­
portable angustia de las víctimas del pasado interroga a cada
uno, ahora, sobre la m irada que dirige, o que no dirige, hacia
los vencidos del presente.
El presente libro se rem ite a los filósofos judíos de la M oder­
nidad para reflexionar sobre estas cuestiones. Según el autor,
los españoles de hoy en día, en efecto, han perdido su alma
judía o m ora y ya no entienden nada del alma cristiana que les
queda. Reyes Mate estima que la Shoá ha causado daños irre­
versibles a la hum anidad porque al asesinar a los judíos, los
nazis querían tam bién destruir una de sus enseñanzas capita­
les: la capacidad del recuerdo. O m ás aún, decide añadir el
autor, la capacidad de incluir el punto de vista de los vencidos
en la racionalidad de una historia escrita po r los vencedores,
con el tono del triunfo. En efecto, la historia occidental y la filo­
sofía de la historia «anuncian la realización de un ideal hum a­
nista al tiem po que ignoran a los vencidos, las víctim as y los
perseguidos, com o si no tuviesen significado alguno»'*. Ahora
bien, son precisamente estas dos capacidades —saber recordar

” E. Levinas. Dijftcile liberté, Parts, Albín Michcl. 1976, p. 223. Trad. cast. de Juan Haidar,
Dificil libertad, Madrid. Caparros Editores. 2004.

19
y velar por la conciencia de los vencidos— en las que piensa el
autor cuando trata el «judaismo» com o símbolo que sobrepasa
el ám bito judío. Un sím bolo que perm ite, en su opinión,
denunciar el triunfalismo y que invita a pensar la universalidad
con más modestia. Porque la universalidad no es, en la óptica
de este símbolo, un conjunto de ideas que haya que im poner a
todos —a los indios americanos, por ejem plo— , sino una res­
ponsabilidad hacia el universo y hacia todas las criaturas que
en él se encuentran. Una responsabilidad que constituye la
única respuesta a la «escisión de la hum anidad en autóctonos y
extranjeros»14, en vencedores y vencidos, o tam bién en fuertes
y débiles.
Desde la perspectiva de este símbolo, Reyes Mate recuerda
que, ya en su tiempo. Las Casas se enfrentaba a Sepúlveda des­
velando la parte irracional y violenta de la historia escrita por
los españoles en América. Ahora bien, para ello Las Casas tenía
que esforzarse en poner al día la parte de racionalidad propia
de la historia considerada desde el punto de vista de los indios.
A pesar de su hegem onía política, el m undo cristiano descu­
bría entonces, gracias a él, una alteridad que se rebelaba contra
su integración cultural. Sabemos que Las Casas quiso defender
el derecho de los indios y forzar al derecho europeo «a recono­
cer la limitación de su campo de aplicación»1’, pero sin dejar de
ser fiel al catolicism o que legitim aba la conquista. Su hu m a­
nismo no dejaba, por tanto, de estar cautivo de estas contradic­
ciones y no es seguro que el símbolo judío, tal com o se dibuja
aquí, hubiera contribuido a disolverlas porque no puede, com o
ningún otro, ser misionero sin correr el peligro de pervertirse.
La persistencia de la barbarie en el corazón de una historia
que ya no se atreve a servirse de una racionalidad que camina­
ría hacia una m ayor claridad (tanto ha desm entido el siglo xx
esta esperanza con la más extrem a crueldad) m uestra que la

" Ibid., p. 301.


” N. Capdevilla, op. cit., p. 207.

20
responsabilidad para con el universo no pertenece al registro
de las verdades especulativas que supuestam ente m arcan su
autoridad y se im ponen a todos. Com pete tan sólo al testim o­
nio. En efecto, debido a que hay personas de culturas diferen­
tes que velan por él sin siquiera preguntarse por qué, el signifi­
cado de la palabra «humano» prevalece todavía, por lo m enos a
veces, sobre el absurdo y la brutalidad de la lucha por la hege­
m onía nacional, cultural, religiosa o política.
Reyes M ate intenta pensar cóm o la universalidad invita a
una reflexión sobre el sentido de la traducción. Pero traducir
conceptos o categorías de una lengua a otra, o desear aprender
la lengua del extranjero, antes que declararla bárbara, presu­
pone una orientación hacia la alteridad que está m arcada por
una preocupación por la universalidad. Esta orientación tras­
ciende el particularismo de cada lengua y, si bien perm ite, evi­
dentem ente, que se la piense en español, el español no la piensa
m ejor que otra lengua pues esta orientación no se reduce en
absoluto a un hecho lingüístico. Es lo que hace respirar a todas
las palabras humanas, ya se digan en hebreo o en griego, en la
lengua de la Biblia o en la de la filosofía, cuando se m antienen
a tono con esa respiración que molesta a las frases dichas dem a­
siado rápido, afirmativas o dogmáticas. Esa respiración tom a,
aún hoy en día, la form a de un imperativo de responsabilidad
que la cara de la hum anidad que sufre im pone a cada uno.

Catherine Chalier

21
Prólogo

i.
La herencia del olvido. Ensayos en torno a la razón compasiva
rem onta río arriba el curso de la m em oria. No mueven a estos
escritos la nostalgia del tiem po pasado, sino la pregunta por la
significación política, m oral y epistém ica de lo olvidado.
N uestro presente está construido sobre los vencidos, que son
la herencia oculta. La m em oria trae al presente ese continente
invisible en un gesto moral y epistémico pues nos pone delante
un m undo desconocido sin el que no podem os ser sujetos
morales. Ese es el lugar de la razón compasiva.
La historia de un pueblo, decía el pensador alem án W alter
Benjamín, puede condensarse en una época; una época con­
densarse en una vida; y, una vida, en una obra. Lo decía para
llamar la atención sobre el poder del detalle, la fuerza subver­
siva de la anécdota o la riqueza m isteriosa de una única pala­
bra. Una de ellas es «compasión». En este único vocablo de raí­
ces griegas resuena ya todo el equívoco m oral de Occidente,

23
de sus grandezas y miserias, de sus m ejores sueños y peores
pesadillas, de liberación y opresión.
«Compasión» evoca, de entrada, la conmiseración, la em pa­
tia con el que sufre, la solidaridad con el que está en la miseria.
Es un concepto «abajista» que va de arriba a abajo, del que tiene
hacia el que no tiene y / o hacia el que se encuentra doliente.
Ahora bien, en la tradición cristiana que inspira a Occidente
ese térm ino tiene originariam ente otro sentido. El otro, el que
sufre, el caído, el olvidado, es el «tú» del que decía el filósofo
H erm ann C ohén que nos perm ite el descubrim iento del yo.
Sabemos lo que somos cuando respondem os a la pregunta del
otro, de ese otro ninguneado por la vida, la sociedad o la histo­
ria. No se trata, por tanto, a propósito de la compasión de hacer
un favor al necesitado, sino de devenir uno m ism o sujeto m oral
o, com o se llama en la jerga cristiana, «prójimo». Ser prójim o
es constituirse en sujeto m oral y esto ocurre cuando nos apro­
ximamos al caído.
«Compasión» tiene, po r un lado, el sentido débil, aunque
generalizado, de echar una m ano al necesitado; y, por otro, el
sentido fuerte de constituirse en sujeto m oral, gracias a la
interpelación del otro. Esos dos sentidos, opuestos en sus sig­
nificados, explican el equívoco m oral de Occidente. En el pri­
m er caso, nos bastam os a nosotros m ism os para ser buenos:
basta seguir los dictados de la conciencia. En el segundo, nada
som os sin la pregunta que nos dirige el otro desde su necesi­
dad o inhumanidad. Q ue el propio cristianismo se haya desen­
tendido del sentido fuerte de la citada parábola, para interpre­
tarla en el sentido «abajista» convencional, da idea de lo
exigente y difícil que es la compasión originaria, que es la que
aquí se trae a colación. ¿Por qué identificamos todos «prójimo»
con el caído o necesitado, cuando en verdad es el que se apro­
xima a ellos? Es más cóm odo ser generoso con lo que sobra,
que reconocerse necesitado del indigente.

24
2 .

Aunque el térm ino «compasión» rem ita casi autom áticam ente
a la ética, a una «ética compasiva», no es exactamente la preo­
cupación ética lo que nos lleva a rescatar la vieja palabra.
Estamos en reflexión filosófica y lo que aqui m anda es el dis­
curso racional, po r eso hablam os prioritariam ente de «razón
compasiva».
Lo que se quiere dar a entender con esta modalidad racio­
nal es que la razón no es neutra, ni impasible, ni atem poral. La
razón, com o esos rostros apergam inados de quienes han
vivido m ucho, está surcada po r las arrugas y cicatrices que ha
ido dejando la vida.
La filosofía ha pensado du ran te m ucho tiem po que la
razón, si quería tener valor universal, tenía que estar a salvo de
las inclem encias del tiem po y del espacio, es decir, tenía que
ser atem poral e ilocalizable, eterna y apátrida. Era una apuesta
arriesgada, pero que se ha revelado excesiva. Después de los
soberbios intentos de Descartes, Spinoza, Kant o Hegel, hemos
llegado a la conclusión de que todas esas grandiosas construc­
ciones racionales tenían los pies de barro y las alas de plomo:
eran particulares. Pagaron generosam ente el precio de la abs­
tracción, abstrayéndose del tiem po y del espacio, y acabaron
siendo de aquí y de ahora. Fueron siempre eurocéntricas y, con
frecuencia, ideologías de intereses particulares. C uando uno
lee a Hegel y constata cóm o su razón universal es el m anual de
la conquista y destrucción de las culturas más débiles —decla­
radas por este notario de la m entalidad occidental, «pre-histó-
ricas»— , llega a la conclusión de que la pretensión de universa­
lidad de la razón es una exigencia que debe ser guardada, pero
que aún no ha sido pensada. Es lo que da que pensar.

3.
Estamos obligados a seguir pensando, pero ya no en abstracto,
sino a p artir de la condición hum ana, esto es, teniendo en
cuenta el espacio y el tiempo.

25
El lugar desde el que aquí se propone pensar la universali­
dad de la razón umversalmente, es el margen. En el m argen se
encuentra lo m arginado p o r esa cultura de la razón que ha
dom inado en O ccidente, erigida en centro del Weltgeist. Ese
centro que ha sido la Europa heredera de Grecia, Roma y Jena
ha tom ado en los últimos decenios la form a del consenso racio­
nal. Pero lo que no han sabido explicar esas teorías discursivas
es qué hacer con lo m arginal. Los m arginados de la historia
sólo tenían sitio en el festín del consenso al precio de olvidar
sus ultrajes, de disfrazarse con el «velo de la ignorancia»
—ignorando, no lo olvidemos, su experiencia de marginados—
o con el sim ulacro de la «posición simétrica». H an creado un
discurso que ha hecho fo rtuna y que, bien gestionado por la
industria cultural, ha llegado a todos los rincones, es decir,
hasta el m argen. Pero ¿qué consenso cabe esperar entre vícti­
mas y verdugos, entre los que crean la injusticia y los que la
sufren? La m ayor im postura de esa racionalidad discursiva es
su teoría de la justicia. Parece que no puede haber sujetos de la
injusticia, ni seres hum anos em pobrecidos u oprimidos, hasta
que un proceso judicial, inacabable por definición —los jueces
son todos los seres hum anos, eso sí, angelizados— decida qué
es lo ju sto y qué lo injusto. ¡Como si la justicia no fuera una
respuesta a la injusticia, que es lo prim ero y lo que desenca­
dena la preocupación por la justicia!
Nada puede ese discurso frente a la afirmación desgarrada
de la voz de los olvidados cuando dice, por boca de uno de sus
mejores portavoces, Walter Benjamin, que «para los oprimidos
el estado de excepción es permanente». Los oprimidos, no sólo
en regím enes totalitarios, sino incluso en un Estado de dere­
cho, viven perm anentem ente en estado de excepción, es decir,
privados del derecho. Los vencedores pueden plantear la invi-
sibilización de las víctimas o el encubrim iento del sufrimiento
de los otros, diciendo, con Hegel, que eran unas florecillas al
borde del camino expuestas a ser holladas por la marcha triun­
fal de la historia. Los políticos europeos y los intelectuales de

26
cám ara se han conform ado con esa explicación. Para los
mayas, sin em bargo, estaba claro que «ellos flos conquistado­
res] enseñaron el m iedo y vinieron a m architar las flores. Para
que su flor viviese, dañaron y sorbieron la flor de los otros»'.
El tiempo desde el que pensar la pretensión de universalidad
es la m em oria. La m em oria de los m arginados rechaza toda
identificación entre realidad y facticidad porque de la prim era
tam bién form a parte lo que no ha logrado ser, lo que ha que­
dado en las cunetas de la historia. Hoy se habla m ucho de
m em oria: de la G uerra Civil, del pasado esclavista, de los pue­
blos colonizados y conquistados, de Auschwitz. Y con ella llegó
la polém ica. Para los historiadores, la m em oria no es de fiar,
p o r eso prefieren los archivos a los testim onios; le conceden
una función privada, pero no aceptan sus pretensiones políti­
cas. Hay m ucho ruido en to rn o a la m em oria que conviene
aclarar recordando que este térm ino tiene una larga historia.
D urante siglos fue una categoría m enor, asociada al senti­
m iento y al tradicionalismo. La cosa cambia en el siglo xx. Con
Maurice Halbwachs pasa a ser una aliada del progreso, y con
Benjamín, una form a de conocim iento. Auschwitz, un p ro ­
yecto de olvido, revela un nuevo aspecto: el deber de m em o­
ria. Ese cuadro obliga a pensar de nuevo la política, la m oral, la
estética y, tam bién, la epistem ología, teniendo en cuenta la
m em oria de la barbarie.

4.
El m argen y la m em oria, es decir, el espacio y el tiem po, desde
el que aquí se filosofa, tienen un rostro reconocible: son lo lati­
noam ericano y lo judío.
No es una ocurrencia gratuita, pues tiene al m enos un ilus­
tre precedente. Me refiero a la novela de García M árquez Cien
años de soledad. Allí se habla de la fundación de Macondo que es
com o un nuevo relato de la creación del m undo. M acondo es

1En Chilam Balam de Chumayel. citado por T. de la Garza. Política de la memona. Una mirada
a Occidente desde el margen. Barcelona. Anthropos. 2002, p. 39.

27
un lugar afectado po r la peste del olvido. Sólo evitará el fatal
destino que le espera si recupera sus orígenes. Ésa es la labor
titánica de Melquíades, el gitano errante, volcado en descifrar
unos extraños m anuscritos que constituyen la última posibili­
dad de recuperar la m emoria.
Cien años de soledad cuenta la creación del m undo o, mejor,
del Nuevo Mundo. Los fundadores de M acondo llegan al lugar
tras un largo viaje, huyendo de un pasado que quieren olvidar.
Los descendientes de Úrsula y José Arcadio Buendía crecerán
sobre un olvido que, pese al em peño de los fundadores, no será
absoluto. La astuta m ano del demiurgo, que es el novelista, irá
haciendo ver a los habitantes del lugar que sus m ales tienen
que ver con el olvido actual y, por tanto, con el pasado.
Dos terrores parecen poseer a los fundadores de la estirpe:
el te rro r a las quem aduras y el te rro r a la descendencia. La
pesadilla de las quem aduras tiene una fecha —finales del siglo
xvi— que es cuando el pirata Francis D rake asaltó el pueblo
del que huyen, Ríohacha. Ése es precisamente el m om ento en
el que se constituye en América la Inquisición española. El
fuego inquisitorial alimenta el espanto de los fundadores y será
protagonista en la fase final de la historia, cuando sea quem ado
en la hoguera el Judio Errante que pasa por Macondo.
Tam bién anida el m iedo a engendrar hijos con cola de
cerdo. Ya ocurrió en el pasado y volverá a ocurrir con el último
de la estirpe. En ese híbrido se simbolizan «todos los m iedos
que una familia de judeoconversos ocultos en un rincón del
Nuevo M undo podía albergar acerca del futuro de su descen­
dencia», dice Sultana W ahnon en su estudio sobre esta novela:
m iedo a las taras producidas por la consanguinidad, m iedo a la
posibilidad de engendrar hijos que sean reconocidos com o
m arranos. Hay que ten e r en cuenta, en efecto, que, en espa­
ñol, el térm ino «marrano» designa no sólo al cripto-judío sino
tam bién al cerdo.
Tenem os pues que los fundadores de M acondo huyen de
su origen judío. José Arcadio y Úrsula cam inan siem pre en

28
dirección contraria a Ríohacha y fundan M acondo sobre un
pacto de olvido.
Sólo que así no escaparán a su destino. Los diecisiete hijos
del coronel A ureliano Buendía, m arcados p o r la Iglesia con
una cruz de ceniza en la frente, serán «cazados com o conejos,
po r crim inales invisibles». Los Buendía m ueren sin saber por
qué, exterm inados por m atones que, a diferencia de ellos, no
habían olvidado el pasado. Ese destino queda sim bolizado en
el siguiente hecho: el prim ero y el últim o de la estirpe m ue­
ren por la misma razón, porque una m ujer los ha reconocido
com o judíos.
¿Cómo escapar al destino? C on la fórm ula del alquim ista
Melquíades. Las cosas se despiertan a la vida gracias al n o m ­
bre. El problem a de M acondo es que, al estar aquejado por la
peste del olvido, desconocía los nom bres de las cosas.
Melquíades, el hom bre que recuerda, pues «venía del m undo
donde todavía los hom bres podían do rm ir y recordar», pone
m anos a la obra. Ese enigm ático personaje —la im agen viva
del Judío E rrante— lleva consigo, en form a de escritura, la
m em oria de la historia del m undo. En efecto, su especialidad
com o alquimista consiste en reconocer al m ism o tiem po «las
fórmulas de Moisés y de Zósimo», es decir, las fuentes judías y
griegas de la sabiduría occidental.
Melquíades tiene la fórmula para luchar contra la peste, que
no es otra que sus manuscritos. El problema de esos manuscri­
tos es que hay que descifrarlos en base a m ucha biblioteca y
m ucha vida. La biblioteca no basta: será la vida la que ofrezca
las claves. El sentido de los manuscritos se hace manifiesto, pre­
cisam ente, cuando Aureliano, tras presenciar el h o rro r de la
m uerte de su hijo com ido por las horm igas, entiende que lo
que los m anuscritos contienen es la vida de toda su familia. Y
ese carácter vital de la escritura sólo le es revelado cuando des­
cubre que «el prim ero de la estirpe está am arrado a un árbol y
al últim o se lo están comiendo las hormigas». El texto se revela
en su verdad cuando el lector del m anuscrito entiende lo que

29
al lector de la novela le es patente: que la historia de los
Buendia es una memoria passionis. La verdad de M acondo se
desvela en el sufrimiento. Y al sufrimiento sólo se le hace frente
abriendo los ojos, m irándolo de frente, no huyendo, no olvi­
dando. García M árquez está hablando de su tierra, pero con
claves universales.
Éste no es un libro de historia sino una reflexión filosófica
que toca el nudo de la filosofía occidental, a saber, su preten­
sión de universalidad. La filosofía es un invento occidental no
sólo porque nació en Grecia y m aduró en Europa, durante el
Siglo de las Luces, sino porque Europa se ha pensado a sí
misma filosóficamente com o el lugar de la universalidad. Esa
universalidad queda en entredicho con los destinos de los
judíos y de América Latina, excluidos y marginados de esa uni­
versalidad. En su nom bre se «conquistó» América, se declaró a
su cultura com o algo pre-histórico. Se hizo lo m ism o que se
había hecho con lo judío: se lo excluyó m etafísicam ente para
luego liquidarlo físicamente. Para la conciencia ilustrada no se
podía ser ju d ío y m oderno y, para esa m ism a conciencia,
América sólo podía e n tra r en la historia si renunciaba a su
pasado y mimetizaba al «Espiritu universal», europeo.

5,
Tiene razón Derrida cuando dice que no podem os dejar de ser
griegos, pero tam poco olvidar nuestra historia y, en la medida
en que querem os ser filósofos, estam os obligados a seguir pen­
sando, preguntándonos qué significa una universalidad sin
exclusiones, que sea, por tanto, realmente universal.
D entro de esta problem ática resulta del m ayor interés la
reflexión de un pensador com o Franz Rosenzweig, quien se
revela contra el prejuicio dom inante du ran te la M odernidad
en virtud del cual no se podía ser ju dío y ser m oderno. La
Ilustración ponía un precio al judío que quisiera ser un hom ­
bre de su tiempo: tenía que renunciar a la posibilidad de que su
tradición destilara algún tipo de «razón»; tenía que abandonar

30
su concepción de la historia y, siguiendo el consejo de Marx,
desprenderse de la esencia m ism a del judío, definida com o
«letra de cambio». Rosenzweig—y con él el judío del siglo xx—
quieren ser hom bres de su tiem po y no renunciar al judaismo.
Ese acto de afirmación filosófica lleva consigo un enorm e pro­
ceso contra la racionalidad occidental que desde los jónicos
hasta Hegel está m arcada por el idealismo. Lo grave del idea­
lismo no es que se ande por las ramas, sino el totalitarism o que
conlleva. Sólo un idealista puede decir «todo es agua» y quien
está de acuerdo con eso tendrá que aceptar que alguien diga,
un buen dia, «todo es raza». El precio de la racionalidad occi­
dental ha sido el desprecio del valor de lo singular, com o prue­
ban las filosofías m odernas de la historia.
En el valor del individuo y de lo singular se centran todos
los grandes pensadores judíos m odernos. Interesante es saber
en qué cifran la individuación. H erm ann Cohén lo tiene claro:
el sufrimiento es el principio de individuación. A partir de ese
m om ento no se puede separar la razón del sufrim iento, ni el
pensar del pesar.
Ese convencimiento supone una declaración de guerra a la
estrategia teórica del logos occidental asentada en el concepto
que, por definición, es apático e impasible. Frente al concepto,
el lenguaje. En el «Nuevo Pensam iento», denom inación que
daba Rosenzweig a su filosofía, se produce un silencioso «giro
lingüístico», particularm ente brillante en W alter Benjamín. Y
frente a una filosofía idealista, que ha dom inado la historia de
la filosofía, se alza o tra de carácter narrativo o experiencial
(«riñe erfahrene Philosophie»),
De aquí em erge una original «teoría com pasiva», en te n ­
diendo por «com-pasión», com o ya se ha dicho, no la lástima,
sino la respuesta a la pregunta que nos dirige el que sufre un
daño inferido por el hom bre. El m undo actual es el resultado
de la acción del hom bre y, en ese sentido, una herencia. Todos
heredam os el pasado, sólo que unos heredan las fortunas y
otros, los infortunios. Pero entre las fortunas y los infortunios

31
hay una relación. Nacemos, com o dice Benjamin, con respon­
sabilidades adquiridas. El sufrimiento que nos individualiza es
la herida que nos ha causado el otro o que causó el abuelo del
otro a m i abuelo y que nosotros, de alguna m anera, hereda­
mos. Com-pasión es aceptar la pregunta que nos dirige el otro,
que nos pregunta por lo suyo y en cuya respuesta nosotros nos
convertimos en sujetos morales. No es el rostro del otro, es la
pregunta del otro la que perm ite que arribem os al continente
de la propia subjetividad.
Hay que subrayar el carácter histórico de las desigualdades
y miserias. Las diferencias sociales que hoy caracterizan el
m undo, por ejem plo, no están ahí com o las m ontañas o por­
que lo hayan decretado los dioses, sino que son el resultado de
la acción del hom bre. En virtud de ese carácter histórico las
desigualdades se cargan de contenido moral: devienen injusti­
cias. Y esa sobrecarga m oral que tiene la realidad existente
explica que nadie nazca sujeto moral.
Sorprende que el judaism o no haya dejado de pensar ilus­
tradam ente sobre su marginalidad, sin renunciar a la universa­
lidad de la razón, logro form al indiscutible de la razón occi­
dental, com o bien señalara Max Weber. La calidad de esta
reflexión sobre su experiencia de marginalidad y sobre las con­
tradicciones de la pretendida razón occidental universal, con­
vierten al judaism o en un sím bolo que transciende el propio
ámbito judío. De ahí el interés que tiene pensar desde esas cate­
gorías la m arginación de lo iberoamericano.
¿En qué medida o de qué m odo puede afectar la experien­
cia teórica y práctica del judaism o a lo ibero-americano? Digo
«ibero-americano» porque lo «ibero», que en m om entos fu n ­
cionó com o representante m áximo del Espíritu occidental (en
el m o m en to de la «conquista» de Am érica po r España y
Portugal), fue luego, a lo largo de una decadencia que ha
durado siglos, visto com o marginal a Europa. No hay más que
recordar la m itología de los rom ánticos franceses sobre esta
España, reducida a un estereotipo prem oderno, o el convenci­

32
m iento con el que Pascal declaraba que «África empieza en los
Pirineos». Pues bien, hay que decir de entrada que lo ibero­
am ericano es un m undo distinto del judaism o: distintas histo­
rias y distintos lugares en el juego de poder. Pero una vez esta­
blecido esto, hay que añadir que son m uchas las líneas de
reflexión que abre la experiencia judia a la com prensión ibero­
americana.
Llama m ucho la atención que cuando Argentina, por ejem ­
plo, trata de definir su identidad en el siglo xix, «importe» ideo­
logía hegeliana para reproducir allá el mism o esquema europeo.
¿No decía Hegel que el Espíritu universal era centroeuropeo?
Pues construyam os, decía Dom ingo Faustino Sarm iento, una
Argentina prim ando «la raza aria». Esta opción histórica, que
condicionó el ser de la argentinidad, orientaba ya el futuro de
aquellos pueblos y culturas que habían sido m arginadas po r
Europa y que tam bién estaban en América. ¿Qué hacer con lo
no-centroeuropeo en Argentina, por ejemplo, lo hispánico, lo
semita o lo indígena? Si España, para Hegel, era más un trozo
de África que parte de Europa, aquellos definidores de la argen­
tinidad se em peñaron en deshacerse de todo rastro andalusí,
em pezando po r el llamado arte colonial — que era fundam en­
talm ente andaluz—. Hoy al visitante de Buenos Aíres sólo le
cabe adm irar el arte colonial en el barrio de San Telmo, que se
salvó de la destrucción porque era un lugar abandonado. Había
pues un m argen a la argentinidad donde estaba lo m arginado
por Europa, a saber, lo sem ita y, sobre todo, lo indígena.
M arginal a la construcción m oderna latinoam ericana es la
tienda del semita y tam bién el homo o la cabaña del indígena.
El problem a de América Latina es que con esa mimesis no
ha conseguido ser Prim er M undo, consiguiendo, eso sí, crear
su propio m undo m arginal. Ha im itado a Europa creando su
propia m arginalidad pero sin conseguir ser asum ida por
O ccidente en el «núcleo ario» de los privilegiados. Esto nos
lleva a una conclusión: que la universalidad occidental es un
bien escaso. No hay para todos, porque no es universal.

33
América Latina solucionará la m arginación que ella m ism a
genera cuando deje de estar ella m ism a m arginada por el
Espíritu universal al que imita.
Lo que defienden los siguientes ensayos es que América
Latina no parará su loca carrera hacia la marginación creciente
tratando de seguir la agenda cultural, económica o política que
imponen los países ricos, herederos del Espíritu universal hege-
liano, sino reflexionando sobre la universalidad desde el m ar­
gen, desde su experiencia de m arginación. El m argen sabe lo
que el centro olvida, seguram ente porque la m em oria es el
poder del vencido. El triunfador sabe que, com o decía
Nietzsche, «para ser feliz hay que olvidar», pero ese olvido,
aunque le haga feliz, no le hace verdadero. Lo iberoamericano:
¿memoria del logos?

6.
Para responder a este tipo de preguntas convendría aclarar si la
lengua castellana o española es capaz de librar contenidos uni­
versales. Heidegger, en la célebre entrevista postum a publicada
por Der Spiegel en 1976, decía que sólo se podía pensar en
griego o en alem án. No era un calentón chauvinista sino la
confirm ación de un hecho: las m ayores aportaciones de
Europa al pensam iento m undial están en la filosofía y ésta se
ha expresado sobre todo en griego y en alem án. Un repaso a
los treinta volúm enes de la Enciclopedia Iberoamericana de
Filosofia —proyecto con veinte años de existencia en el que han
colaborado más de quinientos autores— pone bien a las claras
que el nuestro es un pensam iento dependiente. No hay m ás
que ver el escaso aprecio que tenem os nosotros mismos por lo
escrito en español, convencidos com o estam os de que cual­
quier libro en alemán o inglés es mejor. Unamuno, que ya vio
el problem a, daba una razón. Decía que países sin heresiarcas
son incapaces de pensar p o r sí m ism os y esa especie de seres
no ha abundado precisam ente entre nosotros. De ahí la p re­
gunta: ¿es posible pensar en español?

34
La respuesta la insinúa el propio Heidegger cuando aclara
que el pensam iento europeo, ése que se dice en griego o ale­
mán, es un pensam iento que se expresa en conceptos, pero que
es m ucho lo que queda fuera del abstracto concepto, sea por­
que es dem asiado concreto o particular, sea porque lo des­
borda. Del exceso se ha hecho cargo la mística y de lo particu­
lar, la literatura. En el fondo, el filósofo germ ano estaba
invitando a que la literatura y la mística se tom aran en serio,
reivindicando el lenguaje com o forma nueva de conocim iento
universal.
El español es una Weltsprache, aunque sólo sea porque la
hablam os más de cuatrocientos millones de personas. Es una
experiencia colosal ésta de poder cabalgar miles de kilómetros,
transitando por docenas de países, sin desm ontar el habla. Pero
el español, com o lengua universal, tiene tram pa y es esa
tram pa precisam ente la que, si la sorteam os, perm ite respon­
der afirm ativam ente a la pregunta de si es posible pensar en
español. La tram pa consiste en que la lengua com ún alberga
experiencias no sólo distintas sino opuestas. Esa lengua, el
español, se ha hecho camino imponiéndose violentam ente. Ya
Nebrija decía en el prólogo a su Gramática castellana que «siem­
pre la lengua fue com pañera del imperio», por eso vale aquí lo
que decía Churchill: «a los am ericanos y a nosotros sólo nos
separa la m ism a lengua». Lengua pues de los dom inadores y
de los dominados.
Si eso es así, pensar en español es explicitar el conflicto
latente en la lengua com ún. Una com unidad cultural cim en­
tada en una lengua que alberga experiencias históricas opues­
tas, está abocada a pensarse desde el conflicto y eso es lo que
debería dar singularidad a nuestro pensamiento.
¿En qué se concreta? En pensar teniendo en cuenta las expe­
riencias vividas, es decir, en incorporar la m em oria al pensa­
m iento. A nosotros no nos está perm itido pensar la política y
la ética haciendo abstracción de nuestra historia o mirándonos
al ombligo, sino teniendo en cuenta lo que nos hem os hecho.

35
En griego y en alemán —para volver a Heidegger— «yo» y «lo
mismo» tienen la misma palabra (Selbst y autos) con lo que se
da a entender que la identidad está en uno m ism o. En caste­
llano son palabras distintas; con lo que cabe pensar la identi­
dad com o alteridad, una alteridad en la que el otro no es un
extraño sino alguien que tiene la cara m arcada por cicatrices
de nuestra conflictiva relación. La posible com unidad cultural
iberoam ericana sólo puede, p o r tanto, fundarse sobre la res­
ponsabilidad histórica. Un logos con m em oria desem boca en
una relación interpelante que arranca del pasado para respon­
der en el presente.
En el Palacio Bellas Artes de México está el m ural de Rufino
Tamayo titulado Nacimiento de nuestra nacionalidad. La presen­
cia opresora del conquistador está representada p o r una
colum na jónica (la cultura) que aplasta a la sociedad prehispá­
nica, sim bolizada con una serpiente. En la parte inferior del
m ural una indígena da a luz un niño m estizo, m itad blanco,
mitad m oreno. Pensar en español es responder al desafío de un
presente plural que tiene un pasado com ún conflictivo que no
podem os dar p o r cancelado. Esto debería valer al pensar en
inglés o en francés, pero no se ha hecho porque han preferido
pensar en griego y en alemán.

7.
La com posición de este libro es rizom ática. Hay una serie de
raíces espaciales —lo iberoam ericano y lo judío— y tem pora­
les —la m em oria y la actualidad— que trenzan un cuadro en el
que los temas se cruzan, fecundándose constantem ente.
Pensar no es fácil. Lo habitual es echar m ano de un sucedá­
neo consistente en revestir viejos tópicos con nuevos ropajes.
Los tópicos son, en general, verdades conquistadas con m ucho
esfuerzo pero que se convierten en letra, conceptos o im áge­
nes m uertas si no se las arranca del contexto en que nacieron y
somos capaces de sorprendem os de nuevo. Dice Descartes que
«penser est dé-prendre», es decir, desprender o liberar los tópicos

36
de las convenciones recibidas y pensarlos de nuevo. Tomemos,
por ejemplo, la verdad establecida de que la M odernidad es una
secularización del cristianism o. N os lo hem os dicho tantas
veces que hem os perdido de vista algo que siempre ha estado
ahí y que ahora necesita ser dicho: es tanto una secularización
del cristianism o com o un cristianism o secularizado. N o es lo
m ism o una cosa y la otra porque m ientras la prim era afirm a­
ción subraya el m om ento de liberación o desprendim iento de
la M odernidad del pasado religioso, la segunda está indicando
que esa M odernidad secularizada depende en su formación his­
tórica y en su comprensión tem ática de la m atriz religiosa que
la dio a luz. Esto puede gustar o no, pero nada entenderíam os
de nuestro tiempo, de sus conflictos y aportas, si no lo tuviéra­
m os en cuenta.
O tro tanto ocurre con el tem a de las victimas: durante
siglos han sido invisibles; ahora se han hecho presentes, pero
sólo sabemos decir de ellas que hay que acompañarlas, conso­
larlas, venerarlas o repararlas. No nos decidimos aún a pensar­
las políticam ente porque eso significa poner en tela de juicio
una lógica política, que sigue presente, dispuesta a avanzar
cobrándose nuevas victimas. Pensar políticamente las víctimas
significa repensar la relación entre política y violencia, asunto
sobre el que pasamos de puntillas.
Un último ejem plo del pensar com o «dé-prendre»: el alcance
de la postura de Bartolom é de Las Casas. Valoramos su sen­
tido crítico en el enfrentam iento con Ginés de Sepúlveda, por­
que consideraba a los indígenas sujetos de derechos a todos los
efectos, tam bién políticos, pero no podem os ignorar que su
valoración consistia en reconocerlos «como nosotros», sin lle­
gar a reconocerles valor en su diferencia. «La alteridad más irre­
ductible», escribe Luis Villoro, «aún no ha sido aceptada: el otro
no puede determ inar el orden y los valores conform e a los cua­
les podría ser comprendido. El otro es sujeto de derechos, pero
no de significados. Podríamos decir que Las Casas reconoce la
igualdad del otro pero no su diferencia. Para ello tendría que ser

37
aceptado con una m irada distinta sobre él y sobre el m undo y
tendría que aceptarse com o susceptible de verse, él m ism o, a
través de esta mirada»2. Estas puertas, habitualm ente cerradas,
son las que el discurso rizom ático sobre la «razón compasiva»
trata de forzar o, al menos, entreabrir.
Por una extraña caram bola este libro tiene un precedente
francés — Penser en espagnol— que aborda asuntos que tam bién
aquí aparecen. Q ue allá se llame Penser en espagnol y acá La
herencia del olvido se justifica porque no son los mismos traba­
jos aunque haya un aire de familia entre ellos. H em os conser­
vado el prefacio a la edición francesa de Catherine Chalier por­
que recoge bien el significado universal de lo iberoamericano y
de lo ju dío que se aborda en los trabajos de am bos libros.
Q uiero agradecer el interés de Errata naturae en unir el des­
tino de la nueva editorial con este libro.

Reyes Mate. Madrid, enero de 2008.1

1 Luis Villoro, Estado plural, pluralidad de culturas, Barcelona. Paidós, 1998. p. 159.

38
1. Pensar en español en tiempos
de globalización

i.
E n e l a ñ o 1999 e l I n s t i t u t o d e F i l o s o f í a inició con Casa de

América, de Madrid, una serie de coloquios cuyo objetivo era


reflexionar sobre los supuestos, contenidos y posibilidades de
cara a conform ar una com unidad cultural iberoamericana. Yo
di a mi intervención el título de «Pensar en español». Cuando
Revista de Occidente m e pidió editar esas conferencias en el
núm ero 233 (octubre de 2000), trasladé el titulo de la conferen­
cia al susodicho núm ero y al conjunto de los coloquios que se
han celebrado desde entonces. En el año 2005, cuando se hizo
inevitable el traslado del Instituto de Filosofía, dejando la
«colina de los chopos» donde habíam os com partido lugar y
calle (la calle Pinar) con la Residencia de Estudiantes, por una
anónim a calle Albasanz en el extrarradio de M adrid, Javier
M uguerza, Elias Díaz y quien esto escribe, presentam os un pro­
yecto titulado «Pensar en español» a la Ministra de Educación,
cuyo objetivo era algo más que reivindicar la ubicación ju n to a

41
la Residencia de Estudiantes. Estábamos convencidos de que la
proyección iberoamericana del Instituto de Filosofía —prom o­
to r ju n to al Instituto de Investigaciones Filosóficas de México
y al C entro de Investigaciones Filosóficas de Buenos Aires, de
la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía y de tantas iniciativas
que han ido dando forma a la pretendida com unidad de filoso­
fía— quedaba en entredicho con el cambio de lugar. Este pro­
yecto tenía una tradición y su espíritu era el de la Residencia
de Estudiantes. El desarraigo se ha consum ado y la situación
diaspórica obliga a pensar de nuevo qué significa pensar en
español. Ésta fue la razón del simposio internacional que tuvo
lugar los días 10 y 11 de octubre de 2007 en la vieja sede del
Instituto. El desarraigo es un signo de los nuevos tiem pos,
tiem pos de globalización, de ahí el título de este ensayo,
«Pensar en español en tiem pos de globalización», una form a
de adaptarnos a los tiem pos que corren y de hacer fecunda la
inspiración que dio origen a esta iniciativa.
C om o es de sobra conocido, la globalización es, en prim er
lugar, un fenóm eno económ ico, aunque no sólo económ ico.
En la medida en que existe, por ejemplo, una industria cultu­
ral, la globalización alcanza a la cultura. Esto afecta a la litera­
tura de consum o —las novelas de éxito en un sitio son rápida­
m ente traducidas a todos los idiom as— , pero tam bién a
productos más refinados. El que grandes filósofos alemanes o
franceses prefieran lanzar sus m ejores ideas en los Estados
Unidos responde al convencim iento de que ahí residen las
em presas editoriales capaces de m undializar sus propuestas.
Eso explica algo tan inexplicable com o que tesis elaboradas en
Boston se defiendan en Barranquilla com o si en ello les fuera
la vida. La globalización ofrece, desde luego, la posibilidad de
unlversalizar las propias ideas, pero tam bién de que las demás
nos alcancen hasta el punto de que, inconscientemente, tom e­
m os ideologías contrarias a nuestros intereses com o propias.
C uando nos planteam os las posibilidades de una cultura
com ún iberoam ericana en el contexto de la globalización, lo

42
que estam os preguntándonos es si hay espacio para ese p ro ­
yecto o si está ya todo ocupado.
Ese proyecto hay que plantearlo en interrogación porque el
cam ino está lleno de dificultades: hay dificultades teóricas y
prácticas; hay obstáculos que nacen de nosotros m ism os y
otros que levantan los de fuera. Por eso es procedente com en­
zar con una pregunta: ¿es posible una com unidad cultural —y
aquí sólo nos referiremos a esa parcela de la comunidad que es
la filosófica— iberoamericana?

2.
Hay que hacer de entrada un diagnóstico de esta cultura (cen­
trándonos, com o se ha dicho, en la filosofía y dejando otros
aspectos seguram ente más im portantes com o son la literatura
o el arte). Lo que hay que decir es que nuestra filosofía es
dependiente. Hace unos años se celebró en Rom a un encuen­
tro titulado «Italia y España ¿dos filosofías dependientes?». Y
así era: si los italianos reconocían que no hacem os la agenda,
ni hay escuelas de pensam iento con proyección global, ni auto­
res que sean en el m undo prim eras espadas, con mayor razón
los españoles. Salvo excepciones, lo que hay es un digno nivel
medio. Hay pocos autores que sean traducidos y leídos com o
auctoritates, que m antengan una línea original que impacte en
el m undo, que form e escuela. T am bién en esto som os una
potencia media.
Por lo que respecta a España las causas son m uy diversas y
algunas vienen de muy lejos. C om o he anotado en el prólogo
de este libro, ya U nam uno pensaba que el hecho de que España
no hubiera dado grandes heresiarcas era señal de un pensa­
m iento som etido y escasam ente vigoroso. Sin ir tan lejos, la
G uerra Civil tam bién es un factor decisivo a este respecto. La
rebelión m ilitar de 1936 puso fin a un m om ento filosófico espe-
ranzador, com o anunciaban las llamadas escuelas de Madrid y
de Barcelona. En ese m om ento el pensam iento español había

43
logrado conectarse con las corrientes dom inantes en Francia y
en Alemania. Los nom bres de Joaquín Xirau o Eduardo Nicol,
en Barcelona; o de O rtega, Zubiri, García M orente, Gaos y
María Z am brano, en Madrid; más los de García Bacca, etc.,
explican la confianza en ese futuro prom etedor. El triunfo de
los rebeldes segó todas esas posibilidades. Lo que sobrevino,
tras su exilio, fue una escolástica tan atenta a servir de ideolo­
gía a los vencedores com o em peñada en borrar todo rastro del
pasado. Se im puso por doquier una especie de tom ism o-leni­
nism o que nos alejaba de Europa y tam bién de Iberoamérica,
fecundado precisamente por el exilio español. No faltaron pen­
sadores, ubicados inicialmente en el bando vencedor, que con
esfuerzo trataron de reanudar la tradición republicana, com o
Aranguren, Valverde o Sacristán, pero dem asiado tenían con
recuperar el eslabón perdido.
No se ha parado mientes en reflexionar sobre el destino de
los nacidos después de la guerra que salen a Europa en busca
de lo que aquí no hay. Esa generación, que es la que a partir de
los años setenta ocupa el centro de la actividad académica, se
familiariza de nuevo con las corrientes europeas, pero no esca­
pará a la maldición de la guerra. Q uiero decir lo siguiente: se
integraron tanto en el pensamiento que encontraron en las uni­
versidades francesas, alem anas o británicas que se incapacita­
ron para pensar la realidad inmediata española. Siguieron, tras
su regreso a España, más pendientes de los debates que se pro­
ducían en los lugares de origen en los que se habían formado,
que en pensar la realidad española. Si la escolástica inmunizaba
contra la tarea de pensar, las corrientes europeas eran com o
una pantalla a la hora de pensar creativam ente los problem as
del aquí y ahora. En el esfuerzo por liberarnos de la escolástica
nos hacíamos dependientes de la buena filosofía europea. Nada
expresa m ejor esa dependencia que la form a de escribir del filó­
sofo español: se carga de citas, com o si no supiera progresar
m ás que sobre la autoridad de m aestros indiscutibles. Sobra
erudición y falta el desparpajo del pensador. ¿No decíam os

44
antes que «pensar est dé-prendre»? Pues eso, pensar es des-pren-
derse de lo ya sabido y arriesgar una propuesta nueva ante
situaciones nuevas. Esa im agen de un pensam iento que sólo
cita y no inventa la tenem os nosotros de nosotros mismos y la
tienen los demás de nosotros.
Por otro lado, el pensar en español tiene que enfrentarse a
un tópico más extendido de lo que parece, según el cual el espa­
ñol no sería una lengua filosófica o, dicho de otra manera, que
lenguas filosóficas son el griego y el alemán. En la célebre entre­
vista de Heidegger al semanario Der Spiegel, publicada postum a­
m ente el 31 de mayo de 1976, el filósofo alemán se planteaba la
necesidad de un nuevo pensam iento que perm itiera establecer
una relación libre con el m undo técnico. A la pregunta de si esa
enorm e tarea es un asunto de alem anes responde Heidegger:
«pienso en el particular e íntim o parentesco de la lengua ale­
m ana con la lengua de los griegos y con su pensam iento. Esto
m e lo confirm an hoy una vez y o tra los franceses. Cuando
empiezan a pensar, hablan alemán; aseguran que no se las arre­
glan con su lengua»'. ¿Quiere decir Heidegger que sólo se puede
pensar en griego o en alemán? M uchos son los que, com o su
condiscípulo Ernesto Grassi, han pensado que ésta era una
expresión más de su antipatía anti-latina. Pero Heidegger
apunta en esa poca afortunada respuesta hacia una idea que no
es secundaria en su filosofía y que tiene que ver con la situación
del filosofar. La filosofía es una actividad situada y su sitio es
Europa. «Hay que evitar», dice en su curso sobre Heráclito de
1943, «la expresión "filosofía occidental” ya que esa calificación
es, bien pensada, un pleonasm o. No hay más filosofía que la
occidental. La filosofía es, en su esencia, tan occidental que ella
es la que soporta el peso de la historia occidental»2. Heidegger

' M. Heidegger, La autoafirmación de la Universidad alemana. El rectorado. Entrevista del


Spiegel, Madrid, Tecnos, 1998, p. 80. El texto alemán puede verse en el libro editado por G.
Neske y E. Kettering, Antworl. Martin Heidegger im Gesprdcli, Pfullingen, Ncske, 1988.
1En M. Heidegger, Gesamtausgabe, Frankfurt, 1975, 55,3.

45
no cesa de repetir que hablar de filosofía occidental o de filoso­
fía europea es una soberana tautología.
Cuando Heidegger dice que la expresión «filosofía occiden­
tal» es una tautología pues la filosofía es occidental o europea,
no esta haciendo gala de chauvinism o alguno. La filosofía es,
en efecto, una pregunta por el ser del ente y esa pregunta es la
m anera que ha tenido Occidente de relacionarse con el mundo.
Europa no ha encontrado otra m anera de estar en el m undo que
preguntándose por el ser del ente y tratando de darle cumplida
respuesta.
Esa m anera de entender la existencia es una suerte y una
desgracia, es una gran tarea y un terrible destino, tiene algo de
grandeza y tam bién de limitación. ¿Por qué hablar de desgra­
cia, de destino, de lim itación a propósito de la filosofía? ¿En
qué nos lim ita la tarea del filosofar? Nos lim ita porque hay
otras m aneras de abrirse al m undo, de acercarse a él, de escu­
charle y de responderle distintas de la que supone «la pregunta
por el ser del ente». Esa limitación tiene además un sólido res­
paldo teórico: de acuerdo con su teoría de la verdad, todo des­
velamiento es un ocultamiento. La luz que proyecta la filosofía
en la comprensión de las cosas ha ocultado otras luces, nos ha
cegado para otras visiones del m undo. En la citada entrevista
aclara ese límite del pensam iento occidental cuando, a propó­
sito del dominio planetario de la técnica, se pregunta: «¿y quién
de nosotros puede decidir si un día en Rusia y en China no
resurgirán antiguas tradiciones del "pensamiento" que colabo­
ren a hacer posible para el hom bre una relación libre con el
m undo técnico?». En otros lugares, en nom bre de otro tipo de
pensam iento, puede darse una relación con la técnica m ucho
más libre y crítica que la que ha forjado la filosofía occidental.

3.
Lo que seguram ente H eidegger pretendía con su, a prim era
vista, arrogante afirmación —sólo se puede filosofar en griego

46
0 en alemán— era reducir a sus justos límites la complaciente
idea de que la M odernidad se ha hecho de Europa. C uando
Kant, en ¿Qué es la Ilustración?, define la Ilustración com o la
salida de la hum anidad de su culpable inm adurez, es decir,
com o llegada de la hum anidad a su m adurez, está pensando
en Europa. C on la Europa ilustrada, la hum anidad llega a su
mayoría de edad. El mism o convencimiento aparece en W eber
cuando en la introducción a sus Ensayos sobre sociología de la
religión se pregunta «¿qué encadenam iento de circunstancias
ha conducido a que aparecieran en O ccidente, y sólo en
Occidente, fenómenos culturales que (al menos tal y com o ten­
dem os a representárnoslos) se insertan en una dirección evolu­
tiva de alcance y validez universales?»'. W eber entiende que
«sólo en Occidente hay ciencia en aquella fase de su evolución
que reconocemos actualm ente com o válida».
Frente a esta conciencia occidental que tiende a identificar
la racionalidad de O ccidente con el pensam iento sin más,
H eidegger señala que lo propio del «genio» europeo sería la
modesta pregunta por el ser del ente, que no es la única.
Hay que tener en cuenta, además, que el filósofo o el euro­
peo no ha cumplido bien su faena, pues la historia de la filoso­
fía es la historia del olvido del ser. Sólo en el origen, al princi­
pio (con los filósofos presocráticos) estuvo a la altura de las
circunstancias. Pero luego, desde Platón, la filosofía ha perdido
de vista aquello que reivindica com o más propio y más grande.
La historia de la metafísica es la del olvido del ser
(Seinsvergessenheit) y la de la pérdida del ser (Seinsverlassenheit).
Ese olvido del ser ha tenido una consecuencia fatal para el
tem a que nos ocupa. El olvido del ser que arrastra la m etafí­
sica occidental ha cuajado en el dom inio planetario de la téc­
nica, que es la expresión más perversa de la «mala» globaliza-
ción. Veamos esto.1

1 M. Weber. Ensayos sobro sociología de la religión (en adelante ESR. Se trata de la traducción
de: M. Weber, Gcsammdtc Aufsdtze zur Religionssoziologie, en adelante GAR) Madrid,
Taurus, 1988.11.

47
La tcchné, al igual que el arte, significaba originariam ente
un llevar a su verdadero ser, un hacer tangible y lum inoso
aquello que es ya inherente a la physis\ La esencia genuina de
la técnica consiste en desvelar o desarrollar lo implícito en la
naturaleza de las cosas y, al mism o tiempo, proteger ese núcleo
originario para que siempre inspire nuevos intentos de realiza­
ción de lo que la cosa es. Lo que ha ocurrido con la técnica es
todo lo contrario: el hom bre, en lugar de atender al ser de las
cosas, las provoca, las explota, convirtiendo la naturaleza
—por ejemplo, el aire, el agua, la tierra— en ob-jeto que tene­
m os que dom inar porque nos lo representam os com o hostil.
H em os logrado que la naturaleza nos entregue sus conoci­
m ientos y sus energías; pero se nos ha olvidado proteger el
núcleo originario. Al contrario, lo hem os puesto incondicio­
nalm ente a nuestra disposición.
¿Consecuencia? Q ue la tecnología m oderna disfraza y
enm ascara al ser de la técnica, en vez de ilum inar su desarro­
llo. El hom bre puede ordenar a la naturaleza que se som eta a
sus m andatos, aunque sean destructores. La naturaleza obe­
dece pero al precio de ocultar su ser, perm itiendo que el hom ­
bre entable una relación falsa con el mundo. Eso explicaría por
qué, m uchas veces, la tecnociencia se nos presenta com o una
pesadilla que am enaza a su propio creador. El hom bre va
detrás de la ciencia, se ha convertido en objeto de investigación
y, en el fondo, bien se puede decir que la ciencia no sabe por
qué investiga.
Si traem os a colación estas reflexiones sobre la técnica es
para manifestar cóm o la técnica m oderna acaba conform ando
el m odelo por antonom asia de la globalización. Nada hay más
extendido que las m odernas tecnologías: to d o el m undo las
utiliza y todo el m undo se las apropia y las siente suyas.
H eidegger se refería a este fenóm eno cuando hablaba del

‘ Una inteligente exposición del discurso hcidcggcriano sobre la técnica puede verse en G.
Sleincr. Heidegger, México. FCE. 1986. pp. 178-205; también en O. Póggclcr. El camino del
pensar de Martin Heidegger, Madrid, Alianza Editorial, 1986, p. 258 y ss.
48
«dominio planetario de la técnica». N o hablaba, po r ejemplo,
del «dom inio planetario de la metafísica», por m ás que una y
otra form aran parte de la misma historia occidental y ambas
arrastraran el m ism o olvido y abandono del ser. ¿Por qué la
técnica se ha hecho planetaria? Porque expresa la idea de un
hom bre autónom o que no necesita atenerse a solicitud exte­
rior alguna para realizarse, sino dar de sí todo lo que piensa
que lleva dentro. Lo que ese hom bre produce, al ser producto
de la m era voluntad, no tiene denom inación de origen, de
suerte que cualquiera lo puede adoptar. Quien lo adopte y se
sienta seducido po r su eficacia, p ro n to experim entará que el
invento funciona tanto m ejor cuanto m enos cuente su propia
cultura. Al final del proceso se puede constatar que la técnica,
al tiem po que disuelve los rasgos diferenciadores de la propia
cultura, ofrece los productos más uniform ados de la historia’.
¿Cuál es el problema? El problema no es la eficacia del invento,
sino su pretendida inocencia, es decir, que se presente com o si
careciera de contexto. Eso es peligroso porque como, en reali­
dad, sí existe un contexto —claro que olvidado— la práctica
tecnológica acabará destruyendo —reduciendo al olvido— los
nuevos ám bitos culturales en los que se im plante. Y eso es lo
que está ocurriendo.

4.
Lo que late en el fondo de estos análisis heideggerianos sobre
la mala globalización es un deseo de com prender la diferencia,
com prensión o reconocim iento que tiene com o precio la
reducción del quehacer filosófico o del «genio» europeo a sus

' «En el imperialismo planetario del hombre técnicamente organizado, llega a su punto de
apogeo el subjetivismo del hombre, para luego establecerse e instalarse en la llanura de
una uniformidad. Esa uniformidad pasaré a ser luego el instrumento más seguro de la
dominación completa, es decir, técnica, sobre la tierra. La libertad moderna de la subjeti­
vidad se disuelve completamente en la objetividad que le es conforme», en M. Hcidcggcr.
Holzwege, Frankfurt, V. Klostermann, 1950, pp.102-103. Hay traducción española: «La
época de la imagen del mundo», en M. Heidcgger, Sendas perdidas, Buenos Aires. Losada.
1969. p. 97.
49
justos límites". Es decir, si el hom bre se atiene a su condición
de ser finito, evita el peligro de desconocer las posibilidades de
existencia de los demás que le superan totalm ente. La estrate­
gia de Heidegger evoca la teoría kabalística del Tsimtswm. Para
explicar la creación del m undo «ex nihilo» el Talm ud dice que
la nada es un vacío, el vacío subsiguiente a la retirada de Dios.
Dios tiene que encogerse para que el m undo pueda nacer libre
y soberano. Europa sólo tiene que abrirse a otras posibilidades
del conocim iento cuando tom a conciencia de sus límites, una
tom a de conciencia que es, a estas alturas de los tiem pos, un
repliegue, pues no en vano ha intentado, com o el padre de
Kafka, ocupar y cubrir todo el mapamundi.
Valía la pena detenerse en estos críticos análisis de
Heidegger porque cualquier respuesta a la pregunta qué signi­
fica pensar en español o qué sentido tiene hablar de una cul­
tura iberoamericana, pasa por desmitificar o deconstruir el pre­
juicio más asentado y más peligroso de la filosofía, a saber,
reducir el pensar a la filosofía, identificar el pensar con lo euro­
peo o afirm ar que el Espiritu universal es europeo.
El hecho de que esta afirm ación de H eidegger haya sido
interpretada por defensores del hum anism o latino com o un
insoportable chauvinism o eurocentrista se explica porque
llueve sobre m ojado. C uando los filósofos m odernos dicen y
repiten que la filosofía occidental es una tautología se están refi­
riendo a la Europa central y protestante, es decir, no a la
Europa latina. ¿No decía por ventura Hegel, en su introducción *

* Advertimos en Ser y Tiempo un esbozo de teoría de comprensión del otro («rín rediles
Fremdverstehenu) cuya estrategia consiste en volver a los orígenes para tomar medida de los
propios limites; limites que han sido sobradamente sobrepasados en la historia de la filoso­
fía, es decir, de Europa, al convertir al ente en medida de todas las cosas, también del otro.
Dice ahi: «estando en libertad para las posibilidades m is peculiares, determinadas por el
fin. es decir, comprendidas como finitas, evita el "ser ahi" el peligro de desconocer, desde
su comprensión finita de la existencia, las posibilidades de la existencia de los otros que la
rebasan, o de imponerlas retroactivamente, e interpretándolas mal, a las peculiares —para
desligarse asi de la existencia táctica más peculiar—». En M. Heidegger. Ser y Tiempo, tra­
ducción de José Gaos, México, FCE, 1986, párrafo 53. p. 288.

50
a la Filosofía de la Historia, que el Weltgeist, el Espíritu universal,
la punta de lanza del desarrollo de la conciencia de la hum ani­
dad, era europeo, es decir, añadía: «germánico y protestante»?
El Weltgeist es centroeuropeo, germ ánico y protestante. España,
como bien se sabe, no tocaba el m anto de ese Espíritu ni de lejos
pues, para Hegel, Europa acababa en los Pirineos.
Tam poco la América Latina salía m ejor parada. A sus oídos
habían llegado noticias de una gran cultura pre-hispánica en
México y en Perú. Pero eso no había que tom árselo en serio,
decía, pues el día que se le aproxim e el Weltgeist, se disolverá
com o un azucarillo. México y Perú pertenecen a la pre-historia
y si quieren en trar en la historia, tendrán que seguir la estela
marcada por el Weltgeist. Veamos un par de textos de Hegel:

«No pretendo quitar al Nuevo Mundo el honor de haber salido tam­


bién en seguida de las aguas, cuando la creación del mundo. Sin
embargo, el mar de las islas que hay entre América del Sur y Asia
demuestra una inmadurez física: la mayor parte de tales islas tienen
una constitución tal, que vienen a ser una especie de cobertura
terrosa sobre rocas emergidas de una profundidad insondable; y lle­
van las trazas de ser algo originado tardíamente»’.

América padece de inmadurez. Pero no sólo:

«De América y su cultura, especialmente por lo que se refiere a


México y Perú, es cierto que poseemos noticias, pero nos dicen pre­
cisamente que esa cultura tenía un carácter del todo natural, desti­
nado a extinguirse tan pronto como el Espíritu se le aproximara.
América se ha mostrado siempre y se sigue mostrando floja tanto
física como espiritualmente. Desde que los europeos desembarca­
ron en América, los indígenas han ido decayendo, poco a poco, al
soplo de la actividad europea... »®.

’ G.W.F. Hegel, Werke 12, Frankfurt am Main, Suhrkamp, p.107.


Mbíd.,p.!05.

51
Ahí asoma un pesado juicio de valor: América se encuentra
en la pre-historia; es un m om ento de la Naturaleza. C om o tal,
tiene futuro si consigue incorporarse a la historia del Espíritu.
Esa incorporación se produce m ediante la disolución del pro­
pio Espíritu, «cuando se aproxim a el Espíritu». Sobre quién o
qué sea ese Espíritu que disuelve al Nuevo M undo, no hay
duda: «el Espíritu germ ánico es el Espíritu del Nuevo M undo
cuyo fin es la realización de la verdad absoluta, com o autode­
term inación absoluta de la verdad, que tiene por contenido su
propia form a absoluta. El destino de los pueblos germ ánicos
es el de sum inistrar los portadores del Espíritu cristiano»".
O rtega y Gasset supo sacar punta y m ordacidad a la pere­
grina tesis hegeliana en un escrito de 1928 titulado precisa­
m ente «Hegel y América». Capta la relegación de la América
Latina y traduce en ironía la benevolencia de Hegel po r
América del Norte diciendo que ése es el hemisferio del futuro,
de la novedad, una novedad que es la propia de la vuelta a la
barbarie.
Menos ironía m ostraron algunos forjadores de la identidad
argentina, como Domingo Faustino Sarmiento y Carlos Octavio
Bunge, que se apuntan a todos los tópicos «eurocéntricos»,
radicalizándolos si cabe, de las m odernas filosofías de la histo­
ria. C om o del lobo, un pelo, he aquí un fragmento:

«Esta raza aria [sic] amovible sobre el globo, es también la raza del
movimiento intelectual sin límites, sin pretender fijarse, como la
raza amarilla, que se ha colocado en medio del mundo y trazándose
una muralla en torno, para que nadie se le acerque, o como Egipto
que pretendió endurecer en pirámides eternas su historia, prolongar
la vida de las generaciones en sus momias. Los pueblos de la raza
aria vienen de camino hacia el porvenir, por la conocida ruta de
Occidente... Éste es el hecho más culminante que descuella sobre la
historia del hombre».•

• Ibid., p. 413.

52
Lo que Sarm iento llama el «m odelo ario» traduce el con­
cepto hegeliano de lo europeo com o «germ ánico y p ro tes­
tante», al que se adjudican los dones de la m odernidad y la
racionalidad. N otem os que no es un prusiano o un bávaro
quien está hablando, sino un argentino. Él quiere ser europeo
y reproducir en la pam pa el «modelo ario». C om o el inconve­
niente del «modelo ario» es que no existe en Argentina,
Sarm iento se va a aplicar con contundencia a su construcción,
aunque sea artificial, em pleando el m étodo negativo de seña­
lar lo que no es ario. Todo lo que tenga rasgos semitas será sos­
pechoso (de ahí la destrucción sistem ática de la arquitectura
colonial en Buenos Aires), hasta el punto de que se asimilará lo
indígena con lo semita. Guerra declarada a la tienda (semita) y
al horno (indígena)10.
Si tuviera razón Hegel y, con él, la M odernidad, no se
podría ser m oderno y pensar en español. Y no es que im porte
m ucho ser m oderno —al fin y al cabo Bloch recom endaba,
para tener futuro, ser acontem poráneo de los propios contem ­
poráneos— lo que sí im porta es la universalidad a la que el pen­
sar en español tendría que renunciar si universalidad y m oder­
nidad fueran de consuno. El pensam iento en español sería un
resto folklórico, válido para una subcontrata de e n treten i­
miento, pero no hábil para conform ar de alguna m anera la uni­
versalidad occidental, aunque sí para seguirla.
Estos planteam ientos que hoy nos hacen sonreír o que nos
irritan por su ignorancia pertenecen, sin embargo, a la más pro­
funda autoconciencia filosófica europea. Pero son un error. El
Weltgeist, si existe, no es germ ánico ni cristiano o, si lo es, ten­
drá que ser tam bién chino o mexicano. O tra cosa es que lo sean
de distinta manera.

"Tom o estas reflexiones de D. Fcierstein, J.J. Prado. H. Noufouri y R. Rivas, Tinieblas del
crisol de razas, Buenos Aires. Editorial Cálamo, 1999.

53
5.

Todo esto es im portante a la hora de proseguir con nuestro


tem a —qué significa pensar en español— ya que despeja el
camino teórico al cuestionar una teoría que cerraba la senda al
pensar latino.
Si ahora nos preguntam os qué significa en positivo pensar
en español, hay que decir que eso no puede significar ni pen­
sar en castizo ni haciendo abstracción de su realidad. Podemos
decir que el logos no tiene patria, pero sí una historia o muchas
historias. Luis Villoro ha encontrado una formulación precisa.
Pensar en español no puede consistir en encerrarse en tem as
exclusivos o problem as peculiares, sino en tener en cuenta las
necesidades y los supuestos culturales propios a la hora de tratar
esos temas universales. En el Primer Congreso Iberoamericano,
celebrado en septiem bre de 1998 en Cáceres-M adrid, Villoro
afirmaba que

«la marca de originalidad que una comunidad filosófica determinada


imprime en una producción filosófica no consiste, desde luego, en el
tratamiento de temas que le fueran exclusivos o en la formulación
de problemas peculiares, sino en la importancia que concede a unos
y otros siguiendo deseos colectivos; se traduce entonces en un estilo,
un enfoque, un modo específico de tratar problemas universales, que
expresa necesidades y supuestos culturales propios»".

Esta cita, recogida luego en la declaración final del Segundo


Congreso Iberoamericano de Alcalá, septiembre del 2002, aña­
día a m odo de comentario: «Queremos, pues, cultivar un estilo,
hacer presente en la reflexión de tem as y problemas que preo­
cupan a toda la hum anidad, las necesidades y los supuestos cul­
turales de nuestras sociedades y de nuestros países». Las nece­
sidades son las dem andas de nuestros contem poráneos. Y los

" L. Villoro, «¿Es posible una comunidad filosófica iberoamericana?», en Isegoria, N°19,
1998, p. 59.

54
supuestos, las cicatrices que ha dejado en la lengua la historia.
La com unidad cultural se basa en la lengua com ún, pero esa
lengua expresa experiencias no sólo diversas sino enfrentadas.
La posibilidad de una com unidad nace de esa situación casi
aporética en la que una m ism a lengua alberga experiencias
encontradas. En castellano hablaban Cortés y el Inca Garcilaso;
los teólogos de Salamanca y los novohispanos (aunque escri­
bieran en latín); el dom inador y el dom inado. La com unidad
no será entonces el resultado de un pacto benevolente.
Tenem os, pues, que «pensar en español» supone superar
tanto el universalismo abstracto que ha caracterizado a la uni­
versalidad occidental, com o el casticismo o, m ás finam ente
dicho, el relativism o m ulticulturalista que le am enaza ahora.
Ahora bien, pensar al tiempo la universalidad y el multicultura-
lismo es lograr la cuadratura del círculo. ¿Es posible? Llegados a
este punto, bueno sería dejarse ayudar po r quienes ya se han
adentrado por esas veredas. Me refiero a W alter Benjamín. Él
dice que hay una universalidad reaccionaria, pero eso no signi­
fica que toda universalidad lo sea y que, por tanto, haya que
echarse en brazos del multiculturalismo. Reaccionaria seria la
universalidad que tratara de salvar esos dos m om entos —uni­
versalismo y m ulticulturalismo— de forma aditiva, por yuxta­
posición. La universalidad no es un poco de cada cosa porque
al final el todo resultante se expresará con la gram ática del que
más pueda... Esa universalidad es reaccionaria porque repro­
duce lo existente, sin ofrecer nada nuevo.
La universalidad creativa parte del margen y busca una pro­
puesta que no excluya. El diálogo Menón de Platón puede ser­
nos de ayuda. Sócrates confiesa allí que todo lo que se llama
buscar y aprender no es o tra cosa que recordar. R ecordar es
pues aprender buscando, preguntando. Para dem ostrarlo
Sócrates pide que le traigan un esclavo, es decir, un ser indocu­
m entado e ignorante. Sócrates le som ete a un hábil interroga­
torio de tal suerte que, al final del mismo, el esclavo tom a con­
ciencia de lo m ucho que sabía. Es verdad que lo tenía olvidado,

55
pero lo recupera gracias a las preguntas de Sócrates. El secreto
de todo el diálogo es una pregunta de Sócrates a Menón, a pro­
pósito del esclavo. Le pregunta, en efecto, si habla griego. La
pregunta es clave porque si habla griego, el esclavo puede saber
todo lo que la lengua contiene. Se recuerda lo que la lengua ya
sabe. A prender es actualizar todo el caudal de experiencia y
conocim iento acum ulado en el lenguaje, por eso el conoci­
m iento es recuerdo.
Lo que pasa es que el esclavo, adem ás de griego, tiene su
propia lengua. Pues bien, nunca el griego de Sócrates con su
fam oso m étodo conocerá lo que se esconde en la lengua del
esclavo. Sólo lo sabrá si éste se lo cuenta12. El esclavo que sabe
griego y habla su lengua, puede, desde la m arginalidad de su
lengua, enseñar al griego qué olvida cuando piensa. La univer­
salidad creativa no es la que tiene todo en una especie de apo-
catástasis final, sino la que avanza sin exclusiones, sabiendo la
fuerza del griego pero tam bién las experiencias del esclavo”.
Pues bien, pensar en español sería reaccionario si fuera la
suma de lo que se hace aquí y allá; y sería creativo si funcionase
com o un mestizaje activo. Lo que es mestizaje lo explica Rufino
Tamayo, en el m ural Nacimiento de nuestra nacionalidad, en el
Palacio de Bellas A rtes de México. C om o ya anoté en el pró ­
logo a estos trabajos, la obra ilustra la presencia opresora del
conquistador. El sím bolo de ese poder aniquilador es la
colum na jónica, sím bolo de la cultura, y el caballo. C on la

'* En el in te re sa n te comentario que hace Emilio Lledó al M otón. se deja seducir por el
recuerdo griego, perdiendo de vista la lengua del esclavo. Cf. en E. Lledó, La memoria del
logos. Madrid, Taurus, 1984, p. 197 y ss.
" Para reformar la idea de la universalidad que contiene el margen podríamos recurrir a la
figura del extranjero o forastero de G. Simmei, recogida en su Sociología. Estudios sobre las
formas de socialización (1908). Se trata de un emigrante que entra en contacto con un grupo
local o nacional ya constituido. La presencia y la distancia le proporcionan una vis aestima-
uva, cercana a la «objetividad». Años más tarde, otro extranjero. Kari Mannheim, desarro­
llaba la misma idea bajo la figura de la fretschwebende Inretligenz. inteligencias libres, libera­
das de todo dogmatismo, dispuestas a obedecer a la realidad por encima de cualquier
compromiso con la tribu intelectual dominante.

56
colum na ataca a la serpiente, sím bolo de la cultura prehispá­
nica. En la parte inferior del m ural una indígena da a luz a una
criatura cuyo rostro es m itad blanco, m itad m oreno, símbolo
del mestizaje que sobrevivirá al conquistador. Es un mestizaje
activo porque tiene conciencia histórica de la opresión. Esa
conciencia crítica de la historia no perm ite un entendim iento
irénico, sino interpelante. Una expresión bien plástica de esta
relación es el contenido de la carta enviada por Gabriel García
M árquez y otros intelectuales colom bianos al G obierno espa­
ñol, en m arzo del 2001, protestando por la exigencia de visa­
dos a los colom bianos, y reclam ando de las autoridades espa­
ñolas que recapaciten sobre un detalle. Dice la carta:

«Aquí hay brazos y cerebros que ustedes necesitan. Somos hijos, o si


no hijos, al menos nietos o biznietos de España. Y cuando no nos
une un nexo de sangre, nos une una deuda de servicio: somos los
hijos o los nietos de los esclavos y los siervos injustamente someti­
dos por España. No se nos puede sumar a la hora de resaltar la
importancia de nuestra lengua y de nuestra cultura, para luego res­
tarnos cuando en Europa les conviene. Explíquenles a sus socios
europeos que ustedes tienen con nosotros una obligación y un com­
promiso históricos a los que no pueden dar la espalda».

Una misma lengua, pero dos experiencias enfrentadas que


se interpelan. La com unidad cultural saldrá de esa confronta­
ción. Por su parte, José Saramago, en la conferencia que pro­
nunció en el citado Congreso de Cáceres —unas semanas antes
de que se le concediera el Premio Nobel de Literatura— , ter­
m inó con estas palabras que resum en bien la tesis que estoy
m anteniendo:

«Un político catalán, escribiendo sobre L a b a lsa d e p ie d r a , sugirió que


mi pensamiento intimo no habría sido separar a la Península Ibérica
de Europa, sino transformarla en un remolque que llevase a Europa
hacia el sur, apartándola de las obsesiones triunfalistas del Norte y

57
tronando solidaria con los pueblos explotados del Tercer Mundo. Es
bonita la idea, pero en verdad no me atrevería a pedir tanto. A mi me
bastaría con que España y Portugal, sin dejar de ser Europa, descu­
brieran en sí. finalmente, esa vocación de Sur que llevan reprimida,
tal vez como consecuencia de un remordimiento histórico que nin­
gún juego de palabras podrá borrar, y sólo acciones positivas contri­
buirán a hacerlo soportable. El tiempo de los descubrimientos aún
no ha terminado. Continuemos, pues, descubriendo a los otros, con­
tinuemos descubriéndonos a nosotros mismos»1'*.

Saramago reivindica la vocación de Sur. ¿Qué quiere decir?


N o se trata de recordar a España y Portugal que son el sur de
Europa y que deben solidarizarse con el significado sureño,
con el destino de los pueblos del sur. Se trata de algo más. Para
empezar, esa vocación de Sur hay que descubrirla no m irando
en el m apa geográfico, sino recordando que ellos, España y
Portugal, ya hicieron un viaje al sur pero com o norteños, es
decir, conquistando y dom inando. El nuevo viaje hay que
hacerlo de otra m anera: con conciencia de que hay un N orte y
un Sur, países dom inantes y otros dom inados; y que el Sur,
metáfora de lo dom inado por norteños del Norte y del Sur, es
el punto de vista de un pensar y de un actuar creativo. Y lo será
en la m edida en que pensam iento y acción construyan un
futuro m irando hacia atrás, es decir, cuando se entienda que la
construcción de un m undo nuevo que no sea reproducción de
lo de siempre dependerá de cóm o se interpreten las responsa­
bilidades de cada uno con el pasado.

6.
Además, es necesario hablar de una serie de dificultades prácti­
cas. Recuerdo una entrevista realizada a Jorge Edwards por los
años ochenta. Decía dos cosas de peso: que los latinoamerica-

'*José Saramago, «Descubrámonos los unos a los otros», en ¡segaría, N°19, 1998, p. 51.

58
nos venían a España de vacaciones, es decir, de paso (a estudiar
iban «a Europa»); y que había poca relación entre los países lati­
noamericanos. Todo el m undo prefería un mal libro en inglés
o en alem án a uno bueno en español.
C on las dificultades que cuento en el ensayo siguiente de
este volumen, pusimos en marcha la Enciclopedia Iberoamericana
de Filosofia y la Revista Iberoamericana de Filosofía Política, con
sede en el d ep artam ento de Filosofía M oral y Política de la
UNED y el D epartam ento de Filosofía de la Universidad
A utónom a de México; tam bién la Enciclopedia Iberoamericana
de Religión, un proyecto iberoam ericano de gran alcance.
Todas esas experiencias dem uestran que se ha hecho
cam ino. El criterio para valorar la intensidad de esa voluntad
es el aprecio a la lengua. Juntos tratam os de defenderla en los
foros internacionales ante la sorpresa (y un poco de envidia)
de los franceses que ven im potentes cóm o nos invade el inglés.
Sobre este punto deberíamos reconsiderar una práctica discuti­
ble que se está im poniendo en España. Me refiero al uso del
inglés para la solicitud de becas en determ inadas y prestigiosas
fundaciones nacionales, así com o la lengua obligada para comi­
siones de evaluación académica o científica. Es verdad que con
frecuencia es una solución práctica. Pero antes de que sea tarde
deberíam os valorar las consecuencias culturales y plantear
otras salidas.
La consecución de una com unidad cultural iberoamericana
está ligada, por un lado, a la práctica de experiencias participa­
das po r m iem bros de las distintas com unidades locales y, por
otro, a la generación de productos de calidad y competitivos,
para decirlo en la jerga que ahora se lleva. Si en lo tocante al
prim er aspecto hem os descubierto fórm ulas eficaces (congre­
sos, intercam bios de profesores, proyectos m ultinacionales,
becas, publicaciones conjuntas, etc.), nos queda pendiente la
segunda tarea. Para avanzar por el cam ino de la creatividad
hay que recurrir a nuevos formatos. Habría que concentrar los
esfuerzos en pequeños seminarios, lo más especializados posi­

59
ble, sobre aquellos tem as en los que podam os decir algo inte­
resante. Hay terrenos en los que es posible decir cosas nuevas
porque hay un trabajo hecho. A m odo de ejemplo, pensem os
en lo que podem os decir en filosofía política sobre el papel de
la m em oria en los procesos de transición de dictaduras a dem o­
cracias.
Una comunidad cultural iberoamericana no es posible sin el
apoyo político. Por supuesto que sólo con él, tampoco. Es nece­
sario que las com unidades filosóficas lo quieran. H an dado
prueba de quererlo, pues lo que se ha conseguido ha sido sobre
todo el resultado de m ucho voluntarism o. Las ayudas de la
adm inistración han sido puntuales. Y ese es el problem a: que
falta un concepto «político» de lo que significa pensar en espa­
ñol que pudiera am parar tanto a las iniciativas aisladas de coo­
peración iberoamericana como a las ayudas puntuales por parte
de los poderes públicos. Sería la form a de que el cam ino ini­
ciado con tantos esfuerzos recibiera una aceleración histórica.

60
2. América Latina y la particularidad
de la universalidad europea

H e m o s a s o c i a d o u n a y m il v e c e s Ilustración con m adurez. Así


lo dice Kant: «La Ilustración es la salida del hom bre de su auto-
culpable m inoría de edad». Pero ¿quién es el sujeto de esa
m aduración? Aqui se habla del Mensch, del hom bre en abs­
tracto, es decir, de la hum anidad. La hum anidad llega por fin a
su m adurez. Hegel, refiriéndose al m ism o m om ento, es más
concreto: nosotros. Al estudiar la filosofía m oderna, sem brada
de nom bres franceses, alem anes, escoceses e italianos, no
puede por m enos de felicitarse p o r estar entre am igos y de
poner así fin a una larga travesía po r tierras extrañas y entre
gentes extrañas: «aquí ya podem os sentirnos en nuestra casa y
gritar, al fin, com o el navegante después de una larga y aza­
rosa travesía por turbulentos mares: ¡tierra!»1. Ese nosotros sería
nosotros los europeos (al m enos el escogido núm ero de pueblos
europeos que ha m erecido figurar en el epígrafe dedicado al

1G.W.F. Hegcl. Historia de lafilosofo ¡II, México, FCE, 1955, p. 252.

61
«E ntendim iento pensante» y todos girando en to rn o al Herz
Europas, a saber, Alemania, Francia, D inam arca y los países
escandinavos). ¿En qué quedam os: es E uropa o es la
H um anidad la que llega a su m adurez? La pregunta tiene su
sentido pues esa m adurez tiene derechos y deberes y no es indi­
ferente quién sea el sujeto.
La historia ha resuelto la pregunta con una respuesta que
no adm ite muchas dudas: el sujeto de la m adurez es Europa o,
m ejor dicho, con E uropa la hum anidad llega a su m adurez.
Europa es la punta de lanza, la que señala el camino, la que dice
por dónde hay que ir. Veamos dos testim onios de cóm o se
entiende y se ejerce la prim ogenitura. Uno tiene nueve años
más que el de Kant y el otro más de medio siglo.
El prim ero es de Condorcet, quien se pregunta:

«¿Tendrán que aproximarse en algún momento todas las naciones al


estado de civilización al que han llegado los pueblos más preclaros
( é c la ir é s ), más libres, más liberados de prejuicios, es decir, a los fran­

ceses y angloamericanos? ¿Tendrá que desvanecerse la inmensa dis­


tancia que separa a estos últimos pueblos de la esclavitud de las
naciones sometidas a reyes, de la barbarie de poblaciones africanas y
de la ignorancia de los salvajes?»

Europa se pregunta por su liderazgo. El propio Condorcet


responde:

«El ritmo de esos pueblos será más vivo y más seguro que el nuestro
porque recibirán de nosotros lo que nosotros tuvimos que descu­
brir; por otro lado, para conocer las verdades simples y los métodos
ciertos a los que nosotros sólo llegamos tras muchos errores, les bas­
tará captar los desarrollos y las verificaciones que se encuentran en
nuestros discursos y en nuestros libros»'.

' Condorcet, Esquisse d'un tableau historique des progres del’esprit liurmiin, Paris, Flammarion,
1988, pp. 266-271.

62
Aquí se puede apreciar cóm o la Ilustración, siendo un ideal
de la hum anidad, es de hecho un proyecto europeo con voca­
ción universal. Europa sabe que ha descubierto la razón y la
libertad y, dada la naturaleza universal de su descubrim iento,
se propone com o guia de la hum anidad. Quien quiera progre­
sar —y nada puede sustraerse a esa ley de la naturaleza
hum ana— «recibirá de nosotros lo que nosotros tuvim os que
descubrir», es decir, tendrá que seguir nuestro camino.
El o tro testim onio es de Marx y reza asi:

«Bakunin reprochará a los americanos una guerra de conquista que.


desde luego, asesta un rudo golpe a su teoría fundada en “la justicia
y la humanidad", pero que fue llevada [se refiere a la guerra] pura y
sencillamente en el interés de la civilización. O ¿es una desgracia que
la espléndida California le fuera arrancada a los perezosos mexica­
nos que no sabían qué hacer con ella?»’.

Marx reconoce que «el interés de la civilización» pone


orden entre pueblos diferentem ente desarrollados, legiti­
m ando que se obligue al más retrasado a seguir los pasos del
más desarrollado.
Son dos testim onios más que representativos de la interpre­
tación de la Ilustración: por un lado, proyecto universalista con
contenidos identificables positivamente, pero siempre un pro­
yecto, eso sí, gestionado por Europa. Esa doble condición (uni­
versalidad y eurocentrism o) da pie a un tratam iento colonia­
lista (antes se hablaba del «despotismo ilustrado») de la verdad
y de la ética, lo que fatalm ente conduce a una concepción
igualmente colonialista —y por tanto particularista— de la uni­
versalidad.
Los testim onios son de lo más variado y de lo más cualifi­
cado. Dice Hegel:

’ F. Levy. Histoire á'un bourgcais allcmanJ, París, Grasset. 1976, p. 154.

63
«De América y de su grado de civilización, especialmente de México
y de Perú, tenemos información de su desarrollo, pero como una
cultura enteramente particular que expira en el momento en que el
Espíritu se le aproxima. La inferioridad de estos individuos en todo
respecto, hasta en la estatura, es enteramente evidente»*.

La inferioridad am ericana es tan declarada que se disuelve


tan pronto com o se aproxima el Espíritu. Pero ¿qué Espíritu es
ése? La respuesta viene un poco después:

«El Espíritu germánico es el Espíritu del Nuevo Mundo cuyo fin es la


realización de la verdad absoluta, como autoderminación infinita de
la libertad, que tiene por contenido su propia forma absoluta. El des­
tino de los pueblos germánicos es el de suministrar los portadores
del principio cristiano»’.

Las palabras de Hegel en las que descaradam ente se legi­


tima la colonización en virtud del principio de la «madurez» o
superioridad histórica tienen un aire de familia con las de quie­
nes, en el siglo XVI, legitim aban el derecho de conquista. He
aquí, com o botón de m uestra, la argum entación del gran rival
de Las casas, Ginés de Sepúlveda:

«La primera [razón de la justicia de esta guerra y conquista] es


que siendo por naturaleza siervos los hombres bárbaros [indios],
incultos e inhumanos, se niegan a admitir el imperio de los que son
más prudentes, poderosos y perfectos que ellos; imperio que les trae­
ría grandísimas utilidades, siendo además cosa justa por derecho

' «Ven Amerika und seiner Kultur, namentliek in México und Peni, haben wir zwar Nachrichten,
ubcr blojs dií, dais diessdbe anegara muürlidie war, d¡e umergehen miissie, serme det Geist lich
ihr ndhcrte. ¡...¡ Die lnferiorildt dieser Individúen in jeder Riícksicht, seibst in Hinstchl der Grdsse,
gibst sich in allem zu crkenncn* (Hegel, Werke 12, 108).
' «Der germanische Geist ist der Geist der neuen Welt, deren Zweck die Rcalisierung der absolutcn
Wahrheit ais der uncndHchcn Selbstbestimmung der Freiheit ist, der Frrihrit, die ihre absolule Farm
seibst zum Inhalt hat. Die Bestimmung der germanischen Volker ist, Tritger des christlichen
Prinzips abzugeben- (Hegel, Werke 12,413).

64
natural que la materia obedezca a la forma, el cuerpo al alma, el ape­
tito a la razón, los brutos al hombre, la mujer al marido, lo imper­
fecto a lo perfecto, lo peor a lo mejor, para bien de todos»*.

Resultaría fácil m ultiplicar los testim onios filosóficos que


avalan una interpretación netam ente colonialista de la m adu­
rez europea representada en la AufkUirung. Esa lectura crítica
es particularm ente sorprendente para los hispanoparlantes, no
tanto porque se considere a España más africana que europea,
cuanto porque entre los grandes acontecim ientos de la
M odernidad no figura extrañam ente uno tan significativo
com o el llam ado «descubrimiento» de América. Desde Hegel
hasta H aberm as hay una línea de continuidad que rem ite
com o verdad incuestionable que tres son los m om entos de la
M odernidad: la Reforma, la Ilustración y la Revolución fran­
cesa. La historia es, sin em bargo, m ás com pleja. H asta 1492
Europa ni era el centro del m undo ni tenía conciencia de serlo:
era una región sitiada por árabes y turcos. Europa se sitúa geo­
gráficam ente en el centro con las «conquistas» de América y es
en América donde los europeos aplican política, m ilitar y cul­
turalm ente su eurocentrism o. El silencio de este tipo de consi­
deraciones entre los teóricos ilustrados del eurocentrism o
denota, po r un lado, una elevada autoconciencia de la im por­
tancia de su cultura (que debe ser im puesta) y, p o r otro, que
esa superioridad les faculta para contar la historia en función
de esa superioridad. América acaba siendo una «invención» de
los europeos y el «descubrimiento» un «encubrimiento» de la
realidad. El «otro», si es «diferente», sólo existe com o objeto de
conquista.
C on ser apasionante esta línea «política» de reflexión, lo
que me interesa resaltar es su vertiente «filosófica», esto es, la
naturaleza particular de este universalism o. N adie le niega,

*J. Cines de Sepúlvcda, Tratado sobre injustas causas de la guerra contra los indios. México.
PCE, 1941.

65
evidentem ente, su pretensión de universalidad, pero es una
universalidad expansiva, que pretende expandirse hastá los últi­
mos confines geográficos y epistemológicos, que quiere infor­
m ar la realidad diferente con sus categorías para de esa m anera
poder asimilar lo que es distinto de sí. Lo que se resiste a ese
proceso integrador no es sólo «lo otro», sino lo inm aduro, que
diría Kant; lo bárbaro o salvaje, que decía Condorcet.
Pese a toda su pretensión de universalidad, la Ilustración no
rompe con la particularidad del m undo clásico. Hay una conti­
nuidad entre el meteco de los griegos y el Gastarbeiter moderno:
uno y otro no son ciudadanos, tam poco esclavos. Son foraste­
ros —«han cambiado de domicilio»— que trabajan en un lugar
que no es el de origen y que viven a m erced de los intereses de
los del lugar; Platón, por ejemplo, preconiza la expulsión de la
ciudad de los metecos cuyo capital iguale al de los propietarios
(Las Leyes, 915 b). Ahora, cuando en Alemania, Francia o los
Países Escandinavos hay problema de desempleo cunde la voz
de que hay que echar a los nuevos metecos. Son extranjeros.
En el cam po de la ética el particularismo de la universalidad
ha tom ado la forma de un nacionalismo ético. Si examináramos
los program as políticos, tan to de la derecha com o de la
izquierda, tanto de aquellos que se deben a la tradición «libe­
ral» decim onónica (elitista y particular) com o a la tradición
«democrática» (declaradam ente universalista), observarem os
que toda su preocupación ética se agota en los límites del terri­
torio. La ayuda a otros países o bien se explica com o m edio
para apagar una conflictividad latente que pudiera afectarnos
(lo que rem ite la susodicha ayuda al capítulo del interés pro­
pio) o bien se resum e en un acto caritativo de proporciones
irrelevantes. El lenguaje traiciona la naturaleza de la acción: se
habla en estos casos de «ayuda» y no de «responsabilidad», tér­
m ino que se reserva al deber social de la colectividad respecto
a los grupos marginales del interior del país. Pese a esta reduc­
ción de la ética (pretendidam ente universal) al corral nacional
(que no agota m anifiestam ente la universalidad), será difícil

66
encontrar un sólo político que apele a la ética para denunciar
su encarcelamiento nacional.
No tendríam os que sorprendernos, sin embargo, por sem e­
jan te contradicción si tenem os en cuenta que la propia refle­
xión ética se siente conform e con el nacionalismo ético. De ello
da fe Hegel en su Filosofía del Derecho. En el parágrafo 258 nos
dice, en efecto, que el Estado es la totalidad ética, la reconcilia­
ción entre la libertad objetiva y la universalidad objetiva, entre
los intereses particulares del individuo y los universales de la
comunidad: «el Estado es en sí y para sí el todo ético, la realiza­
ción de la libertad». En el Estado se realiza pues la libertad. Se
refiere a la libertad de los hombres, sus contem poráneos, esos
mismos que han llegado a la m adurez y que, por tanto, no pue­
den perm itirse el identificar la libertad con el capricho perso­
nal; al contrario, ser libre es asum ir la responsabilidad univer­
sal que su m adurez les confiere. Esa responsabilidad respecto a
los intereses generales del Estado es la «universalidad y divini­
dad de la libertad»'.
Así, en el Estado se consum e el ideal ético m oderno basado
en la reconciliación del doble principio: el de la autodeterm ina­
ción del individuo y el de la universalidad de la bondad de su
decisión. Pero es una eticidad provinciana, de ahi lo del naciona­
lismo ético. La prueba m ás fehaciente de este provincianism o
ético es la existencia de m uchos otros Estados. Si resulta que la

' Dice Hegel: «La idea del Estado en los tiempos modernos tiene la propiedad de que el
Estado es la realización de la libertad, no según el capricho subjetivo, sino según su univer­
salidad y divinidad. La esencia del Estado mismo moderno es que lo universal está ligado a
la libertad completa de la particularidad y al bienestar de los individuos, que. por tanto, el
interés de la familia y de la sociedad civil tiene que juntarse en el Estado, pero que la uni­
versalidad de la finalidad no puede progresar en el propio saber y querer de la particulari­
dad». («Die Idee des Staates in neuer Zeir hat die Eigentúmlichkeit, dass der Staat die
VerwirMichung der Freiheil nielK ruurh subjektiuem Belieben, sondeen mch dem Begriffe des Willens,
d.h. nacíi seiner Allgemeinheit und GSltlichkeit ist... Das Wesen des tinten Staates ist, dass das
Allgemeine verbunden sei mil der votícm Freiheil der Besonderheil und dem Wohlergehen, dass also
das Intercssc der Familie und burgerlichen GeselUchafi sich zum Staatc zusammennehmen muss,
dass aber die Allgemeinheit des Zwecks nicht ohne das rigene Wissen und Wollen der Besonderheil,
die ihr Rerhf Mutilen muss.Jórtschreiten fcamt» (H.W.E Hegel. Weriee 7,407).

67
eticidad se agota en el propio Estado, las relaciones con los otros
Estados y, por tanto, con las gentes de los otros países, habrá que
ubicarlas, no en el capítulo de las responsabilidades m orales,
sino en el de las conveniencias tácticas y en el de los intereses.
C om o esta situación es contradictoria, incluso para el
m ism o Hegel, éste inventa una nueva figura, más universal, en
la que se engloben los intereses de los hom bres de los distintos
pueblos. Esa figura es la historia universal. Ésta es, por un lado,
según se define en los parágrafos 340 y 342, «el tribunal del
mundo», el conjunto global om nipresente en el que las preten­
siones particulares de los Estados tienen que proyectarse trans-
nacionalm ente. Por otro, es el horizonte en el que la libertad
individual puede desplegarse hasta sus últimas consecuencias;
ahí la libertad puede ser solidaria transnacionalm ente.
Las m odernas filosofías de la historia son un buen expo­
nente de esta voluntad universalista. Se trataba de establecer la
relación o la responsabilidad entre el todo y las partes y vice­
versa. Este trasfondo norm ativo en las filosofías de la historia
se hace plausible si tenem os en cuenta que las tales filosofías
son la m ediación entre las puras exigencias filosóficas de una
época y la esfera de lo político. Tom em os —tal y com o hace
Luc Ferry*— com o postulado mayor de la filosofía m oderna al
«principio de razón», esto es, la indagación de razones en vir­
tud de las cuales poder pensar la objetividad del objeto o poder
definir la realidad de lo real. Este m oderno principio filosófico
puro adm ite tres modalidades: a) la «hegeliana» según la cual
lo real es racional; b) la «heideggeriana», según la cual la exis­
tencia nada tiene que ver con el «principio de razón»; c) la «kan­
tiana», según la cual lo real, sin ser en sí exclusivamente racio­
nal, es de todas formas razonable o racionalizable.
Pues bien, estas tres m odalidades del «principio de razón»
darían lugar a las siguientes cuatro form as de filosofía de la

*L. Ferry, Filosofía política. El sistema defilosofías de la historia, México, FCG. 1991. pp. 8-39.

68
historia: 1* La hegeliana: si se plantea lo real com o lo racional
tendríam os una visión racionalista e hiperrealista de la histo­
ria. Si cada hecho se acopla al sentido global, no hay lugar para
que las cosas sean de otro m odo a com o son, es decir, no hay
lugar para una visión m oral del m undo. La única moral sería la
derivada de la «inteligencia de la necesidad»; 2a La kantiana: la
historia sería el resultado de una praxis hum ana, pero aplicada
a una inercia natural resistente. Esto significa que el hom bre
actúa desde el exterior de la realidad sobre lo real, en nom bre,
por ejemplo, de una idea m oral universal. El sentido se verá al
final y nunca será de los individuos concretos sino de la espe­
cie; 3a Esta form a sería un precipitado de la prim era —la filo­
sofía hegeliana de la historia— y de la segunda —las ideas kan­
tianas de una historia universal—: el resultado sería una
explosiva «ciencia revolucionaria» de la historia tal y com o apa­
rece en el «socialismo científico». Al poner la voluntad al servi­
cio de la necesidad nace el rigor totalitario: hay que hacer que
el destino se cumpla. Es el terror del totalitarismo; 4a A hora se
trataría no ya de fundir las dos prim eras formas sino de supri­
mirlas dando a luz la deconstrucción heideggeriana de la histo­
ria: la substancia de la misma estaría constituida por interrup­
ciones, por lo extraordinario. Se liquida todo recurso al
«principio de razón» o de causalidad, considerando lo real
com o irreal y a la historia com o «el m ilagro del ser» siem pre
inexplicable e indomable [sic H. Arendt].
Si esto fuera así, las m odernas filosofías de la historia esta­
rían abocadas a un callejón sin salida, sin otra escapatoria que
la necesidad de responder satisfactoriam ente a la siguiente
doble cuestión: ¿cómo im aginar un uso del «principio de razón»
que no conduzca ni al racionalismo (forma Ia), ni al irraciona­
lismo (forma 4a)? Y ¿cómo conservar una mirada ética sobre la
política sin que lleve al totalitarism o (forma 3a) o a la indiferen­
cia respecto al sufrim iento individual (form a 2a)? Parece que
estam os atrapados, pues por doquier acechan tentaciones, ya
sean racionalistas, irracionalistas, totalitarias o progresistas.

69
La tentación verdadera, sin em bargo, es la de abandonar
toda pretensión de universalidad. Y esa tentación se extiende
por doquier. Estamos asistiendo a toda una cadena de abando­
nos de dicha pretensión. Prim ero fueron les nouveaux philo-
sophes con su denuncia sin paliativos del totalitarism o propio
de las filosofías de la historia; luego les postmodcmes, con su des­
pido de los m etarrelatos, y los pragmáticos con su teoría de la
inconm ensurabilidad que consagraba el relativism o cultural;
hoy es el m om ento de las apologias del individualismo ético,
de la ética del am or propio, m añana la del egoísm o... ¿Habrá
que elegir entre individualismo ético y holism o histórico? Es
aquí precisamente donde interviene Walter Benjamín con una
propuesta digna de tom arse en serio.

Benjamín com parte con los postm odernos la crítica a los


m etarrelatos y a las visiones holísticas de la historia, pero a dife­
rencia de estos no renuncia a alguna form a de universalidad.
Podemos referirnos a este difícil equilibrio bajo la idea de uni­
versalidad negativa.
A este respecto dice el pensador alemán que «no toda histo­
ria universal tiene que ser reaccionaria. La historia universal que
carezca del principio “constructivo" sí que lo es. El principio
"constructivo" de la historia universal perm ite representar lo
universal en lo particular. Es un principio, dicho en otras pala­
bras, monadológico»'’. Hay pues una historia universal que no
es reaccionaria; se trata de aquélla que, gracias al principio
«constructivo», perm ite ver el todo en cada parte. Es una reduc­
ción de la historia universal a monadología. Examinemos pues
en qué consiste ese principio «constructivo» que perm ite una
visión monadológica de la historia universal, visión que seria la
clave de la negatividad propia de la universalidad benjaminiana.

’ iNidujeAe Univcrsalgeshichte muss rtaktiondr sein. Die Umversalgcschiehie ohne konstruktives


Prinzip ú t es. Das komtrufctiVr Prinzip Aer Umversaigeschicitte erlaubt es, sie m Aen panietten zu
reprAsentieren. Es ist mit anAcren Worten ein monaAologisches* (W. Benjamín, GS I. 3, 1234).

70
Benjamin distingue entre Konstruktion y Rekonstruktion. En
efecto, «para el m aterialista histórico es im portante distinguir
rigurosam ente entre “construcción" y "reconstrucción" de un
contenido histórico. La "reconstrucción” en la empatia es una
simpleza. La “construcción" supone una previa destrucción»,0.
La «reconstrucción», al igual que el historicismo, se refiere al
pasado que está presente, al pasado que ha ido tejiendo un sutil
hilo de Ariadna entre el pasado y el presente, es decir, un pasado
que ha cristalizado en tradiciones reconocidas en virtud de las
cuales podem os transitar desde el presente al pasado. Ese hilo
de Ariadna o empatia perm ite presentar al pasado com o garan­
tía de origen del presente. La «reconstrucción» del pasado sería
la actualización de un pasado que siempre ha estado presente
en la tradición com o fundam ento implícito del presente-dado.
La «reconstrucción» sería pues com o la legitimación por el ori­
gen del presente que es la parte victoriosa de la historia. La
«reconstrucción», com o el historicism o, es ideología de los
vencedores.
El concepto de Konstruktion, sin em bargo, connota la ru p ­
tura del hilo de Ariadna que explica la Rekonstruktion, o com o
dice Benjamin «supone una previa destrucción». Rompe la con­
tinuidad histórica. Veamos cóm o. La Konstruktion alcanza el
pasado no po r el cam ino real de la tradición, de lo existente,
sino m ediante un salto en el vacío («el salto del tigre al pasado»,
Tesis 14). Al saltar hacia un pasado que no tiene conexión con
el presente, hacem os presente algo nuevo. Esa presencia
inédita es, por un lado, destrucción o crítica del presente-dado
y, por otro, creación o apuesta por un presente nuevo.
La universalidad del concepto de Konstruktion se revela en
su pretensión de no perder nada del pasado. Es ésa una preten­
sión que caracteriza a las filosofías de la historia y tam bién al

” •Fiir den materialistischer Historiker ist es wicfttig, die KonsLruktion emes historischen
Saehverhalts aufs strengste wm don zu unterscheiden, was mún gcwShntich seine 'Rekonstruktion'
nennt. Die ‘Rekonstruktion’ in der Ein/iíltlung ist einschkhtig. Die 'Konstruktion' setzt die
Destruktion voraus» (W. Benjamin, GS V. 587).

71
historicismo. Pero no lo consiguen. Las filosofías de la historia,
en efecto, fabrican un concepto comodín llamado «precio de la
historia» en el que colocan todo lo que en la cuenta final de
resultados es irrelevante. Lo relevante es lo conseguido con ese
precio. Ese anonim ato de los m om entos constitutivos del «pre­
cio de la historia» es una forma em inente de olvido. Los histo-
ricismos tam poco lo logran ya que sólo se interesan por el
pasado que habiendo sido sigue siendo. El pasado olvidado y
derrotado no ha lugar. Ésa es la fuerza de Benjamín: que al cen­
trar su mirada en lo invisible para los demás, pone delante de
nuestros ojos toda la realidad.
Su visión, sin embargo, no es plana. Cada plano, por el con­
trario, tiene diferente profundidad. Al sacar de lo profundo del
olvido aquel pasado sobre cuyas espaldas está construido el
presente, el presente se tam balea. La visión que se consigue
desde lo alto de ese recuerdo rescatado derrite la contundencia
del presente-dado y perm ite entonces un presente alternativo.
En la socavación de la legitimidad vigente se apunta la negati-
vidad de esta universalidad.

Q ueda p o r aclarar en qué sentido el «principio construc­


tivo» es m onadológico, es decir, en qué sentido la universali­
dad se juega en la singularidad del presente instaurado por el
principio de la Konstruktion. Hay sistem as de pensam iento,
com o las filosofías progresistas de la historia, que consideran a
la parte en función del todo. Para la Monadología, por el con­
trario, el todo se juega en cada parte: «la obra de una vida está
conservada en la obra, en la obra de una vida la época y en la
época el decurso com pleto de la historia» (Tesis 17). ¿En qué
consiste la fuerza com prom etedora de lo singular? ¿Qué signi­
fica cuestionar el todo desde la parte y supeditar el futuro al
instante presente?
La respuesta a esta pregunta sobre la relación entre lo uni­
versal y lo particular no se da ni en una filosofía m oral, ni en
una filosofía de la historia, sino en una teoría del conocimiento.

72
Dice Benjamín, en efecto, que «el m aterialista histórico se
acerca a un asunto de historia únicam ente cuando dicho
asunto se le presenta com o mónada» (Tesis 17). El sujeto cog-
noscente —aquí llamado «materialista histórico» para señalar
la naturaleza necesitante del sujeto cognoscente— se aproxima
a su objeto en tanto en cuanto éste se le presenta com o
mónada. Pues bien, lo que caracteriza a esa m ónada es el «mes-
sianische Stilbtellung des Geschehens», esto es, la reivindicación
de exigencia salvífica de cada acontecer. Lo singular no es el
precio anónim o del sentido de la especie, ni m oneda de cam ­
bio para la felicidad de generaciones futuras, sino exigencia
absoluta de salvación. La m ónada supone, consecuentem ente,
rom per el continuum de cualquier versión progresista o histori-
cista de la historia. Q ueda po r saber algo más sobre el objeto
de conocim iento por el que se interesa ese sujeto necesitado
de interpretación, que es el «materialista histórico». Pues bien,
ese objeto capaz de crear una visión m onadológica de la uni­
versalidad es «el pasado oprim ido» (Tesis 17). El encuentro
entre un sujeto necesitado y un objeto oprim ido produce «la
médula tem poral, que se oculta tanto en el sujeto cognoscente
com o en el objeto conocido»11, en que consiste la verdad. El
juicio que m erece al sujeto cognoscente esta «unterdrükte
Vergangenheit» se convierte en un tribunal de la historia en el
que ésta se juega su sentido. Si hace valer los derechos de los
vencidos, la historia queda absuelta, pues renuncia a reprodu­
cir la lógica letal que ofrece progreso a cam bio de víctimas.
Claro que nunca podrá un juicio político, com o es éste, hacer
justicia a las injusticias pasadas, pero al reconocer los derechos
pendientes de las víctimas se prohíbe a sí mism o reproducir la
lógica letal del pasado.
La m ónada hace pues referencia a una determ inada estruc­
tu ra del presente. N o cualquier presente es pues m onadoló-
gico sino sólo aquél que pueda ilum inar creativamente toda la

" •Zrilhrrn welchcr im F.rkannten urni Erkennendm zugleúk steckI» (W. Benjamín, GS V, 578).

73
realidad. Ese presente anim ado por el pasado es rescatado del
olvido. Volvamos ahora al ejem plo de América que hem os tra­
tado más arriba. Los españoles se refieren a ese acontecim iento
desde una conciencia superior de «conquistadores» o «coloni­
zadores» o de «madre patria». Si se arriesgaran a ver esa misma
historia con los ojos de los «otros», es decir, si hicieran suya la
visión del vencido, no sólo verían aquél acontecim iento de otra
m anera, sino que tendrían que cuestionar su identidad actual.
¿Acaso la identidad española no está forjada sobre interpreta­
ciones triunfalistas de este acontecim iento? Ahora bien, cues­
tionar la identidad actual es plantearse una nueva identidad
donde lo propio, el ser propiam ente español, consistiría en
hacer justicia al otro. En el carácter m onadológico del princi­
pio constructivo queda subrayada la dim ensión negativa de
esta nueva responsabilidad: la identidad propia no está dada
por la historia sino que debe ser conquistada m ediante una
negación de la mismidad y una interiorización de la alteridad.
La conjunción del doble concepto de Konslruktion y mona-
dología p erm ite pues la expresión universalidad negativa.
Estamos ante una pretensión de universalidad no tanto porque
la Konstruktion trae a la vida un pasado que fue y fue olvidado
porque no consiguió seguir siendo, sino porque afirma el valor
absoluto de ese pasado perdido; ese pasado, en efecto, no es el
precio de la historia (progresismos) ni algo que no m erece con­
sideración científica porque está perdido (historicism o). Es
algo, com o enseguida verem os, que en su peculiar singulari­
dad tiene un sentido universal.
Hablamos de una universalidad negativa en un doble sentido.
Por un lado, la presencia del presente-inédito o posible con­
lleva la negación del presente-dado y, por otro, el presente-posi­
ble no es m era sustitución del presente-dado, lo que sólo sería
cambiar un sujeto por otro, pero dejando intacta la vieja lógica
opresora. El cambio es dialéctico: se vacía al presente-dado de
su ideológica pretensión universal para enseguida introducir
en la lógica de la actualidad el punto de vista del pasado-inédito

74
que perm itirá un presente nuevo. Este ju eg o dialéctico lo
explica Benjamín en el escrito «El narrador». En un m om ento
determ inado quiere m ostrar nuestro a u to r la capacidad crea­
tiva de relatos destructores y, para ello, recurre a la experiencia
de los místicos. Dice Benjamín que «las naturalezas elem enta­
les de sus Erzahlungen aus der alten Zeit [está hablando de
Leskov] se lanzan, arrastradas po r las pasiones, hasta su pér­
dida. Pero esa pérdida, justam ente, suele ser considerada por
los místicos com o el punto en el que, en un abandono total, se
produce el cambio a la santidad»11. Tenem os pues que para el
místico la pérdida de lo más inmediato de sí, el abandono total
de sí mismo, es la antesala de la felicidad: «Die Konstruktion setzl
die Destruktion voraus».
E ntretengám onos un instante en este punto. Dice José
Ángel Valente, un profundo conocedor de la mística de Juan
de la Cruz, com entando las prim eras estrofas de la «La noche
oscura» que

«la vía que lleva al alma a la entera salida de sí misma (la salida prefi­
gura la iluminación) ha sido reiteradamente escrita en la tradición
mística como un proceso de absoluta desposesión. Sólo en la des­
apropiación, en el desasimiento, en la pobreza, es posible la salida
del espíritu, la radical salida de la noche oscura. La pobreza es el otro
nombre de la vacuidad o del vacío o de la nada que ha de operar en
su interior el alma para hacerse lugar de la iluminación»'1.

Hay pues una relación entre pobreza e ilum inación así


com o entre posesión y ceguera. Pero ¿qué significa esa pleni­
tud que adviene tras el abandono o desposesión? Eso lo explica
el m ístico abulense en la Canción ix del «Cántico Espiritual»,

“ «Die Elmcntarnaturcn seiner “Erzahlungen aus der alten Zeit" (está hablando de Leskov) gehen
in ihrer riicksichlslosen Leidenschaft bis ans Ende. Dieses Ende abet ist gerade Mystikern gern ais
der Punkt erschienen, an welrhem dic ausgemachte Verwetfenheít in Heiligkeit umschldgf (W.
Benjamín, G S11.2,462).
"J. A. Valente, Variaciones sobre el pájaro y la red, Barcelona. Tusquets, 1991, p. 91.

75
cuando dice: «Oh cristalina fuente / si en esos semblantes pla­
teados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo
en mis entrañas dibujados». La Amada habla al Amado que ha
huido hacia las entrañas de la Amada. Ésta pide a la fuente que
refleje la mirada del Amado que ella lleva en sus entrañas pues
sólo con la mirada del otro puede ella verse a sí misma. A este
respecto, com enta Valente:

«Pide a la fuente que refleje no una imagen sino una mirada. Pide a
la fuente que la ayude en su alumbramiento, que es el alumbra­
miento de un mirar. El alumbramiento del mirar del otro: del otro
de sí, del infinitamente otro que la constituye. No pide ver, pide ser
vista. Porque la plenitud del ser es ser plenamente en la mirada del
Amado»1'.

Para ver necesito renunciar a mi m irada (es el m om ento


destructivo) y aceptar ver con la mirada del otro. Al hacer mía
la m irada del otro (traducción ética: al hacer mía la causa del
o tro ) ocurre lo siguiente: a) m e veo com o soy (traducción
ética: conquisto mi identidad, accedo a la dignidad de sujeto
m oral); b) el o tro se hace visible (traducción ética: el o tro se
manifiesta com o interpelante poniendo en evidencia el carác­
ter intersubjetivo de la relación ética); c) podem os ser vistos
com o som os (traducción ética: en una sociedad de hom bres
desiguales, com o es la nuestra, el «opresor» no se descubre en
su inhum anidad por sí m ism o sino sólo cuando descubre su
imagen en la mirada del «otro», que es la víctima de la injusti­
cia). Verse es ser visto. Gracias pues a la m irada del otro (que
es el pasado inédito), aparece en toda su particularidad e injus­
ticia la actualidad del presente y se postula un nuevo presente
en el que se reconozcan los derechos de ese pasado vencido. Es
decir, se postula acabar con la lógica histórica que lleva a cons­
truir el presente sobre las espaldas de los vencidos.

" Ibid.. pp. 80-81.

76
Resum am os el hilo conductor del discurso. La Aufklürung
aparece com o el m om ento en el que la hum anidad tom a con­
ciencia de su universalidad. Lo que ocurre es que esa universa­
lidad es particular, eurocéntrica. E uropa la interpreta com o
dom inio y Hegel denuncia el consecuente nacionalismo ético.
La filosofía intenta salir de la paradoja de una universalidad
particular m ediante las filosofías de la historia. Hoy, sin
embargo, las tales filosofías están desacreditadas y son objeto
de contundentes descalificaciones: irracionalism o, totalita­
rismo, progresismo, etc. Queda el refugio del individualismo o
la consagración del particularism o. Es aquí donde em erge
Benjamín con una propuesta digna de ser considerada: en él
podríamos encontrar algo así com o una universalidad negativa.
Esa negatividad de la universalidad se asienta sobre dos con­
ceptos: el de Konstruktion y el de monadología.
La construcción del pasado exige acabar con una construc­
ción de la historia que reproduce etern am en te los cánones
heredados; es, po r tanto, construir el presente teniendo en
cuenta el pasado que no está presente. No se trata de sustituir
el presente-dado por el presente-posible sino construir el pre­
sente teniendo el cuenta los derechos de los vencidos. Se trata
de rom per la lógica histórica del presente-dado. La universali­
dad de este concepto estriba en el derecho de todos y cada uno
a la felicidad. Nadie es el precio de la historia. Y esa universali­
dad se pone de m anifiesto al reivindicar a aquellos que hasta
ahora eran precisamente el precio de la historia: los vencidos.
El concepto de m ónada enfatiza el carácter negativo de
nuestra universalidad. La m onadología en Benjamín rem ite a
una teoría del conocim iento, esto es, al encuentro entre un
sujeto insatisfecho con su presente (de ahí el concepto de nece­
sidad que anim a al «m aterialista histórico») y un objeto que
tam poco tiene lugar en este presente («die unterdrückte
Vergangenheit»), Desde el m om ento en que nuestro sujeto
asume la razón del objeto, es decir, cuando hace suyos los dere­
chos insatisfechos de los vencidos, lo que está postulando es un

77
tipo de presente o, si se quiere, un tipo de quehacer político
cuyo progreso no seguiría cobrándose víctimas sino que se arti­
cularía teniendo en cuenta los intereses de los herederos de los
vencidos de la historia: los pobres y marginados. Es una univer­
salidad negativa porque lo que aquí se postula no es la m era alte-
ridad, ni el m ero reconocim iento del otro, sino que el ego
asuma la razón del otro, haga suya la causa del otro. Y puesto
que estam os hablando en térm inos históricos, en los que el
otro es un ser desigual, de lo que se trata es de que el ego haga
suya la causa del injustam ente desigual. Esa asunción, que con­
lleva la negación de sí mismo, es constitutiva de la universali­
dad (algo más que m era m oralina) pues sin ella no hay m anera
de rom per la lógica luctuosa de la historia que sólo sabe pro ­
gresar cobrándose victimas.
Tras lo dicho, y por lo que respecta a América, no se trata
sólo de reconocerla en su diferencia, es decir, poder «descu­
brirla» y acabar con la pretensión europea de «inventar»
América (prim ero, em peñándose Colón en decir que aquello
eran las Indias y, luego, em peñándonos en hacerla en función
de nuestros intereses). Se trata de algo más: de «descubrirnos»
a nosotros mismos en tanto en cuanto pensam os a Europa con
los ojos de los amerindios, interiorizando sus derechos no res­
petados por los europeos. Se trataría entonces de poner fin a
una lógica occidental que llevó antaño a la «conquista» de
América y hoy se perpetúa con nuevas form as de dom inio. A
eso lleva la universalidad negativa.

78
3. Lo que encontré en México

1. Toluca, 1987
Mi p r i m e r v i a j e a A m é r i c a f u e en enero de 1972. Llegué a
Santiago de Chile el mismo día que Fidel Castro se despedía de
los chilenos en el estadio de fútbol. C uando alcancé el hotel
m e dijeron que en ese m om ento com enzaba a hablar el líder
cubano, así que agarré una «guagua» y m e fui al estadio. Pude
oírle aún, lógicam ente. Estuve cuatro m eses en Chile sor­
biendo los vientos de aquel experim ento político. Cuando en
septiembre del año siguiente tuvo lugar el golpe, se truncaron
mis ganas de volver a América.
Hasta que apareció Fernando Salmerón. Debió de ser en el
verano de 1986. Yo estaba aún en el M inisterio de Educación
y Ciencia y Javier M uguerza m e llam ó para decirm e que un
profesor mexicano estaba interesado en conocer las reform as
educativas que nosotros habíam os em prendido a lo largo de
ese prim er gobierno socialista. Vino a verm e, efectivamente,
y me sorprendió que un académico tuviera tanto interés y un

79
conocim iento tan porm enorizado de los problemas de la ense­
ñanza básica y de las medias. H ablam os de la L.O.D.E. (Ley
Orgánica del Desarrollo de la Educación), de la L.R.U (Ley de
Reform a Universitaria) y de la «Ley de la Ciencia», que aún
estaba en proyecto. Salm erón disfrutaba un año sabático en
España y tuve la ocasión de hablar con él más veces, en la
Residencia de Estudiantes y en el Instituto de Filosofía que se
acabada de fundar y del que me habían nom brado presidente
del Patronato. Me llamó la atención el interés que tenía po r­
que los filósofos españoles fuéram os a México. Pensé en ese
m om ento que sólo era una señal de su infinita cortesía.
Pero la cosa iba en serio. Meses después recibimos, los que
le habíam os oído hablar de esa conveniencia, una invitación
para ir al, creo, IV Congreso Nacional de Filosofía, que debía
celebrarse en Toluca, en el mes de octubre. Allí nos encontra­
m os m uchos que, po r prim era vez, íbam os a México: Paco
Alvarez, Ana Lucas, Paco Martínez, Antonio Escohotado, etc.;
sin que faltaran los «veteranos»: M uguerza, Q uintanilla,
Mosterín, Ludolfo Paramio, Toni Dom énech, etc. De allí salió,
com o luego diré, el proyecto de la Enciclopedia Iberoamericana
de Filosofía.
El Congreso term inó un viernes y, m ientras el grueso del
personal aprovechaba el sábado para una excursión, Salmerón
nos invitó, a M uguerza y a mí, a volver con él y con Olivé, en
un coche. En el alm uerzo volvimos a hablar del proyecto que
entre tanto había crecido en deseo hasta convertirse en una
necesidad. Recuerdo su insistencia en dos notas que debían
acom pañar un proyecto de esa m agnitud, si no quería m alo­
grarse: la calidad y el respeto, léase, la pluralidad y representa-
tividad en las decisiones.
De ese prim er viaje a México regresé a España con una obse­
sión y un deseo. La obsesión de buscar medios en el Ministerio
de Educación y de convencer a mis antiguos compañeros de la
bondad de la iniciativa. Y el deseo de que se reconociera al viejo
Eduardo Nicol con la Gran Cruz de Alfonso x El Sabio...

80
La acogida al proyecto fue excelente por parte del Ministro,
José María Maravall y de Emilio Muñoz, a la sazón Secretario
del Plan Nacional de Investigación. A com ienzos de 2008 ese
proyecto es una realidad con 29 volúmenes. También concedió
el Consejo de Ministros a Eduardo Nicol la máxima condeco­
ración del Ministerio de Educación y Ciencia.

2. De Jalapa a Rufino Tamayo


Dos años más tarde, 1989, volví al V Congreso Nacional que,
esta vez, tuvo lugar en Jalapa. Participé en una mesa redonda
sobre ética y política en la que tam bién estaba Luis Villoro. Yo
m e referí a un personaje con el que acababa de toparm e y que
luego dió m ucho juego. Unos meses antes del Congreso inter­
vine en una de las llamadas «Jornadas de Jávea», que tuvo lugar,
sin embargo, en Madrid. El tem a del debate era el futuro de la
izquierda. Estábamos en plena Perestroika y a punto de derrum ­
barse el m uro de Berlín. Yo llevaba una carpeta con alguna
documentación. Entre otros papeles, un largo artículo que aca­
baba de publicar El País, de Francis Fukuyama, titulado «El fin
de la historia». M ientras esperaba atento la hora de m i inter­
vención, disfrutaba por adelantado del impacto que iba a tener
m i crítica a un papel escrito con tanto desparpajo. Todo mi
gozo se fue a un pozo cuando observé que Michel Rocard leía
el m ism o artículo en Le Monde, Lucio Pellicani en italiano y
Oskar Lafontaine en alemán. De eso hablé en Jalapa y mi sor­
presa fue grande cuando vi que el sábado siguiente al
Congreso tam bién lo publicaba el diario La Jornada.
Salm erón nos organizó un viaje de vuelta fantástico,
pasando por El Tajín y volviendo a México en m edio de una
torm enta descomunal. Por alguna razón sindical, el chófer se
negó a llevarnos al Hotel Diplomatic y nos dejó junto al Palacio
de Bellas Artes. Me interesó el lugar y volví al día siguiente.
Allí descubrí un mural de Rufino Tamayo, titulado Nacimiento
de nuestra nacionalidad, que visito sistem áticam ente, desde

81
entonces, en todos mis viajes a México. Intenté hacerle unas
fotos pero no había m anera de superar las inmensas columnas
que lo flanquean, así que decidí garabatear unas notas que aca­
baron siendo las siguientes líneas de mi libro Memoria de
Occidente:

«La obra ilustra la presencia opresora del conquistador. El símbolo


de ese poder europeo que aniquila la cultura prehispánica es una
columna jónica. El conquistador no sólo agrede con armas mortífe­
ras sino con todo el potencial de la cultura grecolatina. Con ella ataca
a la serpiente, símbolo de la cultura preshispánica. En la parte infe­
rior del mural, una mujer indígena da a luz a una criatura, mitad
blanca, mitad morena, símbolo del mestizaje que sobrevivirá al con­
quistador. En la existencia del indígena está grabada la experiencia
de la ausencia. Gracias a la memoria podrá distanciarse del presente,
echando de menos esa ausencia...».

3. De la Visión de los vencidos a la Razón de los vencidos


Volví un año después, invitado por Juliana González, Directora
del D epartam ento de Hum anidades del la UNAM, para dar un
breve curso sobre W alter Benjamín. Acababa de entregar a mi
editor un libro que quería reflejar de alguna m anera ese
m om ento de «nuestro tiempo». Fue entonces cuando visité por
prim era vez el M useo de Antropología. Tengo grabado en la
m ente mi deam bular, durante todo un día, po r el m useo, así
com o algunos de aquellos letreros: «estos toltecas», se leía en
la sala a ellos dedicada, «eran ciertam ente sabios. Solían dialo­
gar con su propio corazón». ¡Casi nada! Al caer de la tarde y
estando ya agotado y golpeado po r tantas impresiones recibi­
das, m e senté en la cafetería m ientras ojeaba algunos de los
libros que allí tenían expuestos. Me llamó la atención el título
de uno de ellos pues casi era idéntico al del libro que yo aca­
baba de entregar a la editorial. Se titulaba La visión de los venci­
dos, de León Portilla, y, el m ío La razón de los vencidos. Me puse

82
a leerlo y se acabó el museo. Allí estuve hasta que me echaron.
Y seguí en el hotel, hasta el final.
Fue una experiencia form idable pues delante tenía la
prueba docum ental de lo que yo andaba buscando. Nunca uno
m ism o, desde sí m ism o, alcanza al otro. Pero ese o tro nos es
vital porque es com o si tuviera el secreto de nuestra realidad.
No era sólo un problem a m oral lo que estaba en juego: no se
trataba sólo o tanto del respeto al otro, del reconocim iento del
daño que hacem os al otro con nuestras actividades estimadas,
virtuosas o valerosas. Era algo más: hurgando en la propia con­
ciencia, en la propia identidad, no llegamos a ningún sitio. Es
el otro, la m em oria del otro, la pregunta del o tro la que nos
despierta a la vida, a la subjetividad m oral, al conocim iento
p uro y sim ple. Verse con la m irada del otro. C ontem plar a
Europa (patria del logos, lugar del Espíritu universal) desde
América, desm ontar o deconstruir la pretendida universalidad
de la razón universal desde la exterioridad del históricam ente
negado, sometido... pero que tiene memoria.
No he hecho desde entonces más que dar vueltas a la expe­
riencia del Museo de Antropología. Si hubiera podido organi­
zar mis estudios desde esa experiencia hubiera estudiado la cul­
tura pre-hispánica. Pero com o no se puede rebobinar la
historia, orienté mis impulsos hacia la exterioridad más p ró ­
xima: hacia el judaism o. Reorganicé todos mis trabajos, mis
ficheros, mis proyectos en torno a esa experiencia. De Atenas a
Jerusalén. Pero curiosam ente casi todo pasa por México. No
pierdo ocasión de volver a ese país. Vuelvo a los sitios en los que
he estado. Es entonces cuando tengo la sensación de descubrir
lo nuevo. El prim er contacto con lo nunca visto me resulta irre­
levante, quizá por lo desmesurado. Necesito volver y volver, en
silencio, incorporarm e discretam ente al paisaje para dejarm e
llenar por eso otro. Me siento parte del paisaje de Cacaxtla, de
Tonantzintla, de los alrededores del Templo Mayor o de las rui­
nas de la Plaza de Tlatelolco. Luego, ya en la distancia, hay
com o un encuadre que ha ido cimentándose desde m uy lejos,

83
desde las lágrimas de los prim eros vencidos hasta la generosa
placa en la Plaza de las Tres C ulturas: «no fue triunfo ni
derrota. Fue el doloroso nacim iento del pueblo mestizo que es
el México de hoy».

4. El exilio
En el prim er viaje conocí a Eduardo Nicol. Una noche, durante
el C ongreso de Toluca, cenam os Ana Lucas, Francisco
M artínez y yo con él y su esposa. Nicol nos habló de él, de su
carrera académica, de su papel com o oficial republicano y de
su defensa de Catalunya. Recuerdo el detalle con que nos
narraba las m ejoras que introdujo en uno de los cañones para
optim izar sus prestaciones. Pero en aquella entregada y apasio­
nada narración, Nicol nos quería decir algo más: que formaba
parte de nosotros m ism os, aunque nosotros no supiéram os,
hasta ese m om ento, quién era él. Reivindicaba su lugar en la
historia de la cultura y de la filosofía española, a pesar de que
desde aquí sólo le llegaba el silencio y la indiferencia y el des­
conocimiento. Nos quedam os solos en el comedor. Su esposa,
que había asistido silenciosa a la conversación, nos dijo, m ien­
tras nos despedíam os, que hacía m ucho tiem po, m ucho
tiempo, que Eduardo Nicol no hablaba así, con ese calor y ese
dolor de sí mismo.
También estaba por allí Sánchez Vázquez, que a algunos de
nosotros nos resultaba más conocido y cercano. H ubo en
Toluca una célebre mesa redonda sobre el pensam iento ibero­
americano. A las intervenciones de los ponentes se sum ó la de
uno de los oyentes, el profesor cubano Valderrama, quien no
tuvo em pacho en hacer frente a los acalorados defensores de
una filosofía latinoam ericana de la liberación, con esta refle­
xión: «para qué nuevas filosofías de la liberación si ya tenem os
al marxism o-leninismo». Coincidí con él y con Sánchez
Vázquez de vuelta al hotel. El bueno de Sánchez Vázquez tra­
taba de hacerle ver que el marxismo es, por supuesto, una filo-

84
sofia de la liberación, pero que lo del «marxismo-leninismo»...
No había m anera. C uando se despidió, Valderram a me
com entó con pesar: «a ver si llega la Perestroika a Cuba».
Nicol y Sánchez V ázquez, tan distantes en sus plantea­
m ientos filosóficos, eran una buena m uestra de la diversidad
y riqueza del exilio español, del que yo tenía bastante poco
conocim iento y escasa curiosidad. Fue Salm erón el que,
em peñado en una labor pedagógica tan suave en la form a
com o decidida en el fondo, nos acercó a ese continente. Gaos,
M orente, García Bacca, Xirau, etc. no eran sólo autores de
libros más o m enos conocidos — más m enos que más— , sino
personas de una historia que era la suya y que Salmerón, Nicol
o Sánchez Vázquez querían que fuera la nuestra. Me llenaba
de ternura ver cóm o algo tan «nuestro» com o Nicol era cui­
dado, mimado, conocido y estudiado por otros que no éram os
nosotros y que, com o Juliana González, lo habían hecho suyo.
Lo supuestam ente «nuestro» era realm ente lo suyo y, gracias a
eso, podíamos ahora recuperarlo de alguna m anera.
En México descubrí el exilio, de cuya im portancia estoy
cada vez más convencido. No me refiero sólo a su peso o valor
en la historia de las ideas, sino a su im portancia para la vida
social y política, aquí y ahora. Me he fijado en cóm o han ido
planteando su identidad nacional, cóm o la vivencia y la aco­
gida de y en otro país distinto al de origen, les ha ido «madu­
rando», liberando de un nacionalism o adolescente. Y es que,
cuando se tienen dos patrias, se libera uno de todas. Pues el
nacionalism o o el patriotism o no es tener una patria sino ser
tenido po r ella, perderse en ella. Cuando uno tiene dos, deja
de ser la propiedad de una y, por tanto, no pertenece a ella, ni a
ninguna, sino que se levanta uno ciudadano cosmopolita. Los
exiliados que yo he conocido no son nostálgicos de una patria
lejana sino auténticos ciudadanos del m undo. Para tiem pos
com o los nuestros en los que arrecia el nacionalismo, con toda
su cohorte de visceralismos y fanatismos, la enseñanza del exi­
lio es de impagable valor.

85
5. La deuda
He vivido m uchos años fuera de España: varios en París, uno
en Roma, seis en Alemania. Es verdad que uno va siendo de
los sitios que ha dejado, pero mi relación con México es m uy
distinta. Es com o mi lugar simbólico: no tanto un lugar físico
cuanto un p unto de vista, una experiencia, una m irada, esa
exterioridad a la que uno se expone para, desde ahí, tom ar la
m edida de uno m ism o y del m undo. Esa singularidad ha sido
posible porque m e he encontrado con personas extraordina­
rias, por su calidez y por su inteligencia; porque venim os de
una historia com ún, aunque desmesurada en sus hechos, cuyos
rasgos m ás significativos no están en nuestros libros sino en
sus tierras y en sus rostros; porque algunos fueron antes y nos
han estado esperando para decirnos no sólo lo que es México,
sino lo que nosotros habíamos perdido y no lo sabíamos.
Cuando nos preguntam os, com o lo hacíamos en el Prim er
C ongreso Iberoam ericano de Filosofía, si tenía sentido lo de
una com unidad iberoam ericana, yo m e digo a mí m ism o que
esa com unidad podrá llegar a form alizarse o no, pero que en
ese pasado que nos hem os dado están todos los elem entos para
ofrecer una visión propia, original del m undo, de un m undo
cuya lectura canónica ha sido y sigue siendo la que dan los
parientes de los que llegaron a América con la colum na jónica
de Rufino Tamayo.

6. La Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía


En octubre de 1987 nos encontram os en Toluca, en el IV
Congreso Nacional de Filosofía presidido por Juliana González,
un buen núm ero de filósofos provenientes de diferentes países
de habla hispana. Para m uchos de nosotros fue el prim er con­
tacto con México y pudim os apreciar no sólo el nivel de la filo­
sofía hispano y lusoparlante, sino el considerable cam ino reco­
rrido por muchos de aquellos pensadores que, ya por entonces,
se leían, se discutían y se apreciaban.

86
De una m anera natural em pezó a bullir la idea de que «algo
había que hacer entre todos». Se habían hecho m uchas cosas
entre individuos concretos, entre universidades y departam en­
tos, entre familias filosóficas. Faltaba una obra com ún escrita,
aunque tam bién ésa, al parecer, era una idea que venía de atrás.
A lo largo de la sem ana que duró el congreso quedó claro
que ese proyecto, de llevarse a cabo, tenía que pivotar sobre el
Instituto de Investigaciones Filosóficas de México, el C entro
de Investigaciones Filosóficas de Buenos Aires y el Instituto de
Filosofía del CSIC, cuyos directores respectivos eran León
Olivé, Oswaldo Guariglia y Javier Muguerza. El últim o día del
Congreso, Fernando Salmerón nos invitó a regresar a México
D.F. en su coche a M uguerza, a Olivé y a quien esto escribe,
presidente a la sazón del P atronato del Instituto de Filosofía
del CSIC. Recuerdo la insistencia con la que, du ran te el
alm uerzo, Salm erón hacía hincapié en dos notas que debían
dom inar el proyecto: la calidad de las colaboraciones y el prin­
cipio democrático para la tom a de decisiones.
Se m e encargó que hiciera unos prim eros sondeos para
saber si podríam os contar con el respaldo económ ico e institu­
cional indispensable para tan am bicioso proyecto. Hablé con
José María Maravall, Ministro de Educación, que apoyó incon­
dicionalm ente la aventura, sugiriéndom e que m e dirigiera a
Emilio M uñoz, Secretario G eneral del Plan Nacional de
Investigación, para presentarle un proyecto detallado de lo que
entonces llamábamos Enciclopedia Hispánica de Filosofía.
Había que hacer el plan y de acuerdo con los criterios de
Salmerón, es decir, asegurando la calidad y la democracia en la
tom a de decisiones. Esto de la democracia era una caracterís­
tica singular que iba a distinguir este proyecto de cualquier otro
que fuera un m ero proyecto editorial. Una editorial puede per­
m itirse el lujo de salvar la calidad apostando por un director
com petente que decide sin co n tar con nadie. La EHF, por el
contrario, era algo más que un proyecto editorial, era un expe­
rim ento en el que participantes muy diferentes, con criterios e

87
intereses m uy dispares, querían hacer una obra com ún con «lo
m ejor de cada casa», sí, pero a sabiendas de que nadie com o
uno m ism o conoce la suya. Había, pues, que contar con los
demás fiándonos de su criterio.
Para la elaboración del proyecto inicial nos reunim os en
M adrid, en m arzo de 1988, León Olivé, Osw aldo Guaríglia y
yo m ism o, con la colaboración cercana de Javier M uguerza,
José María G onzález y el asesoram iento, desde el Senado, de
Miguel Ángel Quintanilla. De ahí salió un prim er docum ento
en el que se decían, entre otras cosas, lo siguiente:

«Durante el pasado cuarto de siglo los países de habla española reci­


bieron distintas influencias tanto en Europa como de América del
Norte en materia de Filosofía. Muchos de los que hoy son catedráti­
cos e investigadores obtuvieron sus grados académicos en Alemania,
Inglaterra, Francia, Bélgica, Estados Unidos, etc. o realizaron en esos
países estudios de postgrado. Como resultado de esas diversas orien­
taciones, amén de la influencia española en los países latinoamerica­
nos, surgió una amplia gama de tendencias y corrientes, que han
interactuado entre sí, a veces polémicamente, pero que han termi­
nado por constituir una comunidad con apreciablc grado de origina­
lidad, autonomía y nivel científico. La carencia de una obra común,
que articule a todos estos especialistas de las diversas corrientes, hace
que en el momento actual no se perciba la existencia de esta inquieta
y emprendedora comunidad, ni se pueda apreciar la manera en que
se ha desarrollado un lenguaje filosófico con muchos rasgos comu­
nes, el cual amalgama la tradición española con las innovaciones
requeridas por la nueva problemática y su instrumental conceptual.
El presente proyecto se propone enmendar esta carencia a la par que
intensificar, desarrollar y consolidar los contactos institucionales
entre los filósofos de habla española a ambas márgenes del
Atlántico».

Se creó un com ité de dirección com puesto por Javier


M uguerza, León Olivé, Oswaldo Guriglia, Miguel Ángel

88
Q uintanilla y Reyes M ate, los dos últim os en funciones de
secretarios del proyecto, y un Com ité Académico con la fun­
ción de proponer «los tem as a cubrir, tanto en los volúmenes
monográficos com o en los simposios, así com o la selección de
los colaboradores y participantes en los mismos». Los mexica­
nos propusieron a Fernando Salm erón y Luís Villoro, los
argentinos a Ezequiel de Olaso y David Sobrevilla, éste últim o
peruano, y los españoles a José Luís A ranguren y Elias Díaz.
Pronto se com plem entó con los nom bres de E. Garzón Valdés
y Carlos Alchourrón. El organigram a, además de la inevitable
apelación a una «comisión asesora» que nunca vio la luz, se
com pletaba con un secretariado adm inistrativo a cargo de
Pedro Pastur y del que en un tiem po form ó parte Ana Lizón y,
ahora, María Teresa M eruéndano.
Una vez logrado el esqueleto, había que dar contenido al
proyecto. A lo largo de todo un año, cada país fue haciendo sus
tanteos y propuestas: había quien pensaba en un diccionario,
más que una enciclopedia; no faltaba quien tenía en m ente una
obra en fascículos y hay docum entos que hablan de una quin­
cena de títulos y cuatro obras colectivas que recogieran los
minicongresos que habrían de celebrarse a lo largo de los cua­
tro o cinco años que debería durar el proceso. Muchos recor­
darán, por ejemplo, las reuniones sectoriales en el Instituto de
Filosofía en las que se hacían planteam ientos de subtem as y
autores.
Todo ese m aterial fue procesado fundam entalm ente po r
Miguel Ángel Q uintanilla de suerte que el secretariado de la
EHF pudo presentar en la reunión del C om ité Académico
tenida en febrero de 1990 una propuesta que, salvo ligeras
variantes, es la definitiva. Ahí aparecen ya los 34 volúm enes
con sus tem áticas respectivas, se determ ina el m étodo de tra ­
bajo y se aprueban una buena parte de los coordinadores de
cada volum en. Al m ism o tiem po se presentan las grandes
líneas de lo que entonces llamábamos Enciclopedia Hispánica de
Filosofia.

89
7. La edición
Había que resolver el problem a de la edición. E ntram os en
contacto con la Sociedad Estatal del Q uinto C entenario que
decidió asumir com o suya la obra. Llegamos a firm ar un con­
venio según el cual ellos ayudaban parcialm ente a la financia­
ción del proyecto y decidian, en contrapartida, todo lo relativo
a su publicación. Tras varios tanteos editoriales se optó por la
editorial Trotta, al tiem po que se hacía la propuesta al Servicio
de Publicaciones del CSIC, que tam bién entró com o co-editor.
La relación con el Q uinto C entenario fue efím era, pues se
rom pió tras la publicación de los cuatro prim eros volúmenes.
Luego se intentó la participación del Fondo de C ultura
Económica, que no ha prosperado a pesar del interés que una
y otra parte tienen en el proyecto.
A partir de 1990 la Enciclopedia entra en su fase de lenta ges­
tación material. En 1992 Quintanilla renuncia a su función de
Secretario Ejecutivo y M uguerza a la de Investigador Principal,
asumiendo yo mism o una y otra tarea. M uguerza pasa a coor­
dinar al Com ité Académico. En diciembre de 1992, en la Casa
de América, presentam os los dos prim eros volúmenes del pro­
yecto que, por decisión del Com ité Académico, se llamará en
adelante Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía. La mesa estaba
presidida por el Ministro español de Educación, Alfredo Pérez
Rubalcaba, que nos había anim ado en los prim eros m o m en ­
tos, siendo Secretario de Estado de Educación, y José Luís
López Aranguren. El prim er título publicado es emblemático:
Filosofía Iberoamericana en la época del encuentro y, el segundo,
Concepciones de la ética.
Desde entonces, y a razón de varios volúmenes por año, ha
ido apareciendo en el mercado la inconfundible serie amarilla
de la ElAF.
El Com ité Académico se ha ido enriqueciendo con nuevas
incorporaciones. A partir, en efecto, del N° 3 (1993) aparecen
los nom bres del colom biano G uillerm o Hoyos, del chileno
H um berto Giannini y del uruguayo-venezolano, Javier Sasso.

90
Y desde el N° 15 (1998), los de Juliana González, Elias Díaz,
Barata M oura y Pedro Cerezo. También se ha ido sem brando
el listado del C om ité Académico de cruces. E ntretanto han
fallecido Alchourrón, Olaso, Aranguren, Salmerón y Sasso.

8. Resultados
¿Se han ido cum pliendo las expectativas?, ¿ha valido la pena
toda esa inversión espiritual y m aterial en la EIAF! En un sen­
tido sí ha valido la pena. Gracias a la EIAF se han multiplicado
las posibilidades de escribir con otros de asuntos afines. Nos
hem os pues leído más, conocido más y hasta quizá dialogado
algo. Y ¿qué es una comunidad cultural, en el fondo, si no una
com unidad de lectura y de discusión? T am bién nos vam os
dando a conocer colectivam ente d en tro y fuera de nuestro
territorio lingüístico. Sabemos que ha habido intentos de edi­
toriales italianas e inglesas por traducir partes de lo publicado
y que no han prosperado por razones económicas.
La EIAF ha movilizado muchas energías. En los 30 volúme­
nes publicados han participado unos 500 autores. Quizá se pueda
apreciar el papel integrador de la EIAF si la consideramos desde
el punto de vista del Prim er Congreso Iberoam ericano de
Filosofía, que ha sido un acontecim iento mayor. Este Congreso
es inexplicable sin la EIAF. Debería quedar bien claro, por tanto,
que la EIAF es algo más que un proyecto editorial. Nos im porta
no sólo presentar buenos textos sino tam bién construir una
com unidad filosófica iberoamericana. Ese m atiz diferenciador
afecta a la selección de tem as y, sobre todo, de autores. El papel
determ inante que en ese p u n to juega el Com ité Académico,
internacional y variopinto, explica la variedad de nom bres o el
que algunos de ellos sean desconocidos para el conjunto de los
lectores o de los autores de otros volúmenes. Seguro que son
todos los que están aunque no puedan estar todos los que son.
En cuanto al contenido, la valoración es más difícil. Fiel a la
consigna de Salmerón, queríamos y querem os una enciclopedia

91
de filosofía, de buena filosofía. Queríam os huir pues del tópico
casticista sin caer tam poco en el següidismo. C om o diría Luís
Villoro, ni ensim ism am iento ni alteridad. ¿Se ha conseguido?
En casi todos los volúmenes asoma el interés por lo hecho en
esos temas en nuestras distintas áreas geográficas. Pero si uno
se fija bien en la literatura manejada, seguimos leyendo más a
los de fuera que a los de casa. Quizá sea inevitable, si sólo valo­
ram os la calidad, pero m ayor atención y diálogo o polém ica
con lo que nosotros mismos hacemos, no estaría mal.
Al llegar a este punto, los espíritus se bifurcan en función
del análisis que cada cual haga de la realidad. Por m i parte,
estim o que esos dos peligros que am enazan a una obra de este
calado —el del ensim ism am iento y el de la alteridad— no lo
son en la misma m edida. Estam os, de hecho, m ucho más
expuestos al de la imitación que al del casticismo. Com o decía
el título de un simposio italiano-español: somos dos «filosofías
dependientes». No parece que nuestro mayor peligro venga de
la venalidad originalista cuanto de som eternos a la «agenda
mundial» que los del imperio imponen. Esa «agenda» no es un
m ero calendario o un orden del día sino, «lo que hay que
hacer». Un poco más de desparpajo o de atrevim iento no esta­
ría de más. Y un poco más de fidelidad a la tierra. La filosofía,
nos lo decim os constantem ente, es tan universal com o la
razón. Será por eso que la razón no tiene patria. Pero entre no
tener patria y no ser de ninguna parte, hay un abismo. Los pro­
blemas filosóficos pueden ser iguales o parecidos en inglés que
en castellano, en Otawa que en Barcelona. Pero las preguntas,
no. La pregunta tiene esa vividura, que decía Américo Castro,
que se hace invisible cuando la circunstancia que la dio origen
se formaliza en un problem a. Hay m uchas m aneras de expre­
sar la experiencia que apunta a la singularidad irreductible y a
la generalidad de la razón. Ese sabor de la sabiduría es lo que
anda un poco perdido en la ElAF. Porque si m alo es el casti­
cismo, m alo tam bién el esperanto. Con una diferencia, que el
prim ero, com o diría Pío Baraja, se arregla viajando y leyendo

92
más, m ientras que el segundo es com o un laberinto del que no
se puede salir, pues ¿adonde ir si lo que no cabe en la «agenda»
no vale la pena?
N o sería justo, en cualquier caso, exigir a un proyecto com o
la EIAF más de lo que un proyecto de este tipo puede dar de sí.
Aunque todos hagam os en esto un poco de «política de
Estado», son los Estados los que deberían tom arse un poco más
en serio facilitar las condiciones para que prospere una com u­
nidad filosófica hispano y lusoparlante. Aunque ambición no
nos falta. En los prim eros borradores de la Enciclopedia se decía
que la edición de los 35 volúmenes era sólo una parte del pro­
yecto. A postábam os por toda form a de com unicación, inclu­
yendo la docum entación, el intercam bio de profesores, la coor­
dinación de proyectos, la organización de encuentros. Si
ponem os el listón a la altura de todas esas expectativas habría
que convenir que sólo estamos en los prolegóm enos. También
hay que estar atento a las sorpresas y una de las más sonadas es
la noticia de que la EIAF está sirviendo de m odelo para un expe­
rim ento parecido en el campo de las ciencias de las religiones,
con varios títulos ya aparecidos.

93
4. Judaismo, Modernidad y Capitalismo

i.
«Ser ju d Io en n u e st r o dice ese buen lector de
t ie m p o »,

Rosenzw eig que es Levinas, «consiste m ás que en creer en


Moisés y en los profetas, en reivindicar el derecho a juzgar a la
historia, esto es, reivindicar el lugar de una conciencia que se
afirm a incondicionalm ente»'. Se puede ju zg a r a la historia
porque se está en el m argen. No se debe in te rp re ta r la con­
ciencia de m arginalidad histórica com o abstracción o desinte­
rés po r las cosas de este m undo. Al contrario, de lo que se trata
es de negarse a ser som etido p o r la lógica histórica, p o r la
jurisdicción de los acontecim ientos. La reivindicación de la
libertad frente a la lógica de la historia es la afirm ación rigu­
rosa de la incondicionalidad de la conciencia. Por eso escribe
casi desafiante Rosenzweig esta confesión program ática: «yo,

' E. Levinas. «Franz Rosenzweig: une pensée juive m oderno, en R im e de Théologie et


Philosophie. N° 4.1965, p. 220.

95
individuo ordinario y com ún, yo, con nom bre y apellidos,
polvo y ceniza, ahí estoy dispuesto a filosofar fuera de la totali­
dad del sistem a que niega mi incondicionalidad»2. Se puede
entender la radicalidad de ese desafio si tenem os en cuenta que
para Hegel y para la filosofía occidental de la historia, es la his­
toria la que juzga al hom bre, la que define su lugar y explica su
sentido, m ientras que para el pensam iento judío es el hom bre
la medida de la historia’.
Esta m anera de entender su propia identidad, autom argina
al judío de la historia. Cuando se habla de la m arginación del
ju dío no hay que perder de vista este o tro concepto de auto-
m arginación al que Rosenzweig aplica una atención particular.
Hay pues m arginación y autom arginalidad. Sería absurdo
relacionar causalm ente una con otra, com o si la m arginación
histórica fuera resultado de la autom arginación de la historia.
Digo que es absurdo porque el pueblo judío entendía su exis­
tencia dentro de otro pueblo com o una pacífica convivencia.
Que el pueblo-nación acabara expulsando o persiguiendo a la
minoría judía poco tenía que ver con la voluntad de ésta de no
querer constituirse en Estado y sí m ucho con la incapacidad de
aquel pueblo para convivir con lo diferente. N o hay que con­
fundir las cosas.
Analicemos más detenidam ente el concepto de autom argi­
nalidad. Lo propio del pueblo judío es que siendo una com uni­
dad «étnica» com o tantas otras, m antiene una relación origi­
nal, es decir, distinta de la que m antienen las com unidades
«étnicas», con los elem entos fundam entales de toda realidad
nacional: la tierra, la lengua y la ley.
Por lo que hace a la tierra, todos los pueblos están ligados a
una tierra que es la patria. A hora bien, del pueblo ju d ío se1

1 F. Rosenzweig, Et nueva pensamiento. Madrid. Visor. 1989. p. 23. El original alemán en F.


Rosenzweig. Der Mensch und sein Werk. Gcs. Schriften, vol. III, Zwcisiromland, 27.
1Schclling captó ese convencimiento al escribir que «el pueblo judio nunca sintió la tenta­
ción de construir un Estado en el sentido mundano del término». Citado por LicbeschUtz.
Ven Georg Simmel zu Franz Rosenzweig. Tübingen, J.P. Mohr. Paul Siebeck, 1970. p 163.

96
puede decir que, si no es un pueblo sin tierra, sí que vive sepa­
rado de ella. El exilio libera al pueblo judío de todo arraigo en el
m ito del suelo patrio. La relación con la tierra es de ausencia.
La Historia de Israel comienza con la m igración de Abraham,
invitado a abandonar su tierra e irse a la «que Dios le m os­
trará». Luego los judíos se constituyen com o pueblo en el
m ism o exilio y gracias a él: prim ero en Egipto y luego en
Babilonia. Por eso el exilio no es tanto una categoría política
cuanto ontológica: marca la distancia respecto a lo que la tie­
rra significa (propia historia, propio Estado) hasta el punto de
que incluso en su propia tierra el judío estaría en exilio. Hasta
en su propia tierra será un extranjero. Y es que

«el pueblo eterno no tiene ataduras, lo mismo que un viajero.


Cuando, lejos de casa y en medio de sus tribulaciones y desventuras,
piensa en la patria que ha dejado atrás, será para con ella un caba­
llero más leal que cuando la servía a domicilio. Esta tierra no es suya,
en el más profundo de los sentidos, que como tierra de su nostalgia,
es decir, como Tierra Santa. De ahi que, a diferencia de los demás
pueblos, no le es dada la propiedad plena y entera sobre su patria,
incluso aunque viva dentro de ella. Él es un extranjero, un residente
provisional en su propio país» (Rosenzweig, SE. 333).

O tro tanto ocurre con la lengua. Aunque la lengua es una


realidad cultural y no ya natural, su historia queda ligada al
destino del pueblo que la habla. La lengua de un pueblo está
íntim am ente ligada a la vida de sus hablantes: de ellos vive y
con la m uerte de ellos tam bién puede m orir. La lengua es lo
m ás vivo de un pueblo y por eso m ism o algo tan perecedero
com o el propio pueblo. Eso vale en general, pero no para
Israel. El judío m antiene para con la lengua la m ism a relación
que con la tierra: distancia y nostalgia. Si la tierra es vivida
com o T ierra Santa, la lengua lo es com o Lengua Sagrada. Ya
en el judaism o de la Diáspora, el hebreo no se usó com o instru­
m ento de comunicación sino para orar y estudiar. «La santidad

97
de la lengua», escribe Rosenzweig, «tiene el mismo efecto que
la santidad de la tierra: orien tar lo m ás profundo del senti­
m iento por fuera de lo cotidiano: im pedir que el pueblo eterno
viva totalm ente acoplado a los tiem pos que corren»
(Rosenzweig, SE, 335).
Esa distancia respecto a la propia lengua perm ite, por un
lado, conservar el carácter trascendente de la «lengua sagrada»
y, p o r otro, establecer una original aproxim ación de la
Diáspora a la cultura del pueblo que les cobija: el judío cons­
truye su propio dialecto con la lengua del país («caso del
“judeo-español" en los Balcanes y del “tatsch” en la Europa del
Este», | Rosenzweig, SE, 334j) para dar a entender que tam bién
en esos pueblos están de paso. Si resulta que «la santidad de la
lengua en la que él sólo puede o rar le prohíbe echar raíces en
el suelo de su propia lengua» (Rosenzweig, SE, 335), tam poco
lo hará en la lengua de los otros pueblos.
«Esta distancia respecto a su tierra y a su lengua hace del
pueblo judío el pueblo m enos instalado en el m undo y el más
enraizado en sí mismo»4. Al no poder acudir a los datos que
habitualm ente conform an la identidad nacional y que le cons­
tituyen en un pueblo histórico, está obligado a echar m ano de
sí mismo. Ese planteam iento le priva de historia pero, al libe­
rarle de los avatares de la historia, le perm ite crear el tiempo.
En qué consista ese tiempo, com o contrapuesto a historia,
se nos explica si consideramos el tercer elem ento que funda la
existencia nacional de los pueblos: la ley y el derecho. El dere­
cho está íntim am ente ligado a la historia, es decir, al desarrollo
de la temporalidad. La ley que establece el derecho al que debe
atenerse una comunidad, se forja por acumulación de hábitos
y costumbres que vienen del pasado. El derecho consuetudina­
rio precede al derecho escrito y lo funda. No es un movim iento
unidimensional: la costum bre cuaja en derecho y la buena ley
se hace costum bre.

' S. Moscs. Systtme rt Révclatum, París. Ed. du Seuil, 1982. p. 187.

98
Para el pueblo judío, sin em bargo, la ley no viene de expe­
riencias previas o tanteos consuetudinarios. Sus leyes y costum ­
bres son inmutables, al margen de toda tensión entre pasado y
futuro. Con su perm anencia están proclam ando la eternidad
del instante: «una form a de vida única, unificando de golpe ley
y costum bre, llena el instante presente y lo hace eterno»
(Rosenzweig, SE, 337).
El tiem po es la eternidad del instante m ientras que la histo­
ria es la conquista de un fu tu ro que se va granando en el
tiem po. De esto nada sabe el pueblo judío pues carece de his­
toria. En este sentido afirma Rosenzweig:

«El pueblo judio no posee cronología propia para contar sus años.
Ni el recuerdo de su historia ni las épocas que jalonaron sus legis­
ladores le sirven de medida del tiempo porque el recuerdo histó­
rico no representa aqui un punto ñjo en el pasado al que pueda
sumársele un año más por cada año que pasa. El pasado es más
bien un recuerdo que siempre está a la misma distancia, un
recuerdo que no es de hecho pasado sino una realidad eterna­
mente actual: cada individuo considera la salida de Egipto como si
él mismo hubiera salido con aquéllos. No hay legislador a quien
quepa el honor de haber renovado la ley con el paso del tiempo:
hasta lo que se representa como novedad hay que entenderlo
como estando ya presente y escrito en la ley eterna y revelada»
(Rosenzweig, SE, 337-8).

Con esta ley, com o con aquella lengua y tierra, es evidente


la im posibilidad de una participación plena y creadora en la
historia sin más. El pueblo ju dío no conoce la vida nacional
de los otros pueblos, que saben expresar en la lengua popu­
lar el ritm o de sus vivencias cotidianas y viven solidariam ente
ag rupados d e n tro de unas fro n teras por las que están dis­
puestos a morir. Al contrario, el pueblo judío está obligado a
crear su propia eternidad a partir de unas oscuras raíces de la
sangre.

99
No sólo está obligado a crear su propia eternidad sino, ade­
más, a creer en ella. Ésa es la diferencia entre los pueblos con his­
toria y este pueblo del tiempo. Los pueblos con historia, los que
tienen lengua y tierra propias y se dan leyes al ritm o de los tiem ­
pos, esos pueblos son mortales y pueden disfrutar del am or por
la patria que nace cuando se sabe que todo lo que ahora les dota
de identidad, pasará. Sin embargo, escribe Rosenzweig no sin
una pizca de nostalgia por la normalidad imposible,

«sólo nosotros somos incapaces de imaginar un tiempo de ese tipo


pues hemos sido despojados de todo aquello en lo que enraíza la
existencia de los pueblos. Hace un buen tiempo que se nos ha des­
provisto de país, lengua, costumbres y leyes para ser promovidos al
orden de la santidad. Pero nosotros seguimos estando vivos y vivi­
mos para la eternidad. Nuestra vida no está entretejida con la menor
exterioridad. Hemos tenido que echar raíces en nosotros mismos. Sin
raíces en la tierra, eternos viajeros, estamos sin embargo profunda­
mente anclados en nosotros mismos, en nuestro propio cuerpo y en
nuestra propia carne. Y este enraizamiento en nosotros mismos y
sólo en nosotros mismos, es la garantía de nuestra eternidad»
(Rosenzweig, SE, 339).

2.
Ser judío es pues tener conciencia de su autom arginalidad, es
decir, de su distanciada relación con la historia. Ése sería su par­
ticular punto de vista. Pero no olvidemos que la particularidad
del punto de vista viene a cuento com o arranque o punto de
partida de un nuevo filosofar. Se trata pues de pensar la reali­
dad en su conjunto desde una perspectiva concreta. Ahora
bien, ¿se puede pensar la realidad del m undo, en toda su uni­
versalidad, partiendo de una experiencia marginal?
Para responder a esta pregunta puede ser útil dar un
pequeño rodeo y recurrir de nuevo a la reconstrucción de la
racionalidad occidental que hace Max W eber, sobre todo al

100
punto en el que él se pregunta por la capacidad conform adora
de la Modernidad que tendría el judaismo.
La relación del judaism o con la M odernidad no es artificial
o secundaria. Al contrario, ocupa un lugar preem inente tanto
cuantitativa com o cualitativamente. Tampoco fue una prim era
ocurrencia de Weber. El lugar del judaism o en la racionalidad
occidental habia ocupado con anterioridad, en efecto, a
W erner Som bart’, quien sostenía la tesis de que rasgos caracte­
rísticos de la m oderna economía, tales com o la conducta metó-
dico-racional, nacen del propio judaism o. La M odernidad
com enzaría con la expulsión de los judíos de España y
Portugal. La correspondiente migración habría puesto en m ar­
cha la época de los grandes cambios.
W eber da cumplida réplica a la propuesta de Som bart. Su
tesis central así lo expone: «ni lo específicamente nuevo del sis­
tem a capitalista m oderno, ni lo especificamente nuevo del sen­
tido económ ico m oderno son específicam ente judios»". El
judaism o no es la piedra angular de la racionalidad m oderna:
ni lo es en la construcción del capitalismo m oderno ni lo es en
la construcción de la racionalidad m oderna occidental. La con­
tundencia de la tesis sorprende, pues a la vista de los análisis
porm enorizados que hace W eber sobre las im plicaciones e
imbricaciones del judaism o en el capitalismo, cabía esperarse
la tesis contraria. Pero no. El judaism o nada tiene que ver con
las reglas de juego del capitalismo y tam poco con esa sensibili­
dad que le es afin. El judío pudo ser un gran comerciante pero
no el empresario de los nuevos tiempos.
¿La razón? Porque el pueblo judío es un pueblo-paria. Es una
respuesta polémica, dirigida a Som bart. Éste, en efecto, había
elevado al protestantism o y al judaism o a piedras angulares
del capitalism o m oderno porque su relativa situación m argi­
nal les ofrecía un cam po de libertad lo suficientem ente amplio

' W. Sombart, Diejuden unddas Wirtschaftsltben, Leipzig. Duncker& Humbloi. 1913.


*Citado por W. Schluchter, Religión und Lcbensfuhrung i. Frankfurt. Suhrkamp. 1988. p. 187.

101
com o para arriesgar soluciones imaginativas a problem as nue­
vos. No hay un concepto weberiano que haya sido tan denos­
tado com o el de Pariavolk7, p o r sus m últiples connotaciones
ideológicas. Y, pese a todo, es un concepto que ayuda a enten­
der p o r qué los judíos no pudieron dar a luz el «Espíritu» del
capitalismo m oderno.
La aplicación que hace W eber de una categoría com o la de
«casta», tom ada del sistema social indio, tenía p o r fin definir a
un pueblo que carece de lazos estables con el país en el que vive
y con el que tan sólo se relaciona m ediante intercam bios
comerciales. El térm ino «casta» sólo expresaría esa exteriori­
dad del judio y no recogería otros aspectos que integran la cate­
goría india, pero que poco o nada tienen que ver con las socie­
dades que nos ocupan8. N o hay que olvidar, p or ejemplo, que
el judaism o tuvo una cierta situación de privilegio en el m undo
cristiano, ya que la sinagoga era la única institución que no
estaba som etida a las reglas «cristianas» medievales*. Lo que
W eber quiere señalar es esa distancia, m antenida a raya
durante generaciones, entre los judíos y los nativos. Esa distan­
cia no era fortuita. Los judíos, en efecto, se situaban frente al
en to rn o en el que tenían que vivir com o una m inoría con
m enos derechos sociales y políticos que los demás. Lo vivían
com o un purgatorio cuyo tiem po nadie sabía cuanto podría
durar. Purgaban con esa existencia provisoria sus propios peca­
dos m ientras esperaban la venida del Mesías. La espera se arti­
culaba fundam entalm ente en ritos y culto y no en el trabajo.

’J. Taubes. «Dic Entstehung des jüdischcn Pariavolkes», en K. Engisch y B. Pfistcr, Max
Weber. Gedáchtmsschnft. Berlín. Duncker Sí Humblot, 1966, pp. 186-194.
' Pese al cuidado de Weber en reducir el concepto de «casta» a esa especifica forma de rela­
cionarse el judio con sus vecinos cristianos o moros, no se puede dejar de mencionar la
partida que Américo Castro ha sacado a ese concepto para explicar la relaciones entres «las
tres culturas»; judía, mora y cristiana. Américo Castro, i U realidad histórica de España.
Argentina-Mcxico, Ed. Porrúa. 1966.
* Precisión de H. Liebeschiltz, DasJudentum deutschen Geschichtsbild van Hegel bis Max
im
Weber, Tübingen.J.C.B. Mohr, 1967, p. 315.

102
El trabajo carecía de valor salvífíco, consecuentem ente el judío
no se sentía responsable de la m archa del m undo10.
Al m argen de cóm o cada judío se sintiera de integrado en
cada Estado, lo cierto es que el térm ino de «casta» sí acierta a
definir la situación externa: los judíos constituían una com uni­
dad especial (Sondergemeinschaft), cerrada hacia afuera por
razones rituales, sin un estatus autonóm ico desde el punto de
vista político. El resultado era la existencia de un colectivo que
en cuanto tal ocupaba una situación m arginal (Randstellung),
pues ellos m ismos se excluían de las reglas de juego que dom i­
naban la vida social y política.
Este colectivo hum ano, tan consciente de su diferencia y
que lleva una vida com ún aparte, acaba cayendo en la tram pa
de la doble m oral, tan dem oledora para cualquier m oral con
pretensiones de universalidad, com o son las de la Modernidad.
El ju d ío no trata de la m ism a m anera al gentil que al correli­
gionario. El problem a no es que se com porte inm oralm ente
con los de afuera (com o denuncia Som bart) sino que recurra
a dos varas de m edir: para los de casa valía un rígido código
m oral, m ientras que la relación con los gentiles estaba regida
p o r el principio de una «gestión im personal», lo que no
quiere decir que no se hiciera con seriedad y h o n rad e z ".
Pero esa h o n rad ez nada valía desde el p u n to de vista de la
salvación.
Tras estos análisis, Weber puede distinguir entre la margina-
lidad creativa de las sectas protestantes, siem pre dispuestas a
servir de ferm ento en la sociedad en la que se mueven, y la mar-
ginalidad pasiva del ju dío que nada definitivo se ju eg a en el
negocio tem poral. Para convertirse en piedra angular del cam­
bio que representa la M odernidad había que com binar el
potencial inventivo que proporciona el ser un grupo marginal
con su capacidad difusiva. A hora bien, el judaism o de la

Ver Max Weber, GAR vol III y ESR vnl III. También H. Liebeschütz, op. cit.. pp. 314-316.
" W. Schluchter, op. dt.. p. 495.

103
Diáspora es una clara combinación de un máximo de potencial
inventivo con un m ínim o de capacidad difusiva. Todo lo con­
trario de los grupos que com ponían el protestantism o ascético
que se sabían heterodoxos y, por tanto, m arginados, pero con
una notable vocación por cambiar el mundo.
Estas consideraciones explicarían el descarte que hace
W eber del judaism o a la hora de reconstruir el nacim iento de
la racionalidad occidental. Y lo hace de mala gana, consciente
de que, pese a todo, sin el judaism o tam poco se explican
m om entos tan fundam entales de la susodicha racionalidad
com o la universalidad y la autonomía.
Para rastrear el surgim iento de la universalidad, en efecto,
hay que rem ontarse a los tiem pos del prim er exilio. Dios con­
dena al pueblo elegido a la esclavitud porque no ha cumplido
el pacto. Aquella experiencia pudo acabar con la fe de todo el
pueblo. «En ningún o tro lugar», escribe W eber, «se da a lo
largo de la Historia un ejem plo sem ejante de la paradoja inau­
dita de perm anecer tan fervorosam ente adherido a un Dios
que no sólo no protege de sus enem igos a su pueblo elegido,
sino que perm ite que caiga, o lo precipita él m ism o, en la
ignom inia y en la esclavitud» (Weber, GAR III 378, ESR 111
388). Pero ocurrió otra cosa. Los profetas respondieron a esa
experiencia de necesidad y esclavitud con un discurso, el dis­
curso mesiánico, que ha pasado a ser patrim onio cultural de
la hum anidad y que ha dotado a los profetas de una autoridad
sin precedente. El nuevo discurso de los profetas, concebido
durante la cautividad de Babilonia, está m agistralm ente reco­
gido en el Segundo Isaías, en la figura del Siervo de Yahvé.
Ahí resulta que el vergonzoso destino que ha recaído sobre
Israel se transform a en m o m en to de un plan divino para la
salvación de la hum anidad. La paciencia y constancia del pue­
blo-paria en el exilio acaban transform ándose en instrum en­
tos de un plan salviftco para la hum anidad. Esa relación entre
sufrim iento y universalidad no ha dejado de acom pañar al
pueblo judío a lo largo de su historia (Weber, GAR 384-396,

104
ESR III 388-406) y es uno de los legados más fructíferos en la
historia de las ideas12.
El concepto de autonomía lo relaciona con una tendencia
del pensam iento ju dío predispuesta a considerar el m undo
com o un todo que se puede aprehender racionalm ente. Fue
en el estudio del antiguo judaism o donde surgió la poderosa
imagen de «desencantam iento del mundo» con la que W eber
expresa el convencim iento de que ninguna otra religión ha
contribuido tanto com o la bíblica a la racionalización de la
representación del mundo.
Es la religión de la Biblia, en efecto, la que pone coto al
poder de la m agia. La idea del m undo que se hacían las anti­
guas religiones partía del supuesto según el cual cada activi­
dad hum ana se topaba con fuerzas superiores que sólo se
podían controlar y conjurar m ediante el peaje del rito. Ese
juego de fuerzas superiores e incontroladas era im pensable
para Israel. Y lo era porque para este pueblo no había más que
dos polos de referencia: el pueblo y Yahvé. El poder de éste se
expresaba en el destino de su pueblo. El poder de Dios equiva­
lía al destino político de su pueblo11. No había fuerzas secretas a
las que recurrir para explicar lo que sucedía; tam poco revela­
ciones privadas. Dios era la norm a pero tam bién la realidad:
había que rem itirle lo que ocurría. La voluntad divina era
pública y afectaba a todos. «La consecuencia de todo ello fue.

u Este aspecto ha sido particularmente desarrollado por Scholcm. Para éste, la idea mesiá-
nica está intimamente ligada a la experiencia del fracaso: los protetas surgen de las catás­
trofes nacionales: la escatologfa talmúdica, de la destrucción del segundo templo y. la
Kabbala de Sadif, de la expulsión de los judios de España. Y Moses se pregunta si la pasión
con que Scholem se dedica al mesianismo judio no responde a la experiencia del
Holocausto y al peligro de que el sionismo traicione las esperanzas utópicas que lo inspira­
ron en un principio. Cf. S. Moses. l.'Angc Je 1‘histoire, París. Seuil. 1992, p. 189.
" «El hecho de que Yahvé hubiera sido el dios de una asociación política, es decir, de la
antigua confederación, y de que hubiera permanecido como tal para la concepción puri­
tana. le confirió, a su vez, el rasgo que no pudo ser destruido por el universalismo cósmico
e histórico que adoptó: el rasgo de ser un dios de la acción, no del orden eterno. De esta
cualidad se derivó el carácter decisivo de la relación religiosa» (M. Weber, GAR III 326.
ESR III 338).

105
justam ente, que en la m entalidad de los profetas jam ás la des­
gracia era endosada a dem onio alguno, más allá del individuo
o Israel, que tuviera ju n to a Yahvé una existencia indepen­
diente o contraria, sino que éste era el único que determ inaba
todas las particularidades del curso del universo» (Weber, GAR
III 326, ESRIII 338).
Este m ano a m ano entre el hom bre y Dios representa el pri­
m er m o m en to del desencantam iento del m undo pues deja
fuera de juego a las fuerzas de la naturaleza que en las m itolo­
gías determ inan los acontecim ientos. El prim er capítulo del
Génesis lo ilustra plenam ente. Dios está frente a la nada con su
palabra. Del escenario ha desaparecido cualquier otro protago­
nista (el caos o los dem onios), tan inevitable en las otras cos­
m ogonías. Los relatos m íticos presuponen siem pre fuerzas
cósm icas que otorgan poder a aquellos hom bres que sepan
dominarlas. El relato bíblico de los seis días ignora tales supues­
tos. N eher llama la atención sobre el ahínco con el que los pen­
sadores judíos defendieron la creación exnihilo durante la Edad
Media, frente a aristotélicos y platónicos. Les iba en ello la
razón de ser. Si aceptaban cualquier tipo de m ateria eterna
(com o quería Aristóteles) o idea preexistente (com o proponía
Platón), quedaban autom áticam ente hipotecados tanto el
poder de Dios com o la libertad del hom bre. «Había que echarle
un valor sobrehum ano en la Edad Media», escribe Neher, «para
sostener ese planteam iento. Sin el coraje de los pensadores
judíos, la Biblia habría fracasado en su tentativa de generar una
filosofía digna de enfrentarse a la de Atenas. Gracias a la prodi­
giosa solemnidad de la noción de creación ex nihilo, erigida en
dogm a filosófico por los pensadores judíos, se pudo asegurar
el valor de la filosofía de Jerusalén junto a la de Atenas»'4.
Un m om ento posterior del proceso de racionalización de
la representación del m undo la detecta W eber en el tra ta ­
m iento de los asuntos que conform an lo que hoy entendem os

" A. Neher, L'idemiléjuive, París. Éditions Payot, 1994, p. 69.

106
p o r política. La vida política de Israel estaba regida po r el
Pacto. A hora bien, la sim bolización religiosa de esa alianza,
m ediante el culto, no tenía por finalidad sublim ar o divinizar el
poder tem poral tal y com o hacían las com prensiones míticas
del poder de sus vecinos. La Biblia, por el contrario, cuando se
refiere al poder lo entiende com o un invento m eram ente
h u m an o y así querido po r Dios. Ese convencim iento guia la
literatura judía sobre los Reyes, que no anuncia portentos de
dim ensión regia sino que pone el acento en el cotidiano que­
hacer y en sus miserias, en las dichas y en los sufrimientos.
Todo esto es m odernidad y m uestra em inente de la inde­
pendencia intelectual del judío respecto a los planteam ientos
míticos del entorno cultural. Pero para que esos arranques tan
prom etedores pudieran dar su fruto, era necesario, pensaba
Weber, un nuevo espacio de libertad que sólo era posible ale­
jándose del epicentro de la cultura judía nada dispuesta a
«hacer historia». Es otra m anera de expresar la crux que, desde
el punto de vista sociológico, supone la decidida autom argina-
lidad judía a la hora de incidir en una nueva estructura social.
Esas son las fronteras de un pueblo-paria.

3.
Pero no convendría perder de vista un aspecto, casi im percep­
tible, en el concepto de «paria» aplicado al ju d ío que W eber
tom a de Nietzsche, quien em parienta «paria» con «plebeyo».
Resultaría entonces que el concepto de «paria» no sólo rem iti­
ría a los contenidos de Sondergemeittschafi y Randstellung, sino
que tam bién incluiría las connotaciones que Nietzsche coloca
en la m oral plebeya. Nietzsche pide prestado a la cultura india
un térm ino para caracterizar a la m oral judeocristiana: tschan-
dala, que significa la rebelión de los instintos m ás bajos contra
todo lo privilegiado y sublime. Un grupo-paria que no es capaz
de atenerse al orden eterno e inmutable del m undo, que deter­
mina la sociedad organizada en castas, prepara el terreno para

107
cualquier tipo de revolución social o política «querida por
Dios». La m ezcla de tschandala con «escatología» produjo el
subversivo precipitado judeocristiano conocido com o m oral
plebeya. «La rebelión de los esclavos en la moral», escribe
Nietzsche en el décim o aforism o de la Genealogía de la Moral,
«se inicia cuando el propio resentim iento se vuelve creador y
produce valores: el resentim iento de aquellos individuos a
quienes les está impedida la verdadera reacción, la reacción de
la acción, y que sólo se resarcen m ediante una venganza ima­
ginaria». El resentim iento se hace creador cuando es capaz de
engendrar desde sí un concepto de la vida opuesto al que brota
desde «las condiciones naturales». Pues bien, el prototipo de
tal desnaturalización de los valores naturales es Israel, la histo­
ria de Israel. Lo que pasa es que W eber no parece dispuesto a
seguir a N ietzsche, al que tan to debe, en el descrédito de la
»
m oral plebeya: gracias a la desnaturalización de los valores
naturales ha surgido la universalidad y gracias a la reflexión
sobre el sufrim iento, la esperanza. C om parte, sin em bargo,
con Nietzsche un punto fundamental: la historia de la raciona­
lidad occidental no acaba con un happy end. Al contrario, dará
com o fruto «una jaula de hierro».
¿Qué hacer entonces? ¿Dar a la movióla y apostar por «valo­
res naturales» o ser m oderno, con el peligro de acabar enjau­
lado? Es aquí donde aparece toda la ambigüedad de Weber, que
tiene que ver con la bivalencia del concepto de «paria». Por un
lado, recuerda la futilidad de la universalidad que em erge del
sufrim iento, la im potencia del m esianismo que surge com o
reflexión sobre la experiencia de la necesidad. Y evoca el triste
destino del pueblo de Israel, que no quiere ser contemporáneo,
que sigue pues vuelto hacia la esperanza, aunque en vano. Pero,
po r otro, no quiere perder de vista el conm ovedor destino de
un pueblo esclavizado («paria») que supo inventar la esperanza.
Ése es el m om ento de la verdad de Israel. La esperanza mesiá-
nica posee una grandeza, la de surgir en la noche del exilio. Pero
tam bién conlleva debilidad, la de la impotencia frente al yugo.

108
Ambos aspectos quedan recogidos en la reflexión de Scholem:
«vivir de la esperanza es algo grandioso, pero tam bién algo pro­
fundam ente irreal». Taubes, que escribe medio siglo después de
Weber, no quiere soltar la ambigüedad del «paria» y se pregunta
de nuevo por la salida que conviene: la «solución burguesa»
que parece preferir W eber ha llevado al H olocausto y luego a
la creación del Estado de Israel. ¿Vale la pena el intento si el pre­
cio es la pérdida de la esperanza?”. Sea cual sea la respuesta a
estos interrogantes, lo cierto es que W eber no se lo pone fácil
a quien, desde el judaismo, quiera hacerse cargo de la realidad.

4.
Hay una sorprendente afinidad analítica entre W eber y
Rosenzweig, pese a que no se conocían. En una carta dirigida a
su m adre, Rosenzweig confiesa que el análisis socio-histórico
de W eber «es lo m ism o que yo digo desde un p unto de vista
filosófico. La sobriedad de la mirada ha bastado en ambos casos
para llegar al mism o resultado, poniendo en evidencia lo que el
entusiasm o idealizante había sublim ado. Es evidente que
W eber tiene más dificultades que yo para reconocer la citada
afinidad debido sencillam ente a la diferencia generacional»
(Rosenzweig, BT. I 2, 717). Rosenzweig conoce los Ensayos
sobre sociología de la religión de W eber después de haber redac­
tado su Estrella de la redención, y lam enta no haberlos leído
antes, pues hubiera podido no sólo señalar las afinidades sino
m arcar las diferencias.
Las afinidades son evidentes, sobre todo estas dos: la rela­
ción entre racionalidad occidental y cristianismo, y el destino

" Dice Taubes: «I-a vuelta a Sión, con su inevitable ¡aserción en la historia, muestra que lo
que Weber había pensado también ha impulsado a la juventud judia. I.a gran pregunta
que emerge del enorme y peligroso pasado y que tiene que plantear el judio a su tiempo y
al futuro, es la siguiente: ¿puede mantenerse esa inserción en la historia sin destruir la
esperanza de la idea mesiánica que fue el m otor de la metahistoria judia del exilio?», en J.
Taubes, op. dt., p. 194.

109
de esa racionalidad. Las diferencias son igualm ente notables y
significativas. W eber opta, pese a todas sus dudas y perplejida­
des, por una cura de realismo. Para explicar, en efecto, el «des­
tino» — o fracaso— de la racionalidad occidental implícito en
sus investigaciones, recurre a la imagen del «reencantam iento
del mundo». La razón m oderna había desencantado al m undo
expulsando a los dioses. Pero ahora se levantan de sus tumbas
y vuelven. Vuelven para sustituir a la razón ilustrada, es decir,
para fijar subjetivam ente los fines y valores que la razón no
puede ya objetivam ente definir.
N o cabe la nostalgia de un paraíso perdido, com o bien
recuerda el final de Die Wissenschaft ab Beruf. Una vez desapare­
cida la razón carismática, sólo nos cabe acudir al propio daimon
que cumplirá las funciones de aquélla; a sabiendas de que el tal
daimon es personal e intransferible. Sin un horizonte com ún
regulador, las racionalidades específicas podrán negociar el
equilibrio entre sus respectivos poderes, sin más pretensiones.
Rosenzweig no podía pasar p o r eso. Por supuesto que no
había vuelta atrás, no cabia suspirar po r una razón carismática
que se había resuelto o disuelto en la guerra. Pero no podía
resignarse al «realismo» weberiano porque estaba convencido
de que esa razón estaba condenada a reproducir la guerra
incesantem ente. La 1 G uerra M undial no era un fallo de la
razón sino su auténtica realización. La historia, aunque aca­
bada, podía repetirse. Había pues que pensar de nuevo y de
otra m anera.

no
5. Auschwitz y la fragilidad de Dios

i.
E l a b u l e n s e d e a d o p c i ó n J o r g e S a n t a y a n a es el autor de una
frase que golpea fuertem ente al visitante del campo de concen­
tración de Dachau, en las cercanías de Múnich: «el que olvida
la historia está condenado a repetirla». La fortuna de una frase
tan severa ha sido la de haber sabido expresar el sentim iento de
todo Occidente después de la II Guerra Mundial.
El escritor judío Theodor W. Adorno tam bién lo expresó a
su m anera, filosóficamente, invocando algo tan solemne com o
un «imperativo categórico» que dice así: «Hitler ha im puesto a
los hom bres un nuevo im perativo categórico para su actual
estado de esclavitud: el de orientar su pensam iento y su acción
de m odo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir
nada semejante»1. Se suele resum ir este nuevo imperativo cate­
górico con la frase «hay que recordar para que la barbarie no se

' Th. W. Adomo. Gesammdtc Sdtriften 6. (1970-1986), Frankíurt, Suhrkamp Verlag, 358.

111
repita». Ahora bien, si nos fijamos atentam ente, A dorno no
habla de m em oria, sólo de reorientar el pensam iento y la
acción para que Auschwitz no se repita. Y, sin embargo, tienen
razón los que lo resum en anam néticamente, porque la m em o­
ria m oral, de la que es cuestión aquí, supone efectivam ente
«reorientar el pensam iento y la acción». Veamos.

2.
El exterm inio de los judíos europeos por los nazis —que es lo
que se quiere dar a entender con la palabra «Auschwitz», nom ­
bre de una población polaca en la que estuvo ubicado uno de
los muchos campos de exterminio— fue algo nuevo, descono­
cido en la historia de barbarie de la hum anidad, que no es cosa
m enor. Nunca la m aldad del hom bre habia llegado tan lejos.
Fue tan excepcional ese acontecim iento que ni siquiera pudo
ser barruntado por esos agoreros que suelen ser los intelectua­
les. Auschwitz fue algo impensado e impensable, algo que no
fue previsto por los analistas m ás pesim istas de la realidad y
algo que escapaba a los esquem as de maldad establecidos por
el hom bre.
Sin em bargo, algo sí debería haber pensado el hom bre y
debería haber tom ado medidas porque el antisemitismo viene
de lejos. Las persecuciones, expulsiones y crím enes contra el
pueblo judío tienen una larga historia. Pensemos en los tópi­
cos cristianos anti-judios («pueblo deicida» decía la vieja litur­
gia de Sem ana Santa), en los estereotipos literarios del judío
(el despiadado Shylock de Shakespeare) o en la im agen popu­
lar del judío identificada con los vicios más rastreros o los crí­
m enes más repugnantes (los crímenes rituales de niños cristia­
nos). Hasta en la m ism a historia de la filosofía puede uno
constatar que hubo un ajusticiam iento m etafísico del judío
m ucho antes de que tuviera lugar el exterminio físico.
El historiador Raúl H ilberg resum e acertadam ente los
principales hitos de esta historia antisem ita en tres fases: «no

112
podéis vivir entre nosotros com o judíos», «no podéis vivir
entre nosotros», «no podéis vivir». La prim era de ellas era el
m oto de los m isioneros cristianos en los prim eros siglos de la
era constantiniana. El judío no podía vivir en el orbe cristiano
com o judío. Para sobrevivir tenía que convertirse. Hasta que
ni convertidos pudieron. No se fiaban de las conversiones de
esos m arranos -—«cristianos por fuera, judíos por dentro»—,
de ahi las expulsiones. Fuera, a países m usulmanes o buscando
la acogida de algunos Estados europeos que conjugaban
m odernidad con tolerancia. Pero la tolerancia m oderna ideó
un tipo de hom bre universal que era una secularización del
cristiano y en la que el judio no tenía sitio ni aunque quisiera
(aunque quisiera hacerse cristiano). Ante los demás, siem pre
aparecía, bajo el ropaje del hom bre m oderno, asim ilado, un
resto judío. Kafka lo expresó gráficam ente en su Informe para
una Academia en el que un ex-simio tuvo que explicar su evolu­
ción hacia la hum anidad a unos señores académicos que creían
detectar rasgos simiescos bajo su apariencia civilizada.
Ante los ojos del m undo en tero tuvo lugar un violento y
persistente antisemitismo que debería haber perm itido prever
y prevenir de alguna m anera lo que tuvo lugar. Pero no fue así.
Nadie pensó, nadie vio. Ni intelectuales, ni artistas, ni iglesias...
Sólo unos pocos. Los podem os llam ar «avisadores del fuego».
N o eran visionarios, ni profetas. Eran sencillam ente buenos
analistas, filósofos y escritores que supieron leer su tiem po,
descubriendo, bajo una apariencia de progreso o de m oderni­
dad, tendencias letales que llevarían a la catástrofe si no se las
neutralizaba a tiempo.
Ahí está Franz Rosenzweig, el ju d io alem án que se siente
más alem án que judío y que, para dar a entender que lo suyo
es ser un hom bre de su tiempo, quiere cumplir los dos requisi­
tos que según Hegel caracterizaban al europeo m oderno: ser
alemán, que ya lo era, y ser protestante, que se dispone a serlo.
Hasta que decide ser judío y m oderno porque la m odernidad
estándar es una «ontología de la guerra».

113
Lo que caracteriza al pensar occidental es pensar concep­
tualm ente. El concepto es un m odo de conocim iento que con­
siste en reducir la pluralidad y riqueza de una cosa, de un acon­
tecim iento a su elem ento esencial, dejando de lado lo
considerado secundario. Bueno, esa m anera de conocer, dice
Rosenzweig, lleva al totalitarism o, pues todo tendrá que ade­
cuarse al paso de lo que estim em os que es lo esencial. Si el
hom bre occidental tiene que reducir la pluralidad de la vida a
un único elem ento para p o d er pensar —es lo que ocurre
cuando Tales de Mileto sentencia que «todo es agua»— porque
si no, no hay m anera de pensar, entonces el civilizado hom bre
occidental inaugura una historia de violencia, que algunas
pocas veces será sólo teórica y, las más, tam bién política, hasta
llegar al «todo es raza», que es la negación de toda política. El
m om ento violento de la filosofía reside en ella m ism a, en la
decisión de identificar conocim iento de la realidad con apro­
piación de una pretendida alm endra esencial —lo óntico es lo
que es— , desentendiéndose del resto de realidad porque no
pertenece a la esencia. La violencia que supone reducir la
riqueza de la realidad a la alm endra de la esencia p erm ite al
sujeto que conoce dom inar el m undo, pues ese m undo ya
m acerado por lo que se entiende po r conocim iento, acaba
siendo un objeto del sujeto. Rosenzweig avisa con tiem po de
la violencia latente en n uestra m anera de conocer o, com o
traducirá luego Levinas, de que el idealismo es una ideología
de la guerra. Rosenzweig m uere en 1929, cuatro años antes de
que los nazis ganen las elecciones y trece años de que H itler
decrete «la solución final». Un lector atento de Rosenzweig,
W alter Benjamín, va a adentrarse por las vías críticas abiertas
por aquél, persiguiendo los rastros de esa violencia política.
La violencia política no la sitúa Benjamín tanto en el totali­
tarism o subyacente al pensam iento occidental, cuanto en la in­
significancia de lo singular para ese m ism o conocim iento. Es
com o si sólo supiéram os pensar a lo grande: en vez de pensar
al hom bre real construim os un sujeto trascendental —la hum a­

114
nidad— que sería el sujeto real de los derechos hum anos, por
ejemplo. Ahora bien, si aceptamos com o doctrina indiscutible
la existencia de los derechos hum anos, m ientras en la realidad
de los hom bres concretos brilla po r su ausencia, será porque
para la verdad de esa doctrina lo im portante es el sujeto tras­
cendental y no los sujetos reales. Esto quiere decir que para esa
doctrina o, mejor, para la filosofía que segrega ese tipo de doc­
trinas, la realidad concreta es in-significante, por eso puede la
hum anidad gozar de buena salud aunque los hom bres de carne
y hueso estén en las últim as2. El peligro de este tipo de cons­
trucciones teóricas es que pueden justificar cualquier proyecto
que apunte muy alto, aunque tenga un severo costo hum ano y
social, porque lo concreto, al carecer de significación teórica,
ni valida ni invalida al proyecto general.
Esto se ve m ucho m ás claram ente en las teorías del p ro ­
greso, tan volcadas hacia la prom esa de felicidad de futuras
generaciones o de una buena parte de la hum anidad presente,
que no pueden ver los despojos que cimientan la marcha triun­
fal de la historia. Las filosofías de la historia (sean sus autores
Condorcet, Hegel o Marx) dan por supuesto que el progreso
tiene un costo hum ano y un deterioro de la naturaleza, cadá­
veres y escombros, com o dice Benjamín en su tesis novena. El
problema es ver cóm o se valora ese costo. Hegel responde grá­
ficamente cuando escribe que son «una florecillas pisoteadas al
borde del camino», es decir, es algo inevitable, un mal menor,
algo en cualquier caso provisional o excepcional pues el propio
progreso acabará reciclando el daño causado. Por ahí no pasa
Benjamín y advierte dos cosas: que si somos indiferentes ante
un crim en en nom bre del bienestar general, nada impide que
el crimen se repita; y que la opresión que causa el progreso no
es algo provisional o secundario sino que es una constante: más
aún, para un grupo determ inado de personas, es una situación

J «Para dotar al colectivo de rasgos humanos, el individuo tiene que cargar con lo inhu­
mano. Hay que despreciar la humanidad en el orden individual para que ésta aparezca en
el plano del ser colectivo» (W. Benjamín, GS 11, 3,1102).

115
perm anente, con lo que progreso y opresión se convierten en
cara y cruz de la misma moneda.
Lo que Benjamín propone es interrum pir esa lógica letal,
«pasar a la historia el cepillo a contrapelo» (tesis 7), es decir, juz­
gar los logros relativos del progreso a partir del destino de los
sistem áticam ente oprimidos. La estrategia de Benjamín tiene
una dimensión moral y política, pero también epistemológica.
Someterse a la lógica del progreso, viene a decir, significa acep­
tar el triunfo definitivo del fascismo. El fascismo es algo más
que el fenóm eno histórico que llam am os hitlerism o: es una
batalla herm enéutica en torno al costo de la historia. Si damos
por hecho que el costo hum ano y material del progreso es in­
significante porque la significación es cosa de la idea o del éxito
global de la operación, nada impide que el crimen se repita, se
perpetúe y alcance cada vez mayores proporciones. El poder
del fascismo no consiste tanto en su dominio político planetario
cuanto en la interiorización de su lógica, es decir, en el consenso
alcanzado en nuestra cultura de que el costo es inevitable. No
hay m ejor prueba de que el enem igo de ayer sigue actuando
que el vivir com o si estuviéram os a salvo, entendiendo que el
daño causado ha quedado amortizado con las ganancias del pro­
greso. Mientras nos creamos eso desconocerem os lo esencial:
«que el enemigo no cesa de sum ar victorias» (tesis 6). Por eso,
sentencia Benjamín, nada ha favorecido tanto al fascismo como
la falsa creencia de que es la negación del progreso. Mientras no
se vea su relación, la apuesta general a favor del progreso acre­
cienta el caldo de cultivo de la barbarie (tesis 8).
Kafka describe po r adelantado la sociedad que viene con
imágenes de una precisión extrema. Es obligado referirse a «La
colonia penitenciaria», que m uestra bien cóm o la m áquina
acaba devorando al hom bre, o a sus descripciones de la buro­
cracia, prueba fehaciente de la sinrazón de nuestros sistemas
de vida*. Pero tam bién podem os fijarnos en otras dos figuras
' El libro de J.M. González, La mdijuina burocrática, Madrid. Visor. 1989, tiene por subtitulo:
Afinidades electivas entre Max Weber y Kafka.

116
igualm ente decisivas. Juan Mayorga llama la atención, por
ejemplo, sobre la animalización del hom bre, tan frecuente en
sus relatos4. El G regorio Samsa de La metamorfosis am anece
convertido en un gusano (el térm ino alemán es Ungeziefer, que
era com o luego llam arían los nazis a los deportados judíos).
Kafka no ve al hom bre com o un ciudadano, com o un sujeto de
derechos, sino com o un ser reducido a su condición animal, a
nuda vida, a puro cuerpo del que ha huido toda chispa divina,
com o dirá tam bién Prim o Levi de aquellos prisioneros de los
campos denom inados «musulmanes». La segunda figura, bien
señalada por Giorgio Agamben, se refiere a la disolución de la
diferencia entre público y privado: El proceso empieza narrando
la transform ación de algo tan privado com o un dorm itorio en
algo tan público com o una sala de juicios. El deslizamiento de
lo público a lo privado —y la correspondiente publicitación
de lo privado— es po r supuesto una de las características de
nuestra sociedad, al tiem po que señala la crisis del espacio
público y, por tanto, de la política. Pero, además de eso, es un
adelanto prem onitorio de lo que será el cam po de concentra­
ción en el que el deportado es despojado de toda hum anidad
para ser reducido a puro cuerpo, siendo el cuerpo del depor­
tado el objetivo político de la organización del cam po’. Toda la
idea del cam po está pensada en torn o al cuerpo. Para los carce­
leros, el sentido del cam po es reducir la existencia del prisio­
nero a las funciones biológicas del cuerpo: com er y defecar;
m atar y hacer desaparecer el cuerpo. Y si lo privado es lo
público, la lucha del prisionero va a consistir en tratar de trans­
form ar vanam ente lo público en privado.
Estos avisos dem uestran que no toda la filosofía calló, que
no toda filosofía estuvo ciega a la catástrofe que se avecinaba.
H ubo quien alertó, sea poniendo ante los ojos de sus contem-

"J. Mayorga, RfvoJuríán consevadora y conservación revolucionaria, Barcelona, Anthropos,


2003.
*G. Agamben, Medios iin fin. Valencia, Prc-Textos, 2001, p. 102.

117
poráneos imágenes de lo que acabaría siendo, sea planteando
una estrategia de interrupción de una lógica letal preñada de
insospechadas posibilidades destructoras. Avisan de que bajo
el logos se esconde una cultura de la guerra; de que el sufri­
m iento singular no es el precio de grandeza alguna; de que la
grandilocuencia del hom bre com o sujeto de derechos no es
m ás que la realidad de un ser hum ano reducido a la anim ali­
dad. Para una filosofía que quiera seguir pensando, el rescate
de esta tradición es urgente e imprescindible.

3.
Hubo pues algunas voces que avisaron de lo que se avecinaba.
Lo que im porta señalar, sin em bargo, es que lo que sucedió
desbordó hasta los peores augurios: se hablaba de cam pos de
concentración y aparecieron los campos de exterminio; se avi­
saba de la norm alización del crim en y lo que tuvo lugar fue
algo distinto: el crimen contra la hum anidad. Por eso decimos
que Auschwitz fue algo impensado.
Ahora bien, cuando lo im pensado tiene lugar se convierte
en lo que da que pensar. Tom arlo en serio no significa sólo
rem ontarse a las causas que lo produjeron, pues ya hem os visto
que esas causas, en la medida en que fueron cognoscibles para
los hombres, no perm itieron prever lo que tuvo lugar. Hay que
partir por tanto de lo que tuvo lugar porque eso es lo que nos
da que pensar.
Y es en ese preciso m om ento cuando la referencia a la
m em oria es capital. Si querem os hacer presente un hecho ocu­
rrido pero no pensado anteriorm ente, tenem os que recurrir
una y otra vez a la m em oria para tenerlo delante. Esa presen­
cia es la que desencadena el proceso reflexivo im plícito en la
expresión «dar que pensar». Q ue se traduzca la «reorientación
del pensam iento y de la acción» por m em oria resulta por tanto
pertinente siempre y cuando pensem os la m em oria en clave de
potentia intellectiva y no com o facultas sensitiva.

118
4.

El problem a de esta m em oria es su extrem a fragilidad. El psi-


coterapeuta dice a su paciente que para vivir hay que olvidar. Y
tiene razón m uchas veces. Además de esta invitación al olvido
está el hecho de que Auschwitz es un proyecto de olvido. Lo
que m ejor caracteriza la singularidad del mal del H olocausto
era la voluntad de no dejar ni rastro. El olvido form aba parte
del proyecto de exterm inio y hay que ten er en cuenta que el
proyecto se llevó a cabo. Si decimos que aquello fue un crimen
contra la hum anidad lo que estam os diciendo es que el p ro ­
yecto fue ejecutado, es decir, que consiguieron borrar muchas
huellas. El silencio de los propios asesinados es la prueba más
evidente de que m ucho de lo que allí ocurrió, de que lo más
grave de lo sucedido, se nos escapa.
Lo que quiero decir con este señalam iento del olvido es
que frente a la barbarie es capital una estrategia de la m em o­
ria que tenga en cuenta la fragilidad del recuerdo por las razo­
nes apuntadas. La m em oria no es una actividad espontánea, ni
fácil. Hay que pensarla desde una estrategia anam nética. Esa
exigencia es la que se esconde tras la figura del «nuevo im pera­
tivo categórico» con la que Adorno la convoca.
La base de esa estrategia es la palabra del testigo, el testi­
m onio. Tenem os que construir una teoría de la verdad que
pivote sobre el testimonio. Esto, que es tan usual en el derecho
procesal, resulta extraño en filosofía. Aquí la verdad se asocia a
la objetividad y se huye po r tanto de toda contam inación sub­
jetiva, incluida la del testigo. La tradición judeocristiana, sin
embargo, sí asocia esos dos conceptos. El pueblo de Israel está
encargado de dar testim onio ante los pueblos de que su Dios
es el único verdadero (Is 43,10 y ss; 44,8). Jesús es el testigo por
excelencia (Ap 1,5; 3,14) que viene al m undo para dar testim o­
nio de la verdad (Jn 18,37).
H ablando de testigos, hay que distinguir entre el testigo
imparcial (testes) y el que da testim onio de algo que él mism o
ha experim entado (superstes). El derecho prim a al prim ero,

119
m ientras que la m em oria necesita la palabra del segundo. En
un proyecto de olvido, com o era Auschwitz, ese testigo es un
superviviente. El problem a con que se encuentra ese testigo
es que si sobrevivió fue excepcionalm ente o, com o dice Levi,
porque fueron unos privilegiados. Lo norm al era la m uerte y
el que apuró hasta el final el cáliz del proyecto de olvido, ése
no volvió. Este hecho, sobre el que tan to han reflexionado
algunos testigos de los cam pos, obliga a establecer una rela­
ción dialéctica entre la palabra del testigo superviviente y el
silencio del que ya no puede hablar. El silencio del desapare­
cido o asesinado relativiza la palabra del superviviente ya que
éste no apuró el cáliz del sufrimiento, m ientras que, por otro
lado, sin la palabra del testigo ese silencio sepulcral sería inex­
presivo. Nos encontram os ante una palabra que, al hablar,
guarda el silencio. Sabemos por ellos mismos que la voluntad
de contar lo que allí estaba pasando sostuvo a muchos de ellos
en vida, les m otivó para luchar por la vida m ás allá de toda
lógica. A veces todos se sacrificaban p o r uno para que éste
diera testim onio; otras veces, a sabiendas de que ellos no vivi­
rían, arriesgaban su vida para dejar un testim onio escrito aun­
que fuera oculto entre las piedras de los hornos crematorios.
Todavía tenem os que hacer una distinción entre los testigos
supervivientes. Los hay que viven la deportación como un fatal
destino que informa, sin embargo, toda su vida. El campo es una
violencia sobrevenida, pero que es de tal magnitud que toda su
vida posterior estará marcada a sangre y fuego por esa experien­
cia. Todo lo demás, su vida anterior, su profesión y las nuevas expe­
riencias, todo quedará oscurecido y supeditado a "Auschwitz”4.

* Ruth Klüger, superviviente de Auschwitz, protesta contra esa identificación en un libro


cuyo titulo es elocuente: Rechazo at testimonio (R. Klüger. Refus de lémoigner, Vivianne
Hamy, 1992) Entendámosla: ella quiere dar testimonio, por eso escribe este libro, pero se
niega a que la identifiquen con Auschwitz. Quiere escapar a la seducción, aunque sea nega­
tiva, que ejerce esc nombre porque una cosa es haber estado allí y otra no ver que ese
lugar es la negación de su vida. Ella es su vida, la que ha querido voluntariamente (Vtena,
su familia, el colegio, sus amistades...) y que Auschwitz ha truncado. Ella ha sobrevivido a
Auschwitz. pero se niega a que la traten ahora como una superviviente. No quiere entrar
en la piel de ese personaje cuya vida actual consiste en haber sobrevivido.

120
Tal es el caso de Primo Levi, al que ya nadie asocia con su pro­
fesión de químico o con la de un escritor de novelas: es el tes­
tigo de Auschwitz.
Pero tam bién encontram os casos, excepcionales cierta­
m ente, de judíos que abrazan su destino, y tratan de dom inarlo
haciendo de la necesidad virtud y de la opresión, libertad. Su
testim onio no pretende tanto contar lo que está pasando,
com o el anterior, sino describir la batalla interior que libra el
testigo con el fin de superar la situación en la que se encuen­
tra. Quisiera detenerm e en uno de ellos: Etty Hillesum.

5.
Etty Hillesum es una joven judía holandesa, nacida en 1914, que
nos ha dejado un diario, escrito entre m arzo de 1941 y octubre
de 1942, y una serie de cartas, publicadas en Holanda a princi­
pios de los ochenta. Esos escritos constituyen un testimonio sin­
gular por varias razones. El diario no nace, en prim er lugar, para
contar los horrores de su pueblo, sino com o una afición litera­
ria de una joven de 27 años m undana y liberal. Lo sorprendente
es seguir la evolución intelectual y espiritual de esta joven cau­
sadas por el golpeo de los acontecimientos políticos. El diario y
las cartas tienen com o punto de referencia el campo de concen­
tración de Westerbork, estación intermedia para más de 100.000
judíos que de allí partían para los campos de Polonia. Ella está
allí por propia voluntad. Inicialmente, su estatus de familiar de
un Prominent, le dispensaba del internam iento. Fue, y ésta es la
segunda razón, librem ente a com partir la suerte de los suyos.
El constatar los lógicos y desesperados esfuerzos que cada cual
hacía para evitar ser uno de los integrantes de ese tren que cada
semana les encaminaba hacia la m uerte segura, la decidió a irse
ella voluntariam ente. N o lo hizo, en un prim er m om ento, en
atención a su familia, hasta que ésta tuvo que hacerlo. Su testi­
m onio no está dado después del campo, com o la mayoría, sino
dentro del cam po, y ésta es la tercera razón. Lo prim ero que
llama la atención es la resistencia interior. Frente a la resistencia

121
intelectual de un Walter Benjamín que se niega a irse de Europa
porque quería m irar de frente al m onstruo del fascismo para
apoderarse de su secreto, o frente a la resistencia política de un
Semprún que acudió a las armas, la resistencia que ofrece Etty
Hillesum es de índole espiritual. Esa vuelta hacia los adentros
pasa po r rom per vínculos externos: «ejercito mi corazón para
aceptar la idea de que seguirá mi propio camino, separada de
aquellos sin los cuales creo no poder vivir. A cada instante aflojo
un poco más nuestros lazos exteriores para concentrarm e más
fuertem ente en una supervivencia interior, la persistencia de
una unión interior a pesar de la peor de las separaciones»', con­
vencida de que «no se puede cambiar el m undo si antes no cam­
bia el corazón y la m ente de cada individuo»*.
Hillesum está hablando desde el campo, consciente de que
el proyecto nazi es el del exterm inio de todo su pueblo. Ella
entiende que la barbarie nazi es un destino fatal pero tam bién
un kairós: algo a lo que no se puede escapar, pero tam bién algo
que uno puede vencer y cam biar de signo. Vive su tiem po
com o un destino y com o un desafio.
Sin em bargo, la resistencia interior no es indiferencia polí­
tica. Es, de entrada, una actitud solidaria. «Me sentiría mal,
dice, si m e ahorrase lo que tantos deben padecer», por eso va
librem ente al cam po y decide com partir el destino de los
demás hasta el final:

«Mucha gente me reprocha el ser indiferente y pasiva y pretenden


que me abandono sin reaccionar. Pero su cálculo no es exacto. Mi
aceptación no es resignación ni abdicación de la voluntad. Siempre
hay lugar para la más elemental indignación moral ante un régimen
que trata así a los seres humanos. Esa reacción me parece pueril,
totalmente inadaptada al carácter fatal del acontecimiento. Es una

’ El texto se refiere a las anotaciones ilel dia 11 de julio de 1942 que hace en su diario. Véase:
E. Hillesum, Diario. Una vida conmocionada, Barcelona, Anthropos, 2007, p. 139; también: T.
de la Garza, Políticas de la memoria, Barcelona. Anthropos, 2002, p. 160.
‘ Citado por G. Gaeta, Reiigione del nostro tempo, Roma. Edizione E/O. 1999.

122
singular forma de sobreestimarse creer que uno es tan valioso como
para no compartir con los otros un "destino de masas”»".

Los suyos la critican porque no se escapa y ella quiere expre­


sar su solidaridad compartiendo el destino. Esa decisión es fruto
de sus cavilaciones sobre el destino de su pueblo o Massertschicksal.
Se sabe parte de ese pueblo condenado fatalm ente a un des­
tino que ella asum e y por eso lam enta la actitud de m uchos
correligionarios judíos reducidos «a m eros receptáculos de un
inm enso m iedo y am argura»11'. A la vista de las circunstancias
hay que vivir con conciencia histórica, sabiendo que no se
podrá escapar al exterm inio físico, pero sin tener que sucum ­
bir espiritualmente. Frente a tantas otras víctimas —pensemos
en Levi, Jons, Fackenheim, que vieron Auschwitz com o «lafíne
del senso del mondo e della storia»“— Hillesum se propone encon­
trar sentido a la existencia en el hecho m ism o de la desventura.
Ésa es su tarea.
La dimensión política de su recogim iento interior desborda
la solidaridad con su pueblo. En el fondo toda Europa, toda la
tierra, corre el peligro de sufrir la misma desgracia. Dice:

«Toda Europa se va transformando gradualmente en un gigantesco


campo de concentración. Toda Europa tendrá en común el mismo
tipo de experiencia amarga. Seria demasiado monótono resumir los
hechos en si, aludiendo sólo a las familias dispersadas, a los bienes
saqueados y a las libertades. Y como las alambradas y el ronroneo
cotidiano no ofrecen muchas anécdotas picantes para la gente del
exterior, yo me pregunto cuánta gente quedará fuera del campo si la
historia sigue por los derroteros por donde actualmente discurre»'1.*

* Cana del 11 de julio de 1942, en E. Hillesum. op. cit., p. 140; y en T. de la Garza, op. cit.,
p . 161.
“ C iado en G. G acu, op. d t.. p. 4.
11Ibid.
“ E. Hillesum, El corazón pensante de los barracones. CditiU. Barcelona. Anthropos, 2001, pp.
47-48.

123
Y tam bién: «Poco a poco toda la superficie de la tierra no
será más que un inm enso cam po y nadie, o casi nadie, podrá
habitar fuera»”.

6.
Si toda Europa es un campo, no hay escapatoria física, no cabe
salir huyendo, sino que hay que organizar la resistencia desde
el interior. Veamos cuál es la estrategia de esta resistente.
Si el objetivo del nazismo es expulsar al hom bre de la con­
dición hum ana y alterar culturalm ente al hom bre que hemos
conocido, el objeto de la resistencia debe ser no sucumbir espi­
ritualm ente”. O, dicho en sus propias palabras: «Si todos esos
sufrim ientos no conducen a una ampliación del horizonte, a
una hum anidad más grande, haciendo caer en m ezquindades
y pequeñeces de la vida, todo habrá sido en vano» (Hillesum,
2007, 155).
Pero ¿cómo?, ¿cómo salvar al hom bre cuando todo se ha
conjurado contra él, cuando los intelectuales callan, las iglesias
enm udecen, los amigos miran para otro lado y la mayoría sigue
a la bestia? Hillesum responde con una teoría un tanto extraña:
hay experiencias tan hondas que son capaces de dar a luz nue­
vos órganos, desconocidos de la razón, con los que hacer frente
a las situaciones más desesperadas”.
Está hablando del sufrim iento com o escuela de la vida. El
sufrimiento extremo, com o era el del campo, produce una ace­
leración del tiempo, una m adurez acelerada. «De ayer a hoy he
envejecido varios años y siento mi fin próximo» (Hillesum ,

" Ibid.
" -Y creo, quizá puerilmente, que si esta tierra se convierte en un espacio más habitable
será tan sólo a través del amor, amor del que el judio Pablo habla a los corintios, en el ter­
cer capitulo de su primera carta» (Hillesum, 1985, 61). G. Gaeta resume asi esta idea :
•Soportar el trago de la historia que estamos viviendo sin sucumbir cspiritualmentc» (G.
Gaeta, 1999.42).
" «Quizá haya en nosotros otros óiganos distintos de la razón, desconocidos incluso para
nosotros mismos, que nos permiten entender esas experiencias tan horrorosas y asimilar
el acontecimiento» (Hillesum, 2001. 55).

124
1985, 148). «Ya lo he visto todo, ¿para qué vivir más tiempo?»
(Hillesum, 1985, 87). Elie Wiesel cuenta que esas fotos, tom a­
das por los aliados cuando llegaron a los campos y que repre­
sentan a seres envejecidos al punto de la extinción, eran en rea­
lidad niños, com o él, de quince o dieciséis años'6.
Hillesum sabe que el sufrim iento es una dura escuela de la
vida, por más que Occidente desprecie ese tipo de sabiduría,
convencido com o está de que sólo el frío logos genera conoci­
m iento. Ella no sólo vincula razón con sufrim iento sino que
se presenta a sí m ism a com o «el corazón pensante de los
barracones»17.
¿Cuál es entonces su propuesta para su p erar espiritual­
m ente el fascismo? Si el fascismo supone, com o dice W iesel,
el ajusticiam iento de Dios y el abandono del hom bre p o r el
hom bre, el desafio consiste en salvar al hom bre salvando a
Dios: «si Dios deja de ayudarm e (y to d o da a en te n d e r que
Dios les ha abandonado), tendré que ser yo quien le ayude.
[...] No eres tú quien puede ayudarnos sino nosotros a ti y
haciendo esto, nos ayudam os a nosotros mismos» (Hillesum,
1985, 169). El mal ha tom ado una dim ensión tan colosal que
no basta la resistencia física, ni siquiera la indignación m oral1*.
A grandes m ales, grandes rem edios: hay que salvar a Dios
para salvar al hom bre.

“ E. Wiesel. «Ein Volk auslüschen». Die Zea, 14 April 199S, p. 50. La experiencia de que el
sufrimiento hace transparente el sentido o sinsentido de toda una vida es una de las refle­
xiones m is frecuentes entre los testigos: «he envejecido desde ayer. De repente ha caído
sobre mi un montón de años y siento mi fin próximo» (Hillesum 1985, 148). Del mismo
parecer es 1. Kertész, quien empieza citando a Wittgenstcin : «Basta un solo día para vivir
los horrores del infierno: hay tiempo suficiente para ello», para comentar a continuación:
•yo los viví en media hora», I. Kertész, Yo, otro. Crónica del cambio, Barcelona. El Acantilado.
1997. p. 138.
" Hillesum. 2007.164. Y: «Occidente no acepta el sufrimiento como inherente a esta vida,
de ahi que sea incapaz de extraer las fuerzas positivas que laten en el sufrimiento»
(Hillesum. 2007.145).
” «Siempre hay un lugar para la más elemental indignación moral ante un régimen que
trata asi a los seres humanos», dice con un toque de irania (T. de la Gatza. op. cit, p. 161).

125
De la debilidad de Dios se habla m ucho en el cam po. El
poem a «Tenebrae» de Paul Celan tiene com o trasfondo la
m u erte en los campos. Los m uertos aparecen enracim ados,
enroscados en un continuum del que form a parte el propio
Dios. En la tercera estrofa dice algo sorprendente «ruega,
Señor / ruéganos, / estam os cerca» («Bete, Herr, hete zu uns, wir
sind nah»). Dios deja de ser el destinatario de la súplica para
convertirse o convertirlo en sujeto suplicante. En lugar de des­
entenderse de ese Dios bueno, sí, pero im potente, estos textos
se plantean salvar a Dios, por eso el poeta recom ienda a Dios
que ruegue al hom bre19.
No es, claro, la única reacción. Los hay com o Prim o Levi
que explican el horror de Auschwitz com o prueba de la inexis­
tencia de Dios: «C’é Auschwitz, dunque non puá esserci Dio». Y en
otro lugar: «hoy pienso que sólo po r haber existido un
Auschwitz, nadie debería hablar en nuestros días de
Providencia»10. Nada hay tras el silencio de Dios si no es su
falta. Hillesum , que adivina las consecuencias nihilistas que
pueden derivarse de ese fatal acontecim iento, entiende que
estar a la altura de las circunstancias significa no dar razón a la
lógica letal de la historia.
Pero ¿cómo puede el hom bre salvar o ayudar a Dios?
Salvando lo divino del hom bre, su presencia en el hom bre: «yo
te voy a ayudar, mi Dios, a no apagarte en mí, pero no puedo
garantizar nada de antem ano. [...] Nos corresponde a nosotros
ayudarte y defender hasta el final la m orada que te abriga en
nosotros. [...] Tendré m uchas cosas contigo en un futuro pró­
ximo, impidiéndote así que me dejes»11.
Si la im agen de un cierto Dios se hace invisible en
Auschwitz, Etty Hillesum quiere guardar una presencia invisi-

" Paul Celan, Obras completas, traducción de José Luis Reina Palacios, Madrid. Trotta. 1999,
p. 125.
* P. Levi, SI esto es »» hombre, Madrid, Muchnik, 1988, p. 165.
" T. de la Garza, op. cit., p. 162.

126
ble de Dios, un sello de Dios en el hom bre y que no es otro,
creo, sino la responsabilidad absoluta. La responsabilidad abso­
luta es una figura teológica. Propia de la tradición bíblica es la
afirmación de que el justo será recom pensado porque la injus­
ticia no tiene la última palabra. Más allá de la justicia hum ana,
la figura de un Dios bueno y todopoderoso asume la responsa­
bilidad absoluta para que no haya un daño que no sea reparado,
un bien que no sea prem iado y un mal que no sea castigado (o
perdonado). Lo que nos dice Hillesum es que esa figura de la
responsabilidad absoluta no puede recaer sobre la im agen de
un Dios inexistente, sino que tiene que ser asumida por el hom ­
bre. El testigo del cam po levanta acta de la debilidad de Dios y
de la injusticia del sufrimiento. De esos dos m om entos surge la
conciencia de la responsabilidad absoluta. No se puede privar,
en efecto, al que sufre ni de la esperanza ni del derecho a la ju s­
ticia; el filósofo o el espectador fuera del cam po pueden per­
mitirse el lujo de encogerse de hom bros y decir que la vida es
absurda o que qué le vamos a hacer. El testigo no está por esas:
una vez que ha visto la injusticia del sufrim iento, se plantea
radicalmente la exigencia de justicia. Pero es el hom bre el que
tiene que hacerse cargo de esa justicia pues él ha experim en­
tado el silencio de Dios.
Etty Hillesum se siente en el centro de la historia para
hacerse cargo de toda ella: «tengo con frecuencia la impresión
de abrazar con mi mirada toda nuestra época» (Hillesum, 1985,
187). «Dio e il cielo e l’inferno e la térra e la vita e la marte»22, todo
eso lo llevamos dentro com o algo propio y de eso cada uno
tiene que responder. Ella conoce la injusticia del sufrimiento y
hace suyo el grito de quien clam a al cielo pidiendo justicia.
Com o sabe que el cielo no responde, asume la responsabilidad
de hacerse cargo de las injusticias del mundo. Ser hom bre des­
pués de Auschwitz es asum ir esa responsabilidad. El silencio

" Citado en G. Gaeta, op. cit.. p. 7.

127
de Dios coloca al hom bre en una nueva dimensión. Del silen­
cio de Dios nace la responsabilidad absoluta.

7.
Puesto que estam os en un alto lugar de la reflexión mística,
no podem os pasar po r alto el debate teológico que ha susci­
tado este planteam iento de la debilidad de Dios. En alemán el
debate tiene una expresión m uy plástica: Leiden an Gott oder
Leiden in Gott1’, es decir, hablam os de que Dios sufre o del
sufrim iento del hom bre que interpela a Dios. No hay m ayor
form a de debilidad que el sufrim iento, de ahí que el tem a de
la im potencia de un Dios bueno se exprese com o el sufri­
m iento de Dios.
Hay dos posturas. Por un lado la de quienes, en la línea de
Hillesum, Levinas, Joñas, Celan o Bonhoeffer, hablan del sufri­
m iento de Dios porque, en primer lugar, es la lógica consecuen­
cia de la cercanía de Dios al hombre. No podem os pensar a Dios
sin tener en cuenta al hom bre y el hom bre sufre. Para que Dios
sea Emanuel tiene que poder sufrir, no para acabar o sublimar el
dolor sino para poder creer de una m anera radical que Dios está
con el hom bre. Dios no nos comprendería, en segundo lugar, si
se abstuviera de una experiencia hum ana tan fundam ental
como es el sufrimiento, clave herm enéutica de nuestros deseos,
necesidades, debilidades y «pecado». El Dios cristiano, en tercer
lugar, prolonga hasta el extremo la Schekinak del Dios de Israel.
Dios planta su tienda entre nosotros o, com o dice Juan, «tanto
am ó Dios al hom bre que llegó a com partir sus sufrimientos».
Ése es el Dios judeocristiano, que nada tiene que ver con la
impasibilidad de los dioses del Olimpo o de las construcciones
metafísicas.

“ J.B. Mctz y T. Pctcrs mantienen un tenso e intenso debate sobre este particular en C.G.
Rüschkamp y B. l.enhgenohl. “Wcnn tefe Gott salte...“. Theologic und Bwgraphic. Tierno Petera
zu Eftrrn, Bonn. 2004. pp. 241-256.

128
Enfrente están quienes, com o Metz, no quieren renunciar a
una vieja tradición teológica que vive y piensa el sufrim iento
del inocente com o una pregunta a Dios. La fuerza de esa pre­
gunta — die Theodizeefrage— estriba en la debilidad del hom bre
y en el poder de Dios, es decir, supone un Dios que está por
encima de la debilidad del sufrimiento, pero que tiene que res­
ponder de la injusticia que supone el sufrimiento de la criatura
inocente. Un Dios que sufre, sigue diciendo Metz, disuelve el
problem a que obsesionó a la teodicea y es una mala noticia
para el hom bre. Tengam os en cuenta, en efecto, que si Dios
sufre y es im potente ante el mal, no hay que pedirle razones
en relación al sufrim iento del inocente, puesto que él mismo,
que es inocente, tam bién sufre. Ahora bien, un Dios que sufre
tiene que reconocer que el mal es imbatible y en la medida en
que el sufrim iento tiende a la nada, al vacío, a la m uerte del
am or, el sufrim iento de Dios anuncia la m uerte de Dios. Se
resuelve la pregunta de la teodicea al precio de la disolución
del concepto de Dios. El sufrimiento sólo vale com o provoca­
ción, com o exigencia de negación, com o denuncia de sí
m ism o, pero si no hay respuesta a esa pregunta, todo es
absurdo. Y tam poco es una buena noticia para el hom bre saber
que Dios sufre, pues eso significa que el sufrimiento puede con
todo, que es imbatible, que ni Dios puede con él. Sólo le queda
al hom bre aceptar la eternización de la historia del sufrimiento,
en nom bre de la teología, m ientras el dolor real del hom bre
sigue y sigue.
Por lo que respecta a la cercanía de Dios al hom bre al com ­
partir el sufrim iento, el teólogo observa que el Dios de Israel
está cerca de su pueblo, de suerte que éste puede gritarle y él
escuchar el lam ento. La pregunta o el grito del hom bre es la
expresión de una confianza en la respuesta de Dios y tam bién
del misterio del sufrimiento hum ano. De Dios no hay que espe­
rar que comprenda el sufrimiento sino que nos salve de él y el
hom bre no tiene que obsesionarse con en ten d er a Dios po r­
que si comprehendis, non est Deus.

129
Metz se pregunta si tras ese discurso con doliente de Dios
no asom a la sensibilidad m oderna de la solidaridad del hom ­
bre dem ocrático, lo que llevaría a antropologizar a Dios, vis­
tiéndole con los rasgos dem ocráticos contem poráneos.
H aciendo esto caeríam os en el m ism o vicio de los antiguos,
bien denunciado por los m odernos, que concebían a Dios bajo
el estereotipo del poder absoluto, que era lo que entonces se
llevaba. Frente a esas adaptaciones, el teólogo insiste en m an­
tener viva la tradición de la teodicea que se tom a radicalm ente
en serio el sufrim iento del hom bre y la responsabilidad de
Dios, po r eso no acepta explicaciones com o la tan socorrida,
desde Agustín, que achaca la responsabilidad del mal sobre los
hom bros del hom bre porque el mal es producto de la libertad
hum ana. La pregunta por el sufrim iento del inocente no se
satisface con esa invocación de la libertad hum ana. Dios no
puede quitarse de en m edio. Dios tiene que ser interpelado
por esa injusticia.

8 .
¿Donde se sitúa Etty Hillesum? En un p u n to interm edio.
Habla efectivamente de la debilidad de Dios, por eso «hay que
ayudarle». Ahora bien, esa ayuda ¿en qué consiste? En salvar
lo divino del h om bre o m ejor, en el ho m b re. C om o dice
Levinas, de lo que se trata es de abandonar la imagen infantil
de un Dios que todo lo puede, convocando la responsabilidad
del hom bre. Pero se tra ta de una responsabilidad absoluta.
En eso consiste lo divino del hom bre. El acento no se pone
en la secularización de la responsabilidad divina (que sería
siem pre una responsabilidad lim itada a las consecuencias de
nuestros actos), sino en la activación de algo «divino» en el
hom bre. ¿Qué pasa entonces con Dios? Está ahí com o una
exigencia absoluta, p endiente de que el hom bre m antenga
viva y activa esa exigencia que es tam bién una autoexigencia.
Lo que pasa es que el hom bre sólo puede m an ten er viva la

130
exigencia de justicia o la denuncia de la injusticia. La realiza­
ción de la justicia, po r supuesto, es imposible sin el hom bre
que la reivindique, pero no es ya cosa suya. Eso es cosa de
Dios.
6. Tanques judíos.
Sobre el antisem itism o en nuestro tiem po

1.
«Tengo la impresión de que el antisemitismo, que durante muchos
años ha sido tenido a raya, emerge del pantano del subconsciente,
como si fuese una erupción de lava con olor a azufre. Tanto en
Jerusalén como en Berlín veo en la pantalla del televisor las manifes­
taciones contrarias a Israel... Después de tanta solidaridad verdadera
y fingida se ha vuelto la página: los mandarines han dirigido la
mirada severa hacia Israel. En determinadas cuestiones tienen, sin
duda, razón; sin embargo, nunca han comprado un billete para el
autobús que hace el trayecto entre Haifa y Jerusalén. Aquí en Israel,
todos llevan metafóricamente este billete en el bolsillo»'.

Estas palabras escritas por un autor tan tem plado com o Imre
Kertész plantean, por un lado, la tesis sociológica de la em er­
gencia del antisem itism o, m ientras que, por otro, m uestran

' lmrc Kcrtísz, «Los riesgos del odio», en B Universal, 1 de febrero de 2002.

133
cómo ese hecho sociológico se traduce en sentimiento de am e­
naza de m uerte en aquellos que son objeto del gesto antisemita.
Está pasando con el antisem itism o com o con la tuberculo­
sis: pensábamos que era una enferm edad de un pasado m isera­
ble y vemos con estupefacción que brota ahora de nuevo en el
seno de una sociedad bien m odernizada. Porque de lo que
caben pocas dudas es de la presencia del antisem itism o. El
inform e Manifestaciones del antisemitismo en la Unión Europea,
elaborado p o r el Berlin Z e n tru m für Antisionism us a finales
del 2003, a instancias del C entro Europeo de Observación del
Racismo y de la Xenofobia, constata un increm ento de los ata­
ques a la población judía (cementerios, sinagogas, propiedades
o personas). El docum ento, conocido por filtraciones, pues por
razones inconfesadas o inconfesables estaba destinado a la invi­
sibilidad, coincide con otras m uchas encuestas, po r ejem plo,
con la realizada p o r la Liga Anti-difam ación de los Estados
Unidos que endosa a España el triste privilegio de ser «el país
más antisemita de Europa». El hecho de que las manifestacio­
nes antisem itas se produzcan tan to en el seno de la Unión
Europea com o en países islámicos (recuérdense los atentados
anti-judíos en M arruecos, T ú n ez y, m ás recientem ente, en
Estambul con veinte m uertos y más de doscientos heridos), da
idea de la gravedad de este fenómeno.

2.
Aquí tam bién el lenguaje es revelador. Se suele confundir lo
israelí con lo judío. Leemos, por ejemplo, «tanques judíos han
entrado en Gaza». A nadie se le ocurre decir que «fusiles cris­
tianos han disparado sobre m anifestantes iraquíes». Ahora
bien, cuando hablam os de «tanques judíos» estam os haciendo
una crucial reducción semántica: identificamos lo que hace el
ejército del Estado de Israel con cualquier ju d ío del m undo,
com o si todos los judíos del m undo fueran ciudadanos del
Estado de Israel y estuvieran identificados con la política del

134
gobierno actual de Israel. De un plum azo ignoram os el hecho
de la Diáspora, es decir, la existencia de muchos judíos que son
y se sienten ciudadanos de otros Estados, y, tam bién, de quie­
nes, dentro de Israel, son críticos con Ariel Sharon y su suce­
sor, Ehud Olm ert. Cuando hablamos de «tanques judíos» pare­
ciera que todos los judíos m archaran uniform ados tras esos
artefactos blindados.
Es evidente que si se denuncia ese síncope es porque el ser
judío ni em pieza ni acaba con el ser ciudadano del Estado de
Israel. Son dos realidades de distinto orden, de ahí que no sea
lo m ism o un juicio crítico dirigido sobre el ser ju d ío y o tro
sobre la política del gobierno de Israel. Si uno cuestiona el ser
judío está apostando por el antisemitismo, m ientras que si uno
critica acciones del gobierno de Israel, com o de cualquier otro
gobierno del m undo, está en su santo derecho. Si identifica­
m os lo israelí con lo judío no criticam os sólo la acción de un
gobierno sino que de paso desacreditam os lo ju dío y eso es
antisemitismo.
Lo problem ático de esta distinción, tan sensata com o ele­
mental, es que, por el lado de quienes denuncian esa reducción,
no se facilitan las cosas. Ocurre con frecuencia que los mismos
que denuncian esa torpeza lingüística tildan de antisem itas a
quien se perm ite criticar las acciones políticas del gobierno del
Estado de Israel. Esta situación coloca a quien quiera tom ar
posición en un callejón sin salida: si habla críticam ente, se ali­
nea con los antisem itas, y si calla pru d en tem en te, tam bién,
porque da por hecho esa identificación entre lo judío y lo israelí
que consideraba al principio com o un síntom a de la enferm e­
dad antisemita de nuestro tiempo.

3.
C on el fin de desenredar esta m adeja, hay que em pezar po r
aceptar distintas formas de antisemitismo. En una reunión que
tuvo lugar en París en enero del 2003 entre intelectuales euro­

135
peos y representantes judíos, el cardenal Lustiger, de origen
hebreo, insistió en la novedad de un cierto antisem itism o en
E uropa fru to de la m arginación social m ás que de opciones
ideológicas o raciales. Jóvenes de distintas etnias y proceden­
cias expresaban su rechazo a la sociedad que les m argina con
lo que más dolía, con lo que más provocaba a esa misma socie­
dad, a saber, los símbolos nazis y las acciones anti-judías. Seria
un error, a la hora de pensar en una terapia, despreciar el com ­
ponente social de ese ruidoso antisemitismo.
Luego estaría el viejo antisemitismo, cuyo rescoldo estaría
ahora avivado po r la política del ojo po r ojo abanderada por
Sharon. La crítica política al gobierno de Israel no sería la causa
sino el atizador de «resentim ientos alim entados p o r tradicio­
nes muy antiguas», com o dice Haberm as2. El historiador Raúl
Hillberg, el autor de La destrucción de los judíos de Europa, dice
en el filme Shoah de Claude Lanzm ann: «desde los prim eros
tiempos, desde el siglo iv, v y vi, los misioneros cristianos habían
dicho a los judíos: “vosotros no podéis vivir entre nosotros
com o judíos". Los jefes seculares que les siguieron desde la
Alta Edad Media, decidieron entonces: "vosotros no podéis
vivir entre nosotros". Finalm ente los nazis decretaron: "vos­
otros no podéis vivir"»5. Hay ahí una secuencia que va de la exi­
gencia de conversión al cristianismo para poder vivir hasta el
exterm inio, pasando por la expulsión, que resum e certera­
m ente la historia de Europa. Primero se les dijo que tenían que
hacerse cristianos para poder vivir en un m undo que se había
hecho cristiano desde el siglo tercero; luego que ni así podían
pues no se fiaban, por eso tenían que salir fuera o vivir dentro
en guetos. Hasta que siguiendo esa lógica letal se llegó a la con­
clusión final del «no podéis vivir».
Pero para que la historia real fuera consecuente con algo
tan abstracto com o un razonam iento lógico, dicha lógica tenía *

*J. Habermas, entrevista en fil País, 31 de enero de! 2004.


' C. Lanzmann, Shoah, Madrid, Arena Libros. 2003, p. 79.

136
que apoyarse en las tradiciones vertebradoras de esa sociedad.
Aquellas que, por ejemplo, representaba el cristianismo. Johan
Baptist M etz, un teólogo católico, señala lo que hay ya de
afecto antisem ita en expresiones a prim era vista tan inocuas
com o «antiguo» y «nuevo» testam ento, «nuevo Israel», «verda­
dero pueblo de Dios»; o en el tópico teológico de que el cristia­
nism o «realiza» o «perfecciona» la alianza de Dios con los hijos
de Jacob. Pareciera com o si el cristianismo invalidara el signifi­
cado de la promesa hecha al pueblo de Israel, convertida ahora
en etapa superada de la historia sagrada4. Este planteam iento,
que ha acompañado al cristiano durante siglos, no sólo ignora
que Jesús era judío sino tam bién que, sin la solidez del m ono­
teísmo judío, el encarnacionismo cristiano sería una pagana filo­
sofía de la historia’. Nada extraño entonces en que el cristia­
nism o fuera un caldo de cultivo abonado para tópicos com o
«los judíos, deicidas», o las m uertes rituales que predisponían a
la gente más sencilla para cualquier barbaridad.
Por otro lado, ju n to a las tradiciones religiosas había que
tener en cuenta las filosóficas. Antes del exterm inio físico del
judío se produjo una liquidación metafísica que venía de lejos.
Hubo, de form a previa a la solución final, una serie de filósofos
y escritores (Rosenzweig, Benjamín, Kafka y otros), auténticos
«anunciadores del fuego» que hicieron sonar la alarm a, avi­
sando de lo que se avecinaba, si no se tiraba del freno de em er­
gencia, es decir, si no se paraba la lógica de los tiem pos que
corrían. Ellos detectaron la amenaza en lugares al parecer tan
inofensivos com o el m odo de conocer propio de la filosofía o
el prestigioso concepto de progreso o incluso en el propio len­
guaje hum ano. Ahí había una amenaza de m uerte para el dife­
rente, para el que pusiera el acento en lo singular sobre lo gene­
ral, para el que privilegiara la m em oria. Y el judío tenía todas

"J. B. Metz. Dios y tiempo, Madrid. Trotta, 2002, pp. 171-3.


' Esta intuición está en la base de la teoría de las dos revelaciones de Franz Rosenzweig y
en la preocupación teológica de D. Bonhocfler.

137
las papeletas en la m ano para ser él al que le tocara el gordo,
pues nadie com o él representaba la diferencia, la singularidad y
la memoria.
Com o se puede adivinar, este juicio sumarísimo a la cultura
occidental es com plejo y escapa a las posibilidades de estas
páginas. Digamos, al m enos, que los pensadores judíos de
entreguerras invitaban a dirigir la mirada —si se quería evitar
la catástrofe de lo que luego se llamaría crim en contra la hum a­
nidad— no a las expresiones políticas extremas sino al santua­
rio de los valores establecidos, po r ejem plo, al progreso,
señuelo de la Modernidad. El prestigio de la M odernidad sobre
tiempos antiguos le venía fundam entalm ente de su capacidad
de generar progreso en todas las áreas: en la ciencia, por
supuesto, pero tam bién en la economía (revolución capitalista),
en la política (democracia, ciudadanía, derechos hum anos, tole­
rancia) y en la ética (posibilidad de códigos morales universales
ya que fundados en la razón y no en la religión). A nadie se le
ocultaba, sin embargo, que el progreso tenía un coste hum ano
y social (el desarrollo capitalista conllevaba la aparición del pro­
letariado manchesteriano) al que, sistemáticamente, se privaba
de significación. Com o he desarrollado en los ensayos prece­
dentes, Hegel hablaba de «unas florecillas pisoteadas en el
camino». En el fondo se pensaba que ese costo era un mal
m enor, algo provisional, algo que el propio progreso acabaría
reciclando en bien, de suerte que al final de la partida todo el
m undo salía ganando. Estos «avisadores del fuego» no pensa­
ban así. Tenían ya m otivos para pensar que a más progreso,
más costo en vidas y proyectos humanos; pero sobre todo cues­
tionaban la posibilidad de construir el fu tu ro sobre víctim as
porque si se dice que sí, si resulta que la vida hum ana es un
m ero m edio sacrificado en aras del progreso, entonces, se pre­
gunta Benjamín, ¿en qué se diferencia el progreso del fascismo
si uno y otro aceptan sin pestañear sacrificar el hom bre a una
idea o a un proyecto? Entiéndase bien, no es que se esté abo­
gando por la vuelta a la caverna; lo que se dice es que no es lo

138
m ism o entender el progreso com o objetivo de la hum anidad
que a la hum anidad com o objetivo del progreso. En el prim er
caso es la hum anidad del hom bre el objetivo del progreso,
m ientras que en el segundo caso el progreso es el objetivo al
que hay que sacrificar al hom bre. El progreso no tiene que
seleccionar al judío com o víctima propiciatoria, pero acabará
siéndolo cuando esa mentalidad generalizada que ha interiori­
zado la lógica del progreso, es decir, la construcción del pre­
sente y del futuro sobre víctimas, decida que el ideal es la raza
aria y el peligro, el judio. Cuando esto llegue, la sociedad care­
cerá de arm as morales para denunciar una decisión acorde con
su más profunda lógica.
Pese a la abundante bibliografía sobre el particular, creo que
hay aún muchas claves ocultas del antisemitismo en la cultura
occidental. Una de ellas es el propio concepto de Modernidad.
El filósofo Hegel tuvo especial interés en señalar que la
M odernidad es una secularización del cristianismo. Esta senci­
lla afirmación, tan frecuentem ente repetida, tiene una im por­
tancia crucial para el tem a que nos ocupa. Si resulta, en efecto,
que la M odernidad es la secularización del cristianismo, enton­
ces el judío o el m usulm án que quiera ser m oderno tendrá que
asimilar esa cultura e integrarse en ella, al precio, lógicamente,
de renunciar a sus raíces. Es decir, se exige al judío lo que no se
espera del cristiano, pues para éste la M odernidad sigue siendo
su casa. Un repaso al debate que enfrentó a Bruno Bauer y Karl
Marx a propósito de la «cuestión judía» perm ite com prender lo
que está en juego. Bauer expone la tesis de que sólo un estado
laico perm ite integrar al judío, pues al no hacer acepción de
creencias puede considerar al judío más allá de su confesión, es
decir, com o ciudadano. El estado laico —y no ya el estado con­
fesional— sería en ese sentido la realización del cristianismo. A
Bauer no se le escapa que esta universalidad del Estado laico
tiene un colorido muy particular —cristiano, para más señas—,
de suerte que el judío que quiera lograr la emancipación tiene
que pagar com o precio una enculturación cristiana. Marx está

139
de acuerdo con Bauer en que el Estado laico es uno post-cris-
tiano. Lo que niega es que sea universal: es tan particular que
hasta escinde al hom bre o lo parte por la m itad, pues, por un
lado, lo convierte en m iem bro, pero sólo abstracto, de una
com unidad de derechos políticos, m ientras que, por otro, lo
deja en la miseria de su condición real. Le reconoce el derecho
a viajar por todo el m undo pero le deja sin un duro para com ­
p rar un billete de autobús. Para ser m iem bro de ese Estado,
prosigue Marx, el judío no tiene por qué pasar por el cristia­
nismo cultural: el judaism o es algo tan particular que se encon­
trará a gusto en un Estado particular. Y concluye con una
vuelta de tuerca ferozmente antisemita: lo particular del judío
es lo que escinde al hom bre. La esencia del judaism o es la «letra
de cambio», símbolo de ese capitalismo que explica la fatuidad
de las proclamas universalistas del Estado laico.
Ahora bien, si el judío sólo puede ser m oderno en la medida
en que deja de ser judío, es decir, si paga por su emancipación
política el precio de la asimilación cultural y de la integración
en la sociedad post-cristiana, entonces el judío no puede ser
m oderno pues es judío p o r nacimiento. Éste es el cálculo que
se hace la sociedad m oderna del judío, alguien de quien siem­
pre sospecha. Sospecha de su patriotism o, siempre em pañado
por un afán universalista propio del pueblo que se siente repre­
sentante ante Dios de toda la humanidad; y desconfía de su uni­
versalismo pues no se le escapa la voluntad de ser fiel a la dife­
rencia. Cuando haya que ponderar el valor del universalismo,
los intelectuales occidentales —véase Hegel o W eber— se
harán lenguas del cristianismo, y cuando sea la hora de entro­
nizar el nacionalismo se mirará con recelo hacia los judíos. El
judío, a los ojos de los propios m odernos, es el paria de la
M odernidad. De ahí a considerarle una amenaza o una sobra
no hay más que un paso, paso que da el antisemitismo cada vez
que se le activa.
Vistas las cosas así, resulta de lo más extraño hacer de un
judío el prototipo del hom bre hum anista y tolerante, es decir,

140
m oderno. Esto es, sin embargo, lo que hace Lessing en su obra
dram ática Natán el Sabio. No el cristiano ni el m usulm án, sino
el judio encarna la figura del hom bre que sabe que lo suyo no
es poseer la verdad sino buscarla; y que el criterio de verdad,
para asuntos de moral y política, no es el silogismo sino el reco­
nocim iento de los demás. ¿Lo hace Lessing porque sabe que el
cristiano no puede encarnar el ideal universal de la hum anidad
ya que no tiene por qué salir de casa?, o ¿será una m anera de
decir que el ideal universal es imposible por la vía del hom bre
abstracto, es decir, del hom bre que hace abstracción de sus raí­
ces? ¿Habrá que pensar la pertenencia a una hum anidad com ún
a partir de la pertenencia a una tradición determ inada, tal y
com o decía Rosenzweig, criticando precisamente a este Natán
y a su creador, Lessing?
Todo esto nos lleva a situar al antisem itism o en el seno
m ism o del ser m oderno. N o habría que m irar sólo en direc­
ción del anti-judaísmo cristiano, habría que hurgar tam bién en
el interior de la laicidad, es decir, de las tradiciones republica­
nas. Esta mirada puede incluso ayudar a com prender el debate
actual sobre el velo islámico en las escuelas. Que ese velo haya
causado tan to desasosiego y que, sin em bargo, nadie preste
atención al velo católico o toca (tan presente com o el otro en
aulas universitarias) tiene que ver con la dispar relación que
m antiene la laicidad con el cristianismo y con otras tradiciones
religiosas, el Islam en este caso. La laicidad exige del cristia­
nism o «sólo» que éste acepte la esfera de lo privado com o su
lugar propio: del Islam exige algo más: la autonom ía de lo polí­
tico, desde luego, y, además, que renuncie a utilizar el espacio
público para expresar una identidad colectiva propia y dife­
rente de la republicana. El velo islámico preocupa porque no
sólo tiene una significación religiosa (recato y sumisión; esto
vale igualmente para la toca católica), sino, además, una teoló-
gico-política: expresar públicamente la identidad de un pueblo
diferente que puede, llegado el caso, recurrir a la dim ensión
religiosa para expresar el m alestar político. De esta suerte el

141
conflicto social o político tiene una carga religiosa añadida en
el sentido de que el conflicto social adquiere ribetes de cues­
tión de principios o enfrentam iento entre el Corán y la
C onstitución. Lo que ahí se pone de m anifiesto, más allá del
tem a específico del velo, es que los conflictos religioso-políti­
cos con otras confesiones distintas de la cristiana se plantean
en el interior de un cuadro categorial dom inado de una m anera
más bien inconsciente po r una cultura cristiana. El velo islá­
mico de hoy evoca la cuestión judía de ayer.

4.
España ocupa en esta historia del antisemitismo un lugar muy
singular. Solem os decirnos a nosotros m ism os que nuestra
sociedad, a diferencia de otras europeas, no es antisem ita, y
ponemos, com o prueba irrefutable, la «España de las tres cul­
turas». No hace m ucho, la Sra. Palacios, antigua M inistra de
Asuntos Exteriores, justificaba su presencia en las listas de elec­
tores de Toledo, ciudad en la que ni había nacido ni vivido,
diciendo que «todos som os de Toledo porque fue el lugar de
las tres culturas». La verdad es que hubo una España en la que
un templo podía ser m ezquita el viernes, sinagoga el sábado e
iglesia el domingo. Pero la propia España se encargó de acabar
con esa convivencia expulsando a judíos y m usulm anes.
Nosotros somos hijos, por vía directa, de la España intolerante,
que fue la única que quedó. La España de hoy es producto de
la que ha sido (y ha llegado a ser) y no de lo que fue (y dejó de
ser). Eso significa que no podem os ahora relacionarnos o rei­
vindicar aquella España sin cuestionar ésta, a lo que lógica­
m ente no está dispuesto el habitual reivindicador de la España
bizantina.
El hecho de que en España no hubiera judíos no significa
que no haya habido luego antisemitismo, aunque de una natu­
raleza especial. Se dice, y con razón, que el anti-judaísmo espa­
ñol no era de tipo racista sino más bien religioso y cultural. La

142
pureza de la sangre no apuntaba tanto a la pureza étnica cuanto
a la pureza del ser español que se confundía con ser cristiano.
Y el ser cristiano del español era una mezcla de creencia y cos­
tum bres en la que tanto valía un dogm a com o un guiso. Com o
dice Jim énez Lozano «la m edida de la cristiandad será que
hayan com ido tocino, bebido vino y no hayan hablado en alga­
rabía. No habrá otra teología»*.
Si es más ajustado a la realidad calificar de anti-judaísmo al
tratam ien to teórico y práctico que la España m oderna da al
judío, no es m enos cierto que ese afecto anti-judío se aliará
muchas veces con el antisemitismo m oderno en la España con­
tem poránea, tal y com o señala Gonzalo Álvarez Chillida en El
antisemitismo en España7. T anto en la derecha com o en la
izquierda, entre nacionalistas o españolistas, creyentes o laicos
aflora constantem ente en una España sin judíos la veta antise­
m ita en la que se conjugan los tics del cristiano viejo con los
tópicos del europeo m oderno. Si la derecha republicana hace
suyos los infundios de «Los Protocolos de los Sabios de Sión»\
tam poco la izquierda encuentra m ejor manera para (des)califi-
car al m illonario m allorquín Juan March que llam arle «judío
de cuerpo entero». Hay pues un antisem itism o de derechas y
de izquierdas que llega hasta hoy.

5.
Una novedad del antisem itism o contem poráneo es el de ori­
gen árabe. Q uedan lejos los tiem pos en los que los judíos,
expulsados de tierras cristianas, encontraban tolerancia en paí­
ses árabes. El conflicto israelo-palestino ha cambiado substan­
cialm ente esta relación hasta el punto de poder hablar de un
antisemitismo islámico que, aunque haya sido alimentado por

‘J. Jiménez Lozano. aAntijudcria en España», Isegoria, N° 23, p. 156.


' C. Álvarez Chillida. en El antisemitismo en España. La imagen del Judio (1S12-2002). Madrid.
Marcial Pons, 2002.
*Ibid.. p 301 y ss.

143
el conflicto aludido, trasciende ya esa situación. Algunos, com o
Alain Finkielkraut, piensan que «ese antisem itism o perm ane­
cerá sea cual sea la política Israelí. Todo lo que no funciona en
el m undo islámico es culpa de Israel, todo lo que va mal en la
periferia urbana europea es culpa de Occidente y de Israel. Hay
una irresistible tentación a im putar los fracasos presentes y
futuros a causas externas. Y la causa principal es Israel»*. A ju z­
gar por el recrudecim iento del antisemitismo islámico gracias
a las dos intifadas, no habría que subestim ar, com o hace
Finkielkraut, el peso de las políticas israelíes. Éste es el punto
de vista que defiende Avi Shlaim, un representante de la escuela
de los Nuevos Historiadores empeñada en no perder de vista la
importancia de los errores de los gobiernos israelíes en el rena­
cim iento del antisem itism o. De ahí a decir que «Sharon es el
culpable del antisemitismo en Europa»10hay un trecho que no
se puede recorrer seriam ente. Los errores de Sharon pueden
avivar un rescoldo, no crear el fuego. Ya hem os visto, en efecto,
la complejidad causal del antisemitismo m oderno.
Lo que no ha pasado desapercibido entre quienes analizan
este fenóm eno es el impacto del antisemitismo islámico en sec­
tores progresistas. Si el antisem itism o clásico perm itía una
clara crítica por parte de quienes defendían ideales universalis­
tas debido al com ponente racista del mismo, ahora el hecho de
que sea form ulado por quienes sufren directa o indirectamente
el poder israelí favorece una com plicidad entre izquierdas y
antisem itism o que no se daba antes, al m enos con la m ism a
claridad. Una cosa es el antisem itism o convencional de la
izquierda por aquello de que, com o decía Marx, «la esencia del
judío es la letra de cambio», es decir, por la relación judaismo-
capitalismo; otra cosa es el antisem itism o que nace de la soli­

• Alain Finkielkraut, «Una nueva forma de rechazo», El Pais, 28 de diciembre del 2003.
MAsi titulaba, entre comillas, el periodista que daba cuenta de la presentación en Madrid
del libro de Avi Shlaim, El muro de hierro, Almcd, 2003. Cf. El Pais, 19 de noviembre de
2003.

144
daridad con las víctimas palestinas. Cuando se absolutiza esa
solidaridad, nada impide leer la política del Estado de Israel en
clave racista y aniquiladora del pueblo palestino. Y eso es lo
que está ocurriendo si, com o dice, Ulrich Beck, «se protesta
contra la militancia israelí y se pasa fácilmente po r alto el terro­
rism o suicida con el que los palestinos tiranizan a la sociedad
civil israelí»*1. Se habla de «terrorism o de Estado», en el caso
del estado de Israel, y de «kamikazes», en el caso del terrorista
suicida palestino.
El Rubicón que separa la crítica excesiva, incluso injusta, a
esta o aquella actuación del ejército israelí del antisem itism o
riguroso, radica en el reconocim iento o no del derecho del
Estado de Israel a la existencia. Entre los progresistas españo­
les ese paso rara vez se da, aunque lo encontram os, por ejem ­
plo, en el prólogo a un libro colectivo editado por una socie­
dad tan bienintencionada en otros casos, com o torpe en éste,
en el que dice que Israel «se ha definido siempre por el contra­
rio, y su identidad está en su actitud frente al contrario o con­
tra el contrario. [...] Esta ley hace que sus contrarios tengan
que sufrir, trágicam ente, unas consecuencias criminales»12. Es
ésta una afirm ación gratuita, pues ignora que el pueblo de
Israel sólo pensó crear un Estado propio cuando tuvo tras de sí
la experiencia de expulsión de todos los países europeos en los
que quiso vivir pacíficamente'*. Para M endelssohn, Israel ya
hizo una vez la experiencia de ten e r Estado, com o quería el
pueblo, y éste fracasó porque, com o avisaban los profetas, «difí­
cil es saciar a un débil m oral al que se le otorga el derecho de la
divinidad»14. Se acabó pues la idea de una constitución política

“ Ulrich Bcrk. «El nuevo antisemitismo europeo». El País, 23 de noviembre de 2003.


11IEPALA, Israel y su significación internacional, Madrid, lépala / Fundamentos. Citado por
G. Álvarez Chillida, op. cit., p. 469,
" Sobre la seriedad con que el judaismo se toma la Diáspora. véase M. Mendelssohn.
Jerusalén o acerca M poder religioso y Judaismo, Barcelona. Anthropos, 1991.
“ lbíd..p.261.

145
propia. M endelssohn form ula entonces el program a que ha
regido su existencia histórica: «Adaptaos a las costum bres y a
la constitución del país al que os hayáis trasladado, pero m an­
teneos tam bién con perseverancia en la religión de vuestros
padres»'5. Y com o esto es lo que querían y no se lo hem os per­
mitido, el problem a palestino es un problem a europeo, de ahí
que si hay que hablar de «consecuencias criminales» es en rela­
ción a Europa, sujeto, por tanto, de una responsabilidad histó­
rica respecto al pueblo judío.

6.
El anti-sionism o es la penúltim a form a en que se presenta el
antisemitismo. Aquí, com o en tantas otras cosas, hay que dis­
tinguir entre el nivel teórico y el histórico-práctico, de m odo y
m anera que, com o dice Habermas, «en el plano analítico cabe
hacer distinciones conceptuales que, en el uso político, hace
tiem po que se han desdibujado»14. El sionismo, visto com o una
form a de nacionalism o, puede ser objeto legitim o de crítica,
com o cuando ésta expresa reservas respecto a las «consecuen­
cias norm ativas indeseables de todo nacionalismo»17, es decir,
se puede criticar teóricam ente al sionism o com o a cualquier
otra forma de nacionalismo. Lo han hecho y lo hacen muchos
ciudadanos israelíes que no son sionistas. Dicho esto, conviene
añadir a renglón seguido que el sionismo es un fenóm eno más
complejo de lo que se imagina quien lo m aneja con tanta sol­
tura com o es habitual. Debido a circunstancias históricas del
pueblo judío que nadie ignora, difícilmente escapa el anti-sio­
nismo al peligro del antisemitismo.
Si la palabra sionista se ha convertido en un insulto es por­
que quien la usa la relaciona exclusivam ente con el conflicto
israelo-palestino, es decir, con un pasado muy reciente. Pero la

Ibid., p. 263.
J. Habermas. op. dt.
' Ibid.

146
verdad es que el sionismo hunde sus raices cien años más atrás
y tiene por contexto los movimientos nacionales de emancipa­
ción. No nació com o respuesta al antisem itism o del siglo xix
(«affaire Dreyfus»), sino com o respuesta al proceso de seculari­
zación y de laicización propio de las sociedades m odernas occi­
dentales, de ahí la oposición declarada de toda la ortodoxia
judía durante m ucho tiem po” . El anti-sionismo, si quiere ser
o tra cosa que rechazo a determ inadas políticas del Estado de
Israel, tiene que aplicarse al conocim iento de un fenóm eno
plural y cambiante que plantea m adrugadoram ente problemas
políticos de gran envergadura (relación entre lengua y nación,
entre pueblo y territorio, entre fe nacional y proceso de laiciza­
ción, etc.) y no precipitarse en simplificaciones de consecuen­
cias catastróficas. Pero además de esto hay que tener en cuenta
un dato histórico que altera la valoración m oral del sionismo.
Me refiero a esa historia ya señalada de un pueblo que durante
siglos quiso vivir en paz en el seno de otros pueblos y de los
que fue sistemáticamente expulsado, una historia que culmina
en el proyecto nazi de exterm inio total. Es eso lo que lleva a
H aberm as a decir que «el anti-sionism o está desacreditado.
Tras el Holocausto ¿qué europeo podría negar a Israel el dere­
cho a existir, o desentenderse de esta cuestión político-existen-
cial?»,'\ Bien se puede decir entonces que el anti-sionism o
apunta, muy a su pesar, a la responsabilidad del propio eu ro ­
peo, es decir, lanza dardos contra sí mismo ya que sin su histo­
ria (la de Europa) el conflicto israelo-palestino es inexplicable.

7
Imre Kertész pedía, para un enfoque m oral del antisemitismo,
que cada cual se pusiera en el lugar de quien com pra un billete
de autobús para Haifa. Tam bién, lógicam ente, en el lugar de

“ De entre la inabarcable bibliografía, señalo el excelente estudio histórico de G.


Bensoussan. Une húloire mtfllettucllf a potinque du sionismo, 1B60-1940. París. Fayard. 2002.
"J. Habermas. op. cit.

147
quien vive com o en un gueto en algún lugar de Gaza. La polí­
tica la inventó el hom bre para resolver conflictos, de'ahi que el
litigio sea santo y seña de la actividad política. Resolver políti­
cam ente un litigio supone ante todo m antenerse en el plano
de la política, que no es el de las grandes palabras. El antisemi­
tism o es una de esas grandes palabras que se han sobrepuesto
a conflictos sociales que pudieron haber sido resueltos si la reli­
gión o sus sucedáneos (teologías políticas) se hubieran m ante­
nido a distancia. Lo sorprendente es que después de lo que ha
dado de sí el antisem itism o, llegando al holocausto de los
judíos europeos, Europa frivolice su significado. Preocupa el
hecho de que estén m ás atentos a este fenóm eno las policías
nacionales que los intelectuales. Y, para éstos, vale, porque
sigue estando inédito, el nuevo im perativo categórico de
Adorno: «reorientar el pensam iento y la acción de m odo que
la barbarie no se repita». El antisemitismo, antes de que crista­
lice en una acción bárbara, m adura en teorías del conoci­
m iento, de la política, de la m oral y hasta de la estética. Es en
esos lugares donde se libra la batalla herm enéutica, que no
puede dejar indiferente a intelectuales ni políticos, so pena de
que caiga sobre ellos la losa con la que M ark Edelmann, el líder
de la rebelión del gueto de Varsovia, sella sus memorias: «indi­
ferencia y crim en son lo mismo».

148
7. Tierra y huesos.
Reflexiones sobre la historia, la m em o ria y la «m em oria
histórica»

1.
L En los últimos tiempos, en España
a m e m o r ja c o t iz a a l a l z a .

han venido aflorando los recuerdos de la G uerra Civil con una


intensidad desconocida, al tiem po que se multiplican las críti­
cas a la transición politica por su amnesia. Es, desde luego, un
fenóm eno mundial. El sexagésimo aniversario de la liberación
de Auschwitz m ovilizó m uchos más recuerdos que los del
quincuagésimo. La Ley Taubira', en Francia, promovida en el
2002 por descendientes de esclavos, im puso el día 6 de mayo
com o día de la esclavitud y consiguió declarar la esclavitud
com o crimen contra la hum anidad, es decir, com o un crimen
que no prescribe. Descendientes de esclavos, de pueblos con­
quistados o colonizados en África, América o Asia, hacen oir
su voz cada vez con más fuerza y con mayores exigencias. En1

1Sobre esta cuestión, puede verse F. Vergés, La memoire cnchainée. Question sur 1’esclavage,
París, Albín Michcl, 2006.

149
codos estos casos la m em oria no es sólo un gesto compasivo
con un pasado desgraciado. Hay algo m ás que entendem os
cuando constatam os que lo que los prom otores de la Ley
Taubira, por ejemplo, pretenden es que Francia recuerde, por
supuesto, un pasado que no consta en los libros de historia,
pero, sobre todo, que revise su orgullo republicano que pudo
coexistir, sin mayores problemas, con prácticas esclavistas.
La carta que en el año 2000 escribe un grupo de intelectua­
les colombianos, con García M árquez en cabeza, apunta ya el
cam bio epocal en la valoración política del pasado. Para pro ­
testar por el trato discriminatorio que Europa dispensaba a sus
compatriotas, exigiéndoles el visado para entrar en algún país
de la Unión Europea, no encontraron m ejor argum ento que la
m em oria histórica. Dirigiéndose a los españoles, decían:

«Explíquenles a sus socios europeos que ustedes tienen con nosotros


una obligación y un compromiso histórico a los que no pueden dar
la espalda. Somos hijos, o si no hijos, al menos nietos o biznietos de
España. Y cuando no nos une un nexo de sangre, nos une una deuda
de servicio: somos los hijos o los nietos de los esclavos y los siervos
injustamente sometidos por España».

En aquel m om ento pareció este recuerdo de la conquista


un exceso retórico. Desde entonces, em pero, se ha repetido
tan to y en lugares tan diversos que estam os obligados a
tom arlo en consideración*.

' Del último episodio de esta autoridad de la memoria daba cuenta recientemente Le Monde
DiplomatLjue (julio 2007). Se preguntaba si «¿May que devolver los botines de las guerras
coloniales?». Resulta, en efecto, que el museo Tervurcn de Bélgica, el Quai Brandly de
París, el Pérgamo de Berlín o el British Museum de Londres están llenos de obras de arte
saqueadas por los conquistadores a los pueblos dominados. Unos se llevaron el oro y otros
las obras de arte, incluyendo a los misioneros que en su particular guerra contra el paga­
nismo no consideraban malo privarles de sus expresiones artísticas. Los botines permane­
cían vivos en la memoria de los vencidos, pero los vencedores entendían que los hablan
salvado, incorporándolos a su cultura, eso si, como botines de guerra. Eso es lo que está
ahora en discusión.

150
Si la m em oria cotiza al alza, el olvido lo hace a la baja. Ya
no «venden» m odelos de olvido. Este cam bio es particular­
m ente visible en la valoración de la transición política espa­
ñola. Si hubo un tiem po en que fue vista, dentro y fuera, como
m odélica, ahora las que interesan son aquellas com o las de
Chile, Argentina o Sudáfrica, que se hicieron bajo el signo de
las Comisiones de la Verdad. Eso es lo que se lleva.

2.
Este cambio de perspectiva ha desconcertado, com o era de pre­
ver, a los apologistas del olvido (al político Fraga Iribarne, por
ejem plo) y tam bién a algunos literatos o políticos que tienen
una relación positiva con el pasado. Pondré dos ejem plos. El
prim ero se refiere al escritor José Jim énez Lozano, un escritor
extraordinario cuya escritura ha consistido en desvelar el lado
oculto o despreciado de la realidad, es decir, en m irar el m undo
con los ojos de los olvidados. Pues bien, ante el ruido de las
nuevas asociaciones para la recuperación de la m em oria histó­
rica, sorprendió con esta reflexión: «esta España debería dejar
de desenterrar a sus muertos». Lo que era válido para la litera­
tura no lo era para la política. El otro es de Eduardo Saborído,
alguien que está anim ando la creación de un archivo con testi­
monios de viejos militantes antifranquistas y que fue diputado
com unista du ran te la transición política. En el debate que
siguió a una mesa redonda que tuvo lugar en Sevilla, replicó a
una nieta em peñada en dar con los huesos de su abuelo, con
esta admonición: «cuidado con echarnos unos a otros los hue­
sos de los m uertos». N o se puede decir que uno y otro estén
contra la m em oria. Al contrario, la cultivan, el u n o con sus
relatos y el otro con el archivo de testim onios. Son conscien­
tes, eso sí, de que la m em oria abre heridas y complica la convi­
vencia. Pero en lugar de hacer frente a esas complicaciones, lo
que de entrada señalan es el carácter socialmente perturbador
de la m em oria.

151
Algunas de las voces más críticas respecto al papel creciente
de la m em oria pertenecen a historiadores. Quisiera rescatar
algunas de esas voces porque plantean problem as de fondo
sobre los que quisiera reflexionar. Santos Juliá se ha enfrentado
enérgicam ente a quienes critican la transición por amnésica,
diciendo que «no había otra solución que la amnistía y ésta debía
ser general, para los dos bandos, para los crím enes de Para­
cuellos y los fusilam ientos de la plaza de toros de Badajoz»’.
Esa amnistía no hay que entenderla com o olvido, pues todo el
m undo recordaba, sino com o un «echar al olvido», es decir,
com o una renuncia consciente a la significación política del
pasado para el presente. Había que pasar página y se pensó
que lo m ejor que se podía hacer con la m em oria era «excluirla
del debate político». No está Juliá contra la m em oria (al con­
trario, él es el editor de un libro colectivo que no ha pasado
inadvertido, titulado Víctimas de la guerra civil, Madrid, Temas
de Hoy, 1999), sino contra su uso político, de ahí la defensa del
m odelo de transición política llevada a cabo en España. Q ue
no esté en contra lo dem uestra la crítica que hace de la repre­
sión de la m em oria que practicó el franquism o en los prim e­
ros años, logrando que del rico patrim onio cultural de los años
treinta no quedara nada diez años después: «todo eso fue arra­
sado, exterm inado. La m agnitud de la represión y del exilio
español de 1939 tuvo la dim ensión de una catástrofe. No
quedó nada, excepto cadáveres, cam pos de concentración,
cientos de miles de prisioneros y exiliados, decenas de miles
de ejecutados»4. Y, tam bién, la severa fustigación que ha hecho
del silencio de antiguos falangistas o gentes del régim en que
dieron por cam biar a posiciones aperturistas sin la m enor
autocrítica: 1

1Declaraciones a El País, 2 de noviembre del 2002.


*S. Juliá «Rastros del pasado», en El País, 25 de julio de 1999.

152
«Devinieron liberales y demócratas, a la vez que construían una
respetable obra personal y se erigían en mentores de las nuevas
generaciones, las nacidas durante o inmediatamente después de la
guerra. Pero, excepto uno, Dionisio Rjdruejo, ninguno de ellos se
enfrentó a cara de perro con su pasado católico-fascista: ni ellos, ni
sus discípulos, que tienen aquello como un extravío en el que no es
preciso insistir»’.

Habría ahí com o dos reivindicaciones de la memoria: la de


la tradición republicana, perseguida a m uerte por el fran­
quismo, y la del pasado franquista de los nuevos liberales, quie­
nes, al no explicar el cambio, daban a entender que habia algún
continuum entre franquismo y democracia. Valora pues Santos
Julia la m em oria, pero defiende su exclusión del debate polí­
tico porque entiende que la m em oria es subjetiva y privada, es
decir, ni es objetiva ni es política. ¿Es eso así?
José Álvarez Junco se pregunta con cierta sorna en un sólido
articulo*, refiriéndose a la muy socorrida frase de Santayana7,
«¿por qué no proponer como base de convivencia exactamente lo
contrario de lo que exige Santayana: olvidar?». Álvarez Junco no
es original en este envite por el olvido. ¿No decía acaso Nietzsche
que para vivir había que olvidar? Es lo que suele hacer la hum a­
nidad. Lo que m erece la atención es la argum entación que
emplea en este pladoyer del olvido. Sólo se puede reivindicar la
m em oria del pasado si tenem os hoy un colectivo, sociológica­
m ente bien definido, que sea el heredero real de ese pasado. A
eso lo llama él «memoria colectiva». Ahora bien, eso es imposi­
ble, no hay m anera de dar con un grupo que legítimamente se
reclame del pasado porque todos, tanto individual com o colec-

’ S. Julia, op. cit.. Habría que añadir, al nombre de Ridrucjo, el del autor de «Descargo de
Conciencia*, Pedro Laín Entralgo.
*J. Álvarez Junco, «De historia y amnesia», Et País, 29 de diciembre de 1999.
' La frase de Santayana, célebre porque es la que despide al visitante del Lager de Dachau.
es ésta: «Diesidt des vergangenen nicht erinnern, sind dazu vmirteilt, es noch etnmal zu crleben» /
«aquéllos que no recuerdan el pasado, están condenados a revivirlo».

153
tivamente, somos productos de m uchos cruces. N o resulta fácil
identificar a los descendientes de los opresores ni de los opri­
midos. Concluye entonces que no existe un sujeto de la m em o­
ria política y que

«la llamada memoria colectiva consiste, por tanto, en reconstruccio­


nes ideológicas del pasado, esto es, al servicio de fines políticos del
presente. El caso más claro es el de las historias nacionales, que por
mucho que se pretendan disciplinas académicas tienen como fin pri­
mero y principal el reforzamiento de un ente político actual».

Es decir, Álvarez Junco cuestiona la figura de la «memoria


colectiva», en particular su relación con el pasado: no es, desde
luego, un lugar de recuerdo, de ahí que no haya que esperar de
ella que revele o rescate algún secreto de familia que haya esca­
pado a la m irada del historiador; ni tam poco m antiene con el
pasado lejano un vínculo fiable de parentesco, proxim idad o
continuidad, de suerte que deudas contraídas con los abuelos
pudieran abonarse a los nietos. Álvarez Junco plantea el agudo
problem a de la legitim idad de la m em oria colectiva que con­
viene debatir.
O tro historiador, el fallecido Javier Tusell, no se anda con
rem ilgos a la hora de enjuiciar a los críticos de la transición:
«no hay pecado original en nuestra transición [...] por más que
en ello se em peñe todo un sindicato de damnificados a los que
no votaron los electores por razones que derivan de que quizá
valían m enos de lo que pensaban»8. La m em oria sería, según
este historiador, el recurso del resentido.
Este som ero repaso al debate que ha tenido lugar sobre la
m em oria en m edios periodísticos nos coloca ante tres graves
cuestiones que no podem os pasar por alto: una versa sobre la
naturaleza de la m em oria colectiva; otra, sobre el alcance

‘ Citado por V Navarro, *La transición política», £1 País, 17 de marzo del 2000.

154
epistémico y político de la memoria; y la última, sobre la m ora­
lidad de la m em oria5.

3.
Antes de pasar al análisis de las cuestiones planteadas conviene
tener presente el profundo cambio operado no sólo en la sen­
sibilidad social por el tem a de la m em oria, al que ya me he refe­
rido al decir que la m em oria cotiza al alza, sino tam bién en los
contenidos mismos. El significado de «memoria» ha cambiado,
en efecto, de una m anera radical y no por arte de magia, sino
debido a una reflexión filosófica sobre el tiempo, sobre el ser y
el tiem po (empresa en la que han excedido dos de los filósofos
m ás sobresalientes del siglo xx: Rosenzweig y H eidegger) y
tam bién a los acontecim ientos que han tenido lugar en Europa
durante la «era de la catástrofe», es decir, el tiem po que va de
1914 a 1945.
Una rápida mirada sobre la evolución de la categoría «memo­
ria» nos revela que para los antiguos y medievales la m em oria
era, en prim er lugar, un sensus internus, un sentim iento y, en
segundo lugar, una categoría conservadora, cultivada po r los
tradicionalistas. La pretensión de la m em oria era la de conver­
tirse en norm a y hacer que el presente fuera reproducción del
pasado, de lo que siempre había sido10. La M odernidad enten­
dió bien esta pretensión norm ativa del pasado, p o r eso, ella,
que venia con la idea de construir un tiem po nuevo, distinto de
lo que siem pre habia sido, tuvo que declarar la g u e rra a la
m em oria. H aberm as lo expresa a su m odo diciendo que la

' En contraste con este pathos de los historiadores españoles habría que reseñar el de otros,
extranjeros también, como el de Michcl Leiberich, de la universidad de Pcrpiñán, quien en
un congreso sobre Los campos de concentración y el mundo penitenciario en España durante la
Guerra Civil y elfranquismo, celebrado en Barcelona (octubre de 2002), apelaba a la memo­
ria «para evitar los tics totalitarios que puedan aparecer en cualquier sistema totalitario.
Eso viene a decir que las transiciones amnesicas son un caldo de cultivo del totalitarismo».
" Este aspecto está bien recogido en la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa. Jorge,
el auténtico guardián de la biblioteca, no soporta que nadie busque en los libros noveda­
des. El ideal del monje es alguien que transcribe documentos siendo analfabeto.

155
M odernidad es post-tradicional y Foucault apunta en la misma
dirección cuando afirma que lo decisivo para los nuevos tiem ­
pos es «el presente». Para la nueva autonom ía del sujeto, en
asuntos de m oral y política, la pretensión normativa del pasado
era sencillam ente inaceptable; y para la nueva ciencia, dis­
puesta a progresar en el conocim iento «mediante reducción de
las cosas a sus causas», com o decía Descartes, «no hay ninguna
necesidad de la memoria»". Este entendim iento entre amnesia
y M odernidad explica que los m ovim ientos antim odernistas y
antirevolucionarios recurran a la m em oria com o antídoto efi­
caz, sea contra la autonom ía del sujeto (proclam ando la priori­
dad de la sociedad sobre el individuo), sea contra el progreso
(predicando el valor norm ativo de la tradición).
Esto cambia en el siglo xx. Para entenderlo, hay que tener
en cuenta, com o hace Gérard Nam er", el discípulo y continua­
dor de las investigaciones de M aurice Halbwachs, que la
Primera Gran Guerra había sum ido a Europa en una sensación
de vértigo debido a cam bios hasta entonces desconocidos;
transform ación del m undo rural en urbano, irrupción de la téc­
nica en los transportes y en la construcción, o aparición de los
movimientos sociales. Quienes volvían del campo de batalla lo
hacían con una experiencia colectiva que nada tenía que ver
con la del m undo que dejaron cuando fueron llamados a filas.
De repente se iba por el sum idero de la historia un m odo de
ser y de vivir que venía de m uy lejos. A aquella experiencia de
pérdida respondió M ahler en m úsica, Proust en literatura,
Bergson en filosofía y Halbwachs en sociología.
En torno a la 1 G uerra Mundial se produce, en la sociología
de la memoria, una complicidad entre ésta y el progreso; luego,
entre guerras, viene la filosofía dando a la m em oria el trato de
conocimiento. Y los acontecim ientos de la II G uerra Mundial

" Citado porj. Le Goff. Histoirr ct mimeire. Parfs, Gallimard, 1988, p. IS4.
“ M. Halbwachs. Los marcas sociales de la memoria. Postfacio de Gérard Namer, Barcelona.
Anthropos, 2004.

156
nos sorprenden con una reflexión que exige «un deber de
m em oria». El paisaje anam nético ha cam biado de arriba a
abajo. Vamos a analizar esos cambios al hilo de la discusión con
las preguntas de los historiadores.

3.1. La m em oria colectiva: ¿ideología de colectivos actuales


en función de intereses p resen tes o categoría que explica
cóm o se construye la realidad social?
Que la m em oria colectiva es utilizada com o munición ideoló­
gica para justificar intereses políticos de colectivos actuales
resulta indiscutible. Así funcionan, efectivamente, los naciona­
lismos, fíeles a la consigna de Renán: «no hay nación que se pre­
cie que no invente su pasado». Pero la cosa es más complicada.
Obligado es remitirse a los estudios de Maurice Halbwachs,
en particular a Les catires sociaux de la mémoire, de 1925, y a
Mémoire colective, de 1950. Cada uno de estos libros se abre con
un relato a m odo de m ito fundador. El prim ero de ellos habla
de una niña de unos 10 años aparecida en los bosques de
Chálons. Según las crónicas de la época, «nunca se supo ni de
dónde venía, ni en qué lugar había nacido y, además, no guardó
ningún recuerdo de su infancia». Sólo reaccionó cuando le
pusieron delante dibujos que despertaron sus recuerdos. Así se
llego a recom poner su identidad: era esquim al, nacida en el
norte de Europa, llevada a las Antillas y reducida a la condición
de esclava.
C on el relato de la esquimal esclava, Halbwachs quería ilus­
tra r la dependencia de la m em oria del en to rn o social. Sin las
preguntas e im ágenes de ese en to rn o o m arco social no hay
m em oria. El marco social está com puesto de necesidades, valo­
res y experiencias del presente. Si a ese m arco le llam am os
«m em oria colectiva» es porque se ha ido construyendo con
m em orias individuales salvadas del olvido.
Esa relación entre m em oria individual y m em oria colectiva
es fecunda. Gracias a la m em oria colectiva la niña consigue
recordar la casa en la que sirvió. Sus recuerdos son amables,

1S7
com o si hubiera sido bien tratada. Pero, gracias a las preguntas
de los vecinos de Chálons, acabará sabiendo que en esa casa
donde la trataban tan bien era una esclava. Ese descubrimiento
tam bién es im portante para los franceses pues, gracias a él,
ellos se van a saber contem poráneos de la esclavitud, pero el
acento se pone en la dependencia de la m em oria individual res­
pecto a la colectiva.
El relato sobre el que pivota La mémoire colective versa sobre
un paseante solitario que llega a Londres y se deja ir p o r sus
calles, sus puentes, sus palacios e iglesias. Se detiene ante cada
m onum ento para admirar, en unos casos, la técnica empleada;
en otros, la personalidad estética; sin olvidar los ecos de la his­
toria nacional e internacional que se pasea por las calles de la
gran ciudad. Lo que nos quiere decir el autor es que cada indi­
viduo está poseido de múltiples m em orias colectivas (la que ha
conform ado a la cultura artística, a la cultura técnica o militar
o religiosa) que viven en el individuo en un estado latente hasta
que éste las activa, com o hace el solitario de Londres. Esta acti­
vación es igualm ente creativa porque no sólo evoca lo que ya
sabe, sino que lo contrasta con lo que está viendo y de ahí sale
un juicio m atizado por la experiencia del m om ento.
Lo que H albwachs pretende con las investigaciones que
subyacen a estos dos relatos es una sociología de la m em oria,
es decir, explicar en qué consiste la m em oria o mem orias de la
sociedad y cómo interactúan con el individuo.
Lo que me parece interesante para nuestro propósito es
cóm o entiende la relación entre la m em oria colectiva y la his­
toria. Halbwachs se arriesga a decir que hay una superioridad
de la m em oria colectiva sobre la historia. ¿En qué se basa?
Da dos razones:
a) la fecundación de la m em oria del historiador gracias a
la m em oria o m em orias colectivas. Lo explica recurriendo a la
doble noción de tiem po. Adem ás del tiem po continuum
(pasado-presente-futuro) con el que trabaja la historia, hay un
presente en el que se concentra todo el tiem po, es el tiem po

158
eternam ente presente, la punta de un cono invertido que hace
plano con el presente. Es el tiem po en el que coinciden la con­
ciencia individual y la m em oria del grupo. La esquimal, cuando
recuerda, se siente parte del g ru p o al que perteneció en su
infancia. En ese m ism o m om ento el grupo francés en el que se
encuentra se hace contem poráneo de ese pasado en tanto en
cuanto la niña esquimal forma parte del grupo francés.
Esa relación viva entre presente y pasado obliga a cambiar
constantem ente la m irada sobre el pasado y la conciencia del
presente. El historiador que investigue el pasado de la niña esqui­
mal incorporará a su mirada la experiencia de una de sus habi­
tantes, convertida en esclava. Y esa esclavitud le obliga a hacer
nuevas preguntas sobre la sociedad francesa en la que se encuen­
tra la esquimal. En el caso de la Ley Taubira, la voz de los des­
cendientes de esclavos obliga a los franceses a replantearse el
orgullo republicano presente y obliga a hacerse preguntas sobre
una parte de la historia que estaba archivada por irrelevante.
b) La segunda razón consiste en poder cuestionar, gracias a
la m em oria, la autoridad de lo fáctico. La facticidad tiene la
autoridad de lo que ha llegado a ser, algo de lo que no puede
presum ir lo fracasado, lo que sólo es sido. La historia, en la
medida en que se atiene a los hechos, tiende a identificar facti­
cidad con realidad. Para la m em oria, po r el contrario, lo que
no ha llegado a ser tam bién form a parte de la realidad. «La
memoria», dice Benjamin, «abre expedientes que la ciencia da
por archivados». La superioridad de la m em oria depende de
cóm o se entienda la realidad: com o un fáctico o un contrafác-
tico. La m em oria cuestiona el axioma de Vico «verum et factum
convertuntur».
Hay que reconocer que aquí H albwachs se topa con un
escollo considerable. Dice que «la historia com ienza cuando
acaba la tradición»'*. La m em oria colectiva es impensable sin
sujetos relacionados vivencialm ente con el pasado. Hay una

u Halbwachs, op. cit., p. 130.

159
continuidad entre la sociedad que lee la historia y los testigos
que la vivieron. Cuando desaparecen, aparece la historia que
se sitúa fuera y p o r encim a del grupo. Salva una parte del
pasado que no se limita a recoger lo que pudiera estar vivo en
el g ru p o que la recuerda, sino los hechos que parecen m ás
resistentes. Eso quedará fijado y escrito y eso será lo que quede
del pasado. La fragilidad de la m em oria se debe a que en un
m om ento determ inado el pasado vivido deje de ser traditus
entregado a un colectivo que lo recibe. Al rom perse la traditio
cesa la m emoria.
Según esta explicación, cuando llega la hora de la historia,
se cierra el tiem po de la m em oria. Cuando desaparecen los tes­
tigos, deberíam os dejar de hablar de m em oria. C uando se
rom pe el hilo generacional que conecta a generaciones de
españoles con los conquistadores de América o a las generacio­
nes mexicanas con los conquistados de entonces, deberíam os
prohibirnos hablar de responsabilidad. Pero eso no lo hace ni
Halbwachs. Las m em orias que activa el solitario de Londres
vienen o pueden venir de siglos atrás.
Pero es m uy difícil precisar cuándo se rom pe el vínculo
entre el pasado y el presente porque siem pre quedan huellas,
m uchas veces ocultas, de m odo que en un determ inado
m om ento el presente declara verse reflejado en ellas14.
Im aginem os una injusticia pasada. M ientras no sea saldada
quedará ahí, oculta o latente, a la espera de que haya una con­
ciencia m oral sensible que la despierte. Esa huella estará ahí,
acom pañando la historia, porque la historia se ha construido
sobre ella. Aunque esté presente bajo la form a de ausencia, es
decir, aunque no haya conciencia de ello, habrá que decir que
form a parte de la m em oria colectiva. Halbwachs sale al paso 1

11Dice Imre Kertész: «creo que es muy difícil eliminar los restos de la memoria porque eso
se transmite a través de la sangre», El País, 23 de Diciembre de 2007. Del conjunto de la
entrevista que le hace Juan Cruz se deduce que «sangre» es una metáfora de la vida vivida
y compartida con los más cercanos. Esos, tos de la misma familia, nación, circulo de ami­
gos o aflicciones, se convierten en los portadores de las huellas de la memoria.

160
apelando al valor eterno de lo recordado, que por eso siempre
está ahí, aunque lo esté virtualm ente. Hoy, tras lo que hemos
aprendido desde Auschwitz, diríam os que hay rastros objeti­
vos, materiales y morales, que ahí siguen, siempre dispuestos a
hablar si alguien les pregunta. También sabem os que la trans­
misión del testim onio es sorprendente. De un lector de testi­
monios puede salir un testigo.
Decía que una de las características históricas de la memoria
era su conservadurism o o antim odernism o. Eso se rom pe
ahora. La distinción que introduce la m em oria entre realidad y
facticidad, pone en jaque la idea m oderna que identifica la
m em oria con el tradicionalismo. La Modernidad dice atenerse
a la realidad; ahora bien, si de la realidad también form a parte
el pasado ausente, la M odernidad que identifique realidad con
facticidad perderá una parte sustantiva de la realidad. La m em o­
ria de lo olvidado o fracasado se convierte en un m om ento cri­
tico de lo dado. Es lo que hizo Halbwachs al proponer la m em o­
ria com o un arm a de com bate, prim ero para im pulsar los
ideales socialistas, cuando en los años veinte se pensaba que el
m ovim iento obrero nadaba a favor de la corriente; y luego,
com o arm a antifascista, cuando en los años treinta no parecía
haber m ás realidad en París que la cruz gamada. Con el arm a
de la m em oria se podía decorar la capital francesa con la sim-
bología revolucionaria de 1789, de 1830, de 1848 y de 1870.

3.2. La m em oria ¿privada y subjetiva o política y objetivable?


La m em oria es desde luego privada. Si al Proust de Du cóté de
chez Swann le viene encima de sopetón toda su vida vivida, es
porque la resucita la m odesta m agdalena que acaba de m ojar
en el té. Ahora bien, si lo que se pretende decir es que esa
m em oria no puede ser pública o política, hay que responder
que la m em oria es privada y tam bién pública. La m em oria
colectiva es pública y pública es cualquiera de esas
Asociaciones para la Recuperación de la M em oria Histórica
que pueblan el paisaje español desde que los nietos de abuelos

161
desaparecidos decidieron hace unos años abrir fosas en las cune­
tas de los cam inos para identificar los restos de sus mayores.
Estas asociaciones no pretenden sólo identificar a los abuelos
asesinados por el franquismo y darles una sepultura digna. De
paso, quiéranlo o no, están haciendo un juicio político al fran­
quism o, a la transición y a la democracia que, sucesivamente,
ocultó, se desinteresó o tardó en entender el alcance de la res­
ponsabilidad de una dem ocracia. C uando la m em oria de un
acontecim iento pasado cristaliza en un Día Nacional — com o
ocurre en muchos países el día 27 de enero, declarado Día del
Holocausto— , o se concreta, en Berlín, en un «Denkmalfur die
ermordcten Juden Europas», la m em oria se hace pública en el sen­
tido de que condiciona y conform a el imaginario com ún de la
sociedad contem poránea. Luego podem os darle uno u o tro
reconocim iento político. Podem os acordar que su «publicidad»
sólo alcanza el nivel de la conciencia y no de la acción, pero si
lo hacem os será porque lo acordemos, no porque la m em oria
no tenga esa capacidad.
¿Es subjetiva la m em oria, en el sentido de que sólo produce
sentim ientos y no conocim iento? Es subjetiva com o el sabor
de la «magdalena» que degusta Proust, pero si lo que se pre­
tende decir es que no es objetiva, que no puede producir cono­
cimiento, sino sólo sensaciones o sentimientos, la cosa cambia.
El cambio se produce, efectivamente, en to rn o a la II G uerra
Mundial. Su exponente más señalado es W alter Benjamín. Con
él la m em oria pasa a ser una «teoría del conocim iento», es
decir, sale del orden del sentim iento para convertirse en un
m odo específico de conocim iento. El lugar de esa teoría son
sus Tesis sobre el concepto de historia, que no las presenta com o
suplem ento de la historia (com o hacen los historiadores que se
ocupan de los «testimonios» com o m ateriales del conoci­
m iento histórico), sino com o conocim iento del pasado, un
conocim iento rival de la historia, o m ás precisam ente, de las
concepciones de la historia con las que él polemiza. N otem os
que estas Tesis son un tratado de la m em oria. Si Benjamín no

162
las titula Tesis sobre el concepto de memoria es porque entiende
que está proponiendo una nueva teoría de la historia y no sólo
algo reducido al ám bito de la «memoria». Está pensando en
una historia animada por la memoria.
Benjamin sabe que se adentra por un sendero desconocido
y peligroso. Es tan consciente de su novedad que se construye
un lenguaje a la altura de esa novedad. Si en alemán se utilizan
los térm inos Erinnerung o Geddchtnis para designar la m em o­
ria, él prefiere desempolvar un viejo térm ino, Eingedenken (que
podríam os traducir por rem em branza, recordación o rem em o­
ración), para dar a entender que se trataba de algo distinto.
Para avanzar se sirve del m étodo que el joven Marx proponía a
Arnold Ruge, cuando daban vueltas a la idea de crear los Anales
Franco-Alemanes: «no anticipam os dogm áticam ente el m undo
sino que lo construim os criticando lo que hay».

3.2.1. Lo que hay y con lo que él polem iza es, por un lado, el
«historicismo», un fenóm eno de amplio espectro cuyos contor­
nos son difíciles de señalar. H erbert Schnádelbach”, un frank-
furtiano muy interesado por el asunto, distingue tres variantes
del m ism o: a) tratam ien to científico de la historia: com o si
fuera posible «contar las cosas com o realm ente han sido», es
decir, atenerse a los hechos y no a su significación aquí y ahora;
b) relativism o de los valores: si todos los valores, tam bién los
absolutos, son históricos, es decir, producidos en un tiem po y
lugar determ inados, no pueden pretender ser absolutos; c) crí­
tica a la idea ilustrada de la historia: empeñada en afirm ar que
la historia tiene un sentido interno que nos guía de la misma
m anera que las leyes naturales guían a la naturaleza. Estas dis­
tintas modalidades de historicismo están abogando por el con­
cepto de ciencia histórica, sea a través del relativism o de los
valores o de un tratam iento romanticista de la historia.

" H. Schnadclbach. Geschichtsphilosophie nacíi HegeL Die Probleme des Histarismus, Munich,
Kart Albor. 1974, pp. 19-30.

163
Benjamin se fija en el prim er aspecto y no tarda en llamar la
atención sobre la contradicción que supone, por un lado, «ate­
nerse a los hechos» y, por otro, invocar la «empatia» entre el his­
toriador de hoy y los hechos del pasado. Sin ese puente no
habría m anera de salvar la distancia entre el presente y el
pasado. Ese puente o em patia se puede form ular de m uchas
maneras. Ahora, por ejemplo, se expresa lo mismo diciendo que
el historiador hace preguntas al pasado para que éste responda.
Desde la «empatia» resulta no sólo ilusorio hablar de objeti­
vidad, sino peligroso. «En la pretensión de m ostrar las cosas
com o realm ente han sido», dice Benjamin, «se esconde el nar­
cótico más potente del siglo xix»'*. ¿Que por qué? Porque ate­
niéndose a los hechos se construye la ilusión de aprehender la
realidad. Pero la realidad es más que los hechos. Los hechos son
la parte em ergente y exitosa de la realidad. Hay un diálogo
secreto entre los distintos hechos de la historia. Juntos constitu­
yen el patrim onio de la hum anidad y los posteriores se sienten
herederos de los anteriores, obligados a conservarlos y conti­
nuarlos. «Los que en cada m om ento mandan», añade Benjamin,
«son los herederos de los que alguna vez triunfaron»'7. No hay
por qué tom ar a los historiadores por plumillas de los que m an­
dan, basta que las preguntas que hagan surjan del contexto
actual que es el que se ha impuesto. La famosa «empatia» es la
expresión de la responsabilidad por el patrimonio.
Si resulta peligrosa esta identificación entre hechos y reali­
dad, es porque se condena lo sin-nombre, lo que no ha llegado
a ser, en una palabra, lo fracasado, lo expulsado a la insignifi­
cancia. Grave erro r porque eso está ahí, presente, aunque sea
bajo la form a de la ausencia. E rror peligroso porque sin esa
ausencia no entendem os bien la presencia del ganador, al
tiem po que nos privamos de un arm a eficaz para la superación
del presente. Tom em os el caso del Chile de Pinochet: ahí está

* Ver comentario en Reyes Mate, Medianoche en la historia, Madrid. Trotta, 2006. p. 135.
" Ibíd.. p. 138.

164
presente Allende com o ausencia. Esa ausencia no es captable
científicamente. Sobrevive en la m em oria de los perdedores y
se activa cada vez que se plantea la salida del terror.
Y, sin ir tan lejos, ahí está la España actual, democrática, cons­
truida sobre una G uerra Civil y sobre cuarenta años de dicta­
dura. «Construida sobre la dictadura» es una metáfora que signi­
fica, al menos, discontinuidad entre los dos sistemas políticos y
relación imaginaria con un rem oto pasado democrático negado
por un golpe de estado sobre el que perduró la dictadura.
La historia científica dirá, por ejemplo: «Belchite, encruci­
jada de la contienda, lugar de una confrontación decisiva que
supuso la destrucción del pueblo. Fue abandonado por orden
de la autoridad y al lado se construyó otro en el que se desarro­
lló la vida del pueblo». Ahora bien, así, sin la som bra del viejo,
no entenderíam os nada del pueblo nuevo. El pueblo abando­
nado forma parte del pueblo nuevo. La realidad no se agota en
lo fáctico.
Podríam os llevar esta teoría de la realidad a la in terpreta­
ción de la identidad nacional española, fruto de una estrategia
—«la pureza de sangre», encarnada en el cristiano viejo— al
precio de sacrificar otras «sangres», com o la judía o islámica.
En el español actual: lo judío y lo m oro están presentes com o
ausentes. Sólo nos entenderem os si recuperam os lo que hemos
perdido, si nos redescubrimos com o m oros y judíos; m ientras
eso no ocurra construirem os o m antendrem os nuestra identi­
dad negando otras diferencias.

3.2.2. Benjamín tam bién entra en polém ica con las filosofías
de la historia que rem iten el sinsentido del presente a un sen­
tido futuro. Esas concepciones de la historia anuncian que
todas las injusticias, atropellos y barbaridades de la historia aca­
barán reciclándose o metabolizándose en sentido histórico. El
futuro y no el pasado, nos sanará.
El pensador alemán denuncia esas teorías de la historia por
ideologías del progreso y las rechaza en base a dos razones. La

165
prim era, por confundir arteram ente progreso técnico con pro­
greso moral. Con el prim ero hem os conseguido el dom inio de
la naturaleza y de paso, tam bién, el del hom bre. Benjamin res­
cató con la paciencia de un coleccionista los sueños de emanci­
pación que el hom bre asoció a la llegada de la m oderna téc­
nica. El siglo xix se creyó el sueño de Leonardo da Vinci, es
decir, que los aviones vendrían de los Alpes con nieve para ali­
viar a los rom anos de su ferragosto, pero lo que de hecho ha
ocurrido es que los aviones han llenado las trincheras de san­
gre. La segunda crítica se dirige al carácter inagotable, perfecti­
ble e invencible del progreso: inagotable porque el tiem po y
los recursos de la naturaleza y del hom bre son infinitos; per­
fectible, porque la evolución del m undo y del hom bre va siem­
pre a m ejor, com o bien dem uestra el darw inism o social; e
imbatible porque el hom bre y la sociedad funcionan com o la
naturaleza, con leyes contra las que es m ejor no luchar. Una de
las consecuencias más nefastas de esta creencia en la perfectibi­
lidad del hom bre y del m undo, es la pereza. C uenta Kafka en
La muralla china que los constructores de la Torre de Babel de
hecho nunca pusieron la prim era piedra. Com o tenían todo el
tiem po del m undo por delante, no se m olestaron en com enzar
la obra. Si, por otro lado, es imparable, buena gana de hacerle
frente; m ejor som eterse a sus dictados y esperar que el tiempo
traiga la solución o que ponga a cada cual en su sitio.
C ontra esa doble pretensión de la historia se levanta la
m em oria: contra la idea de que hay un conocim iento «cientí­
fico» de lo que ha sido. Para este conocim iento cientifico, lo
que no es, lo que quedó d errotado y abandonado, no form a
parte de la realidad o tiene un significado «subalterno», subor­
dinado a lo que consiguió ser. Tam bién contra la pretensión
salvífica de las filosofías m odernas de la historia. C om o si
hubiera una lógica de la historia que, de seguirla, nos llevaría a
la felicidad. La idea de que siem pre hay tiem po, de que el
tiem po es inagotable, de que vam os hacia m ejor, todo eso es
expresión de una conciencia mítica más que racional.

166
3.2.3. ¿Qué es entonces la memoria?
a) Una actividad herm enéutica: hacer visible lo invisible. Si ana­
lizam os el crim en en el Lager detectam os dos m om entos: la
m uerte física y la metafísica o herm enéutica. Se les quitaba la
vida y se les quería quitar su pertenencia a la condición
hum ana. En el Lager no se trataba sólo de m atar judíos, sino de
expulsarlos de la especie hum ana. Para eso era m uy im por­
tante que la victim a interiorizara que no form aba parte de la
hum anidad. R obert Antelm e expresa bien ese peligro: si te
pegan com o a una bestia, si te comes tus propios excrementos,
no puedes pretender pertenecer a la condición de quien es res­
petado y almuerza sobre fmos manteles. Una de las estrategias
más perversas para la deshumanización de la víctima consistía
en bo rrar la diferencia entre víctimas y verdugos, com o ocu­
rrió con ese partido de fútbol entre oficiales nazi y m iem bros
del Sonderkomando, a las puertas mismas del crem atorio. Ésta
era, a juicio de Levi, la m ayor inm oralidad pensable. Esta
extraña confraternización era com o si desapareciera el cuerpo
del delito.
Frente a todas estas estrategias de invisibilización, está la
reivindicación de la mirada de las víctimas. La Tesis 9 habla del
«Angel de la historia» —de ese ángel que vuela im petuosa­
m ente hacia adelante pero m irando despavorido hacia atrás—.
Su vuelo majestuoso no le produce alegría, pese a los espacios
que conquista, porque observa que la m archa triunfal se hace
sobre escombros y cadáveres. Eso es lo que llamamos progreso
y sobre él hay dos m iradas posibles: la del ángel, horrorizado
por el costo de la historia, y la nuestra, enfervorecida po r sus
logros. Lo que para el ángel es una catástrofe es, para nosotros,
brillante progreso.
No es lo m ism o ver el fenóm eno del esclavismo desde el
abolicionismo que desde los esclavos. Esclavos y abolicionistas
parecen estar del m ism o lado (contra la esclavitud), pero los
abolicionistas son antiguos señores convertidos a la igualdad
m ientras que los esclavos son eternos desiguales convertidos

167
en esclavos. No es lo mism o la historia de los esclavos contada
por los abolicionistas que p o r los m ism os esclavos. Benjamin
reivindica decididam ente el p u n to de vista del oprim ido con
un gesto intelectual radical: «para los oprim idos», dice, «el
Estado de excepción es perm anente». Incluso en un Estado
Social y de D erecho se los ve con los ojos de los vencedores
—o libertadores— y no con los suyos.
b) Además, la m em oria es justicia. Yosef Yerushalmi, un his­
toriador judio m uy critico con el exceso de m em oria de su pue­
blo y con su poco aprecio a la historia, se pregunta si el sinó­
nim o de m em oria no será justicia'*. Justicia y m em oria son
indisociables porque sin m em oria de la injusticia no hay justi­
cia posible. Esto lo explica m uy bien Horkheim er:

«El crimen que cometo y el sufrimiento que causo a otro sólo sobre­
viven, una vez que han sido perpetrados, dentro de la conciencia
humana que los recuerda, y se extinguen con el olvido. Entonces ya
no tiene sentido decir que son aún verdad. Ya no son, ya no son ver­
daderos: ambas cosas son lo mismo. A no ser que sean conservados
en Dios: ¿puede admitirse esto y no obstante llevar una vida sin Dios?
Tal es la pregunta de la filosofía»"'.

Esto es una enorm e novedad pues los occidentales estamos


convencidos de lo contrario: sin una idea de justicia no se
puede hablar de injusticia. Lo prim ero es la justicia. Algo muy
platónico: este m undo es un pálido reflejo, m alform ado, del
m undo ideal. La injusticia es sólo malformación de la justicia.
Lo prim ero es, pues, la idea de justicia, de ahi que los grandes

" Yerushalmi comenta una encuesta de Le Monde sobre si Klaus Barbic debía ser juagado o
no. La pregunta clave era ésta: «De las palabras "olvido" y "justicia" ¿con cuál de ellas se
quedaría usted para calificar su actitud respecto a lo que ocurrió durante la ocupación de
Francia por los alemanes?». El comentario de Yerushalmi: «¿no habría que pensar más bien
que el antónimo de "olvido” no es “memoria", sino "justicia"?». En «Réflexions sur l'ou-
bli», AAW, Usages de 1’ouMi. Cclloqur de Reyaumont. París, Seuil. 1988. p. 7.
* M. Horkheimer, Apuntes, 1950-1969, Monteávila, 1976, p. 16.

168
teóricos de la justicia m oderna, com o Rawls y H aberm as,
pidan, para poder hablar de justicia, que se olvide, que se haga
abstracción de nuestras experiencias de injusticias («el velo de
la ignorancia» o la «situación simétrica»). Por ahí no va Primo
Levi. Al final de su libro, Si esto es un hombre, cuenta Levi la res­
puesta que dio a una joven alum na que le preguntó: «¿qué
podem os hacer?». La respuesta: «los jueces sois vosotros».
Extraña respuesta porque ¿qué justicia puede im partir un lec­
tor? La siguiente: sin m em oria de las injusticias no hay justicia
posible. Es lo que han tratado de hacer ellos, los supervivientes
convertidos en testigos, pero ellos están a punto de desapare­
cer, por eso piden que alguien les releve, coja el testigo.
Q uieren que los lectores se conviertan en testigos porque
entonces m antendrán viva la conciencia de la injusticia pasada
y exigirán que se haga justicia. Ésa es la condición de toda jus­
ticia, condición necesaria, desde luego, aunque no suficiente.
Se entiende el desasosiego que causa en algunos historiado­
res esta relación de m em oria y justicia, sobre todo cuando se
solicita su opinión para establecer la culpabilidad o inocencia
de los actores históricos. El historiador no se siente juez; su
papel no consiste en dictar sentencia, ni juzgar los hechos, sino
en com prenderlos. D eberíam os en tender bien, sin em bargo,
en qué sentido se asocia m em oria con justicia. No se trata de
im partir justicia, sino de reconocer que sin m em oria de la
injusticia no hay m anera de hablar de justicia.
c) Pero con esto no está todo dicho. Lo hasta ahora visto
sería un desglose de la m em oria com o conocimiento. Pero hay
algo más: el deber de m em oria, la m em oria com o deber.
El descubrim iento de este aspecto de la m em oria ha sido
reciente. Tiene lugar después de Auschwitz, cuando los super­
vivientes lanzan desde todos los campos el «nunca más» y ape­
lan a la m em oria com o recurso necesario. Nace así lo que
Adorno llamaría el Nuevo Imperativo Categórico que se suele
expresar así: «hay que recordar para que la historia no se repita»
o «quienes olvidan la historia están condenados a repetirla».

169
En Benjamín la m em oria es fundam entalm ente una categoría
del conocim iento; ahora, sin em bargo, se señala su aspecto
moral: es un deber.
¿Cóm o entenderlo? N o es que en A uschw itz apareciera
algo inédito, que sólo tiene valor después de 1945. Si
Auschwitz es singular, si podem os hablar de que hay un antes
y un después, es porque ahí se pone de m anifiesto algo que
siem pre había acom pañado a la historia pero que hasta ese
m om ento había conseguido invisibilizarse o camuflarse: el
sufrim iento del otro. Siempre había acom pañado la lógica de
la acción hum ana, pero la filosofía había conseguido privarle
de toda significación. El sufrimiento era literalm ente in-signifi-
cante. Auschwitz fue com o un laboratorio del mal en el que se
hace tan visible el sufrimiento que nos obliga a tom arlo en con­
sideración. Lo nuevo que produce Auschwitz es la exigencia
de considerar al sufrim iento com o condición de toda verdad.
Se habia camuflado tanto que habíam os llegado a pensar que
la verdad casa con la objetividad, la impasibilidad, la apatía, la
neutralidad, pero no con la experiencia de sufrimiento".
Adorno no habla propiam ente de «deber de memoria», sino
de la aparición de ese Nuevo Imperativo Categórico, que con­
siste en repensar la verdad, la política y la m oral teniendo en
cuenta la barbarie. N o es sólo un imperativo m oral, sino tam ­
bién metafisico. Re-pensar la verdad significa no reducir reali­
dad a facticidad, es decir, reconocer que form an parte de la rea­
lidad los sin-nombre, los no-sujetos, las víctimas y los vencidos
de la historia. Re-pensar la política teniendo en cuenta la bar­
barie significa cuestionar el progreso com o lógica de la polí­
tica. En la Tesis 8, Benjamín em parenta progreso con fascismo.
Tesis arriesgada, pues nos solem os representar al fascismo
com o una recaida en la barbarie de la que la hum anidad salió

■ Nada tiene que ver esta interpretación de la singularidad con las versiones excluycntes
que han llevado a hablar del holocausto como «religión civil». Ver Enzo Traverso. Le passi,
moda d'emploi. Histoire, mimoire, politique, París. La fabrique. 200$, p. 81 y ss.

170
hace m uchos siglos. ¿Qué es lo que am bos tienen en común?
Avanzar sobre las víctim as, aceptar con toda norm alidad la
producción de víctimas, com o si la conquista de nuevas metas
tuviera un inevitable costo hum ano y social. Si esto fuera así,
es decir, si hasta en las prestigiosas estrategias políticas basadas
en el progreso latiera una lógica fascista, habría que decir que
repensar la política post-Auschwitz significa repensar la rela­
ción entre violencia y política.
Ésta es una tarea pendiente. La prueba de que aún no
hem os iniciado el proceso es el no-lugar de las víctim as en la
reflexión política: es verdad que desde hace un tiem po tienen
un lugar de respeto personal, incluso una cierta consideración
social. Pero no se les da significación política11. Ese no-lugar se
advierte en los planteam ientos de los partidos políticos: el
Partido Popular las instrum entaliza políticam ente; el Partido
Socialista no sabe qué hacer con ellas; el Partido Nacionalista
Vasco desea que se desvanezcan para poder proseguir sus obje­
tivos sin que nadie les asocie con los de los verdugos.
Lo que falta aquí, y yo diría que en todos los lados, es una
reflexión sobre violencia y política. No es fácil hacerla porque,
más allá de la retórica anti-violencia, hay que reconocer que la
violencia está muy arraigada en la historia y la conciencia del
hom bre.
Para empezar, el prim er m uerto del que habla la Biblia es el
resultado de un asesinato y no una m uerte natural. La prim era
experiencia de la m uerte no es el m orir sino el matar. Un pre­
sagio simbólico que da en el clavo de lo que será la historia de
los hombres.

11 Mientras escribo estas lineas, el diario El País abre su edición con este titular «Ibarrctxe
convocará su referéndum sin esperar al fin de la violencia de ETA» (1 de septiembre de
2007). Lo justifica diciendo que ETA no puede marcar la agenda política, es decir, lo explica
como una expresión de la soberanía de la voluntad ciudadana. Está claro que para el
Presidente del Gobierno Vasco. Ibatretxe, tampoco las victimas pueden limitar esa sobera­
nía porque a las victimas se les debe cariño y reconocimiento social, pero no tienen signifi­
cación política.

171
La litada es un canto a la violencia. Presenta la guerra com o
una consecuencia casi natural de la convivencia. Pero no se
limita a eso, sino que hace algo m ucho más im portante: canta
la belleza de la guerra y lo hace con una fuerza y pasión
m em orables: no hay prácticam ente un héroe del que no se
evoque su esplendor m oral y físico en el m om ento del com ­
bate; no hay prácticam ente una m u erte que no sea un altar,
ricam ente decorado y adornado de poesía; la fascinación por
las arm as es constante, igual que la adm iración po r la belleza
estética de los m ovim ientos de los ejércitos: en la guerra son
bellísimos los animales, la naturaleza es solemne cuando tiene
que hacer de m arco a la matanza; incluso los golpes y las heri­
das se ensalzan com o obras magníficas de un artesano paradó­
jico, atroz pero sabio.
Se diría que todo, desde los hom bres hasta la tierra, encuen­
tra en la experiencia de la guerra su instante de m áxima reali­
zación estética y m oral, com o gloriosa culm inación de una
parábola que sólo se hace realidad en el h o rro r del enfrenta­
m iento m ortal.
Se podría analizar el prestigio de la guerra entre nuestros
escritores y pensadores — Unamuno, Weber, Jünger, Teilhard,
etc.— , baste como m uestra un botón. Dice Weber: «cualquiera
que sea el resultado, esta guerra, con todas sus atrocidades, es
grande y maravillosa. [...] La guerra representa la única posibi­
lidad de introducir la m uerte en un proyecto, y en esa perspec­
tiva, es com o un grano enterrad o que dará frutos». Y
W ittgenstein que escribe en su diario del 15 de septiembre de
1914 que la guerra es una prueba ética, un cam ino hacia la
autenticidad pues «sólo la m uerte da significado a la vida».
Esta estetización del h o rro r sólo es posible si las víctimas
son hechas insignificantes e invisibles. C on razón decía
Benjamín que el fascismo es la estetización de la política: ver
en un teatro de operaciones bélico no un altar de sufrim ien­
tos, sino un guión para una película de H ollyw ood. El fas­
cism o se ubica en las antípodas de la «señal de Cain», esa

172
marca im borrable que Dios pone en la frente del asesino para
que nadie le toque, es decir, para que nadie piense que el asesi­
nato puede expiarse con el castigo. El fascismo convierte su
cruz (gamada) en un grito de m uerte, sin asomo de culpa. Debe
pues quedar claro que la m em oria del sufrimiento no es un fin
en sí mismo sino el inicio de un proceso que debe llevar a la con­
vivencia en paz, esto es, una convivencia basada en la justicia.
La últim a frase abre la puerta de lo que significa pensar la
ética teniendo en cuenta Auschwitz. Es pensar la justicia
teniendo en cuenta la m em oria, es decir, la significación de las
víctimas sobre las que se ha construido nuestro boyante pre­
sente. Es una tarea colosal que aquí sólo podem os evocar.

3.3. ¿Existe una relación entre m em oria y resentim iento?


Se suele asociar resentim iento o venganza a memoria. Todorov
rem ite la crueldad de los serbios sobre los croatas y bosnios a
la m em oria de los sufrim ientos que los prim eros les infligie­
ron du ran te la II G u erra M undial, y los segundos, en los
enfrentam ientos con los turcos m usulm anes” . El historiador
estadounidense Peter Novick cuenta, po r su parte, cóm o los
supervivientes judíos tenían que acallar su pasado, a finales de
los cuarenta. Aquella sociedad, concentrada en la lucha con­
tra el com unism o, veía en la m em oria del holocausto la expre­
sión del Dios justiciero, propio del A ntiguo T estam ento, en
contraste con el Dios del a m o r y del perdón, del N uevo". A
los testigos que recordaban les colocaban en la casilla de los
resentidos.
El uso resentido de la m em oria, sobre todo de la m em oria
colectiva, es un hecho, com o tam bién lo es el uso irénico y
reconciliador de otras m uchas m em orias, sobre todo indivi­
duales. D esde un p u n to de vista filosófico habría que decir
dos cosas. En prim er lugar, que convendría reflexionar sobre

" T. Todorov. Les abus de la mémoire, París, Arrea. 1998. p. 26.


“ P. Novick. Judías ¿vergüenza o vietimisma!, Madrid. Marcial Pons. 2007. p. 107.

173
la reivindicación del resentim iento hecha por alguien tan seña­
lado com o Jean A m éry". C uando la sociedad se construye a
espaldas de su pasado, com o si nada hubiera ocurrido; cuando
el superviviente se convierte en una figura molesta a la que se
hace el favor de dejarla vivir; cuando los relatos del pasado
resultan ser una manía de aguafiestas; entonces, precisamente
entonces, el superviviente se agarra al resentim iento y no
parará hasta que el verdugo experimente en carne propia que
«ojalá aquello no hubiera ocurrido», com o le pasa a la víctima.
Desear que el verdugo com parta con la víctima la experiencia
de que «ojalá aquello no hubiera ocurrido» es un ejercicio de la
m em oria moral, aunque se llame resentimiento. La víctima no
quiere que el otro sufra, sino que com prenda la inm oralidad
de su acción, se enfrente a ella y saque las o p ortunas conse­
cuencias. Ese proceso lo puede hacer la víctima gracias a una
reflexión m oral, pero cuando ésta no tiene lugar, com o ocu­
rrió en la Alemania de la postguerra, según lo experim enta
Améry, lo tendrá que hacer desde la dura experiencia del con­
denado. El resentim iento es una solicitud de ayuda para salir
del desam paro que supone sufrir, siendo inocente, y ser
tom ado casi po r culpable o, al m enos, p o r aguafiestas. Pero
cuando Am éry ve a su torturador, Wajs, al pie del patíbulo,
lam entando que lo que hizo hubiera ocurrido, «dejó de ser ene­
m igo para convertirse de nuevo en prójim o»". Este resenti­
m iento es una categoría m oral que no tiene que ver con la ven­
ganza, ni con la expiación.
La segunda consideración se refiere a la relación entre sufri­
m iento propio y del otro. La víctima tiene todo el derecho al
resentim iento porque es una forma de protesta, ante la indife­
rencia general, de la injusticia que se le ha hecho. Pero la con­
fraternización de la víctim a y del verdugo sólo se produce
cuando el otro ha experimentado el daño que supone m atar o

"J. Améry, Mis allá de la culpa y ¡le la expiación, Valencia, Pretextos, 2001, pp. 139-167.
" Ibíd.,p. 151.

174
torturar. La m em oria colectiva produce reconciliación cuando
es m em oria del sufrim iento del otro. El teólogo alem án J. B.
M etz pone com o ejem plo de la m em oria reconciliadora la
escena entre Isaac Rabin y Arafat, dándose la m ano y asegu­
rando el uno al otro que en el futuro no pensarían sólo en el
sufrimiento de los suyos, sino que tam poco olvidarían el de los
otros". Es evidente que los dos m om entos no son simultáneos,
pero sin la atención al sufrimiento del otro el sufrimiento pro­
pio queda frustrado.

4.
La irrupción de la m em oria ha alterado el panoram a de la his­
toria, de la política y, desde luego, el de la filosofía. Habíamos
construido un logos sin tiem po y un concepto impasible de ver­
dad, pensando que eran la condición para garantizar la univer­
salidad de la razón. Eso no ha funcionado. Hem os logrado una
universalidad muy particular pues queda limitada a Occidente,
a los vencedores y al presente. Se im pone un logos con tiempo.
Es la hora de una racionalidad anamnética.
Entre las razones de la aparición de la m em oria está una
coyuntura histórica favorable. El fin de la guerra fría ha per­
m itido m irar al pasado europeo que Hobsbawm llama «la era
de la catástrofe», y, en España, la consolidación de la dem ocra­
cia explica que expresemos críticam ente la transición política
de la dictadura a la dem ocracia. Hay otras razones, com o el
hecho de que estén desapareciendo testigos directos de los
acontecim ientos y eso em puja a los nietos a activar m ecanis­
m os de m em oria. Sin olvidar un cambio de sensibilidad m oral,
gracias, en buena parte, al fem inism o filosófico, que pone el
acento, p o r ejem plo, en la atención a las víctim as y no tanto
en el castigo al culpable, a la hora de hablar de justicia. Habría

“ J. B. Metz. Zitm Bcgrijf der neuen polilischen Thcohgic, 1967-1997, Mainz, Grilnewald. 1997,
p. 291.

175
que añadir la lenta emergencia de un acontecim iento singular
que ha conm ocionado la m em oria porque él m ism o fue un
proyecto de olvido: Auschwitz.
Esta m irada al pasado no es única, ni es la prim era. Ahí
estaba la historia. M emoria e historia son dos m iradas distintas
dirigidas sobre el pasado al principio: m irada interna, la pri­
m era, y m irada externa, la segunda. La historia más centrada
en la reconstrucción de los hechos, y, la m em oria, en la cons­
trucción del sentido presente; la una trabaja con testim onios y
la otra con archivos.
Dos miradas distintas pero cada vez más próximas y conta­
m inadas. El historiador Enzo Traverso, que invoca el clásico
rigor «objetivo» para la historia, encabeza su últim o estudio
con una cita de A ntonio Gramsci, que no deja lugar a dudas:
«la historia es siempre contem poránea, es decir, política». Y el
historiador judio Saúl Friedlánder ha reunido las dos m iradas
en Los nazis y losjudíos. En la prim era parte se sirve de los archi­
vos para estudiar la ideología y la estructura del hitlerism o; y,
en la segunda, recurre al testim onio de las víctimas para enten­
der desde dentro lo que significó ese m om ento histórico. Con
el m étodo de la historia podem os conocer el n ú m ero de crí­
menes; con el segundo, la experiencia de las víctimas. No es lo
mismo hablar de crímenes sin víctimas que de las víctimas del
crimen.

176
8. La presencia pública de la religión en la
sociedad contemporánea

i.
Este e n s a y o a b o r d a e l tema d e la presencia pública de la reli­
gión, es decir, del lugar de la religión en una sociedad
m oderna. Ese lugar estaba canónicam ente definido, desde la
Ilustración, en los térm inos siguientes: a) la religión es un
asunto privado; b) de la gestión de este m undo (de la funda-
m entación de la política y de la m oral, principalm ente) se
encarga la razón.
Ha ocurrido, sin em bargo, que ni la religión ha sido redu­
cida a asunto privado (el hecho de los fundam entalism os reli­
giosos es el caso extrem o más notorio), ni la razón se ha hecho
con las riendas de este m undo (la irracionalidad del siglo xx).
Esto obliga a re-pensar esa relación.

2.
Para una revisión critica de la tesis m oderna hay que remitirse
al análisis de la laicidad. La laicidad tiene un doble componente:

177
a) es, por un lado, em ancipación o liberación de la tutela reli­
giosa (la política democrática no se legitima en Dios, sino en la
voluntad popular) y b) es cristianismo secularizado (el cristia­
nismo es la m atriz de la M odernidad y sus valores son los que
«pasan» al m undo secularizado).
Así com o somos muy conscientes del prim er aspecto, no lo
som os tan to del segundo. Ahora bien, conviene analizar este
segundo aspecto por dos razones: a) para com prender el difícil
lugar que han tenido las culturas no cristianas en el seno de la
M odernidad europea y b) para evaluar la solidez y autonom ía
de los valores laicos: si proceden del cristianism o ¿pueden
aguantar sin él? Es el fondo del debate entre Luc Ferry y
Maurice Gauchet y entre Ratzinger y Habermas.
Ante una situación asi caben dos estrategias: a) profundizar
en el laicismo, depurando la M odernidad de sus referentes cris­
tianos o judíos o b) re-pensar de nuevo la laicidad, en particu­
lar la relación entre autonom ía y religión. Si querem os depu­
rar la M odernidad de la referencia religiosa tenem os que
preguntarnos si es posible y si es conveniente (teniendo en
cuenta que la últim a herencia del cristianism o alcanza a la
figura m ism a de los derechos hum anos). E ntiendo que ni es
posible vivir sin referentes sim bólicos, ni es conveniente. Se
impone entonces la segunda estrategia: re-pensar la laicidad.

3.
El p u n to de partida para esa reflexión es Auschwitz. Esto
merece una aclaración ya que no es evidente.
Puede resultar problem ático rem itir algo tan abstracto e
intem poral com o la relación entre razón y religión a un acon­
tecimiento. Se podría contestar que la razón es histórica o, más
sencillamente, recordar cóm o han influido en la historia de la
razón determ inados acontecim ientos: el decreto de Solom,
que prohibía que las deudas se pagasen con la esclavitud, en la
filosofía política griega; el descubrim iento de América, en el
hum anism o latino; la Revolución francesa, en la construcción

178
de la M odernidad; o la I G uerra Mundial, en el pensam iento y
estética posteriores.
Lo que habría entonces que aclarar es en qué sentido
Auschwitz es vertebrador de esa nueva reflexión.
No tanto y no sólo, creo yo, porque fuera un hecho singu­
lar (eso de po r sí tan sólo llevaría al aislam iento más que a la
incidencia histórica), sino tam bién y sobre todo porque ahí cris­
taliza una lógica que alim enta a la M odernidad y que llega
hasta nosotros. Una lógica latente, pues es la laicidad la que se
hace visible en Auschwitz.
Estamos hablando de una lógica que, en palabras de Walter
Benjamín, ha desencantado el m undo pero no le ha «redi­
mido», es decir, estamos hablando de un proceso histórico que
ha traído grandes bienes, tales com o la autonom ía del sujeto,
el desarrollo de la ciencia, los derechos humanos, la Revolución
francesa, el bienestar para m uchos, etc. Pero un proceso que
tiene un límite: reducir el alcance de su racionalidad al pre­
sente, a los vivos, al cuerpo.
Esa racionalidad se concreta en dos grandes conceptos: uno
político (progreso) y el o tro ideológico (biopolítica). Anali­
cémoslos más detenidam ente.
Decir progreso es, por un lado, reconocer un impulso inte­
rior a los acontecim ientos que los em puja hacia m ejor y, por
otro, aceptar que esas conquistas conllevan un costo hum ano
y social que es inevitable, aunque provisional. Ese costo no es
desde luego asunto menor. Se ha producido siempre a lo largo
de la historia y han sido tam bién siempre los mismos paganos.
Ellos han vivido perm anentem ente en estado de excepción, es
decir, privados del disfrute de aquellos derechos que otros iban
conquistando.
Ahora bien, si la lógica del progreso es tan arraigada es por­
que se asienta en un hum us cultural más profundo que lo
fomenta. Ese hum us es la biopolítica. Digo que el progreso está
bien instalado en la conciencia contem poránea. La prueba es
que todos, derecha e izquierda, lo invocan; y todos lo persi­

179
guen. Reflexionemos un instante sobre los m uertos en carre­
tera. Lo damos hasta tal punto por un hecho inevitable que si
en un largo puente, donde se van a multiplicar los accidentes,
hay un atasco, la noticia será el atasco y no las m uertes, com o
si la gente tuviera prisa en irse al más allá. Esto es posible por­
que en el fondo no nos tom am os por sujetos de derechos sino
po r piezas de una m aquinaria que tiene que funcionar y que
no hay quien pare. Ésa es la biopolítica: tom arnos no por sujeto
de derechos sino po r objeto de un poder superior que decide
por nosotros.

4.
Esa lógica, articulada en to rn o a esos dos conceptos, latentes
en la M odernidad, es lo que lleva o posibilita (no explica)
Auschwitz.
En Auschwitz, efectivamente, el progreso se alia con el fas­
cismo. Nada, dice W alter Benjamin en sus Tesis sobre el concepto
de historia, ha favorecido tanto al fascismo com o ser visto por
algunos com o lo contrario al progreso (tesis 8). Pensando com ­
batirlo con progreso, lo que hacían era apagar una hoguera con
gasolina. ¿Lo común entre ellos? La in-significancia del hom bre
en cuanto costo hum ano de una felicidad para otros. Cuando
el progreso dice «es un costo que traerá el bienestar a muchos»,
está hablando el mism o lenguaje del fascismo cuando éste dice
«hay que sacrificar la raza inferior para que no contam ine la
superior». En am bos casos hay un precio que se paga porque
carece a sus ojos de significación.
Y Auschwitz es tam bién el lugar de la biopolítica. Así lo
viven desde luego las víctimas que se saben tratadas com o no-
sujetos hum anos, sino com o puros cuerpos. Así lo plantean
igualm ente los nazis que quieren expulsar al deportado de la
condición hum ana. Por eso le castigan a tratar a los cadáveres
com o restos hum anos. Son sencillamente Schmatles o Figuren,
esto es, trapos y leños. Pero la biopolítica afecta al propio nazi,
que se convierte a sí m ism o en objeto de la biopolítica. Por eso

180
persigue cualquier resto de hum anidad en él. H itler escribía
«humanidad», «hombre» así, entrecom illado. Y por eso O tto
D ietrich z u r Linde, el oficial nazi del cuento de Borges,
«Deutsches Réquiem», entiende que el hom bre nuevo no
puede perm itirse el sentim iento de compasión.
En Auschwitz se expresa sin disimulos la lógica del progreso
y de la biopolítica que en la vida cotidiana está latente, com o
m era posibilidad. Sólo que cuando lo m eram ente posible se
hace realidad, se convierte en lo que da que pensar.

5.
La respuesta eficaz a esa M odernidad es la redención.
Redención es un concepto de origen teológico, pero no con­
viene precipitarse. El significado que tiene aquí es el de exten­
der el derecho a la felicidad tam bién a los m uertos, es decir, el
de reconocer significación a las víctimas del progreso que hasta
ahora eran sólo el precio necesario del bienestar de unos pocos.
Redención es, por tanto, felicidad pero para todos. Esa univer­
salidad es la que lo diferencia del concepto profano de bienes­
tar o felicidad (aplicado sólo a los vivos).
La redención supone por tanto tom arse en serio una afir­
m ación m uy usual pero utilizada banalm ente, a saber, que el
hom bre es sujeto de derechos, sobre todo, de los derechos
hum anos. Digo que se hace un uso banal de la afirmación por­
que hablam os de la existencia de unos derechos hum anos
cuando en realidad no hay derechos hum anos reconocidos.
Pobre de quien vaya por el m undo sin más caudal que su digni­
dad de sujeto de derechos. Lo realm ente im portante son los
papeles. El problem a que plantea esa banalización del térm ino
«derechos humanos» es el de explicar cóm o se puede decir que
existen los derechos hum anos cuando no existen. La explica­
ción es m uy orientadora: se puede hablar de la existencia de
los derechos hum anos, aunque en la realidad no se reconozca
al hom bre el ser sujeto de los mismos, porque el hom bre en el
que se piensa es el sujeto trascendental, no el hom bre de carne

181
y hueso. Lo que precisam ente tiene de novedoso el concepto
de redención es que se exige para el hom bre concreto la subje­
tividad, el ser sujeto real de los citados derechos. Eso significa
que si no se le trata com o tal se queda en deuda con él y esa
deuda se m antiene m ientras no se salde; y que toda construc­
ción política levantada sobre el desprecio de esa subjetividad
carece de legitimación.
Eso es la redención, la universalización de un concepto muy
m aterialista (la felicidad). Pero no olvidem os lo que decía el
dominico francés M.D. Chenu: «el m aterialismo es la espiritua­
lidad de los pobres». La justicia no es un concepto trascenden­
tal, sino el pan para todos.
Esa operación política (la redención) que consiste en exten­
der el concepto de política a todos, tam bién a los m uertos, y
en profundizar su contenido (la justicia no com o castigo al cul­
pable sino com o reparación m aterial del daño causado), esa
operación política, no se consigue tirando de la reserva exclu­
sivam ente política, sino de su inspiración religiosa. W alter
Benjamín lo expresa m uy bien cuando dice que la política
m oderna por supuesto que es secularización o emancipación
de la religión, pero añade algo definitivo: «hay que devolver a
la política su rostro mesiánico y esto en interés de la política»,
es decir, hay que tom arse en serio el segundo m ovim iento de
la laicidad en provecho de la política.
¿Qué hay que entender por mesianismo? Ya lo hem os dicho:
extender la felicidad a las víctimas. El mesianismo político tiene
que explicarnos cóm o se hace justicia a los aplastados de la his­
toria. Ése es su gran desafio. Pues bien, lo hace extrayendo de
las victimas ese elem ento que sólo ellas poseen y sobre el que
puede operar la política: extrae esperanza de los desesperados.
La esperanza de los desesperados es la gran contribución
mesiánica a la política.
Expliquemos por qué el lugar de la esperanza son los deses­
perados (por qué esta esperanza es de m ejor calidad que la
esperanza de los que viven bien). El m esianism o es prom esa

182
de una justicia universal, es decir, una prom esa que afecta tam ­
bién a los que no tienen esa justicia: a los que padecen injusti­
cia, a los que han m uerto sin ella y a los que nosotros conside­
ram os fracasados y ellos, a sí mismos, desesperados. La prueba
de que el lugar de la esperanza es la desesperación es la afirm a­
ción oída en los cam pos de que «nunca com o allí hubo tanta
esperanza». Y esto ¿por qué? Porque el desesperado es el que
vive el fracaso com o la privación de algo fundam ental, es decir,
no vive su desgracia com o una fatalidad impuesta por los dio­
ses o una exigencia de las leyes de la naturaleza, sino com o un
atentado a su ser, com o una injusticia, pues se le priva de algo
que le pertenece. La desesperación es la conciencia de una
esperanza frustrada.
El mesianismo se hace cargo de esa situación e incorpora al
program a electoral la exigencia de justicia por la que claman
los que han m uerto sin que se les haya hecho justicia.

6.
Ahora bien, ese discurso m esiánico es imposible desde la cul­
tura del progreso y la M odernidad porque ahí la racionalidad
es, com o se ha dicho, postradicional, esto es, de presente y para
los vivos. La felicidad está reservada en el fondo para los triun­
fadores.
Para que el mesianismo en cuestión sea posible es m enester
introducir en nuestra cultura m oderna una categoría nueva,
capaz de llevar a cabo dos tareas: en prim er lugar, tra e r el
pasado al presente, hacernos contem poráneos de aconteci­
mientos pasados. Y, en segundo lugar, hacer valer hoy las injus­
ticias pasadas; m antener vivo, vigente, el derecho a la justicia
de quien ha padecido la injusticia.
Esa nueva categoría es la m em oria. Memorias hay, efectiva­
m ente, de m uchos tipos, pero ésta no tiene que ver con nin­
guna de las dos formas clásicas dominantes: ni es el sensus inter­
nas agustiniano, ni es la anamnesis platónica. No es lo prim ero
porque esa m em oria se agota en un sentim iento y aquí hay que

183
hablar de conocimiento; no es la segunda porque esa memoria,
que es la del Menón, sólo sabe lo que ya sabe la lengua. No es
capaz de aprender nada nuevo y por eso no produce novedad.
La m em oria a la que me refiero tiene que ver, por el contrario,
con el m em orial judío y cristiano, es decir, con un concepto de
racionalidad ligado a las tradiciones judeo-cristianas.
No olvidem os que nos estam os preguntando por el lugar
de la religión hoy. Ése es el contexto de toda esta reflexión.
Hem os llegado a la conclusión de que hay que echar m ano de
la m em oria com o nueva y central categoría del pensar (en sus­
titución del concepto). Lo que de aquí se deriva es que no
podem os adentrarnos en esa nueva categoría sin una relación
con la religión y, por tanto, sin revisar profundam ente las críti­
cas ilustradas, incluida la marxista, de la religión.
Para aclarar esta últim a afirmación es obligado referirse al
tratado m ás riguroso de la m em oria m oderna y que, según
pienso, no es otro que esas breves páginas de W alter Benjamín
que dan origen a las Tesis sobre el concepto de historia. Este escrito
de 1939 es producto de una situación extrem a: triunfo del
nazism o en Alemania y pacto germ ano-soviético que signifi­
caba el triunfo del nazismo en Europa occidental, una vez que
su gran rival, el com unism o soviético, se avenía a repartirse
Polonia y, con ello, Europa. Si toda E uropa era un cam po,
¿había alguna salida?, ¿era posible la esperanza? Benjamín se
decide, no a publicar, sino a poner por escrito unos pensam ien­
tos que venían rondándole desde hacía m uchos años y de los
que hasta él mism o se defendía. A lo largo de esa veintena de
fragm entos, el filósofo se convierte en trapero que va reco­
giendo los desechos de la historia para construir con ellos el
proyecto político más ambicioso que im aginarse pueda, pues
lo que plantea es que «nada se pierda», la apocatástasis, la resti-
tutio in integrum, es decir, el derecho a la felicidad de todos,
tam bién de aquellos que han m uerto sin conocerla.
Pues bien, ese gran proyecto político com ienza con un
gesto fundam ental que no es una proclam a revolucionaria,

184
sino algo tan m odesto en la forma como una crítica a las críti­
cas ilustradas de la religión. Este «dialéctico de la Ilustración» o
confeso seguidor de Marx, pone com o base de su respuesta
política una nueva relación entre religión y política. Ese gesto
filosófico tom a la form a de un relato, un recurso al que
Benjamín recurría en los m om entos claves de su reflexión. El
cuento dice así:

«Sabido es que debe de haber existido un autómata construido de tal


suerte que era capaz de replicar a cada movimiento de un ajedrecista
con una jugada contraria que le daba el triunfo en la partida. Un
muñeco, trajeado a la turca y con una pipa de narguile en la boca, se
sentaba ante el tablero, colocado sobre una mesa espaciosa. Gracias
a un sistema de espejos se creaba la ilusión de que la mesa era trans­
parente por todos los costados. La verdad era que dentro se escon­
día, sentado, un enano jorobado que era un maestro del ajedrez y
que guiaba con unos hilos la mano del muñeco. Una réplica de este
artilugio cabe imaginarse en filosofía. Tendrá que ganar siempre el
muñeco que llamamos "materialismo histórico". Puede desafiar sin
problemas a cualquiera siempre y cuando tome a su servicio a la teo­
logía que, como hoy sabemos, es enana y fea. y no está, por lo demás,
como para dejarse ver por nadie».

El texto propone una alianza entre el «materialismo histó­


rico» y la «teología», una alianza, pues, entre una concepción
materialista de la felicidad (en el sentido de aquí y ahora) y una
tradición mesiánica que aboga po r la felicidad de todos. Esta
dim ensión mesiánica va a estar presente a lo largo de todo el
recorrido del proyecto político que suponen estas Tesis.
Com ienza reivindicando un lugar com o co-protagonista para
ese «enano feo, jorobado e impresentable», que es la teología,
y acaba cifrando la salvación de los fracasados en la interrup­
ción de la lógica histórica (progreso/biopolítica) gracias al
«tiempo pleno» que es el reconocim iento de que «cada instante
es la pequeña p uerta po r la que puede en trar el Mesías», esto

>85
es, el reconocim iento del valor absoluto de cada instante (la
eternidad del instante) y de cada existencia hum ana, tam bién
de la de los fracasados. La felicidad no es el final de un proceso,
sino que ocurre cuando se interrum pe ese proceso.
En ese soberbio gesto filosófico con el que se abren las Tesis,
la «teología» será un enano feo y jorobado (impresentable por
todos sus errores históricos), pero es un m aestro del ajedrez y,
po r tanto, es garantía de éxito. No del éxito de los triunfado­
res, sino de la causa que justifica su existencia com o «teología».
Lo que garantiza el enano es que aunque a los ojos del m undo
su causa sea irrisoria, es en sí una causa que está por encima de
sus críticos y de sí misma. ¿Cuál es esa poderosa causa? La espe­
ranza para los desesperados; la felicidad para los m uertos sin
lograrla. Su causa, dice Benjamín, es un precipitado de las expe­
riencias de la hum anidad, ninguna de las cuales puede per­
derse. La religión las acoge para que nada se pierda. La reli­
gión puede com eter m uchos errores, p ero hay uno que no
com ete porque eso sería negarse a sí m ism a. La religión, en
efecto, nunca caerá en la tram pa de identificar racionalidad
hum ana con la razón del triunfador; ni jam ás identificará reali­
dad con facticidad que es la parte triunfante de la realidad, sino
que interpretará lo que pudo ser y se m alogró com o la posibili­
dad pendiente de la realidad. La religión, a diferencia de la cien­
cia, nunca considerará lo que ha tenido lugar com o la única
realidad significativa, dando entonces a los acontecim ientos la
contundencia que tienen los ríos o las m ontañas o, lo que es lo
m ism o, dando a las acciones que se im ponen la fuerza de un
destino de los dioses o el resultado de una ley natural.

7.
Y esto ¿adonde nos lleva?, ¿significa que hay que despedir a la
teología en provecho de una visión política del mesianismo?,
¿significa convertir a la com unidad creyente en funcionarios de
una com unidad académica, com o quería Maimónides, al servi­
cio ahora del «materialismo histórico»?

186
N o creo. Aquí se aboga por una tensión creadora entre
mesianismo y política. En las Tesis resulta que figuras bíblicas
com o «juicio final», «redención», «tiempo pleno», «Mesías» o
«Anticristo», son metabolizadas en figuras m undanas que enri­
quecen profundam ente el pensam iento político. Este enrique­
cimiento no debe impedirnos ver la fragilidad o incluso la apo-
ria en que se encuentra el m esianism o político. La situación
aporética es la siguiente: por un lado, la política tiene que
hacerse cargo de un problem a (la justicia a las víctimas, por
ejemplo) que, de no hacerlo, supondría dejación de responsabi­
lidades al tiem po que multiplicaría la producción de victimas
en el presente; si no rom pe la lógica dom inante, ésta seguirá, y
adem ás acelerada, en el presente y en el futuro. Pero esa exi­
gencia no puede ignorar, por otro lado, el hecho de que esa ope­
ración depende de algo tan frágil com o la m em oria, una m em o­
ria que se puede perder o no se llega a tener. Decir que m em oria
y justicia son lo mismo, significa tener que decir que olvido e
injusticia tam bién son lo mismo. Eso supone una responsabili­
dad extrema o, mejor, ahí está el problem a fundam ental de la
filosofía. Lo dice Max H orkheim er con estas palabras:

«El hecho aterrador que cometo, el padecimiento que dejo subsistir,


sólo sobreviven, una vez que han ocurrido, dentro de la conciencia
humana que los recuerda, y se extinguen cuando la conciencia deja
de recordarlos. Entonces no tiene sentido alguno decir que aún son
verdad. Ya no son, ya no son ciertos: ambas cosas son lo mismo.
Salvo que hayan quedado preservados en Dios. ¿Puede admitirse
esto y no obstante llevar una vida sin dios? Tal es el interrogante de
la filosofía» (M. Horkheimer, GS, 6, 198).

Si todo depende de la m em oria y la m em oria hum ana es la


que es, no habria que descartar una m em oria segura, la de
Dios, si querem os seguir hablando de justicia absoluta. Tal es
el problem a de la filosofía, decia el gran patrón de la fam osa
Escuela de Frankfurt, Max Horkheim er.

187
Ésa es una aporía que resulta altam ente productiva y difícil­
m ente sostenible. ¿Cómo sostenerla? Identificando la fuente
«natural» del m esianism o político que no es la política, ni la
profanidad, sino una tradición religiosa, un discurso teológico
o una com unidad creyente. En ese lugar el m esianism o es
quizá m enos político que existencial, pero es el lugar en el que
se cuida y cultiva el mesianismo. Por eso es necesario estable­
cer una relación entre política y teología, com o quería
Benjamín: por exigencia y para bien del discurso político.
Lo que pasa es que ni la teología ni la com unidad creyente
ofrecen sus servicios gratuitam ente, cerrando los ojos. La teo­
logía observa el planteam iento del problem a y, al tiem po que
saluda el reconocim iento por parte de las generaciones actua­
les de unos derechos pendientes de las víctimas del pasado, se
pregunta si la filosofía o el mesianismo político saldan la deuda.
¿Se hace en definitiva justicia a los m uertos o sólo se les reco­
noce la vigencia de la deuda y se les ofrece com o respuesta una
utopía que es asintótica (que retrocede conform e avanza el
tiempo)? Si se les da com o respuesta la utopía, la teología dirá
que no se les da ninguna. Lo dice porque en su discurso hay
una categoría inaccesible a la razón y a la política que es la de
la resurrección. Memoria passionis et resurrectionis.
Ésa no es ciertam ente una respuesta filosófica, pero es una
respuesta a la pregunta de si se hace justicia a quien se le ha
hecho injusticia. Dos lenguajes, dos respuestas que no deben
confundirse, pero que tienen una relación.
Decía al principio que la secularidad es tam bién cristia­
nismo — Benjamín dice «mesianismo»— secularizado. Una de
sus huellas es esa tensión trágica entre el rigor de la pregunta
y la debilidad de la respuesta. El cristianismo lleva consigo una
tensión trágica que ha contam inado a la cultura occidental.
Esa tensión trágica consiste en definir al hom bre com o llamado
a grandes destinos sin que, por otro lado, pueda él conquistar­
los con sus propios medios. Si el fin del hom bre es, com o dice
Tomás de Aquino, supernaturalis, está claro que escapa a las

188
fuerzas del hom bre, lo que no im pedirá decir que, de no
lograrlo, quedará frustrado. Ésa es la tragedia: elevar tanto el
techo de la felicidad hum ana que sólo con ayuda exterior (la
gracia, que es un don) pueda lograrse.
Esa tensión trágica ha sido altam ente productiva. Gracias a
ella la profanidad o laicidad ha sido constantem ente obligada a
saltar sobre su propia som bra y plantearse objetivos que de por
sí la naturaleza hum ana no hubiera osado. Si la política ha
incorporado figuras com o la fraternidad, la igualdad o los dere­
chos hum anos ha sido gracias a esa tensión trágica inducida
por el cristianism o. La figura del «mesianismo politico» o de
«redención» serían nuevos m om entos de esa larga historia.
El problem a realm ente acuciante no es tanto si esa tensión
es sostenible cuanto si vale la pena. Tengo la impresión de que
el hom bre está a punto de tirar la toalla, es decir, de renunciar
a esa tensión para instalarse en una m odesta finitud. Es com o
si de repente se hubiera dado cuenta de que esa tensión no hace
al hom bre más feliz, sino más infeliz; que ya está bien de car­
gar sobre sus débiles hom bros tanta responsabilidad; que hay
que depurar de su vocabulario todo lo que sean excrecencias
de exigencias religiosas; hay que renunciar a todo eso, inclu­
yendo los derechos hum anos que son el últim o coletazo del
pasado cristiano de Occidente [sic Enzensberger]. La pregunta
de si el cristianism o ha hecho más feliz o infeliz al hom bre es
crucial. No hay más que ver los com entarios que ha suscitado
ia «Leyenda del G ran Inquisidor» de Dostoievski (en Los
Hermanos Karamazov). Recordem os que el fondo del diálogo
entre el Inquisidor y ese Jesús (que no habla) es el conflicto
entre la seguridad del pan que administra la Iglesia y la angus­
tia de la libertad que trajo Jesús.

«¿Era Israel feliz con su Dios?, ¿lo era Jesús con el Padre?, ¿da felici­
dad la religión?, ¿proporciona identidad, patria, seguridad o paz con­
sigo mismo?, ¿apaga la angustia?, ¿tiene respuesta a preguntas?, ¿sacia
los deseos, sobre todo los más ardientes? Yo lo dudo. Entonces ¿para

189
qué la religión, para qué la oración? Dios, rogar a Dios, es la buena
nueva que Jesús comunica a sus discípulos (ver Lucas 11,1-13). Otros
consuelos no tiene él en vistas. El consuelo bíblico no nos desliza en
un reino místico en el que la armonía esté ausente de tensiones y la
reconciliación con nosotros mismos, libre de todo cuestionamiento.
El evangelio no es un catalizador o un calentador que temple el
encuentro con uno mismo. En eso se han equivocado todos los críti­
cos de la religión, desde Feuerbach hasta Freud. La pobreza de espí­
ritu. La raíz de todo consuelo no aparece sin el desasosiego místico
de la pregunta. Hasta la mística cristiana hay que entenderla como
mística del sufrimiento en Dios».

Estas palabras, que han salido de la plum a de un teólogo


católico, Johann Baptist Metz (ver AAVV, La religión ¿consuela o
cuestiona? En torno a la leyenda de El G ran Inquisidor de
Dostoievski, Madrid, Anthropos, 2006, p. 7), indican que hay un
problema entre felicidad individual y perfección o seguim iento
de Jesús. Curiosam ente tam bién Kant, en La fundamentación de
la metafísica de las costumbres, habla de una oposición entre
«estos dos fines de la vida», a saber, «la perfección propia» y la
«felicidad ajena». El filósofo alem án la resuelve diciendo que
«la felicidad ajena» es el principio que debe regir la vida pública
(se confunde con el concepto de justicia), en tanto que la «per­
fección propia» es un asunto individual y privado. Para el cris­
tianism o, po r el contrario, la realización individual supone
hacerse cargo del sufrim iento del otro. A lo que asistim os
actualm ente es a una ru p tu ra de la débil relación kantiana
entre m oralidad privada y pública, absolutizando la «perfec­
ción propia» al margen de todo «deber de justicia, que consiste
en contribuir a la felicidad ajena».
Para quien crea en el hom bre que hem os querido ser, ése
que se hace las preguntas kantianas (qué debo hacer, qué
puedo conocer, qué m e cabe esperar), ése que habla de que hay
valores absolutos por los que vale la pena luchar y morir, para
ese tipo de hom bre la complicidad de la religión es decisiva. El

190
lugar del creyente —que es quien da existencialm ente priori­
dad a la religión— es esta encrucijada y no la defensa de terri­
torios desde los que asegurarse un cierto poder social. Lo suyo
es cargar la autonom ía del hom bre de m anera que ésta afecte a
toda la hum anidad. La laicidad tiene de hum anidad lo que
hereda y resulta preocupante que ahora quiera absolutizar
parte de lo heredado com o valores ajenos a la religión. No
habría que echar en saco roto las palabras de W alter Benjamín:
«hay que devolver a la política su rostro m esiánico y esto en
interés de la política».

191
9. El muñeco mecánico y el enano jorobado.
M esianism o y política en W alter Benjam ín

1
Una reflexión que se ocupe de la relación entre Biblia y filo­
sofía debería ser situada en el contexto am plio y clásico de la
relación entre religión y filosofía o logos y m ito. Desde un
punto de vista histórico es indiscutible este lazo, quiero decir
que ha existido y así es reconocido'. Recordemos, po r ejemplo,
a Max W eber que rem ite cada tipo de racionalidad (la occiden­
tal, la china o la india) a una m atriz religiosa específica (calvi­
nismo, confucionismo o hinduismo), o la proclama de La teolo­
gía política, de Cari Schmitt: «todos los conceptos relevantes de
la filosofía política son conceptos teológicos secularizados»2.
Una larga tradición que ha sido formalizada, com o de costum ­
bre, por Hegel. En el capítulo VI de su Fenomenología del Espíritu
tam bién sobreentiende esa tesis cuando denuncia el fracaso del

' Remito para este punto a R. Mate, Memoria de Occidente. Barcelona, Anthropos. 1997, pp
35-67.
1C. Schmitt, Pditische Theolope, Leipzig, Verlag von Decker. 1934, p. 49.

193
proyecto ilustrado porque no ha sabido resolver la relación
entre religión y razón. La razón ilustrada se apodera de todo el
territorio de la racionalidad, reduciendo la Ilustración a racio­
nalidad. El inconveniente de ese planteam iento es que debía
rem itir extram uros de la racionalidad, es decir, al sentimiento,
todo ese absoluto (el sentido, la racionalidad de los fines) ges­
tionado p o r la religión. W eber se m uestra m uy hegeliano
cuando, refiriéndose a ese absoluto, habla del politeísmo de los
valores: es el daimon de cada cual, y no la razón, quien decide
sobre la bondad de los fines. Q ue un proyecto, com o el de la
Ilustración, basado en la racionalización de la vida y de todas
sus esferas, tenga que reconocer, al final de su recorrido, que
lo principal, es decir, la racionalización de los fines, es un
asunto de los dioses, es señal inequívoca de que ese proyecto
ha fracasado. C om o bien sabemos, todo el esfuerzo de Hegel
va a encaminarse a salvar esa dram ática escisión; m ientras que
W eber se resigna porque entiende que no hay salida.
Walter Benjamín se encuentra en esa misma onda. Logos y
mitos conform an una sociedad indisoluble. El logos es la uni­
versalización o profanación’ del núcleo semántico o universali-
zable del mito. Cuando el logos olvida su origen y se emancipa
totalm ente, se convierte en m ito, que es la repetición de lo
mismo, la presencia de lo ancestral en el presente sin novedad
alguna, el eterno retorno de lo mismo. Lo propio del logos, sin
em bargo, es saber ver lo nuevo, la capacidad de novum que
tiene el pasado, el origen, lo ya sido. La verdad no puede con­
sistir en desvelar el misterio, acabando con el enigma, sino en
m ostrar y hacerse cargo de ese m om ento inédito del pasado
que espera su realización4.

' Benjamín llama profana a la iluminación propia de su filosofía y que él explica refirién­
dose al surrealismo empeñado en descubrir en lo profano y cotidiano el misterio de la
vida. Ver el desarrollo de esta tesis en J. Habermas. «Critica conscientizadora o salvifica»,
en Perfiles, Madrid, Taurus, 1975, p. 316 y ss.
‘ «La verdad no es el desvelamiento (Entltüllung) que acaba con el misterio (Gritíimnis).
sino la revelación (Offénbarung) que le hace justicia», citado por Habermas, op. cit., p. 314.

194
Com o bien sabem os, esta tesis clásica, que podríam os lla­
m ar de la secularización, tiene sus contrincantes, en particular
H ans Blum enberg. Lo que defiende en Die Legitimitát der
Neuzeit es la tesis de que hay dos tradiciones culturales en
O ccidente, distintas y enfrentadas. Por un lado, la tradición
gnóstica que remite todo lo positivo a una instancia exterior al
hom bre y al mundo, mientras que coloca al hom bre y al m undo
com o sedes de la negación (del mal, del pecado, de la imperfec­
ción). Planteadas así las cosas, la salvación o realización del
hom bre sólo puede venir de fuera. Esa exterioridad ha ido
cam biando de nom bre: Dios, escatología, nom inalism o, filo­
sofía de la historia. Por otro lado, frente a esa cultura dom i­
nante estaría la tradición anti-gnóstica que tendría un prim er
representante en el Agustín enfrentado a M arción, que
resuelve el problem a de la teodicea (cóm o un Dios bueno y
todopoderoso perm ite el mal en el m undo) com o un asunto
relativo a la libertad del hom bre. O tro episodio de esta tradi­
ción sería la M odernidad, pero entendida com o neutralización
de la escatología y de todas las preguntas por el sentido,
m ediante la creación de figuras com o el Estado y la ciencia, que
al tiem po que desdram atizan la existencia dan al hom bre el
m arco vital y realista de su existencia. La tesis de Blumenberg,
m inoritaria en la historia de las ideas pero mayorítaria segura­
m ente en la conciencia contem poránea, tiene el m érito de
obligar a los defensores de la tesis benjam iniana a dem ostrar
con razonam ientos concretos en qué m edida la referencia a
ese origen religioso, bíblico o mítico, representa realm ente un
novum, un enriquecim iento, tanto en la percepción de los pro­
blem as com o en la propuesta de soluciones, y no ya la repeti­
ción m ítica de tem as y fórm ulas que nos conocem os de
m em oria.
La segunda aclaración que quiero hacer es que lo que aquí
m e interesa no es la relación entre m ito y logos, ni entre teolo­
gía y filosofía, sino entre Biblia y actualidad, aunque sea redu­
ciendo esta últim a a la reflexión filosófica de la política y de la

195
moral. No todo lo que se diga sobre religión o m ito o teología
vale para la Biblia. Este verano me topé en una librería rom ana
con un libro de mi viejo am igo Baget Bozzo* en el que
defiende con su ardor habitual la tesis de que el cristianism o
no es una religión y que, p o r tanto, en nada le afecta lo que
suene a religión.
Com o el estudio de la Biblia es un campo inmenso y del que
en absoluto m e siento especialista, lo que haré será refugiarm e
o concentrarm e en una parcela m uy m odesta: en el pensa­
m iento ju dío alem án m oderno, en eso que se ha dado en lla­
m ar Neues Denken, un pensam iento en o rm em en te vigoroso,
producido entreguerras, y del que form an parte autores com o
H erm ann Cohén, W alter Benjamín, Franz Kafka, Simone Veil,
la prim era Escuela de Frankfurt, y que después de la guerra
encuentra sucesores com o Paul Celan, Em m anuel Levinas y
más recientem ente, G iorgio A gam ben o Emil Fackenheim,
que se preguntan qué significa pensar después de Auschwitz.
C om o tam poco soy historiador, no es un interés histori-
cista el que m e m ueve, sino filosófico, esto es, la vigencia y
actualidad de estos planteam ientos. Q uiero decir con esto que
aunque me concentre en una parcela m uy reducida a la hora
de analizar la presencia de topoi bíblicos en la filosofía contem ­
poránea, espero ofrecer la recom pensa de plantear en térm i­
nos más generales la influencia creciente sobre todo el pensa­
m iento occidental que tienen los tem as y planteam iento que
ahí se ventilan. Tengam os presente, en efecto, que el núcleo
originario de este Neues Denken es de una am bición desm e­
dida: quiere enfrentarse a la totalidad del pensam iento de
O ccidente que se subsum e bajo el calificativo de idealismo.
Todo el pensar occidental, «desde los jónicos hasta Jena» (es
decir, desde los presocráticos hasta Hegel) es idealista porque
reduce la pluralidad de la vida a la unidad del concepto, com o

' B. Bozzo, Pmfaia. II cristíancsimo non ¿ una rcligione, Milán. Mondadori, 2002.

196
si pensar la realidad fuera pensarse. Parménides da la pauta de
la filosofía cuando proclam a que «todo es agua». Eso es muy
peligroso porque si se reduce toda la pluralidad de la vida a un
único elem ento —que hoy puede ser el agua y m añana la
raza— p o r exigencias del guión, es decir, del concepto, que
sólo conoce reduciendo la pluralidad a un único elem ento
com ún, que llama esencia, entonces resulta que el totalitarismo
y la violencia acom pañan necesariam ente a nuestro m odo de
pensar. C on razón dice Levinas, com entando a Rosenzweig,
que la filosofía occidental es una «ontología de la guerra», con­
fundiendo el concepto lógico de verdad con la realidad. Baste
ese apunte para señalar que lo que aquí está en ju eg o es el con­
cepto de verdad y, po r tanto, los de justicia, m oral, política o
estética.

2
El modo y m anera con el que Benjamín afronta la relación entre
tradición bíblica y política o, dicho en sus propios térm inos,
entre orden mesiánico y orden profano, lo encontram os en un
breve y prem aturo escrito suyo (a la tem prana edad de 28 años),
titulado Fragmento teológico-politico (1920/1921). Dice ahí:

«El orden de lo profano tiene que construirse en base a la idea de


felicidad. La relación de este orden con lo mesiánico es una de las
piezas doctrinales más fundamentales de la filosofía de la historia.
En efecto, esa relación condiciona una concepción mística de la filo­
sofía de la historia cuya problemática se puede ilustrar con una ima­
gen. Si la orientación de una flecha señala el blanco al que se dirige
la d y n a m i s de lo profano y otra flecha la orientación de la intensidad
mesiánica, resulta entonces que la búsqueda de la felicidad de la
humanidad corre libre en sentido opuesto al empuje mesiánico;
ahora bien, así como una fuerza puede potenciar en su trayectoria a
otra que va en sentido opuesto, de la misma manera lo puede hacer
el orden profano respecto al advenimiento del reino mesiánico. Lo

197
profano no es en efecto ninguna categoría del reino, pero sí una de
las más próximas, en su discreto acercamiento»*.

En este apretado y nada fácil texto, Benjamín deja claro que


la relación entre el «orden de lo profano» y el «orden de lo
mesiánico» es capital para la política. Se imagina esos dos órde­
nes com o dos flechas que vuelan en direcciones opuestas: el
orden de lo profano va en la dirección de la felicidad y, el mesiá­
nico, en la dirección de la redención. No son objetivos conver­
gentes, sino opuestos, pues el uno se consigue y el o tro
adviene. Pero esas dos flechas que vuelan en sentidos opues­
tos, no pueden evitar una gran proximidad. Hay un punto en
el que los planos se cruzan y casi se tocan. Esa proximidad los
potencia m utuam ente.
Benjamín pone nom bre a ese encuentro o, mejor, m áximo
acercam iento de los dos planos que conform an las dos flechas.
Hay un punto de proximidad entre la flecha profana y la mesiá-
nica, esto es, entre la búsqueda de la felicidad (orden profano)
y la dem anda de justicia (orden mesiánico). El orden profano,
es decir, la política, busca la felicidad, y el orden mesiánico tam ­
bién, pero con un m atiz, a saber: que el orden m esiánico
extiende el derecho a la felicidad tam bién a los m uertos, a las
víctimas de la historia. Claro que podem os preguntarnos qué
tiene que ver la búsqueda de la felicidad de los vivos con el
sufrim iento y frustración que acom pañó a los m uertos hasta
su tum ba. Hay una relación, pues m ientras los vivos se plan­
tean esperanzadam ente la felicidad, los m uertos la tienen frus­
trada, pero esperanza y frustración se refieren al m ism o deseo
de felicidad. Con esto, sin embargo, no está todo dicho, pues el
orden m esiánico descubre en esa frustración un sufrim iento,
una desgracia, que él interpreta com o derecho de felicidad.

• W. Benjamín, Theologisch-politichcs Fragment, en GS II 1, Frankfurt, Suhrkamp Verlag, pp.


203-204. Sigo mí propia traducción, en Reyes Mate, Mística y Política. Estella, VD, 1990, pp.
63-64.

198
Volvamos ahora a la im agen de las flechas que vuelan en
dirección contraria: cuando la política, que vuela hacia la feli­
cidad de derecha a izquierda, se encuentra con el im pulso
m esiánico, que se hace cargo del sufrim iento volando de
izquierda a derecha, una y otra experim entan que hay un
punto com ún, el de la búsqueda de felicidad: sólo que la polí­
tica lo hace desde la filosofía del progreso y el orden m esiá­
nico desde el sentido del sufrim iento o de la frustración. Para
la política, la felicidad es la m eta del progreso, m ientras que
para el mesianismo es el derecho de las víctimas del progreso.
Q ue las posibilidades de que ese derecho sea saldado sean
m ínim as no hay que in terp retarlo en el sentido de que el
Mesías no acabe de venir o pase de largo; la debilidad mesiá-
nica tiene que ver, m ás bien, con nuestra incapacidad para
reconocer en los más débiles de nuestros contem poráneos a
seres hum anos, sujetos de felicidad. Lo que nos quiere decir
Benjamín es que ese encuentro de las dos flechas, en planos
diferentes, fecunda poderosam ente a la política.
C om parem os brevem ente la diferencia entre búsqueda de
la felicidad, propia del orden profano, teniendo o no en cuenta
la experiencia del sufrimiento, es decir, considerando o no ese
cruce de flechas que vuelan en sentidos opuestos: en el
supuesto de que considerem os a la política autónom am ente,
sin ten er en cuenta la existencia de la otra flecha, tendrem os
que concebir la felicidad com o la m eta a la que aspira la hum a­
nidad, m eta que está al final de los tiem pos y que afectará a
todos aquellos hom bres. Para llegar y lograr esa m eta no hay
que escatim ar esfuerzos y sacrificios presentes y pasados. Se
concibe a la filosofía progresista de la historia com o imitación
del darw inism o natural. La belleza y perfección del últim o
eslabón de la cadena legitima o disculpa el que haya que «aplas­
tar unas cuantas flores inocentes» en el cam ino, com o decía
Hegel. La consideración autónom a, propia del pensam iento
ilustrado, no escapa a la filosofía del progreso. Si, por el con­
trario, se tiene en cuenta la experiencia del orden mesiánico,

199
es decir, no se pasa de largo ante el destino de las víctim as,
entonces habrá que tom arse en serio el sufrim iento y no se
podrán sacrificar tan alegrem ente generaciones presentes para
que las futuras sean felices. Cada caso de sufrim iento, de fra­
caso, es un absoluto y reclam a el derecho a la felicidad. Este
planteam iento se opone a aquel otro que ve la desgracia com o
algo natural, com o una ley inexorable de la naturaleza, ley que
se expresa en lo de la «caducidad de la naturaleza». Pero
Benjamin se revela contra esa resignación o ese cinismo y en
lugar de hablar de la naturaleza caduca plantea una naturaleza
mesiánica, es decir, un orden profano fecundado con el sentido
del sufrimiento de las víctimas. Ese nuevo concepto, que reúne
en una sola expresión dos m undos diferentes, reconoce algo
inconcebible para la filosofía occidental: que la vida es el lugar
del conflicto, de la miseria, de la injusticia, del fracaso («caduci­
dad de la naturaleza»), pero —y esto sí que es definitivo— todo
ese sufrim iento no es el precio de ninguna felicidad sino una
exigencia de justicia. La tarea de la política es perseguir la natu­
raleza mesiánica, es decir, plantear el derecho a la felicidad de
cada individuo, de cada experiencia pues «cada uno de esos ins­
tantes es la pequeña puerta por la que se puede colar el
Mesias»7. Una política fecundada por la «naturaleza mesiánica»
no podrá ya mercadear con la felicidad individual. La puerta por
la que entra el Mesías es la del reconocimiento del derecho sin­
gular a la propia realización. La clave de una concepción de la
«existencia justa» consiste en tom arse en serio la significación
teórica del sufrimiento: no cerrar los ojos ante el espectáculo
del mundo, sino buscar en él, en sus conflictos y aporías, el sen­
tido de la existencia. La significación teórica y práctica del sufri­
m iento es lo que realmente nos acerca a Auschwitz.
Resum o lo dicho de la siguiente m anera: a) la relación
entre el orden m esiánico y el orden profano es vital para la
política; b) son dos órdenes distintos pero que tienen algo

’ W. Benjamín. GS 12, Frankfurt, Suhrkamp Vcrlag. 704.

200
im portante en com ún: am bos, en efecto, buscan la felicidad
de los hom bres, pero con una diferencia, pues m ientras el
orden profano se ocupa sólo de los vivos, el orden mesiánico
incluye la felicidad de los m uertos. Por eso el orden profano
sólo habla de felicidad, m ientras que el orden m esiánico, de
redención; c) la originalidad de Benjamín consiste en relacio­
nar lo que les distingue, pues esa relación perm ite un enrique­
cim iento insospechado de la política. Imaginem os una política
que no tenga en cuenta esa diferencia y otra que sí la tenga en
cuenta. En el prim er caso, el objetivo de la política sería el pro­
greso, el mayor grado posible de felicidad aceptando un costo,
la frustración de los caídos en el camino; en el segundo caso, al
tener que valorar el sufrimiento de las víctimas com o un valor
político, al tener que reconocer el valor absoluto de cada indi­
viduo, incluidos los caídos, la política no puede interpretarse
com o progreso, sino como... ¿como qué? C om o algo m uy dis­
tinto que iremos viendo.
El Fragmento Teológico-Politico es com o el resum en abre­
viado, el abstract, de toda la reflexión filosófica de Benjamin,
cuyos resultados volveremos a encontrar, en una form a conte­
nida, en el escrito Sobre el concepto de historia, conocido ordina­
riam ente com o Tesis sobre filosofía de la historia, redactado en
1940, es decir, poco antes de morir. Lo que ahora me propongo
es com entar las ideas de su prim er escrito program ático
poniéndolas en relación con las tesis de su madurez.

3
En la prim era de esas tesis nos invita a im aginar una partida de
ajedrez en la que un m uñeco mecánico desafia a quien quiera
ju g ar con él. Podem os pensar que cualquier cam peón de aje­
drez puede ganarle dada la lim itación de jugadas que puede
tener un artilugio m ecánico (entonces no se había inventado
el ordenador). Nada de eso, dice Benjamin, pues resulta que el
susodicho m uñeco esconde a un enano feo y jorobado, im pre­

201
sentable, sí, pero m aestro del ajedrez, que hábilm ente guiará
los m ovim ientos del to rpe m uñeco m ecánico. El m uñeco
representa al materialismo histórico y el enano feo y jorobado,
a la teología. Ese tándem será imbatible.
Por «teología» Benjamín entiende, grosso modo, cultura
judía com puesta de Biblia, Talm ud, Kabbala y, tam bién, del
envite del Nuevo Pensam iento (la presencia de Estrellla de la
redención, de Rosenzweig, y La religión de la razón desde las fuen­
tes del judaismo, de Cohén). No es una/ides quaeretis intellectum,
sino «un secante em papado de tinta (=teología)», es decir, una
cultura, una Bildung, empapada de judaismo.
El térm ino «m aterialismo histórico», rem ite al marxismo,
pero esto hay que entenderlo bien. Benjamín se sintió atraído
por el marxismo en los años 30, gracias a su amistad con Bertolt
Brecht y Asia Lacis, pero cuando fue a M oscú, con la m ejor
intención de integrarse en el comunismo, volvió vacunado. El
térm ino de «materialismo histórico» es, pues, una constelación
de significados que bien podríam os traducir por «tradición de
los oprimidos». La interpretación materialista de esa tradición
es fundam ental y tiene que ver con el sentido de justicia aquí y
ahora, propio del judaism o según Metz, o con la «espirituali­
dad de los pobres», que según Chenu, constituiría la quintae­
sencia del m aterialism o, es decir, la condición de posibilidad
para que el m undo de los valores cobre sentido: ¿de qué sirve
una teoría de la justicia que deje fuera de su competencia a las
víctimas de la historia o las reenvíe al más allá para que cobren
lo que se les deba? Eso que norm alm ente llam am os m ateria­
lismo —y que sólo consiste en adm inistrar la m ateria entre los
que la controlan— es una form a solapada de «espiritualismo»
porque tiene que crear un m undo de fantasía «para lo que no
se puede». Sólo cabría hablar de espiritualism o desde el sen­
tido radical del materialismo, el que exige justicia aquí y ahora,
teniendo en cuenta no los fondos que haya para el pago, sino la
verdad de la deuda, es decir, la existencia de la injusticia. El
«m aterialismo histórico» de Benjamín supone una reelabora-

202
ción del concepto marxista de materia. Una ética, pues, m ate­
rialista, com o dirán Adorno y Horkheim er, pero tam bién una
teoría materialista de la verdad.
Tenemos pues establecida una alianza entre mesianismo y
tradición de los oprim idos. ¿Qué es lo nuevo que de ahí se
deriva? No una teosofía o sabiduría mística, ni un mesianismo
político, ni desde luego form a alguna de sionism o (pese a los
denodados esfuerzos de Scholem , defensor de un «sionismo
espiritual», que no politico, pues nunca fue a Israel). Lo que de
ahí se deriva es, desde un p u n to de vista filosófico, una con­
cepción de la verdad com o m em oria, es decir, una concepción
de la verdad que parte de la experiencia del sufrimiento, y, por
lo que respecta a la política, que es lo que aquí me interesa, una
concepción de la política com o redención. Esto que significa ele­
var a categorías políticas térm inos com o apocatástasis o tikkum
(restitutio in integrum), duelo o compasión.
No podem os ahora desarrollar la concepción anamnética de
la verdad, un aspecto éste m uy presente en Mínima Moralia,
de Adorno". Quede dicho en cualquier caso que si el sufrimiento
es la categoría central de la m em oria —y, por tanto, de la ver­
dad— es porque lo que escapa a las teorías canónicas de la
verdad es el lado ocu lto de la realidad, o dicho de o tra
m anera, lo que seduce a las teorías veritativas habituales es el
lado presencial de la realidad, siendo ciegas y m udas para lo
ausente. De esa historia passionis de la realidad se encarga la
m em oria.
Entrem os pues en el desarrollo de la política com o reden­
ción. Cuando definim os a la política com o el arte de lo posi­
ble, lo que estam os diciendo es que lo suyo es m ejorar el pre­
sente, la situación presente, en la m edida de lo posible. Del
horizonte de la política desaparece lo que no está presente, ya

' Ahi escribe Adorno que «el principio de toda verdad es dejar hablar al sufrimiento» (Th.
W. Adorno, Mínima Moralia, Madrid. Taurus, 1998). Remito, para su desarrollo, al capitulo
111 de mi libro Memoria de Amrhwítz: La actualidad moral y política de Auschwitz, Madrid,
Trotta, 2003.

203
sea el pasado" o el margen. Del pasado y de los supuestos o de
las consecuencias lejanas de una buena política centrada en los
presentes, la política no puede hacerse cargo. De los m argina­
dos se ocupan las ONG y de los m uertos, las teologías.
Hacerse cargo de las injusticias causadas a los m uertos no
es asunto de la política, sino de la teología, com o bien recor­
daba Horkheim er a Benjamín, en un polémico cruce de cartas.
La política lo más que puede hacer po r los m uertos es cubrir­
les con el m anto piadoso de una interpretación m oral: recor­
dar las injusticias pasadas para que no se repitan. Es una res­
puesta débil, pues nada se ofrece con ello a los m uertos sino es
aprovechar su desgracia en favor nuestro.
A Benjamín, sin em bargo, le interesan las víctim as p o r sí
mismas y no sólo su plusvalía significativa para los vivos. Por
eso exige de la política presente que reconozca la vigencia de
las injusticias pasadas, independientem ente del tiem po trans­
currido o de la solvencia del deudor (que som os nosotros, los
vivos, los herederos de las injusticias pasadas). La redención es
una dim ensión de la política que reconoce la vigencia de los
derechos —y por tanto de las esperanzas— insatisfechas de las
víctimas. Y, ¿cómo se concreta esa política com o redención?
Podemos intentar aclararlo com parando una política que haga
abstracción de los m uertos con ésta que los coloca en el centro
de su acción.
Las teorías políticas m odernas, dom inadas por la au to n o ­
mía del sujeto y la confianza en el progreso incesante de la
hum anidad, po r supuesto que reconocen que el progreso
supone un costo social y que ese costo es una injusticia, pero
entienden que esa negatividad es una excepción, algo provisio­
nal y transitorio, que acabará repercutiendo en el bien de todos
y, por tanto, en el grupo hum ano de los desfavorecidos, que es*

* Recuerdo que hay dos tipos de pasados: uno, victorioso, que está presente en la actuali­
dad. y otro, vencido, que es el realmente ausente. De este pasado es del que hablamos (Cf.
Reyes Mate, Ijs razón de los venados. Barcelona, Anthropos. 1991).

204
el vivero del llamado costo social de la historia. Si eso fuera así,
el progreso acabaría siendo universal, un bien para todos, lo
que significaría poner fin a las injusticias pasadas. Esa seria la
lectura progresista o m oderna de la política.
C ontra ella se rebela Benjamín en la tesis 8 de su escrito: «la
tradición de los oprim idos nos enseña que el estado de excep­
ción es la regla». Los oprim idos han vivido en un estado per­
m anente de excepción y no olvidemos que el estado de excep­
ción es la suspensión de los derechos. La excepcionalidad es la
regla y no algo provisional.
Lo que esto significa es que de la m ism a historia, de un
pasado com ún, hay dos relatos. Uno es el que hacen los vence­
dores, elevado a teoría canónica; otro es, sin em bargo, el que
se esconde en la m em oria de los vencidos. Lo que entonces
propone Benjamín es crear un concepto de política «que le
corresponda» (se refiere a la «tradición de los oprimidos»). Esa
nueva política tiene, com o p unto de partida, que el progreso
es la catástrofe, idea que desarrolla en la tesis 9 con la imagen
del «Ángel de la Historia». El cuadro de Paul Klee, llamado el
Angelus Novus, con sus alas desplegadas volando hacia adelante
pero con el rostro vuelto hacia atrás, un rostro horrorizado por
las ruinas y cadáveres sobre los que camina el progreso, le da
pie para identificar el costo terrible del huracán que nos
em puja hacia adelante. El ángel quisiera detenerse, despertar a
los m uertos y recom poner lo despedazado, pero el viento sopla
tan fuerte que no hay m anera de parar el avance triunfal y a un
tiem po catastrófico del progreso. El progreso es ruinoso por­
que se nutre del llam ado costo social y éste estará siem pre a
disposición de las exigencias del progreso10.
El segundo com ponente de esa política com o redención es
la responsabilidad de las generaciones posteriores sobre las

'* Esta intuición benjaminiana queda bien confirmada en el presente fenómeno de la glo-
balización económica: las exigencias de la compelitividad obligan a adelgazar los Estados:
a rebajar el Estado del bienestar y, por tanto, los costos de solidaridad, por improductivos.

205
anteriores. En la tesis 12 critica esa concepción de la izquierda
que asigna a «la clase que lucha» (no habla del proletariado) el
papel de redentora de generaciones futuras, olvidando lo prin­
cipal, a saber, que ella es el sujeto del conocim iento de la his­
toria. Ella sabe lo que no descubren los historiadores, esto es,
que la historia no se mueve p o r el ideal de que nuestros nietos
sean felices, sino por el recuerdo de nuestros abuelos ultraja­
dos. Ese conocim iento de la historia tiene dos virtudes: por un
lado, encender la esperanza en la m em oria y, po r otro, caracte­
rizar a cada generación com o heredera. Hay una secreta com ­
plicidad entre generaciones, dice en la tesis 2, pero en este sen­
tido: cada generación pasada plantea sus derechos irredentos a
la siguiente y ésta se convierte en la posibilidad de redención
del pasado. Benjamin no se hace m uchas ilusiones sobre la res­
puesta de la generación siguiente a las injusticias de generacio­
nes anteriores, por eso habla, en esa misma tesis, de «una débil
fuerza mesiánica (se refiere a la generación presente) sobre la
que el pasado exige derechos». Esta responsabilidad no se fun­
dam enta, com o en el caso de Levinas, en la otredad del otro,
sino en una historia com ún que todos heredamos. Unos here­
dan las fortunas y otros los infortunios, pero entre am bas
herencias hay una relación histórica que es la que funda la res­
ponsabilidad".
El tercer elem ento de esta política es el de la interrupción
que es, para Benjamin, la característica mesiánica por antono­
masia. «El Mesías interrum pe la historia; el Mesías no llega al
final del desarrollo»". Si los tiem pos de progreso que corren
son catastróficos porque son incapaces de frenar las ruinas y
desastres que causan en su progresión, la salvación sólo puede

" Esta historia común, principio de la responsabilidad ímergcnc racional, no hay que limi­
tarla a una herencia directa (los españoles serian responsables de las fechorías cometidas
por sus abuelos en América, pero no en la India, donde nunca estuvieron). La responsabi­
lidad se amplia a todas las injusticias históricas y existentes porque tienen su origen en el
hombre.
u W. Benjamin. GSI I. Frankfurt, Suhrkamp Veriag. 243.

206
consistir en in terrum pir esa lógica fatal de la historia y hacer
com o los revolucionarios franceses que dispararon, tras la
tom a de la Bastilla, sobre los relojes de París para indicar que
em pezaba un tiem po nuevo (tesis 15). El m esianism o de
Benjamin no tiene nada que ver con los mesianismos políticos
conocidos. Su Mesías llega al día siguiente de la redención. Lo
que tom a del mesianismo es el derecho y la capacidad de salva­
ción de to d o instante y de todo individuo”. M uchos, com o
Habermas, han visto en este concepto de interrupción un revo-
lucionarism o tan ingenuo com o peligroso. Sin poder e n tra r
ahora a fondo en esa polém ica, sí conviene dejar dicho que
Benjamin no habla en clave program ática sino com o «avisador
del fuego», aplicándole a él una expresión que él inventó para
otros. Trata de desenm ascarar la lógica de los tiem pos que
corren, lógica que puede vivir disim ulada bajo ropajes bien
decentes, pero que siempre está ahí y se manifestará com o es
cuando su reino esté en peligro. La traducción política de la
redención benjam iniana estaría m ás cerca del duelo político
que de la revolución perm anente. Lo fundam ental sería la con­
ciencia de responsabilidad de las generaciones presentes sobre
las injusticias pasadas, esto es, la activación de «la débil fuerza
m esiánica que nos ha sido dada a cada generación presente
sobre el pasado».

4
En Benjamin, verdad y redención coinciden. La verdad con­
siste, dice en la tesis 3, en «que nada de lo que una vez haya
acontecido ha de darse por perdido para la historia». La verdad

t%Entenderemos esta interpretación si relacionamos la violencia destructora de la inte­


rrupción con la imagen talmúdica de los ángeles creados por y para un instante, es decir,
para cantar las alabanzas de Dios y disolverse en esc instante. Estos ángeles del instante
elevan el instante a posibilidad de realización plena. Ver G. Scholcm, «Walter Benjamin
und scin EngcU, en AAVV, Zur Aktualitát Walter Benjamín*, Frankfurt, Suhrkamp Vcrlag,
1972.

207
coincide con la realidad cuando a ésta se ha sum ado su historia
passionis, norm alm ente descartada como algo natural y no his­
tórico (como ruina). Y la redención consiste en hacer presente
todo el pasado citable, es decir, en hacer presente todo lo
ausente pues «sólo a una hum anidad redimida le cabe por com ­
pleto en suerte su pasado».
Pero ¿por qué la redención en política?, ¿por qué tiene que
llegar la política tan lejos? Benjamín se ha esforzado en presen­
tar una visión políticamente secularizada de la redención, pero
no nos ha explicado por qué los políticos hayan de incluir esa
responsabilidad entre sus ya num erosas preocupaciones.
En la evocación que hace su gran amigo. Gershom Scholem
en 1965, en el vigésim o quinto aniversario de su m uerte en
Port Bou, pone el dedo en la llaga al decir que el Benjamín de
las tesis se desentiende de la revelación, con lo que tendríam os
una redención sin revelación, es decir, un mesianismo m ateria­
lista ya que la reivindicación del derecho a la felicidad de todos
y cada uno de los seres hum anos (y de la propia naturaleza) no
supondría una iluminación especial sobre el ser hum ano”.
Estamos preguntándonos por el punto de partida de la refle­
xión benjaminiana, que no es teológica pero sí bíblica: «mi pen­
sam iento se ha im pregnado de teología com o el secante de
tinta»” . Su pensam iento absorbe la teología, pero com o buen
secante no debe saturarse de ella, pues eso lo haría inservible.
Veamos en detalle cóm o funciona esa relación.
a) La filosofía de Benjamín se basa no en el concepto sino
en la experiencia y, en él, la experiencia es el lenguaje. La filo­
sofía del lenguaje es fundam ental. De hecho, Benjamin la ela­
bora a partir del Génesis. «No se quiere, dice, considerar a la
Biblia objetivamente com o verdad revelada que sirva de base a
la reflexión, sino que se busca indagar lo que resulta del texto

" Una iluminación especial del ser humano la tenemos en Santo Tomás, por ejemplo,
cuando coloca como fin propio del hombre el orden sobrenatural.
” W. Benjamin, GS 11, Franldurt, Suhrkamp Verlag, 23S.

208
bíblico en relación a la naturaleza del lenguaje». La Biblia es
com o un laboratorio de la comunicación —es «revelación»— y
Benjamín va a extraer de ahí una teoría universalizable del len­
guaje. Siguiendo al Génesis distinguirá tres tipos de lenguaje:
el divino, que es creador; el adánico, que es denom inativo
(poder poner el nom bre a las cosas) y el post-adánico que es
pérdida del poder nom brar y caída en las superdenom inacio-
nes o chácharas para aproxim arnos al nom bre de las cosas.
Todo su esfuerzo lingüístico va a consistir, no en restaurar el
lenguaje adánico, es decir, la lengua única y verdadera (eso es
imposible por la sencilla razón de que las puertas del paraíso
están cerradas al hom bre), sino en hacer de cada lenguaje post-
adánico un verdadero lenguaje en la medida en que Benjamín
lo orienta en la dirección del Paraíso.
b) Un m om ento de su teoría del lenguaje es aquél en el que
explica, a partir de éste, la condición hum ana, la situación del
hom bre histórico o, en su jerga, post-adánico. Para ello recurre
al relato bíblico de la caída, pero explicada en clave lingüística.
El árbol del Paraíso que representa «el saber acerca del bien y
del mal despide al nom bre. Es un conocim iento desde fuera.
La improductiva imitación de la palabra creadora»16. Lo nuevo
del árbol del Paraíso no se refiere a la posibilidad de conocer el
bien o el mal, sino al cóm o. H asta ahora el conocim iento
estaba vinculado al nom bre, previa escucha de la esencia lin­
güística de las cosas. El nom bre que el hom bre ponía no se lo
inventaba él, sino que era la respuesta a una escucha. Lo que
Adán pretende ahora es decidir el nom bre de las cosas sin tener
que som eterse a lo que las cosas son. N om brar al m argen de
las cosas, desde el puro poder del lenguaje. Eso es Dios, su len­
guaje es creador y no sólo denom inador. El m ito de la caída
narra la historia del hom bre que quiso ser com o Dios. El hom ­
bre quiere decidir lo que sean las cosas, quiere, por tanto, susti­
tuir la escucha adánica por el juicio o decisión. El resultado de

" W. Benjamín G S II1 1. Prankfurt, Suhrkamp Verlag, 52-3.

209
esa desm esurada apuesta es la pérdida del poder de nom brar.
En lugar de la palabra justa aparece la verborrea insignificante
que vela más que desvela la realidad y que introduce la violen­
cia del poder en la historia hum ana.
c) Decía que Benjamín no veia el m undo bajo el signo de
ninguna revelación o ilum inación especial, pero esto hay que
precisarlo pues su mirada sobre la realidad no es complaciente,
no identifica la verdad de la realidad con la realidad tal y com o
aparece. T anto él com o Kafka ven este m undo com o una pri­
vación, com o privados de su realización. Hay una especie de
revelación en negativo. Kafka expresa esa negatividad m os­
tran d o lo absurdo, la falta de sentido de la vida cotidiana.
Benjamin, m ás político, lo hace recurriendo a la figura del
Juicio Final que no es ese últim o día en el que el buen Dios cas­
tiga a los m alos y prem ia a los buenos, sino la m anera de rei­
vindicar a la justicia com o substancia de la política. El Juicio
Final no es el últim o día cronológico, sino el derecho de cada
instante a que se le haga justicia. Lo específico de esa figura es
convocar, hacer presentes «cada uno de los instantes vividos»,
es decir, toda la historia. Jucio Final, apocatástasis, tikkum, res-
titutio in integrum sive omnium, son expresiones de la misma
conciencia de justicia.
Esa figura perm ite distinguir bien entre política canónica y
política mesiánica. En el prim er caso dom ina la ilusión de que
el futuro, el desarrollo, la evolución traerá la dicha a todos.
Vana ilusión pues el progreso no puede por sí m ism o con la
lógica que lo nutre, esto es, avanzar sobre ruinas y desechos
humanos. El progreso es más de lo mismo, por eso progreso y
m ito del eterno reto rn o coinciden. Frente a esta concepción
mítica del tiempo, que preside nuestro m odo de hacer política,
Benjamin habla de un tiem po pleno, el tiem po am parado por
el Juicio Final, que consiste en reconocer en cada segundo «la
pequeña puerta por la que podía entrar el Mesías».
Me gustaría concluir este texto con dos últim as considera­
ciones. No se puede negar grandeza al proyecto político de

210
Benjamín. Si en 1940 era impensable una justicia universal que
transcendiera los lím ites territoriales o los intereses del pre­
sente, hoy sí lo es. Hay crímenes que no prescriben, y hay here­
deros de antiguos esclavos que reclam an a los descendientes
de sus amos deudas históricas. La m em oria de las víctimas cada
vez pesa más en política. A eso habría que añadir la conciencia
de que la política no genera por sí misma los valores que dice
defender o difundir. No hay valores políticos sin cultura pre­
política. Aunque no sea más que para el desarrollo de este tipo
de problemas, la referencia a Benjamín es crucial.
La otra consideración se refiere a la relación entre Biblia y
política. C uando uno levanta la bandera de los derechos
incum plidos de las víctimas, em prende un cam ino sin fácil
retorno. Y al igual que Benjamín se indignaba contra quienes
reducían el recuerdo de sufrimientos pasados a parapeto de las
generaciones presentes («que no se repita para que no nos
toque a nosotros»), hay quien, com o el teólogo Metz, arrem ete
contra quienes se conform an con reconocer a las víctimas sus
derechos, sin preguntarse cóm o satisfacerles17. En ese tipo de
preguntas, sin duda legítimas, aparecen los límites de cada dis­
curso, del filosófico y del teológico. Entrar en ellos queda fuera
de este ensayo.

" «Las utopias acaban siendo la última treta de la evolución si resulta que sólo existen ellas
y no Dios» o «respecto a los muertos (las utopias) sólo tienen palabras vacias, promesas
vanas», en J. B. Metz, Per une cultura de la memoria, Barcelona, Anthropos, 1999, pp. 170 y
130.

211
10. Retrasar o acelerar el final.
El sentido apocalíptico de la política

J a c o b T inspirador de la rebelión estu­


a u b b s, f il ó s o f o ju d ío ,

diantil berlinesa, m ás tribuno que escritor, es el autor de La teo­


logía política de Pablo, un texto escrito en extrañas circunstan­
cias. Un personaje, situado políticamente al otro extremo, Cari
Schmitt, enfermo, le pide que le visite para hablar de Pablo. Se
lo pide porque sabe que, pese al alejamiento político, com par­
ten algo im portante: el sentido apocalíptico de la política, aun­
que lo interpreten de form a opuesta.
Taubes, que siempre había querido m antenerse a distancia
del fam oso ju rista católico y filo-nazi, decide visitarle, en
noviem bre de 1979, pese al abism o político que les separa.
D urante dos días discuten a fondo sobre las cartas a los
Romanos y a los Tesalonicenses. «Taubes», le dice un sorpren­
dido Schmitt, «antes de m orir tiene Vd. que contar esto a algu­
nas personas». T aubes decide hacerlo diez años m ás tarde,
cuando, a punto de m orir él mismo, reúne a un grupo de estu­
diantes p ro testan tes para contarles su visión de la teología

213
política paulina que tanto había impresionado a su interlocutor
diez años atrás. No le cuesta hacerlo porque ve a Pablo en la en­
crucijada de las dos am enazas m ás graves de su tiempo: a) la
liquidación del hom bre que hem os sido y b) la resignación ante
lo que hay, porque otro m undo ya no es posible.
¿Qué les seduce de Pablo de Tarso? Lo que sedujo a tantos
otros: Agustín, Lutero, Nietzsche... y está cautivando a otros
ahora, com o Agamben, Badiou, Zizek: al fundador del cristia­
nism o y, por tanto, de O ccidente; a la piedra angular entre
judaism o y cristianismo; al caladero de los grandes tem as polí­
ticos: universalidad y particularidad, ley y espíritu, antiguo y
m oderno, etc.
La lectura que hace este judío heterodoxo del que fuera
Saulo es, en el fondo, filosófica, porque lo que le interesa es lo
que hay de política en la religión y no lo que hay de religioso en
la política (que era lo que en realidad perseguía Cari Schmitt).

1. La escatología al servicio del h o m b re que h em o s c o n o ­


cido
Estamos asistiendo al despido de un tipo de hom bre por el que
Occidente ha batallado durante siglos. Cuando se dice que el
hom bre es poca cosa, que no hay que cargarle con preguntas
ni responsabilidades excesivas, nos estam os cargando ese
m odelo de hom bre que, para conquistar su hum anidad, tenía
que enfrentarse a preguntas tales com o qué puedo conocer,
qué debo hacer o qué me cabe esperar.
Ha llegado el m om ento de liberarse de todas esas fantasías
morales, em pezando por los derechos hum anos, últim o ram a­
lazo de la cultura m onoteísta. O Dionisios o el Crucificado, es
decir, o entendem os que el sufrim iento form a parte del deco­
rado o nos indignam os ante su existencia y entonces plantea­
m os un cambio de paisaje.
Este ataque al hom bre m oral y esta apología nihilista del
hom bre viene de la m ano de un pensam iento postm oderno
que se ha entusiasm ado con los m itos, así, en plural. Porque

214
hay un m ito malo y es el m ito en singular, llámese Dios, Razón,
Verdad o Bien. El m onom ito es m alo porque ahoga la libertad
m ientras que los polimitos, la garantizan.
Tam bién navega en la m ism a dirección una racionalidad
m oderna que quiere situarse lejos de cualquier asom o religioso
o m ítico. Es la racionalidad de un H ans Blum enberg, que
explica la M odernidad no com o secularización, sino com o tra­
dición aparte. Para m arcar bien las diferencias respecto a las
teorías de la secularización, hablan de una racionalidad anti-
gnóstica, entendiendo po r gnosticism o el intento de m inar la
autonom ía de este m undo, de la racionalidad toul court.
Este punto antiracional del gnosticism o se puso de m ani­
fiesto en debates tan fundam entales com o la teodicea y el
nom inalism o. La teodicea era la pregunta por el mal en un
m undo creado por un Dios bueno y todopoderoso: cur malum.
Agustín no soporta que se cuestione de esta m anera a Dios y
lo explica diciendo que el problem a del mal es asunto del hom ­
bre. Al poner el origen del mal en la libertad del hom bre asume
la autonom ia del hom bre y se aleja de la tentación gnóstica que
busca explicaciones del mal en algún tipo de dios o demiurgo.
El ingenio de Agustín ha sido celebrado por propios (teólogos
cristianos) y extraños (anti-gnósticos racionalistas) porque
pone com o sujeto del mal al propio hom bre, pero ha sido al
precio de un grave olvido: al rem itir el origen del mal a la liber­
tad del hom bre se corre el riesgo de convertir el mal del que se
parte (el hambre, la enfermedad, la m uerte, es decir, la injusti­
cia), en pecado. Agustín desm undaniza el mal y eso es, según
Metz, una forma de gnosticismo'.

' Ilustrativo es igualmente el debate en torno a los «universales» dentro del nominalismo.
Sus defensores afirmaban que había reglas lógicas que ni Dios podía alterar, algo que no
podían aceptar los que defendían la omnipotencia divina. Triunfan los nominalistas, que
limitan la autonomia del hombre, engordando asi la tradición gnóstica que tiene miles de
caras: unas veces predica que todo lo creado es malo y que lo bueno viene de fuera de este
mundo, y otras apela a la revolución o a filosofías de la historia con el mensaje de que lo
que hay o bien debe ser destruido o bien debe ser puesto al servicio de lo que vendrá
después.

215
¿Qué dice Taubes? T iene m uy presente lo fundam ental:
«quien quiera pensar en térm inos cristianos y crea que puede
hacerlo sin la idea de un térm ino último, está loco». Taubes no
está por esa locura, de ahí que se enfrente a cualquier despido
gnóstico de la idea apocalíptica. Por eso afirm a con decisión
que el m undo tiene un plazo, está emplazado.
Ahora bien, Taubes va a interpretar a Pablo en judío y eso
significa que se enfrenta no sólo a versiones cristianas de Pablo,
com o la de Cari Schmitt, sino tam bién a versiones judías sobre
el gnosticismo tan autorizadas com o la de Scholem. Para éste,
sólo en el judaism o hay lugar para una dim ensión política o
histórica del mesianismo, m ientras que el cristianismo la priva-
tiza e interioriza, com o hará el gnosticism o. Nada de eso,
replica Taubes: la interiorización es tam bién judía y gracias a
ella es posible superar la tentación teocrática. Para que una ver­
sión política del mesianismo no degenere en teocracia es fun­
dam ental la m ediación gnóstica, entendiendo p o r ello no la
negación política de lo apocalíptico sino su interiorización.
Luego se enfrenta al polim itism o porque éste no es la con­
dición de posibilidad de la libertad, com o quiere Marquard, por
ejem plo, sino que anula la posibilidad de la ética. Rem ite a
H erm ann Cohén, para quien el origen de la subjetividad tiene
que ver con la superación del m ito por la individualización de
la culpa. Con m itos no hay ética ni tam poco historia. La histo­
ria comienza el octavo día de la creación, que es cuando se nos
habla de un prim er uso de la libertad que es una trasgresión.
Es una forma de decir que el mal en el m undo es cosa del hom ­
bre, de su responsabilidad.
No hay m anera de superar a Marción, la gran figura gnós­
tica — discípulo de Pablo— que vio algo m uy im portante. Al
constatar, en efecto, que el Mesías no venía o no volvía al
m undo, com o se creía y había prom etido Jesús, lo que hace es
interiorizar la escatología: el Mesías volvía pero a cada cual. Eso
le llevó a una segunda tesis: si lo im portante era salvar al hom ­
bre y no al mundo, había que desmundaneizar la salvación.

216
A ese M arción hay que tom árselo m uy en serio porque
tiene m uchos seguidores. Taubes cita a Bloch, que sitúa nues­
tra verdadera patria en lo que está p o r venir, es decir, no en
ésta; a Barth, que predica la indiferencia ante este m undo; a
W ittgenstein, para quien «en el m undo todo es com o es [...] no
hay ningún valor en el m undo [...] Dios no se revela en el
mundo», etc.2.
Taubes reconoce en Pablo un m om ento gnóstico que él rei­
vindica porque pertenece al mesianismo judaico y porque per­
m ite una lectura no teocrática del m esianism o. Lo nuevo de
Taubes es, pues, la reivindicación de un cierto gnosticismo. El
hecho de que luego revista un carácter anti-judío no debe
im pedir ver que nació com o corriente interna del judaism o.
Más concretam ente, es una reacción judía a la teoría de la crea­
ción ex nihilo. Esta teoría pone tanta distancia entre creatura y
creador qüe se hace difícil explicar el mal recurriendo a Dios o
al hom bre, de ahí el recurso a un dem iurgo (Judengott), princi­
pio del mal.
Lo que le interesaba a Cari Schm itt de esta relectura del
judaism o era su presencia en Pablo y su repercusión en la polí­
tica. Digamos que lo que Taubes y Schm itt com partían era el
principio de la política com o representación (cuando Schmitt dice
que «no hay un solo concepto político que no proceda de la teo­
logía» está rem itiendo la política a algo previo que ella hace pre­
sente o re-presenta) y tam bién la dim ensión apocalíptica

* Notemos que no ha faltado quien ha explicado a Cari Schmitt en clave gnóstica. Schmitt
habría caldo en lo que Metz llama «tentación gnóstica», una tentación que amenaza cons­
tantemente al cristianismo. Éste, en efecto, después de la mala experiencia de la Parusia ha
optado por la estrategia que propuso Tertuliano: «rezar para que se posponga el final..
Posponer el final y estirar el presente. Como el Mesías ya vino, no hay lugar para las espe­
ranzas mesiánicas. Lo que vendrá al final es el anticristo, asi que mejor impedirlo. Bs un
gnosticismo muy especial: hasta ahora relacionábamos gnosticismo con desprecio de este
mundo, lugar del mal, y tensión hacia el futuro o lo extra-mundano: ahora, por el contra­
rio. se desconfía del futuro. Lo bueno es esto y que dure. Lo que tienen en común es la
conciencia de que el mundo tiene término, pero que no hay que pensar en ello porque no
trae la salvación (que es espiritual para los primeros) y anuncia el caos (para el segundo).

217
(el m undo tiene térm ino). Eso lo tienen en com ún, pero lo
entienden de m anera radicalmente opuesta.
Cari Schmitt da a la apocalíptica una interpretación reaccio­
naria porque todo su em peño consiste en im pedir el final.
Utiliza a Tesalonicenses (2 Thes 2,6) para estirar el presente.
¿Por qué? Porque el final es el caos (llegada del Anticristo) y al
jurista le interesa el orden actual, el orden de los hechos, la orde­
nación de los hechos. En Taubes, por el contrario, tenem os una
interpretación mesiánica: hay que acelerar el final de este
m undo para que otro m undo sea posible. La presencia mesiá­
nica lo hace posible porque apuesta por una comunidad forjada
sobre el amor al prójimo y no sobre el poder. Lo mesiánico es el
Náchstenliebe que Pablo coloca com o resum en del evangelio.
Taubes llama la atención sobre esa originalidad paulina. Pablo
no habla de dos mandam ientos (Romanos, 13), sino que resume
el nuevo testam ento en el concepto de Náchstenliebe. Com o dice
Kojéve «Pablo se ha feuerbachizado» pues no habla de am or a
Dios y al hom bre, sino sencillam ente de a m o r al otro. Esa
hum anización del evangelio tiene que ver con la inspiración
gnóstica en cuanto interiorización de la Parusía.
Com o ya he insinuado, lo que ni el judío Taubes ni el cató­
lico M etz aceptan del gnosticism o es que esa interiorización
suponga la liquidación de la dimensión política. Eso es lo que
M etz, po r ejem plo, critica a Agustín cuando éste resuelve la
Theodizeefrage en un asunto de la libertad del hom bre. Cuando
se reduce el problema del mal a un problem a de la libertad, se
define el mal com o un pecado. Pero el mal bíblico afecta al
ham bre y a la sed, es decir, apunta a un mal histórico que es
una injusticia. Q ue la injusticia se reduzca a un pecado es la
form a propia de la despolitización del mal.
Esta diferencia ha sido capital para el destino de Occidente:
si construim os la política com o dedicación al orden, com o
im pedim ento del fin, estam os optando por una teocracia, es
decir, po r una política cuyo sentido es ejercer el p o d er para
instalarse en el presente. Si optam os p o r acelerar el final,

218
optam os por una com unidad basada sobre el principio del
am or al prójim o (Nüchstenliebe).
El otro elem ento diferenciador se refiere a la relación amigo-
enemigo. Com o bien sabemos, Schmitt pone en esa oposición
el ser de la política. H abitualm ente explicamos esa definición
schmittiana recurriendo a Hegel y diciendo que el «amigo polí­
tico» es el que form a parte de la com unidad digna de ese nom ­
bre: la que concilia los intereses particulares con los generales.
Eso tiene lugar en el Estado. Lo que queda fuera de ese Estado
es otra com unidad absoluta que considera lo que no es ella
com o exterior, com o rival, com o negación de su ser absoluto,
es decir, com o «enemigo político».
Eso hay que revisarlo. Del diálogo entre Schmitt y Taubes se
desprende que Schmitt tom á el enfrentam iento amigo-enemigo
de Romanos, 11. Ahí se habla efectivamente del «enemigo»: el
que se opone a la nueva universalidad cristiana en la que no
hay ni judío ni gentil, ni am o ni esclavo. El judío se opone, se
excluye, de ahí que esa nueva universalidad sea anti-judía y
excluyente. El Estado hegeliano sería la concreción de la uni­
versalidad cristiana. Schm itt acepta la explicación que le está
dando Taubes. Ésa es la gran novedad. Pero esa form a de
entender a Pablo, sigue diciendo un Taubes embalado, no es lo
que dice Pablo, m ejor dicho, no es todo lo que dice Pablo, por­
que esos «enemigos» del evangelio son, al mism o tiempo, cha-
rissimi propter paires, los bien am ados p o r lo que fueron sus
padres. Los mismos que son declarados «enemigos» porque se
autoexcluyen de la nueva universalidad de elegidos, son a con­
tinuación llam ados «los bien amados» porque lo nuevo del
evangelio ya fue anunciado a los padres del pueblo judío. La
nueva universalidad no puede dejarles fuera, al contrario, plan­
tea una universalidad desde la exclusión, desde ese resto dejado
fuera. La elección de los paganos no puede dejar fuera a los
judíos, si no es para estim ular sus celos. La política no puede
ventilarse en un enfrentam iento amigo-enemigo y m enos aún
en esa especie de «teozoología racista» que practicó Schm itt

219
desde 1933 a 1936. Esa tarea no invita a una estrategia katecho-
nica sino a o tra m esiánica. O ccidente se ha equivocado con
Pablo y Schmitt tam bién. Éste enm udece y sólo alcanza a bal­
bucear «Vd. tiene que contar esto a algunas personas».
El hom bre, según Pablo, es sujeto de una universalidad sin
exclusiones, siempre y cuando vea en el otro al prójimo.

2. O tro m undo es posible (apocalíptica)


El destino de Europa ha estado m arcado por la interpretación
que hem os dado de Pablo. C om o ésa no es la única posible,
podem os decir que otro m undo es posible. Esa posibilidad se
nutre del subsuelo apocalíptico.
Asociamos apocalíptica con finitud del tiem po. Esto signi­
fica no sólo que el m undo tiene un lím ite tem poral, sino, y
sobre todo, que hay que ver el principio desde el final, al pri­
m er Adán desde el últim o Adán. Se trata de ver el tiem po
actual teniendo en cuenta su vencimiento.
Para encender cualquiera de estas form ulaciones conviene
tener en cuenta sus opuestas, aquéllas a las que se oponen, es
decir, que para entender el sentido de la apocalíptica tengam os
en cuenta el de formas anti-apocalípticas. Anti-apocalíptica es,
en prim er lugar, la teoría de Fukuyama sobre el «final de la his­
toria». Lo es porque ese final no conlleva ninguna redención,
ni realización del pasado. Es sencillamente el anuncio de que
ya no hay nada nuevo que esperar. Es la entronización del
Estado liberal com o figura definitiva de lo político y a la vista
están sus desaguisados. También es anti-apocalíptica la teoría
del progreso: ahí siem pre hay tiem po, un tiem po asintótico
que no realiza nada de lo que prom ete sino que lo desplaza.
Finalm ente, el gnosticism o: «el gnóstico describe el viaje del
alm a por la redención pero en un m edio en el que el tiem po
está detenido». La gnosis sólo se ocupa del alma y se desen­
tiende del mundo. La gnosis existencializa la apocalíptica y, por
tanto, la desmundaniza.

220
En todas estas figuras aparece una visión del m undo y de la
historia opuesta a cualquier negación o finitud que la realice.
Es aquí donde aparece la com plicidad de Schm itt y Taubes.
Ambos cuentan con el vencimiento del tiempo, pero, com o ya
se ha dicho, lo interpretan en sentido opuesto: uno se empeña
en impedir que llegue y el otro, en acelerar su venida.
Taubes tiene sólidas razones para pensar que su lectura de
Pablo, desde el judaism o, es m ejor que la de los propios «cris­
tianos». Veamos cóm o le ve: Pablo tiene ante sí la tarea de fun­
dar un nuevo pueblo, cual nuevo Moisés. Por eso es el funda­
dor del cristianismo. Ese nuevo pueblo estará abierto a todos, a
los paganos tam bién, porque su principio de identidad no será
la sangre sino el espíritu, por eso será el sujeto de la universali­
dad. Pero aquí surge el problem a: Israel no está por la labor,
decide excluirse. ¿Cómo hablar entonces de universalidad?
Pablo quiere pensar esa situación teniendo en cuenta la voca­
ción del nuevo pueblo y tam bién la significación del antiguo. Y
les dice a los judíos: Israel no es una parte del todo, sino la base,
el origen de la nueva universalidad. Para explicarlo recurre a la
alegoría: no se trata de que Israel «entre» en un club que acaba
de fundarse, sino de que reconozca que lo nuevo ya estaba pre­
figurado, anunciado, en lo que Israel era a los ojos de Yahvé.
Taubes am a y no se desprende del viejo capitel de la catedral
de Vezelay: «la imagen representa a Moisés que vierte trigo en
el saco del evangelio que sostiene Pablo». Lo que im porta es
que Israel se habitúe a verse com o un pueblo que no pone el
acento en ser distinto al pagano, sino en no dar im portancia a
la diferencia, es decir, al hecho de no ser pagano. En vez de
verse com o la negación de lo que no es judío (negación de lo
pagano), que Israel minimice su diferencia. La alegoría le per­
mite explicar la literalidad de los textos —que subrayan m ucho
la autoexclusión— de una m anera diferente, com o por eleva­
ción. Pero el recurso a la alegoría no es un truco de magia sino
algo previsto en la propia tradición judía. Es una form a canó­
nica de leer la Biblia.

221
Volvamos al principio para precisar en qué sentido la dimen­
sión apocalíptica perm ite hablar de que otro m undo es posible.
Tener en cuenta el final, anticipar el final (forma propia del ser
apocalíptico) es vivir teniendo en cuenta la llegada del reino.
Esto tiene dos dimensiones: por un lado, fecundar las relaciones
interpersonales desde el am or al prójimo. Es el m om ento gnós­
tico que Taubes quiere rescatar porque pertenece a la tradición
judía que encarna Pablo. Pero, po r o tro lado, la cosa no debe
quedar ahí, en lo interpersonal: debe alcanzar lo político,
debe afectar al m undo. ¿Cómo? Taubes recurre a una fórmula
realm ente críptica con sabor benjaminiano: hay que proyectar
«una mirada nihilista sobre el mundo» (Benjamín hablaba efec­
tivamente del «nihilismo com o política mundial»).
¿Qué significa esa apelación al nihilismo? De entrada, indi­
ferencia respecto al ordo romanus, pero, sobre todo, denuncia
de la vanidad de la creación incapaz de realizar por su cuenta,
con su propia lógica, lo que ansian las creaturas. Esa crítica al
m undo sólo es posible si tenem os en cuenta el final y lo antici­
pamos, es decir, si juzgam os el presente desde el punto de vista
de la redención. Ese punto de vista es el que nos perm ite ver el
presente, sus insatisfacciones y frustraciones, com o «gemidos
por su realización plena» y no com o una fatídica desgracia.
Lo que saca al orden profano de la resignación es su rela­
ción con el orden m esiánico. Y lo que dice la apocalíptica es
que esa relación hay que verla com o anticipación: no com o
espera pasiva de que algo grande vendrá, sino com o exigencia
presente de que algo se nos debe.
Ése es el tem a del Fragmento Teológico-Político de W alter
Benjamín donde tam bién se habla de nihilismo. Para expresar
la limitación de la creatura habla de la m uerte, de los m uertos
o, mejor, de la injusticia hecha a los muertos.
La m uerte no es el factum que cierra el capítulo de la justicia.
Si así fuera estaríamos ante la expresión propia del nihilismo.
Para ver en la m uerte una exigencia de justicia habría que
juzgarla desde el punto de vista de la redención. La redención

222
es la que perm ite ver la m uerte no com o un factum sino com o
una privación, una injusticia.
Ese exceso de sentido para el presente que supone la antici­
pación de la redención es capital para los vivos. Para que a éstos
se les reconozca sujetos de la justicia (ser fin en térm inos kan­
tianos) y no m oneda de cambio (meros medios), hay que m an­
tener viva la injusticia a los m uertos, hay que ver en sus m uer­
tes privación de lo que se les debe, una injusticia.
Habría que profundizar en el del interés político actual de
Pablo. Quizá tenga que ver con nuestra incapacidad para pen­
sar una universalidad realm ente universal. Empieza a pesar el
fracaso de figuras com o el Estado, el nacionalism o y, po r
supuesto, las distintas form as opresoras de universalidad. Y
hay que en c o n trar una salida a la enojosa aporía universali­
dad /com unitarism o. Es en esa encrucijada donde se sitúa la
poderosa m ente de Jacob Taubes.

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