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Las maestras suelen afirmar, y esta referencia es ya un lugar común en los análisis
de estas cuestiones, que eligen ser maestras “porque les gustan los chicos”, lo cual
sitúa a la pregunta por la afectividad en el terreno de la vocación docente. Creo que
en el caso del jardín de infantes puede suceder esto que sostiene Didier Maleuvre,
que la menor edad de los niños dirige el afecto hacia la propia persona del alumno
antes que al aprendizaje, el conocimiento, etc. Pero agregaría que este tipo de
afectividad que gira en torno de la persona del chico, está presente en las aulas con
niños de todas las edades. Por otro lado, el argumento vocacional-afectivo de las
maestras también es recurrente en el nivel primario. Habría que pensar la
especificidad del Nivel Inicial en otros sentidos, más allá del mero corte etario.
Creo que esta cuestión debe tener que ver con tradiciones pedagógicas del nivel más
que con la edad. Puede darse esto de que “cuanto más chiquitos, los quiero más, son
más queribles”, pero creo que el corte etario no agota la cuestión.
¿Por qué creés que sucede esto, por qué la maestra se legitima desde esa
vocación afectivizada?
Cabe preguntarse qué cosas da por sentado este enunciado vocacional que pretende
sostener a la profesión docente en el cariño que suscita la infancia, en la paciencia y
el afecto que se está dispuesto a entregar. Creo que esta afirmación que aparece con
tanta fuerza merece ser interrogada en la medida en que está naturalizada. Porque,
¿qué significa que te gusten los chicos? ¿cómo está connotado ese afecto? ¿qué
textura tiene? ¿qué consecuencias tiene? Y además, ¿qué pasa si no te gustan los
chicos, o algunos chicos, o este chico en particular? ¿hay acaso una buena manera
de querer? ¿y cómo se quiere desde el lugar de docente?
Las proclamas en pos de la profesionalización del rol docente guardan una implícita
relación con la cuestión de lo afectivo en la representación del educador. Pareciera
que bajo la resonancia de algunos enunciados, profesionalizar sería —entre otras
cosas, claro— desafectivizar, pues el docente sería más profesional cuanto menos
apele a ese bagaje de afectividad.
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puede ser desplazado por otra cosa, o que puede suscitar la omisión de otras
dimensiones. Esta forma de pensar el afecto deviene en afirmaciones como “a este
chico le falta afecto”, o “lo tengo que querer porque no lo quieren lo suficiente en la
casa”, etc. O incluso la dicotomía tácita que se suele establecer entre educar y
querer: si la maestra se ocupa demasiado de las cuestiones vinculadas al cariño y al
cuidado, estaría desatendiendo lo educativo.
Por otro lado, ante estas tareas escolares de crianza que mencionabas tan cercanas
al asunto de los afectos, me parece que se puede formular una pregunta: ¿querer a
los chicos es una tarea más dentro de las responsabilidades del docente en el aula?
¿Los docentes quieren —o no— espontáneamente a los alumnos, o deben quererlos
porque esto forma parte de su rol? La posibilidad de interrogarnos sobre esto es un
indicio de que la afectividad hacia los alumnos no es algo natural y espontáneo sino
que está regulada, construida como una especie de mandato, algo que yo he llamado
“el imperativo de quererlos”.
Las resistencias al tratamiento del tema del afecto pueden tener alguna relación con
esa cuestión. Yo elegí utilizar el término “afecto” o “afecto magisterial” y no la
palabrea “amor”, por ejemplo, para tratar de contemplar tanto los afectos “positivos”
como los “negativos”; tanto los amores como los odios, las crueldades, y un espectro
más amplio de experiencias en este sentido.
Es cierto que el ámbito de los afectos puede ubicar al maestro en un lugar más
vulnerable, más sensible, más expuesto, pero también, abrir el juego de los afectos
puede colocar al docente en un terreno hasta de cierta peligrosidad: es aceptar que
es alguien capaz de odiar, de asumir conductas sádicas, o de “querer demasiado”.
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Me parece que esa es una línea para explorar. Cuando hablamos de la afectividad de
la figura del docente, ¿de qué tipo de afectividad estamos hablando? ¿cómo se
expresa? ¿estamos hablando de sus sentimientos y emociones íntimas o podemos
pensar en una afectividad ligada a lo público?
Bueno, pero ¿de dónde sacamos categorías sino del psicoanálisis, para
nombrar esta dimensión? Uno diría que allí donde no existen palabras para
nombrar un fenómeno, una idea, ésta se vuelve algo fantasmagórica, ¿no?
Tal vez se trata de poder reconocer esta dimensión y seguir adelante sin pretender
prescribir prácticas alrededor de ella, o sin sentirse tentado a abarcarla en forma
totalizante, a construir una teoría de los afectos.
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para el lugar del maestro. Sería psicologizar demasiado un ámbito que no es sólo
psicológico.
Uno tiene que lidiar con los afectos en todos los ámbitos de la vida. Los médicos
pueden destinar una parte de su energía a procesar los afectos que les despiertan
sus pacientes, pero centralmente se dedican a perfeccionar sus técnicas curativas.
Algo parecido ocurre con los maestros, que se enfrentan a una tarea específica y
atravesada de afectividad.
O sea que los maestros, como todos, deberían pagarse una terapia
individual si es que lo creen conveniente…
Sin embargo se puede sostener la idea de que existen cosas que uno puede
hacer –o dejar de hacer– para promover vínculos no ya “perfectos”, pero al
menos sanos…
Sí, eso sí. Lo que es preciso poner en cuestión es la formalización de una didáctica
que prevé una linealidad entre una serie de pasos que conducen finalmente a la
aparición (en el niño) de un cierto y específico tipo de afecto (dirigido al docente, a
sus compañeros) y que terminaría resultando funcional al clima que el docente se
propone “crear” en el aula. Hay categorías, como la de “aprendizaje significativo”,
que tienden a caer en estos círculos. Sin duda pueden ensayarse cosas, puede
tratarse de generar cierto tipo de acercamiento, pero no hay garantías de que
conocer el nombre de los compañeros, realizar juegos de confianza corporal, hacerse
regalos, etc., sean acciones que terminen dando lugar a específicos afectos,
programados de antemano.
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Las críticas que con Estanislao Antelo 5 hacíamos a cierto modo de entender la
didáctica, y el foco puesto en categorías como el interés, la motivación, etc., guardan
relación con estas cuestiones. Hay algo de lo ingobernable, misterioso o enigmático
que se escapa de la planificación didáctica y de lo que uno debe poder hacerse cargo,
y eso vale tanto para los afectos en general como para los afectos vinculados al
interés, la motivación. Es decir, no se puede planificar querer o que te quieran y, del
mismo modo, la pedagogía del interés debe ser interrogada: ¿Qué es interesar? ¿qué
es un contenido interesante? ¿qué evidencia tengo de que el otro está interesado?
¿cómo se lee la presencia de interés en el otro? ¿puedo enseñar sin interesar?
En la didáctica del interés también hay algo de pretender detectar en el otro gestos o
señales que indiquen la presencia efectiva e indudable del interés. Pero los tiempos
de la enseñanza y el aprendizaje son complicados, y muchas veces van a destiempo;
puede haber fuertes e intensos procesos que desde afuera no sean visibles, de los
que no tengamos siquiera una vaga idea, y uno como docente puede estar
esperando del otro una señal que nunca llega, y eso no significa necesariamente que
el otro no aprende, que no se interesa o que no le importa.
Pero el interés de los alumnos, su ocurrencia o no, las evidencias acerca de si está o
no está, marcan actualmente el terreno: de hecho “demuestra interés” es una
categoría de evaluación habitual, ¿no es así?
Claro, en el jardín de infantes los informes de los chicos suelen incluir este
tipo de enunciado. “Demuestra interés”, “acepta las propuestas”, “participa
activamente”, son lugares a los que se recurre…
Este tipo de “indicadores” en los informes de los jardines de infantes son una vía
interesante para explorar. Porque, por un lado, la cuestión de los afectos no está lo
suficientemente estudiada en el campo educativo, y además el ámbito de los afectos
es un poco pantanoso, difícil de abordar. Pero, por otro lado, estamos viendo que
muchas de las categorías didácticas que tan habitualmente utilizamos para definir
variables áulicas están atravesadas de creencias y aspiraciones respecto de la
afectividad de maestros y alumnos.
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Si uno se fija, sin embargo, en los textos del Monitor de la Educación Común de fines
del siglo XIX y otros documentos bastante antiguos se encuentra con que ya había
mandatos de afectividad, que esto no es algo nuevo.
Puede haber una parte de la legitimidad del maestro que se apoye en elementos del
orden de los afectos, es posible, habría que pensarlo. Hay un libro de Dubet y
Martucelli7 que plantea, analizando la desinstitucionalización de las instituciones,
cierto desplazamiento del rol frente a la personalidad del docente. Es decir que el
investimento de ese lugar que otorga permisos para actuar y para imponer (la
autoridad docente entendida desde una perspectiva tradicional, como algo
trascendente), se retraería frente a rasgos que provienen de la propia personalidad
del maestro, del sujeto que habita esos lugares ya no tan investidos como antes.
¿Se diría que el maestro, en el terreno de los afectos, está más solo? ¿Qué
asume un lugar de menor respaldo, hablando en términos de legitimidad?
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¿La maestra, para querer al niño necesita una suerte de “permiso” de los
padres? ¿Hay una alianza afectiva entre educadores y familias?
Así, entonces, si sabemos que los padres del niño están separados, se supone que
ese saber tendrá consecuencias en el modo en que se le enseñe a ese alumno. El
ejemplo típico es el de las entrevistas iniciales que indagan sobre cuestiones cuya
implicancia o cuyo aporte para la relación pedagógic a es muy dudoso: ¿qué hacemos
con el dato acerca de si el embarazo que resultó en el nacimiento de este niño fue o
no fue deseado, por ejemplo? ¿qué consecuencias pedagógicas tiene? ¿un docente
tiene competencias para afirmar, a partir de una entrevista, que un niño fue o no
deseado? Y si las tuviera, ¿qué enseñanzas debe recibir un niño “deseado” y cuáles
uno “no deseado”?
Es algo parecido, ¿qué son las “carencias afectivas”? ¿hay un “capital afectivo”?
¿cómo se traduce en hechos y cómo se conjuga esto en los aprendizajes? Decíamos
que el sentido de que el niño esté allí, en la escuela, no es que lo quieran. Uno
transita por distintos ámbitos de la vida y siempre existe una búsqueda de
reconocimiento, de respuestas afectivas, y eso, obviamente, también sucede en la
escuela. Pero la escuela tiene una especificidad ligada a la transmisión de la cultura
que no puede ser obviada a la hora de pensar estas cuestiones.
Para finalizar quería remarcar que cuestionar la posibilidad de una didáctica de los
afectos —de su formalización a través de secuencias, actividades, etc.— es, como
decíamos, reconocer que el mundo de los afectos siempre se escapa un poco, que las
emociones son un tanto inapresables. Pero adherir a este cuestionamiento no implica
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(*) Esta entrevista fue realizada en Buenos Aires, en junio de 2006. Entrevistador:
Daniel Brailovsky.
1
Se refiere al seminario Educar: figuras y efectos del amor a cuyo contenido puede
accederse mediante la publicación del mismo nombre (comp. por Graciela Frigerio y Gabriela
Diker, Buenos Aires: Del Estante Ediciones, 2006).
2
Freud, S. “Sobre la psicología del colegial (1914)”, Obras Completas, Buenos Aires:
Amorrortu, 1997. Allí afirma Freud que “el gran interés de la pedagogía por el psicoanálisis,
descansa en una tesis que se ha vuelto evidente: sólo puede ser educador quien es capaz de
comprenderse por empatía con el alma infantil (...)”.
3
Se refiere a los diálogos con Didier Maleuvre
(http://www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/once_entrega/maleuvre.asp), Haydeé Coriat
(http://www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/septima%20entrega/dialogos/h_coriat.asp) y
con Ester Beker y Cristina Benedetti
(http://www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/sexta_entraga/dialogos/becker_benedetti.asp)
4
Alemandri, P. G.: Jardines de Infantes: plan, programas e instrucciones, Buenos Aires,
Consejo Nacional de Educación, 1941. Se trata de un material basado en las sugerencias
desarrolladas por Rita Latallada de Victoria, R. V. Peñaloza, Helena Irigoin y Salvador Lartigue,
“a quienes se les encomendó que formularan un proyecto de programa de Jardín de Infantes.
La comisión se expidió oportunamente y el consejo agradeció la colaboración prestada”. Allí se
enumeran elementos de un Programa Sintético entre los que se destacan: “despertar amor a
la familia, al jardín, a la patria; inculcar respeto a las autoridades, a los superiores, a los
servidores y semejantes; cultivar la bondad, veracidad, obediencia, generosidad, gratitud,
ayuda mutua.”
5
La referencia es al libro: Antelo, E., Abramowski, A.: El renegar de la escuela. Desinterés,
apatía, aburrimiento, violencia e indisciplina, Rosario: Homo Sapiens, 2000.
6
El texto que se refiere es: McWilliam, E.: Pedagogical Pleasures, New York: Peter Lang
Publishers, 1999. Allí se analiza el modo en que se entiende el gobierno “apropiado” del
cuerpo de los estudiantes y se exploran las tecnologías de poder empleadas por las docentes
8
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para el mantenimiento del orden escolar. Siguiendo una hipótesis foucaultiana, la autora
señala que se ha suplantado la idea de penalización o castigo corporal por la noción de
autocontrol que los niños deben adquirir. Se refiere al placer en el castigo hacia los alumnos:
no es un placer sádico, afirma, sino el placer resultante del “haber cumplido con un deber”. La
autora debate en torno a dos líneas de sentido, planteadas como juego de opuestos: el temor
a los individuos que carecen de vergüenza y el temor a un exceso barbárico. Esta idea de
cuidar al otro a través de la humillación es un oximorón semejante a la idea de una madre
virgen: “el avergonzar al otro es necesariamente el resultado de la falta de cuidado, de la
incomprensión de las diferencias que hacen en términos de educabilidad la pobreza, el género,
la raza, la clase (...) la diferencia de capital cultural” (p.80). Recurriendo a las palabras de
Foucault en Vigilar y Castigar, entonces, analiza qué significa el espectáculo del castigo.
7
Dubet, F. y Martucelli, D.: ¿En qué sociedad vivimos?, Buenos Aires: Losada, 2000
8
En un diálogo con Mayra Bonadero titulado “La mirada infinita del docente” se discute
ampliamente esta idea, remitimos por tanto a ese trabajo:
(http://www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/cuarta_entrega/fundamentos/entrevista_bonad
ero.asp)