Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
El término “estructura” circula hoy con normalidad en el seno del lenguaje de las ciencias
naturales, las ciencias matemáticas y las ciencias histórico-sociales. Por ejemplo, hablamos de
estructuras lógicas y de estructuras lingüísticas; hallamos en física la estructura molecular del
átomo, y en astrofísica estudiamos la estructura del universo; en matemática se habla de
estructura de pertenencia (en los conjuntos), de estructuras algebraicas, y de estructuras
espaciales. En anatomía tenemos la estructura del cuerpo humano, y los sociólogos y economistas
ponen de manifiesto las estructuras sociales y económicas; se estudian las estructuras
moleculares y químicas, y así sucesivamente. En líneas generales, y con la correspondiente
cautela, podemos afirmar – siguiendo las huellas de Piaget – que una estructura es un sistema de
transformaciones que se autorregulan. Una estructura, en esencia, es un conjunto de leyes que
definen (e instituyen) un ámbito de objetos o de entes (matemáticos, psicológicos, jurídicos,
físicos, económicos, químicos, biológicos, sociales, etc.), estableciendo relaciones entre ellos y
especificando sus conductas y/o sus formas de evolución típicas. Esto, en resumen, es lo que
cabe decir acerca del uso de la noción de estructura en el interior de las ciencias.
Sin embargo, existe también un uso filosófico o un conjunto de usos filosóficos del concepto de
estructura. Se trata de los usos elaborados por pensadores como Lévi-Strauss, Althusser,
Foucault y Lacan, quienes enfrentándose con el existencialismo, el subjetivismo idealista, el
humanismo personalista, el historicismo y el empirismo crasamente factualista (y el error que éste
manifiesta ante la teoría) dieron origen al un movimiento de pensamiento o mejor dicho a una
actitud, precisamente la actitud estructuralista, que propone soluciones muy distintas (a las
propuestas por las filosofías que acabamos de mencionar) a los urgentes problemas filosóficos que
hacen referencia al sujeto humano o “yo” (con su presunta libertad, su presunta responsabilidad y
su presunto poder de hacer historia) y al desarrollo de la historia humana (y su presunto sentido).
En pocas palabras, los estructuralistas quisieron invertir la dirección de avance del (824) saber
acerca del hombre: quisieron despojar al sujeto (al “yo”; la conciencia o espíritu) y sus tan
celebradas capacidades de libertad, autodeterminación, autotrascendencia y creatividad, en favor
exclusivo de estructuras profundas e inconscientes, omnipresentes y omnideterminantes, esto es,
de estructuras omnívoras en relación con el “yo”. El objetivo perseguido consiste en convertir las
ciencias humanas en científicas. (…)
El estructuralismo, en efecto, no se presenta como un conjunto compacto de doctrinas (no existe
una doctrina estructuralista); se caracteriza más bien por una polémica colectiva que los
estructuralistas mantienen en contra del subjetivismo, el humanismo, el historicismo y el
empirismo. Podríamos decir que el estructuralismo filosófico es un abanico de propuestas aisladas
que hallan su unidad en una protesta común contra la exaltación del “yo” y la glorificación del
finalismo de una historia humana llevada a cabo, guiada o concreada por el hombre y por su
esfuerzo.
Desarrollada en Francia a partir de la década de 1950, la protesta estructuralista tuvo como
blanco más inmediato el existencialismo, cuyo humanismo (junto con el papel primordial que éste
atribuye al “yo” condenado a ser libre y creador de la historia) fue acusado, entre otras cosas, de
no ser científico y de mostrarse completamente refractario ante toda serie de resultados científicos
que de manera inequívoca proclaman la falsedad de la imagen del hombre construida por el
humanismo existencialista, propuesta y definida por todos los espiritualismos y todos los
idealismos. . . El marxismo ha puesto de relieve el peso de la estructura económica en la
construcción del individuo, de sus relaciones y sus ideas. El psicoanálisis sumergió nuestra
mirada en la estructura inconsciente que rige los hilos del comportamiento consciente del “yo”.
(…) (p. 825)
Ante estas cosas, frente a la lúcida conciencia de la presión constituida por la omnipresencia y la
omnipotencia de estructuras psicológicas, económicas, epistémicas o psicológicas, y sociales,
seguir hablando de un “sujeto”, un “yo”, una “conciencia” o un “espíritu” libre, responsable,
creativo, y hacedor de historia, es ignorancia, broma (ante la que hay que sonreír) o un engaño
procedente de un antiengaño (que hay que desvelar). De este modo, el estructuralismo se
configura como filosofía que pretende alzarse sobre nuevas conciencias científicas (lingüísticas,
económicas, psicoanalíticas, etc.) y que lleva, a su vez, a ser conscientes de la reducción que
padece la libertad en un mundo cada vez más administrado y organizado. Es la conciencia de los
condicionamientos que descubre el hombre, y – agregamos nosotros – de los obstáculos que él
mismo ha llegado a crearse y sigue creando en el camino de su iniciativa libre y creadora.
Para sintetizar la cuestión, cabe decir que para el estructuralismo filosófico la categoría o noción
fundamental no es el ser sino la relación, no es el sujeto sino la estructura. Los hombres, al igual
que las piezas de ajedrez o las cartas de una baraja, y también del mismo modo que los entes
lingüísticos, matemáticos o geométricos, no tienen significados y no existen fuera de las relaciones
que los instituyen, los constituyen y especifican su conducta. Los hombres, los sujetos, son
formas y no substancias. El humanismo (y “el existencialismo es un humanismo”, había afirmado
Sartre) exalta al hombre, pero no lo explica. En cambio, el estructuralismo pretende explicarlo. Al
explicarlo, empero, el estructuralismo proclama que el hombre ha muerto. Nietzsche afirmó que
Dios había muerto, y hoy los estructuralistas afirman que el hombre ha muerto. Le habrían
matado las ciencias humanas. En El pensamiento salvaje, Lévi-Strauss escribió: “El fin último de
las ciencias humanas o consiste en construir al hombre, sino en disolverlo.” (p. 826)
Aunque declare que no es un estructuralista (todos los estructuralistas más conocidos declaran
no serlo), Michel Foucault (nacido en 1926) es uno de los estructuralistas contemporáneos (p.
830) más significativos. Como ha escrito el filósofo italiano Giulio Preti, es “particularmente
importante porque ha llevado con plena conciencia teóricas y polémica la actitud estructuralista
hasta el campo reservado tradicionalmente a la cultura humanística y celosamente custodiado por
ésta: la historia, y en particular, la historia de la cultura y de las ideas”. Autor de Nacimiento de la
Clínica (1963), Foucault había publicado dos años antes la Historia de la locura en la época
clásica (1961), obra que fue saludada por el estructuralista Roland Barthes como la primera
aplicación del estructuralismo a la ciencia histórica. En este libro Foucault no quiso escribir una
historia de la psiquiatría entendida como historia de las teorías médicas concernientes al
tratamiento práctico de los enfermos mentales, sino como reconstrucción del modo poco razonable
que utilizaron los “normales” y “racionales” hombres de la Europa Occidental para manifestar su
miedo a la sinrazón, estableciendo de manera represiva qué es lo mentalmente “normal” y qué es,
en cambio, lo mentalmente “patológico”. El período clásico (siglos XVII-XVIII), que va desde
Descartes hasta la ilustración, es considerado como el siglo de la Razón, pero este Siglo de la
Razón teme la amenaza a lo racional y la caricatura de lo racional, y se defiende la locura
encerrando a los “locos” y tratándoles mucho peor que si fuesen animales. La razón del período
clásico prohíbe otro modo de ser, teme un lenguaje distinto del suyo; es una razón represiva. Sin
embargo, el mundo de la experiencia del renacimiento y, más adelante, el sentido de la demencia
que se adquiere a partir de 1800, son cosas muy distintas. Por lo tanto, la historia de la locura
nos muestra unidades de significación que “son límites partir de los cuales los hombres de un
período histórico piensan, comprenden y aprecian” (Beterls).
En cualquier caso, con Las Palabras y las cosas (1966) Foucault ejemplifica – de un modo que ya
es considerado como clásico – el enfoque estructuralista en el estudio de la historia. También
Foucault rechaza el mito de progreso: aquella continuidad con la que el hombre occidental quiere
representar su glorioso desarrollo es una continuidad inexistente. La historia carece de sentido,
no tiene fines últimos. Por el contrario, la historia es discontinua. Y por lo que se refiere a la
historia de la cultura, está informada o gobernada por “estructuras epistémicas” (o epistemes)
típicas, que actúan inconscientemente, atravesando y caracterizando los más diversos campos del
saber de una fase cultural que se distingue y se tipifica precisamente gracias a su estructura
epistémica, estructura que el historiógrafo descubrirá en aquellas prácticas discursivas que son
“lo que ha sido producido […] en cuanto a conjunto de signos”, es decir, aquellos modos en que se
“recortan” y “significan” las áreas del saber (S. Moravia). ¿Qué es, más específicamente, una
estructura epistémica? Dice Foucault: “Cuando hablo de episteme entiendo todas las relaciones
que han existido en determinada época entre los diversos campos de la ciencia. Por ejemplo,
pienso en el hecho de que en cierto momento la matemática fue utilizada por las investigaciones
en el campo de la física, la lingüística, o bien […] la semiología, la ciencia de los signos, es
utilizada por la biología (para los mensajes genéticos), la teoría de la evolución fue utilizada o ha
servido de modelo a los historiadores, a los psicólogos y a los sociólogos del siglo XIX. Todos estos
fenómenos de relaciones entre las ciencias o entre los diversos “discursos” en los distintos
sectores científicos son los que constituyen la que llamo episteme de una época”. Foucault
denomina “arqueología del saber” a la ciencia que estudia estos discursos y estas epistemes. Esta
ciencia arqueológica permite comprobar que en la historia no se da progreso alguno y que no
existe aquella continuidad de la que se enorgullece todo historicismo. La arqueología del saber
muestra una sucesión discontinua de epistemes, la consolidación y el ocaso de epistemes en una
historia sin ningún sentido.
“Mi problema [consiste en] substituir la forma abstracta, general y monótona del cambio, que tan
a menudo sirve para pensar la sucesión, por el análisis de tipos diferentes de transformaciones.”
Esto implica dos cosas: 1) “poner entre paréntesis todas las viejas fórmulas de suave continuidad
mediante las cuales se suele atentar el hecho salvaje del cambio (tradición, influencias de
pensamiento, grandes formas mentales, construcción del intelecto humano), y por el contrario,
hacer que surja con obstinación toda la vivacidad de la diferencia: establecer con meticulosidad la
eliminación”; 2) “poner entre paréntesis todas las explicaciones psicológicas del cambio (genio de
los grandes inventores, crisis de conciencia, aparición de una nueva forma de intelecto); y definir
con el mayor cuidado las transformaciones que no han provocado el cambio sino que lo han
constituido. En definitiva, substituir el tema del devenir (forma general, elemento abstracto, causa
primera y universal, mezcla confusa de lo idéntico y de lo nuevo) por el análisis de las
transformaciones en su especificidad”. En Las palabras y las cosas, Foucault distingue en la
historia del saber occidental tres estructuras epistémicas que se suceden sin ninguna
continuidad. La primera es la que se mantuvo hasta el Renacimiento; la segunda es la que se
impuso en los siglos XVII y XVIII; la tercera la que se consolidó en el siglo XIX. ¿Qué es lo que
caracteriza a estas diferentes estructuras epistémicas, cuáles a su vez son el rasgo distintivo de
tres épocas culturales? En la primera estructura “las palabras tenían la misma realidad que
aquello que significaban”; en los signos del libro de la naturaleza se lee lo que son las cosas
mismas. Por ejemplo, la forma externa de un animal o de una planta determina lo que son éstos.
Igualmente, en el caso de la moneda, “los signos que indicaban y medían las riquezas debían tener
ellos mismos un valor real […]. Para los economistas del renacimiento […] la idoneidad de la
moneda para medir las mercancías y su poder de intercambio se basaban en su valor intrínseco”.
Sin embargo, a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII se produce una profunda
transformación, en el sentido de que el “discurso” rompe los vínculos que lo unían a las cosas. Los
signos directamente perceptibles, cuando no son ídolos engañadores, sólo se configuran como
pequeñas ayudas para que el sujeto cognoscente pueda llegar a una representación de la realidad.
Así, por ejemplo, Linneo ya no clasifica, como se hacía antes, basándose en signos que se
suponían restituían a la cosa (“este pájaro caza durante la noche”; “este animal vive en el agua”);
ahora clasifica tomando como base identidades y diferencias que hay que analizar y descubrir.
Igualmente, en economía, ya no existe el valor intrínseco del metal y se pasa al carácter
representativo de la moneda. Foucault, a este respecto, cita a Scipion de Grammont: “La moneda
extrae su propio valor no de la materia de la cual está compuesta sino de su forma, es decir, de la
imagen o signo del príncipe”. A finales del siglo XVIII, el saber asumió un nuevo aspecto: no se
detiene en la representación de lo visible ni se reduce a esto, sino que busca una dimensión
diferente de lo real, es decir, la dimensión de la estructura oculta. El pensamiento y el saber
abandonan el ámbito de la representación visible para sondear el de las estructuras ocultas. Así,
por ejemplo, la estructura del lenguaje o el sistema gramatical son los que dan sentido a las
palabras; la función biológica se convierte en principio clasificador de los seres vivientes en la
anatomía comparada; y ya no es el dinero, sino el trabajo necesario para producir un bien, lo que
mide el valor de éste. En consecuencia, éstas son las estructuras epistémicas que de manera
inconsciente han estructurado las prácticas discursivas (libres sólo en apariencia) de los hombres
durante tres épocas distintas y discontinuas, a lo largo de la historia del saber en Occidente.