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Antecedentes Arqueológicos Altiplano Cundiboyacense

Chapter · May 2018

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Jose Luis Rivera García Leonardo Iván Quintana Urrea


University of Quindio University of Quindio
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Antecedentes Arqueológicos Altiplano Cundiboyacense.

Leonardo Iván Quintana Urrea1

Jose Luis Rivera García2

En estos antecedentes se repasan algunas de las referencias más importantes de la literatura


existente sobre ocupaciones humanas prehispánicas del altiplano cundiboyacense, enfocándose
en los periodos Precerámico, Herrera y Muisca. Este tema ha sido estudiado desde diferentes
disciplinas, sin embargo, en ésta revisión se analizan los estudios arqueológicos en la zona.

Para ello primero se hace una breve mención sobre la configuración geográfica del altiplano
cundiboyacense, describiendo las características que definen un altiplano como un fenómeno
singular de América y el Norte de la cordillera de los Andes y ubicando las delimitaciones naturales
y político-administrativas que comprende de los departamentos de Cundinamarca y Boyacá.

Luego, un recorrido por las principales investigaciones y estudios sobre los sitios y hallazgos
arqueológicos de las altiplanicies cundiboyacenses por los periodos prehispánicos. En seguida,
referencias particulares que a través de registros bioantrpológicos hablan sobre la migración y la
micro-evolución de los grupos humanos entre el valle del río magdalena y los pisos templados y
altos de la cordillera central de los Andes en Colombia.

En tercer lugar, dado que no se han asociado con precisión a alguno de los periodos prehispánicos,
pero si se creen elaboraciones culturales de ocupaciones humanas anteriores a la conquista y su
hallazgo es una fuente valiosa de información arqueológica, se trata en un apartado algunos de los
registros del arte rupestre en el altiplano.

Finalmente, se examinan artículos de investigación e informes arqueológicos, resultado en su


mayoría de procesos de arqueología preventiva y prospección arqueológica que reposan en el
ICANH, prestando especial atención a lo realizado en los municipios de Fusagasugá, Simijaca,
Sutatausa, Ubaté y Villeta, sitios donde se esperan desarrollar proyectos de embalse.

Delimitación Geográfica del Altiplano Cundiboyacense

Los primeros exploradores y naturalistas y luego geógrafos de occidente describieron entre sus
notas un paisaje que les pareció bastante singular recorriendo América. Entre las montañas de los
Andes en altitudes mayores a los 1000 m.s.n.m. descubrieron extensas planicies rodeadas de
cerros, por las cuales los ríos corrían con menor velocidad y por canales un poco más amplios.
Antonio Flórez los definió como “depresiones de origen tectónico que resultaron de los diferentes

1
Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Profesor asistente de la Universidad del Quindío y de
la Universidad La Gran Colombia Armenia-Quindío. Correo: leonardoivan@yahoo.com
2
Trabajador social de la Universidad del Quindío. Investigador independiente. Correo:
jlriverag@uqvirtual.edu.co
procesos endógenos de plegamiento, fallamiento y posterior levantamiento de las cordilleras;
estas depresiones, que generalmente se localizan en la parte media de las cordilleras, sobre los
2.000 m.s.n.m., son representativas de la media y alta montaña de los Andes”. (Altiplanos de
Colombia, 2004)

Se les llamó altiplanos y Morris Davis fue de los primeros en sugerir que se originaron porque
algunos relieves se habrían convertido en planicies por agentes de erosión, como los ríos y las
lagunas. En Colombia se han registrado 17 altiplanos, que se distinguen entre otras cosas por los
pisos térmicos en que se sitúan. Algunos de los más representativos se encuentran en los
departamentos de Nariño, Antioquia, Santander, Cundinamarca y Boyacá. La definición genérica
de altiplano corresponde a: “una planicie de origen fluvio-lacustre localizada a elevada altitud —
entre 1000 y 4000 m—, con relieve plano, plano ondulado o colinado.” (Altiplanos de Colombia,
2004)

En realidad, a lo que se denomina altiplano cundiboyacense corresponde a tres altiplanicies


agrupadas entre sí por características geológicas, ecológicas y ambientales comunes: la Sabana de
Bogotá, el valle de Ubaté, el altiplano de Samacá-Villa de Leyva y el de Tunja-Sogamoso-Lago de
Tota, que varían entre los 2.500 y 2.760 m.s.n.m.

Sobre el clima se dice que “La temperatura media de las altiplanicies es de 13.5°C con variaciones
en los promedios mensuales inferiores a 1°C, pero con oscilaciones diurnas mayores de 25°C. La
precipitación anual varía entre 580 y 1000 mm.” (Botiva, 1989)

Lo atraviesan por lo menos 7 ríos, dentro de los cuales el Funza, el Sumapaz, el Carare, el
Sogamoso y el rio Bogotá son los más destacados y junto a características ecosistemitas, como la
presencia de paramos, serranías y la composición de “bosque seco montano bajo”, hace que se lo
mencione como un territorio rico en variedad climática, vegetal y de suelos, hecho que explicaría
el asentamiento de varias comunidades al encontrar buenas condiciones de existencia.

Periodo Precerámico en el Altiplano Cundiboyacense

Las investigaciones de Gonzalo Correal y Thomas Van der Hammen (1977) permitieron datar la
existencia de ocupaciones humanas en la Sabana de Bogotá desde hace unos 12.000 años, hacia
finales de la última glaciación, en abrigos rocosos como El Abra y Tequendama. Los cazadores de
aquel entonces pudieron alimentarse de mastodontes, venados y caballos americanos (Cardale,
1987), un poco antes de su extinción.

A este periodo se le denominó Precerámico y comprende los años 10.000-400 a. C. (Fajardo,


Navarro & Mahecha, 2015) pues los materiales arqueológicos hallados corresponden a
instrumentos líticos, cuyo material básico es el chert (sílice anhídrido) elaborados a partir de la
técnica de percusión simple y en alta proporción cortantes, como raspadores (Correal, 1983)
artefactos utilizados para la caza.

Fabio Rodríguez (2017) retomando a Marta Herrera (2008) encuentra en los cambios climáticos y
geográficos las razones por las cuales grupos de cazadores-recolectores exploraron las
altiplanicies, encontrando en diferentes especies de mamíferos pleniglaciales tardíos sus fuentes
de proteína.

Hace 12.500 años aproximadamente, el clima del altiplano cambió por el aumento de la
temperatura y la humedad, lo cual permitió la concreción de la vegetación de sub-paramo con
arbustos y árboles bajos, condiciones climáticas que fueron continuas y que en un lapso
aproximado de 500 años propiciaron áreas de bosque alto andino con presencia de niebla, robles y
encenillos. Es en esta época que arriban al altiplano grupos de cazadores recolectores que
habitaron de manera semi-permanente en abrigos rocosos, quienes se sustentaron de la riqueza
ecosistémica de la región como de su variedad faunística compuesta por venados, curís, patos,
peces como el capitán, diversas clases de moluscos y cangrejos de rio, entre otras especies, como se
demostró por ejemplo en Soacha, Zipaquirá y Tocancipá (Herrera, 2008). (s.p)

Así mismo, anota Herrera (2008) se encontraron restos de mega fauna asociados a artefactos
líticos en una datación de radiocarbono de por lo menos 16.000 años a.p. Así pues, la presencia
humana en el altiplano cundiboyacense es remota y antiquísima, pero solo hasta los 10.000 años
a.p. se encuentran vestigios líticos en mayor abundancia, que sugieren el aumento de la población
y un asentamiento semipermanente en la zona, estableciendo campamentos de cacería de corta
duración.

Correal (1981) encontró en una fecha establecida de 11.740 ± 110 años a.p. vestigios culturales en
el sitio de Tibitó, como astas de venado y perforadores de hueso (Botiva, 1989). En los abrigos
rocosos del Tequendama se encontraron (Correal & Van der Hammen, 1981) herramientas de
piedra fabricadas con una técnica diferente, de presión, más fina y controlada que la percusión
simple, utilizando materiales traídos de otros lugares, como el valle del río Magdalena, de los que
los investigadores interpretan es muestra de que los ocupantes de la altiplanicie venían de esa
zona occidental, sugiriendo además que el poblamiento se dio por una migración de pisos
térmicos cálidos a templados y fríos. Tanto en el valle cálido de la vertiente occidental del
Magdalena (Reichel-Dalmatoff, 1997) como en las planicies medias y altas (Botiva, 1989), los
artefactos encontrados destacados coinciden: hoja bifacal delgada, punta de proyectil, raspador
aquillado y plano-convexo y choppers, elaborados con materiales como el cuarzo y chert.

En el valle de Ubaté María del Pilar Gutiérrez (Universidad Nacional, 1984) encontró material lítico,
óseo, arte rupestre y cerámica en sitios arqueológicos ubicados en los territorios de los municipios
de Sutatausa y de Ubaté. La técnica y material de los artefactos líticos hallados corresponden con
los resultados de las investigaciones de Correal y Van der Harmer (1977) y Correal (1982), que
podrían denominarse de tipo Abriense (Botiva, 1989). Por la gran cantidad de material
encontrado, Gutiérrez (1984) interpretó que los grupos cazadores recolectores encontraron en las
condiciones climáticas, disposición de fauna y flora, así como fuentes hídricas, posibilidades de
subsistencia exitosas, dedicándose primero a la caza de venados, curíes y también a la pesca.

Las actuales lagunas de Cucunubá, Fúquene y Palacio, son restos del antiguo lago desecado, que
probablemente atrajo animales de caza.

Respecto al sitio Ubaté II, lo más importante de destacar es la densidad de material lítico, en un
área aproximada de recolección de 2000 m2 [...] La técnica de manufactura de los instrumentos
coincide con las tradiciones conocidas en el altiplano, dominando la percusión simple y la ausencia
de retoques a presión, aunque es importante destacar que sobresalen los retoques secundarios y se
nota un buen manejo o control de la percusión, como se puede apreciar en las fotografías
presentadas, los instrumentos demuestran la buena técnica de manufactura. (Gutiérrez, 1984)

La migración y el intercambio entre las culturas del valle del rio Magdalena y las planicies medias y
altas de la cordillera occidental y central han sido temas de investigación (Langebaek, 2001) y
sugieren para periodos Herrera y Muisca zonas de contacto entre los hoy municipios de Guaduas y
Villeta, donde a pesar del poco material lítico encontrado (Hernández, Díez, Uribe, Agencia
Nacional de Infraestructura-HELIOS, 2011) este posee características muy similares a las de tipo
Abirense.
(Altiplanos de Colombia, 2004)
Tras la desaparición de megafauna, en la alimentación de las ocupaciones humanas de la Sabana
de Bogotá dominaron los curíes, los zorros, las zarigüeyas, los armadillos y en menor grado los
venados. El consumo de gasterópodos sugiere para los investigadores las primeras etapas de
recolección y el aumento de restos óseos de curíes indicaría el inicio de su domesticación (Correal
& Van der Hammen, 1977; Herrera, 2008).

Hacia el 8.500 a.p. en el municipio de Mosquera (Broadbent, 1971) se encuentran artefactos no


asociados a la cerámica y se identificó un posible taller precerámico, entre lo que se pudo
evidenciar perforadoras, raederas, raspadores terminales y cóncavos. Por los últimos y los
desechos de talla, arqueólogos sugieren que el trabajo con madera empieza a presentarse para la
época (Botiva, 1989).

Así, entre los 7.000 y 6.000 años a.p aparecen en el Abra artefactos como lascas laminares,
prismáticas y raspadores cóncavos, que demostrarían la importancia que venía atribuyéndosele en
mayor grado a la industria de la madera (Botiva, 1989).

El incremento en el número de artefactos precerámicos hallados como martillos, lascas, núcleos,


así como la abundancia de vestigios de la industria de huesos, con terminados refinados en
Zipacón, Nemocón, Chía, Payara (Correal & Pinto 1983; Ardila 1984, Rivera, 1986) sugerían para
los antropólogos un incremento de las practicas recolectoras e indicios de una agricultura
primitiva o incipiente hacia los años 8.000 y 6.000 a.p., conocido como periodo Hipsitermal
(Botiva, 1989).

En cuanto a enterramientos, en hallazgos que datan de 5.040 años a.p., en el sitio identificado
como Chía III (Ardila, 1980-1981-1984) se encuentran cuerpos en posición decúbito lateral con los
miembros flejados y ajuares de artefactos líticos y restos óseos de mamíferos como venados y
conejos. Entre los 7.000 y 6.000 años a.p. se registran enterramientos similares en la zona III de
ocupación (Correal & Van der Hammen, 1977) y entierros de infantes en posición fetal.

En una fecha obtenida de 3120 ± a.p. Ardila (1984) encuentra en el municipio de Chía rastros
arqueológicos que sugirieron cambios de pautas de asentamiento, en los que los abrigos rocosos
fueron abandonados y los lugares de vivienda se establecieron en terrazas coluviales o a cielo
abierto y los artefactos representaban novedad al tratarse de cantos rodado con bordes
desgastados y otros instrumentos muy probablemente asociados a la domesticación de raíces y
tubérculos (Correal, 1990). Los estudios y excavaciones adelantados por Pilar Moreno Ángel (1987)
en Vistahermosa corroboraron el cambio de patrones y las interpretaciones consecuentes.

No obstante, otros autores (Pinto, 1991; Groot, 1992) aseguran que antes que abandono hubo
coexistencia de los dos tipos de asentamientos y que los grupos de cazadores recolectores
incursionaban continuamente hacia uno y otro lugar, pues lograron comprobar la
contemporaneidad de los abrigos rocosos de Nemocón 4 (Correal,1979) con Galindo I y Checua.

El material lítico encontrado en Aguazuque (Correal, 1990) fue relacionado con la formación
Villeta: un canto rodado con borde desgastado y un nódulo de concreción calcárea. Comunes en
sitios cercanos a la vertiente del rio Apulo y considerados como una de las zonas de
desplazamiento desde el Valle del rio Magdalena.

En el mismo Aguazuque, ubicado en el municipio de Soacha, Correal (1986, en Botiva, 1989)


destaca hallazgos de una secuencia cultural relacionada con fogones rellenos de ceniza, carbón,
restos de fauna, aparte de los mamíferos mencionados, otras especies como caracoles terrestres,
moluscos de agua dulce y crustáceos. Además, redes de pesca, artefactos líticos y entierros
primarios y secundarios. En la unidad 4, fechado en 4.030 años a.p., se encontró un entierro
humano en que los restos estaban pintados de blanco, incluso cráneos con bordes biselados y
decorados con incisiones rellenas de pintura blanca (Botiva, 1989). Este yacimiento marcó un
antecedente particular, pues fueron entierros primarios y secundarios en disposiciones circulares,
que separaban por sexo y edades, además de evidenciar reductos aislados de restos animales y
humanos juntos y calcinados que, en la interpretación arqueológica, mostraba prácticas de
antropofagia.

Se registraron también casos de inhumación doble de hombres y mujeres, así como restos
bioantrópicos óseos con rastros de pintura blanca y roja.

En cuanto a resultados de antropología física, los hallazgos en toda la Sabana de Bogotá (Botiva,
1989) relacionados con el periodo precerámico caracterizan a los restos humanos por tener
cráneos dolicocefálicos, atrición dentaria, prognatismo alveolar moderado y marcados pómulos.
En cuanto a paleopatología se identificaron en los restos óseos secuelas que indicaban caries y
sífilis (lesiones luéticas relacionadas con treponematosis). No obstante, para este último aspecto,
la enfermedad más acaecida y evidenciada por rasgos anatomopatológicos fue la osteoartritis, que
llego a afectar al 71% de los individuos estudiados por Correal (1990) en Aguazuque, que para los
arqueólogos sugiere el desgaste al que fue expuesto el cartílago por las persecuciones continuas
de fauna en terrenos escarpados.

En Vistahermosa se encontró (Correal, 1986) material lítico correspondiente a raspadores, lascas


con bordes cortantes, y un significativo material de hueso y asta, donde se resaltan punzones
hechos “con la porción superior de omoplatos de venados, presentan una parte próxima laminar
oblonga y un extremo agudo".

En la zona de Checua, Groot (1992) realza el encuentro de instrumentos de comunicación


asociados a la industria del hueso que, a su juicio, representan la complejidad de la organización
social precerámica:

En el interior de la estructura, a la profundidad de 0.60-0.65 m se encontró una flauta de hueso,


descrita en páginas anteriores junto con elaborados artefactos de hueso tales como puntas planas y
fragmentos de cuchillos elaborados en omoplato, además de un fragmento de piedra de hematita
especular. El hallazgo de este instrumento pone de relieve los mecanismos de comunicación,
utilizados aun desde épocas tempranas por los grupos humanos, en donde la relación entre el
lenguaje y la música se estrecha, en virtud de los lazos que existen entre las palabras y los sonidos.
La recreación del espíritu humano en la música para fines de entretenimiento descanso oculto
hablan por sí mismas de la percepción que tenían del mundo, de la emotividad de su gente. Es un
rasgo que nos hace pensar en niveles complejos de organización de estas poblaciones
precerámicas. (p.86)

Los cantos rodados con bordes desgastados y la concentración de restos óseos de roedores típicos
de la altiplanicie fueron para los arqueólogos indicios de primeros desarrollos de actividades de
agricultura y domesticación. Aunque los análisis de retos humanos indican que la agricultura
apareció antes que la cerámica, no es todavía una certeza suficientemente comprobada (Herrera,
2008). En todo caso la aparición de la cerámica parece asociarse, como lo indica Cardale (1987), a
que fueron introducidas por migraciones o contactos con pobladores del valle del rio Magdalena.

Periodo Herrera en el Altiplano Cundiboyacense

Fajardo, Navarro & Mahecha (2015) proponen que este periodo se va del 400 a.C. al 800 d.C., no
obstante, ha habido una larga e inacaba discusión sobre su estimación temporal (Langebaek, 1995;
Correal & Pinto, 1983; Pradilla, Villate & Ortiz, 1992). Sin embargo, en este periodo se reconocen
culturas cerámicas agro-alfareras “pre-muiscas” y asociadas a la laguna de La Herrera por los
hallazgos y clasificación (Broadbent, 1970; Cardale, 1981) de los artefactos conocidos como
Mosquera Roca Triturada (MRT), Mosquera Roca Inciso (MRI), Zipaquirá Desgrasante Tiestos (ZDT)
y Zipaquirá Rojo sobre Crema (ZRC). A partir de ahora, las siglas en mayúsculas encerradas entre
paréntesis se utilizarán para referirse a los tipos cerámicos mencionados.

Para el departamento de Boyacá, Neila Castillo (1984) encuentra en áreas arqueológicas situadas
en el territorio del municipio de Tunja, vestigios culturales cerámicos a los cuales les otorga una
clasificación diferencia de la anterior: Tunja Desgastante Calcita, Rojo Sobre Gris o Crema, Tunja
Fino Inciso, Tunja Carmelito Ordinario, Tunja Desgrasante Tiestos y Tunja Arenoso.

Para Lleras (1986) esta tipología guarda rasgos muy similares a los hallados en la zona
suroccidental de la altiplanicie cundiboyacense, pero una denominación semejante, dificulta las
posibilidades de análisis comparado con la zona nororiental, que permitieran las inferencias
regionales de las integraciones y la sucesión del periodo Herrera al Muisca.

MRT es el tipo de fragmentos más encontrados en la altiplanicie cundinamarquesa, pues se


hallaron en municipios como Mosquera, Facatativá, Madrid, Funza, Zipaquirá, Soacha, Chía y
Chocontá (Correal, 1983) con indicios de fabricación local. Todo ello muestra para los arqueólogos
una amplia distribución regional. Para Correal (1983) MRT muestra grandes similitudes con el
Tunja Desgrasante Calcita, siendo las variaciones locales pocas con respecto los rasgos más
recurrentes que tipifican el periodo en la Sabana de Bogotá.

De hecho, estudios recientes en el Parque Arqueológico de Facatativá (Rodríguez, 2011)


encontraron que el 40% de las muestras corresponden al tipo MTR, seguidos de elaboraciones
locales nominadas como Faca Negro, Acanalada y Decoración Presión Triangular. Tras un análisis
de correlaciones bivariadas Pearson, el complejo de cerámicas se relacionan entre sí con un valor
promedio de 0,968** (p. 67), que es un cálculo significativo y sugieren interacciones con otras
poblaciones de la Sabana de Bogotá y del valle del rio Magdalena, pero discontinuidad con el
periodo Muisca, siendo un territorio ocupado casi ininterrumpidamente desde el Precerámico
hasta el Herrera.

Broadbent (1970) y Cardale (1981) coinciden en la descripción general de MRT, donde se destaca
el desgrasante como rasgo característico, cuyo componente principal es la calcita y entre los
secundarios se realza la mica. Aquel sería reemplazado luego por el ZDT (Paepe & Cardale, 1990)
que junto a los ya mencionados configuran una serie característica del periodo comprendido entre
finales del Precerámico e inicios del Muisca, cuya singularidad se resumió así:

Las formas son sencillas, principalmente cuencos (primero hemisféricos y posteriormente


aquillados) y vasijas subglobulares con cuello. Las asas, por lo menos en la zona meridional del
territorio, se encuentran solamente hacia finales del periodo. Para la decoración se utilizó la
incisión, la impresión (ungular, triangular y ejecutada con peine) y la pintura, principalmente de
color rojo. Esta se encuentra con frecuencia como una banda roja sobre los labios de las vasijas con
cuello y también formando diseños en el interior de los cuencos. (Cardale, 1987, p.113, retomando
a Broadbent, 1970; Castillo, 1984; Cardale, 1981 y 1983)

Castillo (1984) relaciona el Tunja Desgrasante Calcita con la función de ser recipientes para la toma
de alimentos. La arqueóloga reportó rastros de hollín en dichas cerámicas, al igual que con el tipo
Zipacón Cuarzo Fino descrito por Correal & Pinto (1983), lo cual muestra antecedentes de cultura
cerámica desde el siglo XIV a.C. y supone la existencia de una tradición milenaria para algunos
autores (Cardale, 1987). Por su parte, los artefactos líticos asociados al periodo Herrera, al menos
en su fase temprana, no difieren mucho al material arqueológico hallado correspondiente al
periodo anterior (Botiva, 1969) el precerámico.

En un estudio sobre las salinas en Zipaquirá con muestras de polen (Cardale, 1981) se data antes
de 2000 años a.p. partes de bosque que habían sido tumbadas para cultivos de Chenopodiaceae
(de la familia de la quinua) y de maíz mezclados con plantas conocidas como maleza (silvestres y
que no hacían parte de la dieta o el uso cotidiano).

De acuerdo a Correal y Pinto (1983) se encontraron semillas y residuos de aguacate (Persea


americana Miller var americana) cerezo criollo (Prunus serótina Ehrh.), batata (Ipomea batatas L.)
y maíz (Zea Mays L.).

Para el caso del aguacate los investigadores aseveran es común desde el nivel del mar hasta 2000
m.s.n.m. y se han registrado culturas prehispánicas cultivándolo desde la Sierra Nevada de Santa
Marta, el noroeste de Chocó y parte del hoy departamento de Antioquia. Para diferentes autores
(Correal & Pinto, 1983; Cardale, 1987) los hallazgos del fruto en el altiplano corresponden a
intercambios hechos con poblaciones de procedencia caribe del colindante valle del rio
Magdalena, donde es más común el florecimiento de dicho cultivo.

En el caso de la batata, el tubérculo tenía de un gran valor alimenticio entre los aborígenes, así
como la yuca, y se daba en gran parte de Colombia, siendo consumida por varias etnias a lo largo
del territorio, incluyendo el sitio de Zipacón (Correal & Pinto, 1983) y la Sabana de Bogotá.
El maíz tiene una larga tradición en toda América, de hecho, por germinar fácilmente en varios
pisos térmicos y condiciones ambientales, así como ser resistente a ciertas plagas, fue
ampliamente adoptado por las culturas precolombinas. Para el caso de Colombia en los sitios
arqueológicos Zipacón, El Abra, Tequendama y Sogamoso se dató el cultivo de este grano. En el
Abra (Zipaquirá) se registró polen de maíz fechado hacia el año 800 a.C. (Correal & Van der
Hammen, 1969), en Tequendama (Soacha) evidencia calculada en 2.225 ± 35 a.p. (Correal & Van
der Hammen, 1977), en Sogamoso (Boyacá) la fecha de radiocarbono para el maíz fue de 1.640 ±
50 a.p. (Silva, 1968), cerca de los vestigios del lugar conocido como el Templo del Sol fechados en
Groningen 310 ± 50 d.C. (Silva Celis, 1967) y próximo a El Infiernito con fecha de C14 de 230 ± 140
a.C. (Silva Celis, 1981), mientras en Zipacón se encontraron raquis de esta gramínea
correspondiente al I milenio a.C. (Correal & Pinto, 1983).

Luego de estas evidencias, los arqueólogos empezaron a considerar hipótesis de control ecológico
vertical (Langebaek, 1995) o explotación vertical de vertiente (Osborn, 1982; Cardale, 1987) en las
que sugerían el aprovechamiento simultaneo flora de diferentes pisos térmicos por un mismo
grupo étnico prehispánico, ya fuera por un control político (dominación sobre ciertos territorios) o
por exploraciones y consumo circunstancial más que organizado. Para el periodo Herrera no se ha
podido constatar empíricamente tal conjetura, pero para el Muisca en los estudios (Boada, 2006;
Langebaek, 1995 y 2001) hay indicios que refuerzan su verosimilitud.

En la dieta de los pobladores Herrera del altiplano sigue sobresaliendo mamíferos como el venado,
el curí, el borugo, la Nasuella, el zorro, la comadreja, el armadillo, ratones y el pecarí. El aumento
de restos óseos de este último sugirió movimientos entre pisos cálidos y templados a fríos (Correal
& Pinto, 1983). La presencia cada vez más importante de caracoles marinos inducia a los
investigadores a plantear influencia de pobladores de la costa caribe en las culturas de las
altiplanicies (Botiva, 1989). Años después, en suelos estratificados pertenecientes a una etapa
tardía del Herrera (II milenio a.C.) mostraría la gradual disminución del consumo de grandes
venados (Herrera, 2008).

En cuanto a restos bioantropológicos Correal y Pinto (1983) encuentran en Zipacón lesiones como
osteoporosis y espondilo artritis y una similar al periodo Precerámico como la atrición o desgaste
dental que, junto con los restos óseos de fauna, sugerían una dieta de alimentos duros que
requerían el uso de abrasivos.

La cerámica Herrera no solo muestra el desarrollo de la horticultura a la agricultura, sino cambios


entorno a actividades, en la que los grupos pasaron de cazadores-recolectores a agro-alfareros,
más cuando la cerámica se relacionaba con usos de la industria salinera en los sitios Zipaquirá,
Nemocón, Tausa (Cardale, 1987) y Tunja (Castillo, 1984).

En los tipos (casi equiparables) conocidos como ZDT y Tunja Desgrasante Tiestos, se encontró un
uso específico en la elaboración de sal (Cardale, 1981; Castillo, 1984) dado que los grupos agro-
alfareros Herrera aprovecharon la constitución salinifera de las colinas y laderas donde se
asentaron, cerca de fuentes de agua-sal (Cardale, 1981).
De hecho, los estudios petrográficos (Paepe & Cardale, 1990) muestran que los tipos MRT y ZDT
eran instrumentos para producir sal a partir de la evaporación y que el segundo reemplazo al
primero al parecer al estar compuesto por desgrasantes variables que le daban mayor resistencia
a las altas temperaturas (Paepe & Cardale, 1990).

Los mismos análisis petrográficos permitieron establecer que dos subtipos del tipo MRI fueron
elaborados en lugares diferentes al que se hallaron. Para el primer subtipo, hecho con elementos
desgrasantes de tipo volcánico, materiales rocosos que no son propios del sitio arqueológico
Zipaquirá, Nemocón (rocas de tipo andesítico, dacítico, riodacítico y riolítico). Este hecho condujo
las hipótesis a sugerir que las cerámicas arribaban de otro lugar y se planteó que venían de alguna
zona del curso del rio Magdalena en el valle colindante al altiplano (particularmente de Guame,
Tolima). Para el segundo subtipo que contiene elementos de rocas de origen magmático y
metamórfico, se sugirió procedente hacia el occidente.

Peña (1988) observó, de cada uno de los subtipos, en las técnicas decorativas en incisos
posteriores al baño rojo y en las formas de vasijas globulares y sub-globulares, así como en los
grandes cuencos casi verticales y a veces aquillados, respectivamente, variantes distintivas y
relacionó su origen con elaboraciones del valle del rio de Magdalena y con la formación conocida
como Villeta. Piazzini (2001), por ejemplo, encuentra en el Magdalena medio tiestos que por sus
características se asemejan a la alfarería Herrera del altiplano Cundiboyacense.

En la misma línea Peape y Cardale (1990) observan similitudes significativas entre MRI y Pubenza
Rojo Bañado y Funza o Tunjuelito Cuarzo Fino, que pese a ser ubicados en principio en el periodo
Muisca, Peña (1988) estableció su coexistencia en el periodo Herrera, con dataciones de siglos VIII
a.C. y II d.C. Por su parte, Correal y Pinto (1983) anotan que son las vertientes del rio Apulo y el rio
Bogotá los caminos naturales de acceso al altiplano y al rio Magdalena, por lo que no sería
descabellado insistir en la hipótesis. Fragmentos de MRT y de Pubenza Rojo Bañado también
fueron hallados en Tibacuy, en el sitio del Cerro Peñas Blancas, (Salas & Tapias, 2000) que termina
relacionando las cerámicas del cerro de Quininí y gran parte de la zona drenada por el rio Panches
y habitada por pobladores de pisos templados y cálidos. Todos los indicios llevaron a considerar
una tradición de cerámica incisa que se remonta un buen tiempo atrás, casi dos milenos, y alcanza
implicaciones interregionales interesantes que permiten preguntarse sobre, por ejemplo, la forma
y frecuencia de los posibles intercambios de sal, transportándola en las mismas vasijas en las que
se evaporaba (Botiva, 1989).

La mayor cantidad de vestigios culturales correspondientes al periodo Herrera se concentran en


sitios arqueológicos al aire libre (20 en total) y no tanto en cuevas o abrigos rocosos (apenas 10),
donde fue más recurrente el material lítico y óseo (Cardale, 1987). Este hecho sugiere que los
grupos étnicos Herrera tendieron a concentrar sus actividades cotidianas en terrazas aluviales o
coluviales, cercanos a fuentes hídricas y con suelos bastante fértiles.

Algunas primeras evidencias de viviendas se presentaron en Mosquera (Duque, 1963) Zipaquirá,


Nemocón (Cardale, 1981) y abrigos rocosos del Tequendama (Correal & Van der Hammen, 1977),
asociadas a artefactos líticos coexistentes con cerámica Herrera. Sin embargo, las excavaciones no
permitieron hallar una vivienda completa o la erosión impidió determinar las formas originales de
los rastros de poste (Cardale, 1987).

Es para 1983 que García y Gutiérrez encontraron en el abrigo rocosos Tequendama III un piso de
vivienda y dos pisos de piedra superpuestos y diferenciados, uno de los cuales se asociaba con
material cerámico Herrera, mientras en el abrigo rocoso de Chía III Ardila (1981), datado en 2090
a.p., interpretaba que, de acuerdo a las evidencias, estas zonas solo habían sido ocupadas como
campamentos de paso.

Para el I siglo d.C. Cardele (1981) con muestras de cerámica de alrededor de 500 toneladas
proponía para la época un incremento poblacional significativo, que ascendía a 30.000 individuos
en las cercanías a las laderas y fuentes de agua-sal en Zipaquirá.

En la Sabana de Bogotá Langebaek y Zea (1986) en el sitio conocido como El muelle (municipio de
Sopó) se encontró un basurero de cerámica Herrera, donde resaltaron el ZDT, como vasija para la
producción de sal y el Sopó Desgrasante Calcita, formas asociadas al almacenamiento de
alimentos y que guardaba, según las descripciones, similitudes con otros tipos de cerámica de uso
doméstico ya reseñadas (Broadbent, 1970, Cardale, 1981).

En los mismos estudios los investigadores observan una discontinuidad cultural en los grupos
Herrera y Muisca, dadas notables diferencias, pues la decoración cerámica del periodo Muisca
presenta trazos de pintura con técnicas y formas similares a halladas en el norte de Colombia, los
Llanos Orientales y Venezuela, mientras que para el MIR, la influencia parece venir del valle del rio
Magdalena en sitios como Arrancaplumas (Municipio de Honda, Tolima), con el que guarda
muchos elementos en común.

La hipótesis de Langebaek (1986) sobre la discontinuidad cultural basada en marcadas diferencias


se refuerza por la notable ausencia de tejidos, orfebrería y cerámica de tipo ceremonial y ritual, así
como por el asentamiento definitivo de los Muiscas en campos abiertos, mientras los Herrera
oscilaban entre los últimos y los abrigos rocosos.

A propósito del asentamiento, Botiva (1989) a partir de los resultados de excavaciones en la Cueva
del Nito (Botiva, 1984) y en el Páramo de Tausa bajo los abrigos del Payará (Rivera, 1986),
encuentra que la presencia de los pobladores Herrera tuvo una vasta extensión, cubriendo, en el
presunto establecimiento de estaciones de caza y rutas comerciales, diferentes pisos térmicos, de
cálidos a páramos, adaptándose a distintos ambientes y explotando diferentes nichos ecológicos
(p. 106)

El desafío al planteamiento de Langebaek (1986) está en la evidencia amplia y sólida encontrada


en el sitio conocido como Nueva Esperanza, (INGETEC, EPM, 2016) perteneciente al municipio de
Soacha, en que se observaron huellas de poste conservadas y bohíos en un área de 22 ha sobre
una terraza natural asociadas al periodo Herrera e indicios sólidos de la continuidad del
asentamiento para el Periodo Muisca.

En lo que concierne al Herrera, en el informe Nueva Esperanza (INGETEC, EPM, 2016) se asevera:
Esas áreas residenciales se encontraban separadas por zonas de tránsito común, de enterramientos
comunales y por huertas caseras. El tamaño de las viviendas varió de un área a otra de la terraza, lo
cual pudo estar relacionado con el tamaño y el estatus de cada familia. (p.60)

Hacia el centro del asentamiento se destacaron tres bohíos de 12 y 15 m, separados por 25 m y


dispuestos de manera que formaban una figura semejante a un triángulo, y a los alrededores,
expandiéndose sobre el ancho de la terraza, otros bohíos con tamaños de 5 y 6 m, consideradas
unidades residenciales menores. Hacia el sector centro occidental un bohío de 17m, con lajas de
roca dura en la entrada y adosamiento de lajas en el piso y paredes construidas con troncos de
mayor tamaño. La forma de estas unidades residenciales, aducen los arqueólogos, corresponde
con un techo cónico, paredes de bahareque y postes centrales de pulzonas.

Hacia el costado suroccidental, se encuentran otros bohíos pequeños, alrededor de los cuales se
encuentran basureros de tiestos de instrumentos de uso cotidiano, así como artefactos líticos y
herramientas de hueso, datados del I milenio a.C.

En Boyacá Becerra (1985), específicamente en Piedrapintada (Ventaquemada) documenta una


muestra asociada a la cerámica Herrera en una fecha que data de 2.160 años a.p. junto a huellas
de poste, un fogón, desechos de cocina, un apartado para la aparente disposición de tiestos y un
lugar separado para la elaboración de artefactos líticos.

En el mismo departamento, en la capital Tunja, Hernández de Alba (1937) había hallado columnas
de piedra y piezas cerámicas con decoración incisa y pintada, donde ya notaba diferencias
sustanciales en formas de construcción y técnicas de elaboración alfarera. Castillo (1984)
constataría las diferencias en los tipos ya referenciados y los asignaría al periodo Herrera, en
suelos estratificados que databan de 1260 años a.p. También encontraría un complejo de
cerámicas pintadas correspondientes con el periodo Muisca y un tipo particular que clasificó
dentro de una zona de contacto o transición entre los pueblos de los periodos mencionados.

Cardale (1985, citada por Botiva, 1989, p. 108) encuentra que la cerámica hallada en Chita,
alrededores de la Sierra Nevada del Cocuy, por Osborn (1985) está estrechamente ligada a la
descrita por Castillo (1984) dentro del complejo de Cerámica Incisa correspondiente a su vez al
periodo Herrera, particularmente al Tunja Desgrasante Calcita y Tunja Rojo sobre Gris o Crema y
algunos fragmentos de decoración de escobilla muy parecidos al Tunja Carmelito Ordinario. En
aquel lugar y asociados al mismo periodo se encontraron varias alineaciones de columnas de
piedra (menhires).

Este último aspecto indica para Cardale (1987) la expresión de la complejidad social del periodo
Herrera. Junto a lo hallado por Osborn (1985), en cuanto a menhires y megalíticos alineados, está
lo registrado por Hernández de Alba (1937) en el “Templo de Goranchacha” en Tunja, y por Silva
(1981) en el sitio denominado El Infiernito. Aunque no se ha precisado arqueológicamente su
función, etnográficamente (Osborn, 1995 en Cardale, 1987) se los ha descrito como sitios de
peregrinación e intercambio de bienes de los Tunebos. Silva (1981, en Cardale, 1989) sugiere que
los sitios alguna vez fueron lugares ceremoniales y dedicados a observaciones astronómicas. Los
hallazgos se han asociado a material cerámico del periodo Herrera tardío (también denominado
Formativo tardío) y relacionado con conocida como zona de contacto y transición Tunja Arenoso
(Castillo, 1984). Otros planteos han relacionado los menhires con el mito fundacional de los
muiscas alrededor de la figura de Bochue (Reichel-Dolmatoff, 1982). Investigaciones más recientes
(Pérez, 2013) los hacen parte de sitios sagrados para los Lache - U´wa y ancestros suyos o, como
en el sitio de Nueva Esperanza, Soacha (INGETEC, EPM, 2016) de ritos funerarios.

Botiva (1989) continúa insistiendo en las influencias externas de las culturas del altiplano al
resaltar el descubrimiento de W. Bray (citado por Cardale en Osborn, 1985) en Carrizal de una
cerámica denominada fase la Antigua. Para los investigadores un indicio de que hubo relaciones
entre culturas asentadas en la zona montañosa del Santander del sur con el norte de las planicies
boyacenses. Esta interpretación vendría a sugerir un elemento explicativo para la posterior
diferenciación hecha entre el grupo Muisca del norte y el grupo Muisca del sur, con cacicazgos
bien identificados.

Hasta 1989 los registros de tipos de vivienda a cielo abierto eran pocos y no se podían adjudicar
con precisión al periodo Herrera, aunque fueron asociadas bohíos circulares en Mondoñedo
(Mosquera Cundinamarca. Duque, 1965) huecos de poste en Tequendama, Zipaquirá, Nemocón
(Cundinamarca, Correal & Van der Hammen, 1977; Correal & Pinto, 1984; Groot, 1990) y Piedra
pintada-Boyacá (Becerra en Cardale, 1987) y una planta completa de un piso habitacional en
Soacha (Correal, 1990) a cerámica anterior a los Muiscas.

El sitio de Nueva Esperanza (INGETEC, EPM, 2016) ha marcado el hallazgo más contundente y
reciente. Como se venía comentando, aparte de los huecos de poste, postes de pulzonas, bohíos
circulares de diferentes diámetros y adosamiento de lajas en algunos pisos de las unidades
residenciales, se descubrió un tipo de vivienda poco común, de planta rectangular, de 8m de largo
por 3,5m de ancho, a la vez que se estima pudo alcanzar una altura de 4m.

Al requerir mayor trabajo y diversidad de instrumentos, los arqueólogos de la prospección de


Nueva Esperanza (INGETEC, EPM, 2016) afirman que habría cierto grado de especialización, por lo
que algunas familias tuvieron la capacidad de construir viviendas de mayor tamaño usando
materiales diferentes a los convencionales para la época. La observación de la diversidad
habitacional induce a asociar interpretaciones sobre diferencias sociales o jerarquías y cierta
división del trabajo.

Siguiendo el planteamiento de cierta especialización social, Cardale (1987) retoma su hallazgo de


un tejido liso y fino de 1cm, hecho en telar (Cardale, 1981), las agujas elaboradas en hueso
encontradas en Zipaquirá y Nemocón (Cardale, 1981; Correal & Pinto, 1983) y el desarrollo notable
de la industria de la sal durante el siglo I d.C. (Cardale, 1981). Para la autora, es un indicio de
especialistas, aunque es probable que fuera solo en algunos casos y sin dedicación completa.

Castillo (1984) halló un volante de huso hecho con material cerámico Herrera, del Tunja Rojo
sobre Gris o Crema, específicamente. La arqueóloga supone por la evidencia el desarrollo de
hilados con uso de torteros, pero hasta esa época eran excepcionalmente escasas las evidencias
de elaboraciones textiles para el periodo Herrera, por lo que se desconocían datos sobre técnicas
de hilado y tejido.
En Nueva Esperanza (INGETEC, EPM, 2016) se hallaron volantes de huso en piedra y semillas de
algodón que se asociaron al periodo Herrera, dado que se encontraban en los mismos sitios de las
viviendas grandes ubicadas en el sector central de la terraza, donde además se observaron más
retos óseos de venados y ajuares funerarios singulares en tumbas cercanas con respecto a los
bohíos pequeños. Para los investigadores esto se convierte en evidencia de cierta centralización
del algodón desde el periodo Herrera, que configurarían una élite que se heredaría en el periodo
Muisca.

Solo en Tunja se haya fragmentos de carbón en pozos estratificados en niveles del Complejo de
Cerámica Inciso, equivalente al periodo Herrera, con un total de 25 fragmentos. No obstante
Castillo (1984) no pudo establecer si al igual que en el periodo posterior (Muisca) los pobladores
se hubieran dedicado a la explotación del mineral, ya que no se observó proceso alguno de
combustión asociado.

La cerámica encontrada en Nueva Esperanza (INGETEC, EPM, 2016) es muy semejante a la ya


descrita para el periodo Herrera, particularmente el MRT (Broadbent, 1970; Cardale, 1981) dado
que dominan las formas de cuencos y ollas, la técnica de decoración incisa de líneas y puntos, con
labios aplanados. Otros artefactos presentan decoraciones con baños rojizos y terminaciones
externas burdas que recuerdan al ZDT. Abundante evidencia en cercanías de las unidades
residenciales y restos de incineración sugirieron una amplia utilización para la preparación y
almacenamiento de alimentos, como para contener sal en cerámicas campaniformes.

Al encontrar un acceso desigual a cerámica de otros lugares entre unidades domesticas del sector
suroccidental de la terraza (recursos provenientes de otras zonas del altiplano) con respecto a
otras (recursos provenientes del valle del rio Magdalena) los arqueólogos de Nueva Esperanza
(INGETEC, EPM, 2016) sugirieron una diferencia de status entre las familias de la comunidad allí
asentada, aunque no un control político complejo.

Observaron esta característica diferencial de acceso y uso también en los artefactos líticos y
elementos suntuosos. Para los primeros, en las viviendas del sector suroccidental donde se
encontraron más restos óseos de venado, también se encontró mayor número de raspadores y
perforadores. Para los segundos, solo en ajuares de ciertos individuos se encontraron collares
finamente elaborados con material óseo de armadillos y felinos, así como pendientes de cuarzo
asociados a elaboraciones provenientes de la Sierra Nevada de Santa Marta.

Al igual que lo documentado por Ana María Boada (2006) en otros lugares de la Sabana de Bogotá,
en Nueva Esperanza (INGETEC, EPM, 2016) se descubrieron rasgos de estructuras hidráulicas,
entre los que resaltaba, un canal de 90m de largo por 3m de ancho, alrededor del cual se
encontraron objetos que se interpretaron como ofrendas para celebraciones por el agua, y que
vertía el líquido en un gran depósito. Los arqueólogos sugieren que estas obras de ingeniería
prehispánicas respondieron a periodos de sequía en la zona datados entre los años 300 a.C. y 100
d.C.

En cuanto a enterramientos, al parecer, pocos hallazgos relevantes se realizaron en el siglo XX con


relación a periodo Herrera. Botiva (1989) hace una leve mención entierros humanos encontrados
por Correal (1984) en Vistahermosa, dentro de lo que se destaca un esqueleto completo
inhumado con cinco cráneos, sin presentar interpretación alguna.

En Nueva Esperanza (INGETEC, EPM, 2016) se asocian entierros al periodo Herrera en la terraza
natural clasificados en dos tipos: comunales e individuales. Los primeros, ubicados en el sector
centro-occidental e inmediaciones del bohío grande (de 17m), constaban de fosas que alcanzaban
los 80cm de profundidad de formas y tamaños irregulares (oscilaban entre 4m x 6m y 18m x 20m)
en los que se encontraron de 9 a 13 individuos, rodeados de ajuares que lo arqueólogos
consideraron sencillos, como cerámicas y materiales líticos de uso común.

Los segundos se ubicaron en el sector central de la terraza, dentro de las unidades domésticas
grandes (12m y 15m diámetro), que tenían forma circular y guardaban forma cónica, abarcando un
área de hasta 2m de diámetro y 2,5m de profundidad. Los ajuares fueron considerados especiales,
pues cubrían con una densa capa los restos y algunos restos cerámicos eran antropomorfas,
desconociéndose su uso cotidiano.

En cuanto a observaciones sobre antropología física, para el periodo Herrera, José Rodríguez
(2011) observa cambios biológicos que a su juicio representan un proceso de evolución, al pasar
de un aspecto marcado por la robustez-dolicocefalia-macrodoncia a uno marcado por la
gracilización- braquicefalia-microdoncia. La diferencia más notoria, asevera el investigador, se
observa en el aparato estomatognático.

El mismo Rodríguez (2011), en un trabajo de compilación y con referencias sólidas, sintetiza de


esta manera el periodo Herrera

(…) se caracteriza por cambios ambientales sustanciales (Berrío, 2006); un ligero incremento en el
tamaño de la población, pequeños asentamientos dispersos cerca de fuentes de agua como lagunas
y ríos (Broadbent, 1970; Langebaek, 1995); la construcción de sistemas hidráulicos para el manejo
de las aguas del río Bogotá y afluentes en la región de Fontibón-Funza (Boada, 2006); la explotación
de minas de carbón y sal, y el desarrollo del intercambio de este último producto con poblaciones
vecinas (Cardale, 1981; 1987; Groot, 2008); la construcción de centros rituales y de observación
astronómica (Rodríguez y Cifuentes, 2005; Silva, 1981, 1987, 2005). Según el patrón de subsistencia
la sociedad de este período desarrolla la agricultura del maíz, fríjol y otros productos, aunque en la
fase temprana seguía dependiendo del consumo de tubérculos de altura (Cárdenas, 2002;
Rodríguez, 2011).

Poco a poco la cerámica Herrera se va haciendo menos abundante en suelos estratificados más
superficiales (30-60cm y 10-30cm) y la cerámica con decoraciones pintadas y acabados refinados,
con mayor control en las técnicas de elaboración se hace más popular. Por las diferencias
sustanciales pocos arqueólogos se atreven a afirmar un perfeccionamiento de las gentes del
Herrera, más bien sugieren procesos migratorios de pobladores que compartían la familia
lingüística Chibcha.

Periodo Muisca en el Altiplano Cundiboyacense

En todo caso los cambios y desplazamientos respondieron a procesos transitorios, en los que
incluso se ha sugerido coexistencia entre grupos Muisca y Herrera. Por ello mismo, siendo el
periodo más estudiado, se plantean en las distintas las discusiones académicas sobre el altiplano
cundiboyacense (Archila, 1986; Correal, 1990; y Langebaek, 1995 y 2001) un periodo temprano
que se establece desde los años 800 d.C. a los 1200 d. C. y uno tardío comprendido entre los años
1.200 d.C. y los 1.500 d.C. (Fajardo, Navarro & Mahecha, 2015), siglo en el que los españoles
arribarían al altiplano cundiboyacense, llamándolo Reino de la Nueva Granada.

Las diferencias entre los dos tienen que ver con la densidad poblacional y la gradual desaparición
de vestigios culturales del periodo Herrera, quedando los característicos del periodo Muisca. Así se
empiezan a datar una serie de cambios en cuanto a que en las excavaciones los materiales
arqueológicos hallados se concentraron en zonas de menor extensión (menos desperdigadas) y
con indicios de permanencia y densidad poblacional mayor (Herrera, 2008). La ocupación Muisca
pareció influenciar desde el páramo de Sumapaz hasta el actual departamento de Santander en la
cordillera oriental, resaltándose como el grupo preponderante del área intermedia de los Andes
en Colombia (Rodríguez, 2017).

En Zipaquirá las excavaciones de Cardale (1981) dieron cuenta de una zona de 18 ha., densamente
poblada, dada la gran cantidad de material cerámico y lítico encontrado asociado el periodo
Muisca, lo que decía que los patrones de asentamiento cambiaron en la zona, desplazándose de
manera permanente hacia las planicies, más adecuadas para construcciones de unidades
habitacionales para un mayor número de individuos. Como el aprovechamiento de la sal no dejaba
de ser una actividad importante, la arqueóloga interpretaba que fueron constantes los transportes
de sal desde las laderas hacia las planicies.

Sin embargo, no se trababa de un grupo unificado, sino con importantes divisiones cacicales, que
dominaron el sur y el norte del altiplano, respectivamente y coexistieron con grupos
independientes y colindantes del valle del rio Magdalena hacia el occidente y de los llanos
orientales y de la cordillera oriental del hoy Santander hacia el norte. Por tanto, la denominación
Muisca para el periodo que va desde el 800 d.C. hasta 1600 d.C. no corresponde a una pertenencia
étnica homogénea de los indígenas prehispánicos.

Tradicionalmente fueron los estudios etnohistóricos los que permitieron estimar el alcance
territorial de los Muiscas, así como sus divisiones de poder, sus relaciones con otros grupos
indígenas, sus principales actividades económicas y algunas de sus prácticas funerarias más
reconocidas. Falchetti y Plazas (1973) son las autoras que empiezan a hablar de una distribución
espacial adherida a cacicazgos, relatados por los cronistas españoles. Hacia el norte el cacicazgo de
Hunza, dominado por Zaque y hacia el sur el de Bacatá, dominado por Zipa, colindante con otros
grupos como los Sutagaos, Guayupes, Teguas, Tunebos, Laches, Guanes, Muzos y Panches.

Entre ellos se encontraron los que se han denominado “Territorios independientes” (Falchetti,
1975; Silva Celis, 1981, 1983, 1987) para referirse aquellos sitios que no estaban sujetos a los
cacicazgos muiscas del norte o del sur. En los municipios correspondientes hoy a Sutamarchan y a
Villa de Leyva, específicamente en el sitio conocido como El Infiernito se ubican estos territorios
para los investigadores relacionados con lugares considerados campos sagrados de los Muiscas y
de tránsito entre los Muzos y los Guanes. Allí se encuentra el Templo del Sol y se han excavado
grandes cementerios.

(Martínez Celis & Mendoza Lafaurie, 2014)

En cuanto a la cerámica Broadbent (1971) es quien hace las primeras clasificaciones típicamente
asociadas al periodo muisca, en las laderas de la colina del sitio conocido como Salinas de
Zipaquirá III, describiendo los tipos Guatavita Desgrasante Gris y Guatavita Desgrasante Tiestos.
Las fechas de radiocarbono asocian las acumulaciones de cerámica con 1440 ± 50 d.C. Otras
investigaciones que se realizó ente 1971 y 1986, le permitieron identificar, de acuerdo al sitio, los
desgrasantes, la pasta, los tratamientos de la superficie y la decoración los tipos Funza Cuarzo
Abundante, Funza Roca Triturada, Funza Laminar Duro, Tunjuelo Arenoso Fino Pintado, Tunjuelo
Laminar, Tunjuelo Cuarzo Fino, Chocontá Arenoso Grueso y la Variante Rojo Abundante y Roja
Burda.

La cerámica Muisca se identifica por rasgos distintivos frente a la Herrera en cuanto a mayor
variedad de las formas -ollas globulares con cuelo corto, cucharas y vasijas con asas para el
periodo temprano y las copas y múcuras para el tardío- los acabados refinados y controlados, así
como el predominio de la decoración pintada y nueva pasta y desgrasante (Cardale, 1981; Castillo;
1984, Broadbent, 1986; Pradilla, Villate & Ortiz, 1992).

Hacia el norte del altiplano cundiboyacense Castillo (1994) clasificó 7 tipos de cerámica que
comprenden el Complejo de Cerámicas Pintadas y corresponden, en cuanto a fechas y similitudes,
al periodo Muisca: Tunja Desgrasante Gris, Tunja Desgrasante Fino, Tunja Naranja Pulido, Valle de
Tenza Gris, Tunja Cuarzo Abundante, Cucaita Desgrasante Blanco y Tunja Naranja Fino. En este
sitio arqueológico la pasta era anaranjada por los buenos niveles de oxidación.

Diferenciándose por seleccionar arcillas de mejor calidad con menor cantidad de anti plástico los
tipos Tunja Desgrasante Gris, Tunja Desgrasante Fino, Tunja Naranja Pulido (Castillo, 1984) son los
que guardan relación con el tipo Guatavita Desgrasante Gris (Broadbent, 1971), siendo
elaboraciones tardías.

Se distinguen también por superficies más limpias, debido a que se emplearon artefactos
especializados. Castillo (1984) halló bordes de cerámica de copas, jarras, bases, cucharas y cuencos
que por características de desgaste después de la fractura y regularidad de los bordes clasificó en
dos: aisladores y pulidores de cerámica. Para los primeros la correlación consiste en bordes
irregulares y menos abrasión intensa o huella de uso, en los que dominaban las formas
cuadrangulares, triangulares y ovales, gruesas y erosionables. Estos artefactos, a pesar de ser
fragmentos, se utilizaron para retirar excesos de arcilla en nuevas cerámicas y eran muy
frecuentemente reemplazados. Los tipos Cuarzo Abundante, Valle de Tena Gris, Tunja Desgrasante
Gris y Desgrasante Fino fueron los más utilizados como aisladores.

Para los segundos, la correlación consiste en bordes muy regulares y abrasión intensa, lo cual
sugiere una preparación previa. La forma frecuente, además de las mencionadas para los
aisladores, fue la discoidal o redondeada. Estos fragmentos terminaban de aislar las elaboraciones
cerámicas obteniendo superficies más pulidas. Por ser probablemente más duraderos se advertía
en su forma una adaptación a la mano de los alfareros, con un borde más angosto y menos
utilizado. Los bordes de ollas, cuencos, cuellos de jarra y bases de copa de los tipos Tunja Naranja
Pulido y Tunja Naranja Fino, fueron los más populares como pulidores, que se asociaron como
herramientas del periodo Muisca tardío.

Las jarras con desgrasante de arena y cuellos cortos fueron asociadas al periodo Muisca temprano
(Broadbent, 1962; Langebaek, 1995) como el tipo Tunjuelo Arenoso. Los estudios como los de
Falchetti (1975) en Sutamarchán, de Castillo (1984) en Tunja y de Boada, Mora & Therrien (1988)
en Leyva y Samacá, muestran una serie de descripciones del tipo arenoso que se establecería
habrían sido más populares antes que las dominantes hacia los siglos XII y XVI, relacionados con el
Muisca tardío. Algunos arqueólogos consideraron (Castillo, 1984; Peña, 1991) que entre la
cerámica Herrera y la Muisca temprana hubo cierta continuidad, dado que estos tipos arenosos
comparten características tanto de uno como de otro periodo, así en lo que Castillo (1984)
denominó Zona de Transición o Contacto se encuentra una cerámica tipo Tunja Arenoso que
combina rasgos de desgrasantes de arena gruesa en composición, en formas de jarras y cuencos
con una pasta anaranjada oscura y pintura roja como técnica de decoración principal, solo con
algunos fragmentos con incisión y moldeado. Peña (1991) encuentra características de
combinación similares en el sitio Cachipay. Sin embargo, otros investigadores encuentran en
patrones de asentamiento y practicas mortuorias unas diferencias culturales muy marcadas que
no evidenciarían tipo alguno de continuidad (Langebaek, 1995; Boada, Mora & Therrien 1988).

Castillo (1984) insistió en volcar la mirada sobre las formaciones culturales y políticas en el
altiplano a las poblaciones antecesoras del periodo Muisca, pues las interacciones probables con
poblaciones preguane en Santander y Herrera del norte del altiplano, configuran ya una
complejidad social a la que vale la pena prestar atención y no asignársela solo a los grupos que
terminaron encontrando los españoles, como si estos cambios no tuvieran antecedente alguno.
Por lo que afirma

Evidentemente sería absurdo desconocer movimientos migratorios de poblaciones en esta región


los cuales serían portadores de un bagaje cultural diverso que influenció de manera importante los
procesos culturales. Sin embargo, debieron ser las comunidades pertenecientes al periodo Herrera,
quienes moldearon en primera instancia y en gran medida los nuevos elementos introducidos. En
este sentido no sería meramente casual que la misma área contenga tradiciones similares en
tiempos tan distantes. (p. 231)

Lo anterior implica también reafirmar que si se trató de comunidades diferentes (las del periodo
Herrera y Muisca) estas pudieron en algún momento coexistir y que los cambios poblacionales
respondieran a un proceso gradual cuya duración aproximada se estima en 300 y 400 años
(Castillo, 1984).

No obstante, la cerámica pintada guarda relación con otras cerámicas encontradas en el norte del
país como la Guajira o en tradiciones del noroccidente venezolano (Reichel-Dolmatoff, 1965;
Wagner, 1988; Langebaek, 1987; Lleras, 1989) y son pocos los enterramientos que se han asociado
al Herrera, diferenciándose en principio por no poseer ofrendas, algo que la evidencia de Nueva
Esperanza (INGETEC, EPM, 2016) desmintió y se había advertido ya en Tunja (Castillo, 1984).

En el paso del periodo Herrera al Muisca temprano el Parque Arqueológico de Facatativá parece
indicar un sitio desalojado, pues no se evidencia una muestra cerámica significativa asociada al
periodo Muisca, dado que cuando las poblaciones de este periodo crecieron ostensiblemente
entre los siglos X y XVI a.C. (Boada, 2006; Langebaek, 1995) menos del 1% de los vestigios
culturales del sitio guardan relación. Se hipotetisa (Rodríguez, 2011) con el abandono del lugar y
su pérdida de importancia como sitio ritual, clasificado así por los pocos elementos encontrados
como fogones, basureros y restos óseos animales, en contraste con el arte rupestre de las
llamadas Piedras de Tunja y las evidencias de ocupación del lugar desde épocas del Precerámico
(IX milenio a.C.)
Los patrones de asentamiento, la densidad de la población y la organización política son
estudiados por Langebaek (1995) como elementos eminentemente diferenciales entre el Herrera y
el Muisca temprano, sin poder asociar claramente algún tipo de continuidad y más bien sugiriendo
coexistencia y oleadas migratorias.

Afirma que la población del Muisca temprano duplicó la del Herrera, observable esto en la
“densificación de las islas y el cerro Chinzaque que mira hacia el coluvión formado por el bajo rio
Soche” (p. 90) donde la población se asienta en caseríos de tamaño mediano. En el Valle de
Fúquene, el arqueólogo muestra un aumento de 30 ha de ocupación. Excavaciones hechas en Cota
y Suba (Boada, 2006) mostraron la misma tendencia, al igual que en el sitio de Nueva Esperanza-
Soacha (INGETEC, EPM, 2016) en el que se muestra una duplicación poblacional y que en el mismo
sitio donde estaban construidos bohíos Herrera, se ubicaron los Muiscas tempranos. El cambio en
Nueva Esperanza está marcado por el incremento de unidades residenciales de piso rectangular.

Boada (2006) sostiene además que en el periodo Muisca temprano se caracterizó por construirse
alrededor de un núcleo poblacional, más bien pequeño, rodeado de bohíos un poco dispersos, que
al parecer se organizaban así para seguir accediendo a los recursos de monte, con sus propias
tierras agrícolas. En el Valle de la Laguna de Samacá (Boada, 1987) el patrón de asentamiento
parecía el mismo, pues el material cerámico parecía concentrarse en algunos núcleos
poblacionales y no muy lejos de ellos aparecieron cerámicas iguales pero diseminadas. De hecho
investigaciones recientes en Sogamoso y Duitama (Fajardo, Navarro & Mahecha, 2016) se
encontraron patrones de asentamiento dispersos y poco densos en sitios topográficamente de
difícil acceso, sobre laderas del 25% y 50% de inclinación, más bien efímeros, pero que sugieren
que entre estos indígenas, como en algunas zonas rurales actuales de Boyacá, las unidades
residenciales pudieron privilegiar las zonas de cultivo a la expansión de las unidades residenciales,
dejando las pendientes más suaves (12%) para el uso agricultor y sin dejar de estar adheridas a
comunidades locales. La aldea dispersa (Boada, 2006) entonces, fue el patrón de asentamiento
típico del periodo Muisca temprano.

En el valle de Fúquene, el cerro Chinzaque muestra una ocupación continua de un poco más de
3ha en la que muchos lotes pequeños se ubican alrededor, a unos 800mts, por lo que se asocian a
un mismo asentamiento de 8ha con una población estimada de entre 6 y 12 individuos por km
cuadrados3. Para la totalidad del área estudiada por Langebaek (1995) se estima entonces una
población entre 847 y 1118 personas. Este cálculo no se aleja demasiado de las estimaciones de
Boada (2006) para Cota y Suba, pues el cálculo relativo poblacional señala entre 647 y 1742
individuos. Tanto hacia el norte de Cundinamarca en el Valle de Ubaté como hacia el sur en la
Sabana de Bogotá, la población indígena del periodo en cuestión no sobre pasó las 2000 personas
en áreas de comunidades locales.

La cerámica Muisca temprana muestra el incremento de festejos, pues incluye formas grandes,
como cazuelas, moyas y chorotes, usados para la fermentación de bebidas como el guarapo y la
chicha (Pradilla, Villate & Ortiz, 1992; Langebaek, 1995). El asentamiento en sitios aptos para la

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La relación de conversión es la siguiente: 1km2 equivale a 100 hectáreas.
defensa, antes que el cultivo, marca el aumento de prácticas bélicas. El incremento de los dos
fenómenos sugiere para Langebaek (1995: 90) el aumento de la competencia por el control
interno y el surgimiento de formas de desigualdad social. Sin embargo, para este arqueólogo, la
centralización de poder era más bien mínima.

Los festejos han sido asociados a celebraciones en las que los caciques demostraban cierto
estatus, pues era ocasión para rendirles tributo, en algodón u objetos de oro (Rozo 1978; Tovar
1980, en Langebaek et al, 2015). La producción textil de los muiscas llamó la atención de los
cronistas, quienes documentaron intercambios de los Muiscas con pobladores de tierras
templadas para conseguir algodón. Uno de los únicos sitios de la altiplanicie donde se encuentra
materia prima para la industria textil es en Las Delicias (Enciso 1995), por lo que la hipótesis del
intercambio parece sólida.

Los volantes de huso hallados dan cuenta de ciertas transformaciones, en cuanto se diversifican
las formas y se reconocen diferentes a la redondeada, apareciendo las formas de disco, las
cuadradas y ovales. El tamaño de la perforación también varía, aunque mantienen los grabados
incisos con diseños que se descomponen en triángulos dentro de los que se observan líneas,
motivos antropomorfos, espirales y paralelas, círculos y ángulos rellenos de pasta blanca (Boada,
1987; Castillo, 1984).

La mayoría de estos artefactos en el sitio Nueva Esperanza (INGETEC, EPM, 2016) se asociaron al
Muisca temprano. Como se había anotado antes, ya para el periodo Herrera, en su etapa tardía, se
vislumbraba cierta especialización. Tal parece que las labores textiles se popularizaron, pues ya no
solo se concentraron en ciertas unidades domésticas, sino que se encontraron, al igual que en el
patrón de asentamiento, más dispersas y distribuidas. A su vez, los hallazgos de agujas y pesas de
telar se empezaron a registrar. Los especialistas aumentaron dentro de las comunidades muiscas.

Los tejidos también relacionaron a los Muiscas con poblaciones aledañas. Con los Guane,
asentados en la cordillera oriental hacia el departamento de Santander, compartían las tradiciones
de momificación mortuoria e industria textil. Según los indicios de estudios arqueológicos
(Cardale, 1993, Langebaek, 1996) sugieren una relación continua entorno a la elaboración e
intercambio de textiles.

La excavación de 36 tumbas permitió reconocer nuevas formas en el tratamiento funerario, como la


envoltura de los cadáveres en una capa de ceniza mezclada con arcilla y arena y luego en textiles,
todo esto asociado con una fecha entre los años 600 al 700 a.p. Los cuerpos fueron enterrados en
tumbas de pozo oval o cilíndrico con nicho, siempre en posición fetal sentada o de decúbito.
(Boada, 1987 en Botiva, 1989)

En el Valle de la Laguna de Samacá, particularmente en los sitios de Marín y Siquianeca (Boada,


1987) se maneja la hipótesis de trabajo de una relación Guane-Muisca. En Marín se encontraron
piezas propias de los Guane como el tipo Los Santos Micácea Fina y las practicas funerarias,
particularmente en la preparación de los muertos, así como entierros en tumbas de pozo y pozo
con cámara, mientras en Siquianeca apareció una copa relacionada con el tipo Guane Rojo, que
guarda estrecha similitud con el Naranja Pulido Muisca y en investigaciones anteriores se habían
datado casi para el mismo periodo (1020 ± 140 d.C. y 1005 ± 260 d.C., respectivamente). Sumado a
que se ubica en la zona denominada como los territorios independientes, que no pudo el Zaque
asentado en Tunja dominar. Silva Celis (1945 y 1967) y Lleras (1984) hicieron hallazgos similares en
cuento a encontrar vestigios culturales de ambas etnias en un mismo sitio (La Belleza y Alto rio
Minero y Landázuri, respectivamente). Poner a prueba la hipótesis implicaría preguntarse cómo es
que pudieron convivir dos etnias distintas y cómo eran las relaciones que se daban entre las dos.

Materiales líticos encontrados por Brando (1971) en los sitios de La Fragua y Montanel, en
cercanías del municipio Bojacá (Cundinamarca) y lo encontrado por Boada (1984) en el Valle de la
Laguna de Samacá (Boyacá), correspondientes a lascas, raspadores y raederas se relacionaron con
el periodo Muisca por hallarse a la par con material cerámico pintado y volantes de uso. La
primera impresión sería que la industria lítica hasta los muiscas mantenía la técnica de tipo
Abriense (Correal & Van der Hammen, 1977). No obstante, ninguno de los hallazgos cuenta con
contextos estatigráficos que permita corroborar la afirmación, aunque las raederas coinciden con
la descripción de Simón quien observó “cuchillos de piedra” (Boada, 1984).

La dieta del periodo Muisca temprano, según lo encontrado por Broadbent (1969) asociada al tipo
Tunjuelito Pintado, todavía estuvo dominada por venados, curíes, aves y pescados. Sin embargo,
en Soacha, resultados del análisis hecho por José Vicente Rodríguez (1987) de 68 esqueletos
excavados y recuperados por Álvaro Botiva (1987), encontraron una diferenciación en consumo de
proteínas, especialmente con respecto a mujeres y hombres, donde en los restos óseos de las
primeras se encontró mayor consumo de carbohidratos y vegetales, pero no indicios de
desnutrición crónica, al no hallar anemia u osteomalacia grave. Para estos arqueólogos muestra
una jerarquización social y sexual de la dieta en las sociedades muiscas.

Bien se plantea cierta jerarquización y se había dicho que las áreas ocupados por las poblaciones
del Muisca temprano eran más densamente pobladas que las Herrera, no parecen constituirse
durante este periodo una organización política central, pues los patrones de asentamiento
muestran viviendas dispersas y, particularmente en los valles de Fúquene y Susa (Langebaek,
1995) se data un incremento en la proporción de población en pequeños poblados, por lo que se
plantea un aumento de la competencia, que no podría ser adjudicado automáticamente al
crecimiento demográfico o a la demanda de tierras fértiles.

Boada (2006) muestra para los sectores de Suba y Cota que todos los asentamientos tienen acceso
a tierras fértiles propicias para uso agrícola. Langebaek (1995) encontró en Fúquene, más
específicamente en los sitios de las islas, se evidencia una intensificación de la población, donde
no están precisamente cerca de buenas tierras, lo cual lleva al arqueólogo a decir, junto a
asentarse cuesta arriba de las lagunas, que las ocupaciones empezaron a responder a dinámicas
de enfrentamiento y estrategias de defensa.

¿Es posible que la diferencia en los patones de asentamiento se deba a la cercanía con
formaciones tempranas de cacicazgos y los grupos independientes, como tensiones bélicas de
zonas limítrofes y en disputa ya desde el Muisca temprano?
El problema de la pregunta, aunque sugerente, es que es apenas una conjetura todavía con sesgo
cultural al asumir que los posibles encuentros bélicos entre diferentes etnias se daban por
controlar territorios, tal como es recurrente en la historia occidental. Los diferentes hallazgos e
interpretaciones de los arqueólogos podrían derivar preguntas un tanto más abiertas a
comprender a las comunidades antiguas en sus propios términos.

Lo que se sabe es que el maíz empezó a cobrar mayor importancia entre los indígenas del periodo
Muisca. Tusas carbonizadas se encontraron en tumbas y cerca de las plantas de bohíos en sitios
como Tibacuy (Salas y Tapias, 2000), Marín (Valle de la laguna de Samacá, Boada, 1987), Nueva
Esperanza-Soacha (INGETEC, EPM, 2016). Los cultivos estuvieron a cargo de unidades domésticas,
pero en la medida en que la jerarquización fue más vertical la producción se centralizó y los
excedentes fueron captados por una elite diferenciada, según la información etnográfica y la
concentración mayor de tusas en grandes pisos de viviendas.

Por el momento los cambios en las cerámicas y en los patrones de asentamiento si muestran el
aumento de la competencia y la formación de jerarquías sociales, que al parecer empezaron a
aglutinar más a la población, dado que se evidencian ocupaciones continuas relativamente
concentradas y cercanas (Boada, 2006). En cuanto a la construcción de las viviendas en el Valle de
la Laguna de Samacá se observaron pautas de adecuación de terrazas sobre las cuales se
construyeron los bohíos, instalando pisos de arcilla compacta como piso base. Para Boada (1987)
tanto la planta circular como una prolongación de arcilla hacia el exterior de la unidad residencial,
corresponde a un fácil acceso a los bohíos.

En el sitio Nueva Esperanza (INGETEC, EPM. 2016) en el centro de la terraza donde antes se
encontraban bohíos grandes, en el Muisca Temprano se alzan unidades residenciales de piso
rectangular. Unas pequeñas (3,5 m de ancho × 6,2 m de largo), la mayoría medianas (6m y 8 m de
ancho × 10m a 16 m de largo) y otras contadas grandes (12 y 13 m de ancho × 22 y 25 m de largo).
Requirieron de por lo menos el triple de esfuerzo en su construcción con respecto a los bohíos del
periodo Herrera.

Ana María Boada (1987 y 2005) y Carl Langebaek (1995, 2008, 2015) representan en sus
planteamientos dos perspectivas distintas, de acuerdo a los hallazgos en que cada uno ha
enfatizado. La primera parte de la hipótesis sostiene que la diferenciación social y la génesis de
jerarquías deviene del crecimiento poblacional y la producción agrícola, mientras que el segundo
sostiene que se relaciona con correlaciones entre aumento de competencia y desarrollo de
rivalidades, que encuentra evidencias en festejos y guerras.

Lo que apoya la primera tesis asocia patrones de asentamiento en cercanía de tierras fértiles y la
construcción de terrazas para el cultivo, tanto en el Valle de la Laguna de Samacá (Boada, 1987)
como en la Sabana de Bogotá, particularmente en Cota y Suba (Boada, 2006)

En la laguna del Valle de Samacá (1987) en el sitio de la Terraza II, se descubrió cómo los indígenas
construyeron terrazas para explotación agrícola
cortando la pendiente para obtener un espacio hondo que luego rellenaron con tierras ricas en
material orgánico. El afloramiento natural de rocas areniscas del lado de la pendiente inclinada,
actuaba como muro de contención que, al tiempo de evitar la erosión del suelo, formaba un
espacio apto para la conservación de la humedad (Boada, 1987, p.91)

En Cota y Suba (Boada, 2006) se evidenciaron formas de agricultura intensiva que pretendían
minimizar los riesgos de hambruna y producir alimentos para las unidades domésticas, controladas
por ellas mismas y no centralizadas aún, lo cual sería otro elemento explicativo para las
ocupaciones en aldeas dispersas y parcialmente concentradas. El uso de camellones también
habría respondido a esta estrategia, aunque las fechas de su construcción dataron desde el 1000
a.C., se evidenció en pruebas de polen su uso en los periodos posteriores antes de la conquista.

las limitaciones básicas de la Sabana para el ejercicio de la agricultura, esto es, suelos poco
drenados y heladas impredecibles, fueron ambas relativamente controladas mediante la tecnología
de los camellones bajo un proceso de producción intensiva. (Boada, 2006, p.166)

Haury y Cubillos (1953) observaron un abundante número de terrazas de cultivo en los municipios
de Soacha, Facatativá, Sopó, Tocancipá, Zipaquirá, Tausa, occidente de Chocontá y Tunja que, por
sus características de construcción, los arqueólogos sugirieron que fueron realizadas con mano de
obra familiar, sin necesidad de una organización social centralizada ni grupos grandes de
trabajadores, en una población dispersa similar a la reseñada dentro del periodo Muisca
temprano.

Así mismo, O'Neil (1972) estudió terrazas de cultivo en el sitio de San Jorge (Soacha) que se
construyeron apilando tierra en 5 estadios sucesivos y aunque son contemporáneas su historia de
construcción es particular a cada una. Una característica común es que alrededor de ellas se
encontraron huellas de 4 a 8 viviendas cercanas, como asentamientos nucleados. Hacia la llegada
de los españoles la zona aparecía densamente poblada (Botiva, 1989.)

La disposición de los cultivos y las viviendas en las distintas áreas estudiadas parecen responder a
cooperación mutua antes que a que a una organización altamente centralizada y jerarquizada
(Drennan, 1988; Erickson, 1993, en Boada, 2006).

Una gran productividad derivada de la agricultura intensiva pudo generar excedentes que luego
fueron regulando jerarquías bien diferenciadas, quizá las que encontrarían los españoles en el
siglo XVI, adjudicándoles poder a observar contribuciones obligatorias a cacicazgos, las cuales
denominaron tributos. (Boada, 2006)

Otros hallazgos arquitectónicos, asociados al complejo de cerámica arenosa y practicas funerarias


propiamente muiscas, son las columnas de piedra dispuestas en ciertos sitios (Castillo, 1984;
Cardale, 1987) entre las que se destacan los grandes monolitos de El Infiernito (Villa de Leyva), que
en uno de los espacios más grandes aglomera sendas filas de 60 columnas en promedio de
menhires tallados, que a juzgar por las interpretaciones de Silva Celis (1981) corresponden a
centros ceremoniales tempranos y campos sagrados. Hacia el centro del sitio, las estructuras
parecen dispuestas para la observación astronómica a través de rituales, los cuales permitían
calcular solsticios y equinoccios para predecir temporadas de lluvias o eclipses y orientar las
prácticas agrícolas. La intensificación de las prácticas ceremoniales se puede asociar también al
diferenciamiento social (Langebaek, 1995) de elites, en cuanto sitios de fines públicos y de
aglomeración, aunque bien algunas prácticas pudieran remontarse al periodo Herrera, por lo que
podrían configurarse como tradiciones heredadas.

Debido a la falta de suelos estratificados o a suelos estratificados sin contexto arqueológico y a la


falta de dataciones de radio carbono que coincidan en la periodización y los límites entre el
periodo Herrera, el Muisca temprano y el Muisca Tardío, buena parte de las descripciones sobre
los enterramientos muestran características similares sin que se puedan ubicar inequívocamente
en una cronología regional ampliamente aceptada. Por ello el repaso de las prácticas funerarias y
los vestigios culturales asociados a ellas se presentarán a continuación, antes de seguir con la
revisión de la literatura adjudicada con mayor propiedad al Muisca tardío.

En Tunja se registraron tres inhumaciones similares de adultos, que hasta ese momento no
guardaban similitudes con otras formas de enterramiento en el altiplano (Castillo, 1984). Constaba
de tumbas separadas y correspondientes a entierros primarios (con la totalidad de los huesos) de
forma vertical y contorno circular que oscilaban entre los 60 y 65cm de diámetro y los 90 y 110cm
de profundidad. Dos cadáveres eran adultos hombres y el otro se trataba de una mujer adulta. La
posición de los tres se describió como sentados con los miembros flejados contra el pecho. No se
encontraba con ellos ajuares funerarios, pero si se encontraron zonas adyacentes perturbadas y
cercanas que contenían gran material cerámico fracturado, huesos de venado y artefactos líticos.
Los individuos presentaban rasgos evidentes de abrasión dental y mal oclusión. Dos de los
individuos presentan modificaciones craneales de tipo tabular con aplanamiento del nivel frontal y
la región lámbica. Castillo (1984, p.206) identificó estos depósitos adyacentes como depósitos
rituales e interpretó que la cerámica y la piedra fragmentada simbolizan una muerte virtual de los
artefactos, tal como el individuo al que iban ofrendados.

La cerámica asociada correspondía al Tunja Desgrasante Calcita, Tunja Rojo sobre Gris o Crema,
Tunja Arenoso, Tunja Desgrasante Gris y Tunja Desgrasante Fino. Algunos corresponden al periodo
Herrera, pero no se asociaron a él dado que los suelos de esas excavaciones no estaban
estratificados, por lo que se los adjudicó a la denominada zona de contacto o transición (Castillo,
1984)

En sitios como Tibacuy (Salas & Tapias, 2000) y el Valle de la laguna de Samacá (Boada, 1987) se
encontraron tumbas ovales con cámara y otras con pozo con nichos, frecuentes dentro de las
plantas de los bohíos, con un tratamiento especial. Para el caso del sitio conocido como Marín
(Boada, 1987) como ya se mencionó, enterramientos de infantes en envoltorios de una capa
orgánica fina –capa de ceniza- y amarrada con tejidos, que se asemejaba a una urna funeraria. Una
práctica extendida hacia el norte del departamento de Boyacá y en Santander del sur. En Tibacuy
(Salas & Tapias, 2000) se hallaron urnas funerarias en cerámica decoradas con una mezcla incisión-
pintada y una perforación hecha de adentro hacia afuera. Esta práctica y la cerámica se han
asociado a poblaciones del valle del rio Magdalena. En ambos casos, no obstante, se encontraron
dentro de las urnas o envoltorios cráneos con modificaciones intencionadas y material cerámico
fracturado cubriendo alrededor. Para las autoras (Boada, 1987; Salas & Tapias, 2000) estos
elementos en común marcan que, para los indígenas contemporáneos del periodo Muisca, tenía
un contenido simbólico marcado, al subrayar que la muerte de un individuo implicaba a su vez la
muerte de lo que le acompañaba o era suyo, por lo que la fracturación mostraba señas de ser
intencional. Por otro lado, la preparación de los cuerpos, por el tiempo de dedicación que
implicaba, mostraba una diferenciación con otros enterramientos, por lo que sugería un estatus
social.

Los restos óseos tratados así, en envoltorios, presentaban mejor conservación (Boada, 1987) y se
encontraron dispuestos con los miembros flejados hacia el pecho o en posición fetal lateral
(Boada, 1987; Salas & Tapias, 2000).

Ya para el Muisca tardío Luisa F. Herrera (1972) encuentra en el municipio de Pasca lo que parece
la zona limítrofe entre Panches y Muiscas. En el sitio reseñado parece que las relaciones entre los
dos grupos se dieron, ya fuese por intercambios y comercio o en situaciones bélicas (guerras o
invasiones). De acuerdo con múcuras encontradas que contenían restos óseos de animales y
humanos, conchas y cuentas de collar y vasijas cilíndricas pequeñas y pulidas, decoradas con
aplicaciones de pintura, en cuyo interior se encontraban pequeños tunjos, la arqueóloga asumió
que el Páramo de Pasca era considerado por los indígenas como un santuario, dado que estos
hallazgos suelen relacionarse con ofrendas.

De acuerdo con Botiva (1989), Silva Celis (1987) en El Infiernito encuentra vestigios culturales
eminentemente muiscas en algunos patrones fúnebres.

sacrificios de animales, de maíz y esmeraldas por medio del fuego quemas de inciensos, coloración
de rojo sobre el suelo y en algunos cadáveres, entierros de niños en urnas funerarias, entierros
humanos con piezas de orfebrería, cerámica, elementos de hueso, conchas de mar y torteros de
piedra. (p. 133)

Los ajuares funerarios están también diferenciados con respecto al Herrera, Boada (1989), en el
sitio conocido como Marín (Samacá) muestra entre los materiales de uso funerario se encuentran
cestería, textiles, orfebrería, esmeraldas, cuentas y collares de concha y cerámicas que también
tenían unos cotidianos. En el caso de los textiles, según las crónicas, algunos eran finos y otros
burdos, se usaron para el intercambio y para momificar; en ellas se observaban pinturas a mano y
diferentes formas como mallas y mantas. La cestería fue propiamente muisca, aunque se
considera que las condiciones climáticas del sitio (fio y templado) permitieron conservarlas mejor,
se encontraron algunas fibras muy semejantes a juncos.

Entre los elementos líticos resaltan cunetas de collar, utilizadas como elementos conspicuos, quizá
de exclusividad de elites, muy parecidas a las halladas en la Sierra Nevada de Santa Marta, verdes
opacos o brillantes. Algunas tienen formas discoidales, en forma de bala, también las hay en
colores café y negro. Sus funciones se analizan así:

Aunque no todas las cuentas verdes de Marín tienen un contexto completo, dado que algunas
tumbas fueron perturbadas por gente local, la mayoría aparecen asociadas a entierros femeninos,
cuyos esqueletos presentan artrosis degenerativa y osteoporosis generalizada. Quizás la asociación
de cuentas para la curación de enfermedades se encuentre relacionada con el hallazgo de éstas en
tumbas de Marín. (Boada, 1989, p. 76)

Las esmeraldas también se hallaron y quizás es de los elementos más inusuales, aparecen
asociadas con caracoles marinos. Al parecer, según los cronistas, se utilizaron como colgadas del
cuello después de ser envueltas en algodón por mujeres, al parecer remembrando un mito del
ciclo reproductivo entre los muiscas del zacazgo (Boada, 1989). En Nueva Esperanza, Soacha
(INGETEC, EPM, 2016) se ha asociado el hallazgo de esmeraldas como elementos foráneos de la
zona de los muzos, conseguidas a través del intercambio.

En cuanto a elementos de orfebrería el material empieza a asociarse a ofrendas (Boada, 1989) y se


encuentras cuentas tabulares de oro de buena ley y en tumbaga. Pendientes y fragmentos de
cuentas se encuentran en ollas y envoltorios de tumbas de mujeres. Las cuentas, afirma la
arqueóloga, parecen asociarse a mujeres e infantes, mientas que los tunjos y santillos parecen
corresponder a actividades de tipo ritual y ofrendas. Dominaban en Marín, las figuras
antropomorfas.

En Nueva Esperanza, Soacha (INGETEC, EPM, 2016) los vestigios hallados de orfebrería y otros
elementos al parecer suntuosos parecían provenientes de distintas zonas, por lo que se sugiere
una intensificación de las relaciones interregionales.

Así mismo, en varias zonas residenciales se encontraron vasijas cerámicas provenientes de Boyacá
de las regiones de Suta y Ráquira, de la Sabana de Bogotá, del área Guane de Santander, de los
llanos del Tolima y de la región de Pubenza en la vertiente hacia el valle del río Magdalena.
Asociadas a las grandes estructuras rectangulares de la zona central y nororiental, se encontraron
piezas de orfebrería de “estilo quimbaya”, probablemente procedentes del Cauca Medio. (p. 95)

Falchetti (1989) explica el contexto etnohistórico en el que se desarrolló la orfebrería que se le


adjudica a los muiscas

La orfebrería muisca se manifiesta como conjunto diferenciado al tiempo de la consolidación de


estas comunidades tardías. Esta última etapa generalmente se asocia con una nueva influencia
cultural relacionada con grupos de la familia lingüística macro-chibcha; a ella pertenecían los
muiscas del altiplano cundiboyacense y sus vecinos del norte - Jos guanes del altiplano
santandereano, los U'wa o tunebos de la Sierra del Cocuy y los chitareros ubicados más al norte- así
como algunas de las comunidades que poblaron la Sierra Nevada de Santa Marta y la Sierra de
Mérida venezolana (v. Wagner, 1972a. Lleras y Langebaek, 1985. Osborn, 1985). (Falchetti, 1989)

Otras formas distintivas de la orfebrería Muisca son los votivos, pequeñas figuras representan
variados elementos como hombres con atuendos en diferentes posiciones, figuras zoomorfas,
atuendos, guerreros, armas, objetos emulando ollas y canastos, así como escenas de la vida social
(como el cercado) (Falchetti, 1989). Parecían corresponder a ofrendas transitorias, por sus
superficies irregulares. Algunas se hicieron con sobre núcleos de arcilla y carbón y otras
fundiéndose sobre bases de cera moldeada.

Los adornos, por su parte, se destacan por de figuras de mayor tamaño, como pectorales
(triangulares, antropomorfos, y en forma de ave) para los cuales de utilizaban bases de cera y
matrices de piedra (Falchetti, 1989). Figurinas antropomorfas en cerámica fueron halladas en el
Valle de la Laguna de Sacamá, así como matrices de piedra (Boada, 1987).

También se encuentran narigueras, colgantes de orejas y collares. La gran mayoría no tenía


acabados finos, aunque a los adornos se les retiraba los embudos y conductos de fundición. Las
fechas asociadas a las primeras elaboraciones de orfebrería Muisca, según Falchetti (1989), datan
del 645 ± 95 d.C. (1305 ± 95 a.p.).

Jaime Jaramillo Arango (1946), describió dos piezas del trabajo orfebre de los Muisca, sus técnicas
de elaboración, y ofreció hipótesis sobre la utilización de las figuras. Planteó que si bien el arte
chibcha presentaba ejemplares de una gran delicadeza y hermosa filigrana no obstante constituyó
un tipo de orfebrería primitivo en relación con lo avanzado de la producción metalúrgica de la
Colombia Prehispánica. (Botiva, 1989, p.111)

Las cuentas más frecuentes encontradas en Samacá son de concha, de formas discoidales que no
sobrepasan los 5mm, combinadas con formas de hueso, piedra gris o verde, forman collares.
También fueron asociados a la fertilidad por la familia lingüística chibcha (Reichel-Dolmatoff, 1985;
Osborn, 1985), como los Kogui y los Tunebos.

En las cerámicas asociadas a las tumbas, se encontraron restos de hollín, desconchaduras y fisuras
que evidenciaban su uso cotidiano, algunas de las ollas de varias asas usadas para cocinar,
también se utilizaron, en prácticas funerarias, como urnas para los infantes fallecidos (Boada,
1989).

En Sogamoso Silva Celis (1945) relaciona los restos de carbón mineral con la explotación y usos
que del mismo hicieron los muiscas. La mayoría de los fragmentos de carbón encontrados en
Tunja (Castillo, 1984) corresponden a este periodo, por lo que para los muiscas del norte del
altiplano fue una actividad económica muy importante, a la par de la producción de sal, los
cultivos de maíz y la producción textil.

Aunque fueron pocos los elementos hallados en Marín (Samacá) asociados a tumbas como
ajuares, todos se relacionan con esqueletos de mujeres, por lo que se interpreta que la actividad la
desarrollaba este sexo (Boada, 1987, 1989) evidenciando una temprana división sexual del trabajo.

Margarita Silva (1985), clasificó tipológicamente 506 volantes de huso Muisca procedentes de
Sogamoso, Tunja, Chiquinquirá, Pesca, Samacá, Sutamarchán, Soacha, Pasca, Guasca, Sopó,
Guatavita y 111 de procedencia desconocida, pero de tipología Muisca. Todos están elaborados en
piedra negra, característica que los diferencia de los de otras culturas prehispánicas. La tipología
fue establecida de acuerdo con la función desempeñada por el volante y las diferentes técnicas
(Bororó y Bacairí) empleadas en el hilado. Las formas se identificaron por medio de conceptos
geométricos, clase de material empleado, color, dureza, peso, dimensiones, técnica de fabricación,
diseño y decoración. (Botiva, 1989, p. 114)

En Marín se encontró un cráneo fracturado por un golpe que cruza el surco arterial, provocando
muerte por hemorragia epidural. Correal y Gómez (1974) fueron los primeros en registrar
intervenciones quirúrgicas prehispánicas. De acuerdo a análisis y radiografías, encontraron en un
cráneo femenino una suerte de craneopatía, compuesta por arcilla silícea con alto contenido en
hierro, de constitución densa y color grisáceo. La obturación sugiere que la práctica fue exitosa,
por lo que hubo buenas probabilidades e supervivencia para el individuo. Este hallazgo
correspondió al municipio de Sopó (Cundinamarca). En municipios como Belén (Boyacá) y
Nemocón (Cundinamarca), encontraron trepanaciones craneales, una de las cuales se indica por
una fractura. En estudios recientes no se hace mucha mención sobre prácticas quirúrgicas de los
muiscas.

Dentro de las patologías más recurrentes en el Valle de la Laguna de Samacá comprometen la


columna vertebral. En el sitio se encontró varias afectaciones que fueron diagnosticadas como
artropatía degenerativa, que indica un deterioro y erosión continua y avanzada de los cartílagos
articulares. La artrosis también se destacó como enfermedad prevalente (Boada, 1987). En
excavaciones y análisis recientes en Nueva Esperanza (INGETEC, EPM, 2016) se evidenció un
marcado gasto y deterioro de las articulaciones. En ambos casos las enfermedades se asociaron a
una alta movilidad, acumulación de fuerzas y sobrecargas durante trayectos largos, con
traumatismos mecánicos.

La literatura enfocada propiamente en el Muisca tardío se centra en las relaciones de poder


(Langebaek, 1995; Langebaek et al, 2015), la agudización de la jerarquía y diferenciación social en
el control de la tierra y la producción (Broadbent, 1974; Cardale, 1981; Castillo, 1984; Boada, Mora
Therrien, 1988), así como indicios de aprovechamiento de diferentes pisos térmicos en cultivos y
los excedentes (Argüello, 2016).

La población crece considerablemente y es posible distinguir cierta aglomeración menos dispersa y


por lo tanto más concentrada, dado, entre otros aspectos, el aumento de cerámica encontrada y
de lo que parecen fueron talleres, sin embargo diversas miradas difieren en cuanto a si los
patrones de asentamiento respondían a factores ambientales, como la cercanía con tierras fértiles
y el aprovechamiento de los ríos (Boada, Mora Therrien, 1988; Boada, 1987, 2006) o a la defensa
de los territorios (Langebaek, 1995)

La distribución demográfica de los asentamientos se extiende y parece no abandonar los


asentamientos que se habrían construido desde el Muisca temprano. Hacia el sur de la Sabana de
Bogotá la explosión demográfica se nota en un 129,4% de aumento de la población. Los cálculos
más conservadores (de acuerdo con Sanders, Parsons & Stanley, 1979) presentan cifras relativas
de entre 902 y 2255 habitantes (Boada, 2006). Hacia el norte de Cundinamarca, en los valles de
Fúquene y Susa el incremento poblacional, de acuerdo a dos estimaciones, superaría el 170%. Los
cálculos más conservadores y que asumen las ocupaciones en laderas como transitorias y no
permanentes, estiman una población entre 1620 a 2268 personas (Langebaek, 1995).

La tesis sobre el poblamiento transitorio cerca de recursos de monte en pendientes muy elevadas
es retomada por Fajardo, Navarro y Mahecha (2015) para las zonas de Duitama y Sogamoso. La
tendencia del aumento de la población, debido al aumento de vestigios culturales, también se
repite en tales lugares. Aunque la población parece más bien dispersa y no densa. Aunque se ha
sugerido que en el Muisca tardío los asentamientos se sujetaban a comunidades supralocales
establecidas a través de jerarquías bien identificables y cacicazgos dominantes, no se encontró
evidencia, no se encontró evidencia arqueológica sólida para afirmar que la ocupación espacial
respondiera a tal organización.

Lo que sí cabe resaltar, de acuerdo a los investigadores (Fajardo, Navarro & Mahecha ,2015) es
que no se pueden descartar las zonas de difícil acceso y topografía escarpada en el momento de
identificar lugares con restos materiales de culturas prehispánicas e incluso coloniales. La pregunta
sugerente es por qué algunas unidades residenciales se ubicaron aparentemente aisladas de
poblados mayores.

La evidencia arqueológica de los valles de Fúquene y Susa muestra la proliferación de jarras,


cuencos, múcuras y copas asociadas especialmente a ciertos sitios, que coincidirían con la
información etnohistórica en cuanto a cementerios y zonas de festejo (Langebaek, 1995).

Las investigaciones en El Infiernito concluyen que, si bien la realización de festejos se relaciona con
el poder, no se hacían a la manera de reafirmarlo, sino de negociarlo, y se asociaba a significados
ajenos al control de las tierras, por ejemplo.

en los festejos de la última parte de la secuencia prehispánica, los caciques muiscas debían negociar
su prestigio a costa de perderlo en ceremonias que no se traducían ni en control de las mejores
tierras ni de mano de obra, aunque al mismo tiempo lograban un significado ideológico especial
que daba justificación a su prestigio. (Langebaek, 2005)

Así las zonas del El Infiernito donde se concentraban los centros ceremoniales no fueron las que
más aglutinaron población, o sea, no hay una correlación positiva, que llevara a afirmar con
seguridad que los festejos se redujeran a rendimientos de culto a señores que conformaran una
elite. (Langebaek, 2008)

En Nueva Esperanza, Soacha (INGETEC, EPM, 2016) se quiebra la tendencia, dado que se halla que
la población disminuye, pues el número de viviendas y de artefactos se redujeron. Los arqueólogos
sugieren que se trata de un reacomodamiento poblacional, dado que lo que disminuye hacia la
zona sur de la terraza, aumenta hacia la zona norte. Los pisos rectangulares se popularizaron, dado
que las unidades residenciales reportan un aumento en este tipo de estructuras. A la par con el
traslado de las viviendas, los volantes de huso descienden en la zona sur y ascienden en número
en la zona norte y dado que se encuentran en menor tamaño y sectores diferenciados, se continúa
interpretando una alta especialización, en particular, en la elaboración de hilados finos (menos
gruesos).

El refinamiento de los tejidos puede responder también a formas de interacción social y de


exposición de estatus dentro de las comunidades sujetas a cacicazgos descritos por los cronistas
para el siglo XVI. Sin embargo, las investigaciones arqueológicas deberán constatar estas hipótesis
de trabajo asociándolas con evidencias solidas e interpretaciones consecuentes.

La organización política de los muiscas tardíos parece entonces más compleja que las analogías
con sociedades tempranas occidentales, quizá menos arbitraria y más sometida a la negociación
constante (Langebaek, 1995, 2005, 2008; Langebaek et al., 2015).
Se han aceptado tesis que basan la génesis de las jerarquías sociales en el dominio y acumulación
de los recursos económicos, por ejemplo, del control de las tierras. Boada (2006) de acuerdo al
patrón de asentamiento hallado en Cota y Suba, explica que las localizaciones de las ocupaciones,
casi indistinguibles como de pertenencia a uno u otro centro poblado por limitaciones obliteradas
con respecto al Muisca temprano, explica que se debe al acceso a recursos de ambiente para el
cultivo, la pesca y la caza, así:

En la Sabana, los asentamientos más antiguos parecen estar cerca a la orilla del rio y luego la gente
colonizó áreas más alejadas. Los camellones próximos al rio son los más antiguos (1100 a.C.), de
manera que también coincide con escoger zonas donde se facilita el acceso simultaneo a varias
zonas de recursos como el rio, el monte y tierra (p.82)

Sin embargo, el control sobre la tierra y en particular, sobre diferentes pisos térmicos para el
aprovechamiento de la diversidad y el evitar desabastecimientos no se ha tratado aún. En el sitio
conocido antiguamente como Valle de Tena Pedro María Argüello (2016) centra su atención en la
posibilidad de asentamiento de acuerdo a la agricultura vertical.

Argüello (2016) registra primero que la explosión demográfica como se califica al Muisca
temprano y el aumento significativo de población del Muisca tardío con respecto a este último no
fueron evidentes en el Valle de Tena, pues se registró un aumento mínimo y se asoció a una
comunidad supralocal de Cubsio. La población se asentaba en fadas de cadenas montañosas
separada de la Sabana de Bogotá. El arqueólogo encontró que, pese a la poca densidad
poblacional, esto no correspondió a un modelo de agricultura vertical, como se ha sugerido para
los muiscas (Langebaek, 1987) sino a un asentamiento permanente y en buena medida
independiente, pues lo pobladores no habitaron en zonas más productivas. Sin embargo, no se
descarta que las interacciones y los desplazamientos hacia zonas templadas se dieran, incluso para
conseguir otros alimentos.

Los cambios presuntamente acaecidos en los cacicazgos desde el Muisca tardío no afectaron a los
habitantes del Valle de Tena, que sugirieran una sujeción a un cacicazgo. La obtención de recursos
de diversos pisos templados no se dio, asevera Argüello (2016) en el marco de un sistema
económico y políticamente centralizado, por lo que coincide en reafirmar, como lo han hecho las
últimas investigaciones, que los cacicazgos muiscas no surgieron de la manipulación de fuente de
poder económico.

Los patrones de asentamiento, tal como expresa Argüello (2016), pudieron corresponder a una
residencia mixta, de aldeas en valles y bohíos dispersos en montes (Langebaek, 1987 en Botiva,
1989), sin que ello implicara una concentración de la tierra como capital y una disputa
consecuente por el control de los mismos.

En Tibanica Langebaek et al (2015) plantean que las jerarquías en las sociedades músicas eran más
complejas de lo que se habían sospechado, pues no dependían del control económico de cultivos
(micro-verticalidad) o del estatus mostrado en festejos, implicaba varias dimensiones y la élite no
era propiamente heredada.
Los estudios bioantropológicos realizados a los cadáveres mostraron que quienes fueron
enterrados con ajuares suntuosos, como piezas de orfebrería, no tenían mejores condiciones de
nutrición que quienes fueron inhumados junto a objetos de uso común, como ollas. De hecho, los
estudios de los restos óseos de los últimos demostraban mayor consumo de proteína. Para
Langebaek et al (2015) esto implica descartar las interpretaciones en las cuales se aseveraba que
los individuos que contaban con mayor concentración de materiales de uso común en ajuares, o
alrededores, eran quienes dentro de la comunidad preparaban los alimentos para elites mejor
nutridas que todo el grupo. Quizá las modificaciones cefálicas intencionadas o como se les suele
decir, deformaciones craneanas (Boada, 1995 y 2007) sean la excepción en cuanto a marcadores
de diferenciación social.

De hecho, Gamboa (2010) afirma que bien entre los cronistas es fácilmente evidenciable la
distinción sobre jerarquización en los muiscas, esta no parecía contener unidades políticas
centralizadas, esto es, depositadas en un solo individuo con algunos jefes de menos rango, sino
siguiendo una forma “celular” o “modular”, en que el control sobre el territorio no es total, sino
discontinuo y flexible. Las delimitaciones parecían marcarlas los valles y las tierras anegadas donde
había un frecuente intercambio de cultivos de pisos templados -como la papa, la arracacha, la
batata- y cálidos -como el algodón, los animales exóticos y la coca.

Los linajes que garantizarían la perpetuación de elites, como se sugiere en Nueva Esperanza
(INGETEC, EPM, 2016) desde el periodo Herrera hasta el Muisca tardío, son desdibujadas por el
sitio Tibanica (Langebaek et al. 2015) pues el estudio genético de los restos óseos en fosas
individuales con aguajes suntuosos, no demostraron parentesco alguno entre sí.

Los resultados confirman la idea de que un grupo de individuos se diferenció del resto de la
población en términos de ajuar funerario y alimentación. Sin embargo, hay que advertir que las
dimensiones estudiadas no se relacionan entre sí de forma unilineal. La variabilidad observada en
los indicadores de festejos y de exhibición conspicua de “riqueza” en la vida cotidiana no se
relaciona de forma clara con los indicadores de “riqueza” en ajuares, ni corresponde de manera
unívoca a diferencias sustanciales en alimentación o a patologías derivadas de la alimentación. (p.
203)

Aun en Nueva Esperanza (INGETEC, EPM, 2016), como en otros sitios, se documentó una
desaparición gradual de excavaciones de tumbas ovales, predominando las rectangulares, en las
que se evidenciaron cada vez menos ajuares, haciéndose exclusivos los clasificados como
suntuosos. En primera instancia esto refleja diferenciación social, pero quizá los arqueólogos
encargados del sitio se han precipitado en denominar una jerarquía establecida bajo un control
vertical y autoritario.

Esto lleva a los arqueólogos a plantear que si bien se muestra una diferenciación social que marca
una jerarquía esta no se puede entender en términos líneas, sino multidimensionales (festejos,
ajuares, alimentación, patologías, parentesco, patrones de asentamiento) que permitan conocer
mejor la organización social compleja de los muiscas, poniendo a prueba las premisas de la
etnohistoria y profundizando en el análisis de las evidencias arqueológicas.
Micro-evolución vs oleadas migratorias

Dentro de quienes defienden una tesis diferente a la de las oleadas migratorias para explicar el
poblamiento del altiplano cundiboyacense destaca el antropólogo José Vicente Rodríguez. Teorías
similares también han aplicado esta tesis para estudiar el poblamiento y los cambios
morfogenéticos de los humanos más antiguos (paleoindios o paleoamericanos) encontrados
alrededor de 15.000 años y los que les sucedieron (amerindios) hace 5.000 años (Sardi et al., 2005;
González-José et al., 2008; De Azevedo et al., 2011, 2015).

En cuanto a Colombia, Rodríguez ha participado en estudios recientes que han insistido en la


teoría de los procesos evolutivos in situ (Rodríguez, 2011; Rodríguez & Vargas, 2015; Casas Vargas,
A., Usaquén, W., Gómez, A., Rodríguez 2017; Casas Vargas A., Romero, Usaquén W., et al, 2017).
Esto es, afirmando que entre las ocupaciones más tempranas y más tardías ocurridas en el actual
territorio colombiano hay cambios genéticos que responden a procesos de adaptación al ambiente
y no tanto al desplazamiento de unos sobre otros, sin negar que efectivamente se hayan dado
procesos migratorios.

Desde el punto de vista interdisciplinario como es el arqueológico y genético, se podría decir que
Suramérica fue colonizada por una sola ruta de migración proveniente desde Centroamérica
descendiendo por la costa Pacífica, hace aproximadamente 15.000 a 13.500 años a. P., los patrones
de diversidad indican una historia temprana en el continente. Los cambios climáticos, los nuevos
estilos de vida, y el uso de nuevas tecnologías como la domesticación de plantas, las nuevas
integraciones sociales mediante el intercambio de productos fueron factores importantes que
influyeron en la diversificación poblacional promoviendo el flujo genético alrededor de los Andes y
adicionalmente un flujo recurrente con la Amazonia, con impactos en la diversidad genética de
ambas regiones. (Casas Vargas, A., Usaquén, W., Gómez, A., Rodríguez 2017, p. 26)

Esta tesis se refuerza dado que las investigaciones ponen de relieve el vacío empírico que existe
para comprobar oleadas migratorias tardías entre el periodo Herrera y el Muisca, mientras que
pruebas de ADN mitocondrial han sugerido continuidad de linajes desde el Precerámico,
explicando los cambios a partir de procesos micro-evolutivos. (Casas Vargas A., Romero, Usaquén
W., Zea, Silva, M., Briceño, I., Gómez A., Rodríguez, 2017)

Analizando elementos bioantropológicos de la colección excavada por el antropólogo Eliecer Silva


Celis en a partir de la década de los años 40 del siglo XX, pudieron comparar los restos óseos
encontrados en tres sitios relacionados con la cultura Muisca en Boyacá, unos que dataron de
7950 ± 40 a.p. (Floresta, asociados al Precerámico) y otros con fechas de 310 años d. C. (para el
sitio conocido como el Templo del Sol, Sogamoso) y 1826 ± 40 a.p. (En Duitama, asociado al
Herrera)

Parten de estudios anteriores que comprobaron una continuidad genética entre los tres periodos
establecidos para el altiplano: Precerámico, Herrera y Muisca (Fernández C., 1999; Sánchez C.,
2007). Las conclusiones del estudio concuerdan, pues las pruebas de ADN mitocondrial arrojan
que los individuos Muiscas presentaron alta frecuencia en el haplogrupo A, seguida por el
haplogrupo B, con baja frecuencia en el haplogrupo C y nula en el D, características que al
compararse con poblaciones precolombinas de Centroamérica y otros lugares de Colombia pudo
agruparse con los Ngöbe y Kuna y con los (región Amazónica), Agroalfarero (población
precolombina de los Andes orientales) y Tule-Cuna (istmo de Panamá), respectivamente. El hecho
de que las frecuencias genéticas se repitan o sean muy similares induce a los investigadores a
afirmar un origen ancestral común.

Un haplogrupo particular, el A2, fue el más recurrente entre las muestras asociadas a los Muiscas
que, comparadas con otras poblaciones precolombinas en toda América, presenta linajes en otros
grupos colombianos (subhaplogrupo A2ac sobre el 50%) y en Panamá, El Salvador y República
Dominicana (Suhaplogrupo A2ad, en el 30%). Para el haplogrupo B2, el siguiente más frecuente,
también se observaron linajes encontrados en Panamá, Venezuela y en México (suhaplogrupo
B2d, 13%), mientras también se evidenciaron linajes con el haplogrupo fundador de América C1b.

De acuerdo con ello, la interpretación de los resultados es consecuente con un linaje que
evidencia continuidad genética entre los periodos, explicados así.

Al analizar su composición genética y como una prueba más de continuidad de linajes en las
poblaciones del Norte de Suramérica, encontramos que, en el periodo más antiguo, los haplogrupos
C1b y C1b8 que han sido reportados en diferentes comunidades modernas de América y que han
sido considerados como haplogrupos fundadores de los americanos, fueron a su vez encontrados
en el periodo más reciente inmediatamente antes de la Conquista (Gómez-Carballa et al., 2015b).
[…] A su vez, el periodo que sigue al Precerámico es el Formativo, y encontramos la evidencia del
haplogrupo B2d, presente en individuos del mismo hallazgo arqueológico, mostrando una posible
relación biológica entre ellos, teniendo en cuenta que la densidad demográfica era baja por lo tanto
se esperaría una baja diversidad genética, estos resultados son compatibles por los encontrados en
Madrid (Cundinamarca-Colombia) (Periodo Formativo) en donde todos los individuos analizados
para HVR I pertenecían al mismo haplogrupo B (Silva et al., 2008). Este haplogrupo también está
presente en el periodo Muisca, indicando una posible continuidad de estos linajes a través del
tiempo. (Casas Vargas A., Pallua, J., Strobl C., Niederstätter H., et al., 2017, p.119)

Incluso el subhaplogrupo A2ac fue encontrado en individuos contemporáneos mestizos en el


centro de Colombia y en Venezuela.

Los cambios biológicos y morfogenéticos también influirían en las producciones culturales, al


responder estas a cambios ambientales, incluidos cambios en patrones de subsistencia, procesos
adaptativos a diferentes ecosistemas (circunártico, andino, sabanas, selvas), selección natural,
deriva genética y flujo genético entre varias poblaciones. Los cambios significativos se habrían
dado en el llamado Precerámico tardío, específicamente en el II milenio a. C. (Rodríguez, 2011)

Lo anterior implica que las variaciones en las cerámicas locales encontradas a lo largo del altiplano
cundiboyacense podrían responder más a procesos micro-evolutivos que a oleadas migratorias,
teniendo los primeros una sólida argumentación desde los estudios genéticos y bioantropológicos.
Incluso se plantea (Rodríguez, 2011) que esos cambios tecnológicos locales del periodo Formativo
(Herrera) fueron los que impulsaron a su vez la gracilización-braquicefalicación y reducción del
aparato masticatorio.
Rodríguez (2011) hace la salvedad de que los procesos micro-evolutivos pueden ser diferenciales
en tiempo y espacio, hecho que explicaría que grupos con buena dieta (menos abrasiva)
mantuvieran rasgos paleoamerianos.

Arte rupestre en la Sabana de Bogotá y el valle de Ubaté

Aunque no se puede establecer con exactitud la fecha a la que corresponden las pictografías
encontradas en la Sabana de Bogotá o el Valle de Ubaté, incluso una aproximación factible es
difícil de calcular, no se han dejado de registrar los hallazgos de arte rupestre en investigaciones
arqueológicas, pues se consideran una fuente valiosa de información sobre la cual hay muchas
posibilidades de interpretación sugerentes sobre la relación entre los autores, grupos humanos
prehispánicos, y el ambiente, así como de sus formas de expresión simbólica y sus cosmovisiones.

En los alrededores de un abrigo rocoso del sitio conocido como Zipacón I, Correal (1984) registra
algunos ideogramas sobre bloques de arenisca dura con colores rojizos, trazados muy
probablemente con óxido de hierro, material que se encontraba fácilmente en las formaciones
rocosas limoníticas circunvencionas. En lo que observó que predominaba un color rojo oscuro
similar al de las pictografías de las piedras de Tunja (Facatativá) y las de la plazuela de Cuvia y
hacienda Chivo Negro en el departamento de Boyacá. El autor no se detiene en una descripción
detallada, solo resalta como símbolos representativos series de ideogramas de rombos simples o
concéntricos y líneas en zigzag paralelas simples y radiadas. Otros elementos pictóricos presentes
son los círculos y figuras parabólicas, ambos concéntricos.

Duque (1965, en Correal, 1984) asevera que estas características hacen parte de los elementos
pictóricos universales.

Triángulos, rombos, concéntricos, figuras antropomorfas, zoomorfas, manos y pies humanos,


esquematizados, grecas, líneas ondeadas, etc. […] para los cual prefirieron los indios casi siempre
las rocas areniscas (p. 214)

Correal (1984) deja de lado la tarea de interpretar del arte rupestre que registró en Zipacón y se
limita a citar de nuevo a Duque (1965) que retoma discusiones en ese momento en auge en otros
países sobre los significados de los símbolos, relacionándolos con cosmovisiones mágico-religiosas
que señala comunes entre los habitantes del periodo conocido como Neolítico Europeo y los
habitantes prehispánicos.

Como se identificó en Farfacá- Boyacá (Bateman & Martínez, 2001; en Pradilla & Villate, 2010) el
óxido de hierro utilizado en las pictografías es de varias clases como la hematita, goethita y
cinabro, diferentes combinaciones entre estos o composiciones más abundantes de unos sobre
otros distinguen la claridad de los colores. Los descritos en Zipacón como tonos rojos oscuros
seguramente corresponden a mayor concentración de hematita. Otros tonos, como los
anaranjados claros, con cinabrio, elemento proveniente de la Cordillera Central.

Las diferencias en las tonalidades y colores también son registradas en Sutatausa, evidenciando
rojo ocre violáceo, naranja, blanco y negro, resaltando entre ellos el rojo ocre como el más
recurrente. En este último aspecto coincide con otros sitios como las llamadas Piedras de Tunja
(recientemente se ha popularizado el nombre Piedras del Tunjo) en el Parque Arqueológico de
Facatativá y con los 98 Sitios con Arte Rupestre (SAR) de Soacha.

Los sitios en Soacha y Sutatausa coinciden en los tipos de soporte rocoso del arte rupestre
(Martínez Celis & Mendoza Lafaurie, 2014; Martínez Celis, Herrera, E., Rodríguez, M. & Mahecha,
2015) pues se caracterizan por ser bloques erráticos individuales o compuestos, algunos formando
cuevas o pequeños abrigos rocosos. Mientras más se adentran entre las cuevas y los abrigos
rocosos, más se observa mejor conservación y mayor variedad de tonos y colores en las evidencias
rupestres, debido a una menor exposición a agentes medioambientales degradantes, incluyendo
los antrópicos.

En Soacha se evidenció un caso singular de registro rupestre, entre nichos rocosos, esto es,
cavidades de formaciones rocosas en las que las pinturas no se exponían a superficies externas y
planas, sino casi escondidas y cóncavas. Los cronistas españoles se habían percatado de que en
estos sitios los indígenas solían depositar otros vestigios culturales como ajuares funerarios,
alrededor de momias (Martínez Celis, Herrera, E., Rodríguez, M. & Mahecha, 2015).

Mientras los pictogramas de las Piedras de Tunja se ubican sobre 2500 m.s.n.m. (Rodríguez, 2011)
en una planicie resultante de la sequía del lago que conformaba la altiplanicie de Bogotá, las
localizaciones en Sutatausa fluctúan entre los 2602 y los 3.103 m.s.n.m. entre algunas colinas y
pendientes escarpadas. En Soacha se concentran en los afloramientos rocosos de los cerros y en
zonas quebradas hacia el oriente y el sur del casco urbano, sobre los 2600 m.s.n.m.

Todas las alturas corresponden a pisos térmicos fríos propios de altitudes cercanas al páramo.
Triana (1924) había afirmado que las pinturas se daban sobre los cerros mientras que los
petroglifos son propios de valles cálidos y templados. La confirmación de esta hipótesis deja
abierta la pregunta sobre si los grabados y las pinturas pertenecen a expresiones ideográficas de
culturas diferentes o se asocian a la adaptación a los materiales disponibles para cada población
en cada caso, dado que entre unos y otros los motivos no son muy disimiles.

Quizá la pregunta más interesante tenga que ver con la búsqueda de esa altura, más allá del
afloramiento de las rocas, que llevara a los grupos prehispánicos a escoger esas zonas para
registrar tales producciones culturales (Martínez Celis, Herrera, E., Rodríguez, M. & Mahecha,
2015). Por ahora, solo se ha conjeturado con la cercanía a fuentes hídricas o paisajes particulares
ligados a la observación astronómica. Quedan como preguntas para futuros estudios
arqueológicos interesados en algo más que solo registrar.

Gran parte del registro rupestre en Sutatausa, Soacha y Facatativá corresponde a trazados
digitales e improntas (de las manos y los pies). Igualmente se ha detectado, en Soacha, Sutatausa,
Bojacá y Tenjo (Martínez Celis, Herrera, E., Rodríguez, M. & Mahecha, 2015) particularmente,
muestras de pintura con indicios de haber sido realizada con pigmentos sólidos, semejantes a
terrón o crayola. Trazados más finos, en cuanto al grosor y la regularidad, parecen resultado del
empleo de pinceles e hisopos. Esta razón los asocia a culturas que incluso vivieron la llegada de los
españoles. Todavía es problemático decir que corresponden a uno u otro periodo, lo cierto es que
si se asocian con los Muiscas (Martínez Celis & Botiva, 2011) a través de los relatos de los cronistas
se les relacionó con el mito fundacional del Bochica, un personaje civilizador que les habría
enseñado, desde tiempos remotos (siglo II d. C. según Rodríguez, 2011) habilidades textiles y
alfareras, normas de conducta, y habría permitido el desagüe de las inundaciones de la Sabana de
Bogotá que permitieron la subsistencia de los indígenas.

Incluso, en uno de los pictogramas hallados en Sutatausa, se evidencia lo que parecía a los ojos de
los cronistas españoles, un registro rupestre que enseñaba formas de tejido pintadas por el mismo
Bochica (también llamado Nemterequeteba) para que los indígenas no olvidaran el legado. Al sitio
reseñado se le llama Piedra de los Tejidos o del Tapete. Para algunos investigadores esta
afirmación puede ser probable (Martínez Celis & Mendoza Lafaurie, 2014) dado que se encuentran
otros pictogramas singulares de Sutatausa similares a tramas, técnicas de tejido y diseños textiles
encuadrados a manera de mantas. Incluso otras imágenes, pertenecientes al periodo colonial y
ubicadas dentro del templo doctrinero del municipio muestran una “cacica”, en la que el elemento
que más resalta es una suerte de abrigo tejido, en el que se notas diferentes formas similares a las
pictográficas de las rocas areniscas.

El vínculo que se ha establecido con mitos fundacionales ha dado para que las pinturas rupestres
se relacionen a su vez con cosmovisiones de los indígenas. Sumado a que, según los cronistas
españoles, los Muiscas no se adjudicaron la autoría de las pinturas, muy probablemente
resinificándolas, podrían obedecer a prácticas rito-religiosas más bien cifradas, por lo que es
impreciso acceder a su significado original. La codificación correspondería a chamanes (Rodríguez,
2011) y algunas de las formas más abstractas se han interpretado como la representación de
fosfenos, entendido como las imágenes subjetivas derivadas de la auto-iluminación propia de un
estado alterado de conciencia (Reichel-Dolmatoff, 1997). Otros autores defienden la posibilidad de
una elaboración intelectual antes que una respuesta autómata de alucinación (Martínez Celis &
Botiva, 2011).

Rodríguez (2011) retomando diversos estudios etnográficos (Bautista, 2010; Castaño & Van der
Hammen, 2005; Clottes & Lewis-Williams, 2010; Ortiz & Pradilla, 1999; Reichel-Dolmatoff, 1968)
sugiere que entre los abrigos rocosos y cavernas donde se haya pictografías, está representada un
cosmos chamánico estratificado, en el cual estos lugares corresponden a un inframundo donde
habitan seres supranaturales. Estos lugares fueron considerados entonces como sitios rituales en
el que los chamanes, a través de los ideogramas, se comunican con espíritus. Así las rocas
aparecen como velos que separan los mundos.

Dada la importancia para la subsistencia que denotaron los abrigos rocosos y las cuevas para los
cazadores recolectores del Parque Arqueológico de Facatativá estos hallazgos se han asociado con
épocas precerámicas. De hecho, Rodríguez (2011) asevera que los cazadores recolectores ya
usaban como materia prima el óxido ferruginoso para pintar cadáveres y realizar pictografías.

su conjunto pictográfico debió constituir un sitio ceremonial especial, para la realización de rituales
de distinta índole, reservados inicialmente para los chamanes (mohanes) de las sociedades de
cazadores recolectores (entre más primitiva la sociedad observa mayor contacto con la naturaleza
en sus rituales de paso), perdiéndose esta tradición en las sociedades jerarquizadas (debido a que
realizaban sus ceremonias en templos y cercados). (Rodríguez, 2011, p. 36)
Dentro de las tendencias de los estudios sobre el arte rupestre hay una, quizá con menos vigor que
otras, que los asocia con problemas de investigación arqueológicos (Argüello, 2000, 2009, 2011;
Bautista, 2010) concibiendo los paisajes como escenarios de producción cultural y objetos para la
interpretación histórico-social. La defensa de este argumento continua (Rodríguez, 2011) al
considerar la evidencia rupestre como singularmente dinámica en cuanto a lo comunicativo, al
exponer narrativas a través de motivos pictográficos relacionados con el entorno y las actividades
cotidianas y de subsistencia, como la cacería y la agricultura, incluso involucrando el pensamiento
y las comprensiones que sobre sí mismos tenían lo habitantes del pasado.

En este orden de ideas, a través de un estudio distribucional de los motivos, relacionando aspectos
como posición, vinculo (cadena) y función (Bautista, 2010) Rodríguez (2011) subdividiendo una
seria de calcos del Parque Arqueológico de Facatativá, logra establecer, por un lado, que hay un
“predominio de motivos geométricos e irregulares de morfologías no determinadas
analógicamente, sobre un grupo menor de motivos de formas irregulares orgánicas semejantes a
humanos y animales” (p. 45), lo cual sugiere que son más los motivos codificados (cuyo dominio
semiótico pertenecería a sabedores, curanderos o chamanes) que indicarían un significado
esotérico por explorar, además de señalar, directamente para los investigadores, que entre ambos
lo que se observan son conectores, los cuales corresponden a líneas paralelas, polígonos o volutas.

Por otro lado, analizando los diferentes tipos de pigmentos (unos requirieron cocción), la gama de
colores (unos anaranjados otros negros y diferentes tonos del rojo), los tipos de trazado (unos
dactilares y otros con pincel) y diversidad de motivos ya mencionados, sugiere que las pictografías
fueron plasmadas por grupos que vivieron en el Parque durante varios miles de años, incluso con
modificaciones añadiendo pictogramas, por lo que no es preciso asociarlas estrechamente a un
periodo cerámico o precerámico.

Las implicaciones en la investigación arqueológica de estos planteamientos, abre el camino para


abordar cuestiones, desde el registro rupestre, sobre la relación Humano-naturaleza, es decir,
referente a las estrategias adaptativas al entorno, los patrones de asentamiento, de delimitación
territorial y de diferenciación social de grupos humanos antiguos en América, el altiplano
cundiboyecense y la Sabana de Bogotá.

Desde los registros de Cabrera (1970) en las Piedras de Tunja, Vereda Chunavá en Bojacá, en los
Cerros de Uesca, cercanías de la Laguna de Herrera, la Hacienda el Mondoñedo y el Cerro de las
Cátedras, en Mosquera, en Canoas y San Benito, pertenecientes a Sibaté, en Tequendama, Soacha
y otros sitios desperdigados de Sutatausa, Suesca, Chía y Zipaquirá, se notaba una destrucción de
las pictografías y petroglifos por habitantes contemporáneos de los sitios.

Diego Martínez Celis y Sandra Mendoza Lafaurie (2014) resumen juiciosamente el registro que
lograron realizar ente 2010 y 2011 con el Centro de Historia y Patrimonio Cultural de Sutatausa en
el mismo municipio, adelantado con el propósito de preservar el vasto registro rupestre,
vinculando en el reconocimiento una importante línea de participación comunitaria, en aras de
evitar su destrucción. Tanto las pictografías del Parque Arqueológico de Facatativá como las
registradas a lo largo de colinas y terrenos escarpados de Sutatusa, presentaron daños como
inscripciones de grafitis, inscripciones, incisiones, perforaciones, capas arcillosas y manchas de
hollín.

No obstante, estos no son las únicas formas de deterioro, pues las mencionadas son las que
corresponden a un origen antropogénico, quizá el más reprochable y evitable, calificado incluso
como vandalismo.

Otras causas de deterioro tienen orígenes en la humedad, los cambios climáticos y las
características mineralógicas de las rocas areniscas (velos y concreciones salinas,
desprendimientos de soporte pétreo, ennegrecimientos, escorrentías, depósitos de tierra, etc.) o
relacionadas con factores biológicos (deyecciones de aves, las manchas de resina, los
microorganismos, musgos, líquenes, hepáticas y vegetación).

Actualmente, luego de registrados los sitios arqueológicos con arte rupestre y observados
problemas de deterioros se activan planes de manejo para aplicar tratamientos de limpieza,
consolidación, readhesión y reintegración cromática.

Informes Arqueológicos Disponibles en ICANH

El altiplano cundiboyacense es de las regiones más estudiadas en cuanto a arqueología y


etnohistoria en Colombia. No obstante, parece ser que algunos lugares fueron más habitados que
otros por las culturas prehispánicas, por lo que la mayor cantidad de vestigios culturales se
concentran en ciertos sitios, que se referenciaran en luego de este aparte asociados a sus
correspondientes periodos, según Botiva (1989). En el siglo XXI las excavaciones arqueológicas en
Colombia y en particular en el altiplano, han sido cada vez más motivadas por programas
reglamentarios de arqueología preventiva que por deliberaciones académicas entorno a la
potencialidad de ciertos sitios como yacimientos arqueológicos. Como consecuencia los informes
de las prospecciones suelen centrarse en presentar, a partir de excavaciones, las zonas que
pueden ser intervenidas por los proyectos de infraestructura y las que necesitan de nuevas
exploraciones segmentadas, para dar vía libre a las fases de ejecución. Por lo anterior, lo más
frecuente de estos informes es una descripción más o menos exhaustiva de los vestigios
culturales, sin ahondar en interpretaciones o teorías.

Los hallazgos arqueológicos en los municipios de influencia de los proyectos de embalse han sido
estudiados a partir de la arqueología preventiva. A continuación, se presenta de manera resumida
las conclusiones a que llegaron y que se pueden ampliar consultándolos directamente en la
biblioteca del ICANH.

Fusagasugá

Capital de la provincia de Sumapaz, ubicado hacia el sur del municipio de Cundinamarca,


Fusagasugá en el periodo prehispánico fue habitado, según los cronistas españoles, por los
Sutagaos, quinea a finales del siglo XV d.C. terminaron integrándose al cacicazgo del Zipa, de los
Muiscas del sur del altiplano. Las evidencias arqueológicas en el municipio no abundan y se hace
referencia al mismo sobre todo en relatos etnohistóricos.
En el año 2016 Pinilla, en un documento de prospección arqueológica del predio Novilleros resalta
que al encontrarse en un corredor natural entre las tierras adyacentes del valle del rio Magdalena
cercanas al municipio de Honda en el Tolima que fácilmente comunicaba con la Sabana de Bogotá,
se esperaba encontrar evidencia arqueológica susceptible a discusiones académicas. Sin embargo
“la prospección arqueológica no arrojo resultados positivos en términos de presencia de material
cultural, que permitiera identificar la presencia de actividad antrópica, por parte de grupos
indígenas en el periodo prehispánico”. Al tratarse de una zona inundable en tiempos antiguos, se
sugirió que allí no era propicio adelantar actividades de agricultura, por lo que era poco probable
también el asentamiento. A lo sumo se conjetura que pudo aprovecharse para el pastoreo.

En el sitio de Tibacuy, también perteneciente a la provincia de Sumapaz, Salas y Tapias (2000)


describen que encontraron material limonita arcillosa en Fusagasugá, material usualmente
empleado en la decoración de cerámicas o en trazado de pictogramas en sitios de la Sabana de
Bogotá. No obstante, no hay evidencia arqueológica al respecto en el mismo municipio. Al parecer
fue una zona tránsito, pero no de asentamiento de los Sutagaos y de los Panches. También en las
crónicas de los españoles se resalta a Fusagasugá como uno de los sitios importantes de mercado
entre Muiscas y Panches. Las afirmaciones, para efectos arqueológicos, no dejan de ser conjeturas
ante la falta de evidencia rupestre o alfarera.

Simijaca

Ubicado al norte del departamento de Cundinamarca, municipio de la provincia de Ubaté que


limita con los municipios de Chiquinquirá, Caldas y San Miguel de Sema en el departamento de
Boyacá, así como Carmen de Carupa y Susa en Cundinamarca. Está ubicado en inmediaciones de la
Laguna de Fúquene.

Langebaek (1995) en un estudio de arqueología regional del valle de Fúquene y Susa menciona
que Simijaca era un cacicazgo conocido por los españoles por sus interacciones con comunidades
indígenas de las tierras bajas como los Muzos, Saboyá y Vélez, con quienes comerciaban productos
como sal y algodón. Además, por cronistas como Simón (1625), que el cacique de los Simijaca
participaba en ceremonias religiosas de Guatavita. El registro etnohistórico entonces relaciona a
Simijaca como un sitio de asentamiento de poblaciones asociadas al periodo Muisca tardío, sin
encontrar hasta hoy evidencia arqueológica que compruebe tal poblamiento.

Dentro de las mismas crónicas, ya durante la colonia, se registraba un poblamiento de 758 nativos,
bajo frente a otros sitios como Chocontá que contaba con una población que ascendía a los 2570
indígenas o Ubaté, con una de 3293 (Román, 2008). Para finales de los años 1600 d.C., la población
nativa de Simijaca, junto a la de Susa y Fúquene había descendido precipitadamente al punto de
desaparecer (Langebaek, 1995).

La prospección arqueológica más reciente en el municipio la llevó a cabo Juan Sebastián Becerra
(2012) en el predio “Recebera La Esmeralda” de la vereda Salitre. Según el informe “se logró
identificar dos fragmentos cerámicos a 30 cm de la superficie actual, uno correspondiente a una
olla posiblemente de dos asas y otro, un fragmento de cuerpo indeterminado de un recipiente
globular”. Pese a la escaza muestra el arqueólogo no descarta que la zona pudo haber sido
adecuada para viviendas o cultivos, aunque estas fueran más probables en zonas mucho más
planas. Dado que para estos antecedentes no se pudo disponer del informe completo, no se
puede referenciar si hubo algún tipo de estratificación de suelos y fechas de radiocarbono que
asociaran los fragmentos al periodo cerámico (Herrera, Muisca temprano o Muisca tardío) y a
alguna etnia en particular.

Sutatausa

De la provincia de Ubaté, al nororiente del departamento de Cundinamarca, es un municipio que


queda a 88 kilómetros de Bogotá y geográficamente se ubica como una transición entre los
altiplanos de la Sabana de Bogotá y el Valle de Ubaté. En canto a hidrografía “está compuesta por
las microcuencas de los ríos Agua Clara, Aguasal y Chirtoque, afluentes del río Suta que a su vez
pertenece a la cuenca del río Ubaté, y la quebrada Palacio que desemboca en la laguna del mismo
nombre y que hace parte de la cuenca del complejo de humedales de las lagunas de Palacio -
Cucunubá - Fúquene.” (Martínez Celis & Mendoza Lafaurie, 2014).

Ya se han mencionado los registros sobre arte rupestre en Sutatausa, evidencia arqueología que
abunda en el municipio, sobre todo hacia las tierras más altas en bloques erráticos individuales y
pequeños abrigos rocosos (Martínez Celis & Mendoza Lafaurie, 2014) donde se documentaron 81
Sitios con Arte Rupestre ubicados en el casco urbano y las veredas Santa Bárbara, Novoa, Palacio y
Salitre-Pedregal.

También se hizo mención del trabajo de María del Pilar Gutiérrez (1984) y sus hallazgos de
abundante material lítico en chert, en los cuales domina la técnica conocida como percusión
simple, asociada al periódico Precerámico de cazadores-recolectores.

Las últimas exploraciones arqueológicas en Sutatausa se han llevado a cabo en prospecciones de


arqueología preventiva. Jhon McBride (2011) encuentra en excavaciones hechas en la vereda
Concubita fragmentos de los tipos Ráquira Arrastrado, Chocontá Verde Vidriado, Mosquera Roca
Triturada, así como artefactos líticos y restos óseos animales como del venado. No obstante
señalarse como área de ocupación y resistencia Muisca (Duque Gómez, 1960), no se encontraron
elementos que se asociaran a ese periodo. Los sitios de interés demarcados por McBride (2011) no
se consolidan como sitios arqueológicos, lo que lleva al antropólogo a deducir que no fue
densamente poblada y que no hubo un continuum de poblamiento con respecto a otros sitios en
las altiplanicies. Los materiales se asocian a grupos precerámicos y del periodo Herrera. Así, el
potencial arqueológico de Sutatausa es muy bajo.

En dos de los tres informes de prospección arqueológica en áreas de Sutatausa concedidas a


títulos mineros, Elkin Rodríguez (2011) no encuentra vestigios culturales que pueda asociar al
tránsito o poblamiento de grupos prehispánicos (el área del título minero 1930T y área del título
minero 02-007-98) por lo que aduce que no hay potencial arqueológico en la zona. Sin embargo, el
hallazgo de “estructuras líticas representadas en menhires o monolitos registrados en la franja
perimetral del Título Minero 02-007-98.”. Para el arqueólogo estas manifestaciones pueden ser
más recurrentes de lo que se cree y su estudio es relevante para entender su valor histórico. Así
formuló para esa área en particular un plan de manejo para conservar estas estructuras.
Ubaté

Capital de la provincia que lleva el mismo nombre también se ubica al noroeste del departamento
de Cundinamarca. En la época de la conquista fue el oidor Luis Enríquez quien describió un amplio
poblamiento indígena en Ubaté. De hecho, como ya se mencionó, la población nativa ascendía a
3293, de los cuales 440 en indígenas tributarios ya para finales de los años 1600 (Román, 2008). La
población indígena durante la colonia estaba sujeta el zipazgo de Bogotá y según información de
las crónicas españolas, pertenecían al mismo grupo lingüístico de los muiscas.

El trabajo arqueológico más reciente encontrado data de 2005, en una prospección realizada por
Jorge Alarcón en la vía perimetral de Ubaté, los comuneros. Allí “por medio de la utilización de un
geo-radar, identificando unas 6 tumbas, de las que se recuperaron materiales cerámicos, líticos y
óseos de animales que evidenciaron una ocupación del periodo Muisca temprano, hacia alrededor
del siglo XII d. C.” Dado que no se puedo acceder al informe completo y no se encontraron otras
referencias de estudios que vincularan al municipio de Ubaté como sitio arqueológico, no se
puede profundizar en la información arqueológica resultado de los hallazgos. Solo es preciso
apuntar que sobre el valle de Ubaté abunda información etnohistórica que escapa a los propósitos
de este documento.

Villeta

Es la capital de la provincia de Gualivá hacia el occidente del departamento de Cundinamarca. Por


las cronistas de los españoles se conoce que en el territorio actual del municipio habitaron los
Panches, grupos contemporáneos de los Muiscas. En cuento a descripción geográfica y relieve se
nota que la fisiografía del área es abrupta con pendientes altas y valles estrechos y profundos
típicos de los ríos de Cordillera (ríos Bituima y Villeta).

Los estudios arqueológico relacionados con Villeta se han realizado en el departamento del Tolima
pues la cerámica Guaduero y Guaduero Liso encontrada en prospecciones hechas en el lugar
(Hernández, Díez, Uribe, 2011; López Santamaría, 2012) es descrita por Gerardo Reichel-Dolmatoff
y Alicia Dussán en las investigaciones de Arrancaplumas, Honda, que pertenecen al periodo
Formativo (C14 230 ± 90 a.C.) y guardan similitudes con el MIR del periodo Herrera (2.225 a.p.)
común en el altiplano cundiboyacense. Se halló una urna funeraria de gran tamaño del estilo
Colorado

Este hallazgo indica para ciertos investigadores las relaciones entre habitantes de pisos cálidos y
templados y la altiplanicie cundiboyacense que se dieron desde el periodo formativo, siguiendo
caminos naturales trazados por cursos de agua del rio Negro y Guaduero (Hernández & Fulleda,
1989) y los valles del rio Magdalena (Reichel-Dolmatoff, 1982), pasando por el municipio de
Villeta.

Lo materiales líticos encontrados en el Tramo II del sector I de la vía Villeta- El Korán (Hernández,
Díez, Uribe, 2011) se han asociado a las descripciones del sitio Guaduero (Hernández & Fulleda,
1989) dado que “la muestra presenta gran cantidad de artefactos utilizados para el procesamiento
de vegetales granos y producción de cerámica, tales como manos de moler, machacadores,
metates, pulidores y raspadores” (Hernández, Díez, Uribe, 2011, p. 141).

En el Tramo III se destaca el hallazgo de una urna funeraria en la zona de Guaduaero que guarda
similitudes con las descripciones morfológicas y tecnológicas del material reseñado en los sitios de
Mayaca y Colorados (Castaño & Dávila, 1984), por lo que pudo ser una zona de contacto entre
grupos indígenas de la familia lingüística caribe y los de la familia lingüística chibcha. Los
arqueólogos sugieren que para determinar zonas de contacto y ocupaciones consecutivas es
necesario planear futuras investigaciones en ese sentido, sobre todo en los sitios 9 y 10 separados
por el rio Guaduero.

Se concluye que hubo poblamientos entre el Precerámico y el Formativo y Tardío con patrones de
asentamiento presuntamente diferenciados, pues se afirma que

En las zonas más elevadas de las vertientes de la cordillera oriental, se ubicaron sitios con
abundante material asociado al periodo formativo, como la cerámica del estilo Guaduero; mientras
en las zonas bajas y las riveras cercanas a los valles del rio Magdalena, se caracterizaron por la
presencia de materiales asociados al periodo Tardío, como la cerámica Colorados y las urnas
funerarias. Esto estaría marcando una pauta de asentamiento para ambos periodos, donde quizás
la densidad demográfica, entre otros factores, fue un aspecto fundamental a la hora de ocupar las
partes bajas de los valles durante el periodo Tardío, ya que estas tierras son consideradas con
mayor favorabilidad para el cultivo, por presentar suelos fértiles y buenos niveles de humedad, lo
que facilitaría las condiciones para los procesos de agricultura. Además de brindar acceso a una
amplia variedad de especies para la caza y la pesca. (Hernández, Díez, Uribe, 2011, p. 142)

Discusión. Algunas preguntas por resolver.

En este apartado se trata de resumir algunas de las cuestiones que se observó no han sido
abordadas dentro de las investigaciones y prospecciones arqueológicas, como vacíos o nuevos
interrogantes que los estudios por realizar podrían tener en cuenta en aras de la producción
contextuada y relevante de conocimiento arqueológico, que potencie su relación con otras
disciplinas y ciencias, tanto las que pertenecen a las humanidades como a las que se agrupan
dentro de las ciencias ‘duras’ o básicas.

Son frecuentes las descripciones de los grupos humanos del precerámico como cazadores
recolectores. Algunos estudios se enfocan en la descripción detallada de los materiales líticos y los
huesos de mega fauna, mientras otros se fijan en la descripción exhaustiva de las características
antropológicas de restos óseos humanos. Bien esto es importante, podría decirse que es una
aproximación (aunque juiciosa) preliminar. Poco se dice de las formas de interacción con otros
grupos humanos y de las formas de adaptación a los cambios geológicos, así como a elementos
culturales como formas de organización social temprana. La evidencia rupestre, por ejemplo, ha
permitido acercarse a una interpretación menos superficial sobre la comprensión del cosmos y la
diferenciación social por status religioso. Más adelante se retomarán los comentarios sobre estas
evidencias arqueológicas usualmente subvaloradas.
También son frecuentes los relacionamientos, en tanto estudios comparativos, entre los hallazgos
en regiones colindantes con el altiplano cundiboyacense, más cuando se presumen intercambios
culturales entre poblaciones que habitaban lugares distintos pero podrían encontrarse en caminos
o corredores, pero pocas referencias regionales más amplias se han planteado para empezar a
responder (o tratar de hacerlo) en la perspectiva nacional o continental, para plantearse, por
ejemplo, si las migraciones que poblaron Suramérica necesariamente respondieron al sentido
Norte-Sur o si en Colombia (lo que hoy se establece como su delimitación política) hubo
migraciones en otros sentidos e interacciones con grupos poblacionales de otros lugares o cuáles
fueron, en un mismo periodo, las formas de organización social se configuraron en distintas
regiones y si hay que revisar de nuevo si la historia de los habitantes del pasado respondió a un
continuo progreso o complejización o esas son categorías propias de una descripción con un sesgo
cultural todavía marcado.

Dentro de la literatura sobre el periodo Herrera no hay mucha información alrededor de los
enterramientos, qué tipo de rituales implicaban y si los mismos eran diferentes si el fallecido
pertenecía a un grupo diferenciado dentro de la comunidad, como una elite o unos especialistas o
unos guardianes de tradiciones o autoridades religiosas o dependiendo de la edad o el sexo o las
causas de la muerte (enfermedades crónicas, accidentes, suicidios o muertes violentas).
Plantearse cuestiones como estas implicaría profundizar las interpretaciones suscitadas por las
descripciones de los objetos y articular conocimientos de la biología y la sociología, por ejemplo,
evaluando además el alcance y pertinencia de las mismas de acuerdo a la evidencia empírica.

Es un debate intenso el desarrollado alrededor de la medición temporal de los periodos, en


particular si el Herrera puede subdividirse en temprano y tardío. Por otra parte, las discusiones en
torno a la continuidad o la discontinuidad entre el periodo Herrera y el Muisca siguen vigentes,
pues las investigaciones apenas los abordado como tesis para la reflexión sin que se haya
establecido hasta el momento como un problema de investigación que busque esclarecer las
cuestiones actuales y generar preguntas aún más complejas. Específicamente se ha debatido que
la continuidad de los asentamientos no conduce necesariamente a una continuidad étnica en la
ocupación de las mismas áreas, así como los cambios abruptos en la cerámica no necesariamente
implican una ola invasionista. Pues lo primero puede deberse a un aprovechamiento circunstancial
y lo segundo a trasformaciones sociales aceleradas. Por lo anterior resulta interesante que los
estudios venideros aborden cuestiones aun por explorar y aportar soportes teóricos y empíricos
que enriquezcan las deliberaciones.

La cronología prehispánica está lejos de ser bien definida, no hay un consenso amplio sobre la
delimitación temporal de los periodos. Son pocos los hallazgos que se pueden adjudicar al llamado
periodo Muisca temprano pues a la falta de fechas de radio carbono en contexto arqueológico y
suelos estratificados se suma que la asociación cerámica no corresponde en todos los estudios al
mismo periodo, dado que las estimaciones por su forma y composición son distintas. Se anotó, por
ejemplo, que habría un complejo arenoso a lo largo del altiplano cundiboyacense que marcaría la
cerámica del Muisca temprano o una de transición, pero hacia la Sabana de Bogotá el tipo
Tunjuelo Arenoso se ha relacionado más con el tipo Naranja Pulido que con los otros tipos
arenosos del norte de Boyacá, sin que coincidan en estilo de decoración en cronología adjudicada
(Boada, 2006).

Acerca de la organización política de los muiscas hay que decir que en los estudios clásicos
predominaba cierta perspectiva etnocentrista, dado que las principales fuentes de análisis eran los
relatos de los cronistas españoles, marcados por una mirada occidental cristina del medioevo. Con
estas solo se podía deducir que los cacicazgos eran muy poderosos y centralizados y que el poder
devenía de la acumulación de bienes de lujo. Las descripciones respondieron a hacer analogías
entre las formas de poder occidentales (conocidas) y las observadas. Las evidencias arqueológicas
fueron analizadas en principio con el mismo sesgo, pues la válida teoría de Murra (1972) sobre
control vertical parecía influir en los estudios que buscaban replicar esa tesis para dar cuenta de la
economía política de los indígenas de los Andes de norte, cuando apenas era uno de los ejes de
poder y no el fundamental.

No obstante, los últimos estudios, que han incorporado pruebas y análisis interdisciplinarios, han
puesto de presente el equívoco de las primeras interpretaciones y han sugerido que los muiscas si
tenían una estructura de poder pero que está lejos de ser la que se imaginaba, en la que los
caciques y las élites tenían que estar en constante negociación por la regulación territorial, la
concentración de poder era más bien débil y la redistribución podría ser un fenómeno más
característico para los indígenas de la altiplanicie. La herencia de elites que gobernaron por varios
siglos entre los muiscas también es una tesis debilitada ahora, dado que los linajes, no son tan
comunes como se piensa o no responden necesariamente al establecimiento de organizaciones
políticas centralizadas.

Vale la pena entonces rescatar la cita de Londoño (1984) que hace Botiva (1989) en cuanto a las
lecturas académicas sobre los objetos y las crónicas.

La existencia de territorios independientes, podría tener implicaciones que deben tomarse en


cuenta para ahondar en las estructuras sociales, económicas y políticas. Finalmente, retomando a
Eduardo Londoño (1984b p. 10) "los antropólogos estamos tomando el relevo en cuanto a la
historia de los Muisca, pero heredamos muchas concepciones etnocéntricas y nos cuesta trabajo
abandonarlas". Unas de estas concepciones son más evidentes y por lo tanto caen más pronto: ya
no nos escandalizan las religiones "paganas" como les ocurrió a los cronistas y cada vez se
confunden menos los cacicazgos con estados. Pero estas celadas son más sutiles y más difíciles de
evitar: el vocabulario con el cual se habló aquí de guerra y de conquista, por ejemplo, no se adapta
a la realidad Muisca. Palabras como "independiente", "tributo", "sujeto", "frontera", "conquista", o
"guerra" refleja la experiencia de una sociedad occidental como la nuestra, pero nos impide
entender en sus propios términos a una sociedad tan diferente como lo fue la Muisca. Para
entender por qué hubo dos caciques o superar las deficiencias del lenguaje; para que los Muisca
dejen de ser un mito construido a nuestra imagen y semejanza, necesitamos fortalecer la
comparación etnográfica y establecer algunas comparaciones con la etnolingüística" (Botiva, 1989)

Relacionado con lo anterior el altiplano y los muiscas no son ya conocidos, sino que hay preguntas
por resolverse e hipótesis de trabajo que discutir para entender mejor cómo vivían las
comunidades prehispánicas, poniéndolas en contexto regionales sin perder de vista lo adelantado
en Colombia y teniendo en cuenta los desarrollos arqueológicos, no solo en términos de
metodología sino en teorías de interpretación de la vida del pasado. Sabiendo que no se trata solo
de un rescate anecdótico sino una comprensión científica con fines sociales, en tiempos en que la
memoria colectiva, las tradiciones, la diversidad cultural y la identidad son temas de estudio y
reivindicación de derechos frente al auge de proyectos de urbanización acelerada, mega-obras de
infraestructura e impulso de una maquinaria extractivista con grandes afectaciones a territorios
locales, lo que incluye, por supuesto, a sus gentes.

Como dice Carl Langebaek (20164) los arqueólogos están ante la tarea inmensa y difícil de dar
cuenta de las sociedades antiguas como se da cuenta de las actuales, siendo “unos verdaderos
sociólogos del pasado”, en tanto el quehacer implica tender puentes interdisciplinarios.

En cuanto a al abordaje del arte rupestre, en la perspectiva clásica parecía resumirse en la


descripción detallada de las formas para introducirlas en el registro de un Patrimonio Cultural sin
preguntarse por la relación de las evidencias rupestres y la vida de las sociedades prehispánicas.
Otros estudios, por la dificultad que refieren los pictogramas al intentar interpretarse, pues sus
motivos están complejamente cifrados, relacionan su análisis con la etnografía, comparando el
pasado con las evidencias y productos culturales semejantes de sociedades indígenas del
presente. Los últimos cuestionamientos intentan profundizar la mirada arqueológica, pasando de
la documentación exhaustiva y la analogía, a la correlación entre técnicas, trazados, semiótica y
motivos vinculados de manera importante a la vida diaria de tiempos remotos.

Quizá la articulación de las tres tendencias sea lo más conveniente para generar conocimiento
profundamente analítico que guie las investigaciones futuras y resuelva preguntas más dicientes
alrededor de este tipo de producciones culturales íntimamente ligadas a las diferentes
manifestaciones del ser frente al mundo desde el pasado, particularmente americano.

Los estudios de bioantropología y ADN mitocondrial son sugerentes en cuanto proponen linajes
comunes a las poblaciones amerindias, procesos de micro-evolución sugerentes de formas
adaptativas a diferentes condiciones ecológicas, así como rutas de poblamiento rastradas a partir
de secuencias de subhalogrupos. La interdisciplinariedad en los estudios arqueológicos desmarca a
la disciplina como subsidiaria de la antropología (como se ha abordado en Colombia) y la asocia
además con otras disciplinas como la genética y la biología. La arqueología entonces tendría un
gran potencial explicativo si los objetos del pasado descubiertos se someten a análisis
multidisciplinares, dado que los resultados responderían con mayor profundidad la complejidad de
la vida antigua, de los que surgen a la vez nuevos interrogantes estimulan procesos investigativos
más diversos e integrales, teniendo de cuenta que para dar cuenta de la vida actual hay muchas
disciplinas encargadas, mientas que para reconstruir la vida del pasado todo pasa por el oficio del
arqueólogo.

Referencias.

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de 2016.
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