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La educación

Es el desarrollo armonioso de las facultades físicas, mentales y espirituales. Prepara al


estudiante para el gozo de servir en este mundo, y para un gozo superior proporcionado
por un servicio más amplio en el mundo venidero. Las Sagradas Escrituras, cuando señalan
al Ser Infinito, presentan en las siguientes palabras la fuente de semejante educación: En
él “están escondidos todos los tesoros de la sabiduría”. “Suyo es el consejo y la
inteligencia”.
Todo verdadero conocimiento y desarrollo tienen su origen en el conocimiento de Dios.
Dondequiera que nos dirijamos: al dominio físico, mental y espiritual; cualquier objeto que
contemplemos, fuera de la marchitez del pecado, en todo vemos revelado este
conocimiento.
La mente del hombre se pone en comunión con la mente de Dios; lo finito, con lo infinito.
El efecto que tiene esta comunión sobre el cuerpo, la mente y el alma sobrepuja toda
estimación. En esta comunión se halla la educación más elevada.
Con infinito amor y misericordia había sido diseñado el plan de salvación y se le otorgó
una vida de prueba.
El amor, base de la creación y de la redención, es el fundamento de la verdadera
educación. Esto se ve claramente en la ley que Dios ha dado como guía de la vida.
La meta a alcanzar es la piedad, la semejanza a Dios. Ante el estudiante se abre un camino
de progreso continuo. Tiene que alcanzar un objetivo, lograr una norma que incluye todo
lo bueno, lo puro y lo noble.
El que coopera con el propósito divino para impartir a los jóvenes un conocimiento de
Dios, y modelar el carácter en armonía con el suyo, participa en una obra noble y elevada.
EL huerto del Edén era una representación de lo que Dios deseaba que llegara a ser toda
la tierra, y su propósito era que, a medida que la familia humana creciera en número,
establecieran otros hogares y escuelas semejantes a los que él había dado. La Educación
hogares y escuelas donde se estudiarían la Palabra y las obras de Dios, y donde los
estudiantes se prepararan para reflejar cada vez, a través de los siglos sin fin, la luz del
conocimiento de su gloria.
El verdadero maestro no se satisface con un trabajo de calidad inferior. No se conforma
con dirigir a sus alumnos hacia un ideal más bajo que el más elevado que les sea posible
alcanzar.
Su ambición es inculcarles principios de verdad, obediencia, honor, integridad y pureza,
principios que los conviertan en una fuerza positiva para la estabilidad y la elevación de la
sociedad. Desea, sobre todo, que aprendan la gran lección de la vida, la del servicio
abnegado.
En el sentido más elevado, la obra de la educación y la de la redención, son una, pues
tanto en la educación como en la redención, “nadie puede poner otro fundamento que el
que está puesto, el cual es Jesucristo”, “por cuando agradó al Padre que en él habitara
toda plenitud”.
Los grandes principios de la educación son inmutables. Están “afirmados eternamente y
para siempre”, porque son los principios .El principal esfuerzo del maestro y su propósito
constante han de consistir en ayudar a los alumnos a comprender estos principios, y a
sostener esa relación con Cristo que hará de ello su poder dominante en la vida. El
maestro que acepta esta meta es un verdadero colaborador con Cristo, y con Dios.
La educación de los israelitas incluía todos sus hábitos de vida. Todo lo que se refería a su
bienestar era objeto de la solicitud divina y estaba comprendido en la jurisdicción de la ley
de Dios. Hasta en la provisión de alimento, Dios buscó su mayor bien. El maná con que los
alimentaba en el desierto era de tal naturaleza que aumentaba su fuerza física, mental y
moral.
La consagración a Dios de un diezmo de todas las entradas, ya fueran de la huerta o la
cosecha, del rebaño o la manada, del trabajo manual o del intelectual; la consagración de
un segundo diezmo destinado al alivio del pobre y otros usos benéficos, tendía a
mantener siempre presente ante el pueblo el principio de que Dios es dueño de todo, y
que ellos tenían la oportunidad de ser los canales a través de los cuales fluyeran sus
bendiciones. Era una educación adaptada para acabar con todo egoísmo, y cultivar la
grandeza y la nobleza de carácter.
La disciplina y la educación que Dios había señalado a Israel, tendían a diferenciarlos, en
todos los aspectos de la vida, de los demás pueblos. No aceptó gustoso esa peculiaridad
que debió haber considerado privilegio y bendición especiales. Trató de cambiar la
sencillez y el dominio propio, esenciales para un desarrollo más elevado, por la pompa y el
sensualismo de las naciones paganas.
Moisés renunció a un reino en perspectiva; Pablo, a las ventajas proporcionadas por la
riqueza y el honor entre su pueblo, a cambio de una vida llena de responsabilidades en el
servicio de Dios. Para muchos, la vida de estos hombres se presenta como una vida de
renuncia y sacrificio. ¿Fue realmente así? Moisés consideraba que el oprobio sufrido por
Cristo era una riqueza mayor que la de los tesoros de Egipto. Lo consideraba así, porque
así era. Pablo declaró: “Pero cuantas cosas eran para mi ganancia, las he estimado como
pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la
excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido
todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo”.
Y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz”.
En el Maestro enviado por Dios, el cielo dio a los seres humanos lo mejor y lo más grande
que tenía. Aquel que había estado en los consejos del Altísimo, que había morado en el
más íntimo santuario del Eterno, fue escogido para revelar personalmente a la humanidad
el conocimiento de Dios.
Todas las excelencias manifestadas en las almas más nobles y grandes de la tierra, eran
reflejos suyos. La pureza y la bondad de José, la fe, la mansedumbre y la tolerancia de
Moisés, la firmeza de Eliseo, la noble integridad y la firmeza de Daniel, el ardor y la
abnegación de Pablo, el poder mental y espiritual manifestado en todos estos hombres, y
en todos los demás que alguna vez vivieron en la tierra, no eran más que destellos del
esplendor de su gloria. En él se hallaba el ideal perfecto.
En el Maestro enviado por Dios halla su centro toda verdadera obra educativa.
En presencia de semejante Maestro, de semejante oportunidad para obtener educación
divina, es una necedad buscar educación fuera de él, esforzarse por ser sabio fuera de la
Sabiduría; ser sincero mientras se rechaza la Verdad; buscar iluminación aparte de la Luz,
y existencia sin la Vida; apartarse del Manantial de aguas vivas, y cavar cisternas rotas que
no pueden contener agua.
La ilustración más completa de los métodos de Cristo como maestro, se encuentra en la
educación que él dio a los doce primeros discípulos. Esos hombres debían llevar grandes
responsabilidades. Los había escogido porque podía infundirles su Espíritu y prepararlos
para impulsar su obra en la tierra una vez que él se fuera. A ellos más que a nadie les
concedió la ventaja de su compañía.
Gracias a la obra de Cristo, los discípulos sintieron su necesidad del Espíritu; debido a la
enseñanza del Espíritu, recibieron su preparación final y salieron a completar la obra de
sus vidas. Dejaron de ser ignorantes e incultos. Dejaron de ser un conjunto de unidades
independientes o de elementos discordantes y antagónicos. Dejaron de poner sus
esperanzas en las grandezas mundanas. Cristo ocupaba sus pensamientos.

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