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SUBJETIVIDADES  
PARA LO MEJOR Y PARA LO PEOR 
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Colección  
 
Dossiers Filosofía Contemporánea 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Asociación de Investigaciones Filosóficas 
Medellín – Colombia 
Junio de 2007 
 

 
 
 
Ilustraciones: 
Francisco José Restrepo 
 
 
Diseño, edición y corrección: 
Carlos Enrique Restrepo Bermúdez 
Camilo Ernesto Mejía Jiménez 
 
 
Editor 
© Asociación de Investigaciones Filosóficas 
asoheterodoxa2@yahoo.com

 
Euphorion
www.revistaeuphorion.org
revistaeuphorion@gmail.com
Apartado Aéreo 49050 
Medellín – Colombia 
SUBJETIVIDADES PARA LO MEJOR Y PARA LO PEOR 
 
CONTENIDO 
 
Presentación            7 
 
El no‐sujeto 

La Subjetividad sin Sujeto         11 
Luis Antonio Ramírez

El Desvanecimiento del Sujeto en Jean Baudrillard  21 
Cristian Camilo Vélez

Devenir Sátiro            31 
Arturo Restrepo

La Frontera, el Afuera y el Sentido en la literatura  
Contemporánea            41 
Juan Pablo Posada Garcés

“Los Adictos Maquínicos”        57 
Félix Guattari

Jean‐Luc Godard 

“Cuando comencé a Hacer Cine tenía Cero Años”. Entrevista 
con Jean‐Luc Godard           63 
(Por Robert Maggiore)

Leprocomio 

A Propósito de Funes 73
Diego Echeverri Marín

Amy Foster 77
Diego Echeverri Marín
 
Colaboradores            83
PRESENTACIÓN 

La filosofía contemporánea, pero también las nuevas


experiencias y formas de vida social, evidencian la
destitución de la instancia moderna del Sujeto, tras lo cual
vemos aparecer formaciones distintas que inducen a
pensar más bien un no-sujeto, como una liberación
múltiple de las subjetividades que es la afirmación de su
irrecusable singularidad. La “subjetividad” –y no ya “El
Sujeto”– se revela así bajo un carácter plural, polifónico –
diría Guattari–, pues en lugar de una instancia fundadora
se trata en ella de un campo de fuerzas en continua
variación y devenir.

No hay que lamentar esta desaparición como algo


negativo. Al contrario, siguiendo una vez más a Guattari,
en ello reside la posibilidad de una nueva inventividad, de
la proliferación de formas de vida inéditas que hoy cabe
confiarle, según él, a las subjetividades mutantes y a las
nuevas minorías, “tanto para lo mejor como para lo peor”.

Ofrecemos en este número un dossier consagrado al


asunto del Sujeto y la subjetividad en diversas
perspectivas contemporáneas (Blanchot, Nietzsche,
Baudrillard, Deleuze, Guattari, Foucuault entre otros).
Esperamos ofrecer con ello elementos sobre esta rebatida
cuestión que alcanza, sin duda, a ser uno de los signos
propios de nuestro tiempo.
El NO-SUJETO
Colección
Dossiers Filosofía Contemporánea
Asociación de Investigaciones Filosóficas
Junio de 2007
Medellín – Colombia

LA SUBJETIVIDAD SIN SUJETO

Luis Antonio Ramírez

En un artículo titulado Qui (¿Quién?), aparecido por primavera vez


en 1989 en el cuaderno número 20 de la revista Confrontations, y
luego retomado en 1998 en el número 14/15 de la revista L’Œil de
Boeuf (El Ojo de Buey), Blanchot trae a cuento la pregunta: “¿Quién
viene después del sujeto?”, teniendo como presupuesto que el sujeto
es aquella instancia que nos ha hecho modernos (de Descartes a
Husserl, dice Blanchot). A esta pregunta la precede la siguiente:
¿Habría un tiempo –una época– sin sujeto? Tiempo en el que se
cuestiona la categoría del sujeto, su supremacía, su función
fundadora… y a partir de ahí, se plantearía la búsqueda de algo que
lograría su destitución, su trastocamiento en algo completamente
diferente. Y entonces Blanchot propone “algunas respuestas que
tácitamente no se dejan oír, evitando precisamente la elección de la
decisión”: el Superhombre (Nietzsche), o el misterio del Ereignis
(acontecimiento apropiador, el don que da tiempo y da ser, según
Heidegger), o la exigencia incierta de la comunidad desobrada
(Nancy, Bataille), o la extrañeza de lo absolutamente Otro (Levinas), o
tal vez el último hombre que no es el último (Blanchot mismo). Pero
en la necesidad de la indecisión, Blanchot continúa planteando la
pregunta tomando prestado el título de un libro de Claude Morali,
¿Quién soy yo hoy?, que como por un efecto de rebote es sacado a su
vez de un fragmento de Blanchot en El paso (no) más allá y donde
resuena aun en medio de la indecisión cierta respuesta:

Como si hubiera resonado, ahogadamente, esa


llamada, una llamada no obstante alegre, el griterío de
unos niños jugando en el jardín: “¿Hoy quién es mi?”
[La traducción que existe al español de Cristina de
Peretti se aferra demasiado a la literalidad de la pregunta
en francés; sería más conveniente decir en español
“¿Quién soy yo hoy?”]. ¿Quién hace las veces de mí?
[“¿Quién ocupa el lugar del yo?” o “¿Quién se da en el
lugar del yo?”]. Y la respuesta alegre, infinita: él, él, él”.
Blanchot, El paso (no) más allá, Paidos, 1994.

Los escritos de Blanchot no dicen nada más allá de esto: que el


“yo” no es ya el amo en su propia morada. El pensamiento se
mantiene al exterior de toda morada que aseguraría una intimidad.
Este pensamiento asume una tensión que perturba la presencia,
promoviendo la constitución de un límite cuya movilidad expresa su
fragilidad. Los textos de Blanchot, en particular los de ficción, se
inscriben en la creación de un modo de escritura que suprime la
posibilidad de constituir un sujeto, es decir, que ellos se forjan como

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

el espacio donde un sujeto busca desprenderse de sí mismo. La


literatura de Blanchot es inquietante porque ella abandona al sujeto en
el equívoco y en el vacío de su destitución, dejándole como único
designio lo completamente otro. Cuando la ficción vuelve posible la
figura de lo ausente, ella recubre un modo en que lo otro se presenta
como el trazo incesante de lo extraño. La desaparición parece
cumplirse pero no se acaba. Desvío “indiscreto” en el que el habla no
se dirige ni designa a un yo, sino más bien a lo otro, a lo que reside
como recuerdo-olvido de algo que fue, que ya no es, pero que mora
aun: fantasma impersonal, anónimo y neutro: él.

La experiencia imposible

La ilusión que produce la voz “yo” es que lo que ésta cuenta es


partícipe de una existencia (algo que desde Descartes se concluye
como verdadero), y que yo –por poder decir “yo”– también puedo
participar de ello. Pero este “yo” ha sido borrado por todo lo que lo
pone en relación con lo que vive o cuenta; este “yo” es el “tuvo lugar”
de una experiencia, de una relación fuera de toda comunicación:
impedimento, molestia que consiste en poner un sujeto a la
experiencia. Abolición del que habla y que pone el “yo” como último
recurso para manifestar la abolición misma. Lo propio de la
experiencia es que ésta acontece no bajo la perspectiva del sujeto, sino
de la multiplicidad que se despliega sin cesar.

Lo que importa de la experiencia no es el momento en que uno


puede detenerse para decir “yo” –ilusión de tener y fijar una identidad
acabada del yo–, sino el devenir mismo que deja el yo borrado, en un
afuera que sólo exige errar infinitamente.

En Blanchot el sujeto desaparece como sujeto de la experiencia:


ésta sólo es real para aquel que se pierde en ella, y aquel que se pierde
en ella no está ya ahí para dar testimonio de su pérdida. ¿En qué se
empeñará Blanchot para dar cuenta de esta desaparición del sujeto de
la experiencia? Uno de sus intentos es el de recurrir al tema de lo
impersonal, relevado a veces por el del anonimato. Confrontado a la
experiencia, yo no puedo apoyarme ya en mi identidad anterior, yo
pierdo mi nombre, mi ser en el mundo, mi carácter: yo no soy ya nadie
determinado. En la obra de Blanchot se podrán encontrar múltiples
testimonios de esta reducción esencial al anonimato, que es lo propio
de la literatura. “El escritor, dice Blanchot en El espacio literario,
pierde el poder de decir Yo… Lo que habla en él es el hecho de que,
de una u otra manera, él ya no es él mismo, él ya no es nadie”.

El punto decisivo aquí es la imposibilidad de apropiarse la


experiencia, de decir “yo la vivo” o incluso “yo la he vivido”. No es
solamente la persona la que ha sido aquí devastada –ese yo

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psicológico o mundano–, sino también la posibilidad misma de la


primera persona. Blanchot recurre entonces al vocablo él. Si bien, lo
impersonal o anónimo apunta hacia la disolución de la persona –como
individualidad en el mundo–, es el él lo que desde la escritura de
Blanchot instiga y acosa la primera persona en la imposibilidad de
decir “yo”. Él es la erosión de la posibilidad de decir yo, imposibilidad
de un centro: “un yo sin yo, incapaz de reconocerse como tal, puesto
que ya no puede ser sujeto de sí mismo.”. El él al que recurre Blanchot
se esfuerza en hacernos entender que cuando reina lo neutro –el
afuera–, ya no hay sujeto para una tal experiencia.

La subjetividad sin sujeto apunta a la ausencia de esencia y de


sentido en el “yo”. Es la subjetividad del Ausenteismo (como dice J.-
L. Nancy): no sólo la ausencia de Dios, sino sobre todo la ausencia de
sentido –éste sólo queda como fantasma, como simulacro o simple
ficción–.

En el él, el yo acepta la posibilidad de acceder a una identidad de


ficción o de función. Él es lo neutro que no designa, pero se deja
designar. Compañero gramatical de la escritura (Aquel que no me
acompañaba), compañero clandestino de la propia intimidad, él es la
ausencia de toda esperanza por unificar una existencia, única marca
que permite dar cuenta de lo extraño del sujeto ficcional, sustraído a la
vida, a los otros y a sí mismo, frente a la apertura del cielo y su vacío,
en la luminosidad enceguecedora que impele a errar (a escribir).

La pasividad

Levinas habla de la subjetividad del sujeto; si se quiere


mantener esta palabra. –¿por qué? Mas ¿por qué no?– tal vez
sería preciso hablar de una subjetividad sin sujeto, el lugar
herido, la desgarradura del cuerpo desfallecido ya muerto del que
nadie pudiera ser dueño o decir: yo, mi cuerpo, aquello a que
anima el único deseo mortal: deseo de morir, deseo que pasa por
el morir impropio sin sobrepasarse en él.
La soledad o la no interioridad, la exposición a lo exterior, la
dispersión fuera de clausura, la imposibilidad de mantenerse
firme, cerrado –el hombre desprovisto de género, el suplente que
no es un suplemento de nada.
Blanchot, La escritura del desastre, Monte Ávila, 1987.

La desgracia (el desastre) suprime toda personalidad como toda


alteridad. “En la desgracia nos aproximamos a aquel límite donde,
privados del poder de decir “yo”, privados también del mundo, ya no
seríamos más que este Otro que nosotros no somos” (La escritura del
desastre). La desgracia designa la experiencia de lo que no tiene
salida. No habría conciencia de la desgracia porque esta corresponde
al estado en que toda la conciencia está tomada por ella, sin que ésta

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

llegue a limitarla. La conciencia estaría así desprovista de medios y


teniendo sólo a la pasividad para enfrentar la desgracia. No se puede
soportar el conocimiento de lo que es insoportable en el mundo
(torturas, masacres, opresión, hambre): el conocimiento de lo
insoportable se hunde y derriba con él a quien se expone a él.

La pasividad es la experiencia sin sujeto ni conciencia, una


experiencia radical o absoluta, que no soporta ya el nombre mismo de
experiencia, sino tal vez aquel de “tarea”: algo por hacer que me
deshace.

Esta pasividad no es la de una espera mística, ni la de uno de


aquellos estados asignados a la psicosis; ella tiene que ver con lo que
Blanchot llama el afuera.

La escritura del desastre es la búsqueda de un lenguaje de la


extrañeza del otro que no volverá, extrañeza que consiste entonces en
la pérdida misma. Se trata de buscar, pues, un “lenguaje de la ausencia
de sentido”; hay que inventar esta lengua, es decir, darle lugar en un
espacio donde ella no tiene lugar. Lengua en que se guarda el silencio,
la ausencia, el vacío del horror. Es desde el fondo del silencio (si es
que éste puede tener fondo) y desde la experiencia de la desaparición
que vienen a estallar, a estrecharse, a dispersarse las palabras
arrancadas a la muerte, al morir.

Lenguaje que se confía a la transparencia de una escritura


declinada en lo neutro, en nombre del otro, en nombre de lo anónimo.

Es la atención infinita puesta en el otro –en lo completamente otro-,


desplazando el “sí mismo” y dejando un ser desprendido, una
subjetividad sin sujeto que cede ese lugar de la desaparición (el sujeto)
a un ser borrado por la responsabilidad hacia el otro.

Se trata aquí de la responsabilidad del sobreviviente, aquella del


último hombre: el que vive en la inminencia del fin y que prolonga
indefinidamente el fin (la muerte).

El infinito del tiempo parece desplegarse delante de él y a él lo


impele la responsabilidad de testimoniar antes de su desaparición.
Duelo infinito que testimonia de la imposibilidad del fin.
Responsabilidad de aquel que debe testimoniar por el testigo,
responsabilidad de aquel sobreviviente que lleva el desastre infinito
del morir de otro que él no pudo impedir. Para aquel que ya no está,
que no responde ya, no se puede responder en su lugar, sino que toca
hacer un lugar para que su ausencia sea la respuesta.

Acoger neutro de la más grande responsabilidad por el otro,


atención infinita, irreciprocidad de la relación con otro. Como la

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amistad, que en Blanchot es ruptura con toda relación de poder en la


medida en que ella despoja de la potencia de ser sujeto, reduciendo a
una pasividad pura.

Suspensión de sí en una deficiencia sorprendente, que permite


concebir el otro como más allá de sí mismo, en su parte anónima, su
parte de desastre anónimo, su inasimilable extrañeza, lo cual no
significa ni su glorificación ni su despojo absoluto, sino el forjamiento
de su transparencia, por la única y discreta afirmación de una
presencia cuya ausencia basta para decir la fuerza de pensar y el
tiempo más puro que el morir mismo, fuera de toda duración: el
tiempo en su esencia de separación y de desprendimiento, en su
vertiginosa ausencia, en su lejanía desastrosa.

Si bien yo no soy responsable del sufrimiento de otro, esto me hace


aun más responsable: responsable de mi incapacidad de ser
responsable, de sufrir en lugar del otro y de aligerar así su
sufrimiento. Tengo entonces que “responder por la imposibilidad de
ser responsable”. Es por ello que mi responsabilidad es infinita.

La responsabilidad es la exigencia de exponerse a lo neutro y de


responder a ello, que comienza justamente cuando yo ya no puedo
nada, cuando yo mismo he devenido una figura neutra, un él anónimo.

La fascinación de lo Otro

“Estar tentado por la relación con aquello que se excluye de toda


relación”, escribe Blanchot en El paso (no) más allá. La fascinación
es el acontecimiento que, al advenir, hace que la conciencia no esté
más ahí, puesto que ella no se encuentra bajo la forma del “yo”. Tal
acontecimiento excede aquello de lo cual puedo tener la experiencia.
Esto supone que el “yo” haya perdido toda relación con lo que se le
presenta a él; dicho de otro modo, para que lo que aparece afuera
pueda destituirme, es necesario que eso que aparece ahí deshaga mi
experiencia. Pero, ¿qué queda una vez que se han borrado las
condiciones habituales de la experiencia, tal y como ella es entendida
por la fenomenología donde para toda experiencia hay un “yo” como
origen? Queda otra forma de relación, pero una relación tal como no
se había pensado antes y en la cual, sin embargo, se reconoce algo de
lo que se ha vivido. Esta otra relación (que bien puede invertirse y
calificarse de no-relación) está hecha de obsesión (lo incierto que
siempre me desposee, lo inaccesible), y sobretodo de fascinación.

“La relación con lo otro se impone a mí como lo que me excede


infinitamente”.

Lo que se/para deviene relación: campo disimétrico.

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

Relación que designa una doble ausencia infinita.

El otro puesto en el lugar del altísimo, después de haber eliminado


toda relación de poder: allí donde cesa todo poder.

Respecto al otro, la diferencia es irreductible: relación donde se


impone lo extraño y lo infinito. Ni siquiera la diferencia podría
reducirse a lo diferente: diferencia en la indiferencia, diferencia
infinita.

Más allá aun de ser sí mismo, tampoco se busca ser-con-otro (el


otro que aseguraría la identidad de sí), sino dispersarse,
indiferenciarse en lo otro.

El puro ejercicio de lo otro, el designio más allá de todo horizonte:


allí donde se pierden estos ojos que no pueden verse a sí mismos.

Espacio de la distancia entre nosotros, llevando nuestra relación


con el otro allí donde no nos encontramos, nos distanciamos… y en
ese espacio queda una voz, retumba, hace eco, repite sin cesar un
murmullo infinito.

El estar a prueba de un singular temporal

El Otro (para quien “yo” no es más que el “singular temporal”), es


aquel que arranca (que saca, que destituye) de toda identidad.

En cada acontecimiento y en cada relación, alguien ocupa el lugar


de cualquiera, alguien que está ahí a título de signo intercambiable, de
singular temporal.

La subjetividad sin sujeto no se da como una finalidad. Toda


finalidad es arrasada por el torbellino de la disolución hasta el lugar
sin lugar donde cada quien sólo está ahí en lugar de cualquiera,
anónimo.

La cuestión del anonimato se ubica aquí en la finitud del hombre


que no se resuelve en nombre de un absoluto. En el anonimato no hay
una realidad trascendente, sino un simulacro en el que se designa en el
hombre la ausencia de toda identidad: el hombre, el nombre que está
de más, que no se sitúa en una verdad, sino en el excedente de toda
verdad, a la espera de una manifestación en una situación específica.
Aquí está la fuerza corrosiva del anonimato: como en el caso del
desastre no es que le toque a fulano o a mengano, sino que amenaza
bajo la forma de lo impersonal que priva de todo poder de cuestionar.

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¿Por qué a ti? ¿Por qué a mí? Ni tu, ni yo, siempre un “él” sin
figura, lo que aparece-desaparece entre nosotros.

Línea, intervalo de reconducción o de desvío, grito y murmullo en


la muchedumbre anónima donde cada quien le da el puesto a la
multiplicidad impersonal, “donde nadie acompaña a nadie”. “Soledad
de fuga”, así es como nombrará esto Blanchot en El diálogo
inconcluso; soledad que, en contraste con la de la escritura, “la
soledad esencial”, no se vive en el silencio, alejado de los otros, sino
en medio del murmullo anónimo, allí donde tal vez podamos coincidir
con los otros, pero no nos encontramos: dispersión en la que cada
quien se encuentra solo consigo mismo frente a la indeterminación de
la muchedumbre –como un mutismo sin sujeto soportado por el
silencio espectral del murmullo.

En esta soledad de fuga que ubica-desubica y disuelve la


subjetividad, lo que queda es la indeterminación: “el inmenso alguien
sin figura” en el cual los rasgos se asemejan a otros, creando de
semejante en semejante, luego de extraño en extraño, una superficie
indefinidamente plegada, desplegada, replegada. El rostro propio se
pierde de semejanza en semejanza sin poder retenerlo; los rasgos se
funden y se deshacen en la memoria-olvido del otro para quien “yo”
es solamente un transeúnte más. El rostro del “alguien sin figura” se
retira en la singularidad de un rostro que no dice nada: el rostro
impersonal de la expresión inexpresiva –el rostro borrado por la falta
de aquello que lo hace rostro, la expresión–.

Blanchot acogió la concepción levinasiana del rostro como la


“expresión primera de la alteridad” 1 ; sin embargo, trató de ir más lejos
al pensar la experiencia de lo absoluta e inaccesiblemente otro: la
muerte. Rostro detrás del cual sólo existe la figura ausente, la no-
presencia de lo inmediatamente otro; rostro anónimo de la presencia
cadavérica sin presente y sin contenido, que crea un vínculo “entre
aquí y ninguna parte” y que nos hace retroceder frente al otro
volviéndose “cualquier cosa”.

¿Cómo no concebir el carácter anónimo de la muerte después de


los frecuentes y desapercibidos cortejos fúnebres que en la urgencia de
las grandes ciudades no hacen más que desacelerar las innumerables
filas de autos, después de esa muerte en masa fabricada por las
masacres y las guerras de nuestros días? Hoy tal vez estamos más
cerca de “la muerte impersonal y el rostro que ella otorga a los

1
Ver Totalidad e infinito, sección III: “El rostro y la exterioridad” y
Autrement qu’être ou au-delà de l’essence, capítulo III: “Sensibilité et
proximité”. Blanchot interpreta la concepción levinasiana del rostro en El
diálogo inconcluso del siguiente modo: “El otro se me revela como lo que
está absolutamente por fuera y por encima de mí, no porque él sería el más
poderoso, sino porque en él se acaba mi poder”.

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

hombres”. Pero nosotros no podemos echar hacia atrás evocando un


mundo de un pasado más feliz; en todo tiempo, es la muerte la que
trae y entrega la máscara del rostro impersonal. El anonimato de la
muerte quita toda voluntad de dominarla o de apropiársela. El deseo
de tener una muerte propia es cada vez más raro; pero lo que tal vez
no resulte tan extraño hoy es el deseo de tener una vida impersonal.
Deseo de resistencia frente a todo lo que pretende sujetar al hombre a
una identidad. Deseo que se abisma en la experiencia disolvente de lo
múltiple y no en los meandros de una vida psíquica entregada a una
identidad única y absoluta.

Sin identidad, el singular temporal danza en la línea de la


indeterminación, allí donde él no puede ser medido, inconmensurable,
sin medida que le pueda ser común.

Ex-ceder

El “sin” de la subjetividad sin sujeto no invoca la negación de una


particularidad pretendiendo afirmar o llegar a una universalidad
(donde todo es lo mismo), sino que cede y hace advenir lo otro (lo
siempre otro, incesante, el océano sin fin, el desierto que crece, lugar
sin lugar, lugar atópico de lo otro). El “sin” no es una privación, sino
una ausencia, un salto, un ceder, el rayo que centellea en el des-
encuentro de lo extraño, lo inadmisible (lo que no es posible entregar
o devolver a una mismidad).

La subjetividad es destituida por lo que la excede (lo otro, el


extraño extranjero).

Ceder a la fuerza desintegradora del “cualquiera” (la fuerza


corrosiva del anonimato) para sacar al individuo de toda sujeción.

Ceder, ser excedido por la línea impersonal del afuera. Ceder a lo


que es radicalmente otro, sin vínculo de semejanza ni de identidad.

Una vida que cede, que ha sido empujada y llevada fuera de sí


hasta el extraño espacio del afuera donde la ficción y el vacío incitan a
errar indefinidamente.

El espacio que cede, que se cede, que ex-cede, que retira, que se re-
tira, que se reinscribe, que se re-escribe sin llegar al fin o sin al fin
llegar, desplazamiento ínfimo –pero inconmensurable: el afuera,
donde habla lo ininterrumpido, el término que no termina,
ambigüedad del fin que nunca llega: apertura infinita del infinito.

El afuera es sin horizonte, sin fin.

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El afuera como una vocación que no reenvía a ningún sujeto puesto


que ella destituye de toda posibilidad de decir “yo”.

El afuera excluye del mundo (el recinto, la morada) y de sí, para


arrojar en un vacío sin límite, donde sólo reina la impotencia absoluta.
Aquí el sujeto desaparece como sujeto de la experiencia, pues ésta
sólo acontece para aquel que se pierde en ese afuera, y aquel que se
pierde en él ya no está allí para dar testimonio de su pérdida.

Fuera de: movimiento de continua expulsión.

Movimiento inmóvil que pone fuera de sí y deja el vacío de la


ausencia.

El afuera: desalojo de todo lo que quiere atarnos. Lo que excluye –


y se excluye– de toda identidad ya constituida.

¿Y una vez que él se haya disuelto en lo impersonal y que haya


desaparecido, qué podría venir? ¿Tendría que enfrentar el afuera en un
perpetuo errar, en un vaivén sin fin, en una dispersión continua, en un
exilio infinito?

Además del carácter impersonal, el espacio literario de Blanchot


está poblado por la imagen ávida, errante e irreductible de lo espectral:
opacidad del afuera y ansia de errar en él sin lazos, ni deberes, ni
fines, como alguien imperceptible, un casi nadie “reducido a la
transparencia de un ser que uno no encuentra”

Subjetividad espectral: el “yo” errando, sin centro, disolución de la


diferencia externo-interno, ensanchando infinitamente el límite donde
se deambula, se está a la deriva sin apegos.

Lo que queda del sujeto enfrentado a la ficción del afuera (el vacío
de una ficción o la ficción de un vacío) no es la intransitividad de un
nihilismo insuperable, sino la intransitividad o la pasividad de una
fascinación sin sujeto. Pero, ¿algo habrá de quedar entonces? ¿Acaso
un residuo sin restos, algo menos que algo? En todo caso, nada de
trascendencia; si algo queda, ese algo corresponde al movimiento
mismo de la desaparición, fragmentación incesante del infinito: fisura
entre otro y otro, distancia exorbitante en la que ya no se tiene
esperanza de encontrar el agotamiento y donde lo que queda (¿el
espectro?) se ve impelido a ensanchar infinitamente el límite donde se
deambula, donde se está a la deriva sin apegos.

“Lo extraordinario comienza en el momento en que me detengo


[en el momento en que cedo]. Pero ya no tengo entonces el dominio
para hablar de ello”.

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EL DESVANECIMIENTO DEL SUJETO EN


JEAN BAUDRILLARD

Cristian Camilo Vélez

Nota Introductoria

Jean Baudrillard, nacido en Reims, Francia, en 1929, y formado


como sociólogo es hoy uno de los más ardientes críticos de la
sociedad de consumo. Tiene varios ejes de análisis, desde la
virtualización de la realidad por las nuevas tecnologías, los desfases
ideacionales y emocionales consecuentes a la negación de la historia,
y los efectos de los medios de comunicación y la moda. Se propone
igualmente una crítica de los objetos como signos, en una nueva
relación semiológica-económica en la cual el signo queda atrapado en
forma de mercancía; ello ocasiona que el objeto deje de ser necesario
y útil, y se convierta en una mera sustancia de intercambio.

Siguiendo las sugestivas investigaciones de Baudrillard,


arriesgaremos una hipótesis bajo el nombre de El desvanecimiento del
sujeto, en la que deseamos poner de manifiesto problemas que la
filosofía llega a tocar sólo muy tímidamente, como el impacto de la
tecnología sobre las condiciones de la subjetividad y muerte del sujeto
bajo la dominancia del imperativo de consumo. Queremos, pues,
llamar la atención sobre algunos sucesos que tienen ánimo en nuestra
época y que llevan a afirmar que nosotros como sujetos que habitamos
la realidad estamos camino a desaparecer, nos desvanecemos al
deshabitar la realidad y entramos en la hiperrealidad. Para Baudrillard,
nuestra época es la del mundo hiperreal, más real que la realidad. El
sentido de desvanecer no equivale a una aniquilación súbita, es un
paulatino agotamiento del contenido, un desaparecer la imagen, anular
la representación en sentido pictórico. El sujeto se toma como imagen
que se desdobla en un plano bidimensional con el objeto. Las
condiciones para que esta relación especular se mantenga son cada vez
más difíciles. En el presente ensayo se intenta mostrar, a partir de tres
ejes de análisis conectados entre sí (la relación sujeto-objeto, la moda,
y la desubjetivación maquínica), cómo éstos se entrelazan para
ocasionar el fatal desvanecer del sujeto; es otra perspectiva que
declara la muerte del sujeto, una muerte lenta en el éxtasis de nuestro
mundo simulado.

I. Sujeto-Objeto, la desaparición del mundo objetivo

Decimos que hay sujeto y que hay objeto. Aquí trataremos tanto al
sujeto como al objeto en un sentido psicológico, no epistemológico,

21
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

no político, etc. Hablamos del sujeto que no existe por sí solo, sino del
que gana la certeza de su ser y el contenido de su identidad en una
relación de privación o alineación respecto al otro, respecto también
de sus semejantes y del ambiente circundante, ambiente constituido
por objetos. El sujeto vive para dominar, amar, destruir, poseer los
objetos. Como en la dialéctica del amo y el esclavo, el sujeto es
concebido señor. Pero el sujeto sólo es sujeto porque se refleja en sus
objetos: objetos domésticos y objetos amados, en expresión de Freud.
El sujeto se toma a sí mismo como la referencia del objeto y
desconoce su total dependencia de aquel. Entretanto, se le muestra el
objeto como empobrecido y servil; en términos de Baudrillard: “El
objeto es maldito, obsceno, pasivo, prostituido, es la encarnación del
mal, de la alineación pura. Esclavo, su única promoción consistirá en
entrar en una dialéctica del amo y el esclavo, en la que sin duda se ve
asomar el nuevo evangelio, la promesa para el objeto de ser
transfigurado en sujeto.” 1

En la dialéctica del sujeto y el objeto, el objeto es en realidad el


extremo dominante, seduce al sujeto que lo desea. El sujeto no es más
que una empresa deseante, arrojada en el mundo para la búsqueda
asidua de objetos. Máquina deseante, diría Deleuze, máquina como
proceso, producción, y conexiones. La máquina deseante es máquina
desdoblada. Hay un interior y un exterior, el motor de la máquina es lo
externo, el objeto. Máquina o sujeto es fundamentalmente un sujeto
dividido, para expresarnos como Lacan. La división, la enajenación,
manifiesta la dependencia al objeto en tanto que perdido, en tanto que
extraído, en tanto que me representa. Por otro lado, el objeto es la
parte que atrae sin ser atraída, seduce al sujeto a un comercio
unilateral y gana realidad mientras el sujeto se anula. El sujeto no
puede sustraerse del mundo en el que se acostumbra a dominar en
beneficio propio y es así como su ser está en juego respecto al
magnetismo absorbente del extremo-objeto, ya no siervo y dominado,
sino dominante y señor.

He aquí pues que el sujeto, en su sentido psicológico, está


sumergido en la materia del objeto; se pierde y disfruta en ella. Pero
no es una pérdida fatal que anule totalmente su ser en el juego de
desplazarse definitivamente al lugar del objeto. Si esto en realidad
ocurriera sería la muerte del sujeto, destrucción de la máquina. La
vida, que consiste en la satisfacción periódica de las necesidades
apremiantes mediante determinados objetos, quedaría refrenada en el
encuentro violento de la satisfacción total. Esto no ocurre, el sujeto se
mantiene en su lugar, y el objeto es para él lo revestido de erotismo, lo
que se desea poseer, es una relación sexual benéfica y cándida. Toda
la esfera de la objetividad sirve de espejo para la formación del sujeto

1
Baudrillard, Jean. Las Estrategias Fatales. Barcelona: Anagrama, 1997,
p. 115.

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propiamente dicho, es la escena en la que el sujeto vive y convive con


sus semejantes. Esta escena o espejo es un entorno saludable para la
subjetividad, pues ésta no viene a constituirse sino como reflejo de
aquella. La subjetividad es producida por el entorno, por la esfera
objetiva, en la relación del sujeto con los objetos a manera espejo.

En este sentido, Baudrillard concibe una civilización real que vive


en el mundo real. Este juego del sujeto en la escena que, mediante una
proyección reflexiva, le brinda la imagen de lo que es, está en camino
de desaparecer en la época actual. Algo está ocurriendo que obliga a
denunciar una holística metamorfosis de la identidad epocal, de la
subjetividad en el mundo. Eso que ocurre con nuestro medio ambiente
y que produce sujetos vacíos, convenimos en llamarlo posmodernidad:
un “después de…” que es ahora real. Ahora vivimos en el después y lo
caracterizamos por una desaparición del sujeto psicológico del que
hablamos: el que jugaba con los objetos amados y tenía una vida real
en la escena objetiva. Esto ya no sucede porque obedecemos al
imperativo de la sociedad posmoderna, sociedad de mercado absoluto
y excesos. El imperativo dice: consume. Este imperativo es la apertura
al goce, a lo excesivo, a lo irrestricto. Antes había un margen
coherente de prohibición que mantenía la distancia entre el deseo y el
objeto deseado, pero el imperativo de consumo que no es una
sugerencia, algo así como “si quisieras podrías gozar sin reserva”,
dice más bien que gozar es una obligación: debemos consumir; somos
máquinas de consumo y nos consumamos nosotros mismos. Ahora no
hay una ecología posible, hay una patología universal.

Ahora bien, Baudrillard, como muchos otros, observará que el


objeto ya no tiene valor de uso, de necesidad; tampoco es campo
reflexivo y campo erótico del sujeto. La sociedad de mercado
desubjetiva al sujeto mediante la desobjetivación del objeto al
convertirlo en mercancía absoluta; todo objeto empieza a valer como
mercancía, todo adquiere precio y ello lo despoja de sus valores
psicológicos. En la nueva realidad de los objetos, la hiperrealidad,
interpretados en calidad de signos, los objetos no son signos con
significado, los objetos ya no dicen nada; se ha desligado radicalmente
el significado del significante. En su imperio, los insignificantes
significantes a lo sumo pueden decir: heme aquí, consúmeme. Mas, en
cuanto ha terminado su voz, ellos desaparecen, han sido reemplazados
por una máquina mayor: la super-máquina “moda”. Sucede, pues, que
los objetos constituyentes de la escena “saludable” conforman ahora
una escena patológica, productora de subjetividad igualmente
enferma, aquí producción y esquizofrenia. El sujeto es desequilibrado
en la posición respecto al mundo objetivo; en palabras de Baudrillard,
“la posición de sujeto ha pasado a ser simplemente insostenible” 2 .
Hasta aquí podríamos decir que nuestra sociedad en el actual estado

2
Ibíd., p.117.

23
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

de cosas es la sociedad de la infinita miseria, de la miseria por el


placer ilimitado, sociedad sadeana del exceso excesivo. Y con relación
a esto, hemos de referirnos a la fugacidad como la médula espinal del
imperativo del capitalismo y causa primera de nuestra crisis, esta
fugacidad de la super-máquina enfermiza y aniquiladora que
convenimos en llamar “la moda”.

II. La moda y el sujeto

Decimos que la subjetividad es producida, sea referida al sujeto


colectivo o al sujeto individual; se origina como un producto epocal y
una forma particular de vínculo con el ambiente. La subjetividad es
producida por la maquinaria humana en la esfera individual, colectiva
e institucional, bajo el movimiento ebrio de acontecimientos
revolucionarios que reemplazan o modifican paradigmas éticos,
políticos y culturales. Todas las dimensiones de lo humano asisten a la
fábrica de la subjetividad; cada época produce las condiciones para un
modo de ser del sujeto: inyectan en éste unos ideales de vida, unos
objetos para la satisfacción de sus necesidades apremiantes y otros
objetos para la satisfacción de apetitos lujosos.

Si seguimos a Jean Baudrillard, debemos admitir que asistimos a


un cambio de subjetividad incomparable a los modos observados en
épocas anteriores. El cambio radica en que la realidad real es
reemplazada por la hiperrealidad o la realidad virtual provocada por
los medios de comunicación y sus extensiones, y la moda. Los sujetos
no viven en la realidad sino en una simulación de ésta a través de los
aparatos tecnológicos. Los significantes familiares, educativos,
religiosos, deportivos, etc., que tradicionalmente cumplían un función
originaria respecto a la producción de subjetividad, empiezan ellos
mismos a ser subsumidos por modelos y planes permeados por las
figuras contemporáneas de la moda y el festín tecnológico que
embelesa con la extrañeza, la novedad y la posibilidad de una
existencia pletórica de inactividad y desasosiego: plétora de
relajamiento. La promesa del total relajamiento es lo mismo que la
muerte; allí la vida cesa: la vida como fuerza, como trabajo, gasto de
energía.

La subjetivación efectuada por la tradición religiosa, la familia y la


educación, pierde influjo frente a los elementos semióticos a-
significantes o signos vacíos en los que se presentan los objetos de
consumo modernos dentro de la lógica abrumadora de la moda. De tal
suerte que la economía subjetiva es desestabilizada, ya no producida
en la armoniosa polifonía de causas de todos los rincones humanos
convergentes, sino exclusiva o primordialmente por la empresa
tecnológica y el imperativo de consumo. Sin embargo, las
consecuencias del influjo de la lógica del consumo van más allá de la

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producción de formas de experiencia y de vida de los sujetos, llegando


hasta la anulación de los mismos. Para Baudrillard, el trasfondo de
esta funesta consecuencia reside en que la estructura de la moda
invade todas las esferas humanas.

En su trabajo titulado El Intercambio Simbólico y la Muerte,


Baudrillard intenta desenmascarar la magia de ese código que es la
moda. Para él, lo que caracteriza este código es el acelerado juego
diferencial de los significantes porque los referentes de larga duración
no producen tanto éxtasis como la magia del cambio. Hay que perder,
pues, los referentes y abandonarse al goce de la metamorfosis
continua de la identidad, a ser cada vez otro dentro del código. Lo que
está en el código, en la moda, son signos, eso es lo que se tramita.
Pero son signos sin una determinación interna, que pueden permutar
sin límites. No sólo los objetos cotidianos, el propio cuerpo o el
vestido es lo que necesita el código; también los signos pesados, como
los llama Baudrillard: la política, la sexualidad, la economía, la cultura
y la ciencia están insertos en el juego del cambio, de la permutación
sin referente fijo. Todo lo que cae en la estructura del código está
constituido por signos que no diferencian un significante de un
significado, los significados desaparecen en la materialidad pura del
significante. Es decir, todo lo que se puede decir que está de moda es
un signo carente de sentido y válido por su sustancialidad que es
posible mutar sin siquiera terminar de consumirse.

La moda es la alternancia simple de los signos, la pura fugacidad


que afecta todo en su principio de identidad. Pues todo aquello caído
en su poder no tiene otro modo de ser más que en el inorigen, en la
conmutabilidad. Siendo la moda la abolición de los referentes, la
identidad de los objetos y los sujetos se pierde en el “progreso”, en el
movimiento sin rostro fijo del tiempo lineal en cuya punta está la
innovación, la ruptura, el concepto de vanguardia. Decimos
“progreso”, de modo que ¿a dónde queremos llegar? Progresamos
hacia el progreso mismo, progreso sin finalidad, a menos que el fin
sea el inorigen que no es más que la muerte; progresamos a la muerte
o morimos en el progreso. También podemos decir: el progreso es una
muerte lenta. Así, estar a la vanguardia, extasiados en el código
mágico es extasiarse con la muerte; el sujeto está muriendo. Nosotros
decimos: desvanecimiento del sujeto.

Sigamos con la moda. La moda es una trama de identificaciones


con nuevos signos, que mueren inmediatamente se ponen de moda. El
sujeto queda atrapado en el movimiento cíclico de poner de moda lo
retro, lo pasado e inmediatamente éste se hace presente para
asesinarlo, para prometerlo en el futuro. También el cuerpo es
arrebatado al sujeto en esta era de lo ligero (light), es enajenado de su
cuerpo para inscribirlo en la lógica demencial del consumo. La era
ligera exige cuerpos de menor densidad, cuerpos invisibles que vistan

25
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

los nuevos conceptos de la moda. El sujeto no puede flaquear ante la


demanda de invertir el concepto, desecharlo e identificarse con el
nuevo signo, en un fluir absurdo hacia la dinámica misma del cambio.
Gilles Lipovetsky llama a esto el imperio de lo efímero; luego, hemos
sido capturados en la red de la mordaz y, sin embargo, alegre moda.

Ahora bien, ¿qué modo de subjetividad es aquel que produce esta


empresa contemporánea? Sujetos quizá frenéticos, maníacos y los
apegados a la tradición convertidos en melancólicos, para usar la
terminología freudiana. En un sentido, nuestra época ha producido una
subjetividad psicótica, “consumofrénicos”; en otro sentido, causa la
desaparición del sujeto, o puede que estos dos no sean más que uno
solo. Quizá esta nueva forma de esquizofrenia, la “consumofrenia”
como podríamos llamarla, está ligada a la muerte del sujeto; es el
desvío pasional y conturbado, transitorio hacia la muerte. Baudrillard
presume que también los nuevos aparatos informáticos y de
comunicación conducen al desaparecimiento del sujeto; maquinaria de
moda y portadora de la muerte de toda intimidad. Estas máquinas
tecnológicas en la dimensión de las comunicaciones y la información
corresponden a una tercera causa aducida como aniquiladora del
sujeto psicológico.

III. Máquinas desubjetivantes

Hemos dicho, pues, que el objeto es el espejo y la escena donde el


sujeto se proyecta y autopercibe. El sujeto siempre está alienado por el
objeto seductor, pero equilibrado en las balanzas escénicas familiares
donde la imagen del Otro interviene en el equilibrio de su identidad.
El sujeto mantiene en la escena algo de interioridad, que es correlativa
al espacio público o comunitario por el cual es posible que logre el
intercambio subjetivo. Pero dijimos ya, siguiendo las sospechas de
Baudrillard, que actualmente ocurre algo con la subjetividad que
atribuimos a la influencia desmesurada del imperativo del consumo
del capitalismo, en su afán de producción de objetos inútiles,
permutables fácilmente, dentro de los cuales caen los aparatos
tecnológicos. Esta industria ha ocasionado que el plano erótico de los
objetos donde el sujeto se proyecta, desaparezca y en cambio emerja
una forma de relación con el objeto por meras ganas de ser
reconocidos dentro del código mágico de la moda, y en ese sentido la
vida va perdiendo interés. La vida como tal también muere.

En este mismo sentido, Baudrillard observa una paulatina


desaparición de la oposición entre lo privado y lo público, no porque
el espacio privado o íntimo sea subsumido por el público, sino porque
ambos espacios son transportados del campo de interacción real entre
el sujeto y la comunidad al campo de las relaciones virtuales y de
simulación. Lo que ello quiere decir es que el espejo de los objetos, la

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escena de la realidad ya no refleja las imágenes en las que el sujeto se


reconoce, porque hay una tendencia naciente y prolífera de vivir a
través de los aparatos tecnológicos que deshumanizan el intercambio
subjetivo. Pantallas, telemática y zonas interfaciales de comunicación
en el universo de lo tecnológico crean un sujeto sin necesidad de
cuerpo donde todo el ambiente se reduce a una pantalla de control. La
realidad empieza a perder interés y gana atención la realidad de las
simulaciones, la realidad virtual que impulsa al desvanecimiento del
sujeto. Escribe Baudrillard: “Si uno piensa en ello –en lo que está
ocurriendo–, la gente ya no se proyecta en sus objetos, con sus afectos
y representaciones, sus fantasías de posesión, pérdida, duelo, celos: en
cierto sentido se ha desvanecido la dimensión psicológica, y aunque
siempre puede señalarse con detalle, uno siente que no es realmente
ahí donde suceden las cosas” 3 .

El movimiento de la moda como motor de la nueva forma del


capitalismo, hizo posible la producción de signos u objetos vacíos de
valor de uso y ricos en inútil valor de cambio. Esos objetos no han
sido creados porque eran necesarios, son necesarios porque han sido
creados. Y como no prohíben al sujeto el secreto que porta el objeto
en su valía erótica convierten su consumo en una licencia patológica
determinada quizá por el precio, pero en fin, en una mórbida
necesidad de actualidad, fría y despiadada.

Llego así al punto en que, me parece, se pone en peligro definitivo


al sujeto: las máquinas desubjetivantes alabadas en la actualidad, a
saber, comunicación e información.

Se ha logrado mostrar cómo el sujeto mantenía un interés atractivo


para Otro, y este Otro era un objeto revestido de erotismo; también lo
estaban los objetos en sentido lato. Pero todo está siendo invadido por
un ánimo de mercancía. “Uno ya no es un espectáculo, el otro ya no es
un secreto”, dice Baudrillard 4 . Además, todos nuestros secretos son el
alimento de la comunicación, lo cual ocasiona la pérdida del
espectáculo; no hay nada que encubrir, nada prohibido que desear, en
lo cual la escena humana se represente su goce. La comunicación
desdibuja lo romántico y tímido, lo erótico y privado con su mordaz y
obscena transparencia. Si alguien intenta guardar un secreto, si con sus
sentidos disfruta algo mediodesnudo y mediovelado, la informática
mata su placer al exponerlo por completo, pues estos aparatos
consisten en no velar ni guardar secretos ni mantener taciturnos
ideales: viene y expone, hace visible, transparente todo lo posible.

3
Baudrillard, Jean: “El éxtasis de la comunicación”. En: Habermas, J.
/Foster, H. La Posmodernidad. Barcelona: Kairos, 1998, p. 188.
4
Ibíd., p. 192.

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

Lo obsceno ya no es una sexualidad reprimida en su intento


desviado de satisfacción, como decía Freud, sino una obscenidad
comunicativa que roba y acaba con los espejos, las imágenes de
proyección reflexiva. Es la invasión de la pornografía de información
que rota sin reservas, de continua fluidez y disponibilidad. No es,
pues, obscenidad de lo prohibido y oculto, sino de lo visible y
transparente. Esta empresa pone al sujeto en peligro porque no hay
forma de esquivar su mirada. El sujeto se vuelve impotente, incapaz
de construir su propio mecanismo de protección. Lo que antaño era
una fuerza interna de resistencia a exponer su ser íntimo, es
corrompido por la fuerza aniquiladora del imperativo de consumo
quedando indefenso ante los aparatos comunicacionales.

La lógica de los media y de los aparatos de información


comandados por sujetos aniquilados es destruir toda lógica que evite
exponer un campo íntimo. Es angustioso para el sujeto que el placer
provenga de la fascinación de los medios y esta máquina que le
inyecta a la fuerza la exterioridad y lo coacciona a renunciar a sus
espacios privados, para que su identidad, además de mutante perpetua
en el juego mágico de la moda, se disuelva en la universalidad actual
de la información.

Esto es extraño, pues antes buscábamos el goce sin reservas, hasta


la muerte, en una satisfacción ilimitada de los anhelos internos y
queríamos exteriorizar las ideas más perversas, ilusas o estúpidas a
sabiendas que el propio psiquismo evitaría su realización completa;
siempre había algo diferido, algo retardado. En cambio hoy, el
ambiente, el entorno mismo obliga a que ello se lleve a cabo, es la
época del goce total, del éxtasis de la comunicación, dirá Baudrillard.
¿Y dónde queda lo íntimo del sujeto, su espacio impenetrable? ¿Qué
puede esperar si todo le es dado en la fluidez del mercado, si la
comunicación le ha inyectado la exterioridad sin permiso? El sujeto ha
quedado anulado, desaparece en la fascinación obscena que procuran
la comunicación, la hiperrealidad o realidad simulada y el código: “Es
el fin de la interioridad y la intimidad, la excesiva exposición y
transparencia del mundo le atraviesa sin obstáculo. Ya no puede
producir los límites de su propio ser, ya no puede escenificarse ni
producirse como espejo. Ahora es sólo una pantalla, un centro de
distribución para todas las redes de influencia” 5 .

5
Ibíd., pp. 196-197.

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Bibliografía

BAUDRILLARD, Jean. El Sistema de los Objetos. México: Siglo


XXI, 1969.

--------. Las Estrategias Fatales. Barcelona: Anagrama, 1997.

--------. La Ilusión Vital. Buenos Aires: Siglo XXI, 2002.

--------. “El éxtasis de la comunicación”. En: Habermas, J. /


Foster, H. La Posmodernidad. Barcelona: Kairos, 1998, pp.
187-197.

LIPOVETSKY, Gilles. El Imperio de lo Efímero: La moda y su


destino en las sociedades modernas. Barcelona: Anagrama,
1994.

DELEUZE, Gilles / Guattari, Félix. El Antiedipo: Capitalismo y


Esquizofrenia. Barcelona: Paidós, 1985.

GUATTARI, Félix. Caosmosis. Buenos Aires: Manantial, 1996.

LACAN, Jacques. Escritos. Buenos Aires: Siglo XXI, 2002.

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DEVENIR SÁTIRO

Arturo Restrepo

I. Fabulación

“No hay literatura sin fabulación”, afirmó alguna vez Bergson. La


fabulación no consiste en imaginarme cosas o proyectar mis vivencias
personales. Más bien es crear visiones por medios pocos racionales,
por ejemplo en el orden del sueño, o en procesos patológicos, en
experiencias esotéricas, en el consumo de plantas sagradas, los
momentos de embriaguez, la literatura, el arte. La fabulación creadora
nada tiene que ver con un recuerdo ni con una vivencia. De hecho
exige de mí el sacrificio de todo rasgo de subjetividad, para devenir
precisamente un vidente. Al desaparecer accedemos a visiones,
“encontramos lo que había antes de que la tierra y los astros fueran
formados, es decir, el espacio. Somos ese espacio con todo su
derroche. Regresamos al día aéreo y a su negra alegría” (René
Char). El creador es alguien que ha visto en la vida algo demasiado
grande, demasiado insoportable también, de tal manera que su
pequeña vida en el barrio de su ciudad y sus amigos acceden a esa
visión –como Miller que extrae de su ciudad un planeta negro–, con la
cual compone una nueva imagen del pensamiento, una nueva
sensibilidad, una nueva posibilidad de vida, un nuevo mundo. Fabular
es liberar la vida encarcelada por y en el hombre, en los fines y los
proyectos del mundo. Y los creadores lo hacen fabulando personajes,
la tortuga en Lawrence, Josefina La Cantora en Kafka, Molloy en
Beckett, Zaratustra en Nietzsche, el Sócrates de Platón, los
heterónimos de Pessoa, la Pantera Rosa de Henry Mancini. Pero
también crean paisajes, cartografías, arquitecturas para la vida de esos
personajes, tan henchidos de vida que ninguna vivencia puede
alcanzar. Fabular es destruir, eliminar todo lo que es mierda, muerte y
superfluidad, como dice Virginia Wolf, eliminar todas las
percepciones comunes que nos hunden en una vida mediocre, y
conservar aquellas raras e insólitas para con ellas incrementar el arte y
la vida. Fabular: crear visiones que traduce el anhelo del poeta:

¡Mas ahora amanece el día! Esperaba, lo vi llegar,


Y lo que he visto, lo Sagrado sea mi palabra.
Hölderlin

Fabular es crear dioses y gigantes, “fuerzas impersonales o


presencias eficaces” (Bergson) que se dan en primer lugar en las
religiones, pero también libremente en el arte, como lo fueron alguna
vez en el mundo los griegos presocráticos. Estos griegos crearon a

31
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

Dionisos, visión con la que fabrican todo el arte: Un pueblo griego –


como dice Nietzsche– atravesado por la fuerza incomparable de lo
dionisiaco, que conforma el rizoma de su suelo, dando lugar a
diferentes estadios artísticos. Hablaremos aquí de dos de esos estadios:
la lírica y el coro satírico. Ambos son testimonio de la fuerza
fabuladora de los griegos, que crearon estas formas artísticas en la
visión extraordinaria de un dios: Dionisos.

II. La Lírica

Con el estudio de la lírica griega Nietzsche se aproxima a la meta


de su investigación, la cual es conocer la naturaleza del genio
dionisiaco-apolíneo y su obra de arte, a saber, la tragedia. El secreto
de esta unidad se manifiesta por vez primera en el mundo helénico en
la poesía lírica de Arquíloco de Paros. Esta poesía es para Nietzsche
ese nuevo germen de vida que se incrementará hasta llegar a la
tragedia y el ditirambo dramático. Arquíloco fue un acontecimiento
para el mundo helénico, con él se tenía ante sí algo desconocido que
provocaba miedo. Homero, el anciano soñador absorto en sí mismo,
mira estupefacto la cabeza apasionada de Arquíloco. Ese miedo
resultaba de la comprensión de que el grito de odio y de burla, las
ebrias explosiones de la voluptuosidad de Arquíloco no eran la
expresión de una subjetividad, que se presentaba en él un
silenciamiento de toda voluntad y capricho individual. En él acontecía
una fractura de toda moderación que tanto amaba el griego apolíneo.
Su canto es eco de lo desconocido, resonancia de la vida
absolutamente impersonal, réplica de lo Uno originario: Dionisos.

Sin embargo, este poeta desprovisto de interioridad dice “yo”.


Nietzsche se pregunta por el origen de este “yo”: ¿De dónde proviene?
¿A dónde apunta, si no es nunca la expresión de la subjetividad? Es
una voz neutra y anónima que habla desde el abismo de lo Uno
originario. La estética moderna ha interpretado esta voz como la
expresión de lo subjetivo, la interioridad, la individualidad. Nietzsche
en cambio piensa que el artista subjetivo es un mal artista, porque ante
todo el arte “es victoria sobre lo subjetivo, redención del “yo” y
silenciamiento de toda voluntad” 1 . Si no hay aniquilación de la
subjetividad no es posible la creación artística. La interioridad es un
fardo que hay que sacrificar a la hora de crear. Entonces la voz del
poeta deviene otra cosa, se vuelve el portavoz del extático sonido de la
melodía dionisiaca, en que se revela la desmesura entera de la
naturaleza.

El poeta lírico es un artista dionisiaco. Lo que pasa por él es el


elemento de la música. Su momento creador tiene la forma de un

1
Nietzsche, F. Nacimiento de la tragedia. Madrid: Alianza, p. 64.

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estado de ánimo musical. 2 Nietzsche dice, siguiendo a Schiller, que lo


que el poeta tiene ante sí, mucho antes al acto poético, es un
sentimiento desprovisto de imagen y pensamiento. Ningún orden,
ninguna sucesión causal: una corriente, un malestar, una zozobra, una
agitación sonora sin objeto, un Stimung musical. “Un sentimiento
desprovisto de un objeto determinado y claro”, dice Schiller, o sea,
una afección pura sin relación con un yo, que no parte de mí sino que
viene de Afuera, como una fuerza inaplicada, que me toca al
rebasarme, torrencial, el dios mismo que quiere exteriorizarse en el
poeta:

Detrás de mí hay oscuros coros,


Bosques se agitan y mares;
Y me arrebata de tal modo la gravedad
Que detrás del acontecer
Oigo moverse a veces un aliento
Más vasto que el mío.

Y entonces sé, lleno de confianza,


Que las manos no me mienten
Cuando ensamblan formas nuevas,
Que soportarían todo el peso
Para construir con estas bocanadas de aliento
Un seno profundo.
Rainer Maria Rilke

Esta gravedad musical que el poeta soporta para inventar


canciones nuevas, “fuerza inaplicada, torrencial, libre”, como
también la nombra Rilke, es Dionisos, que al exteriorizar su fuerza da
origen al fenómeno del lírico. Nietzsche explica este fenómeno a partir
de su metafísica estética, aquella que dice que lo Uno originario
necesita, para redimirse de su padecimiento por plenitud de
contradicción, de la visión extasiante, de la apariencia placentera, el
arte. Es la onda sonora en busca de una imagen. Si el artista quiere
servir a esta redención tiene que identificarse con lo Uno originario,
con su dolor y contradicción, compartir con el dios el sufrimiento:

Yazgo, infeliz por la pasión vencido,


Sin vida, hasta los huesos traspasado
De fieros dolores que los dioses me envían.

A los dioses atribúyelo todo. Muchas veces levantan


De las desdichas a hombres echados sobre el oscuro suelo;
Y muchas veces derriban y tumban panza arriba
A quienes caminan erguidos. Luego hay muchos daños
Y uno yerra falto de sustento y en desvarío de mente.

2
En este mismo sentido Fernando Pessoa dice: “Mi alma es una orquesta
oculta; no sé qué instrumentos tañe o rechina, cuerdas y harpas, timbales y
tambores, dentro de mí. Sólo me conozco como sinfonía”.

33
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

Tal ansia de amor me envolvió el corazón


Y densa niebla derramó sobre mis ojos
Robando de mí pecho el suave sentido

Arquíloco de Paros

Este dolor se desdobla en una primera réplica, la música. Aquel


sentimiento rítmico que acaece en el ánimo del poeta. Nietzsche le
llama “una repetición del mundo y un segundo vaciado del mismo” 3 .
Repetición que no cambia nada, que es calco, melodías en
contrapunto, eco de una vibración secreta que le anima, el
padecimiento del dios hecho onda sonora. Es Dionisos en su
repetición musical del Todo, expresión de su deseo que quiere liberar
su plenitud. De esta música –dice Nietzsche– surge una segunda
réplica, la imagen. La música se desdobla en imagen bajo el efecto
apolíneo del sueño. El soñador es la música, el mundo lo soñado. Esta
imagen, según Nietzsche, tiene la forma del símbolo o ejemplificación
individual. En este caso Arquíloco que se torna imagen de Dionisos,
símbolo de la fuerza incomparable de la melodía: “No es la pasión de
Arquíloco que baila ante nosotros en un torbellino orgiástico: a quien
vemos es a Dionisos y a las ménades” 4 . En el colmo de esta
excitación el artista ha abandonado la subjetividad. Condición
necesaria para el acontecimiento musical del mundo. Entonces el yo
del lírico resuena desde el abismo del ser, su yo es una pura imagen
en que se refleja la intensidad del dios. Dionisos es el cuerpo de la
naturaleza que “no dice yo, pero produce yo, instrumento y juguete de
su crear por encima de sí” 5 .

El proceso dionisiaco del lírico puede resumirse así: La música es


la réplica a-conceptual y sin figura del dolor de lo Uno. Primera
redención en una apariencia, como repetición, reflejo, desdoblamiento
de lo Uno. De esta primera apariencia surge una segunda, réplica de la
réplica, que tiene la forma del símbolo, o ejemplificación individual.
Este proceso que acontece en el vértigo del instante muestra la unidad
dionisiaca-apolínea, el yo del lírico expresa esta unidad. Nietzsche
dice que esta unidad se experimenta como un sueño; vemos al
embriagado Arquíloco echado a dormir, tal como lo describe
Eurípides en Las Bacantes, al que toca Apolo amorosamente con el
laurel. Al tocarlo, lo dionisiaco musical emite chispas-imágenes. Un
soñar que es totalmente distinto del soñar del escultor y el poeta épico,
que nunca llegan a unificarse y fusionarse con sus imágenes y
pensamientos. Dieter Jähnig dice acerca de esto:

3
Nietzsche, F. Op. cit.
4
Ibíd., p. 65.
5
Nietzsche, F. Así hablaba Zaratustra: “Los despreciadores del cuerpo”.

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Cuando Homero versifica la epopeya de la cólera


de Aquiles, no expresa con ello ninguna realidad
personal; es más bien un autor que narra algo ya
sucedido, fundamentalmente lejano. Precisamente lo
que le distingue de Aquiles, lo que distingue su
actualidad del asedio de Troya, le da la posibilidad de
ser interpelado por el pasado y verter al lenguaje sus
recuerdos. Y ni el poeta ni el rapsoda, ni tampoco la
gran comunidad de oyentes, a quienes los relatos
recitados durante varios días les hacían prorrumpir en
lágrimas, pensaban en identificarse con los personajes
de esos relatos, pertenecientes a la antiquísima época
de los héroes, ni tampoco con su destino. 6

En cambio, “las imágenes del lírico no son otra cosa que él


mismo, y sólo distintas objetivaciones suyas (…) su yoidad no es la
misma que la del hombre despierto, empírico-real, sino la única
yoidad verdaderamente existente y eterna, que reposa en el fondo de
las cosas” 7 . En él no existe la distinción apolínea entre lo que ve y lo
visto, entre el poeta y la comunidad, el crear y lo creado. Él ya no es
artista, se ha vuelto obra de arte: Imagen del dios que canta y baila en
la onda musical. 8 Arquíloco es tan sólo “una visión del genio del
mundo que expresa simbólicamente su dolor originario en ese
símbolo que es el hombre Arquíloco” 9 . Su yoidad es el espejo en que
se mira el dios, máscara, mostración, presencia pura, que sólo
acontece cuando el poeta se olvida de sí. Esta visión que supone el
sacrificio de la subjetividad es el germen que más tarde encontrará su
despliegue supremo en las tragedias y los ditirambos dramáticos.

Schopenhauer se equivoca al interpretar que es la voluntad la que


llena la consciencia del que canta. Al mismo tiempo, este por
momentos cobra consciencia de sí como sujeto del conocer puro. El
estado lírico sería el juego alternante entre una conciencia restringida
y una conciencia contemplativa y pura, una amalgama entre la
voluntad y el puro contemplar, entre el estado no-estético y el estético.
Según Nietzsche, esta manera de ver hace del arte algo
imperfectamente conseguido, llega a su meta raras veces, un arte a
medias, confuso, efímero: un arte que se orienta por la conciencia
subjetiva como su origen. Nietzsche ataca a martillazos todo esto,
pues para él el sujeto es el adversario del arte, no su origen. Para ser
artista, el hombre tiene que ser sacrificado de su voluntad individual.
Esto lo convierte en “un médium a través del cual el único sujeto

6
Jähnig, D. Historia del mundo, historia del arte, p. 212.
7
Nietzsche, F. Nacimiento de la tragedia, p 66.
8
Como en la película Persona de Bergman en la que el rostro de los
personajes pierde sus atributos para devenir afecciones puras: el miedo, la
alegría, el deseo, la venganza.
9
Nietzsche, F. Op. cit., p. 67.

35
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

verdaderamente existente festeja su redención en la apariencia” 10 .


Ser mera encarnación, mero instrumento sonoro, mero médium de la
fuerza incomparable del dios, que de repente se deja oír, se deja ver,
que como un rayo refulge una imagen, una palabra, un poema. El
momento creador en que Dionisos se procura goce a sí mismo en el
construir y destruir mundos. El arte como drama, el arte como fiesta.
Dionisos: el dios de las mil alegrías.

No somos la meta del arte, no está hecho para nosotros, para


procurar finalidades éticas, morales o esteticismos. “No somos los
auténticos creadores de ese mundo del arte” 11 . El sujeto no crea, es
creado por los golpes de cincel del artista dionisiaco del mundo.
Somos imagen y réplica artística de su deseo para desembarazarse de
la necesidad implicada en la plenitud de su sufrimiento. Este significar
obras de arte es para Nietzsche la suprema dignidad en la vida de un
hombre, pues “sólo como fenómeno estético están eternamente
justificados la existencia y el mundo” 12 . Justificar es afirmar la
existencia y el mundo, en cuanto habla en ellos la fuerza creadora del
dios, que en el crear y destruir mundos encuentra su placer supremo.
El criterio es el placer para afirmar la vida: “¿Quién se atreve a decir
que hay más pensamiento en un trabajo que en un placer?” 13 . Pues
hay más vida y pensamiento en la alegría, en la danza, en la música,
en el arte, que en el trabajo y la seriedad del mundo. El dios afirma el
sufrimiento para convertirlo en objeto de placer. No se trata de
interiorizar el sufrimiento al modo del cristiano, sino de exteriorizarlo
para afirmar la vida. Transfigurar llama Nietzsche a este proceso, en
que el dolor se vuelve un complemento para el arte, como la
intensidad que incita a la creación. Porque hay dos clases de
sufrimiento y sufriente: los que sufren por la sobreabundancia de vida
y hacen de él una afirmación de la vida, y los que sufren por
empobrecimiento de vida y hacen de él un medio para acusar la vida,
negarla y odiarla.

Amada vida, he ahí que el poderoso tiempo


regresa y se inclina sobre ti, satisface su fiebre y,
pródigo de deseo blande su filo.
René Char

III. El Coro

Nietzsche dice que la tragedia tiene su origen en el coro trágico.


Afirma el carácter dionisiaco de dicho arte. Es lo que le enseña la

10
Ibíd., p 68. En el mismo sentido véase el fragmento póstumo de finales
de 1870: “la idea de que el hombre debe redimirse – ¡como si no fuese la
esencia del mundo la que se redime en nosotros!”.
11
Ibíd., p 69.
12
Ibíd.
13
Deleuze, G. Nietzsche y la filosofía. Anagrama, p 18.

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tradición: que la tragedia en su origen era únicamente coro y nada


más que coro. Es el ditirambo como acontecimiento musical del
mundo. La tragedia emerge de los coros del macho cabrío, en los
cuales se hace presente Dionisos. Todas las demás interpretaciones
comprenden el coro a partir de la acción. Es el caso de Aristóteles al
decir: “En cuanto al coro, debe ser considerado como uno de los
actores, formar parte del conjunto y contribuir a la acción” 14 , o sea,
el objeto de la tragedia es la acción del hombre, no el dios, es
representación y no acontecimiento musical. Pero también la
modernidad malentiende al coro cuando piensa que el coro representa
la sabiduría del pueblo frente a los príncipes, un coro que representa
una inmutable ley moral dada por los políticos atenienses. Para
Nietzsche esto es una blasfemia, puesto que “el coro en su origen es
algo puramente religioso que excluye toda esfera político social”. Es
un acontecimiento religioso, no político. La orquesta es el lugar para
la presencia del dios, como lo son el templo y el oráculo. Que haya
que inventar un lugar para el dios, tal es la sabiduría del griego.

Nietzsche también se opone a la interpretación de A. W. Schlegel


del coro como espectador ideal, compendio y extracto de la masa de
los espectadores. De nuevo se cae en la acción, cuando se ve al coro
como espectador de acuerdo a la idea del público teatral de hoy.
Schlegel idealiza este público ilustrado que va a los teatros, y cree ver
algo parecido en el coro griego. Nietzsche, por el contrario, piensa que
no hay nada en el coro antiguo que nos permita semejarlo al público
de hoy. No se trata de idealizar, sino de atender a la tradición que dice
que es únicamente música dionisiaca, que anula toda distinción entre
coro y actores, coro y espectador, que sólo es la visión de un dios que
canta y baila en la orquesta.

Mucho menos cree Nietzsche en un espectador bajo el primado de


la conciencia, que tiene que permanecer consciente en todo momento
de que lo que tiene delante de sí es una obra de arte, no una realidad
empírica. Para Nietzsche esta distinción entre ficción y realidad no
existe para el griego. No se trata de entrar a un sueño y luego volver a
la realidad. Esta conciencia más bien se interpone a la experiencia real
que dona el coro: reconocer en las figuras del escenario existencias
corpóreas. Dice Nietzsche: “El coro trágico de las oceánides cree ver
realmente delante de sí al titán Prometeo, y se considera a sí mismo
tan real como el dios de la escena”. Se trata de ver corporalmente
presente y real al dios, algo insostenible para el espectador como
sujeto estético que contempla. No puede ser espectador aquel para
quien la música dionisíaca diluye la distinción entre lo que se ve y lo
mirado. El griego es aquel que deja que el coro actué sobre él, lo
sugestione, no de manera estética, sino de manera corpórea y
empírica. Es la experimentación griega por excelencia, que se deja

14
Aristóteles, Poética, 1456 a 27

37
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

afectar por el coro corporal de los sátiros que bailan en la escena, así
como nos afecta la desnudez. El efecto es la visión de Dionisos. Este
dios que acontece en el instante delirante del cuerpo que baila y canta,
presencia pura, o el presente de la vida como lo llama René Char, el
cual hemos perdido ya:

Nunca seremos lo suficientemente atentos a las


actitudes, la crueldad, las convulsiones, las invenciones,
las heridas, la belleza, los juegos de ese niño que vive
junto a nosotros con sus tres manos y que se llama el
presente.

Una intuición más valiosa sobre el significado del coro es la de


Schiller, que lo entiende como un muro viviente para aislarse del
mundo real y preservar su suelo ideal y su libertad poética. Esta
interpretación le permite a Nietzsche declararle la guerra a todo
naturalismo en el arte. El coro no imita ni representa la realidad, es
más bien un suelo “ideal” en el que “suele deambular el coro satírico
muy por encima de las sendas reales por donde deambulan los
mortales” 15 . En vez de imitar, el griego fabula un fingido estado
natural o un plano de inmanencia, según Deleuze, 16 en que se hace
presente lo extraordinario, en que se actualiza la presencia del dios.
Ese suelo ideal es la arquitectura del teatro con su estado natural
fingido, en el cual ha colocado el griego un ser fingido natural que es
el sátiro dionisiaco, un personaje conceptual que tiene la potencia de
expresar una nueva imagen del mundo. Esta imagen es la máscara de
Dionisos que porta el sátiro.

La máscara no es, como opina nuestra época, un antifaz, por lo


tanto un tapujo, sino al contrario, presencia pura. Detrás de ella no
hay una persona que se oculte, o que finja otra persona distinta a la
suya “real”. Esta es una mala interpretación orientada por la metafísica
de la subjetividad, que aún contagia al teatro actual.

La máscara es presencia pura, mostración del dios. No representa,


sino que presenta. Es una visión intensa que provoca la música
dionisiaca. Suspensión de todo lo cotidiano al modo como la luz del
día deja en suspenso el resplandor de una lámpara. Es profunda
comunicación entre los seres en la que desaparecen los abismos que
separan a un hombre de otro. Lo que se comunica es la alegría de la
vida de saberse eterna en el perecer. En los jarrones griegos es
representada la máscara entre dos personas, por lo tanto no va sobre el
rostro, pero sí en el “entre” que permite la visión y la comunicación
con el dios. No tiene nada ver con el rostro, los actores la llevan sobre

15
Nietzsche, F. Op. cit.
16
Jean Pierre Vernant dice que los griegos fueron los primeros en haber
concebido una inmanencia estricta del Orden en un medio cósmico que corta
el caos a la manera de un plano: un tamiz tendido sobre el caos.

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la cabeza. El rostro nada importa a no ser como máscara, como los


rostros de Bergman en sus películas o como los rostros del amor.

Tras la máscara sencillamente no hay nada, no es otra cosa que una


mirada cómica o terrible. Es un puro acontecimiento, puro encuentro
con el espectador. Es el encuentro entre el dios y los mortales en el
elemento de la fiesta. La comunidad de los que no tienen comunidad:
eso es lo inquietante de la máscara que procura encuentros entre los
seres separados, que anula su identidad para acceder a un sentimiento
prepotente de unidad. Ya no somos personas sino nadie, la vida
anónima e impersonal en toda su plenitud. La máscara: demolición de
toda la identidad, que tiene el nombre de Dionisos, dios de la máscara
y la metamorfosis.

La máscara posee aún la fuerza de aparecer en el


umbral de ese mundo claro y tranquilizador del tedio
como una oscura encarnación del caos (…) Es el caos
devenido carne, está presente ante mí como un semejante
que me mira, ha tomado en ella la figura de mi propia
muerte (…) Comunica la incertidumbre y la amenaza de
cambios súbitos, imprevisibles y tan imposibles de
soportar como la muerte. Su irrupción libera lo que había
encarcelado para la conservación de la estabilidad y el
orden. 17

El sátiro es el personaje compuesto de potencias y perceptos que


rebasan nuestros afectos y percepciones ordinarias. Por eso no es
comparable con el mono, no imita nada natural. Es una fabulación
para propiciar la visión del dios. El sátiro, dice Nietzsche, “era la
imagen primordial del ser humano, expresión de sus emociones más
salvajes y fuertes, en cuanto es el entusiasta al que extasía la
proximidad del dios, el amigo que comparte el sufrimiento, en el que
se repite el sufrimiento del dios, el anunciador de una sabiduría que
habla desde el más hondo pecho de la naturaleza, el símbolo de una
omnipotencia sexual de la naturaleza, que el griego estaba habituado
a contemplar con estupor. El sátiro era algo sublime y divino” 18 . Es
la imagen primordial que reúne la exuberancia de la vida que mancilla
nuestra debilidad, que en momentos de embriaguez alcanzamos por
breves instantes, para encarnar la gratuidad del tiempo en el animal
que baila y canta, extasiados en las manos de lo deslumbrante
desconocido. Es el sufrimiento que se comparte como el alimento que
dona vida, los misterios de la sexualidad como celebración a la vida
por encima de la muerte y el cambio, la existencia no como sujeto,
sino como obra de arte.

17
Bataille, Georges. La Masque.
18
Nacimiento de la tragedia, p 82.

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LA FRONTERA, EL AFUERA Y EL SENTIDO


EN LA LITERATURA CONTEMPORÁNEA

Juan Pablo Posada Garcés

Yo querría aun decir esto: Cuando el hombre ha vivido lo


inolvidable se encierra con él para añorarlo, o se coloca a errar
para encontrarlo; así él deviene el fantasma del acontecimiento.
Maurice Blanchot

Introducción

Ser y experiencia del lenguaje constituyen dos facetas distintivas


de la literatura contemporánea, facetas estas alrededor de las cuales es
posible entrever cómo nuestro tiempo posibilita el inusitado encuentro
entre la hermenéutica filosófica, la lógica del sentido y la literatura.

Si el lenguaje, “...lejos de ser un instrumento sometido al escritor,


es un lugar que hay que habitar, un espacio inhumano, irreal, que no
cesa de sustraernos” 1 , su ser propio será liberado a partir del siglo
XIX, cuando, al decir de Foucault, “... la literatura vuelve a sacar[lo]
a [la] luz… pues ahora ya no existe esta palabra primera,
absolutamente inicial…; de aquí en adelante el lenguaje va a crecer
sin punto de partida, sin término y sin promesa” 2 .

Si pretender habitar aquel lugar impone un pensamiento especial,


un pensamiento “...que se sitúa fuera de toda subjetividad para hacer
surgir sus límites como desde el exterior..., este pensamiento, en
relación a la interioridad de nuestra reflexión filosófica y en relación
a la positividad de nuestro saber, constituye lo que podría llamarse en
una palabra “pensamiento del afuera”...” 3 .

Entonces lo anterior sugiere para nosotros la pregunta que sirve de


norte a este ensayo, y es la siguiente: este pensamiento del afuera, ¿no
amerita la revisión del concepto de frontera, por un lado, y, por otro,
la necesidad de establecer la relación que existe entre dicho
pensamiento y el sentido? (este último, en tanto entidad que “nunca
está en uno de los dos términos de una dualidad que opone las cosas y
las proposiciones…, ya que es también la frontera, el filo o la

1
Ramírez, Luis. El ser y la experiencia del lenguaje. Programa del curso
de Hermenéutica de Obra Contemporánea. Universidad Eafit, junio de 2007,
p. 1.
2
Foucault, 1976, p. 52.
3
Foucault, 1999, p. 300.

41
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

articulación entre los dos y que debe desarrollarse en sí mismo en una


serie de paradojas…” 4 ).

Nuestra hipótesis se aproxima a aquella posición de Heidegger


según la cual la literatura es por sí misma “fundación lingüística del
ser”, y con ello no suponemos al hombre como creador del ser, sino al
ser a un mismo tiempo fundador y fundado: se trataría del lenguaje
por sí mismo, del lenguaje en su más absoluta contingencia, siempre
en el devenir errático de su dinamismo y su mutabilidad, siempre en la
paradójica lejanía respecto de las cosas que funda para olvidarlas de
inmediato.

Aporéticamente, y dado su carácter convencional, la frontera nos


mostrará la imposibilidad de definir linderos entre las cosas, y al
mismo tiempo la disociación –la fisura– entre ellas y las proposiciones
(lo que a la postre significará la ruptura del contrato entre nuestro
lenguaje y el mundo); nos mostrará también cómo el pensamiento se
encuentra constreñido a un deambular errático y sin interioridad,
aventurándose así en la creación constante de mundos posibles.

Veremos al deambular del pensamiento corresponderse con el


sentido, entidad paradójica y de superficie. Veremos al afuera como
condición fundamental del pensamiento mismo, en su espacio y en su
exterioridad. Veremos, finalmente, que las proposiciones de nuestro
lenguaje no traducen un mundo necesario; virtualizan uno posible.

I. La Frontera: el mundo como contingencia

Ella tenía con el tiempo las relaciones más extrañas, y


eso también era exaltante: No pertenecía al pasado, una
figura y la promesa de esta figura. De alguna manera ella
se había mirado y comprendido a sí misma en un solo
instante, en seguida se produjo este terrible contacto, esta
catástrofe demencial, que bien podía ser considerada como
su caída en el tiempo.
Maurice Blanchot

El espacio sin límite de un sol que atestiguara no a


favor de un día, sino a favor de la noche libre de estrellas,
noche múltiple.
Maurice Blanchot

Aparentemente el concepto de frontera es fácil de definir: línea de


demarcación entre una cosa y otra, sean éstas de carácter concreto o de
carácter abstracto. En cuanto a lo concreto, el buen sentido, el sentido
común, erigido sobre la asunción de un tiempo fragmentado,

4
Deleuze, 1991, p. 50.

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secuencia de instantes colindantes, fracciones de temporalidad


indivisible, sugiere una operación de sustracción ejecutada sobre el ser
respecto de la masa caótica en la que los cuerpos se mezclan unos con
otros. La imagen-instantánea de la ínsula, por ejemplo, así detenida
del devenir-mar, devenir-tierra, devenir-viajero en sobrevuelo,
devenir-gusano en la muerte, constituye la condición indispensable
para poder proferir la palabra ínsula, la palabra mar, la palabra viajero
en sobrevuelo, la palabra gusano…, y el ser, bajo este supuesto
fundamental, podrá conocerse, pero sólo cuando pueda asignársele el
predicado apodíctico (ser –necesariamente– ínsula, mar, viajero o
gusano).

Pero tanta necesariedad, regocijo y placebo del sentido común, y


con ella el ser en toda su pretensión ontológica, desaparece cuando el
tiempo –film-sucesión de instantáneas– es abordado con la conciencia
de su simultánea proyección en dos sentidos que se alejan de forma
equidistante uno del otro; proyección hacia el pasado, proyección
hacia el futuro: la ínsula fue y será mar; el mar fue y será el caldo de
cultivo del viajero; el viajero fue y será el constructor de máquinas de
sobrevuelo para nombrar las cosas (las palabras), y el gusano, el
gusano fue y será el eterno compañero de la carne. La línea del tiempo
Aión 5 sólo deja espacio para los juicios problemáticos: decir posible
ínsula implica la posibilidad del mar; decir posible mar la posibilidad
del viajero en sobrevuelo; decir posible viajero la del gusano (un
viajero que siniestra en el mar; un cadáver arrastrado hasta la orilla; un
banquete de carroñeros; una ínsula que se sumerge en el océano).

Pero un pensamiento como el del afuera, en su relación con la


frontera, no sólo posee una estrecha vinculación con el tiempo sino
también con el espacio. En efecto, el carácter más obvio de la idea de
frontera parece presentarse en la delimitación topográfica. El
problema es que, allí, tal frontera se presenta siempre como una
convención, es decir, un acontecimiento que se realiza en el ámbito de
lo meramente posible y arbitrario, pues siempre habrá razones para
justificar otro trazado topográficamente distinto. Pero dejemos para el
siguiente apartado lo relativo a este pensamiento que, por ser

5
Sobre Aión puede consultarse Deleuze, 1994, p. 170 ss. Según el texto
citado, el tiempo Aión sería el antípoda del tiempo cronos, y tendría como
características las siguientes: “1º) Según Aión, únicamente el pasado y el
futuro insisten o subsisten en el tiempo. En lugar de un presente que
reabsorbe el pasado y el futuro, un futuro y un pasado que dividen el
presente en cada instante, que lo subdividen hasta el infinito en pasado y
futuro, en los dos sentidos a la vez; 2º) Este mundo nuevo, de los efectos
incorporales o de los efectos de superficie, es quien hace posible el lenguaje;
3º) Muchos movimientos, de mecanismo frágil y delicado, se cruzan: aquel
por el cual los cuerpos, estados de cosas y mezclas tomados en su
profundidad llegan a producir superficies ideales…”

43
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

exterioridad pura de un lugar sin ámbito necesario, está siempre en un


paradójico devenir.

Devenir, por su parte, no consiste en alcanzar una forma, obtener


un estado de reposo al final de un proceso o lograr una identificación,
realizar una imitación o hacer mímesis; sería más bien encontrar una
zona de vecindad, una zona indiscernible o de indiferenciación, la cual
hace de suyo nugatoria la posibilidad de distinguir a una mujer (“…la
vida de Claudia y hecho de ella la persona que viene después, volvían,
ellas también, y me arrastraban hacia la misma verdad: yo no la
conocía” 6 ) , de un animal (“cuando despertó, el dinosaurio todavía
estaba allí” 7 ) o de una molécula (“el organismo es un vaso lleno de
lagunas, la tierra está sembrada de cavernas, el mundo no es denso,
ni pleno, ni compacto” 8 ), los cuales, como dice Deleuze: “no
imprecisos ni generales, sino imprevistos, no preexistentes, tanto
menos determinados en una forma cuanto que se singularizan en una
población. Cabe instaurar una zona de vecindad con cualquier cosa a
condición de crear los medios literarios para ello…” 9 .

La palabra, entonces, deviene literatura cuando la voz pretende


imponer soberanía sobre un todo caótico e innombrable, eco de
poderío que se cierne sobre las diez mil cosas en el álgebra abrumador
de las combinaciones posibles. Cada una de las cosas, de las cosas a
las cuales asignamos el estatus efectivo de cosa (un árbol, un estado,
una casa, el cuerpo humano, una ciencia, un arte, una disciplina, una
acción, un libro, una obra), es el ámbito de validez de la palabra que
les da existencia. La palabra, el poder de la que emana, es un núcleo
de irradiación cuya fuerza se difumina a medida que se avanza en
dirección a la frontera que separa a un cuerpo de otro, y ni siquiera los
mojones pueden liberarse de correr igual suerte. En la frontera entre la
raíz y la tierra, o entre la hoja del árbol y la luz del sol, por ejemplo, se
produce el entrecruce de dos palabras cuya eficacia se pierde en favor
de una nueva que las hace desaparecer; son como dos ejércitos que se
enfrentan para el advenimiento de la savia o de la clorofila.

La ínsula se delimita del mar porque la palabra les asigna fronteras


y porque éstas ostentan su poderío en el terreno del puro lenguaje.
Pero es ya difícil saber si la arena de la costa, bañada por el mar, es
propiedad de Zeus o de Poseidón, es decir, si es agua salada o si es
tierra o si es pantano simplemente. También es difícil determinar si a
Sancho no debería también pertenecerle la ínsula contigua a la
prometida por Don Quijote, en tanto ambas estarían unidas por una
cadena de montañas submarinas que son como los intersticios en

6
Blanchot, M., 2007, p. 1.
7
Monterroso, A., 1995, p. 23.
8
Serres, 1994, p. 118.
9
Deleuze, 1996, p. 12.

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blanco de las páginas escritas. Prolongada en dirección hacia el


espacio aéreo o hacia el centro de la tierra, ¿hasta dónde –
ontológicamente hablando– llega el territorio de una ínsula
cualquiera?

Pensemos en los alimentos, los colores y el aparato digestivo. Cada


uno de los alimentos de un modesto almuerzo es el ámbito de validez
de la palabra carne, de la palabra zanahoria, de la palabra arroz, de la
palabra tomate. La carne es roja y aun destila sangre, la zanahoria es
naranja, el arroz blanco y el tomate rojo. Masticados los alimentos y
combinados los colores iniciales, los dientes, el esófago, el estomago
y los intestinos se encargan de destruir todas las fronteras que
aparentemente existían entre ellos (y también entre las palabras),
convirtiéndolas en una nueva cosa, la cual debe ser nombrada a su
vez, forjando pliegues fronterizos que advienen para distinguir lo que
el cuerpo acogerá como suyo y lo que al final del proceso será
designado como excremento.

Por otra parte, pensando en objetos abstractos, en todas partes se


dice que un texto, por ejemplo, es una suerte de tapiz o de tejido de
hilos, los cuales terminan por dibujar un todo al final de un proceso de
zurcido que permite eliminar los que están sueltos y desechar a priori
aquellos de los cuales se entienden no pertenecerle. Es posible decir el
hecho según el cual el Fedro de Platón dibuja los territorios del mytho,
del logos y de la filosofía en la Grecia del Periodo Clásico, sea; pero
los jirones sueltos del amor, dejados así por Sócrates, en el segundo
discurso de la obra, difuminarán siempre la frontera entre el Fedro y
el Banquete, y los hilos sueltos en el discurso de Aristófanes se
comunicarán con El Erotismo de Bataille, y éste a su vez con La
Llama Doble de Paz, disolviendo las supuestas barreras entre el
mytho, la filosofía, la etnología, la historia y la literatura. Se nos dice
que nada de eso tiene que ver, que son cosas distintas, que es menester
distinguir, o, aun, se nos acusa de hacer asociaciones esquizoides.
Pero la vida se encarga de mezclarlo todo, de ofrecer el caos a unos
hombres que buscan desesperadamente complementarse, que temen a
la muerte y al castigo mientras gozan en la transgresión, y que desean
alcanzar la otredad, mensaje perdido en el Túnel de Juan Pablo Castel,
según la novela de Sabato.

Al interior de la frontera de un mytho se pretende un logos


autónomo cuyo sistema de axiomas reverbera creando así un discurso.
El sistema de axiomas será defendido, y con él todo el discurso
subsiguiente, cual palacio de un gobierno que teme un movimiento
subversivo. La ortodoxia del clasicismo musical, por ejemplo, se
resistirá contra la música dodecafónica creada por Shönberg, y, de la
misma forma, el tribunal de la Inquisición se opondrá a Galileo
cuando éste niegue la existencia de un sistema planetario girando en
torno a la tierra; en ambos casos se trata de derrocar el establecimiento

45
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

de un sistema que gira alrededor de una entidad privilegiada (la tierra-


la tonalidad). Se rompe la frontera entre la teología, la música y las
matemáticas, y reaparecen los antiguos pitagóricos con su armonía de
las esferas.

La disolución de las fronteras produce un horror análogo al del


paso de las cohortes dionisiacas a través de la polis amurallada, una
oleada que, como la violencia y el amor (Woodstock de la era psico-
nixoniana), borran todas las diferencias. Tenemos pánico del caos,
pero nuestro orden es ficticio. El lenguaje es por sí mismo el ejercicio
de una especialidad en la fragmentación; desespero de un niño que
pretende dominar las imágenes destruyendo el televisor de la sala de
su casa; alarido para disipar el ave de mal augurio del tedio en una
tarde de domingo; forma de obtener el sustento canalizando un rayo a
través de líneas eléctricas que van desde la nada hasta las mazmorras
de la seguridad; tsunami de angustia en el balneario de lo
desconocido.

II. El Afuera como devenir y como proceso

Terribles son las cosas cuando emergen fuera de sí


mismas, en una semejanza donde no tienen ni tiempo para
corromperse ni origen para encontrarse y donde, lo que se
les asemeja eternamente, no es lo que las afirma, sino,
más allá del sombrío flujo y reflujo de la repetición, el
poder absoluto de esta semejanza que no es la de nadie y
que no tiene nombre ni figura.
Maurice Blanchot.

En el texto sobre El pensamiento del afuera, Foucault comienza


con esta aseveración fundamental: “Antaño, la verdad griega tembló
ante esta sola afirmación: “Miento”, “Hablo”, que pone a prueba
toda la ficción moderna” 10 .

El “Hablo”, en su desnudez extrema, no promete un objeto para un


discurso, pues el vertiginoso abanico de preguntas que abre inhiben
esa posibilidad. Ante tal ausencia discursiva, se hace evidente que
“Hablo” aloja su soberanía en el desplazamiento violento del lenguaje
y por sí mismo cuando guarda pretensiones discursivas, quedando
toda su posibilidad, toda su capacidad, desechada por mor de la
transitividad en la cual éste se cumple: ante la tiranía del discurso, el
lenguaje es rodeado por el desierto.

Así, “si el lenguaje no tiene otro lugar más que la soberanía


solitaria del Hablo, por derecho nada puede limitarlo (ni el objeto, ni
la verdad, ni las representaciones); en una palabra, ya no hay

10
Foucault, 1999, p. 297.

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discurso ni comunicación de un sentido, sino despliegue del lenguaje


en su ser bruto, pura exterioridad desplegada… De hecho, el
acontecimiento que ha dado nacimiento a lo que en sentido estricto se
conoce como literatura…, no pertenece al orden de la
interiorización…; se trata más bien de un pasaje al afuera: el
lenguaje escapa al modo de ser del discurso, y la palabra literaria se
desarrolla a partir de sí misma” 11 .

Foucault, tanto en Las palabras y las cosas 12 como en este texto,


centrará el ser del lenguaje en la desaparición del sujeto, y, para
acceder a la relación extraña que comienza con dicha desaparición,
señala esa forma de pensamiento “...que podría llamarse en una
palabra “pensamiento del afuera”…” 13 .

Como ejemplos de esta experiencia del afuera, experiencia flotante,


extranjera, exterior a nuestra interioridad, aparecerían el caso de Sade
(al sólo dejar hablar a la desnudez del deseo), de Hölderlin (cuando
acontece el repliegue de los dioses en la falla de un lenguaje en vías de
perderse), de Nietzsche (cuando toda la metafísica de Occidente está
ligada a su gramática y al poder de quien detenta la palabra), de
Mallarmé (cuando el lenguaje irrumpe como el despido de lo que
nombra y cuando coincide con el movimiento en el cual desaparece
aquel que habla), de Artaud (cuando todo el lenguaje es emplazado a
desnudarse en la violencia del cuerpo y del grito), de Bataille (cuando
el pensamiento se convierte en el límite de la subjetividad rota, de la
transgresión), de Klossowski (con la experiencia del doble, la
exterioridad de los simulacros, de la multiplicación teatral y demente
del yo), y de Blanchot (cuando aparece ése pensamiento en sí mismo,
en la medida en que se retira en la manifestación de su obra, en la
medida en que permanece, no oculto por sus textos, sino ausente de su
existencia) 14 .

Ahora bien, ¿cuál sería el lenguaje fiel a este pensamiento? La


dificultad de contestar a esta pregunta nos coloca frente al dilema de
optar por un discurso reflexivo, el cual corre el peligro evidente de
reconducir la experiencia del afuera a la dimensión de la interioridad,
o por el vocabulario de la ficción, el cual, en el espesor de la
imágenes, podría depositar nuevamente significaciones enteramente
hechas, tejiendo de nuevo la antigua trama de la interioridad.

“De ahí la necesidad de convertir el lenguaje reflexivo. Debe


girarse hacia un extremo donde le sea posible discutirse siempre:

11
Ibíd., p. 298.
12
“...quien habla, en su soledad, en su frágil vibración, en su nada, es la
palabra misma –no el sentido de la palabra, sino su ser enigmático y
precario”. Cfr., 1976, p. 297.
13
Ibíd., p.300.
14
Cf., Ibíd., p. 301-302.

47
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

llegado al borde de sí mismo, (ve) el vacío en el que va a borrarse; y


debe ir hacia ese vacío, aceptando deshacerse en el rumor; en la
inmediata negación de lo que dice, en un silencio que no es la
intimidad de un secreto, sino el puro afuera de las palabras que se
extienden indefinidamente. Por ello el lenguaje de Blanchot… no hace
un uso dialéctico de la negación…, pasa sin cesar fuera de sí
mismo…, lo despoja a cada instante no sólo de lo que acaba de decir
sino del poder de enunciarlo…, dejarlo allí donde está, lejos detrás
suyo, con el fin de ser libre para un comienzo…” 15 .

En Blanchot, “la ficción consistiría no en hacer ver lo invisible,


sino en hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo
invisible...” 16 ; se trataría de un límite que, como apunta Deleuze, no
se deposita fuera del lenguaje sino que es en sí mismo su afuera, y aun
cuando se componga de visiones y de audiciones no lingüísticas, éstas
sólo son posibles por el lenguaje. Se trataría, en suma, de visiones y
audiciones sin estatuto privado, y que forman los personajes de una
Historia y de una geografía que continuamente se va reinventando.
“El delirio las inventa, como procesos que arrastran las palabras de
un extremo a otro del universo” 17 .

Estaríamos, así, frente a una musicalización del lenguaje. Como


bien lo afirma Jhon Cage, “si no estuviéramos en el proceso no
tendríamos lenguaje. Pero creo que el lenguaje habitual no puede
entregarnos el proceso. Por eso insisto en la necesidad de no dejarnos
arrastrar por el lenguaje. Si las tomamos como objetos, las palabras
nos imponen sentimientos; es decir, si no las dejamos ser lo que son:
procesos” 18 .

Sin embargo, el pensamiento del afuera tendría un parentesco


profundo con el espacio: establecería lugares sin lugar, corredores que
se repliegan sobre nuevos corredores, espacios cerrados, vedados y sin
embargo abiertos a los cuatro vientos (el espacio de Ante la Ley en el
relato de Kafka, o la ciudad entera en El Peatón de Bradbury).

No creemos errar si afirmamos que este pensamiento y este


lenguaje del afuera comportan una vinculación estrecha con la física
de Lucrecio. En efecto, dice Serres: “estoy en el espacio con palabras
espaciales, en un espacio en el que gravitan algunas palabras. Hablo
del sentido, pero únicamente del sentido espacial, dirección y sentido.
La orientación es una constante del topos. La semiótica es ante todo
una topología. El espacio es un campo vectorial de flechas que
indican el sentido, ya se trate de este espacio globalmente

15
Ibíd., p. 302.
16
Ibíd., p. 303.
17
Deleuze, 1996, p. 9.
18
En 1981, p. 185.

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considerado o de un solo sentido, considerado localmente. De ahí el


vacío infinito, el caos y la catarata, y los diversos recorridos de los
átomos, ya sea por choques y encuentros desordenados o por la
pendiente laminar. De ahí, también, la supresión de un centro común
a todo el universo que congelaría de una vez por todas la emergencia
del sentido o del orden” 19 . Más que errancia en la planicie, en la
tierra, el afuera, en consecuencia, sería clinamen, catarata, flujo
caótico en el cual la palabra produce turbulencias y trombas que
forman cosas y las arrastran hacia su fin.

De este modo, la paciencia reflexiva, girada siempre fuera de sí


misma, y la ficción, que se anula en el vacío donde se deshacen sus
formas, se entrecruzan para formar un discurso sin conclusión y sin
imagen, sin verdad ni teatro, sin prueba, sin máscara, sin afirmación,
libre de todo centro, liberado de patria y que constituye su propio
espacio como el afuera hacia el cual, fuera del cual habla.
Dirigiéndose al ser mismo del lenguaje, el pensamiento se vuelve
hacia el afuera: discurso del no-discurso de todo lenguaje, ficción del
espacio invisible en el que aparece… 20

III. El sentido: la fisura como territorio

Cubres con un canto la hendidura.


Creces en la oscuridad como una ahogada.
Oh cubre con más cantos la fisura, la hendidura,
la desgarradura.
Alejandra Pizarnik.

Las líneas de falla, cuya existencia había señalado Max Stirner,


desgarran los conceptos de identificación que sirven de compromiso
entre palabra y mundo (esa relación performativa entre un acto de
habla y un territorio, y que encuentra sustento en la presunción de
buena fe que observamos respecto del lenguaje).

Pura relación contractual, origen de la responsabilidad, es decir,


origen de ese responder a y de ese responder de: historia del
significado y significado de la historia.

Desde finales del siglo XIX, el contrato se rompe y con él toda


“confianza” en el lenguaje: la fisura es la ruptura entre la palabra y “el
mundo”, es decir, la ruptura del pacto lingüístico. Ella se da (o son sus
síntomas) tras los anuncios de Mallarmé y de Rimbaud, pues ahora el
lenguaje se muestra carente de referencia externa y el “yo” se
desconstruye en una pluralidad sin límites (“la palabra Rosa no tiene
tallo, hoja, ni espina” y “Yo es otro”).

19
Serres, 1994, p. 171-172.
20
Cf., Foucault, 1999, p. 304.

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

“Sólo una quiebra tan radical de lo que era un contrato utilitario y


filosóficamente falaz puede recuperar para el discurso humano el
“aura”, la ilimitada creatividad de la metáfora que es inherente a los
orígenes de toda habla” 21 , y sólo la disociación operada por Rimbaud
“genera, justifica, la erosión y, siendo del todo consecuentes, la
abolición del ‘autor’” 22 .

Capas alegóricas, metáfora de la tierra, las cuales estarían


recorridas por una entidad de superficie, el sentido: aquello que
“nunca está en uno de los dos términos de una dualidad que opone
las cosas y las proposiciones…, ya que es también la frontera, el filo o
la articulación entre los dos y que debe desarrollarse en sí mismo en
una serie de paradojas…” 23 .

Por esa razón, el sentido es al mismo tiempo el territorio y lo que


está desterritorializado: movimiento perpetuo.

Es precisamente la existencia de esa falla, de esa fisura, el


fenómeno que anuncia la inseparable relación que media entre el
sentido y el sin-sentido, obligando a muchos pensadores
contemporáneos –en un fenómeno caracteriza tanto al pensamiento
filosófico en el siglo XX como a la literatura desde el siglo XIX– a
realizar el llamado “giro lingüístico”, es decir, o bien a convertir el
lenguaje en epicentro de sus investigaciones filosóficas, o bien a
liberarlo en su ser más enigmático y precario.

Aún cuando la lingüística estructural afirma estar en condiciones


de explicar cómo se produce el sentido a partir del sinsentido, existe
una gran paradoja, la cual sería señalada por Lévi-Strauss y a su vez
ilustrada por Deleuze en la “Octava Serie” de su Lógica del Sentido;
la paradoja consiste en lo siguiente: dadas dos series, significante y
significada, se presenta un exceso natural de la serie significante y un
defecto natural de la serie significada. Hay, necesariamente, “un
significante flotante, que es la servidumbre de todo pensamiento
finito, pero también la prenda de todo arte, toda poesía, toda
invención mítica y estética. Y además hay, del otro lado, una especie
de significado flotado, dado por el significante ‘sin ser por ello
conocido’, sin ser por ello asignado ni realizado” 24 .

La estructura tendría entonces dos caras, dos series, en medio de


las cuales se desplazaría ese “algo más”. “En un caso, en la serie
significante, se mostraría como casilla vacía, un lugar sin ocupante
que se desplaza siempre; en el otro, en la serie significada, como dato

21
Stirner, 1992, p. 124.
22
Ibíd., p.126-127.
23
Deleuze, 1994, p. 50.
24
Ibíd., p. 69.

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supernumerario y no colocado, ocupante sin lugar y siempre


desplazado” 25 .

Por otra parte, el autor español José Luís Pardo señala que la
noción hjelmsleviana de “sentido” abre una “zona de
indiscernibilidad”, zona que conduce al descubrimiento de una aporía
inherente a la estructura, revelando en ella una suerte de incompletad
gödeliana. Este “principio de indeterminación” –tal como lo nombra
Eco– implica que cualquier unidad semántica establecida para
analizar un semema es a su vez un semema que hay que analizar, o
que cualquier significante remitirá a otro significante, obligando a la
estructura a expandirse en una progresión infinita. 26

Ahora bien, tanto la conclusión de Deleuze, según la cual el


sentido no se confunde con la significación misma, pero es lo que se
atribuye para determinar el significante como tal y el significado como
tal 27 , tanto la aporía que resalta Pardo, confirman que el sentido es al
mismo tiempo el territorio y lo que está desterritorializado, pues se
encuentra en un perpetuo movimiento. De allí que no sea posible
estatuir un sentido si previamente no se depara un territorio que le
sirva de plano de inmanencia; de allí también que, como dicen
Deleuze y Guattari en Mil Mesetas, es muy posible que el lenguaje ni
siquiera esté hecho para que se crea en él sino para que se le
obedezca 28 .

Por esta razón, la significación de los símbolos, y de los signos en


general, corre el riesgo de permanecer en el terreno de lo arbitrario y
de lo convencional, o de fijarse gracias al trabajo pertinaz de la
repetición, o en virtud de la autoridad anónima del sentido común, o
por la moralidad implícita en el buen sentido, convirtiéndose más bien
en un régimen semántico que en un campo de exploración-creación de
sentidos siempre contingentes. Las capacidades de creación y de
interpretación del hombre, entonces, estarían signadas por su grado
escepticismo frente a dichos regímenes, por la resolución a
aventurarse como creador en un campo de pluridimensionalidad
semántica y por su trabajo de continuo desvelamiento del poder oculto
o del estatuto implícito en cada una de las capas alegóricas o estratos.
En el plano de la creación literaria valdría decir, con Proust, que la
literatura consiste en hacer delirar la lengua y que “los libros más
hermosos están escritos en una especie de lengua extranjera” 29 .

25
Ibíd.
26
Cit. en Pardo, J. L., 2001, p. 44-45.
27
Op. cit, p. 71.
28
Deleuze y Guattari, 1994, p. 81.
29
Citado. en Deleuze, 1996, p. 8.

51
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

Si el sentido no puede ser unívoco, si se transforma de acuerdo a


diversos grados de desarrollo cultural o personal, ora confundiéndose
con los enunciados y con los objetos simbólicos, ora adentrándose en
lo profundo de la conciencia colectiva o individual, su estatuto debe
depender del poder de las interpretaciones que sobre dichos símbolos
se han realizado o aun de la investidura de quien en una circunstancia
precisa tiene a su cargo la labor de interpretación. Por lo tanto, lo que
emerge no es el sentido en sí mismo, pues él mismo está ausente desde
el momento mismo en que se cree hallado.

Valga decirlo para terminar, un pensamiento como el del afuera,


expresado en la forma característica de la literatura contemporánea a
partir de Mallarmé y de Nietzsche, es refractario a dejarse atrapar en
un plano unívoco de inmanencia, puesto que renuncia a un tiempo a la
configuración de un discurso y a la creación de una ficción que pueda
ser valuada en términos de coherencia o de consistencia.

IV. Conclusión

El acontecimiento que constituye el punto de partida de un poema,


no se da como hecho histórico y real, ficticiamente real: sólo adquiere
valor en relación con todos los movimientos de pensamiento y de
lenguaje que pueden resultar de él, y cuya figuración sensible, “con
retracciones, prolongaciones, huidas”, es como otro lenguaje
instituyendo el nuevo juego del espacio y del tiempo.
Maurice Blanchot.

El pensamiento del afuera, en tanto deambular sin-sentido en un


terreno de puro lenguaje, y por tal motivo ausente de cualquier
frontera o territorio, es el trasegar del pensamiento por esa fisura
metafísica e inmaterial que es el sentido en sí mismo: entidad inasible
entre las proposiciones y las cosas. De espaldas a una pseudo-realidad,
o en todo caso a una realidad siempre contingente, más realización
que realidad en sí, funda a cada momento mundos posibles, mundos
que en su contingencia ceden rápidamente el lugar a otros, en virtud
de un juego del lenguaje que en su ser más precario es sólo una
prolongación del espacio y del tiempo en devenir.

Exterioridad sin interior, este pensamiento no remite a un topos


preexistente ni tampoco se expresa en términos de unas proposiciones
que remiten de forma necesaria y unívoca a las cosas, pues el sentido
del afuera no estaría allí, fijado a un tiempo cronológico y aun espacio
cuyos linderos están delimitados, no; el afuera sería más bien la
superficie, la fisura, el sentido mismo como aquello siempre
desplazado, y que por ello deja de admitir un mundo, un sujeto y una
re-presentación.

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Por esa razón, la literatura contemporánea sería el reencuentro con


la potencia del lenguaje en su capacidad de crear mundo, pero
renunciando o como desdiciendo de la ficción propia del origen, de la
puesta en escena de un nuevo estatuto o de la arbitrariedad inherente
al establecimiento de cualquier frontera, cualquier axiomática que
cimiente un discurso o cualquier respeto irrestricto a los principios
canónicos de la lógica.

Si la literatura puede equipararse a la fundación lingüística del ser,


sin embargo, dicho acto fundador se agotaría en su ser efímero e
instantáneo, reemplazado al instante siguiente por el movimiento
propio de la escritura, cuyo objeto se agota en el puro acto de escribir
y en el goce estético que produce.

No se escribe, entonces, un mundo, y por tanto no hay obra en


sentido estricto; se trata más bien de un continuo desobramiento. Y,
no obstante, esta escritura dirá más del mundo en tanto que continuo
fluido caótico e innombrable, unidad en devenir y para cuya
aproximación no disponemos sino de nuestro lenguaje, el cual, a su
vez, opera realizando fragmentaciones espacio-temporales que son de
suyo virtualizaciones.

Mundos posibles que evaden su propia posibilidad, o, mejor, un


mundo posible en cada fragmento; un nuevo juego del lenguaje, y del
espacio y del tiempo, en cada escrito; sucesión del pensamiento como
proceso, como puro devenir del lenguaje que resulta de este
movimiento.

El pensamiento del afuera realiza una musicalización del lenguaje,


musicalización en la cual las palabras, en tanto y en cuanto procesos,
obedecerían al albur inherente al sentido, pues se trata de una entidad
que se comporta como casillero vacío y dato supernumerario, en una
suerte de movimiento perpetuo que se resiste a cualquier fijación o a
cualquier referencia espacial o temporal; el sentido sería, pues, es sí
mismo, el proceso.

Si bien la literatura no sería una filosofía, no obstante, no podemos


determinar si ella no guarda una estrecha vinculación con cierta línea
no tradicional de la filosofía en Occidente. Se trata de una línea que
desde los Estoicos, los Cínicos y los Epicúreos, llegando hasta
Nietzsche y algunos filósofos contemporáneos, quienes desdicen de
las pretensiones ortodoxas de unidad, claridad y orden, realizando así
la transgresión, denuncian la ley como el afuera de todo afuera y
devienen por ello seres apátridas, o locos, o, en suma, chivos
expiatorios.

Pero en la errancia que implica el pensar afuera se corren grandes


riesgos: caminando sobre la línea sutil y paradójica del sentido, el

53
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

pensamiento puede caer en la mezcla caótica de los cuerpos e intentar


reproducir en las palabras sus crujidos y desajustes continuos, en una
batalla esquizoide por capturar el ser de los objetos y poder así
traducir el mundo o fundar o celebrar de nuevo el pacto lingüístico; o
bien, puede elevarse a explotar el murmullo incesante, creando un
lenguaje sin lengua, una multitud de sonidos o de farfullos novedosos,
los cuales, no obstante satirizar, como ningún otro medio puede
hacerlo, el silencio absoluto del lenguaje, carecerían de la potencia
para transmitir la profunda imposibilidad de cualquier diálogo, la
absoluta imposibilidad de la comprensión.

El lugar de lo neutro, del afuera, es el sentido, y por eso nos


preguntamos si el humor no sería más transgresivo que la transgresión
misma, puesto que evade desde el inicio cualquier compromiso,
cualquier responsabilidad, cualquier fundación. Nos preguntamos si,
finalmente, la literatura no sería más que un juego: “Desplegándose
en el terreno baldío que se extiende entre los cortes que practica
nuestra razón en el tejido de la vida –esa región que “entre los actos”
como dice profundamente V. Wolf– el ser se abandona al juego de la
divagación y la ensoñación y ve descomponerse las figuras
“utilitarias” de la realidad; así experimenta una “nada” que excluye
toda obsesión real, hace explosión de una región desconocida que
arroja luz sobre lo que podemos ser cuando nos desligamos del “sí
mismo” que nos impone nuestro lugar en un mundo determinado.
Pero quizás definimos aquí la propia literatura” 30 .

Bibliografía

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Antonio Ramírez.

-------- (1987), La escritura del desastre, Monte Ávila Editores.

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esquizofrenia–, Ed. Pre-Textos.

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“LOS ADICTOS MAQUÍNICOS”

Félix Guattari ∗

Habría que partir de una definición amplia de la droga; las


adicciones, para mí, son todos los mecanismos de producción de
subjetividad “maquínica”, todo lo que contribuye a proporcionar el
sentimiento de pertenecer a algo, de estar en alguna parte; y también al
sentimiento de olvidarse. Los aspectos existenciales de lo que yo
llamo las experiencias de drogas maquínicas no son fácilmente
detectables; sólo percibimos su superficie visible a través de ciertas
prácticas como el esquí de fondo, los vuelos ultralivianos, el rock, los
videoclips, toda esta clase de cosas. Pero el alcance subjetivo de estas
adicciones no está necesariamente en relación con la práctica en
cuestión… Es el funcionamiento de conjunto lo que interesa.

El ejemplo de Japón, considerado a gran escala, es significativo.


Los japoneses se ajustan a una estructura arcaica, digamos más bien,
pseudo-arcaica. Esta es la contraparte de sus adicciones maquínicas
para que la sociedad no se haga trizas… Ellos reestructuran una
territorialidad feudal a partir de la tradición, perpetuando la condición
alienada de la mujer, entregándose a trabajos repetitivos entre
máquinas… Estas son también conductas para posicionarse
subjetivamente, o a fin de cuentas, no exactamente “para”, pero el
resultado es ese: ¡que funcione! Los japoneses estructuran su universo,
ordenan sus afectos en la proliferación y el desorden de las máquinas,
aferrándose a sus referencias arcaicas. Pero, antes que nada, están
locos por las máquinas, por adicciones maquínicas. ¿Sabían ustedes,
por ejemplo, que la mitad de las personas que escalan el Himalaya son
japoneses?

Adicción. Droga. ¿Se trata acaso de una simple analogía? Parece


que, según las investigaciones más recientes, no es del todo una
metáfora. Los dolores repetidos, algunas actividades bastantes
“agarradoras”, incitan al cerebro a secretar hormonas, las endorfinas,
drogas mucho más “duras” que la morfina. ¿Acaso por ese medio no
se llega a una autointoxicación? En La Borde, he observado hasta qué
punto los anoréxicos se asemejan a los drogados. La misma mala fe, la
misma forma de tomarle a uno el pelo prometiendo detenerse… La
anorexia es una adicción mayor. También el sadomasoquismo. Y
cualquier otra pasión exclusiva que provoque descargas de endorfina.
Uno se “droga” con la estridencia del rock; con la fatiga, con la falta
de sueño, como Kafka; o golpeándose la cabeza contra el suelo, como


1984 – “Les défoncés machiniques”. Conversaciones recopiladas por
Jean-Fancis Held, Les nouvelles, entre el 12 y el 18 de abril de 1984.

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

los niños autistas. Con la excitación, el frío, los movimientos


repetitivos, el trabajo forzado, el esfuerzo deportivo, el miedo.
¡Descender esquiando una pendiente vertical, efectivamente
transforma los datos de la personalidad! Una manera de fabricarse, de
encarnarse personalmente, mientras el fondo de la imagen existencial
permanece difuso.

Lo repito, el resultado de la adicción y su representación social son


susceptibles de ser completamente desplazadas. La adicción pone en
juego procesos que escapan radicalmente a la conciencia, al individuo,
produce transformaciones biológicas de las cuales el individuo
experimenta confusamente –aunque de manera intensa– su necesidad.
La “máquina-droga” puede desencadenar el éxtasis colectivo, la
gregariedad opresiva; no por ello constituye menos una respuesta a
una pulsión individual. Lo mismo ocurre con las adicciones menores:
el sujeto que regresa a su casa hecho pedazos, extenuado tras una
jornada agotadora, y que pulsa mecánicamente el control de su
televisor. Este es otro medio de reterritorialización personal por
medios totalmente artificiales.

Estos fenómenos de la adicción contemporánea me parecen, pues,


ambiguos. Hay dos entradas: la repetición, la güevonada, como en el
caso de la monomanía de los flippers 1 o en la intoxicación de los
videojuegos. Y también la intervención del proceso “maquínico”, que
no es baladí y nunca es ingenua. Hay un Eros maquínico. Sí, los
jóvenes japoneses, saturados, se suicidan a la salida del colegio; sí,
miles de hombres, desde las 6:00 a.m., repiten en coro los
movimientos del golf en un parqueadero de cemento; sí, jóvenes
obreros duermen en pabellones y renuncian a sus vacaciones…
¡Chiflados por las máquinas! Pero, a pesar de todo, hay en Japón una
especie de democracia del deseo, incluso en la empresa. Una especie
de equilibrio. ¿A causa de la adicción?

Entre nosotros, las adicciones maquínicas funcionan más bien en el


sentido de un retorno a lo individual; pero parecen sin embargo
indispensables para la estabilización subjetiva de las sociedades
industriales, sobre todo en los momentos de mayor competitividad. ¡Si
uno no tiene al menos esta compensación, no tiene nada! Está
llevado… La subjetividad maquínica molecular permite ser creativo,
sin importar en qué dominio. Créanlo. ¡Los jóvenes italianos, más
bien desestructurados políticamente después del hundimiento de los
movimientos contestatarios, no hacen otra cosa! ¡Arreglándoselas
cada uno como pueda! Una sociedad que no fuese capaz de tolerar, de
manejar sus adicciones perdería su vigor. Sería aplastada. Es preciso
que ella se articule, quiéralo o no, al aparente desorden de las

1
Nombre con el cual se conocen algunas máquinas de pinball en
Alemania y en Francia [N. del T.].

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adicciones, incluso y sobre todo de las que dan la impresión de ser


escapatorias improductivas. Los norteamericanos son los campeones
de las adicciones: tienen miles, las inventan todos los días. Y les sale
muy bien. A los rusos, por el contrario, no les queda sino la adicción
al antiguo bolchevismo… Es la subjetividad “maquínica” la que
engendra grandes ímpetus como Silicon Valley.

¿Y en Francia? La sociedad francesa no está irremediablemente


perdida. Los franceses no son más idiotas que otros, ni más pobres en
libido. Pero no están “a la moda”. Las superestructuras sociales son,
por así decir, más bien molares. Apenas si hay entre nosotros
instituciones que dejen lugar a los procesos de proliferación
“maquínica”. Francia, se lo repite hasta el hartazgo, representa la
tradición, el Mediterráneo, los inmortales principios de esto o de
aquello. Y en el momento en que el planeta está siendo atravesado por
mutaciones fantásticas, vemos con malos ojos las grandes adicciones
“maquínicas”. La explosión universal está “out”. ¿Los Juegos
Olímpicos? Y el Centro Pompidou, que al comienzo tuvo su gracia, se
ha quedado atascado con sus sucesivas exposiciones permanentes y
relativamente parásitas. En suma, es la anti-adicción. ¿Se pretende
japonizar a Francia enviando las delegaciones a Tokio? Eso es
verdaderamente gracioso… ¡Fuera la endorfina!

Parece que Francia no ha tenido un buen comienzo. Tampoco


Europa. Los procesos “maquínicos” exigen tal vez grandes espacios,
un gran mercado o una gran potencia real, como en la antigüedad. Y/o
también, como lo sugiere Braudel, una concentración de medios
semiológicos, monetarios, intelectuales, un capital de saber. New
York, Chicago, California con toda América detrás. O Ámsterdam en
el siglo XVII. Solamente eso posibilitaría entidades viables. ¡Las
megamáquinas!

Aquí la adicción corresponde al club más o menos privado, no es


más que un escampadero. La gente se subjetiviza, se rehace territorios
existenciales con sus adicciones. ¡Pero la complementariedad entre las
máquinas y esta clase de escampaderos no está garantizada! Si la
adicción falla, si fracasa, hay implosión. Existe un umbral crítico. Si
no se desemboca en un proyecto social, en una gran empresa a la
japonesa, en una movilidad a la americana, pereceremos. Por ejemplo
Van Gogh, Artaud. El proceso “maquínico” del cual no pudieron salir
los destruyó. ¡Cual verdaderos adictos! ¿Mi existencia arrastrada a un
proceso de singularización? ¡Perfecto! Pero si se detiene, listo, se
acabó, la catástrofe es inminente. Falta de perspectivas, de una salida
micropolítica. Hay que existir “en” el proceso. ¡La repetición vacía de
la adicción, eso es terrible! Cuando uno se da cuenta de eso, cuando
uno termina por decirse: “no era nada…”. La contracultura de los años
sesenta, el tercermundismo, el marxismo-leninismo, el rock: son

59
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

muchas las adicciones que han hecho más daño cuando se tornaron
caducas…

Esto es o el hundimiento lamentable, o la creación de universos


insólitos. Las formaciones subjetivas minuciosamente trabajadas por
las adicciones pueden relanzar el movimiento, o por el contrario,
hacerlo extinguir lentamente. Detrás de todo esto, hay posibilidades de
creación, de transformación de la vida, de revoluciones científicas,
económicas, incluso estéticas. Horizontes nuevos, o nada. No pienso
aquí en las viejas cantinelas sobre la espontaneidad como factor de
creación. ¡Absurdo! Sino en la inmensa empresa de estratificación, de
serialización que oprime a nuestras sociedades, en la que acechan
formaciones subjetivas aptas para volver a lanzar la potencia del
proceso y para promover el reino de las singularidades mutantes, de
las nuevas minorías. Los sectores visibles de adicción no deberían ser
defensas de territorios conquistados; los cristales residuales que
constituyen las adicciones maquínicas podrían atravesar el planeta
entero, reanimarlo, relanzarlo. Una sociedad aprisionada a tal punto
tendrá que habérselas con esto, o perecerá.

Traducción: Carlos Enrique Restrepo

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JEAN-LUC GODARD
Colección
Dossiers Filosofía Contemporánea
Asociación de Investigaciones Filosóficas
Junio de 2007
Medellín – Colombia

“CUANDO COMENCÉ A HACER CINE


TENÍA CERO AÑOS”

Entrevista con Jean-Luc Godard


Por Robert Maggiori
Sábado 15 de mayo de 2004 (Liberation)

Robert Maggiori: ¿Cuál ha sido su formación?

Jean-Luc Godard: Siempre he estado entre Francia y Suiza.


Tengo un pasaporte suizo pero pago en Suiza una tasa de estancia
porque estoy domiciliado en Francia. Al inicio de la guerra, pasé un
año y medio en Bretaña y después volví a Suiza y terminé mis
estudios secundarios en el Liceo Buffon de París. Pensaba que era
fuerte en matemáticas y me gustaba la filosofía de las matemáticas.
Recuerdo haber leído, en la colección del Abbé, a T. Moreau… creo,
una obra de divulgación que me fascinó: De Pitágoras a Herbert.
Durante la guerra nuestro profe se enfermó, y un refugiado francés
vino a reemplazarlo, él nos dijo: voy a leerles cosas que se escriben en
Francia actualmente. Nos leyó Crève-Couer de Aragon y poemas de
Eluard. Para mí la poesía era Théodore de Banville y Leconte de Lisle,
de ahí que el que no hubiese rima me conmueve, como la aparición de
“otra cosa”, algo de lo que no se hablaba y que hoy en día llamamos
una imagen.

RM: ¿Ha recibido enseñanza en filosofía?

JLG: Había dos bachilleratos en la época, y siempre tuve


necesidad de sesiones de recuperación. Recuerdo los cursos de un
refugiado francés que me han marcado: se llamaba Claude Mettra.
También frecuenté una escuela muy conocida en la época, en
Chambon-sur-Lignon, escuela protestante que pertenecía a una familia
cuyos miembros después de la guerra fueron declarados como Justes:
allí, un profesor me hizo descubrir la filosofía, Maurice Blondel y
Jules Lagneau. Leyendo a Lagneau comprendí que la filosofía era algo
distinto a lo que se podía leer en los manuales de René Le Senne. Pero
es siempre por vía de la literatura que me he acercado a la filosofía.
Teníamos toda la efervescencia de después de la guerra, el
existencialismo, sobre todo Sartre y Camus, de quien toda mi vida he
conservado una frase que me trastorna: “el suicidio es el único
problema filosófico verdaderamente serio”. Por mi padre, de
formación germánica, admirador de Alemania, me introduje en la
historia del romanticismo alemán, con el alma romántica y el sueño de
Albert Béquin, que tenía el cargo de literatura francesa en la
universidad de Bâle y que sucederá a Emmanuel Mounier en la

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

dirección de Esprit. Todo esto estaba acoplado al descubrimiento de


las películas mudas con Langlois y al cine alemán, de Murnau…

RM: ¿Lee obras de filosofía?

JLG: Me gustan enormemente los libros, y los libros de bolsillo,


porque se los puede meter en un bolsillo (de hecho, son ellos los que
se meten en el bolsillo). Pero no leo de manera seria, es raro que lea
un libro, aún una novela, de cabo a rabo. Hoy en día releo algunos,
lentamente, que se me han quedado en la memoria, pero que
seguramente los leí mal. Como el final de Minuit de Julián Green,
donde se trata el asunto del suicidio: se tiene la impresión de que la
hija se lanza pero en realidad es el suelo el que asciende hacia ella a
una velocidad vertiginosa… Leer libros “técnicos” de filosofía, de eso
soy incapaz. Soy incapaz de leer a Heidegger, salvo si se trata de
poesía, de Hölderlin. Me gustan los Caminos de Bosque, pero eso
sucede por la imagen…

RM: Sin embargo, usted cita mucho a Heidegger.

JLG: Son fragmentos de pensamientos. Antes yo los ponía como


citas, ahora como situaciones. En otros momentos, habría ido a
Sarajevo, habría hecho travellings y habría puesto a Heidegger debajo.
Lo que hay en Notre Musique lo he encontrado en Levinas, en un libro
antiguo que se llama El Tiempo y el Otro. Es una nota de pie de
página, me gustan las notas de pie de página largas, yo comienzo por
allí. Levinas dice que la muerte es lo posible de lo imposible, y no lo
imposible de lo posible, como Jean Wahl lo había dicho a propósito de
Heidegger. He intentado leer las Meditaciones Cartesianas de
Husserl, pero he renunciado. Deleuze, cuando se lo escucha, es
absolutamente magnífico, cuando leo algunos de sus textos más
difíciles es como si hiciera matemáticas superiores. Todos los libros
de filosofía deberían llamarse como el de Kierkegaard, Migajas
Filosóficas, así uno se sentiría menos culpable de no poder leerlos más
que precisamente por “migajas”.

RM: ¿Ha tenido relaciones con algunos pensadores


contemporáneos, Foucault, Derrida, Lévi-Strauss?

JLG: Un poco con Jankélévitch. Es un gran estilista, como


Heidegger por lo demás, y sobre todo con Bergson, que hace mucho
tiempo hemos menospreciado. Mi madre siguió sus cursos, al mismo
tiempo que sus estudios de medicina, y yo recuerdo siempre una frase
que me aprendí de memoria, justamente porque el estilo ayuda a que
uno recuerde, y que he utilizado dos o tres veces en mis películas. Es
al final de Materia y Memoria: “El espíritu toma de la materia las
percepciones de donde él saca su alimento y las devuelve bajo la
forma de movimiento al cual le imprime su libertad”. Pero yo no

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comprendo muy bien la palabra “percepciones”. Levinas es quizá un


buen filósofo pero un mal escritor. Yo muestro en la película su libro
Entre nous. Filmo un puente, el tipo dice “estamos entre nosotros”,
entonces voy de una imagen a otra y leo el texto de Levinas.

RM: Levinas me parece de otro modo presente en Notre Musique.


Usted muestra muchas “caras”, si entendemos por esto lo que es
propio de un individuo, su talla, su color de piel, pero el mosaico de
“caras”, judíos, árabes, bosnios, amerindios, etc., termina por hacer un
“rostro”, es decir, según Levinas, lo que impide matar…

JLG: Es el inconsciente del pintor o del cineasta el que hace eso.


Blanchot habla de lo “invisible de la imagen”. Dice: “La imagen es
felicidad, pero cerca de ella permanece la nada”. En la religión se ha
impuesto la imagen como texto de ley, o el texto como imagen de ley.
Pero en realidad la imagen no puede ser vista, son sólo
aproximaciones, como en Walter Benjamín, es algo lejano, por
próximo que sea. En el cine tenemos la figura del campo-contra-
campo: se muestran dos rostros el uno después del otro, pero de hecho
se ve dos veces el mismo, pues el contra-campo cinematográfico debe
hacerse por los rodeos del texto, para introducir un tercer elemento
que yo llamaría la verdadera imagen o el verdadero texto, que hace
imagen o que hace texto. Leon Brunschvicq, a quien mi madre me
aconsejó leer, dice en alguna parte: lo uno está en lo otro, lo otro está
en lo uno, y son las tres personas. Si se dialoga entre nosotros, y si se
quiere hablar de usted, no es necesario hacer el contra-campo sobre
mí, pero es necesario primero filmarme de espaldas y que usted no
vea, y decidir enseguida, según el tema de la película, si es necesario
hacer tal o cual plano.

RM: Lo que le interesa, finalmente, es el “tercero excluido”, lo


cual es un asunto moral. ¿Cómo definiría la moral?

JLG: No me gusta definir. Estoy demasiado viejo o demasiado


joven sin duda. Me gusta preparar los planos para la moral, pero para
eso es necesario como mínimo tener dos, con una tercera parte de
algún modo por buscar, un tercero excluido que usted llama la
trinidad. Me sucede que frecuentemente releo los Cuadernos para una
Moral de Sartre. El Ser y la Nada lo abandoné, pero aquí puedo seguir
porque se trata de literatura, de política, de pintura. Cuando Sartre
habla de pintura, del Tintoretto, de Wols o de Jean Fautrier, dice cosas
que los críticos de arte no saben decir, porque ellos escriben “sobre”,
mientras él escribe “de”, desde la pintura. Los Cuadernos para una
Moral son formidables porque de golpe Sartre habla de un filósofo y
emplea la expresión “la síntesis viscosa”: entonces se tiene la
sensación de comprender sin comprender, como un niño que a los dos
años ha retenido ciertos ruidos o palabras… pero usted me habla de
moral… usted sabe, yo, con mi abuelo que era rico, he comido en

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

asientos donde había imágenes de la colonización, asientos donde


estaba el retrato del mariscal Bugeaud. Quizá la moral comienza allí.
Cuando comprendí en mi juventud que no era tan fuerte en
matemáticas, fui a la etnología, y me cambié para seguir algunos
cursos con Lévi-Strauss… Me gusta mucho Marcel Mauss, justamente
porque habla de los otros, de quienes uno no conoce, que parecen no
tener “rostro”.

RM: En Notre Musique usted retoma la tripartición clásica,


Infierno, Purgatorio, Paraíso. Pero la estancia en el Purgatorio es la
más larga. ¿Tenemos ahí una moral, el lento trabajo de “purgar”?

JLG: Usted ha señalado que los reporteros van siempre al infierno


y los turistas al paraíso. Raramente vamos al purgatorio. Hoy en día,
se coloca de un lado el mal y del otro el bien, es todo. En el cine, hay
producción, distribución y… explotación, mientras para un libro se
habla de escritura, de edición y de difusión. Esta es para mí la
metáfora de un mundo que no es ni infinitamente grande ni
infinitamente pequeño, sino “infinitamente medio”. El cine ha sido
responsable, después los responsables han traicionado, y el público
también. En los Estados Unidos, las películas trash se llaman
explotation movies… la producción, que es el rodaje, el escenario, es
para mí uno de los mejores momentos: se siente, y ahí hay algo moral,
algo que nos llama, digamos el lucero del alba, poco importa, pero que
no conocemos todavía… es necesario dar forma regularmente, y
pensar, tomar notas que se pierden después, que uno ya no mira.
Enseguida está el giro, que para mí es ya un poco el fin. La
producción es el paraíso, la distribución el purgatorio: finalmente
viene el infierno, que es la explotación, ¡la bien llamada! Encontramos
las tres funciones que yo había estudiado un poco con Dumezil, los
profetas, los guerreros y los agricultores, los agricultores han devenido
los “servidores”, el “gran publico”…

RM: ¿Qué es para usted la soledad?

JLG: En Nous sommes tous encore ici, Anne-Marie Miéville me


hace leer un texto de Hannah Arendt que decía que soledad no es
aislamiento. En la soledad nosotros nunca estamos solos con nosotros
mismos. Siempre somos dos en uno y devenimos uno… solamente
gracias a los otros y cuando nos encontramos con ellos. A mí, me
gusta estar en una mesa donde se ríe y donde se come, pero yo
prefiero estar al final de la mesa y no estar obligado a participar. Al
mismo tiempo, yo quiero estar y sacar provecho de esto… el
aislamiento del prisionero es otra cosa.

RM: ¿Ha sufrido alguna forma de aislamiento?

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JLG: Sí, una vez. Después de una tentativa de suicidio, que yo


había hecho en una forma un poco charlatanesca, para que se me
pusiera atención, era el 68, creo. Yo estaba con un amigo pero mi
padre, que era médico, me llevó a una clínica psiquiátrica antigua y
este amigo me ha llevado a Garches. Allí, para impedirme cometer
actos desagradables, me pusieron una camisa de fuerza. Entonces me
dije: tu interés es permanecer tranquilo o si no ellos nunca te soltaran.
Un libro me ha influenciado mucho cuando yo estaba más joven, El
Vagabundo de las Estrellas de Jack London. Es la historia de Darrell
Standing, un condenado a muerte, que espera en la prisión del Estado
de California, en San Quintín. Se lo pone en camisa de fuerza, y él se
sirve de ella como escapatoria, lo que vuelve loco a su guardián: entre
más días pasa en su camisa, más contento está. Se hace un mundo y se
evade por el pensamiento, está en París bajo Luís XIII, en la Roma de
Poncio Pilatos… he releído recientemente otro libro de London,
Michäel Perro de Circo. Me había gustado mucho en otra época,
quizá porque me veía como perro de circo, con un deseo maternal. El
perro se encuentra solo sobre una playa, y un viejo camarero lo llama,
lo lleva, y se vuelve su maestro, su patrón, su profeta. Ese camarero se
llamaba Dag Daughtry, y solamente hace algunas semanas
releyéndolo he entendido lo de “prójimo”. Yo tenía necesidad de
prójimo, y mi familia no era prójimo.

RM: Pero un pintor, un escritor, encuentran siempre “prójimo”


para sus obras, ¿no será porque ellos alimentan la sensibilidad, el
pensamiento, la imaginación de los otros?

JLG: Para mí de los artistas que se suicidan, creo que los pintores
ocupan el primer lugar, los escritores el segundo, en el cine uno no
puede suicidarse. Hay excepciones, pero pocas, Jean Eustache en
Francia, por ejemplo. Como decía Bresson, una vez que se ha entrado
en la cinematografía, ya no se puede salir. En Francia, sólo hay uno
que se ha salido, es Maurice Regamey, que hacía películas de cuarta
categoría y que se convirtió en representante de vinos y licores en el
Midi. En la escritura, hay un momento en el que se sale de la soledad
y se está en el aislamiento. Alguien como Chandler lo decía: a partir
del momento en que estoy sobre una pista, todo lo que yo hago es la
novela, prender un cigarrillo, freír un huevo, pasearme, desde entonces
todo es aislamiento, y eso es muy duro. A causa de esto, uno puede
suicidarse, el pintor también puede. En el cine, uno no puede, porque
el cine se hace con muchos, se hace mal, más o menos mal, y mucho
peor hoy, igualmente con los americanos, pero para hacerlo hacen
falta mínimo dos. Enseguida se toman colaboradores, asistentes,
empleados, y esto hace un microcosmos. Vemos a la gente vivir
juntos, hay hombres, mujeres, dinero, poder, hay de todo. Es por esto
que pueden pasar acontecimientos que no han todavía advenido, y que
son signos, si usted sabe verlos: usted ve tal película y sabe que en
seis meses tenemos Mayo del 68, o esto o aquello.

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

RM: La soledad es ser dos, y ¿el amor?

JLG: Yo no he reflexionado mucho sobre eso. Me viene al espíritu


la frase de Lacan: el amor es querer dar algo que no se tiene a alguien
que no lo quiere… de hecho, la palabra amor no debería emplearse, la
palabra amistad es más fuerte.

RM: ¿Qué tiene de más la amistad?

JLG: El amor está en la amistad mientras que la amistad no está


forzosamente en el amor. En la amistad hay límites, pero el límite no
está dado por la ley de la partida, se lo constituye del uno al otro.
Levinas decía que en el “yo pienso, luego yo soy”, el “yo” del “yo
soy” no es el mismo “yo” del “yo pienso”, porque queda por
demostrar que hay una relación entre el cuerpo y el espíritu, entre el
pensamiento y la existencia. Y bien, si eso comienza por el amor y si
termina por la amistad, yo diría que la amistad es el “yo soy”. Y, en
fin, hay crímenes por amor, pero no crímenes por amistad.

RM: ¿Qué es para usted la separación?

JLG: En la amistad, uno puede separarse, en el amor, uno no


puede. Una vez se ha encontrado a alguien se va con él, si uno se
separa de otros, no era amor. He tenido, con dificultad, algunas
relaciones con mujeres, a veces demasiado jóvenes: no eran mujeres
que yo amara, sino el amor. Y les he hecho daño.

RM: Jankélévitch dice un poco la misma cosa: un amor no


termina, o mejor, si algo termina, es que no era amor.

JLG: Quizá es por eso que la iglesia Católica y las otras han
puesto la palabra amor por todas partes, para estar seguros de que eso
no termina, ¡es una garantía!

RM: ¿De quién o de qué se ha separado?

JLG: Me separé de mis padres –aunque en realidad uno sólo se


marcha, sin separarse. Recuerdo las placas que utilizaba mi padre en
radiología, eran negativos Kodak. Con lo numérico los negativos están
desapareciendo. Kafka decía: el positivo nos es dado desde el
nacimiento, el negativo tenemos que hacerlo nosotros. Yo diría que
tengo dos vidas, la que precede al momento en que comencé a hacer
películas, a los 30 años, y la que siguió. Viendo la diferencia, puedo
decir que cuando comencé a hacer películas, yo tenía cero años:
entonces tengo hoy 43, lo cual me permite decir, a pesar de lo físico,
que sigo estando joven. Yo sólo he tenido ganas de hacer cine 10 años
después de haber visto a Charlie Chaplin: eso llega tarde, poco a poco,
con la ayuda de algunas personas o por las fuerzas en la sociedad que

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hacen descubrir un mundo. De golpe, yo he comenzado todo muy


tarde, el análisis por ejemplo. El otro día, yo me decía que en el
momento de mi nacimiento, en 1930, mi madre nunca había visto
películas habladas. Yo me explicaba así que hubiese hablado muy
tarde, a los 5 años, y que todo lo que yo he dicho hasta los 25 o 30
años ella no lo escuchó. Después, hablamos demasiado, pero por
soledad también... es por lo que tarde o temprano necesitas hacer un
análisis o hacer deporte, para mí el tenis. Yo se que no me libraré de
mi analista antes de mi muerte o de la suya.

RM: ¿Usted ha leído a Freud anteriormente?

JLG: No, era un nombre, como Marx, que yo admiro, y que he


leído un poco, el 18 Brumario, por ejemplo. Quien me ha hecho
descubrir a Marx es Althusser…

RM: Algunos le han reprochado erigir el marxismo en ciencia…

JLG: No retengo eso, he visto más bien algo del tipo Alicia a
través del espejo... de esa época, yo, con tres o cuatro compañeros, he
conservado la idea de que el cine es el punto de referencia. “Cine” es
una palabra que casi me da vergüenza, no tengo la osadía de llamarme
realizador, detesto ese término. Entonces yo me digo que eso no tiene
nombre, sin ser innombrable. Pero es un punto de referencia.

RM: ¿Ha tenido la tentación de la escritura?

JLG: Sí, como todo el mundo. Pero no sabía cómo continuar...


siempre admiro las primeras frases, de Dostoyevski, de Flaubert –pero
ellos saben continuar. He intentado las traducciones. He pasado un
año en América del Sur, me gustaba la novela de Paulina Medeiros,
Un jardín para la muerte, la traduje y se la envié a Aragon…
Marguerite Duras me dijo: cuando se está un poco perdido entonces
uno busca poner la mayor cantidad de palabras posibles en una
imagen, pero tu, tu estás condenado, y debe ser a causa de los libros o
de lo que hay en los libros. Los libros, he comenzado por entenderlos.
Mi padre tenía un pequeño barco que se llamaba el Trait d’union. Era
amigo de Paul Valéry, y yo tomaba lecciones de latín de Valéry. Por
un momento pensé en hacer una película sobre él, sobre Monsieur
Teste. Durante la guerra –en mi familia había colaboradores, al menos
de espíritu, pues nadie hizo nada desagradable–, íbamos con mi abuelo
al otro lado del lago, y leíamos en voz alta. Eso continuó aún después.
Yo recuerdo haber escuchado leer los Pavés de l’enfer de Dominique
Ponchardier, héroe de la resistencia.

RM: No le gusta definir, pero para usted ¿qué es la filosofía?

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

JLG: Blanchot escribió esto: “La filosofía será nuestra compañera


el día y la noche, aún si pierde su nombre, aún si está ausente, una
amiga clandestina...” he aquí, la filosofía, es una amiga, y la novela
una amiga.

RM: ¿Y el cinematógrafo?

JLG: Es el oficial intentando el espionaje. Vigo, Moullet, Miéville


y otros como yo mismo,
nosotros somos los “Joe”.

Traducción: Ernesto Hernández

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LEPROCOMIO
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A PROPÓSITO DE FUNES

Diego Echeverri Marín

Se dice que Pitágoras rememoraba sin esfuerzo una decena de


vidas anteriores; en Troya respondía al nombre de Euforbo y conoció
el acero de Menelao.

Se dice que Hesíodo sostuvo un trato fraudulento con las musas;


así se explica su acceso al tiempo primordial, al embrollo de las
causas. Para entonces, el pasado era ya una región oscura del ser.

Se dice que Ulises desaprovechó la ocasión única de reconstruir la


historia del delicado tejido épico; las mujeres que se agolparon en
torno suyo en el Hades eran todas amantes, compañeras de lecho. Sus
barruntos, su balbucir, su comadreo no escuchado constituía la
memoria en su estado originario.

Se dice que en el Menón Platón pensó el olvido como la falta


esencial del alma, la enfermedad que le corroe.

Se dice que las almas de los Celtas al morir quedan atrapadas en un


vegetal o en un ser inanimado; si acaso el azar lo quiere, luego de un
rodar mudo, cae aquel objeto en nuestras manos; entonces el ser
amado nos presiente y su gozo anima y estremece la materia, nuestro
recuerdo rompe el embrujo y aquel torna a vivir a nuestro lado.

Se dice de Empédocles, el más dulce predicador asceta, que un


pasaje del libro de las Purificaciones asevera: “Vagabundo exiliado de
la divina morada... yo ya fui en otro tiempo un muchacho y una joven,
un matorral y un pájaro, un pez mudo en el mar...”.

Nos dice Descartes:

“Cada cual puede ver, por intuición, que existe, que piensa, que el
triángulo está limitado sólo por tres líneas, la esfera por una sola
superficie, y otros hechos semejantes...”.

Funes puede ver por intuición “la suma del intolerable universo”.

La intuición en Descartes se resuelve para los conceptos que forma


la inteligencia pura y atenta al margen de la incertidumbre que
proporcionan los sentidos.

La intuición de Funes es plenamente corporal, un conjugarse los


sentidos en compinchería, una fiesta de lo sensual.

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

El cuerpo inamovible de Funes descubre un universo en


movimiento, un “Caosmos” exuberante, saturador, quizás la Physis y
su devenir de tripas afuera. Funes se demora, se detiene, se lanza al
asombro.

Levi-Strauss: Es típico del pensamiento primitivo ordenar el


mundo según la taxonomía, una técnica del inventario. El pensamiento
de Funes es un revival medieval. El acercamiento más inmediato, más
familiar a la realidad es aquel que opta por la avaricia del detalle, por
la enumeración de todo lo presente. Nace un afán de lista, de catálogo,
de compendio.

El tesoro de la catedral de San Vito en Praga contaba con: “Las


calaveras de San Adalberto y San Venceslao, la espada de San
Esteban, la corona de espinas de Jesús, el mantel de la última cena, un
diente de Santa Margarita, un trozo de la tibia de San Vital, la costilla
de Santa Sofía, la barbilla de San Eobano, las escápulas de san Afias,
la vara de Moisés, y la ropa de la Virgen” (Eco).

El catálogo mental de imágenes pretendido por Funes abarcaría


alrededor de setenta mil recuerdos.

¿Ha existido un ser más solitario en el universo? Acaso, la mente


de Dios.

Este Funes mítico inspira en nosotros la más profunda admiración,


la más profunda lástima.

Era un hecho que la fatigosa realidad terminaría por devorarlo. Una


vorágine de recursos sutiles pero no menos crueles.

¿Podemos imaginar a un hombre más triste? Nosotros que nos


regocijamos en el olvido.

No falta quien le reproche a Funes la incapacidad de pensamiento.


“Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, es abstraer”. Reclamo
ingenuo, desfachatado, proveniente del antagonista del mundo. Aquel
que teme descubrir que su conducta lógica tiene una pata de palo.

El conocimiento de Funes detenta otro tipo de soberanía. Es


conocimiento poético a la manera como lo entiende Cortazar a
propósito de Keats: “Si conocer alguna cosa supone siempre participar
de ella en alguna forma, el conocimiento poético se caracteriza
porque, desinteresado de los aspectos conceptuales de la cosa pero
angustiadamente interesado en el ser mismo de aquella, procede por
asalto e ingreso afectivo en la cosa, cediendo en este acto su
conciencia de ser sujeto cognoscente y renunciando a ser ese alguien

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que conoce para sumirse connaturalmente en la cosa deseada, ser en


ella”.

“No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro


abarcaba tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa
forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil)
tuviera el mismo nombre que el de las tres y cuarto (visto de frente)”.

¿Qué le depara a este hombre, fiel a las múltiples realidades


sucedidas en el instante y su ocaso, el encuentro con un lenguaje
incapaz de nombrar tal exuberancia?

Aquel muchacho de arrabal uruguayo, una paja en el ojo del


lenguaje, se acusa una cierta pobreza, una definitiva pobreza. Su
experiencia de mundo: de orillero: de catre: de penumbra, tiene
nombre de relato y se ve venir el trastabilleo, el apuro, la
insuficiencia.

Se requieren palabras blandas, sensibles a la temperatura de la


realidad que emerge.

Se requiere mitosis de palabra: una combinatoria extraña: pura


elongación.

Palabras nutriéndose de leyes ónticas, palabras en el crisol


macerándose, palabras en la pira ejecutando la mimesis del fuego.

Funes toma un puñado de palabras gastadas que obviamente se


desharinan en su mano, el nuevo ripio es innombrable.

Funes se alimenta de la misma materia que el poeta: la carencia, la


perplejidad.

Pero la desazón ante el lenguaje apunta al nervio mismo: la palabra


alberga una trampa, una mentira, una estabilidad que trafica con lo
falaz. La palabra elige, reduce, deja por fuera. La palabra apolínea
celebra su sospechosa permanencia.

Funes es testigo de la entropía del universo, del deliberado


progreso de la muerte de cada ser. Las palabras dispuestas al uso son
cadáveres putrefactos, prostitutas que nada pueden nombrar. Se busca
una palabra arriesgada al desgaste del tiempo; una palabra que sepa
morir con su instante.

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

Plinio
Naturalis Historia
Libro VII, capítulo 24
Ejemplos de Memoria

“La memoria, bien tan necesario a la vida, quién la haya tenido


mayor no es caso fácil de juzgar entre tantos que han alcanzado su
gloria.

El rey Cyro nombraba uno por uno todos los soldados de su


ejército; Lucio Séptimo todos los del ejército romano; Cyneas, legado
del rey Pirrho, los del senado y orden de caballeros en Roma un día
después de llegado.

Mithrídates, rey de 22 pueblos diferentes, les dio leyes a todos en


otras tantas lenguas, haciéndolas prácticas sin intérprete.

Un Charmidas, en Grecia, refería en las librerías, como si lo fuera


leyendo, los volúmenes que había compuesto cada uno.

Y, en fin, se hizo un arte de la memoria, inventada por Simónides


Mélico y acabada por Methrodoro Scepcio para que no hubiese cosa
que, oída una vez, no se dijese de memoria.”

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AMY FOSTER

Diego Echeverri Marín

Una Geo-poética del destierro

Le parece a uno que la tierra estuviera maldita, puesto


que aquellos de sus hijos que más se aferran a ella son
toscos en el cuerpo y de caminar abatido, como si sus
corazones mismos estuvieran cargados de cadenas.

También el mar se hace desierto y no pocas veces se perece en él


de sed. Es la ancestral fuerza titánica indomeñable, y la apariencia
serena que refleja en la distancia es sólo una más de sus seducciones.
Es la cantera incesante en continua ebullición. Esta certeza
inalienable acompaña al lobo de mar, cierto de que el naufragio, lejos
de ser una posibilidad entre otras, es siempre la más próxima, quizás
la buscada. Las tierras por descubrir siempre renacen, los puertos
predilectos sabotean toda cartografía previa, las aguas de anclaje
eligen siempre la intacta tierra mítica. El mar es esa indefinición que
trae el señuelo de lo desconocido con rumor discontinuo, según el
estiramiento de las mareas y la ausencia de huellas, según la hondura
en que abriga su secreto. La inminencia del extravío, el destierro sin
término, estar sediento de altamar, del abismo azul, circular, infinito,
que insinúa la cavidad del iris. Por eso verifica las mayores
crueldades, el don de sus fuerzas disolutorias. “…En los viejos
tiempos, los relatos de náufragos nos hablan de grandes sufrimientos.
A menudo, se salvaban de ahogarse sólo para morir de inanición”.
Tampoco la tierra cesa en su eclosión de múltiples geografías, se
transforma, muda pieles, inaugura nuevos territorios como nacidos de
un bostezo. Nuevas mareas trazadas con retazos de pasto y follaje a
través de las cuales el peregrino recorre cadenas montañosas, valles,
hondonadas, depresiones singulares, y en la mirada del hombre se
esconde el águila herida de bastedad, sobrevolando, perdiéndose en la
distancia y empañando su globo ocular en un instante que nadie sabrá
precisar. “…Como si la melancolía de una sobrecarga de tierra pesara
sobre sus pies, les doblegara los hombros, les hiciera bajar la mirada”,
como si de morderla con los dientes del azadón y mezclarle el sudor
destilado y hostigarla con los brazos estirados “…los terrones
polvorientos hubiesen comenzado a exudar perlas de sangre de un
momento a otro”. Kennedy es el antiguo viajero que ha terminado
anclando su pupila.

77
Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

El sueño de América

Era posible que encontrara algún lugar donde se pudiera


recoger oro puro del suelo…

No obstante siglos acumulados de saqueo, expropiación y


agotamiento que dejan un balance económico roto y un marco
cultural complejo e imprevisible, el sueño americano sigue
fermentándose en todas las latitudes. La hospitalaria “tierra de las
oportunidades” sigue ejerciendo su magnetismo, si bien sus
coordenadas se concentran específicamente al norte. El Dorado sigue
resplandeciendo, si no en las virutas del metal precioso que se
recogerían en las cuencas de las manos vacías, sí en su nueva
formulación mucho más intangible pero no menos eficaz de los flujos
imperceptibles de capital. Pero este sueño tiene desde sus orígenes
algo macabro, un prediseño a base de crueldad, una economía del
despilfarro y la sobreproducción a costa del gasto de fuerzas vitales
irrecuperables, una peonza loca que deja claros y numerosos
perdedores y uno que otro tránsfuga. Sueño prefabricado que no sólo
se induce, sino que se obliga a soñar con las escenografías más
vulgares e inverosímiles, como pactar contratos de intermediación
laboral con el Káiser americano a partir del servicio telegráfico.
Como materia prima de este teatro, la inocencia ilimitada, las lagunas
políticas de los que están en la región oscura del capital.

El suplicio – el naufragio

Empezó a caer una lluvia fría, el viento le soplaba en la


cara, estaba emparamado y le castañeaban los dientes. Él
y un joven oriundo del mismo valle se tomaron de la mano.

Ser empaquetado como una mercancía de tercer orden. Entrar en


el engranaje del ciclo productivo por el lado de los perdedores, del
material de descarte o mercancía desechable producto de la maquila
más denigrante: las “agencias de emigración” piratas. Ser convertidos
en cuerpos de circulación prohibida, contrabando de cuerpos que
deben hacerse imperceptibles a fuerza de miedo. Aglomerados,
cuantificados según la abstracción absurda del número, distribuidos
en cada centímetro cuadrado de cuerpo mudo y espantado, con la
respiración calcinada, sin derecho al llanto ni al murmullo,
representando plenamente su papel de sombras, con un anonimato
que va mucho más allá de la pérdida de cualquier rezago de identidad
hasta un lugar en que lo humano sufre un desgarrón irreversible. La
soledad absoluta poblando los escasos intervalos entre la multitud,
frotándosen los costados a una distancia infinita uno de otro,
tanteándosen con la ausencia de mirada los rostros de la penumbra.
Sombras todas agolpadas, sin voz, sin presencia, muy cercanas a la
consistencia de los espectros en la morada de Hades, muy cerca,

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demasiado cerca de la sombría Perséfone. La inextinguible noche


como única comunidad posible, imposible. El naufragio fue
acelerado, estaban encerrados en la entrecubierta con las escotillas
cerradas, sentirían el impacto, el crujir de la madera presionada por el
agua, los intentos de fuga habrán tenido los efectos catastróficos de
una estampida. El suplicio último nos será inaccesible, el Herzogin
Sophía Dorotea guardará su secreto. Luego serían los rubios, “duros”,
“rudos” rostros, las piernas desnudas de los cadáveres que encallan en
la playa o juegan por última vez en las olas espumosas antes de
reunirse nuevamente apilados bajo la pared de la iglesia de Brenzett.

El extranjero

Hay otras tragedias, producto de diferencias


irreconciliables y de este temor a lo que no comprendemos, que
pende sobre nuestra cabeza… sobre la cabeza de todos…

El extranjero implica una amenaza latente; previa a toda


expresividad, anterior al menor intercambio, emerge el enigma, la
asechanza incesante de lo desconocido. Incluso su pasividad es
alérgica, su silencio más inquietante que la palabra que todavía no
llega. Su presencia denuncia la insuficiencia de toda convención
preestablecida. La extrañeza y un anhelo de huida aumentan, el
rechazo absoluto, la mirada que se retira, y en este gesto de despedida
prematura la inmanencia del encuentro se ve eclipsada. Negar la
diferencia, sospechar de toda alteridad, alimentar microfascismos,
mecanismos de exclusión, adiestrar pupilas vigilantes ceñidas a
parámetros cada vez más estrechos, más molares, tales son las
prácticas proliferantes en nuestras culturas etnocéntricas. Crear
marginalidades abismales, volcar a la pobreza absoluta tajadas más
amplias de población, reducirlos al destierro, al desplazamiento, para
luego etiquetarlos como emigrantes, como habitantes de tercera
categoría y dejar caer sus perros de caza sobre ellos o insertarlos en
los teatros de la crueldad de los cuales en alguna medida somos todos
actores de reparto, someter a la miseria a los inadaptables, a aquellos
cuya rebeldía consiste en una inocencia ilimitada, en resguardar un
lugar intocado por el poder.

Yanco Gural, el extranjero venido de las montañas de la cordillera


de los Cárpatos, con la sobrenaturaleza de una “criatura de los
bosques”, sobrevive para demostrar que pertenece a una estirpe
indestructible, para honrar la memoria de los otros, engañados,
seducidos, traicionados. No quiso apilarse junto a la pared del
anonimato, unirse a la fuerza de sus muertos. Su rebelión quiso llevar
la vida todavía más lejos en una tierra inhospitalaria, por eso
“batallaba de manera instintiva, como un animal atrapado…”, por eso
la consigna que nunca salió de sus labios, pero que no dejo de

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

verificarse en cada uno de sus actos, fue resistir. Resistir para


arrebatar una dignidad última; la de poder mirar al cielo recostado en
la hierba, la de silbar canciones melancólicas, la de pisar la tierra con
pasos evaporados, la de amar a Amy Foster con incondicionalidad,
con fervor religioso y sembrar un niño en sus entrañas.

Amy Foster

No parecía desear más. Y entonces se enamoró. Se enamoró


en silencio, de manera porfiada, quizás sin remedio. El amor le
llegó poco a poco, pero al hacerlo obró como un encanto
poderoso… Sí, estaba en ella dejarse hechizar y poseer por un
rostro, por una presencia, de manera fatal… y despertar más
tarde de aquel abandono misterioso del yo, de aquel
encantamiento a causa de un miedo semejante al terror inefable
de la bestia.

Si el mar rehúsa destruirlo, el cuerpo del extranjero encalla sobre


la arena blanca, su fuerza ha sido dilapidada en un gasto descomunal.
Sobre su cuerpo el desastre es una concha pareja. Tras la
irreciprocidad de su batallar, punzado por la fuerza del dios, es ahora
el más frágil de los mortales, apenas algo más que un cadáver. La
hospitalidad implica derrocar en un solo gesto miedos impares: la
cercanía de un cuerpo cercano a la muerte, la irrupción del que posee
las noticias más lejanas y en sus manos vacías el don salvífico o
funesto. El que así retoza expuesto a la sospecha del ave carroñera,
sumido en un sueño inmemorial, único acicate de la desesperación
desfondada, con una vulnerabilidad que no soporta testigos. Cuando
Amy Foster, pese a las prohibiciones, saltando por el patio trasero
ofreció su mendrugo de pan, interrumpió esa marcha sin reversa de la
locura hacia su laberinto interno. La aparición de un rostro que se
expusiera a ese acto a la vez riesgoso y sagrado del cara a cara, un
rostro en toda su extensión, en su exposición abierta y silenciosa, una
fisonomía que pueda recorrerse como un puerto de llegada, indicio
también de lo ilimitado, de las geografías posibles venideras que
insinúa cada trazo de piel, una mirada que acompañara en la duración
de un roce la avalancha de voces silenciadas que saltaban del acuario
de sus ojos negros. La instauración de una comunidad asentada en la
ausencia de palabras, en la rectitud de un gesto de rebelión que dice la
inmensa cercanía que de pronto brota y puebla todo el espacio de
separación de los distantes, distancia poblada de puntos confluentes,
de conatos insospechados, distancia infinita insalvable en curvatura
creciente. Un puerto fugaz era todo cuanto requería para empuñar su
resistencia, se hizo el extranjero nuevamente indestructible, Amy su
talismán.

Su amor se compuso menos de esas pocas palabras masculladas en


ese idioma sonoro pero incomprensible que de silbidos de tonadas

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melancólicas tras el vergel, a manera de un llamado que ella jamás


desatendió con los ojos abiertos de par en par, como si cualquier
vacilación en la vigilia significara un requiebro sustancial en la
espera. Y en los paseos diurnos “se los podía ver por las calles, a ella
caminando impasible vistiendo su ropa elegante: vestido gris, pluma
negra, botas fuertes, guantes de algodón blanco llamativos, y él, con
el abrigo cargado de manera pintoresca sobre un hombro, caminando
a su lado…”, provocadores, plenamente irresponsables, sordos al
comadreo que suscitaba su paso, extranjeros ambos inadaptables, con
una rebeldía atroz a la que no obstante le bastaba con una indiferencia
desprevenida y serena, a lo largo de las calles como si juntos en el
espacio de su tránsito la tierra se poblara de sentido, o cual si fueran
rompeolas y por un corto, muy corto intervalo, fuesen intocables
inalcanzables, y esa manera de ser atraídos sin saberlo por lo
desconocido que no cesa de ensancharse en su sencillez…

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COLABORADORES

Luis Antonio Ramírez


Filósofo egresado de la Universidad de Antioquia (2001) con una
tesis sobre La Desintegración del Pensamiento Consciente, a
propósito de la filosofía de Nietzsche. Actualmente realiza estudios de
Doctorado en Filosofía en la Universidad Michel de Montaigne
(Francia) bajo la dirección de Guillaume Le Blanc. Trabaja como
profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia).
Colaborador permanente y miembro del comité editorial de la revista
Euphorion.

Cristian Camilo Vélez


Estudiante de Filosofía (Universidad de Antioquia, Medellín).
Desarrolla su tesis de grado bajo el título Jacques Derrida y la
Superación de la Metafísica.

Arturo Restrepo Vásquez.


Magíster en Filosofía con una tesis sobre la concepción del arte en
Nietzsche (Instituto de Filosofía, U. de A., Medellín, 2007). Profesor
de Filosofía en dicha universidad, donde ofrece regularmente
seminarios sobre Heidegger y Hölderlin. Miembro del Grupo de
Investigación “Filosofías de la Alteridad”. Ha publicado: El Concepto
de Resolución Precursora en Ser y Tiempo de Heidegger (2000); El
Suplicio: Una Filosofía de la Comunicación (parte del libro La
Imposible Comunidad: Georges Bataille Centenario 1897-1997.
Medellín: BPP, 1997). Colaborador permanente y miembro del comité
editorial de la revista Euphorion.

Juan Pablo Posada Garcés


Abogado de la Universidad de Medellín (Colombia). Trabaja como
profesor de derecho en la Institución Universidad de Envigado.

Ernesto Hernández B.
Filósofo. En su momento director de la revista El Vampiro
Pasivo y actualmente de la Revista Sé Cauto. Preside la
Fundación Comunidad (Cali) dedicada a la investigación y
difusión de la filosofía contemporánea. Traductor de obras de
Deleuze, Foucault, Guattari, y muchos otros autores.
Actualmente se dedica a la traducción de la obra de Gilbert
Simondon.

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Subjetividades para lo Mejor y para lo Peor

Carlos Enrique Restrepo


Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia y
doctorando en Filosofía en el mismo Instituto. Miembro activo de la
Asociación de Investigaciones Filosóficas y del comité editorial de la
revista Euphorion.

Diego Echeverri Marín


Poeta. Filósofo de la ensoñación. Seguidor de los poetas José
Manuel Arango y Paul Celan. También estudia filosofía en la
Universidad de Antioquia.

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Dossiers Filosofía Contemporánea 
 
 
 
 
es una publicación de 
 

 
 
 
Asociación de Investigaciones Filosóficas 
Nit: 811.020.881‐1 
 
Medellín – Colombia 
 
A.A. 49050 (Medellín) 

revistaeuphorion@gmail.com

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