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Las tijeras no pueden salvar ya la autoestima del hablante por medio de la difusión de la
buena nueva, pues incluso el resto del Evangelio se revela como algo que apenas
resiste el examen. Ni siquiera la desmitologización podrá volver a ponerlo en pie.
Demasiado turbias, demasiado sospechosas, son las fuentes a partir de las que
inician su vuelo los bellos discursos, con su universalismo rencoroso y su
amenazante buena voluntad. Aún en caso de ser posibles todavía en absoluto las
buenas nuevas, y si los presupuestos de la difusión se consumaran en una cadena de
la suerte, unas y otros deberían ser redactados de nuevo, llegar a ser lo bastante
nuevos como para evitar similitudes penosas con viejos textos que se han vuelto
inaceptables, pero seguir siendo lo bastante similares como para volverse
verosímiles, al menos como continuaciones formales del bagaje evangélico
recibido. Por ello, ocurre por primera vez que la refundición de un discurso que sea
predicable para el predicador a partir de la expectativa de beneficios se logra por
medio de la subversión de las formas anteriores. Pero Nietzsche no quiere ser
apenas un parodista del Evangelio; no desea sólo unir a Lutero con el ditirambo y
cambiar las tablas mosaicas por las zaratustrianas. Se trata para él mucho más de
colocar en un orden completamente nuevo las relaciones de los credos y el
encadenamiento de las citas de autoridad, pues va implicado en ello el examen de la
diferencia entre una profesión de fe y una cita. El autor de Zaratustra quiere
renovar desde sus bases la fuerza eulógica del lenguaje, y liberarla de las trabas que
le fueron impuestas por el resentimiento de impronta metafísica. Esta intención
resuena en la frase en que Nietzsche asegura a su amigo Franz Overbeck, “...que
con este libro he superado todo lo que ha sido dicho hasta ahora con palabras...” Y
es también presupuesta cuando afirma ante el mismo corresponsal: “Ahora soy, con
toda probabilidad, el hombre más independiente de Europa.”
El apogeo –o mejor, el espacio de operaciones– de esta independencia es el resultado
del conocimiento que, ya desde los días de Humano, demasiado humano, Nietzsche
fue logrando a partir de un agresivo ejercicio que llevó a cabo sobre su propia
persona. El autor de La gaya ciencia se había convencido de que el resentimiento es
un modo de generación de mundo, hasta aquí el más poderoso y nocivo, incluso. En
todo lo que hasta el momento recibía los nombres de Cultura y Religión se
encontraba la impronta decisiva de dicho modo: todo lo que durante una era supo
presentarse como el orden moral del universo lleva sus trazos. De aquí resulta el
final catastrófico que cae sobre el pensador como un conocimiento de siglos: que
toda palabra signada por la metafísica gravita en torno a un núcleo misológico; las
doctrinas de sabiduría clásicas son esencialmente sistemas de discursos
malintencionados en relación con el ente en su totalidad. Cumplen la calumnia del
mundo de parte de los que han llegado demasiado tarde, y tienen como meta la
humillación de toda posición ligada con la autoalabanza. No es necesario
extenderse aquí sobre la significación de que Nietzsche haya colocado al apóstol
Pablo junto con Sócrates y Platón como el genio de la inversión, y aún menos sobre
la circunstancia de que Nietzsche desvíe la atención de la gravedad de la operación
paulina, para disponer su enmienda como eje de una historia del futuro. Ante este
escenario el autor de Zaratustra se dispone a formular el primer eslabón de una
cadena de mensajes de los que ha sido eliminado el falsete metafísico. Con respecto
a esta maniobra, Nietzsche conoce a ciencia cierta su posición epocal; sabe que la
desarticulación del inminente torrente de palabras del resentimiento y la nueva
canalización de las energías eulógicas son un hecho “de la historia del mundo”;
pero también comprende que operaciones de tal orden de magnitud requieren
mucho tiempo; considera como parte de su martirio el no poder contemplar las
consecuencias de su pensamiento capital: “Espero tanto de mí,” escribe con leve
autoironía en mayo de 1884 a Overbeck desde Venecia, “que, con ingratitud, me
pongo en contra de lo mejor que he hecho hasta ahora; y cuando no llego tan lejos
que milenios enteros hagan sus más altos votos en mi nombre, entonces es ante mis
ojos como si no hubiera logrado nada.” En septiembre del mismo año, hace la
siguiente confesión ante Heinrich Köselitz: “Zaratustra tiene por lo pronto la falta
absolutamente personal de ser mi ‘libro de edificación y aliento’ –por otra parte,
oscuro y secreto, y motivo de risa para todo el mundo.”
Cuando se quiere, en todo caso, tener un acceso menos oneroso al nuevo privilegio
de proclamación, pasando por alto aquel espanto y toda reserva experimental –y
ésta es la forma que ha adoptado en gran medida la historia de la edición
nietzscheana en los movimientos antidemocráticos, e incluso en sus reelaboraciones
por parte de la democrática crítica de la ideología–, se separan las recién adquiridas
funciones eulógicas de la conveniente Ilustración previa, y su trabajo de negación,
con lo cual toma la palabra “evangelio” sus comillas, es decir su modernidad e
ironía. Nietzsche era consciente del aspecto absurdamente costoso de su empresa, y
dudó a menudo respecto de si la recuperación de una posición evangélico-eulógica
a partir del nihilismo consumado tendría sentido desde un punto de vista tanto
existencial como de mera sensatez. En 1884 escribe a Malwida von Meysenburg:
“Tengo cosas en mi alma que pesan cien veces más que la bétise humaine. Es
posible que, para todos los hombres por venir, sea yo una fatalidad, la fatalidad... y
consecuentemente, es muy posible que enmudezca un día, de amor a los hombres
[Menschen-Liebe]!!!” Recordemos el triple signo de admiración tras esta alusión a
la posibilidad cercana del enmudecer. A toda elucidación del mensaje nietzscheano
habrá de responder con la pregunta de cómo fue posible que la proclamación
prevaleciera frente a sus obstáculos interiores. Esto vendría como una elucidación
respecto a cómo, en el balance del factor disangélico contra los motivos
evangélicos, los últimos podrían tener más peso: en torno a esta revisión habría
incluso que revisar la cuenta misma, desde el punto de vista de su corrección
inmanente. ¿No están acaso todos los indicios a favor de la idea de que en
Nietzsche la mala nueva goza de clara ventaja respecto de la buena, mientras que
todos los intentos de dar a esta última la preeminencia se fundan en impulsos
momentáneos y autohipnosis pasajeras? Sí, ¿pero no es Nietzsche precisamente por
esto el pensador paradigmático de la modernidad, en la medida en que ésta se
define a partir de la imposibilidad de sobrepujar a lo real con enmiendas
contrafácticas? ¿No se define la modernidad por una conciencia precoz de estados
de cosas atroces, contra los cuales los discursos de las artes y del derecho presentan
siempre apenas una compensación y unos primeros auxilios? ¿Y no ha dejado de
ser la alta voz del mundo contemporáneo eficaz en eso mismo, cuando tuvo que
admitir la ventaja de los infames?
En lo que a Nietzsche respecta, él sabía muy bien que por mucho tiempo él mismo
seguiría siendo el único lector emocionado de Zaratustra; su quinto “Evangelio” es,
como dijo más o menos correctamente, “oscuro y secreto y motivo de risa para
todos”, y esto no sólo por su precocidad. No se puede concebir cómo podía un
documento así, que todo divulgador posterior debía inmediatamente librar de su
ridiculez, convertirse en punto de partida de una nueva cadena eulógica, cadena en
que llevar la voz cantante se volviera el premio de una competencia más o menos
afortunada. Ninguna tijera puede salvar a los cantos de Zaratustra para el juego
victorioso y palabrero de la Ilustración estándar. Suponiendo que Nietzsche supiera
esto desde un principio (y a favor de esta suposición juegan los datos biográficos,
así como los literarios con que contamos), ¿qué podía hacerle creer, sin embargo,
que a partir de él se iniciaba una nueva época del discurso positivo? ¿Cómo quería
dar el paso de lo ridículo a lo sublime, de lo sublime al aire libre, y quién podría
haberlo seguido? Para dar respuesta al enigma, debemos examinar más de cerca la
ética nietzscheana de la amplitud de miras.
“¡Oh felicidad! ¡Oh felicidad! ¿Quieres acaso cantar, alma mía? Yaces
en la hierba. Pero ésta es la hora secreta, solemne, en que ningún
pastor toca su flauta.
Con esto dice el autor que él mismo deja de ser autor. Donde el mundo se consuma en
un todo que no es posible despertar, no hay ya más autor. Dejémoslo en su antiguo
mediodía. Debemos representarnos al autor cesante como a un hombre feliz.
Notas
1. Ecce homo, Alianza, Madrid, 1985, p. 112. Traducción: Andrés Sánchez Pascual.
3. Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, 1975, pp. 369-370. Traducción: Andrés
Sánchez Pascual.