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1.

DEQUÉ TRATA LA ÉTICA

La ética es la disciplina filosófica que estudia la dimensión moral de la existencia


humana, es decir, todo cuanto en nuestra vida está relacionado con el bien y con
el mal.

El estudio de la ética (o filosofía moral, es lo mismo) nunca parte de cero. Por ser
todo

hombre sujeto de vida moral y por implicar ésta en todos los casos un
considerable grado de reflexión, se puede afirmar que en ética no hay
principiantes absolutos '. Más aún, hay razones para pensar que el estadio inicial,
pre filosófico, del pensamiento ético (al que podemos llamar “saber moral
espontáneo») contiene ya numerosos elementos de genuino conocimiento 2. De
ahí que una parte sustancial de la teoría ética tenga como misión, precisamente,
reconstruir de manera sistemática y crítica lo dado a la conciencia moral
espontánea. Sobre este punto capital volveremos no tardando. Baste por ahora
con recordar esta inicial familiaridad del hombre, de todo hombre, con los
problemas de que se ocupa la ética.

Cuando, apoyándonos en esta familiaridad, tratamos de delimitar con alguna


precisión el territorio que ha de ser estudiado por la ética, nos encontramos con
que es desconcertantemente amplio y variado. Tras la sencillez de una fórmula
como «la dimensión moral de la existencia humana» se oculta un continente de
riqueza inagotable. Y es que en esa dimensión moral tienen parte todas las
facultades del alma humana (conocimiento, apetito, sentimiento) y también todos
sus estratos.

Es éste un hecho que solemos olvidar cada vez que el fariseísmo o la miopía nos
llevan a reducir la vida moral a la observancia de unas cuantas normas que
ordenan ciertos tipos de acciones. Esta tendencia reduccionista se ve reforzada
por una idea que, siendo cierta, es engañosa: la idea de que uno sólo es
plenamente responsable de lo que libremente realiza, a saber, de las acciones
imperadas por su voluntad. De aquí a la afirmación de que la calidad moral de las
personas depende por entero de la medida en que sus acciones sean conformes
con las normas que consideramos válidas, sólo hay un paso

Si hemos de calificado de engañosa esa idea, es porque nos induce a pensar que
la libertad se ejerce sólo en el dominio de las acciones, cuando en realidad hay
muchas otras vertientes de la vida íntima de cada hombre que dependen en
alguna medida de su libertad. Para comprobarlo, pensemos en un sentimiento
como la envidia que nos asalta al contemplar los méritos o la suerte de otra
persona. Si hemos dicho que «nos asalta» (también podríamos haber dicho «nos
entra» o «nos invade») es porque ese sentimiento se presenta sin ser llamado por
nuestra libre voluntad. No somos autores suyos, sino que lo padecemos, por lo
que puede parecer a primera vista que, aunque sea un feo sentimiento, estamos
en este caso exentos de toda responsabilidad. Pero, visto las cosas más de cerca,
no tardamos en advertir que la envidia es una experiencia compleja en la que cabe
advertir varias fases, sólo la primera de las cuales es pasiva. La envidia «me
asalta», es cierto, pero a continuación yo puedo adoptar muy distintas actitudes
ante ella: puedo dejarme arrastrar por ella e incluso alimentarla activamente; pero
puedo también condenarla íntimamente, lamentar su presencia y oponerme a ella
con todas mis fuerzas. Estas actitudes ante el sentimiento que nos invade son
libres, por lo que están sujetas a calificación moral. Pero hay más: al desautorizar
la envidia cada vez que me asalta, me voy fortaleciendo contra sus asechanzas,
mientras que, si me solidarizo hoy con la envidia que siento, mañana volveré a ser
presa de ella. Y es que la fase inicial y pasiva de la envidia no es siempre un
fenómeno tan inocente como parece, sino que puede haber sido facilitado por
anteriores actitudes libres del sujeto que ahora la siente. Se impone, por tanto,
hablar de una «libertad indirecta» 3 que se ejerce en el dominio de los
sentimientos y nos hace parcialmente responsables de ellos.

Nuestro análisis ha mostrado que en la vida moral está implicado, además de la


voluntad, el sentimiento. Esto concuerda con lo que espontáneamente cree la
mayoría de la gente. Todo el mundo piensa que es propio de una buena persona,
además de realizar buenas obras, el tener buenos sentimientos. No es de verdad
bueno quien no es compasivo, o quien se entristece por elbien ajeno, o quien
destila odio o resentimiento.

Lo que se ha dicho acerca del valor moral de los sentimientos vale también para
los deseos. Tampoco éstos están bajo el dominio directo de nuestra voluntad,
pero, al igual que ocurría con los sentimientos, no es ni mucho menos indiferente
desde el punto de vista moral qué actitud adoptemos hacia ellos cuando se
presentan. Al desautorizar íntimamente el deseo de apropiarnos de lo que no nos
pertenece, por ejemplo, no sólo eludimos incurrir en una culpa, sino que vamos
extirpando de nuestra alma la inclinación a sentir deseos semejantes. De nuevo se
dibuja ante nuestros ojos un amplio campo de trabajo para la libertad indirecta.
Aristóteles dirá que es bueno quien no secunda al deseo vicioso, pero que es
mejor aún el que ni siquiera experimenta tal deseo.

También se distingue el hombre virtuoso por su superioridad en el plano del


conocimiento moral. Del mismo modo que hay quien tiene gran sensibilidad
estética o quien posee un extraordinario paladar para los vinos, es propio de una
buena persona el poseer una vista particularmente aguda para las diferencias
morales, mientras que el hombre de mala entraña se caracteriza por su estolidez.
La paleta del hombre bueno tiene más colores y matices, sus Opiniones son más
sentadas, sus deliberaciones más fiables.

Hasta ahora nos hemos referido a vivencias fácilmente identificables en la


superficie del alma humana. Pero la vida moral no se desenvuelve única ni
principalmente en ese nivel, sino que encontramos datos morales también en
zonas más profundas de la vida del espíritu. En el nivel del carácter encontramos
actitudes y hábitos (como la generosidad y la valentía, la injusticia y el recelo)
susceptibles de calificación moral. Se trata de virtudes o vicios que tienden a
manifestarse de múltiples maneras en la vida inmediatamente consciente (en
deseos y voliciones, sentimientos y creencias), pero que no se reducen a la suma
de esas manifestaciones, sino que laten en un nivel más profundo.

Por último, el ser mismo de la persona, su más íntima e irrevocable identidad, está
sujeto sin duda a calificación moral. Es lo que enseña el lenguaje corriente
cuando, a despecho de la ambigúedad del término «bueno», toma siempre
expresiones como «buena persona» o «buen hombre» en un sentido
específicamente moral.

A estas alturas, ya no cabe duda de la magnitud y variedad del objeto de la ética.


Sin embargo, el iceberg no ha hecho más que enseñar su proa, como pondrán de
manifiesto las consideraciones siguientes. En primer lugar, el forzoso
esquematismo del anterior recuento de fenómenos morales sugiere una
discontinuidad entre los distintos niveles de la vida moral (entre actos y hábitos,
por un lado, y entre hábitos e individualidad, por otro) que no se corresponde con
la realidad. Más razonable es pensar, de acuerdo con la metáfora de los estratos,
que la vida del espíritu es, desde el punto de vista de su profundidad, un continuo.
En todo caso, su vertiente moral posee una riqueza a la que no hace justicia la
enumeración de unos pocos ejemplos.

En segundo lugar, la anterior relación cuenta con el inconveniente de que invita a


pensar el objeto de la ética como integrado por solas experiencias morales,
cuando en realidad el carácter intencional de esas experiencias remite más allá de
ellas mismas. La compasión, el perdón, la indignación o el sentimiento del deber
ne son hechos mentales clausurados en sí mismos, sino que están esencialmente
referidos a otras realidades: la compasión es suscitada por el dolor ajeno, el
perdón sale al paso del arrepentimiento sincero, etc. Y como no es posible calificar
las experiencias y conductas que conforman la vida moral de las personas si no es
atendiendo a esas realidades a las que ellas responden o deberían responder,
parece forzoso reconocer que la ética ha de ocuparse asimismo de estas
realidades. Mirando ahora en otra dirección, advertimos sin dificultad que el bien y
el mal propios de la conducta humana tienden a objetivarse en múltiples
creaciones culturales del hombre. El caso más claro es el del derecho y las demás
instituciones sociales que poseen fuerza normativa. Es muy frecuente opinar sobre
la justicia O injusticia de una ley emanada del parlamento, o calificar de bárbaras
las costumbres de un pueblo primitivo que practicaba la esclavitud o la
antropofagia. Pero también en el dominio del arte, la religión o la ciencia
encontramos aspectos o vertientes morales que plantean a la reflexión filosófica
problemas específicos y apasionantes. ¿Puede el arte ser inmoral? ¿Hay una
diferencia última entre los preceptos morales y los religiosos? ¿Debe estar
sometida la investigación científica a un control ético, o por el contrario debe existir
una libertad de investigación ilimitada?

Esta última pregunta, que hoy reviste gran actualidad, nos recuerda, además, que
el campo de la ética no sólo es muy amplio, según se ha visto, sino que incluso
crece sin cesar a medida que aumenta el radio de acción de la técnica y con él la
capacidad que tiene el hombre de transformar sus condiciones de existencia *.
Valgan como ejemplos los resultados alcanzados recientemente por la
experimentación en el campo de la genética o los datos hoy disponibles sobre el
deterioro del medio ambiente natural por la industria humana. Unos y otros
plantean interrogantes morales antaño desconocidos.

¿Por dónde comenzar la exploración de una provincia tan dilatada como ha


resultado ser la asignada a la ética? Dado que sus confines se pierden de vista, ni
siquiera disponemos de un mapa completo del territorio que nos permita
orientarnos € identificar los objetivos más valiosos. Pero ¿es ésta una situación
preocupante? Bien pensado, ¿qué necesidad tenemos de adentrarnos en este
terreno desconocido, acaso plagado de dificultades, como suele ser el caso en las
disciplinas filosóficas? Comprobaremos a continuación que la respuesta a esta
última pregunta

contiene también la clave para saber por dónde ha de comenzar la investigación.

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