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El estudio de la ética (o filosofía moral, es lo mismo) nunca parte de cero. Por ser
todo
hombre sujeto de vida moral y por implicar ésta en todos los casos un
considerable grado de reflexión, se puede afirmar que en ética no hay
principiantes absolutos '. Más aún, hay razones para pensar que el estadio inicial,
pre filosófico, del pensamiento ético (al que podemos llamar “saber moral
espontáneo») contiene ya numerosos elementos de genuino conocimiento 2. De
ahí que una parte sustancial de la teoría ética tenga como misión, precisamente,
reconstruir de manera sistemática y crítica lo dado a la conciencia moral
espontánea. Sobre este punto capital volveremos no tardando. Baste por ahora
con recordar esta inicial familiaridad del hombre, de todo hombre, con los
problemas de que se ocupa la ética.
Es éste un hecho que solemos olvidar cada vez que el fariseísmo o la miopía nos
llevan a reducir la vida moral a la observancia de unas cuantas normas que
ordenan ciertos tipos de acciones. Esta tendencia reduccionista se ve reforzada
por una idea que, siendo cierta, es engañosa: la idea de que uno sólo es
plenamente responsable de lo que libremente realiza, a saber, de las acciones
imperadas por su voluntad. De aquí a la afirmación de que la calidad moral de las
personas depende por entero de la medida en que sus acciones sean conformes
con las normas que consideramos válidas, sólo hay un paso
Si hemos de calificado de engañosa esa idea, es porque nos induce a pensar que
la libertad se ejerce sólo en el dominio de las acciones, cuando en realidad hay
muchas otras vertientes de la vida íntima de cada hombre que dependen en
alguna medida de su libertad. Para comprobarlo, pensemos en un sentimiento
como la envidia que nos asalta al contemplar los méritos o la suerte de otra
persona. Si hemos dicho que «nos asalta» (también podríamos haber dicho «nos
entra» o «nos invade») es porque ese sentimiento se presenta sin ser llamado por
nuestra libre voluntad. No somos autores suyos, sino que lo padecemos, por lo
que puede parecer a primera vista que, aunque sea un feo sentimiento, estamos
en este caso exentos de toda responsabilidad. Pero, visto las cosas más de cerca,
no tardamos en advertir que la envidia es una experiencia compleja en la que cabe
advertir varias fases, sólo la primera de las cuales es pasiva. La envidia «me
asalta», es cierto, pero a continuación yo puedo adoptar muy distintas actitudes
ante ella: puedo dejarme arrastrar por ella e incluso alimentarla activamente; pero
puedo también condenarla íntimamente, lamentar su presencia y oponerme a ella
con todas mis fuerzas. Estas actitudes ante el sentimiento que nos invade son
libres, por lo que están sujetas a calificación moral. Pero hay más: al desautorizar
la envidia cada vez que me asalta, me voy fortaleciendo contra sus asechanzas,
mientras que, si me solidarizo hoy con la envidia que siento, mañana volveré a ser
presa de ella. Y es que la fase inicial y pasiva de la envidia no es siempre un
fenómeno tan inocente como parece, sino que puede haber sido facilitado por
anteriores actitudes libres del sujeto que ahora la siente. Se impone, por tanto,
hablar de una «libertad indirecta» 3 que se ejerce en el dominio de los
sentimientos y nos hace parcialmente responsables de ellos.
Lo que se ha dicho acerca del valor moral de los sentimientos vale también para
los deseos. Tampoco éstos están bajo el dominio directo de nuestra voluntad,
pero, al igual que ocurría con los sentimientos, no es ni mucho menos indiferente
desde el punto de vista moral qué actitud adoptemos hacia ellos cuando se
presentan. Al desautorizar íntimamente el deseo de apropiarnos de lo que no nos
pertenece, por ejemplo, no sólo eludimos incurrir en una culpa, sino que vamos
extirpando de nuestra alma la inclinación a sentir deseos semejantes. De nuevo se
dibuja ante nuestros ojos un amplio campo de trabajo para la libertad indirecta.
Aristóteles dirá que es bueno quien no secunda al deseo vicioso, pero que es
mejor aún el que ni siquiera experimenta tal deseo.
Por último, el ser mismo de la persona, su más íntima e irrevocable identidad, está
sujeto sin duda a calificación moral. Es lo que enseña el lenguaje corriente
cuando, a despecho de la ambigúedad del término «bueno», toma siempre
expresiones como «buena persona» o «buen hombre» en un sentido
específicamente moral.
Esta última pregunta, que hoy reviste gran actualidad, nos recuerda, además, que
el campo de la ética no sólo es muy amplio, según se ha visto, sino que incluso
crece sin cesar a medida que aumenta el radio de acción de la técnica y con él la
capacidad que tiene el hombre de transformar sus condiciones de existencia *.
Valgan como ejemplos los resultados alcanzados recientemente por la
experimentación en el campo de la genética o los datos hoy disponibles sobre el
deterioro del medio ambiente natural por la industria humana. Unos y otros
plantean interrogantes morales antaño desconocidos.