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La moda del relativismo

Por Mario Bunge

Para La Nación

MONTREAL.- EL relativismo está de moda entre los intelectuales que no hacen ciencia ni técnica.
Está tan de moda, que temo que mis lectores se ofendan si les recuerdo en qué consiste. Pero me
tiro el lance por si quien me lee, al igual que yo, no está a la moda posmoderna.

Dicho brevemente, el relativismo es la tesis de que no hay verdades ni valores objetivos y


universales: que todo es del color del lente con que se mira, y lo que vale para una tribu no tiene
por qué valer para ninguna otra. Y, al no haber estándares objetivos y universales, todo vale por
igual: la filantropía y el canibalismo, la ciencia y la magia, tu virtud y mi vicio. Otra consecuencia
es que tampoco hay progreso, ni siquiera parcial y temporario.

Las raíces y las hojas

No es casual que el relativismo sea desconocido en las facultades de ciencias, medicina, o


ingeniería. Los científicos buscan verdades, y los técnicos las aplican. El relativismo prospera, en
cambio, en las facultades de humanidades, donde no imperan estándares uniformes de calidad.

No hace falta haber estudiado lógica para advertir que el relativismo es autodestructivo. En
efecto, si todo es relativo, entonces también debe de serlo el relativismo. Por lo tanto, los
relativistas deberían admitir que su tesis es idiosincrática, o a lo sumo tribal, de modo que no
pueden aspirar a que todo el mundo se convierta al relativismo.

Los relativistas deberían admitir, entonces, que el apego al relativismo no es más justificado que
la afición por la cerveza, el rock, el béisbol o el color marrón. (Otra cosa son el zumo de uvas, el
tango clásico, el fútbol y el color azul.) ¿A qué se debe la difusión del relativismo y, en general,
del escepticismo? Este problema es objeto de estudio de la sociología del conocimiento (y de la
ignorancia). Mi amigo, el eminente sociólogo francés Raymond Boudon, sostiene que el
relativismo es un efecto perverso (no querido y maligno) del igualitarismo y del liberalismo
político.

Yo disiento. La Ilustración y sus herederos promovieron la razón y la ciencia, que consideraron


universales. Sus dardos apuntaban al despotismo y a la religión organizada, bastión del
dogmatismo y la consiguiente intolerancia. Los enjuiciaban en nombre de la razón y la justicia
(que, dicho sea de paso, ocupan un lugar eminente en la letra de la Constitución de la Nación
Argentina).

Mi hipótesis es que el relativismo actual tiene múltiples raíces. Una de ellas es el individualismo.
El individualista radical sostiene que sus opiniones no son inferiores a las de ningún otro. Se niega
a sujetar sus creencias a las pruebas aceptadas por la comunidad de investigadores. Si los
expertos rechazan sus heterodoxias, se siente un Galileo incomprendido.

Otra raíz es el inconformismo político acrítico, el de quienes rechazan la ciencia por creer que ha
engendrado la bomba nuclear, pero no hacen uso de ella para diagnosticar los males sociales, y
menos aún para curarlos. (En cambio, no tienen empacho en recurrir a la medicina científica
cuando se sienten mal.) Una tercera raíz del relativismo es la creciente enajenación de las
disciplinas rigurosas, que exigen un aprendizaje largo y arduo.

Una cuarta raíz es la tesis marxista de que las ideas son producto de las clases sociales, y por lo
tanto están al servicio de ellas. Esta es la fuente de la célebre fórmula de Michel Foucault, "Otro
saber, otro poder", y de la tesis de Jürgen Habermas, según el cual la ciencia y la técnica serían
"la ideología del capitalismo tardío".

No se pregunte qué fundamento tienen estas tesis, porque no lo tienen. Además, el relativista no
siente la necesidad de fundamentar nada: se contenta con hacer una afirmación tras otra. Todo
sería cuestión de "discursos", nada sería cuestión de verdad ni, por lo tanto, de confrontar las
ideas acerca del mundo con el mundo mismo.

Pasemos ahora de las raíces del relativismo a sus hojas. Una de ellas es la pedagogía relativista.
Si no hay verdades objetivas, sino solamente opiniones equivalentes, el maestro no es un
artesano docente sino un moderador, y sus estudiantes no son sus aprendices sino sus
interlocutores, en un pie de igualdad con él.

De hecho, así es como viene funcionando la enseñanza en las facultades de humanidades de


Europa Ocidental y América del Norte desde la rebelión estudiantil de los años 60. No funcionan
como escuelas sino como clubes de debates, o miniparlamentos sin leyes. En algunos casos, los
estudiantes formulan sus propios planes de estudio: eligen las materias fáciles y descartan las
difíciles.

Esta transformación ha tenido dos efectos, uno positivo y el otro negativo. El primero consiste en
el debilitamiento del dogmatismo, el autoritarismo, la rigidez y el tedio de la educación
tradicional.

Nada que enseñar


Por otro lado, esta emancipación ha privado a los estudiantes de la motivación y la disciplina
necesarias para aprender y analizar ideas y procedimientos difíciles, entre ellos el de la discusión
informada y racional. Los graduados de la pedagogía relativista no podrán emplearse como
docentes: no tienen nada que enseñar.

El rechazo del relativismo no debería llevar al absolutismo, o sea, la tesis arrogante de que hay
cuerpos del saber perfectos y por lo tanto intocables. El investigador sabe que no lo sabemos
todo, y por esto investiga. Sabe también que mucho de lo que sabemos es sólo aproximadamente
verdadero, y por esto sigue investigando. Es decir, el investigador es falibilista y al mismo tiempo
meliorista. Pero su falibilismo no llega al punto de negar la diferencia entre el saber, por
provisorio que sea, y la ignorancia.

En resumen, el relativismo es suicida e inhibe la búsqueda de verdades cada vez más ajustadas a
la realidad. Es tan mal negocio como el absolutismo. La única vacuna eficaz contra ambas
enfermedades es la investigación, ya que quien busque encontrará algo. Aunque no todo

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