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SANTA ROSA DE LIMA

(Isabel Flores de
Oliva; Lima, 1586 - 1617)
Religiosa peruana de la
orden de los dominicos que
fue la primera santa de
América. Tras haber dado
signos de una intensa
precocidad espiritual, a los
veinte años tomó el hábito
de terciaria dominica, y
consagró su vida a la
atención de los enfermos y
niños y a las prácticas
ascéticas, extendiéndose
pronto la fama de su
santidad.

Santa Rosa de Lima


nació el 20 de abril de 1586
en la vecindad del hospital
del Espíritu Santo de la
ciudad de Lima, entonces
capital del virreinato del Perú. Era hija de Gaspar Flores (un arcabucero de la
guardia virreinal natural de San Juan de Puerto Rico) y de la limeña María de
Oliva, que en el curso de su matrimonio dio a su marido otros doce hijos.
Recibió bautismo en la parroquia de San Sebastián de Lima, siendo sus
padrinos Hernando de Valdés y María Orozco.

En compañía de sus numerosos hermanos, la niña Rosa se trasladó al


pueblo serrano de Quives (localidad andina de la cuenca del Chillón, cercana
a Lima) cuando su padre asumió el empleo de administrador de un obraje
donde se refinaba mineral de plata. Las biografías de Santa Rosa de Lima han
retenido vivamente el hecho de que en Quives, que era doctrina de frailes
mercedarios, la futura santa recibió en 1597 el sacramento de la confirmación
de manos del arzobispo de Lima, Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, quien
efectuaba una visita pastoral en la jurisdicción.

Aunque había sido bautizada como Isabel Flores de Oliva, en la


confirmación recibió el nombre de Rosa, apelativo que sus familiares
empleaban prácticamente desde su nacimiento por su belleza y por una visión
que tuvo su madre, en la que el rostro de la niña se convirtió en una rosa.
Santa Rosa asumiría definitivamente tal nombre más tarde, cuando entendió
que era "rosa del jardín de Cristo" y adoptó la denominación religiosa de Rosa
de Santa María.

Ocupándose de la "etapa oscura" en la biografía de Santa Rosa de Lima,


que corresponde precisamente a sus años de infancia y primera adolescencia

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en Quives, Luis Millones ha procurado arrojar nueva luz mediante la
interpretación de algunos sueños que recogen los biógrafos de la santa. Opina
Millones que ésa pudo ser la etapa más importante para la formación de su
personalidad, no obstante el hecho de que los autores han preferido hacer
abstracción del entorno económico y de las experiencias culturales que
condicionaron la vida de la familia Flores-Oliva en la sierra, en un asiento
minero vinculado al meollo de la producción colonial. Probablemente esa
vivencia (la visión cotidiana de los sufrimientos que padecían los trabajadores
indios) pudo ser la que dio a Rosa la preocupación por remediar las
enfermedades y miserias de quienes creerían luego en su virtud.

Ya desde su infancia se había manifestado en la futura santa su vocación


religiosa y una singular elevación espiritual. Había aprendido música, canto y
poesía de la mano de su madre, que se dedicaba a instruir a las hijas de la
nobleza. Se afirma que estaba bien dotada para las labores de costura, con
las cuales ayudaría a sostener el presupuesto familiar. Con el regreso de la
familia a la capital peruana, pronto destacaría por su abnegada entrega a los
demás y por sus extraordinarios dones místicos.

Por aquel entonces, Lima vivía un ambiente de efervescencia religiosa


al que no fue ajeno Santa Rosa: era una época en que abundaban las
atribuciones de milagros, curaciones y todo tipo de maravillas por parte de
una población que ponía gran énfasis en las virtudes y el ideal de vida
cristiano. Alrededor de sesenta personas fallecieron en "olor de santidad" en
la capital peruana entre finales del siglo XVI y mediados del XVIII. Ello originó
una larga serie de biografías de santos, beatos y siervos de Dios, obras muy
parecidas en su contenido, regidas por las mismas estructuras formales y por
análogas categorías de pensamiento.

En la adolescencia, Santa Rosa se sintió atraída con singular fuerza por


el modelo de la dominica Santa Catalina de Siena (mística toscana del siglo
XIV); siguiendo su ejemplo, se despojó de su atractiva cabellera e hizo voto
de castidad perpetua, contrariando los planes de su padres, cuya idea era
casarla. Tras mucha insistencia, los padres desistieron de sus propósitos y le
permitieron seguir su vida espiritual. Quiso ingresar en la orden dominica,
pero al no haber ningún convento de la orden en la ciudad, en 1606 tomó el
hábito de terciaria dominica en la iglesia limeña de Santo Domingo.

Nunca llegaría a recluirse en un convento; Rosa siguió viviendo con sus


familiares, ayudando en las tareas de la casa y preocupándose por las
personas necesitadas. Bien pronto tuvo gran fama por sus virtudes, que
explayó a lo largo de una vida dedicada a la educación cristiana de los niños
y al cuidado de los enfermos; llegó a instalar cerca de su casa un hospital
para poder asistirlos mejor. En estos menesteres ayudó al parecer a un fraile
mulato que, como ella, estaba destinado a ser elevado a los altares: San
Martín de Porres.

Fueron muy contadas las personas con quienes Rosa llegó a tener alguna
intimidad. En su círculo más estrecho se hallaban mujeres virtuosas como
doña Luisa Melgarejo y su grupo de "beatas", junto con amigos de la casa

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paterna y allegados al hogar del contador Gonzalo de la Maza. Los confesores
de Santa Rosa de Lima fueron mayormente sacerdotes de la congregación
dominica. También tuvo trato espiritual con religiosos de la Compañía de
Jesús. Es asimismo importante el contacto que desarrolló con el doctor Juan
del Castillo, médico extremeño muy versado en asuntos de espiritualidad, con
quien compartió las más secretas minucias de su relación con Dios. Dichos
consejeros espirituales ejercieron profunda influencia sobre Rosa.

No sorprende desde luego que su madre, María de Oliva, abominase de


la cohorte de sacerdotes que rodeaban a su piadosa hija, porque estaba
segura de que los rigores ascéticos que ella misma se imponía eran "por ser
de este parecer, ignorante credulidad y juicio de algunos confesores", según
recuerda un contemporáneo. La conducta estereotipada de Santa Rosa de
Lima se hace más evidente aún cuando se repara en que, por orden de sus
confesores, anotó las diversas mercedes que había recibido del Cielo,
componiendo así el panel titulado Escala espiritual. No se conoce mucho
acerca de las lecturas de Santa Rosa, aunque es sabido que encontró
inspiración en las obras teológicas de Fray Luis de Granada.

Hacia 1615, y con la ayuda de su hermano favorito, Hernando Flores de


Herrera, construyó una pequeña celda o ermita en el jardín de la casa de sus
padres. Allí, en un espacio de poco más de dos metros cuadrados (que todavía
hoy es posible apreciar), Santa Rosa de Lima se recogía con fruición a orar y
a hacer penitencia, practicando un severísimo ascetismo, con corona de
espinas bajo el velo, cabellos clavados a la pared para no quedarse dormida,
hiel como bebida, ayunos rigurosos y disciplinas constantes.

Sus biógrafos cuentan que sus experiencias místicas y estados de


éxtasis eran muy frecuentes. Según parece, semanalmente experimentaba
un éxtasis parecido al de Santa Catalina de Ricci, su coetánea y hermana de
hábito; se dice que cada jueves por la mañana se encerraba en su oratorio y
no volvía en sí hasta el sábado por la mañana. Se le atribuyeron asimismo
varios dones, como el de la profecía (según la tradición, profetizó su muerte
un año antes); la leyenda sostiene que incluso salvó a la capital peruana de
una incursión de los piratas.

Santa Rosa de Lima sufrió en ese tiempo la incomprensión de familiares


y amigos y padeció etapas de hondo vacío, pero todo ello fructificó en una
intensa experiencia espiritual, llena de éxtasis y prodigios, como la
comunicación con plantas y animales, sin perder jamás la alegría de su
espíritu (aficionado a componer canciones de amor con simbolismo místico)
y la belleza de su rostro. Llegó así a alcanzar el grado más alto de la escala
mística, el matrimonio espiritual: la tradición cuenta que, en la iglesia de
Santo Domingo, vio a Jesucristo, y éste le pidió que fuera su esposa. El 26
de marzo de 1617 se celebró en la iglesia de Santo Domingo de Lima su
místico desposorio con Cristo, siendo Fray Alonso Velásquez (uno de sus
confesores) quien puso en sus dedos el anillo simbólico en señal de unión
perpetua.

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Con todo acierto, Rosa había predicho que su vida terminaría en la casa
de su bienhechor y confidente Gonzalo de la Maza (contador del tribunal de
la Santa Cruzada), en la que residió en estos últimos años. Pocos meses
después de aquel místico desposorio, Santa Rosa de Lima cayó gravemente
enferma y quedó afectada por una aguda hemiplejía. Doña María de Uzátegui,
la madrileña esposa del contador, la admiraba; antes de morir, Santa Rosa
solicitó que fuese ella quien la amortajase. En torno a su lecho de agonía se
hallaba el matrimonio de la Maza-Uzátegui con sus dos hijas, doña Micaela y
doña Andrea, y una de sus discípulas más próximas, Luisa Daza, a quien
Santa Rosa de Lima pidió que entonase una canción con acompañamiento de
vihuela. La virgen limeña entregó así su alma a Dios, el 24 de agosto de 1617,
en las primeras horas de la madrugada; tenía sólo 31 años.

El mismo día de su muerte, por la tarde, se efectuó el traslado del


cadáver de Santa Rosa al convento grande de los dominicos, llamado de
Nuestra Señora del Rosario. Sus exequias fueron imponentes por su
resonancia entre la población capitalina. Una abigarrada muchedumbre colmó
las calzadas, balcones y azoteas en las nueve cuadras que separaban la calle
del Capón (donde se encontraba la residencia de Gonzalo de la Maza) de dicho
templo. Al día siguiente, 25 de agosto, hubo una misa de cuerpo presente
oficiada por don Pedro de Valencia, obispo electo de La Paz, y luego se
procedió sigilosamente a enterrar los restos de la santa en una sala del
convento, sin toque de campanas ni ceremonia alguna, para evitar la
aglomeración de fieles y curiosos.

El proceso que condujo a la beatificación y canonización de Rosa de Lima


empezó casi de inmediato, con la información de testigos promovida en 1617-
1618 por el arzobispo de Lima, Bartolomé Lobo Guerrero. Tras cinco décadas
de procedimiento, el papa Clemente IX la beatificó en 1668, y un año después
la declaró patrona de Lima y de Perú. Su sucesor, Clemente X, la canonizó en
1671; un año antes la había declarado además patrona principal de América,
Filipinas y las Indias Orientales. La festividad de Santa Rosa de Lima se
celebra el 30 de agosto en la mayor parte de los países, pese a que el Concilio
Vaticano II la trasladó al 23 de agosto.

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SAN JUDAS TADEO

Judas Tadeo fue, según


diversos textos neo
testamentarios (Evan-gelios,
Hechos de los Apóstoles), uno de
los discípulos de Jesús de
Nazaret, que formaba parte del
grupo de «los doce» apóstoles.
Se le menciona en los Evangelios
como «hermano de Jesús».
También se le llama simplemente
«Tadeo», o «Judas de Santiago»,
aunque la identificación entre
«Tadeo» (en los Evangelios de
Mateo y de Marcos) y «Judas de
Santiago» (en el Evangelio de
Lucas y en los Hechos de los
Apóstoles) es discutida por los
especialistas. En todos los casos,
parece existir la tendencia de
acompañar el nombre de «Judas»
con alguna especificación, quizá por la preocupación de los escritores de
aquellos textos por diferenciar a Judas Tadeo de Judas Iscariote, el apóstol a
quien se atribuye haber traicionado a Jesús.

El nombre «Judas» es una palabra hebrea (Yehuda), que significa


alabanzas sean dadas a Dios. «Tadeo», término proveniente del idioma
arameo, significa el valiente, hombre de pecho robusto. También se le llamó
«Lebbeo», que significa hombre de corazón tierno.

Junto con Simón el Cananeo, Judas Tadeo era uno de los apóstoles
considerados como más judaizantes dentro del grupo de «los Doce». Según
el Evangelio de Juan, fue testigo privilegiado de la Última Cena, durante la
cual tuvo una participación activa explícita. La tradición eclesiástica le
atribuye la autoría de la epístola de Judas, punto también debatido por los
biblistas.

La escasez de datos sobre Judas Tadeo y algunas identificaciones


equívocas de su persona se vieron reflejadas en la variedad iconográfica que
lo caracteriza. Se le representó con una maza o un mazo, herramienta con la
que -según la tradición católica- sufrió martirio (hasta el siglo XIV se lo
personificó con frecuencia con alabarda o hacha, e incluso con espada). La
«regla doblada», con la que también se le suele representar, es una
estilización del sable shamsir de origen persa, arma con la que asimismo se
atribuye su decapitación. A menudo sus representaciones portan una imagen
de Jesús, a veces con forma de medallón, en el pecho, en recuerdo de la
leyenda contenida en el libro La Leyenda Dorada según la cual este apóstol

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habría llevado el mandylion a la corte del rey Abgar V de Edesa, para sanarle.
(En realidad, de acuerdo con Eusebio de Cesarea quien fue a sanar al rey
Abgar V fue Tadeo de Edesa, uno de los setenta y dos discípulos mencionados
en Lucas 10:1-24, pero para cuando fue descubierto el error, la iconografía
del medallón en el pecho de Judas Tadeo ya se había popularizado). También
se le representa con una llama de fuego sobre su cabeza, significando su
presencia en Pentecostés, y un rollo en representación de la epístola de Judas,
uno de los libros canónicos, que la tradición eclesiástica tendió a atribuirle.
En el simbolismo medieval, se consideró la piedra preciosa «crisoprasa» como
atributo del apóstol Judas Tadeo.

Hoy en día, la tradición católica lo venera como el santo de las causas


difíciles y desesperadas. Su festividad se celebra en la liturgia católica el 28
de octubre, aunque popularmente suele ser recordado el día 28 de cada mes.

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SAN FRANCISCO DE ASÍS

(Giovanni di Pietro
Bernardone; Asís, actual Italia,
1182 - id., 1226) Religioso y
místico italiano, fundador de la
orden franciscana. Casi sin
proponérselo lideró San Francisco
un movimiento de renovación
cristiana que, centrado en el amor
a Dios, la pobreza y la alegre
fraternidad, tuvo un inmenso eco
entre las clases populares e hizo
de él una veneradísima
personalidad en la Edad Media. La
sencillez y humildad del pobrecito
de Asís, sin embargo, acabó
trascendiendo su época para
erigirse en un modelo atemporal,
y su figura es valorada, más allá
incluso de las propias creencias,
como una de las más altas manifestaciones de la espiritualidad cristiana.

Hijo de un rico mercader llamado Pietro di Bernardone, Francisco de Asís


era un joven mundano de cierto renombre en su ciudad. Había ayudado desde
jovencito a su padre en el comercio de paños y puso de manifiesto sus dotes
sustanciales de inteligencia y su afición a la elegancia y a la caballería. En
1202 fue encarcelado a causa de su participación en un altercado entre las
ciudades de Asís y Perugia. Tras este lance, en la soledad del cautiverio y
luego durante la convalecencia de la enfermedad que sufrió una vez vuelto a
su tierra, sintió hondamente la insatisfacción respecto al tipo de vida que
llevaba y se inició su maduración espiritual.

Poco después, en la primavera de 1206, tuvo San Francisco su primera


visión. En el pequeño templo de San Damián, medio abandonado y destruido,
oyó ante una imagen románica de Jesucristo una voz que le hablaba en el
silencio de su muda y amorosa contemplación: "Ve, Francisco, repara mi
iglesia. Ya lo ves: está hecha una ruina". El joven Francisco no vaciló: corrió
a su casa paterna, tomó unos cuantos rollos de paño del almacén y fue a
venderlos a Feligno; luego entregó el dinero así obtenido al sacerdote de San
Damián para la restauración del templo.

Esta acción desató la ira de su padre; si antes había censurado en su


hijo cierta tendencia al lujo y a la pompa, Pietro di Bernardone vio ahora en
aquel donativo una ciega prodigalidad en perjuicio del patrimonio que tantos
sudores le costaba. Por ello llevó a su hijo ante el obispo de Asís a fin de que
renunciara formalmente a cualquier herencia. La respuesta de Francisco fue

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despojarse de sus propias vestiduras y restituirlas a su progenitor,
renunciando con ello, por amor a Dios, a cualquier bien terrenal.

A los veinticinco años, sin más bienes que su pobreza, abandonó su


ciudad natal y se dirigió a Gubbio, donde trabajó abnegadamente en un
hospital de leprosos; luego regresó a Asís y se dedicó a restaurar con sus
propios brazos, pidiendo materiales y ayuda a los transeúntes, las iglesias de
San Damián, San Pietro In Merullo y Santa María de los Ángeles en la
Porciúncula. Pese a esta actividad, aquellos años fueron de soledad y oración;
sólo aparecía ante el mundo para mendigar con los pobres y compartir su
mesa.

El 24 de febrero de 1209, en la pequeña iglesia de la Porciúncula y


mientras escuchaba la lectura del Evangelio, Francisco escuchó una llamada
que le indicaba que saliera al mundo a hacer el bien: el eremita se convirtió
en apóstol y, descalzo y sin más atavío que una túnica ceñida con una cuerda,
pronto atrajo a su alrededor a toda una corona de almas activas y devotas.
Las primeras (abril de 1209) fueron Bernardo de Quintavalle y Pedro Cattani,
a los que se sumó, tocado su corazón por la gracia, el sacerdote Silvestre;
poco después llegó Egidio.

San Francisco de Asís predicaba la pobreza como un valor y proponía un


modo de vida sencillo basado en los ideales de los Evangelios. Hay que
recordar que, en aquella época, otros grupos que propugnaban una vuelta al
cristianismo primitivo habían sido declarados heréticos, razón por la que
Francisco quiso contar con la autorización pontificia. Hacia 1210, tras recibir
a Francisco y a un grupo de once compañeros suyos, el papa Inocencio III
aprobó oralmente su modelo de vida religiosa, le concedió permiso para
predicar y lo ordenó diácono.

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SAN MARTÍN DE PORRES

(Lima, 1579 - 1639)


Religioso peruano de la orden de
los dominicos que fue el primer
santo mulato de América.

Era hijo de Juan de Porres,


hidalgo pobre originario de
Burgos, y Ana Velásquez, una
negra liberta, natural de
Panamá. Su padre, debido a su
pobreza, no podía casarse con
una mujer de su condición, lo
que no impidió su
amancebamiento con Ana
Velásquez. Fruto de ella nació
también Juana, dos años menor
que Martín. Nacido en el barrio
limeño de San Sebastián, Martín
de Porres fue bautizado el 9 de
diciembre de 1579. El
documento bautismal revela que su padre no lo reconoció, pues por ser
caballero laico y soltero de una Orden Militar estaba obligado a guardar la
continencia de estado.

Hacia 1586, el padre de Martín decidió llevarse a sus dos hijos a


Guayaquil con sus parientes. Sin embargo, los parientes sólo aceptaron a
Juana, y Martín de Porres hubo de regresar a Lima, donde fue puesto bajo el
cuidado de doña Isabel García Michel en el arrabal de Malambo, en la parte
baja del barrio de San Lázaro, habitado por negros y otros grupos raciales.
En 1591 recibió el sacramento de la Confirmación de manos del arzobispo
Santo Toribio de Mogrovejo.

Martín inició su aprendizaje de boticario en la casa de Mateo Pastor,


quien se casaría con la hija de su tutora. Esta experiencia sería clave para
Martín, conocido luego como gran herbolario y curador de enfermos, puesto
que los boticarios hacían curaciones menores y administraban remedios para
los casos comunes. También fue aprendiz de barbero, oficio que conllevaba
conocimientos de cirugía menor.

La proximidad del convento dominico de Nuestra Señora del Rosario y


su claustro conventual ejercieron pronto atracción sobre él. Sin embargo,
entrar allí no cambiaría su situación social y el trato que recibiría por ser
mulato y bastardo: no podía ser fraile de misa e incluso le prohibieron ser
hermano lego. En 1594, Martín entró en el convento en calidad de aspirante
a conventual sin opción al sacerdocio. Dentro del convento fue campanero y
es fama que su puntualidad y disciplina en la oración fueron ejemplares. Más
aún, dormía muy poco, entre tres y cuatro horas, y cuentan que, para no

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olvidarse de sus funciones por el cansancio, un gato de tres colores entraba
a la enfermería y empezaba a rasguñarlo avisándole de su deber.

Sus hagiógrafos cuentan que tenía varias devociones, pero sobre todo
creía en el Santísimo Sacramento y en la Virgen María, en especial la Virgen
del Rosario, patrona de la Orden dominica y protectora de los mulatos. San
Martín de Porres fue seguidor de los modelos de santidad de Santo Domingo
de Guzmán, San José, Santa Catalina de Siena y San Vicente Ferrer. Sin
embargo, a pesar de su encendido fervor y devoción, no desarrolló una línea
de misticismo propia. La vida cotidiana del futuro santo era frugal en extremo.
Era muy sobrio en el comer y sencillo en el vestir (usó un simple hábito blanco
toda su vida). Se dice que cuando murió no hubo ropa con que amortajarlo,
así que lo enterraron con su propio hábito ya roído.

En el convento, Martín ejerció también como barbero, ropero, sangrador


y sacamuelas. Su celda quedaba en el claustro de la enfermería. Todo el
aprendizaje como herbolario en la botica y como barbero hicieron de Martín
un curador de enfermos, sobre todo de los más pobres y necesitados, a
quienes no dudaba en regalar la ropa de los enfermos. Su fama se hizo muy
notoria y acudían a verle infinidad de gentes muy necesitadas. Su labor era
amplia: tomaba el pulso, palpaba, vendaba, entablillaba, sacaba muelas,
extirpaba lobanillos, suturaba, succionaba heridas sangrantes e imponía las
manos con destreza. En Martín confluyeron las tradiciones medicinales
española, andina y africana; solía sembrar en un huerto una variedad de
plantas que luego combinaba en remedios para los pobres y enfermos. Debió
de empezar su labor como enfermero entre 1604 y 1610.

La vida en el convento estaba regida por la obediencia a sus superiores,


pero en el caso de Martín la condición racial también era determinante. Su
humildad era puesta a prueba en muchas ocasiones. Parecía tener una
concepción muy pobre de sí mismo y hasta como miserable, y por lo tanto
digno de malos tratos. Aunque frecuentaba a la gente de color y a castas,
nunca planteó reivindicaciones sociales ni políticas; se dedicó únicamente a
practicar la caridad, que hizo extensiva a otros grupos étnicos. Todas estas
dificultades no impidieron que Martín fuera un fraile alegre. Sus
contemporáneos señalan su semblante alegre y risueño.

Otra de sus facultades fue la videncia. Se cuenta que su hermana Rosa


había sustraído una suma de dinero a su esposo, y se encontró con su
hermano, el cual inmediatamente le llamó la atención por lo que había hecho.
Su hermana no salía de su asombro, ya que nadie sabía del hurto. También
tuvo facultades para predecir la vida propia y ajena, incluido el momento de
la muerte.

En línea con la espiritualidad de la época, San Martín de Porres y su


coetánea Santa Rosa de Lima practicaron la mortificación del cuerpo. Martín
se aplicaba tres disciplinas cada día: en las pantorillas, en las posaderas y en
las espaldas, siguiendo un riguroso horario y evitando mermar su salud para
el cumplimiento de otras obligaciones. Llevaba además dos cilicios: una

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túnica interna de lana entretejida con cerdas de caballo y una cadena ceñida,
posiblemente de hierro.

Su preocupación por los pobres fue notable. Se sabe que los desvalidos
lo esperaban en la portería para que los curase de sus enfermedades o les
diera de comer. Martín trataba de no exhibirse y hacerlo en la mayor
privacidad. La caridad de Martín no se circunscribía a las personas, sino que
también se proyectaba a los animales, sobre todo cuando los veía heridos o
faltos de alimentos. Tenía separada en la casa de su hermana un lugar donde
albergaba a gatos y perros sarnosos, llagados y enfermos. Parece que los
animales le obedecían por particular privilegio de Dios. Uno de los episodios
más conocidos de su vida es que hizo comer del mismo plato a un perro, un
perico y un gato.

Como se dice de otros santos de la época, Martín también sufrió las


apariciones y tentaciones del demonio. Se cuenta que en cierta ocasión
bajaba por las escaleras de la enfermería dispuesto a auxiliar a uno de sus
hermanos cuando se encontró con el demonio debajo de la escalera. Martín
tuvo que sacar el cinto que llevaba y comenzó a azotar al demonio para que
se fuera del convento. También se le atribuyó el don de lenguas, el don de
agilidad y el don de volar. Sus compañeros, que lo vigilaban continuamente,
veían cómo su cuerpo se iluminaba. Se contó de él que podía estar en dos
lugares a la vez y penetrar en los cuerpos sin mayor resistencia.

Hacia 1619 comenzó a sufrir de cuartanas, fiebres muy elevadas que se


presentaban cada cuatro días; este mal se le fue agudizando, aunque
continuó cumpliendo con sus obligaciones. Con el correr del tiempo, Martín
fue ganando no sólo fama sino que empezó a ser temido. La imaginería
popular se desconcertaba ante sucesos sobrenaturales, algunos de ellos no
presenciados pero conocidos de oídas. Por ejemplo, cierto ensamblador llegó
a asustarse porque con mucha frecuencia se aparecía sin ser visto.
Comenzaron a correr rumores de que deambulaba por el claustro por las
noches, rodeado de luces y resplandores. También causaban miedo sus
apariciones inesperadas y sus desapariciones inexplicables.

En octubre de 1639, Martín de Porres cayó enfermo de tabardillo


pestilencial. Murió el 3 de noviembre de ese año. Hubo gran conmoción entre
la gente, doblaron las campanas en su nombre y la devoción popular se
mostró tan excesiva que obligó a hacer un rápido entierro. A pesar de la
biografía ejemplar del mulato Martín de Porres, convertido en devoción
fundamental de las castas y gentes de color, la sociedad colonial no lo llevaría
a los altares. El proceso de beatificación terminó en 1962, bajo el papado de
Pablo VI; su festividad se celebra el 3 de noviembre.

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SAN AGUSTÍN

(Aurelius Augustinus
o Aurelio Agustín de
Hipona; Tagaste, hoy Suq
Ahras, actual Argelia, 354 -
Hipona, id., 430) Teólogo
latino, una de las máximas
figuras de la historia del
pensamiento cristiano.
Excelentes pintores han
ilustrado la vida de San
Agustín recurriendo a una
escena apócrifa que no por
serlo resume y simboliza
con menos acierto la
insaciable curiosidad y la
constante búsqueda de la
verdad que caracterizaron
al santo africano. En
lienzos, tablas y frescos,
estos artistas le presentan
acompañado por un niño
que, valiéndose de una
concha, intenta llenar de agua marina un agujero hecho en la arena de la
playa. Dicen que San Agustín encontró al chico mientras paseaba junto al
mar intentando comprender el misterio de la Trinidad y que, cuando trató
sonriente de hacerle ver la inutilidad de sus afanes, el niño repuso: "No ha
de ser más difícil llenar de agua este agujero que desentrañar el misterio que
bulle en tu cabeza."

Aurelio Agustín nació en Tagaste, en el África romana, el 13 de


noviembre de 354. Su padre, llamado Patricio, era un funcionario pagano al
servicio del Imperio. Su madre, la dulce y abnegada cristiana Mónica, luego
santa, poseía un genio intuitivo y educó a su hijo en su religión, aunque,
ciertamente, no llegó a bautizarlo. El niño, según él mismo cuenta en sus
Confesiones, era irascible, soberbio y díscolo, aunque excepcionalmente
dotado. Romaniano, mecenas y notable de la ciudad, se hizo cargo de sus
estudios, pero Agustín, a quien repugnaba el griego, prefería pasar su tiempo
jugando con otros mozalbetes. Tardó en aplicarse a los estudios, pero lo hizo
al fin porque su deseo de saber era aún más fuerte que su amor por las
distracciones; terminadas las clases de gramática en su municipio, estudió
las artes liberales en Metauro y después retórica en Cartago.

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A los dieciocho años, Agustín tuvo su primera concubina, que le dio un
hijo al que pusieron por nombre Adeodato. Los excesos de ese "piélago de
maldades" continuaron y se incrementaron con una afición desmesurada por
el teatro y otros espectáculos públicos y la comisión de algunos robos; esta
vida le hizo renegar de la religión de su madre. Su primera lectura de las
Escrituras le decepcionó y acentuó su desconfianza hacia una fe impuesta y
no fundada en la razón. Sus intereses le inclinaban hacia la filosofía, y en este
territorio encontró acomodo durante algún tiempo en el escepticismo
moderado, doctrina que obviamente no podía satisfacer sus exigencias de
verdad.

Sin embargo, el hecho fundamental en la vida de San Agustín de Hipona


en estos años es su adhesión al dogma maniqueo; su preocupación por el
problema del mal, que lo acompañaría toda su vida, fue determinante en su
adhesión al maniqueísmo, la religión de moda en aquella época. Los
maniqueos presentaban dos sustancias opuestas, una buena (la luz) y otra
mala (las tinieblas), eternas e irreductibles. Era preciso conocer el aspecto
bueno y luminoso que cada hombre posee y vivir de acuerdo con él para
alcanzar la salvación.

A San Agustín le seducía este dualismo y la fácil explicación del mal y


de las pasiones que comportaba, pues ya por aquel entonces eran estos los
temas centrales de su pensamiento. La doctrina de Mani o Manes, fundador
del maniqueísmo, se asentaba en un pesimismo radical aún más que el
escepticismo, pero denunciaba inequívocamente al monstruo de la materia
tenebrosa enemiga del espíritu, justamente aquella materia, "piélago de
maldades", que Agustín quería conjurar en sí mismo.

Dedicado a la difusión de esa doctrina, profesó la elocuencia en Cartago


(374-383), Roma (383) y Milán (384). Durante diez años, a partir del 374,
vivió Agustín esta amarga y loca religión. Fue colmado de atenciones por los
altos cargos de la jerarquía maniquea y no dudó en hacer proselitismo entre
sus amigos. Se entregó a los himnos ardientes, los ayunos y las variadas
abstinencias y complementó todas estas prácticas con estudios de astrología
que le mantuvieron en la ilusión de haber encontrado la buena senda. A partir
del año 379, sin embargo, su inteligencia empezó a ser más fuerte que el
hechizo maniqueo. Se apartó de sus correligionarios lentamente, primero en
secreto y después denunciando sus errores en público. La llama de amor al
conocimiento que ardía en su interior le alejó de las simplificaciones
maniqueas como le había apartado del escepticismo estéril.

En 384 encontramos a San Agustín de Hipona en Milán ejerciendo de


profesor de oratoria. Allí lee sin descanso a los clásicos, profundiza en los
antiguos pensadores y devora algunos textos de filosofía neoplatónica. La
lectura de los neoplatónicos, probablemente de Plotino, debilitó las
convicciones maniqueístas de San Agustín y modificó su concepción de la
esencia divina y de la naturaleza del mal; igualmente decisivo en la nueva
orientación de su pensamiento serían los sermones de San Ambrosio,

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arzobispo de Milán, que partía de Plotino para demostrar los dogmas y a quien
San Agustín escuchaba con delectación, quedando "maravillado, sin aliento,
con el corazón ardiendo". A partir de la idea de que «Dios es luz, sustancia
espiritual de la que todo depende y que no depende de nada», San Agustín
comprendió que las cosas, estando necesariamente subordinadas a Dios,
derivan todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede ser entendido
como pérdida de un bien, como ausencia o no-ser, en ningún caso como
sustancia.

Dos años después, la convicción de haber recibido una señal divina


(relatada en el libro octavo de las Confesiones) lo decidió a retirarse con su
madre, su hijo y sus discípulos a la casa de su amigo Verecundo, en
Lombardía, donde San Agustín escribió sus primeras obras. En 387 se hizo
bautizar por San Ambrosio y se consagró definitivamente al servicio de Dios.
En Roma vivió un éxtasis compartido con su madre, Mónica, que murió poco
después.

En 388 regresó definitivamente a África. En el 391 fue ordenado


sacerdote en Hipona por el anciano obispo Valerio, quien le encomendó la
misión de predicar entre los fieles la palabra de Dios, tarea que San Agustín
cumplió con fervor y le valió gran renombre; al propio tiempo, sostenía
enconado combate contra las herejías y los cismas que amenazaban a la
ortodoxia católica, reflejado en las controversias que mantuvo con
maniqueos, pelagianos, donatistas y paganos.

Para San Agustín, fe y razón se hallan profundamente vinculadas: sus


célebres aforismos "cree para entender" y "entiende para creer" (Crede ut
intelligas, Intellige ut credas) significan que la fe y la razón, pese a la primacía
de la primera, se iluminan mutuamente. Mediante la sensación y la razón
podemos llegar a percibir cosas concretas y a conocer algunas verdades
necesarias y universales, pero referidas a fenómenos concretos, temporales.
Sólo gracias a una iluminación o poder suplementario que Dios concede al
alma, a la razón, podemos llegar al conocimiento racional superior, a la
sabiduría. Por otra parte, un discurso racional correcto necesariamente ha de
conducir a las verdades reveladas.

De este modo, la razón nos ofrece algunas pruebas de la existencia de


Dios, de entre las que destaca en San Agustín el argumento de las verdades
eternas. Una proposición matemática como, por ejemplo, el teorema de
Pitágoras, es necesariamente verdadera y siempre lo será; el fundamento de
tal verdad no puede hallarse en el devenir cambiante del mundo, sino en un
ser también inmutable y eterno: Dios. Dios posee todas las perfecciones en
grado sumo; Agustín destaca entre sus atributos la verdad y la bondad (por
influjo de la idea platónica del bien), aunque establece la inmutabilidad como
el atributo del que derivan lógicamente los demás. La influencia de Platón se
hace de nuevo patente en el llamado ejemplarismo de San Agustín: Dios
posee el conocimiento de la esencia de todo lo creado; las ideas de cada ser
en la mente divina son como los modelos o ejemplos a partir de los cuales
Dios creó a cada uno de los seres.

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