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Sobre la psicología

del colegial
(1914)
Uno tiene un raro sentimiento cuando a edad tan avanzada
vuelve a recibir la orden de redactar una «composición en
alemán» para el colegio; pero obedece de manera automá-
tica, como aquel veterano que a la voz de «¡Atención!» se
ve constreñido a llevarse las manos a las costuras del pan-
talón dejando caer al suelo su paquetito. Es asombroso cuan
pronto dice uno que sí, que colaborará, como si en el último
medio siglo nada hubiera cambiado. Y, sin embargo, uno ha
envejecido desde entonces, frisa ya los sesenta años, y tanto
el sentimiento del propio cuerpo como el espejo le muestran
de manera indudable cuánto lleva ya ardiendo la vela de
su vida.
Todavía diez años atrás pudo uno tener momentos en los
que repentinamente volvió a sentirse joven; cuando, ya bar-
bicano y con todas las cargas del ciudadano y padre de
familia, andaba por las calles de la ciudad natal y de impro-
viso tropezó con este o estotro señor anciano, pero bien
conservado, a quien saludó casi humillado porque había
reconocido en él a uno de sus profesores de la escuela secun-
daria. Pero después uno se quedó parado, siguiéndolo, medi-
tativo, con la vista: «¿Es realmente él, o sólo alguien que se
le parece hasta inducir a engaño? ¡Pero cuan joven se le ve,
y tú que has envejecido tanto! ¿Es posible que estos hom-
bres, antaño para nosotros los representantes de los adultos,
fueran tan poco mayores que nosotros?».
El presente quedó entonces como en penumbra, y los años
vividos entre los diez y los dieciocho se empinaron desde
los rincones de la memoria con sus presentimientos y erro-
res, sus trasformaciones dolorosas y éxitos entusiasmantes,
las primeras miradas a un mundo sepultado de la cultura,
que, por lo menos a mí, me serviría más tarde de inigualado
consuelo en la lucha por la vida; los primeros contactos con
las ciencias, entre las que uno pensaba poder elegir aquella
a la que prestaría sus servicios —sin duda alguna inapre-
ciables—. Y creí acordarme de que toda esa época estuvo
recorrida por un presentimiento que al comienzo se anun-
ciaba sólo quedamente, hasta que pudo vestirse con palabras

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expresadas en la composición del examen de bachillerato: en
mi vida, yo quería hacer alguna contribución a nuestro huma-
no saber.
Luego me hice médico, pero en verdad más bien psicó-
logo, y pude crear una nueva disciplina psicológica, el lla-
mado «psicoanálisis», que hoy atarea a médicos e investiga-
dores de países cercanos y de países lejanos donde se habla
otras lenguas, provocando alabanzas y censuras —aunque
desde luego apenas se habla de él en la propia patria—.
Como psicoanalista debo interesarme más por los procesos
afectivos que por los intelectuales, más por la vida anímica
inconciente que por la conciente. El sacudimiento que me
causó el encuentro con mi antiguo profesor de la escuela se-
cundaria me advierte que debo hacer una primera confesión:
No sé qué nos reclamaba con más intensidad ni qué era más
sustantivo para nosotros: ocuparnos de las ciencias que nos
exponían o de la personalidad de nuestros maestros. Lo
cierto es que esto último constituyó en todos nosotros una
corriente subterránea nunca extinguida, y en muchos el ca-
mino hacia las ciencias pasaba exclusivamente por las per-
sonas de los maestros; era grande el número de los que se
atascaban en este camino, y algunos —¿por qué no confe-
sarlo?— lo extraviaron así para siempre.
Los cortejábamos o nos apartábamos de ellos, les imagi-
oábamos simpatías o antipatías probablemente inexistentes,
estudiábamos sus caracteres y sobre la base de estos formá-
bamos o deformábamos los nuestros. Provocaron nuestras
más intensas revueltas y nos compelieron a la más total
sumisión; espiábamos sus pequeñas debilidades y estábamos
orgullosos de sus excelencias, de su saber y su sentido de la
justicia. En el fondo los amábamos mucho cuando nos pro-
porcionaban algún fundamento para ello; no sé sí todos
nuestros maestros lo han notado. Pero no se puede descono-
cer que adoptábamos hacia ellos una actitud particularísima,
acaso de consecuencias incómodas para los afectados. De an-
temano nos inclinábamos por igual al amor y al odio, a la
crítica y a la veneración. El psicoanálisis llama «ambivalen-
te» a ese apronte de opuesta conducta, y no le causa tur-
bación alguna pesquisar la fuente de esa ambivalencia de
sentimientos.
Nos ha enseñado, en efecto, que las actitudes afectivas
hacia otras personas, tan relevantes para la posterior con-
ducta de los individuos, quedaron establecidas en una época
insospechadamente temprana. Ya en los primeros seis años
de la infancia el pequeño ser humano ha consolidado la índo-
le y el tono afectivo de sus vínculos con personas del mismo

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sexo y del opuesto; a partir de entonces puede desarrollarlos
y trasmudarlos siguiendo determinadas orientaciones, pero ya
no cancelarlos. Las personas en quienes de esa manera se
fija son sus padres y sus hermanos. Todas las que luego
conozca devendrán para él unos sustitutos de esos primeros
objetos del sentimiento (acaso, junto a los padres, también
las personas encargadas de la crianza), y se le ordenarán en
series que arrancan de las «imagos», como decimos noso-
tros, del padre, de la madre, de los hermanos y hermanas,
etc. Así, esos conocidos posteriores han recibido una suerte
de herencia de sentimientos, tropiezan con simpatías y anti-
patías a cuya adquisición ellos mismos han contribuido poco;
toda la elección posterior de amistades y relaciones amorosas
se produce sobre la base de huellas mnémicas que aquellos
primeros arquetipos dejaron tras sí.
Entre las imagos de una infancia que por lo común ya no
se conserva en la memoria, ninguna es más sustantiva para
el adolescente y para el varón maduro que la de su padre.
Una necesidad objetiva orgánica ha introducido en esta re-
lación una ambivalencia de sentimientos cuya expresión más
conmovedora podemos asir en el mito griego del rey Edipo.
El varoncito se ve precisado a amar y admirar a su padre,
quien le parece la criatura más fuerte, buena y sabia de to-
das; Dios mismo no es sino un enaltecimiento de esta ima-
gen del padre, tal como ella se figura en la vida anímica de
la primera infancia. Pero muy pronto entra en escena el
otro lado de esta relación de sentimiento. El padre es dis-
cernido también como el hiperpotente perturbador de la
propia vida pulsional, deviene el arquetipo al cual uno no
sólo quiere imitar, sino eliminar para ocupar su lugar. Ahora
coexisten, una junto a la otra, la moción tierna y la hostil
hacia el padre, y ello a menudo durante toda la vida, sin
que una pueda cancelar a la otra. En tal coexistencia de los
opuestos reside el carácter de lo que llamamos «ambivalen-
cia de sentimientos».
En la segunda mitad de la infancia se apronta una alte-
ración de este vínculo con el padre, alteración cuyo gran-
dioso significado apenas imaginamos. El varoncito empieza
a salir de la casa y a mirar el mundo real, y ahí fuera hará
los descubrimientos que enterrarán su originaria alta estima
{Hochschatzung} por su padre y promoverán su desasimien-
to de este primer ideal. Halla que el padre no es el más
poderoso, sabio, rico; empieza a descontentarle, aprende a
criticarlo y a discernir cuál es su posición social; después, por
lo común le hace pagar caro el desengaño que le ha depa-
rado. Todo lo promisorio, pero también todo lo chocante,

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que distingue a la nueva generación reconoce por condición
este desasimiento respecto del padre.
Es en esta fase del desarrollo del joven cuando se produce
su encuentro con los maestros. Ahora comprendemos nues-
tra relación con los profesores de la escuela secundaria
Estos hombres, que ni siquiera eran todos padres, se convir-
tieron para nosotros en sustitutos del padre. Por eso se nos
aparecieron, aun siendo muy jóvenes, tan maduros, tan inal-
canzablemente adultos. Trasfcriamos sobre ellos el respeto
y las expectativas del omnisciente padre de nuestros años
infantiles, y luego empezamos a tratarlos como a nuestro
padre en casa. Les salimos al encuentro con la ambivalencia
que habíamos adquirido en la familia, y con el auxilio de
esta actitud combatimos con ellos como estábamos habitua-
dos a hacerlo con nuestro padre carnal. Si no tomáramos en
cuenta lo que ocurre en la crianza de los niños y en la casa
familiar, nuestro comportamiento hacia los maestros sería
incomprensible; pero tampoco sería disculpable.
Otras vivencias, difícilmente menos importantes, tuvimos
como estudiantes secundarios con los sucesores de nuestros
hermanos y hermanas, con nuestros compañeros; pero esta-
rán destinadas a escribirse en otra hoja. El jubileo de la
escuela retiene nuestro pensamiento junto a los profesores.

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