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La filosofía de Tomás de Aquino

Santo Tomás de Aquino


(1225 - 1274)
https://www.webdianoia.com/medieval/aquinate/aquino_teolg_2.htm

Las cinco vías de la demostración de la existencia de Dios


En la "Suma Teológica", primera parte, capítulos 2 y 3, encontramos formuladas las cinco
pruebas tomistas de la demostración de la existencia de Dios, (conocidas como las "cinco
vías"), que se exponen a continuación:

Primera vía
Movimiento: nos consta por los sentidos que hay seres de este mundo que se mueven; pero todo lo que se mueve es
movido por otro, y como una serie infinita de causas es imposible hemos de admitir la existencia de un primer motor
no movido por otro, inmóvil. Y ese primer motor inmóvil es Dios.

La primera y más clara se funda en el movimiento. Es innegable, y consta por el testimonio de


los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es
movido por otro, ya que nada se mueve más que en cuanto está en potencia respecto a aquello
para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya que mover no es otra cosa
que hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que está en
acto, a la manera como lo caliente en acto, v. gr., el fuego hace que un leño, que está caliente
en potencia, pase a estar caliente en acto. Ahora bien, no es posible que una misma cosa esté,
a la vez, en acto y en potencia respecto a lo mismo, sino respecto a cosas diversas: lo que, v.
gr., es caliente en acto, no puede ser caliente en potencia, sino que en potencia es, a la vez
frío. Es, pues, imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y móvil,
como también lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es
movido por otro. Pero, si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva
un tercero, ya éste otro. Mas no se puede seguir indefinidamente, porque así no habría un
primer motor y, por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermedios no
mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero, lo mismo que un bastón
nada mueve si no lo impulsa la mano. Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor
que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios.

Segunda vía
Eficiencia: nos consta la existencia de causas eficientes que no pueden ser causa de sí mismas, ya que para ello
tendrían que haber existido antes de existir, lo cual es imposible. Además, tampoco podemos admitir una serie infinita
de causas eficiente, por lo que tiene que existir una primera causa eficiente incausada. Y esa causa incausada es Dios.

La segunda vía se basa en causalidad eficiente. Hallamos que en este mundo de lo sensible hay
un orden determinado entre las causas eficientes; pero no hallamos que cosa alguna sea su
propia causa, pues en tal caso habría de ser anterior a sí misma, y esto es imposible. Ahora
bien, tampoco se puede prolongar indefinidamente la serie de las causas eficientes, porque
siempre que hay causas eficientes subordinadas, la primera es causa de la intermedia, sea una
o muchas, y ésta causa de la última; y puesto que, suprimida una causa, se suprime su efecto,
si no existiese una que sea la primera, tampoco existiría la intermedia ni la última. Si, pues, se
prolongase indefinidamente la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente primera, y,
por tanto, ni efecto último ni causa eficiente intermedia, cosa falsa a todas luces. Por
consiguiente, es necesario que exista una causa eficiente primera, a la que todos llaman Dios.
Tercera vía
Contingencia: hay seres que comienzan a existir y que perecen, es decir, que no son necesarios; si todos los seres
fueran contingentes, no existiría ninguno, pero existen, por lo que deben tener su causa, pues, en un primer ser
necesario, ya que una serie causal infinita de seres contingentes es imposible. Y este ser necesario es Dios.

La tercera vía considera el ser posible o contingente y el necesario, y puede formularse así.
Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir, pues vemos seres que se
producen y seres que se destruyen, y, por tanto, hay posibilidad de que existan y de que no
existan. Ahora bien, es imposible que los seres de tal condición hayan existido siempre, ya que
lo que tiene posibilidad de no ser hubo un tiempo en que no fue. Si, pues, todas las cosas
tienen la posibilidad de no ser, hubo un tiempo en que ninguna existía. Pero, si esto es verdad,
tampoco debiera existir ahora cosa alguna, porque lo que no existe no empieza a existir más
que en virtud de lo que ya existe, y, por tanto, si nada existía, fue imposible que empezase a
existir cosa alguna, y, en consecuencia, ahora no habría nada, cosa evidentemente falsa. Por
consiguiente, no todos los seres son posibles o contingentes, sino que entre ellos
forzosamente, ha de haber alguno que sea necesario. Pero el ser necesario o tiene la razón de
su necesidad en sí mismo o no la tiene. Si su necesidad depende de otro, como no es posible,
según hemos visto al tratar de las causas eficientes, aceptar una serie indefinida de cosas
necesarias, es forzoso que exista algo que sea necesario por sí mismo y que no tenga fuera de
sí la causa de su necesidad, sino que sea causa de la necesidad de los demás, a lo cual todos
llaman Dios.

Cuarta vía
Grados de perfección: observamos distintos grados de perfección en los seres de este mundo (bondad, belleza,...) Y
ello implica la existencia de un modelo con respecto al cual establecemos la comparación, un ser óptimo, máximamente
verdadero, un ser supremo. Y ese ser supremo es Dios.

La cuarta vía considera los grados de perfección que hay en los seres. Vemos en los seres que
unos son más o menos buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo sucede con las
diversas cualidades. Pero el más y el menos se atribuye a las cosas Según su diversa
proximidad a lo máximo, y por esto se dice lo más caliente de lo que más se aproxima al
máximo calor. Por tanto, ha de existir algo que sea verísimo, nobilísimo y óptimo, y por ello
ente o ser supremo; pues, como dice el Filósofo, lo que es verdad máxima es máxima entidad.
Ahora bien, lo máximo en cualquier género es causa de todo lo que en aquel género existe, y
así el fuego, que tiene el máximo calor, es causa del calor de todo lo caliente, según dice
Aristóteles. Existe, por consiguiente, algo que es para todas las cosas causa de su ser, de su
bondad y de todas sus perfecciones, y a esto llamamos Dios.

Quinta vía
Finalidad: observamos que seres inorgánicos actúan con un fin; pero al carecer de conocimiento e inteligencia sólo
pueden tender a un fin si son dirigidos por un ser inteligente. Luego debe haber un ser sumamente inteligente que
ordena todas las cosas naturales dirigiéndolas a su fin. Y ese ser inteligente es Dios.

La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que cosas que carecen de
conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin, como se comprueba observando
que siempre, o casi siempre, obran de la misma manera para conseguir lo que más les
conviene; por donde se comprende que no van a su fin obrando al acaso, sino
intencionadamente. Ahora bien, lo que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige
alguien que entienda y conozca, a la manera como el arquero dirige la flecha. Luego existe un
ser inteligente que dirige todas las cosas naturales a su fin, ya éste llamamos Dios.

PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS


José Antonio Sayés, PRINCIPIOS FILOSÓFICOS DEL CRISTIANISMO, Edicep, España 1990

A) La prueba del orden


Esta prueba del orden del universo corresponde a la quinta vía de santo Tomás. Es la más
accesible al sentido común y también la que más abundantemente ha sido utilizada en la
historia del pensamiento humano. Sócrates, Cicerón y Séneca la utilizaron.
Comenzaré con una comparación que siempre suelo emplear cuando hablo a los jóvenes de la
existencia de Dios. Mi afición a la montaña me ha hecho concebirla así:
Imaginemos que un grupo de jóvenes sube una montaña difícil, jamás lograda por montañero
alguno. Esto no es posible hoy en día, pero imaginamos, por ejemplo, que una cumbre no
hubiese sido alcanzada jamás por nadie, ni por los montañeros más consumados. Nuestro
grupo se propone alcanzarla por primera vez desafiando dificultades enormes y contra el
parecer de nuestros amigos y parientes que nos tratan de imprudentes y locos.
La prensa, la radio y la televisión se hacen eco de nuestra hazaña y se suscita una gran
expectación.
Pues bien, después de unos días de ascensión penosa y difícil (imaginemos que así sea)
llegamos a la cumbre. En este momento sentimos la emoción honda de haber sido los
primeros. Se apodera de nosotros un silencio sobrecogedor al contemplar el silencio de valles
profundos, lagunas y montañas que se encuentran ante nuestros pies. Nuestros cuerpos
fatigados encuentran en este momento el contrapunto de la emoción y del sobrecogimiento por
el paisaje. Sobran las palabras. Lo mejoren estos momentos es el silencio y la contemplación.
Y, justo en este momento solemne, alguien grita:
-¡Mirad lo que hay aquí: un buzón! Miramos en esta dirección y efectivamente, allí, en un hueco
entre las rocas, un buzón de montaña: una caja metálica con la forma artística de caserío
afianzada a la roca con cemento. En una pared del buzón la siguiente inscripción: Club
montañero Castilla, 2, 3, 1940. Dentro del buzón, una tarjeta escrita en castellano por un
montañero.
En este momento todos nos miramos sobrecogidos de ansiedad y zozobra. ¡No hemos sido los
primeros! No lo decimos, pero todos lo pensamos así. Entonces digo a todos:
-¡Atención!, cuando lleguemos abajo, no digáis nada de este buzón. Que nadie lo sepa.
Y todos hacemos este propósito con la intención de que no se empañe nuestra gloria de ser los
primeros escaladores.
Una vez abajo, llegan las felicitaciones y los agasajos. Nos invitan incluso a acudir a televisión
con el fin de hacer nos una entrevista ante todos los pendientes de nuestra hazaña. El
entrevistador nos pregunta delante de los telespectadores por las vicisitudes de nuestra
ascensión: dificultades climatológicas, alimenticias, etc. Las preguntas se van sucediendo unas
a otras y nuestras respuestas nos acreditan ante el público como montañeros consumados.
Pero, he aquí que el entrevistador, esta vez con una mirada llena de misterio y de cierta ironía,
nos pregunta:
- ¿Y no encontraron ustedes en la cumbre un buzón con la inscripción: Club montañero Castilla,
2, 3, 1940?
Nos quedamos helados. ¿Cómo sabe de la existencia de un buzón y de la inscripción exacta del
mismo? No podríamos negar la existencia del buzón, pues lo conoce al detalle. Entonces yo,
apurado y nervioso, respondo:
- Sí, efectivamente, había un buzón; pero ello se explica porque, por encima cruzan muchos
aviones y de uno de ellos pudo caer una puerta metálica que, poco a poco, por evolución llegó
a tomar la forma de buzón. Mis compañeros se miran helados unos a otros.
- ¿Y el cemento?, pregunta el entrevistador. ¿Cómo estaba allí?
-Por casualidad, respondo yo.
- ¿Y la inscripción no estaba forjada en el metal, letra por letra, en un orden exacto?
-Sí, respondo.
- ¿Y cómo se explica semejante inscripción?
-Por casualidad.
-Y dígame, pregunta de nuevo, ¿cómo se explica la existencia de una tarjeta escrita en el
interior del buzón?
-Por casualidad.
Todos mis compañeros se miran desconcertados y humillados. La entrevista termina de una
manera formal y fría. Hay ironía e incluso enojo en las miradas de los que nos rodean. Salimos
en silencio tratando de ocultar nuestra vergüenza.
Cuando en vida pastoral he expuesto esta comparación a los jóvenes, jamás nadie ha admitido
que ese buzón pudiera ser fruto de la casualidad, absolutamente nadie. Luego veremos por
qué. Pues bien, el razonamiento que viene es sencillísimo: si no admitimos que un simple
buzón pueda ser fruto de la casualidad, ¿cómo podemos admitir que el orden increíble que
existe en nuestro mundo, en los planetas, las galaxias, los animales, el hombre, pueda ser
producto del azar? ¿Hay comparación posible entre un buzón de montaña y el cerebro humano,
por ejemplo? Si utilizamos el mismo sentido común que en el caso del buzón, tenemos que
reconocer que es imposible.
Hay un libro escrito por J. Simón que se limita a describir detalladamente el orden increíble que
hay en el mundo de las galaxias, de las plantas, de los seres vivos, del hombre. La conclusión
la va dejando al lector.
El firmamento. No vamos a detenernos aquí en la descripción del firmamento y pasamos por
alto las cifras cada vez más asombrosas de las distancias siderales y del número de galaxias.
Lo que impresiona en este mundo es el orden admirable y a la vez increíble que reina en él,
hasta el punto de que se pueden prever con exactitud los eclipses y otros fenómenos muchos
más complejos que se suceden en el espacio. El día dos de octubre de 1959, fue visible desde
las islas Canarias un eclipse total de sol, tal como había sido previsto desde mucho tiempo
antes. En la Punta de Jandía de Fuerteventura se reunieron los científicos en un punto de
observación. El anterior eclipse de sol había tenido lugar el treinta de agosto de 1905, y se
sabe que habrá que esperar hasta el siglo XXII para contemplar otro eclipse total dentro de
nuestras fronteras.
Es conocido el caso de Leverrier (1811-1877). Al estudiar el planeta Urano, se dio cuenta de
algunas desviaciones de éste, inexplicables sin la existencia de otro planeta que desviara su
curso, por lo que dedujo la existencia y órbita de este planeta desconocido. Se apuntó el
telescopio en aquella dirección, pero no se localizó al planeta perturbador. Leverrier, en
cambio, seguía convencido de la existencia de ese planeta. Es más, llegó a calcular su tamaño
y distancia. Unos años más tarde, el astrónomo alemán Galle, con instrumentos más perfectos,
llegó a localizar al planeta Neptuno en la dirección indicada por Leverrier. Y por cierto, el
planeta tenía la distancia y el tamaño predichos por Leverrier.
Hay un orden matemáticamente perfecto presidiendo todo el cosmos planetario.
En las plantas. En la hoja, recuerda V. Marcozzi todo concurre a favorecer en el mejor de los
modos la síntesis clorofílica: epidermis transparente, parénquima en empalizada, con las
células ordenadas de modo que están expuestas a la luz en el mayor número posible,
parénquima esponjoso, numerosas bocas abiertas en la superficie inferior de la hoja, pocas en
la superficie superior, pues de otro modo la evaporación sería demasiado intensa, orientación
diversa según la intensidad luminosa, etc. La disposición de las hojas a lo largo de la rama
tiene lugar según un ciclo determinado, de modo que se cubren entre sí lo menos posible,
recibiendo de este modo la mayor cantidad posible de luz.
Figlhuber recuerda que Darwin reconocía en este caso: «si deseáis salvarme de una muerte
miserable, decidme por qué el ciclo de la hoja tiene siempre un ángulo de 1/2, 1/3, 2/5, 3/8,
etc., y nunca de otro modo distinto. Ello es suficiente para hacer enloquecer al hombre más
tranquilo». Darwin intuía con estas palabras que no puede ser producto del azar un orden
matemáticamente perfecto.
En el reino animal.
A propósito de esa maravilla que es el huevo, verdadera previsión de futuro, dice J. Simón:
«Es verdad que es un desatino afirmar que el desarrollo embriológico puede efectuarse
ciegamente. No, todo en él obedece a una finalidad clarísima. Todo conspira a la formación
completa del más complicado y estupendo organismo, bajo un plan evidente preconcebido de
antemano... Ni siquiera puede
alegarse aquí el ridículo subterfugio de que la función crea el órgano. En el huevo se fabrican
innumerables cosas, que, como el esqueleto por ejemplo, las patas, las alas, la boca, los ojos,
los oídos,
para nada sirven, en nada se emplean entonces, pero que serán necesarias para después y
para entonces se han hecho... ¿cómo explicar esta previsión tan clara sin admitir un plan, una
mente ordenadora?»
No puedo menos de relatar aquí lo que cuenta Fabre (1823-1915) famoso entomólogo francés,
el cual había llegado a decir que más que creer en Dios, lo veía, dada la maravilla del orden de
este mundo. Fabre cuenta que alguien se propuso un día saber con exactitud qué perfil de la
tapadera de una celdilla de panal de abeja convendría más, combinando la mayor resistencia
con el mínimo de cera empleada. Con la tabla de logaritmos en mano llegó a pensar que lo que
hace la abeja en este sentido estaba mal. Meses después, una noticia de periódico llamó su
atención: un capitán de barco a quien se pedían responsabilidades por un naufragio, alegaba
como excusa un error en la tabla de logaritmos que usaba. El investigador se inquietó cuando
cayó en la cuenta de que usaba la misma tabla que él para hacer el cálculo de la tapadera de la
celdilla del panal. Corrigió el error de la tabla, volvió a hacer el cálculo, y ¡las abejas tenían
razón!
El ojo es uno de los casos que se suelen aducir como ejemplo de un orden maravilloso. En una
cámara fotográfica hay una cámara oscura para la formación de la imagen, un diafragma para
regular la intensidad luminosa, una cinta impregnada de substancias que se descomponen al
contacto con la onda luminosa, todo un conjunto de dispositivos complejos que el hombre ha
ido descubriendo poco a poco. Todo esto se encuentra también en el ojo, pero de un modo
inmensamente más perfecto. De hecho, el diafragma de la máquina fotográfica tiene que ser
adaptado a las diversas intensidades luminosas; el diafragma del ojo, la pupila, se regula en
cambio automáticamente por la acción de minúsculas fibras contráctiles escondidas en el iris.
Claro que, una vez abierto el ojo, podría dañarle el polvo, pero he aquí que se pone en marcha
la ceja que filtra el aire y la luz para proteger el ojo. Éste es el orden increíble de la naturaleza.
No entramos a describir el orden del cerebro humano, porque esto es todavía un misterio para
la ciencia. ¿Puede provenir este orden de la casualidad? Darwin llegó a confesar que el
problema de la génesis del ojo le producía fiebre, y un hombre como Pasteur confesaba por su
parte que, por haber estudiado mucho, tenía la fe de un bretón. De haber estudiado más,
decía, tendría la fe de una bretona. Científicos como Heisenberg han confesado constantemente
que el orden que existe en el mundo sólo se puede explicar por Dios La mayoría de los
científicos de la física cuántica, Plank, Bohr, Schrbdinger, Heisenberg, Pauli, Jordan, son
creyentes, como lo son también la mayoría de los científicos clásicos: Kepler, Newton,
Copérnico, Galileo, etc.
Con todo, a pesar que esta prueba es concluyente. no faltan quienes cuestionan su validez
apelando para ello al azar. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, a J. Monod cuando pretende
explicar la evolución por mutaciones genéticas que ocurren al azar. Aparte de que la ciencia no
conoce mutaciones genéticas que cambien de especie, recurrir al azar es hacer filosofía, y mala
filosofía. De azar se podría hablar cuando se trata de un orden convencional: el orden
alfabético, por ejemplo. Si echamos al aire las letras del alfabeto, cabe la posibilidad, al menos
teórica, de que salgan ordenadas. Pero esto no vale cuando se trata de un orden objetivo. En
todo caso, la ciencia podría un día explicar cómo ha tenido lugar la evolución, buscando cómo
se han desarrollado las mutaciones genéticas y qué leyes las han presidido.
Lo que no podrá nunca explicar el científico es por qué existe el orden en lugar del caos.
A las últimas preguntas sólo puede responder la filosofía o la teología. La ciencia nos dice hoy
que el mundo ha evolucionado a partir de una explosión (big bang), que tuvo lugar hace
14.000 millones de años. Ante eso, el filósofo se pregunta: ¿cómo es posible que una partícula
tan pequeña haya tendido a la realización de proyectos, como el hombre, el caballo, etc., sin
conocerlos? Nadie tiende a un proyecto si no lo conoce. El orden convencional se puede explicar
por azar, pero el orden objetivo, que implica la realización de un diseño, no. Nadie admitiría
que la catedral de Burgos se formó por azar, porque responde a un diseño, y todo diseño exige
una inteligencia que lo haya diseñado. ¿Y no es el hombre un diseño infinitamente superior al
de una catedral?
En el proceso de la evolución han surgido toda una serie de proyectos increíblemente perfectos
como puede ser el proyecto hombre, encerrado en el código genético humano. Ahora bien, la
materia inerte no puede tender por sí misma a tales proyectos, porque, para tender a ellos, es
preciso conocerlos. Por ello, lo cierto es que la teoría de la evolución postula la mano directora
de una inteligencia que haya pensado semejantes proyectos. La teoría de la evolución que, en
su día fue utilizada por no pocos en contra de la fe, sólo se explica en sus factores últimos si
creemos en Dios. La casualidad puede ser entendida también como ausencia de causa, pero ya
vimos anteriormente que en este sentido no existe. Recordemos el ejemplo anteriormente
puesto de la teja caída, de la que decíamos que había caído por casualidad, cuando en realidad
ha caído por una serie de causas y leyes que en ese momento desconocíamos.
Esclarecido el concepto de casualidad, queda claro que el orden de este mundo, orden objetivo,
sólo se explica por la existencia de una inteligencia ordenadora. Es cierto que por esta vía
todavía no se llega a la existencia de un Dios creador sino ordenador. Por ello hay que
completarla por la vía de la contingencia (que corresponde a la tercera vía de Santo Tomás).

B) La prueba de la contingencia
Esta vía es mucho más metafísica que la anterior, y tiene un mayor grado de abstracción. En
ella no nos ayuda la imaginación como en el caso anterior. Por eso es menos popular, pero es
mucho más metafísica.
Comencemos por algunas nociones previas. Ser contingente es aquel que no tiene en sí mismo
la razón de su ser. Existe de hecho, pero no por derecho propio. Existe porque ha recibido de
otro la existencia. Existe, pero podía no haber existido. Ser necesario, por el contrario, es el
que tiene en sí mismo la razón de su ser, existe por sí mismo.
Es claro también, en el plano de las nociones, que un ser contingente no se puede explicar por
otro también contingente, pues ambos quedarían sin explicación última, como quedaría sin
explicación toda una cadena de seres contingentes. Los seres contingentes, en último término,
sólo se explican por el ser necesario, del cual han recibido la existencia que tienen. La
argumentación consiste, por lo tanto, en demostrar que los seres de este mundo son
contingentes.
Pues bien, es claro que todo lo que empieza a existir es contingente, pues todo lo que llega a
ser es porque alguien se lo ha dado (de la nada no procede nada). Es también claro que todo
ser que termina y deja de ser es también contingente, dado que, si tuviera en sí mismo la
razón de su ser, no dejaría de existir. Así tenemos comprobada la contingencia de las plantas,
de los animales y del hombre. Pero ¿podemos establecer la contingencia de este mundo?
No hay duda de que este mundo es finito. Es un dato que ningún científico niega y, además, lo
podemos colegir de la constatación de que, al estar formado este mundo por elementos finitos,
todo él en su conjunto es finito, pues lo que se suma es siempre finito. Pues bien, podemos
demostrar que ser finito es igual a ser contingente.
En efecto, el ser infinito (por definición) es necesario, porque si tuviera en otro la razón de su
ser, tendría una limitación impensable en el ser infinito. Ahora bien, si por definición ser infinito
es igual a ser necesario, también el ser finito (por definición) es igual al ser contingente. Este
mundo es finito, luego por ello mismo es contingente, y sólo se explica por haber recibido la
existencia de un ser necesario que llamamos Dios. El ser de todo lo que existe en este mundo
se debe a Dios creador del mismo.
Dios creador da, pues, a las cosas creadas una subsistencia propia (substancia) en virtud de la
cual se diferencian de él y subsisten frente a la nada. Esta subsistencia es la que captamos
cuando decimos: «ahí hay una realidad». El concepto de creación, proveniente del
judeocristianismo vale por toda una metafísica. Las cosas existen (fundamento del realismo)
por la subsistencia propia que reciben de Dios e independientemente de mi conocimiento. Creer
en la creación es el mayor soporte del realismo. Pero hemos llegado a la creación desde la
contingencia del mundo.

C) La vía del hombre


Tradicionalmente, sobre todo en san Agustín, se ha partido del hombre para llegar a Dios. Hay
en el hombre una búsqueda de la verdad, un sentido moral, una tendencia al infinito que le
lleva a preguntarse por la existencia de Dios. Sin embargo, creemos que la tendencia del
hombre a la verdad o la búsqueda del sentido último por parte del hombre no son suficientes
para demostrar la existencia de Dios. Deducir de ello que Dios existe sería más bien llegar a
Dios por la vía del postulado.
Sin embargo, cabe otro procedimiento: la constatación en el hombre de su búsqueda de
verdad, de su tendencia al infinito, de su conciencia moral, nos hacen descubrir que en el
hombre existe un principio espiritual, el alma, la cual, siendo irreducible a la materia, sólo en
Dios puede tener su origen inmediato.
Dicho de otra forma, sólo demostramos la existencia de Dios en este campo, cuando hemos
constatado que existe en el hombre un principio espiritual que no puede provenir de la materia:
el alma humana, siendo espiritual, no puede provenir de la evolución de la materia, porque una
materia más evolucionada es siempre materia, es decir, algo compuesto de partes extensas en
el espacio. Por lo tanto, el alma, si es verdad que existe en el hombre, sólo puede explicarse
por una creación directa de Dios. Veremos más adelante el tema del alma y con ello habremos
abierto un camino más para la demostración de la existencia de Dios.

La razón ante el misterio


Filosofía de Dios
Por: Antonio Orozco | Fuente: Arvo.net
http://es.catholic.net/op/articulos/14029/la-razn-ante-el-misterio.html#modal

ANALISIS DEL RESULTADO DE LAS VÍAS TOMISTAS DE ACCESO A DIOS


Si ahora volvemos la mirada a las conclusiones de las cinco vías tomistas de acceso a Dios,
hallaremos que, bajo distintas perspectivas, se descubre la existencia de un Ser que es Acto
puro y Ser subsistente por sí mismo. Un Ser en Acto sin mezcla de potencia pasiva alguna,
inmutable, sin comienzo ni término, eterno.
¿No se implican ahí conceptos contradictorios? Inmutabilidad y Vida; Motor que mueve sin
moverse, etc. Lo cierto es que ha sido la razón con un discurso rigurosamente lógico la que nos
ha enfrentado con tan paradójico Ser. Podría parecer inadmisible esa serie de atributos que no
conseguimos siquiera imaginar; y menos aún juntos.
Pero, pensándolo bien, no podíamos esperar menos que un Ser inabarcable (dicho
técnicamente: incomprensible) por la razón humana y mucho menos por la imaginación. La
imaginación funciona con imágenes sensibles. ¿Cómo puede ser imaginable el Autor del
universo? ¿Y cómo pretender que sea proporcionado a la razón el Ser que subsiste en sí,
poseedor en grado infinito de infinitas perfecciones?
Lo razonable es reconocer que la razón es limitada y que, por lo tanto, ha de experimentar
alguna especie de ofuscación ante lo infinitamente inteligible, como el ojo humano se ciega al
sostener la mirada al sol.
¿Pero qué sería del ojo –de la capacidad de ver- si no existiera eso que no se puede mirar de
frente sin perder la visión? No veríamos nada, de nada servirían nuestros ojos. Sin embargo,
mirando un poco de soslayo, vemos el sol y además, a su luz vemos todas las cosas materiales
con su relieve y color.
El sensista podría decir: el sol no existe, porque si miro eso que me dicen que es el sol, me
quedo ciego. ¿Cómo me va a dejar sin luz la luz?
Dios no es comprensible por la humana razón, pero no porque sea un ser contradictorio o
simplemente ininteligible, sino precisamente porque, en sí mismo, es infinitamente inteligible,
demasiado inteligible para una capacidad limitada de entender, como la nuestra. ¿No es
razonable, sensato, discurrir de este modo?
Lo insensato es el racionalismo, que pretende que lo que no resulta concebible por la razón no
puede existir, no puede ser verdad. Y aún va más allá el racionalismo, porque sostiene que sólo
cabe tener auténtica certeza de lo que la razón puede demostrar. Ahora bien ¿cómo se
demuestra que sólo existe lo que es demostrable por la razón? ¿Cómo se demuestra que la
razón humana es la máxima capacidad de entender? Por eso, con razón ha dicho J. Maritain
que el racionalismo es el más irracional de los sistemas.
RAZÓN Y MISTERIO
El racionalismo es la negación del misterio. Sólo es real lo que es racional, y todo lo racional es
real (Hegel).
La verdad que podría encontrarse en el racionalismo es que el criterio de certeza ha de ser
razonable. Pero la razón descubre que hay en el hombre órganos de conocimiento que no son
la razón. Están los sentidos. ¿No tendrán alguna función en el conocimiento de la realidad?
¿Para qué sirven? ¿Cómo es que el hombre no es pura razón? ¿Por qué la naturaleza fabrica un
ser tan extraño con facultades tan inútiles? ¿Y la intuición intelectual, no existe, o no vale
nada?
Tomás de Aquino reconoce dos funciones distintas de una misma facultad, el entendimiento: la
intelección, que es función del intelecto (intellectus); y el razonamiento, que es función de la
razón (ratio). De las dos, la específicamente humana es la razón (los ángeles y Dios no
necesitan razonar), pero la más elevada es el intelecto, que no discurre (como hace la razón),
sino que intuye, "ve" de un golpe de vista, adelantándose a menudo al discurso de la razón y
entendiendo cosas que la razón es incapaz de racionalizar. Este es el sentido verdadero de la
famosa frase «el corazón tiene razones que la razón no entiende». No se trata de
sentimentalismo, que nunca es fiable en cuestiones de certeza, sino de un verdadero acto del
entendimiento funcionando en su modo más perfecto.
¿Cómo si no, sabemos de nuestra propia existencia? ¿razonando, como Descartes, «pienso,
luego existo»? No; no necesitamos de ningún «luego» para saber que existimos. No
necesitamos deducir nuestra propia existencia, por ningún silogismo? No necesitamos que
nadie nos demuestre nuestra propia existencia, ni la del mundo. Lo intuimos. Y entendemos,
sin más complicaciones, que tenemos la facultad de razonar; que razonar es una actividad
excelente; que no siempre acierta, pero que básicamente es fiable, si ponemos cuidado en
razonar bien, correctamente, con lógica.
Ahora bien, para aceptar los resultados de la razón es preciso, anteriormente, al menos de una
manera implícita, confiar en la eficacia de la razón. Pero esta confianza, si bien la puedo
razonar, no la tengo por causa de razonamiento alguno, sino porque lo «veo», es decir, «lo
entiendo» sin necesidad de silogismos. Porque si no lo «viera», no bastarían todos los silogismo
habidos y por haber para confiar en mi razón; y entonces estaría intelectualmente perdido.
Sería el bloqueo de la razón, la incapacidad de razonar con sentido inteligible.
Por eso, en la base de todas nuestras certezas, está un acto de confianza, incluso, si se quiere,
un acto de fe: creo –confío- en mi capacidad de conocer verdades. Y esa fe o confianza no es
irracional, es un acto intelectual, es decir, un acto del entendimiento funcionando no como
ratio, sino como intellectus.
La razón no sabe qué hacer ante el misterio, pero el intelecto sí: cuando se topa con el misterio
no lo niega por el hecho de ser misterioso, lo reconoce: ahí está un misterio, una luz
inabarcable; en lugar de negarla, cerrándome a su luz, voy a aprovecharla y a la vez que
reconozco su superioridad, miraré las demás cosas a su luz y entonces, todo lo veré con más
claridad.
En el fondo, quizá por eso decía San Anselmo [haciendo suyo el adagio agustiniano]: nisi
credideritis non intelligetis (San Anselmo, De Fide Trin., cap. 2, M.P.L. CLVIII, 263-265)y
también: credo ut intelligam (San Anselmo, Prosologium, cap. I): si no creéis no entenderéis,
creo para entender. Esto no es fideísmo, sino un uso razonable de la razón, una confianza en la
razón que no es absoluta, incondicional, pero sí relativa, básicamente segura.
«Mientras haya misterio habrá salud; destruid el misterio y ver nacer las tendencias más
morbosas, todo es uno» (R. K. Chesterton, Ortodoxia). El misterio no es negación de la razón.
Lo que niega la razón y a la razón es el absurdo, lo ininteligible. Además, admitir un absurdo es
tanto como admitir que todo es absurdo, ya que un solo absurdo bastaría para descalificar los
principios de identidad, y de no contradicción y de razón suficiente, sobre los que descansa
toda actividad racional. Ahora bien si existe algo que es la negación de estos principios ya no
tenemos garantía de que valgan para pensar y explicar las demás cosas. Todo el edificio
intelectual se derrumba cuando se admite un solo absurdo. Porque lo absurdo no es
sencillamente lo impensable o inexplicable, sino lo intrínsecamente contradictorio, lo
absolutamente irracional.
El misterio no es ininteligible: entendemos sus términos, pero no alcanzamos a abarcarlos.
Reconocer el misterio donde lo hay, sin abandonarse a la cómoda tentación de negarlo, es
dignidad de la razón, valor y vigor del espíritu.
Entre absurdo y misterio hay la misma diferencia que entre lo que contradice y lo que supera
nuestra razón. Cuando se identifica el misterio (en el sentido cristiano del término) con el
absurdo es señal de que no se le conoce o de que se ha endiosado a la razón estableciéndola
como medida de todo, rechazando todo lo que la trasciende.
El «Motor inmóvil» no es contradictorio, es un misterio, cuya luz nos permite explicar nada
menos que el movimiento que existe en toda la creación. Lo mismo cabe decir de la Causa
incausada, del Ser Necesario, del Ser absolutamente perfecto, del Entendimiento subsistente.
Si es cierto que el hombre posee una naturaleza limitada y con frecuencia la contradicción
parece salirle al paso, sabemos que una real contradicción nunca es posible, ni tratándose de
Dios, ni de los seres o acontecimientos de la naturaleza.
La razón que no reconoce sus propios límites, queda encerrada en ellos y ya no se entiende ni
a sí misma. En cambio, cuando reconoce su limitación, entonces es cuando alcanza su máxima
posibilidad, dignidad y grandeza, porque reconocer un límite es conocer más que un límite. Si
conozco algo como límite, sé que hay algo más que límite. Si me topo con un muro y reconozco
que me impide el paso, es que sé que hay un más allá del muro.
De ahí que reconocer los propios límites es de alguna manera superarse y trascenderse a sí
mismo. Si sé que soy limitado estoy comprendiendo que yo no lo soy todo. Si sé que soy
«finito» es porque sé que hay «infinito». Y saber que hay infinito es no detenerme en el límite,
sino sentirme impelido a indagar, para averiguar si puedo acceder a ese «más allá» fascinante.
Entonces, si tengo la «suerte» de encontrarme con un medio «sobre-natural» que me permite
llegar a donde la razón quisiera pero no podía, me acogeré a él y me dejaré llevar hasta donde
sea posible. Es el umbral de la fe sobrenatural, el encuentro con la revelación divina.
Cuando el filósofo se encuentra que en la Sagrada Escritura se narra la revelación de Yavé a
Moisés: «Yo soy el que soy», se da cuenta de que está ante un misterio. Se admira, pero no se
sorprende. Le resulta familiar, porque él ha llegado, con su sola razón a descubrir la existencia
del «Ser subsistente», cuya Esencia, precisamente, es Ser.
Incluso cuando se encuentra con una de las cumbres de la revelación, «Dios es Amor»,
tampoco se sorprende. Se admira, porque, también con la razón podemos llegar a saber, que el
Ser perfectísimo, ha de ser necesariamente Amor, puesto que es Ser, Vida, Verdad, Entender,
Amar...
Así, pues, la diferencia que se pretendido establecer entre «el Dios de los filósofos» y el «Dios
de la revelación» no es tanta. Más aún, todo apunta a que es el mismo. Conocido mucho más
perfecta e íntimamente mediante la revelación, pero en continuidad con los resultados de un
discurso filosófico correcto.
La sola razón no puede traspasar los umbrales de la fe. Pero hasta ahí llega. Y lo que es más
asombroso, a partir de cosas que pueden ser tan pequeñas como un movimiento mínimo, como
una causalidad intrascendente, como un ser corruptible, como una perfección muy limitada,
como el orden que encierra un pequeño átomo.
Sucede que en una menuda gota de rocío puede reflejarse la inmensidad del cielo.

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