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Pat Mc Gerr

Elija Usted su víctima


Título original: PICK YOUR VICTIM
Versión castellana de: MARIO CALÉS
Librería hachette – Biblioteca de Bolsillo – Colección Naranja Nº 182
Buenos Aires – Argentina — 25 de abril de 1952

Para Joseph
Los más buenos usan cuchillo,
Porque los muertos se enfrían pronto.
Wilde.

La SUDS es una organización imaginaria en cuyos integrantes no se ha


querido reflejar ninguna semejanza con personas reales, vivas o muertas.

1
Si tiene algo impreso, léalo: en las Aleutianas, en 1944, era ésta una de
las reglas que nunca se infringían. Todos los libros y periódicos que llegaban,
pasaban de mano en mano hasta convertirse en jirones. Hasta las notas
necrológicas y los informes bursátiles eran armas, en la Gran Batalla contra el
Aburrimiento, que los soldados de marina incluíamos en nuestro equipo mientras
aguardábamos que algo sucediese.
Fue, por lo tanto, un gran día aquel en que Davey Miller abrió el envío
de Navidad de su madre, y encontró dentro de la caja una cantidad de diarios
rotos usados como relleno. No bien hubo sacado y dispuesto del contenido
comestible, comenzamos a distribuirnos los fragmentos de los periódicos. A mí
me tocó un trozo con un anuncio de una casa de modas, asegurando que la
"colección de corazones" de las damas aumentaría en progresión geométrica si
se engalanaban con el último modelo del traje de baile que ofrecían, de cintura
menuda y falda ajustada. (Medidas del 12 al 20; vienen en negro, plateado y
aguamarina.) Desgraciadamente, él dibujo estaba roto por debajo de la cintura,
y me quedé en ayunas en cuanto al "talle en forma de corazón".
Estaba negociando un trueque con Gory Williams, quien había recibido
una crónica del sexto y el séptimo round de una pelea de pesos pesados en el
Madison Square Garden, cuando Sam Emery nos interrumpió:
—Pete, aquí hay una noticia sobre la Sociedad para la Elevación del
Servicio Doméstico. ¿No es la organización en la que tú trabajabas, en
Washington?
—La misma que me regaló este reloj a prueba de golpes, de agua y de
bombas, cuando me fui a la guerra —respondí—. ¿Qué dicen de la SUDS? ¿Le
dieron una condecoración del ejército y la armada por su mayor contribución al
depósito de papeles usados?
—No, diablos. Esto es material de primera plana. Asesinato. Cometido
por un tal Stetson.
—Stetson —repetí—. No me dirás que el jefe, Stetson... ¿Qué cuento
me estás haciendo?
—Fuera de broma, Pete. Aquí dice que Stetson admite su culpabilidad
en el crimen.
—Es cierto —terció Cara de Perro, que estaba leyendo por encima del
hombro de Sam—. Y hay una foto del individuo. Tiene cara de asesino de veras.
—¿A quién se liquidó? —preguntó Gory—. ¿A la esposa?
—Probablemente —respondí yo.
—No —rectificó Sam—. El titular dice que fue a un miembro de la
SUDS.
—¡Mi Dios!
Salté por encima de las piernas de Gory y le saqué el papel de las
manos a Sam. En efecto, había un retrato del Jefe Stetson, bajo las siguientes
palabras:

PAUL STETSON ADMITE SU CULPABILIDAD EN


EL ASESINATO DE UN MIEMBRO DE LA SUDS

Pero a continuación sólo había una mitad del relato. La leí rápidamente.
Luego la leí despacio. La crónica estaba rota irregularmente a lo largo, faltando
la información que yo quería. Quedaba de la noticia únicamente esto:

Washington, sept. &.—Paul W. S


son, director gerente de la Soci
para la Elevación del Servicio
tico, admitió anoche ante
dades policiales qu
gulado a
de edad, el d
cinas de la
Tambié de la
res h
bufanda de lana castaña
dedor del cuello, fue desc
Tom Adams, mensajero de
ayer a primera hora de
Dió aviso al instante a la policía, que
procedió a interrogar al person
SUDS. La investigación los llevó
Stetson, quien confesó des
breve interrogatorio.
—¿A quién mató, Pete? —preguntó Davey—. ¿A algún amigo tuyo?
—No dice. ¿Por qué diablos tendrá que romper tu madre los diarios de
esta manera?
—No los puso para que los leyéramos. Era para rellenar la caja.
Tenía razón. La señora de Miller no podía saber que sufríamos hambre
de letra impresa en aquella isla. Pero para nosotros era un tormento.
—Linda manera de empaquetar las cosas —quejóse Gory—. A mi
boxeador lo derribaron dos veces en la séptima vuelta. Y aquí me tienen
estancado en esta inmunda isla, ignorando si llegó al octavo round.
—Tú no sabes quién ganó la pelea —refunfuñé—, y te quejas. ¿Qué diré
yo, entonces? Un hombre con quien trabajé cuatro años mata a otro de mis
compañeros de trabajo, y yo ni siquiera sé a quién mató. ¿No tendrá alguno de
ustedes el resto de la crónica? Busquen, por favor, en los pedazos que tienen.
—Yo tengo unos comentarios sobre no sé qué ópera —dijo Eddie
Sloan—, y al dorso hay una fotografía de un grupo de legisladores.
—A mí me tocó un cuento sobre la escasez de goma de mascar. Y en el
otro lado hay algo sobre la nafta del mercado negro. Parece que lo están
pasando bastante mal por allá.
—Yo tengo el final de una nota bibliográfica y el principio de una receta
para hacer bizcochos.
—Un momento, muchachos, un momento —dijo Joe Morris que, como de
costumbre, asumía la dirección del partido—. Lo más indicado es que juntemos
todos los pedazos y los empalmemos como un rompecabezas.
Joe reunió todos los fragmentos e hicimos la reconstrucción en el
suelo. Gory consiguió tres vueltas más de su pelea, pero no hicieron más que
aumentar su infortunio, porque eran anteriores a la sexta. Ninguno de los
pedazos combinaba con el mío. Joe levantó mi pedazo y lo leyó detenidamente.
—¿Pero se puede saber a qué viene tanta desesperación? —preguntó—.
Si aquí está toda la historia en el título. Stetson mató a un miembro de la
SUDS. Muy bien; toda organización tiene un presidente, un vicepresidente, un
secretario y un tesorero. Tú Jos conoces a todos. Tratándose de elegir entre
cuatro candidatos, cualquier tonto puede acertar cuál es el más probable
cadáver.
—¡Cualquier día! —repliqué yo—. Ante todo tendría que aprender ese
cualquiera que una organización comercial no se desenvuelve en forma tan
simple. Cuatro miembros... ¡Já! La SUDS tiene siete vicepresidentes .
—Tenía siete vicepresidentes —corrigió Gory—. Uno de los muchachos
disminuyó la cifra el mes de septiembre pasado.
—Tal vez no —dijo Joe—. Stetson pudo haber estrangulado al
presidente. ¿Supongo que la SUDS tendría presidente?
—Es claro que tenía —respondí—. Y secretario. Y tesorero. Diez
miembros en total. Daría cualquier cosa por saber a cuál de ellos mató el Jefe.
—No debe ser tan difícil saberlo como tú pretendes —dijo Joe,
restándole importancia al problema—. ¿Y qué, si tenía diez miembros? Stetson
no podía estar enemistado a muerte con los diez. Debía haber uno a quien quería
eliminar por alguna razón especial. Después de cuatro años de estar con ellos,
deberías saber cuál era.
—Tal vez, pero no lo sé. Yo podría decir que Stetson no tenía nada
serio contra ninguno. O podría decir que tenía sus buenas razones para
estrangularlos a todos y cada uno. La SUDS era esa clase de organización. Hoy
todos se aman entrañablemente, y al día siguiente se odian a muerte. Les
aseguro que me produjo una gran impresión enterarme de que hubo un crimen en
la SUDS; pero cualquiera de los diez miembros que resulte ser la víctima, no me
causará mucha sorpresa saberlo. Apuesto, sin embargo, que fue un golpe para
George Biggers; me hubiera gustado verle la cara cuando se enteró de la
noticia.
—¿Quién es Biggers?
—El tesorero de la SUDS. Tuvimos una vez una discusión sobre si
Stetson era un hombre violento o no. George juraba que no lo era. Creo que esto
me da la razón a mí.
—Sí, Biggers ya no podrá discutir ese punto —convino alegremente
Gory—, sobre todo si es él a quién mató Stetson.
—¡No! ¡Espero que no! —Las palabras de mi compañero disolvieron mi
momentánea sensación de triunfo sobre Biggers—. George era un buen
muchacho; probablemente el mejor amigo que tenía Stetson en la organización.
Para alguno de los otros, matarlo habría sido demasiado poco. Sin embargo, es
espantoso tratar de imaginarse un muerto tirado en el piso de la oficina y no
poder ponerle una cara al cadáver. Me hace poner los pelos de punta.
—Si crees en espíritus —sugirió Gory—, no sabrás quién te tira de las
piernas.
—¿Por qué no escribes a Wáshington y lo averiguas, Pete? —aconsejó
Sam.
—Es lo que haré. Whipple debe ser el más indicado para preguntarle.
Me dará todos los detalles. El hombre estará gozando de lo lindo con todo el lío.
Un bonito y jugoso crimen es su tema favorito. Lo habría preferido en un nido
de amor, pero a estas horas ya habrá imaginado una buena cantidad de ángulos
escandalosos para enfocarlo.
—¿Whipple no era miembro de la SUDS? —apuntó Joe.
—Claro que lo era. Era vice presi... —Me interrumpí cuando capté el
sentido de la observación—. Creo que no puedo escribirle a Whipple. ¡Maldición,
yo conozco a toda esa gente! Muchos de ellos no me gustaban. Pero con todo, es
una extraña sensación no poder pensar en ninguno de ellos, sin preguntarme si
no será el que estranguló el Jefe.
—No te apures, Pete —dijo Sam—. Debe haber alguien que no sea
miembro de la SUDS y que te pueda in. formar.
—Sí —convine YO—, esta noche le escribiré a Sheila.
Si le mando la carta por vía aérea podré recibir la respuesta dentro de
dos o tres semanas.
—¡Un momento! —gritó Joe—, tengo una gran idea. ¿Dices que la SUDS
tenía una comisión directiva de diez miembros?
—Sí,
—¿Y tú los conociste a todos?
—A todos.
—¿Y Stetson mató a uno de ellos, y tú no sabes a cuál?
—Es lo que acabo de decirte.
—Escuchen, muchachos —dijo Joe—, podemos hacer una lotería. Va a
ser lo más grande después de la Rifa Matrimonial de Eddie.
Todos se interesaron. "Te apuesto diez dólares", era probablemente la
oración favorita en nuestra compañía. Cualquier cosa que presentase dos
probabilidades, daba motivo para que los muchachos apostasen sobre ellas. Qué
tiempo haría al día siguiente, cuáles serían las primeras palabras del
comandante, en qué consistiría la próxima comida; sobre todos estos
acontecimientos rutinarios se habían hecho apuestas en número suficiente como
para financiar una carrera de caballos. Obligados a matar el tiempo,
buscábamos siempre alguna idea nueva que nos permitiera organizar apuestas
de mayor importancia. Dos meses atrás Joe había inventado una lotería usando
a Eddie Sloan de motivo central.
Eddie Sloan era el Don Juan de la compañía. El correo le traía siempre
una colección de cartas amorosas, con las que mantenía en suspenso a sus
compañeros de cuartel, pendientes de sus purpurinos pasajes. En cada uno de
los lugares que visitó durante su variable carrera, primero como vendedor de
harina y luego como marino había conquistado por lo menos una mujer que lo
adoraba. La propuesta de Joe fue de que jugáramos sobre el número de chicas
que se comprometerían a casarse con Eddie. Eddie se declaró por escrito a doce
chicas, remitiéndoles a cada una de ellas una copia de la misma carta.
Recuerdo haber apostado mis diez dólares a Flo, Hazel y Connie, y
terminé por quedarme sin dinero. Joe empleó lo que llamó la vía científica.
Escuchó la descripción que hizo Eddie de las doce chicas, analizó sus
caracteres, midió sus reacciones y predijo que todas aceptarían, pero cada cual
por una razón distinta. Pero cuando llegaron las respuestas, fue Davey Miller el
que recogió el pozo. Una de las mujeres de la lista de Eddie se llamaba Alice,
que era también el nombre de la novia de Davey. Había afirmado Davey que las
otras podrían aceptar, pero que ninguna chica llamada Alice se dejaría
convencer por el estilo de Eddie. Este recibió nueve aceptaciones y una carta de
Alice; le decía en ella que acababa de casarse con un marinero, pero que
lamentaba muy de veras no haber recibido su oferta antes.
Por fortuna, la idea de estar comprometido por escrito con once
mujeres a la vez no preocupaba a Eddie, y las apuestas nos proporcionaron una
temporaria distracción. Desde entonces, nadie produjo una idea que se le
igualara en interés humano y sostenido suspenso. Es por eso por lo que le
prestamos inmediatamente toda nuestra atención a Joe, cuando sugirió una
nueva lotería.
—Alcáncenle a Pete papel y lápiz —indicó—. Que nos escriba los
nombres de los diez hombres que pudieron haber sido liquidados.
—Tres de los miembros son mujeres —le corregí. Joe consultó el
recorte roto.
—Está bien, inclúyelos. Aquí no dice nada de que el cadáver sea de
hombre o de mujer. Y pon también las funciones de cada cual, para que podamos
considerarlos en debida forma
Mientras yo hacía la lista de los hombres y mujeres que dirigían la
SUDS. Joe seguía manejando la batuta.
—Mientras esperamos que llegue la respuesta de Wáshington a la carta
de Pete, él nos podrá dar todos los datos relativos a cada una de las posibles
víctimas. Con esos elementos de juicio, podremos analizar el asunto
científicamente.
—¡Al diablo la ciencia! —objetó Gory—. Nosotros somos veinte. Que
escriba Pete cada nombre en dos boletas y las ponemos en una caja. Los dos
muchachos que saquen las dos boletas de la suerte, se dividirán entre sí los
doscientos dólares.
—Nada de eso —replicó Joe—. Cuando yo apuesto a un caballo de
carrera, quiero saber cómo se llama el jockey que lo corre, cómo se portó el
caballo en las tres carreras anteriores y todas las demás circunstancias
concurrentes. En un crimen hay también muchas circunstancias concurrentes. El
motivo, el arma y la oportunidad, como dicen en las novelas policiales. Después
está el factor psicológico y la ecuación humana. Eso también figura en algunas
novelas. Yo no apuesto mi dinero en esta carrera hasta que no sepa quién la
corre.
Los demás estuvieron prestamente de acuerdo en secundar el
procedimiento de Joe, porque prometía suministrar más tiempo de conversación
que el simple sorteo de Gory. Joe me nombró depositario de las apuestas.
—Tú no podrás apostar —me informó, rechazando mis protestas—.
Tendremos que depender de tu información sobre los hechos que condujeron al
crimen, y no podemos arriesgarnos a que te guardes algún dato significativo
para inclinar las cartas a tu favor. ¿No está todavía esa lista?
Se la entregué.
—¿Estás seguro de que no eligieron nuevos miembros desde que te
fuiste?
—La SUDS no realiza elecciones. Stetson es allí el patrón. El nombra a
los miembros de la comisión. Que continúan siéndolo indefinidamente... mientras
no renuncien o los despidan.
—O asesinen —añadió Gory.
—Publican cada dos o tres meses un boletín postal para todos los
integrantes de la SUDS que están en las filas —expliqué—. Trae todas las
novedades administrativas, hasta el cambio de horario para almorzar de los
mandaderos. Recuerdo que la noticia importante del último boletín era el plan
para un pic—nic a realizarse el Día del Trabajo, es decir que habrá sido
redactado poco antes del crimen. Los miembros de la comisión directiva eran
exactamente los mismos que cuando me fui.
—Muy bien —dijo Joe—. Entonces, aquí están, muchachos. Vamos a
poner la lista con un alfiler sobre la litera de Pete, para que puedan verla
cuando quieran y elegir su candidato. Uno de éstos fue estrangulado (o
estrangulada) por el patrón, el pasado mes de septiembre. Pongan el dinero y
prueben la suerte.
Y Joe leyó mi lista en voz alta:

SOCIEDAD PARA LA ELEVACIÓN DEL SERVICIO DOMESTICO


COMISIÓN DIRECTIVA

Presidente: Hunter Willoughby.


Vicepresidentes: Frank Johnson (a cargo de la asesoría legal).
Chester Whipple (a cargo de la publicidad).
Ana Coleman (a cargo de la educación).
Carl Doherty (a cargo del movimiento de socios).
Ray Saunders (a cargo de las funciones
representativas)
Loretta Knox (a cargo de la costa oeste).
Harold L. Sullivan (a cargo de los estudios
legislativos).
Secretaría: Bertha Harding.
Tesorero: George Biggers.

—Así es como figuran los nombres, al dorso del papel de cartas de la


SUDS —expliqué.
—Ahora cuéntanos todo lo que sepas sobre la SUDS —fue la orden
siguiente de Joe—. ¿Cómo estaba organizada y cómo actuaba? ¿Cómo era la
gente que trabajaba en la sociedad y en qué forma se entendían entre sí? Y
queremos conocer toda la información posible sobre Stetson y sus relaciones
con los demás miembros de la SUDS. Nunca se sabe qué puede ser importante
en un caso como éste, de modo que trata de no olvidar nada.
Durante diez días, un auditorio atento escuchó la historia de mis
cuatro años en la SUDS.

2
Chet Whipple fue el primer miembro de la SUDS que conocí. Sólo que
en aquel entonces todavía no era miembro de la comisión directiva, ni la
organización se llamaba SUDS. Era en el verano de 1939, y se llamaba "Agencia
Informativa para las Amas de Casa", lo que me parecía algo bastante
descabellado. Pero yo había estado redactando gacetillas periodísticas para el
Ministerio de Comercio desde hacía casi dos años y estaba ansioso por escapar
a la rutina del servicio civil. Un amigo mío se enteró de que la "Agencia de las
Amas de Casa" estaba ampliando su organización de propaganda, y fui a
averiguar.
Encontré a Whipple en mangas de camisa, manejando un mimeógrafo.
Era un hombrecito grueso, pomposo, con anteojos de oro y bigote negro. Parecía
andar por los cuarenta, pero tenía en realidad menos de treinta y cinco. Mi
llegada lo puso inmediatamente a la defensiva en cuanto a la baja tarea que
estaba realizando. Cuando concluyó su verbosa explicación sobre la temporaria
escasez de personal y la urgencia del mensaje para la prensa que estaba
mimeografiando, se lanzó a formular un elogio de la Agencia.
—Hay un magnífico porvenir aquí para un hombre joven que entre
pisando terreno firme —me aseguró—. ¿Oyó hablar alguna vez de esta Agencia?
—Nn... no, creo que no.
—Es claro que no. —Se alisó complacido el bigote—. No hicieron nunca
propaganda. Espere a que ponga en marcha mi programa publicitario. Entonces
no habrá nadie en el país que no la conozca.
Me enteré de que la Agencia tenía unos siete u ocho años de
antigüedad y se había dedicado a suministrar a las dueñas de casa consejos y
recomendaciones para resolver sus problemas domésticos. Alrededor de diez
mil mujeres abonaban una cuota anual de dos dólares cada una con derecho a
recibir respuestas personales a sus consultas, y un boletín mensual de
novedades, de dos páginas, que contenía recetas, sugestiones hogareñas,
indicaciones sobre el cuidado de los niños y otros artículos similares. Tenía
también doscientos diarios suscritos al servicio, que pagaban suculentos
honorarios por el privilegio de reproducir material del boletín. Bertha Harding
creadora de la Agencia, lo hacia todo, con la ayuda de una estenógrafa
permanente y otra de horario reducido. Ajustando los gastos al mínimo, había
conseguido redondear una suma anual de ganancias altamente satisfactoria.
—Esto no es más que el núcleo de nuestra organización actual —me
explicó Whipple—. Desde ahora vamos a hacer las cosas en grande. Espero que
algún día podrá escucharlo al Jefe describir su visión, tal como me la comunicó a
mí. Está levantando una organización que será realmente la voz de la mujer en el
hogar, ya sea el suyo propio o el de otros. Vamos a trabajar para estas
personitas, a darles la representación que siempre han estado necesitando. Y
usted sabe y lo sé yo, que la publicidad es el alma de esta clase de programas.
Hay grandes posibilidades en esta actividad. ¡Grandes posibilidades!
Las grandes posibilidades habían comenzado a tomar forma cuando Paul
Stetson conoció a Bertha Harding, el invierno anterior. Stetson se interesó en
el trabajo de la mujer y pocos meses después se hizo cargo de su Agencia.
después de convencerla a ella y a sí mismo, de que con la idea básica de ella y la
confianza de su clientela, podía hacerse algo "grande".
Stetson venía precedido por un largo desempeño como promotor. Había
colocado acciones de pozos petrolíferos y de minas de oro, y logrado
financiación de una máquina de coser accionada a robot y de otra media docena
de inventos. Había sido vicepresidente de una destilería y presidente del
directorio de una compañía que fabricaba máquinas traga—monedas. Había
dirigido campañas de caridad para organizaciones religiosas y filantrópicas.
Aunque no poseía precisamente el don de Midas, podía descontarse por lo común
que sus empresas producirían un respetable ingreso de oro. Debido a su
reputación y a su habilidad persuasiva, lograba convencer a muchos
comerciantes tercos para que suministraran los fondos requeridos por sus
distintas "visiones".
—El Jefe tiene una personalidad dinámica —me dijo Whipple—.
Dinámica. Estas oficinas son provisionales. Algún día tendremos nuestro propio
edificio y un personal de centenares de empleados. Ahora, como usted
comprenderá, estamos apenas en un período de transición.
El bigote encerado recibió otra caricia.
Stetson hacía tres meses, a la sazón, que estaba manejando la Agencia.
Había alquilado un conjunto de cuatro escritorios en la avenida Pennsylvania.
Desde uno de ellos Bertha Harding y sus ayudantas continuaban emitiendo el
boletín mensual. En otro Stetson hacía sus planes de reorganización. El tercero
contenía a Whipple con su mimeógrafo. El cuarto era compartido por el resto
del personal: Frank Johnson y George Biggers. Stetson tenía su propia
secretaria, pero Whipple, Johnson y Biggers se dividían los servicios de una sola
chica.
—El departamento de publicidad ha de ser el alma de toda la
organización —repitió Whipple—. Por eso estoy haciendo ahora planes de
expansión. Dentro de un par de meses el Jefe estará listo para lanzarse a la
acción con su nuevo programa. Yo quiero tener todo mi personal preparado y
dispuesto para arrancar en cuanto nos dé vía libre. ¡Adelante a toda marcha!
Necesito un asistente que sepa escribir, un hombre que sepa traducir y
desarrollar ideas originales, y sobre todo un hombre con puntos de vista amplios
y perspectivas. El caso es este: ¿cree usted ser ese hombre?
En aquel momento yo dudaba de que quisiera serlo, pero le respondí que
en mi opinión lo era. Le di un informe esquemático de mis antecedentes, que
consistían principalmente en tres años de periodista en un diario de Boston y
dos en el Ministerio de Comercio, en la sección publicidad.
—Eso es muy bueno —aplaudió Whipple—; no hay mejor base que el
periodismo para captar el verdadero sentido de la publicidad. Yo mismo, por
ejemplo. Pasé siete años en un periódico antes de lanzarme por mi cuenta.
Trabajé con semanarios rurales, diarios de pueblos chicos y periódicos de
grandes ciudades; no es mucho, por lo tanto, lo que dejé de aprender en cuanto
a lo que quieren los editores, y todo aquel que ignore eso no tiene nada que
hacer en publicidad. Después que me fui del Inquirer, de Filadelfia, comencé a
trabajar como agente libre, y me fue muy bien.
El conocimiento que tenía Whipple del intrincado mecanismo mental de
los editores había contribuido, según su propia declaración, a crearle un
grandioso éxito cuando abrió su propia agencia de publicidad. Me describió
detalladamente una cantidad de sus aciertos en la materia.
—No me gusta hablar de mí mismo —concluyó—, pero quiero que
comprenda toda la fe que he depositado en Stetson, el Jefe, y en sus ideas. De
lo contrario, nunca habría cerrado mi agencia para entregarme de lleno a su
proyecto. Lo conocí hará un año. Dirigía una gran campaña para reunir fondos
pro hospitalización de los niños y yo obtuve el contrato para hacerme cargo de
la parte publicitaria. Entre los dos dimos cima a la campaña con un éxito
resonante, y yo me dije: He aquí un hombre con quien me gustaría trabajar
sobre bases permanentes. El habrá pensado lo mismo con respecto a mí, porque
me llamo no bien se hizo cargo de esta Agencia.
La entrevista había convencido a Whipple del gran porvenir que tenía la
"Agencia Informativa para las Amas de Casa" bajo la dirección de Stetson. Lo
que más particularmente le impresionó fue la franca confesión del gran hombre
de que le hacía falta la ayuda de Whipple para materializar todas las
potencialidades de ese porvenir.
—Chet, me dijo, usted me gusta y me agradaría verlo progresar. Pero
yo soy hombre de negocios y manejo mis asuntos en forma práctica. Puedo muy
bien admitir, por lo tanto, que la verdadera razón por la cual lo incorporé desde
un comienzo en esta idea de un millón de dólares, es que usted me hace falta.
Quiero que mi organización se convierta en una palabra casera. Yo le dije
entonces: Jefe, yo soy el hombre para el cargo. Déme seis meses y haré que
todas las mujeres del país hablen de las Amas de Casa de Paul Stetson.
Dos meses habían transcurrido desde aquel intercambio de respeto y
confianza mutuos.
—Por el momento, usted comprende, no hacemos más que batir agua. —
Se retorció la punta del bigote con los dedos sucios de tinta, dejándose una
mancha negra en un extremo de la boca—. Solamente agua. Estoy preparando
los archivos y las listas de direcciones. Una vez por semana mando una gacetilla
como ésta a un número limitado de periódicos.
Me entregó una hoja de las que estaba imprimiendo. El título decía así:

EL LUGAR DE LA MUJER EN EL HOGAR PUEDE SER


EL MAS GRATO DE LOS LUGARES, DICE STETSON

—Nada más que ejercicio de puntería, como es natural —dijo Whipple—.


Tiene por objeto familiarizar a los editores con el nombre de Paul Stetson,
como campeón de la mujer hogareña. Luego, cuando iniciemos nuestra gran
campaña, la semilla caerá en terreno fértil.
Whipple me delineó esquemáticamente su ambicioso plan para el
departamento de publicidad. Su programa abarcaba crónicas periodísticas,
artículos para revistas, transmisiones radiales, quizá hasta una película corta.
Resultaba atrayente compararlo con los comunicados estadísticos que
redactaba para el gobierno. Cuando me fui de su oficina, habíamos llegado a un
acuerdo y fijamos el 24 de julio, algo más de un mes después, para comenzar mi
trabajo.
El Ministerio recibió mi renuncia con toda tranquilidad. Les di un
preaviso de dos semanas y proyecté pasar el resto del tiempo que faltaba hasta
el 24 de julio en Cape Cod. Sin embargo, el último día de mis funciones como
servidor civil recibí un urgente llamado telefónico de Whipple.
—¿Cuándo puede venir a comenzar su trabajo? —preguntó—. Suspenda
las vacaciones. Suspenda todo y piense solamente en que está a punto de
colaborar en el nacimiento de una organización que va a reestructurar el hogar
norteamericano. El Jefe y yo hemos estado conferenciando día y noche, y la
única palabra que le cuadra a nuestro programa es "revolucionario". Sí, señor,
revolucionario. Tenemos que poner en marcha la publicidad inmediatamente,
Véngase mañana por la mañana. A las nueve en punto.
La revolución, a juzgar por el caos en que encontré al día siguiente el
cuartel general de las Amas de Casa, no sería nada pacífica. Escritorios y
ficheros bloqueaban el hall. Hombres vestidos con enterizos pasaban llevando
carretillas y gritando órdenes ininteligibles. Pilas de paquetes envueltos en
papel castaño llenaban la oficina de Whipple. Había cuatro máquinas de escribir
sobre un escritorio. Whipple no estaba. Lo busqué en la oficina contigua, y
encontré a un hombre, con el sombrero puesto pero sin chaqueta, que dibujaba
diagramas en una hoja de papel.
—Hombre, no, no sé dónde está Whipple —dijo respondiendo a mi
pregunta—. ¿Mary, usted sabe algo de Whipple?
Una rubia decorativa apareció en la puerta que comunicaba con una
oficina interior.
—Dijo que pasaría por la imprenta hoy a primera hora.
—¿Sí? Pues debe estar allá. ¿Usted lo busca por algo especial?
—Yo soy Pete Robbins. Voy a trabajar aquí.
—¿Ah, el nuevo empleado de la sección publicidad? Mucho gusto. Yo soy
George Biggers. ¿Cuando piensa empezar?
—Hoy.
—¡Hoy! —exploto Biggers—. ¿Como demonios espera Whipple que haga
algo con todo este revoltijo? No, hay oficinas, ni escritorios, ni tranquilidad.
Nadie podrá hacer nada por lo menos durante una semana mas. Pero búsquese
algún lugar vacío y siéntese. Si tiene alguna idea, almacénela en la cabeza.
Volví a la oficina de Whipple y me quedé pensando en Cape Cod durante
una media hora. Luego entró Whipple prácticamente reventando de calor y
excitación.
—Ah, Robbins, ¿ya vino? —me saludó—. Me alegro de que esté aquí.
¡Tenemos mucho que hacer! Vengo ahora de la imprenta. Nos está haciendo unas
hojas de papel para enviar comunicados a los diarios que van a dejar bizcos a los
editores. El motivo se me ocurrió de repente, como un relámpago. Creo que
tengo aquí un dibujo. —Buscó en los bolsillos y sacó una arrugada hoja de papel—.
Esto no es más que un boceto, es claro. Tendrá que verlo en colores para
apreciarlo. Pero le puede dar una idea.
En la parte superior de la hoja había una especie de tacho del que salía
algo que parecía una masa de burbujas desparramándose por ambos lados de la
hoja.
—Espuma de jabón —cacareó Whipple—. ¿Qué tal como campanazo
para llamar la atención?
—Lindo —concedí yo—. ¿Tiene por objeto recalcar el interés de las
dueñas de casa por la limpieza?
—No, un momento, un momento —gorjeó Whipple—. Usted está
atrasado de noticias. La "Agencia Informativa para las Amas de Casa" pasó a la
historia. Como le dije antes, no era más que el núcleo central, cimientos sobre
los cuales íbamos a edificar una verdadera organización. ¿Cuál es la clase social
que tiene menos representación en los Estados Unidos? ¿Las mujeres casadas?
No, señor... La mujer casada tiene al marido que la respalda. ¿Pero quién alza la
voz para abogar por el ama de llaves, la cocinera, la criada para todo servicio?
Nadie. Ahí está el problema. O más bien, ahí estaba el problema, ¡porque ahora
está la "Sociedad para la Elevación del Servicio Doméstico"!
Hizo una pausa dramática, ante la cual murmuré:
—¡Qué me dice!
Whipple continuó:
—En el plan original preparado por el Jefe, la había llamado "Asociación
Norteamericana de Trabajadoras Domésticas". Pero cuando lo vi dije en
seguida: No sirve. Me pasé todo un día pensando, y al otro día algo estalló
repentinamente en mi cabeza. Asociación es un vocablo duro y formal, pero
sociedad expresa amistosa cordialidad. Y la palabra elevación impresiona como
una cruzada. Junte las cuatro iniciales y verá formarse la palabra SUDS, S—U—
D—S, SUDS, fácil de pronunciar y fácil de recordar 1 . Y lo que es más, sugiere
vigorosamente la imagen de la mujer en su hogar, ya sea que esté fregando los
platos, lavando la ropa o bañando al bebé. ¿Es o no adecuado?
—Por cierto que sí —contesté.
—"Sociedad para la Elevación del Servicio Doméstico" —repitió—.
Soberbio. Es soberbio.
Mirando hacia atrás, por encima de los cinco años transcurridos desde
que me incorporé a la SUDS, lo veo aún a Whipple, parado como un Napoleón de
aserrín, erizado su negro bigote, pronunciando la palabra "soberbio" como si
fuera una bendición pontifical. Habría sido absurdo en aquel momento predecir
que algún día se harían serias apuestas sobre la posibilidad de que el "Jefe" de
Whipple hubiera convertido en un cadáver a su pomposo y rechoncho admirador.
Pero aquello fue en el verano de 1939, y por ese entonces ninguno de los
integrantes de la SUDS parecía ser candidato posible para que lo asesinaran.

3
George Biggers no había exagerado la imposibilidad de realizar trabajo
alguno en la SUDS durante toda la semana siguiente. La organización había
tomado todo el piso y lo estaba reconstruyendo en su mayor parte. Por todos
lados había carpinteros, pintores y peones de mudanza.
El martilleo era continuo, mientras se echaban abajo divisiones, se
instalaban estantes y se llevaban a cabo otros cambios.
En tanto que las condiciones físicas mantenían al departamento
publicitario en un estado de animación suspendida, yo me pasaba la mayor parte
de mi tiempo en la oficina de Biggers. Fue la primera que conquistó un orden
relativo, ya que Biggers actuaba como intendente y controlaba por ende las
actividades de los obreros. Salpicando su conversación con exclamaciones de
¡Pero qué calor, caramba!, me suministró un planteo de la SUDS más terrenal
que las visiones y cruzadas de Whipple.
—Esta organización está llamada a producir mucho dinero —me
aseguró—. Stetson se propone convertirla en una firme fuente de ingresos para
el resto de su vida. Y durante los diez años que he estado con él, me he
convencido de que es un hombre a cuyo lado conviene seguir.
—Espero que usted tenga razón —dije dudoso—, pero la empresa de la

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En inglés, las iniciales de Society to Uplift Domestic Service (Sociedad para la Elevación del Servicio
Doméstico), forman la palabra suds, que significa pompas de jabón. (N. del T.)
Harding me parecía de muy poca monta.
—¡Ah, no, la Agencia de la Harding no nos interesa! Eso no es más que
una fachada. Para poner en movimiento una organización como ésta, hace falta
mucho efectivo. Hay que abonar los sueldos, el alquiler, y mantenerla
funcionando mientras comienzan a llegar los ingresos. Es preciso, por lo tanto,
venderle el plan a la gente de billetes. Y es más fácil hacerles aceptar la idea de
transformar un organismo minúsculo en algo grande que convencerlos para que
arriesguen su dinero en la formación de uno nuevo. Hace dos semanas que
Stetson está afuera en contacto con capitalistas en perspectiva para la SUDS.
Tiene que volver de un día para otro con un cajón de oro.
—¿Y Bertha Harding, qué papel desempeña en todo esto?
—Podría decirse que es nuestra asesora técnica. Cuando los muchachos
que tienen los billetes le preguntan a Stetson qué diablos sabe él de las mujeres
en el hogar, puede decir que la Harding se encarga de eso.
—¿Es realmente entendida en actividades caseras?
—La conozco hace apenas unas meses —reconoció Biggers—. pero por
otra parte yo no conozco mucho de actividades caseras tampoco. Stetson dice
que tiene una excelente reputación entre la gente que se interesa por esa clase
de cosas. Solía escribir para revistas femeninas. Creo que redactaba una
sección sobre temas alimenticios. Y escribió un libro, además. —Abrió los
cajones del escritorio y volvió a cerrarlos—. Había un ejemplar por aquí. Pero no
importa. Creo que se llamaba Cómo hacer de la casa un hogar. Un montón de
tonterías. Pero difundió su nombre entre las mujeres.
—Pero la Harding se ocupa de las patronas —protesté yo—. ¿Qué
beneficio puede aportar eso a un sindicato de personas que trabajan para
aquéllas?
—No se forme una idea equivocada de lo que es la SUDS guiándose por
el nombre —prevínome Biggers—. Usted no supone que los dirigentes de una
Asociación pro Bienestar de los Niños son niños, ¿no es así? Nosotros vamos a
operar sobre el mismo principio y a enfocar el problema del servicio doméstico
desde el punto de vista de los que están más interesados en él: las empleadoras.
Después de todo, son las que tienen más dinero.
—Usted y Whipple deberían ponerse de acuerdo —sugerí—. Tal como él
la pinta, la SUDS tiene la sagrada misión de ayudar al cielo en la protección de
las chicas que trabajan. Si nuestra propaganda presenta a la sociedad como la
respuesta a las oraciones de las obreras domésticas, se producirá una confusión
cuando las fámulas se enteren de que no tienen nada que hacer en la
organización.
—Yo no he dicho eso —replicó Biggers—. Nosotros no rechazamos
ninguna solicitud de ingreso que venga acompañada de billetes. En realidad, la
SUDS tendrá dos categorías de socias, las dueñas de casa y sus sirvientas.
Según Stetson, tenemos una fuente virtual de cinco millones de patronas para
desaguar. Y lo más probable es que la mayor parte de las patronas que se
asocien traigan también a sus domésticas... todas a cinco dólares por cabeza.
—¿Y qué obtendrán a cambio de su dinero?
—Representación, cualquier cosa que esto signifique. Queda
sobreentendido que nosotros las mantendremos informadas de todos los
adelantos en la materia, que estableceremos vigilancia sobre las condiciones de
trabajo, que recomendaremos mejoras. Diablos, no me pregunte a mí cómo se
van a manejar las cosas. Eso es del resorte de Stetson. El tiene un pintoresco
programa que abarca la determinación de objetivos, funciones, procedimientos,
y todo lo demás. Arreglos complementarios. A mí me corresponde únicamente
comprar los muebles y útiles, tomar las dactilógrafas, pagar las cuentas y
contar los billetes.
—¿Y Johnson? ¿Qué hace él?
—Frank es abogado. Hoy en día parece que no se puede hacer nada sin
abogados. La misión de él es la de vigilar nuestras relaciones con el gobierno.
Vaya a saber de dónde saldrán tantos formularios, pero él está continuamente
llenándolos y remitiéndolos a las distintas dependencias oficiales. Además, hay
que redactar contratos, examinar arriendos. En estos momentos está
preparando un proyecto de estatutos y reglamentaciones para la organización.
En aquel instante se abrió la puerta detrás de mí y oí una voz de
hombre que decía:
—Soy cocinero de minutas y quiero ingresar en la sociedad. ¿Me pueden
dar algunas referencias?
Biggers se levantó de un salto de su silla y palmeó al recién llegado en
la espalda.
—¡Ray! —exclamó—. Condenada sea mi alma. ¿Cómo llegaste?
—En diligencia —fue la respuesta—. Es como acostumbro a viajar.
—¿Por qué no avisaste que venías? —repuso Biggers, ignorando el
chiste—. Paul está de viaje, juntando fondos. ¿Cuánto tiempo te quedarás en la
ciudad?
—Tengo buenas noticias que darte. El hijo pródigo vuelve al hogar, para
quedarse.
—¿Hablas en serio? —dijo Biggers—. ¿Y el negocio de las locaciones?
—Lo vendí, activo, pasivo, y llave. Se me presentó la oportunidad de
transferirlo con una buena ganancia, y la aproveché. No ofrece mucho campo
para un hombre de imaginación alquilar y subalquilar casas y departamentos. Un
año de eso fue suficiente para mí.
—¿Y ahora qué planes tienes?
—Aportar mi colaboración al negocio de ustedes. Cuando Paul estuvo en
St. Louis, el mes pasado, me dijo que pensaba convertir esta organización en un
negocio vitalicio. A juzgar por los informes que tengo, se va a transformar en
algo bueno y creo que me vendría muy bien. ¿Te parece que habría lugar para
otro genio más?
—Pero es claro que sí, Ray. A Paul le gustará mucho que estés con
nosotros. Y podrías empezar en seguida, conociendo al personal. Este es Pete
Robbins, de Publicidad. Pete, te presento a Ray Saunders.
—¡Ah, publicidad! —dijo Saunders. sacudiéndome el brazo—; pues
recuerde: no me importa lo que diga de mí, con tal que escriba mi nombre
correctamente.
Saunders era un hombre bajo, delgado, de unos cincuenta años. Su
aspecto habría sido completamente indistinto de no ser por un parche negro que
llevaba sobre el ojo izquierdo y que le confería a la cara un cierto aspecto de
pirata. El ojo que le quedaba relucía jovialmente cuando formalicé la
presentación, y el visitante produjo una serie al parecer interminable de
chistes, hasta que saludé con un movimiento de cabeza y me retiré dejándolo
continuar con Biggers la charla.
—Si Chet sigue afligido por la falta de sitio para trabajar —me gritó
Biggers antes de salir—, ustedes podrían usar la sala de sesiones, en las
oficinas de Stetson, hasta que él regrese. Esta mañana hice instalar la mesa y
las sillas.
—Se lo diré a Whipple, aunque yo por mi parte no tengo inconveniente
en esperar hasta que pueda disponer de mi propio escritorio.
Regresé al departamento de publicidad y encontré a Whipple en
compañía de su nueva secretaria. Sheila Toomey, armando un complicado
fichero. Habían desocupado uno de los escritorios, y parecían trabajar muy
cómodamente, aunque en espacio reducido.
—Vamos a estructurar un archivo que llegará a ser la fuente de
información más autorizada en todo el país para todas las fases del servicio
doméstico —declaró pomposamente Whipple—. Dígale a Biggers que ordene la
compra de una colección de libros para recortes, para clasificar todos los
recortes de diarios y revistas sobre la SUDS que comenzarán a llover cuando
pongamos en marcha nuestro programa publicitario. Biggers tenía que
proveerme, además, de otra dactilógrafa, pero creo que me harán falta dos
más. Sin embargo, me parece que no tiene objeto traer a nadie más, mientras no
haya lugar donde ponerlas a trabajar. La otra habitación está en peor estado
que esta.
Le transmití la sugestión de Biggers de usar la sala de reuniones, pero
Whipple decidió continuar allí donde estaba.
—Pero ya que usted encontró sitio para trabajar —añadió—, sería
buena idea preparar una lista de temas para artículos de revistas, y
armonizarlos con las revistas a las cuales cada uno de ellos pueda ser enviado.
Tenemos que estar preparados para empezar la semana próxima.
Me armé por lo tanto de unos lápices y un manojo de papel y salí al
corredor. En la sala de reuniones encontré a Bertha Harding sentada junto a la
mesa del directorio y examinando unos papeles. Ya me habían presentado el día
anterior a la fundadora de la Agencia Informativa. Era una mujer alta, delgada,
de unos cuarenta años, que estrechaba la mano con energía y tenía una
conversación rápida y cortante. Alzó la vista cuando entré.
—Perdón —dije yo—. El señor Biggers me dijo que esta habitación
estaba desocupada. ¿Le molestará que me siente aquí?
—De ningún modo —respondió vivamente—. Si usted se sienta en el
otro extremo de la mesa y escribe silenciosamente, no veo la razón para que no
podamos hacer los dos nuestro trabajo.
—Gracias —dije y me senté, tratando de no hacer crujir mis papeles.
Durante el resto del día, elucubré una serie de títulos sobre temas
domésticos que combinarían con la modalidad editorial del Ladies' Home
Journal, el Woman's Home Companion y el Good Housekeeping. Tracé algunas
interpretaciones sofisticadas de las normas de la SUDS para Vogue y Harper's
Bazaar, algunas ideas sugerentes para el American y This Week, algunas
gráficas exposiciones para Life y Look, unos enfoques satíricos para Esquire y
The New Yorker, unos análisis económicos serios para Fortune y el Saturday
Evening Post. Había pensado también un par de artículos para Nation y New
Republic, pero luego los borré de la lista.
A la mañana siguiente volví a la sala de sesiones. La Harding me dio los
buenos días con amabilidad pero con un tono de punto final que excluía toda
posibilidad de discutir el tiempo o los titulares de los diarios, y ambos nos
dedicamos silenciosamente a nuestras respectivas labores. Yo me estaba
ocupando de los periódicos mercantiles, delineando la relación, muy traída de los
cabellos, existente entre el servicio doméstico y medio centenar de industrias,
cuando se abrió la puerta de nuevo.
—Muy buenos días, muy buenos días —saludó Ray Saunders. Su único
ojo viajó desde la figura de Bertha Harding hasta la mía—. ¿Quién de ustedes
comió ajo? Están separados por una mesa bastante larga. Suerte que estoy yo
aquí, para llevar y traer mensajes.
Se sentó muy contento más o menos en el centro de la mesa.
—El señor Robbins y yo estamos aquí para trabajar, no para charlar —
le dijo la señorita Harding con firmeza—. Yo tengo que preparar mi boletín
mensual, y él creo que debe estar haciendo algo igualmente importante.
—Las ruedas del trabajo —aplaudió Saunders—, tienen que seguir
girando. El trabajo me encanta. Podría estar mirándolos trabajar durante horas
y horas. Sigan no más. No se ocupen de mí.
Hubo silencio durante unos tres minutos.
—Paul está por volver —dijo Saunders—. Me va a dar un alegrón ver de
nuevo a ese viejo bala perdida. Y qué sorpresa se va a llevar cuando sepa que ya
empecé a trabajar en su Sociedad.
Otros dos minutos de quietud.
—Es el mejor amigo que nadie haya tenido jamás: Paul Stetson —dijo
Saunders—. Capaz de sacarse la camisa para dármela. Nos criamos juntos,
¿sabían? Allá, en un pueblito de Nebraska. Todo el pueblo era prácticamente del
padre de Paul. Era dueño del Banco y de la mayor parte de las propiedades.
Hasta tenía hipotecada la granja de mis padres. Paul nació con una cuchara de
plata en la boca, decididamente. En cuanto a mi, no tenía más que una palita de
hierro. Pero así y todo alcancé la misma altura que Paul.
No hicimos ningún comentario, ni la Harding ni yo.
Esta vez Saunders guardó silencio durante un solo minuto.
—Me imagino que ustedes se preguntarán cómo es que somos tan
intimas Paul y yo. Es una historia curiosa, por cierto. Nunca tuvimos mucha
amistad hasta que llegamos al octavo grado. Teníamos una maestra llamada
señorita Colliday. Y Paul no la podía soportar. Nunca supe por qué. No era peor
que algunas otras. Pero lo trataba siempre con dureza, diciéndole que todas las
cosas debían hacerse como ella quería, y acabó por irritarlo. Paul está habituado
a hacer las cosas a su gusto sin más censura. Si la maestra le ordenaba que
repitieran un trabajo escrito porque había puesto el nombre al principio en
lugar de ponerlo al final, lo veíamos cerrar los puños al costado del cuerpo y
juntar los labios como si tuviera los dientes apretados y estuviese conteniendo
la respiración. Había algo en la manera de hablar de la maestra que lo hacía ver
todo rojo.
Bertha Harding dejó el lápiz sobre la mesa, como admitiendo de mala
gana que era imposible trabajar allí donde se hallase Ray Saunders.
—La gran explosión se produjo poco antes de la fiesta de fin de curso
—continuó Ray—. La clase había elegido a Paul para que hablara en nombre del
grado y la señorita Colliday se puso realmente insufrible por esa razón. De pie
junto a mi banco (yo era de baja estatura, y me sentaba en la primera fila)
comenzó a decir con su voz aguda e imperiosa que el discurso debía ser
pronunciado por el mejor alumno, y que Paul distaba mucho de estar a la cabeza
de la clase. Recuerdo que habló del error en que incurría la escuela al permitir
que los chicos eligiesen al orador de la clase, y que si se hubiesen hecho las
cosas como ella decía, la elección habría sido muy distinta. Y un montón de cosas
por el estilo.
—Eso lo habrá puesto bastante furioso —cooperé yo.
—Paul estaba al fondo del aula —explicó Ray—, de modo que no lo pude
ver. Pero los compañeros que estaban a su lado contaban después que parecía
tener la cara hinchada y a punto de estallar. Se puso mortalmente pálido. Tenía
en el banco un pisapapeles de bronce, con la forma de un sapo, y mientras la
maestra hablaba tenía la mano fuertemente apretada sobre él. De pronto alzó
el brazo, lo echó hacia atrás y lanzó el pisapapeles contra la maestra con todas
sus fuerzas.
—¡Santo cielo! —tartamudeó la señorita Harding—. ¿Le pegó?
—No —contestó Ray—. Fue muy bajo. Alguien gritó en el mismo
instante y yo me volví. La rana me dio directamente en el ojo.
—Y así fue, entonces, como usted...
—Sí —dijo Ray alegremente—, así es como perdí el ojo. La madre de
Paul me llevó incluso a Chicago a que me viera un especialista, pero los huesos
que rodean la órbita estaban demasiado quebrados para que pudieran
adaptarme un ojo de vidrio. Volví a casa con este parche, y lo he estado usando
desde entonces.
—El señor Stetson debe tener muy mal genio —sugirió la Harding.
—Lejos de eso —dijo Ray—. Nunca lo he visto enojado con nadie más ni
antes ni después de ese episodio. Me imagino que el accidente lo habrá vuelto
muy cuidadoso. Actualmente se le podría echar sobre la cabeza una tonelada de
ladrillos sin irritarlo lo mas mínimo.
—Me alegro de saberlo —dijo Bertha, sonriendo y manoseando un
pisapapeles de vidrio que habla en la mesa delante de ella—. De lo contrario
seria prudente retirar todos los proyectiles como éste antes de las reuniones.
Las conferencias de negocios suelen crear a veces mucha fricción.
Saunders rió de la broma y retornó a su autobiografía.
—Después de eso —explicó comprensivamente—, era poco todo lo que
los Stetson hacían por mí. Nos criaron a Paul y a mí como a hermanos, y como
hermanos nos hemos considerado desde entonces. Fuimos juntos a una escuela
militar preparatoria y lo hicimos todo juntos. Cuando nombraron a Paul capitán
del equipo de baseball, a mí me eligieron director de los animadores. Los padres
de Paul había proyectado siempre enviarlo a West Point, pero yo pude ingresar.
Fuimos, entonces, los dos a la Universidad.
Ray recordó con placer especial la época universitaria. Se inscribieron
en los mismos cursos y se asociaron a la misma fraternidad. Hacían sus citas
amorosas por partida doble. Si el éxito de Ray con las condiscípulas se veía
obstaculizado por el parche negro, él lo equilibraba poseyendo el guardarropa
más llamativo de todo el colegio y una mano liberal para gastar.
—Tendrían que haber visto el Ford de segunda mano que nos compraron
los Stetson —dijo riendo a carcajadas ante el recuerdo—. Yo lo llené de
caricaturas y leyendas. Frases como: El programa más veloz de Nebraska, y
Quedan invitados a nuestra próxima explosión. Todos acostumbraban a aullar
cuando pasábamos.
—Debía ser muy gracioso —concedí.
—Paul se hizo famoso jugando al fútbol —explicó Ray—, por eso en
cuanto se recibió le ofrecieron un empleo en Wall Street. Yo decidí que la gran
ciudad era el sitio que me convenía a mí también, y Stetson padre me consiguió
trabajo en la Compañía Telefónica. Claro que para eso tuvo que pedir varias
comunicaciones de larga distancia.
Hay nos miró alternativamente a Bertha y a mi para asegurarse de que
habíamos pescado el juego de palabras.
—Nos dimos la gran vida en Nueva York —continuo—. Tomamos un
departamento en Riverside Drive y lo pasamos de parranda corrida. Cada vez
que Paul cambiaba de empleo encontraba un lugar para mí también, y seguimos
siempre juntos.
Cuando estalló la guerra, Paul fue nombrado teniente segundo. Su amigo
fue exceptuado del servicio a causa de su ojo. Poco después de que Stetson
partiera para el cuartel, el desagrado de Ray por el empleo que tenía en aquel
momento se agudizó y volvió a Nebraska para trabajar en el Banco de Stetson.
No estaba muy satisfecho con la vida que llevaba allí y al poco tiempo se fue a la
costa oeste.
Paul no fue enviado al frente, pero poco antes del armisticio lo
ascendieron a capitán. Volvió a Nueva York, contrajo enlace con la hija de un
cirujano de Park Avenue, y reanudó su interrumpida carrera. Al primero de los
dos hijos que tuvo la pareja le pusieron de nombre Ray. Por razones de negocios,
Stetson viajó a Seattle en la primavera de 1920, y Ray se trasladó de California
del sur hasta allí para encontrarse con él. Paul tuvo poca dificultad en persuadir
a Saunders de que abandonara sus conexiones en Los Angeles y se ocupara de
representar los intereses de Paul en el oeste.
—Desde entonces hemos trabajado casi siempre en doble arnés —
concluyó Ray—. Paul hizo mucho por mí. Cualquier cosa que me hiciera falta, Paul
me lo daba aun antes de que se lo pidiera.
—Es lo menos que podía hacer —dijo Bertha Harding con decisión—.
Nunca podrá pagarle todo lo que le debe.
—¿Se refiere a esto? —dijo Ray, tocándose el parche negro
alegremente—. Yo no lo considero a Paul responsable por esto. No era más que
un chico y no sabía lo que hacía. Un accidente como este le puede pasar a
cualquiera.
—De todas maneras, ha sido un obstáculo importante para usted —
indicó ella—. El señor Stetson, naturalmente, comprende que debe compensarlo
por eso.
—¿Obstáculo? —Saunders rechazó la palabra con un movimiento de
mano—. ¿Qué ve usted con los dos ojos que yo no vea con uno solo? Dígame eso.
La única ocasión en que constituye un obstáculo, es cuando quiero hacerle una
guiñada a una linda chica. Pero yo me arreglo: silbo.
Con eso concluyó la conversación en la sala de sesiones. Más adelante
supe algo más, por boca de George Biggers, de los negocios particulares de Ray.
—Ray es un buen muchacho —dijo Biggers—, pero no tiene más sentido
comercial que una criatura. De tanto en tanto se le ocurre una gran idea y está
seguro de que va a ser un rotundo buen éxito. Y cada vez resulta lo mismo que
esa agencia de locaciones de St. Louis. Sus empresas aguantan hasta que se
gasta el capital que Paul le suministra. Entonces resuelve que es un campo muy
estrecho para su particular talento y regresa para trabajar en cualquier
proyecto que tenga Paul en preparación.
Ray aceptaba siempre sus fracasos con el mejor humor. Más aún, a
menudo hacía desternillar de risa a sus amigos y compañeros de trabajo con el
relato jocoso de sus desventuras en el ámbito de los negocios.
Afortunadamente, estaba siempre seguro de la cálida bienvenida que le
dispensaría su viejo amigo. Stetson no parecía resentirse nunca por el continuo
drenaje de sus recursos. Siempre se alegraba de recibirlo y de incorporarlo en
seguida al círculo interior de su organización.

4
Los carteles "Pintura fresca" habían desaparecido hacía tiempo cuando
Bertha y yo fuimos desalojados de la sala de reuniones por el regreso de Paul
Stetson. Nuestro primitivo retiro silencioso se convirtió al momento en una
activa colmena, al mantener Stetson innumerables conferencias con todo su
personal, individual y colectivamente. El viaje de tres semanas de Stetson le
había permitido, a él y a su secretaria Arme Coleman, no solamente escapar a
los trastornos de la reconstrucción, sino también echarle la red a dos nuevos
miembros ejecutivos para la entidad: Hunter Willoughby, de Boston, y Carl
Doherty, de Chicago.
Pocos días después del retorno de Stetson, salió Whipple muy excitado
de una sesión del directorio.
—¡Está todo listo para empezar, Pete! —exclamó—. La SUDS ya está
oficialmente constituida. Hemos elegido la comisión directiva y aprobamos los
estatutos. Ahora tenemos que comunicárselo al mundo entero.
Nos dispusimos a la tarea de informar al universo, mediante un
comunicado de prensa que se enviaría a tres mil diarios y revistas. Mientras en
la sala de envíos postales hacían pasar los sobres por la máquina impresora de
direcciones, yo me puse a redactar la noticia de la elección.
—Hunter Willoughby es ahora Presidente de la SUDS. Aquí están todos
sus datos biográficos. —Whipple me entregó una hoja de papel cubierta de
fechas y títulos—. Es un hombre muy importante, hágale una buena crónica.
Recorrí con la vista los hechos salientes de la vida de Willoughby. Era
al parecer, síndico o director vitalicio en una larga lista de entidades sociales,
mutuales o del beneficencia.
—¡No hizo otra cosa en su vida más que integrar comisiones directivas?
—pregunté.
—El señor Willoughby pertenece a una de las familias más importantes
de Massachusetts —dijo severamente Whipple—. Es un gran filántropo y ha
consagrado su vida a la ayuda del prójimo. El hecho de que un hombre como éste
se interese por la SUDS es una garantía de que estamos en la buena senda en
nuestros esfuerzos por mejorar las condiciones de vida de un importante sector
de nuestra población. Dedíquele unos cuantos párrafos en la información.
Después está Bertha Harding. Fue elegida secretaria. Usted sabe de ella lo
suficiente como para redactar un par de párrafos. Recalque su conexión con la
antigua "Agencia de las Amas de Casa" y el hecho de que es escritora.
—¿Y los miembros restantes?
—Frank Johnson es vicepresidente. Y George Biggers tesorero. No hay
mucho que decir sobre ellos. Ponga solamente los nombres. Y haga referencia a
que Johnson es egresado de Yale. Dele mayor extensión a Willoughby y a la
Harding. Y no se olvide de concluir la nota citando la opinión del Jefe sobre la
magnífica obra que está llamada a realizar la SUDS.
Whipple tenía que hacer en la imprenta; se fue, dejándome el encargo
de empollar la información. Ya había llegado al último párrafo y estaba
ejercitando mi imaginación sobre las frases que podía haber dicho Stetson
refiriéndose a la SUDS, cuando Sheila hizo entrar a una visita en mi cubículo.
—Este es el ayudante del señor Whipple, señorita Coleman —anunció—.
Probablemente le podrá dar la información que usted desea, en ausencia del
señor Whipple.
La secretaria de Stetson de seguro había sido una verdadera belleza a
los dieciocho años, entre quince y veinte años atrás; seguía siendo una mujer
impresionante, aunque su cabello rojo daba la impresión de recurrir al frasco de
gualda, y sus curvas comenzaban a desbordar un poco. Tenía el rostro encendido
y parecía excitada.
—¿Han enviado algo a los diarios sobre la elección de la comisión
directiva? —preguntó.
Le expliqué que se estaba preparando un comunicado y que saldría por
la tarde.
—Tendrán que suspenderlo por un ratito —me dijo—. Creo que se van a
introducir algunos cambios. Dígale al señor Whipple que le avisaremos no bien el
señor Stetson lo resuelva.
—¿Qué pasa, Sheila? —Pregunté, apenas se hubo cerrado la puerta
detrás de la señorita Coleman—. ¿Abdicó Willoughby?
No pudo decirme otra cosa sino que, en su opinión, mientras no
tuviéramos más noticias, no tenía objeto de que siguiera haciendo copias de los
datos biográficos de Willoughby que Whipple le había dejado. Estuve de
acuerdo con ella en que seria una pérdida de tiempo y le sugerí que, en cambio.
pasara a máquina la lista de sugestiones para artículos que yo había compilado.
Fue así como descubrí que había dejado varias hojas de papel en la sala de
reuniones. Fui al instante a recuperarlas.
La mesa del directorio estaba totalmente cubierta de anotadores y
papeles sueltos de todas formas y tamaños. Como mis papeles no estaban a la
vista me puse a revolver las hojas desparramadas en su busca. La puerta que
comunicaba aquella sala con la oficina de Stetson estaba cerrada, pero no era a
prueba de ruidos y alcancé a oír las voces del Jefe y de su secretaria. Percibí
algunas frases que despertaron mi interés. Como tenía curiosidad por conocer
los cambios que se contemplaban en la composición de la comisión directiva, me
acerqué a la puerta para escuchar.
—La comisión directiva ya está integrada —decía Stetson—. Es tarde
para hacer cambios.
—No, no es tarde. —La voz de Anne Coleman era baja pero enérgica—.
No tienes más que anunciar una sustitución. Yo le dije al joven de la oficina de
Whipple que suspendiera el comunicado de prensa hasta tu nuevo aviso.
—Es ridículo. Yo distribuí los cargos. Y estoy satisfecho con la
distribución.
—Bueno, pues yo no. Y no lo estaré hasta que no saques a Bertha
Harding.
—Pero, por favor, Anne, sé razonable.
—Creo que soy demasiado razonable. Y hasta te daré una alternativa.
Si no quieres borrar su nombre de la lista, pon el mío también.
—No comprendo por qué estás en contra de la señorita Harding. Hace
apenas unos meses que la conoces, y tampoco la has tratado mucho durante ese
tiempo. ¿Qué te hizo, que te disgusta tanto?
—Me bastan tres días para ver lo superior que ella se cree —respondió
Anne con los dientes apretados—. Para ver cómo me mira por encima de la nariz.
Se comporta como si fuera mucho mejor que yo. Con sus libros y sus revistas y
sus Amas de Casa. Cuando no tenía más que una miserable agencia de migajas, se
conducía como si fuera la señora Dios. Ahora la vamos a convertir en algo que
valga la pena, y ella probablemente querrá adjudicarse todo el mérito. Yo no voy
a tolerar que ande por aquí pavoneándose como dirigente, mientras yo no soy
más que una dactilógrafa auxiliar.
—Tú exageras la situación, Anne. Bertha Harding es una mujer sensata
y tranquila, sin ninguna importancia. No creo que se sienta muy glorificada por
ser secretaria de la SUDS. Aguarda —siguió diciendo, aparentemente para
prevenir una interrupción—. De todos modos, yo no puedo hacer nada. Cuando
me hice cargo de la Agencia convinimos con la Harding en que sería miembro de
la comisión directiva en la nueva organización. En retribución, ella aporta su
nombre, su lista de direcciones y su experiencia. Te guste o no, debes admitir
que ella sabe más de este negocio que nosotros.
—Sabrá mucho de recetas y de escobas —dijo desdeñosamente la
Coleman—, pero yo sé mucho más que ella sobre organización y manejo de una
sociedad. Si sus conocimientos le confieren autoridad para ser miembro
dirigente, también me la confieren a mí los míos.
—No vamos a discutir los méritos relativos, tuyos y de ella. El hecho es
que ella debe estar en la comisión. Dame un poco de tiempo y voy a inventar
algún título sonoro para ti.
—Eso no me pondrá a la par de ella —insistió Anne—. Si no soy
suficientemente valiosa para integrar la comisión, entonces mis valores son muy
escasos para que me consideres digna de quedarme aquí.
—Ahora te portas como una criatura —dijo Stetson impaciente—. Esta
organización es la empresa más importante de que me haya hecho cargo en toda
mi vida y tú sabes que sin tu ayuda estoy perdido. Tú eres mi fichero personal,
mi libro de citas ambulante, mi calendario privado y mi guía telefónica.
—Sí —replicó ella—, todo lo que es vulgar y servil.
—No es cierto. Tú sabes cuánto aprecio tus consejos. Estuviste
conmigo en tantas empresas que confío en tu juicio tanto como en el mío, en
cualquier aspecto de las actividades:
—Entonces me corresponde ser miembro de la comisión —presionó ella.
—Supongo que te corresponderá ser presidenta —dijo él en tono
zumbón.
—¿Por qué no? —retrucó ella—. Lo haría mejor que Hunter Willoughby.
—Hunter Willoughby no va a hacer nada —explicó Stetson—, salvo
pronunciar discursos y presentarse en público. El hombre está convencido de
que la SUDS tiene un noble propósito y que su presidencia le va a conquistar
prestigio y popularidad. Tal vez quiera presentar su candidatura para legislador.
De todos modos, toda la vida estuvo dedicado a actividades filantrópicas sin
llegar más allá de una tercera vicepresidencia no se le puede reprochar por
querer alcanzar la cima una vez siquiera. Desde el momento que él y sus amigos
han puesto la mayor parte del dinero para sostener la SUDS, lo menos que
podemos hacer es satisfacer su ambición. Ya ves, pues, que no tiene objeto
discutirlo. Willoughby tiene que ser presidente. Bertha Harding tiene que ser
secretaria. Todos los cargos están llenados.
—No están llenados —contradíjole ella—. Hay un tesorero y un
vicepresidente. Yo puedo ser una de las dos cosas.
—George y Frank hace mucho tiempo que trabajan conmigo. Son aptos
y prácticos. Quiero que tengan autoridad.
—Yo estoy trabajando contigo desde hace dieciséis años —arguyó la
mujer—. O sea seis años más que George Biggers y más del doble que Frank
Johnson. Acabas de decirme que yo era importante para la organización. Si eso
es cierto, yo tengo tanto derecho como George y Frank para ser miembro de la
comisión.
—Tú sabes que George actuó como tesorero en todas las
organizaciones que he manejado durante los últimos diez años —recordóle él—.
No se trata de un cargo que pueda pasarse de mano en mano como un pedazo de
torta. Tiene determinadas funciones que exigen capacidad especial; y George la
posee. Si su nombre ha de figurar en cheques y documentos legales, es preciso
que vaya acompañado por el título correspondiente.
—Muy bien, entonces seré vicepresidenta.
—Trata de emplear un poco de sentido común —instó Stetson—. Vamos
a dar a publicidad la constitución de la comisión directiva. ¿Cómo
justificaríamos tu elección de vicepresidenta? ¿Qué condiciones reúnes tú para
ocupar ese puesto?
—¿Qué condiciones reúne Frank Johnson? —replicó ella.
—Eso es diferente. Nadie discute el derecho de un hombre. La gente
da por descontado que tiene condiciones. Pero para designar a una mujer hay
que ofrecer sólidas razones. En el caso de Bertha Harding, las razones son
obvias. Ella es conocida como experta en la materia. Pero no puedo sacar a
Johnson y ponerte a ti, sin dar alguna explicación.
—Tú no tienes que darle explicaciones a nadie. Esto lo manejas tú.
—No es cuestión de darle satisfacción a la gente que trabaja aquí, ni
siquiera a los que ponen el dinero —aclaró Stetson—. Esta vez tenemos que
enfrentar al público. Es importante impresionarlo con la dignidad y estabilidad
de la organización. Podemos presentar a Willoughby como un prominente
ciudadano, oriundo de Nueva Inglaterra, y defensor de los humildes. Podemos
destacar a la Harding como autoridad en problemas femeninos. Frank es
abogado y George es un hombre de negocios. Con esto la comisión adquiere su
equilibrio apropiado.
—Estaría mejor equilibrada con otra mujer más —declaró la Coleman—.
¿Te olvidas que es una organización de mujeres?
—En eso tienes razón —concedió el jefe—, pero este sigue siendo un
mundo masculino, y las mismas mujeres tienen más confianza en una entidad
dirigida por hombres. Tenemos una mujer para presentar el punto de vista
femenino. Es importante que su presencia esté bien compensada con hombres
para demostrar que la organización ha de ser conducida sobre bases firmes y
serias.
—Entonces elimina a la Harding y hazlo completamente serio —espetó
ella.
—Ya hemos considerado eso —respondió él—, y tú sabes que es
imposible.
—Podrías hacerlo si quisieras —insistió ella—. Si te importaran algo mis
sentimientos, nunca hubieras puesto a esa mujer en una posición desde la cual
me pueda menospreciar y dar órdenes. Si no te importa, ¿por qué no tienes la
honestidad de decirlo? ¡Oh, ya sé que he dejado de ser joven y estoy perdiendo
mis atractivos! Lo he dado todo por ti; tú has sido el centro de mi vida durante
dieciséis años. Pero no espero que esto pese mucho en la balanza. Si estás
cansado de mí, no tienes más que decírmelo y dejaré de molestarte de una vez
por todas.
—Por lo que más quieras, Anne; no sé que te pasa últimamente —dijo
Stetson fatigado—. Cada vez que no puedes salirte con la tuya en cualquier
asunto de poca monta, me haces la misma escena. Tú sabes que tu felicidad
significa mucho para mí. Quisiera verte satisfecha con la forma en que se hacen
las cosas. Pero no comprendo por qué tienes que sacar a relucir nuestras
relaciones personales en una discusión puramente profesional. Yo no puedo
acomodar totalmente mis negocios a tu gusto. No puedo trastornar toda mi
organización sólo porque tú tienes un antojo insensato en contra de Berta
Harding.
—Llámalo un antojo insensato si quieres —chilló ella—, pero para mí lo
es todo. Nómbrala secretaria, si quieres. Nómbrala; yo no puedo impedírtelo.
Pero no me voy a quedar aquí, para que ella me mande. No podría aguantar el
saber que mis pensamientos y mis sentimientos tienen tan poco valor para ti.
Antes me mataría.
—¡Oh, Dios; mío! —exclamó él—. Empezamos otra vez.
—Tu no me crees capaz de hacerlo —lo desafió Anne—; o quizás estas
deseando que lo haga. Tal vez sea ése tu propósito... humillarme hasta que no
pueda resistir más. Así no tendrás que preocuparte por mis sentimientos. Así no
tendrás que incomodarte por estas escenas que encuentras tan cansadoras y de
mal gusto.
—Estás diciendo tonterías, Anne, y tú lo sabes. No hay motivo para
sufrir un ataque de nervios por una simple cuestión de negocios. Tú te has
hecho deliberadamente la convicción de que ser secretaria de la SUDS es poco
menos que ser la reina de Saba. ¿No puedes hacerte entrar en la cabeza de que
el cargo de secretaria no le dará a Bertha Harding ninguna importancia? Una
secretaria lleva las actas. Envía notas. Puedes ver tú misma en los Estatutos de
Frank que las funciones de un secretario en una asociación son de mera rutina.
Te lo mostraré. ¿Dónde está el ejemplar de los Estatutos que dejó Frank?
Por suerte yo había anticipado su entrada en la sala de reuniones a
tiempo para volver a la mesa y ponerme a revolver los papeles.
—Hola —dijo Stetson—. ¿Usted trabaja aquí?
Aquella fue mi presentación ante el hombre que Whipple llamaba "el
Jefe". Aun en medio de mi confusión, me sentí impresionado. Tendría un metro
ochenta y cinco de estatura y parecía uno de esos "hombres de distinción" de
los anuncios de Calvert. Su altura estaba bien equilibrada por un robusto cuerpo
de anchos hombros. Su cabello negro, rostro sin arrugas y atlética figura
contradecían los datos que daban el año 1887 como fecha de su nacimiento.
—Estoy en el departamento de publicidad —expliqué—. Busco unos
papeles que dejé aquí la semana pasada.
—Usted debe ser Robbins. Whipple me dijo que ¡e está desempeñando
muy bien. —Me tendió la mano, y casi pegué un salto al recibir su apretón—. Yo
soy Stetson, Y espero obtener de usted una importante ayuda en la tarea de
poner en marcha esta empresa. Tengo una gran fe en el poder de la publicidad.
Le dije que podía contar con el departamento de publicidad y me
preguntó si había visto un ejemplar de los Estatutos. Lo encontramos en el otro
extremo de la mesa, y afortunadamente debajo de él estaban mis papeles. Los
recogí y me fui apresuradamente.
Cuando regresé a mi oficina encontré a Whipple hecho un manojo de
nervios por la suspensión del comunicado de prensa. Aguardamos una media
hora, y luego Whipple fue llamado por Stetson, para decirle que a la mañana
siguiente habría una reunión plenaria. Añadió que postergara la nota de la
prensa hasta después de la reunión.
La conferencia del día siguiente fue breve. Whipple volvió radiante,
sonriendo de oreja a oreja y sacudiendo triunfalmente una hoja de papel.
—Todo marcha magníficamente —exclamó lleno de regocijo—.
Magníficamente. Yo sabía que el Jefe tenía, el concepto exacto de la publicidad
como alma de todo el programa. Por eso suspendió ayer el comunicado. Quería
encontrar la manera de acordarle al departamento de publicidad la calidad de
una rama importante dentro de la organización. Y le prevengo: yo no le dije una
sola palabra al respecto. Yo sabía que, tarde o temprano, comprendería que
debo ser dirigente de la SUDS. Ahora, hijo mío, soy vicepresidente. Así es:
vicepresidente.
—Lo felicito —dije—. ¿Emitimos ahora un comunicado de prensa?
—Sin duda alguna. —Se alisó las puntas del bigote satisfecho de si
mismo—. Hay algunos otros agregados en la comisión. Como dice el Jefe, no hay
como unos cuantos vicepresidentes más para darle solidaridad a una asociación.
Me entregó un papel. Tenía la siguiente lista:

Presidente: Hunter Willoughby


Vicepresidentes: Frank Johnson
Chester Whipple
Anne Coleman
Carl Doherty
Ray Saunders
Secretaría: Bertha Harding
Tesorero: George Biggers.

La redacción de una nota informativa sobre esta lista de nombres, fue


una tarea insulsa. Todos ellos se me antojaban desprovistos de interés. La
hubiera encontrado más estimulante si hubiese podido prever que algún día
entregaría esa misma lista, con dos nombres más, a un grupo de infantes de
marina para que eligieran el nombre de la persona, hombre o mujer, más apta
para ser asesinada.

5
Chester Whipple era un chismoso. Es ingrato decirlo de un hombre,
pero en el caso de él es inevitable. Durante el primer mes, más o menos, de mi
estada en la SUDS, me dio la impresión de ser sumamente majadero. Se tomaba
a sí mismo y a su trabajo muy seriamente. No fumaba y no bebía. Saunders solía
arrancarle una carcajada a su auditorio, diciendo de tanto en tanto que "Chet no
tenía vicios menores".
Cuando lo conocí mejor, descubrí que era un severo moralista. Casi
todos sus asociados caían bajo la losa de su reprobación. Parecía convencido de
que el resto del mundo vivía en pecado. Sería, quizá, por la creencia envidiosa de
que todos los demás gozaban de una vida feliz y bullanguera mientras él
recorría el insípido sendero de la virtud en compañía de su descolorida esposa.
O un sentimiento de superioridad producido por su concepto de que todos
estaban moralmente descarriados menos él. Pero finalmente llegué a concluir
que encontraba una satisfacción sustitutiva desmenuzando las trasgresiones de
los demás y justificaba sus murmuraciones solamente encubriéndolas bajo el
tono de la probidad y el celo del reformista.
Comenzaba el día leyendo de pe a pa el diario más escandaloso de
Wáshington, del que luego relataba detalladamente los bocados más jugosos,
completándolos con su propia interpretación y la condenación de los
protagonistas. Ardoroso fanático del cine, estaba siempre al día en cuanto a los
matrimonios de Hollywood, sus divorcios y sus concubinatos extralegales.
Después de una de las típicas arengas de Whipple sobre la inmoralidad de las
estrellas de la pantalla, Ray Saunders robusteció su posición como gracioso,
explicando que "Chet escribía cinema con s". 2
Al principio me pareció que la pasión de Whipple por divulgar los
deslices morales se vería dolorosamente frustrada por su confinamiento en una
atmósfera de respetabilidad tan impoluta como la Sociedad para la Elevación
del Servicio Doméstico. Me imaginaba que el escándalo conocido a la distancia
por su lectura en los diarios, no debía producir tanto placer como un escándalo
de primera mano. Pensé que era una desgracia para él no estar aliado con un
grupo de gente adicta al libre pensamiento y al amor libre. Sin embargo,
después de estar en la sociedad varios meses, Chester comenzó a acordarme su
confianza y descubrí que la SUDS era, en su opinión, una verdadera guarida de
iniquidad.
Uno de los principales motivos de sus acusaciones eran las reuniones de
bolos de la SUDS. Unos cuantos entusiastas del juego comenzaron a practicarlo
en 1940, en una cancha vecina, y gradualmente las partidas de bolos se
convirtieron en el programa regular de los viernes para la mayor parte de
nosotros. Al principio concluíamos la reunión comiendo sandwiches de picadillo
en un Hot Shoppe, pero más tarde se estableció la costumbre de trasladarnos
hasta el departamento de alguno de los participantes. Cada cual compraba algo,
pretzels, patatas a la inglesa, queso, etc., y Bertha suministraba la bebida de la
provisión que tenía la SUDS para las recepciones. Este arreglo era

2
Sin: pecado. (N. del T.)
universalmente satisfactorio, y para aquellos cuya conciencia requería una
justificación por divertirnos a expensas de la SUDS, habíamos creado la teoría
de que el propósito al que iban encaminados nuestros esfuerzos, era el de crear
un equipo de bolistas que pudiera competir con los de otras organizaciones de
Wáshington, con lo cual al mismo tiempo proporcionaríamos popularidad,
prestigio y publicidad a la SUDS. Cuando el equipo de campeones no pudo
materializarse, Bertha Harding, quien con Ray Saunders era el espíritu motor
de las fiestas, comenzó a subrayar la importancia de las reuniones periódicas
como creadoras del compañerismo entre los empleados y unificadoras de la
organización. Como las dependencias oficiales absorbían en Wáshington un
número cada vez mayor de los obreros de cuello blanco, aquél era un argumento
muy sólido.
Whipple, sin embargo, criticaba violentamente las reuniones y a todo el
grupo que participaba de ellas.
—Algún día —insinuó sombríamente— va a caer la policía en una de esas
orgías. No puede permitirse que continúe ese libertinaje.
—Usted tiene un concepto erróneo de las fiestas —le dije—. Venga
algún viernes y compruébelo por sí mismo.
Whipple no era de los que se echaban atrás en lo que él consideraba
sus responsabilidades morales y aceptó mi sugestión. Fue una noche a la cancha
de bolos y llevó a su esposa. La mujer se sentó silenciosamente en un banco,
mientras él probaba su mano con los bolos. Al cabo de media hora estaba sin
aliento, y con la transpiración chorreándole por los bigotes. Fue a reunirse con
su esposa detrás de la bolera. Yo alcancé a oír una parte de su conversación,
suficiente para saber que el matrimonio Whipple gozaba inmensamente con la
partida.
—Ese Biggers que me presentaste —oí que le decía la señora, cuando
fui a descansar un rato en un banco situado delante del de ellos—, ¿es el que tú
supones que tiene relaciones con la secretaria?
—Exactamente, querida —replicó Whipple—. La chica es aquélla, la del
sweater rojo.
—¡Ah, sí! —La mirada de la señora siguió la dirección del dedo de su
esposo, que señalaba a Mary Dalton—. Con sólo mirarla se ve que es...
—Precisamente —interrumpió Whipple con deleite—. Todo hombre que
tenga en su oficina una muchacha con ese aspecto... Bueno, no hay lugar a dudas
de que hay allí algo más de lo que parece a simple vista...
—Estoy segura que sí —convino ella—. ¿Supongo que todavía no habrás
averiguado nada concreto?
—No —reconoció él de mala gana—, salvo que anoche volvieron a
trabajar tarde. Es la tercera vez este mes que vuelven a la oficina después de
cenar.
—Y el señor Biggers es un hombre casado, además —dijo acongojada la
señora de Whipple—. No puedo menos que compadecerme de su pobre esposa.
¿Tú crees que sabrá algo?
Perdí la opinión de Whipple sobre este punto vital porque me tocó de
nuevo el turno. Cuando volví a estar cerca de ellos otra vez, Whipple le estaba
trazando a la mujer un cuadro verbal de la biblioteca de la SUDS.
—Porque el libro sobre técnicas de radio que yo necesitaba está en la
parte posterior del estante de los libros de derecho —concluyó—. Fue así como
los descubrí.
—¿Y tú crees de veras que estaban abrazados? —preguntó ella
ávidamente.
—Lo juraría sobre una pila de biblias. Por desgracia, tropecé con una
enciclopedia, y ellos me oyeron a tiempo para separarse precipitadamente antes
de que pasara el último estante. Les di la posibilidad de sacar un libraco y
pretender que lo estaban examinando cuando yo aparecí. La señorita Bartlett
murmuró algo de consultar una resolución de la Suprema Corte, pero claro que
no me engañaron ni por un minuto. Yo sabía que no se habían metido en aquel
rincón para leer.
—¿La señorita Bartlett está a cargo de la biblioteca?
—Sí. Y Johnson es abogado, así que ya ves, tienen la mar de
oportunidades para esos "rendez—vous." Frank Johnson siempre anda diciendo:
"Voy a consultar las reglamentaciones sobre este punto", o "Veré qué dice la ley
al respecto". Yo creía que eran características de la profesión, pero ahora
comprendo que eran excusas para ir a reunirse con la bibliotecaria. Fue para mí
una verdadera desilusión.
La señora de Whipple murmuró algunas palabras de condolencia por la
destrucción de la fe que su marido había tenido en la integridad del jurista de
la SUDS, y yo tuve que apartarme de nuevo para tirar las bolas. Durante el
resto de la partida no volví a estar al alcance de sus voces, pero de tanto en
tanto veía alzarse el índice de Whipple y señalar un empleado, una dactilógrafa
o un mensajero. Los ojos de la mujer relucían; las historias que Whipple llevara
en lo sucesivo a su casa, sobre el sexo desbocado en la SUDS, tendrían sin duda
mucha más realidad, ahora que la mujer podía identificar a sus protagonistas.
De la cancha de bolos nos fuimos al departamento de la Harding.
Después del extenuante ejercicio, estábamos todos hambrientos y sedientos, y
caímos llenos de alegría sobre los alimentos y las bebidas sin que nadie prestara
mucha atención a los esposos Whipple. Alguien apartó la alfombra y encendió la
radio, y salieron algunas parejas a bailar. Después de una vistosa rumba, George
Biggers y Mary Dalton volvieron a la mesa, para ser recibidos por el punzante
comentario de la señora de Whipple:
—Lástima que no haya podido venir su esposa esta noche.
—Sí. —Biggers, que se estaba sirviendo un sandwich, no acusó al
parecer la pulla—. Mi mujer no juega a los bolos.
—Es una gran desdicha —dijo la señora de Whipple. No prosperó el
tema en aquel momento, pero media hora más tarde, Mary Dalton, que para ese
entonces había bailado con casi todos los hombres presentes, fue a sentarse en
el sofá, junto a la mujer de Whipple.
—Estoy rota —dijo gozosa—. Bolos y baile es mucho para una sola
noche. Tiene su límite lo que puede hacer una chica, ¿no es verdad, señora?
—Me sorprende oírla decir eso, señorita Dalton —respondió fríamente
la señora de Whipple—. Tenía entendido que para usted no había límites.
—¿Qué quiere decir? —preguntó azorada Mary.
—Me temo que nuestras normas son demasiado distintas para que
podamos discutirlas. Por fortuna, mi esposo tiene normas iguales a las mías.
Casi todos los que estaban en la habitación dejaron de hablar para
escuchar la conversación. Las palabras de la mujer no tenían mucho sentido,
pero la expresión de su rostro y la forma en que recalcó los vocablos "mi
esposo" hacían clara su intención. George Biggers cruzó en dos trancos la
habitación acercándose a la silla de Whipple.
—¿Cuáles son sus normas, Chet? —preguntó—. ¿Me imagino que sabrá a
qué se refiere su esposa?
—No se refiere a nada. —Whipple trató de hundirse más en los
almohadones—. Usted sabe cómo hablan las mujeres.
—Yo sé cómo habla usted, Chet. —El tono de Biggers era frío como el
acero—. Todos los que están aquí conocen la clase de cuentos que salen de esos
flácidos labios suyos. ¿Qué estuvo diciendo de Mary?
—Nada. —Whipple se tironeó nervioso el bigote—. Absolutamente nada.
Yo creo que mi esposa interpretó mal...
—Está bien, dejémoslo pasar. Estamos en un país libre. Nadie puede
impedirle que invente mentiras y las lleve a su casa para excitar a su mujer.
Nadie puede impedirle que las desparrame por las oficinas. Nadie que tenga un
poco de sensatez las cree. Siga, pues. Diviértase. Pero algún día alguien le hará
tragarse los dientes. Y si yo no tengo el placer de ser ese alguien, espero estar
presente cuando suceda.
Ese altercado perturbó el humor festivo de la reunión, que no tardó en
darse por terminada. Cuando volvimos a encontrarnos en la oficina, Whipple se
felicitaba cordialmente por haber conservado la dignidad durante el ataque de
Biggers.
—Tuve la tentación de darle un puñetazo. —En el resguardo de su
oficina, Whipple se contoneaba como una paloma buchona—. Pero por suerte
recordé que había damas presentes y me contuve. Me di cuenta que George
había estado bebiendo y que me cabía a mí la responsabilidad de evitar una
desagradable reyerta. Estoy muy complacido de que ni aun una provocación
extrema como esa me haya hecho olvidar mi condición de caballero.
El interés de Whipple por preservar la paz era tan grande que en lo
sucesivo yo fui su principal oyente de los Escándalos de la SUDS. Rara vez
transcurría un día sin que tuviera algún informe sobre una nueva iniquidad o
sobre recientes acontecimientos de las viejas. Por último desarrollé un talento
especial para concentrarme en otras cosas mientras él desbarraba, intercalando
simplemente y a razonables intervalos un estremecido: ¿De veras? Era un
talento muy útil, ya que sus relatos, repetidos y sin base aparente, se habían
vuelto progresivamente desabridos.
En la SUDS nadie escapaba a sus habladurías, excepto Stetson. El
Jefe continuaba siendo objeto de su verbosa admiración. Desparramaba
extensas enumeraciones de los poderes de Stetson, de los cuales uno de los más
meritorios era su valoración de Chester Whipple. El Jefe no podía equivocarse.
El valor de la repetición quedó evidenciado por el hecho de que aunque las
locuaces alabanzas de Whipple eran generalmente descartadas como
adulaciones rastreras, el título que le daba a Stetson prendió y antes de mucho
tiempo casi todos comenzamos a nombrarlo y a considerarlo como "el Jefe".
Gradualmente, sin embargo, se hizo notorio que Stetson no estaba tan
seguro como Whipple de que la publicidad fuera el alma de todo su programa.
Nuestro departamento tenía rienda libre. Nuestra asignación en el presupuesto
era generosa. Nadie discutía nuestros gastos ni interfería en nuestros
proyectos. Pero esta aprobación negativa distaba mucho de satisfacer a
Whipple. Era casi infantil en su avidez por un constante afluir de aplausos.
Corría ansioso a ver a Stetson con una nueva idea, y volvía aplastado.
—Haga lo que quiera, Chet. El departamento de publicidad es suyo —le
decía Stetson despreocupadamente, y sin demostrar regocijo por la brillante
cerebración de su gerente publicitario.
Los libros de recortes que tanto enorgullecían a Whipple, estaban
llenos de crónicas y artículos sobre la SUDS, pero nadie los miraba, excepto el
personal de la sección. Cada vez que Stetson entraba en la oficina, Whipple
abría uno de los álbumes, y el Jefe le decía:
—Muy bien. Chet, muy bien. Parece muy interesante. Lo voy a ver
detenidamente algún día que tenga tiempo disponible; pero ahora tengo
justamente un compromiso, y estoy retrasado.
Whipple había concebido la visión del binomio Stetson y Whipple
dirigiendo los destinos de la SUDS, pero ahora lo veía a Stetson delegando su
autoridad y recurriendo en demanda de consejo más bien a Biggers, a Johnson y
a Doherty. El resentimiento de Whipple por este trato se puso de manifiesto en
el decreciente entusiasmo del servicio de lengua que le acordaba a los méritos
de Stetson. Aunque a veces lo castigaba con loas amortiguadas, durante casi un
año resistió la tentación de calumniar abiertamente al Jefe. Cuando por fin
abrió fuego contra él, lo hizo con ambos caños de la escopeta.
Sus revelaciones sobre el carácter depravado de Stetson me fueron
hechas en el tren de la línea Nueva York. Wáshington. Whipple y yo habíamos
pasado una semana en Manhattan entrevistando editores y conseguimos el
encargo de una cantidad de revistas para enviarles artículos sobre la SUDS.
Había sido un viaje satisfactorio y yo esperaba que Whipple se regodease con
su habitual optimismo durante todo el viaje de vuelta. En cambio, estuvo de
sombrío malhumor, debido en parte a que, para impresionar debidamente a los
editores, decidió beber con ellos a la par. Durante su estada en Nueva York
sacrificó sus prejuicios personales en aras de la SUDS, divorciándose de su
papel de abstemio con infortunados efectos. Inexperto como bebedor, no tenía
idea de su capacidad ni de los peligros de mezclar las bebidas. Sufrió una serie
de mareos y emprendió el regreso a Wáshington sintiéndose deprimido y
deshonrado. Tenía los ojos inyectados en sangre y el bigote abatido.
—Fue una semana bien aprovechada —observé alegremente, una vez
que nos hubimos acomodado en el tren.
—Nadie lo va a apreciar —dijo él lúgubremente—. Nadie me da ningún
crédito por mis buenos éxitos. El departamento de publicidad es el entenado de
la organización. Nada más que eso. Un entenado.
—Nos está yendo muy bien —dije, para consolarlo.
—Me exprimo el cerebro día y noche imaginando nuevos enfoques —
dijo, sin prestar atención a mi comentario—. Me agoto estableciendo nuevos
contactos. Le estoy dando a la SUDS los mejores años de mi vida, ¿y cómo me lo
agradecen? Soy el último orejón del tarro. ¿Atiende alguien mis consejos sobre
la forma de dirigir la organización? ¿Reconoce alguien el hecho de que fue mi
programa publicitario el que nos proporcionó nuestro caudal de socios? ¿Alguien
menciona siquiera alguna vez la excelente labor que estoy desarrollando? No.
Esa es la respuesta a todas y cada una de las preguntas. Nadie sabe que existo.
Caviló un instante en silencio y continuó luego con sus quejas.
—El Jefe le hace caso a George Biggers. Le hace caso a Frank Johnson.
Hasta le hace caso a la Coleman esa. Pero cuando yo voy a verlo con algún
proyecto está siempre muy ocupado.
—Es lamentable —le dije condolido.
—No, no crea que me quejo —respondió tranquilizándome—. Estoy
actuando de la mejor manera posible, contra todos los obstáculos. Mientras yo
tenga la satisfacción de saber que estoy desempeñando una tarea de primera
calidad, poco me importa lo que otros puedan pensar de mí. Me duele solamente
que el Jefe pierda tantas oportunidades de convertir a la organización en un
éxito triunfal. El sale perdiendo, no yo.
—Ajá. Creo que usted tiene razón —dije.
La extensa lista de las injusticias sufridas por el departamento de
publicidad que Whipple me dio a continuación, difícilmente podría catalogarse
con el rótulo de material nuevo. Hizo sonar todas las conocidas variaciones
sobre el tema, y cuando llegamos a Filadelfia su compasión por sí mismo le hizo
proclamar que el portero tenía más prestigio en la SUDS que el departamento
de publicidad.
—Después da todo —dije yo, tratando de tranquilizarlo—, usted es
vicepresidente.
—¡Vicepresidente! —declaró con amargura—. Sí, en efecto, me nombró
vicepresidente, con otros cuatro. Puso al más grande experto en publicidad que
se haya conocido después de Ivy Lee, a la par de un payaso que no hace otra
cosa más que mofarse de gente mucho mejor que él, con un estirado mascador
de cigarros, y con un hombre que se cree inteligente sólo porque fue a la
Universidad de Yale. Y luego, como un supremo insulto, me hizo compartir el
título con una mujer que se abrió paso escarneciendo todas las normas de la
decencia y de la moralidad.
Yo pude adjudicarles las tres primeras descripciones a Saunders,
Doherty y Johnson, pero no estaba seguro si con su última expresión lanzaba
una piedra contra la Harding o contra la Coleman. No demoró en aclarar su
pensamiento.
—Es un ultraje —manifestó—, que una sociedad cuyos designios son los
de levantar el nivel de vida de las mujeres que se ganan la vida trabajando
duramente, esté encabezada por un adúltero y su amante. Cuando descubrí lo
que había entre el Jefe y esa Coleman me fui derechamente a casa y le dije a mi
señora que eso era el fin. Ningún hombre decente, de vida impecable, puede
cohonestar una conducta semejante. Pero mi señora me convenció de que no
renunciara. Me hizo ver que era la organización lo que importaba, y no la gente
que la dirigía. Decidí entonces quedarme y poner mi grano de arena por la
SUDS.
—Ha sido un gran gesto el suyo—concedí.
—Pero no piense nadie que mi permanencia en la SUDS indica que yo
apruebe ese hecho oprobioso —añadió rápidamente—. O que no vea lo que
sucede. Conozco todos los detalles, desde su comienzo.
—¿De veras?
—Es claro que sí. Hablé con personas que son de la ciudad natal de
Anne Coleman. Me lo contaron todo; Stetson llegó un día a la ciudad, llevado por
un proyecto que tenía entre manos, hace dieciséis años, y ella entró a trabajar
con él. El empleo era por cuatro meses solamente, pero cuando Stetson se fue
se la llevó consigo. No hace falta un cerebro privilegiado para como prender por
qué.
—Me imagino —convine yo—. Dieciséis años atrás el Jefe debía tener
muchos atractivos para una chica pueblerina. Aparte de eso, el viaje, las
emociones y los nuevos conocimientos que podía ofrecerle, debieron parecerle a
la chica más que convenientes a cambio de las perspectivas de casarse con un
muchacho de pueblo chico y quedarse a vivir allí una existencia provinciana. Y no
es difícil imaginarse lo que el Jefe pudo haber visto en ella. Todavía le queda
bastante.
—Desde entonces —declaró Whipple con untuosidad—, vivieron una
vida de pecado en los cuarenta y ocho Estados de la Unión. Me duele el alma por
la esposa, abandonada con dos criaturas... groseramente descartada por una
prostituta.
—Si, es duro para ella.
—Yo la admiro mucho —añadió—. Es una mujer de elevados principios y
gran valor. A pesar de todo, se negó resueltamente a divorciarse de su esposo.
Está determinada a evitar que sus escandalosas relaciones con esa mujer
reciban la sanción de la ley.
—Dieciséis años es mucho tiempo —observé—. Es más permanente de lo
que serían muchos matrimonios si no tuvieran ataduras legales. Es casi tan
opaco que podría ser respetable.
—¡Respetable! —gritó Whipple—. Me imagino que usted lo creará muy
gracioso. Revela un pervertido sentido del humor ser capaz de hacer bromas
sobre esa clase de ignominiosas actividades. Y en cuanto a que esté durando
dieciséis años, ¿por qué no habría de durar? Puesto que son tan inmorales como
para contraer semejante alianza vergonzosa, no hay nada que les impida
continuarla indefinidamente. Es un arreglo muy conveniente para él y muy
provechoso para ella. Esa mujer no habría llegado nunca adonde está hoy por sus
propios méritos. Pero eso debería ser un escaso consuelo para ella. El hombre
que pudo serle infiel a una mujer podrá serlo a otra. Ya lo va a averiguar, para
su dolor.
—No me diga —murmuré.
—Algún día encontrará otra más joven para reemplazarla, y ese día.
¿adónde va a ir a parar? No tiene inteligencia ni capacidad. No puede ocupar
ningún empleo, de ninguna clase, sin un hombre que la respalde, y no le va a ser
posible encontrar otro amante con tanta facilidad. Cuando el Jefe la eche no
tendrá a donde ir. Y ese día no está muy lejano. He visto muchas señales de que
Stetson está buscando otra nueva.
—¿De veras?
—Sin ningún género de duda —dijo Whipple enfáticamente—. Esa mujer
no podrá retenerlo mucho tiempo más. Ahora está marcando puntos altos, pero
antes de mucho tendrá que pagar por sus pecados. Recuerde mis palabras: esa
mujer irá a parar a la calle.
La visión de Anne Coleman caminando por las calles sin amigos ni
recursos, tuvo la virtud de disipar la depresión de Whipple. Se reclinó sobre el
respaldo de su asiento y me dijo, acariciándose cariñosamente el bigote:
—Esa mujer será pronto arrojada a un lado como un limón exprimido. El
Jefe ya les hizo indecorosas insinuaciones a todas las chicas de las oficinas.
Usted seguramente lo sabe. Creo no exagerar al decir que ninguna mujer está a
salvo con él. Algún día se producirá un escándalo que va a estremecer a la SUDS
hasta los cimientos.
En aquel momento el convoy entraba en la estación de Wáshington y yo
me salvé de mayores revelaciones. Pero estoy seguro de que Whipple tenía una
buena provisión de sabrosos detalles en la punta de la lengua.

6
—Las mujeres —me dijo George Whipple, cuando cumplía mi primer año
en la SUDS—, son peores que veneno en una organización de negocios. Con una
sola, y empleando mucha discreción, todavía es posible entenderse. Pero ponga
dos juntas, y es lo mismo que si hubiese dejado en libertad dos gatas montesas.
Se refería, es claro, a Bertha Harding y Anne Coleman. Durante diez
días la SUDS había sido escenario de una riña de gatas de proporciones
mayores, y de minuto en minuto las uñas se hacían más largas y más afiladas. No
fue el primer estallido de enemistad entre las dos mujeres, pero sí el más
violento. Fue la culminación de una serie de escaramuzas menores con las cuales
perturbaron desde un principio la tranquilidad de la SUDS.
Los contendientes eran parejos. A primera vista, la Harding parecía
tener ventaja sobre la Coleman. Bertha era unos cinco años mayor que su rival.
Era dura como el acero, de acción directa y palabra incisiva. Junto a ella, Anne
parecía blanda y dócil, pero conociéndola mejor se advertía que su blandura era
la de la goma de mascar: firme, consistente, elástica y adhesiva. La Harding
anulaba sus atractivos naturales peinándose el cabello negro en un moño
fuertemente anudado sobre la nuca, usando trajes sastre de corte severo y
zapatos de tacón bajo. Estaba evidentemente preparada para competir con los
hombres en su propio terreno.
La Coleman no pretendía competir con los hombres. Su fuerza residía
en dejar que pelearan por ella. Su cabello color oro rojo cayendo en suaves
ondas, sus vestidos que destacaban las curvas, sus brazaletes colgantes y
sonoros, y sus altos tacones, la dejaban muy por detrás de Bertha cuando de
encontrarse cómoda en una oficina se trataba. Pero se encontraba mucho más
cómoda con un hombre; y en la SUDS eso tenía mucho valor.
La diferencia en sus ataques quedó evidenciada durante uno de sus más
recientes encuentros. Fue a consecuencia de una inspiración de Whipple: una
sección periodística semanal llamada "Burbujas de SUDS", que llevaba noticias y
comentarios a más de mil periódicos del país. Al día siguiente de aparecer la
primera publicación, Bertha Harding vino al departamento de publicidad.
—Esa sección es una idea excelente —dijo, y fue directamente al
grano—. Le falta una sola cosa, señor Whipple, y es la firma de un experto para
darle autoridad al comentario editorial. Yo tendré mucho gusto en cooperar
permitiéndole que firme con mi nombre los artículos futuros; de ese modo, los
lectores los recibirán como procedentes de alguien en quien ya han aprendido a
confiar. Sin duda muchos directores querrán también una foto mía para incluirla
en la sección. Lo autorizo para que las envíe.
Y de ese modo la siguiente publicación salió con la firma de Bertha
Harding y su retrato. Alguien me dijo que cuando Anne Coleman lo supo saltó
hasta el techo, pero no llevó su queja al departamento de publicidad. Se
desquitó con Stetson. Pocos días después el Jefe visitó nuestra oficina.
—¿Cómo andan sus relaciones con las radios, Chet? —preguntóle a
Whipple.
—Magníficamente —jactóse Whipple, radiante—. Los muchachos de las
transmisoras locales harían cualquier cosa por mí.
—Me alegro de saberlo —aplaudió Stetson—. La SUDS necesitaría una
transmisión radiotelefónica regular, una combinación de noticias y consejos
domésticos, como esa sección de la señorita Harding. Si hiciera falta, podríamos
pagar por el espacio, pero usted podría conseguir que alguna de las
broadcastings lo transmitiera gratis, como servicio público.
—Haré lo que pueda, Jefe —prometió Whipple—. Comprenderá usted,
como es natural, que la idea no es nueva para mí. Estuve pensando durante un
tiempo que a la SUDS le hacía falta un programa radial. Podemos presentar una
serie de charlas a cargo de expertos en todas las fases de la ciencia doméstica.
Será la más grande...
—Guárdese las ideas, Chet —interrumpía Stetson—. Vamos a presentar
una serie de charlas a cargo de la señorita Coleman.
—No puedo estar de acuerdo con usted en eso, Jefe —disintió
Whipple—. El programa publicitario de la SUDS requiere una personalidad
prominente que pueda...
—En estos momentos no me preocupa el programa publicitario de la
SUDS —volvió a interrumpir Stetson—. Lo que yo quiero es un poco de paz y
tranquilidad, y la única forma en que voy a poder conseguirlo, es si usted la pone
a Anne Coleman en la radio. Eso va a contrarrestar la sección de la Harding. Y
en lo sucesivo, Chet, recuerde que hay dos mujeres en esta organización y que
es menester conservar el equilibrio entre ellas. Si usted le da demasiada
publicidad a una, me echa encima a la otra.
La siguiente gran disputa jurisdiccional se produjo en la primavera de
1940. A medida que iba creciendo la SUDS en importancia, se le daba mayor
realce a su vida social. Con intervalos de pocas semanas ofrecíamos recepciones
en honor de personalidades destacadas en el campo de la economía doméstica.
Doherty se dedicaba a fundar organizaciones provinciales bajo la bandera de la
SUDS, y los miembros de las respectivas comisiones directivas iban
regularmente a la capital y era menester atenderlos. Doherty, que era un
hombre de pocas palabras, y las decía formando lemas, proclamó que "cada
fiesta equivale a cien socias". Whipple, como es natural, reunía de tanto en
tanto en vinos de honor a los representantes de la prensa. Para ganar prestigio,
para promover la conscripción de socias y para multiplicar la propaganda, la
SUDS se convirtió en un anfitrión permanente.
El Hotel Raleigh, de Wáshington, era la mayor parte de las veces el
asiento de esas tenidas, y finalmente se resolvió alquilar un conjunto de dos
habitaciones en el que pudieran llevarse a cabo todas las fiestas de la SUDS.
Bertha se ofreció para hacerse cargo del departamento y ocuparse de los
preparativos para las fiestas. Como ama de casa profesional era sin duda la más
apropiada para esas funciones, y su ofrecimiento fue aceptado prácticamente
sin discusión. Salvo por parte de Anne Coleman. Ella inmediatamente protesto.
—No es justo que ustedes, los hombres, le encarguen a la señorita
Harding otra tarea más. —Hablaba con un puro acento dixiano; solamente en
momentos de extrema agitación olvidaba Anne su papel de beldad sureña
desamparada—. Con su sección y las demás cosas que escribe, ya tiene
demasiado.
Lo cual era absurdo, porque los artículos firmados por Bertha Harding,
así como aquellos que se suponían salidos de las plumas de Stetson y Willoughby,
eran todos preparados en el departamento publicitario. No obstante, ni la
Harding, ni los otros asistentes a la reunión en la que se discutió el punto, se
refirieron a esa bien conocida circunstancia. La señorita Harding se limitó a
responder a la señorita Coleman que, aunque apreciaba su preocupación, podía
asegurar le que la nueva responsabilidad no sería ninguna carga para ella.
—Como usted no ignora —dijo con aspereza—, muchos de los invitados
van con la esperanza de verme. Frecuentemente tienen algún problema sobre el
cual quieren consultarme. Y ya que de todos modos tengo que asistir a la mayor
parte de las fiestas, me exigirá muy poco tiempo más hacerme cargo de su
preparación.
—Es mucha generosidad la suya, señorita Harding —dijo Anne con voz
arrulladora—, pero no permitiré que la obliguen a aceptar. No se puede dirigir
una fiesta con sólo sonreír a los invitados y estrechar les las manos. Claro que
usted no lo comprende, porque nunca estuvo en eso, pero yo me ocupé hasta la
fecha de todos los arreglos concernientes a las fiestas, y sé que lleva una
barbaridad de tiempo hablar con el gerente del hotel y con el maitre d'hotel.
Después está el florista, y el decorador, y quién sabe cuántos otros a quienes
hay que dar las órdenes correspondientes. Ahora con nuestro propio
departamento y nuestro propio bar, habrá montones de trabajo más que antes.
—Pues me alegra sobremanera poder librarla de ese trabajo, señorita
Coleman —retrucó Bertha—. Yo sé que el señor Stetson la tiene muy ocupada, y
no me cabe duda de que habrá encontrado muy arduas aquellas otras
obligaciones. Como quiera que sea, creo que mis conocimientos de economía
doméstica harán que los preparativos de las fiestas sean menos exigentes para
mí que para una aficionada.
—La señorita Harding siempre podrá contar conmigo como lava frascos
principal —dijo Saunders, interrumpiendo el intercambio de cortesía
ponzoñosa—. Tengo una excelente reputación como lavador de frascos y
botellas.
—Es verdad, Ray —dijo Stetson riendo—. Te vamos a nombrar barman
en jefe para ayudar a la señorita Harding.
Las palabras de Stetson indicaban la aceptación de Bertha como
directora de las recepciones de la SUDS, y en tal virtud la discusión concluyó
sin nuevos argumentos por parte de Anne. Pero sin duda debió insistir con el
Jefe en privado, porque dos días más tarde se anunció que las obligaciones
sociales serían divididas entre las dos mujeres: la señorita Harding tendría a su
cargo todos los preparativos previos, y la señorita Coleman, la recepción de los
invitados.
—Que me hablen de habilidad diabólica —rió Sheila cuando lo supo—.
Maquiavelo no tiene nada que hacer con nuestra Anne. Lo arregló de tal manera
que la Harding hará todo el trabajo y ella se llevará toda la gloria. Y Bertha no
podrá decir nada desde el momento que pidió la designación sobre la base de
que era una experta ama de casa. Ella hará la torta para que Anne se la coma.
—¿Por qué diablos no podrán las mujeres marchar de acuerdo
sensatamente en cuestiones de negocios —pregunté—, sin derivar en
personalismos?
—No diga mujeres con ese tono de "son todas iguales" —objetó
Sheila—. Bertha y Anne son casos particulares. Por lo que he sabido, Anne fue
algo así como una abeja reina, durante años, en todas las empresas de Stetson.
Este, Biggers, Saunders, Johnson y la Coleman formaban una corporación
cerrada que se trasladaba de una actividad a la otra. A veces Stetson
incorporaba expertos en determinadas especialidades para colaborar en el
negocio, pero eran siempre hombres. Y los dirigentes de las organizaciones con
las cuales trabajaban, también eran hombres. De modo que la Coleman estaba
acostumbrada a que la trataran como algo especial. A que la distinguieran con
aquello de "¡qué mujercita inteligente: desempeñando tareas masculinas!"
Debido a su intimidad con Stetson, todos los hombres que necesitaban quedar
bien con él la adulaban a ella y le fueron inflando el ego. Ahora se lo pincha el
hecho de que deba compartir la aureola con otra mujer. Y le duele .
—Lo comprendo —dije yo.
—Y el planteo es igual por ambas partes —continuó Sheila—. Bertha
Harding fundó esta organización y cree posiblemente que es ella la que debe
manejarlo todo. No podrá ir muy lejos con la Coleman tratando de abatirla,
sobre todo porque la Coleman tiene de su parte a los hombres que controlan la
SUDS.
Desde aquel momento, el personal de la SUDS ocupaba la platea de
preferencia presenciando un continuo despliegue de malicia e ingenuidad
femeninas cuando Bertha Y Anne pugnaban por ganar posiciones. Y fue entonces
cuando la Confederación Norteamericana de Clubes Femeninos proyectó una
gran convención que se realizaría en Wáshington y precipitó la pelotera que dio
origen a la observación de George Biggers sobre el efecto venenoso de las
mujeres en los negocios.
Carl Doherty fue el causante involuntario del conflicto. Por espacio de
doce meses había estado trabajando silenciosamente entre bambalinas,
constituyéndose en el impulso principal de la campaña conscriptora de socias de
la SUDS. Desde su oficina lanzaba una corriente constante de fomento por la
vía directa de la aproximación postal. Su cuenta de gastos revelaba
innumerables reuniones gastronómicas y refrescantes con las que invitaba a los
representantes de otras organizaciones cuyos intereses aparecían en cierta
medida relacionados con las actividades domésticas. Como retribución recogió
una cosecha de listas de socias que según él sostenía eran una "mina de oro" de
partidarias potenciales para la SUDS. A los nombres insertos en esas listas y a
otras direcciones que conseguía de otras fuentes les enviaba cartas, panfletos,
y formularios de ingreso. Hacía llegar sugestivos carteles impresos a cuatro
colores a sociedades religiosas, clubes femeninos y toda otra organización que
pudiera ser persuadida de exhibirlos. Supe que Doherty tenía una larga
experiencia en esa actividad, y la solidez de sus métodos quedó comprobada por
la cantidad de correspondencia que llegaba semanalmente dirigida a la "Comisión
pro Conscripción de Socias."
Para complementar la campaña por correspondencia, se concertaban
numerosos compromisos oratorios para el presidente de la SUDS. Willoughby
concurría a comidas de iglesia, tertulias de costura, reuniones sociales de
colaboradoras femeninas de todos los tipos imaginables de organización. El
departamento de publicidad redactó una serie de discursos adecuados para ser
leídos ante distintas clases de agrupaciones. Y de ese modo Willoughby estaba
preparado para cualquier ocasión. Pero la asamblea de la Confederación tenía
una clase propia.
—El señor Willoughby necesita un nuevo discurso —declaró Whipple
cuando supo que el presidente de la SUDS, por arreglos de Doherty, haría uso
de la palabra en la convención—. Este es el acontecimiento número 1 del año en
actividades femeninas y el departamento de publicidad debe aceptar el desafío.
Representantes de centenares de organizaciones femeninas procedentes de
todas las secciones del país, se van a reunir para escuchar nuestro mensaje. Hay
que hacerles ver a esas influyentes delegadas que la SUDS es un faro para
todas las amas de casa. El discurso del señor Willoughby debe combinar los
mejores elementos de la Oración de Gettysburg, de los Discursos de Cicerón y
de las Charlas Hogareñas.
—¡Vaya un encargo! —respondí, y puse manos a la obra para producir
palabras inmortales.
Pero no había avanzado mucho en mi tarea cuando Doherty averiguó que
se iba a producir una vacante en el Directorio de la Confederación. Movilizó
todas sus relaciones, trabajó día y noche, y dos semanas antes de la asamblea
informó que la presidenta de la Confederación había invitado a la SUDS a
nombrar a una oradora para la sesión plenaria principal y había garantizado,
extraoficialmente, que propondría a la mencionada oradora para ocupar un sitial
en el directorio. Este organismo estaba integrado por mujeres, vale decir que la
intervención de Willoughby quedaba eliminada. Y que debía elegirse entre
Bertha Harding y Anne Coleman; elección difícil, ya que el cargo involucraba
figuración nacional y honores tanto para la persona que lo ocupaba,
individualmente, como para la SUDS.
Saunders, como jefe de las funciones representativas, nombró a
Bertha Harding. Su reputación como experta ama de casa hacía la elección
lógica... hasta que se enteró Anne Coleman. El ciclón que siguió transformó
todas las anteriores desinteligencias entre las dos mujeres en manifestaciones
de armónica intimidad.
—¿Cuál es el estado actual de la riña? —le pregunté a Biggers después
de abundar cordialmente en su opinión sobre las mujeres—. ¿Hay algún arreglo
en vista?
—Ninguno que se divise. Las dos chicas están empecinadamente
resueltas a ser la crema de este pastel. Si hubo alguna vez un hombre
atormentado, ese hombre es Stetson. Ninguna de las dos lo deja en paz ni un
segundo.
—Me dijeron ayer que Bertha escribió su discurso para la reunión. y
mandó hacer cien copias al mimeógrafo.
—Anne sigue trabajando en el de ella —replicó Biggers—.
Probablemente mandará imprimir mil ejemplares. Si Stetson no se decide
pronto e impone enérgicamente su decisión, van a aparecer las dos, la noche de
la asamblea, tratando de sacarse recíprocamente a empujones de la tribuna.
El suspenso llegó pronto a su fin. Mi conversación con Biggers había
tenido lugar el jueves, y a la mañana siguiente Stetson anunció su resolución.
Designaba a la Coleman para hacer uso de la palabra en la convención; lo cual
significaba que ella sería la que nombraran para integrar el Directorio
confederal. Comunicó al mismo tiempo que él, Stetson, se ausentaría por el fin
de semana y que no regresaría a la oficina hasta el martes.
—Ingenioso el hombre —comentó Sheila—. Da por terminada la
discusión y se va hasta que cese el fuego. De otra forma, las tendría encima a
las dos acosándolo desde hoy hasta el lunes.
El lunes por la mañana Anne Coleman entró en la oficina despidiendo
destellos de victoria. Lanzó sus fulgores sobre mi persona y me delineó una
serie de enfoques publicitarios que podrían emerger de su nueva distinción en
las actividades de los clubes femeninos. Abandonó el cuartel general a primera
hora de la tarde para visitar un salón de belleza y realizar las distintas cosas
que las mujeres consideran esenciales para hacer una presentación en público.
Llegué al salón de la asamblea a las ocho en punto, llevando en ristre las
copias del discurso de la Coleman, para distribuirlos entre los periodistas. Me
abrí paso entre un mar de mujeres engalanadas con orquídeas, hasta el palco
reservado para la SUDS, donde me encontré Que Bertha Harding se había
hecho presente antes que yo. Llevaba un vestido de noche de terciopelo negro
con una piedra verde en su cabello. Y estaba mucho más atractiva de lo que
nunca la hubiese visto. Le rendí un tributo mental por su espíritu deportivo.
pues parecía alegre, hasta vivaz. Y no daba muestras de la envidia y la
frustración que razonablemente podía estar experimentando. Cambié con ella
unas palabras, y me corrí hasta la sección destinada a la prensa para llenar mi
cometido: cuando regresé ya estaban en el palco Saunders y Doherty. En
homenaje a la formalidad de la ocasión. Saunders había reemplazado su parche
negro de todos los días por un inmaculado parche blanco.
—¿Y la señorita Coleman? —pregunté.
—Aún no ha llegado —dijo Saunders alegremente—. Usted sabe cómo
son las mujeres. Probablemente habrá descubierto que el rouge no hace juego
con el lápiz labial, y habrá ido a renovar la pintura del frente.
—Ya tendría que estar aquí —dijo Doherty, corriendo su omnipresente
cigarro de un lado al otro de la boca, con expresión preocupada.
—Hay en lista otras oradoras que van a hablar antes —recordóle
Bertha—. Y probablemente no van a concluir antes de una hora.
—No es correcto que una de las oradoras llegue tarde a la reunión. No
demuestra el interés apropiado. Voy a llamarla por teléfono y decirle que se dé
prisa.
Doherty salió a telefonear precisamente cuando el presidente de la
asamblea declaraba abierta la sesión. Regresó a los pocos minutos más contento.
—No contestan —informó—. Supongo que estará en camino.
Probablemente llegará dentro de unos minutos.
Pero no llegó dentro de unos minutos. Ni dentro de una hora. A las diez,
la oradora que la precedía en la lista inició su disertación sobre actividades
infantiles y Doherty envió una nota al presidente. Le explicaba en ella que
siendo preciso efectuar una sustitución de último momento, la señorita Bertha
Harding, bien conocida autoridad en tareas femeninas, asumiría la
representación de la SUDS. Ray Saunders había acudido, al parecer, en auxilio
de la emergencia volviendo de prisa a la oficina, porque sacó un montón de
copias de la pieza oratoria que Bertha había preparado antes de que Stetson la
destronase; las repartí entre los cronistas.
El discurso concluyó satisfactoriamente y la presidenta de la
Confederación vino luego a transmitirnos su seguridad de que los miembros del
directorio verían con agrado la incorporación de la señorita Harding como
directora. Nadie volvió a pensar en la ausencia de Anne. El interés de Doherty
por la joven terminó no bien tuvo la confirmación de que sus cuidadosos planes
para establecer enlace con la entidad confederal podrían consumarse sin ella.
Bertha Harding, como es natural, no tenía motivo para sentirse preocupada por
su rival, y Saunders estaba con su habitual humor de payaso que le impedía
tomar nada en serio. Yo me sentía intrigado por su ausencia, porque había
estado dispuesto a vaticinar que la Coleman no dejaría de concurrir a la
convención así cayeran rayos y centellas; pero no estaba en mis atribuciones
promover una investigación frente a la indiferencia de todos los otros. Por lo
tanto, nos retiramos sin más ni más.

7
A la mañana siguiente la señorita Harding recibió la notificación oficial
de que había sido elegida para ocupar un cargo en el Directorio de la
Confederación Norteamericana de Clubes Femeninos. Pero a la sazón en las
oficinas de la SUDS no había tiempo para discutir otra cosa más que la ausencia
de Anne Coleman. Como no se hiciera presente al iniciarse las tareas del día,
alguien la llamó por teléfono. No hubo respuesta. Rumores y conjeturas
disparatados fueron circulando de sala en sala. A mediodía vino George Biggers
a nuestro departamento.
—¿Sabe si le pasó algo a la señorita Coleman, Pete? —preguntó.
—No, pero si le pasó algo debe haber sido lo bastante grave como para
impedirle asistir a la asamblea de anoche.
—Sí, eso es lo que me preocupa. Hablé con el encargado de la casa de
departamentos; subió y golpeó la puerta, pero nadie contestó. Iría yo mismo,
pero tengo un compromiso con unos muchachos de Chicago. ¿Qué le parece si va
en una escapada y averigua qué pasa? El encargado le va a abrir la puerta.
Llévese a una de las chicas para el caso de que Anne esté enferma. Puede usar
el coche de Stetson. Está en la playa de estacionamiento.
—¿Regresó el Jefe?
—No, pero le dejó el auto a Ray y él lo estacionó esta mañana. Tome.
Biggers me dio el llavero de Stetson.
Encontré a Sheila más que dispuesta a dejar el trabajo e inspeccionar
el departamento de la Coleman, y quince minutos después nos pusimos en
marcha. El portero charlaba volublemente mientras nos conducía al cuarto piso.
—Sobre mis inquilinos yo no sé nada —nos aseguró—. Me pagan el
alquiler a su debido tiempo, y yo no les hago ninguna clase de preguntas. Cuando
vienen, y cuando se van, es cosa de ellos. Llamé a la puerta de la señorita
Coleman, como me dijo el hombre de su compañía, pero no contestó; yo creo que
salió. Si ustedes quieren, yo los dejo entrar pero yo no quiero líos por eso. Yo
soy un hombre honesto. Nunca tuve ningún contratiempo con mis inquilinos.
¿Está seguro de que hago bien en abrirles la puerta?
Le garanticé que la SUDS asumiría toda la responsabilidad, y el hombre
abrió la puerta del departamento de Anne. Entré y la llamé por el nombre
repetidas veces. Nada ocurrió.
—Miremos en el dormitorio —sugirió Sheila.
—Entra tú primero, por si se está vistiendo.
Sheila atravesó el cuarto y entró por la puerta del otro lado.
—¡Pete...! —tartamudeó un instante después—. Está aquí. Creo que
está...
El encargado y yo la vimos oscilar y caer pesadamente al suelo. Crucé
de un salto la habitación y me incliné sobre ella.
—Traiga un poco de agua —le dije a mi acompañante—. Se desmayó.
Pero el hombre se quedó inmóvil detrás de mí, mirando fijamente
dentro del cuarto vecino.
—¡Santa madre de Dios! —balbuceó—. ¿Qué ha pasado? Por primera vez
miré, más allá del cuerpo de Sheila, a la cama que se encontraba en el centro del
dormitorio. Anne Coleman yacía acostada de través, con la cabeza colgando a un
costado. El espeso cabello rojizo casi barría el suelo. La cara, que se veía
invertida, parecía hinchada y deforme. Los párpados estaban enrojecidos e
inflamados. El maquillaje se había corrido formando rayas sobre las mejillas
cargadas de rouge. Entre los labios, ligeramente separados, y que parecían
aumentados al doble de su tamaño normal, se veían copetes de espuma.
Sheila recobró el conocimiento casi en seguida, y yo se la pasé al
portero, que recorría una incesante letanía invocando a la divinidad y a los
santos. Fui hasta la cama y alcé la cabeza de Anne colocándola sobre la
almohada. Al hacerla, dejó oír un ahogado gemido.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Sheila—. Está viva.
—Respira —asentí—, pero está muy mal. ¿Hay algún médico en la casa?
—¿Un médico? —El encargado pronunció las palabras como si no las
entendiera—. ¡Ah, sí; un médico! No, no conozco ningún médico.
—Yo llamaré al mío —ofreció Sheila—. Debe haber sufrido algún
ataque.
El médico llegó después de un lapso que pareció ser de horas. Y en
realidad, caía ya la tarde cuando terminado su examen encontró que se hallaba
en grave estado debido a una dosis excesiva de tabletas somníferas, y llamó una
ambulancia para hospitalizarla. Sheila y yo nos quedamos en el departamento
después que se la llevaron para recoger algunas cosas que podría necesitar.
Mientras revolvíamos buscando sus varias prendas femeninas, Sheila me
bombardeaba con suposiciones.
—Aquí hay gato encerrado —insistía—. ¿Por qué se iba a suicidar la
Coleman?
—Tonterías —dije yo—. Tú leíste demasiados folletines. La Coleman es
sumamente nerviosa, y apuesto a que nunca se va a dormir sin tomar una tableta
de bromuro. Y cuando uno se acostumbra a andar con píldoras somníferas, el día
menos pensado se toma una de más.
—En primer lugar —dijo Sheila con pedantería—, Anne Coleman no tomó
una de más. Debe haber subido bastante la dosis. Y en segundo lugar, ayer no
vino a su casa a la tarde para acostarse a dormir. Se estaba preparando para
uno de los acontecimientos más importantes de su carrera. Y en un momento
como ese no se toman píldoras para dormir. No hay duda alguna de que fue una
tentativa deliberada de suicidio. Lo único que me intriga es el porqué.
—A mí no me sorprende mucho —dije—. Una mujer como Anne está
predispuesta a salirse de sus cabales en cualquier momento. Probablemente se
puso a cavilar sobre el porvenir y decidió tirar la esponja.
—Ayer no podía hacerlo —replicó Sheila—. Cuando se fue de la oficina
iba montada sobre la cresta de las olas. Todo le salía a pedir de boca, y habría
sido necesaria una sacudida muy fuerte para aplastarle el buen humor.
—Tal vez haya venido alguien a traerle malas noticias.
—Tal vez —dijo ella pensativa—. ¿Quién pudo ser y cuáles serían esas
noticias?
—Tendrás que conformarte con no saberlo —le dije fríamente—.
Aunque Anne mejore, no te lo dirá. Vamos, salgamos de aquí. No hace falta que
revises todos los cajones de la casa.
—Bueno; creo que llevamos todo lo necesario.
Cerró el cajoncito de la mesa de luz y apagó la lámpara.
—Por favor, Sheila, déjate de husmearlo todo —le dije impaciente al
verla dar vuelta una hoja de papel que había sobre la mesita de luz.
Sin prestarme atención, alzó la hoja y la leyó de cabo a rabo.
—¡Pero —exclamó finalmente—, qué carta brutal! Pobre Anne.
Me pasó la nota. Era breve pero potente. Decía:

ESTIMADA SEÑORITA COLEMAN:


Le impresionará, quizá, saber que mi esposo y yo hemos decidido hacer
una nueva tentativa para triunfar en nuestro matrimonio. Esta tentativa debe
comenzar necesariamente dando fin a sus relaciones con usted. Me pidió, por
consiguiente, que le devuelva la llave de su departamento, la cual ya no tendrá
utilidad para él.
Salúdala muy atentamente
CLAIRE STETSON.

—No es extraño que haya tratado de eliminarse —dijo Sheila


pensativa—. Está loca por Stetson, y si éste regresa a los brazos de la esposa,
la vida quedará para Anne bastante desolada.
—La señora de Stetson no le limó las puntas a la carta, por cierto —
observé—. Por poco que conozca el temperamento de Anne, debió darse cuenta
de las consecuencias que podría tener. Las noticias debieran comunicarse en
forma más amable.
—Si la señora de Stetson es una esposa normal, no —argumentó
Sheila—. Tiene toda la razón del mundo para odiar a Anne Coleman. No se podría
pretender que atemperara el golpe. Esa nota se proponía hacer doler.
La puso de nuevo sobre la mesita. Junto a ella había una llave.
—Esa debe ser la llave que venía con la carta —dije, tocándola con los
dedos—. La he visto varias veces en el llavero del Jefe cuando me daba las
llaves del coche. Debió tener más sentido común y no dársela a su mujer para
devolverla. Podía imaginarse que lo haría de manera brutal.
—Es claro que se lo imaginaba —repuso Sheila amargamente—, y sabía
también el efecto que produciría sobre Anne Coleman. Los hombres suelen ser
muy duros con los sentimientos de una mujer a la que han hecho a un lado.
Probablemente estaba muy satisfecho de que la esposa se encargase, así él se
libraba de darle la noticia a la Coleman personalmente. En mi opinión, Stetson
será moralmente responsable si la Coleman se muere. Y a él posiblemente ni le
importe. Vamos, llevemos estas cosas al hospital. Este lugar me deprime,
Como la lectura de la carta no entraba en el campo de nuestra misión
oficial en el departamento de la Coleman, Sheila y yo convinimos en no
mencionarla a nadie. Informamos el resto de nuestros hallazgos a George
Biggers.
—Sería conveniente que nos guardáramos lo relativo a las tabletas para
dormir —sugirió—. No tiene objeto darles a la gente de aquí nuevos temas para
habladurías. Diremos que Anne sufrió un ataque al corazón y con eso lo damos
por terminado.
Sheila y yo le aseguramos que seríamos discretos, y todo el mundo
recibió información sobre la debilidad cardíaca de la Coleman. No obstante,
pronto se filtró un rumor sobre píldoras somníferas, y no pasó mucho tiempo
antes de que los efectivos de las oficinas se dividieran en dos bandos, eligiendo
posiciones en el debate "accidente Vs. suicidio".
La última teoría tenía, naturalmente, mayor cantidad de defensores.
Por suerte Sheila logró mantener el secreto sobre la nota de la esposa de
Stetson, sustrayendo al chismorreo ese bocado particularmente sabroso.
Anne Coleman regresó a la oficina una semana más tarde; estaba un
poco pálida y temblorosa, pero aparte de eso perfectamente normal. Aceptó las
expresiones de simpatía por el síncope cardíaco y no se hizo referencia abierta
sobre ninguna otra causa de su enfermedad.
Pocas semanas después Sheila reabrió la discusión.
—No se supo nada de la señora de Stetson desde que Anne intentó
suicidarse —me dijo—. El Jefe no está planeando volver a vivir con su esposa.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté—. ¿Stetson no da un paso sin
consultarte?
—Hice sondear a Biggers por Mary Dalton. Le preguntó si había alguna
posibilidad de reconciliación entre los Stetson, y se le rió en la cara.
—¿Y qué conclusiones tratas de sacar?
—El sobre de la carta tenía matasellos de Wáshington. Yo supuse,
cuando lo vi, que Stetson había hecho venir a su esposa de Nueva York. Pero no
es así. La mujer sigue en Nueva York. Y puedo asegurarte que no está
proyectando nada de eso, de lo contrario Biggers lo sabría. Por lo tanto, ella no
pudo haber escrito esa nota.
—Estás tocada —dije—. Tú y yo leímos la carta.
—Pero eso no prueba que la señora de Stetson la haya escrito. Estaba
íntegramente escrita a máquina..., hasta la firma.
—Eso no lo advertí.
—Yo no le presté mucha atención en aquel momento, aunque me pareció
extraño. Pero ahora sé que no fue escrita de ningún modo por la esposa de
Stetson.
—Me llevas kilómetros de ventaja —le dije—. Si no la escribió ella,
¿quién la escribió? ¿Y por qué?
—Piensa un poco —replicó—. La nota debió ser escrita por alguien que
odia a la Coleman, y esperaba que reaccionara precisamente como lo hizo:
tomando veneno.
—¿El Jefe? —dije, expresando en voz alta mi primer pensamiento.
—No seas estúpido. Ese no fue un recurso masculino. Si Stetson
quisiese librarse de alguien, usaría métodos más directos. Era Bertha Harding la
que ganaba más con la remoción de Anne. Sobre todo aquella noche. Aunque
Anne sigue viva, perdió la oportunidad de representar a la SUDS en la
Confederación, y fue Bertha la que salió beneficiada.
—¿Y de dónde sacaría la llave del departamento de Anne?
—Saunders estaba usando el coche del Jefe durante su ausencia —me
recordó Sheila—. Pudo pasarle la llave a la Harding.
—¿Por qué diablos se la iba a pasar? —manifesté—. Debía saber que no
le serviría a Bertha para ningún uso legítimo.
—Sería difícil que Ray Saunders le preguntase a Bertha por sus
motivos. Me imagino que haría cualquier cosa que le pidiera. Por lo visto, no te
has dado cuenta de que los chismes enlazan los nombres de Bertha y Ray.
—¿Hablas en serio?
Aquello era nuevo para mí.
—Se rumorea que andan siempre cenando juntos. Los más románticos
de nuestros compañeros ya están esperando ansiosamente los tañidos de las
campanas de boda:
—No me sorprendería —dije—. No sé nada sobre las relaciones de
Bertha con Saunders, pero sé que ya me asaltó dos veces, desde el último día de
pago, pidiéndome donaciones para regalos. Nunca vi a nadie tan empeñado en
hacer colectas para los empleados que realizan actos tan notables como
comprometerse, operarse, o cumplir años. Si tiene la perspectiva de que le
hagan un regalo de bodas a ella, su entusiasmo resulta más lógico.
—No seas tan mercantil —me reprendió Sheila—. ¿No tienes sentido
del romance?
—No alcanzo a ver nada romántico en la combinación de Bertha Harding
con Ray Saunders. Ella no está mal para su edad, pero no puedo decir lo mismo
de él. Aunque no tuviera ese parche, negro que lo hace parecer al Capitán Kidd,
tampoco sería un adonis.
—Después de todo, el aspecto físico no es lo más importante en la vida.
No puedes negar que Saunders es divertido.
—¡Divertido! —exclamé—. Le he oído decir por lo menos a cien personas
que si esta organización sigue creciendo la llamarán la Super SUDS. Bertha
Harding debe andar muy mal si piensa atarse para el resto de su vida a esa
categoría cursi del humor.
—Yo no sé si lo piensa —rectificó Sheila—. No hago más que repetir lo
que dicen por aquí algunos de los más ávidos casamenteros.
—Así son ustedes las mujeres. Basta que un soltero mire a una soltera
para que ya estén oliendo azahares. No pueden dejar los chismes personales
fuera de la oficina.
—¿En la forma que lo hacen ustedes, los hombres? —repuso Sheila con
acritud—. El hecho es que Bertha y Ray son muy amigos. Yo no extraigo de ahí
ningún pronóstico. Lo que digo es que ella le gusta a él lo suficiente como para
hacerle un favor; por ejemplo, para sacarle a Stetson del llavero la llave del
departamento de Anne, y dársela.
—Pero Arme le habrá dicho a Stetson lo de la carta. Si fuera falsa lo
vería inmediatamente y se armaría el gran lío.
—Stetson no puede saber quién es el responsable. Está demasiado
unido a Saunders para pelear con él. Por otra parte, cualquier medida que
tomara podría sacar a la luz pública sus relaciones con Anne. La conducta más
conveniente para todos los implicados es la de ignorar todo el asunto y seguir
adelante como si nada hubiera sucedido. Y eso es exactamente lo que están
haciendo.
—¿Por consiguiente, tú supones que la Harding escribió la carta y se la
envió a la Coleman para impulsarla al suicidio?
—Exactamente —respondió Sheila con decisión—. Esa carta fue una
tentativa indirecta de asesinato contra Arme Coleman; tan deliberada como si
la autora le hubiera administrado personalmente el veneno.

8
El insidioso intento de provocar el suicidio de Anne Coleman no se
apartaba de los pensamientos de Sheila. Estaba convencida de que Bertha
Harding había escrito la carta y predecía que no sería el último intento para
librarse de su rival.
—Su primer atentado fue un triunfo a medias solamente —apuntó
Sheila—, pero quedó impune. No hay razón entonces para que no pruebe de
nuevo en cuanto se le ocurra otra idea. Bertha Harding es una mujer de
voluntad firme y odia a la Coleman a muerte. No va a cejar en su intento de
echar a Anne de la SUDS.
—El odio —dije yo—, es recíproco. Y no creo que Anne Coleman se
quede con los brazos cruzados, por su parte.
—Probablemente no —concedióme Sheila—. Pero Anne no es de las que
usan medios tan sutiles y psicológicos como el atentado de Bertha. Ella es más
apta para trenzarse en una pelea a tirón de pelo limpio. Pero puedes tener la
seguridad de que no va a parar de machacar con Stetson para que saque
corriendo a la Harding. Y ahora tiene un arma poderosa para conseguir lo que
quiera. Si lo amenaza con suicidarse, él tendrá que tomarla en serio.
—No sé por qué el Jefe les sigue la corriente. Si yo estuviera en su
lugar, las mandaría al diablo a las dos. Algún día se va a hartar de sus tonterías.
—Tal vez —dijo Sheila—, si Bertha y Arme no provocan antes un motín.
Las posibilidades de interacciones criminales entre Bertha y Anne
quedaron ensombrecidas pocos meses después por la llegada de una mujer a la
que casi todo el mundo en la SUDS habría querido matar. Era Loretta Knox.
—La SUDS está hecha un nido de calumnias, difamación y chismorreo
—comentaba Biggers poco después de su primera visita a la Sociedad—. Hay al
parecer un solo hombre de quien todos hablan bien. Es William Henry Knox.
—Es porque nadie de aquí lo conoce —dije yo.
—Exacto —dijo Biggers—; es la consecuencia de conocer a su mujer.
Después de estar unos minutos con Loretta uno no puede menos que pensar en
su esposo con simpatía Y respeto.
Biggers tema razón. Constantemente se le dedicaban a Knox palabras
de condolencia. No era raro oírle decir al nada devoto de Ray Saunders, frases
como ésta: ¡Que el Señor se apiade de William Henry! o ¡Dios tenga misericordia
del pobre Knox! Hasta el santurrón de Whipple declaró una vez que sí descubría
que Knox le era infiel a su mujer, él no lo encontraría enteramente culpable.
Otros miembros de nuestro grupo expresaron su buena disposición para
absolverlo del crimen de asesinato. El consenso universal era de que un hombre
capaz de seguir casado con Loretta Knox durante un cuarto de siglo, debía
poseer mucho más de la parte que le correspondía de virtudes tales como la
clemencia, el valor, la entereza y el autodominio.
La señora de Knox comenzó su asociación con la SUDS a principios de
1940, pero no apareció por el cuartel general hasta el mes de septiembre. Vivía
en San Francisco y fue durante uno de los viajes del Jefe a la costa oeste
cuando la conoció y la nombró vicepresidente de la Sociedad. Sus funciones eran
las de visitar las organizaciones femeninas de los estados occidentales del país,
pronunciando discursos para despertar interés por la SUDS y conseguir nuevas
socias. Su particular aptitud para esa tarea estaba abonada por sus
antecedentes. En el comunicado de prensa que emitimos para anunciar su
"elección" nos llevó dos páginas la lista de todas las organizaciones de las cuales
era fundadora y presidenta o ex presidenta, más las convenciones en las que
fuera oradora principal. Después de leerla tuve la certeza de que no podía
haber una sola mujer, al oeste del río Missouri, que no hubiese oído su voz o
estrechado su mano.
La señora de Knox era la única de los vicepresidentes cuyo nombre no
figuraba en las planillas de sueldos. Era el suyo un trabajo por amor. Cuando
supe que prestaba sus servicios sin compensación, moví la cabeza con aire de
suficiencia y le dije a George Biggers:
—Apuesto a que su cuenta de gastos constituye una lectura
interesante. No he conocido una sola persona de esas que trabajan sin
compensación, cuyas cuentas no suban a cifras astronómicas.
—No, sus gastos son muy moderados —respondió Biggers—. Me parece
que apenas cubren sus verdaderas costas de viaje. Por más que me desagrade
reconocerlo, debe haber dicho la verdad cuando afirmó que ofrecía su
cooperación voluntaria porque cree en la obra que realiza la SUDS. Llama a la
Sociedad "una clarinada para despertar la conciencia social de las mujeres que
no se ocupan de negocios".
Sus esfuerzos comenzaron muy pronto a rendir frutos. En lo que
respecta a nuestra campaña pro conscripción de socias, el litoral oeste había
sido hasta entonces un territorio completamente inexplorado, pero después que
la señora de Knox realizó una excursión de tres meses por California, tuvimos
en ese solo estado más socias que en todos los estados de Nueva Inglaterra.
Como recompensa y estímulo por su proeza, Stetson la invitó a visitar
Wáshington. Su propósito era de que pasara un mes en la sede central, para
conocer a sus colegas y recoger información de primera mano sobre la sociedad,
y continuar luego con renovado celo su misionera labor por la costa occidental.
Llegó a la SUDS el martes siguiente al Día del Trabajo y el Jefe la escoltó de
oficina en oficina para presentarla al personal.
—Este —decía cuando entró en nuestra oficina—, es el departamento
de publicidad. Y aquí está el hombre que hace girar sus ruedas, Chester
Whipple. Chet, le presento a la señora de Knox, la que sin ayuda de nadie
introdujo a la SUDS en todos los hogares de la costa oeste.
—No tan sin ayuda de nadie, Jefe —rectificó Whipple con una risotada
que él sin duda interpretaba como jovial—. No se olvide que coloqué la sección
de Bertha Harding en un gran número de periódicos de la costa. Eso sin
mencionar los comunicados de prensa que remitimos con regularidad. Y sé, por
supuesto, que la señora sacó mucho beneficio del material informativo y de los
modelos de discursos que le hemos estado enviando en su excursión.
La mano de Whipple se movió en dirección de su bigote, con su
acostumbrado gesto de autoestimación; pero las palabras de la Knox la
detuvieron a mitad de camino.
—¡Ah, usted es el joven que me ha estado mandando esos panfletos y
toda esa otra literatura! —dijo con indulgencia—. No quiero herir sus
sentimientos, porque sé que sus intenciones son buenas, pero es un lamentable
derroche de papel. No habría podido traer una sola mujer al redil, si hubiese
dicho esa clase de discursos que usted prepara. Tal vez sirvan para algunos
oradores, pero yo conozco a las mujeres y sé las palabras que esperan oír de
mis labios. Lo que importa es la vibración humana. Hechos y estadísticas pueden
ser útiles en su lugar apropiado, pero si lleno con ellos un discurso veré
marcharse a la mitad del auditorio y a la otra mitad profundamente dormida en
los asientos. Me temo, joven, que a usted le haga falta aprender mucho sobre la
psicología del público.
Whipple hizo un ruido como el de una gárgara fracasada, y yo observé
atentamente a la persona que lo había pulverizado. El único vocablo que le
cuadraba era el de majestuosa. Casi tan alta como Stetson, era de hombros
anchos y anchas caderas. De una cadenita que llevaba al cuello colgaba un par de
lentes de plata y sobre la cabeza tenía puesto uno de esos típicos sombreros de
las mujeres de club. Calculé su edad entre cincuenta y cinco y sesenta años.
—Naturalmente, nadie pretendería darle consejos a usted sobre la
manera de preparar un discurso, señora —inyectó Stetson suavemente en la
embarazosa pausa—. Chet quería solamente ponerle al alcance de la mano todos
los datos sobre la SUDS.
—Los datos sobre la SUDS, ¡tonterías! —dijo alegremente la mujer—.
Yo poseo los datos sobre la naturaleza humana, y no necesito nada más. Para ser
honesta con usted, joven, le diré que no volví a mirar su material después de que
la primera hornada me reveló lo descaminado que estaba. Lo archivé bajo la
letra C, como diría mi nieta. C de canasto. Pero no se preocupe por eso. Yo ya
hacía discursos cuando usted no había aprendido a hablar, así que no puede
saber tanto como yo al respecto. Recuerde solamente que si usted comprende a
la gente, creerán lo que les diga. Y si usted los aprecia, lo apreciarán a usted.
Podría decirse, creo yo, que ése es el secreto de mi buen éxito. Yo amo a la
gente.
Esa declaración de filantropía quedó sin respuesta, aunque la expresión
facial de Whipple en aquel momento indicaba más bien que ese amor no tenía
unánime reciprocidad. Le hizo visitar, rápida y superficialmente, las
dependencias de la sección, y la presentó al personal. Luego, seguida por
Stetson, la Knox se retiró de nuestra oficina y se fue por el corredor a
conquistar nuevos corazones.
Después de una breve inspección a la sala de envíos postales, pasaron al
depósito vecino. En esta etapa de la gira, ofreció otra demostración de su
capacidad rara entender la naturaleza humana. Se encontraban en el depósito,
examinando unos documentos, George Biggers y Ray Saunders. Me lo contó
Biggers al día siguiente.
—¿Conoce la última noticia sobre la Knox? —me preguntó—. Es
prohibicionista.
—¿No será de las que llevan una cinta blanca?
—Precisamente. Ayer la trajo Stetson al depósito y le mostró los
distintos folletos, carteles, y demás cosas que hay allí almacenadas. Todo iba
bien hasta que llegaron al armario de Bertha. Allí Ray metió la cuchara. Ese
armario, dijo bromeando, es el único rincón de este cuarto que no contiene
artículos requetesecos. Le decimos el oasis del desierto. La mujer no lo pescó, y
Stetson le explicó entonces que allí se guardaba la provisión de bebidas para las
recepciones de la SUDS. Cuando oyó la palabra bebidas alzó la cabeza como un
caballo espantado. ¡Cómo!, dijo, y le juro que le temblaba la voz, ¿ustedes sirven
bebidas alcohólicas en las fiestas? Stetson le dijo que sí, por qué no, y maldito
sea si no empezó a largarnos un discurso.
—Pero no veo el motivo de la sorpresa —protesté yo—; me imagino que
se habrá encontrado en San Francisco, después de 1933, con más de una fiesta
en la que servían cócteles.
—Usted no entiende, muchacho —dijo Biggers con solemnidad—. Debe
usted comprender que la SUDS tiene un propósito noble y elevado. Su objetivo
es levantar las normas y principios morales de las amas de casa. Su finalidad es
la de expulsar de todos los hogares norteamericanos al Diablo Aguardiente y de
evitar que las obreras domésticas pongan el pie en bares y cantinas. Ese es el
evangelio que la Knox estuvo predicando a todo lo largo del Océano Pacífico. Y
debo reconocerle eso a la mujer; es muy elocuente. Cuando terminó con su
exhortación de práctica: Padre, querido padre, vuelve ahora a casa conmigo, casi
estaba yo mismo por convertirme en abstemio.
—¿Así que estuvo difundiendo la SUDS como la liga antialcohólica de
las dueñas de casa?
—Ni más ni menos. Por eso le causó tanta impresión el descubrimiento
de que nosotros no practicábamos lo que ella predicaba. Suerte que Bertha
tiene el armario cerrado con llave, de lo contrario la Knox hubiera hecho una
limpieza punitiva. Aquello habría sido un desbarajuste de botellas rotas.
Una semana después supe que la Knox había ido al abordaje contra
Bertha Harding con el tema de las fiestas abstemias. Me enteré de que ambas
mujeres comenzaron con una discusión amistosa y terminaron en una riña. La
gota que desbordó la contenida paciencia de Bertha fue la frase de la Knox de
que la única razón por la cual se ofrecían cócteles y highballs en las
recepciones, era la falta de imaginación culinaria. Hasta llegó a ofrecerle a
nuestra Ama de Casa Nº 1 una colección de recetas para jugos de frutas no
alcohólicos.
El primer encuentro de la Knox con Anne Coleman tuvo también
aspectos similares a la entrada de un toro en un bazar.
—¿Ah, usted es la joven que tomó demasiadas píldoras para dormir el
verano pasado? —le dijo a guisa de saludo—. Me impresionó mucho cuando lo
supe. Yo condeno enérgicamente el grave error de usar drogas en cualquiera de
sus formas. No dormir como es debido no tiene ningún JUSTIFICATIVO.
Correcta alimentación, mucho aire puro y ejercicio. Y la conciencia limpia, es
todo lo que hace falta. Claro está, en casos agudos de insomnio, recomiendo un
baño caliente y un vaso de leche tibia. Nunca tome píldoras de ninguna clase.
Pero colijo que ya habrá aprendido su lección, ¿no es cierto, querida? Después
de haber escapados milagrosamente, estoy segura de que no volverá a correr
nuevos riesgos.
Anne enrojeció violentamente mientras la otra hablaba, y los
espectadores de la escena que habían aceptado aparentemente la versión del
"síncope cardíaco", fingieron una repentina sordera. Al final del discurso hubo
un incómodo silencio, hasta que Stetson produjo un comentario sobre las
diferencias de clima entre Wáshington y California.
La vehemencia de la posición antialcohólica de la Knox ocasionó una
trepidación que recorrió todas las oficinas, cuando nos acercamos a la fecha de
la siguiente recepción ofrecida por la SUDS. La idea de postergarla hasta que
partiera de regreso a California fue descartada por ser de muy difícil
realización, puesto que ya habían sido distribuidas las invitaciones. La idea de no
servir nada más fuerte que té fue también concebida pero rápidamente
rechazada por ser perjudicial para la reputación de pródiga hospitalidad
adquirida por la SUDS. Finalmente Doherty consiguió que la invitaran a hacer
uso de la palabra en la asamblea de un club femenino de Maryland oeste;
asamblea que se llevaría a cabo el mismo día de nuestra fiesta, y todos
respiraron con mayor libertad.
La mujer regresó de Maryland con una lista de nuevas socias y
entusiasmo renovado por la causa. Había resuelto, anunció vivamente, quedarse
en Wáshington hasta fin de año y aportar el estandarte de la SUDS por todo el
territorio circundante de la capital. Esta decisión obligó a Doherty a desarrollar
una desacostumbrada verbosidad.
—Jefe —declaró en la primera reunión general a la que no asistió la
señora de Knox—, esa mujer es una amenaza. Vaya a saber qué cosas le andará
diciendo a las gentes sobre nuestra organización. Está usando a la SUDS para
difundir sus ideas mal cocidas sobre la reforma del mundo.
—Y nos trae de paso una hermosa colección de nuevas socias —dijo
suavemente Stetson.
—Todas las cuales esperarán, sin duda, que promovamos un movimiento
de prohibicionismo, asistencia a la iglesia, y amor fraternal.
—Pero entre tanto todas abonan sus cuotas —señaló Stetson.
—Entonces, ¿no la va a sacar de aquí?
—En efecto, Carl, no la voy a sacar de aquí. Mientras siga acarreando
clientela, no me preocupa su filosofía.
—Muy bien, Jefe, usted manda —reconoció Doherty—. Lo único que le
pido es que la saque de mi camino. He dedicado mucho tiempo y esfuerzo para
fundar sólidas filiales en los estados y no voy a tolerar que las destruya.
Concerté para ella esa invitación de Maryland porque de todos modos es una
ciudad seca y me figuro que no podrá hacer ningún daño allí. No tuve tiempo
para sembrar mis semillas en el lejano oeste, y si usted quiere que esa mujer le
llene la organización con una horda de fanáticos de aquellos pagos, allá usted. Yo
no tocaré esa parte del país y que ella saque las manos de aquí. Pero si se lanza a
realizar esa excursión por el este que está proyectando, yo me retiro. Y ese es
mi palabra definitiva.
En su demanda de que la Knox fuera enviada de vuelta al sitio de donde
viniera, Doherty fue apoyado por todos los presentes. Hubo un coro unánime de
violenta oposición a cualquier forma de su permanencia en el este.
—No hay motivo para excitarse —informóles Stetson—. Tengo
entendido que la señora de Knox ha demostrado ejercer una influencia
perturbadora en estas oficinas. Posee grandes poderes de persuasión en una
tribuna de conferencias, pero reconozco que no tiene tacto cara a cara.
—No tengo el propósito de permitirle que interfiera en su programa,
Carl —continuó diciendo—. Convengo en que está mucho mejor en la más
benévola atmósfera del oeste, y allá irá la semana próxima.
Pocos días después, Loretta Knox vino a nuestra oficina a despedirse.
—Ustedes me van a acusar de abandonarlos —disculpóse jovialmente—,
pero espero que no me guarden rencor por eso. Porque, como señaló el señor
Stetson, mi primer deber es para la costa del Pacífico. Todavía hay muchos
lugares en aquellas regiones en los que no saben nada de la SUDS, y no debo
descuidarlos más tiempo, aunque ello signifique renunciar a mis planes de
ayudarlos aquí. Me queda el consuelo de haberle dado al señor Doherty un buen
número de consejos sobre la manera de acrecentar la conscripción de socias en
esta parte del país. Le revelé algunos de mis mejores métodos y le prometí
regresar el año Que viene cuando pueda quedarme mayor tiempo. Es una lástima
que yo no sea mellizas.

9
—¿Ustedes saben cómo se llama esta ciudad? —preguntó Ray Saunders
cuando nos apeábamos del tren, un domingo de enero de 1941, él, Stetson,
Bertha Harding
—Sí, claro, Harrisburg —replicó Bertha.
—Así es —repuso Ray gozoso—, Harrisburg, Pennsylvania, que los
domingos podría llamarse Villa Aburrida. Es un sitio magnífico para los que
consideran divertido pasar la mañana en la iglesia, la tarde en el parque y la
noche con un buen libro.
—¡Cómo! ¿No hay otra cosa que hacer por aquí?
—Absolutamente ninguna. Todos los bares, cines y otros lugares de
entretenimiento pecaminoso cierran con doble llave el sábado a media noche y
no abren hasta el lunes.
—Los que organizaron la reunión para esta noche saben lo que hacen —
comentó Stetson—. No habiendo competencia, tendrá que haber un público
numeroso en el acto. Algo tiene que hacer la gente.
—Quisiera saber qué vamos a hacer nosotros mientras tanto. Tenemos
que llenar cinco horas de tiempo antes de que comience el acto. Y esta ciudad es
un cementerio.
Los cuatro meditamos desalentados sobre la perspectiva de aquellas
cuatro horas, mientras viajábamos de la estación al hotel. Cuando nos
hallábamos reunidos en el departamento de Stetson, Saunders interrumpió
nuestra contemplación del papel de las paredes, con la siguiente observación:
—Ojalá tuviéramos un quinto para jugar al bridge.
Stetson se animó.
—No es mala idea. ¿Qué le parece, Robbins? ¿Sabe jugar al bridge de
contrato?
—¿No oyeron lo que dije? —dijo Saunders, ahogando mi respuesta
afirmativa—. Tienen que preguntarme por qué necesitamos un quinto para el
bridge.
—Bueno, Ray —respondió Stetson, amablemente—. ¿Para qué
necesitamos un quinto?
—Porque un cuartillo no sería suficiente.
Saunders rió a carcajadas. Stetson lanzó una risotada, y Bertha sonrió.
—Tendremos que arreglarnos sin el quinto —dijo Stetson cuando
recobraron la compostura—. Pero quizá podríamos hacer una partida de todos
modos. ¿Les parece que podríamos conseguir una mesa y unas barajas en este
hotel?
Los elementos necesarios fueron conseguidos. Le dejamos a Bertha la
decisión sobre las apuestas, quien se pronunció por un décimo de centavo el
punto. Cortamos para formar las parejas.
—Usted y yo, Bertha —dijo Saunders jubiloso.
Yo me senté frente al jefe. Stetson, Bertha y yo anunciamos que
jugábamos según Culbertson. Ray dijo que tenía su sistema propio. Convinimos
en las convenciones de subasta. Y comenzó el juego.
El primer coto fue rápido. Yo hice una manga en corazones, Saunders
cayó en dos sobre un contrato de tres sin triunfo y Stetson anotó una semibola
a diamantes. Las tres manos fueron suficientes para revelar que Bertha y
Stetson, ambos buenos jugadores, tomaban el juego con la mayor seriedad. Pero
Saunders seguía sin desanimarse en sus bufonadas, por más que sus mejores
esfuerzos eran frecuentemente recibidos con un serio: Usted da, Ray.
—¿Qué discurso dirás esta noche, Paul? —preguntó, cuando repartió la
primera mano del coto siguiente.
—Uno que sigue la huella del papel desempeñado por la mujer en la
historia, hasta llegar a los antiguos griegos.
—Bien muerto —dijo Saunders, echando un rápido vistazo a su lote—.
Paso. Lo que les haría falta a tus discursos, Paul, son unos cuantos buenos
chistes. Tendrías que dejar deslizar algunas "morcillas" para mantener
despierta a la concurrencia. ¿Pasaron todos? Qué lástima. No me gusta ir a
baraja con cuatro ases.
—Ray, usted tenía cinco bazas de honor —lo acusó Bertha—. No se
puede pasar una mano como ésa. —Siempre me gusta tantear a mis adversarios
antes de hacer mi declaración —replicó su socio—. No hay razón para que les
haga conocer mis cartas de entrada.
La mano siguiente Bertha declaró cuatro picos. Como jugador muerto,
Ray pudo dedicarse por entero a la conversación.
—Bertha va a pronunciar esta noche el mismo discurso que usó en el
Club de Madres la semana pasada —dijo—. Ese también podría ser mucho más
divertido. Es lo que tiene de malo Whipple; le falta el sentido del humor. Se
nota en todos los discursos que escribe. El otro día le dije: Un buen discurso,
Chet, debe ser como la falda de una corista: suficientemente largo para cubrir
el objeto y suficientemente corto para ser interesante. Y ni siquiera esbozó una
sonrisa.
Miró a su compañera en busca de simpatía, pero Bertha estaba muy
ocupada recogiendo la baza final.
—Hice cinco trics. No me correspondía esa baza suplementaria —
explicó a Stetson—. En realidad, usted podía haberme cortado, si no se hubiese
ido de su rey de diamantes. Debiera saber que es peligroso.
En la mano siguiente Bertha abrió declarando dos picos. Yo pasé,
Saunders pasó y Stetson pasó.
—Ray —dijo Bertha desalentada—. Yo hice una apertura forzada de
dos. Usted no podía pasar. Es... un crimen.
—No importa, Bertha —tranquilizóla Saunders—. Yo no quise que
entrara demasiado. Ahora no tiene más que cumplir los dos. Yo tengo una
pequeña ayudita, así que no le va a resultar tan difícil.
"Hablando de Whipple —volvió Ray a su tema anterior mientras su
compañera jugaba en tormentoso silencio—. Es un pájaro raro. La semana
pasada entró como una tromba en mi oficina y me preguntó: ¿Es cierto que puso
en el programa de la reunión de Harrisburg al señor Stetson y a la señorita
Coleman? Eso fue antes de que resolvieras traer a Bertha en lugar de Anne. Le
dije que sí, y que tratara de preparar un par de discursos aderezados con unos
buenos chistes. Hasta le di un ingenioso juego de palabras con Pennsylvania.
¿Recuerda, Bertha? Se lo dije en el tren. Un chiste de gran efecto.
La Harding concluía en ese momento la mano, y no contestó. Stetson y
yo recogimos una sola baza.
—Una semibola perdida —quejóse Bertha—, porque Ray no conservó
abierta la subasta.
Se repartieron de nuevo las cartas. Stetson abrió de tres diamantes y
Saunders pujó la contra. Stetson recontró y cumplió el contrato con un tric
suplementario.
—¿Con qué contró, Ray? —preguntó airada la Harding—. No levantó más
que dos bazas.
—Yo tenía el as de diamantes —respondió—. Hacer una declaración sin
tener la cabeza en la línea de triunfos es un anuncio arriesgado. Pensé que los
iba a pescar con eso.
—Y los desafió con la contra para darles una manga a la que no tenían el
menor derecho, a más de todos los extras —dijo ella con acritud.
—Y bueno, Bertha —dijo Saunders gozoso—, usted sabe que
desdichado en el juego...
La mano siguiente fue de poco interés, lo que le permitió a Ray concluir
su relato sobre Whipple.
—Chet estaba tan excitado porque tú vendrías con Anne Coleman a
esta reunión, que ese ridículo bigotito suyo le temblaba, prácticamente. No lo
acepto, gritaba. No voy a complicarme en esa clase de actividades. Hay un límite
para las cosas que un hombre puede pasar por alto. Luego salió como un ciclón y
no supe más nada. ¿Qué le pasaría?
Yo se lo hubiera podido explicar. De la oficina de Ray, Whipple había
pasado a la nuestra y se puso a despotricar sobre el proyectado viaje Stetson—
Coleman.
—No es suficiente con que tengamos a esa mujer en la casa —
declamaba— sino que la SUDS debe todavía prohijar las excursiones de la
pareja. Esa mujer tiene la impudicia de instalarse junto a él en una tribuna, ante
respetables mujeres temerosas de Dios, para decirles cómo tienen que manejar
sus hogares. Y yo tengo que escribir los discursos para esos indecentes rendez
vous. Es demasiado. Sencillamente demasiado.
Me abstuve, sin embargo, de transmitirles esa conversación en
respuesta al interrogante de Saunders. No obtuvo tampoco ninguna de Stetson
o de la Harding, porque el Jefe acababa de cumplir un contrato de tres
corazones y Bertha argüía que pudo haber hecho en cambio una manga en sin
triunfo.
La vuelta siguiente mantuvo a Ray demasiado ocupado para discutir
temas ajenos al juego; anunció un pico seguido por tres pases. No sacó nada del
muerto, pero tenía buen juego y pudo fácilmente, por sí mismo, hacer tres
bazas suplementarias sobre su contrato. Jugó su mano acompañándola con un
fuego graneado de chistes.
—Voy a hacer una estratagema —declaró al jugar un as, y luego agregó,
al recoger la baza, y en medio de grandes risotadas—: Resultó. Dios debe estar
de mi lado.
"Declaré uno e hice cuatro —alardeó, cuando se contabilizó en tanteo—.
Ustedes no sabían, por lo visto, que están jugando con Ely Culbertson, junior.
Ahora tenemos una manga cada uno y estamos mano a mano. Vamos a mostrarles
nuestra clase, socia.
Uniendo la acción a la palabra, abrió con un trébol, Stetson anunció un
corazón, Bertha declaró dos diamantes, yo subí el corazón de Stetson, y
Saunders saltó a cinco tréboles. Yo tenía cinco tréboles con as rey y un
singleton de los diamantes de. Bertha, y por lo tanto el contra.
—Ya que nos cuesta, vamos a divertirnos —dijo Saunders, y declaró la
recontra.
La mano que siguió fue un desastre.
—Declaré cinco e hice uno —cantó Saunders, impávido—. Lo que
demuestra que tenía razón al ofertar de entrada un trébol.
—¿Pero por qué diablos subió a cinco con esa mano? —reclamó Bertha—.
Si ni siquiera tenia lo requerido para un anuncio de apertura.
—Fue un anuncio psíquico, Bertha. A veces resulta, otras veces no.
Mejor suerte para la próxima.
Bertha Harding refrenó sus reproches can visible esfuerzo. La mano
siguiente pasó con rapidez, haciendo Stetson un contrato de tres diamantes con
lo cual obtuvimos la manga y el coto.
—Creo —dijo Bertha con decisión—, que sería bueno hacer el cambio de
parejas después de cada dos cotos. Cada cual debería tener la oportunidad de
jugar con todos los demás.
—Lo que usted diga —manifestó galantemente Saunders—, pero yo no
tengo nada que reprocharle a mi compañera actual.
Stetson y yo accedimos. Fue cerrado el tanteo, con resultados
costosos para el Binomio Saunders—Harding. En el nuevo emparejamiento me
tocó de compañero Saunders. El Jefe y la Harding formaban un equipo
excelente; no me quedaban dudas de que Ray y yo estábamos predestinados a un
verdadero despojo. Mientras Bertha jugaba la primera mano para hacer una
semibola, los pensamientos de Saunders volvieron hacia los asuntos internos de
la SUDS.
—A propósito, Paul, ¿cómo fue que Anne decidió no venir, después de
todo? Yo creí que estaba resuelta a dirigirles la palabra a las damas de
Pennsyvania. Y sus resoluciones suelen ser difíciles de modificar.
—Se organizó un ensayo especial, para esta tarde, de su programa
radial —respondió Stetson—. No podía faltar.
—¿El programa radial? —reflexionó Ray—. Ese programa lo dirige
Whipple. El estaba en contra del viaje de Anne, y no me extrañaría que tuviese
algo que ver con ese ensayo tan oportuno. Sí que es trapacero el hombre.
—Demasiado trapacero —respondió brevemente Stetson—. Su
mojigatería algún día le va a traer disgustos, si no se cuida.
—Pero, por el cielo, ¿por qué no echó la contra? —reprochóle Bertha al
Jefe—. Usted tenía tres trics seguros solamente en su mano. Me parece que no
pensó lo que hacía.
A continuación fue declarante en un contrato de tres corazones.
—Podía haber hecho referencia a sus picos —declaró cuando Stetson
desplegó sus cartas de muerto—. ¿Cómo quiere que sepa lo que tiene si usted no
me lo dice? Ahora perdimos por su culpa la oportunidad de hacer una manga.
El carteo de la mano demostró que tenía razón. Cuando concluyó,
Saunders se fue a buscar un vaso de agua. Bertha aprovechó la pausa para
decirle confidencialmente a Stetson:
—Creo que es una suerte para la señorita Coleman que no haya podido
realizar este viaje. Le hubiera hecho daño. Porque le diré señor Stetson, no es
una mujer fuerte. Y se esfuerza más de la cuenta. Usted debiera insistir en que
reduzca sus actividades. Y a decir verdad, en mi opinión sería mucho mejor para
ella que se retirase de la SUDS. No olvidemos el síncope cardíaco que sufrió el
verano pasado. Desde entonces no ha estado nada bien. Y su trabajo en la SUDS
es terriblemente extenuante. En lugar de usted yo me preocuparía mucho por la
posibilidad de que le diera otro ataque. Puede suceder en cualquier momento. Y
el próximo ataque muy bien puede ser fatal.
—La señorita Coleman sabe cuidarse sola —fue la fría respuesta del
Jefe.
Saunders volvió a la mesa y se reanudó el juego. La mano siguiente fue
una sorpresa. Yo declaré cuatro picos y los hice.
—¿Pero cómo los dejó ganar en esa forma? —lamentóse Bertha al
finalizar la mano—. Podríamos haberlos hecho caer en uno por lo menos, y
probablemente en dos. Yo abrí con un singleton de corazones, y cuando usted
recogió la baza estuve segura de que se había terminado el problema. Si usted
hubiese vuelto a salir con un corazón, yo lo hubiese hecho triunfo. En cambio,
jugó un trébol y se lo puso directamente en la mano. ¿No sabe que hay
solamente dos justificativos para no repetir el palo del compañero: no tenerlo, o
morirse de repente?
Stetson estaba barajando las cartas mientras ella hablaba. De pronto
se puso de pie. Tenía la cara blanca como la cera. Sus ojos refulgían
furiosamente. Le temblaban los hombros. Tomó el mazo de cartas con ambas
manos, y lentamente, pero con un solo movimiento, lo rompió en dos. Luego
arrojó los pedazos sobre la mesa, siempre sin decir una sola palabra y salió del
cuarto con rápidos pasos. Hasta después que hubo pasado por la puerta, me
llegó el ruido de su respiración, en boqueadas desparejas y entrecortadas.
Los tres permanecimos en silencio durante varios minutos.
—¡Caramba! —dijo por último Ray—. Nunca había visto a Paul tan
trastornado. —Inconscientemente al parecer, llevóse la mano al parche negro
de su ojo—. Eso pasa por tomar el bridge en serio.
Bertha Harding rió nerviosamente.
Yo murmuré algo de ponerme en contacto con la prensa local y me fui.
Volvimos a reunir nuestras fuerzas a tiempo para asistir a la asamblea.
Para ese entonces, el Jefe parecía haber recuperado su natural buen humor.
Nunca oí mencionar nuestra partida de bridge.

10
Hal Sullivan era un irlandés franco y cordial, pecoso y de cabello color
naranja. Había iniciado su carrera política como mandadero en la Cámara de
Senadores, ascendiendo luego a secretario de un legislador. Después de pasar
una docena de años como empleado de una comisión parlamentaria, decidió
lanzarse a actuar por su cuenta. Conocía el funcionamiento interno de todas las
dependencias del Congreso y estaba en relaciones íntimas con la mayor parte de
sus huéspedes. Tenía una extensa provisión de anécdotas y un instinto infalible
para el buen whisky. Al presidente de la Cámara de Diputados lo llamaba "Sam".
En dos palabras, poseía todas las aptitudes y las necesarias relaciones para ser
un politiquero de camarilla de primera clase. Y no es que la SUDS tuviera nada
que hacer con los politiqueros. Al contrario, la palabra misma era tabú.
—Cuidado con las expresiones que usa, compañero —interrumpió un día
George Biggers cuando comentaba nuestras actividades legislativas—. Nosotros
no hacemos politiquería por aquí. La SUDS es una organización estrictamente
filantrópica, científica y educacional. Así dicen los Estatutos.
—Ya sé —dije yo—. Esos son tres adjetivos muy útiles que Frank
Johnson inventó para libramos del cobrador de Impuestos Internos. Pero
tratándose de las actividades de Sullivan en el Congreso, ¿de qué otro modo se
las puede llamar más que cabildeos políticos?
—Educación —contestó al punto Biggers—. Usted tiene mucho que
aprender, hijo mío. Yo no digo que Wáshington no esté llena de politiqueros.
Todos aquellos que trabajan contra nuestra legislación y tratan de hacer
aprobar leyes que no nos gustan... son politiqueros. Pero la SUDS no. Nosotros
nos limitamos a suministrar les información y asesoramiento a los miembros del
Congreso para ayudarlos a interpretar los proyectos de leyes que afectan
nuestra especialidad.
—Y por supuesto, nuestros consejos demuestran que los puntos de
vista de la SUDS son los correctos, y ellos entonces votan en consecuencia.
—Es claro —dijo él—. Es una función estrictamente educativa.
—Como quiera que usted lo llame —dije—, parece que nos acompaña el
buen éxito. No sé cómo se las habrá arreglado el gobierno, hasta ahora, sin la
SUDS. Me han dicho que hoy se les enviará un boletín a todas las socias
comunicándoles que se debe a los incansables esfuerzos de la oficina legislativa
de la SUDS el que las obreras domésticas y sus patronas no deban abonar el
impuesto del seguro social. Eso es una exageración. Nosotros no tuvimos nada
que ver con el seguro social.
—¿Qué importa si las socias lo creen? —dijo él encogiéndose de
hombros—. Sullivan tiene un hombre en el Capitolio que no hace otra cosa más
que revisar las órdenes del día del Senado y la Cámara de Diputados, buscando
proyectos de ley relacionados con las cuestiones domésticas. Cuando encuentra
alguno, en seguida les enviamos a las socias un memorándum instándolas a que
escriban inmediatamente a sus respectivos diputados. Lo cual les demuestra que
estamos siempre despiertos vigilando sus intereses.
Rubricando la declaración de Biggers, Whipple irrumpió en aquel
momento en la oficina como un heraldo seráfico.
—¡Sullivan acaba de hablar con el Jefe! —exclamó—. La Cámara de
Diputados mandó al archivo el proyecto de la ley estableciendo la inspección de
los utensilios domésticos. Tenemos que mandar un comunicado diciendo que
nosotros la hicimos rechazar. No hay tiempo que perder.
—¡Pero si la semana pasada mandamos un comunicado especificando
nuestros esfuerzos para hacerla aprobar! —le recordé.
—¿Ah, sí? —Whipple se frotó meditabundo el bigote—. Entonces
tendremos que decir algo acerca de que descubrimos a tiempo el carácter
insidioso de esa ley por su tentativa de socavar los derechos de los estados.
—En otras palabras, la SUDS mató una vez más al dragón del control
gubernativo.
—Eso es —aprobó Whipple—. Eso es exactamente lo que hicimos.
—Usamos esa expresión cada vez que se rechaza una ley —le expliqué a
Biggers—. Cuando se aprueba alguna empleamos otra en la que enarbolamos la
bandera de la colaboración con el gobierno. Estamos preparados para todas las
contingencias.
—Ya lo creo que si —asintió Whipple, con toda seriedad—. No
renunciamos a ningún artificio que contribuya a reforzar la reputación de la
SUDS como plasmadora de la cosa pública.
Cuando Biggers me dijo que yo tenía mucho que aprender, no
exageraba. Durante las primeras etapas de nuestro programa legislativo, yo
acepté gradualmente la idea de que podíamos convencer al público del interior
de nuestra gran influencia en Wáshington. No costaba mucho creer que las
mujeres hogareñas, lejos de la escena de los sucesos, pudieran ser engañadas
por las afirmaciones de la SUDS de que era el poder detrás del trono en la
capital de la Nación. Pero nunca se me había ocurrido que una agrupación
estrafalaria como la Sociedad para la Elevación del Servicio Doméstico pudiera
ser realmente tomada en serio por el mismo Congreso. Mi educación en esa
materia comenzó cuando Stetson resolvió que la SUDS debía auspiciar una ley
propia. Trabajando en esa actividad, aprendí que se podía conseguir apoyo
parlamentario para cualquier proyecto, por fantástico que fuese.
Organizaciones aun más extravagantes que la SUDS tenían proyectos de leyes a
estudio del Senado y de la Cámara de Representantes. Dilatadas audiencias
parlamentarias se llevaban a cabo para considerar con la mayor seriedad
proyectos de ley que se habría dicho redactados por Gilbert & Sullivan o Lewis
Carroll.
El parto cerebral de Stetson me fue comunicado por Chet Whipple con
el debido acompañamiento de charanga.
—Por fin va a ocupar la SUDS el lugar que le corresponde en el cuadro
nacional —anunció con su habitual pompa—. Este país necesita una institución en
la que puedan las mujeres aprender el delicado arte del manejo hogareño. Y la
SUDS se va a ocupar de que el gobierno les proporcione ese organismo. El Jefe
va a presentar un proyecto de ley en la Cámara destinando cien millones de
dólares para la instalación y mantenimiento de la Academia Doméstica de los
Estados Unidos. Tenemos que empezar sin dilación una colosal campaña
publicitaria. Esta es la mayor oportunidad que haya tenido nadie para hacer del
mundo un lugar mejor. Sí, señor, la más grande de todas.
Desde aquel momento, Whipple fue víctima de inspiraciones casi
diarias.
—Anoche concebí toda la tesis de la campaña publicitaria —fue uno de
sus anuncios—. Es brillante. Llamaremos a la Academia la West Point de las
Amas de Casa, y machacaremos para imponer la idea de que a las ingentes sumas
gastadas por el gobierno para enseñar a los jóvenes a pelear en la guerra, les
correspondan sumas iguales para capacitar a las jóvenes a desempeñarse en el
hogar. ¿Qué le parece la idea? Al Jefe le va a entusiasmar.
El Jefe, sin embargo, fue capaz de aceptar la idea sin emocionarse
demasiado.
—Sí, Chet, es buena —dijo—. Haga lo que le parezca. No hace falta que
me consulte. Tengo en la cabeza un montón de cosas.
La elevada esfera de influencias en que iba a penetrar la SUDS quedó
prestamente evidenciada por la transformación de Hal Sullivan, el genial
cortesano del Capitolio, en Harold L. Sullivan, vicepresidente de la SUDS y su
representante legislativo. Pasadas varias semanas de arreglos y planeamientos
preliminares, el proyecto de ley quedó listo para ser presentado por uno de los
mejores contactos que tenía Sullivan en la Cámara, el Honorable Jefferson
Fogg, de Illinois.
El día anterior la SUDS ofreció una gran fiesta en honor del legislador
Fogg. Entre los invitados había siete senadores, treinta y un diputados, y
dieciséis caudillitos de los ministerios de Trabajo, Comercio y Hacienda. Yo
estuve demasiado ocupado atendiendo a los representantes de la prensa para
poder observar mucho, pero parecía haber bastante humo, bastante licor y
bastante ruido, por lo que juzgué que la fiesta era un buen éxito.
El diputado Fogg estaba rodeado por una corte permanente en uno de
los rincones del salón.
—Yo siempre estoy del lado del progreso —le explicaba a un periodista
del Post de Wáshington—. Si alguna medida marcha a la vanguardia de los
tiempos, si está a tono con el Futuro, detrás de ella podrá ver siempre a
Jefferson Fogg. Puede transcribir mis palabras, joven. Pero deje bien aclarado
que no soy partidario de ninguno de esos modernos extremismos. Las cosas
viejas, los buenos principios conservadores que han hecho grande a este país,
deben ser preservados. Es por eso por lo que apadrino la ley para la Academia
Doméstica de los Estados Unidos. Es un excelente ejemplo de Conservatismo
Progresivo. A favor de eso está siempre Jefferson Fogg. Y no se olvide de que
Fogg se escribe con dos ges.
—Ha llegado el fotógrafo, diputado —dijo Whipple respetuosamente—.
Quisiéramos tomar unas fotos.
—Cómo no, cómo no, estoy siempre dispuesto a cooperar con la prensa.
¿Van a mandar esas fotos a todo el país? Entonces llévese mi vaso, mozo. Yo
procedo de un distrito agrícola y algunos de mis electores tienen puntos de
vista más bien estrechos. Ahora dígame cómo quiere que pose.
Durante la media hora siguiente, colaboré con Whipple preparando
instantáneas de acción en las que aparecía Fogg sentado, de pie, desplegando
diagramas, demostrando camaradería —todas las posturas habituales de la
publicidad—, con Stetson, los senadores, los otros representantes y los
distintos jefes de oficinas gubernativas.
Al día siguiente, cuando el proyecto de la SUDS entró oficialmente en
el colador del Congreso, obtuvimos nuevas fotografías y declaraciones de Fogg.
El proyecto fue enviado a comisión y quedó allí aparentemente enterrado.
Entonces entró en acción Sullivan. Bombardeó a los miembros de la comisión con
regalos. Les ofreció fiestas, individualmente y en masa. Les mandó flores a las
esposas y bombones a las dactilógrafas. La SUDS les ofreció un banquete de
hombres solos cuidadosamente preparado con champaña y coristas, que se
prolongó hasta las cinco de la mañana. Por último, el proyecto fue rescatado del
olvido y se fijó fecha para comenzar las audiencias de la comisión.
Durante los tres días anteriores a la primera citación, Hal Sullivan se
mudó a la SUDS y prácticamente se hizo cargo de toda la sociedad. Entraba y
salía del departamento publicitario como general en jefe, dando instrucciones a
gritos a todos los que encontraba a su paso.
—Que vaya alguien a entrevistar al diputado Whetstone —ordenó—.
Apoyará la ley si considera que tiene méritos como novedad.
—Convencí al diputado Finch de que se deje fotografiar con las
fregonas del edificio de la cámara —declaró en otra ocasión—. Pueden sacar de
ahí una crónica de gran interés humano.
—Usted es el abogado de la casa —le dijo a Johnson—. Reúname toda la
información que pueda conseguir sobre las razones que justifiquen la creación
de la academia. Necesitamos algunos datos estadísticos vitales y un lenguaje
legal de alto vuelo. Eso siempre impresiona a los muchachos. Tráigame todo el
material que consiga y yo elegiré lo que sirva. Yo les vaya dar a ustedes,
compañeros, un curso acelerado sobre la manera de pilotear la legislación.
—Yo creo que mi educación ya ha dejado eso muy atrás —repuso
secamente Johnson—. El mecanismo parlamentario me es perfectamente
conocido. Usted olvida al parecer que fui yo quien redactó el proyecto de ley.
—No se enfade, doctor —dijo Sullivan, palmeándole el hombro—. Nadie
dice nada de su proyecto. No niego que tenga algunas arrugas, pero ya las
plancharemos. Usted es nuevo en este negocio, pero muy pronto le mostraré sus
entretelones.
Johnson se alejó indignado, y supe luego que había ido a ver al Jefe con
una larga lista de quejas contra Sullivan.
—Como asesor legal de la SUDS debería estar yo a cargo de su
legislación —le dijo a Stetson—. Sullivan no es más que un charlatán. Está
destruyendo la dignidad de la SUDS y sus tácticas de circo significarán sin
duda la derrota de nuestra ley.
—Tiene mucha influencia en el Congreso —replicó suavemente
Stetson—. Y eso es lo que ahora nos hace falta.
—¡Já! —repuso Johnson con desdén—. El pretende tener mucha
influencia legislativa. ¿Pero te das cuenta que ni siquiera es miembro del foro?
Si nuestro gobierno ha de estar dirigido por rufianes, yo debo haber elegido
mal mi profesión.
Se rumoreó que Johnson había presentado su renuncia a la SUDS como
prueba de su disgusto. Si era cierto, el Jefe debió persuadirlo para que la re
considerara, porque siguió actuando como vicepresidente, uno de los siete de la
sociedad.
El departamento de publicidad inundó los periódicos y revistas con
emocionantes tributos a la femineidad norteamericana y a la santidad del hogar
norteamericano. Boletines urgentes se enviaban a las socias y a las socias en
perspectiva manteniéndolas al día sobre la marcha del proyecto. Y la caja de la
SUDS se hinchaba con los envíos de nuestras partidarias, que no sólo remitían
cartas a los diputados, sino también cheques a la sociedad para engrosar los
fondos de la campaña.
—Hunter Willoughby está en Wáshington —me dijo Sullivan el día
antes de que comenzaran las audiencias de la comisión—. Lo llevaré al Capitolio
para fotografiarlo dándole la mano al diputado Fogg. Durante mi ausencia, haga
un resumen de las declaraciones que preparó. Los diarios no podrán publicarlas
integras.
Me dejó las veinte páginas de argumentos con los cuales el presidente
de la SUDS planeaba bombardear a la comisión. Miembros de las agrupaciones
estatales organizadas por Carl Doherty se reunieron también con belicosa
ansiedad para deponer a favor de la nueva academia. Desde California llegó un
telegrama con el siguiente mensaje:
"Imposible partir antes 23 de agosto. Posterguen audiencias porque
tengo importantes declaraciones para el Congreso. Ley debe modificarse
cerrando academia incondicionalmente para todos los no abstemios."
Estaba firmado por Loretta Knox.
—Que no venga esa mujer —ordenó Sullivan—. Puede hacer en un día
más daño del que yo pueda reparar en un año. El Capitolio no es lugar para
desequilibrados.
El Jefe le escribió entonces, con apropiadas expresiones de
sentimiento, que todos los esfuerzos para obtener una postergación habían
resultado vanos. Agregaba que, como las audiencias concluirían necesariamente
antes de que ella pudiera arribar a Wáshington, sería mejor que se quedara en
el oeste para continuar allí, sin interrupción, su espléndida tarea.
Las audiencias duraron dos semanas. Los testigos de la SUDS fueron
reforzados por una docena de otras agrupaciones que concurrían con sus
propios objetivos.
—Aquí tengo planos y proyectos —informó el representante de una
asociación de constructores—, que prueban las ventajas económicas de un vasto
programa de construcciones para la academia.
—No aprueben la instalación de la academia —solicitaba una agrupación
feminista—. No podemos aceptar ninguna legislación que implique confinar a la
mujer en el hogar.
—Levanten la academia en nuestra ciudad —instaban los emisarios de
varias cámaras de comercio.
—Incluyan cursos especiales de lechería y avicultura en los planes de
enseñanza —fue la recomendación de los intereses agrícolas.
—Excluyan todos los alimentos extranjeros de la cocina y los
laboratorios de la academia —reclamó el secretario de una asociación de
fabricantes.
—Traigo una petición firmada por mil madres —dijo una entusiasta
pacifista. Solicitan ansiosamente que la academia doméstica se haga cargo de
las facilidades de que gozan la academia militar de West Point y la academia
naval de Annapolis, para demostrar la determinación norteamericana de
preservar la paz permanente.
Los miembros de la comisión pesaban presumiblemente todos los
argumentos con sumo cuidado. Finalmente dieron por terminadas las
deliberaciones, y Hal Sullivan trajo la jubilosa noticia de que el proyecto sería
despachado favorablemente ante la Cámara.
—Está todo preparado —nos dijo—. Movilicé doce diputados que desean
hablar en favor de la ley. Suminístrenme unos discursos de cinco, diez y quince
minutos de duración para ellos. Ustedes saben lo que les gusta a los muchachos;
literatura florida sobre el amor al país, al hogar y a la madre. Su lectura
impresiona bien a los votantes, allá en los respectivos terruños.
El cuartel general de la SUDS se transfirió casi enteramente a las
galerías de la Cámara el día en que entró el proyecto en debate. Hasta Johnson
dominó su resentimiento por la prepotencia con que Sullivan se había apoderado
de su obra y se unió a la procesión.
—Lamento que usted no pueda estar presente en esta histórica ocasión
—me dijo Whipple, mientras salía pavoneándose—, pero alguien debe quedarse
para poner en marcha el comunicado de prensa no bien se apruebe la ley. Lo
llamaré por teléfono para darle el número exacto de votos a favor y en contra.
Así usted puede lanzar la noticia sin demora.
Hacía una hora que estaba solo, cuando George Biggers entró en mi
oficina. Le expresé mi sorpresa de verlo todavía en la casa.
—Esa oratoria de floripondio no es para mí —me respondió—. Me pasé
un par de días en las audiencias de la comisión escuchando a nuestra gente
llenarse la boca con la jubilosa vida de la academia, y eso es suficiente para mí.
Pero yo creía que usted estaba allí oyendo sus palabras transformadas en oro al
salir de su garganta de legislador.
—Soy un esclavo del deber —expliqué—. Tengo que estar aquí listo para
anunciar la buena nueva a los diarios en cuanto se apruebe el proyecto.
—¿Usted espera que se apruebe?
—¿Usted no? —repliqué.
—No, qué diablos —me respondió—. Yo habré hecho, quizá, algún
comentario poco cortés sobre los diputados, pero no creo que sean locos. No van
a invertir cien millones de dólares en una estúpida escuela para enseñar a las
chicas a cocinar y a manejar un aspirador eléctrico.
—A mí también me pareció una idea disparatada —reconocí—, pero
después de haberla aprobado la comisión con tanto bombo y platillo, pensé que
debía ser yo el que andaba con el paso cambiado.
—Pero es claro que la comisión la aprobó —dijo Biggers—. ¿Por qué
razón no la iba a aprobar? Ray tiene varios buenos amigos en el Congreso, y
están siempre dispuestos a hacerle un servicio, ya que no les cuesta nada a ellos
y muy poco a los contribuyentes. No tienen ningún inconveniente en figurar
como defensores de movimientos pro mejores esposas y mejores madres. Son
sensiblerías populares que acarrean votos. La academia es un buen tema para
discursos y para artículos, pero cuando se trata de instalarla, ya es harina de
otro costal.
—En tal caso, el Jefe está destinado a sufrir un terrible desengaño
esta tarde.
—Stetson no vive en el aire —me corrigió Biggers—. Sabe muy bien lo
que hace con ese proyecto de ley. Lo único que podría tirarlo de espaldas es que
pasara algo raro y aprobaran la ley.
—¿Pero entonces él no quiere la academia?
—¿Para qué diablos nos serviría una academia? —preguntó Biggers—.
Ahora nos sirve como excelente motivo de propaganda. Nosotros tenemos una
visión avanzada, e inspirados en el espíritu público propugnamos una legislación
progresista. Eso nos produce nuevas socias. Y lo que es más importante,
recibimos millares de contribuciones financieras para proseguir en la brega. Si
se aprobara la ley, se acabaría todo y tendríamos que pensar en algo nuevo.
Todavía no lo he visto a Stetson matar a una gallina que ponga huevos de oro.
—Pero la gallina quedará igualmente muerta cuando se rechace la ley —
dije yo.
—Deje eso por cuenta de Stetson —me dijo alegremente—. Le apuesto
a que sabrá conservarla vivita y cacareando mientras siga proporcionando
billetes.
Con este nuevo pronóstico de Biggers, comencé a redactar otro texto
distinto para anunciar el resultado de la votación. La que teníamos preparada
era una nota de triunfo, explicando que los gigantescos esfuerzos de la SUDS
habían conquistado una señalada victoria para la democracia y para el hogar
norteamericano. El rechazo de la ley requeriría, como es natural, un enfoque
totalmente distinto. Elucubré unas declaraciones echando la culpa del fracaso a
los capitalistas, los comunistas y los fascistas, Eso, pensé yo, cubriría todas las
contingencias. Y entonces descansé, a la espera del llamado telefónico.
Cuando sonó el teléfono, era Sheila quien llamaba. Su voz era tan débil,
que apenas la oía. Tres veces le pedí que me diera las cifras de la votación antes
de comprender que no me hablaba de la ley.
—Se trata de Whipple, Pete.
Finalmente habló con la suficiente claridad para que pudiera
entenderla.
—Estamos en el hospital Sibley. Ven en seguida, por favor.
—¿En el hospital Sibley? —repetí—. ¿Qué le pasa? ¿Está enfermo?
—Está herido. Gravemente. El médico lo está examinando en este
momento. —Sus palabras eran al principio lentas e incoherentes. De pronto se
abalanzaron velozmente—. ¡Ay, Pete, qué cosa terrible! Stetson lo hizo rodar de
un golpe por las escaleras del Capitolio, y creo que lo mató.

11
Cuando llegué al hospital encontré al grupo de la SUDS ocupando una
de las salas de espera. Saunders y Bertha Harding conversaban activamente, en
voz baja, cerca de la puerta. Todos los demás guardaban silencio. Stetson
estaba sentado, con el codo apoyado sobre un escritorio y una mano sobre los
ojos, de tal modo que no me fue posible verle la cara. Anne Coleman estaba
detrás de él, con las manos entrelazadas y el rostro vacío de emoción. Los
restantes se hallaban sentados o de pie, unos deprimidos, otros aprensivos.
Todos me miraron cuando entré, pero nadie habló. Yo me detuve un instante,
indeciso, en la puerta. Luego Stetson levantó la cabeza.
—Fue un accidente, Robbins —dijo sordamente—. Procure que no se
publique en los diarios.
—Sí, señor —dije yo—. Haré lo que pueda. Whipple está... —Vacilé
tratando de encontrar una palabra diplomática que reemplazara a "muerto".
—Estamos aguardando el informe del médico —respondió Stetson—.
Estaba sin conocimiento cuando lo trajimos, pero aun respiraba. Se va a
recuperar. Es preciso. Fue un tremendo error.
Se tapó la cara con ambas manos y volvió a reinar el silencio.
Sheila estaba de pie junto a la ventana. Le hice una seña y salí del
cuarto seguido por ella. Había un banco al final del corredor, y nos sentamos.
—Desde aquí podremos ver cuando salga el doctor —le dije—. Entre
tanto podrías enterarme de lo que pasó. ¿Tú lo viste... caer?
—¡Ay, sí, lo vi! Yo estaba detrás de él.
Juntaba y separaba las manos. Me pareció que estaba a punto de
estallar en lágrimas.
—Serénate —le dije—. Si Whipple muere, la policía probablemente
tomará cartas en el asunto y ya no estará en nuestras manos evitarlo. Pero si
vive, dependerá de nosotros impedir la desagradable publicidad. Yo debo
conocer primero los hechos, para poder ocultarlos. Así que no compliques las
cosas desesperándote.
—No —prometió ella—, pero si hubieras visto, Pete...
—Yo no vi nada —interrumpí con aspereza—, y por eso quiero saber qué
viste tú. ¿Qué provocó ese... accidente?
—Fue así; se trató el proyecto de ley y hubo una cantidad de discursos.
—Sheila hablaba con los labios apretados y con su tono de voz cuidadosamente
controlado—. Luego lo rechazaron por 290 votos contra 44.
—¿Cómo lo tomó el Jefe?
—Con la mayor calma. Pero todos los demás parecían sentirse bastante
aplastados. Whipple había estado exudando entusiasmo toda la tarde. Estaba
seguro de que ganaríamos. Y luego, ante el pobre resultado obtenido, se desinfló
como un globo pinchado. Mientras aguardábamos el ascensor. Whipple hizo unos
comentarios afirmando que la causa del fracaso residía en la despreocupación
de Stetson por el departamento publicitario.
—¿Stetson se enojó?
—No, seguía tomándolo todo con el mejor humor. Después empezó a
picarlo Frank Johnson. Se quejaba, afirmando que Stetson no debió nunca
confiar un proyecto de esa importancia a un saltimbanqui como Sullivan. Hasta
insinuó que la ley no había sido aprobada debido a algún tortuoso enjuague
político, y ya parecía que Johnson y Sullivan se iban a tomar a golpes allí mismo.
Pero llegó el ascensor y los interrumpió.
—Me hago cargo de que la atmósfera ya estaba bastante cargada para
ese entonces.
—Bastante, pero el Jefe seguía perfectamente sereno. Salimos y yo
comencé a bajar las escaleras de piedra del Capitolio con Whipple a mi lado. Un
poco más adelante iban el Jefe y Bertha Harding; ella desarrollaba una arenga
sobre mala administración e incompetencia. Sospecho que pensaba pasar a la
historia como Madre de la Academia Doméstica y le echaba la culpa a Stetson
por robarle esa distinción. Al mismo tiempo Whipple me tocaba su disco
habitual sobre la condición de hijastro del departamento publicitario, y me
decía lo mucho que podríamos haber hecho en favor del proyecto.
—Te lo podría repetir palabra por palabra —dije yo.
—Al parecer su resentimiento era demasiado grande para que se
conformara conmigo sola como auditorio, porque de súbito aceleró el paso y se
introdujo entre Bertha y Stetson, declarando: "Si me hubiese hecho caso a mí,
habríamos podido triunfar." Parece que eso colmó la .paciencia de Stetson.
Justo cuando Whipple llegaba a su lado, el Jefe se volvió hacia él, alzó el brazo
y le dio un fuerte golpe en el pecho. Un segundo después Whipple era un bulto
tirado a los pies de la escalera. Yo estaba segura de que se había matado.
—¿Tú crees que Stetson lo hizo a propósito? —pregunté—. Quizá se
haya dado vuelta con demasiada brusquedad. Pudo haber sido un accidente.
—No fue accidente. Estoy segura de que se proponía matarlo. Cuando
Stetson se volvió, le vi la cara. —Sheila se estremeció—. Estaba pálido como un
fantasma y le relampagueaban los ojos. Me pareció en aquel momento que
estaba viendo a un loco, un hombre poseído por el odio y la violencia de tal modo
que no conseguía dominar sus actos. Durante varios segundos después de la
caída de Whipple, se quedó completamente inmóvil. Su respiración parecía
pesada y dolorosa y tenía aún la misma expresión de furia en los ojos. Luego
pareció recuperarse. Musitó: ¡Dios mío, qué hice! y corrió escaleras abajo hacia
donde estaba Whipple. En un par de minutos se reunió una muchedumbre. Todo
el mundo gritaba haciendo preguntas y dando órdenes. Después vino un agente
de policía y se hizo cargo. Muy poco tardó en llegar una ambulancia, recogieron a
Whipple y lo trajeron aquí. Nosotros lo seguimos en taxis. Desde entonces.
estamos esperando las noticias que nos pueda dar el doctor.
—¿El agente hizo alguna pregunta?
—Anotó los nombres y demás datos habituales. Creo que dio por
sentado que se trataba de un accidente.
—¿Había algún periodista presente?
—Yo no vi ninguno.
—Entonces creo que vamos bien, a menos que Whipple...
—Entró un hombre en la sala de espera —me interrumpió Sheila—.
Debe ser el médico. Ahora lo sabremos.
Volvimos apresuradamente por el corredor. La expresión de alivio que
vimos en el rostro de Stetson cuando entramos nos indicó que las noticias eran
buenas. Supimos que Whipple había resistido una fractura del cráneo, que lo
retiraría de la circulación por un par de meses, pero que probablemente no le
dejaría secuelas.
Abandonamos el hospital con el ánimo considerablemente aliviado. La
conversación no tardó en apartarse de las heridas de Whipple y volvió a la ley
de la SUDS.
—Lo que debemos hacer ahora —declaró Stetson—, es cerrar filas y
comenzar de nuevo la lucha.
—Así es —asintió Sullivan—. Esta vez comenzaré por la otra punta y
trataré de que el proyecto sea aprobado por el Senado.
Johnson, resentido por la autoridad que se arrogaba Sullivan,
manifestó violentamente:
—Una ley destinando fondos no puede originarse en el Senado.
Cualquier tonto lo sabe.
La serenidad de Stetson permaneció inalterable. Dijo con toda calma:
—Y bueno, Frank, ya que tenemos en la compañía un buen abogado como
tú, no debe causarnos ninguna preocupación la posibilidad de convertir el
proyecto en otro que pueda iniciarse en el Senado.
—Veré lo que puedo hacer, Jefe —dijo Johnson, rápidamente
apaciguado.
—Nos tomaremos solamente un breve descanso, mientras rehacemos
los fondos de la campaña —explicó Stetson—. Luego introducimos el proyecto
en el Senado. Si no marcha, lo presentaremos de nuevo en la siguiente reunión
de la Cámara. Lo único que nos hace falta es paciencia y perseverancia. Después
de todo, Roma no se hizo en un día.
—Tengo la impresión —le dije a Sheila, cuando el Jefe se alejó y no
podía oírnos—, de que nos vamos a pasar cabildeando por la academia doméstica
el resto de nuestros días.
Sheila sonrió con desgano.
—Me parece que no podré volver a mirar nunca más las escaleras del
Capitolio. Me voy a despertar a media noche sintiendo los ojos de Stetson
atravesándome como alfileres candentes. Pete, ¿tú crees que está
completamente cuerdo?

12
Pocos meses más tarde se produjo un alborotado cambio de
dactilógrafas en la oficina principal de la casa. Cuando Anne Coleman adquirió la
categoría de vicepresidenta, se volvió demasiado importante para tomarle los
dictados al Jefe y hubo que emplear para este último otra secretaria. Ella
Herman era una mujer de baja estatura, robusta y discreta. Llevaba el pelo en
moño, anteojos de carey y zapatos de tacones bajos. La había elegido Anne
Coleman. Trabajó durante poco más de dos años y luego se retiró para casarse.
—Ese es el defecto de las mujeres feas —comentó Ray Saunders—. Se
casan pronto porque temen que el primer hombre que les proponga matrimonio
sea el último.
Stetson decidió seleccionar personalmente a la sucesora de Ella
Herman, y por lo visto compartía la falta de confianza de Saunders en las
empleadas vulgares. En el término de un mes tres destacadas muestras de
belleza femenina llegaron y se fueron. Sheila me dio un rápido informe de cada
caso.
—Susan hubiera marchado bien, pero no sabía ortografía, y hasta las
rubias platinadas necesitan algún conocimiento básico. Estelle renunció porque
encontraba a Stetson demasiado amistoso. Connie tenía la mejor voluntad para
ser también ella amistosa, por lo que Anne la despachó.
—Sospecho que tienes de nuestro estimado patrón el mismo concepto
que Whipple —comenté.
—Bah. Whipple tiene una mentalidad de una sola vía. Pero si uno anda
por ahí oliendo humo por todas partes como él, lo más probable es que llegue a
taparse con algún incendio.
—¿Y tú te quemaste con este?
—No, qué esperanza. Yo obtengo mi información por las chicas de la
oficina del frente. Stetson se mostró conmigo un tanto paternal, en una forma
nada paterna, en algunas de las fiestas, pero aparte de eso, yo no tengo mucho
contacto con él. Son las chicas que deben tomarle el dictado las que se
encuentran en esos riesgos.
—Entonces va a ser difícil encontrarle secretaria.
—Realmente difícil —dijo ella—. Si fuera por Stetson solamente no lo
seria tanto. Después de todo, hoy en día hay muchas chicas con idiosincrasia
colaboracionista, y él, a decir verdad, no es tan malo de aceptar. Pero está Anne
con quien lidiar, y ella está resuelta a no permitir cazadoras furtivas en su
campo. Lo que hace falta es una chica sin atractivo sexual o con mucha
resistencia.
La búsqueda de ese dechado era atribución de George Biggers. Dos
agencias de colocaciones enviaban, por orden suya, jóvenes aspirantes para ser
inspeccionadas por Stetson; pero después de la tercera tanda, se resignó a
enfrentar un prolongado estado de sitio. Como solución temporaria, le facilitó a
Stetson su propia secretaria para atenderle los dictados más urgentes y
confidenciales.
Cuando tomó a Mary Dalton como secretaria, Biggers había demostrado
un alto grado de discernimiento; no es de sorprender, por lo tanto, que Stetson
la encontrara atractiva. De su aventura con el Jefe hubo luego tantas versiones
como personas había en la SUDS, todas integradas por unos cuantos datos
verídicos y una gran dosis de imaginación. Todas ellas se iniciaban en el
momento en que Stetson le dio a Mary un informe largo e intrincado para que lo
pasara a máquina. A la hora de la salida, no había escrito más que la mitad. Como
debía ser despachado por correo aquella misma noche, le pidió que lo concluyera
y se lo llevara inmediatamente al hotel. Eran cerca de las veintidós cuando Mary
llegó al cuarto de Stetson, donde se quedó aguardando a que el Jefe revisara el
trabajo y le hiciera las necesarias correcciones en su máquina portátil.
Luego Stetson comenzó a hacer insinuaciones, y desde ese momento en
adelante los relatos variaban según el temperamento del relator. Whipple
caracterizó a Mary como una mujer sin principios que se sometió
voluntariamente a los avances de Stetson, pero que finalmente se sintió
abrumada por la enormidad de su pecado y huyó de la habitación transida de
vergüenza. En el otro extremo estaba el cuadro trazado por Biggers, en el que
aparecía Mary como la inocencia ultrajada que lucha con buen éxito por su honor
cuando descubre que las intenciones de Stetson no son las profesionales.
La verdad probablemente se encontraba entre esas dos versiones.
Mary siempre me impresionó como la clase de chica que aceptaría sin reparos un
poco de excitación. Estaba en la SUDS desde hacía bastante tiempo como para
no ignorar qué podía sucederle si iba sola, por la noche al cuarto de Stetson.
Pero como muchas "buenas" chicas. Quería vivir la emoción de comenzar algo
que no estaba dispuesta a concluir. Carecía del suficiente sentido común para
comprender que tratar de comerse los adornos de azúcar sin tocar la torta, era
no sólo deshonesto sino también peligroso con un hombre como Stetson.
Naturalmente, el dominio de la situación se le escapó de las manos y terminó por
asustarse completamente.
A la mañana siguiente le comunicó a Biggers por teléfono su renuncia y
Biggers corrió en seguida a la oficina de Stetson presa de violenta ira. Por
desgracia, y destruyendo con eso cualquier esperanza de mantener el asunto
secreto, el Jefe estaba impartiendo instrucciones a la recepcionista, una chica
que de tiempo atrás se había ganado el mote de La Pregonera. Me llegó su relato
del encuentro por medio de Sheila.
Biggers inició la escena gritando:
—¡Habría que matarte! Yo tendría que estrangularte, ahora mismo y
aquí mismo.
Stetson le preguntó qué pasaba, y Biggers dijo:
—Tú sabes muy bien qué pasa. Mary me acaba de hablar y me contó lo
que sucedió anoche. ¡Cuando pienso que esa niña decente ha sido insultada por
un tal por cual como tú!
El eufemismo "tal por cual" no era la cita textual de las palabras de
Biggers, pero las representaba cuando llegaron a mis oídos después de la
censura femenina. No sé si la recepcionista había sido igualmente inexplícita, o
si la expurgación se debía a la modestia de Sheila. De todos modos, me dijo que
Biggers "blasfemó terriblemente" y que lo llamó a Stetson "con los más
espantosos epítetos", pero las profanaciones y los calificativos los dejó librados
a mi imaginación. La reputación de Mary se consideró salvada por una de las
oraciones de Biggers según la cual "si la hubieras llegado a tocar, te hubiera
roto todos los huesos del cuerpo".
Por último el Jefe pudo interrumpir el torrente de vocablos indignados,
señalando a la recepcionista y diciendo:
—Cálmate, George. No estamos solos.
Al parecer, Biggers no se había dado cuenta de que había una
espectadora, porque se contuvo lo suficiente para indicarle que se retirara y
nadie dijo una sola palabra hasta que la muchacha salió y cerró la puerta. Según
su relato, había salido llena de pánico, porque estaba completamente segura de
que uno de ellos mataría al otro. El señor Biggers estaba suficientemente fuera
de sí como para hacer cualquier cosa, y no se podía pretender que el señor
Stetson se quedara escuchando tranquilamente las horribles cosas que le
decían.
La impresión pretendida por La Pregonera de que se cometería un
crimen detrás de la puerta cerrada de la oficina de Stetson no podía ser
sincera. La exageración melodramática se debía indudablemente a su natural
instinto de cuentera que la impelía a no defraudar la atención del auditorio. En
realidad, parecía evidente que Biggers había desahogado su indignación usando
un lenguaje fuerte. En cuanto a Stetson, la joven hubo de admitir que parecía
prácticamente impasible frente a la andanada de su tesorero.
Real o imaginario, el pánico de la recepcionista no duró mucho. Menos
de media hora después, Biggers salió de la oficina, indemne y aparentemente
aquietado. Pronto se hizo indudable que la discusión había dado buenos
resultados, porque aquel mismo día Biggers le dijo a la recepcionista que Mary
Dalton estaba en su casa muy resfriada y que volvería a su trabajo el lunes
siguiente. Agregó una clara insinuación de que esa noticia era para ser
comunicada a todo el mundo y difería por lo tanto de ciertos otros
acontecimientos de los cuales la joven haría bien en guardar el secreto.
Aunque el consejo hubiese llegado a tiempo, habría sido probablemente
desatendido lo mismo, desde el momento que para ella la palabra secreto era
como una señal ígnea alumbrando las noticias que mayor interés podrían
despertar.
Consciente Biggers de que en la SUDS era imposible toda reserva,
trajo él mismo el tema a colación un par de días más tarde.
—Supongo —me dijo— que las lenguas continuarán en movimiento
paladeando mi altercado con Stetson.
—En efecto —le aseguré—. Usted creó un misterio de nueve días por lo
menos. Es un gran recreo en la monotonía de la labor diaria.
—Esa tonta —dijo, acusando a la recepcionista—. No tiene la suficiente
sensatez para guardar ciertas cosas en secreto. Nunca he visto una mujer tan
activa con los ojos, los oídos y la boca.
—Me imagino que le vendrá de estar todo el día sin tener otra
ocupación para el cerebro más que la de ver entrar y salir a la gente y enchufar
y desenchufar clavijas en un tablero.
—Es verdad; supongo que a cualquier otro le pasaría lo mismo. Creo que
el tonto fui yo esta vez, por desbocarme delante de ella. Pero estaba tan
excitado que no la vi allí donde estaba sentada, hasta que fue demasiado tarde.
Me imagino que su relato habrá sido bien fantástico.
—Bastante. Pero ahora es mejor todavía, después que cada uno de
nosotros pudimos aderezarlo a nuestro gusto y paladar.
—Va a ser terrible para Mary, cuando vuelva. Es una pena, puesto que
ella no tiene la culpa de nada, pero ahora ya no se puede arreglar.
—¿Así que después de todo no renunció?
—No. El asunto quedo solucionado. Cuando me llamó, estaba fuera de sí.
El susto le había trastornado el juicio a la pobre chica, y decía que no podría
trabajar más con Stetson. Pero después de hablar con él, me puse en contacto
de nuevo con Mary. Le dije que se tomara unos días libres hasta que se disipara
la excitación, y recomenzara la semana que viene. No hay razón para que no
continúe desempeñándose como secretaría mía, habiendo quedado establecido
que no volvería a hacer ningún trabajo para Stetson. El me prometió que la
dejaría tranquila en adelante, y esa promesa la tendrá que cumplir por su propio
bien.
—El Jefe debe sentirse muy deprimido por todo este asunto —observé.
—Qué diablos, usted lo conoce a Stetson. Para mí que lo considera
como una broma muy graciosa. Pero sí no se anda con cuidado, el día menos
pensado se va a encontrar en un verdadero aprieto.
—¿De qué clase?
—En un escándalo. Pero no del tipo de estos pequeños chismes de
oficina, sino de aquellos que se van a publicar en todos los diarios. Paul siempre
tuvo la costumbre de echarle el ojo a las chicas guapas, y las más de ellas le
echan otro ojo a él, pero nunca lo he visto comprometerse seriamente. Es de
poco tiempo acá que ha comenzado a arrojar la discreción por la ventana.
—Será tal vez que el status quo no le satisface más —sugerí yo.
—Eso no lo sé —replicó Biggers—. Anne Coleman es una mujer muy
atractiva y ellos se han llevado siempre bien. Personalmente, creo que Paul se
hubiera casado con ella, si la esposa no fuese tan arpía. Pero claro que uno
puede cansarse de cualquier cosa con el tiempo.
—Tal vez se está sintiendo envejecer y quiere probar que todavía es
capaz de conquistar a las mujeres.
—Linda ocasión habría elegido para hacer experimentos. Eso hubiera
estado bien cuando andábamos de un lado para otro, por todo el país, y nadie lo
conocía. Pero ahora las cosas han cambiado.
—Stetson se ha convertido en un nombre muy popular —asentí.
—Positivamente. Se difundió por todos los diarios, con motivo de esa
nueva legislación para la academia. Durante los tres últimos meses habló media
docena de veces por radio. La SUDS tiene más de cien mil socias. Stetson es
ahora un personaje de primera plana, y cuando se ha conquistado reputación
nacional siempre hay alguien dispuesto a disecarla si se le da pie.
—Usted parece preocupado.
—Lo estoy. Vea lo que sucedió la otra noche. Por fortuna, Mary es una
buena chica y no hay peligro de que use el episodio en contra de el. Pero
supóngase que hubiese tropezado con alguna aventurera, de esas que no tienen
nada que perder. Vaya a saber las demandas que le hubiera hecho. Hubiera
podido meterlo en un verdadero berenjenal.
—¿Y cual sería el objetivo?
—Podría ser el dinero —declaró Biggers—. Entran grandes sumas en la
SUDS, y los ingresos de Stetson han subido hasta los escalones más altos.
—¿Usted cree que podrían chantajearlo?
—¿Por qué no? Cualquier persona de conciencia poco exigente que
consiguiera hacerse de algún buen secreto sobre Stetson podría transformarlo
en una buena fuente productiva. Fíjese la suerte de socias que tenemos. Son en
su mayoría amas de casa de la clase media, pueblerinas, asiduas concurrentes a
la iglesia. Todas ellas consideran a la SUDS la respetabilidad por antonomasia.
Piense un poco y verá que si llegase a prender en ellas otro concepto distinto
nos abandonarían como si fuésemos leprosos. Lo cual significa que todos los
dirigentes deben ser insospechables.
—Algunas de esas beatas de la clase media pueden considerar
sospechosas las relaciones del Jefe con Anne Coleman.
—Posiblemente —convino Biggers—, pero eso es cosa vieja y no hay
razón para que nadie lo saque a flote ahora. Lo único que debe hacer Stetson es
tratar de no verse envuelto en un escándalo nuevo. No puede darse ese lujo, si
piensa seguir adelante como jefe de la SUDS.

13
La SUDS fue un buen éxito financiero casi desde el principio, pero sólo
en 1942 comenzó a dejar verdaderos beneficios. Con sólo las cuotas de las
socias se cubrían todos los gastos. De modo que las contribuciones para la
campaña pro academia doméstica podían ser consideradas como ganancia líquida.
Esas contribuciones seguían afluyendo, porque se publicaba un boletín semanal
describiendo nuestra valiente lucha por conseguir la luz verde en el Senado.
Cuando Stetson anunció que la SUDS realizaría su primera convención
anual en el mes de marzo, pensé que el saludable estado de la tesorería lo había
inducido a la prodigalidad de una costosa inversión que acrecentara el prestigio
de la sociedad. George Biggers se encargó bien pronto de corregir esa
impresión.
—Stetson no tira el dinero por gusto —me informó—. Esa convención no
sólo pagará los gastos por sí misma sino que engrosará nuestros caudales.
Hemos tomado un gran estadio en Chicago y les alquilamos quioscos a
fabricantes de utensilios y adminículos para el hogar. Hasta ahora ya hemos
cobrado en alquileres, sobrecargos por lugares de preferencia y otros
conceptos una suma suficiente para abonar nuestras planillas de sueldos
durante todo un año. Además, obtendremos una buena ganancia vendiendo
espacio para avisos en los programas de la convención.
—Se ve que no deja nada afuera —comenté yo—. Supongo que pensarán
sacar también beneficio de las cuotas de inscripción.
—Es claro que sí; descontamos que asistirán unas veinte mil delegadas.
Abonarán un dólar cada una y nosotros les daremos distintivos personales y
para los coches, y literatura, por valor de unos quince centavos de dólar. Todo
junto hace una bonita suma.
—Me imagino, por consiguiente, que la convención se convertirá en un
acontecimiento anual.
—Tiene razón que le sobra. Stetson resplandecía cuando se le ocurrió
la idea y puede estar seguro de que el programa se repetirá cada año.
Dos semanas antes de la fecha señalada para la inauguración todo el
personal de la SUDS se trasladó a Chicago para establecer allí el cuartel
general. Luego llegó el día de la inscripción, y jamás en mi vida he visto tantas
mujeres reunidas bajo un mismo techo como las que pululaban por el estadio. La
mañana pasó sin mayores novedades, salvo una catarata de reclamos por
habitaciones de hotel que mantuvo en conmoción a nuestra oficina de
hospedajes. Durante la sesión de apertura el estadio estuvo repleto en todos
los rincones. Stetson pronunció el discurso de bienvenida.
—Todas las reuniones posteriores —explicó—, serán fraccionadas en
grupos menores de manera que cada delegada pueda dedicarse a la rama
doméstica por la que tenga particular interés. Esta sesión plenaria ha tenido por
objeto reunirlas a todas al principio, para que se conozcan entre sí y conozcan a
los miembros de las respectivas comisiones directivas. Como expresión de
camaradería vamos a iniciar nuestras labores con un gran desfile. Todas las
líderes de las agrupaciones estatales tienen estandartes que llevan el nombre
de la filial correspondiente. Ellas abrirán la marcha al frente de cada conjunto.
Todas las delegadas colaborarán formando filas detrás de los estandartes de
cada estado y desfilarán por las calles que circundan el estadio.
Mientras el crudo viento de marzo soplaba sobre el lago Michigan,
veinte mil mujeres formadas en columnas recorrieron marcialmente los tres
cuartos de kilómetro que rodeaban el edificio. Habiendo agregado a mis
restantes obligaciones la de Fotógrafo Oficial, me estacioné, provisto de una
cámara, en la parte posterior del local, para tomar instantáneas de la procesión
en su punto medio, allí donde supuse que estaría en su mayor dinamismo. La
primera bandera que apareció doblando la esquina fue la de Alabama. Detrás de
las portaestandartes marchaban varios centenares de mujeres cantando "Dixie"
a todo pulmón. Después venía Arizona, pero el pendón con el nombre del estado
quedaba oscurecido por un gigantesco gallardete blanco que llevaba en letras
rojas la inscripción: "Loretta Knox a la Presidencia." Me produjo tal impresión
que casi dejé caer la máquina fotográfica, cuando vi que la mayoría de las
mujeres llevaban letreros proclamando: "Arizona reclama a Loretta Knox",
"Estamos todas de tu parte, Loretta", y otras expresiones similares.
La delegación de Arkansas no traía sorpresas, pero California llegó
encabezada también por un estandarte "Loretta. Presidente". Casi todas las
delegadas de esta columna, que le cedía en extensión solamente a la de Illinois,
llevaban un distintivo expresando su apoyo a la hija de sus lares. Marchaban
cantando a coro: "Queremos a Loretta Knox. Queremos a Loretta Knox." La
procesión continuó avanzando y cuando la última escuadra de mujeres volvió a
trasponer la entrada del edificio. Colorado, Idaho, Montana, Nevada, Nueva
México, Oregón. Texas, Utah, Wáshington y Wyoming, a más de las anteriores
también, habían hecho público su apoyo a Loretta Knox.
Cuando regresé al local el estribillo de "Queremos a Loretta Knox"
resonaba en varios millares de gargantas. Stetson trataba inútilmente de
llamarlas al orden. Loretta se hallaba sentada tranquilamente en el escenario,
irradiando afabilidad a diestra y siniestra. Cuando se hizo evidente que Stetson
no lograría acallar el bullicio, se levantó, avanzó colocándose a su lado, y alzando
un brazo aguardó hasta que el último eco del estribillo se apagara, y el estadio
quedara en silencio.
—Señoras —declamó en vibrante tono de voz—. o más bien dicho,
amigas mías, ya que tantas de ustedes son mis muy queridas amigas y yo tengo
la sincera esperanza de poder merecer la amistad de todas. Estoy abrumada por
esta demostración completamente inesperada. Si lo hubiera sabido de antemano
les habría pedido que desistieran de ella, aunque eso hubiera sido una confesión
de abandono y aun de cobardía. En tal caso, queridas amigas, quizá haya sido
mejor que me sacaran la decisión de las manos, haciéndome imposible eludir la
responsabilidad. Como podrán decirles aquellas que me conocen mejor, yo no
tengo ambiciones para mí. Pero mis ambiciones para esta gran organización son
muchas y exaltadas. La Sociedad para la Elevación del Servicio Doméstico está
junto a mi corazón. Yo no busco puestos altos, por el contrario, positivamente
rehuyo el encumbramiento: pero creo que puedo llamarme un buen soldado. Si
ustedes, amadas compañeras de la SUDS, quieren que yo las dirija, si están
convencidas de que los más altos objetivos de nuestra sociedad podrán ser
mejor servidos estando yo en el timón, tendré que dominar mi natural aversión
por los honores personales. No puedo desoír el llamado de ustedes. Y no he de
traicionar la fe que me tienen.
Los estruendosos aplausos que siguieron debieron repercutir en
Springfield. Una integrante de la delegación californiana subió sobre un asiento.
Con un megáfono de animador pegado a la boca, comenzó a retumbar:
—¡Una, dos, tres, cuatro! ¿Quién es nuestro candidato?
—¡Loretta Knox! ¡Loretta Knox! —respondían sus cohortes—. ¡Que se
vote! ¡Que se vote!
La candidata volvió a imponer silencio con un gesto.
—Muchas gracias de nuevo, mis queridas amigas —canturreó—.
Debemos dejar a cargo de nuestro querido Jefe los preparativos para la
elección —Volvió se hacia Stetson—. ¿Puede prometerle a esta buena gente que
pronto tendrá la oportunidad de expresar sus preferencias en las urnas?
Stetson vaciló sólo un instante. Cuando los gritos de "votación,
votación, votación", fueron aumentando de volumen, capituló.
—La voluntad del pueblo es la ley de la SUDS —declaró—. Anunciaré la
fecha de la elección no bien pueda reunirme a conferenciar con todos los
dirigentes.
Esas palabras fueron recibidas con vítores y aplausos, y en ese
ambiente de revuelta se levantó la primera sesión de la convención nacional de
la SUDS. La vociferante excitación de las delegadas no era nada, sin embargo,
comparada con el caos que reinaba en el alma del personal de la SUDS. El Jefe
los había invitado a cenar en sus habitaciones del hotel, presumiblemente para
ponerlos a tono con el auténtico espíritu de la asamblea, y poco después de la
sesión nos reunimos en sus habitaciones. Media docena de grupitos se formaron
en la sala, todos hablando en voz baja; el nombre de "Knox" era la palabra más
usada en todas las conversaciones.
La candidata, por su parte, se encontraba de lo más atenta,
deslizándose de grupo en grupo y teniendo una palabrita amable para cada cual.
—El desfile de esta tarde me deparó la mayor sorpresa de mi vida —
declaró en confidencia, cuando sus viajes la llevaron transitoriamente a mi
lado—. No tenía la menor idea de que hubiese un reclamo tan fuerte por mi
jefatura.
—Fue una demostración ensayada completamente espontánea —
murmuróme al oído Sheila.
La conversación, durante la cena, fue desanimada y giró sobre temas
generales, llevando la pelota casi siempre Loretta y Ray Saunders. Cuando
sirvieron el café, el Jefe pronunció una pequeña plática sobre la importancia de
que cada cual aportase su esfuerzo para dar cima a la convención triunfalmente.
Los directores de las distintas actividades presentaron en líneas generales sus
puntos de vista. Diversos problemas que surgieron durante el día, excepto aquel
que ocupaba el lugar de preferencia en todos los pensamientos, fueron
resueltos. Se formularon y respondieron preguntas. Stetson abandonó la mesa
inmediatamente después de su perorata. Anne Coleman, Willoughby y Biggers
desaparecieron poco después. Se corrió la voz de que estaban en sesión secreta
en el dormitorio del Jefe, discutiendo el acontecimiento imprevisto del día. No
habían reaparecido cuando finalmente, a la una, se dio por terminada la reunión.
La presencia de la Knox había obligado a servir una cena
completamente seca; me fui, por consiguiente, de las habitaciones del Jefe al
bar. De paso recogí las primeras ediciones de los diarios del martes y las hojeé
mientras saboreaba un scotch. Todos le dedicaban un buen espacio a la campaña
presidencial de la Knox. Y más aún, uno de los cronistas había interpretado
exageradamente el significado de la demostración, porque su crónica estaba
encabezada con el siguiente título:
"Dirigente de la SUDS se propone llegar a la Casa Blanca." Alcé la vista
de aquella información que estaba haciendo la historia, y vi a George Biggers en
la puerta. Le hice una seña y se aproximó a mi mesa.
—Qué día —manifestó después de pedir un scotch doble—. Y qué
noche. Esa mujer tiró de veras una llave inglesa en la maquinaria.
—¿Ustedes están tomando en serio eso de la elección de la Knox?
—No le quepa duda: es bien serio. Arme Coleman conversó con varias de
las mujeres californianas y averiguó que estaban preparando ese plan desde
hacía meses. La Knox actuó en organizaciones femeninas mucho tiempo y sabe
manejarlas. Esa demostración de hoy fue cuidadosamente planeada para
obligarnos a realizar una elección presidencial.
—¿Y no podría anunciar Stetson que el directorio reeligió a Willoughby
y a los restantes miembros, como hizo cuando comenzó la organización de la
SUDS? Estoy seguro de que si votan los diez miembros de la comisión, la Knox
obtendrá un solo voto.
—Si lo hacemos, con todas esas mujeres reclamando el derecho de
votar nos veríamos frente a un pequeño motín. Además, la publicidad nos
arruinaría. Todo el país sabrá por los diarios que las knoxistas exigen una
elección abierta. ¿Cuál sería la reacción si tratásemos de reemplazar la por una
asamblea de diez directores con los resultados preparados de antemano?
—Me hago cargo —dije yo—. La SUDS sería probablemente tildada
como una banda de fascistas. Me imagino los editoriales describiendo a Stetson
como el Hitler del Servicio Doméstico.
—Es seguro que perderíamos todas las socias de los estados
incorporados por la Knox. Y muy probablemente el Congreso recelaría tocar
nuestra legislación. Podría ser el fin de la SUDS.
—Y entonces, ¿por qué no realizar ahora mismo las elecciones y asunto
arreglado? —pregunté—. Los doce estados que desfilaron a favor de Loretta no
tienen más de seis mil delegadas presentes. Eso es mucho menos que la mayoría.
—No son mayoría, pero están organizadas. Desfilan, gritan, hablan. Una
fiebre como esa puede contagiarse rápidamente cuando no hay oposición
planificada. La Knox tiene una personalidad poderosa. Quién sabe cuántos votos
habrá ganado con su discurso de esta tarde. ¿Y por qué diablos votaría nadie
por Willoughby?
—¿No podría prometerles Stetson que dentro de un par de meses
tendrían ocasión de emitir sus votos por correo? Para ese entonces, el
entusiasmo se habrá apagado y el grupo knoxista podrá ser fácilmente
derrotado en las urnas por las socias del este.
—Las californianas le dijeron a Anne que, en su opinión, los
preparativos para las elecciones demorarían alrededor de un mes. Y están
proyectando aprovechar ese lapso para enviar propagandistas a todos los
estados restantes, para formar clubs "Knox a la Presidencia". La Knox tiene
toda la campaña preparada hasta el último detalle y tiene todas las
posibilidades de ganar.
—Y bueno, si la quiere tan ansiosamente, ¿por qué no dársela? Sí, ya sé
que tiene un montón de ideas desequilibradas —admití cuando Biggers abría la
boca para protestar—. Pero Willoughby no fue más que una figura decorativa y
lo mismo podría ser ella. Si se queda en la costa oeste, no podría hacer más daño
como presidente que ahora.
—Estuvimos bastante desesperados hasta para considerar esa
posibilidad —replicó Biggers—. Pero Willoughby no quiso saber de nada.
—¿Qué tiene que decir Willoughby? Si no es suficientemente popular
para ser reelecto, allá él. La SUDS ya dejó atrás la etapa en que le hacía falta
su nombre o reputación.
—Es que no es solamente eso —explicó Biggers—. Willoughby y sus
amigos pusieron la mayor parte del dinero con que se echó a rodar la SUDS.
Está resuelto a seguir siendo presidente y ya nos dio su ultimátum de que si le
quitaban el cargo esos fondos serían retirados.
—Yo creí que la SUDS estaba asentada, financieramente. ¿Stetson no
les puede pagar a los muchachos y dejarlos que se vayan? —pregunté.
—Si pudiera hacerse un arreglo privado, sí. Pero desgraciadamente
habría un ajuste general de cuentas y sueltos periodísticos sobre nuestras
finanzas. Y eso no nos conviene.
—¿No me diga que han estado haciendo malabarismos con los libros?
—No, qué diablos —respondió Biggers—. Está todo en orden, hasta el
último centavo. Nuestros socios capitalistas han estado recibiendo un minucioso
estado de cuentas anual y están cobrando un buen dividendo por su dinero. Esa
parte está perfectamente bien. Lo que no podemos afrontar es la publicidad. La
gente cree que la SUDS es una organización estrictamente filantrópica, y si
descubren que no es cierto podemos sufrir un golpe del que no nos
repondríamos más. Los diarios no se darían tregua con las noticias de que
estamos obteniendo pingües beneficios. Esos fondos para la campaña legislativa
serían difíciles de explicar. Es sumamente importante para nosotros impedir
que se publique nuestro activo, a raíz de cualquier cambio en la organización
financiera. En otras palabras, tenemos que dejar satisfecho a Willoughby a
toda costa.
—Por lo que veo, las perspectivas no son muy brillantes —comenté.
—Arriba siguen analizando el asunto —dijo Biggers desganado—. Quizá
se les ocurra algo. Pero Stetson nunca estuvo en un apuro mayor.
Terminamos de beber, y yo me fui a la cama preguntándome cuánto
tardaría la SUDS en caer. Al día siguiente supe que mis preocupaciones estaban
de más. Stetson dominaba de nuevo la situación.
Doherty fue probablemente aquel martes el hombre más ocupado de
Chicago. Ocupó un pequeño cuarto aislado en el edificio del estadio y pasó el día
en continuas conferencias con las presidentas de todas nuestras filiales de los
estados situados al este de las montañas Rocosas. Esas mujeres habían sido
elegidas a dedo por Doherty. Las socias corrientes hubieran podido
descarriarse del redil, pero Carl tenía en las manos a las dirigentes. Al caer la
tarde, colocaron en las pizarras comunicados anunciando que a la hora 19 se
reunirían en asamblea electoral las juntas directivas de todas las
organizaciones filiales para elegir electoras de presidente. El comunicado
explicaba que se había adoptado ese método para acordarles a la masa de
asociadas las elecciones que pedían sin las demoras que supondría organizar
toda una engorrosa maquinaria electoral. Agregaba la información que el número
de electores sería proporcional a las socias de cada estado. Las electoras se
reunirían a la mañana siguiente para depositar su voto.
Desde aquel momento todo se desarrolló rápidamente. Las knoxistas
fueron sorprendidas con la guardia baja y no pudieron oponer una lucha eficaz.
Las electoras fueron designadas por las presidentas de las agrupaciones filiales,
muchas de las cuales tenían cuidadosas instrucciones de Doherty sobre los
nombramientos que harían. El miércoles por la tarde los sufragios se habían
emitido y contado. La señora de Knox, recibió los treinta y seis votos asignados
a los doce estados del oeste, en tanto que el resto —un total de setenta y
nueve—, le correspondió a Willoughby. Nadie podía tener motivo para quejarse.
Las partidarias de la Knox recibieron la más diligente atención en su pedido.
Hubo elecciones libres. Las crónicas periodísticas eran favorables.
—Esa tempestad en un vaso de agua pasó bien pronto —le dije aquella
noche a Biggers—. El Jefe les gana todavía a listo a Loretta y sus compañeritas.
—Sí —repuso él sombríamente—, pero si algún día la encuentran a esa
mujer muerta en su cama, la SUDS estará mucho mejor. Esta convención vale
para nosotros cerca de medio millón de dólares, y esa mujer desbarató de raíz
los planes de Stetson para convocar otra el año que viene.
—¿Cómo es eso?
—Stetson no puede arriesgarse a reunir de nuevo a las delegadas,
desde el momento que la Knox está determinada a que la elijan presidenta y
Willoughby está empeñado en conservar el cargo. Entre ambos pueden provocar
la asfixia de la SUDS. La única solución sería eliminar a la Knox o a Willoughby,
y tal como yo lo veo, parece que los dos están bien prendidos a sus puestos.

14
Stetson no había dejado de utilizar ningún recurso capaz de convertir
a la convención de la SUDS en una fuente de copiosas entradas. Incluso
ofrecimos una rifa de una radio, un lavarropas y una tostadora eléctrica,
donados por sus fabricantes, a beneficio de un ente filantrópico intangible
conocido con el nombre de Fondo SUDS de Beneficencia. Diez chicas con
diversos grados de hermosura fueron apostadas en el estadio para vender
números de la rifa. La más atrayente de las diez era una rubia platinada llamada
Nancy Winthrop. Hasta yo mismo le compré un número.
—¿Qué haría yo con el lavarropas si llegara a ganarlo? —le pregunté a
Sheila poco después.
—Así que invertiste un cuarto de dólar en la rifa —replicó ella con
acritud—. No es difícil adivinar quién te vendió el número.
—Una de esas chicas, es claro —respondí con cautelosa vaguedad—.
Después de todo, debo mantener alto el espíritu de la SUDS. No puedo dejar de
contribuir cuando la sociedad organiza un sorteo.
—Ajá —dijo Sheila, destilando sarcasmo—. Le compraste el número a
Nancy Winthrop y no pensabas en el espíritu de la SUDS. La agencia que envió
esas chicas se equivocó, por cierto, al incluir a Nancy en una lista de empleadas
para una organización femenina. Está desperdiciando su talento. Tendría que
trabajar para comerciantes aburridos.
—Es verdad —admití yo—. No es precisamente el tipo adecuado para un
conglomerado de mujeres.
—Pero si te hiciste alguna ilusión a su respecto —añadió—, te aconsejo
que te abstengas. Está marcada por Stetson.
—No me digas.
—Lo he visto apreciándola con los ojos cuando la tomaron, una semana
antes de la convención. Desde entonces, según me dicen, la anduvo rondando con
bastante asiduidad. Claro que probablemente sea una fantasía pasajera, pero
mientras dure no creo que le guste ver a nadie interviniendo. No te olvides de
ese detallé.
—¿Quién, yo? —dije—. Yo no tengo interés en esa chica. No hice más
que comprarle un número, porque...
—Está bien, está bien —me interrumpió impaciente—. No trato de
hacerte indicaciones. Me limito a informarte cómo andan las cosas, para que no
te metas en líos. Interferir en las cosas del Jefe, actualmente, puede ser
perjudicial.
Basado en las advertencias de Sheila, decidí no comprar más rifas;
pero el cuarto día de la convención pasé accidentalmente por el quiosco de
Nancy. Detrás del mostrador había otra chica desconocida.
—¿Qué pasó con la Winthrop? —le pregunté a Sheila, con toda
indiferencia, cuando volvimos a encontrarnos.
—La sacaron de una oreja —me respondió concisamente—. Anne
Coleman se puso en pie de guerra y lanzó otro de sus famosos ultimátums. No sé
si habrá ganado por la fuerza de sus mejores argumentos o si Stetson se habrá
asustado temiendo que el asunto llegase a oídos de las delegadas. Como quiera
que sea, Nancy no trabaja más aquí.
Para mí, lo más extraño del episodio Winthrop era que Whipple lo
hubiese pasado por alto. Habitualmente mi rozagante patrón era el primero en
olfatear la más ligera sugestión de vileza moral. Pero la tensión de dirigir la
publicidad de una junta nacional lo mantenía en un estado tal de aturdimiento
que no se enteró hasta mucho después del hecho llamado a convertirse en el
más jugoso escándalo de la SUDS.
Nadie, ni sus peores enemigos, podrían negarle a Chet que había
trabajado magníficamente en la convención. El departamento de publicidad se
empleó a fondo para demostrar que la SUDS poseía una respuesta afirmativa a
la pregunta que con enloquecedora insistencia se formulaba en 1942: "¿Sabe
usted que estamos en guerra?" Por todo el local del estadio había cartelones
con lemas como los siguientes: "La SUDS no se olvida de Pearl Harbor" y "La
SUDS lucha por la Victoria". La parte que les correspondería a nuestras socias
en la derrota del enemigo era la tónica de todos nuestros comunicados de
prensa. Todas las entrevistas periodísticas encaraban el vuelco de la SUDS
hacia la guerra.
—La campaña publicitaria de Chet ocasionó un pequeño contratiempo —
me informó un día George Biggers—. Tuvimos que despedir a uno de los
mensajeros.
—Con la escasez de personal masculino, eso me sorprende —dije—.
¿Qué pasó?
—Loretta Knox oyó cantar al muchacho unas estrofas compuestas por
él mismo, que empiezan así: "Dicen que la SUDS ganará la guerra, parlez·vous."
Le pareció a la vieja que era una gran falta de respeto. Y lo era, en verdad. —
Biggers dejó ver una ancha sonrisa—. ¡Cómo hacemos flamear la bandera por
aquí!
—Pero recibimos en pago el interés de la nación y páginas enteras de
espacio en los diarios —dije yo, defendiendo mi departamento.
—Por supuesto. No me quejo. Dice Frank Johnson que si continuamos
presentando a la SUDS como una organización vital para la guerra, recibiremos
mejor atención cuando se trate de conservar a nuestros empleados y escapar a
las restricciones gubernativas. Fue un acierto de Chet.
El servicio militar de retaguardia que Whipple prestaba como
publicitario le impidió temporariamente meter las narices en los asuntos
privados del prójimo. Se perdió de ese modo el comienzo de la aventura de
Nancy Winthrop con Paul Stetson. La primera noticia que tuvo sobre la
muchacha la recibió por medio de Bertha Harding.
Bertha nos visitó en nuestra oficina al día siguiente de aquel en que
Nancy perdió su puesto como vendedora de rifas. Su presencia obedecía
ostensiblemente al pedido de Whipple de que lo mantuvieran informado sobre
toda personalidad distinguida o insólita que participara de la convención, para
enviar en seguida a los diarios sus correspondientes notas biográficas. Su
mayor cosecha consistía en una larga lista de campeonas en pastelería,
diseñadoras de batones y madres de diez hijos. Había que entrevistarlas a
todas ellas y luego tratar de apaciguar las cuando las historias de sus vidas y
sus retratos no aparecían en primera plana en el Tribune de Chicago. Bertha
Harding trajo sin embargo algo más interesante.
—Acabamos de incorporar una nueva socia —nos comunicó—, que tiene,
en mi opinión, verdadero valor publicitario. No tiene más que veintidós años y es
una rubia impresionante. Posee una extensa colección de copas que ganó en
concursos de belleza y baile, y me dijo que salió segunda, hace varios años, en la
competición del estado por el título de "Miss Illinois".
—Caramba, señorita Harding —protestó Whipple—, me temo que usted
está confundiendo las funciones de este departamento. No estamos aquí para
proporcionarle publicidad personal a todos los que vengan. Nuestro propósito es
el de acrecentar la fama y la dignidad de la sociedad.
—Tiene usted muchísima razón, señor Whipple —asintió Bertha—. No
hay nada tan importante como darle al público la más correcta impresión de la
SUDS. Me parece que esta convención en su totalidad está dejando como saldo
la impresión de que muchos años y fealdad son requisitos indispensables para
ingresar en la SUDS. ¿No cree usted que deberíamos contrarrestar esa opinión
enviando fotografías de Nancy Winthrop como representante típica del
elemento joven de la entidad?
Para reforzar su propuesta, sacó una colección de fotografías de su
hallazgo en las habituales poses de trajes de baño. El rostro de Whipple se
revistió con una expresión de austero disentimiento.
—¿Sugiere usted que un concurso de belleza representa el criterio
apropiado para el genuino valor de las socias de la SUDS? —manifestó.
—¡Un concurso de belleza! —exclamó Bertha—. ¡Qué idea estupenda,
señor Whipple! Me estuve devanando los sesos para encontrar la mejor manera
de sacarles partido a los atributos de Nancy, y nunca se me ocurrió la idea de
un concurso de belleza. Esto viene a demostrar la enorme diferencia que hay
entre la mentalidad de un lego y la de un verdadero experto en publicidad como
usted.
—Me parece que me interpretó mal —corrigióla él, aunque estaba
considerablemente suavizado por el cumplido—. No me propongo, por cierto, que
la SUDS auspicie un concurso de belleza.
—Pero es claro que no —convino al instante la Harding—. Qué estúpida
he sido al pensarlo. Naturalmente, no habrá tiempo para arreglar todos los
detalles antes de que concluya la convención. Además, entre las socias es difícil
que haya un número suficiente de candidatas para darle a la competición visos
de autenticidad. Me doy cuenta de que su propósito es nombrar a Nancy como
Reina de la Belleza de la SUDS sin pasar por las hueras formalidades de un
concurso. Y eso al mismo tiempo evitará el resentimiento de las perdedoras. Es
el más ingenioso de los planes, señor Whipple. Estoy segura de que será
considerado una de sus más brillantes ideas.
Le puso las fotografías de la Winthrop en la mano y exclamó
rápidamente:
—¡Cielos, son las dos! Llegaré tarde a la reunión.
Y salió como una flecha sin darle tiempo para pronunciar una sola
palabra en respuesta. Whipple, evidentemente, no quiso comprometerse hasta
no analizar mejor el mérito que pudiera corresponderle por haber elucubrado la
idea de un concurso de belleza, porque no me dijo nada después de salir Bertha,
y se dedicó en cambio a estudiar silenciosamente las fotografías de la futura
Miss SUDS. Aquella misma tarde recibimos otra visita: la de Ray Saunders.
—Bertha me acaba de transmitir su último chispazo —declaró—.
Ustedes, muchachos, los de la publicidad, no se pierden una. ¿Es ésta la
damisela? —Levantó las fotos del escritorio de Whipple—. No está mal. No, no
está mal. ¿Qué le parece si me arregla una cita? —Me hizo una fuerte guiñada
por sobre el hombro de Chet—. Pero me imagino que dirá: "No tanta espuma."
¿Lo pescaron? La Reina de la SUDS diciendo que no haga espuma. Qué bueno,
¿no?
—Me temo —respondió Whipple— que un concurso de belleza rebaje la
dignidad de la sociedad. No puedo...
Saunders ignoró la negativa. Posiblemente porque reía con tantas ganas
de su propio chiste que no oía nada.
—Tengo que hacerle justicia, Chet —dijo—. Usted es una pila eléctrica.
Es lo que me dijo Paul cuando le hablé de su plan.
—¿Usted habló con el Jefe sobre la elección de una reina de belleza?
—preguntó Whipple.
—Sí, hace unos minutos. Me dijo: Chet tiene más imaginación que dos
hombres juntos. Nadie más que él hubiera podido comprender lo bien que le
vendría a la publicidad de la SUDS un poco de estética. Y dio con una magnífica
idea para lograrla. Sí, Paul está realmente maravillado con su proyecto de
nombrar una reina de belleza.
—No me costó mucho esfuerzo mental —confesó Whipple
modestamente, atusándose el bigote—. Me vino la inspiración como un relámpago
en cuanto la señorita Harding trajo esas fotos. Como dice el Jefe, hacía tiempo
que notaba la falta de un toque estético en nuestra publicidad. Pero estaba
aguardando la ocasión propicia y el enfoque oportuno. Nada vulgar. Nada
sensacional. Me alegro por lo tanto de que todos aprueben mi plan de nombrar a
la señorita Winthrop Reina de Belleza de la SUDS.
—¡Bravo, muy bien! —aplaudió Ray—. Bertha me dijo que usted
probablemente querría coronarla en el banquete de mañana. Como le pidieron a
este su seguro servidor que hiciera de maestro de ceremonias, ya me ocuparé
de preparar le una buena presentación.
Saunders nos dejó para continuar su gira por las reuniones de la
convención. Ray estaba en aquella asamblea en su elemento. Conquistaba a las
mujeres en gran forma. Lejos de repelerlas, el parche negro despertaba sus
instintos maternales e incrementaba su popularidad. Había normalmente tres o
cuatro comisiones internas sesionando al mismo tiempo, pero él se arreglaba
para hacer acto de presencia en cada una de ellas; se quedaba el tiempo
suficiente para dejar su contribución en chascarrillos y alegrar la reunión. Su
paso por los corredores estaba jalonado por una seguidilla de risas y alegría.
—¡Qué ingenioso este señor Saunders! —era la frase que repetían
continuamente sus admiradoras.
De organizarse un concurso de popularidad para vicepresidentes Ray lo
hubiera ganado sin competencia. En la SUDS había encontrado por fin, al
parecer, el marco adecuado para su confesada amplitud de visión e iniciativa.
—¿Qué le parece si fundamos un "Club Saunders a la Presidencia"? —le
sugerí a Biggers cuando terminó la elección Knox—Willoughby—. Por la forma en
que esas mujeres saborean sus chistes, ganar para él sería un paseo.
—Sí, Ray en verdad les cayó muy bien a las convencionales —me
respondió con seriedad—. Un hombre que sabe mantener el buen humor de las
mujeres es realmente valioso en una organización femenina. Parece que Ray está
a punto de triunfar ampliamente en su actividad.
—Lo cual debe ser para él una experiencia nueva.
—Lo es —convino Biggers—. Hace mucho tiempo que lo conozco a Ray;
desde varios años atrás ha estado persiguiendo proyectos quiméricos que
debían hacer su fortuna. Todos ellos se derrumbaron bien pronto y Stetson
perdió con ellos montones de dinero.
—¿Pero siguió siempre poniendo más?
—Sí; él y Ray han sido tan íntimos desde que eran muchachos, que se
consideran como hermanos. Además, Stetson siempre ha tratado de pagarle por
el accidente del ojo. A Ray le basta con insinuar que su vida hubiera sido otra
cosa si no fuera por su herida, y Stetson no puede ya negarle nada que le pida.
—Entonces debe ser un gran alivio para el Jefe verlo
satisfactoriamente enraizado en la SUDS.
—En efecto —repuso Biggers—. Stetson siempre le hizo un lugar a Ray
en todas las empresas en que participó pero Ray nunca se entusiasmó mucho con
ninguna de las otras. Al poco tiempo concebía una idea, persuadía a Stetson de
que pusiera el efectivo, y se establecía por su cuenta hasta que se acababan los
billetes. Pero ahora está casi tan interesado en la SUDS como el mismo
Stetson. Propone continuamente medidas para perfeccionar la sociedad, y hasta
algunas de ellas las hemos podido aceptar. Pero su capital más valioso es el
cariño que le tienen las socias. Su personalidad repercutió favorablemente
entre las chicas.
—Esta mañana me dijo que lo habían invitado a pronunciar conferencias
en un montón de organizaciones estatales —le informé.
—No me sorprende. Esa actividad ha de ser muy útil para la asociación.
Adquirirá cada vez mayor influencia entre las socias. Y cuando surja alguna
disputa, como ésta de la campaña Knox, por ejemplo, podrá hacer mucho en el
sentido de encaminar a las mujeres hacia nuestros puntos de vista.
—El Jefe, entonces, está recibiendo algo en retribución de lo que
invirtió por Saunders —observé.
—Sí, está dando resultados satisfactorios. Es una suerte, sobre todo,
que esta organización, planeada por Stetson para ser su ocupación vitalicia, sea
también del agrado de Saunders.
El agrado de Ray rayó a su máxima altura cuando ocupó el puesto de
maestro de ceremonias en el banquete de la convención. Con su frac y corbata
blanca, rematados por el parche blanco del ojo, mantuvo a la concurrencia
entretenida casi continuamente, desde las diecinueve y treinta hasta la
medianoche. Fue idea suya que un payaso profesional se vistiese de mozo.
Cuando se descubrió la impostura todo el mundo la celebró con grandes risas,
quizá con la única excepción de la distinguida viuda en cuyo escote se derramó
el helado de frambuesa y de la secuaz de Loretta, que fue acusada a gritos y
repetidamente de estar bebida, acusación seguida por el consejo de que se
retirase del salón para despejarse.
La única nota seria del banquete fue dada por el legislador de Illinois
que había auspiciado el primer proyecto de ley de la SUDS. El diputado Fogg
habló cerca de una hora sobre "la gloriosa oportunidad de la SUDS de servir a
la nación en la guerra y en la paz, enseñando a las mujeres norteamericanas a
cuidar la casa". Dijo que volvería a Wáshington para proyectar una legislación
por la cual se proveería a las mujeres enroladas en la propuesta Academia
Doméstica de los Estados Unidos de uniforme y de status militar auxiliar.
Cuando terminó de hablar se desplegó en el fondo del salón una bandera
norteamericana y todo el mundo cantó "La Bandera Estrellada".
Luego Sanders tomó de nuevo la batuta, y el resto de la velada fue
dedicado a música y risas. Para entretener a los invitados, Ray presentó un
ilusionista, un tenor, una pareja de zapateadores, y un número de perros, pero
todos parecían divertirse más con los comentarios que él intercalaba entre
número y número.
—¡Ese señor Saunders es extraordinario! Tendría que actuar en la
radio —fue el estribillo que resonaba de un extremo al otro del salón de
banquetes.
El punto máximo de la noche se alcanzó cuando Ray, de pie delante de
las convencionales, anunció:
—Tengo ahora el alto placer de presentarles una joven que fue elegida
por un jurado imparcial como representante típica de los encantos que
caracterizan a las socias de la SUDS. Verán ustedes en ella un espejo de la
juventud, la belleza y la personalidad que todas ustedes, señoras y señoritas,
poseen en tan abundante medida. ¡Fraternales compañeras, la Reina de la SUDS!
Entre los compases triunfales de la orquesta, apareció Nancy Winthrop
adecuadamente vestida con un pantaloncito azul y blanco. La concurrencia
aplaudió ruidosamente, cautivada ya sea por su hermosura o por la sugestión de
Ray de que la chica era la hermana gemela de cada una de ellas.
La presentación de Nancy fue también un buen éxito desde el punto de
vista publicitario. La mayor parte de los diarios de todo el país publicó
fotografías. Los aficionados al cine la pudieron ver en los noticiosos. En la
revista Look apareció su retrato con una leyenda en la que citaban la broma de
Ray sobre el "curioso caso de rodilla doméstica". La joven se presentó ante los
micrófonos radiotelefónicos en una transmisión en cadena para toda la nación, y
cantó "Who takes care of the housekeeper's daughter?" y "What's cookin'?", 3
con una voz que nunca ganó ninguna copa. La Reina de la SUDS triunfó
ampliamente y Whipple recibió numerosas felicitaciones por su inspiración. La
única persona cuya falta de satisfacción por el golpe de ingenio se hizo evidente
cuando aún estábamos en Chicago, fue Anne Coleman.

15
Con el banquete concluía oficialmente la convención, pero todavía
tuvieron lugar ramificaciones extraoficiales hasta altas horas de la noche.
Whipple había agasajado a los representantes de la prensa, antes de la comida,
en un departamento del tercer piso, y muchos de ellos aceptaron su invitación
de volver después del banquete a tomar una copa final. En las salas de la prensa
se amontonaban oradoras, delegadas y otros derivados de la convención que
ansiaban cambiar unas palabras con los periodistas. Objetivo: publicidad.
Whipple había intervenido entusiastamente en la hora de los cócteles.
En el transcurso del banquete se había ocupado de que sus huéspedes en la
mesa de la prensa fueran no sólo generosamente servidos, sino también que no

3
Dos populares canciones norteamericanas. ("¿Quién se encarga de la hija de la casera?" y "¿Qué se
cocina?", modismo este último usado con el significado de ¿qué pasa? (N. del T.)
se vieran precisados a beber solos. De tal modo, al llegar a la orgía de
sobremesa, ya estaba bien adelantado en el camino de la embriaguez.
Pasaba algo curioso con Whipple. Su trabajo en la SUDS lo había
transformado en un Jekyll y Hyde alcohólico. En Wáshington rivalizaba con
Loretta Knox con sus andanadas sobre "las borracheras y parrandas" que se
desarrollaban en redor de él. Pero en cuanto salía del ámbito hogareño, se volvía
uno de los muchachos, aunque solamente en cuanto se refería al licor. Su
condenación de otros deslices morales, en cualquiera de sus formas, permanecía
firme como siempre. Lo malo era que nunca aprendió a beber adecuadamente ni
a juzgar correctamente su capacidad.
En las calaveradas que hacía fuera de la ciudad, solía pasar por las
diversas etapas desagradables de la borrachera. Lo mejor para sus socios era
cuando, como sucedía en ocasiones, se dormía tranquilamente en los comienzos
de la velada, y podía ser acostado sin dificultad. Era menos grato pero todavía
aguantable, cuando el whisky le estimulaba la secreción lagrimal. En esas
circunstancias solía caer en una curda sollozante que parecía interminable. Como
tenía siempre un gran número de agravios y no quería descuidar ningún detalle al
ventilarlos, le era fácil mantenerse en estado lacrimoso durante varias horas.
Lo peor de todo, y desdichadamente lo más frecuente, era cuando se le
despertaba un rasgo de carácter belicoso, que de otro modo permanecía
latente. Whipple despejado distaba mucho de ser un hombre peleador. Sus
críticas e insultos los reservaba exclusivamente para discusiones a espaldas del
interesado. Nunca le oí decirle a nadie en la cara una sola palabra que pudiera
considerarse ofensiva o siquiera desfavorable. Pero Whipple ebrio era una
persona completamente distinta. Entonces se volvía un verdadero león entre
hombres. Nadie era demasiado grande ni demasiado poderoso para ser inmune a
sus ataques. Como su fuerza no igualaba a su valor en las circunstancias
apuntadas, a menudo nos encontrábamos a la mañana siguiente con un Whipple
todo magullado a quien teníamos que llenar de parches y remiendos. Debía serle
necesario emplear todo su talento de publicitario para explicarle
satisfactoriamente a su esposa, que sólo conocía el lado Wáshington de su
marido, el origen de sus ojos a la funerala, de sus dientes rotos y de otras
cicatrices de guerra que solía traer a su casa al volver de las excursiones.
La noche del banquete de la SUDS George Biggers me hizo notar que la
beligerancia brotaba de nuevo en nuestro director publicitario.
—Chet está perdiendo los estribos —comentó, en una breve parada que
hicimos para probar el scotch del departamento de publicidad.
—Sí —dije yo—. Estuvo proponiendo brindis toda la noche. A estas
horas creo que ya no debe sentir ningún dolor.
—Ahora ya no son brindis los que está proponiendo —dijo Biggers—.
Está entrando más bien en el campo del crimen. Antes de mucho alguien le va a
arrancar el bigote de cuajo. Hace un instante, en el cuarto de al lado, había
arrinconado a un tipo del Tribune y se estaba despachando contra el coronel
McCormick y toda su familia.
—¡Gran Dios! —exclamé—, ¿pero ese hombre está loco? Linda
publicidad le van a dar a la SUDS con Whipple insultando a un director delante
de su propio cronista.
Me fui a la otra habitación con Biggers pisándome los talones y nos
encontramos que Whipple se mostraba completamente imparcial en su
hostilidad contra los directores de diarios. En aquel momento había capturado a
un hombre del Sun de Chicago y, agitando los brazos, puntualizaba su mayor
objeción contra su director, el mariscal Field.
—Whipple es un gran bromista —les dije a los espectadores—. No se
detiene por nada con tal de hacer un chiste.
—Allí enfrente hay alguien que lo busca para hacerle una importante
proposición. Chet —dijo Biggers, tomándolo de un brazo.
Yo lo tomé por el otro y entre los dos lo sacamos rápidamente del
cuarto y lo llevamos al de Biggers, que era el primero doblando el pasillo.
La transferencia fue cumplida con tanta celeridad que Whipple no pudo
protestar hasta que estuvimos solos con la puerta cerrada. En cuanto lo
soltamos, sin embargo, se desató en una violenta indignación.
—¿Qué significa esto? —masculló con lengua estropajosa—. ¿Por qué
me sacaron de allí como a un criminal? ¿Ustedes creen que me van a zamarrear
en mi propio cuarto? Pues sáquenselo de la cabeza. Tengo muchas cosas que
decirles a esos individuos de allí. Un montón de cosas y ni ustedes ni nadie me lo
van a estorbar. ¿Se creen que porque son dos me van a impedir que haga lo que
se me dé la gana? Yo les puedo arreglar las cuentas a los dos... o aunque fueran
cuatro... o seis...
Mientras Whipple continuaba recitando la tabla de multiplicar, yo me
dispuse a salir.
—¿Puede usted arreglárselas solo? Tengo que volver a la sala de la
prensa para tratar de apaciguar los ánimos.
—Seguramente —dijo Biggers—, me ocuparé de que Chet se acueste
temprano.
Dejé a Whipple a cargo de Biggers y me esforcé por pintarlo ante los
periodistas como un hombre con un gran sentido del humor. Más o menos una
hora después Biggers volvió a aparecer. Estaba casi sin aliento. Aferrándome
por un brazo, me sacó del corredor.
—Vamos —urgió—. Chet se me escapó y creo que se dirige a la
habitación de Stetson. Habrá un verdadero desbarajuste si llega antes de que
lo atajemos.
Corrimos hacia el extremo del pasillo.
—¿Qué pasó? —pregunté cuando nos detuvimos a la espera del
ascensor que nos llevaría al duodécimo piso.
—Después que usted salió —me explicó Biggers—, Chet empezó a
protestar por la forma en que Stetson lo trataba. Según él lo cuenta, sufre más
persecuciones que todos los judíos de Alemania. Trato brutal, uno tras otro.
¡Cómo cambia este hombre cuando tiene el estómago lleno de alcohol!
—Completamente —asentí—. ¿Fue eso todo lo que habló? ¿De su dura
suerte?
—No, qué diablos, eso no fue más que el comienzo.
Luego empezó a despotricar contra Stetson. Y ahí es donde abrió toda
la espita. ¿No conoce la opinión personal de Chet sobre el Jefe, que proclama
cuando nada lo reprime?
—La conozco —dije—, es uno de los temas favoritos en sus momentos
de mal humor. Bien ofensiva.
—Ofensiva no es la palabra adecuada —replicó Biggers—, es
decididamente depravada. Este hombre, o tiene la más grande imaginación del
mundo, o se pasa la vida con los ojos pegados a las cerraduras y las orejas a un
dictáfono, controlando la vida privada de Stetson.
—El escándalo con abundantes detalles sangrientos ha sido siempre el
deporte de entrecasa favorito de Whipple —dije—. No permite nunca que los
hechos configuren un episodio amable.
—Tiene usted mucha razón. Yo sé que Stetson no es ningún angelito y
muchas de olas afirmaciones de Whipple son exactas. Por eso es tan peligroso
Chet. No se puede saber dónde concluyen los hechos y dónde comienza a actuar
su imaginación. ¿Pero qué diablos le pasa al ascensor?
Oprimió furiosamente el botón.
—Yo todavía no sé a qué se debe esta prisa nuestra de ahora —le
recordé.
—Ya se lo dije —repuso impaciente—. Chet se escurrió. Lanzó toda
clase de amenazas salvajes especificando lo que le diría y haría a Stetson. Le
iba a decir cara a cara que conocía toda su corrupción, y que a ningún hombre
decente que se respete le gustaría dejarse ver en su compañía. Hizo todo un
noble discurso declarando que dejaría de enviar mentiras a los diarios y le diría
al mundo lo que denominó "toda la verdad sobre Paul Stetson".
—Si lo conociera mejor a Whipple no se preocuparía por eso —le
aconsejé—. Siempre desvaría en esa forma después de unas copas. Mañana por
la mañana se habrá olvidado de todo.
—No me preocupo por lo que pueda pasar mañana —dijo Biggers—. Sino
por lo que pueda estallar esta noche. Stetson está arriba con una sala llena de
diputados, dirigentes de clubes femeninos y qué se yo quién más. Si Whipple
irrumpe en esas condiciones se va a producir allí un infierno. Usted y yo
estamos acostumbrados a los desplantes de Chet, pero todos hemos procurado
siempre que no se enterase Stetson.
—Es cierto —dije—. Creo que el Jefe nunca lo vio a Whipple con una
copa de más.
—Si no subimos rápido, podrán suceder muchas cosas —dijo Biggers—,
y ninguna de ellas agradable. Para empezar, Chet se encontrará mañana de
patitas en la calle, y la SUDS se quedará sin tambor mayor. No digo que Chet
sea el mejor publicitario del mundo, pero tiene muchas ideas buenas y conoce la
organización como la palma de la mano. Todos juntos trabajamos bien y creo que
sería una pérdida lamentable para la sociedad que Chet fuera despedido sólo
porque no aprendió a beber.
—A lo mejor Stetson no aguarda a despedirlo mañana —sugerí yo—. A
lo mejor lo mata esta noche.
—Fuera de broma —replicó Biggers—. Si alguien me dijera a mí las
cosas que Chet se proponía lanzar a Stetson a la cara, yo lo rompería en dos sin
más trámite.
—En tal caso será mejor que lleguemos al cuarto de Stetson antes de
que se produzca una riña que pueda salir en los diarios —advertí—. Sería un
desdichado final para la convención.
—Es lo que quise hacer desde el mismo momento en que Whipple se
zafó de mis manos y salió corriendo de mi cuarto. Pero ya podíamos haber
subido dos veces en todo este tiempo que perdimos aguardando al maldito
ascensor.
Su dedo índice, que apretaba sin cesar el botón del aparato, hizo caer
en ese momento un cartelito que a causa de nuestra excitación no habíamos
visto. Lo levanté y leí lo que decía: "No funciona. Usen los ascensores del ala
oeste."
Estábamos ambos con un humor de mil diablos cuando por fin el
ascensor del ala oeste subió al duodécimo piso. Al llegar al departamento de
Stetson, encontramos con que Whipple nos había precedido varios minutos. El y
Stetson se hallaban al fondo de la sala. Stetson estaba de espaldas a nosotros,
por lo que pudimos ver a Whipple hablando y gesticulando como un energúmeno,
Habíamos alcanzado a recorrer la mitad de la habitación cuando el brazo de
Stetson se alzó y su puño aterrizó enérgicamente sobre la barbilla de Chet.
Whipple se desplomó como una tonelada de ladrillos. Stetson entonces se volvió
y me vio.
—¡Hola, Robbinsl —me dijo amablemente—. Llega a tiempo para recoger
los pedazos. Su patrón parece que está acusando sus calaveradas.
—Sí —respondió Biggers por mí—. Chet estuvo celebrando el final de la
convención. Esta noche no está en sus cabales.
—Pues dondequiera que esté —repuso el Jefe—, está bastante furioso
conmigo.
—No lo tomes en serio, Paul —aconsejóle Biggers—. Un hombre
borracho es capaz de decir cualquier cosa.
—Es verdad —convino Stetson—. Por eso supuse que estaría mejor sin
conocimiento. Les agradeceré que se lo lleven a la cama y traten de que se
quede en ella. Así mañana no tendrá que lamentar esta aventura de hoy. Menos
mal que vino aquí. Andando por ahí en ese estado, habría podido provocar algún
conflicto.

16
Whipple nunca mencionó su encuentro pugilístico de una sola trompada
con Stetson, pero el episodio al parecer no lo asustó. El recuerdo del peligro en
que había puesto su empleo en la SUDS se combinó con su mandíbula dolorida
para sosegarlo durante un largo lapso después de la convención. Incluso se
abstuvo cuidadosamente de hacer cualquier comentario sobre el Jefe. Fue sólo
al finalizar el verano cuando su discreción se resquebrajó. El hecho que dio por
tierra con su conducta precavida fue el anuncio de que Nancy Winthrop se
dirigía a Wáshington para ingresar en la SUDS como auxiliar de Bertha
Harding.
El reinado de Nancy no había sobrevivido mucho tiempo a la convención.
Yo había esperado que aprovecharíamos la abundante publicidad de su elección
como Reina, usando de tanto en tanto su fotografía para reforzar otras
promociones de la SUDS. Pero Whipple, sin explicación alguna, se negó en lo
sucesivo a mandar una sola letra sobre la Reina Nancy. Su retrato apareció
ocasionalmente en publicaciones de propaganda, recomendando diversos
productos para el hogar, pero su salvación del anonimato perdió completamente
todo el apoyo del departamento publicitario de la SUDS. Por eso me sorprendió
cuando supe por Bertha Harding que Nancy entraba a trabajar en la sociedad.
Whipple estaba ausente de la oficina cuando Bertha trajo la noticia, y a
su regreso yo tenía listo para ser mimeografiado un comunicado anunciando la
incorporación de la nueva empleada.
—Hay una novedad para agregar —le dije, tendiéndole el texto—. Con
esto conseguiremos un poco de espacio.
Whipple leyó las primeras cinco líneas y alzó la vista.
—¡Dice usted que Nancy Winthrop viene a trabajar aquí! —exclamó—.
¿Quién le dio esa información?
—La señorita Harding. Me dijo que ella necesitaba una auxiliar y la
señorita Wintrop buscaba un empleo, por lo que decidieron completarse
mutuamente. No es mala idea desde el punto de vista publicitario, ¿no?
—Es muy mala —farfulló Whipple—. ¡De todas las perversidades que me
toca aguantar en esta organización, ésta es la más degradante!
—¿Degradante? —dije estupefacto—. ¿No cree usted que una reina de
belleza debe trabajar para vivir?
—Reina de belleza —replicó Whipple—. No es más que una vulgar
prostituta. ¿No sabe usted que durante la convención durmió con todo el mundo
en Chicago?
—¿Por eso la eligió usted como Reina de la SUDS?
—Me engañaron —quejóse—. Yo tengo como norma no pensar nunca mal
de nadie y por eso le resulta fácil a todo el mundo aprovecharse de mí. Yo no
sabía nada de la Winthrop hasta que la señorita Harding me trajo sus fotos.
Sólo cuando terminó la convención averigüé que era una de las chicas
contratadas para vender números de la rifa. Y así fue como se enredó con
Stetson.
—¿Así que también sabe eso?
—Por lo visto lo sabía todo el mundo menos yo —dijo con petulancia—.
Por eso les encargó Stetson que me convencieran para que la eligiera reina. Yo
no supe nada hasta después de hacerla famosa. Ya era tarde para hacer nada,
pero ahora no permitiré que lleven adelante su inmoralidad aquí en la oficina.
Antes renuncio.
Salió majestuosamente de la oficina: ochenta y cinco kilos de virtud
rampante.
—El cree que Stetson arregló lo del empleo de la Winthrop —observó
Sheila, que había estado escuchando atentamente el arrebato de Whipple.
—Podría ser —repliqué yo.
—Es verdad que Stetson y Nancy tuvieron un revoloteo en Chicago —
reflexionó— pero cinco meses son mucho tiempo para que sigan ardiendo los
rescoldos.
—Me doy cuenta por tu tono de voz que elucubraste otra de tus
brillantes teorías —le dije—. Adelante, te escucho.
—Yo creo que Whipple se equivoca. Apostaría mi mejor sombrero que el
Jefe no tiene nada que ver con la próxima llegada de Nancy. Eso es algo que
Bertha Harding preparo ella solita.
—Y me imagino que tú sabrás por qué.
—Por la misma razón por la que hace una porción de cosas. Para
fastidiar a Anne Coleman.
—Y dale otra vez con eso —dije—. Tú sí que tienes una mentalidad de
una sola vía.
—Será de una sola vía, pero lo que digo es lógico —insistió—. La
Harding maquinó todo el asunto de la reina de belleza porque sabía que a la
Coleman le dolería ver colmada de honores a la chica que Stetson había estado
rondando. Tal vez esperaba que se convirtiera en una relación permanente, con
lo que Anne Coleman quedaría en la calle.
—Pero no dio ese resultado.
—Mientras estábamos en Chicago, no —admitió Sheila—, pero Bertha
no es una mujer que se amilane tan fácilmente. Estuvo en contacto con la
Winthrop desde entonces, según me informan las chicas de la sección
correspondencia. El puesto vacante que tiene en su oficina le da la oportunidad
que andaba buscando.
—Debe ser una gran cosa saberlo todo —comenté yo—. ¿Me dices
ahora qué espera Bertha que pase?
—Es muy claro —dijo Sheila, sin mostrarse resentida por mi
sarcasmo—. Nancy es una chica muy hermosa, y tiene mucho de lo que hace
falta. Stetson sintióse atraído hacia ella en Chicago, pero el fin de la convención
cortó el asunto prematuramente. Aquí no pasará eso. Siendo Nancy empleada
permanente, Bertha cuenta con su juventud y su belleza, unido a una
experiencia muy extensa, para destronar a la Coleman.
—¿Y qué saca con eso la Harding, aparte de satisfacer un rencor
personal?
—Dados los sentimientos que abriga Bertha contra Anne, eso sólo
hubiera sido recompensa suficiente —declaró ella—. Pero eso no es más que una
pequeña parte. Quitada Anne de en medio, Bertha sería la dirigente femenina
indiscutible de la SUDS. Nancy no es mujer de carrera, de modo que no habría
competencia por ese lado. Puedes confiar en que Bertha sería como una hermana
mayor para Nancy, de tal manera que si Nancy se convirtiera en la amiga Nº 1
del Jefe, Bertha tendría en sus manos las vías interiores de la SUDS. Espera
ser el brazo derecho de Stetson no bien quede eliminada Anne Coleman.
El regreso de Whipple interrumpió nuestra conversación pero hizo más
verosímiles las teorías de Sheila. Chet no había tenido ocasión de presentar ni
sus quejas ni su renuncia, porque Stetson no estaba en su oficina. Pero había
hablado con Anne Coleman, quien se había manifestado completamente de
acuerdo en que Nancy Winthrop no podía ser empleada de la SUDS. Ni Whipple
ni Anne se habían referido al interés de Stetson por la muchacha, pero ambos
coincidieron en que, de alguna manera indefinida, la incorporación de Nancy
podría "poner en peligro la moral de la oficina". La señorita Coleman estaba
segura de que Stetson no sabía nada de todo el asunto.
—Eso de traer a esa mujer ha sido otra idea deshonesta de la señorita
Harding —había declarado vehementemente Anne—. Todo lo que hace
contribuye a hundir a la sociedad. Pero esta vez no la dejaré salirse con la suya.
La discusión dejóle a Whipple la satisfactoria certeza de que Anne
tomaría cartas en el asunto, para obligar a nuestra reina a que abdicara. Anne
hizo lo que pudo, y al principio tuvimos la impresión de que el triunfo seria suyo.
Ignoro qué grado de persuasión le requirió o qué métodos puso en juego, pero
consiguió alinear a Stetson contra el ingreso de la Winthrop.
—¿Cómo es que trae usted a Nancy Winthrop para trabajar en la
SUDS? —le preguntó a Bertha—. No tiene condiciones para ser su auxiliar.
—Al contrario, señor Stetson —replicó Bertha—. Creo que reúne
precisamente las condiciones requeridas.
—Tonterías. Usted necesita una auxiliar que tenga alguna experiencia
en asuntos domésticos. Le encargaré a George Biggers que le busque alguna
capacitada.
—Es usted muy amable, señor Stetson, pero creo que debo reservarme
el derecho de elegir a mis ayudantes. La señorita Winthrop me conviene
perfectamente.
—Pues a mí no me conviene —repuso ásperamente Stetson—. Y en esta
organización no trabaja nadie sin mi aprobación... desde los miembros de la
comisión hacia abajo.
—Desde luego, señor Stetson —dijo Bertha, interpretando la amenaza
y batiéndose rápidamente en retirada—. Yo no emplearía a nadie que usted
objetase. ¿Pero qué hago ahora con Nancy Winthrop? Le prometí el empleo y ya
está de viaje hacia Wáshington.
—No debió prometerle nada sin consultarme —respondió el Jefe—. Sin
embargo, como tenemos el compromiso, uno de los muchachos le buscará algún
empleo nacional.
El cumplimiento de lo convenido debiera haber sido cosa sencilla.
Cuando Nancy llegó a la capital, Hall Sullivan tenía cuatro diputados que se
disputaban sus servicios. Además, George Biggers le había encontrado tres
vacantes en otros tantos ministerios. Los tres primeros días de su permanencia
en la ciudad, Nancy los empleó en entrevistar a patrones en perspectiva, pero
por una serie de razones distintas ninguno de ellos mereció su aprobación. Por
consiguiente, Bertha abordó de nuevo a Stetson.
—Comprendo que cometí un error al traer a la Winthrop —reconoció—,
pero puesto que yo la mandé venir creo que la SUDS tiene la obligación moral de
colocarla adecuadamente.
—George y Hal están haciendo todo lo posible.
—Sé que se ocupan —admitió Bertha—, pero sería conveniente que
hablara usted mismo con ella para conocer sus pretensiones y tratar de
satisfacerla.
—Bueno —dijo el Jefe con disgusto—, ya quisiera solucionar este
asunto de una vez por todas.
Como resultado de la conversación, Stetson concertó con Nancy que la
llevaría a cenar el sábado para discutir su carrera. El lunes siguiente, Nancy se
presentó a ocupar su puesto en la SUDS.
Como es natural, la nueva auxiliar de Bertha Harding provocó una
intensa actividad en el equipo chismográfico de la casa. Al principio me
sorprendió la falta de comentarios por parte de Whipple. Luego recordé su
amenaza de renunciar y comprendí que trataba de salvar las apariencias
recurriendo al recurso del avestruz para ignorar su presencia. Como Whipple
había reconsiderado su ultimátum de renunciar, hubo una sola repercusión
inmediata consecutiva al triunfo de la Winthrop. Anne Coleman dejó de hablarle
a Bertha Harding. La velada animosidad anterior fue reemplazada por un
inflexible silencio. Sus transacciones, desde aquel día, se llevaron a cabo por
medio de terceros. Nunca más volví a oírlas cambiar una sola palabra.
La frialdad entre la Coleman y la Harding se vio compensada por el
calor entre el patrón de Anne y la auxiliar de Bertha. El fin de semana había
reavivado la llama que brillara indecisa en Chicago, y desde aquel momento se
hizo cada vez más ardiente. Era opinión general de que al Jefe le había dado
muy fuerte.
Ese estado de cosas duraba ya un par de semanas cuando una nueva
derivación inesperada puso de nuevo en movimiento las lenguas a toda velocidad.
Biggers trataba de quitarle la chica a Stetson y hacía rápidos progresos. Sheila
me tuvo al día sobre el desarrollo de los acontecimientos y predijo que Biggers
saldría victorioso de la contienda.
—No lo entiendo —objeté yo—. Nancy le puso sitio a Stetson en cuanto
puso el pie aquí. Ahora lo tiene bien a punto. ¿Para qué iba a cambiar de caballo
en medio de la carrera?
—El amor alzó su hermosa cabeza —aseguróme Sheila—. No pongas esa
cara de incrédulo. Suele pasarle incluso a las chicas de tan amplia experiencia
como Nancy.
—¿No me dirás que Nancy se enamoró de George Biggers?
—Es lo que parece —respondióme—. Y no tiene nada de extraño.
Biggers tiene mucho que ofrecer a las mujeres. Mary Dalton le estuvo llevando
la antorcha durante tres años. Tiene unos quince años menos que Stetson y es
muy, muy afable. Creo que Nancy esta demostrando buen criterio.
—Parece como si tú misma tuvieras cierta inclinación por Biggers.
—Podría tenerla si me animaran un poco, como a Nancy —reconoció—.
Biggers se estuvo empleando a fondo para hacerla trastabillar. ¿No advertiste
cómo le habla? La trata como si tuviera cerebro también, además de cuerpo, y
eso debe ser para ella una experiencia nueva y fascinante.
—Nancy me impresiona como una chica que elige siempre lo que
conviene más —refuté—. Tú le acuerdas demasiado crédito a Cupido si lo crees
capaz de hacer que una chica como ella renuncie al jefe para preferir uno de
sus colaboradores a sueldo. Y a Stetson lo tiene en la palma de la mano.
—Sin duda alguna, pero eso no significa mucho para ella, en realidad.
Stetson le puede proporcionar una vida lujosa y descansada, pero no tiene
ninguna garantía de duración. Aun cuando él quisiera casarse con ella, lo que
dudo, la esposa de Stetson lo tiene amarrado fuertemente para toda la vida. El
acomodo puede por lo tanto hacerse humo en cualquier momento. Por el otro
lado, la chica tiene sus planes definidos de convertirse en la próxima señora de
Biggers.
—Tú estás mal de la cabeza.
—De ningún modo —insistió ella—. Nancy le dijo a una de las chicas que
Biggers quiere casarse con ella en cuanto pueda conseguir el divorcio. Y es
perfectamente lógico. La chica está loca por Biggers. Es un buen partido,
financieramente. Y ella no está en proceso de rejuvenecimiento. No podrá
pretender toda la vida que tiene veintidós años; y le conviene más decidirse
antes de perder sus atractivos. Yo creo que está haciendo su juego
inteligentemente.
—Ella quizá sí, pero Biggers no es tan insensato como para llegar a ese
extremo.
—Si no fuera insensato no se habría mezclado en este asunto desde un
principio. Nancy debió hacerle una poderosa impresión, para inducirlo a invadir
el campo del Jefe. Stetson debe estar saltando de rabia al ver que le sacan la
chica de entre las manos.
—Sí —asentí—, en eso tienes razón. Si es lo suficientemente loco para
arriesgar una ruptura con Stetson a causa de esa mujer, lo es también para
querer casarse con ella.
La noche de aquel viernes en que mantuvimos la antedicha conversación,
estaba yo en mi cuarto preparándome para acostarme a dormir, cuando me llamó
Sheila por teléfono.
—Gracias a Dios que te encuentro en tu casa —fueron sus primeras
palabras—. Estoy abajo, en el vestíbulo. Tenemos que ir en seguida al
departamento de Stetson.
—¿Estás loca o borracha? —le pregunté—. Es más de medianoche.
¿Para qué vamos a ir a lo del Jefe?
—Porque Stetson está con Nancy y George Biggers se dirige hacia allí.
No me hagas preguntas. Baja en seguida. Tengo el coche esperando y no hay un
minuto que perder.
Parecía seriamente preocupada, por lo que volví a vestirme de prisa y
bajé. Sheila me tomó de un brazo y me llevó a los tirones hacia la puerta de
calle.
—¿A qué viene todo esto? —protesté—. Esta no es hora de fiestas.
—Te explicaré mientras guías —me contestó—. Mary Dalton acaba de
llamarme y yo le dije que te iría a buscar a ti.
—¿Qué tiene que ver Mary Dalton? ¿Ella también va a lo de Stetson?
—No, ella está en la oficina. Está muerta de miedo de que vaya a pasar
algo espantoso.
—Comienza desde el principio —ordené—. Todo lo que me dices hace
más confusas las razones por las cuales me encuentro corriendo por la avenida
Connecticut, a estas horas de la noche, en lugar de estar en cama durmiendo.
—No seas estúpido, Pete. Nancy y Stetson planearon para hoy una gran
noche. Nancy le dijo a una de las chicas que cenarían en su departamento con
champán. Evidentemente, está tratando de recuperarla.
—Lindas cosas para andar difundiéndolas a los cuatro vientos.
¿Ustedes las mujeres no tienen el sentido de la discreción?
—Nancy no —reconoció Sheila—. Nos tuvo a todas informadas
detalladamente de sus asuntos con los dos, Stetson y Biggers. No creí que un
hombre lo toleraría, pero ellos lo toleran.
—¿Y qué participación tiene Biggers en lo de esta noche?
—Eso es culpa de Mary. Biggers tenía que preparar un informe para la
reunión del lunes y estuvieron trabajando hasta tarde para terminarlo. Mary
jura que no sabe cómo fue que nombró a Nancy, pero yo creo que está celosa y
quería que Biggers supiera lo de la cita de Stetson con Nancy para esta noche.
Como quiera que sea, dejó deslizar que se verían en el departamento de
Stetson. Biggers, que lo ignoraba completamente, se puso hecho una furia y
gritó: "Ese maldito estúpido. Voy a poner fin a esto de una vez por todas."
Después se apoderó de su sombrero y salió corriendo antes de que Mary
pudiera agregar nada. Eso fue hará una media hora. Mary me llamó y me dijo que
con toda seguridad Biggers iría a la casa de Stetson a provocar un disgusto. En
seguida fui a buscarte a ti.
—¿Por qué? —dije yo—. Biggers va a interrumpir la velada de Stetson.
No veo qué tiene eso que ver contigo y conmigo.
—¿No te das cuenta, Pete? Biggers está furioso. Si irrumpe ahora en el
departamento de Stetson, vaya a saber todo lo que puede pasar.
—Probablemente se armará la gorda —admití—. Pero no veo que
nosotros podamos evitarlo.
—Es preciso que lo impidas, Pete —insistió Sheila—. Si no vamos en
seguida, alguien va a ser asesinado.
—Tranquilízate, Sheila —le insté—. No hay razón para exagerar las
cosas, sólo porque se va a producir una situación desagradable. Stetson y
Biggers son ambos personas civilizadas. No hay peligro de que...
—No lo son —me interrumpió—. Al menos, Stetson no lo es. Si hubieses
estado al lado de él el día en que tiró a Whipple por las escaleras del Capitolio,
no hablarías de civilización. Todavía le estoy viendo los ojos, brillantes como dos
bolas de fuego. Durante varios minutos estuvo como loco. ¿No puede pasarle
esta noche lo mismo? Por lo que mas quieras, Pete, ¿no puedes acelerar?

17
Algo del pánico de Sheila se me contagió, y apreté el acelerador. Los
minutos siguientes fueron como los de una escena de persecución en una película
de pistoleros. Detuve por fin el auto con un prolongado chillido de los frenos.
Atravesamos corriendo el vestíbulo, deteniéndonos sólo el tiempo necesario
para que yo pudiera decir melodramáticamente:
—Tú espera aquí. El espectáculo puede no ser agradable.
Y para que ella pudiera contestarme:
—No podría aguantar el suspenso.
Nuestra ansiedad por entrar en acción era demasiado grande para
permitirnos esperar al ascensor; subimos corriendo los tres pisos de escaleras
Y llegamos sin aliento hasta la puerta de Stetson. Golpeé fuertemente la
madera. Un minuto después la puerta se abrió y nos encontramos ante Stetson,
que llevaba puesta una bata y pantuflas.
—¡Robbins! —exclamó—. Y la señorita Toomey. El departamento de
publicidad trabaja hasta tarde, por lo visto.
—Sí —dije—, pero George Biggers se dirige hacia aquí y nosotros
pensamos que...
—¿Esperaban encontrar aquí a Biggers? —sugirió él—. Me parece que
van a sufrir una desilusión.
En aquel momento yo ya sentía con toda su intensidad lo desairado de
nuestra posición, sobre todo porque el departamento de Stetson parecía
completamente desierto.
—Es que, sabe usted —traté de explicar—, nosotros pensamos... Es
decir, nos dijeron... En fin, lo que quiero decir es esto: ¿está usted solo?
—Completamente —dijo él—, pero no creo que la señorita Toomey me
crea.
Mientras hablábamos Sheila había estado estirando el cuello en ángulos
difíciles para ver detrás de Stetson todos los rincones de la sala y dentro del
dormitorio que venía a continuación. Al oír el comentario del Jefe se enderezó y
enrojeció.
—No quisiera que se fueran desilusionados —continuó él—. ¿No quieren
pasar a inspeccionar la casa?
Habiéndonos metido en el berenjenal, Sheila estaba al parecer
determinada a revisarlo de cabo a rabo. Su rostro estaba encendido pero sus
pasos eran firmes cuando atravesó la sala y penetró en el dormitorio. Estuvo
ausente varios minutos, durante los cuales yo contemplé desesperado el cielo
raso primero, y luego las paredes al oírla abrir una puerta que debía conducir al
baño y otra que probablemente sería de un ropero. Luego reapareció.
—Esa comunica con la cocina —dijo Stetson indicando una puerta
vaivén.
Sheila la abrió, encendió una luz, luego la apagó y regresó a la sala.
—Supongo que no se habrá olvidado de mirar bajo la cama —dijo el
Jefe afablemente.
—Miré —respondió ella sin vacilar—. Sé que hice una plancha, señor
Stetson, pero créame que mis intenciones eran buenas. Pete no quería que
viniéramos, pero yo insistí. Me dijeron, y tenía todas las razones del mundo para
creer que era cierto, que usted recibiría... a una amiga, aquí, esta noche.
—¿Y a usted le parecía mal?
—No es cosa de mi incumbencia —admitió ella—, pero alguien se lo
contó al señor Biggers. Tenía entendido que la noticia lo trastornó y que venía
hacia aquí para interferir. Comprendo que tampoco eso era cosa mía, pero temía
que pudiera haber alguna víctima, y traje por eso a Pete para evitarlo.
—Aprecio su interés —dijo él haciendo una reverencia—, pero como
usted puede ver, no tengo invitados de ninguna clase.
Mientras decía esto, oyóse una sucesión de golpecitos en la puerta.
—Biggers —murmuró Sheila.
Stetson se encaminó hacia la puerta y la abrió completamente.
—Hola, Claire —dijo—. ¡Qué placer inesperado! Y este caballero
presumo que es tu abogado.
La mujer entró sin responder. Era alta, delgada y hermosa, pero tenía
pliegues de dureza junto a la boca y sus ojos negros miraban con maligna
expresión.
Vio a Sheila y murmuró entre dientes:
—Ahí está. Ahí está la Winthrop esa. Señor Aarons, ahí tiene toda la
evidencia que necesitamos.
—Lamento decirte que estás confundida, Claire —dijo Stetson con
afabilidad—. Me interrumpiste cuando estaba de conferencia con dos miembros
de mi departamento publicitario. Permíteme que te presente a la señorita
Toomey y al señor Robbins. Esta señora es mi esposa, y el señor... no he oído
bien su nombre.
—Aarons —murmuró el hombrecito de traje castaño que había entrado
detrás de la señora de Stetson.
—Naturalmente, ignoro qué esperaba encontrar usted al venir aquí,
señor Aarons —prosiguió Stetson complaciente—, pero seguramente estará
usted de acuerdo conmigo en que no hay nada en este cuarto que pueda ser
interpretado como evidencia.
—Tiene razón, señora —dijo Aarons—. Me parece que nos han dado una
mala información. Aquí no pasa nada.
—Me engañaste —acusó la señora a su esposo—. No debí confiar en Ray
Saunders cuando me dijo que hallaría aquí a esa joven esta noche. No fue más
que una burla que ustedes dos planearon para ponerme en ridículo.
—No acabo de entenderte. Claire —declaró Stetson—. Por espacio de
diez años te he estado pidiendo que me concedieras el divorcio. Lo hubieras
podido obtener en donde quisieras y como mejor te conviniera. Te ofrecí un
arreglo liberal. Y por espacio de diez años rehusaste hasta tomarlo en
consideración. Ahora, sin embargo, viniste directamente de Nueva York,
arrastrando contigo al señor Aarons a estas horas de la noche, para recoger
pruebas y pedir un divorcio que habrías podido conseguir hace años en las
condiciones que tú dictases. ¿A qué se debe ese cambio de frente?
—Porque tú cambiaste, Paul —contestó ella—. Tú ya no quieres
divorciarte de mí.
—Es cierto —reconoció él—. Ahora no puedo darme ese lujo. La piedra
angular de la organización que dirijo es la respetabilidad, y no puedo hacer nada
que la perturbe. Por eso te pedí que trajeras a los chicos para vivir en
Wáshington. Sería una buena política ofrecerles a las socias el cuadro de una
familia unida. Comprendo tu negativa a cooperar en ello, aun cuando tus ingresos
provienen igualmente de la SUDS. Pero lo que no alcanzo a comprender es por
qué te empeñas tan ardorosamente en conseguir el divorcio ahora, después de
haberlo bloqueado durante tanto tiempo.
—No debiera serte difícil comprenderlo, Paul —dijo la mujer con
aspereza—. Te negué la libertad por cierta razón. Y por esa misma razón quiero
ahora obligarte a tomarla.
—Y esa razón es... —urgió él.
—Que te odio. Que estoy dispuesta a sacrificar cualquier cosa para
hacerte tan desdichado como tú conseguiste que lo fuera yo todos estos años.
—Lo siento, Claire. Supongo que tienes derecho para abrigar esos
sentimientos.
—He sido abandonada, humillada, echada a un lado en todo el
transcurso de nuestro matrimonio —echóle ella en cara—. No pensabas más que
en una sola cosa: librarte de mí para poder casarte con Anne Coleman. Ella era
todo para ti, y yo nada. La única satisfacción que tuve fue la de saber que
entorpecía tus planes. Fue doloroso para mi orgullo retenerte contra tu
voluntad, pero tenía la recompensa de que te impedía lograr lo que querías.
—Comprendo —dijo Stetson—, ¿pero ahora ya no piensas lo mismo?
—Pienso exactamente lo mismo, pero ahora tú quieres algo distinto;
luego debo usar nuevas tácticas para evitar que lo consigas. No creo que ahora
te importe mucho Anne Coleman, Paul. Ella envejeció considerablemente en
estos últimos diez años. No es tan vieja como yo, pero lo suficiente como para
perder tu interés. Aun cuando fueras libre, no creo que ahora te casaras con
ella. Y tú no quieres ser libre, ¿no es cierto?
—Ya no —admitió él.
—Es muy satisfactorio eso de tener una esposa como telón de fondo,
¿no es verdad? —mofóse la mujer—. Ahora que ya no quieres volverte a casar,
debe parecerte una buena protección contra otras alianzas comprometedoras.
Lo que tú quieres ahora es triunfos y seguridad. Haré todo lo que esté en mi
poder para quitarte ambas cosas.
—No fuiste muy lejos esta noche persiguiendo ese objetivo —apuntó él.
—Me engañaron —respondió su esposa—. Pero no creas que un fracaso
me va a hacer renunciar. Siempre habrá mujeres en tu vida, Paul, y algún día
serás sorprendido con una de ellas. Cuando eso suceda, pondré en escena uno de
los pleitos por divorcio más enredados que haya visto este país. Haré que tu
nombre salga en los titulares de todos los diarios, a tal punto que ningún
ciudadano respetable querrá saber nada de ti ni de tu organización. Será
doloroso para mí y para mis hijos, pero valdrá la pena. Porque cuando se haya
acabado, tú estarás en la ruina.
Volvióse rápidamente y salió. Aarons la siguió, cerrando
cuidadosamente la puerta al salir. Hubo un largo silencio que rompió finalmente
Stetson.
—Creo que el espectáculo ha terminado por esta noche —nos dijo—.
Pueden ustedes irse a sus casas.
—Sí, señor —dije yo—. Lamentamos haberlo molestado.
—No es nada —dijo cordialmente—. Vengan cuando quieran. Pero la
próxima vez traigan una orden de allanamiento.
Saqué arrastrando a Sheila precipitadamente y volvimos al coche.
—Lo siento mucho, Pete —dijo ella defendiéndose, cuando puse en
marcha el motor—, pero Mary Dalton estaba segura de que iba a haber lío.
—Déjalo estar —respondí ceñudo—. Stetson cree que soy un maldito
idiota entremetido. Y tiene razón. Si tuviera dos dedos de frente jamás te
hubiera hecho caso.
No volvimos a pronunciar una sola palabra durante el resto del viaje
hasta mi casa. Allí bajé del auto, cerré la portezuela de un golpe, y la dejé que
se arreglara sola para volver a su casa.
Me pasé el fin de semana temiendo el día en que tuviera que mirarlo de
nuevo a Stetson en los ojos. El lunes por la mañana me senté a mi escritorio y
traté de trabajar con el mayor disimulo posible. A eso de las once, Sheila y
Mary Dalton me interrumpieron. Mary estaba visiblemente angustiada por algo.
—El señor Biggers todavía no vino a la oficina —explicó Sheila—. Mary
dice que nadie ha sabido nada de él desde el viernes por la noche.
—¿Y qué tiene eso de extraño? —refunfuñé—. Biggers no tiene que
marcar el reloj. Probablemente estará todavía en su casa.
—No, no está —replicó Sheila—. Mary acaba de hablar con su esposa y
le dijo que recibió un telegrama el sábado por la mañana diciendo que salía de la
ciudad por asuntos de negocios y que volvería dentro de unos días.
—Pues salió en viaje de negocios —dije yo, encogiéndome de hombros—.
Todo el mundo tiene derecho a hacerlo.
—Pero él no, Pete —intervino Mary—. Esta tarde hay una reunión de
directores y él debe presentar el informe de tesorería. Estuvimos preparándolo
toda la semana pasada. Es muy importante. No se iría de la ciudad antes de la
reunión.
—¿Bueno, y qué quieren ustedes que haga? —pregunté—. Pero no me lo
digan. Ya lo sé. Quieren que vaya a la oficina de Stetson e insista en registrar el
fichero en busca de armas diversas, piernas y torso. No hay nada que hacer. Ya
me complicaron bastante la vida el viernes por la noche con esa imaginación
frondosa que tienen. De hoy en adelante sáquense ustedes mismas las castañas
del fuego.
—Esto es serio, Pete. Georges Biggers desapareció. Tenemos que
investigar.
—¿Investigar qué? —pregunté—. Biggers salió de la ciudad. Adónde fue
es cosa de él. Yo no voy a meter las narices en eso.
—No sabemos si salió de la ciudad, Pete.
—¿No acabas de decirme que le mandó un telegrama a la esposa
avisándole que salía? —señalé.
—Yo no dije que él mandó el telegrama —corrigió Sheila—. Sólo sé que
ella lo recibió. Cualquiera pudo haberlo mandado... cualquiera que tuviese interés
en hacer creer que Biggers está de viaje.
—¿Adónde quieren ir a parar?
—A esto, Pete. Mary está segura de que cuando Biggers salió de la
oficina el viernes por la noche, se dirigió a la casa de Stetson. Nos llevaba por lo
menos media hora de ventaja, por eso fue fácil que no nos encontráramos.
—Eso es posible —concedí—. ¿Y qué conclusión sacan?
—No creo que haya duda alguna de que Nancy estuvo en lo de Stetson.
Nancy le contó el proyecto para aquella noche a varias personas, y no bromeaba.
Además, la señora de Stetson estaba convencida de que la encontraría allí.
Debía tener algún fundamento para eso.
—Quizá lo hayan planeado, pero cuando nosotros llegamos no estaba, de
eso no hay duda —le recordé—. De lo contrario la hubieras encontrado.
—Algo encontré —dijo Sheila—. No dije nada en aquel momento porque
el hecho de que hubiese estado y se hubiese ido no parecía tener importancia.
Sobre el tocador del dormitorio había un estuche de polvo compacto, de color
rojo. Se lo he visto usar a Nancy. Ella estuvo con Stetson el viernes por la
noche. Georges Biggers también estuvo allí. Y ahora han desaparecido ambos.
Algo pasó en aquel departamento, Pete, antes de que nosotros llegáramos.
Tienes que averiguar qué fue lo que pasó.

18
Personalmente yo tenía la impresión de que en el departamento de
Stetson, antes de que nosotros llegáramos, había pasado lo suficiente como
para inducirme a abandonarlo todo, ansiosamente y en forma definitiva; pero las
dos chicas estaban determinadas a no dejarme salir del embrollo. Mary estaba a
punto de sufrir un ataque de nervios; ya se imaginaba ver el cadáver de Biggers
tirado en una zanja, o en algún paraje solitaria. Sheila era una fuente de
sugestiones sobre la acción que debía emprender para seguirle la pista al
hombre desaparecido. Me costó gran trabajo impedirle que llamara a la policía y
le comunicara sus sospechas de que se estaba jugando sucio.
Por suerte, pude resistir sus embates combinados instándome a que
irrumpiera en la oficina de Stetson y lo obligara a rendirme cuenta detallada de
los sucesos del viernes. De lo contrario, mi asociación con la SUDS habría
concluido bruscamente. Porque al promediar la tarde de aquel día apareció
George Biggers, sin tajos, moretones ni otras señales de batalla. Presentó su
informe a la junta y se dedicó como de costumbre a sus actividades habituales,
sin ofrecer el aspecto de un hombre cuyas actividades estuvieron a punto de
ser objeto de una investigación, Sheila y Mary estaban convenientemente
avergonzadas por la alarma que habían tratado de producir, con lo que el asunto
fue cerrado por mutuo consentimiento.
La reaparición de Biggers, no obstante, no fue seguida por la de Nancy
Winthrop. Nada se supo de ella hasta fines de semana, cuando Bertha Harding
recibió una carta diciendo que Nancy había regresado a Chicago y renunciaba a
su puesto de la SUDS. Después de conocida esa información, los rumores
comenzaron a volar abundantes y veloces. Nadie creía que Nancy hubiese
abandonado la caza cuando estaba a punto de cobrar la presa. La teoría que
ganaba más adeptos era la de que George Biggers dejaría la SUDS para aceptar
un empleo en Chicago. Pasaron sin embargo varias semanas y no se dio ningún
paso en esa dirección. Biggers prosiguió su trabajo sin traslucir ningún indicio
de que estuviese planeado algún cambio. La frialdad que se había producido
entre el y Stetson durante la visita de Nancy no se advertía más. Antes de
mucho la SUDS recuperó su atmósfera prenanciana. Las teorías sobre la joven
se extinguieron por falta de combustible. Ni siquiera Sheila pudo ofrecer alguna
explicación,
Lo mismo que todo el mundo en la casa, yo estaba ansioso por conocer
la cara interna de la historia, de modo que cuando Biggers me acompañó una
tarde a beber unos vasos de cerveza, aproveché la influencia suavizante de la
bebida para poner sobre el tapete el tema de la ex Reina de la SUDS.
—Me pregunto qué habrá sido de Nancy Winthrop —observé
casualmente.
—Y usted supone que yo soy la fuente principal de información sobre
ella, ¿no? —dijo él, lanzándome una mirada zumbona que me dejó en situación
incómoda.
—Pues, sí, yo pensé que usted quizá sabría algo —tartamudeé.
—Yo sé, cómo no —me aseguró—. Está en Chicago. Trabaja de modelo
en una tienda. Y echa de menos a todos sus amigos de la SUDS. ¿Quiere algo
más?
—Mucho —dije yo—, pero nada de eso me concierne.
—Diablos —dijo él sonriendo—, no sea tan discreto. Le propongo un
arreglo. Cuénteme usted lo que el ejército de la casa estuvo diciendo y yo le
daré los hechos verídicos. Apuesto a que su versión ha de ser más interesante
que la mía.
Cuando terminé mi resumen sobre el triángulo Stetson—Winthrop—
Biggers comentó:
—Exactamente lo que esperaba. Nancy, por lo visto, no creía en los
secretos, ¿no es así?
—¿Es cierto que usted le prometió casarse con ella? —pregunté.
—Sí, es cierto. Esa es una promesa muy inofensiva para un hombre
casado. Son ustedes, los solteros, los que deben preocuparse por su
cumplimiento.
—¿Entonces usted no se proponía cumplirla?
—¡No, claro que no! —exclamó—. Yo no hubiera perdido los estribos por
una damisela como esa.
—Pues bien que nos lo hizo creer cuando ella estaba aquí —le recordé.
—Sí, es cierto —admitió él—. Estaba tratando de apartarla de Stetson.
La chica lo estaba haciendo caer como un tonto y él se enredaba cada vez más,
Stetson no me hizo caso cuando le dije que se iba a perjudicar seriamente; tuve
por lo tanto que actuar en forma directa. Esa vagabunda trataba de
aprovecharse todo lo que podía, y si le hubiese dado un poco más de tiempo lo
hubiera arreglado bien.
—Biggers al rescate —murmuré.
—Boy scout siempre —asintió él—. La empresa no fue tan difícil. A
decir verdad, algunas partes las gocé bastante. Después de las primeras citas
con Nancy, la cosa fue un suave viaje de placer. Cuando le sugerí que tenía
intenciones honorables empezó a perder interés en Stetson. Una semana más y
habría abandonado todos sus planes con respecto a Stetson, y yo me libraría de
ella silenciosamente. Pero entonces vino la esposa de Stetson dispuesta a armar
lío y tuve que eliminarla en un solo fin de semana.
—¡Fue el fin de semana en que desaparecieron usted y Nancy! —
exclamé—. Entonces usted fue al departamento de Stetson aquella noche del
viernes, después de todo.
—Sí —dijo él, alzando una ceja—. ¿Qué sabe usted de eso?
—Demasiado para mi propia comodidad —dije—. Usted espantó a su
secretaria al salir corriendo como si llevara intenciones criminales. Ella la llamó
por teléfono a Sheila Toomey. Sheila fue a buscarme y salimos como si
fuéramos los Rover a la caza de un tesoro.
—Es la primera noticia que tengo —comentó Biggers—. ¿Y qué se
proponían?
—A las chicas se les había ocurrido que Stetson lo haría picadillo
cuando usted tratara de interferir.
—¡Qué me dice! —manifestó Biggers—. Cómo le gusta fantasear a la
gente. No diré que Stetson se haya sentido transportado de júbilo al verme.
Estaba un poco ofendido, por lo de Nancy, desde un comienzo. Pero él es un
hombre de quien nunca se debe temer que se ponga violento. Aun suponiendo
que tenga carácter irascible lo conserva bien guardado. Pero ahí tiene lo que son
las mujeres: siempre imaginando matanzas.
—Yo no sé si era muy deschavetada la idea —dije yo, defendiendo
nuestra excursión nocturna—. Después de todo, Stetson estuvo a punto de
matarlo a Whipple, en aquella riña del Capitolio. No podíamos tener la seguridad
de que su intrusión aquella noche no lo pusiera en el mismo estado de ira
criminal.
—Como yo no estuve presente cuando Whipple sufrió su caída, no puedo
afirmar qué pasó allí —dijo él lentamente—, pero siempre tuve mis dudas de que
Stetson lo hubiese tumbado de un golpe. No está de acuerdo con lo que yo sé
del Jefe. Durante los años que hemos estado juntos, nos encontramos en
muchos trances difíciles y nos topamos con muchos clientes incultos. En
numerosas ocasiones tuve ganas de hacerle saltar a alguien los dientes de una
trompada, y algunas veces lo intenté. Pero nunca he visto que Stetson perdiera
el dominio de sí mismo o de la situación que enfrentaba.
—¿Cómo explica entonces lo de Whipple?
—Chet es gordo y torpe. Probablemente discutía con Stetson y se
excitó. Stetson hizo un ademán, Chet trastabilló y cayó rodando. Los que
presenciaron el hecho tuvieron que elegir entre llamarlo accidente o salto y
agresión. Usted conoce bien a las pollitas de por aquí para no dudar de que
siempre prefieren la explicación más fantástica. Pero no me podrán hacer creer
que Stetson fuera a reaccionar en esa forma por cualquier cosa que haya podido
decir Whipple.
Recordé la descripción de Sheila de la cara que tenía Stetson cuando
Whipple rodó por las escaleras, y la comparé mentalmente con la imagen que yo
guardaba de su cara en la partida de bridge, pero carecía de objeto discutir el
punto con Biggers. Me limité por lo tanto a decir:
—Tal vez tenga razón, pero el carácter violento del Jefe es una
leyenda actualmente bien afirmada, y nosotros pensamos que había motivos para
ir a su casa a impedir que lo atacara.
—Han sido ustedes muy considerados —gruñó él—. Pero deben haber
sufrido una desilusión al llegar y no encontrar ningún cuerpo mutilado.
—Fue un desengaño, es cierto —reconocí—. Usted debe haber entrado
y salido a toda prisa.
—Efectivamente. Tuve que sacar a Nancy antes de que apareciera la
esposa de Stetson, y no perdí un minuto de tiempo.
—¡Cómo! ¿Stetson esperaba a su mujer y la había llevado a Nancy
deliberadamente? —pregunté intrigado.
—Ese tonto no esperaba a nadie —espetó Biggers—. Yo soy aquí el
único precavido. Aquella tarde me había encontrado con Claire Stetson en el
vestíbulo del hotel Willard. No sabía para qué habría venido a Wáshington, pero
sabía que aprovecharía cualquier oportunidad para ponerlo en apuros a Stetson.
Supuse que se habría enterado de alguna manera del asunto Nancy Winthrop,
pero confiaba en que Nancy estaba bien amarrada conmigo. Y entonces me dijo
Mary que la chica iba a pasar la noche con Stetson. Como al parecer todo el
mundo en la casa hablaba de eso, no tuve dudas de que Claire debía de saberlo y
había venido para provocar algún escándalo. Salí disparando hacia el
departamento de Stetson como si me persiguieran todas las furias del infierno.
—¿No tuvo ningún inconveniente con Stetson cuando llegó a su casa?
—Hombre, no. Le dije que Claire se dirigía hacia allí y haría bien en
retirar a Nancy antes de que su reputación cayera hecha pedazos. En el término
de quince minutos me la llevé. Después de ese riesgo salvado por un pelo, no
quise correr otros nuevos peligros. Fuimos, pues, directamente a la estación y
partimos ambos para Chicago. Le di todo el dinero que llevaba encima y le dije
que se quedara tranquila unos meses mientras yo hiciera los planes para nuestro
futuro. Algún día se cansará de escribir cartas que no son contestadas y con
eso se habrá acabado todo.
—¿No tratará de armar algún escándalo después?
—No, qué diablos. La chica ya quemó sus naves en lo que respecta a
Stetson, y en cuanto a mí, yo no soy buen candidato para extorsionar. Me
gustaría que lo intentara —concluyó casi esperanzado—. Lamentará haber
conocido a la SUDS.
—Es opinión general que Bertha Harding la trajo para vejar a la
Coleman —le informé.
—No me sorprendería. Las mujeres son raras. No ven más allá de las
narices. Esas dos crearon un odio recíproco tan profundo que no les importa lo
que pueda ser destruido en la pendencia. Si ese asunto de la Winthrop hubiese
salido en los diarios, habría sido la ruina de Stetson.
—Stetson estaba jugando con dinamita —asentí—, sobre todo por la
elección de Nancy como Reina de la SUDS. Toda la publicidad que le hicieron en
la convención se hubiera vuelto en contra como un bumerang. La posición de
Stetson, más el valor noticioso de ella como reina de belleza, eran una garantía
de publicidad nacional para cualquier historia en que ambos hubiesen estado
comprendidos.
—Y eso le hubiera dado un golpe mortal a nuestras listas de socias —
añadió Biggers—. En el actual estado de cosas, hubiera sido bastante arriesgado
para Stetson obtener ni aun un divorcio silencioso sobre la base de
incompatibilidad. Si se hubiese visto envuelto en un escándalo mayor, habría
acabado como Jefe de la SUDS. Y sin él, la SUDS no duraría mucho, con lo que
todos quedaríamos liquidados. Pero Bertha Harding perdió toda visión sobre las
posibles consecuencias cuando vio la oportunidad de asestarle una estocada a la
Coleman.
—Luego toda la organización le debe a usted un voto de gracias.
—Seguramente, pero lo único que obtuve es una reputación arruinada.
—¿Y el Jefe? ¿El aprecia sus esfuerzos?
—No mucho, no mucho. Ahora se da cuenta de que estaba a punto de
irse a pique. Pero a nadie le gusta que lo salven de portarse como un tonto.
Pasará mucho tiempo antes de que le pase el rencor que me guarda por esto.

19
Después que Stetson se hubo afirmado en la convicción de que la SUDS
sería una empresa permanente capaz de mantenerlo el resto de sus días,
comenzó a preocuparle el carácter exclusivamente femenino de la organización.
Sus antiguos amigos solían mostrarse zumbones con respecto a su presumible
capacidad de experto en materia de cacerolas, fruteras y pañales. Los
desconocidos dejaban ver sus dudas sobre la virilidad de un hombre que era
capaz de erigirse en oráculo en el campo femenino. Para contrarrestar esa
impresión el Jefe desarrolló una cantidad de actividades fuera de programa que
él consideraba propias de una indiscutible hombría.
Se hizo entusiasta sostenedor de los boy—scouts y de la Y. M. C. A. Se
incorporó a empresas comerciales locales y dio instrucciones al departamento
de publicidad para que se informara a los periódicos cada vez que le tocara
presidir la comisión organizadora de comidas para hombres solos. Junto con sus
restantes esfuerzos para dejar claramente establecido que era un hombre
coma todos los hombres, comenzó a actuar en la fraternidad nacional a la que él
y Ray Saunders habían pertenecido cuando eran estudiantes universitarios.
Después de un año, más o menos, de contribuir generosamente en las campañas
pro fondo social de la fraternidad, fue nombrado director del boletín
trimestral. Whipple y yo trabajamos tan bien para ese órgano. Que en 1942
Stetson era el candidato triunfal para presidente de la sociedad.
Su iniciación tuvo lugar en el mes de octubre, en un solemne banquete.
Yo conduje a Stetson y a Saunders al hotel y luego, como no formaba parte de
los elegidos, me hice servir la cena en un cuartito contiguo, mientras los
cofrades realizaban su festín. Después de comer me entretuve en el hall,
frente al salón del banquete, aguardando a que concluyeran las ceremonias
secretas para poder entrar con mi máquina fotográfica a grabar la ocasión para
la posteridad y para la prensa.
No estuvieron a mi disposición hasta cerca de la medianoche. Cuando
invadí el sancta sanctorum me encontré con que, aun cuando el programa formal
había concluido, muchos de los comensales que habían traído brindis no
autorizados, se empeñaban en ofrecerlos antes de retirarse. Bebieron a la salud
de Stetson por lo menos una docena de veces. Lo llamaron la flor de la
fraternidad, la gloria de los griegos, y el rey de los claustros universitarios. Yo
esperaba que de un momento a otro lo llamaran el amado de Sigma Chi, ya que
era casi el único brindis que había sido omitido.
Por último, cada cual había dicho ya su palabra, y la reunión se levantó.
Yo coseché un álbum lleno de instantáneas, de Stetson con el ex presidente, con
los demás miembros de la comisión, y con otras prominentes personalidades,
juntos y por separado. Otra media hora tuvo que dedicar a estrechar manos y
recibir felicitaciones, pero finalmente nos encontramos los tres en el coche
camino de nuestros respectivos hogares.
Stetson estaba de un humor muy comunicativo; encendió un cigarrillo y
se recostó en el asiento.
—Magnífica la fiesta, Robbins —me aseguró—. Lástima que no haya
podido asistir. Son todos unos excelentes camaradas.
—Parecen serlo —asentí.
—Varios de los hombres más importantes del país son socios de la
entidad —siguió diciendo—. Examine la lista. Puede sacar alguna ventaja
publicitaria.
—Así lo haré —respondí.
—No está mal para un viejo organizador como yo alcanzar la
presidencia —dijo, felicitándose a sí mismo—. Nos van yendo bien las cosas, ¿eh,
Ray?
—A ti te van yendo bien, querrás decir —replicó su compañero con
sorprendente violencia.
—¿Qué? —dijo Stetson, tomado de sorpresa—. Sí, es claro, no me va
nada mal. Y tampoco a ti, Ray. No tienes más que elegir la comisión interna que
te guste más. Desde ya puedes considerarte presidente.
—Presidente de comisión interna —dijo Ray desdeñoso—. Muchas
gracias. Ya estoy harto de recoger las migajas de tu mesa. Voy a buscar un poco
de salsa para mí.
—¿Qué pasa, Ray? —inquirió Stetson solícitamente—. ¿Hay algo malo?
—Todo está mal. Hace años que lo está. Sólo que no tuve valor para
verlo o para remediarlo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Stetson, estupefacto.
—Ahí tienes, por ejemplo, ese despliegue de hoy. —El tono de Ray era
de amargura—. Todo el mundo rindiéndote pleitesía, diciéndote que eres una
gran personalidad y tú conduciéndote como si fueras el amo del mundo. Ahora
eres el gran bastonero del baile, y puedes hacer favores a los chicos... tirarles
una comisión a los amigos menos afortunados.
—Yo ni sospechaba, Ray, que lo tomarías de ese modo. La presidencia
de esa organización no significa nada. Yo la acepté únicamente por la
propaganda que significa para la SUDS. Puramente por conveniencia. Pero si lo
hubiese sabido te hubiéramos puesto a ti en lugar de...
—Grandes posibilidades tendría yo de ser elegido presidente de nada
—repuso Saunders—. A ti te eligieron porque eres el Jefe de una gran
organización. Eres famoso y te apilaste un montón de dinero. A mí nadie me
conoce y nadie me conocerá si tú haces las cosas a tu manera. Mi única
posibilidad es la de verte recoger todos los aplausos.
—Vamos, Ray —instóle Stetson pacíficamente—, tú no querrás tomar
en serio las cosas que dijeron los muchachos esta noche. Todos los cumplidos y
aplausos que me prodigaron son pura comedia.
—No me preocupa esa fraternidad de dos centavos —declaró
Saunders—. Esto no es más que un pequeño ejemplo de lo que tuve que aguantar
toda mi vida... desde que me imposibilitaste para lograr hacer nada por mí
mismo.
—Nunca te oí hablar así, Ray. Estás un poco trastornado. No sabes lo
que dices.
—Lo sé muy bien. Digo que podría haber sido más grande, más rico y
más importante que tú si hubiese tenido mis dos ojos.
—Probablemente —convino Stetson—. Tú sabes cuánto lo lamento, Ray.
Pero no se gana nada con hablar de eso.
—No, tú no quieres hablar de eso. Tú quieres solamente arruinar la vida
de un hombre y luego hacer de cuenta que no pasó nada.
—Yo he tratado de hacer todo lo que estaba en mi mano.
—¡Já! —hizo Ray, en una imitación malintencionada de la risa—. Has
hecho mucho por mí. Sí, ya sé lo que todo el mundo dice: "Paul es tan generoso,
tan bueno con el pobre Ray. Le presta dinero. Le consigue trabajo. Pero Ray es
tan infortunado, tan inútil. No adelanta nunca". Es claro que no adelanto. ¿Y
sabes por qué? Porque tú no me dejas. Me tachaste con doble raya cuando me
sacaste un ojo y luego lo completaste manteniéndome desde entonces en la
retaguardia.
—No te entiendo, Ray —declaró Stetson.
—Me trataste como a un payaso, un bufón. "Este bueno de Ray; siempre
divertido." ¿Cómo iba a adelantar nunca si le hacías ver claramente a todo el
mundo que no debía ser tomado en serio?
—Nunca tuve el propósito de ofenderte, Ray. ¿Por qué no me dijiste
que esa te molestaba?
—Porque hasta hace poco no tuve el suficiente tino como para apreciar
el daño que me hacías —repuso Saunders—. Pero ahora que he comenzado a
verlo con claridad, no es demasiado tarde para que recupere algo de lo que me
corresponde. Y puedes creerme que me propongo hacerlo.
—¿Qué te propones?
—Tú crees que la SUDS te pertenece, ¿no es así? —dijo Saunders
desafiante—. Estás muy seguro de ti mismo, como si fueras todopoderoso. Pero
algún día te vas a despertar encontrándote con una organización de menos.
—Espero que no hagas nada precipitado —instóle Stetson.
—No te preocupes —repuso Saunders—. Todo lo que haga será
cuidadosamente meditado y planeado. Durante estos últimos años no estuve
precisamente de brazos cruzados.
—Todo esto es para mí una impresionante sorpresa, Ray. Yo suponía que
tú estabas muy satisfecho con la forma en que iban las cosas en la SUDS.
—Estoy satisfecho con la SUDS, ya lo creo. Estoy tan satisfecho que
me gustaría dirigirla yo mismo. Creo que es hora de que te hagas a un lado y me
transfieras la dirección de la SUDS.
—Estás bromeando —dijo Saunders, intrigado.
—¡Bromeando! —repitió indignado Saunders—. Esa es toda la opinión
que siempre te he merecido. Bueno, pues, para variar, esta vez no estoy
bromeando. Digo que quiero la SUDS. Y lo digo con toda seriedad.
—Pero eso es absurdo.
—¿Es un absurdo que yo me crea un organizador capacitado? —
demandó Saunders.
—No he querido decir eso, Ray. Sólo que...
—Pues te equivocas —interrumpióle él—. Soy capaz de hacer las cosas
mejor que tú. He realizado muchos viajes después de la convención e hice
muchas amistades. Las socias me consideran sumamente activo. Tienen una gran
fe en mi capacidad. Ellas no se ríen cuando les digo que yo sabría levantar una
organización mejor Y más grande. Puedo apostar a que si alguna vez necesito
apoyo, podría contar con la masa de afiliadas que me respaldan ampliamente.
—Ya sé que eres popular con las socias. Ray, creo que es una buena
política —dijo Stetson—. Pero no puedo imaginarme qué significa todo ese
discurso sobre dirigir la SUDS. Yo no discuto tu capacidad para manejarla. Pero
no tengo el propósito de abandonar su dirección. Tenía entendido que habías
interpretado mis intenciones de concentrarme en la SUDS mientras siga siendo
un negocio productivo. Tal como las cosas marchan ahora, parece que lo será por
el resto de nuestros días. No puedes esperar que te lo pase todo a ti, pero
puedes contar con hacer todo lo que quieras dentro de la organización. Juntos
podemos ir muy lejos.
—Más migajas —murmuró Saunders—. No es bastante. Yo sé lo que
quiero y lo voy a conseguir. Algún día decidirás que te cansaste de la SUDS y
estás pronto para dedicarte a otra cosa. Si no lo haces, tendremos que
sacártela de las manos. Y ha de ser antes de mucho. Cuarenta años de segundo
violín son suficientes para mí.
Yo subrayé el final dramático de Saunders frenando el coche frente a
su casa. El portero abrió la portezuela y lo ayudó a bajar.
—Buenas noches, Ray. Mañana por la mañana veremos las cosas con más
optimismo.
Saunders no contestó.
Cuando nos separábamos en la acera, Stetson observó:
—Esas reuniones de antiguos condiscípulos suelen ser deprimentes.
Despiertan demasiados recuerdos.
Yo no hice ningún comentario, y cubrimos en silencio la distancia que
nos separaba de su hotel.

20
Después de aquella noche, advertí que había un fondo de inquietud en la
SUDS. Creo que ya existía desde hacía tiempo, pero yo no había sido muy
observador. Superficialmente, al menos, las relaciones entre Stetson y
Saunders seguían siendo tan estrechas como siempre. Al parecer el ex—abrupto
de Saunders había obedecido únicamente a una dosis excesiva de viejo espíritu
escolar. El estaba dispuesto a olvidarlo, y Stetson no le guardaba rencor.
Aunque yo no alcanzaba a ver ningún cambio, me parecía, sin embargo, que la
SUDS no era la armoniosa unidad que aparentaba ser.
Las cosas marchaban en calma durante un tiempo, y luego, de golpe, se
producía una escaramuza. Bertha y Anne seguían manteniendo su silencio
incendiario. Había periódicas fricciones entre Sullivan y Johnson en su rivalidad
por el control de la campaña legislativa. El complejo persecutorio de Whipple lo
tenía convencido de que el departamento de publicidad era saboteado por todos
los socios, de Stetson abajo.
En esa atmósfera de incandescente animosidad cayó Loretta Knox
como una piedra sacando chispas de casi todos los rincones. Willoughby se vino
presuroso desde Nueva Inglaterra para prevenir toda nueva tentativa de
arrancarle la presidencia de las manos. Doherty sufrió una verborragia de
blasfemias al enterarse de que Loretta había salido de California a principios de
septiembre y efectuó un viaje de tres meses desparramando sus doctrinas por
todas las filiales de los estados. Sullivan consiguió impedir su concurrencia al
Senado únicamente contra la promesa de insertar una cláusula prohibicionista
en el proyecto de la SUDS cuando llegara lo que él llamó "el momento
psicológico".
Los únicos miembros de la comisión que permanecieron en relaciones
amistosas con la Knox fueron Ray Saunders y Bertha Harding. Saunders parecía
estar haciendo un decidido esfuerzo para congraciarse con la dama de
California. Bertha, para sorpresa de todo el mundo, aceptó con una sonrisa los
reproches lanzados contra su provisión de bebidas, y hasta evidenció una cierta
predisposición para dejarse convencer en lo tocante a las fiestas no alcohólicas.
—Los tres mosqueteros —comenté un día, con George Biggers, cuando
los vimos salir juntos para ir a almorzar, Loretta hablando enérgicamente y
Bertha y Ray asintiendo con movimientos de cabeza.
Biggers sonrió dubitativo.
—Los tres diablillos, diría mejor.
—Sí —dije yo—. El motivo que pueda reunir a la Knox con Saunders y
Bertha no puede ser legítimo. ¿En qué cree usted que andarán? ¿Conspirando?
—Ojalá lo supiera. Estos últimos meses Ray ha estado cada vez más
misterioso, y anda siempre junto con Bertha. Algo se traen entre manos.
—Amor juvenil —sugerí—. ¿Loretta lo estará convirtiendo en un
triángulo?
—Hablo en serio, Pete —dijo él—. Estoy preocupado por la SUDS. Ray y
la Harding han estado haciendo cosas raras. Se diría que están tratando
deliberadamente de hundir a la SUDS, pero eso no es razonable. Ellos pierden
tanto como todos los demás si la SUDS se derrumba.
—¿Qué clase de cosas estuvieron haciendo?
—En primer lugar, Mary encontró el otro día, en el mimeógrafo, un
ejemplar de una carta, firmada con el nombre de Ray, y que al parecer fue
remitida a los miembros de comisión de todas las filiales; les recomendaba en
ella que mandaran un enviado especial a Wáshington para observar cómo era
dirigida la SUDS.
—Eso parece una simple idea de rutina.
—Sí, parece inofensiva —reconoció Biggers—, sólo que estaba
redactada de tal manera como para despertar las dudas de que la SUDS
estuviese dirigida correctamente. Ray y Bertha la despacharon en secreto, sin
informar a nadie de lo que hacían. Si Mary no me hubiese traído la copia, lo más
probable es que nadie se hubiese enterado. Y eso es lo que me hace sospechar.
Me encontré con un montón de casitas similares, y no puedo menos que pensar
cuántas otras del mismo tipo habrán pasado inadvertidas. Daría cualquier cosa
por saber qué ganarían con destruir a la SUDS.
—¿Nunca se le ocurrió que Saunders podría querer derrocar al Jefe y
ocupar su lugar? —pregunté.
—¿Saunders al frente de la SUDS? Esa idea es de lo más estúpida.
—Saunders no cree lo mismo.
Le di un resumen sustancial de la arenga que pronunciara Ray al salir
del banquete de la fraternidad. Biggers tardó unos minutos en familiarizarse
con la novedad, pero pronto comenzó a aprovecharla.
—Las cosas empiezan a aclararse —manifestó—. Ray no sabría manejar
esta organización mejor de lo que manejó sus demás empresas, pero eso no
quiere decir que no se haya podido convencer a sí mismo y a Bertha de sus altas
capacidades. Esos dos están trabajando de común acuerdo, sin duda alguna.
—¿Esas acciones que, según dijo usted, estaban saboteando a la SUDS,
no estarían en realidad encaminadas a desalojar a Stetson? —pregunté.
—Podría muy bien ser —dijo Biggers pensativo—. Si Saunders está
trabajando para reemplazar a Stetson en su cargo, todo lo que haga la pareja
deberá tener como objetivo ayudarlo a conseguir su propósito.
—Bertha Harding probablemente considera que vale bien el esfuerzo la
satisfacción de ver caer la cabeza de Anne Coleman, cuando Stetson haya sido
decapitado.
—Ese debe ser el fundamento original de todo el proyecto —reflexionó
Biggers—. Dudo mucho de que Ray hubiese tenido valor para promover una
rebelión por sí mismo. Le haría falta que lo aguijonearan. No me sorprendería
que fuera su odio contra Anne el motivo primario que tuvo Bertha para tratar
de poner a Saunders contra Stetson.
—Es verosímil.
—Eso me trae a la memoria otra cosa —prosiguió Biggers—. Usted
recuerda el conflicto de Nancy Winthrop. Fue un asunto que estuvo a punto de
arruinar a Stetson. Yo pensé entonces que la Harding no había visto
simplemente por torpeza el peligro que corría la SUDS, pero ahora me parece
que ella y Ray lo planearon todo. Probablemente trajeron a la Winthrop con el
propósito de provocar un escándalo que diera por resultado la expulsión de
Stetson de la sociedad.
—Un momento. —De súbito recordé las palabras que pronunciara la
señora de Stetson en el departamento del Jefe—. ¿Sabía usted que fue Ray
Saunders quien puso en antecedentes a la esposa de Stetson sobre la visita de
Nancy al departamento de Stetson aquella noche en que usted se la llevó a
Chicago?
—¿Quién le dijo eso?
—La señora de Stetson. Al no encontrar a Nancy, creyó que era otra
broma de Ray. En aquel momento no le di importancia. Todo el mundo hablaba de
Nancy y Stetson, y supuse que Saunders habría hecho alguna insinuación
accidental, pero ahora parece que le dio la información con el deliberado
propósito de provocar un conflicto.
—¡Santo cielo! —exclamo Biggers—. Por lo visto, tendré que vigilar muy
de cerca todos los pasos que den Saunders y Harding; de lo contrario, van a
destruir completamente la organización. ¡Pobre de la SUDS si alguna vez esos
dos se hacen cargo del timón!
Después de pensarlo bien, Biggers debió llegar a la conclusión de que la
vigilancia de Bertha y Saunders era tarea demasiado difícil para él solo. Quizá
se había alarmado por la creciente intimidad de la pareja con Loretta Knox, lo
que permitía sospechar la conquista para su causa de los contingentes
occidentales. Cualesquiera que hayan sido sus razones, lo cierto es que fue a ver
a Stetson instándolo enérgicamente a despedir a Saunders de la SUDS. Lo supe
unos días más tarde, cuando Stetson me mandó llamar.
El Jefe fue directamente al grano.
—¿Recuerda usted, Robbins, una conversación que tuve con Ray
Saunders en el auto que usted conducía, cuando volvíamos de un banquete, hará
unos seis o siete meses?
—Sí, la recuerdo —dije yo.
—¿Se la contó usted a alguien?
Parecía un interrogatorio policial.
—Este, sí, la semana pasada le hablé de ello al señor Biggers.
—Es lo que había pensado. Lamento que lo haya hecho, Robbins. Era una
discusión estrictamente privada y yo tenía derecho a esperar que usted
considerase confidencial todo lo que hubiese alcanzado a oír.
—Lo comprendo, Jefe —dije, sintiéndome enrojecer ante la justificada
crítica—. Ordinariamente lo hubiera guardado en secreto, pero como parecía
arrojar cierta luz sobre algo que intrigaba al señor Biggers creí conveniente
decírselo, ya que él se interesa de alma por la SUDS.
—El señor Biggers se interesa de alma por George Biggers —corrigió
Stetson—. Como yo por Paul Stetson, y como me imagino que se interesará.
usted por Peter Robbins. Nunca se deje llevar por la idea de que alguien sea un
filántropo. Aquí cada cual tira por su lado.
—Ya lo sé —respondí—. Pero puesto que el interés del señor Biggers
parece coincidir con el de la SUDS, y lo mismo puedo decir del mío en este
momento, pensé que sería en beneficio de todos hacerle conocer los hechos.
—Descuento que sus intenciones eran buenas —concedió Stetson—,
pero lo único que consiguió fue dar pábulo a la fantasía. Biggers vino a verme
ayer con un largo relato de conspiraciones y contraconspiraciones que me
hicieron sentirme participante de la Revolución Francesa. No me podía imaginar
de dónde habría sacado esa idea de que Ray Saunders pretende quitarme mi
cargo, hasta que me vino a la memoria aquella conversación de octubre. Y
entonces recordé que usted estaba en el volante. Pensé por consiguiente hablar
con usted para averiguar hasta qué punto desparramó la información.
—El señor Biggers fue el único con quien hablé de esa.
—Menos mal. Es una lástima que no se haya callado la boca del todo,
pero me alegro de saber que las sospechas de Biggers se basan en fundamentos
tan endebles. Me sorprende que ustedes dos hayan tomado en serio esos
desvaríos de Ray.
—A mí me pareció que hablaba en serio —insistí yo.
—No es propio de su buen criterio, Robbins. —Stetson hablaba con
autoridad—. Usted sabe qué clase de fiesta fue aquella; bebidas en cantidad
más que suficiente, demasiados discursos, abundantes desatinos sentimentales.
Esa clase de reuniones suele desequilibrar a cualquiera, y no es extraño que Ray
se haya salido un poco de la línea. Pero no tenía ninguna importancia. Al día
siguiente yo me había olvidada de todo, y lo mismo él. ¡Pero caramba, si Ray y yo
hemos sido como hermanos durante más de cuarenta años! El conspiraría contra
mí tanto como yo sería capaz de hacer nada que lo ofendiera. Usted quizá no lo
sepa, pero George sí lo sabe, y me sorprende que se haya alborotado por un
incidente sin importancia como ese.
—Lamento mucho haber sido el causante del alboroto —insistí—, pero
no puedo dejar de creer que el señor Biggers tiene motivos más sólidos para sus
sospechas que mi charla.
—No se preocupe más, Robbins —dijo Stetson con indulgencia—. Usted
cometió un error, pero no ocasionó daños irreparables. Limítese a ser un poco
más discreto en lo sucesivo.
Pronunció esas palabras con un tono de punto final, por lo que dije: "Sí,
señor", y me fui como un cachorro vapuleado. De ahí que cuando Biggers sacó de
nuevo a relucir el tema le dijera firmemente:
—No quiero hablar. Me gané ayer una filípica del Jefe por no callarme
la boca. De ahora en adelante no me meto más en lo que no me importa.
—¿Tuvo un disgusto por culpa mía? ¡Qué lástima!
—Sí, el Jefe cree que usted no habría concebido sospechas
descabelladas acerca de Saunders si yo no le hubiera contado lo que oí.
—Un cuerno —dijo Biggers—. Reconozco que su información me puso
sobre la pista, pero yo habría visto todo el complot sin ninguna ayuda, si no
hubiese sido tan obtuso. Todo lo que estuvo sucediendo concuerda con la teoría
de que Saunders y Bertha están tratando de ponerlo a Stetson de patitas en la
calle. Traté por todos los medios de que Paul lo entendiera así, pero él cree que
tengo alucinaciones.
—Sí, ya se.
—Me empeñé como el diablo en convencerlo de que debe sacar a Ray de
la SUDS a toda prisa, antes de que pueda hacer más daño.
—A juzgar por la forma en que hablaba de Saunders —dije—, creo que
usted se echó encima una misión imposible de cumplir al tratar de que el Jefe lo
despida.
—Conozco sus sentimientos hacia Ray —contestó Biggers—. El cree que
le corresponde mantenerlo toda la vida. No deja de ser justo. Yo le recomendé
que lo instale a Ray en otro negocio, dándole todo lo que quiera; pero que lo
saque, antes de que nos hunda a todos.
—¿Y Stetson se negó?
—Categóricamente. Me dijo de una vez por todas que no volviera a
hablarle de echarlo a Ray. Algún día averiguará a su propio costo que Ray y su
amiga se proponen ponerle una carga de dinamita. Espero que se despabile antes
de que lo hagan saltar junto con la SUDS.

21
Yo creo que Stetson invitó a Ray Saunders y a Bertha Harding a
realizar un paseo en barco, pocas semanas más tarde, para poner de relieve su
completa falta de crédito en las insinuaciones de Biggers. El pretexto fue
reunir a las dos encargadas de las recepciones y al jefe de las funciones
representativas para trazar los planes del programa social de verano. En
realidad, supongo yo, quería presentarle a Biggers un cuadro en el que
aparecieran él mismo, Anne Coleman, Bertha Harding y Ray Saunders, en
amistosa correspondencia. Me invitó a mí a acompañarlos para hacerme cargo de
la parte publicitaria. No estoy seguro si mi papel debía ser en verdad, el de
testigo de la sociabilidad a desplegar, o simplemente el de timonel.
El barco era un crucero de cabina de doce metros, que había sido
bautizado, a instancias de Saunders, con el nombre de Balde de SUDS. Fue
adquirido tres años antes para agasajar a grupos reducidos y selectos. Se
traían a bordo diputados, para ejercer presión especial a favor de los proyectos
de leyes que interesaba apoyar. Delegadas de filiales eran llevadas a pasear por
el río para ser atiborradas de comida, bebida y consejos sobre la manera de
ganar nuevas socias. El Potomac era el lugar más fresco de Wáshington en
verano. Tenía también la ventaja —cuando había que considerar asuntos
urgentes—, de estar completamente libre de visitantes, teléfonos y otras
interrupciones. Además, se podían concluir convenios privados sin temor a los
oídos indiscretos. De tal manera, el Balde fue considerado como una excelente
inversión y estaba en constante demanda de junio a septiembre.
Me encontré con los otros cuatro en el yacht club el domingo por la
tarde. Bertha Harding había traído un lunch de pic—nic, Saunders llevaba
artículos embotellados, y ya teníamos los elementos para una fiesta de gran
gala, obstaculizada solamente por el hecho de que Bertha y Anne seguían sin
hablarse. Nos llevó un breve instante embarcarnos y cargar nuestras
provisiones. Yo me hice cargo del timón, mientras Stetson, Anne Coleman,
Saunders y Bertha Harding se reunían a conferenciar en los asientos al aire
libre de popa.
Era un hermoso día y yo consagré mi atención al sol, al aire y el agua.
Los otros estaban a unos ocho metros detrás de mí, fuera del puente cubierto
donde yo me hallaba, de modo que sólo podía seguir su conversación tendiendo
cuidadosamente el oído. Ocasionalmente alguno de mis acompañantes alzaba la
voz y yo pescaba varias palabras, pero no me interesaban y no hacía esfuerzos
para escuchar. Recuerdo haberle oído decir a Stetson:
—Sullivan quiere invitar a un grupo de senadores republicanos para dar
un paseo, el mes que viene.
Y la respuesta de Saunders:
—Es una lástima ahogarlos antes de que abran los ojos.
Recogí algunas frases de Bertha Harding sobre platos y bebidas. La voz
de Anne Coleman me llegó en varias ocasiones, pero no pude entender las
palabras. Me abandoné sobre el sillón y dejé que el movimiento del barco y el
zumbido de los motores me adormecieran.
Debo haber navegado en esa forma por espacio de una hora cuando
comencé a sentir apetito. Puesto que yo hacía todo el trabajo, pensé
amargamente, por lo menos podían ocuparse los demás de alimentarme. Resolví
reclamar sandwiches y cerveza para no morirme de hambre. Sin embargo, antes
de pedir servicio de comedor, presté atención para asegurarme de que la
conversación era accesible a los extraños y podía ser interrumpida.
Stetson y Saunders eran los que más hablaban. El tono de sus voces me
informó al punto de que la discusión se había vuelto áspera. Las primeras
palabras que registró mi cerebro provenían de Saunders.
—Tú no levantaste ninguna organización —decía—. La idea fue de
Bertha. Ella la puso en marcha, y entonces interviniste tú y te apoderaste de
todo el mérito. Yo me agoto trabajando —como todos nosotros—, pero el que
cobra toda la fama eres tú. ¿Qué habrías alcanzado tú sin nosotros?
Absolutamente nada. ¿No es verdad, Bertha?
—Vamos, Ray, algún mérito merece ser adjudicado al señor Stetson —
dijo Bertha, tratando de aplacarlo—. Su capacidad de organizador tiene mucho
que ver con el buen funcionamiento de la SUDS. Nos hacía falta un hombre
como él para darle un buen empuje inicial a la Sociedad.
—Pero ya no nos hace falta ahora. —Ray estaba belicoso—. Usted sabe
que nosotros sabremos dirigir esta organización mucho mejor, después que él se
haya ido.
—Lo sé, Ray —respondió Bertha—, pero...
—Ustedes están locos —declaró acaloradamente Stetson—. No le doy a
la SUDS más de seis meses de vida estando ustedes al frente de ella. No sé qué
estarán ustedes planeando. No quiero saberlo. Pero les advierto que lucharé por
la SUDS hasta el último reducto.
—A eso equivalen todas tus protestas de amistad —dijo Saunders
despectivo—. Me darías todo lo que tienes... siempre que no lo quisieras para ti.
No haces más que declamar lo mucho que me debes y todo lo que harías por mí.
Yo sabía que cuando llegara alguna vez el momento de la prueba, se vería que
estás dispuesto a quitarte la camisa para dármela... pero siempre que tuvieras
otra limpia de repuesto.
—Eso no es cierto —protestó Stetson con vehemencia—. Siempre hice
todo lo que pude por ti. Y siempre lo haré. Pero no te voy a entregar la SUDS.
No te haría ningún bien con entregártela. Tú no sabrías manejarla. La llevarías
directamente a la ruina. Y entonces nos quedaríamos todos sin nada.
—Usted está equivocado en cuanto a eso, señor Stetson —intervino
Bertha Harding—. Ray y yo conocemos perfectamente las dificultades que
ofrece el manejo de la organización y estamos bien capacitados para hacerles
frente. Pero no discutamos...
—Tiene muchísima razón —apoyó Ray—, tenemos plena capacidad y...
—Pues no van a tener ocasión de ponerla a prueba —dijo Stetson—. Me
quedo en la SUDS.
—No por mucho tiempo —insistió Ray—. No te irás tranquilamente. Muy
bien; ya lo esperábamos. Tenemos hechos nuestros planes. Quizá no sean para
mañana. Ni quizá para el mes que viene. Pero tarde o temprano nos
apoderaremos de la SUDS y te sacaremos a ti de una oreja. Y te diré que...
—No se altere, Ray. —Bertha se mantenía decididamente en el papel de
pacificadora—. Este no es el momento ni el lugar oportunos...
—Sólo quiero decirle que no se saldrá con la suya —declaró Saunders—.
Siempre pretende que me hace un gran favor dejándome trabajar para él...
—Yo no pretendo que te hago favores, Ray —negó Stetson—. Yo digo
que actuando juntos nos ha ido muy bien. Hasta que te entró en la cabeza esa
chifladura de ser el director del espectáculo.
—Eso es —gritó Ray—, despréciame. Dime que soy incapaz de hacer
nada sin ti.
—No seas tonto, Ray. Yo...
—Usted no ha sido justo con Ray —interrumpió Bertha
reposadamente—. El me contó que no lo dejaba levantar cabeza y le impedía
progresar.
—Pero ya no lo harás más —desafiólo Ray—. Ahora me di cuenta de las
cosas y...
—Pero, habrá que ver tamaña desvergüenza...
El resto de la frase de Stetson se perdió en la confusión general
promovida a mis espaldas. Casi simultáneamente oí el grito de Anne Coleman y la
exclamación de Saunders que decía:
—¡No, Paul! ¿Qué vas a hacer? ¡No! ¡Detente!
Sonó un chapoteo, seguido casi inmediatamente por otro. Oí que Anne
Coleman decía:
—¿Qué has hecho? ¡Ay, Dios mío, se van a matar!
Dejando el motor en punto muerto, corrí a popa. Stetson estaba de
espaldas, inclinado sobre la borda y escrutando el agua, pero pude verle los
puños apretados contra los costados con tanta fuerza que los nudillos parecían
salirse de la piel. Y aunque yo estaba a casi un metro de distancia alcanzaba a
oír su respiración fatigosa.
—¡Hagan algo! ¡Hagan algo! —repetía Anne. Sacando fuerzas de
flaqueza me acerqué a Stetson.
Veía con la imaginación escenas de hombres caídos al agua que habían
sido golpeados por la hélice. En casos así, podían pasar varios días antes de que
se encontrase el cuerpo. Por consiguiente, sentí un gran alivio al ver que tanto
Bertha como Ray estaban a bastante distancia del barco. Ray sacudía
desesperadamente los brazos, mientras Bertha batía el agua con toda calma.
Como nadie parecía disponerse a actuar, saqué la escalerilla de desembarco y la
dejé caer por encima de la borda. En ese momento, Stetson se recobró y dijo:
—Voy a tomar el timón y acercar el barco lo más posible, Robbins.
Usted ayúdelos a subir.
Costó un poco de trabajo, pero al cabo de un rato Saunders y Bertha se
hallaban de nuevo a bordo, envueltos en mantas. Stetson siguió en el timón
hasta que regresamos al muelle. Después que hubimos desembarcado, se
aproximó y me dijo en voz baja:
—Fue un infortunado accidente, Robbins. Usted sabe, sin duda, qué
pasó. La señorita Harding resbaló y se cayo al agua, y el señor Saunders, con su
habitual galantería, se tiró para salvarla. En este tipo de barco siempre existe
el peligro de que alguien se caiga por sobre la borda. Los navegantes aficionados
no acaban de comprender todas las precauciones que deben tomar.
—Es cierto —asentí—. Esos sillones al aire libre suelen ser peligrosos.
—Pero no hay razón para que la noticia de este accidente salga de
entre nosotros. De manera especial, sentiría mucho que lo supiera el señor
Biggers. El tiene la costumbre de sacar conclusiones extrañas de los hechos
más simples. ¿Puedo contar con su discreción?
—Sí —dije—. Desde luego.
Cumplí mi palabra y no le conté nada a Biggers ni a nadie sobre nuestra
excursión acuática del domingo. Biggers ya estaba bastante excitado para
suministrarle nuevas informaciones perturbadoras; sobre todo no sabiendo yo
exactamente qué había sucedido. Me imaginé tres posibilidades. Stetson podía
haberme dicho la verdad al afirmar que Ray se lanzó al agua para rescatar a
Bertha. En tal caso, Stetson debió hacerla caer de un golpe. Por otro lado, me
parecía igualmente probable que si Stetson tiró por la borda a Ray, Bertha se
hubiera tirado tras él para sacarlo. O quizá Stetson se hubiese puesto
completamente furioso y los hubiese tirado a los dos. A veces me parecía una de
las explicaciones más lógicas, otras veces alguna de las otras. Sentíame
completamente defraudado por haber estado de espaldas cuando comenzó el
episodio.

22
Mi preocupación por las disensiones de la SUDS disminuyó cuando,
pasando el tiempo, vi que nuestros intereses pronto dejarían de coincidir. En
otras palabras, fui clasificado con el grado de aptitud 1—A. 7 de marzo de 1943
fue la histórica fecha en que la SUDS perdió lo que ganó la Infantería de
Marina. La Sociedad me despidió con la acostumbrada ceremonia.
Para ese entonces la SUDS había perdido cerca de quince de sus
empleados, transferidos al Tío Sam. Tiempo atrás, Bertha Harding se había
hecho cargo de todo lo concerniente a las ceremonias de las despedidas. A ella
le correspondía, ya que era la destacada defensora de la moral y la camaradería
de los empleados. Su manía de conmemorar todos los acontecimientos privados
del personal con "un pequeño recuerdo en prueba de nuestra estima", me hacía
temer su presencia cuando mi cartera se encontraba en estado de bajamar.
Su decididamente cariñosa preocupación y oficioso interés por la vida y
problemas particulares de los empleados más jóvenes, le habían ganado el
impertinente sobrenombre de tía Abeja 4 . Ella era la única dirigente de la
entidad que se mantenía en estrecho contacto con todos los miembros menores
del personal. Al principio lo miré como una erupción del frustrado instinto
maternal. Luego me pregunté si no sería otro recurso más para secundar el
esfuerzo de Saunders por la conquista de la jefatura. Mientras él se atraía la
buena voluntad de las socias, ella trataba de conquistarse a los empleados. Si
alguna vez hubiese necesidad de testigos o defensores dentro de la casa, era
posible que diesen sus frutos los regalos de cumpleaños de tía Abeja, sus visitas
a los enfermos y sus préstamos en efectivo.

4
Aunt Bee, tía Abeja. Juego de palabras: Bee se lee bi, y también se llama bi la letra B, inicial de
Bertba. (N. del T.)
Cualesquiera que fuesen sus motivos, su foja de servicios como Lady
Bountiful de la SUDS la señalaban como la lógica madrina de "los muchachos de
uniforme", y ella cumplió su misión con gran entusiasmo. Cada hombre de la
SUDS que iba a servir a la patria, partía munido de un reloj con su
correspondiente inscripción, el que le era entregado en una ceremonia especial
realizada en la oficina de Stetson. Todo el personal asistía al acto y se
pronunciaban los discursos tradicionales sobre el orgullo que todo el mundo
sentía por él, sobre los buenos deseos de todos que siempre lo acompañarían y
sobre el empleo que lo estaría esperando a su vuelta.
Además del reloj, el general en perspectiva recibía un neceser
conteniendo un estuche de afeitar, agujas e hilo, y todos los demás utensilios
indispensables para un soldado. Recuerdo especialmente el neceser porque
estuve a punto de perder el mío. Había agradecido el reloj y todas las amables
palabras que me dedicaron y estaba a punto de estrechar las manos a todo el
mundo y ponerme en marcha, cuando uno de los empleados provocó la conmoción
de toda la asamblea preguntándome:
—Pete, ¿y tu valijita?
Hubo inmediatamente un coro de voces.
—¡No le dieron el neceser! —decían todos.
Todo el mundo miraba acusadoramente a Ray Saunders, que actuaba en
representación de Bertha Harding, ausente a la sazón de la capital.
—Es verdad, Ray —dijo Stetson—. No defraudes a los infantes de
marina. ¿Dónde está el resto del botín?
—Me olvidé completamente de la valijita —confesó Ray—, y creo que
también se olvidó Bertha. Me dio el reloj antes de salir para Nueva York, y no
pensé que faltara algo.
—Pues es una suerte que alguien lo haya recordado ahora —dijo
Stetson, felicitando al empleado pertinaz—. Ve a buscar el neceser, Ray, y
completaremos el equipo.
—No puede ser —dijo Ray—. La valija está en el armario de Bertha, y
allí deberá estar hasta que ella regrese, porque el mueble está cerrado con
llave.
—¿Qué diablos quieres decir? —preguntó Biggers—. ¿Nadie tiene llave
de ese armario?
—Nadie más que la señorita Harding. —Anne Coleman aprovechó en
seguida la oportunidad para criticar a su enemiga—. Todo lo que contiene ese
mueble es propiedad de la SUDS, pero la señorita Harding insiste siempre en
que nadie más que ella tiene derecho a abrirlo.
—¡Linda combinación! —exclamó Biggers—. Robbins se puede arreglar
muy bien sin ese ridículo neceser pero que me emplumen si entiendo por qué ha
de tener bajo llave nuestra provisión de bebidas, sin que nadie tenga acceso a
las botellas. Hay que ponerle remedio a esa situación.
—No te alborotes, George —dijo Stetson complaciente—. La señorita
Harding manejó esa dependencia satisfactoriamente durante varios años. Tú
nunca te quejaste de sed en ninguna de nuestras fiestas. Siendo así, no creo que
importe gran cosa si ese armario tiene una sola llave o una docena.
—Muy bien dicho —aprobó Ray—. Bertha dice que la única manera de
conservar valores es que haya una sola persona responsable de ellos.
—Supongo que ella es la única persona honesta en la SUDS —murmuró
Anne Coleman—. Nunca dejó que nadie tocara ese mueble, ni aún cuando sólo
contenía bebidas.
—No conozco nada más valioso que eso —dijo Ray alegremente—. De
todos modos, ahora guarda allí relojes y las demás cosas que la SUDS les manda
a los combatientes. Es una buena idea no permitir que nadie más lo manosee.
—Mire el lío que ahora ha causado esa buena idea —re trucó Anne con
voz chillona—. Tuvo que darle el reloj a usted hace tres días. Pudo haberse
perdido o haber sido robado en ese tiempo.
—Pero no lo fue —señaló Ray.
—Ya sé que no lo fue —gritó ella—, pero ahora usted no tiene el
neceser y no puede sacarlo. Linda plancha, dejar que se vaya uno de nuestros
hombres con sólo la mitad del equipo.
—No importa —colaboré yo despreocupadamente—. Tengo una
afeitadora eléctrica, y no sé coser.
La tempestad amainó, pero la atmósfera continuaba cargada cuando me
despedí de mis asociados de años. Pocas semanas más tarde, Bertha Harding me
envió la valijita. Y me vino bien, porque en la marina no podría conseguir una
provisión permanente de corriente eléctrica, y tuve que aprender a coser.
A partir de entonces, estuve demasiado ocupado para pensar mucho en
la SUDS; pero la SUDS no se olvidaba de mí. Cada dos o tres meses recibía un
ejemplar del "Mensaje para los Combatientes de la SUDS", publicado sobre el
principio de que los empleados que vestían uniforme ansiaban conocer amplios
detalles de sus ex empleos. El boletín traía principalmente noticias personales
—pero publicables—, sobre la gente de la casa, una información seria sobre las
actividades de la organización, y comunicados sobre las migraciones de los
soldados y marineros de la SUDS a través de América. Europa y el Pacífico.
Cuando no recibía otra correspondencia, lo leía de cabo a rabo. Mi cumpleaños
fue en agosto, y la SUDS lo rememoró con una caja de cigarros, chocolate y
goma de mascar. La Navidad me trajo otra contribución, una caja que contenía
una linterna eléctrica, pañuelos, libros en rústica y diversos comestibles.
Sheila Toomey constituyó otro lazo con la SUDS. Sus cartas
comprendían todos los chismes de la oficina que no figuraban en el Mensaje
para los Combatientes. El Mensaje me informaba que Ray Saunders cumplía una
excursión oratoria por todas las filiales estatales, pero fue Sheila quien me
reveló la riña que sostuvo George Biggers con Stetson para que no lo dejara ir,
si bien las causas de sus objeciones eran desconocidas para el chismorreo de la
oficina. El Mensaje me anunciaba que la señorita Bessie Marden había sido
empleada como secretaria de Stetson. Sheila me explicó que Anne había pasado
un peine fino por el conjunto de aspirantes hasta hallar una con los dientes
torcidos, los tobillos gruesos y bizca. El Mensaje describía la realización de
movimientos de temperancia en la costa oeste, bajo la supervisión de Loreta
Knox. Sheila añadió que la serie de actos había sido un expediente
cuidadosamente planeado por los señores Stetson, Willoughby, Doherty,
Sullivan y Biggers, para forzar a Loretta a que postergara indefinidamente su
instalación en Wáshington.
En julio de 1944 estuve varios días en Washington, antes de que nos
embarcáramos. Fui, pues, a la SUDS a saludar y despedirme de la vieja pandilla.
Mi primera parada fue, naturalmente, el departamento de publicidad. Encontré
a Whipple con el más efervescente de los humores que le hubiera conocido
desde aquellos primeros tiempos de la SUDS.
—Me alegro mucho de verlo, Robbins —dijo entusiasmado—. Lamento
que no se haya quedado con nosotros. Sí, señor, usted cometió un gran error al
dejar la SUDS precisamente cuando lo hizo. Esta organización tiene grandes
cosas en perspectiva. Grandes cosas. Y el departamento de publicidad ha de ser
alma y vida de todo el programa.
Le dije que lamentaba perdérmelo, pero que mi partida no había sido
totalmente voluntaria. Y le pregunté cuáles eran esas grandes cosas que tenían
en perspectiva.
—No puedo decirle ahora. Tienen que ser mantenidas en secreto hasta
que estemos listos para arrancar. Ustedes los militares saben lo que esto
significa. —Whipple ensayó su primera guiñada—. Pero puedo decirle que esta
sociedad está encarando una gran reorganización, empezando de arriba, y
cuando haya concluido, ya nos verá correr. Sentirá mucho no haberse quedado
con nosotros.
Whipple habló largamente sobre la SUDS y su halagüeño porvenir, pero
no agregó nada concreto. Finalmente lo dejé, vi a Sheila el tiempo necesario
para invitarla a cenar, y continué mi recorrida. Visité a Bertha Harding para
agradecerle los distintos envíos de la SUDS. Bertha insistió en que aceptara mi
regalo de cumpleaños en aquel momento "ya que no podemos saber dónde estará
usted de aquí a un mes y la SUDS no quiere dejar pasar ningún acontecimiento
importante en la vida de sus muchachos". Me arrastró hasta el depósito y abrió
su armario, que parecía el de un acaparador. Los dos estantes inferiores
estaban llenos de botellas, pero no me ofreció bebida. Los tres superiores
estaban atestados de cigarrillos, golosinas, goma, y otros objetos similares
listos para conmemorar sucesos en la vida de nuestros muchachos. Cuando me
fui, iba cargado con una generosa provisión de todas las cosas.
En el corredor me encontré con Ray Saunders que iba a la oficina de
Bertha. Cuando me vio comenzó a cantar "De los pórticos de Montezuma" y no
paró hasta completar dos estrofas.
—Volviendo a la escena de sus crímenes, por lo que veo —dijo, concluido
el interludio musical—. Apuesto a que no encontró nada como la SUDS en la
Marina.
Convine en que el entrenamiento básico había sido algo distinto.
—Bueno —me aseguró—, cuando se canse de hacer el soldado, siempre
puede volver aquí. Recuérdeme lo que le he dicho, y siempre mantendré mi
palabra. Nos hacen falta jóvenes enérgicos como usted para levantar la
organización.
Le dije que la organización parecía estar prosperando sin mi
participación.
—No crea más que la mitad de lo que vea, y una cuarta parte de lo que
oiga —pontificó sibilinamente—. Y no deje que le echen SUDS en los ojos.
Con ese pensamiento enigmático, se fue. Pasé a la oficina de Johnson y
lo encontré en compañía de Doherty. Este último me dijo que el número de
socias estaba por llegar al millón, pero aceptó mis felicitaciones con un aire
completamente melancólico. Los dos parecían tener demasiadas cosas en que
pensar para interesarse en conocer mis andanzas, pasadas o futuras. Sospeché
que había interrumpido una conferencia importante y me retiré después de unos
pocos minutos de charla intrascendente.
Me trasladé entonces a la oficina de Biggers y hablamos largamente. Yo
le tracé un sintético esquema de la vida en la Marina. Luego se refirió él a la
SUDS.
—Estas cosas me aplastan, Pete —dijo. Parecía, en efecto, aplastado.
Fatigado, impaciente, distinto de lo que solía ser—. Suerte la suya de haberse
ido. Esta casa se ha transformado en un verdadero infierno.
—¿Qué sucede?
—Lo mismo que estaba destrozando a la SUDS antes de que usted se
fuera. Sólo que en mayor escala.
—¿Saunders y la Harding siguen con lo suyo?
—En efecto —dijo Biggers—, pero ahora han dividido a la SUDS
exactamente en dos mitades. La Knox está con ellos cien por ciento. Llegado el
caso podría contribuir con las socias del oeste. Creo que le han prometido
nombrarla presidenta después de la reorganización.
—¡Cáspita! Con razón Doherty parecía huraño.
—Sí —dijo Biggers—. Es lo único bueno que hizo la Knox. Puso a
Doherty firmemente de nuestro lado. No estoy seguro de cómo se hubiera
pronunciado en otras circunstancias, pero estando la Knox con Saunders y
Bertha, podemos estar seguros de las filiales de Doherty. Eso tiene su
importancia, pero desgraciadamente la Knox controla una buena tajada de
nuestras listas de socias.
—¿Supongo que la posición de la Knox dio también como resultado que
Willoughby se quedara decididamente del lado de Stetson?
—Hasta ahora se mantiene en la línea —dijo Biggers—. No hay peligro
de que intervenga en ninguna combinación con la Knox, pero podría resolver que
la SUDS es un mal riesgo y abandonarla del todo.
—Eso no sería nada bueno.
—¡Ya lo creo que no! —dijo Biggers enfáticamente—. Si Willoughby
decide alzar el vuelo ahora, le daría a Saunders y Bertha justamente el pie que
están esperando para provocar una investigación general; y entonces estamos
todos listos. Es un esfuerzo de los mil demonios, pero hay que tenerlo a
Willoughby apaciguado.
—¿Y Sullivan? —pregunté.
—Por desgracia él y Johnson tuvieron una violenta disputa sobre la
mejor manera de encaminar la ley de la SUDS —explicó Biggers—. Stetson se
decidió por lo que decía Frank y Sullivan montó en cólera. Le dijo a Stetson que
se fuera al diablo, entre otras cosas, y por unos días pensé que nos veríamos
precisados a buscar otro político. La diferencia fue por último solucionada, pero
creo que Sullivan está dispuesto a echar su peso del lado de Saunders y la
Harding si se produce la ruptura. Es una lástima, porque tiene mucha influencia
en el Capitolio.
—Lindo conjunto —comenté—. Saunders, Harding, Knox y Sullivan.
—Y Whipple —añadió Biggers—. Chet está convencido de que la senda
de la rectitud está en repudiar a Stetson y Anne Coleman. Además, Saunders
consiguió persuadirlo hábilmente de que el director de publicidad sería una
figura cumbre en la nueva organización.
—Parece todo un motín —observé—. ¿Y qué hace Stetson frente a todo
esto?
—No levanta un dedo —respondió Biggers con disgusto—. Me he
quedado afónico hablándole. Anne Coleman le advirtió que se cuidara. No nos
hace caso a ninguno de los dos. Porque se trata de Saunders, Stetson se puso
una venda sobre los ojos. El cree que yo tengo algún rencor contra Ray y conoce
los sentimientos de Anne con respecto a Bertha. Nos acusa de querer provocar
disturbios para desquitarnos. Estamos sentados sobre un barril de pólvora y
Stetson no quiere darse por enterado. Me estoy hartando de todo.
Le dije que lo sentía por él, y que me alegraba de haber cambiado
aquello por una guerra hermosa y tranquila. Y me fui, dejándolo con sus
cavilaciones. Se me iba haciendo tarde, por lo que fui a buscar a Sheila y nos
fuimos a comer. Pasamos una noche muy grata, aunque no recogí mucha
información sobre la SUDS. El tema profesional más interesante fue su
descripción de una libreta que había encontrado en el escritorio de Whipple
pocas semanas atrás. La revisó porque (dijo ella) tenía iguales tapas que otra
libreta suya extraviada hacía poco. La que encontró podría titularse:
Imprudencias de Stetson. Era una amplia lista, escrita con la letra de Whipple,
de todas las caídas de gracia del Jefe, completa, con nombres y fechas.
—¿Tú crees que se limita a coleccionar datos para divertirse? —
pregunté—. ¿O tiene algún otro objetivo?
—Whipple dejó caer ciertas insinuaciones según las cuales espera que
Stetson no será Jefe mucho tiempo más —respondióme—. Tal vez esté
planeando refregarle la libreta por la cara y obligarlo a renunciar bajo la
amenaza de ponerlo en la picota pública.
—Pero si Stetson se va, ¿quién lo va a reemplazar? —dije, fingiendo no
saber nada.
—No sé —reconoció ella—, pero Whipple parece estar seguro de salir
ganando mucho con el cambio. Está pasando algo raro en la SUDS. Cada día se
parece más a un campo de batalla. Whipple, Saunders y la Harding son carne y
uña. Biggers parece como si llevara el globo terrestre cargado sobre la espalda.
Johnson y Doherty no andan mucho mejor. Y Anne Coleman es el mismo
nubarrón de siempre. Stetson es el único que no parece estar enojado con
nadie. Te aseguro que se está preparando una tormenta. Dame un poco de
tiempo y te diré cuáles son los motivos.
—No cabe duda —dije, animándola—. No dejes de mandarme tus
conclusiones cuando hayas coordinado los hechos con las teorías.
—No sé por qué —me replicó—. Te he escrito una cantidad de cartas
largas y fascinantes desde que te fuiste y todo lo que recibí en respuesta
fueron tres tarjetas postales. De hoy en adelante voy a dirigir mi
correspondencia sobre la base de ojo por ojo. Si quieres saber qué pasa en la
SUDS tendrás que mandarme detalles completos de la vida en donde quiera que
estés.
Claro está, le prometí escribir regularmente y concluimos la velada en
un tono menos profesional. Sin embargo, y a pesar de mis buenas intenciones,
mis hábitos epistolares no mejoraron. En agosto nos instalamos para un rato
largo en las Aleutianas, y me propuse informarle de todo a Sheila, pero nunca
llegué a hacerlo. Ella por lo visto hablaba en serio cuando dijo que no daría nada
gratis, porque no supe más nada de ella.
Las únicas noticias que tuve de la SUDS fueron las que me trajo el
ejemplar del mensaje recibido en septiembre. Toda la primera página estaba
dedicada a predecir el gran éxito del pic—nic que, con la participación de todo
el personal, se llevaría a cabo en el parque de Rock Creek el Día del Trabajo.
Había una noticia informando que Loretta Knox se proponía pasar la mayor
parte de septiembre en Wáshington. Otra gacetilla decía que nueve de
"nuestros muchachos", incluso yo, estaban en el frente. Es cuanto recuerdo.
No supe más nada de la SUDS hasta que el envío de Navidad de Davey
Miller trajo la noticia de que Stetson había cometido un asesinato.
23
—Y ésa es toda la historia, muchachos —concluí—. Ahora saben ustedes
tanto como yo sobre la SUDS. Admito que no es mucho para deducir quién pudo
ser la víctima de Stetson. Yo estoy tan a oscuras como ustedes.
—Lindo empleo el tuyo —intervino Gory—. Un lugar donde nunca pasa
nada. No hacen más que charlar en las oficinas, como un montón de viejas. A mí
que me den un trabajo de agallas. Por ejemplo, el oficio de plomero de mi viejo.
Siempre había algo interesante, caños reventados, sótanos inundados, mucha
actividad.
—Un crimen tiene más agallas que cualquiera de tus míseras
inundaciones —dije yo defendiendo a la SUDS—. Apuesto a que hubo una
conmoción cuando encontraron el cadáver, mayor de la que nunca podrían
experimentar ustedes los plomeros en toda la vida.
—¡Por lo que tú sacaste con ello! —replicó Cara de Perro—. Estuviste
allí cuatro años y el suceso más importante viene a producirse ahora que te
fuiste. Para mí que no hiciste otra cosa más que andar espiando por los ojos de
las cerraduras y desparramando habladurías. ¡Linda manera de pasar el tiempo!
—¡Qué ingratitud! —protesté acaloradamente—. Me estuve
exprimiendo los sesos para dar les una impresión cabal de la escena del crimen,
¿y qué hacen ustedes? Se me echan encima y...
—Deja eso, Pete —ordenó Joe—. Tenemos asuntos importantes entre
manos. No nos diste suficiente material para avanzar mucho. Me sorprende que
pueda haber alguien tan poco observador y falto de entendimiento. Si yo me
hubiese pasado cuatro años en un lugar en el que se iba a cometer un asesinato,
habría...
—Yo no sabía que se iba a cometer un asesinato —le recordé—. Yo no
era espía allí. Tenía mis obligaciones y las cumplía. Si hubiese sabido que
recibirían mí relato con todas estas perrerías, ya podían haberse tirado al mar
con lotería y todo, que yo no movería un dedo para ayudarlos. Yo no saco nada,
de todos modos.
—No te aflijas, Pete —me consoló Joe—. Has hecho lo que pudiste. No
puedes remediar no haber visto tanto como hubiera visto otro en tu lugar.
—Si tú hubieras estado allí —dije mordazmente—, es claro que sabrías
en seguida quién fue asesinado, cómo, cuándo y dónde.
—Es claro —respondió complacido—. Sin embargo, nos diste algunos
rastros valiosos, aun cuando tú no los interpretes. Creo que estamos listos para
hacer las apuestas, a menos que tengas algo que añadir.
—Les dije todo lo que sabía —contesté—. Tú eres el hombre sabio.
Extrae el resto por ti mismo.
—Magnífico —dijo Joe—. Entonces adelante. Ustedes, muchachos,
querrán probablemente que les recapitule el relato de Pete, y que les conceda el
beneficio de mis análisis, antes de poner los billetes.
Hubo un coro de "Noes" que dejó imperturbable a Joe.
—Tendré mucho gusto de hacerla por ustedes, amigos —dijo
cordialmente—. Para empezar, tenemos un crimen cometido por un individuo
llamado Stetson contra una persona desconocida, como dicen los veredictos de
los coroners, pero a la inversa. Tengo aquí los nombres de diez personas,
hombres y mujeres. Uno de ellos es la víctima. Nuestro problema es decidir cuál
de ellos es.
—Ya sabemos todo eso —dijo alguien.
—Adelante con las apuestas —añadió otro.
—Un detective eficaz nunca deja pasar las tres circunstancias
concurrentes: arma, oportunidad y motivo —siguió diciendo Joe, ignorando las
interrupciones—. El arma es cosa fácil. Dice aquí en el recorte que la víctima
fue estrangulada con una bufanda de lana castaña.
—¿De hombre o de mujer? —preguntó ávidamente Charlie Carter.
—No dice.
—Maldición —gruñó Charlie—. ¿Por qué no darán los diarios todos los
detalles? Ese es un dato importante. Es claro, si fuera una bufanda de hombre,
podría haber sido la de Stetson. Pero si era de mujer, yo apostaría a que mató a
Bertha, a Anne o a Loretta.
—Poderosísima deducción —comentó Joe sin entusiasmo—. Lástima que
el recorte no coopere. El punto siguiente es la oportunidad.
—Puesto que el crimen se cometió en las oficinas de la SUDS —
apunté—. Stetson pudo haber matado a cualquiera de los diez.
—Un cuerna —retrucó Gory—. ¿Y Willoughby? ¿Y la Knox? Ellos dos ni
siquiera vivían en Wáshington.
—Willoughby iba a la oficina todos los meses durante una semana más o
menos —expliqué—. Loretta Knox estaba por llegar a Wáshington por el mes de
septiembre. No hay manera de saber a ciencia cierta si estaban o no en la
capital el día del crimen.
—Bajo tales circunstancias —declaró Joe con el tono de un juez—,
debemos seguir incluyéndolos a los dos entre las víctimas posibles.
—Adelante —asintió Gory—, pero no jugaré mi dinero a transeúntes.
Voy a apostar por alguien a quien sepa en condiciones de haber participado en el
crimen.
—Yo consulté un almanaque —informó Goggles Townsend—, y resulta
que el 6 de septiembre, fecha del recorte, fue miércoles. Por consiguiente el
crimen debió cometerse el lunes 4 de septiembre, que fue el Día del Trabajo.
En consecuencia, podemos limitar el número de sospechosos a los que pudieron
haber estado en la casa un día feriado.
—En eso no puedo serles útil —expliqué—. Todos los miembros de la
comisión directiva tienen llave. Muchas veces trabajé con Whipple en días
feriados, para cumplir trabajos urgentes, y prácticamente en cada ocasión
había alguno que otro dirigente en su oficina. La única a quien no recuerdo haber
visto nunca un día de fiesta es la Knox.
—¡Qué lástima! —lamentóse Goggles—. Pero de todos modos, dudo de
que podamos eliminar a nadie sobre esa base. Parece lógico suponer que la
víctima pudo haber ido a la oficina a conferenciar con Stetson. Por lo tanto, no
significaba nada si tenían o no la costumbre de trabajar los días de fiesta. Con
todo, no se puede descartar ningún rastro.
—Todo eso en cuanto a la oportunidad. —Joe reanudó su disertación—.
Y llegamos al motivo. El problema es el siguiente: ¿Stetson tenía más motivo
para matar a uno de ellos que a los demás?
—A mí no me preguntes —contesté—. Yo soy el que pasó cuatro años en
una casa sin ver nada de lo que pasaba.
—Basta de charla, Joe —gritó alguien—. Quiero hacer mi apuesta.
—Ustedes, muchachos, están demasiado ansiosos por desprenderse de
su dinero. Yo estoy tratando de ayudarlos a que lo hagan científicamente —
insistió Joe—. Pero si están tan desesperados por apostar, adelante. Explicaré
los motivos mientras lo hagamos.
—Vamos, muchachos —dijo Cara de Perro—. Veamos el color de esos
billetes.
—El primero de la lista es Hunter Willoughby, presidente de la SUDS
—siguió Joe—. Pete no nos habló mucho de él. Sabemos que tuvo mucho que ver
con la financiación de la SUDS y que había amenazado con retirar su dinero si lo
sacaban de la presidencia. ¿Cree alguien que eso puede ser motivo para
asesinarlo?
—Podría ser —tartajeó Henry Carruthers—. George Biggers le dijo a
Pete que Willoughby podría arruinar a la SUDS si los obligaba a publicar su
estado financiero y todos sus negocios. Tal vez le dijo a Stetson que no quería
seguir más y a Stetson no le gustó. Creo que me quedo con eso. ¿Qué dices tú,
Art?
El amigo de Henry, Arthur Jones, dijo que encontraba el razonamiento
bastante bueno para sus diez dólares; recibí entonces los billetes y anoté el
nombre de los dos junto al de Willoughby. No hubo otros interesados.
—Ahora vienen siete vicepresidentes —prosiguió Joe con su lista—. El
primero es Frank Johnson. No sabemos de ningún altercado entre ellos dos.
Trabajaron juntos durante más de diez años y Johnson parecía ser
completamente leal. ¿Apuesta alguien?
Hubo un silencio. Luego habló Bingo Peele:
—Yo me arriesgo. Me gusta jugarle a un nombre a quien no le juega
nadie más. No me gusta repartir mis ganancias. Johnson tiene tantas
probabilidades como cualquiera. Por lo general siempre hay alguna razón para
bajar a un leguleyo.
—Lo que nos lleva a Chester Whipple —dijo Joe, cuando el dinero hubo
cambiado de manos—. En mi opinión es un candidato muy serio. Veamos lo que
hay en contra de él punto por punto.
—Yo no necesito puntos —interrumpió Cara de Perro—. Ya lo tenía
marcado cuando Pete nos dijo que era un chismoso. Estos diez patacones dicen
que estrangularlo es poco para un bastardo que habla de ese modo.
—No seas anticientífico —dijo Joe, reduciéndolo a silencio con una
enérgica mirada—. El hecho de que Whipple fuera un chismoso es uno de mis
puntos. Nos hemos enterado de la forma en que echaba barro contra todo el
mundo. Nos enteramos de los cuentos que difundía, tanto verídicos como falsos.
—Yo no creo que haya sido Whipple —interrumpió Gory—. ¿Quieren
saber por qué? —Nadie le preguntó pero él lo dijo lo mismo—. Porque si hubiese
sido Whipple el muerto, no hubiesen descubierto tan rápidamente quién lo mató.
Debe haber un montón de personas con ganas de liquidarlo.
—Con todo sigue siendo mi candidato —dijo Cara de Perro sin alterarse
por el argumento de Gory.
—Para continuar con el motivo principal que pudiese haber tenido
Stetson para quitar de en medio a Whipple —dijo Joe—, según Pete, Whipple
fue desarrollando un creciente resentimiento contra Stetson. Se quejaba de
que su labor no era apreciada, de que era postergado y hasta perseguido. Y
cuanto más cavilaba en el tratamiento que Stetson le daba, tantos más detalles
de su depravación iba reuniendo. Ustedes recuerdan aquella noche en que se
emborrachó y le cantó las cuarenta a Stetson. Este lo tomó a broma, aquella
vez, pero no le habrá hecho tanta gracia si se repitió otra vez.
—¿Quieren que les diga una cosa, muchachos? —interrumpió Charlie
excitado—. El Día del Trabajo, según decía el mensaje que recibió Pete, era
cuando se realizaría el pic—nic para todo el personal de la SUDS. ¿Dice el
boletín si habría bebida?
—No recuerdo haber leído nada al respecto —respondí—. Pero nunca
estuve en ninguna francachela de la SUDS en la que no hubiese abundante
bebida.
—Ahí tienen, entonces —repuso Charlie triunfante—. De ordinario
Whipple no hubiese tenido valor para atacar a Stetson. Pero fue al pic—nic y se
pescó una curda. Volvió luego a la oficina, encontró a Stetson, y empezó a
cargarlo. Stetson se cansó, y ¡zápate!, adiós Whipple. Es un caso claro.
—Hay otras cosas que señalan a Whipple —lo animó Joe—. No hay duda
de que conspiraba con Ray Saunders y Bertha Harding para apoderarse de la
dirección de la SUDS.
—Y no olviden su libreta —colaboró Hal Devers—. Yo creo que ésa es la
clave de todo el misterio.
—Si la descripción de Sheila era correcta, se trataba de un documento
bastante peligroso para dejarlo tirado por ahí —convino Joe.
—Maldito si lo era —dijo Hal—. Mi idea es de que la pandilla
antistetsonista decidió que había llegado el momento de entrar en acción, y
eligieron a Whipple para la parte difícil. Estoy viendo todo lo que pasó, como si
lo hubiese presenciado. Whipple entra en la oficina de Stetson. Dice: Estamos
hartos de usted, Jefe. Váyase en seguida. Luego saca la libreta y dice: Lo voy a
denunciar ante el mundo como un leproso moral. Stetson ve que la broma se
acabó. Tiene que destruir la libreta o está listo. Se desprende de la bufanda
que lleva Whipple al cuello y grita: ¡Dame esa libreta, hijo de una gran perra!
Whipple dice: No quiero. Stetson aprieta la bufanda demasiado fuerte, y las
luces se apagan para Chester. ¿Qué les parece esta reconstrucción del crimen?
Hal respiró profundamente.
—Maravillosa —dijo secamente Joe—. Tu lugar está en la radio. ¿La
versión de Hal vale algo para alguien?
—Yo ya puse mi dinero a la mano de Whipple —dijo Cara de Perro.
—Yo también —dijo Charlie complacido.
Con eso concluyó el arrebato para apostar por Whipple.
—El siguiente nombre de la lista —continuó Joe—, es Anne Coleman.
—Sí, hombre —saltó Eddie Sloan—. La amante pelirroja. Es mi bocado.
Pon mis billetes a favor de Annie.
—Creo que hay base para acusar a la damisela de víctima —reconoció
Joe—. Sus relaciones con Stetson databan de veinte años atrás, y a juzgar por
el relato de Pete. Stetson comenzaba a tironear de la traílla.
—El quería separarse y ella no lo dejaba —agregó Gory—. La única
forma de librarse de ella era liquidándola. Y estos diez dicen que así lo hizo.
—Yo no lo culpo —declaró Eddie—. Yo no permitiría nunca que una
mujer me zamarrease como lo hacía la Coleman con Stetson. Eligiéndole las
dactilógrafas. Diciéndole cómo tenía que manejar sus negocios. Diablos, se lo
tenía merecido.
—Es cierto —asintió Joe—, Anne Coleman tenía muchas exigencias. Ya
de entrada lo obligó a nombrarla vicepresidenta de la SUDS en contra de su
decidida opinión. Durante todo su encono con la Harding probablemente lo
cargaba constantemente para que hiciera las cosas a gusto de ella. Para un
hombre como Stetson, habituado a ser el patrón, eso era muy duro de aguantar.
—No olviden esa carta que le mandó alguien para impulsarla al suicidio
—recordó Eddie—. Para mí que la mandó Stetson. Probablemente tenía la
esperanza de que alguna vez cumpliera su amenaza de quitarse la vida. Pero
nunca se puede confiar en las mujeres. Finalmente tuvo que estrangularla él
mismo. Un hombre no aguanta a una mujer ilimitadamente... sobre todo una
mujer de la que ya estaba cansado.
—Yo no dije que estuviese cansado de Anne Coleman —objeté—. No sé
nada de eso.
—Tú no sabes nada de nada. Apenas tuviste cuatro años de tiempo para
observarlos —dijo Joe, eliminándome de la discusión—. Pero debe haber estado
cansado de ella. Es un posibilidad digna de ser considerada. Como quiera que
sea, sabemos que andaba buscando otros amoríos fuera de programa, y que ella
intervenía a cada paso.
—Es claro que intervenía —dijo Eddie—. Apuesto a que tuvieron sus
buenas peleas a causa de las amigas de Stetson. Pete no pegaba el oído a la
puerta en los momentos oportunos. Hubiera debido escuchar después de haber
despedido la Coleman y Stetson a una de sus curvilíneas secretarias.
—Yo no escuchaba detrás de las puertas —protesté—. Al menos, no
adquirí el hábito de hacerlo. Sólo porque alcancé a oír algunas cosas, de pura
casualidad, ya me tratan de fisgón.
—No tenemos tiempo para discutir tus vicios, Pete —dijo Joe con
brusquedad—. Tenemos que acabar con Anne Coleman. Los hechos
sobresalientes son estos: Ella era la amante de Stetson. El andaba en pos de
otras chicas más jóvenes y bonitas, y la Coleman se empleaba a fondo para
apartarlas de él. Ella era ambiciosa y estaba decidida a ser la primera figura
femenina en todas partes. Tenía mal genio y una lengua puntiaguda. ¿Pone
alguien su dinero a favor de esta combinación?
Tres hombres me tendieron sus billetes para añadirlos a los diez que
Gory y Eddie ya habían jugado a la mano de Anne.
—Hemos elegido un ganador, compañeros —afirmó Eddie—. No les
quepa duda. Es como yo digo siempre: cherchez la femme.

24
—Cherchez la femme. —Davey Miller recogió con entusiasmo las
palabras de Eddie—. Es lo que dicen en las novelas policiales francesas. Me
gusta. Creo que yo también apostaré por Anne Coleman.
—Llegas tarde, Davey —declaró Gory—. Las apuestas por la Coleman
están cerradas.
—Puedo abrirlas de nuevo sin dificultad —ofrecí yo.
—Al diablo, Davey —dijo Eddie—. Ya hay cinco apuestas por la Coleman.
Con lo que nuestra ganancia se reduce prácticamente a cero. No queremos
dividirla en seis partes. Y no es que tengas alguna razón especial para elegir a la
Coleman.
—Sí, la tengo —dijo Davey empecinadamente—. Creo en lo que tú
dijiste: cherchez la femme.
—Puedes hacerlo sin achicar nuestras partes —señaló Eddie—.
CHERCHATE otra FEMME para ti.
—¿Qué te parece la Knox? —sugirió Joe—. Es la siguiente en la lista.
—No, señor —objetó Davey—. Me recuerda a mi madre. ¿Quién querría
matar a una mujer buena y amistosa como esa?
—Yo, para empezar —respondió Muckle Malloy al instante—. A mí me
recuerda a mi tía Bridget, y prácticamente todos en mi familia estarían
dispuestos a estrangularla.
—El relato de Pete señala una animosidad bastante extendida contra
esa dama —concedió Joe.
—Tenían la mar de razones para odiarla, les digo yo —afirmó Muckle
con énfasis—. Cuantas más de estas reformadoras por propio encargo se
estrangulen, mejor para los decentes bebedores y jugadores de póker como yo.
—No creo que Stetson haya matado a una mujer sólo porque fuera
prohibicionista —arguyó Davey—. Ella tenía derecho a expresar su opinión.
—Pero no tenía derecho a hacérsela tragar por la fuerza a los demás —
retrucó Muckle—. Ese era el defecto de mi tía Bridget, y esa perra de la Knox
era lo mismo. Quería convertir a la SUDS en una sucursal de la Liga
Antialcohólica. Si yo fuera Stetson, se la hubiera dado por la cabeza hace
tiempo.
—Dudo de que Stetson haya matado a la Knox porque fuese reformista
—declaró Joe—. Conocía sus puntos de vista desde hacía varios años, y sin que
nunca le hayan importado.
—¿No oíste hablar de la gota que colma la copa? —preguntó Muckle—.
La mujer acabó por cansarlo. A lo mejor rompió todas las botellas en el pic—nic,
y Stetson ya no la pudo tragar más.
—No debemos pasar por alto el hecho —dijo con precisión Goggles—,
de que fue el interés de Loretta por la presidencia de la SUDS lo que hizo
imposible que se repitiera la convención anual de la Sociedad. De ese modo
estorbaba un ingreso substancial que Stetson se perdía. Loretta fue un factor
decisivo en la amenaza de Willoughby de retirar su dinero y el de sus amigos.
Tengo entendido que ese retiro le hubiera causado serios perjuicios a Stetson.
—Compañeros, ustedes están perdiendo el barco completamente —
aseveró Van Hooper—. Está claro como el día que Stetson asesinó a Loretta
para evitar que hiciera dar vuelta a las filiales del oeste a favor de Saunders y
la Harding. Eliminada ella, el plan de apoderarse de la SUDS sería archivado y
Stetson salvaría la organización para sí. No sé como pueden ser tan obtusos que
no lo vean.
—Ya iba a llegar a ese punto —declaró Goggles con dignidad—. Me
interrumpiste mi lógica enumeración de razones. El cisma de la SUDS era,
desde luego, el motivo primordial de Stetson para matar a la Knox.
—Lógica enumeración —repitió desdeñosamente Muckle—. Cuéntaselo a
tu abuela. Yo digo que fue borrada del mapa porque metía las narices en lo que
hacían los demás para divertirse. Y espero que eso le servirá de lección a mi tía
Bridget.
—Muy bien —intervino Joe, cuando Goggles se disponía a formular una
réplica lógica—. Si elegiste la víctima debida, recibirás el premio tengas o no el
motivo verdadero. Colijo que ustedes tres apuestan por Loretta Knox. Recíbeles
el dinero, Pete.
—¿Y tú, Davey? —pregunté—. ¿Siempre quieres apostar por una
femme?
—Sí —insistió—, pero no por la señora de Knox. Sería un crimen
matarla. Elijo a la otra mujer, Bertha Harding.
—No sigues el orden, Davey —dijo Joe—. No llegaremos a la Harding
hasta que no terminemos con los vicepresidentes.
—Es cierto, Davey —aconsejó Goggles—. Espera el turno.
Davey pareció tan apesadumbrado por la postergación, sin embargo,
que Joe cedió.
—Bueno, vamos a considerar a la Harding —dijo—. ¿Cuál es en tu
concepto el motivo?
—Sin motivo —contestó Davey, entregándome sus diez dólares—.
Simplemente cherchez la femme.
—En realidad de verdad —contradíjole Joe—, Stetson tenía un
poderoso motivo para matar a la Harding. Era una de las cabecillas que trataban
de echarlo de la SUDS. Biggers le advirtió repetidamente que ella y Saunders
se proponían arruinarlo. Anne Coleman arguyó lo mismo. Stetson no quiso
aceptarlo al principio, pero tarde o temprano estaba destinado a descubrir la
verdad. Recuerden que contaba con que la SUDS le daría fama y riqueza para el
resto de su vida. Cuando vio que se lo arrancaban de las manos, pudo fácilmente
desesperarse hasta el punto de cometer un crimen.
—Exacto —dijo Goggles—. Y por eso estranguló a Loretta Knox.
—Yo dije lo mismo —aportó Charlie—. Mató a Whipple para proteger su
posición en la SUDS.
—El motivo es bueno, Joe —dijo Sam—, pero te equivocaste de víctima.
Yo me reservo para cuando hayamos avanzado más en la lista.
—Yo no —repuso Joe—. El motivo es bueno y la víctima también, y yo lo
respaldo con mis diez patacones. Aquí los tienes, Pete.
—Adelante. Joe, adelante —urgió Sam. ¿El que sigue es Saunders?
—No, Carl Doherty —respondió Joe—. Pete lo presentó bastante
descolorido y completamente inofensivo. Supongo que habrá cumplido con sus
obligaciones, desarrollado sus actividades en forma impersonal y seria. No
participaba de las reyertas oficinescas. Y cuando tuvo que tomar posición, se
colocó del lado de Stetson. ¿Alguno de ustedes encuentra motivo para asesinar
a Doherty?
Nadie reaccionó, y Joe siguió diciendo:
—Muy bien, ahora viene Ray Saunders. El...
—Aquí tienes, Pete —interrumpió Sam—. Van mis diez por Saunders. Yo
no sé, muchachos, cómo pueden ustedes tirar el dinero jugando a todos esos
corredores rezagados, cuando basta medio ojo para ver que no pudo ser otro
más que Ray.
—¿Cómo es tu planteo? —preguntó Joe.
—Me sorprende que tú no lo veas, Joe, con toda tu charla sobre la
ciencia —respondió condescendiente Sam—. Muy bien, será científico y te haré
ver cómo arribé a mi conclusión. Para empezar, Stetson le sacó un ojo a
Saunders cuarenta y tantos años atrás. ¿Es así?
—Así es.
—Y a partir de entonces Stetson tuvo que hacerse cargo de Saunders.
Debió ser para Stetson una carga muy costosa respaldar con su dinero todos los
fracasos de Saunders. Año tras año tuvo que aflojar la mosca constantemente,
pagando un error que cometió cuando era un chico. Saunders era una
permanente hipoteca que llevaba colgada al cuello. ¿Es así?
—Así es.
—Muy bien. Hay distintas clases de hipotecas —especificó Sam—. La
que es tranquila y serena, ya es bastante mala. Al cabo de no mucho tiempo,
cualquiera siente ganas de quitársela de encima. Pero Saunders no era tranquilo.
Insistía en recordarle a Stetson que la pérdida del ojo le había arruinado la
vida. Stetson no lo hubiera mantenido a Saunders si no estuviese oprimido por
un sentimiento de culpabilidad. Con Saunders abriéndole continuamente la
herida, no era difícil que llegara en algún momento a colmarse su capacidad de
resistencia. La única manera de librarse de su conciencia culpable era
librándose de Saunders. ¿Qué tal está esa psicología?
—Muy psicológica —respondió Joe.
—De fibra, ¿eh? —dijo Sam—. Bueno, pero estuve reservando mis
golpes decisivos para el final. Tú mismo dijiste, Joe, que Stetson mató a la
Harding porque estaba a punto de quitar le la SUDS. Tu razonamiento era
sólido, muy sólido, sólo que apuntaba en dirección equivocada. Stetson
descubrió, en efecto, que Biggers le había estado diciendo la verdad.
Comprendió que le había faltado poco para perder la SUDS, y se puso furioso al
ver que le despojaban de su obra vitalicia. Hasta ahí estaba de acuerdo contigo,
Joe.
—¡Qué alegría! —dijo Joe.
—Pero en este punto tú te desviaste afirmando que Stetson estranguló
a Bertha Harding. Eso es una tontería. Era Saunders el que aspiraba a
reemplazar a Stetson. Harding, Knox y Whipple eran sus instrumentos, Todos
ellos pensaban que saldrían ganando si Saunders ocupaba la jefatura, pero el
que manejaba todo el complot era Saunders. Eliminando a Saunders, el
movimiento se desplomaba. ¿Es así?
—Podría ser —dijo Joe.
—Eso no es todo —siguió Sam—. Cometer un crimen no es como firmar
un contrato. Hace falta que un hombre se encuentre bastante sulfurado para
eso. Lo único que podía sobreexcitar a Stetson hasta el crimen sería descubrir
la traición de Saunders, un hombre al que había considerado como un hermano,
un hombre a quien quería y en quien confiaba desde hacía cuarenta años, un
hombre en cuyo beneficio haría todo lo que estuviese en su poder. Esa traición
le habrá hecho ver todo rojo.
—La ingratitud es más punzante que el colmillo de una serpiente —dijo
Goggles, haciendo una cita equivocada—. Y no hay furia mayor que cuando el
amor se convierte en odio.
—Eso mismo —asintió Sam—. No hay duda de que Saunders es la
víctima.
Otros dos muchachos me entregaron sus billetes para respaldar su
conformidad con Sam.
—Infiernos —lamentóse Cara de Perro—, ¿por qué seré tan Impulsivo?
Comprometí mi dinero con Whipple, y ahora resulta que Saunders es el ganador.
—¿Estás seguro? —preguntó Joe.
—Es claro que estoy seguro —replicó Cara de Perro—. Tengo bastante
inteligencia para reconocer una serpiente cuando me pica. Después de la
explicación de Sam, no sé cómo pude haber sido tan estúpido de apostar por
Whipple.
—En tal caso, podrías poner otros diez a la mano de Saunders —sugirió
Joe.
—¿Por qué no se me habrá ocurrido? —dijo Cara de Perro animado—.
¿Supongo que será tarde para retirar mi apuesta por Whipple?
—Demasiado tarde —afirmó Joe.
—¡Oh, bueno, lo descontaré de mis ganancias! —Cara de Perro se
mostraba filosófico—. Ahí van otros diez por Saunders.
—Un momento —aulló Sam—. No se puede hacer eso. El hizo su apuesta
y tiene que seguir con ella, No puede invadir mi territorio.
—Aquí hay libertad —repuso Joe—. Si Cara de Perro quiere hacer dos
apuestas, no hay ninguna ley que se lo prohíba.
Sam y los otros dos que habían apostado antes a favor de Saunders
protestaron violentamente, pero sus protestas fueron rechazadas ya que la
mayoría tenía interés en que el pozo aumentara por cualquier medio. Acepté los
diez de Cara de Perro y recogí las apuestas por Saunders de otros tres
compañeros que se habían convertido por la argumentación de Sam, perdiendo la
fe en sus preferencias anteriores.
—Hubiera ahorrado mi elocuencia hasta que estuviese cerrada la
admisión —reprochóse Sam.
—A continuación tenemos a Hal Sullivan —declaró Joe—. Político de
camarillas e irlandés. Tuvo sus escaramuzas con Stetson con motivo del
proyecto de ley. Biggers creía que podía alinearse con Saunders y compañía. Si
lo hiciera, podría convertir a Stetson en persona no grata para sus amigos del
Congreso. ¿Cuanto dan por Sullivan?
Mientras Joe hablaba, yo hice cifras rápidamente, y al no responder
nadie a la pregunta de Joe, expliqué:
—Me parece que se acabó la fiesta. Tengo aquí diecinueve nombres,
aparte de los cuatro que repitieron: a favor de Saunders. Es decir, que ya han
apostado todos.
—¿De veras? —Joe revisó mi lista—. Sí, tienes razón. Es una lástima,
porque todavía falta George Biggers. Yo esperaba fuertes apuestas a su favor.
¿Quiere alguien poner unos billetes más a la mano de George?
—Es inútil que quieras vendernos eso, Joe —aconsejó Sam—. Todo el
mundo sabe que no puede ser Biggers. Era amigo de Stetson.
—Stetson te diría probablemente que Biggers no era amigo de nadie
más que de Biggers. Lo mismo que Stetson no tiene otros amigos más que
Stetson. Excepto Saunders. Stetson parece tener un sentimiento de genuina
amistad por Saunders.
—Bueno, muy bien, Stetson y Biggers no eran amigos, si quieres
sutilizar las palabras —concedió Sam con impaciencia—. De todos modos, han
estado trabajando juntos durante años. Tenían las mismas finalidades. En la
partición de la SUDS, Biggers estuvo todo el tiempo del lado de Stetson.
—Hay que ver si Stetson lo creía —comentó Joe—. Biggers convenció a
Pete de que estaba cien por ciento con Stetson, pero yo no creo que Stetson
mismo estuviera convencido. El tenía sus buenas razones para odiar a Biggers.
—Dime una —desafiólo Sam.
—Cherchez la femme —sugirió Joe—. Fue un trago muy amargo para
Stetson cuando la Dalton renunció porque él le había hecho una insinuación, y
luego volvió al llamarla Biggers. Luego vino la Nancy Winthrop y ostensiblemente
abandonó a Stetson para seguir a Biggers. Lo mismo pudo haber pasado con
otras mujeres sin que Pete lo supiera.
—Maldición —dijo Eddie—. Quizá hayas dado en el clavo. No hay nada
para convertir un hombre en un criminal como sacarle las mujeres. Sigo
creyendo que mató a la Coleman, pero voy a correr sobre seguro y jugarle a
Biggers también.
—Es una ridiculez —dijo Sam con desprecio—. Eddie tiene los sesos
sorbidos por las mujeres, pero debiera saber que no son dignas de que uno mate
por ellas.
—El motivo para matar a Biggers no es tan simple —explicó Joe—.
Biggers no hacía más que insistir con Stetson para que lo echara a Saunders.
Según Pete, trataba de salvar a la SUDS, pero según Stetson, Biggers era un
provocador de disturbios. Muchos indicios señalan que Stetson, a pesar de que
para todo el mundo era muy claro, se negaba a creer que Saunders conspiraba
contra él.
—Qué diablos, pero si Saunders mismo se lo había dicho —apuntó
Sam—. Después de aquella excursión en el barco, no podían quedarle dudas.
—Aun después de eso, no movió un dedo para librarse de Saunders —
dijo Joe—. Stetson había caído en la costumbre de no tomar nunca en serio a
Saunders. Se alteró momentáneamente en el barco, pero apuesto a que luego, al
volver a su casa y meditarlo bien, llegó a persuadirse de que Saunders hablaba
de puro gusto y de que todo el asunto quedaría en agua de borrajas. Su mayor
preocupación fue evitar que Biggers se enterase para usarlo en su lucha contra
Ray. Cuando Pete regresó a la SUDS un año después de su partida, tanto
Biggers como Sheila le dijeron que Stetson seguía sin conmoverse por la
agitación que lo rodeaba. Como dijera Biggers, Ray era su lado flaco. Tal vez
más adelante Biggers haya logrado al fin probarle que había un complot contra
él. En tal caso, tendríamos un motivo para el asesinato de Saunders, Harding,
Whipple y quizá Sullivan. Pero si Stetson se mantenía en su primitiva opinión,
entonces hay un poderoso motivo para matar a Biggers.
—¿De dónde sacas esa idea? —inquirió Sam.
—Volvamos a la psicología —dijo Joe—. En mi opinión, todo el crimen
gira alrededor de Saunders.
—Yo sabía que irías a parar ahí, viejo Joe —exclamó regocijado Sam—.
Estás pronto para reconocer tu error y apostar otros diez a Saunders, ¿no es
así?
—No es eso lo que quise decir —negó Joe—. Yo digo que Saunders
suministró la mayor parte del motivo para el crimen, no que él hubiese sido
asesinado. Pete nos hizo ver muy claramente cuáles eran los sentimientos de
Stetson hacia Saunders. Lo quería. Hasta le parecían graciosos sus chistes.
Sentíase responsable por él. Después de pasarse toda la vida manteniendo y
protegiendo a Ray, Stetson indudablemente sentiría un antagonismo rencoroso
contra cualquiera que tratase de ofender a Ray o de romper su amistad. Creía
que Biggers trabajaba desde adentro para echarlo a Ray de la SUDS. Quizá
Biggers ganase algo desacreditando a Saunders. Incluso Stetson podría
sospechar que Biggers tuviese el plan de apoderarse él de la SUDS.
—Y Stetson mató a Biggers para defender a Ray —dijo Sam
lentamente—. Todo concuerda. Una de dos: Stetson vio finalmente que Biggers
no hablaba porque sí y mató a Saunders, o siguió leal con Saunders y mató a
Biggers. Yo jugué una apuesta por Saunders. Ahora juego otra por Biggers. De
este modo, cualquiera de los dos casos que resulte ser, siempre gano.
—Maldición —dijo Cara de Perro—. Yo ya puse veinte dólares, y ahora
me sales probando que Biggers es el mejor candidato. Qué diablos, el dinero
igual no sirve para nada aquí.
Me dio otro billete de diez. Después de un coloquio a media voz, Henry
Carruthers y Arthur Jones saltaron también a la caravana de Biggers.
—¿Qué dicen, amigos? ¿No hay más apuestas? —preguntó Joe—.
Entonces queda clausurada la competencia. ¿Cómo está la caja, Pete?
—Un momentito. —Terminé mis cálculos matemáticos—. Tengo veinte
dólares por Willoughby, diez por Johnson, treinta por Whipple, cincuenta por
Anne Coleman, treinta por doña Loretta, veinte por Bertha Harding, setenta por
Saunders y cincuenta por Biggers. Nadie apostó por Doherty ni Sullivan. El total
del pozo es de doscientos ochenta dólares.
—No está mal. —Joe se frotó las manos con satisfacción—. No está
nada mal. Eso quiere decir que Davey y yo nos embolsamos ciento cuarenta
dólares cada uno. Claro que hubiera preferido no dividir el pozo con nadie, pero
puesto que debo tener un socio, es justo que seas tú, Davey. Después de todo,
fue tu encomienda de Navidad la que promovió esta lotería.

25
Hubo un coro de protestas a cargo de los restantes jugadores. Sam
asumió su representación oratoria. —¿Qué diablos te propones, Joe? No
sabremos quién ganó hasta que Pete reciba noticias de su novia.
—Es un mero tecnicismo, Sam —aseguróle Joe—. Stetson asesinó a
Bertha Harding. Por lo tanto Davey y yo nos dividiremos el pozo.
—Muy seguro estás. ¿Recibiste alguna información privada?
—Es claro que sí —declaró Joe—. Pete me lo contó todo.
Me pareció que se me iban a echar encima en tropel.
—Ese traidor hijo de un sargento —gruñó Gory—. No se la va a llevar
de arriba.
—Sólo queda una cosa por hacer, anular la lotería y devolverle a cada
cual su dinero. Linda porquería hiciste —reprochóme Sam—. Ensuciarnos de ese
modo la lotería. ¿Cuánto te iba a dar por eso?
—¿Pero qué pasa? —yo estaba completamente en la luna—. Yo no le dije
nada a Joe. Si yo tampoco lo sé.
—Joe denunció la jugarreta, así que bien puedes confesarlo, Pete —
aconsejóme Gory—. No te vamos a golpear... mucho.
—No le echen la culpa a Pete. —Joe acudió finalmente en mi ayuda—. El
no dijo nada Que ustedes no hubieran oído. Pero lo que nos relató sobre la
SUDS demuestra claramente que Bertha Harding fue la víctima de Stetson.
—Aclaremos bien esto —insistió Sam—. ¿Lo único que tú sabes es lo
que Pete nos estuvo contando a todos? ¿Es así?
—Así es —respondió Joe—. Es lo único que sabe Pete. Pero lo que nos
dijo es información privada para un hombre con poderes analíticos.
Sam interrumpió el pavoneo de Joe diciendo:
—Lo cual significa que tú tienes las mismas posibilidades de
equivocarte Que cualquiera de nosotros. Menos yo. Con dos apuestas, por
Saunders y Biggers, tengo dos probabilidades de acertar.
—Es una lástima, Sam —disculpóse Joe—. No debí aconsejarte que
pusieras esos diez dólares más a favor de Biggers, sabiendo que la Harding era
la ganadora. Pero estabas tan seguro con Saunders, que no pude contenerme.
—Está bien, sabihondo —consintióle Sam—. Te quedaste en la palmera,
pero si te produce alguna satisfacción darte tono mientras recibimos los datos,
oigamos por qué estás tan seguro de que fue Bertha Harding.
—En primer lugar, hay un motivo. Ya les di una somera explicación
cuando puse mi apuesta.
—Me desilusionas, Joe. —Sam meneó la cabeza con lástima—. Ya te
dijimos entonces que no tenías fundamento.
—Reconozco que sólo les di las razones superficiales —admitió Joe—.
De lo contrario todos ustedes habrían apostado por la Harding y yo no hubiera
ganado nada. Después de todo, ustedes tenían la misma oportunidad para hacer
deducciones que yo.
—No te preocupes por nosotros —dijo Sam irónicamente—. ¿Alguien
está enojado con Joe por haberse reservado para él solo sus poderes
deductivos superiores?
Joe recibió la aseveración unánime de que la muchachada le perdonaba
su reticencia y hasta compartía la opinión de Gory de que "había charlado
demasiado todavía".
—Pero date el gusto, Joe. —Sam se mostraba magnánimo—. Te aferras
a la Harding. Adelante, trata de probarnos que no estabas loco cuando la
elegiste.
—El error que cometieron ustedes, amigos, fue el de no analizar el
carácter de los personajes comprometidos. —El tono de Joe era
condescendiente, como si su auditorio lo escuchara con respecto, y no con
burla—. Tomemos a Saunders, por ejemplo. Ustedes sacaron la conclusión
apresurada de que él dirigía la revolución contra Stetson. Toda la historia de
Saunders desmiente esa posibilidad. Nunca hizo prosperar ninguna iniciativa en
toda su vida. Era el tipo de hombre a quien le hacía falta un apoyo permanente,
alguien que lo atendiera, que tomara decisiones por él. Durante cerca de
cuarenta años se dejó conducir por Stetson. Por la reacción de Stetson ante las
acusaciones de Ray, después de la cena con los ex—condiscípulos, se ve que
Saunders expresaba entonces por primera vez su disconformidad con su papel
secundario. La presunción más evidente es de que algo lo había cambiado
después que llegó a la SUDS. Y ese algo era Bertha Harding. No hay duda de
que ella reemplazó a Stetson como guía y puntal de Saunders. Si el cuadro que
nos trazaste es correcto, Pete, Bertha era el tronco vigoroso de la combinación
Saunders—Harding.
—Sí —asentí yO—. Ella era una mujer indomable.
—Sabemos que odiaba a la Coleman —prosiguió Joe—. Tal vez estaba
resentida por la forma en que Stetson se había apoderado de su Agencia y la
había convertido en algo grande para su propio beneficio, dejándole a ella
solamente un papelito menor. Convenció a Saunders de que él debía calzar los
zapatos de Stetson, después de lo cual lo empleó para llevar adelante sus
propios proyectos. Como palanca para expulsar a Stetson de la SUDS tenía dos
grandes valores. Era popular entre las socias de los clubes. Eso era útil, pero de
menor importancia que su otra contribución, sus relaciones con Stetson. Bertha
Harding usó su influencia para enemistarlo con Stetson, para convencerlo de
que Stetson entorpecía sus triunfos. Pero nada podía destruir la confianza de
Stetson en Saunders. La resistencia de Stetson a tomar alguna medida que
ofendiera a Ray constituyó para él un escudo perfecto contra los planes de la
Harding.
—Tu teoría de que Stetson mató a la Harding presupone que descubrió
la existencia de una conspiración —señaló Sam—. Me parece más lógico suponer
en este caso que su víctima fuera Saunders.
—Ni por asomo —contradíjole Joe—. Stetson debe haber comprendido
mejor que nadie la debilidad de carácter de Ray. Se habrá dado cuenta que
debía ser la influencia de Bertha la que convirtió a Ray en un Judas. En mi
opinión, no mató a la Harding porque le estuviese robando la SUDS. La mató
porque había destruido una amistad de toda la vida, amistad que era para él
doblemente fuerte por la profundidad de su interés protector. Después está la
tentativa de suicidio de Anne Coleman. Alguien sugirió que Stetson le había
escrito la carta que lo provocó. Es una tontería. Eso podía pensarlo únicamente
una mujer. Fue Bertha Harding, y Stetson lo sabía. Esa treta significó otra
cifra en la cuenta que llevaba contra la mujer.
—Bravo, Joe —aplaudió Sam—. Creo que pusiste de nuevo a Bertha en
el marcador. Tal como tú lo presentas, podría ser una candidata tan buena como
cualquiera de los demás.
—Stetson no pudo haber matado a nadie más —declaró lisa y
llanamente Joe.
—¿Cómo es eso?
—Este crimen no fue planeado tranquilamente de antemano. Stetson
estranguló a su víctima en una oficina. No trató de hacer desaparecer el
cadáver. La policía lo identificó en seguida como autor del crimen. En otras
palabras fue un crimen completamente impremeditado. Stetson debió estar
poseído de ciega ira.
—Contra Whipple —asintió Cara de Perro.
—Contra Anne Coleman —suspiró Eddie.
—Contra Loretta Knox —entonó Muckle.
—Psicología, compañeros, psicología —regañólos Joe—. El autodominio
de Stetson era una de sus características relevantes. Al respecto tenemos el
testimonio de dos hombres que lo conocían mejor y de más antiguo que nadie:
Saunders y Biggers. Biggers dijo que nunca había visto a Stetson perder la
paciencia por más grande que fuese la provocación. Saunders dijo lo mismo, con
la sola excepción de aquel estallido en que perdió el ojo.
—Deberás admitir que cuando pierde el control, lo hace con toda
violencia.
—Exactamente —dijo Joe—. Había algunas personas cuya personalidad
tenía el poder de quebrar el casi perfecto dominio de sí mismo de Stetson y
provocar una violencia tanto más fuerte cuanto que era tan pocas veces
liberada. La maestra contra quien lanzó la rana tenía esa cualidad. Lo llevó hacia
un grado de locura temporaria y desaparecieron los diques. Por suerte, no había
mucha gente que pudiera ejercer esa influencia sobre él. La señora de Stetson,
por ejemplo, no podía. Fue a su departamento a cumplir una diligencia que habría
puesto furibundo a más de un hombre. La forma en que le habló hubiera podido
muy bien agotarle la paciencia. Sin embargo, conservó toda su compostura, y
hasta parecía ponerse en su lugar y comprender sus puntos de vista. Y créanme,
muchachos, un hombre que no se enoja con su propia esposa, debe tener un
sistema nervioso de acero.
—Tú hablas mucho, Joe —comentó Sam—, y hasta lo haces bien. Pero lo
que dices no armoniza con los hechos. Stetson era propenso a ponerse furioso.
Pete lo vio.
—Ya iba a referirme a eso —contestó Joe—. Pete vio dos veces a
Stetson en un estado de violencia incontrolada. La primera vez fue durante la
partida de bridge en Harrisburg. La segunda en el barco de la SUDS. Está
además, el relato de Sheila, testigo presencial del episodio en la escalera del
congreso. La descripción de Stetson en ambas ocasiones es similar al estado que
ofrecía cuando le tiró el pisapapeles a la maestra. Las lenguas de la SUDS
funcionaban con tal precisión que Pete se habría enterado de cualquier otro
incidente semejante que se hubiese producido. Podemos, por lo tanto, dar por
sentado casi con seguridad que esas tres ocasiones fueron las únicas en que
Stetson perdió el control de sí mismo durante los cuatro años que Pete pasó en
la sociedad.
—Está bien, démoslo por sentado —consintió Sam—. ¿Y con eso adónde
vamos a parar?
—De vuelta a Bertha. En una partida amistosa de bridge, con pequeñas
apuestas, logró acalorarlo al rojo blanco. Quizá haya sido la suerte la que puso
un mazo de cartas entre los dedos de Stetson y el cuello de Bertha.
—Es razonable —convino Sam—. Aceptaré que Bertha era una de las
personas capaces de enfurecer a Stetson. ¿Sin duda afirmarás que fue a ella y
no a Saunders a quien Stetson lanzó por la borda del barco?
—Evidentemente —dijo Joe—. Saunders le había dicho las mismas
cosas o más aún cuando volvían de la cena de la fraternidad. En aquel entonces
Stetson se mostró no solamente razonable sino hasta pesaroso. En el barco, sin
embargo, Bertha apoyaba a Saunders y se empeñaba en demostrar su íntima
solidaridad con Ray. Eso fue lo que sacó a Stetson de sus casillas. La tiró al
agua. Saunders saltó detrás en un gesto fútil propio de él.
—Hasta ahí estoy de acuerdo contigo —concedió Sam—. Creo que
tienes razón al sostener que Saunders jamás podría enfurecer a Stetson hasta
el crimen. Bertha era capaz de hacerlo. Y lo mismo Whipple.
—No, Whipple no. —Joe rechazó la indicación con desdén—. Aquella
noche en Chicago estoy seguro de que le tiró a Stetson a la cara todo el barro
que su imaginación de albañal y su valor alcohólico le ponían en la boca, y...
—Y Stetson lo durmió de un golpe —concluyó triunfante Cara de Perro,
partidario de Whipple.
—Es cierto —dijo Joe—, pero lo hizo de completo buen humor. Los
desvaríos de Whipple ni siquiera lo fastidiaron. Era mejor para todos, incluso
Whipple, que lo redujeran a silencio, y Stetson le golpeó por ser la forma más
rápida de conseguirlo. No había allí, por cierto, la menor señal de furia insana.
—Aquella vez no —admitió Sam—. Pero Stetson estaba
indiscutiblemente fuera de sí cuando lo hizo caer por las escaleras del Capitolio.
No puedes negar que en aquella ocasión Whipple tuvo la virtud de hacerle
perder el dominio.
—No fue Whipple —contradijo Joe. Fue una vez más Bertha Harding.
Whipple fue apenas el transeúnte accidental que resulta herido. Bertha estaba
dedicada a su ocupación favorita de importunar a Stetson. Precisamente cuando
éste negaba al paroxismo de una furia irreflexiva y se volvía contra ella,
Whipple acertó a interponerse entre los dos. Cuando Stetson le dijo a Pete en
el hospital que había cometido un terrible error, quería decir que no se había
propuesto atacar a Whipple. El golpe iba dirigido contra Bertha Harding.
Whipple carecía de lo indispensable para desatar la violencia de Stetson. Como
los otros. Anne Coleman lo regañaba y él se volvía impaciente pero nunca
iracundo. Biggers le dijo de todo cuando se corrió un albur con Mary Dalton y él
lo tomó a risa. Hacia el final mostró resentimiento por la interferencia de
Biggers, pero nunca cólera. Ninguno de los demás, ni siquiera Loretta Knox, pudo
irritarlo nunca. Solamente tuvo ese privilegio Bertha Harding, moderna versión
de su vieja maestra de escuela.
—Me parece que diste en el clavo, Joe —dijo Sam, con resignación—.
Un hombre no comete un crimen que deberá pagar, casi seguramente, con la
vida, sólo por tener razones lógicas para librarse de alguien. Un hombre como
Stetson sólo lo haría bajo la presión de una furia irrefrenable; nunca por el
fastidio descolorido o el resentimiento que pudiera sentir contra Biggers, o
Whipple o los restantes. Stetson fue un asesino virtual sólo porque Bertha
Harding era una víctima virtual.
—Yo sabía que llegarías a comprenderlo así, Sam —dijo Joe—, después
de estudiar las características psicológicas.
—¡Al diablo la psicología! —burlóse Cara de Perro—; eso no sirve ante
un tribunal. Yo creí que tenías hechos, rastros materiales, positivos en lugar de
toda esa faramalla.
—Tú quieres rastros, ¿no? —dijo Joe—. Siempre estoy dispuesto a
servirte. ¿Cómo es el tiempo en Wáshington, Pete, allá por el Día del Trabajo?
—Caluroso como un infierno —respondí—. Caluroso y húmedo.
—¿Usarías tú una bufanda de lana en esa época del año?
—Ni que estuviera loco.
—Muy bien. Cara de Perro, aquí tienes tu rastro. Stetson no usaba
bufanda ese día. Ni la persona a quien estranguló. ¿De dónde salió el arma
homicida?
—Maldito si lo sé —reconoció Cara de Perro.
—Pues es una pregunta muy fácil —repuso Joe—. El recorte dice que
era una bufanda de lana castaña. ¿Quién usa bufanda de lana castaña? Los
soldados.
—Pero ninguno de los miembros de la SUDS estaba en el ejército —dijo
Cara de Perro estupefacto.
—¿Naciste sin cerebro o son las Aleutianas las que te han puesto en
ese estado? —le preguntó Joe—. Es claro que ninguno de los miembros de la
directiva era soldado. Pero la SUDS tenía una docena o más de hombres en las
filas. Algunos de ellos en el frente. Después del 15 de septiembre se les
mandarían las encomiendas de Navidad. El crimen se cometió el 4 de
septiembre. ¿Qué te dice todo esto?
—Que Pete debe estar por recibir un envío de la SUDS —respondió
Cara de Perro—. Espero que esté nena de cosas para comer.
—No le hagas caso a esta hiena, Joe —aconsejó Sam—. Padece de falta
de vitaminas. Comprendo lo que quieres decir. La bufanda debía estar incluida
en uno de esos envíos de Navidad. ¿Es así?
—Así es —afirmó Joe—. Bertha Harding guardaba todos sus regalos
bajo llave en su armario. Nadie más tenía llave. Mi psicología puede tener algún
agujero, pero no se puede negar el hecho de que Stetson no hubiera podido
echar mano de una bufanda de lana castaña el Día del Trabajo si Bertha no
hubiese estado presente para abrir su arcón del tesoro.
—Sólido, muy sólido —cumplimentó Sam—. Pierdo veinte dólares, pero
no puedo menos que admirar tu razonamiento.
—Yo reconstruyo el crimen de la siguiente manera —prosiguió Joe—.
Una de dos, o Stetson se enteró que se estaba tramando algo y la invitó a
Bertha a discutirlo, o Bertha creyó llegado el momento de poner las cartas
sobre la mesa, y lo llamó a Stetson para hablar claro. Decidieron mantener la
conferencia el Día del Trabajo, cuando todo el mundo estaría de pic—nic y
podrían disponer de toda la casa. Probablemente la iniciaron en la oficina de
Stetson, pero a cierta altura de la discusión Bertha habrá querido mostrarle
algo en el depósito. El hecho de que guardase celosamente la única llave del
armario me hace pensar que tenía allí la munición a emplear contra Stetson.
Quizá Whipple le hubiera entregado su incendiaria libreta, y sin duda tenia
otros documentos que podrían ser usados para sacarle el piso a Stetson debajo
de los pies. Como quiera que haya sido ambos fueron al depósito.
—Que comunica con la sala de envíos postales —recordó Sam—. Por eso
fue descubierto el cuerpo por un mensajero. ¿Es así?
—Así es —respondió Joe—. Bertha abrió el armario. Probablemente
seguía hablando continuamente en esa su manera dictatorial que tenía la virtud
de enfurecer a Stetson. Seguramente le diría que tenía tanto a la SUDS como a
Saunders en la palma de la mano. De súbito Stetson estalló. La ira le oscurecía
la razón. Tendió el brazo y tocó una bufanda en el estante próximo a él. La
tomó, la enrolló sobre el cuello de la mujer que lo estaba vilipendiando, y apretó.
Cuando volvió a sus cabales, Bertha estaba muerta. Dejó el cuerpo en el suelo, y
salió. Ahí terminó la historia, hasta que la policía lo detuvo al día siguiente.
—Con todo ese barullo —lamentóse Cara de Perro—, la SUDS
probablemente no despachará los envíos de Navidad.
—Qué infamia, ¿no? —condolióse Gory—. De lo contrario Pete podría
abrigarse el cuello con una bufanda como la que estranguló a Bertha Harding.
Sólo que de color verde.

La victoria le fue acordada unánimemente a Joe y Davey, pero como los


soldados de marina son por naturaleza precavidos, no les di el dinero hasta que
recibí la respuesta de Sheila a mi pregunta. Fue la de ella una nota cáustica:

QUERIDA ESFINGE:

Así que hizo falta un crimen para sacarte de tu escondrijo. Rebusqué


entre los recortes periodísticos y encontré el que lleva el título que me citaste.
Espero que llene los claros del que tienes en tu poder. Sé que estarás
completamente en ayunas sobre cómo pasaron las cosas y por qué, pero no te
concederé el beneficio de mi experto análisis. Tendrás que pagármelo por
adelantado con una larga carta.

El recorte coincidía con el que sacamos de la caja de Davey:

PAUL STETSON ADMITE SU CULPABILIDAD EN


EL ASESINATO DE UN MIEMBRO DE LA SUDS.
Washington, sept. 6 — Paul W. Stetson,
director gerente de la Sociedad para la Elevación
del Servicio Doméstico, admitió anoche ante las
autoridades policiales que él había estrangulado a
Bertha Harding, de 46 años de edad, el Día del
Trabajo, en las oficinas de la SUDS.
También la víctima era dirigente de la
organización nacional de mujeres hogareñas. El
cadáver, con una bufanda de lana castaña enrollada
alrededor del cuello, fue descubierto por Tom
Adams, mensajero de la SUDS, ayer a primera hora
de la mañana. Dio aviso al instante a la policía, que
procedió a interrogar al personal de la SUDS. La
investigación los llevó hasta Stetson, quien confesó
después de un breve interrogatorio.

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