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CAPÍTULO VI

LAS TRES VÍAS DE LA ÉTICA

El objetivo es mantener la integridad de la especie y no el de modificarla


F. de CLOSETS

Si algo puede ser hecho, debe ser hecho. Y, de todas formas, se hará.
V. PACKARD

Modelar al ser humano en otro tiempo monomorfo.


A. TOFFLER

«¿Debemos hacerlo porque es posible?» Creo que hay casos en los que debemos decir:
«no». Es decir, poner un límite.
J. HEBSCH

Siguiendo a Kant, Ropohl («Technik —ein Problem der Philosophie») subraya que la pregunta «¿qué debo
hacer?» depende de aquello que soy capaz de hacer. La técnica ha dilatado extraordinariamente nuestro
campo de acción —«incluso el aniquilamiento de este planeta está ante nosotros»— y con ello la pregunta
ética se ha ampliado también. Es necesario tomar conciencia de cuáles son las consecuencias, incluso
lejanas, de nuestra acción técnica. Ropohl concluye que «No debemos hacer todo lo que la técnica nos
permite hacer».
La pregunta ética está ligada al futuro y a la tecnociencia de una forma general y concreta. La podemos
enunciar de la forma siguiente: «¿Qué vamos a hacer del hombre?».

¿Qué clase de hombre vamos a construir?


Si reflexionamos detenidamente sobre todos los presupuestos que subyacen a todas estas representaciones sobre el
hombre encontraremos un punto común a todas ellas: el mismo punto común que subyace a las hipótesis de todos
aquellos que trabajan en ámbitos tan punteros como el de la biogenética, la cirugía cerebral, la biología molecular,
etc. En todos ellos la hipótesis dominante es que los seres humanos poseen una plasticidad casi infinita.
Los hombres son la materia prima que necesita ser perfeccionada, modificada o, al menos, mejorada, tanto por su
propio bien como por el bien de los otros hombres. Las personas maleables son susceptibles de ser también
controlables. Así, allí donde en otro tiempo los defensores de la idea de la perfectibilidad humana razonaban en
términos morales, los nuevos revolucionarios intentan cambiar a la gente física, afectiva o mentalmente. A
menudo, sus esfuerzos son también apoyados por el Estado. Efectivamente, si estos proyectos salen adelante los
hombres cambiarán y acabarán siendo algo muy distinto a lo que ahora son. José Delgado, el revolucionario
investigador en el campo del cerebro humano, sugiere que la pregunta principal no es «¿qué es el hombre?» sino,
más bien, «¿qué tipo de hombres vamos a crear?» [V. Packard, The people Saphers, pp. 20-21].

La consciencia tecnocientífíca muestra, cada vez más, una sensibilidad moral (a la vez esencial, difusa y
eminentemente problemática) que gravita alrededor del poder tecno científico necesario para manipular la
naturaleza humana. V. Packard pone de manifiesto que en los últimos años muchos biogenéticos, de alguna
forma alarmados por las posibilidades de su arte, se han (si puede llamarse así) «convertido», es decir, se
han comprometido con una actividad social o moral. También se han multiplicado los comités, comisiones
e institutos de bioética o de ética de las ciencias de la vida. En este contexto se sitúa la famosa moratoria a
que se han sujetado las manipulaciones genéticas. La idea se debe a P. Berg, de Stanford, pero su principio
general (el de un control ético de la ciencia) estaba siendo ya largamente debatido.

Moratorias
Los especialistas de la vida son conscientes de la existencia de un posible riesgo biológico. Debido, quizás —al
menos en parte—, a los accidentes que han resultado en estos últimos años de productos utilizados sin cuidado
tales como los botes de aerosol, la talidomida o el DDT o el cloruro de vinilo. Muchos especialistas del campo de
la reproducción han puesto fin a sus intentos de implantar un embrión, creado en laboratorio, en el útero de mujer,
por razones de riesgo evidentes: el de hacer nacer un monstruo del que, legalmente, no se podrían despojar y que
podría, además, atraer la atención pública.
En 1974 biólogos moleculares del mundo entero se pusieron de acuerdo para aceptar una moratoria (sin
precedentes en la historia) para algunos tipos de manipulaciones genéticas. Combinando diferentes tipos de genes
animales con algunos tipos de bacterias, estuvieron a punto de crear formas de vida hasta hoy desconocidas.
Algunas de estas formas de vida, particularmente peligrosas, eran susceptibles de reproducirse. Paúl Berg, de la
Universidad de Stanford, era probablemente uno de los punteros en la investigación mundial en esta materia. Él
fue quien animó la campaña de la moratoria y quien, más tarde, empujó con fuerza para definir las reglas acerca de
lo que era aceptable y de lo que no lo era. El sentimiento de malestar, de Berg llegó a un punto culminante cuando
otros investigadores comenzaron a tomar contacto, cada día, con su equipo para pedir materiales biológicos. «Yo
les preguntaba lo que querían hacer —cuenta—... Algunos de ellos tenían en su mente experimentos horribles y ni
la menor idea de las posibles consecuencias.»
En lugar de hacer que cesaran este tipo de proyectos de investigación escribió a muchos de sus colegas para
invitarles a unirse a él y redactar la carta (desde ese momento histórica) que abogara en favor de una moratoria
para algunos tipos de experimentos con ADN recombinante. Esta carta se publicó en dos de las revistas científicas
más prestigiosas del mundo, Nature (Inglaterra) y Science (Estados Unidos). La moratoria sugerida ha sido
realmente respetada —tanto como ha durado— en el mundo entero, o casi fV. Packard, The people Saphers, p.
305].

¿Inutilidad y peligro del control ético de la ciencia?


El entremetimiento de la ética en el trabajo científico se asemeja a la arbitrariedad de la censura de que gozaban
los tribunales de la Inquisición (aunque sin una referencia trascendental). Sin embargo, esto es algo bastante inútil:
si hay un dominio donde hace estragos (a la larga) una rigurosa selección darwiniana, es en el dominio de las ideas
científicas. Bien entendido, el acatamiento de una deontología profesional es menos una cuestión moral que de
provecho: el investigador que fabrica los resultados es, tarde o temprano, eliminado de la competición.
Deshabilitado por conducta deshonesta. Querer prescribir el respeto a la verdad es comportarse como si se tuviera
miedo a que la verdad no se imponga: sin embargo, la verdad en el dominio científico ¿no es lo que se impone a
fin de cuentas, lo que resiste todos los embites críticos? Un darwiniano no debería temer que la especie más apta
no sobreviviera, ya que la especie prueba su aptitud sobreviviendo.
Esta reflexión, sin embargo, confía en que el instinto de verdad no conduce a la especie humana a catástrofe (que
la naturaleza intelectual es buena). La voluntad de someter la búsqueda del saber a normas éticas «más altas»
procede, a veces, menos del horror a fallar que del ansia de verdad. Esta querella se ha alimentado, recientemente,
con la utilización de datos pseudocientíficos sobre el cociente intelectual: si la ciencia prueba la inferioridad
genética de una raza, se ha dicho, entonces la ciencia es dañina; toda investigación que conduzca a
descubrimientos que choquen con el sentido moral debe ser prohibida. Henri Poincaré (1910) se contentaría con
decir que de enunciados en indicativo («existen diferencias de CI»), no se pueden extraer jamás proposiciones
imperativas («hay que tratar con inferioridad a aquellos que tienen un CI diferente»), es decir, no se extraerá nunca
de la ciencia una proposición «que afirme o contradiga la moral». Otros lo han expresado así: «no estamos
obligados a creer en la uniformidad biológica para poder afirmar la libertad e igualdad humanas» (E. Wilson,
1978, cap. 2); «lejos de amenazar la justicia, el descubrimiento de la verdad le da un fundamento realista» (B.
Davis, 1979). Por ejemplo, la «prueba» de la heredabilidad en un 80 % de la inteligencia fue debilitada cuando se
descubrió el carácter imaginario de las observaciones de C. Burt (cf. p. e. Medawar, NYRB [3 feb. 1977]). Pero la
idea de si las constataciones científicas tienen consecuencias perversas se examinará más tarde [A. Fagot-
Largeault, L'homme bio-éthique, pp. 33-34].

La primera pregunta, ¿qué será el hombre dentro de un millón de años?, no es ni técnica ni práctica. La
segunda, ¿qué vamos a hacer del hombre?, es práctica y urgente, exige respuestas concretas y particulares,
ya que la mayor parte de la humanidad está interpelada por las posibilidades tecnocientíficas. Conviene, sin
embargo, que cuando elaboremos las respuestas no perdamos de vista las consecuencias de la primera
cuestión que comporta la ruptura con todas las gnosis y escatologías de la humanidad y la historia.
Esta ruptura no es un acontecimiento puramente negativo y «desesperante». Debería prevenirnos acerca de
las peligrosas ilusiones —mesianismos, utopismos— que existen en quienes están convencidos de que
disponen de la respuesta a las preguntas «¿qué es el hombre?» y «¿cuál es el sentido de la historia?», y de
que disponen también de los medios y estrategias más apropiadas para realizar efectivamente la concepción
del hombre y la historia vinculadas a esas respuestas. En una palabra, deberían librarnos de toda tentación
totalitarista, ya fuese tecnocientífica (como la de la creación de una tecnocracia materialista) o simbólica (la
imposición de un dogma religioso).
Si consideramos la pregunta «¿qué debemos hacer del hombre?» de una manera enteramente general y
formal, se pueden distinguir tres tipos distintos de respuestas que son imprescindibles reseñar antes de
quedarnos con una e intentar precisarla. Estas tres vías son:
a) Optar por la solución de intentar todo lo tecnocientíficamente posible;
b) optar por un reconocimiento global y de la conservación del hombre-naturaleza;
c) optar por una vía intermedia en la que se intenten algunas de las posibilidades tecnocientíficas en
función de ciertos criterios a determinar.

1. La primera vía: el ensayo libre de lo posible o «imperativo técnico»

Decidirse por intentar todo lo que es posible no coincide con la afirmación de que todo es posible, ni
tampoco con que todo lo que es posible es efectivamente realizable. Significa sólo que no se reconoce
ninguna limitación a priori para intentar, sin límites, todo lo posible. Es decir, ninguna limitación a priori
ya sea ética, metafísica, religiosa o, de forma general, simbólica. La experimentación sólo mostraría lo que
es posible —lo que funciona— aquí y ahora. Y sólo mediante la actualización de lo posible podríamos
conocer, progresivamente, de qué está lleno el presente. Repitámoslo: en ningún caso se trata, pues, de
negar las limitaciones impuestas por las leyes de la Naturaleza. Se trata, precisamente, por el contrario, de
reconocer que éstas son el único constreñimiento aceptado para la libertad humana, y que en tanto que son
empíricas, se dan por la experiencia y, por tanto, siempre hipotéticamente. F. Bacon, uno de los primeros
pensadores que formuló la consigna tecnocientífica de «hacer todo lo que es posible, hacer» dejaba ya claro
que no se puede vencer a la naturaleza más que obedeciéndola.
La pregunta —si hay o no que intentar tal experiencia, promover tal investigación— corre paralela a sus
implicaciones éticas, especialmente desde que el hombre se ha convertido en blanco de las investigaciones.
¿Hay que estimular investigaciones centradas en la manipulación tecnocientífica delicada de la
personalidad como por ejemplo, implantar auto estimuladores en el cerebro que procuren el sueño, la
valentía o la tranquilidad a voluntad? (V. Packard, The people Saphers, pp. 285 ss.) ¿Conviene continuar
con las investigaciones —y, por tanto, manipulaciones— sobre el genoma humano o, incluso más
modestamente, con las referentes a las modalidades de la procreación? ¿Y qué pensar de las investigaciones
sobre trasplantes, aún en el límite de la ficción, realizadas con primates —injertos de cabezas o cerebros
—?l
La tentación de intentar todo lo posible es poderosa.-

«Si no se acepta algún tipo de límite después de que algo sea posible, siempre habrá alguien, en algún
lugar, dispuesto-a explotar esa posibilidad» (A. Toffler, Le choc du futur, p. 234). En los límites de lo
imposible y de lo inútil todo se hará, al menos, una vez. «Creo que todo lo que puede hacerse se hará». 2
J. Bronowski parece encontrar en este principio, y no sin razón, la esencia misma de la investigación
científica: «La ciencia consiste en intentar cada posibilidad alternativamente [...], en rechazar lo que no
funciona y admitir lo que funciona sin inquietarse por el hecho de que esto choque con nuestros prejuicios»
{A Sense ofthe Future, p. 2).
«Si obedecemos el punto de vista dominante, no debe imponerse ningún límite ético a la investigación. Su
libertad es un postulado incontestable» (H.J. Meyer, Die Tech-nisierung der Welt, p. 207).
Y es cierto que en todo este asunto de lo que se trata, en última instancia, es del derecho y libertad de la
investigación científica. Aunque durante el largo tiempo en que la ciencia se pensó como esencialmente
(logo)-teórica o cognitiva y fundamentalmente orientada hacia el conocimiento de la naturaleza esa libertad
no se presentía como amenaza, ahora, en cambio, se ha producido un gran cambio en las tecnociencias, en
especial, en el ámbito de las tecnociencias biomédicas. «El problema de la ética de la experimentación
surge del conflicto no resuelto entre dos valores socialmente establecidos: la dignidad e integridad del
individuo y la libertad de la investigación científica.» 3 Hoy, el concepto-valor de libertad científica se ha
transformado, en parte, en la noción de un «imperativo técnico o tecnológico o tecno-científico». Veamos
algunas formulaciones.
E. Teller (padre de la bomba atómica): «El hombre tecnológico debe producir todo lo que es posible y debe
aplicar los conocimientos adquiridos sin límite alguno».4
D. Gabor (padre de la holografía): «Lo que puede ser hecho debe hacerse».5
D. Janicaud: «Todo lo que es técnicamente realizable debe ser realizado con independencia de que esa
realización se juzgue como moralmente buena o mala» {La Puis-sanee du rationnel, p. 146).

En tres palabras, según H. Ozbekhan: «Can implies ought». 6 Bajo una forma más moderada y sugiriendo la
filiación entre el imperativo técnico y el derecho, o la libertad, de la investigación científica: «La empresa
científica está basada en una especie de laissez-faire. [...] La ideología de la ciencia proclama la autonomía
de la investigación».7
Seguramente, entre este «espíritu técnico» y «el espíritu del capitalismo» hay profundas analogías que
gravitan alrededor de la noción de poder (posible + poder, dominación). Pero en el respaldo mutuo o la
dialéctica del poder que caracteriza las relaciones entre el dinero y la técnica, nos parece temerario querer
subordinar uno de los dos términos al otro. La dinámica tecnocientífica de la expansión del poder es un
tema lo suficientemente identificable como para ser tematizado por sí solo.

Tecnociencia y economía
A menudo, lo que conduce hasta la invención, el desarrollo o la construcción de algo es simplemente el deseo del
ingeniero por conocer si algo «va» o «funciona». Así, Klaus Tuchel se pregunta «si la voluntad de volar no es más
bien un viejo sueño de la humanidad que se afirma que la búsqueda de medios de transporte más eficientes
económicamente. Es necesario, por otro lado, preguntarse si muchas invenciones y construcciones no se han
originado a partir un instinto («Trieb») de conocimiento o juego que, en principio, no busca satisfacer ninguna
necesidad determinada, so pena que consideremos la voluntad de conocimiento como una necesidad del hombre
que en modo alguno podríamos llamar económica [...]. Así, la base de las decisiones técnicas no depende sólo de
decisiones económicas, sino también, e inversamente, las propias posibilidades técnicas son condiciones o
presupuestos de las decisiones económicas, En lo que respecta a la relación entre técnica y economía, no hay
subordinación, en principio, de un dominio sobre otro sino, más bien, un proceso complejo de condicionamiento
recíproco» [A. Huning, Das Schaf-fen des Ingenieurs, pp. 114-115}.

Por su parte, J.P. Dickinson (Science and scientific re-searchers in modem society, pp. 73 ss.) señala que la
fuerza, el deseo, el empuje investigador no es reductible ni a ..fines utilitarios ni a los inducidos por la
competencia. «En la andadura científica hay, allí donde ésta resalta, un mecanismo casi incontrolable,
biológico... No conozco ninguna otra ocupación humana [...] donde aquellos que se han comprometido con
ella están hasta tal punto cautivados, tan totalmente preocupados y arrastrados más allá de sus fuerzas y
recursos... Se trata, a mi entender de un comportamiento instintivo y que no comprendo cómo funciona.»
Este instinto o pulsión que invita a jugar libremente con lo posible y, de ese modo, a crear —esta tendencia
«tecno poética», podría decirse— parece incluso más importante que el deseo de dominar, poder y
controlar que tan a menudo se ha identificado como la esencia de la tecnociencia (voluntad de poder). Por
ello, y de buena gana, insistimos en la fecunda ambigüedad que, a la vez, el término «poder» evoca: el
poder dominador y el juego de lo posible.
«El tan activo deseo de poder y dominación de la técnica tiene su origen en las pulsiones originales a la
construcción, el juego, el bricolage y la experimentación, libre de toda finalidad y que constituyen la raíz de
toda ciencia positiva y de todo tipo de técnica» (A. Huning, Das Schaf-fen des Ingenieurs, p. 31).
La mayor parte de las veces los tecnocientíficos —y en especial los ingenieros— son perfectamente
conscientes de la imbricación de su actividad con la economía, la política o la sociedad. Sin embargo, sus
deseos más profundos son, a menudo, los de «realizar todo lo técnicamente posible, independientemente de
tales consideraciones y por el solo hecho de que es técnicamente factible» {ibíd., p. 110). La tentación de
intentar, sin límite alguno, todo lo posible es una tendencia muy enraizada. Así, por ejemplo, en La nueva
Atlántida de F, Bacon (1627) ya puede leerse: «El fin de nuestra Fundación es el conocimiento de las
causas y los movimientos secretos de las cosas; extender los límites del imperio humano con el fin de
ejecutar todas las cosas posibles». 8 Todo sucede como si, constitutivamente, algo en el hombre tuviera en
ello los límites de su esencia y de su condición natural.

La procreación y el deseo demiúrgico


Llegamos, así, al punto de partida común del Deseo y la técnica desde que la Creación de Adam volvió a empezar,
este comienzo no se sitúa en el principio de los tiempos (cuando el hombre no podía ser autocreador porque no
existía) sino en el tiempo mismo. El surgimiento del embrión no es obra de Dios, la procreación no implica el
apareamiento de esas dos mitades de ser complementarias que son el hombre y la mujer, cada uno de los cuales es,
a su vez, necesario e insuficiente; aquí el embrión nace in vitro, a partir de las manipulaciones en cuyo curso el
hombre actúa sobre las células tratadas como materiales. El Deseo demiúrgico de la autodivinización del hombre
estalla en este esfuerzo por sustituir la reproducción por la producción [J. Brun, Les masques du désir, p. 83].

Una de las justificaciones filosóficas utilizadas para defender la opción de intentar todo lo posible se
sustenta en el hecho de que esta tendencia prolongaría la evolución creadora explorando, de forma
constructiva, la plasticidad de la especie humana, de la vida y, más generalmente, del ser.
«El genético justifica su acción por el hecho de que él continúa la evolución.» 9 «El hombre, en tanto que
especie, no está dado de una vez por todas [...] sino que su propio desarrollo le incumbe.» 10

Técnica, evolución y chardinismo


A partir del momento en que se ve la Vida en el Mundo como expresión de un Dios Vivo, a partir del momento en
que la evolución se entiende como Paraíso de la Eternidad en marcha, [...] nos encontramos en presencia de una
especie de hegelianismo biológico, es decir, de teilhardismo. Desde él, el hombre, como colaborador de Dios, se
encarga de tomar en sus manos la Creación.
Así, el iniciado místico reúne en un mismo deseo al alquimista y al sabio [...]. Ciertamente que Teilhard de
Chardin no escribió: «En otro tiempo, los precursores de nuestros químicos se esforzaban por encontrar la piedra
-filosofal. Hoy, nuestra ambición se ha hecho mayor. Ya no es hacer oro, ¡sino hacer Vida! ¿Y quién osaría decir, a
la vista de lo que ha pasado desde hace 50 años, que eso fuera una simple ilusión? ¿No vamos a ser capaces, un
día, de provocar lo que la Tierra, dejada en sus propios brazos, no parece poder hacen una nueva ola de
organismos-una Neo-Vida artificialmente suscitada? [,..] Sí; el sueño del que obscuramente se nutre la
investigación humana, es, en el fondo, el de elevar su poder mas allá de todas las afinidades atómicas, moleculares
o de la Energía de fondo a la que todas las otras energías sirven: agarrar, todos juntos, la palanca del Mundo
poniendo la mano sobre el Resorte mismo de la Evolución», Pero Teilhard sí llegó a decir que «hay menos
diferencias de las que se suponen entre Investigación y Adoración»; lo artificial altera lo natural para «obrar más, a
fin de ser más». Hay que, pues, probarlo todo, no dejar nada por intentar con el fin de «crear más». [...] Pero, ¡ay!
El optimismo innato de R.P. Teilhard le hacía poner el mal entre paréntesis; olvidaba fácilmente que la conquista
de estos «secretos» tan alabados desemboca en la violencia, en el menosprecio de la persona humana y en el
sacrificio del hombre en la Investigación [J. Brun, Les masques du désir, pp. 85-86].

La perspectiva evolucionista del imperativo técnico adquiere un sentido peculiar si se tiene fe en una
especie de sabiduría dinámica (no estática) de la naturaleza o del cosmos en evolución. Partiendo de la
constante de que el curso de la evolución (el intento aparentemente ciego y aleatorio de lo posible y la
selección de lo que funciona) ha ido hacia una complejidad creciente con emergencia de nuevas formas de
vida hasta el hombre, muchos tecno-científicos parecen pensar que sólo el método de ensayo-error es
fecundo, y no sólo fecundo, sino, incluso, juicioso ya. que permite la emergencia de lo mejor y el progreso.
La idea de realizar cuanto es posible responde, igualmente, a la tentación de lo que se podría llamar «la
creatividad tecnocientífica por la creatividad tecnocientífica», es decir, por el placer y la satisfacción que
ésta suscita en quien la practica como tal y que tanto evoca aquella otra tentación del Arte por el Arte.
Seducción «tecno poética» que manifiesta, claramente, la amoralidad fundamental de la tecnociencia.

El arte por el arte tecno científico


Al experto, como al tribunal, no le está permitido intervenir en el dominio en el que él arbitra, ya que'el científico
manipula lo suyo, incluso, cuando el placer de encontrar la solución técnica lo vuelve ciego o insensible a las
consecuencias que resultan de su actividad. Esta ceguera causada por estetismo no elimina la realidad de la
intervención, es decir, la instrumentalidad del saber. La ciencia por la ciencia no es el arte por el arte, a menos,
precisamente, que pongamos entre paréntesis el objetivo del que se hace instrumento satisfaciendo las exigencias
de sus propios fines. «Mi opinión sobre este tema es que, cuando vosotros veáis alguna cosa técnicamente
deliciosa (technically sweet) la llevéis adelante y la realicéis sin preguntaros nada hasta después de haber obtenido
vuestro éxito técnico.» En esta célebre frase de Oppenheimer se encuentra todo el equívoco y la mala fe de los
científicos en su relación con, el poder. Creen que afirmando que el objeto de una investigación es bueno por el
solo hecho de que es realizable, y tanto más realizable cuanto más depende de soluciones «deliciosas», creen
separar su dictamen de las implicaciones que entraña, declinando toda responsabilidad en nombre de las
exigencias de la investigación —exigencias estéticas, cuyo carácter, aparentemente no instrumental es, sin
embargo, lo que engendra la instrumentalidad del producto— [JJ. Salomón, Science etpolitique, pp. 255-256].
En realidad, la pasión que habita en el inventor no tiene ninguna relación, sea del tipo que sea, con sus
consecuencias. Aquélla es su razón de vivir personal, su propia alegría y su propio dolor. El inventor,
esencialmente en sí y por sí, goza de su triunfo sobre los provocadores enigmas de la naturaleza. Se burla de que
su descubrimiento sea útil o peligroso, fecundo o destructivo. Nadie, por otra parte, está en condiciones de juzgar,
por adelantado, todo esto. Las consecuencias de «una conquista técnica de la humanidad» nunca son previsibles
[O. Spengler, L'homme et la technique, pp. 148-149].

Evidentemente, esta perspectiva sólo se sustenta si se admite que la esencia de la técnica contemporánea no
se agota, en modo alguno, en el ser-medio o ser-instrumento.
«Hay una fascinación propia de la técnica [...] que nos lleva a pensar que ejecutar todo lo que es
técnicamente posible es una actitud progresista y técnica. Este es el comportamiento típico de la primera
generación que prueba todas las posibilidades, simplemente, porque son nuevas, como un niño juguetón o
un mono joven... La actividad técnica madura es otra. Utiliza los instrumentos técnicos como medios para
conseguir un fin [...]. Una técnica que se da para un fin en sí [...] todavía no es técnica.» 11
En cualquier caso, no cabe ninguna duda de que esta primera vía expresa puntos de vista particularmente
pujantes en la imaginación contemporánea.

2. La segunda vía: la conservación del hombre-naturaleza

«Mantener el planeta en un estado de bienestar para el hombre» (Gros, Sciences de la vie et société p. 57).
«Somos los gestores de la biosfera pero no los propietarios» (p. 201). La tecnociencia podrá ponerse al
servicio de esta preservación gracias a los «bancos de conservación de material vivo» y de una «gestión
razonada de los genomas de los seres vivos» (p. 115). Así, Sciences de la vie et société apuesta por la
preservación, conservación y homeóstasis de nuestra biosfera con todas sus especies naturales .

El respeto por la vida


Para evitar que las condiciones de vida sean puestas en peligro por este constante trajín humano, debe tenerse en
cuenta dos tipos de precauciones.
1) Preservar los equilibrios biológicos del planeta: la biosfera, de la que evidentemente dependemos, corre el
riesgo, cada vez más y más gravemente, de ser alterada conforme crecen los medios de acción humana. La acción
transformadora que el hombre ha realizado desde siempre sobre su medio reviste, de ahora en adelante, nuevas
dimensiones. Toda imprudencia corre el riesgo de pagarse cara rompiendo la homeóstasis terrestre. A este respecto
merecen una atención particular dos clases de fenómenos. En primer lugar, la evolución de los componentes
químicos de la biosfera. Por no poner más que un ejemplo, la concentración en la atmósfera de anhídrido
carbónico se ha acrecentado enormemente desde comienzos de este siglo [...]. En segundo lugar, la supervivencia
de las especies animales y vegetales que pueblan la tierra. Todas las especies vivas mantienen entre ellas
relaciones, ya sea de cooperación, caza o predación. Como a menudo han señalado los especialistas, la
desaparición de una especie puede entrañar consecuencias importantes en un ecosistema. La regla debería ser, en
este caso, la de concertación internacional y prudencia.
2) Salvaguardar la diversidad biológica. No se trata sólo de conservar algunas especies en vías de extinción. Se
trata también de salvaguardar, en el seno de algunas especies de particular interés para el ser humano, la riqueza
que les otorga su diversidad genética [F. Gros, Sciences de la vie et société, pp. 275-276].

También la «filosofía» oficial de la UNESCO hace una llamada a una mejor «gestión de lo vivo» y a una
«estrategia mundial de conservación».
Generalmente se trata de llamadas de advertencia que se centran sólo en el sentido de la responsabilidad
colectiva de los hombres respecto de las amenazas que pesan sobre el ambiente y que ponen en peligro la
calidad de vida de las generaciones futuras e, incluso, la supervivencia misma de la humanidad. Así, y
como ya hemos señalado, lo que se recoge bajo el nombre de Ecoética o de ética ambiental son actitudes
que oscilan desde un punto de vista estrictamente antropocéntrico (y desde el cual la atención a la
naturaleza no tiene sentido más que en función del hombre (esta es la posición más extendida), hasta un
punto de vista que intenta encontrar una especie de filosofía de la naturaleza en la que se señale un valor
propio para los seres vivos no humanos, centrada en el argumento de la continuidad entre las formas de
vida pre humanas y el hombre, de tal modo que si se concede un valor para el animal hombre, haya
también que postular —salvo que el valor., del -hombre «se haga caer del cielo»— algún valor para los
seres vivos no humanos. Entre el hombre y los otros seres vivos habría una especie de solidaridad
ontológica y axiológica.12
Generalmente, la moral conservacionista reúne tendencias que pueden ser o marcadamente
antítecnocientíficas (vuelta pura y simple a la naturaleza, comunidades rurales, etc.) o favorables,
exclusivamente, a algunas tecnologías llamadas «blandas» que no trastornen «el sabio orden de la
naturaleza». Pues «todas las cosas naturales conocen una cierta medida en su tamaño, su rapidez o
violencia»; ahora bien, «la tecnología no reconoce ningún principio de autolimitación» y «toda actividad
que no respeta este principio de autolimitación es diabólica» (Schumacher, Small is beautiful, pp. 153,
161).
En su mayor parte, la imagen de la naturaleza que sub-yace bajo estas consignas de no-intervención es
radicalmente pre darwiniana. La naturaleza se considera sincrónica e ídealizadamente como estable,
equilibrada, armónica y sabia y, a menudo, explícitamente o no, como regulada por Dios. En pocas
palabras, generalmente suele excluirse de este punto de vista la barbarie, la violencia, los cataclismos, las
innumerables desapariciones de especies, las mutaciones desafortunadas, todos los accidentes, callejones
sin salida, catástrofes, derroches, desmedidas, etc., que caracterizan también a Ja naturaleza considerada
desde un punto de vista dinámico y evolucionista.
La moral de la conservación no parece fundarse sino en un marco teológico que hace del hombre y de la
naturaleza la obra sagrada de Dios. Sin duda, este marco está, con frecuencia, más o menos implícito y se
reduce a un sentimiento religioso difuso del carácter sagrado de la naturaleza y del hombre natural-cultural.
Una declaración reciente y particularmente clara de esta moral de no-intervención puede leerse en
L'instruction sur le respect de la vie húmame naissante et la dignité de la personne (1987) publicada por el
Cardenal Ratzinger y que, en suma, pone fin a la investigación y desarrollo en campos como el de la
procreación y la genética humanas. El núcleo central de esta Instruction es que hay que respetar el orden y
las vías de la Naturaleza porque expresan la voluntad divina.
La ética de la no-intervención y de la conservación del hombre-naturaleza requiere muchas
puntualizaciones. Veamos algunas.
En primer lugar, es claro que a largo plazo —pero, quizás, también en un futuro no lejano y como
consecuencia de algún cataclismo cósmico imprevisible— el hombre natural está condenado físicamente a
la desaparición. Sólo una tecnología extremadamente avanzada podría evitar ese destino. Sin embargo, no
podría hacerlo sin afectar también, por completo, la condición natural del hombre.
En segundo lugar, aunque esta ética pretende salvaguardar fielmente la naturaleza humana, ignora un
aspecto esencial de ésta: que el hombre es también homo faber o Especie Técnica; el ser vivo que
transforma y reconstruye la naturaleza que le ha engendrado y que se reconstruye también a sí mismo.
En tercer lugar (este punto se desarrollará en la vía intermedia), las cartas que juegan los defensores de la
conservación pueden estar trucadas. Así, por ejemplo, las investigaciones para la conservación de los seres
vivos, tales como el desarrollo de la medicina, pueden, según muchos genéticos (J. Huxley, J. Lederberg, L.
Kass, T. Dobzhansky, etc.) tener efectos inversos a la conservación sana de la especie, facilitando, por
ejemplo, la perpetuación de defectos genéticos. En resumidas cuentas, el coste —en sufrimiento humano—
de una aplicación estricta del no-intervencionismo técnico en la condición natural del hombre sería enorme,
tanto es así que la creencia en la «sabiduría», «la bondad», «la armonía» y «la moderación» de la naturaleza
es, sin duda, la peor de las cegueras que afectan crónicamente a la humanidad. Este no-intervencionismo
del «laissez faire a la Naturaleza» llevaría, por otra parte, a prohibir una gran cantidad de posibilidades
técnicas, muchas de las cuales (especialmente las que conciernen a la procreación humana) se están ya
aplicando en las sociedades occidentales, aunque sean considerados con hostilidad o reserva por la
conciencia e instituciones religiosas, precisamente por ser «contra natura». Son muchos los que "señalan el
carácter ruinoso y bárbaro del «laissez faire la Nature». Por tanto, hay aquí un debate de fondo que corre el
gran riesgo de hacerse más intenso al hilo de «las promesas y peligros» de los desarrollos en curso en el
campo de las tecnociencias biomédicas. Así, reflexionando a propósito de las nuevas posibilidades para
diagnosticar defectos genéticos graves trasmitidos o trasmisibles al embrión, Crick afirma que «en el marco
de una ética humanista, no veo por qué esto sería un derecho para tener niños». F. de Closets, que le cita,
añade que se podría «considerar que la sociedad autoriza a tener niños aunque el individuo sea estéril» {En
danger de progrés, pp. 283-284).13
En su radicalidad, la moral de la simple y pura renuncia a la tecnociencia y de una especie de vuelta a la
naturaleza (tentación que, regularmente, suele aparecer) es tan absurda que apenas merece ser tenida en
cuenta. Conviene, también, considerar la ética de la conservación del hombre y la naturaleza como una
forma mínima de la vía intermedia que se expresa, por ejemplo, en las moratorias que los científicos se
imponen y cuyo efecto es frenar, con mayor o menor fuerza, a la tecnociencia. El prototipo de esta clase de
moratorias es el que se imponen los biólogos con respecto a las manipulaciones genéticas, tal como la
iniciativa de P. Berg. Mientras que muchos científicos estiman que la única forma admisible de limitación
de la investigación sería una moratoria libremente decidida por los mismos especialistas del campo
tecnocientífico al que la moratoria se aplica, otros, en cambio, se rebelan incluso contra esa forma de
autocontrol colectivo.
«Tales investigaciones [se refiere a las del cerebro; G.H.] no pueden y no deben detenerse. No creo, en
absoluto, en las moratorias, ni siquiera pienso que sean posibles» (A.R. Michaelis y H. Harvey [eds.],
Scientist in Search oftheir Conscience, p. 151). La ambivalente autolimitación que pretenden imponerse los
tecnocientíficos (divididos entre el demonio de la investigación y el sentido de respeto al hombre) es, a
veces, perceptible en formulaciones como «debemos felicitarnos porque el estudio [del desarrollo del
embrión; G.H.] se ha vuelto difícil en la especie humana a causa de las reglas éticas y jurídicas, cada vez,
más apremiantes [teniéndose la impresión de pesadas fuerzas y de impedimentos intolerables; G.H.]» (Gros
et al, Sciences de la vie et société, p. 42).
¿Cuáles son las motivaciones profundas (más allá de la simple prudencia) que subyacen a las actitudes de
renuncia respecto a las posibilidades tecnocientíficas, capaces de trastornar el hombre-naturaleza?
Negativamente hablando, se debe a una especie de horror sagrado con relación a todo lo que amenaza con
devastar los cimientos mismos del orden natural, particularmente el de la naturaleza humana. El deseo de
intervenir a especies naturales superiores, de producir híbridos genéticos para-humanos, impulsar la
simbiotecnia hombre-ordenador o desarrollar el arte de la prótesis más allá de un cierto umbral puede
parecer insostenible.
Positivamente hablando, la experiencia y afirmación del valor del hombre natural-cultural en la convicción
de que el hombre no puede llegar a ser verdaderamente «humano», es decir, una persona consciente, libre,
autónoma y, también, abierta y sensible al otro, sino siguiendo un único camino y utilizando medios
naturales y culturales (simbólicos); en la convicción de que no puede producirse tecno científicamente al
hombre o al «superhombre» y que demasiada intervención técnica en este ámbito conduce, necesariamente,
a lo abhumano o inhumano.

«Hard Science» o «Soft Science»


Hemos visto que la ciencia y la técnica se han movido al servicio del poder y bajo un único criterio: la eficacia.
Poco importan las consecuencias indirectas, los inconvenientes, las falsas promesas: lo más eficaz es siempre lo
mejor. Así, la «hard science» sería la que mirara siempre la columna positiva medida en dinero y nunca la columna
negativa; la de los abonos, los pesticidas, los desechos, el combustible fósil, la producción en masa o el automóvil.

La que duplicara las ventajas y los inconvenientes. ¿Qué podría ser una «soft science»? Sería la que se basara en
una rigurosa contabilización entre el activo y el pasivo. La que tuviera en cuenta los daños causados a la
naturaleza, las coacciones impuestas al hombre, las perforaciones hechas en fuentes no renovables. La que
contabilizaría en su activo toda esta famosa «calidad de vida»: la salud, el ocio, el plan de vida, el encanto del
trabajo, la belleza de la naturaleza, la riqueza de las relaciones humanas... Los grandes ejes de la investigación se
deberían definir en función de esta contabilidad ampliada y no de una contabilidad estrecha y monetaria [F. de
Closets, En danger de progrés, p. 88].

3. La vía intermedia: primera aproximación

El imperativo técnico lleva fuera de la ética. Las consignas de no intervención y conservación llevan fuera
de la tecnociencia. Unas y otras actitudes extremas buscan, en suma, resolver la cuestión expuesta negando
uno u otro de los dos términos presentes. Ambas pecan de irrealismo y simplificación.
Entre los dos extremos que, al igual que todo lo límite, tienen algo de abstracto, existe un lugar para una
extensa gama de soluciones intermedias que vienen a decir que algunas de las posibilidades tecnocientíficas
son posibles bajo ciertas condiciones. Así se plantea el problema de los criterios, su elección, su
justificación y su aplicación. Problema éste particularmente importante y del que vamos a ver, antes que
nada, sólo algunos de sus contornos formales.
En primer lugar se podría pensar un criterio de UbertáckA según el cual una posibilidad —una experiencia,
por ejemplo— se permite desde el momento en que todas las partes implicadas han consentido en ello una
información verdadera, completa y comprensible. El caso más simple en el que se pone en práctica este
criterio coincide con la regla de oro de la experimentación biomédica: el principio del consentimiento
informado y libre. En este caso, generalmente, no hay más que dos individuos directamente implicados: el
experimentador y el paciente-sujeto de la experimentación. Ahora bien, incluso bajo esta forma tan simple,
la aplicación del criterio de la libertad individual como único principio de selección y de limitación de lo
tecnocientífícamente posible acarrea algunos problemas.
Primeramente, porque las condiciones de, un verdadero «consentimiento informado» son, a menudo, muy
difíciles de cumplir. Los sujetos potenciales no tienen, necesariamente, la competencia requerida para
apreciar justamente la información que se les da de buena fe (ignoramos aquí la posibilidad de abusar del
sujeto dándole una información falsa, incompleta u orientada). Parece, pues, deseable que se aplique la
regla que impone una prudencia y una reserva, tanto más grandes cuanto que el sujeto es menos apto para
apreciar críticamente y con conocimiento de causa la información.
Pese a esto, aún se plantearían problemas todavía más insolubles. Cuando se trata de una investigación
auténtica (cuyos resultados son, al menos, particularmente imprevisibles), la información consistirá, en
mayor o menor medida, en confesar que se avanza a ciegas y que el consentimiento es, siempre, una
apuesta o una locura.
Otra dificultad más es que muchas investigaciones no tratan con individuos adultos, como sucede con lo
que al campo de la reproducción se refiere: «El futuro niño no puede dar su consentimiento para la
fertilización in vitro, consentimiento requerido para todo tipo de experiencia que se hace en el nombre» (H.
Hussey). Y ¿qué decir de las investigaciones, mucho más impersonales, relativas al genoma humano y, por
tanto, al destino de la especie?
Imponer como condición para la experimentación sobre lo humano la mera obtención del consentimiento,
incluso informado (si fuera posible), trae como consecuencia, de forma general, el que no se limite la
libertad (de intentar lo posible y de la investigación) más que por la libertad (del individuo). Como es fácil
prever, sea lo que sea lo que se intente y el riesgo que ello conlleve, habrá siempre un individuo dispuesto a
correr el riesgo y otro para hacérselo correr.

El segundo gran criterio de selección pertenece a un orden totalmente distinto. Se. enuncia formalmente
como sigue: «No intentar nada que no sea para el bien del hombre y la humanidad». Sin entrar en la infinita
discusión acerca de la naturaleza de este «bien» y en la legitimidad de la autoridad que lo determina (este
debate, ciertamente capital, no está propiamente ligado a la cuestión de la técnica), llaman aquí la atención
dos puntualizaciones. La primera, es una llamada general: este nuevo criterio, cualquiera que sea su
contenido particular, nos vuelve a poner en un marco antropologista: la tecnociencia no tiene sentido y
legitimidad más que al servicio del hombre y la humanidad. Esto supone que se puede saber en todo
momento lo que es el hombre y, así, que pueden precisarse las consignas que deben servirle. Una creencia
tal es, sobre todo, peligrosa por ser potencialmente dogmática y totalitaria. Por otra parte, el confinamiento
antropologista al evitar el tener que tomar en serio el exceso, el desbordamiento de las tecnociencias
respecto a la evaluación antropocentrista ordinaria, corre el gran riesgo de entrañar consecuencias
inesperadas. Llegamos, así, a la tercera observación.
Podemos, en efecto, preguntarnos si intentando un cierto número de posibilidades tecnocientíficas
beneficiosas y humanitarias, según todas las apariencias, el marco antropologista se verá, sin embargo, a
medio o largo plazo, forzado, desbordado. ¿Acaso el servicio tecnocientífico al bien humano no es
necesariamente engañoso?
«Cada nuevo poder destinado a mejorar el bienestar, del hombre puede, igualmente, volverse en dirección
opuesta» (D.J. Roy, Promesses et dangers d'un pouvoir nouveau, p. 84).
Lo que sigue son algunos ejemplos de investigaciones tecnocientíficas que parecen ofrecer todas las
garantías de un auténtico servicio al «bien» humano.
— La neurotecnología debería permitir suprimir o canalizar el dolor, la agresividad y la angustia, gracias a
tratamientos químicos o eléctricos (implantaciones).
— Las tecnologías de reproducción deberían, razonablemente, permitir no cargar a la sociedad con
individuos que sufran defectos genéticos graves e inoperables y cuyo destino sería desdichado.
— Dominar las causas del envejecimiento permitiría alargar la vida media algunos decenios o, incluso más
tiempo.
— La puesta a punto de mejores prótesis*, desde órganos sensoriales más elaborados o más poderosos,
hasta la disposición inmediata de memorias artificiales...
Todas estas posibilidades tecnocientíficas que están explorándose en nuestros días están al servicio del
hombre. Sin embargo, también están, afectando sensiblemente la condición humana, las «situaciones-
límite» de la humanidad, desde la concepción hasta la muerte. Estas posibilidades son tales que no puede
preverse cómo reaccionará y se comportará una humanidad que haya sido, por su bien, del todo o en parte,
remodelada. ¿Qué hará, o no hará, una sociedad de individuos electroquímicamente pacificada? ¿Qué
acometerán los hombres cuya esperanza de vida se haya doblado? ¿Cómo pensarán y obrarán los hombres
con su experiencia sensorial ampliada y disponiendo de una memoria multiplicada por cien? ¿Qué sucederá
con una humanidad cuyos individuos sean hijos de padres desconocidos, únicos, triples o cuádruples?
Todas estas preguntas quedan sin respuesta. Tanto más cuanto que, muchos de estos cambios podrían ser
acumulativos. La humanidad, tecnocientíficamente remodelada por su «bien», tendrá una relación, o falta
de relación, con la historia, la cultura, el arte, la acción y la tecnociencia que nosotros no podemos ni
imaginar y una capacidad de resistencia y audacia de la que no tenemos ni idea.
En realidad, el hombre está abocado a la vía intermedia que es también la que resulta de una oscilación
entre los dos límites extremos. Sin embargo, esta vía intermedia actúa sobre una incertidumbre
fundamental: el servicio «humanista» de la tecnociencia ¿no corre también el riesgo de conducir más allá
de la esencia del hombre y, por tanto, de perderla? No obstante, el hombre es irreemplazable por una doble
razón estrechamente ligada: el hombre tiene un valor en sí y (o sobre todo porque) el hombre es la fuente
de todo valor. Por el hombre, y sólo por él, existe en el universo lo que llamamos deber, moral o capacidad
ética. El valor genuinamente humano reside en el hecho, sin paralelo con cualquier otro hecho del mundo,
de que por él, y sólo por él, la pregunta acerca del bien y el mal surge en el mundo y la libertad del deber se
realiza en el juego cósmico del azar y la necesidad.
Así pues, en última instancia, el hombre debería ser protegido porque es la fuente de todo valor, en tanto
que dispone de capacidad ética y no tanto por que tiene un valor en sí.
H. Joñas14 propone como ley ética fundamental la de que la existencia o la esencia del hombre no pueden
jamás, en su totalidad, convertirse en una apuesta de la manipulación. Este principio podría formularse así:
«obra de tal modo que las consecuencias de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida
auténticamente humana sobre la Tierra» o «de tal modo que el hombre pueda ser en tanto que hombre». Al
formular esta ley Joñas está pensando menos en el peligro del puro y simple aniquilamiento físico de la
humanidad (como consecuencia de una guerra, por ejemplo) que en la «muerte esencial»: la
deconstrucción/reconstrucción tecnológica del hombre. Este es el peligro más específico, pues pone en
peligro la sensibilidad ética misma del hombre, esto es, de su facultad o capacidad ética
{«.Ethikf¿ihigkeit»\ Sin embargo, para preservar esta capacidad ética que hace al hombre y al valor del
hombre, es también indispensable preservar el complejo hombre-naturaleza-cultura. La sensibilidad ética
no existe más que en el hombre tal y como éste se ha constituido natural-culturalmente.
Al igual que la capacidad lingüística, la capacidad ética está inscrita en el genotipo humano, aunque sólo
como posibilidad.
«El hombre ha sido dotado no de una moral y de unos valores, sino de la facultad de adquirirlos. Los
valores del hombre son producto de su cultura, y no de su genotipo» (T. Dobzhansky, L'homme en
évólution, p. 388)..
«Lo que es hereditario es el poder, la capacidad para la ética. La cultura en la que el individuo ha nacido es
lo que dirige la expresión de la ética [...]. La evolución no ha dotado a la humanidad de un sistema ético
particular; ha hecho a los seres humanos capaces de aprender diferentes tipos de éticas, de valores y de
morales» (T. Dobzhansky, Évólution, p. 455).
Llegados a este punto la pregunta ética, en el marco de una reflexión sobre la técnica, toma una nueva
dimensión. En el caso de las posibilidades tecnocientíficas, y puesto que estas posibilidades pueden afectar
considerablemente a la naturaleza humana, se trata menos de un debate dentro de la propia ética (como es
el caso, por ejemplo, en el que dos morales, o más sencillamente, dos valores entren en conflicto), que de
un debate en el que la ética misma, como tal y como posibilidad específicamente solidaria de la humanidad,
está en juego.
Parece que, en gran medida, la unión entre «Ética y Técnica» debe resolverse a favor de una de las dos
alternativas: Ética o Técnica. La puja tecnocientífica por la libertad de intentar todo lo posible conduce, de
seguro, más allá de la ética. 15 «[...] la autonomía [de la técnica] se manifiesta respecto a la moral y a los
valores espirituales. La técnica no soporta ningún juicio > no acepta ninguna limitación» (J. Ellul, La
technique ou Venjeu du siécle, p. 121).
La «vuelta a la naturaleza» es, desde un punto de vista práctico y moral, una aberración. La naturaleza está
más acá de la ética. Queda, pues, la vía intermedia y la selección de lo posible técnicamente. Parece, por
tanto, que la prudencia con que debería realizarse dicha selección deberá atender, sobre todo, la cuestión
siguiente: ¿tal o cual posibilidad tecnocientífica corre, o no, el riesgo de disminuir, casi de suprimir, la
capacidad ética del individuo o de la humanidad?
Esto es lo que V. Packard llama el peligro de deshumanización: «Es muy probable que se produzca un
efecto de deshumanización [...] cuando las partes del cuerpo que tienen que ver con la personalidad se
modifiquen o reemplacen, cuando se intenten combinaciones entre animales y el hombre, cuando los
órganos sexuales, separados del cuerpo y en cultivo, se conviertan en continuos productores de semen para
futuros seres humanos» (op. cit, p. 355).
La solución al problema expuesto no coincide, desgraciadamente, con la aplicación del criterio del
«servicio al bien del hombre», sobre todo, si este «bien» se identifica con la disminución (no matizada) del
sufrimiento, desgracias o dificultades. Veamos algunos ejemplos que ilustran esta diferencia.
— La posibilidad de un control electroquímico del humor —supresión automática de la angustia, el dolor,
la agresividad, la tensión psicológica, etc.— disminuirá, seguramente, la cantidad de sufrimientos
individuales, pero parece que también con ello puede disminuirse, al tiempo (salvo que nuestras elecciones
sean realmente las adecuadas, aunque no se sabe cómo), el sentido moral.
— Las nuevas técnicas de reproducción y fecundación permiten a algunas parejas tener niños sin, quizás,
dañar en modo alguno su sentido moral. Ahora bien, paralelamente, la posibilidad de clonar hombres,
acción que produciría individuos totalmente idénticos y suprimiría las estructuras mismas de parentesco, sí
va a afectar, de seguro (pero ¿cómo y en qué medida?), el sentido ético de los «clones» y de quienes
estuvieran relacionados con ellos, aunque no fuese más que por el hecho de que se habría perdido el
carácter único del individuo humano policopia-do. Lo mismo sucede con la perspectiva de producir
híbridos por mezcla genética de especies de primates superiores con el hombre.
— La mayor parte de las veces es extremadamente difícil (casi imposible) apreciar las consecuencias
éticas que conllevará una determinada posibilidad tecnocientífica. ¿Qué decir de la eugenesia (positiva y
negativa), del parentesco genético múltiple, de la liberalización del arte de la prótesis, de las
manipulaciones genéticas, dé los bancos de órganos por congelación de cadáveres frescos o por
conservación vegetativa de muertos-vivos (comas irreversibles, etc.), 16 del tratamiento electroquímico de
neurosis y de psicosis, de la posibilidad de insertar micromemorias en el cerebro humano, de las
investigaciones sobre cyborgs, etc.?

Sueños y pesadillas I: clones humanos


Ya se juzgue excitante, o no, la posibilidad de que los individuos se reproduzcan sin tener que pasar por una
relación sexual es tomada muy seriamente por muchos científicos eminentes, a quienes habría que sumar
nombres como los de Joshua Lederberg, James Watson, R. Edwards y Jean Rostand. La discusión no se centra en
saber si la partenogénesis humana es, o no, realizable, sino en qué fecha lo será y cuál será el mejor modo de
hacerlo. [...] Seguramente, a menos que la clonación humana no se prohiba, corre el riesgo de convertirse en
realidad durante la existencia de la mayor parte de las personas que ahora viven. Efectivamente, en la medida en
que va a tratarse de una «perturbación mayor de las leyes de la evolución», por tomar las palabras de Lederberg,
creo que sería necesario reflexionar sobre ello, breve, pero seriamente. En teoría, la reproducción no sexual —o
asexual— presenta numerosas ventajas. Ofrece la posibilidad de salvaguardar y extender, de manera más precisa
que la reproducción sexual, los dones particulares de algunos individuos, al menos en lo que a la base genética
de estos individuos se refiere. Sinshei-mer declara: «La clonación permitiría la conservación y perpetuación de
los mejores genotipos de nuestra especie... de igual modo que la invención de la escritura ha permitido conservar
los frutos de su trabajo». Y Lederberg se pregunta: «¿Por qué no copiar directamente a un individuo superior en
lugar de dejar que lo haga el azar al que está ligada la reproducción sexual como en el caso de la determinación
del sexo, por ejemplo?». [...]
León Kass resume la situación de forma brutal: «No existe ninguna regla moral que nos permita saber si la
clonación humana es aceptable». ¿Estamos preparados para
una nueva ética? [...]
Y, ¿qué decir de los problemas de identidad que debería afrontar un niño que tuviera no sólo un gemelo idéntico
—lo que es ya bastante complicado—, sino un gemelo que u sería su padre o su madre? Kass estima que el
resultado sería desastroso desde un punto de vista psicológico. De igual modo, la clonación sería algo desastroso
si tuviera que convertirse en un modo general de reproducción. Arrastraría a la humanidad a un callejón sin
salida, induciéndola a una disminución brutal de la diversidad biológica que, generalmente —se cree—, es
necesaria para el progreso humano [...].
Uno de los argumentos utilizados por Joshua Lederberg en favor de la clonación es que ésta ofrece la posibilidad
«de servir para los trasplantes de órganos, evitando el problema del rechazo». Pero Lederberg olvida plantearse
el tipo de relaciones personales que se establecerían entre dos gemelos idénticos, uno de los cuales tuviera que
pedir al otro que pusiera a su disposición sus recursos físicos. Es fácil suponer que si de lo que se trata es de que
un gemelo «clonado» sirva únicamente como material de recambio de piezas estropeadas, valdrá más no
conocerlo, o conocerla, muy íntimamente tV. Packard, The people Saphers, pp. 254, 260-261, 284j.

Sueños y pesadillas II: quimeras humanas


En el momento actual, y mientras no se produzcan in-fra-hombres, los investigadores pretenden probar todas las
combinaciones posibles entre el hombre y el animal. Todo intento por crear infra-hombres produciría,
probablemente, un escándalo. Pero nos está permitido suponer que, poco a poco, la gente se acostumbraría a ello.
Un cierto número de científicos, reunidos por la Rand Corporation, han planteado la hipótesis de que la
producción en serie de imitantes humanos especializados podría ponerse en marcha hacia el año 2025. Tales
seres para-humanos servirían para todo tipo de fines. Por ejemplo, como basureros o excavadores, oficios para
los que cada vez hay menos candidatos en el mundo occidental. O, aún más, se les podría confinar en lugares
cerrados donde servirían como materiales de reserva de órganos para trasplantes. Tal y como ya hemos visto, las
hembras animales que servirán de madres sustituías serán mejoradas gracias a aportaciones humanas [...].
Evidentemente, todavía estamos bastante lejos de las predicciones hechas por algunos sabios respetables que
afirman que es posible crear híbridos vivos entre el hombre y el animal. Si es cierto que esta idea va a llegar a
convertirse un día en realidad, no queda de más que nos preguntemos: ¿cómo trataremos a esos híbridos?
Gerald Leach ha expuesto bien el dilema ante el que nos encontraríamos: «Si se creara un híbrido hombre-
animal, no lo guardaríamos en casa, sino en un zoo o en un laboratorio y pagaríamos por verlo y por sentir el
placer de estar ligados a él... Sin embargo, puede que esta nueva relación resulte difícil de soportar. Los biólogos
que trabajan en este ámbito harían bien en no olvidar el mito del mino-tauro, el Hombre-toro al que hubo que
encerrar en un laberinto porque era demasiado horrible para mirarlo». Lo más embarazoso, quizás, seria
determinar lo que es realmente «humano». Creemos saberlo pero, ¿realmente es tan claro? Nuestra vanidad
podría afectarse. ¿Cuáles son las fronteras de lo humano? ¿Cuáles son las características que hacen a la especie
humana única en este planeta? No olvidemos que tan humanos son los aborígenes como los sabios atomistas [...].
La creación de quimeras puede poner en riesgo el sentido de la especificidad y la dignidad humanas. Es probable
que nos dirijamos hacia la creación de quimeras con componente humano. Algunas, quizás, hasta tendrán
apariencia humana. Esta es una razón más para instituir, en cada país moderno, una comisión para la
investigación genética. No veo más que una justificación a la creación de seres infra-humanos: el campo que
abre a la investigación médica y a los trasplantes de órganos. Nunca jamás, los seres infra-humanos deberán salir
de este ámbito [V. Packard, Tke peopie Saphers, pp. 264-265, 267].

La eugenesia negativa
Se ha hecho muchas proposiciones para promocionar la esterilización de las personas con defectos genéticos
importantes. En Dinamarca la ley impone la esterilización de las mujeres que tienen un CI inferior a 75. Hace 25
años que el Estado de Carolina del Norte hizo obligatoria la esterilización de los débiles mentales. Cerca de
100.000 personas fueron esterilizadas [...].
La eugenesia negativa, si se practica de forma humana y sin carácter de obligatoriedad, puede tener algunos
resultados positivos para la familia y la sociedad. El asesora-miento genético, el examen fetal y los análisis
sistemáticos a gran escala, creo que deberían ser fomentados. Pero cualquier obligación implica una usurpación
inútil de nuestra libertad individual. El problema más delicado parece ser el de saber quién eliminará a quién.
No olvidemos que lord Byron estaba cojo. Dostoievski era epiléptico. Woodie Guthrie tenía la enfermedad de
Huntington. Abraham Lincoln era víctima de un mal hereditario que le producía muchos problemas, entre los
que se hallan una talla anormal en los dedos de los pies y las manos. Es indiscutible que muchas personas
sobresalen en sus actividades para compensar su inferioridad.
Sir Julián Huxley predijo: «La eugenesia negativa sólo puede jugar en la evolución un papel menor y será
suplantada, progresivamente, por medidas eficaces de eugenesia positiva» [V. Packard, The peopie Saphers, p.
241-242].

El parentesco múltiple como técnica eugenésica positiva


La posibilidad más inquietante, llegar a conseguir semen enriquecido, ha sido descubierta por Beatrice Mintz del
Institute for Cáncer Research de Filadelfía. Ella consiguió poner a punto una técnica de investigación para
ratones, que permite obtener un parentesco múltiple. Este temible método consiste en hacer copular
simultáneamente a una pareja de ratones negros de raza pura y una pareja de ratones albinos también de raza
pura. El proceso es el siguiente: cuando los dos huevos fecundados adquirieren el estado de división de ocho
células se los coloca uno junto a otro en una probeta. La envoltura extema de cada embrión se disuelve, de modo
que las células pueden mezclarse. B. Mintz consiguió así un embrión de ocho células compuesto por las células
que provenían de ambas parejas. En resumen hay, pues, cuatro pares. El nuevo embrión continuó su crecimiento,
tras implantarse, en una rata que lo llevó a término. El recién nacido presentaba características blancas y negras
mezcladas, no sólo en la piel, sino también en los ojos. ¿Sería posible producir de igual modo seres humanos con
padres múltiples? B. Mintz está «totalmente convencida de ello».
Robert Sinsheir piensa que es probable y cuando se pregunta por lo que sucedería desde un punto de vista
psicológico responde: «Nadie puede decirlo». Y aunque pudiera decirse, el resultado tampoco sería muy
efectivo. Por su parte, B. Mintz es pesimista en cuando a las ideas que desencadenan el entusiasmo de los
eugenistas positivos. El tema de la paternidad múltiple le parece irresponsable. ¿Por qué? Porque los resultados
son imprevisibles. A diferencia de los ratones de laboratorio, los seres humanos no son de raza pura. El niño
podría nacer hermafrodita, a menos que los cromosomas sean examinados cuidadosamente. De igual modo,
salvo que se supervisaran muy atentamente los genes de la pigmentación, el niño podría tener una apariencia
vagamente veteada [V. Packard, The people Saphers, pp. 246-247],
Como para una parte considerable, la repercusión ética depende de las condiciones particulares en que es
conducida una investigación y una posibilidad difundida, es casi imposible decidir a prioñ y absolutamente si tal
cosa debe ser tolerada o intentada, o incluso —¿previsoriamente?— descartada. Lo que llamamos entorno
simbólico (cultura, ideología, instituciones, tradiciones, régimen político, etc.) de las posibilidades
tecnocientíficas debe desempeñar un papel capital en la evaluación de aquéllos.
Tomemos un primer ejemplo: se hace cada vez más precisa la posibilidad de conocer muy tempranamente —
como ocurre en el caso de las fecundaciones in vitro— el sexo del embrión y, por tanto, la posibilidad de elegir el
sexo del bebé. Supongamos que esta técnica se perfeccione y se haga menos pesada, y que la posibilidad de la
elección del sexo se convierta en una realidad: ¿hay que prohibirla, o no? Algunos afirman que aquí habría
(como en el problema de los abortos por conveniencia personal, que esta posibilidad entrañaría), por parte de los
padres, un deseo abusivo de conformar al niño, deseo nacido de la incapacidad de aceptar y querer al prójimo por
él mismo e independientemente de la imagen que se haya (pre)formado de aquél. Quizás pueda ser así, pero esta
objeción no resuelve el problema. Formularla no hará que los padres se vuelvan más acogedores a la llegada de
un bebé cualquiera que sea su sexo. Prohibir, rotundamente, de elección del sexo tampoco es resolver el
problema del niño simbólicamente rechazado. Es más; la voluntad de los padres de conformar a su(s) hijo(s)
sobrepasa la cuestión del sexo: afecta a la educación, a los sueños de los padres, a sus esperanzas y ambiciones
proyectadas sobre su descendencia. ¿En qué sería perverso el ideal de una pareja deseosa de tener una niña
después de haber tenido un niño, o viceversa? ?En qué medida sería, a fortiori, condenable el deseo de una
pareja que ya haya tenido tres o cuatro hijos de un mismo sexo de tener un hijo del otro sexo, etc.? No es sólo la
problemática individual de los sueños de los padres, que, por otro lado, conviene tener siempre en cuenta, lo que
nos parece capital en esta cuestión, sino que la tecnociencia no debe convertirse en el medio para realizar no
importa qué deseo. Es también esencial el entorno ideológico-cultural en que se ubica el problema. La
posibilidad de la elección del sexo, bajo ciertas condiciones, no nos parece una eventualidad necesariamente
negativa o inquietante en un país donde la igualdad entre el hombre y la mujer se ha convertido en una realidad,
no sólo en las leyes sino también en las prácticas sociales, las mentalidades y los comportamientos. En tales
condiciones, el desear un niño con un sexo determinado no es automáticamente relacionable a cualquier deseo de
poder o a cualquier pulsión compensatoria: puede ser el deseo de una pareja de enriquecer su experiencia y sus
alegrías como padres, y, por tanto, de desarrollarse en la apertura de las diferencias, de la riqueza de las
alteridades... No ocurre lo mismo allí donde, política y socialmente, simbólica e imaginariamente, la mujer
continúa siendo infravalorada, considerada menos que el hombre. En tales países, la posibilidad de elegir el sexo
sólo puede convertirse en fuente de abusos, de injusticias y de riesgos suplementarios. La cuestión de la elección
del sexo no puede considerarse independientemente de su entorno simbólico e institucional —a todos los niveles:
indi-vidual-familiar; social y político; cultural y tradicional— donde tal posibilidad está llamada a actualizarse o
no. Es muy cierto que las condiciones ideales de su desarrollo no existen más que de manera más o menos
aproximativa, en ciertos países. Pero esto no debe conducir a condenar pura y simplemente esta posibilidad que,
bien entendida, puede también desempeñar un papel positivo en el reconocimiento verdadero de la diferencia e
igualdad de sexos.
Segundo ejemplo. Las técnicas de extracción y de transplante de órganos se han desarrollado considerablemente
en estos últimos años de forma que se nota una falta aguda de numerosos tipos de transplantes. La reacción a este
déficit, que sería únicamente dictado por la voluntad de explorar las posibilidades abiertas por la técnica y la
preocupación progresista del «bien del hombre», consiste en legislar la autorización de la extracción de órganos
en un cadáver que puede interesar para esa extracción (ejemplo: jóvenes fallecidos en un accidente). Esto podría
ser considerado como una ley «social» o incluso «humanitaria». Sin embargo, y cada uno puede sentirlo
teniendo en cuenta esta eventualidad, una actitud tal afecta profundamente nuestra relación con la muerte y con
el cuerpo del hombre. Éste es tradicionalmente un objeto de respeto y el sujeto de misterios «sagrados» para los
creyentes. Es también, para sus padres, el símbolo presente de un ausente que fue amado y el soporte del dolor.
Brevemente, es todo lo contrario a un «depósito de órganos útiles» a lo que le reduce la consideración de su
única función técnica y abstractamente humanitaria.
No se trata de oponer aquí, simplemente lo posible y el imperativo tecnocientífíco, de una parte, y las funciones
simbólicas, de otra, como si unas fueran absolutamente buenas y las otras malas (o al revés). Se trata de tomar en
consideración todos los aspectos y sus ambivalencias, y de intentar articularlos. Relacionadas con este fin, las
leyes autoritarias, de aplicación automática, parecen de poca utilidad y, quizás, destructivas. Así, en Bélgica todo
individuo que no ha formulado expresamente una solicitud opuesta (¿hostil?) es visto por la Administración
como un presumible donante potencial. Una ley como esta no va en el sentido de una evolución de mentalidades
hacia la actitud de donación, que el término «donante» en principio presupone. El paso de la actitud de
protección «egoísta» y posesiva del difunto, a una actitud más abierta de donación, no podría hacerse sino
lentamente mediante un esfuerzo de sensibilización, de información y de educación que una ley como la citada
hace casi inútil, porque el único tipo de solicitud que espera del individuo parece negativo: no hacer nada y, por
tanto, ser presumible donante, u oponerse y, por tanto, reaccionar negativamente a esta presunción.
Extracción de órganos
Como dice J. Rostand: «como el "cuerpo vivo", el cadáver está hoy valorado por el único hecho del progreso de las ciencias
biológicas». Antaño estaba destinado a descomponerse liberando sus elementos psicoquímicos, los cuales se reintroducían en
el ciclo general de la vida cósmica de una manera lenta (inhumación) o brutal (incineración). Actualmente, algunos de sus
órganos pueden ser reintroducidos en el ciclo de la vida humana. Lo que la naturaleza hacía globalmente y en su provecho, el
hombre puede hacerlo con sus órganos particulares y en beneficio propio.
Pero el ejercicio de este nuevo poder no es concretamente posible más que si se supera efectivamente el sentimiento
espontaneo que suscita de profanación y de falta de respeto infligidos al difunto. Para lo cual tenemos que interrogarnos sobre
el origen y las razones de un sentimiento como ese. El cadáver es el símbolo presente de una ausencia. Continúa señalando
una presencia convertida, ahora, en radicalmente ausente [...].
Desde entonces, la injuria cometida al cadáver mediante la extracción se convierte en una injuria cometida a la relación,
profundamente sagrada, que los familiares tienen aún con él [...].
Con relación al cadáver, la ética varía según la cosmología, la antropología y la fe que uno tenga. En un mundo precientífico,
mentalidad mística, panteísmo, cristianismo, pueden originar actitudes diferentes. En un mundo marcado por el pensamiento
científico y técnico, la función instrumental del cuerpo muerto no sólo aparecerá, sino que se puede convertir hasta tal punto
en invasora que toda ética corre el peligro de ser pensada a partir de esa función, en detrimento de la función simbólica.
Me parece, por el contrario, que la actitud justa consiste en articular entre ellas ambas funciones. El cadáver no es sólo un
depósito de órganos útiles del que se pueda disponer en función de las necesidades de los seres vivos, es también símbolo
presente de una ausencia, símbolo de un ser que ha podido ser profundamente amado y que acaba de desaparecer. Pensar
éticamente una extracción de órganos requiere que no se desdeñen estos elementos de orden relaciona! que existen en el
entorno familiar. Es decir, que este último debe ser consultado.
Para reunir estas conclusiones en una fórmula, diría que función instrumental y función simbólica del cadáver deben
articularse entre ellas, regularse la una por la otra, lo cual no puede hacerse sino en referencia a una estructura de donación,
desempeñando el papel de término medio. Sobre este punto, la ley francesa está lejos de ser satisfactoria. La extracción es
recogida no como una donación sino como una toma [P. Demy, «La loi francaise sur le prélévement d'organes», en La
Bioéthique, pp. 134-135].

NOTAS
1. Si se desean ver otros ejemplos se puede revisar el cap. HT. y, en general, V. Packard, The people Saphers, Londres, Futura,
1978.
2. Galetti, «Les organes artificiéis», Science et Avenir (julio 1981).
3. R. Bogomolny (ed.), Human Experimentation, Dallas, Southem Methodist University Press, 1976, p. 83.
4. Citado por H. Lenk, «Towards a pragmatical social Philosophy of Technology and Úie Technological Intelligentsia», en P.T
Durbin (ed.), Re-search in Philosophy and Technology, vol. 7, Greenwich, CT, Jai Press, 1984.
5. Citado por D. Janicaud, La puissance du rationnel, París, Gallimard, 1985.
6. Citado por H. Lenk, «Towards a pragmatical social Philosophy of Technology and the technological Intelligentsia», en P.T.
Durbin (ed.), Re-search in Philosophy and Technology, op. cit.
7. J.J Salomón, en A.R. Michaelis y H. Harvey (eds.), Scientists in Search oftheir Conscience, Berlín/Heidelberg, Springer, 1973.
8. Citado por J.J. Salomón, op. cit., p. 39
9. «Biologie et morale», Tribune de Alkmagne (16-8-1981).
10. M. Rehbinder, «Rechtliche und ethische Grenzen der Genmanipu-lation», Univesitas (agosto 1979).
11. Cf. Von Weizsácker, citado por H. Stork, Einführung in die Philo-sophie der Technik, Darmstadt, Wiessenschaftliche
Buchgesellschaft, 1977, pp. 177-178.
12. Cf. a este respecto la reflexiones de H. JOÑAS, Das Prinzip Verant-wortung: Versuch einer Ethik für die technologische
Zivilisation, Francfort a. M., Suhrkamp, 1979.
13. Según B. Glass, los dirigentes del futuro decretarán que los padres «no tienen derecho a cargar a la sociedad con un niño
malformado o mentalmente incompetente» (V. Packard, op. cit., p. 238).
14. Das Prinzip Verantwortung: Versuch einer Ethik für die technologische Zivilisation, op. cit.
15. La amoralidad de la técnica se ha subrayado, a menudo, en una ecuación: la técnica es un medio (ver, por ejemplo, H.J. Meyer,
Die Tech-nisierung der Welt, Tubinga, Niemeyer, 1961).
16. O «neomuertos [que] podrían también utilizarse como fábricas de hormonas, de antitoxinas y de anticuerpos» (V. Packard, op.
cit., p. 307).

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