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Electivo de sexualidad Escuela de Medicina Universidad de Valparaíso 2016 1

El segundo proceso de
individuación de la adolescencia*
Peter Blos
Libros
02-09-2005

La Transición Adolescente
Peter Blos
Amorrortu Editores

8. El segundo proceso de individuación de la adolescencia*

Los procesos biológicos del crecimiento y la diferenciación en el curso de la


pubertad producen cambios en la estructura y funcionamiento del organismo.
Estos cambios tienen lugar según un orden de secuencia típico, llamado
“maduración”. También los cambios psicológicos de la adolescencia siguen
una pauta evolutiva, pero de distinto orden, ya que ellos extraen su contenido,
estimulación, meta y dirección de una compleja interacción de choques
internos y externos. A la postre, lo que se observa son nuevos procesos de
estabilización y modificaciones de las estructuras psíquicas, resultados ambos
de los acomodamientos adolescentes.
Los tramos críticos del desarrollo adolescente se hallan en aquellos puntos en
que la maduración puberal y el acomodamiento adolescente se intersectan
para integrarse. Desde una perspectiva clínica y teórica, he denominado a
estos tramos fases adolescentes” (Bbs, 1962). Ellas son los hitos del
desarrollo progresivo, y cada una está signada por un conflicto específico, una
tarea madurativa y una resolución que es condición previa para pasar a
niveles más altos de diferenciación. Más allá de estos aspectos típicos de las
fases adolescentes, podemos reconocer en la reestructuración psíquica un
hilo común que recorre la trama íntegra de la adolescencia. Este infaltable
componente se manifiesta con igual pertinacia en la preadolescencia y en la
adolescencia tardía. Aquí lo conceptualizaremos como ‘el segundo proceso de
individuación de la adolescencia”. En mis estudios anteriores he destacado
repetidas veces la heterogeneidad de las fases en lo tocante a posiciones y
movimientos pulsionales y yoicos; ahora vuelvo mi atención a un proceso de
orden más general, que con igual dirección y meta se extiende, sin solución
de continuidad, a lo largo de todo el período de la adolescencia.
Si el primer proceso de individuación es el que se consuma hacia el tercer año
de vida con el logro de la constancia del self y del objeto, propongo que se
considere la adolescencia en su conjunto como segundo proceso de
individuación.1

*Publicado originalmente en The Psychoaiialytic Study of (he Child. vol. 22.


págs. 162-86, Nueva York: International Universities Press. 1967.

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1. Al hablar de un segundo proceso de individuación en la adolescencia, se en-


tiende que la fase de separación de la infancia (en el sentido de Margaret Mahler) no está
involucrada en este proceso de diferenciación psíquica, de más alto nivel. La experiencia
primordial del “yo’ y el “no-yo”, del self y el objeto, no t1ee una resonancia comparable en el
desarrollo adolescente normal. Es típica del adolescente psicótico la regresión a esta última
etapa; se la puede observar en la sintomatología de la fusión y en fenómenos pasajeros de
despersonalización durante la adolescencia.

Ambos periodos comparten la mayor vulnerabilidad de la organización de la


personalidad, así como la urgencia de que sobrevengan en la estructura
psíquica cambios acordes con el impulso madurativo. Por último, aunque esto
no es menos importante que lo anterior, cualquiera de ellos que se malogre da
lugar a una determinada anomalía en el desarrollo (psicopatología) que
corporiza los respectivos fracasos en la individuación. Lo que en la infancia
significa “salir del cascarón de la membrana simbiótica para convertirse en un
ser individual que camina por sí solo” (Mahler, 1963), en la adolescencia
implica desprenderse de los lazos de dependencia familiares, aflojar los
vínculos objetales infantiles para pasar a integrar la sociedad global, o,
simplemente, el mundo de los adultos. En términos metapsicológicos,
diríamos que hasta el fin de la adolescencia las representaciones del self y del
objeto no adquieren estabilidad y límites firmes, o sea, no se tornan
resistentes a los desplazamientos de investiduras. El superyó edípico —en
contraste con el superyó arcaico— pierde en este proceso algo de su rigidez y
de su poder, en tanto que la institución narcisista del ideal del yo cobra mayor
prominencia e influencia. Así, se interioriza más el mantenimiento del equilibrio
narcisista. Estos cambios estructurales hacen que la constancia de la
autoestima y del talante sea cada vez más independiente de las fuentes
exteriores, o, en el mejor de los casos, más dependiente de fuentes exteriores
que el propio sujeto escoge.
La desvinculación respecto de los objetos —de amor y de odio—
interiorizados abre el camino en la adolescencia al hallazgo de objetos de
amor y de odio ajenos a la familia. Esto es lo inverso de lo acontecido en la
niñez temprana, durante la fase de separación-individuación; en ella, el niño
pudo separarse psicológicamente de un objeto concreto, la madre, merced a
un proceso de interiorización que poco a poco facilitó su creciente
independencia respecto de la presencia de aquella, de sus socorros y de su
suministro emocional como principales reguladores (si no los únicos) de la
homeostasis psicofisiológica. El pasaje de la unidad simbiótica de madre e hijo
al estado de separación respecto de ella está signado por la formación de
facultades reguladoras internas, promovidas y asistidas por avances
madurativos —en especial motores, perceptuales, verbales y cognitivos—.

En el mejor de los casos, el proceso es pendular, como volvemos a observar


en el segundo proceso de individuación: los movimientos regresivos y
progresivos se alternan, en intervalos más cortos o más largos, dando al
observador casual del niño la impresión de una maduración
desproporcionada. Sólo si esa observación se practica a lo largo de cierto
período está uno en condiciones de juzgar el comportamiento corriente del

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niño que empieza a caminar o del adolescente típico, a fin de evaluar si es


normal o anómalo.
La individuación adolescente es un reflejo de los cambios estructurales que
acompañan la desvinculación emocional de los objetos infantiles
interiorizados. Este complejo proceso ha ocupado durante un lapso el centro
del interés analítico. Hoy ya resulta axiomático que si esa desvinculación no
se logra con éxito, el hallazgo de nuevos objetos amorosos fuera de la familla
queda impedido, obstaculizado o limitado a una simple réplica o sustitución.
En este proceso está intrínsecamente envuelto el yo. Hasta la adolescencia,
el niño tenía a su alcance, según su voluntad, el yo de los padres como una
legítima extensión de su propio yo; esta condición forma parte inherente de la
dependencia infantil al servicio del control de la angustia y de la regulación de
la autoestima. Al desligarse, en la adolescencia, de los vínculos libidinales de
dependencia, se rechazan asimismo los consuetudinarios lazos de
dependencia del yo en el período de latencia. Por ende, en la adolescencia-
observamos una cierta debilidad relativa del yo, a causa de la intensificación
de las pulsiones, así como una debilidad absoluta por el rechazo adolescente
del apoyo yoico de los padres. Estos dos tipos de debilidades yoicas se
entremezclan en nuestras observaciones clínicas. El reconocimiento de estos
elementos dispares en la debilidad del yo adolescente no sólo reviste interés
teórico sino utilidad práctica en nuestra labor analítica. Lo ilustraremos con un
ejemplo.
Un muchacho en los comienzos de la adolescencia, atormentado por la
angustia de castración, tomó en préstamo de su madre la siguiente defensa
mágica: “Nada malo te pasará jamás mientras no pienses en ello”. La forma
en que el muchacho utilizaba el control del pensamiento al servicio del manejo
de la angustia reveló estar constituida por dos componentes inextricablemente
unidos: el componente pulsional, que residía en el sometimiento masoquista
del niño a la voluntad y al consejo de su madre, y el componente yoico,
reconocible en la adopción de ese recurso mágico para mitigar su angustia. El
yo del niño se había identificado con el sistema de control de angustia de la
madre. Al llegar a la pubertad, el empleo renovado y en verdad frenético de
ese recurso mágico no hizo sino aumentar su dependencia de ella, señalando
así cuál era la única vía que podía seguir su pulsión sexual: el sometimiento
Sadomasoquista infantil. Al apelar a los procedimientos mágicos de su madre,
él se convertía en la víctima de la omnipotencia de esta, compartiendo su
falsificación de la realidad. La libidinización del sometimiento obstruía el
desarrollo progresivo. El recurso mágico sólo podía llegar a ser algo ajeno al
yo cuando este hubiera ganado en auto observación crítica y en su examen.
de realidad. Dicho de otro modo: sólo después de reconocer la angustia de
castración vinculada con la madre arcaica podía afirmarse la modalidad fálica
y contrarrestar la tendencia al sometimiento pasivo. En este caso, la creciente
aptitud para el examen de realidad corrió pareja con el repudio de las
posiciones yoicas infantiles, ampliando así los alcances del yo autónomo.
La desvinculación del objeto infantil es siempre concomitante con la
maduración yoica. También lo inverso es cierto: la insuficiencia o menoscabo

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de las funciones yoicas en la adolescencia es un hecho sintomático de


fijaciones pulsionales y de lazos de dependencia infantiles con los objetos. El
cúmulo de alteraciones yoicas que marchan paralelas a la progresión pulsional
en cada fase adolescente desembocan en una innovación estructural,
resultado último de la segunda individuación.
Sin duda alguna, durante la adolescencia surgen nuevas y peculiares
capacidades o facultades yoicas, como los espectaculares avances en la
esfera cognitiva (Inhelder y Piaget, l958). Sin embargo, la observación nos
deja en la incógnita en cuanto a su autonomía primaria, y, además, su
independencia de la maduración pulsional. La experiencia dice que cuando el
desarrollo pulsional queda críticamente rezagado respecto de la diferenciación
yoica, las funciones yoicas recién adquiridas pasan a ser utilizadas
infaliblemente en forma defensiva y pierden su carácter autónomo. A la
inversa, un avance en la maduración pulsional favorece la diferenciación y el
funcionamiento yoicos. La mutua estimulación entre las pulsiones y el yo obra
con máximo vigor y eficacia si ambos actúan y progresan dentro de una
recíproca proximidad optativa. El aflojamiento de los lazos objetales infantiles
no sólo cede paso a relaciones más maduras o más adecuadas para la edad,
sino que al mismo tiempo el yo se opone de manera creciente a que se
restablezcan los perimidos, y en parte abandonados, estados yoicos y
gratificaciones pulsionales de la niñez.
Los psicoanalistas que trabajan con adolescentes siempre han sido
impresionados por esta preocupación central por las relaciones. No obstante,
la intensidad y magnitud de las manifestaciones o inhibiciones pulsionales
dirigidas hacia los objetos no deben hacer olvidar las radicales alteraciones
que se producen en esta época en la estructura yoica.
La sumatoria de estos cambios estructurales sobrevive a la adolescencia,
como atributos permanentes de la personalidad.
Lo que estoy tratando de trasmitir es el carácter particular de la
reestructuración psíquica en la adolescencia, cuando los desplazamientos de
la libido de objeto originan alteraciones yoicas que, a su vez, dan al proceso
de pérdida y hallazgo de objeto (la alternancia de movimientos regresivos y
progresivos) no sólo mayor urgencia sino también más amplios alcances en
materia de adaptación. Esta reacción circular ha disminuido, por lo general, al
cierre de la adolescencia, con el resultado de que el yo ha obtenido una
organización diferenciada y definitiva. Dentro de esta organización, hay amplio
margen para las elaboraciones de la vida adulta, sobre las cuales influye en
grado decisivo el ideal del yo.
Pasemos ahora al curso que sigue la individuación durante la adolescencia.
En el estudio de este proceso, hemos aprendido mucho de aquellos
adolescentes que eluden la trasformación de la estructura psíquica y
remplazan la desvinculación respecto de los objetos interiores por su
polarización; en tales casos, el rol social y la conducta, los valores y la moral,
están determinados por el deseo de ser manifiestamente distinto a la imago
interiorizada, o simplemente lo opuesto de esta. Las perturbaciones yoicas,
evidentes en el acting out, en las dificultades para el aprendizaje, en la falta de

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objetivos, en la conducta dilatoria, temperamental y negativista, son con


frecuencia los signos sintomáticos de un fracaso en la desvinculación respecto
de los objetos infantiles, y, en consecuencia, representan un descarrilamiento
del proceso de individuación en sí. Como clínicos, percibimos en el rechazo
total que hace el adolescente de su familia y de su pasado el rodeo que da
para eludir el penoso proceso de desvinculación. Por lo común, tales
evitaciones son transitorias y las demoras se eliminan por sí mismas; no
obstante, pueden asumir formas ominosas. Nos es bien conocido el
adolescente que se escapa de su casa en un coche robado, deja la escuela,
vagabundea sin rumbo fijo, se vuelve promiscuo y adicto a las drogas. En
todos estos casos el carácter concreto de la acción suple al logro de una tarea
evolutiva —p. ej., el irse lejos de la casa suple al distanciamiento psicológico
de los vínculos de dependencia infantiles—De un modo u otro, por lo general
estos adolescentes se han alejado de sus familias en forma drástica y
concluyente, convencidos de que no hay comunicación posible entre las
distintas generaciones. Al evaluar estos casos, uno a menudo llega a la
conclusión de que el adolescente “procede mal llevado por buenos motivos”.
Uno no puede dejar de reconocer en las medidas de emergencia de una
ruptura violenta con el pasado infantil y familiar la huida frente a un
avasallador impulso regresivo hacia las dependencias, grandiosidades,
seguridades y gratificaciones de la infancia. En sí, el empeño por separarse de
los lazos de dependencia infantiles concuerda con la tarea adolescente, pero
los medios empleados suelen abortar el empuje madurativo.
Para muchos adolescentes , esta ruptura violenta constituye un momento de
respiro, una posición de holding, hasta que se reaviva el desarrollo progresivo;
pero para muchos se convierte en un modo de vida que a la corta o a la larga
los lleva de vuelta a aquello que desde el principio se quiso evitar: la
regresión. Al obligarse a tomar distancia física, geográfica, moral e ideológica
con relación a familia o al lugar donde trascurrió su niñez, este tipo de
adolescente hace que la separación interior se vuelva prescindible. En su
separación e independencia concretas experimenta una exultante sensación
de triunfo sobre su pasado, y poco a poco e aficiona a este estado de
aparente liberación. Las contrainvestiduras aplicadas al mantenimiento de
dicho estado dan cuenta de la llamativa ineficacia práctica, superficialidad
emocional, actitud dilatoria y espera expectante que caracterizan a las
diversas formas de evitar la individuación. Es cierto que, en alguna etapa
crítica del proceso de individuación, la separación física de los padres o la
polarización del pasado merced al cambio de rol social, a la nueva manera de
vestir y acicalarse, a los intereses especiales o preferencias morales que se
han adquirido, son el único medio con que cuenta el adolescente para
conservar su integridad psicológica. Sin embargo, el grado de madurez que en
definitiva se alcance dependerá de hasta dónde haya avanzado el proceso de
individuación, o de que en algún punto haya llegado a un impase y
permanezca incompleto. De lo anterior se desprende que el concepto de
“segunda individualización” es relativo; por un lado, depende de la maduración
pulsional; por el otro, de la perdurabilidad que ha adquirido la estructura yoica.

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Con esa expresión se designan, pues, los cambios que acompañan la


desvinculación adolescente respecto de los objetos infantiles y son
consecuencia de esta.
La individuación implica que la persona en crecimiento asuma cada vez más
responsabilidad por lo que es y por lo que hace, en lugar de depositarla en los
hombros de aquellos bajo cuya influencia y tutela ha crecido. En nuestra
época hay una actitud muy generalizada entre los adolescentes más
“refinados”, que consiste en culpar a sus padres o a la sociedad (“la cultura”)
por las deficiencias y desilusiones de su juventud; o bien, en una escala
trascendental, la tendencia a ver en los poderes incontrolables de la
naturaleza, el instinto, el destino Y otras generalidades por el estilo las fuerzas
absolutas y últimas que gobiernan la vida. Al adolescente que ha adoptado
dicha postura le parece vano oponerse a tales fuerzas; declara, más bien, que
el verdadero rasgo distintivo de la madurez es la resignación ante la falta de
objetivos. Asume la actitud displicente de Mersault en El extranjero, de
Camus. La incapacidad de separarse de los objetos interiores salvo mediante
un distanciamiento físico acompañado de repudio y menosprecio se vivencia
subjetivamente como un sentimiento de alienación. Advertimos que tal es el
estado de ánimo endémico en un sector considerable de los adolescentes
actuales, chicos y chicas de promisorias dotes criados en hogares ambiciosos
aunque indulgentes, por lo común de clase media, y en el seno de familias
progresistas y liberales.
Al estudiar la morfología de la individuación adolescente con perspectiva
histórica, notamos que en cada época surgen roles y estilos predominantes a
través de los cuales se instrumenta y socializa esta tarea de la adolescencia.
Tales epifenómenos del proceso de individuación siempre se hallan, de un
modo u otro, en oposición al orden establecido.2 La diferencia crucial sigue
siendo que este nuevo modo de vida se convierta en un desplazado campo de
batalla donde el muchacho se libere de sus lazos de dependencia infantiles, y
pueda así llegar a la individuación, o, por el contrario, que las nuevas formas
pasen a ser sustitutos permanentes de los estados infantiles, impidiendo así el
desarrollo progresivo. La valencia patognomónica de una separación física tal
como el abandono del hogar o de la escuela, o el entregarse a modos de vida
adultomorfos (especialmente en lo sexual), sólo puede determinarse si se la
considera en relación con el ethos contemporáneo (el Zeitgeist o espíritu de la
época), el medio total y sus sanciones tradicionales de las formas de conducta
que dan expresión a las necesidades puberales. La intensificación de las
pulsiones en la pubertad reactiva relaciones objetales primarias dentro del
contexto de ciertas modalidades pulsionales pregenitales a las que se acuerda
preferencia. Sin embargo, durante la adolescencia la libido y la agresión no
pasan simplemente, en un giro de ciento ochenta grados, de los objetos de
amor primarios a otros no incestuosos. El yo está intrínsecamente envuelto en
todos estos desplazamientos de investiduras, y en ese proceso adquiere la
estructura por la cual puede ser definida la personalidad posadolescente.
2 Un ejemplo sería la indumentaria cómoda y ostentosamente simple introducida por un
sector de muchachos alemanes cultos durante la segunda mitad del siglo XVIII, como

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reacción frente al refinamiento y delicadeza franceses en materia de vestimenta masculina. Al


par que se arrancaban las finas cintas de las camisas, los jóvenes desplegaban de modo
abierto y exuberante sus emociones (llantos, abrazos). Análogamente, la peluca fue
remplazada por largas cabelleras naturales. Estos jóvenes, en quienes se combinaba la
influencia de Rousseau con una reacción ante “la hipocresía del orden establecido”, crearon
su propia moda anticonvencional y espontánea, y, más allá de esta, agregaron su cuota de
fermento político a la época.

Así pues, la individuación adolescente es reflejo de un proceso y de un logro,


y ambos constituyen elementos inherentes al proceso total de la adolescencia.
Dejaré ahora la descripción de conocidos ajustes adolescentes y pasaré a
examinar sus implicaciones teóricas. En la desvinculación de los objetos
infantiles, tan esencial para el desarrollo progresivo, se renueva el contacto
del yo con posiciones pulsionales y yoicas infantiles. El yo de la poslatencia
está, por decir así, preparado para este combate regresivo, y es capaz de dar
soluciones distintas, más perdurables y apropiadas para la edad, a las
predilecciones infantiles. La reinstauración de las posiciones pulsionales y
yoicas infantiles es un elemento esencial del proceso de desvinculación
adolescente. Las funciones yoicas comparativamente estables (v. gr., la
memoria o el control motor) y, además, las instituciones psíquicas
comparativamente estables (y. gr., el superyó o la imagen corporal) sufrirán
notables fluctuaciones y cambios en sus operaciones ejecutivas. El
observador experto puede reconocer, en el colapso pasajero y reconstitución
final de estas funciones e instituciones, su historia ontogenética. Uno estaría
tentado de decir, mecanísticamente, que en la adolescencia se produce un
reacomodamiento de los elementos que componen la psique, dentro del
marco total de un aparato psíquico que se mantiene fijo.
En el superyó, considerado otrora una institución posedípica inflexible,
sobreviene durante la adolescencia una reorganización considerable (A.
Freud, 1952a). La observación analítica de los cambios del superyó en este
período ha sido sumamente instructiva para estudiar la variabilidad de las
estructuras psíquicas protoadolescentes. Echaremos ahora una mirada más
de cerca a la mutabilidad de esta institución posedípica. En el análisis de
adolescentes aparece con gran claridad la personificación regresiva del
superyó. Esto nos permite vislumbrar su origen en las relaciones objetales.
Desenvolver el proceso que dio lugar a la formación del superyó es como
pasar hacia atrás una película cinematográfica. Lo ilustraremos con el análisis
de dos adolescentes, ambos incapaces de adecuarse a los requisitos
rutinarios de la vida cotidiana, ambos fracasados en materia de trabajo,
cualquiera que fuese la índole de este, y también en materia de amor,
cualquiera que fuese su índole. A un muchacho posadolescente lo
desconcertaba el hecho de que mostraba igual indiferencia ante lo que le
gustaba hacer y ante lo que no le gustaba; esto último lo entendía bien, pero
lo primero le parecía sin sentido. Advirtió que cada vez que realizaba una
actividad o la escogía, lo acompañaba esta pregunta preconciente: “A juicio de
mi madre, ¿sería bueno lo que yo hago? ¿Querría que yo lo hiciese?”.
La respuesta afirmativa automáticamente desacreditaba la actividad -en
cuestión, aun cuando esta fuera de naturaleza placentera. En este impase, el

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muchacho llegó a una inactividad total, procurando ignorar la constante


presencia de la madre en su mente y la influencia que ella tenía en sus
elecciones y acciones. Cuando retomó el relato de su dilema, dijo: “Si
compruebo que mi madre quiere lo que yo quiero, o sea, si ambos queremos
lo mismo, me turbo y, haga lo que hiciere en ese instante, dejo de hacerlo”.
Una muchacha posadolescente había orientado su proceder, a lo largo de
toda su niñez, por el deseo de ganarse el elogio y admiración de sus
allegados; empero, en su adolescencia tardía se embarcó en una modalidad
de vida que se alzaba en franca oposición a la de su familia: dejó de ser lo
que los demás, según ella pensaba, querían que fuese. Para su pesar, esta
independencia elegida por ella no le garantizó en absoluto su
autodeterminación, pues a cada momento se interponía la idea de la
aprobación o la desaprobación de sus padres. Sentía que sus decisiones no le
pertenecían, porque estaban guiadas por el deseo de hacer lo opuesto dé
aquello que hubiera complacido a sus progenitores. Como consecuencia de
ello, llegó a un completo callejón sin salida en materia de acción y decisión.
Marchaba a la deriva, llevada por la caprichosa brisa de las circunstancias.
Todo cuanto podía hacer era delegar la orientación parental en sus amigos de
ambos sexos, viviendo vicariamente a través de las expectativas y
gratificaciones de estos, al par que la atormentaba el constante temor de
sucumbir a su influencia o bien, en un plano más profundo, de fundirse con
ellos perdiendo su sentido de sí misma.
En ambos casos, el enredo del superyó con las relaciones objetales infantiles
dio por resultado un impase evolutivo. No se había logrado lo que
normalmente se obtiene durante la latencia: la reducción de la dependencia
objetal infantil merced a la identificación y a la organización del superyó. En
lugar de ello, las identificaciones primitivas yacentes en el superyó arcaico y
en los estadios precursores del superyó habían dejado su poderosa impronta
en estos dos adolescentes. Fantasías con respecto a la propia originalidad y
expectativas grandiosas acerca de sí mismos, una vez materializadas por vía
de la identificación con la madre omnipotente, convertían a toda acción dotada
de un propósito en algo penosamente nimio y decepcionante. La tarea de
reorganización del superyó, propia de la adolescencia, sumió de nuevo a
estos dos jóvenes en el plano arcaico de las identificaciones primitivas (A.
Reich, 1954). El hecho de que el superyó tenga su origen en relaciones
objetales edípicas y preedípicas hace que dicha institución psíquica sea
sometida a una revisión radical en la adolescencia. No es de sorprender que
las perturbaciones superyoicas constituyan una anomalía peculiar de los
adolescentes.
Cuando durante la niñez sólo se obtuvo tenuemente la autonomía secundaria
de las funciones yoicas, la libido de objeto continúa extrayendo gratificación
de su ejercicio. Con el avance de la maduración puberal, esta herencia
arrojará a las funciones superyoicas en un espantoso desorden. Si al
adolescente su comportamiento le es dictado, en forma general y duradera,
por una defensa contra la gratificación objetal infantil, queda vedada la
reorganización del superyó, o, dicho de otro modo, la individuación

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adolescente resulta inconclusa.


La labor analítica con adolescentes pone de manifiesto, casi invariablemente,
que las funciones yoicas y superyoicas vuelven a estar involucradas con las
relaciones objetales infantiles. El estudio de este tema me ha llevado al
convencimiento de que el peligro que amenaza a la integridad del yo no
emana únicamente de la fuerza de las pulsiones puberales, sino, en igual
medida, de la fuerza del impulso regresivo. Descartando el supuesto de una
enemistad fundamental entre el yo y el ello, he llegado a la conclusión de que
la reestructuración psíquica por regresión representa la más formidable tarea
anímica de la adolescencia. Así como Hamlet anhela el placer que conlleva el
dormir pero teme a los sueños que este ha de traerle, así también el
adolescente anhela la gratificación pulsional y yoica pero teme volver a quedar
involucrado en relaciones objetales infantiles. Paradójicamente, esa tarea
adolescente sólo puede cumplirse a través de la regresión pulsional y yoica.
Sólo a través de la regresión pueden ser modificados los restos de traumas,
conflictos y fijaciones infantiles, haciendo obrar sobre ellos los ampliados
recursos del yo, apuntalados en esta edad por el empuje evolutivo que
propende al crecimiento y la maduración. Torna factible este avance la
diferenciación o maduración del yo, legado normal del período de latencia.
Durante los movimientos regresivos de la adolescencia, la parte del yo
autoobservadora y ligada a la realidad se mantiene por lo común intacta, al
menos marginalmente. Quedan así reducidos o controlados los peligros que
entraña la regresión —la pérdida catastrófica del self, el retorno al estadio de
indiferenciación, o la fusión—.
Geleerd (1961) ha sugerido que “en la adolescencia tiene lugar una regresión
parcial a la fase indiferenciada de relaciones objetales”. En un trabajo
posterior, basado en su estudio previo, Geleerd (1964) amplía su concepción y
enuncia que “el individuo que crece pasa a través de muchas etapas
regresivas, en las que participan las tres estructuras”. Esta última formulación
ha sido confirmada por la práctica clínica y hoy forma parte integrante de la
teoría psicoanalítica de la adolescencia.
Hartmann (1939) fue quien sentó las bases para estas consideraciones sobre
el desarrollo con su formulación de la “adaptación regresiva’. Esta modalidad
adaptativa desempeña un papel, a lo largo de la vida, en toda suerte de
situaciones críticas.
Lo que aquí quiero destacar es que la adolescencia es el único período de la
vida humana en que la regresión yoica y pulsional constituye un componente
obligatorio del desarrollo normal. La regresión normativa adolescente opera al
servicio del desarrollo; la regresión como mecanismo de defensa actúa junto a
la regresión al servicio del desarrollo. No es fácil diferenciar en la clínica estas
dos formas de regresión; de hecho, a menudo es imposible hacerlo, y queda
como un punto discutible, al menos durante cierto lapso. En un sentido
estricto, el tema de mi investigación es la influencia mutua entre la regresión
yoica y la pulsional (o la interacción de ambas) a medida que producen
cambios en la estructura psíquica. Conceptualizamos aquí como
“individuación adolescente” el proceso de cambio estructural y su logro,

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subrayando el prominente papel de la desinvestidura de represtaciones


objetales infantiles en la reestructuración psíquica de la adolescencia. La
regresión específica de la fase inaugura transitorias vicisitudes de
inadaptación y mantiene en la juventud un estado de gran volubilidad psíquica
(véase el capítulo 12). Esta condición explica gran parte de la desconcertante
conducta y singular turbulencia emocional de esta edad.
A fin de exponer mejor la función que cumple la regresión adolescente, será
útil compararla con los movimientos regresivos de la niñez temprana. En esta,
a los estados de stress que sobrecargan la capacidad adaptativa del niño se
responde normalmente mediante la regresión pulsional y yoica, pero las
regresiones de esta naturaleza no constituyen pasos evolutivos previos a la
maduración pulsional y yoica. Por el contrario, la regresión adolescente, que
no es de índole defensiva, forma parte inherente del desarrollo puberal. Pese
a ello, esta regresión provoca con suma frecuencia angustia; si esta angustia
se torna ingobernable, se movilizan, secundariamente, medidas defensivas.
La regresión de la adolescencia no es, en y por sí misma, una defensa, pero
constituye un proceso psíquico esencial, que, pese a la angustia que
engendra, debe seguir su curso. Sólo entonces puede consumarse la tarea
implícita en el desarrollo adolescente; Nunca se destacará lo suficiente que
aquello que, al comienzo, cumple en este proceso una función defensiva o
restitutiva, pasa luego a cumplir normalmente una función adaptativa y
contribuye en grado decisivo a la singularidad de una determinada
personalidad.
En la reestructuración psíquica adolescente no sólo observamos una
regresión pulsional sino también una regresión yoica.
Esta última connota la revivenciación de estados yoicos abandonados total o
parcialmente, los cuales o bien fueron ciudadelas de protección y seguridad, o
constituyeron otrora formas especiales de hacer frente al stress. La regresión
yoica siempre se evidencia en el proceso adolescente, pero únicamente opera
en contra de la segunda individuación cuando actúa de manera puramente
defensiva. Viendo las cosas en retrospectiva, no podemos dejar de admitir,
ante muchas de las extravagancias de los adolescentes, que una retirada
estratégica era el mejor camino hacia la victoria: Reculer pour mieux sauter. El
desarrollo progresivo se estanca sólo cuando la regresión pulsional y yoica
alcanza la inmovilidad de una fijación adolescente.
La regresión yoica se hallará, por ejemplo, en la revivenciación de estados
traumáticos, que no faltan en la niñez de nadie. En enfrentamientos que él
mismo inventa con reproducciones en miniatura o representaciones vicarias
del trauma original en situaciones de la vida real, el yo adquiere poco a poco
dominio sobre situaciones peligrosas arquetípicas. La dramatización y
experimentación de los adolescentes, así como gran parte de su patología
delictiva (véase el capítulo 13), corresponden a esta actividad yoica, a
menudo inadaptada. Por lo común, sin embargo, de la lucha contra los restos
de traumas infantiles surge una mayor autonomía yoica. Desde este punto de
vista, puede decirse que la adolescencia ofrece una segunda oportunidad
para hacer las paces con situaciones de peligro abrumadoras (en relación con

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el ello, el superyó y la realidad) que sobrevivieron a la infancia y la niñez.


Los estados yoicos adolescentes de naturaleza regresiva pueden
reconocerse, asimismo, en un retorno al “lenguaje de la acción”, a diferencia
de la comunicación verbal simbólica, y, además, en un retorno al “lenguaje
corporal”, a la somatización de los afectos, conflictos y pulsiones. Este último
fenómeno es el responsable de las numerosas afecciones y dolencias físicas
típicas de la adolescencia, ejemplificadas por la anorexia nerviosa y la
obesidad psicógena. Dicha somatización es más evidente en las niñas que en
los varones; forma parte de ésa difusión de la libido que en la mujer
normalmente produce la erotización del cuerpo, en especial de su superficie.
La libido de objeto, desviada hacia diversas partes del cuerpo o sistemas de
órgano, facilita la formación de “sensaciones hipocondríacas y de cambios
corporales que son bien conocidos clínicamente a partir de los estadios
iniciales de la psicosis” (A. Freud, 1958, pág. 272). Durante la adolescencia
podemos toparnos con estos mismos fenómenos, pero sin que se presenten
secuelas psicóticas.
Contemplando el “lenguaje de la acción” de los adolescentes, uno no puede
dejar de reconocer en él el problema de la actividad versus la pasividad, la
antítesis más antigua de la vida del individuo. No cabe sorprenderse de que
con el estallido de la pubertad, con el pasmoso crescendo de la tensión
pulsional y el crecimiento físico, el adolescente recaiga en viejas y conocidas
modalidades de reducción de la tensión. La regresión pulsional, en busca de
una de estas modalidades, conduce en última instancia a la pasividad
primordial, que se alza en fatal oposición frente al cuerpo que madura, sus
incipientes capacidades físicas y sus aptitudes mentales recientemente
desplegadas. El desarrollo progresivo apunta a un grado creciente de
confianza en sí mismo, a un dominio cada vez mayor del ambiente y, en
verdad, a la trasformación de este último por obra de la voluntad, que
aproxime más la concreción de los deseos y aspiraciones.
Los estados yoicos regresivos se disciernen, asimismo, en la conocida
idolatría y adoración de hombres y mujeres célebres por parte del
adolescente. En nuestro mundo actual, estas figuras son escogidas
predominantemente en el ámbito de los espectáculos y los deportes: son “los
grandes astros del público”. Nos recuerdan a los padres idealizados por el
niño en sus más tiernos años. Sus imágenes glorificadas constituyen un
regulador indispensable del equilibrio narcisista del niño. No ha de llamar
nuestra atención que las paredes de su cuarto, cubiertas con posters de los
ídolos populares, queden desiertas tan pronto la libido de objeto se
compromete en relaciones personales genuinas. Entonces, esa pasajera
bandada figurativa de dioses y diosas efímeros se vuelve prescindible de la
noche a la mañana.
Los estados yoicos infantiles son también reconocibles en estados
emocionales próximos a la fusión, y que con frecuencia se vivencian en
conexión con abstracciones como la Verdad, la Naturaleza, la Belleza, o en la
brega por ideas o ideales de índole política, filosófica, estética o religiosa.
Estos estados de cuasi-fusión en el ámbito de las representaciones simbólicas

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se buscan como un respiro temporario, y sirven como salvaguardias contra la


fusión total con los objetos infantiles interiorizados. A esta esfera de la
regresión yoica pertenecen las conversiones religiosas o los estados de fusión
provocados por drogas.
La regresión yoica limitada que es característica (y obligatoria) en la
adolescencia sólo puede tener lugar dentro de un yo comparativamente
intacto. Por lo general, el aspecto del yo al que designamos como “el yo crítico
y observador” continúa ejerciendo su función, aunque esta haya disminuido en
forma notoria, e impide así que la regresión yoica se deteriore y convierta en
un estado infantil de fusión. Sin duda alguna, esta regresión adolescente
impone una severa prueba al yo.
Ya señalamos que, antes de la adolescencia, el yo parental se vuelve
asequible al niño y brinda estructura y organización al yo de este último como
entidad funcional. La adolescencia perturba esta alianza, y la regresión yoica
deja al desnudo la integridad o las falencias de la temprana organización
yoica, que extrajo decisivas cualidades positivas o negativas de su tránsito a
través de la primera fase de separación-individuación, en el segundo y tercer
años de vida. La regresión yoica adolescente en una estructura yoica fallida
sume al yo regresivo en su primitiva condición anormal. La distinción entre una
regresión yoica normal o patológica radica, precisamente, en que ella se
aproxime al estado indiferenciado o lo alcance en forma consumada. Esta
distinción es análoga a la que existe entre un sueño y una alucinación. La
regresión al yo seriamente defectuoso de la niñez temprana trasforma el típico
impase evolutivo de la adolescencia en una psicosis pasajera o permanente.
El grado de insuficiencia del yo temprano a menudo sólo se pone de
manifiesto en la adolescencia, cuando la regresión deja de estar al servicio del
desarrollo progresivo, impide la segunda individuación y cierra el camino a la
maduración pulsional y yoica.
Siguiendo el desarrollo de niños esquizofrénicos a quienes traté con éxito en
el comienzo y en el período intermedio de su niñez, comprobé que en su
adolescencia tardía volvía a reincidir, con más o menos gravedad, su
patología primitiva. Esta recaída por lo común se producía cuando
abandonaban el hogar para cursar sus estudios universitarios, luego de haber
hecho, en los años intermedios, notables avances en su desarrollo psicológico
(v. gr., en materia de aprendizaje y comunicación) así como en su adaptación
social. La función evolutiva de la regresión yoica adolescente quedaba
reducida a cero cuando los estadios yoicos tempranos, de los que debe
extraer su fuerza el segundo proceso de individuación, eran reactivados y
demostraban poseer falencias críticas. La patología nuclear volvió una vez
más a fulgurar. Su imposibilidad de desvincularse emocionalmente de su
familia durante la adolescencia puso de relieve hasta qué punto estos niños
habían vivido, en el lapso intermedio, tomando en préstamo la fuerza yoica. La
terapia les permitió derivar nutrimento emocional del ambiente. Esta
capacidad les fue útil, por cierto, durante su segundo episodio agudo; ella hizo
que lo atravesaran y pudieran recuperarse. Cuando, en la adolescencia, debe
cortarse el cordón umbilical psicológico, los niños con temprano daño yoico

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recaen en una estructura psíquica fallida que resulta completamente


inadecuada para la tarea del proceso de individuación. Estos casos arrojan luz
sobre los problemas estructurales de cierta psicopatología adolescente, y a la
vez insinúan un continuum de tratamiento de la psicosis o esquizofrenia
infantil, que llega a la adolescencia (por lo común la adolescencia tardía) o
debe ser retomado en ese período.
Un rasgo de la adolescencia que no escapa a nuestra atención reside en el
frenético empeño por mantenerse ligado a la realidad —moviéndose de un
lado a otro, mostrándose activo, haciendo cosas—. Se revela además en la
necesidad de tener experiencias grupales o relaciones personales en que
haya una vívida e intensa participación y afectividad. Los cambios frecuentes
y repentinos en estas relaciones con cualquiera de los dos sexos pone de
relieve su carácter espurio. Lo que se busca no es un lazo personal sino el
aguzado afecto y la agitación emocional que él provoca. Pertenece a este
dominio la urgente necesidad de hacer cosas “por divertirse”, para escapar a
la soledad afectiva, la apatía y el tedio. Este cuadro sería incompleto si no
mencionáramos al adolescente que busca estar a solas en un “espléndido
aislamiento” a fin de conjurar en su mente estados afectivos de extraordinaria
intensidad; para estas inclinaciones, no hay mejor rótulo que el de “hambre de
objeto y de afecto”. Lo que todos estos adolescentes tienen en común es la
necesidad de penetrantes e intensos estados afectivos, ya sea que estos se
distingan por su exuberante exaltación o bien por el dolor y la angustia.
Podemos concebir esta situación afectiva como un fenómeno restitutivo que
es secuela de la pérdida del objeto interno y el concomitante empobrecimiento
del yo.3
La experiencia subjetiva del adolescente —expresada en el dilema: “¿Quién
soy yo?”— contiene múltiples enigmas. Refleja lo que conceptualizamos como
pérdida o empobrecimiento del yo. La pérdida del yo es, a lo largo de la
adolescencia, una amenaza constante a la integridad psíquica y da origen a
formas de conducta que aparecen anómalas, pero que hay que evaluar como
empeños por mantener en marcha el proceso adolescente mediante un vuelco
frenético (aunque inadaptado) hacia la realidad. El cuadro clínico de muchos
delincuentes, visto desde esta perspectiva, suele revelar más componentes
sanos de los que por lo general se le acreditan (véanse ejemplos. clínicos de
esto en el capítulo 12).

3 A primera vista, parecería una contradicción hablar de “empobrecimiento del yo” cuando la
libido de objeto es desviada hacia el self, pero un yo sano no tolera bien durante mucho
tiempo que se lo cercene de las relaciones objetales. La inundación del self con libido
narcisista sólo se torna acorde con el yo en el adolescente psicótico, para quien el mundo real
es opaco e incoloro. El adolescente “normal” tiene una sensación de aterradora irrealidad ante
un creciente aislamiento narcisista respecto del mundo de los objetos. Por consiguiente, la
masturbación no le proporciona jamás una forma de gratificación permanente, ya que a la
postre reduce su autoestima. Si bien es cierto que las fantasías masturbatorias pueden
despertar sentimientos de culpa a través de la prohibición superyoica, no podemos ignorar el
hecho de que La merma de la autoestima deriva, en gran medida, del debilitamiento del
vínculo con el mundo de los objetos, o sea, en otras palabras, de un crítico desequilibrio
narcisista.

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Quisiera reconsiderar aquí el “hambre de objeto” del adolescente y su


empobrecimiento yoico. Estas dos pasajeras situaciones evolutivas
encuentran compensatorio alivio en el grupo, la pandilla, el círculo de amigos,
los coetáneos en general. El grupo de pares sustituye (a menudo literalmente)
a la familia del adolescente (véase el capítulo 5). En la compañía de sus
contemporáneos el muchacho o la chica hallan estímulo, sentido de
pertenencia, lealtad, devoción, empatía y resonancia. Recuerdo aquí al
saludable niño del estudio de Mahler (1963), un caminador novel, quien
durante la crisis de separación-individuación reveló una sorprendente
capacidad para “extraer de la madre suministros de contacto y participación”.
En la adolescencia, estos suministros de contacto son proporcionados por el
grupo de pares. El niño que empieza a caminar requiere del auxilio de la
madre para alcanzar la autonomía; el adolescente se vuelve hacia la “horda”
de sus contemporáneos, de cualquier tipo que ella sea, para obtener esos
suministros sin los cuales no es posible materializar la segunda individuación.
El grupo permite las identificaciones y los ensayos de rol sin demandar un
compromiso permanente. También da lugar a la experimentación interactiva
como actividad de corte con los lazos de dependencia infantiles, más que
como preludio a una nueva, duradera relación íntima. Por añadidura, el grupo
comparte —y así, alivia— los sentimientos individuales de culpa que
acompañan la emancipación de las dependencias, prohibiciones y lealtades
infantiles. Resumiendo, cabe afirmar que, en líneas generales, los
contemporáneos allanan el camino para pasar a integrar la nueva generación,
dentro de la cual el adolescente debe establecer su identidad social, personal
y sexual en cuanto adulto. Si la relación con los pares no hace más que
sustituir los lazos de dependencia infantiles, el grupo no ha cumplido su
función. En tales casos, el proceso adolescente ha sufrido un cortocircuito,
con el resultado de que las dependencias emocionales irresueltas se
convierten en atributos permanentes de la personalidad. En esas
circunstancias, la vida en el seno de la nueva generación se desenvuelve,
extrañamente, como sombras chinescas del pasado del individuo: lo que más
debía evitarse se repite con fatídica exactitud. Una adolescente mayor,
estancada en una rígida postura anticonformista que le servía como
protección contra un impulso regresivo inusualmente intenso, expresó tan bien
lo que yo me he empeñado en decir que le cederé la palabra. Reflexionando
sobre un caso de inconformismo, acotó: “Si uno actúa en oposición a lo
previsto, se da de porrazos a diestra y siniestra con las reglas y normas. Hoy,
el hacer caso omiso de la escuela —simplemente no fui— me hizo sentir muy
bien. Hizo que me sintiera una persona y no un autómata.
Si uno continúa rebelándose y choca lo suficientemente a menudo con el
mundo que lo rodea, en su mente comienza a esbozarse un bosquejo de sí
mismo. Eso es indispensable. Tal vez, cuando uno sabe quién es, no necesita
ser distinto de aquellos que saben (o creen que saben) cómo debería ser
uno”. Una declaración como esta re afirma el hecho de que para la
conformación de la personalidad adolescente es condición necesaria una

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firme estructura social.


Abordaré ahora las vastas consecuencias que tiene el hecho de que la
regresión de la adolescencia sea la condición previa para un desarrollo
progresivo. La observación clínica me llevó a inferir que el adolescente tiene
que entablar contacto emocional con las pasiones de su infancia y de su niñez
temprana a fin de que estas depongan sus investiduras originales. Sólo
entonces podrá el pasado desvanecerse en los recuerdos concientes e
inconcientes, y el avance de la libido conferir a la juventud su singular
intensidad emocional y firmeza de propósitos.
El rasgo más profundo y peculiar de la adolescencia reside en la capacidad de
pasar de la conciencia regresiva a la progresiva con una facilidad que no tiene
parangón en ningún otro período de la vida humana. Esta fluidez da cuenta,
quizá, de los notables logros creadores —y decepcionadas expectativas— de
esta particular edad. La experimentación del adolescente con el self y la
realidad, con los sentimientos y pensamientos, otorgará, en caso de que todo
vaya bien, contenido y forma duraderos y precisos a la individuación, en
términos de su realización en el ambiente. Una de esas formas decisivas de
realización es, por ejemplo, la elección vocacional.
En el proceso de desvinculación de los objetos de amor y odio primarios, una
cualidad de las tempranas relaciones objetales se manifiesta bajo la forma de
ambivalencia. El cuadro clínico de la adolescencia pone de relieve la
desmezcla de las mociones pulsionales. Actos y fantasías de agresión pura
son típicos de la adolescencia en general, y de la masculina en especial. No
quiero decir con ello que todos los adolescentes sean manifiestamente
agresivos, sino que la pulsión agresiva afecta el equilibrio pulsional existente
antes de la adolescencia y exige nuevas medidas de adaptación. En este
punto de mi indagación no me interesa la forma que puedan adoptar esas
medidas —desplazamiento, sublimación, represión o trastorno hacia lo
contrario—. El análisis de la agresión manifiesta conduce, en última instancia,
a elementos de furia y sadismo infantiles; en esencia, a la ambivalencia
infantil. Revividas en la adolescencia, las relaciones objetales infantiles habrán
de presentarse en su forma original, vale decir, en un estado ambivalente. De
hecho, la tarea suprema de la adolescencia es fortalecer las relaciones
objetales posambivalentes.
La inestabilidad emocional en las relaciones personales, y, por encima de ello,
la inundación de las funciones yoicas autónomas por la ambivalencia en
general, crea en el adolescente un estado de precaria labilidad y de
contradicciones incomprensibles en cuanto a los afectos, pulsiones,
pensamientos y conducta. La fluctuación entre los extremos del amor y el
odio, la actividad y la pasividad, la fascinación y la indiferencia, es una
característica tan conocida de la adolescencia que no tenemos que
detenernos aquí en ella. Sin embargo, el fenómeno merece ser explorado en
relación con el tema de este estudio, a saber, la individuación. Un estado de
ambivalencia enfrenta al yo con una situación que, a causa de su relativa
madurez, el yo siente como intolerable, no obstante lo cual el manejo
constructivo de esa situación desborda, al menos temporariamente, su

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capacidad de síntesis. Muchas aparentes operaciones defensivas, como el


negativismo, la conducta opositora o la indiferencia, no son sino
exteriorizaciones de un estado ambivalente que ha penetrado en la
personalidad total.
Antes de proseguir con estas ideas, las ilustraré con un fragmento tomado del
análisis de un muchacho de diecisiete años. En lo que sigue me centraré en
aquellos aspectos del material analítico que reflejan la desvinculación respecto
de la madre arcaica y que tienen relación directa con el tema de la
ambivalencia y la individuación. Este muchacho, capaz e inteligente, se
vinculaba con los demás en un plano de intelectualización, y mejor con los
adultos que con sus pares. Todas sus relaciones personales, en especial
dentro de su familia, estaban impregnadas de una actitud pasivo-agresiva.
Uno advertía en él una tumultuosa vida interior que no había hallado
expresión en la conducta afectiva. Era dado al malhumor y a la reserva
sigilosa; su desempeño escolar era irregular; se volvía por períodos terco y
negativista, y friamente exigente en el hogar. Dentro de este cuadro fluctuante
era posible discernir una generalizada e impenetrable altanería, rayana en la
arrogancia. Esta anormalidad se hallaba bien fortificada por defensas
obsesivo compulsivas. En sí misma, la elección de este mecanismo de
defensa insinúa el papel predominante que desempeñaba la ambivalencia en
la patogénesis de este caso.
Hasta que no se logró acceso a las fantasías del muchacho no se pudo
apreciar su necesidad de una rígida, inatacable organización defensiva. Cada
uno de sus actos y pensamientos iba acompañado de una involucración
(hasta entonces inconciente) con la madre y de su fantaseada complicidad,
para bien o para mal, en su vida cotidiana. Tenía una insaciable necesidad de
sentirse próximo a la madre, quien desde sus primeros años lo había dejado al
cuidado de una parienta bienintencionada.
De niño siempre había admirado, envidiado y alabado a su madre; el análisis
lo ayudó a vivenciar el odio, desprecio y temor que sentía hacia ella cada vez
que eran frustrados sus intensos deseos de ser objeto de la generosidad
material de ella. Se volvió claro que sus procederes y talantes estaban
determinados por el flujo y reflujo del amor y odio que experimentaba hacia su
madre, o que él imaginaba que ella sentía hacia él. Así, por ejemplo, no hacía
sus tareas escolares cuando privaba en él la idea de que su buen rendimiento
en los estudios complacería a la madre. En otros momentos sucedía lo
inverso. En cierta oportunidad en que se le otorgó un premio en el colegio, lo
mantuvo en secreto para que su madre no se enterara y utilizara su logro
como “una pluma de su propio sombrero” —o sea, se lo robara—. Salía a
caminar a escondidas, pues su madre prefería a los muchachos que hacían
vida al aire libre, y, para ponerla a ella en una situación censurable, él se
dejaría regañar por no tomar aire fresco. Si él disfrutaba de un espectáculo o
invitaba a un amigo a la casa, todo el placer del acontecimiento se le
estropeaba si su madre se sentía encantada por ello y mostraba su
aprobación. A modo de venganza, tocaba el piano, tal como quería su madre,
pero lo hacía con un permanente fortissimo, sabiendo muy bien que la

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intensidad del sonido a ella le crispaba los nervios. Tocar el piano fuerte era
una acción sustitutiva de gritarle. Cuando tomó conocimiento de esta
agresividad suya, se llenó de angustia.
En este punto, el análisis de la ambivalencia del muchacho quedó bloqueado
por una defensa narcisista: se sentía como un espectador ajeno al drama de
la vida, no comprometido en los sucesos cotidianos, y veía su entorno en
trazos borrosos e indistintos. Para hacer frente a esta emergencia no vino en
su ayuda la usual defensa obsesivo-compulsiva (catalogar, archivar, remendar
o reparar). Este estado de despersonalización le resultó sumamente incómodo
y desconcertante. La labor analítica pudo seguir adelante cuando él tomó
conciencia del aspecto sádico de su ambivalencia; lo abandonó entonces el
extraño estado yoico. Vivenció y expresó verbalmente su violento impulso de
golpear y herir físicamente a su madre cada vez que esta lo frustraba. El
sentimiento de frustración dependía, más que de las acciones objetivas de
ella, de la marea de sus propias necesidades interiores. La réplica de la
ambivalencia infantil era evidente. Ahora, él estaba en condiciones de
diferenciar entre la madre del período infantil y la de la situación presente.
Este avance permitió rastrear hasta qué punto estaban involucradas sus
funciones yoicas en su conflicto de ambivalencia adolescente, y restaurarles
su autonomía.
Fue interesante observar que en la resolución del conflicto de ambivalencia
ciertos atributos de la personalidad de la madre pasaron a serlo del yo del hijo;
por ejemplo, la capacidad de trabajo que ella tenía, el uso que daba a su
inteligencia y su idoneidad social, todo lo cual había sido objeto de la envidia
del muchacho. En cambio, otros de sus valores, criterios y rasgos de carácter
eran rechazados por él considerándolos indeseables o repulsivos. Ya no se
los percibía como la arbitraria renuencia de la madre a ser todo aquello que
pudiera agradar o confortar a su hijo. Quedó establecida una constancia de
objeto secundaria en relación con la madre del período adolescente. La madre
omnipotente del período infantil fue relevada al comprobar el hijo sus falencias
y virtudes, en suma, al hacer de ella un ser humano. Unicamente a través de
la regresión pudo el muchacho revivenciar la imagen materna e instituir las
enmiendas y diferenciaciones que neutralizaron su relación objetal
ambivalente preedípica. La reorganización psíquica que aquí describimos fue
subjetivamente vivenciada por él como un aguzado sentido del self, esa toma
de conciencia y ese convencimiento que la frase “Este soy yo” sintetiza mejor
que cualquier otra. Tal estado de conciencia y sentimiento subjetivo reflejan la
incipiente diferenciación en el interior del yo que aquí conceptualizamos como
el segundo proceso de individuación.
El alborozo que produce el sentirse independiente del progenitor interiorizado,
o, más exactamente, de la representación de ese progenitor como objeto, es
complementado por un afecto depresivo que acompaña y sigue la pérdida del
objeto interior. El afecto concomitante de esta pérdida de objeto ha sido
comparado con el trabajo de duelo. Normalmente, luego de renunciar al
carácter infantil de la relación con el progenitor, la continuidad de esta no se
interrumpe. La tarea de la individuación adolescente está vinculada con

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ambas representaciones objetales de los progenitores, la infantil y la


contemporánea; estos dos aspectos derivan de la misma persona pero en
distintos estadios de desarrollo. Esta constelación tiende a confundir al
adolescente en la relación con su progenitor, ya que lo vivencia, parcial o
totalmente, como aquel del período infantil. Dicha confusión se agrava cuando
el progenitor participa en las cambiantes posiciones del adolescente y
demuestra ser incapaz de mantener una posición fija como adulto frente al
niño que madura.
La desvinculación del adolescente respecto de los objetos infantiles exige,
ante todo, que estos sean desinvestidos, a fin de que la libido pueda otra vez
ser vuelta hacia el exterior en busca de gratificaciones objetales especificas de
la fase dentro del ambiente social global. En la adolescencia observamos que
la libido de objeto es desasida (por cierto, en grado diverso) de los objetos
externos e internos y, desviándola hacia el self, se la convierte en libido
narcisista.
Este viraje del objeto al self da por resultado la proverbial egolatría y
ensimismamiento del adolescente, que fantasea ser independiente de los
objetos de amor y odio de su niñez. Al ser inundado el self con libido
narcisista, se produce un autoengrandecimiento y una sobrestimación del
poder del cuerpo y la mente propios. Esto tiene un efecto adverso en el
examen de realidad. Recordaré, para mencionar una consecuencia bien
conocida de este estado, los frecuentes accidentes de tránsito que tienen los
adolescentes pese a ser hábiles conductores y conocer la técnica del manejo
del automóvil. Si el proceso de individuación se detuviera en esta etapa, nos
encontraríamos con toda clase de patologías narcisistas, dentro de las cuales
el retraimiento respecto del mundo de los objetos, el trastorno psicótico,
representa el impase más grave.
Los cambios internos que acompañan a la individuación pueden describirse,
desde el lado del yo, como una reestructuración psíquica en cuyo transcurso
la desinvestidura de la representación objetal del progenitor en el yo ocasiona
una inestabilidad general, una sensación de insuficiencia y de extrañamiento.
En el empeño por proteger la integridad de la organización yoica, se pone en
marcha una conocida gama de maniobras defensivas, restitutivas, adaptativas
e inadaptativas, antes de que se establezca un nuevo equilibrio psíquico. El
logro de este último se reconoce por el estilo de vida autónomo e
idiosincrásico.
En el momento en que el proceso de individuación adolescente se halla en
pleno vigor, cobra prominencia la conducta desviada —o sea, irracional,
voluble, turbulenta—. El adolescente recurre a esas medidas extremas para
poner su estructura psíquica a salvo de la disolución regresiva. En este
estado, plantea al clínico una muy delicada tarea de discriminación en cuanto
a la transitoriedad o permanencia, o, más simplemente, la naturaleza
patológica o normal de los respectivos fenómenos regresivos. La
desconcertante ambigüedad a que debe hacer frente la evaluación clínica
deriva de que una resistencia contra la regresión puede ser signo de un
desarrollo tanto normal como anormal. Es signo de un desarrollo anormal si

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impide la cuota de regresión indispensable para desvincularse de las


tempranas relaciones objetales y estados yoicos infantiles —condición previa
para la reorganización de la estructura psíquica—. El problema de la
regresión, tanto yoica como pulsional, reverbera ruidosa o calladamente a lo
largo de toda la adolescencia; la fenomenología es multiforme, pero el
proceso es siempre el mismo. Estos movimientos regresivos posibilitan
alcanzar la adultez, y así debe entendérselos. Representan también los
núcleos o puntos de fijación en torno de los cuales se organizan las fallas del
proceso adolescente. Las perturbaciones de la adolescencia han atraído
nuestra atención, de manera casi exclusiva, hacia la sintomatología regresiva
dentro del contexto de la gratificación pulsional, o hacia las operaciones
defensivas y sus secuelas; sostengo que la resistencia contra la regresión es,
en igual medida, motivo de inquietud, pues puede oponer una tenaz e
insuperable barrera en el curso del desarrollo progresivo.
La resistencia contra la regresión puede adoptar muchas formas. Un ejemplo
es el enérgico vuelco del adolescente hacia el mundo exterior, hacia el
movimiento corporal y la acción. Paradójicamente, la independencia y
autodeterminación en la acción y el pensamiento se tornan más resueltas y
violentas cuando el impulso regresivo posee una fuerza fuera de lo común. He
observado que niños apegados y sometidos en extremo a un progenitor pasan
en la adolescencia a la actitud inversa, vale decir, se apartan a toda costa de
ese progenitor y su código de conducta. Al hacerlo, obtienen una victoria
aparente, sólo ilusoria. En tales casos, lo que determina la acción y el
pensamiento del joven es simplemente que representen lo opuesto de las
expectativas, opiniones y deseos de los padres o sustitutos y sucedáneos
sociales, como los maestros, policías y adultos en general, o, en términos más
abstractos, la ley, la tradición, la convención y el orden en cualquier lugar y
forma en que estos se presenten, y con independencia de todo propósito o
finalidad social. También en este caso, los disturbios transitorios en la
interacción entre el adolescente y su ambiente son cualitativamente distintos
de aquellos que adquieren una permanencia prematura al moldear, de manera
definitiva, la relación del yo con el mundo exterior, haciendo que el proceso
adolescente se detenga antes de su debido tiempo, en lugar de alcanzar su
final normativo.
Basándonos en nuestra experiencia con los niños y adultos neuróticos, nos
hemos habituado a centrarnos en las defensas como principales obstáculos
en el camino del desarrollo normal Además, tendemos a concebir la regresión
como un proceso psíquico opuesto al desarrollo progresivo, a la maduración
pulsional y a la diferenciación yoica. La adolescencia puede enseñarnos que
estas connotaciones son a la vez limitadas y limitativas. Es verdad que no
estamos bien preparados para reconocer lo que en un estado regresivo de la
adolescencia es mera resurrección estática del pasado y lo que anuncia una
reestructuración psíquica. Es razonable suponer que el adolescente que se
rodea en su cuarto de láminas de sus ídolos no sólo repite una pauta infantil
de gratificación de necesidades narcisistas, sino que a la vez toma parte en
una experiencia colectiva que lo convierte en un miembro empático de su

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Electivo de sexualidad Escuela de Medicina Universidad de Valparaíso 2016 20

grupo de pares. Compartir los mismos ídolos equivale a integrar la misma


familia; pero hay una diferencia crucial que no puede escapársenos: en esta
etapa de la vida, la nueva matriz social promueve el proceso adolescente
merced a la participación en un ritual tribal simbólico, con estilo propio y
exclusivo. Bajo estos auspicios, la regresión no procura simplemente
reinstaurar el pasado sino alcanzar lo nuevo, el futuro, dando un rodeo que
pasa por los senderos ya conocidos. Viene a mi memoria aquí una frase de
John Dewey: “El presente no es sólo algo que viene después del pasado. [...]
Es aquello que la vida es cuando deja el pasado atrás”.
Las ideas aquí reunidas han confluido hacia una meta convergente porque
tienen el común objetivo de elucidar los cambios que la maduración pulsional
produce en la organización yoica. Las investigaciones clínicas del proceso
adolescente han puesto convincentemente en claro que tanto la
desvinculación de los objetos primarios como el abandono de los estados
yoicos infantiles exige un retorno a fases tempranas del desarrollo. Esa
desvinculación sólo puede lograrse merced a la reanimación de los
compromisos emocionales infantiles y las concomitantes posiciones yoicas
(fantasías, pautas de confrontación, organización defensiva). Este logro gira,
pues, en torno de la regresión pulsional y yoica; ambas introducen en su
decurso una multitud de medidas que, en términos pragmáticos, son
inadaptadas. De un modo paradójico, podría decirse que el desarrollo
progresivo se ve impedido si la regresión no sigue su curso apropiado en el
momento apropiado, dentro de la secuencia del proceso adolescente.
Al definir la individuación como el aspecto yoico de la tarea regresiva de la
adolescencia, se torna evidente que el proceso adolescente instituye, en
esencia, una tensión dialéctica entre la primitivización y la diferenciación, entre
las posiciones regresivas y progresivas; cada uno de estos elementos extrae
su ímpetu del otro, a la vez que lo torna viable y factible. La consecuente
tensión que implica esta dialéctica somete a un esfuerzo extraordinario a las
organizaciones yoica y pulsional —o más bien a su interacción—. A este
esfuerzo le debemos las numerosas y variadas distorsiones y fracasos —
clínicos y subclínicos— que sufre la individuación en esta edad. Gran parte de
lo que a primera vista parece defensivo en la adolescencia debería
designarse, más correctamente, como una condición previa para que el
desarrollo progresivo se ponga en marcha y prosiga su curso.

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