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La religión popular*

Francis Rapp
Universidad de Estrasburgo II

El siglo IV no vio solamente el final del conflicto entre el Estado y la Iglesia: la


evangelización que hasta entonces no había llegado casi a las ciudades se extendió al
campo donde, a pesar de la importancia de algunas metrópolis bulliciosas del mundo,
vivía la población en su inmensa mayoría. Entre la fe cristiana y el paganismo, el
contraste era sorprendente. Religión del libro, de la espiritualización y de la llamada al
adelantamiento, el cristianismo era propuesto por sus misioneros a los hombres y mujeres
cuyo universo mental se presentaba bajo aspectos muy distintos. Cualesquiera que
fuesen, de una región o de un poblado a otro, las diferencias en las prácticas y las
creencias, bajo variaciones en algunos de los temas se encuentran en todas partes. Es
verdad, la idea que nos hacemos del paganismo proviene de las informaciones- de las
que lo menos que se puede decir- es que fueran completas o serenas. Lo que sabemos,
lo tenemos de los misioneros y los prelados que no estaban inclinados a presentar
imparcialmente lo que ellos se encargaban de destruir. Faltos de un retrato fiel,
examinemos esta carga que exagera las deformidades del modelo pero que no inventa
todos sus rasgos. El cumplimiento de los ritos constituía lo esencial de lo que exigían las
religiones paganas a sus fieles. Estas ceremonias debían suavizar los poderes que
regulaban el curso de los destinos humanos. En la mejor hipótesis, la fatalidad se borraba
cediendo el lugar al contrato basado en la reciprocidad de los servicios: Do ut des decían
los latinos. Cuando las divinidades cobraban un rostro, aparecían como seres cuya
violencia inspiraba temor. Su morada profería gritos y gruñidos. Las principales figuras de
este panteón no eran en su mayoría sino la transposición antropomórfica de fuerzas
naturales cuyo desencadenamiento inspiraba terror. Lo sagrado agazapado en el fondo
de las cosas emergía en sitios privilegiados, marcados por las fuentes, los árboles o las
piedras; allí, las energías misteriosas y benéficas se dejaban captar. Las recetas se
transmitían oralmente. Si existía una teodicea, sin duda no estaba consignada en un libro.
Nada nos hace pensar que la ciencia religiosa fuera viviente y predicada. La sola
invitación al heroísmo que todos percibimos se dirigía a los combatientes. A esta
oposición, en el dominio específico de la religión, se agrega aquella que caracterizaba el
lenguaje, la moral y los sentimientos. Entre la civilización de los escribas y de los
ciudadanos de los que la Iglesia se había constituido en legataria y la de los guerreros y
los campesinos a quienes el mensaje evangélico debía llegar, los puntos comunes eran
poco numerosos. Los “paganos” eran también los “bárbaros”. Su conversión no afectaba
únicamente sus creencias, ella concernía a toda su manera de vivir.

La inmensidad de la tarea consagraba de antemano a los operarios a perpetuos


recomienzos. En la masa del paganismo, los propagadores del cristianismo corrían el
riesgo de hundirse. Si la presentación de la época merovingia peca a veces por exceso de
pesimismo, es incontestable que la Iglesia de ese momento sufría del contagio de la
“barbarie”, es decir, en términos menos peyorativos, de las prácticas y creencias, de los
sentimientos y los juicios que ella se proponía combatir. Tales abatimientos se producían
todavía mucho después del siglo VIII.

Por lo demás, el paganismo aún cuando no podía mostrarse más a pleno día, no estaba
por lo tanto eliminado. Todo transcurre como si no se dejara reducir pasivamente sino que
reaccionaba de diversas maneras, alternativamente insinuantes o brutales. Resurgía, en
apariencia anodina, en los lugares donde, en toda época, lo sagrado pasaba por
accesible. Al lado de las capillas, donde los peregrinos rezaban a la Virgen o algún santo

1
intercesor, según las normas fijadas por la jerarquía; las fuentes; los árboles o las piedras
eran objeto de una veneración cuyo parecido con los ritos de antaño era seguramente
sorprendente. Se sabe que los misioneros no actuaban siempre como Bonifacio abatiendo
la encina de Geismar: existían aquellos que bautizaban, por decirlo así, los objetos del
culto pagano.

Esta actitud comprensiva estaba dentro de la línea de un cristianismo que no se limitaba a


presentar un mensaje intelectual sino que prescribía las ceremonias y no despreciaba el
legítimo apego de los hombres a la tierra que los nutría. Para no convertirse en una
doctrina desencarnada, eran necesarios unos ritos, una “religión”, en la acepción primera
del término. Pero, ¿dónde estaba el límite entre lo deseable, lo aceptable y lo dañino?
¿Cómo distinguir de golpe entre las prácticas cristianizadas y las supersticiones definidas
como tales? Tanto más que, bajo la máscara de las primeras, las segundas se
disimulaban a veces.

Rechazado por un clero encargado de expulsarlo de sus posiciones bien camufladas, el


paganismo se rehacía brutalmente en la superficie. A finales del siglo XIV en las regiones
meridionales ante todo, se manifestaron las primeras oleadas de la fiebre “satánica” cuya
violencia agravaron sin ninguna duda los inquisidores pero que no la suscitaron. En esta
“contra religión”, muchos de los rasgos del papel jugado por la mujer en las relaciones
con lo sagrado, incluso la adoración de las fuerzas tectónicas1 emparentaron el culto
primitivo con la brujería que durante varios siglos enfebreció al occidente.

Considerada desde el punto de vista que hemos adoptado, la historia medieval nos
muestra la impregnación por el cristianismo de las masas originalmente paganas. Este
proceso no se desarrolló en todas partes ni constantemente al mismo ritmo. Sufrió golpes,
aminoraciones o aceleraciones. Ahora vamos a tratar de determinar sus fases
principales, aproximándonos a los hechos para extraer una segunda interpretación menos
esquemática que la precedente.

***
La primera etapa nos conduce hasta el inicio del segundo milenio. En el curso de los cinco
a seis siglos que comprende, el Evangelio fue proclamado en todo el Occidente y los
pueblos germánicos, celtas y eslavos fueron incorporados por el bautismo a la cristiandad.
Los islotes de paganismo, hacia el año mil, no debían ser ya ni muy numerosos ni muy
extendidos; salvo, quizás, en los márgenes septentrionales de Europa. La predicación de
los misioneros, aquitanos, visigodos, italianos, irlandeses, anglo-sajones fue prolongada
por la de los curas, puesto que esta época vio constituirse la red de circunscripciones
parroquiales al interior de las diócesis. Las redes no eran igualmente cerradas en todas
las regiones pero generalmente su disposición no fue sino poco retocada y a veces muy
insuficientemente. El servicio de estos millares de iglesias reclamaba el reclutamiento de
sacerdotes en número más o menos igual. Estaríamos equivocados si subestimamos la
importancia del trabajo que representaba, con los medios rudimentarios de la época, la
realización de este encuadramiento. En cuanto al contenido de la enseñanza dispensada,
algunos documentos nos libran sus grandes líneas. Los dogmas principales de la
creencia cristiana tenían en ella el lugar que les correspondía. Así, en el universo mental
de los “bárbaros” eran establecidos los fundamentos sobre los que podrían, a
continuación, edificarse las nuevas maneras de descifrar el mundo y percibir los

1
fuerzas subterráneas

2
acontecimientos. Un texto como el Scarapsus de Pirmino, escrito sin duda a inicios del
siglo VII, prueba que, al menos algunos predicadores, sabían explicar las verdades con
tanto vigor como con habilidad pedagógica. La misma fuente nos enseña que las
ceremonias no eran solamente prescritas sino que su significado era igualmente
explicado. La práctica dominical era obligatoria, la comunión tres veces al año era
recomendada. La penitencia privada tendía a expandirse tanto más que el ordo
penitentiarum, donde el pecador era forzado de ingresar después de la confesión pública
de su crimen, prohibía a sus miembros llevar armas. La confesión era un instrumento de
educación espiritual. Sin embargo, no caigamos en el error de confundir reglamentos y
realidades. Los primeros trazaban probablemente los contornos de un ideal que los
sacerdotes formados, de alguna manera “en el yunque” no estaban en la medida de
traducir en los hechos. De la codificación de la que los soberanos carolingios se hicieron
sin descanso autores y promotores, se desprende naturalmente una atmósfera de
legalismo estricto. El Nuevo Testamento allí parece eclipsado por el Antiguo. Las
prohibiciones son tan numerosas como los mandamientos en sentido positivo. Alrededor
de lo que un cristiano no puede ni creer, ni practicar sin caer en el paganismo, una
frontera muy clara está trazada como lo testimonian el Scarapsus y el Indiculus
paganorum. No obstante, en ciertos gestos de devoción admitidos por la jerarquía, por
ejemplo los peregrinajes, se infiltraban las resurgencias y las supervivencias paganas.
Seríamos injustos con estos lejanos ancestros en la fe si nos los imagináramos pegados a
la letra de los preceptos y nos inclináramos por un desconocimiento total del espíritu y de
sus exigencias. Las innumerables comunidades monásticas están allí para probar que los
consejos de perfección evangélica no estaban ocultados. Par estado, los religiosos
proclamaban que el cristianismo llamaba al heroísmo en su esfuerzo hacia la santidad.
Ciertos escritos, los “espejos de laicos”, por ejemplo, enseñaban a sus lectores que la
lucha contra los vicios no era solamente la vocación de los monjes: este combate debía
ser sostenido en el mundo como en el claustro. Entre las armas cuyo uso era
recomendado figuraba la lectura de la Biblia: Alcuino2 no admitía que fuera presentada
únicamente como un deber sólo del clero. No obstante, los círculos a quienes alcanzaban
las exhortaciones a la vida espiritual eran estrechos. El pueblo no disponía ni del ocio ni
de la instrucción que suponían la interiorización de las prácticas y la meditación de la
Escritura. Probablemente, la piedad popular consistía ante todo en el cumplimiento
puntual de lo que prescribía la ley.

Un cambio profundo afectó la espiritualidad del Occidente en los alrededores del año mil.
Un gran número de movimientos pusieron en marcha a multitudes, a veces,
considerables. Esas multitudes eran proyectadas a la aventura por la emoción religiosa, el
entusiasmo y la esperanza que acompañaban en contrapunto al temor del Juicio Final y
de sus aterradores preludios. La enumeración de estas corrientes no tiene lugar aquí.
Todos no tuvieron la misma amplitud. Las “Paz de Dios” no reunieron tanta gente que
partieran detrás de Pedro de Amiens hacia Tierra Santa. Los grupos de hombres y
mujeres que arrastraban determinados predicadores, Roberto de Arbrissel o Norberto de
Xanten3, eran seguramente menos numerosos que los ejércitos movilizados al grito de
“Dios lo quiere”. Pero esas diferencias se sitúan en el orden cuantitativo más de lo que
ellas afectan a la naturaleza de los hechos observados.

2
Intelectual nacido en Inglaterra el año 730. Tuvo papel importante en la corte de Carlomagno, tanto en lo
intelectual como en lo político así como en lo religioso.
3
Robert d’Arbrissel fundador de la abadía de Fontevraud con régimen especial para su gobierno. Norberto de
Xanten (1080-1134) funda la Orden de los Premonstratenses

3
Esos movimientos merecen bien el título de populares que los historiadores les
disciernen. Eran populares no solamente por que movían a las masas sino por que la
primera impulsión que les había hecho nacer no provenía de una decisión decretada por
la jerarquía. Sin duda, a veces fueron los religiosos y más frecuentemente los eremitas
quienes, por sus exhortaciones, inflamaban a vastos auditorios. Casi siempre, sin
embargo, la multitud había buscado a estos oradores, cuya soledad había sido la primera
vocación y que no se habían dirigido al encuentro de los fieles. Además, estos
predicadores actuaban por su propia iniciativa; ellos no habían sido encargados de una
misión por el Papa o los obispos. El caso de la Pataria 4milanesa que la reforma
gregoriana lanza en la batalla contra los clérigos simoniacos constituye más bien la
excepción que la regla y por otra parte, esta alianza no resistió la experiencia. La acción
de los Wanderprediger5 inspira, sin duda, más sorda inquietud que una franca satisfacción
a los prelados.

Las aspiraciones de los hombres y las mujeres que estas corrientes habían aprovechado
probaban por tanto que, incluso bajo la forma legalista que había revestido durante la
primera época de su difusión, el mensaje cristiano no había perdido su dinamismo. En
efecto, algunos de sus rasgos más auténticos eran vigorosamente subrayados por los
predicadores itinerantes y las multitudes que los rodeaban. “Convertios porque el Reino
de los Cielos está próximo”. Es a este llamado apremiante que ellos querían responder.
La piedra de toque, que permitía determinar la sinceridad de la conversión, ellos la veían
en el desprendimiento: la pobreza ocupaba el primer lugar en la escala de valores.
Liberados de las trabas que los bienes terrenales aportaban a su libertad, estos
vagabundos de Dios se ponían en camino para anunciar la Buena Nueva. Esta vida
“verdaderamente apostólica” debía imitar a la de Jesucristo. Así, bajo las observancias,
los caracteres propios del mensaje cristiano no eran anulados. En las masas, la multitud
de fieles- y no únicamente algunas almas de elite- no se satisfacían con los ritos y partían
en búsqueda de la perfección: si bien en su mayor parte, ellos no eran capaces de leer la
Biblia, se dejaban embargar por su espíritu. A justo título, las corrientes que ellos
animaban han sido calificadas de evangélicas.

¿Es decir que este cristianismo popular era la réplica exacta del cristianismo tal como lo
definían y trataban de vivirlo los religiosos y los doctores? Seguramente no. Notemos,
ante todo, que los acentos de un vigor excepcional estaban colocados en ciertos puntos.
La pobreza, por ejemplo, era entendida en la acepción más estricta del término: nada de
calzado, nada de alforjas, nada de cinturones. En los movimientos populares, las
verdades de fe tenían menor lugar que las reglas de vida: la moral primaba sobre el
dogma. Las fuerzas afectivas desempeñaban un papel más considerable que las energías
intelectuales. El sentimiento reinaba sobre la religión. Pero allí no estaban las
desviaciones. Ahora bien, estas corrientes se apartaban a veces de la ortodoxia. La
proximidad del Reino podía ser comprendida como la inminencia del Juicio Final. El
milenarismo seducía a los fieles que retenían del Apocalipsis, ante todo, el anuncio de un
tiempo donde todas las miserias serían abolidas. En la impaciencia de ver el advenimiento
de la Ciudad fraternal, las masas atropellaban y maltrataban a los judíos y las prostitutas
que tardaban en convertirse, a los cristianos, laicos y religiosos, cuya molicie atraía la
cólera del cielo. Los sacerdotes y los monjes a quienes la reforma gregoriana había
denunciado corum publico las debilidades, sirvieron de blanco para ataques de una rara

4
Movimiento milanés en el siglo XI compuesto por laicos y religiosos luchando contra el clero milanés
comprometido en demasía con los asuntos materiales.
5
Predicadores itinerantes.

4
violencia. A través de las debilidades de las personas, se apuntaba a las mismas
instituciones. Es incontestable que el poder de las emociones colectivas no era
determinado solamente por factores espirituales. Las transformaciones profundas que
sufrían las estructuras económicas y sociales del Occidente en los siglos XI y XII
exasperaban las tensiones y las pasiones. Entre la opulencia y la indigencia se acusaban
los contrastes y este contexto llevaba al paroxismo las maldiciones fulminadas por Cristo
contra Mammón. Las personas y bienes de la Iglesia no escaparon a estas
condenaciones en las que, algunas veces, los Wanderprediger y sus tropas hacían de
ejecutores. Algunos de ellos se volcaron puramente y simplemente en la herejía.
Reprochan a los clérigos no solamente su manera de vivir sino su manera de creer. En
ciertos casos, la ruptura se operó bruscamente; en otros, como Valdés y sus discípulos,
fue un deslizamiento progresivo que finalmente aleja de la ortodoxia romana a los
“Pobres” reunidos por el mercader lionés. En el terreno labrado por todas estas corrientes,
la predicación maniquea arrojó su semilla; la corriente cátara no tardó en pulular; reunía a
los movimientos populares, por el papel que asignaba al rechazo de las riquezas y por el
uso que hacía a las referencias del Evangelio, pero bajo esas apariencias escondía
realidades en total oposición con las tradiciones judío-cristianas. A finales del siglo XII, el
aumento de los peligros había llegado a tal nivel que los pontífices y prelados fueron
presionados a tomar medidas rigurosas contra lo que consideraban como un desorden.
Ellos se habían esforzado siempre por canalizar los movimientos religiosos entre
márgenes bien trazados de una regla monástica: el nacimiento de numerosas órdenes
demuestran que no habían fracasado completamente. Pero, las brechas que las
corrientes indisciplinadas o claramente rebeldes abrían en la organización eclesiástica
eran tan grandes que en Verona en 1184 se emitió una decisión de principio: el hecho de
predicar sin misión oficial era en sí mismo un crimen de herejía, cualquiera que fuera el
contenido de esta enseñanza “salvaje”. El Papa y los obispos, en un reflejo de crispación,
tomaban así el riesgo de suprimir las fuerzas vivas de la espiritualidad popular, tan
atormentador era su temor de ver el control de esas energías escapárseles
completamente.

Este rechazo global de las iniciativas tomadas fuera de la jerarquía no duró finalmente
sino el tiempo de una generación. Desde comienzos del siglo XIII, aparecieron en escena
los artesanos de la reconciliación. Inocencio III, Francisco de Asís y Domingo de Guzmán,
cada uno obedeciendo a su carisma particular, se consagraron a esa tarea, donde las
decisiones tomadas por el IV Concilio de Letrán en 1215 fijaron los objetivos y fueron sus
artesanos infatigables los miembros de las órdenes mendicantes. Un intenso trabajo de
educación religiosa fue emprendido. En todo el Occidente, los dominicos y franciscanos,
en primer lugar y. luego los agustinos y carmelitas, crearon conventos cuya implantación
era determinada por los estados mayores de sus congregaciones y rigurosamente
centralizadas. .A finales de la Edad Media, solamente en Francia, los mendicantes de las
distintas observancias contaban con un total de más de ochocientas casas. La acción de
estos religiosos se enfocaba, en primer lugar, en los centros nerviosos que representaban
las ciudades en la sociedad formada por el progreso económico. Los centros de herejía se
habían desarrollado sobre todo en las aglomeraciones urbanas, las que importaba
reconquistar en primer lugar; la influencia que podían ejercer sobre las poblaciones
rurales los hermanos enviados a través de las aldeas en jornada de búsqueda no debe
ser subestimada. Por lo demás, nosotros no sabríamos, sin cometer un grave error, ver
en el clero parroquial una masa inerte en la que la ignorancia y la incuria habrían
permanecido entre los siglos XIII al XVI como principales características. Es verdad, los
abusos eran numerosos, favorecidos por la pesadez y la complejidad de las instituciones,
al seno de las cuales la práctica de la acumulación y el recurso a los reemplazantes mal

5
pagados eran casi inevitables. Además, es indiscutible que la preparación al ministerio
sacerdotal no estaba asegurada metódicamente en ninguna parte. Pero no es por ello
menos cierto que la multiplicación de universidades tuvo como consecuencia el aumento
muy sensible del saber. En más de una diócesis alemana, en vísperas de la Reforma, un
tercio al menos había hecho estudios superiores. Los conflictos, seguramente
lamentables, que enfrentaron a los regulares y los seculares no eran sino el revés de un
hecho positivo: la emulación en uno y otro cuerpo. Los estatutos sinodales nos dejan
entrever al menos algunos progresos: el número de libros que se prescribía la posesión
aumentó y los inventarios de sucesiones demuestran que estos reglamentos no
permanecieron como letra muerta. Los curas estaban pues probablemente mejor
provistos para cumplir su misión, incluso si no disponían de la formación sistemática
dispensada en los studia6 a los mendicantes.

Entre las batallas libradas por la instrucción religiosa, la predicación era en cierta manera
la reina. A su servicio, muy numerosos oradores adquirieron una gran notoriedad.
Citemos, casi al azar, Vicente Ferrer, Gerson, Juan de Capistrano, y Savonarola. El
"oficio”, útil en todos los casos, es indispensable cuando el talento hacía falta. Los ars
predicandi, cuyas reglas fueron fijadas en el siglo XIII, ofrecían a quienes la dificultad del
discurso inquietaba o desconcertaba, referencias y planes. Las recopilaciones de
sermones ya preparados proveían de modelos a los predicadores faltos de ideas, Dormí
secure, título de uno de los homiliarios invitaba a sus lectores a reposar sin preocupación,
hasta el momento de subir al púlpito.

El diálogo entre el confesor y el penitente precisaba y completaba la enseñanza pública.


El famoso canon Utriusque sexus hacía de la “Pascua” un deber al que ningún fiel
pasada la infancia podía sustraerse. El recurso frecuente al sacramento de penitencia era
vivamente recomendado. Los mendicantes conservaron hasta la Reforma una reputación
de gran habilidad en la dirección de conciencias. Los más expertos en la materia
redactaron sumas de confesores que sus hermanos en religión no fueron los únicos en
utilizar. Estas obras difundidas sobre todo por la imprenta en millones de ejemplares
permitieron a los curas desenvolverse en los casos difíciles.

Los libros cuyo número y diversidad no cesaron de acrecentarse, terminaron por llegar a
los mismos laicos. Sin duda, los fieles capaces de trabajar en su propia edificación por la
lectura formaban círculos muy reducidos, y se reclutaban sobre todo en las capas más
elevadas de la sociedad. No olvidemos, sin embargo que Gerson, componiendo los
opúsculos destinados a la “gente sencilla”, pensaba en sus hermanas a quienes había
dejado en su pueblo natal en Champaña.

Libri laicorum, imagenes: este antiguo adagio de fines de la Edad Media guardaba todo su
valor. En el campo, como en la ciudad, casi a cada paso, la mirada de los cristianos era
atraída por la representación en imágenes de una verdad religiosa. Si el significado de las
ceremonias litúrgicas no era comprendido por todos los asistentes, los misterios, a
quienes no dudaban en subir desde las simples aldeas, ofrecían a los espectadores
atentos largas series de cuadros vivientes.

Los fieles que se comprometían en las cofradías cuyo número aumentaba


constantemente, no pertenecían todos a la elite del fervor, lejos de ello. Los ejercicios de
piedad que cumplían y los sermones que escuchaban completaban su instrucción.

6
Corresponden a los Estudios Generales dados en las Universidades

6
¡No embellezcamos la realidad! ¡El ministerio no estaba siempre asegurando con el celo y
la competencia deseables! El saber y el tino de los pastores eran por lo menos muy
desiguales. Por último, y sobre todo, la enseñanza religiosa no era sistemática: los
teólogos, Gerson en particular, comprendían que era necesario formar el espíritu de todos
los niños y prepararlos a recibir las verdades de la fe. A tientas, la Iglesia se aproximaba
al catecismo que debía ser la innovación capital del siglo XVI, pero que no debía
aprovecharla sino después de la crisis desencadenada por la Reforma.

La riqueza de los documentos, que nos aclaran acerca de la educación a fines de la Edad
Media, es tan considerable que sería difícil determinar sus líneas principales. Dos temas
vuelven con tal regularidad en las exhortaciones que deben ser considerados como el leit
motive de esta enseñanza. Por una parte, se recordaba sin cesar que para rescatar al
mundo el Hijo de Dios se había hecho carne y sometido a la condición humana hasta la
muerte. A este amor infinito, los hombres deben responder con una gratitud sin medida-y
este es el segundo punto que subrayaban a porfía los sermonarios. Las formas de este
reconocimiento afectuoso son de una extrema diversidad. Se dirigen tanto al Redentor
directamente, como por intermedio del prójimo, quien en cierta manera, prolonga su
presencia entre nosotros. Maternal, pero con una solicitud altanera, la Iglesia enumera
meticulosamente las obras pías: ella establece un catálogo muy preciso de las faltas que
lesionan la majestad divina y la cobran a través de los pobres. El rasgo más característico
de esta predicación es su preocupación permanente de suscitar los sentimientos de
devoción y de no dejarlos jamás entibiarse. La religión de fines de la Edad Media estaba
colocada bajo el signo del corazón. Esta característica estaba hecha para facilitar su
acción sobre las masas. En efecto, estas no permanecieron insensibles a las
exhortaciones que les eran dirigidas. El ascenso de la herejía se detuvo. La Inquisición no
fue la única arma de la ortodoxia en ese combate. Los esfuerzos positivos que hemos
tratado de caracterizar no tuvieron un papel menor que el de las medidas de represión.
Las fuentes, cuya sinceridad no se presta casi a discusión, desde las cuentas de los
mayordomos de las parroquias hasta los testamentos, demuestran que “el apetito de lo
divino” iba creciendo: en vísperas de la Reforma, y según la célebre fórmula de Febvre,
era inmenso. Los alimentos espirituales propuestos a las almas, lejos de saciarlas,
aumentaban su hambre. La piedad popular, tal como aparece a través del prisma de
nuestros documentos, se desplegaba en las direcciones trazadas por los doctores y los
predicadores. La devoción al Cristo hecho hombre, y muy particularmente la
conmemoración de su sacrificio, la veneración profunda que los fieles dedicaban a la
Eucaristía, la confianza teñida de familiaridad, que expresaban bajo múltiples formas, el
culto de la Virgen y de los Santos, las mil manifestaciones de una caridad que una
preocupación real de eficacia la volvía ingeniosa, todos estos rasgos demostraban que el
trabajo emprendido después de 1215 y proseguido, a pesar de inevitables flexiones hasta
fines de la Edad Media, no había sido en vano. La espiritualidad que había significado la
emergencia de movimientos escalonados del año mil a fines del siglo XII no había sido
quebrada por las decisiones de los pontífices y de los prelados sino hábilmente
reorientada y luego estimulada.

Guardémonos sin embargo de no llevar a nuestro cuadro sino toques claros. En realidad,
las sombras no faltaban. El fervor no era ni general ni constante. Existía probablemente
en todos lugares una parte de la población que se mostraba refractaria a la práctica. Las
variaciones en la intensidad de la devoción eran perceptibles de una región a otra.
Determinado lugar pasaba por tibio en materia de religión; tal otro, al contrario, se hacía
notar por su celo. Los hombres eran a menudo más discretos en sus manifestaciones de

7
piedad que las mujeres. La proximidad de una calamidad fustigaba el temor y, de golpe,
empujaba a los cristianos a suplicar a Dios y no hacerles sentir los efectos de su cólera.
La elocuencia profética de ciertos predicadores lograba crear una exaltación casi general
de los espíritus. Pero el resorte demasiado tendido se rompía, como en Florencia,
pasajeramente dominada por Savonarola7, o bien, se aflojaba, poco a poco. La costumbre
embotaba las emociones y las más vivas no resistían mejor a la usanza. La renovación
de los temas y de las imágenes debía sin cesar despertar la atención, reanimar los
sentimientos.

La calidad de la vida religiosa no estaba tan exenta de debilidades como su fuerza. En la


gama de las prácticas, la elección de las masas se dirigía frecuentemente hacia las
formas secundarias. Los fieles escuchaban más misas que comulgaban. La Eucaristía
parecía hecha ante todo para dar la ocasión de adorar a Cristo presente en la hostia. La
Penitencia no escapaba a este desplazamiento de la acentuación: la remisión de las
penas temporales tenía al menos un lugar tan grande como la absolución de la culpa.
Quizás, en ciertos casos, la confesión fuese considerada como la condición que era
necesario satisfacer para ganar indulgencias. En cuanto a los santos, más que modelos,
eran los intercesores, incluso unos taumaturgos: más que imitarlos, se buscaba el
contacto de sus reliquias.

Muchos peregrinos obedecían, al iniciar el camino, la necesidad de descubrir lo


maravilloso. Creían encontrarlo en el menor signo. En más de un lugar, la jerarquía debió
impedir las reuniones provocadas por el relato de milagros. La Eucaristía se encontraba a
menudo en el centro de semejantes asuntos. Las hostias sangrantes eran veneradas por
la multitud, y en el pretendido origen de estos prodigios encontraban el pretexto para
perseguir a los judíos acusados de haber profanado la Santa Reserva.

Los signos anunciadores del Juicio Final eran aguardados con esperanza por aquellos
que sostenían la creencia milenarista, siempre vivaz, a pesar de las condenaciones; los
otros temían los terrores del Apocalipsis. La piedad tradicional no llegaba a calmar el
pánico y el impulso religioso degeneraba en penitencias de gran espectáculo, por
ejemplo, las exhibiciones de los Flagelantes8 o incluso en escenas de histeria colectiva.

La auténtica devoción se expresaba en sacrilegio. No insistamos en la familiaridad de


mala ley que presidía la organización de las mascaradas en las iglesias. Subrayemos, par
el contrario, el lugar que ocupaba entonces, en toda la cristiandad, la blasfemia. Todo lo
que reverenciaban los fieles en las oraciones jaculatorias se convertía en execración en
los juramentos. La perversión del sentimiento religioso llegó a su fin cuando apareció el
satanismo cuyos progresos no deben ser imputados solamente a los daños de la
Inquisición, persiguiendo a los hechiceros como antes había perseguido a los herejes. En
efecto, esta “reconversión” no se operó completamente sino después de 1484, mientras
que los asuntos de magia negra se habían multiplicado desde el siglo XIV.

7
Jerónimo Savonarola (1452-1498), controvertido dominico italiano cuyos sermones vehementes y
proféticos culminaron con su participación en un gobierno reformista. Sus famosas hogueras de las vanidades
trataron de eliminar el gusto por el lujo y los valores humanistas. Fue excomulgado y luego fue hecho
prisionero y ejecutado en la plaza de la Señoría de Florencia
8
Grupos de fieles- laicos en su mayoría- que a partir de 1260 aparecieron en Perusa. Se desplazaban de una
ciudad a otra disciplinándose públicamente y entonando cánticos. Se extendieron a otras regiones de Europa.
Resurgieron a mediados del siglo XIV debido a la presencia de la Peste Negra.

8
Más extendida que la hechicería, más insidiosa y por consiguiente, mucho más temible,
una última alteración de la religión popular debe atraer nuestra atención. Ella exageraba la
concepción “objetivista”, que limitaba el deber del fiel al cumplimiento de los actos
exteriores. Arrastrados por la necesidad de enormes cantidades, los cristianos
acumulaban obras pías. Esperaban de este montón el refuerzo de su seguridad, puesto
que actuaban como si las prácticas fueran seguidas necesariamente de efecto. El adagio
romano Do ut des permanecía valedero en este nivel. La libertad soberana del Dios
cristiano se desmenuzaba así en una multitud de obligaciones contractuales. Más alejada
del cristianismo, la búsqueda de lo sagrado empujaba a la constitución de un arsenal,
donde figuraban los objetos más diversos, provistos que tuviesen la reputación de estar
cargados de energías benéficas. El contacto físico no era siempre indispensable y la
mirada pasaba por ser capaz de captar las fuerzas irradiadas por estos “acumuladores”.
La creencia en esta contemplación salvadora, Heilbringende Schau, explica diversas
expresiones de piedad: no pensemos sino en el culto a San Cristóbal donde ver su
imagen para ser preservado de la muerte súbita durante toda la jornada. El paganismo
afloraba, apenas enmascarado por algunas fórmulas y algunos ritos prestados.

Las desviaciones, las deformaciones y las alteraciones del sentimiento religioso habían
sido reparadas y denunciadas por los teólogos y los pastores. Entre los primeros, citemos
a Gerson, cuya preocupación constante fue la formación de la “gente sencilla” y que en
sus escritos franceses, como en sus sermones, se esforzaba por llevarlos a la
comprensión exigente del cristianismo. Recordemos también la actividad del cardenal
Nicolás de Cusa que fustigaba con no menos vigor los errores en la creencia como las
supersticiones en la práctica. Muy numerosos documentos, decretos conciliares,
estatutos sinodales, manuales de confesión y compilaciones de predicaciones, contienen
las advertencias y las condenaciones que apuntan a los extravíos de la religiosidad.
Algunas vías se encontraron para permitir que algunas formas exageradas del sentimiento
religioso estuvieran de acuerdo con la tradición; a los excesos de los Flagelantes, en
ciertas ciudades italianas, las cofradías de los battuti, más discretas y desligadas del
milenarismo, pusieron término reintegrando la disciplina en la tradición penitencial de la
Iglesia. No eran raros los predicadores que recordaban a sus auditorios la necesaria
interiorización de la religión y que se dirigían públicamente a los daños de una práctica
exclusivamente material. Sin embargo, a fines del siglo XV y más aún durante los dos
primeros decenios del siglo XVI, la crítica de los ritos y de las creencias se hizo cada vez
más severa: el humanismo fascinado por la imagen de una Iglesia primitiva, por todos los
conceptos pura y despojada, propugnaba el retorno a ese cristianismo de los orígenes,
philosophia Christi, más que religión. En este plano, la abundancia de las devociones y la
ebullición de las emociones que caracterizaban la religiosidad popular no tenían lugar.
Hasta la Reforma, la voluntad de tallar y de podar implacablemente las tradiciones no era
atributo de las elites cultivadas. El protestantismo, apoyándose en principios teológicos,
se asegura su propagación en las masas, cuyo anticlericalismo latente se transforma
sobre todo en un anti sacerdocio. De esta crisis, el sentimiento religioso debía salir
profundamente cambiado. Sus expresiones, sistemáticamente transformadas por las
Iglesias luterana y calvinista, fueron sometidas igualmente por la Iglesia tridentina a serias
medidas de depuración. Una nueva fase en el trabajo de evangelización comenzaba,
conducida por otros medios que los precedentes.

Aproximémonos todavía más a los hechos. En este nivel, la línea de la que hemos
tratado de trazar las principales inflexiones nos parecerá demasiado simple aún para
unirla a lo real en toda su complejidad. Más que la imagen de la curva- aunque fuese
sinuosa-, aquella del enredo daría cuenta de la evolución que hemos deseado seguir.

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El cristianismo no dependía solamente de las grandes impulsiones evocadas
anteriormente. Sus progresos eran también determinados por factores cuya existencia,
fuerza y combinación podían variar casi al infinito. El papel jugado por la personalidad de
los predicadores o los pastores merece ante todo ser recordado. Pensemos por ejemplo
en Bernardino de Siena9. Surcando su país natal en todos los sentidos, no contribuyó
poco a restaurar el crédito de su orden que el prestigio de los Fratricelli, rechazados a las
franjas de la ortodoxia, había reducido; su palabra, calurosamente clara, reavivaba el
fervor de las multitudes; el uso juicioso de los emblemas le permitió introducir en la
memoria colectiva el recuerdo de las devociones que les eran más queridas. Sin él, la
historia de la piedad popular en Italia sería muy diferente de lo que ella es. Más discreta,
pero quizás más operante todavía, la acción de los cenáculos que no debería quedar en
silencio. En los valles del Rin y del Danubio, los devotos, clérigos o laicos, religiosos o
seculares, se reunían y se daban el nombre de Gottesfreunde, Amigos de Dios; los lazos
se tejían entre un grupo y otro mediante intercambios de cartas y de visitas. Estas
relaciones sirvieron mucho para la difusión de los escritos místicos. Ellas profundizaron la
influencia de la espiritualidad que ilustraban Eckhardt, Tauler y Suso más que extenderla
puesto que trasponían los temas, formulados primitivamente en el lenguaje difícil de los
doctores y de los iniciados, al de la piedad más corriente; ellos divulgaban el mensaje
vulgarizándolo. Muchos otros grupos podrían ser citados. Sin duda, la historia no
conocerá jamás a todos porque eran “informales” y por este hecho, su rastro es más
difícil de encontrar que el de las instituciones cuyo nacimiento y transformaciones dan
lugar, generalmente, a la redacción de actas conservadas en los archivos. De estas
instituciones, la contextura no era la misma en todos los países de la cristiandad. Ahora
bien, no era indiferente para la marcha de la cristianización que ellas fueran o no
enteramente constituidas. En una ciudad, donde se habían fijado los representantes de
todas las familias “mendicantes”, donde las cofradías cubrían con su red todo el tejido
social, la religión popular estaba alimentada de manera diferente que en las campiñas
alejadas, donde no pasaba sino un postulante o limosnero aislado, de tiempo en tiempo.

Si unas variables modulaban, en cierta manera desde su emisión, la intensidad del


mensaje, existían otras que condicionaban la calidad de su recepción. La situación
geográfica no era un factor desdeñable en este proceso. Ciertas regiones representaban
vías de pasaje que tomaban rápidamente las ideas como las mercancías. Otras, por el
contrario, ocupaban los ángulos muertos, donde el eco de las predicaciones no llegaba
sino retardadamente, apagado, incluso deformado. Las montañas, refugios de los
perseguidos, jugaban el papel de conservatorios donde se acumulaban los restos de las
comunidades heréticas, a quienes las autoridades religiosas habían sometido en las
planicies. En cuanto al temperamento de las diversas naciones, no nos gustaría
servirnos de lugares comunes para definir la coloración particular que daban a la doctrina
universal de la Iglesia. ¿Cómo no reconocer, sin embargo, que los ingleses mezclaban
incluso en los asuntos de religión su pragmatismo y su rechazo a las construcciones
abstractas, que los alemanes mostraban en ella su seriedad metódica cuya marca llevan
sus trabajos, que los italianos con los primeros franciscanos en el siglo XIII como con los
jesuitas sieneses doscientos años después introducían en el cristianismo el entusiasmo y
la poesía? Volvemos a las realidades menos imperceptibles: los datos económicos y
sociales. Entre el desarrollo de Europa después del año mil y el nacimiento de las
corrientes populares, entre la renovación de la riqueza material y la exaltación de la

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Predicador franciscano (1380-1444) que se interesó en la reforma de las costumbres de los laicos y
restablecer la paz entre las facciones existentes en las ciudades italianas. Canonizado en 1450

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pobreza, los sincronismos son demasiado sorprendentes para que puedan deberse a
coincidencias fortuitas. El Evangelio en bloque y tal o cual de sus aspectos no son
percibidos de la misma manera según sean, miserables o provistos, estimados o
despreciados, los hombres tocados por la predicación. Incluso si las conexiones entre la
“infraestructura” y la “superestructura” no tienen la rigidez que les prestaban los primeros
comentadores del marxismo, su existencia es indiscutible.

Los diferentes datos que henos examinados hasta el momento no afectan el sentido en
que se efectuaban las relaciones entre las masas y las elites. No hemos visto al pueblo
sino en una actitud pasiva, ahora bien, no es seguro que su papel haya sido puramente
receptivo en todas las circunstancias. Algunos indicios hacen pensar, por el contrario, que
los teólogos y los prelados acogieron elementos venidos de las capas populares, listos
para hacer de estos préstamos la materia de una enseñanza y de restituirlos de alguna
manera a aquellos que los habían creado. Citemos algunos ejemplos, susceptibles de
ilustrar ese va y viene. Al parecer fue un movimiento popular que hizo nacer la idea de
una marcha colectiva hacia el país de Jesús, la Tierra Santa; de este nuevo éxodo,
desencadenado por aspiraciones poderosas pero confusas, donde se entremezclaba el
milenarismo y la devoción por la humanidad de Jesucristo, los Papas utilizaron las
energías espirituales que, durante casi dos siglos, animaron la pesada máquina, militar y
financiera, que se convirtió en la cruzada; más tarde todavía, la nostalgia del suelo donde
el Salvador había vivido conservaba suficiente fuerza para que los franciscanos lo
hiciesen el resorte de un ejercicio espiritual cuyo favor no dejó de extenderse: el camino
de la cruz; el viaje se había vuelto totalmente interior. Se sabe, por otra parte, que el
Jubileo de 1300 no fue instituido por Bonifacio por propia iniciativa: el soberano pontífice,
acordando la indulgencia plenaria a los peregrinos que venían presurosos a Roma ese
año, respondía, con retardo, a los deseos de las masas populares; estas sentían con la
aproximación del nuevo siglo, tan vivamente la necesidad de un gran perdón, que muy
numerosos fieles se habían puesto en camino, persuadidos de que la realidad, finalmente
se conformaría a sus deseos. De esta corriente, surgida del pueblo, el papado no se
ingenió únicamente en obtener recursos pecuniarios; el peregrinaje jubilar le permitió
también fortificar el sentimiento de unidad cristiana y comunicarlo a enormes asambleas
de fieles. No debería ser difícil encontrar otros ejemplos de intercambios similares. Entre
las “elites” y las “masas”, las comunicaciones no se hacían por consiguiente en un solo
sentido. En el camino que unía al pueblo con sus pastores y sus doctores, las ideas, las
imágenes y los sentimientos ascendían y descendían como los ángeles en la escala de
Jacob.

En algunas páginas, no podía ser cuestión de ofrecer un cuadro completo y preciso de lo


que fue en el conjunto de Occidente, durante un milenio, la vida religiosa de las masas.
Entregando al lector ese bosquejo bastante imperfecto, y no solamente porque es
esquemático, no tengo otra ambición que indicar a los investigadores algunas pistas y
señalarles algunos jalones que, con la experiencia, me ha parecido provechoso tener en
cuenta en la elección de un itinerario a través de este inmenso campo de investigación.
Explorar tal dominio exige mucha perseverancia pero la empresa vale la pena intentarla.
Ella permite descubrir todas las riquezas del evangelio refractadas por el prisma del alma
humana. Los matices tienen una variedad infinita puesto que el cristianismo popular se
extiende por una parte hasta los bordes de las cimas frecuentadas por los únicos
aventureros de la especulación y de la unión mística y, por otra parte, no se detiene en
los bordes de las zonas donde los heréticos declarados rehúsan adherirse a la Iglesia. Es
decir que la cosecha es grande y que la llegada de los obreros es bienvenida. Si pudiera

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reconfortar un poco a quienes se encuentran en la tarea desde hace tiempo y suscitar
algunos refuerzos, habré cumplido mi misión

* Publicado en La religión populaire. Approches historiques dirigida a por Bernard


Plongeron. Paris: Editions Beauchesne, 1976. Traducción y notas han sido realizadas por
Cristina Flórez. Se han suprimido las referencias bibliográficas del texto original.

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