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ISBN:

978-9974-98-140-9 CONVERSACIONES CON UNA MARIPOSA


© Alejandro Spangenberg

Edición literaria: Cecilia Castiglioni
Edición digital: Martín Benzo
Diseño gráfico: Carolina Fernández
Dirección de arte y dibujos: Alexander “Tato” Spangenberg

Contacto: secretaria@purificacion.com.uy

Alejandro Spangenberg: www.gestaltmontevideo.com

Publicaciones Purificación, Memoria viva: www.purificacion.com.uy

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro, por medio de cualquier proceso reprográfico o fónico, especialmente por
fotocopia, microfilme, offset o mimeógrafo o cualquier otro medio mecánico o electrónico, total o parcial del presente ejemplar, con o
sin finalidad de lucro, sin la autorización del autor.






































Índice

Prólogo
Prólogo a la segunda edición
Introducción
Capítulo 1 - Conversaciones con una Mariposa
Capítulo 2 - Una Conversación con el Gran Espíritu, un encuentro con la Muerte y
otras maravillas.
Capítulo 3 - Sobre la cancelación del pasado, la libertad y el Amor Incondicional
Capítulo 4 - El Abuelo Wallace, el Amor por tus enemigos y la Lluvia que lava el
alma
Capítulo 5 - Sobre la bendición de la Medicina, el misterio del nombre y la
complicidad de la Naturaleza.
Capítulo 6 - Sobre el misterio de los diseños y la manifestación del espíritu en la
materia.
Capítulo 7 - Sobre como se teje la historia y el permiso para recuperar la
memoria.
Capítulo 8 - Sobre el olvido Divino: el precio que pagamos por formar parte de la
maravilla de existir
Capítulo 9 - Las respuestas correctas a las preguntas que vienen de la mente
Capítulo 10 - La Flauta Mágica, y cómo el Gran Espíritu sopla a través de nosotros
cuando estamos vacíos, para que Su música se escuche en el mundo
Capítulo 11 - La Derrota que lleva al inicio del Triunfo
Capítulo 12 - Sobre el Espíritu encarnado, sus vicisitudes y pruebas en el camino
de la existencia
Capítulo 13- Sobre el fluir, el perdón y el diseño del Misterio
Epílogo - Las siete flechas, y el orden de la creación

Prólogo



A mis veinticuatro años tenía una vida exterior cargada de éxitos y fracasos,
una vida interior teñida de ausencias e injusticias, y una sola consigna: buscar
respuestas y sentido a la desaparición de mis padres. Me costara lo que me
costara, estaba dispuesto a cruzar cualquier río hasta llegar a ninguna parte,
porque al igual que tanta gente, buscaba algo que nunca había tenido, algo que
nunca había conocido, algo que solo existía en mi corazón, porque, en mi
experiencia, el dolor, el abuso y la mentira habían sido la bienvenida de la vida.
Después de siete años de terapia, mi psicóloga me acorraló hacia una puerta
de sanación que yo nunca hubiera elegido. Meses pasaron para que mi ego
reconociera su derrota, y tomara el único camino a la vista, entrevistarme con el
misterioso psicólogo que trabajaba con los indios: Alejandro Spangenberg.
Yo no tenía ninguna intención de regalarle ni un gramo de mi confianza,
pero la certeza, la templanza y la coherencia de sus palabras, me hicieron darle un
crédito… me arriesgaría a la experiencia.
Así llegué a mi primera de Búsqueda de Visión, desconfiado y acorralado
por la vida, me senté en la ceremonia inaugural. No me sorprendió que, en esa
primera noche, el líder indígena nombrara a Alejandro ¨Líder Espiritual del Camino
Rojo¨ en Uruguay. Solamente pensé:

-¨ ¿Qué tan convencido debe estar una persona, para que, siendo una
eminencia de la psicología, dando cursos y conferencias en varios países, se
atreva a arriesgar todo ese prestigio, y exponerse frente a los ortodoxos de la
racionalidad, aceptando semejante desafío?¨
En lo personal fui recorriendo e l camino d e m i sanación, encontrando
mis respuestas y saltando hacia lo desconocido, confiando en que Alejandro, que
iba delante de mí, sabía hacia dónde íbamos como familia.
¡Años caminando para recuperar la memoria del círculo de la vida, la
unanimidad en la toma de decisiones, el liderazgo como un compromiso de
servir a los demás, el amor incondicional como el mayor de los entendimientos y
la dulzura de los niños como la única manera de ejercer la verdad! Esto lo aprendí
observándolo, viendo cómo recibía los cuestionamientos de l o s demás, los
conflictos y la envidia. Viendo cómo se relacionaba con su esposa y con sus
hijos, viéndolo desde muy cerca, porque me enamoré de una de sus hijas, lo que
me permitió verlo en todas las instancias y e n todos los roles, pero a la vez,
manteniéndome a t e n t o como el más duro de los fiscales, hasta lograr
convencerme que ese líder que osaba levantar la bandera de la esperanza, frente a
todos, sin personalismo, realmente era lo que decía ser: humano.
Conocí su historia, el tamaño de su herida, su desamparo y su fragilidad. Lo vi
llorar, reír, caerse y levantarse, casi perderlo todo y casi perderse en todo. Lo vi
amenazado bajo una tormenta de oscuridad, vi el costo que esto tuvo para sus hijos
y para su esposa. Lo vi sostenerse, reconocerlo, hacerse cargo y repararlo. Lo vi
recibir el liderazgo de un camino espiritual, devolver una familia de hermanos
maduros, protegidos por la Madre Tierra y el Padre Cielo, y, como si esto fuera
poco, lo vi confiar en su gente devolviendo el lugar de liderazgo a su pueblo, para
pararse como un hijo más, agradecido de ser un par entre los suyos. Lo vi una y
otra vez, quebrándose a sí mismo en pos de su familia, la familia planetaria.
Me dió la enseñanza más grande que me podría dar un hombre: la fortaleza
de mantenerse en la intención del corazón. Me di cuenta que esa era la misma
enseñanza que me había dejado mi padre, y comprendí cómo él me había llevado
hasta Alejandro para sanar a través de la presencia, lo mismo que mi padre me
había enseñado des- de la ausencia.
Alejandro escribió varios libros, dictó cientos de clases, posgrados,
entrevistas y conferencias referidas las distintas ramas de la psicología gestáltica,
guiando a profesionales, sanadores y gente de a pie, en la buena manera de transitar
los caminos de cura y de reparación del drama humano, hasta llegar a este
momento dónde comparte con todos nosotros ¨Conversaciones con una
Mariposa¨. En este relato, simple, sincero y despojado d e efectismos, cuenta
sus experiencias en la Búsqueda de Visión, de cómo él llegó a ninguna parte,
porque, al igual que tanta gente, Alejandro buscaba algo que nunca había tenido,
algo que nunca había conocido, algo que solo existía en su corazón, porque, en su
experiencia, el dolor, el abuso y la mentira habían sido la bienvenida de la vida.
Después de todos estos años de caminar a su lado, celebro con profunda
alegría que un abuelo de sabiduría, un hombre que pasó el conocimiento por su
corazón y lo sostuvo en su día a día, nos comparta sus vivencias.
La Esencia Humana se puede reconocer con Honor y Orgullo en este
Hombre, del que puedo decir que soy hijo, ahijado, discípulo, hermano, compañero y
amigo; del que puedo decir, con reverencia, que su mejor presentación es la familia
que custodia, y en ella está su maestría.
Su legado, su Medicina, viven en este libro, en su corazón, en el mío y en el
de todas las personas que recorrieron el camino de vuelta a Casa, al orden del
Amor.
Te deseo un muy buen recorrido por estas páginas, relatan verdades
universales y comparten un pedacito del corazón de este hombre. ¡Porque un
corazón, tan grande como el de Alejandro, nunca va a caber en un libro!
Por todas mis relaciones,

Alejandro Corchs Lerena Águila del Corazón
Noviembre de 2009.

Prólogo a la segunda edición





Es con mucho placer y emoción que escribo este prólogo a la segunda
edición de “Conversaciones con una Mariposa”.
Nunca pensé que en tan poco tiempo habría de estar republicando este
pequeño libro, y menos aún imaginé que tantas personas se sentirían tocadas por
los relatos expuestos en él.
Quiero agradecer a todos aquellos que anónimamente me escribieron o
dejaron un mensaje en mi celular para manifestarme su agradecimiento por lo que
habían sentido al leerlo.
También a quienes lo hicieron personalmente.
No hay nada más grato para el autor de una obra que recibir estas
devoluciones.
A mi esposa, Solange, sin la cual nada de esto hubiera sido posible, a mi hijo
Alexander “Tato” por los dibujos y diseño de las tapas y a toda mi familia por
sostenerme a lo largo de todos estos años.
A todos ellos: Muchas Gracias.

Alejandro Spangenberg



































Introducción



Este libro es un conjunto de relatos sobre mis experiencias en el Camino
Rojo. Vivencias y acontecimientos que marcaron mi vida para siempre.
Es, más que nada, una historia de Amor.
Una historia de encuentros y desencuentros en el largo y circular camino de
vuelta a Casa.
No está relatada en orden cronológico. Como ocurre con los tapices ya
acabados, en cuya trama no se puede discernir cuál es el comienzo y cuál el fin, la
vida, una vez transcurrida, se ordena según las necesidades del alma.
Es también una historia de esperanza y triunfo. Una victoria sin vencedores
ni vencidos. Una victoria sin muertos ni heridos.
Quizás también sea una historia de derrotas. Las grandes e imprescindibles
derrotas que llevan a la entrega, a la renuncia, a dejar de querer que las cosas sean
como uno quiere.
La derrota final que lleva a la más grande victoria: el triunfo del Amor.









CAPÍTULO I

Conversaciones con una Mariposa



Era más o menos el sexto día de ayuno, debajo de aquel arbolito que me
protegía del calor abrasador del verano.
Una mariposa de hermosos colores: azul, blanco, rojo y negro, me visitaba
nuevamente. Sin embargo esta vez se posó en mi pierna y se quedó un largo rato.
Pasó tanto tiempo que temía moverme, y sin querer aplastarla con el peso de mi
cuerpo. Caminaba por mis piernas con total displicencia y sin dar señales de
querer irse. En ese momento me llegó a la memoria algo que había escuchado
antes de iniciar el retiro de la Búsqueda de la Visión: “si se les presenta algún
animal en su círculo, háblenle, pregúntenle si tiene algo para decirles”.
Estas palabras que nos había dicho Aurelio, el Líder Espiritual indígena que
dirigía la Búsqueda, resonaban en mi cabeza. Pero no era sencillo para mí aceptar
la posibilidad de diálogo con un insecto. Luego aprendería que el problema no era
comenzar a hablarle, sino que las dificultades comenzarían, al menos para mi pobre
cabeza, cuando comenzara a responderme.
Tomé coraje.
-¿Tienes algo para decirme, o para enseñarme?” -pregunté.
Quedé totalmente sorprendido al escuchar su respuesta. Parecía una voz, y a
la vez una presencia dentro de mí. Tiempo después escucharía del propio Wallace
Black Elk, que los animales nos responden directamente con el pensamiento.
-Lo que tengo para enseñarte -dijo- es mi Medicina. Está constituida por
cuatro cosas. La primera es la Gracia, la segunda es la Belleza, la tercera es el
Riesgo, y la cuarta es la Confianza total en el Plan de Amor del Gran Espíritu” -y
enseguida pasó a explicarme cada una de ellas-
. La Gracia es el don que el Gran Espíritu da a cada una de sus criaturas. El
mío es la belleza. Pero para poder vivir el don que me ha sido dado, para honrarlo,
tengo que exponerme y volar por los prados, y mis colores me hacen presa fácil de
los predadores: los pájaros. Por ende, para poder expresar el don que me otorgaron,
tengo que arriesgar mi vida a cada instante. Hacerlo es imposible sin la confianza,
sin la entrega total al plan amoroso del Gran Espíritu.
Mientras me explicaba todo esto, yo entendía que lo que ella describía
como su Medicina era una enseñanza para todos los seres vivos, pero en particular
para nosotros los seres humanos, o “los dos piernas” como nos llaman. Vi pasar
tantos momentos de decisión donde la exposición y la toma de riesgo iban de la
mano de expresar, o no, mi propia esencia, mi punto de vista, y cómo a lo largo de
la historia de la humanidad, quienes habían corrido el riesgo, aún a expensas de su
vida, habían contribuido a cambiar el curso de nuestra existencia.
Entendí el mensaje, y gracias a él, entre otras cosas, existe este libro.

CAPÍTULO II

Una Conversación con el Gran Espíritu, un
encuentro con la Muerte y otras maravillas.



Llevaba ya cuatro días de ayuno total, o sea nada de agua y nada de comida.
Contrariamente a lo que me había sucedido antes en experiencia similar, no sentía
la sed terrible y agónica que me había atormentado. No entendía muy bien por qué
esto me sucedía así, y mi cabeza, siempre dispuesta a interferir y ordenar todo, no
dejaba de torturarme con conjeturas, la mayoría de las cuales eran catastróficas.
Llegó así la cuarta noche. Al amanecer llegarían a visitarme, y a traerme
calma y alegría para tanta soledad. De cualquier manera estaba inquieto, algo
andaba mal. En realidad mi vida, fuera de aquel pequeño espacio donde me había
comprometido a quedarme durante siete días, estaba en la mayor confusión. Cosas
pendientes de mi pasado, heridas que aún ni siquiera conocía, decisiones que
tomar, en fin. Atravesaba uno de aquellos momentos en que la vida se convierte en
una encrucijada.
Como siempre, había estado intentando solucionarlo todo, torturándome en
la procura de un camino de salida y, como aprendería después, quería hacerlo todo
solo, sin poder confiar en nadie. La noche me sorprendió en estas cavilaciones, y
cuando me disponía a descansar en búsqueda de un poco de paz, un fuerte dolor en el
pecho, seguido de taquicardia y arritmia cardíaca, me hizo entrar en pánico. El
dolor se extendía por mi brazo izquierdo, y el diagnóstico cayó sobre mí con
impacto devastador: “estoy teniendo un infarto”.
En ese momento tenía cuarenta y dos años, y no precisaba recordar mi
tiempo en la Facultad de Medicina para saber que estaba al borde de la muerte. Por
mi mente pasaron con enorme rapidez todas las posibilidades, todas las opciones
para un momento como ése. Salir de mi lugar, e intentar llegar a la base del
campamento. Sería difícil orientarme en medio de la oscuridad de la noche, y
además, una vez allí, ¿qué podrían hacer por mí? La pequeña ciudad cercana, con
seguridad no contaba con un sistema de emergencia móvil, y aún teniéndolo,
¿cuánto tardarían en llegar y localizar el lugar? No, ésa no era una opción posible.
La verdad llegó con toda crudeza a mi mente, cerrando mi corazón con una
intensidad de miedo y angustia que nunca antes había experimentado. Un pánico
visceral y absoluto. Moriría allí sin remedio. Al amanecer me encontrarían muerto,
tendido sobre la tierra.
Una culpa cósmica me invadió. Mis hijos quedarían desamparados, y
además nunca más querrían volver a un camino espiritual que se había llevado la
vida de su padre. Una sensación de fracaso, de condenación, me inundó: “¿Para
qué estaba allí? ¿Qué sentido tenía toda esa locura? Más me hubiera valido seguir
mi vida normal”. Sin embargo, lo que más me aterrorizaba era la sensación de lo
que hoy podría llamar aniquilación. El miedo al vacío absoluto. A que no hubiera
nada del otro lado. Nada que me recibiera, nada que me contuviera. El más terrible
sin sentido. El más tremendo de los desamparos.
Me sentí perdido. Atiné a sentarme, con un esfuerzo para luchar contra el
dolor, que me retenía acostado sobre la tierra. Comencé a rezar. Por primera vez en mi
vida entendí lo que era rezar. Antes había negociado con Dios.
Un torrente de palabras y llanto comenzó a brotar de mi garganta. Lloraba y
compartía con todo lo que me rodeaba las penas que atravesaba mi alma. No tenía
idea de cuánto dolor había guardado en mi corazón.
El tiempo se canceló. No sabía cuánto había durado mi descarga. Algo
parecido a un silencio casi palpable descendió sobre mí, y en ese instante escuché
Su Voz:
-¿Te diste cuenta que no tenés nada en el corazón? Simplemente lo tenés
partido desde que eras niño -dijo, y entonces presté atención al dolor en mi pecho.
Había desaparecido-. El primer error que cometiste fue confundir la relación con tu
padre, con la relación conmigo. Definitivamente no son lo mismo -continuó la Voz.
-Nunca pude entregarme realmente a nadie. Siempre me puse al servicio
con todo mi corazón para dar a otros, pero cuando se trataba de mí, jamás dejé que
alguien me llegara… -comencé a decir.
-El muro de piedra que levantaste alrededor de tu corazón para protegerte no
podía derribarlo yo. Nunca fuerzo mi entrada en la vida de nadie. Ése era un trabajo
que solo tú podías hacer -me respondió.
-¿Pero por qué tanto dolor? ¿Por qué es necesario sufrir tanto? -me animé a
preguntar.
La respuesta no se hizo esperar.
-¿A qué te dedicas? -la pregunta me pareció tan genérica que no supe qué
decir y la Voz continuó-: ¿Acaso no te dedicas a reparar el corazón partido de la
gente?
-Bueno, sí, es una buena definición de la psicoterapia-respondí.
-Entonces, hijo mío, debes saber que no puedes curar una enfermedad que
no hayas experimentado -su tono era dulce, y me pareció percibir un dejo de
compasión y ternura, una sutil invitación a renunciar a mi tarea si era demasiado
pesada para mí. Fue como si un inmenso foco de luz se encendiese en la noche
frente a mí. Pude ver lo que había del otro lado de la muerte: una dulzura, un amor
infinito. La cancelación de todo el dolor.
-No, no es necesario morir. Aún queda mucho por hacer. Mis hijos, mi
gente, ¿qué sería de ellos si mañana me encuentran aquí sin vida?
No hubo comentarios a estas últimas palabras, solo un silencio lleno de
sentido. Hablé de otras cosas y escuché otras respuestas, y una paz sin límites me
inundó el corazón. Comencé a quedarme dormido, y en ese instante ocurrió algo que
solo puedo atreverme a describir tal y como lo viví, pues hasta el día de hoy no puedo
entenderlo: dos manos gigantescas aparecieron de la nada, me recogieron, y a pocos
centímetros del suelo comenzaron a acunarme.
Cuando entraba en el sueño me tomó un súbito temor. Me incorporé.
-De lo único que tengo miedo ahora, es de olvidarme de todo esto mañana
cuando me despierte. Siento que desde el comienzo de mi vida me puse a trabajar
para ti sin haberte pedido permiso nunca. Como si entrara en una fábrica y me
pusiera el overol, sin pedir salario ni autorización de nadie. Quiero pedirte por
favor que mañana me mandes una señal, una confirmación de que soy tu hijo y
puedo trabajar para ti.
Solo recibí silencio y la continuidad de aquel abrazo, de aquel amor
incondicional que me acunaba. Así me dormí.
Amaneció el quinto día. Apenas me desperté recordé todo lo que había
vivido la noche anterior. Estaba en éxtasis. Desde mi lugar vi llegar al grupo de
apoyo que nos visitaría a todos los que estábamos en el retiro. Distinguí entre ellos
la figura de Aurelio.
Como líder masculino, como figura de autoridad, había sido siempre para mí
alguien que me generaba sentimientos ambivalentes. Desconfiaba de él, competía
con él, anhelaba ser aceptado y querido por él, temía ser sometido a algún
tratamiento vertical o disciplinario, en fin. Aunque no me daba cuenta, lo sometía
a las mismas pruebas de las que el Gran Espíritu me había hablado la noche anterior,
en cuanto a confundirlo a Él con mi experiencia con las autoridades patriarcales de
mi vida.
Estos pensamientos eran sutiles, pasaban por mi cabeza sin que casi les
prestara atención. Cuando el grupo llegó hasta mí, encendieron el tabaco sagrado
para hablarme y permitir que me expresara. Era una interrupción al compromiso
de silencio de la Búsqueda.
Primero se expresaron algunos de los que estaban en el campamento, entre
ellos una líder indígena del pueblo lakota, que se dirigió a mí con mucha ternura.
Me habló de cómo había visto a mi hijo, y nos felicitó a mi esposa y a mí por la
educación que le habíamos dado. Ese comentario llevó lágrimas a mis ojos. Bajé la
cabeza emocionado y agradecido por recibir tantas bendiciones.
El último en expresarse fue Aurelio. Tomó el tabaco, me miró, y empezó a
comentar de qué bella manera yo tenía arreglado mi pequeño espacio. Fueron
palabras sencillas y bonitas que tocaron mi corazón. Cuando terminó, me alcanzó
el tabaco para que dijera lo que estaba sintiendo. En realidad no tenía mucho para
compartir. Estaba completamente pleno y feliz, sin necesidad de contar lo que
había vivido.
-En realidad no tengo mucho para decir. Lo único que tengo es
agradecimiento infinito para el Gran Espíritu por lo que viví anoche. Y para ti,
Aurelio, por haber traído este diseño para toda nuestra gente, por haber traído la
Búsqueda de la Visión al Uruguay -fue todo lo que dije. Devolví el tabaco a
Aurelio esperando que eso fuera todo, que se despidieran de mi y yo continuara
con los próximos tres días de ayuno.
Aurelio tomó el tabaco, lo fumó, y levantó la mirada hasta encontrarse
conmigo. En ese momento percibí que él tenía los ojos llenos de lágrimas.
-Quien tiene que agradecer soy yo, pues tú, de esta manera, has traído el
verdadero espíritu de la Búsqueda de la Visión al Uruguay.
El resto de sus palabras no las pude oír, caí de rodillas y abrazado a la chanupa,
pipa sagrada de la tradición lakota, comencé a llorar incontrolablemente. Había
recordado lo que durante la noche pedí al Gran Espíritu: la señal, la confirmación,
acababa de llegarme a través de Aurelio.
Un “padre” del que había sospechado me estaba dando sus bendiciones.
Canalizaba para mí todo lo que mi corazón anhelaba. Cancelaba la lucha solitaria
e idealista, integrándola al Gran Plan del Misterio.

CAPÍTULO III

Sobre la cancelación del pasado, la libertad y el
Amor Incondicional del Gran Espíritu


Había pasado un tiempo desde mi conversación con el Gran Espíritu. Era
pleno día, quizás un poco después del mediodía, en el comienzo de la tarde.
Estaba sentado bajo la protección de mi arbolito, contemplando frente a mí la
belleza de la pradera, salpicada de vez en cuando por breves islas de monte nativo.
Entonces lo escuché de nuevo: “Alejandro, vamos a darle un vistazo a tu vida”.
No tuve tiempo para sorprenderme. A mi derecha empezaron a surgir,
desde la tierra, imágenes que hacían un arco y se ubicaban exactamente frente a
mí, y se expandían hasta convertirse en algo parecido a una pantalla gigante, en
tres dimensiones.
En cada una de esas imágenes se desarrollaba una escena de mi vida. Podía
verme a mí mismo en diferentes instancias de mi existencia. Diferentes épocas,
diferentes edades, todo presentado en perfecto orden cronológico.
Me di cuenta rápidamente que todas las escenas tenían algo en común.
Cada una de ellas me mostraba en gestos, actitudes, acciones concretas de amor,
solidaridad o ayuda hacia otras personas.
Eventos que ni siquiera recordaba se presentaban uno a tras del otro y ante
cada imagen que se retiraba yo me sentía cada vez más en estado de éxtasis.
Era tanta la felicidad que temí no poder tolerarla, algo así como si fuera a
experimentar un “orgasmo de muerte”.
Finalmente las imágenes cesaron y con su cese volvió la voz: “Ahora vamos
a ver tus errores”. Por un instante entré en pánico. Si con los hechos bondadosos de
mi existencia había subido al cielo, ¿no sería que con los errores me iría a una
experiencia infernal?
Las escenas brotaban ahora desde mi izquierda, e igual que antes, cuando
llegaban frente a mí se expandían hasta ocupar todo el campo visual. Del mismo
modo que antes, cada uno de los momentos me mostraba un error, un acto egoísta,
juicios sobre otros, etcétera. Pero, contrariamente a lo que esperaba, en vez de ser
condenado se me explicaba con infinita dulzura por qué me había equivocado. De
eso resultaba una enseñanza profunda y sencilla sobre el sentido de la vida.
Luego que había comprendido la lección, cada acto, cada gesto era
perdonado y bendecido, con lo que el espiral ascendente de mi estado de ánimo se
vio catapultado, si es que es posible algo así. Sentía que el corazón me iba a estallar,
pero ahora nada me preocupaba. Me tendí sobre el suelo, y me sentí exactamente en
el centro del Universo, entre el Cielo y la Tierra. El Amor Incondicional, la
Libertad y el Sentido de la Vida eran la misma cosa.




CAPÍTULO IV

El Abuelo Wallace, el Amor por tus enemigos y la
Lluvia que lava el alma


Conocí al abuelo Wallace antes de conocerlo. En realidad, antes de saber
sobre el Camino Rojo. Tiempo después me daría cuenta que mientras leía un libro
sobre su vida, se estaba gestando la venida de Aurelio al Uruguay.
El abuelo era una leyenda viviente. No solo para los pueblos indígenas de
Norte América, sino para la comunidad internacional. A donde fuera necesaria su
presencia, allí era convocado. Había estado de mediador en diferentes guerras en
Europa, siempre con su chanupa. Siempre intercediendo frente al Gran Espíritu
por los errores de sus hermanos, sin importar de qué raza, país o religión, fueran. En
tales momentos su presencia no siempre era reconocida por los medios de prensa, y
eso era, en parte, debido a que quienes lo convocaban no querían que se supiera
que habían recurrido a él. Su fama de líder espiritual y sanador trascendía todas las
fronteras.
Era, dentro de la tradición lakota, uno de los últimos ancianos con el don de
Traductor. Es decir, con la capacidad de comprender el lenguaje de los espíritus.
Nunca me hubiera imaginado que tendría la oportunidad de conocerlo, y
menos aún de alojarlo en mi casa, y compartir la cotidianeidad con un hombre santo
como él.
Fue durante la segunda Búsqueda de la Visión en el Uruguay que tuve esta
oportunidad. Aún no sabía que vendría, cuando tuve un sueño tremendo:
Estaba en una casa que conocía bien de la época de mi adolescencia. En la
realidad tenía la puerta de entrada orientada hacia el norte. En el sueño la puerta
daba hacia el sur. Después comprendí que ese año, durante la Búsqueda, yo
orientaría mis plegarias hacia el sur, buscando la integridad, el entendimiento y la
cura de mi alma. Cualidades todas que vienen desde esa dirección.
Cuando caminaba hacia esa puerta, durante el sueño, me daba cuenta que
de la mitad de la casa hacia el norte era de día, y de allí hacia el sur era de noche. No
sabía por qué debía abrir la puerta, pero era lo que tenía que hacer. Cuando la abrí me
encontré con un anciano alto, con sombrero de cowboy y botas de cuero, que sin
decir palabra me extendía algo parecido a una bolsa de cuero. Me llamaba la
atención algo en su ojo izquierdo, como si tuviera vida propia. Yo tomaba la bolsa, e
inmediatamente tomaba conciencia de que un tigre enorme, cuya grupa alcanzaba
mi cabeza, daba vueltas a mi alrededor. Me desperté aterrorizado.
Tiempo después, alguien con conocimiento, me dijo que me habían
entregado la medicina del Tigre. A saber, una gran bendición con la que no tenía la
más mínima idea de qué hacer.
Cuando iba a llevar a cabo los siete días de retiro y ayuno, se rumoreaba
que Wallace nos visitaría. Pero no estaba en el campamento cuando llegué, ni
cuando fui hospedado una vez más bajo mi querido arbolito.
Cuando terminé el retiro me enteré que estaba en el campamento, pero yo
estaba muy cansado, y además su presencia me imponía un respeto sagrado que no
me hacía sentir merecedor de conocerlo. Así que ese día me dediqué a descansar,
y a recuperarme del ayuno.
A la noche supe que iba a dirigir un temascal, o sauna sagrado, de la
tradición lakota. Me propuse asistir, y cuando estuve preparado me dirigí al
círculo donde se realizaría la ceremonia. El abuelo tenía en ese momento unos
noventa años, aunque no se sabía a ciencia cierta pues de niño lo ocultaron en el
bosque para que los blancos no lo obligaran a asistir a la escuela. Fue criado entre
Hombres y Mujeres Medicina, y como solía decir: “es una paradoja del destino
que yo, un indio analfabeto, haya acabado dando conferencias en las grandes
universidades del mundo”.
Era ya noche cuando llegué a las inmediaciones del temascal, allí entre
penumbras y las súbitas “iluminaciones” que daba el fuego sobre un gran círculo de
personas que esperaban el inicio de la ceremonia, pude distinguir la figura de un
hombre grande sentado en una silla. Fumaba un cigarro, pues distinguía la brasa
que se encendía cada vez que absorbía el humo del abuelo tabaco.
Me aproximé sin saber qué hacer. No le encontraba sentido a simplemente
presentarme. ¿Quién era yo para saludarlo? ¿Qué le diría? Alguien lo hizo por mí.
Lo llamaron para preguntarle algo y entonces se paró. Pude verlo a la luz del
fuego. Usaba un sombrero de cowboy, y botas de cuero. Le vi el rostro y su ojo
izquierdo me llamó la atención. Súbitamente lo reconocí, el recuerdo del sueño
llegó con tanta fuerza que casi me caigo. Quedé temblando por un tiempo,
confundido, sin saber qué hacer. Días después me animé a contarle el sueño y aún,
luego de tantos años, sigo tratando de entender todo lo que me dijo.
Los días transcurrieron y ya nos aproximábamos al final, al cierre de un
nuevo año de Búsqueda de la Visión. En aquel tiempo casi no teníamos
infraestructura. Todas las construcciones se reducían a un pequeño quincho que
funcionaba como comedor y cocina al mismo tiempo. No tendría más que cinco o
seis metros cuadrados, y poseía una mesa hecha de tablones y un par de bancos
largos del mismo material en los cuales entraban unas ocho personas en total. Todo
era cocinado en el fuego que se encendía con la leña que recogíamos del monte.
Sencillo, bello y respetuoso con toda la naturaleza.
Llegaba la tarde, compartíamos unos mates con algunas hermanas y
hermanos del camino, cuando vimos llegar a Wallace. Entró a la cocina y se sentó a
mi izquierda. El abuelo hablaba en inglés con un fuerte acento lakota, y
naturalmente quedé en el papel de traductor para los que allí no comprendían la
lengua.
Siempre me dio la sensación de que Wallace estaba t o d o el tiempo
enseñando, tratando de llevarnos a grados elevados de conciencia. Su forma de
hablar era circular. Con el tiempo fui entendiendo que el abuelo buscaba o
provocaba huecos en nuestra atención, para permitirnos acceder al plano del
espíritu. Pero todo esto era interpretación mía, una forma de entender su
incomprensible forma de convocar l a m a g i a y e l milagro, e n cualquier
interacción cotidiana.
Como siempre, y sin previa introducción, comenzó a contar una anécdota de
su vida. Contaba cuando fue convocado a una sesión en el parlamento
norteamericano, con motivo de alguna fecha conmemorativa de la llegada o
invasión al continente otrora indígena. La ocasión hacía a la presencia de
representantes diplomáticos de diferentes naciones, y el abuelo estaba sentado en
algo parecido a un estrado. Se esperaba que en algún momento hiciera uso de la
palabra, luego de que se expresaran diferentes autoridades nacionales.
El abuelo hacía énfasis en detalles que nos hacían vivir la escena como si
ocurriera en ese momento. Me decía cosas como: “y ahí estaba yo, este indio
tonto, con estas mismas ropas”, señalando su camisa violeta, sus gastados jeans,
sus botas y su negro sombrero del que emergían dos largas trenzas de cabello
blanco. “Entonces”, continúo, “se armó un gran alboroto en la sala y gran parte
del público se puso de pie y comenzó a aplaudir. Acababa de entrar el líder negro
Jesse Jackson, ¿lo conoces?”, me preguntó.
Asentí con la cabeza y dirigiendo la mirada hacia el resto del grupo que le
escuchaba continuó: “es el famoso líder de los derechos de la minoría negra, y
piensa, ese hombre famoso se aproximó hasta mí y me entregó un tabaco, a mí,
imagínate, a este indio tonto, y al entregármelo me dijo, abuelo te entrego este
tabaco para que reces por nuestra gente, pues tú eres la última esperanza que
tenemos, ¿puedes imaginarlo?”. Yo seguía fascinado su relato. “Entonces subió al
estrado el senador tal, pues no conseguí retener el nombre, un abogado famoso,
defensor de los derechos humanos, y puedes imaginarlo, este famoso hombre
blanco subió hasta donde estaba yo y me entregó un tabaco diciéndome, abuelo
este tabaco es para que reces por nuestra gente, pues tú eres nuestra última
esperanza, ¿puedes imaginarlo?”. “Y llegó el turno del presidente de la Cámara.
Comenzó diciendo: la verdad tarda pero llega, finalmente no hay nada con
que ocultarla, ni lugar donde enterrarla, y la verdad es que en este país todo lo que
tenemos, toda la riqueza, todo el dinero que poseemos está manchado con la
sangre de tu gente, con la sangre de vuestros niños, de vuestras mujeres y hombres,
de vuestros ancianos, entonces se volvió hacia mí y me dijo: ¿y ahora, abuelo, cómo
vamos a hacer para pagar con nuestro dinero manchado de sangre todo lo que les
hemos quitado?”.
En esos momentos, mientras traducía, se me empezó a formar un nudo en la
garganta. Algo extraño comenzaba a ocurrir, mientras yo intentaba seguir
traduciendo con la mirada fija en la mesa. “Me levanté”, continuó el abuelo, “me
paré frente a aquella multitud, y les dije: no vengo aquí a cobrarles nada, no
queremos ese dinero, ni nada de lo que nos han quitado. En realidad estoy aquí
porque estoy preocupado por ti”, señaló a uno de los primeros sentados frente a él,
“y también por ti”, comenzó a dirigirse a cada uno de los asistentes en la sala.
En ese momento, y sin mirarlo, sentí que aún sentado, se había convertido en
un espíritu enorme, una inmensa nube, una sombra de más de tres metros de altura
que pairaba sobre nosotros en aquella cocina. Entonces empezó a llover dentro de
aquel recinto, y cuando las gotas tocaron mi cabeza, comencé a llorar. Un llanto
inmenso, enorme y antiquísimo brotó de mí. Entre sollozos pude percibir que
todos allí lloraban como yo. No podía seguir traduciendo, un dolor insondable
era lavado por aquella lluvia mágica que el abuelo había convocado para todos
nosotros.
Por suerte poco antes había entrado Leo, un viejo amigo que se había
colocado detrás de mí y del abuelo, y continuó con la traducción. “Cuando terminé
de señalarlos a todos, les dije que no podrían ser felices hasta que nos liberaran,
hasta que nos dejaran nuevamente ser quiénes éramos. Y cuando lo hicieran se
podría cumplir la profecía de la pipa sagrada: la humanidad volvería a ser una sola
hermandad, podríamos alimentarnos de la luz y los colores…”. En ese momento
entraron a la cocina dos personas que querían sacarse una foto con Wallace, sin
darse cuenta de lo que estaban interrumpiendo, del momento que estábamos
viviendo en aquella humilde cocina de campamento.
El abuelo ni se inmutó, en realidad su relato ya había terminado. Dejó su
lugar y salió a tomarse la foto, con tanta sencillez y humildad como había contado
su historia. Yo seguía llorando. Alguien me abrazó por la espalda. Era mi hijo, en
esa época un niño, que no sabía por qué lloraba, pero me contenía con su amor
solidario. Cuando pude calmarme, solo quería salir a abrazar al abuelo,
agradecerle lo que había hecho ahí dentro, aunque no lo entendiera del todo. Me
sentía leve, feliz, limpio y nuevamente en estado de éxtasis. Salí a buscarlo, los
que se habían sacado la foto ya se habían ido y él estaba parado bajo el sol del
atardecer, sonriendo. Me acerqué y me fundí en un abrazo, de nuevo llorando,
agradeciéndole al oído por todo lo que hacía por nosotros. Me tomó de los
hombros, me miró a los ojos, sonrió y me dijo: “pronto la confusión de tu mente
se irá, lo único que debes recordar es que tu padre está aquí”, y me tocó la cabeza,
“y él te ama”. Luego se inclinó a mis pies, los rozó con la mano y dijo: “y tu madre
está aquí, y también te ama. Y los dos también están aquí”, tocó mi pecho, “y
también aquí”, dijo y tocó mi espalda. “Pero también están aquí”, tocó mi lado
izquierdo, “y también aquí”, pasó su mano por mi lado derecho, “y ellos te aman.
Es muy simple, nunca lo olvides”, terminó diciendo, mientras sonreía con ese
brillo especial que emanaba de su ojo izquierdo.
Alguien interrumpió nuestra conversación, aunque ya no había nada para
decir. Había dejado en mi alma el conocimiento que más tarde se haría carne: el
amor es todo lo que hay, arriba, abajo, enfrente, atrás, de un lado y del otro.

CAPÍTULO V

Sobre la bendición de la Medicina, el misterio del
nombre y la complicidad de la Naturaleza.

Algunos años atrás había tenido un sueño que me impactó. No recuerdo si
ya estaba haciendo el Camino.
Estaba sentado en un banco de plaza, en un lugar desierto. La luz sugería
que llegaba al atardecer. De pronto sentía una presencia a mi derecha. Me volvía y
veía un espíritu enorme que se sentaba en el mismo banco, y me decía: “Tu
verdadero nombre es Hijo del Trueno”.
Por alguna razón esa declaración me producía un miedo feroz, y me
desperté gritando. Compartí este sueño primero que nada con Solange, mi esposa
y compañera de toda la vida. Con el tiempo también hablé sobe ello con mis hijos,
y algunos compañeros del Camino. Sabía que podía pedir ser bautizado por
Aurelio para recibir mi nombre espiritual, pero no podía resolver si era correcto
pedirlo luego de haberlo recibido directamente del plano espiritual, además de
mis dudas y desconfianzas a las que ya hice referencia.
Pasó el tiempo y llegó el momento donde “subiría” a completar mi ciclo de la
Búsqueda de la Visión, con trece días de soledad bajo mi arbolito. Yo realizaba el
Camino, feliz de estar amparado por alguien que se hacía cargo. Mi vida estaba
llena de responsabilidades en cuanto a la conducción de grupos: grupos de
formación de terapeutas, grupos de psicoterapia, seminarios, clases de Facultad de
Psicología, etcétera. De alguna manera, aquel espacio me permitía recuperar mi
humanidad, desprovista de lugares de importancia. Allí, en el campamento de la
Búsqueda, había encontrado un lugar donde todos los que compartíamos la
experiencia, quedábamos nivelados en nuestra condición de ser “simplemente
gente”. Todos los estratos sociales, todas las profesiones, todas las actividades,
todos los marcos de referencia se disolvían frente a la inmensidad del Misterio.
Había pasado por experiencias muy duras de encuentro conmigo mismo, con la
máscara social que me servía de defensa para proteger mi fragilidad. La soberbia,
el desamparo, la desconfianza, la exposición, los juegos de roles y poder, que
constituían el intercambio neurótico al que estábamos acostumbrados, se iban
derrumbando con el paso de cada ceremonia, de cada ayuno, de cada encuentro
con el dolor común que nos hermanaba, en la procura de vivir en un orden de belleza
y amor.
Estaba acostumbrado a ocupar lugares de responsabilidad y liderazgo. Sabía
también que más allá de un cierto don para realizar esas tareas, se escondía una
necesidad egoica d e reconocimiento, u n a forma sustituta, u n a adicción, una
forma de obtener amor sin arriesgar mi humanidad. Conocía esa herida, pero ese
conocimiento no me salvaba de experimentar poderosos sentimientos de
competencia, o de miedo al sometimiento, al ridículo, o a quedar desamparado por
no ser merecedor de afecto.
Como psicólogo conocía bien la dinámica de estas emociones, sus probables
orígenes, y también los riesgos que corren los profesionales en lugares de poder, por
ser depositarios de proyecciones o transferencias de idealización, por parte de
pacientes y alumnos. Sabía cuán grande es la tentación de refugiarse en esa máscara
para huir de los penosos sentimientos de inadecuación, o baja autoestima que se
esconde en el corazón de toda la gente. Hasta había escrito libros sobre el tema. Sin
embargo, la primera vez que me encontré con Aurelio y lo escuché hablar lo
juzgué. Me parecía que las cosas que decía se podían leer en libros, y de alguna
manera intentaba desvalorizarlo.
Aurelio, indio purepecha, originario de lo que hoy se llama México, había
pasado su infancia alejado de su familia. Vivía en la montaña con su abuelo, Hombre
Medicina en la tradición de su pueblo, que mediante la prerrogativa que se le daba a
los hombres de su condición, lo había escogido como nieto a recibir la instrucción
del conocimientos sagrado de sus ancestros. Luego, en su adolescencia, volvió al
hogar de sus padres, que se habían trasladado a los Estados Unidos, más
precisamente al área de Chicago, donde finalmente entró en contacto con la
tradición de los indios lakotas, más conocidos como Sioux.
Estos avatares de su vida hacían que su forma de expresarse, tanto en español
como en inglés, estuviera impregnada de algunos errores idiomáticos. Detalles como
éstos servían para que mi cabeza lo desvalorizara, hasta que lo vi entrar al primer
temazcal (sudatorio sagrado) que realicé bajo su conducción. Había leído algo sobre
la Danza del Sol, una ceremonia lakota dedicada al Padre Sol, durante l a que los
danzantes bailan cuatro días en completo ayuno d e agua y comida. Durante esta
ceremonia se realiza una ofrenda de piel, dedicada al Árbol de la Vida. Cada
participante es perforado en el pecho, con cuernos de venado o trozos de madera
preparados para tal efecto, y unido al árbol por una cuerda realizan su sacrificio en
honor a las mujeres que cada mes, y en los partos, entregan su sangre para el
beneficio de las futuras generaciones.
Todo eso me parecía imposible de ser sostenido, o realizado por alguien en su
sano juicio. Aunque podía respetar el esfuerzo para lograr semejante entrega, me
parecía impensable que un ser humano pudiera ser capaz de semejante hazaña. En
mi actitud competitiva y defensiva, incluso en lo que había visto y escuchado de
Aurelio, me parecía que no había nada en él como para ponerlo en algún lugar
especial. En mi ignorancia, desconocía el portal que abría cada ceremonia en el
corazón de quienes participaban, así que en todo momento criticaba internamente lo
que él hacía.
Estaba dentro de aquel primer Temazcal, incómodo y apretado entre tanta
gente, sintiéndome medio ridículo. En definitiva: ¿qué hacía un profesional exitoso,
semidesnudo dentro de una tienda india? A pesar de la fascinación que m e había
llevado hasta ahí, no me rendiría fácilmente a lo que calificaba como “una moda de
espiritualidad indígena”.
Todo esto se canceló cuando lo vi entrar al Temazcal. Era la primera vez que
lo veía con el torso descubierto. En su pecho lucía innumerables marcas que, sin
lugar a dudas, representaban igual número de Danzas del Sol. En el breve tiempo
que se tardó en pedir que cerraran la puerta y entráramos en la total oscuridad del
vientre de la Madre, que es el verdadero sentido de la ceremonia, llegué a contar
hasta once marcas.
Algo en mí se quebró. Un pensamiento fugaz cruzó mi mente: “jamás podré
hacer esto, definitivamente esto no es para mí”. Pasé a sentirme culpable y
abrumado por sensaciones de vergüenza e inadecuación. ¿Cómo me había
atrevido a juzgar a alguien que era capaz de realizar semejantes actos de coraje y
entrega?
Estaba recibiendo mis primeras lecciones de humildad, aunque en ese
momento no lo supiera. Vendrían otras devastadoras experiencias que irían, poco a
poco, derrumbando el edificio de mis defensas, en un progresivo camino hacia la
liberación de todo lo superfluo en mi vida. Claro que en ese momento lo
experimentaba como un proceso de quedar desnudo frente a mis flaquezas e
incertidumbres, y sin duda era un proceso desagradable.
Así, cuando llegué para mis trece días de retiro, me encontraba más a gusto
conmigo mismo. Aunque sabía que quedaba mucho por aprender, ya no tenía
dudas que ése era mi camino.
Era la quinta Búsqueda que Aurelio realizaba en el Uruguay, y se rumoreaba
que pronto dejaría de venir, lo que entre otras cosas implicaba que alguien tendría
que ser nombrado, o consagrado como responsable de la continuidad y de la
conducción de las ceremonias en nuestro país.
A pesar de que había estado involucrado en la organización de su venida, yo
no había entrado de lleno en el camino hasta un tiempo después que todo había sido
organizado. Esto implicaba que otras personas habían quedado al frente, habían
terminado su ciclo de retiros y, por ende, serían los lógicos depositarios de la
responsabilidad de continuar esta tradición en nuestras tierras.
Yo vivía todo aquello más desde una perspectiva de crecimiento personal,
que desde un lugar de asumir algún tipo de liderazgo. Por otra parte, nunca había
prestado atención al diseño, o al sentido, o a la forma en que se construían los
espacios sagrados donde se realizaban las ceremonias.
En otras palabras, me sentía un participante más y, en líneas generales, un
ignorante en cuanto a cómo, o en qué orden, se realizaban los innúmeros detalles que
implicaban el funcionamiento de algunas de las ceremonias o rituales, que hacían
posible la existencia de la Búsqueda de la Visión.
La geometría sagrada que se expresaba en la construcción de un Temazcal,
el propósito del mástil en el centro del círculo, la pluma que llevaba en el tope, el
diámetro medido en números sagrados, la cantidad de palos y la forma de
disponerlos para construir el Temazcal, la cantidad de piedras que se entraban en
cada ronda y porqué, el exacto lugar del fuego, el orden en el círculo de las
ceremonias de Medicina, etcétera, eran, en el mejor de los casos, conceptos
nebulosos en mi mente.
Yo sabía sobre los efectos que esto había producido en mi vida: mi relación
con el Gran Espíritu, con la Madre Tierra, con los árboles que eran parte de mi vida
cotidiana, y solo podía tener un profundo agradecimiento por todo ello. Mi vida
había cambiado completamente. A pesar de que todas las experiencias habían sido
muy duras, todas ellas me habían conducido a revelaciones impresionantes, de tal
forma que todo el marco de orientación de mi existencia se había, por decirlo de
alguna manera, “dislocado” a una nueva posición. El sentido de la magia y la
maravilla de la vida que me acompañaron en la infancia, se había vuelto a abrir para
mí.
Poco antes de que cayera la noche estaba sentado dentro de la Tipi (tienda
tradicional indígena), observando cómo Aurelio, con la ayuda de otro indio
mexicano que lo acompañaba, armaba el tambor de agua que se utilizaba en las
ceremonias. De pronto se volvió hacia mí: “esta noche cuidarás el fuego para todos
nosotros”, me dijo. Incliné la cabeza en señal de agradecimiento. Aquello era un
gran honor. Era la primera vez que lo haría y sabía que, según cada momento de
la ceremonia, el Hombre del Fuego tenía que hacer diseños con las brasas en un
lugar especial frente al fuego. Nunca había prestado atención ni al orden ni a las
figuras que se dibujaban, y menos aún al sentido que éstas tenían. Aurelio pareció
leer mi mente: “no te preocupes, yo te iré explicando cómo hacerlo, solo ponte
siete palos, el primero siempre va sobre la Madre, y cruzas los demás como una
flecha directa hacia el Oeste, hacia el Gran Misterio”. Eso fue todo, se levantó y
salió de la tienda.
Un sentimiento de extrañeza me invadía, sentía que algo muy importante
acontecería esa noche pero no sabía qué, o mejor no quería saberlo. Era como si
una parte de mí supiera, y otra quisiese huir lo más pronto y lejos posible de aquel
lugar.
Encendí el fuego tal como me dijo. La gente ya se encontraba reunida en
aquel círculo al aire libre. Aurelio se levantó de su lugar en el Oeste, se aproximó
hasta mí y me explicó el primer diseño: “hazte una media luna de brasas”, y se
quedó parado a mi lado observando lo que hacía. Todas las memorias de
evaluación, exámenes, errores e inadecuación cayeron sobre mí. Tenía a mi lado a
un profesor observando mis equivocaciones.
A pesar de que sabía que no se trataba de eso, no podía controlar el torrente
de emociones que me invadía. Por otra parte, sentía que todos, en ese círculo de
unas ochenta personas, tenían clavados sus ojos en mí. Para mi sorpresa, la pesada
pala con la que se trabajaba en el fuego se movía en mis manos con absoluta fluidez.
Aurelio contempló mis movimientos en silencio y solo comentó: “a medida
que se vayan apagando, lo vas cargando con nuevas brasas”. Dicho esto volvió a su
lugar. Me senté tranquilo y satisfecho conmigo mismo. Era extraño lo que sucedía,
pero era bueno sentir que de alguna forma nueva contaba conmigo. Algo dentro de
mí se ocupaba de aquello que yo, normalmente, me consideraba incapaz de
realizar.
Tomamos la Medicina y comenzaron los cantos. Contrariamente a otras
experiencias, nada extraordinario parecía acontecer. Solo notaba un estado de
lucidez y alerta que no me era conocido. Más tarde en el tiempo, comprendería
que ése era el efecto que la medicina producía sobre aquellos que estaban
sosteniendo la ceremonia.
Llegó el momento de “abrir el Agua”, momento sagrado dedicado al
espíritu que sostiene y alimenta toda la vida. Aurelio volvió a levantarse y me
indicó cómo realizar el diseño. Nuevamente mi mano parecía conducida por una
fuerza misteriosa, de un solo trazo completaba las líneas, las brasas parecían
lluvias de estrellas desparramándose en un orden de belleza que me tenía
hipnotizado. Aurelio parecía satisfecho con mi desempeño. Volvió a su lugar y el
que llegó a mi lado fue Hugo, el otro indio mexicano que lo acompañaba. Me
alcanzó el balde de agua que se utilizaba para rezarle al agua. “Siéntate aquí y no te
muevas”, me dijo.
Yo recordaba que el Hombre del Fuego era el primero en rezarle al Agua, y
luego de él seguían los demás encargados de sostener la ceremonia, pero me
extrañó la forma en que Hugo me habló. Me senté frente al fuego, con el balde
delante mío, y esperé. Fue entonces cuando noté que Aurelio se había levantado, y
con un tabaco encendido en la mano se dirigía hacia mí. Se colocó a mis espaldas
y comenzó a soplarme humo, usando un pito hecho de huesos de águila. Soplaba
mi cabeza, mis manos, en fin, me sentí desorientado pues no conseguí recordar esa
parte del ritual, ¿por qué él estaba haciendo eso? Luego tomó su abanico de plumas.
Colocaba alguna medicina sobre el fuego, y traía el humo resultante haciendo uso
de aquel instrumento sagrado, para pasarlo por sobre mi cabeza y otras partes de
mi cuerpo. Mientras hacía esto yo permanecía con la cabeza gacha y por
momentos, cuando abría los ojos, atisbaba cómo a lo lejos, desde de la dirección
del, Oeste se aproximaba una tormenta. Cada tanto tiempo distinguía los
relámpagos que iluminaban la noche.
No podía pensar con claridad, todo ocurría muy rápido. Al amanecer, cuando
todo hubo terminado, varios me contaron extasiados que habían visto a Aurelio
tomar el fuego con las manos e introducirlo en mi cabeza, y que luego salía por mis
pies o mi vientre. Otros me dijeron que el fuego entraba y salía de mí, y que nubes
de chispas salían de mi cabeza.
Cuando Aurelio terminó con lo que estaba haciendo, me alcanzó un tabaco y
me dijo: “reza con él por el Agua y cuando termines me lo alcanzas”. Tomé el
tabaco entre mis manos, en ese estado de conciencia que conocía muy bien: una
especie de indiferencia, un estado de transición en el que entraba cada vez que me
enfrentaba con un portal dimensional. Sabía que ésa era la forma en que mi mente se
comportaba cada vez que iba a ser silenciada.
Observaba el tabaco, mientras me hacía conciente de la proximidad de la
tormenta. Cuando pude decidir encenderlo, una gota de lluvia cayó sobre él.
Lejos de darme cuenta de la sincronicidad del momento, de la bendición del
cielo que me estaba siendo dada, lo encendí y comencé a rezar y agradecer por el
agua. Nunca había prestado atención a que ese momento era dedicado, en cada
ceremonia, al agua que viene del cielo, el agua que bendice, que fertiliza. El semen
sagrado del Padre que fecunda a la Madre. Por eso no era conciente de que todo a
mi alrededor bendecía la consagración de un Hombre Medicina en nuestra tierra,
pues tampoco en- tendía que eso era lo que Aurelio había hecho conmigo, sin
siquiera preguntarme si yo estaba dispuesto a asumir tamaña responsabilidad.
Por supuesto, tampoco recordé que mi nombre Hijo del Trueno era
confirmado por el tronar del cielo, y los rayos que acompañaban la catarata de
lluvia que se desplomó sobre nosotros. Terminé de rezar y, tal como me dijo
Aurelio, le alcancé el tabaco. Estaba refugiado bajo un abrigo, totalmente empapado
como el resto de nosotros. Yo aún tenía que llevar una taza de agua a cada miembro
del círculo, y mientras lo hacía, Aurelio, con la ayuda da algunos, comenzaba a llevar
el fuego al interior de la Tipi para impedir que se apagara, pues ése era el fuego de la
Búsqueda, y que se apagara implicaría el cierre de la misma.
Recuerdo con claridad las palabras de una vieja amiga y compañera de
camino, mientras le alcanzaba el agua: “ahora ya no vas a poder negarte nunca
más”, me dijo con los ojos transparentes y fijos, totalmente “tomada” por el poder
de la Medicina.
Terminé de recorrer el círculo y me dirigí junto con los otros a la Tipi,
donde solo entrábamos parados, pues el espacio allí dentro solo alcanzaba para
unas cuarenta personas. La ceremonia fue impresionante. Estaba emocionado hasta
el borde de las lágrimas, pero no conseguí saber qué era lo que estaba llorando.
La lluvia paró y teníamos un tiempo para prepararnos antes de ir a nuestro
“cuadradito”, donde pasaríamos los siguientes días dependiendo de qué parte del
círculo estábamos completando. La gente se me acercaba y me felicitaba, pero yo
continuaba en ese estado de indiferencia y sopor de la conciencia, que me hacía
vivir como en un clima de irrealidad. Lo único que quería era llegar a mi espacio de
retiro, y poner las cosas en orden dentro de mí.
¿Por qué yo? era la pregunta que comenzó a signar mi vida en los tiempos
venideros. ¿Por qué un descendiente de alemanes y daneses, debía asumir el
liderazgo en un camino de espiritualidad indígena? ¿Por qué yo, que nada sabía
sobre el diseño, tenía la responsabilidad de custodiarlo y perpetuarlo para las
futuras generaciones?
Me llevó más tiempo comprender que en el camino del espíritu el
conocimiento llega después. En el hacer se comprende lo que se está haciendo.
La vida es a posteriori. Lo primero es la aceptación de la tarea. El sí ante el
Gran Espíritu es lo que abre las puertas del verdadero conocimiento.
Más adelante comprendí por qué en el camino la primera puerta que
atravesamos, una y otra vez, son los cuatro días de ayuno total. El portal de la
humildad.
La aceptación de nuestra ignorancia total es la que nos lleva a pedir, y, por
decirlo de alguna manera, a merecer recibir lo que necesitamos, para sostenernos
en el lugar del círculo que nos ha tocado.
Sin saberlo, estaba en el lugar exacto y en el estado exacto para recibir lo
que había recibido. Ahora no tenía más remedio que caminarlo.






CAPÍTULO VI

Sobre el misterio de los diseños y la
manifestación del espíritu en la materia.


Aurelio se había ido y ya hacía tres años que estábamos sin él.
Me encontraba sentado en el Oeste, pronto a dirigir el comienzo de la
ceremonia de apertura de la segunda Búsqueda de la Visión, que me tocaba
conducir con el apoyo de todo el Consejo de Buscadores, integrado por quienes
habían completado el círculo.
Contaba con el apoyo de Solange, mi esposa, que era la depositaria de la
primera pipa sagrada que consagraba la alianza de nuestra gente con la tradición
del Norte. Aún estaba lejos de comprender que todo lo que Aurelio nos había
dejado, se convertiría en el instrumento para recuperar la memoria milenaria de
nuestros ancestros del Sur.
Habíamos levantado el campamento espiritual con el esfuerzo de todos,
procurando, a través de la memoria, los detalles necesarios para realizar los
círculos ceremoniales tal como debían hacerse. Sabía que el entendimiento de por
qué cada cosa iba en un lugar, era un conocimiento milenario que había sido
entregado por el Espíritu a los hombres, pero que no era un diseño humano.
Intuía que, de ser así, de alguna manera todo estaba hecho para que la
conexión, o mejor dicho la reconexión con el mundo, o dimensión espiritual,
pudieran realizarse. Sin embargo, el misterio de por qué era de esa manera, se me
escapaba por completo. El círculo ceremonial, que incluía el temascal, la Tipi, las
cuatro puertas y la medialuna, había quedado pronto en las primeras horas de la
tarde.
Era una noche fría. Ya habíamos tomado la medicina y todo transcurría
“normalmente”, cuando mis ojos se fijaron en el mástil que se encontraba en el
centro del círculo. Ése era su lugar, claro, solo que faltaba la pluma de águila que
debía estar en el tope. Entonces mis ojos no daban crédito a lo que vieron. Allí,
moviéndose al compás del viento, había una pluma de luz, unida al mástil por un
hilo también de luz. Resplandeciente en medio de la noche, a pesar de nuestro
olvido, “del otro lado”, por decirlo de alguna manera, estaba la pluma de águila.
Me volví hacia Solange y le pregunté si veía lo mismo que yo. “Sí”, me dijo,
“nos olvidamos de la pluma pero está ahí, puedo verla”. Fue en ese momento que
toda la información sobre los diseños cayó sobre mí. Los diseños funcionan como
“antenas”, o puertas de comunicación, donde el plano espiritual puede manifestarse
en el mundo.
Así también entendí que cada uno de nosotros es un portal para que
“nuestro espíritu” pueda entrar en el mundo. En ese mismo instante comprendí lo
que Aurelio quería decir con “alineamiento”. Cuál era el significado de estar
alineados.
Así como “afuera” era importante que cada cosa mantuviera su alineación y
geometría sagrada, cada ser, en la medida que estuviera alineado consigo mismo,
con su fuego interior, también se convertía en un portal para la manifestación del
Espíritu en la Tierra.

CAPÍTULO VII

Sobre como se teje la historia y el permiso para
recuperar la memoria.

Hay historias que no pueden ser contadas. O quizás debería decir que solo
pueden ser aludidas en forma circular, pues el final de ellas debe ser alcanzado por
cada uno que la escucha.
La vida solo puede ser entendida “a posteriori”. A veces parece confusa y sin
sentido, pero esto solo ocurre cuando queremos entenderla en forma lineal o
racional. No podemos alcanzarla interpretándola desde los orígenes, o desde el
pasado, pues en realidad hay cosas que solo pueden entenderse desde el futuro. Es
decir, que lo que s u c e d e hoy, solo podrá entenderse luego que ciertos
acontecimientos tengan lugar. No hemos devenido en esto por aquello que ocurrió,
sino que aquello que ocurrió tenía el sentido de permitirnos devenir en lo que somos
hoy. El argumento de nuestras vidas está tejido por la mano del Espíritu.
Por fin, luego de cuatro años, llegarían las repuestas que tanto necesitaba.
Cuando comencé con la conducción de la Búsqueda de la Visión en Uruguay,
habíamos decidido dedicar cada uno de esos momentos a cada una de las siete
direcciones. Es decir que toda la Familia Espiritual estaría recorriendo el círculo de
la Medicina. El mismo que cada buscador recorría en su ciclo de cuatro, siete,
nueve y trece días de ayuno y soledad. A estas cuatro direcciones se añaden la que se
dirige hacia el centrode la Tierra, la que va al corazón del cielo, y la que representa
al centro del Universo.
Entender lo que existe en cada uno de estos portales puede llevar más de
una vida. Me alcanzaba con entender, por ahora, que cada diseño ceremonial era
una representación del cosmos que, al ser activado por el fuego, abría las puertas a
recrear una y otra vez el comienzo sin fin de la creación. Este entendimiento, que es
el del misterio del eterno presente, sería develado para mí más adelante.
En ese cuarto año nos dirigíamos hacia la dirección del Norte, portal de la
fuerza de voluntad, el agradecimiento y la sabiduría. En la vida de un buscador
representa el cierre de su ciclo: trece días de retiro, ayuno y soledad. Ese año, la
Búsqueda había transcurrido como siempre: maravillas, enseñanzas, dificultades, y
mucho amor para compartir e n una comunidad espiritual que alcanzaba a unas
doscientas cincuenta personas, durante quince días.
A medida que pasan los días, el nivel de vibración de la conciencia, y el
corazón de las personas, comienza a elevarse sutilmente hasta alcanzar un ápice
donde es posible que se manifieste la sanación, tanto del cuerpo como del alma, y
en las relaciones de las personas que concurren. Este proceso es casi
imperceptible, y para muchos solo se vuelve notorio cuando abandonan el
campamento y se encuentran con la vida cotidiana en la ciudad. O, por el contrario,
cuando alguien llega al campamento en la mitad de la Búsqueda. Así como la
gente que apoya experimenta la sed, el hambre o el dolor de los buscadores,
también es posible percibir de qué manera llega alguien cuando ya han
transcurrido varios días de convivencia.
Era particularmente penoso para mí, pues en el lugar de responsabilidad que
ocupaba, cada presencia me era señalada por el fuego. Por esa razón había pedido que
no llegara gente fuera de tiempo, y que no se saliera del campamento durante los
días que duraba la Búsqueda. Ese año me avisaron que un líder espiritual de Nuevo
México, un indio peruano adoptado por los lakotas en Estados Unidos, vendría de
visita. Lo conocía de nombre, pero no personalmente. Sabía que estaba encargado de
conducir la Búsqueda de la Visión en Nuevo México, y eso era todo.
Me habían comentado que cuando un líder visitaba otro campamento, se le
debía dar un lugar de reconocimiento especial. Una especie de protocolo para el
cual, aparte d e mi ignorancia e inexperiencia en ese campo, tampoco tenía la
disponibilidad. Esto se debía a dos razones: la primera estaba vinculada a una
personal aversión a todo tratamiento protocolar, a toda distinción que pusiera a
cualquier persona por encima de los demás. Y la segunda tenía que ver con que el
momento de la visita estaba planeado para realizarse en los últimos días del
campamento. Esto último me resultaba muy penoso. Sabía por experiencia que en
esos días el cansancio, y la necesidad de mantenerme focalizado en la tarea, me
dejaban sin energía para utilizar en cualquier otra cosa. La esencia de nuestra gente,
de nuestro pueblo, se rebela naturalmente contra todo protocolo y contra cualquier
manifestación de soberbia o prepotencia, e internamente desconfiaba de gente que
estaba acostumbrada a un régimen más patriarcal de relaciones. Sabía, por haber
participado de ceremonias similares en otras partes del mundo, y también por
anécdotas de hermanas y hermanos del camino, que en esos lugares se tenía al líder
o a los líderes en un lugar muy especial.
En nuestra tierra, y era algo de lo que más disfrutaba, mi vivencia era la de
compartir todo con la gente, sin ningún tipo de diferencias que me colocaran lejos de
a quiénes en realidad yo debía servir. Temía entonces un conflicto de culturas, y
todos los errores perceptivos que esto podría traer. Estaba claro para mí que el Gran
Espíritu, como decía Einstein, “no juega a los dados”, y que algún propósito tenía al
enviarnos a alguien así en ese momento. No percibía, en ese instante, la
coincidencia de que cuando enfrentábamos la puerta del Norte, el lugar de donde
todo ese diseño nos había llegado, justamente nos visitaba un representante original
de aquellas tierras. Tampoco sospechaba que él sería el portador de las respuestas
que estaba esperando.
Cuando llegó, en el primer encuentro, comenzaron a cumplirse mis
catastróficas expectativas. Hernán, ése era su nombre, me saludó rígidamente y
parecía estar incómodo con la situación. Sentía que estaba a la defensiva, y eso me
impedía a su vez comunicarme de forma fluida y espontánea. Fue a armar su tienda
y me quedé lleno de preocupaciones.
Al llegar la noche tomé una decisión. Lo encontré en el comedor, sentado
con alguna gente que lo conocía. Me senté a su lado y sin mediar palabra le di un
abrazo.
“Quiero darte la bienvenida”, le dije. “Como verás, aquí es todo muy simple. Lo
compartimos todo, y en verdad n o sé mucho cómo manejarme con el protocolo.
Simplemente sentite con la libertad de disfrutar, estás de vacaciones y no tenés por qué
ponerte a trabajar en nada en especial”.
Hernán se soltó, sonrió y me agradeció. Me dijo que solo quería correr un
Temazcal para la gente.
“Cómo no, cuando tú quieras. Es solo decirle al encargado del fuego que te
lo prepare, y lo comunicamos mañana, a la hora del almuerzo”. Con esto todo
quedó en orden, y yo, por supuesto, aliviado.
Llegó así el día de la ceremonia final. Los buscadores de trece días habían
regresado esa mañana de su búsqueda. Luego del Temazcal de bienvenida, y de
haber compartido sus aprendizajes, solo quedaba el cierre de ese año. La ceremonia
final, el momento del regreso de los rezos, de los pedidos que habíamos
“levantado” en la ceremonia del comienzo. Un nuevo año se cerraba. Todo había
salido muy bien, y estaba bien contento de haber llegado al final de aquella manera.
Hernán estaba sentado en el lugar de honor, como se suele hacer con líderes
espirituales, o ancianos de conocimiento. Esto implica que los tabacos que dirigen
la ceremonia, y el consiguiente uso de la palabra, son compartidos con las personas
que ocupan ese lugar.
Ese año era el primero en que uno de los hermanos del camino, y miembro
del Consejo de la Búsqueda, había solicitado ser reconocido en el comienzo de su
senda para convertirse en un Heyoka. La “figura” del Heyoka, payaso sagrado,
Coyote o Contrario, es la del que compensa, u ofrece una perspectiva que balancea
el orden del poder, o de la toma de decisiones en una ceremonia, un camino
espiritual, o una familia. Cada camino tiene una forma de verlo, y un sendero de
entrenamiento específico. El bufón de la corte, el único que tenía autorización
para burlarse del rey y sus decisiones.
Obviamente carecíamos del conocimiento. Particularmente yo, que debía
saber trabajar con él, por ser la persona en lugar de liderazgo. El ser Heyoka, de
cualquier manera, no depende de una voluntad egoica. Las condiciones para serlo
son determinadas por el Espíritu y están en la persona, en su propia esencia. Estas
condiciones no pueden ser creadas por ningún entrenamiento. En realidad, la
instrucción está allí para ayudar a develar y manifestar la esencia preexistente en el
candidato.
Participaba de la ceremonia un hermano de otro país, con mucha experiencia
en los diseños del Camino Rojo. Y en el momento en que estábamos honrando al
Agua, el aspirante a Heyoka pidió autorización para ser “liberado”. Ignorante de
cualquier disposición en contrario lo autoricé.
Cuando estábamos compartiendo el agua, el hermano de otro país que aludí
antes, se expresó con mucha pasión. Hizo fuertes críticas al hecho de que el
Contrario se hubiese expresado en ese momento particular de la ceremonia. Nos
advirtió sobre las posibles consecuencias que ese comportamiento podría traernos en
relación con el Agua.
Sus palabras fueron duras en algún momento, y por supuesto nadie las
respondió, pues lo que se dice frente al fuego debe ser siempre respetado. El único
que podría haber dicho algo en ese momento era yo. Sin embargo, permanecí en
silencio. Sentí que ese desafío no tenía nada de personal, ni debía vivirlo como una
crítica personal, sino como una señal del Espíritu. Un llamado de atención, una
oportunidad para aprender, y quién sabe para qué otras cosas.
Aún faltaba un tiempo para que las casi doscientas personas sentadas en el
círculo bebieran el Agua, y pudiéramos encender el tabaco del Poder, la palabra del
Espíritu en acción. Sabía muy bien que sostener el tabaco del Poder, tomado por la
Medicina, es siempre un desafío para el ego, nuestra pequeña personalidad
conciente. Podía sentir su presencia y su enojo por la interrupción y la crítica
implícita en las palabras de ese hermano, que caían justamente en un momento de
celebración de cierre. Mi ego clamaba por venganza contra el “balde de agua fría”
que había caído sobre nosotros en esa hora. No era la primera vez que debería de
dar batalla entre dos órdenes diferentes: el Orden del Amor, al cual yo pretendía
servir, y el orden del ego: la soberbia y el orgullo.
Aguardé con paciencia, hasta que llegara el momento de encender el tabaco
que me permitiera expresar lo que estaba en mi corazón. Me paré frente al fuego,
encendí el tabaco y me expresé:
“Gracias Gran Espíritu por permitirnos escoger, por compartir con nosotros
el poder, por darnos la oportunidad de decidir cómo queremos vivir. Gracias por
poder elegir el Poder del Amor, el único al que vale la pena servir. Con esto en la
mano, con el Poder en la mano, se puede hacer mucho daño”, giré hacia mi derecha,
donde se encontraba el hermano que había hecho las críticas, y continúe. “Yo
también cuando he viajado he visto muchas cosas que no me gustan, muchas
formas de usar el Poder que son muy destructivas, muchos lugares donde se reza
bonito, y luego, en lo cotidiano, se vive de forma totalmente contraria a lo que se ha
rezado dentro del templo. Aquí, aunque no siempre lo logramos, intentamos vivir
nuestros rezos. Pero antes que nada quiero agradecerte por tu sinceridad y por tu
coraje de expresarte como lo hiciste, en un país que no es el tuyo, y pido mucho
porque, al menos aquí, te sientas siempre libre de decir lo que está en tu corazón,
porque siempre lo vamos a recibir bien. En primer lugar quiero darte la razón, pues
es bien cierto que somos ignorantes, tanto en lo que tú has dicho, como en muchas
otras cosas. Déjame contarte algunas cosas de nuestra historia para que lo puedas
entender mejor. Cuando Aurelio se fue, me entregó esto a mí, y a esta familia. Y en
lo que respecta a mí, en la más absoluta ignorancia. Ni siquiera me consultó si yo
aceptaría asumir esta responsabilidad. A veces pienso que así lo hizo para no darme
la oportunidad a negarme. Pero como sea, cuando se fue yo ni siquiera sabía el
significado de esta medialuna en el altar.
Lo que sí tengo claro es esta relación con el Fuego, esta intimidad con el Gran
Espíritu. Pues la primera enseñanza que recuerdo es que quien dirige todo esto es el
Abuelo Fuego, la llama del Amor Incondicional, por todas sus criaturas, y nosotros lo
cuidamos para que nos cuide.
Y en esta enseñanza tan sencilla está todo el secreto del Amor que
buscamos para nuestras vidas. Tienes razón al decir que no sabemos cuándo soltar
al Heyoka, y ahora nos has traído un conocimiento más que nos dirija y alivie en la
tarea de recorrer el Misterio. Pero sé que con humildad y confianza total en la
relación que hemos tejido, y por sobre todo en la intención del corazón que le
hemos puesto a todo esto, nada malo puede resultar de nuestra ignorancia.
Mi nombre es Hijo del Trueno, y con mi Padre allá en las alturas”, dije
señalando al Cielo, “no existe ningún temor. ¿Qué podría pasar si tengo que
caminar en medio de una noche de tormenta con rayos cayendo en todas partes?,
¿Que alguno me llevara directo a casa, nuevamente? Aquí, en este fuego está
depositado todo lo que tengo: mis hijos, mi esposa, toda mi vida, ¿Qué podría
tener miedo de perder?”.
Mi cuerpo vibraba por la emoción del momento y, de alguna manera, por
estar expresando cosas que nunca habían sido habladas y clarificadas sobre
nuestra historia, y cómo habíamos llegado hasta ese momento. Así que continué:
“La confianza debe de existir justamente para los momentos difíciles, y
conociendo a Aurelio como tú también lo conoces, no puedo imaginar que dejara
las cosas de esta manera en nuestras manos, sin un propósito bien claro”.
Tonio, ése es su nombre, asintió en silencio.
“Me gusta imaginar que quizás así lo hizo para que pudiéramos levantar
nuestra Verdadera Memoria. Para que descubriéramos por nosotros mismos quiénes
somos. Pero de verdad sigue siendo una pregunta abierta para mí”.
Pasé el tabaco, y cuando llegó a manos de Hernán se abrió una puerta
inesperada de entendimiento.
“Creo que existe una confusión aquí”, comenzó diciendo. “Cuando se refieren a
un Hombre de Medicina se equivocan. Deben decir Hombre Medicina, pues es el
hombre o la mujer la Medicina. Su vida, su forma de caminarla, es la Medicina. Y
déjenme decirles que uno no puede volverse Hombre Medicina. No hay
entrenamiento que te con- vierta en uno. O se es, o no se es. Y éste que tienen aquí
es”, dijo refiriéndose a mí. “Eres un verdadero ejemplo para todos los líderes. Mi única
preocupación es que les cuidas demasiado, eres muy paternal. Con tanto cariño
también les puedes estropear. Pero déjame decir algo más: allá en el Norte, de donde
yo vengo, si alguien llegara a atreverse a dirigirse al Padre Trueno como tú acabas
de hacerlo, le atarían a un árbol considerándolo un loco, pues lo más probable es que le
cayera un rayo encima”.
Se hizo un gran silencio y Hernán continuó: “¿Cuánto tiempo se tiene que
haber caminado sobre la Madre Tierra, para alcanzar nuevamente un estado de
ingenuidad, de pureza, para poder hablar de esa manera?”.
Con la cabeza gacha y los ojos cerrados, yo escuchaba l a manifestación del
Espíritu a través de las palabras de Hernán.
“Has pasado una gran prueba. De ésas que son bien difíciles. Cuando alguien,
en medio de una fiesta, llega y te “patea” todo lo que has levantado, todo lo que amas
y respetas… Y te has salido muy bien de este desafío. Pero permítanme compartirles
lo que he visto en el Fuego esta noche, pues me ha mostrado vuestra historia. El
Abuelo Wallace ha estado por aquí antes, ¿no?”. Una gran carcajada general impregnó
el recinto. Hernán se tomó esta manifestación como una obvia respuesta afirmativa
a su pregunta.
“La verdad que veo que este Heyoka que ustedes tienen está en graves
aprietos, pues todos aquí son un bando de Heyokas, y me pregunto ¿cómo va a hacer
él para compensarles? Pues ustedes son hijos de Wallace, que fue antes que nada un
gran Heyoka. Pude ver que hace mucho tiempo él llegó aquí respondiendo a un
pedido de auxilio, de ayuda por todo lo que aquí se había perdido. Trajo una chanupa
(pipa sagrada), y se la entregó a un Duende. A un anciano Duende pues no había nadie
más para recibirla, y éste la aceptó. Así también pude ver que cuando llegaron aquí,
tanto él como Aurelio, vieron quiénes eran ustedes. Les vieron como los Ancianos
de esta tierra que habían retornado. ¿Y para qué darles la instrucción? ¿Para qué
estropearles con instrucciones? Todo lo que tenían que hacer era ayudarles a que se
reconocieran nuevamente como los que son: los que han regresado”.
“Sabes”, dijo refiriéndose a mí, “cuando regrese a mi tierra y me pregunten
dónde he estado, les diré que he estado en el Gran Misterio”. Levanté la mirada y
percibí cómo tantos en el círculo habían comenzado a llorar. Mi hija Tamara, en
aquel tiempo aún una niña, se había levantado de su lugar y, sentada en mi falda,
lloraba desconsoladamente. Solange, preocupada, le preguntaba qué le pasaba,
qué le dolía, y mi hija solo repetía entre sollozos: “es de felicidad, no sé cómo
explicarlo, pero siento que estamos de nuevo todos juntos”.
Compartí sus lágrimas mientras todas las “fichas” caían juntas sobre mí.
Todas las palabras de Hernán, todo lo que había dicho respondía a todas mis
preguntas. La razón por la que estaba en ese lugar, haciendo lo que hacía. La mezcla
de alegría y desoladora tristeza que me acompañaba en cada Búsqueda, se volvió
fuente de insondable claridad.
Habíamos regresado. La alegría del reencuentro, la memoria del Alma que
cada vez que levantábamos el campamento era activada en la belleza del tiempo en
que éramos una comunidad espiritual como forma de vida, y no solamente quince
días al año, volvía a mí con toda la fuerza del amor compartido. Y también la
insoportable tristeza de la memoria de la aniquilación, de la pérdida, de la matanza
de tantos seres queridos.
De pronto todo quedaba cancelado. Como yuyos empecinados en crecer
entre las rocas, habíamos regresado. Habíamos vuelto porfiadamente a levantar el
rezo del Amor, de la espiritualidad en movimiento, en el eterno presente de lo
cotidiano. En la maravilla de la intimidad que nos daba reunirnos alrededor del
fuego, a celebrar la belleza de nuestra relación.
Abrazos y llantos, agradecimiento, pocas palabras, pues nada alcanzaba
para expresar la profundidad de lo que habíamos descubierto.
Una vez más, desde la puerta del Norte, nos llegaban buenas noticias.
Revelaciones que luego de cuatro años de caminar, cerraban el círculo del sentido,
del propósito por el que habíamos levantado todo esto. De alguna manera, sabía
ahora quién era y cuál era el propósito de mi vida, y de todo lo que estábamos
haciendo juntos.






CAPÍTULO VIII

Sobre el olvido Divino: el precio que pagamos por
formar parte de la maravilla de existir


Tendría unos diecinueve años, y me disponía a dormir la siesta en una tarde
hermosa de verano. Era tiempo de vacaciones, y la mañana en la playa me había
dejado exhausto. Apenas me había dormido cuando, espontáneamente, salí de mi
cuerpo. Lejos de sentir miedo, vivía aquello que me acontecía como algo natural. Me
sentía protegido y guiado.
Me elevaba, y progresivamente alcanzaba estados cada vez más amplios de
conciencia. Todo a mí alrededor se hacía evidente por sí mismo. Comprendía lo que
sucedía como algo totalmente natural.
Finalmente llegué a un lugar que no podría definir físicamente, pero en su
presentación se parecía al cielo. Logro recordar un grupo de nubes en contraste
con un cielo azul de fondo, como si fuera en un momento próximo al mediodía.
En ese momento escuchaba una voz que me daba una profunda, y a la vez
sencilla, explicación sobre la existencia del Bien y del Mal, y la relación entre
ambos. No recuerdo ninguna mención a por qué esto me estaba siendo revelado,
pero sí que una vez terminada “la lección”, comencé el camino inverso. Comencé a
bajar.
Cada nivel que atravesaba en sentido descendente, significaba una
reducción de mi conciencia y de mi memoria. Al mismo tiempo que era capaz de
experimentar el contenido de conciencia en cada nivel, comprendía que perdería
ese nivel de conocimiento, o estado del Ser, al pasar al siguiente nivel.
Pasaba por esto con una mezcla de pesar y resignación, hasta que volví a
mi cuerpo. Estaba totalmente conciente de lo vivido, y a pesar de que no podía
recordar las lecciones recibidas, ni los estados de conciencia de cada nivel que
atravesé, sí recordaba la experiencia de ampliación en sentido ascendente, y la de
reducción en sentido descendente.
Así, en la soledad de aquel cuarto, en aquella cálida tarde de verano, repetí
para mí mismo: “Es así como encarnamos”.

CAPÍTULO IX

Las respuestas correctas a las preguntas que
vienen de la mente


Las grandes preguntas de la existencia no tienen respuesta. Esta respuesta es
el inicio de cualquier camino verdadero.
¿Quién soy yo? ¿Para qué estoy aquí? ¿Qué sentido tiene la vida? Solo
tienen una respuesta posible: No sé.
Ése es el punto de partida de toda búsqueda. Tener el coraje de aceptar esta
respuesta, es el comienzo de la derrota del ego como eje orientador de nuestra
existencia.
La segunda verdad trascendente en todo camino espiritual, es aceptar que en
realidad sí existen respuestas. Si no, no emprendería el camino de encontrarlas.
La tercer verdad, y quizás la pregunta más eficiente para todo buscador, es
quién o qué me impulsa a interrogarme de esa forma. Ésta es la pregunta que lleva al
despertar. L a puerta que nos permite entender nuestra dualidad. Alguien que me
interroga, y alguien que quiere responder.
Reconocer a quién me interroga, sobre el valor y el significado de mi vida
como guía del “camino de vuelta a casa”, es la cuarta verdad.
Emprender este camino es una tarea heroica, pues significa aceptar nuestra
ignorancia, y nuestra necesidad de un alimento verdadero para el alma.

Amanecía y el calor comenzaba a apretar esa mañana de Enero. Yo me
encontraba en el círculo ceremonial de mi primera Búsqueda de Visión.
Cuando s e diera por terminado e l ritual de inicio, me colocarían bajo un
arbolito para realizar mi primer ayuno total de agua y comida, durante cuatro días y
cuatro noches.
Había llegado hasta ahí por una mezcla de desafío, soberbia, excitación
frente a lo desconocido, y mucho miedo. O, por lo menos, ésos eran los
sentimientos que atenazaban mi corazón en ese momento. Había pasado la noche
luchando con el abuelito peyote, que no paraba de mandarme imágenes sobre mi
vida, donde solo veía mi necesidad de descansar, pues trabajaba mucho. ¿Qué
sentido tenía asumir semejante locura, durante el único período del año en que tenía
vacaciones?
Las imágenes solo repetían que ya trabajaba mucho por la gente, y que
necesitaba un espacio para mí. Me animé a formular mis dudas cuando tuve la
oportunidad de expresarme, en aquel pequeño grupo que conformaba a los
primeros arriesgados en abrir esta experiencia en nuestro país.
Aurelio, que era quién conducía la ceremonia, me respondió con cosas
relacionadas con el miedo, el desafío a uno mismo, el coraje, etcétera. No consigo
recordar el contenido de su discurso, pero sí está muy clara la sensación de culpa,
inadecuación, y cobardía que me invadió. Esto solo añadió más confusión a mi
estado de ánimo.
¿Tendría que encarar semejante experiencia, sólo para no decepcionar a
alguien? ¿O para probarme que tenía el valor de hacer algo así?
El tamaño de la situación, el miedo a la muerte, y otros sentimientos
confusos, me impedían tomar contacto con mi corazón. Y esto solo me dejaba
perdido en mi mente, y con mucha angustia.
La ceremonia llegó a su fin, y nos preparamos para entrar en el Temazcal
de purificación. La puerta se cerró y comenzaron los cantos. El calor era terrible, y
veía con desesperación cómo perdía líquido con la transpiración resultante.
Todavía no había empezado el ayuno, y ya sentía una sed terrible. ¿Cómo podría
tolerarla durante cuatro días, y cuatro noches más?
Entré en pánico, y a la cita no faltaban la vergüenza y terribles sentimientos
de derrota y frustración, que me eran bien conocidos. Fue más o menos en esos
momentos cuando la claridad llegó. Recordé súbitamente que todos los grandes
emprendimientos de mi vida los había comenzado del mismo modo: sin saber por
qué los estaba haciendo. El matrimonio, la paternidad, el irme a estudiar a un país
extranjero sin recursos económicos, etcétera. Comprendí en ese momento que
primero había aceptado el impulso de mi corazón, que me lanzaba a una aventura
que a priori no sabía cómo terminaría, y que ésa era una constante que podía
reconocer a lo largo de toda mi trayectoria de vida.
Si bien seguía con una sed terrible, y el miedo aún me acompañaba, algo en
mí estaba en calma. Todo estaba como debía estar. Había comenzado mi
búsqueda.









CAPÍTULO X

La Flauta Mágica, y cómo el Gran Espíritu sopla a
través de nosotros cuando estamos vacíos, para que Su
música se escuche en el mundo


Una vez un pajé (Hombre Medicina) guaraní, me contó que en su camino de
instrucción, el maestro le pidió que construyera una flauta.
Le explicó el procedimiento para plantar la caña en la luna correcta, cómo
cosecharla, y todos los detalles necesarios para que sonara correctamente. El
proceso total le llevó cerca de un año, y una vez culminado llevó el instrumento a la
casa de su maestro para que la probara. Éste la tomó en sus manos y la hizo sonar.
Luego de un rato lo miró y le dijo: suena muy bien, pero lamentablemente no has
conseguido atrapar al espíritu sanador de la música, y por tanto esta flauta no sirve.
Esta enseñanza me sirvió de mucho. Tanto es así que comencé a usarla en
los cursos de formación para terapeutas. Les explicaba que por más que
aprendiéramos los procedimientos correctos, o las teorías correctas, no era allí que
iríamos a conseguir ser buenos terapeutas. A menos que consiguiéramos capturar el
espíritu de la metodología que aplicáramos.
En otras palabras: nosotros somos la flauta, y es el proceso de
vaciamiento, y no el de llenarnos de conocimiento, el que nos da el don de cura.
Un maestro Sufi del siglo dieciséis lo puso en las siguientes palabras: “soy
el orificio de la flauta a través del cual Dios sopla, y hace escuchar su música en el
mundo”.
Vaciarnos de nuestra identidad, de lo que creemos que somos, no es fácil.
La muerte del yo, como centro de referencia interno, suele ser un proceso
doloroso. Sin embargo, la muerte del ego significa el nacimiento del Ser. La fuente
de toda vida solo puede manifestarse plenamente, cuando dejamos de querer que
las cosas sean como queremos.
Mi primera búsqueda, mis primeros cuatro días fueron un calvario de
sufrimiento y privación. El lugar donde fui dejado no tenía sombra, por tanto
durante el día era calcinado por el Sol, y durante la noche cientos de mosquitos
me torturaban sin cesar. No existía ninguna razón cuerda por la cual quedarme en
semejante tormento. Todas las personas que habían sido colocadas cerca de mi
lugar, habían desistido de su Búsqueda. Mi cabeza intentaba darme razones egoicas
para continuar: “es una vergüenza que me baje”. O: “si mi esposa aún continúa, la
voy a avergonzar a ella”, etcétera.
Todo esto me parecía un absurdo, comparado con la sed y el sufrimiento que
estaba experimentando. Hasta que comprendí que lo que sabía hacer mejor era
resistir. Resistir y esperar ser salvado. Imágenes de mi nacimiento, y
acontecimientos muy difíciles de mi vida, llegaron para ayudarme a comprender
lo que estaba haciendo. Sin embargo no conseguí aliviarme, pues en realidad no
podía entregarme, ni pedir ayuda a nadie. La profunda desconfianza en el auxilio
de otros, la desvalorización de mi propia fragilidad, y la sensación genérica de que
solo podía rescatarme por mí mismo, me tenían paralizado.
Cuando no aguanté más me volví hacia el único ser que convivía conmigo
en ese reducido espacio: un pequeño arbusto de la flora nativa del lugar. Era tan
delgado y de apariencia tan frágil, que no lo había tomado en cuenta, pero en esa
situación me animé a pedirle ayuda. Estaba parado y en movimiento, pues si me
sentaba o me quedaba quieto, los mosquitos se hacían un festín conmigo. Me paré
frente a él y le dije: “¿podrías sostenerme por un rato?, pues ya no puedo más,
necesito recostarme en alguien”.
Tenía toda la sensación de que se quebraría bajo mi peso, que en realidad
era el peso del dolor de mi existencia. Pero no tenía otra alternativa, así que me
solté y caí sobre él.
Contrario a lo que esperaba (quedé tan sorprendido que al año siguiente
volví al lugar, pues mi mente no conseguía aceptar lo que sucedió) no solo no se
quebró, sino que me sostuvo hasta que mis rodillas se doblaron y me dejé caer
sobre la Tierra. Visiones poderosas llegaron a mí, mientras me entregaba al
cuidado de la Madre. Derrotado en mi necesidad de resistir, el corazón se me
llenaba de dulzura. Había empezado a morir.









CAPITULO XI

La Derrota que lleva al inicio del Triunfo

Después de la entrega al arbolito, aún me quedaba un día y una noche más
para que fueran a buscarme. El fin de mi primer Búsqueda de la Visión.
Ya había tenido las visiones, y me interrogaba sobre la necesidad de
quedarme en aquella situación de sufrimiento. Tenía la boca partida de tanta sed, la
lengua hinchada, y un hombro dislocado de tanto batallar con una remera para
espantar a los mosquitos.
Había visto pasar al último buscador que quedaba en la zona: había desistido
de luchar contra los mosquitos. Pasó frente a mí llorando desconsolado. Se
tambaleó y cayó al suelo. No quise mirarlo por miedo a salir de mi lugar a
ayudarlo. Continué un tiempo escuchando sus lamentos, mientras se alejaba
tambaleante rumbo al campamento. Entonces sí estuve definitivamente solo, al
menos de compañía humana.
Resolví quedarme. Intentar cumplir con mi compromiso con el espíritu, de
cuatro días y cuatro noches en ayuno total. Se aproximaba la noche, y con ella las
nubes que anunciaban la tormenta. No quería hacerme ilusiones, pero anhelaba, o
debería decir desesperaba por el agua. Entendería por qué esa puerta de los cuatro
días se llamaba la puerta de la Humildad. Cada mañana me levantaba a sorber cada
gotita de agua que dejaba el rocío de la noche. Inclinado sobre la tierra, agradecía
cada gota que me parecía el bien más preciado sobre el planeta.
Así, sencillamente, entendí que primero es el agua. Luego el mundo verde
que se alimenta de ella y nos da el aire que respiramos, y la comida que mantiene
vivos a todos los herbívoros, que luego nos sirven de alimento.
Somos el último eslabón de la cadena alimenticia, y no el centro de la
creación. Qué soberbia la nuestra. Qué ignorancia la que nos lleva a polucionar la
fuente de toda vida. No comprendía todo esto con la cabeza. Era mi alma la que lo
hacía. En esos cuatro días volví a sentirme perteneciente a la Tierra: un animal más,
un hijo más.
La Madre me había regalado varias visiones el día que caí sobre ella. Me
había mostrado su dolor y su paciencia frente a todos nuestros errores, y también
me pidió que llevara este mensaje a todos los lugares a donde fuera. Me
comprometí con Ella a hacerlo, y así lo haría en el futuro. En cada clase, en cada
conferencia, en cada curso, en cada congreso, hablaría sobre mi experiencia de esos
días.
Al comienzo de la noche cayó un rayo sobre la pequeña ciudad cercana al
campamento, que yo podía vislumbrar por las luces que reflejaban sobre el cielo
nocturno. El rayo debió haber caído en la central de energía eléctrica, pues las luces
desaparecieron en un instante. Y entonces empezó a llover. Me levanté desesperado a
intentar tomar el agua que caía del cielo. Las gotas me golpeaban el rostro, pero casi
ninguna caía en mi boca. La frustración era enorme, y fue en ese instante que sentí
una voz: “así no vas a poder tomar agua, sácate la remera, ponla en el suelo y
espera que se impregne, para luego poder tomarla”.
Me senté a esperar que el agua llenara cada parte del tejido de mi remera.
Luego la tomé y la llevé hacia mi boca, y succioné cada gota del maravilloso y divino
líquido. Mi garganta se llenaba, y una experiencia sublime dio cuenta de mí. Volví a
ser un bebé mamando del seno de mi Madre. Lloraba, mientras las imágenes de
privación en mi infancia llegaban con rapidez a mi mente y a mi corazón.
Agradecía estar vivo. Agradecía todo lo vivido, solo para llegar a ese
momento. Mi Madre me alimentaba, llenaba mi cuerpo herido. Mi alma lastimada
se inundaba de aquella medicina sagrada y transparente, que en medio de la
oscuridad de la noche, lavaba todas mis heridas.
Así pasé un tiempo incontable. Ponía una y otra vez la remera en el suelo para
que se impregnara otra vez. Seguía lloviendo torrencialmente y, si bien no lo había
percibido hasta ese momento, mi cuerpo empapado y debilitado por los días de
lucha, comenzaba a sentir frío.
Una vez más sentí la voz en mi cabeza, resonando con autoridad y firmeza:
“ahora que ya no sientes la sed comenzará el frío, cúbrete con la frazada”. Estaba
empapada, ¿de qué manera podría protegerme contra el frío?
Recordé lo que mi madre me decía en las noches de invierno, al acostarme en
la cama fría: “cúbrete y sopla dentro, que así se calentará”. Me envolví en la manta y
comencé a soplar dentro de ella. Tiritaba de frío, pero al poco tiempo la temperatura
comenzó a elevarse, y mientras sostenía firmemente con las manos la frazada cerrada
en torno a mí, por primera vez en cuatro días y cuatro noches, me dormí. Fue un
instante. En realidad, lo que tardó mi cabeza en caer sobre mis piernas. De cualquier
manera, ese instante me dejó un sentimiento de paz y esperanza.
Cerca del amanecer comenzó a despejar. El abuelo Sol salió sobre un cielo
azul y sin nubes. Corría un viento fuerte y fresco, que heló mi cuerpo empapado
cuando salí de mi refugio bajo la manta para preparar mis cosas. Esa mañana
vendrían a buscarme. En mi ingenuidad egoica, sintiéndome el centro del
universo, pretendía que fueran a buscarme enseguida. Mi cabeza no podía
entender ni soportar más postergaciones. Según mi entendimiento ya había
terminado mi ciclo, y quería que me fueran a buscar sin dilaciones.
La maravillosa experiencia de la noche había pasado, y la sed había retornado
con toda su fuerza. Lo que para mí habían sido litros de agua, con seguridad no había
pasado de un par de vasos.
Ordené mi caja con objetos sagrados, la frazada, me puse las zapatillas y
esperé. Desde mi lugar veía pasar a Aurelio y su ayudante mexicano ir hacia otros
lugares, y no entendía que hacían que no venían a buscarme. En realidad visitaban a
los buscadores de siete días, y a un hermano que había llegado de México a terminar
sus trece días en nuestra tierra. Era obvio que ellos tenían la prioridad. Estarían por
más días que yo y que la mayoría, que recién comenzábamos nuestro ciclo de
buscadores. No solo no entendía que así era el diseño, como comprendería más
tarde, sino que además estaba tomado por las heridas del pasado, y eso hacía que la
espera me resultara intolerable.
Al final llegaron hasta mí. La primera fue una gran amiga que al pararse frente a
mí rompió en llanto. Y yo, en vez de comprender que lo hacía por la emoción de
verme, pensé que mi estado de salud sería deplorable. “Estoy peor d e lo que
pensaba”, fue el pensamiento que me atravesó.
Llegó Aurelio, me pidió que tomara mi bastón morado, que hiciera un
espacio entre el verde y el azul, que representan a la Madre y al Padre
respectivamente, y dijo: “entre el Cielo y la Tierra siempre habrá un lugar para
que vuelvas a casa”. Me emocioné, y cuando llegué al círculo ceremonial donde
estaba el Temazcal, me di cuenta que yo era el primero que habían ido a buscar del
grupo de los de cuatro días.
Eso me desesperó aún más. Me dejaron frente al fuego y salieron a buscar al
resto de los buscadores, que se encontraban en otra dirección en el campo. Un grupo
de apoyo cubría el Temazcal, y reían y cantaban mientras lo hacían. Tenían órdenes
estrictas de no mirarme ni hablarme, pues yo todavía estaba en mi búsqueda, y tenía
el retiro de la palabra, y por ende aún se me consideraba “puro espíritu”.
Lejos de alegrarme, todo ese jolgorio me irritaba más. Sentía como un peso
enorme, el tiempo no pasaba, sabía que tardarían en buscar a los otros, y aún más en
terminar los preparativos para la ceremonia de purificación donde nos devolverían la
palabra, y oficialmente terminaría mi búsqueda de ese año. Me sentía un anciano sin
fuerzas, me dolían los huesos y el alma, y un lento quejido comenzó a salir de mi
garganta. Cuando por fin llegaron los otros buscadores, pude comprender la
emoción en el rostro de Magdalena. A pesar de los cuerpos sufridos y enflaquecidos
por el ayuno y las penurias de cada cual, el brillo y la transparencia en la mirada
eran increíbles. Podía entender por qué nos llamaban espíritus, y por qué a alguien
se le había ocurrido decir que los ojos son las ventanas del alma. Qué belleza verse
en esos espejos insondables.
Finalmente entramos al Temazcal. Cuando Aurelio cerró la puerta y
comenzaron los cantos sentí una gran emoción, pero al poco tiempo mis
pensamientos comenzaron a volver: “todo muy lindo, pero esto no es para mí, hasta
aquí llegué, nunca más me agarran para este sufrimiento, no sé cómo lo hacen los
demás, pero para mí es suficiente, el año que viene ni piensen que me van a ver por
acá”.
Pensar en pasar de nuevo por tanta penuria, y aún tener que quedarme por
tres días más para completar los siete, no solo me parecía imposible, sino un acto de
completa locura. Los cantos continuaban en lo que me parecía una burla terrible,
pues el tiempo de saciar la sed, de volver al campamento, de encontrarme con mi
esposa e hijos, se hacía eterno. En medio de esas sensaciones y cavilaciones,
comenzó a aparecer dentro de mí un sentimiento de felicidad y plenitud increíble.
Por momentos quedé en un estado de estupor. Me sentía disociado, como si
pudiera verme desde un “tercer” lugar, y desde él pudiera contemplar con cierta
indiferencia a estas dos partes e n pugna dentro d e mí. Una d e ellas sufrida y
desesperanzada, que no quería volver más. Y otra que, en medio de la mayor
felicidad, sabía que volvería el año que viene a completar los siete días.
Acabé envuelto en esa sensación de éxtasis sin límites: una alegría que
impregnaba mi alma de una manera avasalladora. Tiempo después le pregunté a
Aurelio sobre esta experiencia, y escuetamente me respondió: “lo que n o es
alimento para tu cuerpo, sí lo es para tu Espíritu, la alegría viene de él, pues has
iniciado tu camino de regreso”.
Salí de ese Temazcal, luego de haber recibido la palabra, agua, jugo de
naranja y sandía hasta más no poder, convencido de que estaba loco. ¿Cómo era
posible que me sintiera tan feliz de saber que volvería el siguiente año, a vivir
todo aquello?
A partir de ese momento, todos mis siguientes años se ordenaron en torno a
la Búsqueda de la Visión, de tal forma que parecía que mi vida carecía de sentido
sin ella. Mi ego aún dio duras batallas antes de entregarse, pero la derrota
irreversible había comenzado.

CAPITULO XII

Sobre el Espíritu encarnado, sus vicisitudes y
pruebas en el camino de la existencia


Cuando el espíritu entra en la materia, o cuando lo no manifiesto ingresa en lo
manifiesto, entra en una especie de sueño. Olvida su origen. Así entramos en la
dimensión de la existencia.
Existir es diferente a Ser.
El Ser es. Existir es un proceso que, como tal, transcurre en el tiempo. Todo
lo que existe está en proceso de devenir. Desde la semilla al árbol existe un
proceso, condiciones, limitaciones y circunstancias que condicionan y posibilitan
el desarrollo de la esencia, que ya es en la semilla. El Ser habita en el mundo de la
esencia, en la pura posibilidad de lo no manifiesto, y para que se exprese, o sea para
que aparezca en el mundo de la existencia, tiene que pasar el tiempo.
En el campo del tiempo transcurre la experiencia. La serie interminable de
situaciones y pruebas que moldean el diseño misterioso de nuestra vida. El sentido
de nuestra existencia es lograr que nuestra esencia se manifieste en la vida
cotidiana. Es decir, que el campo del Ser atemporal se realice en el campo de la
temporalidad.
Hay una gran diferencia entre la inspiración de un poema y el poema
escrito, y entre este escrito y mostrárselo a otra persona, exponiéndonos a la crítica.
Del mismo modo, existe una gran diferencia entre escribir un poema a escribir un
libro de poesía, y entre esto último a vivir de la poesía. Muchos años, pruebas,
sacrificios y decisiones, nos separan de alcanzar la identidad de poetas. En
realidad, en esencia ya lo éramos desde el principio, pero para manifestarlo en el
mundo y convertirnos en tales en el plano de la existencia, debemos trabajar duro
con nosotros y el entorno que nos ha tocado en suerte.
Ésta es la diferencia entre el espíritu encarnado y el ego, o personalidad que
lidia con el mundo y sus circunstancias. Nos puede llevar innúmeras vidas
reconocer que nuestra tarea más importante en la vida es traer o manifestar nuestro
espíritu en la existencia. Esto se llama el triunfo del espíritu en la materia, o el
despertar del sueño del espíritu en la existencia. Eso que algunos llaman
iluminación.

Estaba sentado en el lugar del Oeste, conduciendo la ceremonia de apertura
de una de las Búsquedas de Visión en el Uruguay. Ya habíamos tomado la
medicina y los cantos transcurrían en el círculo, de forma ordenada y bella. Todo
estaba bien, hasta que sentí un peso enorme caer sobre mí. Me incliné ante el
impacto, y mi cabeza casi llegó hasta el fuego.
“¿Quién te crees que eres para ocupar ese lugar? ¿Qué estás haciendo ahí?
¿Cuál es tu propósito?”.
Todas estas preguntas me atravesaban más allá de mi voluntad. No podía
distinguir de dónde venían, pero vagamente sentía que llegaban de arriba. Estaba
ahí sentado, y al mismo tiempo era llevado hacia otra dimensión en un rápido
ascenso.
La subida paró cuando llegué a un espacio enorme. Era tan grande que me
sentía una pulga en medio del océano. A alguna distancia, que me resultaba
imposible determinar, distinguía algo como un inmenso trono donde estaba sentado
quien me interrogaba. Supe al instante que era el Gran Espíritu. Su presencia me
producía tal pavor que solo quería salir huyendo. Dentro de mí se suscitaban
sentimientos disociados, e impulsos contradictorios. Me parecía estar en la
escena del juicio final. No sentía amor ni confianza, solo el silencio y el pánico.
Quería que viniera otro a dar la cara. Quería huir del lugar que me había tocado,
pedir auxilio, dar explicaciones, excusarme, relativizar la situación, negociar,
manipular, pedir disculpas, y todas estas posibilidades eran descartadas
instantáneamente por alguna parte de mí. No tenía escapatoria posible: tenía que
responder a las preguntas que me habían formulado.
Darme cuenta de esto no me producía ningún alivio, solo aumentaba la
sensación de estar atrapado sin salida, como una rata enjaulada. No tenía idea de
qué responder a las preguntas que aún seguían resonando en mi cabeza.
De pronto lo supe: “estoy aquí por y para mi gente, vengo a pedir por los
niños, las mujeres y los ancianos, vengo a pedir por ellos, para que estén bien”.
Inmediatamente volví a mi lugar. Las puertas del cielo se abrieron y me sentí en
éxtasis: había superado la prueba.
En otra ocasión, también en el lugar de conducir una ceremonia, coloqué
como uno de los propósitos el que pudiéramos recuperar la memoria de quiénes
éramos y habíamos sido. Aludía a la memoria de nuestras anteriores encarnaciones,
pero esto era en realidad un propósito personal. Atravesaba una situación difícil en
cuanto a la recuperación de memorias dolorosas de otra vida y en realidad, sin
darme plena cuenta, estaba usando el espacio ceremonial para preguntar algo que
no me atrevía a hacer en forma individual. Luego que tomamos la Medicina y ésta
descendió sobre mí, pude ver con claridad, debido al aumento de la conciencia,
que usaba la situación para procurar una respuesta personal.
No sé si era yo mismo, si era el fuego, o la abuela ayahuasca, o los entes
de la oscuridad, pero entré en una vorágine de culpa, auto cuestionamiento y
descalificación casi cósmicas. La sensación de haber manipulado a los otros para
mis propósitos, de haber “pecado” contra un diseño sagrado de servicio, cayó sobre
mí y me paralizó.
Pero una vez más, algo dentro de mí se activó y se manifestó en
pensamientos claros y firmes. Mi corazón tomó las riendas y se expresó:
“Es verdad que he puesto un propósito personal encubierto en esta
ceremonia, pero yo estoy aquí para servir a mi gente, y este propósito de cualquier
manera es bueno para todos. Mi trabajo es sostener esta ceremonia para que cada
uno encuentre lo que ha venido a buscar”.
Ya no me importaba recuperar la memoria, ya no tenía ninguna curiosidad
con respecto a nada en particular. Había conseguido hacerme a un lado. Nada
personal interrumpía mi razón para estar allí. Un sentimiento de paz y alivio llegó
hasta mí. Una luz maravillosa inundó el lugar. Me levanté en estado de éxtasis a
colocar medicinas en el fuego, mientras mi voz acompañaba los cantos de la
ceremonia. Estaba feliz. Una vez más había entendido. Había, por decirlo de
alguna manera, triunfado sobre mí. Lo más sorprendente fue la voz dentro mío, la
expresión auténtica de mi Ser, y la no aceptación de la culpa descalificadora que
conduce a la parálisis, a la inacción.
No podemos detenernos frente a los errores. Cuando nos damos cuenta de
ellos ya los hemos cometido, ya existen y por tanto tienen consecuencias. Están ahí
para que podamos aprender algo, para crecer, para expandirnos. El primer paso es
reconocerlos, es decir iluminarlos con la luz de la conciencia. El segundo es
aceptar las consecuencias, reconocer nuestra responsabilidad. El tercero es no
dejarnos derrotar por ellos. El cuarto es corregir lo que podemos corregir. Y el
quinto es continuar el movimiento.
Cada uno de estos pasos es un portal para alcanzar un don. El primero nos
lleva a desarrollar la atención, el segundo la humildad, el tercero el coraje, el
cuarto la fuerza de voluntad y la honestidad, el quinto la libertad.
La Atención es la focalización de la Conciencia en lo que hacemos,
sentimos y pensamos.
La Humildad es la capacidad de inclinarnos frente al Misterio. No resistir,
exponernos y exponer nuestra ignorancia sin vergüenza o a pesar de ella, sin
expectativas o a pesar de ellas. En definitiva: la fluidez del movimiento.
El Coraje es la firmeza de la intención del corazón. La fuerza del Amor en el
centro de la acción.
La Fuerza de Voluntad y La Honestidad son los recursos que elegimos, la
dirección que retomamos ahora sí concientes del aprendizaje recibido, la elección
de continuar y sostener lo que hemos vivido. La capacidad de decidir cómo
queremos continuar con nuestra vida, en la plena aceptación de nuestra
responsabilidad existencial.
La Libertad es la consecuencia de vivir con conciencia. El reconocimiento
a las leyes universales que regulan el diseño de la vida. La plena aceptación del
derecho a elegir dentro de las posibilidades del Plan Divino. El movimiento
correcto es el movimiento posible, el acto de impecabilidad que convierte un
gesto en una obra de arte.
Una mariposa solo puede volar como mariposa. Su libertad consiste en la
plena aceptación de la dualidad de su vuelo, las posibilidades que le da y las
limitaciones que le otorga. Moverse en la dirección del vuelo es la plena
aceptación y realización de su Ser. Eso es la Libertad. La capacidad de, en pleno
conocimiento o en plena ignorancia, elegir una y otra vez Ser quién soy.

CAPÍTULO XIII

Sobre el fluir, el perdón y el diseño del Misterio

Fluir es aceptar, es no resistirse, es acompañar el movimiento del Universo,
es el estado de alineamiento.
Paradojalmente esto requiere de nosotros la voluntad de la no acción, la
aceptación de la voluntad mayor que se manifiesta a nuestro alrededor. La
complicidad con el diseño del Gran Espíritu.
Esto se vuelve particularmente difícil cuando hemos aprendido a resistir.
Cuando hemos reafirmado nuestra capacidad de resistir para sobrevivir. Esta
dualidad, esta característica polar entre resistir y entregarse, es uno de los misterios
más bellos de la creación. Danzar y hacer el Amor son dos movimientos donde
esta relación se expresa en toda su belleza.
La Confianza es el tercer elemento que posibilita, el aceite que lubrica la
acción y la entrega. Los acontecimientos dolorosos de nuestra existencia nos
enseñan a aceptar la Voluntad Mayor que conduce todo lo que existe. Querer lo que
el Universo quiere de nosotros es la llave, la senda y la expresión misma de la
libertad. Por eso, primero es la aceptación y luego el entendimiento. La confianza
total en el propósito divino, en el Amor incondicional del Plan, es lo que nos
permite abrirnos al entendimiento. El movimiento que nos permite correr el centro
de nuestra existencia, del ego hacia el Ser.
¿Para qué nos fue dada la voluntad, si luego tenemos que rendirla? Para
volvernos agentes concientes de la manifestación del Espíritu en la creación. La
voluntad de hacer es esencial a nuestra condición. Sin embargo no debemos
confundirla con una cualidad del ego, sino con una capacidad de la expresión del
Ser. El entusiasmo, la alegría al realizar nuestra tarea, no está ligada al resultado
sino a la acción en sí misma.
Aquello que hacemos, que estamos haciendo, es el resultado. No lo que
devendrá de nuestra acción. De lo contrario quedaremos presos en aquello que
hacemos, y en vez de ser libres en la expresión del Ser, nos convertiremos en
carceleros y prisioneros de nuestro hacer. Defenderemos lo que no nos pertenece, y
nos apropiaremos de aquello que en realidad nos contiene y crea. Somos frutos del
árbol de la Vida, le pertenecemos.
Pero no hay atajos para llegar, no solo a comprender todo esto, sino a vivirlo. Las
leyes universales que nos contienen, el diseño del que estamos hechos, requieren
experimentarlo. Rendir nuestra acción a su presencia, no oponernos a la Voluntad del
Creador/Creadora, es la trayectoria necesaria en el Camino de Vuelta a Casa. La
oposición genera sufrimiento y éste, a su vez, a la larga o la corta, genera conciencia
que, a su vez, nos conduce a la aceptación.
Despertar de la ilusión de nuestra vida individual y separada, de nuestros
propósitos personales, es el destino final de toda vida.
Las cosas y circunstancias no nos ocurren a nosotros, sino que se
manifiestan a través de nosotros.
Éste es el portal que nos conduce fuera de la culpa, y nos permite asumir la
responsabilidad sobre lo que hacemos.
“Esa herida que llevas es muy antigua, tienes que recordarla, y cuando
llegues ahí no te olvides que el propósito principal es perdonar. Cuando lo veas
todo tienes que perdonar, ¿lo has entendido?” La Abuela Ayahuasca me susurraba
al oído sus instrucciones en aquella ceremonia de cura, que yo mismo había pedido
para mí.
Quizás haya sido éste el momento más difícil de mi vida. Necesitaba ayuda,
pero no sabía cómo podría conducir una ceremonia que fuera para mí. Había visto
con claridad quiénes estarían ahí para ayudarme. También sabía que debía, desde el
principio, sentarme en el lugar de sanación frente al fuego. Cuatro hermanos del
camino espiritual, cuatro amigos del alma, estarían allí para sostener el fuego y
asistirme en el proceso de cura. Uno de ellos, un vidente amigo al que estaba
ayudando a aceptar su don y ponerlo al servicio de la familia espiritual, me dijo
cuando llegamos: “Dice tu mentor (guardián espiritual) que no te preocupes, que él
se encarga de conducir esta ceremonia. También te aviso que está la Muerte, y me
acaba de decir que no ha venido a llevarse a nadie, solo a darte un mensaje, que va a
entregarte luego que hayas tomado la Medicina”.
La Muerte me avisaría más tarde que era imprescindible que pudiera entrar
en contacto con la herida y perdonar a sus autores, antes que llegara mi hora de
partir. Muchas veces, durante ceremonias en las que había participado, no
conducido, en el inicio de mi camino, me había encontrado con una experiencia
infernal, de aniquilación, desesperanza y locura. Pero jamás me había sido
revelado el origen de ella.
Como tantas otras veces en que me disponía a procurar dentro de mí por
algún contenido, me embargaba la sensación de culpa, la vaga intuición de que
algo horrible había hecho, y que todo malestar en mi vida se debía a algún error
que no conseguía ver o aceptar. Siempre me veía a mi mismo, a pesar de que nunca
se había confirmado, en el papel de victimario, no de víctima. Estaba confundido.
No conseguía entender por qué, tanto la Abuela como mi Mentor o la Muerte, me
hablaban sobre perdonar lo que me habían hecho.
“Abuela, por más que me esfuerzo no consigo recordar nada. ¿Qué debo
hacer? ¿Debo tomar más Medicina?”. La Abuela asintió en silencio. Tomé más
Medicina.
“Recuerda el sentimiento que te acompañó en los momentos más difíciles
de tu vida. Ahí está el hilo conductor que te llevará al recuerdo, pero ten presente
que una vez allí debes perdonar, no lo olvides”, volvió a hablarme la Medicina.
Hay cosas de esa ceremonia que no puedo compartir, no debo contar, pues la
finalidad de este relato es el perdón y no la culpa. Quienes aún están vivos y
participaron de lo que ocurrió fueron perdonados para siempre, y nada hay en mi
corazón de rencor, revancha o venganza, y menos aún el mero deseo de hacerles
sentir mal. Como me dijo la Abuela: conseguí encontrar el hilo conductor.
Primero fueron las consecuencias de mi herida: una profunda disociación
defensiva, que me había permitido sobrevivir a la descalificación. A la aniquilación
que hubiera significado no lograr levantar esas defensas. El olvido generoso de mi
memoria, como en toda defensa, no había conseguido borrar las huellas del dolor de mi
alma. Un dolor, una tristeza que no me permitía vivir mi vida con plenitud.
Fue un viaje al infierno de, por lo menos, ocho horas. Cada tanto pedía una
tregua a la Medicina, al Fuego, a los espíritus que me acompañaban en la sanción.
“Por favor, no puedo más”, y el poder me soltaba, y descansaba por unos minutos.
Luego volvía a las imágenes del horror. Sabía que lo único que me liberaría era el
poder perdonar de verdad. Pero, para ser sincero, no podía hacerlo. Estaba trancado
en el canal de parto. Sabía por dónde salir, pero no lo conseguía. “Gran Espíritu,
por favor, ¿cómo se perdona esto?”.
Solo el silencio respondía a mis quejidos. Me dolía tanto el alma, que no
podía levantarme, ni siquiera sentarme. Intenté negociar: “está bien los perdono”.
“Así no. Tienes que perdonar de verdad. Si no, nunca serás libre”, me decía la
Abuela.
“Esto ya te ha pasado antes”, me decía mi Mentor, “debes resolverlo
ahora. Se te han dado todos estos años para que pudieras enfrentarlo. De lo contrario,
esa tristeza que llevas se irá una vez más contigo a tu próxima vida”.
Conseguí sentarme, y pedí el tabaco para expresarme: “En medio de todo
este dolor, y reconociendo que no sé que les pudo haber pasado para hacer lo que
hicieron, pero aceptando que todo esto es lo que hemos venido haciéndonos los
unos a los otros durante milenios, decido de corazón cortar este lazo de
sufrimiento que nos une. Los reconozco como hermanos y hermanas del camino,
pues ¿cómo podría yo erigirme en juez de vuestra conducta? ¿Acaso solo porque
me lo han hecho a mí?
¿Quién fue el que lo hizo primero, Gran Espíritu?, pues de verdad no lo sé.
Pero sí quiero terminarlo aquí. Lo perdono todo. Lo agradezco todo. No tengo
nada para reclamar”.
Las consecuencias de mi herida en el plano de mis relaciones, me fueron
reveladas esa noche. Una razón más para el tormento. Veía con claridad los errores
de juicio en los que había caído, las decisiones erradas, las responsabilidades
adjudicadas a quiénes nada tenían que ver con todo aquello. Justamente las
personas más íntimas, las más cercanas, las que más amaba.
El bloqueo de la memoria, la consecuente retracción de mi conciencia, la
defensa a ultranza de mi fragilidad disfrazada de culpa, la imposibilidad de
confiar, de entregarme, desfilaban ante mí resignificando mi vida y mi pasado.
¿De qué me servía entenderlo ahora, cuando ya había cometido tantos errores?
¿Cómo haría para repararlos?
Intenté negar lo que había vivido, y la Medicina me golpeó con fuerza:
-Abre los ojos -me ordenó la Abuela. Así lo hice.
-¿Puedes ver ese Fuego? -preguntó.
No solo podía verlo, el Centro Ceremonial entero estaba cubierto de una luz
azulada que manaba del techo, de una fuente inexplicable.
-¿Confías en tu Abuelo? -volvió a preguntar.
No solo sentía la confianza en Él. Percibía, con todo mi ser, el Amor
Incondicional que manaba de su centro.
-Sí, confío totalmente en él -le respondí.
-¿Confías en mí, y en todos los que te estamos acompañando ahora y
siempre?
-Sí, Abuelita, confío -volví a responder.
-Entonces, vas a tener que tomar una decisión en este momento: o confías en
todo lo que te hemos mostrado, o continúas desconfiando de todos a los que dices
amar.
No tenía escapatoria. O continuaba siendo el mismo de siempre, viviendo en
la soledad de mi omnipotencia, en el temor insondable al desamparo, o me
entregaba a la verdad.
-Sí, confío, Abuelita. Sí, confío, ayúdenme por favor - las lágrimas
comenzaron a lavar el dolor remanente en mi alma.
Ya había amanecido. Un nuevo mundo, una nueva oportunidad se abrían
para mí. No sería fácil caminar lo que había visto esa noche. Me llevó casi un año
digerir la experiencia, y recuperar por fin la alegría de vivir.
Perdonarme resultó tan difícil como perdonar. Pero ése es el camino de la
libertad. De vivir sin culpas. La aceptación, la entrega total y sin condiciones, a
lo que nos ha tocado vivir.

EPÍLOGO

Las siete flechas,
y el orden de la creación

Existe un orden que nos contiene. Un diseño, una estructura. La cáscara de
un Huevo Cósmico, que posibilita que el embrión de la creación se desarrolle de la
forma correcta. El Gran Misterio y el Gran Espíritu. El principio femenino y el
principio masculino de la creación.
Hacía siete años que Aurelio no venía al Uruguay. Tres años atrás, había
estado con él en un país andino, en la reunión del Consejo Internacional del Fuego
Sagrado para, entre otras cosas, entregarle un tabaco, con el propósito de levantar la
Danza del Sol en nuestro país. Nos había pedido una serie de requisitos para hacerlo, y
durante todo ese tiempo habíamos trabajado duro para cumplirlos.
Llegó en el año en que rezábamos a la dirección del Padre, justo para
danzarle al Padre Sol. Cenábamos alrededor de la mesa junto a Solange y mis
hijos, cuando Aurelio comenzó a hablar de las siete flechas.
En el diseño de la ceremonia del peyote, el primer diseño luego de la
medialuna son las siete flechas. Nunca me había interrogado sobre el sentido último
de ellas. Esto se debía a que el diseño que Aurelio me había dejado para las
ceremonias era diferente, y por tanto, durante esos siete años de su ausencia,
había intentado entender lo que me había dejado como responsabilidad.
Nunca conseguí discernir si Aurelio hablaba conciente de un propósito
específico, o si lo hacía canalizando al Espíritu para nosotros. Pero cualquiera
fuera la razón por la que había comenzado a expresarse en ese sentido, cuando lo
hizo entré inmediatamente en otro estado de conciencia. Cada explicación que
daba sobre cada una de las flechas, me alcanzaba en un lugar de absoluta y clara
comprensión. Como si estuviera preparado para entender la profundidad de lo que
decía.
“La primera flecha es la que envió la Madre Tierra hacia el Sol. La expresión
de su Amor por el Padre Sol, y esta flecha se llama: el Conocimiento”. Hacía
breves intervalos, con el propósito de darnos un tiempo para comprender sus
palabras.
“La segunda es la respuesta del Padre al Amor de la Madre, y es la flecha
que el Sol envió en respuesta a la primera: la Sabiduría: el saber que sé”.
“La tercera es la Comprensión”. “La cuarta es la Cooperación”. “La quinta
es la Inteligencia”.
“La sexta es la Gran Madre, el Gran Misterio”.
“Y la séptima es el Huevo Cósmico, el árbol de la Vida.
La unión del Padre y de la Madre”.
Mientras hablaba llovían sobre mí las imágenes correspondientes a cada
flecha, y su aplicación a cada momento de la vida, tanto en su aspecto
trascendente, como en su aplicación cotidiana a nuestras vidas y relaciones.
Pronto comprendí que éste era el orden de la Creación, el diseño universal. Las siete
leyes que contenían, ordenaban y posibilitaban la manifestación, en el plano de la
existencia, de la esencia espiritual que impregna toda vida.
Si bien comprendía, y comprendo, que el entendimiento sobre ellas no
puede ser forzado, o alcanzado por la simple expresión en palabras de su
insondable misterio, quedó en mí la imperiosa necesidad de compartir mi
comprensión sobre todo ello, con toda “nuestra gente”.
Cumplo con la manifestación de ese deseo al dejar por escrito lo que he
entendido. Dejo claro que este legado es el de mi comprensión, y no pretende
agotar, ni sustituir, el entendimiento de cada uno.

La primer flecha, o sea el Amor de la Madre por el Padre, es el
Conocimiento. Sin embargo, no debe confundirse este conocimiento con lo que
comúnmente llamamos “conocimiento” en nuestra cultura. Se refiere al
conocimiento directo de toda vida. Es decir, a lo que una planta sabe por el hecho
de estar viva. Su capacidad de dirigirse al Sol con las hojas, y hacia la tierra con
las raíces, en su proceso de crecimiento. No precisa de ninguna instrucción para
hacerlo. Ese conocimiento le es inherente, le es dado como fundamento y
expresión de su ser vivo. Así también nuestro cuerpo sabe cómo mantenerse vivo y
crearse a sí mismo, por decirlo de alguna manera. Éste es el conocimiento de la
Madre, el don, la capacidad de crear la vida. En el yace el misterio insondable de la
creación, como veremos más adelante.
La segunda flecha, o sea el Amor que el Padre Sol envió a la Madre en
respuesta a la primera flecha, es la Sabiduría. Pero, una vez más, no debemos
confundir este concepto con cualquier idea previa que tengamos sobre “sabiduría”.
La sabiduría aquí aludida es el saber que sé, es decir la conciencia. En otras palabras:
la vida conciente de sí misma es el don del Padre.
La tercera flecha, es la Comprensión. Cuando juntamos la vida con la
conciencia, somos capaces de comprender. La primera experiencia es la vida, la
segunda es la conciencia sobre ella, la tercera es poder comprender, de alguna
manera, aquello que vivimos.
La cuarta flecha, es la Cooperación. Cuando podemos comprender
somos capaces de cooperar, de fluir con lo que ocurre. De alguna manera se
acaban las quejas, y comenzamos a cooperar con el orden en el que estamos
involucrados. Pero en el ejercicio de la comprensión y la cooperación despertamos
a:
La quinta flecha, es la Inteligencia. Es decir, comenzamos a entender que
existe una inteligencia superior, que está por detrás de todo lo que existe. Un
propósito mayor del que formamos parte. Al percibir esta inteligencia nos damos
cuenta del Misterio Insondable al que pertenece. La imposibilidad última de
descifrar la fuente original de toda vida. O sea:
La sexta flecha, es el Gran Misterio: la Gran Madre. Por último, estamos
en condiciones de entender que estas dos flechas están intrínsecamente unidas.
Forman el gran Árbol de la Vida, el Huevo Cósmico, es decir:
La séptima flecha, es el Ometeoc.
La Oscuridad, la luz negra, el vacío insondable del espacio infinito que
solemos confundir con la nada, es en realidad el Útero Universal en el que se
gesta toda la creación: la Gran Madre, el Gran Misterio. La luz que nos
permite verla es el Gran Espíritu. Juntos son el Árbol de la Vida: la Madre y el
Padre, amándose y creando a todas sus hijas e hijos, por siempre y para siempre.
Este orden, este milagro, no ocurre afuera de nosotros. Nosotros somos ese
milagro, así como también lo es todo lo que nos rodea.
OTRAS OBRAS DEL AUTOR



Quisiera compartir con todos que esta obra como cualquier otra es un
reflejo de quien la escribe, y del mismo modo que un ser humano es una obra
inconclusa este libro también lo es.
Como personas debemos aceptar el desafío de concluir la obra de nuestras
vidas y en este sentido todos somos autores del libro de nuestra existencia.
Escribir el “Gestalt, Zen…” me ha dado la oportunidad de esforzarme a
recorrer y realizar en mi cotidianeidad aquello que he puesto en palabras.
Espero que de alguna manera esta obra les sirva de estímulo para
continuar adelante con la construcción de sus propios destinos.
Descubro al releerlo que la espiritualidad que se desprende de muchas
partes del texto es hoy una realidad en mi vida.
Nuevamente agradezco al Espíritu por alcanzar lo que en algún momento
fue un sueño.
La vida es siempre circular y vuelve a pasar una y otra vez por las mismas
lecciones hasta que somos capaces de aprender de ellas.
Ojalá podamos seguir encontrándonos en esta espiral sin fin para seguir
aprendiendo juntos.

Alejandro Spangenberg
Montevideo, Setiembre 2004



…”Gestalt es una visión global, totalizadora, un paradigma holístico, un
gesto ético, un canto a la vida.
Es también una teoría, pero como las notas escritas solo sirven de guía,
como buen instrumento, nunca olvida que más importante que la herramienta es la
mano que la empuña, que más importante que el mapa es el territorio que se
recorre.
Por eso es también humilde y practica la humildad, considerando lo obvio,
lo simple, la superficie tan importante como las profundidades del mar; porque
no hay más maravilla en el valle que en el lecho del río. Gestalt es una travesía, un
camino compartido, una senda,
UNA RUTA DE VUELTA A CASA, un misterio que se revela en relación,
en compañía”…

Fragmento del libro
“Gestalt, Zen y la Inversión de la Caída” (4ta. Edición, Ed. Psicolibros, A.
Spangenberg), publicado por primera vez en 1993


Al escribir este prólogo, luego de recorrer las páginas de este
hermoso libro, me siento profundamente emocionada por todas las
vivencias que me ha traído. Me ha reconectado con nuevas formas
de nombrar o «entender» mi propio camino de regreso, del que
muchas veces me distraigo, tal vez creyendo o deseando unas breves
«vacaciones». Pero no solo eso, me llevaron de nuevo al encuentro de
mi hermano, compañero y colega Alejandro, reconociéndolo en cada
una de las páginas en su «camino de crecimiento, en su inagotable
lucha consigo mismo, en su camino del héroe», para alcanzar la
verdadera vida en el Amor. Y de eso mismo creo que se trata todo
esto, de como los mitos, la trascendencia, la espiritualidad nos
relaciona a todos en la búsqueda del ser y de la unión divina, la vuelta
al origen, ya sea que ésto sea claro o no para nosotros. Es así que yo me
veo a mi misma incluida en este libro, así como lo veo a su autor.

Extracto del prólogo.
Psic. Patricia Vidal.


En “El Camino a la Libertad”, Alejandro Corchs y Alejandro
Spangenberg, dos autores que han dedicado su vida a apoyar el
desarrollo de la esencia humana, se han unido para brindarnos el fruto
de años de trabajo y experiencia. Como ellos mismos dicen en la
introducción:

“Este libro no es un manual, ni pretende abarcar lo inabarcable.
Es una síntesis, es un mapa que, como todo buen mapa, no puede
confundirse con el territorio que describe. Saber que una carretera lleva
a un lugar, no sustituye ni provee la experiencia de recorrerla. Sin
embargo, tener un buen mapa en la vida puede ser la diferencia entre
estar perdido, o saber hacia dónde ir”.
El Camino a la Libertad es una experiencia enriquecedora que
cada uno debe recorrer, y ése es el gran desafío de la vida. Pero qué
seguridad y confianza nos despierta el saber que en este mundo
moderno, en esta cultura actual, existen personas que lo hicieron, y
que hoy nos devuelven aire fresco y esperanza, señalando un sendero
que no necesita de una religión o de una creencia específica, y sin
embargo las abarca a todas, porque se trata de reconstruir nuestra
relación íntima con el Universo.
Celebramos con alegría que dos seres humanos de este tiempo,
abran El Camino a la Libertad, honrando a todas las formas y a todas
las religiones. Así nos imaginamos a la nueva humanidad: una
sociedad donde el respeto y el amor incondicional sin prejuicios pero
con dirección, sea la manera que cobije el encuentro humano.
En este preciado libro, los autores nos revelan con sencillez y
contundente claridad, nuestra relación más íntima: la relación con
nosotros mismos. ¡Adelante!


… Para eso debo explicar cuál es el lugar que este ser humano
ocupa en nuestro círculo: Alejandro es nuestro Gran Búho Blanco.
El Búho Blanco es el pájaro que guió a nuestra gente a través de
la noche del alma, con su maravillosa capacidad de ver a través de la
oscuridad, y de volar en silencio sorteando todos los obstáculos, hasta
llegar al nuevo día del amor incondicional, el respeto y la igualdad…
Gracias a la incansable guía de Alejandro y su esposa Solange,
gracias a sus súplicas y al esfuerzo verdadero, luego de años y años de
caminar logramos reparar la memoria del dolor, y restituir para todos
los seres el fluir del manantial de este lugar de la Madre Tierra: el
manantial de la alegría.

Alejandro Corchs Lerena
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