A impulsos de la sangre germánica: Usos y paradojas del
origen Julio Premat
“Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por los indios de Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulsos de la sangre germánica), eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica” (OC 1: 632). Esta frase, incluida en el retrato inaugural del protagonista de “El Sur”, resulta paradójica; en todo caso, lo es la hipótesis explicativa que lleva al hijo de un pastor alemán a elegir un linaje heroico, un linaje ennoblecedor para el nacionalismo argentino, por influencia o acción de sus orígenes germánicos. Dentro de una concepción del sujeto como la que figura en la obra de Borges, concepción que relativiza su unicidad y presupone fórmulas de tipo cada hombre es todos hombres y el ser es una nadería, un simulacro (o un sofisma), resulta inesperado ver que se aluda a la determinación nacional y familiar (el abuelo alemán, la sangre germánica), cuando no genética (la sangre), para justificar un acto digamos identitario. Es decir, la preferencia por el antepasado guerrero muerto en la pampa, una pampa histórica percibida como un cronotopo épico equivalente a las más fogosas tradiciones europeas. Semejante elección anuncia la intriga del cuento: Dahlmann prefiere morir en un improbable duelo a cuchillo, aunque quizás muera en un hospital. El doble origen contiene, así, las dos posibilidades que estructuran el relato y están en el cimiento de su ambigüedad: Dahlmann elige pero no sabemos a ciencia cierta si logra borrar su otro linaje, su otro yo que nada tiene de épico. Más allá, y tomando en cuenta los valores y funciones de lo que cabe denominar el origen, es singular que el resultado de la sangre germánica consista en privilegiar la filiación argentina. El mandato de lo heredado que, según los principios sagrados de nuestros mitos de origen, es siempre absoluto e ineludible, lleva a elegir otro origen; en alguna medida, se traiciona a sí mismo, haciendo de la sangre alemana el umbral para una identidad “hondamente” argentina, tal como lo afirma el narrador. Esta paradoja (la exaltación de los emblemas del nacionalismo argentino “a impulsos” de la determinación inherente a una descendencia europea), está vinculada con otra paradoja, de tonalidades más ideológicas, la señalada por Borges en “El escritor argentino y la tradición”: el nacionalismo es una idea que los nacionalistas argentinos deberían rechazar por foránea (Scavino). En el ejemplo vemos funcionar, en todo caso, una tensión lógica que pone en escena los orígenes nacionales y las determinaciones familiares frente a sus resultados, efectos y operaciones, los que contradicen los valores básicos de los primeros. Contradicen pero, hay que subrayarlo, no los anulan: en el texto tenemos a la vez la influencia y el valor del origen –la sangre germánica motiva el comportamiento de Dahlmann–, y su negación, su vaciamiento, su superación: la sangre germánica lleva a elegir lo argentino; y, aún más, al origen se lo elige, no es una imposición radical. Lo antedicho remite a una figura estructural en Borges, la que supone representar, desarrollar oposiciones, sacando provecho narrativo y resonancias semánticas múltiples de la dinámica así creada. En palabras de Piglia: “Borges nunca excluye los contrarios, sino que los mantiene y los integra como elementos constitutivos de su escritura” (34). La lista de ejemplos es larga y constituye un fundamento de esta literatura. Como el narrador de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, hago primero un enfasis en el concepto de origen. Porque el uso de opuestos es notable en este caso, a partir del repertorio temático y de los principios funcionales y lógicos de los orígenes (lugar de la esencia absoluta, de la solemnidad exaltante, de la verdad sin fisuras, según la lectura del mito que lleva a cabo Foucault, lector de Nietzsche). Es decir, a la vez la determinación que los comienzos imponen (el devenir prolonga siempre una página primera), la causalidad lógica que inducen (los inicios armonizan la heterogeneidad de los hechos), los modelos narrativos que cristalizan ese funcionamiento (en particular la biografía pero también la fundación de mundos), las concepciones del tiempo que acompañan el recurso sistemático al principio de las cosas y de los individuos, y en regla general la exaltación idealizante de lo primero, lo primigenio, lo inaugural. Evocar el comienzo, el origen, es explicar cómo y por qué la unicidad llega a la existencia: origen del universo, inicio de la historia, fundación de una ciudad o de una nación, principios de una familia o de una biografía, primera vez que abre la posibilidad de una obra. La pregunta del origen es, claro está, la pregunta de la originalidad, la de la especificidad, ante una biblioteca que determina, hasta asfixiarla, una palabra singular que busca imponerse; la pregunta del origen remite al enigma de la escritura y a la compleja delimitación de un sujeto específico, un autor. Estadísticas y destino El breve retrato que abre el cuento “El Sur” es una versión tardía de un modelo a la vez de exposición y de narración que recorre, a veces abrumadoramente, los textos de Borges de los 30, vale decir, un relato biográfico más o menos imaginario. La publicación de Evaristo Carriego (1930) y sobre todo la de Historia universal de la infamia (1935) son los jalones fundamentales de esos años a la vez enigmáticos y centrales en la evolución de una obra que, como es sabido, va a transformarse radicalmente a partir de 1939. La exposición y el desmantelamiento del género biográfico han sido a menudo comentados en tanto que rasgos dominantes de ese paso por una “caja negra” mágicamente transformadora que lleva del último libro de poemas dedicados a una Buenos Aires reinventada (Cuaderno San Martín, 1929), a los grandes cuentos enciclopédicos y especulativos de los 40. Por otra parte, desde hace ya muchos años se accede fácilmente a una serie de textos de esta decada que demuestran una actividad febril de lectura, crítica y reflexión, de la cual Discusión (1932) e Historia de la eternidad (1936) sólo dan una visión parcial. Se trata de ensayos, prólogos, reseñas y presentaciones de escritores publicados sobre todo en revistas, entre los cuales cabe destacar el rubro literario que aparecía cada quince días en la revista El Hogar (1936-1939), en la cual figuran “Biografías sintéticas” (cuarenta y ocho fueron recogidas en el volumen Textos cautivos en 1986, el año de la muerte de Borges). Ese material presenta el evidente carácter de un laboratorio de escritura, tanto por el almacenamiento de citas, problemáticas e ideas, como por la puesta a punto de procedimientos retóricos, ejercicios de argumentación, discusión sobre la categoría de valor, inserción en una historia literaria y en la literatura contemporánea (Lafon “Le foyer”). En lo que concierne las modalidades de presentación de los orígenes biográficos y nacionales (fue nuestro punto de partida) en los textos del período, las “Biografías sintéticas” publicadas en la revista El Hogar son los ejemplos más pertinentes por su función informativa y su contenido referencial. Vamos a concentrarnos aquí en ellos, pero antes resumo algunos rasgos de los dos libros precedentes, mucho más conocidos. En lo que concierne a Evaristo Carriego, recordemos que la vertiente biográfica está marcada por una serie de afirmaciones que exponen una lucidez descreída ante ese tipo de relatos. Por un lado, el segundo capítulo comienza con una célebre especulación dubitativa: “Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía” (OC 1: 127, cf. Lefere). Borges se sitúa, así, más allá de la “despreocupación” y la “inocencia” (para no decir ingenuidad) del relato biográfico. El relato, en sí paradójico, es también arbitrario, como leemos en Evaristo Carriego, porque impone elegir entre la enumeración de acontecimientos (“infinitos e incalculables”) o la transmición de alguna verdad sobre el personaje: “Sólo una descripción intemporal, morosa con amor, puede devolvérnoslo” (OC 1: 130). Borges privilegia entonces la construcción de una imagen del escritor, fuera de la cronología y por lo tanto eficaz: su idea platónica y no su devenir inestable. Por otro lado, en un prólogo de 1950, volviendo a Evaristo Carriego, Borges formula otra idea: “Yo he sospechado alguna vez que cualquier vida humana, por intrincada y populosa que sea, consta en realidad de un momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”, que de hecho es la reescritura de una frase de “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)” (OC 1: 183, 675). Frente a una vida, cuyos hechos son “infinitos e incalculables” en la cita precedente o que es “intrincada y populosa” en ésta, ya no se responde con una “descripción intemporal”, sino con la focalización semántica y dramática en un episodio determinado. Nótese en ambos casos que Borges, al plantear explícitamente el problema de cómo dar cuenta de una vida humana, reflexiona sobre el relato: en el primer ejemplo, la respuesta sería una especie de retrato poético (la “descripción intemporal” de Carriego); en el segundo, una narración breve, focalizada en un efecto sugestivo pero fragmentado –y por lo tanto, no una novela–. En esta perspectiva, la biografía no será un relato ni un devenir (no será el relato de un devenir), sino la evocación de las circunstancias que preparan y permiten algo así como una revelación, una irrupción: “algo”, “eso”, sucede y transforma el sentido de lo conocido, o lo borra por su carácter a menudo enigmático. En muchos casos, el “algo” que irrumpe, “eso” que se revela de pronto, es la vocación literaria y una identidad de autor. Por otro lado, si la vida se reduce a un acontecimiento único, la biografía de Borges va a funcionar como una exacerbación formalista y paródica del relato teleológico: en ella, todo puede limitarse a preparar un momento clave, exaltación inquietante de un sentido claro y único que ordena el pasado. La muerte de Laprida, en el “Poema conjetural”, es el mejor ejemplo: “Al fin he descubierto / la recóndita clave de mis años...” (OC 2: 288). Las motivaciones y modalidades de emergencia de Historia universal de la infamia constituyen, en sí mismas, un relato sutil que Borges fue tramando a lo largo de los años, en el cual cabe señalar la prolongada ambigüedad de la relación establecida con Marcel Schwob, cuya función de modelo es primero borrada, luego comentada indirectamente, para recién reconocérsela en un texto de 1985.1 Mucho se podría decir al respecto. No temos, simplemente, que las afirmaciones y prácticas de esos años retoman las teorizaciones llevadas a cabo por el francés en el “Prefacio” de sus Vidas imaginarias, por ejemplo cuando opone su concepción de vidas fragmentadas e imaginarias a la novela naturalista o al trabajo del historiador, o cuando afirma la dimensión múltiple e inestable del relato biográfico: “el ideal del biógrafo sería diferenciar al infinito el aspecto de dos filósofos que hubiesen inventado poco más o menos la misma metafísica” (7). No sería descabellado ver, en algunos ensayos y cuentos de Borges una variante invertida de esta posición: sea en el destino del héroe/traidor de “Tema del traidor y del héroe”, sea en la posibilidad, evocada en “Sobre el Vathek de William Beckford” de redactar “un número indefinido, y casi infinito, de biografías de un hombre, que [destacaran] hechos independientes y de las que tendríamos que leer muchas antes de comprender que el protagonista es el mismo” (OC 2: 130). Tanto en Schwob como en Borges, los mecanismos del género biográfico –es lo que afirma Alexandre Green sobre Schwob– son un catálogo de infracciones: hibridación genérica, metadiscursividad, finales abiertos o conjeturales, especularidad, elipsis narrativas (201-03). Los dos se inscriben, ya, en lo que se ha denominado el paradigma moderno de la biografía.2 Ambos llevan a cabo ciertas operaciones que, refiriéndose a Pierre Michon y sus “vidas minúsculas”, Dominique Viart enumera como descentramientos (51-54). Descentramiento biográfico (la vida del otro para narrar la del autor), metódico (la expresión de una verdad indirecta, oblicua), jerárquico (se mezclan vidas nobles y vidas infames), formal (se deja de lado a la novela, pero también el cuento tradicional), cognitivo (se renuncia a la comprensión y a la explicación), lógico (se exaspera o se invierte la causalidad), etc. Así, el recurso a las vidas imaginarias no es ajeno a una toma de posición ante géneros dominantes, ante legitimaciones culturales, ante los requisitos de la verdad de la historia, ante modos de introducir autorrepresentaciones: todo un programa de entrada en literatura. Y completando, en el período también se combinan la cultura popular y la letrada (como lo hace la Revista Multicolor de los Sábados). Desde el título, en Historia universal de la infamia, se desvirtúa la psicología y se instala la invención biográfica del lado de la denominación, de lo esquemático y del resumen de rasgos y acontecimientos; el relato trabaja con lo tipológico, a la manera de cierta paraliteratura (folletín, relato de aventuras, novela policial o, inclusive, cine hollywoodense). En cuanto a las “Biografías sintéticas” empecemos diciendo que éstas presentan algunos rasgos de construcción estables y repetidos. Por un lado, la enumeración de lo que varias veces Borges denomina los “datos estadísticos” de una vida (lugar y fecha de nacimiento, filiación, oficio, publicaciones). Por el otro, la puesta de relieve de una anécdota lateral o alguna cita casual, que, según un principio ya utilizado pretende resumir una vida y caracterizar una posición enunciativa e imaginaria a través de un detalle. Al conjunto se le agregan, a veces, comentarios y juicios generales sobre la literatura o sobre la “idiosincrasia” literaria de tal o cual cultura. El modelo enciclopédico e informativo va de par por lo tanto con una serie de intervenciones que alteran la evidencia de ese modelo, porque ironizan, dramatizan o contradicen las informaciones dadas, o bien porque exponen el carácter arbitrario de la elección de una cita, una anécdota, un rasgo lateral del biografiado. En lo que a los orígenes nacionales o familiares se refiere, notamos una serie de diferencias, incluso de oposiciones, que sugieren un dispositivo de variantes más que una adhesión a tal o cual teoría sobre la determinación impuesta por los antepasados, por una anécdota de la infancia, por la cultura o la religión. Muchas biografías presentan las informaciones básicas sin sacar de ellas ningún provecho semántico, o más bien, plantean estos datos como un enigma que no se intenta resolver; un ejemplo sería la vida de Hermann Sudermann, hijo de menonitas, “vale decir”, comenta Borges, que eran “lo bastante fervientes para no desertar de una oscura fe perseguida que prohíbe a los fieles el sacerdocio, la magistratura y el ejercicio de las armas” (Textos 135); en vano el lector buscará en la vida y obra del escritor alemán un efecto, directo o indirecto, de la peculiar fe de sus padres, señalada sin embargo con entusiasmo. En muchos otros casos, hay resonancias entre esas informaciones y la obra posterior, lo que convierte a estos mini relatos en una explicación, un comentario o una justificación de lo escrito. Estas resonancias cubren, de manera relativamente equilibrada, varias figuras lógicas distintas. Por lo pronto, saturan la determinación del origen al explicar el destino del escritor por su familia o su lugar de nacimiento: es lo que sucede con Virginia Woolf, David Garrett, Evelyn Waugh o Lytton Strachey. Frente al consabido condicionamiento del medio cultural familiar, otros ejemplos son más complejos: la madre de Gustav Meyrink fue una actriz, lo que despierta un comentario maldiciente entre paréntesis: “(Es demasiado fácil comprobar que su obra literaria es histriónica)” (230). Liam O’Flaherty profesó desde niño “dos pasiones: el odio de Inglaterra, la reverencia de la Iglesia Católica. (El amor de la literatura inglesa mitigó la primera de esas pasiones; el socialismo, la segunda)” (146), mientras que “Machen nació en la aldea antiquísima de Caerlon, cuyo nombre romano es Castra legionum y que guarda leyendas del rey Artús. En su solitaria niñez (y en toda su vida) han influido las perdurables ruinas romanas, la penumbra céltica de los bosques y la caótica biblioteca de su padre” (255). En esta serie y recordando siempre a un Dahlmann que para el Borges de los 30 no es más que un brumoso futuro, los orígenes dobles aparecen subrayados, como si la marca de un linaje o de una cultura basada en dos polos contradictorios aumentara o enriqueciera sus efectos. Henri Barbusse es “hijo de dos sangres, hijo de padre francés y de madre inglesa” (105); Eden Phillpotts, “el más inglés de los escritores ingleses”, es de “evidente origen hebreo y nació en la India” (331); Franz Werfel: “Judeoalemán, heredero de dos culturas –la del Talmud y la de Lessing– nació en la milenaria ciudad donde dos culturas se juntan, no sin discordia y sin milenario rencor: la de Bohemia y la germánica”, y a los veintiún años bajo la doble influencia de los Salmos de la Escritura y de Whitman, publicó su primer libro de versos (120); Jorge Isaacs es criollo y judío, y por lo tanto “hijo de dos sangres incrédulas” (127); o “La amistad de las dos literaturas más ricas del mundo occidental –la de Francia y la de Inglaterra– ha sido bastante fértil para las dos. Julián Green es una ilustración viviente de su amistad. [...] Hijo de norteamericanos, biznieto de irlandeses y de escoceses, nació en París” (214). Cuando no es una transmisión familiar, es el topos del acontecimiento transformador, a menudo traumatizante, el que cumple una función causal. Eden Phillpotts a los catorce años atravesó por primera vez el páramo de Dartmoor, “que es una pampa nebulosa y hambrienta en el centro de Devonshire. (Misterios del proceso poético: esa caminata de 1876 –ocho rendidas lenguas– determinó casi toda su obra ulterior...” (112). Benedetto Croce pierde a los 17 años a toda su familia en un terremoto y “para eludir una total desesperación, resolvió pensar en el Universo” (50); James Langston Hughes vive otro terremoto, esta vez en México y “no se olvidará de miles de hombres silenciosos y arrodillados mientras temblaba lentamente la tierra y el cielo estaba azul” (92); William H. Wright (S. S. Van Dine), después de una enfermedad, grave, se convierte en escritor de fantasías criminológicas (138), etc. En contradicción con lo anterior, muchas biografías se sustentan gracias a una oposición: el destino del escritor funciona entonces a contramano de las determinaciones identificables. Para Isaac Babel, “irreparablemente semita”, “el clima habitual de la vida” fue la catástrofe. “En los dudosos intervalos de los pogroms aprendió no sólo a leer y a escribir, sino a apreciar la literatura y a gustar de la obra de Maupassant, de Flaubert y de Rabelais” (202); sobre León Feuchtwanger: “La frase ‘un novelista alemán’ es casi una contradicción, ya que Alemania [...] es notoriamente pobre en novelas” –y a pesar de ser alemán, Feuchtwanger es novelista (42). T. S. Eliot es el inverosímil compatriota de los “Blues de Saint Louis”: “Thomas Stearns Eliot nació en la enérgica ciudad de ese nombre” y sin embargo sus textos no se parecen a los blues (142). Y por qué no señalarlo: los dos escritores negros (Countée Cullen y Langston Hughes) pueden incluirse en esta serie por su origen racial, aunque Cullen viene de una tradición burguesa urbana eclesiástica (171) mientras que los abuelos maternos de Hughes “eran negros libres propietarios” (92) y su padre, abogado. Estas contradicciones abarcan toda una vida –“Hay hombres venerados que sospechamos sin embargo inferiores a la obra que cumplieron” (302)– o conciernen la emergencia en sí de la escritura; E. M. Forster, el futuro escritor de la India colonial, viaja por primera vez a Egipto y en vez de descubrir allí la inspiración del exotismo, escribe “el más impersonal de sus libros” (134). Pero, de todos modos, la vida, tan frecuentemente solicitada en algunos casos, no siempre resulta esclarecedora, es superior a la obra o es un mito incomprobable. Enumerar los hechos de la vida de Valéry es ignorar a Valéry, es no aludir siquiera a Paul Valéry (75); “Los hechos estadísticos de la vida del poeta Edward Estlin Cummings caben en pocas líneas...” (162) y en el extremo opuesto: “Famosamente dijo Oscar Wilde que su talento estaba en sus obras y su genio en su vida. Lo cierto es que su vida interesa más que sus obras” (284). Nimias o excepcionales, las peripecias son interrogadas para intentar explicar lo escrito, como en Franz Kafka: “Los hechos de la vida de este autor no proponen otro misterio que el de su no indagada relación con la obra extraordinaria” (182). Y cuando no adolecen de insignificancia, están marcados por la fabulación: la historia personal de James Joyce, “como la de ciertas naciones, se pierde en mitologías. Una de sus leyendas dice que a los nueve años publicó un folleto elegíaco” (83): a veces las anécdotas de infancia son determinantes y explicativas, a veces son mitología. Y, de todos modos, a la convención aquí también se la expone: Entiendo que el interés de cualquier autobiografía es de orden psicológico, y que el hecho de omitir ciertos rasgos no es menos típico de un hombre que el de abundar en ellos. Entiendo que los hechos valen como ilustración del carácter y que el narrador puede silenciar los que quiere. (108) Esta serie de figuras opuestas, que en muchos aspectos parece el fruto de una combinatoria, están presentes en otros textos de Borges, como por ejemplo en los textos incluidos en Prólogos, con un prólogo de prólogos: Gibbon, el historiador de la Roma, tiene un linaje antiguo (OC 4: 77), Carriego, el poeta de barrios tradicionales, una “clara y vieja cepa” (38), Estanislao del Campo, irónico poeta gauchesco, una “buena tradición unitaria” (35) mientras que otro poeta gauchesco, Ascasubi, nace bajo una carreta (23). Y así siempre: el cuento “El acercamiento a Almotásim”, comienza con alusiones a juicios sobre influencias explicativas e inverosímiles (“la doble, inverosímil tutela de Wilkie Collins y del ilustre persa del siglo doce, Ferid Eddin Attar”; la novela es el resultado de una “combinación algo incómoda” de textos –de orígenes– distintos) (OC 1: 495). El mismo rasgo, más claramente humorístico, puede leerse en “Examen de la obra de Herbert Quain” ya que una necrológica lo compara con Gertrude Stein y Agatha Christie (OC 1: 552), mientras que en “El jardín de senderos que se bifurcan”, el comportamiento de Yu Tsun obedece a la vez a los mandatos de sus jefes alemanes y a la repetición de lo iniciado por su ilustre antepasado. En Otras inquisiciones, leemos que la ciudad de Salem, lugar puritano de origen para Hawthorne, sigue determinando sus posiciones de vejez (OC 2: 59); o que los Rubayat de Omar Kayyám son, en conjunción con la traducción-adaptación de Edward Fitzgerald, la marca del nacimiento de uno de los grandes poetas de Inglaterra. Una gran obra es así fruto de una coincidencia contingente, “un azar benéfico” (OC 2: 82), etc. Inútil ir más allá en el relevamiento de un mecanismo de escritura omnipresente, mejor retomemos algunas constataciones. En el marco de una evidente obsesión por las filiaciones, las nacionalidades, las experiencias determinantes y, en general, los orígenes, Borges renueva o instrumentaliza tópicos de la determinación; la sangre en términos de marca de pertenencia nacional o racial, la herencia de los padres o de linajes más amplios, la relación entre vida y obra, las coordenadas de una formación intelectual, las vivencias tempranas como causantes de un devenir personal y artístico. Al hacerlo, las biografías parecen repetidamente responder a ciertas preguntas esenciales de lo literario: cómo leer lo actual, cómo evaluar, y ante todo, cómo explicar, en relación con una vida, la emergencia de la obra. La relación entre vida y obra, a la vez ineludible y misteriosa, se encuentra constantemente interrogada, en tanto que espacio del “cómo devenir escritor” que se inscribe en una perspectiva histórica (el devenir) y ejemplar (los modelos). La utilización de estos tópicos se lleva a cabo de manera, como vimos, conflictiva o paradójica, sin desmontar su relativa validez. No se trata de creencias absolutas, ya que constatamos funcionamientos opuestos de los mismos valores y, por otro lado, un distanciamiento irónico y descreído aparece frecuentemente, desestabilizando el conjunto. Entre adhesión, obsesión y deconstrucción, Borges propone una revisión dinámica de los esquemas narrativos clásicos de la biografía, vista como un relato en algunos puntos fabuloso, pero no por ello falso, capaz de desplegar los misterios de la creación. Las formas de una vida Michel Lafon considera que los presupuestos de Borges en el género biográfico, presentes en Historia universal de la infamia y en estas “Biografías sintéticas”, constituyen el molde narrativo de la mayor parte de los cuentos, en particular los de Ficciones. La afirmación es quizás exagerada pero apunta a un fenómeno mayor: en cierta práctica del relato biográfico se cristaliza una forma reconocible, la “ficción borgeana” (según la expresión de Calvino, citada por el mismo Lafon). Si retomamos esta propuesta y establecemos paralelos entre estos relatos y la obra posterior, dos grandes terrenos de sentido se perciben. Por un lado, el relato biográfico como dispositivo formal (en la perspectiva de Schwob) y como modelo de causalidad novelesca, causalidad que Borges interroga en un ensayo temprano (“El arte narrativo y la magia”). Por el otro, los valores y funciones que conviene atribuirle a esta escritura obsesiva de orígenes, filiaciones y pertenencias. La biografía como dispositivo, ante todo. El modelo se plantea, si nos restringimos a las “Biografías sintéticas”, como un relato surgido de la enciclopedia; si bien coincide con el uso de la nota bibliográfica, la reseña, el ensayo, el mapa de influencias (todo lo cual se prolonga con creces en la obra futura), tiene la particularidad de integrar una variable narrativa mayor, en la medida en que la biografía se basa en la cronología y la dinámica causa-efecto. Es la enciclopedia hecha narración, peripecia, destino; o el lugar en que la enciclopedia puede ser leída como una forma de autobiografía. Ahora bien, si la raigambre enciclopédica (“estadística” dijimos) es evidente, el uso del esquema biográfico, la focalización en un detalle lateral, la exacerbación de algún elemento, van más allá, en la medida en que se corresponde con un dispositivo formal de escritura; a saber, variar las posibilidades propuestas por esa estructura de relato gracias a contrastes, determinaciones mágicas, dobles o negadas, así como al uso de ideas tópicas o sorprendentes sobre un origen (espacio, tiempo, experiencia, sangre). Es decir, un procedimiento de escritura que pone en escena a la vez la arbitrariedad del relato, la elección de los elementos explicativos, el enigma de la creación y la engañosa pretensión de proponer respuestas a una pregunta que no las tiene. Borges, como él mismo lo dice en “Dos antiguos problemas” sobre los griegos y sus sofismas, sólo habría jugado “a la perplejidad y al misterio” (TR 2: 93). En ese sentido, la práctica de la nota biográfica no sería ajena a modelos de exposición que, luego, permitirán la escritura de textos brillantes, como “La muralla y los libros”, en el que se interroga la lógica de comportamiento y la psicología de un emperador que, al mismo tiempo, manda destruir el pasado (todos los libros) y construir la más fabulosa obra de la cultura china, la célebre muralla. La conclusión de Borges es formalista: el contrapunto de dos fenómenos simétricos y opuestos engendra el interés y da lugar, en la promesa de una revelación huidiza, al hecho estético. En lo que se refiere a las semejanzas entre la causalidad propuesta por la biografía y la que desarrolla el género novelesco, valgan dos citas simétricas de Borges para justificarlas. En una reseña de mayo de 1933 sobre La santa furia del Padre Castañeda, una biografía de Arturo Capdevila, leemos: La biografía novelada es un género incómodo, menos quizá para el lector que para el escritor. Su problema es éste: Si faltan pormenores circunstanciales, todo parece irreal; si abundan, nadie les presta crédito. La vaguedad es cosa desabrida, pero la mucha precisión huele a apócrifa. La solución es ésta: inventar pormenores tan verosímiles que parezcan inevitables, o tan dramáticos que el lector los prefiera a la discusión. (TR 2: 40) La biografía no plantea un problema de verdad, historicidad, correspondencia con hechos fehacientes, sino un problema de adhesión del lector: de efecto realista y no de realidad. Por lo tanto, la solución es del orden de la ficción: “inventar pormenores” verosímiles o dramáticos. La biografía supone dispositivos narrativos, no correspondencias entre lo narrado y lo sucedido. Para la novela, el problema y por lo tanto la solución, son los mismos, si leemos otra reseña del mismo año (de diciembre esta vez), sobre 45 días y treinta marineros de Norah Lange: El problema central de la novela es la causalidad. Si faltan pormenores circunstanciales, todo parece irreal; si abundan (como en las novelas de Bove, o en el Huckleberry Finn de Mark Twain) recelamos de esa documentada verdad y de sus detalles fehacientes. La solución es ésta: inventar pormenores tan verosímiles que parezcan inevitables, o tan dramáticos que el lector los prefiera a la discusión. (TR 2: 77) No sé si la repetición puede tomarse como una prefiguración de las dos citas paralelas de la misma frase, sacada una del Quijote de Cervantes y otra del de Pierre Menard; más bien, y más allá de la recuperación de lo ya escrito en un período de producción periodística abundante y apresurada, la autocita implica una identificación fuerte entre los dos géneros (biografía, novela) y tanto como de sus recursos narrativos con la problemática de verosimilitud por ellos planteada. Del conjunto, cabe volver a la dinámica causal: Si “no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos” (“La flor de Coleridge” 21) y si toda biografía impone una selección entre miles de hechos distintos (“Sobre el Vathek de William Beckford” 130), narrar una vida implica resolver la aporía del paso de una plenitud omnisciente a un relato inteligible gracias a una ficción arbitraria. Una ficción que reduce la multiplicidad y expone un reducido número de peripecias capaces, de manera armoniosa o sorprendente, de explicar el devenir. Relato histórico cuyo hecho central es la escritura de una obra literaria (como el crimen en una investigación policial), la biografía de escritores es una forma privilegiada para proceder a una deconstrucción de este funcionamiento, en particular al exponer la serie causa-efecto como una elección arbitraria. Frente al proceso natural de la historia, “resultado incesante de incontrolables e infinitas operaciones”, en el de la novela, escribe Borges en “El arte narrativo y la magia”, impera el proceso “mágico, donde profetizan los pormenores”, proceso que es “lúcido, limitado”. Está hecho de semejanzas (“magia imitativa” cuando se le atribuye la causa a un fenómeno similar al efecto) o de cercanía (“magia contagiosa”, cuando se trata de una relación metonímica). El uso de la palabra magia sugiere una dimensión sobrenatural, cuando de lo que está en juego aquí es una exacerbación de la determinación: “la magia es la coronación o pesadilla de lo causal, no su contradicción”. Frente al desorden del mundo real, la novela “debe ser un juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades. Todo episodio, en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior” (270). Como vemos, el relato biográfico, más que presentar una verdad sobre el sujeto o una explicación causal del “volverse” escritor, le propone a Borges una perspectiva sobre procedimientos narrativos, que son similares a los de toda ficción. En ese sentido la biografía es, como dijimos, un laboratorio de escritura, al permitir desmontar el esquema causal mágico de la novela, proponiendo asociaciones sorprendentes y filiaciones contradictorias, cuando no parodias de su funcionamiento. Un ejemplo, radical al respecto, la primera de las “historias infames”, “El espantoso redentor Lazarus Morell”. En ella se expande hasta el absurdo humorístico el principio de causalidad, con una sección inaugural intitulada “La causa remota”, que parte de Bartolomé de las Casas y de su defensa de los indios como origen de la presencia negra en América y, por lo tanto, como desencadenante de una serie heterogénea de acontecimientos (los blues, la obra de Figari, la Guerra de Secesión, el film Aleluya, “la gracia de la señorita de Tal”, etc.), en los que cabe incluir la historia que leeremos, es decir la historia de un estafador de esclavos en las plantaciones del Mississippi en el siglo XIX. Las secciones siguientes, prolongan la exposición humorística de los protocolos de un modelo novelístico decimonónico: de la lejana “causa” pasamos a “El lugar” (descripción del paisaje con valor previsiblemente metonímico y anunciador de la intriga); “Los hombres” (el medio social y la historia reciente como marco lógico que determina y delimita la acción posible); “El hombre” (la presentación física y moral del protagonista, acorde con sus actos posteriores); “El método” (sus acciones habituales que sirven para delinear el nudo dramático de lo que sucederá), etc. Y, luego de un relato bastante rápido que, si tomamos en cuenta tantas etapas liminares, resulta decepcionante, se exhibe el desenlace como un corte abrupto, en contra de las expectativas genéricas. Efectivamente, en una última sección intitulada “La interrupción”, la historia, en vez de terminarse con una escena exaltante que correspondiese con lo hasta entonces narrado, se detiene con una muerte anodina en un hospital: “me duele confesar que la historia del Mississippi no aprovechó esas oportunidades suntuosas. Contrariamente a toda justicia poética (o simetría poética) tampoco el río de sus crímenes fue su tumba. El dos de enero de 1835, Lazarus Morell falleció de una congestión pulmonar en el hospital de Natchez” (OC 1: 354). Otra vez, una analogía con Schwob y sus Vidas imaginarias se impone. Con un gesto similar, el francés ya había concluido su última vida, la de dos terroríficos serial killers, “Los señores Burke y Hare, asesinos”, interrumpiendo el relato con una metalepsis irónica: Y aquí, disintiendo con todos los biógrafos, abandonaré a los señores Burke y Hare en medio de su aureola de gloria. ¿Por qué destruir un tan hermoso efecto artístico llevándolos lánguidamente hasta el final de su carrera, revelando sus flaquezas y decepciones? No hay que verlos de otra manera como no sea con su máscara en la mano deambulando en las noches de niebla. Porque el final de sus vidas fue vulgar y parecido a muchos otros. (40) En ambos casos, el desenlace desestabiliza el relato que se ha llevado a cabo; la historia queda abierta, trunca o es decepcionante; a la biografía le falta su pieza maestra, un final que le diese sentido al conjunto: una muerte que transforme la vida en destino. Frente a la desilusión que produce la realidad de la biografía, la superioridad de la ficción es indiscutible. Y en ambos casos, la biografía parodia la “fortaleza” formal y semántica de la novela. Sea como fuere, avanzando en la cronología de escritura de la obra, tomemos ejemplos, paralelos o semejantes a “El Sur”. Dentro de los límites de Ficciones tenemos una fábula, “Las ruinas circulares”, que exacerba hasta la humillación la imposibilidad de una voluntad y de un proyecto propios. Verdadera alegoría de la creación, el cuento tematiza los pasos requeridos para la emergencia de una representación fidedigna, surgida del sueño e impuesta a la realidad; sin embargo, el transcurso arquetípicamente lineal que sugiere el río (desde una fuente hasta una desembocadura), se ve quebrado por la circularidad de los templos y de la repetición. El demiurgo que realiza la proeza de engendrar a un hombre termina descubriendo que él mismo es soñado por otro; su conciencia y capacidad están determinadas por quien lo creó, es decir están marcadas ineluctablemente por el deseo de otro, por la voluntad de otro. Un otro que, por aproximaciones sucesivas, no puede sino ser Dios. Ese Dios, garante del sentido de las acciones y fuente que marca todos los actos de los hombres, es, contradictoriamente, buscado, anhelado, en “La biblioteca de Babel”: ante el caos meticuloso de la biblioteca, ante su pesadillesca construcción, hecha ella también de repeticiones y de formas de circularidad (una circularidad angulosa, agresiva, como la que distingue al hexágono del círculo), el narrador termina evocando una “elegante esperanza” (OC 1: 566): que haya un Orden, una forma, también circular, en la cual el desorden se repetiría de la misma manera. El Orden del que se trata remite, a su vez, al sentido en una perspectiva originaria: que alguien haya pensado, creado, organizado ese universo que para los hombres es un laberinto disparatado. O sea, en un ejemplo, la voluntad precedente oprime y afantasma al creador, en el otro, el anciano bibliotecario busca una voluntad suprema que explique un mundo en vías de desaparición. Si no me equivoco, las figuras son opuestas. Otra variante alrededor de la determinación de los orígenes aparece en “Funes el memorioso”: hijo de una planchadora del pueblo y de padre dudoso (quizás un médico inglés, quizás un domador o rastreador del departamento de Salto), el joven Ireneo tiene la filiación bastarda e imprecisa de los gauchos, lo que puede dar lugar a condicionamientos imprevisibles. Sin embargo, más que una encrucijada de “sangres”, como la que vive Dahlmann, es una contingencia, es decir un accidente (también como Dahlmann: una caída del caballo) lo que prefigura su destino fuera de lo común, el de un superhombre: un “Zarathustra cimarrón y vernáculo” según un juicio ditirámbico citado en el cuento (OC 1: 583). En todo caso, el lugar de nacimiento, su nacionalidad, sus orígenes familiares, son prolijamente opuestos a lo que será su destino y sus capacidades extraordinarias, en particular en lo que se refiere al aprendizaje del latín y al conocimiento de la vida de los hombres ilustres de la Roma clásica. Esta figura de una ficción que funciona a contrapelo de lo previsible y, en términos biográficos, a contracorriente de las determinaciones del origen, llegará a su punto culminante en la “Historia del guerrero y de la cautiva”, en la cual el bárbaro olvidará la “geografía de selvas y ciénagas” de la que proviene para defender una ciudad luminosa hecha de cipreses y de mármol, mientras que la inglesa de Yorkshire se aleja de la “isla querida” para preferir una vida feral, “el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia” (672). En esta perspectiva, la doble filiación de Dahlmann que evocamos al comienzo y la encrucijada que ésta plantea, se integra en una serie que incluye variantes y oposiciones: en una versión la determinación es absoluta y terrorífica, en la otra, es buscada, anhelada; en una se la contradice frontalmente, en otra, como es el caso de Dahlmann, se la sigue de manera paradójica. La apoteosis de este funcionamiento se materializa en las variantes narrativas imaginadas por Herbert Quain (la misma situación tiene efectos diferentes y proliferantes) y, por supuesto, en la concepción del tiempo de “El jardín de senderos que se bifurcan”, en la cual toda situación –toda causa– da lugar a todos los efectos imaginables, sin exclusiones, situados en líneas temporales distintas. El hombre sin ombligo Dicho esto, ¿cuál es la visión de los orígenes en Borges? Un complemento interpretativo de los procedimientos subrayados vería en la biografía y los orígenes un relato que, tradicionalmente, tendría relación con la búsqueda de explicación o de sentido. En este caso, la explicación o el sentido se refieren a la emergencia de la obra, al misterio en sí de la escritura y del “ser escritor”, como dijimos. Por lo tanto, en niveles distintos, la biografía y los interrogantes a los orígenes no serían tan diferentes a los usos de la teología y de la filosofía, vistas como dos esferas de conocimiento que movilizan el sentido del universo, esferas constantemente interrogadas y subvertidas en la obra. Pero la omnipresencia también implica una obsesión, un elemento nodal del imaginario: “¿Quién no jugó a los antepasados alguna vez, a las prehistorias de su carne y su sangre?”, se pregunta Borges en respuesta a una “acusación” de ser judío, revelando lo ineluctable de la novela familiar (TR 2: 83). Lo que se dramatiza y repite son las condiciones de posibilidad de una literatura personal, la existencia de una palabra propia y, en alguna medida, nueva. Antes de profundizar esta relación entre filiación familiar y creación, subrayemos que la idea de algo inédito, de una apertura, cambio o fundación es frecuente en los textos. Aunque Borges descree de las grandes fechas axiales que, como un parteaguas, transforman definitivamente el decurso de la historia humana, la identificación de una “primera vez” es una verdadera idea fija en sus reflexiones. Si bien en “El pudor de la historia” Borges se burla de una declaración exaltada de Goethe (“En este lugar y el día de hoy, se abre una época en la historia del mundo y podemos decir que hemos asistido a su origen”, OC 2: 160), también propone su propia versión del gesto: “[Esquilo] ‘elevó de uno a dos el número de actores’”, un cambio que anuncia una forma nueva (OC 2: 160); al hacerlo, le quita solemnidad pero no pertinencia a la idea de que las cosas comienzan, a la eventualidad de que alguien, modestamente, sea capaz de inaugurar algo determinante para el devenir de la literatura. Otra vez, una paradoja: el teorizador de la repetición y de la reescritura señala con insistencia la “primera vez” del uso de formas, ideas, metáforas. Tomando ejemplos, un poco al azar, en el segundo volumen de Textos recobrados: “El primer sueño literario con ambiente de sueño es quizá el famoso de Wordsworth” (TR 2: 110); Kipling “fue sin duda el primer poeta europeo que tomó de Musa a la Máquina” (TR 2: 138); “Hacia 1670, el plotiniano inglés Henry More usó la frase cuarta dimensión, acaso por primera vez en el mundo” (TR 2: 95). En el mismo sentido puede verse todas las ficciones que proponen recomenzar la historia: fundación de Buenos Aires, invención de libros, ya escritos o fabulosos, recuperación de modelos bíblicos (la trayectoria narrativa que va del Génesis al Apocalipsis) y utópicos para crear mundos ex nihilo, como el de Tlön. Así se inventa una ciudad inexistente, libros y enciclopedias que no existen, fabulando entonces un origen, una idea de la tradición, un concepto de clásico, una concepción del comienzo y de la causa primera. El origen funciona como un absoluto relativo, quebrando lo ineluctable de lo heredado, ya que se puede elegir un elemento cualquiera como explicación de todo lo que sigue o, al contrario, mostrar que un acontecimiento de envergadura contradice todo lo que lo precede. O, inclusive, y seguramente esta opción es la más frecuente, el azar y la determinación actúan como dos fuerzas disímiles situadas en los inicios para dar cuenta de lo existente. Un buen ejemplo es la ceguera, peripecia que, en “El hacedor”, explica mágicamente la emergencia del libro fundacional de la literatura occidental, La Ilíada. Por un lado, la ceguera es una circunstancia imprevisible, arbitraria; nada de lo que ese hombre vivió hasta entonces lo prepara para seguir siendo escritor cuando le llega, sin razón alguna, la ceguera (“Gradualmente, el hermoso universo fue abandonándolo...”). Esa circunstancia contingente lo lleva a recuperar una transmisión paterna (el padre le puso alguna vez en las manos un codiciado puñal de bronce, “bello y cargado de poder”), un mandato (le ordenó “Que alguien sepa que eres un hombre”) y una ensoñación épica infantil (“descendió la brusca ladera [...] soñándose Áyax y Perseo y poblando de heridas y de batallas la oscuridad salobre”) (OC 2: 191-92), todo lo cual sí explica que un hecho casual desencadene un destino, el de empezar a adivinar “un rumor de gloria y de hexámetros”, la obra futura. Así, según un funcionamiento lógico ya constatado, un hecho circunstancial (la ceguera o, en el “Poema conjetural”, las condiciones de la muerte de Laprida), le dan sentido a una vida, la justifican inclusive, con un ordenamiento retrospectivo de lo pasado y un condicionamiento de lo porvenir; en “El hacedor”, el futuro es la escritura. De más está decir que esta puesta en escena de la ceguera remite a un acontecimiento real (la ceguera del propio Borges), incorporada como un biografema central en la autorrepresentación tardía del escritor. Se la incorpora en tanto que herencia familiar (en particular, de su padre), o sea que es un rasgo “previsto” por los orígenes y por condicionamientos previos al sujeto. En la versión fabulada, la de “El hacedor”, el origen de la obra está dado así, al mismo tiempo, como una determinación familiar (la transmisión, la orden) y una consecuencia inesperada de esa misma determinación, en un cruce entre el destino y lo casual. No es entonces una consecuencia directa, la obra es el resultado de paradojas y efectos que, dijimos, habría que llamar mágicos. Es lo que se declara en otra versión de lo mismo, el “Poema de los dones”, cuando se evoca la “declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche” (OC 2: 222). La identidad, marcada por y surgida del pasado, es al mismo tiempo imprevisible, da lugar a lo impensable. La ceguera personal transformada en peripecia literaria y en condicionamiento heredado (heredado del padre, de Groussac, de Homero) nos lleva a un aspecto esencial de la obra, particularmente operativo en “El Sur”: el de la autobiografía y la escritura sistemática de los orígenes familiares del autor. Una interpretación ya establecida ve en Dahlmann y en las peripecias del cuento una autoficción, tanto en términos de personaje como narrativos alrededor del accidente de 1938, accidente a menudo solicitado por Borges para explicar, legendariamente, la transformación de su obra en los 30. Y más allá de estas lecturas de “El Sur”, Ricardo Piglia, en un artículo de gran divulgación(“Ideología y ficción en Borges”), identifica un relato fracturado, disperso, que construye la historia de la propia escritura. Esa “narración genealógica” gira alrededor de un “linaje doble”: por un lado, los fundadores y los guerreros, asociados a la pampa del siglo XIX y a una gesta épica; por el otro, los antepasados literarios, los precursores, los modelos. De manera más restringida, y según el modelo expuesto para Dahlmann, la filiación inglesa y la filiación criolla, la filiación épica de los antepasados y la filiación letrada del padre, su biblioteca, su vocación frustrada de escritor. En Borges, afirma Piglia, “las relaciones de parentesco son metafóricas de todas las demás”, y constituyen el pilar de un mito personal que no resuelve las contradicciones sino que las conserva. Así se definen las condiciones de la obra: “el acceso a las propiedades que hacen posible la escritura” (34). En su tardía e indirecta Autobiografía, Borges retoma elementos conocidos de esta narración. Reencontramos los dos linajes, tanto el del heroísmo y de la cultura letrada, como el de la tradición argentina del siglo XIX y el de la cultura inglesa, linajes dispares materializados en dos espacios significativos: el Palermo de compadritos como lugar de origen, la infinita biblioteca paterna como horizonte de formación (Vecchio). Entre ambos, no queda más que la nostalgia, también frecuentemente afirmada, por un “destino épico que las divinidades [le] negaron” (23); las oposiciones presentes en la obra podrían ocupar, exactamente, el lugar de esa nostalgia, o de respuesta a esa nostalgia. Vale la pena recordar una formulación explícita de otro elemento, ya enunciado antes: Desde mi niñez, cuando le sobrevino la ceguera, se consideraba de manera tácita que yo cumpliría el destino literario que las circunstancias habían negado a mi padre. Era algo que se daba por descontado (y esas convicciones son más importantes que las cosas que meramente se dicen). Se esperaba que yo fuera escritor. (29) Ante semejante mandato familiar (en el que parece incorporarse a la madre o, más generalmente, a una imagen ideal de Georgie, con el uso del impersonal: “se daba por descontado”, “se esperaba”), la respuesta no es sólo la obediencia porque, enseguida, se señala otro mandato, pero del lado de la autorización. El padre le dice una vez: “Los hijos educan a sus padres y no al revés”, lo que altera el orden generacional y las funciones modélicas (la primera traducción publicada por Borges, se nos cuenta en la misma página, es atribuida, erróneamente, a su padre) (30). Las figuras de los condicionamientos nacionales, familiares y filiales aparecen así exacerbadas, pero incluidas en un movimiento contradictorio (los dos linajes), en una imposibilidad y una nostalgia (el destino épico improbable), y en una vía imaginaria para resolver la aporía edípica: al mismo tiempo, el padre impone y autoriza la diferencia, la superioridad o incluso la insolencia ante sus mayores por parte del hijo. La presencia de una narración genealógica repetida tolera varias lecturas y comentarios divergentes. Una narración que abarca tanto lo colectivo (la Argentina del siglo XIX, los escritores de la infinita biblioteca paterna), como lo individual (el antepasado guerrero, el padre letrado), pero en la cual entonces la idea de filiación, de herencia, de transmisión, de modelo, de determinación, es fundamental. En clave ideológica, como lo hace Piglia, veríamos en ella una “interpretación de la cultura argentina” que fija en el origen y en la familia de Borges contradicciones históricas, consideradas esenciales en la tradición sarmientina (civilización versus barbarie). La historia argentina sería una historia familiar que explica los bienes heredados, culturales y nacionales. En otra dirección, pero en la misma tonalidad, los dos linajes pueden ponerse en relación con las operaciones llevadas a cabo con la gran tradición occidental o con la erudición: se la convoca a cada paso, pero de manera irrespetuosa y heterogénea, transformándola en peripecia de un compadrito de Fray Bentos o, en “Tlön”, en un hallazgo de jóvenes escritores del arrabal del mundo (Molloy). Reescribir la tradición occidental desde la pampa, escribirla como un avatar pampeano, integrar las historias de compadritos o los combates en la frontera del desierto en tanto que peripecia de un mismo relato, lleva a una apropiación, una desviación y a la delimitación de un lugar de legitimación cultural. Algo similar podría afirmarse sobre la recurrente alusión a una determinación nacional, con alusiones a los valores, creencias y constantes de tal o cual nacionalidad. La sinécdoque generalizante (“el argentino”, “el norteamericano”, “el francés”) apuntan a eso, a delimitar un modo de pertenencia y un marco de sentido consecuente (a pesar de oponerse Borges a los fundamentos mismos del nacionalismo). Este doble movimiento de representación y sutil cuestionamiento (debes ser como tu padre pero debes cambiar a tu padre, ser su maestro) merece ser comentado. Una analogía al respecto. Frente a las aporías de todo pensamiento sobre el tiempo, Ricœur nota el valor de la ficción, en tanto que posibilidad de reavivar lo incomprensible o lo irrepresentable, pero también la posibilidad de convertir todo eso en fuerzas de producción. La novela, en particular, se caracteriza por su capacidad de introducir variaciones imaginativas de la reinscripción sistemática del tiempo fenomenológico en el tiempo cósmico (es decir, la organización del tiempo en calendario, generaciones, archivos). La “puesta en intriga” implica la construcción de un orden distinto que incluye y supera el desorden: es una concordancia discordante. Por un lado se “descronologiza” el relato, como una confesión del “otro” del tiempo; al hacerlo, no se lo deroga, sino que se lo profundiza, se lo jerarquiza, se lo despliega: es un consuelo ante los imperativos del tiempo organizado (459-532). Ampliando la afirmación, la determinación biográfica o autobiográfica según aparece en la obra de Borges funciona de manera similar, al establecer, por un lado, una concordancia y una discordancia entre el presente y un pasado explicativo. Un pasado que rige y aclara a la literatura de hoy (en los ensayos el autor se complace en las filiaciones que, de libro en libro, identifican el mismo motivo o la misma metáfora que se repite: por ejemplo el “Pero che” de un gaucho no hace más que retomar el “Tú también, hijo mío” de Julio César) (OC 2: 205). Pero por otro lado, el presente puede modificar el pasado, como el mismo Borges lo escribió a menudo, tanto gracias a las variaciones del recuerdo como a través de la escritura en sí. Si cada escritor transforma y crea sus precursores, según el célebre ejemplo de “Kafka y los precursores”, cada escritor inventa su determinación, la discute, la desplaza, la invierte. Escribir una nueva obra supone modificar el pasado, vale decir retomar las causas, las fuentes, las filiaciones y los orígenes del presente, transformándolos. Desde el psicoanálisis, hay quienes afirman algo semejante: si las circunstancias pasadas, a veces traumatizantes, no son modificables, lo que sí se puede cambiar son los efectos del pasado en el sujeto. Al desplazarse en el presente, el sujeto reconstruye otra visión de su historia y logra que esa historia no actúe en el mismo sentido, revirtiendo o invirtiendo el pasado. Así se esbozaría, por lo tanto, una concepción inédita de las causas, en la medida en que la determinación proviene de la manera en que un sujeto se sitúa frente a los efectos de su historia. El sujeto se instaura, se constituye en tanto que entidad aparte en el gesto de encontrar, entonces, una respuesta peculiar al efecto, en particular al hablar desde otro lugar, abandonando el discurso del otro que lo atraviesa, y distanciándose así de la determinación originaria (Bruno). Para la causalidad psicoanalítica, lo que cuenta no es tanto la realidad de un pasado traumatizante, sino las maneras en que ese pasado se integra en un presente en movimiento, en redes relacionales, en reelaboración constante del relato sobre lo sucedido. Sylvia de Castro recuerda una frase de Goethe citada por Freud: “Lo que has heredado de tus padres / adquiérelo para poseerlo” y afirma que si Lacan escribía que “La frase ya ha sido empezada antes” (192), antes del niño, antes de su nacimiento incluso, esto supone al mismo tiempo que él, “el mismo niño, tendrá que interpretarla, proseguirla y, en últimas, asumirla como propia cuando no modificarla”. La tematización del origen, de la filiación, de la fundación, permite esa exposición de una tensión. Es imposible excluir la determinación; inscribirse en los mandatos de lo heredado es una fatalidad. Pero desplazar los posibles de ese espacio de origen, acentuar sus convenciones, oponer sus efectos, fabular desenlaces sorprendentes al respecto, podrían verse como “desesperaciones aparentes y un consuelo secreto” (“Nueva refutación del tiempo” 181). El arte es capaz, a diferencia de la historia, de invertir las generaciones, de proponer orígenes absolutos o efímeros, dobles o contradictorios, orígenes que se eligen (como lo hace Dahlmann y lo postulan Said o Noudelmann, con el concepto de una afiliación en vez de filiación). El origen, así, es una forma de originalidad, una afirmación de unicidad, una forma de ruptura, aunque sea una ruptura enciclopédica y reverente de lo que precede. En todo caso, desde los márgenes de Occidente, desde una concepción moderna que anula la posibilidad de la originalidad o desde una historia personal que fabula, una y otra vez, la escritura y la ceguera como herencias implacables, la puesta en ficción constante de los orígenes, los desplazamientos y expansiones contradictorias de ese relato, no sólo suponen una repetición sino también una reapropiación que transforma las causas, reivindica la capacidad de actuar ante ellas, eligiendo o delirando los efectos; en alguna medida, subvirtiendo sus valores, sin negarlos. Porque convocar la determinación, sea cósmica, nacional o biográfica, es una manera de perturbarla, sean cuales fueran sus funciones en el ejemplo dado, ya que en el mismo libro, y a veces en el mismo relato, tenemos versiones opuestas de ese valor aparentemente indiscutible. Es decir, en vez de plantear una opción vanguardista de radicalidad, una reivindicación de situarse fuera de lo heredado, en Borges las operaciones de desplazamiento y resemantización de los orígenes se llevan a cabo desde dentro, desde esos mismos discursos. Al hacerlo se apunta a un imposible, ya que la variabilidad de los valores del origen actualiza la idea de un libro ideal, el que no se podrá escribir, pero al que no se renuncia, el que resultaría de un “como si” en el cual los orígenes y sus determinaciones dejarían de ser imperiosos. Desbaratando y barajando el pasado, escribir un libro perfectamente nuevo, escribir un libro que acabe con todos los libros, escribir el gran libro que esté a la altura de los ideales de la tradición y de las expectativas de los padres literarios (Barthes). En “La creación y P. H. Gosse” Borges comenta la idea recurrente de Adán como un “hombre sin ombligo” (OC 2: 33), un hombre sin esa huella que lo une con lo anterior, con los recuerdos, con lo ya recorrido; sin esa cicatriz imborrable de una dependencia y una pertenencia. Un hombre sin ombligo es el de la creación fundadora (y, dicho sea de paso, sin intervención de la sexualidad ni de lo femenino, como en el caso del mago en “Las ruinas circulares”). Un hombre sin ombligo, así hubiera querido quizás verse él mismo, quizás así quiere verse cualquier escritor. Sin embargo, el ombligo como resto ininterpretable del sueño, es indeleble, permanece en todas las puestas en escena imaginarias del autor, siempre perceptible bajo laberínticas o proliferantes construcciones. El ombligo de los sueños dirigidos que es para él la literatura sería esa traza de una autobiografía fabulada, de un ideal del yo avasallador, de una novela familiar siempre presente. Un ombligo que funciona aquí, no como marca y resto, sino como comienzo, germen, punto de partida; el ombligo, ese nudo inextricable y fértil de otros tiempos, de otros cuerpos, de otros autores, de otros deseos, es la fuente en la que se nutren las intrigas, los espejos, las perplejidades, los espejismos. Julio Premat 1 En el primer prólogo del libro Borges oculta sus lecturas de Schwob, cuando sabemos que en la Revista Multicolor de los Sábados, que Borges dirigía y adonde se publicaron primeras versiones de las biografías infames, también se editaron cinco Vidas del francés, con una presentación similar y simétrica a las del argentino. En el largo y fragmentario relato sobre sus inicios, Borges volvió, mucho después, a Schwob, a veces negando un parecido, como en su Autobiografía (1970), en la cual afirma: “En Historia universal de la infamia no quería repetir lo que hizo Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias. Schwob inventó biografías de hombres reales sobre los que hay escasa o ninguna información. Yo, en cambio, leí sobre la vida de personas conocidas, y cambié y deformé deliberadamente todo a mi antojo” (101-02). Más tarde, en un texto del final de su vida (un prólogo a las Vidas imaginarias), Borges reconoce esa deuda y vuelve a definir la práctica de la biografía del francés. Leemos allí: “Para su escritura [Schwob] inventó un método curioso. Los protagonistas son reales; los hechos pueden ser fabulosos y no pocas veces fantásticos. El sabor peculiar de este volumen está en ese vaivén.” Y, por fin, en el mismo prólogo, escribe, como revelación tardía de un secreto a voces: “Hacia 1935 escribí un libro candoroso que se llamaba Historia universal de la infamia. Una de sus muchas fuentes, no señalada aún por la crítica, fue este libro de Schwob” (OC 4: 601). Sobre el período, las fuentes de las Historias... y la relación con la obra, ver Balderston (63-95), Lafon “Histoires” 2007, Louis (131-40). 2 Es decir, paradigma que integra una conciencia sobre la complejidad de la realidad, la dificultad de agotarla y, consecuentemente, una tendencia a representar el gesto de representación en vez de un objeto pleno (o de un relato pleno de la vida de otro). En la modernidad, los biógrafos están así confrontados a una aporía o a un sistema de imposiciones contradictorias: “hacer del hombre un sistema claro y falso, o renunciar enteramente a hacer de él un sistema y a comprenderlo” (Dosse 71). Pasados, presentes, futuros de la infancia Julio Premat Le génie, c’est retrouver l’enfance à volonté. Charles Baudelaire. Buscar las raíces no es más que una forma subterránea de andarse por las ramas. José Bergamín 1 La infancia, espacio conceptual, terreno de creencias, lugar de determinaciones sociales y de ideales compartidos, está recorrida por una atiborrada red de valores culturales, de presupuestos estéticos, de estereotipos y principios ideológicos, de escenas o peripecias con resabios legendarios. Tanto en su imagen mediática, sociológica, icónica o literaria, es un punto de observación privilegiado para identificar modos de explicar el devenir del ser humano. En contrapunto con el mundo adulto, el niño, como el primitivo, permite, gracias a un reflejo alejado o a una otredad significativa, pensar el ahora de la colectividad y avanzar en cierta metafísica del sujeto. Esto es particularmente perceptible en las narraciones de infancia en la literatura, y en una de sus modalidades, la de las autobiografías de escritores, que puede considerarse como un modelo paradigmático al respecto. 2 Varias perspectivas analíticas son posibles : la de evocar, por ejemplo, los postulados que determinan el género biográfico y que han sido profusamente estudiados (postulados que le atribuyen a la vida la forma de un todo orientado, resumido en la expresión unitaria de una intención o de un proyecto ; o que considera a la vida como un conjunto que sigue una línea cronológica, percibida como análoga a un orden lógico y que ese orden está organizado a partir de una perspectiva ulterior de carácter teleológico)1 . También podría verse en la infancia un epítome o un avatar actual de los mitos de origen, a partir de la idea de que, en los relatos de cómo un niño prefigura a un escritor futuro, se actualizaría una versión legendaria de lo genético. Al origen puede vérselo como una proyección de la infancia o, si se quiere, postular que en el origen, ante todo, encontramos a la infancia. La niñez como génesis en la medida en que su relato permite pasar de un hacer (escribir literatura) a una forma diferente y socialmente reconocida del ser (una identidad nueva : la de ser autor). Es decir, leer los relatos de infancia de escritores desde la perspectiva de una explicación mítica del inicio -una explicación hecha de una serie de acontecimientos que se suceden, a la vez enigmáticos y fundadores-, lo que sería una modalidad de supervivencia de esquemas narrativos tradicionales (para dar un ejemplo : como el Génesis y el Apocalipsis, el comienzo y el fin, que Franz Kermode estudia en El sentido de un final, 2000). O, por último, poner de relieve todo lo que, en las concepciones culturales y los atributos imaginarios de la infancia la asocian, en sí, con el discurso literario : espacio aparte, relación diferente con la palabra, mezcla inextricable de subjetividad y de percepción, posibilidad de percibir la realidad de manera alternativa, expansión del deseo y de la imaginación en tanto que supuestas verdades, etc. El pensamiento singular de los niños, visto por dispositivos de todo tipo, es un modo de aproximarse a las especificidades de la palabra literaria. 3 Combinando estas tres perspectivas, pero privilegiando la visión del relato de infancia como laboratorio literario, me dispongo a desarrollar algunas ideas generales, en tanto que preámbulo a la evocación de ejemplos que, a partir de la puesta en escena autobiográfica del inicio de la vida de un escritor, esbocen una modesta tipología. Infancias escritas, orígenes literarios Para comenzar, vale la pena recordar que los niños no escriben, los niños no definen su mundo ; la infancia es una creación de adultos que ven, en esa etapa diferente de la vida humana, una otredad a la vez radical y familiar, una manera de explicar al sujeto. Como todo origen, la infancia está vista desde el después, es una construcción y funciona como un horizonte de sentidos cifrados pero determinantes. Mundo de utopía, esfera del inicio, promesa del futuro, la infancia es un pasado visto en el presente que permite soñar un porvenir distinto. Y lo que a biografías se refiere, notemos que el niño es una ficción del adulto que pretende que su infancia está acabada, una ficción, a menudo estereotipada, que perdura imaginariamente en cada uno de nosotros, tanto del lado de lo pulsional y lo conflictivo como en la ensoñación y la creencia. 5 Esta escritura posterior, tan evocadora, no es arbitraria sino que retoma huellas y resabios de una experiencia del mundo vivida en la niñez. Al respecto, Jean Piaget intenta comprender cómo los niños se representan lo real y cómo explican lo que los rodea, modalidades que no son ajenas, claro está, a la puesta en escena de universos y puntos de vista infantiles en la literatura. Ante todo, cabe evocar el carácter autocentrado, egocéntrico del niño, que lo lleva a borrar la frontera entre lo interno y lo externo o, mejor dicho, a introducir al yo en los juicios, ilusiones, percepciones, que son por lo tanto subjetivos -la objetividad, para existir, impone tomar en cuenta la posición del sujeto-. Por lo tanto, el niño sería realista, en el sentido en que ignora la existencia del yo al adherir a su propia perspectiva como si fuese inmediatamente objetiva y absoluta, pasando por alto la interioridad del pensamiento desde una posición antropocéntrica. Se entiende entonces que los niños proyecten, a causa de la indiferenciación entre el sujeto y el mundo exterior, las características del yo, sus estados de ánimo o sus ideas, a lo que los rodea -inclusive en la eventualidad de objetos o seres que tendrían, gracias a esa proyección, intenciones amenazadoras-. Este egocentrismo es a la vez lógico y ontológico : el niño fabrica su verdad y su realidad. No conoce la resistencia de las cosas ni la dificultad de las demostraciones. Puede afirmar sin pruebas y dar órdenes sin limitaciones. Los lazos lógicos están así marcados por esta constatación ; se confunden causas psicológicas y físicas ; las representaciones de la realidad, de las palabras y de los sueños tienden a superponerse y a mezclarse (Piaget, 1999 : 141-142). 6 En una orientación similar a Piaget, pero más cerca de lo artístico, Giorgio Agamben, en Infancia e historia, postula que el niño pertenecería, a su manera, a la naturaleza y no a la cultura. Pensar como un niño es pensar antes, antes la edad de la razón. La infancia es el lugar que precede el lenguaje y el conocimiento, instrumentalizando una mirada diferente sobre la realidad, es decir, otro conocimiento y, en consecuencia, otro lenguaje. Es, por lo tanto, el lugar privilegiado para la iniciación del escritor en su versión legendaria. Agamben agrega que la infancia, como la literatura o el juego, tiende a rechazar la escisión entre tiempo cronológico y tiempo estático (entre tiempo del mundo y tiempo del sujeto, tiempo biológico y tiempo subjetivo), reintegrando, en las vivencias y en la experiencia, esta doble cara del tiempo. De allí la importancia, por ejemplo, de los relatos de infancia en lo fantástico o en lo maravilloso, relatos que intentan recuperar representaciones del mundo y funcionamientos lógicos de la niñez. De allí, también, el valor de la creencia y el valor interpretativo atribuido a la literatura, en tanto que universo en alguna medida afín al pensamiento infantil (Agamben, 1989 : 128). El niño es un receptáculo de proyecciones sociales, culturales, ideológicas, gracias a las cuales se intenta comprender y justificar el mundo de los adultos, desde otro lugar, lo que lo pone en relación con la utilización del arte y de la imaginación como instrumentos de conocimiento. 7 Prolongando esta idea, recordemos que Marthe Robert da como origen de todas las narraciones una expansión de fabulaciones infantiles. Partiendo de la novela familiar definida por Freud y la construcción de fantasías genealógicas que compensan los deseos frustrados y las ineludibles prohibiciones, ella identifica en la producción narrativa dos tipos de visiones primitivas : la del niño hallado, capaz de transmitir como verdaderos todos los sueños y quimeras en una visión maravillosa del mundo (es decir el que intenta mantener vigente ese« mundo hiperbólico de la primera infancia » que, aunque tiene tendencia a perpetuarse, se enfrenta con la evolución del individuo), y la del bastardo realista, que negocia con los imperativos de la realidad para lograr una proyección fantasmática a la vez velada y eficaz bajo la apariencia de lo verosímil (lo que se resumiría en la dialéctica de « el ’sí’ al mundo y el ’no’ a la realidad » ) . Cervantes o Swift, formarían parte de la primera categoría junto con, por ejemplo, García Márquez o Felisberto Hernández (Robert, 1972 : 45 y 233). 8 Ante la desaparición social de las narraciones de lo experimentado que postulaba Benjamin (1991 : 263-291), la infancia sería legendariamente el tiempo de lo vivido – también en la expresiones espontáneas del deseo-, en contrapunto al tiempo del pensamiento. Así retorna, desde el sesgo, una potencialidad perdida de la imaginación, que era otrora un vector de conocimiento : la imaginación (algo soñado, una visión) fue alguna vez considerado equivalente de la experiencia. En ese sentido Agamben considera que la infancia sería el tiempo de la experiencia por definición, ya que la única posible hoy es la que se lleva a cabo antes de la constitución del sujeto por el lenguaje. Esto explicaría que la infancia sea un espacio de proyecciones míticas y legendarias alrededor de otra relación posible con el mundo y por ende de otras posibilidades narrativas. Más allá del sujeto racional encontramos al niño, cuyas representaciones no estarían alejadas del inconsciente freudiano o del flujo de consciencia en la literatura (Agamben, 54 y 83-85). La infancia vista en tanto que otredad y espejo, espejo de lo otro en donde uno se reconoce sabiendo que no es uno : un sujeto que hay que inventar para que sea verdad, todo lo cual no es ajeno a los cimientos de la ficción. 9 La infancia, mundo conocido que permite todas las novedades, ámbito de reglas establecidas que se puede transgredir, la infancia, en tanto que mundo específico de creencias, imaginario y explicaciones alternativas de lo existente, la infancia, en donde no sólo se puede tematizar la creación, sino exponer los mecanismos elementales de la ficción : la mentira, la imitación, la fabulación deseante, el ensueño, el juego, la lectura. La infancia sería, entonces, el equivalente de la literatura. 10 Pero si la literatura es la infancia, la equivalencia eventual no se reduce a lo que podemos calificar de una metafísica de la niñez, sino que también ha sido leída como un laboratorio de escritura, es decir como un espacio de definición de estilos, códigos de representación, invención de formas. Es sabido que en las autobiografías los episodios infantiles exigen menos verosimilitud y veracidad que los otros episodios : el relato imaginario y la improbabilidad de los recuerdos convocados (a menudo inventados, soñados, dudosos) forma parte del género y de su pacto de lectura. Se transcribe una percepción peculiar y un sujeto prelógico, más que una verdad histórica (y de todos modos estos episodios están marcados por afirmaciones sobre la dificultad del recuerdo y la incertidumbre que caracteriza lo que será narrado). Por lo tanto, y teniendo en cuenta esta dificultad de juzgar la fidelidad de lo evocado, Philippe Lejeune constata que, con contadas excepciones, los relatos autobiográficos de infancia no han entrado en la« era del recelo » que caracteriza al resto de las biografías. Una de las razones es que los recuerdos de los que se trata, aunque discontinuos e inciertos, son a menudo intensos, y la intensidad parece asegurarles una veracidad. Así, el régimen habitual del recuerdo de infancia es el lirismo y su territorio es el de la fe. Por definición es difícil acceder a las vivencias infantiles ; de hecho, esa búsqueda iniciática y titubeante aumenta el valor de lo que se recupera, como lo que descubre un arqueólogo en capas superpuestas y enterradas de una civilización desconocida (Lejeune, 2003 : 36). Ampliando la perspectiva, es concebible establecer una analogía con el concepto freudiano de construcción de una interpretación o la fabricación un recuerdo (por ejemplo, los recuerdos encubridores), construcción cuya veracidad es más funcional que documental : la ficción sobre un pasado remoto puede ser cierta cuando lo que se rememora está, para siempre, fuera de alcance, como lo está el origen del monoteísmo (en El hombre Moisés y la religión monoteísta) o las escenas primeras de la vida de un hombre (Green, 2000 : 43-45 y Brauer, 2010). 11 Esta posición diferente ante los imperativos de la verdad, la verosimilitud y la lógica explica que la infancia sea un terreno experimental, idóneo para retomar la fenomenología de la sensación, la inocencia descriptiva y una reconfiguración de la creación estética. La crisis de la capacidad expresiva de la novela en el siglo XX lleva a refugiarse en la infancia, escapándose de la representación naturalista de inspiración científica para continuar refiriéndose a la realidad a través de lo irracional y de una relación distinta con el lenguaje, como lo postula Alexandre Gefen (265-273), afirmaciones que retomo en lo que sigue. La escritura de la infancia es inseparable del desarrollo de las restricciones de focalización (como la practicada por Henry James), la polifonía, el solipsismo (Proust) y ante todo el monólogo interior que confunde lo externo y lo interno, la materia y el pensamiento, el flujo de sensaciones, las construcciones abstractas de la afabulación y el movimiento proyectivo de la imaginación temporal (piénsese en la primera parte de El sonido y la furia de Faulkner o en "Macario" de Rulfo). La escritura de la infancia permite también desplazar los límites del lenguaje, instituyendo un relato poético sobre mundos autónomos que pone lo real de lado y funciona alrededor de metáforas objetivadas y de asociaciones totémicas. Por último, el carácter originario, explicativo y fundador de la infancia, representa la génesis de la consciencia y al mismo tiempo la génesis del mundo, metaforizando a la creación, a sus posibilidades y sus dificultades. Reescribir el origen es reinventar la forma novelesca, aunque más no sea en el gesto de atribuir a ese otro inalcanzable que es el niño la dificultad de acceder a la comprensión del mundo. Dificultad de comprensión para el sujeto en vías de formación que metaforiza una dificultad inherente, como es sabido, a la novela moderna. 12 Desde la perspectiva del origen mítico, en donde una creación ex nihilo del mundo y un momento perdido explicarían, mágicamente la emergencia de la obra literaria ; desde la idea de la construcción posterior que a la vez actualiza y simboliza la pérdida y el deseo de recuperación ; desde la esfera de la creencia, de la permanencia de una utopía de otras posibilidades, de la experiencia prelógica y prediscursiva ; o desde la constatación que se trata de un terreno idóneo para definir una aprehensión específica el lenguaje, el saber, la narración, el imaginario, desde todos estos puntos de vista la infancia ocupa entonces un papel central en las construcciones autobiográficas de los escritores. O, mejor que un papel central, digamos que ocupa un lugar aparte : por un lado, los orígenes y la primera infancia son un relato en sí mismo, regido por sus reglas de verosimilitud, un tipo de relación específico con el mundo y con el aprendizaje, una dinámica explicativa que obedece a reglas propias, todo lo cual se diferencia a menudo del pacto referencial y la lógica narrativa que caracterizan, luego, los relatos de la juventud y de las diferentes peripecias de una vida adulta. Testamentos Para estudiar cualquier relato autobiográfico, si constatamos que se escribe desde un presente y en respuesta a solicitaciones de un entorno preciso, es indispensable plantearse la pregunta del cuándo de esa escritura. En esta perspectiva, y la historia de la literatura lo muestra rápidamente, dos posibilidades se presentan, dos posibilidades que, como toda clasificación dicotómica, simplifican en exceso la multiplicidad de eventualidades ; simplemente, al subrayar dos casos extremos, se vuelve más visible un funcionamiento que, con todos los matices peculiares, sería perceptible en el conjunto de rememoraciones de este tipo. Por un lado, la narración desde el final de una trayectoria : en la vejez, en vísperas de la muerte, en un esfuerzo postrero de escritura. Aquí los relatos del comienzo son una última palabra, o un testamento. Un testamento entendido como una carta del pasado al futuro que, para decirlo con Hannah Arendt, selecciona y nombra, transmite, preserva e indica dónde están los tesoros y cuál es su valor, todo lo que constituye la función principal de la tradición (selección, transmisión, jerarquización, orientación para la recepción) (Arent, 1995 : 75). De una tradición en la que el escritor espera inscribirse, también y ante todo con la escritura de sus "memorias", con la actualización de su figura gracias al retorno al mito de origen que delimita una intención y explica de manera orientada un proyecto. Por el otro, un regreso a la infancia y a los comienzos, puede funcionar, al contrario, como la apertura de una obra literaria, un gesto para entrar en el campo, un ejercicio para lanzar las especificidades de una palabra que se quiere singular. Obras de juventud u obras tempranas, se trata de relatos que no se proyectan hacia el futuro en tanto que legado restringente, sino en tanto que fundaciones de una obra por venir. Para completar el panorama general, algunos comentarios y ejemplos sobre estas dos eventualidades. 14 De lado del testamento y de la escritura en el umbral de la muerte, los ejemplos de Pablo Neruda (que dicta Confieso que he vivido a su secretario y no llega publicar el libro en vida) o Reinaldo Arenas (que termina Antes que anochezca como punto final de la escritura de su obra, antes de suicidarse –el final del libro es una declaración política que intenta darle un sentido anticastrista a su enfermedad y muerte-), son, a pesar de las abismales diferencias entre los dos libros, paradigmáticos. Sin tener la dimensión fuerte de un libro del final de una existencia, Volver para contarla de García Márquez obedece a una lógica similar, en el sentido de que se trata de volver sobre lo escrito, desde la vejez y después de una grave enfermedad (Márquez, 2009) para instaurar –en buena medida repetir- un tipo de lectura y un sistema interpretativo de una obra cuyo éxito excepcional resulta enigmático para el escritor y exige, por lo tanto, un relato explicativo. Sin entrar en el análisis detallado de estos tres libros muy conocidos, enumeremos algunas características comunes que remiten, en varios aspectos, a lo dicho más arriba. 15 Por lo pronto, los tres textos determinan un espacio singular para la infancia, diferente de la vida urbana posterior : el Temuco de un sur de Chile idealizado, hecho de presencias indígenas, bosques antediluvianos, flora y faunas extraordinarias expandiéndose entre volcanes y océanos, en el caso de Neruda. El campo del Oriente cubano para Arenas, en una casa primordial rodeada por una vegetación tan exuberante como lo son las expresiones multiformes y obsesivas de una sexualidad omnipresente, un espacio en que lo humano y lo animal se combinan y donde proliferan los cuerpos desnudos y las erecciones descomunales : un Belén amenazante, tropical y erotizado, podría decirse. La célebre Aracataca de García Márquez, a la que el escritor, de veinticinco años, vuelve en el relato que abre su autobiografía, afirmando explícitamente que ese viaje le permite descubrir que sus recuerdos del pueblo, sin relieve, eran falsos, reemplazándolos entonces por otro pueblo y otros recuerdos, fruto de la imaginación y la nostalgia, recuerdos de infancia llenos de misterios, excesos, relatos seductores y cataclismos2 - Aracataca se vuelve una Arcadia literaria y una cifra del universo-. Es un espacio aparte, perdido : Neruda viaja a Santiago al final del primer capítulo de su libro, Arenas deja el campo por Holguín y por una vida morosa en donde el aprendizaje pasa ahora por la escuela, el cine y las lecturas, García Márquez se focaliza para siempre en el abandono de Aracataca después de la desaparición de la casa y de los abuelos, lo que convierte a ese pasado en un lugar imaginario al que se retorna a la hora de narrar. 16 La otredad espacial, que no es sólo geográfica sino ontológica (la casa fabulosa y la naturaleza desmedida son los cimientos de representación de una realidad intrínsecamente diferente a los de cualquier recuerdo verosímil), se prolonga, claro está, en una representación de un tiempo fuera del tiempo : tiempo del Génesis en Neruda y de los ciclos naturales, del diálogo con los árboles y con las leyendas en Arenas, de los cataclismos, las fábulas y la transgresión de fronteras entre la verdad y el imaginario en García Márquez. Son tiempos premodernos, radicalmente distintos, en los cuales lo primigenio no significa una anterioridad histórica sino un primitivismo intemporal. En los tres se expanden las coincidencias maravillosas, lo sobrenatural, lo imposible, en tanto que característica esencial y opuesta al tiempo adulto de la historia cronológica : la infancia se aleja hasta confundirse con el tiempo de lo arcaico, de lo legendario, del comienzo fabuloso de todas las cosas. Y los tres dramatizan la ruptura vivida como el abandono de ese espacio-tiempo, a la vez mítico e inherente a tantas construcciones de la literatura latinoamericana. El paso de la infancia al realismo de la edad adulta se metaforiza por el consabido paso del mundo agrario a la modernidad urbana. 17 En ese cronotopo particular las experiencias tienden a narrar, si no a volver inteligible, los rasgos fuertes una figura de autor. Un autor que no se define entonces como el resultado de un proceso, de un aprendizaje, de encuentros, lecturas y peripecias, sino que tiene una identidad en alguna medida innata, absoluta, que sólo espera revelarse : no sin cierta monstruosidad, estos niños precoces son, ya, diminutos escritores. En consonancia con el medio geográfico y también, muy particularmente, con el entorno familiar - entramado de ecos para construir una imagen peculiar-, asistimos a una serie de manifestaciones que prefiguran la obra posterior, definiendo los rasgos mayores que ésta tendrá, todo lo cual actualiza el mito de un origen en tanto que condensado anunciador del futuro y que determinante absoluto. Neruda escribe su primer poema de amor a una mujer (la esposa del padre) después de la muerte de un cisne en sus brazos y de un episodio de observación solitaria y fascinada de la naturaleza gigantesca del sur chileno (30-31). Arenas, antes de saber leer y escribir, realiza representaciones teatrales solitarias de marcada energía, en las que mezcla música, letra y actuaciones delirantes, gesticulaciones agudas y chillidos ininteligibles, todo lo cual parece condensar la marginalidad imaginativa y el histrionismo deseante de su prosa (37). García Márquez, que de niño tenía "recuerdos intrauterinos y sueños premonitorios" (81), es ya entonces un narrador que fabula, miente y deforma las historias que le narra a los adultos, agregando siempre una dosis imaginativa anómala, gesto rudimentario de un narrador en ciernes que busca hacer la realidad "más divertida y comprensible" (104). 18 Los tres, con objetivos distintos pero de manera simétrica, citan e incluso reescriben en estos episodios sus obras literarias, obras que están, en ese entonces, terminadas ; una reescritura ambigua, ya que los episodios ficcionales o las evocaciones poéticas vuelven, se repiten, pero teñidas de contenidos biográficos y, en contrapunto, la reminiscencia de la infancia se hace desde los materiales narrativos o poéticos ya escritos y divulgados. Sea como fuere, el regreso imaginario a la infancia y el regreso a la obra van de par y establecen, en los tres casos, un legado digamos semántico : una orientación de lectura que pasa por una explicación legendaria y por la actualización de una figura de autor. 19 ¿Con qué sentidos ? El texto de Neruda es a menudo una involuntaria autoparodia que propone una visión reductora de su trayectoria poética. Recorre una serie de tópicos temáticos, tanto sobre la materialidad, el arcaísmo mítico de América como sobre tomas de posición ideológicas (masacres de indios, genealogía de trabajadores, exaltación de los obreros y de la gente "simple"). De hecho, el primer capítulo de Confieso que he vivido suena como un epitafio o un homenaje a sí mismo : el último rasgo de la estatua de poeta hugoniano que él se construye de cara a la posteridad. Más allá, subrayemos la insistencia con la que se retoman esquemas estereotipados de la autobiografía de infancia ; el relato construye a un personaje acorde con la obra posterior, en una estrategia de selección y de actualización de elementos dispares, incluso contradictorios, pero necesarios para dar una imagen completa, enteramente determinada en estos primeros años. O sea, preexistencia mítica de la escritura en el niño (no hay un “volverse” poeta, un devenir, sino una afirmación ab aeterno de su identidad) ; relación peculiar con un espacio hecho de elementos primordiales y de colectividades arcaicas, alejado en el tiempo y opuesto a los espacios de actividad literaria ; personalidad aparte marcada por una sensibilidad extremada y por una imaginación diferente, construcción de una filiación personal que desborda la historia familiar (hijo de nadie, hijo de la tierra, hijo de todos) ; visión acorde con una estética rígida y una concepción social. Y, a cada paso, se repiten las temáticas y las intenciones de la obra futura (o sea, pasada). Hay abundantes paralelismos, por ejemplo, con la sección "Yo soy" del Canto general y en particular con el primer poema "La frontera (1904)" (Neruda, 1983 : 449-480). Se trata de una fábula, telúrica, lírica y mítica, de inserción en la historia de las letras a partir de una personalidad diferente, todo lo cual antecede, supuestamente, la entrada del joven Pablo Neruda, a los veinte años, en el mundo literario de Santiago. 20 En los episodios de infancia de Arenas encontramos, otra vez, una prefiguración legendaria del Arenas adulto, biográficamente en lo que atañe a la sexualidad y también a la dimensión de autoanálisis postrero que posee el texto (el origen personal, el personaje de la madre, el entorno familiar, son una y otra vez interrogados). Pero, ante todo, una prefiguración del escritor. La infancia es el momento literario por excelencia : en esta esfera primitiva, misteriosa y profusa emergen los valores estéticos que podrían resumir una poética de Arenas autor : imaginación, libertad, sensualismo, exuberancia, magia, rechazo de la censura o escritura a partir y sobre la censura, múltiples distorsiones e invenciones sobre grupos familiares. Su filiación imaginaria también participa en la definición de una figura y por ende en el sentido de una obra : a la vez femenina, anti jerárquica, y sobre todo anti intelectual, natural, espontánea, con la fuerza de la rebelión y del deseo, en donde el barroquismo desenfrenado adquiere, entonces, una justificación gracias a ese mundo inverosímil pero coherente. Sin embargo, al volver a numerosos episodios presentes en su obra (tanto en Celestino antes del alba, su primera novela, como en muchas otras) insertándolos en un marco autobiográfico y al establecer una analogía entre la vida y la obra, Arenas retoma a su manera una tradición literaria reconocible : el texto es más transgresivo en las representaciones de la sexualidad infantil, por ejemplo, que en sus postulados causales y narrativos. También intenta orientar la recepción futura de su obra a partir de los valores anticastristas y las reivindicaciones de la libertad sexual (libertad que se superpone de manera inextricable con la escritura en sí), es decir que por un lado explica pero por el otro busca fijar sentidos de lo ya escrito, interpretando el conjunto a partir del final inminente de su vida. 21 Vivir para contarla amplifica, en alguna medida, declaraciones recurrentes de García Márquez sobre su obra y en particular sobre Cien años de soledad, en la medida en que allí se busca probar la dimensión autobiográfica, o digamos referencial, de esa novela y de buena parte del resto de su producción : una serie muy abundante de anécdotas, frases y personajes de la ficción aparecen en este relato que, según el pacto genérico, debería ser "sincero" y "realista". También retoma la creencia en lo narrado, la posibilidad de evocar con la fuerza de la nostalgia un tiempo perdido al que se adhiere, la naturalidad del cruce entre verosimilitud y magia. De cara a una carrera de escritor, y al final de su vida, García Márquez reanuda, una última vez y gracias a un nuevo relato de infancia, el gesto de apropiación de un pasado que no fue, que pudo haber sido, que se sueña como real. Es decir que al actualizar en su autobiografía la vivencia infantil de pérdida, de creencia, de magia, muestra, hasta el final, que no renuncia a evocar y volver verosímil ese mundo fantasmático, repitiendo que lo perdido tuvo cierto tipo de existencia. 22 En los tres, pero ante todo en García Márquez, la infancia aparece como un muestrario estético e imaginario construido retrospectivamente. Porque en el relato del regreso a Aracataca y sus derivaciones encontramos no sólo un repertorio temático, una novela familiar, una prefiguración de una identidad de escritor, sino que el episodio, tan diferente del resto del libro, también muestra una modalidad, una estructura, un tono, una perspectiva sobre lo narrado, un tipo de relación con la realidad ; vale decir, lo que sería una ars narrativa ; el episodio inaugural de la autobiografía narra el origen e ilustra, en su textualidad misma, el resultado de ese origen, es decir una poética, un estilo, una relación con el mundo. La escritura, aquí, está dos veces condicionada por su origen : en tanto que causa legendaria y que práctica concreta. Este aspecto es particularmente visible porque, después de los episodios infantiles, el resto del libro está redactado en un tono de autor cronista (y afirmaciones semejantes podrían hacerse sobre Neruda y Arenas). En cambio, el inicio, los episodios de la infancia, son una prolongación anacrónica de la obra de ficción : la causa viene después del efecto y el muestrario de una escritura vale tanto como la verdad imaginaria de lo que se está narrando. Fundaciones Bien diferente es el caso de los autores que recurren a la infancia, y más específicamente a la propia infancia, en el período en que comienzan un proyecto literario o al menos en el momento de recomponer las coordenadas de un proyecto narrativo. La retrogradación al universo infantil, los intentos de focalizar la mirada del mundo a partir de una percepción anómala y primaria, la búsqueda de hallazgos discursivos, las concepciones alternativas de lo real, todo lo que corresponde a estas escrituras de la niñez, son una especie de regresión al universo que nutre la imaginación y el lenguaje, un interrogante a los fundamentos supuestos de la ficción, una construcción de figura de creador a partir de la actualización –la invención- de un yo niño, capaz de tomar la palabra y delimitar las características de un estilo. En este sentido, la infancia no tiene la función explicativa de lo ya escrito sino, al contrario, la de retomar el origen y sus valores simbólicos para empezar, para empezar de nuevo más precisamente, y fundar entonces una obra literaria aparte, reconocible entre las demás como un corpus singular. O, al menos, para retomar una voluntad de obra por escribirse a partir de la revisión de fundamentos estéticos y lógicos. En estos casos no sólo no se "vuelve" a la infancia en tanto que pasado remoto sino que se intenta alcanzar una niñez que, de algún modo, sigue estando y puede reactivarse. 24 Significativamente, los ejemplos que voy a comentar son los de dos vanguardistas (o neovanguardistas, o vanguardistas periféricos), Felisberto Hernández y Norah Lange, y el de un escritor transgresivo, rupturista, provocador, Fernando Vallejo. El de un Felisberto que, como la crítica lo ha repetidamente indicado, publica una serie de libros a la vez breves y radicales en los años treinta (Fulano de tal, 1925, Cuaderno sin tapas, 1929, La cara de Ana, 1930, entre otros), y que, a fines de los cuarenta, escribe algunos de los cuentos más originales y logrados de la lengua castellana (los agrupados en Las hortensias y Nadie encendía las lámparas). Entre esas dos etapas, se inscribe otra, la del "memorialista", fundamentalmente concentrado en los recuerdos de infancia más o menos autobiográficos (ante todo en Por los tiempos de Clemente Colling, 1942 y El caballo perdido, 1943)3 . Aunque el cambio y la disociación que a menudo se establecen entre el primer y el tercer período puedan discutirse (Laura Corona Martínez lo hace con pertinencia)4 , es evidente que en el escritor se produce una especie de introspección, de concentración en sí mismo, de interrogante a la lengua, a la percepción y al mecanismo creativo, que pasa por la infancia y que da como resultado sus mejores libros. No necesariamente una ruptura radical con lo anterior, pero sí, en el universo de posibles que esos textos tempranos ofrecían, la elección de un tipo de mirada y de sintaxis gracias a ese retorno imaginario a la propia infancia. Y, como la crítica lo ha señalado repetidas veces, los cuentos principales de Felisberto se caracterizan por un tipo de percepción y una representación del sujeto, de inspiración infantil, que cobran su forma visible, se definen como factibles y como programa, en los libros de inspiración autobiográfica. 25 Por su lado, Norah Lange, presente de manera periférica en los grandes momentos de la vanguardia rioplatense, escribe, un poco a la sombra del inmenso poeta que fue su marido, Oliverio Girondo, tres libros de poemas y dos novelas que no logran definir una voz singular ni una vía creativa fértil (a pesar del éxito del humorismo un poco escandaloso del relato de viaje novelado 45 días y 30 marineros, 1933). El cambio se produce con su texto más conocido, Cuadernos de infancia (1937) en donde ciertos mecanismos de dislocación perceptiva y de fragmentación son asociados a una revisión singular del mundo infantil. A partir de este libro, los siguientes, sin lograr una visibilidad importante en el campo literario, prolongan los hallazgos y los tonos de ese primer libro autobiográfico, a veces radicalizándolos (por ejemplo Antes que mueran, 1944 y Personas en la sala, 1950)5 . Lange encuentra su tono y su proyecto, aunque ciertas condiciones específicas de su figura y del campo literario argentino no le hayan atribuido, hasta ahora, el lugar preeminente que merece. 26 Fernando Vallejo, como es sabido, fue primero biólogo y luego cineasta. Tardíamente se acerca a la producción literaria, primero con una gramática de la creación literaria (Logoi. Una gramática del lenguaje literario, 1983 : extraordinaria anécdota de un comienzo de escritura a partir de una determinación de las reglas que el propio escritor va a aplicar y a transgredir), y luego, cuando tiene ya 43 años, comienza su carrera de escritor con un ciclo autobiográfico, cuyo primer libro, Los días azules, se publica en 1985. Esta evocación de la infancia será fundadora en varios sentidos : por lo pronto, porque establece una mirada, característica en toda la obra, de nostalgia y rechazo por los cambios sucedidos en Medellín y en Colombia después de esa infancia. Por otra parte, el tipo de narrador, que se sitúa entre la autobiografía y la autoficción, se prolonga en los libros posteriores, sean éstos autobiográficos (como todo el ciclo de El río del tiempo, del cual Los días azules es la primera parte, o El desbarrancadero) o no lo sean (como su novela más conocida, La virgen de los sicarios y algunos volúmenes de biografías, ensayos y panfletos). Por último, como veremos, ese libro sobre la infancia establece un tono y una serie de marcas estilísticas, que son no sólo inherentes a toda su producción, sino que aparecen como el rasgo identificatorio del escritor, su singularidad más visible. 27 Desde lugares muy distintos, los tres radicalizan un tono narrativo. Felisberto y Lange, en particular, llevan hasta sus últimas consecuencias la reconstrucción de una tonalidad infantil y una percepción consecuente de lo real, lo más alejadas posible de la distancia del adulto hacia el niño, distancia a menudo reconocible en estos relatos. Ambos intentan transmitir una mirada alógica, en la que domina la percepción sin preconceptos previos, es decir una percepción que intenta adherir a la experiencia que se produce sólo en la infancia, según las afirmaciones de Agamben citadas. Sin el halo de la excepcionalidad ni la inclusión de recursos a lo maravilloso o a lo mágico, el mundo interior y el mundo exterior tienden a confundirse, en un leve animismo de gran verosimilitud. Analogías sorprendentes, personificación de los objetos, acumulación de impresiones inconexas, sensaciones transmitidas sin un entorno explicativo, son algunos de los recursos narrativos que, en Felisberto sobre todo, definen una visión literaria de lo real. Pero a diferencia de García Márquez, la visión autobiográfica no llega en este caso después, como explicación de la dimensión mágica que caracterizaría sus literaturas ; aquí asistimos a la emergencia en sí de esa dimensión (y por eso mismo, ésta está mucho menos marcada por presupuestos culturales como lo real maravilloso y por la intertextualidad con los mitos de origen, o sea por esos supuestos relatos de una "infancia" de la humanidad). 28 En ambos, la posición no es la de la determinación en la infancia sino la del interrogante sobre ella, como si toda operación de escritura consistiera en transmitir algo inasible, extraordinario, y por lo tanto literariamente excepcional. Estamos, sí, en la infancia como mundo aparte y como universo de sensaciones, percepciones y deseos específicos, pero no en la determinación ni en la atribución de sentido, sino en su opuesto : es la mirada lo que domina, una mirada que se topa con la extrañeza o, mejor y en una clara tradición vanguardista, el extrañamiento (el ostranenie). La Mirada excéntrica, una mirada que no es candorosa sino que integra crueldad, miedos y pasiones, la reinvención de una realidad constantemente descubierta, la innovación de una perspectiva radicalmente diferente, el abandono de la explicación en beneficio de la representación singular, el privilegio dado a la imagen visual hermética o a la analogía inesperada, la fluidez de una fragmentación estructurante, principios asociables a tantos –ismos de los veinte y los treinta, todo esto encuentra en la niñez un terreno privilegiado de expresión. Es decir que el cronotopo de la infancia, aunque sea tan excepcional aquí como en los ejemplos precedentes, no tiene el halo de lo legendario y lo irremediablemente perdido, sino que es una metaforización prolongada de la literatura, de sus posibilidades, de sus enigmas ante un universo incomprensible. 29 Por supuesto, en un contexto histórico y literario muy diferente, las operaciones que lleva a cabo Vallejo no son comparables en sus contenidos aunque sí, quizás, en los postulados funcionales que las caracterizan. Me detengo, para terminar, un poco más extensamente en este ejemplo. 30 En el extraordinario comienzo Los ríos azules (1985) se define primero una puesta en escena de la enunciación (el narrador se dirige a alguien, con una oralidad tumultuosa, digresiva y sofisticada al mismo tiempo), así como se narra una serie de recuerdos disparadores y estructuradores de la escritura. Menciono tres, de las primeras páginas del libro. Primero, la rabieta del niño Fernando, al que una« criadita infame » priva de chocolate cuando se ausenta la madre. La doble ausencia no da lugar a un juego de simbolización de la privación (un fort-da freudiano, digamos) sino a una furia que se manifiesta en la imagen del niño golpeándose la cabeza contra el embaldosado del patio (« ¡Bum ! ¡Bum ! ¡Bum ! » son las tres primeras palabras del texto), en una excitación dinámica que se convierte en un verdadero torrente de escritura. Cito unas líneas del segundo párrafo : La frente del niño rebotaba contra la baldosa del piso en un redoble in crescendo rítmico, furibundo, y los tornillos, las tuercas, las ruedas, las roscas, los clavos, los muelles, los ejes, las cuñas, las hélices, el cigüeñal, el torniquete, el embrague, las coordenadas, las abscisas, los planos, las líneas, las simetrías, el sutil engranaje todo de mi cabeza se iba aflojando, desajustando, borrando, hasta que la pobre se convertía en una calabaza hueca que seguía dando tumbos, ciegos, sordos, por inercia de la furia, contra la terca inmensidad del mundo (25). 31 La furia contra la dureza y la risa burlona de la criada pronto se convierten en furia contra la« terca inmensidad del mundo », y dan lugar, como puede juzgarse, a una avalancha discursiva : la onomatopeya, la acumulación, el desajuste sufriente, la interlocución furibunda, definen una posición de escritura y una irresistible fuerza léxica. Poco después se evoca otro fenómeno que se desencadena con la misma regularidad con la que se producen estas escenas de rabia. El« arroyo manso, terso, cristalino, » que pasa frente a la casa de la infancia, la quebrada Santa Elena, todos los años se desborda tumultuosamente, hasta transformarse en torrente y en avalancha, por lo cual la quebrada cambia de nombre para ser llamada quebrada La Loca :« Rugiendo, despeinada, La Loca se lanzaba sobre Medellín amenazante » recuerda el narrador. Y ante todo se lanza contra la casa familiar, desbaratando el orden y obligando a inversiones múltiples (en particular, a sacar afuera lo que estaba adentro, es decir los muebles y las marcas de una intimidad y, a pesar de los intentos de arreglo, a constatar la ruina de las cosas, por ejemplo del piano, que a partir de entonces« quedó sirviendo para lo que sirven las tetas de los hombres », es decir aparentemente para nada, salvo para decorar) (30). 33 Por último, tercer recuerdo inmediatamente posterior, el del niño Fernando de dos o tres años, haciendo un« show travesti » en la ventana de la casa, vestido con ropas rojas de la madre (« zapatos rojos de tacón alto en punta, medias caladas, falda rojo encendido, cinturón rojo, cartera roja, guantes rojos, collar rojo de perlas, sombrero de velo rojo »). Ante una multitud heterogénea (« los vendedores ambulantes que venden naranjas, los choferes que manejan camiones, las beatas que vuelven de misa, las criadas que van a la tienda, los policías que agarran ladrones, todos en la calle me miraban incrédulos, pasmados de estupor »), Fernando se levanta la falda para orinar despreocupado por entre las rejas hacia el público (31-32). 34 Estos tres recuerdos, en su paroxismo recurrente y su insolente inverosimilitud, no sólo funcionan como posibles recuerdos encubridores, sino que son fundadores : a partir de ese texto, la obra, la palabra, la figura de Vallejo, como lo hace la quebrada La Loca, van a lanzarse barranca abajo sobre Medellín, sobre Colombia, en un tumulto discursivo hecho de exabruptos, de radicalidad, de insultos, pero también de una apasionada nostalgia por una sociedad y una lengua del pasado. Aparentemente inmune al qué dirán, el escritor, como el niño travestido orinando en la ventana, va a poner en escena provocaciones, exhibiciones, transgresiones. A partir de la onomatopeya, de la oralidad, de la hipérbole, de la furia, de la denuncia y de la melancolía, un tono, un estilo, una posición se definen, elementos que enmarcan la obra posterior de Vallejo. 35 Es decir que estas escenas, supuestamente situadas en el pasado, no corroboran ni completan una figura de autor, sino que la inventan ; no son justificaciones legendarias de un tipo de escritura, sino que la crean ; no explican un devenir, sino que se abalanzan, como la Loca por la cañada y el niño Fernando por el patio, hacia el espacio público con una palabra furiosa y profética. La escena del pasado, el recuerdo de infancia, son, en realidad, un programa para el porvenir. La obra por escribirse (incluyendo en ella, claro está, al personaje público Vallejo y su peculiar posición discursiva), no hará sino prolongar y repetir estas escenas primitivas. El pasado, el origen, la infancia, no sólo interactúan con un ahora de la escritura, sino que son el inicio dinámico de una obra por venir. En ese sentido, no es sorprendente que al final de la serie, en el último párrafo de Entre fantasmas (1993), se citen exactamente las primeras líneas de Los ríos azules y en particular ese« ¡Bum ! ¡Bum ! ¡Bum ! » que señala los furibundos golpes dados contra la puerta cerrada del mundo y anuncian la aguda palabra del futuro (2005 : 711). Vallejo, desde el improperio, la polémica, la diatriba, desde una interlocución constante e inestable, desde un vitalismo discursivo torrencial, desde un ritmo y una constante invención estilística, desde la subjetividad sufriente y la denuncia, va a irrumpir en elun mundo literario colombiano que reaccionará con perplejidad ante este niño iracundo, transgresivo e indomable. 36 Estas últimas afirmaciones remiten a un nivel evocado en todos los ejemplos anteriores : la cuestión de la figura de autor (o autora). Si Vallejo se inscribe en una transgresión polémica, en la cual el discurso público del escritor y el discurso literario de sus obras tiende a confundirse, en Lange y Felisberto, ese tono ligero, infantil y soñador por un lado, infantil y femenino por el otro, esbozan también una figura tenue de escritor/ escritora, que va a instalarse tanto en lo menor como en lo marginal. En todo caso, los tres ejemplos muestran cómo se puede volver a la infancia con otras estrategias que las de la explicación mágica o la automitificación. En estos casos, el pasado es un terreno de exploración narrativa, se privilegia la búsqueda de un tipo de escritura y los procesos problemáticos de la representación a la narración ordenada y explicativa. La dinámica temporal que caracteriza estos textos es por lo tanto radicalmente diferente a los ejemplos canónicos : lo narrado, aunque potente, eficaz en su capacidad de evocar el universo infantil –que en este caso resulta más verosímil que los de Neruda, Arenas o García Márquez-, no es un retorno al origen, sino una proyección hacia el futuro. El pasado, la infancia, sus perplejidades, sus incoherencias, su extrañeza, no son la evocación de lo perdido sino la construcción de un mundo literario posible. Infancias futuras por lo tanto ; la autobiografía es, aquí, una fundación. 37 Dime cómo recuerdas tu infancia y te diré qué escritor eres, podría afirmarse en conclusión. O recordar que escribir la infancia es escribir la memoria, es decir una visión de lo que fue desde la subjetividad del presente, una escenificación que busca, de una manera u otra, darle coherencia y volver tanto inteligible como utilizable lo caótico del pasado. La memoria no reproduce, nos dicen las neurociencias y la psicología cognitiva, sino produce, en procesos diferentes, inestables e interpretativos, escenas a partir de las percepciones recibidas. Por ende, la memoria no reside en convocar en la conciencia circunstancias siempre idénticas tal cual sucedieron, sino que funciona como una construcción a partir de los estímulos de una situación presente y en respuesta a ellos. La memoria, situada más allá de la verdad o de la falsedad, es el cimiento de la posibilidad de acción en el mundo actual. 38 En este sentido, más que metaforizarla con la imagen tópica de la inscripción en la roca, habría que decir, como lo hace Gerald Edelman, que la memoria funciona como el« fundirse y volverse a congelar de un glaciar. Es un proceso que se reitera una y otra vez, creando en cada una de sus ocurrencias un producto distinto, aun cuando se componga con materiales similares » : año tras año el glaciar se derrite en el olvido y se congela cuando se recuerda. Cada episodio de rememoración se lleva a cabo con los mismos materiales, herederos de la primera evocación, pero que, cada año, adquieren una forma levemente distinta. Por lo tanto, a fuerza de congelarse y fundirse, de rememorar y olvidar, sólo se accede a la última capa, resultado de un largo proceso (Feierstein, 2002 : 56-57). En este sentido, los relatos de infancia pueden ser una ficción postrera antes de la muerte, como las de Neruda, Arenas y García Márquez, una ficción que sea un modo de consolarse suponiendo que, desde lo alto de una cordillera de libros, personajes, peripecias, fabulaciones, proyecciones e imaginario, construida a lo largo de tantos inviernos y de toda una obra, suponiendo entonces que desde ese punto panorámico y casi póstumo, se va a encontrar, por fin, un sentido definitivo en la forma diferente que toma esta vez lo ya narrado o ya cantado. O al contrario, la infancia puede ser vista como una cantera de materiales con los cuales construir otra cosa -es lo que hacen Felisberto, Lange y Vallejo-, es decir transformar cada vez lo mismo en algo nuevo, aprovechando ese momento frágil del otoño para manipular un hielo todavía dúctil y así esbozar formas inéditas (túneles, catedrales, valles, laberintos, montañas, corrientes y arabescos), todas inestables, todas efímeras, pero potentes y fundadores, bellísimas cuando nosotros las leemos bajo la espléndida luz de un sol de primavera. NOTAS 1. Ver, al respecto y por ejemplo, "La illusion biographique" de Pierre Bourdieu en Raisons pratiques. Sur la théorie de l’action, París : Seuil, 1994, p. 81-90. 2. Por ejemplo, leemos al principio del libro : « Hasta la adolescencia, la memoria tiene más interés en el futuro que en el pasado, así que mis recuerdos del pueblo no estaban todavía idealizados por la nostalgia. Lo recordaba como era : un lugar bueno para vivir, donde se conocía todo el mundo, a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos » (p. 11). 3. Felisberto Hernández, Obras completas (3 tomos), México : Siglo XXI, 1996 (en el tomo 1 figura Por los tiempos de Clemente Colling y en el tomo 2 El caballo perdido). 4. En una tesis doctoral próximamente defendida en la Université Paris 8. Sobre la percepción y la función de la imagen en Felisberto Hernández, un artículo suyo es esclarecedor y sintético : Laura Corona Martínez, "La narración digresiva : las imágenes en Felisberto Hernández. Una revisión de los procedimientos", Cahiers de LI.RI.CO [en línea], 5 | 2010. URL : http:// lirico.revues.org/405 5. Norah Lange, Obras completas (2 tomos), Rosario : Beatriz Viterbo, 2005. En el tomo 1 figura Cuadernos de infancia y en el tomo 2 Antes que mueran y Personas en la sala. Sobre la función fundadora del libro, ver Sylvia Molloy, "Juego de recortes : Cuadernos de infancia de Norah Lange", en Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica, México : FCE, 1996, p. 169-184. RESÚMENES El artículo lleva a cabo un balance de ciertas características generales de los relatos de infancia de los escritores. En particular, se pone de relieve la función de laboratorio estético que pueden tener esos episodios autobiográficos. En una segunda parte, se contraponen dos tipos de infancias : las que se escriben desde la vejez, bajo la tonalidad del testamento, y las que, al contrario, funcionan como la fundación de un proyecto y una estética. Pablo Neruda, Reinaldo Arenas, Gabriel García Márquez, Felisberto Hernández, Norah Lange y Fernando Vallejo son citados como ejemplos de estas dos posibilidades.