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A impulsos de la sangre germánica: Usos y paradojas del

origen Julio Premat


“Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de
infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires,
lanceado por los indios de Catriel; en la discordia de sus dos
linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulsos de la sangre
germánica), eligió el de ese antepasado romántico, o de
muerte romántica” (OC 1: 632). Esta frase, incluida en el
retrato inaugural del protagonista de “El Sur”, resulta
paradójica; en todo caso, lo es la hipótesis explicativa que
lleva al hijo de un pastor alemán a elegir un linaje heroico, un
linaje ennoblecedor para el nacionalismo argentino, por
influencia o acción de sus orígenes germánicos. Dentro de una
concepción del sujeto como la que figura en la obra de Borges,
concepción que relativiza su unicidad y presupone fórmulas de
tipo cada hombre es todos hombres y el ser es una nadería, un
simulacro (o un sofisma), resulta inesperado ver que se aluda
a la determinación nacional y familiar (el abuelo alemán, la
sangre germánica), cuando no genética (la sangre), para
justificar un acto digamos identitario. Es decir, la preferencia
por el antepasado guerrero muerto en la pampa, una pampa
histórica percibida como un cronotopo épico equivalente a las
más fogosas tradiciones europeas. Semejante elección anuncia
la intriga del cuento: Dahlmann prefiere morir en un
improbable duelo a cuchillo, aunque quizás muera en un
hospital. El doble origen contiene, así, las dos posibilidades que
estructuran el relato y están en el cimiento de su ambigüedad:
Dahlmann elige pero no sabemos a ciencia cierta si logra
borrar su otro linaje, su otro yo que nada tiene de épico. Más
allá, y tomando en cuenta los valores y funciones de lo que
cabe denominar el origen, es singular que el resultado de la
sangre germánica consista en privilegiar la filiación argentina.
El mandato de lo heredado que, según los principios sagrados
de nuestros mitos de origen, es siempre absoluto e ineludible,
lleva a elegir otro origen; en alguna medida, se traiciona a sí
mismo, haciendo de la sangre alemana el umbral para una
identidad “hondamente” argentina, tal como lo afirma el
narrador. Esta paradoja (la exaltación de los emblemas del
nacionalismo argentino “a impulsos” de la determinación
inherente a una descendencia europea), está vinculada con
otra paradoja, de tonalidades más ideológicas, la señalada por
Borges en “El escritor argentino y la tradición”: el nacionalismo
es una idea que los nacionalistas argentinos deberían rechazar
por foránea (Scavino). En el ejemplo vemos funcionar, en todo
caso, una tensión lógica que pone en escena los orígenes
nacionales y las determinaciones familiares frente a sus
resultados, efectos y operaciones, los que contradicen los
valores básicos de los primeros. Contradicen pero, hay que
subrayarlo, no los anulan: en el texto tenemos a la vez la
influencia y el valor del origen –la sangre germánica motiva el
comportamiento de Dahlmann–, y su negación, su
vaciamiento, su superación: la sangre germánica lleva a elegir
lo argentino; y, aún más, al origen se lo elige, no es una
imposición radical. Lo antedicho remite a una figura estructural
en Borges, la que supone representar, desarrollar oposiciones,
sacando provecho narrativo y resonancias semánticas múltiples
de la dinámica así creada. En palabras de Piglia: “Borges nunca
excluye los contrarios, sino que los mantiene y los integra
como elementos constitutivos de su escritura” (34). La lista de
ejemplos es larga y constituye un fundamento de esta
literatura. Como el narrador de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”,
hago primero un enfasis en el concepto de origen. Porque el
uso de opuestos es notable en este caso, a partir del repertorio
temático y de los principios funcionales y lógicos de los
orígenes (lugar de la esencia absoluta, de la solemnidad
exaltante, de la verdad sin fisuras, según la lectura del mito
que lleva a cabo Foucault, lector de Nietzsche). Es decir, a la
vez la determinación que los comienzos imponen (el devenir
prolonga siempre una página primera), la causalidad lógica que
inducen (los inicios armonizan la heterogeneidad de los
hechos), los modelos narrativos que cristalizan ese
funcionamiento (en particular la biografía pero también la
fundación de mundos), las concepciones del tiempo que
acompañan el recurso sistemático al principio de las cosas y de
los individuos, y en regla general la exaltación idealizante de lo
primero, lo primigenio, lo inaugural. Evocar el comienzo, el
origen, es explicar cómo y por qué la unicidad llega a la
existencia: origen del universo, inicio de la historia, fundación
de una ciudad o de una nación, principios de una familia o de
una biografía, primera vez que abre la posibilidad de una obra.
La pregunta del origen es, claro está, la pregunta de la
originalidad, la de la especificidad, ante una biblioteca que
determina, hasta asfixiarla, una palabra singular que busca
imponerse; la pregunta del origen remite al enigma de la
escritura y a la compleja delimitación de un sujeto específico,
un autor.
Estadísticas y destino
El breve retrato que abre el cuento “El Sur” es una versión
tardía de un modelo a la vez de exposición y de narración que
recorre, a veces abrumadoramente, los textos de Borges de los
30, vale decir, un relato biográfico más o menos imaginario. La
publicación de Evaristo Carriego (1930) y sobre todo la de
Historia universal de la infamia (1935) son los jalones
fundamentales de esos años a la vez enigmáticos y centrales
en la evolución de una obra que, como es sabido, va a
transformarse radicalmente a partir de 1939. La exposición y el
desmantelamiento del género biográfico han sido a menudo
comentados en tanto que rasgos dominantes de ese paso por
una “caja negra” mágicamente transformadora que lleva del
último libro de poemas dedicados a una Buenos Aires
reinventada (Cuaderno San Martín, 1929), a los grandes
cuentos enciclopédicos y especulativos de los 40. Por otra
parte, desde hace ya muchos años se accede fácilmente a una
serie de textos de esta decada que demuestran una actividad
febril de lectura, crítica y reflexión, de la cual Discusión (1932)
e Historia de la eternidad (1936) sólo dan una visión parcial.
Se trata de ensayos, prólogos, reseñas y presentaciones de
escritores publicados sobre todo en revistas, entre los cuales
cabe destacar el rubro literario que aparecía cada quince días
en la revista El Hogar (1936-1939), en la cual figuran
“Biografías sintéticas” (cuarenta y ocho fueron recogidas en el
volumen Textos cautivos en 1986, el año de la muerte de
Borges). Ese material presenta el evidente carácter de un
laboratorio de escritura, tanto por el almacenamiento de citas,
problemáticas e ideas, como por la puesta a punto de
procedimientos retóricos, ejercicios de argumentación,
discusión sobre la categoría de valor, inserción en una historia
literaria y en la literatura contemporánea (Lafon “Le foyer”). En
lo que concierne las modalidades de presentación de los
orígenes biográficos y nacionales (fue nuestro punto de
partida) en los textos del período, las “Biografías sintéticas”
publicadas en la revista El Hogar son los ejemplos más
pertinentes por su función informativa y su contenido
referencial. Vamos a concentrarnos aquí en ellos, pero antes
resumo algunos rasgos de los dos libros precedentes, mucho
más conocidos. En lo que concierne a Evaristo Carriego,
recordemos que la vertiente biográfica está marcada por una
serie de afirmaciones que exponen una lucidez descreída ante
ese tipo de relatos. Por un lado, el segundo capítulo comienza
con una célebre especulación dubitativa: “Que un individuo
quiera despertar en otro individuo recuerdos que no
pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente.
Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente
voluntad de toda biografía” (OC 1: 127, cf. Lefere). Borges se
sitúa, así, más allá de la “despreocupación” y la “inocencia”
(para no decir ingenuidad) del relato biográfico. El relato, en sí
paradójico, es también arbitrario, como leemos en Evaristo
Carriego, porque impone elegir entre la enumeración de
acontecimientos (“infinitos e incalculables”) o la transmición de
alguna verdad sobre el personaje: “Sólo una descripción
intemporal, morosa con amor, puede devolvérnoslo” (OC 1:
130). Borges privilegia entonces la construcción de una imagen
del escritor, fuera de la cronología y por lo tanto eficaz: su idea
platónica y no su devenir inestable. Por otro lado, en un
prólogo de 1950, volviendo a Evaristo Carriego, Borges formula
otra idea: “Yo he sospechado alguna vez que cualquier vida
humana, por intrincada y populosa que sea, consta en realidad
de un momento: el momento en que el hombre sabe para
siempre quién es”, que de hecho es la reescritura de una frase
de “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)” (OC 1: 183,
675). Frente a una vida, cuyos hechos son “infinitos e
incalculables” en la cita precedente o que es “intrincada y
populosa” en ésta, ya no se responde con una “descripción
intemporal”, sino con la focalización semántica y dramática en
un episodio determinado. Nótese en ambos casos que Borges,
al plantear explícitamente el problema de cómo dar cuenta de
una vida humana, reflexiona sobre el relato: en el primer
ejemplo, la respuesta sería una especie de retrato poético (la
“descripción intemporal” de Carriego); en el segundo, una
narración breve, focalizada en un efecto sugestivo pero
fragmentado –y por lo tanto, no una novela–. En esta
perspectiva, la biografía no será un relato ni un devenir (no
será el relato de un devenir), sino la evocación de las
circunstancias que preparan y permiten algo así como una
revelación, una irrupción: “algo”, “eso”, sucede y transforma el
sentido de lo conocido, o lo borra por su carácter a menudo
enigmático. En muchos casos, el “algo” que irrumpe, “eso” que
se revela de pronto, es la vocación literaria y una identidad de
autor. Por otro lado, si la vida se reduce a un acontecimiento
único, la biografía de Borges va a funcionar como una
exacerbación formalista y paródica del relato teleológico: en
ella, todo puede limitarse a preparar un momento clave,
exaltación inquietante de un sentido claro y único que ordena
el pasado. La muerte de Laprida, en el “Poema conjetural”, es
el mejor ejemplo: “Al fin he descubierto / la recóndita clave de
mis años...” (OC 2: 288). Las motivaciones y modalidades de
emergencia de Historia universal de la infamia constituyen, en
sí mismas, un relato sutil que Borges fue tramando a lo largo
de los años, en el cual cabe señalar la prolongada ambigüedad
de la relación establecida con Marcel Schwob, cuya función de
modelo es primero borrada, luego comentada indirectamente,
para recién reconocérsela en un texto de 1985.1 Mucho se
podría decir al respecto. No temos, simplemente, que las
afirmaciones y prácticas de esos años retoman las
teorizaciones llevadas a cabo por el francés en el “Prefacio” de
sus Vidas imaginarias, por ejemplo cuando opone su
concepción de vidas fragmentadas e imaginarias a la novela
naturalista o al trabajo del historiador, o cuando afirma la
dimensión múltiple e inestable del relato biográfico: “el ideal
del biógrafo sería diferenciar al infinito el aspecto de dos
filósofos que hubiesen inventado poco más o menos la misma
metafísica” (7). No sería descabellado ver, en algunos ensayos
y cuentos de Borges una variante invertida de esta posición:
sea en el destino del héroe/traidor de “Tema del traidor y del
héroe”, sea en la posibilidad, evocada en “Sobre el Vathek de
William Beckford” de redactar “un número indefinido, y casi
infinito, de biografías de un hombre, que [destacaran] hechos
independientes y de las que tendríamos que leer muchas antes
de comprender que el protagonista es el mismo” (OC 2: 130).
Tanto en Schwob como en Borges, los mecanismos del género
biográfico –es lo que afirma Alexandre Green sobre Schwob–
son un catálogo de infracciones: hibridación genérica,
metadiscursividad, finales abiertos o conjeturales,
especularidad, elipsis narrativas (201-03). Los dos se
inscriben, ya, en lo que se ha denominado el paradigma
moderno de la biografía.2 Ambos llevan a cabo ciertas
operaciones que, refiriéndose a Pierre Michon y sus “vidas
minúsculas”, Dominique Viart enumera como descentramientos
(51-54). Descentramiento biográfico (la vida del otro para
narrar la del autor), metódico (la expresión de una verdad
indirecta, oblicua), jerárquico (se mezclan vidas nobles y vidas
infames), formal (se deja de lado a la novela, pero también el
cuento tradicional), cognitivo (se renuncia a la comprensión y a
la explicación), lógico (se exaspera o se invierte la causalidad),
etc. Así, el recurso a las vidas imaginarias no es ajeno a una
toma de posición ante géneros dominantes, ante
legitimaciones culturales, ante los requisitos de la verdad de la
historia, ante modos de introducir autorrepresentaciones: todo
un programa de entrada en literatura. Y completando, en el
período también se combinan la cultura popular y la letrada
(como lo hace la Revista Multicolor de los Sábados). Desde el
título, en Historia universal de la infamia, se desvirtúa la
psicología y se instala la invención biográfica del lado de la
denominación, de lo esquemático y del resumen de rasgos y
acontecimientos; el relato trabaja con lo tipológico, a la
manera de cierta paraliteratura (folletín, relato de aventuras,
novela policial o, inclusive, cine hollywoodense). En cuanto a
las “Biografías sintéticas” empecemos diciendo que éstas
presentan algunos rasgos de construcción estables y repetidos.
Por un lado, la enumeración de lo que varias veces Borges
denomina los “datos estadísticos” de una vida (lugar y fecha de
nacimiento, filiación, oficio, publicaciones). Por el otro, la
puesta de relieve de una anécdota lateral o alguna cita casual,
que, según un principio ya utilizado pretende resumir una vida
y caracterizar una posición enunciativa e imaginaria a través
de un detalle. Al conjunto se le agregan, a veces, comentarios
y juicios generales sobre la literatura o sobre la “idiosincrasia”
literaria de tal o cual cultura. El modelo enciclopédico e
informativo va de par por lo tanto con una serie de
intervenciones que alteran la evidencia de ese modelo, porque
ironizan, dramatizan o contradicen las informaciones dadas, o
bien porque exponen el carácter arbitrario de la elección de
una cita, una anécdota, un rasgo lateral del biografiado. En lo
que a los orígenes nacionales o familiares se refiere, notamos
una serie de diferencias, incluso de oposiciones, que sugieren
un dispositivo de variantes más que una adhesión a tal o cual
teoría sobre la determinación impuesta por los antepasados,
por una anécdota de la infancia, por la cultura o la religión.
Muchas biografías presentan las informaciones básicas sin
sacar de ellas ningún provecho semántico, o más bien,
plantean estos datos como un enigma que no se intenta
resolver; un ejemplo sería la vida de Hermann Sudermann,
hijo de menonitas, “vale decir”, comenta Borges, que eran “lo
bastante fervientes para no desertar de una oscura fe
perseguida que prohíbe a los fieles el sacerdocio, la
magistratura y el ejercicio de las armas” (Textos 135); en vano
el lector buscará en la vida y obra del escritor alemán un
efecto, directo o indirecto, de la peculiar fe de sus padres,
señalada sin embargo con entusiasmo. En muchos otros casos,
hay resonancias entre esas informaciones y la obra posterior,
lo que convierte a estos mini relatos en una explicación, un
comentario o una justificación de lo escrito. Estas resonancias
cubren, de manera relativamente equilibrada, varias figuras
lógicas distintas. Por lo pronto, saturan la determinación del
origen al explicar el destino del escritor por su familia o su
lugar de nacimiento: es lo que sucede con Virginia Woolf,
David Garrett, Evelyn Waugh o Lytton Strachey. Frente al
consabido condicionamiento del medio cultural familiar, otros
ejemplos son más complejos: la madre de Gustav Meyrink fue
una actriz, lo que despierta un comentario maldiciente entre
paréntesis: “(Es demasiado fácil comprobar que su obra
literaria es histriónica)” (230). Liam O’Flaherty profesó desde
niño “dos pasiones: el odio de Inglaterra, la reverencia de la
Iglesia Católica. (El amor de la literatura inglesa mitigó la
primera de esas pasiones; el socialismo, la segunda)” (146),
mientras que “Machen nació en la aldea antiquísima de
Caerlon, cuyo nombre romano es Castra legionum y que
guarda leyendas del rey Artús. En su solitaria niñez (y en toda
su vida) han influido las perdurables ruinas romanas, la
penumbra céltica de los bosques y la caótica biblioteca de su
padre” (255). En esta serie y recordando siempre a un
Dahlmann que para el Borges de los 30 no es más que un
brumoso futuro, los orígenes dobles aparecen subrayados,
como si la marca de un linaje o de una cultura basada en dos
polos contradictorios aumentara o enriqueciera sus efectos.
Henri Barbusse es “hijo de dos sangres, hijo de padre francés y
de madre inglesa” (105); Eden Phillpotts, “el más inglés de los
escritores ingleses”, es de “evidente origen hebreo y nació en
la India” (331); Franz Werfel: “Judeoalemán, heredero de dos
culturas –la del Talmud y la de Lessing– nació en la milenaria
ciudad donde dos culturas se juntan, no sin discordia y sin
milenario rencor: la de Bohemia y la germánica”, y a los
veintiún años bajo la doble influencia de los Salmos de la
Escritura y de Whitman, publicó su primer libro de versos
(120); Jorge Isaacs es criollo y judío, y por lo tanto “hijo de
dos sangres incrédulas” (127); o “La amistad de las dos
literaturas más ricas del mundo occidental –la de Francia y la
de Inglaterra– ha sido bastante fértil para las dos. Julián Green
es una ilustración viviente de su amistad. [...] Hijo de
norteamericanos, biznieto de irlandeses y de escoceses, nació
en París” (214). Cuando no es una transmisión familiar, es el
topos del acontecimiento transformador, a menudo
traumatizante, el que cumple una función causal. Eden
Phillpotts a los catorce años atravesó por primera vez el
páramo de Dartmoor, “que es una pampa nebulosa y
hambrienta en el centro de Devonshire. (Misterios del proceso
poético: esa caminata de 1876 –ocho rendidas lenguas–
determinó casi toda su obra ulterior...” (112). Benedetto Croce
pierde a los 17 años a toda su familia en un terremoto y “para
eludir una total desesperación, resolvió pensar en el Universo”
(50); James Langston Hughes vive otro terremoto, esta vez en
México y “no se olvidará de miles de hombres silenciosos y
arrodillados mientras temblaba lentamente la tierra y el cielo
estaba azul” (92); William H. Wright (S. S. Van Dine), después
de una enfermedad, grave, se convierte en escritor de
fantasías criminológicas (138), etc. En contradicción con lo
anterior, muchas biografías se sustentan gracias a una
oposición: el destino del escritor funciona entonces a
contramano de las determinaciones identificables. Para Isaac
Babel, “irreparablemente semita”, “el clima habitual de la vida”
fue la catástrofe. “En los dudosos intervalos de los pogroms
aprendió no sólo a leer y a escribir, sino a apreciar la literatura
y a gustar de la obra de Maupassant, de Flaubert y de
Rabelais” (202); sobre León Feuchtwanger: “La frase ‘un
novelista alemán’ es casi una contradicción, ya que Alemania
[...] es notoriamente pobre en novelas” –y a pesar de ser
alemán, Feuchtwanger es novelista (42). T. S. Eliot es el
inverosímil compatriota de los “Blues de Saint Louis”: “Thomas
Stearns Eliot nació en la enérgica ciudad de ese nombre” y sin
embargo sus textos no se parecen a los blues (142). Y por qué
no señalarlo: los dos escritores negros (Countée Cullen y
Langston Hughes) pueden incluirse en esta serie por su origen
racial, aunque Cullen viene de una tradición burguesa urbana
eclesiástica (171) mientras que los abuelos maternos de
Hughes “eran negros libres propietarios” (92) y su padre,
abogado. Estas contradicciones abarcan toda una vida –“Hay
hombres venerados que sospechamos sin embargo inferiores a
la obra que cumplieron” (302)– o conciernen la emergencia en
sí de la escritura; E. M. Forster, el futuro escritor de la India
colonial, viaja por primera vez a Egipto y en vez de descubrir
allí la inspiración del exotismo, escribe “el más impersonal de
sus libros” (134). Pero, de todos modos, la vida, tan
frecuentemente solicitada en algunos casos, no siempre resulta
esclarecedora, es superior a la obra o es un mito
incomprobable. Enumerar los hechos de la vida de Valéry es
ignorar a Valéry, es no aludir siquiera a Paul Valéry (75); “Los
hechos estadísticos de la vida del poeta Edward Estlin
Cummings caben en pocas líneas...” (162) y en el extremo
opuesto: “Famosamente dijo Oscar Wilde que su talento estaba
en sus obras y su genio en su vida. Lo cierto es que su vida
interesa más que sus obras” (284). Nimias o excepcionales, las
peripecias son interrogadas para intentar explicar lo escrito,
como en Franz Kafka: “Los hechos de la vida de este autor no
proponen otro misterio que el de su no indagada relación con
la obra extraordinaria” (182). Y cuando no adolecen de
insignificancia, están marcados por la fabulación: la historia
personal de James Joyce, “como la de ciertas naciones, se
pierde en mitologías. Una de sus leyendas dice que a los nueve
años publicó un folleto elegíaco” (83): a veces las anécdotas
de infancia son determinantes y explicativas, a veces son
mitología. Y, de todos modos, a la convención aquí también se
la expone: Entiendo que el interés de cualquier autobiografía
es de orden psicológico, y que el hecho de omitir ciertos rasgos
no es menos típico de un hombre que el de abundar en ellos.
Entiendo que los hechos valen como ilustración del carácter y
que el narrador puede silenciar los que quiere. (108) Esta serie
de figuras opuestas, que en muchos aspectos parece el fruto
de una combinatoria, están presentes en otros textos de
Borges, como por ejemplo en los textos incluidos en Prólogos,
con un prólogo de prólogos: Gibbon, el historiador de la Roma,
tiene un linaje antiguo (OC 4: 77), Carriego, el poeta de
barrios tradicionales, una “clara y vieja cepa” (38), Estanislao
del Campo, irónico poeta gauchesco, una “buena tradición
unitaria” (35) mientras que otro poeta gauchesco, Ascasubi,
nace bajo una carreta (23). Y así siempre: el cuento “El
acercamiento a Almotásim”, comienza con alusiones a juicios
sobre influencias explicativas e inverosímiles (“la doble,
inverosímil tutela de Wilkie Collins y del ilustre persa del siglo
doce, Ferid Eddin Attar”; la novela es el resultado de una
“combinación algo incómoda” de textos –de orígenes–
distintos) (OC 1: 495). El mismo rasgo, más claramente
humorístico, puede leerse en “Examen de la obra de Herbert
Quain” ya que una necrológica lo compara con Gertrude Stein
y Agatha Christie (OC 1: 552), mientras que en “El jardín de
senderos que se bifurcan”, el comportamiento de Yu Tsun
obedece a la vez a los mandatos de sus jefes alemanes y a la
repetición de lo iniciado por su ilustre antepasado. En Otras
inquisiciones, leemos que la ciudad de Salem, lugar puritano
de origen para Hawthorne, sigue determinando sus posiciones
de vejez (OC 2: 59); o que los Rubayat de Omar Kayyám son,
en conjunción con la traducción-adaptación de Edward
Fitzgerald, la marca del nacimiento de uno de los grandes
poetas de Inglaterra. Una gran obra es así fruto de una
coincidencia contingente, “un azar benéfico” (OC 2: 82), etc.
Inútil ir más allá en el relevamiento de un mecanismo de
escritura omnipresente, mejor retomemos algunas
constataciones. En el marco de una evidente obsesión por las
filiaciones, las nacionalidades, las experiencias determinantes
y, en general, los orígenes, Borges renueva o instrumentaliza
tópicos de la determinación; la sangre en términos de marca
de pertenencia nacional o racial, la herencia de los padres o de
linajes más amplios, la relación entre vida y obra, las
coordenadas de una formación intelectual, las vivencias
tempranas como causantes de un devenir personal y artístico.
Al hacerlo, las biografías parecen repetidamente responder a
ciertas preguntas esenciales de lo literario: cómo leer lo actual,
cómo evaluar, y ante todo, cómo explicar, en relación con una
vida, la emergencia de la obra. La relación entre vida y obra, a
la vez ineludible y misteriosa, se encuentra constantemente
interrogada, en tanto que espacio del “cómo devenir escritor”
que se inscribe en una perspectiva histórica (el devenir) y
ejemplar (los modelos). La utilización de estos tópicos se lleva
a cabo de manera, como vimos, conflictiva o paradójica, sin
desmontar su relativa validez. No se trata de creencias
absolutas, ya que constatamos funcionamientos opuestos de
los mismos valores y, por otro lado, un distanciamiento irónico
y descreído aparece frecuentemente, desestabilizando el
conjunto. Entre adhesión, obsesión y deconstrucción, Borges
propone una revisión dinámica de los esquemas narrativos
clásicos de la biografía, vista como un relato en algunos puntos
fabuloso, pero no por ello falso, capaz de desplegar los
misterios de la creación.
Las formas de una vida
Michel Lafon considera que los presupuestos de Borges en el
género biográfico, presentes en Historia universal de la infamia
y en estas “Biografías sintéticas”, constituyen el molde
narrativo de la mayor parte de los cuentos, en particular los de
Ficciones. La afirmación es quizás exagerada pero apunta a un
fenómeno mayor: en cierta práctica del relato biográfico se
cristaliza una forma reconocible, la “ficción borgeana” (según
la expresión de Calvino, citada por el mismo Lafon). Si
retomamos esta propuesta y establecemos paralelos entre
estos relatos y la obra posterior, dos grandes terrenos de
sentido se perciben. Por un lado, el relato biográfico como
dispositivo formal (en la perspectiva de Schwob) y como
modelo de causalidad novelesca, causalidad que Borges
interroga en un ensayo temprano (“El arte narrativo y la
magia”). Por el otro, los valores y funciones que conviene
atribuirle a esta escritura obsesiva de orígenes, filiaciones y
pertenencias. La biografía como dispositivo, ante todo. El
modelo se plantea, si nos restringimos a las “Biografías
sintéticas”, como un relato surgido de la enciclopedia; si bien
coincide con el uso de la nota bibliográfica, la reseña, el
ensayo, el mapa de influencias (todo lo cual se prolonga con
creces en la obra futura), tiene la particularidad de integrar
una variable narrativa mayor, en la medida en que la biografía
se basa en la cronología y la dinámica causa-efecto. Es la
enciclopedia hecha narración, peripecia, destino; o el lugar en
que la enciclopedia puede ser leída como una forma de
autobiografía. Ahora bien, si la raigambre enciclopédica
(“estadística” dijimos) es evidente, el uso del esquema
biográfico, la focalización en un detalle lateral, la exacerbación
de algún elemento, van más allá, en la medida en que se
corresponde con un dispositivo formal de escritura; a saber,
variar las posibilidades propuestas por esa estructura de relato
gracias a contrastes, determinaciones mágicas, dobles o
negadas, así como al uso de ideas tópicas o sorprendentes
sobre un origen (espacio, tiempo, experiencia, sangre). Es
decir, un procedimiento de escritura que pone en escena a la
vez la arbitrariedad del relato, la elección de los elementos
explicativos, el enigma de la creación y la engañosa pretensión
de proponer respuestas a una pregunta que no las tiene.
Borges, como él mismo lo dice en “Dos antiguos problemas”
sobre los griegos y sus sofismas, sólo habría jugado “a la
perplejidad y al misterio” (TR 2: 93). En ese sentido, la
práctica de la nota biográfica no sería ajena a modelos de
exposición que, luego, permitirán la escritura de textos
brillantes, como “La muralla y los libros”, en el que se
interroga la lógica de comportamiento y la psicología de un
emperador que, al mismo tiempo, manda destruir el pasado
(todos los libros) y construir la más fabulosa obra de la cultura
china, la célebre muralla. La conclusión de Borges es
formalista: el contrapunto de dos fenómenos simétricos y
opuestos engendra el interés y da lugar, en la promesa de una
revelación huidiza, al hecho estético. En lo que se refiere a las
semejanzas entre la causalidad propuesta por la biografía y la
que desarrolla el género novelesco, valgan dos citas simétricas
de Borges para justificarlas. En una reseña de mayo de 1933
sobre La santa furia del Padre Castañeda, una biografía de
Arturo Capdevila, leemos: La biografía novelada es un género
incómodo, menos quizá para el lector que para el escritor. Su
problema es éste: Si faltan pormenores circunstanciales, todo
parece irreal; si abundan, nadie les presta crédito. La
vaguedad es cosa desabrida, pero la mucha precisión huele a
apócrifa. La solución es ésta: inventar pormenores tan
verosímiles que parezcan inevitables, o tan dramáticos que el
lector los prefiera a la discusión. (TR 2: 40) La biografía no
plantea un problema de verdad, historicidad, correspondencia
con hechos fehacientes, sino un problema de adhesión del
lector: de efecto realista y no de realidad. Por lo tanto, la
solución es del orden de la ficción: “inventar pormenores”
verosímiles o dramáticos. La biografía supone dispositivos
narrativos, no correspondencias entre lo narrado y lo sucedido.
Para la novela, el problema y por lo tanto la solución, son los
mismos, si leemos otra reseña del mismo año (de diciembre
esta vez), sobre 45 días y treinta marineros de Norah Lange:
El problema central de la novela es la causalidad. Si faltan
pormenores circunstanciales, todo parece irreal; si abundan
(como en las novelas de Bove, o en el Huckleberry Finn de
Mark Twain) recelamos de esa documentada verdad y de sus
detalles fehacientes. La solución es ésta: inventar pormenores
tan verosímiles que parezcan inevitables, o tan dramáticos que
el lector los prefiera a la discusión. (TR 2: 77) No sé si la
repetición puede tomarse como una prefiguración de las dos
citas paralelas de la misma frase, sacada una del Quijote de
Cervantes y otra del de Pierre Menard; más bien, y más allá de
la recuperación de lo ya escrito en un período de producción
periodística abundante y apresurada, la autocita implica una
identificación fuerte entre los dos géneros (biografía, novela) y
tanto como de sus recursos narrativos con la problemática de
verosimilitud por ellos planteada. Del conjunto, cabe volver a
la dinámica causal: Si “no hay acto que no sea coronación de
una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de
efectos” (“La flor de Coleridge” 21) y si toda biografía impone
una selección entre miles de hechos distintos (“Sobre el Vathek
de William Beckford” 130), narrar una vida implica resolver la
aporía del paso de una plenitud omnisciente a un relato
inteligible gracias a una ficción arbitraria. Una ficción que
reduce la multiplicidad y expone un reducido número de
peripecias capaces, de manera armoniosa o sorprendente, de
explicar el devenir. Relato histórico cuyo hecho central es la
escritura de una obra literaria (como el crimen en una
investigación policial), la biografía de escritores es una forma
privilegiada para proceder a una deconstrucción de este
funcionamiento, en particular al exponer la serie causa-efecto
como una elección arbitraria. Frente al proceso natural de la
historia, “resultado incesante de incontrolables e infinitas
operaciones”, en el de la novela, escribe Borges en “El arte
narrativo y la magia”, impera el proceso “mágico, donde
profetizan los pormenores”, proceso que es “lúcido, limitado”.
Está hecho de semejanzas (“magia imitativa” cuando se le
atribuye la causa a un fenómeno similar al efecto) o de
cercanía (“magia contagiosa”, cuando se trata de una relación
metonímica). El uso de la palabra magia sugiere una dimensión
sobrenatural, cuando de lo que está en juego aquí es una
exacerbación de la determinación: “la magia es la coronación o
pesadilla de lo causal, no su contradicción”. Frente al desorden
del mundo real, la novela “debe ser un juego preciso de
vigilancias, ecos y afinidades. Todo episodio, en un cuidadoso
relato, es de proyección ulterior” (270). Como vemos, el relato
biográfico, más que presentar una verdad sobre el sujeto o una
explicación causal del “volverse” escritor, le propone a Borges
una perspectiva sobre procedimientos narrativos, que son
similares a los de toda ficción. En ese sentido la biografía es,
como dijimos, un laboratorio de escritura, al permitir
desmontar el esquema causal mágico de la novela,
proponiendo asociaciones sorprendentes y filiaciones
contradictorias, cuando no parodias de su funcionamiento. Un
ejemplo, radical al respecto, la primera de las “historias
infames”, “El espantoso redentor Lazarus Morell”. En ella se
expande hasta el absurdo humorístico el principio de
causalidad, con una sección inaugural intitulada “La causa
remota”, que parte de Bartolomé de las Casas y de su defensa
de los indios como origen de la presencia negra en América y,
por lo tanto, como desencadenante de una serie heterogénea
de acontecimientos (los blues, la obra de Figari, la Guerra de
Secesión, el film Aleluya, “la gracia de la señorita de Tal”,
etc.), en los que cabe incluir la historia que leeremos, es decir
la historia de un estafador de esclavos en las plantaciones del
Mississippi en el siglo XIX. Las secciones siguientes, prolongan
la exposición humorística de los protocolos de un modelo
novelístico decimonónico: de la lejana “causa” pasamos a “El
lugar” (descripción del paisaje con valor previsiblemente
metonímico y anunciador de la intriga); “Los hombres” (el
medio social y la historia reciente como marco lógico que
determina y delimita la acción posible); “El hombre” (la
presentación física y moral del protagonista, acorde con sus
actos posteriores); “El método” (sus acciones habituales que
sirven para delinear el nudo dramático de lo que sucederá),
etc. Y, luego de un relato bastante rápido que, si tomamos en
cuenta tantas etapas liminares, resulta decepcionante, se
exhibe el desenlace como un corte abrupto, en contra de las
expectativas genéricas. Efectivamente, en una última sección
intitulada “La interrupción”, la historia, en vez de terminarse
con una escena exaltante que correspondiese con lo hasta
entonces narrado, se detiene con una muerte anodina en un
hospital: “me duele confesar que la historia del Mississippi no
aprovechó esas oportunidades suntuosas. Contrariamente a
toda justicia poética (o simetría poética) tampoco el río de sus
crímenes fue su tumba. El dos de enero de 1835, Lazarus
Morell falleció de una congestión pulmonar en el hospital de
Natchez” (OC 1: 354). Otra vez, una analogía con Schwob y
sus Vidas imaginarias se impone. Con un gesto similar, el
francés ya había concluido su última vida, la de dos terroríficos
serial killers, “Los señores Burke y Hare, asesinos”,
interrumpiendo el relato con una metalepsis irónica: Y aquí,
disintiendo con todos los biógrafos, abandonaré a los señores
Burke y Hare en medio de su aureola de gloria. ¿Por qué
destruir un tan hermoso efecto artístico llevándolos
lánguidamente hasta el final de su carrera, revelando sus
flaquezas y decepciones? No hay que verlos de otra manera
como no sea con su máscara en la mano deambulando en las
noches de niebla. Porque el final de sus vidas fue vulgar y
parecido a muchos otros. (40) En ambos casos, el desenlace
desestabiliza el relato que se ha llevado a cabo; la historia
queda abierta, trunca o es decepcionante; a la biografía le falta
su pieza maestra, un final que le diese sentido al conjunto: una
muerte que transforme la vida en destino. Frente a la
desilusión que produce la realidad de la biografía, la
superioridad de la ficción es indiscutible. Y en ambos casos, la
biografía parodia la “fortaleza” formal y semántica de la
novela. Sea como fuere, avanzando en la cronología de
escritura de la obra, tomemos ejemplos, paralelos o
semejantes a “El Sur”. Dentro de los límites de Ficciones
tenemos una fábula, “Las ruinas circulares”, que exacerba
hasta la humillación la imposibilidad de una voluntad y de un
proyecto propios. Verdadera alegoría de la creación, el cuento
tematiza los pasos requeridos para la emergencia de una
representación fidedigna, surgida del sueño e impuesta a la
realidad; sin embargo, el transcurso arquetípicamente lineal
que sugiere el río (desde una fuente hasta una
desembocadura), se ve quebrado por la circularidad de los
templos y de la repetición. El demiurgo que realiza la proeza
de engendrar a un hombre termina descubriendo que él mismo
es soñado por otro; su conciencia y capacidad están
determinadas por quien lo creó, es decir están marcadas
ineluctablemente por el deseo de otro, por la voluntad de otro.
Un otro que, por aproximaciones sucesivas, no puede sino ser
Dios. Ese Dios, garante del sentido de las acciones y fuente
que marca todos los actos de los hombres, es,
contradictoriamente, buscado, anhelado, en “La biblioteca de
Babel”: ante el caos meticuloso de la biblioteca, ante su
pesadillesca construcción, hecha ella también de repeticiones y
de formas de circularidad (una circularidad angulosa, agresiva,
como la que distingue al hexágono del círculo), el narrador
termina evocando una “elegante esperanza” (OC 1: 566): que
haya un Orden, una forma, también circular, en la cual el
desorden se repetiría de la misma manera. El Orden del que se
trata remite, a su vez, al sentido en una perspectiva originaria:
que alguien haya pensado, creado, organizado ese universo
que para los hombres es un laberinto disparatado. O sea, en
un ejemplo, la voluntad precedente oprime y afantasma al
creador, en el otro, el anciano bibliotecario busca una voluntad
suprema que explique un mundo en vías de desaparición. Si no
me equivoco, las figuras son opuestas. Otra variante alrededor
de la determinación de los orígenes aparece en “Funes el
memorioso”: hijo de una planchadora del pueblo y de padre
dudoso (quizás un médico inglés, quizás un domador o
rastreador del departamento de Salto), el joven Ireneo tiene la
filiación bastarda e imprecisa de los gauchos, lo que puede dar
lugar a condicionamientos imprevisibles. Sin embargo, más
que una encrucijada de “sangres”, como la que vive Dahlmann,
es una contingencia, es decir un accidente (también como
Dahlmann: una caída del caballo) lo que prefigura su destino
fuera de lo común, el de un superhombre: un “Zarathustra
cimarrón y vernáculo” según un juicio ditirámbico citado en el
cuento (OC 1: 583). En todo caso, el lugar de nacimiento, su
nacionalidad, sus orígenes familiares, son prolijamente
opuestos a lo que será su destino y sus capacidades
extraordinarias, en particular en lo que se refiere al
aprendizaje del latín y al conocimiento de la vida de los
hombres ilustres de la Roma clásica. Esta figura de una ficción
que funciona a contrapelo de lo previsible y, en términos
biográficos, a contracorriente de las determinaciones del
origen, llegará a su punto culminante en la “Historia del
guerrero y de la cautiva”, en la cual el bárbaro olvidará la
“geografía de selvas y ciénagas” de la que proviene para
defender una ciudad luminosa hecha de cipreses y de mármol,
mientras que la inglesa de Yorkshire se aleja de la “isla
querida” para preferir una vida feral, “el alarido y el saqueo, la
guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes
desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia” (672). En
esta perspectiva, la doble filiación de Dahlmann que evocamos
al comienzo y la encrucijada que ésta plantea, se integra en
una serie que incluye variantes y oposiciones: en una versión
la determinación es absoluta y terrorífica, en la otra, es
buscada, anhelada; en una se la contradice frontalmente, en
otra, como es el caso de Dahlmann, se la sigue de manera
paradójica. La apoteosis de este funcionamiento se materializa
en las variantes narrativas imaginadas por Herbert Quain (la
misma situación tiene efectos diferentes y proliferantes) y, por
supuesto, en la concepción del tiempo de “El jardín de
senderos que se bifurcan”, en la cual toda situación –toda
causa– da lugar a todos los efectos imaginables, sin
exclusiones, situados en líneas temporales distintas.
El hombre sin ombligo
Dicho esto, ¿cuál es la visión de los orígenes en Borges? Un
complemento interpretativo de los procedimientos subrayados
vería en la biografía y los orígenes un relato que,
tradicionalmente, tendría relación con la búsqueda de
explicación o de sentido. En este caso, la explicación o el
sentido se refieren a la emergencia de la obra, al misterio en sí
de la escritura y del “ser escritor”, como dijimos. Por lo tanto,
en niveles distintos, la biografía y los interrogantes a los
orígenes no serían tan diferentes a los usos de la teología y de
la filosofía, vistas como dos esferas de conocimiento que
movilizan el sentido del universo, esferas constantemente
interrogadas y subvertidas en la obra. Pero la omnipresencia
también implica una obsesión, un elemento nodal del
imaginario: “¿Quién no jugó a los antepasados alguna vez, a
las prehistorias de su carne y su sangre?”, se pregunta Borges
en respuesta a una “acusación” de ser judío, revelando lo
ineluctable de la novela familiar (TR 2: 83). Lo que se
dramatiza y repite son las condiciones de posibilidad de una
literatura personal, la existencia de una palabra propia y, en
alguna medida, nueva. Antes de profundizar esta relación
entre filiación familiar y creación, subrayemos que la idea de
algo inédito, de una apertura, cambio o fundación es frecuente
en los textos. Aunque Borges descree de las grandes fechas
axiales que, como un parteaguas, transforman definitivamente
el decurso de la historia humana, la identificación de una
“primera vez” es una verdadera idea fija en sus reflexiones. Si
bien en “El pudor de la historia” Borges se burla de una
declaración exaltada de Goethe (“En este lugar y el día de hoy,
se abre una época en la historia del mundo y podemos decir
que hemos asistido a su origen”, OC 2: 160), también propone
su propia versión del gesto: “[Esquilo] ‘elevó de uno a dos el
número de actores’”, un cambio que anuncia una forma nueva
(OC 2: 160); al hacerlo, le quita solemnidad pero no
pertinencia a la idea de que las cosas comienzan, a la
eventualidad de que alguien, modestamente, sea capaz de
inaugurar algo determinante para el devenir de la literatura.
Otra vez, una paradoja: el teorizador de la repetición y de la
reescritura señala con insistencia la “primera vez” del uso de
formas, ideas, metáforas. Tomando ejemplos, un poco al azar,
en el segundo volumen de Textos recobrados: “El primer sueño
literario con ambiente de sueño es quizá el famoso de
Wordsworth” (TR 2: 110); Kipling “fue sin duda el primer poeta
europeo que tomó de Musa a la Máquina” (TR 2: 138); “Hacia
1670, el plotiniano inglés Henry More usó la frase cuarta
dimensión, acaso por primera vez en el mundo” (TR 2: 95). En
el mismo sentido puede verse todas las ficciones que proponen
recomenzar la historia: fundación de Buenos Aires, invención
de libros, ya escritos o fabulosos, recuperación de modelos
bíblicos (la trayectoria narrativa que va del Génesis al
Apocalipsis) y utópicos para crear mundos ex nihilo, como el
de Tlön. Así se inventa una ciudad inexistente, libros y
enciclopedias que no existen, fabulando entonces un origen,
una idea de la tradición, un concepto de clásico, una
concepción del comienzo y de la causa primera. El origen
funciona como un absoluto relativo, quebrando lo ineluctable
de lo heredado, ya que se puede elegir un elemento cualquiera
como explicación de todo lo que sigue o, al contrario, mostrar
que un acontecimiento de envergadura contradice todo lo que
lo precede. O, inclusive, y seguramente esta opción es la más
frecuente, el azar y la determinación actúan como dos fuerzas
disímiles situadas en los inicios para dar cuenta de lo existente.
Un buen ejemplo es la ceguera, peripecia que, en “El hacedor”,
explica mágicamente la emergencia del libro fundacional de la
literatura occidental, La Ilíada. Por un lado, la ceguera es una
circunstancia imprevisible, arbitraria; nada de lo que ese
hombre vivió hasta entonces lo prepara para seguir siendo
escritor cuando le llega, sin razón alguna, la ceguera
(“Gradualmente, el hermoso universo fue abandonándolo...”).
Esa circunstancia contingente lo lleva a recuperar una
transmisión paterna (el padre le puso alguna vez en las manos
un codiciado puñal de bronce, “bello y cargado de poder”), un
mandato (le ordenó “Que alguien sepa que eres un hombre”) y
una ensoñación épica infantil (“descendió la brusca ladera [...]
soñándose Áyax y Perseo y poblando de heridas y de batallas
la oscuridad salobre”) (OC 2: 191-92), todo lo cual sí explica
que un hecho casual desencadene un destino, el de empezar a
adivinar “un rumor de gloria y de hexámetros”, la obra futura.
Así, según un funcionamiento lógico ya constatado, un hecho
circunstancial (la ceguera o, en el “Poema conjetural”, las
condiciones de la muerte de Laprida), le dan sentido a una
vida, la justifican inclusive, con un ordenamiento retrospectivo
de lo pasado y un condicionamiento de lo porvenir; en “El
hacedor”, el futuro es la escritura. De más está decir que esta
puesta en escena de la ceguera remite a un acontecimiento
real (la ceguera del propio Borges), incorporada como un
biografema central en la autorrepresentación tardía del
escritor. Se la incorpora en tanto que herencia familiar (en
particular, de su padre), o sea que es un rasgo “previsto” por
los orígenes y por condicionamientos previos al sujeto. En la
versión fabulada, la de “El hacedor”, el origen de la obra está
dado así, al mismo tiempo, como una determinación familiar
(la transmisión, la orden) y una consecuencia inesperada de
esa misma determinación, en un cruce entre el destino y lo
casual. No es entonces una consecuencia directa, la obra es el
resultado de paradojas y efectos que, dijimos, habría que
llamar mágicos. Es lo que se declara en otra versión de lo
mismo, el “Poema de los dones”, cuando se evoca la
“declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía
/ me dio a la vez los libros y la noche” (OC 2: 222). La
identidad, marcada por y surgida del pasado, es al mismo
tiempo imprevisible, da lugar a lo impensable. La ceguera
personal transformada en peripecia literaria y en
condicionamiento heredado (heredado del padre, de Groussac,
de Homero) nos lleva a un aspecto esencial de la obra,
particularmente operativo en “El Sur”: el de la autobiografía y
la escritura sistemática de los orígenes familiares del autor.
Una interpretación ya establecida ve en Dahlmann y en las
peripecias del cuento una autoficción, tanto en términos de
personaje como narrativos alrededor del accidente de 1938,
accidente a menudo solicitado por Borges para explicar,
legendariamente, la transformación de su obra en los 30. Y
más allá de estas lecturas de “El Sur”, Ricardo Piglia, en un
artículo de gran divulgación(“Ideología y ficción en Borges”),
identifica un relato fracturado, disperso, que construye la
historia de la propia escritura. Esa “narración genealógica” gira
alrededor de un “linaje doble”: por un lado, los fundadores y
los guerreros, asociados a la pampa del siglo XIX y a una gesta
épica; por el otro, los antepasados literarios, los precursores,
los modelos. De manera más restringida, y según el modelo
expuesto para Dahlmann, la filiación inglesa y la filiación
criolla, la filiación épica de los antepasados y la filiación letrada
del padre, su biblioteca, su vocación frustrada de escritor. En
Borges, afirma Piglia, “las relaciones de parentesco son
metafóricas de todas las demás”, y constituyen el pilar de un
mito personal que no resuelve las contradicciones sino que las
conserva. Así se definen las condiciones de la obra: “el acceso
a las propiedades que hacen posible la escritura” (34). En su
tardía e indirecta Autobiografía, Borges retoma elementos
conocidos de esta narración. Reencontramos los dos linajes,
tanto el del heroísmo y de la cultura letrada, como el de la
tradición argentina del siglo XIX y el de la cultura inglesa,
linajes dispares materializados en dos espacios significativos:
el Palermo de compadritos como lugar de origen, la infinita
biblioteca paterna como horizonte de formación (Vecchio).
Entre ambos, no queda más que la nostalgia, también
frecuentemente afirmada, por un “destino épico que las
divinidades [le] negaron” (23); las oposiciones presentes en la
obra podrían ocupar, exactamente, el lugar de esa nostalgia, o
de respuesta a esa nostalgia. Vale la pena recordar una
formulación explícita de otro elemento, ya enunciado antes:
Desde mi niñez, cuando le sobrevino la ceguera, se
consideraba de manera tácita que yo cumpliría el destino
literario que las circunstancias habían negado a mi padre. Era
algo que se daba por descontado (y esas convicciones son más
importantes que las cosas que meramente se dicen). Se
esperaba que yo fuera escritor. (29) Ante semejante mandato
familiar (en el que parece incorporarse a la madre o, más
generalmente, a una imagen ideal de Georgie, con el uso del
impersonal: “se daba por descontado”, “se esperaba”), la
respuesta no es sólo la obediencia porque, enseguida, se
señala otro mandato, pero del lado de la autorización. El padre
le dice una vez: “Los hijos educan a sus padres y no al revés”,
lo que altera el orden generacional y las funciones modélicas
(la primera traducción publicada por Borges, se nos cuenta en
la misma página, es atribuida, erróneamente, a su padre) (30).
Las figuras de los condicionamientos nacionales, familiares y
filiales aparecen así exacerbadas, pero incluidas en un
movimiento contradictorio (los dos linajes), en una
imposibilidad y una nostalgia (el destino épico improbable), y
en una vía imaginaria para resolver la aporía edípica: al mismo
tiempo, el padre impone y autoriza la diferencia, la
superioridad o incluso la insolencia ante sus mayores por parte
del hijo. La presencia de una narración genealógica repetida
tolera varias lecturas y comentarios divergentes. Una narración
que abarca tanto lo colectivo (la Argentina del siglo XIX, los
escritores de la infinita biblioteca paterna), como lo individual
(el antepasado guerrero, el padre letrado), pero en la cual
entonces la idea de filiación, de herencia, de transmisión, de
modelo, de determinación, es fundamental. En clave
ideológica, como lo hace Piglia, veríamos en ella una
“interpretación de la cultura argentina” que fija en el origen y
en la familia de Borges contradicciones históricas, consideradas
esenciales en la tradición sarmientina (civilización versus
barbarie). La historia argentina sería una historia familiar que
explica los bienes heredados, culturales y nacionales. En otra
dirección, pero en la misma tonalidad, los dos linajes pueden
ponerse en relación con las operaciones llevadas a cabo con la
gran tradición occidental o con la erudición: se la convoca a
cada paso, pero de manera irrespetuosa y heterogénea,
transformándola en peripecia de un compadrito de Fray Bentos
o, en “Tlön”, en un hallazgo de jóvenes escritores del arrabal
del mundo (Molloy). Reescribir la tradición occidental desde la
pampa, escribirla como un avatar pampeano, integrar las
historias de compadritos o los combates en la frontera del
desierto en tanto que peripecia de un mismo relato, lleva a una
apropiación, una desviación y a la delimitación de un lugar de
legitimación cultural. Algo similar podría afirmarse sobre la
recurrente alusión a una determinación nacional, con alusiones
a los valores, creencias y constantes de tal o cual nacionalidad.
La sinécdoque generalizante (“el argentino”, “el
norteamericano”, “el francés”) apuntan a eso, a delimitar un
modo de pertenencia y un marco de sentido consecuente (a
pesar de oponerse Borges a los fundamentos mismos del
nacionalismo). Este doble movimiento de representación y sutil
cuestionamiento (debes ser como tu padre pero debes cambiar
a tu padre, ser su maestro) merece ser comentado. Una
analogía al respecto. Frente a las aporías de todo pensamiento
sobre el tiempo, Ricœur nota el valor de la ficción, en tanto
que posibilidad de reavivar lo incomprensible o lo
irrepresentable, pero también la posibilidad de convertir todo
eso en fuerzas de producción. La novela, en particular, se
caracteriza por su capacidad de introducir variaciones
imaginativas de la reinscripción sistemática del tiempo
fenomenológico en el tiempo cósmico (es decir, la organización
del tiempo en calendario, generaciones, archivos). La “puesta
en intriga” implica la construcción de un orden distinto que
incluye y supera el desorden: es una concordancia discordante.
Por un lado se “descronologiza” el relato, como una confesión
del “otro” del tiempo; al hacerlo, no se lo deroga, sino que se
lo profundiza, se lo jerarquiza, se lo despliega: es un consuelo
ante los imperativos del tiempo organizado (459-532).
Ampliando la afirmación, la determinación biográfica o
autobiográfica según aparece en la obra de Borges funciona de
manera similar, al establecer, por un lado, una concordancia y
una discordancia entre el presente y un pasado explicativo. Un
pasado que rige y aclara a la literatura de hoy (en los ensayos
el autor se complace en las filiaciones que, de libro en libro,
identifican el mismo motivo o la misma metáfora que se repite:
por ejemplo el “Pero che” de un gaucho no hace más que
retomar el “Tú también, hijo mío” de Julio César) (OC 2: 205).
Pero por otro lado, el presente puede modificar el pasado,
como el mismo Borges lo escribió a menudo, tanto gracias a
las variaciones del recuerdo como a través de la escritura en
sí. Si cada escritor transforma y crea sus precursores, según el
célebre ejemplo de “Kafka y los precursores”, cada escritor
inventa su determinación, la discute, la desplaza, la invierte.
Escribir una nueva obra supone modificar el pasado, vale decir
retomar las causas, las fuentes, las filiaciones y los orígenes
del presente, transformándolos. Desde el psicoanálisis, hay
quienes afirman algo semejante: si las circunstancias pasadas,
a veces traumatizantes, no son modificables, lo que sí se
puede cambiar son los efectos del pasado en el sujeto. Al
desplazarse en el presente, el sujeto reconstruye otra visión de
su historia y logra que esa historia no actúe en el mismo
sentido, revirtiendo o invirtiendo el pasado. Así se esbozaría,
por lo tanto, una concepción inédita de las causas, en la
medida en que la determinación proviene de la manera en que
un sujeto se sitúa frente a los efectos de su historia. El sujeto
se instaura, se constituye en tanto que entidad aparte en el
gesto de encontrar, entonces, una respuesta peculiar al efecto,
en particular al hablar desde otro lugar, abandonando el
discurso del otro que lo atraviesa, y distanciándose así de la
determinación originaria (Bruno). Para la causalidad
psicoanalítica, lo que cuenta no es tanto la realidad de un
pasado traumatizante, sino las maneras en que ese pasado se
integra en un presente en movimiento, en redes relacionales,
en reelaboración constante del relato sobre lo sucedido. Sylvia
de Castro recuerda una frase de Goethe citada por Freud: “Lo
que has heredado de tus padres / adquiérelo para poseerlo” y
afirma que si Lacan escribía que “La frase ya ha sido empezada
antes” (192), antes del niño, antes de su nacimiento incluso,
esto supone al mismo tiempo que él, “el mismo niño, tendrá
que interpretarla, proseguirla y, en últimas, asumirla como
propia cuando no modificarla”. La tematización del origen, de
la filiación, de la fundación, permite esa exposición de una
tensión. Es imposible excluir la determinación; inscribirse en
los mandatos de lo heredado es una fatalidad. Pero desplazar
los posibles de ese espacio de origen, acentuar sus
convenciones, oponer sus efectos, fabular desenlaces
sorprendentes al respecto, podrían verse como
“desesperaciones aparentes y un consuelo secreto” (“Nueva
refutación del tiempo” 181). El arte es capaz, a diferencia de la
historia, de invertir las generaciones, de proponer orígenes
absolutos o efímeros, dobles o contradictorios, orígenes que se
eligen (como lo hace Dahlmann y lo postulan Said o
Noudelmann, con el concepto de una afiliación en vez de
filiación). El origen, así, es una forma de originalidad, una
afirmación de unicidad, una forma de ruptura, aunque sea una
ruptura enciclopédica y reverente de lo que precede. En todo
caso, desde los márgenes de Occidente, desde una concepción
moderna que anula la posibilidad de la originalidad o desde
una historia personal que fabula, una y otra vez, la escritura y
la ceguera como herencias implacables, la puesta en ficción
constante de los orígenes, los desplazamientos y expansiones
contradictorias de ese relato, no sólo suponen una repetición
sino también una reapropiación que transforma las causas,
reivindica la capacidad de actuar ante ellas, eligiendo o
delirando los efectos; en alguna medida, subvirtiendo sus
valores, sin negarlos. Porque convocar la determinación, sea
cósmica, nacional o biográfica, es una manera de perturbarla,
sean cuales fueran sus funciones en el ejemplo dado, ya que
en el mismo libro, y a veces en el mismo relato, tenemos
versiones opuestas de ese valor aparentemente indiscutible. Es
decir, en vez de plantear una opción vanguardista de
radicalidad, una reivindicación de situarse fuera de lo
heredado, en Borges las operaciones de desplazamiento y
resemantización de los orígenes se llevan a cabo desde dentro,
desde esos mismos discursos. Al hacerlo se apunta a un
imposible, ya que la variabilidad de los valores del origen
actualiza la idea de un libro ideal, el que no se podrá escribir,
pero al que no se renuncia, el que resultaría de un “como si”
en el cual los orígenes y sus determinaciones dejarían de ser
imperiosos. Desbaratando y barajando el pasado, escribir un
libro perfectamente nuevo, escribir un libro que acabe con
todos los libros, escribir el gran libro que esté a la altura de los
ideales de la tradición y de las expectativas de los padres
literarios (Barthes). En “La creación y P. H. Gosse” Borges
comenta la idea recurrente de Adán como un “hombre sin
ombligo” (OC 2: 33), un hombre sin esa huella que lo une con
lo anterior, con los recuerdos, con lo ya recorrido; sin esa
cicatriz imborrable de una dependencia y una pertenencia. Un
hombre sin ombligo es el de la creación fundadora (y, dicho
sea de paso, sin intervención de la sexualidad ni de lo
femenino, como en el caso del mago en “Las ruinas
circulares”). Un hombre sin ombligo, así hubiera querido quizás
verse él mismo, quizás así quiere verse cualquier escritor. Sin
embargo, el ombligo como resto ininterpretable del sueño, es
indeleble, permanece en todas las puestas en escena
imaginarias del autor, siempre perceptible bajo laberínticas o
proliferantes construcciones. El ombligo de los sueños dirigidos
que es para él la literatura sería esa traza de una autobiografía
fabulada, de un ideal del yo avasallador, de una novela familiar
siempre presente. Un ombligo que funciona aquí, no como
marca y resto, sino como comienzo, germen, punto de partida;
el ombligo, ese nudo inextricable y fértil de otros tiempos, de
otros cuerpos, de otros autores, de otros deseos, es la fuente
en la que se nutren las intrigas, los espejos, las perplejidades,
los espejismos. Julio Premat
1 En el primer prólogo del libro Borges oculta sus lecturas de
Schwob, cuando sabemos que en la Revista Multicolor de los
Sábados, que Borges dirigía y adonde se publicaron primeras
versiones de las biografías infames, también se editaron cinco
Vidas del francés, con una presentación similar y simétrica a
las del argentino. En el largo y fragmentario relato sobre sus
inicios, Borges volvió, mucho después, a Schwob, a veces
negando un parecido, como en su Autobiografía (1970), en la
cual afirma: “En Historia universal de la infamia no quería
repetir lo que hizo Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias.
Schwob inventó biografías de hombres reales sobre los que
hay escasa o ninguna información. Yo, en cambio, leí sobre la
vida de personas conocidas, y cambié y deformé
deliberadamente todo a mi antojo” (101-02). Más tarde, en un
texto del final de su vida (un prólogo a las Vidas imaginarias),
Borges reconoce esa deuda y vuelve a definir la práctica de la
biografía del francés. Leemos allí: “Para su escritura [Schwob]
inventó un método curioso. Los protagonistas son reales; los
hechos pueden ser fabulosos y no pocas veces fantásticos. El
sabor peculiar de este volumen está en ese vaivén.” Y, por fin,
en el mismo prólogo, escribe, como revelación tardía de un
secreto a voces: “Hacia 1935 escribí un libro candoroso que se
llamaba Historia universal de la infamia. Una de sus muchas
fuentes, no señalada aún por la crítica, fue este libro de
Schwob” (OC 4: 601). Sobre el período, las fuentes de las
Historias... y la relación con la obra, ver Balderston (63-95),
Lafon “Histoires” 2007, Louis (131-40).
2 Es decir, paradigma que integra una conciencia sobre la
complejidad de la realidad, la dificultad de agotarla y,
consecuentemente, una tendencia a representar el gesto de
representación en vez de un objeto pleno (o de un relato pleno
de la vida de otro). En la modernidad, los biógrafos están así
confrontados a una aporía o a un sistema de imposiciones
contradictorias: “hacer del hombre un sistema claro y falso, o
renunciar enteramente a hacer de él un sistema y a
comprenderlo” (Dosse 71).
Pasados, presentes, futuros de la infancia Julio
Premat
Le génie, c’est retrouver l’enfance à volonté. Charles
Baudelaire. Buscar las raíces no es más que una forma
subterránea de andarse por las ramas. José Bergamín
1 La infancia, espacio conceptual, terreno de
creencias, lugar de determinaciones sociales y de
ideales compartidos, está recorrida por una atiborrada
red de valores culturales, de presupuestos estéticos,
de estereotipos y principios ideológicos, de escenas o
peripecias con resabios legendarios. Tanto en su
imagen mediática, sociológica, icónica o literaria, es
un punto de observación privilegiado para identificar
modos de explicar el devenir del ser humano. En
contrapunto con el mundo adulto, el niño, como el
primitivo, permite, gracias a un reflejo alejado o a una
otredad significativa, pensar el ahora de la colectividad
y avanzar en cierta metafísica del sujeto. Esto es
particularmente perceptible en las narraciones de
infancia en la literatura, y en una de sus modalidades,
la de las autobiografías de escritores, que puede
considerarse como un modelo paradigmático al
respecto. 2 Varias perspectivas analíticas son posibles
: la de evocar, por ejemplo, los postulados que
determinan el género biográfico y que han sido
profusamente estudiados (postulados que le atribuyen
a la vida la forma de un todo orientado, resumido en
la expresión unitaria de una intención o de un
proyecto ; o que considera a la vida como un conjunto
que sigue una línea cronológica, percibida como
análoga a un orden lógico y que ese orden está
organizado a partir de una perspectiva ulterior de
carácter teleológico)1 . También podría verse en la
infancia un epítome o un avatar actual de los mitos de
origen, a partir de la idea de que, en los relatos de
cómo un niño prefigura a un escritor futuro, se
actualizaría una versión legendaria de lo genético. Al
origen puede vérselo como una proyección de la
infancia o, si se quiere, postular que en el origen, ante
todo, encontramos a la infancia. La niñez como
génesis en la medida en que su relato permite pasar
de un hacer (escribir literatura) a una forma diferente
y socialmente reconocida del ser (una identidad nueva
: la de ser autor). Es decir, leer los relatos de infancia
de escritores desde la perspectiva de una explicación
mítica del inicio -una explicación hecha de una serie
de acontecimientos que se suceden, a la vez
enigmáticos y fundadores-, lo que sería una modalidad
de supervivencia de esquemas narrativos tradicionales
(para dar un ejemplo : como el Génesis y el
Apocalipsis, el comienzo y el fin, que Franz Kermode
estudia en El sentido de un final, 2000). O, por último,
poner de relieve todo lo que, en las concepciones
culturales y los atributos imaginarios de la infancia la
asocian, en sí, con el discurso literario : espacio
aparte, relación diferente con la palabra, mezcla
inextricable de subjetividad y de percepción,
posibilidad de percibir la realidad de manera
alternativa, expansión del deseo y de la imaginación
en tanto que supuestas verdades, etc. El pensamiento
singular de los niños, visto por dispositivos de todo
tipo, es un modo de aproximarse a las especificidades
de la palabra literaria. 3 Combinando estas tres
perspectivas, pero privilegiando la visión del relato de
infancia como laboratorio literario, me dispongo a
desarrollar algunas ideas generales, en tanto que
preámbulo a la evocación de ejemplos que, a partir de
la puesta en escena autobiográfica del inicio de la vida
de un escritor, esbocen una modesta tipología.
Infancias escritas, orígenes literarios
Para comenzar, vale la pena recordar que los niños no
escriben, los niños no definen su mundo ; la infancia es
una creación de adultos que ven, en esa etapa diferente de
la vida humana, una otredad a la vez radical y familiar, una
manera de explicar al sujeto. Como todo origen, la infancia
está vista desde el después, es una construcción y funciona
como un horizonte de sentidos cifrados pero
determinantes. Mundo de utopía, esfera del inicio, promesa
del futuro, la infancia es un pasado visto en el presente que
permite soñar un porvenir distinto. Y lo que a biografías se
refiere, notemos que el niño es una ficción del adulto que
pretende que su infancia está acabada, una ficción, a
menudo estereotipada, que perdura imaginariamente en
cada uno de nosotros, tanto del lado de lo pulsional y lo
conflictivo como en la ensoñación y la creencia. 5 Esta
escritura posterior, tan evocadora, no es arbitraria sino que
retoma huellas y resabios de una experiencia del mundo
vivida en la niñez. Al respecto, Jean Piaget intenta
comprender cómo los niños se representan lo real y cómo
explican lo que los rodea, modalidades que no son ajenas,
claro está, a la puesta en escena de universos y puntos de
vista infantiles en la literatura. Ante todo, cabe evocar el
carácter autocentrado, egocéntrico del niño, que lo lleva a
borrar la frontera entre lo interno y lo externo o, mejor
dicho, a introducir al yo en los juicios, ilusiones,
percepciones, que son por lo tanto subjetivos -la
objetividad, para existir, impone tomar en cuenta la
posición del sujeto-. Por lo tanto, el niño sería realista, en
el sentido en que ignora la existencia del yo al adherir a su
propia perspectiva como si fuese inmediatamente objetiva
y absoluta, pasando por alto la interioridad del
pensamiento desde una posición antropocéntrica. Se
entiende entonces que los niños proyecten, a causa de la
indiferenciación entre el sujeto y el mundo exterior, las
características del yo, sus estados de ánimo o sus ideas, a
lo que los rodea -inclusive en la eventualidad de objetos o
seres que tendrían, gracias a esa proyección, intenciones
amenazadoras-. Este egocentrismo es a la vez lógico y
ontológico : el niño fabrica su verdad y su realidad. No
conoce la resistencia de las cosas ni la dificultad de las
demostraciones. Puede afirmar sin pruebas y dar órdenes
sin limitaciones. Los lazos lógicos están así marcados por
esta constatación ; se confunden causas psicológicas y
físicas ; las representaciones de la realidad, de las palabras
y de los sueños tienden a superponerse y a mezclarse
(Piaget, 1999 : 141-142). 6 En una orientación similar a
Piaget, pero más cerca de lo artístico, Giorgio Agamben, en
Infancia e historia, postula que el niño pertenecería, a su
manera, a la naturaleza y no a la cultura. Pensar como un
niño es pensar antes, antes la edad de la razón. La infancia
es el lugar que precede el lenguaje y el conocimiento,
instrumentalizando una mirada diferente sobre la realidad,
es decir, otro conocimiento y, en consecuencia, otro
lenguaje. Es, por lo tanto, el lugar privilegiado para la
iniciación del escritor en su versión legendaria. Agamben
agrega que la infancia, como la literatura o el juego, tiende
a rechazar la escisión entre tiempo cronológico y tiempo
estático (entre tiempo del mundo y tiempo del sujeto,
tiempo biológico y tiempo subjetivo), reintegrando, en las
vivencias y en la experiencia, esta doble cara del tiempo.
De allí la importancia, por ejemplo, de los relatos de
infancia en lo fantástico o en lo maravilloso, relatos que
intentan recuperar representaciones del mundo y
funcionamientos lógicos de la niñez. De allí, también, el
valor de la creencia y el valor interpretativo atribuido a la
literatura, en tanto que universo en alguna medida afín al
pensamiento infantil (Agamben, 1989 : 128). El niño es un
receptáculo de proyecciones sociales, culturales,
ideológicas, gracias a las cuales se intenta comprender y
justificar el mundo de los adultos, desde otro lugar, lo que
lo pone en relación con la utilización del arte y de la
imaginación como instrumentos de conocimiento. 7
Prolongando esta idea, recordemos que Marthe Robert da
como origen de todas las narraciones una expansión de
fabulaciones infantiles. Partiendo de la novela familiar
definida por Freud y la construcción de fantasías
genealógicas que compensan los deseos frustrados y las
ineludibles prohibiciones, ella identifica en la producción
narrativa dos tipos de visiones primitivas : la del niño
hallado, capaz de transmitir como verdaderos todos los
sueños y quimeras en una visión maravillosa del mundo (es
decir el que intenta mantener vigente ese« mundo
hiperbólico de la primera infancia » que, aunque tiene
tendencia a perpetuarse, se enfrenta con la evolución del
individuo), y la del bastardo realista, que negocia con los
imperativos de la realidad para lograr una proyección
fantasmática a la vez velada y eficaz bajo la apariencia de
lo verosímil (lo que se resumiría en la dialéctica de « el ’sí’
al mundo y el ’no’ a la realidad » ) . Cervantes o Swift,
formarían parte de la primera categoría junto con, por
ejemplo, García Márquez o Felisberto Hernández (Robert,
1972 : 45 y 233). 8 Ante la desaparición social de las
narraciones de lo experimentado que postulaba Benjamin
(1991 : 263-291), la infancia sería legendariamente el
tiempo de lo vivido – también en la expresiones
espontáneas del deseo-, en contrapunto al tiempo del
pensamiento. Así retorna, desde el sesgo, una
potencialidad perdida de la imaginación, que era otrora un
vector de conocimiento : la imaginación (algo soñado, una
visión) fue alguna vez considerado equivalente de la
experiencia. En ese sentido Agamben considera que la
infancia sería el tiempo de la experiencia por definición, ya
que la única posible hoy es la que se lleva a cabo antes de
la constitución del sujeto por el lenguaje. Esto explicaría
que la infancia sea un espacio de proyecciones míticas y
legendarias alrededor de otra relación posible con el mundo
y por ende de otras posibilidades narrativas. Más allá del
sujeto racional encontramos al niño, cuyas
representaciones no estarían alejadas del inconsciente
freudiano o del flujo de consciencia en la literatura
(Agamben, 54 y 83-85). La infancia vista en tanto que
otredad y espejo, espejo de lo otro en donde uno se
reconoce sabiendo que no es uno : un sujeto que hay que
inventar para que sea verdad, todo lo cual no es ajeno a
los cimientos de la ficción. 9 La infancia, mundo conocido
que permite todas las novedades, ámbito de reglas
establecidas que se puede transgredir, la infancia, en tanto
que mundo específico de creencias, imaginario y
explicaciones alternativas de lo existente, la infancia, en
donde no sólo se puede tematizar la creación, sino exponer
los mecanismos elementales de la ficción : la mentira, la
imitación, la fabulación deseante, el ensueño, el juego, la
lectura. La infancia sería, entonces, el equivalente de la
literatura. 10 Pero si la literatura es la infancia, la
equivalencia eventual no se reduce a lo que podemos
calificar de una metafísica de la niñez, sino que también ha
sido leída como un laboratorio de escritura, es decir como
un espacio de definición de estilos, códigos de
representación, invención de formas. Es sabido que en las
autobiografías los episodios infantiles exigen menos
verosimilitud y veracidad que los otros episodios : el relato
imaginario y la improbabilidad de los recuerdos convocados
(a menudo inventados, soñados, dudosos) forma parte del
género y de su pacto de lectura. Se transcribe una
percepción peculiar y un sujeto prelógico, más que una
verdad histórica (y de todos modos estos episodios están
marcados por afirmaciones sobre la dificultad del recuerdo
y la incertidumbre que caracteriza lo que será narrado). Por
lo tanto, y teniendo en cuenta esta dificultad de juzgar la
fidelidad de lo evocado, Philippe Lejeune constata que, con
contadas excepciones, los relatos autobiográficos de
infancia no han entrado en la« era del recelo » que
caracteriza al resto de las biografías. Una de las razones es
que los recuerdos de los que se trata, aunque discontinuos
e inciertos, son a menudo intensos, y la intensidad parece
asegurarles una veracidad. Así, el régimen habitual del
recuerdo de infancia es el lirismo y su territorio es el de la
fe. Por definición es difícil acceder a las vivencias infantiles
; de hecho, esa búsqueda iniciática y titubeante aumenta el
valor de lo que se recupera, como lo que descubre un
arqueólogo en capas superpuestas y enterradas de una
civilización desconocida (Lejeune, 2003 : 36). Ampliando la
perspectiva, es concebible establecer una analogía con el
concepto freudiano de construcción de una interpretación o
la fabricación un recuerdo (por ejemplo, los recuerdos
encubridores), construcción cuya veracidad es más
funcional que documental : la ficción sobre un pasado
remoto puede ser cierta cuando lo que se rememora está,
para siempre, fuera de alcance, como lo está el origen del
monoteísmo (en El hombre Moisés y la religión monoteísta)
o las escenas primeras de la vida de un hombre (Green,
2000 : 43-45 y Brauer, 2010). 11 Esta posición diferente
ante los imperativos de la verdad, la verosimilitud y la
lógica explica que la infancia sea un terreno experimental,
idóneo para retomar la fenomenología de la sensación, la
inocencia descriptiva y una reconfiguración de la creación
estética. La crisis de la capacidad expresiva de la novela en
el siglo XX lleva a refugiarse en la infancia, escapándose de
la representación naturalista de inspiración científica para
continuar refiriéndose a la realidad a través de lo irracional
y de una relación distinta con el lenguaje, como lo postula
Alexandre Gefen (265-273), afirmaciones que retomo en lo
que sigue. La escritura de la infancia es inseparable del
desarrollo de las restricciones de focalización (como la
practicada por Henry James), la polifonía, el solipsismo
(Proust) y ante todo el monólogo interior que confunde lo
externo y lo interno, la materia y el pensamiento, el flujo
de sensaciones, las construcciones abstractas de la
afabulación y el movimiento proyectivo de la imaginación
temporal (piénsese en la primera parte de El sonido y la
furia de Faulkner o en "Macario" de Rulfo). La escritura de
la infancia permite también desplazar los límites del
lenguaje, instituyendo un relato poético sobre mundos
autónomos que pone lo real de lado y funciona alrededor
de metáforas objetivadas y de asociaciones totémicas. Por
último, el carácter originario, explicativo y fundador de la
infancia, representa la génesis de la consciencia y al mismo
tiempo la génesis del mundo, metaforizando a la creación,
a sus posibilidades y sus dificultades. Reescribir el origen
es reinventar la forma novelesca, aunque más no sea en el
gesto de atribuir a ese otro inalcanzable que es el niño la
dificultad de acceder a la comprensión del mundo.
Dificultad de comprensión para el sujeto en vías de
formación que metaforiza una dificultad inherente, como es
sabido, a la novela moderna. 12 Desde la perspectiva del
origen mítico, en donde una creación ex nihilo del mundo y
un momento perdido explicarían, mágicamente la
emergencia de la obra literaria ; desde la idea de la
construcción posterior que a la vez actualiza y simboliza la
pérdida y el deseo de recuperación ; desde la esfera de la
creencia, de la permanencia de una utopía de otras
posibilidades, de la experiencia prelógica y prediscursiva ;
o desde la constatación que se trata de un terreno idóneo
para definir una aprehensión específica el lenguaje, el
saber, la narración, el imaginario, desde todos estos puntos
de vista la infancia ocupa entonces un papel central en las
construcciones autobiográficas de los escritores. O, mejor
que un papel central, digamos que ocupa un lugar aparte :
por un lado, los orígenes y la primera infancia son un relato
en sí mismo, regido por sus reglas de verosimilitud, un tipo
de relación específico con el mundo y con el aprendizaje,
una dinámica explicativa que obedece a reglas propias,
todo lo cual se diferencia a menudo del pacto referencial y
la lógica narrativa que caracterizan, luego, los relatos de la
juventud y de las diferentes peripecias de una vida adulta.
Testamentos
Para estudiar cualquier relato autobiográfico, si
constatamos que se escribe desde un presente y en
respuesta a solicitaciones de un entorno preciso, es
indispensable plantearse la pregunta del cuándo de esa
escritura. En esta perspectiva, y la historia de la literatura
lo muestra rápidamente, dos posibilidades se presentan,
dos posibilidades que, como toda clasificación dicotómica,
simplifican en exceso la multiplicidad de eventualidades ;
simplemente, al subrayar dos casos extremos, se vuelve
más visible un funcionamiento que, con todos los matices
peculiares, sería perceptible en el conjunto de
rememoraciones de este tipo. Por un lado, la narración
desde el final de una trayectoria : en la vejez, en vísperas
de la muerte, en un esfuerzo postrero de escritura. Aquí los
relatos del comienzo son una última palabra, o un
testamento. Un testamento entendido como una carta del
pasado al futuro que, para decirlo con Hannah Arendt,
selecciona y nombra, transmite, preserva e indica dónde
están los tesoros y cuál es su valor, todo lo que constituye
la función principal de la tradición (selección, transmisión,
jerarquización, orientación para la recepción) (Arent, 1995
: 75). De una tradición en la que el escritor espera
inscribirse, también y ante todo con la escritura de sus
"memorias", con la actualización de su figura gracias al
retorno al mito de origen que delimita una intención y
explica de manera orientada un proyecto. Por el otro, un
regreso a la infancia y a los comienzos, puede funcionar, al
contrario, como la apertura de una obra literaria, un gesto
para entrar en el campo, un ejercicio para lanzar las
especificidades de una palabra que se quiere singular.
Obras de juventud u obras tempranas, se trata de relatos
que no se proyectan hacia el futuro en tanto que legado
restringente, sino en tanto que fundaciones de una obra
por venir. Para completar el panorama general, algunos
comentarios y ejemplos sobre estas dos eventualidades. 14
De lado del testamento y de la escritura en el umbral de la
muerte, los ejemplos de Pablo Neruda (que dicta Confieso
que he vivido a su secretario y no llega publicar el libro en
vida) o Reinaldo Arenas (que termina Antes que anochezca
como punto final de la escritura de su obra, antes de
suicidarse –el final del libro es una declaración política que
intenta darle un sentido anticastrista a su enfermedad y
muerte-), son, a pesar de las abismales diferencias entre
los dos libros, paradigmáticos. Sin tener la dimensión
fuerte de un libro del final de una existencia, Volver para
contarla de García Márquez obedece a una lógica similar,
en el sentido de que se trata de volver sobre lo escrito,
desde la vejez y después de una grave enfermedad
(Márquez, 2009) para instaurar –en buena medida repetir-
un tipo de lectura y un sistema interpretativo de una obra
cuyo éxito excepcional resulta enigmático para el escritor y
exige, por lo tanto, un relato explicativo. Sin entrar en el
análisis detallado de estos tres libros muy conocidos,
enumeremos algunas características comunes que remiten,
en varios aspectos, a lo dicho más arriba. 15 Por lo pronto,
los tres textos determinan un espacio singular para la
infancia, diferente de la vida urbana posterior : el Temuco
de un sur de Chile idealizado, hecho de presencias
indígenas, bosques antediluvianos, flora y faunas
extraordinarias expandiéndose entre volcanes y océanos,
en el caso de Neruda. El campo del Oriente cubano para
Arenas, en una casa primordial rodeada por una vegetación
tan exuberante como lo son las expresiones multiformes y
obsesivas de una sexualidad omnipresente, un espacio en
que lo humano y lo animal se combinan y donde proliferan
los cuerpos desnudos y las erecciones descomunales : un
Belén amenazante, tropical y erotizado, podría decirse. La
célebre Aracataca de García Márquez, a la que el escritor,
de veinticinco años, vuelve en el relato que abre su
autobiografía, afirmando explícitamente que ese viaje le
permite descubrir que sus recuerdos del pueblo, sin relieve,
eran falsos, reemplazándolos entonces por otro pueblo y
otros recuerdos, fruto de la imaginación y la nostalgia,
recuerdos de infancia llenos de misterios, excesos, relatos
seductores y cataclismos2 - Aracataca se vuelve una
Arcadia literaria y una cifra del universo-. Es un espacio
aparte, perdido : Neruda viaja a Santiago al final del
primer capítulo de su libro, Arenas deja el campo por
Holguín y por una vida morosa en donde el aprendizaje
pasa ahora por la escuela, el cine y las lecturas, García
Márquez se focaliza para siempre en el abandono de
Aracataca después de la desaparición de la casa y de los
abuelos, lo que convierte a ese pasado en un lugar
imaginario al que se retorna a la hora de narrar. 16 La
otredad espacial, que no es sólo geográfica sino ontológica
(la casa fabulosa y la naturaleza desmedida son los
cimientos de representación de una realidad
intrínsecamente diferente a los de cualquier recuerdo
verosímil), se prolonga, claro está, en una representación
de un tiempo fuera del tiempo : tiempo del Génesis en
Neruda y de los ciclos naturales, del diálogo con los árboles
y con las leyendas en Arenas, de los cataclismos, las
fábulas y la transgresión de fronteras entre la verdad y el
imaginario en García Márquez. Son tiempos premodernos,
radicalmente distintos, en los cuales lo primigenio no
significa una anterioridad histórica sino un primitivismo
intemporal. En los tres se expanden las coincidencias
maravillosas, lo sobrenatural, lo imposible, en tanto que
característica esencial y opuesta al tiempo adulto de la
historia cronológica : la infancia se aleja hasta confundirse
con el tiempo de lo arcaico, de lo legendario, del comienzo
fabuloso de todas las cosas. Y los tres dramatizan la
ruptura vivida como el abandono de ese espacio-tiempo, a
la vez mítico e inherente a tantas construcciones de la
literatura latinoamericana. El paso de la infancia al realismo
de la edad adulta se metaforiza por el consabido paso del
mundo agrario a la modernidad urbana. 17 En ese
cronotopo particular las experiencias tienden a narrar, si no
a volver inteligible, los rasgos fuertes una figura de autor.
Un autor que no se define entonces como el resultado de
un proceso, de un aprendizaje, de encuentros, lecturas y
peripecias, sino que tiene una identidad en alguna medida
innata, absoluta, que sólo espera revelarse : no sin cierta
monstruosidad, estos niños precoces son, ya, diminutos
escritores. En consonancia con el medio geográfico y
también, muy particularmente, con el entorno familiar -
entramado de ecos para construir una imagen peculiar-,
asistimos a una serie de manifestaciones que prefiguran la
obra posterior, definiendo los rasgos mayores que ésta
tendrá, todo lo cual actualiza el mito de un origen en tanto
que condensado anunciador del futuro y que determinante
absoluto. Neruda escribe su primer poema de amor a una
mujer (la esposa del padre) después de la muerte de un
cisne en sus brazos y de un episodio de observación
solitaria y fascinada de la naturaleza gigantesca del sur
chileno (30-31). Arenas, antes de saber leer y escribir,
realiza representaciones teatrales solitarias de marcada
energía, en las que mezcla música, letra y actuaciones
delirantes, gesticulaciones agudas y chillidos ininteligibles,
todo lo cual parece condensar la marginalidad imaginativa
y el histrionismo deseante de su prosa (37). García
Márquez, que de niño tenía "recuerdos intrauterinos y
sueños premonitorios" (81), es ya entonces un narrador
que fabula, miente y deforma las historias que le narra a
los adultos, agregando siempre una dosis imaginativa
anómala, gesto rudimentario de un narrador en ciernes que
busca hacer la realidad "más divertida y comprensible"
(104). 18 Los tres, con objetivos distintos pero de manera
simétrica, citan e incluso reescriben en estos episodios sus
obras literarias, obras que están, en ese entonces,
terminadas ; una reescritura ambigua, ya que los episodios
ficcionales o las evocaciones poéticas vuelven, se repiten,
pero teñidas de contenidos biográficos y, en contrapunto,
la reminiscencia de la infancia se hace desde los materiales
narrativos o poéticos ya escritos y divulgados. Sea como
fuere, el regreso imaginario a la infancia y el regreso a la
obra van de par y establecen, en los tres casos, un legado
digamos semántico : una orientación de lectura que pasa
por una explicación legendaria y por la actualización de una
figura de autor. 19 ¿Con qué sentidos ? El texto de Neruda
es a menudo una involuntaria autoparodia que propone
una visión reductora de su trayectoria poética. Recorre una
serie de tópicos temáticos, tanto sobre la materialidad, el
arcaísmo mítico de América como sobre tomas de posición
ideológicas (masacres de indios, genealogía de
trabajadores, exaltación de los obreros y de la gente
"simple"). De hecho, el primer capítulo de Confieso que he
vivido suena como un epitafio o un homenaje a sí mismo :
el último rasgo de la estatua de poeta hugoniano que él se
construye de cara a la posteridad. Más allá, subrayemos la
insistencia con la que se retoman esquemas estereotipados
de la autobiografía de infancia ; el relato construye a un
personaje acorde con la obra posterior, en una estrategia
de selección y de actualización de elementos dispares,
incluso contradictorios, pero necesarios para dar una
imagen completa, enteramente determinada en estos
primeros años. O sea, preexistencia mítica de la escritura
en el niño (no hay un “volverse” poeta, un devenir, sino
una afirmación ab aeterno de su identidad) ; relación
peculiar con un espacio hecho de elementos primordiales y
de colectividades arcaicas, alejado en el tiempo y opuesto a
los espacios de actividad literaria ; personalidad aparte
marcada por una sensibilidad extremada y por una
imaginación diferente, construcción de una filiación
personal que desborda la historia familiar (hijo de nadie,
hijo de la tierra, hijo de todos) ; visión acorde con una
estética rígida y una concepción social. Y, a cada paso, se
repiten las temáticas y las intenciones de la obra futura (o
sea, pasada). Hay abundantes paralelismos, por ejemplo,
con la sección "Yo soy" del Canto general y en particular
con el primer poema "La frontera (1904)" (Neruda, 1983 :
449-480). Se trata de una fábula, telúrica, lírica y mítica,
de inserción en la historia de las letras a partir de una
personalidad diferente, todo lo cual antecede,
supuestamente, la entrada del joven Pablo Neruda, a los
veinte años, en el mundo literario de Santiago. 20 En los
episodios de infancia de Arenas encontramos, otra vez, una
prefiguración legendaria del Arenas adulto, biográficamente
en lo que atañe a la sexualidad y también a la dimensión
de autoanálisis postrero que posee el texto (el origen
personal, el personaje de la madre, el entorno familiar, son
una y otra vez interrogados). Pero, ante todo, una
prefiguración del escritor. La infancia es el momento
literario por excelencia : en esta esfera primitiva,
misteriosa y profusa emergen los valores estéticos que
podrían resumir una poética de Arenas autor : imaginación,
libertad, sensualismo, exuberancia, magia, rechazo de la
censura o escritura a partir y sobre la censura, múltiples
distorsiones e invenciones sobre grupos familiares. Su
filiación imaginaria también participa en la definición de
una figura y por ende en el sentido de una obra : a la vez
femenina, anti jerárquica, y sobre todo anti intelectual,
natural, espontánea, con la fuerza de la rebelión y del
deseo, en donde el barroquismo desenfrenado adquiere,
entonces, una justificación gracias a ese mundo inverosímil
pero coherente. Sin embargo, al volver a numerosos
episodios presentes en su obra (tanto en Celestino antes
del alba, su primera novela, como en muchas otras)
insertándolos en un marco autobiográfico y al establecer
una analogía entre la vida y la obra, Arenas retoma a su
manera una tradición literaria reconocible : el texto es más
transgresivo en las representaciones de la sexualidad
infantil, por ejemplo, que en sus postulados causales y
narrativos. También intenta orientar la recepción futura de
su obra a partir de los valores anticastristas y las
reivindicaciones de la libertad sexual (libertad que se
superpone de manera inextricable con la escritura en sí),
es decir que por un lado explica pero por el otro busca fijar
sentidos de lo ya escrito, interpretando el conjunto a partir
del final inminente de su vida. 21 Vivir para contarla
amplifica, en alguna medida, declaraciones recurrentes de
García Márquez sobre su obra y en particular sobre Cien
años de soledad, en la medida en que allí se busca probar
la dimensión autobiográfica, o digamos referencial, de esa
novela y de buena parte del resto de su producción : una
serie muy abundante de anécdotas, frases y personajes de
la ficción aparecen en este relato que, según el pacto
genérico, debería ser "sincero" y "realista". También
retoma la creencia en lo narrado, la posibilidad de evocar
con la fuerza de la nostalgia un tiempo perdido al que se
adhiere, la naturalidad del cruce entre verosimilitud y
magia. De cara a una carrera de escritor, y al final de su
vida, García Márquez reanuda, una última vez y gracias a
un nuevo relato de infancia, el gesto de apropiación de un
pasado que no fue, que pudo haber sido, que se sueña
como real. Es decir que al actualizar en su autobiografía la
vivencia infantil de pérdida, de creencia, de magia,
muestra, hasta el final, que no renuncia a evocar y volver
verosímil ese mundo fantasmático, repitiendo que lo
perdido tuvo cierto tipo de existencia. 22 En los tres, pero
ante todo en García Márquez, la infancia aparece como un
muestrario estético e imaginario construido
retrospectivamente. Porque en el relato del regreso a
Aracataca y sus derivaciones encontramos no sólo un
repertorio temático, una novela familiar, una prefiguración
de una identidad de escritor, sino que el episodio, tan
diferente del resto del libro, también muestra una
modalidad, una estructura, un tono, una perspectiva sobre
lo narrado, un tipo de relación con la realidad ; vale decir,
lo que sería una ars narrativa ; el episodio inaugural de la
autobiografía narra el origen e ilustra, en su textualidad
misma, el resultado de ese origen, es decir una poética, un
estilo, una relación con el mundo. La escritura, aquí, está
dos veces condicionada por su origen : en tanto que causa
legendaria y que práctica concreta. Este aspecto es
particularmente visible porque, después de los episodios
infantiles, el resto del libro está redactado en un tono de
autor cronista (y afirmaciones semejantes podrían hacerse
sobre Neruda y Arenas). En cambio, el inicio, los episodios
de la infancia, son una prolongación anacrónica de la obra
de ficción : la causa viene después del efecto y el
muestrario de una escritura vale tanto como la verdad
imaginaria de lo que se está narrando.
Fundaciones
Bien diferente es el caso de los autores que recurren a la
infancia, y más específicamente a la propia infancia, en el
período en que comienzan un proyecto literario o al menos
en el momento de recomponer las coordenadas de un
proyecto narrativo. La retrogradación al universo infantil,
los intentos de focalizar la mirada del mundo a partir de
una percepción anómala y primaria, la búsqueda de
hallazgos discursivos, las concepciones alternativas de lo
real, todo lo que corresponde a estas escrituras de la niñez,
son una especie de regresión al universo que nutre la
imaginación y el lenguaje, un interrogante a los
fundamentos supuestos de la ficción, una construcción de
figura de creador a partir de la actualización –la invención-
de un yo niño, capaz de tomar la palabra y delimitar las
características de un estilo. En este sentido, la infancia no
tiene la función explicativa de lo ya escrito sino, al
contrario, la de retomar el origen y sus valores simbólicos
para empezar, para empezar de nuevo más precisamente,
y fundar entonces una obra literaria aparte, reconocible
entre las demás como un corpus singular. O, al menos,
para retomar una voluntad de obra por escribirse a partir
de la revisión de fundamentos estéticos y lógicos. En estos
casos no sólo no se "vuelve" a la infancia en tanto que
pasado remoto sino que se intenta alcanzar una niñez que,
de algún modo, sigue estando y puede reactivarse. 24
Significativamente, los ejemplos que voy a comentar son
los de dos vanguardistas (o neovanguardistas, o
vanguardistas periféricos), Felisberto Hernández y Norah
Lange, y el de un escritor transgresivo, rupturista,
provocador, Fernando Vallejo. El de un Felisberto que,
como la crítica lo ha repetidamente indicado, publica una
serie de libros a la vez breves y radicales en los años
treinta (Fulano de tal, 1925, Cuaderno sin tapas, 1929, La
cara de Ana, 1930, entre otros), y que, a fines de los
cuarenta, escribe algunos de los cuentos más originales y
logrados de la lengua castellana (los agrupados en Las
hortensias y Nadie encendía las lámparas). Entre esas dos
etapas, se inscribe otra, la del "memorialista",
fundamentalmente concentrado en los recuerdos de
infancia más o menos autobiográficos (ante todo en Por los
tiempos de Clemente Colling, 1942 y El caballo perdido,
1943)3 . Aunque el cambio y la disociación que a menudo
se establecen entre el primer y el tercer período puedan
discutirse (Laura Corona Martínez lo hace con pertinencia)4
, es evidente que en el escritor se produce una especie de
introspección, de concentración en sí mismo, de
interrogante a la lengua, a la percepción y al mecanismo
creativo, que pasa por la infancia y que da como resultado
sus mejores libros. No necesariamente una ruptura radical
con lo anterior, pero sí, en el universo de posibles que esos
textos tempranos ofrecían, la elección de un tipo de mirada
y de sintaxis gracias a ese retorno imaginario a la propia
infancia. Y, como la crítica lo ha señalado repetidas veces,
los cuentos principales de Felisberto se caracterizan por un
tipo de percepción y una representación del sujeto, de
inspiración infantil, que cobran su forma visible, se definen
como factibles y como programa, en los libros de
inspiración autobiográfica. 25 Por su lado, Norah Lange,
presente de manera periférica en los grandes momentos de
la vanguardia rioplatense, escribe, un poco a la sombra del
inmenso poeta que fue su marido, Oliverio Girondo, tres
libros de poemas y dos novelas que no logran definir una
voz singular ni una vía creativa fértil (a pesar del éxito del
humorismo un poco escandaloso del relato de viaje
novelado 45 días y 30 marineros, 1933). El cambio se
produce con su texto más conocido, Cuadernos de infancia
(1937) en donde ciertos mecanismos de dislocación
perceptiva y de fragmentación son asociados a una revisión
singular del mundo infantil. A partir de este libro, los
siguientes, sin lograr una visibilidad importante en el
campo literario, prolongan los hallazgos y los tonos de ese
primer libro autobiográfico, a veces radicalizándolos (por
ejemplo Antes que mueran, 1944 y Personas en la sala,
1950)5 . Lange encuentra su tono y su proyecto, aunque
ciertas condiciones específicas de su figura y del campo
literario argentino no le hayan atribuido, hasta ahora, el
lugar preeminente que merece. 26 Fernando Vallejo, como
es sabido, fue primero biólogo y luego cineasta.
Tardíamente se acerca a la producción literaria, primero
con una gramática de la creación literaria (Logoi. Una
gramática del lenguaje literario, 1983 : extraordinaria
anécdota de un comienzo de escritura a partir de una
determinación de las reglas que el propio escritor va a
aplicar y a transgredir), y luego, cuando tiene ya 43 años,
comienza su carrera de escritor con un ciclo autobiográfico,
cuyo primer libro, Los días azules, se publica en 1985. Esta
evocación de la infancia será fundadora en varios sentidos :
por lo pronto, porque establece una mirada, característica
en toda la obra, de nostalgia y rechazo por los cambios
sucedidos en Medellín y en Colombia después de esa
infancia. Por otra parte, el tipo de narrador, que se sitúa
entre la autobiografía y la autoficción, se prolonga en los
libros posteriores, sean éstos autobiográficos (como todo el
ciclo de El río del tiempo, del cual Los días azules es la
primera parte, o El desbarrancadero) o no lo sean (como
su novela más conocida, La virgen de los sicarios y algunos
volúmenes de biografías, ensayos y panfletos). Por último,
como veremos, ese libro sobre la infancia establece un
tono y una serie de marcas estilísticas, que son no sólo
inherentes a toda su producción, sino que aparecen como
el rasgo identificatorio del escritor, su singularidad más
visible. 27 Desde lugares muy distintos, los tres radicalizan
un tono narrativo. Felisberto y Lange, en particular, llevan
hasta sus últimas consecuencias la reconstrucción de una
tonalidad infantil y una percepción consecuente de lo real,
lo más alejadas posible de la distancia del adulto hacia el
niño, distancia a menudo reconocible en estos relatos.
Ambos intentan transmitir una mirada alógica, en la que
domina la percepción sin preconceptos previos, es decir
una percepción que intenta adherir a la experiencia que se
produce sólo en la infancia, según las afirmaciones de
Agamben citadas. Sin el halo de la excepcionalidad ni la
inclusión de recursos a lo maravilloso o a lo mágico, el
mundo interior y el mundo exterior tienden a confundirse,
en un leve animismo de gran verosimilitud. Analogías
sorprendentes, personificación de los objetos, acumulación
de impresiones inconexas, sensaciones transmitidas sin un
entorno explicativo, son algunos de los recursos narrativos
que, en Felisberto sobre todo, definen una visión literaria
de lo real. Pero a diferencia de García Márquez, la visión
autobiográfica no llega en este caso después, como
explicación de la dimensión mágica que caracterizaría sus
literaturas ; aquí asistimos a la emergencia en sí de esa
dimensión (y por eso mismo, ésta está mucho menos
marcada por presupuestos culturales como lo real
maravilloso y por la intertextualidad con los mitos de
origen, o sea por esos supuestos relatos de una "infancia"
de la humanidad). 28 En ambos, la posición no es la de la
determinación en la infancia sino la del interrogante sobre
ella, como si toda operación de escritura consistiera en
transmitir algo inasible, extraordinario, y por lo tanto
literariamente excepcional. Estamos, sí, en la infancia como
mundo aparte y como universo de sensaciones,
percepciones y deseos específicos, pero no en la
determinación ni en la atribución de sentido, sino en su
opuesto : es la mirada lo que domina, una mirada que se
topa con la extrañeza o, mejor y en una clara tradición
vanguardista, el extrañamiento (el ostranenie). La Mirada
excéntrica, una mirada que no es candorosa sino que
integra crueldad, miedos y pasiones, la reinvención de una
realidad constantemente descubierta, la innovación de una
perspectiva radicalmente diferente, el abandono de la
explicación en beneficio de la representación singular, el
privilegio dado a la imagen visual hermética o a la analogía
inesperada, la fluidez de una fragmentación estructurante,
principios asociables a tantos –ismos de los veinte y los
treinta, todo esto encuentra en la niñez un terreno
privilegiado de expresión. Es decir que el cronotopo de la
infancia, aunque sea tan excepcional aquí como en los
ejemplos precedentes, no tiene el halo de lo legendario y lo
irremediablemente perdido, sino que es una metaforización
prolongada de la literatura, de sus posibilidades, de sus
enigmas ante un universo incomprensible. 29 Por supuesto,
en un contexto histórico y literario muy diferente, las
operaciones que lleva a cabo Vallejo no son comparables
en sus contenidos aunque sí, quizás, en los postulados
funcionales que las caracterizan. Me detengo, para
terminar, un poco más extensamente en este ejemplo. 30
En el extraordinario comienzo Los ríos azules (1985) se
define primero una puesta en escena de la enunciación (el
narrador se dirige a alguien, con una oralidad tumultuosa,
digresiva y sofisticada al mismo tiempo), así como se narra
una serie de recuerdos disparadores y estructuradores de
la escritura. Menciono tres, de las primeras páginas del
libro. Primero, la rabieta del niño Fernando, al que una«
criadita infame » priva de chocolate cuando se ausenta la
madre. La doble ausencia no da lugar a un juego de
simbolización de la privación (un fort-da freudiano,
digamos) sino a una furia que se manifiesta en la imagen
del niño golpeándose la cabeza contra el embaldosado del
patio (« ¡Bum ! ¡Bum ! ¡Bum ! » son las tres primeras
palabras del texto), en una excitación dinámica que se
convierte en un verdadero torrente de escritura. Cito unas
líneas del segundo párrafo : La frente del niño rebotaba
contra la baldosa del piso en un redoble in crescendo
rítmico, furibundo, y los tornillos, las tuercas, las ruedas,
las roscas, los clavos, los muelles, los ejes, las cuñas, las
hélices, el cigüeñal, el torniquete, el embrague, las
coordenadas, las abscisas, los planos, las líneas, las
simetrías, el sutil engranaje todo de mi cabeza se iba
aflojando, desajustando, borrando, hasta que la pobre se
convertía en una calabaza hueca que seguía dando tumbos,
ciegos, sordos, por inercia de la furia, contra la terca
inmensidad del mundo (25). 31 La furia contra la dureza y
la risa burlona de la criada pronto se convierten en furia
contra la« terca inmensidad del mundo », y dan lugar,
como puede juzgarse, a una avalancha discursiva : la
onomatopeya, la acumulación, el desajuste sufriente, la
interlocución furibunda, definen una posición de escritura y
una irresistible fuerza léxica. Poco después se evoca otro
fenómeno que se desencadena con la misma regularidad
con la que se producen estas escenas de rabia. El« arroyo
manso, terso, cristalino, » que pasa frente a la casa de la
infancia, la quebrada Santa Elena, todos los años se
desborda tumultuosamente, hasta transformarse en
torrente y en avalancha, por lo cual la quebrada cambia de
nombre para ser llamada quebrada La Loca :« Rugiendo,
despeinada, La Loca se lanzaba sobre Medellín amenazante
» recuerda el narrador. Y ante todo se lanza contra la casa
familiar, desbaratando el orden y obligando a inversiones
múltiples (en particular, a sacar afuera lo que estaba
adentro, es decir los muebles y las marcas de una
intimidad y, a pesar de los intentos de arreglo, a constatar
la ruina de las cosas, por ejemplo del piano, que a partir de
entonces« quedó sirviendo para lo que sirven las tetas de
los hombres », es decir aparentemente para nada, salvo
para decorar) (30). 33 Por último, tercer recuerdo
inmediatamente posterior, el del niño Fernando de dos o
tres años, haciendo un« show travesti » en la ventana de la
casa, vestido con ropas rojas de la madre (« zapatos rojos
de tacón alto en punta, medias caladas, falda rojo
encendido, cinturón rojo, cartera roja, guantes rojos, collar
rojo de perlas, sombrero de velo rojo »). Ante una multitud
heterogénea (« los vendedores ambulantes que venden
naranjas, los choferes que manejan camiones, las beatas
que vuelven de misa, las criadas que van a la tienda, los
policías que agarran ladrones, todos en la calle me miraban
incrédulos, pasmados de estupor »), Fernando se levanta la
falda para orinar despreocupado por entre las rejas hacia el
público (31-32). 34 Estos tres recuerdos, en su paroxismo
recurrente y su insolente inverosimilitud, no sólo funcionan
como posibles recuerdos encubridores, sino que son
fundadores : a partir de ese texto, la obra, la palabra, la
figura de Vallejo, como lo hace la quebrada La Loca, van a
lanzarse barranca abajo sobre Medellín, sobre Colombia, en
un tumulto discursivo hecho de exabruptos, de radicalidad,
de insultos, pero también de una apasionada nostalgia por
una sociedad y una lengua del pasado. Aparentemente
inmune al qué dirán, el escritor, como el niño travestido
orinando en la ventana, va a poner en escena
provocaciones, exhibiciones, transgresiones. A partir de la
onomatopeya, de la oralidad, de la hipérbole, de la furia,
de la denuncia y de la melancolía, un tono, un estilo, una
posición se definen, elementos que enmarcan la obra
posterior de Vallejo. 35 Es decir que estas escenas,
supuestamente situadas en el pasado, no corroboran ni
completan una figura de autor, sino que la inventan ; no
son justificaciones legendarias de un tipo de escritura, sino
que la crean ; no explican un devenir, sino que se
abalanzan, como la Loca por la cañada y el niño Fernando
por el patio, hacia el espacio público con una palabra
furiosa y profética. La escena del pasado, el recuerdo de
infancia, son, en realidad, un programa para el porvenir. La
obra por escribirse (incluyendo en ella, claro está, al
personaje público Vallejo y su peculiar posición discursiva),
no hará sino prolongar y repetir estas escenas primitivas.
El pasado, el origen, la infancia, no sólo interactúan con un
ahora de la escritura, sino que son el inicio dinámico de
una obra por venir. En ese sentido, no es sorprendente que
al final de la serie, en el último párrafo de Entre fantasmas
(1993), se citen exactamente las primeras líneas de Los
ríos azules y en particular ese« ¡Bum ! ¡Bum ! ¡Bum ! »
que señala los furibundos golpes dados contra la puerta
cerrada del mundo y anuncian la aguda palabra del futuro
(2005 : 711). Vallejo, desde el improperio, la polémica, la
diatriba, desde una interlocución constante e inestable,
desde un vitalismo discursivo torrencial, desde un ritmo y
una constante invención estilística, desde la subjetividad
sufriente y la denuncia, va a irrumpir en elun mundo
literario colombiano que reaccionará con perplejidad ante
este niño iracundo, transgresivo e indomable. 36 Estas
últimas afirmaciones remiten a un nivel evocado en todos
los ejemplos anteriores : la cuestión de la figura de autor
(o autora). Si Vallejo se inscribe en una transgresión
polémica, en la cual el discurso público del escritor y el
discurso literario de sus obras tiende a confundirse, en
Lange y Felisberto, ese tono ligero, infantil y soñador por
un lado, infantil y femenino por el otro, esbozan también
una figura tenue de escritor/ escritora, que va a instalarse
tanto en lo menor como en lo marginal. En todo caso, los
tres ejemplos muestran cómo se puede volver a la infancia
con otras estrategias que las de la explicación mágica o la
automitificación. En estos casos, el pasado es un terreno
de exploración narrativa, se privilegia la búsqueda de un
tipo de escritura y los procesos problemáticos de la
representación a la narración ordenada y explicativa. La
dinámica temporal que caracteriza estos textos es por lo
tanto radicalmente diferente a los ejemplos canónicos : lo
narrado, aunque potente, eficaz en su capacidad de evocar
el universo infantil –que en este caso resulta más verosímil
que los de Neruda, Arenas o García Márquez-, no es un
retorno al origen, sino una proyección hacia el futuro. El
pasado, la infancia, sus perplejidades, sus incoherencias,
su extrañeza, no son la evocación de lo perdido sino la
construcción de un mundo literario posible. Infancias
futuras por lo tanto ; la autobiografía es, aquí, una
fundación. 37 Dime cómo recuerdas tu infancia y te diré
qué escritor eres, podría afirmarse en conclusión. O
recordar que escribir la infancia es escribir la memoria, es
decir una visión de lo que fue desde la subjetividad del
presente, una escenificación que busca, de una manera u
otra, darle coherencia y volver tanto inteligible como
utilizable lo caótico del pasado. La memoria no reproduce,
nos dicen las neurociencias y la psicología cognitiva, sino
produce, en procesos diferentes, inestables e
interpretativos, escenas a partir de las percepciones
recibidas. Por ende, la memoria no reside en convocar en
la conciencia circunstancias siempre idénticas tal cual
sucedieron, sino que funciona como una construcción a
partir de los estímulos de una situación presente y en
respuesta a ellos. La memoria, situada más allá de la
verdad o de la falsedad, es el cimiento de la posibilidad de
acción en el mundo actual. 38 En este sentido, más que
metaforizarla con la imagen tópica de la inscripción en la
roca, habría que decir, como lo hace Gerald Edelman, que
la memoria funciona como el« fundirse y volverse a
congelar de un glaciar. Es un proceso que se reitera una y
otra vez, creando en cada una de sus ocurrencias un
producto distinto, aun cuando se componga con materiales
similares » : año tras año el glaciar se derrite en el olvido y
se congela cuando se recuerda. Cada episodio de
rememoración se lleva a cabo con los mismos materiales,
herederos de la primera evocación, pero que, cada año,
adquieren una forma levemente distinta. Por lo tanto, a
fuerza de congelarse y fundirse, de rememorar y olvidar,
sólo se accede a la última capa, resultado de un largo
proceso (Feierstein, 2002 : 56-57). En este sentido, los
relatos de infancia pueden ser una ficción postrera antes de
la muerte, como las de Neruda, Arenas y García Márquez,
una ficción que sea un modo de consolarse suponiendo
que, desde lo alto de una cordillera de libros, personajes,
peripecias, fabulaciones, proyecciones e imaginario,
construida a lo largo de tantos inviernos y de toda una
obra, suponiendo entonces que desde ese punto
panorámico y casi póstumo, se va a encontrar, por fin, un
sentido definitivo en la forma diferente que toma esta vez
lo ya narrado o ya cantado. O al contrario, la infancia
puede ser vista como una cantera de materiales con los
cuales construir otra cosa -es lo que hacen Felisberto,
Lange y Vallejo-, es decir transformar cada vez lo mismo
en algo nuevo, aprovechando ese momento frágil del otoño
para manipular un hielo todavía dúctil y así esbozar formas
inéditas (túneles, catedrales, valles, laberintos, montañas,
corrientes y arabescos), todas inestables, todas efímeras,
pero potentes y fundadores, bellísimas cuando nosotros las
leemos bajo la espléndida luz de un sol de primavera.
NOTAS 1. Ver, al respecto y por ejemplo, "La illusion
biographique" de Pierre Bourdieu en Raisons pratiques. Sur
la théorie de l’action, París : Seuil, 1994, p. 81-90.
2. Por ejemplo, leemos al principio del libro : « Hasta la
adolescencia, la memoria tiene más interés en el futuro
que en el pasado, así que mis recuerdos del pueblo no
estaban todavía idealizados por la nostalgia. Lo recordaba
como era : un lugar bueno para vivir, donde se conocía
todo el mundo, a la orilla de un río de aguas diáfanas que
se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y
enormes como huevos prehistóricos » (p. 11). 3. Felisberto
Hernández, Obras completas (3 tomos), México : Siglo XXI,
1996 (en el tomo 1 figura Por los tiempos de Clemente
Colling y en el tomo 2 El caballo perdido). 4. En una tesis
doctoral próximamente defendida en la Université Paris 8.
Sobre la percepción y la función de la imagen en Felisberto
Hernández, un artículo suyo es esclarecedor y sintético :
Laura Corona Martínez, "La narración digresiva : las
imágenes en Felisberto Hernández. Una revisión de los
procedimientos", Cahiers de LI.RI.CO [en línea], 5 | 2010.
URL : http:// lirico.revues.org/405 5. Norah Lange, Obras
completas (2 tomos), Rosario : Beatriz Viterbo, 2005. En el
tomo 1 figura Cuadernos de infancia y en el tomo 2 Antes
que mueran y Personas en la sala. Sobre la función
fundadora del libro, ver Sylvia Molloy, "Juego de recortes :
Cuadernos de infancia de Norah Lange", en Acto de
presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica,
México : FCE, 1996, p. 169-184.
RESÚMENES El artículo lleva a cabo un balance de ciertas
características generales de los relatos de infancia de los
escritores. En particular, se pone de relieve la función de
laboratorio estético que pueden tener esos episodios
autobiográficos. En una segunda parte, se contraponen dos
tipos de infancias : las que se escriben desde la vejez, bajo
la tonalidad del testamento, y las que, al contrario,
funcionan como la fundación de un proyecto y una estética.
Pablo Neruda, Reinaldo Arenas, Gabriel García Márquez,
Felisberto Hernández, Norah Lange y Fernando Vallejo son
citados como ejemplos de estas dos posibilidades.

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