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Política
OPINIÓN
Fernando Rosso
@RossoFer
Jueves 24 de agosto | Edición del día
Estas lecturas son útiles para equilibrar los simplismos que reducen todo al
“Macri basura, vos sos la dictadura”, “ganaron los boludos” o la insoportable
levedad a la que estaba condenado el gobierno de los CEO, por obra y gracia de
vaya a saber qué astucia de la providencia. Pero inferir de los resultados de las
primarias que hay en curso la formación de una nueva hegemonía nos parece un
poco mucho. O, de mínima, prematuro.
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Existe un largo y espeso itinerario del concepto de hegemonía desde los
tempranos debates entre los marxistas rusos de principios del siglo XX, pasando
por su transformación y ampliación en Gramsci hasta llegar a la deformación del
posmarxismo de Ernesto Laclau y sus epígonos. Puede sintetizarse como aquella
articulación en la que el interés particular de un grupo dirigente (o fracción de
clase) logra imponerse -más o menos voluntariamente- como el interés universal.
Este convencimiento puede tener lugar por diversas razones. Pero nunca puede
reducirse a la esfera ideológica o de las superestructuras políticas y alcanzar una
autonomía absoluta de las determinaciones económicas. Gramsci define que la
hegemonía “si es ético-política no puede no ser también económica, no puede no
tener su fundamento en la función decisiva que el grupo dirigente ejercita en el
núcleo decisivo de la actividad económica” (Cuadernos de la cárcel, C13 §17).
La zona núcleo es 100% verde-amarela, pero al país sojero se lo puede acusar de
cualquier cosa, menos de nobles pretensiones hegemónicas. Digamos todo.
Y más allá del fantasma agitado en las elecciones con las supuestas tempestades
que desataría algún resultado, la economía macrista tiene sus problemas y
desequilibrios endógenos de compleja salida en el mediano plazo.
Primero los datos duros. Cambiemos es una primera minoría que mantuvo su
caudal de votos durante el año y medio transcurrido. Obtuvo el 34,15% en las
presidenciales generales de 2015 y en las recientes primarias alcanzó el 35,90% y
paró de contar. Aún se desconoce el resultado final en la madre de todos los
escrutinios. Su crecimiento fue de un “contundente” 1,75%. Venció en diez
provincias y perdió en trece, empató en la más importante: Buenos Aires. Perdió
en la tercera, según el padrón: Santa Fe. Equiparar a la primera minoría cómoda
con la absoluta mayoría abrumadora es un pecado de leso impresionismo.
Inmediatamente después del largo 13A, las comparaciones con las anteriores
elecciones de medio término se multiplicaron. Con las de Raúl Alfonsín de 1985,
Menem de 1991 y 1993 y con las de 2005 de Néstor Kirchner. El triunfo del
caudillo radical fue pírrico y comenzó su deriva dos años después. Kirchner salió
victorioso cuando la crisis (y Eduardo Duhalde) había hecho el trabajo sucio, con
un potente viento de cola internacional y pivoteando la escena para contener al
contencioso país que estalló en 2001.
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El género próximo con el que corresponde cotejar a la actual coalición de
gobierno es el menemismo: su programa neoliberal y objetivos de
contrarreformas estructurales son similares. Menem alcanzó a imponer algo
parecido a una “hegemonía” luego de ciertos avances que Macri todavía está
lejos de lograr.
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describió su estado de ánimo:“Atmósfera y palabras saludables, pero todavía
insuficientes para un establishment que se ilusiona con la posibilidad de una
verdadera transformación. La incógnita es si una eventual confirmación en las
urnas le dará al Presidente aire para ser el que se propuso en diciembre de 2015:
bastante más que un administrador de la herencia. Ese objetivo, que requerirá
alentar la inversión eliminando costos, supone lo más impopular de esa
transición”. (La Nación, 19/8). Traducido al lenguaje light de las campañas PRO,
degustando una barrita de cereal, exigen a Macri: animémonos y andá, sé vos, el
cambio es aquí y el cambio es ahora.
En ese mismo reservorio hay que ubicar a las impactantes movilizaciones por la
defensa de las libertades democráticas: contra el 2×1 o el reclamo potente por la
aparición con vida de Santiago Maldonado. Un tema que llegó hasta las
editoriales de los grandes medios que hicieron infames contorsiones para ocultar
la desaparición y ahora aseguran que tiene al Gobierno en un “callejón sin salida”
(Van Der Kooy, 20/8).
Por último, está el mundo según Trump, el Brexit y los Estados nacionales que
retornan con rabia y parecen alertar a los guías espirituales de la globalización
armónica quel’etat et moi y el muerto que vos matasteis está vivito y coleando.
“Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos
elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para
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dirigir el país como le agradaría”, sintetizó Juan Carlos Portantiero para referirse
a momentos como el presente argentino.
No existe tanto una subvaloración de los “estrategas” del PRO como una
sobrevaloración del pasado inmediato, tanto en términos estructurales como
coyunturales. Hay mucho de continuidad con cambios en la vida cotidiana de la
gente de a pie y sobre todo en el conurbano bonaerense. Estructuralmente, el
proyecto posneoliberal mantuvo pilares esenciales: precarización del trabajo y de
la vida, flexibilidad y pobreza. Mientras que en la coyuntura, especialmente los
dos últimos años (2014-2015), fueron de ajuste por varias vías. También hicieron
su aporte los desaguisados que quedaron expuestos a cielo abierto y que
ocurrieron con el vigésimo intento fallido de parir una “burguesía nacional”.
En síntesis: hubo triunfo amarillo que debe ser balanceado en su justa medida y
armoniosamente, avanzó el ajuste con gradualismo, hay enérgica dispersión
peronista que no es sinónimo de infalibilidad cambiemita. Octubre es otro partido
que no necesariamente cambiará la foto actual y parafraseando al filósofo que
oficia como Jefe de Gabinete de Ministros, con los resultados de las PASO, la
hegemonía, por ahora, te la debo.
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