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4° año -2019
Lengua y Literatura II
Cuadernillo
Lengua
Y
Literatura
II
• ALUMNO/A: _________________________________________
PROGRAMA
EJE II
LECTURAS OBLIGATORIAS:
LITERATURA
Definición
Para acercarnos a una definición de Literatura podemos
comenzar caracterizándola como un discurso creado para expresar
La función poética
El lenguaje literario
LA FICCIÓN.
Además de la finalidad estética, el discurso literario
constituye ficciones, construcciones lingüísticas que
buscan presentarle al lector distintos mundos posibles,
Autor y lector.
La literatura introduce al lector en un universo donde se le permite
vivir aventuras, experiencias, que quizás nunca podría realizar en su
mundo cotidiano y esto provoca placer.
Además, como producto humano, la obra literaria está sujeta al
contexto socio-histórico en el que se inserta y del cual emerge. De ahí
que conocer el espacio y el tiempo que la rodea es fundamental para
su comprensión. Así para leer un relato ambientado en la cultura
azteca convendrá conocer el mundo precolombino para poder
interpretar las ideas, los conflictos históricos-sociales, los valores
vigentes.
Otro aspecto importante es la ubicación de la obra dentro de un
determinado género y de una corriente literaria. Estos conocimientos
permitirán a un lector entrenado interpretarla con mayor profundidad.
Sin embargo, es importante destacar que no existen dos lectores
idénticos: cada uno encuentra distintos sentidos al texto y por ello se
puede afirmar que el lector no es un mero receptor, también es coautor
porque sin él la obra quedaría inconclusa. Julio Cortázar afirma que
“el escritor debe lograr hacer del lector un cómplice, un camarada de
camino”, es decir un lector que posea competencias lingüísticas y
culturales que le permitan descubrir las claves secretas de un texto.
Manuela Fingueret afirma: “Saber leer no basta, manejar una
computadora no es suficiente. Sin una lectura crítica y un lector que se
deslice por las telarañas de otros saberes, estamos a merced de la
información que ha afectado la sensibilidad. Este lector esta
masificado, acosado por los medios modernos de información. El
autor no puede permanecer en la misma situación de superioridad que
el narrador tradicional; tiene que hacer un pequeño esfuerzo para
atraer la complicidad del lector.
LA LITERATURA PRECOLOMBINA
La literatura precolombina trata
sobre los acervos culturales, religiosos
y jeroglíficos de las culturas de la
América precolombina, en donde
plasmaron sus sentimientos, historias,
mitología y religión.
La intervención y recopilación por parte de los misioneros,
produjo la pérdida, en cierta medida, de la autenticidad indígena.
PREÁMBULO
Este es el origen de la antigua historia (del país), aquí llamado
. Inédito)
(Versión de Ángeles Durini
La creación de la Tierra.
Este es el primer libro escrito en la antigüedad,
aunque su vista está oculta al que ve y piensa.
Admirable es su aparición y el relato (que hace) del
tiempo en el cual acabó de formarse todo (lo que es) en el cielo y
sobre la tierra, la cuadratura y la cuadrangulación de sus signos, la
medida de sus ángulos, su alineamiento y el establecimiento de las
paralelas en el cielo y sobre la tierra, en los cuatro extremos, en los
cuatro puntos cardinales, como fue dicho por El Creador y El
Formador, La Madre, El Padre de la Vida, de la existencia, aquel por
el cual se respira y actúa, padre y vivificador de la paz de los pueblos,
de sus vasallos civilizados. Aquel cuya sabiduría ha meditado la
excelencia de todo lo que hay en el cielo y en la tierra, en los lagos y
en el mar.
(…)
Los señores de *Xibalbá enviaron divinidades*Xibalbá: mundo subterráneo regido por las
de la enfermedad y la muerte.
La de la Sangre
He aquí la historia de una joven. “La de la Sangre” era su nombre.
Cuando oyó la historia de las frutas del árbol, quedó maravillada.
“¿Por qué no ir a ver ese árbol? Por lo que oigo decir, esas frutas son
verdaderamente agradables”, se dijo.
Ella respondió:
− No es de nadie pues no conocí a hombre alguno.
− Mentirosa –le gritó el padre y ordenó a los búhos mensajeros
que se la llevaran para matarla. En prueba de que así lo habían
hecho, debían traer su corazón en una copa.
La diosa tierra recoge en sus brazos a los cansados y a los rotos, que de ella han brotado, y se abre para darles
refugio al fin del viaje. Desde debajo de la tierra, los muertos la florecen.
Leamos el texto completo: Eduardo Galeano, Mujeres, Madrid, Editorial Alianza, 1995.
Issicha Puytu
Y ella le contestó:
- Oye, perro viejo, ¿cómo puedo ser yo hija tuya? ¿Cómo, de
qué modo pudiste ser tú mi padre?
Y lo arrojó de la casa.
Llorando, el padre volvió. Llegó donde su mujer y le dijo:
- Era cierto. Tu hija se ha tornado en otra a la que ya no es
posible reconocer. Está embarazada. Me ha contestado
con desprecio y me ha arrojado de su casa.
Y la olvidaron.
Al día siguiente de haber arrojado lssicha Puytu a su madre,
el curaca tuvo que hacer un viaje repentino y largo. Debía
dormir un día en el sitio adonde iba. Antes de partir, el curaca
amonestó muchas veces a sus criados; les dijo:
La Literatura
Las crónicas escritas por soldados y misioneros, inauguraron el
panorama literario del siglo XVI Novo-hispano. Los frailes enseñaron
la religión católica a los indígenas. El teatro fue uno de los medios que
se empleó para evangelizarlos.
Durante la colonia el predominio de los mestizos, posibilitó el
origen de una voz narrativa propia. Entre los personajes más
sobresalientes y representativos de hispano
AYUDANTE SUJETOamérica se destacaron:
OPONENTE
"Mas me pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andan
todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres,
aunque no vide más de una harto moza. Y todos los que yo vi eran
todos mancebos, que ninguno vide de edad de más de 30 años. Muy
bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras. Los
cabellos gruesos casi como sedas de cola de caballos, y cortos. Los
Hernán Cortés
"Tienen sus mesquitas y adoratorios y sus andenes todo a
la redonda muy ancho, y allí tienen sus ídolos que adoran, dellos
de piedra y dellos de barro y dellos de palo, a los cuales honran y
serven en tanta manera y con tantas ciromonias [sic] que en
mucho papel no se podría hacer de todo ello a Vuestras Reales
Altezas entera y particular relación. Y estas casas y mesquitas
donde los tienen son las mayores y mejores y más bien obradas
que en los pueblos hay, y tiénenlas muy ataviadas con plumajes y
paños muy labrados con toda manera de gentileza. Y todos los
días antes que obra alguna comiencen queman en las dichas
mesquitas encienso, y algunas veces sacrifican sus mesmas
personas cortándose unos las lenguas y otros las orejas y otros
acuchillándose el cuerpo con unas navajas. Y toda la sangre que
del los corre la ofrecen a aquellos ídolos, echándola por todas
partes de aquellas mesquitas y otras veces echándola hacia el cielo
y haciendo otras muchas maneras de cerimonias, por manera que
ninguna obra comienzan sin que primero hagan allí sacrisficio.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la
motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio
que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos
edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina
saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los
pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de
la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga,
bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras,
apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como
correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su
involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina
se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el
pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la
visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes
lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo
alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a
las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la
confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de
dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia
próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. "Usted la agarró
apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de
espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra
de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una
camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos
de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una
cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se
sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la
motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos
rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a
poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles
llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una
pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y
dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo,
y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. Lo
llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho
como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se
puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una
camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano
derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a
pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no
volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales
de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó
casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado,
colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera
estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas
para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando
despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer
de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de
los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco
que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le
clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un
médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa.
Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve
como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo
una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse. Vino una taza de
maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un
banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo
habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente
viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de
espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de
felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un
instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el
cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la
calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas
de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad
y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a
verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango
del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector.
Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy
Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban
hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía
insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si
conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las
ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían
hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes
dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro
lado de los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se
incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era
insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra
en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y
entonces una soga lo atrapó desde atrás.
Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno.
El ensayo
En los últimos años, tanto los escritores como los editores han
dado en denominar “ensayo” a todos aquellos textos que resultaba
difícil agrupar en las tradicionales divisiones de los géneros literarios.
El resultado fue que una gran variedad de obras de distinta clase fue
clasificada como ensayos. El término, entonces resultó vago y, por
eso, la mayoría de las definiciones propuestas se expresan sólo en
planos generales.
El ensayo es un tipo de composición escrita en prosa,
relativamente breve, y en el cual se expone con cierta profundidad
una interpretación personal sobre un tema.
Este tipo de texto se caracteriza por presentar fronteras formales
imprecisas. Por un lado, se acerca al tratado y a la didáctica; y por
otro, a la crítica. Sin embargo, se considera que es teóricamente más
informativo y cercano a la actualidad. Muchos ensayos se publican
primero como artículos en una revista o periódico y luego en forma de
libro.
En general, los ensayistas utilizan un lenguaje subjetivo, por
medio del cual expresan sus opiniones y sentimientos con respecto al
objeto de estudio.
Los temas del ensayo son muy variados. El escritor puede
desarrollar ideas religiosas, filosóficas, morales, estéticas o literarias.
Por eso, hay distintos tipos:
• el filosófico: desarrolla temas relacionados con la filosofía;
ACTIVIDADES:
Género lírico
La poesía es un texto que se compone con
recursos especiales a fin de conseguir un preciso
efecto visual y musical.
Para entender mejor el texto poético conviene hacer una
simple distinción entre prosa y verso. La prosa no está sujeta a
esquemas métricos ni a la cadencia del verso; la prosa es
característica de géneros narrativos como el cuento, la novela,
etc.
Características del discurso poético
Como género discursivo literario, la poesía
también plantea las inquietudes del hombre acerca
del universo, la vida, el amor y la muerte.
El lenguaje poético se caracteriza por:
❖ El uso libre del lenguaje: es connotativo, ya que el significado
de las palabras depende del contexto y de la intención del poeta.
❖ La libre distribución del contenido: el poema se dispone en el
papel según las reglas que crea el poeta. Está distribuido en versos
(cada renglón) y en estrofas (un conjunto de versos). Cada verso es
una unidad rítmica.
❖ La musicalidad: en el lenguaje, siempre hay musicalidad; la
poesía es el texto literario en el que más se concentra el ritmo, que no
es otra cosa que la relación entre el ruido y el silencio. El ruido se
marca con acentos especiales. El silencio, en cambio, con todas las
pausas que se señalan en el poema. Algunas son las ortográficas, y
otras son las marcadas con espacios en blanco según la distribución en
el papel. Además de la acentuación, la rima y la métrica son
determinantes en la constitución del ritmo.
El Barroco americano
Concepto de REDONDILLA:
Combatís su resistencia
y luego con gravedad
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.
Dejad de solicitar
y después con más razón
Soneto 145
Sor Juana Inés de la Cruz
Juana de Asbaje y Ramirez de Santillana, conocida como Sor Juana Inés de la Cruz y ponderada por algunos de sus
contemporáneos como “décima musa”, nació a mediados del siglo XVII y murió en 1695 mientras cuidaba a enfermos de una
epidemia.
Cuando tenía 16 años fue introducida a la corte virreinal como dama de compañía. En 1667 entró como novicia carmelita, pero
el reglamento le pareció estricto y regresó a la vida de la Corte. En 1669 se convirtió en monja de San Jerónimo, menos
estricta que la anterior y perteneció en ella hasta su muerte.
Muchos sospecharon que la decisión de hacerse monja siendo una intelectual brillante de su época se debió a un previo
desengaño amoroso. Pero atenderemos a un fragmento de su “Respuesta a Sor Filotea de la Cruz”: “Entréme a religiosa,
porque aunque conocía el estado de las cosas (de las accesorias hablo, no de las formales) muchas repugnantes a mi genio,
con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en
materia de seguridad que deseaba mi salvación”
Estas palabras en las que explica las razones de su estado religioso fueron las que hicieron de Sor Juana una heroína de
Una noche
una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de
alas,
Una noche
en que ardían en la sombra nupcial y húmeda, las luciérnagas
fantásticas,
a mi lado, lentamente, contra mí ceñida, toda,
muda y pálida
como si un presentimiento de amarguras infinitas,
hasta el fondo más secreto de tus fibras te agitara,
por la senda que atraviesa la llanura florecida
caminabas,
y la luna llena
por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz
blanca,
y tu sombra
Esta noche
solo, el alma
llena de las infinitas amarguras y agonías de tu muerte,
separado de ti misma, por la sombra, por el tiempo y la distancia,
por el infinito negro,
donde nuestra voz no alcanza,
solo y mudo
por la senda caminaba,
y se oían los ladridos de los perros a la luna,
a la luna pálida
y el chillido
de las ranas,
sentí frío, era el frío que tenían en la alcoba
tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas,
¡entre las blancuras níveas
de las mortuorias sábanas!
Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte,
Era el frío de la nada...
Y mi sombra
por los rayos de la luna proyectada,
iba sola,
iba sola
¡iba sola por la estepa solitaria!
Y tu sombra esbelta y ágil
fina y lánguida,
como en esa noche tibia de la muerta primavera,
como en esa noche llena de perfumes, de murmullos y de
músicas de alas,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella,
ROMANTICISMO
Inestabilidad social, guerras civiles, ideas irreconciliables acerca
de cómo organizar el país… En Argentina y en toda Hispanoamérica
se produjeron hacia la misma época, grandes tensiones sociales en
busca de un orden más justo que garantizara la construcción de las
nacionalidades. La anarquía primero y tras ella la irrupción de los
caudillos fue el resultado de la ruptura de las estructuras coloniales
después de las guerras de la independencia. Había un clima de
efervescencia y búsqueda de un nuevo orden. En ese marco histórico
y, principalmente, en el período que transcurre entre 1830 y 1860, se
desarrolló el Romanticismo en América, aunque sus postulados
siguieron vigentes durante algunas décadas más en la literatura
gauchesca.
El Romanticismo fue un intenso movimiento cultural que abarcó
las artes plásticas, la literatura, la música, la política. Su cosmovisión
fue sentimental, es decir, tenía como centro el sentimiento y la
emoción por sobre la razón. Se originó en Alemania a fines del siglo
XVIII, se expandió por el resto de Europa y extendió su influencia a
América.
Tanto en Argentina como en el resto de Hispanoamérica, este
movimiento se adhirió intensamente a una de las corrientes del
Romanticismo europeo: la social. La otra corriente, la del
Romanticismo sentimental, se manifestó entre 1860 y 1890, cuando el
país ya se había organizado políticamente. Dos novelas ejemplifican
cada una de ellas: Amalia, de José Mármol y María de Jorge Isaac,
Amor secreto
Manuel Payno
ucho tiempo hacía que Alfredo no me visitaba,
M
hasta que el día menos pensado se presentó en mi
cuarto. Su palidez, su largo cabello que caía en
desorden sobre sus carrillos hundidos, sus ojos
lánguidos y tristes y, por último, los marcados síntomas
que le advertía de una grave enfermedad me alarmaron
sobremanera, tanto, que no pude evitar el preguntarle
la causa del mal, o, mejor dicho, el mal que padecía.
- Es una tontería, un capricho, una quimera lo que me
ha puesto en este estado; en una palabra, es un
amor secreto.
- ¿Es posible?
- Es una historia —prosiguió— insignificante para el
común de la gente; pero quizá tú la comprenderás;
historia, te repito, de esas que dejan huellas tan
- ¿Conociste a Carolina?
- ¡Carolina! … ¿Aquella jovencita de rostro expresivo y
tierno, de delgada cintura, pie breve?
- La misma.
- Pues en verdad la conocí y me interesó
sobremanera… pero…
- A esa joven —prosiguió Alfredo— la amé con el
amor tierno y sublime con que se ama a una
madre, a un ángel; pero parece que la fatalidad se
interpuso en mi camino y no permitió que nunca le
revelara esta pasión ardiente, pura y santa, que
habría hecho su felicidad y la mía.
EL INFORME
1. Elegir tu tema
Ten en cuenta lo que debes hacer. Si tu maestro o jefe te ha dado
algunas pautas para redactar tu informe, asegúrate de leerlas (más de
una vez). ¿Qué te pide hacer? ¿Debes informar a la gente acerca de un
tema? Por lo general, si escribes un informe para una tarea escolar, te
pedirán que presentes un tema sin incluir tu opinión. También podrían
pedirte que convenzas a la audiencia con respecto a una determinada
forma de ver o analizar un tema. Pídele a tu maestro que solucione las
dudas que puedas tener lo más pronto posible.
• Recuerda que, si tu objetivo es únicamente informar a la
Consejos
información.
• Concéntrate en la idea principal que quieres transmitir. Asegúrate
LA MONOGRAFÍA
orden alfabético.
3. Para rellenar esta estructura es necesario que busques y
recolectes la información.
4. Luego del paso anterior, ya estás listo
para separar y rellenar la estructura
tentativa con la información
5. Luego, si es necesario, debes reorganizar la
estructura tentativa, para dejar finalmente la estructura
definitiva.
6. Después, puedes realizar un borrador del trabajo.
7. Hecho el borrador, debes hacer la revisión y si
es necesario corregir la monografía.
8. Luego realizar la revisión preliminar
y presentarlo a la autoridad si lo ha solicitado.
9. Por último, elaborar la versión final, lo cual se aconseja
hacerlo tipeado en computadora.
ETAPA PRECIOSISTA
SONATINA. Rubén Darío
La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro,
y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.
(…)
Los Estados Unidos son potentes y grandes.
Cuando ellos se estremecen hay un hondo temblor
Que pasa por las vértebras enormes de los Andes.
(…)
La América del grande Moctezuma, del Inca,
La América fragante de Cristóbal Colón
La América católica, la América española,
La América en que dijo el noble Guatemoc:
“Yo no estoy en un lecho de rosas”; esa América
Que tiembla de huracanes y que vive de amor,
Hombres de ojos sajones y alma bárbara, vive.
Y sueña. Y ama, y vibra, y es la hija del Sol.
Tened cuidado. ¡Vive la América española!
Hay mil cachorros sueltos del León Español.
Se necesitaría, Roosevelt, ser, por Dios mismo,
El Riflero terrible y el fuerte Cazador,
Para poder tenernos en vuestras férreas garras.
- ¿El Llano?
- Sí, el llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba
junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras
y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano.
Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso
- Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa
como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la
semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
- Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al
Gobierno que les da la tierra.
- Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el
Llano… No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho… Espérenos usted
para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos…
Pero él no nos quiso oír.
Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo,
para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y
cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal
endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.
Melitón dice:
- ¿Qué?
Yo no digo nada. Yo pienso: “Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo
hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué
dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento
para jugar a los remolinos.”
Melitón vuelve a decir:
El muerto
Jorge Luis Borges
Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la
infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de
contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de
Benjamin Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su
ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me
sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de
sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente;
no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El
caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca,
la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal
vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del
Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está
la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero,
una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta
ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.)
Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro,
siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la
cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.
Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora
bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el
sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir.
- Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del
brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha
empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que
ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por
muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con desdén, hace fuego.
EL REALISMO MÁGICO.
Este es una de los movimientos literarios más fecundos y
originales de la actual literatura hispanoamericana.
Se empezó a hablar de esta corriente en Hispanoamérica hacia
1950. Este movimiento puede ser definido como una combinación de
realismo y fantasía. Una primera manifestación histórica de esta
extraña combinación la habrían dado en América los escritores del
Descubrimiento y la Conquista, Cristóbal Colón, Cabeza de Vaca y
otros, que en sus relaciones, cartas, historias y memorias, ponían
buena dosis de fantasía, hablando de animales fabulosos, regiones
misteriosas, seres humanos extraños, milagros, y otras creaciones
imaginativas, para explicar lo que ellos no alcanzaban a comprender
con su mentalidad europea y su experiencia de la naturaleza y el
mundo, puesto que América les ofrecía una perspectiva novedosa y a
veces inexplicable.
LECTURAS
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la
habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le
dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de
repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder, aunque fuera un manojo; lo
único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el
agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que
mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin
embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la
cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa.
Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo
igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin
parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una
quemazón, el olor ha podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por
la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El
chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba
y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a
esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde
cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo.
Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que
vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se
hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos
estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca,
porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se
ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada.
Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios
que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de
mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca
y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era
el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que
AL TERCER DÍA de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro
de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para
tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con
calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo
estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de
ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo
de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos
podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo
regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó
trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio.
Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo,
que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes
esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes
alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de
Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo,
y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído
con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban
apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos
dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo
había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande,
sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el
lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y
Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por
encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les
contestó en un dialecto incomprensible, pero con una buena voz de
navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas,
y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de
alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron
La santa
Gabriel García Márquez
Veintidós años después volví a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en una de las callecitas
secretas del Trastévere, y me costó trabajo reconocerlo a primera vista por su castellano difícil y su buen
talante de romano antiguo. Tenía el cabello blanco y escaso, y no le quedaban rastros de la conducta
lúgubre y las ropas funerarias de letrado andino con que había venido a Roma por primera vez, pero en el
curso de la conversación fui rescatándolo poco a poco de las perfidias de sus años y volvía a verlo como
era: sigiloso, imprevisible, y de una tenacidad de picapedrero. Antes de la segunda taza de café en uno de
nuestros bares de otros tiempos, me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía por dentro.
- Eres San Marcos reencarnado, figlio mio -exclamaba la tía Antonieta asombrada de veras-.
Sólo él podía hablar con los leones.
Una mañana no fue el león el que dio la réplica. El tenor inició el dueto de amor del Otello: Già
nella notte densa s’estingue ogni clamor. De pronto, desde el fondo del patio, nos llegó la respuesta en
una hermosa voz de soprano. El tenor prosiguió, y las dos voces cantaron el trozo completo, para solaz
del vecindario que abrió las ventanas para santificar sus casas con el torrente de aquel amor irresistible.
El tenor estuvo a punto de desmayarse cuando supo que su Desdémona invisible era nada menos que la
gran María Caniglia.
Tengo la impresión de que fue aquel episodio el que le dio un motivo válido a Margarito Duarte
para integrarse a la vida de la casa. A partir de entonces se sentó con todos en la mesa común y no en la
cocina, como al principio, donde la tía Antonieta lo complacía casi a diario con su guiso maestro de
pajaritos cantores. María Bella nos leía de sobremesa los periódicos del día para acostumbrarnos a la
fonética italiana, y completaba las noticias con una arbitrariedad y una gracia que nos alegraban la vida.
Uno de esos días contó, a propósito de la santa, que en la ciudad de Palermo había un enorme museo con
los cadáveres incorruptos de hombres, mujeres y niños, e inclusive varios obispos, desenterrados de un
mismo cementerio de padres capuchinos. La noticia inquietó tanto a Margarito, que no tuvo un instante
de paz hasta que fuimos a Palermo. Pero le bastó una mirada de paso por las abrumadoras galerías de
momias sin gloria para formularse un juicio de consolación.
- No son el mismo caso -dijo-. A estos se les nota enseguida que están muertos.
Después del almuerzo Roma sucumbía en el sopor de agosto. El sol de mediodía se quedaba
inmóvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde sólo se oía el rumor del agua, que es
la voz natural de Roma. Pero hacia las siete de la noche las ventanas se abrían de golpe para convocar el
aire fresco que empezaba a moverse, y una muchedumbre jubilosa se echaba a las calles sin ningún
propósito distinto que el de vivir, en medio de los petardos de las motocicletas, los gritos de los
vendedores de sandía y las canciones de amor entre las flores de las terrazas.
El tenor y yo no hacíamos la siesta. Íbamos en su vespa, él conduciendo y yo en la parrilla, y les
llevábamos helados y chocolates a las putitas de verano que mariposeaban bajo los laureles centenarios
de la Villa Borghese, en busca de turistas desvelados a pleno sol. Eran bellas, pobres, cariñosas, como la
mayoría de las italianas de aquel tiempo, vestidas de organiza azul, de popelina rosada, de lino verde, y se
protegían del sol con las sombrillas apolilladas por las lluvias de la guerra reciente. Era un placer humano
estar con ellas, porque saltaban por encima de las leyes del oficio y se daban el lujo de perder un buen
cliente para irse con nosotros a tomar un café bien conservado en el bar de la esquina, o a pasear en las
carrozas de alquiler por los senderos del parque, o a dolernos de los reyes destronados y sus amantes
trágicas que cabalgaban al atardecer en el galoppatorio. Más de una vez les servíamos de intérpretes con
algún gringo descarriado.
No fue por ellas que llevamos a Margarito Duarte a la Villa Borghese, sino para que conociera el
león. Vivía en libertad en un islote desértico circundado por un foso profundo, y tan pronto como nos
divisó en la otra orilla empezó a rugir con un desasosiego que sorprendió a su guardián. Los visitantes del
parque acudieron sorprendidos. El tenor trató de identificarse con su do de pecho matinal, pero el león no
le prestó atención. Parecía rugir hacia todos nosotros sin distinción, pero el vigilante se dio cuenta al
instante de que sólo rugía por Margarito. Así fue: para donde él se moviera se movía el león, y tan pronto
como se escondía dejaba de rugir. El vigilante, que era doctor en letras clásicas de la universidad de
Siena, pensó que Margarito debió estar ese día con otros leones que lo habían contaminado de su olor.
Aparte de esa explicación, que era inválida, no se le ocurrió otra.
– Buona sera giovanotto -le dijo ella, con voz y modos de colegiala-. Mi manda il tenore.
Margarito asimiló el golpe con una gran dignidad. Acabó de abrir la puerta para darle paso, y ella
se tendió en la cama mientras él se ponía a toda prisa la camisa y los zapatos para atenderla con el debido
respeto. Luego se sentó a su lado en una silla, e inició la conversación. Sorprendida, la muchacha le dijo
que se diera prisa, pues sólo disponían de una hora. Él no se dio por enterado.
La muchacha dijo después que de todos modos habría estado el tiempo que él hubiera querido sin
cobrarle ni un céntimo, porque no podía haber en el mundo un hombre mejor comportado. Sin saber qué
hacer mientras tanto, escudriñó el cuarto con la mirada, y descubrió el estuche de madera sobre la
chimenea. Preguntó si era un saxofón. Margarito no le contestó, sino que entreabrió la persiana para que
entrara un poco de luz, llevó el estuche a la cama y levantó la tapa. La muchacha trató de decir algo, pero
se le desencajó la mandíbula. O como nos dijo después: Mi si gelò il culo. Escapó despavorida, pero se
equivocó de sentido en el corredor, y se encontró con la tía Antonieta que iba a poner una bombilla nueva
en la lámpara de mi cuarto. Fue tal el susto de ambas, que la muchacha no se atrevió a salir del cuarto del
tenor hasta muy entrada la noche.
La tía Antonieta no supo nunca qué pasó. Entró en mi cuarto tan asustada, que no conseguía
atornillar la bombilla en la lámpara por el temblor de las manos. Le pregunté qué le sucedía. “Es que en
esta casa espantan”, me dijo. “Y ahora a pleno día”. Me contó con una gran convicción que, durante la
guerra, un oficial alemán degolló a su amante en el cuarto que ocupaba el tenor. Muchas veces, mientras
andaba en sus oficios, la tía Antonieta había visto la aparición de la bella asesinada recogiendo sus pasos
por los corredores.
- Estoy seguro -dijo- que el viejo Cesare no dejaría escapar este tema.
Se refería a Cesare Zavattini, nuestro maestro de argumento y guión, uno de los grandes de la
historia del cine y el único que mantenía con nosotros una relación personal al margen de la escuela.
Trataba de enseñarnos no sólo el oficio, sino una manera distinta de ver la vida. Era una máquina de
pensar argumentos. Le salían a borbotones, casi contra su voluntad. Y con tanta prisa, que siempre le
hacía falta la ayuda de alguien para pensarlos en voz alta y atraparlos al vuelo. Sólo que al terminarlos se
le caían los ánimos. “Lástima que haya que filmarlo”, decía. Pues pensaba que en la pantalla perdería
mucho de su magia original. Conservaba las ideas en tarjetas ordenadas por temas y prendidas con
alfileres en los muros, y tenía tantas que ocupaban una alcoba de su casa.
El sábado siguiente fuimos a verlo con Margarito Duarte. Era tan goloso de la vida, que lo
encontramos en la puerta de su casa de la calle Angela Merici, ardiendo de ansiedad por la idea que le
habíamos anunciado por teléfono. Ni siquiera nos saludó con la amabilidad de costumbre, sino que llevó
a Margarito a una mesa preparada, y él mismo abrió el estuche. Entonces ocurrió lo que menos
imaginábamos. En vez de enloquecerse, como era previsible, sufrió una especie de parálisis mental.
- Debería probar.
Fue sólo una tentación instantánea, antes de retomar el hilo. Empezó a pasearse por la casa, como
un loco feliz, gesticulando a manotadas y recitando la película a grandes voces. Lo escuchábamos
deslumbrados, con la impresión de estar viendo las imágenes como pájaros fosforescentes que se le
escapaban en tropel y volaban enloquecidos por toda la casa.
- Una noche -dijo- cuando ya han muerto como veinte Papas que no lo recibieron, Margarito
entra en su casa, cansado y viejo, abre la caja, le acaricia la cara a la muertecita, y le dice
con toda la ternura del mundo: “Por el amor de tu padre, hijita: levántate y anda”.
Nos miró a todos, y remató con un gesto triunfal:
- ¡Y la niña se levanta!
Algo esperaba de nosotros. Pero estábamos tan perplejos, que no encontrábamos qué decir. Salvo
Lakis, el griego, que levantó el dedo, como en la escuela, para pedir la palabra.
- Mi problema es que no lo creo -dijo, y ante nuestra sorpresa, se dirigió directo a Zavattini-:
Perdóneme, maestro, pero no lo creo.
- Hola, poeta.
Era él, viejo y cansado. Habían muerto cinco Papas, la Roma eterna mostraba los primeros síntomas
de la decrepitud, y él seguía esperando. “He esperado tanto que ya no puede faltar mucho más”, me dijo
al despedirse, después de casi cuatro horas de añoranzas. “Puede ser cosa de meses”. Se fue arrastrando
los pies por el medio de la calle, con sus botas de guerra y su gorra descolorida de romano viejo, sin
preocuparse de los charcos de lluvia donde la luz empezaba a pudrirse. Entonces no tuve ya ninguna
duda, si es que alguna vez la tuve, de que el santo era él. Sin darse cuenta, a través del cuerpo incorrupto
de su hija, llevaba ya veintidós años luchando en vida por la causa legítima de su propia canonización.