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Al llegar, es evidente que la exposición entiende a la historia del arte nacional como
una llena de interpretaciones: el hecho de que la muestra esté dividida según tres
perspectivas distintas ya habla de un buen intento de abordar, lo más integralmente posible,
lo que desde la sala de clases parece algo inabordable por todos los recovecos que esconde.
Cada mirada aporta un fragmento de la evolución del arte chileno, sin pretender ser
exhaustivo, sino apreciar la metamorfosis de alguna de sus partes.
Las muestras se encontraban repartidas en dos salas distintas: en una se exhibían El
poder de la imagen y Sala de lectura (lo que podría sugerir en seguida alguna relación entre
ambas) mientras que la otra mostraba Los cuerpos de la historia.
Luego de un pequeño malentendido en el que un guardia pensó que no había pagado
mi entrada, comencé el recorrido por El poder de la imagen. Lleno de obras virreinales y post-
independencia (muchos de los cuales habíamos visto en clases), la sección muestra imágenes
religiosas, campestres y retratos de la aristocracia chilena de la época. Todas las obras
apuntan a recordar la estrecha relación que tuvo (y, por tanto, tiene) la imagen con el ejercicio
del poder: un O’Higgins imponente, con condecoraciones y símbolos patrios1, ayudaron a
cristalizar una institucionalidad naciente, al tiempo que la inmortalización de personajes
como el huaso y la lavandera2, fueron enalteciendo la figura del pueblo y sus virtudes durante
la conformación de la nación. En cuanto a la técnica, hay un evidente salto entre las primeras
obras y las posteriores a la independencia: las de artistas latinoamericanos como Gil de Castro
y otros anónimos son bastante toscas y bidimensionales (no por eso menos atractivas) si se
les compara con las representaciones que realizaban los llamados pintores viajeros, como
Rugendas o Wood. Es importante el contraste, entonces, que se da entre cuadros como Don
Ramón Martínez de Luco y su hijo (1816), de Gil de Castro, y Gaucho Sudamericano (1835), de
Rugendas, ambos óleos sobre tela, pero con muy distintos desarrollos de la técnica.
La llegada de la técnica europea al continente aparece como un hito en la muestra,
tanto a nivel estético (las obras comienzan a tener un volumen y perspectiva más trabajadas)
como conceptual: al retrato, que se sigue desarrollando con propiedad, se suma el paisajismo
como temática, probablemente debido a la impresión que causaba el panorama americano en
los europeos.
La curatoría de la sala es más bien cronológica, avanzando sistemáticamente hacia la
intervención de los pintores viajeros, punto que, insisto, parece fundamental para el curador.
También hay una intención con las temáticas; los retratos (principalmente de la aristocracia)
están agrupados en un sector, en la pared opuesta a algunas imágenes del campo chileno, las
que terminan por transformarse en paisajes. Así, se vuelve evidente una evolución en la
pintura en este momento de la historia, en la que las transformaciones políticas y el
sincretismo cultural determinaron el rumbo pictórico que nuestro país tomó en esos tiempos.
Un cuadro de Moinvoisin, Retrato de José Santos Tornero, genera el desvío hacia la
segunda mirada. Con esta obra, que representa a un influyente editor español en
Latinoamérica, inicia la sección Sala de lectura, en la cual se aborda la relación entre la
palabra, el libro y el arte visual. Las imágenes están intencionadas de tal manera que la lectura