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TEMA 36

CRECIMIENTO ECONÓMICO, ESTRUCTURAS Y


MENTALIDADES SOCIALES EN LA EUROPA DEL SIGLO XVIII.
LAS TRANSFORMACIONES POLÍTICAS EN LA ESPAÑA DEL
SIGLO XVIII

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1. Europa y el Mundo en 1700

En los años finales del siglo XVII todavía dominaba Europa la Francia de Luis XIV,
pese a que una gran coalición agrupada en torno a Inglaterra, España, Austria y las
Provincias Unidas (los Países Bajos) se había movilizado decididamente contra el
hegemonismo francés durante la Guerra de la Liga de Augsburgo (1688-1697). En ese
conflicto -que es también llamado Guerra del Rey Guillermo o Guerra de los Nueve
Años- participaron las cinco grandes potencias del Occidente europeo y se combatió a
todo lo ancho del mundo, ya que esas monarquías del Viejo Continente (con Portugal)
extendían sus dominios por tres quintas partes del globo. Sumando las posesiones
ultramarinas de holandeses, franceses, ingleses, portugueses y españoles la cifra de
kilómetros cuadrados resultante sería inmensa; pero ni siquiera esas magnitudes serían
suficientes para explicar el auténtico peso que aquellos países tenían sobre el resto del
mundo. En realidad, en esas décadas finales del siglo XVII los soldados, comerciantes y
misioneros salidos de las costas atlánticas de Europa habían llevado a todos los
continentes el poder, la religión y los intereses económicos de sus metrópolis, salvo a
Australia. Y aún no había en ninguna de estas tierras colonizadas y explotadas por los
europeos el menor signo de deseo de romper sus lazos de dependencia. Por otra parte, es
un mundo escasamente habitado; sólo la India, China y Europa están relativamente
pobladas y en ellas vive más de la mitad de la población mundial. Y uno de los rasgos
distintivos de este proceso de europeización del mundo que se inicia a mediados del
XVII y abarca toda la segunda mitad del siglo viene determinado por el hecho de que si
bien los ingleses, holandeses, franceses, e incluso, suecos y daneses implantan factorías
comerciales por todas las costas de África, Asia y América, aún no buscan
asentamientos estables para grandes contingentes de colonos. Por eso, en los años
iniciales del siglo XVIII, el siglo colonial por excelencia, las Indias españolas son aún,
con gran diferencia, las más pobladas y ello a pesar de que las cifras (sometidas, por
otro lado, a grandes discusiones entre los demógrafos) eran muy bajas: desde el norte
del Virreinato de Nueva España (México) hasta la Tierra del Fuego, serían unos
8.000.000 los pobladores, de ellos un 10 por 100 peninsulares. Los territorios franceses
del Canadá y la Luisiana -el gran arco que se extiende entre el Golfo de México y la
península del Labrador, con todo el valle del Mississippí- apenas sumarían unos cientos
de miles de indígenas y no más de 25.000 colonos. Y las trece colonias inglesas aún no
han iniciado su espectacular desarrollo demográfico dieciochesco: en torno a 1710
serían 350.000 los europeos y esclavos negros a los que habría que sumar una población
indígena, en franca recesión desde comienzos del siglo anterior, que no llegaría al medio
millón.
Ahora bien, en los últimos años del XVII y primeros lustros del XVIII se inicia una
nueva etapa histórica, marcada, entre otros aspectos, por el creciente protagonismo que
habrían de adquirir los territorios coloniales en la vida de las metrópolis. Y, como
presagio de lo que acabaría sucediendo a finales de ese siglo, será cada vez mayor la
importancia económica y el peso demográfico de las colonias británicas de las costas
norteamericanas sobre el devenir de Europa. Pero hasta esas primeras décadas del siglo
XVIII habían sido pocos los colonos europeos -en su mayoría, exiliados religiosos- que
habían mostrado intención de quedarse definitivamente en esos nuevos mundos. En
realidad, la fase posibérica de colonización se había caracterizado por el enfrentamiento
entre los países europeos por el dominio de las rutas y los enclaves estratégicos
ultramarinos que permitieran el control de la explotación de los productos y los
mercados coloniales. De tal manera que entre 1640 y 1730 se multiplicó por siete el
número de barcos mercantes que comerciaban entre Europa y Asia (Duchhardt). Pero
todavía no se buscan colonias de poblamiento.

2. Población en el siglo XVIII

Durante el siglo XVIII, y especialmente en su segunda mitad, se produjo un notable


incremento de la población europea. Aun cuando por la imposibilidad de conocer los
totales exactos de población, las cifras que se manejan no son sino indicadores de
magnitud y tendencias y pueden variar de unos autores a otros, las estimaciones de J. N.
Biraben muestran una Europa (Rusia excluida) que pasaría de 95 millones de habitantes,
aproximadamente, en 1700, a 111 en 1750 y a 146 en 1800: Se trata, pues, de un
crecimiento de más del 50 por 100 en el siglo, que equivale a un ritmo anual del 0,43
por 100. Y si nos fijamos sólo en la segunda mitad, el crecimiento es de casi un tercio
(tasa anual: 0,55 por 100).
Era el mayor incremento demográfico conocido hasta entonces y cerraba la época del
crecimiento discontinuo, en que cada etapa de expansión era seguida por otra de
estancamiento o descenso -con lo que aquéllas no dejaban de ser simples
recuperaciones-, inaugurando la del crecimiento sostenido, que persiste en la actualidad.
Los historiadores, al referirse a ello, hablaban todavía no hace muchos años de la
revolución demográfica iniciada en el siglo XVIII. La reciente multiplicación de los
estudios de demografía histórica, sin embargo, no ha permitido apuntalar dicha
interpretación. Por el contrario, hoy se subraya más la modestia del crecimiento de la
población durante el Setecientos comparado con el que tendrá lugar en el siglo siguiente
y, sobre todo, la esencial permanencia del denominado régimen demográfico antiguo.
Las modificaciones producidas en el XVIII, valoradas en su justa medida, no aparecen
sino como los tímidos comienzos de la transición al régimen demográfico moderno -o,
simplemente, transición demográfica-, realizada en un proceso lento, complejo y
diverso, según los países, y que no se afianzará definitivamente hasta muy avanzado el
siglo XIX.
Parece cierto que la población crecía no sólo en Europa. La búsqueda de una
explicación de conjunto no se ha mostrado, sin embargo y por el momento, muy
fecunda: únicamente el posible debilitamiento de las epidemias en general, quizá por

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desconocidos procesos biológicos, o bien modificaciones climáticas, que influirían en la
mejora general de las cosechas, podrían afectar a todo el globo. Dadas las actuales
dificultades para avanzar más por este camino, limitaremos nuestra exposición al caso
europeo, mejor conocido, y donde, por otra parte, encontraremos diversidad de
situaciones fruto de la conjunción de factores no siempre idénticos.
Porque, si bien el crecimiento de la población europea fue prácticamente general, la
diversidad entre los distintos países J.-P. Poussou habla de crecimientos más que de
crecimiento-, incluso entre las regiones de un mismo país, como corresponde a una
realidad socio-económica aún muy fragmentada, fue grande, y, aunque un tanto
artificiosamente, podríamos señalar tres grandes grupos.
En el bloque de mayor crecimiento estarían los bordes orientales de Europa, por una
parte; Irlanda, por otra. Prusia oriental, por ejemplo, pasará de 400.000 a 880.000
habitantes; Pomerania, de 210.000 a 400.000, aproximadamente; Silesia, de 1 millón a
1,7 millones. Hungría, que sobrepasaba ligeramente los 4 millones de habitantes en
1720, llegará a algo más de 7 millones en 1786. El Imperio ruso pasó de unos 15
millones hacia 1720 a más de 37 millones a finales de siglo. En el otro extremo de
Europa, Irlanda, con algo más de 2 millones de habitantes a principios de siglo y 5
millones, aproximadamente, hacia 1800, duplicaba ampliamente su población.
En un plano intermedio, pero superando el crecimiento medio, podemos situar a
Inglaterra-Gales, que de poco más de 5 millones de habitantes en 1700 pasa a 5,7
millones a mediados de siglo -el ritmo es todavía moderado- y, en una gran aceleración,
a algo más de 8,5 millones en 1800. Y también a los Países Bajos austriacos: de algo
más de 1,5 millones de habitantes a principios de siglo, se aproximarán a los 3 millones
en 1790.
Finalmente, hubo otros países de crecimiento más moderado. Son, por ejemplo, Francia
-el país más poblado de Europa-, que contaría con 22 millones de habitantes,
aproximadamente, en 1700, 24,5 millones en 1750 y sólo algo más de 29 millones en
1800; España, que pasaría de 7,5-8 millones de habitantes a 10 millones,
aproximadamente, a lo largo del siglo y con un desequilibrio regional en favor de la
periferia; o el conglomerado de Estados italianos, con 13,2 millones de habitantes en
1700, 15,3 millones en 1750 y algo menos de 18 millones al acabar el siglo, siendo en
este caso el Reino de Nápoles la zona que creció a mayor ritmo.
Las peculiares circunstancias socio-económicas de cada país pueden ayudar a explicar
los diferentes ritmos y pautas de crecimiento. Aunque los mayores incrementos de
población no tienen porqué corresponder necesariamente a los países de mayor
crecimiento económico o con transformaciones más importantes en este campo. Así, por
ejemplo, la elevada tasa de crecimiento irlandés durante la segunda mitad del XVIII
estaría relacionada con la demanda de sus productos agrarios desde Inglaterra, la
roturación de tierras y la difusión de la patata como alimento básico en la isla, lo que
permitió mantener una población creciente a niveles de mera subsistencia y en un
equilibrio precario... que terminará por romperse con la Gran Hambre de mediados del
XIX, causante de una elevadísima mortalidad y del éxodo masivo en los años
siguientes. En Pomerania, Prusia oriental y Silesia se combina la todavía inconclusa
recuperación de los trágicos efectos de la Guerra de los Treinta Años con la decidida
acción colonizadora y de atracción de inmigrantes por parte de Federico II. En la base
del gran crecimiento húngaro está también la inmigración y recolonización de la
Llanura tras su reconquista a los turcos. Al hablar de Inglaterra y los Países Bajos
austriacos hay que hacer referencia, necesariamente, al proceso de crecimiento
económico que estaban experimentando, así como el caso francés, de crecimiento
ralentizado, suele explicarse por el excesivo tradicionalismo de su economía.

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Al final del siglo que estudiamos, en un mundo muy desigualmente ocupado, había
continentes enteros prácticamente vacíos. En Oceanía apenas había presencia humana,
América no llegaba a 0,6 habitantes/km2 y África tenía una densidad de 3,4
habitantes/km2. También en el Viejo Continente había, por el Este sobre todo, zonas
inmensas casi despobladas. En conjunto, las tres cuartas partes de la superficie emergida
terrestre sólo estaban ocupadas por la quinta parte de la población. El contraste era
brutal: en China y la península indostánica (décima parte de la superficie) vivía algo
más de la mitad de la población mundial. Y Europa (3,6 por 100 de la superficie global)
concentraba al 15 por 100 de la población mundial, alcanzando una densidad media de
30 habitantes/km2.
Los mecanismos demográficos mediante los que se produjo el crecimiento parecen ser
bastante generales, observándose un ligero descenso de la mortalidad frecuente, pero no
sistemáticamente acompañado de cierto incremento de la fecundidad -elemento este
último, sin embargo, decisivo en algún caso concreto-. Pero todavía, insistimos, dentro
del antiguo régimen demográfico, cuyas características generales vamos a recordar.

3. Demografía y sociedad

Parece cierto que la población creció, tanto en Europa como en otros continentes. La
búsqueda de una explicación de conjunto no se ha mostrado, sin embargo y por el
momento, muy fecunda: únicamente el posible debilitamiento de las epidemias en
general, quizá por desconocidos procesos biológicos, o bien modificaciones climáticas,
que influirían en la mejora general de las cosechas, podrían afectar a todo el globo.
Dadas las actuales dificultades para avanzar más por este camino, limitaremos nuestra
exposición al caso europeo, mejor conocido, y donde, por otra parte, encontraremos
diversidad de situaciones fruto de la conjunción de factores no siempre idénticos.
Dentro del terreno social, el preponderante papel de la familia en la Europa del siglo
XVIII cobra su pleno sentido al enmarcarla en una sociedad como la entonces
dominante, concebida como un conjunto de grupos cuya disposición jerárquica y
desigualdad en derechos y deberes estaba reconocida y consagrada por la ley. Era la
clásica estructura tripartita heredada de la Edad Media.
Se describía así un ordenamiento social, comúnmente denominado estamental, en el que
nobleza y clero eran reconocidos como estamentos jerárquicamente superiores al tercer
Estado o Estado general, definido por exclusión y, en principio, amplísimo (todos los
que no eran ni clérigos ni nobles), si bien se estimaba limitado en la práctica a sus
elementos más destacados, a las profesiones ricas u honorables y a los cuerpos
organizados.

Para ampliar estas cuestiones de demografía del XVIII ir a:

Siguientes:
Ciclo demográfico antiguo
Evolución divergente de la fecundidad
Retroceso de la mortalidad
Estructuras por edades y sexo
Población activa
El desarrollo urbano
Movimientos migratorios
Desarrollo de los censos
Tipologías familiares

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Familias, solidaridades y clientelas

4. Sociedad en el siglo XVIII

El preponderante papel de la familia en la Europa del siglo XVIII cobra su pleno sentido
al enmarcarla en una sociedad como la entonces dominante, concebida como un
conjunto de grupos cuya disposición jerárquica y desigualdad en derechos y deberes
estaba reconocida y consagrada por la ley. Era la clásica estructura tripartita heredada de
la Edad Media y que el Parlamento de París, ante la pretensión de Turgot de hacer
contribuir en metálico a todos los propietarios de tierras, fundamentaba en 1776 de esta
forma: "En el conjunto formado por los diversos órdenes, todos los hombres de vuestro
reino os están sujetos, todos están obligados a contribuir a las necesidades del Estado.
Pero también en esta contribución se encuentran el orden y la armonía. La obligación
personal del clero es realizar todas las funciones relativas a la instrucción, al culto
religioso y aplicarse con sus limosnas al socorro de los desventurados. El noble
consagra su sangre a la defensa del Estado y asiste al soberano con su consejo. La
última clase de la nación, que no puede rendir al Estado servicio tan distinguido, cumple
su obligación con los tributos, la industria y el trabajo manual. Tal, Sire, es la regla
antigua de los deberes y obligaciones de vuestros súbditos. Aunque todos sean
igualmente fieles y sometidos, sus condiciones no están confundidas y la naturaleza de
sus servicios está esencialmente ligada a la de su rango".
Se describía así un ordenamiento social, comúnmente denominado estamental, en el que
nobleza y clero eran reconocidos como estamentos jerárquicamente superiores al tercer
Estado o Estado general, definido por exclusión y, en principio, amplísimo (todos los
que no eran ni clérigos ni nobles), si bien se estimaba limitado en la práctica a sus
elementos más destacados, a las profesiones ricas u honorables y a los cuerpos
organizados. Se justificaba su preeminencia por la importancia de la función social a
ellos encomendada, aunque la realidad ya no se ajustara exactamente a lo que reflejaban
razonamientos como el que acabamos de reproducir; disfrutaban de determinados
privilegios reconocidos legalmente, aunque no de forma exclusiva, ya que había otros
cuerpos privilegiados; la inclusión del individuo en un grupo u otro, por lo que respecta
a la división básica (noble/plebeyo), venia, en principio, determinada por el nacimiento
-de ahí el papel clave de la familia- y la movilidad social era limitada y circunscrita a
unas vías establecidas.
Los criterios jurídico-legales, sin embargo, no eran los únicos presentes en la
organización social. El factor económico, la posición de los grupos sociales en relación
con los medios de producción, aparentemente al margen de la definición de los
estamentos y, por el contrario, criterio primordial en la organización social en clases o
clasista, ejercía también una notable influencia. Y andando el tiempo -1789 es la fecha
simbólica, aunque, en la mayoría de los países, haya que penetrar no poco en el siglo
XIX-, se terminará imponiendo la concepción burguesa, clasista, de la sociedad. Se
consagrará la igualdad de los individuos ante la ley y el factor fundamental que regirá el
ordenamiento social será de tipo económico. Se agilizará la movilidad y la promoción
social. Pero, recordaba C. E. Labrousse en un coloquio internacional, ni el nacimiento ni
la función desaparecieron como criterios operativos en la estratificación social. Aunque,
eso sí, encuadrados en un marco jurídico diferente, presentando interacciones diferentes
y actuando con un peso y un orden de sucesión también diferentes...

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4.1. La nobleza

El Setecientos fue, ante todo, un siglo aristocrático. La aristocracia desempeñó un papel


importantísimo en la vida política y en las instituciones; siguió ocupando el vértice de la
pirámide social y disponiendo de unos recursos económicos inmensos y, cada vez más
culta, educada y refinada, difundía por toda la sociedad un estilo de vida que perduraría
y sería imitado incluso mucho después de su desaparición como estamento privilegiado.

La nobleza estaba presente prácticamente en todos los países de Europa, aunque no


constituía un grupo homogéneo, ni siquiera en el interior de cada país. Únicamente la
pequeña Suiza, por su peculiar evolución histórica, carecía de ella, aunque no faltaran
grupos sociales que, desde el punto de vista funcional y del disfrute de privilegios,
resultaban equivalentes.
Y en todas partes siguió desempeñando, como en siglos anteriores, un papel político de
primer orden. No hubo ya en el siglo XVIII levantamientos armados por parte de la
nobleza. La única revuelta nobiliaria de importancia es la protagonizada en Hungría por
F. Rakóczy (1703-1711), pero hay que inscribirla en el peculiar marco de un territorio
presionado históricamente por turcos y habsburgos, en el que la nobleza asumía y
defendía la identidad nacional frente a ambos. Con todo, la derrota de los insurrectos,
tras la que se confirmaron los más importantes privilegios nobiliarios y su dominio
exclusivo de la Dieta, fue seguida por un largo periodo de paz en que la resistencia, que
no terminó de desaparecer, se llevó a cabo de una forma más sutil, aflorando de nuevo
como oposición a las reformas emprendidas por José II. En el conjunto europeo, el
cuadro dominante es el de una nobleza insertada definitivamente en el marco estatal y
que colabora en su desarrollo, tratando siempre de mantener su situación de privilegio.
Ejercía, por ejemplo, el poder en régimen de monopolio y casi sin traba, desde mucho
tiempo atrás, en las viejas repúblicas oligárquicas del norte de Italia. Pero también en
Inglaterra controlaba la práctica totalidad de los escaños parlamentarios, con lo que su
influencia política era considerable. En Polonia el predominio de los intereses
aristocráticos había conseguido impedir la consolidación de un poder monárquico
fuerte. Y Suecia conocerá durante la denominada era de la libertad (1720-1772), una
reacción a la política autocrática de los monarcas Carlos XI y Carlos XII, y la nobleza
ejercerá una considerable influencia de gobierno no sólo a través de la Dieta (Riksdag),
sino sobre todo por el control del Comité Secreto. En un régimen tan distinto como el de
la Prusia de Federico II los junkers monopolizaron los cargos políticos y militares,
aunque perfectamente sometidos al poder absoluto del monarca. En Francia, entre 1714
y 1789, sólo hubo tres ministros sin título... Formas diversas y casos concretos. Pero en
todos ellos puede apreciarse la importancia política de la nobleza durante este siglo.
Numéricamente constituía una minoría, aunque su peso demográfico variaba de unos
países a otros. En la mayor parte de Europa occidental (Francia, Imperio, Suecia, gran
parte de los Estados italianos) no representaban más del uno o, como máximo, el 1,5 por
100 de la población. En Francia, concretamente, G. Chaussinand-Nogaret la evalúa
hacia 1789 en unas 110.000-120.000 personas, es decir, 25.000 familias
aproximadamente. En la Europa del Este, se sobrepasaba esta proporción, con algo más
del 2 por 100 en Rusia, pero llegando al 5 por 100 en Hungría y al 10 por 100, e incluso
más, en Polonia. España estaba entre los países de nobleza numerosa, con 480.000
nobles censados en 1786-1787, si bien no es fácil calcular la proporción que
representaban, ya que la cifra de nobles recoge indistintamente datos referidos a
familias y a individuos (no se siguió el mismo criterio en todos los municipios) y sólo
conocemos la población total en habitantes. Ahora bien, casi las tres cuartas partes se

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concentraba en los territorios vascos y en la cornisa cantábrica, donde por razones
históricas se gozaba de hidalguía universal o quasi universal. Inglaterra, por su parte, era
el país de nobleza más escasa y donde los limites del estamento estaban más
nítidamente señalados, ya que, jurídicamente, tal distinción correspondía en exclusiva a
los pares (menos de 400 familias), quienes la transmitían únicamente a su primogénito.
La opinión general, sin embargo, consideraba nobles también a los segundones de los
pares y a la gentry, grupo destacado de terratenientes que adoptaba formas de vida más
propias de la nobleza que de la burguesía. La cifra final era, pues, más elevada: quizá de
50.000 a 70.000 individuos; pero, en cualquier caso, estaba entre las más bajas de
Europa.
Ningún grupo social mitificó tanto la cuna como la nobleza. Se nacía noble y, en
principio, era la nobleza de sangre (heredada) la más apreciada, llegándose a esgrimir
incluso supuestas diferencias raciales (los nobles franceses descenderían de los antiguos
francos; los españoles, de los godos refugiados en Asturias con la invasión musulmana...
¿Hay que recordar extravagancias tales como la que asignaba sangre azul a este grupo?)
para justificar la transmisión de condición social, privilegios y hasta virtudes por vía
genética. Pero, contra lo que pretendían demostrar sus frondosos árboles genealógicos,
raros eran los que en el siglo XVIII podían remontar sus orígenes más allá de la Baja
Edad Media o principios de la Moderna, cuando las turbulencias civiles y religiosas y la
evolución política propiciaron la quiebra de la nobleza tradicional y la creación de otra
nueva más vinculada a las nuevas monarquías. Incluso es probable que la mayoría
procediera de ennoblecimientos producidos a lo largo del Seiscientos y del mismo
Setecientos.
Porque, pese a los prejuicios en torno a la sangre, la nobleza, de hecho, no constituía un
grupo cerrado. Los monarcas contaron entre sus atribuciones (aunque en países como
Polonia y Suecia, limitadas por la Dieta, lo que equivale a decir por la propia nobleza) la
de ennoblecer a sus súbditos, concediendo estatutos, privilegios o cartas de nobleza para
premiar servicios eminentes en la milicia, la política, la administración, las finanzas
reales o, ya en el siglo XVIII, el mérito civil e incluso económico (noción,
evidentemente, más burguesa que propiamente nobiliaria). En las repúblicas del norte
de Italia el acceso al patriciado se realizaba por un sistema de cooptación presentación
por parte de la propia nobleza- que podía llevar emparejado el pago de una elevada
cantidad de dinero (Venecia) y, siempre, el cumplimiento de determinados requisitos por
parte del candidato. En Francia había, además, cargos que ennoblecían a sus titulares y
descendencia en determinadas condiciones; por ejemplo, a quienes morían ejerciéndolos
o a quienes los ejercían durante veinte años o varias generaciones continuadamente. La
lista de estos cargos, relativamente amplia, se reducía considerablemente por la
designación sistemática de nobles para ocuparlos. Pero algunos de ellos eran venales y
constituyeron la principal puerta abierta para que elementos adinerados (los precios a
que se cotizaban eran elevadísimos) accedieran a la nobleza. Consejeros de parlamentos
y secretarios del rey (cargo este último sin apenas obligaciones y denominado
despectivamente savonnette à vilains jaboncillo de villanos-)fueron los más codiciados
y llegó a establecerse toda una estrategia en torno a su compra (preferiblemente, por
personas mayores que morirían pronto y ejerciendo el cargo), ejercicio (durante el
mínimo tiempo imprescindible) y reventa para obtener el más rápido ennoblecimiento y
el reembolso de las cantidades previamente invertidas. Los matrimonios mixtos
constituyeron otro modo de aportar savia nueva (y solidez económica) a la nobleza.
Pero se practicaban más controladamente de lo que ha podido suponerse y se solía
preferir, a la hora de realizar matrimonios más o menos desiguales, entroncar con
familias ya ennoblecidas, aunque fuera muy recientemente. Un tópico ampliamente

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difundido caracterizaba a la sociedad inglesa como la más abierta y flexible de Europa
en este sentido. Pero, aunque el número de pares casi se duplicó a lo largo del siglo
XVIII, la inmensa mayoría de los nuevos títulos recayó en individuos previamente
entroncados de alguna forma con la nobleza. Y si la gentry carecía de perfiles jurídicos
que la delimitaran, la doble necesidad de efectuar un enorme desembolso para la
adquisición de tierras (que tampoco abundaban en el mercado) y de obtener la
aceptación psicológica por parte del grupo establecido (lo que podía resultar harto
problemático) dificultaba mucho el acceso a ella, mientras que la exclusión se
materializaba prácticamente a partir de los segundones (y en cualquier caso, de los hijos
de éstos), cuya base económica ya no estaba en la tierra, sino que ocupaban puestos en
el ejército o el clero. Y nunca faltaron, por otra parte, caminos más o menos sinuosos o
abiertamente fraudulentos (quizá con la connivencia interesada de algún funcionario)
para llegar a un estado que, en última instancia, se basaba en la universal aceptación. La
frontera del estamento no dejaba de ser, pues, un tanto difusa y siempre permeable.
La tendencia dominante en el XVIII fue, no obstante, la de clarificar esa frontera,
limitar la concesión real de ennoblecimientos (no así la de títulos aristocráticos a los ya
nobles) y reducir el volumen del estamento nobiliario. Las propias capas altas
nobiliarias reconocían la exigüidad en el número como algo necesario para la nobleza. J.
Meyer estima que en el período comprendido entre 1780 y 1800 la nobleza europea, en
conjunto, pudo reducirse entre un tercio y la mitad de sus efectivos, lo que sólo en parte
podría achacarse a los efectos de la Revolución Francesa. En Francia, las principales
medidas para excluir de la nobleza a quienes no pudieran demostrarla fehacientemente
se remontan a 1660. En España hubo disposiciones restringiendo el acceso a la nobleza
por parte de Fernando VI (1758) y Carlos III (1760, 1785). También la nobleza popular
de origen polaco fue reducida considerablemente por las potencias que se repartieron el
territorio, y sobre todo por Prusia, para adecuar la situación a la propia y ante el temor
de que pudiera aglutinar en torno a sí la oposición nacionalista. Y las ya aludidas
estrategias familiares nobiliarias tuvieron, igualmente, su parte de responsabilidad en la
disminución.
Los privilegios nobiliarios eran, por una parte, de naturaleza jurídico-procesal,
destacando el derecho a ser juzgados por tribunales propios, con un procedimiento del
que se excluía el tormento y con penas que eludían las consideradas ignominiosas
(azotes, por ejemplo) y que, por lo general, eran más suaves que las ordinarias;
inmunidad al encarcelamiento por deudas, prisión -cuando se imponía- mitigada o
sustituida por arresto domiciliario, decapitación y no ahorcamiento en el caso de
condenas a muerte... Con la excepción de los nobles ingleses y de los de algunas
repúblicas italianas, gozaban, además, de inmunidad fiscal, total o parcial, frente a los
impuestos ordinarios y, más concretamente, frente a los impuestos directos. Pero aunque
fue éste el privilegio más socavado por las monarquías modernas, que recurrieron a las
tributaciones indirectas y a otras formas de contribuciones específicas, siguieron
disfrutando de cierto trato de favor. Y los intentos más ambiciosos de igualación fiscal,
pese a contar con el apoyo de una parte la misma nobleza, terminaron fracasando, como
ocurrió en Francia con las operaciones para el establecimiento del vingtième o en
España con las de la única contribución emprendida por el marqués de la Ensenada en
tiempos de Fernando VI. En la Europa del Este el señorío era también patrimonio
exclusivo de los nobles, aunque no todos los poseyeran. No ocurría lo mismo en
Occidente, pero el señorío conservó siempre un fuerte carácter nobiliario y la casi
totalidad de sus titulares fueron, de hecho, nobles, por lo que las atribuciones señoriales
podían identificarse con atribuciones nobiliarias. Diversas exenciones de cargas
municipales estaban vigentes también en muchos países. Habría que añadir ciertos

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privilegios de hecho, como la mayor facilidad para acceder a cargos y sinecuras, en
algún caso convertido en privilegio abiertamente reconocido. Es lo que, por ejemplo,
ocurría en el ejército francés a partir del Edicto de Ségur, de 1781, que reservaba el
acceso directo a la oficialidad a los nobles con antigüedad de cuatro generaciones, en
vez de precisar de toda la línea de ascensos para llegar a ella. Es esta medida una de las
más destacadas de la reacción aristocrática, tendencia observada en la Francia del XVIII
y que tuvo por fin preservar más celosamente los viejos privilegios y prerrogativas
nobiliarios frente al ascenso de otros grupos. Por último, una serie de distinciones
puramente honoríficas preeminencia en actos públicos o ceremonias religiosas, por
ejemplo- de gran importancia, puesto que eran el reflejo en la vida cotidiana de la
misma concepción jerárquica en que se basaba aquella sociedad.
Si la nobleza, en principio, constituía una unidad desde el punto de vista jurídico,
cuestiones como titulación, antigüedad, función, riqueza y hábitat -rural o urbano-
establecían una gran heterogeneidad y una clara jerarquización interna. La ostentación
de un título aristocrático suponía la principal barrera divisoria en el seno del estamento,
acentuada con el paso del tiempo, dado que fue ganando terreno progresivamente la
identificación psicológica de nobleza con nobleza titulada y será ésta la única que
sobreviva en el tiempo. En España sobresalía una minoría de entre los títulos, los
grandes -todos los duques, más los marqueses y condes sobre quienes hubiese recaído la
concesión real-, que gozaban de determinadas preeminencias y privilegios honoríficos
exclusivos, destacando entre ellos la mayor facilidad para acceder a la presencia real o
la facultad de permanecer cubiertos en determinadas ocasiones en presencia del
monarca. En Francia eran los príncipes de la sangre, con teóricas vinculaciones
familiares con la realeza y, por lo tanto, con vagos derechos a la sucesión de la Corona,
la minoría destacada. La antigüedad del linaje confería, un mayor prestigio a la nobleza
y las familias que se jactaban del más rancio abolengo tendían a desestimar a las más
recientes. La frecuencia de los ennoblecimientos mediante compra de cargos llevó a
diferenciar en Francia entre una antigua nobleza de espada, y una más reciente nobleza
de toga, todavía calificada despectivamente de vil burguesía por Saint-Simon -quien,
por cierto, tenía lazos con togas o financieros por medio de su madre, su suegra y su
nuera-. Sin embargo, la separación, al avanzar el siglo XVIII, era más teórica que real y
las alianzas matrimoniales entre ambos grupos fueron frecuentes. La pertenencia a las
órdenes militares, en España, había introducido un elemento de distinción basado en la
calidad de la nobleza (antigüedad del linaje, limpieza de sangre...), pero en el
Setecientos, aunque poseer un hábito seguía representando un honor añadido, habían
perdido ya buena parte de su eficacia en este sentido y su principal valor consistía en la
posibilidad de acceder vitaliciamente a una encomienda, lo que, por otra parte, solía
recaer en la nobleza titulada.
La situación económica pese a que los teóricos mantenían que no era una cualidad
esencial de la nobleza- constituía un elemento de suma importancia, ya que el
mantenimiento del ideal de vida noble exigía solidez económica. Y para asegurarla base
económica, en casi todos los países existían costumbres sucesorias o figuras jurídicas
que trataban de preservar el patrimonio nobiliario y su permanencia en el seno de la
familia, haciendo de su titular un mero usufructuario, mediante la constitución de
vínculos sobre todos o gran parte de los bienes que, formando una unidad indivisible e
inalienable, se transmitía a un solo heredero, siguiéndose, normalmente, el orden de
primogenitura masculina. Es el caso del mayorazgo español, el morgado portugués, el
fideicomiso italiano, el fideikommis austriaco o el strict settlement inglés, aunque de
hecho no todos los nobles lo poseyeran, no siempre tuviera la misma rigidez (en
Inglaterra, por ejemplo, podía retocarse el patrimonio vinculado en cada transmisión) ni

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en algún caso (España) fueran facultad exclusiva de la nobleza. Los vínculos,
lógicamente, constituían un elemento básico en la política familiar de la nobleza y
condicionaban fuertemente el destino de los segundones, al tener que buscar su
mantenimiento en el ejército, la burocracia o la Iglesia, en el supuesto de tener
preparación para ello, o depender enteramente del titular; para las hijas no quedaba otro
camino que un matrimonio favorable, si se conseguía reunir la dote apropiada, o la
soltería o el convento en caso contrario.
Pero no todo el estamento disfrutaba de una situación económica saneada. Había nobles
pobres que pasaban todo tipo de privaciones. Sobre todo, en los países donde el
estamento era más numeroso. Suele hablarse habitualmente a este respecto de parte de
los hidalgos del norte de Castilla, de los más humildes miembros de la szlachta polaca o
de la nobleza desheredada húngara, sometida casi servilmente a los no más de 200 o 300
grandes magnates que detentan de hecho el poder; de los barnabotti venecianos -así
llamados porque en algún momento abundaban en la parroquia de san Bernabé-, que
vendían su voto en el Gran Consejo y se involucraban en mil intrigas para conseguir
alguno de los cargos menores de la Administración; o, finalmente, de los hobereaux
(literalmente: baharí, pequeña ave parecida al halcón) franceses, ávidos como la rapaz
que les dio nombre por cobrar sus escasos derechos señoriales. Y en más de una ocasión
una situación de pobreza prolongada sin otro tipo de apoyatura (familiar o funcional),
terminó por convertir la pertenencia al estamento en algo meramente psicológico que,
sobre todo en este siglo, tendía a olvidarse por parte de la sociedad.
Sin llegar a estos extremos, en todos los países había nobles que vivían ajustadamente y
podían pasar dificultades en momentos concretos, como, por ejemplo, a la hora de
educar convenientemente a sus hijos en una época en que se necesitaba una preparación
cada vez mayor para poder abrirse paso en la vida. Y es que el abanico de las fortunas
nobiliarias era muy amplio. A los casos de pobreza citados se contraponen los inmensos
patrimonios de los Osuna (España), Potocki (Polonia), Esterhazy (Hungría), Mocenigo
(Venecia) u Orleans (Francia), entre otros; y en medio, casi todas las situaciones
posibles. En Inglaterra, por ejemplo, G. E. Mingay describió la pirámide nobiliaria con
una amplia base de gentlemen cuyos ingresos, de 300 a 1.000 libras anuales, estaban al
nivel de los de la capa media de arrendatarios, e iba ascendiendo con los 3.000 o 4.000
squires que percibían de 1.000 a 3.000 libras, los 700 u 800 knights o baronets que
contaban con 3.000 o 4.000 libras anuales (todos ellos pertenecían a la gentry) hasta
llegar a la reducida minoría (no más de 400 familias) que superaba las 10.000 libras y
aun se situaban, como los duques de Bedford o Northumberland, en torno a las 30.000
libras. Para la nobleza francesa, G. Chaussinand-Nogaret, basándose en las cuotas de la
capitación, ha establecido hasta cinco grupos. Casi la quinta parte conformaría esa
nobleza rural de ingresos muy bajos y vida nada regalada; algo más del 40 por 100 de
las familias nobles dispondrían de 1.000 a 4.000 libras de renta anual, lo que les
permitiría una vida de cierto acomodo, sin más; otra cuarta parte, con ingresos de 4.000
a 10.000 libras anuales, disfrutaban de un amplio bienestar; por encima, un 13 por 100
que constituiría la denominada nobleza provincial, en la que se incluyen los consejeros
de las cortes soberanas, disponía de 10.000 a 50.000 libras de rentas anuales, y el resto,
unas 160 familias (menos del 1 por 100 del total), superaban las 50.000 libras anuales
llegando hasta las 200.000; ni que decir tiene que en esta minoría del vértice se incluye
la nobleza cortesana.
Aunque las diferencias internas sean considerables, hay una constatación general: la
inmensa riqueza que, en conjunto, poseía la nobleza europea. Una riqueza que giraba,
en primer lugar, en torno a la tierra, aunque los beneficios obtenidos de su explotación
no siempre fueran muy elevados. Algunos ejemplos de los países en que se han podido

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hacer evaluaciones globales -aun con importantes variaciones regionales- nos lo
muestran. La nobleza inglesa era la que mayor proporción de tierra cultivable
controlaba: cerca de las tres cuartas partes a finales del siglo. En Bohemia las cien
familias más importantes poseían, aproximadamente, la tercera parte de la tierra y el
conjunto de la nobleza, casi el 60 por 100. En Suecia, las tierras en poder de la nobleza
suponían a principios del XVII la tercera parte de la tierra arable. En el norte y centro de
Italia las proporciones van del 35 al 50 por 100. En Francia, del 20 al 25 por 100,
llegando en algunas regiones del Norte hasta la tercera parte y reduciéndose
considerablemente la proporción en el Sureste. Federico II de Prusia pretendió restringir
el acceso a la tierra de la burguesía, declarando el monopolio de su posesión en manos
de la nobleza (1775), aunque, eso sí, previamente le había exigido impresionantes
contribuciones para las guerras que protagonizó.
Las formas de explotación eran enormemente variadas, ya que, además, en muchas
regiones el control de la tierra se ejercía en el cuadro más amplio del régimen señorial
(vide infra), que, a su vez, presentaba mil variantes. Pero en el siglo XVIII los
patrimonios nobiliarios, en general, solían estar mejor administrados que en tiempos
anteriores, ya fuera por la procedencia burguesa de una parte del estamento, o por la
general influencia de su mentalidad. No era raro, aunque tampoco pueda generalizarse
del todo, encontrar en Europa nobles de tipo medio, y más frecuentemente de la
pequeña nobleza, que explotaban directamente sus posesiones. En cuanto a la alta
nobleza, la generalización es más difícil. Allí donde las formas señoriales estaban casi
disueltas, como en Inglaterra, los Países Bajos o ciertas zonas del norte de Italia, o
donde el señorío se limitaba prácticamente a los aspectos jurisdiccionales, como en gran
parte de España, era frecuente el arrendamiento capitalista. Y no está de más subrayar
que, por ello, la frecuentemente repetida vinculación de la alta nobleza inglesa con los
cambios agrarios acaecidos durante el siglo no deja de ser, en general, un tópico sin
apenas fundamento. Pero también hay casos de explotación directa y pocos tan bien
conocidos como el estudiado por J. Georgelin de la familia Tron en la Terra Ferma
veneciana -modelo, además, de explotación plenamente capitalista, como también se
daba en el Piamonte-, en cuya finca de 500 hectáreas de extensión trabajaban 360
empleados, la mitad, aproximadamente, fijos, y la otra mitad, jornaleros temporales, o
como, en otra escala, M. A. Melón ha demostrado para los duques de Abrantes y su
hacienda cacereña durante la primera mitad del siglo (la abandonarán más tarde para,
instalándose en Madrid, pasar a la explotación indirecta). La explotación directa solía
ser habitual en los grandes dominios nobiliarios del centro y este de Europa, en Prusia,
Polonia y Rusia, por ejemplo, donde el campesino estaba aún forzado a prestaciones de
trabajo obligatorio en las tierras del señor, lo que reducía sensiblemente los costes de
explotación. Pero, por lo demás, abundan, sobre todo, los modelos intermedios, con
todo tipo de arrendamientos, aparcerías y cesiones enfitéuticas, y éstas, a su vez, de muy
diversos tipos.
Los derechos de tipo señorial, independientemente de su forma concreta, formaban
también parte, aunque variable en extremo -de un país a otro, entre regiones de un
mismo país y de unos nobles a otros-, de los ingresos típicamente nobiliarios y,
normalmente, eran mucho más sustanciosos allí donde afectaban a una parte de la
cosecha. En Francia se observa una tendencia durante los dos últimos tercios del siglo,
acentuada desde 1770, aproximadamente, a preservar y cobrar mejor los derechos
señoriales, resucitando incluso algunos caídos en desuso. La finalidad, aumentar la
rentabilidad de los dominios señoriales, es evidente. Pero el impulso de este complejo
fenómeno denominado reacción señorial, que en 1776 recibió el apoyo del Parlamento
de París, no obedece exclusivamente a intereses nobiliarios: en su origen se encuentran,

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por supuesto, nobles empobrecidos y otros de reciente origen burgués, pero también
burgueses arrendatarios de los derechos señoriales de nobles asentistas; y no pocas
veces, eran éstos los más intransigentes a la hora de exigir su pago a los campesinos. Sin
embargo, no todos los derechos señoriales implicaban ingresos para los señores. En
concreto, la facultad jurisdiccional de administración de justicia llevaba consigo una
serie de gastos por la necesidad de pagar salarios a los oficiales. Ahora bien, por muy
costosa que resultara y no está de más recordar que hallaríamos muy significativas
variaciones en el interés de los señores por cubrir dignamente este capítulo-, pocos
serían los que renunciaran a dicha carga: la administración de justicia implicaba el
reconocimiento explícito de ese señorear sobre hombres (por utilizar la expresión
española) que era uno de los elementos clave de la mentalidad y aspiraciones nobiliarias
no sólo del siglo XVIII, sino de todo el Antiguo Régimen.
A partir de aquí, ya no es posible ofrecer un cuadro homogéneo de la procedencia de los
ingresos nobiliarios. Se encuentran salarios de oficios públicos, militares y eclesiásticos;
rentas e intereses de deuda pública y de préstamos a particulares; alquileres de fincas
urbanas, que a veces llegan a constituir una parte fundamental de los patrimonios
nobiliarios; hay nobles que ejercen determinadas profesiones liberales, y en Francia los
hay también que participan en la ferme générale (arrendamiento de impuestos)... En
definitiva, nada que no pudiera encontrarse en los patrimonios de otros grupos sociales.
Pero había una serie de actividades, relacionadas fundamentalmente con el comercio y
el trabajo manual o mecánico, tradicionalmente vetadas a los nobles. J. Meyer distingue
tres amplias zonas en Europa al respecto. En la Europa del Suroeste, incluyendo Francia
y una parte de Italia, los prejuicios en este sentido eran muy fuertes y se podía llegar a la
dérogeance -derogación, pérdida de la condición noble- en determinados supuestos. En
la Europa del Este la rigidez de los principios no se correspondía con una realidad
mucho más permisiva, por la necesidad de subsistir de las noblezas populares, que
habrían de ocuparse en todo tipo de tareas, y porque la alta nobleza asumía en sus
dominios buena parte de las funciones teóricamente propias de la burguesía, obteniendo
importantes ingresos del comercio de exportación (granos, ganados, etc.), de la
explotación minera (ejercicio que, por cierto, no solía implicar en ningún sitio desdoro
para la nobleza) o del control de ciertas actividades artesanales. En Rusia, por ejemplo,
fueron nobles (una minoría entre los más poderosos, no generalicemos) quienes, desde
los años sesenta y explotando los recursos de sus dominios con mano de obra servil,
impulsaron, además de otras industrias, la minería y las empresas metalúrgicas en los
Urales, donde el burgués de origen campesino (y posteriormente ennoblecido) Nikita
Demidov había fundado, en tiempos de Pedro el Grande, la primera gran industria. Se
ha calculado que a principios del siglo XIX poseían las dos terceras partes de las minas
del país, en torno al 80 por 100 de las pañerías y de las fábricas de potasa, el 60 por 100
de los molinos de papel... Finalmente, en la Europa del Noroeste no había, en principio,
actividades económicas vetadas a la nobleza. Pese a todo, en países como Suecia, la
muy minoritaria nobleza estaba integrada fundamentalmente por cargos públicos,
militares, marinos y propietarios de tierras. Y en Inglaterra, L. Stone ha discutido la
habitualmente admitida dedicación de los segundones de la elite inglesa al comercio y la
industria, al menos durante el siglo XVIII. Nada se lo impedía, en efecto, pero, en la
práctica, disponiendo de una asignación anual por parte de la familia, resultándoles fácil
(aunque no hubiera ni privilegios ni disposiciones legales que les favorecieran, sí lo
hacía el sistema clientelar que dominaba las relaciones políticas) conseguir un oficio
público o entrar en el Ejército y la Iglesia, y pudiendo acceder a matrimonios ventajosos
dentro de su grupo social, prácticamente ninguno se dedicó al comercio o la industria.
Por lo que respecta al área citada en primer lugar, habrá intentos, más o menos tímidos,

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más o menos decididos, por parte de los gobiernos ilustrados y de algunos intelectuales
y escritores económicos -sobre todo, por parte de éstos- por estimular la participación de
la nobleza en actividades industriales y comerciales, arrinconando los viejos prejuicios.
Es, por ejemplo, muy conocida la Real Cédula de 18 de marzo de 1783 por la que
Carlos III de España declaraba la honra legal de todos los oficios, su compatibilidad con
la hidalguía y la posibilidad de alegar su ejercicio continuado durante tres generaciones
como un mérito para acceder a la nobleza, pero sus repercusiones prácticas fueron muy
escasas. Algunos destacados nobles potenciaron actividades industriales en sus señoríos.
Pero los casos que suelen citarse no son reflejo precisamente de una situación
generalizada. Como tampoco lo es el ascenso social, durante el reinado de Felipe V, de
don Juan de Goyeneche por sus múltiples actividades económicas. En Francia, desde
1701, la participación en el gran comercio de la nobleza no implicaba derogéance, pero
todavía a mediados de siglo la publicación de La noblesse commerçante (1756), por el
abate Coyer, en la que se defendía el ejercicio del comercio por los nobles, provocó
alguna réplica airada (La. noblesse militaire, opposée á la noblesse comerçante,
también de 1756, cuyo autor, el chevalier D´Arc, se oponía al aburguesamiento de la
vieja nobleza) y una polémica que se prolongó durante algunos años. Pero la
participación de la nobleza -sobre todo, de la alta nobleza- en actividades capitalistas
estuvo mucho más extendida que en España, sobre todo en los últimos treinta o cuarenta
años del siglo. Si no era, de hecho, nueva la participación nobiliaria, especialmente de la
radicada en ciudades portuarias, en el comercio marítimo y al por mayor, ahora se
multiplicará e intensificará su presencia en las grandes compañías marítimas; hubo
igualmente destacados nobles que impulsaron el desarrollo de industrias en sus señoríos,
donde, por otra parte, casi monopolizaban las empresas mineras y de fundición del
hierro; e invirtieron una parte de sus capitales en compañías industriales por acciones.
No escatimaron, pues, medios para extraer la mayor rentabilidad a sus fortunas.
Creemos, no obstante, que negar a concluir, con G. Chaussinand-Nogaret, que la
nobleza francesa, a finales del siglo, estaba a la vanguardia del progreso económico es,
sin duda, excesivo. Pero, recuerda el italiano C. Campra, "puede servir de contrapeso al
tradicional cliché de una aristocracia fatua y ociosa, dedicada sólo al juego y la
disipación".
La enorme riqueza de la aristocracia posibilitaba un estilo de vida brillante y
caracterizado por la ostentación y el boato, que llevó a más de una familia al borde de la
ruina y que fue duramente criticado por quienes, como Fénelon, el duque de Saint-
Simon o Henri de Boulanvilliers, veían en el lujo un cáncer que iba destruyendo a la
nobleza, atenta sólo a conseguir riquezas aunque fuera mediante alianzas anti-natura, y
que, fomentado por el mismo monarca, la sometía a su poder, restándole independencia.
Una de las manifestaciones de este estilo de vida era el mantenimiento de residencias
suntuosas con un servicio doméstico numerosísimo. Baste citar, a título de ejemplo, las
cerca de 3.000 personas que percibían salarios en los palacios del duque de Orleans en
Francia; o la impresionante residencia de verano que el príncipe Nicolás Esterhazy se
hizo construir, saneando previamente un terreno pantanoso, cerca de Eisenstadt (núcleo
de sus posesiones), vinculada a la historia de la cultura por haber sido testigo de gran
parte de la creación musical de Joseph Haydn, maestro de capilla del citado príncipe.
Tal grado de esplendor, forzosamente, se limitaba a unos pocos, aunque sí era frecuente
entre la nobleza la doble residencia, urbana y rural, que posibilitaba el retiro veraniego u
otoñal (a veces, para supervisar las tareas agrarias) a los que habitualmente vivían en el
medio cortesano o urbano y el acceso a los entretenimientos ciudadanos a quienes
residían en el medio rural (caso frecuente en la gentry inglesa, por ejemplo). Mantenía
un elevadísimo concepto de sí misma, rayano en el orgullo; no renunciaba a

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reconocimientos y preeminencias y en el trato con los demás exigía deferencia e incluso
sumisión. Sólo en algunos casos (en España, por ejemplo) se permitía cierta actitud de
campechanía y superficial confianza de quien se sabe incontestablemente superior
(actitud que nunca tendría un miembro de la baja nobleza al que sólo unos privilegios, a
veces discutidos, distinguían de sus convecinos). Se iba extendiendo paulatinamente la
educación y cada vez quedaba menos del noble rudo de los siglos anteriores (quizá
salvo en ciertos casos rurales), pero sólo los estratos más elevados tenían acceso a la
cultura superior, bien por medio de instructores privados, por su asistencia a costosos
colegios de jesuitas, a la universidad o a los gimnasios nórdicos; y cuidaban igualmente
la educación femenina, en la propia casa, en colegios especializados o en conventos que
preparaban a la mujer para el papel que se esperaba cumpliera en la sociedad. Aumentó
el número de nobles que poseían bibliotecas, así como el tamaño de éstas, y al menos en
Francia, eran más numerosas, estaban más nutridas y tenían una mayor orientación
hacia la modernidad (sin faltar libros prohibidos y críticos con el ordenamiento social)
las de la nobleza capitalina que las de la nobleza provincial. Pero en conjunto fueron los
nobles ingleses, educados frecuentemente en las universidades de Oxford y Cambridge,
los más cultos de Europa. Y, probablemente, los más cosmopolitas y aficionados a viajar
por otros países. Ni siquiera se consideraba completa su formación si no se había
realizado el grand tour, viaje por las principales ciudades europeas entre las que nunca
faltaban París y Venecia, costumbre que se extenderá también a la nobleza de otros
países. Y en todos ellos, una selecta minoría acudía periódicamente a las estaciones
termales de moda, viajaba de una corte a otra, se expresaba en francés, la lengua culta
de la época, y constituía algo así como una internacional aristócrata -la expresión es de
J. Meyer- capaz de reconocerse y encontrarse a sí misma en los salones de cualquier
capital europea. Y no falta quien cree ver cómo, de la mano del cosmopolitismo, se
abrían paso en su mentalidad los gérmenes del liberalismo...
Riqueza, privilegios, poder, reconocimiento social, refinamiento... Todo ello confluía en
la nobleza europea del siglo XVIII y continuaba ejerciendo una irresistible atracción
sobre el resto de la sociedad y, especialmente, sobre sus elementos más destacados. Pero
en la Europa occidental se había iniciado un proceso de cambio que se acentuaba
progresivamente a lo largo del siglo y, sobre todo, en las últimas décadas. Como
recuerda O. Huffton, el desarrollo de la burocracia estatal y de los ejércitos regulares
contribuyó a hacer la relación del noble con sus gobernantes cada vez más ambivalente.
Los monarcas tendían a servirse de sus noblezas, pero tratando, al mismo tiempo, de
neutralizarlas e insistían en la disminución de sus privilegios. Por su parte, la propia
nobleza se cuestionó su origen, la justificación de sus privilegios y su papel político. Y
en este contexto se elaboraron y difundieron teorías como la del conde de Boulanvilliers
(1727-1732) que apelaba a la historia y a una raza vencedora, de la que descendía la
nobleza, para justificar los privilegios de la sangre, o la del barón de Montesquieu en
L`Esprit des Lois (1748), que veía a la nobleza como intermediaria y templadora del
absolutismo monárquico y, por lo tanto, como defensora del pueblo. Pero ciertos
ilustrados, nobles también entre ellos, llevaron a cabo un ataque sistemático contra todo
lo que significaba la nobleza, especialmente (aunque no sólo) en el área suroccidental de
Europa. Elegimos -un ejemplo entre cientos- la dura crítica contenida en la Enciclopedia
francesa (1750-1772), enmarcada en la ofensiva contra todos los elementos esenciales
de lo que después se denominará Ancien Régime. Lo que, no obstante, no implicaba
necesariamente un pensamiento igualitario en sus autores, que en bastantes casos
despreciaban al pueblo con idéntica o mayor fuerza que a los privilegios nobiliarios.
Paralelamente, la ambigüedad en cuanto a las funciones económicas de los distintos
grupos sociales fue creciendo. Hemos visto a destacados elementos de la aristocracia

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participando en actividades propias de la burguesía; por su parte, los burgueses
ennoblecidos abandonarán menos decididamente que en siglos anteriores los negocios
que permitieron su ascenso. Desde este punto de vista, no les faltaba razón a los críticos
del lujo nobiliario: la necesidad de disponer de unos ingresos inmensos para poder
llevar un modo de vida noble, y su búsqueda, sin renunciar a cualquier vía, contribuía a
introducir una ambigüedad creciente en la visión tradicional del rol de los distintos
grupos sociales y un germen de erosión de aquella sociedad. Y de la misma manera que
se lamentaban las injusticias derivadas "de haber considerado la sociedad más como una
unión de familias que como una unión de individuos" (Cesare Beccaria, Dei delitti e
delle pene, 1764), se iba desarrollando un ideal social opuesto al viejo modelo
nobiliario, que aprecia cada vez más al negociante -no "hay miembros más útiles a la
sociedad que los mercaderes", dirá, por ejemplo, el inglés Joseph Addison en uno de sus
ensayos periodísticos publicados a principios de siglo en The Spectator- que tendía a
sustituir el valor, el orgullo de "ser quien se es" y la visión de la sociedad dividida en
compartimentos prácticamente estancos aceptados por principio e incuestionablemente
valores esencialmente nobiliarios y de la sociedad estamental- por el trabajo, el esfuerzo
personal, la economía, la utilidad social, la bondad y el deseo de ascenso social en esa
sociedad de individuos, es decir, por valores burgueses y que prefiguran una sociedad
distinta. Aunque estos valores no se impusieron implacablemente ni la aristocracia se
mostró incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos: más reducida numéricamente, más
infiltrada por elementos de orígenes ajenos a ella, pero aún poderosa económicamente,
tenía mucho que decir y hacer todavía en el siglo XIX...

4.2. El estamento clerical

El clero compartía con la nobleza su condición de estamento privilegiado y era


reconocido, teórica y tradicionalmente, como el primero en rango y honor. Su capacidad
de influencia en la sociedad seguirá siendo notable. Pero, más acusadamente que la
nobleza, y debido a la presión centralizadora de las monarquías absolutas, al ataque de
los intelectuales ilustrados, a la creciente desacralización de la sociedad, a los efectos de
ciertas disputas teológicas -aunque mucho más débiles que en el pasado- y, sobre todo, a
la ruptura de su monopolio doctrinal por el avance de la tolerancia, no traspasará
incólume las fronteras del siglo.
El clero europeo del siglo XVIII era muy heterogéneo y muchas de las afirmaciones
generales que sobre él puedan hacerse, incluso las más elementales, exigen
matizaciones. Había enormes diferencias entre el mundo católico y el protestante, por
un lado; entre los distintos países de una misma confesión, por otro, y, finalmente,
dentro del estamento en cada país.
Para comenzar, sólo en el área católica se reconocía jurídicamente al clero como
estamento privilegiado y a ella limitaremos nuestra exposición. Se trataba, en teoría, de
un grupo bien definido, formado por individuos que libremente, guiados por la
vocación, se integraban en él mediante un acto jurídico-canónico la tonsura o
administración de las órdenes sagradas-. En la práctica, sin embargo, las decisiones
personales podían estar fuertemente condicionadas por elementos ajenos a toda
consideración religiosa, y el clero constituía, en la práctica, una de las salidas naturales
de la nobleza, una vía de acomodo o de ascenso social para muchos o el destino
impuesto por algunos padres a sus hijas a quienes resultaba difícil concertar un
matrimonio apropiado. Y no faltaban situaciones de cierta ambigüedad con algunos de
los ordenados de menores o con personas vinculadas a los conventos que difuminaban
de hecho los límites entre clérigos y laicos.

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También algunos de sus privilegios deben ser matizados. Desde mucho antes del siglo
XVIII se redujeron las exenciones fiscales eclesiásticas. Así, por ejemplo, en Francia el
clero contribuía al sostenimiento del Estado con una suma considerable, el denominado
don gratuit; en los Estados Pontificios debía pagar un elevado impuesto sobre la tierra, y
en España, además de la tributación indirecta, debía hacer frente a diversas cargas
parafiscales. Hubo, igualmente, un esfuerzo por recortar los privilegios jurídicos, si no
los de los eclesiásticos propiamente dichos, sí los de la Iglesia, restringiendo
sustancialmente, por ejemplo, el derecho de asilo en los edificios sagrados. Igualmente,
se prosiguió en el camino hacia la nacionalización de la aplicación del Derecho
canónico, reduciéndose al mínimo las apelaciones a Roma, mientras que la firma de
concordatos entre el Papado y los Estados católicos (con Portugal, en 1740; con Nápoles
y Cerdeña, en 1741; con España, en 1737, y, sobre todo, en 1753) otorgaba a los
monarcas el nombramiento de un gran número de cargos y prebendas eclesiásticas,
reduciendo de paso la corriente dineraria que afluía hacia Roma.
Las riquezas eclesiásticas eran cuantiosas. Procedían sus ingresos de la percepción de
diezmos, proporción variable de la producción agro-pecuaria que llegaba hasta el 10 por
100 bruto, aunque frecuentemente era algo más bajo; de los derechos de estola, es decir,
del cobro de los distintos servicios prestados por los eclesiásticos; y, finalmente, de la
explotación de un patrimonio raíz e inmobiliario no faltan tampoco señoríos- acumulado
durante siglos por viejas donaciones reales y continuas transferencias de propiedades
por los fieles a titulo de limosnas, donaciones y fundaciones post mortem. Se estima,
por ejemplo, que en gran parte de los Estados católicos la tierra bajo dominio
eclesiástico oscilaba del 7 al 20 por 100, superándose a veces con mucho dicha
proporción. En Francia, por ejemplo, suele ser inferior al 10 por 100, pero en Nápoles es
prácticamente la tercera parte, proporción todavía superada, acercándose a la mitad, en
Toscana. Son cifras, sin embargo, sobrevaloradas, entre otras razones, porque suelen
incluir los bienes de instituciones asistenciales (hospitales) o docentes y de otras
paraeclesiásticas (cofradías) que no eran estrictamente religiosas o cuyas rentas no iban
directamente a los eclesiásticos. Y no hay que olvidar que la práctica de la limosna -una
de las formas establecidas de redistribución de la renta- consumía cuantiosos recursos
de personas e instituciones eclesiásticas. Pero, sobre todo, no hay que olvidar que, desde
el punto de vista económico, la Iglesia no es más que una abstracción, ya que estaba
constituida por multitud de unidades de muy distinto significado, desde el más opulento
monasterio o arzobispo al cura de aldea que no pocas veces experimentaba dificultades
similares a las de sus feligreses para subsistir.
El número de clérigos era mayor del que se precisaba para una adecuada asistencia
religiosa de los fieles, debido a la existencia del clero regular y a la proliferación de
prebendas, beneficios y capellanías, aunque siempre fue mucho menor que el
denunciado por ilustrados y filósofos. En Francia, por ejemplo, Moheau, en 1774, los
estimaba en 130.000, es decir, el 0,5 por 100 de la población total (los filósofos
hablaban de 500.000). La proporción se superaba abiertamente en países como Portugal
(1 por 100, aproximadamente) y, sobre todo, en España (1,6 por 100 en 1787) y algunos
Estados italianos (2,5 por 100 en Nápoles, 3 por 100 en Toscana). Los efectivos del
clero secular se mantuvieron estancados o descendieron a lo largo del siglo (en
cualquier caso, dado el incremento demográfico general, habría retroceso proporcional),
pero en casi todos los países disminuyeron los del clero reglar, sobre todo en la segunda
mitad, ya que fue este sector el que concitó los principales ataques de los ilustrados.
Su distribución geográfica era muy heterogénea. En cuanto al clero secular, se avanzó
notablemente durante este siglo en la aspiración de la jerarquía de que cada comunidad
tuviera su párroco. Pero aún quedaban aldeas sin párroco, mientras se daba una notable

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concentración de clérigos en las ciudades y núcleos más importantes, dado el carácter
urbano de las sedes episcopales y también por la multiplicidad de cargos y fundaciones
que en ellas había y por la atracción que la vida urbana ejercía entre clérigos absentistas
(aunque el número de éstos tendiera a disminuir). En Aviñón, por ejemplo, había casi un
6 por 100 de eclesiásticos y en Angers, en 1769, el 3,4 por 100 (si bien en esta
proporción se incluyen los seminaristas). Maguncia llegaba a contar cerca de 1.000
eclesiásticos, es decir, algo más del 2 por 100 de la población total, proporción similar a
la de Bonn y Tréveris. El clero reglar tenía también una fuerte presencia urbana,
especialmente las órdenes mendicantes y las renovadas en la Baja Edad Media o
surgidas al hilo de la Reforma. Los monasterios rurales solían corresponder a las
órdenes (benedictinos, cistercienses) de origen más antiguo.
Si dejamos aparte los miembros de la Curia papal y el Colegio Cardenalicio, altos
aristócratas en su inmensa mayoría por su origen familiar, por el papel que
desempeñaban en el seno de la Iglesia y por el tren de vida que les permitían sus
inmensos recursos económicos, la cima de las jerarquías eclesiásticas nacionales
correspondía a los arzobispos y obispos. Designados normalmente por los monarcas y
confirmados posteriormente por Roma, su procedencia social era esencialmente
aristocrática. En vísperas de la Revolución, por ejemplo, 138 de los 139 obispos
franceses eran nobles. Incluso había familias -el caso de los Rohan con respecto a
Estrasburgo es paradigmático- para las que determinadas sedes episcopales formaban
casi parte de los bienes patrimoniales. Podría así recaer la elección en personas
totalmente inapropiadas -"el arzobispo de París debería, al menos, creer en Dios", se
dice que exclamó Luis XVI al conocer a un candidato a la sede parisina-, pero no fue la
norma. El propio sistema de acceso al Episcopado en Francia, por seguir en este mismo
país, aunque fuertemente teñido de clientelismo, solía implicar un período de
preparación como "grandes vicarios" (importante cargo subalterno) en las diócesis, lo
que les daba una sólida experiencia al respecto. En España e Italia, sin que faltaran
aristócratas, había una fuerte presencia de nobleza media y baja en el Episcopado y no
pocos procedían del clero regular, con personas de origen plebeyo entre ellos.
Los ingresos de los obispos podían ser elevadísimos -el ejemplo obligado es el
Arzobispado de Toledo-, aunque también los había de rentas modestas, como algunos
del sur de Francia. Las monarquías modernas les habían despojado del poder temporal
que tuvieron en la Edad Media y en el siglo XVIII se reducirá también el protagonismo
político que, a título individual, continuaron ejerciendo algunos de ellos (en Francia,
reaparecerán colectivamente en los Estados Generales prerrevolucionarios). Los retazos
de poder temporal que les quedaban solían reducirse a señoríos territoriales, aunque a
veces fueran importantes, como el del arzobispo de Estrasburgo, integrado por no
menos de 80 núcleos de población. Subsistían, sin embargo, los principados
eclesiásticos en el Imperio, y eran nada menos que 65 (algo más de la cuarta parte del
total de entidades representadas) los que tenían asiento en la Dieta Imperial.
No era raro que estos últimos, especialmente si el territorio era de cierta entidad,
estuvieran más preocupados por los asuntos políticos de sus Estados que por los
religiosos, que solían delegar abiertamente en sus subordinados. Por cierto, hubo entre
ellos hombres muy dotados y que, influidos por el espíritu de las Luces, promovieron
importantes reformas, como fue el caso, en el Arzobispado de Salzburgo, de
Hieronymus von Colloredo, arzobispo desde 1772 (aunque su enfrentamiento con
Mozart haya proyectado de él una superficial imagen negativa), o en el de Maguncia,
Friedrich Karl von Erthal, elector durante el último cuarto del siglo y muchas de cuyas
reformas afectaron, precisamente, a los privilegios eclesiásticos. Persistían también en
otras partes viejos abusos. Es tópico recordar a este respecto, por ejemplo, que en 1764

17
residían habitualmente todavía 40 obispos en París y que hasta 1784 no se les obligó a
residir en sus sedes. Pero se puede afirmar casi con seguridad que el tipo de obispo
dominante en el siglo XVIII era el que se preocupaba por la correcta administración de
su diócesis; que la visitaba con regularidad, personalmente o por medio de sus vicarios;
que velaba por la moralidad de los párrocos y la atención espiritual de los fieles y que
tampoco desatendía los aspectos temporales, desembolsando cuantiosas sumas en obras
de caridad y beneficencia (especialmente, en momentos de calamidades) o en la
promoción de proyectos económicos o urbanísticos que en nada desmerecían de los
emprendidos por sus respectivos gobiernos.
El siguiente escalón estaba integrado por los miembros de los cabildos catedralicios.
Sus obligaciones, nada agobiantes y no siempre cumplidas escrupulosamente, estaban
ligadas al culto y administración de catedrales y diócesis. Sus rentas, aunque variables,
solían ser saneadas o abundantes, disfrutaban de una alta estima social y, con frecuencia,
los cabildos constituían un buen camino para la promoción a los obispados. Eran, por lo
tanto, puestos muy codiciados, y, nuevamente con las excepciones española e italiana,
donde había más variedad, solían ser ocupados mayoritariamente por miembros de la
nobleza, especialmente tratándose de los cabildos más importantes. De formación
similar o superior a la del resto de los clérigos, el nombramiento de los canónigos
respondía a diversas tradiciones -alguna forma de elección, oposición o cooptación;
nominación por el obispo o incluso por un patrono laico, por ejemplo- y su procedencia
geográfica solfa ser tanto más localista cuanto menos relevante fuera el cabildo
considerado. La vida de los canónigos solía transcurrir apaciblemente y no faltaron en
sus filas quienes se dedicaron al estudio y el ejercicio intelectual. En conjunto, sin
embargo, domina la impresión de un sector tradicionalista y conservador que,
corporativamente, se mostraba como celoso defensor de sus prerrogativas y tradiciones
ante cualquier posible intento, viniera de quien viniera, de restricción o reforma. Los
repetidos enfrentamientos entre los capitulares de Maguncia y su obispo cuando éste les
quiso imponer cambios acordes con el espíritu del siglo son un ejemplo no aislado de
ello.
El resto del clero secular -la mayoría- constituía un abigarrado grupo de curas párrocos,
beneficiados, prebendados de catedrales, colegiatas y parroquias, titulares de capellanías
y otras fundaciones particulares... Había, en primer lugar, variedad extrema en cuanto a
su dotación económica, encontrándose desde párrocos con ingresos similares o
superiores a los de ciertos canónigos hasta clérigos que vivían, como ya hemos
indicado, en un grado próximo a la pobreza. La condición sociodemográfica de las
parroquias influía notablemente: en ello y solían ser los curas de las aldeas más
pequeñas los más desfavorecidos. Sin embargo, es muy probable que, dentro de la
variedad, la mayor parte de los párrocos tuviera una situación económica más que
pasable, aunque muchos de ellos se sintieran maltratados por un reparto a todas luces
injusto de las rentas eclesiásticas. La oposición existente entre el bajo y el alto clero
francés por estas cuestiones fue, por ejemplo, notable. El auténtico proletariado
eclesiástico era el dedicado a la asistencia y culto menor de capillas catedralicias y otros
templos suntuosos y, más aún, los titulares de capellanías pequeñas y ciertos ordenados
sin cargo en expectativa, que se concentraban en las proximidades de la corte o en las
ciudades donde radicaban los beneficios a que aspiraban y a quienes la necesidad podía
llevar a ejercer las más variopintas y no siempre dignas tareas. Los intentos realizados
-a veces, por el poder civil- para remediar esta situación no siempre fueron coronados
por el éxito.
Nombrados por muy diversos procedimientos, desde la nominación por autoridades
eclesiásticas (cada vez más frecuente) o civiles (en virtud de las facultades otorgadas

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por los concordatos), hasta el patronato ejercido por algún laico, abundaban los
procedentes de las capas sociales medias, tanto rurales (campesinos y artesanos
acomodados) como urbanas (profesiones liberales, mercaderes, artesanos de nuevo...),
junto con algunos miembros de la pequeña y aun mediana nobleza. Geográficamente,
había un fuerte componente regional y diocesano, sin faltar excepciones notables, sobre
todo en determinadas áreas urbanas, cuyo habitual amplio radio de atracción tendía a
aumentarse, en algún caso concreto, por la escasez de vocaciones locales, dada la mayor
incidencia del laicismo. Es característico a este respecto el caso de la cuenca parisina,
donde a finales del siglo nada menos que el 80 por 100 de su clero era foráneo.
El mandato tridentino que señalaba los seminarios como centros idóneos para la
formación del clero no había dado todos sus frutos, debido, esencialmente, a problemas
económicos y de dotación. Así, junto a los sacerdotes de origen universitario o los
formados en seminarios y escuelas conventuales de Teología siguieron existiendo los
procedentes de escuelas locales de latinidad o que apenas habían realizado estudios,
encontrando estos últimos empleos más fácilmente en las parroquias sobre las que se
ejercían patronatos laicos o bien como titulares de determinadas capellanías. Durante el
siglo XVIII, sin embargo, aumentó la preocupación, tanto en las autoridades
eclesiásticas como en las civiles, por mejorar la formación del clero. Se aumentó el
número de seminarios y se mejoró la enseñanza impartida en ellos. En Francia, el
movimiento se remonta ya a la segunda mitad del siglo XVII; en España, tras la
expulsión de los jesuitas, se dieron las órdenes pertinentes para que determinadas casas
de los expulsos se transformaran en seminarios. Y el nivel cultural del clero fue,
lógicamente, elevándose. Los clérigos toscos y bravíos, que aún quedaban, eran cada
vez más la excepción. Más frecuentemente, los curas párrocos proseguían su formación
tras los estudios básicos, manteniendo bibliotecas personales más o menos nutridas cuya
base estaba formada por libros de moral y espiritualidad y en la que podía haber
ejemplares de las más diversas materias. Y el grado de cumplimiento de sus
obligaciones se juzgaba mayoritariamente satisfactorio en las visitas a que eran
sometidos periódicamente por sus superiores.
Las relaciones con los fieles eran, como no podía ser menos, diversas en función de
múltiples factores. Su grado de influencia en los parroquianos, desde todos los puntos
de vista, era mucho mayor en el mundo rural que en el urbano y era también en aquél
donde el más estrecho contacto daba lugar a las situaciones más complejas e, incluso,
contradictorias. El párroco rural tenia una dimensión rayana en lo coercitivo -control del
cumplimiento por Pascua florida, imposición de penitencias, percepción de tributos,
cobro de rentas...- y otra mucho más positiva -consejos, ayudas de todo tipo,
intermediario ante autoridades...-, incluso con algún aspecto que participaba de ambas
podía ser también, ocasional o habitualmente, prestamista de dinero o granos-. Y fue en
el mundo rural principalmente donde los gobiernos ilustrados de todos los países
católicos trataron de instrumentalizar la figura del párroco, convirtiéndolo poco menos
que en un funcionario de quien lo mismo se esperaba que cumpliera diferentes tareas de
información como que realizara una eficaz tarea de difusión del espíritu de las Luces y
de medidas que pretendían mejorar las condiciones de vida del campesinado. El ejemplo
español del envío a todos los párrocos del Discurso "sobre el fomento de la industria
popular", de Campomanes, es bien ilustrativo al respecto. Y, ciertamente, no faltaron los
curas que colaboraron activamente con los proyectos gubernamentales o que, a titulo
individual, trataron de introducir novedades económicas o sanitarias. En cuanto a
Francia, el grado de aceptación que la Constitución Civil del Clero de 1791 tuvo entre el
clero parroquial (fue asumida por algo más de la mitad) nos habla de que había
bastantes clérigos a finales del siglo XVIII (al menos, en este país y entre los párrocos)

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que participaban de las inquietudes colectivas y de los nuevos aires políticos.
El complejo clero regular, que hasta las primeras décadas del XVIII había vivido una
etapa de esplendor y crecimiento, sufrió posteriormente unos años más críticos y fue el
blanco preferido de los ataques ilustrados. Su elevado número, su condición de grupo
sin utilidad social aparente y sus cuantiosas riquezas eran las principales razones que
concitaron la enemiga de los gobernantes dieciochescos, incluidos los fervientemente
religiosos. Incuestionable la primera, la segunda no puede suscribirse sin matizaciones,
ya que casi todas las órdenes religiosas, en mayor o menor medida, y especialmente en
sus centros urbanos, desarrollaban una labor caritativa cuya importancia no podía
desconocerse; otras (hermanos de san Juan de Dios, hermanas de la caridad de san
Vicente de Paúl) estaban dedicadas primordialmente a tareas asistenciales; y también
era destacable la participación de los religiosos en la enseñanza. En cuanto al asunto de
sus riquezas, tan cierto era su gran volumen global como la existencia de enormes
diferencias entre órdenes e incluso entre casas de una misma orden. Eran enormes, por
ejemplo, los bienes de determinadas abadías benedictinas o de los monasterios
jerónimos españoles; pero junto a ellas, los conventos de religiosos mendicantes seguían
viviendo fundamentalmente de las limosnas directas o indirectas de los fieles, y no
pocos, sobre todo en Francia y en la segunda mitad del siglo, en que aquéllas empezaron
a disminuir, pasaban serios apuros económicos.
Por otra parte, la independencia de las órdenes frente al Episcopado hacía que el apoyo
de la jerarquía eclesiástica secular no siempre fuera incondicional. Y menudeaban las
tensiones entre el clero parroquial y los regulares establecidos en las proximidades de
sus parroquias por cuestiones, casi siempre, de captación de fieles o, lo que es lo mismo,
de limosnas, reparto de sufragios post-mortem y grado de influencia y prestigio en la
población.
El origen de los religiosos era muy diverso. En las órdenes monásticas abundaban los
miembros de familias acomodadas y altas, incluyendo, por supuesto, nobles, y
procedentes de un ámbito geográfico muy amplio, mientras que en las mendicantes su
procedencia geográfica se circunscribía más concretamente al centro de su ubicación
-medio urbano o semiurbano y, al avanzar el siglo, cada vez más de su entorno rural- y
su medio social predominante, las capas medias, tanto del mundo de los oficios como
del campesinado terminaría dominando éste con el paso de los años-. En cuanto a las
órdenes femeninas, fueron las que menos deterioro experimentaron a lo largo del siglo.
Aunque no solían contarse entre las más ricas (había excepciones notables, sin
embargo), la exigencia de una dote para entrar en ellas concentraba el origen social de
las monjas en las capas medias y altas; la estrecha concepción que no concebía
alternativas válidas para aquellas mujeres al margen de matrimonio o convento
contribuyó decisivamente a que se mantuvieran mejor, en cuanto al número de
profesiones, que las órdenes masculinas.
Pero, como hemos señalado, fue el clero regular el más atacado por los gobiernos
ilustrados. Es paradigmática a este respecto la creación en Francia, en 1766, de la
denominada Comisión de Regulares, que trató de limitar determinados abusos y, entre
otras medidas, ordenó la agrupación de casas con corto número de religiosos, la
supresión de algunas, la confiscación de sus bienes y su transferencia a seminarios y
centros educativos y estableció limitaciones de edad para la formulación de votos. La
reducción de conventos no se limitó a Francia, sino que afectó también, por ejemplo, al
territorio imperial.
Eran éstas, y otras que han ido apareciendo a lo largo de la exposición, medidas
inscritas en el marco más amplio de la presión del centralismo ilustrado sobre la Iglesia,
que en España concretamente, con la cuestión del regalismo, mantuvo agitado todo el

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siglo XVIII; que alcanzó momentos de elevada tensión a propósito del Monitorio de
Parma -condena en 1768 por el papa Clemente XIII de las enérgicas medidas
desamortizadoras, de imposición fiscal sobre bienes eclesiásticos y de centralización y
nacionalización de la vida religiosa tomadas en el pequeño ducado de Parma-; que
consiguió una de sus realizaciones más espectaculares -asestando de paso una tremenda
humillación al Papado- con la imposición, por parte de los monarcas católicos, de la
disolución de la Compañía de Jesús tras la previa expulsión de sus respectivos
territorios; y cuya intensidad, en el caso del Imperio, alarmó tanto a Roma que el propio
Papa, en una decisión sin precedentes, trató inútilmente de detener viajando a Viena
(1782) para entrevistarse con el emperador José II. De todo ello se habla en un capítulo
posterior de este libro, así como de otras cuestiones que incidieron notablemente en el
desgaste sufrido por las Iglesias durante el siglo XVIII. Debemos, no obstante, aludir
aquí, aunque sólo sea someramente, a las disputas internas, como el metodismo y el
pietismo en el campo protestante, o los últimos coletazos del jansenismo en el católico
(en Francia, principalmente, pero también con ciertas ramificaciones en cuanto a
actitudes políticas sobre todo en España y otros países católicos); a los ataques de los
intelectuales -¿es preciso recordar a Voltaire o la Enciclopedia?- y al desarrollo del
deísmo entre las capas ilustradas, así como el de asociaciones laicas (francmasonería)
vinculadas a estas actitudes; a la creciente tolerancia hacia otras confesiones, adoptada
primero como actitud social por las elites cultas y que llegaron a plasmarse en medidas
de gobierno (Edicto de Tolerancia del emperador José II en 1781; en Francia, en 1787);
la propia Iglesia contribuyó a debilitar vínculos con gran parte de sus fieles al apostar
por una religión más limpia de prácticas populares supersticiosas...
Todo ello se tradujo en una pérdida de influencia de la Iglesia en la sociedad y un
incremento del laicismo, manifestado, por ejemplo, en el descenso experimentado en
algunos países y de forma acusada en Francia desde 1750-1760, aproximadamente, por
limosnas, mandas y disposiciones testamentarias en favor de la Iglesia; por el creciente
fraude que paralelamente se dio en la recaudación de los diezmos; por la disminución en
algunas áreas concretas de las vocaciones religiosas, o por la difusión de prácticas
anticonceptivas, contrarias a las enseñanzas de la Iglesia, a que hemos aludido con
anterioridad.
Pero, como siempre, las generalizaciones olvidan excepciones. En España, por ejemplo,
la Iglesia -que en una fracción nada despreciable respondió a la presión intelectual y
política y a los abundantes conatos desamortizadores alineándose ideológicamente con
las posturas más conservadoras y, cuando se plantee la disyuntiva, con los defensores
del Antiguo Régimen- conservaba casi intacta su capacidad de influencia en la masa, y
lo demostraría con el importante papel desempeñado, apelando al espíritu de cruzada, en
la movilización de la sociedad durante las guerras contra la Francia revolucionaria. Y en
un país tan lejano del nuestro como Polonia la ausencia de un poder monárquico fuerte
impidió el ataque sistemático a la Iglesia y, más concretamente, al clero regular, que
seguirá creciendo durante el siglo tanto en establecimientos (674, en 1700; 884, en
1772-1773) como en número de religiosos (de 10.000 a 14.5000 en el mismo período).
Formados en Roma muchos de sus elementos más destacados, llevarán a cabo, en
mayor medida que el clero secular, una eficaz síntesis de la ilustración cristiana
occidental y sus tradiciones autóctonas. Y consiguieron de esta forma articular un
espíritu peculiar que, andando el tiempo, cuando se produzca el reparto del país entre las
potencias vecinas, será decisivo en el mantenimiento de la propia identidad nacional.

4.3. Los no privilegiados

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Mientras comenzaba a erosionarse lentamente la posición de los estamentos
privilegiados, el desarrollo de nuevos grupos y categorías socio-laborales al compás de
la evolución económica acentuaba la complejidad estructural del resto de la sociedad,
esa inmensa mayoría compuesta por los "que no eran ni clérigos ni nobles". Pero la nota
más destacada fue el afianzamiento de una burguesía que, si aún no aspiraba ni estaba
en condiciones de disputar el protagonismo social a la nobleza, sí se distanció
definitivamente de la masa y, quizá no muy conscientemente, caminaba hacia un futuro
que terminó consagrando su dominio.

4.3.1. La burguesía

En su origen medieval, el término burgués designaba a los habitantes de los burgos o


ciudades y todavía en el siglo XVIII se encontraban múltiples huellas de este
significado. Así, por ejemplo, el "derecho de burguesía" -en las ciudades libres
alemanas, en las suizas, en las de las Provincias Unidas- confería la plena condición de
vecino y facultaba para el disfrute de prerrogativas y, en su caso, privilegios
particulares. Ahora bien, paulatinamente se fue extendiendo otro significado del
término, referido a un grupo social que se ocupaba en ciertas actividades socio-
económicas, es decir, el significado que hoy mantiene. Podemos definir la burguesía
dieciochesca, en un sentido amplio, como una fracción del tercer Estado que,
disfrutando de unos recursos económicos, al menos, saneados -la imprecisión es
inevitable-, ejercía actividades mercantiles, financieras, industriales- en el más amplio
sentido de la palabra-, liberales -destacando abogados y hombres de leyes- o del
funcionariado o que, simplemente, vivía de las rentas de sus inversiones -en la tierra o
en cualquier tipo de empresa o compañía- o administraba las de otros. El trabajo y el
esfuerzo personal, ya sea manual o intelectual, caracterizan en buena medida la
actividad burguesa y están o estuvieron en la base de su patrimonio económico; un
patrimonio, por lo tanto, que se ha adquirido o ganado -frente a la noción de patrimonio
concedido y heredado, predominante en la mentalidad tradicional nobiliaria-, que se
administra con ánimo de lucro -es más, de obtener el máximo beneficio- y que se
concibe esencialmente, recuerda P. Léon, como dinámico, esto es, "basado en una
constante y creciente acumulación".
Grupo complejo donde los haya, sus límites son de difícil delineación. Su frontera
inferior es forzosamente imprecisa y permeable, alcanzando, sin duda, a ciertos
artesanos independientes, por ejemplo, o a pequeños comerciantes y tenderos. Tampoco
el límite superior estuvo siempre claro. Podemos verlo con el ejemplo de los financieros
franceses. Surgidos a la sombra del Estado moderno, los financieros se ocupaban,
fundamentalmente, del dinero del Estado (préstamos, recaudación de impuestos,
avituallamiento de tropas...) y estuvieron presentes en toda Europa occidental; sólo en
Inglaterra y las Provincias Unidas el desarrollo de unas finanzas estatales más
centralizadas hizo que pasaran paulatinamente a un segundo plano. En el caso francés,
su reconocimiento social fue tardío (en el mismo siglo XVIII), pero su ascenso,
brillante. Los más importantes constituían una asociación, la Ferme Générale (Contrata
General), para participar en el arrendamiento de determinados impuestos -sobre la sal,
tabaco y aduaneros, entre otros-, en la que, como ya hemos dicho, no faltaban
aristócratas. Algunos de ellos fueron ennoblecidos y otros establecieron alianzas
familiares con cualificados miembros de la nobleza. Su estilo de vida era plenamente
nobiliario e incluso disfrutaban de algunos privilegios -entre ellos, el de llevar armas-,
similares a los de la nobleza. Terminó configurándose, pues, como un grupo a medio
camino entre la burguesía y la nobleza propiamente dichas y al que algunos autores no

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dudan en incluir en la última.
Entre ambos extremos, el grueso del grupo cubría una amplia gama de actividades que
no creemos necesario enumerar detalladamente. Señalaremos, simplemente, cómo este
siglo consagró el triunfo de la figura más tradicional de la burguesía, la del mercader o
gran comerciante; vio desarrollarse otras, como la de banquero e industrial, destinadas a
gozar de un brillante porvenir (pero, recordemos, ningún contemporáneo habría osado
situarlas en el mismo plano); y asistió, finalmente, al fortalecimiento, numérico y en
términos de influencia y estima social, de las capas medias urbanas.
Los banqueros eran hombres no relacionados, en principio, con las finanzas del Estado,
sino dedicados a la inversión de su propio dinero y del de sus clientes, y que
simultaneaban sus inversiones en los más diversos ámbitos, económicos y geográficos,
nacionales e internacionales, multiplicando, pues, las posibilidades de ganancias y
tratando de minimizar los riesgos. La diversificación de inversiones, por otra parte, se
hizo habitual en una minoría que, procedente del mundo del gran comercio, estaba cada
vez mejor formada y preparada técnicamente, con un bagaje de conocimientos
adquiridos no en la universidad, sino en la práctica cotidiana del negocio, de la mano
del padre u otro familiar, y en viajes al extranjero, en visitas a las propias sucursales o a
otros comerciantes vinculados económica y personalmente (las redes de tipo clientelar o
similares vuelven a aparecer aquí) a la familia. Eran los denominados en Francia
negociantes y a los que G. Chaussinand-Nogaret califica como mercaderes-banqueros-
empresarios-armadores-financieros" para, explícitamente, señalar su amplia
procedencia, subrayar sus interrelaciones y mostrar cómo, en definitiva, prácticamente
ningún campo de la actividad económica quedaba fuera de su alcance. En cuanto al
manufacturero o industrial, este tipo de empresario de nuevo cuño se irá configurando a
finales del siglo, principalmente en Inglaterra. Procedentes mayoritariamente de las
capas medias del campesinado, del artesanado o del comercio (contando a veces con
una sólida base económica), mucho más raramente de las capas bajas (nunca de entre
los más pobres), protagonizaron en algunas ocasiones, más llamativas por minoritarias,
ascensos rápidos, aunque la gran mayoría continuaría durante toda su vida como
pequeños empresarios, es decir, manteniendo o, a lo sumo, mejorando levemente su
condición social. Pero esta figura, en su pleno desarrollo, será más propia del siglo XIX
que del XVIII, por más que ahora algunos de sus representantes (minoritarios,
insistimos) dieran el salto a las elites urbanas.
La burguesía no estuvo ausente del mundo rural -se habla incluso de una burguesía
agraria, integrada por grandes agricultores (propietarios o arrendatarios) que, con el
empleo masivo de mano de obra asalariada, producían para el mercado (esa figura tan
querida por los fisiócratas)-, pero fue, sobre todo, en las ciudades y en Europa
occidental donde alcanzó su máximo desarrollo, aunque su presencia y significación
numérica, económica y social fuera distinta según los países. Al este del Elba la
debilidad burguesa era patente, toda vez que en las grandes explotaciones señoriales la
alta nobleza detentaba, como ya hemos señalado, parte de las actividades consideradas
en Occidente propias de la burguesía. Pese a todo, en países como Rusia hubo un
esfuerzo por parte de sus soberanos por tratar de impulsar su desarrollo y, en cualquier
caso, el crecimiento experimentado durante este siglo por gran parte de las ciudades de
la Europa central y oriental hubo de estar vinculado en mayor o menor medida al
desarrollo de la burguesía comercial.
En Europa occidental había todavía países, como España, en que el peso social de la
burguesía no dejó de ser relativo, estando compuesta en su mayoría por profesiones
liberales y funcionarios, y limitándose los principales focos de la burguesía económica
-mercantil más que industrial- a las ciudades portuarias -algunas de las cuales, como

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Cádiz, llegaron a convertirse en interesantes centros cosmopolitas- y a Madrid, y siendo
Cataluña el único polo notable de crecimiento de una burguesía manufacturera aún
incapaz, sin embargo, de competir con los comerciantes. Pero en las Provincias Unidas
o en las grandes ciudades comerciales alemanas portuarias, como Hamburgo, o del
interior, como Leipzig o Francfort la larga tradición de predominio burgués continuó e
incluso se reforzó en este siglo y su elite, evolucionada a un patriciado exclusivista y
defensor de sus privilegios, controlaba celosamente el poder -en muchas de las ciudades
alemanas- o lo compartía con una nobleza que no podía hacerle sombra -en las
Provincias Unidas-. Excluyendo este país, fueron Francia e Inglaterra los que contaron
con las burguesías más desarrolladas del Continente, en íntima relación con su
evolución económica. En Inglaterra los grupos burgueses, fortalecidos ya en el siglo
XVII, se encontraban integrados en el régimen desde la revolución de 1688; la
permeabilidad social en la isla era, como ya hemos señalado, más un tópico que una
realidad, pero, al menos, se puede decir que, aunque a cierta distancia, la burguesía
caminaba socialmente junto a la aristocracia y la gentry y dejaba oír su voz en la
Cámara de los Comunes (aunque las últimas cortapisas al pleno ejercicio de sus
derechos políticos no desaparecieron hasta 1832). Y las capas medias urbanas ya podían
ser consideradas como la auténtica espina dorsal de la sociedad inglesa, algo todavía
lejano en el Continente, por más que su fuerza fuera ya grande en algunas de las
ciudades más importantes. En Francia las posibilidades de plena integración socio-
política eran más limitadas que en Inglaterra, y si exceptuamos el caso de algunas
ciudades, donde su posición preeminente no era discutida, pasaban casi necesariamente
por la compra de cargos ennoblecedores o la alianza matrimonial con la nobleza.
En correspondencia con la heterogeneidad del grupo, los niveles de sus fortunas eran
muy variados. Allí donde la burguesía contaba con una sólida tradición de predominio,
sus patrimonios solían ser los más importantes del conjunto social. Por ejemplo, en el
Hamburgo de finales del siglo la suma de las grandes fortunas burguesas equivalía a las
reservas de Estado de Prusia (P. E. Schramm, citado por J. Meyer). No era esto, sin
embargo, lo más frecuente en Europa, donde si una minoría de negociantes, mercaderes,
armadores, financieros... disfrutaba de rentas elevadísimas, eran más numerosos los
burgueses con fortunas de tipo medio. Y en conjunto, sus patrimonios se situaban aún
por debajo de los nobiliarios, sobre todo si comparamos las cúspides de ambos grupos.
Su nivel de vida era acorde a su saneada situación económica. Residencias opulentas
lujosamente amuebladas y decoradas, abundancia de servicio doméstico, mesas con
viandas de calidad y buenos vinos, joyas y telas preciosas en los vestidos, preceptores
para los hijos, que también hacían su grand tour de formación..., es decir, la tendencia a
la equiparación con la nobleza era frecuente entre la alta burguesía. Pero, en líneas
generales, era la decencia y la comodidad, el buen gusto con algún detalle de lujo, la
abundancia sin derroche, en definitiva, el disfrute de la vida con mesura, discreción y
equilibrio lo que solía caracterizar la vida burguesa, en la que el consumo ejercía un
papel cada vez más importante. Fue en las ciudades con capas medias (burguesas, en
buena medida) más nutridas, y particularmente en Londres y París, donde mayor
desarrollo experimentaron tiendas y comercios variados -Oxford Street, concretamente,
destacaba ya en este sentido-; ir de compras se convirtió en una actividad social de buen
tono y la moda tuvo una influencia creciente en la vida social y económica. Los
entretenimientos ocupaban un lugar destacado en la vida burguesa, desde los más
simples y gratuitos -el paseo por las calles o los alrededores de la ciudad, por ejemplo-
hasta los que entrañaban desembolso económico, de cierta importancia, como pudieran
ser las estancias más o menos prolongadas en las estaciones termales de moda, o de
escasa significación, como la frecuentación de los cafés que, desde que aparecieron en

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el último tercio del siglo anterior, habían proliferado en las ciudades más importantes,
convirtiéndose en lugares de cita obligados para la "buena sociedad" de la época y para
la que no lo era tanto, que todos cabían, por ejemplo, en los 700 u 800 cafés de París-,
constituyendo, especialmente en Londres, un excelente foro de discusión y difusión de
ideas y hasta propiciando la creación de sociedades científicas. La explotación
comercial del ocio iba, pues, asentándose y alcanzando cada vez mayor entidad
económica. Y se hizo extensiva también, entre otras manifestaciones, a la música. La
burguesía, junto con la nobleza, constituía lo más granado y numeroso de los asistentes
a la ópera y a los conciertos públicos que, junto con el más tradicional teatro, iban
cobrando paulatinamente carta de naturaleza en múltiples ciudades -en algún caso
volvemos a encontrarnos en sus orígenes con los cafés: el Collegium musicum de
Leipzig, dirigido durante cierto tiempo por J. S. Bach, actuaba una o dos noches por
semana en el café de Zimmermann-. Y, profesionales aparte, fueron burgueses los
mejores clientes de los fabricantes de instrumentos de música y los principales
suscriptores de las publicaciones periódicas musicales que, como El maestro de música
fiel (1728-1729), de G. P. Telemann, o las Colecciones para conocedores y aficionados
(1779-1787) de su ahijado y sucesor en Hamburgo, C. P. E. Bach (dos ejemplos entre
cientos), abundaron en casi todos los países. Definitivamente, la música había dejado de
ser patrimonio casi exclusivo de príncipes y aristócratas.
Y, al menos algunos sectores, con los profesionales liberales a la cabeza, sintieron gran
preocupación por la cultura. Buena parte de los ilustrados, intelectuales y científicos de
la época fueron de extracción burguesa y, desde luego, fueron miembros de este grupo,
al menos en las últimas décadas del siglo, los principales destinatarios de su producción
y los suscriptores de la prensa que tan gran desarrollo conoció en el Setecientos, de la
misma forma que participaban, junto a miembros de la nobleza, en salones, clubs y
sociedades patrióticas y literarias, algunas de las cuales contaban con nutridas
bibliotecas y en cuyas salas de lectura y conversación, muy frecuentadas, se difundía y
discutía todo tipo de noticias e ideas.
Señalábamos antes cómo los planteamientos, valores e ideales burgueses fueron
impregnando paulatinamente la sociedad, enfrentándose y tendiendo a sustituir a los
nobiliarios, que habían dominado sin discusión hasta entonces. Esto, unido a su triunfo
político posterior, y especialmente a lo ocurrido durante la Revolución Francesa, puede
evocar la idea de una burguesía con fuerte conciencia de clase en pugna con la nobleza
por arrebatarle su puesto dirigente en la sociedad. Lo que no es, por lo general, aplicable
sin más a la época que estudiamos. La mayor parte de los burgueses del siglo XVIII no
concebía otro sistema social que el conocido y del que formaba parte y sólo aspiraba a
conseguir reconocimiento y, a ser posible, ennoblecimiento. Quien pudo, compró cargos
o enlazó matrimonialmente con la nobleza. Y, de forma más general, los burgueses
invertían una parte de sus beneficios en tierras, tanto por paliar los inevitables riesgos
emparejados a la práctica del comercio, cuanto por el superior prestigio social que aún
conservaba dicha inversión, llegando incluso a abandonar la actividad que les
proporcionó su primitiva riqueza -si bien en menor medida que en el pasado-. Hasta en
la sociedad inglesa -donde, pese a todo, la sociedad era más fluida y las oportunidades
de la burguesía mayores que en el Continente- era el modo de vida noble, afirma, entre
otros, R. Marx, el modelo que todos, comerciantes, industriales o coloniales afortunados
trataban de imitar, aportando incluso detalles extravagantes. El ejemplo de Richard
Arkwright, que tanto influyó en el desarrollo de la industria algodonera, consiguiendo
ser admitido en la gentry al final de su vida y exhibiéndose en público rodeado de
criados a caballo uniformados con lujosas libreas, habla bien a las claras de esta actitud,
que, por cierto, no dejaba de suscitar una mezcla de desprecio y envidia entre las elites

25
de siempre (A. Parreaux, cit. por J. P. Poussou). Y no estará de más aludir a que también
en Inglaterra, muy a finales del siglo, empezó a observarse entre la nobleza tradicional
una mayor valoración del ocio como actitud vital para distinguirse de estos recién
llegados cuyo triunfo se basaba en la laboriosidad. En cuanto a Francia, no nos
corresponde tratar aquí el cúmulo de causas que confluyeron en los acontecimientos de
1789. Recordaremos, simplemente, un par de cuestiones. La primera, que,
económicamente hablando, la mayoría de la burguesía francesa no se situaba en los
sectores del futuro (J. Meyer); una buena parte de ella, compuesta por arrendatarios o
titulares de derechos señoriales, tenía ligado su destino económico a la propia estructura
social contra la que supuestamente habrían luchado. En segundo lugar, el importante
papel que intelectuales y profesionales liberales (abogados y juristas, sobre todo)
desempeñaron en el proceso de crítica a la sociedad estamental, de difusión de la
conciencia de clase burguesa y de ataque práctico a aquélla: constituían, por ejemplo, el
85 por 100 de los representantes del Tercer Estado que se juramentó en el Jeu de
Pomme y dominaban también en la Asamblea Nacional que llevó a cabo la revolución
jurídica burguesa.

4.3.2. Campesinado y mundo rural

En los países más desarrollados, sobre todo en Inglaterra, se había iniciado ya el


descenso de la población campesina. Pero ésta, que normalmente habitaba en
comunidades rurales de reducido o relativamente reducido tamaño, seguía
constituyendo, como ya se ha señalado, el grupo más numeroso de la sociedad. Su
situación social, obviamente muy variada, estaba condicionada en casi toda Europa,
aunque también desigualmente, por la subsistencia del régimen señorial. Se denominan
señoríos aquellas demarcaciones territoriales (podían llegar a constituir la mayor parte o
aun la casi totalidad de un país) sobre las que su titular persona física (un noble,
normalmente) o jurídica (un monasterio, por ejemplo, u otra institución)-, que mantenía
una compleja situación con respecto a la propiedad de la tierra, disfrutaba de distintas
prerrogativas jurisdiccionales, gubernativas o vasalláticas en virtud de las cuales estaba
facultado para percibir una serie de prestaciones de diverso tipo de sus habitantes y
colonos.
El río Elba señalaba una divisoria en Europa desde este punto de vista. Al Este, las
pervivencias abiertamente feudales eran mucho más acusadas y la evolución en los
primeros siglos de la Edad Moderna, opuesta por muy diversas causas a la
experimentada en Occidente, había llevado a la mayoría de los campesinos a la segunda
servidumbre. Más aún, en Rusia aumentó notablemente el número de siervos a lo largo
del siglo ten, debido a la expansión territorial en época de Catalina II, mientras se
agravaba su situación, aproximándose a la esclavitud, ya que no sólo les estuvo vedada
la libertad de movimientos, sino que los señores podían infligirles azotes y otros
castigos físicos, venderlos con la tierra, desterrarlos a Siberia para castigar intentos de
rebeldía (desde 1760) o transferirlos (desde 1763) de una tierra a otra, perdiendo, pues,
los posibles derechos a la tierra que cultivaban en el escaso tiempo que no debían
trabajar gratuitamente para el señor; también en 1763 les fue quitado el derecho a
querellarse contra sus señores...
En los demás territorios -Prusia Oriental, Bohemia, Hungría, Polonia...-, aun con las
inevitables diferencias en cuanto a la extensión de las explotaciones, las cargas de los
campesinos y la intensidad del control de la comunidad rural, puede decirse que, en
general, abundaban los grandes dominios señoriales, en cuyas amplias reservas debían
trabajar gratuitamente los campesinos varios días a la semana, quienes tenían a su cargo,

26
además, el cuidado de caminos y obras públicas y podían sufrir otras limitaciones
jurídicas, no pudiendo emigrar, contraer matrimonio ni emprender tareas artesanales sin
permiso del señor (y en muchas ocasiones, previo pago de tributos y tasas específicos).
Lo que no quiere decir, sin embargo, que entre los siervos no hubiera diferencias
económicas y, por lo tanto, sociales. Los señores, por otra parte, ejercían un intenso
control sobre la comunidad rural, con amplias facultades en materia de administración
de justicia, gobierno y orden público y tenían a su cargo la ejecución de las levas
militares. Si descontamos los leves retoques introducidos por la emperatriz María Teresa
en las relaciones entre campesinos y señores en 1767, los intentos más serios por
mejorar el estatus campesino en este ámbito fueron los llevados a cabo por el emperador
José II (entre 1781 y 1789), aboliendo la servidumbre personal y autorizando la libre
emigración y elección de esposa, limitando los derechos del señor a castigar a sus
vasallos y reduciendo o sustituyendo por dinero, según los casos, las prestaciones
personales. Pero fueron reformas que no siempre afectaban a todos los campesinos (de
la citada en último lugar, por ejemplo, y debido a las condiciones que debían cumplir
sus beneficiarios quedaba excluida una importante proporción, próxima a la mitad), que
no pudieron aplicarse en su integridad y cuyo alcance hubo de limitar
considerablemente él mismo en 1789 y después su sucesor Leopoldo II. Habría que
esperar a 1848 para que desaparecieran las supervivencias feudales.
En la Europa occidental, por el contrario, el régimen señorial estaba mucho más
erosionado -lo que no quiere decir que no persistieran manifestaciones gravosas para los
campesinos- o prácticamente había desaparecido (en Inglaterra, Países Bajos, algunas
zonas del norte de Italia). Apenas quedaban ya algunas bolsas de servidumbre que,
además, se redujeron o suavizaron en el transcurso del siglo (Lorena, Nápoles, Saboya).
También las facultades señoriales de administración de justicia se habían limitado,
asumiendo los monarcas la jurisdicción criminal y limitando la jurisdicción civil a las
primeras instancias, pudiendo los vasallos apelar a la justicia real (lo que, sin embargo,
podía dificultarse por los señores en la práctica). El control del gobierno local no solía
ser tan completo como en el Este y no faltaba cierta participación, muchas veces
indirecta, de los vasallos en el nombramiento de los oficiales municipales, pero el poder
señorial en este campo seguía siendo amplio y se aumentaba, de hecho, por la vigencia
y actuación de las redes clientelares. Continuaban, eso sí, percibiendo determinados
tributos y contribuciones de cuantía muy variable y cuya naturaleza, en ocasiones, había
hecho muy confusa el paso del tiempo; algunos habían nacido para sustituir prestaciones
personales (corvées), de las que, por cierto, aún quedaban algo más que restos en
Estados como Baviera o Sajonia, por ejemplo, y que en otras zonas se limitaban a
momentos extraordinarios. Podían disfrutar, igualmente, de una serie de monopolios
(banalités en Francia, regalías en España), muy discutidos por los campesinos, que
afectaban a aspectos tales como la utilización de pastos, explotación de bosques, caza y
pesca y al control del comercio -lo que les facultaba, por ejemplo, para cobrar peajes y
aduanas, portazgos y pontazgos- y de la industria rural -tantas veces concretados en la
obligatoriedad de uso para los habitantes del señorío de los molinos o lagares señoriales.
En cuanto a la propiedad y control del suelo, no había uniformidad. En amplias zonas
(norte y centro de Francia, Alemania, centro y sur de Italia, Levante español...)
conservaban los señores el "dominio eminente" (última propiedad) del territorio
señorial, si bien el "dominio útil" (derecho de uso) había sido cedido en formas diversas
predominando las cesiones censuales perpetuas o a largo plazo- a los campesinos,
quienes, pese a no tener la plena propiedad, podían, a su vez, transmitir, vender o ceder
las tenencias, siempre que se hiciera frente al pago del censo y demás derechos
señoriales. Las viejas reservas de control dominical habían evolucionado hasta

27
convertirse, de hecho, en simples propiedades (el señor era a la vez titular de los
dominios eminente y útil) en cuya explotación, directa o indirecta, ya no intervenía la
mano de obra servil. Había, sin embargo, otras zonas, entre las que se encontraba la
mayor parte de Castilla, en las que el paso del tiempo había disuelto en la práctica los
derechos señoriales sobre la tierra (o nunca existieron, que persiste la polémica entre los
historiadores al respecto) y sus facultades eran meramente jurisdiccionales y/o
vasalláticas.
La combinación de las diversas posibles facultades señoriales daba lugar a situaciones
concretas enormemente variadas, incluso dentro de un mismo país, que iban desde
aquellos señoríos jurisdiccionales (no eran raros, por ejemplo, en el centro de Castilla)
en los que el poder del señor se limitaba al cobro de una ínfima cantidad anual en
reconocimiento de señorío y al nombramiento indirecto de ciertos cargos municipales,
hasta aquellos en que ejercía todas o gran parte de las funciones anteriormente
enumeradas (ocurría, por ejemplo, en buena parte de Francia y Alemania), percibiendo,
además, algún derecho en especie proporcional a la cosecha (lo que no era raro, por
ejemplo, en el sur de Italia, en el Franco Condado, en Lorena, en Valencia...). Y la
frecuente práctica de arrendar la percepción de determinados tributos contribuía, sin
duda, a hacerlos más gravosos.
Al margen de la situación legal de sus miembros, la sociedad rural presentaba profundas
diferencias económicas, determinadas por la estructura de la propiedad y el tamaño de
las explotaciones (independientemente de las formas de posesión de la tierra y de que
ésta fuera propia o arrendada). Desde el labrador rico castellano, el coq de village
(literalmente: gallo de aldea) francés o algunos de los "yeomen freeholders" (labradores
acomodados y medios que cultivaban su propia tierra) ingleses, a los jornaleros sin
tierra hay una enorme distancia cubierta por toda la gama posible de situaciones
intermedias en las que se incluían, por ejemplo, los "laboureurs" (pequeños
propietarios) y "métayers" (aparceros) franceses, los "cottagers" (pequeños agricultores)
y "squatters" (jornaleros con algún pedazo de tierra, propio o, más frecuentemente,
roturado en los comunales) ingleses. Y las diferencias económicas se reflejaban en todos
los ámbitos de la vida, desde la capacidad de influencia en las instituciones municipales
-nula para unos, muy amplia para los más poderosos- hasta el tamaño y calidad de la
casa y su equipamiento, pasando, entre otras cosas, por la diferente actitud ante el
trabajo asalariado y el servicio doméstico unos lo empleaban, otros lo proveían-.
La tendencia secular al aumento de los precios agrarios benefició, sobre todo, a quienes
habitualmente obtenían excedentes para el mercado -cultivadores ricos, acomodados y
medianos- y, de hecho, en buena parte de Europa occidental se observan mejoras en
cantidad y calidad en vestidos y menaje de bastantes hogares campesinos, lo que, por su
significado de incremento de la demanda interna, tuvo sus indudables repercusiones en
el desarrollo de las actividades de transformación.
Pero en todas partes, y especialmente donde no hubo transformaciones cualitativas en la
agricultura, la amenaza de degradación social para muchos campesinos medianos y,
sobre todo, pequeños era constante. Con el producto de la cosecha --en principio, su
fuente de ingresos básica- debían cubrir, en primer lugar, los gastos de reproducción
simple, necesarios para la continuidad de la empresa agraria -gastos de mantenimiento,
explotación y recolección, alimentación humana y del ganado, simiente...- y hacer frente
al pago del diezmo eclesiástico, a la fiscalidad estatal y quizá municipal, a los derechos
señoriales (si vivía en territorio de señorío) y al pago de la renta (si toda o parte de la
tierra que cultivaba era ajena), cualquiera que fuera su fórmula concreta. Los todavía
bajos rendimientos de la tierra en amplias zonas de Europa, la cambiante climatología y
las correspondientes fluctuaciones de la cosecha hacían que los beneficios netos fueran

28
habitualmente cortos para gran parte del campesinado. Muchos cultivadores sólo
disponían de un pequeño excedente que encamarar o vender en años de buenas
cosechas, es decir, cuando los precios eran bajos, con lo que sus ingresos nunca eran
llamativos, pero su producción les resultaba insuficiente en años de escasez y hasta
incluso en algunos normales, debiendo, pues, comprar granos cuando los precios eran
altos (malas cosechas o meses de soldadura, previos a la recolección). De ahí la
importancia de los aprovechamientos comunales, que solían proporcionar gratuitamente
pastos o leña para el uso doméstico, y la doble necesidad de complementar recursos e
ingresos (aves de corral, caza, pesca, trabajo asalariado en la agricultura o industria,
arriería, emigración temporal...) y de reducir gastos (hijos dedicados al servicio
doméstico, tendencia al autoconsumo). La introducción de nuevos cultivos, pero más
para ahuyentar el fantasma del hambre que mejorando sensiblemente su nivel
económico; incluso en algún caso limite (Irlanda) el efecto llegó a suponer a medio y
largo plazo la depauperación general.
El capitulo de las detracciones no permaneció estable. De forma generalizada, aunque
diversa según los países y aun las regiones, tendieron a crecer y más acusadamente en la
segunda mitad del siglo- la presión fiscal, las cargas señoriales en algún destacado caso,
como Francia, y la renta de la tierra, fuera ésta del tipo aparcería (reparto proporcional,
en diverso grado, del producto entre propietario y aparcero, a veces con aportación
previa por parte del propietario de capital para el inicio de la explotación) o
arrendamiento a corto plazo, cada vez más generalizado. Bastaban unos años de cosecha
un poco menos abundante para que hicieran su aparición las dificultades, que con cierta
frecuencia se solventaban con el recurso a la deuda y no fueron pocos los casos en que
terminaron convirtiéndose en deudores perpetuos si no llegaron a la pérdida del control
de la propiedad o tenencia de la tierra y su paso a manos de los propietarios mayores
rurales o de burgueses urbanos absentistas, incrementándose el número de los sin tierra,
meros arrendatarios o jornaleros en lo sucesivo.
Hubo, pues, una buena proporción del campesinado -es, sin embargo, imposible ofrecer
cifras al respecto- para la que el siglo XVIII no supuso en modo alguno una mejora
sustancial de su situación. Y por lo que respecta a los jornaleros, entraban casi de lleno
en la miseria con una ocupación muchas veces sólo estacional, y con unos salarios
nominales que, al haber una mano de obra abundante, crecían muy despacio y por
debajo de la inflación general de los precios.
El caso francés se ajusta en líneas generales a cuanto acabamos de decir. Si se exceptúan
algunas regiones, apenas se produjo renovación en el campo y la mayor parte de los
agricultores vivía en el marco de estructuras profundamente tradicionales. No es
extraño, por lo tanto, el malestar crónico del campesinado galo. En Inglaterra, además,
la evolución del campesinado se vio muy condicionada por el avance de la gran
propiedad, su concentración y la extensión de los "enclosures" (cercamientos). La
imposibilidad de hacer frente a los gastos de los cercamientos y la pérdida de los
aprovechamientos comunales allí donde se llevaron a cabo, porque en las demás zonas
persistió la estructura tradicional- llevó a convertirse en simples arrendatarios o incluso
en asalariados a muchos de los que habían sido propietarios ("yeomen" y, sobre todo,
"cottagers"), y, definitivamente, en jornaleros sin tierra a los "squatters". Aunque, sin
embargo, la visión tradicional, que hablaba de emigración masiva por estas causas hacia
los emergentes centros manufactureros, como veremos más adelante, se ha revisado, al
menos en parte, en los últimos decenios.
Las medidas que algunos gobiernos ilustrados tomaron para mejorar la agricultura
favorecieron, ante todo, a los grandes propietarios. El ejemplo de lo acontecido en
España es significativo. La abolición de la tasa de los cereales en 1765, acentuó, de

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hecho, el desequilibrio entre quienes producían excedentes y los que no, mejorando
sensiblemente, eso sí, los beneficios de los perceptores de diezmos y rentas,
habitualmente cobradas en especie -grupos, en definitiva, ajenos al campesinado-, y de
los arrendadores de diezmos -de tipología social diversa, sin faltar en ella ni el labrador
rico ni algún clérigo, y que tenían en la especulación del grano recaudado un bonito
negocio-. Por otra parte, con los repartos en arrendamiento de bienes comunales
impulsados entre 1766 y 1770 hubo, sin duda, bastantes casos y lo ha mostrado, por
ejemplo, A. García Sanz en tierras segovianas- en los que se consiguió dotar de tierras a
algunos de los más humildes de la población rural. Pero F. Sánchez Salazar insiste en
que, en general, la medida fue un fracaso: con frecuencia los jornaleros no pudieron
cultivarlas, al no poseer ganado ni medios para ello, mientras, paralelamente, los
poderosos de las localidades afectadas trataron de impedir el proceso o de orientarlo,
por medio de mil ardides, en beneficio propio y de sus paniaguados.

4.3.3. Del artesano al obrero

El progreso de la industrialización llevó consigo un generalizado, aunque desigual


-mayor en la Europa occidental que en la del Este, más intenso en Inglaterra que en
ningún otro país-, aumento, en cifras absolutas y proporcionales, de la población
artesanal y obrera (utilizamos el término en su acepción más genérica), acompañado en
ciertos casos de importantes cambios, tanto en las formas y condiciones de trabajo
cuanto en el estatus y nivel de vida del trabajador.
En la Europa del Este el fenómeno, además, presentó una notable y paradójica
peculiaridad, ya que estuvo ligado, en parte, a la servidumbre. El desarrollo de las
manufacturas se produjo no pocas veces en el marco del dominio señorial y, junto a
hombres libres asalariados, fueron empleados en ellas siervos que cumplían (o pagaban)
su corvea de esta forma. En el caso de Rusia, mejor estudiado, junto a las dos categorías
citadas, aparecen también, aun en las empresas explotadas por comerciantes o
fabricantes burgueses, siervos de otros dominios, autorizados al desplazamiento por su
señor, quien percibía por ello una parte de su salario, y cierto tipo de campesinos
(denominados inscritos), a quienes las autoridades, para potenciar el desarrollo
industrial, fijaban a una determinada manufactura, condonándoles a cambio sus
obligaciones fiscales. En 1736, para asegurar una mano de obra escasa, estas
adscripciones se convirtieron en perpetuas y hereditarias, aunque más tarde Catalina II
limitaría el derecho de fabricantes y mercaderes a poseer siervos. Siervos y hombres
libres, obreros especializados y campesinos-artesanos componían, pues, la mano de obra
que impulsaba las manufacturas rusas. Es muy probable que, hacia 1770, las dos
terceras partes de la mano de obra estuviera compuesta por campesinos inscritos o
siervos. No era, desde luego, el camino más adecuado para proseguir con el avance
industrial.
En la Europa occidental y en líneas generales el Setecientos trajo para una parte del
artesanado una pérdida de independencia. En gran parte de las ciudades la
reglamentación gremial trataba, entre otras cosas, de garantizar y proteger dicha
independencia. Pero no siempre resultó eficaz. Y bastaba el más mínimo resquicio o
vacío en la normativa (en lo referente a nuevas materias primas o nuevos tejidos, por
ejemplo) para que los agremiados más poderosos terminaran imponiendo sus
condiciones al resto del artesanado, que, al no poder resistir la competencia de los
grandes, se vio arrastrado a la proletarización. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, en
Amberes, donde la obligatoria limitación del número de telares por maestro tejedor no
afectaba a los tejidos de mezcla de lino y algodón. Los más ricos pudieron así

30
multiplicar el número de telares bajo su control. Y la incorporación de alguna mejora
técnica que entrañara desembolso de capital agudizaba el problema para los pequeños
maestros. Siguiendo en Amberes, la introducción, a partir de 1775, de telares capaces de
confeccionar varias cintas a la vez provocó el auge del ramo, pero también la
desaparición, en menos de quince años, de casi todos los maestros independientes (eran
100 en 1778) y su conversión en asalariados (añadiendo los nuevamente llegados, en
1789 había 800, que trabajaban para sólo seis grandes patronos).
Y, lógicamente, la tendencia a la dependencia fue mucho mayor cuando no existía la
reglamentación gremial. La referencia al mundo rural, donde hubo una gran difusión de
las actividades industriales por medio del ver "lagssystem" es obligada. Pero también el
caso de Inglaterra, donde las pervivencias gremiales estaban más desvaídas que en el
Continente. Siguieron dominando numéricamente en la isla los trabajadores que
desarrollaban su tarea en un pequeño taller. E. A. Thompson insiste en que, sumándolos
a los jornaleros con empleo más o menos permanente, eran todavía mayoritarios a la
altura de 1830. Refiriéndose al caso concreto de los tejedores, señala estos cuatro tipos:
el tejedor tradicional, independiente, que realizaba encargos para sus clientes directos, y
cuyo número decreció considerablemente a lo largo del siglo; el tejedor-artesano
(maestro) que trabajaba por cuenta propia, por piezas, para una selección de patronos; el
asalariado que trabajaba en el taller del maestro o, más frecuentemente, en su propia
casa para un solo patrono; finalmente, el agricultor o pequeño propietario que también
era tejedor y sólo trabajaba en el telar durante cierto tiempo. La tendencia, sin embargo,
fue la de ir hacia una sola categoría, la de los proletarios que, una vez perdido el estatus
y la seguridad que habían tenido sus antecesores, continuaban trabajando en su casa,
pero frecuentemente con el telar alquilado y a las órdenes del agente de una fábrica o,
tal vez, de algún intermediario.
Los cambios fundamentales, sin embargo, fueron introducidos por las empresas
concentradas, en las que reinaban unas condiciones laborales distintas a las imperantes
hasta entonces en el taller artesanal, fiera éste urbano o, más aún, rural. Aunque es
obligado advertir contra cualquier tentación de idealización del mundo tradicional, en el
taller no solía haber otra medida del tiempo que los fenómenos naturales, imperaba
normalmente la flexibilidad en la dedicación y se trabajaba en pequeñas unidades y
muchas veces al aire libre. El contraste con el nuevo modelo de trabajo organizado era
patente y hasta brutal para quien procediera del ámbito anterior: sometimiento a una
rígida disciplina en la que las máquinas, progresivamente, terminaron imponiendo su
ritmo, concentración en espacios cerrados -en las hilanderías, por ejemplo, el necesario
empleo de aceite daba al aire un característico y molestísimo olor-, promiscuidad,
horarios que no pocas veces sobrepasaban las doce horas por jornada... G. Mori
reproduce la siguiente descripción de, hacia 1784, las hilanderías de Lancashire: "Las
hilanderías de algodón son grandes edificios construidos para albergar al mayor número
posible de personas. No se puede sustraer ningún espacio a la producción y así los
techos son lo más bajos posible y todos los locales están llenos de máquinas que,
además, requieren de grandes cantidades de aceite para realizar sus movimientos.
Debido a la naturaleza misma de la producción, hay mucho polvo en el ambiente:
calentado por la fricción, y unido al aceite, provoca un fuerte y desagradable olor; y hay
que tener presente que los obreros trabajan día y noche en dicho ambiente: en
consecuencia, hay que utilizar muchas velas y, por tanto, es difícil ventilar las
habitaciones en las que a los olores anteriores se une también el efluvio que emanan los
muchos cuerpos humanos que hay en ellas..."
No desapareció por completo la costumbre de que los salarios incluyeran una parte en
especie o determinadas prestaciones -el alojamiento podía ser una de ellas-, pero, poco a

31
poco, tendieron a generalizarse los salarios en metálico como la forma dominante de
retribución del trabajo. Eran salarios establecidos de distintas formas -abundaba, por
ejemplo, el destajo, u otras formas de pago por tarea realizada- y por tiempos diversos,
pagados casi siempre muy irregularmente y en cuya fijación fueron imponiéndose
implacablemente las leyes del mercado -en una época, como sabemos, de mano de obra
abundante-. Y la posibilidad que en ocasiones tenían los obreros de abastecerse en
almacenes de la empresa a cuenta del salario no era, en realidad, sino una forma de
endeudarse con los patronos a cambio de unos productos, por lo general, de ínfima
calidad y caros.
Los salarios bajos se justificaban no sólo para abaratar y hacer más competitivos los
precios de los productos, sino también, como escribía el prusiano Majet en su Mémoire
sur les fabriques de Lyon (1786), para "mantener al obrero en una necesidad continua de
trabajo... y así] hacerle más laborioso, más reglamentado en sus costumbres, más
sometido a sus voluntades" (de los empresarios) y menos propenso a la asociación y la
reivindicación. Toda una declaración de principios que no es aislada. Poco antes, en
1770, el inglés Arthur Young escribía: "Cualquier hombre, si no es tonto, sabe que las
clases más bajas han de ser mantenidas en la pobreza, pues de lo contrario nunca serán
industriosos". Incapaces de imponer incrementos paulatinos, la inflación del siglo se
tradujo, al igual que ocurría con los jornaleros agrarios, en un descenso paulatino de su
capacidad adquisitiva. Sin embargo, muchos estudios hablan, refiriéndose a Inglaterra,
de salarios reales estables o incluso con una ligera tendencia al alza hasta finales de
siglo. Probablemente, las cifras medias encubren diferencias notables dentro de los
nuevos proletarios. Una minoría de trabajadores altamente especializados se vio al
margen del proceso de degradación social. Pero un sector de los nuevos obreros sufrió
el empobrecimiento, y la necesidad de incrementar los ingresos llevó a la multiplicación
del trabajo [femenino e infantil, aún peor remunerado. Abundaba éste en las primeras
manufacturas inglesas y hasta tal punto se identificó en algunos casos con ellas que
parece que los hombres tuvieron problemas de mentalidad para trabajar en ellas. La
ocupación preferente de las mujeres -como, por otra parte, era tradicional- era el sector
textil y oficios similares, pero también realizaron trabajos mucho más pesados,
destacando en este sentido los realizados en las minas. Las descripciones de las minas
de Northumberland, por ejemplo, con mujeres transportando o subiendo pesadas cargas
por largas y empinadas escaleras se han hecho clásicas en el relato de las penalidades
obreras en los primeros tiempos de la industrialización. En cuanto al trabajo infantil de
ambos sexos, nunca se había empleado tanto ni en tan penosas condiciones como ahora.
Cambiaron por completo las condiciones del aprendizaje, reguladas en el sistema
tradicional por un contrato y por los estatutos de la corporación. No había ahora normas
de obligado cumplimiento, lo que permitió la explotación más despiadada de los niños.
En todas las ciudades belgas, por ejemplo, se abrieron escuelas privadas para enseñar a
las niñas, a partir de los seis años, a hacer encajes. La gratuidad de la enseñanza
entrañaba para las aprendizas el compromiso de trabajar varios años para el patrón sin
compensación económica alguna. En 1780 funcionaban, sólo en Amberes, unas 150 de
estas escuelas privadas, más algunas religiosas.
Por otra parte, hubo también una degradación del hábitat obrero -al menos, del sector
más desfavorecido- y se acrecentó la segregación urbana, acentuándose cada vez más
los contrastes entre los barrios ricos y los barrios pobres. Los ejemplos de Manchester y
Liverpool son bien conocidos al respecto. I. C. Taylor ha mostrado que en Liverpool, en
1789, el 13 por 100 de la población, inmigrantes irlandeses en su mayoría, vivía en
reducidas e insalubres cuevas, y otra proporción importante, en infraconstrucciones,
denominadas courts, levantadas sobre una superficie de no más de 4 por 5 metros.

32
Pese a todo, R M. Hartwell se esfuerza por encontrar elementos positivos en las nuevas
condiciones de vida creadas por la revolución industrial y habla de la liberación de la
opresiva sociedad rural, siempre dominada por el pasado y donde las jerarquías solían
estar mucho más marcadas e imperaba el caciquismo; de las mayores posibilidades de
independencia para la mujer; de los nuevos horizontes de asociación laboral y política...
Muy, probablemente, exagerado. Pero no nos engañemos. Las condiciones de vida de
algunos sectores de las capas obreras eran, ciertamente, muy duras. Pero el
hacinamiento y el trabajo infantil, la segregación urbana y, más en general, la opresión,
la explotación económica y la pobreza parafraseamos a P. Laslett no surgieron al hilo de
la industrialización: estaban ya en el mundo preindustrial. ¿No abundaban los ajustes
salariales por poco más que el alojamiento y la comida? ¿No debía hacer frente la mujer
a la reproducción, el cuidado de la casa, la elaboración de alimentos y vestidos y, en
muchos casos, las tareas del campo? ¿No podía, de hecho, considerarse pobre en
potencia todo individuo que viviera exclusivamente de su trabajo? La incapacidad
física, la pérdida del vigor por la edad o la enfermedad -lo que S. Woolf denomina
pobreza estructural-, la muerte de alguno de los esposos, un invierno de frío más intenso
que de costumbre, una etapa de pan demasiado caro, una crisis más o menos
prolongada..., contingencias todas que estaban más en el horizonte de lo probable que
en el de lo meramente posible, podían desencadenar el proceso que terminaba por
debajo del plano cero (F. Braudel), debiendo depender de la beneficencia institucional o
religiosa o de la limosna privada. El problema se presentaba con más fuerza en las
ciudades mayores, donde se agolpaban por miles jornaleros, ganapanes, vagabundos,
pícaros y mendigos y a las que, en caso de crisis, acudían muchos más en busca de
ayuda. Lógicamente, se solfa traducir en unas cotas de criminalidad más elevadas que
en el medio rural, que en algún caso, como Londres, llegaron a ser preocupantes.
Cambió, por otra parte, la visión que se tenía de la pobreza y la mendicidad. En la visión
de la vida y la sociedad, los criterios económicos fueron ganando terreno a los
estrictamente religiosos -también la caridad fue adquiriendo un mayor tinte social-, el
mendigo pasó a convertirse en una plaga que se debía combatir. Había que ayudar,
ciertamente, a los pobres auténticos, a los que, ocasional o permanentemente, no podían
ganarse el sustento. Pero, igualmente, había que proporcionar trabajo a los que pudieran
hacerlo, por lo que en muchas ciudades surgieron, por iniciativa pública, religiosa o
privada, centros de acogida -fracasarían muchos de ellos- de niños y menesterosos en
los que se les enseñaba un oficio; en la práctica, lo que se organizó fue una explotación
económica despiadada de aquellos desgraciados y en más de un caso terminaron
trabajando en los nuevos establecimientos industriales apenas sin salario. Y, por último,
se persiguió a los falsos mendigos y vagabundos: más o menos sistemáticamente, más o
menos eficazmente, se trataba de poner en práctica una idea que machaconamente
habían venido repitiendo tantos autores mercantilistas desde el siglo XVI.

4.3.4. La conflictividad social

Como es fácil suponer, las relaciones sociales durante el siglo XVIII no fueron,
precisamente, una balsa de aceite. Había suficientes planos de tensión como para que
los conflictos no estallaran. Y abundantemente, aunque, en cualquier caso, de forma más
atenuada que en el siglo anterior. Siguiendo a G. Rudé, podemos establecer su tipología.
Hubo revueltas campesinas, que en algunos casos adquirieron especial gravedad;
protestas de pequeños consumidores, rurales y urbanos; de los nuevos trabajadores
industriales; y, por otra parte, complejos movimientos urbanos (más abundantes en la
segunda mitad del siglo) y que con frecuencia presentaban claras connotaciones

33
políticas. Veámoslos muy someramente.
En el mundo rural había, como no podía ser menos, un marcado contraste entre la
Europa del Este y la occidental. En la Europa oriental las revueltas campesinas estaban
relacionadas, de una forma u otra, con la servidumbre y llegaron a adquirir caracteres de
rebelión abierta, la más importante de las cuales fue la del cosaco E. Pugachov, de 1773-
1774, en la Rusia de Catalina II. Pugachov se hizo pasar por el asesinado zar Pedro III
-que gozaba de un especial apoyo popular por algunas de sus reformas, que favorecieron
a los siervos de los monasterios-, que se habría salvado milagrosamente, y
aprovechando la rebeldía cosaca por el recorte de sus derechos tradicionales, consiguió
acaudillar lo que ha sido calificado como el mayor levantamiento popular ocurrido en
Europa entre las revoluciones inglesa y francesa. La rebelión afectó básicamente a las
regiones del Volga y los Urales y entre las heterogéneas masas sublevadas destacaban
los siervos rurales y los campesinos-obreros vinculados a las fábricas y minas de los
Urales, ansiosos por librarse de su penosa situación. El temor que suscitó en los círculos
del poder fue grande, pero su derrota, a cargo de los mejores generales de la zarina, no
resultó difícil. Tras ella, Catalina II no sólo abandonó los proyectos de reforma de la
situación del campesinado, sino que la Carta de la Nobleza de 1785 confirmaba, entre
otros privilegios nobiliarios, su absoluto control jurisdiccional de los siervos rurales.
Aunque fueron menos amplios e intensos que en Rusia, los levantamientos campesinos
en el Imperio austriaco estuvieron también guiados por la protesta contra las exacciones
fiscales y la servidumbre. En algunos casos -rebelión de Silesia en 1767 contra el robot
(nombre de las prestaciones personales)- precedieron a las reformas de José II o
estuvieron provocadas por la creencia errónea de que ya se habían promulgado
-sublevación en Bohemia en 1775- y fueron una explícita manifestación de inquietud y
apoyo a las medidas imperiales. El descontento provocado por la tardanza en aplicar las
reformas, las exclusiones que entrañaban, sus limitaciones y su anulación posterior
provocaron nuevas protestas, aunque no se llegó a la rebelión, probablemente por el
desánimo y frustración que tales medidas habían provocado en los campesinos.
En Europa occidental hubo, por supuesto, tensiones constantes que no solían dar lugar a
estallidos violentos. Fueron a este respecto típicas las fricciones entre arrendatarios y
propietarios, que dieron lugar a frecuentes enfrentamientos personalizados, resistencias
pasivas y recursos a los tribunales ordinarios; otro tanto puede decirse con respecto al
pago de los diezmos y de ciertos derechos señoriales. Pero las revueltas campesinas
fueron, por lo general, más esporádicas y atenuadas y adquirieron formas y
motivaciones distintas según los países. En Francia, por ejemplo, el siglo se abrió con
las revueltas generalizadas de 1709, motivadas por una de las más agudas hambres de
los tiempos modernos y la presión fiscal causada por la Guerra de Sucesión española.
Luego hubo protestas localizadas contra diezmos y derechos señoriales, pero el clima de
descontento en el campesinado -que no desapareció en esta centuria- no afloraría
violentamente sino al agravarse las condiciones económicas generales, en los años
previos a la Revolución. El siglo XVIII fue, pues, desde este punto de vista
relativamente tranquilo y sólo se suelen registrar agitaciones de pequeños campesinos
que no producían suficiente para su consumo y debían comprar un cereal cada vez más
caro -consumidores, pues-, en los clásicos motines de subsistencia a los que nos
referiremos en breve (en la década de los veinte, sin embargo, los motines de hambre
fueron particularmente graves). Probablemente, la explicación de esta relativa calma
resida en la mejora económica experimentada por el sector más destacado de los
agricultores, lo que, sin duda, les llevó a relegar los problemas de fondo a un segundo
plano mientras duró aquélla. En Inglaterra las protestas campesinas estuvieron
relacionadas con los cambios socio-económicos que se estaban produciendo protestas

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contra peajes en las carreteras y caminos de nueva construcción y cercamientos- y,
aunque poco espectaculares por lo general, fueron abundantes, antes y sobre todo
después de la Enclosure Act de 1760. Sus protagonistas, otra vez, fueron los pequeños
campesinos, que trataban de defenderse de las usurpaciones y restricciones derivadas de
la extensión de los cercamientos, intentando restablecer los aprovechamientos
comunales tradicionales.
En los dos países -Francia e Inglaterra- en que la economía industrial había alcanzado
mayor grado de desarrollo, la protesta de los trabajadores industriales comenzó a cobrar
cierto relieve. Desaparecidos o limitado el alcance de los gremios, hubo jornaleros que
comenzaron a agruparse en asociaciones ilegales (compagnonages en Francia,
comisiones de trabajadores en Inglaterra) que animaron huelgas, casi siempre
acompañadas de violencia, como respuesta al descenso de salarios, las jornadas
excesivamente largas, la contratación de extranjeros (irlandeses en Inglaterra, saboyanos
en Francia, por ejemplo) o, ya a finales del siglo y en ocasiones, contra la introducción
de máquinas que reducían las necesidades de mano de obra. Aunque se sitúa
cronológicamente fuera de la época que estudiamos, no está de más recordar que, en
Inglaterra, uno de los más violentos y complejos movimientos de este tipo, que no
solamente actuaba contra las máquinas, sino también contra manufactureros
particularmente odiados, fue el de los ludditas -así denominado en referencia a un
supuesto o real King Ludd que en algún momento estuvo al frente de los amotinados en
los Midlands- en 1811-1812.
No obstante, eran más frecuentes y característicos del siglo XVIII, incluso en las zonas
más industrializadas, los motines de subsistencia. Podían prender tanto en el medio rural
como en las ciudades; más raramente (aunque también los hubo), en las capitales
políticas, debido al especial cuidado que los gobernantes tuvieron en asegurar su
abastecimiento precisamente por el temor a los levantamientos y la ejemplaridad que
podrían tener en el resto de la nación. Constituían, de hecho, la forma de protesta más
habitual de los pequeños consumidores contra la carestía del pan, el alimento todavía
básico en la dieta popular. La tipología social de sus protagonistas, dentro de su
característica común de pequeños consumidores, era amplísima: desde el pequeño u,
ocasionalmente, el mediano campesino al pequeño artesano, pasando por toda la amplia
galería de trabajadores urbanos y, también, por el asalariado industrial por cierto, más
preocupado todavía por conseguir pan a bajo precio que por aumentar su salario
ordinario-. Y así, cuando el precio del pan subía hasta hacerse casi inalcanzable para
muchos, la ira popular estallaba en forma de motín contra las figuras clave del mercado
de granos, comerciantes, acaparadores y especuladores las actitudes seguidas en este
tipo de motines han sido descritas por E. P. Thompson- y se asaltaban graneros, hornos
y tiendas, saqueando las reservas, destruyéndolas en algunos casos y, si se contaba con
cierto grado de organización, llegando a establecer una tasación justa del precio del pan
-mantenimiento de la economía, moral de los pobres de que habla E. P. Thompson-.
Según G. Rudé, nada menos que 275 de los 375 motines ocurridos en Inglaterra y
reseñados por los periódicos entre 1730 y 1795 respondían a este tipo; y no menos de
100 ha registrado D. Mornet en Francia entre 1724 y 1789. Los más importantes, sin
lugar a dudas, fueron los del verano y otoño de 1766 en Inglaterra, en que los
amotinados, tras los acostumbrados asaltos a mercados y tiendas, impusieron precios
tasados al grano, la harina, el pan y otros alimentos, y la guerra de las harinas francesa
de la primavera de 1775, provocada por las medidas de liberalización del comercio
interior de granos dictadas por Turgot, que llegó a prender en París.
Las turbulencias urbanas, nada raras en la mayoría de los países, solían ser de naturaleza
más compleja. Podía haber problemas de abastecimiento en sus orígenes, pero también

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presentaron tintes xenófobos o religiosos; adquirían muchas veces connotaciones
políticas, si no estaban ya en su raíz, y podían deberse a la inspiración de grupos e
intereses ajenos a la multitud. Podemos citar como ejemplo los tumultos parisinos de
1720, relacionados con las medidas financieras de Law, o bien los de 1753, en apoyo de
las posiciones del Parlamento en su pugna con la Corona: en ambos casos, y en otros
muchos a lo largo del siglo, el Parlamento de París fue su instigador. En Londres, los
más destacados fueron los de 1736 (que mezclaban protestas contra la inmigración
irlandesa y contra las medidas parlamentarias que restringían el consumo de ginebra),
1768-1769 (en apoyo de las pretensiones políticas de John Wilkes) y 1780 (de carácter
religioso, anticatólico con elementos xenófobos, con lord Gordon como cabeza más
destacada). En el caso español los motines más importantes fueron los ocurridos en
Madrid y otras localidades (cerca de 70, según el mapa que presenta L. Rodríguez) en la
primavera de 1766 y que genéricamente son conocidos como motín de Esquilache. La
medida concreta que provocó el levantamiento en Madrid fue el conocido bando de
Esquilache relativo al tamaño de capas y sombreros, pero hubo otros factores sin los
cuales no pueden explicarse. Ante todo, un fondo común de descontento por el
encarecimiento de los alimentos provocado por la abolición de la tasa de los cereales el
año anterior. Algo hubo, pues, del clásico motín de subsistencias alegado por P. Vilar,
pero más en provincias (el caso es, por ejemplo, bastante claro en Zaragoza) que en
Madrid, dirá L. Rodríguez. Localmente, intervinieron otros elementos concretos
-tensiones antiseñoriales en alguna zona valenciana (J. M. Palop), municipales en el
País Vasco (P. Fernández Albaladejo), por ejemplo- que en más de una ocasión hicieron
derivar los tumultos en abiertos enfrentamientos de clase. Y en el caso madrileño no se
pueden menospreciar las motivaciones políticas: elementos de xenofobia contra los
extranjeros que estaban impulsando las reformas; frustración general de la alta
aristocracia al verse relegada del poder por nobles de inferior categoría; rechazo a las
reformas por parte de una fracción de los estamentos privilegiados (como es sabido, la
posible participación de los jesuitas, aunque nunca plenamente demostrada, llevó a
decretar inmediatamente su expulsión); decepción de ciertos nobles reformistas
apartados del poder (la referencia al marqués de la Ensenada, desterrado tras el motín,
se hace casi obligatoria)...
No hubo, pues, una sola forma de protesta en el siglo XVIII, en correspondencia con la
diversidad de problemas y causas que las motivaron y el medio social en que se
produjeron. Pero, concluye G. Rudé, si exceptuamos los casos de Europa oriental y
algunos de la centro-oriental, de corte más primitivo, se pueden destacar ciertos
elementos comunes a las revueltas de Europa occidental, que constituyen los rasgos
característicos de la protesta en la sociedad de transición o preindustrial. No solían
iniciarlos los más desheredados, aunque éstos los apoyaran y contribuyeran a
amplificarlos; eran iniciados más bien por quienes se encontraban en la clásica situación
de equilibrio inestable y temían caer en la pobreza. Se trataba, normalmente, de
manifestaciones con un alto grado de espontaneidad y, paralelamente, un escaso nivel de
organización; los elementos en quienes recaía el castigo, una vez finalizados, solían ser,
simplemente, los que mayor actividad habían desplegado. Y cuando había un líder
reconocido (se daba a veces en los motines urbanos) no era raro que perteneciera a un
grupo social superior. Eran actos de violencia, pero casi siempre dirigidos contra la
propiedad y (hubo excepciones, claro está) no contra las personas. Y solían, por último,
mostrar una elevada selectividad en cuanto a los objetivos propuestos.
En la sociedad preindustrial, la ideología popular constaría de dos elementos: el
denominado inherente, constituido por el cuerpo tradicional de ideas y actitudes
procedentes de la memoria colectiva, y el derivado, integrado por las ideas transferidas

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por otros grupos sociales (los grupos dominantes) por diversas vías (púlpito, boca a
oreja, escritos...); el segundo podía superponerse al primero, lo influía e, incluso,
contribuía a conformarlo (elementos ideológicos derivados en una generación, una vez
asimilados, podían ser inherentes para la siguiente o siguientes). Así, las formas más
elementales y espontáneas de protesta (motines de subsistencia, primeras huelgas...),
respondían al impulso básico del sistema ideológico inherente y sus objetivos solían ser
muy simples y sencillos, estando cifrados, por lo general, en lo que se consideraba
restauración de la justicia (restablecer los justos precios o salarios o los justos usos de la
tierra...). En las protestas más organizadas había una mayor influencia de elementos
ideológicos derivados, lo que explicaría la frecuente tendencia conservadora que solía
latir en ellas. Sería la Revolución Francesa la que, aun partiendo también de elementos
ideológicos derivados (el concepto de fraternidad, los derechos del hombre, la soberanía
popular...), dotaría a la protesta popular de una más profunda dimensión política. La
asimilación y elaboración de aquéllos terminaría dotando al pueblo de sus propias ideas
políticas. Finalmente, el lento influjo de la revolución industrial y de las asociaciones
obreras de alcance nacional aportarán otros elementos: la huelga sustituirá al motín, los
proletarios a los campesinos y la plebe urbana, las reivindicaciones concretas que
trataban de mejorar su situación a la restauración de la justicia... Pero esto se produjo ya
con, el siglo XIX bastante entrado, lo que, evidentemente, queda muy lejos de nuestros
límites cronológicos.

5. El lento atardecer del Rey Sol

En el Viejo Continente destacaba Francia, aunque el momento culminante de gloria del


Rey Sol se produjo en torno a 1684-1685 y los últimos años de su reinado significaron
para los franceses una dura prueba. Si bien poseía enormes recursos económicos y
demográficos -en 1700 de los 105/115 millones de europeos una quinta parte,
21.000.000, eran súbditos de Luis XIV-, Francia está agotada por los continuos
esfuerzos bélicos a que le ha llevado la política expansionista del Borbón. Y en 1693 y
1694 una nueva carga fiscal, la capitación, que recaía sobre todos los franceses
-incluidos los privilegiados- se sumó a las ya existentes, que no bastaban para hacer
frente a los onerosos gastos de la política exterior y de Versalles y sus 6.000 cortesanos.
Por otro lado, aunque uno de cada tres nobles y uno de cada doce plebeyos fueron
soldados en la militarizada Monarquía de Luis XIV, las frecuentes campañas hicieron
perentorio reponer las bajas de las unidades militares profesionales y Luis XIV se vio
obligado a recurrir a las milicias locales, que combatirían codo con codo con las tropas
de primera línea, con lo que se esbozaba lo que pasado el tiempo sería el servicio militar
obligatorio. Era otra de las numerosas innovaciones llevadas a efecto, o esbozadas, por
los hombres de gobierno de Luis XIV en los ejércitos reales, al fin y a la postre el gran
instrumento de su política. También se crean o perfeccionan cuerpos nuevos, como la
Artillería, la Intendencia, los Ingenieros, las instituciones dedicadas a la atención de los
heridos o el asilo de los veteranos, se imponen los uniformes, se adoptan armas nuevas
y se levantan almacenes, plazas fuertes y cuarteles. Preocupados por la disciplina, se
regulariza la percepción de los haberes y son creadas compañías de cadetes y se
organizan los escalafones. Y aparece una nomenclatura para cada uno de los nuevos
empleos, unidades y armas: mariscales, tenientes generales, regimientos, escuadrones,
bayonetas, etc. Todo ello acabaría por configurar el modelo del nuevo ejército moderno,
pronto imitado por el resto de los países continentales y entre ellos España, e hizo
posible que los ejércitos franceses llegaran a contar con más de 300.000 soldados en los

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años iniciales del siglo XVIII.
Pero para lograr todo eso se precisaba que un eficaz funcionariado se encargase de
llevar al plano de la realidad lo que una voluntad política, la del rey, quería.
Fundamentalmente era necesario disponer de un complejo sistema de recaudación. Y
durante la segunda mitad del siglo XVII Francia llegó a contar con un competente y
bien coordinado régimen administrativo, aunque hoy se tiende a matizar el alcance real,
los logros, del absolutismo centralista de Luis XIV, que tuvo imperfecciones y lagunas.
Pese a ello, ningún Estado de la época llegó a alcanzar la eficacia del francés, por lo que
suscitó la fascinación, y el recelo, de Europa.
Aunque estaba cansada, efectivamente, Francia dominaba en el Continente e imponía su
cultura. Se había creado enemigos en todas partes, desde los católicos a los protestantes,
desde las potencias marítimas a las continentales, pero la mayoría de esos mismos
enemigos la admiraban. Si Richelieu y Mazarino habían destruido, con su política
militar y económica, la fuerza y el programa español en Europa, Luis XIV, obsesionado
por superar la grandeza española, había heredado el proyecto de unidad europea. Y,
como señaló Vicens Vives: "Intentó, como Felipe II, superar el fraccionamiento
europeo, pero chocó con la oposición de las fuerzas nacionales y fracasó en su empresa.
Pero si no pudo organizar en Europa una jerarquía política internacional dirigida por
Francia, en cambio legó al Continente la cultura, los gustos y la moda de Francia, los
cuales lo avasallaron todo en el siglo XVIII". El traje, la etiqueta, las costumbres se
afrancesan. Apenas hay lugar en Europa que no se vea fascinado por la moda y las
formas de vida francesas. Y el francés se convierte, desde entonces hasta el siglo XX, en
la lengua culta por excelencia. Sustituye al latín en la documentación diplomática y es
hablada por todo aquel europeo que se considere bien educado.
Los franceses elevan a su rey a la categoría de representante de Dios en la Tierra. Y Luis
XIV adquiere un carisma religioso tal que le permite "hacer milagros y curaciones: Los
enfermos, escrofulosos o lamparosos, están colocados en dos filas. Luis XIV pone las
manos sobre la cabeza de cada uno de ellos, diciendo "Que Dios lo cure". Después lo
besa. Había centenares de desgraciarlos -se contaron hasta ochocientos en un día.- que
padecían estas enfermedades de la Piel" (Funck-Brentano). Y si Luis XIV es llamado el
Grande, sus súbditos, orgullosos de sí mismos, de su poder, su cultura, su arte, su
geografía, sus victorias, pensaban que "Francia era en relación al Universo como el Sol
en relación a los planetas en el sistema de Copérnico. La Francia Sol era digna del Rey
Sol" (Mousnier).
Pero son precisamente sus grandes triunfos, simbolizados en la Tregua de Ratisbona de
1684 por la que obtiene Luxemburgo, Estrasburgo y el Hainaut, los que preparan el
comienzo de su declive al movilizar en su contra al resto de los europeos atemorizados
por el ingente poderío que estaba alcanzando el soberano de Versalles. Más aún, su
galicanismo le enfrenta al Papa. Muchos católicos europeos, además, le critican su
negativa a apoyar al emperador Leopoldo en su trascendental enfrentamiento con los
turcos que amenazan Viena (1683). Precisamente las victorias de Leopoldo en el este de
Europa orientan un interés hegemónico de Viena. Tal vez para congraciarse con los
católicos, firma Luis XIV el Edicto de Fontainebleau (octubre de 1685) por el que se
revocaba el Edicto de Nantes; pero el resultado de esta medida contra los hugonotes le
convierte en un ser odiado en la Europa protestante. A esa hostilidad contra el rey de
Francia contribuyen los más de 150.000 hugonotes exiliados en Holanda, Suiza,
Inglaterra y Brandenburgo. (Muchas de estas comunidades calvinistas francesas que
huyeron de Francia al prohibírseles la práctica de su religión contribuyeron
decisivamente al despegue económico-industrial de aquellos lugares de exilio que les
recibieron con los brazos abiertos. Es el caso de Prusia zonas de Berlín y Brandenburgo-

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que asiste desde estos años finales del siglo XVII a un brillante crecimiento industrial.)
Se piensa en todo el Continente que los soldados de Luis XIV van a actuar en toda
Europa tan violentamente como lo habían hecho las tropas de dragones del rey contra
los protestantes del sur y el oeste francés. Y en las islas británicas temen que Luis XIV
las envíe a apoyar al rey Jacobo II en su política de recatolización de Inglaterra.
Por eso, a partir de que el Estatúder de las Provincias Unidas de Holanda y rey de
Inglaterra desde el triunfo de la Revolución de 1688-89, Guillermo de Orange, se sume
a la Liga de Augsburgo (firmada en 1686 por el emperador, algunos príncipes alemanes,
el rey de España y el rey de Suecia) y se convierta en el líder de una gran coalición
antiborbónica, las cosas comienzan a ir mal a los franceses. Tienen ya a toda Europa en
contra. Y ellos, además, están agotados. Por otra parte, muchos de los grandes ministros
y colaboradores de la primera mitad del reinado del longevo rey no han podido seguirle
en su larga experiencia vital y han ido muriendo. Y una nueva generación de políticos y
altos funcionarios ocupa los puestos que décadas atrás habían estado en manos de
Colbert y Louvois (muertos en 1683 y en 1691, respectivamente).

6. Expansión colonial inglesa

¿Cómo ha llegado Gran Bretaña a esa privilegiada situación? Sin duda, la Gran
Revolución es el punto de arranque. El 5 de noviembre de 1688, llamado por los nobles,
el ejército y el clero anglicano, desembarca en Tor Bay (Inglaterra) bajo el lema "Pro
religione protestante, pro libero Parlamento", Guillermo de Orange, Estatúder de
Holanda, que era sobrino del rey Jacobo II Estuardo y estaba casado con su hija mayor,
María. Y da comienzo a una nueva etapa de la historia de Europa por cuanto que los
reinados de María (1689-1695) y Guillermo (1689-1702), y de Ana (1702-1714)
(también hija del destronado Jacobo Estuardo), van a dar a la Monarquía inglesa una
fisonomía que han de conservar en los siglos siguientes, y en ellos se crean las bases
doctrinales, los principios del pactismo británico y la mayoría de sus instituciones
políticas. Guillermo de Orange, que en su calidad de Estatúder de Holanda, representaba
al autoritarismo frente a lo que él creía debilidad burguesa, en Inglaterra,
paradójicamente, se convirtió en el campeón del parlamentarismo y del equilibrio
político. Y en otro orden de cosas, en el plano internacional, Guillermo III y su sucesora
en el trono, Ana, se erigirán en los paladines de las dos coaliciones antiborbónicas que
movilizaron a media Europa contra Luis XIV: la alianza de la Liga de Augsburgo
(1688-1697) y la alianza de La Haya (1701-1713).
¿Cuál es el significado de la gloriosa Revolución de 1688 y de las leyes que van
completando la estructura político-administrativa de Gran Bretaña en estos primeros
años del siglo XVIII? Tras las violencias y traumas vividos por los ingleses durante el
siglo XVII, "1688 fue una fecha capital para la historia de Inglaterra y para la historia
universal, puesto que firma el establecimiento de un verdadero contrato concluido entre
un pueblo y un soberano (...) una Monarquía contractual". La base doctrinal de esa
Monarquía pactada seguía los postulados de Locke: contrapesos a la autoridad,
equilibrio de poderes. "En realidad, el rey trabaja de acuerdo con la burguesía y el
departamento más importante es el Tesoro, en relación constante con la banca de
Inglaterra (..). Sobre la alianza de la Monarquía y del capitalismo se fundará el siglo
XVIII inglés" (F. Mauro). Así, uno de los principios de la Revolución establece que las
subvenciones económicas se concederán sólo por un año, lo que obliga a la Corona a
recabar anualmente esas subvenciones. Por su parte, en 1694 se funda, con capital
privado y con el fin de hacer frente a los gastos de la guerra contra Francia, una
institución financiera que acabaría siendo el Banco de Inglaterra (The Company of the

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Bank of England), y también ese año se votan dos leyes trascendentales: la abolición de
la censura -con lo que la prensa se convierte en un vehículo de las ideas políticas y de
portavoz de la opinión pública- y la Ley de Trianualidad (Triennal Act) que determina la
necesidad de celebrar elecciones para cubrir los puestos de la Cámara de los Comunes
cada tres años, asegurándose así la movilidad de sus miembros e impidiendo al rey que
se sirva de unos parlamentarios a los que el transcurso del tiempo en sus escaños
pudiera volver demasiado sumisos. "El rey reina pero no gobierna". El rey representa
los intereses históricos colectivos, el pasado y el futuro, es el símbolo hacia el exterior,
el equilibrio de poderes; pero la intervención concreta del monarca, la actuación directa
sobre la cosa pública, está proscrita por la Ley. En esos años iniciales del moderno
parlamentarismo británico nacen, también, las dos grandes corrientes de la historia
política inglesa. Los torys, representantes de la aristocracia rural, los grandes señores, el
clero anglicano, son partidarios de reforzar la prerrogativa real. Incluso son reticentes
hacia muchos de los postulados de la triunfante Revolución. Frente a ellos, los whigs,
partido compuesto por habitantes de las ciudades y pequeños propietarios rurales, son
defensores de los derechos del Parlamento y acérrimos enemigos del autoritarismo
monárquico, y aparecen como auténticos triunfadores en 1688 y en 1714 al asentarse la
dinastía de Hannover y apartar definitivamente a los Estuardos católicos de la Corona
británica.
Otras dos decisiones trascendentales para el futuro de los británicos serán tomadas en
los primeros años del siglo XVIII: en 1701 se promulga la Ley de Establecimiento y en
1707 la Ley de Unión. Ante la enfermedad de Guillermo III y la muerte del último hijo
de Ana (su cuñada y sucesora en el trono), los parlamentarios whigs, en un clima
ferozmente antipapista, temían que otro Estuardo católico accediese al trono por lo que
aprobaron en 1701 una ley que regulaba la sucesión (Act of Settlement) que proscribía
para siempre a los católicos; en caso de morir sin herederos Guillermo o Ana, los
derechos a la Corona británica recaerían en una nieta protestante de Jacobo I, Sofía,
casada con el elector de Hannover, o en sus descendientes, que habrían de ser, por
supuesto, anglicanos. Así fue como, en 1714, accedió al trono de Londres la dinastía de
Hannover, en la persona de Jorge I (hijo de Sofía).
La otra gran decisión política se fecha en la primavera de 1707, cuando los
parlamentarios escoceses admiten el Acta de Unión por la que se constituye el Reino
Unido de la Gran Bretaña; esta unión política significa, además, que los escoceses y los
ingleses tendrán un mismo Parlamento, en Londres, aunque Escocia continuará en
posesión de su religión -gran mayoritariamente presbiterianos- y sus leyes. Por contra,
los comerciantes escoceses consiguen que sean suprimidas las aduanas interiores,
caminando los británicos hacia un mercado nacional en claro proceso de expansión.
Este Reino Unido estará en condiciones de hacer más patente su ya iniciado dominio de
las rutas marítimas y de iniciar una sutil pero eficaz forma de hegemonía en el
Continente europeo, sobre todo desde 1713-1714. Con la dinastía hannoveriana Jorge I,
Jorge II y Jorge III- se pasará de la Inglaterra rural, inquieta y enfrascada en luchas
internas del siglo XVII, a la Gran Bretaña que definiera, despectiva, pero atinadamente,
Napoleón como un "país de tenderos". Pero de tenderos del mundo. Si cuando se
iniciaba el siglo -de hecho el XVII concluye históricamente en 1714- y el primero de los
Jorges se sentaba en el trono de la Corte de San Jaime, el valor del comercio alcanzaba
los 14 millones de libras y las naves mercantes con base en Londres ascendían a 3.500
(con un arqueo de 260.000 toneladas), en la última década del siglo se superaban los 40
millones de libras y los barcos de carga eran más de 16.500 (con 2.780.000 toneladas).
Y es que la importancia que tenía para el dominio de Europa el problema colonial y, por
tanto, naval- en los albores del siglo XVIII fue visto por sus contemporáneos con

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claridad meridiana. Así, Daniel Defoe (1660-1731), ferviente partidario de Guillermo
III, y genial autor de "Las aventuras de Robinson Crusoe", desde su dilatada experiencia
como periodista político, armador, comerciante y agente de varios gobiernos británicos
durante más de cuarenta años decisivos de la historia de Inglaterra (1680-1720), escribía
que: "...ser dueños del poder marítimo representaba serlo de todo el poder y de todo el
comercio en Europa..." (en su Plan of the English Commerce). Por su parte, Voltaire
escribió que "el comercio que ha enriquecido a los ciudadanos ingleses, ha contribuido a
hacerles libres y esta libertad, a su vez, ha extendido el comercio; esta es la base de la
grandeza del Estado". Como vemos, palabras tales como mar, libertad, comercio, poder,
adquieren un enorme significado en esta naciente potencia colonial que tiene, en
Utrecht, el punto de arranque. Durante la Guerra de Sucesión a la Corona de España "va
afirmándose cada vez más netamente la existencia de una política exterior británica que,
llegada a un nivel de poder internacional que hasta entonces no había alcanzado nunca,
aspira, no ya a ser mero partenaire en una coalición destinada a impedir la hegemonía de
la mayor potencia continental, sino a ordenar el Continente, de acuerdo con su propia
iniciativa y su propia inspiración, sobre unos principios que dejen garantizado, de
manera estable, el equilibrio europeo" (Jover-Hernández Sandoica).

7. Provincias Unidas: esplendor y declive

Una de las víctimas de Utrecht será, paradójicamente, la que había sido una pequeña
gran potencia colonial durante gran parte del siglo que concluía: las Provincias Unidas
(impropiamente conocidas como Holanda). Apenas obtuvieron unas cuantas plazas
fuertes en la barrera, pero Gran Bretaña no permitió que los neerlandeses se extendiesen
hacia el Sur, por los antiguos Países Bajos españoles. Los esfuerzos que habían llevado
a cabo durante la guerra, y que terminaron por consumir sus recursos, no fueron
recompensados y su agotamiento económico era, a estas alturas de 1713, evidente. La
gran hora de las Provincias Unidas había pasado. Incluso internamente estaba muy
debilitada y fragmentada por tensiones políticas, desde que en 1702 los Estados
Generales no aceptaron nombrar a un nuevo Estatúder y la dirección de la guerra contra
Luis XIV absorbió de tal manera al gran pensionario Antonio Heinsius, que no pudo
evitar que las oligarquías locales fuesen haciéndose con el control de la vida política y
económica de la República. El clima social neerlandés se deteriora por la generalizada
corrupción de la burguesía; muchos de los ideales calvinistas que un siglo antes habían
llevado a sus abuelos a convertirse en un grupo social tan emprendedor y austero como
honesto en su relación con la comunidad han dado paso a la apetencia de lucro
desaforado y la especulación.
Los años triunfales de la historia de ese pequeño territorio van desde 1621 hasta 1672.
En esas décadas se extienden sus colonias por Asia (Célebes, Borneo, Malaca, Sumatra
y Java, en Insulindia; Ceilán y Quilón, en la India), África (Ciudad del Cabo) y América
(Curaçao y Guayana holandesa), aunque también sufren algunas derrotas, como las que
les obligan a retirarse de Pernambuco (Brasil), la costa de Guinea o la desembocadura
del río Hudson (Nueva Amsterdam se convierte en Nueva York en 1664 y pasa a ser
inglesa). Aún tuvo un postrer momento de esplendor, encarnado en Guillermo de
Orange, proclamado Estatúder (jefe del poder ejecutivo y capitán general) de Holanda y
Zelanda con ocasión del ataque de los franceses de 1672. El clima belicista que la
guerra contra Luis XIV provocó entre ciertos sectores sociales de Holanda, que
acusaron al gran pensionario Juan de Witt de traidor y derrotista y acabaron por
lincharle, llevó al poder al joven Orange y permitió al futuro rey de Inglaterra (estaba
casado con María Estuardo y la Revolución de 1688 les convirtió en soberanos) hacerse

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con el control férreo en sus dominios neerlandeses, donde practicó una política
diametralmente opuesta a la que le convertirá en el protector de las libertades inglesas.
Este rey-soldado, como toda la dinastía de Orange, era partidario del centralismo y
estaba enfrentado a los miembros del patriciado urbano, sostenedores de una filosofía
cívico-republicana y federalista, que prefería conceder la primacía política a los grandes
pensionarios (símbolos del poder de los Estados Generales). Con fuertes apoyos en el
ejército, la nobleza, el artesanado y el pueblo, Guillermo acabó por disponer de un total
dominio sobre los gobernadores y demás autoridades locales, poder que mantuvo hasta
su muerte en 1702. Aparentemente, las Provincias Unidas tuvieron aún momentos de
protagonismo derivados de la participación de sus ejércitos y marina en las dos últimas
guerras contra Luis XIV, contiendas de las que fue alma Guillermo III de Orange. Pero
fueron los últimos destellos de la brillante estela de un país cuya historia está íntima y
profundamente vinculada, durante la Edad Moderna, con la española; forjó su poder en
la lucha mantenida contra la Monarquía hispánica desde Felipe II, lo incrementó a lo
largo y ancho del mundo colonial durante el siglo XVII -en constante pugilato contra los
Habsburgo de Madrid-, y lo vino a perder como consecuencia de los cambios sucedidos
al hilo de la guerra que llevó a Felipe V al trono español.
Aunque el comienzo del fin del apogeo de las Provincias Unidas se había iniciado
décadas atrás, precisamente durante su etapa de auge económico y naval, insultante y
provocador para una Inglaterra y una Francia, potencias vecinas y competidoras, que
sienten celos de la magnitud y poderío de esos pocos neerlandeses (no llegaban a los
dos millones) que habitaban un reducidísimo país (de unos 30.000 kilómetros
cuadrados) pero cuya flota mercante -más de 3.500 barcos con 600.000 toneladas de
arqueo- les permitía extender su despliegue comercial por los océanos Pacífico, Índico,
Atlántico y por los mares que circundan a Europa. Por eso, en tanto que Luis XIV atacó
en varias ocasiones a los holandeses y se enfrentó comercialmente con ellos durante la
mayor parte de su reinado, los ingleses, lo mismo bajo la República de Cromwell que
bajo la Monarquía de Carlos II, guerrearon contra las Provincias Unidas e impusieron
sus Actas de Navegación (la primera fue promulgada en 1651) por las que prohibían la
introducción en Inglaterra de productos transportados en buques no ingleses y de
pabellón distinto al de la carga, con lo que, en la práctica, se impedía la actividad de la
marina mercante neerlandesa. Estas leyes proteccionistas estuvieron en vigor hasta el
siglo XIX. Y están directamente relacionadas con la decadencia de Holanda, cuya
dependencia del mar es tan fuerte como la de las islas británicas; pero éstas se extienden
sobre 300.000 kilómetros cuadrados... Por eso, de las dos potencias marítimas -que así
eran denominadas en el siglo XVII- resultará triunfante Inglaterra que supera
ampliamente, en extensión y en población, a las Provincias Unidas.

8. Superioridad europea y dominio del Mundo

A comienzos del siglo XVIII no se ha producido todavía la masiva emigración de


europeos que buscan poblar los grandes espacios semidesiertos de ultramar. Y, como
decíamos páginas atrás, excepto por la relativamente importante presencia de españoles
y portugueses en América central y del sur, apenas hay colonias de poblamiento de
franceses, ingleses, holandeses, daneses y alemanes, fuera del Viejo Mundo. Pero la
presencia de enclaves europeos, fundamentalmente de países ribereños del Atlántico, en
las costas de todos los continentes es abrumadora. En los litorales de los océanos Índico,
Pacifico y Atlántico se suceden las factorías comerciales o los fuertes militares que les
permiten, gracias a una enorme superioridad tecnológica naval y militar, dominar el
comercio del territorio en cuya costa se asientan. Usando de la fuerza de sus armas o

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practicando hábil y maquiavélicamente la política del divide y vencerás sobre los
pueblos indígenas, los europeos se hacen con materias primas, o esclavos, que
transportan en sus cada vez mayores y más rápidos barcos hacia los centros fabriles y
comerciales de Europa, y hacia las grandes plantaciones de algodón, tabaco y azúcar de
América.
Es verdad que los pueblos con los que se encuentra este europeo están en diversos
estadios culturales y políticos, de la misma manera que no podemos olvidar que gran
parte de Europa, la Europa interior y oriental, está todavía muy alejada del nivel de vida
y de desarrollo político-social que han ido adquiriendo durante los dos siglos anteriores
los países ribereños, en especial los que se asoman a la fachada atlántica. Sin duda, es
África la región más deprimida. Con la excepción del Maghreb, Libia y Egipto, por otra
parte enemigos de la Europa cristiana y que gozan de un nivel de vida no muy diferente
del de los otros pueblos mediterráneos, el semidesértico Continente africano está
prácticamente aislado del resto del mundo y sus pobladores tienen unos niveles técnico
y organizativo que no les permiten hacer frente a la abrumadora superioridad de los
blancos que se sitúan en la costa. El amplísimo mundo asiático ofrece en estos años
centrados en torno a 1700 una gran variedad de situaciones y realidades; así, la relativa
prosperidad de China y Japón (abiertos al contacto con los europeos, pero a punto de
encerrarse en sí mismas en la segunda década del siglo XVIII) contrasta con la
decadencia de Persia y de los principados de la India. En conjunto, frente a una
emergente Europa no le podía oponer gran resistencia prácticamente ningún pueblo
africano, asiático o americano. Y comienza, entonces, el siglo colonial por excelencia.
Ese siglo de la Ilustración, de las Luces en Europa al que define, también, una gran
sombra; el trato que los europeos dieron al resto de los hombres. "El imperialismo de la
Europa del siglo XVIII tuvo algunas características abominables. Fue cruel, cínico y
voraz. Unía el egoísmo a la insensibilidad para los sufrimientos de otros pueblos,
repugnada no sólo por el mejor pensamiento de nuestra época, sino también por el del
siglo XVI". (Parry). Los escrúpulos manifestados por algunos europeos durante los
siglos XVI y XVII ante la conquista y explotación de los pueblos no europeos, ya no
tiene cabida en la orgullosa Europa del XVIII.

9. España: entre Austrias y Borbones

Al morir Carlos II, el 1 de noviembre de 1700, la Monarquía hispánica seguía siendo,


por su extensión, el mayor imperio colonial; las posesiones del último de los Habsburgo
madrileños se extendían a lo largo de más de 12 millones de kilómetros cuadrados: en
América, desde la frontera norte del Virreinato de Nueva España (actuales Estados del
sudoeste de EE.UU.) hasta el estrecho de Magallanes; en el Pacífico, los archipiélagos
de las Marianas, las Carolinas y las Filipinas, y en Europa, Nápoles, Sicilia, Cerdeña,
Milanesado, Luxemburgo y los Países Bajos del sur. Pero la Monarquía que había
heredado Carlos II en 1665 había perdido ya la condición de primera potencia europea y
mundial, cediendo el testigo de la hegemonía continental a Luis XIV. Y las sucesivas
derrotas ante Francia, desde 1668 hasta 1697, no hacían sino confirmarlo.
Ahora bien, aunque España estaba todavía débil y empobrecida, se encontraba ya en un
proceso de recuperación política, demográfica, cultural y económica iniciado en algunas
regiones de la periferia peninsular en las dos últimas décadas del siglo; proceso que
ayuda a explicar mejor la regeneración española del XVIII, tradicionalmente atribuida a
la mera llegada de la nueva "dinastía borbónica reformista". El éxito a medio plazo de
las durísimas medidas de política monetaria tomadas en Castilla en los años ochenta, la

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evolución positiva de las curvas de natalidad o la presencia de núcleos de estudiosos
preocupados por hacer brotar en España la Ciencia moderna que estaba cambiando el
panorama intelectual europeo, son alguna de las pruebas inequívocas de que se estaba
produciendo un cambio de coyuntura y de que la "centuria de la decadencia" no duró
esos cien años, pese a lo que se viene aseverando desde hace tres siglos por una
historiografía que quiere ver cómo, desde la muerte de Felipe II (1598) hasta la llegada
del primer Borbón en 1700, únicamente se suceden derrotas militares, crisis económicas
y catástrofes demográficas en la malhadada España de los peyorativamente llamados
"Austrias menores". Como resultado de la profunda revisión que en los últimos años se
viene haciendo sobre el siglo XVII, en general, y sobre el siglo XVII español, en
particular, hoy sabemos que también la España de Carlos II, al margen de la triste y
lamentable figura del monarca, estaba atravesando una época de transformaciones
económicas, demográficas y culturales, si bien la mayoría de sus contemporáneos no
fueron conscientes de que el futuro que se les avecinaba era mucho más próspero que la
dura realidad por la que estaban pasando.
Precisamente esa distinta autopercepción del momento en que vivían positiva para un
gran número de habitantes de la Corona de Aragón y negativa para muchos de los
súbditos de la Corona de Castilla- contribuirá a explicar los porqués del alineamiento de
unos y otros españoles en el bando austracista o en el borbónico durante la Guerra de
Sucesión española. La experiencia de los últimos reinados -considerada nefasta por los
castellanos y feliz por los aragoneses- y la realidad económica -una Corona de Castilla
aún empobrecida frente a una Corona de Aragón que ya muestra perceptibles síntomas
de recuperación-, junto con la pervivencia del secular odio catalán a Francia (por las
luchas fronterizas y la competencia comercial entre países vecinos), son las razones que
Domínguez Ortiz apunta para explicar el austracismo de muchos catalanes, valencianos,
mallorquines y aragoneses y la fidelidad de la mayoría de los castellanos hacia el rey
Borbón. Porque la extendida afirmación de que "desde el mismo momento de su llegada
a España de Felipe V todos los catalano-aragoneses lucharon contra la nueva dinastía en
defensa de sus fueros, en peligro de ser revocados por el centralismo borbónico", no
puede ser mantenida hoy; si Felipe V juró los fueros, libertades y privilegios de
Cataluña antes de partir a la guerra contra los austriacos en Italia, confiado en que no
peligraba su trono en la Península que le había jurado fidelidad y recibido sin problemas
en 1701, no hay razón para pensar que tenia decidido abolir los fueros de los reinos no
castellanos de su Monarquía, como no abolió la peculiaridad foral de vascos y navarros
tras la conclusión de la guerra. De hecho, hasta 1705 no se dieron levantamientos
austracistas en la Península, azuzados e inducidos por la presencia de tropas anglo-
austro-holandesas en los territorios levantinos. Por otro lado, frente a lo que había
sucedido en 1640, en 1705-1714 no hubo una guerra de independencia. Cataluña creyó
que combatía por España en una guerra civil. Y es preciso advertir que, como en toda
contienda civil, en el conflicto que enfrentó a los partidarios de Felipe de Anjou, nieto
del rey Luis XIV de Francia, con los de Carlos de Habsburgo, hijo del emperador
Leopoldo de Austria, el deseo de que triunfe una de las facciones o, cuando ello es
posible, la decisión de incorporarse activamente a las filas de uno u otro bando, vienen
determinados la mayoría de las veces por motivaciones tan personales y subjetivas que
cualquier generalización es necesariamente peligrosa o inexacta. Sabemos, por ejemplo,
que hubo muchos catalanes partidarios de Felipe de Borbón y que no faltaron pueblos
castellanos que lucharon a favor de Carlos de Austria. Y si bien se dieron casos en los
que el pueblo seguía el ejemplo de sus autoridades y notables locales, no pocas veces en
una misma comarca el pueblo llano era borbónico, mientras que la nobleza defendía la
causa austracista. Tal vez porque alguno de los estamentos privilegiados deseaba el

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triunfo de un pretendiente, los pecheros se situaban en el bando contrario. Tampoco eran
desinteresados los motivos que llevaron a ingleses, holandeses, portugueses o saboyanos
a luchar en la alianza antiborbónica. No se trataba de restituir unos derechos sucesorios
presuntamente conculcados, aunque se esgrimieran en alegato de cada postura
argumentos jurídicos; cada país -como cada persona- defendía sus pretensiones
diplomático-militares o sus intereses económico-sociales.
Si la Guerra de Sucesión a la Corona de España en tanto que conflicto internacional
terminó con las paces de Utrecht-Rastatt que veíamos anteriormente las consecuencias
en España vienen marcadas por la aplicación de los Decretos de Nueva Planta que
modificaron radicalmente el sistema político-administrativo español. De una Monarquía
Hispánica de Reinos, entidad supranacional en la que, bajo los reyes de la Casa de
Habsburgo, cada uno de sus territorios tenía sus propias cortes, monedas y leyes, se pasa
a una Monarquía española borbónica que tendía -si bien es verdad que imperfectamente-
hacia un centralismo uniformizador. Argumentando que los "Reynos de Aragón y de
Valencia, y todos sus habitadores por el rebelión que cometieron, (habían) perdido todos
los fueros y libertades que gozaban...", desde el 29 de junio de 1707 (fecha del primero
de los Decretos de Nueva Planta, firmado por Felipe V dos meses después de la victoria
de sus ejércitos en la crucial batalla de Almansa) se inicia el camino hacia la
unificación: "Siendo Mi Voluntad que estos (fueros) se reduzcan a las leyes de Castilla y
al uso, práctica y forma de gobierno que se tiene y se ha tenido en ella y en sus
tribunales, sin diferencia alguna en nada..." Los reinos de la Corona de Aragón
(Cataluña, Valencia, Aragón y Mallorca) acabarían por ver radicalmente alteradas sus
instituciones de gobierno y su articulación dentro del conjunto de la nueva Monarquía
borbónica. Se suprimía el Consejo de Aragón y sus funciones se atribuían al poderoso
Consejo de Castilla, el único de los otrora decisivos organismos de la administración
polisinodial de los Habsburgo que no perdía competencias sino que acrecentaba su
poder en el nuevo organigrama político-administrativo de la España del siglo XVIII,
caracterizado porque en él se potenciaban las instituciones unipersonales en detrimento
de las colegiadas (los secretarios de Estado -precedentes de los actuales ministros- irán
adquiriendo atribuciones que anteriormente correspondían a los multipersonales
Consejos). También eran modificadas con un inequívoco sesgo centralizador numerosas
instituciones de gobierno local y regional de los demás territorios españoles y del propio
poder central: Intendentes, capitanes generales, etc. La excepción y la prueba, a la vez,
de la imperfección, las limitaciones y contradicciones del absolutismo centralista-
estuvo en la persistencia de la particularidad de Navarra y el País Vasco, que
consiguieron preservar intactas sus libertades, leyes e instituciones de autogobierno pese
a los deseos y presiones ejercidas desde el poder central durante todo el Antiguo
Régimen.
La fuerza que mostraron los españoles durante la Guerra de Sucesión sorprendió a unos
europeos que ya habían enterrado definitivamente a España considerándola incapaz de
volver a ocupar un papel relevante dentro de las potencias. El hecho de que Felipe V se
asentase en el trono de Madrid con la ayuda de unos renovados y numerosos ejércitos
españoles y lograse, con ello, triunfar parcialmente sobre la poderosa coalición
antiborbónica y, más aún, el que la España de los años posteriores a 1713-1714 se
convirtiera en lo que Gaston Zeller llamó el aguafiestas de Utrecht, demuestra que "no
estaba (..) sobrada de recursos, pero tampoco tan falta de ellos que no pudiera hallarlos
un gobierno enérgico" (Domínguez Ortiz).
Por otra parte, la pérdida en Utrecht de todas las posesiones extrapeninsulares en Europa
permite a España readaptar su política diplomático-militar y hacer compatibles, desde el
realismo, sus recursos con sus fines. El esfuerzo por preservar unidos a la Corona

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territorios tan alejados logísticamente de la Península como los Países Bajos,
Luxemburgo, el Franco-Condado o el Milanesado, había sido superior a los medios que
la Monarquía hispánica podía poner en juego y desde los años centrales del siglo XVII
al deterioro de la situación militar en los frentes europeos se unía el empobrecimiento
castellano, incapaz de soportar dicho esfuerzo. Por eso, perdidos aquellos territorios, los
nuevos gobernantes se vieron libres de la necesidad de mantenerlos a cualquier precio y
pudieron dedicarse a reorganizar lo que quedaba de la Monarquía, que era muchísimo.
Utrecht significó, también, el nacimiento oficial de España. Porque, "antes del siglo
XVIII no existió una denominación para el conjunto de territorios que, enlazados por
mera unión personal, obedecían a la rama española de la Casa de Austria (..). España era
un término culto, de raigambre clásica, divulgado por el Renacimiento (..) ignorado casi
por completo de la terminología oficial (..). España era una expresión geográfica sin
contenido político..." Y desde Utrecht, "más chica que el Imperio, más grande que
Castilla, España, la más excelsa de las creaciones de nuestro siglo XVIII, sale del estado
de nebulosa y toma contornos sólidos y tangibles" (Domínguez Ortiz).

El desarrollo de esta parte de España en el siglo XVIII, puede verse de forma muy
ampliada en los siguiente hipervínculos de los Contextos de Artehistoria:

 La España de los Borbones


 España, ante una nueva dinastía
 Las mejoras coyunturales
 La Guerra de Sucesión
 La guerra en España
 Consecuencias del conflicto
 El nuevo estado borbónico
 La reforma de España
 La política exterior
 Fernando VI: un intento de neutralidad
 Carlos III: a vueltas con Francia
 Carlos IV: la Revolución francesa al fondo
 Diplomacia, Armada y Ejército
 El fortalecimiento del Estado
 Una nueva administración pública
 Secretarias versus Consejos
 El nuevo régimen territorial
 Las Cortes y la Magistratura
 La economía del siglo XVIII
 Población española en el XVIII
 La agricultura del XVIII
 La ganadería del XVIII
 La pesca: la revolución de los bous
 La industria del XVIII
 Comercio y finanzas en el XVIII
 El comercio con Europa
 El comercio colonial
 El capital financiero
 La hacienda pública en el XVIII
 El pensamiento económico del XVIII

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 La sociedad española del XVIII
 La familia
 La nobleza
 La clerecía
 Los burgueses
 Los artesanos
 Los campesinos
 Marginados y extranjeros
 La conflictividad social
 Bibliografía sobre la España de los Borbones
 El Siglo de las Luces
 La Ilustración oficial
 El control sobre la Inquisición
 Las Academias
 Las Universidades
 Nuevas instituciones de enseñanza superior
 Las Sociedades Económicas de Amigos del País
 Los Consulados
 La Ilustración regional
 La Ilustración valenciana
 La Ilustración asturiana
 La Ilustración vascongada
 La Ilustración navarra
 La Ilustración castellana
 La Ilustración en la periferia castellana
 La Ilustración gallega
 La Ilustración andaluza
 La Ilustración aragonesa
 La Ilustración mallorquina
 La Ilustración catalana
 La Ilustración canaria
 La Ilustración madrileña
 Ilustrados españoles fuera de España
 La renovación ideológica
 El programa ilustrado de modernización
 La crítica social
 La Ilustración cristiana
 El progreso científico
 La producción literaria
 La creación artística
 El debate sobre España
 Los límites de la Ilustración
 Una cultura minoritaria
 Una cultura elitista
 Cultura reformista y extramuros liberal
 Las Luces en Ultramar
 La Ilustración oficial en Ultramar
 La Ilustración regional en Ultramar
 El pensamiento económico y social
 La Ilustración cristiana en Ultramar

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 La ciencia colonial
 Literatura y arte en Ultramar
 Los límites de la Ilustración en Ultramar
 Conclusión: las Luces en España y el mundo hispánico
 Bibliografía sobre el Siglo de las Luces
 El reinado de Carlos IV
 La imagen de Carlos IV
 La etapa Floridablanca
 Las Cortes de 1789
 El aislamiento del país
 La inquietud por el orden público
 La política exterior
 La caída de Floridablanca
 El gobierno de Aranda
 La política exterior de Aranda
 El fracaso de la política arandista
 Primer gobierno de Godoy
 La Guerra contra la Convención
 Catalanismo y vasquismo
 Rebeliones de Picornell y Malaspina
 La oposición aristocrática
 Movimientos favorables al liberalismo
 Alianza con Francia y conflicto con Inglaterra
 La Paz de Basilea
 El escenario italiano
 El Pacto de San Ildefonso
 La guerra con Inglaterra
 Crisis en el gobierno de Godoy
 El gobierno de Urquijo
 Las relaciones con la Iglesia
 Continuidad de la alianza con Francia
 La caída de Urquijo
 Nuevo gobierno de Godoy
 La persecución de los ilustrados
 La Guerra de las Naranjas
 Deseo de neutralidad y política italiana
 El desastre de Trafalgar
 Conspiraciones de El Escorial y Aranjuez
 Hacia el fin del Antiguo Régimen

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