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LECTURA VIII. Declaración completa.
Nostra Aetate, (1956).
Tema 5: El destino último de la persona
LECTURA IX. Extractos de ensayo.
Oñate, L. R., (2004), Finitud y Trascendencia, la existencia humana ante la religión, [versión
electrónica]. Cuadernos de anuario filosófico, serie universitaria, Pamplona. N. 167, Existencia
finita y cristianismo pp. 123-‐146.
Tema 6: Persona y Trascendencia
LECTURA X. Extractos de la encíclica.
Juan Pablo II, Veritatis Splendor, (1993), 65-‐68; 98-‐101.
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Antología de textos
Persona y Trascendencia 201960
TEXTOS
Tema 1: La religiosidad como dimensión de la naturaleza humana
LECTURA I. FELICÍSIMO MARTÍNEZ, QUIERO SABER LA VERDAD: TOMÁS DE AQUINO
“El error acerca de las criaturas lleva a afirmaciones falsas sobre Dios” ["error circa creaturas
redundat in falsam de Deo sententiam"] (Suma contra Gentiles, 2,3,6).
Santo Tomás buscó en la Biblia, en la Sagrada Escritura. Estaba convencido de que Dios se ha
adelantado a mostrar la verdad a los hombres y mujeres. De lo contario, sólo llegarían a ella “pocos,
después de mucho tiempo y con muchos errores” (Suma Teológica). Y luego buscó y rebuscó en
todas partes y en todas las personas. Consultó a filósofos y teólogos, a creyentes y no creyentes, a
cristianos, judíos y árabes… a eclesiásticos y civiles… Buscó en la religión, en la política, en la
economía, en la sociedad… Buscó en todas partes, porque en cualquier parte se pueden encontrar
huellas de la verdad, y desde ahí podemos seguir el rastro de la verdad total.
¿Y qué encontró? Encontró que el ser humano es cuerpo y alma a la vez, que está hecho de materia
y espíritu. Algo tan obvio fue definitivo para su pensamiento. El cuerpo no es malo; la materia,
tampoco. Nada de dualismos. Cuando Tomás lo descubrió, a pesar de que era hombre calmado y
pacífico, dio un puñetazo en la mesa y exclamó: “¡Se acabó el maniqueísmo!” Estaba comiendo a la
mesa de San Luis, el rey de Francia.
Porque somos seres de carne y hueso, nuestro conocimiento comienza por los sentidos: el gusto, el
tacto, el oído, el olfato, la vista. Estas son las ventanas por las que el mundo llega a nosotros y
nosotros nos asomamos al mundo. Son los canales por donde nos llega la corriente de información
que luego procesa nuestro entendimiento. Pero los sentidos nos engañan con facilidad. Por eso hay
que ser “razonables”, hay que usar la razón para distinguir lo que es realidad de lo que es pura
apariencia. […]
Tomás contempló este mundo extasiado. Y vio que todas las cosas eran buenas. Creyó y defendió la
bondad de la creación. Y hasta llegó a decir que contemplando las maravillas de esta creación
podemos encaminarnos hacia el conocimiento de Dios. Un universo tan movido, tan ordenado, tan
armonioso, tan maravilloso… da que pensar. ¿No habrá un Dios detrás de tanta maravilla o en el
corazón de tanta maravilla? Santo Tomás no quería demostraciones científicas de la existencia de
Dios; pero sí quería encontrar caminos que nos permitieran rastrear las huellas y los vestigios de
Dios hasta llegar a Él. El mundo no es obstáculo para el conocimiento de Dios. Es un punto de partida
importante para ir a su encuentro.
Tomás no habló de la diferencia entre el ser y el tener, como lo hacemos hoy. Eran otros tiempos.
Pero sí habló de la importancia de ser. Y, como buen creyente, entiende que todos los seres, menos
Dios, son seres creados, son creaturas. Que son buenos, porque participan de la bondad de Dios. Y
los seres tienen tanta más bondad y más perfección cuanto más próximos están a Dios. Aquí el ser
humano es un agraciado. Ocupa un lugar privilegiado en el cosmos. La inteligencia y el amor son su
carta de presentación. Es un ser a la vez corpóreo y espiritual: su excelencia está en su capacidad de
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conocer y de amar. Por eso es imagen de Dios. […] Allá, en el fondo de su ser, late un instinto natural
de encontrarse con el Absoluto. Santo Tomás lo llamó “deseo natural de ver a Dios”.
Tomás estaba convencido de que el ser humano está creado para la felicidad. Aunque él la llamó
“bienaventuranza”, pero es lo mismo. A nosotros y a nuestros contemporáneos nos llama la
atención que coloque la felicidad “en la contemplación de Dios”. ¿No la podía colocar un poco más
abajo y más al alcance de la mano? ¡Estamos tan acostumbrados a buscarla por otros caminos y a
ponerla en otras cosas! Esa verdad que era tan firme para Tomás hoy nos sorprende en esta cultura
del bienestar. […] La experiencia nos dice que ni el mucho tener ni el mucho acumular es garantía
segura de felicidad.
Tomás considera que toda la vida humana debe orientarse en esa dirección. Por eso hay que ser
“razonables”, hay que poner actos que se ajusten a la razón humana. Y cuando estos actos se repiten
se va creando en las personas una especie de hábito o instinto para la bondad y la verdad. Cuando
nos armamos con este hábito y este instinto entramos en el camino de la vida virtuosa. Y aparecen
las virtudes cardinales: la prudencia, la fortaleza, la justicia y la templanza. Así nace el ser humano
ético. Pero Tomás insiste en la importancia de la conciencia como última instancia para el juicio
moral: es obligatorio actuar en Jubileo Dominicano 2006-‐2016 Predicación y Cultura 12 conciencia,
y lo es también formar la conciencia, para no llamar conciencia a cualquier cosa.
[…] Tomás sabe lo importante que es el amor para la felicidad. No es un académico vulgar o un frío
intelectual. Lo que pasa es que tiene mucha razón cuando dice: sólo amamos lo que conocemos.
Pero eso es necesario juntar el entendimiento y la voluntad, el conocimiento y el amor. Y en una
cosa está claro: el amor o la caridad es el colmo de la bondad, de la perfección. […] La caridad es
más excelsa que la fe. […]
Tomás se interesó también por la política, el derecho, el Estado. Lo tenía claro: o se fundamentan
en la justicia o son un desastre.
La historia le ha dado y le está dando la razón. El ser humano es un ser social y político. Por
consiguiente, tiene que aprender a convivir. En las relaciones cortas la amistad es la forma más
elevada de convivencia. Tomás entiende que la amistad es quizá el amor más gratuito.
En las relaciones largas no hay convivencia armónica si no está basada en la justicia. ¡La justicia!
Para atinar con la justicia la ley natural no lo es todo, pero conviene consultarla. Santo Tomás tiene
mucho que decirnos hoy sobre la justicia. Y también tiene mucho que decirnos sobre el Estado. Por
ejemplo, que no es la fuente del derecho, sino su representante, intérprete y garante. Sobre la forma
concreta de la organización del Estado dijo sensatamente que es una cuestión práctica, cuya
solución dependen de las circunstancias de tiempo y lugar. ¡Bien dicho y con mucho realismo! […]
De Tomás han quedado afirmaciones muy importantes para la teología y la espiritualidad cristiana.
La verdad es una. Por consiguiente, no puede haber dos verdades, una revelada y otra no revelada.
Lo que pasa es que la frágil razón humana no puede descubrir la verdad total. Por eso Dios viene en
su auxilio y se le ha ido revelando a lo largo de la historia de la humanidad. Pero no puede haber
contradicción entre la verdad revelada y la verdad que los seres humanos vamos descubriendo a
trompicones. Por eso Tomás juntó con tanto entusiasmo y con tanto acierto la razón y la fe, la
revelación y las ciencias humanas.
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La realidad es buena, es pura bondad. Este optimismo antropológico es quizá la mejor herencia que
dejó Tomás a la teología cristiana. […] De Dios sólo puede salir bondad, porque Él es “todo bien, sólo
bien, sumo bien!” […]
Tomás tiene una fe inquebrantable en el misterio de la encarnación de Dios: si Dios se encarnó en
esta historia nuestra y asumió nuestra condición humana, es que no ha renegado de su creación.
[…] Tomás no puede aceptar que el mundo y el ser humano sean radical y absolutamente malos, a
pesar de la presencia del pecado. […] Ya sabemos que el pecado está presente en la historia humana.
También lo sabía Tomás de Aquino, pero él se mantuvo firme en afirmar que la gracia es más
poderosa que el pecado. El pecado no pudo destruir la obra de Dios. “La gracia tampoco destruye la
naturaleza, sino que la perfecciona” (Suma Teológica). […]
Llegar a Dios sumo Bien y suma Verdad: eso es lo que Tomás deseaba al final de sus días. Nada más.
[…] La Verdad con mayúscula. La había encontrado en Dios, porque mirando a Cristo Crucificado
descubrió que en Dios estaba toda la Verdad y que en Él se reflejaban todas las pobres verdades de
esta creación y de esta humanidad.
Felicísimo Martínez, “Tomás de Aquino: buscador de la verdad”, Equipo PJV de la Familia
Dominicana de España, Madrid 2006.
http://jubileo.dominicos.org/kit_upload/file/Jubileo/carpeta2/12.pdf
LECTURA II. RAYMOND SANSEN, MORT DI DIEU, MORT DE L’HOMME
MUERTE DE DIOS, MUERTE DEL HOMBRE.
En este artículo el autor analiza la célebre afirmación de Nietzsche sobre la Muerte de Dios, su
vigencia actual y las consecuencias que se derivan de aquella afirmación. El estudio sitúa la
afirmación de Nietzsche en el contexto histórico y cultural que la vio nacer, muestra sus
precedentes, retrotrayéndolos hasta Lutero y su traducción de los Salmos, subraya la radicalidad
que Nietzsche otorga a su afirmación, a la que considera un anticipo histórico, y muestra las
consecuencias que se derivan de ese descubrimiento pretendidamente prometeico: la muerte del
hombre por el hombre. Termina, en fin, con una llamada a la esperanza: Dios no ha muerto. Es tan
sólo un concepto deficiente de Dios, lo que se ha desvanecido; pero hay que esforzarse en
redescubrir el auténtico contenido de la palabra Dios y las consecuencias, grávidas de riqueza y de
esperanza, que se derivan para la humanidad de la existencia del Dios verdadero.
"¡Dios ha muerto!". La contundente afirmación de Nietzsche resuena aún hoy en día. Unos se
alegran, otros se lamentan. Muchos asumen la expresión y le dan un sinfín de sentidos diversos.
¿Qué quiso decir Nietzsche? Esta es la primera pregunta que nos haremos y después veremos las
consecuencias de aquella afirmación.
"El hombre sin Dios deja de ser hombre". Esta constatación del filósofo ruso Nicolás Berdiaeff
convierte la muerte del hombre en una consecuencia inevitable de la muerte de Dios. Será preciso
afrontar, por tanto, otros problemas: ¿En qué consiste esta "muerte del hombre" de la que algunos
hablan tan convencidos? ¿Es realmente el fruto terrible, aunque lógico, de la "muerte de Dios"?
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Pero, ¿Dios ha muerto efectivamente? Esta es la última pregunta que tendremos que plantear. En
ella va implicada otra: ¿existe todavía una esperanza para el hombre?
I. NIETZSCHE Y LA MUERTE DE DIOS.
En 1882, en La Gaya Ciencia, Nietzsche lanza y reitera su proclamación de la muerte de Dios. Antes
de examinar el sentido que le da, preguntémonos si fue el creador del concepto y, de su formulación
audaz.
La génesis de una fórmula célebre.
Educado en el protestantismo luterano, el joven Nietzsche conocería la coral de Lutero: "Dios mismo
ha muerto", que se refiere al drama del Calvario. La fórmula quedó sin duda grabada en la viva
memoria de un joven temeroso e impresionable. Más tarde encontró una idea análoga y una
expresión idéntica en varios de sus autores familiares: J. P. Richter, H. Heine, G. de Nerval. También
hay que tener presente la influencia de Grecia. Al proclamar que "el gran Pan ha muerto", Nietzsche
se hace posiblemente eco de la exclamación del mito antiguo. Cabría evocar también a
Schopenhauer, del cual Nietzsche escribió que, como filósofo, fue "el primer ateo convencido e
inflexible que nosotros, los alemanes, hemos tenido". En Parerga y Paralipomena, el heraldo de la
muerte de Dios formuló esta crítica del panteísmo: "En la hipótesis del panteísmo, el Dios creador
es a su vez el atormentado sin fin, y sobre esta pequeña tierra él muere una vez por segundo y por
su propia voluntad, y eso es absurdo".
Proclamación de la muerte de Dios en Nietzsche.
Está claro que Nietzsche ha tenido predecesores. Pero antes de calibrar exactamente su influencia,
es preciso releer atentamente tres textos clave de La Gaya Ciencia:
(n. 108) Nuevas luchas: Después de la muerte de Buda, su sombra se siguió mostrando aún
durante siglos en una caverna, -‐una sombra enorme y espantosa. Dios ha muerto: pero, dada la
manera de ser del hombre, quizá habrá, a pesar de todo y durante miles de años, cavernas en las
cuales se mostrará su sombra.
(n. 125) El insensato: ¿No habéis oído hablar acaso de aquel hombre loco que, en pleno día,
encendía una luz y se ponía a recorrer la plaza pública gritando sin cesar: "Yo busco a Dios, ¡yo busco
a Dios!?". -‐Como se encontraban allí muchos de los que no creen en Dios, su grito provocó una gran
hilaridad: ¿Acaso se le ha perdido? decía uno. ¿Se ha extraviado como un niño? preguntaba otro.
¿Se habrá escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Habrá emigrado? -‐De esta guisa gritaban y reían.
El loco se colocó en medio de ellos y los perforó con su mirada. "¡Yo voy a deciros dónde ha ido
Dios! ¡Nosotros lo hemos matado, -‐vosotros y yo! ¡Nosotros todos, nosotros somos sus asesinos!
Pero, ¿cómo hemos hecho esto? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Quién nos ha dado la esponja
para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho cuando hemos desprendido esta tierra de la cadena
de su sol? ¿A dónde la conducen nuestros movimientos? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos
acaso sin cesar? ¿Hacia adelante, hacia atrás, de lado, de todos lados? ¿Hay todavía un arriba y un
abajo? ¿No vamos errantes como a través de una nada infinita? ¿No nos persigue el vacío con su
hálito? ¿Acaso no hace falta encender las luces antes del mediodía? ¿Todavía no oímos nada del
ruido que hacen los fosores al enterrar a Dios? ¿No percibimos nada aún de la descomposición
divina? -‐ ¡también los dioses se descomponen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios sigue muerto! ¡Somos
nosotros los que le hemos asesinado! ¿Cómo vamos a consolarnos, nosotros, los más asesinos entre
los asesinos? Aquello que el mundo ha poseído hasta el momento presente como lo más sagrado y
lo más poderoso, ha perdido su sangre bajo nuestro cuchillo -‐ ¿quién nos limpiará de esa sangre?
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¿con qué agua podremos purificarnos? ¿Qué explicaciones, qué ritos sagrados nos veremos
obligados a inventar? ¿La grandeza de este acto no es acaso demasiado grande para nosotros? ¿No
nos vemos forzados a convertirnos a nosotros mismos en dioses, para parecer al menos dignos de
los dioses? No hubo jamás una acción más grandiosa; y los que nazcan después de nosotros
pertenecerán, por causa de aquella acción, a una historia más sublime de lo que lo haya sido jamás
historia alguna".
El insensato se calló y miró de nuevo a sus oyentes: éstos también callaron y lo observaron
escudriñantes con asombro. Por último, aquel tiró al suelo su luz, que se rompió en añicos y se
apagó. "Yo llego demasiado pronto, dijo, mi tiempo todavía no ha llegado. Este acontecimiento
grandioso está todavía en camino, está en marcha -‐y todavía no ha llegado a los oídos de los
hombres. Hace falta tiempo para que nos llegue la luz de los astros, hace falta tiempo a los actos,
incluso cuando ya se han realizado, para que sean vistos y comprendidos. Aquella acción aún está
más lejos de ellos que el astro más lejano, -‐y, no obstante, ¡son ellos los que la han realizado!". Se
dice también que ese loco habría penetrado ese mismo día en distintas iglesias y habría entonado
su Requiem aeternam deo. Expulsado e interrogado no cesaba de responder la misma cosa: "¿Para
qué sirven las iglesias, si no son las tumbas y los panteones de Dios?".
(n. 343) Nuestra serenidad: Lo más importante de los acontecimientos recientes -‐el hecho
de que "Dios ha muerto", de que la fe en el Dios cristiano se ha resquebrajado empieza ya a
proyectar las primeras sombras sobre Europa. Al menos para el pequeño número de aquellos cuya
mirada, cuya desconfiada mirada, es suficientemente aguda y sutil para este espectáculo; parece
que un sol se ha ocultado, una confianza antigua y profunda se ha transformado en duda: A éstos,
nuestro viejo mundo debe parecerles cada día más crepuscular, más sospechoso, más extraño, más
"viejo". Se puede decir incluso que el acontecimiento es, con mucho, demasiado grande, demasiado
lejano, demasiado ajeno a la comprensión de todo el mundo para que se pueda comentar el ruido
que ha causado la noticia, y, aún menos, para que la gente pueda caer en la cuenta -‐para que pueda
saber qué es lo que va a hundirse, ahora que esa fe ha quedado minada: todo lo que se basa, se
apoya y encuentra vida en ella. Por ejemplo, toda nuestra moral europea. Esta larga serie de
derrumbamientos, de destrucciones, de ruina y de caídas que tenemos ante nosotros: ¿quién sería
hoy capaz de percibirla para ser el iniciador y el adivino de esta enorme lógica de terror, el profeta
de un ensombramiento y de una oscuridad que posiblemente no han tenido jamás equivalente
parecido sobre la tierra? Nosotros mismos, nosotros, adivinos de nacimiento, que permanecemos a
la expectativa sobre las cumbres situadas entre el ayer y el mañana, elevados por encima de las
contradicciones del ayer y del mañana, nosotros, primogénitos del siglo futuro prematuramente
nacidos, nosotros, que deberíamos de percibir ya las sombras que Europa está a punto de proyectar:
¿cómo es que incluso nosotros esperamos sin un interés verdadero y, sobre todo, sin preocupación
ni miedo la llegada de ese oscurecimiento? ¿Nos hallamos acaso dominados en exceso por las
primeras consecuencias de ese acontecimiento? -‐Y estas primeras consecuencias, al contrario de lo
que cabría esperar, no nos parecen en modo alguno tristes ni sombrías, sino al contrario, una
especie de luz nueva, difícil de describir, una especie de felicidad, de liberación, de serenidad, de
hálito reconfortante, de aurora... en efecto, nosotros filósofos y "espíritus libres", ante la noticia de
que "el Dios antiguo ha muerto", nos sentimos iluminados por una aurora nueva; nuestro corazón
desborda en agradecimiento, asombro, estupor y espera, -‐por fin el horizonte nos parece libre de
nuevo, aceptando a la vez que no está del todo claro. Por fin nuestros bajeles pueden de nuevo
desplegar las velas y navegar anticipándose al peligro, todos los golpes del azar de aquel que busca
el conocimiento están de nuevo permitidos. El mar, nuestro inmenso mar, se abre de nuevo ante
nosotros y quizá no hubo jamás un mar tan "grávido".
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Significado de la muerte de Dios en Nietzsche.
La muerte de Dios tiene en Nietzsche el valor de un acontecimiento. Subrayaremos tres aspectos:
el acontecimiento se manifiesta a la vez como una hazaña de los "espíritus libres", una amenaza
para el futuro y una gran esperanza.
1. Una hazaña de los "espíritus libres": La muerte de Dios, o mejor, su asesinato, es en primer
lugar una hazaña de los "espíritus libres". Sólo posteriormente y poco a poco una gran masa suscribe
el asesinato, levanta acta de la defunción y saca las consecuencias.
El espíritu libre es el espíritu activo, perspicaz, el espíritu que, "sospecha". Desconfiado frente a los
hábitos rutinarios del pensamiento, espontáneamente vigilante y crítico, derrumba las certitudes
aparentes y denuncia su fragilidad. A propósito de Dios se pregunta: "¿No será acaso una pura y
simple invención?".
Al abordar el análisis del conocimiento humano, cae en la cuenta de que el hombre, a pesar suyo,
se proyecta sin cesar a sí mismo en aquello que cree conocer. Ciencia y Metafísica son una
"humanización", una "asimilación" que deforma la realidad. A pesar de sus esfuerzos y de sus
pretensiones no pueden librarse de un "antropomorfismo" y permanecen, por tanto, "relativas" al
hombre que conoce o, mejor, dicho, cree conocer. A una crítica kantiana radicalizada, a lo que él
llama "un antropomorfismo absoluto", el espíritu libre añade un sentido agudo de la "perspectiva":
nosotros sólo vemos los seres y las cosas desde "nuestro ángulo".
El Dios de la Filosofía permanece "humano, demasiado humano". La perspicacia del espíritu libre ha
matado toda posibilidad de conocerle -‐si es que acaso existía-‐. En efecto, siguiendo a L. Feuerbach,
el espíritu libre denuncia una curiosa construcción de Dios hecha por el hombre. Presionado por el
miedo o por el sufrimiento, el hombre proyecta fuera de sí lo mejor de sí mismo y lo convierte en
una pseudo-‐realidad exterior lastrada con sus nostalgias y con sus sueños, un ser trascendente ante
el cual él se arrodilla. Feuerbach le llamaba alienación de la personalidad; Nietzsche le llama
distorsión de la personalidad. Por tanto, no es el hombre el que es obra de Dios, es Dios quien es
una "producción", una "creación" del hombre. Al término de su análisis, el espíritu libre ha matado
a Dios, o mejor, la "ilusión" de Dios.
Y no ha lugar un pretendido recurso a la fe religiosa. También el cristianismo no sería más que una
ilusión. Su Dios es antropomórfico en gran manera. Su fundador aparente, Jesús de Nazaret, tan
sólo un hombre, una especie de "santo anarquista", que la ingenuidad de sus discípulos ha
convertido en Dios. El mensaje de Jesús fue ampliado por Pablo de Tarso, quien lo convirtió en una
dogmática peligrosa. Y la Iglesia, que a través de Pablo se cree reivindicadora de Jesús, no es más
que el rebaño balante de los débiles extraviados que, para defenderse contra los fuertes, enarbolan
el escudo de los pseudovalores provenientes del judaísmo: bondad, dulzura, piedad, justicia,
perdón... Y "pensar, insiste Nietzsche, que se mide el tiempo a partir del dies nefastus que ha
marcado el inicio de esa calamidad ¡a partir del primer día del cristianismo! ¿Por qué no hacerlo a
partir de su último día? ¿A partir de hoy?".
2. Una amenaza para el futuro: ¿La muerte de Dios será acaso la aurora de los tiempos
nuevos? Implacablemente lúcido, el espíritu libre no cede prematuramente al optimismo. No oculta
las consecuencias temibles del acontecimiento.
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Al quedar eliminada una clave del saber -‐el Dios que fundamenta-‐, todo se convierte en "enigma":
el mundo, el hombre, la existencia humana. Los valores heredados se derrumban juntamente con
su fundamento tradicional -‐el Dios que prescribe-‐, y asistiremos al hundimiento inevitable de "toda
nuestra moral europea". A la vez, una garantía absoluta -‐el Dios que protege y castiga-‐ desaparece
de repente, el hombre está amenazado, ya que la libertad sin freno conduce a la "lógica del terror".
En suma, tenemos ante nosotros una "larga serie de demoliciones, de destrucciones, de ruinas y de
caídas". Por todos lados, al menos aparentemente, surge la pérdida de sentido; por todos lados, al
menos inmediatamente, surge la precariedad de la existencia.
Es cierto, por otro lado, que la apocalipsis no es inminente: "Dios ha muerto: pero, dada la manera
como somos los hombres, quizá habrá todavía durante miles de años cavernas en las que se
mostrará su sombra".
3. Una gran esperanza: A primera vista, "parece que el sol se ha ocultado" y que nuestro
viejo mundo se ha hecho "extraño" y "crepuscular". Pero el espíritu libre, tenazmente perspicaz,
vislumbra ya "una nueva aurora".
Percibe una novedad inagotable del universo y de la vida. La creencia en Dios ofuscaba el horizonte.
Muerto Dios, "el horizonte queda abierto": retrocede incesantemente hacia el límite huidizo de un
mar grávido e inmenso, un mar al cua l es seductor lanzar, en la nebulosa del riesgo, los bajeles de
la curiosidad y de la audacia. El espíritu libre percibe la inminencia de una exaltación insospechada
del hombre. Para éste, haber matado a Dios es ya "una acción grandiosa". Frente a ese futuro
abierto y esa libertad recobrada, "¿no nos encontramos acaso forzados a convertirnos nosotros
mismos en dioses para parecer al menos dignos de los dioses?" ¿No estaremos acaso en camino
hacia "una historia más elevada", una historia conducida por superhombres?
La muerte de Dios podría ser la oportunidad del hombre. Pero antes de ver si esta oportunidad fue
y sigue siendo efectiva, conviene examinar qué contenido tiene hoy la muerte de Dios.
II. LA MUERTE DE DIOS HOY
La afirmación nietzscheana ha seguido su camino. Tilliette habla de "la gran variedad de opiniones
y mentalidades que se incluyen bajo el nombre de "muerte de Dios"". Filósofos como Trotignon ven
en la muerte de Dios, vinculada a la muerte de la metafísica y a la ruina de los "valores marchitos",
"una nueva forma de relación entre el hombre y el mundo, una nueva figura histórica de la
conciencia".
He aquí las significaciones predominantes de una fórmula que se ha convertido en frase hecha.
La muerte de Dios como expresión del ateísmo
Esta es la significación más inmediata de la fórmula. En 1960 Vahanian constataba: "Dios ha muerto
no sólo en las elaboraciones intelectuales sino también en los intercambios mundanos que
caracterizan la condición humana". Se puede hablar pues de una muerte teórica y de una muerte
práctica de Dios.
La muerte teórica de Dios está ligada a la crisis de la metafísica, a la crítica de la religión, a una
manera nueva de definir el humanismo e incluso a la fuerza siempre perenne de ciertas objeciones:
por ejemplo, la existencia del mal. El adjetivo "teórico" se ha de tomar en todo su alcance. Implica
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un proceso del espíritu, al término del cual la idea misma de Dios aparece imposible, inútil e incluso
nociva.
La muerte práctica de Dios corresponde a su ausencia total o casi total en la vida cotidiana, en los
espíritus o en las instituciones: es "la invalidez de Dios en la existencia concreta" según fórmula
sugerente de Vahanian. Es el resultado de dos tendencias que se refuerzan mutuamente: la
secularización y la desacralización. Sólo cuenta el hombre.
La muerte de Dios como condición del humanismo
Subrayemos un aspecto de la muerte teórica de Dios: el humanismo ateo que H. de Lubac ha
analizado, poniendo de manifiesto su actualidad.
En una época en la que el hombre era impensable sin Dios, un humanista cristiano como Francisco
de Sales afirmaba: "Soy hombre en tan alto grado, que no soy otra cosa". El hombre derivaba su
nobleza y su orgullo de su diferenciación del animal.
Malraux ofrece, en su Psicología del arte, una definición sugerente del humanismo ateo: "El
humanismo no consiste en decir: "eso que yo he hecho no lo habría hecho ningún animal"; sino que
consiste en decir: "he rechazado aquello que la bestia quería de mí, y me he convertido en hombre
sin la ayuda de los dioses".
Igual que un padre dominador, y muchos piensan así, Dios es un obstáculo para el crecimiento y
para la emancipación del hombre. Por eso, llegar a ser hombre consiste en descubrir que Dios es
superfluo, en querer que sea superfluo. Eliminado, Dios desaparece. Y de la ausencia a la muerte
sólo hay un paso. Además, son bastantes los que, herederos de Nietzsche y defensores del
antiteísmo, declaran resueltamente la guerra y proyectan "el asesinato del Padre". No se trata tan
sólo de prescindir de Dios, se trata de matarle: matar su nombre, matar su idea, para así matar
mejor su presencia, dando por descontado que así se mata su ser.
La muerte de Dios como deficiencia de la palabra "DIOS"
Esta deficiencia es una ilustración del ateísmo práctico La palabra "Dios" tiende a desaparecer por
dos motivos, vinculados a dos aspectos de la situación cultural del hombre moderno.
a) La palabra "Dios" no tiene ya consistencia porque su contenido se ha diversificado de tal
manera, que ya no se capta. En el límite, la palabra se hace inutilizable: "No es que la palabra "Dios"
no signifique nada para el hombre moderno... sino, que, significando tantas cosas distintas,
obstaculiza la comunicación en vez de facilitarla". Así opina H. Cox en La ciudad secular.
b) La palabra "Dios" no tiene ya significación, porque el hombre moderno ha perdido el
sentido de la trascendencia. En 1968, en un encuentro del "Secretariado para los no creyentes", el
cardenal Marty subrayaba que "los ateos viven su existencia al margen de un ser trascendente". Y
ya en 1960, W. Hamilton precisaba que esto ocurre sin que les produzca ningún sentimiento de
vacío. Cuando un ser desaparece, su nombre deja de usarse y se esfuma en el recuerdo. P. Van
Buren cree que la palabra "Dios" ha muerto y que, por tanto, ya no tiene futuro. Algunos llegan
incluso a afirmar que la carencia de significado de la palabra "Dios" implica también la carencia de
significado de la palabra "ateísmo".
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La muerte de Dios como muerte de los ídolos
Se trata de 'la muerte de las concepciones erróneas o insuficientes de Dios, concepciones que
producen una degradación de la religión. G. Morel lo formulaba así: "Hay devociones
desafortunadas que hacen morir a Dios con más eficacia que el mismo ateísmo".
Así entendida, la noción no es nueva. Por negar a los ídolos, los primeros cristianos fueron
considerados auténticos ateos. Se les llevaba a la muerte porque ellos habían matado, es decir,
negado o trastocado los dioses de la ciudad. En todas las épocas, aunque sin recurrir a la fórmula
chocante: "muerte de Dios", filósofos, teólogos y pastores se han preocupado de purificar la
representación de Dios, liberándola de todo antropomorfismo.
Hoy en día, en cambio, espíritus audaces y también un tanto simplistas conciben la idea de un
"ateísmo purificador". La expresión es equívoca. De hacerles caso, subraya R. Vancourt, "habría que
inocular, especialmente a los practicantes y a los bienpensantes, de los que está de moda hablar
mal, una cierta dosis de ateísmo para convertirlos en adultos". ¿Saben de qué hablan cuando hablan
de ateísmo? Matar a Dios para hacerle vivir mejor: El proyecto es por lo menos sorprendente.
La muerte de Dios como expresión del cristianismo
En esta última perspectiva, la afirmación de la muerte de Dios tiene un doble sentido. Decir que Dios
ha muerto en Jesucristo puede ser una forma sugerente de expresar el misterio de la historia y de
la fe: la muerte en cruz de Jesús de Nazaret, Dios hecho hombre. Recordemos la coral luterana que
había impresionado a Nietzsche de niño: "Dios mismo ha muerto". Pero el cristiano sabe que la
resurrección del crucificado es un triunfo sobre su muerte y sobre toda muerte.
Decir que Dios ha muerto en Jesucristo puede ser también una forma imprevista y desconcertante
de adaptar el mensaje cristiano al ateísmo moderno. En El Evangelio del ateísmo cristiano, T. Altizer
mantiene una tesis sorprendente: la Buena Nueva que anuncia el Evangelio es la muerte de Dios y
esta muerte es "un acontecimiento definitivo e irreversible". Jesucristo no ha venido a liberar al
hombre del pecado, sino del Dios del Antiguo Testamento, del Dios celoso, omnipotente,
autoritario. En Jesucristo, Dios niega su trascendencia sobrecogedora para que el hombre pueda
vivir en plenitud en el mundo.
La obra de Altizer es compleja y se hace difícil hallar una postura clara sobre la divinidad de Jesús.
En otros autores tal postura es fácil de delimitar y es negativa: hombre excepcional, Jesús de Nazaret
ha muerto; sólo ha resucitado de forma simbólica en el espíritu de los hombres que todavía se
inspiran en su enseñanza. Algunos de esos autores se afirman incluso ateos y cristianos a la vez. Para
ellos la muerte de Dios puede hallar un lugar en un cristianismo ateo, lo que es sin duda paradójico,
para no decir cristianamente inadmisible. "Cuando en el seno mismo de la Iglesia, escribe K. Rahner,
se oye hablar de un cristianismo sin Dios, yo creo que ha llegado el momento de decir un no
categórico".
Hasta aquí algunos aspectos actuales de la muerte de Dios. Surge una pregunta que no podemos
evitar: ¿Hoy como ayer, cuando Nietzsche escribía La Gaya Ciencia o cien años más tarde,
acogiéndola con entusiasmo o con resignación, la muerte de Dios ha implicado para el hombre el
nacimiento de una esperanza, la luz creciente de una aurora? Nada menos cierto, y el hecho de que
actualmente se hable de la "muerte del hombre" es significativo.
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III. DE LA MUERTE DE DIOS A LA MUERTE DEL HOMBRE
Y. Congar piensa que una civilización atea corre el riesgo de convertirse en "homicida". Según N.
Berdiaeff, "el hombre sin Dios deja de ser hombre". La pendiente es deslizante, va del envilecimiento
hasta el asesinato. Berdiaeff escribe también: "la situación del hombre sin Dios y contra Dios
conduce a la negación y a la destrucción del hombre". Y sigue: "donde no hay Dios, tampoco hay
hombre: éste es el des cubrimiento experimental de nuestro tiempo".
Si Dios ha muerto, el hombre se convierte en un enigma sin sentido
Por su vínculo con la Razón divina -‐si es que cabe hablar de Razón, refiriéndose a Dios-‐ , la razón
humana encontraba la fuerza motriz de su orientación al ser y la garantía de su capacidad de verdad.
Desvinculada de Dios, después de haber intentado correr sola la aventura del saber absoluto y
después de múltiples decepciones, aquella termina por denigrarse a sí misma. El agnosticismo se
presenta como una sabiduría, y la evolución de la metafísica desemboca en la condenación del
inocente. Hay que resignarse: en lo que se refiere a su naturaleza profunda, el hombre es tan
incognoscible como Dios. A menos de refugiarse en una creencia filosófica o religiosa, nadie puede
decir ya nada ni de su origen radical ni de su destino último.
Nietzsche subrayaba ya la "excepción vana y fugitiva que la inteligencia humana constituye en el
seno de la naturaleza". J. Rostand narra "la aventura grotesca del protoplasma" y considera que el
pensamiento humano "no tiene más importancia en medio del cosmos inerte que el canto de las
ranas o el ruido del viento entre los árboles". El camino desde el enigma afirmado hasta el absurdo
que se proclama es ciertamente ilógico, pero no deja de ser seductor.
Al desmoronarse, la metafísica abandona al hombre a las ciencias humanas: biología, psicología,
sociología, etnología, lingüística... Ciertamente, éstas tienen algo importante que decir sobre el
hombre. Lo han demostrado, y con éxito. Pero cuando pretenden decirlo todo, el hombre no sale
en modo alguno enaltecido de los observatorios o de los laboratorios. El balance es desolador: el
hombre proviene del animal por evolución y, a fin de cuentas, nada esencial le distingue de este
último, sólo una simple cuestión de gradación; lo que hay de más elevado en el hombre procede,
en último análisis, del instinto sublimado; cuando el hombre piensa o habla, cree hacerlo por propia
iniciativa, pero al estar determinado por estructuras y mecanismos sociales, por una mentalidad y
por un lenguaje, sería mejor decir: "eso piensa, eso habla"...
No es preciso continuar con lo que es tan sólo una caricatura. De todas formas, aquel que debía
suplantar a Dios, ¡no da más de sí!
Si Dios ha muerto, el hombre es irremediablemente mortal
La muerte hace ilusorio todo más allá. Camus se complacía en repetir que la verdadera condición
metafísica del hombre es la del condenado a muerte: a una muerte radical, definitiva, auténtico
pórtico de la nada. Si Dios no existe, la muerte desemboca en el vacío. Por eso fascina y aterroriza.
Podría decirse incluso que la muerte se convierte en la única certeza. Frente a ese fracaso inevitable
caben distintas actitudes: desesperanza, dignidad o evasión, ironía o arrogación. De todas formas,
la realidad no cambia. El hombre, piense, diga o haga lo que sea, es "un ser-‐para-‐la-‐muerte", según
la fórmula de Heidegger, y para una muerte sin esperanza. El impulso de su vida terminará en el
fondo de un hoyo.
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A pesar de un renombre aparentemente asegurado o de una obra que aún mantenga su celebridad,
el superhombre es mortal. Al matar a Dios, se ha expuesto deliberadamente al tiempo frágil, móvil
y caprichoso, se ha encerrado en una tierra sin salida. Sin Dios nadie escapa a la precariedad
universal.
Si Dios ha muerto, la moral ha muerto
En Los Mandarines, Simone de Beauvoir hace decir a Anne Dubreuilh; "para mi alma, henchida
durante largo tiempo de absoluto, el vacío del cielo convertía toda moral en algo irrisorio".
Eliminado el absoluto, el hombre no tiene más remedio que establecer sus valores por sí mismo:
"sólo se conoce a sí mismo, afirma S. de Beauvoir, e incluso, no sabría soñar nada que no fuese
humano: ¿a qué compararle? ¿qué hombre podría juzgar al hombre? ¿en nombre de qué podría
hablar?".
Si Dios ha muerto, los pretendidos valores sociales son tan frágiles como los individuales. Su
trascendencia sólo es social. Y, sigue S. de Beauvoir, "nosotros somos libres para trascender toda
trascendencia". La afirmación es coherente. Está en armonía con la afirmación de Jean-‐Paul Sartre:
"Dios no existe, es preciso sacar las consecuencias hasta el final".
A menos que uno se imponga o acepte un ideal que será puramente humano, es evidente que "si
Dios no existe, todo está permitido". Este grito célebre de un héroe de Dostoyevski arranca de una
lógica brutal pero perfecta. Dejada al arbitrio humano, arbitrio egoísta o generoso, cínico o fraterno,
arbitrio constantemente variable, la moral vacía, pues no tiene ya punto fijo de referencia.
Si Dios ha muerto, se puede manipular su imagen
...Y su imagen por excelencia es el hombre. Separado de su vínculo vital con Dios, del Dios que
aseguraba su dignidad al hacerle participar del absoluto, el hombre se halla de repente reducido a
objeto, a instrumento, a máquina. Se convierte en presa fácil y tentadora de esas "técnicas de
envilecimiento" que G. Marcel ha denunciado con precisión. Las resume una palabra hoy muy
frecuente: violencia, que cualifica perfectamente las distintas manipulaciones que puede sufrir el
hombre.
a) La manipulación técnica, a la vez múltiple e indestructible. Sea la manipulación biológica:
inseminación artificial, esterilización, experimentación médica...; sea la manipulación psicológica,
que se combina con la precedente: el chantaje, el narcoanálisis, el suero de la verdad, el lavado de
cerebro, el adoctrinamiento, la tortura, el internamiento psiquiátrico...
b) La autodestrucción o la destrucción de los demás mediante la droga y la prostitución, tan
vieja como el mundo, pero que ilustra muy bien la degradación del ser humano convertido en
mercancía. Cuando se olvida a Dios, se le desafía, niega o desfigura, surge la ley de la jungla. O bien
el hombre es sagrado por naturaleza y no por decreto, o bien se degrada hasta convertirse en una
cosa. ¿Pero si Dios ha muerto, cómo puede el hombre seguir siendo sagrado?
c) La manipulación artística del hombre. En el arte moderno hay sin duda, una búsqueda
legítima y una renovación efectiva, una fiesta sinfónica de volúmenes y de formas, de colores y de
sonidos. Sería injusto negarlo. Pero en el arte moderno se da también el orgullo del artista que
pretende ser creador en el sentido más radical, que pretende reconstruir el mundo y no sólo
expresarlo, representarlo o enriquecerlo. Se pretende concebir y fabricar algo nunca visto,
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totalmente nuevo, instaurar un hombre inédito en un universo imprevisto. Se trata de dislocar para
inventar, de destruir para reconstruir.
Si Dios ha muerto, se puede matar al hombre
El asesinato es la consecuencia directa de la manipulación que lo provoca. Separado de Dios, el
hombre queda rápidamente sometido a la utilidad individual o colectiva. El aborto se convierte en
legítimo y la eutanasia en deseable. A lo largo de la vida, el suicidio está presente como una
posibilidad. Banalizada, la vida humana queda sometida al planteo subjetivo de su pretendido
propietario o a las normas arbitrarias de una sociedad que juega a la divinidad.
¡Y cuán frágil es esta vida humana cuando la ideología se erige en absoluto! Basta pensar en lo que
sugieren y significan esas palabras púdicas y cínicas a la vez: orden, represión, depuración,
liquidación, normalización... y también: terrorismo, guerrilla, guerra... y sobre todo: racismo,
antisemitismo y otras conductas insensatas, que en el límite son asesinas. La "solución final" sigue
siendo el prototipo de esos conceptos espantosos que el hombre es capaz de forjar cuando rechaza
a Dios y diviniza sus ideas simplistas o sus pasiones primarias.
Nietzsche habría rechazado con horror todas esas perspectivas atroces de la "muerte del hombre".
Habría sin duda rechazado la paternidad del nazismo que a menudo se le atribuye algo
simplistamente. Sí que cabe decir que la "noche" de la que habla, la noche que sigue a la "muerte
de Dios", ha caído en efecto sobre la tierra y, sobre todo, sobre los campos de muerte -‐de la muerte
del hombre-‐. Noche y niebla, decían los nazis a propósito de los infiernos que habían concebido y
construido...
IV. ¿Y SI DIOS NO HUBIESE MUERTO?
Ahora es preciso sacar las últimas consecuencias de nuestro análisis y mirar al futuro: el futuro del
hombre que piensa y vive, y el futuro de Dios mismo. La relación entre Dios y el hombre es tal que
la suerte del compañero humano parece vinculada a la del compañero divino.
¿Dios o nada?
Se podían prever las consecuencias de la muerte de Dios, y la sombría profecía de Nietzsche prueba
la perspicacia de su autor. La realidad la ha confirmado con una serie terrible de sucesos.
Se comprenden así los gritos de alarma dirigidos a sus contemporáneos por algunos grandes
hombres que captan los destrozos cometidos por los "espíritus libres". J. Rostand escribía:
"construid un Dios o reconstruid al hombre". A Malraux afirmaba poco antes de su muerte: "el siglo
XXI será religioso o no será". C. Lévi-‐Strauss, personalmente ajeno al problema de Dios, considera
que la dimensión religiosa ha sido siempre un elemento constitutivo de las civilizaciones del pasado
y se hace indispensable de cara al futuro, para que pueda existir civilización.
No basta con deplorar las consecuencias de la muerte de Dios, que sería sólo el fin de una ilusión
protectora o consoladora. C. Malraux tiene razón cuando considera que "el hombre tiene una
necesidad intensa de esperar en el hombre, ahora que ya no puede esperar en Dios". Será preciso
devolver su lugar y su valor a los planteos filosóficos y religiosos de Dios. Pero esa tarea sobrepasa
nuestro propósito.
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Constatemos al menos que, si por un lado, inteligencias brillantes, procedentes de campos distintos
niegan la existencia de Dios; por otro, inteligencias no menos brillantes, procedentes también de
campos distintos, la afirman y no de manera simplista. El problema de Dios es un problema que no
se puede resolver con un razonamiento puro, sino con una razón grávida de experiencia, avivada
por el corazón y sustentada por el estilo de vida. Es también un problema que ha de plantearse en
un clima de libertad, lejos de las modas y de los terrorismos intelectuales. Y, tanto en el pensamiento
como en la historia, el terrorismo está a la base del miedo. J.-‐M. Domenach afirma: "Estoy
convencido de que la pasión con que nuestra cultura rechaza la moral, el derecho y la antropología,
y su furor en desconstruir tienen como causa profunda el miedo a enfrentarse con el problema de
Dios". Precisa, además: "En efecto, la divergencia es tan fuerte, que en todos los órdenes del saber
se está remitido a este salto mortal: o bien vivimos en el azar, en el condicionamiento absoluto, en
la inexistencia de fines, en la relativización de las conductas y en el absurdo de la autoridad; o bien
es preciso que Dios exista, para que É1 sólo pueda garantizar una acción razonable".
El porvenir de Dios
Es posible que la alternativa tan actual: o Dios o nada, haya impresionado a muchos de nuestros
contemporáneos y haya determinado en ellos una especie de retorno a Dios: recuperación del
interés, regreso a la fe e, incluso, retorno a la práctica de la fe. Sin ceder a un optimismo ingenuo y
fácil, parece posible discernir los signos de una renovación religiosa. Podría muy bien ser que Dios,
lejos de estar muerto, tuviere un porvenir prometedor.
La crítica literaria capta el movimiento de las ideas y la evolución de las mentalidades. L. Guissard
afirma: "después de una época en la que se incluían los signos de la muerte de Dios en las culturas
secularizadas, se observan ahora los síntomas de su retorno. Eso indica que se le había enterrado
demasiado pronto. Quizá tan sólo se habían enterrado los simulacros ideados para ocupar su lugar,
las imágenes perecederas e indignas de Él, los subterfugios que pretendían captarlo como la
conclusión de un silogismo, las palabras que no admitían la humildad de reconocerse inadecuadas
ante el Misterio".
No es éste el momento de precisar en qué consiste lo que algunos llaman ya "el regreso de lo divino".
Por lo menos podemos constatar que Nietzsche y sus seguidores afirmaron demasiado deprisa la
muerte de Dios. Fijáos, les dice G. Suffert, en un libro de título chocante, fijaos: "El cadáver de Dios
todavía está vivo". Es lo mínimo que cabe decir.
Raymond Sansen, Mort di Dieu, mort de l’homme, (Mélanges de Science religieuse, 1979).
http://www.seleccionesdeteologia.net/selecciones/llib/vol21/82/082_sansen.pdf
LECTURA III. DIEGO S. GARROCHO, PALABRA Y VERDAD, SIGNIFICADO Y SENTIDO DE LA CREENCIA
RELIGIOSA.
Resumen: En el presente artículo trataremos de elaborar una aproximación a las singulares
características de la noción de verdad en la tradición judeo-‐cristiana. Para ello enfrentaremos la
tradicional concepción la verdad como adecuación con las condiciones específicas de la verdad
como emunah. La Sagrada Escritura, en tanto que signo lingüístico, nos inclina inmediatamente a
interpretar el valor de la palabra en términos meramente descriptivos. Sin embargo, las Religiones
del Libro y más específicamente la fe cristiana inauguran una nueva concepción de verdad cuya
comprensión se hace imprescindible no ya para evaluar o constatar su mera legitimidad sino, al
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menos, para poder concebir cabalmente los presupuestos sobre los que descansa esta influyente
interpretación y vivencia del acto de significar.
Palabras clave: Verdad, adecuación, Escritura, Dios, significante, significado, signo.
Abstract: This article aims to provide a general outline to the specific features of the notion of truth
in the Judaeo-‐Christian tradition. For that purpose we will contrast the traditional conception of
truth as conformity with the singular conditions of truth as emunah. The Holy Scripture merely
understood as a linguistic sign generally induces a simple and descriptive interpretation of truth.
However, the Holy Book based religions and more specifically the Christian faith unveil a new
conception of truth. A complete and full understanding of this notion is necessary in order to, not
only to assess the religious faith, but also to conceive of the grounds of where this experience
together with its correlating account of meaning is founded.
Keywords: Truth, conformity (adaequatio), Scripture, God, Signifier, Signified, Sign.
“Decir de lo que es que es y de lo que no es que no es”. Tal cosa era lo verdadero para Aristóteles
(Met. IV, 4, 1011b 26 y ss) y así dirá también el de Estagira: “no están lo falso y lo verdadero en las
cosas [...] si no en el pensamiento” (VI, 4, 1027b 25 y ss). Desde entonces, e incluso antes, la tradición
cultural de Occidente ha insistido en una interpretación que sitúa a la verdad y la mentira no en la
esfera de lo real sino en el modo en que lenguaje y pensamiento, en tanto que representaciones,
son capaces de describir el mundo. Bien es cierto que antes y después de Aristóteles se han sucedido
distintos modelos de verdad pero no es menos exacto reconocer la estabilidad con la que durante
siglos ha sobrevivido lo que Steiner denominó como la alianza entre el lenguaje y el mundo.
Decimos, hablamos, escribimos, figuramos... cosas del mundo y sobre el mundo. Y al mundo
solemos acudir cuando, en un cierto sentido, queremos constatar la verdad de lo que decimos. Los
medievales hablaron de adecuación entre el intelecto y la cosa (adaequatio intellectus et rei) y,
pasados los siglos, el positivismo lógico radicalizó el modelo hasta negar la significatividad de toda
proposición sintética que no fuera susceptible de ser verificada empíricamente. Siguiendo la
metáfora de Rorty, cabe decir que, tradicionalmente, lenguaje y pensamiento aspiraron a ser un
espejo de la naturaleza.
La relación entre palabra, verdad y mundo ha interrogado desde antiguo a los hombres. El enigma,
tan viejo como el habla, se vuelve todavía más oscuro si reconocemos -‐con permiso de Wittgenstein-‐
las distintas formas en los que el hombre se ha esforzado por de decir lo indecible. Desde el mito
hasta el poema, la historia de la cultura recoge innumerables ejemplos en los que el lenguaje
demuestra una utilidad que trasciende, con mucho, la mera representación lo real (de hecho, el
propio Aristóteles parecía tenerlo en cuenta al privilegiar en su Poética lo verosímil en detrimento
de lo verdadero). Sin embargo, no podemos resolver el uso del lenguaje en la creencia religiosa
apelando a la ficción o irrealidad de su contenido sino que, en tanto que creencia, el enunciado
dogmático de las distintas religiones reclama para sí el estatuto de verdad. Todo creyente aspira a
tener creencias verdaderas y toda creencia religiosa adquiere una vocación de verdad. Hablar de
lenguaje religioso, sin embargo, resulta enormemente vago. Así, también, hablar de Dios, un
concepto al que seguramente podrían atribuírsele muchos significados. En cierto modo, como
tantas veces en filosofía, para hablar de Dios tendríamos que precisar exactamente qué queremos
significar con un concepto tan extenso por lo que, aquí y en lo que sigue -‐ señalaré toda excepción-‐
al hablar de Dios me referiré al Dios de los cristianos. Es por tanto, el Dios del Génesis, el Dios de
Abraham, de las Tablas y de los profetas; es, también, el Dios del Evangelio, un Dios encarnado en
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Jesús y en gran medida, aunque sin poder agotar en ello todo su alcance, es, en sentido general, un
Dios de la Escritura.
No es casual comenzar nuestra exposición a partir de una referencia a la Escritura ya que el que la
creencia religiosa esté fundada en un Libro, en unos escritos, rasgo determinante – para el Judaísmo,
el Cristianismo y el Islam-‐ a la hora de investigar el modo en que se relacionan la palabra, la verdad
y el mundo. Para estas religiones el Libro es objeto de culto en tanto que es el lugar donde se revela
la Verdad. Pero es también un acontecimiento histórico y literario que, inspirado o no, sirve de
mediación entre de Dios y los hombres. El Libro condensa aquello que había de ser dicho -‐de una
vez por todas-‐ y es la fuente original de la que luego emanarán todo comentario y creencia. Creer
es por tanto afirmar la Verdad que ahí se expresa. Pero el Libro es también mucho más que una
colección de enunciados susceptibles de ser afirmados o negados puesto que existe una
significación que superviene a la totalidad de la Escritura. Es entonces una expresión lingüística que,
en cierto modo, trasciende el puro significar en el afuera del mundo.
De estas tres religiones, el judaísmo es probablemente la religión que más radicalmente observa y
atiende el decir del Escritura. Después de la destrucción del Templo por los romanos la Torá ha
mantenido la identidad del pueblo, ha sido la seña de identidad e incluso ha sido el lugar -‐el hogar-‐
del pueblo de Israel. Un pueblo sin patria que ha vivido desde el Libro y en el Libro. O, mejor dicho,
un pueblo viajero cuya patria siempre les ha acompañado al quedar reunida en forma de Palabra.
Así, en el año 1951 Ben-‐Gurión señaló: “Hemos guardado el Libro y el Libro nos ha guardado a
nosotros”. Esta experiencia, tan distante de la interpretación que hoy hacemos del lenguaje, se
vuelve perfectamente inteligible si identificamos el Libro y ley, ya que la Torá, los primeros libros de
la Tanaj, son precisamente eso: una “guía”, una “instrucción”, una “norma”. La patria se identifica
con el sistema normativo que la rige, la ordena e identifica y convierte la Alianza en el pacto
constituyente de un pueblo. El Corpus Iuris del pueblo judío se ha gestado como una interpretación
de la nomología de la Torá. Por ello los judíos han sido históricamente un pueblo sin patria o, dicho
de otro modo, una patria con ley, pero sin necesidad de territorio. Es más que probable que esta
vocación normativa sea la que ha enfrentado al judaísmo y a otras religiones con el poder civil. La
observancia de la ley (originalmente los 613 preceptos –mitzvot-‐ de la Torá), urgió históricamente
al establecimiento de un método exegético estable (Midraš halájico) para distinguir unívocamente
entre lo permitido y lo prohibido. De este modo, el Talmud y la tradición vinieron a completar la
halaká o ley judía. La ley y el comentario quedaron fijados por escrito para garantizar así la
conservación del significante y el significado.
Hoy, sin embargo, no puede ignorarse que la Torá o el Evangelio son textos históricos, nacidos de la
mano del hombre y sujetos a una deliberación que optó por incluirlos en un Canon Sagrado. La
solución para el halaquista judío y el teólogo cristiano consistió y seguirá consistiendo en la
reinterpretación, en la búsqueda y prevalencia de una verdad que se signa, desde una escritura que
siendo humana está a su vez inspirada por Dios. Para otros muchos, este origen contingente,
histórico y humano de la Escritura es la prueba de su carácter mítico lo que en ocasiones habría
servido para sentenciar su definitiva falsedad.
Para hablar de interpretación tendríamos que acudir, en el esquema palabra-‐mundo, al extremo del
significado. En la tradición hebrea de la que hoy somos herederos el estatuto de verdad entraña, sin
embargo, una originalidad previa. Lo significado (doctrina) se identifica con el significante (Libro) lo
que convierte a la propia Escritura en un objeto de culto. El texto, en su estricta materialidad,
interpretado qua signo es ya en sí mismo un acontecimiento sagrado. La cuestión fundamental sería
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establecer si por sagrado habría de ser también necesariamente verdadero (i.e., verdadero antes de
significar nada). La importancia de la materialidad del texto impone un protocolo extremadamente
estricto en la reproducción de la Escritura. Para eliminar cualquier posibilidad de error humano, en
el Talmud se enumeran más de veinte requisitos preceptivos para que un rollo de la Torá pueda
distinguirse como casher. En ausencia o incumplimiento de cualquiera de estos requisitos ese rollo
no poseerá ningún carácter sagrado. Así, el escriba no puede escribir de memoria ni una sola letra
en un rollo de la Torá y debe iniciar el trazo de todo signo a partir de la observación de un segundo
rollo casher. El escriba deberá también pronunciar cada palabra en voz alta antes de copiarla y cada
letra deberá guardar una rigurosa distancia con el trazo de los otros signos. En caso de que exista
un mínimo contacto entre una letra y cualquier otro punto el rollo quedará invalidado.
Es obvio que en el cuidado por preservar los significantes de la Escritura se trasluce también un
interés por asegurar los significados que de ella se extraen. Por ello, en la tradición hebrea también
se fijó por escrito el comentario (Talmud) y se distingue con precisión un método exegético dividido
en cuatro niveles. De este modo, la interpretación fijada –esto es, escrita-‐ se sitúa como una nueva
mediación entre el hombre y la palabra, una palabra que a su vez mediaba ya el encuentro entre
Dios con los hombres. El esplendor de la imagen de Dios se haría insoportable para la mirada del
hombre por lo que Dios se sirve del símbolo para darse a los hombres. Dice el Éxodo “mi rostro no
podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo” (Ex, 33-‐20). En esto coincide el
Dios judío con el Dios cristiano ya que, en ambos casos, la Gloria divina impide su contemplación
inmediata. Así queda referido en numerosos pasajes del Nuevo Testamento10, siendo acaso la más
célebre aquella sentencia en la que San Pablo advertía: “ahora vemos en un espejo, confusamente,
entonces veremos [a Dios] cara a cara” (I Cor, 13-‐12).
Sólo aparentemente el que hayamos dirigido nuestra atención a la Biblia podría facilitarnos el
examen de aquello que al inicio de este trabajo describimos de mano de Steiner como relación entre
Palabra, verdad y mundo. El objeto de culto y el contenido de la creencia judía y cristiana quedaron
reunidos en un testimonio escrito, en un conjunto de proposiciones finitas y numerables de las que,
podría pensarse, cabría emprender un proceso de validación individual. A tal fin servirían la
investigación histórica y el análisis lógico y con estos dos instrumentos podríamos contrastar, si el
tiempo lo permite, la verdad o falsedad de lo expresado en la Escritura. Sin embargo, para poder
concluir esa verdad o falsedad habríamos de decidir antes qué es la verdad y, seguidamente,
someter el significado de la Escritura a ese criterio.
La relación entre verdad y Escritura no podría sin embargo adecuarse al modelo aristotélico con el
que abrimos el presente texto. La Biblia, en tanto que expresión histórica y literaria multiplica su
significatividad desde una pluralidad de géneros, autores y lenguas. Esta verdad no puede asumirse,
por lo tanto, como una descripción del mundo real sino como una confianza en el mundo por venir.
Así, el concepto hebreo de verdad, ´emeth, se encuentra emparentado con el de emunah, una
noción cercana a lo que hoy significaríamos con fe, creencia, confianza… o estabilidad. Verdadero
es, por tanto, aquello de lo que nos podemos fiar. Es también una verdad que se dice y se comunica
de unos a otros (Zac 8, 16; Jem 9, 4) pero es ante todo una verdad identificable con la fidelidad.
Precisamente, la interpretación de dicha fidelidad depende también del decir, puesto que, como en
toda promesa, es en la palabra dada en lo que descansa todo pacto: la Alianza de Dios con los
hombres, y la palabra que se dan los hombres entre sí. Es por ello que la verdad judeocristiana es el
lugar donde se lleva a cabo la Justicia como la adecuación entre lo anunciado y el acontecer futuro,
y no como una adecuación entre lo anunciado y el mundo.
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Esta noción de verdad se cumple y se completa para los cristianos en el Nuevo Testamento y
adquiere con la figura de Jesús, además de un nuevo signo, un nuevo significado. Cristo, leemos en
el Evangelio de Mateo (5, 17) no vino a derogar la ley de los profetas sino a perfeccionarla. Ya en
griego encontramos en el Evangelio de Juan una referencia a la verdad (ἀλήθεια) que parece
inaugurar un nuevo significado al advertir que: “la ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia
y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (1, 17). El vínculo lingüístico entre Verdad y Palabra se
mantiene intacto e incluso se refuerza en la expresión joánica: “Tu Palabra es la Verdad” (Jn, 17, 17).
La verdad mantiene, por tanto, el carácter fiable: la firmeza y la estabilidad de la Verdad del Antiguo
Testamento. Sin embargo, como todos sabemos, el gran acontecimiento o la gran ruptura del Nuevo
Testamento con respecto al Antiguo es precisamente la encarnación de la Palabra (Jn, 1-‐14) o,
siguiendo la identificación antes referida, la encarnación de la Verdad.
El espíritu normativo de la Biblia judía queda mitigado en el Nuevo Testamento. La norma escrita,
la tradición y la observancia de la ley ritual dan paso a un nuevo discurso basado en el amor
incondicional (ἀγάπη). Así, (Mc, 12, 28-‐34; Mt, 22, 34-‐40; Lc 10 25-‐28) Jesús reduce a dos lo
mandamientos (amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo) y anuncia el
nuevo precepto rescatando, por cierto, en la versión de Marcos, la fórmula clásica de la plegaria
hebrea: “Escucha Israel” (Shemá Israel). La Ley, como dijimos, no viene a ser depuesta sino a ser
perfeccionada por lo que en la figura de Cristo se completa aquella ley que antes había sido escrita
y repetida. Efectivamente la letra se hace hombre en tanto que letra imperativa (hoy es Jesús quien
enuncia la ley) pero encarna, al igual que el texto para el judío, una significatividad original y propia
que permite a los cristianos predicar la verdad de un Dios encarnado. Así, leemos en el Evangelio de
Juan: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” insistiendo, de nuevo, en el carácter mediador entre
Dios y el hombre. Al igual que para el judío es la Escritura el lugar en el que Dios se revela, en el caso
de los cristianos es el Hombre el que sirve de Signo, el que significa y hace de medio para contemplar
a Dios. En el Evangelio de Juan se apunta: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn, 14, 21), y
San Pablo , con toda claridad, distingue a Jesús como el único mediador entre Dios y los hombres (1
Tim, 3,2).
El filósofo, sin embargo, no puede dejar de interrogarse acerca del uso e interpretación que de la
verdad se realiza en el relato bíblico. Hoy sabemos que ésta es una verdad nacida en el tiempo y
que desde su origen incorpora innumerables implícitos culturales y semánticos, unos implícitos a
los que tal vez no volvamos a tener acceso. Sin embargo, pasados los siglos siguen existiendo
creyentes que afirman y secundan esta verdad, una verdad que, por momentos, parece contraria a
la evidencia –y el término no es casual-‐ del mundo. La investigación histórica, los postulados de la
ciencia y el rigor lógico, las catástrofes humanas y la experiencia del dolor se distinguen como firmes
candidatos a derrotar la verdad de la Escritura y, sin embargo, aquel que se confiesa creyente sigue
confiando en la verdad de su creencia.
No parece filosóficamente legítimo indultar a la creencia y al lenguaje religioso de toda exigencia
epistemológica. Sin embargo, que existan y se exijan mecanismos de evaluación de la creencia no
implica el que las condiciones de verdad de la creencia religiosa puedan equipararse a las de las
ciencias empíricas, la historia o la lógica. Como ya señalamos, el objeto de la creencia religiosa es,
al menos para las religiones del Libro, ante todo y sobre todo un acontecimiento lingüístico y
simbólico. Hablar, por tanto, de verdad o falsedad con respecto al significado de la creencia nos
conduciría de inicio a la nada sencilla tarea de la interpretación: volver la significatividad del texto.
Un texto que, en tanto que signo, no puede equiparse a otras estructuras representativas de lo real
-‐en las que cupiera concluir verdad o falsedad-‐ dado que la Escritura se postula como un texto
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originante en el que se describe y prescribe, precisamente, cuál es el significado de ese decir verdad.
Si la tradición hebrea ha fijado y velado su ortodoxia exegética con gran celo, no es menos cierto
que la mayor parte de las herejías medievales se debieron precisamente a la indebida interpretación
del texto. La propia tarea de la interpretación se encuentra vinculada, en autores como Agustín de
Hipona, a una teoría del conocimiento general fundada sobre la semiótica16. No hay conocimiento
sin interpretación ni interpretación sin signo. Y el signo, para el creyente, es en primera instancia el
texto sobre el que se funda su creencia: la Escritura en el caso del judío, el Dios-‐Hombre acontecido
en el caso del Cristiano.
En cierto modo, de nuevo con Steiner, toda expresión simbólica es ya el anuncio de una
trascendencia. El significado trasciende al signo para signar una realidad ulterior o, acaso, otro signo.
Todo acto de significación es un acto de mediación, como lo era la Escritura para el judío o Jesús
para el cristiano. Lo que entendemos como verdad y mentira en el esquema especular entre
lenguaje y mundo dependerá exactamente del modo y la fidelidad con la que esa trascendencia
acontezca a partir de una interpretación del significado de la Escritura. El creyente es así, ante todo,
un intérprete. Un lector que actualiza el significado del texto en un acto de confianza sin pruebas,
precisamente porque pacta no ya con el texto sino a partir del texto la interpretación original del
significado de la verdad. La propia verdad, en tanto que palabra y concepto es un significante al que
debemos dotar de significado. Así, en el juego de signos la verdad adquiere un significado contextual
o referencial en el seno del discurso. Existe una verdad para la moral, una verdad para la lógica y
una verdad para la ciencia estadística. Todas ellas, para ser distinguidas como verdad comparten un
rasgo común, a saber: que pueden ser expresadas. Es decir, son verdades que pueden ser dichas.
De ahí la importancia de la cita con la que abrimos el presente trabajo: toda nuestra experiencia de
verdad -‐al menos en un sentido más cotidiano descansa sobre la posibilidad de poder ser expresada.
La verdad se encuentra así inseparablemente vinculada con el decir y más generalmente con el
representar, pero la herencia hebrea nos recuerda, sin embargo, que la Palabra además de ser dicha
es, ante todo, una palabra dada.
El habla, el pensamiento y la escritura son a su vez actos simbólicos en los que acontece lo que antes
distinguimos como trascendencia del significado. De ahí que creer en la verdad de un enunciado sea
tanto como creer que aquello que se enuncia tiene una validez efectiva: es decir, que es un
acontecimiento real. El gran interrogante, sin embargo, pasa por conocer el significado de aquello
que se enuncia. La verdad de un enunciado sólo puede expresarse lingüísticamente, pero la creencia
no descansa sobre el significante material -‐las palabras y letras que componen el enunciado-‐ sino
sobre aquello que dicho enunciado significa. De hecho, lingüísticamente pueden expresarse la
verdad y la mentira sin que, por ello, por cierto, podamos decir que lingüísticamente pueda
expresarse todo. El acontecimiento material del signo (que sea dicho, que sea escrito o, incluso, que
sea pensado) no entraña verdad ni validez alguna por lo que la creencia, a fin de cuentas, sólo puede
descansar sobre la interpretación de ese signo. Pudiera ser, claro, que alguien confiara en la
adecuación unívoca entre el significante y el significado lo que reuniría en una misma realidad
palabra y significado. Sin embargo, la distinción entre un sensus litteralis y un sensus spiritualis es
tan antigua como la interpretación misma por lo que no podemos preguntarnos por la verdad y
falsedad de una creencia sin interrogarnos primero por la relación entre el significado y la
interpretación del texto.
Hasta aquí el protocolo de actuación ordinario con el que nos interrogamos por la verdad de
cualquier signo. Sin embargo, y aquí se adelanta parte de la conclusión de nuestra propuesta, la
creencia religiosa -‐al menos en la tradición judeo-‐cristiana-‐ establece unas condiciones de
20
significación para el texto rotundamente originales que harían imposible un examen del significado
de la Escritura en estos términos. Por más que el ejemplo no tenga plena vigencia en nuestro tiempo,
el uso del tetragrámaton hebreo ilustra el singular paradigma de significación que rige el texto
bíblico. La Biblia hebrea designa el nombre de Dios con las cuatro consonantes del tetragrama
“YHWH” pero los judíos, durante siglos dejaron de pronunciar el nombre de Dios porque pensaron
que Dios mismo estaba presente en dicho nombre. Ya lo afirma el Deuteronomio cuando advierte
(5, 11) “no tomarás el nombre de Dios en vano” y así también los judíos prohíben toda
representación de Yahveh. En atención a esta cautela con respecto al uso del nombre divino en la
Biblia se recogen numerosas formas con las que quiere signar a Dios: Adonai, Elohim o la fórmula,
todavía más reveladora de Ha-‐Šem, término cuyo significado es, precisamente, el de El Nombre.
Dios es, entonces, el nombre por excelencia. Un nombre cargado de implicaciones ontológicas como
bien sabemos a partir de la tantas veces citada respuesta de Dios a Moisés (Ex 3, 14): “Yo soy el que
soy”. La tradición identificó este ser como un ipsum esse, como el Ser mismo, aunque hoy sabemos
por los traductores hebreos que la fórmula original se parecería más a un “existo como el que aquí
estaré” o, según la traducción de Martín Buber: “Haré acto de presencia como el que aquí estaré”.
Sobre estas palabras descansa la verdad como ´emeth que referimos al principio de este texto. Una
verdad que no es correspondencia sino esperanza, fiabilidad; una verdad que es confianza en el “allí
estaré” que Dios enuncia desde su propio nombre y en su propio nombre. Se trata, por tanto, de la
confianza en una palabra dada. La Nueva Alianza cristiana inaugura una nueva relación con la
textualidad al convertir al Dios-‐Palabra en un Dios-‐Hombre. Como arriba señalamos, para el cristiano
la mediación entre Dios y los hombres no es ya el texto, aunque, a excepción de aquellos que fueron
testigos, nuestra relación con la figura de Cristo está siempre mediada por la Escritura. Tanto en la
textualidad judía como en la cristiana se insiste en la significatividad original y originante de la
Palabra de Dios. No podemos preguntarnos por la verdad sin hacer uso de las palabras, pero la
primera Palabra, la palabra originalmente verdadera para la tradición judeo-‐cristiana es la Palabra
dada, en tanto que promesa, por el mismo Dios.
Steiner, distinguió en Presencias reales que la crisis de Dios es precisamente la crisis de la palabra al
establecer un vínculo entre el kerigma nietzscheano (“Dios ha muerto”) y la deconstrucción. Así,
toda significatividad descansaría sobre el presupuesto teológico que garantiza la presencia efectiva
de un significado. La alternativa, aún no sabemos si optimista o catastrófica, es que detrás de las
palabras no hubiera nada. Creo que esta intuición, asumida en sentido contrario por el propio
Derrida, puede resultar exagerada. Sin embargo, no es menos cierto que detrás de esta provocación
se apunta un rasgo cierto, a saber: que el Dios de los judíos y el Dios de los cristianos se nos ofrece
mediante el signo (del Libro y del Hijo) y establece una relación original y originante entre la Palabra,
la Verdad y el Mundo. Si toda verdad es interior al sistema en que se enuncia, el Dios del Texto y el
Dios de Jesús se establecen como verdad original, como enunciados primeros a partir de los cuales
habremos de evaluar cualquier otra verdad. No es ya una verdad que diga algo del mundo, sino que
sirve de medio entre nosotros, quienes sí somos del mundo, y aquella otra realidad trascendente y
anterior que en lugar de significarse como parte del mundo se distingue como su propia condición
(Wittgenstein). El conflicto, lógicamente, surge con el origen y la legitimidad del relato, un relato
sobre el que en última instancia descansa la creencia que adquiere también forma de lenguaje.
Cualquier acto de escritura se supone original en la medida en que es fruto de la acción y creación
del que escribe. La Palabra, sin embargo, no es en tal sentido original puesto que en tanto que signo
nos remite a un Origen anterior (allí donde la Palabra fue verdad antes de ser dicha) y a un eschaton
en el que esa verdad que asumimos como promesa quedará cumplida. Pedirle pruebas a la promesa
eliminaría, por hacerla absurda, esa misma confianza y desvanecería la propia concepción de verdad
21
que, falsa, parcial, improbable o cierta, inspira el sistema. Que filosóficamente esta verdad sea o no
válida fue y seguirá siendo objeto de debate. Puede, como dijeron algunos, que este uso del lenguaje
sea más cercano a la poesía que a la filosofía. Lo que no se antoja tan evidente es que esto sea buena
o mala noticia puesto que como ya advirtiera Platón en el Ión es a través de la boca de los poetas
como nos hablan los dioses.
Diego S. Garrocho Salcedo, Palabra y verdad, significado y sentido de la creencia religiosa,
(Madrid: Bajo Palabra, Revista de Filosofía, II Época, N. 5, 2010).
file:///C:/Users/juanpablo.po/Downloads/Dialnet-‐PalabraYVerdad-‐3412958.pdf
Tema 2: Dios se comunica al hombre en Cristo
LECTURA IV. INTRODUCCIÓN AL CRISTIANISMO
LA FE BÍBLICA EN DIOS
3. EL TEMA DE DIOS.
Cuestiones preliminares.
Amplitud del problema.
¿Qué es propiamente Dios? En otros tiempos nadie se hacía esta pregunta; la cuestión era clara,
pero para nosotros se ha convertido en un gran problema. ¿Qué significa la palabra Dios? ¿Qué
realidad expresa? ¿Cómo se acerca el hombre a esa realidad? Quien quiera afrontar el problema
con la profundidad que hoy día nos es característica, tendría que hacer primero un análisis religioso-‐
filosófico de las fuentes de la experiencia religiosa. Después tendría que estudiar por qué el
problema de Dios se extiende a lo largo de toda la historia de la humanidad; por qué despierta su
más vivo interés, incluso hoy, cuando paradójicamente se habla en todas partes de la muerte de
Dios y, sin embargo, el problema de Dios es una de las cuestiones más vitales.
¿De dónde ha recibido la humanidad la idea de Dios? ¿Dónde se enraíza esta idea? ¿Cómo puede
explicarse que un tema, al parecer superfluo y, humanamente hablando, inútil, sea al mismo tiempo
el problema más acuciante de la historia? ¿Por qué parece en formas tan diversas? En realidad, a
pesar de la desconcertante y aparente multiplicidad de las mismas, puede afirmarse que se reducen
a sólo tres, con distintas variaciones del tema: monoteísmo, politeísmo y ateísmo; éstos son los tres
grandes caminos que ha recorrido la humanidad en lo que se refiere al tema de Dios. Por otra parte,
todos nos hemos dado cuenta de que el tema de Dios, en realidad es también un modo de afirmar
la preocupación del hombre por él. El ateísmo puede expresar, y a veces expresa, la n pasión del
hombre por el problema.
Si queremos afrontar las cuestiones preliminares y fundamentales, tenemos que estudiar las dos
raíces de la experiencia religiosa a las que hay que atribuir la multiplicidad de las formas de
experiencia. El conocido estudioso alemán de la fenomenología de la religión, G. van der Leeuw, lo
dijo una vez en frase paradójica: El dios-‐hijo ha existido en la historia de las religiones antes que el
dios-‐padre. Más justo sería afirmar que el Dios salvador y redentor es anterior al Dios creador. Pero
cuidado con entender la frase como si se tratase de una sucesión histórica; no tenemos pruebas de
ello. Veamos la historia de las religiones; en ella el tema de Dios aparece siempre en dos formas;
por eso la palabra antes sólo quiere decir que, para la religiosidad concreta, para el interés vital
existencial, el salvador, comparado con el creador, ocupa un primer plano.
22
Detrás de esta noble figura, en la que la humanidad ha considerado a su Dios, están los dos puntos
de partida de la experiencia religiosa de los que hablábamos antes. El primero es la experiencia de
la propia existencia que se supera a sí misma y que de algún modo, aunque quizá verdaderamente,
apunta al totalmente otro. Éste es un acontecimiento múltiple, como la misma existencia humana.
Bonhoeffer dijo que ya es hora de suprimir a un Dios que nosotros mismos hemos convertido en
sucedáneo nuestro para cuando se acaban nuestras fuerzas, a un Dios al que podemos invocar
cuando ya no podemos más.
No deberíamos encontrar a Dios en nuestra necesidad y negación, sino en medio de la abundancia
de lo humano y de lo vital; esto quiere decir que Dios no es un invento nuestro para escapar de la
necesidad, ni algo que sería superfluo en la medida en que se alargan los límites de nuestra
capacidad. En la historia de la preocupación humana por Dios se dan los dos caminos y a mí me
parece que ambos son legítimos; tanto los aprietos a los que se ve sometido el hombre como la
holgura apuntan a Dios.
Cuando el hombre vive en la plenitud, en la riqueza, en la belleza y grandeza es siempre consciente
de que su existencia es una existencia donada; de que en su belleza y grandeza él no es lo que él
mismo se da, sino el regalo que recibe antes de cualquier obra suya, y que por eso le exige que dé
sentido a esa riqueza para que así tenga sentido.
Por otra parte, también la necesidad se ha convertido para el hombre en prueba que apunta al
totalmente otro. El ser humano plantea un problema, y lo es; vive en dependencia innata, tiene
límites con los que choca y que le hacen anhelar lo ilimitado (un sentido semejante tenían las
palabras de Nietzsche cuando afirmaba que todo placer, gustado como momento, anhela la
eternidad); pues bien, esta simultaneidad de dependencia y anhelo hacia lo ilimitado y abierto le
hacen ver que no se basta a sí mismo, y que crece cuando se supera a sí mismo y se pone en
movimiento hacia el totalmente otro y hacia lo indefinidamente grande
La soledad y el recogimiento nos dicen también lo mismo. No cabe duda de que la soledad es una
de las raíces esenciales de las que surge el encuentro del hombre con Dios. Cuando el hombre siente
su soledad, se da cuenta de que su existencia es un grito lanzado a un tú, y de que él no está hecho
para ser solamente un yo en sí mismo. El hombre puede experimentar la soledad de diversas
maneras. Puede apagarse la soledad cuando el hombre encuentra a un tú humano, pero entonces
sucede algo paradójico: Paul Claudel decía que todo tú que encuentra el hombre acaba por
convertirse en una promesa irrealizada e irrealizable; que todo tú es fundamentalmente una
desilusión y que se da punto en que ningún encuentro puede superar la última soledad. Encontrar
y haber encontrado a un tú humano es precisamente una referencia a la soledad, una llamada al tú
absoluto nacida en las profundidades del propio yo. Pero también es cierto que no sólo la necesidad
de la soledad, la experiencia de que ninguna compañía llena todo nuestro deseo, lleva a la
experiencia de Dios, a eso nos lleva también la alegría de sentirnos seguros. Al encontrar la plenitud
del amor puede el hombre experimentar el don de aquello que no podía llamar ni crear; ve que él
recibe mucho más cuando los dos quieren darse. En la lucidez y la alegría absoluta y del simple haber
sido encontrado, escondido detrás de todo encontrarse humano.
Todo esto quería dar a entender de qué manera la existencia humana puede constituir el punto de
partida de la experiencia de lo absoluto concebido como Dios hijo, como salvador o, simplemente,
como Dios atestiguado por la existencia. Otra fuente del conocimiento religioso es la confrontación
23
del hombre con el mundo, con sus potencias y misterios. También el cosmos, con su belleza y
plenitud, con su insatisfacción, fecundidad y tragedia, puede llevar al hombre a la experiencia del
poder que todo lo supera, del poder que a él mismo lo amenaza y al mismo tiempo lo conserva. De
ahí resulta la imagen borrosa y lejana que precipita en la imagen de Dios creador, padre.
El estudio profundo de las cuestiones arriba mencionadas nos llevaría directamente al problema
antes mencionado, de las tres formas en las que el tema de Dios se ha declinado en la historia de
los hombres: monoteísmo, politeísmo y ateísmo. Así se vería más clara, a mi entender, la unidad
subterránea de los tres caminos; pero téngase presente que esa unidad no significa identidad, y que
no quiere decir que cuando el hombre profundiza en ellos acaba por ver que todo es lo mismo y que
las diversas formas fundamentales pierden su significado propio. Querer probar la identidad puede
constituir una tentación para el pensamiento filosófico, pero al mismo tiempo supondría que las
decisiones humanas no se han tomado con seriedad y no haría justicia a la realidad. No puede
hablarse, pues, de identidad.
Una mirada más profunda nos hace ver que la diferenciabilidad de los tres caminos estriba en algo
distinto de lo que a primera vista nos hacen sospechar las tres formas fundamentales cuyo
contenido puede expresarse así: hay un Dios, hay muchos dioses, no hay dios. Entre las tres fórmulas
y entre la profesión que implican hay, pues, una oposición que ha de tenerse muy en cuenta, pero
también una relación oculta en su escueta formulación. Es claro que las tres formas están
convencidas en último término de la unidad y unicidad de lo absoluto. El monoteísmo cree en esa
unidad y unicidad; los muchos dioses del politeísmo, en los que él pone su mirada y esperanza, no
constituyen lo absoluto; para el politeísmo detrás de esa multitud de potencias existe solamente un
ser; es decir, él cree que el ser es, a fin de cuentas, único, o que es al menos el eterno conflicto de
un antagonismo original. Por su parte el ateísmo niega que a la unidad del ser pueda darse expresión
con la idea de Dios, pero no impugna de modo alguno la unidad del ser; en efecto, la forma más
radical del ateísmo, el marxismo, afirma fuertemente la unidad del ser en todo lo que es, al
considerar todo lo que es como materia; así, por una parte, lo uno, que es el ser en cuanto materia,
queda desvinculado de todas las concepciones anteriores de lo absoluto con las que la idea de Dios
está unida; pero, por la otra, contiene indicios que manifiestan su carácter absoluto y que nos hacen
pensar así en la idea de Dios.
Las tres formas, pues, afirman la unidad y unicidad de lo absoluto; es diversa la concepción del modo
como el hombre se comporta ante él, es decir, cómo se relaciona el absoluto con el hombre. En
síntesis, podemos decir que el monoteísmo parte de la idea de que lo absoluto es conciencia que
conoce al hombre y que puede interpretarlo. Para el materialismo, en cambio, el absoluto, al
concebirse como materia, no es personal y no puede en consecuencia entrar en relación con el
hombre mediante una llamada y una respuesta; el hombre tendría que sacar de la materia lo divino,
de forma que Dios no es anterior a él, sino fruto de su trabajo creador, su propio y mejor futuro. El
politeísmo, por último, está íntimamente vinculado tanto con el monoteísmo como con el ateísmo,
ya que la multitud de potencias están sometidas a un poder que puede concebirse de una o de otra
manera. Por esto es fácil explicarse cómo en la antigüedad el politeísmo se conjugó con un ateísmo
metafísico, y cómo estuvo también vinculado con un monoteísmo filosófico.
Todas estas cuestiones han de tenerse en cuenta si queremos estudiar a fondo el tema de Dios.
Estudiarlas ampliamente nos llevaría mucho tiempo y exigiría mucha paciencia; baste haberlas
24
mencionado, de nuevo volverán a nuestra mente cuando conozcamos la suerte de la idea de Dios
en la fe bíblica, a lo que aspira nuestra investigación. Vamos ahora a estudiar el problema de Dios
en una determinada dirección. Permanecemos así dentro de la preocupación de la humanidad por
Dios y de la amplitud del problema.
Volvamos al punto inicial, a las palabras del Credo: Creo en Dios Padre todopoderoso, creador. Esta
frase, con la que los cristianos profesan su fe en Dios desde hace casi 2,000 años, se remonta muy
atrás en el tiempo. Da expresión a la transformación cristiana de la cotidiana confesión de fe de
Israel, que suena así: Escucha, Israel: Yahvé, tu Dios, es único. Las primeras palabras del credo
cristiano asumen el credo israelita, su experiencia de fe y su preocupación por Dios, que se
convierten así en dimensión interna de la fe cristiana y sin ella ésta no tendría lugar. Junto a ella,
vemos el carácter histórico de la religión y de la historia de la fe que se desarrolla mediante puntos
de contacto, nunca en plena discontinuidad. La fe de Israel era algo nuevo comparada con la de los
pueblos circunvecinos; pero no es algo caído del cielo; se realiza en la contraposición con la fe de
los pueblos limítrofes, y en ella se unen, peleando, la elección y la interpretación, el contacto y la
transformación.
La profesión fundamental “Yahvé, tu Dios, es único”, que constituye el subsuelo de nuestro Credo,
es originalmente una negación de todos los dioses circunvecinos. Es confesión en el pleno sentido
de la palabra, es decir, no es la manifestación exterior de lo que yo pienso junto a lo que piensan
otros, sino una decisión de la existencia. Como negación de los dioses significa negación de la
divinización de los poderes políticos y negación del cósmico muere y vivirás. Podría afirmarse que el
hambre, el amor y el poder son las potencias que mueven a la humanidad. Alargando esto se podría
decir también que las tres formas fundamentales del politeísmo son la adoración del pan, del eros
y la divinización del poder. Estas tres formas son erróneas por ser absolutización de lo que no es
absoluto, y al mismo tiempo subyugación del hombre. Son errores en los que se presiente algo del
poder que encierra el universo.
La confesión de Israel es, como ya hemos dicho, una acusación a la triple adoración, y con ello un
gran acontecimiento en la historia de la liberación del hombre. Al acusar esta triple adoración, la
profesión de fe de Israel es también una acusación a la multiplicidad de lo divino. Es, como veremos
más adelante, la negación de la divinización de lo propio, esencial al politeísmo. Es también una
negación de la seguridad en lo propio, una negación de la angustia que quiere mitigar lo fatídico, al
venerarlo, y una afirmación del único Dios del cielo como poder que todo lo domina; es la valentía
de entregarse al poder que domina el universo, sin menoscabar lo divino.
Este punto de partida, nacido de la fe de Israel, sigue sin cambios fundamentales en el Credo del
cristianismo primitivo. El ingreso en la comunidad cristiana y la aceptación de su símbolo suponen
una decisión de la existencia de graves consecuencias. Ya quien entra en ese Credo niega por este
hecho las ideas que subyugan a su mundo: niega la adoración del poder político dominante en la
que se fundamentaba el tardío imperio romano. Niega el placer, la angustia y las diversas creencias
que hoy dominan el mundo. No se debe al azar el que el cristianismo pelease en el campo antes
denunciado y que impugnase la forma fundamental de la vida pública de la antigüedad.
25
4. LA FE BÍBLICA EN DIOS
Quien quiera comprender la fe bíblica en Dios, ha de seguir su desarrollo histórico desde los
orígenes, los padres de Israel, hasta los últimos escritos del Nuevo Testamento. El Antiguo
Testamento, con el que comenzaremos a continuación, nos ofrece un hilo que guiará toda nuestra
labor.
Con dos nombres, Elohim y Yavé, el Antiguo Testamento ha dado expresión a la idea de Dios. En
estas dos denominaciones principales de Dios se manifiesta la división y elección que realizó Israel
en su mundo religioso; también se verá la positiva opción que se llevó a cabo en esa elección y en
su precedente modelación.
Moisés dijo a Dios: Pero si voy a ver a los hijos de Israel y les digo: El Dios de vuestros padres me
envía a vosotros, y me preguntan cuál es su nombre, ¿qué voy a responderles? Y Dios dijo a Moisés:
Yo soy el que soy. Así responderás a los hijos de Israel. Yavé, el Dios de vuestros padres, el Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob, me manda a vosotros. Este es para siempre mi nombre; éste mi
memorial, de generación en generación. (Ex 3,13-‐15).
El sentido del texto es claro: quiere hacer del nombre, Yavé, el nombre decisivo de Dios en Israel,
porque se arraiga históricamente en los orígenes de la formación del pueblo y de la conclusión de
la alianza; y porque se pide una explicación de su significado, ésta se realiza al relacionar la
incomprensible palabra, Yavé, con la raíz baja (= ser). Esto es posible, visto el tenor consonántico
del texto hebreo, pero es por lo menos cuestionable si tal raíz filológicamente es el origen real del
nombre: Se trata, como sucede muchas veces en el Antiguo Testamento, de una interpretación
teológica, no filológica. No se trata de invstigar el sentido etimológico original, sino de darle aquí y
ahora un sentido.
La etimología es en verdad un medio por el que se busca el sentido de las palabras. La palabra, Yavé,
puede explicarse por la palabra “ser” (yo soy), pero las palabras siguientes, que Yavé es el Dios de
los padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, quieren dar un nuevo significado
al nombre. Es decir, la comprensión del nombre, Yavé, se amplía y profundiza de tal modo que el
Dios nombrado se equipara al Dios de los padres de Israel, invocado con los nombres de “El” y de
“Elohim”.
Intentemos ahora formarnos la idea de Dios que de esto se deduce; preguntemos, primero, qué
significa explicar a Dios con la idea de ser. Para los padres de la Iglesia, con ascendencia de filósofos
griegos, era una inesperada y audaz confirmación de su pasado intelectual, ya que la filosofía griega
había considerado como descubrimiento propio el ver detrás de cada una de las cosas relacionadas
con el hombre la idea del ser, que al mismo tiempo expresaba adecuadamente la idea de lo divino.
26
Este texto central de la Biblia parece decir exactamente lo mismo. ¿No podía dar esto la impresión
de una estupenda confirmación de la unidad de la fe y del pensar? De hecho, los Padres de la Iglesia
vieron afirmada aquí la más profunda unidad entre la filosofía y la fe, entre Platón y Moisés, entre
el espíritu griego y el bíblico. Según ellos, la búsqueda del espíritu filosófico y la consecución
realizada en la fe de Israel coincidían tan plenamente que creían que Platón no había podido llegar
a tal conocimiento por sus propios medios, que había conocido el Antiguo Testamento y que de él
había tomado sus ideas; de esta forma el núcleo de la filosofía griega había que relacionarlo con la
revelación, porque tal intuición no podía nacer de las fuerzas del espíritu humano.
En realidad, el texto del Antiguo Testamento griego, que manejaron los Padres, pudo dar lugar a la
idea de identidad entre Platón y Moisés, pero la dependencia es de signo contrario: el traductor que
vertió la Biblia hebrea al griego estaba influenciado por el pensamiento filosófico griego; bajo tal
influencia leyó y entendió el texto. El traductor pudo animar la idea de que el espíritu griego y la fe
de la Biblia engranaban perfectamente. El traductor construyó el puente que va desde el concepto
bíblico de Dios al pensamiento griego, al traducir la frase del verso 14, “Yo soy el que soy” con esta
otra: “Yo soy el que es”. El nombre bíblico de Dios se identifica aquí con el concepto filosófico de
Dios. El escándalo del nombre de Dios que a sí mismo se da un nombre, se disuelve en la amplitud
del pensamiento ontológico: la fe se casa con la ontología.
Para el pensamiento es un escándalo el hecho de que Dios tenga un nombre. ¿Puede ser esto algo
más que un recuerdo del mundo politeísta en el que nació por vez primera la fe bíblica? En un mundo
en el que los dioses abundaban como hormigas, Moisés no podía decir: Dios me envía, ni tampoco:
el Dios de los padres me envía. Sabía que esto era no decir nada, sabía que le preguntarían, ¿qué
Dios? Pero el problema es este: ¿se ha dado al “ser” platónico un nombre y se le ha designado así
como individuo? El hecho de que a este Dios se le dé un nombre, ¿no es expresión de una
concepción fundamental totalmente distinta? Añadiremos, ya que esto es importante para el texto,
que a Dios sólo se le puede nombrar porque él mismo se nombra; si esto es así, se cava una fosa
muy profunda para lo platónico, para el simple ser como estadio final del pensamiento ontológico,
al que no se nombra y que mucho menos puede nombrarse.
¿Conduce la traducción griega del Antiguo Testamento y las conclusiones que se han sacado de los
Padres a un mal entendido? En este punto los exégetas están de acuerdo, y también los sistemáticos
lo afirman con la agudeza y profundidad que le corresponden a este problema más que a cualquier
otra cuestión exegética. Emmil Brunner, por ejemplo, ha dicho abiertamente que la paridad que se
afirma aquí, ha llevado a la transformación de la idea bíblica de Dios en su contrario. En lugar del
nombre se coloca el concepto, en lugar del-‐que-‐no-‐ha-‐de-‐definirse entra una definición. Con ello se
discute toda la exégesis patrística, la fe de la antigua Iglesia, la confesión de fe en Dios y la imagen
de Dios del símbolo.
¿Con esto se cae en el helenismo, o, por el contrario, se afirma bajo nuevas condiciones lo que
siempre ha de afirmarse? Aunque sea brevemente, vamos a estudiar ante todo los datos exegéticos.
¿Qué significa el nombre de Yavé y su explicación con la palabra “ser”? Ambas cuestiones van
unidas, pero, como ya hemos dicho, no son idénticas. Acerquémonos un poco a la primera.
¿Podemos explicar lo que significa originalmente el nombre de Yavé partiendo de su origen
etimológico? Lo único que puede afirmarse es esto: Antes de Moisés, es decir, fuera de Israel, falta
una designación cierta de Yavé. Tampoco convencen los numerosos esfuerzos realizados para
27
delucidar las raíces preisraelitas del nombre; encontramos sílabas como jah, jo, hayv, pero el
nombre pleno “Yavé” aparece por vez primera, según nuestros conocimientos actuales, en Israel.
Parece ser obra de la fe en Israel que se ha modelado, no sin contactos, pero sí creadoramente, su
propio nombre de Dios y su propia imagen de Dios.
Muchos indicios nos dicen que la formación de ese nombre fue obra de Moisés, que se sirvió de él
para infundir nueva esperanza a sus compañeros oprimidos. Parece ser que la última configuración
del nombre propio de Dios y de la imagen propia de Dios en él incluida, fue punto de partida de la
formación del pueblo.
Desde un punto de vista puramente histórico podemos afirmar que Israel se hizo pueblo partiendo
de Dios, partiendo de la llamada a la esperanza que suponía el nombre de Dios.
No podemos discutir aquí los numerosos indicios que apuntan a los puntos de contacto preisraelitas
del nombre. Me parecen muy bien fundadas y acertadas las observaciones de H. Cazelles; éste hace
notar cómo en el reino babilónico existían nombres teófonos (es decir, nombres de personas
relacionados con Dios), formados con la palabra yaum; estos nombres contienen el elemento yau,
ya, cuyo significado es algo así como “el mío”, “mi Dios”. La formación de esta palabra, dentro de la
confusión de dioses con los que hay que contar, apunta a un Dios personal que, en cuanto ser
personal, se relaciona personalmente con los hombres; esta observación es digna de notarse ya que
coincide con un elemento central de la fe premosaica en Dios, con esa figura de Dios que, a raíz de
la Biblia, hemos definido como Dios de los Padres. La etimología propuesta explicaría lo que la
historia de la zarza ardiente afirma como íntimo presupuesto de la fe en Yahvé: la fe de los Padres,
el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Consideremos por un momento esta figura sin la que no
puede entenderse el sentido del mensaje -‐Yavé.
El presupuesto íntimo de la fe en Yavé: el Dios de los Padres.
La raíz etimológica y conceptual del nombre Yavé que traducíamos por “Dios personal”, como indica
la sílaba yau, manifiesta claramente tanto la separación de Israel de un modo histórico-‐religioso
como la continuidad de Israel con su prehistoria, comenzando por Abraham. El Dios de los Padres
no se llamaba Yavé, sino El y Elohim. Los Padres de Israel aceptaban la religión de su medio
ambiente; la religión “El”, cuyos rasgos esenciales son el carácter social y personal de la divinidad;
se decidieron por un Dios que, desde el punto de vista religioso-‐psicológico, era un numen personale
(Dios de personas), no un numen locale (Dios de un lugar). ¿Qué significa todo esto? Vamos a
intentar explicarlo partiendo de lo que ya sabemos. Recordemos que la experiencia religiosa de la
humanidad se enciende continuamente en los lugares santos en los que el hombre siente
especialmente el totalmente otro, la divinidad: una fuente, por ejemplo, un edificio majestuoso, una
piedra misteriosa o un hecho insólito pueden obrar en este sentido. Pero entonces se corre el peligro
de creer que en el lugar que se manifiesta lo divino y lo divino van tan unidos, que la presencia
especial de lo divino se limita exclusivamente a ese lugar. Entonces el lugar se convierte en lugar
sagrado, en morada de lo divino. La vinculación de lo divino a un lugar, realizada en la forma que
hemos visto, lleva por una especie de necesidad íntima a su multiplicación: por una parte, lo santo
se ha experimentado en un lugar; pero, por otra, se cree que tal experiencia se limita a un solo lugar;
entonces se multiplican las divinidades locales que se convierten así en divinidades particulares
vinculadas a determinados lugares. Un cierto eco de lo que acabamos de decir podemos oírlo en el
28
cristianismo: para muchos fieles poco instruidos las vírgenes de Lourdes, Fátima o Altöting son
personas diversas, no son de ninguna manera la misma persona.
Pero volvamos a nuestro tema. En contra de la tendencia pagana por un numen locale, por una
divinidad concretada a un lugar y limitada a él, el Dios de los Padres representa una decisión
completamente distinta. No es el Dios de un lugar, sino el Dios de las personas: el Dios de Abraham,
de Isaac y de Jacob, que, por lo mismo, no se limita a un lugar, sino que muestra su presencia
operante en todos los parajes donde se encuentra el hombre. Por eso se piensa en Dios con
categorías completamente distintas. A Dios se le concibe en el plano del yo-‐tú, no del local. Dios se
esconde en la trascendencia de lo que no se limita a un lugar, pero al mismo tiempo se manifiesta
como cercanía presente en todas partes (no sólo en un lugar determinado), cuyo poder no infunde
temor. No se le encuentra en un lugar, sino allí donde está el hombre y donde éste se deja encontrar
por él. Al decidirse los Padres de Isra-‐El por El realizaron una opción de capital importancia: se
decidieron por el numen personale en lugar del numen locale, por el Dios personal ávido de
relaciones personales, por el Dios que se encuentra en el plano del yo-‐tú y en un lugar sagrado. La
manifestación del ser personal de Dios y su comprensión en un plano caracterizado por la relación
interpersonal yo-‐tú, rasgo fundamental de El, es el elemento más principal de la religión de Israel.
A este respecto, en el que queda esencialmente determinado el lugar espiritual de la fe en El, hemos
de añadir otro: El no se concibe solamente como portador de personalidad, como padre, como
creador, sabio o rey; es, ante todo, el Dios altísimo, el poder altísimo, aquel que está por encima de
todos los demás. No tenemos que afirmar expresamente que también este elemento siempre fue
decisivo en toda la experiencia bíblica de Dios. No se elige a un poder que de alguna manera obra
en algún lugar, sino sólo a aquel que en sí encierra y supera todos los demás poderes individuales.
Enumeremos, por último, un tercer elemento que se extiende a través de todo el pensamiento
bíblico: ese Dios es el Dios de la promesa. No es un poder de la naturaleza en cuya epifanía se revela
el eterno poder de la naturaleza, el eterno “muere y vivirás”; no es un Dios que orienta al hombre
hacia lo eternamente idéntico del círculo cósmico, sino a lo venidero, a aquello hacia lo que se dirige
la historia, a su término y meta definitivos; es el Dios de la esperanza en lo venidero. Esta es una
dirección irreversible.
Sin entrar en muchos pormenores, podemos afirmar que este hecho permitió a Israel expresar con
más claridad la unicidad de Dios; Dios es único, pero es el supremo, el totalmente otro; supera
incluso los límites de singular y de plural, está más allá de ellos. La trinidad no se nos revela en el
Antiguo Testamento, mucho menos en sus primeros estadíos; pero en este acontecimiento se
esconde una experiencia que abre el camino al discurso cristiano sobre Dios uno y trino. Sabemos,
aunque no nos demos cuenta de ello, que Dios es por una parte el uno radical, pero, por la otra, no
puede expresarse con nuestras categorías de unicidad y multiplicidad, sino que está por encima de
ellas hasta tal punto que, si bien es cierto que es verdaderamente uno, sería completamente
desatinado designarle con la categoría “uno”. En la primitiva historia de Israel (y también después,
para nosotros) esto significa que el legítimo problema del politeísmo ha sido aceptado. El plural,
referido a un solo Dios, dice al mismo tiempo que él es todo lo divino.
29
Si queremos hablar acertadamente del Dios de los Padres, tenemos que hacer referencia a la
negación incluida en el “sí” que por primera vez se nos ofrece en El y Elohim. Nos baste referirnos a
dos veces, es decir, a los dos nombres divinos más comunes del mundo en que vivía Israel. Se han
eliminado todas las concepciones que el medio ambiente de Israel expresaba con los nombres Baal
(= señor) y Melech (Moloch = el rey). Se ha eliminado también la adoración de la fertilidad y la
vinculación local de lo divino que implica. Con la negación del Dios-‐rey Melech se ha excluido un
determinado modelo social. El Dios de Israel no se esconde en la lejanía aristocrática de un rey, no
conoce el despotismo cruel que entonces suponía la figura del rey; es el Dios cercano que puede ser
fundamentalmente el Dios de cada hombre. ¡Cuánta materia de reflexión y de consideración se
ofrece a nuestra inteligencia! Pero volvamos al punto de partida, al problema del Dios de la zarza
ardiente.
Yavé, el Dios de los Padres y el Dios de Jesucristo.
Hemos visto que Yavé se explica como el Dios de los Padres; por eso entra a formar parte de la fe
en Yahvé el contenido de la fe de los Padres, que recibe así un nuevo contexto y una forma nuevos.
Pero ¿qué es lo específico, lo nuevo expresado con la palabra “Yavé”? Las respuestas son infinitas.
No puede determinarse a ciencia cierta el preciso sentido de las fórmulas de Ex 3. Dos aspectos
salen a la luz. Ya hemos dicho que para nuestro modo de pensar el hecho de que a Dios se le dé un
nombre y aparezca así como individuo, es un escándalo. Pero al estudiar más de cerca el texto que
comentamos, nos encontramos con este problema: ¿se trata en realidad de un nombre?
A primera vista la pregunta parece absurda, ya que es incuestionable que Israel vio en la palabra
Yavé un nombre de Dios. Sin embargo, una lectura más atenta del texto nos dice que la escena de
la zarza ardiente ha explicado la palabra de un modo que parece excluir que sea un nombre; de
todos modos, es cierto que cae fuera de la colección de denominaciones de las divinidades a las
que, a primera vista, parecería pertenecer. Repasemos de nuevo el texto. Moisés pregunta: Los hijos
de Israel a los que me envías me dirán: ¿quién es el Dios que te envía? ¿Cómo se llama? ¿Qué he de
decirles? Se narra que Dios contestó a Moisés: “Yo soy el que soy”.
Esta frase la podríamos traducir también así: “Yo soy lo que soy”, y parece propiamente una repulsa.
Da la impresión de ser una negación del nombre más bien que una manifestación del mismo.
En toda la escena hay algo de despecho por tal impertinencia: Yo soy el que soy. La idea de que aquí
no se revela un nombre, sino que se rechaza la pregunta, gana posibilidad cuando comparamos el
texto con otros dos que pueden aducirse como auténticos paralelos: Jue 13,18 y Gen 32,30. En Jue
13,18 un cierto Manoach pregunta el nombre del Dios con el que se ha encontrado, pero se le
responde: ¿Por qué me preguntas mi nombre, si es un misterio? (Otros traductores dicen: “porque
es maravilloso”). No se revela ningún nombre. En Gen 32,30 se narra la lucha nocturna de Jacob con
un desconocido. Jacob le pregunta el nombre, y recibe una respuesta que es al mismo tiempo una
negativa: “¿Por qué me preguntas por mi nombre?”
Ambos textos son afines al nuestro tanto lingüística como estructuralmente, la afinidad conceptual
no puede, pues, ponerse en duda; también en nuestro texto hay un gesto de repulsa. El Dios con el
que habla Moisés en la zarza no revela su nombre de la misma manera que lo hacen los dioses de
los pueblos circunvecinos, los dioses-‐individuos que tienen que decir su nombre para poder
distinguirse de sus colegas. El Dios de la zarza ardiente no pertenece a la misma categoría.
30
En el gesto de repulsa se manifiesta algo del Dios totalmente otro frente a los demás dioses. La
explicación del nombre Yavé mediante la palabra “ser” da pie a una especie de teología negativa:
Elimina el nombre en cuanto nombre, traslada lo completamente conocido, que parece ser el
nombre, a lo desconocido, a lo escondido; disuelve el nombre en el misterio, de modo que el ser
conocido y el no ser conocido de Dios, su ocultamiento y su manifestación, son simultáneos. El
nombre, símbolo del ser conocido, se convierte en clave para lo que permanece desconocido e
innominado de Dios. En contra de los que creen que pueden comprender a Dios, se afirma aquí
claramente la infinita distancia que lo separa de los hombres.
Según eso era legítima la evolución en virtud de la cual Israel no se atrevió a pronunciar más el
nombre de Dios, daba en su lugar un rodeo, de tal forma que en la Biblia griega ya no aparece, sino
que se le sustituye con la palabra “Señor”. En este hecho se ha captado con profunda intuición el
misterio de la escena de la zarza ardiente con una intuición mucho más profunda que en la más
científica explicación filológica.
Con esto hemos visto solamente la mitad del contenido, ya que Moisés debe decir a los que le
interrogaban que “el yo-‐soy” me envía a vosotros. (Ex 3,14). Posee una respuesta, aun cuando sigue
siendo un enigma. ¿No podemos, más aún, no debemos descifrar positivamente la palabra? La
exégesis moderna ve en la palabra la expresión de una cercanía poderosa y auxiliante. Dios no revela
ahí, como quiere el pensamiento filosófico, su esencia, su ser, sino que se manifiesta como un Dios
para Israel, como un Dios para los hombres. El “yo-‐soy” significa algo así como “yo estoy ahí”, “yo
estoy ahí para vosotros”. Se afirma claramente la presencia de Dios; su ser se explica no como un
ser en sí, sino como un ser par-‐para. Eissfeld cree posible no sólo la traducción “él ayuda”, sino
también estas otras: “llama a la existencia, es creador”, “él es” y también “el ser”. El exegeta francés
Edmund Jacob dice que el nombre El expresa la vida como poder, mientras que el nombre Yavé
expresa duración y actualidad. Dios se llama aquí “yo soy”, es decir aquel que “es”, el ser en
contraposición al hacerse, aquel que permanece en el cambio.
Toda carne es como hierba y toda su gloria como flor del campo. Sécase la hierba, marchítase la flor,
cuando sobre ellas pasa el soplo de Yavé. Sécase la hierba, marchítase la flor, pero la palabra de Dios
permanece para siempre (Is 40,6-‐8).
La referencia a este texto pone de manifiesto un contexto en el que se ha reparado poco. La idea
fundamental de la predicación del Deutero-‐Isaías es ésta: las cosas de este mundo pasan; los
hombres, por poderosos que sean, son como las flores del campo que florecen un día para palidecer
y morir al día siguiente; en medio de este drama gigantesco de transitoriedad, el Dios de Israel “es”,
no “cambia”. “Es” en todo cambio y mutación. En realidad, este “es” de Dios permanece inmutable
por encima de la mutabilidad del hacerse; dice relación de algo, es el garante; ahí está para nosotros,
su permanencia nos da apoyo en nuestra mutabilidad. El Dios que “es”, es también el que está con
nosotros; no es sólo Dios en sí, sino nuestro Dios, el Dios de los Padres.
Con esto volvemos al problema que nos planteó la historia de la zarza ardiente al principio de
nuestras reflexiones: ¿qué relación media entre el Dios de la fe bíblica y la idea platónica de Dios?
¿Es el Dios que se nombra y que tiene un nombre, el Dios que se está ahí y ayuda, totalmente
contrario al esse subsistens, al ser por antonomasia encontrado en la silenciosa soledad del
pensamiento filosófico? ¿Qué relación existe entre ellos? A mi entender, para llegar al núcleo de la
cuestión y para comprender el sentido del discurso cristiano sobre Dios, hay que acercarse más
31
tanto a la idea bíblica de Dios como a las afirmaciones del pensamiento filosófico. En lo que se refiere
a la Biblia, es importante no aislar la historia de la zarza ardiente. Ya hemos visto cómo hay que
comprenderla a la luz del subsuelo de un mundo impregnado de dioses con el que se une y a la vez
del que se desvincula la fe de Israel. La evolución sigue adelante y asume la idea de pensar; el
acontecimiento de la explicación dada en la narración no llega a su término; se continúa y
comprende de nuevo a lo largo de la historia de la preocupación bíblica por Dios.
Ezequiel, y sobre todo el Deutero-‐Isaías, debieran calificarse de teólogos del nombre de Yavé; éste
es uno de los elementos más importantes de la predicación profética. Como se sabe, el Deutero-‐
Isaías habla al final del destierro babilónico, en una época en que Israel puede mirar el futuro con
nueva esperanza. El imperio babilónico, que parecía invencible y que subyugó a Israel, ha quedado
destruido. A Israel se le creía muerto para siempre, ahora renace de sus ruinas. Por eso el
pensamiento central del profeta es este: Los dioses pasan, Dios en cambio “es”; “Yo Yavé” que era
al principio y soy el mismo de siempre, y seré en los últimos tiempos. (Is 41,4).
El último libro del Nuevo Testamento, la misteriosa revelación, repite en una situación apurada esta
frase: El existe antes de todos los poderes y existirá por siempre (Ap 1,4; 1,17; 2,8; 22,13); pero
escuchemos de nuevo al Deutero-‐Isaías: “Yo soy el primero y el último y no hay otro Dios fuera de
mí”, (44,6). “Yo soy, yo, el primero, el también postrero”, (48,12). En este contexto el profeta acuña
una fórmula nueva en la que reaparecen los colores significativos de la historia de la zarza ardiente
comprendida bajo nueva luz. La fórmula “yo-‐él”, que en hebreo parece ser completa y sencillamente
misteriosa, se ha traducido al griego, en buena versión en cuanto al contenido, con esta otra: “Yo
soy” (ἐγώ εἰμί). En este sencillo “yo soy” el Dios de Israel se contrapone a los demás dioses y se
muestra como el que es frente a los que cesan y pasan. La sucinta frase enigmática “yo soy”, se
convierte en el eje de la predicación de los profetas en la que sale a la luz la lucha contra los demás
dioses, la lucha contra la desesperación de Israel, su mensaje de esperanza y seguridad.
Frente al vano panteón babilónico, frente a los poderes caídos, se levanta el poder de Yavé en la
expresión .yo soy., que afirma su sencilla superioridad sobre todos los poderes divinos y no divinos
de este mundo. El nombre de Yavé, cuyo sentido se reactualiza aquí, da un paso adelante y se abre
a la idea de lo que “es” en medio de la caducidad de lo aparente, de lo que no dura.
Sigamos adelante hasta llegar al Nuevo Testamento. El evangelio de Juan, la última reinterpretación
retrospectiva de la fe en Jesús, es para nosotros, cristianos, el último paso en la autointerpretación
del movimiento bíblico. Pues bien, en él encontramos la misma línea que coloca la idea de Dios bajo
la luz de la idea del ser y que explica a Dios como simple “yo soy”. El evangelio de Juan está vinculado
a la literatura sapiencial y al Deutero-‐Isaías, sin los que no puede comprenderse. Juan convierte la
frase isaiana “yo soy” en la fórmula central de su fe en Dios, pero lo hace de tal forma que constituye
la expresión central de su cristología. Este es un gran acontecimiento tanto para la idea de Dios
como para la imagen de Cristo. La fórmula nacida en la escena de la zarza ardiente, la fórmula que
al final del exilio es expresión de esperanza y seguridad en contra de todos los dioses derrumbados,
la fórmula que expresa la permanencia de Yavé sobre todos los poderes, se encuentra en el centro
de la fe en Dios, pero de tal forma que se convierte en testimonio dado a Jesús de Nazaret.
La importancia de este acontecimiento se ve bien clara a pesar de que Juan reasume el núcleo de la
historia de la zarza ardiente de manera mucho más sugestiva que cualquier otro autor
neotestamentario anterior a él. El núcleo es la idea del nombre de Dios. La idea de que Dios se
32
nombra a sí mismo, de que el hombre puede llamar a Dios usando su nombre, constituye,
juntamente con el “yo soy”, el núcleo de su testimonio. También bajo este aspecto establece Juan
un paralelismo entre Jesús y Moisés. Juan describe a Jesús como aquel en quien adquiere pleno
sentido la narración de la zarza ardiente. Todo el capítulo 17, la llamada oración sacerdotal y quizá
el corazón de su evangelio, es una serie de círculos en torno a esta idea: Jesús, revelador del nombre
de Dios; así nos presenta el paralelo neotestamentario de la narración de la zarza ardiente. En los
versículos 6. 11. 12. 26 se repite, como hilo conductor, el motivo del nombre de Dios.
Entresaquemos los dos versículos principales:
He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado (v. 6). Y yo les di a conocer
tu nombre, y se los haré conocer, para que el amor con que tú me has amado está en ellos y yo en
ellos (v. 26).
Cristo es la misma zarza ardiente en la que se revela a los hombres el nombre de Dios. Pero como
en el pensar del cuarto evangelio Jesús une en sí mismo y se aplica el “yo soy” del Exodo y de Isaías
43, resulta claro que él mismo es el nombre de Dios, es decir, la invocación de Dios. La idea del
nombre entra aquí en un nuevo estadio decisivo. El nombre no es sólo una palabra, sino una
persona: Jesús. Toda la cristología, es decir, la fe en Jesús, se convierte en una explicación del
nombre de Dios y de todo lo enunciado en él. Llegamos así a un punto en el que nos acucia un
problema que atañe a todo lo que hemos dicho sobre el nombre de Dios.
¿Qué significa, pues, la frase creo en Dios, pronunciada por el hombre moderno cuando reza el
Credo de la Iglesia? Quien así profesa su fe, realiza ante todo una decisión sobre los valores del
mundo comprendido como verdad (en sentido cualitativo puede servir de decisión en pro de la
verdad), pero que sólo puede alcanzarse en la decisión como decisión. También se realiza ahí una
decisión en el sentido en que se separan las distintas posibilidades. Lo que hizo Israel en los albores
de su historia, lo que repitió la Iglesia en los comienzos de su peregrinación, debe renovarlo cada
uno de los hombres en su vida. Como en otro tiempo se decidió en contra de Moloch y Baal, en
contra de la costumbre y en favor de la verdad, así la frase cristiana creo en Dios, es siempre un
proceso de división, de aceptación, de purificación y de transformación. Sólo así pudo subsistir en
tiempos pasados la profesión de fe en un Dios. ¿Qué dirección debe tomar hoy día este proceso?
La fe cristiana significa ante todo una decisión en pro del primado del Logos y en contra de la pura
materia. Decir “creo en Dios” es hacer una opción en pro de esta idea: el Logos, es decir, la idea, la
libertad y el amor existen no solo al final, sino también al principio; él es el poder que comprende
todo ser y que da origen a todo ser. Con otras palabras: la fe significa una decisión que afirma que
la idea y la inteligencia no sólo son un derivado accidental del ser, sino que todo ser es producto de
la idea; es más, en su estructura más íntima es idea. Según esto, la fe, en sentido específico, significa
decisión por la verdad, ya que para ella el ser es verdad, comprensibilidad, inteligencia. Pero todo
esto no es un producto secundario del ser que puede, sin embargo, carecer de significado decisivo
y estructural para el todo de lo real.
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Esta decisión en pro de la estructura conceptual del ser, nacida de la inteligencia y de la
comprensión, incluye la fe en la creación. Al espíritu objetivo lo encontramos en todas las cosas,
más aún, progresivamente comprendemos las cosas como espíritu objetivo; pues bien, la fe en la
creación significa que estamos convencidos de que ese espíritu objetivo es imagen y expresión del
espíritu subjetivo, y de que la estructura conceptual del ser en la que nosotros pensamos después,
es expresión de la idea creadora anterior por la que existen las cosas.
Con más precisión, podemos afirmar que el antiguo discurso pitagórico sobre Dios que cultiva la
geometría, expresa la penetración en la estructura matemática del ser que lo condiciona como ser-‐
pensado, como ser estructurado conceptualmente. Expresa la idea de que la materia no es
simplemente un absurdo que se sustrae al entendimiento, sino que también ella lleva en sí misma
verdad y comprensibilidad que hacen posible la comprensión conceptual. Tal intuición ha ganado
en nuestro tiempo extraordinaria importancia merced a la investigación sobre la constitución
matemática de la materia, de su matemática imaginabilidad y de su utilidad. Einstein dijo una vez
que en la legitimidad de la naturaleza .se revela una inteligencia tan superior que frente a ella la
inteligencia del pensar y del suponer humanos es un reflejo completamente fútil. En realidad, todo
nuestro pensar es pos-‐pensar aquello que ha sido prepensado. Nuestro pensar sólo puede intentar
realizar pobremente el ser-‐pensado que son las cosas y encontrar la verdad en él.
La comprensión matemática del mundo ha hallado aquí, mediante la matemática del universo, al
Dios de los filósofos con toda su problemática, que aparece, por ejemplo, cuando Einstein considera
el concepto personal de Dios como antropomórfico, lo subordina a la religión del terror y a la religión
moral, a las que se opone como cosa apropiada la religiosidad cósmica. Tal religiosidad se realiza,
según él, en el asombro extasiado de la legitimidad de la naturaleza, en una fe profunda en la razón
de la estructura del mundo y en el anhelo por comprender, aunque sólo sea un pequeño reflejo de
la inteligencia revelada en este mundo.
Nos encontramos ante el problema de la fe en Dios: Por una parte, se ve la diafanidad del ser, que
como ser pensado alude a un pensar; pero por la otra nos vemos en la imposibilidad de relacionar
este pensar del ser con los hombres. Un estrecho concepto de persona en el que no se ha
reflexionado suficientemente nos pone una barrera que nos impide equiparar el Dios de la fe con el
Dios de los filósofos.
Antes de seguir adelante, voy a citar unas palabras de un naturalista. James Jeans dijo una vez:
“Hemos descubierto que el universo muestra huellas de un poder que planea y controla todo. Tiene
algo en común con nuestro espíritu propio e individual; lo común no estriba, según hemos visto, en
el sentimiento, en la moral o en el placer estético, sino en la tendencia a pensar de una manera que,
a falta de otra palabra, llamamos geometría.
De nuevo aparece la misma idea: el matemático descubre la matemática del cosmos, el ser-‐pensado
de las cosas. Descubre solamente el Dios de los filósofos. ¿Ha de extrañarnos esto? El matemático
considera el mundo matemáticamente; ¿puede encontrar en él algo que no sea matemática? ¿No
tendríamos que preguntarle antes si ha considerado el mundo de otro modo, de modo no
matemático? ¿No tendríamos que preguntarle, por ejemplo, si al ver un almendro en flor no se ha
extrañado de que la fructificación, gracias a las abejas y al árbol, pase por un período de floración y
34
de que así incluya el superfluo milagro de lo bello que sólo puede ser comprendido en relación con
lo bello, aun prescindiendo de nosotros?
Jean dice que hasta ahora no ha descubierto ese espíritu, pero podríamos responderle confiados: el
físico no lo ha descubierto ni nunca lo descubrirá, porque en su estudio prescinde esencialmente
del sentimiento y de la actitud moral, porque estudia la naturaleza desde un ángulo puramente
matemático, y consiguientemente sólo puede ver el lado matemático de la naturaleza. La respuesta
depende del problema; quien busque una visión del todo afirmará convencido la matemática
objetivada, pero encontrará también el inaudito e inexplicable milagro de lo bello. Mejor dicho: en
el mundo existen hechos que se presentan al espíritu atento del hombre como bellos, de tal forma
que puede afirmar que el matemático que los ha llevado a cabo ha desarrollado de manera inaudita
su fantasía creadora.
Resumamos las observaciones fragmentarias que hemos esbozado hasta ahora: el mundo es el
espíritu objetivo; se nos presenta en su estructura espiritual, es decir, se ofrece a nuestro espíritu
como algo que puede considerarse y comprenderse. Ahora podemos dar ya un paso adelante; quien
dice credo in Deum creo en Dios expresa la convicción de que el espíritu objetivo es el resultado del
espíritu subjetivo, de que es una forma de declinación de éste, de que con otros términos el ser-‐
pensado, como lo encontramos en la estructura del mundo, no es posible sin un pensar.
Me parece conveniente explicar un poco más estas expresiones y asegurar que las sometemos a
grandes rasgos a una especia de autocrítica de la razón histórica. Después de 2,500 años de
pensamiento filosófico no nos es ya posible hablar simplemente como si muchos otros antes que
nosotros no hubiesen intentado hacerlo, y como si no hubiesen fracasado. Si además miramos a las
ruinas que quedan de las hipótesis, a la sagacidad inútilmente empleada y a la lógica vana tal como
nos la presenta la historia, quizá nos falte la valentía de encontrar la verdad propia y escondida, la
verdad que supera lo que está al alcance de la mano. Sin embargo, la imposibilidad de encontrar
una salida no es tan fatal como parece a primera vista, ya que a pesar de los innumerables y
contrarios caminos filosóficos por los que el hombre ha querido reflexionar sobre el ser, sólo existen
en último término dos posibilidades fundamentales de iluminar el misterio del ser.
El problema, en síntesis, es éste: ¿Cuál es, de la multiplicidad de las cosas, la materia común, por así
decirlo, del ser? ¿qué es el ser único que subyace detrás de las simples cosas que, sin embargo, son.?
Las respuestas que la historia ha dado a este problema pueden reducirse a dos; la primera está más
cerca de nosotros, es la solución materialista que reza así: todo lo que encontramos es, en último
término, materia; la materia es lo único que siempre permanece como realidad comprobable;
presenta, por tanto, el auténtico ser del ser. La segunda posibilidad sigue un camino contrario: quien
considera la materia, dice, descubrirá que es ser-‐pensado, idea objetivada. No puede, por tanto, ser
lo último, antes de ella está el pensar; la idea: todo ser es, a la postre, ser pensado y hay que referirlo
al espíritu como a realidad original. Estamos ante la solución idealista.
Antes de dar un juicio, nos preguntamos: ¿qué es propiamente la materia? ¿Qué es el espíritu?
Brevemente podemos afirmar que materia es un ser-‐que-‐no-‐se-‐comprende, que es, pero que no se
comprende a sí mismo. La reducción de todo ser a la materia como a forma primaria de realidad
significa, en consecuencia, que el principio y fundamento de todo ser presenta esta forma de ser
que no se comprende a sí misma; esto quiere decir que la comprensión del ser es sólo un fenómeno
secundario y casual en el transcurso de la evolución. Con ello hemos dado también la definición de
35
espíritu: es el ser que se comprende a sí mismo, es el ser que es en sí mismo. La solución idealista
del problema del ser afirma que todo ser es ser-‐pensado por una conciencia única; la unidad del ser
consiste en la identidad de una conciencia, cuyos momentos son los seres.
La fe cristiana en Dios no coincide ni con una ni con otra solución. También ella afirma que el ser es
ser-‐pensado. La misma materia apunta al ser que está por encima de ella como a lo precedente y
más original. Pero la fe cristiana en Dios se levanta también en contra de una conciencia que todo
lo abarca. El ser es ser-‐pensado, dice la fe, pero no de modo que la idea permanezca sólo idea, que
la apariencia de autonomía se muestre al atento observador como pura apariencia. La fe cristiana
afirma que las cosas son seres-‐pensados por una conciencia creadora, por una libertad creadora, y
que esa conciencia creadora que lleva todas las cosas libera lo pensado en la libertad de su propio
y autónomo ser. Por eso supera todo idealismo puro. Mientras que éste, como hemos visto,
considera lo real como contenido de una única conciencia, para la fe cristiana lo que lleva a todas
las cosas es una libertad creadora que coloca lo pensado en la libertad de su propio ser, de modo
que éste es, por una parte, ser pensado y por la otra verdadero ser.
Con esto queda también explicada la verdadera esencia del concepto de creación. El ejemplar de la
creación no es el artífice, sino el espíritu creador, el pensar creador. Es, pues, claro que la idea de
libertad es un rasgo característico de la fe en Dios que la distingue de cualquier monismo. En el
principio de todas las cosas existe una conciencia, pero no una conciencia cualquiera, sino la libertad
que a su vez crea libertades; según esto, la fe cristiana se podría definir con bastante acierto como
filosofía de la libertad. Ni la conciencia comprensiva ni la única materialidad constituyen para la fe
cristiana la explicación de lo real; en la cima de todo hay una libertad que piensa y crea libertades,
pensando; una libertad que convierte a la libertad en la forma estructural de todo ser.
El Dios personal.
Si la fe cristiana en Dios es primeramente una opción en favor del Logos, fe en la realidad de la
inteligencia creadora que lleva al mundo y lo precede, en cuanto afirma la personalidad de esa
inteligencia profesa que la idea original cuyo ser-‐pensado es el mundo, no es una conciencia
anónima, neutral, sino libertad, amor creador, persona. Si, por tanto, la opción cristiana en favor del
Logos es una opción en pro de una inteligencia personal y creadora, es también opción en favor del
primado de lo particular sobre lo general. Lo supremo no es lo más general, sino lo particular; por
eso la fe cristiana es ante todo opción por el hombre como esencia irreductible, relacionada con la
infinitud; por eso es también opción del primado de la libertad en contra del primado de la
necesidad cósmico-‐natural. En toda su agudeza sale aquí a la luz lo específico de la fe cristiana frente
a otras formas de decisión del espíritu humano. El punto que relaciona al hombre con el credo
cristiano es inequívocamente claro.
Esto indica que la primera opción, la opción en favor del Logos y en contra de la materia no es posible
sin la segunda y sin la tercera. Mejor dicho, la primera, tomada en sí misma, es puro idealismo. Sólo
la segunda y tercera opción primado de lo particular, primado de la libertad, forman la línea divisoria
entre el idealismo y la fe cristiana que se convierte así, de una vez, en algo distinto del puro
idealismo.
Sobre esto habría mucho que hablar, pero nos contentaremos con unas explicaciones
indispensables. Nos preguntamos: ¿qué significa propiamente que el Logos, cuyo pensamiento es el
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mundo, sea persona y que la fe sea consiguientemente una opción en favor de lo particular y no de
lo general? A esto puede darse una respuesta sencilla, ya que en último término no significa, sino
que ese pensar creador que para nosotros es supuesto y fundamento de todo ser, es en realidad
consciente pensar de sí mismo, y que no sólo se conoce a sí mismo, sino a todo su pensamiento.
Además, este pensar no solo conoce, sino que ama; es creador porque es amor, y porque no sólo
piensa, sino que ama, coloca su pensamiento en la libertad de su propio ser, lo objetiviza, lo hace
ser. Todo esto significa que ese pensar sabe su pensamiento en su ser mismo, que ama y que
amablemente lo lleva. De nuevo llegamos a la frase antes citada: es divino lo que no queda
aprisionado en lo máximo, sino que se contiene en lo mínimo.
El Logos de todo ser, el ser que todo lo lleva y lo abarca, es, pues, conciencia, libertad y amor; de ahí
se colige claramente que lo supremo del mundo no es la necesidad cósmica, sino la libertad. Las
consecuencias son trascendentales, ya que esto nos lleva a afirmar que la libertad es la necesaria
estructura del mundo, y que esto quiere decir que el hombre puede comprender el mundo sólo
como incomprensible, que el mundo sólo puede ser incomprensibilidad. Ya que, si el punto supremo
del mundo es una libertad que en cuanto tal lo lleva, lo quiere, lo conoce y lo ama, la libertad y la
imposibilidad de calcular son características del mundo. La libertad implica imposibilidad de cálculo;
si esto es así, el mundo no puede reducirse completamente a la lógica matemática. Con lo audaz y
grande de un mundo que estructuralmente es libertad, se nos ofrece también el oscuro misterio de
lo demoníaco que nos sale al paso. Un mundo que ha sido y creado y querido bajo el riesgo de la
libertad y del amor, no es pura matemática; es el espacio del amor y, por tanto, se aventura en el
misterio de la oscuridad por una luz mayor, por la libertad y el amor.
En tal óptica se ve el cambio que sufren las categorías del maximum y del minimum, de lo supremo
y de lo mínimo. En un mundo que en el último término no es matemática, sino amor, lo minimum
es maximum; lo más pequeño que pueda amar es lo más grande; lo particular es más que lo general;
la persona, lo individual, lo irrepetible, es también lo definitivo y lo supremo. En tal visión del mundo,
la persona no es puro individuo, un ejemplar de la multiplicidad nacido en la materia mediante la
dispersión de la idea, sino incluso persona. El pensamiento griego siempre ha visto en las esencias
individuales sólo individuos. Nacen a raíz de la ruptura de la idea a través de la materia. Lo múltiple
es siempre lo secundario. Lo uno y lo general sería lo auténtico. El cristianismo ve en el hombre una
persona, no un individuo. A mí me parece que en este paso del individuo a la persona radica la gran
división entre la antigüedad y el cristianismo, entre el platonismo y la fe. Esta esencia determinada
no es algo secundario que solo fragmentariamente nos deja entrever lo general, lo auténtico. En
cuanto minimum es maximum; en cuanto singular e irrepetible es lo supremo y lo propio.
Damos así un último paso. Si la persona es algo más que el individuo, si lo múltiple es también lo
propio y no lo secundario, si existe un primado de lo particular sobre lo general, la unicidad es lo
único y lo último. También la multiplicidad tiene su derecho propio y definitivo. Esta expresión,
deducida con necesidad interna de la opción cristiana nos lleva como de la mano a la superación de
la concepción de un Dios que es pura unidad. La lógica interna de la fe cristiana en Dios supera el
puro monoteísmo y nos lleva a la fe en el Dios trino, del que vamos a hablar ahora.
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LECTURA V. CREACIÓN Y PECADO. Dios Creador (1ª parte)
I. DIOS CREADOR. En el principio Dios creó los cielos y la tierra… (Gen 1,1-‐49).
Estas palabras con las que comienza la Sagrada Escritura me producen siempre la misma impresión
que el tañido festivo y lejano de una antigua campana, la cual logra con su belleza y solemnidad
conmover mi corazón y permitir adivinar algo del misterio de la eternidad. Para muchos de nosotros,
además, va unido a estas palabras el recuerdo de nuestro primer contacto con el libro sagrado de
Dios, la Biblia, que se abría ante nuestros ojos por este pasaje, que nos trasladaba enseguida lejos
de nuestro mundo pequeño e infantil, nos cautivaba con su poesía y nos permitía adivinar algo de
lo inconmensurable de la Creación y de su Creador.
Y, sin embargo, frente a estas palabras se produce una cierta contradicción; resultan hermosas y
familiares, pero ¿son también verdaderas? Todo parece indicar lo contrario, pues la Ciencia ha
abandonado desde hace ya mucho tiempo estas imágenes que acabamos de oír: la idea de un
Universo abarcable con la vista en el tiempo y en el espacio y la de una Creación construida pieza a
pieza en siete días. En lugar de esto nos encontramos ahora con dimensiones que sobrepasan todo
lo imaginable. Se habla de la explosión originaria ocurrida hace muchos miles de millones de años
con la que comenzó la expansión del Universo que prosigue ininterrumpidamente su curso y nada
de que en un orden sucesivo fueran colgados los astros ni creada la tierra, sino que a través de
complicados caminos y durante largos períodos de tiempo se han ido formando lentamente la tierra
y el Universo tal y como nosotros los conocemos.
Entonces, ¿ya no es válido este relato de ahora en adelante? De hecho, hace algún tiempo, un
teólogo dijo que la Creación se había convertido en un concepto irreal y que desde un punto de vista
intelectual ya no se debía hablar más de Creación, sino únicamente de mutación y de selección.
¿Son verdaderas aquellas palabras? ¿O acaso ellas junto con toda la palabra de Dios y con toda la
tradición bíblica nos hacen retroceder a los sueños de infancia de la historia de la humanidad, sueños
de los que quizá sentimos añoranza, pero en cuya búsqueda no podemos ir porque de nostalgia no
se vive? ¿Existe también una respuesta positiva que podamos dar en esta época nuestra?
1. La diferencia entre forma y fondo en el relato de la Creación
Precisamente una primera respuesta se elaboró hace ya algún tiempo cuando iba cristalizando la
teoría de la formación científica del Universo; respuesta que probablemente muchos de ustedes
han aprendido en las clases de religión. Dice así: La Biblia no es un tratado científico ni tampoco
pretende serlo. Es un libro religioso; no es posible, Por lo tanto, extraer de él ningún tipo de dato
científico, ni aprender cómo se produjo naturalmente el origen del mundo; únicamente podemos
obtener de él un conocimiento religioso. Todo lo demás es imaginación, una manera de hacer
comprensible a los hombres lo profundo, lo verdadero. Hay que distinguir, pues, entre la forma de
representación y el contenido representado. La forma se escogió de los modos de conocimiento de
aquel tiempo, de las imágenes con las que los hombres de entonces vivían, con las que se
expresaban y pensaban, con las que eran capaces de entender lo grandioso, lo genuino. Y solamente
lo verdadero, que se ilustraba por medio de las imágenes, era lo que en realidad permanecía y se
entendía. De manera que la Escritura no pretende contarnos cómo progresivamente se fueron
originando las diferentes plantas, ni cómo se formaron el sol, la luna y las estrellas, sino que en
último extremo quiere decirnos sólo una cosa: Dios ha creado el Universo. El mundo no es, como
creían los hombres de aquel tiempo, un laberinto de fuerzas contrapuestas ni la morada de poderes
demoníacos, de los que el hombre debe protegerse. El sol y la luna no son divinidades que lo
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dominan, ni el cielo, superior a nosotros, está habitado por misteriosas y contrapuestas divinidades,
sino que todo esto procede únicamente de una fuerza, de la Razón eterna de Dios que en la Palabra
se ha transformado en fuerza creadora. Todo procede de la Palabra de Dios, la misma Palabra que
encontramos en el acontecimiento de la fe. Y así no sólo los hombres, al conocer que el Universo
procede de la Palabra, perdieron el miedo a los dioses y demonios, sino que también el Universo se
inclinó ante la razón que se eleva hacia Dios. De esta forma, el hombre se abrió saliendo sin temor
al encuentro de este Dios. Esta narración le permitió conocer, dejando a un lado el mundo de los
dioses y de las fuerzas misteriosas, la verdadera explicación: que sólo una fuerza «está al final de
todo y nosotros en sus manos»: el Dios vivo, y que esta misma fuerza que ha creado la tierra y las
estrellas, la misma que contiene el Universo entero, es la que encontramos en la Palabra de la
Sagrada Escritura. En esa Palabra palparnos la auténtica fuerza originaria del Universo, el verdadero
Poder sobre todo poder.
Creo que esta interpretación es correcta, pero no suficiente. Pues si se nos ha dicho que tenemos
que distinguir entre las imágenes y el concepto, podríamos entonces replicar: ¿por qué no se nos
ha dicho esto antes? Porque, evidentemente, si antes se hubiera entendido así, no habría tenido
lugar el proceso de Galileo. Y de esta manera se acrecienta la sospecha de que, al fin y al cabo, quizá
esta explicación no sea más que un truco de la Iglesia y de los teólogos que, en realidad, se han
quedado sin argumentos y, por no querer reconocerlo, buscan un escondite tras el cual
atrincherarse. En resumen, da la impresión de que la historia del cristianismo a lo largo de los
últimos 400 años no ha sido más que un continuo batirse en retirada, durante la cual han sido
arrancadas una por una todas las afirmaciones de la fe y de la teología. Desde luego, siempre se ha
encontrado algún truco para poderse replegar. Pero es prácticamente inevitable el miedo de que
poco a poco hemos sido empujados al vacío y de que llegará un momento en que ya no haya nada
que defender ni camuflar; y en el que todo el terreno de la Escritura y de la fe será ocupado por el
convencimiento racionalista de que todo esto no se puede ya tomar en serio. A esto se une también
otro aspecto incómodo. Uno puede preguntarse lo siguiente: si los teólogos e incluso también la
Iglesia pueden así mover los límites entre imagen y mensaje, entre lo que se hunde en el pasado y
lo que todavía es válido, ¿por qué no hacerlo también en otros casos, por ejemplo, con los milagros
de Jesús, quizás y también por qué no con el punto central, es decir, con la cruz y con la resurrección
del Señor? Una maniobra que pretenda defender la fe diciendo: detrás de lo que ahí está y de lo
que nosotros no podemos ya defender, se encuentra precisamente lo más verdadero. Esa maniobra
lleva a menudo directamente a una impugnación de la fe, porque entonces uno se cuestiona tanto
la honestidad del intérprete como el supuesto de si en realidad existe algo permanente. A causa de
tales consideraciones teológicas, muchos tienen al menos la impresión de que la fe de la Iglesia es
como una medusa que no se puede agarrar por ningún lado y que no permite encontrar el núcleo
en el cual uno puede finalmente agarrarse. De estas poco decididas interpretaciones de la palabra
bíblica, hoy en moda, que más parecen un pretexto que una interpretación, surge este cristianismo
enfermo, que ya no está en realidad de parte de sí mismo y que por eso no puede irradiar valor ni
entusiasmo. Más bien da la impresión de ser una asociación que continúa hablando, aunque ya no
tenga propiamente nada que decir, porque las palabras rebuscadas no se proponen convencer, sino
que tratan solamente de esconder su deficiencia.
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continuar haciéndolo? O, ¿existen medios en la misma Biblia, que nos enseñan tales caminos, es
decir, que certifican también en ella misma esta diferencia? ¿Presenta la Biblia claramente ante
nosotros indicaciones de esta clase, y la fe de la Iglesia ha sabido de su existencia y las ha reconocido
también en otros tiempos?
¡Con esta pregunta volvamos de nuevo a la Sagrada Escritura! Allí podemos apreciar, en primer
lugar, que el relato de la Creación contenido en el primer capítulo del Génesis, que hemos oído, no
está ahí como un bloque errático, terminado y cerrado en sí mismo. Al fin y al cabo, la Sagrada
Escritura no es como una novela o un simple manual, escritos de un tirón desde el principio hasta el
final; es más bien el eco de la historia de Dios con su pueblo. Es el resultado de las luchas y los
caminos de esta historia; recorriéndolos, podemos conocer los auges y decadencias, los
sufrimientos, las esperanzas, la grandeza y de nuevo la flaqueza de esta historia. La Biblia es, pues,
expresión del empeño de Dios por hacerse progresivamente comprensible al hombre; pero es al
mismo tiempo expresión del esfuerzo humano por comprender progresivamente a Dios. De manera
que el tema de la Creación no aparece sólo una vez, sino que acompaña a Israel a lo largo de su
historia; en efecto, todo el Antiguo Testamento es un caminar en compañía de la Palabra de Dios. A
lo largo de este caminar se ha ido conformando, paso a paso, la auténtica expresión de la Biblia. De
ahí que nosotros sólo podamos reconocer en la totalidad de ese camino su verdadera dirección. De
esta manera, como un camino, van juntos el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento
se presenta para los cristianos, en sustancia, como un avanzar hacia Cristo. Precisamente, en lo que
a El respecta, se hace evidente lo que propiamente quería decir, lo que paso a paso significaba. De
modo que cada parte recibe su sentido del conjunto, y éste lo recibe de su meta final, de Cristo. Y
nosotros, desde un punto de vista teológico, sólo interpretamos correctamente un texto en
concreto -‐así lo vieron los Padres de la Iglesia y la fe de la Iglesia de todas las épocas-‐, cuando lo
consideramos como parte de un camino que va hacia delante, es decir, cuando reconocemos en él
la dirección interior de este camino
¿Qué significado tiene entonces esta consideración para comprender la historia de la Creación? En
primer lugar, debe constatarse que Israel siempre ha creído en Dios Creador y en esa creencia
coincide con todas las grandes culturas de la Antigüedad. Pues, incluso en medio del oscurecimiento
del monoteísmo, todas las grandes culturas han conocido siempre a un Creador del cielo y de la
tierra, en una sorprendente coincidencia también entre civilizaciones que nunca pudieron
externamente tener puntos de contacto. Esta coincidencia nos permite atisbar el contacto,
profundísimo y nunca perdido del todo, de la humanidad con la verdad de Dios. En Israel mismo, el
tema de la Creación ha experimentado muy diversas situaciones. Nunca ha estado del todo ausente,
pero tampoco ha tenido siempre la misma importancia. Hubo períodos de tiempo en los que Israel
estaba tan ocupada con los sufrimientos o esperanzas de su historia, tan pendiente de su actualidad
inmediata que apenas sentía la necesidad de dirigir su atención a la Creación, apenas era capaz de
hacerlo. El auténtico gran momento, en el que la Creación se convirtió en el tema dominante, fue el
exilio babilónico. En esa época fue también cuando el relato, que acabamos de oír, basado desde
luego en una tradición muy antigua, adquirió su forma propia y actual. Israel había perdido su tierra,
su Templo. Para la mentalidad de entonces, estos sucesos eran algo inconcebible, pues significaba
que el Dios de Israel había sido vencido, un Dios al que habían podido serle arrebatados su pueblo,
su tierra, sus adoradores. Un Dios, incapaz de proteger su culto y a sus adoradores, era entonces
considerado un dios débil, totalmente inútil. En cuanto divinidad había sido rechazada. De manera
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que la expulsión de su tierra y la desaparición de este pueblo del mapa fue para Israel una tremenda
prueba de fe: entonces, ¿ha sido vencido nuestro Dios?, ¿se ha quedado vacía nuestra fe?
En ese momento, los profetas abrieron una nueva página, y aprendió Israel que precisamente
entonces se le mostraba el verdadero rostro de su Dios, que no estaba unido a aquella superficie de
tierra. Nunca lo había estado: El había prometido ese trozo de tierra a Abraham antes de que él
tuviera allí su casa. Había sido capaz de sacar a su pueblo de Egipto. Ambas cosas había podido
hacerlas porque no era Dios de una tierra, sino que dominaba sobre el cielo y la tierra. Y por eso
ahora podía desterrar a otro país a su pueblo infiel para allí manifestarse. Se hizo comprensible
entonces que este Dios de Israel no era un Dios como los demás dioses, sino el Dios que dominaba
sobre todos los países y todos los pueblos. Y esto lo podía El, porque El mismo había creado todo:
el cielo y la tierra. En el destierro, en la aparente derrota de Israel, se abrió el camino para el
reconocimiento del Dios, que sostiene en sus manos a todos los pueblos y toda la historia; al Dios
portador de todo, porque es el Creador de todo, en quien está todo el poder.
Esta fe tenía, por lo tanto, que encontrar su auténtico rostro precisamente en la que se celebraba y
representaba litúrgicamente la nueva Creación del Universo. Tenía que encontrar su rostro frente
al gran relato babilónico de la Creación, Enuma Elish («Cuando en lo alto»), que a su manera describe
el origen del Universo. Este relato decía que el mundo se originó de una lucha entre fuerzas
enfrentadas y que encontró su auténtica forma cuando apareció el dios de la luz, Marduk, y partió
el cuerpo del dragón originario. De este cuerpo dividido habían surgido el cielo y la tierra. Los dos
juntos, el firmamento y la tierra, habrían salido, pues, del cuerpo del dragón muerto; y de su sangre
había creado Marduk a los hombres. Es una imagen inquietante del Universo y del hombre la que
encontramos aquí: el Universo es en realidad el cuerpo de un dragón, y el hombre lleva en sí sangre
de dragón. En la base del Universo acecha lo inquietante, y en lo más profundo del hombre se
encuentra la rebelión, lo demoníaco y la maldad. Según esta representación sólo el representante
de Marduk, el dictador, el rey de Babilonia puede vencer lo demoníaco y poner en orden el Universo.
Estas representaciones no son, sin embargo, pura fabulación: dejan traslucir las inquietantes
experiencias del hombre con el Universo y consigo mismo. Pues a menudo parece como si el mundo
fuera realmente la morada de un dragón y la sangre del hombre, sangre de dragón. Pero frente a
todas estas atormentadas experiencias, el relato de la Sagrada Escritura dice: no ha sido así. Toda
esta historia de las fuerzas inquietantes se diluye en media frase: «la tierra estaba desierta y vacía».
En las palabras hebreas aquí utilizadas, se esconden aún las expresiones que habían nombrado al
dragón, a la fuerza demoníaca. Sólo que aquí es la Nada frente al Dios que es el único poderoso. Y
frente a cualquier temor ante estas fuerzas demoníacas se nos dice: sólo Dios, la eterna Sabiduría
que es el eterno Amor, ha creado el Universo, que en sus manos está. Comprendemos ya la lucha
que se esconde detrás de este pasaje bíblico; su verdadero drama es que deja de lado todos aquellos
complejos mitos reconduciendo el Universo a la Sabiduría de Dios y a la Palabra de Dios. Esto se
podría mostrar pasaje a pasaje en este texto; por ejemplo, cuando el sol y la luna son designados
como astros que Dios cuelga en el cielo para medir los tiempos. A los hombres de entonces debía
parecerles un enorme sacrilegio caracterizar las grandes divinidades, que eran el sol y la luna, como
astros para la medida del tiempo. Es la osadía y la sobriedad de la fe la que luchando con los mitos
paganos pone de manifiesto la luz de la verdad, al enseñarnos que el Universo no es una lucha de
demonios, sino que procede de la razón, de la Razón de Dios y descansa en la palabra de Dios. De
este modo, este relato de la Creación resulta ser como la «Ilustración» decisiva de la historia, como
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la ruptura con los temores que habían reprimido a los hombres. Significa la liberación del Universo
por la razón, el reconocimiento de su racionalidad y de su libertad. Pero este relato también resulta
ser como la verdadera Ilustración porque sitúa la razón humana en el fundamento originario de la
Razón creadora de Dios, para basarla así en la verdad y en el amor, ya que sin esta Ilustración sería
desmesurada y en última instancia necia. Todavía hemos de tomar algo más en consideración.
Acabo de decir precisamente que Israel aprende poco a poco lo que es la Creación, enfrentado al
ambiente pagano, en lucha con su corazón. Esto presupone que el relato clásico de la Creación no
es el único texto, relativo a ella, del Libro Sagrado. Inmediatamente detrás le sigue otro, redactado
antes, con otras imágenes. En los Salmos tenemos de nuevo otros, y tras ellos continúa el empeño
por clarificar la creencia en la Creación: tras el encuentro con el mundo griego se replantea el tema
en la literatura sapiencial sin mantenerse ligado a las antiguas imágenes -‐como los siete días, etc.-‐.
En la Biblia misma podemos ver cómo las imágenes se van transformando a medida que avanza el
pensamiento. Y se transforman para dar en cada momento testimonio de una sola cosa, que es la
que verdaderamente le ha llegado de la Palabra de Dios: el mensaje de su Creación. En la Biblia,
pues, las imágenes son libres, se corrigen continuamente, dejando traslucir en este lento y
combativo avance que sólo son eso, imágenes que descubren algo más profundo y grandioso.
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un todo. Se leían -‐en una palabra-‐ los textos ya no hacia adelante sino hacia atrás, es decir, ya no
hacia Cristo, sino desde su supuesto origen. Ya no se quería conocer lo que un pasaje decía o lo que
una cosa era a partir de su forma plenamente terminada, sino a partir de su comienzo, de su origen.
A causa de este aislamiento del todo, de esta literalidad de lo particular que contradice toda la
esencia interna del texto bíblico, y que únicamente tenía validez científica -‐a causa de esto,
precisamente, se originó aquel conflicto entre ciencia y teología, que aún hoy perdura como una
carga para la fe-‐. Esto no debió nunca producirse, porque la fe era, desde el comienzo, más grande,
más amplia y más profunda. La creencia en la Creación no es hoy tampoco irreal, es hoy también
racional. Es, contemplada incluso desde los resultados científicos, la «mejor hipótesis», la que aclara
más y mejor que todas las demás teorías. La fe es racional. La razón de la Creación procede de la
Razón de Dios: no existe, en realidad, ninguna otra respuesta convincente. También hoy es todavía
válido lo que el pagano Aristóteles, 400 años antes de Cristo, dijo frente a quienes afirmaban que
todo se había originado por casualidad -‐ek t'automatou-‐; lo decía, aunque él mismo no podía creer
en la Creación. La razón del Universo nos permite reconocer la Razón de Dios, y la Biblia es y continúa
siendo la verdadera «Ilustración» la que ha entregado el Universo a la razón del hombre y no a su
explotación por el hombre, porque la razón lo abrió a la verdad y al amor de Dios. Por eso, no
necesitamos tampoco hoy esconder la creencia en la Creación. No podemos permitirnos esconderla.
Pues sólo si el Universo procede de la libertad, del amor y de la razón, sólo si éstas son las fuerzas
propiamente dominantes, podemos confiar unos en otros, encaminarnos al futuro y vivir como
hombres. Sólo porque Dios es el Creador de todas las cosas, es su Señor, y solamente por eso,
podemos orarle. Y esto significa que la libertad y el amor no son ideas impotentes, sino las fuerzas
fundamentales de la realidad.
Por eso, también hoy en agradecimiento y con alegría podemos y queremos hacer la profesión de
fe de la Iglesia: «Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra».
La creación del hombre (2ª parte)
El día en que Yahweh Dios hizo tierra y cielos, antes de que hubiera ningún arbusto silvestre en la
tierra, y antes de que germinara ninguna hierba del campo, porque Yahweh Dios no había hecho
llover sobre la tierra, ni existía hombre para trabajar el suelo, aunque un manantial brotaba de la
tierra y regaba toda la superficie del suelo; entonces Yahweh Dios formó al hombre con polvo del
suelo, insufló en sus narices aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser vivo.
Y Yahweh Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y situó allí al hombre que había formado. E hizo
Yahweh Dios brotar del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y buenos para comer, y, en
medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal (Gen 2,4-‐9).
¿Qué es el hombre? Esta pregunta se plantea como una imposición a cada generación y a cada
hombre en particular; pues, a diferencia de los animales, la vida no nos ha sido sin más trazada hasta
el final. Lo que es el ser humano representa también para cada uno de nosotros una tarea, una
llamada a nuestra libertad. Cada uno debe interrogarse de nuevo por el ser humano, decidir quién
o qué quiere él ser como hombre. Cada uno de nosotros en su vida, lo quiera o no, debe responder
a la pregunta de qué es el ser humano. ¿Qué es el hombre? El relato de la Sagrada Escritura nos
sirve como indicador del camino que nos conduce al misterioso país del ser humano. Nos sirve de
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ayuda para reconocer lo que es el proyecto de Dios con el hombre. Nos ayuda a dar creadoramente
la respuesta nueva que Dios espera de cada uno de nosotros.
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Dios, es imagen suya. Esta es la causa más profunda de la inviolabilidad de la dignidad humana; y a
ello tienden, en última instancia, todas las civilizaciones. Porque allí donde ya no se ve al hombre
como colocado bajo la protección de Dios, como portador él mismo del aliento divino, allí es donde
comienzan a surgir las consideraciones acerca de su utilidad, allí es donde surge la barbarie que
aplasta la dignidad del hombre. Y donde sucede al contrario ' allí aparece la categoría de lo espiritual
y de lo ético.
Nuestro destino depende por completo de que logremos defender esta dignidad moral del hombre
en el mundo de la técnica y de todas sus posibilidades. Pues en esta época técnicocientífica se está
dando una clase de tentación especial. La actitud técnica y científica ha traído consigo un tipo
especial de certeza, aquella que puede confirmarse a través del experimento y de la fórmula
matemática. Esto efectivamente ha proporcionado al hombre una liberación expresa del temor y de
la superstición y le ha dado un determinado poder sobre el Universo. Pero ahí radica precisamente
la tentación, en considerar solamente como racional, y por lo tanto serio lo que puede comprobarse
por el experimento y el cálculo. Lo cual supone, por consiguiente, que lo moral y lo sagrado ya no
cuentan para nada. Han quedado relegados a la esfera de lo superado, de lo irracional. Pero cuando
el hombre hace esto, cuando reducimos la ética a la física, entonces disolvemos lo característico del
hombre, ya no lo liberamos, sino que lo destruimos. Hemos de distinguir de nuevo lo que ya Kant
conocía y sabía muy bien: que hay dos formas de razón, la teórica y la práctica, como él las
denominaba. Digámoslo tranquilamente: la razón científico-‐física y la moral-‐religiosa. No se puede
explicar la razón moral como un irracionalismo ciego o como una superstición, sólo por el hecho de
que se ha originado de una manera distinta o porque su conocimiento se representa de un modo
no matemático. Es una y la más grande de las dos formas de razón, la que precisamente puede
conservar la categoría humana de la ciencia y de la técnica y preservarlas de convertirse en la
destrucción del hombre. Kant habló ya de la primacía de la razón práctica sobre la teórica, de que
lo más grande, las realidades más profundas y decisivas son aquellas que la razón moral del hombre
reconoce en su libertad moral. Y ahí, añadimos nosotros, está el espacio del ser-‐imagen-‐de-‐Dios,
eso que hace al hombre ser algo más que «tierra».
Demos ahora otro paso. Lo esencial de una imagen consiste en que representa algo. Cuando yo la
miro, reconozco por ejemplo al hombre que está en ella, el paisaje, etc. Remite a otra cosa que está
más allá de sí misma. Lo característico de la imagen, por lo tanto, no consiste en lo que es
meramente en sí misma, óleo, lienzo y marco; su característica como imagen consiste en que va más
allá de sí misma, en que muestra algo que no es en sí misma. Así, el ser-‐imagen-‐de-‐Dios significa
sobre todo que el hombre no puede estar cerrado en sí mismo. Y cuando lo intenta, se equivoca.
Ser-‐imagen-‐de-‐Dios significa remisión. Es la dinámica que pone en movimiento al hombre hacia
todo-‐lo-‐demás. Significa, pues, capacidad de relación; es la capacidad divina del hombre. En
consecuencia, el hombre lo es en su más alto grado cuando sale de sí mismo, cuando llega a ser
capaz de decirle a Dios: Tú. De ahí que a la pregunta de qué es lo que diferencia propiamente al
hombre del animal y en qué consiste su máxima novedad se debe contestar que el hombre es el ser
que Dios fue capaz de imaginar; es el ser que puede orar y que está en lo más profundo de sí mismo
cuando encuentra la relación con su Creador. Por eso, ser-‐imagen-‐de-‐Dios significa también que el
hombre es un ser de la palabra y del amor; un ser del movimiento hacia el otro, destinado a darse
al otro, y precisamente en esta entrega de sí mismo se recobra a sí mismo.
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La Sagrada Escritura nos posibilita dar todavía otro paso adelante, si seguimos una vez más nuestra
norma fundamental de que el Antiguo y el Nuevo Testamento deben leerse juntos, ya que es
precisamente a partir del Nuevo de donde se entresaca el más profundo significado del Antiguo. En
el Nuevo Testamento Cristo es denominado el segundo Adán, el definitivo Adán y la imagen de Dios
(p. ej., 1 Cor 15,44-‐48; Col 1,15). Esto quiere decir que precisamente en El se pone de manifiesto la
respuesta definitiva a la pregunta: ¿qué es el hombre? Sólo en El aparece el contenido más profundo
de este proyecto. El es el hombre definitivo, y la Creación es en cierto modo un anteproyecto de El.
Así que podemos decir: el hombre es el ser que puede llegar a ser hermano de Jesucristo. Es la
criatura que puede llegar a ser una con Cristo y en El con Dios mismo. Esto es lo que significa esa
remisión de la Creación a Cristo, del primero al segundo Adán, que el hombre es un ser en camino,
en tránsito. Todavía no es él mismo, tiene que llegar a serlo definitivamente. Y aquí, en medio de la
reflexión sobre la Creación, nos aparece ya el misterio pascual, el misterio del grano de trigo que
muere. El hombre debe convertirse con Cristo en el grano de trigo que muere para poder
verdaderamente resucitar, para levantarse verdaderamente, para ser él mismo (cfr. 1oh 12,24). El
hombre no se comprende únicamente desde su origen pasado ni desde una parte aislada que
llamamos presente. Está dirigido hacia el futuro que es el que precisamente le permite adivinar
quién es él (cfr. Joh 3,2). Tenemos siempre que ver en el otro hombre a aquél con el que yo alguna
vez participaré de la alegría de Dios. Debemos contemplar al otro como aquél con el que estoy
llamado a ser en común miembro del Cuerpo de Cristo, con el que yo algún día me sentaré a la mesa
de Abrahán, de Isaac, de Jacob, a la mesa de Jesucristo, para ser su hermano y con él hermano de
Jesucristo, hijo de Dios.
3. Creación y Evolución
Podríamos concluir ahora que todo esto es hermoso y está bien, pero, al fin y al cabo, ¿no está en
contradicción con nuestros conocimientos científicos, según los cuales el hombre procede del reino
animal? No necesariamente. Muchos pensadores han reconocido desde hace ya mucho tiempo que
aquí no se produce ninguna disyuntiva. No podemos decir: Creación o Evolución; la manera correcta
de plantear el problema debe ser: Creación y Evolución, pues ambas cosas responden a preguntas
distintas. La historia del barro y del aliento de Dios, que hemos oído antes, no nos cuenta cómo se
origina el hombre. Nos relata qué es él, su origen más íntimo, nos clasifica el proyecto que hay detrás
de él. Y a la inversa, la teoría de la evolución trata de conocer y describir períodos biológicos. Pero
con ello no puede aclarar el origen del «proyecto» hombre, su origen íntimo ni su propia esencia.
Nos encontramos, pues, ante dos preguntas que en la misma medida se complementan y que no se
excluyen mutuamente.
Pero miremos ahora un poco más de cerca, porque precisamente el progreso del pensamiento en
las dos últimas décadas nos ayuda también a considerar de nuevo esa unidad interna de la Creación
y de la evolución de la fe y de la razón. A las concepciones propias del siglo XIX pertenecía el hecho
de tener cada vez más en cuenta la historicidad, el desarrollo de todas las cosas. Se vio entonces
que las cosas que tenemos por inmutables y siempre idénticas son producto de un largo devenir.
Esto es válido tanto en la esfera de lo humano como en la de la naturaleza. Se puso de manifiesto
que el Universo entero no es algo así como una gran caja en la que todo se ha introducido una vez
terminado, sino que más bien hay que compararlo al desarrollo y crecimiento de un árbol vivo cuyas
ramas crecen cada vez más altas hacia arriba. Esta consideración general ha sido y es expuesta, a
menudo, de un modo fantástico, pero con el progreso de la investigación se perfila cada vez con
más claridad el modo correcto con que se ha de comprender.
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Muy brevemente querría aclarar algo acerca de esto con especial referencia a Jacques Monod que
nos puede servir muy bien como testigo no sospechoso; se trata, por un lado, de un científico de
gran categoría, y por otro, de un luchador decidido contra toda creencia en la Creación.
Me parecen de suma importancia dos relevantes y fundamentales precisiones suyas. La primera
dice: En la realidad no existe sólo la necesidad. No es posible, como pretendía todavía Laplace y
como Hegel intentaba imaginar, que en el Universo todas las cosas deriven de forma sucesiva una
de la otra con absoluta necesidad. No existe ninguna fórmula que permita establecer una deducción
obligatoria de todo. En el Universo no existe sólo la necesidad sino también, dice Monod, el azar.
Como cristianos nos permitiríamos ir más allá y decir: existe la libertad. Pero volvamos a Monod. El
señala que existen especialmente dos realidades, las cuales no tienen obligatoriamente que existir:
pueden existir, pero no tienen que existir. Una de ellas es la vida. Así, del mismo modo que existen
las leyes físicas pudo ella originarse, pero no tuvo que hacerlo. Añade, además, que era muy
improbable que esto sucediera. La probabilidad matemática para ello era prácticamente cero, de
manera que también se puede suponer que solamente esa única vez, en nuestra tierra, ocurrió ese
muy improbable acontecimiento de que se originara la vida.
Lo segundo que pudo, pero no tuvo a la fuerza que existir es el misterioso ser humano. Este es
también hasta tal punto improbable que Monod como científico sostiene que, dado su grado de
improbabilidad, sólo una vez puede haber sucedido el que este ser se originara. Somos, dice él, una
casualidad. Nos ha tocado en la lotería un número premiado y debemos sentirnos como alguien que
inesperadamente ha ganado mil millones jugando a la lotería. De esta manera, con su lenguaje ateo
expresa de nuevo lo que la fe de los siglos pasados había denominado la «contingencia» del ser
humano y lo que había llevado a la fe a orar así: Yo no tenía que existir, pero existo y Tú, ¡oh! Dios,
me has querido. En el lugar de la voluntad de Dios, Monod coloca el azar, el premio que nos ha
tocado en la lotería. Si esto fuera así, sería entonces muy cuestionable el poder realmente afirmar
que a la vez se tratara de un premio. Durante una breve conversación con un taxista, éste me hizo
la observación de que cada vez era más la gente joven que le decía: Nadie me ha preguntado si yo
quería haber nacido. Y me contaba también un profesor que al tratar de hacerle ver a un niño el
agradecimiento que les debía a sus padres, diciéndole: «¡Tienes que agradecerles que vives!», éste
le había contestado: «Por eso no les estoy nada agradecido». No veía ningún premio en su existencia
humana. Y de hecho si solamente es la ciega casualidad la que nos ha arrojado en el mar de la nada,
entonces existen motivos más que suficientes para considerarlo una desgracia. Sólo si sabemos que
existe alguien que no nos ha arrojado a un destino ciego, y sólo si sabemos que no somos casualidad
sino que procedemos de la libertad y del amor, sólo entonces podemos nosotros, los no-‐necesarios,
estar agradecidos por esta libertad y saber, agradeciéndolo, que no es sino un don el ser hombre.
Vayamos ahora directamente a la cuestión del desarrollo y de sus mecanismos. La Microbiología y
la Bioquímica nos han proporcionado en este aspecto descubrimientos revolucionarios. Penetran
cada vez más en el misterio más íntimo de la vida, tratan de descifrar su lenguaje misterioso y de
conocer qué es precisamente eso: la vida. Y han llegado al convencimiento de que son
perfectamente comparables, en muchos aspectos, un organismo vivo y una máquina. Ambos tienen
en común el hecho de realizar un proyecto, un esbozo pensado y racional, que en sí mismo es lógico
y armonioso. Su funcionamiento descansa sobre una construcción precisa, minuciosamente
pensada, y por eso reflexiva. Pero junto a estas coincidencias existen también diferencias. La
primera, y no menos importante, puede describirse así: el proyecto organismo es
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incomparablemente más inteligente y audaz que la más refinada de las máquinas. Estas,
comparadas con el proyecto organismo, están chapuceramente concebidas y construidas. Una
segunda diferencia ahonda aún más: el proyecto organismo se acciona a sí mismo desde dentro, no
como las máquinas que deben ser activadas por alguien desde fuera. Y, por último, la tercera
diferencia: el proyecto organismo tiene la capacidad de reproducirse; el proyecto puede por sí
mismo renovarse y transmitirse.
Dicho de otro modo: posee la facultad de la reproducción por medio de la cual entra de nuevo en la
existencia un todo vivo y armonioso.
Y aquí se nos presenta algo totalmente inesperado y muy importante que Monod denomina el lado
platónico del Universo. Es lo siguiente: no existe meramente el devenir en el que todo cambia
incesantemente, existe también lo estable, las ideas permanentes que iluminan la realidad y son sus
principios rectores constantes. Existe la estabilidad y está creada de tal manera que cada organismo
vivo transmite de nuevo exactamente su muestra, el proyecto que él es. Cada organismo ha sido
construido -‐como expresa Monod-‐ de una manera conservadora. En la reproducción se reproduce
de nuevo a sí mismo. Monod lo formula así: en la moderna Biología la evolución no es ninguna
característica de los seres vivos, sino que su característica es precisamente que son inmutables: se
reproducen, su proyecto permanece.
Monod encuentra después el camino hacia la evolución, en la afirmación de que en la transmisión
del proyecto puede haber un fallo. Como la naturaleza es conservadora, reproducirá este fallo cada
vez que le suceda. Tales fallos pueden acumularse, y de la suma de ellos puede originarse algo
nuevo. De aquí se deduce una conclusión desconcertante: todo el Universo de los vivos se ha
originado de esta manera, incluido el hombre; somos el producto de un fallo casual.
¿Qué debemos decir a esta respuesta? Es asunto de la ciencia aclarar cuáles son los factores que
determinan el crecimiento del árbol de la vida y la aparición de nuevas ramas. Esto no es cuestión
de la fe. Pero debemos y podemos tener la osadía de decir que los grandes proyectos de la vida no
son producto de la casualidad ni del error. Tampoco son producto de una selección que se arroga
atributos divinos, los cuales, de manera lógica e improbable, serían un mito moderno. Los grandes
proyectos de la vida remiten a una Razón creadora, nos muestran el Espíritu Creador, hoy más claro
y radiante que nunca. De manera que hoy, con mayor certidumbre y con alegría, podemos decir: Sí,
el hombre es un proyecto de Dios, Solamente el Espíritu Creador era lo suficientemente fuerte,
grande y osado para concebir este proyecto. El hombre no es una equivocación, ha sido deseado,
es fruto de un amor. Puede en sí mismo, en el atrevido proyecto que es, descubrir el lenguaje de
este Espíritu Creador que le habla a él y le anima a decir: Sí, Padre, Tú me has querido.
Los soldados romanos, tras azotar a Jesús, coronarlo de espinas y vestirlo grotescamente con un
manto, lo condujeron de nuevo a Pilatos. Este endurecido militar se impresionó vivamente de ver a
este hombre destrozado, roto. Y reclamando compasión, lo presentó ante la multitud con las
siguientes palabras: «¡Idu ho anthropos!», «Ecce homo» que nosotros generalmente traducimos:
«He aquí al hombre» pero con más exactitud lo que dice el texto griego es: «Mirad, éste es el
hombre». En el sentir de Pilatos esta era la palabra de un cínico que quería decir: nos
enorgullecemos del ser humano, pero, ahora, contempladlo, aquí está, ese gusano ¡éste es el
hombre!, así de despreciable, así de pequeño. Pero el evangelista Juan ha reconocido en estas
palabras del cínico unas palabras proféticas y así las ha transmitido a la cristiandad. Efectivamente,
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Pilatos tiene razón, quiere decir: ¡Mirad, esto es el hombre! En El, en Jesucristo, podemos leer lo
que es el hombre, el proyecto de Dios y nuestra relación con él. En Jesús maltratado podemos ver
qué cruel, qué poca cosa, qué abyecto puede ser el hombre. En El podemos leer la historia del odio
humano y del pecado. Pero en El y en su amor que sufre por nosotros, podemos además leer la
respuesta de Dios: Sí, éste es el hombre, el amado por Dios hasta hacerse polvo, el amado por Dios
de tal manera que le atiende hasta en la última necesidad de la muerte. Y en la mayor degradación
continúa siendo también el llamado por Dios, hermano de Jesucristo y así llamado a participar del
amor eterno de Dios. La pregunta ¿qué es el hombre? encuentra su respuesta en la imitación de
Jesucristo. Siguiendo sus pasos, podemos día a día aprender con El, en la paciencia del amor y del
sufrimiento, qué es el hombre y llegar a serlo.
49
mediante el hombre en quien aparece lo definitivo del ser humano y que es al mismo tiempo Dios
mismo.
Quizá pueda entreverse aquí cómo en la paradoja de la palabra y de la carne aparece algo referente
a la razón y al Logos. Pero esta confesión supone ante todo un escándalo para el pensar humano:
¿No caemos así en un positivismo extravagante? ¿Es cierto que debemos agarrarnos a esa brizna
que es dato histórico singular? ¿Podemos aventurarnos a fundar en un punto del océano de la
historia, en el acontecimiento histórico individual, toda nuestra existencia, más aún, toda la
existencia?
La idea es muy arriesgada; tanto los antiguos como los asiáticos creyeron que no valía la pena
examinarla. Además, los presupuestos de la época moderna la han hecho todavía más difícil, o al
menos han hecho que la dificultad viniese por otro camino, puesto que las cuestiones históricas se
estudian diversamente por el método histórico crítico. Esto quiere decir que la solución que ofrece
la historia pone un problema parecido al del método físico y de la investigación científiconatural de
la naturaleza, en su búsqueda del ser y del fundamento del mismo. Anteriormente hicimos ver cómo
la física misma se vio obligada a renunciar al descubrimiento del ser y se limitó a lo positivo, a lo que
puede controlarse. De esta forma se ganó mucho en exactitud, pero tuvo que renunciarse a la
verdad, con estas consecuencias: la verdad misma se nos oculta detrás del velo de lo positivo del
ser, la ontología se hace imposible y la fisiología tiene que limitarse a la fenomenología, a la
investigación de lo puramente aparente.
Un peligro parecido nos amenaza en el campo de la historia. Su asimilación al método de la física
avanzará todo lo posible, pero la historia nunca podrá elevar a la posibilidad de comprobación, que
es el núcleo de la ciencia moderna, a la repetibilidad en que se basa la singular certeza de las
expresiones científiconaturales. A esto tiene que renunciar el historiador; la historia pasada
permanece irrepetible, y la posibilidad de comprobación debe limitarse a la capacidad probativa de
los documentos en los que el historiador funda sus concepciones.
Siguiendo este método algo semejante sucede en las ciencias de la naturaleza. sólo cae bajo nuestra
mirada la superficie fenomenológica del hecho. Pero esta superficie fenomenológica, es decir, lo
exterior que se puede verificar con los documentos, es más problemática bajo un doble punto de
vista que el positivismo de la física. Es más problemática porque tiene que abandonarse al destino
de los documentos, es decir, a las manifestaciones casuales, mientras que la física tiene ante los ojos
la exterioridad necesaria de las realidades materiales. Es más problemática también porque la
manifestación de lo humano en los documentos es menor que la automanifestación de la
naturaleza. En ellos se refleja insuficientemente la profundidad de lo humano que a menudo
ocultan. Su exégesis pone más en juego al hombre y a su manera personal de pensar que la
explicación de los fenómenos físicos. Según eso, alguien podría decir que si la historia imita los
métodos de las ciencias de la naturaleza aumenta incalculablemente la certeza de sus afirmaciones,
pero también es cierto que esto supondría una terrible pérdida de la verdad, mayor que en caso de
la física. Como en la física el ser retrocede detrás de lo aparente, así aquí sólo aparecería como
histórico lo auténtico., es decir, lo que averigua por los métodos históricos.
Muchas veces olvidamos que la plena verdad de la historia se oculta a la posibilidad de
experimentación. En el más riguroso sentido de las palabras, diríamos que la historia (Historie) no
sólo descubre la historia (Geschichte), sino que también la oculta. Es, pues, evidente que la historia
(Historie) puede considerar a Jesús hombre, pero difícilmente puede ver en él su ser-‐Cristo que, en
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cuanto verdad de la historia (Geschichte) escapa a la posibilidad de comprobación de lo puramente
auténtico.
La imagen de Cristo de la profesión de fe
La expresión más representativa de la fe, el símbolo, profesa su fe en Jesús con estas sencillas
palabras: Creo en Cristo Jesús. Nos extraña mucho que al nombre Jesús le preceda la palabra Cristo,
que no es un nombre, sino un título (Mesías), siguiendo así la forma preferida de Pablo. Esto quiere
decir que la comunidad cristiana de Roma que formuló nuestra profesión de fe, era consciente del
contenido de la palabra Cristo y de su significado. La transformación en nombre propio, tal como lo
conocemos nosotros hoy día, se llevó a cabo muy pronto. La palabra Cristo, designa aquí lo que es
Jesús; la unión de la palabra Cristo con el nombre de Jesús es ciertamente la última etapa de los
cambios de significado de la palabra Cristo.
Ferdinand Kattenbusch, gran estudioso del símbolo apostólico, ilustró con acierto este hecho
mediante un ejemplo tomado de su tiempo (1897). Lo compara con la expresión el emperador
Guillermo. Tan vinculados están el emperador y Guillermo. que aquél se ha convertido en parte del
nombre; sin embargo, todos saben que esa palabra no es un nombre, sino que indica una función.
Algo así sucede con Jesucristo; este nombre se ha formado así: Cristo es el título que se ha
convertido en un trozo del nombre singular con el que designamos a un individuo de Nazaret. En la
unión del hombre con el título y del título con el nombre se refleja algo muy distinto de esos
innumerables olvidos de la historia; ahí aparece el núcleo de la comprensión de la figura de Jesús
de Nazaret, realizada por la fe. En sentido propio, afirma la fe que en ese Jesús ya no es posible
distinguir entre oficio y persona; la distinción sería simplemente contradictoria. La persona es el
oficio, el oficio es la persona; ya no pueden separarse; no hay posibilidad de que pongan condiciones
lo privado o el yo que puede esconderse detrás de sus propias acciones, y que alguna vez puede .no
estar de servicio. Aquí no existe el yo separado de la obra; el yo es la obra, y la obra, el yo.
Según la autocomprensión de la fe que se expresa en el símbolo, Jesús no ha dado una doctrina que
pudiera desvincularse de su yo, de la misma manera que alguien puede reunir las ideas de un gran
pensador y estudiarlas sin entrar en la persona del autor. El símbolo no nos da una doctrina de Jesús;
a nadie se le ha ocurrido la idea de hacerlo, cosa que a nosotros nos parece evidente, porque la
comprensión fundamental operante procede por otro camino completamente distinto. Así pues,
según la autocomprensión de la fe, Jesús no ha realizado una obra distinta y separable de su yo.
Comprender a Jesús como Cristo significa más bien estar convencido de que él mismo se ha dado
en su palabra; no existe aquí un yo que pronuncia palabra (como en el caso de los hombres), sino
que se ha identificado de tal manera con su palabra que yo y palabra no pueden distinguirse: él es
palabra. Asimismo, para la fe su obra no es sino el yo que, al fundirse con la obra, no pone
condiciones; se hace y se da; su obra es don de sí mismo.
Karl Barth expresa así esta afirmación de la fe: Jesús es esencialmente portador de su oficio. No es
hombre y después portador de su oficio... En Jesús no existe una humanidad neutral. Las singulares
palabras de Pablo a Cristo sí le conocimos según la carne, pero ahora ya no es así (2 Cor 5,16),
podrían pronunciarse en nombre de los cuatro evangelistas. Cuando ellos nos dicen que pasó
hambre y sed, que comió y bebió, que se cansó, que descansó y durmió, que amó, que se encolerizó
y que confió, aluden a circunstancias en las que no aparece una personalidad con deseos,
inclinaciones y afectos propios, distinta y contrapuesta a su obra.
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En otros términos, la fe cristológica afirma decididamente la experiencia de la identidad entre la
existencia y la misión en la unión inseparable de las palabras de Jesús y Cristo. En este sentido puede
hablarse de una cristología funcional: todo el ser de Jesús es función del para-‐nosotros, pero
también su función es, por eso mismo, totalmente ser.
Así comprendida, la doctrina y las obras del Jesús histórico no son importantes en cuanto tales, sino
que basta el puro hecho, si ese hecho significa toda la realidad de la persona que, como tal, es
doctrina, coincide con su obra y tiene en ella su particularidad y singularidad. La persona de Jesús
es su doctrina, y su doctrina es él mismo. La fe cristiana, es decir, la fe en Jesús como Cristo es, pues,
verdadera fe personal. Partiendo de aquí, podemos comprender lo que significa. La fe no es la
aceptación de un sistema, sino de una persona que es su palabra; la fe es la aceptación de la palabra
como persona y de la persona como palabra.
El punto de partida de la profesión de fe: la cruz.
Un paso retrospectivo hacia el punto de origen de la profesión de fe cristiana iluminará lo que hemos
dicho. Podemos hoy día afirmar con cierta seguridad que el punto de origen de la fe en Jesús como
Cristo, es decir, el punto de origen de la fe cristiana es la cruz. Jesús mismo no se proclamó
directamente como Cristo (Mesías). Esta afirmación, un poco extraña, se deduce con bastante
claridad de las desavenencias de los historiadores, muy a menudo desconcertantes; no se la puede
esquivar cuando uno se enfrenta en justa crítica con el apresurado sistema de sustracción puesto
en marcha por la investigación actual. Jesús, pues, no se proclamó abiertamente como Mesías
(Cristo); Pilato, tendiendo la petición de los judíos, con la inscripción condenatoria escrita en todas
las lenguas entonces conocidas y colgada de la cruz, lo proclamó rey de los judíos, Mesías, Cristo. La
inscripción con el motivo de la sentencia, condena a muerte de la historia, se convirtió en paradójica
unidad, en profesión, en raíz de la que brotó la fe cristiana en Jesús como Cristo.
Jesús es Cristo, es rey en cuanto crucificado. Su ser-‐crucificado es su ser-‐rey. Su ser-‐rey es el don de
sí mismo a los hombres, es la identidad de palabra, misión, existencia en la entrega de la misma
existencia; su existencia es, pues, su palabra: Él es palabra porque es amor. Desde la cruz comprende
la fe progresivamente que ese Jesús no solo ha hecho y dicho algo, sino que en él se identifican
mensaje y persona, que él siempre es lo que dice. Juan sólo tuvo que sacar la última y sencilla
consecuencia: si esto es así tal es la idea cristológica fundamental de su evangelio. Jesucristo es
palabra; el Logos mismo (la palabra) es persona, pero no una persona que pronuncia palabras, sino
que es su palabra y su obra; existe desde siempre y para siempre; es el fundamento que sostiene el
mundo; esa persona es la inteligencia que nos sostiene a todos.
Partiendo de la cruz, el desarrollo de la comprensión que llamamos fe hizo que los cristianos llegasen
a identificar persona, palabra y obra. En último término, eso es lo decisivo; todo lo demás es
secundario. Por eso su profesión de fe puede limitarse simplemente al acoplamiento de las palabras
de Jesús y de Cristo; en esa unión se dice todo. A Jesús se le contempla desde la cruz que habla más
fuerte que todas las palabras; él es el Cristo; no necesitamos nada más. El yo crucificado del Señor
es una realidad tan plena que todo lo demás puede relegarse a un lugar secundario. En un segundo
estadio, partiendo de esta comprensión adquirida, se reflexiona retrospectivamente en sus
palabras. La comunidad que esto recuerda ve asombrada cómo en la palabra de Jesús existe idéntica
concentración en su yo; cómo su mismo mensaje, leído desde atrás, corre siempre a ese yo, conduce
a la identidad de palabra y persona. En un último estadio Juan pudo unir ambos movimientos. Su
evangelio es a un tiempo la lectura continuada de las palabras de Jesús desde su persona y de su
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persona desde sus palabras. La plena unidad entre Cristo y Jesús que para la historia siguiente de la
fe es constitutiva y siempre lo será 11, aparece el hecho de que para Juan la cristología.
Introducción al cristianismo
Joseph Ratzinger
http://www.medioscan.com/pdf/Introduccionalcristianismo.pdf
Tema 4: La Iglesia, origen y razón de ser
LECTURA VII. LUMEN GENTIUM (EXTRACTO)
5. El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio
comienzo a la Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido
desde siglos en la Escritura: «Porque el tiempo está cumplido, y se acercó el reino de Dios» (Mc 1,15;
cf. Mt 4,17). Ahora bien, este reino brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la
presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (cf. Mc
4,14): quienes la oyen con fidelidad y se agregan a la pequeña grey de Cristo (cf. Lc 12,32), ésos
recibieron el reino; la semilla va después germinando poco a poco y crece hasta el tiempo de la siega
(cf. Mc 4,26-‐29). Los milagros de Jesús, a su vez, confirman que el reino ya llegó a la tierra: «Si
expulso los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc
11,20; cf. Mt 12,28). Pero, sobre todo, el reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de
Dios e Hijo del hombre, quien vino «a servir y a dar su vida para la redención de muchos» (Mc 10,45).
Mas como Jesús, después de haber padecido muerte de cruz por los hombres, resucitó, se presentó
por ello constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre (cf. Hch 2,36; Hb 5,6; 7,17-‐21) y
derramó sobre sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre (cf. Hch 2,33). Por esto la Iglesia,
enriquecida con los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad,
humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en
todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino. Y, mientras ella
paulatinamente va creciendo, anhela simultáneamente el reino consumado y con todas sus fuerzas
espera y ansia unirse con su Rey en la gloria.
6. Del mismo modo que en el Antiguo Testamento la revelación del reino se propone
frecuentemente en figuras, así ahora la naturaleza íntima de la Iglesia se nos manifiesta también
mediante diversas imágenes tomadas de la vida pastoril, de la agricultura, de la edificación, como
también de la familia y de los esponsales, las cuales están ya insinuadas en los libros de los profetas.
Así la Iglesia es un redil, cuya única y obligada puerta es Cristo (cf. Jn 10,1-‐10). Es también una grey,
de la que el mismo Dios se profetizó Pastor (cf. Is 40,11; Ez 34,11 ss), y cuyas ovejas, aunque
conducidas ciertamente por pastores humanos, son, no obstante, guiadas y alimentadas
continuamente por el mismo Cristo, buen Pastor y Príncipe de los pastores (cf. Jn 10,11; 1 P 5,4),
que dio su vida por las ovejas (cf. Jn 10,11-‐15).
La Iglesia es labranza, o arada de Dios (cf. 1 Co 3,9). En ese campo crece el vetusto olivo, cuya raíz
santa fueron los patriarcas, y en el cual se realizó y concluirá la reconciliación de los judíos y gentiles
(cf. Rm 11,13-‐ 26). El celestial Agricultor la plantó como viña escogida (cf. Mt 21,33-‐34 par.; cf. Is 5,1
ss). La verdadera vid es Cristo, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos
53
nosotros, que permanecemos en El por medio de la Iglesia, y sin El nada podemos hacer (cf. Jn 15,1-‐
5).
A veces también la Iglesia es designada como edificación de Dios (cf. 1 Co 3,9). El mismo Señor se
comparó a la piedra que rechazaron los constructores, pero que fue puesta como piedra angular (cf.
Mt 21,42 par.; Hch 4,11; 1 P 2,7; Sal 117,22). Sobre este fundamento los Apóstoles levantan la Iglesia
(cf. 1 Co 3,11) y de él recibe esta firmeza y cohesión. Esta edificación recibe diversos nombres: casa
de Dios (cf. 1 Tm 3,15), en que habita su familia; habitación de Dios en el Espíritu (cf. Ef 2,19-‐22),
tienda de Dios entre los hombres (Ap 21,3) y sobre todo templo santo, que los Santos Padres
celebran como representado en los templos de piedra, y la liturgia, no sin razón, la compara a la
ciudad santa, la nueva Jerusalén [5]. Efectivamente, en este mundo servimos, cual piedras vivas,
para edificarla (cf. 1 P 2,5). San Juan contempla esta ciudad santa y bajando, en la renovación del
mundo, de junto a Dios, ataviada como esposa engalanada para su esposo (Ap 21,1 s).
La Iglesia, llamada «Jerusalén de arriba» y «madre nuestra» (Ga 4,26; cf. Ap 12,17), es también
descrita como esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 19,7; 21,2 y 9; 22,17), a la que
Cristo «amó y se entregó por ella para santificarla» (Ef 5,25-‐26), la unió consigo en pacto indisoluble
e incesantemente la «alimenta y cuida» (Ef 5,29); a ella, libre de toda mancha, la quiso unida a sí y
sumisa por el amor y la fidelidad (cf. Ef 5,24), y, en fin, la enriqueció perpetuamente con bienes
celestiales, para que comprendiéramos la caridad de Dios y de Cristo hacia nosotros, que supera
toda ciencia (cf. Ef 3,19). Sin embargo, mientras la Iglesia camina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2
Co 5,6), se considera como en destierro, buscando y saboreando las cosas de arriba, donde Cristo
está sentado a la derecha de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta
que aparezca con su Esposo en la gloria (cf. Col 3,1-‐4).
7. El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al hombre, venciendo la muerte con
su muerte y resurrección, y lo transformó en una nueva criatura (cf. Ga 6,15; 2 Co 5,17). Y a sus
hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo,
comunicándoles su espíritu.
En ese cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, quienes están unidos a Cristo paciente
y glorioso por los sacramentos, de un modo arcano, pero real [6].
Por el bautismo, en efecto, nos configuramos en Cristo: «porque también todos nosotros hemos
sido bautizados en un solo Espíritu» (1 Co 12,13), ya que en este sagrado rito se representa y realiza
el consorcio con la muerte y resurrección de Cristo: «Con El fuimos sepultados por el bautismo para
participar de su muerte; más, si hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también
lo seremos por la de su resurrección» (Rm 6,4-‐5). Participando realmente del Cuerpo del Señor en
la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con El y entre nosotros. «Porque el
pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1 Co 10,17).
Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (cf. 1 Co 12,27) «y cada uno es
miembro del otro» (Rm 12,5).
Y del mismo modo que todos los miembros del cuerpo humano, aun siendo muchos, forman, no
obstante, un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf. 1 Co 12, 12). También en la constitución
del cuerpo de Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que
distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de ministerios
(1 Co 12,1-‐11). Entre estos dones resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo
Espíritu subordina incluso los carismáticos (cf. 1 Co 14). El mismo produce y urge la caridad entre
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los fieles, unificando el cuerpo por sí y con su virtud y con la conexión interna de los miembros. Por
consiguiente, si un miembro sufre en algo, con él sufren todos los demás; o si un miembro es
honrado, gozan conjuntamente los demás miembros (cf.1 Co 12,26).
La Cabeza de este cuerpo es Cristo. Él es la imagen de Dios invisible, y en El fueron creadas todas las
cosas. Él es antes que todos, y todo subsiste en El. Él es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. Él es
el principio, el primogénito de los muertos, de modo que tiene la primacía en todas las cosas (cf. Col
1,15-‐18). Con la grandeza de su poder dominar los cielos y la tierra y con su eminente perfección y
acción llena con las riquezas de su gloria todo el cuerpo (cf. Ef 1,18-‐23) [7].
Es necesario que todos los miembros se hagan conformes a El hasta el extremo de que Cristo quede
formado en ellos (cf. Ga 4,19). Por eso somos incorporados a los misterios de su vida, configurados
con El, muertos y resucitados con El, hasta que con El reinemos (cf. Flp 3,21; 2 Tm 2,11; Ef 2,6; Col
2,12, etc.). Peregrinando todavía sobre la tierra, siguiendo de cerca sus pasos en la tribulación y en
la persecución, nos asociamos a sus dolores como el cuerpo a la cabeza, padeciendo con El a fin de
ser glorificados con El (cf. Rm8,17).
Por El «todo el cuerpo, alimentado y trabado por las coyunturas: y ligamentos, crece en aumento
divino» (Col 2, 19). El mismo conforta constantemente su cuerpo, que es la Iglesia, con los dones de
los ministerios, por los cuales, con la virtud derivada de Él, nos prestamos mutuamente los servicios
para la salvación, de modo que, viviendo la verdad en caridad, crezcamos por todos los medios en
El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef 4,11-‐16 gr.).
Y para que nos renováramos incesantemente en El (cf. Ef 4,23), nos concedió participar de su
Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo,
lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce
el principio de vida o el alma en el cuerpo humano [8].
Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su esposa, convirtiéndose en ejemplo del marido, que
ama a su esposa como a su propio cuerpo (cf. Ef 5,25-‐28). A su vez, la Iglesia le está sometida como
a su Cabeza (ib. 23-‐24). «Porque en El habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col
2,9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef 1, 22-‐23), para que
tienda y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef 3,19).
8. Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa,
comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible [9], comunicando mediante ella la
verdad y la gracia a todos. Mas la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico
de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida
con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien
forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino [10]. Por
eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la
naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido
indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo,
que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4,16) [11].
Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y
apostólica [12], y que nuestro Salvador, después de su resurrección, encomendó a Pedro para que
la apacentara (cf. Jn 21,17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt
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28,18 ss), y la erigió perpetuamente como columna y fundamento de la verdad (cf.1 Tm 3,15). Esta
Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica,
gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él [13] si bien fuera de su
estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la
Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica.
Pero como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia
está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los
hombres. Cristo Jesús, «existiendo en la forma de Dios..., se anonadó a sí mismo, tomando la forma
de siervo» (Flp 2,6-‐7), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9); así también la Iglesia,
aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria
terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo.
Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18),
«para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); así también la Iglesia abraza con su amor a
todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la
imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir
en ellos a Cristo. Pues mientras Cristo, «santo, inocente, inmaculado» (Hb7,26), no conoció el
pecado (cf. 2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), la
Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de
purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación.
La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» [14]
anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Co 11,26). Está fortalecida, con la virtud del
Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto
internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras,
hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos.
Documento completo:
http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-‐
ii_const_19641121_lumen-‐gentium_sp.html
LECTURA VIII. NOSTRA AETATE
Sobre la relación de la Iglesia católica con otras religiones
Proemio
1. En nuestra época, en la que el género humano se une cada vez más estrechamente y aumentan
los vínculos entre los diversos pueblos, la Iglesia considera con mayor atención en qué consiste su
relación con respecto a las religiones no cristianas. En cumplimiento de su misión de fundamentar
la Unidad y la Caridad entre los hombres y, aún más, entre los pueblos, considera aquí, ante todo,
aquello que es común a los hombres y que conduce a la mutua solidaridad.
Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a
todo el género humano sobre la faz de la tierra, y tienen también un fin último, que es Dios, cuya
providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos, hasta que se
unan los elegidos en la ciudad santa, que será iluminada por el resplandor de Dios y en la que los
pueblos caminarán bajo su luz.
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Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición
humana, que hoy como ayer, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre, cuál es el
sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para
conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio, la sanción después de la muerte? ¿Cuál es,
finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos
y hacia donde nos dirigimos?
Las diversas religiones no cristianas
2. Ya desde la antigüedad y hasta nuestros días se encuentra en los diversos pueblos una cierta
percepción de aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las cosas y en los
acontecimientos de la vida humana y a veces también el reconocimiento de la Suma Divinidad e
incluso del Padre. Esta percepción y conocimiento penetra toda su vida con íntimo sentido religioso.
Las religiones a tomar contacto con el progreso de la cultura, se esfuerzan por responder a dichos
problemas con nociones más precisas y con un lenguaje más elaborado. Así, en el Hinduismo los
hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos
y con los penetrantes esfuerzos de la filosofía, y buscan la liberación de las angustias de nuestra
condición mediante las modalidades de la vida ascética, a través de profunda meditación, o bien
buscando refugio en Dios con amor y confianza. En el Budismo, según sus varias formas, se reconoce
la insuficiencia radical de este mundo mudable y se enseña el camino por el que los hombres, con
espíritu devoto y confiado pueden adquirir el estado de perfecta liberación o la suprema
iluminación, por sus propios esfuerzos apoyados con el auxilio superior. Así también los demás
religiones que se encuentran en el mundo, es esfuerzan por responder de varias maneras a la
inquietud del corazón humano, proponiendo caminos, es decir, doctrinas, normas de vida y ritos
sagrados.
La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera
con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que
discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella
Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente
a Cristo, que es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn., 14,6), en quien los hombres encuentran la
plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas.
Por consiguiente, exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y
colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana,
reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores
socio-‐culturales que en ellos existen.
La religión del Islam
3. La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, viviente y
subsistente, misericordioso y todo poderoso, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los
hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma como se sometió a Dios
Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia. Veneran a Jesús como profeta, aunque no
lo reconocen como Dios; honran a María, su Madre virginal, y a veces también la invocan
devotamente. Esperan, además, el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres
resucitados. Por ello, aprecian además el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres
resucitados. Por tanto, aprecian la vida moral, y honran a Dios sobre todo con la oración, las
limosnas y el ayuno.
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Si en el transcurso de los siglos surgieron no pocas desavenencias y enemistades entre cristianos y
musulmanes, el Sagrado Concilio exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, procuren y promuevan
unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres.
La religión judía
4. Al investigar el misterio de la Iglesia, este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el Pueblo
del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham.
Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en
los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que todos
los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la vocación del mismo Patriarca y que
la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra
de esclavitud. Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo
Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó
establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han
injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles. Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra
paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo.
La Iglesia tiene siempre ante sus ojos las palabras del Apóstol Pablo sobre sus hermanos de sangre,
"a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la Alianza, la Ley, el culto y las promesas; y también
los Patriarcas, y de quienes procede Cristo según la carne" (Rom., 9,4-‐5), hijo de la Virgen María.
Recuerda también que los Apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, nacieron del pueblo
judío, así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio
de Cristo.
Como afirma la Sagrada Escritura, Jerusalén no conoció el tiempo de su visita, gran parte de los
Judíos no aceptaron el Evangelio e incluso no pocos se opusieron a su difusión. No obstante, según
el Apóstol, los Judíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se
arrepiente de sus dones y de su vocación. La Iglesia, juntamente con los Profetas y el mismo Apóstol
espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y
"le servirán como un solo hombre" (Soph 3,9).
Como es, por consiguiente, tan grande el patrimonio espiritual común a cristianos y judíos, este
Sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos, que
se consigue sobre todo por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con el diálogo fraterno.
Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin
embargo, lo que en su Pasión se hizo, no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos
que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha
de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las
Sagradas Escrituras. Por consiguiente, procuren todos no enseñar nada que no esté conforme con
la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, ni en la catequesis ni en la predicación de la Palabra
de Dios.
Además, la Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del
patrimonio común con los judíos, e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad
evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier
tiempo y persona contra los judíos.
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Por los demás, Cristo, como siempre lo ha profesado y profesa la Iglesia, abrazó voluntariamente y
movido por inmensa caridad, su pasión y muerte, por los pecados de todos los hombres, para que
todos consigan la salvación. Es, pues, deber de la Iglesia en su predicación el anunciar la cruz de
Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia.
La fraternidad universal excluye toda discriminación
5. No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con
algunos hombres, creados a imagen de Dios. la relación del hombre para con Dios Padre y con los
demás hombres sus hermanos están de tal forma unidas que, como dice la Escritura: "el que no
ama, no ha conocido a Dios" (1 Jn 4,8).
Así se elimina el fundamento de toda teoría o práctica que introduce discriminación entre los
hombres y entre los pueblos, en lo que toca a la dignidad humana y a los derechos que de ella
dimanan.
La Iglesia, por consiguiente, reprueba como ajena al espíritu de Cristo cualquier discriminación o
vejación realizada por motivos de raza o color, de condición o religión. Por esto, el sagrado Concilio,
siguiendo las huellas de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, ruega ardientemente a los fieles que,
"observando en medio de las naciones una conducta ejemplar", si es posible, en cuanto de ellos
depende, tengan paz con todos los hombres, para que sean verdaderamente hijos del Padre que
está en los cielos.
Todas y cada una de las cosas contenidas en esta Declaración han obtenido el beneplácito de los
Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo,
juntamente con los Venerables Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el Espíritu
Santo, y mandamos que lo así decidido conciliarmente sea promulgado para la gloria de Dios. Roma,
en San Pedro, 28 de octubre de 1965.
NOSTRA AETATE
http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-‐
ii_decl_19651028_nostra-‐aetate_sp.html
Tema 5: El destino último de la persona
LECTURA IX. LUIS ROMERA OÑATE, FINITUD Y TRASCENDENCIA, LA EXISTENCIA HUMANA ANTE LA
RELIGIÓN.
Consultar el ensayo en la referencia digital
Luis Romera Oñate, Finitud y Trascendencia, la existencia humana ante la religión, (Pamplona:
Cuadernos de anuario filosófico, serie universitaria 2004), Existencia finita y cristianismo.
http://biblio.upmx.mx/textos/69848.pdf
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Tema 6: Persona y Trascendencia
LECTURA X. VERITATIS SPLENDOR (EXTRACTOS)
C. La elección fundamental y los comportamientos concretos
«Sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne» (Gál 5, 13)
65. El interés por la libertad, hoy agudizado particularmente, induce a muchos estudiosos de ciencias
humanas o teológicas a desarrollar un análisis más penetrante de su naturaleza y sus dinamismos.
Justamente se pone de relieve que la libertad no es sólo la elección por esta o aquella acción
particular; sino que es también, dentro de esa elección, decisión sobre sí y disposición de la propia
vida a favor o en contra del Bien, a favor o en contra de la Verdad; en última instancia, a favor o en
contra de Dios. Justamente se subraya la importancia eminente de algunas decisiones que dan
forma a toda la vida moral de un hombre determinado, configurándose como el cauce en el cual
también podrán situarse y desarrollarse otras decisiones cotidianas particulares.
Sin embargo, algunos autores proponen una revisión mucho más radical de la relación entre persona
y actos. Hablan de una libertad fundamental, más profunda y diversa de la libertad de elección, sin
cuya consideración no se podrían comprender ni valorar correctamente los actos humanos. Según
estos autores, la función clave en la vida moral habría que atribuirla a una opción fundamental,
actuada por aquella libertad fundamental mediante la cual la persona decide globalmente sobre sí
misma, no a través de una elección determinada y consciente a nivel reflejo, sino en forma
transcendental y atemática. Los actos particulares derivados de esta opción constituirían solamente
unas tentativas parciales y nunca resolutivas para expresarla, serían solamente signos o síntomas
de ella. Objeto inmediato de estos actos —se dice— no es el Bien absoluto (ante el cual la libertad
de la persona se expresaría a nivel transcendental), sino que son los bienes particulares (llamados
también categoriales). Ahora bien, según la opinión de algunos teólogos, ninguno de estos bienes,
parciales por su naturaleza, podría determinar la libertad del hombre como persona en su totalidad,
aunque el hombre solamente pueda expresar la propia opción fundamental mediante la realización
o el rechazo de aquéllos.
De esta manera, se llega a introducir una distinción entre la opción fundamental y las elecciones
deliberadas de un comportamiento concreto; una distinción que en algunos autores asume la forma
de una disociación, en cuanto circunscriben expresamente el bien y el mal moral a la dimensión
transcendental propia de la opción fundamental, calificando como rectas o equivocadas las
elecciones de comportamientos particulares intramundanos, es decir, referidos a las relaciones del
hombre consigo mismo, con los demás y con el mundo de las cosas. De este modo, parece delinearse
dentro del comportamiento humano una escisión entre dos niveles de moralidad: por una parte el
orden del bien y del mal, que depende de la voluntad, y, por otra, los comportamientos
determinados, los cuales son juzgados como moralmente rectos o equivocados haciéndolo
depender sólo de un cálculo técnico de la proporción entre bienes y males premorales o físicos, que
siguen efectivamente a la acción. Y esto hasta el punto de que un comportamiento concreto, incluso
elegido libremente, es considerado como un proceso simplemente físico, y no según los criterios
propios de un acto humano. El resultado al que se llega es el de reservar la calificación propiamente
moral de la persona a la opción fundamental, sustrayéndola —o atenuándola— a la elección de los
actos particulares y de los comportamientos concretos.
66. No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la
específica importancia de una elección fundamental que califica la vida moral y que compromete la
libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe, de la obediencia de la fe (cf. Rm 16,
60
26), por la que «el hombre se entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total de
su entendimiento y voluntad"» 112. Esta fe, que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6), proviene de lo
más íntimo del hombre, de su «corazón» (cf. Rm 10, 10), y desde aquí viene llamada a fructificar en
las obras (cf. Mt 12, 33-‐35; Lc 6, 43-‐45; Rm 8, 5-‐8; Ga 5, 22). En el Decálogo se encuentra, al inicio
de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental: «Yo, el Señor, soy tu Dios» (Ex 20, 2), la
cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones particulares, asegura a la
moral de la Alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad. La elección fundamental de
Israel se refiere, por tanto, al mandamiento fundamental (cf. Jos 24, 14-‐25; Ex 19, 3-‐8; Mi 6, 8).
También la moral de la nueva alianza está dominada por la llamada fundamental de Jesús a su
seguimiento —al joven le dice: «Si quieres ser perfecto... ven, y sígueme» (Mt 19, 21)—; y el
discípulo responde a esa llamada con una decisión y una elección radical. Las parábolas evangélicas
del tesoro y de la perla preciosa, por los que se vende todo cuanto se posee, son imágenes
elocuentes y eficaces del carácter radical e incondicionado de la elección que exige el reino de Dios.
La radicalidad de la elección para seguir a Jesús está expresada maravillosamente en sus palabras:
«Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la
salvará» (Mc 8, 35).
La llamada de Jesús «ven y sígueme» marca la máxima exaltación posible de la libertad del hombre
y, al mismo tiempo, atestigua la verdad y la obligación de los actos de fe y de decisiones que se
pueden calificar de opción fundamental. Encontramos una análoga exaltación de la libertad humana
en las palabras de san Pablo: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13). Pero el
Apóstol añade inmediatamente una grave advertencia: «Con tal de que no toméis de esa libertad
pretexto para la carne». En esta exhortación resuenan sus palabras precedentes: «Para ser libres
nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la
esclavitud» (Ga 5, 1). El apóstol Pablo nos invita a la vigilancia, pues la libertad sufre siempre la
insidia de la esclavitud. Tal es precisamente el caso de un acto de fe —en el sentido de una opción
fundamental— que es disociado de la elección de los actos particulares según las corrientes
anteriormente mencionadas.
67. Por tanto, dichas teorías son contrarias a la misma enseñanza bíblica, que concibe la opción
fundamental como una verdadera y propia elección de la libertad y vincula profundamente esta
elección a los actos particulares. Mediante la elección fundamental, el hombre es capaz de orientar
su vida y —con la ayuda de la gracia— tender a su fin siguiendo la llamada divina. Pero esta
capacidad se ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos determinados, mediante los
cuales el hombre se conforma deliberadamente con la voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. Por
tanto, se afirma que la llamada opción fundamental, en la medida en que se diferencia de una
intención genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante de la libertad, se
actúa siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la opción
fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de
sentido contrario, en materia moral grave.
Separar la opción fundamental de los comportamientos concretos significa contradecir la integridad
sustancial o la unidad personal del agente moral en su cuerpo y en su alma. Una opción
fundamental, entendida sin considerar explícitamente las potencialidades que pone en acto y las
determinaciones que la expresan, no hace justicia a la finalidad racional inmanente al obrar del
hombre y a cada una de sus elecciones deliberadas. En realidad, la moralidad de los actos humanos
no se reivindica solamente por la intención, por la orientación u opción fundamental, interpretada
en el sentido de una intención vacía de contenidos vinculantes bien precisos, o de una intención a
61
la que no corresponde un esfuerzo real en las diversas obligaciones de la vida moral. La moralidad
no puede ser juzgada si se prescinde de la conformidad u oposición de la elección deliberada de un
comportamiento concreto respecto a la dignidad y a la vocación integral de la persona humana.
Toda elección implica siempre una referencia de la voluntad deliberada a los bienes y a los males,
indicados por la ley natural como bienes que hay que conseguir y males que hay que evitar. En el
caso de los preceptos morales positivos, la prudencia ha de jugar siempre el papel de verificar su
incumbencia en una determinada situación, por ejemplo, teniendo en cuenta otros deberes quizás
más importantes o urgentes. Pero los preceptos morales negativos, es decir, los que prohíben
algunos actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no admiten ninguna
excepción legítima; no dejan ningún espacio moralmente aceptable para la creatividad de alguna
determinación contraria. Una vez reconocida concretamente la especie moral de una acción
prohibida por una norma universal, el acto moralmente bueno es sólo aquel que obedece a la ley
moral y se abstiene de la acción que dicha ley prohíbe.
68. Con todo, es necesario añadir una importante consideración pastoral. En la lógica de las teorías
mencionadas anteriormente, el hombre, en virtud de una opción fundamental, podría permanecer
fiel a Dios independientemente de la mayor o menor conformidad de algunas de sus elecciones y
de sus actos concretos con las normas o reglas morales específicas. En virtud de una opción
primordial por la caridad, el hombre —según estas corrientes— podría mantenerse moralmente
bueno, perseverar en la gracia de Dios, alcanzar la propia salvación, aunque algunos de sus
comportamientos concretos sean contrarios deliberada y gravemente a los mandamientos de Dios.
En realidad, el hombre no va a la perdición solamente por la infidelidad a la opción fundamental,
según la cual se ha entregado «entera y libremente a Dios» 113. Con cualquier pecado mortal
cometido deliberadamente, el hombre ofende a Dios que ha dado la ley y, por tanto, se hace
culpable frente a toda la ley (cf. St 2, 8-‐11); a pesar de conservar la fe, pierde la «gracia santificante»,
la «caridad» y la «bienaventuranza eterna» 114. «La gracia de la justificación que se ha recibido —
enseña el concilio de Trento— no sólo se pierde por la infidelidad, por la cual se pierde incluso la fe,
sino por cualquier otro pecado mortal» 115.
Texto completo Veritatis Splendor
https://w2.vatican.va/content/john-‐paul-‐ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-‐
ii_enc_06081993_veritatis-‐splendor.html
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