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Un cine “culto” para el pueblo

La transposición como política cultural del primer peronismo


por Emilio Bernini (Universidad de Buenos Aires/Universidad del Cine)

ENRIQUE ALVAREZ DIOSDADO y MECHA ORTIZ


en "Madame Bovary" (Carlos Schlieper, 1947)
Con el cine producido en el período del primer peronismo, se asiste a una transformación importante
en la historia del cine argentino. Como se sabe, esa transformación se debe en gran parte a la
coyuntura política internacional, la Segunda Guerra Mundial, que es anterior, desde luego, al primer
gobierno peronista. Las consecuencias de la llamada “caída de los estudios” que esa coyuntura implica
indirectamente afectan en particular a la tradición cinematográfica constituida y consolidada en las
décadas anteriores, por lo menos desde 1915. Esa tradición está impregnada de la cultura popular del
criollismo y del tango, de modos culturales que el cine tomó de la literatura y de las letras de las
canciones y que expandió hasta mediados de siglo. Si bien el cine de la tradición trabajaba con los
géneros de la industria de Hollywood (el policial, el melodrama, la comedia), éstos fueron en gran
parte modificados, desvirtuados, adaptados o “atravesados” por los modos culturales del criollismo
y del tango que prevalecieron en la mayoría de las producciones del período. Esa unión fructuosa
entre sistema de estudios y cultura popular criollista y tanguera es una de las más importantes razones
del éxito de la industria. En efecto, puede decirse que lo que llamamos cine clásico argentino es, en
gran parte, el producto de esa alianza. Ahora bien, con el peronismo esa alianza ya está en crisis y,
por ella, la cultura popular criollista y tanguera comienza a llegar a su fin. Los filmes que la continúan
ya no son mayoritarios respecto de la producción en general, sino pocos y aislados, como Las aguas
bajan turbias de Hugo del Carril que, como se sabe, reescribe, en parte, uno de los filmes criollistas
más notorios del período anterior, Prisioneros de la tierra de Mario Soffici. Si hay algo que diferencia
a esas películas que narran mundos similares (la explotación y la opresión de los trabajadores mensúes
en los yerbatales) es que Del Carril elige la épica para narrar el mito de origen del pueblo a través de
un contrato social que no es otra cosa que el punto de partida de la asociación gremial, distanciándose
así en términos políticos del determinismo naturalista del film de Soffici, determinismo social que el
cine producido durante el peronismo no parece tolerar en sus historias. Las historias sociales narradas
por el cine producido durante el peronismo encontrarán la causa de sus males en un tiempo del
enunciado siempre anterior al tiempo de la enunciación. Entonces, salvo Las aguas bajan turbias, y
salvo, entre otros, el Juan Moreira de Moglia Barth, con un gaucho melancólico cuya tristeza parece
un signo del final de su tradición, el cine producido durante el peronismo, paradójicamente se diría,
no expande esa cultura popular que alimentó al cine desde mediados de los años diez hasta los años
cuarenta, aunque, en algunos filmes de propaganda estatal, como señala Clara Kriger, recurra a veces
a ella, como en La payada del tiempo nuevo.
Entonces, lo que queda del sistema de estudios continúa con el cine de géneros, pero ahora con pocos
rastros del criollismo y del tango. Puede pensarse que el cine del período recurre a los géneros porque
en ello reside la posibilidad de una recuperación del mercado perdido por la crisis; la apuesta a un
tipo de narración con la universalidad del relato de género indica que puede tratarse de un intento
por llegar a los mercados latinoamericanos que antes respondían muy favorablemente al cine
argentino. Por eso, la recurrencia supone esta vez cierto uso “puro”, si se puede decir así, de los
géneros, en el sentido de que en cierto modo están vaciados de los elementos propios de la cultura
que los toma. En este sentido, este cine no “contamina” el género con contenidos de la cultura
popular como, en efecto, lo hizo el cine de las décadas previas al trasponer el modelo narrativo
genérico al universo criollista y tanguero. Sin dudas, hasta en los filmes más neutros del período, me
refiero, en particular, a aquellos que trabajan con transposiciones de la literatura universal, no deja de
haber marcas en las que es posible observar el rasgo de la cultura que reescribe los géneros. En
cualquier film de transposición que recurre a los géneros, pueden notarse sin embargo los tonos de
la oralidad rioplatense, aun cuando en los diálogos falte por completo el voseo y se haya construido,
en verdad, una oralidad literaria, una oralidad, se diría, de la escritura. Incluso cuando los escenarios
de los filmes del período reduzcan toda referencia urbana porteña e incluso cuando los personajes
sean, por ejemplo, parte de una aristocracia bien europea antes que argentina, como ocurre en el film
de Bayón Herrera, Un marido ideal, del año ’47, la cultura que usa el género puede advertirse si hay
una mirada que, en efecto, busca hallarla. Pero el uso de los géneros, en el cine de transposiciones,
tiende más bien, con deliberación diría, a borrar las marcas culturales propias de quienes asumen la
enunciación.
Para comprender esa posible deliberación es útil detenerse en los créditos de esa película de Bayón
Herrera, Un marido ideal, que adapta la obra de teatro de Oscar Wilde, donde, antes del comienzo,
se dice que la acción del filme transcurre en cualquier lugar “pero nunca aquí”, es decir, en cualquier
país, pero nunca en la Argentina. Es probable que esa declaración sea irónica y, si es así, estaría
respondiendo a una imposición del Estado o, mejor, a una imposición que la industria del cine asume
como propia durante el periodo peronista. En este sentido, la recurrencia a los géneros no respondería
sólo al interés por recuperar el mercado perdido y, en consecuencia, recuperar la industria
propiamente dicha, sino más bien a un modo de asumir las normas sobre el cine que el peronismo
estableció principalmente por medio un funcionario de su gobierno, Raúl Apold. Como se sabe, el
Subsecretario de Informaciones y Prensa –el organismo estatal que decide todas las políticas
destinadas a los medios masivos de difusión, incluido el cine– es uno de los responsables intelectuales
del cine del período. Apold parece ejecutar una idea del cine que no pertenece exclusivamente al
gobierno del cual es funcionario, sino que proviene de la legislación vigente en la década del treinta.
En efecto, el cine del peronismo hereda, pero a la vez sistematiza, de la legislación previa, la
concepción de un cine como vehículo de ideas sociales y como imagen de la nación. Los episodios
de censura que tuvieron lugar durante los años treinta dan cuenta de eso. El cambio de título a que
el gobierno de Justo obliga al film de Manuel Romero, Tres anclados en París, responde a esa idea
del cine como imagen de la nación y como imagen de sus instituciones. De acuerdo a la importante
investigación de Raúl H. Campodónico, el senador conservador Matías Sánchez Sorondo, entre otros,
estuvo detrás de esas acciones, pero su rol no se limitó a ejecutarlas sino, por el contrario, a idear una
legislación que organizara el control del Estado sobre el cine que él percibía como irregular y
asistemática, perdiendo con ello la potencia del cine para el control ideológico de la población, para
la difusión de ideas sociales y para la lucha contra ideologías adversas o críticas del ideario fascista
que el funcionario abrazaba. Desde luego, el modelo de su idea del cine estaba en las legislaciones
italiana y alemana en los años treinta, y con ellas fundamentó su propuesta de creación de un Instituto
Cinematográfico del Estado. La función ideológica del cine se mide de acuerdo a los contenidos de
las historias; y es objetivo de los ideólogos cambiar esos contenidos, aunque no sólo para presentar
una imagen positiva del Estado, como de hecho sucede en el caso de la censura ejercitada sobre La
muchachada de abordo, también de Manuel Romero, sino más bien de acuerdo a una idea del cine
que debería presentar historias “decentes” y, por tanto, no politizadas. En efecto, la moral y la política
son dos ejes que se mezclan en el discurso de los ideólogos sobre el cine. Si el cine es un arte, piensan
ellos, ese estatuto reside en sus historias; en consecuencia, éstas deben estar exentas de elementos
políticos que amenacen, por ridiculizarlo, el statu quo, pero, sobre todo, de rasgos populares
considerados bajos, “canallescos” o “chabacanos” (son términos que usan los ideólogos), como sin
dudas lo eran a su criterio las historias que el cine argentino narraba a partir de las matrices del
criollismo y del tango.
Puede decirse que el cine del peronismo hereda esta idea del cine como arte y, hasta cierto punto,
toda una legislación que, en el período de Sánchez Sorondo y de Carlos A. Pessano–el director técnico
del Instituto Nacional Cinematográfico, en los treinta–, parecía más bien dispersa. En efecto, la
legislación sobre cine del primer gobierno peronista es especialmente clara respecto de los ejes de la
moral y la política, pero no hay que dejar de observar el énfasis puesto sobre el primero. Mientras el
orden moral no esté amenazado, piensan los ideólogos del régimen como Emilio Siri –autor de unas
“Normas para el cine” (1947)–, el orden social y político puede mantenerse. Basta leer esas normas
para ver que la amenaza al orden político parece menos política que moral. La pendiente que lleva de
las alteraciones del orden moral a la amenaza política es la que, en efecto, quiere controlarse por
medio de las reglas para el cine. Si para los
ideólogos del cine, de los años treinta en
adelante, el cine del criollismo y del tango no
es deseable, ello tiene que ver tanto con los
relatos como con la lengua que los personajes
hablan. La presión normativa estatal, desde
los gobiernos del fraude y militares en
adelante, por el adecentamiento y la
despolitización del contenido de las historias
abre la vía a una mutación de éstas, a un
regreso de los géneros y a la sustitución del
voseo por una oralidad neutra como las
historias que, en parte, esa lengua literaria
vehicula.
El cine argentino del período –los
productores, los cineastas, los guionistas–
responde a esa presión normativa, ya sea por
los beneficios que con ella podría obtener o
ya por los problemas que de ese modo podría
evitar. Se diría que el modo de responder a la
presión lo encuentran en la transposición de
textos de la literatura universal, en gran parte,
del siglo XIX. Como se sabe, el cine del
período filma a Flaubert (Madame Bovary,
Schlieper), a Maupassant (La dama del collar,
Mottura), a Ibsen (La dama del mar, Soffici),
a Gorki (Albergue de mujeres, A Mom), a
Tolstoi (Celos, Soffici), a Schnitzler (El ángel
desnudo, Christensen), a Dostoievsky (El
jugador, Klimovsky), a Gaston Leroux (El "La mujer de las camelias", dirigida por Ernesto Arancibia
y protagonizada por Zully Moreno, Carlos Thompson
misterio del cuarto amarillo, de Saraceni), a
Strindberg (El pecado de Julia, Soffici), a Sheridan Le Fanu (El misterioso tío Silas, Schlieper), a
George Eliot (La gran tentación, Arancibia), a Stevenson (El extraño caso del hombre y la bestia,
Soffici), a Dumas (La mujer de las camelias, Arancibia; El conde de Montecristo, Klimovsky), a Pérez
Galdós (El abuelo, Viñoly Barreto), a Oscar Wilde..., además de a autores del siglo XX. Pero importa
detenerse sobre la recurrencia a literatura decimonónica por el carácter de síntoma que presenta en
la historia del cine argentino. Ese “síntoma” es el que permite pensar el cine del período desde la
coyuntura política del peronismo. La transposición de la literatura del siglo diecinueve se vuelve así
una política del cine argentino –no del Estado–, porque encuentra en esos relatos del diecinueve la
neutralidad moral, lingüística y, entonces, política e ideológica exigida por las normas estatales:
encuentra en ellos la decencia de las historias y el estatuto de arte. La idea del cine como arte que
poseen los ideólogos tiene en la política de transposición un cumplimiento, se diría, irrefutable. Pero
la estrategia de transposición también es una política económica en la medida en que esos relatos
clásicos reducen al mínimo los riesgos asociados a las historias originales de autores no consagrados
y, en cierto modo, facilitan la tarea de la adaptación, cuando no se trata ya, por ejemplo, como en los
años treinta, de trabajar con textos de un alto modernismo casi vanguardista, con una lengua literaria
hiperbólica, refinada y criollista, como en el caso de los cuentos de La guerra gaucha, de Lugones, o
de una serie de relatos fragmentarios y digresivos, connotados por un el yo de un general dandy y
culto, como con Una excursión de los indios ranqueles de Mansilla. La complejidad de esos relatos
aparece disuelta, se diría, en las narraciones del siglo diecinueve cuyas estructuras lineales se
corresponden ajustadamente con el modelo de representación institucional que el cine asume, en la
Argentina, desde antes del período sonoro porque, como resulta evidente, en el cine argentino mudo
no hubo vanguardias modernistas como en el cine europeo o en el brasileño de la misma época. Una
literatura canonizada por la historia de la literatura universal no sólo garantiza cierto éxito de
recepción; también su producción resulta económica puesto que no demanda el desplazamiento de
equipos en exteriores y puede resolver todo en un set de filmación. De allí que los nuevos cineastas,
que luego se conocerán como “generación del sesenta”, aborrezcan esa neutralidad clásica, de
estudios, que ellos asociaban inmediatamente con el peronismo –como si se tratara de un cinéma de
qualité bajo la ocupación nazi– y narren, por el contrario, historias de su contorno, como decía Simón
Feldman, y las filmen fuera de los estudios. La transformación modernizante de los cineastas de los
sesenta puede leerse, así como una crítica política al cine del peronismo, porque ellos asociaban uno
con otro. Pero ese vínculo directo que los cineastas de una generación ligeramente antiperonista
hicieron entre el cine de transposiciones y el gobierno peronista fue un error de lectura. No
advirtieron que el cine de transposiciones fue una estrategia para eludir la presión del Estado y, a la
vez, para responder a ella, beneficiándose así probablemente en términos económicos o en términos
políticos. Se trató más bien de una suerte de resistencia conservadora por parte de una industria en
crisis, por medio del repliegue estático en la seguridad de los relatos clásicos cuyas historias no
presentaban ninguna vinculación con su contexto histórico de enunciación. De este modo, puede
decirse que el cine de transposiciones es el que crea una inesperada política cultural para el Estado
que el Estado no posee, pero que puede entenderse rápidamente, como lo hizo la generación del
sesenta, como una política estatal de producción de un cine vaciado de toda referencia cultural propia.
Si, entonces, se separa la política del cine de la política del Estado, a pesar de que ellas resultan,
finalmente, coincidentes, la declaración de los créditos de la película de Bayón Herrera puede leerse
como una ironía: que la historia de Un marido ideal transcurra en cualquier lugar, pero menos en la
Argentina, no deja de ser un comentario respecto de las presiones estatales ejercidas sobre el cine.
Sobre todo, cuando se trata de una historia, como en el texto de Wilde, de corrupción política que
sólo puede narrarse en un mundo sin referencias temporales, sin marcas locales, con personajes de
linaje aristocrático impensables en la Argentina peronista. Pero no se crea con este ejemplo que el
cine de transposiciones ejerce una crítica política encubierta, en este caso, en un universo atemporal
aristocrático europeo. Muy por el contrario, el repliegue del cine de transposiciones es conservador,
es moralista y se abstiene de abrir juicio con sus películas sobre el gobierno bajo el cual las produce,
porque con ello intenta evitar la injerencia estatal en el relato, como de hecho sucede con otras
películas del período, y no convertirse así en eco de la ideología dominante, aun cuando su intención
no sea en absoluto contradecirla. La declaración de los créditos del filme de Bayón Herrera condensa
una política de adaptación a las circunstancias, una respuesta conformista de la industria a las
exigencias estatales y, como en todo enunciado irónico, expresa la decepción de las posibilidades, las
opciones escasas en un marco de limitaciones.

Jorge Mistral en El Conde de Montecristo (1953)

1 Ganadora del Globo de Oro a la mejor película de habla no inglesa "La mujer de las camelias", dirigida por
Ernesto Arancibia y protagonizada por Zully Moreno, Carlos Thompson, Santiago Gómez Cou y Nicolás Fregues

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