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Óscar Hagerman, arquitecto

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Elena Poniatowska

Lo primero fue la silla. No la de Van Gogh, pero parecida porque las


sillas honestas, las tradicionales, las puras se parecen entre sí. El
arquitecto Óscar Hagerman se alejó de la arquitectura monumental, de
las torres que perforan el cielo, de proyectos aterradores, de malls y
conjuntos marcianos. En cambio, eligió una humilde silla de palo que le
gustara a un campesino pero también a un príncipe Claus.

Hagerman, nacido en La Coruña en 1936, de ascendencia sueca, eligió


Foto: Raúl Rodríguez Baut
trabajar entre los más pequeños, los que hacían ataúdes para difuntos
en una cooperativa y ganaban tres centavos. Les regaló el diseño de la silla, que gustó tanto que recibió un
premio del Instituto Mexicano de Comercio Exterior. En la cárcel de Tenango del Valle los presos tejieron el
asiento de palma y así la silla se abarató aún más, y ahora se vende en todos lados, en las aceras, en los
mercados, al borde de la carretera. Cientos de miles de estas sillas entraron a las casas más humildes y los
mexicanos se sentaron en la noche alrededor del fuego, del relato, a comentar los sucesos del día, en el
descanso bien ganado en una silla generosa que los recibía y los arrullaba. Cientos de miles de mexicanos
vivieron de la fabricación de esta silla que ahora es parte de nuestra vida cotidiana.

Modesto, a Óscar le interesó el mobiliario porque sintió que era la más


pequeña de las arquitecturas. En los cincuenta, la carrera de diseño apenas
empezaba en la Universidad de México.

Óscar Hagerman es a la arquitectura lo que John Berger a la literatura:


esencial. Desde que se recibió como arquitecto de la Facultad de Arquitectura
de su queridísima UNAM, se unió a los que están cerca de la tierra y viven de
ella, es decir, a los más pobres. Óscar Hagerman vino a México cuando tenía
quince años, después de una larga estancia en Cuba. Olvidó su parte
escandinava, pero eso no quita que haya viajado varias veces a Suecia, la
patria de su apellido: Hagerman.

En México, la silla cambió su vida porque lo acercó a los que nada tienen.
Descubrió entonces que lo que quería era compartir su vida, sentarse junto a
ellos, calentarse las manos frente a su fuego, guardar su silencio o hablar
Silla Jiquipilas. Producida por
despacio de los sucesos del día, adquirir su ritmo y no el de la ciudad más Cooperativas de Carpinteros en
grande del mundo, México. No tuvo miedo a trabajar en situaciones difíciles.
Tampoco le tuvo miedo a la injusticia y a la pobreza. Para él la arquitectura no
fue una forma sino un servicio. Encontró en el campo la paz que no le daban
las atestadas calles de la capital, la ambición mercantilista de anuncios y
celebridades. El barro, la madera, la palma, las hojas de los árboles son sus
materiales. El hierro, el aluminio, el polietileno, el plástico nada tienen que ver
con su entrega a los demás. Porque Óscar Hagerman es un hombre
entregado sobre todo a los indígenas, los olvidados de siempre, los que viven
en la sierra, los que no tienen agua ni luz, y acarrean leña sobre su espalda
para calentarse.

Los indígenas de Chiapas, de Puebla, de Jalisco, de Oaxaca, de Guerrero son


su familia, la tierra de su tierra, la madera de su árbol de la vida, el agua Sistema de sillas para salas
salada de sus lágrimas, la blancura de su risa. También lo son sus miles de Náhuatl. Producidas por
alumnos universitarios a quienes les ha enseñado la armonía del diseño Cooperativas en Zautla, Puebla
industrial. Sus dibujos tienen voz y, a veces, en medio de la noche, cantan
como cantó la casa de Mariana Yampolsky, la gran fotógrafa con quién viajó
por todo la República para ver cómo era la vivienda rural hecha con los
materiales que da la tierra.

Según Hagerman, la arquitectura debe ser un canto a la vida, el canto de los


que la habitan, porque lo más hermoso es que el proyecto salga de la gente.

“En Diseño Industrial –dice Óscar– nos enseñan a buscar formas originales,
pero la riqueza más grande es hacer un mundo que le pertenezca a la gente y
lo sientan suyo, porque eso es lo que da felicidad. Si tu casa no tiene que ver
contigo no es nada. En la escuela debería de haber una materia que nos
enseñara cómo relacionarnos, cómo comprender lo que la gente necesita, y
para eso hay que aprender a escuchar. Los proyectos no están nunca solos,
siempre tienen un entorno, los acompaña un paisaje, una situación Silla Vicente Guerrero chica.
económica, una cultura, las costumbres de cada gente. Creo que he sido un Producida por Cooperativas en

arquitecto muy feliz, y esto es lo mejor que le puede pasar a uno en su trabajo Vicente Guerrero, Chiapas

profesional.”

El arquitecto Óscar Hagerman construye escuelas, hospitales, maternidades, albergues, viviendas, puentes,
muebles para niños y para adultos, y diseña objetos diversos: cajas, marcos para que carpinteros, alfareros,
costureras y otros artesanos puedan mejorar su vida.

Óscar Hagerman es un hombre que camina. Extiende sus ramas de árbol y abraza como la tierra. Se cubre
de lodo y recibe en el campo la lluvia del cielo. (Dos veces ya, corrió el riesgo de morir de pulmonía). Habla
con los indígenas que descubren los secretos de la naturaleza. Nadie conoce mejor que él el valor de la
piedra y de la paja. Hace casi cincuenta años que se dedica a las comunidades indígenas y es el arquitecto
más sabio de México. Trabaja con lentitud, porque nunca hay dinero más que para levantar un cuarto tras
otro y Óscar jamás cobra su trabajo. Hombre asoleado por todos los soles de México, sabe mejor que nadie
que el sol es la cobija de los pobres.

El caso del arquitecto Óscar Hagerman es muy distinto, porque Óscar se


lanzó a lo grande a través de lo más pequeño. Se acercó a otro tipo de
gigantes, a los que cada día sobreviven. No pretendió levantar las Torres
Gemelas (que miren lo que les pasó en 2001), ni siquiera la Torre
Latinoamericana de Leonardo Zeevaert y Augusto H. Álvarez que se inauguró
en 1956, sino que al salir de la UNAM, de la que ahora es un maestro muy bien
amado, fue a ver qué es lo que necesitaban en Ciudad Netzahualcoyotl,
entonces una de las colonias más pobres de Ciudad de México. Allí se fue
derechito a lo más humilde. ¿Qué es lo que hacemos todos, burócratas o no,
artesanos o no, trabajadores o no, arquitectos o no, maestros o no, escritores
o no; qué es lo que más hacemos durante todo el día? Sentarnos para leer, sentarnos para dibujar,
sentarnos para escribir, sentarnos para diseñar, sentarnos para tocar el violín, sentarnos para amamantar al
hijo, sentarnos para escuchar, sentarnos para la más elemental de nuestras actividades, sentarnos para
comer. Por eso, lo primero para Óscar Hagerman fue la silla. En la cooperativa de trabajadores Emiliano
Zapata que hacía cajones de muerto, ataúdes, mejor dicho –y ganaban muy poco, porque en México son
muy pocos los que tienen la fortuna que cuesta enterrar a su muerto–, Óscar Hagerman se apareció con una
silla. Les hizo varios diseños de mobiliario durante seis años, y no sólo eso, sino que les ayudó a conseguir
proveedores, cuidar su maquinaria y a encontrar clientes. Hizo diseños de casi todas las piezas de una casa,
comedor, sala, recámara, pero la silla fue la providencial, la que recibió el premio del Instituto Mexicano de
Comercio Exterior, la que hizo que los artesanos vinieran de Opopeo, Michoacán. “¡Qué silla tan a toda
madre!”, y empezaron a producirla en su pueblo, en el que hay muchos talleres de carpintería. Llevaron la
estructura de madera a Tenango del Valle y ahí, en la cárcel, los presos tejieron el asiento de palma y así
consiguieron costos más bajos. Así surgió la silla de Jiquipillas, la de las cooperativas de Carpinteros en
Chiapas, y la silla de Vicente Guerrero, Chiapas, y la silla Maya, y Óscar sentó a los mexicanos más pobres
en la silla tradicional, en la silla de palo que se ve en los pueblos, esa silla barata de pino de a 35 o 40
pesos, la silla que usan los campesinos y les gusta tener en su casa, y les gusta sacar en la tarde frente a su
casa para ver quién pasa, para ver “cómo se pasa la vida/ y cómo se viene la muerte/ tan callando”.

Óscar pensó en la silla del cuadro de Van Gogh que es la más conmovedora de las sillas del planeta Tierra,
pero quiso que fuera cómoda y pensó mucho en cómo hacerle para que a nadie le dolieran con las que nos
sentamos. Pendiente de cada uno de los pasos de su fabricación, que fue muy sencilla de hacer. Los
artesanos la copiaron y la empezaron a vender en todos lados, en las banquetas, en los mercados, en las
carreteras. Vendían cientos de miles de estas sillas.

“Siempre he pensado que esta silla tuvo esa aceptación tan


grande porque partí de la silla popular, que ya existía entre la
gente y usaban. Cuando la gente la vio, la reconoció y la adoptó
como suya, y durante cinco años los talleres de Opopeo,
Michoacán, produjeron muchísimas sillas; era la pieza que más
producían y vendían más fácilmente.”

Así como Óscar escogió lo más cotidiano, se acercó también a


la vida de los que nada tienen, los campesinos que salen a
Casa Carmen Magallón. Tepoztlán, Morelos trabajar con el sol y se duermen a la hora en que se va la luz y,
por lo tanto, están mucho más cerca de la tierra y de su
nobleza. Más que otros arquitectos, Hagerman sabe que la casa, por más pobre que sea, es un recinto
sagrado y un lugar de encuentro y de reconocimiento entre los miembros de la familia. “¿Qué tal te fue hoy?”
Es el inicio de la comunicación y de la relación familiar. Sólo Juan Rulfo en alguna entrevista me aseguró
que en su familia nadie hablaba a la hora de comer.
Óscar Hagerman lo sabe todo acerca de la teja grande, la teja madrina, la que termina la casa y la inaugura
para sus vividores. También sabe que los campesinos suelen enterrar debajo del fogón granos de maíz y de
cacao para que la comida no falte.

“Desde que salí de la escuela me interesó mucho el mobiliario, porque sentía que era la más pequeña de las
arquitecturas, me metí a la cooperativa de carpintero; mis primeros trabajos fueron de diseño, en aquel
entonces estaba empezando la carrera de diseño en México.”

Alguna vez viajé con Óscar y Doris Hagerman a ver a los


huicholes y, después de tomar una avioneta que sobrevoló el
precipicio, llegamos a San Miguel Huestita. Lo que más me
gustó fue el respeto con que Óscar trataba a toda la gente,
niños y ancianos, y cómo al atardecer unas niñas de enaguas
muy amponas se pusieron a jugar voleibol; giraban sobre sí
mismas y parecían flores caídas del cielo, rojas, amarillas,
azules. Se veían felices. Recuerdo que en la noche, Óscar
compró una lata de sardinas y consiguió unas cuantas tortillas.
Escuela Secundaria, Guaquitepec, Chiapas
El cariño con el que las partió a la mitad y nos las dio a cada
quien, con su cuartito de sardina, me hizo quererlo, y más aún cuando preguntó: “¿Y a quién le vamos a dar
el aceitito?” Claro que le tocó a un niño que miraba la tierra como para que no le vieran el hambre en los
ojos, pero la forma de repartición de panes de Hagerman fue un ejemplo para mí de rito y de dádiva, cosa
que ya no es frecuente en nuestro país en el que se han perdido, no sólo las tradiciones, sino el mirarse a
los ojos para adivinar la necesidad del otro.

Los proyectos que se hacen en los pueblos de escasos recursos requieren de mucha rapidez. Hay que
emplear el dinero inmediatamente y organizar el espacio con los materiales a la mano, sobre todo conservar
los materiales del pasado, pero sin tener miedo a las técnicas que se adoptan en la actualidad. Óscar
construyó una clínica en Acteal, al lado de la iglesia donde el 22 de diciembre de 1997 asesinaron a
cuarenta y cinco personas: un bebé, catorce niños, veintiún mujeres y nueve hombres. Los chiapanecos le
dijeron: “Queremos conservar la iglesia como un testimonio de nuestra historia, por lo tanto vamos a levantar
la clínica al lado.” A Óscar le dio un shock de que quisieran construir algo en un lugar donde se había
derramado su sangre.

Óscar y Doris montaron un hotelito ecológico en Cuetzalan, para


que lo manejaran cuarenta artesanas indígenas nahuatl. Los
vecinos cerraron la entrada del hotel, porque ¿cómo era posible
que unas indígenas fueran dueñas de un hotel? La población
mestiza a veces es muy dura con los indígenas, los desprecia.
Tuvieron que comprar un terreno para hacer una entrada por
otro lado.

También en la Tarahumara. Óscar Hagerman hizo una


secundaria de muros de adobe y ha trabajado muchos
Escuela Secundaria Guaquitepec, Chiapas,
proyectos con el Centro de Estudios para el Desarrollo Rural, y
Aulas de Madera
Óscar y Doris están muy orgullosos de trabajar con ellos, desde
hace más de treinta años, y promueve un pequeño banco
comunitario, cooperativas, centros recreativos para los niños,
bibliotecas, salones de clase, talleres de cerámica. Lladró, en
España, dio dinero para hacer un centro de alfareros en un
pueblo que tiene mil 500 productores de alfarería. Lo que es
muy hermoso como profesionista es dar preferencia a los
problemas más grandes en los que intervienen médicos y
arquitectos.

Casa Margarita, colonia Santiago, Tepoztlán,


Óscar también trabajó con Mariana Yampolsky durante muchos
años y recorrió la República, desde Coahuila, con los kikapúes,
hasta el sur de Chiapas y Mérida. Cuando Mariana y él veían
una casa que les llamaba la atención, se detenían a hablar con
la gente, y le preguntaban qué les gustaba y qué no les gustaba
de su casa, y las mujeres, los niños, los ancianos, les contaban
no sólo de la casa sino de sus penas, los hijos en Estados
Unidos, lo difícil que es conseguir recursos para vivir, e hicieron
cientos de amigos porque después de unos días a Mariana y a
Óscar los consideraban parte de la familia. Sentados en la
cama, los niños llegaban también a platicar durante horas.
Aulas de la Universidad Mixe en Jaltepec, Oaxaca
Mariana tomaba unas fotos, Óscar otras. Como el arquitecto
que es, Óscar hacía apuntes de la casa para levantar después
los planos, las maquetas y así, a base de entrevistas y largas
pláticas al atardecer, lograron conocer a la gente y montar la
exposición Casas acariciadoras, que es una frase de los
mismos campesinos. Un campesino en Punta Mita, Nayarit le
dijo a Óscar: “Mi casa es acariciadora.” En ella se sentía bien
porque el viento pasaba a través de ella y lo acariciaba. Allí
habían nacido sus hijos, allí su hogar recibía las buenas vibras
del sol, del aire, de la lluvia y de los visitantes ocasionales.
Escuela Secundaria San Miguel Tzinacapan,

De que Óscar Hagerman es un filósofo no cabe la menor duda.


Le encanta la frase que Edward James escribió a propósito de
su bosque surrealista en Xilitla, cerca de San Luis Potosí: “Mí
casa tiene alas y a veces en medio de la noche canta.” La
arquitectura de Óscar Hagerman ofrece alas a quienes se les
dificulta salir por la ventana, y les hace emprender vuelos
inesperados en los que crecen mundos también inesperados,
mundos de imaginación, de poesía, de esperanza y de
posibilidades que sólo se dan gracias a la visión de un hombre
para quien la bondad y la generosidad son piedras de toque en
la construcción de eso tan misterioso, a lo que todos aspiramos, Escuela prefabricada Tomás Moro

y que se llama alma.

Hay arquitectos que son un poco campesinos y Óscar es uno de


los que siguen el movimiento del sol y sabe cuándo sembrar,
cuándo cosechar, y ejerce la arquitectura como un rito, una
religión, es decir, comulga con la naturaleza, como comulgan los
campesinos con el sol al que consideran su cobija. Al hacerlo,
unen la tierra al cielo. Óscar es en sí mismo una capilla abierta,
un atrio, el centro de su familia, la lámpara votiva, la taza, la
sopa de pollo, y cuando veo a Doris y a Óscar pienso en dos
verdes magueyes, dos pencas para el techo de la casa del
hombre. Cajas, producidas por Cooperativa de Mujeres en
San Andrés Yahuitlalpan, Puebla

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