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LA EXPERIENCIA ESTÉTICA MODERNA

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proyecto editorial

FILOSOFÍA

[ thémata ]

directores

Manuel Maceiras Fafián


Juan Manuel Navarro Cordón
Ramón Rodríguez García

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LA EXPERIENCIA ESTÉTICA MODERNA

José Luis Molinuevo

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Primera reimpresión: junio 2002

Diseño de cubierta
esther morcillo • femando cabrera

© José Luis Molinuevo

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso 34
28015 Madrid
Tel 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

ISBN: 978-84-995818-7-3

Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento
civil previsto en las leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o
parcialmente por cualquier sistema de recuperación y por cualquier medio, sea mecánico,
electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por cualquier otro, sin la autorización
previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

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Índice

Prólogo

1 La estética hoy: entre dos finales y un comienzo


1.1. Fin del arte. Fin de la estética
1.2. Esteticismo
1.3. "Apología de la sensibilidad"
1.4. Sobre el "giro estético"
1.5. Bajo el signo del (nuestro) tiempo
1.6. Estética y modernidad como proyecto

2 Revisión estética de la modernidad


2.1. Tópica y topos de lo moderno
2.2. El proyecto humanista
2.3. Los textos pictóricos. Humanismo y experiencia
2.4. Humanismo mutante. Textualismo y hermenéutica
2.5. La novela como género de la modernidad

3 Fundación y corrección de la visión estética


3.1. El poder de la imaginación y sus placeres
3.2. El dilema de lo sublime y la opción estética por lo bello
3.3. La racionalidad estética
3.4. El Kant que pudo haber sido. La estética trascendental
3.5. En los ojos de los otros

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3.6. La comunidad estética

4 Fracturas de lo bello y lo sublime


4.1. Una mediación estética imposible
4.2. La mitología de la razón
4.3. La imaginación escindida: lo bello y lo sublime
4.3.1. Paradojas y tensiones de lo sublime en Kant,4.3.2. Las derivas de lo
bello y de lo sublime en Schiller
4.4. El arte como órgano de la filosofía. El momento crepuscular
4.5. La ruptura del orden y el paréntesis estético
4.6. La dimensión ético-estética de lo feo
4.7. El infinito recuperado: "Lo real es lo sensible"

5 El arte del tiempo


5.1. Umbrales de la otra modernidad
5.2. El "pesimismo de los fuertes"
5.3. El sueño de las vanguardias
5.4. Fin de la historia y pérdida de referentes posmodernos
5.5. La teoría del excedente cultural
5.6. "Leer lo que nunca fue escrito"
5.7. Arte, sufrimiento y solidaridad en Adorno
5.8. El lugar del arte esencial

6 Variaciones de la experiencia estética


6.1. El discurso estético de la historia
6.1.1. La historia narrativa,6.1.2. La identidad narrativa y la
transversalidad de géneros
6.2. Fronteras móviles
6.3. La experiencia ordinaria
6.4. La "Estética fuera de la Estética"

Bibliografía

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Prólogo

Este libro va dedicado a quienes con la sola lectura de su título adviertan un


pleonasmo. Ciertamente lo es. Pero advertirlo significa que el mensaje encerrado en sus
páginas ha encontrado destinatario en las derivas de la indiferencia o de la lectura. Es un
miembro de esa "comunidad estética" que ha realizado el otro giro, el "giro estético" en la
filosofía. ¿Giro hacia dónde?
Tiene razón Odo Marquard al decir: "¿Qué viene después de la posmodernidad ? La
modernidad"; y, en consecuencia, afirma Lyotard que se trata de "reescribir la
modernidad ". Este libro es un intento de cumplir ese programa, bien es cierto que con
otras intenciones de las de una teoría compensatoria de la estética. Por ello se parte de
una crítica al esteticismo, y mientras se suele caracterizar la experiencia estética como un
fenómeno de la modernidad estética, he procurado mostrar la continuidad con la
modernidad filosófica. Todo ello configura el trayecto de una revisión estética de la
modernidad como retorno a la experiencia estética, al logos, al pensamiento en imágenes
que no renuncia a la razón.
Es en la modernidad donde se revaloriza la experiencia, es entonces cuando nace la
Estética. En el título, pues, se trata de proponer un "giro" como retorno a allí de donde
venimos para entender dónde estamos. Reunir experiencia y modernidad hoy es hablar
de una "estética de la nueva modernidad", con lo que el pleonasmo queda justificado,
pero no por ello exento de riesgos.
Desde fuera se tiene la impresión de que la "experiencia estética" es un tópico
comúnmente aceptado en el campo de la estética, y no es así. La experiencia estética es
una realidad discutida dentro de la estética, negada en el campo del arte, y hay quien
piensa que es un fenómeno del pasado. Reivindicarla hoy como núcleo de la estética
implica, en todo caso, ir más allá de posturas que la aceptan, pero reduciéndola a una
parte o momento de la misma: porque hay muchos que niegan su posibilidad y existencia,
y afirmarla implica situarse y participar en alguna de las múltiples polémicas sobre este
tema; porque venía siendo asociada su modalidad a las estéticas de la vivencia de finales
del siglo XIX y comienzos del XX; porque han cambiado radicalmente (y a veces
desaparecido) los actores de la misma, tal como se concebían en las estéticas clásicas, a
saber, el artista, la obra y el espectador; finalmente, porque en la época actual sólo cabe
hablar en plural, de experiencias estéticas, y lo que pueda haber en común entre ellas no
está en una definición de lo estético sino en lo que Wittgenstein denominaba "afinidades
familiares".

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Son, pues, muchos los motivos de meditación, e irán apareciendo a lo largo del libro.
Pero lo que constituye su nervio e inquietud, su mensaje, es el intento de un "retorno a la
experiencia estética". Éste tiene lugar bajo el signo del tiempo, y no es un enfoque
esencialista. Participa del carácter de nuestro tiempo, que une literatura y vida en el
ensayo. Somos pasajeros del tiempo que sólo pueden aspirar a una estética de
transición, transitoria y transitiva, efímera, pero solidaria. Como tal, se declara en
tránsito, de camino, en la forma paradójica de retorno a lo que tiene que venir. El libro al
ensayar arriesga y el análisis siempre toma la forma no tanto de la exposición como de la
propuesta.
Así, se afirma que lo que tiene que venir es una nueva modernidad. No es muy
"nuevo", ciertamente, pero incluso cuando se creó un falso clima de postrimerías en la
cultura se acabó reconociendo que hemos sido malos herederos, que si estamos perdidos
es porque nos hemos perdido mucho, es decir, privado de muchas cosas. La causa es la
enorme simplificación histórica en la que vivimos y que nos ha hecho a todos más
simples. Los juicios históricos lapidarios basados en categorías históricas sin revisar están
a la orden del día. En cierto modo entra dentro de la teoría de los efectos indeseados el
que Descartes elevara a criterio metodológico sumo el ideal de lo"simple", y que quien lo
sufriera fuera precisamente la misma categoría de modernidad. Raramente se declina en
plural. Y si no somos capaces de heredar la pluralidad de la que venimos, difícilmente
podremos asumir la complejidad de lo que somos porque en ello estamos como destino
de nuestro tiempo.
Precisamente de esas otras modernidades viene un mandato en el cuerpo de un
aforismo, que así nos transmitió Bacon: "la verdad es hija del tiempo". Y esa modernidad
múltiple propone una educación estética emancipatoria bajo las fórmulas jánicas del
"¡Atrévete a saber!" y el "¡Atrévete a sentir!"; propone una educación en la sensibilidad
solidaria. En ese tiempo, en la modernidad, nace la estética, y ahí la "experiencia" es
convertida en fuente, cuando no en la base del conocimiento científico mismo. La
estética nace como el saber reflexivo de la sensibilidad. Y este rescate de la sensibilidad
bajo la forma del "gusto" y el dotarlo de una dimensión reflexiva es, sin duda, uno de los
legados de las modernidades que todavía hoy se revelan como fructíferos. Porque en ese
juicio sobre lo bello o lo sublime un particular se comunica umversalmente y algo
concreto es objeto de un interés general.
Cuando hoy se proclama en las estéticas digitales el fin de la estética moderna no
deja de ser esto una paradoja, ya que, por una parte, se cumple en la "obra de datos
total" el ideal de progreso científico moderno, pero, por otra, la realidad virtual que se
crea lo es gracias a la experiencia poliestética que caracteriza a la estética moderna. Entre
esos modelos de experiencia estética se curva el tiempo del futuro haciéndose tiempo del
origen. Y ésta es la trayectoria que vamos a recorrer.

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La estética hoy. Entre dos finales y un comienzo

1.1. Fin del arte. Fin de la estética

En 1742 Baumgarten dicta sus Lecciones de Estética, Una nueva disciplina entraba
en el sistema de la filosofía y se abría paso en el mundo académico, aunque desde el
punto de vista jerárquico ocupara un lugar todavía inferior. Si, por una parte, con ello se
reconocía la amplitud del fenómeno estético en esa época, la existencia de una Ilustración
"sentimental", la verdaderamente popular en la época, el tratamiento académico se hacía
en parte desde el tópico de la Ilustración como "época de la razón", que acuñaron
historiógrafos posteriores. En el mismo siglo XVIII hay dos invitaciones jánicas que han
llegado como retos hasta nosotros: el "atrévete a saber" y el "atrévete a sentir". Muchos
de los contemporáneos no las percibieron como contradictorias, y hoy siguen siendo de
interés para nosotros, aunque las formas artísticas en que se plasmaron sean ya para
nosotros, en palabras hegelianas, "un pasado". Los tiempos han cambiado, pero hay un
elemento que permanece, y es que la Estética, ya en su momento fundacional, no se
limita a ser teoría del arte sino que tiene por objeto algo más general, la aisthesis, que
imperfectamente traducimos, recibimos, como sensibilidad.
Desde la Aesthetica de Baumgarten hasta las Lecciones de Estética de Hegel tiene
lugar una andadura de la estética llena de éxito. No sólo ocupa un lugar importante en la
filosofía sino que acaba siendo la mediadora en sus contradicciones, en los usos mismos
de la razón, y su máxima esperanza de imprimir en lo real lo ideal. El ideal filosófico se
configura como un ideal estético en el primer romanticismo. El análisis de Hegel tiene
esto presente y certifica su final: "Para nosotros ya no es el arte el modo supremo como
la verdad se procura la existencia" (Hegel, G. W. F., 1970: 141). La tesis ahí expuesta del
"fin del arte" parece arrastrar consigo la del " f in de la estética". Pero el enunciado " f in
del arte" es muy simple para resumir el complejo análisis hegeliano, aunque refleja bien
una determinada "estética de la recepción" que ha creado sus señas de identidad en
diálogo con Hegel, debiéndole mucho, especialmente cuando le critica. En cuanto al " f in
de la estética", la simplificación viene dada por su conexión con el pretendido "fin del
arte". Si desde sus comienzos temáticos y académicos la estética ha ido asociada al arte
como su teoría, parece lógico que los discursos sobre el fin del primero acarrearan
sucesivas crisis y riesgos de desaparición de la segunda. Y, sin embargo, no ha sido así.
Hay muchas razones. Entre ellas, que las palabras "fin", "final" pertenecen a lo que con
acierto H. Blumenberg ha denominado las "grandes metáforas" del pensamiento

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histórico. Su textura metafórica les hace ser verdaderos aves Fénix que renacen de su
cenizas ya que las diversas muertes no son sino el preludio de sucesivos renacimientos.
Así dice Gadamer: "El fin del arte, el fin de la incansable voluntad creadora de los sueños
y deseos humanos no se producirá mientras los seres humanos conformen su propia
vida. Cualquier hipotético fin del arte será el comienzo de un arte nuevo" (Gadamer, H.
G., 1990: 83). El fin sería, más bien, un término, límite, un limes, una definición como
redefinición en los sucesivos altos del camino de la historia. La tesis del " f in del arte"
pertenece a un momento más de su "de-finición", de un ir hasta el fin, hasta la frontera
donde se experimenta y se configura una identidad móvil.
Si esto es así, el " f in del arte" no llevaría consigo el " f in de la estética", sino que
sería un momento de su autoconciencia. Pero también hay otra razón: el ámbito de la
estética es más amplio que el del arte y guardan, al menos en la modernidad, una relación
inversamente proporcional. Los discursos sobre el fin del arte han sido manifestaciones
de cambios importantes de sensibilidad epocal, no de su desaparición, y por ello han
nutrido, más que debilitado, a la estética misma, aunque sólo sea por la vía de las
estéticas negativas. Cabe trazar una línea de continuidad entre Hegel, quien en sus
Lecciones de Estética formula la tesis conocida como del " f in del arte", el surrealismo
que acepta ese veredicto, la Teoría Estética de Adorno y las tesis del Benjamin sobre el
fin del arte aurático en la época de la reproductibilidad técnica, y la vinculación
heideggeriana entre arte y verdad en comentario a Hegel y crítica a la metafísica y la
estética modernas.
El veredicto de Hegel puede parecer una obviedad: que el arte ya no es la forma
suprema de la verdad; quizá unida a un reparo, el que nunca lo fue, y a una objeción,
que tampoco tiene por qué serlo, o a algo todavía más radical, a una pregunta: ¿por qué
el arte tiene que tener hoy una relación con la verdad? Pudiéndose desarrollar en otro
tipo de cuestiones sobre qué clase de verdad, en el caso de que la respuesta sea
afirmativa. Sobre todos estos puntos volveremos con frecuencia.
La persistencia de la cita hegeliana parece encontrarse hoy no sólo en los desarrollos
sino también en la creencia, pues se dice como lugar común que el arte ya no guarda
relación con la belleza sino con la verdad. Como en Hegel, en Heidegger y en Adorno el
arte se orienta hacia la verdad. Adorno escribió su Teoría Estética para traspasar los
límites que encontró su metafísica en Dialéctica negativa, para que el veredicto kantiano
sobre lo Absoluto no fuera definitivo. En Heidegger el arte es la "puesta en obra de la
verdad". Los dos han intentado que el veredicto de Hegel no se cumpliera. Benjamin
constata la pérdida del aura de la obra de arte, y tanto Heidegger como Adorno son
pensadores del "final" de la estética, en toda la equivocidad del término. Pero, mientras
que en Hegel el arte deja paso a la filosofía como forma suprema de la verdad, aquí es el
arte la última esperanza de una filosofía que en ciertos casos ha renunciado a su nombre
quedándose como "pensamiento".
Pero, ¿de qué sirven estas consideraciones históricas para plantear el tema de una
estética hoy? ¿No estamos operando como el (falso) historicismo, que señalando un
problema actual lo disuelve en su pretendida historia? Una forma de hacer historia que,

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por otra parte, nunca llega al presente, porque tampoco salió de él. Parece que no hay
sino que dar la razón a Bubner cuando afirma: "Intentos de una estética actual no deben
propiciar una historia de la filosofía camuflada, sino que tienen que orientarse al
fenómeno del arte, tal como se ha desarrollado en la modernidad, y seguirlo
desarrollando" (Bubner, R, 1989: 10). Una recomendación sensata, que en su caso no
siempre se cumple, pero que merece la pena tener en cuenta examinando sus
implicaciones. Una de ellas es que, paradójicamente, esa "orientación hacia el arte" ha
convertido muchas reflexiones de filósofos en verdaderas historias de la filosofía
"camufladas", porque no se trata de orientaciones al fenómeno del arte actual Con ello
no estamos reduciéndonos a un "presentismo" histórico, que Danto muy acertadamente
tildó de "provincianismo", sino limitándonos a señalar lo obvio, y es que el arte actual no
debe quedar entre paréntesis en la reflexión estética, so pena de incumplir el
mandamiento socràtico-hegeliano de pensar el presente. De lo contrario, el (falso)
historicismo se impone, desaprovechando la otra posibilidad del enfoque histórico surgida
del entrelazamiento inevitable de la estética y de la filosofía en su historia. El mismo
Bubner ve la necesidad de recurrir a las grandes concepciones de la estética para una más
amplia "conciencia del problema" a examen, en vez de acudir a la "limitación de
subsidiarios autocomplacientes". No se trata sólo de una reedición de la "teoría de los
textos eminentes" de Gadamer y, por otra parte, y en el contexto del "exceso de
conciencia histórica" que padecemos, no se trata de plantear los problemas en torno a la
estética disolviéndolos en su historia. Pero tampoco de renunciar a la memoria como
elemento definitorio de nuestra identidad como seres históricos. Esto conduce a una
vertebración antropológica e histórica de la estética, como humus natural de crecimiento
y cultivo de los problemas y no como forma de soslayarlos.
Ahora bien, la recomendación de Bubner contiene otros elementos que arrojan serias
dudas sobre la naturaleza de ese giro de orientación hacia el arte. Y no tanto por la
estética, que en esto de la orientación es (o debe ser) como un girasol respecto del arte,
sino por la filosofía misma. Efectivamente, es cuestionable ese intento de trasladar la
crisis de la filosofía al arte tomándole como sustituto del pretendido fracaso de
pensamiento. En estas condiciones es problemática, además, la pretensión de la filosofía
de servir como autoesclareci-miento del arte. Restañar la separación hegeliana entre arte
y filosofía no debe servir tampoco como coartada para una conceptualización ajena al
arte, en que éste quede simplemente como medio e instrumento.
Y empieza a serlo cuando en ese giro hacia el arte éste queda desprovisto de
connotaciones espacio temporales. Es decir, que se trata de una filosofía, o en su línea de
una estética que prescinde de la obra de arte. El neoidealismo de esos planteamientos se
advierte allí donde precisamente se quiere superar la dicotomía tradicional de sujeto y
objeto, decretando la muerte del autor, declarando el carácter no sustantivo de la obra.
Esta aparece (particularmente en los dos ejemplos mencionados de Adorno y Heidegger)
como un cristal a través del cual llega, se hace presente la verdad, concebida en términos
de luz, de iluminación. No es casual que también en esos dos intentos el giro hacia el arte
se haga a costa de la estética, como forma de ese pensamiento subjetivista o de vivencia

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empática que se quiere superar. Tanto en Heidegger como en Adorno nos encontramos
ante la postulación de un final de la estética o ante la constatación de una estética
terminal, en donde es difícil llevar a cabo, no ya ese giro hacia el arte, sino el intento
estético mismo. Porque la "obra" es tomada no sólo como medio para el pensamiento
sino también en su dimensión social. En el caso de Heidegger "abre la verdad histórica de
un pueblo", en el de Adorno es un "elemento de resistencia social". Se da la paradoja,
por esta cierta voluntad de "actualismo", de que en ambas concepciones aletea aún la
nostalgia del "Gran Arte", aunque aparezca como algo pasado, ya que su mundo no es el
nuestro, y como tal irremisiblemente perdido. Al margen de divergencias en
planteamientos y valoraciones la tesis del "Gran Arte" es una "creencia" generacional en
todos ellos.
Otro ejemplo paradigmático es el de la Estética de Nicolai Hartmann. Primero está
la circunstancia de composición. Su esposa precisa que escribe la primera versión de la
Estética en el verano de 1945 en Postdam, en medio de la destrucción de la ciudad y de
Alemania; que le sirvió para mantenerse aislado del mundo exterior y "en medio de ese
desplome él escribió día a día sus páginas". Segundo, dice Hartmann que el destinatario
del libro es el pensador: "No se escribe una estética ni para el creador ni para el
espectador de lo bello, sino exclusivamente para el pensador, para quien el hacer y la
actitud de ambos es un enigma" (Hartmann, N., 1966: 1). Tercero, prosigue, el modo de
existencia del creador, del artista, es "la vida en la Idea". Cuarto, apostilla, no tiene
sentido preguntarse cómo se reconoce el Gran Arte: se reconoce o no, se tiene o no un
órgano para ello.
Desde esta perspectiva, el enfoque de una estética actual debería recoger
precisamente el espíritu de planteamientos como los mencionados para revisarlos
críticamente. La matriz hegeliana ha dado lugar a toda una serie de proyectos en el siglo
XX que tienen un elemento común nacido de la conciencia del (nuestro) tiempo: son de
tránsito, no de vocación terminal, como el hegeliano. Configuran una estética de
tránsito. Su característica es la de una transitoriedad transitiva, es decir, que lleva al
pensamiento a pensar más allá y contra sí mismo impidiéndole que se remanse en la
autocomplacencia cenagosa. Recoger esa herencia implica abandonar la casa paterna sin
buscar sustitutos, que pudieran implicar, es un ejemplo, tanto "olvidar" a Adorno como
"descubrir" a Heidegger, en esa tarea de intentar pensar por sí mismos.
Por todo ello, en estética hoy más que pedir un giro hacia al arte, testimonio de su
andar sin norte, habría que reclamar para ella un voto de confianza en sí misma, en su
naturaleza híbrida, fronteriza y transversal de lo que Rickert denominó "territorios
intermedios de la cultura". Habría que pedir, en definitiva, una vuelta a la experiencia
estética. Hoy día, el discurso sobre el " f in del arte" se ha convertido hasta cierto punto
en arqueológico, y en una "lata", al decir de Jauss. Y, sin embargo, cobra toda su fuerza
en algo que aparentemente lo niega, tanto en elementos de la vanguardia como en la
llamada Estética digital. De modo que la urgencia de plantear ese retorno a la
experiencia estética vendría, más bien, por el lado extremo, por el esteticismo, que es un
" f in del arte", en su degeneración misma.

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1.2. Esteticismo

La tesis del fin del (Gran) arte ha tenido en nuestros días gran predicamento no sólo
por defecto o muerte del arte, sino también por exceso, porque todo o cualquier cosa es
o puede ser arte. Ha estado unida a lo que Finkielkraut diagnosticó en su libro como La
derrota del pensamiento (superior). Ya no parece que la muerte del arte arrastre a la
estética, sino que el excesivo vitalismo de ésta amenaza la propia naturaleza de aquél. La
actual extensión de lo estético, su presencia en todas las esferas de la vida desborda con
creces su relación con el arte. La estetización significa algo más que el tradicional
embellecimiento de lo real, significa un cambio en la definición de lo real mismo. Si
Beuys o Cage pedían una ampliación del concepto de arte para incluir lo hasta entonces
no considerado como arte, ahora se trata del fenómeno contrario, de trasponer a lo real
propiedades tradicionalmente reservadas al arte. Este fenómeno ya tiene antecedentes en
programas románticos e idealistas. La vanguardia pretendía introducir lo real en el arte; la
estetización pretende hacer del arte lo real. Tiene su punto de referencia en el Nietzsche
en su consideración del mundo como fenómeno estético. Se prolonga en la hermenéutica,
en el textualismo, cuando dictamina que la estética forma parte de ella de modo que el
arte de la lectura es precisamente la lectura del arte, y viceversa. La misma superación de
la estética y de la metafísica en Heidegger le permiten recuperarla en el arte y en el
pensar del Ser. Así, dentro de esa Historia del Ser cobran su sentido como etapas
necesarias del olvido (manifestación del Ser, en clara reedición del hegelianismo).
La estetización tiene un canal de difusión privilegiado en la publicidad. En ella no se
ofrece sólo un producto sino un estilo de vida a él asociado. La estética utilizada no es
sólo un vehículo de transmisión sino que se ofrece como una esencia de la vida. La
reivindicación social de que la felicidad entre a formar parte de la belleza tiene aquí su
cumplimiento, pero bajo la teoría de los efectos indeseados: en el producto que se
anuncia hay incluida una promesa de felicidad como su esencia. No es que se dé más, ni
que haya más, sino que en la producción de mundos artificiales, al manipular la materia
hasta extremos inconcebibles se demuestra qué poco real es lo real mismo. No se trata ya
de embellecer lo real para hacerlo habitable o soportable, sino de crear otra realidad
virtual que lo sustituye.
Éste es un punto de inflexión importante en la historia de la cultura y que afecta de
modo particular al siglo XX. Hemos subrayado que el enlace entre el papel de la estética
hoy y en el siglo XVIII tiene como hilo conductor la aisthesis. Se trata de la sensibilidad,
pero en términos perceptivos. Ahora bien, frente a la tesis de que hay una persistencia de
ideas y problemas, común a las historias de la filosofía y de la estética prenarrativas, en
la historia de las ideas estéticas es preciso que se produzca un cambio también. Hay hoy
una conciencia de que no sólo ha cambiado el punto de vista sobre la realidad sino que
ha cambiado la realidad misma. Y nosotros con ella. El papel que jugaría el arte hoy, y
que se refleja en la sensibilidad estética, es el de permitir una "flexibilidad cultural"
necesaria, que, como mecanismo de autoprotección casi biológico, nos sirve para
acomodarnos a los nuevos tiempos (Kerckhore, D. de, 1993: 168). Esos nuevos tiempos

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vienen definidos por la incorporación y desarrollo de las nuevas tecnologías de la
comunicación. Frente a la tradicional relación fundada en el ver, éstas tienen un carácter
multisensorial y reclaman un modelo interactivo de sensibilidad. Así ocurre con la
televisión y se traslada al arte. Kerckhore señala que el pop arty el op artde los años
sesenta juegan más bien con variaciones de percepciones que con contenidos
(Kerckhore, D. de, 1993: 148). La revolución es especialmente notoria en el caso de la
televisión interactiva que cambia nuestra relación con las informaciones recibidas: por la
lectura las metemos en nuestra cabeza; la realidad virtual mete nuestra cabeza dentro de
las informaciones. El modelo no es ya el espectador ante la pantalla que reproduce el
viejo modelo de relación teorética, sino el espectador interactivo que tiene experiencias,
no de hechos sino de lo que (se) está produciendo. En la respuesta creativa de la realidad
virtual detecta Kerckhore el renacimiento del tacto. En esta realidad los conceptos fuera-
dentro, ya sean de la conciencia o del cuerpo pierden su sentido o se hacen mucho más
flexibles, y las fronteras, ya sean de la conciencia o del cuerpo, se convierten en fronteras
móviles. No es el caso de Kerckhore, pero sí que parece haber una cierta ambigüedad en
Welsch respecto al "hecho" de las nuevas tecnologías. Parece que, en el sentido de
Baudrillard, habría un pasaje a lo hiperreal, ya que primero el signo señala la realidad,
luego la oculta y ahora comenzaría a ocultar la ausencia de realidad. Por el contrario H.
Rheinhold, en La comunidad virtual afirma: "Armados con conocimiento, guiados por
una visión clara centrada en lo humano, regidos por un compromiso con el discurso civil,
nosotros, los ciudadanos, tenemos las palancas clave en una época crucial. Lo que ocurra
en el futuro depende principalmente de nosotros" (Rheinhold, H., 1996: 376). Respecto a
esas comunidades vinculadas por ordenador, que son índice de una nueva transformación
social y de la noción misma de sociedad, dice: "Nadie confunde la vida virtual con la vida
real, aun cuando tenga una realidad emocional para muchos de nosotros" (Rheinhold, H.,
1996: 57-58). Para situarnos en ese mundo lleno de las más diversas percepciones ya no
basta el modelo sensitivo del ver. En su intento de buscar en el arte un pensamiento que
responda al mundo técnico actual, Jünger ha acuñado la expresión "pensamiento en
imágenes", culminación de un proceso perceptivo entendido como "radiaciones", en las
que los sentidos toman el papel de los otros para acabar de expresar tanto la pluralidad
como la metáfora de la vida (Molinuevo, J. L., 1994a).
Pero este "pensamiento en imágenes" tiene precisamente su bestia negra en el
esteticismo, en ese vivir de las imágenes del pensamiento. El desarrollo de la estetización
hoy implica dos procesos: el que lo estético impregna lo no estético y el que lo no estético
se convierte en estético, es decir, se ve desde esa óptica. Hasta qué punto esa
estetización no sólo tiene gran amplitud, sino que también echa profundas raíces lo
demuestra el que la corrección estética es una forma de corrección ética y de corrección
política en un momento de desmoralización y de corrupción. Observa muy bien W.
Welsch: "En esos procesos el Homo Aestheticus se convierte en la nueva figura
dominante. Es sensible, hedonista, cultivado y, ante todo, de gusto exquisito, y sabe que
sobre gustos no se discute. Esto da nueva seguridad en la general inseguridad. Libre de
ilusiones fundamentalistas, vive todas las posibilidades a distancia juguetona. La literatura

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en torno a Kierkegaard crece de nuevo" (Welsch, W., 1993a: 21). Frente a esta imagen
"juguetona", tenemos la que da Luc Ferry precisamente en su Homo Aestheticus, y ahí
afirma:"Para dar un ejemplo en absoluto indiferente: existe un mundo romántico, no
estoy seguro de que exista un mundo posmoderno'" (Ferry, L., 1990: 22). Su propuesta
de una "ética en la época de la estética" (Ferry, L., 1990: 327 y ss.) recupera para la
individualidad los valores de la "excelencia, el mérito y la autenticidad".
Pero, ¿es posible esa "ética en la época de la estética"? Pocos textos ilustran tan bien
la ambigüedad de la postura posmoderna como las Moralidades posmodernas de Jéan-
François Lyotard. En el libro se cuentan diversas historias. ¿Por qué? La escritura es aquí
el regazo narrativo que acoge a la verdad no sujeta a las estrategias de la argumentación.
Las historias son ejemplos de vida, y en eso estriba su moralidad, pero sin pretensiones
ejemplares. Se escuchan y luego se olvidan, recomienda el autor. ¿Para qué sirven, pues?
La moralidad de esa moralidad, aclara, es el placer "estético", el de haber vivido la vida y
compartir el recuerdo.
A través de diversas fábulas se constata la crisis de la modernidad, de la pérdida del
papel central del hombre, pero también de su irresistible tensión hacia el centro. Los
relatos del 68, de la caída del muro de Berlín, del marxismo, son recitados de nuevo, y
junto a consideraciones sublimes aflora también el pesimismo. La mirada irónica de
Lyotard oscila así entre una estética climatizada y otra melancólica de la posmodernidad.
Las dos son complementarias: "La estética es el modo de una civilización abandonada
por sus ideales. Cultiva el placer de representarlos. Se llama entonces cultura". Con ello
se llega al núcleo del libro y del tema. Justamente al final, en la última historia que lleva
por título "Anima mínima".
La tesis de Lyotard es que Occidente tiene el rostro jánico de la civilización y de la
cultura: crea ideales y persigue su plenitud en un saber absoluto, pero, al mismo tiempo,
los cuestiona metódicamente y los destruye. La esencia de la civilización occidental es el
nihilismo que vuelve eternamente sobre ella misma. La cultura es la estetización de esa
realidad, la contemplación melancólica, pero satisfecha, de la ruina de esos ideales. Lo
imaginario triunfa entonces sobre lo real.
Surge así aquel "pequeño mercado cultural", para una sociedad bajo mínimos, que
demanda éticas y estéticas mínimas, de comida rápida y asistencia urgente. Pero, como
ha observado José Jiménez a este respecto, "la verdad es que han sido los propios
medios de masas los que han dado una expansión e importancia al nombre que ha
permitido, incluso, la presencia más intensa, y degradada, hasta ahora conocida del
pensamiento filosófico en los diversos soportes de la cultura de masas. Desde luego, es
un matrimonio de interés. Porque alentar el punto de vista posmoderno suponía también
acentuar la centralidad de los medios de masas en nuestro mundo, reconocida incluso en
el terreno denso y aparentemente poco proclive a ello del concepto filosófico" (Jiménez,
J., 1989: 13). Lyotard cita algunos ejemplos de esa estetización en Vattimo, en los
"simulacros" de Baudrillard, "en las veleidades democráticas" de Rorty. Pero el análisis
no deja de ser problemático: "Si la realidad se estetiza, la filosofía hará estética, o incluso
se convertirá en estética y permanecerá como la hija de su tiempo". Planteada la estética

19
como un trasunto de la estetización de lo real, tiene razón Lyotard en negar que la
filosofía se reduzca a ella. Pero ni la estética tiene por qué ser eso, ni tampoco renunciar
a la argumentación.
Los que se dedican a la estética parecen condenados a ser minuciosos analistas de
derribos, a la vez que promotores de los mismos, a ser buscadores impenitentes de títulos
que enmarcan un vacío. Pero la fidelidad al presente no excluye la resistencia al mismo.
Si Lyotard apela a una "ontología negativa" como salida estética, bien vendría recordar
parafraseando lo que a este respecto decía Adorno en su Dialéctica negativa: hay una
verdadera necesidad de estética, pero eso no significa que esa necesidad sea verdadera.
La de esa estética.
La propuesta de Lyotard es equívoca: " […] extiende el alcance del análisis
específico del sentimiento sublime a todo el sentimiento estético". Lo ha hecho muy
agudamente en otros libros sobre lo sublime. Su propuesta consiste en enlazar la
modernidad estética kantiana de lo sublime con la posmodernidad, cifrando como tarea
del arte hoy el presentar lo impresentable, pero sin embellecimiento, edificación o
consuelo. Sería una alternativa a la antinomia paralizante de Kant: o argumentos sin gusto
o gusto sin argumentos. Queda por ver si hay esa antinomia, tal como pretende él, y más
allá todavía si es posible realizar una revisión estética de la modernidad que permita
recuperar el legado kantiano de fundamentación de la experiencia en la que (y no aparte)
se pudiera insertar la experiencia estética misma. Ello nos llevaría a una recuperación de
la aisthesis, a una "apología de la sensibilidad".

1.3. "Apología de la sensibilidad"

Se trata de hacer una nueva "apología de la sensibilidad", como reza el título de un


parágrafo de la Antropología kantiana (Kant, I. , 1968a: 432, B 30 y ss.). Proseguirla
implica no sólo defender la sensibilidad contra las acusaciones tradicionales de
insuficiente y engañosa, sino también de lo que dice literalmente Kant mismo: que el
entendimiento "domine" sin "debilitar" la sensibilidad, porque ésta le da la "materia" del
conocimiento. Se trata de ir más lejos, de explorar las posibilidades cognoscitivas del
sentimiento (sentimiento con entendimiento) y las dimensiones afectivas del
conocimiento (conocimiento sentimental). Las reticencias kantianas en la relación entre
sentimiento y conocimiento alcanzan tanto al mundo de la moda como al de
motivaciones que vienen de campos más profundos, pero que contienen buenas dosis de
irracionalismo. Dice: "El principio de querer filosofar bajo el influjo de un sentimiento
elevado es, entre todos, el más apropiado para el tono distinguido, pues ¿quién discutirá
mi sentimiento?" (Kant, L, 1968b: 384). Afirma Kant que "la policía en el ámbito de las
ciencias no puede tolerar" a ese "filósofo visionario" que convierte a la filosofía en cosa
de moda, que pretende llegar con los sentimientos de modo inmediato a las cosas
mismas, porque eso es la muerte de la filosofía. En esta tesitura la estética tiene un papel

20
inferior para Kant, como sensibilización de las ideas. Afirma que podemos personificar a
la "divinidad velada" (la ley moral) como la velada Isis por un modo de "representación
estético", pero sólo como exposición sensible y analógica de aquellas ideas morales, que
han debido ser previamente obtenidas a partir de principios. Pero la desconfianza en la
mezcla o cambio de orden lo deja muy claro en este pasaje: "En el fondo toda filosofía es
prosaica y la propuesta de volver a filosofar poéticamente es como proponerle al
comerciante que escriba en el futuro los libros de balances no en prosa sino en verso" (p.
397, A 425).
Es cierto que Kant precave contra excesos visionarios, que también se desmarca de
intentos en los que la filosofía toma como modelo o queda reducida a la poesía. Pero es
también insuficiente su reconocimiento de la sensibilidad referida a la estética, como
mera suministradora de materia para una forma ajena, por lo que proseguir con la
"apología" implica no sólo el reconocimiento de la materia sino la conquista de la forma.
De no ser por las acusaciones de idealismo a lo Berkeley, Kant hubiera seguido con las
conquistas de la primera edición de la Crítica de la razón pura que, a su vez, aclaran no
pocas ambigüedades y median en las dualidades de la Dissertatio de 1770. Ello implica
reconocer no sólo un carácter pasivo a la sensibilidad sino también el estar dotada de una
cierta espontaneidad, como se desprende de las formalizaciones espacio-temporales.
Pero, además, en las Reflexiones, Nr. 4276 (también Nr. 5081) dice que la Estética
es "la filosofía sobre la sensibilidad ya sea del conocimiento o del sentimiento" (Eisler, R.,
1972: 45). Un paso más, y cabría añadir que se trata, más bien, de una teoría de la
sensibilidad. Es decir, de ella, y no externa o sobre ella. En definitiva se trata de
conocimiento con sentimientos y de sentimientos con conocimiento como siendo el
terreno de la experiencia estética. Tiene razón Welsch al afirmar que la Estética se ha
convertido en Kant en una disciplina fundamental, no como teoría del arte, sino como
estética trascendental. Y no se puede excluir esta estética de la Estética. Cabría entonces
ir más lejos afirmando la estructura estética de nuestro conocimiento trascendental
¿Dónde nos conduce esto? Para algunos, que el modelo de conocimiento trascendental
kantiano se propusiera seguir el "seguro camino de la ciencia" no entra en contradicción
con su desarrollo, con lo que Welsch ha denominado la "estetización epistemológica"
actual. Enlaza con la tesis de Bubner según la cual precisamente la estetización de la
ciencia es un legado de la modernidad. Por una parte, la crisis de la infalibilidad
científica, el que no es inmune a la duda, ha reforzado esa estetización; por otra, la
confianza en el progreso indefinido conduce, sin quererlo, a la estetización ya que, según
ella, no hay nada definitivo. Por contra, y a pesar de esa estetización, lo que hay de
profundo en cuanto a nueva sensibilidad se pone de manifiesto en la relación entre
cultura política y tolerancia. Pues, como dice Welsch, "tolerancia sin sensibilidad sería un
principio vacío… [ya que] la sensibilidad para las diferencias es una condición real de
tolerancia " (Welsch, W., 1993a: 46 y 47). El problema es que "tal vez vivimos en una
sociedad que habla demasiado de tolerancia y que dispone de poca sensibilidad" (ib.).
Reclamar, con todas las cautelas, ese apoyo kantiano a una "apología de la
sensibilidad" implica entrar en diálogo con el autor en su momento, pero también con la

21
recepción del mismo en lo que se ha denominado el "giro estético". Más adelante se
examinarán algunas formulaciones contemporáneas del mismo, pero ahora se trata de
aclarar el sentido de la referencia en la distancia, ya que afecta al nervio mismo de lo que
estamos proponiendo. Aquí se define y defiende reiteradamente una concepción de la
Estética como reflexión de la sensibilidad solidaria. Desde otros enfoques se
encuentran también propuestas similares. En este sentido, hay que destacar la magnífica
exposición que sobre el significado humanista de la experiencia estética hace M.
Dufrenne en su análisis sobre el sensus communisy el juicio de gusto en Kant. Afirma
que "el hombre ante el objeto estético trasciende su singularidad y se abre al universo
humano" (Dufrenne, M., 1982a, I : 102 y ss. y 107). Junto a la doble interpretación del
sensus communis que vamos a desarrollar a continuación, es interesante la que él hace en
la línea del "Museo imaginario": "El gusto es siempre mi gusto, pero en realidad es tanto
más ese sensus communis, ya descubierto por Kant, cuanto que es solicitado por la
experiencia, dilatada sin cesar, del Museo imaginario" (Dufrenne, M., 1982b: 35).
La revisión de las diferentes modernidades no tiene otro sentido que mostrar la línea
argumental de la que es heredero este enfoque, no el de hacer una exposición histórica
objetiva de Historia de la estética. Son estaciones de este camino. En una de ellas
Baumgarten recuerda el elemento reflexivo de la sensibilidad que ya era "creencia"
moderna, y en otra Kant destaca la textura crítica de la misma, que empuja en la
esperanza de una mediación imposible por la experiencia a la solidaridad como postulado
de una reflexión universal. Kant, en su método dialéctico negativo de la objeción crítica
que no resuelve sino que desenmascara la contradicción, es un antecedente de las utopías
negativas, que no aspiran a "constituir-sustituir" la realidad, sino simplemente a operar
como principios regulativos.
Este aspecto, el de la sensibilidad solidaria, es lo que se echa de menos en esos
giros estéticos que se remiten a Kant, y en algunas de las últimas teorías estéticas de la
percepción. Pero en Kant no puede haber una experiencia estética si no es solidaria, y no
está basada en un fundamento que lo garantice. Otra cosa es el cómo lo describe y
argumenta. Y aquí es preciso guardar las distancias respecto a él y a algunos de sus
comentaristas actuales. Respecto a las afirmaciones de Welsch anteriormente expuestas
cabe señalar que la sensibilidad como matriz de la tolerancia es más propia de la estética
inglesa que de la kantiana, y aquí estética y teorías del conocimiento van al unísono. En
el caso de Kant, no es el sentimiento de lo sublime, sino su método crítico el que le
impide resolverse en una identidad, y por ello tenía razón Jacobi cuando en la Carta a
Fichtele caracteriza a éste y no Kant como auténtico idealista. Por otra parte, los ataques
de Welsch a Weiss y a su estética de la resistencia, los reparos siempre a Adorno, el
entusiasmo sin fisuras por Lyotard, arrojan serias dudas sobre su alegato en favor de un
posmodernismo resistente. No es casual que se remitan a Schopenhauer para la
separación de los órdenes de lo verdadero, bueno y bello, el pesimismo metafísico de
fondo que, como máximo, propiciaría la declaración edificante de una pietas como ethos.
Pero esa posible solidaridad en el sufrimiento se neutraliza por la admisión de una justicia
cósmica, que hace indeseable por imposible e innecesario cualquier intento de cambio de

22
orden de las cosas debido no a los hombres sino a la naturaleza misma.
El otro elemento clave de la estética kantiana al que se hace referencia hoy día para
la apuesta de una sensibilidad solidaria es el sensus communis. La teoría kantiana, las
escasas y opacas referencias al tema son una invitación no a la comprensión, sino al
ejercicio. Se trata de un postulado estético, en estricto paralelismo y correspondencia con
los éticos: es necesario para dar razón de un factum, de nuestra pretensión de
universalidad en los juicios estéticos. La educación como forma de ilustración en Kant
responde a una necesidad: no somos humanos sino que estamos en camino de serlo;
aquello que nos constituye como individuos, la sensibilidad, no basta para hacernos
humanos si no se trasciende a sí misma. La educación ilustrada es una educación
estética: enseña al individuo a trascender su individualidad en lo universal. La variante del
juicio reflexionante, respecto al determinante, consiste precisamente en que se parte de
los individuos para encontrar lo universal en ellos. El camino no es fácil. La razón en
Kant no es humana, porque habla de una razón en nosotros, hacia la que estamos de
camino, de la humanidad en la racionalidad. Pero la sensibilidad es lo que hace que
nuestro entendimiento no sea arquetípico como el divino (que conociendo, crea) sino
ectípico (que conociendo, recibe). En Kant la Estética no es completamente un analogon
rationis. Es cierto que en la Crítica del juicio, en B 67, afirma que el gusto es una
facultad que no se posee naturalmente sino que hay que adquirir, porque responde a una
exigencia de la razón que es, nada menos, que " producir una unanimidad semejante en
la manera de sentir". Es un parágrafo que debería hacer meditar a los inconscientes que
se basan en él para su "acción comunicativa" edificante, cogida al vuelo y
descontextualizadamente. En realidad, Kant pone ante la disyuntiva: el sensus communis
es o bien un principio constitutivo de la experiencia (como los del conocimiento), o bien
un principio regulativo, al servicio, dice, de más altos fines, de esa exigencia de la razón
de lograr también la unanimidad en el sentir, como la persigue en el conocer. Hay,
efectivamente, una doble lectura del sensus communis: como principio regulativo y como
principio constitutivo. Si vamos por la segunda, entonces a los reparos ya mencionados
se añaden los que detallaremos a propósito del sentimiento de lo sublime en los apartados
4.1 y 4.3. Se ve realmente problemática tanto la posibilidad como la realidad del "juego
de las facultades" tal como lo describe Kant (Esser, A., 1995: 21). Pero si se toma como
principio regulativo entonces cabe una interpretación antropológica en la línea de una
estética de la comunicación, ya que funciona como ideal de un proceso educativo que se
cumple históricamente y, por tanto, tiene un valor normativo relativo. Esta línea es la que
hemos seguido, mediante la "corrección" de Schiller. Entonces, esa modesta pretensión
de universalidad de los juicios particulares no sería sino (en términos kantianos antes que
hegelianos) la "astucia de la razón" para conseguir sus fines universalistas. ¿Realmente es
deseable como meta de la educación estética la unanimidad de los juicios de gusto?
¿Dónde están las diferencias como fundamento del reconocimiento, de la tolerancia?
La exigencia es clara, el fundamento oscuro. Como en otras ocasiones (imaginación,
sujeto, objeto trascendentales), Kant abandona el análisis del origen, del fundamento,
para centrarse en el análisis de su funcionamiento. Es coherente, pues lo que es el

23
fundamento carece de él y sólo podemos acercarnos a través del cómo a lo
incomprensible del qué: sabemos cómo somos libres, pero no qué es la libertad. Sería
peligroso, pues, trasladar el esquema de Baumgarten de la sensibilidad como analogon
rationis a Kant. El sensus communis es coherente con la filosofía kantiana, pero para
nosotros es una "tentación" y una "trampa". Se trata de no resistirse a la primera pero
evitando la segunda, la trampa de la universalidad, dejándole como un principio regulador
comunitario, solidario.
Éstas son algunas objeciones tanto al planteamiento kantiano como a algunos de sus
comentaristas. Sin embargo, el sentido positivo que se quiere extraer de ahí, una apología
de la sensibilidad, ya había sido puesto de manifiesto lúcidamente en España por Rubert
de Ventos en su Teoría de la sensibilidad. Ciertamente la expresión de "Teoría de la
sensibilidad" referida a la estética puede parecer "reductiva". No dejan de advertir el
problema quienes se acogen a esa denominación. Y así dice Rubert de Ventos: "Se trata
en esta obra de las manifestaciones artísticas y culturales de la actualidad en el contexto
de la sensibilidad a que responden y de las exigencias que cumplen; del código o sistema
de categorías desde el que se producen y de los objetivos hacia los que apuntan. Antes
que de una estética se trata pues de una teoría de nuestra época planteada desde la
perspectiva de su sensibilidad" (Rubert de Ventos, X., 1979: 10). Pero, a continuación
señalan que lo que ahí está en juego es la coexistencia de diversas concepciones de la
estética. En otros términos, lo que se plantea es si las categorías de la estética tradicional
reflejan, o por el contrario, "oscurecen" nuestra época. Rubert de Ventos precisa
entonces: "En este libro se trata de elaborar una estética que permita entender, a un
tiempo, la continuidad y la originalidadque caracteriza la relación de los mensajes
estéticos y los cotidianos" (p. 14). Ésta es la idea central que desemboca en la propuesta
de un nuevo humanismo. De modo sugerente señala una trayectoria que va desde el
Renacimiento al arte de vanguardia, destacando que éste es la culminación y crisis del
"realismo imaginario de aquél". Por otra parte, se habría pasado de la "secularización" del
arte en el Renacimiento al fenómeno de la "sacramentalización" posterior. En diálogo
amplio (y discutible) con la "deshumanización del arte" de Ortega, llega a una concepción
opuesta de la misión del "arte nuevo". No se trata de un arte de selectos y
deshumanizador por desrealizador, sino de un arte configurador de los objetos que nos
rodean (p. 465). Se trata de un nuevo humanismo "más prosaico y cotidiano": "El arte,
como la filosofía, están entonces llamados a perder su 'dignidad humanista y metafísica'.
El arte dejará de ser el mito y el símbolo de un humanismo (¿qué es la obra de arte sino
el mito humanista del arte?) para hacerse mito y símbolo también pero de este nuevo
humanismo más prosaico y cotidiano (el humanismo de la utilidad y la belleza de las
cosas, del maquinismo y del progreso; de la cultura de masas, del bienestar, de la
comodidad y de la pacificación de la existencia; de ese bonheur que, según Saint Just, se
inventó en Europa durante el siglo XVIII)" (Rubert de Ventos, X., 1979: 472). En realidad,
lo que se hace con ello es enlazar y reactualizar otras corrientes del humanismo distintas
de la platónica y, más en concreto, aquellas que lo ponen en relación con la ciencia y la
naciente técnica. En ese sentido es un hallazgo afortunado ese enlace que desemboca en

24
una propuesta: "De igual manera que como Francis Bacon pretendía, con la ciencia
aplicada, restablecer el texto del Libro de la Naturaleza que la Caída había mutilado, se
trata hoy de que el arte establezca -que haga agradable e inteligible- el texto de nuestra
Naturaleza Urbana e Industrial" (p. 557).
Las observaciones de Rubert de Ventos tienen el interés de que abordan un
problema nuevo, pero también el interés añadido de que pretenden hacerlo de nueva
manera. Es decir, que afectan al arte y a las reflexiones estéticas tradicionales. Que el
problema es nuevo, que supone un reto al arte tradicional, que obliga a un cambio en su
naturaleza y reflexión lo ha reconocido el propio Benjamin en cita de Valéry: " Ni la
materia, ni el espacio, ni el tiempo son, desde hace veinte años, lo que han venido siendo
desde siempre. Es preciso contar con que novedades tan grandes transformen toda la
técnica de las artes y operen por tanto sobre la inventiva, llegando quizás hasta a
modificar de una manera maravillosa la noción misma del arte" (Benjamin, W., 1984:
472). El texto enlaza directamente con la cita anterior de Bacon. Es cierto que éste
pretende restablecer "el comercio" entre la mente y las cosas, hecho imposible por una
conceptualidad tradicional inadecuada, y lo hace utilizando unas "técnicas" que deben
proporcionar un aumento en el saber y en el poder que propicien el progreso del género
humano. Se trata, como en el caso de Descartes, de un pensamiento emancipador que,
posteriormente, ha sido objeto de las críticas a un pensamiento o razón instrumentales.
Pero es una variante del humanismo que tiene su trascendencia para el pensamiento
futuro. Rubert de Ventos añade a Bacon la máxima de Comte de conocer para prever y
prever para actuar. Valéry señala que las Bellas Artes fueron creadas en otro tiempo que
disponía de muchos menos medios y poder que nosotros. El tiempo ha cambiado y ha
habido un aumento cuantitativo tal de los medios que ha provocado una transformación
cualitativa a la que tiene que dar respuesta el arte. Las observaciones de Habermas sobre
la arquitectura se hacen eco también de este problema. Hay nuevos materiales y nuevas
técnicas que obligan a una consideración no sólo sobre el "espíritu", sino también sobre la
"materia" de la obra de arte. La Teoría Estética de Adorno está empapada de este
problema, directamente enlazado con el de la "cosificación" que le viene de Lukács. El
tema de la "materia" y no sólo de la forma en la obra de arte se convierte en un problema
central. Pero no tiene por qué ser, junto con el de la técnica, no sólo objeto de análisis
lúcidos sino también de consideraciones negativas como es el caso de Benjamin. Éste
detecta el problema, pero todavía (como él mismo confiesa) es deudor de categorías
estéticas tradicionales que impiden su análisis. En términos marxistas, que enlazan con el
texto de Rubert de Ventos, falta el arte que permita leer el texto de esa "segunda
naturaleza" industrial y urbana. Esto, que prolonga el espíritu de cierta modernidad,
encaja más difícilmente con las categorías románticas.
La posibilidad de una experiencia estética hoy, que se enfrente a los problemas
señalados, diferenciándose de otras posturas similares contemporáneas, la encontramos
también en Jauss. Refiriéndose a Adorno afirma: "La oposición entre un arte de
vanguardia -sólo válido para la reflexión- y una producción de mass-media -sólo válida
para el consumo- es absolutamente inadecuada para la situación actual "(Jauss, H . R.,

25
1986: 25). Como puede verse, en el fondo laten temáticamente algunos de los reproches
de Rubert de Ventos a Ortega, acertados en cuanto al tema, pero se equivocan de
destinatario. Habría una diferencia importante: en los dos el "arte nuevo" es índice de una
nueva sensibilidad, por más que la realice inadecuadamente; en los dos, los gustos no van
en pintura por el arte nuevo; pero hay una diferente postura ante la técnica que sí permite
encarar el problema en Ortega y difícilmente en Adorno, más allá de señalar las
contradicciones. Habría, según Jauss, una unión entre arte ascético y estética de la
negatividad como contrapartida a un arte de consumo. Y así (teniendo otra vez en el
punto de mira a Adorno, que no sale bien parado de la obra): " Mi tesis va dirigida contra
ese purismo estético: el comportamiento placentero, que el arte provoca y posibilita,
constituye la experiencia estética par excellence, que caracteriza tanto al arte
preautónomo como al autónomo" (Jauss, H . R., 1986: 57). Pero también en los
aparentes antípodas encuentra elementos de esto, ya que afirma que Gadamer elabora la
filosofía heideggeriana del arte en una oposición fundamental entre "experiencia artística"
(acontecimiento de verdad) y "consciencia estética" (subjetividad autosatisfactoria) (p.
85). Ambos se harían acreedores de lo que Rorty, refieriéndose a Heidegger, denominó
como "sacerdotes ascéticos". Por eso Jauss reivindica, y es una de sus ideas centrales, el
placer como elemento constitutivo de la experiencia estética, desterrado de la misma por
prejuicios ideológicos de vario signo que le vinculaban con sentimientos burgueses. Es un
verdadero hallazgo en este sentido su apreciación del aspecto sensorial del lenguaje, el
placer estético de los efectos producidos por la oratoria. Cabría detectar incluso
formulaciones de estas ideas bajo lo que podría denominarse como un imperativo
categórico del placer estético, en el sentido de que el comportamiento estético se entiende
como autoplacer en el placer ajeno (p. 160).
Curiosamente estos enlaces kantianos resultarían extraños, ya que tradicionalmente
se ha situado a Kant entre los "sacerdotes ascéticos". Pero éste es un punto decisivo ya
que toca a la alternativa que propone Jauss frente a intentos similares del presente ya
mencionados. La reivindicación del placer se sitúa en su línea de descubrir aquellos
efectos de la experiencia estética que han sido ignorados por la teoría ontològica del arte
y por la estética de la negatividad (p. 159). Muy gráficamente afirma que "lo que
caracteriza la experiencia estética actual […] es el cuestionamiento de los efectos de la
aisthesis clásica, y no el apocalíptico 'fin del arte, con el que, en fecha reciente, tanta lata
se ha dado" (p. 117). El matiz es importante pues significa no sólo la voluntad de no
entrar en una polémica sino, sobre todo, de no seguir esas reglas de juego que impiden
salir de ella y plantear una alternativa. Distanciarse de Hegel no sólo implica hacerlo de
sus planteamientos y respuestas, sino de lo que quizá es más importante hoy: la
construcción historiográfica de la tradición a la que él responde y que ha propiciado. De
ahí que para entender el modo cómo Jauss enlaza con la modernidad son importantes
dos autores a los que se remite desde el punto de vista de la metodología, Blumenberg y
Kant, por mediación de O. Marquard. Al segundo nos referiremos luego más
ampliamente, pero del primero hay que destacar su convicción de que la historia de la
recepción de las fuentes es la historia de la creación de las fuentes de la recepción,

26
aspecto este de importancia para una "estética de la recepción" tal como la defiende
Jauss. En este contexto no sólo recupera la gran tradición de la novela moderna, con un
Rabelais que ejemplifica perfectamente la reivindicación del placer en la estética, sino
también otras líneas matrices como G. B. Vico, en el que " […] la historia del concepto
de poiesis alcanza su máxima cota de significación" (p. 102). La máxima de Vico verum
et factum convertuntur apuntaría a una historia cuyo protagonista no es ya Dios, sino los
hombres, capaces de producir su mundo histórico; máxima que " […] afecta por igual -
aunque no de la misma manera- a la experiencia estética y a la acción histórica" (ib.).
Kant habría sido para Jauss el culminador de esa unión entre experiencia estética y
acción histórica en el sentido de que para él, según Jauss, la experiencia estética sería
tanto producción en libertad como recepción en libertad. Y aquí viene el punto nodal de
esa referencia a Kant donde estando de acuerdo con la importancia diferimos del
significado. Para exponerlo se entra en diálogo con el autor al que se remite Jauss como
mediador: Odo Marquard.

1.4. Sobre el "giro estético"

EL 'giro estético" no es un fenómeno exclusivo del siglo XX, como iremos viendo a
lo largo de este libro, pero tiene especial incidencia en él. Su renovación ahora acompaña
también al llamado "giro lingüístico" en filosofía. Aparentemente se trata de dos cosas
contradictorias, pero una se beneficia de la otra. El Círculo de Viena declaró "estéticos"
todos los enunciados filosóficos no susceptibles de "falsificación". Con ello se amplió su
campo notablemente, y de hecho se aceptó una delimitación, una contraposición radical
entre ciencia y filosofía, que antes se había tratado de evitar. Este marco de
confrontación se traslada al campo de la hermenéutica, que subsume a la estética dentro
de ella, pero reeditando la vieja utopía de la obra de arte total, ya que sólo reduciendo las
artes a la poesía como arte "eminente" se puede afirmar que todo arte es lenguaje en el
sentido por ellos desarrollado.
El "giro estético" guarda relación con todo ese proceso de reencantamiento del
mundo producido tras el cientifismo y el fracaso de las ideologías, con la recuperación de
una modernidad fuera del tópico de "época de la razón" y de la ciencia. En este sentido
resulta revelador (por situarse en el centro de las discusiones en torno a este tema) el
punto de vista de Odo Marquard aludido antes. En Marquard hay dos elementos
diferenciados, aunque estrechamente unidos: su "teoría compensatoria del arte" y su tesis
sobre "Kant y el giro hacia la estética". La segunda forma parte de la primera, aunque
advierte Marquard que el propio Jauss no es precisamente entusiasta de esta última. En la
primera parte de su tesis Marquard sigue a Ritter (Ritter, J., 1974: 62-92 y 93-104), para
el que el devenir del mundo moderno es un proceso de cosificación y de
desencantamiento que se compensa con un nuevo encantamiento que es el "Arte
estético". Esta denominación designa un contenido y una historia: la frase de Hegel sobre

27
el fin del arte significaría el hundimiento de las pretensiones del arte estético moderno. La
postura de Marquard se resume en estas dos tesis: 1) El arte estético moderno es la
réplica histórica al fin del arte, propiciado por el cristianismo y, más tarde, por la filosofía
de la historia de la revolución. 2) El arte estético compensa no sólo la moderna
cosificación del mundo de la vida, sino que compensa ante todo de la pérdida
escatológica del mundo. Marquard se rebela contra la instrumentalización escatológica del
arte y su equiparación a la utopía, contra su papel de compensación conservadora, de
reducirlo a una ancilla salutis. La crítica a las teorías emancipadoras de distinto signo
que buscan una realización del ideal se desprende de ello. El sentido hoy de un "giro al
arte estético", pero genuino, consistiría para él en ser realmente lo que antes nunca fue:
arte autónomo. Y para lograrlo cuenta con la "estética filosófica". Porque "la estética es
el mantenimiento del arte contra su fin: por eso se vuelve doblemente estética"
(Marquard, O., 1989: 116-117). En definitiva, se trata de una peculiar "estética de la
resistencia", ya que su objetivo es "la afirmación de la resistencia de la modernidad
contra la posmodernidad y la defensa de la época estética contra el antimodernismo,
especialmente el antimodernismo futurista" (p. 11). El título mismo indica que lo que no
es estético (Anaesthetica) es importante para lo estético de modo que "corresponde a la
estética filosófica la mirada no estética sobre la realidad: a la estética le corresponde,
como complemento y fundamentación necesaria, las Anaesthetica" (ib).
Según Marquard el mundo moderno necesita, como compensación a su progresiva
racionalización, la fuerza pluralista del arte estético: "Cuanto más moderno se vuelve el
mundo moderno, tanto más inevitable se vuelve lo estético". Pero, en este juego de lo
estético y anaesthetico si se estetiza la realidad, entonces el proceso se invierte y se
anaesthetiza el hombre. La tesis de Marquard (que recoge Jauss) es que en torno a 1750
hay en Alemania un intento de revolucionar la realidad por medio de la mitología del
progreso, lo que conduce a una estetización de la realidad, que nace por el desengaño en
la esperanza revolucionaria. Es decir, que se busca la salvación del fracaso político en un
programa estético. Su expresión más cumplida sería el programa de una nueva mitología
que desemboca en la idea de la obra de arte total. Ésta se revelaría como realidad total en
los sucesivos intentos de Schelling, Wagner, el futurismo y el surrealismo. Lo
característico es que no sólo se borran las fronteras entre las artes para ser subsumidas
en una, sino que se borran las fronteras entre arte y realidad por medio de la revolución
permanente. Ese fenómeno de la estetización de la realidad como consecuencia del
desengaño revolucionario llevaría a la construcción de una nueva mitología, a fenómenos
como el de la "revolución permanente" mentados y criticados por Büchner en su
"Danton", o la "movilización total" de E. Jünger. Sus ramificaciones en las relaciones
entre estética y política las vemos en W. Benjamin. Lo que sí menciona expresamente O.
Marquard (p. 114) es la visión anticipatoria y utópica del arte en El principio de
esperanza de Bloch, y los "realismos" soviéticos. En definitiva, esos procesos de
estetización de lo real llevan a una huida a la experiencia, a la experiencia estética. El
"giro estético" consistiría en que si la realidad va de la "experiencia" a la "esperanza"
(Koselleck), lo estético va compensatoriamente de la "esperanza" a la "experiencia" (p.

28
121).
Este giro lo habría preparado Kant, y su análisis es el núcleo del trabajo de
Marquard Kant y el giro a la estética. Se trata del giro de la filosofía hacia la estética y
no sólo significa que se ocupa de contenidos específicos propios, sino que tiene una
intención universal: "[la filosofía] no interpreta el arte por el arte, sino para comprender el
mundo. Y no interpreta a los artistas por los artistas, sino para entender a los hombres".
De ahí la aspiración desde finales del siglo XVIII hasta hoy de ser una filosofía
fundamental. Este giro .se inscribiría en el contexto del paso de un paradigma dominador,
el de la ciencia exacta, a otro, el de la historia. Y, "Kant es un filósofo del paso del pensar
científico al histórico". Además, "esa impotencia de la razón moral es lo que obliga a
Kant al camino del giro hacia la estética". Pero el mismo Marquard reconoce que en la
Crítica del Juicio la estética tiene un poder de simbolización (§59), pero no de
realización.
¿Qué pensar de ello? Por muy sugerente que sea el enlace que presenta Marquard
con Kant, por mucha carga aparentemente erudita que aporte, es todo un ejercicio de
desenfoque histórico, particularmente cuando afirma que en el romanticismo la estética
se convierte en sustitutivo de la filosofía de la historia por el giro hacia la naturaleza
ignorando que en todos ellos hay el proyecto de una Historia natural que subsumiría a
ambas. Pero sí tiene razón cuando expone que hay un paso de la naturaleza como
organismo configurador de orden en el primer romanticismo a la naturaleza como caos
destructivo en el segundo Schelling y Schopenhauer. Lo malo dejaría de ser malo y
llegaríamos a Las flores del mal donde hay un rechazo a la divinización de la naturaleza,
lo inconsciente aflora en el yo, la otra naturaleza. En definitiva, y recordando a Jauss,
una teoría de las artes ya no bellas sería la consecuencia de la teoría de Hegel sobre el
arte romántico.
Pero desde hace un tiempo parece haber una inversión del diagnóstico hegeliano: es
la estética y no la filosofía quien responde a las expectativas existenciales de pensar cómo
vivir en el presente. Ciertamente la primera bordea el esteticismo y la segunda se
encuentra en un período de adaptación ante los nuevos problemas del siglo XX. Por otra
parte, propio de la nueva situación es el no establecer separaciones tajantes
interdisciplinares. Porque esa situación, llevando a sus extremos esa referencia kantiana,
implicaría lo que podríamos llamar un nuevo principio supremo de todos los juicios
estéticos. Habría una correspondencia entre pensamiento y mundo estético, de modo que
las condiciones de posibilidad de la experiencia estética son las mismas que las de sus
objetos. Vamos a defender un "principio supremo de todos los juicios estéticos" como
núcleo de la "Estética trascendental" del Kant que pudo haber sido, pero esto no significa
transformar la correspondencia en identidad. En este sentido, el título del libro de Welsch
Ästhetisches Denken (Welsch, W , 1993a) es toda una tesis. Parece que vivimos en un
tiempo que da la razón a Nietzsche: la realidad tiene un carácter ficcional. Por eso, "mi
tesis es que el pensamiento estético es actualmente el auténticamente realista" 57). No
habría entonces una oposición entre estética y realidad, sino que ésta sería entre Estética
y Anaesthetica, entre la sensibilidad y la falta de sensibilidad. Por ello prefiere recuperar

29
el sentido original de Baumgarten y llamarla Aesthetica, teoría de la sensibilidad. Lo que
propone W. Welsch con gran sentido común es la transformación de la Estética en
Aisthetica: éste sería el profundo sentido de su configuración en el siglo XVIII. De una
sensibilidad que no restringe su campo a la mera sensación, sino que se extiende al
ámbito intelectual, y que se llama, entonces, percepción. La tesis de Welsch es que en
nuestro mundo actual la estetización conduce precisamente al embotamiento (anestesia),
a la falta de sensibilidad, a la Anaesthetica. La diferencia con la terminología de
Marquard es evidente, ya que los dos pares de opuestos no se refieren a la
contraposición de estética y realidad, sino a la de sensibilidad e insensibilidad. El
fenómeno de la estetización tiene, pues, varias caras. Responde, en su raíz estética, a una
demanda epocal, pero se pervierte al hacer estética la realidad o al convertirse la realidad
en estética.
Si dando un paso más allá de Baumgarten y siguiendo con hipótesis anteriores
enlazamos con Kant, vemos que no hay oposición entre estética y realidad, si
efectivamente la estética es también teoría de la sensibilidad y forma parte de la
estructura trascendental del conocimiento por la que se constituye lo real. Expresiones
corrientes hoy día de la generalización de lo estético serían una muestra de ello: hablar de
una "estética del automóvil" implica un modo de ver que lo es también de ser, o en otros
términos, el fenómeno como "objeto" en sentido kantiano. Cabría añadir el elemento
"gracia", ya que se trata de "belleza en movimiento", al más puro estilo schilleriano de
reivindicación de la apariencia. Cabría ir más lejos y resucitar el sentido de la acusación
de nihilismo por parte de los otros ilustrados, como ocurrió con Jacobi. El propio Jean
Paul ya consideraba la ruptura con la mimesis como síntoma de nihilismo y llamaba
"nihilistas poéticos" a quienes así procedían.
Este tipo de planteamientos no están reñidos con matrices idealistas. Una de las
ideas más sugerentes de Welsch es que la mónada no tiene ventanas, pero sí una plenitud
de imágenes. En ese sentido habría una afinidad entre Leibniz y la lógica de la
telecomunicación. La realidad que está fuera de la imagen visual aparece como de
segundo grado, menos importante y se queda anestesiado respecto a ella. Muy
expresivamente habla de esta nueva configuración de la experiencia de la realidad como
Teleontología. Welsch se apoya en Aristóteles para su propuesta del "pensamiento
estético", mostrando en el análisis de la Política que la caracterización del logos como
rasgo distintivo de lo humano está basada en la aisthesis. Se trata, entonces, de movilizar
la potencia perceptiva del pensamiento y la capacidad de reflexión de la percepción. Se
daría de este modo un cambio de un pensamiento "logocéntrico" a un "pensamiento
estético" basado en el cambio mismo de la realidad mentado antes. El hecho es que la
realidad actual está constituida por procesos perceptivos y, sobre todo, procesos
perceptivos mediáticos. En nuestra sociedad se toma como real aquello que puede ser
producido o reproducido mediáticamente. Esto entra en contradicción con el concepto
tradicional de mimesis y queda sustituido por el de simulación. En los procesos
productivos se trabaja ya mediante la simulación, tomando como parte del proceso real lo
que tiene lugar en el artificial. Welsch sigue a Lyotard en la sustitución de lo bello por lo

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sublime planteando una estética en la que se trata de llegar más allá de los límites de la
percepción intentando percibir lo imperceptible, presentar lo impresentable. Pero ello
plantearía el tema de una recuperación de lo moderno en el que precisamente se
cuestiona que haya que seguir esta vía posmoderna.

1.5. Bajo el signo del (nuestro) tiempo

Observado desde este final de siglo el discurso estético del siglo XX -nunca, por otra
parte, unitario— ha navegado entre dos escollos: la Escila de los discursos sobre el fin del
arte y la Caribdis del esteticismo. El primero tiene su referente teórico más significativo
en Hegel y desde un punto de vista epocal en determinados movimientos de vanguardia;
el segundo en los aledaños de la crítica a la modernidad, las nuevas tecnologías y la
configuración finisecular de las sociedades posindustriales. Si el primero amenazaba la
realidad de la estética, el segundo hacía estética la realidad. Hasta qué punto ambos
fenómenos están entrelazados temáticamente, más allá de la secuencia histórica, puede
verse en la equivocidad de la expresión "giro estético" con que se caracteriza en sus
antecedentes y realidad el tratamiento de lo estético hoy día.
Por otra parte, como tercer referente, está el momento fundacional de la Estética
misma como disciplina, que afecta a la modernidad como categoría y época histórica. No
es pues de extrañar que muchos de los trabajos que hablan hoy sobre la experiencia
estética, su realidad y su reflexión, hagan una mención, cuando no un tratamiento
pormenorizado de los tres referentes. Mi propósito es evitar los escollos y recuperar el
momento fundacional.
Cincuenta años después de la fundación disciplinar encontramos el famoso texto de
Jean Paul Richter en Vorschule der Asthetik (1804), que podría ponerse en el frontispicio
de nuestra época: "Von nichts wimmelt unsere Zeit so sehr ais von Aesthetikern"
(Richter, J. P, 1963: 22). Aparentemente se trataría de un ejemplo de ese "giro estético"
que se produce al decir de algunos con la tercera "Crítica". Adorno en su Teoría Estética
constata la puesta en cuestión del arte y también de la estética misma, zarandeada por las
contradicciones sociales y las ambigüedades inevitables de la Dialéctica negativa en la
estética. Se observan muchas reticencias ahora en los que hacen teoría estética respecto a
Adorno, no distinguiendo con la misma generosidad que tienen para con otros entre
realizaciones e intenciones. Pero sí que se le puede hacer la misma observación que a
Heidegger respecto del arte: "La estetización de la teoría hipoteca una teoría de lo
estético" (Bubner, R, 1989: 94). Lo hipoteca en la medida en que el arte y la estética
tienen que hacerse cargo de las hipotecas de la filosofía y sus promesas de felicidad.
Con Platón fueron expulsados los poetas y artistas de la ciudad y de su gobierno.
Ahora parece que vuelven. Y puesto que todos dicen lo mismo, la credibilidad de la
diferencia sólo está en la forma en que lo dicen, en la ficción misma no en la realidad.
Todavía Heidegger se mueve en la misma línea cuando afirma que los griegos gracias a

31
Dios no tuvieron estética. El rechazo platónico tenía ciertamente un subsuelo ontologico,
pero la motivación era política: el rechazo al que tiene como profesión hacer pasar la
ficción por realidad, ya que es el que crea los resortes para que la gente crea y no a los
contenidos de la creencia misma. En realidad, y según la alegoría de la caverna, el artista
sería el pintor de sombras. Un pensamiento lleno de símbolos, la luz, el ver, lo alto, lo
celeste, ha concebido la experiencia en términos de elevación, de salida de nuestra
caverna original para contemplar la verdad. La crisis ontològica y gnoseologica de la
mimesis ha sido propiciada por un cambio de la verdadera realidad, del ontos on. Pero el
concepto de verdad (al menos ése) ya no va unido al de realidad, ni tampoco está
mediada la relación por el simbolismo antes aludido. Con las nuevas tecnologías, con la
realidad virtual se produce un auténtico retorno a la caverna, como retorno a la
experiencia. La caverna es ahora el campo de la experiencia, como campo de la verdad.
Antes era-la verdad de la trascendencia; ahora es la verdad de la apariencia, no la
apariencia de verdad.
En Hegel sigue el planteamiento platónico del arte como sensibilización de la idea,
como "aparición sensible de la idea". Si esto es así la tesis del fin del arte no es una tesis
histórica, no sólo porque sigue habiendo arte, sino porque sigue cumpliendo esa finalidad,
ahora devenida superflua. Según esa caracterización, el arte siempre será la
manifestación incompleta e inadecuada de la Idea. Nunca responderá completa y
satisfactoriamente a la exigencia de Absoluto. Si ahora dice Hegel que no responde es
porque ha perdido su condición de Ersatz respecto a la filosofía, pero nunca fue su igual.
Como se ha señalado, Hegel no se refiere sólo a tiempos pasados, sino también a su
época anterior, tanto la suya de joven como la de sus contemporáneos. En definitiva, si el
arte no es la verdadera manifestación del Espíritu está condenado a desaparecer como
mediación en el instante mismo de su nacimiento.
La coincidencia de Bubner con el diagnóstico de nuestra época es total: "Afirmo que
la estetización del mundo de la vida es una característica de la época actual" (p. 131).
Incluso llega a reclamar originalidad para el diagnóstico y su consideración teórica. Se
complementa con lo que llama desartización del arte y artización de la realidad como
caras del mismo proceso. Por una parte, hay una verdadera anestesia con el bombardeo
de estímulos que no propicia la experiencia estética. Por otra, la impotencia para la
acción hace que el "compromiso" anterior quede ahora reducido a actos simbólicos.
En esa línea se observa el predominio del instante, el arte concebido para ser, pero
no para durar. Ya no sólo por los materiales empleados sino por la propia intencionalidad,
ajena al museo. La actitud del arte actual ha sido perfectamente descrita por John Cage:
"Arte como pintura en la arena, arte para el momento actual y no para la civilización
museo de la posteridad" (Cage, J., 1973: 65). En cierto modo, éste sería el verdadero
arte aurático, del tiempo y del espacio, cuya nostalgia ya sería su verdadera negación.
Cuando nace la Estética como disciplina lo hace en medio de otras ciencias que
cultivan del hombre aquello que le hace semejante a lo divino - la razónmientras que a
ella se le reserva aquella parte, la sensibilidad, que le acerca al individuo. La dignidad
viene no por el origen, ni la naturaleza (el ser), sino por la necesidad del tiempo (el estar).

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La estética nace como conciencia de la escisión, del dualismo entre lo sensible y lo
intelectual, del habitante de dos mundos, el fenoménico y nouménico. Y, a la vez que
concede carta de ciudadanía también a uno de ellos, ensaya la mediación entre ambos.
Las metacríticas de la razón pura en el siglo XVIII son el intento no de negar la razón,
sino de responder a lo que proponen como "razón sentiente". La diferencia de acento es
patente, ya que, entonces, actúa no tanto el componente de lo humano en lo individual,
sino de lo individual en lo humano. Y esto, lo individual, es lo que ata a un espacio y
tiempo pasajeros (somospasajeros del tiempo) y obliga a proyectar no desde ¿'/tiempo,
sino desde su tiempo.
Esta fidelidad al tiempo como fidelidad a nosotros mismos es lo que impide, por una
parte, el proyecto de una estética intemporal, pero también esencialista. El planteamiento
contrario es una "rapsodia" de "hechos" y "categorías" estéticas, pero también de
emociones y sentimientos; aspectos ambos que pudieran abonar la falsa impresión de
relativismo. Por otra parte, la misma transversalidad de géneros de los que nace la
estética quizá aconseje hoy poner de manifiesto los límites de la misma, más que en un
sentido de diferencias y exclusiones, en aquellos puntos de contacto con otras disciplinas.
Se difuminan los límites esenciales, los límites temporales. Por ello se pueden
intentar reformular planteamientos de inspiración hegeliana (de la Filosofia del Espíritu),
abordando el (nuestro) concepto de la estética hoy en su historia. En cierto modo, se
trata pues de una exposición narrativa de lo temporal. Hay una vinculación estrecha entre
historia de la estética e historia de la filosofía. El nuevo concepto de Historia como
historia narrativa, en el que el arte tiene un papel decisivo, ha modificado la visión de la
historia de la filosofía y de las ideas estéticas mismas, resultando inadecuado este rótulo,
pues remite a una excesiva dependencia de la historia de los "problemas", es decir a un
planteamiento idealista de los neohegelianos de derechas que resulta un tanto inadecuado
hoy. Por otra parte, remite a a un esquema lineal problemático de corte hegeliano. Se
trataría, más bien, de una historia del presente. Merecería un capítulo aparte esta relación
desde la perspectiva de ambas disciplinas, como modo por el que se endosa a la estética
aquello que ha abandonado. Pero hay una verdadera dificultad en buscar alternativas
para lo que está en camino. Lo que sí da la impresión es que nuevamente la estética
aparece como algo instrumental, es decir, como medio de realización de algo
suprasensible (la idea) en el tiempo. De ahí el particular topos de la estética, como
mediadora está en el centro, pero también en los márgenes de la filosofía, obligándola a
salir constantemente de ella misma. El discurso estético de la Historia surge después de
que se hayan roto los diques de las disputas entre Ciencias de la Naturaleza y del
Espíritu, y, en cierto modo, tiene un componente de primer romanticismo en que esas
disputas aparecían difuminadas, porque la Historia de la Naturaleza era la Historia oculta
del Espíritu y viceversa. En esta época de la técnica esos dos términos han perdido
todavía más su carácter referencial.
Nuestra situación puede quedar definida también por las palabras de Odo Marquard
en Aesthetica und Anaesthetica: "¿Qué viene después de la posmodernidad? La
modernidad". Lo que aquí se propone es una nueva modernidad recuperando su

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compleja matriz. Porque la modernidad aparece asociada de diferente manera a la
estética. Cronológicamente ésta nace en aquélla, en lo que Koselleck denominó "umbral
de época", es decir, en torno a 1750. Pero esto es una indicación de que nace del espíritu
de la modernidad misma. La estética sólo puede ser apreciada en toda su complejidad si
se la acepta como producto de lo que se ha denominado "Ilustración insatisfecha". Al
margen de la polémica que la expresión evoca, es adecuada para designar su espíritu y no
un déficit de la misma. La luminosa distinción kantiana entre " época ilustrada" y "época
de la Ilustración" remite a ella, pero teniendo en cuenta que en Kant la "Ilustración" no
sólo es una época histórica sino que es también un momento intemporal que se repite en
cada vida humana: el movimiento emancipatorio de salida de la propia minoría de edad.
La aportación kantiana epocal no elimina sino que mantiene (es lo que le diferencia del
idealismo absoluto) los dualismos, y se reconocen, bien que precariamente, todavía los
derechos de la sensibilidad. Pero visto en el contraluz de la otra Ilustración alemana,
francesa e inglesa, cabe decir que la llamada "época de la razón" es también la "época de
la sensibilidad". Pero no sólo la estética es una creación de la modernidad, sino que ésta
lo es también de aquélla. Se trata de la "modernidad estética". Es el movimiento que nace
en otro "umbral de época", mediados del siglo XIX, y que continúa a comienzos del siglo
XX en las vanguardias. La mezcla de ambas modernidades, la histórica y la estética, por
el movimiento llamado posmodernidad ha tenido como consecuencia una pérdida de
referentes. La raíz de ello está en buena medida en una estetización y ontologización de
la modernidad de raigambre nietzscheana y heideggeriana en los posmodernos.
El proyecto se nutre de la tensión entre ambas modernidades y nace de la propuesta,
radicada en la estética, pero que se proyecta a otros campos de la modernidad
alternativa. Se trata de la revisión estética de la modernidad. Su inspiración bien pudiera
encontrarse en la frase de Goethe: "Lo que Ustedes, queridos señores, llaman espíritu de
las épocas pasadas no es en definitiva otra cosa que vuestro propio espíritu, en el que
esas épocas se reflejan".

1.6. Estética y modernidad como proyecto

El tema de la modernidad es un tema histórico y estético en varios sentidos. En uno


primario y obvio porque la estética como disciplina es un producto de la modernidad,
entendida tanto como categoría historiográfica y estética. Lo primero alude a una época
histórica, lo segundo a una sensibilidad que la rebasa y ha propiciado su equivocidad en
el presente. La discusión en torno a la modernidad de la última década es una buena
muestra de ello. Ha sido particularmente relevante en el caso de la estética española. No
se trataba de hacer historia "anticuaria" sino, en sentido nietzscheano, vital, es decir
historia para la vida. Y aquí se junta lo historiográfico con lo estético. Por eso, el tema
"Estética y modernidad" (todo lo proteico que se quiera) sigue siendo su tema. De él se
desprende una certeza que sirve de punto de partida de este libro. Compartida por

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muchos ha acertado a resumirla Eugenio Trías afirmando que "la modernidad es el límite
de un mundo que es mi mundo" (Trías, E., 1985: 140). Frase que, ayudando a enfocar,
permite a su vez resaltar todavía más la complejidad del fenómeno en ella aludido.
En esa misma línea Simón Marchán ha afirmado que " […] la reflexión estética es
indisociable de una teoría de la modernidad y a la inversa" (Marchán, S., 1996: 10). Pero
quizá por ello mismo es urgente clarificar de qué modernidad se está hablando. Simón
Marchán la sitúa entre finales del siglo XVII y el primer tercio del siglo XIX. Es cierto, pero
también que la modernidad se dice de diversas maneras, y esas maneras son las diversas
configuraciones históricas de la misma. Por ello, es preciso una visión de la modernidad
que se contraponga a la reduccionista, tanto en términos esteticistas como ontológicos
que tan a menudo han aflorado en la polémica modernidad/posmodernidad.
Por esta razón he partido también de la sugerencia de José Jiménez de la
complejidad de lo moderno para elaborar la propuesta de una experiencia estética que
arrancando de ahí intente dar respuesta a la complejidad de lo contemporáneo. Lo
histórico va adquiriendo así una densidad sistemática, que se aleja del planteamiento
historicista de los antecedentes que nunca llegan al presente, y del esteticismo que
confunde lo complejo con lo caótico. Se trata no de hacer una historia de la estética al
uso, sino de un ejercicio de memoria del presente como condición de posibilidad y
núcleo de la propuesta, que puede resumirse así: una reflexión de la sensibilidad
solidaria. Las categorías estéticas han sido elaboradas desde una determinada situación
histórica, la de la modernidad. Reflexión sobre el origen y meditación del presente
coinciden, porque la reflexión sobre el origen de la estética no tiene un sentido anticuario,
sino el de mostrar de qué estética venimos y qué modelo de estética elegimos.
La estética nace como reflexión disciplinar en la modernidad, como propuesta se
acude al final de ella, en reivindicaciones de distinto signo. Si la estética nació como un
modo de pensamiento, no es aceptable que la parte constituya el todo, por el fracaso de
alguno de sus tópicos. No es pertinente el papel de sustituto del pensamiento, pero sí de
regulador del mismo, por utilizar términos kantianos, como teoría de la sensibilidad.
Parafraseando lo que Hegel denominó como la Ilustración insatisfecha, cabría hablar
también de una modernidad insatisfecha. El planteamiento implica la presentación de
una modernidad alternativa entendiendo por ello no una alternativa o ruptura con la
modernidad sino el resaltar aquellos rasgos plurales y complejos de lo moderno que
permiten plantear la tarea estética como contemporáneos.
A lo largo de todo este desarrollo se trata de examinar los diversos rostros o
máscaras de lo moderno; ir de la tópica a su topos, en una sincronía y multiplicidad de
espacios. No se trata de una mera secuencia cronológica pues enlaza con los cambios en
los conceptos de tiempo y de historia narrativos aludidos antes, y tiene como resultado
una ampliación del proyecto moderno, pero no por la reducción de todo a él como si
estuviéramos en la obra de arte total de la historia. Su descripción es el recorrido de una
opción. Sincronía y diacronía se entrelazan en una época en la que el tiempo se vuelve
espacial. Koselleck señala (en coincidencia con Bloch) la simultaneidad de lo asimultáneo
como característica de nuestra época. La cita de Herder que aduce Koselleck no puede

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ser más oportuna: "Realmente cada cosa mutable tiene la medida de su tiempo en sí, y
no hay dos cosas del mundo que tengan la misma medida de tiempo… Hay por tanto (se
puede decir de verdad y sin miedo) en el universo a un tiempo incontables tiempos". Por
eso, nuestra época es una época de "tránsito" (Übergang) en la que tienen una gran
importancia las discusiones en torno al origen, el principio y el fin. Aquí hemos utilizado
conscientemente otro término, el de "comienzo", para sacudirnos (esperamos) la carga y
connotaciones iniciáticas de los otros. La diferencia respecto a épocas anteriores estriba
en una confianza en el cambio de los ritmos históricos. Todo va mucho más rápido, hay
una aceleración constante del presente que despierta unas expectativas de futuro
diferentes de épocas anteriores. Por ello es todo un verdadero hallazgo semántico la
expresión "conceptos móviles" de la modernidad que emplea Koselleck, y que acentúan
ese carácter de época de transición. De ellos, sin duda, hay dos especialmente
significativos: el "espacio de experiencia" y el "horizonte de espera". De hecho afirma que
no hay historia si no está constituida por las experiencias y esperanzas de los hombres, ya
sean como agentes o como pacientes.
Se puede insertar el planteamiento de Koselleck dentro del kantiano, en relación con
las cuatro preguntas que resumen los intereses de lo humano. El qué puedo saber se
refiere al campo de la experiencia, el qué puedo hacer y qué me está permitido esperar
tienen su vínculo en la esperanza. La estética sería la mediadora de ambos, y respondería
a la cuarta pregunta, qué es el hombre. Para ello, la estética (como Estética
trascendental), formaría parte de la estructura del conocimiento, y del sentimiento, al
hacernos sensible lo suprasensible. Al fin y al cabo, la formulación que hace Koselleck
recuerda mucho el principio supremo de todos los juicios sintéticos a priori, que habría
que extender a los estéticos: "Las condiciones de posibilidad de una historia real son al
mismo tiempo las condiciones de su conocimiento" (Koselleck, R, 1979: 353). Lo
refuerza con Novalis, quien en su Enrique de Ofterdingen subraya que por la secreta
conexión entre pasado y futuro la historia se compone de esperanza y de recuerdo.
"Experiencia" y "espera" son, en cuanto categorías, "precondiciones antropológicas
de posibles historias". La "experiencia" es pasado presente, mientras que la "espera"
(Erwartung) es futuro presente. La experiencia subsume el recuerdo (Erinnerung)y
mientras que la espera subsume la esperanza (Hoffnung). Es importante subrayar este
componente y ámbito antropológico. Porque, aunque Koselleck hace referencia a
Heidegger, pone con razón en duda que el carácter intersubjetivo de estas estructuras
temporales de la historia pueda derivarse de una analitica del Dasein. Se trata de dos
niveles distintos, el ontologico y óntico de los planteamientos. La característica de la
modernidad consistiría precisamente en la asimetría entre experiencia y espera; se han
ampliado las diferencias entre ambas, de modo que las esperas se han ido separando cada
vez más de las experiencias hechas.
En esta amplia trayectoria es preciso deslindar lo sustancial de lo anecdótico del
fenómeno, y no magnificar el tema de las sucesivas "muertes" o "fines" como punto de
partida. Estoy completamente de acuerdo con Jauss cuando afirma que "lo que
caracteriza a la experiencia estética actual […] es el cuestionamiento de los efectos de la

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aisthesis clásica, y no el apocalíptico fin del arte, con el que, en fecha reciente, tanta lata
se ha dado" (Jauss, H . R , 1986: 117). Y así revela su propósito de descubrir aquellos
aspectos de la experiencia estética que han sido ignorados por la teoría ontologica del arte
y la estética de la negatividad. Entre ellos, y como uno de los más relevantes, el placer
estético. Para explicar los cambios de lo moderno Jauss abandona expresiones como "fin
del arte" o "fin de siglo", y prefiere la metáfora de "umbral de época" (Koselleck, R,
1985) ya que ésta explica la desigualdad de lo contemporáneo sin tener que acudir a
"espíritus objetivos" o a espacios históricos homogéneos (p. 205).
De acuerdo con estos planteamientos, los siguientes capítulos del libro consisten,
pues, en una recuperación del proyecto humanista como expresión plural de esa
sensibilidad epocal en cuyo ámbito estamos. También se trata de recorrer las tres fases
de constitución de la estética: como mediación en el siglo XVIII, destacando la doble
matriz inglesa y alemana; como aspiración a la obra de arte total, en el siglo XIX, y como
transversalidad de los géneros (tomo la expresión de Rafael Argullol) en el siglo XX.
Tanto en unos autores como otros se puede ver la importancia de la mediación histórica
para la construcción de la reflexión y producción presente: "A la recepción liberada del
arte del pasado corresponde la producción liberada del arte del presente" (Jauss, H . R ,
1995: 11). Se da la paradoja de que cada modernidad es una antigüedad para la siguiente,
dice Jauss, pero las vanguardias son el esfuerzo por romper con ello. La experiencia se
muta en experimentación y queriendo construir futuro sólo construye pasado. El destino
de cada modernidad sería así el de convertirse en antigüedad. Y, sin embargo, lo que he
intentado señalar es que hay aspectos de la estética actual en los que se recupera la
unidad entre experiencia y experimentación como núcleo tanto histórico como categorial
de lo moderno.
Porque hablar de la experiencia estética hoy significa sacarla de consideraciones
esencialistas e intemporales, pero también apocalípticas, que vienen a ser lo mismo, y a
las que con dificultad se sustraen las estéticas de la negatividad. Lo característico de
nuestra experiencia estética en este siglo es que está transida de la temporalidad. Esto
implica dos cosas: ha sacado las consecuencias de las experiencias históricas, pero no
puede desligarse de ellas. Ya no puede ser sistemática, pero tiene todavía un aparato
conceptual que fue elaborado con los sistemas. La cita de Jauss hace referencia a la
experiencia estética del siglo como "nueva sensibilidad" para la que todavía no se ha
encontrado el pensamiento correspondiente y que traduce tentativamente el arte y la
literatura contemporáneas. Por decirlo con una expresión pregnante, creo que el reto está
en ser contemporáneos de lo moderno. El punto de intersección entre ambos cada vez se
hace más patente en el pensamiento en imágenes. Un buen punto de partida es el
señalado por José Jiménez cuando afirma:

Aunque se nos borre, aunque a menudo su reflejo se sumerja en el


estanque, como dice Rilke, es preciso lanzarse tras la imagen, atreverse a
experimentarla, a "saberla": Wisse das Bild. El poeta nos deja así entrever el
componente de enriquecimiento antropológico, de expansión del conocimiento y

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la sensibilidad, propiciados por el salto estético: su dimensión emancipatoria.
Hasta el punto que podríamos leer el verso de Rilke como una formulación
paralela al atrévete a saber, al sapere aude, de los pensadores de la Ilustración
(Jiménez, J., 1986: 320).

Pero la posibilidad de ser contemporáneos de lo moderno viene sólo dada si somos


conscientes de la modernidad de lo contemporáneo. Es decir, que lo contemporáneo es
el desarrollo de varios de los proyectos modernos, de la ruptura con otros, pero en modo
alguno fruto de su desaparición. Si no es posible una fundamentación sistemática de la
estética hoy, es porque se han descubierto las limitaciones y las virtualidades históricas
del juicio reflexionante kantiano. Y si no se puede mantener la estrategia de la
"subsunción", sí es posible la de la "dispersión".
A lo largo de la modernidad se ha desvelado la imaginación como auténtica facultad
mediadora entre lo sensible y lo intelectual. No es la facultad suprema, pero sí la más
inquietante de las facultades, por tener un poder que escapa a la propia razón, por ser de
origen desconocido, pero hundir sus raíces en lo humano. Responde a la textura mixta
del "animal racional", y mientras se habla de la "razón en nosotros", y no se puede
afirmar en rigor que seamos seres racionales sino que estamos en camino de serlo, sí que
se puede hablar de que somos seres imaginativos, incluso imaginarios, en las múltiples
acepciones barrocas de la vida como sueño.
Pero el sueño necesita ser mantenido, para ser, y así desde el viejo mito griego hay
una estrecha relación entre imaginación y memoria. Azúa lo ha expresado así: "Para
nosotros, atrofiados por la información, es casi imposible concebir la aventura como algo
más que una forma positiva del expolio, o la sobredosis de disfraz que precisa toda
empresa codiciosa. Pero si la aventura sólo fuera negocio y latrocinio, no perviviría. La
imaginación es la hermana eterna de la memoria mortal; es el recuerdo de lo que nunca
sucedió, porque nada sucede como es debido. Ojalá este relato renueve la vida de un
cruzado que peregrinó a Tierra Santa movido por la codicia, sin duda, pero también por
la imaginación "(Azúa, F. de, 1996: 7-8). Mnemosyne es la madre de las Musas, de las
diversas artes, producto de la imaginación creadora. La tensión entre creación y
conservación se traslada al arte. Somos historia, somos memoria, somos imagen. La
diferencia que estableciera Aristóteles entre historia como narración del pasado y poesía
como predicción del porvenir se borra hoy al concebir la experiencia estética como
memoria del futuro. Pero no en el sentido de una "historia profética", de progresión
hacia, sino como recepción constructiva de lo que viene. Es decir, a imagen de un futuro
que adviene, que nos hace en la medida en que somos sujetos temporales colectivos. La
experiencia estética tiene hoy más que nunca un carácter inter-subjetivo. Exige, todavía
más que en la Ilustración, una Bildung (Wisse das Bild). No basta ser ilustrado para
tener educado el gusto, entre otras cosas por el papel interactivo de la experiencia
estética.
Desde esta "modernidad insatisfecha" se sale con frecuencia al encuentro de críticas
globales y poco matizadas de la misma. La estética es un término antiguo que caracteriza

38
un fenómeno moderno. Heidegger afirma que gracias a Dios (o a los dioses) los griegos
no tuvieron estética, significando con ello que así pudieron sus obras de arte ser una
exposición de la verdad y no quedaron reducidas a las vivencias del sujeto autor o
receptor. De este modo su crítica a la estética y la necesidad de su superación va unida a
la de la modernidad y queda englobada en ella. Pero habría que señalar la paradoja de
que la Antigüedad (lo que es para nosotros) es también un fenómeno de construcción
moderna. Un fenómeno ciertamente plural. Si en la Estética de Baumgarten se
reivindican los derechos de una sensibilidad emancipada, pero tutelada por la razón, y
que es "ciencia" de lo bello, pero sin muchas referencias a "bellezas", Vico comienza la
Ciencia Nueva declarando su propósito mediante un texto pictórico, un texto retórico
que habla al corazón, pero que sólo despierta el sentimiento a través del conocimiento.
Si en el nacimiento de la estética moderna es anterior la sensibilidad a la disciplina,
no por eso deja de haber una continuidad entre ambas, al margen de la configuración
concreta. En el sentido de que primero hay una educación estética y luego una formación
estética. De ahí toma su punto de partida el presente enfoque: de la necesidad de radicar
la experiencia estética en la estética misma como su núcleo. Pero esto de diferente forma
a como se ha hecho en distinciones (por lo demás cuestionables) entre "realidad
histórica" e Historia. Aquí no se hace una ontologia de la experiencia estética que sirva de
base a una disciplina, sino el análisis de una experiencia humana ordinaria. En este
sentido, aunque no el desarrollo, sí compartimos el punto de partida de Dewey en El arte
como experiencia, que hablando de lo elevado de la experiencia estética no por ello la
saca de la experiencia ordinaria, ni tampoco plantea antinomias con la utilidad, sino que
muy gráficamente afirma que también las montañas son tierra: "Esta tarea consiste en
restaurar la continuidad entre las formas refinadas e intensas de la experiencia, que son
las obras de arte, y los acontecimientos, hechos y sufrimientos diarios que son
reconocidos universalmente como constitutivos de la experiencia. Las cimas de las
montañas no flotan sin apoyo. Ni siquiera descansan sobre la tierra. Son la tierra en una
de sus operaciones manifiestas" (Dewey, L. J., 1949: 5).

39
2
Revisión estética de la modernidad

2.1. Tópica y topos de lo moderno

La categoría de la experiencia y su revalorización son un fenómeno moderno.


Recuperarla significa recuperar el sentido de la modernidad. Pero llegar a ese topos es
difícil porque se encuentra oculto por el tópico. Al igual que en El Sofista de Platón con
el ser, todos creen saber lo que es la modernidad, pero nadie acierta a definirla. Quizá
porque se empeñan en que sólo hay una para elegir cuando son muchas por descubrir.
Estas aparecen cuando se revisa ese concepto monolítico de modernidad desde la
experiencia, es decir, desde la modernidad misma como eclosión de la sensibilidad, dando
así lugar a una revisión estética de la modernidad.
A la hora de presentar una modernidad alternativa desde el punto de vista de la
estética se tropieza con el obstáculo del tópico simplificador en torno a dos categorías:
Renacimiento e Ilustración. Han sido tomadas exclusivamente como categorías
historiográficas, mientras que se ha desatendido su verdadero núcleo, el de ser metáforas,
pensamiento en imágenes. Como tales han sido elaboradas por unos pueblos en unas
épocas determinadas como expresión de su autoconciencia. A través del símil del Ave
Fénix, de las plantas que nacen (renacen) en primavera después de la muerte invernal, de
la luz que atraviesa las tinieblas, se expresa una nueva sensibilidad de y para una nueva
época. Esa sensibilidad está plasmada en innumerables textos pictóricos de variada
iconografía. Los géneros son diversos, pero tienen algo en común. Así Vasari, un
epígono, puede hablar de una "maniera moderna" como resumen del estilo de una época
frente a las anteriores. Porque uno de los rasgos de la modernidad en su origen es el de
ser precisamente un "estilo", una manera ser, que se expresa en un hacer, o mejor, el ser
mismo como producto del hacer. Esta nueva sensibilidad comienza a perderse en su
trasvase a la categoría historiográfica, y naufraga definitivamente en la fijación del tópico
filosófico. Si a ello añadimos denominaciones tales como "empirismo" o "racionalismo",
desafortunadas clasificaciones entomológicas de manual, la ceremonia de la confusión
simplificadora está garantizada.
En la consideración historiográfica de la modernidad ésta aparece como un hecho,
algo que ya está hecho (¿no es un pasado?, ¿no se puede convertir por ello en historia?),
algo dado, y es porque con frecuencia prima el criterio cronológico. Pero el que éste no
es muy fiable, o sólo indicativo, lo demuestra el que los historiadores no siempre están de

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acuerdo en cuándo empieza o acaba la modernidad. Esto no es casual y anecdótico, y
significa que en la expresión "Historia moderna" va implícito un juicio de valor, al que se
subordina el criterio cronológico. La Historia moderna se opone y es un progreso
respecto a la medieval y precede en sentido causal a la contemporánea. Ya lo
encontramos en el mismo siglo XIV cuando se contrapone la "vía antigua y la vía
moderna". Pero, ¿cuál es el valor de ese juicio?: que lo moderno es en sí mismo valioso,
que va asociado a la idea de progreso, lo que lleva de modo natural a preguntar luego qué
es lo más valioso dentro de lo moderno, o qué es lo auténticamente moderno. Estos dos
elementos han condicionado seriamente la escritura de la Historia de la filosofía moderna
que nos ha llegado hasta hoy y la ubicación de la estética dentro de ella.
El resultado de todo esto ha sido una historia monotemática y monolítica de la
modernidad, como historia del origen, desarrollo y culminación del idealismo. Es la
lectura hegeliana. Lo demás son momentos preparatorios, adversarios… Hay la creencia
de que la filosofía sólo es un saber riguroso si se organiza siguiendo un modelo científico.
Una filosofía basada en el sujeto, con diversas modulaciones, aunque quiera huir en todo
momento del subjetivismo, porque ese sujeto aparece definido como "animal rationale",
es decir, por la razón. No es nunca el individuo empírico. Sujeto solitario, no solidario
(que se plantea incesantemente el problema de la existencia del mundo externo), sujeto
subiectum, es decir, substancia; sujeto sujetado siempre por Dios como clave de bóveda;
sujeto protagonista, que proyecta y construye lo real desde la razón (en una historia de la
voluntad de poder); sujeto autónomo, es decir, libre, la libertad como sinónimo de sujeto.
Con una dignidad que está en él, pero no es de él, sino prestada, que radica en Dios, la
Razón, la Humanidad. Paradójicamente el ejercicio crítico de la razón convierte así en
ideales, en mitos, sus propias ideas regulativas.
El valor del juicio, no la lectura misma, ha entrado en crisis hoy. A esa crisis se le ha
denominado posmodernidad. Ahora bien, cuando se proclama el fin del relato o
metarrelato de la modernidad, es preciso señalar que éste nunca ha existido excepto
como elaboración de una determinada historiografía. Lo que se denomina como
"modernidad" es preciso tomarlo en el sentido propio de los modernos (empezando por
los renacentistas mismos), es decir, en sentido nominalista, como un nombre equívoco,
que significa muchas cosas, y da origen no a uno sino a varios relatos. Empezando por el
que han elaborado los renacentistas mismos.
Todas estas ideas están presente cuando Giorgio Vasari acuña el sustantivo
rinascita. En realidad la lectura que podamos hacer del Renacimiento se mueve en estos
dos polos significados por dos palabras: rinascita y Renaissance. El primero es el de la
conciencia de una época, el segundo la categoría historiográfica. Los dos son debidos a
epígonos, Vasari y Michelet, en épocas tardías que buscaban una justificación del
presente en una reconstrucción del hilo histórico; los dos tienen en común el ser
discursos estéticos de la historia; los dos son alternativas en cuanto al origen de la
modernidad, italiano o germano; y los dos son valiosos pero insuficientes.
El topos de lo moderno se elabora desde la inevitable construcción historiográfica
que mediatiza la recepción de las fuentes, y aquello hacia lo que apuntan éstas: el

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nacimiento de una nueva sensibilidad, que tiene su reflejo en el proyecto humanista.
David Summers ha destacado con acierto este aspecto de la nueva sensibilidad, que no se
reduce a la prolongación del neoplatonismo, sino que incorpora otras tradiciones: el
"juicio de la sensibilidad" organiza un tipo de relaciones estéticas con el mundo del
objeto, pero desde el punto de vista del sujeto. Éste, a su vez, se basa en un sensus
communis, que establece un lazo entre todos los sentidos, entre lo particular y lo
universal. Es el fundamento de un juicio de gusto particular con pretensiones de
universalidad. Como puede verse, se trata de un tema que, con diversas inflexiones,
entronca con la problemática kantiana del juicio de gusto (Summers, D., 1997).

2.2. El proyecto humanista

Si en la época moderna surge una disciplina llamada Estética que consiste en una
teoría de la sensibilidad, eso es posible porque en la época se anuncia una nueva
sensibilidad, que consiste ante todo en un aprecio de la sensibilidad. La estética, y su
reconocimiento disciplinar (que siempre suele ser tardío ) es fruto de una época
determinada. Hay en ella una revalorización de lo sensible en el hombre, en un cultivo
del cuerpo como parte integral de lo humano. Y hay también una revalorización de lo
sensible fuera del hombre, de la naturaleza, como algo valioso en sí mismo, como
elemento de autorrealización, y no como obstáculo para la realización de lo
suprasensible. El hombre se une a Dios a través de la naturaleza y no a pesar de ella.
Esto se pone especialmente de manifiesto en la pervivencia de las teorías animistas y de
la magia en Bacon y Bruno, en la armonía universal estética de la cosmología de
Copérnico, en la experiencia simpatètica de la Paracelso. La misma noción de
experiencia, que es tema clave en Leonardo da Vinci, resume perfectamente esta nueva
situación.
El desprecio del Renacimiento como origen de la modernidad, como clave de la
modernidad alternativa, tiene su causa en nuestra incapacidad para asumir su
complejidad que hace incómoda nuestra uniformidad de juicio. El Renacimiento no es
una época de transición invertebrada. Sí es una época transitiva, como la nuestra misma.
Hay en ella una conciencia del tiempo, de su fugacidad, que lleva a distintas reacciones
que van desde el carpe diem a la mística. Esta sensibilidad para el tiempo, y no
exclusivamente para la eternidad, es contemporánea. Y dentro de ella es preciso examinar
más detenidamente el proyecto humanista, como núcleo suyo. También el humanismo
renacentista ha sido objeto de simplificación, reduciéndolo a muestra de la subjetividad
moderna del hombre concebido como "animal racional". Pero el proyecto humanista no
es sólo filología como rescate e imitación servil de los antiguos, sino como concepción
del hombre como lenguaje, como el zoon logon ejon entendido como el animal que tiene
y es tenido por la palabra. Que abre al hombre la pluralidad del mundo físico, social e
histórico. Esto se manifiesta ya en el humanismo italiano, ciertamente, pero otro de los

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tópicos a revisar es precisamente el monopolio historiográfico de ese humanismo y de su
orientación neoplatónica. Junto al discurso sobre la dignidad del hombre, hay también en
el humanismo un discurso sobre su indignidad. Por otra parte, hay también una mística y
concepciones de la naturaleza que serán recuperadas por el romanticismo,
paradójicamente para realizar su crítica a la modernidad.
¿Quién es el humanista? Kristeller ha señalado que la palabra "humanismo" se acuña
a comienzos del siglo XIX. Se deriva de los términos humanista y humanidades, que se
usaban en el Renacimiento. Un humanista era el maestro en humanidades o studia
humanitatis ciclo de disciplinas compuesto de Gramática, Retórica, Poesía, Historia y
Filosofía moral. El término studia humanitatis es aún más antiguo que el de humanista,
que se derivó de él. Aparece ya en los escritos de autores romanos antiguos, como
Cicerón o Gelio, y sabios del siglo XIV, como Salutati, lo tomaron de ellos. En este uso
antiguo, las humanidades significaban una especie de educación liberal, es decir, literaria,
digna de un caballero. Aunque luego adquieren un sentido más técnico, sin embargo
siguen conservando ese rasgo decisivo de unión entre las letras y la libertad en el hombre
a través de la educación. En otros términos: tienen un carácter decididamente
emancipatorio.
Es importante subrayar este aspecto, pues con frecuencia, y ya desde la Ilustración,
se asocia la imagen del humanista con la del erudito, para subrayar la importancia de su
saber, pero también su esterilidad. Y, sin embargo, tanto en el Renacimiento como en la
Ilustración la imagen del auténtico sabio y erudito va asociada no al que sabe más, sino al
que sabe mejor. Es decir, y en palabras de Petrarca en De vera sapientia: "De la misma
manera que la sabiduría recibe su nombre de gustar, así hay que ver de hecho como
sabio aquel al que se abre el gusto de las cosas". Sapientia viene de sapere (gustar,
discernir) sabio es aquel que tiene el gusto por las cosas, que es capaz de traducir la
realidad a concepto y expresarla en el lenguaje, actualizándola en la acción. La sabiduría
consiste, pues, en la unión entre teoría y práxis; el ideal no reside en la contemplación e
investigación teorética, sino en el mantenimiento de una actitud práctica. El sentido de los
estudios humanísticos es, pues, para Petrarca el de buscar modelos en un mundo que
cambia. No se trata de un ideal de vita contemplativa sino de vita activa. Se trata de una
sabiduría práctica, que tiene una plasmación en la propia vida y en comunicación como
luz (ilustración) a la vida de los demás.
Coluccio Salutati afirma que la humanitas consiste en virtud (experiencia, saber
moral) y erudición. El humanista aparece, pues, caracterizado por su humanidad, y ésta
consiste en "erudición" (que no es meramente teórica, ni literaria), y virtud, saber moral
(que no es sólo individual, ético, sino social y político). Pero la palabra "virtud" no tiene
el sentido restrictivo de bondad, de obediencia a la norma, sino que es virtú, y alude
también a destreza, juicio. En resumen, el humanista es el erudito que conoce el pasado
y el hombre de acción que aspira a renovarse a sí mismo y a la sociedad. Aparece así el
humanista como un producto de su siglo, igual que lo va a ser después el "ilustrado" de la
Ilustración. A éste, lo que le distingue como tal es precisamente el ser un hombre de
"juicio", que no sólo sabe, sino que sabe aplicarlo a cada caso. Este carácter mediador es

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precisamente el de la sensibilidad estética, que en el caso del humanismo renacentista se
concreta en el ingenium. Se trata de saber más, pero para ser mejor. Es un rasgo
distintivo del humanismo la preocupación ética, pero desde esta actitud estética de cultivo
de la totalidad de lo humano a través del cultivo del lenguaje.
Leonardo Bruni en su De studiis et litteris liber señala que las palabras no pueden
estar separadas de las cosas. El verdadero humanista es el gramático, que a través del
conocimiento de la palabra llega al conocimiento de las cosas. El "amor a la palabra"
(filología), en que consiste la erudición, presupone por igual la pericia en las letras y la
ciencia de las cosas. Pero ésta no hay que entenderla con nuestro concepto actual, sino
dentro del contexto de las artes (ciencias) del Trivium (de la palabra) y del Quadrivium
(de la medida). El problema de un pensar objetivo no comienza, como ha podido
pensarse, con las ciencias de la naturaleza, sino con la Filología.
Para Lorenzo Valla, en sus Disputationes dialecticae, "cada cosa nace como se
hace en el hombre", lo que quiere decir que no hay un en sí del objeto y supone también
una crítica aneja a las categorías escolásticas, conceptos vacíos de contenido. Según esto,
es preciso sustituir el concepto abstracto y vacío de Ser por las cosas concretas. La cosa
nace y se hace en el lenguaje, que abre al hombre su propio mundo y la pluralidad de lo
real está en la pluralidad significativa de la palabra. La gramática viene a ser así un
bucear en las raíces del lenguaje para ir a las raíces de las cosas en un mundo, en el que,
como denunciaba Petrarca, hay una disociación entre palabras y cosas, y la educación
tradicional (anticipando la crítica cartesiana) no sólo no hace más sabios, sino más
ignorantes. En su magnífico trabajo Lamia, de gran actualidad, Angelo Poliziano rechaza
el nombre de filósofo (por tal como está la filosofía) y reclama sólo el de gramático, pero
no en su sentido restrictivo, sino en el original de literato. Lo que propone es sustituir la
filosofía por la hermenéutica como forma de llegar a la sabiduría práctica, pues ha
desaparecido el símbolo de Minerva: "Hoy día hay muchas lechuzas, sí, pero que de
tales sólo tienen las plumas, los ojos y el pico, pero no la sabiduría. Esto es todo".
Bruni recuerda que el saber del gramático es también histórico, ya que los cambios
en las palabras nos instruyen acerca del cambio de las relaciones del hombre con las
cosas. M . Nizolio en De veris principiis afirma que la realidad cambia según las
diferentes situaciones en las que se nos aparece, cambiando también el nombre y el
concepto, por lo que no es determinable lógicamente. Precisamente porque el saber está
enraizado en el proceso humano de discusión con la realidad, en eso se muestra su
historicidad, y prueba el origen no racional de la relación entre la palabra y la cosa. El
conocimiento no está limitado al dominio de lo racional, sino que contiene elementos
patéticos, que imprimen a la relación nombre-cosa el sello de la Retórica.
El cultivo de la Oratoria, según los principios del De oratore de Cicerón, le sirve a
Nizolio para recordar cómo en los antiguos no había una división entre el recto obrar
(recte faciendi) y el bien hablar (recte loquendi), y y que la filosofía no puede nada sin
las palabras y la oratoria sin las cosas. Lo que nuevamente están apuntando los
humanistas con este y parecidos testimonios es el principio de la unidad del saber en la
palabra sabiduría. A este respecto cabe recordar que tanto Descartes como Leibniz lo que

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persiguen es la sapientia como unidad en que culminan los saberes particulares y que, al
mismo tiempo, es su matriz. Al ideal del científico se opone el ideal del sabio. A la
definición del hombre por la razón, la búsqueda de la totalidad humana, el cultivo de su
cuerpo y su alma. La sabiduría aparece así como una alternativa a la especialización en el
conocer y hacer humanos.
Para Bruni el saber es también social: el filósofo, el gramático, no puede vivir aislado
ya que el lenguaje es el producto vivo de la sociedad. Salutati en De nobilitate legum et
medicinae afirma que el objetivo último de los estudios humanísticos es una actitud ética
fundada en el saber y ordenada a la acción. Y no sólo ética: en la medida en que el
derecho y la jurisprudencia regulan las acciones humanas y determinan cuál es el bien de
la comunidad, éstos deben ser incluidos en el campo de la filosofía. Al fin y al cabo, ius
viene de iuvare. El humanista cristiano reúne la filosofía moral y la religión cristiana.
En resumen, cabe decir que el ideal del humanismo no es el hombre definido como
animal racional, sino como el zoon logon ejon el animal que tiene y es tenido por la
palabra, el hombre total (Grassi, E., 1977: 95). La Retórica se alza frente a la ciencia,
pero no como una doctrina, sino como una interpretación de la realidad y el hombre a
través del lenguaje. No sólo no se oponen a la ciencia sino que es parte central de los
estudios humanísticos la formación científica. Contra lo que se oponen es contra la
absolutización de ese modelo. Bruni señala que la erudición incluye la pericia en las letras
y la ciencia de las cosas; y que el ingenio, la vertiente práctica, el cómo solucionar las
situaciones concretas, no es posible sin las dos.
El proyecto humanista es, en realidad, "los" proyectos humanistas. Quiere esto decir
que para plantear hoy una estética en clave antropológica y humanista que no sea
anticuaria es preciso ampliar la matriz humanista del origen no reduciéndola al tópico de
un humanismo renacentista de corte platónico e idealista, que es el que va a recoger la
línea romántica historiográfica. Del mismo modo, no puede reducirse el arte renacentista
al ideal del clasicismo, sino que habría que destacar en él también los elementos
expresionistas del desgarro y escisión humanos. Y ello precisamente porque intentan ir o
abarcar la totalidad de lo humano. En otros términos: hay en el Renacimiento una imagen
optimista y pesimista del hombre. Pero o bien se ha silenciado la segunda o se ha
planteado como una contrafigura de la primera. El representante por excelencia de la
primera es Pico della Mirándola y su obra el Discurso sobre la dignidad del hombre. El
texto quizá más representativo para la imagen del hombre en el Renacimiento es aquel
donde se describe su naturaleza camaleónica, plástica, como señor de la metamorfosis
(Pico della Mirándola, G., 1986: 123-124).
El contexto es el siguiente: Dios ha creado el mundo, pero éste no tiene sentido sin
alguien que lo aprecie: "Pero, acabada su obra, el gran Artífice andaba buscando alguien
que pudiera apreciar el sentido de tan gran maravilla, que amara su belleza y se extasiara
ante tanta grandeza". Por eso crea al hombre. El hombre es aquí el espectador de lo bello
y lo sublime de la creación. Pero su destino no es sólo la contemplación sino la acción,
conforme a su ser dinámico. Pues, al haber creado todo, no le puede dar Dios nada
específico, sino lo que tienen de específico todas las cosas. En ese sentido es también un

45
microcosmos, como en Nicolás de Cusa. Pero el ideal de Pico no está en un humañus
mundus o un humanus deusy sino en lo que él llama el hombre "camaleónico". El
hombre es una existencia desnuda de esencia, es libertad. Dios ha colocado en él la
simiente de todas las cosas, y puede ser lo que quiera, darse a sí mismo una naturaleza
que no está predeterminada como en los animales. Pero su meta no consiste en rebajarse
o elevarse, sino en cobrar conciencia de su parte central en el universo, y mediante un
proceso de interiorización volver sobre sí mismo, cobrar conciencia de su unidad con
Dios y formar un único espíritu con él. La meta del hombre está en su origen, en Dios.
La estética de Pico es una estética de lo originario. En un doble sentido: se trata, como la
mayor parte de los humanistas (y contra la imagen historiográfica alemana de paganismo)
de un humanismo cristiano, pero que incorpora elementos de la antigüedad también
originarios, como es la imagen misma de la metamorfosis, trasunto del camaleonismo.
Blumenberg ha señalado con todo acierto que el discurso de Dios a Adán en la
Oratio es recogido más tarde en la pintura de Dios y Adán de la Capilla Sixtina por
Miguel Ángel. Parece efectivamente decirle: "Te puse en medio para que miraras
placenteramente a tu alrededor, contemplando lo que hay en él. No te hice celeste ni
terrestre, ni mortal ni inmortal. Tú mismo te has de forjar la forma que prefieras para ti ,
pues eres el árbitro de tu honor, su modelador y diseñador". Es cierto que hay en esta
imagen algún paralelismo entre Adán y Prometeo, pero es preferible ceñirse a la más
sugerente que propone Pico, la de Proteo. La imagen del hombre es no la de la
substancia, sino la de la metamorfosis. En ello estriba su dignidad: en poder ser lo que
quiera, pero debe volver al origen, pues entonces será otra cosa, pero no él mismo.
Ahora bien, aquí el hombre no ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, sino del
mundo, y, además, el mundo no ha sido creado para el hombre, pero no tiene sentido sin
el hombre, que es siendo espectador de ese mundo, siéndole en las sucesivas
metamorfosis. La metamorfosis es aquí un proceso iniciático en el que lo indeterminado
cobra determinación a través de las sucesivas mutaciones o imágenes. El hombre, al
final, es todas ellas. Lo importante es la precisión topográfica para entender la dignidad:
ha sido colocado en el medio del mundo. Volveremos sobre este punto a propósito de la
Astronomía. El análisis de Pico della Mirándola es una muestra de lo que se ha llamado
(Agnes Heller) el ideal del hombre dinámico en el Renacimiento: es un producto de sus
obras, fiel reflejo de un ideal de vida burgués en el que todo, comenzando por el mismo
hombre, se entiende como una adquisición por el trabajo. Como señala Cassirer, el viejo
axioma escolástico operari sequitur esse ha sido invertido. Pero la modalidad es muy
ilustrativa, precisamente por esa mención a Proteo y la metamorfosis, porque representa
la alternativa neoplatónica a la relación hombre-naturaleza distinta de la preconizada por
la nueva ciencia. ¿Distinta?
Esto lleva a una nueva valoración del pensamiento y de la naturaleza, y a las
relaciones entre ambos. El hombre creado a semejanza de la naturaleza por Dios se une a
él no trascendiéndola, sino a través de ella. El modelo de conocimiento es ahora la
simpatía en Paracelso o la identidad en Campanella. Este dirá que conocer es ser,
perderse en el objeto, con lo que el saber desemboca en la locura. Patrizzi lo resumirá en

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una frase lapidaria: Cognitio est coitio cum suo cognobili. Este "coito" entre hombre y
naturaleza es posible ya que está animada, poseída por un alma, lo que permite una
relación mágica, basada en el amor intelectual. En la filosofía de la naturaleza coexisten,
pues, junto con la habitual crítica a Aristóteles un empirismo y un misticismo.
La influencia platónica en el arte se hace patente en la relación entre amor y belleza
que envuelve los terrenos estético y moral. En el Renacimiento español encontramos
casos magníficos de plasmación en la escultura y la arquitectura de esa lucha entre el
amor divino y el amor profano como son los dos lados de la escalera renacentista de la
Universidad de Salamanca. En Italia el De amore de Marsilio Ficino da la pauta de esta
orientación. Es la belleza de Dios quien engendra el amor, que no es sino el "deseo de
ella misma". Pero hay dos Venus, la celeste y la vulgar, dos amores, el divino y el
humano. El segundo no es sino "el deseo de engendrar en lo bello para conservar la vida
eterna en las cosas mortales" (Ficino, M . , 1986: 59). Pero esta influencia neoplatónica
en el arte no induce a pensar que estemos ante una estética en el sentido posterior de la
disciplina. Chastel lo ha puntualizado así: "La estética, en el sentido moderno de la
palabra, no aparece en el Renacimiento, como tampoco en la Edad Clásica; hemos
evitado cuidadosamente la ilusión que consistiría en sacar de la enseñanza de los filósofos
una doctrina que se había impuesto en los talleres" (Chastel, A., 1982: 34).
A pesar de esa asimilación entre cristianismo y antigüedad clásica se abre paso un
sentimiento presente en los textos citados y es el de que el mundo no ha sido hecho para
el hombre. Hay un paso más, y es el que permite llevar el proyecto humanista en una
dirección que desembocará en Vico, y que no es esta platónica, la imagen platónica del
hombre. Las nuevas concepciones astronómicas le reforzarán en la pérdida de la
centralidad y la posibilidad de infinitos mundos. Pero es ahí donde se inserta el papel
polivalente del arte. Se recupera la téchne griega, el ars latino, pero no el sentido de
hacer o disfrutar estético, sino del hacer artificial del hombre que crea otra naturaleza. De
ahí la extensión de la palabra a otros ámbitos distintos del arte propiamente dicho, y que
tienen relación, como ya se ha señalado, con un estilo. La naturaleza pierde su valor
normativo como creación divina. Blumenberg ha desarrollado esta idea del papel negativo
del arte respecto a la "dignidad del hombre" en cuanto imitador de la naturaleza. En
Platón hay una diferencia entre el artesano (demiurgo) y el pintor: el primero produce, el
segundo reproduce; el primero produce conforme a las ideas de las cosas que hay en él,
en un proceso de participación (methesis) de ellas, pero el pintor no tiene acceso a esas
ideas y sólo imita (mimesis) su copia en las cosas. Mientras que en la participación hay
un componente positivo, pues hay una presencia del modelo en lo producido, en la
imitación se destaca la diferencia entre la imitación y lo imitado. Se pasa de la imitatio a
la inventio, pero tomando el hombre el papel de Dios creador, y no de la naturaleza
creada.
Siendo cierto esto, el paso no es lineal, en el sentido del que habla Blumenberg, y
que respondería a una construcción en cierto modo hegeliana de la historia, sino que las
dos líneas están presentes en la modernidad, por más que haya una decantación hacia
una de ellas en la ciencia y una cierta dirección de la filosofía. Junto a los ejemplos

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citados antes, conviene señalar ahora la filosofía de la naturaleza de Giordano Bruno, con
su concepción del Universo como un gran animal cósmico, y en el que ya se plantean los
problemas que serán clave en el romanticismo entre el infinito y lo finito. Es una
concepción estética en el pleno sentido de la palabra, pues aquello que tienen en común
los seres humanos es precisamente la sensibilidad. Los Furores Heroieos plantean el
drama del hombre como el cazador cazado, pues no puede dejar de perseguir al infinito,
pero será aniquilado por él, Blumenberg tiene razón en señalar los matices, pero en el
mismo Bacon se propugna un imitar la naturaleza, para así mejor conocerla y poder
dominarla. Durante un período de tiempo magia y ciencia coexisten porque siguen el
principio de que lo semejante actúa sobre lo semejante, y en caso de Bacon, que
proseguirá en el pensamiento y la estética ingleses, la renovación significa una
"invención" también en el lenguaje, porque las palabras han dejado de remitir a las cosas,
y sólo las ocultan.
Pero en esta dirección neoplatónica y la que toma la ciencia hay un elemento común:
la conciencia, el discurso de la dignidad humana, basada en su origen divino, y en la
participación de su logos, interpretado como ratio. Sin embargo, hay otra tendencia, que
podemos denominar la del discurso de la indignidad humana, no pesimista sino realista,
por contraposición al otro idealista, y que junto a la estética inglesa constituye la cara
complementaria de la modernidad.
Fernán Pérez de Oliva tiene una obra titulada Diálogo de la dignidad del hombre
(Pérez de Oliva, F., 1982). El mismo título sugiere el antecedente de la de Pico.
Presentada al estilo de diálogo platónico, uno de sus personajes, Antonio, sustenta la
postura cercana a Pico, la del hombre como imagen de Dios y fin de todas las cosas:
"Tiene ánima a Dios semejante, y cuerpo semejante al mundo: vive como planta, siente
como bruto y entiende como ángel" (p. 95). Mientras que Aurelio le opone el discurso
realista del razonamiento y la observación. Dinarco media entre ellos en un final no
conclusivo.
Aurelio habla de la miseria del hombre. Le parece que hacerlo sobre la dignidad es
cuestión de ignorancia e ilusión sobre la condición humana. Por eso, irá enumerando los
elementos de esa miseria humana: "Nosotros estamos acá en la hez del mundo…" (p.
80), y además " desposeídos de todos los dones, que a los otros animales proveyó
naturaleza" (p. 81). Si valiéramos algo, la naturaleza no nos hubiera tratado así. El
cuerpo…"¿qué dirá?, sino que fuymos con tanto artificio hechos porque tuviésemos más
partes do poder ser ofendidos" (p. 83). Sólo podemos vivir matando al resto de las cosas
de la naturaleza. Y en lo que se refiere al alma y al entendimiento: "Este si bien miráis,
aunque es alabado, y suele por él ser ensalzado el hombre: mas no fue dado para ver
nuestras miserias, que para ayudarnos contra ellas" (p. 85). Es débil, se deja engañar por
los sentidos, nos descubre el dolor, produce diversidad de opiniones, e idea medios para
quitar la vida de los semejantes. No es mejor la existencia del hombre en sociedad,
resumida en dos palabras: dominio y opresión. Al conocer su estado, todo el mundo lo
aborrece y codicia el de otros, "porque todos los bienes de fortuna al desear parecen
hermosos, y al gozar llenos de pena" (p. 90). El resumen de la vida humana es

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descarnado, y cada etapa hace buena a la anterior. Y frente a la abundante literatura al
estilo de Jorge Manrique en que la certeza de la muerte queda compensada por
inmortalidad de la fama, aquí la fama después de la muerte no sirve para nada pues no
está el sujeto para gozarla: "Los cuerpos en la sepultura no son diferentes de las piedras
que los cubren" (p. 91). Éste, el de Aurelio, es un discurso sobre el hombre desde el
hombre, no desde su origen, que configura un determinado discurso sobre su ser, sino
desde su realidad, sobre el modo como está en el mundo. Si no hay referencia al origen
divino, sino sólo al humano, tampoco a la inmortalidad y a la gloria. No son Jorge
Manrique ni Valdés Leal sino, quizá, los textos pictóricos de José Hernández.
A medio camino entre la docta ignorancia, el larvado pesimismo intelectual de Pérez
de Oliva y el escepticismo de Francisco Sánchez está el Elogio de la locura de Erasmo
de Rotterdam. Hay una conexión con Maquiavelo (El Príncipe) en el elogio del realismo,
luego denostado. Pero la verdad en boca del loco o el tonto no molesta, tampoco su
elogio. Sólo cómicamente se puede describir lo que es una comedia: la vida misma. En
ella todos actúan con una máscara que les oculta. Es la realidad de la máscara que todos
enmascaran y nadie quiere desvelar, por lo que el sabio que lo intenta es siempre
inoportuno. Sólo queda hacerse el loco y seguir una moral de la acomodación.
Esta conclusión merece la pena ser destacada en Erasmo por la proyección moderna
de la misma, en lo que se refiere tanto al larvatus prodeo ("avanzo enmascarado") con
que se presenta en el mundo el método cartesiano, como a la moral provisional que lo
acompaña. Por el contrario, afirma Erasmo, el modelo estoico de hombre es un modelo
inhumano, de forma que si tuvieran que convivir con él lo odiarían. El sabio es aquel a
quien no le importa morir porque, en realidad, nunca ha vivido. Por ello se manifiesta
también contrario a la sentencia platónica del filósofo-rey, como fuente de todas las
desgracias. Las ciencias irrumpieron en la vida humana con las otras calamidades y la
misma etimología de "demonios" identifica a los causantes: los que saben. Por el
contrario, la felicidad no está en las cosas mismas, sino en su representación, en la
caverna platónica. Con ello destaca Erasmo la importancia de la ficción para la vida, y
también del amor propio por el que cada uno quiere ser lo que es, es decir, su propia
ficción.
Erasmo distingue entre dos tipos de locura. Una que es la común, la del extravío de
la razón, que puede entenderse en dos sentidos: la pérdida de la razón y la razón misma
que nos pierde, es decir, la locura de lo racional. La otra: cierto alegre extravío de la
razón, que nace de un conocimiento exacto de lo que es, de la realidad misma como
ficción. Y desde ahí mismo sale el elogio de la vida: "Primeramente: ¿qué podría ser más
dulce y más precioso que la misma vida?" El origen de este placer en la vida está en el
olvido del sufrimiento con que ésta se origina, en querer ser uno mismo en el amor
propio, en definitiva en el carpe diem. La "perfidia" de Erasmo está en las fuentes y
autoridades que utiliza y en que aparentemente se apoya, en ese constante "ya lo decía la
Escritura". Y así recuerda que el número de los tontos es infinito (Eclesiastés) y que el
resto se vuelve tonto por su misma sabiduría; que quien atesora ciencia añade dolor. Pero
esa locura, estulticia o nesciencia es, en realidad, la nostalgia de la pureza de alma y

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modelo en Cristo, y se revela en la locura de la cruz, en los apóstoles como modelos de
sencillez. Con ello Erasmo lo que está proponiendo es una vuelta al cristianismo
originario. El que no haya epílogo es una muestra del carácter consecuente de la obra.
Pues de lo contrario se trataría del apólogo del sabio. Pero, en realidad, lo que ha
propuesto es otro tipo de sabiduría mundana, bajo la imagen ya clásica de la vida como
un teatrum mundi, y que, nuevamente, como ocurrirá con Descartes, se presenta una
propuesta universal en la narración de un acontecimiento privado.
La Capilla Sixtina y El juicio final son dos momentos en la obra de Miguel Ángel,
en su vida, y en la evolución del humanismo. Lo dice en el soneto LXVIX: "El curso de
mi vida ya ha tocado fondo / pasando mares tormentosos y en barco endeble / en el
puerto común, al que llegamos para decir / la causa y razón del proceder, buenas o
malas". Dos ejemplos en la evolución de ese humanismo los tenemos en el escepticismo
principiante de Francisco Sánchez y en Montaigne. Más allá de la duda metódica
cartesiana el primero concluye: "Quedan, a mi juicio, explanados los tres términos que
hay que distinguir en el problema del conocimiento: la cosa que ha de ser conocida, el
ente que conoce y el conocimiento mismo. Creo haber demostrado la vanidad e
impotencia de nuestro saber por razón de su materia y la incapacidad de nuestras
facultades cognoscitivas para alcanzar algo que no sea exterior, mudable y limitado"
(Sánchez, E, 1972: 150). Pero Sánchez no es un escéptico sino alguien que busca
certezas en una crítica al concepto de ciencia aristotélico. Propone al final del libro un
concepto de ciencia crítico y experimental que recuerda el programa baconiano, donde
juega un papel importante la revalorización del cuerpo.
En Montaigne se ha querido ver el paradigma de este cambio de actitud en el
humanismo. En el libro II , capítulo 12 de los Ensayos, encontramos la "Apología de la
Teología Natural de Raimundo de Sabiunde", y en ella un discurso sobre la indignidad del
hombre y la dignidad del animal. Se dice del hombre que es un animal racional: lo
primero le distingue a su pesar, mientras que de lo segundo no hay rastro. Hay una
alabanza de los sentimientos y destreza de los animales, junto con la recomendación de
seguir la vida natural. También del disfrute de la vida, replegándose a la propia intimidad.
Pero se trata de un escepticismo conservador: seguir la tradición, no a la utopía. En este
sentido, y a pesar del rescate que ha querido hacer de él la Teoría Crítica, no se da la
ecuación de "pesimistas teóricos, pero optimistas prácticos". Denuncia el sueño humano
de creerse el centro y objeto de la creación, por lo que recomienda una proyección de lo
humano en lo divino. En definitiva, declaraba como propósito del ensayo denunciar el
orgullo de la razón humana, someterlo a la autoridad divina. Él mismo es consciente de lo
que llama " […] esta conclusión tan religiosa de un hombre pagano". En cierto modo es
consecuente con una de las posibles salidas del discurso sobre la indignidad, pues, si esto
es así, al hombre no le eleva la humanidad sino Dios. Y "corresponde a nuestra fe
cristiana, no a su virtud estoica, el pretender esta divina y milagrosa metamorfosis".

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2.3. Los textos pictóricos. Humanismo y experiencia

Uno de los mensajes más actuales del humanismo es el de la transversalidad de la


experiencia, que explica la denominación de los studia humanitatis, como una educación
no especializada sino destinada al cultivo del hombre en su totalidad, es decir, en todas
sus facultades. Al comienzo no tiene sentido contraponer "humanidades" a "ciencias",
pues éstas están incluidas en aquéllas. A lo que se oponen precisamente en un comienzo
los humanistas es al desarrollo unilateral del logos como ratio. Por otra parte, las ciencias
tienen no sólo un valor estético, sino que también criterios estéticos configuran las
ciencias.
Esta interpretación iría en la línea no ya de una historia de las ideas, sino (por
sugerencia de Blumenberg) de las grandes metáforas. Sin duda, una de ellas, que
vertebra una determinada concepción de la modernidad, es la del giro copernicano. Lo
que fue un cambio en la concepción astronómica del universo se convirtió en paradigma
del cambio de lugar del hombre en el universo y de sus relaciones con él. Y esto dio
origen a la gran paradoja que se ha montado en torno al sentido de ese mismo giro. Se ha
interpretado como una pérdida de la centralidad del hombre y la Tierra en el universo, y,
por ello, de la misma dignidad humana, que ya no es el microcosmos. Pero lo cierto es
que en su época nuestra pérdida fue considerada en realidad como una ganancia. Porque
en la concepción griega la Tierra ocupaba el medio, ciertamente, pero entre el mundo
sublunar y supralunar. En la nueva concepción se convierte en un astro celeste, lo que no
era antes, y que implica una ganancia en la "dignidad". Además, la nueva física aplica al
mundo celeste los mismos principios que para el terrestre. Ello trajo como consecuencia
que coexistieran durante un tiempo la astronomía y la astrología, pero sin que hubiera un
influjo determinante, como antes, de los astros sobre la voluntad y el destino del ser
humano. La paradoja aumenta cuando, al final de la modernidad, en el prólogo a la
segunda edición de la Crítica de la razón pura, Kant retoma esta famosa metáfora para
ejemplificar el papel de un sujeto que no se rige por los objetos, sino al revés. Pero esto,
en realidad, casaría mejor con la vieja imagen ptolemaica del hombre y la Tierra centro
del universo, y no con la copernicana que certifica el giro en torno al Sol.
La astronomía antigua tiene como objeto desde Platón "salvar las apariencias", es
decir, dar cuenta del movimiento aparente de los astros, tal como se ofrecen en la
experiencia mediante hipótesis inteligibles que expliquen sus movimientos reales.
Ptolomeo propone "salvar las apariencias" mediante hipótesis teóricas que justifiquen los
movimientos de los cuerpos, sean reales o no, pues en ello no entra el astrónomo. En el
prólogo de Osiander al De revolutionibusdt Copérnico insiste en que " […] no es
necesario que estas hipótesis sean verdaderas, ni siquiera verosímiles. Basta con una sola
cosa: que permitan realizar cálculos que concuerden con la observación". Frente a
Osiander, y en la Carta dedicatoria a Paulo III, Copérnico afirma que los movimientos
descritos son movimientos reales de los cuerpos celestes. Pero es interesante hacer notar
el comienzo de su argumentación: "Como medité mucho sobre la incertidumbre de las
doctrinas de los matemáticos con respecto a la composición de los movimientos de las

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esferas del mundo, me fatigué al ver que los filósofos, que tan en detalle han estudiado
las cosas más ínfimas concernientes a este mundo, no tienen ninguna explicación segura
sobre los movimientos de la máquina del Universo que ha sido construida por el mejor y
más perfecto de los artistas". El antecedente de Petrarca y el inicio cartesiano de la
presentación del método está ya aquí: la ruptura con los modelos de saber anterior. Aquí
no se trata sólo de cálculos matemáticos sino de una interpretación metafísica de la física
en sentido aristotélico, que hacía desaconsejable la aplicación matemática misma como
fuente de inteligibilidad. Pero, sobre todo, que Copérnico sigue utilizando la metáfora de
la esfericidad del ser y del pensar, pero convirtiéndola en un principio de explicación
física de los cuerpos, pues geométricamente es la figura más apta para explicar el
movimiento de los cuerpos.
La relación con el Universo en la filosofía y ciencia de la naturaleza va desde su
concepción animista en Giordano Bruno como un gran animal vivo, a su concepción
física como un mecanismo de relojería. Antes, Ficino decía: "La tierra y el agua tienen un
alma […] ¿qué es el arte humano? Una cierta naturaleza tratando la materia desde fuera
[…] ¿qué es la naturaleza? Un arte regulando la materia desde dentro, como si un
artesano de la madera se encontrara la madera…" (Chastel, A., 1982: 222). Pero en
Kepler la percepción de la armonía matemática que hay en el Universo remite a una
armonía estética del mismo. Es objeto de una experiencia que va desde los sentidos hasta
el entendimiento que interpreta los datos. En el Mysterium cosmographycum desvela las
claves neopitagóricas y platónicas de la misma: "Lector, con el presente libro me propuse
demostrar que el Creador Perfecto, al construir este mundo móvil y al disponer los
cielos, se fijó en los cinco sólidos, tan celebrados desde Pitágoras y Platón hasta nuestros
días, disponiendo el número, la proporción y el movimiento de los cielos según las
propiedades de aquéllos". El tema del lugar en el universo sigue siendo importante, y en
la Dissertatio cum Nuntio sidéreo precisa que estamos colocados alrededor del corazón
del Universo que es el Sol, y en el planeta más adecuado para nosotros como seres
racionales. En Kepler hay una valoración de la experiencia como un proceso que parte de
la observación física, sigue en el cálculo matemático, lleva a la percepción de la armonía
en los movimientos de los cuerpos celestes sujetos a leyes, inteligible desde una armonía
estética establecida sobre postulados metafísicos de origen neopitagórico.
La integración de ciencia y arte en un auténtico sentimiento estético de la vida, como
experiencia única, la encontramos en Leonardo. Como expondremos en el capítulo final,
es todo un modelo para la posibilidad de un humanismo en la época de la ciencia y la
técnica. Y así dice: "Conviene indicar que la ciencia de las líneas de visión ha parido la
ciencia de la astronomía, que no es sino pura perspectiva, pues todo lo que en ella
encontramos son líneas de visión y secciones de pirámides" (Da Vinci, L., 1976: 34).
Leonardo se queja de que la pintura haya quedado excluida de las artes liberales siendo
hija de la naturaleza "y obra del más digno de los sentidos", la vista. En el duelo que
mantiene con la poesía finaliza precisamente con un elogio del ojo, que aparece como el
padre de las ciencias y las artes. El ojo es el auténtico conocimiento en cuanto metáfora:
el ver es la síntesis de sentimiento y entendimiento. Es el auténtico órgano de la

52
sensibilidad. Leonardo, que critica a los humanistas por la misma defensa de la pintura
frente a la palabra, pasa, sin embargo, por ser uno de los modelos más cumplidos de
humanista por su propuesta del cultivo total del hombre en lo físico y en lo espiritual,
pero también por la enorme curiosidad hacia el mundo. Wólffling ha dicho que "de todos
los artistas del Renacimiento, Leonardo fue el que más amó la vida". Esto equivale a
tener el sentido de la diversidad y del detalle.
La pintura es para Leonardo, y de acuerdo con la vieja caracterización, ciencia, es
decir, conocimiento por principios, y como tal es la madre de la perspectiva, la "ciencia
de las líneas de la visión". Pero esta "ciencia" es una ciencia que "finge" hechos: "En
fingir dichos aventaja la poesía a la pintura, pero en fingir hechos aventaja la pintura a la
poesía". El ut pictura poiesis aparece así reconsiderado: "La pintura es poesía que se ve
y no se oye, y la poesía es pintura que se oye y no se ve", o bien, "la pintura es poesía
muda y la poesía es pintura muda". Pero, además, hay otro elemento que es el del
pensamiento en imágenes reflejado en los textos pictóricos y sólo así se entiende la
oposición pintura-escritura, que es realmente una fusión en la inversión paradójica de ese
mismo pensamiento en imágenes.
La primacía de la pintura sobre la escritura consiste en la primacía de la imagen
sobre la palabra (p. 54). El dicho popular lo ha recogido asegurando que más vale una
imagen que mil palabras. Imagen y palabras tienen en común que proceden del hombre y
se refieren a la naturaleza. Pero mientras que aquélla posee las formas inmutables de la
naturaleza, ésta sólo tiene los nombres variables. Lo importante de esta afirmación son
sus supuestos: el primero, que la pintura es la teoría, la narración, el discurso de la forma;
y el segundo, que la imagen que se expresa en el cuadro es todo lo contrario de una
imagen fugaz, que es una imagen esencial. Luego el cuadro es el producto de la
imaginación creadora del artista que hace presente en la imagen la realidad de las cosas.
Dicho de otro modo: la realidad sólo se entrega en la ficción creadora. Pero siempre
como experiencia objetiva, es decir, desde un imaginar que es un ver, y no un fantasear.
Y por eso eleva a la pintura al rango de ciencia, a la más importante de ellas, no sólo
por las investigaciones que requieren el manejo de las técnicas, sino porque es un modo
de conocimiento que explica la forma, la estructura, la esencia de las cosas. El modelo de
pintura en que está pensando Leonardo es una pintura esencial, que narra lo que ve, pero
de un ver al estilo platónico que penetra hasta la esencia misma de las cosas, y por eso, a
diferencia de la palabra, es intemporal: "La pintura te presenta en un instante la esencia
de su objeto en la facultad visual (medio por el que también la sensibilidad recibe los
objetos naturales) y, al mismo tiempo, se constituye esa armónica proporción de las
partes que componen el todo para contento del ojo" (p. 57). Por eso los cuadros son el
espacio del presente. La historia, como magistra vitae, les confiere un delicioso
anacronismo. Por otra parte, la afirmación de Leonardo de que "la pintura es filosofía" y
que quien menosprecia la pintura no ama ni la filosofía ni la naturaleza, permite
establecer esa simbiosis fructífera entre pintura y filosofía en el marco de las artes
liberales. Porque la relación del hombre con el universo está presidida por la idea de
belleza: "El ojo, que la belleza del universo a los contempladores refleja, es de tanta

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excelencia. Ahora bien, ya vimos que en Pico della Mirándola el hombre ha sido creado
para contemplar la belleza del universo, es decir, lo que es. No hay, pues, aquí una
contraposición entre belleza y verdad, y la belleza está en poder conocer las cosas tal
como realmente son, tal como naturalmente son. Lo que Leonardo lleva a cabo es una
verdadera anatomía del universo.
La propuesta de Leonardo de imitar la naturaleza lo es no sólo en sentido platónico
sino también de perfeccionamiento de la misma, siguiendo su propia tendencia escondida,
lo que luego permitirá enlazar con la teleología. Pero sin desfiguración o embellecimiento.
La pintura es en ese sentido narración, y también guarda una estrecha relación con la
historia, no como historia anticuarla, sino como magistra vitae. Alberti en su De re
aedificatoria lo ha expresado así: "Puedo muy bien quedarme contemplando un cuadro
[…] con el mismo placer que sentiría leyendo una buena narración histórica, pues ambos
-pintor e historiador-son pintores; uno pinta con la palabra, el otro con el pincel" (Blunt;
A., 1980: 23).
Esto nos lleva a otro punto complementario del pensamiento en imágenes como
experiencia narrativa. Se trata de una experiencia autobiográfica, de creación de la propia
identidad en diálogo con la historia y con la naturaleza. Se trata de una historia natural,
de un auténtico discurso estético de la Historia.
Quien ha recogido la antorcha del humanismo en un momento tardío
cronológicamente, pero cercano a nosotros temáticamente, haciendo la propuesta de una
modernidad alternativa ha sido Vico, en su obra Ciencia Nueva (Vico, G. B., 1995).
Antes no se sabía muy bien dónde meter a Vico en las historias del pensamiento: epígono
de todo y antecedente de nada. En definitiva, un desplazado de una época muy bien
etiquetada: la de la modernidad como época de la razón. Ha sido necesario un cambio en
la metodología de la historia, una mirada más compleja a la modernidad para recuperarle
en toda su grandeza. Aparece así como uno de los modelos de la historia narrativa
contemporánea y uno de los ejemplos de que en ella no cabe la lectura simplificadora de
lo moderno desde el prisma exclusivo, y excluyente, del racionalismo. Pero al decir esto,
tampoco se le quiere entregar en los brazos del interesado posmoderno, que también
mantiene ese paradigma, aunque sea para criticarle.
Se trata de señalar que Vico constituye no una alternativa a la modernidad, sino la
modernidad alternativa; es decir, que forma parte de esa otra cara o caras de la
modernidad misma, silenciadas o desfiguradas por el tópico. Vico es un contemporáneo
nuestro porque nos permite recobrar, cobrar, una herencia no recibida, escamoteada.
Esta herencia no es otra que el humanismo. Pero no el reducido a un esperpento
histórico por Heidegger, sino el humanismo italiano que alienta todavía en Vico, y que en
su momento fue una propuesta de hombre europeo integral.
En este contexto, el título de su obra principal, Ciencia Nueva, sigue teniendo el
atractivo de una provocación. Como él mismo explica, se trata de una "historia de la
filosofía narrada filosóficamente", es decir, de una búsqueda de la sabiduría y de la
verdad (filosofía) entendida como amor al logos, como filología. El proyecto de una
historia narrativa se configura como el proyecto de construcción de una nueva mitología,

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entendida ésta como lógica de los orígenes, como etimología, en la que ir a las raíces de
las palabras significa conocer el porqué de las cosas. La lejanía de esos orígenes, la
mixtificación de las palabras, hace que permanezcan en un pasado remoto del que sólo
nos quedan huellas que es preciso interpretar. La Ciencia Nueva es la propuesta de una
hermenéutica en la que la forma de leer revela y, a la vez, forma un estilo de ser. Los
textos se nos aparecen como restos de experiencia vivida, y al comienzo de la obra Vico
nos presenta ese nuevo estilo acudiendo al texto pictórico, al pensamiento en imágenes de
un grabado, para darnos "la idea de la obra". La Ciencia Nueva, en un ejemplo de ese
pensamiento en imágenes, donde la imagen es todo menos capricho, es, como más tarde
se dirá, "fantasía exacta", una ciencia barroca, de amplios escenarios y remotos orígenes,
con múltiples hilos arguméntales que dan cuenta de la complejidad de lo humano, a cuyo
término se adivina la mano de la Providencia. No hay un método sino muchos caminos,
y es preciso andarlos todos si se quiere llegar a la meta, es decir, al origen.
El libro narra la génesis de lo humano a la luz de lo divino, de ese "adivinar" el
destino humano en las huellas de su origen sedimentadas en el lenguaje. De la
singularidad de este intento nos da cuenta el propio Vico oponiéndose al de su
contemporáneo, el historiador de la filosofía Brucker: " […] comenzó desde el momento
en que los primeros hombres comenzaron a pensar humanamente, y no desde que los
filósofos comenzaron a reflexionar sobre las ideas humanas". Es el hombre y no la idea el
verdadero protagonista de la historia en Vico. Sólo es verdadero lo hecho por los
hombres, y quien hace historia hace la Historia. La riqueza de la historia está en la
ambigüedad de la palabra. No hay una historia neutral y su escritura forma parte de ella
misma. Se configura así una historia heroica de vencedores y vencidos, en que la
memoria (al decir luego de Kundera) es un acto de resistencia contra el olvido.
Se trata, ante todo, de no olvidar los detalles. Aquello que desprecia la razón lo
enhebra el "ingenio" en una historia de hechos "inventados", encontrados, en el sentido
de Bacon, en cuanto rescatados al olvido impuesto por la autoridad. Esa historia del texto
pictórico es el núcleo del proyecto educativo humanista resumido en el genuino utpictura
poiesis: es un hacer narrado en imágenes.

2.4. Humanismo mutante. Textualismo y hermenéutica

Con esta vinculación entre humanismo y experiencia a través del lenguaje plasmada
en los textos pictóricos hemos pretendido deshacer el tópico de un humanismo estéril,
que ya propalaron los ilustrados franceses, centrado en la recuperación de textos antiguos
(eminentes) y su interpretación venerativa. El intento tiene sus raíces en un problema
planteado en el siglo XX como es el de la "deshumanización del arte" por la acción de las
vanguardias y el de la "deshumanización de los textos" como consecuencia del "giro
lingüístico" en algunas de sus manifestaciones. Tenemos la certeza de que hoy día se
asiste a una mutación humanista en el sentido del textualismo y a una estetización del arte

55
por obra de la hermenéutica, que intenta fagocitar a la estética. En ambos casos se trata
de un abandono de la experiencia, y el retorno a las cosas se sustituye por el retorno a los
textos.
Todavía está reciente una de las múltiples revisiones de la modernidad llamada
posmodernidad. Y, por otra parte, el llamado "giro lingüístico" y hermenéutico ha puesto
de manifiesto de forma aguda una idea convertida ya en creencia: no ya que tenemos,
sino que somos tiempo y lenguaje. Pero este clima aparentemente favorable en algunos
casos es una dificultad añadida para transitar entre los tiempos. Una de las dificultades
mayores es la señalada por Rorty con el título ya famoso de un trabajo suyo "El
idealismo del siglo XIX y el textualismo del siglo xx". Comenzaba diciendo: "En el siglo
pasado hubo filósofos que mantenían que todo cuanto había eran ideas. En el nuestro
hay autores que escriben como si no hubiera otra cosa que textos". A esto lo denomina
"textualismo" y a esa corriente pertenece el textualista "nato" y el "débil". El primero
acomoda el texto a sí, el segundo quiere acomodarse al texto.
Esto afecta de modo especial a las relaciones entre filosofía y literatura. En uno de
sus aspectos ese textualismo significa -como él mantiene-que la literatura quiere ahora
ocupar el lugar de la ciencia y de la filosofía, considerando a ambas como géneros
literarios. Pero esto se presta a muchas interpretaciones. Por otra parte está la postura de
R. Rorty en su crítica al esencialismo en literatura y arte (Rorty, R., 1991: 73). Lo que es
difícilmente comprensible es que ilustre su postura contra Heidegger apoyándose en
Kundera. Que Ser y tiempo puede leerse (con un cierto esfuerzo) en clave de novela, tal
como lo ve Kundera, no hay ninguna duda, ya que se exploran las posibilidades de la
existencia auténtica e inautèntica. Y esto mismo lo ha refrendado P. Sloterdijk al ponerlo
en relación con la vida en la República de Weimar (Sloterdijk, P, 1983, I : 375). Por otra
parte, las novelas de Kundera son toda una investigación de las Stimmungen como
posibilidades existenciales.
De la mano de Rabelais, Rorty lanza contra Heidegger el apelativo nietzscheano de
"sacerdote ascético", propio de aquellos que van tras la esencia, y cuyo gusto por la
teoría está opuesto a la narrativa. Los sacerdotes ascéticos no tienen paciencia con la
gente que piensa que más felicidad o menos sufrimiento pueden compensar de la
Seinsvergessenheit. Y así Rorty desarrolla una oposición entre el gusto del sacerdote
ascético por la teoría, la simplicidad, la estructura, la abstracción y la esencia, y el gusto
del novelista por lo narrativo, el detalle, la diversidad y los accidentes. El novelista no
acepta esa distinción entre apariencia y realidad en la que el filósofo no ve lo que los
demás ven porque se empeña en declararlo apariencia. Sustituye esta distinción por una
diversidad de puntos de vista, una pluralidad de descripciones de los mismos
acontecimientos. Rorty llega a llamar a la novela género de la "utopía democrática", ya
que expresa el espíritu de una comunidad en la que la tolerancia y la curiosidad, más que
la búsqueda de la verdad, son las virtudes intelectuales claves. A esto contrapone Rorty la
utopía de Heidegger, que caracteriza como una "utopía pastoral". Y concluye: "El género
de Heidegger, como he dicho, es la lírica: su héroe es Hölderlin, no Rabelais o
Cervantes".

56
El contraste de la afirmación de Rorty lo tenemos en la hermenéutica de Gadamer
que, por su vocación universalista, se anuncia de la mano de Heidegger como un nuevo
textualismo. El giro esencialista aparece formulado con toda claridad: "El planteamiento
que he desarrollado transfiere conscientemente el problema sistemático de la estética a la
pregunta por la esencia del arte" (Gadamer, H . G., 1996: 56). Esto plantea dos
reflexiones: la primera, que no se puede reducir la estética al arte, pero tampoco el arte a
la estética. La segunda, que se trata de ensayar el camino inverso, o de desandar el
camino, pues se trata de uno de ida y vuelta. El planteamiento estético se revela en estas
posturas como incompatible, a la postre, con el esencialista del arte. El mantenimiento de
la palabra estética dota a todo el proceso de una gran ambigüedad, si tenemos en cuenta
que ésta no puede captar la esencia del arte. Y éste es el tema que interesa a Gadamer y
no la estética en sí misma.
Gadamer habla de una "cultura estética moribunda" para describir la situación actual
(Gadamer, H . G., 1976, IV: 83). La experiencia estética queda salvada en la experiencia
del arte en cuanto experiencia hermenéutica: "La experiencia del arte es experiencia
sensible y en cuanto tal es un resultado del entender. En esa medida desemboca de hecho
la estética en la hermenéutica" (Gadamer, H . G., 1993: 56). Y así la teoría del leer
aparece como una teoría del comprender estético. En el fondo está latiendo esa postura
de su propia tradición alemana, aunque no la mencione explícitamente: el wahr-nehmen
de Jacobi y esa razón sentiente que recorre la obra de Hamann y Jacobi. Es significativo
que cifre el distintivo de las ciencias del espíritu no en el "dominio del método", sino en la
"fantasía hermenéutica". En definitiva, se trata de aquellos partidarios del Kant precrítico
que no admiten la limitación del concepto de experiencia de la Crítica de la razón pura.
Ese Kant es el que hace una crítica a la filosofía racionalista y de la mano de Hume
propone un concepto de experiencia como límite de la razón.
En cambio Gadamer, que recurre a Husserl para poner de manifiesto el paréntesis
que se da en el arte de forma espontánea con el mundo de la vida, pero que debería
acudir también a otras estéticas fenomenológicas, elabora una ontología de la obra de arte
como correctivo a las estéticas de la vivencia, y también a la estética neokantiana, cuya
vecindad con los planteamientos de arte no objetual cuestiona a A. Gehlen
desabridamente (Gadamer, H . G., 1996: 226). Los rechazos en ese sentido están claros.
Incluso en su propia autobiografía ha manifestado que la experiencia de la primera guerra
mundial barre la estética ilustrada neokantiana en favor del expresionismo. Pero no es la
noción de experiencia kantiana la que anima la propuesta de Gadamer, como también
rechaza la denominación de "objeto estético" en favor de la de "obra", pero en el sentido
del Ereignis heideggeriano. En realidad, todo el problema de fondo estriba en que no
parece conciliable históricamente su propuesta de recoger el testigo del humanismo
estético y prolongarlo y completarlo con el rechazo heideggeriano de ese humanismo, de
la estética, y con su planteamiento en torno al arte.
Sin embargo es muy sugerente su interpretación del leer arte, de la estética, como
una "cognitio imaginativa", en la que el acto de la síntesis es un acto de leer. Pero, ¿leer
qué? En resumen podíamos decir que se trata de un acto de reconocimiento de símbolos.

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Porque Gadamer acude explícitamente a Goethe: "La expresión de Goethe 'todo es
símbolo' es la formalización más universal del pensamiento hermenéutico" (Gadamer, H .
G., 1996: 62). Que sólo se cumple, añade, en la experiencia del arte.
Pero con estas premisas es difícil la comprensión del arte moderno, al igual que
sucede con Heidegger. Mientras que el arte humanista está lleno de símbolos, el moderno
le produce a Gadamer "espanto", precisamente por su mudez, porque no nos dice nada,
no "habla", por la ausencia de símbolos: "¡Y es que es la miseria de símbolos —podría
incluso decirse, la renuncia de los símbolos— lo que determina el arte del presente en
todos sus dominios". Porque "símbolo significa aquello en lo que se re-conoce algo […]
El re-conocimiento es la esencia de todo lenguaje de símbolos, y el Arte, parezca lo que
parezca, no puede ser nunca otra cosa que un lenguaje del re-conocimiento" (Gadamer,
H . G., 1996: 245). Para Gadamer el arte es conocimiento simbólico, es re-conocimiento,
en un sentido que remite a Platón.
El supuesto que mantiene Gadamer a lo largo de todo su planteamiento es la
"analogía" (en la práctica funciona como una identidad) entre la obra literaria y la obra
plástica. Las dos serían "textos eminentes" que rebasan, tienen algo más, que la mera
comprensión. Las obras de arte poseen "rango ontologico" y en ellas emerge la verdad.
Pero el problema que Gadamer soslaya en el tratamiento de "palabra e imagen" es
precisamente ese, el " […] cómo se llega a las obras plásticas a través de la palabra del
intérprete y de cómo es posible encontrar para una obra plástica una palabra
interpretativa que no manifieste pensamientos a propósito de una imagen, sino que
introduzca en una visión mejor de la imagen misma" (pp. 279-280). Su comentario al
cuadro de Giorgione La tempestades un ejemplo de lo contrario, de pensamiento sobre y
no del arte. Y también de esas reacciones emotivas que rechaza en la estética de la
vivencia, como Heidegger ante el cuadro de Los zapatos, de Van Gogh. La referencia no
es casual, pues para esa misma vivencia que niega la otra no importa, como dice en otro
lugar Gadamer, ni en historia el actor ni en arte el autor. Y así en La actualidad de lo
bello no importa para sus fines que el cuadro de Carlos V, que atribuye a Velázquez, sea
en realidad de Tiziano. El "lapsus" no tendría más importancia si no fuera por lo que
antecede. Y como en el caso de la polémica de Shapiro y Heidegger sobre Los zapatos
de Van Gogh son dos concepciones del arte y de la estética las que están en juego. Lo
cuestionable del intento gadameriano es el pretender buscar un eidos, un punto de vista
bajo el cual se presente y se interprete la creación artística de hoy (Gadamer, H . G.,
1996: 235). Es difícil, y a pesar de las buenas intenciones, lograr "leer" o escuchar lo que
los cuadros modernos diciendo callan. Porque, no es que falte la clave, sino que son
muchas claves.
¿Cuál es la clave que utiliza Gadamer? La general ha sido expuesta en Verdad y
método (Gadamer, H . G., 1977), y su intento de aplicación sufre inflexiones en el
desarrollo. La dependencia de Heidegger se pone de manifiesto tanto en su faceta de
crítica como de aportación positiva. Respecto a la primera se trata de una crítica a la
conciencia estética que tiene su expresión más acabada en la estética de la vivencia.
Respecto a la segunda, la tesis de Gadamer es que el arte es conocimiento como

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acontecer de la verdad. La experiencia del arte es una experiencia histórica. El punto de
partida de Gadamer es una tradición humanística que queda truncada por la modernidad
en el sentido de modernidad de la ciencia, de la orientación hacia el conocimiento
científico, la conciencia y el objeto construido desde el sujeto. Llama la atención ese
punto de partida en lo que denomina el "humanismo estético", que habría permanecido
supuestamente en Alemania a través del idealismo y la ciencia. Este punto de partida
presenta inexactitudes desde el punto de vista histórico y contradicciones en la
argumentación. Ambas están unidas. Gadamer no sigue la historiografía alemana que ha
condenado ese "humanismo estético" proveniente del Renacimiento italiano, proponiendo
como alternativa la Reforma, o un humanismo al estilo de Melanchton. Por otra parte,
mal se aviene este punto de partida en el "humanismo estético" con la condena a la
conciencia y vivencia estética, con el rechazo de Heidegger del humanismo, precisamente
para destacar, contraponiéndole, el momento veritativo en el arte.
La crítica a la fundamentación kantiana de la estética, al desarrollo schilleriano, es a
una conciencia estética abstracta que prescinde en la obra de todo lo que no sea la "obra
de arte pura", es decir, de su mundo y de esos elementos contextúales que permiten
acceder a ella. A ese proceder abstractivo, lo denomina Gadamer la "distinción estética":
"Con este nombre […] queremos designar la abstracción que sólo elige por referencia a
la calidad estética como tal. Esta tiene lugar en la autoconciencia de la Vivencia estética "
(Gadamer, H. G., 1977: 125). La tesis de Gadamer no sólo es sorprendente en el caso de
Kant, para quien el papel de lo bello y lo sublime en relación con la moralidad es
conocido, sino, sobre todo, en el caso de Schiller cuya vertiente ética, social y política es
indiscutida. Por otra parte, la afirmación de Gadamer de que ese modelo de conciencia
estética es la conciencia histórica de la simultaneidad, porque hace abstracción de otros
elementos y de otros tiempos, resulta paradójico si tenemos en cuenta la ahistoricidad
óntica del planteamiento ontològico del arte. La consecuencia de la distinción estética es
la pérdida del mundo para la obra y el artista: "De este modo, en virtud de la 'distinción
estética' por la que la obra se hace perteneciente a la conciencia estética, aquélla pierde
su lugar y el mundo al que pertenece. Y a esto responde en otro sentido el que también el
artista pierda su lugar en el mundo" (Gadamer, H . G., 1977: 128), y el que ella misma
quede disgregada en la pluralidad de las vivencias (Gadamer, H . G., 1977: 136).
Si se avanza hacia el siglo XX, vemos que la estética de la vivencia tiene una
traducción hermenéutica que afecta a uno de los puntos fundamentales de Gadamer: el
de un "relativismo" que amenaza la existencia misma de los "textos eminentes". Su
ataque a la "estética de la recepción" de Valéry (que tanto cita Jauss) según la cual un
texto son las lecturas e interpretaciones que se hagan de él, se traduce en la afirmación:
"Esto me parece de un nihilismo hermenéutico insostenible" (ib., p. 136 ). Todo ello nos
remite -parafraseando a Blumenberg- a la "recepción de la estética" de Gadamer en cuya
crítica formula su propuesta: "De este modo, en virtud de la 'distinción estética por la que
la obra se hace perteneciente a la conciencia estética, aquélla pierde su lugar y el mundo
al que pertenece. Y a esto responde en otro sentido el que también el artista pierda su
lugar en el mundo" (Gadamer, H . G., 1977: 139).

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Porque, efectivamente, no sólo se trata de un tránsito de la estética a la pregunta por
la esencia, verdad, del arte, sino que ese tránsito tiene la forma "de Kant a Hegel", y no
al revés, como se estila en el llamado "giro estético". Por más que, en un momento dado,
Gadamer remita su teoría de la "no distinción estética" al libre juego de las facultades en
Kant. A Gadamer lo que le interesa es " […] tender un puente sobre la enorme falla que
hay entre la tradición formal y temática de las artes plásticas de Occidente y los ideales
de los creadores actuales" (Gadamer, H . G., 1991: 46). La pregunta por la actualidad de
lo bello sería la armazón de ese puente figurado por el signo de interrogación misma.
Rafael Argullol insiste sobre este punto en prólogo a la traducción castellana de la obra,
sobre cómo oír en el mundo actual esa sinfonía sobre la belleza de Gadamer mismo. Por
otra parte, Gadamer se niega a que haya una ruptura entre el gran arte y el arte actual:
"Hemos traído a colación la tradición filosófica de la estética sólo como ayuda para el
problema que nos hemos planteado: ¿en qué sentido puede incluirse lo que el arte fue y
lo que el arte es hoy en un mismo concepto común que abarque a ambos? El problema
estriba en que no se puede hablar de un gran arte que pertenezca totalmente al pasado, ni
de un arte moderno que sólo sea "arte puro" tras haber repudiado todo lo que esté sujeto
a alguna significación" (Gadamer, H . G., 1991: 59). Y, no obstante, advierte la dificultad
que ya le ha salido al paso varias veces, y es la dificultad de ese eidos, de ese concepto
que enlace, que abarque "lo que el arte fue y lo que el arte es hoy". Es el problema del
"puente" que configura también una estética en Übergang, en tránsito.
Pero esto lo intenta en una reinterpretación del origen de la estética en la
modernidad. Gadamer comenta las diversas definiciones de Baumgarten de la Estética
desde la perspectiva de la retórica, y así la reflexión sobre el arte se desplaza del arte
plástico al arte de la palabra. Leer un cuadro o leer un texto son para Gadamer
actividades sintéticas. En ambos casos, ya se trate de arte de antes o de hoy, tiene lugar
un trabajo de reflexión y de participación. Se trata de la actividad sintética de la
percepción que frente a la percepción sensorial Gadamer prefiere llamar con una
denominación que confiesa "algo barroca" de "la no distinción estética" (Gadamer, H .
G., 1991: 78).
Su objetivo, aquello que tiende el puente es lo bello, entendido ya por Gadamer
como la verdad que sale al encuentro en medio del embrollo y confusión de este mundo:
"La función ontologica de lo bello consiste en cerrar el abismo abierto entre lo ideal y lo
real" (ib., p. 52). Y también el abismo del tiempo, pues se trata de representar (¿qué diría
Heidegger?), es decir, de traer a presencia algo en su plenitud sensible, re-conociéndolo,
es decir, rescatando, reteniendo su fugacidad en una permanencia. De ahí que la
experiencia del arte requiera también otra permanencia, un "demorarse" (y no un
abstraer) como su condición misma.
El problema, por utilizar la expresión de Jauss, es qué experiencia de lo bello se
puede tener en la época de "los-artes-ya-no-bellos". El problema es si no estamos ante un
neorromanticismo de la obra de arte total bajo el signo de la poesía, que prestaría la base
para esa analogía (clave última) de las artes plásticas y las artes de la palabra (Gadamer,
H . G., 1990: 80).

60
2.5. La novela como género de la modernidad

No deja de ser llamativo que una de la revisiones estéticas de la modernidad en que


ésta es recuperada críticamente sea precisamente a través de la novela. Cabe ir más lejos.
Al afirmar que la novela es el género literario de la modernidad se repite un tópico cuyo
destino mismo es el de ser desmontado, para que lejos de ser frontera se quede en tierra
de nadie. Aquí género literario se toma en la acepción de Ortega y Gasset: el modo como
la vida se ve y se expresa a sí misma en una determinada época. Pero también, cabría
añadir, es el modo como la vemos nosotros. De este modo los textos son textos vitales, y
asistir a su génesis equivale también a engendrarnos a nosotros mismos. El genus tiene
así virtudes genésicas, aunque, paradójicamente pueda llevarnos a un proceso de
deshumanización de los textos y quizá de esterilidad, al que ya se ha aludido y
volveremos más adelante.
Si nos salimos del tópico, el título debiera ser enunciado de otra manera: "Las
novelas como géneros de las modernidades". La modernidad se declina en plural y sólo
en esa pluralidad de lo moderno alcanzamos a ver la complejidad de lo contemporáneo.
A menos que no advirtamos ésta, y nuevamente cometamos el dislate de generalizar
singularizando con expresiones tales como "época de la razón"…, que no existió, ni antes
ni ahora. La disputa en torno a la modernidad, planteada en estos términos, ha sido una
mera cuestión de decisionismo revestido de ciencia ficción. Y podía formularse así:
"Dírne qué novelas eliges, y te diré qué modernidad quieres". Y, más adelante todavía,
parafraseando a Fichte: "Qué clase de modernidad se elige depende de qué clase de
hombre se es".
El reconocimiento de la novela como género de la modernidad ha coincidido
paradójicamente con la celebración por parte de los llamados "hombres postumos" de la
crisis de la modernidad. Por todo ello despierta sentimientos ambiguos. Es cierto que en
el fenómeno llamado "posmodernidad" había algo mucho más interesante y profundo que
sus (por demás superficiales) análisis de la modernidad, y consistía en la constatación y
reivindicación de una nueva sensibilidad ante la historia, la cultura y el presente. Ahí se
alumbró una figura: la del intelectual posmoderno. Su característica es no sólo la de ser
un analista de la crisis, sino la de habitar permanentemente en ella. Por eso, más exacto
que hablar de la "crisis del intelectual posmoderno" sería hacerlo sobre "el intelectual de
la crisis". Para utilizar la feliz expresión de Kundera es el habitante de las "paradojas
terminales de la modernidad".
El sentido de entrar en diálogo con todo esto es el de intentar recoger otra herencia:
la de nuestra modernidad latina alternativa. Por influencia del idealismo hermenéutico
nuestra vida se ha hecho decididamente textual. Leer se ha convertido en un vivir entre
líneas; ha dejado de ser escritura de la vida, para reducirse a la vida de la escritura; las
líneas son ahora barrotes, cárcel de la existencia. La vida, por utilizar un título de
Kundera, está siempre en otra parte. Recoger esa herencia moderna significa proponer un
retorno no a un autor, ni a un movimiento, sino a la experiencia, a la sensualidad del
concepto, a las imágenes. Significa un retorno a la modernidad, precisamente a esa

61
denostada por Heidegger, a la "época de la imagen del mundo", es decir, al mundo como
imagen. Pero si él hacía sinónimo a la modernidad de subjetivismo, lo que ahora se
pretende no es una vuelta al sujeto sino a los objetos. Se trata, para decirlo en otras
palabras, de recuperar una vieja fidelidad: al presente y a las cosas.
La dificultad de ese retorno hoy queda bien expresada en un texto pictórico, en el
conocido comentario de Benjamin al Angelus Novus de Paul Klee. Decía Novalis en uno
de sus fragmentos que "cada objeto amado es el centro de un Paraíso". En cierto modo
la obra de Benjamin es la narración del judío errante a través de un tiempo de objetos
que le han sido sustraídos, y de cuyo Paraíso se ve regularmente expulsado. Pero esta
propuesta de interpretación no significa confinarle en un malditismo estético, que suele
convertir la debilidad en provecho, sino dar a su figura una singular fuerza que permita
entender algunas claves de la radical ambigüedad que caracteriza nuestro tiempo. Esas
claves son las de una lucidez herida que encuentra con demasiada frecuencia la verdad
en los sitios y compañías de los que no gusta. Son también las claves de aquellos críticos
de la decadencia que, al decir de Nietzsche, luego se convierten en decididos
propagadores de la misma. Y así, el sentimiento de la expulsión del Paraíso en la pérdida
de los objetos convertidos en ruinas es la experiencia equívoca del Angel de la historia.
Es equívoca pues él mismo es el causante de la ruina que deplora: el viento huracanado
del progreso que le empuja hacia el futuro proviene del pasado, del Paraíso mismo. Los
orígenes han perdido su prestigio y de ellos sale no un nuevo comienzo, sino la ruina. El
Ángel que una vez nos arrojó del Paraíso, sumergiéndonos en la historia, y haciéndonos
cobrar conciencia de nuestra identidad en la desnudez de la vergüenza, se ve incapaz de
detener el tiempo y es expulsado también él. Sin habitantes ni guardián que los ame, el
tiempo ha dispersado los objetos y multiplicado los paraísos que buscan recrearse en
cada uno de ellos.
El Ángel de la historia muestra la imposibilidad del Paraíso idealista, del narciso
trascendental que contempla en el objeto su propia imagen. Narciso será inmortal
mientras no se conozca a sí mismo; cuando ve su propia imagen no ve el objeto, y
abrazándose se pierde en él. El mundo de los objetos es un Paraíso cuando en ellos el
sujeto se encuentra y se ama a sí mismo en el rostro transparente del otro. Pero en esa
plenitud encuentra su muerte. Por el contrario, el estar sujeto a la historia no designa,
como dice el tópico, un modo de ser específico de lo humano, distinto de los objetos,
sino sólo la imposibilidad de un saberse a sí mismo reflejado en ellos. Ese es el modelo
autoerótico de la filosofía al que ya se refería Platón, el hermafroditismo que se esconde
en los discursos radicales de la misma.
Un retorno a la modernidad, como retorno a las imágenes de los objetos, y no del
narciso trascendental en el conocimiento, ni tampoco del sentimental en el arte, significa
un retorno al presente, es decir, a la re-presentación. La recuperación de la modernidad
alternativa tiene como norte esos dos aspectos: fidelidad al presente y a los objetos; y
pasa por aquellos momentos en que se discute nuestra modernidad como una meditación
del presente. Por una parte se remite al tópico que hoy se expone, la novela cervantina, y
por otro a la imagen plural de lo humano que lo sustenta. Enlazando con lo expuesto, esa

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imagen plural abarca tanto los discursos de la "dignidad" como de la "indignidad"
humanas. Y se prolonga en aquellos momentos de la narrativa en que, por destacar el
segundo, parece que se oponían al proyecto de la modernidad misma. En ese sentido,
cabe recobrar alguna muestra de nuestra novelística y ensayo de comienzos de siglo para
el diálogo con el presente, para la recuperación de esa modernidad latina. No porque lo
más actual sean sus ideas filosóficas, aunque sean unos perfectos representantes de ese
"malestar de la cultura" que recorre nuestro siglo. Lo más importante es el qué hacen con
ellas. En otros términos, su actualidad para nosotros parece estar más que en sus
consideraciones en su modi res considerando por utilizar la expresión afortunada de
Ortega en sus Meditaciones del Quijote. Es, nuevamente, un tema de sensibilidad.
Pero justamente eso hace que para valorar a la Generación del 98, recuperarla para
el proyecto de modernidad, haya que sacarla de debajo de la del 14. Esta, en palabras de
Ortega, es portadora de una nueva sensibilidad, de una sensibilidad negativa, mientras
que la de la suya es positiva. Cuando dice de Baroja que "su obra es un tratado completo
de la indignidad del hombre" ha dado en el clavo. Se trata, efectivamente, de la otra
modernidad: junto al discurso de la dignidad del hombre, el de su indignidad. Al discurso
platónico sobre la dignidad humana, cuyo ejemplo más sobresaliente es el de Pico, y que
se continúa a lo largo de la filosofía idealista, se contrapone otro, que recorre la otra
modernidad y que deja paso a la categoría por excelencia de nuestro tiempo: la del
sufrimiento. La tesis doctoral de Baroja, médico, es sobre el dolor. Jünger tiene un
escrito de igual título. Pero hay una diferencia importante y es, en el caso de Baroja, la
ausencia de carácter positivo de ese dolor, su sordidez. No tiene un valor ascético ni
tampoco purificador y eso le lleva a la protesta contra él.
Podríamos rotular el ambiente como "nihilismo fin de siglo". Y sería interesante
mantener la definición del nihilista que da Nietzsche tal como la toma Adorno en
Dialéctica negativa, variando su sentido: nihilista es quien piensa que lo que es no es
como debería ser y que lo que debería ser todavía no es. Por una parte, son innegables
los parentescos con autores como Jünger. Éste dice en Eumeswil que hoy ya no cree
nadie en las grandes ideas, y más allá del pesimismo metafíisico de Schopenhauer, afirma
que la creación se inauguró con una gran mentira, por lo que nada puede ni debe ser
cambiado. Pero ciertas semejanzas no permiten confinar a los del 98 en una "sensibilidad
negativa". Por el contrario, la perspectiva cambia teniendo delante las tesis de El origen
de la tragedia de Nietzsche. El sentimiento trágico de la vida que hay en estos (frente al
sentimiento estético de la vida de Ortega) configura lo que el propio Nietzsche denomina
ahí como el "pesimismo de los fuertes". Es un modo de consideración distinto. Y la
disputa en torno a D. Quijote adquiere ahora una dimensión plenamente contemporánea:
la de las virtudes del héroe fracasado (o disponible según Benjamín), ya que sólo él es
capaz de ir a las cosas mismas. Es fenomenología, pero sin el componente idealista: ir al
fondo, y no a la superficie, significa zugrunde gehen, el irse a pique. Es en esa
experiencia del dolor donde aparece la sustancia de la vida. El resultado es una rebelión,
no un malestar o inconformismo. El cruce de filosofía y literatura da como resultado la
figura del intelectual, el hombre de letras, el crítico social.

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Pero no se trata de sacralizar a los del 98, sino mostrarles como origen y antídoto de
ese textualismo al que nos referíamos antes. Aquí es donde se da un verdadero cruce de
la modernidad, tiempo y lenguaje, en la reivindicación del principio de representación.
Que no significa copiar, sino re-presentar, traer a presente una vida, re-vivir. Lo que
impide una sacralización del texto y del lenguaje. Las reflexiones sobre Filosofía y
Literatura que subyacen a la revisión están hechas bajo este principio de re-
presentación.Tienen una deuda explícita con Benjamin en sus comentarios a Proust,
cuando habla de la Ver-gegenwar-tigung, y de algún modo se inscriben en una crítica de
la imaginación histórica que reclama no una nueva imagen del mundo, sino que el mundo
vuelva a ser imagen. O dicho en otros términos, y frente al análisis pesimista de Steiner
de "retirada de la palabra" se pide y se constata un "retorno de las imágenes".
Pero hay retornos y retornos. En la disputa entre Ortega y Baroja sobre la novela,
en el contexto de la deshumanización del arte, nuevamente el ejemplo de Proust viene a
ser sintomático. Hay que notar el contraste sobre este punto en Ortega, entre lo dicho en
Ideas sobre la novela y en el Velázquez. El método de la reviviscencia, núcleo de una
nueva filología, es distinto de las teorías aristocráticas expuestas en la obra anterior.
Antes ha dicho Ortega que la literatura de Proust es el ejemplo de una literatura
"deshumanizada", producto de una atención inhumana, de la imaginación como memoria,
que lleva a la desrealización. Pero en el Velázquez lo que se trata de pintar es la hora
transeúnte, no lo bello, sino lo real, lo humilde, corruptible y perecedero. Y esto es el
objeto de la literatura de Baroja, pero en un sentido más radical que Azorín. Se trata en
la representación, en la unión entre arte y vida, de presentar lo impresentable. Pero en
este caso es lo marginal, lo que no es aceptado por la sociedad, lo que vive en sus
márgenes. Hay aquí si se quiere una sensibilidad negativa, pero en la proximidad de lo
que se entiende por tal en Adorno, no en pretendidas teorías de lo sublime al estilo de
Lyotard, que prolongan una modernidad estética bien distinta, rayana a veces en el
esteticismo.
Del que tampoco salen inmunes en alguno de sus momentos autores como Azorín.
Más bien, hay textos en los que el retorno a las imágenes significa una huida de la
experiencia. Se lee al final de un texto de Azorín: "Vale más la imagen -la imagen que nos
formamos de las cosas- que las cosas mismas". Pertenece a un texto que lleva por título
"Santa Gadea del Cid" y está incluido en La Cabeza de Castilla. Es el texto de un viajero
imaginario. Los viajes han sido la materia tradicional de la experiencia. Pero desde la
modernidad tienen el carácter de iniciáticos. Llama la atención de Azorín el que un
nombre, el Cid, y los datos de un libro consultado, de una noticia, le disparen la
imaginación, reconstruyendo el alma de un pueblo en el que no ha entrado. No hay nada
real de lo que dice Azorín: no menciona los restos del castillo, y el que fue en su totalidad
un pueblo de judíos. Pero sí a sus habitantes arquetípicos, el hidalgo, la viuda: "El
caballero representará, en suma, el espíritu independiente de Castilla; la dama, la historia
que endereza los entuertos de la pasión". Es el sueño de una noche de verano: "Se
anuncia ya el alba; es preciso que el viajero se decida, habrá de entrar en la ciudad y
aporrear una puerta. La noche es pasada: el ensueño es pasado. El viajero reanuda la

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marcha; contornea el pueblo; lo deja atrás, muy atrás, entre los arreboles de la aurora.
Vale más la imagen -la imagen que nos formamos de las cosas- que las cosas mismas". El
texto de la historia real de los libros sirve de pretexto para construir la historia imaginada.
Para Azorín "la imagen lo es todo". Se trata de una nueva experiencia narrativa. El
espacio de la imagen de la representación, de la imaginación. El tiempo presente es el del
futuro pasado. La tesis de una historia narrativa, cruce de historia y arte, de Danto, se ve
aquí realizada. En Un pueblecito (1916), Riofrío de Ávila, como bien señaló Inman Fox,
vemos la mezcla de experiencia textual e imaginaria en Azorín. Su libro, como en las
novelas góticas, es el libro de un libro, el del cura sobre el pueblo. No piensa viajar a él.
Por los mismos motivos: no estropear la imagen. Y lo justifica: "La prisión es nuestra
modalidad intelectual; es nuestra inteligencia; son los libros. Cuando salgas de ahí, te
encontrará igualmente prisionero en Madrid o en Salamanca. Serás prisionero de los
libros que tú amas tanto. De los libros somos prisioneros todos nosotros".
Pero antes de esa huida esteticista Azorín ha analizado a fondo el tema de nuestra
modernidad, contraponiendo los modelos del Arcipreste de Hita y la novela picaresca. De
ésta, a propósito de La historia de la vida del Buscón, de Quevedo dice en La voluntad:
" […] Aquí, como en los demás libros castellanos, descubre patente y claro el genio de la
raza, hipertrofiado por la decadencia. Entre una página de Quevedo y un lienzo de
Zurbarán y una estatua de Alonso Cano, la correspondencia es solidaria. Y entre esas
páginas, esos lienzos, esas estatuas y el paisaje castellano de quebradas bruscas y
páramos inmensos, la afinidad es lógica y perfecta…". Por el contrario echa de menos y
constata que "este espíritu jovial y fuerte, placentero y fecundo, se ha perdido" (Azorín;
1982). […] "Hay que romper la vieja tabla de valores morales, como decía Nietzsche."
"Y Azorín, de pie, ha gritado: ¡Viva la Imagen! ¡Viva el Error! ¡Viva lo Inmoral! Los
camareros, como es natural, se han quedado estupefactos. Y Azorín ha salido soberbio
del café. No es posible saber a punto fijo las copas que Azorín ha sorbido.
Verdaderamente, se necesita beber mucho para pensar de este modo" (p. 215). En esta
página se da cuenta de la modernidad perdida, de la voluntad de un presente, el suyo,
para enlazar con ella; se pone frente a ella el tópico de la tradición antimoderna, pero
también el modo transversal de lectura: libros, arte, paisaje. Y después de estas
consideraciones, la ironía final despojándolas de toda trascendencia (Baroja, P., 1948, III
: 549). Los textos son textos pictóricos. No sólo por los pintores de la España negra, sino
por ellos mismos como literatos, haciendo lo mismo con diversos medios. Es el caso de
Gutiérrez Solana y sus escenas de Madrid.
El tema de la transversalidad de géneros es omnipresente. Y también otra: la del
medio de los mismos. En aquellos momentos España es agraria, pero la literatura se hace
desde la ciudad. El contraste está ahí. En cualquiera de ellos, y especialmente en estos
pasajes de Azorín y Baroja, está la sustancia del "yo soy yo y mi paisaje" de Ortega. El
contraste de la ciudad y el campo, el paisaje rural y el urbano son determinantes para
comprender los sucesivos estados de ánimo de los personajes. La fascinación de la gran
ciudad es omnipresente. Lo que expresaron los cuadros de Grozz pueden ser las escenas
matritenses de Gutiérrez Solana. El estado de ánimo resultante es el de la perplejidad.

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Llama Azorín a Azorín "espíritu perplejo" (p. 257). Este espíritu podría decirse que es el
de la novela moderna. En términos de Kundera, el de las "paradojas terminales de la
modernidad". Es decir, de la modernidad que alcanzados sus últimos objetivos se
destruye a sí misma: "He aquí la nueva vida del viejo bohemio, admirador de Baudelaire,
devotísimo de Verlaine, entusiasta de Mallarmé; del viejo bohemio amante de la
sensación intensa y refinada, apasionado de todo lo elegante, de todo lo original, de todo
lo delicado, de todo lo que es Espíritu y Belleza" (p. 273).
Todos acaban sentando la cabeza, pero entonces mueren como personajes: con D.
Quijote acaba la novela. Azorín ha encontrado "deliciosa" la "personalidad iliteraria" de
Montaigne, admirado la Apología de Raimundo de Sabiunde (p. 95), pero constata que
"Montaigne era un hombre raro, pero llegó a ser alcalde de Burdeos; hoy siendo un poco
original es difícil llegar a ser un concejal en Yecla" (ib.). El principal problema que ven
éstos frente a la tradicional tesis del hidalguismo y heroísmo español es la mediocridad de
España. Los personajes son mediocres. En cierto modo todo su caudal de experiencia es
como decían de los jóvenes hegelianos "experiencia de la vida de la conciencia". En eso
consiste el viaje imaginario del que es decorado el viaje real. Lo que plantean es la
antinomia del intelectual entre el hombre-voluntad que ve las cosas y los remedios y el
hombre-reflexión que paraliza esa energía. La consecuencia: "¡Soy un hombre de mi
tiempo! La inteligencia se ha desarrollado a expensas de la voluntad: no hay héroes; no
hay actos legendarios; no hay extraordinarios desarrollos de una personalidad: Todo es
igual, uniforme, monótono, gris" (p. 268).
En este contexto, la celebración del tricentenario de El Quijote sirvió a los
intelectuales para realizar un autoanálisis y para examinar la vida de la Nación. Ya
entonces, el problema de la herencia, su papel en la configuración de la identidad
personal y nacional, la necesidad de revisar los mitos en que se habían vertido, se reveló
como un asunto central. Y ahí se planteó una tesis que se prolonga hasta ahora y que
merecería la pena revisar: que la modernidad filosófica se ha agotado y su relevo ha sido
tomado por la modernidad estética; que ésta también ha llegado a su final, por lo que
estamos en la época de las "paradojas terminales de la modernidad", frase de Kundera.
No es difícil trenzar estas reflexiones con las del 98, pues éstos se reconocen a veces
como epígonos del romanticismo. Y sería interesante hacerlo también con las realizadas
por Rorty a propósito de Heidegger, Kundera y Dickens. El esquema es atractivo, pero
ambiguo, como también lo es la afirmación de Rorty de que el legado de Occidente son
las "novelas éticas", de protesta moral, y la esperanza de libertad e igualdad. No es esto
lo que dice Said en una obra no menos ambigua como Cultura e imperialismo. Se
podría, no obstante, aceptar la afirmación de Rorty relativa a las "novelas éticas", pero
entendiendo "éticas" en el sentido orteguiano de la búsqueda, no de un "deber ser", sino
de un "tener que ser". Un personaje paradigmático en ese sentido es el Aviraneta de
Baroja: prototipo del hombre de acción que salvadas las distancias recuerda al "anarca"
de Jünger. No actúa por ideas, ni tampoco por interés, sino por afán de juego, por
diversión, por el ethos de la palabra dada y la vida puesta a una carta. Hay muchos de
ellos. Si se elimina ese componente trágico, puede aplicársele lo que Baroja en el capítulo

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V de La veleta de Gastizar analiza bajo el título de "Las estelas sentimentales". Ahí se
muestra cómo tanto los razonadores como los impulsivos caminan hoy bajo ideas,
símbolos, mitos, que al igual que viejas estrellas hace tiempo que han desaparecido,
aunque todavía sigamos recibiendo su luz. El discurso de Unamuno en San Manuel
Bueno, mártir va. en esa línea. Las referencias de Baroja a Hegel permiten situarle en la
estela de Hegel, en el sentido de un arte que ya no es exposición del absoluto, pero cuya
estela todavía seguimos. Cabría decir que seguimos todavía en la estela sentimental de
Hegel, pues aunque el arte no sea ya exposición del absoluto, ni responda a la exigencia
de belleza, sí que seguimos tras su estela en la exigencia de verdad. Se puede decir con
Baudelaire que la Naturaleza romántica ya no es más que un "montón de hortalizas
sacralizadas", y con Rimbaud constatar que hemos sentado a Belleza sobre nuestras
rodillas, la hemos sentido amarga y la hemos injuriado, pero después, en los personajes
perplejos de Kundera se ha vuelto a caer en el hechizo de "el ideal de la belleza
traicionada". Se puede citar de Roth que el conocimiento es la única moral de la novela,
pero tampoco habría que desoír a sus personajes: "Nosotros no vivimos ya". A la
sensación de Azorín "es tarde ya" corresponde el que "la vida está en otra parte". Por eso
la frase de Baroja, que su generación fue "excesivamente literaria" y que "no supo vivir",
se inserta ya en la órbita europea.
Kundera parte de dos exponentes representativos en la denuncia de eso que se ha
llamado la crisis de la modernidad: Husserl y Heidegger. Para ambos la crisis consiste
básicamente en el desarraigo de las ciencias de su origen, y como buenos fenomenólogos
detectan en la especialización unilateral y utilitaria, uno el apartamiento del mundo de la
vida, y otro " […] lo que Heidegger, discípulo de Husserl, llamaba, con una expresión
hermosa y casi mágica, el olvido del ser" (Kundera, M . , 1987: 14). Hay, pues,
aparentemente, una traición de la modernidad respecto a sus orígenes griegos en los que
predominaba la "pasión del conocimiento" que convertía a la existencia en un
interrogante digno de ser perseguido en sí mismo y no por sus consecuencias utilitarias.
Más aún, adelantándola desde finales del siglo XIX, Kundera propone como
alternativa de esa modernidad filosófica traidora de sus orígenes, la modernidad estética,
resaltando de este modo la complejidad de lo moderno desde el punto de vista histórico
para dar cuenta de la modernidad de lo complejo, es decir, de la existencia y el ser
humano mismos: "En efecto, para mí el creador de la Edad Moderna no es solamente
Descartes, sino también Cervantes… [y] si es cierto que la filosofía y las ciencias han
olvidado el ser del hombre, aún más evidente resulta que con Cervantes se ha creado un
gran arte europeo que no es otra cosa que la exploración de este ser olvidado" (pp. 14-
15). Y continúa: "En efecto, todos lo grandes temas existenciales que Heidegger analiza
en Ser y tiempo, y que a su juicio han sido dejados de lado por toda la filosofía europea
anterior, fueron revelados, expuestos, iluminados por cuatro siglos de novela (cuatro
siglos de reencarnación europea de la novela)" (p. 15).
Olvido, pues, del ser (que Kundera recorta al ser humano) por parte de una filosofía
moderna que buscó organizarse para mejor cumplir sus fines según un modelo científico.
Y contrapone a la búsqueda cartesiana de la sabiduría de lo cierto y lo seguro, de la

67
verdad absoluta, en y por el yo pensante, la búsqueda de la sabiduría de lo ambiguo y lo
incierto, de las verdades relativas en el yo imaginario disuelto en sus máscaras y sus
personajes. La búsqueda de la experiencia del yo conduce así a un "yo experimental", no
concluso e inesencial, que explora las posibilidades varias de la existencia en la pluralidad
de los personajes. Por eso, opina Kundera, cuando se produce el encuentro de los hijos
de esas tradiciones inevitablemente se produce el malentendido. Porque aunque ambos
tengan como objetivo ahora comprender la existencia, abierta e interrogante, lo que, a
juicio de Kundera, pretende en realidad el filósofo es juzgarla, buscar en la obra literaria
las tesis o el mensaje que quiere transmitir, con lo que la esquematiza y empobrece.
Sería, podíamos decir, la inevitable herencia idealista del filósofo. Y también por eso la
filosofía desarrolla su pensamiento en espacios abstractos, sin personajes, sin situaciones,
afirmando siempre, huyendo de la perplejidad y de la complejidad. Por el contrario, la
novela parte del supuesto de que " […] las cosas son más complejas de lo que tú crees"
(p. 29), de ahí su carácter hipotético y vacilante, no conclusivo, ya que enlaza unas obras
con otras, e incluso lúdico, por lo que es imposible ir a ella para recolectar conclusiones
coherentes, y sí, más bien, reflexiones y, sobre todo, paradojas. Lo que no es óbice para
que la plasmación de la incoherencia existencial sea objeto de una lógica rigurosísima.
De este modo se llega a la conclusión: "NOVELA. La gran forma de la prosa en la
que el autor, mediante egos experimentales (personajes), examina hasta el límite algunos
de los grandes temas de la existencia" (p. 156). Eso significa, al igual que en la música,
"dar densidad" a la novela, por lo que " […] sólo la nota que dice algo esencial tiene
derecho a existir" (p. 85). Ahora bien, como ocurre en estas estéticas fenomenológicas, la
apelación a lo esencial y a lo originario tiene siempre lugar en el contrapunto de la crisis y
la decadencia. Estamos -dice Kundera-, en la época de las "paradojas terminales", en el
fin de la modernidad, donde el mundo se ha convertido en una trampa para la existencia,
dotándola de una gran complejidad. Es el momento de la confusión, de la complejidad,
pero debiendo abarcarla, la novela tiene prohibido perderse en ella. Su misión es de
claridad, y, además, "claridad arquitectónica". Con esta expresión Kundera reivindica, a
diferencia de la filosofía, una tradición para la novela que no rompe con su modernidad,
sino que enlaza directamente con Cervantes. De modo que "el novelista no tiene que
rendirle cuentas a nadie, salvo a Cervantes". Y esto significa, además (y yendo más lejos
que Kundera), que la novela así concebida recoge el testigo de los más íntimos intereses
de la razón expresados por Kant en la "Arquitectónica de la razón pura": ser la forma de
la narratividad histórica por medio de la cual es posible ese arte de los sistemas que es la
arquitectónica de la razón. Y que puede llegar hasta el fetichismo: "Mis novelas son
variantes de una misma arquitectura basada en el número siete"(p.99).
Para Kundera vivir el término de la Edad Moderna significa vivir el fin del
individualismo como soporte de la creación artística. Y, si se une filosofía con novela
significa el fin de la aventura del sujeto o del sujeto como aventura. Podría decirse, por
una parte, que todos sus deseos han sido satisfechos, y por otra, que han tenido unos
efectos contrarios a los deseados, por lo que es imposible encontrar una mínima
identidad a través de la suma de acciones e intenciones. La aventura, dice Kundera, se ha

68
acabado y el personaje de D. Quijote se da la mano con los increíbles e incrédulos hijos
de Kafka. La victoria total de la razón ha instaurado el imperio de lo irracional; ya se ha
realizado la unidad de la humanidad, de modo que "nadie puede escapar ya a ninguna
parte"; los monstruos ya no están dentro sino fuera, y adquieren no los rasgos de lo
personal, sino de lo impersonal, de lo totalitario. Éste es el mundo de la novela hoy por lo
que, afirma Kundera, su pretendida muerte en las vanguardias ha pasado de ser una
discusión teórica a una posibilidad real: "Se encuentra en un mundo que no es el suyo".
Un mundo cada vez más reducido que somete todo a un proceso de simplificación, en el
que cada vez se hace más arduo llevar y descubrir esa complejidad de la existencia.
Foucault mostró de modo brillante esa disociación y discontinuidad entre palabras y
cosas en la modernidad que expresa tanto la literatura, El Quijote, como la pintura
Velázquez. Las aventuras de D. Quijote son la consecuencia inevitable de una "escritura
que ha dejado de ser la prosa del mundo", se ha quebrado el lazo entre palabras y cosas,
se acabó la mimesis, porque el mundo de los signos no es el real, y así éste se ha
convertido en inhabitable. Habitar el mundo significa precisamente convertirle en la casa
del lenguaje, llenarle de signos que le hacen ser una morada. Pero El Quijote es el texto
de Cervantes y no de D. Quijote, quien en la segunda parte encuentra a quienes han
leído la primera, y por ella le reconocen, pero él no la ha leído, y no puede reconocerse.
De este modo, cabría añadir ahora, la identidad se constituye a través de una narratividad
sin sujeto. Y D. Quijote se convierte irremediablemente en un personaje condenado a ser
las lecturas que hagan de él. En el cuadro de Velázquez la "actividad sintética" del cuadro
es la de un sujeto que mira al modelo, al hombre ausente. En los enunciados autor y
sujeto no se identifican, y su análisis se efectúa sin referencia a un cogito.
¿Antinomia entonces entre literatura y vida? Baroja acepta la tesis de la crisis de la
novela por la pérdida de su mundo moderno y del héroe como protagonista. Cuando se
desata la polémica en torno al Quijote el papel del héroe es central, así como el de la
elección entre autor y personaje. Adviértase que también Kundera apuesta por el autor
Cervantes, más que por el personaje. Y el propio Ortega en las Meditaciones del Quijote
muestra cómo un D. Quijote saliendo a la ventura para buscar aventuras es el fin de la
aventura misma. Parece entonces que estamos con los del 98 en el momento de
culminación de la modernidad estética por su disolución en las vanguardias. Es decir, en
ese momento que al reconocer el fin del individualismo, de los llamados "héroes" tanto
del conocimiento, como en el arte mismo, cabría calificarse de posmoderno. La polémica
sobre la deshumanización del arte está ahí. Incluso bajo la forma de la desrealización de
un Ortega que puede servir de puente a Lyotard. Pero la distancia queda claramente
marcada con este texto de Baroja: "A mi todo esto del arte nuevo se me antoja confusión
y palabrería. La tesis de la deshumanización del arte es un teorema que no tiene
confirmación ni comprobación en nada. Creer que el arte al deshumanizarse se sublima
es indefendible. Yo veo todo lo contrario. Cuando el arte es humano, auténticamente
humano, es cuando vale. Yo comentaba hace años esa teoría de la deshumanización del
arte, y decía: "No: de deshumanizar algo, que nos deshumanicen la política: el arte no"
(Baroja, P, 1948, V: 907 y 908-909).

69
En el capítulo anterior, la frase de Eugenio Trías, "Los límites de nuestro mundo son
los límites de la modernidad", daba la pauta de nuestra situación respecto a la
modernidad. Ahora destacamos su convicción de que es la experiencia histórica que
subyace a las otras, a la ética, estética y gnoseológica. De modo que cuando hablamos de
nuestro mundo nos referimos al mundo histórico, y a la dificultad de vivir en él como
"habitantes de la frontera", de la modernidad. Pero, volviendo al comienzo, cabe repetir
la pregunta, ¿de qué modernidad?, ¿qué modernidad elegimos? Queda la posibilidad de
una modernidad latina alternativa como herencia nuestra pendiente. La dificultad de
cobrar esa herencia viene dada por nuestra resistencia a la forma.
Se trata, en primer lugar, de un problema de lenguaje. Hay verdadera reticencia a
recibir contenidos creativos que no vengan en otra lengua que no sea la codificada. Si es
cierto que "estamos a la altura" de nuestro tiempo en cuanto a conocimientos no quiere
decir que lo estemos también en cuanto a nuestras lenguas. Y en lo que se refiere a los
textos de pensamiento, por una parte, nos encontramos con textos híbridos, bárbaros de
escritura, llenos de anacolutos, que no se sabe quién los ha escrito y en qué idioma. Creo
que sigue teniendo interés la recomendación testamentaria de Unamuno para este final de
siglo: "Pensar la lengua en que pensamos".
En segundo lugar, se trata de una cuestión de estilo. Hay que ser capaces de recibir
también esa transversalidad de géneros, propia de la modernidad latina en la que las
divisiones territoriales de literatura o filosofía resultan irrelevantes. Mientras no se cobre
esta herencia, puede hablarse con propiedad de una modernidad latina "inconclusa",
"insatisfecha", que bajo estos mismos tópicos todavía espera ese giro heliotrópico de que
hablaba Benjamín. Es cierto que se ha recorrido ya un buen trecho del camino, pero
todavía no hemos empezado a ser tradición de nosotros mismos. Nos encontramos con
la paradoja de que, siendo la misión de la filosofía pensar el presente, no hace falta
acudir a ella, en ese sentido estricto, para entender el presente español de fin del XIX. Se
subraya la dependencia foránea, se desconoce su naturaleza sintética e híbrida,
fronteriza. Pero sí es necesario acudir a las manifestaciones estéticas del arte y la
literatura. Resta por saber si se incurrirá en el mismo error para entender otros finales de
siglo. Cuando Benjamín decía que nuestra época era una época pobre de experiencias, en
nuestro caso lo era reduplicativamente, por ceguera académica sobre la fuente de las
mismas. Por eso, cobrar la herencia de la modernidad latina significa el retorno al
presente como un retorno a esas fuentes de la experiencia.

70
3
Fundación y corrección de la visión estética

3.1. El poder de la imaginación y sus placeres

La revisión estética de la modernidad tiene lugar cuando se vuelve el tópico del


revés, y así, como en el cuento, se rompe su encantamiento. Siguiendo la tesis del
discurso preliminar de la Enciclopedia de D'Alembert parece que la recuperación de la
memoria, de la imaginación, es decir, de la Historia y de las Bellas Artes, en el
Renacimiento, habría significado la recuperación de las facultades inferiores. Por lo que
habría que esperar más tiempo hasta la aparición de la razón, del pensamiento, la ciencia
y la filosofía. Como ocurre en estas reconstrucciones históricas "objetivas" se parte de
una valoración para hacer esa construcción. Que tiene un carácter eminentemente
estético, es decir, que es obra de la imaginación misma como facultad de la memoria, que
construye reconstruyendo.
A partir del Renacimiento tenemos, al menos, dos posibilidades en la Estética que
vienen a converger parcialmente en su momento fundacional como disciplina. Una de
ellas es la basada en la "sensibilidad" que subyace a toda la pretendida historia de la
modernidad como historia del idealismo, hasta llegar a dialécticas como la de Feuerbach.
Y otra es la de la "razón" protagonista historiográfica de esa historia. La posibilidad de la
Estética no se debe ni a una ni a otra en exclusiva, sino a una facultad intermedia: la
imaginación.
Esta facultad tiene un destino curioso en la modernidad. En la obra de Descartes,
Spinoza, Leibniz, aparece como una facultad más extensa que las demás, que extravía a
la voluntad moviendo a asentir a aquellos conocimientos que no son claros y distintos.
Una facultad con gran poder, pero que no es reconocido en el orden de la dignidad de las
facultades. La otra opción es la línea del pensamiento inglés cuyos máximos
representantes son Locke y Hume.
Respecto a esta última, hay una característica general y es el intento de
fundamentación de la experiencia pero desde la experiencia misma, que no excluye, sino
que incorpora la razón, precisamente en su genuino uso regulativo. Ello implica una
revalorización general de la sensación y de la sensibilidad que son la base de la estructura
del conocimiento. En ella hay tres elementos que configuran de modo decisivo la
experiencia: imaginación, memoria, lenguaje. Esto es una peculiaridad de esa línea de
pensamiento que tiene gran importancia en la dirección de la estética, su articulación
conceptual y su carácter de propuesta alternativa a la continental. Propuesta que llega

71
hasta hoy. Su traducción en el terreno ético y político es una ética de la tolerancia y unas
formas de gobierno que limitan el absolutismo, y que tienen una gran influencia en el
pensamiento y estética francesas de la época.
En el caso de Bacon tenemos uno de los ejemplos más fascinantes de ello. Su
Novum Organum como alternativa confesa a la aristotélica tiene como objeto restaurar el
"comercio" perdido entre la mente y las cosas. En este punto es plenamente renacentista,
porque piensa que el fallo del saber anterior se produce por el divorcio entre mente,
palabras y cosas. Su propuesta de una "filosofía activa" basada en una historia (narrativa)
natural y experimental es un auténtico ejercicio de la memoria, por cuanto su crítica a la
filosofía anterior viene dada por ser una "anticipación" y no una "descripción" de la
experiencia. La imaginación tiene un sentido dual, pues si opera sobre los materiales de la
experiencia, es capaz de configurarla, junto con el entendimiento, pero si opera sobre sí
misma, entonces produce esas "admirables telarañas del saber", que son las filosofías
antiguas, maravillosas de encaje, pero inútiles para la vida. El nuevo método del conocer
se completa con otro nuevo del nombrar. La palabra invenire, encontrar-inventar,
conserva su dualidad creativa en Bacon, pues para lo nuevo encontrado es preciso
inventar nuevos nombres, pero no sacados de la fantasía, sino de la vida misma, que,
paradójicamente, resulta así exótica en el lenguaje. El carácter emancipador en Bacon se
completa con la conciencia de que peritas filia temporis, y el de nobis ipsis silemus,
máximas fórmulas de la subjetividad intercomunicativa. Lo que no le impide construir
toda una "mitología" sobre la edad de oro de la "sabiduría de los antiguos", antes perdida
y ahora por él recobrada.
Un caso aparte en lo que, por este y otros motivos, se hace inadecuado llamar
"empirismo" inglés es Hobbes. Su relación con Spinoza es notoria, pero especialmente en
la aplicación del "more geométrico" a la razón entendida como cálculo de nombres. Pero
es en él donde la imaginación, todavía más que en los casos de Locke o Hume, despliega
todo su papel mediador, siendo la madre de la memoria y del lenguaje, es decir, de la
experiencia y de la razón (Hobbes, Th., 1979: 126, 127 y 132). Para Hobbes la
sensación es el elemento primordial del conocimiento. Su causa es el objeto externo en
movimiento. La imaginación es la sensación que se debilita y la memoria el debilitarse
mismo. De modo que ambas son lo mismo con distintos nombres, lo que no implica
contradicción en el nominalismo de Hobbes. Ambas son el lugar de la apariencia, y la
suma de ellas es la experiencia. El lenguaje es, a la vez, la sedimentación de esas
experiencias y el despertar de lo dormido de las mismas. De modo que la imaginación por
medio de signos es el entendimiento. El lenguaje está compuesto de signos que expresan
las imágenes y ayudan a recordarlas. Esos signos son los nombres. La ciencia está basada
en el lenguaje, pero en la medida en que los nombres expresan imágenes, y éstas son
producidas por un objeto externo, la ciencia está basada en la experiencia sensible,
aunque sea distinta de ella. En conclusión: "Si esto es así, como parece que sea, el
razonamiento dependerá de los nombres, los nombres de la imaginación y la imaginación
quizás, como creo yo, del movimiento de los órganos del cuerpo". Si el pensamiento
acaba siendo en Hobbes el Arte de nombrar, éste se traslada también de los cuerpos

72
naturales a los artificiales. En el análisis de los cuerpos artificiales como es el Estado, el
Leviatán es una metáfora del poder de la imaginación como imaginación del poder: "La
Naturaleza {Arte con el cual Dios ha hecho y gobierna el mundo) es imitada por el Arte
del hombre en muchas cosas y, entre otras, en la producción de un animal artificial. […]
Pero el Arte va aún más lejos, imitando la obra más racional y excelente de la Naturaleza
que es el hombre. Pues mediante el Arte se crea ese gran Leviatán que se llama una
república o Estado (Civitas en latín), y que no es sino un hombre artificial, aunque de
estatura y fuerza superiores a las del natural, para cuya protección y defensa fue
pensado" (Hobbes, Th., 1979: 117).
La revalorización de la sensibilidad en Locke se inscribe dentro de una gnoseología
de los límites del conocimiento. Este se queda corto respecto a la realidad de las cosas y
la extensión de nuestras ideas. Por eso, el estado más habitual del ser humano es el que
Locke denomina con magnífica metáfora en el capítulo XV de su Ensayo sobre el
entendimiento humano como el crepúsculo de la probabilidad. Ello permite evitar el
proceder dogmático de la razón y fundamentar una convivencia social bajo el signo de la
tolerancia; lleva consigo la recuperación de la imaginación y tiene su reflejo en Adisson
(Los placeres de la imaginación). Pero es en Hume, en su Tratado de la naturaleza
humana, donde asistimos a una radicación antropológica del pensar siguiendo el modelo
de la ciencia newtoniano. En él, el filosofar no tiene nada de ejercicio ascético, pues si se
dedicara a otra cosa " […] siento que me perdería un placer: y éste es el origen de mi
filosofía". El placer que dimana de toda la obra es el comprobar que el edificio entero del
saber y nuestras creencias son un producto de la imaginación. La imaginación no sólo
está unida a la memoria en la conservación y reactivación de impresiones, sino que tiene
un papel decisivo en el dinamismo inconsciente de la vida de la conciencia. A este
respecto es preciso llamar la atención sobre la presencia de Hume en ese fenómeno tan
plural como es el romanticismo. Tesis de Hume sobre la existencia del mundo externo
estarán presentes en Jacobi, Kant, Fichte y en la hipótesis sobre la "idealidad de la
barrera" de Schelling. Hume plantea con toda crudeza el problema de la "creencia" de la
existencia del mundo externo, que recorre todo el pensamiento moderno. Pues si bien el
instinto nos arrastra a admitir la realidad de las cosas, la razón nos dice que nosotros no
sabemos nada al margen de nuestras percepciones. Además de eso: "La imaginación es
capaz de fingir (inventar) algo desconocido e invisible, que da por supuesto que continúa
siendo lo mismo bajo todas esas variaciones, y a este ininteligible algo lo llama una
sustancia o materia prima y original". Que ese "algo desconocido" es "causa" de nuestras
percepciones, que existe una relación de causalidad necesaria, es también producto de la
imaginación. Pues la inferencia causal se debe al efecto que produce la costumbre sobre
la imaginación. En esas condiciones: "La mente es una especie de teatro, donde diversas
percepciones hacen su aparición sucesiva". Y no hay lugar a hablar de una identidad
personal, pues observa con ironía: " […] dejando de lado a algunos metafísicos de esta
clase, puedo aventurarme a afirmar que todos los demás seres humanos no son sino un
haz o colección de percepciones diferentes, que se suceden entre sí con rapidez
inconcebible y están en un perpetuo flujo y movimiento" (Hume, D. , 1977: 400). La

73
imaginación es así en la creencia la presencia de la ausencia; la raíz inquietante de todo,
la ficción de un mundo, de una substancia, de un yo.
En el caso de la estética inglesa llama la atención esa unión entre poder y placer que
parece estar negada a la alemana. Sorprende desde el comienzo la unión entre estética y
vida tal como aparece en los ingleses, y especialmente en el caso de Joseph Adisson con
The Spectator. Aparentemente se trata de la vieja antinomia entre acción y
contemplación, pero, en realidad, se trata de algo distinto: de la vida en la mirada. La
importancia que da Adisson a la vista sobre los otros sentidos implica que ya no la
considera como una metáfora o paso previo del otro ver intelectual, sino que es un ver
que entiende, es un auténtico ver de los objetos. La tesis de un arte que imita a la
naturaleza, pero de una naturaleza que es perfeccionada por el arte está en la obra, y
revela el carácter interactivo de ese ver. Elementos clásicos y prerrománticos están aquí
presentes: el vínculo de unión entre objetos, sensación, sensibilidad, concepto y
sentimiento viene dado por la imaginación. Ésta es la facultad de la presencia y de la
ausencia, es decir de la re-presentación tanto de objetos presentes como ausentes. En
cualquier caso cabe caracterizarla como memoria del presente. Pero también tiene un
carácter creador, más bien recreador, en el doble sentido de utilizar los materiales de lo
ya creado, pero al modo del Creador Supremo.
Cuando Adisson afirma en "Los placeres de la imaginación" (1712), publicado en
The Spectator, que "la vista es el más perfecto y delicioso de todos nuestros sentidos,
que " […] este sentido provee de ideas a la imaginación", ello le lleva a concluir que, "por
placeres de la imaginación entiendo solamente aquellos que nacen de la vista, y son de
dos clases" (Adisson, J., 1991: 129 y ss.). En cuanto a los objetos exteriores: "Yo juzgo
que todos ellos dimanan de la vista de alguna cosa grande, singular o bella. A la verdad
en un objeto puede encontrarse alguna cosa tan terrible y ofensiva, que el horror y
disgusto que excita supere al placer que resulta de su grandeza, novedad o belleza" (p.
137). Para Adisson el arte que causa los placeres más primarios de la imaginación es la
arquitectura, ya sea por la grandeza o por la manera de los edificios.
Pero es en los placeres secundarios de la imaginación donde se da el ámbito más
extenso de los mismos. Y en ese apartado encontramos aquella caracterización de lo
sublime (p. 188) que va en la línea de Longino, Lucrecio, y se prolonga hasta Burke. Se
trata de lo sublime como "placer negativo", como "plácido" o "delicioso" horror.

3.2. El dilema ético de lo sublime y la opción estética por lo bello

Es grande la repercusión en el siglo XVIII del tratado del Pseudo Longino Sobre lo
sublime. Es importante en sí, pero además en este siglo se acuña la Estética como
disciplina filosófica por Baumgarten; y también por las diversas corrientes que concurren
en él: rococó, neoclasicismo, prerromanticismo y, al final, romanticismo. El éxito del
tratado es tal que provoca una auténtica revolución en el gusto. Su origen está en la

74
polémica entre los seguidores de Apolodoro, que preconiza una fundamentación racional
de la retórica, y los de Teodoro, que la cifra en la pasión. En la órbita de este último está
el Pseudo Longino. Su postura tendrá un gran influjo en la teoría romántica del arte
liberado del intelecto en la que se trata de elevar el alma hasta las cimas del éxtasis.
Respecto al Pseudo Longino, se discute el nombre, se discute la época (I o III) , y,
además, su obra nos ha llegado incompleta. Pero lo que es indiscutible es que su tratado
Sobre lo sublime causó un auténtico terremoto en el siglo XVII, después de haber sido
traducido al francés por Boileau como el Tratado de lo sublime en 1694.
El Pseudo Longino es un epígono. Se nota por su sentimiento de decadencia de los
tiempos: "Resumiendo, hemos dicho que lo que pierde a los talentos contemporáneos es
la indiferencia, en la que todos, con la excepción de unos pocos, vivimos, sin realizar ni
emprender jamás nada, a no ser por la alabanza y el placer, pero nunca por alguna
utilidad digna de emulación y de honor" (Pseudo Longino, 1979: 216). Se trata de una
propuesta moderada, donde cabe la gracia de Burke y la admiración de los héroes
griegos. Lo sublime en el pensamiento nace: por la grandeza de alma, "lo sublime es el
eco de un espíritu noble" (p. 160), y el lenguaje sublime es expresión de pensamientos
elevados; por la imitación y emulación de los grandes escritores que han existido (p.
172); por el poder imaginativo (p. 174). En relación con esto último plantea las relaciones
entre retórica y poesía. Las dos se contraponen porque la primera se distingue por la
claridad y la segunda por provocar el asombro, pero ambas coinciden en lo patético y lo
excitante. Más adelante, y condenando el artificio en los discursos, observa la
exageración congènita en los poetas y la tendencia a la realidad y a la verdad en la
retórica. Por la imaginación en la poesía nos hacemos vivo aquello que imaginamos y
participamos de ello como si fuera real.
El tratado del Pseudo Longino influye en la obra de Burke sobre lo bello y lo
sublime (Burke, E., 1987), que a su vez, influye y es replicado por Kant. La relevancia
de su obra se plasma fundamentalmente en cuatro puntos: la importancia de la
imaginación en el juicio de gusto en el marco de la alternativa de la estética inglesa; la
revalorización del sentimiento de lo sublime; la distinción entre lo bello y lo sublime; la
apuesta final por lo bello frente a lo sublime.
Burke intenta establecer una lógica del gusto del mismo modo que se ha hecho con
la lógica de la razón. Si Descartes parte de que el bon sens es la cosa más repartida en el
mundo, Burke advierte una coincidencia del género humano en el gusto que se expresa
no sólo en la apreciación de los placeres y displaceres sino también en la expresión de sus
metáforas. Por eso cree que es posible establecer unos principios generales del gusto,
pero con una diferencia sumamente importante y que marca la distancia con las
investigaciones kantianas: se trata de una fisiología, psicología del gusto, no de una
investigación trascendental al estilo kantiano. Estos principios versan sobre las obras de la
imaginación y sirven para razonar sobre ellas, y "entonces, en la medida en que el gusto
pertenece a la imaginación, su principio es el mismo en todos los hombres […]" . Ahora
bien, la imaginación es la provincia más extensa del placer y del dolor, al igual que es la
región de nuestros miedos y esperanzas y de todas las pasiones que están en conexión

75
con ellas".
Lo sublime es una idea que pertenece o hace referencia a la autoconservación (p.
66), pero no en sentido positivo sino negativo: la amenaza. Incluye las dos ideas que
amenazan la autoconservación: el dolor y el peligro, que se resumen en el terror como
fenómeno psicológico o con la presencia de objetos terribles o algo análogo (p. 29)
(porque lo informe también puede despertarlo). En cualquier caso, se trata de una idea
producida por la impresión más fuerte "que la mente es capaz de sentir", " […] y sin una
fuerte impresión nada puede ser sublime" (p. 60). Es de las ideas más afectivas que
tenemos. La otra será la belleza que excita la pasión del amor. A diferencia de Kant (y
muy en el contexto inglés), idea e impresión son indisociables. Concluye afirmando que
ningún placer positivo le pertenece. Aquí es preciso matizar. Para Burke, el placer y el
dolor son ambos positivos, pero independientes. En lo sublime se trata de una simbiosis
de la que surge un deleite. Para ello se requiere una distancia: que el dolor y el peligro no
sean agobiantes: "De modo que, verdaderamente, es necesario que mi vida no esté ante
ningún peligro inminente, antes de que pueda gozar del sufrimiento de los demás, sea real
o imaginario, o de cualquier cosa efectivamente procedente de cualquier causa" (p. 36).
Estos y otros textos nos encaminan ya al lado oscuro de lo sublime. El problema es
el que examinaremos también en Kant, y que Burke niega: si no es precisamente la
inmunidad la que causa deleite. La pasión que causa lo sublime es el asombro suspendido
en el horror (p. 42). La mente está tan llena del objeto, que no puede mirar nada más ni
tampoco razonar. Esta situación psicológica tiene un base biológica: "El dolor y el miedo
consisten en una tensión de los nervios que no es natural" (p. 97). No es necesario que la
situación de peligro sea real, pero sí que se tenga el sentimiento. En ese caso, y si no
afecta a la autoconservación, se experimenta " […] una especie de horror delicioso, una
especie de tranquilidad con un matiz de terror" (p. 101).
Los ejemplos que pone Burke, ajusticiamientos, incendios, ruinas, catástrofes
naturales entran dentro de la metáfora descrita por Blumenberg como "naufragio con
espectador". El papel del espectador es determinante pues lo que se analizan son los
sentimientos del espectador y no del náufrago, en todo caso el espectador hace de
médium respecto a este último. El modelo de este espectador, dice Blumenberg, es un
dios, que lo es porque puede dedicarse sólo a sí mismo. Hay una variante que es la
inflexión de Voltaire: Jetáis curieux et sensible. El dios que observa el teatro del mundo
y ese espectador curioso y sensible parecen sustraerse así a la acusación de indiferencia y
crueldad esteticista.
Sin embargo, y en uno de los mejores análisis de su Naufragio con especiador,
Blumenberg nos pone ante ese dios que nos ha creado para observar complacido como
un demonio nuestras desgracias. Esta sería la temprana intuición del joven
Schopenhauer: la existencia en éste de una doble conciencia, y también del
desdoblamiento, que permite apreciar el carácter negativo de la felicidad y el positivo del
dolor. En Schopenhauer el desdoblamiento es magistral, ya que el "naufragio con
espectador" no se refiere al sentimiento suscitado por el dolor ajeno sino por el propio
como ajeno, verdadero fundamento de un sentimiento de piedad y compasión por el

76
otro. Esta modificación del espectador permite ir más lejos, permite enlazar con la Teoría
Crítica, en el sentido de una solidaridad humana en lo verdaderamente humano: el dolor
compartido. Este elemento de solidaridad también se encuentra en Burke, donde la ética
es siempre "promesa de felicidad".
La recuperación que hace Burke de lo sublime nos enfrenta a un poderoso
sentimiento: el poder de lo sublime reside en el sentimiento de lo sublime del poder. Se
ha puesto en relación la obra de Burke con la de Locke, pero es el Leviatán, ese
monstruo figura del absolutismo, ideado por Hobbes para provocar el terror entre los
hombres y acabar con el estado de guerra e inseguridad, y no la monarquía parlamentaria
de Locke, quien es su prototipo. Esta relación de lo sublime con el poder es uno de los
grandes hallazgos de Burke, ayuda a profundizar en su lado oscuro y permitirá matizar
una línea de estética ingenua, que no ha advertido su complejidad, pero que explica
posteriormente las reticencias de Schiller en este sentido.
El sentimiento de lo sublime va unido a la grandeza, la magnificencia (el cielo
estrellado), la dificultad misma (Stonehenge), al infinito, (el placer del infinito en los
esbozos como promesa de algo más), lo indefinido e informe, el poder de la oscuridad
(Milton). Burke destaca constantemente la asociación con la grandeza en lo sublime. Con
la de la naturaleza, y un buen ejemplo lo tenemos en los paisajes pintados por Turner, los
pasos de los Alpes, cuyo eco recibe todavía Simmel, pero que no es la naturaleza sublime
y humanizada (desde lo sublime kantiano) que aparece en los románticos; otro modo de
grandeza es el de los grandes hombres, cuyo ejemplo se contagia; pero también destaca
esa dignidad prestada que toma el espectador a cubierto de las catástrofes que observa y
no le afectan, grandeza ambigua, como puede observarse, y que hoy día tiene su
traducción en esa forma cotidiana de la ración de violencia que se recibe y que produce
justamente eso, " […] no placer, sino una especie de horror delicioso, una especie de
tranquilidad con un matiz de terror". Llama la atención que Adorno en Dialéctica
negativa señale precisamente esta recepción pasiva, de espectador, de la violencia
extraordinaria servida cotidianamente como uno de los elementos de la presencia de lo
que significó Auschwitz en la sociedad actual. En este caso el sentimiento de lo sublime
no lleva a una elevación de la dignidad humana, sino a un sentimiento de profunda
indignidad. Por otra parte, las confesiones de Hitler a su círculo más cercano, las
reflexiones de Speer, son una expresión perfecta en arquitectura de este intento de
apabullar con la grandeza y desmesura al individuo, aniquilando toda forma de
resistencia. Porque, matiza Burke, el sentimiento de lo sublime sobre todo va unido al
poder y al terror que le acompaña: "No conozco nada sublime que no sea alguna
modificación del poder" (p. 48).
Burke destaca a propósito de esto las diferencias entre lo bello y lo sublime. La
fealdad puede ir asociada a la idea de lo sublime, precisamente por el componente de
terror, pero no así a la belleza. Lo sublime, dice Burke, "siempre trata de objetos grandes
y terribles; lo bello de las cosas pequeñas y placenteras"; lo sublime suscita el asombro,
lo bello el amor; frente a la fuerza, una delicadeza frágil y graciosa. Aunque encontramos
aquí un antecedente, no hay una contraposición rigurosa entre dignidad y gracia, pues

77
para Burke ningún hombre fue amable por cualidades sublimes como la fortaleza, la
justicia o la misma sabiduría.
¿Qué quiere decir esto? Que hay una opción por lo bello, como ethos, desde un
punto de vista estético, es decir, desde una concepción antropológica y social de la
estética. Siguiendo con la estela del Renacimiento, es la contraposición entre la maniera
grande y la maniera gentile. El ejemplo de la Ilíada que pone Burke es muy
significativo, porque se trata de dos modelos de héroe en liza. Tema que volverá a
retomarse en Schiller con el Laocoonte, y es el modelo de los héroes en derrota. En la
Ilíada, dice Burke, no se lamenta la muerte de los héroes que destacan por su fuerza y
estatura. Se contrapone la fortaleza de los aqueos y de Aquiles en especial, sus virtudes
grandes, a la debilidad de los troyanos, sus virtudes pequeñas, y la desgracia de Héctor.
La siguiente conclusión de Burke lo resume perfectamente: "Homero ha dado a los
troyanos, cuyo destino ha hecho que excite nuestra compasión, infinitamente más
virtudes amables y sociales, que las que ha distribuido entre los griegos. Con respecto a
los troyanos, la pasión que escoge para provocar es la piedad; la piedad es una pasión
que se funda en el amor; y estas virtudes menores, y si puede decirse, domésticas, son
ciertamente las más amables. Pero ha hecho que los griegos sean como mucho sus
superiores, en lo que respecta a virtudes políticas y militares. Los consejos de Príamo
son débiles; los brazos de Héctor comparativamente débiles; su valentía, muy superior a
la de Aquiles. Sin embargo, amamos a Príamo más que a Agamenón, y a Héctor más
que a su conquistador Aquiles" (p. 119).

3.3. La racionalidad estética

La actualidad de la obra de Baumgarten se pone de manifiesto para tratar un


problema que llega hasta hoy, y que se puede denominar como "el difícil lugar de la
estética" respecto a la filosofía en la que tuvo que hacerse un hueco junto a otras
disciplinas. Pero esto lleva consigo el movimiento pendular de intentar ver lo filosófico de
la estética y lo estético de la filosofía. Y también respecto del arte a una frontera cada
vez más difusa entre la creación y la reflexión, o el rechazo a veces del arte, por más que
se sirva con frecuencia para ese rechazo de elementos de la estética misma. Finalmente,
ya lo hemos señalado a propósito de la hermenéutica, se acude a la estética para marcar
todavía más las fronteras respecto a la ciencia. Recuperar las definiciones de Baumgarten
sobre la Estética en su matriz latina nos lleva precisamente a lo contrario: a establecer
unas señas de identidad fronterizas, móviles, en el ámbito de aquellos "conceptos móviles
de la modernidad" apuntados por Koselleck. Lo notable del caso es que para ello
encontramos abundantes elementos en la misma modernidad cronológica y, en este caso,
en el siglo XVIII mismo.
En su Philosophia generalis Baumgarten se refiere a la Estética en la Sectio II,
donde trata del "Obiectum Philosophiae Organicae, § 147, Philosophia orgánica versatur

78
circa cognitionem 1. sensitivam, Aesthetica M § 533 eram perficiens…" (Baumgarten, A.
G., 1968: 52). En su Metaphysica define: " § 533 Scientia sensitive cognoscendi &
proponendi est AESTHETICA (1) (Lógica facultatis cognoscitivae inferioris, Philosophia
gratiarum & musarum, gnoseologia inferior, ars pulcre cogitandi, ars analogi rationis. (1)
Die Wissenschaft des Schonen" (Baumgarten, A. G., 1963: 187). Los dos textos arrojan
mucha luz sobre el contexto y la naturaleza de la Estética que nace en él. No deja de ser
una paradoja que estemos ante un autor discípulo del "racionalista" Wolff. Y que en su
propuesta de la Estética muestre, por una parte, la voluntad de seguir el espíritu ilustrado
en la división de las facultades, en su crítica de las pretensiones de las mismas, pero no
en abundar en el tópico de los reduccionismos. Porque la Estética es conocimiento y
además científico, en la línea de la Ciencia Nueva de Vico de 1725. Se trata de un
conocimiento científico dé la sensibilidad como genitivo subjetivo-objetivo. Con lo que
se sale fuera de la antinomia platónica entre ciencia y sensibilidad. Se sale también del
marco de la lógica clásica, al convertirse en lógica de una facultad cognoscitiva inferior,
ciertamente, pero con entidad y autonomía, y no únicamente de paso hacia estadios
superiores. De modo que hay una auténtica gnoseologia inferior. El que sea una
filosofía de las gracias y de las musas redunda en lo que pone a pie de página en alemán:
"ciencia de lo bello". Es importante subrayar este detalle, porque estamos en un
momento de transición en que se está creando el lenguaje filosófico alemán. Ese
momento afecta no sólo al encontrar el lenguaje sino también el pensamiento propio, en
que tratan de "pensar por sí mismos". En la Aesthetica se define así: "Aesthetica (theoria
liberalium artium, gnoseologia inferior, ars pulcre cogitandi, ars analogi rationis), est
scientia cognitionis sensitivae" (Baumgarten, A. G., 1970: 1). Pero en un sentido más
amplio: porque no se trata sólo de pensar sobre lo bello sino de pensar bellamente. Y
como conclusión es un analogon rationis. Pero se trata, como veremos a lo largo de
ejemplos en el propio siglo XVIII, de una razón sentiente. El concepto de experiencia es
aquí fundamental: "§ 544 […] unde omnis sensatio est sensitiva perceptio formanda per
facultatem cognoscitivam inferiorem, § 522. Quumde EXPERIENTIA (1) sit cognitio sensu
clara, AESTHETICA comparandae & proponendae experientiae est EMPIRICA. (1)
Erfahrung" (Baumgarten, A. G., 1963: 192).
La Estética es experiencia, es una estética empírica en la medida en que es un
conocimiento sensitivo claro, que identifica los objetos, pero no distinto, ya que no nos
da sus notas constitutivas. Aunque la Estética es ciencia rompe con el modelo físico-
matemático, pero en el sentido que ya se apunta como alternativa en el siglo XVIII, y es el
de que haya la posibilidad de un conocimiento riguroso de lo individual. Así, mientras
que la ciencia es la lógica de lo general, la estética lo es de lo individual; la primera es la
lógica de lo simple, la segunda de lo complejo. El modelo de la ciencia es el espíritu
divino, el de la estética, la sensibilidad, marca de la finitud. Si esto lo relacionamos con
Kant, entonces lo estético es el punto de la diferencia en lo humano, pero también la
posibilidad de sutura de la escisión.
La tesis de la unidad y diferencia en el conocimiento viene ya desde el Renacimiento
mismo y foma parte de un concepto de lo humano, que ahora en este ideal de la

79
Bildungsz quiere realizar también como educación de la sensibilidad y no sólo de la
razón. Pero que ambos deberían estar unidos precisamente en el concepto de la razón
natural. Y así puede responder a la objección dentro de la mejor tradición humanística: "§
6. Obiici posset nostrae scientiae 4) indigna philosophis et infra horizontem eorum esse
posita sensitiva, phantasmata, fábulas, affectuum perturbationes, e.c. sp. a) philosophus
homo est inter homines, ñeque bene tantam humanae congnitionispartem alienam a se
putaty b) confunditur theoria pulcre cogitatorum generalis et praxis ac exsequutio
singularis" (Baumgarten, A. G.,1970: 3) (cursiva nuestra).
Este aspecto de considerar la sensibilidad como formando parte de lo humano
(cabría añadir más, de lo humano finito) es lo que introduce un matiz novedoso de lo
estético en el ámbito del conocimiento y del ser mismo. Y éste es el punto de entronque
con Kant. Pero, ¿cómo encaja la sensibilidad, la experiencia en el sistema kantiano de la
razón? De forma paradójica, como lo revela un breve análisis de su "Arquitectónica" e
"Historia" de la Razón. Pero eso significa aplicar a su estética el mismo método de su
filosofía: ejercicio crítico de la razón, que empieza por ella misma. El seguir ese camino
crítico implica distinguir entre el Kant que fue y el que pudo haber sido. No se trata de
un "giro estético" a Kant, puesto que juzgamos que su mediación estética no es posible.
Los dualismos, los "abismos infranqueables" siguen, y por eso a la figura del idealismo
absoluto de Fichte corresponderá un primer romanticismo con las primeras formulaciones
de "obra de arte total" que intentarán suprimirlos y franquearlos. Pero hilvanar estas
hipótesis significa, en parte, contar otra historia o contar de otra manera la historia.
La derecha hegeliana ha configurado en líneas generales un modelo de Historia del
pensamiento moderno como historia del idealismo. Ha consagrado la identificación entre
modernidad y época de culminación del idealismo, y ha leído la historia anterior en esa
clave, procediendo a una ontologización de la historia. No sin tensiones y debate, pero
con unas características que hacen que se prolongue hasta hoy. A ese proceso de
discusión pertenecen las "dialécticas del idealismo". La palabra clave es la de "dialéctica",
pues según se trate de un intento de revisión crítica o de ruptura y cierre de la
modernidad, así se configura el contenido de ese pensamiento y el papel de su historia.
Esas dialécticas tienen como uno de los momentos más significativos las de Kant,
Schopenhauer, Schelling y Feuerbach. A pesar de la diferencia hay un hilo común
indudable: el carácter estético de las mismas. En los dos últimos se traduce en una nueva
sensibilidad para lo individual, ya sea el existir como resistir en Schelling o lo real como lo
sensible e individual en Feuerbach. Recorren una trayectoria singular: desde el paradigma
científico para el pensamiento, se comienzan a constatar sus insuficiencias para alcanzar
la existencia y lo cualitativo. En cualquier caso son momentos clave para una nueva
noción de experiencia.
En su "Doctrina trascendental del método", de la Crítica de la razón pura, Kant
incluye una "Arquitectónica" y una "Historia" de la Razón. No vamos a entrar en un
análisis detenido de las mismas que, por otra parte, dan el sentido, más allá de su
fragmentariedad, de la obra kantiana. Pues en el momento en que se define qué es
filosofía y cuál es su sistema, y se la da el nombre de metafísica, en ese momento

80
vuelven a estallar las aporías presentes en las primeras líneas del prólogo a la primera
edición: tensión entre lo sensible y suprasensible, experiencia y principios, método crítico
y sistema metafísico.
Kant define la "Arquitectónica" como "el arte de los sistemas". Y entiende por
sistema "la unidad de diversos conocimientos bajo una idea". Siendo la filosofía "el
sistema de todo conocimiento filosófico", y en su concepto "cósmico" es " […] la ciencia
de la relación de todos los conocimientos con los fines esenciales de la razón humana…".
A la filosofía de la razón pura la denomina Kant "metafísica", incorporando tanto la parte
propedéutica o crítica como la de la naturaleza, y la que es más importante, la moral. Si
realizamos una aproximación semántica a lo aquí descrito veremos cómo la historia tiene
una importancia para la filosofía que a primera vista resulta sorprendente tratándose del
sistema de la razón, pero que luego resulta ser esencial en la tensionalidad kantiana.
Cuando Kant define a la Arquitectónica como "el arte de los sistemas" parece que en
rigor no debiera expresarse en plural, pues la razón sólo tiene uno, y todos los otros no
son sino formas históricas provisionales y perecederas del definitivo y auténtico, que
realiza sus fines. Ciertamente, en el texto kantiano la palabra está utilizada tanto en
singular como en plural, pero esta dualidad obedece a la relación entre el prototipo y las
copias. Porque Kant ha resaltado cómo la aspiración al sistema, a la filosofía, es un ideal
imposible de realizar, por lo que sólo son posibles diversos acercamientos o copias, es
decir los diferentes sistemas. Y por eso, añade también, nadie debería llamarse en
realidad filósofo pues alude a una forma de posesión, de ser, que sólo corresponde al
prototipo. Porque en la palabra "sistema" se cumplen los designios largamente demorados
de la Razón, y la pretendida emancipación del individuo en su Humanidad, que no es a la
postre sino otro de los artificios de la Razón para conseguir sus fines.
La palabra "arte" introduce un elemento equívoco en ese proyecto. Tomada desde el
genitivo subjetivo puede significar las intenciones más ocultas de Kant coincidentes con
las de la Razón: el "sistema", ya sea en su uso teórico o práctico, es la "obra de arte total"
de la Razón. Pero si lo tomamos como genitivo objetivo alude a las industrias y artificios
necesarios, no siempre adecuados, si no es por la servidumbre del tiempo, para
descubrirlo y construirlo. Un "arte" de la Razón en nosotros que es "natural", ya que
responde a nuestra naturaleza humana escindida, no imita a la Naturaleza, pero realiza en
ese artificio sus aspiraciones ideológicas teológicamente condicionadas.
La unidad arquitectónica de la Razón tiene lugar cuando todos los conocimientos son
reunidos bajo una idea, que da el fin y la forma al todo, define el ámbito de las partes y
delimita su lugar. Una idea que es un ideal, pues rige todo el proceso de construcción del
sistema y es su culminación. Y como tal ideal es el prototipo del que todos los intentos
pasados y actuales son sólo una copia. Ahora bien, ¿qué valor hay que conceder a esa
copia? Kant es optimista respecto a la situación presente y afirma que no es difícil
construir esa unidad de la Razón desde los materiales ya reunidos o tomándolos de los
"viejos edificios caídos". Es el optimismo de una época que si no es todavía ilustrada está
ya en proceso de ilustración.
Pero es ahí donde surgen los problemas que desencadenarán la inversión

81
contemporánea. Porque el sistema de la Razón es una unidad articulada según principios,
y, sin embargo, sólo contamos con una "rapsodia" de conocimientos ordinarios, no
científicos, dispuestos según las intenciones de los hombres y a los que se dota de una
"unidad técnica", empírica. En definitiva, según Kant, lo que tenemos son conocimientos
históricos que hay que transformar en racionales, de acuerdo con ese ideal de la Razón
"oculto en nosotros". El conocimiento histórico es el basado en "datos", elementos
precarios de la experiencia inmediata, exterior, de la sabiduría de la vida que se dirige a
fines e individuos cambiantes. Es el saber de la precariedad.
Y es precisamente con este saber de la Memoria con el que se construye, según
Kant, el sistema de la Razón, en una Arquitectónica que descubre en la diversidad de
sistemas y conocimientos ordinarios su arquitectura racional oculta. La tragedia de la
lucidez kantiana consiste precisamente en haber puesto de manifiesto la necesidad y la
imposibilidad de esa tarea. Y esa paradoja es el legado de la contemporaneidad,
nostálgica del ideal, aunque sea debilitado, pero remitida a la precariedad de los medios.
Pues para Kant la razón humana es necesariamente dialéctica en su proceder (A 849, B
877), es decir, siempre creará la ilusión de que esos datos empíricos unidos técnica e
históricamente son ya la unidad de la Razón según principios y bajo la forma de sistema.
La Metafísica " […] corona todo el desarrollo (Kultur) de la razón humana", pero, ante
su naturaleza dialéctica, sirve " […] para evitar errores, más que para extender el
conocimiento". Entrándose en una tensión entre método crítico, propedéutica y sistema,
que desgarra a la metafísica misma. Aunque esos esfuerzos sean absolutamente
necesarios, pues se trata de que la "comunidad científica" no se aparte de su verdadero
fin, que es el de la "felicidad universal". De esa tensión —en la Crítica de la razón pura
— nos saca precisamente la "Historia de la razón pura", la otra parte del método, con lo
que, efectivamente, esa obra se configura como lo que Kant observó en la Introducción,
como un "Tratado del método".
Kant reserva la construcción de esta Historia al futuro, pues es el hueco que queda
en el sistema. De acuerdo con ello pasa " […] una breve revista a la totalidad de las
elaboraciones producidas hasta ahora, totalidad que, evidentemente, se presenta a mis
ojos como un edificio, pero sólo en ruinas" (A 852, B 880). La historia es ya aquí no
mera rapsodia de acontecimientos, ya sea de filosofía y de filósofos, sino que es una
construcción de la razón, o dicho en términos kantianos, " […] me limito a pasar, desde
un punto de vista de la razón pura, una breve revista…". Se trata, pues, de una historia
trascendental de la filosofía, para ser más precisos, de una historia metafísica de la
filosofía, de la metafísica misma. No va seguir un criterio cronológico, pues, ya que se
trata de una parte del sistema de la razón, sino arquitectónico, es un "arte". En otros
términos, esa historia metafísica de la filosofía es una historia "estética". Es la
transparencia o el modo como la razón se ve a sí misma, a través de la diversidad de
elementos o de la misma dispersión cronológica. Es una variante del discurso estético de
la historia.
De acuerdo con este método basado, no en una historia de época, sino de ideas,
Kant hace una triple consideración respecto al objeto, origen y método. En lo que

82
respecta a este último Kant da un salto y sitúa el momento de la discusión, ya no en el
pasado, sino en el presente. Rechazado el naturalista, sólo queda el científico en sus
vertientes dogmática y escéptica, que Kant ha tenido presente ya antes de la escritura de
la Crítica de la razón pura. Y concluye: "Sólo queda el camino crítico", ese tortuoso y
torturado pasaje en el que la Razón para ser sí misma tiene que luchar constantemente
con los fantasmas que ella misma produce. Siendo el original imposible sólo encuentra
una y otra vez la copia de sí misma en la experiencia fragmentada que no se resigna a ser
tal.
Pero ¿cuál es el camino crítico?

3.4. El Kant que pudo haber sido. La estética trascendental

El camino crítico kantiano que vamos a seguir en el ámbito de la estética no es


ciertamente el habitual, que suele transitar por la Crítica del juicio. Es también corriente
la distinción entre el período precrítico y el crítico en su obra; e igualmente entre los
coetáneos surgió la matización entre el Kant que fue y el que pudo haber sido. Ambos
puntos están unidos porque se refieren al Kant que fue y no continuó. Los
contemporáneos experimentaron un íntimo desconcierto con la aparición de la Crítica de
la razón pura, obra que, por otra parte, no es la que más influyó en su tiempo y en la
inmediata posteridad.
Uno de los autores que realizan esa distinción en sus "Metacríticas", Herder, que fue
alumno de Kant de 1762 a 1764, nos ha dejado su retrato en sus Cartas para el
progreso de La Humanidad, concretamente en la carta 29. Habla de un profesor ameno
y divertido (eleganter Magister) distinto del viejo somnoliento que encontró luego
Fichte. Un profesor inserto en el espíritu de las varias Ilustraciones de su siglo, que
practica el método crítico: "Con el mismo espíritu con que sometía a crítica a Leibniz,
Wollf, Baumgarten, Crusius, Hume, y seguía como físico a las leyes de la naturaleza
según Kepler y Newton, recibía los escritos que aparecían entonces de Rousseau, el
Emilio y la Heloisa". Abierto a todo nuevo conocimiento, dotado de una gran
curiosidad, contra el despotismo, alentaba el "pensar por sí mismo". Es en el anuncio del
curso académico 1765-66 cuando inserta su famosa advertencia de que no enseñaba
filosofía sino a filosofar. Pero, como ha señalado Lehmann, es a final de 1764 cuando se
desencadena una crisis que sólo se cerrará con su muerte.
El documento decisivo serán las anotaciones de Kant a su ejemplar de mano
Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Aparece en 1764, y las
anotaciones son de 1764-1765. La más conocida: "Por naturaleza soy un investigador.
Siento una gran sed de conocimientos y la inquietud constante de seguir adelante junto
con la satisfacción por cada hallazgo. Hubo una época en la que yo creía que sólo en eso
podía consistir la honra de la humanidad y despreciaba al pueblo que no sabía nada.
Rousseau me ha puesto en lo cierto. Ese ciego prejuicio desaparece, aprendo a honrar a

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los hombres y me sentiría más inútil que el trabajador común si no creyera que esa
consideración puede dar a las restantes el valor de contribuir a restablecer los derechos
de la humanidad". Contrasta el tono optimista de las "Observaciones" con el pesimista de
las anotaciones. Ha tenido lugar el encuentro con Rousseau. Su retrato es el único
colgado en su habitación de estudio; cuando sale en 1762 el Emilio interrumpe los
metódicos paseos para dedicarse a su lectura. Compara a Rousseau con Newton:
"Rousseau me ha vuelto a poner en el buen camino. Rousseau es otro Newton. Newton
ha perfeccionado la ciencia del universo exterior; Rousseau la del universo interior o del
hombre". Como señala Vorländer, hay un cambio de interés de la Naturaleza exterior a la
interior; de la ciencia de la naturaleza a la Psicología y crítica del conocimiento humano.
En la crisis es también decisiva la influencia de Hume, siendo difícil determinar el
momento y su alcance. Kant se refiere a ella en los Prolegómenos diciendo que Hume le
había despertado del sueño dogmatista de la razón. Está especialmente presente en el
período 1765-1766. El 31 de diciembre de 1765 anuncia a Lambert su propósito de
publicar un libro sobre "el método propio de la metafísica'. Pero se retrasa y en los
Sueños de un visionario (1766) se propone: "Examinar bien atentamente si la tarea (que
ellos echan sobre sí) está suficientemente determinada, habida cuenta de nuestras
posibilidades de conocer, y qué relación tienen los problemas planteados respecto a esos
conceptos de experiencia sobre los cuales han de apoyarse, en todo caso, todos nuestros
juicios. En esta medida la metafísica es una ciencia de los límites de la razón humana".
En carta a Mendelssohn, 8 de abril de 1766, se pregunta Kant "si no hay aquí límites que
son impuestos, no ciertamente por los límites de nuestra razón, sino por los de la
experiencia, que suministra a la razón los datos". Una reflexión posterior nos describe el
panorama intelectual anterior a la Dissertatio (1770): "Ha sido necesario un espacio
notable de tiempo antes de que los conceptos se ordenasen en mi espíritu de modo que
representasen un todo, y me permitiesen trazar con claridad, como yo me proponía, los
límites de la ciencia. Desde antes de la Dissertatio (1770), yo tenía la idea de una
influencia de las condiciones subjetivas de nuestro conocimiento sobre sus condiciones
objetivas; después, también de la distinción de lo sensible y de lo intelectual; pero esta
última distinción era en mí puramente negativa".
Ya había salido este tema en la correspondencia con Lambert. Decía este: "En todo
conocimiento hay que considerar el contenido o la materia dados por la percepción, y la
forma que no es otra que el pensamiento descubrirle en las leyes lógicas y matemáticas".
En definitiva, el problema es éste: todo conocimiento objetivamente válido recibe sus
contenidos de la experiencia. Pero ¿cómo es posible un conocimiento científico (a priori)
basado en la experiencia (a posteriori). La Reflexión 5037 muestra ese punto del camino:
"Si lograra persuadir de que se debería aplazar la elaboración de esta ciencia hasta que se
hubiera resuelto este punto, este escrito habría alcanzado su meta. Veía este sistema al
principio como en un crepúsculo. Intenté seriamente demostrar principios y sus
contrarios, no para establecer una doctrina de duda, sino para descubrir, porque suponía
una ilusión del entendimiento, en dónde radicaba. El año 69 me dio una gran luz". El
escrito a que se refiere lleva por título Sobre un primer fundamento de la diferencia de

84
las zonas dentro del espacio (1768). La gran luz se refiere al descubrimiento de la
idealidad del espacio y el tiempo. Éste es el núcleo de la "Estética trascendental".
Como resumen de la trayectoria en el "período precrítico" puede destacarse ese giro
antropológico basado en la experiencia que configura un proyecto metafíisico de la
dialéctica negativa, verdadera esencia del camino crítico: ciencia de los límites que la
experiencia impone a la razón. Por su carácter dialéctico la metafísica tiene la singular
condición de ser fuente de las "ilusiones trascendentales" dictadas por los "intereses" de
la razón, pero también de ser en su ejercicio crítico un acto de "desilusión" constante.
Con ello queremos señalar que en la primera edición de la Crítica de la razón pura la
imaginación es la facultad de la síntesis, de conocimiento riguroso, mientras que es la
razón en su inevitable uso dialéctico la que provoca las ilusiones y apariencias del
conocimiento que le extiende ilegítimamente más allá de sus límites.
La trayectoria del camino crítico que comienza en la Estética trascendental acaba en
la cuarta pregunta, "¿qué es el hombre?", en la Antropología. Esta trayectoria ha sido
bien mostrada en líneas generales por Heidegger en su Kant y el problema de la
metafísica. La Estética trascendental es revalorizada hasta el punto de que para Kant
(según Heidegger) conocer es primera y primariamente intuir, la intuición más universal
es el tiempo, ella confiere un carácter temporal a la triple síntesis de la imaginación, al
conocimiento mismo y al sujeto en que radica y que define. Nuestro conocimiento y
nuestro ser son temporales. Este Kant, que siguiendo el hilo conductor de la sensibilidad
nos pone ante el misterio del hombre a través de esos procesos misteriosos del
esquematismo trascendental y de esa "raíz desconocida" que es la imaginación, no
necesariamente nos lleva a una Ontología fundamental como hermenéutica del Dasein.
Quizá pueda hacerlo en una Antropología entendida como Estética trascendental.
Ya antes se citó la Reflexión 4276 donde la Estética era "la filosofía sobre la
sensibilidad ya sea del conocimiento o del sentimiento" (también 5081). El problema que
hay en esta caracterización es justamente ese "ya sea", pero en el sentido del "o bien"
excluye la integración de las dos opciones. Es decir, ese conocimiento con sentimiento o
al revés. En el apartado anterior hemos visto como Kant tiene que acudir a las
experiencia para con sus precarios materiales construir el edificio del sistema de la razón.
No por casualidad su filosofía se queda entonces en "Crítica", propedéutica. Que
desarrolla su tarea basándose continuamente en postulados que hacen de puente entre los
"abismos infranqueables" de los que habla Kant y que vienen motivados por los usos de
la razón. El fundamento para una Estética trascendental, es decir, no empírica, sino
fundante, es el mismo para el uso lógico del entendimiento y el estético del sentimiento:
el sensus communis. Éste, en su formulación más general, es "el sano entendimiento
común" (todavía no cultivado) que ha sido una de las fuentes de apelación más
constantes de la modernidad y menos estudiada. Descartes habla del bons sens al
comienzo del Discurso del método, pero no sólo como un comienzo sino como origen de
todo el proceso crítico. Porque, como una de las constantes de la modernidad, lo racional
es lo natural, correspondiendo al hombre como "animal racional". De ahí que los
imperativos humanos que significan el cultivo de esa condición humana natural deben

85
tener esa base al fondo: razón, naturaleza y humanidad son lo mismo: tautologías. Al
comienzo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres habla Kant también
de ese factum de la moralidad, de ese "buen sentido moral" que es la base de cualquier
desarrollo y más fiable, a la postre, que éste.
Por eso, no es sino una consecuencia de ese espíritu moderno, inspirado en una
posible línea de lectura de Kant, cuando Schiller invita a tomar los imperativos estéticos
como éticos. A este respecto sigue siendo el parágrafo central el 40 de la Crítica del
juicio. El punto de partida es el "sano entendimiento común", la definición del sensus
communis que implica una atención a la forma, y no a la materia, para la transformación
de lo originalmente subjetivo en objetivo. Las máximas de ese sano entendimiento común
humano son las mismas que las de la Ilustración, pero traducidas a los imperativos: " 1.
Pensar por sí mismo. 2. Pensar en el lugar de cada otro. 3. Pensar siempre de acuerdo
consigo mismo". La tarea de la Ilustración, como precisa Kant, consiste en apartar los
obstáculos (la "superstición") para que uno pueda pensar por sí mismo, no en la
indicación de cómo debe hacerlo. Se trata de dejar el camino expedito para la forma, a la
que se supeditan los contenidos ilustrados propiamente dichos. Porque, en realidad, los
tres principios dicen lo mismo: pensar humanamente. Pero, ¿qué significa esto? Después
de formularlos en la Antropología, (§59), Kant caracteriza a la Ilustración como "la
revolución más importante en el interior del hombre" definida como "la salida del mismo
de su minoría de edad culpable". Y la salida consiste en que " […] ahora él se atreve a
avanzar con sus propios pies sobre el suelo de la experiencia…". A continuación viene el
análisis del sentimiento de placer y displacer. Obsérvese, no sólo la contigüidad en el
tratamiento de los temas, sino, cabría sugerir también, la continuidad. Primero, la
Ilustración es una de esas "grandes metáforas absolutas" de Blumenberg, una metáfora
de la luz. Sirve para aventurarse en lo desconocido, la naturaleza humana misma.
Segundo, la Ilustración es para Kant no sólo una etapa de la humanidad (lo más sabido)
sino una etapa de la vida humana (lo que señalaba en la Antropología), que el hombre
deberá pasar mientras lo haya o quiera serlo. Pues hay que tener en cuenta que para
Kant (y con él, por distintos motivos, las varias líneas de la modernidad) no somos
humanos sino que estamos en camino de serlo. Y es ahí donde se inserta la Ilustración
como Ausgang, no como salida, sino como acción de salir que consiste en una decisión,
un acto de voluntad, no una idea o raciocinio. La acción de salir depende no del saber
que se tiene que adquirir, sino de una actitud, la de decidirse, atreverse a saber, que se
resume en la divisa del verso de Horacio sapere aude. ¿Y de qué depende la actitud?
Si retrocedemos de la Antropología (1798) al texto paralelo del parágrafo 40 de la
Crítica del juicio (1790) es posible encontrar una respuesta. Para ello es necesario
observar la construcción estilística del parágrafo, no habitual en Kant, quien después de
este excursus sobre los principios ilustrados dice que "vuelve a coger el hilo". Esta
observación puede inducir a error pensando que se trata de algo casual, pero no lo es, no
sólo porque Kant no es un improvisador, sino porque como hemos visto los ha unido en
otra ocasión. Pero con una importante matización, en que declara que el "gusto" es el
verdadero sensus communis y distingue entre un sensus communis aestheticus (el del

86
gusto) y un sensus communis logicus (el entendimiento humano común).
El primero es la clave de bóveda y la verdadera posibilidad de síntesis de los
dualismos kantianos. Este es el Kant que pudo haber sido, el que echaron de menos los
autores de las "Metacríticas". Sin embargo, al igual que otros conceptos clave de la
filosofía kantiana, quedan en la oscuridad, por ser conceptos límite. Pero son una raíz
oscura de la escisión humana. En este sentido, no se puede avanzar más en Kant para
una Estética trascendental. La mediación estética kantiana es imposible, tal como él la
desarrolló históricamente pero en los ojos de los otros, ya de sus mismos
contemporáneos, se pueden encontrar estímulos que llegan hasta hoy.

3.5. En los ojos de los otros

Ya hemos visto al comienzo de la modernidad histórica que categorías


historiográficas tales como "Renacimiento" e "Ilustración" pretenden presentar como
fenómeno unitario lo sumamente complejo y a veces contradictorio que se resiste a ser
(re) conocido bajo esos rótulos. El mismo Kant se habría mostrado fascinado y
desorientado ante un Swedenborg, al que dedica Los sueños de un visionario, y del que
no puede desconocer la variada presencia de lo suprasensible en lo sensible. Al fin y al
cabo, Kant al desenmascarar en la "Dialéctica trascendental" la naturaleza dialéctica de la
razón, es decir, como productora de apariencia, no hace otra cosa que afirmar que la
razón "ve visiones", aunque luego deba someterlas a crítica.
Pero no sólo se trata de una sensibilidad paciente y receptiva. En la época misma de
Kant, bajo la forma de una crítica a la Ilustración que configura el prerromanticismo, se
da toda una reivindicación de los derechos de la sensibilidad. La Estética de Baumgarten
indica esa pluralidad de tendencias que hay en la Ilustración y que configuran algunas de
ellas la llamada "Ilustración sentimental". Así las representadas por Hamann, Herder y
Jacobi, que constituyen un ejemplo de lo que han llamado "razón sentiente". Lo que se
trata de mostrar es que hay una alternativa estética a la creencia común a que todo
pensamiento tiene que tomar el modelo de la ciencia. Por el contrario, creen que es
preciso encontrar otro camino distinto hacia la existencia. Lo que les coloca en ese
camino crítico kantiano de la estética es su intención de situarse en el ámbito de la
experiencia indivisa, de esa sensibilidad que une, en vez de separar.
Hamann, llamado "el mago del Norte", cree que la razón no se nos ha dado para ser
sabios, sino para descubrir nuestra ignorancia, el qué irracional es nuestra razón. Con ello
comienza un proceso a la razón para salvar a la razón del racionalismo, su auténtico
proceder irracional. De modo programático le escribe a Kant: "Hágale ver a su amigo que
no le conviene en absoluto reírse de las gafas de mi imaginación estética, ya que pienso
armar con ella los ojos miopes de mi razón" (cursiva nuestra). En 1784 escribe su
Metacrítica sobre el purismo de la razón, que permanecerá inédita, aunque tienen copia
de ella Herder y Jacobi. Comienza la recensión citando las palabras de Kant: nuestra

87
época es la auténtica época de la Crítica a la que tiene que someterse todo. Entiende
Hamann que ésta es una invitación al lector para que someta, a su vez, la obra a una
crítica. En ese primer sentido es ya una Metacrítica. La (meta) crítica de Hamann se
hace desde los siguientes supuestos: el principio de la coincidencia de los opuestos frente
al principio de razón suficiente y contradicción; la realidad es contradictoria; ésta es la
estructura de la realidad, y "Lo que Dios ha unido no lo puede separar ninguna filosofía,
ni tampoco unir lo que ha separado la naturaleza". Esto es lo que habría intentado hacer
la Crítica. Por eso pregunta en qué se fundan las distinciones kantianas, ese inventario de
los conocimientos de la razón, esa genealogía y heráldica de las facultades.
Particularmente se refiere a la distinción entre sensibilidad y entendimiento que el mismo
Kant reconoce tienen una raíz común, aunque desconocida: la imaginación. Una
metacrítica de la razón pura muestra que todos nuestros conocimientos provienen de la
experienda y de la tradición, es decir,, de lo que adquirimos y nos transmiten. Kant no
sólo ha suprimido la tradición como fuente, sino también la experiencia. Señala Hamann
que la teoría trascendental de los elementos y el método descansa en un misterio
escondido: la posibilidad de un conocimiento de objetos de la experiencia sin y antes de la
experiencia; la posibilidad de una intuición sensible antes de la percepción de un objeto.
Si se prescinde de la materia y la experiencia, lo que queda es la forma, como "tierra
virgen" del futuro sistema de la razón especulativa, cuyo título es "Metafísica de la
naturaleza", de la que la Crítica de la razón pura es sólo la propedéutica. Pero su
"contenido no será sino forma sin contenido". La "poderosa" distinción entre juicios
analíticos y sintéticos, ¿qué revela? En el caso de los juicios analíticos: un odio gnóstico
contra la materia y amor místico a la forma. Con lo que se cae en los mismos defectos
que se achacaba a la escolástica. En definitiva: la filosofía kantiana es un idealismo
formal. ¿Cuál es su objeto?: la Crítica asimila fenómenos y conceptos a un algo X,
desconocido, del que no podemos saber nada. El idealismo formal está construido sobre
un uso y abuso del lenguaje. Las distinciones violentas de la razón y sus uniones contra
natura descansan en una licencia poética, juegos de palabras, argumentos sofísticos, son
distinciones escolares. Y esto no es casual: Kant se ha preguntado ¿cómo es posible la
facultad de pensar?, la respuesta está en el lenguaje. Ahí está también el origen del
malentendido de la razón consigo misma: "Voces y letras son, pues, formas puras a
priori". La alternativa: "Yo no hablo de Física ni de Teología, sino del lenguaje, la madre
de la razón y la revelación, su A y O". Con Lutero convierte Hamann a la filosofía en
una Gramática, en un libro de señales que por sí no significan nada, pero que por
analogía todo lo posible y lo real. De acuerdo con esto, el lenguaje es la raíz, la unidad de
razón y revelación, pero porque los dos remiten a una raíz más original: son lenguaje de
Dios. El lenguaje es logos: creación y Vernunft, conocimiento. La naturaleza es el
lenguaje con que Dios nos habla y la razón la respuesta del hombre. Por medio de la
razón no llegamos a comprender la realidad, tiene un carácter estático y vacío, y la
realidad es hacerse. Es la palabra quien, por su carácter creador, recrea el objeto natural.
No los conceptos, sino la experiencia y la historia son ese hacerse, aquéllos se contentan
con disecar el ser. El objeto de la filosofía es el comprender ese hacerse y lo que

88
significa: la revelación de Dios. Dios se ha revelado en la naturaleza, el hombre y la
Biblia. La Biblia, palabra de Dios, no puede ser entendida si no es por medio de sus dos
grandes comentarios: la naturaleza y la historia. Hamann se coloca en la línea de ese
prerromanticismo contemporáneo de Mathias Claudius (El peregrino querubínico), en la
estela de Bóhme, que tanto influirá en el romanticismo a partir de 1800.
En su Aesthetica in nuce (publicada en Crucigrama del filólogo, de 1762)
encontramos una contrapropuesta a la estética de Baumgarten. Une estética a lenguaje y
éste (en coincidencia con Vico) a lenguaje poético, ya que "la poesía es la lengua materna
del género humano". Pero el hablar es siempre un traducir: "Hablar es traducir, de un
lenguaje de ángeles a un lenguaje humano, es decir, pensamientos en palabras, cosas en
nombres, imágenes en signos…". Ahora bien, ese hablar que es la Estética es un peculiar
logos, ya que tiene lugar no a través de la razón, sino de los sentidos y de los
sentimientos, pues "sentidos y sentimientos sólo hablan y entienden imágenes. En las
imágenes está todo el tesoro del conocimiento y felicidad humanos" (Hamann, J.
G.,1993: 83). La estética es la única capaz de hablar el lenguaje de la creación, de la
encarnación.
Hamann deja planteado lo que será el centro de las "Disputas sobre el ateísmo", es
decir, la posibilidad o no de una experiencia de lo divino, pero que implica de rechazo la
búsqueda de una noción de experiencia, al margen del modelo científico, que una razón y
sentimiento. Hay la convicción de que mediante la ciencia no se puede llegar a la
existencia. Ésta es siempre lo individual que se conoce en el otro, en lo otro. La frase de
Jacobi "no hay un yo sin un tú" expresa perfectamente esa otra aspiración de la
Ilustración sentimental, que, frente a la otra, no se plantea el problema de un "yo" como
punto de partida que tiene que salir luego a un mundo para demostrar su existencia. De
hecho, una observación de Jacobi a este propósito respecto a Kant, motivó (entre otras
razones) la segunda edición de la Crítica de la razón pura en 1787. Toda la obra de
Jacobi significa una reivindicación de los derechos de la sensibilidad frente a una razón a
la que quiere salvar de la catástrofe a la que, a su juicio, lleva la razón racionalista. Su
alternativa de una razón sentiente se concreta en el proyecto de una razón poética e
imaginativa.
Jacobi se ha referido varias veces a que su proyecto está ya en el prólogo a la
segunda edición de Allwills, y en una carta a Hamann de 16 de junio de 1783. En esta
última asegura: " […] mi intención tanto con el Woldemar como con el Allwill es sólo
ésta: poner a la vista de la forma más fiable posible, ya sea comprensible o
incomprensiblemente, la humanidad". A su juicio la filosofía y la ciencia al explicar la
cosas las pierden. Por el contrario: "A mi juicio el mayor mérito del investigador es
descubrir la existencia. La explicación es el medio, camino para la meta, fin inmediato
pero nunca último. Su fin último es lo que no se deja explicar, lo simple, lo indisoluble"
(Jacobi, E, 1976: 364-365).
Jacobi al haber expuesto y criticado a Spinoza como representante supremo de la
filosofía racionalista le introdujo en Alemania, ejerciendo una gran influencia en el
movimiento romántico del Hen kaipan. Pero su antagonista inmediato es Kant, de quien

89
distingue entre el Kant que fue (el de las Críticas) y el Kant que podía haber sido (el
precrítico). Aunque el idealista propiamente dicho es Fichte, Jacobi incluye a Kant dentro
de esa afirmación de que "el idealismo es un nihilismo". El nervio de su crítica en el
David Hume viene constituido precisamente por la importancia dentro del idealismo
mismo de la imaginación. Jacobi cree que la imaginación es la facultad fundamental del
espíritu y que las otras "supuestas" facultades sólo son modificaciones de la misma. La
imaginación productora construye las representaciones (objetos) y la reproductora su
conocimiento (sujeto). Jacobi ilustra la relación de la imaginación con las demás
facultades utilizando el conocido mito indio que también citará Schopenhauer: el mundo
se apoya en un elefante, y éste, a su vez, en una tortuga. En el conocimiento, la razón se
basa en el entendimiento, éste en la imaginación, que, a su vez, se apoya en la
sensibilidad, pero ésta lo hace también en la imaginación, como facultad de intuiciones a
priori. La imaginación es, pues, la tortuga del mito, el soporte de todo. Pero ¿en qué se
apoya la tortuga? "Claramente en nada", responde Jacobi. Si la razón queda reducida a la
imaginación, entonces no es posible librarse de las alucinaciones de ésta. Entonces, se
pregunta Jacobi, ¿para qué una crítica de la razón pura, si ésta no existe? Por otra parte,
el objeto es o bien fenómeno, apariencia, o bien cosas en sí, productos de la imaginación
"auténticos humoristas". La experiencia kantiana es, pues, subjetiva, una acción que
vuelve sobre sí misma, es "empirismo filosófico", fórmula afortunada que repetirán
idealistas posteriores, pero que para Jacobi es índice de nihilismo, ya que reduce la
realidad a nada. En conclusión "vosotros -los kantianos- os movéis en el limbo de la pura
imaginación". El remedio está en zur Sache selbst zu kommen, verdadero preludio de la
famosa apelación de Husserl. Las cosas son individuos, ese límite del conocimiento al
que no se llega ni por la razón ni por el entendimiento, ni por el análisis, pues son
insolubles, por indisolubles. Está de acuerdo con Hamann y Herder en que el hombre no
puede separar lo que Dios ha creado unido. Frente a la "Doctrina de la ciencia" de Fichte,
frente al saber, propone una nesciencia, un no-saber en forma de filosofía negativa. Para
Jacobi, la experiencia es la relación originaria yo-tú. Lo real se revela, nos habla, y
nuestros conceptos son respuesta, lenguaje; ni antes ni después adquieren sentido.
Todo la historia del pensamiento se resume, dice Jacobi, en esto: razón y lenguaje.
Desde el segundo recupera a la primera. Porque la cuestión fundamental es precisamente
ésta: "¿tiene el hombre a la razón o la razón al hombre?"'(IV72: 152). Como sus otros
dos amigos, para él la razón (Vernunft) es Wahr-nehmung (III: 34), un percibir
(vernehmen) lo verdadero, que no crea, sino que es su supuesto. Esta razón no opuesta a
la sensibilidad es sentimiento, intuición racional, es fe en cuanto saber sin pruebas. Es
quien permite distinguir entre ser e imaginación, pero es una razón poética imaginativa
(III: 293). No se opone tampoco a la existencia individual. Por el contrario, ésta -como lo
cualitativo-sobrenatural-sólo es accesible a la razón, facultad de lo suprasensible.
Y en ese camino crítico, un paso más. Der Zauber ist vorüber! exclama Herder en
1799, aceptando el reto kantiano de seguir el camino crítico. El encanto se ha roto, y el
alumno que se retiraba emocionado a su cuarto para versificar las lecciones del maestro,
dolido por recensiones que estima injustas, se decide a imprimir reproches, desacuerdos,

90
reflexiones y proyectos que ha ido acumulando a lo largo de los años. Es la Metacrítica
de la Crítica de la razón pura (Herder, J. G., 1969).
El encanto se ha roto, y Herder siente que la filosofía nacida como protesta se ha
convertido, a su vez, en un nuevo dogmatismo. Lutero fue capaz de traducir a lenguaje
comprensible la filosofía, pero la escolástica racionalista malogró su obra. El criticismo no
ha conseguido nada derribándola, pues ha instaurado un nuevo oscurantismo con la
artificialización de un lenguaje que no es ni el del pueblo ni el de la vieja filosofía. Urge,
pues, volver a los orígenes, hacer sentir la protesta. Y éste es, cabalmente, el objetivo de
la Metacrítica: "La Metacrítica es, así, protestantismo; protesta contra todo decreto papal
impuesto a la razón y el lenguaje tan acrítica y afilosóficamente" (I: XXV).
Aceptando el reto kantiano, la Metacrítica es una crítica de la Crítica, pero en un
sentido que pretende ser distinto al kantiano. Ya, de entrada, se pregunta Herder: ¿cómo
puede haber una crítica de la razón en la que ésta es, a la vez, juez y parte, ley y testigo?
(I : 6-7). Y, ¿qué se puede esperar de una dialéctica cuya misión es descubrir el error y, al
mismo tiempo, producirlo? (II: 5-6). Si la razón se equivoca irremediablemente, ¿qué
garantía tiene el crítico dialéctico de que él no construye también paralogismos? (II : 56).
En definitiva, lo que a Herder le resulta inconcebible es que la naturaleza de la razón
consista precisamente en ir contra sí misma. La razón no es ni contradictoria ni
dialéctica. Es cierto que hay un proceder dialéctico, pero no hay que buscarlo en ella sino
en otra parte. Descubrirlo y denunciarlo es el objetivo de la Metacrítica. Hasta tal punto,
que esa prolija, desigual y, en ocasiones, plúmbea obra, podría resumirse en la siguiente
tesis: no es dialéctico el uso de la razón, sino el abuso del lenguaje. Herder va a
defenderla denunciando en un análisis minucioso de los términos kantianos ese abuso del
lenguaje, y planteando -aunque sea sólo esquemáticamente-, lo que debería ser la tarea
de una auténtica Crítica que recupere la razón desde una filosofía del lenguaje.
Más importante que la crítica de Herder a Kant -pesada, pero no siempre profunda-
es el esbozo de una filosofía del lenguaje que propone como alternativa. Porque Herder
no se limita a aplacar los ánimos de quienes otean el peligro de que la filosofía quede
reducida a Gramática, ni se contenta con demostrar que el lenguaje es también un tema
filosófico. Herder va más lejos y aventura que el lenguaje es el verdadero órgano de la
filosofía. No es una novedad, recuerda que Leibniz y Locke ya lo habían dicho y, sobre
todo, que es el origen perdido de la filosofía: "Los griegos expresaron razón y lenguaje
con una palabra, lagos (I: 15). Sin el lenguaje no es posible una auténtica crítica de la
razón -tarea aparentemente imposible-, por ella misma. Es posible si se cumplen tres
requisitos: que se trate de una razón humana, es decir, que sea humana y que sea una,
unida al resto de las facultades que constituyen el alma. Ahora bien -y tercero-, "el alma
humana piensa con palabras; no sólo se expresa, sino que se caracteriza y ordena sus
pensamientos por medio del lenguaje" (I: 8-9). Y es precisamente por medio del lenguaje
como la razón se encarna y hace humana. Porque la razón no es humana cuando el
hombre utiliza el lenguaje de la Razón, sino su propio lenguaje. La filosofía no es
humana cuando el hombre repite filosofías ajenas, sino cuando es obra de la libertad, es
decir, cuando el hombre piensa por sí mismo, es decir, cuando utiliza su propio lenguaje:

91
"Pues todo hombre puede y tiene que pensar sólo en su lenguaje. El que ha perdido su
posesión y repite o recita sin sentido palabras ajenas ha destruido para sí y los otros el
fundamento de toda filosofía: el pensar propio".
Si el lenguaje no es sólo órgano, vehículo, de la filosofía sino, más bien, su
fundamento, la disciplina filosófica fundamental, la Metafísica, debe consistir en una
filosofía del lenguaje: "Con ello la Metafísica se convierte en una filosofía del lenguaje
humano. ¡Qué gran campo! ¡Cuánto hay que observar, ordenar, sembrar y cosechar en
él! Junto con la Matemática no hay ninguna filosofía que ilumine tanto al entendimiento,
determine tanto los conceptos como ésta: es la verdadera crítica tanto de la razón pura
como de la fantasía; sólo ella tiene los criterios de los sentidos, del entendimiento!".
Esta nueva crítica de la razón pura debe tener un punto de partida distinto del
kantiano; debe evitar el planteamiento que la hizo estéril: el apriorismo y la trascendencia.
Para Herder el a priori kantiano significa lo que hay antes, sin y fuera de la experiencia,
es decir, Nada. Eso explica que los términos empleados para caracterizar sus elementos
carezcan de sentido, pues el lenguaje no tiene un origen a priori, sino en la experiencia,
los sentidos y los objetos (I: 118). En definitiva, no es posible un pensamiento apriórico,
independiente de la experiencia (I: 22, 61), de la misma forma que no hay un priussm un
posterius (I: 208-209). Apriorismo significa también trascendencia, pues toda metafísica
desgajada de la experiencia acaba inevitablemente en ella. Herder repite aquí la misma
acusación que Hamann: el apriorismo es antinatural pues trata de desgarrar lo que la
naturaleza ha unido y de coser lo que ella ha separado. Pero, ¿cómo lo hace? Pone a la
razón fuera de sí misma (razón pura) para tratar de explicar (¿con qué conceptos?) cómo
funciona la razón humana (I: 64) ¿Acaso -se pregunta Herder- es otro el planteamiento
de la Crítica? Rechaza la metafísica racionalista, pero ¿se remedian sus extravíos
mediante una Estética, Analítica y Dialéctica trascendentales* ¿Qué sentido tiene
trascender la trascendencia? Como es obvio para todo lector de Kant, Herder mete aquí
en el mismo saco el a priori, el trascendental y lo trascendente. De este modo la crítica
de la confusión está garantizada. En lugar de apriorismo y trascendencia, propone Herder
como punto de partida el camino contrario: la interiorización. Es decir, partiendo de una
razón anclada en la experiencia, no se trata de preguntar cómo consigue lo que no
consigue sin ella, sino: "Traducido a palabras comprensibles, no consiste la pregunta en
cómo es posible el entendimiento humano, la razón humana -como si éstos tuvieran que
ponerse o fabricarse a sí mismos- sino, puestos y dados -ya que son los dones más
nobles que tenemos para conocer y emplear-, la pregunta consiste entonces: ¿qué es el
entendimiento y la razón?, ¿cómo alcanzan sus conceptos? ¿cómo los enlazan?, ¿qué
derecho tenemos a pensar algunos de ellos universal y necesariamente?" (I : 70-71).
Herder se pregunta, pues, no cómo son posibles el entendimiento y la razón sino qué
son. Por eso, le parece inadecuado titular el intento de respuesta "Crítica de la razón
pura" y propone en su lugar "Fisiología de las fuerzas cognoscitivas humanas". Como
este nombre, fisiología, trae inevitablemente a la mente del lector recuerdos biológicos y
psicologistas anteriormente ensayados, se trata de explicar en qué medida lo que Herder
proyecta, a pesar de todo, es una metafísica como filosofía del lenguaje.

92
Kant ha llamado al conocimiento inmediato de un objeto intuición. Y Herder se
pregunta si realmente podemos decir que tenemos intuición de un sonido, un olor o un
sabor. Más bien, empleamos en lenguaje ordinario las palabras sentir y percibir, que
significan nuestra respuesta a la presencia de un objeto dado y que entra en contacto con
nosotros. Esto no ocurre en las intuiciones a priori de Kant donde se manifiesta la Nada
en nada (I: 130), un tipo de experiencia de la que debería ocuparse el místico, y de la que
se hace cargo una Estética trascendental, es decir una filosofía del sentimiento insensible
(I: 129), puesto que, en realidad, no siente nada.
El punto de partida no puede estar en un apriorismo vacío de la intuición, sino en el
Ser como fundamento del conocimiento (I : 130). Es el concepto fundamental de la
razón y de su expresión, el lenguaje (I : 131). La Nada aniquila el lenguaje que es
siempre expresión de algo. Pero no puede haber una respuesta al ser si éste no se
manifiesta. Y, ¿qué es el ser? Fuerza, afirma Herder. El ser, la existencia se manifiesta a
través de la fuerza y la acción en el espacio y el tiempo. Éstos son sus vehículos, sus
dimensiones: en el espacio la fuerza se manifiesta en un lugar y en el tiempo perdura
como existencia, como vida. No tienen, pues, un origen a priori, sino que son conceptos
de experiencia (I : 148). No hay un prius sin un posterius. Los sentidos son ya de por sí
respuesta, sentimiento de la medida de una fuerza. El espacio no es una forma a priori de
la sensibilidad sino que indica únicamente el ahí (Da) del hombre (Dasein). A través del
cuerpo y los sentidos el hombre se incardina en el mundo y se relaciona con él.
Esta teoría del ser y el conocimiento tiene claros antecedentes en el Renacimiento
(Campanella, Bruno) y Spinoza. Porque la naturaleza está organizada de tal modo que lo
uno está en todo, es posible la apropiación de lo semejante por lo semejante (I : 200). En
definitiva, "todo percibir es concebir, es decir, asimilación de lo uno a partir de lo
múltiple" (I : 196). Más tarde veremos aparecer este concepto de fuerza, naturaleza
organizada teleológicamente, en Schelling. Lo único que trataba de apuntar ahora es que
para Herder la Estética trascendental no tiene como objeto -como acusa a Kant- formas
sin contenido, sino que es la ciencia del ser-fuerza que se manifiesta en el espacio y el
tiempo (I : 144).
La fuerza a través de la cual se manifiesta el ser en la naturaleza opera
teleológicamente en formas progresivamente organizadas. Si la misión de los sentidos es
sentir, la tarea del entendimiento es comprender. Pero -apunta Herderesto no es sinónimo
de pensar. La filosofía crítica ha caracterizado mal la espontaneidad del entendimiento al
atribuirle una dimensión apriórica que no tiene. Por el contrario, espontaneidad no
significa independencia, ni constitución (para Herder sustitución) de los objetos y de la
experiencia en que nos son accesibles. La tarea del entendimiento consiste en conocer lo
que está ya ahí pero que es semejante a él, es decir, en re-conocerlo. Parafraseando a
Kant se podía decir que no conocemos lo que previamente hemos puesto en el objeto,
sino lo que previamente había en el objeto. Conocer es siempre re-conocer.
Ahora bien, desde los supuestos de Herder, este reconocimiento ha de tener,
necesariamente, un carácter apofántico, es decir, ha de ser, al mismo tiempo, captación y
manifestación de lo "uno en todo". Para ello cuenta con dos medios: los sentidos y el

93
lenguaje. "¿Qué significa pensar? -se pregunta Herder-, lenguaje interior, es decir,
manifestarse a uno mismo los caracteres asimilados; hablar significa pensar en alto" (I,
200). Por medio del nombre conquistamos la unidad del objeto obtenida a partir de la
diversidad de propiedades ofrecidas por los sentidos. En esto consiste el proceso
lingüístico del reconocimiento.
Entender es captar el significado de una cosa, lo que tiene lugar en el encuentro
sujeto-objeto. Pero -subraya Herder- la comprensión del sentido de los objetos sólo es
posible por medio de los sentidos: "Los sentidos preforman, es decir, conforman para él
lo plural en algo uno, que él no se crea, sino que se apropia reconociéndolo, y
precisamente por eso es entendimiento" (I : 226). Los sentidos son, pues, los órganos del
entendimiento, a través de los cuales ve y oye, en definitiva, entiende. Si hay en él una
lógica no es la de los conceptos o formas a priori, sino la de los sentidos. Estos, como
órganos, no entregan un material caótico, sino ya organizado, ordenado, al y para el
entendimiento. No son sino vehículos de esa fuerza que actúa analógicamente en la
naturaleza y que facilita, en la homología, el reconocimiento.
El problema es cómo tiene lugar ese reconocimiento. Herder se ha burlado del
esquematismo kantiano, de ese proceso de intelectualización del intuiciones y
sensibilización de los conceptos. Irónicamente apunta que no entiende cómo es posible el
esquema de un animal de cuatro patas sin cuatro patas, de un triángulo sin tres ángulos…
Los esquemas kantianos están vacíos y no significan nada. Pero su propia alternativa no
ofrece, a primera vista, más garantías de claridad: " […] por el contrario, la impresión
del objeto se convierte inmediatamente para el órgano, y, en consecuencia, para el
sentido que reconoce, en un signo (Typus) espiritual. Por una metástasis, que no
comprendemos, se convierte para nosotros el objeto en un pensamiento" (I: 281).
Parece que nuevamente se reproducen las denostadas oscuridades del esquematismo
trascendental. Para obviarlas Herder propone un mediador, el "metaesquematismo" del
lenguaje. ¿En qué consiste éste? Por una parte, el lenguaje es capaz de expresar mediante
algo material un signo espiritual. El lenguaje es vehículo de comunicación de
pensamientos. Pero, además, el entendimiento sólo puede expresarse, reconocer,
mediante un signo, la categoría, la palabra. Por eso es lenguaje interior. En el
reconocimiento deletreamos inmediatamente lo percibido, lo separamos y lo juntamos
para expresar y ordenar el sentido de la creación en palabras, es decir, en objetos (I :
382). Pero ese sentido no viene dado exclusivamente ni en las palabras ni en las cosas,
sino en la articulación de ambos. Y es precisamente el lenguaje el único quien con su
carácter alegórico y metafórico puede expresarse en el alma una realidad por otra tan
distinta: "En ese sentido, todo el lenguaje es alegoría, pues el alma expresa siempre en él
lo otro por lo otro… cosas por signos, pensamientos por palabras que, en el fondo, no
tienen nada en común" (I: 290).
El lenguaje, las categorías, no tienen un origen a priori, sino que surgen en la acción
del entendimiento por la que éste capta, distribuye y comprenden lo dado (I: 265-266).
Entendidas así, las categorías son siempre categorías lingüísticas, pero con una
significación ontologica: " […] el que se discuta sobre la primera, la Ontologia, proviene

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de que se la busca en categorías a priori, y mientras se la busque allí, se disputará sobre
ella. Por su naturaleza no es sino la filosofia más pura del lenguaje del entendimiento y
la razón (I: 262-263, II : 173).
De esta forma queda desterrado el apriorismo del sujeto… y del objeto. Herder
insiste en que no tiene sentido preguntarse qué son las cosas en sí mismas o para los
otros sino sólo para mí (I, 238) ¿En qué queda, pues, el famoso problema de la cosa en
sí? En un problema lingüístico. Con su análisis queda perfilada la tarea de un auténtico
reconocimiento.
Para Herder, la cosa en sí kantiana es el objeto que queda después de haber
eliminado los objetos, el bosque al que han talado los árboles, la palabra a la que han
sustraído las letras. Es decir, nada. Pero todo cambia "si se ven las cosas del mundo
como palabras de un gran libro en el que leemos el sentido de un autor desconocido" (I :
430-431). Entonces, la distinción entre fenómeno y noúmeno conserva todo su valor.
Fenómeno sería lo que aparece y noúmeno lo que el entendimiento piensa sobre ello.
Efectivamente, la cosa en sí no es cognoscible como objeto, pero sí en los objetos, es el
sentido de los objetos (I: 425, 7). El noúmeno no es sino el intento de unificar y
reconocer las diversas manifestaciones de la fuerza que actúa en la naturaleza. Para ello
el entendimiento piensa un objeto, al concepto obtenido le añade el concepto de "uno en
todo", lo fija con un nombre y lo personifica con el artículo, es "la" cosa en sí. Pero ésta
no es sino el sentido que el entendimiento capta en los objetos, noúmeno en fenómenos.
Recordando a Bacon, Herder precisa que el entendimiento no anticipa, legislando, la
naturaleza, sino que la interpreta comprendiéndola por medio del lenguaje. No hay un
entender sin algo inteligible, de la misma forma que no existe una fuerza sin algo en qué
ejercitarla. Hay que modificar el principio supremo de todos los juicios sintéticos a priori
que, ahora, rezaría así: "El entendimiento humano conoce lo que es cognoscible para él
en el modo como es cognoscible para él, de acuerdo con su naturaleza y sus órganos"
(l: 346). Es decir, la cosa en sí no es lejanía ni trascendencia; es, por el contrario, el lugar
de encuentro entre sujeto y objeto en el que, en y por esa misma relación, son y se
reconocen con tales. En resumen, la cosa en sí es el humilde "es", que somos y nos
rodea, y que posibilita calladamente todos nuestros juicios (II : 287). Es la verdad que se
manifiesta cómo sentido.
Kant -a juicio de Herder- se ha movido siempre en la contradicción de lo que no
puede pero debe haber; ha atribuido a la razón una falsa tendencia dialéctica como
naturaleza, y se ha encontrado, al final de la pretendida filosofía "crítica", con que no
puede dominarla. No pueden, pero deben ser satisfechos los intereses de la razón,
aunque sea por otro camino. Habría que preguntarse -apostilla Herder- si ésos son los
intereses de la razón y la forma de satisfacerlos. La meta de la razón no es el sobrepasar
la experiencia buscando la totalidad de la síntesis de las condiciones, identificándola con
el objeto trascendental, sujeto o cosa en sí, intentándola personificar en el Absoluto. Esto
es, precisamente, incompatible con la idea de Absoluto, lo sumamente racional,
enteramente determinado por sí mismo (II : 52, 170), término bien distinto del proceso
de indeterminación en el que se llega en la filosofía kantiana. Es imposible el ideal de la

95
razón, de una segunda razón que postula la ficción que la primera ha proscrito (II : 111):
"la" fe racional moral "era, finalmente, la almohada más grata para los soñolientos, pues
en ella recibían todo por postulados"^'. 266-267). En esto se traduce el primado -victoria
de la razón práctica sobre la especulativa (ib.).
Si volvemos a una razón humana, si preguntamos no cómo es posible, sino cómo
actúa (II: 269), los resultados son muy distintos. En su actuación es donde obtenemos el
verdadero concepto de una fuerza: razón (Vernunfi) quiere decir percibir (vernehmen) (II
: 9, 238). Como la misma palabra indica, la percepción forma parte de la experiencia y
culmina el proceso de reconocimiento: "El empeño de nuestros sentidos, razón y
entendimiento consiste en crearnos de una oscura nube de lo general la clara imagen
de algo particular" (II: 35). Y "la tarea de la razón es, por tanto, el particularizar lo
universal dado, el encontrar y establecer en lo incondicionado lo condicionado,
reconociéndolo''(II: 163-164). El proceso quiere ser, pues, el contrario del kantiano: no
trascendencia, sino interiorización, no de lo determinado a lo indeterminado, sino de lo
universal a lo particular, situando éste en aquél. ¿Y qué es lo incondicionado? ¿Cómo
puede ser el punto de partida? Para Herder lo incondicionado es el universo en el que nos
movemos y somos: "Sólo existimos como lo particular en lo universal"(II: 32-33, II :
272).
Esto habría sido pasado por alto en el idealismo clásico quien, incapaz de concebir
un sujeto y objeto reales, lo sería también de tender un puente entre ambos. No se dio
cuenta de que, al no estar el río entre ellos, sino ellos dentro, no había posibilidad-
necesidad de puentes. Por eso insiste Herder en que no es posible una conciencia
inmediata de nuestra propia existencia, y menos a través del yo pienso, una forma de
existir y no la más privilegiada. El hombre sólo llega a la autoconciencia por lo que es.
Ahora bien, ser es poder, y sólo nos reconocemos en lo que podemos, en la provocación
externa de nuestra fuerza y el empleo de la misma (I : 374-376). No hay una
autoconciencia a priori. La comunidad de mi cuerpo con los otros -que constituye mi
universo- tiene lugar mediante los sentidos, y no puede ser sustituida mediante el
entendimiento o la razón. Los axioma de la experiencia quedarían, pues, reducidos a éste:
"Sólo hay un axioma de la experiencia: tú existes. Tú existes con otros; sé consciente de
esto según modo y grados de reconocimiento; experimenta" (I : 393). La conciencia real
de una existencia es sólo posible en y por la coexistencia. El idealismo crítico la reduce al
sueño sintético de la razón en que ésta imagina y juega con un mundo de objetos (II :
286). Pero no es un mundo real, porque el resultado de una síntesis a priori de 0 + 0 =
Nada (I : 62). La síntesis pura es la imagen vacía de la Nada. Recordando a Jacobi,
Herder afirmará que la filosofía crítica es una extraña alquimia en la que se crea un
mundo de la Nada (I: 479), e ironizará sobre ello proponiendo un esquema categorial de
esa filosofía encabezado por la Nada (I: 477).
Ya hemos visto que lo incondicionado, como lo totalmente determinado en un
sistema de relaciones concretas en que consiste lo viviente, es el universo. Herder precisa
más: no se puede entender la naturaleza sino como fórmula o libro de una razón infinita,
del absoluto (II : 178). Y si la razón humana reconoce al Supremo Ser es porque él

96
mismo es razón (II : 117); y lo reconoce como lo que es: verdad eterna y
necesaria."¡Dios no estorba al científico!", exclama Herder, porque es la absoluta
necesidad. Para buscarle y conocerle, la razón humana no tiene que salir fuera de sí, ya
que lo encuentra en ella misma. No hay un "ideal de la razón", porque la razón no fabrica
ideales. Por el contrario, es el reconocimiento de lo que "hay", como lo absoluto dado, lo
que permite poner coto a la fantasía, lo que presta universalidad y necesidad a las
construcciones racionales. No es la razón -concluye Herder- quien necesita disciplinarse,
sino el filósofo "crítico" (II : 176 y ss.).
Y, ¿cómo se articula en el universo la razón, cómo percibe y se expresa? Por medio
del lenguaje: "Como el entendimiento por la experiencia, así tiene la razón en su esfera el
vasto reino de los pensamientos humanos por medio del habla. Lo que puede ser
comprensible, expresable y mantenible por cualquier signo, puede aventurarse ante la
razón que percibe. No se deja limitar a deslumbramientos en el espacio y el tiempo. Por
el lenguaje le es dado todo lo que se puede expresar - en el sentido más amplio de la
palabra- por medio del lenguaje; ella misma es y se llama lenguaje" (II : 273-274) (II :
339). En el nombre expresamos la unidad, lo general obtenido de la pluralidad, de lo
particular, aunque aquello sólo es reconocible en esto (II : 35). Está de acuerdo con Kant
en que la filosofía construye sus conceptos con palabras. Pero en esto no se diferencia de
la matemática, únicamente en que utiliza palabras indeterminadas y cambiantes, y en que
el ámbito que abraza la filosofía es infinito respecto a la matemática (II : 205). Eso
explicaría que las contradicciones que Kant atribuye al uso de la razón se deban al abuso
del lenguaje: efectivamente, se trata de contra-dicciones (I : 295), para-logismos, y las
antinomias son, en realidad, antilogías (II : 98). La distinción entre trascendente y
trascendental es sofística (II: 131), y a lo largo del libro domina el doble sentido de la
palabra trascendental, de modo que no se sabe si hay que trascender o no (II : 322). Ante
esto Hume habría exclamado: "¡Al fuego con esta obra acrítica!" (II: 315)
Herder preludia las invectivas de Schopenhauer contra la filosofía idealista (II : 212
y ss.), y cual nuevo Sócrates acusa al Kant sofista de corromper a la juventud alemana
(II : 222): "¿Qué significa para los jóvenes que vienen de los bancos de la escuela esa
charlatanería de grillos trascendentales, que no comprenden, ni aplican, ni comprueban y
pueden refutar, pero que aceptan con el mayor entusiasmo, ya que con ella creen tener
todo?" (II : 213). Der Zauber ist vorüber! Veto, "si florece a nuestro alrededor la joven
primavera, ¿quién no arrojará gustoso a un lado la vieja corona de paja, vacía e invernal,
del trascendentalismo? Está despertando esa primavera; sí, ya está ahí, está ahí, ¿quién
no la ve?" (II : 213).
En este clima tiene lugar su crítica (Metacrítica) a la Crítica del juicio de Kant,
llevada a cabo con el nombre de Kalligone (Herder, J. G.,1967-1968). Lo importante a
destacar aquí en esta obra es su visión del arte como elemento de cultura, de
Ilustración, pero en sentido distinto del kantiano y sí en la línea de Lessing o de
Mendelssohn: 'Arte viene de poder o de conocer (nosse autposse), quizá de los dos, y
tiene al menos que reunir a los dos en grado pertinente. Quien conoce, sin poder, es un
teórico, en el que apenas se confía para cosas relativas al poder; quien puede sin conocer

97
es un simple práctico o artesano; el verdadero artista reúne a los dos" (II : 125). El juego
de palabras en alemán es significativo: "Kunst kommt von Können oder von Kennen.
La palabra arte recupera aquí todo el sentido completo de ars, como unión de saber
y poder en la experiencia, es decir, en la sensibilidad que no excluye, sino que va
asociada a la ciencia. En este sentido Herder habla no de un ciencia de lo bello, sino de
"bellas ciencias y artes". Puede parecer extraña la expresión, observa, pero sólo desde la
óptica de una consideración de lo bello sin concepto ni fin, como juego de sensaciones y
fantasías para pasar el tiempo. Pero no si se trata de artes que cultivan, que ilustran.
¿Qué? "Para el hombre -dice Herder- es la humanidad lo más bello" (I : 125). Pero esa
palabra no significa nada abstracto en Herder. El haberle metido sin conocimiento en el
tópico del historicismo lleva a desconocer que la humanidad se refiere siempre al
individuo concreto de carne y hueso. Y por ello entiende ese arte como el "arte de la
vida", es decir, que cultiva en el hombre su totalidad: sentidos, facultades, pasiones… Lo
que se cultiva es "todo, la naturaleza, la sociedad humana, la humanidad". Es importante
subrayar la palabra "Bildung" la formación, que tiene lugar a través de un formar,
"bilden", por "Bilder", imágenes: nuevamente la intersección entre lo sensible y lo
intelectual que es el arte. En la línea de Schiller: "Dicho breve y repetidamente: para
educar y formar al hombre como hombre, para apartar lo animal en él respecto a sí
mismo y a la sociedad, imperceptiblemente y por todos lados, de la manera más suave y
eficaz, para eso están las artes de las musas, o son sólo baratijas" (II : 315).
Este es también el tema de la educación estética del género humano de Schiller, la
educación en una nueva sensibilidad que recorre el primer romanticismo.

3.6. La comunidad estética

El material de esa nueva sensibilidad, dice Schiller (Schiller, E, 1990), se encuentra


dentro de uno mismo y la vía de acceso es la sensibilidad misma. Pero al querer
encontrar y exponer la verdad de esos hechos entra entonces en juego el entendimiento,
produciéndose una disolución y anquilosamiento de lo unido y de lo espontáneo.
Contraposición, pues, entre entendimiento y sentimiento que ya hemos visto aparecer en
Hamann y que incide también en el problema de las relaciones entre Estética y filosofía
tal como las plantea Adorno. Esta contraposición tiene un carácter dialéctico y se expresa
en la metáfora y la paradoja, en la ironía (p. 99).
El arte es hijo de la libertad y debe realizar la libertad. El hombre vive y ejercita esa
libertad en sociedad, luego la máxima obra de arte consiste en la libertad política: " […]
que para resolver en la experiencia el problema político, se precisa tomar el camino de lo
estético, porque a la libertad se llega por la belleza" (p. 101). Hay en Schiller
reminiscencias de la virtú renacentista, al estilo de Maquiavelo. Pero aquí no se trata de
describir el derecho del más fuerte, ni tampoco de legitimarlo. Por el contrario, se trata
de establecer el ideal, luchando contra la materia: " […] que el arte es hijo de la libertad y

98
recibe sus leyes de la necesidad de los espíritus, no de las imposiciones de la materia" (p.
100). Es preciso realizar el Estado moral (legalidad) saliendo del Estado de naturaleza
(fuerza). Pero la moralidad no debe destruir la naturaleza. Porque el hombre físico y
presente es el único real, y el que somos y tenemos, mientras que el moral es el ideal y
del futuro, y por tanto, problemático. El auténtico problema que se plantea es el del
tránsito y de la mediación: "La gran dificultad consiste, pues, en que la sociedad física no
debe cesar un solo momento de existir en el tiempo, mientras la sociedad moral se forma
en la idea; no es lícito poner en peligro la existencia del hombre por respeto a la dignidad
del hombre" (pp. 103-104). Esta idea es central en Schiller y determinante en el contraste
con los discursos sobre la dignidad del hombre que hemos analizado. La dignidad
humana consiste en que es un ser sensible y, por tanto, habitante del tiempo. El ser
humano aparece aquí como tiempo, y destruirle es destruir el tiempo, reduciéndole a uno
de sus modos, la futurición. Revalorización de lo sensible y del tiempo van unidos y sólo
se puede sacar y realizar el ideal desde lo real, potenciándolo. Lo real del ideal no está en
él mismo sino en cuanto que es ideal de lo real. De este modo nunca sustituye a lo real.
El problema que se plantea Schiller, problema moderno, es el de las mediaciones
entre los extremos que no los supriman: de la razón (unidad) y Naturaleza (multiplicidad),
lo subjetivo y lo objetivo, lo empírico y lo puro. Hay un principio de mediación,, pues "el
Estado representa en el corazón de los ciudadanos la humanidad pura y objetiva" (p.
107). El artista político debe conducirse de modo distinto al mecánico y plástico, para los
que la materia debe ser manipulada en función de un fin que les es ajeno. Pero aquí la
materia y el fin son lo mismo: el hombre. Schiller advierte, en definitiva, contra todo tipo
de totalitarismos y de astucias de la razón: "Por eso siempre será una prueba de
defectuosa educación que el carácter moral no pueda prevalecer sin sacrificar el carácter
natural, y muy imperfecta es la constitución política que sólo suprimiendo la multiplicidad
consigue establecer la unidad" (p. 106).
El análisis que hace Schiller de su época y de los medios para llevar a cabo esta tarea
constituye una auténtica "dialéctica de la Ilustración" y una crítica de la razón
instrumental. Se pregunta: "Nuestra época es ilustrada […] ¿Por qué, pues,
permanecemos en la barbarie" (p. 123). El remedio está en una prolongación del espíritu
de la Ilustración, del sapere aude. Y, además, entendido en los términos kantianos de
carácter. Si la tarea consiste en lograr estéticamente la libertad política, esto sólo será
posible si se dan las condiciones para ello. Ahora bien: el análisis que hace Schiller de la
situación en su momento tiene caracteres casi apocalípticos, entonces, ¿cómo es posible
que surja de ahí la nobleza de carácter y la cultura teórica? Schiller está planteando las
relaciones teoría-práxis de manera que supone un claro antecedente de Marx, y luego de
Marcuse (El hombre unidimensional): "habrá que alumbrar manantiales de cultura que
se mantengan frescos y puros en medio de la mayor podredumbre política' (p. 125).
Schiller diseña una auténtica estética de la resistencia, que luego tendrá su proyección en
Schopenhauer: "Vive con tu siglo pero no seas el juguete de tu siglo; da a tus
contemporáneos, no lo que ellos aplauden, sino lo que necesitan" (p. 128). Y este papel
de la cultura, de liberación a través de la belleza, en una estética de la resistencia será

99
nuevamente asumido y revisado por Peter Weiss.
El criterio para llevar a cabo esa transformación no puede estar basado en la
experiencia, porque no nos eleva de los hechos y nos hace prisioneros de ellos. La
fundamentación tiene que ser a priori y trascendental. Hay que llegar a un "concepto
racional, puro, de la belleza" […] "en el que la belleza tendrá que manifestarse como una
condición necesaria de la humanidad" (p. 134). Es el giro idealista que imprime Schiller a
la investigación. Es preciso, dice, salir de la realidad para conquistar la verdad.
A un nivel máximo de abstracción distingue Schiller ente lo permanente (la persona,
el yo) y lo que cambia, su estado, las determinaciones del yo. Sólo en un sujeto absoluto
se da la persona con todas sus determinaciones. La identidad a través de todos los
cambios la da la persona. El fundamento de ambos es distinto. Si la persona se
fundamenta en el estado entonces cambia, deja de ser persona. Si se fundamenta el
estado en la persona, entonces dejamos de ser finitos. Éste es un problema que viene ya
planteado desde Kant. Por eso prefiere la formulación de Fichte, al que no cita: "Nuestro
ser no se funda en que pensamos, queremos y sentimos, ni nuestro pensar, querer y
sentir se fundan en que somos. Nosotros somos porque somos; nosotros sentimos,
pensamos y queremos porque fuera de nosotros existe algo otro" (p. 135).
El fundamento de la personalidad es la libertad, es decir, ella misma, el ser absoluto,
mientras que el fundamento de lo mudable, de lo que no es sino que tiene que suceder es
el tiempo: "Sólo en cuanto que y mientras se transforma, existe el hombre; sólo en
cuanto que permanece inalterable es él quien existe" (p. 136). Conforme a esto, hay en el
hombre dos impulsos, que llevan consigo dos exigencias opuestas, el sensible o material
(materia es cambio, realidad que ocupa tiempo) que tiende a exteriorizar lo interno,
convirtiendo la forma en mundo, manifestando en la experiencia las disposiciones,
convirtiendo el mundo en fenómeno del yo; y el impulso formal, que tiende a dar forma
a todo lo externo, extirpando lo que hay de mundo en él, sometiendo la multiplicidad a la
unidad, aniquilando el tiempo, que es el suceder, pero creando también el tiempo porque,
"al hacer esta operación ya no estamos en el tiempo: es el tiempo el que está en nosotros,
con su serie inacabable. Ya no somos individuo: somos especie. Nuestro juicio es el juicio
de todos los espíritus; nuestro acto es la decisión de todos los corazones" (p. 142). O
como resume, el hombre "debe exteriorizar todo lo interno y dar forma a todo lo externo"
(p. 138).
Schiller matiza diciendo que aunque los impulsos y las tendencias planteen
exigencias opuestas no son sin embargo antagónicas. Y precisa que no se trata de
plantear las relaciones en términos de subordinación (en todo caso sería mutua), sino de
armonía, pues de lo contrario estaríamos ante un hombre escindido. No puede haber
materia sin forma y al revés. La discrepancia con la letra de la filosofía kantiana (no con
su espíritu, o ese Kant que podía haber sido) viene precisamente por el intento kantiano
de purificar la forma a costa de la materia contraponiendo razón y sensibilidad.
Gon diversas fórmulas que recuerdan variaciones musicales (analogía que él utiliza),
Schiller insiste en la no eliminación (por subordinación) de ambos impulsos. Propone,
más bien, una limitación mutua, o mejor, una colaboración entre ambos, una "acción

100
recíproca". Habla de que la belleza tiene dos efectos: distensor (mantener límites) e
intensificador (conservar a ambos en su fuerza). Esta, que es deseable, sólo tendrá lugar
cuando se alcance la integridad o totalidad de la existencia, es decir, la realización de su
ideal humano, de la humanidad. Pero este ideal es algo a lo que puede ir acercándose,
pero que no conseguirá. Schiller recibe aquí las aporías kantianas en torno a la idea/ ideal
de humanidad como algo que está en el hombre, pero que no es humano. El hombre está
definido por algo que no posee y que, al igual que en los Heroicos furores de Giordano
Bruno, debe perseguir. Pero se puede tener una intuición de esa idea, y, por tanto, del
propio destino, cuando hay una experiencia simultánea de esos dos impulsos, que es
materia y espíritu, o que "debe enfrentarse con un mundo, porque es persona; y debe ser
persona, porque tiene un mundo enfrente" (p. 148). El modo de enfrentarse, de dar
rienda suelta al impulso formal o al material, crea una dialéctica tensional que se equilibra
siempre en el mantenimiento y no supresión de lo contradictorio: es el impulso mediador
del juego, de la suspensión del tiempo en el tiempo. El objeto de ese impulso es la "figura
viva", la belleza.
Una belleza que recupera el goce de la apariencia, de lo pequeño, agradable, en el
libre juego de las facultades. Todo ello confluye en el sentimiento estético de la vida, de
la vida como arte o el arte de la vida en el que el ser humano alcanza su máxima plenitud
en el juego de (con) la belleza. Ese sentimiento es el de la unidad estética, en el que la
humanidad aparece como posible precisamente porque reúne y armoniza lo que hay en el
hombre, forma y materia, actividad y pasividad. ¿Y cómo se sabe por medio de la
experiencia, si hay belleza, es decir, cómo realiza ese ascenso la humanidad? El tránsito
se realiza de la realidad ordinaria a la estética cuando empieza a gozar de la apariencia,
cuando aparece la tendencia al adorno y al juego. Esta apariencia ni pretende representar
a la realidad ni necesita ser representada por la realidad. Se plantea así el tema de la
verdad en la estética de la apariencia. Pero aquí encontramos una interpretación
schilleriana de apariencia como el eidos, lo que Ortega y Gasset llamaba el "aroma ideal
de las cosas", y que tendrá luego un amplio desarrollo en el neokantismo. La apariencia
se sitúa, pues, en la dialéctica realidad-idea: " […] Al sentimiento estético puro; para este
sentimiento lo vivo no puede gustar sino como apariencia, lo real no puede agradar sino
como idea" (p. 205). El goce de la apariencia en el que consiste ese sentimiento estético
es un acto de libertad, ya que no tiene utilidad ni fin, no sirve para satisfacer necesidades.
Es una expresión de riqueza interior, de superabundancia. Por eso también el juego
aparece como contrapuesto al trabajo. El hombre juega cuando no está sujeto a la
coacción de la necesidad física ni tampoco a la moral. Es pues una necesidad que nace
interiormente, fruto de la posesión total del hombre de sí mismo, que genera una
actividad que se gasta sin fin, es decir, sin otro fin que ella misma. En ese sentido es un
verdadero acto de libertad.
Quien encarna ese impulso de juego es el alma noble: "Noble es, en general, todo
espíritu que posee el don de transformar el negocio más nimio y el objeto más pequeño
en un infinito, por el modo de tratarlo" (p. 186). Consiste en la elevación del objeto por
la impronta de la forma: en ese sentido añade algo superfluo al objeto, que es la

101
proyección de la riqueza interior del propio sujeto. Aunque Schiller reconoce que la
conducta sublime es más elevada que la noble, no por ello la preconiza. Por de pronto
hay una diferencia: "En lo sublime moral nos deja atónitos la victoria que el objeto
consigue sobre el hombre. En la nobleza nos llena de admiración el aliento que el hombre
sabe dar a los objetos" (p. 187). La propuesta de Schiller es sumamente interesante ya
que afirma que el hombre "debe aprender a desear más noblemente para no tener que
querer sublimemente '(p. 187). Es decir: que vence a la materia desde la materia,
potenciándola y prestándola atención. Y así, ésta no le saldrá como un todo amorfo y
amenazante, como lo que está enfrente, sobrepasando sus facultades, obligándole a
recurrir a la razón como facultad de lo suprasensible, como testimonio de una facultad
que vence a la materia, haciéndole presente una humanidad deshumanizada porque ha
sido a costa del objeto, y de la parte sensible suya. Que es, en definitiva, como Schiller
ve el sentimiento de lo sublime kantiano. Pero tampoco se pueden esconder afirmaciones
donde aparece el trasfondo de la filosofía de Fichte, y que entran en contradicción con su
estética, residuos de un kantismo que se prolongará hasta el neokantismo: "En una obra
de arte verdaderamente bella el contenido no debe hacer nada; la forma empero debe
hacerlo todo" […] "El verdadero secreto artístico del maestro consiste en esto: que él
destruya la materia mediante la forma"(p. 181). Se trata de un germen de concepción
del arte en que éste alcanza su máxima expresión en la aniquilación de lo real y
recuperación de lo ideal, como actividad dadora de sentido. Estas ambigüedades que
amenazan la unidad estética forman parte de las paradojas de la obra de arte, y llegan
hasta hoy siendo muestra de su tensionalidad oculta.
Sin embargo, la aspiración está ahí, en ese hombre escindido. Partiendo de este
estado, la armonía consigo mismo, y la libertad conquistada no contra lo demás o los
demás le introducen al hombre en un nuevo Estado. Junto al dinámico y al ético, está el
estético. En el que el hombre "aparece sólo como figura, como objeto del libre juego. La
ley fundamental de este Estado es dar libertad por medio de la libertad"(p. 214). Ya no
se trata de que "si la necesidad obliga al hombre a vivir en sociedad; si la razón imprime
en su alma principios sociales, sólo la belleza puede conceder al hombre un carácter
sociable" (ib.). Ciertamente, y como el propio Schiller reconoce, se trata de una utopía
del Estado, pero en todo caso de unos rasgos muy diferentes de la "insociable
sociabilidad humana" de Kant.

102
4
Fracturas de lo bello y de lo sublime

4.1. Una mediación estética imposible

La propuesta de Baumgarten, complementada con las Metacríticas, consistía en


incorporar de pleno derecho la sensibilidad al conocimiento. Este tema lo reelabora Kant
como problema, pues seguía habiendo dos fuentes de conocimiento, distintas y
contrapuestas, aunque complementarias sin que apareciera la relación entre ellas. Parece
haber encontrado en la primera Critica la facultad mediadora entre sensibilidad y
entendimiento: la imaginación. Pero también dice que su raíz es "desconocida" y al
proceso en el que tiene lugar su síntesis trascendental, el esquematismo, lo califica de
"oscuro". Por no hablar de los problemas entre las dos ediciones, el giro "realista" de la
última. Las dualidades quedan como irreconciliables: entendimiento y sensibilidad,
fenómeno y noúmeno, razón y experiencia, saber y fe. Pero también la esperanza de
mediación: no sólo se trata de la imaginación, sino también del objeto trascendental, y de
la fe racional.
¿Tiene lugar esta mediación en la Crítica de la razón práctica?. El primado de la
razón práctica, del deber ser, parece poder solucionar los problemas planteados en el
ámbito del ser. Pero las antinomias de la razón especulativa (la libertad) sólo son
resueltas con una nueva escisión: el hombre como habitante de dos mundos y poseedor
de dos naturalezas. El fundamento de la moralidad excluye a la sensibilidad y la felicidad,
aunque incluye a la primera dentro de su objeto, el Supremo Bien. No es el caso detallar
las aporías que presenta la Crítica de la razón práctica como consecuencia de esas
escisiones. Baste recordar cómo a la pregunta por la concreción del imperativo categórico
responde Kant diciendo que debemos tomar los mandatos divinos de la religión como
deberes morales. Pero luego sucede al revés en La Religión dentro de los límites de la
mera razón, provocándose el conflicto con la censura prusiana. La respuesta kantiana va
en la línea de lo establecido en la Respuesta a la pregunta, ¿Qué es Ilustración?
Nuevamente encontramos la contraposición entre lo que debe ser la Ilustración como
salida de una minoría de edad (ideal de una época ilustrada, en que ya se ha realizado) y
lo que es la Ilustración en el siglo XVIII (época de la Ilustración), el proceso de esa salida
que se encuentra con dificultades e imponderables. Algunos de ellos son los internos
mismos, como la distinción del uso público y privado de la razón, que se corresponden
con la de una libertad interior y exterior de raíz luterana. Se plantean los problemas de
una relación entre la teoría y la práxis, con primacía de la primera, y creencia todavía en

103
la existencia de un pensamiento superior (ese del que Finkielkraut anunció luego la
derrota). Pero, igualmente el conflicto entre Humanidad e individuo, que sigue sin
resolverse en la era de la técnica.
Queda planteada, pues, una contraposición máxima, que define la filosofía kantiana
como una filosofía de la tragedia, y de la que va a partir el pensamiento romántico e
idealista. Por una parte hay la necesidad de dar una respuesta a los intereses de la razón,
que encuentra unos límites irrebasables en su uso teórico, en el acercamiento de lo
sensible a lo suprasensible; y por otra la necesidad de realizar lo suprasensible en lo
sensible, mediante la libertad en el ejercicio de la moralidad. Tema que llega en pleno
romanticismo a las Cartas sobre el dogmatismo y criticismo de Schelling en discusión
con la filosofía de Spinoza. Los postulados de la razón práctica nos aseguran la
existencia, ya no problemática, aunque tampoco contradictoria de los intereses de la
razón (Dios, inmortalidad y libertad). Pero las ideas de la razón que los sustentan
(Infinito, Incondicionado), siguen estando fuera del campo del conocimiento, siguen
teniendo sólo un valor regulativo sin que se sepa cómo se realizan en lo sensible. Somos
libres, pero ¿cómo sentimos esa libertad, para saberlo, no sólo pensarlo?, ¿cómo
debemos ejercitarla? Se plantea el problema de la sensibilización de las Ideas, de los
ideales de la Razón.
Hay en la obra kantiana dos intentos generales de mediación, valorados de distinta
forma según los intérpretes: el Derecho y la Estética. El Derecho, con su legislación
externa, se manifiesta como la traducción concreta y la guía de acción de nuestra
legislación interna. Pero, esto siempre que ambas coincidan, que se respete la primacía
de la Etica sobre el Derecho. ¿Qué ocurre en caso de conflicto? ¿Cuál es el papel del
filósofo? Nuevamente aparecen las distinciones aludidas entre uso privado y público de la
razón que, más allá de su carácter aporético, revelan la escisión de dos tipos de hombre y
dos tipos de mundo.
La mediación estética kantiana se plantea entre las esferas de la naturaleza y de la
libertad (Kant, I . , 1977: 73). El entendimiento es legislador en el campo de la
naturaleza, la razón en el de la libertad. No se interfieren, pero tampoco constituyen una
unidad en el sujeto. El entendimiento presenta sus objetos en la intuición como
fenómenos; la razón, no en la intuición, sino en el concepto presenta la libertad como
cosa en sí. Al no haber intuición no hay tampoco conocimiento. Ninguno de los dos llega
al conocimiento de lo suprasensible. A éste le llama Kant "campo ilimitado" que es
preciso rellenar con ideas que sólo tienen un valor práctico.
Kant plantea con toda claridad el problema: establecidas así las esferas, parece que
se abre "un abismo infranqueable" entre ellas, y no hay un tránsito entre ambas como si
se tratara de dos mundos distintos. Ahora bien, es cierto que en un uso teórico no hay un
paso del mundo sensible al suprasensible; pero sí debe haberle del suprasensible al
sensible: porque debe realizarse la libertad en la naturaleza, porque tiene que haber un
fundamento de concordancia entre las leyes de la naturaleza y los fines de la libertad. Es
el postulado del primado de la razón práctica. Pero entonces piénsese que la negativa
kantiana a dar un estatuto teórico a la voluntad quedará refutada en la estética romántica,

104
precisamente para cumplir esa misma exigencia kantiana.
Obsérvese que no hay sólo una necesidad de "sistema", sino también de tránsito,
pues la razón no puede quedar "bloqueada" en sus usos. Ese proceso consiste en una
sensibilización (aisthesis) que en el romanticismo se traduce en el proyecto de una nueva
mitología que preconiza la unidad de naturaleza y espíritu. En Kant, el juicio sólo puede
cumplir su papel de mediación si proporciona ese concepto intermediario que facilita el
tránsito. Que el juicio ha tenido siempre un papel mediador en Kant es conocido: en la
Crítica de la razón pura lleva la intuición a concepto, y también hace posible después la
relación teoría-práxis. De la misma forma que el entendimiento prescribe leyes generales
a la naturaleza, hay que suponer un entendimiento (aunque no sea el nuestro) que haya
dado unidad a las leyes empíricas particulares, según las cuales el juicio reflexionante
tiene una experiencia de la naturaleza. Éste sigue siendo el punto clave señalado antes, y
uno de los mayores problemas para una fundamentación de la estética hoy desde un
punto de vista estrictamente kantiano. Se ha subrayado (ya desde la Introducción a la
Crítica de la razón pura) que Kant analiza el conocimiento humano finito, a diferencia
de modelos anteriores, pero ciertamente sigue en ese contexto onto-teo-lógico en el que
sin Dios no hay experiencia ni esperanza. Es decir que el tratamiento kantiano supone la
existencia de un entendimiento arquetípico (divino) y otro ectípico (humano). Pero es
preciso subrayar que el segundo está en función del primero. Y que no anda
descaminado Feuerbach cuando afirma en sus Principios de una filosofía del futuro que
Dios es el auténtico idealista. También señala con gran agudeza la paradoja de que en
Kant lo que es verdadero (fenómeno) no es real (cosas en sí), y que lo real no es
verdadero. Ahí es donde puede incidir el tema del ficcionalismo estético kantiano.
El juicio reflexionante sólo es posible si se supone una finalidad en la naturaleza. Si
tuviera un principio general, y una unidad propias, sería determinante, pero para poder
ascender de lo particular a lo universal debe suponerlas, por eso su principio es
trascendental, es decir que trasciende a la experiencia, a la vez que la fundamenta y
reordena. Porque la naturaleza nos presenta algo particular, vario, en la percepción, que
necesita ser subsumido en algo universal para ser conocido. El juicio no puede
prescribirle leyes, determinarlo, tan sólo actuar como si la legislación de la naturaleza
actuara bajo esa diversidad, permitiendo el reconocimiento de la universalidad (p. 268).
Pero es una suposición, algo subjetivo, contingente, que forma parte, sin embargo, de
dos pilares básicos de la modernidad: el orden del conocimiento como orden de lo real,
pues con tal de seguir un método hay una adecuación entre nuestras facultades y lo
cognoscible, un auténtico postulado que forma parte del optimismo moderno, basado en
la creencia creacionista.
Lo que hay de subjetivo en el conocimiento no es la validez lógica, sino la "cualidad
estética", aisthesis, sensación. Es decir, el sentimiento de placer y dolor que acompaña al
conocimiento sin que ello suponga un conocimiento del objeto. El sentimiento de placer
nace cuando la imaginación (como facultad de las intuiciones) se pone en concordancia
con el entendimiento (como facultad de los conceptos), y entonces el objeto es
considerado como final para el juicio reflexionante. Este es el juicio estético. Su principio

105
es la finalidad subjetiva. La forma del objeto se puede poner en relación con las
facultades de conocimiento (antes de un concepto, finalidad subjetiva) o con la
posibilidad del objeto mismo determinada por el concepto y la razón (finalidad objetiva).
Es la diferencia entre juicios estéticos y teleología que configura las dos partes en que se
divide la Crítica del juicio.
El camino de la analogía entre belleza y moralidad se plantea con la analogía entre
facultades, entre el juicio estético y el juicio intelectual. Los dos, el uno sin conceptos, el
otro con ellos, al juzgar sobre formas o sobre máximas producen una satisfacción, no
fundada en interés, aunque lo producen, y la representan de tal forma, es decir, a priori,
que la hacen extensiva a la humanidad. El fundamento de esa analogía está, por una
parte en el interés de la razón,y por otra en la finalidad de la naturaleza; en que haya una
concordancia entre las intenciones (manifiestas) de la razón y las intenciones (ocultas) de
la naturaleza, entre nuestra satisfacción (necesaria para poder realizar las ideas de la
razón) y los productos de la naturaleza. Esa satisfacción, dice Kant, la conocemos a
priori como una ley, pero no tenemos pruebas. Y habría que añadir que se trata de un
factum como el caso de la ley moral.
Pero habría que buscar -continúa Kant- aquellas manifestaciones naturales en que se
muestre esta concordancia de manera espontánea. Y ahí es nuevamente donde el arte
cumple su papel de sensibilización, de visualización, de esa estructura armónica y moral
del universo que fundamentará y mostrará en último lugar la teleología.
Pero ¿qué tipo de arte? Tiene que ser un arte natural, pues de lo contrario no tendría
lugar esta espontánea conjunción. Es el arte que encontramos en la naturaleza, en su
producto, la belleza natural. No vale para Kant ni el arte que imita la naturaleza, pues es
un engaño, ni tampoco el arte del adorno, que es propio del rococó y opuesto al clasicista
kantiano. Además -y para su tesisno hay una garantía de que los artistas (en este sentido)
sean o tengan siempre inclinaciones virtuosas. Más bien, habría que decir, el frecuente
trato con lo sensible les puede apartar de ello, pues no se quedan con las formas sino con
las sensaciones (color). Se ve pues el paralelismo con la moral ya que se rechaza la
materia para quedarse con la forma. El interés en las formas bellas de la naturaleza, no
en sus encantos, en la forma de sus productos y la satisfacción por su mera existencia,
revela para Kant, es el signo distintivo, de un alma buena.
Pero no se trata solamente de eso. Kant va más lejos en la analogía. Reconoce que
"ese interés inmediato en lo bello de la naturaleza no es realmente ordinario", sino propio
de aquellos que tienen ya una formación moral o están predispuestos a adquirirla. Porque
esa admiración de la belleza natural no es casual, responde a una intención de la
naturaleza, a una finalidad sin fin, no advertible en lo exterior sino en el interior del
hombre, en lo que constituye el fin de su existencia, en su determinación moral, tal como
lo revelará la Teleología.
Recapitulando, se puede establecer lo siguiente. La belleza natural de que nos habla
Kant no es, a diferencia de los planteamientos de la estética sensualista, algo que tenga su
fundamento en impresiones sensoriales. Requiere ver formas, lo que supone un carácter
a priori No es una belleza natural en el sentido de que surja del contacto espontáneo con

106
la naturaleza: ni el buen salvaje de Rousseau, ni tampoco los campesinos, que con
frecuencia no reparan ni en las formas ni en los encantos. No es una belleza pastoril, al
estilo del artificio imitativo rococó.
Se trata de una belleza natural, y tal como se interpreta esta palabra en esta corriente
de la Ilustración (no es la Ilustración popular de Herder, Mendelssohn), se trata de una
belleza natural "racional", es decir, estructurada conforme a un fin (el ejemplo de la
estatuaria antigua es significativo). Fin que nos revela una Teleología que se fundamenta
en una Teología. Esta visión optimista se quiebra en la Teoría Estética de Adorno. No es
posible la admisión de una Teleología basada en una Teología después de Auschwitz. Por
eso la belleza de la naturaleza es una belleza dañada. A ello se añade la transformación
del concepto romántico y adánico de la naturaleza mediante la industria, como ya puso
de manifiesto el marxismo. También la dialéctica entre belleza natural y belleza artística,
que introduce la cosificación. Y finalmente la dialéctica entre trascendencia e inmanencia
como trascendencia de la inmanencia. Conforme a ello, y al espíritu de la Ilustración, es
preciso una educación para poder percibirla. Se abre así una línea en estética que va
desde Kant al romanticismo, al idealismo y la fenomenología. Se trata de un "ver" sin
prejuicios, pero dirigido, y que está fundamentado en un modo de existencia, que sigue
siendo tan abstracta como la kantiana por más que se llame ahora "auténtica" (o
precisamente por eso).
Además, la belleza natural es el modelo de la belleza artística. Afirma Kant que si el
arte no debe imitar a la naturaleza sí que debe parecerse a ella. En el desarrollo de esta
tesis encontramos nuevamente la frontera tan difusa entre clasicismo y primer
romanticismo: "La naturaleza era bella cuando al mismo tiempo parecía ser arte, y el arte
no puede llamarse bello más que cuando, teniendo nosotros consciencia de que es arte,
sin embargo, parece naturaleza" (p. 212). Es decir, cuando la naturaleza en virtud de la
finalidad parecía estar sujeta a reglas, y ahora el arte se parece a ella en la medida en que
ha seguido "con toda precisión" sus reglas, pero "sin esfuerzo", sin que se note la escuela.
El medio cómo la naturaleza da las reglas al arte es el genio, el verdadero intermediario
entre ambos; es talento innato que crea inconscientemente, sin modelos, ya que él es el
modelo a seguir; que no es capaz de comunicar las reglas, porque no tienen una
formulación conceptual y que sólo captan los discípulos, aquellos que siguen su escuela.
El arte bello es el arte del genio. Pero el jui​cio de gusto depende de los críticos.
Esta teoría kantiana del genio, tímida en cuanto a su desarrollo, y con unos ciertos
límites por parte del gusto (Kant prefiere que se pongan límites a la imaginación en vez
de al juicio en caso de conflicto; al creador y no tanto al crítico, al gusto), tiene honda
repercusión: así las tesis desarrolladas por Schelling en el Sistema del idealismo
trascendental, la aristocracia de la naturaleza en Schopenhauer (Die Welt als Wille und
Vorstellung, III § 36), o la presencia en Nietzsche (El origen de la tragedia). La
importancia de la misma estriba en que el genio es el supremo mediador, que no está
sujeto a reglas, sino que las crea, que es la manifestación de la íntima armonía entre
naturaleza y espíritu. La absolutización de esta tesis lleva al final del primado de la razón
práctica en sentido kantiano, para ser expresión de la libertad más radical, y en cuanto

107
tal, no sujeta a imperativos categóricos, ni a la segunda formulación del mismo. Producto
de la espontaneidad de la naturaleza y el espíritu, no estaría sujeto a ninguna ética, sino
que, por el contrario, fundaría un nuevo ethos. El genio ético es amoral en Nietzsche. Y
según Schlegel: "Deberíamos exigir genio a todos, pero sin esperarlo. Un kantiano
llamaría a esto el imperativo categórico de la genialidad".
La exposición definitiva de la analogía de la belleza como símbolo de la moralidad se
abre en Kant con las antinomias del juicio de gusto. Es interesante subrayar los
paralelismos y la clave. Lo suprasensible constituye el campo de los intereses de la razón,
y a él debe acudir siempre para ponerse de acuerdo en sus usos, para buscar una
concordancia entre las facultades. La pretensión de universalidad del juicio de gusto se
basa en el concepto de lo suprasensible de la razón. Es un concepto indeterminado que
no da conocimiento del objeto, del substrato suprasensible de la humanidad. Las ideas
estéticas están basadas pues en las ideas de la razón. Las primeras son la representación
inexponible de la imaginación; las segundas son los conceptos indemostrables de razón.
Entendiendo por exponer: que el objeto sea dado en la intuición; por demostrar: hacer
intuible un concepto. El genio como depositario de las ideas estéticas es quien manifiesta
en su obra creadora esa irrupción de lo suprasensible en lo sensible.
El gusto, dice Kant, "en el fondo, es una facultad de juzgar la sensibilización de las
ideas morales" (p. 265, cursiva nuestra). El ámbito de lo suprasensible es el de razón
práctica, que lo descubre con sus postulados. Si no era posible en el uso teorético el
acercamiento, es preciso realizar moralmente lo suprasensible, lo que significa su
sensibilización. La belleza, en la obra creadora del genio, y en el juicio de gusto vemos
que hace lo mismo. El mejor ejemplo se encuentra en el uso del lenguaje y las metáforas
que cita el propio Kant, donde se da continuamente una trasposición de los lenguajes
ético y estético. El entrecruzamiento de ambos lenguajes tiene lugar en el proceder
simbólico. Se trata de exponer lo suprasensible: toda exposición requiere de la intuición y
ésta es o esquemática o simbólica. El pensamiento simbólico consiste en trasponer la
reflexión de un objeto de la reflexión a un concepto completamente distinto al que quizás
no pueda corresponderá nunca una intuición. De este modo se sensibilizan las ideas
morales, pero también se elevan sobre lo sensible las ideas estéticas.
El Programa sistemático más antiguo del idealismo alemán se hace eco de esta
intención kantiana (pp. 250-262), yendo más lejos de él: "Estoy ahora convencido de que
el acto supremo de la razón, al abarcar todas las ideas, es un acto estético, y que la
verdad y la bondad se ven hermanadas sólo en la belleza. El filósofo tiene que poseer
tanta fuerza estética como el poeta". Es preciso crear una nueva mitología de la razón,
que consiste en transformar las ideas en ideas estéticas, pues de lo contrario no tendrían
interés para el pueblo; pero a su vez hay que hacer que la mitología (estética) sea
racional, para que la filosofía no tenga que avergonzarse de ella.
Este programa tiene en cuenta las dicotomías, antinomias e intentos de mediación
kantianos e intenta solucionar la división y el precario equilibrio mediante el predominio
estético. Los usos de la razón se revelan irreconciliables tal como los ha planteado Kant,
al igual que la división de las ciencias, y la creación estética se pone como modelo de la

108
filosófica, en la propuesta de una nueva mitología. Falta un elemento, que ya hemos
señalado, y es el papel decisivo de lo sublime en esta evolución. Pero la postura kantiana
es mucho más matizada y ahonda más, si cabe, en la división, por lo que se habla de
simbolismo, de analogía, pero no de identidad. Assunto observa certeramente: "La
preocupación constante de Kant es, en definitiva, interrumpir la continuidad entre lo
"bello" y lo "placentero" que tanto el empirismo como la estética de la gracia se habían
empeñado por todos los medios en consagrar (Assunto, R., 1989: 101). Hay en Kant un
doble referente en su teoría de lo bello: su posición contra Burke (placentero) y contra
Baumgarten (perfección) (p. 93). Se trata de la oposición entre dos modelos de éticas y
de estéticas (pp. 97-99).

4.2. La mitología de la razón

Leemos: "El acto supremo de la razón… es un acto estético" [y] "la filosofía del
espíritu es una filosofía estética". Estas frases sacadas de El programa sistemático más
antiguo del idealismo alemán (¿invierno 1796/97?), significan una culminación del
concepto de experiencia estética en el primer romanticismo. Su dudosa paternidad, entre
Hölderlin, Schelling o Hegel, todavía abona más esa matriz común de los amigos del
Seminario de Tübingen, en paralelo al inicio de la filosofía del idealismo absoluto que
está propiciando Fichte. El pequeño fragmento permite recuperar el suelo de pensamiento
de ese romanticismo. Como ya hemos señalado, es de raigambre kantiana, y va
directamente al núcleo de la filosofía kantiana, al primado de la razón práctica, a la
libertad. La idea central, el punto de partida, tal como aparece en las cartas de Hölderlin
y Schelling a Hegel, es el Yo como ser absolutamente libre. Como en el caso de Schiller,
el inicio y meta es la libertad y se trata de realizarla, de llegar a ella por medio de la
belleza. Y junto a la idea del Yo, la de un mundo, creado a partir de la nada. El mundo es
una creación del Yo. El problema de la existencia del mundo antes insoluble a nivel
teórico alcanza aquí una solución a nivel práctico: ¿Cómo ha de estar formado un mundo
para un ser moral?, se preguntan. Éste es el tema. Y la respuesta conforma el ethos de lo
estético.
La diferencia con Schiller viene dada por una conciencia más aguda del punto de
partida y de los modelos, llevando a una confrontación del ideal de la humanidad frente
al Estado. El trasfondo político es claro: la situación de Alemania en que la fragmentación
(La "Nación dividida") choca con la nostalgia de la idea medieval de Imperio. Y, por otra
parte, el modelo de la Revolución francesa, en cuyo honor plantan los amigos del
Seminario un árbol a las afueras de Tübingen. Posteriormente, el régimen del terror con
Robespierre los apartará de ese ideal hacia posiciones conservadoras. Como hemos visto
antes (cap. 1), para O. Maquard (y le sigue Jauss) sería este trasfondo político un
ejemplo clave de la teoría compensatoria del arte: la frustración política quedaría
sublimada en la huida estética. En todo caso hay siempre una constante: para ellos, el

109
Estado no es la realización del ideal, sino su obstáculo. El Estado no es tomado en
sentido schilleriano, sino fácticamente, como concreción de una estrategia política. La
idea de Estado va a ser reemplazada por la de sociedad, muy en el sentido fichteano de
Lecciones sobre el destino del sabio. Con lo que se plantea una opción realmente
interesante que combina el nacionalismo y cosmopolitismo separando cultura alemana de
realidad política alemana. Éste es el germen del famoso "pueblo de los pensadores y
poetas", que luego será objeto de una utilización política no prevista en su origen.
Pero esta unidad en la idea de belleza propuesta adquiere un carácter totalizador:
"Finalmente, la idea que unifica a todas las otras, la idea de la belleza, tomando la
palabra en un sentido platónico superior. Estoy ahora convencido de que el acto supremo
de la razón, al abarcar todas las ideas, es un acto estético, y que la verdad y la bondad se
ven hermanadas sólo en la belleza. El filósofo tiene que poseer tanta fuerza estética
como el poeta. Los hombres sin sentido estético son nuestros filósofos ortodoxos. La
filosofía del espíritu es una filosofía estética. No se puede ser ingenioso, incluso es
imposible razonar ingeniosamente sobre la historia, sin sentido estético". Estamos ante
una propuesta de obra de arte total, ya que las artes quedan reducidas a la poesía: "La
poesía recibe así una dignidad superior y será al fin lo que era el comienzo: la maestra de
la humanidad; porque ya no hay filosofía ni historia, únicamente la poesía sobrevivirá a
todas las ciencias y artes restantes".
Esta propuesta del Programa tendrá una fundamentación teórica acabada en el
Sistema del idealismo trascendental de Schelling, y más tarde vuelve a aparecer en
estéticas del siglo XX como es el caso de Heidegger. Pero aquí se sigue con el programa
de la sensibilización de las ideas que ya hemos visto en las estéticas de inspiración
platónica. Y lo hacen reclamando una mitología de la razón en que las ideas se
transformen en ideas estéticas, es decir, mitológicas, en que la mitología se ha de volver
filosófica para hacer razonable al pueblo, y la filosofía ha de convertirse en mitología
para hacer sensibles a los filósofos. En esto consiste la realización social del ideal de
humanidad. En todo este proceso que venimos analizando la experiencia estética tiene un
claro carácter emancipador, aun cuando sea problemático por una noción de humanidad
de la que queda excluido el individuo. El problema es la prueba que sufre al relacionarse
con una nueva mitología, ahora en el romanticismo, y que se continúa en las estéticas de
lo originario del siglo XX.
Las relaciones entre mitología y poesía son tratadas por F. Schlegel en su Alocución
sobre la mitología (1800). Afirma que el estado negativo actual de la poesía se debe,
dice Schlegel, a que "no tenemos mitología" (Schlegel, E, 1987: 199). Pero no se trata
simplemente de volver a la antigua, que parte de lo sensible, y exterior, sino que es
preciso extraerla del interior del hombre, porque (y es notable el uso de la palabra
"moderno"): "Elaborar desde el interior, esto debe hacer el escritor moderno" (ib.). En
otras palabras: "La nueva mitología, por el contrario, ha de surgir de las profundidades
más hondas del espíritu; debe ser la más artificiosa de las obras de arte, pues debe
contenerlas todas, ser un lecho nuevo y un recipiente para el manantial antiguo y eterno
de la poesía, ser incluso el poema infinito que guarda las semillas de todos los poemas"

110
(pp. 199-200). La conquista del espacio interior es para Schlegel la gran tarea de ese
fenómeno de la época llamado idealismo. Éste consiste básicamente en el proceso de
autodeterminación, es decir, en el proceso de salida y vuelta del espíritu hacia sí mismo.
Esta idea es básica en el Romanticismo y el Idealismo, y se enmarca dentro de las
relaciones entre lo finito y lo infinito. Sin embargo, hay dos fases claramente
diferenciadas, que divide la fecha de 1800. El optimismo del primer romanticismo deja
paso al sufrimiento y la melancolía. Los cuadros de Caspar Friedrich lo reflejan bien. Y
Schelling habla de una "Ilíada" y de una "Odisea" del Espíritu, destacando ya en estos
mismos títulos el elemento mitológico.
El Idealismo debe incorporar al Realismo, puesto que es un camino de ida y vuelta;
la Física debe ser también mitología. La belleza para Schlegel es el caos, que penetrado
por el amor y la fantasía hace saltar las leyes de la razón y crea una nueva armonía: es la
armonía de lo real con lo ideal en la poesía. La poesía es entonces el reflejo de la
divinidad en el ser humano, y el preludio de una nueva Edad de oro. Es la "visión ideal
de las cosas", de esa unión entre historia y naturaleza que confluye en una "historia
natural", verdadera expresión de esa mitología. El arte imita y construye esa historia:
"Todos los juegos sagrados del arte son sólo lejanas imitaciones del juego infinito del
mundo, de la obra de arte en sempiterno devenir […] . En otras palabras: toda belleza es
alegoría. Lo más alto, por ser inefable, sólo puede ser expresado alegóricamente" (p.
205). Los juegos del arte son los juegos del mundo. Aquí resuena toda una tradición
desde Cusa (implicatio y explicatio), a Bóhme, Bruno, Spinoza y se prolonga en
proyectos como la historia natural de Adorno, Benjamín, Lukács.
Resuena de nuevo en Novalis, en Los discípulos en Sais. El punto de partida es ese
Yo al que se refiere toda la atención. Pero si en Hume era un haz de percepciones, aquí
es el maravilloso juego de las mismas: "Altamente notable es que el hombre sólo en ese
juego descubra su peculiaridad, su específica libertad, y que le parezca como si
despertara de un profundo sueño, como si sólo ahora estuviera en casa en el mundo, y
sólo ahora se propague la luz del día en su mundo interior". Es uno de los fragmentos
que mejor resumen el proyecto estético de Novalis. Recibe el nombre de "poesía
trascendental", mostrando con ello su raigambre primera en Kant y Fichte, pero yendo
más lejos, pues de lo que se trata aquí es de "levantar el velo de Isis", un desvelar (en
sentido preheideggeriano) la naturaleza, como un poiein: "Para comprender la
Naturaleza, hay que hacerla surgir interiormente en todo su despliegue". Y ése es
precisamente el "don del historiador de la naturaleza". Es el despliegue de la
interiorización, pero no de la autoconciencia en sentido idealista racionalista. Es el
proceso por el que se instaura el juego del mundo, y el hombre está en su casa, porque
surge como tal hombre en ese juego. Esto, el hacer habitable el mundo, es el verdadero
sentido del poiein. Para ello es necesario comunicar con la naturaleza por medio de
aquello por lo que somos naturaleza, el cuerpo, " […] y así es la naturaleza aquella
maravillosa comunidad en la que nos introduce nuestro cuerpo y que llegamos a conocer
por sus disposiciones y capacidades". El cuerpo es así el elemento básico. En ese juego
de las sensaciones e impresiones todo es cifra de la naturaleza y el proceso de

111
interiorización es una verdadera lectura, hermenéutica de la naturaleza. Y es el visionario,
el poeta (poiesis) quien encarna la actividad contemplativa y sensitiva. Por medio de la
fantasía, que deja de ser algo frivolo e inexacto, para convertirse en el verdadero órgano
de esa Historia natural. La fantasía procede por mimesis: la naturaleza es cuerpo y
espíritu, es decir, un igual. El diálogo es el de la relación yo-tú. En este maravilloso texto
se compendia su teoría del cuerpo como lenguaje de la Naturaleza: "¿No expresa toda la
Naturaleza tan adecuadamente como el rostro y los gestos, el pulso y los colores, el
estado de aquel ser superior, maravilloso, al que llamamos hombre? ¿No se convierte la
roca en un propio Tú cuando le dirijo la palabra? ¿Y qué otra cosa soy yo que el torrente
cuando miro melancólico sus ondas y pierdo los pensamientos en su deslizarse?".
Y continúa con una descripción donde claramente aparecen los límites de la opción
de lo bello sobre lo sublime: "Sólo un espíritu sereno, voluptuoso, comprenderá el mundo
de las plantas; sólo un niño alegre o un ser primitivo, los animales. Si alguien comprendió
las piedras y los astros, no lo sé, pero ciertamente que tiene que haber sido aquél un ser
sublime. Sólo en aquellas estatuas que nos restan del desaparecido tiempo de la
magnificencia del género humano luce un tal espíritu profundo, una tal extraña
comprensión del mundo pétreo, y recubre al inteligente contemplador con una corteza de
piedra, que parece crecer hacia dentro. Lo sublime actúa petrificando y por eso no nos
está permitido maravillarnos ante lo sublime de la Naturaleza y sus efectos, o no saber
dónde haya que buscarlo. ¿No se habrá convertido en piedra la Naturaleza ante la
visión de Dios? ¿O de horror ante la llegada del hombre?" (cursiva, nuestra). La
aplicación a toda la paisajística de lo sublime se desprende de ello. Y también a toda su
teoría sobre el significado de las estatuas en De Chirico. Este pasaje es buen ejemplo de
lo que observa R. Argullol: "La introducción del sentimiento de lo sublime en la
conciencia del arte' europeo —ya que no en el arte, pues en éste está implícito desde el
Renacimiento- socava la supuesta armonía entre la naturaleza y el hombre, base de la
idealidad clásica, al tiempo que plantea la irresuelta disyuntiva de la subjetividad
moderna" (Argullol, R., 1987: 84).

4.3. La imaginación escindida: lo bello y lo sublime

Como hemos ido mostrando, la imaginación es la facultad estética por excelencia en


la modernidad: de conocimiento y de placer. Cuando la imaginación "juega", o tiene lugar
el libre juego de las facultades, entonces hay una conciencia armónica del hombre, pero
hay otras estéticas donde la imaginación se escinde, se afirma y se niega, en los
sentimientos de lo bello y de lo sublime. Y también es preciso considerar los dos
tratamientos del tema en la estética inglesa y alemana a los que ya hemos aludido. Se
trata de integrar, pero no necesariamente de asumir los planteamientos o las soluciones
ahí propuestos Se recuerda que la recuperación de la Estética trascendental kantiana pasa
por la estética inglesa, Baumgarten, las Metacríticas y las correcciones de Schiller, ya

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expuestas y completadas a lo largo de este capítulo. La diferencia con posturas como las
de Lyotard (claramente descontextualizadoras) queda así meridianamente clara. Por el
contrario, la constatación de que a final de la modernidad, en Kant, la mediación estética
es imposible en los términos explícitos realizados lleva a replantear todo el proyecto
estético desde una teoría de la sensibilidad, más allá de la analítica de lo bello y lo
sublime. Para mostrarlo, para explicar las opciones es preciso explicar el camino
recorrido.
En la última parte del siglo XX, y especialmente con motivo del bicentenario de la
Crítica del juicio de Kant, ha tenido lugar toda una reivindicación de lo sublime
kantiano, entre otras razones para mostrar la posible continuidad entre la posmodernidad
con la modernidad estética de Kant, así en el caso de Lyotard. Leemos en un volumen
colectivo: "Podría pensarse que nuestra época descubre de nuevo lo sublime, su nombre,
su concepto o sus problemas. Por supuesto, no hay nada de eso, pues jamás se vuelve a
nada en la historia. No volvemos a lo sublime, más bien venimos de ahí" (Nancy, J. L.,
1988: 7). Los editores han puesto una cita previa muy significativa, que nos enlaza con la
estética del siglo XX: " Un ser más allá de toda belleza, lo sublime" (Benjamín). ¿Qué
significa ese "más allá"?
Kant ha establecido unas diferencias entre lo bello y lo sublime. Tanto en el juicio
estético de lo bello como de lo sublime, se trata de dos juicios particulares con pretensión
de universalidad. Pero lo bello se refiere a la forma del objeto, mientras que lo sublime
puede encontrarse en objetos sin forma, ilimitados, que pretenden pensarse, sin embargo,
como una totalidad. El uno se refiere pues a la cualidad, pero el otro a la cantidad; en
uno el placer surge directamente, en el otro indirectamente; lo bello es la exposición de
un concepto indeterminado del entendimiento, lo sublime de la razón. La diferencia más
importante: en lo bello el sentimiento nace de la concordancia de facultades, pero el de lo
sublime parece nacer de una violencia de esas facultades y de una inadecuación entre la
finalidad de la naturaleza y ellas. Por eso, aunque se puede hablar de una belleza natural,
no se debe decir que un objeto natural es sublime. La belleza natural, independiente de
nosotros, nos revela una naturaleza sometida a reglas y leyes como en un sistema. Pero
en lo sublime es precisamente lo contrario lo que despierta el sentimiento: es su grandeza
(sublime matemático) o su fuerza (sublime dinámico), en definitiva su desmesura y su
aparente salirse de esas reglas.

4.3.1. Paradojas y tensiones de lo sublime en Kant

Como es sabido, Burke influye decisivamente en Kant. Se han puesto de manifiesto


las diferencias. Pero lo que interesa aquí no es incidir en ellas, sino en algo más
profundo: la diversidad de opciones. Se trata de una opción antropológica distinta, en que
la estética tiene una dimensión ética. En Kant la analítica de lo sublime tiene una raíz
ética fundamental, está destinada a fundamentar una de las posibles direcciones de su

113
obra, que no es la única, pero sí explícitamente respaldada por él. Y aquí la imaginación
juega nuevamente un papel fundamental. Porque mientras el sentimiento de lo bello tiene
lugar en el juego de la facultades, aquí, en lo sublime, se trata de una suspensión de las
mismas, en que fracasa la imaginación en su papel mediador y triunfa la razón.
Porque lo sublime es una situación límite en que se pretende pensar un objeto no
esquematizable como totalidad. Estas situaciones son frecuentes en la filosofía kantiana:
lo ilimitado, en este caso del objeto sensible, tiene su paralelo en la imposibilidad de
objetivar el sujeto y objeto trascendentales (también lo incondicionado), necesarios para
fundamentar la experiencia, pero inasequibles a ella. Como señala finamente Hegel, Kant
ha establecido siempre los límites desde fuera de ellos, la mesura desde la desmesura. No
se puede responder a la pregunta por el sujeto y objeto trascendentales porque es
imposible formularla, al carecer de una representación que permitiera su exposición
lingüística. Quedan como algo vacío, una X dice Kant, una nada añade Heidegger, desde
la que pensar los entes, una identidad desde la que surge la diferencia. No se puede
hablar de ellos y, sin embargo, se habla. Se puede porque se debe, y los intereses de la
Razón fuerzan las facultades humanas haciendo que el conocimiento ectípico invada el
arquetípico, sin que por ello amplíe su campo, aunque basta con la ilusión.
En las situaciones límite del conocimiento, el hombre se descubre como ser
fronterizo y escindido en una búsqueda de la autenticidad que se afirma como cotidiana
(como "conforme a la naturaleza humana") merced al factum de la Razón. Pero en la
ética, en la que el quiero somete el deseo al debo, se apunta una necesidad de
reconciliación. Porque si la felicidad -como señala Kant- no puede ser fundamento de la
ética, por ser cosa de la imaginación, tampoco debe ser ajena a ella, y figura como uno
de los componentes, bien que lejano en su consecución, del Supremo Bien. Éste, como
totalidad pensada, pero no conocida, debe de alguna manera poder ser representado. Lo
sensible reclama su derecho a participar en los beneficios de la empresa de la Razón, y
pide un anticipo. Éste es el papel que cumple la estética de lo sublime, donde se
sensibiliza, en el sacrificio de la imaginación, la idea de lo suprasensible y la ilusión
trascendental se hace brevemente realidad.
El sentimiento de lo sublime es la experiencia límite kantiana de la totalidad; es la
vivencia de la finitud, de la limitación del individuo y de su infinitud como ser humano.
La naturaleza es sentida como un todo, ya sea en su magnitud o en su fuerza; deja de ser
un fragmento, algo sujeto a leyes, cognoscible y, por tanto, dominable; no puede ser
objetivada fenoménicamente, pues significa la irrupción de lo nouménico en nuestra
sensibilidad y facultades. Al mismo tiempo que se nos ofrece como fundamento, por
reunirse aquello a lo que aspira el conocimiento, se nos sustrae como abismo al no
encontrar su finalidad, es decir, su adecuación con nuestras facultades. La totalidad que
se oferta es bajo el signo de la gratuidad, de la desproporción y el despropósito, creando,
por ello, la fascinación ante la inesperada presencia de lo buscado, y el sentimiento de
una vaga amenaza porque aquello que se da excede y se escapa a nuestra capacidad de
recepción. Reflejar esto, sin destruirse, es el reto y la paradoja que subyace y alimenta la
exposición kantiana del sentimiento de lo sublime. Se mezclan la lógica del concepto y la

114
lógica de la ficción poética (Cfr. § 53 de la Crítica del juicio) tensándose el lenguaje
hasta los límites del decir.
Todo ello da como resultado un texto ambiguo en el que la lógica de la verdad se
convierte y se sustenta en la lógica de lo verosímil, donde Kant dice lo que quiere y cree,
pero no en el modo en que debe. La fe estética se tensa para dar cobijo a los intereses de
la fe racional, pero sacrificando sus facultades. El sentimiento que produce es de
fascinación, pero también de incomodidad: no se puede -afirma Kant- llamar sublime a la
naturaleza, pero lo hace reiteradamente, e igualmente lo aplica al Supremo Ser; se
distingue entre lo sublime matemático y dinámico, pero al final se mezclan y confunden
los análisis, contribuyendo a la confusión habitual en los intérpretes que globalizan el
primero en el segundo; en la caracterización de lo sublime como "placer negativo"
confunde Kant aquello que había procurado separar, a saber, la génesis del sentimiento
con el sentimiento propiamente dicho, es decir, como término de esa génesis; por otra
parte, el sentimiento estético no puede consistir en rigor, y según él, más que en un
placer, estando excluido el dolor, por más que intervenga en su génesis.
La reflexión sobre este último punto nos lleva a la consideración de la perspectiva
desde la que Kant hace el análisis del sentimiento de lo sublime. Es decididamente
fenomenologica, pero en la dirección de la ontologia. Esto significa que parece remitir a
experiencias psicológicas, antropológicas, que el individuo puede reproducir o verificar en
su cotidianidad, cuando en realidad el análisis tiene un carácter trascendental, y sólo se
entiende en una reducción o puesta en paréntesis de ellas. Es decir, que sólo se puede
exponer el sentimiento de lo sublime en la medida en que no se siente, pero sí se
observa. Se trata de una distancia, que no sólo precave del sentimentalismo, sino que es
condición de su mismo carácter ontologico. Distancia significa seguridad y ésta es la
condición imprescindible para la experiencia estética, metafísica, de lo sublime. No es
posible este sentimiento si se está en medio de las fuerzas desatadas de la naturaleza, o
en el desierto desolado, sufriéndoles; sólo si les ve desde lejos, como no afectándole a
uno. De este modo, lo que puede parecer atemorizante para la sensibilidad en realidad no
lo es. Se trata, como afirma Kant, de un temor ficticio, pues se está "en lugar seguro". El
temor real provocaría la huida o la resistencia, en cualquier caso no propiciaría o haría
imposible la contemplación. La existencia no debe estar nunca amenazada, aunque sí es
necesario que se vea la posibilidad de la amenaza. Lo sublime dinámico es terrible, pero
no sentimos temor ante ello; por el contrario, su aspecto -dice Kant-, es tanto más
atractivo cuanto más temible sea, desde el lugar seguro en que lo vemos. Movimiento de
atracción y de repulsión que produce un "dolor", una conmoción que afecta a la totalidad
de la existencia, pero sólo en cuanto ésta no se conoce auténticamente, es decir, se
interpreta cotidianamente, atada a la sensibilidad y los objetos, desde el hombre
considerado sólo como ser sensible. Imperfección que no duele, porque es ocasión de
sentir la propia sublimidad de la existencia auténtica. El paralelismo con la ética es claro:
en la Crítica de la razón práctica Kant da gracias al creador por habernos creado así, ya
que de lo contrario, sin sensibilidad y sin ir contra ella, seríamos incapaces de una
existencia ética. La aparente negatividad de la suspensión del libre juego de las facultades

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es la "ocasión" para la trascendencia, para descubrir nuestro carácter trascendente. De
este modo el dolor se transforma y adquiere su verdadera dimensión, ya que " […] es un
placer el encontrar que toda medida de la sensibilidad es inadecuada a las ideas de la
razón". Se instaura una finalidad subjetiva que cobra objetividad por la referencia a otro
ámbito distinto del de la naturaleza: de la causalidad natural a la causalidad inteligible. En
el sentimiento de lo sublime, de la sublimidad de nuestra naturaleza superior, la razón
experimenta un placer infinito al verse reflejada a sí misma. La analítica kantiana expresa
los límites y aspiraciones de la modernidad en una plenitud de tensionalidad que anuncia
la crisis en la que se gesta el programa romántico. Se puede interpretar desde una de
ambas esferas, pero en la medida en que sean excluyentes el texto pierde sus
virtualidades de fronterizo. Así, por ejemplo, cabría interpretar la vivencia kantiana de la
escisión humana en términos de héroe trágico griego. Pero a condición de que el arte
refleje una existencia trágica sin tragedias, es decir, desde la serenidad del clasicismo. El
recurso a la naturaleza es "ocasional", no hay el sentimiento de la identidad romántica. Su
superioridad consiste en su brutalidad, que se revela a la postre como inferioridad,
respecto a la auténtica superioridad humana. Se trata, pues, de una relación de dominio,
de claro predominio del sujeto sobre el objeto. En este sentido, podría incardinarse la
analítica kantiana del sentimiento de lo sublime dentro de la lectura de la modernidad que
hace Nietzsche (y Heidegger) como historia de la voluntad de poder.

Intermedio

1. Las dicotomías y las antinomias que se plantean en los usos teorético y práctico de la
razón obligan a Kant a intentar la mediación estética. Desde el primado de la razón
práctica se exige que las ideas de la razón sean sensibilizadas, o, en otros términos,
que haya una realización de lo suprasensible en lo sensible.
2. En ese contexto sistemático se contextúa la relación entre belleza y moralidad,
expuesta por Kant con los términos de disposición, analogía y propedéutica. Es
necesario acudir al contexto histórico para entender la forma concreta del
planteamiento kantiano, ya que se trata de una estética tensional entre barroco,
clasicismo y romanticismo.
3. La relación más profunda entre Ética y Estética kantianas se produce en la Analítica
de lo sublime. La analogía con la belleza se revela insuficiente y es preciso dar un
"salto" cualitativo. Mi interpretación es que se produce un momento fractal dentro
del discurso kantiano. Intentará remediarlo el primer romanticismo, particularmente
el discurso schilleriano sobre el "alma bella" y la "dignidad".
4. Pero el planteamiento kantiano ha abierto una vía especialmente fecunda: que el
sentimiento de lo sublime es el ejemplo de cómo la filosofía se ve obligada a acudir a
la estética para plantear (y eventualmente solucionar) sus situaciones límite. Se
produce un simbiosis, de la que pongo algunos ejemplos, todos ellos relacionados en
torno a lo sublime: Kant, Novalis, Heidegger y Poe.

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5. Se muestra la evolución de ese sentimiento por lo que podíamos llamar su lado
oscuro: del modelo heroico de la autenticidad, que eleva, a la psicopatología
cotidiana, que destruye. De lo sublime como índice de humanidad a instrumento de
deshumanización. Los ejemplos van desde lo sublime posmoderno, neobarroco, de
lo cotidiano, a la insoportable levedad del ser de Kundera, la fascinación de la caída,
el mismo "Vértigo" de Hitchcock.

4.3.2. Las derivas de lo bello y de lo sublime en Schiller

Decía Schiller: "En la filosofía de Kant la idea del deber está presentada con una
dureza tal, que ahuyenta a las Gracias y podría tentar fácilmente a un entendimiento débil
a buscar la perfección moral por el camino de un tenebroso y monacal ascetismo"
(Schiller, E, 1985). En este texto, que preocupó profundamente a Kant, resume Schiller
su punto de vista estético sobre la ética kantiana. En él la contraposición entre lo bello-
agradable y la moral-felicidad culmina en la representación del "árido concepto del
deber". En la búsqueda de la pureza de intención al obrar, Kant ha presentado en
términos de guerra en vez de armonía aquella relación entre inclinación y deber (p. 40).
Frente a ello: el hombre no sólo puede sino que debe enlazar el placer con el deber, es
decir, "debe obedecer alegremente a su razón" (p. 41). Esto significa que Schiller, en la
línea de Burke, no separa gracia (placer) y belleza en su relación con la moralidad. Por el
contrario: " La gracia es una belleza en movimiento" (p. 10). La gracia no consiste sino
en la expresión de aquellos movimientos voluntarios que expresan sentimientos morales.
En ese sentido es opuesta a la belleza de la naturaleza, ya que se trata de algo
específicamente humano (humanidad-moralidad): "Con otras palabras: su aptitud moral
debe manifestarse por la gracia" (p. 35). Porque, y es interesante la matización de
Schiller, la belleza no está sujeta a la moralidad sino a la libertad. En definitiva, éste es el
fundamento kantiano, lo que le permite concordar con él, al margen de la forma explícita
en que Kant presenta la ley moral.
Desde este punto de vista, lo que se trata de lograr es una armonía, no una sumisión,
porque "el enemigo simplemente derribado puede volver a erguirse; sólo el reconciliado
queda de veras vencido" (p. 42). La armonía no puede lograrse en esa lucha constante de
las acciones, tal como la plantea Kant, sino en el carácter. Su reunión es lo que Schiller
llama, siguiendo a Goethe, el alma bella. Es aquélla de moralidad tan consumada que ya
no obra bien por deber sino por instinto. El texto pictórico contrapone expresivamente los
dos tipos de moralidad: "Su vida se parecerá a un dibujo en que se ven indicadas las
normas con duros trazos y en cual a lo sumo un aprendiz podría adquirir los principios
del arte. Pero en una vida bella todos esos contornos tajantes se han esfumado, como en
un cuadro del Ticiano, y sin embargo la figura íntegra resalta en forma tanto más
verdadera, viva, armoniosa" (p. 45).
Subyace a ello la conocida tesis de Schiller: dualidad de impulsos, pero necesidad de

117
reconciliación de ambos en la belleza que juega (Cartas sobre la educación estética del
hombre). El alma bella no actúa tanto moralmente, o, mejor, no se mide la moralidad por
la acción, sino por el ser: es moral, porque es verdaderamente libre. No participa Schiller
del sentimiento goethiano de la naturaleza que prolongado llegará hasta el Bruno de
Schelling, hasta esa identidad entre los principios divino y natural. Pero la armonía que se
muestra en el juego resalta en la moral la idea de espontaneidad como clave. Aquí, en
Schiller, no se trata de la moralidad como propedéutica de la belleza, sino de la
afirmación que va más allá de la analogía y el simbolismo: sólo un alma bella es
verdaderamente moral, porque sólo ella es auténticamente libre. Lejos de la
contraposición entre instinto y moralidad, se trata de tener el instinto de la moralidad
en la belleza, algo ajeno a Kant. Más aún, el alma bella casi se podía decir que no es
moral en sentido kantiano, porque no se le ocurre que pueda obrar de otra forma. No
hay tensión, ni crispación, mientras equipara el modelo kantiano al monacal, al modelo
del monje soldado. Pero, además, es que esa concepción schilleriana del alma bella
resulta ajena, pues para Kant donde no hay tensión entre querer y deber no hay
comportamiento ético. La ética esta reñida con la naturalidad. La última parte del texto
de Schiller sobre el alma noble trae un ejemplo pictórico sumamente revelador: si se tiene
en cuenta la analogía kantiana, entonces estamos ante una plasmación de la moralidad
que tendrá en cuenta sobre todo el dibujo, el recorte de la silueta humana por el deber.
Pero Schiller prefiere un contenido de serena energía cuyos contornos no chocan, sino
que se difuminan fundiéndose con el entorno: el sfumato de Tiziano.
El tema de la relación entre estética y moralidad en el diálogo entre Schiller y Kant
sobre lo bello se complementa con lo relativo al sentimiento de lo sublime. En Kant,
como hemos visto, se refiere a la presencia de lo inteligible. Es necesario sensibilizar esa
idea de la razón ante los problemas que plantea el sensus communisy la comunicabilidad.
El papel de lo sublime se explica corno situación límite en la que irrumpe lo inteligible y
como la verdadera figura desnuda de la moralidad en que aparece la humanidad. Se abre
así una doble vía kantiana: por una parte la belleza como contribución a la sociabilidad y
al diálogo que tiene su reflejo en el trascendentalismo débil de Habermas y Etica de la
acción comunicativa. Se enlaza en este punto con Schiller, cuyo mejor ejemplo está en
las Cartas. Por otra parte: el lado oscuro de lo sublime que llega hasta el modelo trágico
de la existencia auténtica de Heidegger.
Los análisis de Schiller sobre lo sublime alcanzan un clima distinto si no se olvida la
óptica de la belleza. Porque a Schiller puede aplicársele también la definición que el
Pseudo Longino dio de lo sublime: "el eco de un alma noble", tomado aquí como
sinónimo de un "alma bella". Y de este modo sale una visión distinta de la estética
schilleriana, de lo sublime desde la perspectiva de lo bello, también como culminación
suya, pero en un sentido completamente diferente: el de la contaminación. Porque la
dignidad de lo sublime patético corre el peligro de convertirse en ridicula en la tragedia si
no es "graciosa". Y esta palabra habría que mantenerla con todos sus equívocos.
Es precisamente el reconocimiento de la ambigüedad de lo humano lo que tiñe y da
sentido a la estética de Schiller, creando una tensión que pretende ser armónica, y que

118
fracasa allí donde sugiere la linealidad y la resolución. Y, para ser más precisos, que el
núcleo de la estética de Schiller puede encontrarse también en su "estética de la
apariencia", o, como él lo ha denominado, de la "apariencia estética", es decir " […]
apariencia que ni pretenda reemplazar a la realidad ni necesite ser reemplazada por la
realidad". Esta apariencia sale, para su caracterización, fuera de los marcos de lo
metafisico y lo ontologico (al menos los tradicionales), de la verdad o de la ficción, de lo
real y de lo aparente, para afirmarse como tal: "la estupidez suma y el entendimiento más
elevado tienen cierta afinidad en el hecho de que ambos buscan tan sólo lo real y son
enteramente insensibles a la mera apariencia". Porque " […] sin duda hace falta un grado
muy superior de cultura estética para sentir en las cosas vivas sólo la apariencia pura que
para echar de menos la vida en la apariencia". Y de este modo el hombre es soberano en
un mundo ya no escindido ni en la teoría ni en la práxis, el mundo de la apariencia, " […]
en el reino, sin seres, de la imaginación; y lo posee en tanto solamente que se abstiene
concienzudamente de afirmar la existencia de ese mundo, en lo teórico, y en tanto
solamente que renuncia, en lo práctico, a procurarle la existencia". Con ello Schiller está
cortando las bases del idealismo tanto teorético como práctico, pues renuncia a utilizar al
sujeto como texto y al mundo como pretexto. Mientras que la cultura había sido pensada
en la contraposición entre dignidad y felicidad, ahora se afirma que la misión de aquélla
es justamente procurar la coincidencia, porque el hombre sólo es digno cuando distingue
entre lo animal y lo humano que hay en él, pero sólo es feliz cuando es capaz de vivir
borrando esa diferencia.
La belleza consiste así en el goce de la apariencia, en la conjunción de sensibilidad y
artificio. Porque el hombre comienza a ser tal, a liberarse de la ciega necesidad natural, a
ser civilizado, cuando empieza a "cuidar la apariencia", a adornarse, a necesitar para vivir
de lo superfluo, a consagrar su esfuerzo no sólo a la subsistencia, sino también al juego y
al deporte. El hombre es feliz cuando puede gozar de lo inútil. Y sólo de esa manera
puede también ser sociable, en esa forma de cuidar las apariencias que son los modales,
la cortesía, máxima forma de cultura, es decir (según Ortega y Gasset), de respeto, de
cercanía en la distancia. Sin que nadie, excepto el ignorante (dice Schiller) pretenda
tomar esas apariencias como reales, y sufrir queja o decepción por ello.
Por reivindicar los derechos de lo sensible, de la felicidad, distanciándose de las
asperezas kantianas, separa Schiller la belleza de la moralidad. Pero lo hace para
transformar el imperativo ético en estético: el goce y producción de la belleza es el
comportamiento ético por excelencia. El "alma bella" schilleriana respira la "alegría de
ser", no la fatiga del esfuerzo del deber ser. Es, como se dice en castellano, la propia de
una "bella persona", que obra naturalmente bien, porque no sabe ser de otra manera,
siendo ese estado aquel al que le ha llevado el saber mismo. Es la más alta condición
humana esa de "jugar" con la belleza, precisamente porque da "juego" a todos los
impulsos y facultades, y los pone en "juego" en el acto mismo de existir. Pero la
personalidad no consiste en poner la humanidad como fin, ni tampoco el sujetarse a una
legislación universal, sino en tomar al individuo mismo como centro. Lejos del
egocentrismo que esto pudiera suponer, Schiller piensa que ni la Etica, ni el Derecho

119
configuran la sociabilidad humana, quizá porque tiene delante esa "insociable
sociabilidad" kantiana. Por el contrario, "sólo la belleza puede conceder al hombre un
carácter sociable". Y es habiendo llegado a ese estadio de lo humano cuando es posible el
"Estado estético", el "Estado de la apariencia bella", como fórmula última de esa libertad
a la que se llega por la belleza.
Desde esta perspectiva la estética de Schiller no proporciona sólo una visión trágica
de la existencia, sino también una propuesta lúdica. Cuando ésta fracasa, o queda
reducida a una bella utopía es cuando aparece lo sublime como sentimiento
compensatorio, e incluso de sublimación. La razón somete a la naturaleza dentro y fuera
del hombre cuando se ha mostrado incapaz de convivir con ella, y es en ese sentimiento
donde alternativamente domina o huye. Sólo en un sentido figurado se puede hablar de
libertad en la lucha contra el destino mediante la cual precisamente éste se cumple. La
libertad de la que habla Schiller es la del juego y la apariencia misma, es decir, la propia
del mundo de los fenómenos, detrás de los cuales no hay nada, la peculiar de los
individuos in-trascendentes. Y es esta belleza de la apariencia la que tiene su continuidad
en lo sublime, "contaminándolo". Porque toda la expresión del sentimiento de lo sublime
es también pura apariencia y espectáculo, verdad y ficción de lo verosímil. No es el
sentimiento de lo bello, sino el de lo sublime, el basado en la ficción. Como se apunta en
varios lugares de los escritos: en la lucha contra el destino somos espectáculo y
distracción para los dioses, probablemente demasiado ociosos y aburridos de tanta
inmortalidad. Por otra parte, la amenaza, desgracia y dolor de lo patético tienen que ser
"artificiales", dice Schiller, siguiendo en esto a Kant y a Burke, pues de lo contrario, si
fueran reales, entonces no podríamos sentir lo sublime de nuestra condición. El
sentimiento de lo sublime es la vida de la apariencia pura porque se trata siempre de una
apariencia de vida.
Con frecuencia se ha asociado a Schiller con el discurso sobre la dignidad del
hombre, pero hay aquí un cambio de nombres, pues la verdadera dignidad estaría
asociada a la gracia y la belleza, mientras que explícitamente se relaciona con lo sublime.
Ello forma parte de la ambigüedad que hay en Schiller consistente en la deuda con su
tiempo y la terminología del mismo, y aquello que quiere avanzar en una tradición que es
la humanista y la misma inglesa, distinta de la alemana, por más que la huella de Fichte
sea patente en su obra. Esto puede comprobarse en la variedad de textos que, no
obstante, ofrecen una línea interpretativa sólida. Por ejemplo, esta distinción
aparentemente radical: "Así como la gracia es la expresión de un alma bella, la dignidad lo
es de un carácter sublime " (p. 47). Es una expresión de la voluntad, ya que: "La
voluntad del hombre es un concepto sublime, aún cuando no se considere su uso moral"
(p. 48). La dignidad consiste: "Dignidad es la manifestación fenoménica de la dominación
de los instintos por la fuerza moral" (p. 52). Si la gracia se muestra en la conducta (pp.
54-56), entonces, "también la dignidad tiene sus distintas gradaciones y, donde se acerca
a la gracia y a la belleza, se vuelve nobleza, y donde a lo terrible, grandeza" (p. 63). Aquí
es donde se produce la divergencia, pues lo sublime no es aquello que permite una
elevación frente a la naturaleza mediante el dominio; no es lo que está asociado al poder

120
en el sentido de que provoca temor y admiración, sino que se revela frente a un poder
que pretende aniquilar. Y así marca una línea de conducta que ha sido resumida en la
magnífica frase: la dignidad consiste en la serenidad en el padecer (p. 54).
La importancia para esto del arte es decisiva y nos situamos en la zona de fechas,
final del XVIII y comienzos del XIX, en que el arte toma el relevo del pensamiento, de ahí
que trazaremos una línea desde Schiller hasta su culminación teorética en Schelling,
cuyos motivos (el arte como exposición de lo suprasensible) tomará Hegel. Pero esa
exposición de lo suprasensible tiene lugar mediante el pathos, la plasmación de lo trágico,
del sufrimiento que es lo que nos configura como seres sensitivos antes que racionales.
La contraposición en este sentido entre el arte griego y el francés es muy significativa.
Los dramas franceses no describen la naturaleza sufriente, ya que queda recubierta por
los efectos declamatorios y de artificio. En Corneille y Voltaire los reyes y héroes no
olvidan su rango en las desgracias más duras y prefieren la dignidad a la humanidad,
hasta tal punto, observa irónicamente Schiller, que se llevan su corona a la cama. Por el
contrario los griegos en su estatuaria quieren expresar hombres (así Laocoonte, Niobe,
Filoctetes) no reyes ni princesas… De ahí que prescindan de lo secundario (vestidos)
para representarlos en su desnuda humanidad. No aborrecen la vida sino que la aman, y
lo manifiestan con los colores más vivos en los héroes homéricos. Incluso los dioses
pagan su tributo a la naturaleza: Marte y Venus heridos gritan o lloran por sus heridas. Si
la naturaleza es el modelo del arte, el hombre tiene que reconocerse primero como ser
sensible antes que racional y civilizado. En conclusión: "La primera ley del arte trágico
era la exposición de la naturaleza sufriente. La segunda es la exposición de la resistencia
moral contra el sufrimiento" (Schiller, E, 1990: 69).
El mejor ejemplo de todo ello lo encuentra Schiller en el comentario al Laocoonte tal
como aparece descrito en la Historia del arte de Winckelmann. Ahí se revela el sentido
de la tragedia: "La tragedia no nos hace dioses, pues los dioses no pueden sufrir; nos
hace héroes, es decir, hombres divinos o, si se quiere, dioses sufrientes". Aquí nos
encontramos en la (una) cima de la estética schilleriana: el arte trágico como exposición
de lo sublime patético. El sentimiento de lo sublime incorpora necesariamente el
sufrimiento y la resistencia al sufrimiento. Es inseparable de la exposición de lo
suprasensible en lo sensible, de la exigencia misma de libertad. Pero si bien es cierto que
los dioses también sufren, pues aman la vida, dice Schiller, el sufrimiento en cuanto tal es
propio de los mortales, es su condición. Y esto en varios sentidos que no alcanzan a los
dioses, porque al mostrar su libertad, su independencia de la naturaleza, hacen padecer lo
natural en ellos. Pero somos seres naturales y debe triunfar la idea de armonia. Una de
las formas postreras es en la paz de las ruinas en las que la naturaleza recupera lo que
con violencia le había sido robado en el arte, dice Simmel. La ruina es la reconciliación
imposible en el arte.
Lo sublime es la cima de lo estético en Schiller ciertamente (y así se afirma en un
texto difícil de ubicar), pero cabría añadir, tomando otra posibilidad interpretativa de los
textos, que esto no significa tanto la culminación como el fracaso de la belleza. Y el alejar
el "peligro" del esteticismo se hace a costa de amputar la otra dimensión de lo humano:

121
su necesidad de "apariencia estética". Necesidad ineludible que, por eso, vuelve a
aparecer en la descripción de lo sublime mismo. Lo sublime se convierte así en aquello
que ya se vislumbraba en Kant: ese fondo que es abismo de lo suprasensible, que atrae la
visión fascinada de lo sensible hacia su propio seno caótico. Al decir de Rilke: "Pues lo
bello no es nada más / que el comienzo de lo terrible, que todavía apenas soportamos / y
si lo admiramos tanto, es porque, sereno, desdeña / destrozarnos. Todo ángel es terrible".
En esa línea, otro autor también de unas famosas Cartas, Schelling, ya había señalado
cómo la tragedia griega expresó el sentimiento sublime de la lucha del héroe contra su
destino, de cómo alcanza su libertad en el momento en que sucumbe, en la pérdida de
libertad. Desde esta óptica cabría ensayar el camino inverso: ir viendo la cima de lo
sublime desde la falda de lo bello. Es decir, apostar también por un Schiller más ambiguo,
y que para tener peso ontologico incorpora la levedad de la apariencia. O para decirlo con
otras palabras: la estética de Schiller tiene un componente esteticista, hedonista, sensible,
compatible (máxime desde la óptica actual) con la gravedad ontologica del destino o la
(ya desacreditada) responsabilidad del compromiso social, y por eso requiere mantenerse
en una constante dialéctica histórica y social entre héroe y ciudadano. Veamos algo más
detenidamente algunos de estos extremos.
La exposición trágica de nuestra condición humana como "dioses sufrientes" es
justamente uno de los rasgos centrales del hombre escindido que sale de la modernidad,
de nosotros mismos. En los escritos De lo sublime y Sobre la gracia y la dignidad,
Schiller va dibujando el perfil de ese héroe que por los rasgos parece clásico, pero a
condición de darse en el espacio barroco. Efectivamente, ya no se trata del héroe
homérico cuya excelencia está en la grandeza, en el vencer, aunque eso reporte una
muerte rápida, tampoco en el héroe neoclásico kantiano, de duro perfil, en el que la
amenaza de lo sensible no es sino ocasión de exponer su naturaleza suprasensible. No,
éstos no son el héroe sino la tentación antigua de la que se declaran herederos. Los
héroes sufrientes de Schiller son héroes fracasados, que han sucumbido a la amenaza, y
están a punto de ser destruidos, pero que ni sienten temor ni tampoco se arrepienten, y
además, hasta pretenden ser felices. Lo que muestra el arte trágico ahora no es la
agresión del objeto externo y la lucha con la que el hombre se le enfrenta, sino el
sufrimiento mismo, el padecer como constitutivo ya inseparable de lo humano. Es la
constatación de que en lo sublime kantiano se ha sacrificado el hombre por respeto a la
dignidad del hombre, de que lo sensible, lo natural, ha sido coaccionado, reprimido,
haciendo imposible la armonía del hombre con la naturaleza y con esa otra parte de sí
mismo. En definitiva, que los impulsos antagónicos han estallado dentro del hombre, e
incapaz ya de deseos nobles ha tomado decisiones sublimes. El carácter sublime surge así
de las cenizas del alma noble. Parece haber fracasado su programa de llegar a la libertad
a través de la belleza.
Pero Schiller parte metodológicamente no sólo de una experiencia ontologica, sino
también de una experiencia histórica y social, la de la barbarie de su época, de una
ilustración pretendidamente emancipatoria trocada en cadena para el hombre. Con la
experiencia de la huida de los dioses de la luz no está sino describiendo el espectáculo de

122
una humanidad juguete y víctima de los dioses primordiales del caos, de la guerra, de la
sinrazón. No hay lugar a la distancia, al orgullo del héroe solitario, cuyas victorias reales
son siempre aparentes ante la necesidad de su repetición constante para reafirmarse
como tal. Los héroes de ahora sienten más agudamente en la soledad su fracaso, y a
punto estarían de caer en la desesperación, si no fuera por la mirada de y a los otros, por
la solidaridad. No es casual que Schiller nos remita al Laocoonte como expresión plástica
de este nuevo héroe. Es ya la anticipación de Benjamin: sólo por amor a los
desesperados nos ha sido dada la esperanza… contra toda esperanza. Y es así, por amor
a ellos, como la felicidad entra a formar parte de la belleza, aunque sólo sea en palabras
de Rilke " […] ese prematuro beneficio de una pérdida inmediata". De este modo, la
estética se aleja de las discusiones bizantinas de las disciplinas académicas, de su sentido
vicario como teoría del arte, para convertirse en teoría de la sensibilidad, de la
solidaridad. Empezando por la culpa misma: lo que Adorno dilucidó como el elemento
cosificador del arte en su momento mismo de resistencia. Y al que el mismo Schiller no
fue inmune, pues incorpora en ciertos momentos lo peor de las residuales tentaciones
totalitarias de Fichte ante los dualismos kantianos. Es esa solidaridad racional semiente la
que hurta a Schiller del encasillamiento en romanticismos nocturnos, somnolientos,
llorones y fugitivos, porque la dignidad humana consiste ahora precisamente en la
serenidad en el padecer.

4.4. El arte como órgano de la filosofía. El momento crepuscular

Todo el romanticismo está recorrido por la tragedia de las relaciones entre lo infinito
y lo finito. El espíritu de sistema deja paso al esfuerzo, a una legitimación del saber que
no viene de él mismo sino del actuar. Schelling ha afirmado que desde el punto de visto
teórico no hay forma de determinar la verdad de y entre los sistemas; que tenemos
primero que ser prácticamente aquello a lo que teoréticamente queremos llegar. Se
entiende que desde estos presupuestos el arte, como poiein, acabe siendo el órgano de la
filosofía.
Tradicionalmente se han venido planteando las relaciones entre lo infinito y lo finito
como el paso de lo primero a lo segundo. Ahora bien, propone Schelling, la filosofía no
puede pasar de lo infinito a lo finito, pero sí de lo finito a lo infinito. Y de este modo se
recupera la verdadera filosofía de Spinoza. No sus fórmulas teóricas, sino su motivación
práctica: el deseo de identidad de lo finito con lo infinito. La diferencia con Schelling es
que para éste la exigencia de anulación del sujeto que conlleva es intolerable y, además,
encierra una contradicción: "El sujeto como tal no puede anularse, porque para hacerlo
tiene que sobrevivir a su propia anulación" (Schelling, F. W. J., 1984: 117). Pensar
detenidamente la propuesta de Spinoza equivale a pensar algo tan horroroso como
doloroso. Pero, ¿no contradice esto la visión de un Spinoza feliz y en paz consigo
mismo? El pensamiento de Spinoza descansa en una ilusión: "Difícilmente un fanático

123
habría podido divertirse con la representación de ser tragado por el abismo de la
divinidad, a no ser que hubiera puesto su propio yo en el lugar de la divinidad.
Difícilmente un místico habría podido pensarse como anulado si no hubiera pensado a su
vez su propio yo como el substrato de la anulación" (p. 123).
El pensamiento de la anulación, de la Nada, no es tanto horroroso como doloroso:
"No temo, por tanto, al no ser, sino a mi existencia en el no-ser. Acepto no existir, pero
no deseo sentir mi no existir". La experiencia de la Nada, no es sólo la de la anulación
sino del yo que se siente y se ve anulándose y anulado. En este importante texto de
Schelling está Lessing con su perspectiva del infinito como aburrimiento infinito, del
terror pascaliano de Jacobi a los espacios infinitos ante los que no tenía un sentimiento
sublime sino que se sentía completamente anonadado. Es también la experiencia de El
pozo de E. A. Poe. Sigue en la experiencia de la Nada en Heidegger, que no es entonces
lo contrario al Ser, sino otra forma de ser el Ser. En esta experiencia de Icaro con el
infinito Schelling propone no el acercamiento a la divinidad, que siempre ha conllevado la
destrucción de lo finito, sino el "acercar a ti la divinidaci". Con ello empiezan a
desencadenarse unas tensiones, un conflicto, que explica su evolución a partir de 1800,
especialmente en su escrito sobre la libertad humana.
Ese conflicto originario entre libertad humana y divinidad sólo puede ser preservado
en el arte. La estética no hace sino narrar lo sublime de la lucha y la tragedia griega le
sirve como modelo: "La tragedia griega dignificó la libertad humana dejando luchar a sus
héroes contra el poder superior del destino. Para no sobrepasar los límites del arte, el
hombre tenía que quedar sometido, pero para compensar esta humillación de la libertad
exigida por el arte, tenía que hacerle sufrir incluso por un crimen que no había cometido.
En tanto que le quedara libertad, se levantaba contra el poder de la fatalidad, pero
¿dejaba de ser libre cuando sucumbía ante el destino? Sucumbiendo, acusaba al destino
de la pérdida de la libertad. Derrota y libertad no podían reconciliarse para la tragedia
griega: sólo un ser privado de libertad podía sucumbir ante el destino. La idea de soportar
el castigo por un crimen inevitable era excelsa: la de demostrar la libertad mediante la
pérdida de la libertad, la de sucumbir con una declaración de la voluntad libre" (p. 141).
Schelling opta por el criticismo frente al dogmatismo, pero tanto en la versión
kantiana como en la fichteana advierte un déficit y es el de la Naturaleza o No-Yo. Que
aunque aparezca al comienzo así planteado, en esa terminología y modo deficientes, va a
evolucionar rápidamente. Al principio se trata de plantear la posibilidad de una filosofía
de la naturaleza, rescatando la dignidad de un tema para la filosofía. Pero enseguida el de
cobra todo su sentido, planteándose esa filosofía como la culminación del espíritu de la
naturaleza. Schelling se convierte entonces en el mentor filosófico del romanticismo de la
Naturaleza en torno a 1800, en el breve intermedio que va de Fichte a Hegel. Su
aspiración es la de mostrar la unidad subyacente entre naturaleza y espíritu porque: "La
naturaleza debe ser el espíritu visible, el espíritu la naturaleza invisible". Y de este
modo: "La historia de la creación natural es el camino seguido por el espíritu creador
inconsciente a través de sus productos hasta la auto-conciencia". Desde el punto de vista
de Schelling no hay un antagonismo entre yo y naturaleza. La filosofía trascendental

124
explica lo real a partir de lo ideal, y la filosofía de la naturaleza explica lo ideal a partir de
lo real. La naturaleza es inteligente y cuando la llamamos muerta se trata sólo de una
inteligencia inmadura (Schelling, F. W. L, 1982: 341).
Schelling parte de una intuición intelectual que es el fundamento de todo el sistema.
Para Fichte era la captación inmediata del Yo. Para Schelling es la anamnesis, el
recuerdo, la reflexión sobre la actividad inconsciente del espiritu. Es un reproducir de lo
producido originariamente. Es la base de la filosofía. Sobre esta base se puede responder
a la pregunta: ¿cómo es posible que se encuentre en nosotros la idea de que los objetos
de nuestras representaciones son dados, provienen de algo exterior a nosotros? Estos
objetos son productos inconscientes del espíritu que, al encontrarlos la conciencia, y no
haberlos producido ella, piensa que tienen que haberle sido dados desde el exterior. Por
eso les atribuye una objetividad, una realidad empírica, y de esa forma se muestra lo que
Schelling denomina la idealidad de la barrera. La reflexión filosófica ya no puede admitir
un límite exterior al Yo, e independiente de él. Se trata sólo del límite de la conciencia
dentro del Yo. Pero, "se postula que en lo subjetivo, en la conciencia misma, se muestre
aquella actividad al mismo tiempo consciente e inconsciente. Una actividad tal, lo es
únicamente la estética, y toda obra de arte sólo es comprensible como su producto. El
mundo ideal del arte y el real de los objetos son productos de una misma actividad; el
encuentro de ambos (del consciente e inconsciente), sin conciencia, da como resultado el
mundo real, con conciencia el mundo estético. El mundo objetivo es sólo la poesía
originaria, todavía inconsciente, del espíritu; el órgano general de la filosofía y la clave de
bóveda es la filosofía del arte"(p.349).
El mundo estético es aquel en que la actividad inconsciente del espíritu se ha vuelto
transparente, ha llegado a conciencia mediante su expresión en el arte. Ambos, estética y
arte van unidos, pero el segundo es una manifestación de la primera, de la experiencia
estética como experiencia del espíritu sobre sí mismo, verdadera plasmación de la
subjetividad recuperada. Es notable la brevedad del capítulo final donde Schelling se
ocupa de este tema. Pero no por ello es menor la claridad y contundencia.
Hay un paralelismo entre la actividad artística y natural: "La naturaleza comienza
inconscientemente, y acaba conscientemente; la producción no tiene un carácter
teleológico, pero sí el producto. El yo comienza con conciencia (subjetivo), y tiene que
acabar en lo inconsciente u objetivo; es consciente de la producción pero no del
producto" (p. 613) La unión de lo libre y lo necesario, de lo consciente e inconsciente se
da en la actividad estética. Ella parte de esa contradicción y alcanza una armonía en su
producto, el arte. La obra de arte es un producto inconsciente producido
conscientemente. De ahí su inagotabilidad. Porque la obra en cuanto tal, es finita, pero lo
expuesto, la belleza, es infinito. La obra de arte es el producto del genio. Comienza con
el sentimiento de una contradicción irresoluble de lo consciente e inconsciente. La
producción es la forma de resolverla y dar salida. El final es el sentimiento de una
armonía infinita, de la identidad de lo consciente e inconsciente. De este modo la obra de
arte es el vehículo del Absoluto: "Así como el hombre que es presa del destino no lleva a
cabo lo que quiere o pretende, sino lo que por un destino increíble, bajo cuyo poder está,

125
tiene que realizar; así, el artista, por muy consciente que sea, sin embargo, respecto a lo
que es lo auténticamente objetivo en su producción, está bajo la acción de un poder que
le separa de todos los otros hombres, y le obliga a proclamar o exponer cosas que él no
comprende enteramente, y cuyo sentido es infinito" (p. 617).
La obra de arte es, por tanto, un fenómeno, manifestación del Absoluto: "El carácter
fundamental de la obra de arte es una infinitud inconsciente" (p. 619). El Arte se
convierte en modelo de la filosofía como exposición del Absoluto y así, "la intuición
estética es la intelectual convertida en objetiva" (p. 625). Lo que ha separado el filósofo
en el primer acto de conciencia aparece unido por el arte: "Aquella facultad productora
[la imaginación] es la misma por la que también el arte consigue lo imposible, a saber,
superar una oposición infinita en un producto finito" (p. 626). La filosofía que nació de la
poesía tiene que volver a ella, a una nueva mitología: "Lo que llamamos naturaleza es un
poema que permanece encerrado en una escritura secreta y maravillosa. Si se pudiera
descubrir el misterio reconoceríamos la odisea del espíritu, maravillosamente engañado,
pues buscándose a sí mismo huye de sí" (p. 628). Nuevamente está la herencia de
Schiller, en ese ir más lejos del arte sobre la filosofía, y ese objetivo al que tiende es a
todo el hombre: "La filosofía alcanza ciertamente lo supremo, pero lleva hasta ese punto,
por así decir, sólo a un fragmento del hombre. El arte lleva a todo el hombre, como él es,
allí, a saber, al conocimiento de lo supremo, y en esto se basa la eterna diferencia y el
milagro del arte" (p. 630).

El momento crepuscular

A partir de 1800, en una Europa convulsa por las guerras y el resurgir del
nacionalismo, se acentúa el matiz trágico del modelo de hombre romántico. Es un
hombre escindido entre dos mundos, entre dos principios, a los que debe su origen. El
primer romanticismo, optimista, de una luminosidad griega deja paso a lo que resume
perfectamente el título de la obra de Novalis Himnos a la noche. Con la metáfora de la
luz encontramos una contraposición entre los ideales de vida y de conocimiento de la
modernidad y del romanticismo. Primero, dice Novalis, la Luz, que vivifica los entes,
que abre un mundo que respira de ella, que abre la maravilla de la vida; pero también esa
Luz-Razón es voluntad, "el rey de la naturaleza", que la transforma y la domina,
abriendo "la maravilla de los imperios del mundo". El hombre "egregio extranjero", de
"andar flotante", descubre en la experiencia de la muerte, en la "clara noche de la nada de
la angustia" (Heidegger), el misterio de la Noche, de un nuevo sol que ilumina
pálidamente otro imperio. El Himno tercero es el resumen del sentimiento de la angustia
como sentimiento de lo sublime. Hombre escindido entre la Luz y la Noche, buscará una
reconciliación entre ambas, aunque su corazón pertenezca ya para siempre a la Noche.
Es la característica de un "tiempo indigente" en que: "La luz ya no fue más la mansión de
los dioses, con el velo de la Noche se cubrieron. Y la Noche fue el gran seno de la
revelación -a él regresaron los dioses- en él se durmieron, para resurgir, en nuevas y

126
magníficas figuras, ante el mundo transfigurado".
El reino de la Noche es ahora el del "fundamento oscuro" de Schelling: de un anhelo
o voluntad ciega de existencia, origen no deseado del Mal que posibilita y acompaña la
revelación del Bien. El Mal era el Bien no realizado, que al término de la revelación sería
declarado como irreal. La naturaleza y la propia existencia humana, en la vivencia
escindida de los principios, adquirían el carácter, no excepcional, sino cotidiano, de lo
acabado, de lo monstruoso, que todavía refleja la imagen de su origen escindido. En las
Cartas, Schelling asociaba la aspiración spinozista de la identidad con el infinito, con el
pensamiento aniquilador, horroroso y doloroso de la Nada. El Arte reflejaba en la
tragedia la lucha interna del héroe crítico que intentaba acercarse-alejarse, acercando-
luchando contra la divinidad. Este movimiento doloroso de la trascendencia hacía que la
tragedia humana se convirtiera en tragedia divina, ya que que la filosofía, como expresión
de la libertad para el fundamento era, al mismo tiempo, ayuda y retraso consciente de la
manifestación de lo divino. Dios se convierte en una "fuente de tristeza", pero no real,
sino que es sólo ocasión "para la alegría eterna de la superación". Y, "de ahí el velo de
melancolía que se proyecta sobre toda la naturaleza, la honda melancolía indestructible
de toda vida. La alegría debe tener pena, y la pena transformarse en alegría".
En ese reino de la Noche comienza a germinar esa planta del idealismo que Jacobi
llamaba "nihilismo", y que coincide con el segundo romanticismo, quizá el que ha
quedado como tópico del movimiento. El nihilismo se conjuga también en plural. En este
momento va adquiriendo las formas de una filosofía negativa. En Filosofía y religión
(1804), Schelling precisa esto en un doble sentido. El papel de la filosofía es el de
preparar para la intuición intelectual del Absoluto, que ella misma no puede procurar;
pero también que su misión es el mostrar no que las cosas son y lo que son, sino su no
ser respecto al Absoluto, que su origen proviene de un alejamiento y caída respecto a él.
En las religiones se habla de esta caída, en las diversas mitologías se describe, y la
filosofía negativa debe intentar penetrarla racionalmente, pues, recuerda Schelling, al
igual que en Dante, sólo se ve el cielo a través del infierno. La caída es el origen de lo
finito. Su origen no está en Dios, sino en la yoidad, es decir (viene ya desde los
presocráticos) en la diferencia, y en perseverar en la diferencia. La filosofía negativa es,
entonces, filosofía del tiempo y de la historia. La Historia es salida y vuelta que tiene
como término la reconciliación del Absoluto. Recordando a Spinoza, Schelling afirma que
el Universo es un producto del infinito amor intelectual de Dios hacia sí mismo. La caída
es necesaria para la completa manifestación de Dios. La vuelta a él sólo es posible en la
renuncia a la mismidad. Y es aquí precisamente donde se plantea el problema que cambia
el sesgo de la filosofía negativa: ya no se trata de mostrar que las cosas no son, sino en la
explicación de su origen demostrar por qué tienen que volver al Absoluto, su negarse a
volver al Absoluto.
Ésta es la ambigua conclusión, no querida por Schelling, que dimana de esa
maravillosa obra que son las Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad
humana. El origen de lo finito, del ser humano, está en el fundamento oscuro, en el mal,
que posibilita la revelación divina. Luego su origen tendría que ser su destino, la libertad

127
para el mal, y no para el Absoluto, que preconiza Schelling. Teóricamente, el hombre
puede elegir entre Dios, prolongar su automanifestación hasta la revelación total,
volviendo hacia el Absoluto, o elegirse a sí mismo, tomando la ipseidad como fin,
subordinando lo universal a lo particular. Pero el fin ya está anunciado: de la misma
manera que el pecado fue necesario para la manifestación de Dios, así la tentación
también lo es para que continúe, y la muerte para que se consume. El hombre no puede
ser realmente malo, porque al no poder perpetuarse tampoco puede ser él mismo, elevar
a realización total su ipseidad. La vida humana adquiere así un carácter trágico por este
final previsto. La lucha contra el destino ya fue descrita (como hemos ya analizado) en la
Carta X, y reflejada en el arte de la tragedia griega. La variante ahora es que Dios, al
igual que los dioses, se encuentra también prisionero de un fatum. La tragedia humana no
es sino la prolongación de la tragedia divina, de esa lucha por la automanifestación en el
mundo y en el hombre, y que recubre todo con un velo de melancolía, la sonrisa
enigmática, giocondesca, de la tristeza y la alegría: "Esto es lo triste, inherente a toda vida
finita, y aunque en Dios haya una condición por lo menos relativamente independiente,
hay en Él mismo una fuente de tristeza, la que nunca llega, empero, a ser realidad, sino
que sólo sirve para la alegría eterna de la superación. De ahí el velo de melancolía que se
proyecta sobre toda la naturaleza, la honda melancolía indestructible de toda vida. La
alegría debe tener pena y la pena transformarse en alegría".
El tema del sufrimiento unido a la existencia está ya planteado como núcleo de
filosofías y estéticas negativas. Este giro es ya también patente en los textos pictóricos,
como en el caso de Caspar Friedrich.

Interludio pictórico. La mónada abrumada de infinito

En el ámbito de la nueva concepción de la Naturaleza en Schelling como espíritu


visible y del Espíritu como naturaleza invisible, surge una transformación del concepto de
imitación de la misma. Se trata de pintar una intimidad. El espíritu humano es el ojo de la
naturaleza: "La tarea del paisajista no es la fiel representación del aire, el agua, los
peñascos y los árboles, sino que es su alma, su sentimiento, lo que ha de reflejarse.
Descubrir el espíritu de la naturaleza y penetrarlo, acogerlo y transmitirlo con todo el
corazón y el ánimo entregados, es tarea de la obra de arte […] Pero, ¿qué hay que hacer
y qué hay que dejar de hacer ante tanto parecer y tantas doctrinas contradictorias? ¡Sigue
la voz interior y acepta lo que te dice, y deja para los otros lo que a ellos les parezca
justo, o no atiendas a nada de todo eso, pues no todo es para todos" (Friedrich, C. D.,
1987: 53).
Pintar un paisaje es entonces pintar una intimidad, la naturaleza que siente y habla a
través del pintor. El pintor es un demiurgo, un intermediario divino. Y lo hace no a través
de la razón, ese sol de mediodía que nos separa de los animales y plantas, sino de lo que
es común a todos, la sensibilidad, el sentimiento. De ahí que pintar paisajes sea pintar
sentimientos y no objetos. Y la luz no puede ser ya aquella que proyecta el sujeto, sino el

128
momento crepuscular y nocturno de Novalis, el de lo que nace a la vista cuanto está ya
desapareciendo. Caspar Friedrich describía así su célebre Altar de Tetschen: "En la cima
de una roca se alza la cruz, rodeada de abetos siempre verdes, y adornado de brotes
siempre verdes el tronco de la cruz. El sol cae resplandeciente, y en el púrpura del
crepúsculo ilumina al Redentor en la cruz" (Friedrich, C. D., 1987b: 167).
En el cuadro la cruz es un brote de la naturaleza, no su negación. Hay la honda
melancolía del sentir que se pierde en la magnífica desolación del infinito. Hay suspiro,
pero no sufrimiento. El hombre es un punto que casi desaparece y eso es ya la muestra
de la imposibilidad de la mimesis, de que el infinito es lo que salva pero destruyendo. Es
ya una premonición del vacío de los espacios infinitos que aterraba a Pascal, y que se
adueñará del otro romanticismo.

La nueva mitología. Ser, existir, es resistir

La última propuesta de Schelling, aquella que presenta en Berlín para sustituir a


Hegel, es la filosofía positiva, la filosofía de la revelación, en cuyo seno se da la nueva
mitología: "Sólo con la entrada en la Filosofía positiva llegamos al ámbito de la Religión y
las religiones; sólo ahora podemos también esperar el que nos surja la Religión
filosófica, que es de lo que se trata en toda esta exposición. Es decir, la Religión que
tiene que comprender realmente las actuales religiones, la mitológica y la revelada"
(Schelling;, F. W. J., 1976: 568).
La filosofía negativa tiene un papel positivo (como en Kant) en cuanto introducción
a la positiva. En ese sentido reconoce sus límites, que sólo llega mediante el concepto y
la razón a la posibilidad de las cosas, pero no a la existencia, que es objeto ya de la
experiencia, de la filosofía positiva. El tránsito de una a otra no se produce mediante la
razón sino mediante un acto de voluntad, un quiero. La filosofía negativa llega al
Principio, pero la positiva parte del acto, de lo realmente existente. Se trata de una
persona que quiere, exige, que exista otra persona, Dios. La filosofía es entonces
empirismo filosófico, porque no va del efecto a la causa, sino de la causa a los efectos.
Se trata de una religión filosófica, distinta de una religión racional, porque se trata de una
relación real y no ideal de la esencia humana para con Dios. La mitología es un ejemplo
de relación natural, la Revelación de relación personal. No es una filosofía revelada,
incompatible con la filosofía, sino de la revelación, es decir, que esa religión filosófica
hay que construirla a partir de los contenidos mediados históricamente de la revelada. Y a
través de ellos Dios, que es sabiduría, se revela como lo que es (dice Schelling citando a
Bacon): poder. Y de este modo Dios es el Señor del Ser (Herr des Seins).
Schelling acaba precisando su postura frente a Hegel, el auténtico representante de
una filosofía negativa, que a diferencia de la anterior no remite a la positiva. Se trata de
una teología que reduce a Dios a un contenido de la razón. Al calificar a su filosofía
como empirismo filosófico Schelling tiene buen cuidado en subrayar que la razón no es la
única fuente de conocimiento, como para acusarla de irracionalidad cuando no se

129
adaptan a sus esfuerzos. La filosofía de la revelación está basada en la experiencia. Todo
lo que se dice es porque ha sucedido. La razón acude a la experiencia para conocer la
existencia. Se trata de un empirismo metafísico; de aquello que no es accesible a la
experiencia real porque está más allá de toda experiencia: Dios. Y esta experiencia no es
la del teosofismo y misticismo, que Schelling acaba haciendo equivaler a la del
racionalismo. Por el contrario, dice, "Dios no se mueve, actúa". No tiene como principio
el logos, sino la acción. En conclusión, lo que Schelling denomina como idealismo
objetivo es una filosofía positiva basada en la voluntad. En ella, ser es igual a querer,
existir a resistir, Gegenstand, quiere decir Widerstand.

El fin de ese arte

Schelling elabora su última filosofía en Berlín como una alternativa a la de Hegel.


Este, en sus Lecciones de Estética, certifica el final de ese arte que Schelling había
convertido en órgano de la filosofía. Retomamos la frase del inicio de Hegel para situarla
ahora en su contexto: "El arte ya no nos vale como el modo supremo en el que se
procura existencia la verdad" (Hegel, G. W. E, 1970, I : 141). En esta frase se cruzan dos
elementos clave en la filosofía de Hegel: historia y sistema. El arte es la manifestación
sensible de la idea, que toma diversas figuras en diversos momentos, tal como analiza
Hegel en sus Lecciones de Estética. En el arte griego hay una coincidencia entre Idea y
manifestación sensible, que se rompe ya con el cristianismo, puesto que misterios como
el de la Trinidad requieren para su comprensión un pensamiento abstracto y no basta con
la mera imagen sensible. El arte como manifestación sensible, histórica, de la Idea es
finito y transitorio, es mortal. Para Hegel el arte griego es el "Gran Arte", el arte por
excelencia, pero mortal. No puede ser recuperado porque su mundo es un mundo
perdido para nosotros. En ese sentido es "un pasado" para nosotros, porque ya no nos
pasa. Pero eso no significa el fin del arte, pues sigue existiendo, aunque no sea el modo
supremo de manifestarse de la verdad. Aunque, en realidad, tampoco es una pérdida para
Hegel, ya que el Absoluto se encuentra a sí mismo en la filosofía, es su verdad.
El fin del arte es la constatación del carácter de pasado del arte. Del arte griego, pero
también de las esperanzas de su recuperación tal como se esperaba en el primer
romanticismo, y también lo esperaba Hegel en su primera época, propugnando una unión
entre arte y política. La tesis del arte como algo "pasado" pone de manifiesto su
historicidad, su caducidad, y también su carácter museal; pero también su incapacidad de
transformación social, la inutilidad de una "educación estética del hombre" en sentido
schilleriano. En la tragedia griega el arte tenía una función de verdad y una función
social, tal como lo vieron Schiller y Schelling. Pero Hegel con la tesis del carácter de
pasado del arte está yendo directamente contra quien proclamó que el arte era el "órgano
de la filosofía", contra Schelling, en el Sistema del idealismo trascendental. Se opone
también a la estética kantiana, ya que ésta disocia el arte del saber, mientras que la
hegeliana le considera un momento suyo.

130
Respecto a la proyección de la tesis hegeliana en el arte moderno, las apreciaciones
son distintas. Hegel afirma que, aunque su forma haya dejado de ser la suprema
necesidad del espíritu, no por ello cesará de crecer y completarse. Con lo que, además de
reconocer la evidencia (que sigue existiendo arte), no cierra la puerta al arte moderno.
Pero, al igual que sucede con Heidegger luego, éste ya no es el "Gran Arte, del que
hablan, cuando hablan del arte". Algunos autores han dado la vuelta a la interpretación
tradicional de la frase de Hegel e insisten en que es ahora cuando el arte al no tener que
expresar lo divino se convierte en un arte humano y sensible.
Como veremos, el análisis y la tesis del "fin del arte" es recogida en los manifiestos
surrealistas de Bretón como punto de partida de su propia reflexión sobre la relación arte
y hombre. Adorno la coloca en el ámbito de un arte emancipatorio, pues sería
precisamente en una sociedad emancipada, de justicia realizada, donde tendría lugar el
fin del arte, pues ya no haría falta esa memoria del dolor. Hay indudablemente una
matriz hegeliana en la Teoría Estética de Adorno, que le viene, precisamente, de las
dialécticas del idealismo realizadas por la misma izquierda hegeliana. Como también la
hay en Heidegger, a pesar de su aparente rechazo. Son dos puntos claros de contacto: el
concepto de "obra" y la relación arte-verdad. Así, el arte es la "puesta-en-obra-de-la-
verdad", frente a la tesis de Hegel, pero tomando sus elementos. El interés de Heidegger
por lo griego, por el "Gran Arte", no es el de resucitar el pasado, sino hacer que sea lo
sido, para ser nosotros y a partir de ahí ser ahora otra cosa: desde ese comienzo al otro
inicio. Porque de rechazo, se pone de manifiesto que el arte es una manera esencial y
necesaria en que acontece la verdad decisiva para nuestra existencia histórica. Ésta
puede ser la definición del arte para Heidegger resultante del diálogo con Hegel. Con ello
no está hablando Heidegger de que fácticamente sea así (es todo lo contrario), sino que
tiene que serlo, si es auténticamente arte.
De este diálogo también con el Hegel (primero) que pudo haber sido se desprende
una concepción del arte como exigencia, no ya de belleza, sino de verdad.
Contemporáneos, como Schopenhauer, seguidores, como Rosenkranz, ponen al arte en
relación con lo humano bajo la forma del dolor y de lo feo, que llevará a lo que se ha
denominado los "artes-ya-no-bellos".

4.5. La ruptura del orden y el paréntesis estético

El mundo como voluntad y representación había sido para mí, ya desde la


más temprana juventud, el más importante de los libros filosóficos y siempre he
podido confiar en sus efectos, es decir, el descanso total de mi mente. En
ningún otro libro he encontrado nunca un lenguaje más claro y una inteligencia
igualmente tan clara, ninguna obra literaria ha ejercido nunca sobre mí un efecto
más profundo. Con ese libro siempre había sido feliz (Thomas Bernhardt, Sí).

131
Y la ciencia imita a la filosofía: ordena la locura plenamente conocida
(Thomas Bernhardt, Trastorno).
En Schelling la aparición del Mal era el origen de la existencia. Como en El paraíso
perdido de Milton empieza a generarse una estética negativa que se nutre de la dialéctica
bien-mal, y que ahora tendrá que incorporar también la de lo bello y lo feo. En 1818 se
publica El mundo como voluntad y representacióny una obra a la que se ha vinculado
con la estética del pesimismo. Pero no es exactamente eso, sino que está en la génesis de
unas estéticas negativas en las que tiene lugar una revalorización de la sensibilidad,
empezando por el cuerpo mismo. Lo real no será lo racional sino lo sensible, en la
izquierda hegeliana. Pero antes Schopenhauer ya ha entrado en una vía sin retorno. La
estética será en él un paréntesis de la negatividad no un acto ético de la misma. Más
adelante, como en Baudelaire, habrá una estética del mal.
La disposición filosófica de la obra de Schopenhauer tiene un carácter estético,
musical. Aparece como un producto de la inspiración, incardinándose en el segundo
romanticismo, el de las tinieblas, muy distinto del primer romanticismo que hemos
examinado. A ello pertenece la vivencia fundamental de que parte su obra: "Cuando tenía
17 años y sin ninguna formación escolar erudita fui tan sobrecogido por la miseria de la
vida como le ocurrió a Buda en su juventud cuando vio la enfermedad, la vejez, el dolor
y la muerte. La verdad que hablaba firme y claramente en el mundo barrió pronto los
dogmas judíos que me habían inculcado, y el resultado fue: que este mundo no podía ser
la obra de un ser bueno, sino más bien de un demonio, que había traído a su criaturas a
la existencia para deleitarse con la vista de sus tormentos. A esto apuntaban los datos y la
creencia de que era así, pronto fue en mí una convicción" (Nachlass, IV : 350, § 656). A
partir de esta experiencia se produce en Schopenhauer la tematización teórica de la
disociación entre lo verdadero, lo bello y lo bueno, que habían sido los pilares de toda
experiencia metafísica. Se da en él la ruptura clara del paradigma científico para la
filosofía, produciéndose una discontinuidad de discurso, comenzando la filosofía donde
acaba la ciencia, la vigencia del principio de razón. En ese sentido se observa un
parentesco con planteamientos como los de Wittgenstein: "Sentimos que aun cuando ya
se haya dado respuesta a todos los posibles interrogantes científicos, los problemas de la
vida no habrán sido tocados en absoluto" (Tractatus, 6. 52).
La misión de la filosofía es la de explicar lo inexplicable. La necesidad metafísica en
el hombre tiene una raíz práctica y no teorética: porque el mundo no es como debería
ser, por eso es un problema teórico. La filosofía eleva a conocimiento abstracto la
intuición y el sentimiento, es la expresión abstracta de la esencia del mundo en su
totalidad y en sus partes. A lo largo del libro primero de El mundo como voluntad y
representación va quedando como poso el sentimiento de que nuestro cuerpo y el mundo
no puede, no debe, no tiene que quedar reducido a mera representación, ilusión, fantasía,
sueño. Se trata ahora de elevar a lo abstracto el sentimiento de que la voluntad es el
substrato del cuerpo.
El hombre es para Schopenhauer un animal metafisico. La necesidad de la
metafísica es fruto de la reflexión y admiración. En la razón humana la voluntad

132
objetivada en su más alto grado natural llega por primera vez a la reflexión, y se pregunta
qué es y experimenta admiración ante lo enigmático de una existencia abocada a la
muerte, y, en consecuencia, a la inutilidad de todo esfuerzo. La reflexión tiene su origen
en la separación entre entendimiento y voluntad propia del hombre y animales superiores,
pero se acentúa en aquél. No se trata del conocer por conocer, ya que la voluntad está
sujeta al entendimiento como medio para suministrar motivos.
El impulso metafisico no nace sólo de la inteligencia y del admirarse de lo habitual y
cotidiano, que separa por igual al filósofo de los animales, y de los investigadores
científicos; tampoco de la presencia del mundo, sino de que éste sea tan miserable, del
saber la muerte, la consideración del dolor y la penuria de la vida. Si nuestra vida fuera
infinita e indolora no surgiría la pregunta por el mundo, sería éste comprensible. Todos
los sistemas filosóficos y religiosos han tenido como motivación el dogma de una cierta
perduración después de la muerte, y la creencia en Dios ha ido unida a ella, en la medida
en que aparecía como su garantía. Apostilla Schopenhauer que esa creencia se "enfriaría"
si pudieran asegurarla por otros medios, y rayaría en la indiferencia si apareciera como
imposible, pasando, finalmente, a un ateísmo activo si se demostrara que los dioses son
un obstáculo para ella.
Esa necesidad histórica se ha satisfecho históricamente y se sigue haciendo
temáticamente desde la filosofía, basada en una convicción interna de carácter crítico, y
desde la Religión, que es la metafísica para el pueblo, fundada en una evidencia externa,
en la autoridad. La primera tiene que ser verdadera sensu estricto, la segunda sensu
allegorico. La metafísica es desciframiento de la experienda, del mundo, como el
aprendizaje de un idioma, la solución de un jeroglífico, lo es de los elementos que lo
componen. La verificación es posible porque de lo contrario las piezas no casan, la
experiencia no puede ser reconstruida, aparece la contradicción.
El tránsito de la representación, del fenómeno, a la voluntad, a la cosa en sí, a la
filosofía sólo es posible en un nuevo planteamiento que rompa el esquema pensar-ser
desde fuera. Si se parte de la representación no se sale del mundo de los fenómenos, y se
queda en la cara externa de las cosas. Hay que tomar el camino desde dentro (desde la
cosa en sí): podemos conocer la cosa en sí en la medida en que ella se conoce a sí
misma; en que nosotros no "somos sólo sujetos cognoscentes, sino seres cognoscentes,
cosas en sí; en que su filosofía (dice Schopenhauer) pone el ser auténtico del hombre no
en el conocimiento, sino en la voluntad, que tiene respecto a la conciencia una relación
accidental.
El hombre puede desligarse de la representación porque no es un puro sujeto
cognoscente, está enraizado en un mundo como individuo gracias al cuerpo, que le ubica
aquí y ahora. En el libro primero era el objeto inmediato de la representación, a través
del cual se me dan los otros objetos mediatos (aunque no tan inmediato, ya que sólo
cobro conciencia de él a través de la insistencia y resistencia respecto a otros cuerpos).
En el libro segundo aparece como la objetivación de la voluntad, afirmando una identidad
entre ambos, en el sentido de que la acción del cuerpo no es sino el acto de la voluntad
objetivado, llevado a la intuición en el cerebro. De modo que sólo en la reflexión

133
aparecen separados querer y hacer. Toda acción sobre el cuerpo lo es también sobre la
voluntad: se llama dolor o placer. No son representaciones, sino afectos de la voluntad. Y
en el cuerpo se manifiestan a través de la irritabilidad y sensibilidad unas fuerzas que no
encuentran su explicación ni en los objetos exteriores ni en la representación, sino en la
voluntad. La doble consideración del cuerpo no está fundada en que sea un objeto
diferente de los demás. Si lo fuera no sería posible dar el paso, pues el cuerpo sería lo
único real (cosa en sí), mientras que los otros serían meras representaciones. No
saldríamos del mundo como representación.
El hecho de que haya una relación diferente, por inmediata, no significa que el
individuo, la persona sea la voluntad como cosa en sí, sino manifestación de ella, y
sometida al principio de razón y la necesidad. En ese sentido, la voluntad permanece
siempre extraña a sus manifestaciones, que sólo conciernen a su objetivación. Eso quiere
decir que el conocimiento de la objetivación de la voluntad en el cuerpo es limitado en
cuanto a su claridad, pues no dependen de lo que se manifiesta en las formas de
conocimiento, sino de ellas mismas. En definitiva (Schopenhauer, 1982, I : 169-170), se
trata de ampliar por la reflexión a todos los objetos lo observado en el cuerpo. Es lo que
lleva del fenómeno a la cosa en sí. Pues "fuera de la voluntad y la representación no hay
nada conocido ni pensable para nosotros", y ¿qué tipo de existencia y realidad
atribuiremos al resto del mundo de cuerpos? Pregunta: ¿se supera con esta consideración
realmente a Fichte? Sospecha: ¿no es Schopenhauer un paso más en la línea Fichte-
Schelling…?
Al intentar hablar de la voluntad Schopenhauer es consciente de que "sin duda
caemos aquí en un lenguaje místico de imágenes". Sin embargo, la postura de
Schopenhauer se mueve de los límites de la ciencia a lo ilimitado de la mística: "Sin
embargo, yo nunca me he atrevido a proponer una filosofía que no deje ya lugar a
preguntas. En ese sentido la filosofía es realmente imposible: sería teoría de la
omnisciencia. Pero "se trata de ir hasta los límites si ya no hay más camino" (Horacio:
Epístolas, 1,1, 32). "Hay un límite hasta el que puede avanzar la reflexión y en esa
medida iluminar la noche de nuestra existencia, aun cuando el horizonte permanezca
siempre oscuro. Ese límite lo alcanza mi teoría en la voluntad de vivir, que se afirma o
niega en su fenómeno. El querer ir más allá de ahí es a mis ojos como querer sobrevolar
la atmósfera. Tenemos que quedarnos ahí aunque sacando nuevos problemas de los ya
solucionados. A este respecto hay que señalar que la validez del principio de razón se
limita al fenómeno. Éste era el tema de mi primer tratado sobre aquel principio editado ya
en 1813" (Schopenhauer, A , 1982, II : 758). Se trata de llegar, efectivamente, al límite:
"Afirmación de la voluntad de vivir, mundo fenoménico, diversidad de todos los seres,
individualidad, egoísmo, odio, maldad surgen de una raíz; e igualmente, por otra parte, el
mundo de la cosa en sí, identidad de todos los seres, justicia, amor humano, negación de
la voluntad de vivir" (II , 781).
La vida es para Schopenhauer en la mayor parte de los individuos lucha constante
por esta existencia con la certeza de que al final la perderán. Lejos de ser éste el mejor de
los mundos posibles es el peor de los todos. Dante sacó de él los materiales para el

134
infierno, y de ahí la dificultad para describir el cielo, por falta de materiales. La vida es
una cuenta que hay que pagar, las monedas son los días, el recibo la muerte. Quien ha
comprendido todo esto ve el mundo como un infierno que supera el de Dante, ya que
cada uno ha de ser el diablo del otro. La vida no es, entonces, un regalo sino una deuda
que hay que pagar ahogados por los intereses. En definitiva, la vida es una mentira
prolongada, pues el entendimiento sabe que no merece la pena vivirla, pero siempre
acaba triunfando la voluntad de vivir. Todos buscan una coartada en forma de teoría para
seguir viviendo. Y así la vida en su conjunto es una tragedia, pero en concreto una
comedia, y, sin embargo, no podemos mantener la apariencia de personajes trágicos. En
estas condiciones el optimismo es una broma amarga, y pertenece a la autosatisfacción
de la voluntad de vivir.
Para Schopenhauer hay un error innato que condiciona todo: que hemos venido a
este mundo para ser felices. Y así a la pena del que no piensa se une la perplejidad del
que no entiende. Pero lo cierto es que toda satisfacción o felicidad es negativa, pues sólo
lo es de un dolor y no independientemente de él. El dolor es lo positivo y lo
inmediatamente dado, la felicidad lo mediato. Hay una colisión de dos fines
fundamentales que confiere un carácter ambiguo a la existencia: la voluntad de vivir
individual hacia la felicidad y el destino que lo corta y destruye. Pero no hay lugar a la
queja, porque es la voluntad quien lleva a su costa esta tragicomedia y es, al mismo
tiempo, su espectador. El mundo es así porque la voluntad lo ha querido; las penas son
necesarias para la manifestación de la voluntad, y esa afirmación es justa ya que ella
misma las soporta. Es la conocida tesis schopenhaueriana de la justicia cósmica: la
responsabilidad por el mundo y la existencia son de la voluntad que lo ha creado.
Entonces, el mundo mismo es el juez del mundo y culpa y dolor se equilibran en la
balanza. Es un error y un espejismo basado en la representación (velo de Maya) creer
que placer y dolor son distintos y opuestos, cuando son las dos caras de la voluntad. La
diversidad es, pues, fenoménica. Bajo el principio de individuación se pierde el punto de
vista de la totalidad. Por eso, conforme a la verdadera esencia de las cosas, cada uno
tiene como suyas todas las penas del mundo, mientras afirma la voluntad de vivir. Es su
voluntad la voluntad.
La voluntad engañada por el conocimiento que está a su servicio, en un fenómeno
busca el placer y en otro provoca el dolor, sin darse cuenta "de que hunde sus dientes en
la propia carne" evidenciando su contradicción interna: el verdugo y el torturador son el
mismo. No hay injusticia "pues el delito mayor del hombre es haber nacido" (Calderón,
La vida es sueño). Y sin embargo, como en todos estos idealismos que inauguran un
pensamiento negativo a partir de 1800, el individuo es un error, desde el punto de vista
de la totalidad, pero necesario para que ella se manifieste. El egoísmo consiste en ver a
los demás justamente como No-Yo, en clara alusión a Fichte. No permite conocer el
verdadero ser de la existencia que está justamente en la identidad.
El proceso que va desde la individuación al conocimiento de la identidad es el mismo
que va desde la afirmación a la negación de la voluntad de vivir. El acto de conocimiento
es así un acto ético. Pero sólo donde el hombre es producto de su propia obra tiene lugar

135
una ética, pues, dice muy gráficamente Schopenhauer (contra Spinoza): donde hay
teofanía no hay ética. El tránsito es el conocimiento de la identidad metafísica de los
seres, el "eso eres tú" de los Vedas. Entonces, el sí mismo no es el individuo sino todo lo
que vive. Se enciende el amor a los demás como ante el dolor ajeno irremediable. La
negación comienza con el paso de la virtud de la piedad a la ascesis. Ésta no es tanto el
no hacer lo que se quiere (en un rechazo de lo agradable) como un hacer lo que no se
quiere. Pero la ascesis y el dolor no son la negación porque todavía queda el cuerpo.
La negación no debe interpretarse en términos de salvación: no necesitamos ser algo
distinto de lo que somos. Más bien, es preciso considerar que porque somos lo que no
deberíamos ser por eso hacemos lo que no deberíamos hacer. Schopenhauer reconoce la
imposibilidad del cambio pero preconiza la necesidad de la acción. Y toma de san Pablo
la necesidad de la salvación a través del conocimiento y de la gracia. La negación sólo es
posible a través de un "conocimiento cambiado" que supere el principio de individuación:
es entonces cuando se sale del ámbito del mundo como representación para entrar en el
de la identidad, en que el mundo es la Nada.
En este proceso el lugar de la experiencia estética es el de un paréntesis y un puente
que va desde la afirmación a la negación de la voluntad. La voluntad es la cosa en sí, y
los distintos grados de objetivación de la voluntad son las Ideas. Hay, pues, una
semejanza entre Kant y Platón, aunque no una identidad, ya que para este último las
Ideas son el verdadero ser, el ontos on. El mundo como representación es la objetividad
de la voluntad convertida en objeto, mientras que la Idea es la objetivación de la voluntad
que todavía no se ha convertido en objeto, en representación. Cuando la Idea entra
dentro del conocimiento del individuo como sujeto, entonces cae dentro del principio de
razón. Según Schopenhauer el paso posible, pero excepcional, del conocimiento de cosas
singulares al conocimiento de la Idea tiene lugar "repentinamente". Entonces el sujeto se
"pierde" en la intuición del objeto, ya no hay separación entre intuyente e intuido. Sólo
queda el objeto conocido. No cuenta el "dónde", "cuándo", "por qué", "para qué" y sólo
el "qué" del objeto. En ese momento se suspende toda relación del objeto respecto a
otros, y del sujeto respecto a la voluntad, y ahí la conciencia está llena de una sola
imagen intuible, queda el "sujeto puro", sin voluntad, sin dolor, sin tiempo, del
conocimiento. Entonces -es la famosa frase de Schopenhauer- el sujeto es "claro espejo
del objeto" (III: § 34). Este "perderse" en el objeto como forma de conocimiento es el
núcleo de una genuina experiencia estética que, como ya hemos expuesto, viene desde el
Renacimiento (expresamente en Campanella), y que postula una relación con la
naturaleza distinta del paradigma científico. Está presente también en los románticos
desde una apropiación determinada de Spinoza. También en Heidegger y, especialmente
en E. Jünger y sus Radiaciones. Es una de las variantes más significativas del
pensamiento en imágenes.
Ahora bien, se pregunta Schopenhauer, en qué modo de conocimiento, distinto del
científico, tiene eso lugar: "Es el arte, la obra del genio. Él refleja las Ideas eternas
captadas mediante la contemplación pura, lo esencial y permanente de todos los
fenómenos del mundo, y según sea la materia en la que se refleja, es arte plástico, poesía

136
o música. Su único origen es el conocimiento de las Ideas; su única meta la comunicación
de ese conocimiento" (III : § 36). Por esta cita puede verse el mestizaje histórico y
sistemático de la teoría del arte en Schopenhauer. Desde una vecindad con Platón, va
más allá de él al atribuir al arte el conocimiento de las Ideas, y a la ciencia el ámbito del
mundo como representación, de la apariencia, de la ficción, del sueño. Nuevamente aquí
la figura del genio tiene el carácter de mediador y de demiurgo. Por una parte, es el que
tiene el conocimiento esencial de las cosas, de sus Ideas, separadas de cualquier tipo de
relación. Para expresarlo con mayor claridad, Schopenhauer afirma que el genio conoce
al hombre, pero no a los hombres, y de ahí su falta de destreza en el trato humano. El
genio es el espectador y contemplador puro. Su conocimiento tiene un carácter intuitivo
no abstracto. Por otra parte, trata de convertir su propia experiencia en general y busca
un alma gemela para comunicarla. Necesita de la fantasía para suplir la deficiente
realización de las Ideas en las cosas. Esto le lleva a los bordes de la locura desde el punto
de vista del hombre común, que frente a ese conocimiento intuitivo requiere del
concepto. Pero, a su vez, el genio necesita un cierto grado de sensatez para poder
realizar su obra. En la obra de arte, como producto suyo, vemos la Idea, no como está
en la naturaleza sino en ella misma, vemos el mundo a través de ella. El tener esos ojos
("claro ojo del mundo") es un don innato, el poder transmitirlo es lo adquirido, la técnica
del arte.
Resumiendo: las condiciones de la experiencia estética para Schopenhauer son dos:
un objeto puro, desligado de lo individual y de sus relaciones, es decir, lo que interpreta
como Idea platónica, y un sujeto puro de conocimiento, sin voluntad, sin dolor, sustraído
al principio de razón, de la representación. Si este conocimiento puro de la Idea tiene
lugar con facilidad, entonces despierta un sentimiento bello, si hay dificultad o resistencia
de lo individual, estamos ante un sentimiento sublime. Pero el resultado es el mismo: el
aquietamiento de la voluntad. Y esto se traslada también a algunas obras de arte, como es
el caso (menciona Schopenhauer) de los cuadros de interiores y objetos cotidianos de los
Países Bajos, o los paisajes de Ruisdael, que transmiten esa quietud, independientemente
de la calidad del tema o importancia del objeto tratado.
Para Schopenhauer, el que pueda haber una anticipación de la belleza en el artista y
un reconocimiento de la misma en el entendido proviene de que ambos son
objetivaciones, a su vez, de la voluntad, y de este modo, según Empédocles, lo
semejante conoce a lo semejante. Los diferentes grados de objetivación de la voluntad en
las Ideas dan lugar a las diferentes Bellas Artes: el más inferior es la Arquitectura que, sin
embargo, por eso mismo es el que mejor refleja la esencia del objeto en el objeto mismo,
es decir, que establece ese puente entre lo universal y particular. La tragedia es la
culminación de la poesía, la exposición de la cara pavorosa de la vida. Porque lo que en
la tragedia expía el héroe no son pecados privados, sino el original, la culpa misma de la
existencia. El superior es la Música que para Schopenhauer ya no es un reflejo de las
Ideas, sino de la voluntad misma.
En la Música encontramos el proyecto de obra de arte total en Schopenhauer ya que
como arte supremo expresa también la forma suprema de ser. Los intervalos entre los

137
tonos corresponden a los diferentes grados de objetivación de la voluntad y de ellos los
tonos más bajos al mundo inorgánico, que va ascendiendo hasta los tonos más altos,
hasta lo orgánico. Y así finalmente hasta la melodía, el grado sumo de objetivación, en
que un pensamiento progresivo, una voz, recorre todo, lo une, expresando la vida
reflexiva humana. La melodía "cuenta la historia de la voluntad iluminada por la
reflexión", cuenta lo que no es recogido por la razón y confinado al sentimiento, y por
eso " […] la música es el lenguaje del sentimiento y de la pasión así como las palabras
son el lenguaje de la razón". El hallazgo de la melodía por parte del genio significa el
sacar a la luz las más secretas aspiraciones de la voluntad humana; en esto consiste su
acierto por más que no sea consciente y sí fruto de la inspiración. Pero en la misma línea
de la filosofía esencial este arte esencial no expresa sentimientos sino "la alegría, el dolor,
el terror mismos". La música es el arte porque expresa la "quintaesencia de la vida y de
sus procesos", pero no su detalle. Tiene, pues, un carácter sumamente general, que no
abstracto, para diferenciarse de los conceptos. Schopenhauer señala cómo la música
conserva "el corazón de las cosas" en ella, en vez de quedarse sólo con su cáscara. Su
universalidad, dice expresándose en términos clásicos, no es como la de los conceptos
post rem, sino ante rem.
Puestas así las cosas, observa Schopenhauer que no tiene que parecer extraña la
siguiente afirmación: la verdadera filosofía será aquella que sea capaz de explicar
conceptualmente la música. Y en esa línea afirma que una Ética sin Filosofía de la
naturaleza es una melodía sin armonía, una Ética y Metafísica sin Ética mera armonía sin
melodía. En conclusión: "Si todo el mundo como representación es sólo el hacerse visible
de la voluntad, entonces el arte es la aclaración de esa visibilidad, la camera obscura que
muestra los objetos más claramente y que permite mejor verlos y abarcarlos en conjunto,
el espectáculo en el espectáculo, la escena en la escena del Hamlet"(lll:§52).
El arte es así el arte del instante en Schopenhauer, en el sentido que es capaz de
reflejar la eternidad en el instante, pero sólo dura un instante, no es un estado
permanente. Tiene una contradicción, que aparecerá también en el análisis de Adorno: se
sustrae a las miserias de la vida, pero no las elimina, sino que las conserva. El artista no
es el santo que ha llegado al aquietamiento definitivo de la voluntad, sino sólo su paso
previo. Schopenhauer ha escogido el cuadro de Rafael Santa Cecilia como símbolo de
ese tránsito. Al comienzo de los Complementos al libro tercero recalca ese carácter
excepcional, esa "hora de recreo" al servicio de la voluntad que es el arte. En ella cada
cosa es considerada en sí misma fuera de sus relaciones y en ese sentido es bella. Más
aún, antes precisó Schopenhauer que al ser el hombre la máxima objetivación de la
voluntad "por eso es el hombre ante todo bello y la manifestación de su esencia la meta
suprema del arte" ( (III : § 41). Pero ahora subraya que: "Todo es bello mientras no nos
concierne (aquí no se trata de pasión amatoria sino de goce estético. La vida no es nunca
bella, sino sólo lo son las imágenes de la vida, a saber, en el espejo iluminador del arte o
la poesía" (Complementos, III : § 29). El texto de Schopenhauer tiene su plena
explicación desde la antinomia acción-contemplación, arte-vida. El arte es un
embellecimiento de la vida que, de por sí, no es bella. Tiene el carácter de elevación,

138
huida, de la misma. El arte no es la forma suprema de moralidad sino el tránsito hacia la
misma, que consiste no en el proceso, sino en el último acto, la negación de la voluntad
de vivir. El arte es así un consuelo de los males de la vida que, en cuanto tales, quedan
intocados. El arte en Schopenhauer da conocimiento, pero no es emancipador. Si la
esencia metafísica del mundo es esa voluntad ciega de existencia, entonces puede ser
negada, pero no cambiada. Lo que queda es esa forma de lucidez como momento de la
negación misma. Es la última pasión del escéptico. Ha quedado perfectamente reflejado
en la figura del "anarca" por Jünger en Eumeswil. El arte contribuye a resolver el enigma
de la vida, el arte es conocimiento, pero no salvación, porque sabe que no hay, en rigor,
salvación. El genio, el artista, lo que tiene, y también le pierde, es la lucidez.

4.6. La dimensión ético-estética de lo feo

Todo es bello mientras no nos concierne (Schopenhauer).

La obra de Schopenhauer es un ejemplo de experiencia estética del dolor y de la


Nada que va en la línea del nihilismo. La crítica a los ideales de la modernidad es total y
se proseguirá en estéticas contemporáneas de parecido signo. Pero no es un camino
inevitable en que la experiencia de lo bello y de lo sublime unida a la del dolor y de la
Nada lleven a ello. Puede haber experiencias estéticas que tengan una dimensión
antropológica y social, y no únicamente metafísica pesimista, que les aparte del
esteticismo. Son estéticas negativas, pero que pueden caminar en la dirección en la que
aparecerá, por ejemplo, la estética de Adorno. En ese sentido la referencia a la obra de
Büchner (Büchner, G., 1992) es especialmente oportuna como ejemplo de una revisión
estética de la modernidad solidaria. Representa un arco cuyos extremos son el ideal
emancipatorio de la Reforma y la Ilustración, y, por otro, la tendencia disolutiva de lo
sublime romántico. La flecha apunta a un blanco que le atrae cada vez más: la Nada. El
punto de intersección puede ser este texto del Danton.

Philippeau: ¿Qué es lo que quieres?


Danton: Sosiego.
Philippeau: Sosiego lo hay en Dios.
Danton: En la Nada. Sumérgete en algo más sosegado que la nada y si el
máximo sosiego es Dios, ¿no es la nada Dios? Mas yo soy ateo; ese maldito
axioma: algo no puede convertirse en nada. Y yo soy algo, ésa es la desgracia.
La creación se ha extendido tanto, no queda ningún hueco, por todas partes ese
pulular.
La nada se ha suicidado, la creación es la herida, nosotros somos las gotas
de sangre, el mundo es la tumba donde se pudre.

139
Suena a disparate, pero algo de verdad hay en ello.
Camille: "El mundo es el Judío errante..
Danton: "…¡Ay, quién pudiera creer en el anonadamiento! Habría hallado el
remedio. En la muerte no hay esperanza…

Büchner cifra el sentimiento de lo sublime en la lucha colectiva contra un destino


que tiene un carácter social. Pero la experiencia histórica del sufrimiento, su imposibilidad
de erradicarlo le lleva a una desesperación que no encuentra consuelo ni en Dios ni en la
Nada. Büchner plantea así anticipadamente algunos de los problemas de la Ética/Estética
de la resistencia, tal como aparecerán, por ejemplo, en Peter Weiss. Y también, en ese
giro de la dramaturgia esencialista a la existencialista, la necesidad de escuchar ese otro
discurso distinto del de la ideología colectivista: el de los sentimientos y talantes
individuales, como expresión de la diferencia misma, empezando por la mujer, que se
plasmará en los personajes de Wedekind.
Las tensiones de la estética de Büchner se comprenden mejor situadas en un
"umbral", o encrucijada epocal. En Kant el sentimiento de lo bello era el de un placer
desinteresado, o, todo lo más, de un interés desinteresado. Lo mismo ocurría con el
formalismo moral. La belleza como símbolo y propedéutica de la moralidad significa el
mantenimiento de un criterio de claridad y distinción, de la vigencia del principio de razón
incluso en la estética. Ésta se entendía como el puente, más o menos privilegiado de lo
suprasensible hacia lo sensible. He querido señalar que Schelling marca un punto de
inflexión cuando proclama que ya no se trata de acercarse a la divinidad, pues corremos
el destino de Icaro o de los Furores heroicos de Bruno, sino de acercar la divinidad a
nosotros. Y entonces se plantea de manera distinta el tema del héroe y el destino. El
principio de identidad deja paso al de razón suficiente para explicar las llamadas por
Leibniz "verdades de hecho" es decir, las relativas a la existencia. Ya no se puede explicar
la existencia de un mundo por obra de un solo principio y la exigencia del Mal es
necesaria para explicar la diferencia, tanto de Dios como del mundo y del ser humano.
Esa diferencia consiste en el ser persona. Dios necesita del Mal para manifestarse en lo
que, en definitiva, es una máscara que, una vez caída, debe revelar su rostro, el mundo.
Incluso Dios debe hacer frente a lo que desde ahora (pero también desde siempre) ha
sido una constante en el ser humano: la contradicción. Había que evitar la contradicción,
pero ahora (incluso en el llamado contexto onto-teo-lógico) se revela no sólo con la
auténtica condición humana sino también divina. Pero entonces, al igual que Dios tolera
el Mal, el hombre se ve obligado a ser más condescendiente, y lo presenta, primero,
como la contrafigura del Bien, pero luego, como aquello que se escapa a la
contraposición misma y se aparece como la forma, no de lo extraordinario tentador sino
de lo cotidiano.
En ese sentido, del mismo modo que hay una estética de lo bello, unida a la del
Bien, hay una estética de lo feo, vinculada a la del Mal. Y a la de la contradicción, pero
empezando por la existencia misma, en su origen no solamente divino sino del Mal.
Acabamos de ver en Büchner la presencia de eso contradictorio humano, de que,

140
efectivamente, el papel del héroe está disponible. Pero ya no sólo entre dos héroes
schillerianos, entre Robespierre y Danton, que podían sustituir, hasta cierto punto, a
Aquiles y Héctor en Burke. El personaje de Woyzeck, al que no se le puede por menos
de reconocer un destino social trágico, no cae dentro de esas categorías del kalós kai
agathós, pero reclama para sí una cierta dignidad. Y esa dignidad consiste en llevar, cual
Atlas paupérrimo, la contradicción del mundo. La libertad entonces es una libertad para
el Bien y el Mal, ciertamente, pero a la vez, simultáneamente. Lo cual bloquea al ser
humano y le obliga a adoptar expresiones y actitudes "indignas" desde el punto de vista
de las convenciones sociales, pero no de la propia coherencia lógica interna.
¿Cómo se puede calificar esto desde el punto de vista ético-estético? Hay toda una
transición desde el interés desinteresado al interés en cuanto tal. Pasando por lo
"interesante". Dice Rosenkranz: "Pero lo complicado, lo contradictorio, lo anfibológico y
por lo tanto también lo criminal, lo extraño, lo delirante es interesante. La inquietud
fermentada en el infierno de la contradicción tiene una mágica fuerza de atracción"
(Rosenkranz, K., 1992: 139). Antes, esto podía entrar en la categoría de lo "grande" y
vecindad con lo sublime. Lo será después en la atracción del vértigo. La contradicción
ética es el origen de la contradicción estética pues lo bello culmina en lo bueno (p. 273),
y si la creación estética contradice ese principio entonces estamos ante lo feo. Así dice
taxativamente: "El mal es lo éticamente feo y esta fealdad tendrá como consecuencia lo
estéticamente feo" (pp. 101-102).
El problema que se plantea en Rosenkranz es cómo un tema nuevo encaja en el
marco de una concepción clásica de la estética (p. 43). Ésta consiste en una metafísica de
lo bello, que produce el arte en las diversas modalidades que integran su sistema. En este
contexto, lo feo no tiene autonomía estética, es decir "no puede convertirse en objeto
directo y exclusivo del arte" (p. 83). La estética se ocupa de ello pero al igual, dice
Rosenkranz, que la ética se ocupa del Mal y la biología de la enfermedad, es decir con
ocasión del bien y la vida, en este caso de la belleza. Por eso llama Rosenkranz a lo feo
lo "bello negativo". Reflexionar sobre eso significa descender al "infierno de lo bello".
Porque "el infierno no es sólo ético y religioso, es también estético. Estamos inmersos en
el mal y el pecado, pero también en lo feo" (p. 53). Lo feo como negación de lo bello es
la ausencia de límite. El límite y la diversidad relativa, frente a lo informe y el caos, es
forma de todo ser, o como dice bellamente Rosenkranz: "La ausencia de limitación con
respeto a lo externo es la ausencia de forma estética de un ser" (p. 108). En conclusión,
lo bello tiene la "necesidad del límite" que no es sino la "lógica de lo bello" (pp. 95-96).
El arte necesita de lo sensible, de lo diverso, de lo feo, como manifestación de la
pluralidad de la idea. Rosenkranz pone como ejemplo a los griegos, que reflejaron el ideal
en sus obras, pero también lo grotesco y lo deforme que forma parte de lo real. Es decir,
lo bello necesita de lo feo para su plena manifestación, pero esto no significa que se le
reconozca una identidad dispersa. Por eso debe ser reducido al límite, a la unidad. De
este modo lo bello triunfa sobre la "rebelión de lo feo" y lo feo es reducido a lo cómico, a
lo feo declarado como apariencia sin pretensiones. Esta es una de las formas del triunfo,
y la figura del criado bufón y marrullero en las comedias, frecuentemente maltratado,

141
todavía resalta más la belleza y bondad, a veces ingenua, de su señor. Pero Rosenkranz
destaca otro modo de triunfo, que enlaza con las consideraciones expresadas al
comienzo, y que tiene una perfecta continuidad en los análisis de Adorno sobre la
industria cultural y las contradicciones existenciales y sociales puesta en carne viva por
Büchner. A propósito de Los misterios de París, de Sue, comenta: "Ella se ha
embriagado con el aguardiente del ogresse y se ha dejado convencer para prostituirse!
Una princesa de nacimiento en un repaire de la Cité! Extremadamente interesante, pero
todo menos poético. No podemos pasar por alto la mancha de su comportamiento moral
a partir de ese momento y ella tampoco y al menos Sue ha tenido el tacto de hacerla
morir soltera y de tuberculosis en la mansión de su padre, el alegórico príncipe alemán
Rudolph" (p. 140). En esta contradicción entre belleza y moralidad entra lo feo en el arte,
como lo "interesante" dotado de un gran poder de atracción. Pero aquello que atrae se
sustrae y es negado a la postre. Es el principio de la tensión entre la estética de lo bello y
la de la las flores del mal. Estamos llegando al umbral de otra época porque quizá ese
placer en lo feo lo que revela entonces es que " […] de modo enfermizo, cuando una
época está física y moralmente corrupta, le falta la fuerza para concebir lo bello auténtico
pero simple y desea disfrutar de las delicias de la frivola corrupción. Una época tal ama
las sensaciones mixtas que tienen como contenido una contradicción. Para excitar los
nervios obtusos combina lo inaudito con lo disparatado y lo repugnante" (p. 93).

4.7. El infinito recuperado: "Lo real es lo sensible"

Igual que he señalado un corte histórico en torno a 1800, que se refleja en los
campos del pensamiento y del arte, y que coincide con las guerras napoleónicas de
conquista y las rebeliones frente a ellas, es preciso señalar otro en la mitad del siglo, que
da cuenta de lo que se ha llamado la "caída del idealismo alemán", el giro del mismo
hacia un idealismo no racionalista en Schelling que enlaza con Dilthey y las filosofías de
la existencia en el siglo XX. Porque el tema es precisamente éste, el de la existencia. El
positivismo en la ciencia tiene un contrapunto en la estética, en la valoración de la
observación (que no es el "espectador"), de la pluralidad, del fragmento. Estamos ante la
modernidad estética.
Para ella hay varios hilos conductores. Y uno de ellos sale de la llamada derecha e
izquierda hegeliana. Allí se construye el mito historiográfico de la modernidad, tal como
he señalado antes. Dice Windelband: "Cuanto más estéril era la Filosofía, más florecía su
Historia". Y así J. Erdmann elabora su monumental historia de la filosofía moderna, L.
Michelet acuña el término de "Renaissance", E. Zeller publica las obras canónicas de y
sobre los griegos y K. Fischer precisa el para qué sirve todo esto: para una tarea de
sedimentación de nuestra identidad, para el autoconocimiento.
En este contexto tenemos una de las formulaciones más lúcidas de lo moderno desde
la estética debida a F. Th.Vischer. Es autor de Über das Erhabene und Komische. Ein

142
Beitrag zu der Philosophie des Schönen (1837), una obra clásica en el tratamiento del
tema de lo sublime. Y también de su gran Ästhetik oder Wissenschaft des Schönen
(1846). Pero aquí interesa para el tema su magnífico Plan para una división de la
Estética (1843) (Vischer, F. T h . , 1967). Examina la división hegeliana de la época del
Ideal y se pregunta si lo "moderno" puede tener una forma propia o debe ser disuelto y
subsumido por lo romántico, como hace Hegel. Es partidario de mantenerlo como "una
forma capital independiente del ideal estético" (p. 218). Este Ideal moderno es "el Ideal
de la subjetividad formada, es decir, verdaderamente liberada y al mismo tiempo
reconciliada con la objetividad" (p. 219).
Esa subjetividad formada (gebildete), cultivada [Bildung, en definitiva) es la
subjetividad libre que se ha recuperado de su extrañamiento. Esto no parece salirse de los
marcos de la concepción romántica. Pero no es a ella a quien acude Vischer, sino a la
crítica en la que "los fantasmas, los mitos, han llegado ya a su fin". Ese sujeto puede
zambullir ahora su subjetividad en la objetividad, en el mundo. Y ahora sí que ha
conseguido aquello que veíamos era el secreto deseo de Novalis: "Se encuentra en sí y
por eso de nuevo en el mundo, está en él en casa. El mundo está desdivinizado, la
naturaleza desespiritualizada, la historia vacía de milagros; tenemos, lo repito, la
Ilustración a la espalda y ya no podemos actuar como si todavía la tuviéramos ante
nosotros" (p. 222). La invitación de Vischer, todavía en el contexto de su época, es a
vivir en ese mundo y no más atrás de él, como si no hubiera habido la Ilustración. Pero
también un cierto romanticismo ha llegado con sus dioses a su final. Señala Vischer que
en esa recuperación de la subjetividad es clave el concepto de destino. A éste estaban
sujetos los dioses y los hombres. Pero los dioses, afirma, no son sino una creación de los
poderes humanos extrañados, puestos fuera de ellos, y el destino no es sino la libertad
humana misma extrañada, puesta fuera de sí. Vendrá el tiempo -concluye- en que volverá
el destino al hombre, pero será cuando sea consciente de su infinitud y su libertad. Éste
es el tema de la obra de Feuerbach.
Su filosofía dialéctica quiere ser una negación y superación de las anteriores
(Feuerbach, L., 1976: 62); pero su Antropología de la Religión se hará acreedora del
reproche de Stirner, en el sentido de que ha pasado de la religión de Dios a la del
hombre, del Dios-hombre al hombre-Dios. La filosofía es concebida como un acto de
autodesilusión decisiva y universal. De ahí que su aportación podría resumirse así: es una
dialéctica (Kant) de la dialéctica (Hegel). Precisando que en Kant la dialéctica tiene un
doble sentido, como lógica de la apariencia, y descubrimiento y denuncia de ella. Ese
descubrimiento y denuncia configuran el método escéptico (Crítica de la razón pura, A
423, B 451 y A 499, B 527) basado en la objeción crítica. El método escéptico basado
en la objeción crítica se mantiene al margen; plantea la posibilidad de hacer una
Dialéctica del idealismo desde fuera del idealismo. La estética de la segunda mitad del
siglo XIX y buena parte del primer tercio del XX se mueve también en este ámbito de las
dialécticas del idealismo como dialécticas de la modernidad.
Dentro de este contexto está La esencia del cristianismo, aparecida dos años antes
(1841), con la que el texto de Vischer ya comentado guarda indudables analogías. El

143
sentido de la dialéctica en Feuerbach puede resumirse así: si niega la religión es para
recuperar al hombre religioso, lo infinito en lo finito. Quien se aliena en el religión, en
Dios, es el hombre genérico y se recupera el hombre de carne y hueso. Si niega la
filosofía especulativa y misticismo es para recuperar una filosofía, síntesis de
pensamiento y corazón. Entonces cobra su sentido la frase "homo homini Deus est". Si
la religión es la relación que el hombre mantiene inconscientemente consigo mismo, debe
mantenerla conscientemente; entonces, la frase "el hombre es un dios para el hombre",
significa "el hombre debe amar infinitamente al hombre".
La nueva filosofía es el cristianismo invertido: del Dios-hombre al hombre-Dios,
convierte en centro suyo lo que el cristianismo había elevado en la encarnación al
convertir el hombre en atributo del ser supremo. Porque no se trata de reconocer lo
infinito como finito (es la filosofía especulativa), sino en reconocer lo finito como infinito.
Y por ello hay que reconocer que "lo infinito es la verdadera esencia de lo finito". El
comienzo de la filosofía no es Dios, sino lo infinito recuperado. De este modo, la
filosofía es también un acto de autodesilusión decisiva y universal y configura la de
Feuerbach como una auténtica filosofía negativa, pues la nueva filosofía nace de la
negación de la teología. Si Dios es la negación de lo finito, lo finito es la negación de
Dios. En ese sentido, parte de las ciencias (p. 25): la tarea de la filosofía moderna
consiste en elevar a juicio teórico la afirmación del empirismo de que nada tiene que ver
con la teología. En conclusión: "La veracidad, la sencillez y la exactitud son los signos
formales de la filosofía real".
El objeto de la nueva filosofía es el ser. Contra el idealismo, la nueva filosofía es
empírica, es decir, comienza por el Ser, no por el pensar; por las cosas tal como ellas
son. El ser no es lo indeterminado, sino que es tan diferente como las cosas que son. Por
eso, es sólo pensable mediatamente, es decir, a través de los predicados que
fundamentan la esencia de una cosa. De este modo, el ser es el límite del pensar. El
pensar no lo produce, sino que, más bien, es su predicado. Esta es la verdadera relación
para Feuerbach.
La nueva filosofía no piensa lo concreto de una manera abstracta, sino concreta. Al
afirmar esto, Feuerbach está anticipando claramente todo el pensamiento micrológico de
Benjamin y Adorno. Es el indicio de una "nueva sensibilidad". Pero ello implica
universalizar lo que constituye el núcleo de la experiencia estética más general. Y así para
Feuerbach lo real es lo sensible y el pensamiento concreto la sensibilidad. Porque la
auténtica realidad de la idea es la sensibilidad. Para llegar a ello, hay que incorporar a la
filosofía la no filosofía, el sensualismo, y su tarea consiste precisamente en llegar a lo
sensible. El modo de hacerlo es profundizando en un rasgo común de ese ser compartido:
ser equivale a padecer. Una tradición que viene desde el Renacimiento afirmará que sólo
los seres sensibles actúan sobre los otros, de modo que la dualidad del sujeto y el objeto
se encuentran en el juego de la actividad y resistencia. Idea que viene de Fichte y pasará
a Dilthey, sólo que ahora permite abordar desde otro punto de vista el problema de la
existencia y la relación con el mundo: el amor es la prueba ontologica de la existencia de
un objeto. Si la nueva filosofía es la filosofía "sinceramente sensible" esto implica que se

144
trata del sentimiento (corazón) elevado a conciencia (entendimiento).
La nueva filosofía se funda en la totalidad humana y en la totalidad de los humanos.
Por una parte, es unidad de pensamiento y corazón, de pensamiento y ser que se da en el
hombre. Sólo un ser real conoce a un ser real. Pero hombre quiere decir totalidad, y así
recomienda Feuerbach: no quieras ser filósofo a costa de ser hombre, no pienses como
pensador, sino como ser vivo y real. Sólo es hombre aquel que no excluye nada
esencialmente humano. Este, dice, es el lema del nuevo filósofo y cabría decir que del
nuevo humanismo que recupera y busca integrar los dos discursos paralelos de la
modernidad: el de la razón y el de la sensibilidad.
Por otra parte, Feuerbach precisa que esa recuperación de la totalidad humana es
una tarea colectiva: "El hombre particular para sí no tiene la esencia del hombre ni en sí
como ser moral, ni en sí como ser pensante. La esencia del hombre reside únicamente
en la comunidad, en la unidad del hombre con el hombre -una unidad que, empero, no
reposa sino en la realidad de la diferencia entre el Yo y el Tú- {Principios, n.° 5). Y
también: "La verdadera dialéctica no es un monólogo del pensador solitario consigo
mismo, sino un diálogo entre el Yo y el Tú"{Principios, n.° 62). La esencia humana es
la comunidad; la comunidad Yo-Tú en la diferencia. Y es también el medio para la
recuperación del mundo: la existencia de cosas fuera de mí viene dada por la certeza de
la existencia de otros hombres fuera de mí. Dice Feuerbach: "De lo que yo veo solo,
dudo; únicamente cuando otro también lo ve, es ello cierto". Y así la nueva filosofía
recibe el nombre de antropología (solidaria). La propuesta de Feuerbach es, pues, la de
una nueva sensibilidad solidaria. Se trata de un modelo de estética negativa, pero de un
signo distinto a la de Adorno.
En torno a 1844 se componen los Manuscritos de Economía y filosofía de Marx, y
en ese año aparece El Único y su propiedad de Stirner (Stirner, M . , 1970). Se trata de
un libro sugerente, escrito en estilo directo, irónico, muy reiterativo. El título puede
parecer extraño, pero expresa muy bien el contenido del libro. Stirner es un neohegeliano
que realiza también ese "ajuste de cuentas" (Marx) con Hegel. Consiste en un destruir
todas las objetivaciones del Yo, todas sus representaciones, que le alienan. La
recuperación del Yo alienado, la apropiación, tiene lugar mediante esa destrucción. A
través de ella, cada hombre es su propio Yo, es propietario de él. A través de ella cada
hombre es él mismo y, por tanto, único. El libro es la historia de esas destrucciones y la
recuperación: está escrito en espiral y acaba donde comenzó.
El programa consiste en una crítica a los grandes egoístas (Dios, la Humanidad, el
Absoluto) que no han basado su causa más que en ellos mismos. Frente a esto dice
Stirner: seré yo mismo el egoísta; basaré mi causa nada más que en mí, no les serviré;
seré el único, la nada creadora de la que mi yo creará todo; no admito nada por encima
de mí. Ser único significa sacudir toda forma de dependencia, eliminar en nosotros todo
lo que no es nosotros mismos. Es decir: todo lo que debemos ser y no somos. La lucha
por el ser (ser nosotros mismos) es una lucha contra el deber ser; que siempre viene
marcado por otro (la religión, la moral, el Estado), y que es una forma de alienación. Nos
pretende sacrificar a un ideal marcado por ellos, e impedirnos ser nosotros mismos. Por

145
eso, frente al idealismo levanta Stirner el principio del egoísmo, es decir, "no defenderé
su causa, sino la mía".
El objeto de la religión es un fantasma, producto del espíritu, porque no se le
encuentra en la realidad, al que durante siglos se ha tratado de dar un cuerpo, intentando
demostrar su existencia. Stirner hace una caracterización muy ajustada del idealismo
como el drama de una filosofía a la búsqueda de un cuerpo, intentando demostrar su
existencia: "¡Oh Tú , mi torturado pueblo alemán! ¿Cuál ha sido tu sufrimiento? Era la
tortura de un pensamiento que no puede engendrar un cuerpo". Ese fantasma es una idea
obsesiva, una forma de locura como cualquier otra, que produce el fanatismo. Se le ha
tratado de dar cuerpo; lo más visible de ello es la encarnación, el Dios-Hombre,
propuesto como modelo humano. La última manifestación es la del Hombre-Dios, el
Espíritu, la Idea absoluta. De la religión del Dios-Hombre se ha pasado a la del Hombre-
Dios, llamado ahora Espíritu absoluto, u Hombre con mayúscula. De la Religión de Dios
a la del Hombre.
Es la culminación de un proceso histórico en tres atapas. Stirner tiene la conciencia,
al descubrirlas, de que inaugura una nueva época. En la historia antigua, en la
cosmología, el hombre poseedor del mundo acaba con el mundo; en la Historia moderna,
con la Teología, el hombre poseedor del Espíritu llega a la negación de Dios. Pero el
Espíritu sobrevive. Del Espíritu Santo encarnado se pasa al Espíritu absoluto, a la religión
del Hombre: Dios se ha hecho hombre significa que el hombre se ha hecho Yo en el
idealismo. Y esto no basta, porque el Hombre no es el Yo. Esto implica una verdadera
crítica de Stirner a determinadas formas del sujeto de la modernidad: al yo trascendental,
al Yo absoluto, y también a la persona en mí, como forma de la moralidad. Se trata de la
recuperación del individuo de carne y hueso, en la línea de Feuerbach y anticipando
análisis de El sentimiento trágico de la vida.
Respecto a la moralidad afirma Stirner que es preciso destruir esta nueva forma de
religión: la religión del hombre cuya expresión moderna es la moralidad. La religión del
hombre es la nueva piel religiosa porque la religión humana no es más que la última
metamorfosis de la religión cristiana. La piedad y la moralidad difieren en que la primera
reconoce a Dios y la segunda al hombre por legislador. Ahora bien, fuera de o dentro de,
siempre se trata de algo suprahumano, por encima del hombre. Y en clara referencia al
imperativo categórico kantiano: "No soy yo quien vivo, es la Ley quien vive en mí"; no
es a mí a quien concede valor, sino al hombre que hay en mí. Se entiende que la
moralidad es libertad, actividad espontánea y, sin embargo, es todo lo contrario, es una
represión de los sentimientos naturales ante los objetos. El deber ser no es un sentimiento
propio, sino dado, fundamentalmente por la educación.
En definitiva, todo está basado en una confusión: la de creer que el hombre es el Yo.
Por eso, contra Fichte, afirma Stirner que el yo es siempre algo finito, y, por tanto, no
absoluto. Pero el yo no es el hombre, que es un ideal, sino el individuo, que se basta a sí
mismo, es decir, que carece de modelo: "No es el Hombre la medida de todo, sino el yo".
Por eso concluirá su crítica a la moralidad y a la religión afirmando que "nuestros ateos
son gente piadosa". El Hombre es el Dios de hoy, el poder de la humanidad ha

146
aumentado al trasladar al hombre todo lo que se ha quitado a Dios, y así se ha alienado
nuevamente el poder del individuo en el hombre.
Lo mismo ocurre con el Estado y el Partido. El Estado no considera al hombre
como individuo, sino como ciudadano, es decir, como sujeto a leyes que él mismo no se
ha dado. En esas leyes se le dicta lo que debe ser, a través de lo que debe hacer. Lo
mismo sucede con el Partido, que es un Estado dentro del Estado: ¿cómo podrían ser
únicos o individuos, si perteneciesen a un Partido?, se pregunta Stirner. Tienen que
obedecer a unos principios, o estatutos, que están fuera de toda crítica. El individuo no
puede atarse o ligarse a un partido. Todo lo más concluir una alianza o pacto de caminar
juntos en tanto le convenga.
Frente a estos "Grandes Egoístas" Stirner levanta la bandera de la Nada, la bandera
del anarquismo y el nihilismo bajo su apelación al egoísmo. Y es que se trata
efectivamente de una historia: durante siglos habéis sido "egoístas dormidos", a los que
han dicho que debían ser idealistas. Por el contrario, el egoísta es el que no vive para una
idea, sino para su propio interés. El amor al mundo y a los demás cobra ahora su
verdadero significado: es un amor a sí mismo, ya que se funda en un contrato implícito y
se espera que hagan lo mismo con uno.
El egoísmo para Stirner llama al goce de nosotros mismos, a la alegría de ser, de ser
nosotros mismos. Pero el yo no es algo que se deba buscar, sino poseer, disfrutar; no se
trata de conquistar la vida, sino de gastarla, consumirla: "gozar de la vida es devorarla y
destruirla". Si uno se pregunta por lo que debe ser, no lo es todavía, no se posee,
convierte su vida en una espera, vive de esperanzas, pero no de disfrute. Ser egoísta -
finalmente- significa no medirse por los demás. Consiste en ser todo lo que puedo ser,
tener todo lo que puedo tener. El verdadero hombre no está en el futuro (deber ser), sino
en el presente, en el carpe diem. Es lo que es, que es la medida de lo que puede ser, y lo
es cuando es propietario de su poder, es decir, cuando se sabe úni
co. La solución a la miseria no está en el comunismo (abolición de la propiedad
privada), sino en el egoísmo, en arrebatarla. La propuesta es, pues, no la revolución (que
crea nuevas instituciones), sino la insurrección que las destruye y niega. La lucha no va
contra una forma de Estado, sino contra el … ESTADO. Frente a ello y frente al
comunismo Stirner concibe una asociación de egoístas entendida como una
multiplicación de fuerzas. Unión basada en el interés, y mientras se puede utilizar al otro.
La revisión literaria del egoísta-anarquista de Stirner se encuentra en la novela de E.
Jünger Eumeswil.
El humanismo de Marx tiene en el punto de mira tanto a Stirner como a Feuerbach.
Desde el punto de vista de la realidad social y política, tanto la "autoconciencia" absoluta
de Bauer, como el "Único" de Stirner, constituyen la absolutización ideológica del
principio de la sociedad burguesa, cuya clase esencial es la clase privada, y cuyo principio
efectivo está en el "egoísmo". Por eso, Marx combatió en Bauer, y con mayor decisión
en Stirner, los presupuestos político-sociales que había en ellos y las consecuencias de la
"auto-conciencia".
Pero en su análisis de la religión, Marx va más allá de Feuerbach. No se trata de

147
analizar la religión para encontrar en ella rasgos humanos objetivados, sino de analizar las
condiciones históricas-sociales que posibilitan la religión. La religión no es tanto una
"objetivación" como una "cosificación" del hombre autoalienado; el hombre que no ha
tomado conciencia de sí mismo como ser social es el hombre religioso. Por eso, la
religión es el "mundo al revés". Y: "De tal suerte, después que se haya descubierto, por
ejemplo, que la familia terrenal constituye el secreto de la sagrada, se tendría que
aniquilar a la primera desde el punto de vista teórico y práctico". De igual modo, también
se modifica el sentido del "ateísmo". Deja de ser una posición teológica, para convertirse
en una forma realmente atea, es decir, se reduce a una configuración mundana, propia de
la existencia terrenal. El ateo marxista ya no cree en Dios alguno, sino que cree en el
hombre. Ya no combate a los dioses, sino a los ídolos. En El Capital, Marx presentó
como uno de los ídolos del mundo moderno y capitalista el "carácter fetichista" de las
mercancías, es decir, la forma mercantil propia de todos los objetos modernos de uso. En
el fetiche de las mercancías se muestra la supremacía de las "cosas" sobre los "hombres"
que las producen, la dependencia del hombre creador de sus propias creaturas. Ahora se
trata de abatir dicha supremacía, y no un poder religioso superior al hombres: "Así como
en la religión el hombre está dominado por chapucerías engendradas por su propia
cabeza, en la producción capitalista está dominado por chapucerías producidas por sus
propias manos".
Pero, "somos contemporáneos filosóficos del presente, sin ser sus contemporáneos
históricos". En los Manuscritos de economía y filosofía procede a la crítica a Hegel, a un
planteamiento abstracto, deshumanizado. Y frente a ello está la propuesta de un nuevo
humanismo, que supera su alienación económica en el comunismo. Según Marx, lo
valioso de Hegel estaría en que concibe la dialéctica de la negatividad como motor, que el
hombre se realiza y también se aliena en el trabajo, poniendo de manifiesto la necesidad
de la superación. Pero también hay una crítica: porque la filosofía de Hegel no sale de la
esfera del pensamiento. Es lógica, pensamiento abstracto, es decir, alienado, que
prescinde de la naturaleza y del hombre real para volver continuamente sobre sí misma.
De ahí que el trabajo lo concibe como la esencia del hombre, pero sólo ve su aspecto
positivo, porque se trata de un trabajo espiritual, del pensamiento; de este modo, la
alienación no es económica, real, sino cognoscitiva.
La alienación y el hombre tiene en él un carácter abstracto. Afirma que la esencia
real del hombre es la autoconciencia. Se aliena (cosifica) en el objeto, que es también
algo abstracto, ya que ha sido puesto por la autoconciencia (ser-posición). Es decir, no se
trata de un hombre real, que tenga fuera de él objetos reales. ¿Por qué? Decir conciencia
equivale a decir saber. El objeto es negatividad, no ser, es el saber alienado como objeto
de sí mismo y fuera de sí, pero, en definitiva, él mismo. Luego la negación de la
negación es la del saber objetivo, quedándose con el aparente; la superación, es, pues,
formal y abstracta. El sujeto de todo el proceso no es el hombre o la naturaleza reales,
sino Dios, el espíritu absoluto, la idea que se conoce y se afirma. Conclusión: en Hegel
faltan un hombre y una naturaleza reales. Todo se mueve en el plano abstracto. No ha
superado la alienación, sino que la ha reforzado. Su filosofía no es sino una teología

148
secularizada: el Dios reducido a Idea. Hegel ha confundido alienación con objetivación: el
hombre es un ser objetivado en el momento en que es sensible.
Esa crítica es el punto de partida de Marx: frente al idealismo y materialismo,
propone la alternativa del naturalismo y el humanismo (Marx, K., 1968: 194-195). El
hombre es un ser natural y corpóreo, por tanto, objetivo: es decir, que tiene objetos y es
objeto de, es paciente y activo; la exterioridad e interioridad de la naturaleza aparece en
forma de necesidad, de modo que la objetividad de las necesidades se corresponde con la
objetividad de los objetos. El hombre es también historia. El haberle separado de ella,
convirtiéndolo en algo abstracto, sería uno de los errores de Feuerbach. De ahí el
proyecto de una historia natural, que retomará Adorno. Es preciso unir la filosofía con las
ciencias naturales. La ciencia natural tiene como objeto al hombre; la ciencia del hombre
a la naturaleza; el resultado es una ciencia natural del hombre. No tiene sentido así
preguntarse por la creación, o por un ser situado por encima de la naturaleza y el
hombre. Pero la relación del hombre con la naturaleza está mediatizada a través de la
industria. Una historia universal daría cuenta de la producción del hombre por el trabajo
humano. Este humanismo naturalista lleva al ateísmo y al comunismo (pp. 155-156), que
son el verdadero humanismo positivo, "el humanismo conciliado consigo mismo
mediante la superación de la propiedad privada' (p. 201) que es el producto del trabajo
enajenado y el medio por el cual el trabajo se enajena.

149
5
El arte del tiempo

5.1. Umbrales de la otra modernidad

Jadis, si je me souviens bien, ma vie était un festin où s'ouvraient tous les


coeurs, où tous les vins coulaient.
Un soir, j'ai assis la Beauté sur mes genoux.—Et je l'ai trouvée amère.—Et
je l'ai injuriée […]
Il faut être absolument moderne (Rimbaud, Une saison en enfer).

En torno a 1840 se anuncia un cambio de sensibilidad. Las obras programáticas de


Feuerbach, Marx y Stirner pertenecen a esta década, que se cierra con la revolución de
1848 en Francia. En esta década también se decanta la doble orientación de la obra de
Baudelaire: la reflexión estética en la crítica de arte ejercida en los Salones de 1845 y
1846 y la creación poética que alcanza su culminación en Las flores del mal (1855-
1857). Mientras que el tópico general ve en el segundo romanticismo el cierre definitivo
de la modernidad, ahora, por el contrario, comienza otra, la de la segunda mitad y
postrimerías del XIX, que será un referente inmediato del siglo XX. Se trata de la
modernidad estética, de signo distinto a la filosófica tradicional. Félix de Azúa ha
subrayado así la contribución de Baudelaire: "Mientras otros inventaban la fotografía,
Baudelaire inventaba la modernidad. A él debemos la transformación semántica de la
palabra y su acepción estética. Y si le debemos la palabra, con toda seguridad le debemos
la cosa.Un seguidor de Baudelaire, Rimbaud, expresó la modernidad pidiendo la
invención de mundos desconocidos (hay que ser absolutamente modernos, decía),
mundos inventados que debían provocar la aparición de nuevas formas poéticas…"
(Azúa, F. de 1991: 37).
Se trata de una poesía posaurática. El pequeño poema en prosa de la "Aureola
perdida" da bien el tono: el poeta ha perdido su aureola en el fango del asfalto de la gran
ciudad y no se ha parado a recogerla, para así poder mezclarse con la canalla. Porque
"además, la dignidad me aburre'. En esta frase queda perfectamente resumida la distancia
con el planteamiento romántico anterior, con el discurso sobre la dignidad sublime de la
poesía y del poeta como mediadores del infinito para lo humano. Ya no se trata de una
mediación, sino de la forma estética de lo infinito recuperado. Ahora bien, esto supone
no sólo la recuperación de lo sensible, sino aquello de lo que dimana y le hace posible
como elemento decisivo de la diferencia: el Mal. Tanto Las flores del malcomo Una

150
temporada en el infierno son el fruto del giro que experimenta la sensibilidad europea en
la quiebra del idealismo. Ya en el escrito de Schelling sobre la libertad humana se advertía
cómo el Mal adquiría carta de naturaleza en tanto que principio de la existencia y, por
tanto, no era posible, de modo consecuente, eliminarle sin eliminarse, decidiéndose el
hombre por el Bien. No es que aquí queden suprimidos lo bello y lo sublime sino que se
amplía su alcance al ámbito del que habían sido platónicamente expulsados: el Mal. Se
trata de darle carta de ciudadanía estética y no meramente como en el caso de la estética
de lo feo de Rosenkranz, como siendo lo negativo de lo bello y bueno. Se trata de ser
consecuente: si el hombre le debe el ser al Mal, no queda más remedio que hacerlo para
poder ser, seguir siendo. Se ha llegado al "otoño de las ideas" y se sueñan las "flores
nuevas" de este "tiempo que come la vida". En "La carroña" dice a la amada: "Y, sin
embargo, tú serás semejante a esta basura / a esta horrible infección / estrella de mis
ojos, sol de mi naturaleza, / tú, mi ángel y mi pasión". Se trata de la belleza de lo
corruptible, de lo efímero, de eso cuya vida come el tiempo. La impotencia del juicio
reflexionante kantiano ha dado paso a la lógica de la dispersión de los objetos. Por amor
a ellos se busca su "salvación" en las correspondencias. Benjamín subraya que lo que
Baudelaire ha querido establecer con las "correspondencias" es una experiencia que esté
al abrigo de toda crisis, es decir, del tiempo, y eso tiene un carácter mítico y cultural.
Nuevamente con este término "correspondencias" demuestra Baudelaire su capacidad de
ser también "pintor de la vida contemporánea" (véase apartado 6.4). R. Knodt propone
un "nuevo" pensamiento estético como correspondencia "en el espíritu de Baumgarten y
para la actual época técnica, habida cuenta de que "el espacio técnico se ha convertido
hoy en mundo de la vida". Se saldría del binomio información-producción para entrar en
el de la "correspondencia", entendida como la capacidad de percibir y de plasmar la
exigencia estética que emana de lo que acontece (Knodt, R, 1994: 31 y ss.).
Ahora bien, esa experiencia del presente como lo sido es lo que se resume
justamente en la palabra perdu, perdido, en el sentimiento de que la plenitud sólo se da
en la experiencia de pérdida. El sentimiento de la pérdida configura una existencia muy
distinta de la heroica, del esfuerzo y de la aventura, en la línea del héroe homérico, en el
que la victoria es la confirmación siempre renovada y necesaria de lo que ya se es y se
posee. Más bien se trata de la serenidad schilleriana del Laocoonte, la encarnación de esa
esperanza desesperanzada, del sacerdote que vuelve a la playa para auxiliar, inútilmente y
contra toda esperanza, a sus hijos. O la del flâneur, el hombre de la multitud, cuya
morada son los pasagges ese intermedio entre el interior y la calle, producto de la nueva
sociedad industrial.
El rasgo distintivo de esa nueva modernidad es que se trata de una modernidad
urbana. Como precisa Azúa: "Para el poeta moderno la Naturaleza ha muerto" (p. 55) o
queda reducida a "hortalizas sacralizadas" en las que ya no habita el "alma de los dioses".
Este rechazo de la Naturaleza es un elemento diferenciador frente a su divinización y los
sentimientos sublimes de ella expresados tanto en los textos del primer romanticismo
como en los cuadros de Turner o Caspar Friedrich. Pero también respecto a una estética
rural (Heidegger) crítica de la modernidad estética, y en particular de la estética de la

151
vivencia de final y comienzos de siglo. La gran ciudad despierta un sentimiento de
atracción y de repulsión: "Te amo, ¡oh capital infamel". Esto quedará plasmado en los
cuadros de los impresionistas franceses, fascinados por los logros de la técnica,
manifiestos en las exposiciones universales y la torre Eifel (Marchán, S., 1986: 32).
También en los expresionistas alemanes de comienzos de siglo.
Pero no se trata sólo de la ciudad, sino de la "gran ciudad", teniendo en primer
término como ejemplo las transformaciones que sufre París a mediados de siglo. Las
transformaciones en el espacio habitable de lo humano crean también la tipología del
sujeto urbano. Ya desde Poe queda acuñado el tópico de "el hombre de la multitud".
Como se pone de manifiesto en el cuento, es el tipo de hombre que no va a ninguna
parte, y por eso va a todas: simplemente huye de la soledad persiguiendo la multitud, y
así es el solitario de ella en ella. Baudelaire lo retoma en las figuras de la modernidad
estética, el flâneur y el dandy. La descripción que hace del primero conserva todavía
claves de antigua terminología: "Es un yo insaciable de no-yo" (Baudelaire, Ch., 1995:
86). Este último no es ahora la naturaleza, sino la vida pluriforme de la gran ciudad,
siempre llena de detalles nuevos, una vida "inestable y fugitiva". Es espectador: " […] el
observador es un príncipe que. goza en todas partes de su incógnito". A su mirada de
águila no se le escapa ningún detalle en el callejeo diario. Es, dice Baudelaire, un
"caleidoscopio" en el que se refleja esa vida múltiple, oscilante, inestable y la multitud
tiene sobre él un efecto reactivo, "como un inmenso depósito de electricidad". Para él, el
"estar fuera de casa" significa "estar dentro de casa". Su casa es la ciudad y el mundo.
Repárese que para Novalis el sentido del lenguaje era llenar todo de signos para sentirse
en casa. Ahora, el estar fuera es el dentro. La consigna es salir, no entrar dentro sí,
porque el mundo, y no el yo, es la casa. Ahí está la ventaja de la compañía y el
anonimato, de la compañía anónima.
Lo que persigue el flâneur es la novedad, y cumple, a su manera, la definición que
da del genio como "la infancia recuperada a voluntad": es el poseído por una curiosidad
sin límite, por lo bello como "promesa de felicidad", según Stendhal. Pero entonces se
transforma en su contrafigura, el dandy, el ocioso-curioso, que realiza esa promesa de
felicidad en sí cultivando la belleza, la distinción personal. Es el que busca la novedad
constantemente pero para declarar que no hay nada nuevo, que la novedad misma es un
hastío. Y así va más allá que la belleza misma, pues "el dandy debe aspirar a ser sublime
sin interrupción. Debe vivir y dormir ante un espejo". Es una figura de transición: "El
dandismo es el último destello de heroísmo en las decadencias". Forma parte de una
nueva aristocracia, entre la democracia todavía no consolidada y la aristocracia todavía
no degenerada. Su mérito estriba en que "ha buscado por todas partes la belleza pasajera,
fugaz, de la vida presente, el carácter de lo que el lector nos ha permitido llamar la
modernidad".
Si, por una parte, es cierto lo que dice Benjamin, de que el papel del héroe ha
quedado disponible, pero en el sentido de la otra modernidad, también hay que reconocer
que ahora se inaugura un nuevo heroísmo. Es el heroísmo de la vida moderna: "Nadie
presta oídos al viento que soplará mañana; y, sin embargo, el heroísmo de la vida

152
moderna nos rodea y nos apremia. Nuestros verdaderos sentimientos nos ahogan lo
bastante como para que los conozcamos. No son temas ni colores lo que falta a las
epopeyas. Será el pintor, el verdadero pintor, el que sabrá arrancarle a la vida su lado
épico, y hacernos ver y comprender, con el color o con el dibujo, lo grandes y poéticos
que somos con nuestras corbatas y nuestros botines de charol. —¡Ojalá los auténticos
buscadores puedan aportarnos el próximo año ese goce singular de celebrar la llegada de
lo nuevo? (Baudelaire, Ch., 1996: 85).
El héroe es el pintor de esa belleza transitoria de las artes que "no -son -ya -bellas",
pero que tampoco renuncian a la belleza, porque no se trata de renunciar a la felicidad.
Baudelaire mismo ha dado las claves de lo que significa ese cambio. Desde el punto de
vista social no es un arte antiburgués. En las palabras introductorias al Salón de 1845,
defiende de sus "colegas artísticos" a ese "ser inofensivo" que es el burgués, al que ya no
se le puede insultar llamándole así pues "se sirve él mismo de esta injuria", y por otra
parte muchos artistas lo son y, finalmente, porque es muy "respetable", "pues hay que
complacer a aquellos a costa de los que se quiere vivir". Se trata de ganar a los burgueses
para el nuevo arte y no de lanzarlo contra los burgueses. Además Baudelaire, como el
propio Benjamín, reconoce que pertenece a ellos.
Pero donde Baudelaire aporta un elemento sustancial para la estética de nuestro
tiempo es en la diferenciación de esa modernidad respecto a otras modernidades. La
modernidad estética realiza lo que no fue capaz la filosófica, la superación del sujeto y
objeto: "¿qué es el arte puro según la concepción moderna? Es crear una magia sugestiva
que contenga a la vez el objeto y el sujeto, el mundo exterior al artista y el artista mismo"
(Baudelaire, Ch., 1996: 339). Frente a este arte puro, destaca el "arte filosófico",
particularmente "a la alemana": "¿Qué es el arte filosófico según la concepción de
Chenavard y de la escuela alemana? Es un arte plástico que tiene la pretensión de
reemplazar al libro, es decir, de rivalizar con la imprenta para enseñar la historia, la moral
y la filosofía". En ese contexto Baudelaire detecta algo propio del siglo y es que "cada
arte manifieste el deseo de usurpar el arte vecino". La alusión a la pretensión romántica,
tanto en el primer como en el segundo romanticismo está ya ahí, y se verá a continuación
también a propósito de Wagner. Además, hay otro elemento que llega hasta el textualismo
o a lo que he denominado como "humanismo mutante" de la hermenéutica (véase
apartado 2.4.), y es que dice Baudelaire que en ese "arte filosófico", "todo es alegoría,
alusión, jeroglífico, enigma". Pero "cuanto más quiera el arte ser filosóficamente claro,
más se degradará y se remontará hacia el jeroglífico infantil". Es una crítica avant la
lettre del textualismo hermenéutico que, efectivamente, piensa en un arte plástico que
reemplace al libro o bien acaba reduciendo las artes al modelo poético de la lectura.

5.2. El "pesimismo de los fuertes"

¿Queremos hacer tratos con este mundo? No […] Allí donde desespera el

153
hombre de Estado, baja las manos el político, se afana el socialista con sistemas
estériles, e incluso el filósofo sólo puede interpretar, pero no preanunciar -
porque todo lo que hay ante nosotros sólo puede mostrarse en fenómenos
arbitrarios, cuya manifestación sensible nadie es capaz de proyectar- allí está el
artista, que con vista clara es capaz de conjeturar formas tal como se muestran
al anhelo que exige lo único verdadero, el hombre (Wagner, R., 1976:227).

El contexto de este texto de Wagner es el título de otra obra suya Die Kunst und die
Revolution (1849). El estado del arte, dice ahí, no puede ser más penoso: "¡Este es el
arte que llena ahora todo el mundo civilizado!: su verdadera esencia es la industria, su fin
moral ganar dinero, su pretensión estética entretener a los aburridos" (p. 19). Comparado
con el griego, afirma Wagner, aquél era arte, éste "artesanía artística". La comparación
con el arte griego ya hemos visto que era una constante a lo largo del romanticismo, se
refuerza con Nietzsche y vuelve en Heidegger. No se trata tanto de una reflexión sobre el
pasado sino sobre el presente, un presente histórico al que se le está construyendo una
nueva mitología. Por eso, también se insiste en todos ellos de que no se trata tampoco de
copiar lo griego, sino de ir más allá. Pero lo griego sigue siendo un modelo en cuanto en
ellos el arte era un asunto público, la belleza y la fuerza formaban parte de la conciencia
pública, nacional, y el Estado era la obra de arte total. En ese sentido, dice Wagner, su
arte tenía que ser conservador, mientras que los vestigios del actual, confinados en el
ámbito de lo privado, tiene que ser revolucionario. Pero esa obra de arte total
desapareció con la tragedia, disolviéndose en las distintas artes particulares. Ahora no se
trata de una "restauración" ("no, nosotros no queremos ser otra vez griegos"), sino una
"revolución", es decir, superar la idea griega de "Nación", de modo que "la obra de arte
del futuro debe abarcar el espíritu de la humanidad libre más allá de las barreras de las
nacionalidades" (p. 30). El arte al crear belleza se convierte así en un elemento social de
liberación. Y ésta es la tarea de lo que indica también con el título de otra obra suya: Das
Kunstwerk der Zukunji. El sujeto de la obra de arte del futuro no es el individuo, egoísta,
sino el pueblo. La obra de arte total del futuro no es fruto de un individuo sino de la
comunidad, la obra común del hombre del futuro (p. 60). Frente a la obra de arte como
obra del genio aislado aquí aparece como fruto de la Gemeinschafty de la
Genossenschaft, de la "comunidad" y de la "camaradería", es decir, del pueblo, lo que
tendrá una repercusión grande (aunque él matice) en Heidegger. Si es cierto que el
hombre es el objeto supremo del arte (p. 72), el artista del futuro no lo será el poeta, ni el
músico, ni el escultor sino… el pueblo (p. 169). Y así puede entenderse bien lo que,
después de haber reducido las diferentes artes a la ópera como obra de arte total, dice
concluyendo en Oper und Drama: "El creador de la obra de arte del futuro no es otro
que el artista del presente, que atisba la vida futura, y anhela estar contenido en ella.
Quien alimenta desde su poder más íntimo este anhelo, vive ya en una vida mejor. Pero
sólo uno lo puede, el artista" (p. 229).
En El nacimiento de la tragedia de Nietzsche encontramos una de las
manifestaciones más explícitas de esa tradición que reclama al arte como órgano de la

154
filosofía, en un momento de crisis y de agotamiento de ésta. Pero no se trata del arte
como símbolo de la moralidad, sino como portador de un nuevo ethos de la excelencia.
De Schopenhauer hereda la visión de un mundo como juego artístico de una voluntad
que juega consigo misma para su propio placer. De Wagner tomará el rastrear ese
nacimiento "en el espíritu de la música". Y es consciente de su originalidad, como
destacará años más tarde en Ecce Homo: "Antes de mí no se da esta trasposición del
pathos dionisiaco al pathos filosófico: falta la sabiduría trágica". Como indica en el
Ensayo de autocrítica de 1876, quizá sea ésta el trasfondo de ese "pesimismo de los
fuertes". Ese pesimismo es distinto del que hay " […] en todos nosotros, los hombres
modernos' y europeos". Y si se presta atención a las palabras siguientes, difícilmente no
se verá en ellas el eco de Schelling, más aún, las consecuencias de ese fundamento
oscuro dionisiaco, que necesita de la luz apolínea para manifestarse, pero que es el
verdadero fundamento de la existencia: "¿Hay un pesimismo de los fuertes? ¿Una
inclinación intelectual a la dureza, al horror, al mal, a la incertidumbre de la existencia,
producida por la exuberancia de la salud, por un exceso de vida?". Este pesimismo de los
fuertes es lo que, a pesar de la mirada autocrítica, constituye un cordón umbilical con
obras posteriores y que se traduce en "considerar la ciencia con la óptica del artista y el
arte con la óptica de la vida". Esto lleva a una concepción puramente artística,
anticristiana, dionisiaca, de afirmación de la vida, considerada como fenómeno estético,
es decir como juego. Ese pesimismo "más allá del bien y del mal" concibe al mundo
como la obra de un artista, y en esa cadena de secularizaciones que llegan hasta el siglo
XX, como la obra de un Dios, pero en el sentido neutro de lo "divino", de un Dios que ya
no es razón, ya sea como geómetra o razón moral del mundo, sino un Dios fuera de las
religiones positivas, carente de escrúpulos morales, un Dios amor, pero egoísta,
inconsciente y lúdico. Como consecuencia de ello "toda vida reposa en apariencia, arte,
ilusión óptica, necesidad de perspectiva y de error", y entonces resulta coherente afirmar
que "la existencia del mundo no puede justificarse sino como fenómeno estético". El
hombre dionisiaco es aquel que "reconoce la sabiduría [trágica] de Sileno, el dios de los
bosques, y el hastío le sube a la garganta". El griego creó los dioses para poder soportar
la existencia, buscó la liberación en el arte. La huella de Nietzsche, en lo que se refiere al
nihilismo pasivo, se percibe en la figura del "anarca" de E. Jünger, en la pasión sin
participación. Si no se puede cambiar la esencia eterna de las cosas entonces "les parece
ridículo o vergonzoso meterse a enderezar un mundo que se desploma". La frase "Dios
ha muerto", en la Gaya ciencia, como señaló Heidegger, es el final de una historia y
pone de manifiesto que el mundo suprasensible carece de fuerza operante, que ya no
queda nada a lo que el hombre pueda atenerse, por lo que pueda guiarse: "¿No vagamos
como si fuera por una nada infinita?" Significa que el nihilismo, "el más inquietante de
todos los huéspedes está ya a la puerta".
Según Heidegger lo central de esa historia es la reducción del ser a valor, entendido
éste como el punto de vista necesario para la conservación y aumento de la vida, que es
devenir, voluntad de poder, que pone los valores. Se trata de la consumación de la
historia de la modernidad como dominación del objeto por el sujeto. Esta lectura se ha

155
convertido en tópica y es una de las más repetidas en la lectura que la posmodernidad
hace de la modernidad. Pero en la caracterización del nihilismo se puede incidir
subrayando el "todo es en vano", y también hay elementos que abren un espacio para la
utopía negativa, y éste el caso de la Escuela de Frankfurt. Por ejemplo, cuando describe
así al nihilista, éste aparece con los rasgos ambiguos que tiñen nuestro siglo: " Un nihilista
es el hombre que piensa del mundo tal como es, que no debería ser, y del mundo como
debería ser, que no existe".
Hay otras fórmulas de "pesimismo de los fuertes" que se entrecruzan con éste y con
apartados anteriores. Es el caso de G. Leopardi, contemporáneo de Schopenhauer en
algunas de sus formulaciones, pero que diverge de él en las consecuencias de los análisis,
coincide con Stirner y antecede a Nietzsche en varios de sus planteamientos. Un punto
en común con ellos es su crítica al idealismo, y Argullol señala: "Es cierto que al negar
todo crédito al idealismo se niega a aceptar toda realidad concebida al margen de la
experiencia" (Leopardi, G., 1990: 21). Este punto le diferencia en el estilo del
planteamiento de los alemanes, a pesar de las semejanzas. Comparte con Schopenhauer
el hallazgo de la nada, el tedio, como constitutivos de la existencia, pero se distancia con
Stirner en la crítica a los grandes idealistas-egoístas en que todavía se mantienen algunas
categorías schopenhauerianas, especialmente en el tema del individuo, el amor propio y
las ilusiones que le acercan a Nietzsche. Es un fino pensamiento de la tragedia lúcida.
Dos tesis lo introducen: "Estaba aterrado al verme rodeado por la nada, yo mismo una
nada. Sentía como que me ahogaba, al pensar y sentir que todo es nada, sólida nada" (p.
63) […] "Parece absurdo, y sin embargo es la pura verdad, que, puesto que todo es real
es una nada, la única realidad y la única sustancia del mundo consiste en las ilusiones" (p.
64).
Vivir es amarse, desearse infinitamente la felicidad, como el placer indefinido que
nunca se halla plenamente por lo que nunca se es feliz (p. 117). Nos queda la esperanza,
la hija del amor propio que a través de la imaginación alimenta las ilusiones, el engaño, el
autoengaño, necesario para la vida. El placer no es nunca presente, sino pasado y futuro,
y la felicidad es siempre la de los otros (p. 242). A diferencia de Schopenhauer apuesta
por el individuo, nunca culpable, por lo que no tiene sentido una misantropía, sino un
apuntar a la naturaleza e incluso más alto (pp. 290-291). Muy agudamente dice G.
Leopardi que el hombre sería omnipotente si la desesperación fuera un estado duradero
(p. 261), pero es un ser contradictorio, hijo del tiempo, que comprueba esta verdad
"espantosa" que "la existencia no es para el existente", sino para la perpetuación de la
especie (p. 271). Pero ese giro a la experiencia es entonces en él un giro hacia el
individuo, y no su negación. La filosofía sirve para desengañar de la filosofía (p. 96),
pero (recogiendo argumentaciones kantianas), no para destruir las ilusiones generales,
sino para convertirlas en individuales (p. 174). La visión de la contradicción es lo que
convierte a su pensamiento en un pensamiento de la tragedia, pero no de la negación del
individuo. Recordando los Furores heroicos de Giordano Bruno nos encontramos aquí
una curiosa prueba de la existencia de lo infinito: es través del deseo infinito de placer
demorado indefinidamente como se hace patente su existencia también como nada, que

156
es lo que no tiene límites (p. 276).

5.3. El sueño de las vanguardias

¿Cuándo llegará, señores lógicos, la hora de los filósofos durmientes?


(Bretón, A.,1985).

En esta frase del "Primer manifiesto del surrealismo" (1924) de Bretón puede
sintetizarse uno de los puntos de enlace entre Freud y el surrealismo: el del sueño. Pero
aquí no se trata sólo de las vanguardias del sueño, sino también del sueño de las
vanguardias. No sólo del acceso a un nuevo continente de realidad, sino también de lo
que querían hacer allí. La frase citada da algunas pistas sobre ello: bajo la forma de una
paradoja se propone continuar en la nueva modernidad estética lo mejor de la
modernidad filosófica, rechazando la herencia del siglo anterior, al menos en parte, como
veremos. Con el apelativo irónico de "señores lógicos" se critica el racionalismo
positivista del siglo XIX, el reduccionismo de la realidad que ha llevado a una limitación de
la experiencia, a excluir de ella a lo fantástico, y propugnado un auténtico "odio hacia lo
maravilloso". En este sentido, bien puede decir Bretón que "somos los creadores de los
restos de los naufragios" ("Pez soluble", 1924: 89). En el doble sentido de crear el
naufragio mismo: "Accionamos esto o aquello, para asegurarnos de que todo está
perdido, de que esta brújula ha sido al fin obligada a pronunciar la palabra Sur" (ib.). Es
decir, ha llevado a la lógica hasta sus extremos límites, para dar el salto, a otro logos
distinto, el de los "filósofos durmientes". Este logos también se nutre de los restos del
naufragio del anterior, del mismo modo que el sueño se nutre de la vigilia, la percepción
interna de la externa y el objeto interior del exterior.
Los surrealistas, como ya anticipara Novalis, dejan la brillante luz del día y se
vuelven a la noche, pero que tiene su propia luz, la luz de los objetos, no ya la del sujeto
proyectante. Sigue el imperativo del "ver", pero ahora transformado en el de Rimbaud:
"Digo que es necesario ser vidente, convertirse en vidente" ("Situación surrealista del
objeto", p. 301). Pero con una "inteligencia pasiva" en constante acecho en la escritura
pura automatizada, que cumple lo que Freud decía de toda escritura, que es el "lenguaje
del ausente"; o bien en el método paranoico-crítico de Dalí que entrega esa "doble
imagen" en la que cada objeto muestra su identidad en la contradicción de ser otro. Esto
ha sido puesto de manifiesto con toda fuerza en su obra El mito trágico del "Angelus"
de Millet (Dalí, S., 1989).
Las imágenes surrealistas se producen en el cortocircuito del pensamiento, en ese
"extrañamiento sistemático" de que habla Max Ernst, pero no por ello dejan de ser
precisamente un "pensamiento en imágenes". Un pensamiento de máxima tensión: "El
espíritu avanza, atraído por estas imágenes que le arrebatan, que apenas le dejan el

157
tiempo preciso para soplarse el fuego que arde en sus dedos. Vive en la más bella de
todas las noches, en la noche de los relámpagos. Tras esta noche, el día es la noche" (p.
59). Ese territorio de la noche es el territorio del sueño, no de los sueños. Bretón precisa
que lo que sugiere el descubrimiento de Freud es que el sueño es el estado normal, y la
vigilia su interrupción. Comúnmente pensamos que al despertar es cuando empieza lo
importante de cada día, y que sigue la vida tras el paréntesis del sueño. Pero en el sueño
es el ámbito de la vida plena y realizada, la de los deseos, no la de las ideas, o, en todo
caso, la de los deseos que animan y en que anidan las ideas. La naturalidad con la que en
el sueño es posible lo imposible es el trasunto de la vigilia atormentada en la que no
siempre la vida es una vida mejor.
Con ello llegamos al para qué, al qué quieren hacer los surrealistas al introducirse en
ese nuevo territorio. En el Discurso en el Congreso de escritores, de 1935 afirma Bretón
que es preciso examinar el legado cultural, eliminar de él lo que sea un peso muerto, pero
también rescatar lo que contra las mismas intenciones de la burguesía puede convertirse
en elemento de liberación. Se trata de guardar esas obras que tienen un "contenido
latente", con ideas "anunciadoras", incluso habla de proteger esas obras "rebosantes de
savia" como las de Freud (p. 268). No se trata, pues, de "hostilidad hacia la cultura" sino
de "excedente cultural" (véase apartado 5.5).
A ello pertenece el diálogo que el surrealismo mantiene con Hegel y cómo se
prolonga en la nueva concepción del arte en el siglo XX a través de Freud. De Hegel ha
dicho Bretón nada menos que lo siguiente: "Jamás insistiré lo bastante en que Hegel, en
su Estética, se ocupó de todos aquellos problemas que, en el campo de la poesía y de las
artes, pueden actualmente considerarse como los más difíciles, y que, con una lucidez sin
par, los resolvió casi todos" (p. 278). Esta cita pertenece al texto Situación surrealista
del objeto, de 1935. Llama la atención esta fecha, 1935, pues es el año de las
conferencias de Heidegger en Frankfurt, de una de cuyas versiones saldrá El origen de
la obra de arte. Merecería la pena hacer una contraposición entre ambos escritos. Aquí
baste con señalar que Heidegger insiste en que habla sólo del "Gran Arte", cuya muerte
anunciara Hegel, y que en las primeras versiones del texto no aparece el arte de
vanguardia. Hay varios motivos para ello, uno el que este arte sería una confirmación de
esa tesis. Y, sin embargo, la cita de Bretón tiene por objeto recuperar a Hegel como
mentor del surrealismo y a defender el principio de representación en el arte, cosa que
Heidegger rechazaba en su crítica a la metafísica y estética modernas. En todo caso, y
aunque se puede rastrear una relación entre Heidegger y el psicoanálisis, su rechazo a
éste, por situarse en el terreno óntico del análisis es notorio.
Volviendo a la relación con Freud y Hegel. Bretón subraya que, a pesar de todas las
descalificaciones recibidas y a recibir por parte de aquellos que propugnan una literatura
y pintura de combate, " […] Sin embargo, Hegel existió" (p. 279). Lo que ha tomado el
surrealismo de Hegel es lo que denomina como la "máquina dialéctica", el espíritu de la
contradicción, pero también el método de la superación distinto del de la ruptura, es decir
de la síntesis. El método de la "alquimia verbal", del surrealismo como integración de
realidades obedece a ello. Esto explica el que, a continuación, Bretón afirme con todo

158
entusiasmo: "Creo que, incluso en nuestros días, es a Hegel a quien debemos recurrir
para averiguar si la actividad surrealista en materia artística está o no sólidamente
fundada. Únicamente Hegel puede decir si esta actividad estaba predeterminada en el
tiempo, únicamente Hegel puede aclararnos si la duración futura del surrealismo habrá de
contarse en días o en siglos" (pp. 279-280).
Lo que toman de Hegel, de la poesía, pero generalizándolo a todas las artes es la
misión del arte consistente en "revelar a la conciencia las potencialidades de la vida
espiritual" (p. 281). El arte se vuelve, entonces, a la " […] representación interior, la
imagen presente en el espíritu" (ib.). Se trata de la representación mental pura (p. 300).
Ésa, afirma Bretón, "proporciona, tal como ha dicho Freud sensaciones relacionadas con
procesos que se desarrollan en las capas más diversas, cuando no las más profundas, del
aparato psíquico'" (ib.). La pintura tiene entonces como objeto el .. expresar visualmente
la percepción interna '(p. 299). Para ello el artista debe acudir a los "'restos visuales' de
la percepción externa" (p. 301). Ésta da los materiales involuntarios a la representación
mental, que mediante la memoria y la imaginación, se convierte en representación
objetiva. ¿De qué objeto? De ese que descubriera Freud: el objeto interior. Este nace,
dice Bretón de "conciliar dialécticamente esos dos términos tan violentamente
contradictorios para el hombre adulto: percepción y representación" (p. 308). Ya no se
trata de un arte imitativo de objetos exteriores, sino constructor del objeto interior. Y este
arte, que no renuncia a la belleza, es también conocimiento.
Esa sería la gran aportación de Freud al surrealismo: el objeto interior. Pero ¿qué
hacer con él? El surrealismo quiere superar la antinomia entre acción y contemplación:
"'Lenin dijo: hay que soñar; Goethe dijo: hay que actuar. El surrealismo jamás ha
pretendido otra cosa, ya que casi todos sus esfuerzos se han orientado hacia la resolución
dialéctica de esta oposición" (p. 261). Bretón afirma que la actividad de interpretar el
mundo debe seguir vinculada a la actividad de transformación del mundo (p. 269). Y así,
"transformemos el mundo, dijo Marx; cambiemos la vida, dijo Rimbaud. Para nosotros,
estas dos consignas se funden en una" (p. 269). ¿Cómo?
Más allá de los avatares marxistas de algunos surrealistas, demos un paso más en la
dirección de ese excedente cultural. Cuando Descartes quiere someter a prueba la
primera certeza, fundamento de todas las demás, el "pienso, luego existo", lo hace desde
el supuesto, la creencia, de la razón como forma de existencia humana, como siendo
aquello que nos define en cuanto animales racionales. Pero esa racionalidad se ve
amenazada si no somos capaces de distinguir el estado de vigilia del sueño, de los sueños
que soñamos. Es preciso notar que para él soñar es humano, pero como diría el autor
barroco, si la "vida es sueño", es preciso tener en cuenta que "los sueños sueños son". Es
conocida la argumentación cartesiana de que aunque el sueño sea una ilusión, sin
embargo, está hecho con los retazos de la memoria de la vigilia. De este modo lo real es
el ingrediente necesario para crear la ficción de esa otra realidad en que es posible lo
imposible de aquélla. Es conocida esta argumentación, pero generalmente, como pasa
con los filósofos, se va al contenido, pero se pasa por alto el modo, el estilo de la misma.
Dice Descartes: "Con todo, hay que confesar al menos que las cosas que nos

159
representamos en sueños son como cuadros y pinturas que deben formarse a semejanza
de algo real y verdadero". Las imágenes de la fantasía, concluye, se forman con los
colores de lo real.
Que Descartes haya tomado un ejemplo de la pintura para ilustrar una tesis
metafísica no es casual. Porque lo que subyace a todo es el principio de la modernidad
como principio de la representación de un objeto por un sujeto. Bajo él, la verdad del
conocimiento consiste en la adecuación de la idea con la cosa y la de la pintura en la
mimesis, en la imitación de la imagen de lo real. En ese principio se fundan un
conocimiento y arte objetivos. Hay un claro paralelismo entre el narciso trascendental del
conocimiento y el sentimental del arte. En ambos el principio de conocimiento es el del
reconocimiento. Si se reflexiona sobre este y otros textos vemos que el tópico
posmoderno de la modernidad como un novum no acaba de encajar. En realidad lo
desconocido no es sino lo no suficientemente conocido, que el sujeto todavía no se ha
contemplado lo suficiente en el espejo del objeto. Por eso, uno de los mayores problemas
teóricos de la modernidad es encontrar el pretexto teórico del desdoblamiento, ya sea en
sujeto u objeto, ya sea en mundo interior y exterior. Kubin, en esa novela de la
descomposición de la modernidad que se titula La otra parte, caracterizó al demiurgo, a
Patera, diciendo que era hermafrodita. El principio de la unidad perdida, pero se trata de
un eros sin alteridad, y, por tanto de autosatisfacción estéril.
En el ejemplo cartesiano el pintor copia los sueños que tiene, por más que el
referente sea irreal. A pesar de que los sueños son la distorsión de lo real, sin embargo se
aplican las mismas pautas que a lo real para su conocimiento. Con las vanguardias, se ha
dicho, cae el principio de representación, cuando en realidad se trata de la mimesis, que
no es lo mismo. Pero con ello se subvierten, salen a la superficie los bajos fondos de la
modernidad. Max Ernst afirma en Was ist Surrealismus? (1934):

Así, pues, cuando se dice de los surrealistas que son pintores de una
realidad onírica en constante cambio, eso no puede significar, por acaso, que
copian en la pintura sus sueños (eso sería naturalismo descriptivo, naif) o que
cada cual se construye su pequeño mundo propio, a base de elementos oníricos,
para comportarse en él benigna o malévolamente (eso sería evasión de su
época). Lo que se quiere decir es que esos pintores se mueven libremente, con
audacia y naturalidad en el terreno límite, enteramente real (surreal) en lo físico
y en lo psíquico, si bien todavía poco definido; allí registran lo que ven y viven,
e intervienen donde sus instintos revolucionarios les aconsejan. La básica
antinomia de meditación y acción (conforme al criterio filosófico clásico)
desaparece, efectivamente, con la distinción fundamental entre mundo exterior e
interior, y ahí reside la importancia universal del surrealismo: en que, después de
aquel descubrimiento, no puede mantenérsele cerrado ningún campo de la
existencia.

Lo que pone de relieve el texto es la aceptación de que los surrealistas son "pintores

160
de una realidad onírica en constante cambio", y también la matización de su sentido. Esta
consiste básicamente en acentuar el carácter objetivo del de. La pintura onírica no es así
definida porque se trate de la copia de sueños sobre una realidad exterior a ellos. No, lo
que se afirma es que la realidad misma es onírica, y por ello la pintura consecuente tiene
que serlo también. Luego, en una inversión de planteamiento, el sueño es el modo de ser
y de conocerse la realidad a sí misma. La pintura surrealista no es entonces un hacer sino
una forma de ser y de estar, de estar situados en el límite, es decir, en los territorios
fronterizos de esa realidad cambiante. Es Heráclito, y no Parménides, quien fascina a los
surrealistas, en esa vuelta al mundo de lo originario, del pensamiento unido al mito, a esa
mitología que, como la palabra misma indica, no está desprovista de logos. La
desaparición de fronteras entre lo externo y lo interno, físico y psíquico, hace que estas
palabras sean únicamente puntos de referencia, mojones del paso de una realidad
cambiante. Porque hay un monismo de la realidad, por eso el surrealismo acaba con
todas las dualidades. Si cae la de lo interior y lo exterior, también sucede con la de acción
y contemplación, que eran núcleos de la pintura y la literatura impresionistas.
Si, como dice el texto, la realidad tiene un carácter surreal, entonces esa realidad es
espectadora de sí misma en su actividad pictórica. Ciertamente estamos ante un caso de
idealismo invertido, y no por casaulidad el surrealismo y el psicoanálisis deben tanto a
Schelling, quien analizó con tanta claridad los caminos inconscientes de la Naturaleza
hacia el Espíritu, porque, en el fondo, los dos eran lo mismo, pero con distintos grados
de lucidez. De este modo se puede ser espectador y actor al mismo tiempo. Todo ello
traza una línea de continuidad entre modernidad filosófica y vanguardias, precisamente
en el momento de su subversión.
Max Ernst toma el proyecto baconiano de escribir pictóricamente una Historia
natural. Incluso los términos de uso son los mismos: " […] una serie de tablas en las que
fui anotando, con toda la precisión posible, una sucesión de alucinaciones ópticas". Este
proyecto es un proyecto humanista. Importa subrayarlo, y no es casual tampoco la
referencia de Ernst a pretensión similar en Leonardo da Vinci, cuando observaba las
diferentes figuras posibles de los desconchones en la pared, o los juegos de luz sobre las
vetas de la madera, sino también por ese espíritu de invertiré, el encontrar a través del
inventar que es la invención misma, que caracteriza a la modernidad. Y es un proyecto
humanista, porque aquí se da cumplida expresión a la modernidad misma desde otra de
sus posibilidades. En el mismo año que el texto de referencia, Max Ernst hace una serie
de collages con el título Una semana de bondad (1934). Si el ser humano es un animal
racional, ahí tenemos la expresión de ello. No se trata del punto de vista de la razón
sobre los animales sino que los seres son mixtos, animales y racionales. Lo que provoca
el asombro y rechazo de la mirada no es el que las cosas no sean como son, sino que no
sean como deberían ser. Efectivamente, se trata de una obra naturalista y no idealista,
por lo que se acaba con el primado platónico de la idea, y el idealista de la idea
convertida en ideal.
Cuando Descartes acaba la exposición de las reglas del método afirma que siguiendo
esas "largas cadenas de razonamientos" no puede quedar nada fuera del conocimiento.

161
Lo mismo se concluye en el texto de Max Ernst: después de esas largas cadenas de
sueños no hay nada que pueda quedar fuera del conocimiento. Para poder afirmarlo es
preciso que se haya ha producido un cambio en el concepto de realidad y del modo de
acceder a ello: lo real incorpora lo irreal, y la lógica del sueño es el modo de acceder a la
síntesis de lo llamado surreal. Con ello llegamos al punto crucial: el carácter sintético de
la vanguardia en que, a la vez, consiste su verdadero sueño. Ciertamente es una síntesis
distinta. No se trata del eclecticismo resignado del epígono sino, por el contrario, del
impulso vital de no renunciar a nada. De ahí que incorporen nuevos géneros expresivos
en la modificación de los antiguos. En realidad, y del mismo modo que Adorno y
Horkheimer vieron en Sade la realización más consecuente de la ilustración, también, y
en cierto modo, las vanguardias realizan el sueño cartesiano. Las grandes intuiciones
modernas siguen llegando no como consecuencia de razonamientos sino como las
revelaciones (junto a una estufa) que los posibilitan. Cuando Ortega habla de
"deshumanización del arte" señala algo paradójico por obvio: que con ello se cumple el
viejo ideal humano de conocer el objeto en su totalidad, desde la totalidad de sus
condiciones, puntos de vista, caras y planos. Y esto es precisamente lo que le hace
irreconocible, impide la identificación sentimental, el goce, y se habla de arte
deshumanizado. No por casualidad a las vanguardias se les denomina la modernidad
estética, pues cumplen sus ideales subvirtiéndola. Ese modo de subversión obedece a lo
que Freud señaló con un título que es todo un diagnóstico: "el malestar de la cultura".
La caracterización que Freud hace de la cultura es un resumen perfecto de los
ideales ilustrados: es un producto humano que le ayuda a distinguirse de los animales y
protegerse de la naturaleza e institucionalmente sirve para regular las relaciones humanas.
Hay un elemento de producción individual, pero también de consolidación institucional
que enlaza con el ideal emancipatorio de la humanidad. Éste hace crisis con el auge de lo
que Freud espléndidamente llamó el narcisismo de las pequeñas diferencias, que
enfrentan a comunidades y pueblos, pero, sobre todo, con la guerra, " […]
desenmascarando al hombre como una bestia salvaje que no conoce el menor respeto
por los seres de su propia especie". Y el antisemitismo, que él como otros muchos no
entiende, precisamente por la síntesis que hay en ellos, como alemanes, de judaismo e
ilustración. En El arte de la novela Kundera señala cómo son precisamente los
novelistas, quienes a finales de la guerra del 14 captan justamente eso que él ha
denominado las "paradojas terminales de la modernidad". Y cita a Kafka, Hasek, Musil y
Broch.
¿Qué valor dar a este malestar? ¿Se trata sólo del "malestar estético" de la tercera
generación judía? Freud habla de "hostilidad contra la cultura", haciéndola responsable de
los males del presente. Hay un sentimiento subyacente que él ha analizado muy bien y es
el de la Unheimlichkeit, el de la inhospitalidad. Dice: "De este modo, aquel ciudadano
del mundo civilizado al que antes aludimos se halla hoy perplejo en un mundo que se le
ha hecho ajeno, viendo arruinada su patria mundial, asoladas las posesiones comunes y
divididos y rebajados sus conciudadanos".
La cultura ya no ofrece seguridad, y los que se han educado en el siglo XIX, ese

162
mundo -dice Freud- "antes tan bello y familiar", tienen ahora que enfrentarse con la
muerte, con la necesidad de integrar, y no alejar, la muerte en la vida. Esto -escrito en
1915-, en plena guerra mundial, tiene su importancia. Freud cambia la vieja fórmula de
"si vis pacem, para bellum \ por esta otra de "si vis vitam, para mortem". No sólo
anticipa análisis como los de Heidegger sobre el ser-para-la muerte, sino que también los
modifica, pues a diferencia suya, y sobre todo de Jünger, no glorifica esta guerra, aunque
trate de explicarla justamente por aquellos instintos que sueltos anuncian el fracaso
mismo de la cultura. Esa generación del "malestar en la cultura" está siempre en los
aledaños del "trastorno" de Thomas Bernhard, o como dijera Bloch, son "buhos
apasionados de una Minerva trastornada, pero tratando de iluminar una nueva aurora".
Esta voluntad de lucidez, de saber, les enlaza con Freud, como ya hemos visto. Y
sin embargo, éste afirma que "el que sueña no sabe lo que sabe". De ahí la necesidad de
desandar el camino de esa "docta ignorantia". El reparo expuesto muchas veces es, por
una parte, el condicionante de la interpretación racional, y por otra de la angostura de la
interpretación erótica. Esto se pone de manifiesto en el caso de los escritos que
conforman el corpus sobre el "psicoanálisis del arte". Pero hay un hilo conductor que
permite seguir con ese sueño de la síntesis aludido antes. Si los sueños tienen relación
siempre con los deseos, habría la posibilidad de aplicar aquí también la teoría del
"excedente cultural" de Bloch a Freud. Pues tanto los sueños nocturnos de éste como los
diurnos de aquél apuntan a un deseo de felicidad, de vida mejor, no satisfecho todavía,
pero anticipado en el sueño mismo. En ese sentido es preciso salir de la contraposición
establecida por Bloch entre una interpretación erótica y económica del sueño, porque hay
elementos de convergencia si se toma también a Bloch como un "excedente cultural". La
belleza en el arte es para él la configuración de sueños desiderativos porque, dice, "todo
arte logrado termina, desde luego, su material en belleza configurada, alumbra cosas,
personas, conflictos en una apariencia bella" (Bloch, E., 1977: 203). Como en el caso de
los frankfurtianos está la esperanza de Schiller de que " […] lo que aquí sentimos como
belleza nos saldrá un día al paso como verdad" (ib.). Frente a la antítesis ilustrada entre
arte y verdad (es opinión suya), que prolongaría el desprecio platónico por las imágenes y
la prohibición judaica de las mismas, Bloch afirma que "el arte es un laboratorio y, en la
misma medida, una fiesta de posibilidades desarrolladas"(I:209). El arte es así una
apariencia fundada que tiene un valor anticipatorio y emancipador. Hay en él una
"apelación al perfeccionamiento" como "oración atea de la poesía", que para que sea
escuchada ya no depende sólo de la poesía sino de la sociedad misma. Y para ello es
preciso hacer "saltar el barniz a la belleza", que no se convierta en objeto de arte museal,
en algo acabado, sino en algo fragmentario, lo siempre por terminar.

5.4. Fin de la historia y pérdida de referentes posmodernos

Recuperar ciertos valores de las vanguardias, como son el excedente cultural que

163
subyace a tópicos rechazos y una subjetividad solidaria que busca orientarse a través de
él en el siglo XX, significa sacarlos del contexto de una interpretación ontologica de la
historia y de una determinación esencialista del tiempo. Ambas se encuentran en autores
que de una manera global y ambigua han puesto en cuestión las diferentes modernidades.
Al señalar algunas tesis y autores se trata se destacar un camino presente (al menos hasta
hace pocos años) pero que no seguimos, aunque en su final nos devuelva
paradójicamente al nuestro.
En su opúsculo Das Ende der Philosophie und die Aufgabe des Denkensy ha
planteado Heidegger el tema de una manera que no sólo resulta límite dentro de su
pensamiento sino también reveladora para otras variaciones contemporáneas. En la
palabra Ende recoge la pluralidad semántica de fin, final y finalidad. Con el hecho no
señala un hecho pasado, es decir, el que la filosofía se haya acabado ya, sino más bien el
acabamiento de la metafísica, y cuando dice metafísica apunta siempre a su culminación
en la modernidad, y a la estética que participaría de su espíritu. Este "final" empieza ya
como proceso en su misma esencia, en su constitución onto-teo-lógica; su Vollendungo
consumación tiene lugar en la época moderna y su Ende en la técnica actual. Final
equivale aquí a muerte, pero en el sentido de Ser y Tiempo rescatado ahora: reunión de la
totalidad de la filosofía en su posibilidad límite. Y precisamente porque la filosofía se ha
desplegado disolviéndose en ciencias independientes que ocupan el lugar de las ontologías
regionales y de la metafísica misma. De este modo "'final' de la filosofía quiere decir
comienzo de la civilización mundial fundada en el pensamiento europeo-occidental".
Pero… "Ahora bien, el final de la filosofía, en el sentido de su despliegue en las ciencias,
¿no significa también la plena realización de todas las posibilidades en las que fue
colocado el pensar como filosofía?, ¿o es que, aparte de la última posibilidad
mencionada (la desintegración de la filosofía en las ciencias tecnificadas), hay para el
pensamiento una primera posibilidad, de la que tuvo que salir, ciertamente, el pensar
como filosofía, pero que, sin- embargo, no pudo conocer ni asumir bajo la forma de
filosofía?" (Heidegger, M . , 1978: 101).
Heidegger emprende con ello la indagación sobre la posibilidad de un pensar que ya
no sea ni metafísica ni ciencia, que se reconoce "inferior" ya que es preparatorio y no
fundante (en el sentido de la modernidad), y que intenta despertar la disponibilidad a una
posibilidad; que no predice el futuro, sino que señala el comienzo no pensado de la
filosofía. A lo largo de una dilatada evolución ésta ha sido la meta constante de
Heidegger: el pensamiento del origen, en su versión de genitivo subjetivo y objetivo. El
origen no es, entonces, lo antiguo, sino la fuente, el inicio, hacia el que retrocedemos en
la medida en que actúa en nosotros. El tiempo y el espacio se hacen sincrónicos en la
unidad extática que anula la sucesión tripartita. El ser no se concibe ya desde uno de los
modos del tiempo, sino que es tiempo, y el pensar es un pensar ¿¿7 ser.
Pensar el fin de la modernidad significa ir desde la técnica hacia la téchne, la
producción de lo verdadero en lo bello; "oír" el principio de razón no sólo como una
proposición sobre el ente, sino como palabra del ser. Porque todo pensar tiene lugar en
una tradición, por eso el pensamiento tiene que llegar en el diálogo con la historia de la

164
filosofía hasta lo olvidado e impensado por ésta. El pensar es, así, memoria
(Mnemosyne), recogimiento y reunión en el origen, y su tarea consiste en pensar lo que
debe ser pensado, que no es sino lo que determinó su origen, el ser. El pensar comienza a
pensar cuando se pregunta por su copertenencia con el ser.
Heidegger es, pues, el pensador del final de la historia de la filosofía y del comienzo
del pensamiento que no tiene historia. O, para ser más precisos, que es tenido por otro
tipo de historia. El cual empieza a perfilarse en el diálogo hermenéutico con pensadores
como Parménides y Heráclito, pero también Hegel y Nietzsche. Su sentido no es el de
realizar interpretaciones históricas en el sentido usual de la palabra, sino metahistóricas,
es decir, de situar en el espacio y tiempo de la decisión por el ente o el ser.
Sin entrar en un desarrollo detallado de estos temas en Heidegger, lo que sí interesa
señalar es su carácter paradigmático, ya que las referencias hegeliana y nietzscheana a la
historia se encuentran también en el núcleo de los trabajos de Benjamín, Escuela de
Frankfurt, Habermas y los entonces llamados "posmodernos" como Vattimo y Lyotard.
En concreto y, de modo especial, cabe señalar el influjo de las tesis expuestas por
Nietzsche en la segunda de sus Consideraciones intempestivas. De ellas son
particularmente relevantes dos para este tema: la vinculación entre historia y vida en una
crítica al historicismo. Éste es calificado de "enfermedad", en cuanto promueve un
exceso de conciencia histórica y de cultura separados de la vida. Por el contrario, citando
a Goethe afirma: "Además, odio todo lo que sólo me enseña, sin que aumente o anime
inmediatamente mi actividad". Y por eso: "Necesitamos de la historia, pero lo
necesitamos de otra manera a como la necesita el holgazán mimado en los jardines del
saber". Distingue entre una historia monumental, a la que acude quien quiere crear algo
grande, una anticuaría, la de aquellos que quieren permanecer en el pasado, y la crítica,
la de quienes les oprime una necesidad sentida en el presente y buscan una historia que
juzgue y valore. Aunque reconoce que esa taxonomía no está exenta de degeneraciones:
la del crítico sin necesidad, el anticuario sin piedad, y el conocedor de lo grande pero que
carece de su fuerza.
La crítica de Nietzsche al historicismo le alcanza tanto desde el punto de vista de la
filosofía como del método. Sin embargo, y a pesar de la cercanía, ha mezclado ambos
aspectos, y ha absolutizado algunos elementos del método convirtiéndolo en un tópico
que posteriormente pocos se han molestado en revisar. En definitiva, que el historicismo
al que se refiere Nietzsche tiene poco de histórico, y su crítica ha pasado a ser un
prejuicio metodológico de más amplios alcances. Queda situado en el contexto de una
crítica a la modernidad, y como representante suyo, y en la polémica finisecular entre las
ciencias de la naturaleza y del espíritu. Se entabla así una dialéctica entre el tópico de un
método histórico, científico, que mira al pasado con la pretensión de contarlo "tal como
realmente ocurrió", fijándose especialmente en individuos y épocas. En ese sentido no es
nuevo ya que Aristóteles descartaba a la historia como ciencia porque se ocupaba no de
lo universal, sino de lo particular. Pero el historicismo no es sólo un método (y tampoco
sólo la versión citada), sino una filosofía de la vida. De modo que lo que en realidad se
enfrentan son modelos de narratividad y de filosofías de la vida (Meinecke, E, 1943: 12).

165
Lo que denotan las tesis de Nietzsche y su crítica al historicismo es un cambio en la
conciencia histórica: la propuesta de que la historia no guarde una relación esencial con el
pasado, sino con el presente. Un hito decisivo en esa evolución es el descubrimiento y
tematización de la diferencia entre el tiempo físico y el tiempo vivido, lo que conlleva una
revalorización de la memoria, la imaginación y la fantasía. Y plantea una paradoja: si
antes se asociaba el tiempo físico al historicismo, a una concepción lineal y progresiva de
la historia, ahora el tiempo vivido es la forma de lo histórico, siendo sus consecuencias el
que se procede a una nueva historización de la filosofía. Ahora bien, el que tenga
características distintas del tiempo físico no significa que sea opuesto al natural. Todo lo
contrario. Y así puede hablarse de una historia natural del hombre que incorpora todos
los elementos del primer romanticismo o, por ejemplo, la expuesta en el primer marxismo
de Adorno. Surge de la doble consideración, ahora integrada, del hombre como
naturaleza (pero no en sentido substancialista) e historia. Hasta el punto de que puede
verse cómo la afirmación del singular, de la existencia, y del individuo en filosofías que
representan una crítica a la de Hegel lleva aparejada la convicción de que es la historia el
modo de comprensión y de explicación adecuada a ello. Es decir, que el programa de
recuperación de la historia camina paralelo, cuando no es el mismo, al del hombre.
Pero ese programa ha sufrido un giro importante cuando, o bien en su raíz o por su
desarrollo, ha tenido lugar una ontologización de la historia. Y la conciencia histórica que
en la época ilustrada iba unida a la conciencia social ha quedado desconectada,
convirtiéndose en metahistórica. En ella se adviertejan determinismo pesimista respecto
al presente que queda intocado, todo lo más comprendido. El ser es lo sido y somos en
tanto lo declinamos. La vida, como presente ineludible, que exigía el cambio de
conciencia histórica se ha convertido en la piedad del recuerdo cultural. Aunque, por otra
parte (y continúa la paradoja), desde el tiempo vivido la historia es siempre historia
contemporánea. El instante, en una temporalidad ya no tripartita, es lo intemporal. Es, en
resumen, el tiempo como metarrelato, aspecto que desarrollaremos más adelante.
Ahora sirva como muestra lo dicho para introducirnos en el aspecto más grave del
tema relativo al final de la filosofía y la tarea de su historia: el de la complejidad (a veces
confusión) de los referentes y el modo de realizar la referencia. Es sabido que los
creadores han unido en su quehacer lo que los académicos han separado en su clasificar;
que hay un claro paralelismo entre la historia de la filosofía y la historia del Arte, por
ejemplo. Y que así se explica la posibilidad y existencia misma de un discurso estético de
la historia (véase apartado 6.1). Como también el que estén entremezclados el discurso
del arte y de la filosofía en las vanguardias; que en ambos exista la preocupación por el
tema del fin del arte-filosofía planteado como el sentido-destino de la modernidad. Y que
en ésta coexista el referente, a veces simultáneo, entre la modernidad cronológica, la
filosófica, la estética y la política. La posibilidad de una historia narrativa viene en buena
medida determinada por los cruces, rechazos, o simplemente el ir en "pos" de la
modernidad.
Aunque el tema es muy amplio, y su tratamiento en profundidad no es aquí el
objetivo prioritario, sin embargo, es preciso mencionar algunos hitos significativos, que

166
tienen más valor como síntoma que en sí mismos considerados. Esto es lo mismo que
piensa J. F. Lyotard de su libro-informe La condición posmoderna. Su tesis es bien
conocida: la filosofía moderna es el metadiscurso de legitimación de la ciencia en los
grandes relatos; frente a ello " […] se tiene por posmoderna la incredulidad con respecto
a los metarrelatos" (Lyotard, J. F, 1987: 10). La crisis de la modernidad no es cifrada
aquí, siguiendo a Nietzsche, en la reducción del ser a valor, sino que la conciencia de
cambio del estatuto del saber va unida al cambio experimentado en las sociedades
posindustriales, y la cultura en la época posmoderna. Es decir, que los grandes relatos de
legitimación (conocimiento/libertad, espíritu/emancipación) ya no constituyen el resorte
del saber, sino que ahora radica en el poder, porque no interesa lo verdadero, sino lo
eficaz y vendible. Esto implica que la adquisición del saber ya no es un fin en sí mismo,
ni tampoco tiene relación con la formación (Bildungy en sentido clásico de la palabra) de
la persona, sino que la investigación está subordinada a la producción, es decir, a la
transmisión. Con ello (coincide con Heidegger), la informática adquiere un papel que ya
no es sólo el de intermediario, sino que condiciona el saber mismo. Porque,
efectivamente, éste tiene que amoldarse a un lenguaje codificado y preestablecido, en el
que se mueven tanto el productor como el consumidor. El saber, así mediatizado y
convertido en mercancía informativa, tiene una relación estrecha con el control del poder
por parte de los Estados y las fuerzas económicas, y forma parte indispensable dentro de
la estrategia de su competitividad mundial.
Lyotard afirma, pues, que desde sus comienzos el discurso de legitimación del saber
ha ido unido al del poder. Que ha hecho crisis la pretensión de una autofundamentación
del saber en la modernidad y el idealismo. Que (y ahí introduce otro tópico) la generación
en torno a la Viena de comienzos de siglo ha experimentado hasta el límite la experiencia
de la deslegitimación. Lo que no ha dejado de tener consecuencias graves en el plano
institucional y profesional: "Pero lo que parece seguro es que en los dos casos la
deslegitimación y el dominio de la performatividad son el toque de agonía de la era del
Profesor: éste no es más competente que las redes de memorias para transmitir el saber
establecido, y no es más competente que los equipos interdisciplinares para imaginar
nuevas jugadas o nuevos juegos" (p. 98).
Ciertamente, esta obra de Lyotard se sitúa en un punto crítico de la evolución que
lleva a El Diferencio (1983) a través de Instrucciones paganas (1977) y La
posmodernidad explicada a los niños (1986). Simplificando, afirma que la filosofía de
Hegel sería el compendio paradigmático de los metarrelatos y que, por ello, concentra en
sí misma la modernidad especulativa. En su caída el pensamiento quedaría igualado a la
mercancía. Los matices introducidos por Lyotard en sus obras le diferencian
sustancialmente de posturas sobre el mismo tema, como las de Vattimo, por ejemplo. Y,
por supuesto, de trivializaciones y frivolidades adheridas a lo posmoderno como moda
cultural. Hay en Lyotard un planteamiento y una herencia kantianos innegables, que le
llevan a conectar con determinados aspectos de los frankfurtianos, pero sin querer caer
en los resabios idealistas de éstos. Es decir, que se plantea la posibilidad de un
pensamiento en situación como ética y estética de la resistencia, y proyecta la pragmática

167
narrativa en la política proponiendo, frente a derechas, izquierdas y marxismos, la justicia
en la impiedad. Siguiendo a Adorno ve en Auschwitz el final de la historia ilustrada y sus
expectativas, o, para ser más precisos, la "no realización trágica" de la modernidad. Pero
no se trata ahora de oficiar de teórico, de salvar el mundo recordándole su sentido
perdido, sino de narrador, de llevar a cabo una actividad diegética. Pues la caída de la
metafísica significa también la del Selbst, el que ya no hay sujeto sustancial, ni tampoco
nombres propios, sino sólo frases, ocurrencias y acontecimientos. Una cierta modulación
de Hume, que se plasma en un acompañar a la metafísica en su caída (con Adorno),
pero sin caer en el pragmatismo positivista ambiental. Ya que juzga que la tecnociencia es
otra manera de destruir el proyecto moderno, más que de realizarlo. En definitiva, su
propuesta se resume otra vez en una de las palabras clave de este siglo: la "micrología",
que no es sino un producto de las vanguardias, entendidas como una anamnesis de la
modernidad sobre su propio sentido.
Esta revisión de la modernidad, de la mano de Kant pero distanciándose de
Habermas, es quizá una de sus aportaciones más fecundas. Y ello en dos sentidos: en la
distinción entre concepto escolar y mundano de filosofía y la proyección de la estética
kantiana en la vanguardia. Respecto a lo primero, Kant habría puesto de manifiesto lo
contradictorio de una doble exigencia: que el filósofo, como "legislador de la razón
humana", deba serlo en el terreno especulativo y en el práctico. Pero el intento de la
modernidad consiste precisamente en unirlas en la filosofía de la emancipación. Hoy día,
en la fragmentación de los saberes, donde el acto filosófico no constituye un acto de
especial significado, tampoco se le pide ya por parte del mundo esto al filósofo. Para
Lyotard, las exigencias del mundo posindustrial (velocidad, resultados, consumo,
transmisión…) se relacionan menos que nunca con las necesidades de la filosofía, al
mismo tiempo que aumenta el interés "no profesional" por la misma, con preguntas por la
esencia de su quehacer. Esas mismas dificultades se transmiten a la enseñanza que, según
Lyotard, envuelve en una desesperación colectiva a profesores y alumnos.
El segundo elemento es la proyección de la estética kantiana en las vanguardias. Su
escrito Respuesta a la pregunta ¿qué es la posmodernidad?, guarda un paralelismo claro
con el kantiano en el que se define, defiende, la Ilustración como espíritu de la
modernidad. Pero aquí lo que queda de ella es el afán de presentar lo impresentable, raíz
del sentimiento kantiano de lo sublime. Sólo que ahora, al ser retomado por las
vanguardias, queda despojado, por una parte, de su componente de utopía humanística
consoladora, y, por otra, de su pretensión de unidad última en las ideas de la razón,
preconizándose la pluralidad activa de lo diferente.
Compartiendo de una manera más decidida el término de "posmodernidad", con
filiaciones distintas y conclusiones no menos sorprendentes, Vattimo arranca sus
consideraciones con el tema del fin de la historia en la crisis de la modernidad. La tesis
principal es que se ha perdido y hace falta recobrar el hilo de la historia. Tomando la
frase prestada de Bloch, afirma que hemos perdido el hilo rojo en el que se enhebraba la
historia. Hoy, dice siguiendo a Gehlen, estamos en la poshistoria. ¿Qué significa esto?
Que estamos al final de la historia entendida como proyecto totalizador, y su dinámica,

168
una ética normativa totalizante.
El motor de esa historia ha sido el concepto de progreso, su crisis conlleva la de la
historia: falta el telos de ese progreso, una vez producido el fenómeno de la
secularización. Pero también es que está vacío de contenido: porque todo desarrollo
llama a otro desarrollo, en un proceso sin fin que se convierte en rutina; porque el
resultado de ese progreso es la proliferación de saberes, culturas, etc., que le vacía de
contenido unitario y de sentido. Tal vez a ese vacío hayan contribuido, piensa Vattimo,
soportes éticos formalistas como es el caso del kantiano.
Pero, a diferencia de Lyotard, cree que la caída de los grandes relatos de
legitimación, de las grandes metahistorias, no es algo que se deba dar por definitivo y
acabado, refutado por los hechos que han venido luego. Hace falta levantar una acta
notarial de ello. Y eso significa y conlleva una metahistoria de por qué se ha producido
así. Este sería el sentido de la relación y el significado de la expresión posmodernidad:
una larga despedida de la modernidad. No queremos ser modernos, pero lo somos, ya
que la modernidad constituye todavía el contenido de nuestra cultura. Esta es la paradoja
y la contradicción en la que hay que moverse. Siguiendo a Nietzsche subraya la
necesidad de vivir esta historia de nihilismo (modernidad) positivamente. No como la
tragedia neoexistencialista que busca sentido donde desespera de hallarlo (residuos de
Benjamín o el Schelling tardío). Más bien se trata, siguiendo a Nietzsche, de vivir
positivamente la pérdida de sentido, y convertirlo en hilo conductor de la historia.
Aquí viene la parte problemática de la propuesta de Vattimo: la conciencia de la
disolución de esas metahistorias podría fundamentar la preferencia y la decisión en
materia política y social, ya que ellas han sido los factores fundantes y legitimantes del
totalitarismo. Y también la relación con las otras culturas europeas, ya que la apertura de
la pluralidad de horizontes de sentido permite no sólo comprenderlas, sino también
ofrecer alternativas. En eso, afirma, radicaría su paradójica superioridad.
Como ha puesto de manifiesto Vattimo, el llamado "pensamiento débil" tiene su
punto de inserción en las llamadas tendencias disolutivas de la dialéctica, y en el
pensamiento de la diferencia de Heidegger y Nietzsche. Tomando como ejemplo las
dialécticas de Sartre y Benjamin, subraya que éstas giran en torno a las ideas de totalidad
y apropiación. Pero se introduce una tendencia disolutiva cuando se pretende realizar la
apropiación en función de la totalidad. En Benjamín, la historia lo es de los vencedores;
reapropiarse de ella significa no escribir toda la historia, sino convertir en totalidad la
historia de los vencidos. Ahora bien, la noción de totalidad es, precisamente, una idea
acuñada por los vencedores. Pensar a partir de estas dialécticas supone tomar al pie de la
letra la propuesta de Sartre en el sentido de que la historia sólo tendrá sentido cuando se
haya disuelto en nosotros. Ahí se inserta el pensamiento de la diferencia: porque el ser no
es, sino que sólo son los entes, y en tanto acaece o acontece en los entes. Una ontología
débil mostraría cómo se ha ido disolviendo (historia) ese ser presencia, estabilidad, del
que sólo nos queda su ruina, el ser como monumento, recuerdo y tradición.
En esta historia del fin de la historia, los cruces entre Lyotard, Habermas, Vattimo y
Rorty son constantes. Pero no es éste el lugar de narrar esa historia sino de sacar algunas

169
consecuencias del proceso de historización del conocimiento y la filosofía. Porque, en
definitiva, y a pesar de las pretendidas diferencias y críticas para con el historicismo a lo
que se ha llegado es a eso. Un ejemplo de ello lo pone el mismo Vitiello cuando
contrapone historia y topología: "De hecho, historia denota: novedad, exclusión,
superación; topología: diversidad, inclusión, contención". Caracterizada de esta manera la
contraposición se hace inevitable e imposible una narratividad histórica de la diferencia, a
menos que la historia quede reducida a topología como metahistoria. Pero, entonces, esto
no significa el fin de los metarrelatos, sino la inauguración de otro "nuevo", el de la
modernidad-posmodernidad, en el que no se narran historias sino la salmodia de una
única historia intemporal. Diríase que entonces se cumple lo pronosticado por
Horkheimer y Adorno en la Dialéctica de la Ilustración: que el mito es ya ilustración y
que ésta desemboca en una nueva mitología. Sólo que la obra es ya también una forma
de la misma al convertir a la Ilustración en una categoría ahistórica que se desarrolla,
autocomprende, en la historia misma. De este modo, todo tiene el carácter de lo
originario, precisamente porque no hace falta remitirlo a sus orígenes históricos, al ser
intemporal.
Se comprueba ahora lo esbozado antes como hipótesis de trabajo: el que la topología
adquiere los mismos signos por los que criticaba al historicismo, ya que juega un papel de
autoconocimiento, de búsqueda de identidad, similar al que asignaban los hegelianos de
derecha a la historia de la filosofía. La filosofía, desarraigada de su historia, se disuelve
en un simulacro lógico suyo. El resultado es que, si Nietzsche caracterizaba al
historicismo como la enfermedad de su siglo, ahora se tiene un exceso de conciencia
histórica sin haber pasado por la historia. Rota la cronología, asentada la transversalidad
de géneros, declarada imposible (e indeseable) la objetividad histórica, los referentes se
vuelven confusos, se difuminan en las reconstrucciones estéticas o metafísicas; y el
mismo saber fragmentario sólo puede configurarse como tal desde el totum que rechaza.
En Las aventuras de la diferencia, Vattimo lamenta la pasividad del último
Heidegger y propone dar un nuevo sentido a la acción y a la elección históricas. Porque
si bien es cierto que ha caído la noción de testimonio, junto a la del sujeto cristiano-
burgués que la sustentaba, tal como señalara también Heidegger, sin embargo, apunta
Vattimo, sólo es posible vivir auténticamente si el mundo es cambiado, no si uno se
aparta del mundo. Es decir que, a pesar de todo, estamos no ante la desaparición sino
ante la Verwindung (convalecencia) de la noción de testimonio y de autenticidad. Por ello
reivindica la validez de la tercera de las tesis de Marx sobre Feuerbach, relativa no a un
cambio del mundo por la conciencia sino por las circunstancias mismas. Y aquí es donde
ve la posibilidad de realizar un injerto entre Heidegger y Marx…, vía Bloch.
La sugerencia de Vattimo es importante por dos motivos: porque es un ejemplo claro
de las mezclas a las que dan lugar ahora esas "tendencias disolutivas de la dialéctica" que
antaño estuvieron separadas, mostrando que en algunos casos las diferencias no eran tan
irreductibles; porque apunta, sin proponérselo explícitamente, a algo que además de
tender un puente con la Escuela de Frankfurt tiene una gran importancia para la teoría y
metodología de la historia de la filosofía hoy: la teoría del "excedente cultural" de Bloch.

170
5.5. La teoría del excedente cultural

Hemos tratado de mostrar que el pretendido fin de la historia, del pensamiento, del
arte, que se repite en el pensamiento posmoderno contra las vanguardias no corresponde
realmente a la situación histórica, como se puso de manifiesto en el propio surrealismo.
De ahí la posibilidad de un "excedente cultural", del que puede servir como ejemplo
Bloch, unido a un pensamiento de vanguardia con intenciones emancipatorias. En varias
ocasiones hemos aludido a ello a lo largo del presente libro, y ahora lo comentamos más
detenidamente.
Los puntos de referencia históricos y críticos de Bloch son el idealismo, el
marxismo, el psicoanálisis y la ontología existencialista. Explícita e implícitamente con
ellos comparte la teoría del excedente cultural. El punto de partida (a pesar de la
oposición) de la docta spes corre paralelo al de los temples de ánimo fundamentales, y la
determinación del excedente se realiza también en labores de destrucción y superación.
Un cierto idealismo fichteano, schopenhaueriano, con E. von Hartmann y Schelling al
fondo, está presente en su teoría de los impulsos como constitutivos de lo humano, del
mismo modo que en el psicoanálisis, al afirmar que el hombre es el animal de deseos,
pero también el que los tiene más complejos y más rodeos da para satisfacerlos. Ahora
bien, a pesar de las semejanzas, es el componente marxista el que introduce la
matización, su mediación histórica, económica y social. Ya que "nuestro ser mismo no
nos es dado de antemano […] , este yo mismo es el ser más variable históricamente. Un
ser, a saber, que -pese a su impulso fundamental más cierto y relativamente más
constante; el hambre- tiene que recorrer, una y otra vez, la historia, a fin de ser y hacerse
por medio del trabajo" (Bloch, E., 1977: 54).
Los sueños diurnos son lo todavía no consciente como representación psíquica de lo
que todavía no ha llegado a ser. Tiene un carácter anticipador de ese ser que se
planificará y ejecutará mediante el trabajo. Pero, precisamente por ello, Bloch tiene
interés en que no se identifique con el subconsciente del psicoanálisis, y esa
representación tiene que hacerse consciente y sabida: "Sólo cuando la razón comienza a
hablar, comienza de nuevo a florecer la esperanza en la que no hay falsía" (p. 133). Esa
representación es fantasía que anticipa no un posible vacío, sino un posible real, y de este
modo la esperanza se convierte en una función utópica. Pero de una función
trascendente sin trascendencia: se trasciende el presente, pero no desde él mismo, sino
desde el futuro. No hay un salto del presente al futuro, sino al revés. Se trata de una
utopía concreta.
La esperanza debe estar respaldada para Bloch por un yo entendido en términos de
voluntad. Si el yo trascendental del idealismo proyecta, crea, lo existente, y, en esa
medida lo conoce, es porque no quiere que lo existente sea tal como es fácticamente. Y
esa organización de lo real tiene un trasfondo ético, el deber ser. El idealismo es para
Bloch ideología en la medida en que enmascara que el bien de la humanidad es, en
realidad, el bien de una clase, y que las ideas que configuran el dominio del deber ser
son, en definitiva, las de la clase dominante. Pero, y éste es el núcleo de la cuestión, hay

171
un excedente cultural aprovechable más allá de ese componente ideológico, y es la utopía
de un mundo no alienado, realización de la educación y de la cultura. De ese modo se
pueden recuperar arquetipos, ideales, alegorías y símbolos idealistas que se sustraen a
una conciencia de clase y son ya patrimonio de la humanidad.
Es precisamente una cita muy clarificadora de las palabras de K, Marx a A. Ruge
(1847), la que lo fundamenta: "Nuestra divisa tiene que ser, por tanto, reforma de la
conciencia, no por dogmas, sino por el análisis de la conciencia mística, sin claridad
todavía sobre sí misma. Se mostrará entonces que el mundo ha largo tiempo que posee el
sueño de una cosa, de la que sólo es necesario que posea la conciencia para poseerla
realmente. Se mostrará que no se trata de una raya entre el pasado y el futuro, sino de la
realización de las ideas del pasado" (p. 145). Y es que en las construcciones ideológicas
de clase hay algo, su "influencia de la función utópica", que le viene dada por su vertiente
cultural, y que consiste en una "visión armonizadora prematura de las contradicciones
sociales", la cual le convierte en un excedente cultural más allá de la clase social. De
modo que los grandes modelos en el arte, la ciencia y la filosofía lo son porque están
anclados pero también trascienden la circunstancia histórico-social, y van más allá de la
mera justificación. Y así "toda gran cultura hasta el presente es resplandor de algo
logrado…". Porque: "Todo proyecto y toda construcción llevados hasta los límites de su
perfección roza ya la utopía, y como queda dicho, da precisamente a las grandes obras
culturales, a aquellas de influencia siempre progresiva, un excedente sobre su mera
ideología en la situación concreta, es decir, les da nada menos que el substrato de la
herencia cultural" (p. 146). Esta forma de plantear la teoría del excedente cultural tiene
una gran importancia para las dialécticas del idealismo en el siglo XX. Concretamente, se
advierte su presencia en las posturas mantenidas por Horkheimer en Teoría tradicional y
teoría crítica y en la Dialéctica negativa de Adorno. E incide fundamentalmente en el
problema de cómo hablar de superación del idealismo si se mantienen sus planteamientos
aunque se cuestionen sus soluciones. En la medida en que su último paso metodológico
suele ser el arte, la tesis del excedente cultural alcanza particulares cotas dramáticas en
casos de revisión de la validez del programa romántico, como es el caso de Peter Weiss
en su Estética de la resistencia.
Uno de los ejemplos más claros de aplicación está precisamente en el comentario
que hace Bloch a las tesis de Marx sobre Feuerbach, y cuya vigencia subrayaba Vattimo.
Así, y parafraseando los Manuscritos, afirma que el materialismo anterior, con el prius
del ser e independencia del mundo externo, concibe a éste como un objeto fuera de la
mediación del sujeto, reducido a la contemplación. Frente a ello afirma Marx la actividad,
la mediación del conocimiento como saber sensible. Lo toma Marx como excedente
cultural, pero en tanto revela la clase social de la que es sólo ideología el idealismo. Y así
repite Bloch el tópico de que, para Marx, Hegel ha acertado en subrayar la importanda
del trabajo, y en concebir al hombre como producto suyo, pero no en concebirlo sólo
desde el punto de vista espiritual; no concibe el proceso cognoscitivo como parte del
proceso del trabajo y de la producción, es decir, como actividad práctica.
Pero, planteadas así las cosas, la mediación social y económica del conocimiento, su

172
dependencia de los intereses de clase, nuevamente surge el problema de qué es lo que
posibilita la teoría del excedente cultural cuando se trata de clases social y
económicamente distintas. O, planteado de una manera límite con sus propias palabras:
"¿Qué es lo que ha llevado a la bandera roja a tantos que, por así decirlo, no tenían
necesidad de ello?" (III : 479). El afán de saber, pero aún y todo, "desde luego, a esta
especie de conocimiento difícilmente se llega sin un interés ético anterior por adquirirlo"
(ib.). Lo que acaba remitiendo el tema a las relaciones entre teoría y práxis.
Hay que sacar la verdad del campo teórico y remitirla al práctico porque "no hay
ninguna prueba posible teórico-inmanente". Pero a la verdad entendida como adecuación,
que no sale de lo contemplativo, le corresponde una práxis entendida en su subordinación
a la teoría, y en correspondencia o como aplicación de ésta. La praxis no es criterio, sino
fruto y proyección de la verdad. Esto, afirma Bloch, lleva al decisionismo irracional del
espectador. En el idealismo (Fichte, por ejemplo), la práxis no es la realización de la
teoría en el mundo, sino eliminación de este como no-yo reducido al yo. Es la apología
de la acción vaporosa que desemboca en el Dios aristotélico que se contempla a sí
mismo. La praxis es concebida, pues, como un bios theoretikós. Ahora bien, tampoco se
trata de ir al, aparentemente, extremo contrario, a plantear la relación teoría/verdad-
praxis en sentido pragmatista, " […] el último agnosticismo de una sociedad carente de
toda voluntad de verdad". La diferencia queda así establecida en esta frase: "En Marx un
pensamiento no es verdadero por que es útil, sino que por que es verdad es útil".
La pretendida contraposición de la tesis once de Marx entre conocer y modificar,
habría que verla pues en la crítica a un pensamiento contemplativo (Feuerbach y
epígonos hegelianos), que sólo transforma la realidad en los libros, y a un pragmatismo
que renuncia a la verdad. Por el contrario, habría una ratio que crece en la praxis, una
filosofía modificadora que supone un prius teórico (no es la lechuza de Minerva). Y así:
"Modificación filosófica es una modificación con incesante conocimiento de las
conexiones, porque si bien la filosofía no constituye una ciencia sobre las demás ciencias,
sí es, sin embargo, el saber y la conciencia moral del totum en todas las ciencias. La
filosofía es la conciencia en avance del totum en avance, ya que este totum mismo no es
un hecho, sino que se da solo en la inmensa conexión de lo que está haciéndose con lo
que todavía no ha llegado a ser" (I: 277).
Y de este modo tiene lugar la unidad dialéctica entre teoría y práxis, que es la raíz
de la teoría del excedente cultural. Marx la resumía lapidariamente: "La filosofía no
puede realizarse sin la superación del proletariado; el proletariado no se puede superar sin
la realización de la filosofía" (MEGA, I , 1/1: 621). Bloch apostilla que aquí el
proletariado no es tanto una clase social como la forma extrema de alienación humana. Y
así se explica también el sentido de lo expuesto en la Introducción a la crítica de la
filosofía del Derecho de Hegel: que la filosofía no puede ser superada sin realizarla, y
que no puede ser realizada sin superarla. Esto va más allá de una metodología marxista y
se convierte en el método hermenéutico afín de los varios intentos de superación de la
modernidad en su dialéctica que hemos visto ya.
Y todavía se podía plantear una hipótesis más avanzada: la ontologia de Bloch sería

173
el proyecto consecuente y no desarrollado de la Teoría Crítica. Arranca del punto al que
se ha llegado en la consideración de la relación teoría-práxis: "Todo ello se ha hecho
perfectamente comprensible gracias al descubrimiento marxista de que la teoría-praxis
concreta se halla en íntima conexión con el modus indagado de la posibilidad real-
objetiva. La percepción del correlato de la posibilidad determina tanto la cautela crítica,
que determina la velocidad en el camino, como la espera fundada que garantiza en
consideración al objetivo un optimismo militante" (I : 198).
La investigación sobre la posibilidad va unida a las condiciones de realización de la
"utopía concreta". Las cuales suponen que ésta aparecía ya en lo todavía no consciente
como representación psíquica de lo todavía no llegado a ser, es decir, en la posibilidad.
Lo posible, viene a decir Bloch, es casi una tierra virgen como categoría ontologica, con
aportaciones ciertamente importantes de Aristóteles y Leibniz, pero en la que se han
mezclado los temas lógico y ontologico, el conocimiento parcial de las condiciones con
las condiciones parcialmente dadas. Todo ello, concluye Bloch, ha tenido como resultado
relegar lo posible a la categoría de ficción. Si se busca la raíz de estas afirmaciones
(difíciles de justificar en algunos autores) hay que buscarlas en un punto de vista común,
aducido en casos semejantes: responde lo criticado a un pensamiento estático,
contemplativo, que ve lo posible ya dentro de lo real estático, o como fundamento
(discutible después) de lo real ético, el debes, luego puedes; en definitiva, se trataría de
un pensamiento que se mueve en la órbita de la identidad entre manifestación y esencia
real.
Esto lleva consigo un nuevo concepto de realidad. Bloch pide, frente a una realidad
cerrada, que es el concepto de realidad positivista en el siglo XIX, una abierta, y frente a
la estática una en devenir. Así afirma que: "Lo reales proceso, y éste es la mediación
muy ramificada entre presente, pasado no acabado y, sobre todo, futuro posible. Más
aún, en su frente de proceso todo lo real se traspone a lo posible, y posible es sólo lo
condicionado parcialmente, es decir, lo todavía no determinado completa y
conclusamente" (p. 188). Es decir, que lo real es proceso, lo posible ya no queda
reducido a ello sino al revés, y lo posible no queda tampoco reducido a una categoría
modal, sino que se trata de un posible real, lo condicionado parcialmente. Es, pues, de
una importancia decisiva la distinción entre lo posible gnoseológica y objetivamente, el
acontecer científicamente esperable, y lo posible real, las condiciones totalmente dadas
en la esfera del objeto. Los dos se integran en el horizonte perspectivista: "Allí donde el
horizonte perspectivista se incluye en la visión, lo real aparece como lo que
efectivamente es: como un entresijo de procesos dialécticos que tiene lugar en un mundo
inacabado, en un mundo que no sería en absoluto modificable sin el inmenso futuro
como posibilidad real en él" (p. 217).
Se complementan aquí perfectamente las teorías de Ortega y Gasset y de Bloch: la
perspectiva no es sólo mi modo de ver lo real, sino también el modo como esto se me
ofrece. Bloch subraya esto con la suposición de un ser móvil, y por tanto modificable, un
ser material-dialéctico. El totum ya no es la suma de momentos aislados, sino que debido
a su estructura dialéctica es la totalidad tendencial de la cosa. En resumen: la posibilidad

174
real, sin la que la realidad es incompleta, no es sino la materia dialéctica. Ésta es el núcleo
de la Ontología materialista histórica de Bloch. En otras palabras: "La posibilidad real
no se encuentra, por tanto, en ninguna ontología ya determinada del ser del ente anterior,
sino en una ontología del ser del ente-quetodavía-no-es, nuevamente fundamentada de
modo ininterrumpido, tal como el futuro lo ha descubierto todavía en el pasado y en toda
la naturaleza" (p. 231). Como citábamos antes de Bloch, a propósito del surrealismo, "el
arte es un laboratorio y, en la misma medida, una fiesta de posibilidades
desarrolladas" (I: 209). Y, repetimos, el arte es así una apariencia fundada que tiene un
valor anticipatorio y emancipador.
La posibilidad real como materia dialéctica configura un espacio abierto y de
libertad, un novum dirigido al futuro y no al pasado utópico, como hasta ahora. Si el
hombre y la realidad como incondicionados son decidibles y construibles por medio del
trabajo: "La actitud ante este algo no-decidido, pero decidible por el trabajo y la acción
mediata, se llama optimismo militante" (I : 191). Este optimismo militante es una mezcla
del frío de los análisis y el rojo del entusiasmo; de un marxismo frío que incorpora
elementos pesimistas, desenmascarando las ideologías y desmitificando la apariencia
metafísica, y de un marxismo cálido, lleno de intenciones liberalizadoras, que son
aquellas por las que se ha hecho lo anterior Es la realización del "frente" del proceso
histórico que suprime la extrañeza humanizando la naturaleza y naturalizando el hombre.
Y que se resume en la conocida frase de "Pueblo libre sobre tierra libre" (I : 243).
Si Bloch influyó sobre los frankfurtianos ya en su primera época, ahora resuelve con
esta Ontología la paradoja del "pesimistas teóricos, pero optimistas prácticos", y, al decir
de Vattimo, enlazaría con el mismísimo Heidegger. Éste es el trayecto que vamos a
revisar, el del "excedente cultural" de la modernidad.

5.6. "Leer lo que nunca fue escrito"

Benjamín es una estación obligada en ese camino, un autor que parte de una
búsqueda en sentido kantiano de la experiencia, que inspira planteamientos de la Teoría
Crítica y que ha desarrollado una teoría narrativa de la historia. A diferencia de
planteamientos esencialistas, su teoría de la historia está basada en una responsabilidad
ética y social, y la opción narrativa de la misma incorpora el imperativo categórico de que
la felicidad entre a formar parte de la belleza. El sentido del diálogo con él es que se trata
de un discurso estético de la historia solidario.
En un contexto de contraposición entre historicismo y materialismo dialéctico,
Benjamin afirma que la historia es construcción en el sentido de articulación (Benjamín,
W., 1980a: n.os 14 y 6). Significa que tiene un carácter activo, que no está hecha, sino
que hay que hacerla, más exactamente rehacerla. El motivo no reside en un afán de
conocimiento (curiosidad, erudición) del pasado que está ahí, en un tiempo lineal,

175
homogéneo y vacío, que hay que rellenar; tampoco en la aplicación de un método que
refleje (secundando ese motivo) "fielmente" el pasado. El motivo de la historia no está en
el pasado, sino en el presente: en la urgencia del presente (instante del peligro) que
impone no reflejar, sino "adueñarse" del pasado en el recuerdo selectivo. Evidentemente,
esto significa la ruptura frontal con otro modelo de historia: la historia pretendidamente
neutra, que descarta el valor y el juicio histórico. De ahí la crítica de Benjamin al
historicismo.
Por otra parte, subraya que la pretensión de objetividad en la historia es falsa.
Incluso en la historiografía. La razón es que no existe un objeto "dado" de la historia,
anterior e independiente de ella, que sólo tenga que investigar. Otra cosa es cuando se
hace historia de historia, es decir, de libros. El llamado "hecho histórico" es también
objeto de una construcción, de una fijación, y, por tanto, de una manipulación. ¿Por qué
algo se establece como "hecho histórico" y otro no? En virtud de un juicio de valor. Pero
ya no se trata de que o bien lo histórico tenga valor o que el valor tenga un carácter
histórico, como afirma el historicismo. Tampoco de que lo histórico es el pasado
presente, tal como sostiene la moderna hermenéutica. Lo que le interesa subrayar a
Benjamín es que la determinación del "hecho histórico" se hace siempre desde un
presente, y que el juicio que determina el "hecho", explícito, se basa en un prejuicio, más
o menos aparente, consciente e inconsciente.
Lo que pide en una primera instancia Benjamín es que se reconozca, que no se
niegue, para seguir haciéndolo igual. Pero también que se investigue la naturaleza de ese
prejuicio inevitable. De ahí su discurso sobre la historia de los vencedores. Denuncia
Benjamín que la empatia del historicismo como modelo de objetividad es una muestra
más de la manipulación, que contradice la pretensión de rigor científico. Desde el punto
de vista de su materialismo histórico (Über den Begriff, n.° 7), opina que la empatia del
historicista lo es con los vencedores que han escrito y reescrito la historia. En este sentido
se podía decir que su modelo de historia es la de los vencidos. Quien vence no sólo
acarrea los bienes materiales, sino también los culturales, no sólo participa en los hechos,
sino que los selecciona, los establece como "históricos", los escribe y los reescribe. Para
Benjamín la historia es siempre de los vencedores, de los que nos transmitieron el pasado
ya articulado según los intereses de la clase dominante. De este modo, la empatia como
método histórico traiciona intereses concretos de clase.
Por eso, y para el materialista histórico, tienen todos los documentos de cultura "un
origen que no podrá considerar sin horror". Porque en la versión historicista se sigue
planteando el problema del sujeto de la historia en forma de dilema: o héroe o pueblo. Y
esta visión heroica (la escritura tradicional de la modernidad), no puede ocultar junto al
esfuerzo del genio, la labor de "servidumbre anónima de sus contemporáneos". Todo
esto va a condicionar una estética a la que son particularmente sensibles los pensadores
judíos, y que les somete a una dialéctica insoluble de resistencia y cosificación. Es uno de
los aspectos de la omnipresencia del tema judío de la culpa. Pero esa escritura de la
historia no sólo afecta al pasado, que puede parecer más o menos falseado, sino también
al presente. El empirismo historicista deja intocado el pasado y, por lo tanto, lo consagra

176
y lo justifica. Haciendo la apología del pasado también justifica la situación del presente.
De este modo, y en esa reescritura "tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo
cuando éste venza".
La prosecución de la crítica de Benjamín al historicismo se continúa con el ideal
ilustrado del progreso tal como lo lleva a cabo en los números 13 y 9 de Über den
Begriff La idea lineal, continua, de la historia lleva consigo la de un tiempo homogéneo y
vacío donde pueda realizarse y proseguirse. La crítica a ese modelo de historia significa
la crítica a la idea de progreso. El contexto es la contraposición entre el modelo marxista
y materialista histórico y el modelo socialdemócrata e ilustrado. Las características de ese
progreso son las de ser: de la humanidad, inconcluible e incesante. El paradigma lo
encontramos en Kant: en el postulado de la inmortalidad del alma y en el progreso como
un postulado de la Ilustración. En cualquier caso estamos ante una fe en el progreso, que
no se hace depender de las obras humanas, pero que tiene su signo en ellas. De ahí su
unión con la moral protestante del trabajo. Es paradójicamente la moral del éxito y la
felicidad no incluidas en la fe y las obras en sí mismas. Su exponente sería hoy día el
desarrollo técnico, pero también ha infectado al marxismo clásico, ya que el progreso en
el trabajo tiene lugar en un dominio constante de la naturaleza que prolonga la línea, no
de mimesis, sino de dominio de la modernidad. Pero el dominio de la naturaleza significa
un retroceso social, y la naturaleza se venga en la progresiva cosificación del hombre.
Benjamín hace una dialéctica de la ilustración y del marxismo, en el sentido también de
los marxismos neokantianos. Por eso, concluye, no se puede salir al encuentro del
fascismo con el progreso (Über den Begriff, n.° 8).
Pero quien simboliza mejor todas las ambigüedades de la historia basada en el
progreso es precisamente un cuadro: el del ángel de la historia, cuyo análisis emprende
Benjamín en el n.° 9. Su desarrollo podría ser el siguiente: hay un cuadro de las
vanguardias artísticas, por tanto de la modernidad estética, y en él se representa a un
ángel. Un tema de la mitología judía, pero en este caso, como señala Gerson Scholem,
no de la mitología cristiana. Matización: en la Cábala los ángeles tienen también un
componente luciferino. A punto de alejarse de algo, la parte última del texto sugiere que
por algo que le aleja, pero también hay un sentido activo, él también se aleja. De esos
dos movimientos contradictorios surge el cuadro como momento, como instante. Se aleja
de algo que le tiene pasmado… el pasmo es el origen de la filosofía, el asombro, la
admiración, la curiosidad y también la piedad. Ha vuelto, como Benjamín, el rostro hacia
el pasado, y donde el historicista ve una cadena de datos (tambien el kantiano
trascendental), sólo ve una catástrofe única. Sólo ve ruinas. Ruinas que amontona (no él)
esa catástrofe. Quisiera detenerse, en el presente, el instante único, el tiempo ahora, pero
desde el Paraíso (no dice el infierno), desde los paraísos malditos (Baudelaire), sopla el
viento del progreso que le impide cerrar las alas, detenerse, y le empuja hacia el futuro,
mientras ante él siguen amontonándose las ruinas.
Ese ángel de la historia es el de la modernidad y la posmodernidad. El ángel de la
posmodernidad contempla las ruinas que ha producido el ángel de la modernidad, el que
viene del Paraíso del progreso. Quiere detenerse, es decir, detener el viento del progreso.

177
Pero todo documento de cultura lo es también de barbarie. Es el mismo ángel. El que se
ve agobiado por el futuro, tiene una esperanza contra toda esperanza en él, pero está
anclado en la fascinación del pasado. El ángel de la modernidad-posmodernidad siente
horror y piedad ante la ruina que él mismo ha provocado. Su vivir en el presente es
desde un futuro que teme y ante un pasado que le fascina, porque es un futuro
anunciado y que pudo no haber sido. Efectivamente, éstos son ángeles pobres, bebedores
y humanos, mediadores entre un presente conocido, pero no entre un futuro
desconocido, ya que es perfectamente conocido, lo que pasa es que, como decía
Nietzsche, la forma más refinada de nihilismo es el autoengaño, la ficción estética
necesaria para seguir viviendo.
Si el historicismo representaba antes la visión histórica de las clases dominantes, la
ruptura que propone Benjamín es algo más que metodológica, significa la rebelión de las
clases oprimidas en la historia: "La clase que lucha, que está sometida, es el sujeto mismo
del conocimiento histórico" (Uber den Begriff, n.° 12). Este punto es importante, ya que
sugiere un paralelismo con la primera fase de la teoría crítica: la teoría es imposible sin
una praxis revolucionaria que la acompañe y la haga posible. Pero en el escrito de
Benjamín está también incluida la evolución subsiguiente, es decir, qué se puede esperar
de este planteamiento intelectual: el autómata del materialismo histórico sólo ganará sus
batallas si es movido por el enano de la teología.
Quien redime y es redimido son los vencidos, los que sufren. Es importante destacar
el carácter de este sujeto histórico: Benjamín no habla tanto del proletariado como de
ellos. La explicación se encuentra en la evolución de éste, hacia formas de integración no
sólo en la sociedad capitalista, sino también fascista (al final descubren que es lo mismo);
en la alienación a que somete a la naturaleza (a la suya). El sufrimiento no sólo es
patrimonio del proletariado. Por eso, afirma, la conciencia de la ruptura del continuum es
propia de las clases revolucionarias. No de un planteamiento meramente intelectual. El
historicista presenta la imagen de un pasado inmutable y eterno, de una historia universal,
que relata asépticamente en el "érase una vez". Para el materialista histórico el pasado no
ha sido sino que es, es "una experiencia única". En ese sentido, construir el pasado
significa también detenerle, hacerle el centro de las tensiones del presente, hacerle saltar
de ese flujo en el que está inserto, convertirle en mónada: "En esta estructura reconoce el
signo de una detención mesiánica del acaecer, o dicho de otra manera: de una coyuntura
revolucionaria en la lucha en favor del pasado oprimido" (Über den Begriff n.° 17).
Construcción significa detención y también redención: "Sólo para la humanidad
redimida se ha hecho su pasado citable en cada uno de sus momentos "{Über den
Begriff n.° 3). Es la tesis de Benjamin sobre el heliotropismo del pasado (Über den
Begriff n.° 4): que aspira a redimirse en el presente, ya que la detención tiene un carácter
mesiánico. El Mesías en el presente libera el pasado del que era su esperanza. En él se ha
detenido el tiempo. Es el sentido de una historia dirigida hacia él. De este modo, la
historia se construye, detiene, redime, articula, desde un tiempo-ahora, entendido como
el "concepto de un presente que no es transición, sino que ha llegado a detenerse en el
tiempo" (Über den Begriff n.° 16). En ese tiempo-ahora, el sujeto histórico se adueña de

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un recuerdo "tal y como relumbra en el instante del peligro".
El tiempo-ahora es el presente no transitivo. Si mira al pasado es porque la verdad
del pasado es el momento de cognoscibilidad del presente que se reconoce en él. Es
decir, que si el presente se encuentra en el pasado es que le ha encontrado. Pero la forma
en cómo se adueña de él en el recuerdo es "tal y como relumbra en el instante de un
peligro". En qué consiste: en el peligro del instante. Todo ello refuerza el carácter de
subitáneo, puntual, "experiencia única", y sobre todo, de urgencia. Concretando más: no
es sólo que la dificultad y problematicidad del presente sea común a toda época
(cualquier tiempo pasado fue mejor), es que la clase oprimida no está en reposo, sino en
permanente "estado de excepción", en el peligro a cada instante de "prestarse a ser
instrumento de la clase dominante". Y esta clase necesita la historia, no como erudición,
sino como necesaria para la vida (Nietzsche), porque no tiene presente, apenas futuro
amenazado, y sólo pasado. Los vencidos sólo tienen pasado: la herencia robada, en cuya
recuperación sólo es posible vivir el presente.
En conclusión, la historia se configura en Benjamin como recuerdo de la cultura a
través de experiencias únicas. Esas experiencias tienen una carácter estético. Su
desarrollo es la experiencia de la narratividad histórica. Hay un evidente paralelismo entre
la experiencia aurática del arte y la experiencia única de la narratividad histórica.
La micrología adquiere así unos caracteres diferenciadores en Benjamin. Por una
parte, se trata de una tarea individual, pero de un individuo que no se ha hecho a sí
mismo, sino que es producto ya de grandes tensiones que no controla. Para explicarlas
Benjamin acude con frecuencia a la mediación histórica y social, pero pronto ésta es
desplazada por otra clave: la del mito. Los individuos son ahora el producto de formas
protohistóricas que lo mismo explican la violencia del presente que los fondos en los que
se asienta la creación goethiana de las Afinidades electivas. Se trata del individuo
desamparado en medio de objetos que han perdido su inocencia, y ya no pueden
considerarse como "naturales". Su postura ante ellos guarda afinidad con lo que Ortega y
Gasset llamó "la salvación de la circunstancia", y también con la clave estética en que
ésta es posible. Pero ya son algo más que "ejercicios de amor intelectual". No hay
altruismo, y sí la primera aplicación de que "sólo por amor a los desesperados se nos ha
dado la esperanza". La desesperación del objeto es la desesperación del sujeto. El juicio
reflexionante ha dejado paso a la lógica de la dispersión. Es en ese contexto en que la
salvación deja paso a la "correspondencia". Pero lo que Baudelaire ha querido establecer
con las "correspondencias" es una experiencia que esté al abrigo de toda crisis, es decir,
del tiempo, y eso tiene un carácter mítico y cultural. Ahora bien esa experiencia del
presente como lo sido es lo que se resume justamente en la palabra perdu, perdido, en el
sentimiento de que la plenitud sólo se da en la experiencia de pérdida. El sentimiento de
la pérdida configura una existencia muy distinta de la heroica, del esfuerzo y de la
aventura, en la línea del héroe homérico, en el que la victoria es la confirmación siempre
renovada y necesaria de lo que ya se es y se posee. Más bien se trata de la serenidad
schilleriana del Laocoonte, la encarnación de esa esperanza desesperanzada, del
sacerdote que vuelve a la playa para auxiliar, inútilmente y contra toda esperanza, a sus

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hijos. O la del fianeury el hombre de la multitud, cuya morada son los pasagges ese
intermedio entre el interior y la calle, producto de la nueva sociedad industrial (Marchán,
S., 1986: 53).
Por eso dice Benjamin que la experiencia de la modernidad es una experiencia
heroica, pero de héroes que ya no constituyen un modelo: "La heroicidad moderna se
acredita como un drama en el que el papel de héroe está disponible". Decía a propósito
de Proust (en unas reflexiones que nos dicen más sobre él que sobre Proust) que "no
todo en esa vida es modélico, pero todo es ejemplar". Pero si ha destacado lo
inclasificable de los textos de Proust, y su no correspondencia con la vida, es para
subrayar que hay otro tipo de textos y otro tipo de vida cuando se trata de la obra del
genio: es la vida del texto que se convierte en texto de la vida. De este modo, la "obra de
toda una vida" es la vida de toda una obra, el signo furtivo y ambiguo de un texto.
Cuando la vida se expresa en un texto, ya no es la vida vivida e inmediata, sino distancia,
cultura, memoria, una temporalidad distinta. El texto se convierte así en textus, tejido
vital, en el que la trama -dice Benjamín- es la memoria y la urdimbre el olvido.
Texto, vida, objetos, conforman una experiencia que sería demasiado simplista
interpretar en términos de ficción literaria. Precisamente por esa fidelidad a los objetos el
individuo se vuelve comentador, crítico, traductor. Decidido a no ser hombre de libros,
sino de cosas, todas ellas se convierten en un inmenso texto, tejido vital. El mundo que
se construye ya no es el de la identidad del sujeto sino el de la analogía y las
correspondencias, "y de este modo comparece el rostro verdadero, surrealista de la
existencia". Es el mundo de los objetos que no se contenta con el criterio objetivo, los
datos, sino que penetra hasta el criterio de verdad (Goethe). Y este sólo es accesible en el
sueño, porque es él quien muestra una vida en la que la felicidad forma parte de la
belleza, y no queda proscrita por la renuncia y el esfuerzo. Una vida que está formada
por lo banal y lo cotidiano, la vida de lo sublime cotidiano. Una vida en que la felicidad
no es fruto de una conquista, ni tampoco de la utopía a conseguir por un determinado
progreso, sino que es "el retorno de la felicidad originaria".
El mundo del sueño no es el de la reflexión, ni tampoco el del concepto, sino el de la
representación. Sería demasiado precipitado identificar esto con Schopenhauer. No se
trata de la Vorstellung sino de la Vergegenwartigung No es la imaginación que crea
ficciones de la nada, o que no alcanza a lo real, y en ese sentido crea un mundo del
sujeto sin objetos, el auténtico mundo nihilista, sino de la memoria. Y es en ese mundo
de la memoria donde la imaginación alcanza su verdadero sentido como representación.
La representación es la forma de pensar y vivir el presente, la forma de ser de lo
efímero. No es la ficción de la huida estética, sino la máxima figura de la conciencia
herida.
Esto significa algo más que el análisis existencialista de la vida según el cual ésta se
niega en la afirmación de sus posibilidades, es decir, que desarrollando unas se le escapan
o rechaza otras. Este análisis todavía está hecho desde un sujeto-conciencia, no desde la
inmersión en los objetos. Por el contrario, la metáfora de "las arrugas y los pliegues del
rostro" como huella no vivida de las cosas en nosotros, apunta a que todo queda

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registrado en la vida, aunque no sea de manera consciente, aunque nosotros, los señores,
los sujetos, no estuviéramos en casa. Porque: "La experiencia no consiste principalmente
en acontecimientos fijados con exactitud en el recuerdo, sino más bien en datos
acumulados, a menudo de forma inconsciente, que afluyen a la memoria".
El texto establece dos niveles de experiencia y de memoria: la experiencia vivida y
consciente y la no vivida en cuanto inconsciente; a ellos corresponden una memoria
voluntaria de la inteligencia y la reflexión y una memoria involuntaria. El recuerdo
voluntario, reflexivo, nos da informaciones sobre el pasado que no conservan -a juicio de
Benjamin- nada de éste, porque sólo reflejan una parte; y el recuerdo involuntario, ligado
a un objeto, o a una sensación de éste, que ignoramos cuál sea, y que es cuestión de azar
el que lo encontremos o no. En definitiva: que el pasado se halla fuera de nuestro poder,
precisamente porque pertenece a otro poder. Y esto es lo que realmente nos hace
envejecer, la no posesión del pasado que es el presente. Por el contrario, la memoria
involuntaria es "esa fuerza rejuvenecedora que ha surgido en el amargo envejecer".
En ella el tiempo fluyente de la conciencia queda detenido, interrumpido,
destacándose unos días como plenos, sin relación con un antes o después, y entonces el
tiempo se hace extático, tiene lugar la "correspondencia", es decir, lo que Benjamin llama
"las fechas del recuerdo". No es una datación cronológica, sino estética, no sujeta a las
leyes de sucesión y causalidad. Son los días "auráticos", irrepetibles, del recuerdo: lo
distintivo de las imágenes de la memoria involuntaria es precisamente que tiene un
carácter aurático. Esa experiencia en la que tiene lugar la correspondencia no es ya la
mimètica originaria hombre-naturaleza, que Schiller calificaba como "poesía ingenua",
sino de objetos que nos rodean y que son útiles en la actual sociedad industrial. En ese
momento el objeto forma parte del "bosque de símbolos" en que se convierte al ser
captado en su singularidad en un instante irrepetible. El objeto y el sujeto son el tiempo
detenido en el que se establece la correspondencia. Los objetos, dice Benjamin, lanzan
miradas familiares cargadas de lejanía: el lenguaje narrativo presta voz a la mudez de los
objetos, o claridad a sus "palabras confusas". Todo objeto es un pasado presente, y de
este modo se establece una "familiaridad" en la lejanía.
En dos escritos, "El narrador" y en "El autor como productor", Benjamin marca las
diferencias y posibilidades de la experiencia narrativa hoy. Quizá la diferencia
fundamental esté en la cita de Valéry por él aducida: "Ya ha pasado el tiempo en el que el
tiempo no se contaba". La narración por excelencia para Benjamin es el cuento, por
oposición a la novela. En él, dice, el hombre buscó siempre liberarse de la pesadilla del
mito, de esos eternos retornos en los que el castigo era la figura del destino.
Correspondía todavía a una fase en que había una armonía con la naturaleza, los objetos
ante todo eran sensibles, familiares, animados, y a veces con una generosidad más que
humana. Es la fase ingenua a la que corresponde todavía la poesía sentimental. Lo
importante de esos relatos es precisamente su carácter oral, que permitía establecer una
comunidad de narradores, porque lo que se narraba, lo sucedido, era fruto de una
creación colectiva que se preservaba de generación en generación, formaba una tradición
en el recuerdo. El nexo comunicativo se establecía porque la narración, que era producto

181
del recuerdo, tenía su sentido precisamente en que fuera, a su vez, retenida y repetida.
No suministraba información, sino consejo, sabiduría, la propia de una experiencia
vivida. Una experiencia que no era sólo la del narrador, sino la que también había visto y
oído. En definitiva, incorpora toda una vida: hace arder toda su vida en la narración, y de
este modo "el narrador es la figura en la que el justo se encuentra a sí mismo"
(Benjamín, W , 1980a, II , 2: 465). Carácter cultual y ritual de esa experiencia: los
cuentos pueden tener muchas versiones, pero cada versión debe ser única, es decir, no se
puede cambiar una palabra, lo que muy bien saben los niños, o los que tienen niños. ¿Es
posible hoy esa experiencia narrativa? El mundo ha cambiado, y a propósito de Kafka
afirma que su mundo es ya el del Teatro Universal, ésta es la nueva escena, y no la de la
naturaleza, la experiencia narrativa se ha disociado de la experiencia vivida; los
personajes van en busca de autor, y " […] a los candidatos sólo se les pide que reciten el
papel de sí mismos. Que ellos puedan ser seriamente lo que dicen ser es cosa que se sale
del campo de lo posible".
"Experiencia y pobreza" se abre con una narración de las del antiguo estilo, para a
continuación preguntarse: "¿Quién encuentra hoy gentes capaces de narrar como es
debido?". Y continúa: "La cosa está clara: la cotización de la experiencia ha bajado y
precisamente en una generación que de 1914 a 1918 h a tenido una de las experiencias
más atroces de la historia universal". El "nos hemos hecho pobres" debe entenderse
precisamente como consecuencia de la sobresaturación cultural de una generación que ha
leído y "devorado" todo, puesto a su alcance por los medios de la reproducción técnica.
Éste es el rostro de lo que Benjamín llama "nueva barbarie", la sobresaturación cultural y
la falta de auténticas experiencias, porque todo se transforma en vivencia reactiva y
pseudoexperiencia cultural. El problema ahora, paradójicamente, es cómo sobrevivir a la
cultura, partiendo desde casi cero. La figura de ese nuevo bárbaro es la descrita en "El
carácter destructivo" que "hace escombros de lo existente, y no por los escombros
mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos".
En "El autor como productor" Benjamín enlaza directamente con la temática
expuesta en "Experiencia y pobreza". Dice allí que " […] el cometido más importante del
escritor actual: conocer lo pobre que es y lo pobre que tiene que ser para poder empezar
desde el principio". Pero no conocerá esa pobreza si la concibe en términos meramente
espirituales, de decadencia. Es preciso que el autor se conozca como "productor" y, por
tanto, como sujeta su tarea a unos medios de producción social y material que son los
que han llevado a esa pobreza. En otros términos, que se reconozca como trabajador, y
que su lucha es la misma que la del proletariado. ¿Es la misma? ¿De la misma manera?
Los interrogantes que plantea Benjamin han sido el quebradero de cabeza de
generaciones (Bloch). Él contesta así: " […] la proletarización del intelectual casi nunca
crea un proletario. ¿Por qué? Porque la clase burguesa le ha dotado, en forma de
educación, de un medio de producción que, sobre la base del privilegio de haber sido
educado, le hace solidario de ella, y más aún a ella solidaria con él". Orientar ese medio
de producción, ponerlo al servicio de los fines de la revolución proletaria significa una
traición a su origen. Su papel es, pues, el de ingeniero que apresta medios, el de

182
mediador. Problema grave, analizado por Peter Weiss de forma dramática en su obra
Estética de la Resistencia: ¿cómo puede ser utilizada por la clase trabajadora la cultura
de una clase que no es la suya, y que se ha servido de ella para oprimirla?
Lo que interesa subrayar ahora es que la tensión que se percibe en las tesis de
Benjamin sobre el tiempo y la historia tienen su origen en esa antinomia. Que la
experiencia narrativa como experiencia histórica tiene una autonomía respecto a aquello a
lo que se aplica, por lo que se explica el que, caída una determinada concepción de la
revolución proletaria, si no esta misma, hayan sobrevivido, de tal forma que configuran
en buena medida la experiencia posmoderna de la historia, al margen de la
caracterización ideológica a la que parecía consubstancial ese referente. Ésa es la razón
de que vueltas las cosas a su origen el tema haya vuelto a resurgir hoy en la llamada
"disputa de los historiadores", mezclada con la apreciación política de conservadurismo.
Llegados a este punto se trata de dar una precisión final al tema de la experiencia
narrativa como experiencia histórica. La metáfora del texto es la metáfora de la historia.
El modelo del texto elaborado en la crítica literaria es el mismo a utilizar por la nueva
ciencia histórica que propugna Benjamin. La historia es la experiencia del pasado, pero
no como pura facticidad, de lo que sucedió una vez, sino como el tejido narrativo,
contado, del presente. Un tejido cuya trama no está constituida por nexos causales de
hechos que se encadenan unos a otros, sino por aquellos hilos perdidos para la memoria
voluntaria durante siglos y que ahora recupera la memoria involuntaria. No existe el
pasado si no es posible reconocerlo en un presente, es decir, como presente; pero no en
una cadena causal, sino desde la interrupción, desde la llamada del presente.
El mismo W. Benjamin ha establecido explícitamente la relación en textos que
sirvieron de preparación a las tesis "Sobre el concepto de la historia":

(Si se quiere considerar a la historia como un texto, entonces vale para ella
lo que un autor reciente dice de lo literario: el pasado ha depositado en ello
imágenes, que pueden ser comparadas a las que fija una placa sensible a la luz
[…] La idea de la prosa coincide con la idea mesiánica de la historia universal
(cfr. en el "Narrador" las formas de la prosa artística como el espectro de lo
universal histórico…). El método histórico es el filológico que subyace al libro
de la vida. Hofmannsthal lo expresa así: "Leer lo que nunca fue escrito". El
lector, en el que se piensa aquí, es el verdadero historiador (I, 3: 1238).

El "leer lo que nunca fue escrito" es ahora el método del verdadero historiador. Pero,
¿acaso empieza ahora la escritura de la historia? Como es sabido, Benjamin se enfrenta
con estas afirmaciones a la concepción historicista de la historia y asume, con reservas, la
materialista. La posición del historicismo queda resumida así en Benjamin: se trata de la
idea de una historia universal de hechos, los hechos históricos, entendidos como
facticidades a ubicar en un pasado, y para cuyo estudio objetivo se vuelve la espalda al
presente; esos hechos transcurren en un tiempo continuo, homogéneo, sin fisuras, que
explica su carácter procesual y progresual. La posición del historicista es la del

183
observador, que narra esos hechos, dejándolos intocados tanto respecto al pasado como
para el presente. La tesis de Benjamin es que ese modo de hacer historia, lejos de ser
objetiva, se sustenta en la manipulación, que comienza ya en la fijación de qué hechos
son históricos y cuáles no. Es decir, que obedece a unos determinados intereses de una
determinada clase, la clase dominante, a los intereses de dominio y seguridad. De este
modo "todo documento de cultura es un documento de barbarie". La historia épica se
escribe con la sangre de los vencidos. A esto corresponde también una concepción
clasicista del arte que había fijado la burguesía: el halo de belleza, la armonía, la unidad
de lo múltiple.
"Leer lo que nunca fue escrito." Es decir, construir la historia, deteniendo,
redimiendo, articulando el tiempo. ¿Quiénes pueden hacerlo? Aquellos que no tienen
historia, es decir, ni pasado ni presente porque han sido despojados de ellos. No el sujeto
trascendental, advierte Benjamin, que es quien ha tejido la trama de la cultura y el
progreso, sino los oprimidos, los vencidos, los pobres espiritual y materialmente, aquellos
que no tienen nada que perder.
La historia es una imagen de la memoria involuntaria, una imagen que en el
momento de peligro aparece súbitamente al sujeto de la Historia (p. 1243). El resultado
es una visión surrealista de la historia en la que el inconsciente colectivo se revela bajo
formas arcaicas. Porque el descubrimiento de las formas de dominación sólo puede
hacerse acudiendo a lo originario. Pero también una visión clásica de la historia, porque
el tiempo interrumpido en la memoria involuntaria es el tiempo detenido, ese tiempo-
ahora, el presente no transitivo, el instante, o como cita Benjamín ese "breve minuto de
plena posesión de las formas" (p. 1229). En esa experiencia única e irrepetible consiste el
verdadero acto revolucionario del narrador. Es entonces cuando el pasado surge, no
como historia, sino como tradición, es decir, el momento del encuentro: el historiador es
"el profeta vuelto hacia atrás" y el pasado se redime en el relato del presente, pues, como
dice Michelet "cada época sueña la siguiente", el momento heliotrópico del tiempo.
De este modo, se puede retomar el problema planteado a propósito de las reticencias
de Habermas, de si es posible y cómo compaginar la responsabilidad social del artista con
la autonomía de la obra de arte y la intersección de géneros. Pero el mismo Benjamín
nos advierte de esto y propone una lectura en clave literaria del problema. Traducida
puede expresarse así: que el artista sólo está comprometido cuando es verdaderamente
autónomo. Marcuse opinaba "Sobre Benjamín y el concepto de corrección literaria ": "La
forma artística perfecta trasciende la tendencia política correcta; la unidad de tendencia y
particularidad estética es antagónica" (Marcuse, H . , 1978: 119). Benjamín lo dice
cuando cifra la responsabilidad social del artista, del autor, precisamente como productor;
cuando afirma que la calidad política de una obra consiste precisamente en su calidad
literaria, que sus "tendencias" impulsos son los mismos.
El ejemplo de Brecht es significativo para él y para este tema. Porque el teatro épico
no sólo transmite conocimientos, sino que los produce. La experiencia que transmite es
para Benjamín (como ya vimos) la de la vida como naufragio. Y, "por eso el teatro épico
es el teatro del héroe vapuleado. El héroe no vapuleado no será nunca un pensador, así

184
es como se enmendaría para la dramaturgia épica una máxima pedagógica de los
antiguos". El teatro de Brecht se distingue porque el héroe dramático es el pensante, por
eso es un teatro épico. Y cabe preguntarse por cuál es la hazaña de ese héroe: detener el
movimiento, el tiempo, la vida, en un gesto, ésa es su gesta.
En la detención del tiempo en el recuerdo la vida se ve, se lee a sí misma, adquiere
una consistencia, una textura literaria, se convierte en texto: "Por mi parte doy la
interpretación siguiente: la verdadera medida de la vida es el recuerdo. Atraviesa la vida,
retrospectivamente, como un relámpago. Con tanta rapidez como se vuelve a hojear un
par de paginas, llega el recuerdo desde la aldea más próxima al lugar en el que el
caballero tomó su resolución. Que aquel para el cual, como para los antiguos, se haya la
vida transformado en texto, lea dicho texto hacia atrás. Sólo así se encontrará consigo
mismo, y sólo así -huyendo del presente—podrá entenderlo" (Benjamín, W , 1987: 143).
Pero aquel para quien la (su) vida se ha convertido en texto es precisamente el narrador.
De él dice Benjamín que "es la figura en la que el justo se encuentra consigo mismo". La
palabra justificación debe entenderse aquí como el sentido de una vida individual en su
función social. Pues lo que el narrador transmite es la experiencia colectiva de la vida,
una sabiduría de la misma que actúa como consejo y guía. Es la vida, el tiempo detenido
en su intemporalidad del relato. Pero, al decir de Valéry, ya se ha acabado el tiempo en el
que el tiempo no contaba. La pobreza de experiencias ha hecho que la sabiduría se
transforme en búsqueda, la narración en novela. Siguiendo a Lukács, la novela es para
Benjamín la búsqueda del sentido de la vida en lucha contra el poder del tiempo. De este
modo se matiza esa "huida del presente", pues lo que quiere decir Benjamín, siguiendo a
Brecht, es "no conectar con el buen tiempo pasado, sino con el mal tiempo presente" (p.
152).
En este "leer lo que nunca fue escrito" se concentra toda la tarea de una búsqueda
de identidad narrativa en el espacio disperso del objeto, de la reivindicación de la
memoria como lucha contra la opresión simbolizada por el olvido. Por más que su
propuesta de reescritura de la historia presente serios problemas en cuanto al método, ya
que está calcada del método de los vencedores, paradójicamente por una mala
comprensión del historicismo, que le lleva a repetirla criticándole. Por otra parte, como le
señala Marcuse, la "historia es culpa, pero no redención" y quizá ésa es la tesis oculta
que a través del idealismo alemán (Schelling en particular) late también en estos autores,
y que llevará a ese fondo pesimista schopenhaueriano que contradictoriamente reclamaba
también Horkheimer. Efectivamente, Schopenhauer (y luego Jünger) podrían haber
firmado estas palabras de Marcuse: "El mundo no se hizo en consideración al ser
humano y no se ha vuelto más humano" (pp. 137-138). También es cierto que los
frankfurtianos se definieron como pesimistas teóricos pero optimistas prácticos.

5.7. Arte, sufrimiento y solidaridad en Adorno

185
Pero la afirmación anterior tendría como representante más genuino a Horkheimer, y
su vinculación con Schopenhauer. Habría que matizarla en el caso de Adorno. Ya en los
comienzos de su andadura tiene un trabajo programático muy significativo, de los pocos
que serán recogidos en Dialéctica negativa. En él toma el pulso al presente, pero
también desde la consideración de un final. Se trata de La actualidad de k filosofía
(1931) (Adorno, Th., 1973a: 342). Este título alude al problema del final de la filosofía,
con la misma equivocidad de la palabra reproducida por Heidegger años después, y que
ya hemos mencionado. Pues, en efecto, para Adorno abordar hoy el tema de la
actualidad de la filosofía significa plantearse el problema de su liquidación. La filosofía
tiene que renunciar hoy definitivamente a ser un saber de la totalidad basado en la
Identidad, o, al menos, en la adecuación entre pensamiento y ser; la razón no se
reconoce ya en una realidad que no es racional. Es decir, que la crisis del idealismo
equivale a la crisis de la idea de totalidad. Adorno enlaza, pues, con las dialécticas del
idealismo poshegelianas y, más en concreto, con Feuerbach y Marx, y dentro del
pensamiento contemporáneo su antagonista es Heidegger. En lo que será una constante
de su pensamiento futuro, Adorno propone ahora una filosofía entendida como
hermenéutica, basada en la interpretación. Tendría como objetivo (en clara alusión a
Schopenhauer) el desciframiento del enigma del mundo. Ahora bien, esto no significa que
se trate de captar y exponer un sentido previo y preexistente al estilo de la cosa en sí o lo
inteligible kantiano, pues "todos los símbolos de la filosofía han caído", y ya ha quedado
expresa la renuncia a la pretensión de totalidad del idealismo. Es decir, que no se trata de
investigar las intenciones ocultas de la realidad, sino de interpretar una realidad sin
intenciones. Se trata de una interpretación dialéctica de la realidad, de la visión negativa
sobre lo pequeño. Su método -que preludia el de la Dialéctica negativa—, ya fue
precisado algo más tarde en su Kierkegaard. Se trata de deshacer el encantamiento
idealista, pero tocando su melodía a la inversa, como en la leyenda, es decir, a través de
la negatividad. En definitiva, se trata de aplicar el método idealista al idealismo, tal como
sugería el propio Marx.
Al método se añade la reivindicación de lo "pequeño" como foco de atención de la
nueva filosofía, de la Micrología, su configuración no objetivadora, pero tampoco
subjetivista, significa también la reivindicación de un ars inveniendi tradicionalmente
menor, de la Estética, de una forma de expresión depreciada, el ensayismo, y de un
método paradójico: la fantasía exacta. La fantasía exacta aparece aquí como la salida a
una sociedad injusta, pues mientras ésta recae continuamente en la desesperación, la
imposibilidad de aquélla de concretarla le permite un resquicio a la esperanza. En esta
inconmensurabilidad de la desesperación respecto a la fantasía puede verse una de las
variantes del sentimiento de lo sublime que hemos analizado: es una forma estética de
rechazarla, que tiene un profundo valor ético, pues se niega a subsumirla o justificarla
mediante ideas de la razón, figuras de lo unitario-totalitario. De esta forma protesta y no
vive de ella, como dirá Adorno más tarde de las ontologías que viven de la desesperanza.
Por eso, la fantasía exacta no sólo da esperanza dentro de una sociedad totalitaria, sino
que, frente a esa pasión de totalidad en la que se ha suicidado la filosofía, es pasión de

186
posibilidad. Y lo es precisamente como pasión de ver lo que pasa, como voluntad de
lucidez.
Estos puntos, lo pequeño, la negatividad y la posibilidad son el núcleo de la dialéctica
negativa desarrollada en la obra de igual nombre Negative Dialektik (Adorno, Th . ,
1973b). A lo expuesto anteriormente se añade ahora la categoría central de esta dialéctica
que es, ciertamente, la de lo sensible, pero con un elemento añadido como experiencia
generacional del siglo XX: el sufrimiento. Define así a la dialéctica: "Dialéctica es la
conciencia consecuente de la no identidad". El sufrimiento es el único argumento contra
la ausencia de racionalidad de lo real, contra la identidad misma: "Todo dolor y toda
negatividad, motor del pensamiento dialéctico, son la figura de lo físico a través de una
serie de mediaciones que pueden llegar hasta a hacerle irreconciliable […] La más
mínima huella de sufrimiento absurdo en el mundo en que vivimos desmiente toda la
filosofía de la identidad. Lo que ésta intenta es disuadir a la experiencia de que existe el
dolor. 'Mientras haya un solo mendigo, seguirá existiendo el mito' (Benjamin): la filosofía
de la identidad es mitología en forma de pensamiento" (Adorno, Th . , 1973b: 202-203).
En realidad, la obra debería comenzar a leerse a partir de ese epígrafe, "Después de
Auschwitz", porque su significado cambia totalmente. La imposibilidad de encontrar un
sentido a Auschwitz significa también la imposibilidad de una afirmación positiva de la
existencia desde la trascendencia. Y elevándolo a nivel metafísico: "Auschwitz confirma
la teoría filosófica que equipara la pura identidad con la muerte". El problema para
Adorno ya no es si después de Auschwitz se puede seguir escribiendo poesía, sino de si
se puede seguir viviendo. Porque hay una culpa solidaria irreconciliable con la vida, y es
la de que no se puede devolver la vida a los muertos, ni tampoco reparar la injusticia
pasada. Aquí la diferencia con Benjamin es notoria. Y también habría que señalar que
Adorno cae en una simplificación cuando hace derivar sin más a Auschwitz del
pensamiento idealista alemán y romántico, descartando las condiciones sociales e
históricas que la propia Teoría Crítica debería tener en cuenta por su propia naturaleza.
Para Adorno, después de Auschwitz toda dialéctica tiene que ser necesariamente
negativa, ya que demuestra que no hay un sentido positivo de la existencia. Esa
negatividad se impone a nivel histórico como las catástrofes naturales a nivel físico. Pero
la negatividad afecta también a la dialéctica, y tiene que luchar constantemente contra sí
misma porque reproduce inevitablemente la positividad de lo existente. Entonces, ¿por
qué una Dialéctica negativa?, ¿qué sentido tiene hacer filosofía como reflexión sobre lo
existente si es precisamente la reflexión quien ha llevado a este existente? Dicho de forma
muy sintética: la filosofía es hoy día recuerdo de la culpa y negativa a quedarse en la
desesperación, a convertirla en un absoluto. Y es una tarea estética: "La fantasía exacta
de un disidente puede ver más que mil ojos a los que les han calado las gafas rosadas de
la unidad y que en consecuencia reducen y confunden todo lo que perciben con la verdad
universal" (p. 56).
Y si la historia de la filosofía muestra que la metafísica ha muerto, la filosofía no
puede contentarse con ello y debe intentar su resurrección cumpliendo lo no realizado: la
metafísica no es una realidad sino promesa de plenitud y felicidad, es decir, de

187
trascendencia. Es una promesa, una grieta en la identidad reseca de lo existente en la que
aparece la nostalgia de lo "Otro". Una promesa quebrada, porque "toda felicidad es
fragmento de la felicidad total, que se niega ella misma a los hombres y que éstos se
niegan a sí mismos" (p. 401). Quebrada, porque en lo individual se echa de menos lo
universal no realizado en plenitud, pero en lo universal se echa también de menos lo
individual aniquilado en la idea. Quebrada por la contradicción de que la felicidad sólo se
realiza en lo sensible, que es quien lo niega en plenitud. Quebrada porque toda
experiencia metafísica es el dilema de convertir el fragmento en Absoluto o el Absoluto
en fragmento. Quebrada porque es, en definitiva, la espera desesperanzada ante el objeto
de esperanza.
Si Adorno da un paso más adelante en su Teoría Estética (1970), es porque está
convencido de que el arte trata de hacer aquello que la metafísica siempre quiso ser: el
lenguaje de la trascendencia. Efectivamente, en la apariencia estética se lleva a lenguaje
ese más o trascendencia que habla silenciosamente en la belleza natural: "La belleza de la
naturaleza consiste en que parece decir más de lo que es. La idea del arte es arrancar este
más a su contingencia, apoderarse de su apariencialidad, llegar a determinarla como tal
apariencialidad y negarla como irrealidad" (p. 122). El arte es eso que la metafísica tácita
o expresamente ha querido ser siempre: conocimiento y salvación. El arte se construye
dialécticamente en la negación de lo existente a través de su reflejo. Al reflejar la falsa
conciencia, el hechizo de la realidad, se convierte en manifestación negativa de la utopía.
Pero, precisamente por eso, las obras de arte están constitutivamente enfermas, y final
del arte y de la filosofía van unidos. Ya no se trata de definir lo indefinible, sino de
clarificar (muy kantianamente) la propia incomprensibilidad. El arte es un hecho social,
reflejo monadológico de la sociedad y un elemento de resistencia social. Pero, ¿cómo
puede sanar un arte enfermo a una sociedad enferma? El arte no es una salida ni
tampoco una solución taumatúrgica: es lucidez en la contradicción y no reconciliación de
la misma.
El propio Marcuse reconocía: "El potencial político del arte estriba únicamente en su
propia dimensión estética. Su relación con la praxis es inexorablemente indirecta,
mediada y frustrante" (Marcuse, H . , 1978: 59). Esto es cierto, pero también: "El arte no
puede cambiar el mundo, pero puede contribuir a transformar la consciencia y los
impulsos de los hombres y mujeres capaces de cambiarlo" (p. 96).

5.8. El lugar del arte esencial

Heidegger: La gran pregunta es ésta: ¿dónde está el arte? ¿Cuál es su lugar?


Spiegel: Bien, pero Ud. exige del arte algo que ya no exige al pensamiento.
Heidegger: Yo no exijo nada del arte. Tan sólo digo que hay que preguntar
qué lugar ocupa.
Spiegel: Y si el arte no sabe cuál es su lugar, ¿por eso es destructivo?

188
Heidegger: Bien, táchelo. Pero querría dejar claro que no veo en qué
sentido el arte moderno puede dar una orientación, que, sobre todo, sigue
siendo oscuro dónde ve él lo más propio del arte o por lo menos dónde lo
busca.

El texto pertenece a la entrevista que le hizo el semanario alemán Der Spiegel en


1966 y que, por voluntad de Heidegger, fue publicada postumamente en 1976.
Constituye así una especie de última voluntad, de testamento de Heidegger. El motivo de
haberlo citado no es el de tomarlo como punto de partida para una exposición de la teoría
del arte en Heidegger. Mi intención es, más bien, la de tomarlo como un texto de
extraordinario interés histórico. Y eso lleva a mostrar la actualidad e inacrüalidad del
mismo; en qué sentido es actual porque es inactual. En otros términos, el que parece
decirnos mucho existencialmente, precisamente porque está planteado en términos
esenciales. Es innegable la seducción que ejerce la teoría heideggeriana del arte sobre
muchos filósofos y artistas. Hay una coincidencia, aunque sea por razones o desde
campos distintos: les permite hablar sobre el arte y no desde el arte. Se juntan aquí los
teóricos de la periferia del arte y los creadores perplejos ante su propia obra. Y así
"parecen" coincidir los dos en la frase de Heidegger al comienzo del texto citado: "La
gran pregunta es ésta: ¿dónde está el arte? ¿Cuál es su lugar?". Ésta es una "gran"
pregunta ya que no le basta una sencilla respuesta: ver el arte que hay y se está haciendo.
Según el texto, esto no sirve: porque el arte moderno no es arte, en el sentido de que no
corresponde a la esencia y misión del arte, ni tampoco puede indicarnos nada sobre ello.
¿Qué esperaba encontrar Heidegger y por qué no lo encuentra ahí, en el arte
moderno? La observación del entrevistador es significativa: Heidegger exige del arte algo
que no exige al pensamiento. Le exige que dé respuestas, mientras que al pensamiento se
le permite que sea tentativo, provisional, transitorio, fragmentario. Pero hay algo más:
parece que el arte tiene que dar las respuestas de que no ha sido capaz el pensamiento.
Con lo que se le cargaría con una responsabilidad quizá ajena a sus intenciones y
posibilidades (Ebeling, H . , 1989: 146 y ss.). Porque cabe la duda de si arte y
pensamiento responden a las mismas preguntas, al margen de la forma de respuesta. Y si
nos adentramos en este tema vemos que el texto adquiere su dimensión histórica en la
medida en que plantea un problema actual.
Heidegger asegura al entrevistador que él no exige nada al arte. ¿Es esto cierto?
Contrasta con la enorme decepción que experimenta ante el arte moderno. Contrasta con
la seducción que ejerce sobre teóricos del arte y artistas, especialmente sobre los de la
"nueva izquierda". Contrasta con la animosidad hacia él o simplemente cortés distancia
de otros. El motivo de todo ello parece estar precisamente en esa "exigencia" suya
respecto al arte, y en lo que debería dar el pensamiento. Creo que Heidegger exige del
arte la ejecución de un determinado programa romántico en una época diagnosticada
como nihilista. Si se está de acuerdo con el diagnóstico, y además, se comparte, o al
menos, se tiene la nostalgia, de esa visión romántica del arte, entonces ésta podría ser
una de las claves de la seducción heideggeriana. Demos un paso más. Lo que acabo de

189
citar es sólo una muestra de en qué sentido Heidegger es un pasado presente. Y es
preciso aludir al otro elemento de lo histórico: en qué sentido es un presente pasado.
Antes decía que una de las razones de la seducción de Heidegger está en que exige
del arte la ejecución de un determinado programa romántico en una época diagnosticada
como nihilista. Lo preciso ahora en su reverso: Heidegger ha realizado un análisis
existencial de nuestra situación en términos no de "malestar", sino de "penuria esencial"
y, ante la impotencia de la estética y la metafísica de la modernidad (de los que somos
herederos) exige un remedio radical sólo posible en la vuelta a un arte esencial u
originario. Esta vuelta se concibe en términos de salto (Ur-Sprung) al origen. No se trata,
pues, de un discurso racional, sino de una decisión que entiende que los problemas
existenciales no tienen una solución existencial e histórica sino esencial, es decir desde
otra instancia suprahistórica distinta a la humana. En Ser y Tiempo nos presenta el ideal
del hombre esencial (Molinuevo, J. L., 1994b), esto es, decidido, que asume su destino
histórico individual en el destino colectivo, y en la Carta sobre el humanismo insiste
frente a Sartre que es preciso decidirse o por el hombre o por el Ser.
La descalificación global del presente juzgado como inautentico, la culpabilidad del
espíritu ilustrado y moderno en ello, junto con el apremio a que se tome la decisión por
una vida auténtica dirigida por instancias salvadoras superiores al hombre, ése es el
núcleo del mensaje de Heidegger. Hanna Arendt habla de Heidegger como un "rey
oculto" en el período convulso y brillante weimariano. Su público lo constituyen tanto los
que no tienen nada que perder y aspiran a algo como aquellos que tienen ya mucho que
perder y exigen remedios drásticos a la situación. Hay en Heidegger la búsqueda de un
nuevo logos para el pensamiento occidental a través de la lógica de los orígenes en el
neokantismo y la fenomenología, y las experiencias originarias de los primeros cristianos
y pensadores griegos. Lo que busca es un logos no objetivador de lo originario. Es decir,
el modo de dación originaria en el que se dé lo originario originariamente, pero en
situación: en una dialéctica entre la lógica de lo originario y de la decadencia que
constituye la hermenéutica de la facticidad; en la experiencia de que sólo se puede ser
auténtico en la inautenticidad, es decir, dentro y contra ella, en la ambigüedad de una
existencia que incorpora la inautenticidad como componente ontologico suyo. Creo que
es de especial interés el análisis que hace Heidegger de la facticidad tomando como
modelo las Epístolas de San Pablo a los Romanos y a los Tesalonicenses: se dan con
igual originariedad para el cristiano la experiencia de la caída por el pecado original y la
posibilidad de salvación incorporada por el bautismo. La filosofía, dice Heidegger, tiene
por objeto colocarnos ante la "decisión originaria", pues filosofar "es filosofar contra la
ruina", es un contramovimiento, en términos pascalianos, que debe hacer surgir un
hombre esencial de las cenizas del hombre burgués del siglo XIX. Se pone ya de
manifiesto que la génesis de la Ontologia fenomenologica corre paralela a la preparación
de un "contramovimiento"a la huida y la inautenticidad. Es tarea que propone a una
nueva generación, la llamada a un hombre y vida "esenciales", que propiciará la
verdadera "revolución" comenzando por la renovación universitaria. En ese sentido son
especialmente importantes las lecciones de los años 1919 y 1923 (Zur Bestimmungy

190
Hermeneutik der Faktizitàt). A la vez que señala lo ineludible de la tarea también
subraya el que todavía no están preparados. Diez años más tarde, Heidegger proclama en
Los conceptos fundamentales de la metafìsica "la urgencia metafísica de un cambio
existencial", y cuatro años más tarde afirma que ese cambio se ha producido ya en
Alemania, pero que no ha sido pensado por la filosofía ni incorporado a la Universidad.
Sólo el arte, dicen él y Jünger, es capaz de hacer patente la nueva realidad para la que no
sirven ni los conceptos de la filosofía, de la metafísica, ni la estética modernas. Ambas
deben ser superadas. Pero es preciso subrayar un paralelismo esclarecedor: Heidegger
establece una relación entre el fin, el problema, la superación de la estética y el de la
metafísica. Al fin de la vigencia del arte y de la estética de la belleza como mimesis se
corresponde el de la verdad como adecuación; el problema de la estética (lo bello y el
arte) es la estética como problema (la verdad y el ser).
¿Por qué le encomienda Heidegger esta misión al arte? El planteamiento es claro:
ante la impotencia de la filosofía para pensar lo que debe ser pensado, el Ser. De este
modo, y como veíamos en la Teoría Estética de Adorno, la estética se ha convertido en
la depositaria de las promesas insatisfechas de la metafísica. En el caso de Heidegger el
arte queda unido al tema de la verdad y de la historia, a la posibilidad del conocimiento y
la transparencia y del cambio histórico. Aquí el diálogo con Hegel es absolutamente
fundamental por lo que dice y por lo que no dice. Primero, al incorporar positivamente la
ambigüedad y la negatividad. Segundo, la perspectiva del arte como origen desde la
esencia y desde la historia. Dos experiencias complementarias salen del diálogo con
Hegel: que el Ser es finitud y que el tiempo es la esencia del Ser. El Tiempo es el Señor
del Ser. Y es desde esa experiencia desde la que Heidegger afirma que el Ser acontece
como historia del hombre, como historia de un pueblo. En Heidegger vuelta al arte y
vuelta a la historia son lo mismo: se trata de hacer de un origen que sea un comienzo.
Interesa especialmente la afirmación de que "arte es historia": que el arte es en su
esencia un origen, el modo como la verdad llega a ser existente, histórica, para un pueblo
que de este modo se vuelve sapiente; que un cuadro "hable" significa un decir que es un
acaecer, un poner en obra la verdad, en el sentido de que un ente sale de su ocultamiento
y se manifiesta en su ser. Pero ¿cómo? Si el Ser es tiempo es un aparecer que si no se
para no parece y se queda en pura apariencia. En la obra de arte "el ser del ente llega a lo
permanente de su aparecer", y el arte se revela como apariencia esencial o como esencia
aparente.
El origen de la obra de arte se revela como una creación conservadora, ya que
manifiesta la escisión de lo existente que existe en la lucha de la Lichtung, en esa
instalación de un mundo y elaboración de la tierra. El mundo no es ahí el conjunto de las
cosas existentes, sino el ámbito de las decisiones esenciales y la tierra no se diluye o
desparrama, sino que nutre y cobija haciendo el mundo habitable (Novalis) ya sea en la
caverna o el templo, morada del dios y del hombre. Hacer el mundo habitable significa
habitar creando espacios.
Éste es el trasfondo del encuentro-desencuentro en el año 1951 durante el coloquio
de Darmstadt entre Heidegger y Ortega y Gasset sobre Arquitectura, sobre cómo

191
construir el espacio de lo humano en una Europa en crisis y una Alemania en ruinas. Este
encuentro es, en cierto modo, un desencuentro. La tesis de Ortega es que la tierra es
originariamente inhabitable para el hombre, que, a diferencia del animal, no tiene
"hábitat"; no existe un espacio de lo humano como espacio natural; el hombre es
esencialmente un inadaptado y una anomalía en la naturaleza; la utopía de seguir la
naturaleza es inviable. Somos "intrusos en la llamada naturaleza". Y así, "sólo la técnica,
sólo el construir (bauen) asimila el espacio al hombre, lo humaniza". Pero se puede
tender un puente (más) entre Heidegger y Ortega a través de Chillida. En 1968 tiene
lugar el encuentro en Basilea. Es un encuentro en el arte -del que nacerá un texto
pictórico, El arte y el espacio-pero porque los dos conciben el arte como lugar de
encuentro. Ése es un título de varias esculturas de Chillida.
El motivo de la recurrencia, en una segunda fase, de Heidegger al arte es el intento
de pensar la diferencia en cuanto diferencia, cómo el hombre habita entre el Ser y el
ente. El problema es cómo pensar-habitar el "entre". Pero este parece ser el problema del
espacio, el espacio "entre", … el problema del vacío. Chillida se ha definido como
"arquitecto del vacio", un escultor que construye espacios modelando el vacío. Se trata -
dice Heidegger- de preguntar por el "entre" y Chillida concibe sus esculturas de hierro,
que vibran en el aire, como un interrogante en el vacío.
En las Interpretaciones sobre la poesía de H'ólderlin, Heidegger ha glosado el
"habitar poéticamente" como un "estar en la presencia de los dioses y ser tocado por la
cercanía esencial de las cosas". Lo primero designa el habitar en la época del nihilismo
como en la presencia ausente de lo divino, de la ausencia de sentido, como ausencia de
trascendencia, de diferencia, no de lo trascendente; habitar en el espacio entre los dioses
huidos y el por venir. Pero lo interesante ahora es esa "cercanía esencial de las cosas".
Ésta sólo se da en la presencia-cercanía de las cosas esenciales, que son aquellas en las
que la esencia es, se hace presente, es acontecimiento. Ese acontecimiento consiste en
una presencia que congrega, reúne, mostrando su pertenencia, su vecindad a las cosas. Y
una de esas cosas esenciales, una construcción, es para Heidegger el puente viejo de
Heidelberg. Dice Heidegger: "Él hace vecinos corriente, orilla y campo. El puente reúne
la tierra como paisaje en torno a la corriente".
El puente es una cosa. Lo propio del arte es la creación de lugares, es decir, de
cosas, que, entonces, no están en un lugar, sino que son el lugar. Construir una cosa es
construir un lugar, hacer espacio, hacer sitio. Eso sucede construyendo el espacio,
modelando el vacío, estableciendo límites. Pero el límite no es entonces lo externo de
una cosa, allí donde acaba, sino donde "comienza su esencia". Del límite ha dicho
Chillida que "el límite es el verdadero protagonista del espacio; como el presente, otro
límite, es el verdadero protagonista del tiempo". Chillida está aquí en sintonía con
Kandinsky para quien el punto es el silencio transitivo de la escritura (Punto y línea sobre
plano), y también con la música contemporánea. Participa de la visión del arte como
tiempo detenido en Benjamin. Pero, sobre todo, del discurso estético de la historia,
centrado en el tiempo-ahora, para el que toda historia es historia contemporánea. Esto
supone una concepción discontinua del espacio y del tiempo. Chillida dice de sus

192
esculturas que son un diálogo entre la masa y el vacío. En sus esculturas de tierra
machota, "lurras", introduce incisiones, vacíos, límites en los que se construye el cuerpo
plástico. En "Espacios perforados" lleva a cabo todo un programa: perforar el espacio
creando materia. Hay toda una relación con el tema de la Nada, el vacío, la verdad, la luz
y la oscuridad.
En el Museum fur Moderne Kunstát Frankfurt hay una instalación de James Turrel
que lleva por título "Twilight Arch" 1988-91. Allí se dan instrucciones: esperar la llegada
del color, en inglés. Y en alemán se advierte también que "para ver la luz tiene que
acostumbrarse el ojo a la oscuridad". La habitación es un espacio vacío, sin objetos,
porque el objeto es el acto de ver mismo. La condición es que no hay nada que ver y que
no se ve nada: la experiencia de la luz es la experiencia de la oscuridad. Es una de las
expresiones más perfectas de lo que Heidegger intentó con El origen de la obra de arte:
la experiencia de la verdad entendida en términos de un ver, de luz, sólo es posible desde
la no-verdad, el ocultamiento, la oscuridad.
El problema no es cómo pintar o crear objetos en un espacio, sino, al revés, cómo
crear un espacio en el que sean posibles los objetos. Esto nos prohibe ya acercarnos a un
cuadro para ver qué quiere decir o a una escultura para ver qué representa. En ese
sentido se ha abierto una grieta con la vieja teoría platónica del arte: la imposibilidad de la
mimesis en que se haga visible una idea. El nuevo arte es un arte sin objetos, lo cual no
quiere decir que tenga que ser abstracto. Cuando Hegel y después Heidegger hablaban de
la muerte del arte y de la estética se estaban refiriendo a un arte creador de belleza
presente en la vivencia empática. Pero también a la imagen como representación de
objetos.
Lo que está en crisis es una concepción de la modernidad presente todavía en el
arte: la posición de objetos en un espacio. La creación de objetos tiene como fin suprimir
la distancia, dominar el espacio. Pero se trata del espacio y objetos del sujeto. Por el
contrario, ahora la inversión: no espacio de objetos, sino objetos de espacio. El artista se
convierte así, en palabras de Chillida, en un "arquitecto del vacío". En las esculturas de
Brancusi Vogels im Raum, o de Chillida El espíritu de los pájaros (1955) no se
representa un pájaro volando: son movimientos espaciales que abren como posibilidad el
nombre de un objeto. En otras como Peine del viento (1990), Yunque de sueños (1962),
Elogio del aire (1956), y sobre todo Música callada (1995) son verdaderas
arquitecturas del tiempo, o, para decirlo con otro título "espacios perforados" (1952).
Perforar el espacio es espaciar, abrir, crear lugares libres. Por ejemplo un texto.
Aquí, en ese libro Arte y Espacio, Heidegger interpreta leeren (vaciar) como Usen (leer).
Leer como momento de encuentro entre autor y lector en el que surge, tiene lugar, se
construye el texto. Vaciar como formar un objeto haciendo su lugar, como fundar su
lugar. El lugar permite un entorno, un paisaje, que consiste en el encuentro, la reunión de
las cosas que se afirman en la vecindad. El lugar de encuentro no existe previamente,
sino que se construye; la construcción tiene la forma de un combate en que las cosas son
en cuanto se autoafirman, y sólo de ese modo pueden llegar a una plenitud. La estética
espacial se convierte así en la construcción de espacios de convivencia en que sea posible

193
un hábitat, el habitar de lo humano.
El tiempo se hace espacio, el pensamiento arte en lo que Heidegger entiende como
Ereignis, esa arquitectura del tiempo que provisionalmente puede traducirse como
"acontecimiento". De la historia del Hombre se pasa a la historia del Ser. Nuestra
existencia tiene un carácter rizomático, pero de raíces aéreas, abismáticas, y además, si
vamos a ellas es porque no existimos en ellas. Por otra parte, en la historia de todo lo
esencial está el privilegio y la responsabilidad de los sucesores de ser asesinos y estar
bajo el destino de un asesinato necesario. Esto es lo que Heidegger propone como "vuelta
a la historia", que consiste en una vuelta a los orígenes, en un salto Sprung al Ursprung,
origen; consiste en que la historia se convierta en nuestro acaecer, que se ponga en
marcha. Hay, pues, dos niveles de lo histórico, el esencial, del acaecer como
transformación, y el de la tradición, el de una manifestación que oculta. Hay dos clases
de historia, la esencial, del inicio que es un pasado que no pasa, porque no ha pasado, y
la temporal, la del comienzo, la de lo vergangene y la de la gewesene, la de lo pasado y
la de lo sido. En la "vuelta a la historia" se pasa del hecho al acontecimiento, y de este
modo la vida adquiere una textura histórica. Pero el problema parece estar en si vemos la
historia desde la esencia o desde la existencia, si colocamos como sujeto de la misma al
hombre o a otras entidades suprahistóricas.
¿Es posible un discurso estético de la historia que no tenga como modelo el de una
historia esencial, sino existencial?

194
6
Variaciones de la experiencia estética

6.1. El discurso estético de la historia

El discurso estético de la historia es, a la vez, método y diagnóstico de nuestro


tiempo. Es método, ya que pasadas las discusiones en torno a las Ciencias de la
Naturaleza y del Espíritu del siglo XIX se ha puesto de manifiesto el papel fundamental de
la imaginación para la construcción de la historia. Pero, además, una de las características
de nuestro siglo es que la vida se ha hecho histórica, en el sentido ya apuntado por
Nietzsche de una historia para la vida. Por una parte, nuestro tiempo tiene una conciencia
aguda del tiempo, y, por otra, hay un "exceso de conciencia histórica". Se produce así
una disfuncionalidad bien puesta de manifiesto en esta observación de Revel: "Vivimos
en un mundo que está a la vez obsesionado por la historia y que, sin embargo, no
encuentra ya necesariamente satisfacción en las formas canónicas de la transmisión de la
memoria histórica". Revel señala un fenómeno muy significativo: que conforme las
sociedades más rápidamente se transforman, más conservadoras se hacen. La historia
tiene en todo esto un papel ambiguo pues es central, en el sentido en que está en todas
partes, pero es inesencial. Lo que se exige de la historia es la detención del tiempo, el
pensar bajo la forma del relato mítico. Es, aunque parezca paradójico, una de las formas
más apropiadas de pensamiento histórico en la época de la técnica.
Lo que se ha denominado la "nueva historia" responde tanto a los cambios
existenciales como metodológicos que se producen en el siglo XX, y significa una reacción
a la forma de hacer historia en el siglo XIX tanto en su vertiente idealista como positivista.
Evidentemente, y como sucede en todos los manifiestos programáticos, se cargan las
tintas diferenciadoras respecto al pasado y el presente. Porque esa "nueva historia" es en
realidad lo correspondiente en otras vertientes al movimiento "post" en sentido de "pos".
Es significativo que tenga lugar en los años setenta, por tanto lejos del pathos de las dos
grandes guerras mundiales, y al término de la "guerra fría". Porque toma distancia con el
mismo empeño de la concepción teológica de la historia, imperante durante siglos, como
de la escatológica, especialmente cultivada en entreguerras y posguerras, así como de la
epistemológica, uno de cuyos recurrentes fue el de la cientificidad, y que se prolonga en
la filosofía analítica.
Este último tema me parece uno de los más importantes porque soporta buena parte
del discurso de finales y comienzos de siglo y, en particular, teniendo en cuenta el sentido
tan especial que asume la palabra "ciencia" en boca de los idealistas. Creo que ahí es de

195
aplicar el consejo de Belaval, que recomienda al filósofo que cuando se ocupe de ciencia
no la transforme en "ciencia ficción". Y, por otra parte, la ironía de Veyne cuando escribe
que "la historia, la que se hace y la que se escribe, no es, pues, cuestión de ciencia, sino
de prudencia". Alude a una absolutización y un monismo de la ciencia por parte de los
filósofos, tanto cuando la combaten como cuando la toman como modelo. Además, ya
no se trata sólo de que la ciencia ha evolucionado, y ese modelo puede resultar
periclitado, sino que se declina en plural, y habría que especificar a qué clase de ciencia
se está refiriendo en cada caso. Veyne sentencia: "La historia no es una ciencia y no tiene
mucho que esperar de las ciencias; la historia no explica y no tiene método; mejor aún, la
historia de la que tanto se habla desde hace dos siglos no existe" (Veyne, P, 1972: 6). Y
Carr apostilla: "Siendo yo muy joven, quedé debidamente impresionado al enterarme de
que a pesar de las apariencias, la ballena no es un pez. En la actualidad, estas cuestiones
de clasificación me turban menos, y no me preocupa demasiado que se me asegure que
la historia no es una ciencia" (Carr, R., 1965: 75).
En este texto Carr se refiere irónicamente a una de las disputas más apasionadas de
las ciencias humanas en el siglo XX y a sus resultados. La crítica al positivismo y a su
ideal de la ciencia unificada, la separación de ámbitos de ciencias, deja paso también a la
disputa sobre la cientificidad o no de las mismas, a la redefinición de sus relaciones,
afectando particularmente a la historia. Especialmente significativo es el trabajo de
Hempel The Function of General Laws in History, donde intenta mostrar, como su
título indica, la existencia de leyes generales en la historia con funciones análogas a las de
las ciencias naturales. En su respuesta, Dray denomina a esa teoría "modelo de cobertura
legal" (the covering law model) con lo que se muestran ya diversas direcciones en la
filosofía analítica de la historia, especialmente importantes para una teoría de la
narratividad.
Ahora bien, la bibliografía sobre el "mito" de la ciencia, su carácter ideológico,
carencia de neutralidad etc., es ya tan considerable que se ha convertido en (y es
expresión de) un tópico, en un lugar común. Por lo que, quizá a nivel académico, pero no
creativo, sirve de mucho tomarla como centro de una discusión. Aunque sí,
evidentemente, como punto de partida, pues tampoco se trata aquí de proponer un
"anarquismo epistemológico" al estilo de P. Feyerabend, por más que esa expresión
significa tal cual un estado de cosas en el ámbito de la cultura. Es decir, que la propuesta
de una historia narrativa quisiera salirse de los marcos estatutarios de la ciencia y del arte,
¡aunque tome una referencia inicial en ellos.Una crítica de la imaginación histórica
intenta moverse en los territorios fronterizos de la cultura donde tienen poco sentido las
discusiones que restrinjan y sí que los amplíen. En ese territorio intermedio, la facultad
mediadora por excelencia, como es la imaginación, puede intentar recorrer una
complejidad que se resiste a ser subsumida en la teoría unitaria. En esta línea, la historia
marcha en la dirección de las inquietudes culturales que no aceptan en la práctica la
dicotomía señalada por P. Snow a propósito de las "dos culturas". Y que miran con
recelo la vuelta, aunque sea encubierta, de lo que Wright Mills ha denominado la "Gran
Teoría" (Wright Mills, C , 1961; Skinner, Q., 1988). Su "imaginación sociológica" puede

196
ser una buena muestra de las posibilidades de la "imaginación histórica". Ésta "permite a
su poseedor comprender el escenario histórico más amplio en cuanto a su significado
para la vida interior y para la trayectoria exterior de diversidad de individuos" (p. 25). Es
el medio por el cual el individuo se instala en su mundo plural, sabe lo que pasa y le pasa,
es decir, es autoconocimiento. Y así, "la imaginación sociológica nos permite captar la
historia y la biografía y la relación entre ambas dentro de la sociedad". Porque "ningún
estudio social que no vuelva a los problemas de la biografía, de la historia y de sus
intersecciones dentro de la sociedad ha terminado su jornada intelectual". En definitiva,
se trata de destacar esa movilidad de la imaginación que debe entenderse precisamente en
lo que ha sido su gran virtud histórica, por nadie discutida, y es la capacidad de tender
puentes, de la intersección, no de la fantasía o el capricho. Ponerla como base de una
historia narrativa significa que proporciona conocimiento y no consiste simplemente en
una forma expositiva de lo obtenido por otros medios. Por ejemplo, de los conseguidos
por la Gran Teoría, cuando intenta formular una teoría global y sistemática del hombre y
de la sociedad. Además, algunos pasajes de Wright Mills "Sobre la artesanía intelectual"
podían figurar junto a los correspondientes de Schopenhauer relativos a las dificultades
de este tipo de tareas en el ámbito de lo académico y lo profesional.
Este prestar una especial atención a la relevancia de la interacción entre sociología e
historia no es algo casual ni original. La sociología del conocimiento muestra cómo la
realidad es también como una construcción social, y ésta tiene un carácter marcadamente
histórico, ya que es precisamente la historia el relato de esas configuraciones sociales del
pensamiento. Además, este planteamiento significa para la historia narrativa la posibilidad
de dejar de ser una historia de los llamados "héroes del conocimiento", y la de
configurarse como una historia de la narratividad de lo cotidiano (Goffman, E., 1981;
Ferrarroti, E, 1991). Un efecto nada desdeñable en esta línea es la de poder injertar la
narratividad tanto en las ciencias como el arte y la literatura sin plantearse excesivas
discusiones epistemológicas de demarcación de territorios.
Esta dimensión de la historia en la que se inserta la narratividad no siempre es
comprendida e incluso bien recogida por los historiógrafos, que siguen pensando en ella
como el relato de resultados. Dar una relevancia teórica a la narración en historia significa
en muchos casos injertarse en una problemática que viene ya desde los griegos, pero sin
tener ya que hacer una opción estatutaria tajante. En ese sentido resultan un hito en la
historiografía contribuciones como la de Danto, que suponen, a su vez, un giro en la
historiografía contemporánea, en especial de la filosofía analítica de la historia (Danto,
A., 1989: 45). Este texto central resume, en buena medida, su postura:

Preguntar por la significación de un acontecimiento, en el sentido histórico


del término, es preguntar algo que sólo puede ser respondido en el contexto de
un relato (story). El mismo acontecimiento tendrá una significación diferente de
acuerdo con qué diferentes conjuntos de acontecimientos posteriores pueda
estar conectado. Los relatos constituyen el contexto natural donde los
acontecimientos adquieren una significación histórica…

197
El texto dice con toda claridad que el relato es histórico no porque transmita
información histórica, es decir, que en ese sentido es calificado por algo externo a él, sino
porque produce un significado que cabe calificar de histórico por el mismo modo de
producción. El relato es histórico por la narración misma y no por lo narrado. Y por ello
(y esto es decisivo) tiene un carácter contextual. Se opone, pues, Danto a lo que él llama
con acierto el modelo de "filosofía substantiva de la historia'. En ella los acontecimientos
adquieren el significado de históricos en una totalidad ahistórica dotada de "sentido", que
articula la dialéctica fragmento-totalidad. Esa historia que es la del "futuro pasado"
cuenta, dice Danto, el relato antes de que pueda ser contado, pues lo hace desde un
futuro posterior a los acontecimientos propiamente dichos. Acepta de Lówiht el distintivo
de "teológica" para ella, aunque no necesariamente sólo en sentido estatutario posterior;
pues quizá le conviniera más el calificativo de "ritual", en el sentido de que el relato es un
mito que se actualiza en el rito, es decir, que se trata de un relato sobre hechos en la
medida en que los produce. De ahí, quizá, el énfasis de Danto en tomar distancias, su
afirmación de que "no hay historia del presente", a la que llama "provincianismo
temporal", y, a pesar de la crítica al historicismo, la necesidad de dar descripciones
mínimamente verdaderas sobre el pasado, que sería uno de los mensajes de Ranke para
hoy. Y por eso, por su rechazo de la "historia contemporánea" (Croce) queda sólo
apuntado algo realmente interesante como es la narratividad en pintura e historia, como
formas de conocimiento selectivo, una vez superada la Teoría Imitativa del Arte.

6.1.1. La historia narrativa

El significado epistemológico de la narratividad tiene un contexto paradójico: la crisis


de un tópico llamado modernidad que alumbra muchas otras, la búsqueda de nuevos
horizontes culturales que en la meditación sobre la muerte de las disciplinas abre otros
nuevos y propicia la fusión de horizontes. La acelaración de los cambios en este tiempo
llevaron a una conciencia distinta del mismo. Así la historia incorpora la narratividad y la
filosofía busca su genus dicendi dentro de los géneros literarios (Kuhns, R., 1971, VII y
e . 6). Como ha subrayado Taylor, ya en la modernidad misma había tenido lugar esa
fusión en la novela y la autobiografía, en el Bildungsroman tal como es desarrollado por
Rousseau y Goethe. Hay una aguda percepción de que el cambio de tiempo transforma
también el sujeto, que sólo se encuentra a sí mismo en el discurso narrativo, y esa
tradición se ha continuado hasta el siglo XX, donde a comienzos del mismo se certifica la
diferencia entre el tiempo natural y el vivido, el de la ciencia y el de la historia, como
veremos en el mismo Benjamín (Taylor, Ch. 1989: 288-289).
Es una de las formas de introducir el discurso de la narratividad, por más que, como
se ha señalado ya, sea todavía bajo la fórmula de la oposición a algo, generalmente la
ciencia, y aquellos módulos de pensamiento que la toman como modelo, supuestamente
el historicismo (Toulmin, S. y Goodfield, J., 1990). Pero hoy se ha roto ya la referencia a

198
la "ciencia" como término unívoco, y, además, no responde al tópico de leyes, causalidad
y "seguridad", acercándose al modelo del arte, especialmente en la teoría de los
"fractales" (Calabrese, O., 1989: 132 y ss.). Ya no se trata sólo, como señalaba Kuhn,
del uso necesario de las metáforas como lazos con el mundo real, sino que el caos tiene
que formar parte también del mundo de las previsiones y regularidades.
Esas formas de oposición en algunos discursos de la narratividad se manifiestan en el
trasfondo ético de los mismos. Si me atrevo a calificarlas de "neoidealismos" es
precisamente por esto, por el primado de la razón práctica que esconden en su misma
pretensión de neutralidad ontologica. Uno de los ejemplos más claros lo encontramos en
Heidegger, en su pregunta por el Wer?, quién, del Dasein. Su intención es la de plantearla
más allá del idealismo, fuera de la dicotomía entre sujeto y objeto. El ser del Dasein es la
temporalidad, y eso se muestra en el análisis de sus estructuras partiendo del modo de
existencia "inautèntica" que nos lleva a la "auténtica". Estos términos incorporan en su
pretensión de neutralidad un juicio de valor. Lo cual repercute sobre el discurso de la
narratividad histórica en el que se construye ese Wer del Dasein. Ya que su objeto es no
la descripción de las posibilidades fácticas de la existencia, sino preferentemente las de la
"auténtica", de las cuales las de la otra sólo son el contrapunto. Volvemos a un cierto
romanticismo, a una historia de héroes, a primar la existencia extraordinaria sobre la
ordinaria, a manifestar en repetición de pasados dualismos kantianos el sentido de ésta en
aquélla. Pero, justamente, quizá la pretensión del discurso narrativo hoy sea la de reflejar
esa vida ordinaria (Taylor, Ch., 1989: 211). Pues mal se entendería una historia, literatura
o filosofía si sólo destacara una faceta de lo humano como lo auténtico o esencial
relegando lo otro a la apariencia o el contexto indeseable. Mientras que todavía se sigue
manteniendo una historia de "héroes de conocimiento", los historiadores y los
arqueólogos se muestran más interesados por comprender la vida de un pueblo a través
de todos los testimonios disponibles, y no sólo por uno de ellos que se ha decidido, sin la
visión del conjunto, como el más representativo.
Desde esta clave advertimos una extraña paradoja: quienes se oponen a fórmulas
vecinas a una historia narrativa son aquellos que la practican aunque sea en forma de
caricatura. Son aquellos que han adoptado el modelo decimonónico de la novela
histórica, convertido ahora en kitsch historiográfico. Uno de quienes ha utilizado más
fructíferamente la fórmula de una historia narrativa en la intersección de los géneros
literarios, Dilthey, ha señalado la vigencia y los límites de este modelo de historia de los
"héroes filosóficos" floreciente desde Brucker. En realidad, se trata de una derivación que
llega hasta Benjamin de la filosofía romántica de la historia. Es el momento máximo de
estetización de lo real perseguido en la obra de arte total. Para Dilthey, la expresión
"literatura" engloba poesía y filosofía, ciencia e historia (Dilthey, W., 1925: 555-556). La
vivencia del tiempo lleva al predominio de lo histórico-individual, que ya no es mero
material de la presencia de verdades intemporales, sino el verdadero sujeto de la historia.
Porque, como ha señalado H . Hess, "en el fondo la ilustración sólo conoció filósofo y no
a los filósofos". El despertar de lo que se ha llamado el "sentido histórico" lo es de lo
individual que despliega toda su variedad en el devenir histórico. Su órgano no es la

199
razón sino una especial sensibilidad contenida en la palabra vivencia (Erlebnis). Como ha
señalado Hess, la confluencia entre filosofía de la historia e historia de la filosofía es
total, pues ésta nos entrega lo individual que sólo puede ser entendido en la visión de la
totalidad que suministra aquélla. Novalis ha influido más que F. Schlegel en la teoría de la
narratividad histórico y literaria. Ya Schiller pedía disculpas por esto, pero ahora se
acentúa todavía más la paradoja de un pensamiento dirigido a la vida y que o bien es
incapaz de expresar la vivencia o se siente traicionado por la cristalización en la teoría. Y
Novalis insiste en que el camino de la génesis de lo humano es el de su conocimiento
histórico-individual: "Hasta ahora ha sido imposible describir a hombres porque nadie ha
sabido lo que es un hombre. Sólo cuando se sepa qué es un hombre, se podrá
verdaderamente describir también genéticamente individuos" (Novalis, 1980: 104 y 100).
En esa misma línea concluye Novalis que todavía no se ha encontrado el arte de
escribir libros. Y Foucault no se anda por las ramas cuando afirma un tanto abruptamente
que "antes del fin del siglo XVIII, el hombre no existía" (Foucault, M . , 1978a: 300).
Hasta qué punto Novalis siente que su postura implica toda una revisión del clasicismo,
lo vemos en el siguiente fragmento: "Sólo el individuo interesa, y por eso todo clásico no
es individual". Se plantea así toda una dialéctica entre "el" hombre y "un" hombre, e
incluso entre "los" individuos y "un" individuo, y, al mismo tiempo, entre la posibilidad de
un discurso "de" el individuo y no "sobre" (universal) él. Ese tipo de discurso es el que
Novalis denomina genético, porque el texto que se escribe es el texto de la vida. Pocos
textos como los Himnos a la noche expresan esa ruptura de paradigmas entre el mundo
de la luz (modernidad), que ilumina los objetos, y el de la noche (romanticismo), en que
los objetos emergen con luz propia. El hombre, habitante de esos dos mundos, de esos
tiempos, es para siempre el "Extranjero". La filosofía es para Novalis "el impulso a
sentirse en todas partes como en casa", de hacer el mundo habitable. Eso sólo es posible
a través del discurso, del viaje, del individuo extrañado que vuelve sobre sí mismo y allí
encuentra su Heimat. Echar raíces significa fundar tradiciones, pues hasta ahora, dice, no
ha habido tradición. Que el Dasein es tradición de sí mismo, eso que desarrolla
Heidegger, estaba ya en Novalis.
La historia no tiene, pues, por objeto los hechos, sino que el historiador (el genio) los
"amasa" y así se convierten en historia, en parte de sí mismo. Porque las cosas no son
sino que se hacen y el historiador rastrea ese hacerse en la actividad genética que dejando
ser a las cosas le hace a él mismo. En palabras de ahora: que todo hecho es Ereignis,
acontecimiento. Éste es el momento del encuentro del "yo con la circunstancia", de dos
seres mutuamente referidos, de dos tiempos distintos. Pero con un matiz importante: no
se trata de afirmar el tópico de que el hombre es historia y por eso tiene una historia. E
incluso en el caso de Heidegger, de que siendo la temporalidad el modo de ser del Dasein
por eso le pertenece el existenciario del gestarse, de la historicidad, y, en consecuencia,
tiene una historia. Dicho de una manera más explícita: con la afirmación de la historicidad
de la existencia humana siguen en el paradigma de aquella modernidad que rechazan,
pues se trata de un a priori falsamente trascendental. Por otra parte, el legado de
Novalis, al menos en este sentido, es que la historia no es una propiedad exclusiva de la

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existencia humana, y que si es cierto que la naturaleza del hombre es histórica (lo cual
no implica ningún esencialismo), no lo es que "el hombre no tiene naturaleza sino
historia" (entendido al pie de la letra), pues difícilmente se superaría con estas dicotomías
el idealismo. Para hablar en términos heideggerianos: la diferencia estribaría en que la
historicidad y la historia no emergen por la estructura temporal del Dasein, y porque éste
comprenda el Ser desde el tiempo (tesis de Ser y Tiempo), sino porque (como afirma
contra Hegel) el Ser es Tiempo y el Tiempo es el Ser. No se trataría de una "Ontología
fundamental" sino de una "Ontocronía". Habría que dar un paso más adelante. Y es el
que se produce cuando esa Ontocronía tiene por objeto los individuos, y, en ese caso la
discontinuidad en los seres traduce la discontinuidad temporal y la ruptura
epistemológica.
Quien ha avanzado un trecho por este camino es Foucault. Es uno de los ejemplos
más claros de cómo su proyecto de historia de la filosofía coincide con la "nueva
historia" y, por otra parte, cómo la ampliación de géneros supone un requisito
indispensable para "pensar el presente": "Uno de los rasgos más esenciales de la nueva
historia es sin duda ese desplazamiento de lo discontinuo: su paso del obstáculo a la
práctica; su integración en el discurso del historiador, en el que no desempeña ya el papel
de una fatalidad exterior que hay que reducir, sino de un concepto operatorio que se
utiliza" (Foucault, M . , 1978b: 14). El reto que se plantea ahora a esa historia es
precisamente el encontrar los conceptos (no se renuncia a ellos) que permitan pensarla.
Porque el ejemplo de la discontinuidad se da en la dispersión del adjetivo, es decir, al
igual que hubo una separación y multiplicación de las ciencias y la filosofía, ahora las
historias son historias adjetivadas. Y es que: "En suma, la historia del pensamiento, de los
conocimientos, de la literatura parece multiplicar las rupturas y buscar todos los
erizamientos de la discontinuidad; mientras que la historia propiamente dicha, la historia a
secas, parece borrar, en provecho de las estructuras más firmes, la irrupción de los
acontecimientos" (Foucault, M . , 1978b: 8). Hay una pluralidad de discursos que se han
convertido en autónomos, aunque la máxima forma de autonomía se da en la del
discurso mismo respecto de las cosas, en el orden de la representación que se convierte
en signo autorreferente (Foucault, M . , 1978a: 295-296). Y es aquí donde Foucault
inserta lo que se puede denominar como su "estrategia de las superficies": el ir de lo en sí
al objeto que se constituye en el discurso haciendo su aparición histórica. Un discurso en
el que paradójicamente están ausentes tanto las palabras como las cosas.
Esta disociación y discontinuidad la muestra de modo brillante en esa modernidad
que expresa tanto la literatura, el Quijote, como la pintura de Velázquez. Pensar al
hombre ausente es para Foucault el reto de una modernidad pasada por una
interpretación muy sui géneris de Kant y Heidegger. Pensarle significa pensar su finitud,
pero ahora desde él mismo, o heideggerianamente, pensar la relación del "ser del hombre
con el tiempo". Es decir, que las condiciones del conocimiento son analizadas desde los
contenidos empíricos que le son dados a él: "O aún: en lugar de reconstituir cadenas de
inferencia (como se hace a menudo en la historia de las ciencias o de la filosofía), en
lugar de establecer tablas de diferencias (como lo hacen los lingüistas), describiría

201
sistemas de dispersión," (Foucault, M., 1978b: 62). Esos "sistemas de dispersión"
quieren ser distintos de esa historia continua que descansa en la función fundadora del
sujeto, es decir, en su actividad sintética. Ésta sería en términos de Foucault la historia
del documento. Por el contrario,

digamos, para abreviar, que la historia, en su forma tradicional, se dedicaba a "memorizar" los
monumentos del pasado, a transformarlos en documentos y a hacer hablar a esos rastros que, por sí
mismos, no son verbales a menudo, o bien dicen en silencio algo distinto de lo que en realidad dicen.
En nuestros días, la historia es lo que transforma los documentos en monumentos, y que […] podría
decirse, jugando un poco con las palabras, que, en nuestros días, la historia tiende a la arqueología, a
la descripción intrínseca del monumento (Foucault, M., 1978b: 10-11).

Ahora bien, esto que significa un nuevo giro en la filosofía es precisamente el lugar
de reunión con los postulados de la "nueva historia". Y lo que configura la relación
inextricable entre el tiempo narrativo y el texto narrativo en Foucault. Pero también el
que toda la reflexión sobre el hombre, la historia y la finitud la coloque bajo el epígrafe
del fin de la metafísica (Foucault, M . , 1978a: 309-310). Aunque eso no significa que
renuncie a ella, sino a un determinado modelo, ligado á aquello con lo que rompe esa
modernidad de difícil referente histórico. Lo que implica una recuperación del papel
central de la historia pero con una autonomía semejante a la de Mi n k cuando la declara
irreductible a la comprensión teórica de la ciencia y a la categorial de la filosofía. Es
decir, que la reivindicación de la "historia nueva" se hace también contra la filosofía de la
historia y la historia de la filosofía tradicionales.
Si injertamos los pasos dados hasta ahora en modelos de historia narrativa en las
aportaciones de la "historia nueva" se dará un paso más adelante apuntando una
consideración del tiempo histórico que no le identifica necesariamente con una de sus
formas, es decir, el pasado, sino que, más bien, consiste en una dialéctica de tiempos
(Marrou, H . L, 1968: 27). Lo cual no quiere decir que estemos defendiendo la historia
narrativa en el sentido de historia contemporánea (lo que se pondrá de manifiesto luego
en el texto narrativo). Por el contrario, lo que se trata es de propiciar una articulación
entre tiempo histórico y tiempo narrativo. Esto tiene lugar no en el hecho sino en el
acontecimiento histórico. Cuya génesis es, justamente, lo que aparece relatado en el texto
narrativo.
Un ejemplo de lo dicho lo encontramos en la magnífica obra de P. Aries, El tiempo
de la historia (Aries, P, 1988). Uno de sus capítulos lleva precisamente el título de
"Historia existencial", donde expone "un pequeño catecismo de una historia existencial'"
(p. 263). Ya el mismo libro es una espléndida muestra de cómo se puede hacer una teoría
de la historia desde la narratividad autobiográfica. Pero, además, cabría destacar tres
temas fundamentales. Primero, que toda historia es historia comparativa, ya que "nace de
las relaciones que el historiador percibe entre dos estructuras diferentes en el tiempo y en
el espacio" (p. 267). Y así, "la Historia es la comparación de dos estructuras que se
trascienden recíprocamente. Remontamos del presente al pasado, pero descendemos
también del pasado al presente" (p. 266). Segundo, el tiempo histórico no se reduce a

202
una sucesión de hechos, tampoco esa sucesión tiene un carácter causal; por el contrario
cada acontecimiento tiene algo de peculiar e irrepetible, y por eso la historia es una
historia de diferencias, es decir, existencial. Tercero, y como consecuencia de todo lo
anterior: la naturaleza estética de la Historia. Dice Le Goff: "Tenemos que hablar de
iluminación, de tonalidad; hay que pensar menos en la experiencia de laboratorio que en
la obra de arte. En el fondo, la diferencia de una época a otra se asemeja a la
diferencia entre dos cuadros o dos sinfonías: tiene naturaleza estética. El verdadero
objeto de la Historia reside en tomar conciencia del halo que particulariza un momento
del tiempo, como el estilo de un pintor caracteriza el conjunto de su obra. El
desconocimiento de la naturaleza estética de la Historia ha provocado en los historiadores
una decoloración completa de los tiempos que se propusieron evocar y explicar".
Habrá que volver sobre el tema de historia e individuo. Ahora, relacionado con él
pero desde la perspectiva de la historia contemporánea, se plantea el problema de la
memoria narrativa y el presente colectivo. La naturaleza estética de la Historia, su interés
por lo individual y las diferencias no significan propugnar un retorno a lo privado en que
se huye del presente refugiándose en el pasado. Por el contrario, la memoria ligada a a la
escritura, a los monumentos y a los documentos, es una memoria colectiva, siendo uno
de los casos más significativos el pueblo hebreo, el pueblo de la memoria por excelencia.
Por eso, subscribo plenamente la afirmación de Le Goff: "La memoria, a la que atañe la
historia, que a su vez la alimenta, apunta a salvar el pasado sólo para servir al presente y
al futuro. Se debe actuar de modo que la memoria colectiva sirva a la liberación, y no a
la servidumbre de los hombres" (Le Goff, J., 1991: 183). Este elemento "emancipatorio"
de la memoria narrativa le sitúa ciertamente en la línea de lo expuesto por Benjamín, y
plantea el tema de las relaciones entre narratividad y teoría de la acción, pero se aleja
tanto del "presentismo" como de la historia concebida como magistra vitae (Koselleck,
R., 1979: 38 y ss). Y al mismo tiempo, lleva a la revisión de la otra "actualidad", la que
pretende reflejar la fuente y el documento, pues, como ha subrayado Paul Veyne, con
frecuencia "la historia factual es actualidad política en conserva" (Veyne, P, 1972: 278).
De ahí la necesidad de pasar del documento como reflejo de "hechos" al acontecimiento
como objeto de la historia narrativa. El acontecimiento es la visión de las relaciones
humanas, no desde la óptica de la causalidad, sino de la "intriga" (aspecto que Veyne
comparte con Ricoeur) y por eso descubrir lo que es a través de su génesis significa una
tarea dilatada e inacabable. Veyne afirma gráficamente que la "historia es conocimiento
mutilado", por lo incompleto de sus materiales, por la subjetividad de su selección, por lo
provisional de sus resultados. De este modo, cabría decir con él, que el proyecto de una
historia narrativa que tiene por objeto el texto como acontecimiento es una idea límite, un
principio heurístico, regulador de experiencias, que tiene, por tanto, el carácter de
trascendental, en cuanto que está siempre más allá, pero fundamentando la experiencia
(Veyne, P, 1972: 39). Es decir, la historia narrativa tiene una trama intrigante, ya que
conforme más se va acercando a su objeto, el horizonte más se aleja, se dilata más el
desenlace, el final.
Sin embargo, esta relación del acontecimiento con lo individual debe ser matizada,

203
porque lo que le individualiza no es su esencia (de modo que Veyne se distancia de una
historia de héroes que lleve aparejada un juicio de valor, al estilo de Rickert), sino que es
la sucesión, el tiempo lo que individualiza, el que hoy no es igual que ayer. Lo individual
en historia es lo irrepetible. Esto es cierto, pero siempre que se tenga en cuenta su
carácter no aurático, unido a una experiencia estética hoy puesta en cuestión como
totalidad. Es decir, que en este acercamiento genético-narrativo al acontecimiento, que
tiene un carácter "sensible", no se renuncia, sino todo lo contrario, a la trasparencia del
concepto. De modo que se trata de un acercamiento a lo individual a través de lo
universal. Aquí habría que introducir una matización, y es la de poner en relación lo que
Veyne entiende por esos "lugares comunes", con la "constelación de conceptos"
adorniana. De ese modo se introduce una dialéctica entre lo que aquí podía denominarse
como "diferencia y repetición", es decir, que tomando el acontecimiento Auschwitz
aparece como lo que sucedió una vez, y hay el imperativo categórico de que no se repita,
pero que se repite bajo la forma de la insensibilidad diaria ante el dolor y el horror
cotidiano. En ese sentido, se pone en cuestión la fundamentación ontologica de la
historia, tanto en Veyne como el propio Adorno. En aquél precisamente para preservar su
autonomía, no concediéndole el papel privilegiado en los saberes humanos por una
supuesta historicidad del hombre, hasta el punto de afirmar el origen inesencial y
convencional de la historia. El examinar las condiciones de posibilidad de la historia
significaría quedarse en el límite kantiano, sin entrar sobre si puede y debe ser
sobrepasado en el sentido de la trascendencia-fundamento heideggeriano. Pero no deja
de ser significativo el que ambos coincidan en un punto decisivo: la historia guarda una
relación esencial con la obra de arte.

En eso está el interés de un libro de historia; no en las teorías, ideas y


concepciones de la historia, bien embaladas para su envío a los filósofos, sino
en aquello en que reside su valor literario. Pues la historia es un arte, como el
grabado o la fotografía. Afirmar que no es ciencia, sino un arte (un arte menor),
no es plegarse a un tópico irritante o dejarse llevar de la pasión; lo sería si se
afirmase que la historia, por más que haga, será obra de arte a pesar sus
esfuerzos hacia la objetividad, siendo el arte una amplitud imposible de
comprimir. La verdad es un poco diferente: la historia es obra de arte por sus
esfuerzos hacia la objetividad, de la misma manera que un diseño excelente, por
un diseñador de monumentos históricos, que permite penetrar en el documento
y no lo trivializa, es una obra de arte en cierto grado y supone cierto talento de
su autor (Veyne, E, 1972: 287-288).

Y es precisamente en relación con este tema donde parece plantearse una dificultad
que nos lleva a dar el siguiente paso. Se refiere a la afirmación de Veyne de que la
historia es el conocimiento verdadero de lo que sucedió realmente. El paso lo damos con
Ricoeur, planteando las relaciones entre tiempo histórico y narrativo, entre verdad y
ficción en la reconstrucción histórica. Para Ricoeur los acontecimientos históricos no

204
difieren de los acontecimientos encuadrados en una intriga (Ricoeur, P, 1983,1: 365). Y
recoge de Veyne la noción de intriga como la relación indirecta entre los fines, las causas
y el azar, prefiriendo denominarla "cuasi intriga' (p. 339). De este modo el tiempo
histórico es tiempo humano a través del relato: "El tiempo se hace tiempo humano en la
medida en que está articulado sobre un modo narrativo, y que el relato alcanza su
significación plena cuando se convierte en una condición de la existencia temporal" (p.
105). Y se vuelve a reafirmar en las conclusiones: "En forma esquemática nuestra
hipótesis de trabajo vuelve así a tener el relato como guardián del tiempo en la medida
en que no se trataría del tiempo pensado sino contado" (III : 349). Muy oportunamente
envía Ricoeur a Kant para hablar de la intriga como el "esquematismo de la función
narrativa" (I : 132), donde la imaginación vuelve a prestar su papel mediador entre el
concepto y la intuición. La imaginación no es pues algo anárquico, sino que opera según
reglas. Ahora bien, sus raíces se hunden en la temporalidad, en el sujeto mismo (como ya
puso de manifiesto Heidegger).
Esto le permite a Ricoeur hacer también una sugerencia mediadora de gran interés.
Porque así la frase de Ranke wie es eigentlich gewesen puede ser susceptible de una
lectura distinta al tópico que le encaja en el positivismo historicista. Si se traduce el wie
pot "tal como", entonces estamos en la esfera del "como si", es decir, cruzando la ficción
y la historia (III : 270). Porque la imaginación reconstruye en sentido metafórico el
hecho, como si hubiéramos sido testigos oculares. Pero entonces, y en ese contexto, la
historia se ve obligada -dice Ricoeur- a acudir a lo irreal para explicar mejor lo necesario.
Lo que implica -son sus propias palabras- "renunciar a Hegel". No al concepto, pero sí a
que la historia tenga un carácter mimético, a la identidad subyacente que permite al
sujeto construirse sabiéndose a sí mismo, porque, en palabras de Gadamer: "Ser histórico
significa no poder resolverse nunca en saber de sí mismo" (III : 298).

6.1.2. ha identidad narrativa y la transversalidad de géneros

Con esto vuelve a plantearse el problema de la intersección o no de géneros y si la


narratividad histórica tiene un carácter específico o participa de otros, como es el caso de
Ortega y Gasset y Kundera. A este respecto resulta muy significativa la postura de
Habermas, por situarse en el núcleo de los problemas tratados, si bien en una perspectiva
distinta y hasta contraria de la expuesta. Habermas introduce así el tema: "La nivelación
de la diferencia de géneros entre filosofía y ciencia, por una parte, y literatura por otra,
expresa una comprensión de la literatura que se debe a discusiones filosóficas. Y éstas, a
su vez, se mueven en el contexto de un giro desde la filosofía de la conciencia a la
filosofía del lenguaje, que rompe de forma particularmente furiosa con la herencia de la
filosofía del sujeto" (Habermas, J., 1988: 244).
La relación entre géneros se ha planteado ciertamente en un contexto epistemológico
provocado por la crisis de la filosofía, intento de salida de ella, a la vez que

205
establecimiento de sus límites. Habermas tiene el antecedente Adorno (que no cita) de
relación simbiótica entre metafísica y arte en su Teoría Estética, y el de Heidegger (que
sí cita), que en el punto intermedio de los examinados por Habermas (destino, lenguaje)
afirma que todo arte es literatura-poesía (Dichtung) (El origen de la obra de arte). En
ellos, y a propósito de discusiones filosóficas, se acude al arte y a la literatura para
conseguir por medio de ellos lo que no es posible ya a través de la metafísica. No
obstante, y como es sabido, las posturas de los dos pensadores son distintas, pues
Adorno quiere salvar con ello a la metafísica, mientras que Heidegger se plantea su fin.
Habermas sitúa estos contactos en el contexto de la crisis de la modernidad, que se
manifestaría en el rechazo de la conciencia, de la subjetividad trascendental, en favor del
lenguaje y en contra del legado de la filosofía del sujeto. Por eso, coloca explícitamente
el tema de la relación entre filosofía y literatura en la órbita de las reflexiones propiciadas
por Heidegger y luego Foucault y Derrida. Evidentemente, algo de eso hay, pero el tema
me parece que está fundamentalmente mal planteado.
En primer lugar por el contexto, el de la modernidad, que carece de referente
histórico preciso, siendo una categoría que utiliza Habermas para discutir problemas del
presente, concretamente el de la posibilidad de mantener un ideal emancipador que es un
ideal ético carente de sujeto humano tanto en Kant como en Fichte, aunque sí lo sea la
humanidad como especie. Como consecuencia de ello se vuelven a repetir problemas
premodernos (históricamente hablando) como es el admitido en el "Epílogo" de 1973 a
Conocimiento e interés, y relativo a la no distinción clara entre objetividad y verdad, y
que se prolonga ahora en la contraposición verdad-ficción. La pérdida de referentes lleva
a un modo anglosajón de enfocar la cita histórica (se non é vero…), con olvido en
ocasiones de su propia tradición, tanto del romanticismo para las relaciones entre filosofía
y literatura como de una lectura de la modernidad hecha nuevamente en clave
neoidealista. Y trae también como consecuencia el reduccionismo de circunscribir la
relación de filosofía y literatura a la órbita de los planteamientos de Heidegger y Derrida.
Si proyectamos todo esto en el ejemplo de Calvino que trae a colación Habermas,
entonces veremos la limitación de estos planteamientos. Porque se trata de un discurso
filosófico sobre la literatura, pero no desde ella misma. Con lo cual resulta
necesariamente un híbrido en el que no se reconocen ni la literatura ni la filosofía. Un
ejemplo claro de lo dicho lo vemos en el siguiente texto:

Es propio de un texto literario no presentarse con la pretensión de


documentar un acontecimiento en el mundo; y sin embargo, tratar de atraer
paso a paso al lector al encantamiento de un acontecer imaginario, llegando el
lector a seguir los sucesos narrados como si fueran reales. También la realidad
fingida tiene que ser vivida por el lector como real, pues de otro modo la novela
no lograría lo que pretende (p. 246).

De modo general puede observarse que el trasfondo del arte que maneja Habermas
pertenece al siglo XIX, el de la novela histórica y los cuadros realistas, teniendo como

206
base una estética de la vivencia. Nada de esto es moderno, ni en sentido histórico-
cronológico, ni tampoco contemporáneo. Porque sería todo lo contrario de lo que
pretenden atribuirles a Calvino y, sobre todo, a la propia novelística alemana: unas
intenciones cercanas a lo que se ha denominado antes como Teoría Imitativa del Arte.
No se trata de partir de las oposiciones realidad-verdad y ficción; y menos aún de
entender a esta última como la realidad fingida, y en tanto logra crear una verosimilitud
ser aceptada por el lector. Por el contrario, el que lee una novela hoy, máxime de autores
como el citado por Habermas, sabe perfectamente que ella no da la ficción "como si"
fuera realidad, sino que, por utilizar esos términos incorrectos, ella es la realidad misma
de la obra. La novela no es la ficción de la realidad, sino la realidad de la ficción. La
verdad, validez, y realidad de la novela son referidas a un mundo propio y no a un "en
sí" distinto de él. Tanto en el arte como en la literatura esto es ya algo incorporado desde
las vanguardias de distinto signo.
Por eso mismo no ha lugar a las distinciones entre teoría y práctica en la literatura,
tal como las plantea Habermas, debiéndose partir no de una teoría que les es ajena, sino
desde la práctica de las obras mismas. Y así nos encontramos con que esto no significa
inventar nada nuevo, sino volver, restaurando-instaurando, a tradiciones como la
humanística, desprestigiadas por discursos ahistóricos como el de Heidegger. Para decirlo
con más precisión: es una empresa fallida ir a la literatura desde posturas como las de
Heidegger y similares para establecer una separación de géneros y mostrar así la
posibilidad de una recuperación de la modernidad. El ejemplo de Ortega pone de
manifiesto cómo es precisamente en la intersección de géneros donde tiene lugar la
"salvación" del sujeto, en la interacción de los discursos en primera y segunda persona,
que alcanza su máxima expresión en el "él". Porque la lectura forma parte del texto,
porque el autor se construye en el lector y los personajes, por eso hay un de nobis ipsis
silemus como amalgama de los tres, por eso en la obra hay un sujeto, pero no es
"subjetiva", siendo su validez, verdad y realidad la resultante de la reunión de las tres
personas.

[…] y cuanto más gris, común, indeterminado y corriente sea el inicio de


esta novela, tanto más tú y el autor sentís una sombra de peligro crecer sobre
aquella fracción de "yo" que habéis transferido atolondradamente al "yo" de un
personaje que no sabéis qué historia lleva a las espaldas, como esa maleta de la
que le gustaría tanto conseguir deshacerse (Calvino, I . , 1989: 24).

Los diversos intentos de comienzo de la obra de Italo Calvino son el examen de


otras tantas posibilidades, en la imposibilidad de una historia lineal, de la existencia: "Lo
que quisieras es la apertura de un espacio y de un tiempo abstractos y absolutos en los
cuales moverte siguiendo una trayectoria exacta y tensa; pero cuando te parece que lo
has logrado adviertes que está quieto, bloque dado, forzado a repetirlo todo desde el
principio" (p. 37). No hay un espacio y tiempo absolutos como tampoco un sujeto que
los sustente. En ese sentido hay una "sensación de la pérdida, el vértigo de la disolución".

207
No hay sujeto, ni autor en términos absolutos, como también se ha revelado que la
verdad tiene un carácter inintencional, y la realidad es una categoría, que los actos tienen
los efectos no deseados de pertenecer a varios sujetos. El individuo tiene ahora su unidad
en la pluralidad, en el reconocimiento de la dispersión, en la descripción de la diversidad
asumida, de modo que ser uno es ser varios, o que el uno se dice de diversas maneras.
No se trata, pues, de que la continuación de la historia esté truncada, sino que tampoco
es posible el regreso al origen para describir lo que hay: "Me refiero a eso cuando digo
que quisiera remontar el curso del tiempo; querría cancelar las consecuencias de ciertos
acontecimientos y restaurar una condición inicial" (p. 24) […] "No, tú esperas siempre
tropezar con una novedad auténtica, que habiendo sido novedad una vez continúe
siéndolo siempre" (p. 15). Pero precisamente por eso la obra es un constante comienzo,
como la existencia un complejo de posibilidades iniciadas y ninguna desarrollada en
plenitud. La obra se instala así en la provisionalidad definitiva, en la voluntad de
transparencia y búsqueda de identidad en el nombrar de las cosas: "El libro que ahora me
apetecería leer es una novela en la cual se sienta la historia que llega, como un trueno aún
confuso, la historia histórica junto con el destino de las personas, una novela que dé la
sensación de estar viviendo un desbarajuste que todavía no tiene nombre, no ha tomado
forma" (p.86).Y es precisamente esa voluntad de transparencia la que lleva a Italo
Calvino a considerar todo texto ideal como apócrifo, "porque no hay certeza al margen
de la falsificación" (p. 214).
Sin duda esta conclusión es excesiva para Habermas. Lo que no significa que la
narratividad no tenga cabida dentro de su filosofía, pues ya se ha intentado la posibilidad
de integrar en la filosofía crítica de la historia una teoría de la narratividad histórica,
especialmente en el esquema de Conocimiento e interés. Pero, aunque reclame también
los orígenes kantianos, no es ésta la única dirección a seguir, sino que hay también otra
que, paradójicamente, retomaría elementos de la tradición frankfurtiana, como es la
intersección entre filosofía, historia y literatura en la teoría de la narratividad en
Benjamín.
¿Por qué esta elección y qué alcance tiene? Yo creo que buena parte del rechazo de
Habermas está precisamente en su planteamiento ético y político, al menos tanto como
en el epistemológico. Porque las consecuencias de la opción narrativa parecen ser no sólo
el subjetivismo y todos los "ismos" que le acompañan, sino también la disolución de los
fundamentos de una conducta ética y social. Entre los partidarios de la narratividad se
subraya efectivamente la dificultad para encontrar un criterio unitario de valor para
interpretar los hechos. El propio Mi n k reconoce que no hay reglas para la construcción
de un relato, precisamente porque depende de la imaginación de cada uno. Y así el relato
histórico se enfrenta a un dilema: "En tanto que histórico, pretende representar a través
de su forma una parte de la complejidad real del pasado, pero en tanto que relato es un
producto de la imaginación constructora que no puede defender sus pretensiones a la
verdad por ningún procedimiento reconocido de argumentación o autentificación". Este
problema ya se planteó en su vertiente epistemológica y ética en el mismo Kant, tanto
por el alcance del papel de la imaginación en el proceso del conocimiento trascendental

208
(según las dos ediciones de la Crítica de la razón pura), como por su rechazo en el
plano de la moralidad, ya que sería el sustituto de la razón práctica en una ética que
tuviera como objeto la felicidad. Ahora bien, destacar el papel primordial de la
imaginación en la producción de conocimiento no significa caer en lo que Jacobi
denominaba el idealismo nihilista, ni tampoco rechazar que la imaginación pueda
proponer a la felicidad como integrante de la identidad moral colectiva.

6.2. Fronteras móviles

Se ha recorrido una historia y se acaba de exponer una forma de hacer historia hoy.
No ha sido una trayectoria lineal. No se venía de un pasado hacia un presente, sino que
se interrogaba al pasado presente para ver las condiciones de una experiencia estética
hoy. La trayectoria ha sido circular como el tiempo mismo en el que vivimos. En ese
tiempo las fronteras de los conceptos no sólo son móviles, sino borrosas. Crítica y
creación, creación y recepción, artista y espectador, no son ya dualidades irrebasables
(Goodmann, N., 1968: 244). Con Baumgarten hemos asistido al nacimiento de una
disciplina "Estética' que tenía un claro referente, el "Arte". Pero, como dice José
Jiménez, aquello que suponía, "la antigua distinción de funciones: el artista que crea, el
crítico que orienta al público, el filósofo que fundamenta estéticamente, ha quedado
definitivamente superada, obsoleta". Éstos eran los elementos básicos de la estética
clásica. También el referente ha cambiado de signo, y casi hegelianamente se puede
hablar de un "pasado" para nosotros, que sigue no obstante presente, y que,
cuantitativamente, lo es más que nunca. ¿Qué ha cambiado? O mejor, ¿qué está
cambiando? Ésta es la pregunta que configura la experiencia estética de una estética de
transición.
Cuando las "Bellas Artes" (así diferenciadas de otras "Artes") y la Estética se
configuran como tales en el siglo XVIII hay dos concepciones del ser humano en su base,
que vienen ya desde el Renacimiento: la humanidad y el individuo. No son excluyentes, a
menos de que se planteen como tales, y así se ha hecho disciplinarmente, y, sobre todo,
historiográficamente. En el siglo XX, en que se ha puesto en cuestión incluso una historia
delhombre, en favor de una historia de lo elemental o del Ser, los planteamientos
esencialistas han tenido especial repercusión. La pregunta es quién pregunta.
Pero también el modo de hacerla. ¿Se puede preguntar hoy día qué es el Arte o qué
es la Estética? Es la suposición de una universalidad que se puede predicar e identificar
en particulares. Pero tanto el juicio reflexionante como el determinante kantianos se
encuentra ya sin "ese" sujeto o "ese" objeto que pudieran servir de referencia universal o
universalizable. Porque, de un modo u otro, adoptan el papel de lo constitutivo o de la
fundamentación. Aunque sí que cabe el tomarlos como elementos lingüísticos
reguladores, en el sentido de Herder, reformulando los conceptos límite de sujeto y
objeto trascendentales como funciones (ficciones), que posibilitan orientativamente una

209
reflexión, pero no son objeto de ella. Se puede hablar, describir, cómo actúan, pero no lo
que son. En este sentido cabría hablar de una Estética trascendental, dirigida al
conocimiento y la experiencia, a nuestro modo de conocer, sentir los objetos estéticos.
Una estética de la recepción tiene también ese carácter, ya que regula y constituye el
objeto que recibe.
Retomando el sensus communis kantiano cabría hacer un desarrollo más de esa
peculiar estética trascendental kantiana. El problema que tenía Kant desde el período
precrítico (como ya se ha señalado) era el de la posibilidad de un saber de la experiencia,
que formulado en su terminología podía traducirse por cómo era posible un conocimiento
"a priori" de lo "a posteriori". La síntesis de la imaginación resolvió el problema al
sensibilizar los conceptos e intelectualizar las intuiciones en el esquematismo
trascendental, que consiste precisamente en suministrar a cada concepto una, su imagen
(Goodmann, N., 1995: 25). Cabe hablar de un principio supremo de todos los juicios
estéticos a priori, en el que las condiciones de posibilidad de la experiencia estética son
las mismas que las del objeto de la experiencia estética. A la base del juicio estaría el
sensus communis que se traduciría en un imperativo gnoseológico del principio, el ético
del imperativo categórico y el estético del juicio de gusto. En la experiencia estética el
juicio estético sería del objeto estético, es decir, que juzgar sobre arte sería hacer arte y
así Duchamp sería un kantiano consecuente, pero sólo en la medida en que Kant es visto
a través de él, como en la obra de Thierry de Duve. Es el juicio el que hace el objeto
estético y no al revés. Sería una consecuencia de la aplicación de ese "principio supremo
de todos los juicios estéticos", y tendría su reflejo en las teorías contemporáneas del arte
según las cuales la obra es producto de una decisión, de una interpretación. Así ocurre en
las varias referencias de Danto a la "Fuente' de Duchamp. Y la teoría kantiana podría ser
liberada de residuos universalistas y esencialistas (De Duve, T., 1996: 312) para,
tomando como pie la comunicabilidad, insertarla en el contexto de una comunidad
estética.
Cuando se leen libros contemporáneos sobre arte o estética, quedan soslayados de
hecho los planteamientos esencialistas, aunque no se dejen de mencionar como residuo
ineludible. Además, aquello a lo que llamamos arte es ya experiencia estética (De Duve,
T., 1996: 286 y 316), que entra a su vez en el campo de la experiencia en general. El
"qué es" no se responde con la definición de una esencia común, sino como efecto de
una comunicabilidad, tampoco esencial, sino de acuerdo. Ciertamente con ello se retorna
a la antigua e inextinguible polémica de la physis o del nomos.
Pero sigue abierta la cuestión en el arte actual sobre a qué llamar arte cuando
Duchamp dice que cualquier cosa puede ser una obra de arte, Beuys completa diciendo
que "cada hombre es un artista" y Valéry remata asegurando que sus versos tienen el
sentido que se les quiera dar. El concepto de arte resulta ser entonces un "concepto
abierto" (Weitz, M . , 1989: 153). Y también un concepto "contextuar. Goodmann señala
que la pregunta "¿Qué es el arte?" debería ser desplazada a la de "¿Cuándo algo es
arte?", es decir, en qué contexto algo es arte o no lo es (Goodmann, N., 1990: 98). O
prefiere hablar de "síntomas de lo estético" en vez de "criterios de arte" para responder a

210
la pregunta. En muchos aspectos se trata de una teoría próxima a la del origen
institucional del arte.
Teoría que ha conocido diversos avatares desde su formulación. Dickie la expuso en
Art and Aesthetic y \& reformula en The Art Circle. A Theory of Art, (Dickie, G., 1984:
7). Dickie remite a Danto como su inspirador, pero éste ha tomado distancias respecto a
ella, dejándosela a Dickie en exclusiva. Para Danto no hay una obra de arte como tal si
no es en relación a una interpretación que es "transfigurativa". Ella es la que transfigura el
objeto común en obra de arte como pone de relieve en su obra The transfiguration of
the Commonplace. Ello tiene dos consecuencias de importancia: la primera de ellas se
refiere a la naturaleza de la interpretación misma, y la segunda el desplazamiento del arte
y de la estética hacia la filosofía. Respecto a la primera: no se acaba de entender muy
bien la objeción de Danto a Dickie respecto al urinario-fuente de Duchamp y su
interpretación institucional y contextual de la "transfiguración". Se pregunta en función de
qué teoría se puede determinar y distinguir entre dos objetos indiscernibles el que uno de
ellos es obra de arte y el otro no. El ejemplo de Duchamp se complementa con el Pierre
Ménard, autor del 'Quijote de Borges que añade A. Danto: dos fragmentos gráficamente
idénticos reclaman autores distintos.
Este problema de la "transfiguración" de lo banal, así planteado, es un problema
específico del siglo XX que difícilmente se hubiera planteado en estéticas de corte
kantiano o romántico, ya que la realización de lo ideal en la obra conllevaba la
destrucción de lo real o material de ella. Ahora bien, autores como Benjamín, Adorno, el
mismo Ortega y Gasset, han señalado que la sensibilidad para el tiempo y para las
circunstancias, objeto, cosas, era el distintivo generacional. Hay a comienzos de este siglo
un giro al objeto que ha podido ser interpretado en términos de "deshumanización", pero
que siendo consecuente con él, implicaba que el arte tenía que respetar el ideal del
objeto en el arte y no sustituirlo por el suyo. El problema es que la teoría estética ha
quedado anclada en un tipo de filosofía que no correspondía a las nuevas realizaciones
de las vanguardias. Un ejemplo es el de Ortega y Gasset, que en su Ensayo de Estética a
manera de prólogo mantiene todavía una estética neokantiana, fenomenológica, idealista
en suma, que difícilmente se concilia con esa fidelidad a las cosas. Claro es que después
de su crítica constante al romanticismo también afirma que no podemos ser otra cosa que
románticos, aludiendo con ello implícitamente a esa estética en transición de nuestro
siglo. Y que desarrollará luego en el Velazquez donde el arte sí que pretende adoptar el
punto de vista de las cosas, y no del sujeto.
Este punto de vista del sujeto se continúa en posturas, como la actual hermenéutica
de H . G. Gadamer, en las que las obras de arte son "textos eminentes" que poseen una
particular auctoritas. Aquí la interpretación es el punto de vista de la obra construida por
el sujeto. No deja de ser una paradoja, después de la crítica a la subjetividad kantiana y
estéticas de la vivencia. Danto ha repetido que es la interpretación la que constituye a la
obra de arte como tal (Danto, A , 1981: 135). Pero entonces no tiene mucho sentido
preguntarse por la (una) interpretación que permitiría distinguir de una vez por todas que
una obra de arte lo es o no. Precisamente es ahí donde entraría en juego el elemento

211
argumentativo, discursivo, retórico, como él mismo reconoce. Por otra parte, no es de
desdeñar la consideración de que hoy día la definición se hace en buena medida teniendo
en cuenta la cotización. Pero, ¿de qué clase sería esta argumentación? Es aquí donde
Danto hace desembocar el arte en la filosofía, el fin del arte sería la filosofía. Pero a lo
largo de The Philosophical Disenfranchisement of Art sostiene dos tesis contrapuestas:
hemos llegado al fin de la etapa histórica del arte desde el momento en que ya sabemos
lo que es gracias a la filosofía, y por ello los artistas pasan el testigo a los filósofos; sin
embargo, esos filósofos sólo lo serán en la medida en que cumplan la tarea que el arte les
ha encomendado, es decir, hacer esa filosofía del arte. En realidad con ello advierte
Danto que se está al final de un camino circular: del arte a la filosofía en la tradición
hegeliana (que invierte la platónica) para volver al arte en el poshegelianismo y ahora
nuevamente a la filosofía.
Desde un punto de vista disciplinar todo esto se traduce en un sincretismo, que
manteniendo en el terreno de los principios una separación entre arte y filosofía, sin
embargo vuelve a intentos de comprensión-fundamentación por parte de la filosofía. Y
éste es el caso de algunas "estéticas filosóficas" (Gethmann-Siefert, A , 1995).
Gethmann-Siefert ha articulado su estética filosófica en torno a dos paradigmas: el arte
como conocimiento y como acción. Con ellos como hilo conductor hace un recorrido
histórico desde la modernidad hasta lo contemporáneo. Muy hegelianamente lo
sistemático aparece como momento de lo histórico y viceversa, lo que permite los
recorridos y las generalizaciones. La pregunta que antes acuciaba el "qué", la existencia
de una obra de arte, es desplazada a su esencia, al "qué" de la obra de arte, en una clara
aplicación del círculo hermenéutico. Pues, efectivamente, la autora insiste una y otra vez
que la tarea de una "estética filosófica" no es la de determinar si un objeto es una obra de
arte o no sino de determinar la esencia de la obra de arte comprendiéndola y
fundamentándola como fenómeno cultural (Gethmann-Siefert, A., 1995: 18 y 25). El
problema de estos planteamientos ontológicos es que no revelan la experiencia, el modelo
de arte concreto en que se basan para hablar de la esencia de la obra de arte. Se trata, en
el fondo, de una cuestión de decisionismo expreso. Se toma un modelo de arte y se
monta la teoría correspondiente, arrojando luego la escalera. Se mueve en la paradoja de
que es capaz de decir qué es el arte, pero no de reconocer si esto es o no una obra de
arte. El problema es doble: metodológico, propio de los planteamientos esencialistas, y de
déficit de experiencia, es decir, que en términos baconianos no se parte para el análisis de
una experiencia suficiente.
Llegados a este punto, teniendo en cuenta las teorías del origen institucional, también
la orientación cognitiva tanto de Goodmann como de Danto, retomamos la orientación
del apartado 1.6, es decir, la petición de un retorno a la experiencia. Seguimos con las
palabras de Dewey: "Por un consenso social, el Partenón es una gran obra de arte. Sin
embargo, sólo tiene un rango estético cuando la obra llega a ser la experiencia de un ser
humano" (Dewey, J., 1949: 6). Ello implica que la experiencia estética es un sentimiento
del sujeto, obviamente, pero de la obra, es decir, que no la hace desaparecer como
símbolo, como siendo de otro, o porque está bien hecha, en el sentido de mera

212
adecuación a norma. Es, en cuanto experiencia, una radicación de la misma en el
hombre, como ser ordinario, no héroe o demiurgo, en aquello que le hace tal, la
sensibilidad, y común a todos, pero también a lo animado. Y, en ese sentido, es una
experiencia moderna, de una modernidad compleja, fruto de una revisión estética de la
modernidad. Desde la modernidad se ha construido la antigüedad, también una estética
que como término es antiguo, pero que como fenómeno es moderno. Si en la Estética de
Baumgarten se reivindican los derechos de una sensibilidad emancipada, pero tutelada
por la razón, y es una ciencia de lo bello, pero sin bellezas, en Vico la Ciencia nueva
declara su propósito en un texto pictórico, un texto retórico, que habla al corazón, pero
que sólo despierta el sentimiento a través del conocimiento. La paradoja es que mientras
en el resto de las materias en cierto modo hay una continuidad en el ámbito de la Estética
pasamos a la formación sin que antes haya habido una educación estética. De ahí,
siguiendo a Dewey, la necesidad de radicar la experiencia estética en el ámbito de la
experiencia ordinaria, que es lo que indicaron algunos representantes de las vanguardias,
en esa "transfiguración de lo banal". Hablar de estética desde la experiencia estética
significa resolver un hiato, establecer una continuidad, tal como por ejemplo sucede
cuando se establece la diferencia y la relación entre Historia y realidad histórica.
Recordando pautas del mejor Kant, que luego han sido repetidas por autores como
Adorno, Dewey señala una continuidad en forma de potenciación de la experiencia
ordinaria en la experiencia estética: "La lucha permanente del arte consiste en convertir
materiales tartamudos o mudos en la experiencia ordinaria, en medios elocuentes" (p.
203). Sus palabras sobre el Partenón como obra de arte cobran plena validez a la luz de
la distinción entre el "producto de arte" y la "obra de arte", entre el "producto físico" y el
"objeto estético". La diferencia está en que la experiencia no tiene un carácter meramente
receptivo, sino interactivo, en el marco de las relaciones del yo con el mundo, y que la
obra, el objeto estético, no es previo sino que surge en esa experiencia. Experiencia que
ya incorpora la reflexión, aunque, como veremos, no necesariamente la crítica, por lo
que no necesita ser deducida o reducida a otro tipo de disciplinas: "No siendo de por sí
una simple deducción de consecuencias desde una metafísica o una filosofía presupuesta
ni arte, poética, crítica o historia, la estética, sin embargo, tiene que someterse a la
condición de ser, por un lado, pensamiento claramente filosófico y, por otro, reflexión
que surge del vivo contacto con la experiencia" (Pareyson, L., 1987: 123).

6.3. La experiencia ordinaria

Sin embargo, este camino de la experiencia parece haberse cortado o al menos


degenerado al paso del tiempo (Shustermann, R, 1997: 32-33). Una de las razones puede
estar en la discontinuidad histórica de los referentes. Mientras que los críticos identifican
la experiencia estética como un fenómeno de la modernidad estética, nosotros hemos
procurado mostrar la continuidad con la modernidad histórica. Lo primero implica una

213
reducción de su ámbito a la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, como
reacción al positivismo y al mecanicismo, en relación con las filosofías de la vida.
Núcleos de esa experiencia estética serían categorías como la del Erlebnis o la
Einfuhlung, vivencia y empatía. La experiencia tendría un carácter inmediato, subjetivo
de proyección e identificación con el objeto. Lo que Kundera denominó el "narciso
sentimental" sería una de las consecuencias, que llevado a sus límites extremos da como
resultado el kitsch. Inmediatez y subjetivismo han sido el centro de las críticas. Desde
esta perspectiva le ha resultado fácil a la filosofía analítica y a la hermenéutica ontològica
desacreditar a la experiencia estética por confusa e irracional.
Filosofía analítica y hermenéutica basan su crítica a la experiencia estética en que la
estética es "interpretación", por tanto algo no propio de la vivencia inmediata. Pero una
de las claves de la experiencia en la modernidad es que se trata de un conocimiento
mediato. La experiencia es siempre sintética, de sensibilidad y reflexión. Y esa actividad
sintética es ya la de la interpretación. Por tanto éste no es un argumento para subsumir a
la estética en la hermenéutica. Más bien sería al revés, como de hecho sucede, pero que
tiene como resultado un lamentable esteticismo hermenéutico encubierto. Las
mediaciones son de diverso tipo, pero destaca entre ellas la mediación histórica, ya que la
experiencia no tiene un carácter puntual sino que se constituye históricamente, es
memoria. No hay auténtica experiencia estética si no ha construido cada uno su propia
tradición o en otros términos, no ha construido su propia identidad como sujeto histórico.
Pero con una diferencia capital: al estar radicadas en la vida humana y no en el ser, las
categorías estéticas son temporales. Pero con esto, una vez más, no se está
descalificando la posibilidad de una fundamentación ontologica de la estética, sino
únicamente se muestran las distancias respecto a las distintas formulaciones a las que
hemos ido aludiendo a lo largo del proyecto. Se pretende, ante todo, insistir en que para
la construcción de una conciencia estética contemporánea es fundamental tener en cuenta
esta dimensión temporal, pero con un matiz decisivo: no somos tiempo, sino que somos
nuestro tiempo. La estética (en sentido orteguiano) es una meditación de nuestro tiempo
en la que cada uno tiene su propio tiempo. Y así coexisten varias estéticas porque hay
una asimultaneidad de tiempos y de formas de arte correspondientes. Precisamente es el
carácter histórico de la experiencia estética lo que garantiza la pluralidad de experiencias y
su continuidad en forma de mosaico. La experiencia estética no existe como algo en sí
mismo, dotado de entidad propia y que, por tanto, en rigor no puede ser definida. Por el
contrario, como en el paradigma de la ciencia de la modernidad, definir es construir algo.
El proceso de definición es el mismo (sistemática e históricamente) que el de su
construcción. Como señala Bourdieu, la mediación cultura es aquí decisiva: la experiencia
no es espontánea ni inmediata sino fruto de una Bildung.
Éste sería uno de los puntos clave de la revisión estética de la modernidad. Retorno
a la experiencia en sentido baconiano de un ars inveniendi, que implica una renovación
del lenguaje precisamente porque se trata de una vuelta a la experiencia como retorno al
logos, al pensamiento en imágenes, no al logos entendido como ratio. En esta unión
entre experiencia y modernidad es efectivamente acertado hablar de una "estética de la

214
nueva modernidad" (Paetzold, H . , 1990). Habría un enlace entre las dos modernidades
si se entiende nuevamente el proyecto ilustrado en el sentido cualitativo de educación y
no meramente cuantitativo de información. Cuando artistas de hoy reclaman una relación
directa con la obra de arte y no exclusivamente a través de mediaciones simbólicas están
resaltando el valor cognoscitivo del elemento sensible en la experiencia estética que ya
apuntaba el mismo Baumgarten. Paetzold indica que la Estética tiene como tarea
pendiente hoy el desarrollar una Estesiología, en el sentido de una Antropología de los
sentidos. Particularmente acertada en ella es la incorporación de Merleau-Ponty y sus
"síntesis corporales" como desarrollo de una estética trascendental. Nuestra visión
binocular es el ejemplo perfecto de un cuerpo que a través de dualidades en los sentidos
llega a una síntesis perceptiva. Si no se hubiera identificado la modernidad con una
modalidad excesivamente restrictiva, acorde con la escritura idealista de la historia, de
reducción de lo sensible a lo suprasensible, entonces se habría desarrollado más ese
germen de una actividad sintética de los sentidos que a través de las dualidades posibilitan
algo: ver, oír, andar, coger. Pero no sólo esa actividad estética como actividad sintética
sino, y es más interesante para hoy, la actividad sinestética de ellos, la comunicación y la
sustitución de funciones. De forma que una experiencia del arte contemporáneo en la
época de la imagen cada vez más es una actividad poliestética, en la que participan
diversos sentidos con funciones intercambiables. El cuerpo es así un trascendental, cuya
unidad plural permite no sólo la percepción de objetos plurales sino la percepción plural
del objeto mismo. M . Dufrenne lo ha formulado a la inversa, enriqueciendo el
planteamiento de una Estética trascendental: " […] y que, por lo tanto, lo trascendental
también es corporal". Sus análisis de la imaginación trascendental como facultad de la
síntesis entre cuerpo y espíritu permiten recuperar aquello que constituye su aportación
más preciada y discutida: la representación (Dufrenne, M . , 1982a, II : 30 y 14 y ss.)
(Boehm, G., 1996: 163).
Uno de los problemas del arte contemporáneo es precisamente la tesis de su
deshumanización por su intelectualización, cuando quizá lo que los artistas están
demandando no es una nueva experiencia intelectual sino sensible. Y lo que se pide y le
corresponde no es una reeducación intelectual sino sensible. La somatización de las
experiencias de nuestro tiempo en el arte y la literatura es un hecho. Es el caso de las
relaciones entre body arty fenomenología (Marchán, S., 1990: 242 y ss.), y de ello son
un ejemplo los "trastornados" (y él mismo) de Thomas Bernhard, el cuadro de El grito
de Munch, ese otro grito de la niñera que ve cómo se precipita el cochecito del niño por
las escaleras en la película de Eisenstein El acorazado Potemkin, y en la misma obra de
Francis Bacon que ha tomado en ello inspiración. Merece la pena detenerse en este
último por ser uno de los exponentes más claros de ese nuevo humanismo del cuerpo
que, en la experiencia misma de nuestro tiempo, hunde sin embargo sus raíces en una
revisión de la modernidad que retorna al mito. Y así afirma: "Sí, pero yo nací en 1909, y
he vivido la I Guerra Mundial, y después la Revolución Rusa, y la II Guerra Mundial.
Cuando, en cierto sentido, se ha vivido una época de caos, eso afecta a la forma en que
se sienten las cosas […] Bueno, me gustaría un caos, muy, muy ordenado" (Cork, R.,

215
1992: 13-14). De esa doble experiencia nace una experiencia espacial que niega el dibujo
pero reconoce una técnica impecable. Como ha señalado Rafael Argullol, "el cuerpo deja
de ser vehículo de transmisión anímica -según el principio de 'expresión que se afianza en
el Renacimiento hasta llegar a nuestros días—para aparecer como manifestación
solipsista de sí mismo" (Argullol, R., 1994: 166). Hay un paso de la fisionomía a la
anatomía, del hombre-masa a la "masa-hombre". Los autorretratos, los estudios de figura
humana muestran algo que se está haciendo, deshaciendo, generando, pero regenerando,
degenerando, en definitiva el cuerpo mismo y su sombra como metamorfosis
delicuescente (Molinuevo, J. L., 1996). A través de la imagen de la metamorfosis el
cuerpo se autocomprende y comprende el mundo desde lo que es, tiempo diferido, como
permanencia (aión) en el cambio (chronos). La metamorfosis, ignorada en la historia de
la filosofía occidental, es la experiencia de lo ordinario bajo la figura de lo extraordinario,
es la "astucia de la vida", que busca la permanencia en el cambio, frente a la "astucia de
la razón", que busca lo mismo negándole, negándose (Jiménez, J., 1993). La
metamorfosis es la imagen de la memoria. Una memoria entendida como "memoria del
sufrimiento compartido". Y así: "Esta sería la clave más profunda de identidad que la
imagen contemporánea de la metamorfosis nos proporciona: el sufrimiento compartido y
su carácter recurrente" (Jiménez, J., 1989: 24 y 196).
El diagnóstico de la modernidad a través de las síntesis corporales es objeto de una
revisión hoy por parte de autores contemporáneos en forma de relectura (La Gioconda,
de Leonardo, el Inocencio X, de Velázquez) como aparente transgresión que, en realidad,
muestra el caos dentro del orden. Por una parte, es una muestra de la dimensión histórica
de los textos pictóricos. Y, además, es la muestra de la búsqueda de una identidad
narrativa, que al elaborar esa estrategia de la dispersión se propone no renunciar a nada.
Es, también, la continuación de esa otra Ilustración que señalamos en el apartado 3.5 y
que reclamaba hasta sus últimas consecuencias de Kant una experiencia estética sintética
en el juego real de todas las facultades, no sólo en la experiencia de lo bello, sino también
de lo sublime. Ha señalado muy bien H . Paetzold: "La experiencia estética está
ciertamente fundada en las síntesis del cuerpo. Pero, al mismo tiempo, es más que una
mera percepción sensitiva. La experiencia estética desarrolla también los sentidos, es
decir, que son cultivados. El medio por excelencia para ello es el arte. Llamamos
reflexión al plus de experiencia estética frente a la percepción sensitiva ordinaria. Y
entonces se llega a la formulación de que la experiencia estética tiene que ser
comprendida como unidad de sensibilidad y reflexión (Paetzold, H . , 1990: 53). Cabría
entonces hablar de una "lógica de la experiencia estética" en el sentido apuntado por
Baumgarten (Paetzold, H . , 1984: 96).
La radicación corporal de los primeros niveles de la experiencia sintética permite
también la temporalización de la misma, propia de la estética en tránsito. Pero es aquí
donde se produce la bifurcación de que hablábamos antes, según se trate de ¿/tiempo o
de nuestro tiempo. Se trata de la opción entre estéticas metahistóricas o históricas, que
también suelen implicarse en la denominación de estéticas de lo ordinario o de lo
extraordinario. Dewey insistió en la radicación de la experiencia estética dentro de las

216
experiencias ordinarias de la vida mientras que ha sido un discurso común el situar la
experiencia estética en una puesta entre paréntesis de la vida y de la experiencia
ordinaria. Va unida a las teorías del artista creador y demiurgo, a la obra como
manifestación de infinito, a la contemplación estética pura como identificación empàtica
con los orígenes iluminativos o de inspiración del artista. Todo ello configura unas
estéticas de lo ordinario y de lo originario que se prolongan en el siglo XX.
Pero las estéticas de lo originario de comienzos de siglo hacen una auténtica epoché
del sujeto y del individuo en la obra de arte, pues se trata realmente de estéticas de lo
originario que es su sujeto y no el ser humano. Lo originario es el nombre de lo elemental
que hace eclosión en nuestro siglo a través de fuerzas que, como en el caso de la técnica,
se conducen regularmente. La imagen a que recurre Jünger, el descenso al Maelstrom, de
Poe, puede quedar como paradigmática, ya que se trata hoy día de un caos programado
y que lejos de dejar sueltas las cosas excéntricamente lo engulle todo concéntricamente
en el vórtice de su pasmosa regularidad. Son experiencias estéticas de lo sublime, de lo
extraordinario, que exige una vida auténtica frente a la inautèntica de la cotidianidad.
Etica del ethos y estética se funden en una forma trágica de existencia. El arte no tiene
aquí un valor cultural (más bien reacciona contra él) sino cognitivo, de apertura del ser y
de las posibilidades históricas. El sujeto, el objeto, el espectador, son puestos entre
paréntesis para acentuar la obra, y tampoco es la materialidad de ésta lo que interesa sino
aquello que aparece en ella. La dicotomía superficie-profundidad, fenómeno-apariencia,
está siempre presente. De ahí que la obra sea el aparecer o mostrarse de aquello por
esencia oculto que ahí se desvela. Es la obra de arte sin autor, la experiencia estética en
su máxima expresión: aquella que se niega a sí misma como tal, como aparecer en favor
de lo que aparece. Las variantes Jünger y Heidegger son una muestra de esas estéticas de
lo originario, por más que la de Jünger muestra rasgos claramente diferenciados respecto
a la de Heidegger, particularmente en lo que se refiere al pensamiento en imágenes y el
placer estético mismo de la experiencia que se mantiene. A pesar de que explícitamente
se rechaza el planteamiento estético romántico, sin embargo, el ethos de lo sublime
romántico está presente en ellos. Se trata de la distancia entre lo real y lo ideal, la
conciencia del abismo entre ambos, la necesidad de perseguirlo, la imposibilidad de
conseguirlo en la época del nihilismo consumado.
Sin ese componente trágico, en el arte contemporáneo se ha instalado una
separación clara entre arte y vida. A veces se ha planteado dramática y enfáticamente
bajo posturas como la "deshumanización" del arte, pero lo cierto es que ha perdido su
función social. Es decir, no tiene su carácter heroico, pero tampoco parece haber
encontrado su lugar en la sociedad. Por eso algunos creen que necesita recibir de nuevo
un encargo social (Osborne, H . , 1984: 150). Pero quizá uno de los problemas
fundamentales es si los pretendidos referentes arte-vida son significativos hoy. ¿De qué
arte estamos hablando? Las teorías que discuten en torno a la pertinencia o no de la
experiencia estética se mueven en un ámbito del arte que todavía guarda relación con su
concepción clásico-idealista, y todo lo demás son variantes estilísticas que por ello
merecen la consideración de arte (Danto, A., 1994, XIV) . Pero, con toda razón señala

217
Wolandt que hoy estamos ante movimientos que van más allá del arte si mantiene esa
concepción aludida del mismo: "Lo que se pretende en varias direcciones fundamentales
ya no se puede describir como variaciones estilísticas. Se trata aquí de la substancia"
(Wolandt, G., 1984: 152).
Todo esto tiene una repercusión directa sobre el enfoque de las discusiones habidas
en torno al tema de la experiencia estética y de la estética misma. Hoy día las
controversias en torno a la existencia o no de la experiencia estética se mezclan con las
de la naturaleza estética o no de la obra de arte (Dziemidok, B., 1988). Clave para ello
no es sólo la postura que se tome en un sentido u otro, sino sobre todo el nivel o ámbito
en el que se sitúen esas discusiones. Todo ello puede llevar a plantear la posibilidad con
Welsch de una Estética fuera de la Estética.
En el problema de la ubicación del arte en la experiencia estética se han unido dos
temas de forma interdependiente: que la estética tiene por objeto el arte y que el arte
tiene una naturaleza estética. La implicación ha sufrido una evolución sin que por ello
haya sido puesta en cuestión. Ciertamente ya desde su nacimiento la estética va unida al
arte, que tiene una naturaleza estética por ser expresión de la belleza. Posteriormente, y
cuando se cuestiona que el arte sea expresión de la belleza, sin embargo su naturaleza
estética no se pone en cuestión ya que se le hace depositario de "cualidades" y "valores"
estéticos que son el objeto de la experiencia estética. La crítica analítica ha insistido una y
otra vez en las insuficiencias y nebulosidades de esta terminología (Dickie, G., 1997: 28
y ss.) llevando la sospecha de que el concepto de "estética" es emocional, indeterminado
y vacío. No han cesado las polémicas de Dickie, Cohén, Aldrich, Beardsley, entre otros,
sobre este tema.
El problema de situarse en los términos de esta controversia es el de tener que optar
por posturas esencialistas que mantienen la experiencia estética o por sus críticos
analíticos que tienen razón en determinadas críticas, pero no en el rechazo global. En lo
que se refiere a los primeros está el antecedente heideggeriano que, en realidad,
constituye un caso aparte, ya que negaría de entrada la posibilidad misma de una
"experiencia estética" como los antípodas de su propio pensamiento, pero que sí tienen
una continuidad en desarrollos cercanos al gadameriano. Así Jeff Mitscherling sitúa la
"verdad" en el arte no en el sujeto, ni en su actitud estética ni en el mundo real del
objeto, sino en la experiencia estética misma, que es la actualización de la "comprensión
estética" (Mitscherling, J., 1984: 37). En esta línea uno de los planteamientos
esencialistas más claros, después de la discusión minuciosa de las posturas analíticas, es
el de M . H . Mitias, quien declara que lo que hace una experiencia "estética" es la
actualización, concreción, es decir, percepción de las cualidades estéticas inherentes al
objeto estético (Mitias, M . H . , 1988: 1). El problema, señalado en tantas ocasiones, es
el de la circularidad del intento, pues el objeto se define por las cualidades y éstas por el
objeto.

218
6.4. La "Estética fuera de la Estética"

Aunque posiciones como las de Mitias tengan más en cuenta experiencias de obras
de arte, sin embargo conservan el carácter de un trascendentalismo de signo ontológico.
No en el sentido del trascendentalismo del que venimos hablando, que siempre mantiene
su carácter regulativo-orientativo, sino más bien constitutivo, propio de los esencialismos.
De esta manera puede decirse que la estética pierde su carácter móvil, se queda
enclaustrada en sí misma, en el ámbito de lo inefable e incomunicable, a no ser
empáticamente. Así cuando preguntan por qué un objeto es una obra de arte, la
respuesta tiene que venir desde la esencia de la obra de arte, sin que tengan importancia
los elementos contextúales; y si se preguntan por lo que convierte una experiencia en
estética, tiene que serlo en virtud de su estructura esencial; si, finalmente, se plantea el
problema de la evaluación estética, ésta debe tener como condición de posibilidad un
juicio estético objetivo. Como se apuntó antes, estas teorías descansan en la convicción
de que la estética tiene por objeto el arte porque éste tiene una naturaleza estética. En la
medida en que esto representa una buena parte de las teorías estéticas actuales que
continúan, como se ha señalado, una determinada interpretación de la génesis de la
disciplina en el siglo XVIII, las objeciones y propuestas actuales, que mencionamos a
continuación, parecen situar a la disciplina en lo que Welsch ha denominado como la
"Estética fuera de la Estética".
Frente al discurso esencialista o substantivo de la estética hoy día sólo queda el
existencialista de las estéticas adjetivadas, que tienen ciertamente en común la experiencia
estética, pero en el sentido plural de ser experiencias estéticas. En ningún caso se trata
aquí de un falso actualismo, que consiste tanto en hacer de un pasado
descontextualizado un presente intemporal, como en hacer de lo último lo primero, pero
en el sentido de estética o filosofía primera, o de la elaborar teorías generales a partir de
los casos particulares y últimos. A este modo de proceder en la experiencia ya le llamó
Bacon en los orígenes de la modernidad "anticipaciones de la experiencia", y sobre ello
ha observado irónicamente J. Kulenkampff que entonces "la teoría estética sólo vale
hasta la próxima Documenta".
El problema no está sólo en la elevación a teoría de casos particulares, sino en la
generalización indebida de campos de la experiencia estética a otros, concretamente en la
extrapolación de la experiencia literaria a los otros campos. Se ha señalado el caso de
Gadamer, pero también es el de Jauss, a pesar de todas sus valiosas aportaciones. En
este sentido fue ya muy lúcida la postura de Tatarkiewicz, quien en 1933 escribió
Aesthetic, Literary and Poetic Attitudes, cuestionando la universalidad de la experiencia
estética del arte, distinguiendo entre experiencias literarias y poéticas y las estéticas en
sentido más restringido.
Por una parte se trataría en estos efectos de reducción de una nueva tentativa
romántica de ut pictura poiesis, por otra la constatación de que eso es imposible hoy,
una experiencia estética con pretensiones de universalidad. Se trataría en vez del
universum del multiversum. Y aquí es fácil confundirse con posiciones cercanas a la

219
kantiana: parece que se trata de un juicio particular con pretensiones de universalidad,
pero es realmente al revés, por el trasfondo teleológico del sensus communis estamos
ante un juicio universal con pretensiones de particularidad. La prueba es que nadie
matiza "me parece que este cuadro es bello" (particular-universal) sino que afirma "este
cuadro es bello" (universal-particular). Dicho en terminología idealista se trata de una
"suposición" que tiene su fundamento en una concepción del objeto estético como
"posición" en el juicio estético. Se puede fundamentar hoy en una ontología (onto-
teología) del ser humano, pero también en una antropología semántica en la que la
afirmación universal se hace comunicativamente particular a través de la retórica
argumentativa. La comunicación subjetiva tiene entonces lugar cuando hay una
constitución intersubjetiva del objeto estético. Pero no se trata de una universalidad
comunicativa fundada en el lenguaje a secas. En las "Metacríticas" se interpretaban las
categorías kantianas en términos lingüísticos, de modo que se abría la puerta a la
sustitución del sujeto trascendental kantiano por el lenguaje, como ha hecho el "giro
lingüístico". Y, sin embargo, a pesar de la apropiación, las intenciones son diametralmente
opuestas. El elemento individual, sensible e histórico era determinante, cosa que no
sucede en el último caso. Ciertamente, hace décadas la configuración de una estética
analítica del lenguaje como Metaestética participaba de la idea (más bien "creencia") de
que los objetos de la reflexión estética ya están estructurados y abiertos por el lenguaje
(Zimmermann, J., 1980: 64-70). En ese contexto decir que "arte es lenguaje" era una
novedad que hoy puede parecer trivial si no se especifica de qué arte se está hablando y,
por tanto, de qué lenguaje se trata.
Los "lenguajes del arte" no forman parte del lenguaje ordinario, ni tienen su
pretendida "clave" en él. Los diferentes artes dentro de las artes tienen sus propios
lenguajes, que deben ser aprendidos, al igual que se aprenden diversos idiomas. No hay
una esencia estética de la obra de arte que pueda ser aprehendida y expuesta por una
estética, de modo que a partir de ella se pueda reflexionar sobre la obra de arte. En los
planteamientos esencialistas hay un abismo entre la obra de arte y las obras de arte. Por
tratarse de un singular universalizado de modo encubierto no hay forma de abrir con esa
clave las obras de arte que no tengan esa matriz. En definitiva, que no hay una estética
que nos permita acceder como una llave maestra a la pluralidad de obras de arte que
diacrònicamente se nos presentan hoy en la creación y en el museo. Y ello precisamente
porque si se toma, como propusimos en el apartado 1.3, el sensus communis kantiano
como un principio regulativo, y no constitutivo, de una comunicación estética, sería una
garantía de la pluralidad, y no de la unanimidad, de los juicios de gusto.
Buena parte de la confusión ha venido creada por la aplicación del llamado "giro
lingüístico" al arte, del lenguaje ordinario al artístico. En el caso de la estética debe ser
completada en este final de siglo ya por el "giro estético", es decir por el pensamiento en
imágenes. La obra tiene su propio lenguaje y en ella exige ser comprendido. El
conocimiento no puede consistir sólo en el reconocimiento. A la universalidad se une la
ahistoricidad como método de acceder a esas obras. Bourdieu ha titulado muy
acertadamente la crítica a este procedimiento con el título de "La génesis histórica de la

220
estética pura". Con razón han puesto Dickie y otros autores a Schopenhauer en el origen
de teorías estéticas contemporáneas esencialistas. Pues cumple las condiciones de una
atención que elimina la distancia para con el objeto, abstrayéndolo, es decir, separándolo
de su contexto social e histórico, tomándolo como expresión de la Idea, y es ahí donde se
da la identificación empática, ya que se pone entre paréntesis el discurso y el análisis,
entre el sujeto que es el "claro espejo del objeto" y el objeto mismo. Es la teoría por
excelencia de la contemplación estética, génesis de la contemporánea de la "actitud
estética". Sobre esto dice E Bourdieu: "Está claro que no hay por qué elegir entre el
subjetivismo de las teorías de la conciencia estética que reducen la cualidad estética de
una cosa natural o de una obra humana a un simple correlato de una actitud puramente
contemplativa, ni teórica ni práctica, de la conciencia, y una ontologia de la obra de arte
como la que propone Gadamer en Verdad y Método". Y más adelante propone "llamar
narcisismo hermenéutico a esta forma de reencuentro con las obras y los autores en la
que el hermeneuta afirma su inteligencia y su grandeza por su comprensión empática de
los grandes autores " […] "Y no es la simpatía la que conduce a la verdadera
comprensión sino que es la verdadera comprensión la que conduce a la simpatía, o
mejor, a esta especie de amor intellectualis que, fundado sobre la renuncia al
narcisismo, acompaña el descubrimiento de la necesidad" (Bourdieu, P, 1992: 399-400,
417-418). Por defecto de esta dimensión histórica y social los textos estéticos son con
frecuencia deliciosos anacronismos y utopismos, lamentables en el caso del esteticismo
hermenéutico. Creador y receptor quedan fuera y se asiste a un proceso de actualización
anacrónica en que los autores pierden el espacio y el tiempo propios en la medida en que
el receptor huye del suyo. El método, no de la fusión sino de la confusión de horizontes,
lleva a experiencias estéticas prehistóricas.
La petición de una autonomía del lenguaje del arte frente al lenguaje ordinario no
significa su separación y confinamiento a un mundo aparte, sino la convivencia con los
otros lenguajes desde el reconocimiento de las diferencias. Tampoco existe un único
lenguaje del arte, lo que sería propio de posiciones esencialistas, reduccionistas, como las
señaladas a propósito de la hermenéutica. Precisamente el acudir al lenguaje ordinario
nos pone sobre la pista de que lo estético es más amplio que lo artístico, pues el
calificativo se aplica a fenómenos más allá del campo del arte. En este sentido hay que
decir que la formulación académica de la materia tal como se encuentra en diccionarios y
enciclopedias al uso va por detrás de ello, ya que se refiere a una caracterización parcial
del siglo XVIII en torno al arte y la belleza. Se ha ganado en la clarificación conceptual del
arte, pero se ha perdido campo en el terreno del conocimiento sensible, en la aisthesis
propiamente dicha. Parece como si no hubiera el campo intermedio entre las efusiones
sentimentales e intelectuales, que a menudo se confunden. La tesis de Welsch de que la
Estética tiene que abrirse fuera de la Estética incluso para estar preparada para
comprender el arte es correcta (Welsch, W , 1996: 140-175). No se trata con ello sólo de
indicar el socorrido planteamiento interdisciplinar, sino más bien otro transdisciplinar. La
crítica a los planteamientos esencialistas que hemos venido haciendo no debe entenderse
en el sentido de que los excluyamos, sino precisamente porque excluimos la exclusión

221
que ellos representan al proclamarse como fundamentales y más auténticos, más
radicales que los demás. Con Feyerabend, Kuhn y otros autores se han subrayado las
aproximaciones de la Estética y la ciencia, los parentescos (que no identidad) con la
teoría y la filosofía del arte son evidentes. Y ello tiene como fundamento no tanto
determinados desarrollos de la Crítica del juicio, como de la "Estética trascendental"
misma. Es decir, de la aisthesis común.
Pero el intento de colocar a la Estética fuera de la Estética significa hoy, frente a los
intentos prehistóricos mencionados, recuperar nuestra conditio moderna, precisamente
en los términos en los que lo planteaba Blumenberg. Significa que la vida es naufragio
(pero no en un sentido trágico sino dramático) y que construimos con los restos del
naufragio. Lo expuesto en el apartado 3.3. sobre la "Arquitectónica" kantiana puede
resultar ilustrativo. No hay espectador a cubierto de él, sino que somos actores y
pacientes del mismo. Forma parte de esa conditio moderna el que convivan modernidad
y mito (Frank, M . , 1993). Lo que he llamado el principio supremo de los juicios
estéticos en. Kant se ha cumplido y hoy asistimos a una configuración estética de la
realidad y a una percepción estética de la misma. El medio son las imágenes. Se detecta
un "retorno a las imágenes" como constitutivo del "giro estético" (Boehm, G., 1994: 13)
(Müller, A., 1997). Pero se trata de un predominio de la imagen visual, en el sentido de
una vuelta a la caverna platónica, y no de la imagen textual.
Se cumple ciertamente el diagnóstico de Heidegger en el sentido de la época de la
imagen del mundo o del mundo como imagen. Pero habría que ver su sentido positivo.
Por de pronto, es un efecto de ese "pensamiento calculador" al que ha aludido Heidegger.
Nuestra sociedad es una sociedad de artefactos, incluida la propia naturaleza que necesita
ser protegida del hombre mismo, y que hace tiempo, incluso en su mantenimiento
salvaje, es una reserva. Lo sublime kantiano tiene lugar ahora con la experiencia de
artefactos que sobrepasan la capacidad imaginativa humana. Jünger en Abejas de cristal
ha. mostrado ese bazar de objetos de juguete y entretenimiento que en su novedad y en
la perfección de los naturales sobrepasan tanto la imitación como la imaginación mismas.
Es cierto que se va a una globalización y uniformidad de la técnica, que hay una cultura
de la técnica que subyace a otras diferencias culturales aparentemente insalvables entre
Oriente y Occidente. Hay una convivencia entre mito y modernidad hoy. Vuelven los
mitos en el cine y la literatura, y hay una nostalgia de lo originario bajo la sofisticada
construcción de "paraísos artificiales".
La imagen que mejor puede servir para transmitir esta nueva situación en la Estética
es precisamente la del giro copernicano (Sloterdijk, E, 1987: 61). Es sabido que Kant la
tomó en sentido invertido, de giro en torno al sujeto, cuando ahora se trata precisamente
de giro en torno a los objetos, pero ello en el sentido del principio de los juicios estéticos
a priori apuntado. El sensus communis de una comunicación universal tendría su
continuación en proyectos de una obra de comunicación total como es la "obra de datos
total", concebida según el modo de la "obra de arte total" (Ascott, R., 1989). Pero quizá
ocurre que: "La información puede decirnos todo. Tiene todas las respuestas. Pero son
respuestas a preguntas que no hemos planteado, y que sin duda ni siquiera se plantearán"

222
(Baudrillard, J., 1989: 186). Y G. Dorfles: "Estas formas, que tienden progresivamente a
constituir el 'alimento estético' esencial de la humanidad moderna, tienen la particularidad
de su amplia difusión y de alcanzar a las más extensas capas de la población (lo que rara
vez ocurre en pintura, música y poesía), pero también la de ser, en casi todos los casos,
unidireccionales, es decir, transmitir un mensaje en sentido único" (Dorfles, G., 1982:
444). Pero con ello nos encontramos ya en uno de los campos más claros de la Estética
fuera de la Estética, como es el de la Estética digital. Uno de los pioneros, Abraham A.
Moles vuelve sobre el tema en la revisión de su obra ya clásica Arte y ordenador. Una de
las tesis de la obra es que pensamos con iconos y no con representaciones, y por ello su
objetivo es justamente la "conquista del icono". El mundo de las imágenes ya no es el de
los objetos y va paralelo, independiente e incluso previo a los objetos mismos, ya que
crea una realidad, un mundo de imágenes. En ese sentido opone a la creación realista,
que copia más o menos los objetos, una "síntesis icónica". La experiencia perceptiva
tradicional da paso a una "percepción experimental", muy en la línea del comienzo de la
modernidad que hemos resaltado en ocasiones. Y en este sentido el artista no pierde su
capacidad de creador, pero en la medida en que se convierte en programador (Moles, A.,
1990: 298). La tesis de la muerte del "Gran arte" adquiere aquí una reformulación. Para
Moles la Obra de Arte (con mayúsculas) es un residuo romántico que la sociedad
conserva en los refrigeradores culturales que son los Conservatorios y las Academias (p.
299). La muerte del "Gran Arte" sería debida no a una falta de respeto o consideración
sino precisamente a lo contrario, a su democratización, a lo que el llama la
"democratización galopante de lo Único". Y la obra de arte no es inagotable. Se ha
pasado de la recepción individual del mecenas (connaisseur) a la del consumidor de
visita colectiva. A la tesis de la recreación de la obra en la mirada añade la de su uso y
desgaste en ella. Y yendo más lejos de Moles cabría hablar de que junto al "tesoro de las
interpretaciones" se encuentra también lo que podríamos denominar la "basura estética
de las interpretaciones", por lo que la tesis de Heidegger en Arte y espacio de un lesen
(leer) como leeren (vaciar) cobra todo su sentido aplicada aquí. Lo que propone Moles,
frente a lamentos nihilistas, es crear "nuevas artes", pero cultivando no sólo la semántica
del mensaje artístico sino también la parte sensible del mismo, en una "combinatoria
sensorial". Pero estas conclusiones ya sobrepasan el plano cuantitativo, de continente y
no de contenido, en el que se quería situar al comienzo su "estética informacional" (p.
17).
En el fondo esta Estética digital como la Estética de la comunicación se ve
enfrentada a concepciones e intentos contemporáneos de la obra de arte total, más o
menos matizados, y que van unidos a pretensiones de totalidad y globalización. Se
presentan como un final, una superación o una transgresión del Arte por obra del "Tecno
Arte" y de su "Tecno Estética" correspondiente. Así Peter Weibel engloba las estéticas
clásicas en Ontologías del arte y las contrapone a la Tecno Estética en las que, de modo
general, domina una estética estática frente a la del movimiento, del espacio frente al
tiempo y del objeto frente al signo. Retoma el tema del fin de arte muy en el sentido de
las interpretaciones hegelianas hoy, es decir, que ahora comienza todo (Weibel, R,

223
1991:246).
Este último punto quizá es el capital. El intento de plantear una estética hoy, pero
que no quiera ser confundida con los riesgos del "actualismo" a ultranza como valor se ve
enfrentado a preguntas como ésta: "¿Existe otra manera de mirar el arte contemporáneo
distinta al modo en que el mundo del arte se mira a sí mismo?" (Baudrillard, J., 1997:
53). Baudrillard reclama la vuelta a un cierto primitivismo o mirada ingenua para no "caer
en la trampa de los signos" que consistiría en lo siguiente: "Ya no se sabe dónde está el
objeto. Todo lo que tenemos son los discursos circundantes o una acumulación de
visiones que terminan formando un aura artificial" (p. 56). En este sentido empleábamos
antes también la expresión de una basura estética de interpretaciones clónicas por las que
se consagran como obras de arte productos más que dudosos del llamado arte
contemporáneo. Ahora bien, lo hacíamos desde la perspectiva misma de una "ecología
estética", del impedimento de una relación directa con los objetos, que no debía ser
abandonada por los excesos de una "estética pseudorural", pero de la vivencia urbana,
como es el caso de la heideggeriana. Esas palabras de Lyotard, que no hacen referencia
ya a una estética de la verdad o de la belleza, parecen sacadas del comentario de Ortega
y Gasset a Velázquez: "Captar la propia ausencia de uno mismo del mundo y dejar que
las cosas aparezcan" (ob. cit. p. 56). Éste podía ser un principio de continuidad entre "el
pintor de la vida moderna" y el "pintor de la vida contemporánea" que se necesita ahora.
La Estética se queda fuera de la Estética hoy de varias maneras: por obra de
aquellos que quieren un Arte sin Estética y por aquellos que quieren una Estética sin
Arte. Entre estos segundos los hay que reducen la Estética a una teoría de la percepción
sin referencia al arte. No parece que deba haber incompatibilidad entre ambas cosas.
Tampoco parece que sea necesario un retorno al mito para formular una teoría de la
"nueva modernidad" en el sentido en que lo estamos haciendo. Que hay un retorno al
mito en la época de la técnica lo hemos señalado ya, y una de su últimas formulaciones
es esa aspiración de la Estética digital a la obra de arte total. En ese sentido tiene un
carácter exclusivista y representa un cierto aristocratismo de la masa cuando declara
"analfabetos digitales" (Rótzer, E, 1991: 17) a los que están fuera de ella. Pero aquí hay
también la posibilidad de una síntesis, cuando la propuesta de Moles de transformar el
artista clásico en programador da paso a la más sensata de Weibel de hacer coexistir al
ingeniero y al artista según el modelo renacentista de Leonardo. Con toda lucidez ha
expuesto J. A. Fernández Ordoñez: "Uno de los requisitos fundamentales que exige
nuestro trabajo de ingenieros es la reflexión continua sobre la relación dialéctica,
contradictoria y misteriosa, entre utilidad y belleza, ya que en nuestro quehacer diario se
presenta de continuo el problema, en apariencia irresoluble, de conciliar la funcionalidad
exigida con la belleza de las obras" (Fernández Ordóñez, J. A., 1990: 13). Si seguimos
esta línea argumental no habría dificultad en desarrollar proyectos de la "nueva
modernidad" en la reescritura de la modernidad. Por ejemplo, en la coexistencia de la
consideración moderna del espectador como productor en la contemporánea. Esto
incidiría en una estética de la recepción en la que el medio de recepción contribuye a la
producción misma de realidad que no se limita a ser contemplada en su carácter aurático

224
(Beck, H . U. , 1991: 138).
Se trata, efectivamente, de "reescribir la modernidad" (Lyotard, J. E, 1988: 33).
Pero tomando como urdimbre el concepto de experiencia. La tesis de Lyotard sobre el
"asesinato de la experiencia por la pintura" contemporánea es inexacto.Y no es que se
recupere la experiencia por medio de la experimentación (Lyotard, J. E, 1984: 11), sino
que ésta forma parte de aquélla. La experimentación no coloca a la Estética fuera de la
Estética sino que la reclama como su experiencia necesaria. El problema de la Estética
hoy, y por el que se convierte en una Estética en transición, es la rapidez de la
experimentación y el retraso de la experiencia, por lo que es necesario una nueva
educación estética. La educación literaria, y menos como hoy se da, no basta para ello.
Tiene razón Lyotard cuando dice que "la experiencia es una figura moderna". Pero
reescribirla no significa limitarla a las figuras de un yo trascendental y una cosa (obra) en
sí, sino que es el encuentro de un (o varios) individuos con uno (o varios) objetos. La
otra cara de la modernidad, la del cultivo de lo individual, tal como hemos visto en
Hamman, Herder y Jacobi, pero también en Rousseau, es la que no permite reducir el
individuo moderno al YO y afirmar (como hace Lyotard) que su crisis es la de la
experiencia estética. Es ésa la que a través de los avatares del primer romanticismo se
prolonga en el segundo, a través de la experiencia del mal, el sufrimiento, el cuerpo y la
carne, que no permiten en la modernidad estética mantener un pensamiento de la
identidad. En el rostro jánico de la modernidad está el yo trascendental que acompaña
todas nuestras representaciones como sujeto lógico, y el yo de Hume es el teatrum
mundi, el escenario del paso de las representaciones desarraigadas. En ambos la teoría de
la percepción alcanza su culminación en la teoría de la imaginación.
Ello permite corregir el análisis de Lyotard en el sentido de que la estética de la
experiencia moderna es la de "aura" de Benjamín. Pero sería más bien la de lo segundo,
la de los objetos y el sujeto, tal como analizábamos en el apartado 5.6, y ello permitiría
una experiencia estética en una dirección distinta de la hermenéutica. Es decir, la de los
textos pictóricos narrativos como imágenes de tiempo. La exclusión en esa
hermenéutica del elemento histórico y social lleva a un enfrentamiento individual con el
texto que tiene como resultado la exposición retórica de efusiones sentimentales. De este
modo los textos no son realmente textos vitales, en el sentido ya expuesto en el
comentario a Benjamin y a Ortega y Gasset. Es precisamente la asimetría entre vida y
obra, la no identidad, la que hace necesario el elemento contextual como elemento
textual. Y es esto lo que debe precaver respecto al ahistoricismo y falsas actualizaciones
en la experiencia estética contemporánea si no quiere volver la espalda al arte actual.
Para ello es necesario cada vez más el intento de unir reflexión con creación, el diálogo
entre creadores y teóricos (cuando no se dan unidos en la misma persona), para aprender
su lenguaje, que no es el lenguaje universal de los textos. De este modo sí que puede
seguirse hablando de experiencias "auráticas" en la época de la reproducción técnica,
precisamente desde el "autor-productor", desde la experiencia y la experimentación, pues
cada recepción es única, y siempre "manifestación irrepetible de una lejanía" que es el
lenguaje del otro.

225
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234
Índice
Portada 2
Créditos 6
Índice 8
Prólogo 11
1 La estética hoy: entre dos finales y un comienzo 13
1.1. Fin del arte. Fin de la estética 13
1.2. Esteticismo 17
1.3. "Apología de la sensibilidad" 20
1.4. Sobre el "giro estético" 27
1.5. Bajo el signo del (nuestro) tiempo 31
1.6. Estética y modernidad como proyecto 34
2 Revisión estética de la modernidad 40
2.1. Tópica y topos de lo moderno 40
2.2. El proyecto humanista 42
2.3. Los textos pictóricos. Humanismo y experiencia 51
2.4. Humanismo mutante. Textualismo y hermenéutica 55
2.5. La novela como género de la modernidad 61
3 Fundación y corrección de la visión estética 71
3.1. El poder de la imaginación y sus placeres 71
3.2. El dilema de lo sublime y la opción estética por lo bello 74
3.3. La racionalidad estética 78
3.4. El Kant que pudo haber sido. La estética trascendental 83
3.5. En los ojos de los otros 87
3.6. La comunidad estética 98
4 Fracturas de lo bello y lo sublime 103
4.1. Una mediación estética imposible 103
4.2. La mitología de la razón 109
4.3. La imaginación escindida: lo bello y lo sublime 112
4.3.1. Paradojas y tensiones de lo sublime en Kant, 113
4.3.2. Las derivas de lo bello y de lo sublime en Schiller 117
4.4. El arte como órgano de la filosofía. El momento crepuscular... 123
4.5. La ruptura del orden y el paréntesis estético 131

235
4.6. La dimensión ético-estética de lo feo 139
4.7. El infinito recuperado: "Lo real es lo sensible" 142
5 El arte del tiempo 150
5.1. Umbrales de la otra modernidad 150
5.2. El "pesimismo de los fuertes" 153
5.3. El sueño de las vanguardias 157
5.4. Fin de la historia y pérdida de referentes posmodernos 163
5.5. La teoría del excedente cultural 171
5.6. "Leer lo que nunca fue escrito" 175
5.7. Arte, sufrimiento y solidaridad en Adorno 185
5.8. El lugar del arte esencial 188
6 Variaciones de la experiencia estética 195
6.1. El discurso estético de la historia 195
6.1.1. La historia narrativa 198
6.1.2. La identidad narrativa y la transversalidad de géneros 205
6.2. Fronteras móviles 209
6.3. La experiencia ordinaria 213
6.4. La "Estética fuera de la Estética" 219
Bibliografía 227

236

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