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Metsy Hingle
1º Rendición
Rendición (1996)
Título original: Surrender (1996)
Serie: 1º Rendición
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Deseo 627
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Peter Gallagher y Aimee Lawrence
Argumento:
Aimee Lawrence pensaba que el día en que Peter Gallagher le pidiera que se
casara con él sería el más feliz de su vida. Pero cuando insistió en que
firmara un acuerdo prematrimonial, Aimee se dio cuenta de que Peter
estaba convencido de que no creía en el amor. No estaba dispuesta a aceptar
una proposición tan indignante. Pero no sabía qué hacer.
Para Peter, el matrimonio con Aimee constituía el arreglo ideal. Ya había
tenido una mala experiencia, y no estaba dispuesto a seguir adelante si se
negaba a firmar el documento. No dejaba de repetirse que los motivos que
tenía para querer casarse con ella no tenían nada que ver con el amor, por
irresistible que fuera.
Metsy Hingle – Rendición – 1º Rendición
Prólogo
—¿De verdad esperas que firme esto?
Aimee agarró el acuerdo prematrimonial con la mano, rezando para que la
indignación de su voz enmascarara el dolor de su corazón.
—Sí, si vamos a casarnos —contestó Peter—. Por lo menos mira el maldito
documento. Comprobarás que estoy siendo más que generoso.
—Estoy segura de ello.
En los tres meses transcurridos desde que se hicieron amantes había sido
extremadamente generoso con ella en todos los sentidos, salvo con su amor.
—Sé razonable, cariño. Firma el acuerdo, y entonces podremos…
—No voy a firmarlo, Peter.
—¿Quieres que lo estudie primero tu abogado?
—No, no necesito que nadie lo revise, porque no tengo intención de firmarlo.
—¿Por qué no?
—Porque no creo en los acuerdos prematrimoniales. Firmar esto sería tanto
como decir que no creo que el matrimonio vaya a durar.
—Es probable que no dure. Sabes tan bien como yo que el cincuenta por ciento
de los matrimonios acaban en divorcio.
—Y el otro cincuenta tiene éxito —espetó—. ¿Por qué te has molestado en
pedirme que me case contigo si sientes las cosas de ese modo?
—Porque te deseo.
Peter se acercó y la tomó por los hombros.
—Mírame, Aimee.
Aimee obedeció.
—Quiero acostarme contigo. Esta noche, mañana por la noche, todas las noches.
La atrajo hacia sí, y la besó.
De forma instintiva, Aimee entreabrió los labios para darle la bienvenida.
—Me deseas tanto como yo a ti. Dijiste que no vivirías conmigo a menos que
estuviéramos casados, de modo que te ofrezco el matrimonio. No seas testaruda,
Aimee. Firma el acuerdo y podremos casarnos antes de que termine la semana.
—No, no pienso firmar ningún acuerdo prematrimonial.
Le devolvió el arrugado documento y empezó a quitarse el anillo de diamantes
que él había puesto en su dedo aquella misma tarde.
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó él.
—Devolverte tu anillo de compromiso.
—¿Por qué?
—Porque no me voy a casar contigo.
Miró a su alrededor y cuando vio dónde había dejado el bolso caminó hacia él.
Peter arrojó el documento y el anillo al suelo, enojado, antes de avanzar hacia
ella. El anillo golpeó el suelo de mármol y rodó hasta detenerse sobre la alfombra
persa.
—¿Qué quieres decir con que no vas a casarte conmigo? ¡Ya has dicho que sí!
Aimee levantó la cabeza, desafiante.
—He cambiado de opinión. Dada tu falta de fe en la institución del matrimonio,
probablemente no serías un buen marido —declaró, con toda la tranquilidad que
pudo—. Sin embargo, creo que aceptaré tu oferta original.
—¿Mi oferta original?
—Sí. Me limitaré a tener una aventura contigo.
Capítulo Uno
Un manto de oscuridad lo rodeaba. Desnudo y solo, Peter Gallagher se
estremeció en el sótano vacío. Podía sentir el frío que traspasaba su piel, robándole
todo el calor y quitándole al tiempo las fuerzas que le quedaban. No sabía cuánto
tiempo llevaba atrapado en el sótano de la galería, sin poder escapar. Pero en todo
caso, era consciente de que su tiempo se estaba agotando. Los demonios habían
ganado por fin. En cuestión de horas, estaría muerto.
De repente, un halo de luz atravesó la oscuridad que lo rodeaba. Sacó fuerzas
de flaqueza y caminó hacia el lugar del que procedía. Después, se liberó de sus
cadenas y se arrojó a la luz.
Despertó de inmediato. Abrió los ojos y sintió un profundo alivio al reconocer
su habitación, tan familiar como siempre. Su corazón latía a toda velocidad, y tuvo
que hacer un esfuerzo para respirar con calma.
Una vez más, había tenido aquella estúpida pesadilla. Sin embargo, no se
encontraba atrapado en ninguna cripta. Estaba en casa, a salvo, y Aimee aún dormía
a su lado. La atrajo hacia sí y se quedó dormido de nuevo.
Cuando volvió a abrir los ojos, las primeras luces del alba entraban por la
ventana del dormitorio. El despertador que estaba junto a la cama empezó a sonar.
Alargó una mano y lo apagó, no sin antes fruncir el ceño al comprobar que los
brillantes dígitos marcaban las seis y media. Tenía treinta y seis años, y durante la
mayor parte de su vida su reloj interno lo había despertado todas las mañanas poco
antes de las seis en punto. Pero una vez más, le había fallado.
Tal vez fuera que el instinto de despertar había desaparecido con la edad y con
la pesadilla recurrente. O tal vez el hecho de compartir su cama con Aimee durante
los tres meses pasados había alterado su forma de vida.
En todo caso, no pretendía engañarse. No tenía nada que ver ni con la edad ni
con las pesadillas, sino con ella. Aimee había trastocado por completo su ordenada
vida desde que la vio por primera vez, en la inauguración de aquella galería de arte,
seis meses atrás.
Aún no estaba seguro de la razón que había despertado su interés aquella
noche. Su cabello negro, corto, y sus grandes ojos azules no encajaban en absoluto en
el tipo de mujer que le atraía. Y sus sensuales curvas, bellamente distribuidas en su
metro sesenta de estatura, estaban muy lejos de las que poseían las mujeres altas y
voluptuosas que solían llamar su atención. Era atractiva, pero no se podía decir que
fuera hermosa, salvo cuando sonreía. Cuando aquella boca de cupido se arqueaba en
una sonrisa, iluminaba la habitación de tal forma que todo el mundo caía en su radio
de acción.
Incluyéndolo a él.
Cuando descubrió que era la nueva propietaria del edificio que había estado
intentando adquirir durante varios años, pensó que era un golpe de suerte. Y en
parte por ello, se acercó a Aimee.
Quería aquel edificio. Había sido suyo en cierta ocasión, antes de su divorcio.
Pero se había visto obligado a venderlo y a contemplar cómo su galería soñada se
convertía en un bloque de apartamentos con una tienda de regalos, deteriorándose
en las manos de sus nuevos propietarios. Sin embargo, ahora estaba a su alcance. Le
había costado casi diez años y mucho trabajo, pero había recuperado todo lo perdido
y había convertido Gallagher en una de las mejores galerías de arte de Nueva
Orleans. Lo único que le faltaba era aquel edificio.
Había prometido a su padre que lo recuperaría algún día. Su padre no podría
ser testigo de la victoria de Peter porque llevaba muerto más de nueve años, pero
aquello carecía de importancia. Tal vez fuera una estúpida obsesión. Sin embargo, le
había hecho una promesa y estaba dispuesto a mantener su palabra. Quería el
edificio de Aimee y lo tendría, aunque tuviera que casarse.
Pero no había contado con que terminaría deseándola también a ella.
El objeto de sus pensamientos se movió a su lado, en la cama, apretándose
contra él. Peter tuvo que hacer un esfuerzo para no gemir al sentir su contacto. La
intimidad de aquel gesto despertó su deseo. Como siempre, un simple roce, el olor, o
simplemente pensar en ella, bastaban para que sus hormonas se sobreexcitaran.
Cuando rechazó su oferta de matrimonio pensó que había acertado de todas
formas, y su seguridad se hizo más patente cuando declaró que quería mantener una
aventura con él. Confiaba en que una aventura no sólo le proporcionaría una base
perfecta para conseguir que le vendiera el edificio, sino que también serviría para
aplacar el insaciable deseo que sentía por ella.
Se había equivocado en ambos aspectos. Ni siquiera quiso considerar la
posibilidad de vender el edificio. Y en cuanto a su deseo, lejos de aplacarse se había
intensificado. Incluso entonces, después de una noche de amor, la deseaba otra vez.
Incapaz de resistirse, besó la pálida piel de sus hombros, desnudos salvo por la
fina cinta de su camisón. Aimee emitió aquel dulce sonido que lo volvía loco, mitad
gemido, mitad ronroneo. Se acercó un poco más a ella y probó su piel, a la altura de
su nuca.
—Mmmm —murmuró Aimee con suavidad.
Lentamente, giró en la cama y se arrojó en sus brazos, dejando que tuviera más
acceso a su tersa piel. Aunque aún no había abierto los ojos, una amplia sonrisa se
formó en sus labios.
—Buenos días —dijo ella en un susurro.
Peter se obligó a moverse con lentitud y bajó las dos cintas de su camisón,
dejando desnudos sus senos. Al contemplar sus rosados pezones el deseo de tomarla
fue aún más doloroso. Se inclinó y acarició uno de ellos con la lengua.
—Peter… —gimió Aimee.
—Buenos días —saludó, antes de volverse hacia el otro seno.
Aimee arqueó el cuerpo y Peter aceptó la invitación, hambriento. Su gemido de
placer aumentó la necesidad que sentía de penetrarla.
No sabía si estar más enfadada con Peter por haber empleado aquellos términos
con Jacques, o con su amiga por haberle pedido a Jacques que la llamara en su
nombre a casa de Peter.
—Quería hablar contigo, pero no estabas en casa. Iba a llamarte más tarde, pero
Liza dijo que necesitaba ponerse en contacto contigo, y añadió que tu amigo no te
daría el mensaje si telefoneaba. De manera que me ofrecí a llamar yo.
—Estoy segura de que te estará agradecida.
—Por supuesto.
—Ah, Jacques… ¿Podrías hacerme el favor de pedirle a Liza que se ponga al
teléfono?
Segundos más tarde, estaba hablando con ella.
—Hola. Por lo que he oído, tengo la impresión de que la llamada no ha sido
muy bien recibida —declaró su amiga—. ¿He despertado a la bestia?
Aimee miró a Peter mientras recogía el pijama del suelo. Odiaba que Liza se
refiriera a él de aquel modo. Pero debía admitir que de pie junto a la cama, con los
brazos cruzados, y sin más ropa que los pantalones del pijama, parecía en efecto una
bestia. Una especie de animal enfadado.
—No, no lo has despertado. No estábamos durmiendo. Estábamos…
Aimee se detuvo a tiempo. Pudo notar el rubor en sus mejillas al darse cuenta
de que había estado a punto de decir que estaban haciendo el amor. Miró las
arrugadas sábanas de la cama y sintió cierto arrepentimiento. De no haber sido por la
llamada de Liza, aquello sería exactamente lo que estarían haciendo en aquel
momento.
—¿Y bien? ¿Qué estabais haciendo?
Al notar el tono burlesco de su amiga, Aimee se irritó. Se apartó de la cama y de
Peter y caminó hacia la ventana del precioso ático. El sol ya estaba alto en el cielo, y
sus rayos se reflejaban sobre la superficie del río Mississippi. El verano en Nueva
Orleans siempre resultaba tórrido, y aquél no era diferente. Pero aquello no era nada
comparado con el calor y la pasión de la relación que mantenía con Peter. Su
intensidad era tal que su amiga temía que se le rompiera el corazón. Sin embargo, la
preocupación de Liza no justificaba que intentara ponerlo celoso. De vez en cuando
lo conseguía, pero sus arrebatos de posesividad no significaban que la amase. Y era
su amor lo que deseaba.
—No importa —contestó—. Espero que tengas buenos motivos para llamar,
porque te di este número por si surgía alguna emergencia.
—¿Considerarías una emergencia que una cañería se haya roto en uno de los
pisos?
—Teniendo en cuenta que ha sucedido al menos una docena de veces desde
que heredé el edificio, depende de la gravedad de la fuga —suspiró, algo menos
irritada y más preocupada—. ¿Tan grave es?
Odiaba la posibilidad de tener que hacer de fontanero otra vez. Esperaba que se
tratara de algo sin complicaciones, porque no quería enfrentarse a las desmesuradas
facturas de los profesionales.
—Digamos que es una fuga pequeña, pero constante.
—Muy bien. ¿En qué piso ha sido esta vez?
—En el tuyo.
—¿En el mío? —preguntó—. Pero, ¿cómo sabes que mis cañerías están mal? A
menos que…
—A menos que haya calado hasta la tienda —continuó su amiga, confirmando
sus peores miedos—. En efecto.
—¡Oh, Dios mío! Pero eso significa que la tienda está…
—Un poco mojada en estos momentos.
—¿Es muy importante?
—Bastante. He cortado el agua, pero temo que varias máscaras de plumas de
Simone se han estropeado. Un par de placas de escayola cayeron del techo y
rompieron una de las vitrinas. Pensé que querrías venir a comprobar los daños antes
de llamar a la compañía de seguros.
—Ya no estoy asegurada. Cancelé la póliza hace un mes.
Irónicamente, lo había hecho para ahorrar dinero.
—Lo siento, Aimee. Aunque en realidad no ha sido tan terrible —declaró su
amiga, con sincera condolencia—. Estaba bajando las escaleras para recoger el
periódico cuando oí que se caía una de las placas. Entonces llegó Jacques,
buscándote, y se ofreció a ayudarme. Aparte del agua, casi todas las cosas están bien.
He empezado a secar las cosas, y con suerte podremos abrir la tienda esta tarde.
A juzgar por su tono de voz, adivinó que su nuevo inquilino no se había
ganado el afecto de Liza.
—Gracias, Liza. Te debo una.
—Olvídalo. Pero despídete de la bestia con un beso y ven de inmediato antes de
que empiece a comerme las uñas.
Aimee sonrió, más calmada.
—De acuerdo, estaré allí en un par de minutos. Cortó la comunicación y arrojó
el teléfono sobre la cama.
—Tengo que marcharme —declaró.
—¿Por qué? —preguntó Peter, siguiéndola por el dormitorio—. ¿Qué quería
Liza? ¿Y quién diablos es Jacques?
—Liza ha llamado porque se ha roto una cañería de mi piso —contestó,
arrodillándose junto a la cama para buscar su ropa—. En cuanto a Jacques, es mi
nuevo inquilino. Hace dos días que vive en el antiguo piso de Hank.
Peter admitió en silencio que aquella mujer lo estaba volviendo loco. Cerró la
puerta de la galería y salió a la calle, al calor del verano. A pesar de la alta
temperatura y de la terrible humedad, avanzó a buen paso por las estropeadas aceras
del barrio francés. Una fina capa de sudor comenzó a cubrir su frente, y se aflojó un
poco la corbata.
No sabía corno era posible que su vida se le hubiera escapado de las manos. Lo
que había empezado siendo un plan sencillo se había convertido en un asunto mucho
más complicado. Por muchas vueltas que le diera, Aimee lo tenía bien atado.
Y no le gustaba la idea. Sobre todo teniendo en cuenta que no podía dejar de
pensar en ella.
El sol brillaba con tanta fuerza que tuvo que caminar más despacio. Miró a su
alrededor e hizo un gesto de disgusto. Las calles estaban prácticamente vacías. Hasta
los turistas que habían sido tan estúpidos como para visitar la ciudad a mediados de
junio habían tenido el buen juicio de no salir al opresivo calor de la tarde. Sólo los
idiotas como él lo hacían.
Pensó que idiota era un término que definía muy bien lo que sentía. Debería
haberse quedado en la galería, desembalando el Matisse por el que tan
apasionadamente había pujado en la última subasta. Pero en lugar de eso estaba
paseando por las calles del barrio francés sin dejar de pensar en Aimee.
Se detuvo, se secó el sudor de la frente con un pañuelo y levantó la mirada. Al
descubrir que se encontraba frente al edificio de su amante frunció el ceño. Aquello
demostraba hasta qué punto había ocupado sus pensamientos. No tenía intención de
presentarse allí. Se había prometido que permanecería alejado de ella hasta que
entrara en razón. Hasta que fuera a buscarlo.
Pero no lo había hecho. Ni siquiera lo había llamado.
La frustración que había sentido aquella mañana regresó, acompañada por el
enfado. De hecho comprendió que aún estaba enfadado con ella por haberlo dejado
después de pedirle que se quedara, por rechazar su ayuda.
Comprendía que Aimee se negara a venderle el edificio. Al fin y al cabo no
había sido sincero con ella. Ni siquiera sabía que era el comprador anónimo que
había intentado adquirir su edificio cuando lo heredó. Y tampoco sabía que aquel
edificio había sido de su propiedad y que había jurado que lo recuperaría. Por otra
parte, estaba seguro de que no le agradaría saber que en principio se había acercado
con un hombre que pudiera llevarla al siguiente escalafón del estrellato Y todo ello,
sin olvidar llevarse la mayor parte de sus propiedades.
Pero no sabía qué quería Aimee. No tenía sentido que rechazara la oferta
matrimonial que le había hecho por negarse a firmar un simple acuerdo. Y aún tenía
menos sentido que no aceptase su ayuda en las reparaciones del edificio. A no ser
que estuviera intentando que cediera para que apoyase su carrera artística.
Peter se tranquilizó un poco. El rostro que reflejaba el escaparate era tan frío y
aparentaba tanto control como siempre. Tal vez hubiera roto una de sus normas al
considerar la posibilidad de casarse de nuevo, pero no tenía intención de apoyar su
carrera artística para hacer de ella una estrella. No volvería a arriesgar su vida de
aquel modo, ni permitiría que otra mujer lo utilizase. Si Aimee tenía algún plan al
respecto, se equivocaba.
Tendría que desarrollar su carrera por sí misma. Pero mientras tanto, se casaría
con él. Entonces aceptaría su ayuda para rehabilitar el edificio, y utilizando una
pequeña dosis de persuasión conseguiría convencerla para abrir en él otra sucursal
de Gallagher. Tenía intención de compensarla generosamente. Y cuando la pasión
que existía entre ellos desapareciera, algo que en su opinión iba a suceder, se
separarían sin más problemas. Pero esta vez se habría quedado él con el edificio.
Peter miró el cartel que había en el escaparate de la tienda y frunció el ceño.
Estaba cerrada. No era la primera vez que cerraba de forma sorpresiva. Cada vez que
quería ir a la playa o actuar como una turista cerraba la tienda y desaparecía.
No era una gran mujer de negocios. Todo el mundo lo sabía, incluidos sus
inquilinos. Era una de las razones por las que siempre estaba sin dinero. Era la razón
por la que había permitido que Liza viviera en uno de los pisos sin pagar alquiler, a
cambio de encargarse de la tienda.
Miró por el escaparate. Las luces estaban encendidas, pero no pudo ver ni a
Liza ni a Aimee. Había una escalera en mitad de la habitación, junto a una de las
vitrinas, y el agua goteaba por la pared más cercana.
Se sintió culpable. Evidentemente, la fuga era peor de lo que había pensado. No
dudaba que Aimee estaría intentando arreglarla sola, y que habría estado trabajando
en ello la mayor parte del día.
Entre otras muchas razones, quería insistir en que se casara con él para que
accediera a aceptar su ayuda. Iba a llamar al timbre, pero no lo hizo; en lugar de eso
giró el pomo de la puerta, que se abrió al primer intento, dejándole vía libre al
edificio.
Subió por la empinada escalera que llevaba a su piso, sin dejar de maldecirla
por su falta de precaución. Pensó que necesitaba una niñera; una razón más para que
se casaran. Podría asegurarse de que se encontraba a salvo, aunque sólo fuera porque
él tenía por costumbre cerrar las puertas.
Al llegar al descansillo caminó por el pasillo que conducía al piso de Aimee.
Como de costumbre, no sólo no había cerrado con llave, sino que la puerta estaba
abierta de par en par.
Capítulo Dos
Aimee abrió la boca para decir algo, sorprendida, pero la cerró de inmediato. La
mirada inquisitiva de Jacques había conseguido que se ruborizase.
—No sabía que Aimee estuviera prometida —dijo Jacques, rompiendo el tenso
silencio—. Felicidades, señor Gallagher. Es usted un hombre afortunado. Y en cuanto
a ti, amiga mía, deberías haberme dicho que estabas comprometida.
—No lo estoy.
Al recobrarse de la sorpresa inicial, un profundo sentimiento de irritación se
había despertado en su interior. Al parecer Peter pensaba que proclamando su
hipotético compromiso lograría que firmara aquel estúpido acuerdo matrimonial.
Pero si era así, tendría que pensar en algo mejor.
—No lo comprendo —declaró Jacques, asombrado.
Aimee intentó apartarse de Peter, pero la agarraba con tanta fuerza que no
podía alejarse de él.
—Aimee quiere decir que aún no es oficial —puntualizó Peter.
—Es cierto —dijo mirándolo furiosa.
Peter dejó de agarrarla con fuerza, pero no la soltó.
—Ya ves, Aimee aún no ha accedido a casarse conmigo, pero tengo intención de
conseguir que cambie de idea.
Entonces la tomó por la mandíbula con delicadeza y la obligó a mirarlo.
Acarició su brazo desnudo, en un gesto tal vez inocente, pero suficiente para que un
escalofrío recorriera su cuerpo. Siempre que la tocaba sentía idéntica electricidad,
idéntico calor.
La primera noche que hicieron el amor se sintió como si fuera la Cenicienta y él
el príncipe. No había podido luchar contra sus sentimientos, y se había enamorado
de él casi a primera vista. Su dulce acoso y su proposición matrimonial sólo eran
añadidos extraordinarios a la sensación de estar viviendo un cuento de hadas.
Sin embargo, Peter no le había ofrecido ningún zapato de cristal, ni un lugar en
su reino artístico donde pudieran vivir felices para siempre. A pesar de lo cual se
habría olvidado de todo ello si le hubiera ofrecido su amor.
Pero no lo había hecho. En lugar de eso le había ofrecido un contrato, sin
promesas ni esperanzas de futuro, un simple papel que demostraba que no creía en
el amor. Que no la amaba.
Aquello le había dolido, y seguía doliéndole. Pero a pesar de todo lo amaba. Y
en ocasiones tenía la certeza de que Peter no solamente quería su amor, sino que lo
necesitaba. Era algo que sabía cuando despertaba de una de las pesadillas que lo
acosaban, o cuando notaba su tristeza, como en aquel instante.
Aimee entró en la cocina sin dejar de reír. Miró a su alrededor y se alegró por
haber pintado los viejos armarios de blanco. La habitación parecía más brillante y
espaciosa que antes. El alegre color ocre de las paredes sirvió para animarla un poco
más. Sonrió y se volvió hacia Jacques.
—¿Qué quieres beber? —preguntó, mientras abría el frigorífico—. Hay té
helado, zumo de pina, limonada…
—¿Tienes vino?
—Por supuesto.
Aquello le pareció un detalle muy europeo. Sacó la botella de vino y miró a
Peter, que se encontraba en mitad de la cocina, con los brazos cruzados y rostro serio.
—¿Tú también quieres vino?
—No.
Dio la botella a Jacques y le indicó el cajón donde se encontraba el sacacorchos.
Después, volvió de nuevo su atención hacia Peter.
—¿Alguna otra cosa? La limonada es fresca. La he hecho yo misma esta
mañana.
—No, gracias.
La siguió hasta el armario. Aimee era muy consciente de su cercanía física. Alzó
los brazos por encima de su cabeza y tomó dos copas que ella no habría podido
alcanzar. Aimee quiso recoger las copas y alejarse, pero Peter no se apartó. La obligó
a mirarlo.
—Me gustaría hablar contigo a solas.
Aimee lo observó con atención. Su expresión no sólo denotaba determinación,
sino deseo. Su pulso se aceleró de inmediato y avanzó ligeramente hacia él.
—Es un vino excelente, Aimee. ¿Estás segura de que no quieres guardarlo para
una ocasión especial?
Aimee dio un paso atrás, recriminándose su actitud por haber reaccionado de
tal modo ante su cercanía. Peter le dio las copas y ella cruzó la habitación con ellas.
—Esta es una ocasión especial —dijo, forzando una sonrisa que estaba lejos de
ser sincera—. Gracias a Jacques la cañería está arreglada y he ahorrado una pequeña
fortuna en fontaneros.
Aimee pensó que se trataba de una pequeña fortuna que no tenía, y de la que
no iba a gozar en el futuro. Sólo esperaba tener la misma suerte con la reparación del
techo.
En aquel momento apareció Liza.
—¿Es una fiesta privada o puede unirse cualquiera? —preguntó desde el
umbral.
Cruzó la habitación. Los pantalones caqui que llevaba marcaban sus largas y
esbeltas piernas. En combinación con su camisa blanca y con su cabello largo y rubio,
recogido en un moño, tenía un aspecto tan fresco y elegante como la brisa de verano.
—Una mujer preciosa siempre es bienvenida —espetó Jacques.
Tomó su mano y se la llevó a los labios.
—Vaya, vaya, hay que reconocer que eres educado —dijo Liza.
—Me lo tomaré como un cumplido, señorita. Porque supongo que no está
casada, ¿verdad? Esta mañana, cuando me pidió ayuda, no apareció ningún señor
O'Mailley.
Liza lo miró con intensidad. Aimee notó que era la mirada que lanzaba a los
hombres cuando quería marcar las distancias. Pero no le sirvió de nada con Jacques.
—Me cerró la puerta con tanta rapidez esta mañana que no tuve la oportunidad
de presentarme adecuadamente. Soy Jacques Gastón. Un artista extraordinario.
—No sólo es educado, sino también modesto —comentó Liza, apartando la
mano.
—No veo razones para hacer gala de falsa modestia —espetó, sonriendo—. ¿Le
gustaría comprobarlo por sí misma?
Aimee tuvo que hacer un esfuerzo para no reír al contemplar la expresión de su
amiga. Como muchos hombres, Jacques parecía cautivado por su belleza. A Liza no
le gustaba mucho, porque muchas personas no veían más allá de su belleza física.
Miró a Jacques y se sonrió al observar su expresión. Lo quisiera o no, Liza había
hecho otra conquista. De hecho, aún no había conocido a un hombre que no hubiera
caído ante su atractivo y su encanto.
Excepto Peter.
Peter las había conocido a las dos en la misma fiesta, pero no había demostrado
interés por su exuberante amiga. No tenía ojos para nadie, salvo para ella.
Mientras Liza y Jacques continuaban con su diálogo, miró a Peter, que se
encontraba apoyado en la encimera, con los brazos cruzados y aspecto de estar
aburrido e incluso irritado por la presencia de Liza. No parecía afectado en modo
alguno por su belleza. Por alguna razón, aquello hacía que Aimee se sintiera especial.
Si el interés de Peter hubiera sido meramente físico, habría encontrado igualmente
atractiva a Liza.
Peter clavó la vista en ella, como si hubiera notado que lo estaba mirando. Sus
ojos adquirieron un color más oscuro, como nubes de tormenta. Observó su boca y su
cuello y bajó la mirada a sus senos. Aimee se excitó de inmediato y su estómago se
estremeció al observar que su mirada seguía bajando. De forma automática notó una
sensación conocida entre las piernas.
—No, gracias, señor Gastón —respondió Liza—. Dejé de aceptar las continuas
ofertas de ver los cuadros de todos los hombres a los que conocía cuando aún iba al
instituto.
El tono helado de la voz de su amiga bastó para que Aimee se diera la vuelta y
rompiera el hechizo al que la sometía la mirada de Peter.
—Le aseguro que mis cuadros merecen la pena —observó Jacques, sin
perturbarse por su comentario.
—Como decía, no estoy interesada. Pero estoy segura de que a Aimee le
encantaría verlos.
Aimee entrecerró los ojos al notar el tono triunfante de Liza y la mirada que
lanzó a Peter. No comprendía por qué insistía aún en la idea de que Peter la estaba
utilizando, ni por qué seguía enfadada con él por su negativa a casarse sin firmar un
acuerdo prematrimonial. Fuera cual fuese la razón, estaba segura de que los intentos
de Liza para ponerlo celoso no eran la solución a sus problemas. Los celos no
equivalían necesariamente al amor. Le había pedido muchas veces que no lo hiciera,
pero su amiga seguía intentando despertar aquella reacción en su amante.
—Al fin y al cabo ella también es artista —dijo Liza con suavidad—. Es algo que
los dos tienen en común.
Aimee miró a Peter. Por su expresión irritada, parecía haber picado el cebo de
Liza, una vez más.
—Ah, pero ya ha visto mis cuadros —dijo él.
—¿De verdad? —preguntó Peter, con cierta dureza.
—Sí —contestó, como si careciera de importancia.
Jacques no pareció preocuparse por el gesto de Peter. Rellenó la copa de Liza y
empezó a tutearla.
—Sin embargo, tú no has visto mi trabajo. ¿Estás segura de que no cambiarás de
opinión?
—Totalmente.
Liza dejó su copa sobre la encimera, con tanta fuerza que el cristal tintineó en el
silencio cargado de la cocina. Levantó ligeramente la barbilla y se volvió hacia
Aimee.
—Simone me ha pedido que te diga que tiene un problema con la puerta de su
piso. Se atasca otra vez, v teme que no podrá volver a abrirla si la cierra. Tiene miedo
de salir porque está convencida de que no será capaz de entrar.
Aimee suspiró. Tenía mucho cariño al viejo edificio de su tía Tessie, pero era el
típico sueño de una empresa de construcciones y la pesadilla más terrible para un
propietario. Por desgracia no tenía dinero para arreglarlo. Y a pesar de todo, se
negaba a desprenderse de él. Significaba demasiado para ella.
—Supongo que la madera se habrá hinchado con el calor y la humedad —
comentó Jacques.
—¿Tú crees? —preguntó Aimee.
—Es bastante posible. En un edificio tan antiguo como éste es normal que
ocurran esas cosas. Pero resulta fácil de arreglar. Hay que sacar la puerta y lijarla un
poco.
—Oh, Jacques, eres un genio —declaró, aliviada.
—Pensé que eras artista —comentó Liza.
El francés sonrió y le lanzó una mirada que habría derretido el hielo. Pero la
frialdad de su amiga pareció incrementarse.
—Soy un hombre de muchos talentos. El arte es uno más. Si no me crees,
pregúntaselo a Aimee.
Peter dio un paso al frente y tomó al otro hombre por la camisa.
—¿Y qué demonios quieres decir con eso?
—¡Peter! —exclamó Aimee, tomándolo del brazo.
Sin embargo, no le hizo caso. Apretó el puño sobre el pecho del francés.
—¡Contéstame, maldita sea!
Jacques echó hacia atrás la cabeza y rió.
—Ah, querida mía, creo que tu prometido no soportará un largo noviazgo. En
lo que a ti respecta, tiene fuego en las venas. Y cuando un hombre siente algo así no
se detiene ante nada hasta que consigue lo que quiere —declaró.
Peter notó que su rostro adquiría un tono rojizo. Se libró del brazo de Aimee y
echó el puño hacia atrás con la intención de golpearlo.
—Maldito hijo de…
Las dos mujeres gritaron, pero el francés bloqueó el golpe.
—¡Dios mío! Tranquilízate, Gallagher. Estaba hablando de mis habilidades con
las cañerías, no como amante de Aimee.
Peter estuvo a punto de perder el equilibro al intentar golpearlo de nuevo. Pero
de repente soltó su camisa. Si realmente se refería a la fontanería había cometido un
error.
Jacques elevó los ojos al cielo.
—Veo que se te calienta la sangre con demasiada rapidez, como a todos los
estadounidenses —declaró Jacques mientras se arreglaba un poco la camisa—. ¿Es
que no te acuerdas? Cuando llegaste había terminado de cambiar la cañería del
cuarto de baño de Aimee.
Peter se pasó las manos por el pelo. No sabía lo que le había sucedido. Se había
presentado con la intención de pedir a Aimee que se casara con él. Pero las cosas
habían evolucionado de tal modo que había estado a punto de pegar a un hombre
por cambiar una cañería, consiguiendo a cambio otro gesto de disgusto por parte de
Aimee.
estaba algo revuelto, aunque se lo había cepillado aquella misma mañana, después
de haber estado haciendo el amor con él.
Al recordar las eróticas imágenes de Aimee en su cama se excitó. Cerró los ojos,
e intentó resistirse a la tentación de tomarla en aquel mismo instante y en aquel
mismo sitio. Ninguna mujer había despertado tales sentimientos en él. Era una
necesidad constante. Como una adicción que no pudiera saciar.
—Peter.
Abrió los ojos al oír su nombre y observó su preciosa boca, brillante como si
acabara de humedecerse los labios. Respiró profundamente para no inclinarse y
pasar la lengua por aquellos maravillosos labios.
—Peter —susurró una vez más.
Aimee tocó su barbilla. El suave contacto de su mano quebró su actitud. Se
inclinó y cubrió su boca, trazando la silueta de sus labios y saboreando su dulzura.
Cuando le pasó los brazos alrededor del cuello, gimió y la besó apasionadamente.
Estaba atrapada entre su cuerpo y la puerta. Peter bajó una mano a la altura de
uno de sus senos, que acarició con suavidad. Aimee gimió y se apretó contra él,
excitándolo hasta tal punto que resultaba doloroso. La abrazó por detrás y la levantó,
antes de besarla de nuevo. No podía detenerse. Estaba a punto de tomarla en aquel
mismo instante, contra la puerta de su piso. Además, el balcón no tenía cortinas, y
cualquiera que hubiera pasado al otro lado de la calle habría podido verlos.
Sintió una leve capa de sudor en su frente. Pero no guardaba relación con el
calor del verano. Era a causa de Aimee.
Pensó que al menos debía llevarla al dormitorio. Se apretó contra ella,
temblando por la intensidad del deseo que sentía, y la dejó bajar. Pero Aimee escogió
aquel momento para desabrocharle los botones de la camisa, apretando la boca
contra su pecho.
De inmediato abandonó la idea de dirigirse al dormitorio. Sabía que no
conseguiría llegar tan lejos. Tenía seca la garganta, como si hubiera estado mucho
tiempo en el desierto.
Aimee era como un gran vaso de agua fría, un vaso del que podía beber para
aplacar su insaciable sed. Se arrodillo a su lado y comenzó a besar la pálida piel que
dejaba desnuda su camiseta.
Ella apretó los dedos sobre sus hombros con tanta fuerza que le clavó las uñas.
Aquel acto, lejos de resultarle molesto, avivó el hambre que sentía.
Peter jugueteó con la lengua sobre su estómago mientras le desabrochaba los
pantalones cortos. Cuando lo consiguió, bajó poco a poco hacia su pubis.
—Peter…
La sujetó por las caderas y continuó disfrutando del festín de su cuerpo. Notó
su estremecimiento y gimió. Cuando sintió sus manos en el pelo se incorporó. Aimee
lo miró con unos ojos pálidos y llenos de pasión. Le quitó la camisa, acarició su pecho
y fue bajando hacia su entrepierna, donde acarició su sexo.
Capítulo Tres
—Aimee, ¿me oyes? —preguntó Liza de nuevo, intentando abrir—. Hay un
marchante abajo preguntando por tu obra. Tienes que bajar antes de que ese bruto de
Jacques lo asuste. ¡Aimee!
—¿No vas a contestar? —susurró Peter, a escasos milímetros de su oreja.
Aimee movió la cabeza en gesto negativo. Todos sus sentidos estaban
embotados por la pasión, y no creía que fuera capaz de hablar aunque su vida
hubiera dependido de ello. Estaban pegados de tal modo que podía sentir la erección
de Peter, que sin embargo parecía haberse rendido ante los inconvenientes.
—Sé que estás ahí, y no voy a permitir que desaproveches esta oportunidad.
Peter respiró profundamente. Al hacerlo su pecho se expandió contra los senos
de Aimee, que contuvo un gemido.
—Tienes cinco minutos. Si no has bajado para entonces entraré con mi llave.
Con o sin bestia te sacaré de ahí. Te lo prometo —amenazó, intentando girar el pomo
una vez más—. Me niego a que desaproveches tu gran oportunidad por culpa de un
oportunista que no ve más allá de su ombligo.
Peter se apartó de Aimee, como si le hubieran dado una bofetada.
Aimee estaba tan excitada que no prestó atención a sus pasos, que se alejaban,
ni a sus amenazas de entrar con su llave. Sin embargo no había error posible con el
insulto, ni con la reacción de su amante.
Aimee respiró profundamente y se apoyó en la puerta. Su cuerpo ardía en un
deseo que por desgracia tendría que esperar. Maldijo a su amiga en silencio por
aparecer cuando no debía haciendo gala de su habitual lengua viperina.
Observó a Peter mientras se ponía la camisa y se abrochaba el cinturón. Lo
envidiaba y lo odiaba por ser capaz de controlar sus emociones con tanta facilidad.
Desafortunadamente ella no poseía tal capacidad de control, sobre todo en lo
relacionado con él. Ni era tan capaz de disimular sus sentimientos.
Frunció el ceño y pensó que aquél era el problema. Su aventura con Peter no
estaba basada en el simple deseo. Estaba enamorada, lo que explicaba la fuerza con la
que reaccionaba ante él, una pasión que la consumía. No sólo reaccionaba su cuerpo,
sino también su corazón.
Estaba segura de que Peter también sentía algo que sobrepasaba la simple
atracción física. Se negaba a creer que podía abrazarla, tocarla o hacerle el amor como
lo hacía de no estar muy involucrado sentimentalmente.
O al menos intentaba convencerse de ello. Fuera como fuese, había hecho
hincapié en aquel razonamiento cuando su amiga dudó de su inteligencia por
mantener una aventura con Peter.
Era consciente del escepticismo que sentía respecto al amor, pero creía que se
debía al fracaso de su primer matrimonio. Sus heridas eran muy profundas. Vacilaba
Sólo tenía que encontrar la forma de abrir la celda emocional en la que estaba
cautivo.
—Por favor, créeme —continuó Peter—. Nunca haría nada que pudiera herirte.
Al menos, no de manera intencionada.
—Lo sé —sonrió ella—. Eso fue lo que dije a Liza. Pero por alguna razón está
convencida de que estás buscando algo. Que quieres algo de mí, algo al margen de…
Bajó la mirada y dejó sin terminar la frase. Estaba buscando las palabras
correctas para describir el acto del amor.
—Al margen del sexo —sentenció él.
Al escuchar la palabra casi se asustó, pero se obligó a mirarlo a los ojos.
—Me refería a algo al margen de nuestra relación física.
—¿Cómo por ejemplo?
—¿Quién puede saberlo? Desde luego, no mis cuadros —dijo como si no
tuviera importancia—. Y eso es casi todo lo que tengo.
Un gesto extraño cruzó el rostro de Peter, pero antes de que pudiera definirlo se
dio la vuelta y caminó hacia el balcón, donde miró hacia la calle.
—¿Peter?
—Será mejor que bajes. Preferiría no tener que soportar otra vez los insultos de
tu amiga.
—Pero…
—Vamos, Aimee. Has estado buscando un marchante desde hace tiempo.
Ahora tienes tu oportunidad. Y te está esperando abajo.
—No es necesario que vaya —dijo.
—Claro que sí —espetó, girando para mirarla—. Puede que Liza tenga razón.
Puede ser la gran oportunidad que estabas esperando.
—El cielo puede esperar. Si verdaderamente es un marchante serio y está
interesado en mi obra esperará o regresará otro día. Prefiero quedarme contigo.
—No sería muy inteligente por tu parte —dijo, acariciándole la mandíbula con
un dedo—. Ambos sabemos que yo nunca te daré esa oportunidad. Y no tengo
intención de que dejes pasar la oportunidad de que te descubran sólo por retozar
conmigo entre las sábanas.
Aimee estuvo a punto de gemir. Peter supo de inmediato que había ido
demasiado lejos con sus comentarios. Se había quedado pálida como un fantasma, y
sus ojos contuvieron a duras penas las lágrimas antes de brillar con ira. Apretó los
puños y durante unos segundos pensó que iba a darle una bofetada. De hecho, casi
deseó que lo hiciera.
—Aimee, lo siento. No quería decir…
Ella apartó la mano.
—Guárdate tus disculpas. Ni las quiero ni las necesito —dijo, mirándolo con
dolor y enfado.
Pasó por delante de él y se dirigió al cuarto de baño.
Se había sentido tan mal ante lo que estaba diciendo, y tan emocionado por la
tristeza que había en sus ojos cuando le dijo que no era capaz de amar, que había
estado a punto de confesarle la verdad. Había conseguido que deseara poder
enamorarse. Y aquello había bastado para irritarlo.
Podía escuchar los sonidos que procedían de la otra habitación. El agua
corriendo, cajones que se abrían y se cerraban, y finalmente la puerta del armario. Se
metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar por la habitación, llamándose
en silencio todo tipo de cosas que Aimee nunca le llamaría. No en vano era una
mujer del sur, y por tanto toda una dama.
Pero merecía cuantos apelativos hubiera querido dedicarle.
No había querido herirla. Se había comportado de aquel modo porque estaba
enfadado consigo mismo. Era una rata, y confiaba en él. Cuando mencionó que lo
único que podía interesarle de ella eran sus cuadros fue como si hubiera arrojado
parafina al fuego. De repente recordó a Leslie. Recordó su ambición, sus mentiras y
su traición final. Fue como si dos situaciones bien distintas se fundieran en una sola.
De repente imaginó que Aimee intentaba seducirlo para obtener una compensación
profesional. Imaginó que lo besaba y que decía que lo amaba mientras se veía con
otro hombre. Tal y como había sucedido con su ex esposa.
En aquel instante la odió por ser pintora y por querer que la descubrieran; y se
odió a sí mismo porque no quería que lo fuera, ni que tuviera éxito. La posibilidad de
que hicieran realidad sus sueños probablemente significaría el fin de su relación.
Sentía pánico cuando pensaba en ello.
No había querido que las cosas llegaran a tal punto. No había dejado de
repetirse que sólo lo hacía por el edificio. Y de hecho no estaba más cerca de
convencerla que seis meses atrás. Durante breves momentos había estado a punto de
ofrecerse a lanzar su carrera y convertirla en una estrella. Había faltado muy poco
para que hiciera por ella lo mismo que había hecho por Leslie.
El recuerdo de su ex esposa lo tranquilizó un poco. Se dio cuenta de que un
error así sólo habría servido para alimentar su ira. Había experimentado en carne
propia lo manipuladora y cruel que podía ser una mujer. Sobre todo una pintora, una
artista desesperada por ver su trabajo colgado en las paredes de una galería
importante.
Aimee no era diferente a las demás.
—Pensé que ya te habrías marchado.
Peter miró hacia la puerta del cuarto de baño. Se había lavado la cara y se había
quitado el maquillaje. Sus labios aún brillaban por el efecto de los besos. Se había
puesto una falda y un top a juego, de tonos rosados, y sus zapatillas habían
desaparecido reemplazadas por unas sandalias de color plateado que dejaban ver las
uñas de sus pies, pintadas de rojo.
Capítulo Cuatro
—Ya está aquí —anunció Liza en cuanto entró en la tienda.
Había tardado tanto tiempo que su amiga parecía algo disgustada con ella. Al
llegar a su lado susurró:
—Ya era hora de que llegaras. Estábamos pensando si debíamos abrir la tienda
cuando ese individuo entró y…
Sin dejar de sonreír, la tomó del brazo y la llevó hacia el centro de la habitación,
donde se encontraban Jacques y otro hombre contemplando algunos de sus cuadros.
Intentó sentir cierto entusiasmo. Seis meses atrás no le habría costado
demasiado. La idea de que un marchante pudiera tener interés en su trabajo habría
bastado para animarla. Pero las palabras de Peter estaban tan recientes que tuvo que
esforzarse para sentir cierta emoción. Le habría gustado poder culpar a su amante de
su falta de interés, pero sabía que la culpa era suya, por haberse enamorado de él.
—Por Dios, Aimee, sonríe —le ordenó Liza en un susurro, mientras caminaban
a su encuentro.
—Señorita Lawrence, soy Stephen Edmond, de la galería Edmond —se presentó
el hombre, extendiendo una mano—. Su amiga, la señorita O'Malley…
—Venga, Stephen, pensé que nos habíamos puesto de acuerdo en que nos
íbamos a tratar con confianza —espetó Liza.
Aimee arqueó una ceja, sorprendida por el comportamiento de su amiga. En los
ocho meses transcurridos desde que la había conocido nunca había animado en
modo alguno a ningún hombre. Ninguno de sus ardientes y atractivos pretendientes
había recibido una sola atención. Y sin embargo parecía estar coqueteando con aquel
hombre de sonrisa perfecta.
Un hombre que parecía encantado con su actitud. Stephen Edmond se echó
hacia atrás un mechón de pelo rubio. En cuanto vio sus manos supuso que se hacía la
manicura al menos una vez a la semana. Y aunque no tenía por costumbre leer
revistas de modas, habría apostado cualquier cosa a que su traje costaba una fortuna.
—Liza ha tenido la amabilidad de mostrarme algunas de sus obras, señorita
Lawrence —continuó él.
—Y cree que son maravillosas, ¿verdad, Stephen?
—Por supuesto que sí —proclamó Jacques, con autoridad—. Cualquier cretino
podría ver que la obra de Aimee rezuma pasión. Un día no muy lejano llegará a ser
una gran artista.
Como para demostrarlo, el francés caminó hacia uno de sus cuadros, que había
titulado Starburst. Era una explosión de rayas y manchas rojas, plateadas y doradas
sobre un fondo negro.
Aimee se ruborizó, avergonzada por las tácticas de sus amigos. Habría dado
cualquier cosa por tener el largo y rizado pelo de Liza en lugar de su cabello corto. Ni
siquiera se atrevía a mirar a la cara al marchante.
—Eres muy perceptivo, Jacques —bromeó Liza, con sarcasmo—. Estás tan
centrado sobre tu propio trabajo que no creí que fueras capaz de admitir que la obra
de Aimee es mejor que la tuya.
—Yo no he dicho que sea mejor, ma chére. Voy a darle clases de arte a Aimee,
para que pueda expresar mejor en sus cuadros la pasión que lleva dentro. No dudo
que algún día será capaz de dejar atrás a su maestro.
Jacques se encogió de hombros y miró a Liza con humor. Aimee no sabía si
abrazarlo o abofetearlo, pero al menos había detenido la sarta de alabanzas hacia su
persona.
—En cualquier caso, el pincel y el lienzo no son mis soportes preferidos —
continuó el francés—. En realidad mi medio es la escultura. Puede que algún día te
utilice de modelo e inmortalice tu belleza en bronce, Liza.
Liza lo miró, levantando la barbilla, y se volvió hacia Edmond.
—Aquí sólo hay unos cuantos cuadros de Aimee. Sus mejores obras se
encuentran en el estudio. ¿Te gustaría verlas?
—Liza —se quejó, avergonzada.
Sus amigos estaban presionando al marchante, que en aquel instante
contemplaba uno de sus cuadros. Su expresión sombría la aterrorizó.
Le habría gustado que la tierra se la tragase. Hasta llegó a pensar que Peter no
quería exponer su obra por razones más profundas que la de no querer mezclar
trabajo y placer. Tal vez no le gustara su obra.
Recordó la obra de su ex esposa. Había tenido ocasión de contemplarla varios
años atrás en una exposición en Nueva York. Y la comparación bastó para que se
sintiera más insegura. Cabía la posibilidad de que se hubiera estado engañando todo
aquel tiempo, pensando que tenía talento y que podría llegar a ser una gran artista.
Miró de nuevo al marchante. Todo parecía apuntar en la misma dirección. Ni
siquiera sabía cómo había podido soñar que Peter pudiera representarla, después de
haberlo hecho con una artista de la talla de su ex mujer. Ni lo había querido hacer, ni
lo haría en el futuro.
Sin embargo, le preocupaba más la posibilidad de que tampoco se enamorase
de ella. La posibilidad de que tampoco le interesara como persona.
Una y otra vez se había repetido que su escepticismo y su cinismo, al igual que
su empeño en firmar aquel acuerdo, se debían a su anterior fracaso matrimonial.
Pero ahora empezaba a pensar que tal vez no se debieran a sus heridas, sino a la
posibilidad de que no la quisiera ni llegara a quererla nunca.
El dolor que sentía en el pecho creció hasta hacerse más doloroso. Para él, todo
aquello podía ser una simple cuestión sexual, pero para ella era algo bien distinto.
—Liza, Jacques, por favor… Me gustaría hablar a solas con Peter durante unos
minutos —dijo con firmeza.
Liza empezó a protestar.
—Pero Aimee…
—¿Estás segura? —preguntó Jacques.
Aimee asintió.
Peter sintió unos terribles celos. Observó al alto francés, que lo observaba como
si estuviera amenazándolo.
—Vamos, Liza —dijo al fin Jacques, empujándola por el hombro—. Aimee, si
me necesitas sólo tienes que llamarme.
—No te necesitará —espetó Peter entre dientes.
El sentimiento de protección que aquel hombre demostraba hacia Aimee lo
irritaba, pero al fin se marcharon de la tienda.
—De acuerdo, ya estamos solos. ¿Por qué no me explicas a qué estás jugando?
—preguntó ella.
Peter se pasó una mano por el pelo, exasperado.
—No estoy jugando a nada. Sólo quiero exponer tus cuadros en mi galería.
—¿Por qué?
—¿Qué quieres decir con esa pregunta?
—Exactamente lo que digo. ¿A qué se debe tu súbito cambio de opinión? Hace
una semana ni siquiera te habrías molestado en mirar mi trabajo. Aún no lo has visto,
y de repente quieres representarme.
—Sí.
Cada vez estaba más impaciente. Aimee parecía decidida a pedirle todo tipo de
explicaciones razonables por sus actos, pero no podía dárselas. Ni él mismo entendía
la razón por la que se había ofrecido a exponer su obra.
—Y bien, ¿por qué has cambiado de idea?
Peter permaneció en silencio. No sabía qué decir. No había querido ver su
trabajo porque no confiaba en ella. Y había cambiado de opinión con respecto a su
decisión de no mezclar los negocios y el placer por cuestiones que nada tenían que
ver con su obra. Seguía sin confiar en ella. Estaba convencido de que si le daba la
oportunidad lo utilizaría tal y como había hecho su ex esposa. Pero por otra parte, no
quería perderla. Al menos, no hasta haber conseguido el edificio. No hasta haber
satisfecho la pasión que lo consumía.
—No pienso contentarme con tu silencio. Espero una respuesta.
Cualquier respuesta que hubiera dado le habría resultado muy dolorosa. No
quería hacerle daño otra vez, y la verdad se lo haría. No confiaba en ella. Ya no
confiaba en ella ni en ninguna otra mujer.
Capítulo Cinco
—Aimee, espera, no quería decir…
Su disculpa llegó demasiado tarde. Sonó la campanilla de la puerta, indicando
que habían entrado clientes en el establecimiento, y se dirigió a toda velocidad hacia
la parte delantera.
Peter se maldijo por su estupidez. No sabía qué le había sucedido. De haber
pensado lo que iba a decir, antes de abrir la boca, habría podido predecir su reacción.
Pero precisamente ahí estribaba el problema. Últimamente, en todo lo
relacionado con su amante, actuaba primero y pensaba después.
—Maldita sea —murmuró, mesándose el pelo.
El día había empezado mal y continuaba peor, desde su pesadilla hasta la
marcha de Aimee, pasando por la conversación que acababan de mantener.
Se frotó la mandíbula, aún caliente por el impacto de la bofetada. Le había
pegado con bastante fuerza, pero a juzgar por la manera en que Aimee se frotaba la
mano, ella se había llevado la peor parte.
Su irritación desapareció de inmediato, reemplazada por un sentimiento de
culpabilidad tan denso y opresivo como la humedad tórrida del verano. Habría
dejado que lo abofeteara otra vez más si con ello hubiera podido evitar el dolor que
había en sus ojos.
Aimee estaba enseñando ciertas máscaras de plumas a los clientes. Observó su
espalda y supo que ni siquiera cien bofetadas conseguirían que se sintiera mejor por
lo que había hecho. No lograría olvidarlo en mucho tiempo. Esta vez había cometido
un error incorregible.
Frustrado, cerró los ojos durante unos segundos. Empezaba a tener dolor de
cabeza. Se frotó el puente de la nariz, abrió de nuevo los ojos, y consideró la situación
y los dos problemas que tenía ante sí.
Su negocio funcionaba bien y había llegado la hora de ampliarlo. Quería abrir
una nueva sede. Era consciente de que aquel edificio era el mejor emplazamiento,
aunque Aimee no quisiera vendérselo.
Para complicar más las cosas, también la deseaba a ella. Y de los dos problemas,
el segundo era el más serio.
El hombre de negocios que había en su interior lo empujaba a cubrir sus
pérdidas y alejarse de Aimee, abandonando con ello la idea del edificio. Invertir más
tiempo en aquel plan sería una estupidez. Casarse con ella sin haber firmado el
acuerdo prematrimonial, significaría arriesgar su dinero y el de la galería, sin contar
con el riesgo personal que subyacía. Y obviamente, Aimee se negaría a firmar.
Pero había otra parte en él, su parte más obstinada, que se resistía a atenerse a
razones. Una parte nueva y voluntariosa que se negaba a dejarse acallar.
sentimientos. Examinó el rostro. Parecía burlarse de él. Sonreía levemente y sus ojos
brillaban, pero había algo más, algo secreto, escurridizo, y sin embargo muy familiar.
Eran los ojos de Aimee. La expresión, idéntica, que había observado en
multitud de ocasiones. Con la diferencia de que los ojos de la mujer del cuadro eran
marrones.
De repente comprendió el significado de aquel gesto y la maldijo
cariñosamente. Era el gesto de una mujer satisfecha en el terreno de los deseos. Una
mujer normal, una mujer que podría haber sido la madre o la hermana de cualquier
persona, pero que acababa de estar en brazos de su amante.
Aimee le había dado vida. Había conseguido que pareciera fuerte y vulnerable
a la vez, que tuviera alma, vicios, virtudes y corazón.
Contempló el otro lienzo abstracto y estudió la composición explosiva y la
mezcla de colores. Era una pieza evocadora, igualmente sensual, y tan molesta en
cierto sentido como las anteriores.
Miró el precio y sonrió. Sabía que podía venderla por diez veces más. El
hombre de negocios que había en su interior se animó ante la perspectiva de haber
descubierto a una nueva artista. Podía convertirla en una estrella y Gallagher tendría
muchos beneficios.
Aimee apareció de repente y se interpuso en su campo visual como si quisiera
defender sus cuadros.
—Deja de burlarte de mi obra, Peter. Puede que no te guste, pero no todo el
mundo comparte tu punto de vista. Algunas personas están incluso dispuestas a
pagar por ella. No quiero que espantes a los posibles compradores.
Peter parpadeó, sorprendido por el tono irritado de su voz.
—¿De qué estás hablando?
—Uno de los clientes estaba interesado en ver ese cuadro —contestó, señalando
al cuadro abstracto que había estado estudiando—. Pero cambió de idea al ver que lo
estabas mirando.
—No estaba mirándolo —corrigió—, sino admirándolo.
—Ya.
—Es cierto —declaró, recuperando el control de sus emociones—. Estaba
admirando tu trabajo. Edmond tenía razón. Eres buena.
—Gracias —dijo, con desconfianza.
—He sido un idiota al no haberme dado cuenta antes.
—¿Cómo habrías podido, si no te habías tomado la molestia de mirarlos?
Peter caminó hacia Aimee esperando que se apartara, pero no lo hizo.
—Una estúpida decisión por mi parte. Pero ten en cuenta que me interesabas
por cuestiones que nada tienen que ver con lo profesional.
—¿Y ahora?
—Sí.
—Tienes razón. Eres una gran artista, Aimee, y con mucho talento. Es probable
que tú no me necesites, pero yo te necesito a ti.
—Te odio cuando haces eso.
—¿Hacer qué?
—Impedir que me enfade contigo.
La actitud de Aimee le recordó a una tormenta que hubiera pasado, de manera
que decidió aprovechar el momento.
—Lo siento, Aimee.
—No necesito tus disculpas.
—Pero tengo que dártelas. Siento haberme comportado así. No quería hacerlo,
no pretendía utilizar nuestra relación como arma arrojadiza —explicó con
suavidad—. La única excusa que tengo es que mi lógica y mi sentido común
desaparecen cuando se trata de ti.
Aimee no dijo nada, de modo que continuó hablando.
—No soy un hombre emocional, más bien todo lo contrario. Cualquier persona
que me conozca lo sabe. Pero por alguna razón tú despiertas en mí sentimientos que
no creía posibles. Consigues que me sienta más feliz y más enfadado que nunca. No
me gusta. No me gusta que me dominen sentimientos tan fuertes. Nunca me ha
gustado. Y odio que me hagas perder el control. Pero independientemente de lo
mucho que me disguste, sucede. Es como lo que pasó antes. Tuve la impresión de
que iba a perderte y dije lo primero que me vino a la cabeza, sin pensar. En realidad
sólo intentaba atacar mi propia estupidez, pero te herí. Lo siento, Aimee, lo siento
sinceramente.
—Peter —susurró.
Acarició su mejilla y él le tomó la mano. La besó y la atrajo hacia sí.
—Si me hubieras pegado un martillazo en la cabeza, me lo habría merecido.
Siento haberte hecho daño, haciendo que dudaras de ti misma. Eres una gran
pintora, Aimee Lawrence. No cabe duda.
Al ver su mirada dubitativa, la inseguridad que atacaba a tantos artistas,
añadió:
—Es cierto. Tienes mucho talento.
—¿Tanto como para llegar a ser alguien?
—Tanto como para alcanzar la gloria —contestó—. Puedo convertirte en una
estrella, si me dejas.
La atrajo nuevamente hacia sí y la abrazó.
—Cásate conmigo, Aimee —murmuró.
Aimee dio un paso atrás y lo miró. Sus ojos parecían estar rogando.
—Lo sé.
Sin embargo, la sonrisa de Liza fue algo más que forzada. Caminó hacia el grifo,
tomó un vaso y lo llenó de agua. Después regresó con Aimee.
—¿Dónde has estado esta tarde, si no ha sido con Edmond?
El color había regresado a las mejillas de su amiga.
—Llamando a varias puertas —contestó—. Sterling me ha ofrecido guardar dos
de mis cuadros por si puede exponerlos.
—¿Sterling? —preguntó Liza, sorprendida.
Aimee comprendía la reacción de su amiga. Sterling era una de las peores
galerías de la ciudad, y no tenía en modo alguno la fama de Gallagher o Edmond. Sin
mencionar que el dinero que sacaría de la operación no se acercaría ni siquiera al
precio mínimo que había pensado.
—No estarás pensando seriamente en aceptar su oferta, ¿verdad?
—Sí.
—Tu trabajo no merece estar en un sitio como ése, ni como éste. Eres una
artista, una buena artista. Mereces exponer en una galería importante.
—Me gusta pensar que tienes razón.
—Entonces, ¿por qué…?
—Porque es mejor que lo que hago en la actualidad, y quieren vender mi
trabajo. Si lo consiguen, Abner Sterling se ha comprometido a exponer más obras.
—Claro que lo conseguirán. Ésa no es la cuestión.
—Te equivocas. Ésa es precisamente la cuestión. Liza, necesito el dinero —
suspiró—. La tía Tessie me dejó el edificio tal y como estaba, sin deudas, pero parece
que las reparaciones no se acaban nunca, y se llevan la mayor parte de mis ingresos.
Esperaba que los cuadros me sirvieran para financiar parte de los gastos.
—Y lo harán.
—Puede que algún día. Pero no puedo contar con ello.
—¿Qué hay de la tienda? Podría vender más cosas, e incluso recortar mi salario.
—Vender más productos podría ser una buena idea, pero no es necesario que
recortemos tu salario. No puedes permitírtelo, si quieres tener suficiente para comer.
Soy consciente de que te pago muy poco. Ésa es la razón por la que no te cobro el
alquiler.
—Lo sé, pero…
—Aprecio tu oferta, sinceramente. Pero me temo que en cualquier caso no
serviría de nada. Voy a tener que vender los cuadros en Sterling y aceptar lo que me
den por ellos. No tengo otra elección.
—Sí que la tienes. Puedes aceptar la oferta de Peter. Firma con Gallagher.
—No puedo hacerlo.
La idea de aceptar su oferta era más que tentadora, sobre todo después de haber
compartido una de las noches de amor más apasionadas de su relación. Tan
tentadora que había mantenido la cita con Edmond.
Pero el rechazo de Stephen le dolía tanto que hacía aún más tentadora la oferta
de Peter. A pesar de todo habría firmado, si no fuera porque conocía bien la
experiencia que había tenido con Leslie y la desconfianza que había en él. De manera
que vendería sus cuadros en Sterling, aunque consiguiera menos de una quinta parte
de lo que lograría en Gallagher. Con un poco de suerte, conseguiría convencer a
Peter de que su relación se basaba únicamente en el amor, y convencerse a sí misma
de su categoría como pintora.
—¿Cuándo piensas decírselo entonces? —preguntó Liza.
—Mañana —contestó, regresando a la realidad.
—Escucha, si quieres que cancelemos nuestra cena de esta noche lo
comprenderé. Podemos cenar e ir al cine otro día.
Aimee tocó la mano de su amiga, cariñosamente.
—Dije que iríamos esta noche e iremos.
—No es necesario. Lo digo sinceramente. Si prefieres quedarte para poder estar
con Peter…
—Deja de preocuparte tanto por él. Ya lo veré mañana. Le he prometido que le
voy a preparar mi famoso pan de hierbas.
—Así que has decidido que la mejor manera de llegar a la bestia es a través de
su estómago, ¿verdad? Muy tradicional.
—No lo llames bestia —protestó.
En silencio, Aimee esperó que su instinto tuviera razón. Y que fuera cierto que
había encontrado la forma de acceder al corazón de Peter.
Capítulo Seis
Aimee aplicó el pincel sobre el lienzo mientras daba más énfasis al azul
profundo de los ojos de Peter. Repitió el proceso y aplicó otra capa de color al retrato.
Estaba tan descontenta con el resultado que arrojó el pincel al suelo.
En aquel instante habló Jacques. Su voz profunda y su acento francés
rompieron el silencio de su estudio.
—¿Qué sucede? ¿La artista temperamental que llevas dentro ha aparecido por
fin?
—Supongo que sí —contestó, suspirando.
Jacques se secó las manos y cubrió con una toalla la figura en la que había
estado trabajando. Caminó hacia ella y preguntó:
—¿De qué se trata, mon amie?
—De nada, Jacques. No creo que pueda considerarse que sea una artista. Fíjate.
Aimee señaló el retrato de Peter, en el que había estado trabajando durante todo
un mes.
Jacques se cruzó de brazos mientras comparaba el lienzo con la fotografía de
Peter que estaba usando como modelo.
—Bueno, tus pinceladas son bastante mejores de lo que eran, mucho menos
bastas. Ya no parece que pintes con una fregona.
Aimee hizo un gesto de desagrado al pensar en la técnica que estaba utilizando.
Una técnica muy lenta consistente en acumular capa tras capa de pintura en el lienzo.
Se suponía que si se ejecutaba bien, el resultado sería tan bueno como para que la
obra pudiera sostenerse por sí misma. Sin embargo, le bastó contemplar el retrato
una vez más para darse cuenta de que no había conseguido que el cuadro tuviera
vida propia, por perfecta que fuese su aplicación.
—Yo diría que es un buen retrato de Peter. Bastante bueno, de hecho. Has
tomado perfectamente el aire obstinado de su mandíbula.
—Pero fíjate en los ojos —dijo, frustrada.
—¿Qué quieres que vea en ellos? Son los mismos ojos de la fotografía.
—Lo sé, pero no son los suyos. Ni siquiera son los suyos los que aparecen en la
fotografía.
Aimee hizo un gesto de desagrado con la mano. No necesitaba mirar la dichosa
fotografía para pintarlo. Conocía muy bien su rostro. Conocía cada una de las líneas
que se formaban en sus ojos en las raras ocasiones en las que reía. Conocía el gesto
terrible de sus oscuras cejas cuando se enfadaba. Conocía la curva de su boca, tan
apasionada, la boca que tanto placer le ¡ daba cuando hacían el amor. Y por último,
conocía su rostro. Había conseguido capturar su imagen, pero había fallado al
intentar pintar al hombre que había en él.
La clave estaba en los ojos. No eran sus ojos. No había en ellos ni un ápice de los
sentimientos que habitaban en su interior, y que tanto se afanaba en ocultar. En
aquellos ojos no estaba el brillo de un hombre capaz de gastarse cientos de dólares en
enmarcar el dibujo de un niño para colgarlo junto a un Picasso.
—¿Qué hay de malo en los ojos? Yo me considero todo un maestro, pero no lo
habría hecho mejor.
—No son los ojos de Peter. Son demasiado fríos, demasiado distantes. Los ojos
de Peter son más cálidos, más amables.
—Ah, amiga mía, dudo que la mayor parte de la gente pudiera describir de tal
modo a Peter Gallagher.
—Pero es cierto.
—Puede ser. Sin embargo, temo que tú lo observes desde una perspectiva bien
distinta a los demás. Obviamente estás enamorada de él, y ése es el problema.
—¿El problema?
—Para un artista nunca es fácil llevar al terreno del arte al objeto de su pasión.
—Eso es ridículo. Bien al contrario, debería servirme de inspiración.
—Sí, y a veces los resultados son extraordinarios. Pero el proceso puede llegar a
resultar muy frustrante —rió Jacques—. Mira el retrato, si no me crees. A tus ojos
Peter es un hombre cálido y amable, y crees que has fracasado al intentar pintarlo,
¿no es así?
Aimee miró el retrato. Técnicamente era perfecto, pero tenía razón.
—En efecto.
—E insistes en decir que has fracasado aunque tu profesor, que soy yo, te diga
que está muy bien. ¿Correcto?
—Sí —admitió.
—Se debe a que no crees que estés haciendo justicia con el original. Sientes que
no puedes expresar en el cuadro la personalidad de la persona que quieres, la
maravillosa persona de la que estás enamorada.
Había descrito perfectamente lo que sentía.
—Entonces, ¿estás diciendo que debería abandonar la idea de pintar su retrato?
—No, en absoluto. Estoy diciendo que no deberías pintarlo tal y como lo ven
tus ojos, sino tal y como lo ve tu corazón —espetó, llevándose la mano al pecho.
Aimee contempló el retrato una vez más. El color que había utilizado para los
ojos era el adecuado, pero demasiado frío. Debía darle un toque más cálido, con una
pincelada de amarillo.
—Gracias —susurró, deseando volver al trabajo.
Jacques sonrió, en un gesto lleno de calor, de amistad y de comprensión. Tomó
el pincel y se lo tendió.
—Ya veo que la inspiración ha regresado. Pinta a tu Peter. Pero recuerda, hazlo
tal y como lo ves en tu corazón.
Aimee recogió el pincel. Cuando mezcló los colores comenzó a aplicarlos en el
lienzo, sin detenerse, guiada por la imagen del hombre que había en su corazón.
Pintó al Peter que veía, al hombre que llevaba tal carga de amor en su interior. Un
amor que conseguiría liberar de su prisión, de algún modo.
Siguió trabajando hasta que al cabo de un rato notó que Jacques la estaba
observando, a su espalda.
—Ah, Peter es un hombre afortunado. Es un trabajo excelente, Aimee, excelente
—murmuró.
Aimee inclinó la cabeza para contemplar el retrato. Sintió un profundo orgullo
al observar su creación.
—Es bueno, ¿no te parece?
—Sólo le falta una cosa —comentó él.
—¿Qué?
Jacques tomó el pincel y lo untó con pintura negra, ante la asombrada mirada
de Aimee.
—La firma de la artista —contestó.
Aimee sonrió, tomó el pincel y firmó sobre el lienzo. Tenía intención de añadir
su apellido, pero Jacques la detuvo.
—No, no lo hagas. Los estadounidenses no tenéis sentido del drama, no sois
capaces de capturar el momento. Un día llegarás a ser una gran artista, amiga mía, y
sólo necesitarás usar tu nombre. Aimee. Esa debería ser tu única firma.
Jacques sostuvo su mano mientras firmaba y añadió:
—Algún día esa firma será muy famosa.
Aimee echó hacia atrás la cabeza y rió.
El sonido de su risa fue lo primero que escuchó Peter cuando abrió la puerta y
entró en su piso. Sonrió, aunque no sabía muy bien por qué razón le hacía sentirse
tan feliz. Supuso que se debía a que durante muchas semanas había temido que sus
duras palabras, guiadas por los celos, hubieran destrozado su alegría. Pero gracias a
Dios lo había perdonado.
Se dirigió a la cocina con la botella de champán que había comprado para
celebrarlo. Se inclinó sobre el horno y observó que estaba frío. Al parecer se había
olvidado de hacerle el pan que había prometido. Pero no podía culparla por ello. En
todo caso, no era la comida lo que tenía en mente.
Abrió los armarios hasta que encontró la cubeta. Metió la botella de champán
en el interior y la llenó de hielo. Después sacó dos copas.
De repente se puso algo nervioso. Buscó el anillo en los bolsillos de su pantalón,
y se tranquilizó levemente cuando tocó el diamante.
Peter se sintió como si Aimee acabara de cerrarle otra puerta. Su angustia crecía
poco a poco, y con ella su enfado.
—No te enfades, Peter. Ya te he dicho que lo siento.
—No estoy enfadado.
—Sí que lo estás —dijo, pasándole los brazos alrededor del cuello y
besándolo—. Siento mucho haberme olvidado de la comida.
Durante breves segundos se resistió a ella. Pero entonces Aimee acarició su
labio inferior y susurró:
—Bésame.
Su control desapareció de inmediato. La atrajo hacia sí, acarició su pelo y la
besó. Al cabo de un rato, Aimee se apartó.
—Creo que será mejor que vayamos a comer —susurró.
—No tengo hambre —dijo él, mientras la besaba. Aimee le devolvió el beso y
lentamente comenzó a desabrochar los botones de su camisa.
Peter gimió. El dolor que sentía era insoportable, pero la necesidad de escuchar
que lo amaba era aún mayor. Hasta entonces siempre había mantenido sus
relaciones, incluido su matrimonio con Leslie, en el terreno del deseo físico. Lo había
destrozado personal y financieramente con el divorcio, pero no había conseguido
afectarlo desde un punto de vista emocional. A diferencia de Aimee.
Aquél era el problema. La deseaba con una intensidad que lo sorprendía y que
lo preocupaba a veces, pero hasta poco tiempo atrás no se había dado cuenta de lo
involucrado que estaba sentimentalmente.
Sin embargo, mientras contemplaba su rostro se descubrió a sí mismo deseando
que dijera que lo amaba, aunque temiera su propia necesidad.
Aimee abrió los ojos. Tenía el ceño fruncido. Al verla, sintió una profunda
angustia. Automáticamente, acarició su frente con delicadeza.
—¿Ocurre algo malo?
—No, nada malo. Pero tengo que regresar a la galería.
Peter dio un paso atrás, incómodo con los sentimientos que provocaba en él.
—¿Te marchas? ¿Ahora?
Necesitaba tiempo para pensar.
—Sí. Tengo que volver. Espero un importante envío de Nueva York.
—Pero, ¿qué hay de la comida? Aún no has comido.
—En realidad no tenía hambre. Ya comeré más tarde.
—¿Y el champán?
—Guárdalo. Lo abriremos más tarde y lo celebraremos, cuando hayamos
tratado todos los detalles de tu exposición.
Capítulo Siete
Aimee entró en la casa de Peter. Los finos tacones de sus zapatos rojos se
clavaron en la moqueta gris. Aún estaba encantada por la noche que había pasado.
—Ha sido una fiesta maravillosa, ¿no te parece?
—Sí, maravillosa —dijo él mientras cerraba la puerta.
La acompañó al salón. Ella hizo caso omiso de su lacónica respuesta y giró en
redondo, de manera que el vestido rojo de gasa acarició sus piernas. Le encantaba el
tacto de la tela y el sonido que producía cuando se movía. Se sentía viva, alegre, y
más enamorada de Peter de lo que había estado nunca.
Saboreando el momento, se arrojó en sus brazos y lo besó. Al observar su gesto
de sorpresa, echó la cabeza hacia atrás y rió antes de besarlo de nuevo.
—Bueno, yo me he divertido muchísimo, aunque tú lo hayas pasado peor.
—¿Quién dice que no me he divertido?
Aimee rió.
—Yo.
Peter la había tomado por la cintura, y sus cuerpos estaban tan juntos que notó
de inmediato su deseo. La consciencia de saber que lo excitaba con tanta facilidad
añadió felicidad al instante.
—Bueno, pues te equivocas.
—Mentiroso. Te has aburrido mucho, y lo sabes.
—Con la fiesta sí, pero no contigo. Nunca me aburro contigo.
El tono solemne de su voz la emocionó. Acarició su mejilla y declaró:
—Me alegro mucho. Odiaría pensar que me encuentras aburrida.
—¿Tú? ¿Aburrida? Jamás.
Peter besó la palma de su mano y ella se estremeció al sentir el contacto.
—Consigues que me sienta de muchas formas —continuó él—. Alegre,
enfadado, excitado, frustrado, y a veces incluso un poco loco. Pero aburrido jamás.
Nunca hasta ahora.
La abrazó y la besó con calidez y dulzura, jugueteando con su lengua.
Aimee abrió la boca para dejarse llevar. Necesitaba que fuera más lejos. Peter
comprendió su ruego silencioso y se entregó a ella. En pocos momentos, la tormenta
sensual de Peter la rodeaba por completo. Cuando dejaron de besarse, se apoyó en él
y respiró profundamente, posando la mano sobre su pecho. Podía sentir los rápidos
latidos de su corazón, notar el temblor que recorría su cuerpo.
—Si hubiera sabido que responderías de este modo, habría hecho una donación
aún mayor a la fundación. De hecho, creo que les enviaré otro cheque mañana por la
mañana —susurró.
Aimee rió de nuevo.
—Eres un hombre muy dulce, Peter Gallagher.
—¿Dulce? —preguntó él, con indignación fingida.
—Sí, dulce —insistió ella, mirándolo—. Si quieres puedes seguir comportándote
como el hombre de negocios frío y duro por el que pretendes hacerte pasar. Pero yo
sé la verdad. Eres un hombre muy cariñoso y generoso. Es una de las razones por las
que te amo.
Algo brilló en los ojos de Peter, antes de sonreír.
—Tendremos que hacer algo con esas gafas de color rosa que utilizas para mirar
todo lo que se refiera a mí, cariño. Dudo que haya otra persona en esta ciudad que
me describa como un hombre cariñoso y generoso. Estoy seguro de que la mayoría
de las personas diría más bien lo contrario.
—Pues se equivocan.
Peter movió la cabeza en gesto negativo. Su sonrisa desapareció.
—No, no se equivocan —dijo, echándole hacia atrás un mechón del cabello—.
No es que me haga pasar por un hombre de negocios frío y duro. Es que soy frío y
duro.
La voz de Peter sonó muy seria. Continuó hablando con expresión sombría.
—El negocio del arte es muy arriesgado. No hay sitio para sentimientos si se
pretende sobrevivir. Siempre hay alguien que puede descubrir al próximo Andy
Warhol o Peter Mann antes que tú. Y siempre existe el riesgo de que después de
gastarte mucho tiempo y dinero en un pintor otro marchante te lo robe, aun
destrozando una posible amistad.
Aimee supo de inmediato que se estaba refiriendo a su ex esposa. Al igual que
casi todo el mundo, había oído rumores sobre la traición de Leslie.
—El arte tiene su lado oculto, negativo. A veces las cuestiones de dinero hacen
que sea un mundo repugnante. Y eso hace que no me comporte con generosidad, ni
con gentileza. Si no me crees, pregúntale a cualquiera que haya hecho negocios
conmigo —continuó—. Pregúntale a tu amigo Stephen Edmond.
—No necesito preguntar a nadie.
—¿Por qué? ¿Tan bien me conoces?
Aimee no contestó, de manera que Peter la tomó de la barbilla para obligarla a
mirarlo.
—¿Es eso? ¿Realmente crees que me conoces, Aimee?
—Sí —contestó con mayor seguridad de la que sentía.
—Como tú quieras. Pero recuerda que todo el mundo quiere algo. Todo el
mundo.
—Peter…
—Todas las personas que estaban en la gala deseaban obtener algo. ¿Crees de
verdad que estaban allí, con su ropa cara y con sus joyas, sólo para ayudar a los más
desfavorecidos?
Peter no esperó respuesta.
—Tal vez algunos hubieran ido por esa razón, pero la mayoría de los asistentes
había ido allí por motivos muy distintos. Estaban allí para sentirse bien con su
conciencia, porque quieren aparecer en el artículo de Nell Nolan la semana que
viene, porque quieren oír que son almas generosas y desinteresadas, grandes
expertos en arte. Y algunos estaban por la misma razón que yo, porque es un buen
negocio. Por eso compré las entradas. Es la razón principal por la que muchas
personas pagan mil dólares por cubierto para tomar champán y canapés de cangrejo.
Aimee lo escuchaba, atenta.
—Hasta los chicos querían algo —continuó—. Querían que los ricos les dieran
algunos dólares para poder estudiar arte. O conseguir algún trato mejor, como el
empleo que le ofrecí a ese chico. Un trabajo y dinero para estudiar.
—Haces que suene terrible.
—Porque es cierto. Todo el mundo quiere algo. Todo el mundo.
—¿Y tú?
Peter contempló la curva de sus senos, sus hombros desnudos y su garganta.
Fue como una caricia, y el corazón de Aimee se aceleró, hasta el punto de que
contuvo la respiración.
—Sobre todo yo —susurró.
Aimee mantuvo su mirada.
—Muy bien, en tal caso tendré que mantenerme despierta para que no te
aproveches de mí.
Peter la miró de forma extraña, pero Aimee no hizo caso. No estaba dispuesta a
permitir que su extraño humor llevara más lejos la situación. Aflojó su corbata y lo
atrajo hacia sí.
—Además —dijo ella, en un murmullo— confío en ti.
—No deberías hacerlo. No te he pedido que confíes en mí. No quiero que lo
hagas.
—Demasiado tarde.
Sin soltar su corbata lo atrajo un poco más, hasta que se encontró justo debajo
de su boca.
—¿No has oído nada de lo que he dicho?
—Todo.
—Entonces eres una ingenua si confías en mí, o en cualquier otra persona.
—¿Sabes cuál es tu problema, Peter?
—¿Cuál?
—Que hablas demasiado. Ahora cierra la boca y bésame.
Peter no necesitó más invitaciones. La besó con la furia de una tormenta,
apasionadamente. La atrajo hacia sí y presionó su cuerpo contra el suyo. Esta vez
Aimee no tuvo duda alguna de que la deseaba.
Como tampoco cabía duda de que ella le deseaba. La tomó en brazos y ella se
agarró a él, incapaz de hablar e incluso de respirar, mientras caminaba hacia el sofá.
La dejó sobre los cojines y se tumbó a su lado, sin dejar de abrazarla. Entonces la besó
en el hombro y en el cuello. Su aliento era cálido, como sus labios, mientras recorría
el camino hacia sus senos.
—Ah, Aimee, eres como una fiebre. Nunca tengo bastante contigo.
Aimee se estremeció al escuchar el timbre de su voz.
—Te deseo tanto —continuó—. Demasiado. A veces me da miedo.
Ella tembló bajo su contacto, excitada. Cuando notó su mano entre las piernas
gimió. Estaba acariciándola en lo más íntimo, sobre la prenda de seda que guardaba
su cuerpo desnudo.
Peter levantó la cabeza y la miró.
—No es sólo una cuestión de sexo. Te aseguro que nunca lo ha sido.
—Lo sé —murmuró ella.
Sabía que estaba disculpándose, una vez más, por las crueles palabras que
había dicho y por el dolor que le había causado semanas atrás. Fueran cuales fueran
sus sentimientos, sabía que había mucho más que sexo entre ellos. Entre otras cosas
porque estaba profundamente enamorada de él. Acarició su mejilla y se estremeció
cuando la besó de nuevo.
Aimee cerró los ojos mientras la besaba. Ningún hombre podía besar a una
mujer de aquel modo si no sentía algo verdaderamente profundo. O al menos, eso
esperaba. Abrió la boca para dar vía libre a su lengua, rogando que fuera cierto. Le
había entregado su corazón, y pasara lo que pasara no estaba segura de poder
recuperarlo intacto.
Peter se colocó sobre ella. Aimee gimió al sentir todo su peso encima, y él apoyó
la cabeza en su cuello.
—Lo siento, no quería ser tan brusco.
—No pasa nada.
—No, no es cierto. Debería haberme comportado con más dulzura.
—Peter…
Pensó que si llegaba a su casa a las cinco de la mañana podría arreglarse antes
de que llegara el francés.
—Maldita sea, Aimee, somos amantes, y quiero que… Espero algo más que un
par de horas entre tus clases de arte y tus citas.
Su enfado era más que evidente. La pasión que poco antes ardía en su interior
había desaparecido por completo. Aimee reaccionó de manera similar.
—Haces que suene como si tuviera tiempo para todo el mundo menos para ti.
—Eso es más o menos lo que empiezo a sentir.
—Pero no es cierto. Es que…
Aimee se estuvo. No quería contarle que tenía problemas financieros, que los
arreglos del edificio la estaban arruinando. No quería que supiera el escaso éxito que
había tenido en el terreno profesional. Si lo hacía le propondría una vez más que se
casaran para cuidar de ella, y exigiría que firmara el acuerdo prematrimonial. Un
acuerdo que no podía aceptar, por lo que significaba.
—¿Qué ibas a decir, Aimee? ¿Es que sientes algo por tu amigo Jacques?
—¿Cómo?
—Ya me has oído —dijo con frialdad—. ¿Por eso te siguió a la gala de esta
noche?
Aimee parpadeó, asombrada.
—Jacques no me ha seguido.
—¿No? ¿Qué estaba haciendo allí, entonces?
—Imagino que lo mismo que tú, contribuir al bienestar de unos chicos y hacer
negocios. Ya sabes, era una oportunidad para establecer contacto con posibles
compradores —suspiró—. No veo por qué te sorprende tanto. Dijiste que Kay Sloane
es una mujer importante. Es normal que quisiera presentarlo a ciertas personas para
generar un aire de expectación antes de su exposición. Es posible que pretenda que
Nell Nolan escriba sobre ello.
—¿Y a qué se debe el interés que demuestra por ti? No me digas que no es
cierto. No soy idiota, ni ciego. Puede que esté acostándose con Kay Sloane, pero no te
quita los ojos de encima.
—¿Jacques y Kay Sloane? ¿Quieres decir que…?
—Duermen juntos, en efecto. Y si no lo han hecho aún, lo harán. Kay es
conocida por el interés personal que tiene en sus descubrimientos masculinos.
—Un comentario de mal gusto.
—¿Por qué? Es cierto.
—Oh, Dios mío.
Aimee frunció el ceño, preguntándose si había cometido un error al pensar que
podía surgir algo entre Jacques y Liza.
—Ya veo que tenía razón —dijo Peter, en un murmullo—. Estás interesada por
él.
—No seas absurdo. ¿Cómo puedes pensar algo así?
—No es difícil.
—Pues te equivocas —dijo, acariciando su barbilla—. ¿Cómo podría desearlo si
estoy enamorada de ti?
Resultaba evidente que Peter se sentía inseguro al respecto. Aquello animó a
Aimee, que pensó que acaso podía derribar las barreras que había levantado en su
corazón.
—Es cierto —le aseguró de nuevo—. Te amo, Peter. Sólo a ti. ¿Cuándo vas a
creerme? ¿Por qué no empiezas a confiar en mí?
—No es en ti en quien no confío. Cancela la cita con Jacques. Eres una gran
artista. No necesitas que te dé más lecciones.
—Si se tratara de una clase la cancelaría. Pero no es por eso. Va a ayudarme a
seleccionar unos cuantos cuadros para Kay Sloane. Me ha pedido que le deje unos
cuantos para presentarlos en su exposición anual de artistas jóvenes, el mes que
viene.
—Esa exposición es para pintores que buscan representante. Supongo que vas a
firmar con Edmond.
Aimee sabía bien lo que pensaba, y no discutió. Cada vez que pensaba en el
rechazo del marchante aumentaba su decepción, aunque ya hubieran transcurrido
dos días.
—Tenía intención de hacerlo, pero me rechazó.
—Ese tipo es más idiota de lo que creía —dijo, con expresión enfadada—. Ni
Stephen ni su hermano entienden nada de arte.
—Gracias.
—Debiste contármelo. No los necesitas. Y tampoco necesitas a Kay, ni a Jacques.
No necesitas a ninguno de ellos. Mi oferta sigue en pie, y los contratos están en mi
despacho. Sólo tienes que decirlo. De hecho, he modificado el contrato. No sólo te
ofrezco la representación de tu obra, sino que me haría cargo del edificio. Ambos
sabemos que es un pozo sin fondo. Estoy cansado de observar cómo te matas
trabajando para arreglarlo. Deja que te ayude, que nos ayude a los dos. Véndeme el
edificio.
—Peter, ya te he dicho varias veces que no quiero venderlo.
—Muy bien, no me lo vendas. Alquílamelo a cambio.
—¿Alquilártelo?
—Sí —contestó con avidez—, así podré abrir la nueva sede de Gallagher, y me
encargaré de todas las reparaciones. Abriremos todo el primer piso para la galería.
Una nueva Gallagher, en el corazón del barrio francés, para exponer las obras de los
nuevos talentos del futuro. Empezando por ti, Aimee. Cierra los ojos e imagínatelo.
Tus cuadros contra el fondo más bello que el dinero pueda comprar. ¿No lo ves?
Todos esos colores brillando aún más en un marco adecuado —añadió, moviendo la
mano como hechizándola.
Aimee sintió que tenía seca la garganta. No le costaba mucho imaginarse la
escena.
—Gallagher presenta los cuadros de Aimee Lawrence, la pintora más brillante
del firmamento artístico de Nueva Orleans —continuó él.
Quería dejarse llevar por aquel sueño y aceptar la oferta. Se preguntó si sería
bueno desear tanto una cosa, si tendría que pagar un precio excesivo a cambio.
Desafortunadamente, no sabía con exactitud lo que tendría que pagar para conseguir
el sueño que estaba describiendo.
Miró sus ojos y se mordió el labio inferior hasta hacerse sangre. Desconfiaba de
su oferta, porque el premio era demasiado grande. Sabía en el fondo de su corazón
que si aceptaba perdería a Peter.
Él la observó, pensado que era una suerte que Edmond la hubiera rechazado.
Una suerte para los dos. No en vano, le había dicho la verdad. No necesitaba a
Edmond, ni a Kay Sloane, ni a Jacques. Lo tenía a él. Dió un paso adelante y susurró:
—Sólo tienes que decir que sí, Aimee.
Estaba tan excitado que tardó segundos en darse cuenta de que Aimee había
permanecido en silencio todo el tiempo. Escudriñó su rostro y frunció el ceño al
observar su expresión. La alegría que había visto en ella momentos atrás había
desaparecido por completo.
—¿Aimee?
—Oh, Peter…
Al sentir la tristeza de su voz la angustia regresó a su pecho. Era la misma
sensación que había vivido cuando le devolvió el anillo de compromiso, meses atrás.
Pero esta vez la experiencia era más intensa, casi dolorosa. Peter intentó zafarse de
aquel sentimiento. No le gustaba, ni lo comprendía. De haber creído que era capaz de
amar habría pensado que era un asunto del corazón. Pero no creía en el amor.
Pensaba que no era capaz de sentir tal emoción.
—¿Es que no te das cuenta? No ha cambiado nada. No puedo aceptar tu oferta,
como no pude hacerlo hace unas semanas —dijo, apartándose de sus brazos.
—¿Por qué?
—Porque si aceptara te enfrentarías al problema que ha estado siempre entre
nosotros. Empezarías a preguntarte si te amo o si sólo estoy contigo porque es
conveniente para mi carrera.
—Tonterías.
—No, no son tonterías. Tu desconfianza está siempre presente, aunque no la
menciones nunca. Siempre te has preguntado por qué razón estoy contigo. Siempre
estás cuestionando el amor que siento por ti.
—Mejor de lo que crees —contestó, atrayéndola hacia sí—. Pero ten cuidado.
Hay muchos tiburones en este negocio, y no todos ellos lo reconocen como yo.
—¿Qué quieres decir?
—Deberías preguntarte por las razones que tiene Jacques para ayudarte tanto.
—Es mi amigo.
—Ya. Tan cierto como que en Nueva Orleans nieva en julio. Crece de una vez,
Aimee. ¿Cuántos artistas conoces que se esfuercen tanto en ayudar a un compañero a
vender su trabajo? No hay muchos. Jacques Gastón va detrás de algo. No es un pobre
hombre que hayas rescatado de la calle para invitarlo a vivir en tu casa.
—No vive en mi casa. Ha alquilado uno de mis pisos.
—¿Y qué sabes de él?
—¿Qué tengo que saber? Es un artista y un amigo.
—No es demasiado.
—Es suficiente —declaró, apartándose de él— Si tienes buena memoria
recordarás que hasta hace seis meses tampoco sabía mucho sobre ti. Y a veces no
estoy segura de conocerte.
—Eso no es lo que decías hace un rato. Además, considerando que somos
amantes yo diría que me conoces bastante bien. Mejor que mucha gente, de hecho.
—Sabes muy bien que no pretendía decir algo así.
—¿Qué pretendes, Aimee? ¿Quieres que me arroje en tus brazos con todos mis
problemas, para añadir a los de tus supuestos amigos? Muy bien. Entonces te contaré
que hay un artista en Chicago que llegará a ser un genio, pero no tiene teléfono y no
contesta a mis cartas, de modo que tendré que tomar un vuelo mañana para que
permita que le consiga una fortuna. Y luego está el Monet que tenía que haber
llegado la semana pasada. Me gasté una fortuna en él, pero se equivocaron en el
puerto y ahora está en el interior de un restaurante.
—¡Basta!
—Te estoy contando mis problemas, como tu amigo Jacques y como Liza. Pensé
que era lo que querías.
—Eso no es lo que quería decir, y lo sabes —protestó.
—No, no lo sé. ¿Qué es lo que quieres? Dímelo.
—Sólo quiero tu amor y tu confianza.
—Aimee, no te hagas esto. No nos lo hagas a los dos.
—¿Qué es lo que hago?
—Pedirme más de lo que te puedo dar. Nunca he dicho que creyera en el amor.
No creo ser capaz de sentir tal emoción, pero significas para mí mucho más de lo que
haya significado ninguna otra persona.
Ella se apartó.
—¿En qué lugar nos deja todo esto? ¿Seguimos con nuestra aventura, en la
esperanza de que te enamores de mí algún día? ¿O nos separamos mientras aún
pueda, antes de que empiece a odiarte por desear más de lo que puedes ofrecerme?
Peter sintió un frío intenso, a pesar del calor que hacía. La obligó a darse la
vuelta, para que lo mirara de frente.
—No quiero que esto termine.
—¿Por qué? ¿Porque mantenemos una buena relación sexual?
Peter negó con la cabeza.
—Basta, Aimee. Es mucho más que eso, y lo sabes. No te habría pedido que te
casaras conmigo si sólo fuera una cuestión física. Y aún quiero casarme contigo.
—Pero antes tendré que firmar el acuerdo, ¿verdad?
Peter no pudo contestar. Aimee tapó su boca con los dedos y sonrió con tristeza.
—Olvida lo que he dicho. Es obvio que quieres que firme. Crees que si no lo
hago me quedaré con todo tu dinero, como hizo Leslie.
—Es un documento legal, Aimee. Simplemente. Te enfadas por nada.
—Pero el matrimonio no es un negocio —insistió—. Lo que siento por ti nada
tiene que ver con aspectos financieros.
—Aimee, el matrimonio también es un contrato legal.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Peter intentó consolarla, pero Aimee levantó
una mano para impedírselo.
—Deja que termine —murmuró—. Aunque firmara ese acuerdo, no resolvería
el problema básico. Peter, estoy enamorada de ti. Tú me deseas, pero no me amas, y
no puedo casarme contigo. No puedo.
Al notar la resignación de su tono de voz, sintió que la sangre se le helaba en las
venas. Por primera vez en mucho tiempo estaba asustado.
—Tal vez tengas razón. Tal vez observe las cosas a través de un cristal rosado
—continuó Aimee—. Me he engañado a mí misma, pensando que algún día te
enamorarías de mí. Hasta ahora pensaba que tu problema no era la carencia de amor,
sino el miedo. Pero puede que sea cierto. Puede que seas incapaz de amar.
Peter se sentía muy culpable. Tenía un amargo sabor en la boca. Una vez más,
su egoísmo y su insensibilidad habían herido a Aimee. No se lo merecía.
—Tú no eres el problema, cariño, sino yo —dijo, acariciándole la mejilla—. Si
fuera capaz de amar a alguien, te amaría a ti.
—Supongo que debería alegrarme por ello —declaró, intentando sonreír, sin
éxito.
Aimee recogió su bolso, ante el creciente pánico de Peter.
—¿A dónde vas?
Capítulo Ocho
—Aquí lo tiene.
Abner Sterling contó el dinero antes de dárselo a Aimee.
—No puedo creer se hayan vendido con tanta rapidez. El otro tardó casi tres
semanas en venderse. ¿Sabe quién ha sido? ¿Quién ha comprado mis cuadros?
—El mismo individuo que compró el anterior.
—Sí, ya lo sé, ¿pero no le dio su nombre? —preguntó Aimee, sorprendida por
su buena suerte.
—No dijo nada, y yo no pregunté.
—¿Qué hay de su cheque, o del recibo de su tarjeta de crédito? Su nombre
estará en alguna parte.
Había acertado al dar a Abner Sterling algunos de sus cuadros. En realidad
había sido una decisión desesperada. No cabía nada más bajo, excepto empezar a
vender su obra a los turistas en la zona de Jackson Square. La única razón por la que
no lo había hecho era porque no podía permitirse el lujo de pagar la licencia
municipal.
Tres ventas en dos semanas era más de lo que esperaba. Apenas podía creer en
su suerte. Debía ser el destino. Tenía que serlo.
—Pagó al contado.
—Vaya —dijo, decepcionada.
Le habría gustado conocer a su benefactor para poder darle las gracias.
—Sin embargo, supongo que se trata de algún coleccionista, de alguien que
sabe de arte. Parecía conocer sus cuadros, y no regateó el precio. Y eso que, como
sabe, pensaba que pedía demasiado por ellos.
—Lo sé.
En realidad sólo había pedido lo suficiente como para recuperar el dinero de
lienzos, marcos y pinturas, y poco más. Considerando el tiempo de trabajo y el valor
artístico, eran un regalo, pero no le importaba. Ahora tenía dinero para afrontar las
reparaciones del edificio.
—Gracias de nuevo, señor Sterling —sonrió, guardándose el dinero y
caminando hacia la puerta.
—¿Tiene más cuadros para vender? —preguntó él—. Tengo espacio para uno o
dos más. Los pondré en el escaparate.
—Veré lo que tengo y se lo traeré —le prometió antes de marcharse.
En cuanto salió se sintió rodeada por la humedad del ambiente, a pesar de que
era muy temprano. Sonrió y se negó a que el calor estropeara su buen humor. De
repente el mundo parecía más brillante.
Su cita con Kay Sloane había salido bien. No habían llegado a ningún acuerdo
con respecto a la exposición, pero Jacques era optimista. Había encontrado un nuevo
inquilino para el piso que había dejado Simone la semana anterior, y por añadidura
había vendido dos cuadros más.
Se tomaba todos aquellos golpes de suerte como signos. Guiños del destino que
la guiaban diciéndole que todo iba a salir bien. Cruzó la calle, alegre a pesar de que
no había visto mucho a Peter durante los últimos días. Pero estaba tan contenta que
creía que hasta terminarían resolviendo sus problemas de algún modo. No había
renunciado a que se enamorara de ella.
Entonces pensó que tal vez debería dar el primer paso. Creía que las estrellas
estaban de su lado, como si las estrellas pudieran estar de parte de alguien. Y no
había mejor momento para comenzar que aquella misma mañana. Se sentía tan
optimista que se dirigió a buen paso hacia la galería de Peter.
Liza se había mostrado de acuerdo en encargarse de la tienda para que ella
pudiera pintar, de modo que estaba decidida a convencer a Peter para que salieran y
pasaran juntos el día en la playa.
Cuando llegó a Gallagher casi podía respirar el aire del mar. Un día lejos de la
ciudad era todo lo que necesitaban. Simplemente no aceptaría un no por respuesta.
Abrió la puerta de la galería y entró en el elegante recibidor. El aire frío la
recibió como si fuera un beso, y suspiró. Respiró profundamente. Tardó unos
segundos en acostumbrarse a la tenue luz que Peter utilizaba para resaltar las obras
expuestas. Como siempre, el ambiente sereno del local, junto con los suelos de
mármol y las paredes, tuvieron un efecto calmante en ella.
Casi de inmediato se alegró de no haber aceptado su ofrecimiento. No merecía
que sus cuadros estuvieran colgados junto a autores de la categoría de Picasso,
Monet o Renoir. Sabía que nunca llegaría a ser tan buena.
Pero en cualquier caso soñaba con colgar su obra en un lugar donde la gente
pudiera contemplarla, admirando su belleza y sintiendo lo mismo que ella veía.
Tal vez no tuviera demasiado talento, pero aquello no le impedía soñar con
convertirse en una estrella, como le había prometido. No impedía que quisiera ser
más de lo que era.
Frunció el ceño al ver su reflejo en un pedestal plateado. Su camiseta, sus
pantalones cortos desgastados y sus sandalias contrastaban terriblemente con la
elegancia de la galería. Había tal distancia entre ellos como la existente entre
Gallagher y la tienda de Sterling. Su trabajo no merecía estar en un lugar como aquél.
Considerar tal posibilidad sobrepasaba con mucho el territorio de los sueños.
Durante unos instantes pensó que su optimismo inicial desaparecería. Pero
antes de que pudiera pensar mejor la idea de visitar a Peter, su ayudante entró en la
habitación.
—Buenos días, Aimee.
—Hola, Doris. ¿Está el jefe por aquí?
—Está en el sótano —dijo la otra mujer, señalando con un gesto la parte de atrás
de la galería—. Pero no quiere que lo molesten. Sin embargo, tengo la impresión de
que pasa demasiado tiempo con esos cuadros, por mucho que valgan. No es bueno ni
normal que pase tanto tiempo encerrado. Necesita estar con gente, no rodeado por
cuadros de pintores muertos.
—¿Ocurre algo malo, Doris? —preguntó.
—Ha estado de muy mal humor durante toda la semana. Pensé que habríais
discutido.
—No exactamente. Digamos que tenemos cierta diferencia de criterios.
—Pues es tan cabezota que ha decidido encerrarse en el sótano desde entonces.
Aimee sonrió, pensando en lo que pensaría Peter del comentario de su
ayudante.
—Bueno, estaba considerando la posibilidad de raptarlo y llevármelo a la playa
a pasar el día. ¿Crees que querrá ir?
—Si él no quiere, te acompañaré yo.
—¿Tiene mucho trabajo?
—Sí, demasiado. ¿Por qué no vas y lo sorprendes mientras yo intento cambiar
sus citas?
—Gracias, Doris. Eres maravillosa.
—No querida, tú sí que lo eres —dijo con seriedad—. Es un buen hombre,
Aimee. Merece más amor y más risas en su vida. Actualmente no tiene ninguna de
esas cosas.
—Lo sé.
Apretó la mano de la mujer, cariñosamente. Deseaba darle a Peter todo el amor
y toda la alegría que había en su interior. Comenzó a bajar hacia el sótano, cuya
entrada se encontraba en la parte posterior. Esperaba que su instinto no se
equivocara; aún creía que algún día descubriría que estaba enamorado de ella.
Su corazón latía a toda velocidad cuando abrió la puerta del sótano. La
habitación que se extendía ante ella era sombría, en tonos negros y grises. Había una
gruesa moqueta que cubría todo el suelo, y una sola lámpara en una pared que
iluminaba el cuadro que estaba colgando su amante.
—¿Peter?
Peter dio un paso atrás y miró hacia el umbral. Aimee estaba en la puerta, tal y
como había soñado en tantas ocasiones. El sol de la mañana entraba por la escalera,
iluminándola y envolviéndola en un halo. Su pelo oscuro enmarcaba su rostro. Sus
ojos pálidos brillaban como piedras preciosas. Parecía un ángel. Un ángel que
hubiera sido enviado para rescatarlo de su pesadilla.
—¿Peter? ¿Te encuentras bien? —preguntó, caminando hacia él.
—Oh, sí, estoy bien —contestó, volviendo a la realidad.
Se metió las manos en los bolsillos para evitar abrazarla, aunque se sentía
terriblemente aliviado al verla allí.
Aimee levantó la mirada hacia el cuadro que había estado contemplando.
—¿Se trata de algún artista nuevo? —preguntó.
—Es de mi padre.
—No sabía que tu padre fuera pintor.
Peter se encogió de hombros.
—Como ves, no era muy bueno.
—Tal vez no, pero pocos lo son —dijo, mientras estudiaba el cuadro—.
Personalmente, lo encuentro interesante.
Ciertamente, su padre no había sido muy buen pintor. Y todo el encanto de sus
cuadros desapareció cuando se divorció de su esposa.
—Éste es uno de sus mejores cuadros. Eran las zapatillas de mi madre. Las
pintó poco después de que se casaran.
—¿Era bailarina?
—Sí. Y muy buena. Habría llegado a ser muy famosa si no se hubiera casado
con mi padre, y si no me hubiera tenido a mí.
—No me habías hablado nunca de ella.
—No lo he hecho a propósito. No recuerdo muchas cosas de mi madre, porque
se divorció de mi padre cuando yo sólo tenía tres años. Creo que se casó con un
conde rico y se fueron a vivir a Europa. Se mató en un accidente de tráfico cuando yo
tenía diez años.
Sin embargo, la había perdido mucho antes. La había perdido entre las
tremendas discusiones que mantenían sus padres. Ella siempre le echó en cara que
había arruinado su carrera artística por casarse y por tener un hijo al que no quería y
que no encajaba en sus planes. La había perdido mucho tiempo antes de que
desapareciera físicamente.
—Qué horror —comentó ella, tocando su brazo—. Lo siento tanto…
—No lo sientas. Nunca estuvimos demasiado cerca. Apenas la recuerdo.
—Lo sé, pero a pesar de todo era tu madre. No me extraña que cuelgues el
cuadro en el sótano. Debe significar mucho para ti.
Peter se encogió de hombros. Aquel cuadro y la galería era lo único que le
habían dejado sus padres.
—Sé que no es muy bueno, pero cuando abra el nuevo local de Gallagher lo
colgaré en la sección dedicada a artistas locales. Creo que a mi padre le habría
gustado.
Aimee apretó los dedos sobre su brazo.
—Una idea maravillosa. Estoy segura de que le habría encantado.
Ninguno de los dos fue capaz de bañarse desnudo. La idea de hacer el amor con
Aimee entre las olas del mar era bastante atractiva, pero llevar la fantasía a la
realidad resultó imposible.
La playa era tal y como Aimee había prometido, de arena blanca, agua clara y
fría y cálida brisa. Pero también había multitud de personas tomando el sol; y entre
ellos, muchos niños con sus padres, que obviamente aprovechaban sus últimas
semanas de vacaciones antes de que comenzara el curso escolar.
Tumbado sobre una toalla, Peter se incorporó apoyándose en el codo mientras
Doris le transmitía los mensajes por el teléfono móvil. En realidad apenas la
escuchaba. Estaba contemplando a Aimee, que paseaba por la orilla. El bañador
blanco que llevaba remarcaba su silueta. El sol había dorado las partes visibles de su
cuerpo. Mientras la contemplaba, imaginando las zonas de su cuerpo que el sol no
había tocado, se excitó.
Entonces hizo un gesto con la mano, llamándolo.
—Peter…
Peter hizo un gesto hacia el teléfono que tenía en la mano. Ella hizo una mueca
de desagrado y se zambulló en el agua.
—Tengo una lista de los vuelos del sábado —dijo Doris.
Pasaron varios segundos. Peter se incorporó y se sentó, preocupado porque
Aimee aún no había subido a la superficie. Cuando su oscuro cabello volvió a
aparecer, respiró aliviado.
—¿Peter? ¿Peter, estás ahí?
—Lo siento, Doris. ¿Qué decías?
—Te estaba preguntando si querías que te diera la lista de los vuelos del
sábado.
—¿Cuándo quiere verme Hendrickson?
—El sábado. Hay un vuelo que sale de aquí a las nueve y media de la mañana y
llega a Chicago a las…
No prestó más atención. Estaba completamente ensimismado contemplando a
Aimee mientras salía del agua dirigiéndose a la orilla. Su bañador blanco se había
pegado a su cuerpo y el agua resbalaba entre sus senos. Parecía una ninfa marina.
Aimee corrió hacia Peter y cuando llegó a su altura se dejó caer de rodillas
sobre la toalla que había a su lado. De inmediato, le arrebató el teléfono y dijo:
—Lo siento, pero el señor Gallagher tiene que resolver un asunto urgente. Ya le
llamará.
Entonces, colgó el teléfono y arrojó el aparato a la arena.
—¿Un asunto urgente? —preguntó él.
—Un asunto de la mayor urgencia —le informó, antes de arrojarse entre sus
brazos—. Yo.
Lo besó, y Peter la abrazó. Podía sentir el calor de su cuerpo. Ella comenzó a
moverse lentamente. La reacción de Peter fue tan inmediata que sonrió, y cuando
sintió su lengua en los labios todo su control desapareció. La empujó levemente,
colocándola de espaldas, ante su mirada sorprendida. Una mirada tan llena de deseo
como la suya.
Después la besó de forma muy distinta, sin juego, sin bromas. Fue un beso de
deseo, de necesidad, un beso lleno de pasión.
Aimee entreabrió la boca y Peter entró en ella.
—Peter —murmuró, clavándole los dedos en los hombros.
Estaba tan excitado que quería llenarse con su olor, con su contacto, con la
alegría que provocaba en él su imagen. Su corazón latía de forma tan apresurada que
pensó que iba a morir de un infarto allí mismo.
Aimee se arqueó y él se estremeció. Pensó que al menos moriría feliz. En
cualquier caso, se rindió a la tormenta de la necesidad que sentía y la besó otra vez,
dejándose llevar por la locura que despertaba en su interior. Estaba a punto de
besarla en el cuello cuando escuchó una risita.
—¡Mamá, ven a ver esto! ¡Están besándose! —exclamó un niño.
Peter se quedó helado. Hizo un esfuerzo para recobrar el control y respiró
profundamente. Después de unos segundos, levantó la cabeza a regañadientes.
Abrió los ojos y miró al rostro del intruso. Se trataba de un niño de cuatro o
cinco años que estaba sentado a escasos centímetros. Sus ojos marrones lo miraban
con curiosidad.
—¿Te gusta besar a las chicas? —preguntó.
—Me gusta besar a esta chica —puntualizó Peter.
Para demostrarlo, besó con rapidez a Aimee.
—Hola —dijo ella.
—Hola —contestó el chico, mirándolos—. ¿Estáis jugando a mamás y a papás?
¿Por eso os besáis? Mi madre y mi padre estaban besándose y ahora voy a tener un
hermanito. ¿Vais a tener también un bebé?
—Vaya, así que ese es el modo en que se hace —bromeó Aimee, sonriendo.
En aquel momento Peter estaba hablando con Doris, organizando las citas del
día siguiente. Aimee observó su distante expresión. No parecía en modo alguno un
hombre enamorado; podía cortar o eliminar todas sus emociones en cuestión de
segundos. Suspiró, decepcionada. Aquella mañana estaba tan contenta con la venta
de sus cuadros que realmente había pensado que era una señal. Sin embargo, ahora
dudaba de nuevo.
Se levantó y sacudió la arena de la toalla. Al hacerlo, tuvo la impresión de que
desaparecía la magia que habían compartido durante unas horas.
—¿Estás preparada? —preguntó él, recogiendo la toalla y la bolsa de baño.
Aimee se volvió por última vez para contemplar la playa. El sol era una
preciosa bola naranja y dorada que llenaba el cielo, descendiendo lentamente tras la
línea del horizonte como si se hundiera en las oscuras aguas. Se estremeció. No podía
dejar de pensar que los mágicos momentos que había compartido con Peter, y todos
sus sueños de un futuro común se hundían a la vez que el sol.
Capítulo Nueve
—¿No te han dicho nunca que esas escaleras son peligrosas? —preguntó Peter
mientras la acompañaba a su piso.
—Muchas veces —contestó, abriendo la puerta—. Pero debes reconocer que
subir tantos escalones es bueno para la salud.
Dejó la bolsa en el suelo y se dejó caer en el sofá.
—Es cierto —dijo él, sentándose a su lado—. No hemos tardado mucho en
volver. ¿Qué te parece si te das una ducha rápida y nos vamos a comer algo?
—Me parece una buena idea —contestó, deseando liberarse de la arena que
tenía por todo el cuerpo—. Pero preferiría comer aquí. Podríamos pedir una pizza
por teléfono.
Peter se levantó y caminó hacia el aparato.
—Eres la única mujer que conozco que prefiere una pizza a un buen asado. ¿La
quieres con anchoas?
—Por supuesto —contestó.
Peter sonrió y descolgó el auricular para hacer el pedido.
Aimee intentó recobrar parte de su optimismo anterior. Respiró
profundamente. No comprendía qué había provocado su repentino cambio de
humor en la playa, pero le alegraba que se hubiera olvidado de ello.
En aquel instante alguien llamó a la puerta.
—¿Aimee? ¿Dónde has estado? —preguntó el francés, entrando en el salón—.
He estado intentando localizarte toda la tarde.
La expresión de Peter se endureció. Colgó el teléfono y dijo:
—¿No te ha dicho nadie que un caballero no entra en la casa de una mujer sin
ser invitado?
Jacques sonrió.
—Ah, pero yo no soy ningún caballero, Gallagher. Y la mayor parte de las
damas que conozco se alegran tanto de verme que no necesito ninguna invitación
para entrar en sus casas.
Peter dio un paso hacia Jacques, pero Aimee se interpuso entre los dos
hombres.
—Comportaos —dijo—. ¿Por qué intentabas localizarme?
Había pasado el suficiente tiempo con el francés como para saber que
encontraba muy divertidos los celos de Peter. Además, estaba convencida de que en
realidad estaba interesado en Liza, a pesar de la relación que mantuviera con Kay
Sloane.
—Porque Kay ha decidido incluir dos de tus cuadros en la exposición.
Peter la abrazó durante unos segundos más, como si hubiera notado el cambio
que se había producido en ella. La besó una vez más y dio un paso atrás.
—Te llamaré mañana por la mañana.
Segundos después, se había marchado.
—Peter, sé que lo dices sinceramente, pero ambos sabemos que no sueles estar a
mano cuando se trata de hacer reparaciones.
—Admítelo, Gallagher, ni siquiera podrías cambiar una bombilla —bromeó
Liza.
Peter miró a la rubia.
—Habría contratado a alguien para que lo hiciera en su lugar.
—Por supuesto, no lo he dudado nunca —comentó Liza con ironía.
Peter hizo caso omiso y se dirigió a Aimee, que aún se encontraba en la escalera,
con el ceño fruncido. Las cosas no estaban saliendo como había planeado.
—Liza, ¿te importaría perdonarnos unos minutos? —pregunto él entre
dientes—. Me gustaría hablar a solas con Aimee.
—Bueno, pero…
Las dos mujeres intercambiaron una mirada. Finalmente, Liza se rindió y dijo:
—De todas formas tengo que volver a la tienda. Llámame si necesitas algo —
añadió, dirigiéndose a Aimee.
Liza se marchó, no sin antes mirarlo de malas maneras.
—Antes de que abras la boca, lo siento —declaró él, alzando las manos—.
Siempre hablo sin pensar. Sé que la simple idea de sugerir que puedo ayudarte te
molesta.
—Eso no es cierto.
Peter suspiró. Definitivamente, las cosas no estaban saliendo como había
planeado. Después de una noche en vela, había imaginado un escenario perfecto
para convencerla de que se casara con él. Pero en aquel instante tenía perdida la
partida de antemano.
—Tienes razón. Perdóname otra vez. ¿Qué te parece si me haces un favor y
bajas de esa escalera? Resultaría más fácil hablar contigo.
Cuando por fin bajó, descubrió que estaba nervioso. No sabía cómo decírselo.
Aquella mañana todo había sido más sencillo; se había limitado a pedir a Doris que
reservara un billete de avión para que Aimee lo acompañara a Chicago. Tenía una
suite en el hotel Ritz Carlton durante todo el fin de semana, y hasta había reservado
mesa en el mejor restaurante de la ciudad. Podía solventar con rapidez los asuntos
que debía tratar con Hendrickson y pasar después un romántico fin de semana con
su amante. Deseaba pasar cierto tiempo a solas con ella.
—¿Querías hablar conmigo sobre alguna cuestión en particular?
Peter pensó que todo aquello era ridículo. Se sentía perfectamente idiota.
—Quería invitarte a pasar el fin de semana en Chicago.
—¿Qué fin de semana?
—Este fin de semana. Nos marcharíamos mañana por la mañana.
—¿Mañana?
—Sí. Tengo una cita de negocios que me mantendrá ocupado durante una hora
o algo así, pero después estaré libre. Recuerdo que en cierta ocasión comentaste que
te encantaría visitar el Museo de Arte de Chicago.
—Lo siento, Peter, pero no puedo ir mañana.
—Ya he reservado mesa para cenar y… ¿No puedes ir?
—No, no puedo. El lunes llega un nuevo inquilino y tengo que terminar de
pintar antes de que llegue.
Peter estaba asombrado. No había considerado la posibilidad de una negativa.
—¿Qué hay de Jacques y de Liza? ¿No pueden terminarlo por ti?
—No podría pedirles algo así.
—¿Por qué no? —preguntó, irritado—. No parecen tener problema alguno en
pedirte favores a ti.
—No se me ocurriría nunca aprovecharme de ese modo de nuestra amistad —
espetó, enfadada—. El edificio es mi responsabilidad. No suya, ni tuya.
Estaba perdiéndola. Podía sentirlo en el fondo de su corazón. Aquello sólo
sirvió para irritarlo aún más.
—Tengo la impresión de que tus amigos y tu edificio son mucho más
importantes que yo.
—Eso no es cierto.
—¿No? Eso explicaría por qué te niegas a desprenderte de esta monstruosidad.
—Es mi monstruosidad.
—Es un desastre. Te he ofrecido mil veces la posibilidad de comprártelo. Pero si
no quieres venderlo, al menos podrías alquilármelo o traspasármelo. Yo lo arreglaría
y lo dejaría en buen estado, algo que tú no puedes hacer.
Aimee se acercó a él, hasta quedarse a escasos centímetros.
—Puede que no sea un edificio maravilloso, pero es mi casa y me gusta. Para tu
información, las cosas me están saliendo bien. Y mejorarán. He vendido unos cuantos
cuadros y voy a exponer mi obra en la exposición de Kay Sloane, el mes que viene.
En poco tiempo conseguiré el dinero suficiente como para contratar a alguien que
arregle el edificio.
—Maldita sea, puedo hacerlo yo. Hasta te he pedido que te cases conmigo —le
recordó—. Si tuvieras un poco de sentido común, aceptarías. Al menos, siendo mi
mujer no tendrías que matarte para arreglar este lugar. Y no tendrías que rebajarte
participando en una exposición para aficionados.
—Gracias, pero no. No necesito tu ayuda.
—¿De verdad?
Estaba demasiado concentrado en su propio dolor como para darse cuenta del
alcance del enfado de Aimee. Miró la habitación, sin terminar de pintar; los balcones
estaban destrozados y las paredes en un estado lamentable.
—No parece que estés haciendo un trabajo tan maravilloso —continuó.
—Te equivocas —dijo, sin dejar que la intimidara.
—No creo que las cosas te vayan tan bien. ¿Crees que merece la pena vender tu
obra a bajo precio en la tienda de Sterling, para poder arreglar el edificio?
—¿Cómo sabes lo de Sterling?
—¿Cómo crees que lo sé? ¡Porque soy quien ha estado comprando tus cuadros!
—¿Por qué? —preguntó, furiosa.
—Porque era la única forma que tenía de ayudarte.
—¿Estás seguro, Peter? ¿Estás seguro de que no lo has hecho porque piensas
que mi trabajo no es tan bueno como para que lo compre alguien? —preguntó con
voz rota—. ¿O es que crees que no estoy a la altura como persona?
—Aimee, eso no es cierto. Sólo pretendía ayudar. Sabía que necesitabas el
dinero.
—Sólo necesito que confíes en mí, y que me ames. Pero ya veo que es mucho
pedir.
—Aimee, por favor. Nunca he deseado a nadie tanto como te deseo a ti —dijo,
antes de besarla.
—Sé que me deseas, Peter. Pero ya no es suficiente para mí. Necesito algo más.
Más de lo que puedes darme.
—¿Qué estás diciendo?
—Que nuestra relación ha terminado. Siempre dijimos que duraría lo que
quisiéramos. Pues bien, ya no quiero continuar.
—Así que estabas enamorada de mí, ¿verdad? Supongo que a fin de cuentas
tenía razón. Si nos hubiéramos casado no habríamos estado juntos demasiado
tiempo. Ni siquiera hemos podido mantener una simple aventura.
Aimee hizo caso omiso de la amargura que había en su voz.
—Tal vez habríamos podido estar más tiempo juntos si no me hubiera
enamorado de ti. No podemos cambiar lo que somos, ni lo que sentimos. Me deseas,
pero no me amas. Y yo necesito a alguien que pueda darme las dos cosas.
Necesitaba el compromiso emocional que Peter era incapaz de darle.
—Tienes razón —respondió él, con expresión más suave—. Mereces lo mejor,
Aimee. Sólo me gustaría ser la persona que te lo diera.
—Y a mí —susurró.
Unos instantes después Peter se marchaba de la casa. Y con ello, también
desaparecía de su vida.
Capítulo Diez
Peter despertó sobresaltado. Se sentó, apartó las sábanas y se pasó las manos
por el pelo. Estaba empapado de sudor.
Respiró profundamente para tranquilizarse y esperó a que desaparecieran los
últimos retazos de la pesadilla. Estaba haciéndose más frecuente, demasiado
frecuente. El final de su relación con Aimee lo había afectado de forma negativa.
Había pasado casi un mes de pesadillas continuas, desde que ella se había marchado
de su vida.
De alguna manera se las había arreglado para sobrevivir a las primeras
semanas. Había estado viajando todo el tiempo. No le resultó muy difícil. Durante
los meses que había pasado junto a Aimee evitaba salir de Nueva Orleans para estar
a su lado, y ahora aprovechaba los asuntos de negocios para no pensar en ella.
Había pasado tanto tiempo con Aimee que había dejado a un lado la faceta de
su negocio que más le agradaba, la de adquirir y descubrir nuevos talentos. Por
desgracia, las cosas también habían cambiado en aquel aspecto. De hecho se
preguntaba cómo había sido capaz de pasar tanto tiempo trabajando, asistiendo a
subastas o persiguiendo alguna obra valiosa a cambio de una satisfacción mínima. Ni
siquiera estaba contento por haber conseguido que Hendrickson firmase, a pesar de
que se trataba de un magnífico artista que le haría ganar una fortuna.
Ya no sacaba placer alguno del arte. Pero al menos los viajes le servían para
estar lejos de Nueva Orleans y evitar la posibilidad de encontrarse con ella, aunque
no pudiera apartarla de su mente.
En realidad no había dejado de pensar en Aimee ni un sólo segundo durante el
tiempo transcurrido. Pensó en ella mientras paseaba por el Museo de Arte de
Chicago, y cuando cenó a solas en el hotel. Pensó en ella cuando viajó a París para
visitar el Louvre. Pensaba en ella todo el tiempo porque la echaba de menos. Y no
sólo echaba de menos sus momentos de pasión. También añoraba sus charlas y su
risa. Hasta lamentaba no poder hablar sobre el edificio y sobre sus inquilinos. La
echaba de menos mucho más de lo que habría creído posible.
Pero en aquella ocasión el hecho de que hubiera pasado una noche terrible se
debía a algo distinto. Al llegar a Nueva Orleans había descubierto una invitación
para asistir a la exposición de Aimee.
Apoyó los pies en el suelo y volvió a pasarse las manos por la cabeza. Había
estudiado psicología en la universidad, y sabía perfectamente que su pesadilla era un
símbolo de su separación.
Pero no la culpaba. Ni siquiera le importaba haber perdido con ello cualquier
oportunidad de recuperar el edificio. Ni siquiera estaba seguro de lo que esperaba
ganar consiguiendo que se lo vendiera. Tal vez lo quería por su padre, por cumplir la
promesa, por redimirse ante él, aunque estuviera muerto.
Lo único que lamentaba era haber hecho daño a Aimee. No había sido su
intención, y desde luego, no lo merecía. De hecho, había aceptado su separación para
no herirla aún más.
Miró el reloj de la mesita de noche. Eran las ocho y media. Cuando regresó la
mañana anterior se pasó por la galería para recoger las cartas y los mensajes. Al
parecer se había quedado dormido en cuanto llegó a su casa. Y había estado
durmiendo durante casi diez horas.
Se estiró para desentumecerse antes de asomarse a la ventana. Era de noche, y
el cielo estaba oscuro, ligeramente encapotado. Las nubes ocultaban la luna.
Miró de nuevo el reloj y tomó la invitación, que leyó de nuevo, pasando un
dedo por encima.
Cabía la posibilidad de que Aimee no supiera que él había recibido una
invitación. No en vano era un marchante muy importante en Nueva Orleans, y no
podían permitirse el lujo de olvidarse de él.
Pero tal vez se tratase de una invitación personal. Tal vez también ella lo había
echado de menos. Su pulso se aceleró al pensarlo. Sin embargo, calculó que era más
probable que no le importara su asistencia, o incluso que prefiriera que no se
presentara.
Llevado por su sentimiento de culpabilidad justificaba el comportamiento de
Aimee hasta el punto de creer que había hecho bien al expulsarlo de su vida. Caminó
hacia el cuarto de baño y abrió la ducha antes de meterse bajo el agua.
Aimee merecía a alguien mejor que él. Merecía un hombre que la amase. El no
era capaz de sentir tal emoción. Probablemente sólo había coincidido con Leslie en
aquel punto, al margen del deseo que ella sentía de convertirse en una estrella. Algo
en lo que Aimee no había cedido jamás.
Mientras se duchaba volvió a repetirse mentalmente las razones por las que
debía permanecer alejado de ella. Sin embargo, sabía que iba a asistir a la exposición
de todas formas. Aunque sólo fuera para descubrir que lo odiaba.
Veinte minutos después entraba en el hotel donde tenía lugar el acontecimiento.
Pensó que era un idiota por haber cedido a la tentación de presentarse.
Probablemente sólo conseguiría que lo odiara aún más. Era su primer triunfo
profesional, y él, la última persona con quien querría compartirlo. Por otra parte,
nunca creería que le deseaba el éxito, como no creería que en realidad admiraba su
talento.
—¿Puedo ver su invitación, señor? —preguntó el portero.
Peter se sacó la tarjeta del bolsillo del esmoquin y se la dio al joven. Al entrar
miró a su alrededor. Kay Sloane había reunido a un buen número de marchantes
importantes, entre los que se contaban varios de sus clientes. Caminó entre la
multitud, buscando a Aimee.
—Peter, no pensaba verte esta noche —dijo la señora Amstrong, una de sus
clientes más ricas, mientras se acercaba—. Estuve en Gallagher la semana pasada y
me dijeron que estabas de viaje.
moría en su interior. En el fondo siempre había sabido que aquello no iba a durar
demasiado. Tal vez por ello se había negado al principio a admitir su talento, aunque
estuviera convencido de su capacidad. Había comprado los cuadros a Sterling para
ayudarla, pero sobre todo para no perderla. Sin embargo, aquello no le había servido
de nada.
Decidió que había cometido un error al presentarse en la exposición. Tenía que
salir de allí de inmediato, antes de ponerse en ridículo rogándole que le diera otra
oportunidad.
Debía olvidarla. Confuso, dio media vuelta para marcharse.
En aquel mismo instante Aimee estaba pensando que Peter no asistiría. Miró
hacia la entrada mientras saludaba a la pareja que había comprado uno de sus
cuadros. Había pasado toda la noche sonriendo, aunque su humor distaba mucho de
ser alegre. Se suponía que aquélla era la noche más feliz de toda su vida, pero sólo
deseaba regresar a su casa, meterse en la cama y llorar.
Y todo por Peter Gallagher.
—Donald y yo nos enamoramos de los colores en cuanto lo vimos —explicó la
nueva dueña del cuadro.
—Gracias —acertó a decir, educadamente.
—Y en cuanto a la composición…
Un sexto sentido la empujó a mirar hacia otra parte. Y su corazón se aceleró de
inmediato. Acababa de descubrir a Peter.
—Lo siento, ¿podrían perdonarme unos minutos?
Sin esperar respuesta se alejó de sus clientes y corrió hacia su amado.
—¡Peter, Peter, espera!
Peter giró en redondo al escuchar su voz. Sus profundos ojos azules se
iluminaron. Parecía contenta de verlo, tan contenta como él. Desafortunadamente, no
estaba acostumbrado a mostrar sus sentimientos.
Cuando llegó a su altura, Aimee tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojarse a
sus brazos. Observó su rostro, como para adivinar lo que sentía.
—¿Acabas de llegar?
—Hace unos minutos. Estaba a punto de marcharme.
—¿Ibas a marcharte sin hablar conmigo? ¿Sin desearme siquiera buena suerte?
—No creo que necesites suerte —contestó, mientras besaba su mano—.
Felicidades, Aimee.
—Gracias —contestó, emocionada—. Esperaba que vinieras esta noche, Peter.
Me dije que si lo hacías sería un signo.
—¿Me enviaste tú la invitación? —preguntó sorprendido.
—Sí.
—Me alegro. Pero, ¿por qué lo hiciste? Estaba seguro de que no querrías volver
a verme.
—Porque ésta es la noche más importante de toda mi carrera y quería compartir
mi éxito o mi fracaso contigo.
Algo profundo y poderoso brilló en los ojos de Peter. Apretó sus dedos y dijo:
—Aimee, yo…
—Vaya, estás aquí —dijo Jacques, acercándose con Liza—. Gallagher…
—Gastón…
—Hay un caballero de una galería de Nueva York que quiere hablar contigo —
comentó el francés.
—No me sorprendería que te ofreciera un contrato —añadió Liza.
Aimee se ruborizó. Sus amigos intentaban utilizar su éxito para molestar a
Peter. Pero no pareció incomodarse.
—Si hubiera sido un buen hombre de negocios habría conseguido que firmara
para Gallagher hace mucho tiempo —sonrió.
Liza le devolvió la sonrisa, pero de forma sarcástica.
—A juzgar por lo sucedido esta noche, diría que has sido un idiota al dejarla
escapar.
—Estoy de acuerdo contigo. Perder a Aimee ha sido uno de los peores errores
que he cometido en toda mi vida.
—Vamos, Aimee, tienes que volver —dijo Liza, tomándola del brazo—.
¿Aimee?
Aimee no se movió.
—Yo diría que nuestra amiga prefiere quedarse donde está —comentó Jacques,
tomando la mano de Liza.
—Pero, ¿qué hay del galerista de Nueva York? —protestó la rubia.
—Creo que tendrán que conocerse en otra ocasión. Vamos, Liza, puedes
coquetear un poco con él para ayudar a Aimee.
—Yo no coqueteo —le dijo, molesta.
—Claro que sí. No haces otra cosa que coquetear cuando sirve a tus propósitos.
Es algo que me gustaría discutir contigo.
—No tengo nada que hablar contigo.
—Tal vez no, pero yo sí —replicó.
Cuando se marcharon, Aimee comentó:
—No sé qué les ha sucedido. Han estado actuando de forma extraña
últimamente. Siento que hayan sido tan groseros contigo, Peter. Supongo que
intentan defenderme. He pasado unas semanas muy malas.
—Yo también.
—Te agradezco que hayas venido esta noche.
—Intenté no hacerlo, pero no pude. Pedí a Doris que organizara todo tipo de
citas de trabajo, para evitar estar en Nueva Orleans, cerca de ti. Pero en cuanto
regresé y vi la invitación vine de inmediato. Tenía que verte.
—Me alegro más de lo que puedas creer.
Peter apretó su mano y la atrajo hacia sí.
—Sé que me he comportado como un egoísta. Supongo que tendrás planes para
ir a celebrarlo con tus amigos, pero… ¿dejarás al menos que te acompañe a casa?
Aimee lo miró y su corazón se detuvo. Nunca lo había visto tan triste e
inseguro. Su vulnerabilidad la emocionó. Nunca había podido negarle nada, y
aquella noche no era distinta.
—Creo que Jacques y Liza lo comprenderán. La fiesta terminará dentro de unos
minutos. Tal vez quieran continuar sin mí.
—¿Estás segura?
—Estoy segura.
Se dirigieron a la salida sin prestar atención a las miradas de sorpresa. Bajaron
por las escaleras, por no esperar al ascensor. Riendo, entrelazaron las manos y
salieron del hotel.
Comenzaron a caminar calle abajo hacia el barrio francés. Un trueno sonó en la
distancia, y segundos después un rayo iluminó la avenida. Había empezado a llover.
Aimee echó la cabeza hacia atrás y rió. No le importaba tener empapado el
cabello, ni que su precioso vestido se estropeara. Ni siquiera le importaba que se
mancharan los antiguos zapatos plateados que había encontrado entre el montón de
cosas de su tía Tessie. Siguió corriendo calle abajo, agarrada a la mano de Peter.
Cuando llegaron al edificio, Aimee apenas podía respirar, y estaba mojada de
los pies a la cabeza.
—¿Dónde tienes las llaves? —preguntó él.
—Está abierto.
Entraron en el recibidor del edifico y Peter cerró la puerta a sus espaldas.
—Estás calada hasta los huesos —comentó Peter.
—Tú también —le informó, riendo.
El sonido de su risa fue como una melodía celestial para Peter. La había echado
mucho de menos durante el último mes. Emocionado, cerró los ojos.
Aimee tiró de su pajarita, y Peter abrió los ojos a tiempo para ver cómo caía al
suelo.
—Creo que vas a necesitar un nuevo lazo. Y hasta tal vez un nuevo esmoquin.
—No me importa.
Capítulo Once
Peter la abrazó durante un buen rato, mientras los últimos temblores recorrían
el cuerpo de Aimee. La deseaba de forma desesperada, pero se contentaba con la
satisfacción de su placer.
—Ma chére, si esperas un momento sacaré mis llaves.
Al escuchar la voz de Jacques en el exterior del edificio, Peter la tomó en brazos
y comenzó a subir las escaleras.
—Peter, no puedes llevarme en brazos. Los escalones son demasiado
empinados.
Peter la silenció con un beso. Consiguió llegar al piso superior y se detuvo
frente a la puerta de su casa.
—¿Está cerrada?
Ella sonrió y negó con la cabeza.
—Por una vez, me alegro —añadió.
—Y yo.
Entraron en la casa, y en cuanto lo hicieron Aimee empezó a desabrocharle la
camisa. Peter tuvo que hacer un esfuerzo para no tumbarla en el suelo y tomarla allí
mismo.
—Te deseo, más de lo que haya deseado a nadie en toda mi vida. Pero si aún no
es suficiente, si quieres que me marche, lo haré.
—Peter, yo…
—Espera, deja que termine. Si me quedo, será para no marcharme. Esta vez
quiero algo más que una aventura. Quiero que te cases conmigo. Sé que tenemos que
hablar de muchas cosas, pero si estás dispuesta a hacerlo yo también lo estoy —
comentó, esperando una respuesta—. ¿Y bien? ¿Me marcho o me quedo?
Aimee lo atrajo hacia sí como única respuesta.
Pensó que seguía siendo tan obstinado como siempre, pero le ofreció todo lo
que tenía, todo lo que era, sabiendo que él le daría a cambio todo su ser. Estaba
enamorado de ella aunque no lo supiera.
Mientras la llevaba al dormitorio pensó que aún no había dicho las palabras
mágicas. Hasta era posible que no lo hiciera nunca, pero a su modo le había
declarado su amor.
Sus fuertes y seguros dedos temblaron cuando comenzó a desabrochar los
botones plateados de su vestido. Cuando terminó de hacerlo, dejó que cayera a sus
pies.
—Ah, Aimee, eres tan bonita…
Acarició sus senos con delicadeza, y cuando besó sus pezones la sonrisa de
Aimee desapareció. Cubrió de besos todo su cuerpo, le quitó las braguitas y hundió
los dedos entre sus piernas. Aimee gimió y se agarró a él, temiendo que las piernas
no pudieran sostenerla.
Un rayo iluminó la habitación. Cuando sintió las primeras acometidas de placer
no supo a ciencia cierta si el ruido que había oído procedía del exterior del edificio o
de su dormitorio. Peter continuó besándola, acariciándola, mordiéndola con
delicadeza hasta que creyó que iba a volverse loca. Una y otra vez la llevó hasta las
cimas más altas del placer. Y cuando ya no podía aguantarlo por más tiempo, Aimee
se deshizo en el calor de la tormenta.
Estremecida, le rogó que se detuviera.
—Por favor, para —suplicó—. Hazme el amor, Peter. Deja que te haga el amor.
La lluvia golpeaba las ventanas como si quisiera entrar. Peter se quitó la
chaqueta y la camisa con un solo movimiento, y el resto de su ropa corrió idéntica
suerte en cuestión de segundos.
Cuando se unió a ella en la cama, Aimee cerró la mano alrededor de su sexo.
Peter contuvo la respiración y cerró los ojos.
Aimee estaba encantada de saber que lo afectaba de un modo tan profundo. Lo
guió hacia el interior de su cuerpo. Estaban tan cerca que apenas podía distinguir los
latidos que escuchaba. Cuando lo sintió en su interior se estremeció y esperó un
momento, como si su cuerpo estuviera ajustándose a la nueva situación. Luego,
lentamente, Peter comenzó a moverse, llenándola por completo, saliendo de ella para
volver a entrar otra vez y repitiendo el maravilloso tormento sensual que había
provocado poco antes con su lengua.
—No puedo darte el cuento de hadas que deseas, Aimee. Pero te prometo que
te entregaré todo lo que hay en mí, todo lo que puedo dar.
—Entonces, dámelo —dijo ella, arqueándose.
Los ojos de Peter brillaron. La tormenta rugía en el exterior, desatando su
propia tormenta interna. Hasta que al cabo de un rato llamó a Aimee por su nombre
y ella acompañó su éxtasis, casi al unísono.
Peter abrió los ojos al sentir el sol que entraba por la ventana, calentando sus
mejillas. Se estiró. Era la primera noche que conseguía dormir en meses, aunque en
realidad no había dormido mucho. Habían estado haciendo el amor una y otra vez
hasta que en algún momento se quedó dormido, pacíficamente, sin más pesadillas.
Estiró el brazo en busca de su compañera, pero Aimee no estaba. El despertar
en su cama le proporcionaba una alegría inmensa. Tal vez no pudiera darle el amor
que esperaba, pero estaba decidido a mantener su promesa de entregarle todo lo que
llevaba en su interior.
Sintió una punzada en el estómago y se levantó para buscarla.
—Demuéstramelo.
—Odio la idea de tener que alejarme de ti tanto tiempo —declaró Peter horas
más tarde.
—Yo también.
Mordió el trozo de pan con mantequilla que tenía entre las manos.
—¿Estás segura de que no puedes venir conmigo? Podríamos estar fuera un par
de semanas, y pasar una verdadera luna de miel. Te encantaría París, Aimee. Hay
tantas cosas que ver…
—¡Basta! No estás jugando limpio —se quejó.
—Lo sé —admitió.
—Me gustaría mucho ir contigo, pero cometería un error si no capitalizara el
éxito de anoche, por no mencionar que sería injusto con Kay. Se supone que debo
verla mañana por la tarde. Está intentando conseguir financiaciones públicas para los
programas de arte, y espera utilizar el éxito de la exposición de anoche como
muestra. Debo apoyarla en su campaña publicitaria. Espero que lo comprendas.
—Lo comprendo —dijo, inclinándose sobre la mesa mientras continuaba
comiendo—. Pero tenía que pedírtelo de todas formas.
—Y yo me alegro de que lo hayas hecho —sonrió, con ojos brillantes como
esmeraldas—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Casi un mes —contestó.
Detestaba la idea de estar lejos de ella tanto tiempo. Ahora que sabía que estaba
enamorado se preguntó cómo se las había arreglado para sobrevivir sin Aimee
durante las últimas semanas. Cuando estuvieran casados no habría más
separaciones, y compartirían siempre la misma cama.
—La culpa es mía, por haber pedido a Doris que organizara todas esas citas. Si
no fuera demasiado tarde y si no temiera ofender a varios clientes cancelaría el viaje
hasta que pudieras venir conmigo.
—Si te hace sentir mejor, te diré que en todo caso no tendríamos mucho tiempo.
Kay me dijo anoche que los medios de comunicación le han pedido que conceda unas
cuantas entrevistas, y ha pensado que podrían participar algunos de los artistas de la
exposición conjunta de anoche. Además, Jacques expone de nuevo la semana que
viene, y por si fuera poco tengo que cuidar de la tienda y terminar de pintar.
—Bueno, espero que no estés tan ocupada como para no poder hacer planes
para la boda.
—Creo que me las arreglaré —sonrió abiertamente.
—Será mejor que lo hagas —bromeó—. Pero por si acaso lo olvidas, te llamaré
para recordártelo.
Entonces se levantó y la instó a levantarse.
Capitulo Doce
—¿Se lo has dicho ya a Peter? —preguntó Jacques.
Estaba trabajando en el boceto de una mujer para hacer una escultura.
—No —contestó, mientras mezclaba los colores, buscando la tonalidad exacta
de rosa que quería.
La semana anterior se había enterado de que estaba embarazada, y desde
entonces estaba en vena creativa, como atestiguaba la multitud de nuevos y brillantes
cuadros que atestaban el estudio. Su ilusión iba creciendo día tras día.
—¿Por qué no?
—Porque no es el tipo de cosa que pueda decirse por teléfono —contestó,
pensando que no había sabido nada de él en los últimos cuatro días—. Doris dijo que
regresa pasado mañana. Se lo diré personalmente cuando lo vea.
—¿Crees que se alegrará?
Aimee dejó la brocha a un lado.
—Por supuesto que sí. A Peter le encantan los niños.
—Que le gusten los niños no quiere decir que desee tener uno.
Al notar su extraño tono de voz lo miró. No había en él su alegría habitual, pero
antes de que pudiera preguntar nada el francés cambió de humor por completo.
—No me hagas caso. Ya veo que estás encantada ante la perspectiva de ser
madre. Y estoy seguro de que Peter también se alegrará.
—Sí.
Sin embargo, aquel comentario había sembrado dudas en su interior. Nunca
habían hablado sobre la posibilidad de tener niños, pero suponía que sería tan feliz
como ella cuando lo supiera. Se llevó las manos al estómago, sintiéndose culpable.
Era consciente de que debía habérselo dicho, de que debían haber discutido sobre
ello antes de permitir un embarazo.
Jacques se acercó y le pasó un brazo por encima de los hombros.
—No te preocupes, pequeña. No dejes que un francés cínico estropee tu
felicidad. ¿Dónde está tu preciosa sonrisa?
Aimee intentó sonreír, pero fracasó de forma miserable.
—¿Llamas a eso sonrisa? —se burló Jacques, llevándola hacia el centro de la
habitación—. Vas a ser madre, Aimee, y yo voy a ser tío. Debemos celebrarlo.
Aimee rió.
Al escuchar su risa, Peter se colocó la bolsa en el hombro y siguió subiendo las
escaleras del edificio, aún más deprisa. Había estado conduciendo hasta la
extenuación durante los últimos días, pero había merecido la pena. Había
conseguido adquirir el Rubens que buscaba. Sin embargo, era más importante haber
regresado dos días antes de lo esperado.
Por una vez, no le importó encontrar entreabierta la puerta de su piso. Quería
sorprenderla. Su risa era tan encantadora que sonrió, dejó la bolsa en el suelo y se
dirigió a su encuentro.
Su sonrisa desapareció en cuanto entró en el estudio. Aimee estaba abrazada a
Jacques. El corazón se encogió en su pecho y la adrenalina fluyó por sus venas,
desbocada. Había sido un idiota. Un completo idiota.
—Jacques, suéltame.
—Sugiero que hagas lo que te dice —dijo Peter, con voz fría como el hielo.
—¡Peter!
Aimee se separó del francés y corrió hacia él. Se arrojó a sus brazos y añadió:
—No puedo creer que hayas regresado. No te esperaba hasta dentro de dos
días.
—Ya lo veo.
Peter estuvo a punto de creer que su sonrisa era sincera. Pero la había
descubierto, una vez más, en brazos de otro hombre. Había sido un estúpido al
confiar en ella.
Cuando lo besó de nuevo, se obligó a permanecer impasible, aunque para ello
tuviera que utilizar todas las fuerzas que le quedaban.
Aimee dio un paso atrás y lo miró. Peter no dijo nada. No era necesario. Sabía
que lo había traicionado. La acusación estaba grabada a fuego en sus ojos, en su
mandíbula, en la actitud rígida de su cuerpo.
Toda la alegría que había experimentado Aimee al observarlo en el umbral del
estudio desapareció en décimas de segundos. Y con ella, la certidumbre de que la
amaba. No la amaba, no podía hacerlo. Pensaba que de haberla amado habría
confiado en ella, a pesar de los múltiples y repetidos equívocos con Jacques.
—No seas tonto, Gallagher —dijo el francés, notando lo que ocurría—. Estás
llegando a una conclusión equivocada.
La furia cegaba a Peter.
—Aimee y yo sólo estábamos… —intentó añadir Jacques.
—Jacques, ¿podrías perdonarnos un momento? —preguntó ella.
Jacques dudó.
—Está muy enfadado, amiga mía. Deja que le explique que se equivoca.
—No —dijo, cruzándose de brazos—. No es necesario que des ninguna
explicación.
—¿Estás segura?
—Por supuesto.
Repitió mentalmente sus palabras. Había dicho que era su hijo. El hijo de ella.
La esperanza renació en su interior. Aquella era Aimee, su Aimee. Amable y
generosa hasta la saciedad. Y sincera. De haber querido engañarlo habría aceptado su
proposición de matrimonio al principio, pero no lo había hecho. Lo amaba, y él la
amaba a su vez. Caminó hacia ella.
—Es mi hijo, ¿verdad?
Ella no contestó.
—Soy el padre, ¿no es cierto? Contéstame.
—Sí —contestó al fin en un susurro—. Técnicamente hablando.
—¿Técnicamente hablando?
—En efecto. Pero es mío, no tuyo.
—¿Cómo que no es mío? —preguntó, atrayéndola hacia sí—. Ambos lo sois. El
niño y tú.
Aimee se resistió hasta que la soltó al fin.
—Yo no soy tuya, y mi niño tampoco.
—Por supuesto que lo eres. Siento haber llegado a una conclusión equivocada.
Sé muy bien que…
—Es demasiado tarde para las disculpas, Peter. Todo ha terminado. Y ahora,
apreciaría mucho que te marcharas. Ah, y cierra la puerta cuando salgas.
Se quitó el anillo de compromiso que le había enviado. Pero esta vez no se lo
arrojó. Se limitó a metérselo en el bolsillo de la camisa.
—Pero…
—Por favor, Peter, márchate. Me gustaría estar a solas.
Peter dudó, pero la expresión de sus ojos lo convenció de la conveniencia de
marcharse. Al menos, por el momento.
—De acuerdo, me iré. Pero volveré.
Recogió su bolsa y pensó que de algún modo conseguiría que lo amara de
nuevo. Y cuando fuera suya otra vez, no volvería a perderla.
—¿Peter?
—Sí —contestó, cada vez más irritada. Se preguntó cómo se había atrevido a
comprar sus cuadros. Tal vez pretendiera comprar su amor de aquel modo, pero el
dinero no significaba nada para ella.
—Está en el sótano.
—Gracias, conozco el camino.
Bajó por las escaleras que conducían a la cámara privada donde Peter guardaba
sus más preciosos tesoros. Recordó la última vez que había entrado en aquel lugar,
cuando lo descubrió colgando el cuadro de las zapatillas de ballet. Y al recordar la
historia de sus padres sintió cierta angustia. Aquel día había empezado a
comprender la naturaleza de sus fantasmas. Pero hizo un esfuerzo para no pensar en
ello.
La puerta del sótano se abrió en el preciso momento en que llegaba.
—Entra, Aimee —dijo Peter, como si la esperara.
—Sabías que vendría, ¿verdad? —preguntó.
—Esperaba que lo hicieras.
Apretó unos cuantos botones en un panel y de inmediato se encendió una luz
roja.
—¿Qué haces? —preguntó, intentando acostumbrarse a la tenue luz.
—Activar la alarma. Mis cuadros más valiosos están aquí, y no quiero
arriesgarme a que me los roben.
Pulsó un interruptor y un aplique iluminó el cuadro de las zapatillas de su
madre.
Aimee pensó que Jacques tenía razón. Peter no parecía el mismo. Había perdido
peso y tenía grandes ojeras.
Entonces apretó otro interruptor. La luz iluminó los dos cuadros de Rubens. Y
siguió apretando interruptores, que uno a uno iluminaron sus cuadros.
Aimee giró en redondo. Su obra cubría todas las paredes, codeándose con
cuadros de Rubens, Matisse y Monet. Todos ellos, obras de arte de incalculable valor.
Sus más valiosas posesiones, tal y como había dicho.
—¿Por qué, Peter? ¿Por qué has comprado mis cuadros? Y no me digas que lo
has hecho para ayudarme, porque las cosas me van bastante bien.
—Lo sé, y no las compré para ayudarte, sino como inversión.
—Ambos sabemos que eso no es cierto.
—Lo es. Pienso conseguir una colección bastante amplia de los cuadros de
Aimee Lawrence, la nueva pintora más brillante de Nueva Orleans. De hecho,
pretendo hacer una exposición con su obra.
—No funcionará, Peter.
—¿No? Creo que te equivocas. Tengo la intención de sacar una fortuna con
ellos. Es cierto, confía en mí. Tengo buen ojo con las ventas. Sólo siento no haber
empezado a comprar tus cuadros hace tiempo. Mi única excusa es que estaba tan
cegado por mis sentimientos que olvidé los aspectos profesionales. De todas formas,
no me enamoro todos los días de una artista. Te amo, Aimee.
Aimee intentó permanecer impasible, pero la esperanza renació en su interior.
Apartó la mirada y contempló sus cuadros.
—¿Qué hacen mis cuadros ahí?
—Para mí son de incalculable valor, como la mujer que los creó.
Aimee no pudo evitar sentir cierto placer al escuchar sus palabras.
—¿Y qué hay de mi hijo?
—Nuestro hijo —corrigió—. Os quiero a los dos.
—Querer no es suficiente, Peter.
—¿Y amarte? Porque yo te amo, Aimee.
Aimee hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No puede existir amor sin confianza. Si me amaras no habrías dudado de mí.
—No dudaba de ti, sino de mí mismo. No creí merecer tu amor. Cuando llegué
a tu casa estaba loco por verte, pero al ver que te encontrabas en brazos de Jacques
sentí que me moría. Los celos me devoraban por dentro. Tenía tanto miedo de que
me abandonaras por él que lo pagué contigo. Y cuando por fin conseguí controlarme
era demasiado tarde. Dije cosas horribles y crueles, pero no puedo variar lo sucedido.
Y entonces te negaste a hablar conmigo.
—De manera que empezaste a comprar todos mis cuadros, como si así pudieras
conseguir que volviera a hablarte.
—En parte.
Aimee esperó su explicación.
—Ya te he dicho que tengo facilidad con los negocios. Confía en mí, Aimee. A
pesar de la estupidez que demostré en lo que respecta a tu obra, sé que se venderá
bien. Desde un punto de vista financiero, conviene relanzar tu trabajo. Y tengo la
intención de hacerlo. Algún día todo el mundo reconocerá tu talento.
Aimee aún no estaba convencida.
—¿Qué sucederá si alcanzo la gloria? ¿No tendrás miedo de que te abandone,
tal y como hizo Leslie?
—Reconozco que he pensado en ello, pero espero que no lo hagas —contestó,
sonriendo con toda la calidez que había en su corazón—. Si me amas la mitad de lo
que yo te amo no habrá ningún problema. Nuestro hijo y tú sois lo único que me
importa. ¿Aún me amas, Aimee? ¿O he conseguido matar todo lo que sentías por mí?
Sus dudas y su incertidumbre la emocionaron.
Fin