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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

INDICE
INDICE .................................................................................................................................................................2
BREVE MENSAJE PREVIO ..................................................................................................................7
- HACIA EL FUTURO ..............................................................................................................................8
- RÍO DE RIQUEZA ................................................................................................................................ 28
- LEVITACIÓN ........................................................................................................................................... 45
- LA SEÑORITA WINTERS Y EL VIENTO ............................................................................. 51
- PANORAMA DESDE LA TERRAZA ....................................................................................... 58
- EL HOMBRE CON DEDOS DE COBRE ................................................................................ 72
- LOS VEINTE AMIGOS DE WILLIAM SHAW ................................................................... 95
- EL OTRO VERDUGO ...................................................................................................................... 106
- LOS BROWN NO TIENEN BAÑO .......................................................................................... 122
- EL VISITANTE QUE NO FUE INVITADO ....................................................................... 126
- EL MERODEADOR DE LAS DUNAS .................................................................................. 139
- CASI UN CRIMEN ............................................................................................................................ 193
- LA MUCHACHA DE ORO........................................................................................................... 212
- EL MUCHACHO QUE PREDECÍA LOS TERREMOTOS........................................ 218
- CAMINANDO SOLA ....................................................................................................................... 230
- SENTENCIA DE MUERTE PARA LA GROSERÍA ..................................................... 249
- EL PERRO MURIÓ PRIMERO .................................................................................................. 271
- HABITACIÓN CON VISTAS....................................................................................................... 304
- LEMMINGS ........................................................................................................................................... 317
- LA DIOSA BLANCA ........................................................................................................................ 320
- LA SUSTANCIA DE LOS MÁRTIRES.................................................................................. 327
- LLAMADA DE AUXILIO ............................................................................................................. 336
- VOCES DE MUERTE ....................................................................................................................... 357
- NO MIRES HACIA ATRÁS.......................................................................................................... 460

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Prohibido a los nerviosos es un conjunto de relatos terroríficos y de intriga


cuidadosamente seleccionados por Alfred Hitchcock, maestro del suspense
cinematográfico y gran especialista en este género literario.

Estas inquietantes narraciones, salidas de los mejores autores


contemporáneos de cuentos cortos -Dorothy Sayers, Ray Bradbury,
Frederic Brown, Carter Dickson y otros-, dosifican sabiamente la angustia y
el escalofrío para producir al lector un ambiguo estremecimiento de miedo y
de placer.

El hábil planteamiento de las situaciones y el fino análisis psicológico de los


personajes hacen de cada uno de estos veinticuatro relatos una pequeña
obra maestra de la literatura de entretenimiento.

Relatos incluidos:

 Hacia el futuro (To the Future, 1950) - Ray Bradbury

 Río de riqueza (River of Richet, 1958) - Gerald Kersh

 Levitación (Levitation, 1958) - Joseph Payne Brennan

 La señorita Winters y el viento (Miss Winters and the Wind, 1946) -


Christine Noble Govan

 Panorama desde la terraza (View from the Terrace, 1960) - Mike Marmer

 El hombre con dedos de cobre (The Man with Copper Fingers, 1956) -
Dorothy L. Sayers

 Los veinte amigos de William Shaw (Twenty Friends of William Shaw,


1960) - Raymond E. Banks

 El otro verdugo (The other Hangman, 1940) - Carter Dickson

 Los Brown no tienen baño (No Bath for the Browns, 1944) - Margot Bennet

 El visitante que no fue invitado (The Uninvited, 1960) - Michael Gilbert

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 El merodeador de las dunas (Dune Roller, 1951) - Julian May

 Casi un crimen (Something Short of Murder, 1957) - Henry Slesar

 La muchacha de oro (Golden Girl, 1964) - Ellis Peters

 El muchacho que predecía los terremotos (The Boy who predicted Earth-
quakes, 1950) - Margaret St. Clair

 Caminando sola (Walking Alone, 1957) - Miriam Allen de Ford

 Sentencia de muerte para la grosería (For all the rude People, 1961) - Jack
Ritchie

 El perro murió primero (The Dog died first, 1949) - Bruno Fischer

 Habitación con vistas (Room with a View, 1962) - Hal Dresner

 Lemmings (Lemmings, 1957) - Richard Matheson

 La diosa blanca (Whitegoddess, 1956) - Idris Seabright

 La sustancia de los mártires (The Substance of Martyrs, 1963) - William


Sambrot

 Llamada de auxilio (Call for Help, 1961) - Robert Arthur

 Voces de muerte (Sorry, wrong Number, 1948) - Lucille Fletcher & Allan
Ulman

 No mires hacia atrás (Don’t look behind you, 1947) - Frederic Brown

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AA. VV.

PROHIBIDO A LOS
NERVIOSOS
(recopilado por Alfred Hitchcock)

ePub r1.0

Titivillus 24.08.16

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Título original: Stories not for the nervous

AA. VV., 1965

Traducción: AA. VV.

Recopilador: Alfred Hitchcock

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

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BREVE MENSAJE PREVIO

Este libro, como su título indica, está «prohibido a los nerviosos». Muchos lectores
dirán que el mismo título podría aplicarse a cualesquiera de los varios volúmenes de
terror, romanceros de «suspense» o antologías de lo extraño que de vez en cuando he
compilado para dar gusto a mis amigos y seguidores. Estarán en lo cierto.

Porque yo no soy hombre dado a someterse al dictado de los nerviosos. Si tiene


usted el hábito de morderse las uñas, si salta del asiento cuando oye un portazo o si
lanza un alarido cuando alguien grita «¡Bu!» junto a su oreja, mi mensaje se reduce a
tres palabras: «Suelte este libro».

Por el contrario, si posee usted buen control de sus nervios y si éstos reaccionan
con placentero cosquilleo ante un toque de horror o hallan un delicioso estímulo en la
chispita de «suspense», cordialmente le invito a que me siga.

Acomódese donde guste, o donde pueda, y empiece la lectura por donde le venga
en gana. Interrúmpala para regalarse con un descanso en el punto que le parezca más
conveniente, y vuelva a ella cuando se sienta dispuesto. La mayor informalidad debe
gobernar su disfrute de esta suculenta ensalada de relatos. Los hay, creo yo, para
todos los paladares.

Excepto, claro está, para el paladar de los nerviosos.

Y con esto terminan los sesenta segundos que se le conceden al presentador.

ALFRED HITCHCOCK

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- HACIA EL FUTURO
RAY BRADBURY

Los cohetes chamuscaron el pavimento de ladrillos, iluminaron los muros


de adobe del café y fueron a estallar junto a la alta torre de la iglesia,
mientras un ígneo toro corría por la plaza, persiguiendo a los muchachos y
a los alegres hombres. Era una noche primaveral, en México, en el año
1938.

El señor William Travis y su esposa, sonriendo, permanecían al margen


de la alborotadora multitud. El toro cargó contra ellos. El hombre y la
mujer, para esquivarle, corrieron hacia la banda de música que tocaba,
ensordecedoramente, «La Paloma». El toro, una armazón de cañas de
bambú y pólvora negra, pasó de largo, ágilmente transportado a hombros de
un mexicano.

—En mi vida me he divertido tanto —jadeó Susan Travis al detenerse.

—Es formidable —dijo William.

—Seguirá, ¿verdad? Me refiero a nuestro viaje.

Él se dio un golpecito en el bolsillo de la americana.

—Tengo bastantes cheques de viajero para toda una vida. Diviértete.


Olvida lo que te preocupa. Nunca nos encontrarán.

—¿Nunca?

Ahora alguien quemaba aparatosos fuegos artificiales desde el


campanario.

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El toro estaba apagado. Cuando el mexicano se quitó la armazón de los


hombros, los niños se arremolinaron para tocar a la magnífica bestia de
cartón piedra.

—Vamos a ver el toro —dijo William.

Al pasar junto a la entrada del café, Susan vio al extraño hombre que les
miraba. Era un tipo de traje blanco y rostro enjuto y tostado por el sol. Sus
ojos les observaban fríamente.

Susan no se hubiera fijado en él de no ser por las botellas que el hombre


tenía sobre su mesa; una de crema de menta, otra, más clara, de vermut;
otra, de coñac, y siete más de licores variados; y, al alcance de la mano, diez
vasitos medio llenos de los que, de vez en cuando, bebía un sorbo, sin
apartar la mirada de la calle. En su mano libre humeaba un habano, y sobre
una silla se veían veinte cartones de cigarrillos turcos, seis cajas de cigarros
y unos cuantos frascos de colonia dentro de sus cajas.

—Bill —susurró Susan.

—Calma —aconsejó William—. Ese hombre no es nadie.

—Esta mañana le vi en la plaza.

—No mires atrás y sigue andando. Examina el toro de cartón piedra.


Así. Ahora haz preguntas.

—¿Crees que pertenece a los Buscadores?

—¡No es posible que nos hayan seguido!

—¡A lo mejor sí!

—¡Qué toro tan bonito! —dijo William al mexicano.

—No es posible que nos siguiera a través de doscientos años, ¿verdad?

—¡Cuidado con lo que dices! —aconsejó William.

Ella se estremeció. Su marido la tomó por el brazo e hizo que echase a


andar.

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—No te desanimes —sonrió, para que la actitud de ambos pareciese


normal—. Todo irá bien. Vamos a ese café y sentémonos frente a él, para
que, si es lo que tú temes, no sospeche.

—No, no puedo.

—Tenemos que hacerlo… Vamos. ¡Y entonces le contesté a David que


eso era ridículo! —esto último lo dijo en voz alta, mientras subían los
escalones del café.

Susan pensó:

«Aquí estamos. ¿Quiénes somos? ¿Adónde nos dirigimos? ¿Qué


tenemos?».

Luego se dijo a sí misma que era mejor, para conservar la cordura,


comenzar por el principio. Notando bajo las suelas de los zapatos el piso de
ladrillos, rememoró:

«Me llamo Ann Kristen, y el nombre de mi marido es Roger. Nacimos


en el año 2155 después de Cristo. Y vivíamos en un mundo dominado por
el terror. En un mundo que era como un enorme barco apartándose de la
orilla de la cordura y la civilización, haciendo sonar su sirena en la noche y
llevando a dos mil millones de personas —lo quisieran ellas o no—, a la
muerte, al holocausto de la radiactividad y la locura».

Entraron en el café. El hombre les miraba. Sonó un teléfono.

El ruido sobresaltó a Susan. Le hizo recordar otro teléfono que sonó a


doscientos años en el futuro, en aquella limpia mañana de abril de 2155.
Ella contestó a la llamada.

—¡Ann, soy René! ¿Lo has leído? Me refiero a eso de la Compañía de


Viajes en el Tiempo. Excursiones a la Roma del año XXI antes de Cristo,
viajes al Waterloo de Napoleón, a cualquier época, a cualquier lugar.

—René, estás bromeando.

—No. Clinton Smith salió esta mañana para la Filadelfia de mil


setecientos setenta y seis. La Compañía de Viajes por el tiempo lo arregla
todo. Cuesta mucho. Pero piensa en lo que significa presenciar, de veras, el

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incendio de Roma, ver a Kublai Khan, a Moisés ante el mar Rojo…


Probablemente tendrás un anuncio de la empresa en el tubo del correo
neumático.

Ann había abierto el tubo de succión y allí estaba la hoja de metal del
anuncio:

¡ROMA Y LOS BORGIAS!

¡LOS HERMANOS WRIGHT EN KITTY HAWK!

La Compañía de Viajes por el Tiempo le provee de vestuario, le puede colocar


entre una multitud durante el asesinato de Lincoln o de Julio César. Le garantizamos
la enseñanza de cualquier idioma que necesite para moverse libremente en cualquier
civilización, en cualquier año y sin tener ningún problema. Latín, griego,
norteamericano coloquial antiguo. En sus vacaciones cambie de TIEMPO lo mismo
que de Lugar.

La voz de René decía, en el teléfono:

—Tom y yo salimos mañana para mil cuatrocientos noventa y dos.


Están haciendo arreglos para que Tom zarpe con Colón. ¿No es fantástico?

—Sí —murmuró Ann, con asombro—. ¿Y qué dice el Gobierno de esa


Compañía de Viajes por el Tiempo?

—Oh, la policía la vigila. Teme que la gente pueda evadir el


reclutamiento, escaparse y encontrar refugio en el Pasado. Al partir, todos
deben dejar una fuerte fianza, su casa y todas sus pertenencias. Es para que
el regreso quede garantizado. Después de todo, estamos en guerra.

—Sí, la guerra —murmuró Ann—. La guerra.

En pie allí, con el teléfono en la mano, Ann pensó:

«Aquí está la oportunidad por la que mi marido y yo habíamos rezado


durante tantos años. No nos gusta este mundo de 2155. Deseamos escapar
del trabajo de Roger en la fábrica de bombas, del mío en la planta de armas
bacteriológicas. Tal vez esto nos brinde una cierta posibilidad de escapar, de
huir a través de los siglos hasta alguna época salvaje en la que nunca
puedan encontrarnos ni hacernos volver para quemar nuestros libros,

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censurar nuestros pensamientos, lavar nuestros cerebros mediante el pánico,


obligarnos a marcar el paso y gritamos desde las emisoras de radio…».

El teléfono sonó.

Estaban en México, en el año 1938.

A los buenos trabajadores del Estado Futuro se les permitía unas


vacaciones en el Pasado para reponerse de la fatiga. Por eso ella y su marido
se desplazaron a 1938. Tomaron una habitación en Nueva York y
disfrutaron del teatro y de la Estatua de la Libertad, que aún erguía su verde
mole en el puerto. Y al tercer día cambiaron de ropas y nombres y volaron a
esconderse a México.

—Debe de ser él —susurró Susan, mirando al extraño hombre sentado a


la mesa—. Todos esos cigarrillos, los puros, el licor… Eso le descubre. ¿Te
acuerdas de nuestra primera experiencia en el Pasado?

Un mes atrás, durante su primera noche en Nueva York, habían


probado todas las extrañas bebidas, compraron alimentos, perfumes,
cigarrillos de cien marcas distintas. En el Futuro escaseaban esos productos.
Allí la guerra lo era todo. Por eso se comportaron como tontos, entrando y
saliendo de tiendas, bares y estancos y yendo luego a refugiarse en su
habitación para ponerse maravillosamente enfermos.

Y ahora allí estaba aquel extraño, portándose de un modo similar,


haciendo algo que sólo un hombre del Futuro haría. Un hombre que había
pasado demasiados años hambriento de licor y cigarrillos.

Susan y William tomaron asiento y pidieron unas bebidas.

El extraño observaba sus ropas, sus cabellos, sus joyas, la forma en que
andaban y permanecían sentados.

—Compórtate con naturalidad —recomendó William, en un susurro—.


Haz como si hubieses llevado estas ropas durante toda tu vida.

—Nunca debimos intentar la huida.

—¡Dios Santo! —exclamó William—. Se acerca. Déjame hablar a mí.

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El extraño se inclinó ante ellos. Hubo un ligerísimo entrechocar de


tacones. Susan se estremeció. Aquel sonido marcial era tan inconfundible
como cierta desagradable forma de llamar a la puerta de uno a medianoche.

—Señor Kristen: al sentarse, no se tiró usted de las perneras de los


pantalones —dijo el extraño.

William se quedó helado. Se miró las manos, que descansaban


inocentemente sobre las piernas. El corazón de Susan latía de forma
frenética.

—Se equivoca usted de persona —replicó él con rapidez—. No me


llamo Krisler.

—Kristen —corrigió el extraño.

—Soy William Travis —Aseguró William—. Y no sé que le importan


las perneras de mis pantalones.

—Lo siento. —El extraño se acercó una silla—. Digamos que creí
reconocerle porque no se tiró de las perneras hacia arriba. Todos lo hacen.
Si no, a los pantalones se les forman rodilleras. Estoy muy lejos de mi
hogar, señor… Travis… y echo de menos la compañía. Me llamo Simms.

—Señor Simms, comprendemos que se sienta usted solo, pero nos


sentimos muy cansados. Mañana salimos para Acapulco.

—Un sitio encantador. Hace poco que estuve allí, buscando a unos
amigos míos. Tienen que estar en algún lado, pero aún no los he
encontrado. ¡Oh! ¿Se siente enferma la señora?

—Buenas noches, señor Simms.

Echaron a andar hacia la puerta. William sujetaba con firmeza el brazo


de Susan. No miraron atrás cuando Simms les dijo:

—¡Sólo otra cosa! —Hizo una pausa y luego, lentamente—: Dos-mil-


ciento-cincuenta-y-cinco.

Susan cerró los ojos y notó como si la tierra se hundiese bajo sus pies.
Sin ver nada, siguió andando, adentrándose en la plaza.

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Una vez en su cuarto del hotel, cerraron la puerta. Ella se echó a llorar.
Los dos permanecieron inmóviles en la oscuridad, notando cómo la
habitación daba vueltas a su alrededor. Muy lejos, los fuegos artificiales
seguían explotando, y en la plaza se oía ruido de risas.

—¡Qué cochino tipejo! —Exclamó William—. Sentado allí, mirándonos


de arriba abajo, como si fuésemos animales, fumándose sus malditos
cigarrillos y bebiéndose su cochino licor. ¡Debí matarle entonces! —En su
voz había un matiz casi histérico—. Incluso tuvo la desfachatez de darnos
su verdadero nombre. El jefe de los Buscadores. ¡Y lo de mis pantalones!
Debí haber tirado de ellos hacia arriba cuando me senté. En esta época, ése
es un movimiento automático. Como no lo hice, me distinguió de entre los
demás. La cosa le hizo pensar: «Ahí hay alguien que nunca ha llevado
pantalones, un hombre acostumbrado al uniforme corto y a las modas del
Futuro». ¡Debería matarme por delatarnos así!

—No, no. Fue mi forma de andar con tacones altos la que tuvo la culpa.
Y nuestros cortes de pelo tan recientes. Tenemos un aspecto extraño, de
estar incómodos.

William encendió la luz

—Aún está probándonos. No se siente del todo seguro. Por tanto, no


debemos huir. No hay que darle la certidumbre. Iremos de vacaciones a
Acapulco.

—Puede que esté seguro y sólo desee jugar con nosotros.

—No diría que no. Tiene todo el tiempo del mundo. Si lo desea, puede
dedicarse a haraganear por aquí y devolvernos al Futuro sesenta segundos
después de nuestra partida de allí. Antes de actuar, le es posible
mantenernos en vilo días y días, riéndose de nosotros.

Susan se sentó en la cama, secándose las lágrimas.

—No serán capaces de dar un escándalo, ¿verdad?

—No se atreverán. Tienen que atraparnos a solas para utilizar con


nosotros la Máquina del Tiempo y enviarnos de regreso al Futuro.

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—Entonces, hay una solución —dijo ella—. No estemos nunca solos,


sino rodeados de gente.

En el exterior del cuarto sonaron unas pisadas.

Apagaron la luz y se desnudaron en silencio. Los pasos se alejaron.

Susan, en la oscuridad, permanecía junto a la ventana, mirando la plaza.

—O sea que ese edificio de ahí es una iglesia, ¿no?

—Sí.

—Muchas veces me he preguntado cómo serían las iglesias. ¡Hace tanto


que desapareció la última! ¿Podemos visitarla mañana?

—Claro. Ven a acostarte.

Susan lo hizo.

Media hora más tarde sonó el teléfono. Ella contestó:

—Diga.

—Los conejos pueden esconderse en el bosque —dijo una voz—; pero


siempre hay un zorro que los encuentra.

Susan colgó y volvió a tumbarse rígidamente en la cama.

Fuera, en el año 1938, un hombre que tocaba la guitarra cantó tres


canciones, una tras otra…

Durante la noche, extendiendo la mano, Susan casi podía tocar el año


2155. Notaba resbalar sus dedos sobre fríos espacios de tiempo, que
formaban una especie de superficie arrugada, y oía el insistente y sordo
sonido de pies marcando el paso, de un millón de bandas tocando un millón
de marchas militares. Veía las cincuenta mil filas de cultivos bacteriológicos
metidos en sus asépticos tubos de cristal. Notaba su mano extenderse hacia
ellos en la inmensa factoría del Futuro. Veía los tubos de lepra, peste
bubónica, tifus, tuberculosis. Oía la enorme explosión y contemplaba su
mano reducida a cenizas, notando los efectos de una sacudida tan inmensa
que el mundo saltaba y volvía a caer. Todos los edificios se derrumbaban y

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el silencio se extendía sobre una masa de gentes desangradas. Los grandes


volcanes, las máquinas, el viento, los aludes… Todo iba difuminándose y se
acallaba…

Susan se despertó, sollozando. Estaba en la cama, en México, a muchos


años de distancia…

A primera hora de la mañana, embotados por la única hora de sueño


que al fin les había sido posible obtener, ella y su marido fueron despertados
por unos ruidosos automóviles que atravesaban la calle. Desde el balcón
Susan pudo ver las personas que habían salido de unos coches y camiones
con letreros rojos. El pequeño grupo charlaba y gritaba. Una multitud de
mexicanos había seguido a los camiones.

—¿Qué pasa? —preguntó Susan, en español, a un muchacho.

El chico se lo contó.

Susan se volvió a su marido.

—Es una compañía cinematográfica norteamericana que viene a filmar


exteriores aquí.

—Parece interesante. —William estaba en la ducha—. Vamos a verlos.


No creo que sea conveniente irnos hoy. Trataremos de chasquear a Simms.

Bajo el brillante sol, Susan había olvidado por un momento que, en


alguna parte del hotel, esperando, había un hombre que, según parecía,
fumaba unos mil cigarrillos diarios. Al ver a los ocho ruidosos y felices
norteamericanos allá abajo, la mujer sintió deseos de gritarles:

—¡Socorro! ¡Sálvenme, denme refugio! Vengo del año dos mil ciento
cincuenta y cinco.

Pero las palabras se le ahogaron en la garganta. Los funcionarios de la


Compañía de Viajes por el Tiempo no eran tontos. Antes de emprender el
viaje, en el cerebro de cuantos lo realizaban era colocada una barrera
sicológica. Era imposible revelar a nadie la verdadera época o lugar de
nacimiento de uno, ni se podía explicar nada del Futuro a los del Pasado. El
Pasado y el Futuro debían ser defendidos uno de otro. Sólo con esa barrera
se permitía a la gente viajar por el Pasado sin vigilancia. El Futuro debía ser
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protegido de cualquier cambio causado por su gente al viajar por el Pasado.


Aunque Susan deseara con todo corazón hacerlo, no podría decir a ninguna
de aquellas felices gentes de la plaza quien era ella ni en qué aprietos se
encontraba.

—¿Vamos a desayunar? —propuso William.

El desayuno se servía en el inmenso comedor. Jamón y huevos fritos


para todo el mundo. El lugar estaba lleno de turistas. Los ocho del equipo
cinematográfico —seis hombres y dos mujeres—, entraron riendo y se
pusieron a correr sillas. Susan se sentó cerca de ellos, notando la calidez y
protección que emanaba de ellos, aun cuando el señor Simms estuviera
bajando las escaleras, fumando con fruición un cigarrillo turco. Les saludó
desde lejos y Susan respondió con una sonrisa, pues, con tanta gente
alrededor, el hombre no podía hacerles nada.

—Esos actores… —empezó William—. Tal vez pudiera contratar a dos


de ellos, diciéndoles que era para una broma, vestirles con nuestra ropa y
hacer que se fuesen en nuestro coche cuando Simms no pudiera ver quién
conducía. Si dos personas pasando por nosotros le distrajeran unas cuantas
horas, podríamos llegar a Ciudad de México.

—¡Hey!

Un hombre grueso y con aliento alcohólico se inclinó sobre su mesa.

—¡Turistas norteamericanos! —gritó—. ¡Estoy tan harto de ver


mexicanos que me dan ganas de besarles! —Les estrechó la mano—.
Vengan a comer con nosotros. La miseria ama la Compañía. Yo soy el
señor Miseria, ésta la señorita Tristeza y ésos el señor y la señora
Detestamos México. Todos lo odiamos. Pero tenemos que hacer unas
tomas preliminares para una cochina película. El resto de la pandilla llega
mañana. Me llamo Joe Melton. Soy el director, y éste es un infierno de país.
Funerales en las calles, gente muriéndose… ¡Pero, vengan! ¡Únanse a
nosotros, a ver si logran animarnos!

Susan y William se echaron a reír.

—¿Les parezco divertido? —preguntó el señor Melton.

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—¡Estupendo! —dijo Susan, yendo a la mesa de los otros.

Desde el otro extremo del comedor, el señor Simms les miraba.

Susan le hizo una mueca.

El hombre, sorteando las mesas, avanzó hacia ellos.

—¡Señores Travis! —llamó—. Creí que íbamos a desayunar juntos.

—Lo siento —dijo William.

—Siéntese, camarada —invitó Melton—. Cualquier amigo de ellos es un


camarada mío.

Simms se sentó. La gente de cine hablaba muy alto y mientras ellos


armaban bullicio, Simms dijo, en voz baja:

—Espero que hayan dormido bien.

—¿Y usted?

—No estoy acostumbrado a los colchones de muelles —replicó el señor


Simms—. Pero hay compensaciones. Me he pasado la mitad de la noche
probando nuevos cigarrillos y comidas. Resultan extraños, fascinantes.
Estos antiguos vicios constituyen un nuevo mundo de sensaciones.

—No sabemos de qué habla —dijo Susan.

Simms rió:

—Siempre en su papel, ¿no? Es inútil. Lo mismo que la estratagema de


rodearse de gente. Alguna vez les cogeré a solas. Tengo muchísima
paciencia.

—Oiga… —interrumpió Melton—, ¿les molesta este tipo?

—En absoluto.

—Pues si empieza a hacerlo, díganmelo y yo le ajustaré las cuentas.

Melton se volvió para seguir bromeando con sus compañeros. Mientras


sonaban las risas, Simms prosiguió:

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—Vayamos a lo que importa. El localizarles me ha costado un mes de


seguir su pista por ciudades y pueblos. Y necesité todo el día de ayer para
estar seguro de que eran ustedes. Si me acompañan sin armar jaleo, tal vez
consiga que no sean castigados… siempre que su marido esté de acuerdo en
volver a trabajar en la Bomba de Hidrógeno-Plus.

—No sabemos de qué habla.

—¡Ya está bien! —gritó Simms, irritado—. ¡Empleen la inteligencia!


Saben que no podemos permitirles que triunfen en su intento de huida. A
otras personas del año dos mil ciento cincuenta y cinco podría ocurrírsele la
misma idea e imitarles. Necesitamos gente.

—Para luchar en sus guerras —dijo William.

—¡Bill!

—No te preocupes, Susan. Ahora vamos a hablar en sus mismos


términos. No podemos huir.

—Estupendo —dijo Simms—. La verdad, han sido increíblemente


románticos al escapar de sus responsabilidades.

—Al escapar del horror.

—¡Qué tontería! Sólo una guerra.

—¿De qué hablan, muchachos? —preguntó Melton.

Susan deseó decírselo. Pero sólo le era posible hablar de generalidades.


La barrera sicológica de su cerebro no permitía más. Generalidades, como
las que ahora discutían Simms y William.

—Sólo la guerra —corrigió William—. La mitad del mundo muerta por


bombas de lepra.

—Pese a todo, a los habitantes del Futuro les sentaría fatal que ustedes
dos descansasen en una soleada isla del Trópico mientras ellos se iban al
infierno. La muerte ama a la muerte, no a la vida. Los moribundos han de
saber que otros agonizan con ellos; es un consuelo enterarse de que uno no

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está solo en el horno, en la tumba. Yo soy el guardián de su rencor colectivo


hacia ustedes dos.

—¡Miren al guardián de los rencores! —dijo Mellon a sus compañeros.

—Cuanto más me hagan esperar, peor lo pasarán. Le necesitamos en el


proyecto de la bomba, señor Travis. Si vuelve ahora, no recibirá tortura. Si
lo hace más tarde, le obligaremos a trabajar y cuando haya acabado la
bomba, probaremos en usted una serie de nuevos y complicadísimos
aparatos.

—Voy a hacerle una proposición —dijo William—. Estoy dispuesto a


regresar con usted, si mi esposa se queda aquí viva, segura y lejos de esa
guerra.

Simms dudó unos momentos.

—De acuerdo. Reúnase conmigo en la plaza dentro de diez minutos.


Recójame en su coche y vayamos a algún lugar desierto. Y haré que la
Máquina del Tiempo nos recoja allí, donde no habrá ningún testigo.

—¡Bill! —Susan asió fuertemente el brazo de su marido.

—No discutas. Está decidido. —Y, volviéndose hacia Simms—. Una


cosa… Anoche pudo haber usted entrado en nuestra habitación para
raptarnos. ¿Por qué no lo hizo?

—Digamos que estaba pasándolo muy bien —replicó Simms


lánguidamente, dando una chupada de su nuevo habano—. Detesto
abandonar esta maravillosa atmósfera, este sol, estas vacaciones. No me
gusta nada dejar atrás el vino y los cigarrillos. Crea que detesto la idea.
Bueno, entonces, en la plaza, dentro de diez minutos. Su esposa será
protegida y podrá quedarse aquí todo el tiempo que lo desee. Despídase de
ella.

El señor Simms se levantó y se fue.

—¡Ahí va don Hablador! —gritó Mellón al caballero que se alejaba.


Luego se volvió a mirar a Susan—. ¡Oiga! ¿Está usted llorando? ¿No sabe
que el desayuno no es momento de lágrimas?

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

A las diez menos diez, Susan, contemplaba la plaza desde el balcón de


su cuarto. El señor Simms estaba sentado en un elegante banco de bronce,
con las piernas cruzadas. Mordió el extremo de un cigarro y lo encendió
cuidadosamente.

Susan oyó el ruido de un motor y a lo lejos pudo ver un coche que salía
lentamente del garaje y comenzaba a bajar por la cuesta. El conductor era
William.

El auto adquirió velocidad. Cincuenta, sesenta, setenta kilómetros por


hora. Las gallinas se apartaban ante él.

El señor Simms se quitó su blanco jipijapa y se secó la frente. Volvió a


ponerse el sombrero y entonces vio el coche.

El automóvil, a cien kilómetros por hora, se dirigía directamente a la


plaza.

—¡William! —chilló Susan.

El coche subió el pequeño bordillo de la plaza y marchó, sobre los


ladrillos del pavimento, hacia el verde banco. Simms, que había tirado el
habano, gritó, extendió las manos y sin tiempo para esquivarlo, fue
atropellado por el coche. Su cuerpo, lanzado al aire, cayó con enorme
fuerza en la calle.

El auto, con una rueda reventada, fue a detenerse en el otro extremo de


la plaza. La gente corría.

Susan entró en el cuarto y cerró las puertas del balcón.

A mediodía bajaron juntos, tomados del brazo, las escaleras del


Ayuntamiento.

—Adiós, señor —dijo el alcalde, a su espalda—. Señora…

En la plaza, la gente señalaba las manchas de sangre.

—¿Querrán verte de nuevo? —preguntó Susan.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—No. Discutieron el asunto una y otra vez. Fue un accidente. Perdí el


control del coche. Ahí dentro me deshice en lágrimas. Bien sabe Dios que
tenía que desahogarme de alguna forma. Lloré sinceramente. No me gustó
matarle. En mi vida he deseado hacer una cosa así.

—¿No habrá juicio?

—Hablaron de ello, pero no, no lo habrá. Supe convencerles. Fue un


accidente. Eso es todo.

—¿Adónde iremos? ¿A Ciudad de México?

—El coche se encuentra en el taller. Estará listo a eso de las cuatro.


Entonces nos iremos.

—¿Nos seguirán? ¿Estaría Simms trabajando solo?

—No sé. Supongo que podremos sacar una pequeña ventaja a nuestros
perseguidores.

Cuando llegaron al hotel, los del equipo de cine estaban saliendo.


Melton corrió hacia ellos, con el ceño fruncido.

—Oí lo ocurrido. Una lástima. ¿Todo va bien ya? ¿Quieren olvidar ese
desagradable asunto? Vamos a hacer unas tomas preliminares en la calle. Si
desean acompañarnos, serán bien venidos. Vengan, les hará bien.

Fueron.

Esperando en la empedrada calle a que los del cine instalasen la cámara,


Susan contempló el camino que se perdía en la distancia, la carretera que
llegaba hasta Acapulco y el mar, pasando por entre pirámides, ruinas y
casitas de adobe de muros amarillos, azules y rojos en los que se veían
alegres buganvillas. Susan pensó: «Tendremos que lanzarnos a la carretera,
viajar siempre entre multitudes, vivir en mercados, vestíbulos, contratar
policías para que vigilen mientras dormimos, utilizar cerrojos dobles… Pero
siempre entre la masa, sin volver a estar nunca solos, temiendo que la
próxima persona que encontremos sea otro Simms. Nunca sabremos si por
fin hemos conseguido despistar a los Buscadores. Y, allá en el Futuro, no
dejarán de esperar que volvamos… aguardándonos con sus bombas para
quemarnos, con sus cultivos bacteriológicos para deshacemos por dentro, y
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con sus policías para obligarnos a marcar el paso, dar media vuelta y pasar
por el aro. Por eso seguiremos huyendo por el bosque y ya no volveremos a
detenernos ni a dormir bien durante el resto de nuestras vidas».

Se había congregado un grupo de gente para contemplar las tomas.


Susan observaba todo con gran atención.

—¿Ves a alguien sospechoso?

—No. ¿Qué hora es?

—Las tres. El auto debe de estar casi listo.

Los planos de prueba fueron terminados a las cuatro menos cuarto.


Todos se dirigieron al hotel, charlando. William se detuvo en el garaje. Al
salir, anunció:

—El coche estará acabado a las seis.

—¿Pero no más tarde?

—Estará listo, no te preocupes.

En el vestíbulo del hotel, Susan y William trataron de localizar otros


viajeros solitarios, hombres que se pareciesen al señor Simms, personas con
cortes de pelo recientes, oliendo excesivamente a colonia o rodeados por
demasiado humo de tabaco. El vestíbulo estaba vacío. Al subir las escaleras,
el señor Melton dijo:

—Bueno… Ha sido un día largo y duro. ¿Quién quiere rematarlo con un


trago? ¿Cerveza? ¿Martini?

—Buena idea.

Todos los componentes del grupo se metieron en el cuarto del señor


Melton y comenzaron a beber.

—Está pendiente del reloj —dijo William a su mujer.

«El reloj… —se dijo Susan—. Si pudieran disponer de tiempo… Todo lo


que deseaba era sentarse en la plaza durante todo un largo y espléndido día
primaveral, sin preocuparse ni pensar, con el sol besando su rostro y brazos,

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

los ojos cerrados, sonriendo placenteramente… y no moverse ya nunca,


sino sólo dormitar bajo el sol mexicano».

El señor Melton descorchó el champaña.

—Por una hermosa dama que es lo bastante encantadora como para


hacer películas —brindó el hombre, mirando a Susan—. Incluso me
agradaría hacerle una prueba.

Ella rió.

—Hablo de veras —dijo Melton—. Es usted muy bonita. Podría


convertirla en una estrella de cine.

—¿Y llevarme a Hollywood?

—¡Saliendo de México a toda velocidad, desde luego!

Susan miró a William y él levantó una ceja, asintiendo con un


movimiento. Aquello representaría un cambio de escena, ropas, localidad y
tal vez incluso nombre. Además, viajarían con otras ocho personas, lo cual
sería una buena coraza contra cualquier interferencia procedente del
Futuro.

—Sería estupendo —dijo Susan. Ahora comenzaba a notar los efectos


del champaña. La tarde iba transcurriendo, la fiesta se desarrollaba a su
alrededor y la mujer se sentía segura, a gusto, viva y realmente feliz por
primera vez en muchos años.

—¿Para qué clase de películas valdría mi esposa? —preguntó William,


volviendo a llenar su copa.

Melton miró escrutadoramente a Susan. Todos dejaron de reír y


atendieron.

—Bueno, me gustaría hacer una historia de suspense —dijo Melton—.


Trataría de un hombre y su esposa, como ustedes dos.

—Siga.

—Una historia de guerra, tal vez —continuó el director, examinando el


color de su bebida al trasluz.
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Susan y William esperaban.

—Tal vez la historia de un hombre y una mujer que viven en una casita
de una pequeña calle, allá en el año dos mil ciento cincuenta y cinco —dijo
Melton—. Es sólo una idea, desde luego. Pero ese matrimonio, en la época
en que vive, tiene que enfrentarse a una terrible guerra, a bombas de
hidrógeno superplus, a la muerte… Por tanto, y aquí viene lo bueno, se
escapan al pasado, perseguidos por un hombre que ellos creen malo, pero
que sólo trata de mostrarles cuál es su deber.

A William se le cayó su copa al suelo.

Melton continuó:

—Esa pareja encuentra refugio entre un grupo de cineastas en los que


confían. Se dicen que la seguridad es mayor si se encuentran acompañados.

Susan se desplomó en una silla. Todos observaban al director. Éste dio


un sorbo a su bebida.

—¡Un magnifico vino! Bueno, al parecer, ese matrimonio no comprende


lo importantes que son ellos para el Futuro. El hombre, sobre todo, es la
clave de un nuevo metal para bombas. Por eso los Buscadores, llamémosles
así, no reparan en gastos ni molestias para encontrar, capturar y devolver a
su tiempo a esas dos personas. Pero para eso primero tienen que aislarlos en
un cuarto de hotel, donde nadie pueda verlos. Estrategia. Los Buscadores, o
trabajan solos, o lo hacen en grupos de ocho. De una u otra forma
conseguirán su objetivo. ¿No cree que sería una estupenda película, Susan?
¿Y usted, Bill? —Melton acabó su bebida.

Susan permanecía inmóvil, con los dedos rígidos.

—¿Un traguito? —preguntó Melton.

William sacó la pistola y disparó tres veces. Uno de los hombres cayó al
suelo, y el resto se abalanzó sobre él. Susan gritó. Una mano cubrió su boca.
Ahora la pistola estaba en el suelo y William se debatía entre los hombres
que le sujetaban.

Melton, que había permanecido inmóvil y cuyos dedos aparecían


manchados de sangre, dijo:
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—Hagan el favor. No empeoremos las cosas.

Alguien llamó a la puerta.

—El gerente —dijo Melton, con sequedad. Movió la cabeza—. ¡A


moverse todos! ¡Rápido!

Susan y William cambiaron una fugaz mirada y luego se fijaron en la


puerta.

—El gerente desea entrar —siguió Melton—. ¡Aprisa!

Empujaron una cámara hacia delante. De su objetivo surgió una luz


azul que fue abarcando toda la habitación. Al ampliarse el ámbito
luminoso, todos los componentes del grupo fueron desapareciendo, uno a
uno.

—¡Rápido!

En el momento en que Se esfumaba, Susan aún pudo ver, por la


ventana, la Verde tierra, los muros rojizos, amarillos, azules y carmesí; y las
calles empedradas; y a un hombre que, montado en su burro, iba hacia las
suaves colinas; y a un muchacho que bebía una naranjada… La mujer casi
pudo notar la dulce bebida en la garganta; pudo ver a un hombre que, bajo
un árbol de la plaza, tocaba la guitarra, y casi sintió sus manos sobre las
cuerdas. Y, muy lejos, pudo ver el azul y calmado mar; notó cómo éste la
envolvía, atrayéndola hacia él.

Luego, Susan desapareció. Y también su marido.

La puerta se abrió de golpe. El gerente y sus empleados entraron en el


cuarto.

En la habitación no había nadie.

El gerente gritó:

—¡Pero si estaban aquí hace un momento! Les vi entrar, y ahora…, ¡se


han esfumado! Las ventanas tienen rejas, no han podido salir por ellas…

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Al anochecer, abrieron el cuarto de nuevo y lo airearon. Luego llamaron


al cura, quien echó agua bendita en todos los rincones para purificar la
habitación.

—¿Qué hacemos con todo esto? —preguntó una camarera.

Señalaba al armario, donde había sesenta y siete botellas de chartreusse,


coñac, crema de cacao, absenta, vermut, tequila; ciento seis cartones de
cigarrillos turcos y ciento noventa y ocho cajas amarillas de habanos.

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- RÍO DE RIQUEZA
GERALD KERSH

Pilgrim era un hombre extraño. Daba la impresión de que en su carácter, en


lo más hondo de su ser, se había producido una especie de desgarramiento,
una oscura relajación moral. «Pasado» quizá sea la palabra adecuada para
designar ese estado de naturaleza en un ser humano. Era difícil considerarle
de un modo distinto a como una cuidadosa ama de casa considera un pote
de conserva casera, en cuya superficie observa una mancha de moho.
«Bonito pero dudoso, dice para sí, sin embargo es lástima tirarlo. Démoslo a
los pobres». Y eso, según me parecía a mí, se adaptaba muy bien a la
persona de Pilgrim.

El hombre me atraía singularmente en lo que parecía una lucha perdida


contra el Destino, y mantuvo una altiva reserva cuando el mozo del
mostrador, deteniéndole mientras él, con aire abstraído y andar indolente,
se disponía a salir del restaurante Mac Aroom, le dijo:

—La cuenta, amigo. Un dólar y diez centavos.

Pilgrim se dio una palmada en la frente, y, mientras buscaba en los


bolsillos, exclamó:

—¡La cartera! Me la he dejado en casa.

—Oh, oh —dijo el mozo, recogiendo la nota del mostrador.

—Aquí tiene el dólar y los diez centavos, Mike —dije yo luego—. Suelte
al hombre.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Pero Pilgrim, en vez de irse, me cogió del brazo, y dijo arrastrando las
palabras, según el anticuado modo de hablar peculiar de Oxford:

—¡Realmente, esto es una delicadeza excesiva! Temo que no podré


corresponder. Como marino ingles, usted, compañero, comprenderá. La
situación de uno aquí se hace aborrecible. Sabe usted, acabo de perder dos
fortunas, y me hallo suspendido en el espacio, entre dos olas, entre la
segunda y la tercera fortuna; la cual, se lo aseguro, no se hará esperar
mucho, no mucho después de mediados del mes que viene.

»Debo llegar a Detroit. Pero, permítame presentarme a mí mismo por el


nombre por el cual prefiero se me conozca: John Pilgrim. Llámeme Jack.
Honestamente, debo decirle que éste no es mi verdadero nombre. Si
ocurriese que alguna plaga destruyera a los miembros masculinos de mi
familia en cierto distrito de Midlesex, en Inglaterra, la gente debiera
dirigirse a mí de manera muy diferente; y yo, debería tener mis caprichos,
por añadidura. Tal como están las cosas, soy el hijo menor de un hijo
menor, echado fuera con unos cuantos miles de libras en el bolsillo, para
hacer fortuna en el Canadá.

—¿Fue ésa su primera fortuna? —pregunté.

—¡Dios, no! El hombre del barco tenía un sistema infalible tirando los
dados. Llegué al Canadá, señor, con cuatro dólares y dieciocho centavos, y
la ropa. Pasé dificultades, se lo aseguro. Fui dependiente en una
quincallería, despedido por injusta sospecha de malversación; mandadero
en un Consulado, echado por lo que llamaron «tratar salvajemente» al
solicitante de un visado, lo cual era una mentira; representante de un
comerciante en vinos, cargo que perdí injustamente acusado de beber las
muestras. Aprendí por experiencia, ciertamente. Y ahora me ofrecen un
lucrativo empleo en Detroit.

—¿Para hacer qué? —pregunté.

—Trabajo de inspección para una compañía de motores —dijo Pilgrim.

—¿Qué clase de inspección?

—A buen entendedor, pocas palabras bastan. Esto es estrictamente un


asunto que ha de mantenerse secreto. Cuanto menos se diga, mejor,

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¿comprende? Pero puedo ponerlo en camino de ganar unos cuantos


millones de dólares, si usted tiene tiempo y dinero disponibles.

—Le ruego que lo haga —dije.

—Bien. Pero no siendo tonto del todo, no seré muy exacto en los datos
geográficos. ¿Conoce usted Brasil? Sé donde hay una cuantiosa fortuna en
oro puro en uno de los ríos tributarios del Amazonas… ¡Oh, amigo, es
realmente algo penoso ver que los hombres con dinero que desean más, se
empeñan en tener la mayor cantidad posible antes de gastar una mínima
suma! Sin embargo, le digo sin la menor reserva, que obtuve unas diez mil
onzas de oro puro de la gente que vive cerca de ese río.

—¿Cómo manejó usted el asunto? —pregunté.

—Supongo que ya habrá oído hablar de la nuez tocte, ¿no? —dio


Pilgrim, sonriéndome—. Bien, la nuez tocte procede de Ecuador. Es algo
parecida a una nuez inglesa, pero casi perfectamente ovalada. Como en el
caso de la nuez corriente, el meollo de la nuez tocte se asemeja en sus
lóbulos, recodos y repliegues, al cerebro humano. Es amarga para comerla,
y la usan generalmente los niños para jugar con ella, del mismo modo que
acostumbrábamos nosotros a jugar a las canicas.

»Ah, pero esto ocurre en el Ecuador. Vaya al Brasil, a cierto río


tributario del Amazonas, y podré enseñarle un lugar donde estas nueces, u
otras de una clase muy semejante, son, en verdad, consideradas muy
seriamente. Los hombres de esas tribus no las llaman tocte, sino tictoc, y
sólo los adultos juegan con tales nueces en Brasil y con apuestas
extremadamente altas, además. Las fortunas, como son calculadas en estas
regiones selváticas, se ganan o pierden en una sola partida con las nueces
tictoc. Los salvajes tienen un refrán que dice: “Se necesitan veinte años para
aprender el tictoc”. Para proseguir…

Sigamos el relato de Pilgrim.

—Correr de vicisitud en vicisitud es el destino de todo hijo menor.


Podía, por supuesto, haber escrito a mi hermano mayor pidiendo dinero. En
efecto, lo hice. Pero él no contestó. Al fin, me embarque como cocinero en

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un buque de carga con destino a Sudamérica. Imagino que el buque estaba


introduciendo armas. La tripulación se componía de la hez de Laponia,
Finlandia, Islandia y San Francisco.

»Salté del barco a la primera oportunidad, no llevando en los bolsillos


más que los papeles de un engrasador llamado Martinsen, los cuales debí
haber cogido casualmente, y busqué, como suele hacerse, un compatriota.
Afortunadamente, tengo una suerte asombrosa, acerté a oír a un hombre en
un bar que pedía whisky con soda sin hielo. La sangre llama a la sangre. En
un abrir y cerrar de ojos, yo estaba muy cerca de él.

»Era un hombretón, y estaba a punto de partir para el lugar, cuyo


nombre, si usted quiere dispensarme, no mencionaré, en busca de rubíes.
Deseoso de Compañía civilizada, me invitó a acompañarle, dijo que me
compensaría el tiempo empleado en hacerlo, y me ofreció una parte de las
ganancias. Procuró el equipo, por supuesto: quinina, rifles, artículos
comerciales, escopetas, jabón y lo demás.

»Su idea era que, estando bien el tráfico entonces, aun en el peor de los
casos podríamos sacar para los gastos con pieles de serpiente y piel de
lagarto. Se llamaba Grimes 1 , pero conocía a un caballero en cuanto le veía.
Sin embargo, era propenso a los accidentes. Explorando el lodo en busca de
rubíes, Grimes se puso sobre un tronco para mantenerse firme. El tronco
cobró vida, abrió un par de quijadas, y lo trituró; era un caimán, por
supuesto. Me han dicho que un caimán crecido puede, con las quijadas,
ejercer una presión de casi el peso de mil libras. Ello me trastornó, no tengo
inconveniente en decírselo. Desde entonces no he podido mirar a un caimán
sin repugnancia. Me traen mala suerte.

»La mañana siguiente desperté en soledad: todos mis servidores se


habían ido. Se habían resarcido en efectos comerciales, dejándome con sólo
la ropa que llevaba puesta para dormir, el pijama, más un rifle, una canana
de cartuchos de 30-30, mis papeles y un poco de cecina.

»Sólo Dios sabe lo que me habría acaecido si no hubiese sido salvado


por unos caníbales, que eran unos alegres y excelentes tipos además.
Deportistas, se lo aseguro. Sólo se comían a las mujeres que pasaban de la

1 La palabra inglesa grime, plural grimes, significa tizne, porquería


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edad propia para contraer matrimonio. Me llevaron ante su jefe. Al


principio creí que me hallaba en una situación un poco desagradable, pero
el hombre me dio estofado para comer; era carne de mono, supongo, y
mientras comía miró en mi alrededor. Cualquiera podía ver en seguida que
el viejo caballero quería mi rifle.

»Entonces razoné del modo siguiente: Soy excedido en un número


aproximado de doscientos cincuenta a uno por salvajes armados con lanzas
y flechas envenenadas. En tales circunstancias, mi rifle no puede ser de
ninguna utilidad. Vale más hacer una virtud de lo inevitable y regalárselo
antes de que él me lo quite. ¡Sé magnánimo, Jack!

»Así, expresando gozo por el sabor del estofado, le entregue el rifle y la


canana. El viejo jefe estaba rebosante de alegría y gratitud, y deseaba
compensarme de algún modo. Me ofreció muchachas, más estofado,
collares de dientes humanos. Le comunique que preferiría algunos rubíes.
Acongojado, el jefe dijo que no tenía ninguna de las piedras rojas,
únicamente las verdes, y me entregó un puñado de esmeraldas cuyo valor
era, por lo bajo, el de un millar de rifles a ciento veinte dólares cada uno.

»Le di las gracias cortésmente, dominando mis emociones como, por la


educación, se enseña a hacerlo a nuestra raza. Pero el hombre tomó mi
impasible semblante por desilusión. Pareció quedar alicaído por unos
momentos. Luego se animó y me dijo:

»—Espere. Tengo algo que le hará riquísimo. Ello me hizo jefe a mí.
Pero ya soy demasiado viejo para jugar. Se lo daré.

»Después hurgó en lo que pudiera irrisoriamente ser descrito como su


vestido, y mostró… imagine que ¡una nuez! A fe mía, una nuez corriente,
algo parecida a una nuez de nogal, pero lisa y mucho más grande de
perímetro en una extremidad que en la otra. Debido a los años de manoseo,
tenía una maravillosa pátina, parecida a bronce muy antiguo.

»—¿Conoce usted el tictoc? —preguntó el viejo.

»—Conozco el tocte —dije—. Es un juego al que juegan los niños en


Ecuador.

»—¿Juega usted a eso? —preguntó el jefe.

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»—Nunca. He visto jugar en el Ecuador. En Inglaterra lo llamamos


marbles.

—Jamás he oído hablar de estos lugares —dijo el jefe—. Aquí, es tictoc.

»Luego prosiguió para explicar, lo cual nos llevó toda la noche, que la
nuez tictoc no era como las otras nueces. Todo, dijo el jefe, todo podía
pensar un poco. Incluso una hoja tenía suficiente inteligencia para volverse
hacia la luz. Incluso una rata. Incluso una mujer. A veces, incluso una nuez
de dura cáscara. Pero cuando fue hecho el mundo, en un tiempo muy
remoto, habiendo sido creado el hombre, quedaba un poco de inteligencia
por distribuir. La mujer recibió una parte. Las ratas recibieron una parte.
Las hojas recibieron una parte. Los insectos recibieron una parte. En suma,
últimamente quedó muy poca.

»Luego el arbusto tictoc habló en voz alta y pidió:

»—¿Hay un poquito para nosotros?

»La respuesta fue:

»—Vosotros sois muchos, y queda muy poco para alcanzar para todos.
Pero debe hacerse justicia. Uno de cada diez millones de vosotros pensará
en contacto con un hombre, y cumplirá sus órdenes. Hemos hablado.

»—Así —afirmó el viejo—, el meollo de la nuez tictoc llegó a parecerse


al cerebro humano. —Pasando suavemente la mano por su gran cuchillo,
me aseguró que muchas veces había visto uno, y el parecido era pavoroso.
Superficialmente, ¿comprende usted?

»Sólo a una nuez tictoc de cada diez millones, le fue concedido el don
del pensamiento. Y las nueces, siendo muy prolíferas, brotaron en los
matorrales en gran profusión. Toda persona que pudiera encontrar la nuez
única entre diez millones, la nuez pensante, podía estar segura de su buena
suerte me dijo el viejo salvaje, porque esta nuez obedecería a su dueño.

»—Ahora juegue al tictoc —dijo.

»—Pero, no sé —dije yo.

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»El viejo no replicó, pero me llevó a una faja de tierra llana y plana, y
alisada por innumerables pies. En una extremidad alguien había delineado
un círculo trazado con ocre. Dentro de este círculo estaban colocadas diez
nueces formando este diseño:

»El objeto del juego era hacer salir las diez nueces del círculo con las
menos tiradas posibles. Como juego, yo diría que el tictoc era mucho más
difícil que los trucos 2 , las pirámides 3 o el snooker 4 . Se tira desde una
distancia de unos siete pies. Era un buen jugador el que podía despejar el
círculo en cinco tiradas; un jugador notable el que podía hacerlo en cuatro;
superlativo, el que podía hacerlo en tres, lanzando la ovalada nuez del tictoc
con una peculiar torsión del pulgar.

»Varios jóvenes estaban jugando, pero eran más los que estaban
apostando sus mismos toscos vestidos sobre el campeón, el cual había
nuevamente ganado un Tres.

»—Ahora —susurró el viejo caníbal—, froté la nuez tictoc entre sus


manos, respire sobre ella y háblele fuerte pero mudamente; hable con

2 Trucos, (en inglés, pool), es un juego parecido al billar


3 Pirámides, (en inglés, pyramids), es un juego parecido al billar, jugado
con 15 bolas de color y una bola blanca impulsada con el taco.
4 Snooker, juego jugado en mesa de billar, que es una combinación del
pool y las pyramids.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

energía, en el fondo de su mente, diciéndole qué ha de hacer. Rete al


campeón. Apueste la camisa.

»No podía ser una gran pérdida la apuesta de la pieza superior del
pijama. Además, tenía las esmeraldas, como usted sabe. Por tanto, me la
quité y lancé mi reto.

»El joven indígena examinó la tela de algodón y depositó frente a ella un


collar de valiosas pepitas, la mayor de las cuales era casi tan grande como
una uva. El joven salvaje jugó primero. A la primera tirada, salieron cinco
nueces del círculo. A la segunda, salieron cuatro. La última fue fácil. Había
ganado un Tres.

»Y ahora me tocaba a mí. Acariciando la nuez le dije, mentalmente:

»Vamos, queridita, muéstrales lo que puedes hacer. Procura ganar en


una sola tirada, sólo para asombrar a los indígenas.

»Sin mucha esperanza, y con ninguna pericia en absoluto, lancé la nuez.


Pareció detenerse a medio camino, girando. Todos rieron, y mi
contrincante trató de coger la yaciente pieza superior de mi pijama cuando,
de repente, mi nuez corrió hacia el interior del círculo como si avanzara a
empujones, y con algo diabólicamente parecido a una cuidadosa mira, se
abrió camino hacia el espacio ocupado por las diez nueces y las echó, una
tras otra fuera de los límites del círculo.

»¡Nunca se oyó aclamación semejante! Había batido un récord.


Recogiendo mi nuez, la acaricié y la cobijé en la mano.

»—Esto nunca lo había visto yo —dijo el jefe—. En dos tiradas, sí. En


una sola, no. Ya sé lo que es: las zonas del interior de esa nuez deben de ser
exactamente iguales a las de su cerebro. Usted es un hombre afortunado.

»—¿Hay más cosas como éstas por aquí cerca? —pregunté, sopesando el
collar que había ganado.

»El jefe dijo que no; era algo que no apreciaban señaladamente. El
excampeón lo había obtenido aguas abajo, donde lo arrancaban del cauce
del río y lo daban a las mujeres de la tribu para adornos. Una sarta de

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

dientes del enemigo de uno tenía algún valor. Pero este material amarillo
era demasiado dúctil y demasiado pesado.

»—Si usted la quiere, llévese la nuez tictoc y podrá ganar tanto de eso
como pueda usted cargar, usted y diez hombres fuertes.

»Le prometí que cuando volviese traería más armas de fuego y balas,
hachas, cuchillos, y todo lo que su corazón pudiera desear, si quería
prestarme una buena canoa y los servicios de media docena de hombres
vigorosos para impelerla a remo, junto con provisiones y agua. El viejo jefe
accedió, y nos marchamos.

»Por fin, salí de ese lugar y continuamos río abajo con dos canoas de
guerra, enteramente cargadas de oro y otras joyas, tales como granates,
esmeraldas, etcétera. Debiera haberme contentado con eso. Pero el buen
éxito se me había subido a la cabeza.

»Por el camino me detuve por la noche en la cabaña de un pequeño


mercader, un portugués, al cual le compré todo un juego de ropa de fuerte
tela blanca, un par de camisas, unos pantalones y algunas otras cosas.

»—Su fama le ha precedido —dijo el mercader, mirándome


envidiosamente y fijando en seguida la vista en las pepitas de oro con que le
había pagado—. Le llaman a usted el hombre del tictoc, a lo largo de todo
el río. Pero sé por casualidad que ningún hombre blanco sabe jugar al tictoc;
pues ese juego no se aprende tan fácilmente, se necesitan veinte años de
práctica por lo menos. ¿Cómo lo hace usted?

»—Puro tino —dije.

»—Bien, deme otra pepita y le daré un buen consejo… Gracias. Mi


consejo es que vaya directamente al gran río, y de ahí a la costa. No se
detenga para jugar en la próxima aldea —no hay más que una— o puede
arrepentirse de ello. Los esporcos son los indios más villanos de estas
regiones. No quiera tampoco llevar su suerte demasiado lejos. Cuatro onzas
de oro, y le proporcionaré una excelente arma, un revólver llegado
directamente de Bélgica.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

»Acepté el revólver, pero no el consejo, y continuamos viaje al


amanecer. Avanzada la tarde, varias canoas salieron a recibirnos. Mis
hombres escupieron y dijeron:

»—Esporcos, señor. Malo.

»—¿Qué? ¿Nos atacaran? —pregunté.

»—No.

»Los hombres indicaron que el indio esporco era el peor trampista y


timador del Mato Grosso. Pero yo acaricié la nuez tictoc, mientras
observaba que en cada canoa estaba sentada una muchacha que llevaba un
collar de rubíes en bruto, y poca cosa más. Los hombres de esa tribu —tipos
imponentes, como son los indios tenían un aire tranquilo y agradable, eran
todo sonrisas, no llevaban armas, y estaban llenos de jovialidad. Me
saludaron como Senhor Tictoc, mientras que las muchachas echaban flores.

»Mi remero principal, gruñó:

»—Cuando los esporcos traen flores, hay que echar mano al cuchillo.

»Lo cual era una versión salvaje de Timeo Danaos et dona ferentes.

»Sin embargo, di órdenes de desembarcar, y me recibieron con bullicioso


gozo. El jefe ordenó que matasen varios cabritos. Yo le regalé un saco de
sal, la cual es muy apreciada por allí. Hubo un banquete con una pro fusión
de cierta bebida ligeramente efervescente parecida al mescal mexicano, pero
más suave y más refrescante.

»Pronto empezamos a hablar de negocios. Yo manifestó interés por los


rubíes.

»—¿Esas cosas rojas? —dijo el jefe—. Pero si no valen nada. —Y,


quitando un magnífico collar de una de las muchachas, lo tiró al río. Yo iba
a saber, más tarde, que el jefe tenía una red allí para cogerlo—. He oído
decir que usted se interesa por las piedras preciosas —dijo, mientras yo
estaba embobado como un pez.

»Y se fue, volviendo poco después con un diamante en bruto de la


variedad brasileña, tan grande como los dos puños.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

»—Interesante —dije, sin mostrar emoción—. ¿Cuánto quiere por él?

»—No tiene precio —dijo el jefe—. He estado por esos alrededores, y sé


el valor que ustedes dan a tales piedras. También sé, lo sabemos todos los
que vivimos en las márgenes de este río, lo que ocurriría si se divulgase la
noticia de que hay oro, rubíes, esmeraldas y diamantes en estas cercanías.
Su gente caería sobre nosotros como jaguares, y nos ahuyentaría de la faz
de la tierra. Ahora, tenemos lo suficiente, estamos contentos, consideramos
estas cosas como bonitas para, las muchachas solteras.

»—No, amigo mío, no está a la venta. Pero le diré qué podemos hacer.
Siendo una niñería, juguemos por ella. Usted tiene una gran fama como
jugador de tictoc. Da la casualidad, de que yo también la tengo. Ahora bien,
¿qué tiene usted para apostar contra esta piedra?

»—Tres canoas cargadas de riqueza —dije.

»En esto, uno de sus hijos se unió a la conversación, diciendo:

»—¡No lo hagas, padre! Este hombre es un brujo. Todos aquí en el río lo


saben. ¡Tiene una nuez pensante!

»—¡Silencio, rapaz! —gritó el jefe, aparentemente enojado—. No hay tal


cosa. Es una superstición. El tictoc es un juego de habilidad, y yo soy el
mejor jugador en este río. —Se encolerizó—. ¿Quién duda de mi destreza?

»Nadie dudaba. Fue hecho el círculo, las diez nueces colocadas a las
distancias adecuadas, pedí a mi anfitrión que tirase primero. Hubo un
expectante silencio mientras el jefe caía de rodillas y lanzaba la nuez,
despejando el círculo en dos perfectas tiradas, lo cual suscitó un vivo rumor
de aplausos.

»Luego yo froté suavemente mi nuez y le pedí un Uno. La nuez salió


disparada, girando como un pequeño torbellino, y un Uno fue.

»Es regla, en el juego del tictoc, que el ganador recoja las nueces
luchadoras y las devuelva a la base. El perdedor tira primero. Esta vez el
jefe salió con un Tres. Me estaba sintiendo de buen corazón ¿Quién no se
sentiría lleno de benevolencia, si estuviese seguro de ganar un diamante que

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

haría parecer al Koh-i-noor y el Cullinnan como piedras de un anillo de


noviazgo de cincuenta dólares? Por tanto, dije a mi nuez:

»—Esta vez, para tomar la cosa a broma, procúrame un Cinco. Pero en


la última tirada haremos otro Uno y lo mejor de tres partidas.

»La nuez hizo lo que se le mandó, perdí con un Cinco. El jefe, muy
alborozado, cogió nuestras nueces y me entregó la mía con solemne
cortesía. Yo tiré con completa confianza. Imagínese mi consternación
cuando, en vez de moverse con habilidad y sensatez, la nuez avanzó
bamboleándose ebriamente y apenas llegó a la periferia del círculo. ¿Podía
ese licor semejante al mescal que yo había tomado, haber entorpecido el
cerebro de la nuez a través del mío?, me pregunté. Pensando con toda mi
fuerza mental, tiré otra vez: e hice salir una sola nuez del círculo. Una
tercera vez, y termine con un Ocho.

»El jefe fue a recoger nuestras nueces. Yo estaba paralizado de pena. El


jefe me entregó la nuez con la que yo había jugado esa última partida. La
miré: ¡y no era la mía!

»Luego percibí la verdad. ¡El viejo tunante había cambiado las nueces
después de la segunda partida! Sencillamente, eso. Pero tuve calma, porque
en un breve momento todos habían cesado de reír, y cada hombre había
mostrado un machete, un hacha, un arco o una lanza.

»—Aquí hay algún error, señor —dije—. Ésta no es mi nuez del tictoc.

»—¿De quién es, pues?

»—Suya. Usted tiene, sin duda inadvertidamente, la mía en la mano.


Devuélvamela, por favor.

»Y abandonando la prudencia, agarré resueltamente la nuez que tenía el


jefe. Fui rápido, pero él me aventajaba en rapidez, y además era
pasmosamente forzudo. Yo, también, tengo bastante fuerza en los dedos.
Permanecimos trabados, mano a mano, por unos veinte segundos. Luego oí
y sentí un vivo y breve crujido. También el jefe, porque retrocedió, alejando
con un movimiento de la mano a los hombres de su tribu que estaban
formando cerco.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

»Después extendió la mano con nobleza; en ella había la corriente nuez


de tictoc que el jefe me había dado sin que yo me diera cuenta del engaño.
En la palma de mi mano estaba mi propia y genuina nuez, pero
resquebrajada por la parte baja del centro, mostrando el meollo.

»La miré, fascinado. Sabe usted, estudié medicina en otro tiempo;


podría estar en Harley Street ya, pero hubo un error burocrático sobre
cuatro microscopios que me apropié. ¡Asuntos de negocios y viejos
estúpidos! Los habría sacado de la casa de empeños y repuesto en donde los
había encontrado, tan pronto como llegase mi giro. Pero no, me expulsaron.

»Sin embargo, he adquirido algunos conocimientos de anatomía, y juro


solemnemente que el meollo de mi pobre nuez tictoc claramente y en detalle
se asemejaba al cerebro humano: repliegues, lóbulos, encéfalo, cerebelo,
médula, en todos los aspectos.

»Lo más extraordinario de todo es que, cuando la toqué cariñosamente


con la punta del dedo, palpitó muy tenuemente, y en seguida se estuvo
quieta. Entonces parte del aplomo pareció huir de mí, y gemí como un
niño.

»Pero me controlé y dije:

»—Bien, está retirada la apuesta. La partida del juego es nula e inválida.


Permítame reunir a mis hombres y desatracar.

»Luego, a la luz de las antorchas, vi bultos en la orilla: bultos muy


familiares.

»—Para ahorrar a sus hombres un esfuerzo innecesario —dijo el jefe—,


les mandé descargar las canoas por usted. No le deseo ningún mal, pero le
invito a que se retire tranquilamente adonde pertenece. Vamos, no se irá
con las manos vacías. Coja tantas pepitas pequeñas como quepan en sus dos
manos, y márchese sin animosidad. Usted se ha excedido. Le habría dado el
diamante por la nuez pensante, y gustosamente, en justo trueque. Pero no,
usted tenía que trampear, obrar sin equidad, apostar sobre una cosa segura.
En esta vida, nada es seguro.

»—¿Y qué me dará usted por esto? —dije, ofreciendo el revólver.

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»—Oh, dos almuerzas de oro.

»¿No pueden ser tres?

»—Tendría que probarlo primero, si usted me lo permite.

»Accedí. El jefe disparó un tiro dentro de la oscuridad. Yo cogí el


revólver otra vez y dije:

»—Primero, el oro.

»Abajo, junto al río, me tomé la libertad de sacar un puñado de espeso


barro y rellenar el cañón de ese revólver. Se secaría como ladrillo. Ese viejo
bribón no volvería a jugar al tictoc.

»Pero enterrando los restos de mi nuez pensante, experimenté la extraña


sensación de que estaba dejando en pos alguna parte esencial de mí mismo.
Oro y piedras preciosas puedo adquirirlas otra vez. Pero eso, nunca.

»—Por tanto volví a la costa y me embarqué, esta vez como pasajero, en un


lento buque de carga con destino a Tampa, Florida. Entre una cosa y otra,
no me quedaban más que unas cuantas pepitas al llegar, las cuales guardo
como… no sé, llámelo recuerdos. Usted ha sido muy amable para conmigo.
Permítame que le dé una, una muy pequeña, y en seguida debo ponerme en
camino. Tenga ésta.

»Soltó una maciza bolita de oro sobre la mojada tabla. No era mucho
mayor que un guisante, pero tenía una hechura asombrosamente extraña e
irregular. El fuego y el agua habían hecho eso.

—Mande transformarla en un alfiler de corbata —dijo Pilgrim.

—¡Pero yo no podría aceptar una cosa tan valiosa como ésta —


exclamé—, sin hacer algo para usted en recíproca correspondencia!

—De ninguna manera. Los marineros debemos mantenernos unidos, y


yo estoy en camino de Detroit. De aquí a unos siete días, John Pilgrim se
encontrará en el hotel principal de Detroit. Ayúdeme dándome algo para el
viaje, si quiere, pero… —Se encogió de hombros.

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—No tengo más que diez dólares —dije, hondamente conmovido por
cierta tristeza que asomaba a los ojos de Pilgrim—. Están a su disposición.

—Le estoy muy agradecido. Se los devolveré con interés.

—Debo irme ya —dije.

—Y yo también —dijo Pilgrim.

Admirándome de las complejidades de la mente humana, anduve por la


ciudad hasta que me encontré en la Sexta Avenida, cerca de la Calle 46, en
cuya área están las tiendas de los que, con sonrisas compasivas y un ligero
encogimiento de hombros, pueden desvalorizar un diamante quilate a
quilate hasta que uno se avergüenza de tenerlo, y con un meneo de la
cabeza despreciar un reloj hasta que él se para espontáneamente.
Impulsivamente entré en una de esas tiendas y, poniendo la pepita de
Pilgrim sobre el tablero, pregunté qué podría valer ese poquito de oro.

—¿Está usted bromeando? —dijo el hombre—. No me haga reír. ¿Cuál


es el precio corriente del metal de imprenta?… ¿Su valor? La Kugel’s Kute
Novelties vende doce de esos trocitos por cincuenta centavos, pedidos por
correo. Yo puedo proporcionárselos a un dólar las dos docenas. Una
cucharadita de plomo, se funde y se echa en agua fría. Uno puede
honradamente anunciar: «No hay dos iguales». Dórese la masa, y se tiene
una pepita. Un lingote de oro en miniatura. Ese fabricante, de igual modo
saca dados cargados «sólo para entretenimiento» los vende también.
Seriamente, ¿compró usted esto?

—Sí y no —respondí.

Pero mientras me metía la pepita en el bolsillo y me volvía para irme, el


mercader dijo:

—Espere un momento, señor; es una primorosa imitación y han hecho


un buen trabajo con el chapado. ¡Quizá pueda darle dos dólares por ella!

—Oh, no, no me los dará usted —dije, sintiendo crecer mis sospechas.

Acaricié la pepita dentro del bolsillo; era suave al tacto, con la misma
indescriptible y genuina calidad del oro legitimo. En cuanto a ese ardid de
plomo fundido y agua fría, de repente recordé que yo mismo lo había
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

empleado unos treinta años atrás, con rotos soldados de plomo, sólo para
jugar con fuego. El plomo recién fundido es bien notorio al tacto, y tiene los
cantos aguzados. Pero mi pepita estaba vieja y gastada.

—Pudiera ser, después de cuarenta años, pues otras veces me equivoqué


—dijo el hombre—. Demos otro vistazo.

Pero yo salí, y visité otra tienda a unas cuantas puertas de allí; uno de
esos establecimientos de doble fachada, en el escaparate derecho de los
cuales, bajo un letrero que dice «SE COMPRA ORO VIEJO», yace un
revoltijo de brazaletes y pulseras similares, antiguas cadenas de reloj, viejos
dientes postizos y alfileres de corbata. En el otro escaparate, diamantes
cuidadosamente ordenados, con pequeñas cartulinas indicadoras de los
precios, desde dos mil a quince mil dólares. El dueño, aquí, parecía como si
fuese una de esas personas que esperan en la cola de pobres para recibir
comida.

Puse la pepita sobre el tablero, y dije osadamente:

—¿Cuánto me da por esto?

El hombre examinó la pepita, la metió en una balanza y la pesó; luego la


sometió a una prueba en diversas clases de ácido.

—Es oro voigin —dijo—. ¿Dónde lo adquirió usted?

—Un amigo me lo dio.

—Quisiera tener tales amigos —dijo el mercader. Luego voceó—:


Oiving, venga aquí un momento. —Y un hombre más joven se acercó,
situándose a su lado—. ¿Qué diría usted que es esto?

—No es oro africano —dijo Oiving—. No es oro indio. No es una pepita


de California. Yo aseguraría que es de Sudamérica.

—Hábil muchacho. Exacto.

—¿Cómo puede usted determinarlo? —pregunté.

El mercader se encogió de hombros.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Ingenuo —dijo—. ¿Cómo se determina la diferencia entre la sal y el


azúcar? Ingenuo… El precio corriente de este trocito de oro voigin es de
unos cuarenta dólares. Yo tengo que ganar algo; le daré treinta y cinco.

—¿Eh?

—Treinta y seis, y ni un centavo más —dijo el hombre, contando el


dinero—. Y si su amigo le da algunos más, de esos fragmentos, venga a mí
con ellos.

Me metí el dinero en el bolsillo, cogí un taxi, y volví apresuradamente al


Mac Aroom. El mozo del mostrador estaba abstraído, mirando al espacio.

—Ese hombre con quien yo estaba hablando —dije—, ¿dónde está?

—Le engañó a usted, ¿eh? —dijo el mozo, con una sonrisa sardónica—.
Puedo olfatear una impostura a una milla de distancia. No me gustó el
aspecto de él así que lo vi entrar aquí. Si yo estuviera en su lugar…

—¿En qué dirección fue?

—No miré. Poco después de que usted se marchara, pidió un doble, sin
hielo, y puso un billete de diez dólares sobre el mostrador; me dio cincuenta
centavos, y salió.

—Aquí tiene usted el número de mi teléfono —dije—. Si ese hombre


vuelve a aparecer, llámeme a cualquier hora del día o de la noche, y
reténgalo hasta que yo llegue aquí. Aquí tiene cinco dólares a cuenta; otros
cinco cuando llame.

Pero Pilgrim no volvió al Mac Aroom.

Inquirí por todas partes, mayormente en los llamados barrios bajos, pero
no encontré rastro de él. Daré una buena gratificación a quien me
proporcione información que conduzca a hallar de nuevo a esa persona: un
hombre en apariencia inglés, de aire insinuante, con señales de paludismo y
un comportamiento desorientador y raro, que habla del río Amazonas y sus
tributarios…

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- LEVITACIÓN
JOSEPH PAYNE BRENNAN

El «Morgan’s Wonder Carnival» hizo su entrada en Riverville para pasar


allí una noche y asentó sus tiendas en el gran prado que había junto al
pueblo. Era una cálida tarde de primeros de octubre y, hacia las siete, ya se
había reunido una considerable multitud en la escena de la tosca función.

El circo ambulante no era ni de gran tamaño ni de considerable


importancia dentro de su género; sin embargo, su aparición fue
animadamente recibida en Riverville, una aislada comunidad montañosa, a
muchos kilómetros de los cinematógrafos, teatros de variedades y campos
deportivos situados en ciudades más importantes.

Los habitantes de Riverville no pedían entretenimientos refinados; por


consecuencia la inevitable «Mujer Gorda», el «Hombre Tatuado» y el «Niño
Mono» les daban motivo para charlar animadamente ante cada uno de
ellos. Se llenaban la boca de cacahuetes y palomitas de maíz, bebían vaso
tras vaso de limonada, y se pringaban los dedos tratando de quitar los
envoltorios de los grandes y multicolores caramelos.

Cuando el que anunciaba al hipnotizador comenzó su arenga, la gente


parecía tranquila y tolerante. El voceador, un hombre bajo y rechoncho que
llevaba un traje a cuadros, utilizaba un improvisado megáfono, mientras el
hipnotizador en persona permanecía apartado, en un extremo de la
plataforma de tablas levantada frente a su tienda. Parecía no sentir interés
por lo que ocurría. Desdeñoso, apenas se dignó mirar a la masa que se iba
congregando.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Sin embargo, al fin, cuando frente a la plataforma hubo unas cincuenta


personas, el hombre dio unos pasos hacia adelante, hasta quedar en el
ámbito luminoso. Del público surgió un leve murmullo.

La aparición del hipnotizador bajo el foco suspendido sobre su cabeza


tuvo algo de estremecedor. Su alta figura, su extrema delgadez, que le daba
aspecto demacrado, su pálida piel y, sobre todo, sus grandes y profundos
ojos negros, atraían la atención de forma inmediata. Su indumento, un
severo traje negro y una anticuada corbata de lazo, añadían un último toque
mefistofélico.

Con expresión que delataba frustración y una especie de suave desdén,


miró fríamente al público.

Su sonora voz llegó hasta la última fila de mirones.

—Necesitaré —dijo— la colaboración de un voluntario. Si alguno de


ustedes fuera tan amable de subir…

Todos miraron a su alrededor o cambiaron codazos con sus vecinos,


pero nadie avanzó hacia la plataforma.

El hipnotizador se encogió de hombros. Con voz cansada, dijo:

—A no ser que alguien sea tan amable de subir, no podrá haber


demostración. Les aseguro, damas y caballeros, que se trata de algo
inofensivo por completo, que no entraña el menor riesgo.

Miró en torno, expectante. Momentos después un joven se abrió paso


lentamente por entre la multitud, en dirección al estrado.

El hipnotizador le ayudó a subir los escalones y le hizo sentar en una


silla.

—Relájese —pidió—. Dentro de poco estará dormido y hará


exactamente cuanto yo le diga.

El joven se removió en el asiento y dirigió una sonrisa de auto confianza


a los espectadores.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

El hipnotizador atrajo su atención, fijó sus enormes ojos en él, y el joven


dejó de removerse.

De pronto, alguien tiró a la plataforma una gran bolsa de coloreadas


palomitas de maíz. El proyectil describió un arco sobre las luces y fue a
romperse directamente sobre la cabeza del muchacho sentado en la silla.

El chico se hizo a un lado, casi cayéndose de la silla, y el público, que


poco antes permanecía mudo, estalló en grandes carcajadas.

El hipnotizador estaba furioso. Su rostro se puso color púrpura y todo su


cuerpo comenzó a temblar de ira. Dirigiendo una penetrante mirada a los
asistentes, preguntó, con voz alterada:

—¿Quién ha tirado eso?

La masa guardó silencio.

El hipnotizador siguió mirándoles. Al fin su rostro adquirió aspecto


normal y su cuerpo dejó de temblar, pero en sus ojos siguió habiendo un
maligno brillo.

Hizo un ademán al joven sentado en la plataforma y le despidió con


unas breves palabras de agradecimiento. Luego se enfrentó de nuevo con la
masa.

—Debido a la interrupción será necesario volver a empezar la prueba…


con otro sujeto —anunció, en voz baja—. Tal vez la persona que tiró las
palomitas sea tan amable de subir.

Al menos diez o doce individuos se volvieron a mirar a alguien que se


mantenía en la sombra, entre los más alejados espectadores.

El hipnotizador le localizó en seguida. Sus negros ojos parecieron


refulgir.

—Quizá el que nos interrumpió le dé miedo subir —dijo, con voz


burlona—. Prefiere esconderse en las sombras y tirar palomitas de maíz.

El aludido lanzó una exclamación y, con actitud beligerante, se abrió


paso hacia la plataforma. Su aspecto no tenía nada de notable; en realidad,

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en cierto modo se parecía al primer joven. Cualquier observador casual les


hubiera supuesto a ambos pertenecientes a la clase rural trabajadora, ni más
ni menos inteligentes que el promedio.

El segundo muchacho tomó asiento en la silla del estrado y adoptó una


clara actitud de desafío. Durante varios minutos luchó visiblemente contra
las órdenes que le daba el hipnotizador para que se relajase. Sin embargo,
poco a poco su agresividad fue desapareciendo y miró, como se le pedía, a
los penetrantes ojos que tenía enfrente.

Al cabo de un par de minutos, siguiendo las órdenes del hipnotizador, se


levantó y se tumbó de espaldas sobre los duros maderos de la plataforma.
Los espectadores contuvieron el aliento.

—Va usted a dormirse —dijo el hipnotizador—. Va usted a dormirse. Se


está durmiendo. Se está durmiendo. Está dormido y hará cuanto le ordene.
Cuanto le ordene. Cuanto…

Su voz se convirtió en un susurro en el que se repetían las reiterativas


frases. El público guardaba un silencio total.

De pronto, en la voz del hipnotizador entró una nueva nota, y la


audiencia se puso tensa.

—No se levante, elévese de la plataforma —ordenó el hipnotizador—.


¡Elévese de la plataforma! —Sus oscuros ojos parecían lanzar rayos. El público
se estremeció.

—¡Elévese!

Los espectadores, tras un jadeo colectivo, contuvieron el aliento.

El joven, rígido sobre el estrado, sin mover un músculo, comenzó a


ascender, siguiendo en su posición horizontal. Primero fue un movimiento
lento, casi imperceptible; pero pronto adquirió una firme e inconfundible
aceleración.

—¡Elévese! —espetó la voz del hipnotizador.

El muchacho continuó su ascenso, hasta encontrarse a más de medio


metro del estrado, y seguía subiendo.

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Los presentes estaban seguros de que se trataba de un truco de alguna


clase, pero, aun contra su voluntad, miraban aquello boquiabiertos. El joven
parecía estar suspendido en el aire, sin contar con ningún medio posible de
apoyo físico.

De pronto, la atención del auditorio fue captada por un nuevo suceso. El


hipnotizador se llevó una mano al pecho, vaciló, y, por último, se derrumbó
sobre la plataforma.

Llamaron a un doctor. El voceador del traje a cuadros salió de la tienda


y se inclinó sobre el inmóvil cuerpo del caído.

El hombre buscó el pulso del hipnotizador. Luego meneó la cabeza y se


puso en pie. Alguien ofreció una botella de whisky, pero el voceador se
limitó a encogerse de hombros.

De pronto, una mujer, entre el público, lanzó un grito.

Todos se volvieron a observarla y, un segundo más tarde, siguieron la


dirección de su mirada.

Inmediatamente se produjeron gritos aún más agudos, ya que el joven


dormido por el hipnotizador continuaba ascendiendo. Mientras la atención
de la gente estuvo centrada en el fatal colapso del hipnotizador, el
muchacho había seguido subiendo, subiendo… Ahora se encontraba a más
de dos metros por encima del tablado y se elevaba más y más,
inexorablemente. Aun tras la muerte del hipnotizador, seguía obedeciendo
aquella orden final: «¡Elévese!».

El voceador, con los ojos casi saliéndosele de las órbitas, dio un


frenético salto; pero era demasiado bajo. Sus dedos apenas rozaron la figura
que flotaba en el aire. El hombre volvió a caer pesadamente sobre el
estrado.

El rígido cuerpo del joven continuó su marcha hacia arriba, como si


estuviera siendo alzado por una invisible grúa.

Las mujeres comenzaron a chillar histéricamente; los hombres gritaban.


En realidad nadie sabía que hacer. Al ponerse en pie, el voceador tenía

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

expresión de pánico. Dirigió una intensa mirada a la yacente figura del


hipnotizador.

—¡Baja, Frank! ¡Baja! —gritaba la masa—. ¡Frank! ¡Despierta! ¡Baja!


¡Detente! ¡Frank!

Pero el rígido cuerpo de Frank seguía subiendo aún más. Arriba, arriba,
hasta que estuvo al nivel de la parte alta del entoldado, hasta que alcanzó la
altura de los árboles más grandes… hasta que rebasó los árboles y siguió
ascendiendo por el limpio cielo de primeros de octubre.

Muchos de los que presenciaban el fantástico hecho se cubrieron con las


manos el horrorizado rostro y se alejaron.

Los que siguieron mirando pudieron ver cómo la forma flotante


ascendía al cielo hasta no ser más que una leve mota, como una pequeña
pavesa que flotara junto a la luna.

Luego desapareció por completo.

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- LA SEÑORITA WINTERS Y EL
VIENTO
CHRISTINE NOBLE GOVAN

Mientras permanecía en la esquina, aferrando con fuerza su billete de vuelta


de autobús, la señorita Winters sentía un intenso odio hacia el viento.
Durante los años que llevaba en aquella espantosa y desagradable ciudad,
entre la mujer y el viento se había mantenido un constante estado de guerra.
El aire parecía haberla elegido a ella —una solitaria y desamparada figura—
para desahogar sus deseos de venganza. Le ladeaba el viejo sombrero de
fieltro, le echaba sobre el rostro el revuelto cabello y le subía
indecentemente las faldas, dejando a la vista sus negras medias de algodón.

Una vez, cuando regresaba a casa desde el trabajo, el viento le arrebató


de las manos el billete de vuelta y lo arrojó bajo el autobús que pasaba.
Cuando el vehículo hubo desaparecido, la señorita Winters miró entre el
polvo y buscó por todas partes; pero el trocito de amarillo papel parecía
eludirla. La gente que se arremolinaba a su alrededor casi la empujó bajo un
camión y manifestó impacientemente su disgusto contra ella. La cosa había
sucedido el día antes de cobrar, cuando la mujer sólo disponía del dinero
para pagarse el autobús de la mañana siguiente. Tuvo que hacer a pie el
resto del camino a casa; cinco kilómetros, y todos con el viento en contra.

Cuando era niña y vivía en el Sur, el viento era una cosa agradable. Las
montañas lo mantenían adecuadamente dominado, domándole como se
doma a un brioso potro. El aire chocaba contra las cumbres y era troceado
en minúsculas partículas por los árboles, que susurraban con un sonido
similar al del océano. En los campos, las flores silvestres se mecían con
suavidad, formando hermosos mares color rojo dorado. En la escuela,

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

cuando la señorita Winters leía Hiawatha, su delgado rostro se iluminaba


momentáneamente ante estas líneas:

Como bajo el sol brillan los rizos

que el frío viento forma en los ríos.

Pero entonces la señorita Winters no sabía realmente lo que era un


viento frío.

Ahora sí lo sabía. Era algo que se introducía por todos los resquicios y
entumecía los pies de la señorita Winters, pese al fuego que tan
asiduamente cuidaba. Por las noches, el helado viento se metía con ella en
la cama, de forma que hasta su atigrado gato, que permanecía bajo las
mantas, se estremecía y durante horas de oscuridad, no paraba de moverse
tratando de calentar sus doloridos huesos. El aire se metía bajo el usado
abrigo de la mujer, penetrando por el agujero que había hecho en sus
pantalones el alambre del tejado en que los tendía. También atravesaba sus
remendados guantes, entumeciéndole los dedos hasta que le quemaban en
una agonía de frío.

Su madre procedía de una agradable región del Sur. Y después de la


muerte del padre de la señorita Winters, la anciana señora anheló con todas
sus fuerzas volver a su tierra natal. Pero el viento había podido con ella,
recordó la señorita Winters, con amargura: tras aguantarlo durante dos
temporadas, la pobre murió de pleuresía.

Por entonces, la señorita Winters poseía un negocio que funcionaba


satisfactoriamente. Se dedicaba a Costura Selecta y Elegante, Precios
Razonables. La mujer se había convertido en una solterona de pecho plano,
cuyas juveniles ilusiones se redujeron a cenizas años atrás. Confeccionaba
repitas para bebés, con diminutos canesúes bordados; trajes de novia, y
bonitos delantales para niñas.

La enfermedad y la muerte de su madre representaron grandes gastos.


Luego vino la depresión. La señorita Winters se trasladó a barrios peores,
barrios que, por lo visto, gustaban mucho al viento, ya que los azotaba
constantemente. La mujer se sentía sola, inquieta y, a veces, asustada. El
miedo le atenazaba la garganta como si fuese una verdadera mano,
haciéndole difícil tragar.
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Más tarde, la Administración de Proyectos Obreros le facilitó costura.


La señorita Winters hizo gruesas chaquetas y pesadas prendas de trabajo.
La dura tarea envaró y despellejó sus dedos. No dejaba de pensar en las
damas a quienes había vestido de seda y crepé de China y en los bellos
trajes que realizara durante su juventud.

El peor de los golpes lo recibió al concluir el proyecto obrero. Las


mujeres llevaban pantalones, laboraban en las fábricas y compraban ropa
hecha. No tenían tiempo para probarse las meticulosas prendas cosidas por
la señorita Winters. Las viejas clientes de ésta murieron o se marcharon a
Florida, donde el viento era menos cruel. El miedo iba cerniéndose sobre la
mujer como una creciente marea. Las manos, que en tiempos bordaron
ramilletes de lilas sobre la batista y la estopilla, se habían vuelto artríticas a
causa del frío y del tosco trabajo. Todo lo que ahora podía hacer eran
zurcidos y, de vez en cuando, algún encargo para una tienda de ropas
usadas.

El autobús llegó atestado, y la señorita Winters tuvo que ir de pie. En la


calle en que vivía, el frío había matado incluso el olor a ajo y a repollo. Pero
el viento seguía allí, haciendo volar los papeles, echándole a la cara humo y
polvo, y tirando de su sombrero hasta que los ojos de la mujer se llenaron de
lágrimas de impotencia.

Para llegar a su cuarto tuvo que subir dos tramos de escalera. El gato
esperaba, hecho un ovillo, en medio de la cama. El animal saltó al suelo,
estiró su flaco y listado cuerpo y se encaminó hacia su dueña. Era la única
criatura que aún la recibía como a una amiga. Gracias al gato, la señorita
Winters podía olvidar algunas veces su miedo atenazador. La confianza del
animal en ella le daba un poquito de valor y determinación. Sin embargo,
también temía por él. Había demasiadas personas que eran malas con los
gatos, especialmente si éstos no eran de raza.

—¿Estaba solito el minino de mamá? —dijo, con sus agrietados labios—


. Mamá va a encender fuego y luego dará de comer a su gatito.

El bicho, como apreciando tan patética devoción, se frotó, runruneando,


contra la falda de la mujer.

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La señorita Winters, aún con guantes, puso en la cocina unas astillas y


unos preciosos trocitos de carbón y les colocó debajo una cerilla. El maldito
viento llegó por la chimenea y apagó la llama, sembrando de cenizas el
suelo y manchando los limpios zapatos de la mujer.

La señorita Winters consiguió al fin encender un débil fuego. Sobre el


fogón colocó un recipiente para preparar el té. Mientras el agua se
calentaba, la mujer se sentó en la mecedora de abombado asiento que había
frente al fuego, con las piernas cómodamente extendidas y los brazos
doblados contra el cuerpo para darse calor. El gato saltó a su regazo,
dándole suaves cabezazos en la barbilla. La solterona, agradecida, le
abrazó. El animal ponía una nota de vida en el desnudo cuarto. Era algo
que le hacia olvidar un poco la creciente marea de su miedo: el alquiler, que
se llevaba todo lo que ganaba en la tienda, los treinta y siete centavos que
debía al lechero, las suelas de sus zapatos… El miedo siempre estaba allí.
Atormentada por él, la anciana había estropeado una prenda en la
ropavejería y casi perdido su día de trabajo. Al recordarlo, le invadía un frío
que no era debido al viento, precisamente.

El gato, sobre su falda, frotaba la suave nariz contra el rostro de la


señorita Winters, a la vez que emitía un sonido que era, a un tiempo,
ronroneo y maullido. En un repentino arranque de ternura, la señorita lo
atrajo hacia sí, y el animal la miró con aire presuntuoso. Sus ojos eran como
pálidas lunas verdes con misteriosas manchas doradas.

La solterona se levantó y preparó el té. Luego echó un poco de leche y


parte del agua caliente en una fuentecita, para el gato. De su bolso extrajo
un hueso de chuleta que había conseguido le diera una de sus compañeras
de trabajo. El hueso aún tenía una tira de carne y de ella emanaba un fuerte
olor a pimienta y a frito. La mujer arrancó la carne, mirando, avergonzada,
el desnudo cuarto. Luego comió lentamente, mientras lágrimas de
autocompasión le llenaban los ojos. Después se agachó y colocó el hueso, al
que aún estaba adherida la grasa, en la fuentecilla del gato. El animal dejó
la leche y comenzó a roer el sebo mientras movía el rabo como muestra de
satisfacción.

La señorita Winters se quitó el sombrero y comenzó a beber el té. Tomó


asiento y fue dando pequeños sorbos a la infusión, mientras contemplaba al

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gato, deleitándose con los graciosos movimientos del animal y con la


maravilla de sus verdes y profundos ojos.

Cada vez hacía más viento. A medida que la oscuridad aumentaba, la


habitación se enfriaba más y más. La señorita Winters se quitó la ropa de
salir a la calle, fue a buscar su bata de franela y la puso a caldear junto al
fuego. Calentó más agua y llenó con ella una botella para meterla entre las
frías sábanas. En seguida, armada con el gato y la botella, y tras remover los
carbones para que el fuego durase el mayor tiempo posible, se introdujo en
la cama. La bombilla que había junto al mueble apenas daba la luz
suficiente para leer la sensacional revista de historias amorosas que cada
noche ayudaba a la solterona a olvidar sus problemas.

Horas más tarde se despertó. El viento, no contentándose con


atormentarla de día, convirtiendo cada una de las horas de luz en un
suplicio, tenía que desvelarla por la noche con el fin de devolverla a la
miseria de que los sueños la libraban brevemente.

El aire rugía en torno a la chimenea y golpeaba las ventanas hasta


hacerlas temblar en sus marcos. La que la señorita Winters había pegado
con un gran trozo de papel de goma parecía abombarse como si en
cualquier momento fuera a reventar, llenando la habitación de cristales.

En el tejado algo se soltó y quedó allí, batiendo y saltando, haciendo


imposible el sueño. El frío parecía algo tangible, que recorría la columna
vertebral de la anciana, mordía su rostro y punzaba sus pies, donde la ya
helada botella se burlaba de cualquier idea de comodidad. La mujer dio la
luz, como si eso pudiera calentarla.

El gato se rebulló y comenzó a moverse nerviosamente por la cama.

De pronto se produjo una ráfaga de viento más fuerte que las demás. Se
oyó un fuerte ulular y la ventana rota saltó. El cristal penetró en la
habitación como si fuera metralla. El gato brincó al suelo y, en medio del
salto, fue alcanzado por una arista de vidrio. El animal lanzó un último
maullido y cayó inerte. Sobre la amarilla alfombrilla, las manchas de sangre
parecieron pétalos de rosa.

La señorita Winters se levantó de entre las gruesas mantas. Tenía frío,


pero el de ahora estaba producido por una insensata furia. Pasó entre los
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fragmentos de cristal y recogió el inerte cuerpo del animalito. Los


maravillosos ojos verdes aparecían vidriados, y la sangre caía en cálidas
gotas sobre los pies, enfundados en medias, de la mujer.

La señorita Winters permaneció allí, inmóvil, durante mucho, mucho


tiempo. Al fin dejó al gato en el suelo y dijo, con expresión ausente:

—Esto ya ha ido demasiado lejos.

Al menos, ahora ya sabía lo que debía hacer y, por consecuencia, se


sentía tranquila. Se acercó a la cama, apartó las mantas, el abrigo que
llevaba durante el día, la colcha que confeccionara con los retales del
terciopelo y la seda de sus días más felices. Tomó la sábana, inmensa y llena
de remiendos, y se quedó mirándola pensativamente.

Todo era tan claro, tan sencillo, que la señorita Winters se preguntó
cómo no se le había ocurrido antes. Debía atrapar el viento y encerrarlo
herméticamente dentro de algo, de forma que nunca pudiera escaparse, para
asustar y dejar ateridas a pobres ancianas, manteniéndolas despiertas y
conscientes de su miseria, matando sus gatos… La mujer se puso los
zapatos y, sin dirigir una sola mirada al animal muerto, abrió la puerta y
comenzó a bajar resueltamente las escaleras.

«¿Quién ha visto al viento?», cantó, con la atiplada voz de su niñez,


mientras el aire la zarandeaba y trataba de arrebatarle la sábana.

—¡Ja, ja! —rió la señorita, entre dientes, aferrando con más fuerza el
enorme trozo de tela—. ¡Esta vez, no, querido amigo! ¡Esta vez, no!

«¿Quién ha visto al viento? ¿Adonde se va el aire? ¡Arriba, arriba, arriba!


¡Hasta llegar al cielo!

Miró hacia el campanario de la iglesia. Era el edificio más alto que había
a la vista. Incluso en aquella noche brillaba como una arista reluciente. A su
gato le había matado una arista. Ella mataría al viento.

—R.I.P. —dijo sonriendo la mujer.

A la torre de la iglesia se llegaba a través de una puertecita que había en


la parte trasera. Tal como la señorita Winters esperaba, no estaba cerrada.
Sin un momento de vacilación, la solterona comenzó su decidido ascenso.
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Cada vez más arriba, dando vueltas y vueltas, tropezando con la sábana,
pisándose el borde del abrigo, dando traspiés, riéndose y volviendo a
ascender. En el interior de la torre no había viento; pero aquello no la
disuadió de su idea. El aire la estaba aguardando allá arriba… ¡y ella le
aguardaría a él!

Al fin llegó al pequeño cuarto donde se encontraban las campanas, una


habitación cuadrada, con arcos góticos y una terraza abierta por un lado. El
viento estaba allí, tal como la anciana había esperado, rugiendo como un
león. Pero la señorita Winters ya no le tenía miedo.

—¡Ahora veremos! —gritó, feliz—. ¡Ahora veremos!

Sacudió la sábana. Como es lógico, el viento trató de arrebatársela; pero


ella, diestramente, agarró las cuatro esquinas y salió a la pequeña terraza
abierta. Allá abajo, las luces de la ciudad brillaban y parpadeaban. La
señorita Winters las miró plácidamente, como diciendo:

—¡Contémplenme! ¡Estoy dándole su merecido, de una vez para


siempre, a este asqueroso viento!

Fue precisamente entonces cuando una ráfaga de aire la fustigó. Sopló


furiosamente y ella la atrapó en la sabana, que se hinchó como una inmensa
hogaza de pan en el horno. La anciana tuvo que dar unos pasos para
apoderarse del viento; pero al fin lo tenía allí. ¡Se sentía tan feliz, que le
pareció caminar por el aire!

Miró hacia abajo y pudo ver que las luces se precipitaban hacia ella.
Antes de morir, la señorita Winters pasó por un momento aterrador… Un
momento durante el que se dio cuenta de que el viento había ganado.

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- PANORAMA DESDE LA TERRAZA


MIKE MARMER

El anaranjado sol, completado su recorrido descendente, iba a salir del cielo


de Jamaica; pero, antes de hundirse del todo tras el horizonte del Caribe,
pareció inmovilizarse un momento, como en una divina exposición
fotográfica. Las sombras de última hora de la tarde se alargaron,
extendiendo un leve tinte oscuro sobre la bougainvillea y los hibiscos de
brillantes colores, para, por fin, ir a dar contra la brillante y blanca fachada
del más lujoso hotel de la Bahía de Montego: el «Dorado». Y en cierto
modo pareció un detalle de mal gusto que aquel paisaje de postal fuera
alterado por la caída del cuerpo de George Farnham que, agitando las
manos y arrastrando tras si un último grito, atravesó las ramas de las
palmeras y se desplomó contra el suelo del patio.

Veinte minutos más tarde, en la suite del piso doce, desde la cual el
finado señor Farnham había iniciado su descendente viaje, la viuda,
inmóvil, sentada en un sofá, constituía la viva imagen de la desolación.

Frente a ella, apenas apoyado en el borde de una silla, estaba el señor


Tibble, el delgado y calvo subregente del «Dorado». Su aspecto era
convenientemente desolado, pese a que el hombre llevaba un cuarto de hora
sintiéndose muy incómodo, tiempo que coincidía con el transcurrido desde
que la viuda del señor Farnham había sido puesta a su cargo.

Tibble meneó la cabeza.

—Terrible —dijo a la mujer—. Un terrible accidente repitió.

La viuda le miró, correspondiendo a sus palabras con un leve, casi


imperceptible, asentimiento de cabeza. Luego volvió a inclinar la cabeza.
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Un accidente. No se le había ocurrido que la muerte de George fuera a


ser considerada un accidente. En aquel breve momento de la terraza sólo
había pensado en la policía, los tribunales, el juicio. Pero ahora, por
enésima vez en los últimos quince minutos, el señor Tibble se refería al
accidente.

Y antes, cuando bajó al patio a toda la velocidad que permitía el


ascensor, todos habían murmurado cosas sobre el accidente. «Una
tragedia», susurraron. «Espantoso accidente… una esposa encantadora…
dos niños hermosísimos… un terrible accidente».

¿Es que nadie había visto lo ocurrido?

Priscilla Farnham era una mujer agradable, un poco regordeta. En ella


aún se advertían los restos de una gran belleza juvenil. Como nunca se
consideró particularmente fuerte ni resuelta, le sorprendió encontrar de
pronto, en su interior, una férrea voluntad. El hallazgo se produjo durante
aquellos últimos minutos. Estaba asombradísima por su facilidad para
mantenerse calmada interiormente mientras, en la superficie, llevaba la
máscara de viuda acongojada por su trágica pérdida.

Su amor por George había desaparecido mucho tiempo atrás. Recordó


que, al mirar hacia el patio desde la terraza, lo único que había sentido fue
un leve remordimiento. En seguida pensó que George tenía un extraño
aspecto, como una pieza de rompecabezas enmarcada por las losas del
patio.

El timbre del teléfono interrumpió el hilo de sus recuerdos.

Tibble, disculpándose con los ojos por la irreverente interrupción, se


apresuró a contestar. Se presentó a sí mismo, atendió a lo que le decían y
luego tapó con su delgada mano el micrófono.

—Es Edmonds, el alguacil. Dice que en el vestíbulo hay un hombre de


la C.I.D. Y que, si se siente usted con ánimos, desearía subir a hacerle unas
cuantas preguntas.

Tibble sonrió, animando a la viuda, y siguió:

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—Mera rutina, estoy seguro. Es usted una visitante de la isla, ya sabe. El


alguacil me advirtió antes que vendría alguien a investigar.

Debió de producirse un notable cambio en la expresión de Priscilla, pues


Tibble agregó rápidamente:

—Desde luego, si no se siente usted capaz…

—Sí, sí. Estoy bien.

Tibble transmitió la respuesta y se volvió de nuevo hacia la mujer.

—¿Dentro de cinco minutos?

Priscilla asintió con la cabeza.

—Sí, perfecto; dentro de cinco minutos —informó Tibble al alguacil


Edmonds. Luego colgó. Dirigiéndose hacia Priscilla—: ¿Hay algo más que
pueda hacer por usted?

—Le agradecería que fuese a echar un vistazo a los niños.

Aprovechando con gusto la oportunidad de salir de allí, Tibble pasó al


dormitorio.

Los niños. Era lo único que ahora importaba, pensó Priscilla. ¿Qué
harían sin ella? Recordó a Mark, con su pelo negro y rizado y sus largas
pestañas. Sólo tenía nueve años, pero ya mostraba indicios del hombre tan
atractivo que iba a ser. Y Amy, dos años menor, con la misma belleza rubia
de su madre y aquellos grandes ojos color violeta. Priscilla no soportaba la
idea de que la separasen de ellos y su recién hallada energía fue
repentinamente aumentada por el miedo.

Cinco minutos. Cinco minutos para organizar su defensa. ¿Para que? Si


como el señor Tibble aseguraba, la investigación iba a ser una simple
formalidad —las pesquisas naturales tras un desgraciado accidente—, no
había necesidad de ninguna preparación. Pero si el hombre de la C.I.D.
intentaba hacer averiguaciones más a fondo, si había descubierto alguna
pista que condujese a la verdad, todo se desarrollaría de un modo muy
distinto.

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¡Asesinato!

La palabra la hizo estremecer; pero, ¿de qué otra forma podía llamarse?
Indudablemente, la muerte de George no podía ser considerada algo
«premeditado»; no se habían hecho planes a largo plazo y a sangre fría. No
obstante, fue precedida por cinco o diez minutos de meditación. ¿Homicidio
sin premeditación? Tal vez. Podía haber diversas interpretaciones de grado,
pero cada una de ellas iba acompañada por su castigo particular. No, debía
dar con otra cosa. ¿Homicidio por causas justificadas? ¿Había sido justificada la
muerte de George? Legalmente, no; aunque, en una forma simple y casi
primitiva, Priscilla suponía que si lo era. En cierto modo, fue culpa del
propio George. Él mismo se la buscó.

La vuelta de Tibble interrumpió sus razonamientos. El hombre anunció


que los niños estaban bien. La doncella, que él mismo había enviado un
rato antes a cuidar de ellos, decía que Mark y Amy se portaban
espléndidamente.

—Por lo único que se preocupan es por usted —añadió Tibble, con una
confortadora sonrisa—. Les dije que iría a verles muy pronto.

Priscilla agradeció aquellas palabras con un movimiento de cabeza.

—Estamos unidos —explicó, al tiempo que Tibble se sentaba de nuevo


en el borde de la silla.

«Y ahora a enfrentarse con el inminente problema», se dijo Priscilla, con


firmeza. El de aludir la responsabilidad inherente a un crimen.

¿Qué podría preguntar el hombre de la C.I.D.? Sin duda, buscaría un


motivo. ¿Dinero? No, en aquel caso resultaba difícil pensar en tal cosa.
¿Celos? Priscilla rechazó en seguida la idea. ¿Odio? Bueno, se habían
producido discusiones, desde luego, pero… ¿no ocurría eso en las mejores
familias?

Después de todo, los Farnham se encontraban en un país extraño. ¿No


tendrían las investigaciones que basarse en Su comportamiento en Jamaica?

De pronto, sus esperanzas se derrumbaron. Había habido una discusión.


Una pelea. Y Priscilla recordaba que, al final de ella, se había vuelto de

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espaldas a George y visto a los dos niños allí, en la puerta de la sala de estar,
demostrando claramente preocupación y miedo. Priscilla trató de advertir a
George, pero él continuó gritándole todas aquellas horribles cosas. Luego,
el hombre salió a la terraza y los niños corrieron hacia su madre.

Priscilla necesitaba permanecer cinco o diez minutos a solas para


ordenar sus pensamientos, para imaginar alguna forma de disuadir a
George de lo que planeaba hacer. Por eso sugirió el juego. Del rostro de sus
hijos desapareció inmediatamente el miedo y los dos niños corrieron al
dormitorio para comenzar a jugarlo.

Resultaba muy extraño, pensó Priscilla. Si George hubiera comprendido


y participado en el juego, todo hubiera sido distinto. En realidad, si George
hubiera participado en cualquier cosa que significase amor y unión, ahora
no se encontraría allá abajo, cubierto por aquel ridículo mantel de colorines.

Las circunstancias que condujeron a la escena de la terraza comenzaron,


razonó Priscilla, mucho tiempo atrás, cuando en George se produjo el
cambio. De novio se mostró siempre muy alegre y considerado. Pero
cuando el padre de ella murió, poco después de la boda, y George se hizo
cargo de la administración de los múltiples intereses e inversiones que su
suegro había dejado tras sí, tuvo lugar la metamorfosis. George comenzó a
no ocuparse más que de los negocios. No más diversiones. No más regalos
inesperados. No más flores ni dulces. No más sorpresas; ése era George.

Ella intentó interesarle en el juego, hacerle descubrir toda la alegría y el


amor que su propia familia había encontrado en él. De mala gana, el
hombre consintió una vez en jugarlo. Priscilla se acercó y le dijo:

—A ver si adivinas.

George, según las reglas del juego, replicó:

—¿El qué?

Y ella:

—A ver si adivinas lo que he hecho hoy por ti.

Entonces, George debía aventurar alguna absurda suposición como:


«Has encontrado un millón de dólares en oro y me los vas a poner debajo de
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mi servilleta». O: «Has hecho un Taj Majal de mondadientes y mañana


iremos a comprar los muebles». Luego las suposiciones debían hacerse más
serias hasta que George descubriera lo que su mujer había hecho en su
beneficio, o se rindiese, permitiendo que Priscilla le revelara la sorpresa.

Como es natural, George abandonó el entretenimiento después de


preguntar: «¿El qué?». Encontraba el juego «tonto» y a Priscilla más tonta
aún por jugarlo.

¡Claro que era tonto! Priscilla lo admitía; pero era bonito. Estaba lleno
de sorpresas, de unión, de amor. Y también era romántico, porque aquella
noche su sorpresa había sido el más transparente de los negligées.

George y ella fueron separándose cada vez más. Únicamente la llegada


de los niños salvó su matrimonio. Mark y Amy heredaron los gustos y la
alegría de vivir de su madre. Les entusiasmaban las excursiones, las
sorpresas, el juego y las demostraciones de afecto. Por eso adoraban a
Priscilla.

Permitiéndose una leve sensación de culpa, Priscilla se dijo que tal vez
se había concentrado excesivamente en Mark y Amy y no lo bastante en
George. Pero si él hubiera deseado formar parte de su mundo… Si hubiera
querido compartir el maravilloso entendimiento… Con sólo que…

Priscilla no fue más lejos. Una discreta llamada cortó el hilo de sus
pensamientos y levantó a Tibble del borde de su silla. Fue a la puerta, la
abrió y dejó entrar a Edmonds, el alguacil, y a un hombre alto y vestido con
un ligero traje tropical.

Edmonds, resplandeciente en su uniforme veraniego de roja faja y


blanco salacot, presentó a su compañero. Luego inclinó la cabeza y volvió
al corredor, cerrando tras él la puerta de la suite.

El sargento detective Waring, un hombre de aspecto eficiente, ojos


azules y pelo gris, era el representante de la C.I.D. en el área de Bahía
Montego.

—Lamento molestarla en estos momentos, señora Farnham —dijo, con


marcado acento ingles—. Pero si se siente con ánimos de responder a unas
cuantas preguntas, trataré de robarle el menor tiempo posible.

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—Le daré toda la información que pueda —dijo ella.

El sargento se acomodo en un asiento contiguo al de Tibble y del


bolsillo de la chaqueta sacó un pequeño cuaderno. Mientras buscaba un
lápiz fue pasando hojas de la libretita, echando un vistazo a sus
anotaciones. Al fin volvió a dirigirse a Priscilla.

—Tal vez sea mejor que empecemos contándome usted, lo mejor que
pueda, todos los hechos que recuerde inmediatamente anteriores al…
suceso.

—Me temo que no será mucho. Estaba tumbada aquí, en el sofá…


adormecida. No recuerdo si lo que me despertó fue el grito o fueron los
niños. Sólo puedo decir que ellos me estaban meneando y me levanté. Fui a
la terraza… miré hacia abajo —consiguió dar a su voz un matiz
tembloroso— y vi a mi marido.

El sargento Waring se levantó, fue rápidamente a la terraza, la


inspeccionó un momento y luego volvió a su silla.

—¿Su esposo se mostraba deprimido últimamente? ¿Le dio alguna vez la


sensación de que pudiera pensar en quitarse la vida?

—¡Oh, no! —exclamó Priscilla.

Y al cabo de un segundo, lamentó haberlo dicho. No había considerado


una posible deducción de suicidio. Ahora la oportunidad ya había pasado.

Waring preguntó:

—¿Se encontraba el bien?.

Priscilla no supo qué decir.

—Me refiero a si se encontraba bien de salud —explicó el hombre—.


¿Sufría de mareos o vértigos?

—Sí. En realidad, ése fue uno de los motivos de que nos tomásemos
estas vacaciones. Mi marido trabajaba mucho. Demasiado, le decíamos
todos. Y se quejaba de dolores de cabeza y mareos continuos. Me pareció
que necesitaba descansar, relajarse. Por eso vinimos a Jamaica.

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Priscilla se maravilló de lo fácil que resultaba mentir cuando estaba en


juego algo tan importante.

El hombre de la C.I.D. anotó algo en su cuaderno.

—Comprendo que esto es muy doloroso para usted —dijo, en tono


solícito—. Pero si logra resistir unos minutos más, estoy seguro de que todo
quedará claro. En los casos de muerte violenta debemos hacer
averiguaciones. Hizo una breve pausa y continuó: Como sabe, su terraza
está rodeada por una barandilla de un metro. Resulta difícil pensar que un
hombre, sin más, vaya a caer por encima de una baranda de esa altura.

Priscilla comenzó a sentir una especie de comezón nerviosa.

—A no ser que haya sufrido un vértigo y se haya desmayado. Resulta,


señora Farnham, que uno de los camareros… —volvió a consultar su
cuaderno— un hombre llamado Parsons estaba en el patio, preparando las
mesas para cenar. Miró hacia arriba por casualidad, o tal vez porque el grito
de su esposo, el que usted dijo haber oído, atrajo su atención. Y vio a su
marido caer por encima de la barandilla. Pero Parsons asegura que tuvo una
impresión muy distinta de lo que motivó esa caída.

El repentino shock la hizo estremecer. Alguien había visto lo ocurrido.

—Como es natural —siguió Waring—, preguntamos a Parsons si vio a


alguien en la terraza, aparte del señor Farnham. Admitió que no.

—No creo que usted piense…

—¡Claro que no! —cortó Waring, con desarmante sonrisa—. Pero


debemos comprobar cualquier información de esa clase. En seguida
descubrimos que la declaración de Parsons carecía de base. En primer lugar,
Parsons se encontraba casi directamente bajo la línea de terrazas y su
campo de visión era prácticamente vertical. Por tanto, no podía ver la
terraza de este piso con claridad. Y en segundo lugar, la opinión de Parsons
se basaba en que le dio la impresión de que su marido trataba de recuperar
el equilibrio. Agitaba los brazos en el aire, como si… como si tratara de
defenderse. Se sobreentiende que…

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Priscilla sintió una cálida y repentina sensación de confianza. ¡Tal vez


fuera posible que el crimen no tuviera castigo!

—Probablemente Parsons malinterpretara el desesperado intento de su


marido por salvarse, confundiéndolo con algo distinto —seguía el
sargento—. Y ahora que usted verifica lo de los vértigos del señor Farnham,
podemos comprender a que fue debido el que cayese sobre la barandilla.

Una llamada a la puerta le interrumpió. El sargento abrió y Priscilla


pudo ver el blanco casco del alguacil Edmonds. Los dos hombres hablaron
un momento entre sí, en voz baja.

Waring volvió la cabeza hacia la sala de estar y miró cuidadosamente a


Priscilla antes de decir.

—¿Querrá perdonarme, por favor? Sólo será un momento. Según


parece, hay otros testigos.

Desapareció, y Priscilla quedó sentada, con los labios muy apretados y


notando que se disolvía toda su confianza. En su cerebro, las preguntas se
amontonaban una sobre otra.

La respuesta se produjo cuando Waring volvió a entrar en el cuarto y


fue rápidamente hacia ella. De pronto, el aspecto del hombre había
cambiado.

—Señora Farnham… —comenzó—. ¿Se pelearon su marido y usted


poco antes de que él muriera?

—Sí —replicó Priscilla, en un susurro.

Waring insistió:

—La pareja de la suite de al lado, los Rinehart, dicen que les oyeron
disputar en forma más bien violenta. Hablaban a voces y los Rinehart están
seguros de que su marido habló de… morir.

—Ahora me parece una discusión absurda…

El sargento la miró inquisitivamente.

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—No quiero decir exactamente absurda —continuó ella—. Sólo que en


estos momentos me parece que carecía de importancia. Mi esposo deseaba
interrumpir nuestras vacaciones y volver a casa. Los niños y yo queríamos
quedarnos. Según lo que habíamos planeado inicialmente, aún teníamos
que permanecer aquí al menos otra semana. Temo que nos fuimos
exaltando y pronunciamos palabras desagradables. Luego él dijo que,
cuando estuviese muerto, yo podría hacer lo que me diera la gana, pero que
ahora, dado que él era el cabeza de familia, nos iríamos a casa. —Priscilla
sonrió tristemente—. Ésa era una de sus afirmaciones favoritas.

Miró a Waring. El silencio que se produjo fue inacabable.

El rostro del sargento se suavizó.

—Eso parece concordar en esencia con los fragmentos de discusión que


oyeron los Rinehart. —El hombre volvió a consultar su cuaderno y
continuó—: Siguió una cosa más, señora Farnham. Ha dicho usted que,
cuando su marido cayó, se encontraba echada en el sofá.

Priscilla dijo que sí con la cabeza.

—Y también ha dicho que sus hijos la menearon inmediatamente


después de que a usted le pareció haber oído gritar a su esposo.

Priscilla asintió de nuevo. Waring volvía a mostrar su desarmante


sonrisa.

—Entonces, ¿le importaría que trajésemos aquí a los niños y les


preguntáramos dónde estaba usted cuando ellos la llamaron? Es una simple
comprobación de rutina. Como es natural, no puedo preguntarles
oficialmente; y debo contar con el permiso de usted. Pero eso aclararía mi
informe y nos permitiría acabar ahora mismo este desagradable asunto.

Priscilla se encogió de hombros.

—De acuerdo —dijo—. Pero, por favor…

Waring asintió, comprensivo. Hizo un ademán a Tibble y éste entró en


el dormitorio y regresó con Mark y Amy.

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Al entrar los niños, Priscilla no levantó la mirada. Luego, mientras eran


conducidos hacia el sargento, alzó la cabeza lentamente y les acarició con
una sonrisa.

Waring se sentó en su silla, inclinándose un poco para quedar a la


misma altura que los pequeños. Habló con suavidad, pero yendo al grano:

—¿Comprendéis lo que ha ocurrido hoy?

Mark y Amy asintieron gravemente.

—Voy a preguntaros algo. ¿Querréis contestarme? —continuó Waring.

Con rostros muy serios, los dos chiquillos miraron a su madre.

—Debéis contestar al caballero —les dijo Priscilla, suavemente, notando


fijos en ella los ojos del sargento.

El hombre volvió su atención a Mark y Amy y comenzó, cautamente:

—Hace un ratito, cuando oísteis… gritar a vuestro papá… ¿Os


aciordáis?

Los dos asintieron solemnemente. Waring siguió:

—Al oírlo, vosotros también gritasteis. Y fuisteis a buscar a vuestra


mamá, ¿verdad?

Los dos niños dijeron que sí.

—¿Recordáis dónde estaba vuestra mamá en aquel momento?

Mark contestó:

—Estaba donde está ahora.

—¿Seguro? —insistió Waring.

—Ajá —dijo Amy—. Jugábamos al juego.

—¿Al juego?

Priscilla comenzó a explicar:

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Sólo es un jueguecito…

Fue interrumpida por un ademán preventivo del sargento Waring.


Aquél era el momento temido por Priscilla. Sin saber por qué, en todo
instante tuvo la seguridad de que la sentencia final se encontraría en el
juego.

—¿Qué pasa con él? —inquirió Waring, como sin darle importancia—.
¿De qué clase de juego se trata?

Mark tomó la palabra.

—Lo jugamos con mamá. Es muy divertido. Preparamos sorpresas.


Compramos cosas… o las hacemos… Luego decimos: «¿A ver si adivinas?».

—¿A ver si adivinas? —repitió el sargento, como un eco.

—Claro —intervino Amy—. Mamá dice: «A ver si adivinas lo que he


hecho por ti». Y nosotros tratamos de acertar con la sorpresa.

—O decimos: «Adivina lo que hecho por ti». Y mamá trata de acertar —


añadió Mark.

—Sigue —apremió Waring.

—Bueno, después de que mamá y papá… —bajó la voz— tuvieron la


pelea, mamá dijo que jugáramos al juego. —Alzando de nuevo la voz y
mirando a su hermana, siguió—: Así que Amy y yo nos fuimos al
dormitorio para pensar en la sorpresa que podíamos darle a mamá. Y mamá
se quedó aquí, imaginando una para nosotros.

—Luego, cuando oísteis gritar a vuestro padre, vinisteis junto a vuestra


mamá. ¿No? ¿Estaba ella en el sofá?

—¡Oh, sí! —aseguró Amy—. Tumbada. Vinimos a decirle nuestra


sorpresa. ¿Quiere usted saber cuál era?

—No —dijo el sargento, riendo—. Un secreto es un secreto. Solamente


deseaba averiguar si sabías dónde estaba tu madre.

Se volvió a Priscilla:

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Creo que con esto todo queda aclarado, señora Farnham. Como es
lógico, tras la autopsia habrá una encuesta, pero será un asunto de mera
rutina.

—¿Tendrán que volver a interrogar a los niños? —preguntó Priscilla.

—No creo. Ésta ha sido ya una dura prueba para ellos.

Waring estrechó las manos de Mark y Amy y les dio las gracias.

—Lo siento, señora Farnham —dijo—. Espero no haberla molestado


con exceso. Ya imagino que la trágica muerte de su marido la habrá
trastornado mucho y que no era el momento más oportuno para
importunarla con mis preguntas, pero… era mi deber.

—Comprendo, sargento Waring. Y gracias por mostrarse tan


considerado con los niños.

—No tiene importancia —replicó Waring—. Yo también tengo hijos. —


Hizo una señal a Tibble para que le acompañara y ambos salieron de la
suite, cerrando cuidadosamente la puerta tras ellos.

Priscilla permaneció inmóvil un largo momento, sin atreverse a creer


que todo hubiera concluido. Luego sonrió a los pequeños, que permanecían
callados frente a ella.

Amy, con impaciente expresión, rompió el silencio.

—Mamá, no nos has dicho tu sorpresa —dijo—. Te has olvidado.

—No, no me he olvidado —replicó Priscilla, con un deje de tristeza.

Muy pronto les diría lo que había hecho por ellos. Cuando llegara el
momento de sentarse con sus hijos y explicarles que hoy el juego se había
jugado muy mal. No, no se había olvidado. Ni olvidaría nunca el momento
en que Mark y Amy le menearon, gritando:

—¡A ver si adivinas!

Entre sueños, ella preguntó:

—¿Qué?

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Los niños, con rostros relucientes por la sorpresa que le tenían


preparada, la llevaron a rastras a la terraza, señalaron por encima de la
barandilla y, con cantarinas voces, exclamaron:

—¡Adivina lo que hemos hecho hoy por ti!

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

- EL HOMBRE CON DEDOS DE


COBRE
DOROTHY L. SAYERS

El Club de los Ególatras es uno de los sitios más cordiales de Londres. Se


trata de un lugar al que uno puede acudir cuando siente necesidad de narrar
el extraño sueño que tuvo la noche anterior, o si desea anunciar el
magnifico dentista que ha descubierto. Y si uno quiere y tiene el
temperamento de una Jane Austen, también puede escribir cartas a ese club,
ya que en él no existen salas en las que este prohibido hablar, y donde
parecer ocupado o absorto cuando otro miembro le dirige a uno la palabra,
sería una violación de las normas del club. Sin embargo, no pueden hacerse
referencias a la pesca ni al golf. Si la moción del honorable Freddy
Arbuthnot es aprobada ante la próxima reunión del comité (y hasta ahora,
la opinión respecto a ello parece muy favorable), tampoco se podrá hablar
de la radio. Como dijo lord Peter Wimsey el otro día, cuando surgió el tema
en la sala de fumar, esos son asuntos sobre los que uno puede conversar en
cualquier lugar. Por otra parte, el club no es especialmente exclusivo. A
nadie se le niega de antemano la entrada, excepto a los hombres graves y
silenciosos. A pesar de todo, los candidatos tienen que superar ciertas
pruebas cuya naturaleza quedará suficientemente indicada por el hecho de
que cierto distinguido explorador vio rechazada su admisión por aceptar, y
fumarse, un fuerte cigarro de Trichinopoli como acompañamiento de un
oporto del sesenta y tres. Por otro lado, el querido sir Roger Bunt (el
vendedor callejero millonario que ganó el premio de veinte mil libras
ofrecido por el Sunday Shriek y lo empleó para fundar su inmenso negocio
de abastecimientos en el interior del pais) fue altamente recomendado y

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

elegido por unanimidad tras declarar francamente que una jarra de cerveza
y una pipa eran las únicas cosas que realmente le importaban.

Como lord Peter volvió a decir:

—A nadie le importa la vulgaridad; pero no hay que traspasar los límites


de la crueldad.

Aquella tarde en especial, Masterman 5 había llevado con él un invitado,


un hombre llamado Varden. Varden había comenzado su vida como atleta
profesional, pero un trastorno cardíaco le obligó a dejar una brillante carrera
y a emplear su atractivo rostro y su bien formado cuerpo al servicio de la
pantalla cinematográfica. Había acudido a Londres, desde Los Angeles,
para estimular la publicidad de su nueva gran película Marathon, y resultó
ser una persona muy agradable y nada envanecida, lo cual fue un gran
alivio para el club, ya que, con los invitados de Masterman, nunca se podía
estar seguro.

Aquella tarde, en la sala marrón no había más que ocho hombres,


incluyendo a Varden. Aquella sala, con sus artesonados, sus luces
tamizadas y sus gruesas cortinas azules era quizá la más cómoda y
agradable de todas las salas de fumar, de las cuales el club poseía media
docena o así.

La conversación se había iniciado de forma accidental con el relato


hecho por Armstrong de un curioso incidente que había presenciado aquella
tarde en la estación del Temple, y Bayes continuó la charla diciendo que
aquello no era nada comparado con la cosa verdaderamente extraña que le
había ocurrido personalmente una noche de niebla en la carretera de
Euston.

Masterman aseguró que en los lugares más solitarios y retirados de


Londres había una inmensa cantidad de temas para un escritor, y expuso
como ejemplo su propio y extraño encuentro con una llorosa mujer y un
mono muerto. Entonces, Judson tomó el mando de la conversación,
explicando que cierta vez, a última hora de la noche, en un solitario
suburbio, se encontró con el cuerpo de una mujer muerta que yacía sobre el
pavimento, con un cuchillo clavado en un costado. Cerca de ella, un policía

5 El poeta cubista.
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permanecía inmóvil. Él preguntó al agente si podía hacer algo, pero el


hombre se limitó a decirle:

—Si yo fuera usted, no intervendría, señor. Esa mujer se merecía lo que


le ha pasado.

Judson aseguró que no había podido olvidar el incidente, y luego


Pettifer les contó un extraño caso de su experiencia como médico. Ocurrió
cuando un hombre totalmente desconocido le condujo a una casa de
Bloomsbury donde había una mujer padeciendo los efectos de un
envenenamiento por estricnina. Aquel hombre le ayudó de la forma más
eficaz durante toda la noche y cuando la paciente estuvo fuera de peligro, el
tipo salió de la casa y no volvió a aparecer; lo realmente extraño era que
cuando Pettifer preguntó a la mujer, ella le contestó, con gran sorpresa, que
nunca había visto a aquel hombre, y que le había tomado por el ayudante de
Pettifer.

—Eso me recuerda —comenzó Varden— algo aún más extraño que me


ocurrió una vez en Nueva York. Nunca he podido averiguar si se trató de
un loco o de una broma, o bien si yo realmente escape de la muerte por
casualidad.

Aquello parecía prometedor, y todos instaron al invitado a que


continuase su historia.

El actor siguió:

—Bien… En realidad, la cosa comenzó hace mucho tiempo… Siete


años o así, poco antes de que Norteamérica entrase en guerra. En aquellos
tiempos yo tenía veinticinco años y llevaba poco más de dos dedicado al
cine. Había un hombre llamado Eric P. Loder, que por aquella época era
bastante bien conocido en Nueva York y que hubiera sido un magnífico
escultor si no hubiera tenido más dinero del que le convenía, o al menos eso
oí decir a los que se dedican a esas cosas. Hacía muchas exposiciones de sus
obras, y a ellas acudían montones de intelectuales… Tengo entendido que
hizo varias esculturas en bronce muy buenas. Quizá usted sepa algo de él,
Masterman.

—No he visto ninguna de sus esculturas, pero recuerdo algunas


fotografías publicadas en El Arte de Mañana —dijo el poeta—. Era un buen
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

artista, pero más bien amanerado. ¿No se adscribió a la tendencia


criselefantina 6 ? Supongo que sólo sería para demostrar que podía pagar los
materiales.

—Sí, eso parece muy propio de él.

—Desde luego. Además, fue el autor de un grupo muy relamido y muy


feo llamado Lucina, y tuvo la desfachatez de reproducirlo en oro macizo y
colocarlo en el recibidor de su casa.

—¡Ah, aquello! Sí, a mí me parecía simplemente horrible. Nunca fui


capaz de ver nada artístico en aquella idea. Supongo que ustedes le llaman a
eso realismo. Me gustan los cuadros o las estatuas que me hacen sentir bien,
si no, ¿para qué están? A pesar de todo, en Loder había algo muy atractivo.

—¿Cómo le conoció usted?

—Bien… Loder me vio en aquella película mía Apolo en Nueva York. Tal
vez ustedes la recuerden. Fue mi primer papel de protagonista. Trataba de
una estatua que cobra vida —ya saben, uno de los antiguos dioses—, y de
cómo se desenvolvía en una ciudad moderna. La produjo el viejo
Reubenssohn. Era un hombre que podía desarrollar cualquier tema con el
mayor gusto artístico. En toda la película, de principio a fin, no era posible
encontrar un solo átomo de mal gusto, aunque en la primera parte yo no
llevaba más vestidura que una especie de capa… tomada de la estatua
clásica, ya saben.

—¿El Apolo de Belvedere?

—Me atrevería a decir que sí. Bien, Loder me escribió diciendo que,
como escultor, sentía un gran interés por mí, ya que yo me encontraba en
muy buena forma y todo eso. Luego me preguntaba si querría hacerle una
visita cuando dispusiera de tiempo. Hice averiguaciones respecto al hombre
y decidí que aquello sería una buena publicidad. Cuando mi contrato expiró
pude disponer de un poco de tiempo, fui a Nueva York y le llamé. Me trató
muy amablemente y me pidió que pasase unas cuantas semanas con él.

6 Aplícase a las estatuas hechas de oro y marfil. (N. del T).


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»Loder poseía una magnífica mansión a unos ocho kilómetros de la


ciudad. La casa estaba atestada de cuadros, antigüedades y cosas por el
estilo. Mi anfitrión tendría unos treinta y cinco o cuarenta años, era
moreno, de aspecto cuidado y de movimientos rápidos y vivaces. Hablaba
muy bien, parecía haber estado en todas partes, haberlo visto todo y no
tener buena opinión de nada. Uno podía permanecer escuchándole horas
enteras. Conocía anécdotas de todo el mundo, desde el Papa hasta el viejo
Phineas E. Groot, del Chicago Ring. Las únicas historias que no me gustaba
oír de sus labios eran las picantes. No es que no sepa apreciar un cuento
verde, no, señor. No me gustaría que ustedes pensasen que soy un tipo
remilgado; pero Loder contaba esas cosas con los ojos fijos en uno, como si
sospechara que tú tenías algo que ver con la historia que estaba narrando.
He conocido mujeres que obran igual y he visto hombres que también hacen
lo mismo con mujeres, provocando en ellas una gran turbación, pero Loder
fue el único hombre que me hizo experimentar esa sensación. Sin embargo,
aparte de eso, mi anfitrión era el tipo más fascinante que he conocido. Y
como digo, su casa era, indudablemente, muy hermosa, y la comida
excelente.

»En todo le gustaba tener lo mejor. Tomemos a su amante: María


Morano. No creo haber visto nunca nada que se le pueda comparar, y
cuando uno trabaja en el cine, tiene buenos patrones para comparar la
belleza femenina. Era una de esas mujeres lánguidas, imponentes, de bellos
movimientos, expresión plácida y suave y amplia sonrisa. En Estados
Unidos no se dan mujeres como ella. María era procedente del Sur. Según
Loder, había sido bailarina de cabaret, y ella nunca le contradijo. El hombre
estaba muy orgulloso de María, y ella, a su manera, sentía una gran
devoción por él. Loder acostumbraba a hacerla posar en el estudio, sin que
la chica llevase encima más que una gran hoja de parra o algo por el estilo.
Ella permanecía en pie junto a una de las esculturas que mi anfitrión estaba
siempre haciéndole. Luego el hombre comparaba, punto por punto, a la
mujer y a la estatua. En apariencia, en María sólo había unos cuantos
milímetros que no eran del todo perfectos desde el punto de vista
escultórico: el segundo dedo de su pie izquierdo era menor que el dedo
gordo. Loder, desde luego, corregía esto en las esculturas. María escuchaba
tales críticas con sonrisa de buen talante y expresión vagamente sumisa, no
se si me entienden. A pesar de todo, creo que la pobre chica algunas veces
se sentía cansada de que Loder se metiera así con ella. En ocasiones se
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

ponía a hablar conmigo y me confesaba que lo que siempre había deseado


era tener un restaurante propio, con espectáculo de cabaret, muchos
cocineros con mandiles blancos y un montón de relucientes cocinas
eléctricas. «Luego me casaría y tendría cuatro niños y una niña»,
continuaba la chica. Después me citaba los nombres que había elegido para
sus hijos. A mí aquello me parecía más bien patético. Al final de una de
estas conversaciones entró Loder. El hombre sonreía un poco torcidamente,
por lo que me atrevería a decir que, por casualidad, había oído lo que
hablábamos. No creo que diera mucha importancia a ello, lo cual
demuestra que nunca comprendió de veras a la muchacha. Supongo que al
hombre ni siquiera se le ocurrió que una mujer pudiera cansarse de la clase
de vida que él daba a María, y si bien Loder era un poco posesivo en su
forma de comportarse, al menos nunca la traicionó. A cambio de soportar
todas sus charlas y sus desagradables estatuas, María era dueña absoluta de
él, y ella lo sabía.

»Permanecí allí un mes completo, disfrutando de una temporada


extraordinariamente agradable. En dos ocasiones, Loder tuvo una ráfaga de
inspiración artística y se encerró en su estudio durante varios días para
trabajar, sin permitir que nadie entrase hasta que hubo concluido. Mi
anfitrión era bastante dado a esa clase de cosas, y cuando acababa,
celebrábamos una fiesta a la cual acudían todos los amigos y aduladores de
Loder para echar un vistazo a la obra de arte. Según creo, por entonces el
hombre estaba trabajando en la estatua de una diosa o una ninfa, que debía
ser vaciada en plata, y María acostumbraba a acompañarle y posar para él.
Excepto en estas ocasiones, Loder me acompañaba a todas partes y vimos
cuanto había que ver. Admito que, cuando todo esto concluyó, me sentí
muy entristecido. Se declaró la guerra, y yo había decidido alistarme
cuando aquello sucediese. Mi trastorno cardíaco me impedía ir al frente,
pero contaba con lograr, a fuerza de insistencia, alguna clase de trabajo
militar, así que hice las maletas y me largué.

»Nunca hubiera creído que Loder lamentara tan sinceramente decirme


adiós. Repitió una y otra vez que volveríamos a reunirnos pronto. Sin
embargo, yo conseguí un trabajo en los servicios sanitarios y fui mandado a
Europa, de donde no regresé hasta 1920, cuando volví a ver a Loder.

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»Él me había escrito antes, pero en el año 1919 yo tuve que hacer dos
películas y no pude aceptar su invitación. Sin embargo, en 1920 me
encontré de regreso en Nueva York, haciendo la publicidad de El Estallido de
Pasión. Entonces recibí una nota de Loder en la que me pedía que aceptase
su hospitalidad, ya que deseaba que posara para él. Aquello representaba
una buena publicidad y, además, gratis, así que acepté. Por entonces me
había comprometido con la Mystofilms Ltd. para tomar parte en Los
Bosquimanos, aquella película que se realizó en Australia. Telegrafié a los de
la productora que me uniría a ellos en Sydney durante la tercera semana de
abril. Luego hice mis maletas y me dirigí a la residencia de Loder.

«El escultor me recibió muy cordialmente, aunque parecía más viejo que
la última vez que le vi. Era indudable que se había vuelto más nervioso.
Era… —¿cómo podría describirlo?— más intenso, más real, en una palabra.
Hizo alarde de su acostumbrado cinismo, como si realmente lo sintiera, y
volvió a narrar sus repetidas historias, dando aún más la sensación de que se
estaba refiriendo a uno al contarlas. Al principio creí que esta falta de
creencia en todo no era más que una especie de pose artística, pero luego
empecé a comprender que había sido injusto con él. Pronto advertí que
Loder era verdaderamente desgraciado, y en seguida descubrí el motivo.
Mientras íbamos en el coche le pregunté por María.

»—Me ha abandonado —replicó él.

»Aquello me sorprendió de veras. Honradamente, no había supuesto


que la muchacha tuviera tanta iniciativa.

»Indagué:

»—¿Es que se ha ido a instalar aquel restaurante que tanto deseaba?

»—Le habló de restaurantes, ¿verdad? —dijo Loder—. Supongo que es


usted la clase de hombre al que las mujeres hacen confidencias. No. Hizo el
idiota. Se fue. «No supe qué decir. Era evidente que estaba tan herido en su
amor propio como en sus sentimientos. Murmuré las palabras que se dicen
en tales casos y añadí que aquello debió significar una gran pérdida para su
trabajo, así como en otros aspectos. Loder me dio la razón.

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»Le pregunté cuándo había ocurrido aquello y si había concluido la


ninfa en la que estaba trabajando antes de que yo me fuera. Dijo que sí, que
la había acabado y hecho otra…, algo muy original, que a mi me gustaría.

»Llegamos a la casa y cenamos. Mientras lo hacíamos, Loder me


anunció que se iba a ir a Europa en breve, pocos días después de que yo
mismo me fuera. La ninfa se encontraba en el comedor, en un nicho
especial abierto en la pared. Se trataba, realmente, de una escultura
maravillosa. No era tan llamativa como la mayor parte de las obras de
Loder, y su parecido con María era asombroso. Loder me hizo sentar frente
a la estatua, de forma que pudiera verla durante la cena y la verdad es que
apenas pude apartar mis ojos de ella. Mi anfitrión parecía muy orgulloso de
su obra, y no cesó de decirme lo mucho que le alegraba que a mí me
gustase. Me dio la impresión de que Loder había cogido la muletilla de
repetirse a sí mismo.

»Después de la cena pasamos a la sala de fumar. La habitación había


sido reorganizada, y la primera cosa que saltaba a la vista era un enorme
banco que había ante la chimenea. Estaba a cosa de medio metro del suelo
y consistía en una base como la de una poltrona romana, con cojines y un
alto respaldo, todo ello hecho de roble con incrustaciones de plata. Sobre
todo esto, formando el verdadero asiento donde uno se instalaba —si
ustedes me siguen—, había una gran figura plateada de una mujer desnuda,
de tamaño natural, que yacía con la cabeza echada hacia atrás y los brazos
extendidos a lo largo de los costados del diván. Unos cuantos cojines sueltos
hacían posible utilizar la obra como un verdadero asiento, aunque debo
decir que no era, en absoluto, un sitio cómodo donde sentarse. Como objeto
ornamental, para dar una idea de disipación, tal obra hubiera sido
excelente, pero ver a Loder acomodarse sobre aquello, junto a su chimenea,
me produjo una especie de shock. A pesar de todo, él parecía estar muy
encariñado con el diván.

»—Le dije que era algo muy original —comentó para mí.

»Entonces miré más de cerca y me di cuenta de que, en realidad, la


figura era la de María, aunque el rostro estaba más bien abocetado, no sé si
me entienden. Supongo que Loder creyó que un tratamiento un poco tosco
estaba más de acuerdo con una pieza de mobiliario.

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»Al ver aquel diván, comencé a pensar que mi anfitrión era un poco
degenerado. Y en la quincena que siguió fui sintiéndome cada vez más a
disgusto con él. Aquel modo de ser suyo cada día se acentuaba más, y a
veces, mientras posaba para él, Loder se sentaba en aquel diván y contaba
las cosas más brutales, con sus penetrantes ojos fijos en mí, para ver cómo
reaccionaba ante tales narraciones. Pueden creer que me hizo un enorme
favor, porque comencé a creer que me sentiría más a gusto entre los
bosquimanos… Bueno, y ahora viene la cosa verdaderamente extraña.

Todo el mundo se echó hacia adelante en sus asientos y prestó


expectante atención.

—Fue la noche antes de que yo partiese hacia Nueva York —continuó


Varden—. Me encontraba sentado…

En aquel momento alguien abrió la puerta de la sala y fue recibido por


un ademán preventivo de Bayes. El intruso se hundió en un gran sillón y se
sirvió él mismo un whisky, con el mayor de los cuidados para no molestar
al que estaba hablando.

—Me encontraba sentado en la sala de fumar siguió Vardenf, esperando


a que Loder llegase. Estaba solo en la casa, ya que Loder había dado
permiso a los criados para que acudieran a no sé qué espectáculo o
conferencia, y él mismo estaba arreglando sus asuntos para su viaje a
Europa y tenía que acudir a una cita con su representante. Debí de
quedarme adormecido porque cuando desperté había caído ya la noche.
Entonces vi a un joven que estaba muy cerca de mí.

»El hombre no parecía en absoluto un ladrón, y mucho menos aún un


fantasma. Casi podría decir que su aspecto era del todo ordinario. Llevaba
un traje gris, un abrigo color beige al brazo y en su mano un sombrero
flexible y un bastón. Su cabello era liso y descolorido, y el suyo era uno de
esos rostros más bien estúpidos, de larga nariz y con monóculo. Le miré
fijamente. Sabía que la puerta de la casa estaba cerrada, pero antes de que
pudiera llegar a ninguna conclusión, él me habló. Tenía una voz vacilante y
ronca, y un fuerte acento inglés. Me preguntó:

»—¿Es usted el señor Varden?

»—Sabe usted más que yo —contesté.


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»Él replicó:

»—Perdone que me entrometa; sé que eso parece de mala educación,


pero lo mejor que puede usted hacer es irse inmediatamente de esta casa.

»—¿Qué diablos quiere usted decir?

»—No trato de inmiscuirme en asuntos que no me importan; pero debe


usted comprender que Loder no le ha perdonado, y mucho me temo que
trate que convertirle en un perchero o en el pie de una lámpara eléctrica, o
en cualquier cosa por el estilo.

»¡Dios mío! Puedo asegurarles que me sentí asombrado. La voz del


hombre era tranquila, y sus modales, perfectos y, sin embargo, sus palabras
carecían totalmente de sentido. Recordé que suele decirse que los locos
tienen una enorme fortaleza, y me dirigí hacia el timbre… Entonces
recordé, con un escalofrío, que me encontraba solo en la casa.

»—¿Cómo ha entrado? —le pregunté, adoptando una expresión


decidida.

»—Lamento decir que utilicé una ganzúa freplicó el hombre, de forma


tan indiferente como si se estuviese disculpando por no tener una carta de
presentación—. No podía estar seguro de que Loder no hubiera regresado.
Pero creo de veras que lo mejor que puede usted hacer es irse lo más rápido
posible.

»—Veamos —dije yo—. ¿Quién es usted y dónde diablos quiere ir a


parar? ¿Qué significa esto de que Loder no me ha perdonado? ¿Qué tenía
que perdonarme?

»—Pues… lo de…, y perdone que me entrometa en su vida privada, lo


de María Morano.

»—¿Y qué diablos pasa con ella? —grité—. De todas maneras, ¿qué sabe
usted de María? Se fue mientras yo estaba en la guerra. ¿Qué tiene eso que
ver conmigo?

»—¡Oh! —exclamó el extraño joven—. Le suplico que me perdone. Tal


vez he confiado excesivamente en el juicio de Loder. Será una condenada
estupidez, pero nunca se me ocurrió la posibilidad de que él estuviera
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equivocado. Cree que, cuando estuvo aquí la última vez, usted fue amante
de María Morano.

»—¿Amante de María? —repetí—. ¡Eso es ridículo! Ella se largó con su


hombre, quienquiera que fuese. Loder debía saber que María no se fue
conmigo.

»—María nunca ha abandonado la casa —replicó el joven—. Y si usted


no sale de aquí ahora mismo, tampoco respondo de que usted la abandone
nunca.

»—¡En nombre de Dios!, ¿qué diablos quiere usted decir? —grite,


exasperado.

»El hombre se volvió y retiró los cojines azules que había a los pies del
plateado diván.

»—¿Ha examinado usted estos dedos? —me preguntó.

»—No especialmente —respondí, aún más confundido—. ¿Por qué


tendría que haberlo hecho?

»—¿Ha visto usted alguna vez que Loder hiciera alguna figura de María
con ese dedo segundo del pie izquierdo tan corto? —prosiguió él.

«Eché un vistazo a lo que el hombre indicaba y pude ver que era como él
decía: el segundo dedo del pie izquierdo era más corto que el pulgar.

»—Así es —admití—, pero, después de todo, ¿qué importancia tiene?

»—¿Cree usted que ninguna? —preguntó el joven—. ¿No le gustaría


conocer el motivo de que, de entre todas las esculturas que Loder hizo de
María, ésta sea la única que tenga el mismo pie que la mujer?

»El hombre tomó el atizador.

»—¡Mire! —dijo.

»Con mucha más fuerza de la que yo había esperado de él, el hombre


asestó un terrible golpe con el atizador sobre el plateado diván. El enorme
batacazo alcanzó a uno de los brazos de la figura a la altura del codo,
produciendo una profunda melladura en la plata. El hombre tiró del brazo y
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lo arrancó. Estaba hueco y, tan cierto como que estoy vivo, en su interior
había un seco y largo hueso humano.

Varden hizo una pausa y bebió un largo trago de whisky.

—¿Y bien…? —gritaron varias voces sin aliento.

—Pues… no me avergüenzo de decir que huí de la casa como un conejo


que oye acercarse al cazador. Frente al edificio había un coche, y el
conductor abrió la puerta. Entré en el vehículo y entonces se me ocurrió que
todo aquello podía ser una trampa, así que volví a salir y eché a correr hasta
que llegué a la parada de tranvías. Sin embargo, al día siguiente encontré
mis maletas en la estación, debidamente registradas con dirección a
Vancouver.

»Cuando recobré la serenidad, me pregunté lo que pensaría Loder acerca


de mi desaparición, pero estaba tan poco dispuesto a volver a aquella casa
como a tomar veneno. A la mañana siguiente salí hacia Vancouver y desde
entonces no he vuelto a ver ninguno de aquellos hombres. Sigo sin tener la
menor idea de quién era aquel joven ni de lo que pasó con él. De forma
indirecta me enteré de que Loder había muerto, en un accidente, según
creo.

Se produjo un breve silencio, y luego:

—Ésa es una historia condenadamente buena, señor Varden —dijo


Armstrong. El hombre sentía afición a distintas clases de trabajos manuales
y era, sin duda alguna, el principal responsable de la moción del señor
Arbuthnot para prohibir las conversaciones respecto a la radio. Haciendo
alarde de sus habilidades, el hombre continuó—: Pero…, ¿sugiere usted que
en el interior de ese vaciado en plata había un esqueleto completo? ¿Quiere
usted decir que Loder lo puso en el interior del molde cuando se hizo el
vaciado? Eso hubiera sido terriblemente difícil y peligroso… el más leve
accidente le hubiera puesto a merced de sus trabajadores. Además, esa
estatua hubiese debido de ser considerablemente mayor que el tamaño
natural para conseguir que el esqueleto resultara bien cubierto.

—Sin darse cuenta, el señor Varden le ha conducido a conclusiones


erróneas, Armstrong —dijo, de pronto, una tranquila y ronca voz que surgía
de las sombras existentes tras el sillón de Varden—. La figura no era de
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plata, sino galvanoplastiada sobre una base de cobre depositada


directamente sobre el cuerpo. En realidad, a esa dama se le dio un baño de
plata, como a algunos cubiertos. Supongo que las partes blandas de su
cuerpo fueron digeridas por pepsinas o alguna preparación de esa clase
después de que el proceso hubo concluido, pero no tengo la seguridad de
que fuera así.

—Hola, Wimsey —dijo Armstrong—. ¿Eras tú el que acaba de entrar?


¿Cuál es el motivo de que hagas una declaración tan tajante?

El efecto que la voz de Wimsey produjo en Varden fue extraordinario.


El actor se puso en pie y volvió la lámpara, de forma que iluminase el rostro
del que había hablado.

—Buenas noches, señor Varden —dijo lord Peter—. Estoy encantado de


volverle a ver y de tener la oportunidad de disculparme por mi poco
ceremonioso comportamiento de la última vez que nos encontramos.

Varden aceptó la mano que el otro le tendía, pero fue incapaz de


pronunciar palabra.

—¿Quieres decir que eras tú el misterioso desconocido del cuento de


Varden? —preguntó Bayes—. ¡Ah, claro! —añadió, bruscamente—.
Debimos haberlo supuesto por su vívida descripción.

—Bueno, ya que estás aquí, creo que deberías concluir la historia —


invitó Smith-Hartington, el periodista que trabajaba en el Morning Yell.

—¿Se trató sólo de una broma? —preguntó Judson.

—Claro que no —interrumpió Pettifer, antes de que lord Peter tuviera


tiempo de replicar—. ¿Por qué iba a serlo? Wimsey ha visto el suficiente
número de cosas extrañas como para no tener que inventar ninguna.

—Eso es muy cierto —dijo Bayes—. Se debe a poseer dotes deductivas y


todas esas cosas y, además, a andar metiendo siempre las narices en asuntos
sobre los que sería mejor no investigar.

—Todo esto está muy bien, Bayes —replicó su señoría—, pero… ¿dónde
estaría el señor Varden si yo aquella noche no hubiera intervenido?

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—¡Ah, dónde! Eso es exactamente lo que deseamos saber —exigió


Smith-Hartington—. Vamos, Wimsey; sin andarse por las ramas. Queremos
conocer la historia.

—Y toda la historia —añadió Pettifer.

—Y nada más que la historia —concluyó Armstrong, retirando


diestramente la botella de whisky y los cigarros de debajo de las narices de
lord Peter—. Anda con ello, hijo. No fumarás una sola bocanada ni beberás
un sorbo hasta que hayas concluido.

—¡Bruto! —exclamó su señoría, quejosamente. Luego siguió, con un


cambio en su tono—: En realidad, se trata de una historia que no deseo
airear. Podría colocarme en una posición muy desagradable: la de que me
acusaran de homicidio sin premeditación, e incluso de asesinato.

—¡Caramba! —exclamó Bayes.

—Muy bien —dijo Armstrong—. Nadie dirá nada. Ya sabes que en el


club no podríamos soportar tu pérdida. Smith-Hartington tendrá que
controlar su pasión por repetir cuanto se le dice, y eso será todo.

Cuando todos hubieron hecho promesas de discreción, Lord Peter


volvió a acomodarse y comenzó su narración:

—El curioso caso de Eric P. Loder es una muestra más de las extrañas
formas mediante las cuales un poder que está más allá de la débil voluntad
humana arregla los asuntos de los hombres. Llamémosle Providencia,
llamémosle Destino…

—Podemos no llamarle de ninguna forma —le interrumpió Bayes—.


Puedes saltarte esa parte.

Lord Peter lanzó un suspiro de resignación y volvió vio a empezar:

—Bien… La primera cosa que me hizo sentir curiosidad respecto a


Loder fue un comentario casual hecho por un hombre en la oficina de
Emigración de Nueva York, adonde yo tuve que ir por algo relacionado con
aquel estúpido asunto de la señora Bilt. El tipo dijo:

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

»—¿Qué narices se le habrá perdido a Eric Loder en Australia? Yo


hubiera dicho que Europa está más en su línea.

»—¿Australia? —pregunté—. Está usted equivocado, buen hombre. El


otro día él me dijo que dentro de tres semanas se iba a Italia.

»—De Italia, nada —replicó el hombre—. Hoy ha venido aquí


preguntando cómo se podía ir a Sydney, cuáles eran las formalidades
necesarias, y cosas por el estilo.

»—¡Ah! —exclamé—. Supongo que piensa ir por la ruta del Pacífico, y


en su viaje hará escala en Sydney.

»Sin embargo, seguí preguntándome por qué no me lo había dicho así


cuando le encontré el día anterior. Entonces me había explicado que salía
en barco para Europa y que, antes de ir a Roma, se detendría en París.

»Me sentí tan intrigado, que dos noches después fui a visitar a Loder.

»Él pareció encantado de verme, y no cesó de hablar de su próximo


viaje. Volví a preguntarle respecto a su ruta y me respondió que iba vía
París.

»Bien, eso era todo y, realmente, no se trataba de nada de mi


incumbencia, así que charlamos de otras cosas. Loder me dijo que el señor
Varden iba a ir a hospedarse con él antes de que partiese para Europa, y que
esperaba conseguir que el actor, antes de irse, posara para una figura que
pensaba hacerle. El escultor añadió que nunca había visto un hombre tan
perfectamente formado como Varden.

»—Tenía el propósito de lograr que posara para mí desde hace tiempo


—añadió—, pero estalló la guerra y se alistó en el Ejército antes de que yo
tuviera tiempo de empezar.

»En aquellos momentos se encontraba retrepado en su horrible diván y,


en un instante en que no se daba cuenta de que le observaba, capté un brillo
tan desagradable en sus ojos, que sufrí un sobresalto. Tenía a la figura
agarrada por el cuello y sonreía torcidamente.

»—Espero que no sea ninguno de tus experimentos galvanoplásticos


comenté.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

»—Bueno, pensaba hacer una especie de compañero de esta figura. El


Atleta Durmiente, o algo por el estilo.

»—Será mucho mejor que lo vacíes —dije—. ¿Por qué recurrir a un


procedimiento tan tosco? Eso destruye el detalle.

»Aquello le puso incómodo. Nunca le había gustado que pusieran peros


a sus obras de arte.

»—Lo del diván fue sólo un experimento —explicó—. Estoy dispuesto a


que la próxima sea una verdadera obra maestra. Ya lo verás.

»Al llegar a este punto apareció el mayordomo para preguntar si debía


preparar una cama para mí, ya que la noche era muy mala. No nos
habíamos fijado en el tiempo que hacía, aunque, cuando salí de Nueva
York, amenazaba lluvia. Miramos afuera y vimos que estaba cayendo un
torrencial aguacero. Eso no hubiera importado a no ser porque yo sólo
había llevado un coche deportivo abierto, no llevaba abrigo, y, la verdad, la
perspectiva de conducir ocho kilómetros bajo tal chaparrón no era nada
apetecible. Loder insistió en que me quedase, y yo acepté.

»Me sentía un poco fatigado, así que me fui en seguida a la cama. Loder
dijo que antes deseaba trabajar un poco en el estudio, y vi cómo desaparecía
por el pasillo.

»Como no me dejáis mencionar la Providencia, sólo diré que fue un


hecho muy notable el que me despertase a las dos de la madrugada y me
encontrara reposando sobre un enorme charco de agua. El mayordomo
había colocado una bolsa de agua caliente entre las sábanas, ya que la cama
hacía tiempo que no era empleada. Y resultó que aquel repulsivo objeto
había vaciado su contenido mientras yo dormía. Permanecí despierto
durante diez minutos en las profundidades de aquella húmeda porquería
antes de reunir la fortaleza suficiente para investigar. Al hacerlo, advertí que
la situación era desesperada. No había arreglo posible. Todo estaba
empapado: las sábanas, las mantas y el colchón. Dirigí una mirada de
disgusto hacia el sillón del cuarto y entonces se me ocurrió una brillante
idea. Recordé que en el estudio había un enorme y encantador sofá, con una
manta de piel y un montón de cojines. ¿Por qué no acabar allí la noche?

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Tomé la pequeña linterna eléctrica que siempre llevo conmigo y me dirigí


hacia allí.

»El estudio estaba vacío, por lo que supuse que Loder había concluido
su trabajo y se había ido a dormir. El sofá estaba allí, aislado en parte por
un biombo. Sin pensar más me envolví en la manta y me dispuse a
descansar.

»Estaba a punto de volverme a dormir cuando oí unas pisadas. Éstas no


provenían del corredor, sino que, en apariencia, sonaban en el otro lado de
la habitación. Me sentí sorprendido, ya que no sabía que por allí hubiera
ningún pasillo ni habitación. Permanecí tumbado y alerta y poco después vi
aparecer una raya de luz bajo la puerta del armario donde Loder guardaba
sus herramientas. La grieta de luz se ensanchó y por allí salió Loder,
llevando una linterna eléctrica. Cerró muy suavemente la puerta del armario
tras él y cruzó el estudio. Se detuvo ante el caballete y lo descubrió; pude
verle a través de un agujero del biombo. Permaneció unos minutos mirando
el boceto que había en el caballete, y luego soltó una de las risas más
desagradables que he tenido oportunidad de oír. Si yo había tenido la más
leve intención de hacerlo, al oír aquello abandone todo propósito de
anunciar mi presencia. Luego Loder volvió a cubrir el caballete y salió por
la puerta que yo había empleado para entrar.

»Esperé hasta estar seguro de que se había ido, y entonces me puse


silenciosamente en pie. Fui de puntillas hasta el caballete para ver de qué
fascinante obra de arte se trataba. En seguida me di cuenta de que era el
diseño para la figura del Atleta Durmiente, y, mientras lo miraba, me sentí
invadido por una especie de horrible convicción. Era una idea que parecía
comenzar en mi estómago y llegar hasta las raíces de mis cabellos.

»Mi familia dice que soy demasiado curioso. Lo único que yo puedo
decir es que ni caballos salvajes tirando de mí me hubieran impedido
investigar aquel armario. Con la sensación de que podía encontrarme con
algo verdaderamente espantoso —me sentía un poco excitado y era una
pésima hora de la noche—, puse una heroica mano en el tirador de la
puerta.

»Para mi asombro, el armario ni siquiera estaba cerrado. Se abrió en


seguida y en el interior pude ver una serie de estanterías, totalmente

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inofensivas y muy bien ordenadas, ninguna de las cuales era posible que
hubiera podido albergar el cuerpo de Loder.

»Para entonces, mi curiosidad ya estaba picada, así que me dediqué a


buscar el oculto resorte que estaba convencido de que había. Lo encontré
sin demasiadas dificultades. La parte trasera del armario giró
silenciosamente hacia adentro, y yo me encontré ante un angosto tramo de
escaleras.

»Antes de seguir adelante, tuve el suficiente buen sentido para


asegurarme de que la puerta se podía abrir desde el interior. También cogí
de una de las estanterías una gruesa maza para utilizarla como arma en caso
de accidente. Luego cerré la puerta y, con ligereza digna de un fantasma,
comencé a bajar aquellas vetustas escaleras.

»Al final de los escalones había otra puerta, pero no me costó mucho
averiguar su secreto. Sintiéndome terriblemente excitado la abrí
valientemente, con la maza lista para entrar en acción.

»Sin embargo, el cuarto parecía estar vacío. Mi linterna captó el brillo de


algo líquido, y luego encontré el interruptor de la luz. Al hacerlo, me
encontré en una gran habitación cuadrangular, que estaba dispuesta como
un taller. En la pared de la derecha había un gran cuadro de mandos, con
un banco debajo. Del centro del techo colgaba una gran lámpara, que estaba
sobre un gran tanque de cristal, que tendría sus buenos dos metros de largo
por uno de ancho. Encendí la gran lámpara y miré en el interior del gran
depósito. Estaba lleno de un líquido oscuro que reconocí como el
compuesto de cianuro y sulfato de cobre que se utiliza normalmente para la
galvanoplastia.

»Las varillas colgaban sobre el líquido con todos sus ganchos vacíos,
pero en un lado de la habitación había un embalaje medio abierto y, al
levantar su tapa, pude ver en su interior un montón de ánodos de cobre —
los suficientes para extender una capa de plata de más de medio centímetro
sobre una figura de tamaño humano—. También había otra caja más
pequeña, aún cerrada, que, por su peso, supuse contenía la plata para el
resto del proceso. Buscaba algo más, y lo encontré en seguida: una
considerable cantidad de grafito preparado y una gran botella de barniz.

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»Desde luego, en realidad no había ni sombra de evidencia de que allí se


estuviese fraguando nada malo. No existía ninguna razón por la que Loder,
si la cosa le gustaba, no pudiera hacer un vaciado en yeso y someterlo luego
a un proceso galvanoplástico. Pero entonces encontré algo que no podía
haber llegado hasta allí de forma lógica.

»Sobre el banco había una placa oval de cobre que mediría unos cuatro
centímetros de largo. Supuse que aquél era el trabajo realizado por Loder
aquella noche. Se trataba de un electrotipo del sello consular
norteamericano, eso que taponan sobre la fotografía del pasaporte para
evitar que uno la arranque y la cambie por la de su amigo, el señor Jiggs, al
cual le gustaría mucho salir del país porque es un personaje muy popular
entre los de Scotland Yard.

»Me senté en el taburete de Loder y comencé a deducir los detalles de


aquel bonito plan. Todas mis suposiciones se basaban en tres hechos:
Primero debía averiguar si Varden se proponía viajar dentro de poco a
Australia, ya que, si no era así, aquello echaría por tierra todas mis
hermosas teorías. En segundo lugar, ayudaría bastante el hecho de que el
actor tuviese el cabello oscuro, como el de Loder —cosa que, como ven,
sucede—, o, al menos de un tono lo bastante aproximado para estar de
acuerdo con la descripción de un pasaporte. Y sólo había visto a Varden en
aquella película sobre el Apolo de Belvedere, y allí llevaba una peluca. Sin
embargo, tenía la seguridad de verle si me dejaba caer por la casa cuando él
fuera a quedarse con Loder. Y, por último, como es lógico, debía descubrir
si Loder tenía algún motivo de rencor hacia Varden.

»Después de esto, me pareció que ya había permanecido en aquel cuarto


más tiempo del que era saludable. Loder podía regresar en cualquier
momento y yo no olvidaba que un tanque de sulfato de cobre y cianuro
potásico sería una forma muy práctica de deshacerse de un huésped
demasiado curioso. Además, no puedo decir que sintiese unas ansias
excesivas de formar parte del mobiliario doméstico de Loder. Siempre he
detestado los objetos que adoptaban la forma de otras cosas: volúmenes de
Dickens que resultaban ser muebles-bar y artilugios por el estilo; y, aunque
nunca he sentido excesivo interés en mi propio funeral, me gustaría que este
fuese de buen gusto. Llegué hasta el extremo de borrar todas las huellas
dactilares que pudiera haber dejado. Luego regresé al estudio y volví a

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

arreglar el sofá. No sentía el más mínimo deseo de que Loder supiese que
había estado allí.

»Sólo había otra cosa hacia la cual sintiera curiosidad. Crucé el vestíbulo
de puntillas y me introduje en el salón de fumar. El plateado diván brilló
bajo la luz de la linterna. En esos momentos detesté aquel objeto cincuenta
veces más que antes. Sin embargo, reuní ánimos y eché un cuidadoso
vistazo a los pies de la figura. Yo también había oído hablar de aquel
segundo dedo del pie de María Morano.

»Después de todo esto, pasé la noche en el sillón de mi cuarto.

»Debido al asunto de la señora Bilt y unas y otras cosas, además de las


investigaciones que tuve que realizar, tuve que aplazar hasta muy tarde mi
intervención en el asunto de Loder. Averigüé que Varden había vivido en
casa de Loder pocos meses antes de que la maravillosa María Morano se
hubiese evaporado.

»Me temo que respecto a eso fui un poco estúpido, señor Varden. Pensé
que quizá había habido algo entre ustedes dos.

—No se disculpe —dijo Varden, sonriente—. Los actores de cine


tenemos fama de inmorales.

—¿Por qué machacar en ello? —preguntó Wimsey, con tono levemente


herido—. Le pido perdón. De todas formas, por lo que a Loder respecta, la
cosa era igual. Después de todo aquello, aún quedaba un pequeño
fragmento de evidencia que debía lograr para estar totalmente seguro. La
galvanoplastia, especialmente para un trabajo como el que yo tenía en la
mente, no era un trabajo que pudiera acabarse en una noche; por otro lado,
parecía necesario que el señor Varden fuese visto vivo en Nueva York hasta
el día que debía partir. Resultaba también diáfana mente claro que Loder
intentaba probar que un señor Varden había abandonado Nueva York en
perfectas condiciones y que, realmente, había llegado a Sydney. Según esto,
un falso señor Varden debía partir con los documentos y el pasaporte del
verdadero Varden, todo ello debidamente legalizado por el sello consular.
Luego, en Sydney desaparecería tranquilamente y se transformarla en el
señor Eric Loder, que viajaba con un pasaporte perfectamente legal. Bien,
en ese caso, era necesario mandar un telegrama a la Mystofilms Ltd.,

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advirtiéndoles que esperasen a Varden en un barco posterior al acordado.


Confié esta parte del trabajo a mi ayudante, Bunter, cuya capacidad es muy
poco usual. Este estupendo tipo fue la sombra de Loder durante tres
semanas, y al fin, el mismísimo día antes de que el señor Varden fuera a
partir, el cablegrama fue mandado desde una oficina en la cual, por una
feliz providencia (una vez más), los lápices eran extremadamente duros.

—¡Caramba! —gritó Varden—. Ahora recuerdo que, al llegar a Sydney,


los de la productora hablaron de cierto telegrama, pero nunca relacioné la
cosa con Loder. Creí que sólo se trataba de una estupidez de los de
Telégrafos.

—No me extraña. Bien, tan pronto como me enteré de aquello, me dirigí


a casa de Loder, llevando una ganzúa en el bolsillo y una pistola automática
en el otro. El bueno de Bunter me acompañó y tenía instrucciones de que, si
yo no había vuelto a cierta hora, debía llamar a la policía. Como ven, todo
estaba muy bien pensado. Bunter era el chófer que le estaba esperando,
señor Varden, pero usted entró en sospechas —no le critico por ello en
absoluto—, así que todo cuanto pudimos hacer fue mandar sus maletas a la
estación.

»Al dirigirnos a la casa nos cruzamos con los criados de Loder, camino
de Nueva York. Eso nos demostró que seguíamos la pista acertada, y
también que yo iba a enfrentarme a un trabajo muy sencillo.

»Ya han oído ustedes todos los detalles acerca de mi entrevista con el
señor Varden y, realmente, no creo poder mejorar en absoluto su narración.
Cuando él y sus bártulos hubieron abandonado la casa, me dirigí al estudio.
Estaba vacío, así que abrí la puerta secreta y, como esperaba, vi una línea de
luz bajo la puerta del taller que había al final del pasadizo.

—¿Así que Loder estuvo allí todo el tiempo?

—Claro que estaba. Empuñé fuertemente mi pistola y abrí la puerta con


gran suavidad. Loder se encontraba entre el tanque y el cuadro de mandos,
y parecía muy atareado. Tanto, que ni siquiera me oyó entrar. Tenía las
manos negras del grafito, buena cantidad del cual estaba extendido sobre
una placa que había en el suelo. Loder estaba ocupado con un gran rollo de
alambre de cobre que iba hasta la salida del transformador. El gran

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embalaje estaba abierto y de cada gancho colgaba su correspondiente


ánodo.

»—¡Loder! —grité.

»Al volverse hacia mí, el rostro del escultor no tenía nada de humano.

»—¡Wimsey! —exclamó—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?

»—He venido a decirte que estoy enterado de todo —dije, mostrándole


mi pistola automática.

»Loder lanzó un alarido y se volvió hacia el cuadro de mandos. Apagó


la luz, de forma que yo no pudiera apuntarle. Le oí saltar hacia mí y luego,
en la oscuridad se oyó un estrépito y un ruido de chapoteo. Después, un
alarido como yo nunca había escuchado antes —ni siquiera en cinco años
de guerra—, y nunca quisiera volver a escuchar.

»A tientas, me dirigí al cuadro de mandos. Como es lógico, antes de


encontrar la luz toqué un montón de interruptores, pero al fin conseguí
encender la gran lámpara que colgaba sobre el tanque.

»Loder estaba allí dentro. Su cuerpo aún se mecía suavemente en el


interior del líquido. Como saben, el cianuro es uno de los venenos más
rápidos y dolorosos. Antes de que yo pudiera hacer nada, comprendí que
Loder había muerto por asfixia y por envenenamiento. El rollo de alambre
que tenía entre las manos había caído en el tanque con él. Sin pararme a
pensar, toqué el líquido y recibí una descarga que me hizo tambalear.
Entonces comprendí que, mientras buscaba el interruptor de la luz, debía de
haber conectado la corriente. Volví a mirar el interior del depósito. Al caer,
las manos de Loder se habían aferrado al alambre. La bobina estaba pegada
a sus dedos y la corriente iba depositando metódicamente una película de
cobre sobre sus manos, ennegrecidas por grafito.

»Tuve el suficiente sentido común para comprender que Loder estaba


muerto y que yo me vería en aprietos si la cosa trascendía ya que era cierto
que yo había bajado al taller para amenazar a Loder con una pistola.

»Registré el cuarto hasta encontrar un soldador y un martillo. Luego me


dirigí escaleras arriba y llamé a Bunter, el cual había recorrido sus dieciséis

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kilómetros en un tiempo récord. Fuimos al salón de fumar y soldamos lo


mejor que pudimos el brazo de aquella maldita figura. Luego volvimos a
bajar las herramientas al taller. Limpiamos todas las huellas dactilares y
borramos hasta el último indicio de nuestra presencia. Dejamos la luz y el
tablero de mandos tal como estaban y volvimos a Nueva York dando un
enorme rodeo. Lo único que nos llevamos fue el facsímil del sello consular,
que, aquella misma tarde, tiramos al río.

»A la mañana siguiente, el mayordomo encontró el cuerpo de Loder. En


los periódicos leímos que el escultor había caído en el tanque mientras
realizaba ciertos experimentos galvanoplásticos. Lo que más se comentaba
era el horrible hecho de que las manos del cadáver tenían sobre ellas una
espesa capa de cobre. Y como era imposible limpiarlas de esa película
metálica sin recurrir a una irreverente violencia, Loder fue enterrado tal
cual.

»Y eso es todo. ¿Puedo tomarme ahora mi whisky con soda?

—¿Qué ocurrió en el diván? —preguntó Smith Hartington.

—Cuando se hizo la venta de los bienes de Loder, lo compré —explicó


Wimsey—. Luego acudí a un viejo sacerdote católico que conocía y le conté
toda la historia bajo promesa de estricto secreto. El hombre era muy
sensible y comprensivo, así que una noche de luna, Bunter y yo llevamos en
coche el objeto hasta la pequeña iglesia del sacerdote, a pocos kilómetros de
la ciudad, y le dimos cristiana sepultura en una esquina del cementerio. Era
lo mejor que podía hacerse.

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- LOS VEINTE AMIGOS DE


WILLIAM SHAW
RAYMOND E. BANKS

El hecho de que un mayordomo llame a la puerta de mi casa no es muy


frecuente, y aún menos si el hombre lleva en la mano una cesta fiambrera.
Sin embargo, dejé pasar a Higgins porque trabajaba para William Shaw, en
una ocasión… Bien, el caso es que me hizo un gran favor.

Higgins era amablemente ceremonioso y me trasladó los respetos de su


patrón. Yo saqué una botella de mi mejor vino, recordando aún mi deuda
moral, ya que William Shaw era un antiguo y sincero amigo.

—Póngame al día —le pedí—. Hace mucho que no veo al señor Shaw.
Sí, desde que se…

—Desde su matrimonio —indicó Higgins, sosegadamente. Yo siempre


había admirado la firme mandíbula y la precisa forma de hablar de Higgins.
Era la clase de mayordomo capaz de dirigir de forma competente, con sólo
la sombra de un ceño o una sonrisa, cualquier asunto que se planteara.
Ahora su rostro parecía esculpido en piedra; tenía todo el aspecto del
hombre consagrado a un propósito. Repitió—: Desde su matrimonio.

—Grace Shaw era más bien… Quiero decir que, después del
matrimonio, su presencia proyectó una especie de sombra sobre la antigua
pandilla.

—El señor Shaw tenía muy pocas debilidades —comentó Higgins—. Su


esposa era una de ellas. Un hombre ya mayor, y una mujer joven… Sus
últimos años han sido muy difíciles.

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Higgins, con una de las aguzadas puntas de sus conservadores zapatos


negros, movió delicadamente la cesta fiambrera.

—El ansia del señor Shaw por ayudar a los demás, le ha colocado en
una mala posición —continuó el mayordomo—. Queda va muy poco de lo
que en tiempos fue una gran fortuna. Por eso no podía ni siquiera pensar en
el divorcio, ya que la señora Shaw no se hubiera conformado con menos de
casi todo lo que quedaba.

Recordé la última vez que había estado en casa de los Shaw: el


deslumbrador brillo del collar que Grace llevaba alrededor de su blanco
cuello y la acariciadora forma que tenía de tocarlo.

—No cabe duda de que lo del divorcio estaba más allá de toda
consideración —dije, imitando inconscientemente la precisa manera de
hablar de Higgins—. Resultaba muy difícil no imitar también su seca y
enérgica voz.

—Abandonar a la propia esposa y huir no es cosa muy deseable —


prosiguió Higgins—. Tal solución aísla a un hombre de sus amigos… y el
señor Shaw siempre ha vivido para los amigos.

—Sí. Pasamos unas épocas estupendas —dije—. Hace tiempo…

—Por otra parte, los accidentes han de ser explicados —continuó el


mayordomo.

De pronto, me encontré mirando a la cesta fiambrera con creciente


interés y desagrado.

Me estremecí, pero aquello podía ser debido al vino. El que aún había
en la copa del mayordomo, al ser atravesado por los rayos solares,
proyectaba un brillo rojo sangriento sobre los pálidos dedos del hombre. La
ventana de la habitación estaba abierta y en el cuarto reinaba un fuerte olor
a tierra, a primavera y a flores. Era un aroma que hablaba de esperanza y
despertar.

—Tiene usted una casa preciosa —dijo Higgins mirando alrededor—.


Ha prosperado usted. Al señor Shaw le encantará saber lo bien que le ha
ido.

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—En una ocasión, estuve al borde del suicidio —expliqué. En el


mayordomo había algo que invitaba a la confidencia—. Era un momento
desesperado de mi vida. Me encontraba arruinado y carecía de amigos y de
familia. Además, estaba seriamente enfermo y no tenía dinero para comprar
las medicinas que podían aliviarme. Entonces me dirigí a las colinas de
Hollywood, hacia ese gran indicador que ostenta la palabra: «H-O-L-L-Y-
W-O-O-D». Ya sabe usted que había gente que se tiraba desde allí.

—Pero entonces usted se encontró con el señor Shaw —dijo Higgins,


con una leve sonrisa.

—Aquél fue, para mí, un momento crucial —reconocí—. Él era un


desconocido, no me debía nada. Sin embargo, gastó una gran cantidad de
tiempo y dinero en hacer que me repusiera. Nunca lo olvidaré.

Higgins empujó la cesta hacia mí. Su sonrisa de cordialidad y


comprensión aumentó.

—Siempre tuve la esperanza… de que algún día podría devolverle al


señor Shaw ese favor —confesé.

—Cuando ayuda a la gente, el señor Shaw nunca espera una restitución.


Sin embargo, hay algo en lo que usted le podría ayudar.

—Estoy dispuesto a cualquier… —dejé la frase colgada, ya que la


sonrisa de mi visitante había desaparecido. De pronto, el mayordomo
adoptó una expresión casi amenazadora.

—Por desgracia, el hombre que ha sido siempre el espíritu de la bondad


está en peligro de morir a manos del Estado —dijo—. Sin embargo, también
es muy probable que la desaparición de Grace Shaw no cause grandes
comentarios. Ya se ha escapado otras veces. En una ocasión, en San
Francisco, tuvo un asunto de dos semanas con un marinero. Otra vez,
según creo, fue con un conductor de camiones.

—Sí, ya he oído que tiene esos defectos.

Bajo el impecable traje, los hombros de Higgins se encogieron.

—Esta vez… ¿Quién sabe? Podría ser un carnicero, un panadero, un


fabricante de velas. El caso es que la señora ha desaparecido, y el señor
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Shaw parece veinte años más joven, como si se hubiera quitado un gran
peso de encima. Desde luego, está el molesto hermano de ella, que trata de
crear dificultades. Pero el señor Shaw ya no tendrá que soportarle más,
ahora que la señora se ha marchado.

El mayordomo acabó su vino y se levantó:

—Todos los mejores y más íntimos amigos del señor Shaw están
ayudándole. Quizá sean unos veinte; los que más le debían. Confío en que
podemos contar con usted.

—Pues, yo…

Pero Higgins, tras una inclinación, ya se dirigía hacia la puerta.

—Si yo fuera usted, no me entretendría —me dijo—. Hace calor, y el


hielo seco no durará. Buenos días, señor Benson. Pero no le digo adiós. El
señor Shaw celebrará pronto una de sus antiguas reuniones. Una especie de
celebración, a la cual usted y su esposa están cordialmente invitados.

Fui con él hasta la puerta y luego le acompañé, por el pequeño porche y


a través del jardín, hasta el «Rolls».

—No tengo ninguna experiencia en estos asuntos protesté.

—El señor Goodlace organizó una excursión de pesca en alta mar —


explicó Higgins—. El señor Drayton estaba embaldosando un patio. A la
señora Eileen Wilson le pareció que su jardín necesitaba unos cuantos
rosales nuevos, de esa clase que tiene unas raíces muy profundas. En fin, la
mente humana puede concebir muchas posibilidades —Higgins estrecho mi
mano y sonrió—. Cuídese, señor Benson. Está usted pálido. Le sugiero que
se eche y descanse unos momentos. El señor Shaw siempre le consideró uno
de sus más fieles…

El «Rolls» se puso en marcha y desapareció.

Nunca he sido uno de esos hombres aficionados a la jardinería. Sin


embargo, mi familia estaba fuera y era una tarde soleada, así que, tras dejar
la cesta en el garaje, salí afuera provisto de una pala. En el primer sitio en
que probé, la tierra era muy dura; pero no tardé en encontrar un trozo más
blando junto a un macizo de jacintos.
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Al cabo de poco rato advertí a mi lado una presencia extraña.

—¿Qué hace usted? —me preguntó el niño, que me observaba con serios
ojos.

Pensé una serie de respuestas posibles, pero acabé por decidirme por la
más sencilla:

—Cavo —dije.

—¿Cava, qué? —siguió indagando el hijo del vecino. Era Danny, un


curioso, que a tan corta edad ya demostraba una marcada tendencia al
fisgoneo.

—Un agujero —contesté, comenzando a sudar aun cuando apenas había


profundizado quince centímetros en la tierra.

Las preguntas se sucedieron hasta que Danny se enteró de que yo iba a


plantar un macizo de rosas.

—Mi mamá, para plantar los rosales, no hace agujeros tan hondos —
dijo el niño, serio y con tono de sospecha. Normalmente, el chiquillo tenía
un rostro atractivo y lleno de inteligencia. Aquel día me pareció que sus ojos
estaban demasiado juntos y que en su boca había un despectivo rictus.

—Puede que tengas razón —concedí, abandonando el proyecto.

Con treinta y cinco niños sueltos por el vecindario, aquélla no parecía


precisamente la mejor forma de proceder. No quedaba mucho tiempo. Mi
mujer regresaría a las cinco, y mi hijo Tommy a las seis.

Muchas personas ignoran las virtudes de los vertederos urbanos de


nuestros días. Los vertederos tradicionales, con sus chabolas y sus montones
de desperdicios, algunos de ellos ardiendo, rodeados por vías de tren y
habitados por vagabundos, son ya algo del pasado.

El vertedero cercano a mi casa está dirigido por la Compañía de


construcción JHK. Se trata de una gran extensión de terrenos hundidos que
van siendo rellenados lentamente y que, con el tiempo, se convertirá en el
lugar de construcción de una serie de casas de cuarenta mil dólares. Se
encuentra rodeado por una alta cerca de alambre, y cuenta con un amable

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empleado que recibe a los clientes. Más allá de la entrada existen diversos y
sinuosos caminos, y cada día se dispone un nuevo lugar para depositar en él
los desperdicios. A medida que van llegando los camiones, el bulldozer se
pone en movimiento. Resopla, machaca, tritura y convierte los objetos
desechados en un informe amasijo que se une con la oscura y rica tierra.

Bajo la pala del bulldozer, los viejos sommiers, los desbroces vegetales que
llevan los jardineros en sus camiones, los papeles, botellas, ropas y muebles
son mezclados en un cóctel definitivo con la tierra. Después de que el
bulldozer ha pasado por el terreno, allí no queda nada más que la tierra
revuelta en la que, en uno u otro punto, asoman unos papeles o unas verdes
ramas. Mañana otro estrato cubrirá el de hoy, y luego otro, y puede que aún
otro más. Los arqueólogos del futuro tendrán que tener en cuenta los
bulldozers del siglo XX.

Una vez dentro del recinto hay que unirse a una caravana de camiones,
entre los cuales se ven unos pocos turismos con remolques que se dirigen al
lugar de depósito del día. Luego uno estaciona a pocos metros de donde
está trabajando el bulldozer y deja allí sus desechos. Y, a medida que esta
actividad incesante se desarrolla, el lugar de depósito va cambiando.

Yo había llenado el coche con todos los trastos acumulados en el garaje,


cosa que desde meses atrás, venía diciéndome que debía hacer. Los objetos
que llevaba eran cosas que el servicio normal de recogida de basuras ni
siquiera tocaría. Entre toda aquella acumulación de objetos inútiles, la cesta
de Higgins tenía una apariencia por completo inocente.

Estaba a punto de aparcar en uno de los lugares de depósito cuando me


fijé en un coche del cual sólo me separaba un camión. El vehículo me
resultó inquietantemente familiar. Hacía un par de años que no veía a Ben
Jackson, pero no había duda de que el coche ostentaba una de sus
características decoraciones. Y, además, era el mismísimo Ben, uno de los
mejores amigos de William Shaw, el que estaba poniendo el automóvil en
posición de descarga.

Aparqué fuera de la línea de vehículos y me dirigí hacia él. Ben no


pareció muy contento de verme y cuando hube echado un vistazo a su
remolque, comprendí el motivo. Aquel sábado, Higgins había hecho un
recorrido completo.

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—¡A mí se me ocurrió primero! —gritó Jackson.

—Éste es un vertedero muy grande —contesté—. Enorme.

Mi amigo era un hombre grueso y medio calvo, de desvaídos y oscuros


ojos. Indicó con un ademán a los tres empleados del vertedero que
examinaban la montaña de basuras dejada por los camiones.

—Una cesta podría pasar —dijo—. Dos… Eso ya resultaría sospechoso.

—No puedo evitarlo —murmuré—. Hay muy pocos lugares adecuados.

Entonces fue cuando se produjo el accidente. No podría decir si fue


debido a que resbalé o a que Ben me empujó. El caso es que di un traspié y
recibí un topetazo de un apresurado camión que iba por el camino. De
resultas del golpe, caí redondo al suelo.

Durante unos momentos, las cosas parecieron bailar a mi alrededor. Oí


unas voces, y del cielo bajó el largo y agradable rostro de William Shaw,
que sonriendo me dio las gracias por la clase de ayuda que le prestaba. Traté
de protestar, asegurando que mis errores eran involuntarios; pero entonces
sentí cómo los fuertes brazos del encargado del vertedero me colocaban tras
el volante de mi coche.

—Su amigo le ha ayudado a descargar el material y se ha ido —explicó


el hombre, humedeciéndose nerviosamente los labios—. Lo mejor será que
usted también se vaya a casa.

Su nerviosismo no resultaba difícil de comprender. Era posible que yo


estuviese seriamente herido. Incluso tal vez necesitase la asistencia de una
ambulancia. Más tarde, quizá yo demandase al vertedero. En general, el
tipo pensó que sería mucho mejor que me fuese. Y eso fue lo que hice. Por
mi parte, los peligros a que me exponía eran lo bastante grandes como para
hacerme salir pitando de allí.

Una vez estuve en la seguridad de la carretera, miré hacia el asiento


trasero para asegurarme de que todos los trastos habían desaparecido.
Efectivamente: todo cuanto había ido a dejar en el vertedero ya no estaba
allí, y eso me satisfizo. Pero sobre el asiento de atrás había dos cestas, en
vez de la única cesta inicial.

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Traté de pensar, pero no llegué a ninguna conclusión. Aún me sentía


ofuscado y dolorido por el accidente del vertedero, aunque no había sufrido
daños importantes. Decidí volver a casa, buscar la dirección de Ben Jackson
e irle a hacer una visita acompañado de un buen bate de baseball.

Mi ira duró todo el camino de regreso, hasta que, una vez en mi casa, vi,
en el porche, una cesta demasiado familiar. La nota unida a ella estaba
escrita por una ágil mano femenina. Decía:

«No sé si me recordará. Me llamo Sarah King, y soy una buena amiga


de William Shaw. Llevo mucho tiempo sin verle a usted, señor Benson,
pero estoy segura de que querrá ayudarme. Prácticamente, el médico me ha
prohibido salir, y, además, vivo en un apartamento. Sé que es usted un
caballero y que le encantará poder ayudar a una pobre anciana que apenas
pisa la calle. ¿Querría usted hacerse cargo del paquete del señor Shaw? De
todos sus amigos, usted es el que vive más cerca y, además, tiene un
precioso y gran jardín».

La nota estaba firmada por Sarah King.

Me metí en casa a toda prisa. Sentía verdadero pánico. Era cierto:


William Shaw había salvado mi vida y luego me ayudó a emprender una
provechosa carrera. Mas para todo hay límites, incluso para la gratitud.

Al entrar en el vestíbulo, el teléfono sonaba con tan monótona


insistencia que le hacía a uno creer que había estado emitiendo su timbrazo
durante mucho tiempo. El que llamaba era Charles Moriseau, hermano de
Grace Shaw. Antes de que hubiera pronunciado tres palabras reconocí su
beligerante voz.

—¿Ha visto usted a Grace Shaw? —preguntó.

—No —respondí, tratando de mostrarme natural, pese a que el pánico


formaba un nudo en mi garganta. No la había visto. Lo único que había
visto era unos paquetes blancos, concienzudamente atados y envueltos, en
el interior de tres cestas. Así que, al menos, no decía ninguna mentira.

—Mi ilustre cuñado pretende que Grace ha desaparecido —dijo


Moriseau—. Pero yo sospecho que alguno de sus amigos está jugando
sucio.

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Recordé a Moriseau tal como le había visto la última vez. La voz,


excesivamente refinada, las húmedas manos, la cabeza calva, los pálidos
ojos de pez que miraban de modo suspicaz a toda la raza humana. Me
acordé de lo simpático y agradable que era Shaw. Comencé a enfadarme.

—Su hermana no tiene fama de quedarse mucho en casa —dije.

—Creo que algo raro está ocurriendo —replicó él—. Tal vez me decida
a hacer unas visitas, acompañado de la policía. Le iré a ver a usted y a
algunos de los amigos de mi cuñado.

—Cuando quiera, amigo, cuando quiera. —Y, tras decir esto, colgué el
receptor. Aquello zanjaba el asunto. Moriseau no iba a utilizarme como
herramienta para destruir a mi querido William Shaw.

Transcurrió una semana. Estaba preparado para la esperada visita de


Moriseau y de algún amenazador policía. Incluso tenía una coartada para
aquel sábado por la tarde en particular. Sin embargo, no vino nadie, ni
apareció nada en los periódicos. Un día me dirigí a la mansión de Shaw, en
Bel Air. Era una de las residencias más grandes de aquella zona. Sólo vi a
un uniformado detective de la Pinkerton que vigilaba aquellos terrenos.
Traté de llamar a Higgins, pero el teléfono fue contestado por un guarda
profesional que me dijo que en la casa no había nadie.

La tensión continuó; pero sin que ocurriese nada desagradable. Sin


embargo, mi esposa se quejó de mi irritabilidad. Una noche no pude evitar
tirarle un zapato a mi hijo.

Al fin llegó el alivio. Recibí una nota de Higgins que decía:

«El señor Shaw, tras un invierno de prueba, va a partir hacia Europa. En


otoño, cuando regrese, recibirá a todos sus viejos amigos».

Aquello, al parecer, zanjaba la cuestión. William Shaw se encontraba


bien y ni yo ni ninguno de nosotros teníamos motivo alguno para
preocuparnos.

—¿Por qué cambias de camino siempre que ves un coche de la policía?


—me preguntó mi mujer—. ¿Es que has vuelto a mentir en tu declaración
de impuestos?

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Yo también me pregunté por que hacía aquello. ¡Al diablo con lo de


esperar hasta el otoño! Quería estar bien seguro de que ningún policía iba a
ir a visitarme.

Compré una botella de champaña y, casi a la fuerza, conseguí entrar en


la mansión de Shaw. Al verme frente al imperturbable Higgins le conté lo
de la llamada de Moriseau.

Higgins volvió a mostrar su tranquila sonrisa.

—No tenemos nada que temer, señor Benson. En realidad, la excursión


a Europa fue deliberadamente planeada para poner fin a la estancia de
Moriseau aquí, ahora que su hermana ha… huido con cualquier otro
hombre de mala reputación. En esta casa sólo vivíamos nosotros cuatro: el
señor y la señora Shaw, el señor Moriseau y yo mismo. La señora Shaw ha
desaparecido. Ahora podremos cerrar la casa y él tendrá que irse. Pero, en
el otoño, todos nosotros volveremos a disfrutar de los viejos tiempos.

Indiqué el equipaje que se alineaba en el vestíbulo: dos grandes baúles y


varias maletas de mujer.

—Quizá sea mejor que le dé esta botella de champaña a William y me


vaya —dije.

Higgins meneó la cabeza.

—Eso no sería acertado, señor Benson. Hemos convencido a Moriseau


de que su hermana se ha escapado. No parecería lógico que, tan pronto,
comenzara a ver rostros conocidos, sobre todo, si esos rostros pertenecen al
viejo grupo de amigos.

—Comprendo que tiene usted razón —reconocí, dejando la botella


sobre el equipaje—. Dele recuerdos a William de mi parte.

Permanecía en el muelle de Los Angeles observando la partida del barco


para Hawai. Había resultado sencillísimo descubrir en el libro registro los
nombres del «señor y la señora Higgins». Les había visto a ambos unos
momentos en la estación de tren, aunque tomando grandes precauciones
para asegurarme de que ellos no advertirían mi presencia.

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Charles Moriseau también estaba allí, sonriendo y saludando con la


mano a su hermana y a su nuevo cuñado. Con William muerto y enterrado
por sus veinte mejores amigos, aquella pareja había conseguido su
propósito. Grace podía mantener muy bien tanto a Higgins como a Charles,
ya que ninguno de ellos gastaba con la generosidad de que el pobre William
había hecho alarde durante su vida. El collar de la mujer brillaba alrededor
de su hermoso cuello, los dientes de Higgins relucían bajo el sol, mientras su
propietario abrazaba a Grace y mostraba una feliz sonrisa, indigna de un
mayordomo.

Me fui y mandé unos telegramas a la policía del puerto, explicándoles


anónimamente lo que encontrarían en las tres cestas que había en el interior
del camarote de Higgins. Eran tres cestas que yo había mantenido en la
cámara frigorífica de un carnicero amigo mío mientras trataba de esforzar
mi pobre y poco imaginativo cerebro para que encontrase una forma de salir
de aquel aprieto.

Higgins había planeado muy bien el asesinato, y se deshizo del cuerpo


con toda limpieza. Fue, hasta el final, un perfecto mayordomo. Sólo
cometió un desliz. Un desliz que no pudo evitar. En aquella mansión sólo
había tres hombres y una mujer. Se suponía que la mujer estaba muerta. Sin
embargo, en el equipaje que preparó para la excursión a Europa (y, ¿no
resultaba evidente que, en realidad, debían de haber reservado pasajes para
irse en la dirección opuesta?), Higgins había utilizado un juego de maletas
femeninas.

Ningún mayordomo tan capaz como Higgins hubiera mandado a


Europa a dos hombres (él mismo y su patrón) con un equipaje de mujer.

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- EL OTRO VERDUGO
CARTER DICKSON

¿Que por qué en Pennsylvania se emplea la electrocución en vez de la


horca? (preguntó mi viejo amigo, el juez Murchison, acercándose
diestramente la escupidera con el pie). Pero…, ¿qué les enseñan en esas
modernas escuelas de Leyes? Porque eso, hijo, se debió a un caso de
asesinato. Los magistrados del Tribunal Supremo se vieron negros para
encontrar la solución final y, desde hace treinta años, se discute este asunto
en las antesalas de todos los tribunales, desde aquí a la costa del Pacífico. El
caso ocurrió aquí mismo, en este condado… Fue cuando colgaron a Fred
Joliffe por el asesinato de Randall Fraser.

Ocurrió en el noventa y dos o el noventa y tres; de cualquier forma, fue


el año en que instalaron el primer teléfono en el Juzgado, y resultaba posible
hablar hasta con Pittsburgh, excepto cuando el viento derribaba los cables.
Considerando que era la capital del condado, nos sentíamos muy orgullosos
de nuestra ciudad (población, 3.500 habitantes). Las autoridades no dejaban
de elogiar lo próspera y rica que era nuestra comunidad y habíamos llegado
a un punto tal de entusiasmo que, cada diez años, teníamos la seguridad de
que los encargados del censo se habían olvidado de contar a la mitad de
nuestra población. El viejo Mark Sturgis, que por entonces era dueño del
Bugle Gazette, dijo un montón de cosas feas en un editorial cuando en el
almanaque pusieron que nuestra ciudad contaba sólo con tres mil
doscientos sesenta y tres habitantes. Eso nos ofendió muchísimo a todos.

Además, nos sentíamos orgullosos de muchas otras cosas. Teníamos


buenas razones para presumir del «McCellan House», el mejor, hotel del
condado. Aún recuerdo cuando, por dos dólares a la semana, se tenía
derecho a cuarto y pensión completa, con tarta de manzana para desayunar
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todos los días. Nos sentíamos orgullosos de las antiguas familias del
condado, que llegaron de detrás de las montañas en 1775, cuando las tropas
de Braddock, esquilmadas por los indios, se asentaron aquí, en cabañas de
troncos, para curar sus heridas. Pero, sobre todo, nos sentíamos
orgullosísimos de nuestras baterías legales.

¡Era un gran grupo de juristas! Bueno, no diré que todos ellos


dominaran a la perfección los libros de leyes; pero conocían a fondo los
textos de Blackstone y Greenleaf y eran expertos oradores. Y había algunos
—los mejores, llenos de gracia, sabiduría y dignidad— que eran verdaderos
diablos en el conocimiento exacto de la letra de la Ley. Todos éramos
presbiterianos escocés-irlandeses, y nos encantaban las discusiones y el buen
whisky. Estaba Charley Connell, graduado en Harvard y fiscal de distrito.
Sus manos eran elegantísimas. Llevaba siempre unos cuellos de camisa muy
distinguidos y pronunciaba tales discursos al jurado que la gente acudía a
oírle desde muchos kilómetros de distancia, aunque casi siempre perdía los
casos. Estaba también el juez Hunt, que se enorgullecía de su parecido con
Abraham Lincoln y, en consecuencia, llevaba siempre una levita cruzada y
un elegante sombrero alto de seda. Y luego, tu propio abuelo, que tenía en
su biblioteca más de doscientos libros y la gente acostumbraba a ir a su casa
por las noches para pedirle prestados tomos de la enciclopedia.

¿Conoces el gran Juzgado de piedra, al final de la calle, con jardines


alrededor y la cárcel al lado? La gente iba allí como ahora acude al cine,
aunque aquello era muchísimo mejor. Bueno, pues desde allí sólo había dos
minutos de camino, a través del prado, hasta la taberna de Jim Riley. En
ella se reunían todos los hombres de leyes; en la parte trasera, desde luego,
donde Jim había colocado una elegante escupidera de bronce y un retrato
de George Washington para dignificar el lugar. Hasta que construyeron una
casa sobre aquel prado, era posible advertir el sendero abierto en la hierba
por los pies de los juristas. Aparte del grupo habitual, en la trastienda estaba
Bob Moran, el sheriff, un tipo alto y muy agradable, pero
extraordinariamente puntilloso respecto a lo de cumplir con sus deberes al
pie de la letra. Y el pobre Nabors, rechoncho, tranquilo, de ojos enrojecidos.
Se dedicó a la medicina hasta que tomó el primer trago. Siempre estaba sin
dinero. Tenía dos hijas —una de ellas, tuberculosa—, y a Jim Riley le daba
tanta pena que le servía gratis todo el licor que el otro deseaba. Eran unos
tiempos felices y magníficos en los que, con elocuencia y grandes dotes

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especulativas, resolvíamos, en aquella trastienda, todos los problemas de la


nación… hasta que nuestras esposas venían a llevarnos a casa.

Entonces Randall Fraser fue asesinado y aquello provocó una


conmoción de todos los diablos.

Claro que, si no hubiera sido Fred Joliffe quien le mató, no le


hubiéramos condenado, como es lógico. Eso es algo imposible de hacer,
hijo. Al menos, en una pequeña comunidad. Está muy bien lo de hablar del
poder y la grandeza de la Justicia, y en un discurso suena estupendo. Pero
cuando se trata de alguien a quien has visto por la calle durante años, y
sabes cuando nacieron sus hijos, y le viste llorar cuando murió uno de ellos,
y recuerdas que, cuando los necesitaste, te prestó diez dólares… Bueno,
entonces no te es posible sacar a esa persona a la fría luz de la mañana y
colgarla por el cuello hasta que muera. Después de eso, siempre estarías
viendo la expresión de su rostro. Por eso, haya hecho lo que haya hecho,
uno siempre encuentra excusas para esa persona.

Pero con Fred Joliffe era distinto. Fred Joliffe era el vecino más
antipático y desagradable que habíamos tenido nunca, con la posible
excepción del propio Randall Fraser. ¿No has visto nunca una culebra
arrollada sobre una piedra? Y una culebra es aún peor que una serpiente de
cascabel, porque ésta no te hace nada si no la pisas y, antes de atacar, avisa
con sus crótalos. Fred Joliffe tenía el mismo color parduzco y se movía con
la misma sinuosidad de una culebra. Siempre recordaré cómo atravesaba la
ciudad en su carro —el tipo tenía una especie de negocio de trapería—. Aún
lo veo allí subido: flacucho y vestido con un abrigo oscuro, husmeando
siempre para dar con algo sobre lo que chismorrear. Y sonriendo.

No eran sólo las cosas que decía de la gente a su espalda. O en su cara,


ya que confiaba en el hecho de que era demasiado débil para que nadie le
pegase. Se trataba de un tipo realmente sibilino. Siempre sospechamos que
fue él quien escribió aquellos anónimos que provocaron… Pero eso no
importa. De todas maneras, lo que si te diré es que una vez hizo perder los
estribos a Will Farmer hasta tal punto que Will por poco le mata de la
paliza que le dio. Cosa de cuatro semanas más tarde, una noche fue
incendiado el establo de Will, con once caballos dentro, pero nunca pudo
probarse nada. Fred era demasiado listo para nosotros.

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Eso me lleva al único compañero de Fred Joliffe, y no quiero decir


amigo. Randall Fraser era propietario de una guarnicionería en Market
Street, un sitio polvoriento con un enorme caballo disecado en el
escaparate. Supongo que la única cosa del mundo que le gustaba a Randall
era aquel caballo, un objeto de pesadilla, con repulsivos ojos de cristal.
Randall era un tipo alto, de fino bigote y que llevaba en la corbata un alfiler
de herradura. Iba vestido siempre con trajes deportivos a cuadros. Era
empalagosamente cortés y un verdadero mal bicho. Consideraba que las
jugadas sucias y los timos eran las bromas más divertidas del mundo. Pero,
¿para qué negarlo?, gustaba a las mujeres y muchas de ellas entraban en su
tienda por la puerta de atrás. Randall contaba luego sus aventuras en la
barbería, para demostrar lo estúpidas que eran ellas y lo viril que era él,
aunque debía andarse con ojo. Muchas veces, él y Fred Joliffe se
emborrachaban juntos.

Entonces llegó la noticia. Fue en octubre, según creo, y me enteré de ella


por la mañana, cuando estaba poniéndome el sombrero para bajar a la
oficina. Pero entonces, el viejo Whiters ocupaba el cargo de alguacil. Se
levantó muy temprano, aunque no tenía necesidad de hacerlo, y cuando, a
eso de las cinco, bajaba por Market Street vio que en la parte trasera de la
tienda de Randall estaba encendida la luz de gas. La puerta frontal se
encontraba abierta. Whiters entró, encontrándose a Randall caído sobre un
montón de arreos, en manga de camisa y la cara destrozada a mazazos. No
quedaba mucho del rostro, pero era posible reconocerle por su bigote y el
alfiler de corbata. Me encontraba en mi oficina cuando alguien, desde la
calle, gritó que habían encontrado a Fred Joliffe en el granero, borracho,
con las manos manchadas de sangre y una botella vacía del whisky de
Randall Fraser en el bolsillo. Se encontraba aún en pésimo estado y, cuando
el sheriff, que era Bob Moran, ya te he hablado de él, se presentó en el lugar,
Fred no podía ni andar ni comprender lo que estaba sucediendo. Bob tuvo
que llevarle en el propio carro de Joliffe. Les vi subir por Market Street bajo
la lluvia. Fred yacía en la parte trasera del carro, con las ropas manchadas
de harina y no hacía más que removerse y decir palabrotas. La gente se
mostró muy tranquila. Estaba satisfechísima, pero no lo demostraba.

Bueno, con la única excepción de Will Farmer, el dueño del establo que
fue incendiado.

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—Ahora le juzgarán, le condenarán y colgarán —dijo Will—. ¡Por Dios


que le colgarán!

Te parecerá raro, hijo, pero no comprendí la importancia de todo


aquello hasta que, después del juicio, oí al juez Hunt pronunciar la
sentencia. Me designaron para defender a Joliffe porque yo era un joven
abogado sin experiencia, y alguien tenía que hacerse cargo de aquella tarea.
Toda la ciudad conocía las pruebas aun antes de que yo pudiera
entrevistarme con Fred. Uno se daba cuenta de que el tipo no tenía una sola
posibilidad. Un esmerilador que vivía al otro lado de la calle (ahora no me
acuerdo de su nombre) había visto a Fred entrar en la guarnicionería de
Randall a eso de las once. Un par de ancianos que vivían encima de la
tienda les oyeron beber y gritar. A eso de medianoche oyeron un ruido
como de pelea y una caída, pero eran demasiado cautos para intervenir. Por
último, dos campesinos que abandonaron la ciudad a medianoche vieron a
Fred salir dando traspiés por la puerta delantera, sacudiéndose las ropas y
secándose las manos en el abrigo, como si padeciera un ataque de delirium
tremens.

Fui a la cárcel a ver a Fred. Estaba sobrio, aunque su forma de hablar


era vacilante. Sus pálidos ojos eran tan venenosos como de costumbre. Aún
puedo verle, sentado en el banco de su celda, chupando un cigarro barato y
mirándome burlonamente. No quiso contarme nada porque, según dijo, si
lo hacía, yo iría a contárselo todo al juez.

—¿Ahorcarme? —dijo, arrugando la nariz y volviendo a sonreír


burlonamente—. ¿Ahorcarme? ¿A mí? No se preocupe por eso, señor. Esos
fulanos nunca me colgarán. Me tienen demasiado miedo. Demasiado
miedo, ¿eh, señor?

Y el muy estúpido no pudo quitarse eso de la cabeza hasta que oyó la


sentencia. En el tribunal no hizo más que pavonearse, decir impertinencias,
llamar al juez por su nombre de pila y amenazar con decir lo que sabía de la
gente. Llevaba una pechera postiza nueva que se había comprado para estar
más elegante.

Fue sorprendente la calma con que la gente se lo tomó. Los que


asistieron al juicio no susurraron ni se movieron. Se limitaron a permanecer
inmóviles, mirando a Fred. Lo único que se oía era el mido de la

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respiración. Un tribunal es un sitio muy raro, hijo. Tiene su olor peculiar,


que no te molesta a no ser que te pongas a pensar en lo que significa, pero
las partes estropeadas y las grietas en las paredes son allí mucho más
notables que en cualquier otro lugar. Uno oía la voz de Charley Connell el
fiscal —un leve ruidito que resonaba en la enorme sala—, y el crujir de las
pisadas de Charley. Era posible captar la tos de alguien del público, o el
rumor de unas faldas femeninas, o el siseo de los quemadores de gas.
Estábamos en la estación de las lluvias, así que encendían el gas a las dos de
tarde.

La única defensa que me fue posible fue la de alegar que Fred había
estado demasiado borracho para ser responsable, y no recordaba nada de lo
ocurrido aquella noche, lo cual él admitió que era cierto. Pero eso, además
de no ser ninguna defensa legal, resultaba terriblemente frío. Mi propia voz
me sonaba mal. Recuerdo que seis miembros del jurado llevaban barba, y
los otros seis, no, y el juez Hunt, en su estrado, con la bandera a su espalda,
se parecía más que nunca a Lincoln. Incluso Fred Joliffe comenzó a darse
cuenta de lo que iba a ocurrir. No hacía más que volverse a mirar a la gente,
sintiéndose muy incómodo. Una vez, estirando el cuello, gritó a los del
jurado:

—¿Es que no pueden hacer ni decir nada?

Lo hicieron.

Cuando el portavoz del jurado dijo:

—Culpable de homicidio en primer grado —se produjo sólo un leve


sonido entre el público. No fue un grito ni nada parecido. Se trató de una
especie de suspiro general, como si todos hubieran estado conteniendo la
respiración. Fue muy desagradable oído. Fred no comprendió nada hasta
que el juez Hunt hubo pronunciado más de la mitad de la sentencia. Fred
permanecía en pie, mirando a su alrededor con una salvaje e incrédula
expresión en el rostro. Al fin, cuando oyó decir al juez: «Y que Dios tenga
piedad de su alma», Joliffe estalló. Adoptó una actitud suplicante e indecisa,
como si todo aquello fuera llevar la broma demasiado lejos.

Dijo:

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—Bueno, no serán capaces de hacerme eso, ¿verdad? No pueden


engañarme. Tú no eres más que Jerry Hunt. Te conozco. No me puedes
hacer eso. —De pronto, comenzó a golpear la mesa, gritando—: No están
dispuestos a ahorcarme, ¿verdad?

Pero sí lo estábamos.

La ejecución fue fijada para el doce de noviembre. La orden,


debidamente firmada, decía: «… dentro del recinto de la dicha cárcel de
condado, entre las ocho y las nueve de la mañana, el citado Frederick Joliffe
será colgado por el cuello hasta que muera; con tal propósito, un verdugo
será nombrado por el sheriff, y la sentencia llevada a cabo ante una
autoridad médica calificada; el cuerpo será enterrado…». En fin, y todo lo
demás. Todos se sentían nerviosos. Desde que aquel equipo jurídico estaba
en el cargo no se había efectuado ningún ahorcamiento, y nadie sabía
exactamente cómo se debía proceder. El viejo Doc Macdonald, el forense,
iba a estar allí y, como es lógico pidieron la presencia del reverendo Phelps,
el predicador, y la mujer de Bob Moran iba a preparar las tortas y salchichas
para el último desayuno. Tal vez pienses que eso eran nimiedades. Pero
considera por un momento la idea de tomar a alguien al que conoces de
toda tu vida, atarle los brazos a la espalda en una fría mañana y conducirle
a tu propio patio trasero para partirle el cuello con una cuerda… todo eso,
de forma religiosa y legal, sin que nadie interfiera. Entonces comienzas a
asustarte de los poderes de la vida y la muerte y de la leve brecha que los
separa.

A Bob Moran, la idea de que las cosas no salieran como era debido le
ponía blanco de miedo. Había designado al borrachín de Ed Nabors como
verdugo. Eso se debía en parte a que Ed necesitaba los cincuenta dólares
porque Bob tenía la vaga idea de que un ex médico sería más capaz de
manejar una ejecución. Ed había jurado mantenerse sobrio. Bob Moran
aseguró que Nabors no recibiría un céntimo como no lo hiciera así, pero
nunca podía asegurarse nada.

Nabors parecía muy inquieto. Había estudiado el asunto del


ahorcamiento científico en un viejo libro que tomó prestado de la biblioteca
de su abuelo, y, junto con el carpintero, montó en el patio de la cárcel un
enorme armatoste de aspecto vacilante. En las pruebas, utilizando sacos de
arena, el patíbulo funcionaba a la perfección. La trampa se abría con un
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golpetazo que le ponía a uno el corazón en la garganta. Pero una vez dieron
a la cuerda excesiva tensión y se partió. Entonces el viejo Doc Macdonald
hizo una broma respecto a aquel tipo, John Lee, de Inglaterra, y eso casi
acabó con los nervios de Bob Moran.

Eso ocurrió durante la noche anterior a la ejecución. Nos


encontrábamos en la oficina de Bob, alrededor de la lámpara, tratando de
jugar al póker descubierto. Repartidos por el cuarto había peonzas, cuerdas
para hacerlas girar y toda clase de juguetes. Bob permitía a sus hijos que
jugasen allí; cosa que no debería haber hecho, ya que una de las puertas de
la oficina conducía al corredor de celdas, en la última de las cuales se
encontraba Fred Joliffe. Como es lógico, los otros presos —acusados de
conducta desordenada, robo de gallinas y cosas por el estilo— habían sido
trasladados al piso de arriba. Alguien le había dicho a Bob que la
proximidad de una ejecución convertía a los demás prisioneros en una
especie de animales salvajes enjaulados. Se lo dijese quien se lo dijese, tenía
razón. Podíamos oírles removerse y patear allá arriba, y un muchacho de
color se pasó toda la noche cantando himnos.

Además, caía una lluvia torrencial. Tal vez fuera eso lo que recordó a
Doc Macdonald el asunto. Doc era un viejo cínico. Cuando advirtió que
Bob no podía estarse quieto y que tiraba sus cartas sin mirar siquiera las que
había sobre la mesa, dijo:

—Bueno, espero que todo salga bien. Pero tienes que tener cuidado con
la lluvia. ¿Conoces el caso del tipo que trataron de ahorcar en Inglaterra… y
la lluvia mojó las maderas, éstas se deformaron y la trampilla no se abrió?
Trataron de ahorcarle tres veces, pero la cosa siguió sin funcionar.

Ed Nabors dio una palmada sobre la mesa. Supongo que su estado de


ánimo era pésimo, ya que una de sus hijas se había escapado de casa y la
otra se moría de tisis. Estaba tembloroso y con los ojos enrojecidos. No
había tomado un trago en dos días, aunque sobre la mesa había una botella.
Dijo:

—O te callas, o te mato. ¡Maldito Macdonald! —exclamó, aferrándose


al borde de la mesa—. Te aseguro que nada puede ir mal. Si quieres, vamos
a probar otra vez el aparato, pero poniéndote a ti la cuerda al cuello.

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Bob Moran preguntó:

—¿Qué pretendes hablando así, Doc? ¿No está ya todo bastante difícil?
Ahora haces que me preocupe aún de otra cosa. Hace un rato, he ido a la
celda y Fred Joliffe ha dicho la cosa más rara que nunca le he oído. Está
loco. Se rió, asegurando que Dios no permitiría a esos villanos que le
ahorcasen. Fue terrible oír hablar así a Fred Joliffe. ¿Alguien sabe qué hora
es?

Aquella noche hizo frío. Yo me adormecí en un sillón, oyendo la lluvia


y el ruido de animales enjaulados en el piso de arriba. El muchacho de color
cantaba aquella parte del himno en la que se decía que cuanto más
calmadas están las aguas, más cerca está la tempestad.

Me despertaron a eso de las ocho y media para decirme que el juez Hunt
y todos los testigos estaban ya en el patio de la cárcel, listos para empezar.
Entonces comprendí que, después de todo, iban a ahorcarle realmente.
Tuve que colocarme al fin de la procesión, como había jurado hacerlo, pero
no vi la cara de Fred Joliffe. Ni quise verla. Le habían dado una buena
lavada y una camisa nueva con el cuello desbocado a propósito. Al salir de
la celda, Fred se tambaleó y comenzó a andar en dirección opuesta, pero
Bob Moran y el alguacil le llevaban sujeto por los brazos. Era una mañana
fría, oscura y ventosa. Las manos de Fred estaban atadas a la espalda.

El predicador decía algo que no pude oír. Todo fue bien hasta que
llegaron a mitad del patio de la cárcel. Era un patio bastante grande. No
miré al artefacto que había en medio, sino a los testigos, en pie junto a la
pared y con los sombreros quitados. Pero Fred Joliffe sí miró al patíbulo. Se
le doblaron las rodillas. Volvieron a ponerle en pie. Oí que volvían a
caminar y comenzaban a subir las escaleras, que crujieron.

No miré hacia el cadalso hasta que oí un golpe y todos comprendimos


que algo iba mal.

Fred Joliffe no se encontraba sobre la trampilla, ni tenía el capuchón


sobre la cabeza, aunque sus piernas estaban atadas. Estaba en pie, con los
ojos cerrados y la cara vuelta hacia el rojo cielo. Ed Nabors, colgado de la
cuerda con ambas manos, daba patadas a la trampilla. Ésta no se abría. Al

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tiempo que oí a Ed gritar algo acerca de que la lluvia había humedecido las
tablas, el juez Hunt pasó junto a mí, dirigiéndose al pie del cadalso.

Bob Moran comenzó a lanzar obscenos juramentos.

—Colócale otra vez y prueba de nuevo —dijo, agarrando el brazo de


Fred—. Ponle ese capuchón sobre la cabeza y dale otra oportunidad a este
cachivache.

Serenamente, el predicador dijo:

—En Su nombre, no lo harás si yo puedo evitarlo.

Bob, como un loco, corrió a la trampilla y saltó sobre ella con ambos
pies. Estaba encallada. Entonces el sheriff se dio la vuelta y sacó su «Ivor-
Johnson» del 45. El juez Hunt se puso frente a Fred, cuyos labios se movían
ligeramente.

—Le aplicaremos la ley, y nada más que la ley —dijo el juez—. Aparta
ese revólver, loco, y llévate a Fred a su celda hasta que consigas hacer
funcionar el patíbulo. Y ahora, ten cuidado con él.

Aún hoy, no creo que Fred Joliffe hubiera comprendido lo que ocurría.
Creo que sólo se confirmó en su creencia de que no tenían el propósito de
ahorcarle. Cuando se encontró a sí mismo bajando de nuevo los escalones,
abrió los ojos. Tenía el rostro descompuesto y una expresión de
aturdimiento, pero, de pronto, la verdad pareció llegar hasta él.

—Sabía que esos fulanos no iban a colgarme —dijo. Su garganta estaba


tan seca que, aun cuando lo intentó, no pudo escupir al juez Hunt.
Sonriente, siguió su camino a través del patio, repitiendo—: Sabía que esos
fulanos no iban a colgarme.

Todos tuvimos que sentarnos durante un minuto. Ed Nabors necesitó


una copa. Bob le hizo darse prisa, e iba a salir de nuevo a arreglar la
trampilla cuando el conserje del Juzgado entró a toda prisa en la oficina de
Bob.

—Le llaman —dijo—. Por esa nueva máquina. El teléfono.

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—¡Déjeme en paz! —gritó Bob—. Ahora no puedo atender llamadas


telefónicas. Venga a echarnos una mano.

—Pero es de Harrisburg —insistió el conserje—. De la oficina del


gobernador. Tiene que ir.

—Quédate tú aquí, Bob —dijo el juez Hunt. Me hizo una seña para que
le acompañara.

Al ir hacia el Juzgado, el juez y yo cambiamos una extraña mirada. El


reloj marcaba casi las nueve. Pude ver cómo, en el patio de la cárcel, la
gente seguía dando golpes a la trampilla. Después de que Hunt hubo
escuchado lo que tenían que decirle desde Harrisburg, le costó un buen rato
poder colocar de nuevo el receptor sobre la horquilla.

—En cierto modo, siempre he creído en la Providencia —dijo—; pero


nunca creí que fuera algo tan personal. Fred Joliffe es inocente. Hemos de
suspender la ejecución y esperar a un enviado del gobernador. Una mujer
ha aportado nuevas pruebas… Sea lo que sea, ya nos enteraremos más
tarde.

No estoy muy ducho en lo de describir estados mentales, así que no


puedo decirte cómo nos sentíamos. Sobre todo, nos dominaba una enorme
excitación producida por el horror de que tal vez hubieran vuelto a sacar a
Fred y le hubiesen ahorcado. Pero cuando miramos de nuevo hacia el patio,
vimos a Ed Nabors y al carpintero discutiendo sobre si debían serrar la
trampilla, y una sensación de dicha nos invadió al comprender que
podíamos reducir a pedazos aquel desagradable armatoste.

El pasillo del piso bajo estaba desierto. El juez Hunt había recuperado el
resuello y, como era uno de esos oradores a los que les encanta hacer
comentarios halagüeños acerca de Dios, se dedicó a lanzar un vigoroso
discurso. Sólo se calló al ver que la puerta de la celda de Fred Joliffe estaba
abierta.

—Incluso Joliffe merece ser el primero en enterarse de la noticia —dijo


el juez.

Pero Fred nunca se enteró de ella, a no ser que su fantasma estuviera


escuchando. Ya te he dicho que era muy bajito y ligero. En el interior de la

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celda, sus talones se mecían a cosa de medio metro del suelo. Esto se debía
a que estaba colgado por el cuello de una cuerda de peonza atada a un clavo
de la pared. A sus pies se veía una banqueta tumbada.

No, hijo, no creímos durante mucho tiempo que se tratase de suicidio.


Durante unos momentos estuvimos perplejos, y la histeria casi nos dominó,
como es lógico. Era como pensar en los propios problemas a las tres de la
madrugada, cuando a uno le impiden dormir las preocupaciones.

Pero, verás… Fred tenía las manos atadas a la espalda. En la parte de


atrás de su cabeza había un chichón producido por el martillo que había
junto a la caída banqueta. Alguien había entrado en la celda con el martillo
oculto, había golpeado a Fred cuando este no miraba, hecho un nudo
corredizo en la cuerda y ahorcado con ella a Joliffe. La parte más agitada
del asunto llegó cuando comprendimos esto. Todos comenzamos a decir a
gritos dónde habíamos estado durante la confusión. Nadie se había fijado en
nada. Yo estaba verde de miedo.

Cuando en la oficina de Bob nos reunimos alrededor de la mesa, el juez


Hunt recuperó la serenidad. Miró a Bob Moran, a Ed Nabors, a Doc
Macdonald y a mi. Uno de nosotros era el otro verdugo.

—Éste es un mal asunto, caballeros —dijo, tras carraspear un par de


veces, como hacen los oradores nerviosos—. Lo que deseo saber es quién,
estando en sus cabales, estrangularía a un hombre sabiendo que, de todas
maneras nosotros pensábamos hacerlo.

Entonces Doc Macdonald se puso desagradable.

—Bien… —dijo— si vamos a eso, deberías comenzar preguntando de


dónde salió esa cuerda de peonza.

—No te entiendo —murmuró Bob Moran, asombrado.

—¿Ah, no? —dijo Macdonald, tirándose de la patilla—. Entonces…,


¿quién tuvo tanto empeño en que esta ejecución se realizase según lo
programado que hasta intentó emplear un revólver cuando la trampilla no
funcionó?

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Bob emitió un ruido como si le hubieran golpeado en el estómago. Se


quedó mirando a Doc durante un minuto, con los brazos caídos a los
costados… y luego se echó sobre Doc. Lo atrapó al otro lado de la mesa y
empezó a darle golpes. Entonces el cuarto comenzó a llenarse de gente
atraída por los gritos. Algo curioso: el primero en entrar en la cárcel fue el
carpintero, que se sentía un poco molesto de que nadie le hubiera dicho que
la ejecución se había suspendido.

—¿A qué viene esta pelea? —preguntó, en tono irritado. Era más grande
que Bob, y pudo apartarle de Macdonald con un par de manotazos—. ¿Por
qué no me han dicho lo que ocurría? Dicen que no va a haber ejecución. ¿Es
cierto?

El juez Hunt asintió, y el carpintero Bamey Hicks, así se llamaba; ahora


me acuerdo Bamey Hicks, de mal humor, dijo:

—Bueno, bueno, pero no hay por qué empezar a pelearse de esa forma.
—Luego, mirando a Ed Nabors—: Lo que quiero es mi martillo. ¿Dónde
está, Ed? Lo he buscado por todas partes. ¿Qué has hecho con él?

Ed Nabors tomó asiento, se sirvió cuatro dedos de whisky y se los bebió


de un trago.

—Perdona, Barney —dijo, en el tono más frío que nunca he oído—.


Debí dejármelo en la celda, cuando ahorqué a Fred Joliffe.

¡Y se habla de pausas dramáticas! El silencio que se produjo fue


parecido al que se hace cuando el mago del Opera House dispara una
pistola y de una caja vacía salen volando seis palomas. Yo no podía creerlo.
Recuerdo a Ed Nabors, sentado en aquel rincón, junto a la enrejada
ventana, con su chaqueta negra y su corbata de lazo. Tenía las manos sobre
las rodillas y nos miraba, sonriendo un poco. Parecía tan viejo como los
profetas y ya había tomado el suficiente licor para dominar el tic de su
párpado. No hizo más que eso: quedarse sentado allí, tranquilamente,
mascando su tabaco y sonriendo.

—Juez —dijo en tono reflexivo—, acaba usted de recibir una llamada


del gobernador, en Harrisburg, ¿no? Ajá. Estaba seguro de que sería eso. Se
ha presentado una mujer a confesar que Fred Joliffe era inocente y que era
ella quien había matado a Randall Fraser, ¿no es así? Ajá. Esa mujer es mi
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hija. Jessie no tenía valor para confesarlo aquí, comprenda. Por eso se
escapó y fue a ver al gobernador. No hubiera hecho nada de no haber
ustedes condenado a muerte a Fred.

—Pero…, ¿por qué? —gritó el juez—. ¿Por qué?

—Lo que ocurrió fue esto —comenzó Ed, con su lentitud habitual—.
Había mantenido relaciones bastante íntimas con Randall Fraser. Eso hizo
Jessie. Y tanto Randall como Fred se estaban divirtiendo en grande
amenazándola con revelar a todos la historia. Supongo que Jessie estaba a
punto de volverse loca. Y, en la noche del crimen, Fred Joliffe estaba
demasiado borracho para poder recordar nada de lo que ocurrió. Supongo
que, cuando despertó y vio sus manos manchadas de sangre y a Randall
muerto, pensó que él lo había matado.

»Imagino que ahora se sabrá todo. Lo que ocurrió es que los tres se
encontraban en esa trastienda, cosa que Fred no recordaba. Mientras se
burlaban de Jessie, él y Randall se pelearon. Fred le golpeó con aquella
maza y le dejó sin sentido, pero toda la sangre que manchaba sus manos
provenía de una herida en la ceja de Randall. Jessie… Bueno, ella acabó el
trabajo cuando Fred huyó, eso es todo.

—¡Pero… condenado loco! —gritó Bob Moran, comenzando a dar


golpes sobre la mesa—. Si Jessie había confesado ya, ¿por qué tenías que
matar a Fred?

—Vosotros, amigos, no hubierais condenado a Jessie, ¿verdad? —dijo


Ed, guiñándonos un ojo—. No. Pero… si Ed hubiera estado vivo después
de la confesión de ella, se hubieran visto obligados a hacerlo. Eso pensé.
Una vez enterado Joliffe de lo ocurrido, de que él no era culpable y Jessie si,
no habría descansado hasta arrancarles el caso de las manos y llevarlo a un
tribunal superior. Hubiera revuelto todo el Estado hasta conseguir, o que la
ahorcasen, o que la mandaran a la cárcel de por vida. Y yo no podía
soportar eso. Como digo, eso pensé que ocurriría, aunque en estos tiempos
mi cerebro no está tan claro como antes. Por eso —siguió, meneando la
cabeza e inclinándose sobre la escupidera—, cuando me enteré de lo de la
llamada telefónica, fui a la celda de Fred y acabé mi trabajo.

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En el tono que se emplea para hablar con un loco, el juez Hunt


preguntó:

—Pero…, ¿no comprendes que Bob Moran tendrá que arrestarte por
asesinato y…?

Lo que nos asombró entonces fue la pacífica expresión del rostro de Ed.
Se levantó de su silla, sacudió el polvo de su negra chaqueta y nos sonrió.

—¡Oh, no! —dijo—. Eso es lo que no comprenden. No les es posible


hacer una cochina cosa contra mí. Ni siquiera arrestarme.

—Está loco —dijo Bob Moran.

—¿De veras? —preguntó él, con afabilidad—. Escúchenme. He


cometido lo que podría llamarse un crimen perfecto, porque todo lo he
hecho con legalidad… Juez…, ¿a qué hora habló con la oficina del
gobernador y recibió la orden de suspender la ejecución? Ahora vaya con
tiento al responder.

De pronto, comprendí todo el asunto, repliqué:

—Serían las nueve y cinco o así, ¿no, juez? Recuerdo el reloj del
Juzgado.

—Yo también lo recuerdo —dijo Ed Nabors—. Y Doc Macdonald


podrá decirles que Fred Joliffe había muerto antes de que ese reloj marcase
las nueve. —Desabotonándose la chaqueta, siguió—: Tengo en mi bolsillo
una orden judicial que me autoriza a matar a Fred Joliffe, colgándole por el
cuello, lo cual hice entre las ocho y las nueve de la mañana, cosa que
también hice. Y lo hice en el mejor estilo legal, antes de que la orden fuera
revocada. ¿Y bien?

El juez Hunt se quitó el sombrero y se secó la frente con un pañuelo de


hierbas. Todos le mirábamos.

—No podrás salirte con la tuya —dijo el juez, tomando la orden del
sheriff de encima de la mesa—. No puedes burlarte así de la Ley. Y una
persona sola no puede ejecutar una sentencia. ¡Mira aquí! «En presencia de
una autoridad médica calificada». ¿Qué dices a eso?

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—Bueno, puedo enseñar mi diploma médico. Seré todo lo borrachín e


indigno de confianza que quieras, pero aún no me han excluido del Registro
Médico… Ustedes, los abogados, son condenadamente buenos en la
interpretación de la letra de la Ley… y eso es lo que corresponde ver en este
caso. Hasta que esa Ley no se altere, no hay nada en este documento por lo
que el verdugo y el médico no puedan ser una misma persona.

Tras un momento, Bob Moran se volvió hacia el juez con una extraña
expresión en el rostro. Tal vez fuera una sonrisa.

—Esto no va de acuerdo con la moral —dijo—. Un ciudadano tan


excelente como Fred no debió morir de esa forma. Es horrible. Hay que
hacer algo. Como dijo más que la Ley. ¿Tiene razón Ed, juez?

—La verdad: no lo sé —replicó Hunt, volviéndose a secar el rostro—.


Pero, hasta donde llegan mis conocimientos, la tiene. ¿Qué haces, Robert?

—Le estoy extendiendo un cheque por cincuenta dólares —dijo Bob


Moran, fingiéndose sorprendido—. Todo tiene que ser limpio y legal, ¿no es
así?

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- LOS BROWN NO TIENEN BAÑO


MARGOT BENNET

Antes de que el agente de bienes raíces tuviera tiempo de parpadear, se


encontró con que había alquilado la casa a la señora Brown. Ésta la aceptó,
sin verla, y firmó un contrato de arrendamiento por diez años. Mientras
regresaba al cuarto sótano en el que ella y su marido vivían en aquellos
momentos, la mujer depositó una libra en el sombrero de un artista que
pintaba en la acera. Para la señora Brown, aquella libra marcaba el final de
un año de esfuerzos por ocultar su furiosa desesperación tras una fachada de
despreocupada y casi aristocrática serenidad. Ahora, al fin, había
encontrado un hogar.

Al abrir la puerta delantera de su nueva casa, la mujer se sintió como


Robinson Crusoe echando el primer vistazo a los que iban a ser sus
dominios. El sol habría dado de lleno sobre el feo mosaico del vestíbulo de
no ser por los turbios y polícromos cristales de la galeria. El suelo de ésta
era de ladrillos, lo cual permitía que en ella se pudieran poner macetas.

—Una preciosa casita —dijo Charles, con leve tono dubitativo.

El cerebro de la señora Brown trabajaba afanosamente.

—Si compramos una alfombra de segunda mano, desde luego,


podremos cubrir esas baldosas.

—¿Y cómo taparemos la vía del tren que pasa bajo la ventana del
dormitorio? —preguntó Charles.

La mujer abrió una puerta de color amarillo y atisbó escaleras abajo.

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—¡Charles! —dijo, excitada—. ¡Aquí hay un baño!

Ambos examinaron el cuarto.

—No es muy práctico admitió ella.

—No —dijo Charles—. Pero supongo que uno puede zambullirse desde
el primer escalón de arriba y, al salir, secarse en el recibidor.

Greta corrió al piso de arriba.

—¡Mira! —llamó—. Aquí hay una habitación que, en realidad, no vale


para nada. ¿No crees que podríamos trasladar el baño a este piso?

—No conseguiríamos que nadie nos lo hiciera hasta, por lo menos,


dentro de seis meses.

—¡Qué tontería! Podemos hacerla nosotros mismos. Cortamos el agua,


trasladamos el baño, telefoneamos a la Compañía de agua y a la del gas y
decimos que nuestro baño no está conectado. Entonces tendremos
prioridad. Podemos hacer el trabajo con cuerdas.

—Empiezo a comprender el motivo de que esta casa estuviese por


alquilar —refunfuñó Charles.

Greta dijo que había pensado explicarle el motivo de aquello. La casa


perteneció a un hombre llamado Smith, cuya esposa le había dejado por
otro. Al menos, eso decían los vecinos. Fuera como fuese, el caso es que la
mujer había desaparecido y, siempre según decían los vecinos, su esposo
quedó tan acongojado que no pudo soportar el vivir allí por más tiempo.

—Me sorprende que lo soportase alguna vez. ¿No te parece que esta
casa tiene un olor muy raro?

—Probablemente, sólo son las ratas —dijo ella, con un chispazo de su


viejo humor—. Mañana empezaré a fregar los suelos. Tenemos que
comprar pintura para esas horribles paredes. Debes ponerte en contacto con
los de los almacenes, y con los de la luz, el agua y la electricidad. También
está lo de la oficina de suministros, y hemos de encontrar algún carbonero
que nos acepte en su lista. ¿Crees que encontraremos a alguien que nos
arregle esa ventana rota? Procura comer bien durante el día. Por las noches,

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sólo tendremos pan y margarina. Y no te olvides de comprar veneno para


ratas.

Durante los treinta días que siguieron, fue como si sus vidas hubieran
sido guiadas por un loco. Dedicaban una parte del día a patéticas llamadas
a los funcionarios de las compañías de gas, electricidad, teléfonos,
suministros y combustibles; la otra parte la invertían en tratar de adquirir
cosas que no había en existencia. Por las noches, fregaban los suelos,
pintaban las paredes y comían pan con margarina. Todos sus amigos les
decían que eran muy afortunados, y les preguntaban si podían arrendarles
alguna habitación.

El desagradable olor que habían alquilado con la casa no disminuyó.


Charles dijo que la señora Smith no había huido en busca de una aventura
amorosa, sino para escapar de aquella pestilencia.

El señor Brown también descubrió que era imposible abrir los grifos del
baño sin quitarse los zapatos y meterse dentro de la bañera. Y, cuando lo
hubo hecho, se encontró con que el agua había sido desconectada. Estuvo
de acuerdo con su mujer en que debían trasladar el baño al primer piso.

Tardaron cuatro horas en subir la bañera escaleras arriba; parte de ese


tiempo lo invirtieron en darse consejos contrapuestos en cada recodo. De
todas maneras, el trabajo fue lo bastante fatigoso como para hacer creer a
Charles que su corazón se había resentido. Se sentó, tembloroso, en el borde
de la bañera, mientras Greta iba a preparar té.

La mujer volvió al piso de arriba con las manos vacías, y permaneció


callada tanto tiempo que su marido comenzó a sentirse nervioso.

—Creo que deberías echar un vistazo al cuarto de baño —dijo Greta,


con un hilo de voz. Y aclaró—: No a éste, sino al de abajo.

Las latentes sospechas de Charles asomaron a la superficie mientras


miraba a su mujer. Ésta hizo un ademán de asentimiento:

—Ahora que hemos quitado la bañera, me he dado cuenta de que las


baldosas que había debajo están sueltas. He levantado una… Lo mejor será
que vayas a verlo.

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Charles se dirigió a la planta baja. Su mujer le condujo hasta el sitio


donde había estado la bañera. Efectivamente: las baldosas, en aquel lugar,
habían sido levantadas y vueltas a poner. Se trataba de un trabajo bastante
chapucero.

—Ése es el motivo de que los grifos estuvieran desconectados —dijo


Greta, detrás de su marido—. La bañera había sido ya levantada con
anterioridad y vuelta a colocar. Mira debajo de esa baldosa.

Charles lo hizo. Al enderezarse, su cara tenía un leve matiz verdoso.


Acompañó de nuevo a su mujer al piso de arriba. Durante varios minutos,
ninguno de los dos habló. Pensaban en agentes de bienes raíces, tiendas de
muebles, empleados del gas y la electricidad, oficinas de suministros y
combustibles, carpinteros, albañiles, botes de pintura, cantidades de pan y
margarina. Recordaban la vida tranquila que habían llevado, sin perjudicar
nunca a nadie. Meditaban sobre lo imposible que resultaría, tal como
estaban las cosas, encontrar otra cosa en Londres.

Charles permanecía rígido y silencioso. Deseaba que no se le pidiese


nunca que se levantara, que hablase, que hiciera algo. Por desagradable que
fuera este momento, ansiaba que durase toda la vida, que no fuera seguido
por ninguna clase de futuro.

—¿Crees que las tiendas estarán cerradas? —preguntó Greta—.


Podríamos conseguir cemento. O algún material aislante que sea compacto.
Creo que los trabajos como ése deben hacerse de forma adecuada. —Se
alisó los cabellos y susurró—: Prepararé té mientras tú vas por el cemento.

Aquella noche, cuando acabaron con el resto del trabajo, volvieron a


trasladar la bañera a la planta baja. A los vecinos les intrigó el ruido, pero
nunca se enteraron de la causa que lo había producido. Eso fue una suerte,
ya que si a los oídos del señor Smith hubiera llegado algún rumor, se
hubiera sentido enormemente inquieto.

La señora Smith, no. Ella estaba más allá de toda inquietud.

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- EL VISITANTE QUE NO FUE


INVITADO
MICHAEL GILBERT

El señor Calder era un hombre silencioso, solitario y generoso en todo,


capaz tanto de regalar una cesta de cerezas o de setas como de practicar una
eficiente primera ayuda a un niño que se hubiera caído. Era muy querido
por los chiquillos, mas la admiración de éstos estaba reservada al perro del
señor Calder.

El grande, solemne e inteligente Rasselas era un galgo de caza. Había


nacido bajo la luz del sol. Su pelaje era color jerez seco, su hocico, negro
azulado, y sus ojos relucían con brillo ambarino. Desde el extremo de sus
finas patas hasta la parte alta de su cabeza, todo en él emanaba distinción.
Había vivido en cortes reales y tratado de tú a tú a los príncipes.

La casa del señor Calder se encontraba en la cumbre de un repliegue del


terreno, en las Hondonadas de Kent. El sinuoso camino ascendía desde
Lamperdown, en el valle, hasta el edificio. Al principio, el sendero discurría
en una suave cuesta, atravesando los bosques. Luego giraba bruscamente a
la izquierda e iniciaba un empinado ascenso que conducía hasta la
explanada donde se alzaba la casa, y que era una plataforma redonda y
desnuda, con cierto aspecto de cráneo calvo. El sendero sólo conducía a
aquella edificación, y acababa frente a su puerta.

Más allá, una serie de caminitos discurrían a través de los terrenos del
señor Calder y se introducían en los bosques que se hallaban tras éstos. Se
trataba de unos bosques de exuberante vegetación, en los que abundaban las
campanillas, las amapolas, los castaños, los árboles añosos y los fantasmas.

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Aquellos bosques no pertenecían al señor Calder sino que, en teoría, eran


propiedad de una asociación de hombres de negocios de las ciudades de
Medway que, en otoño e invierno, acudían allí para cazar aves. Cuando el
sonido de las escopetas anunciaba la presencia de los cazadores, el señor
Calder llamaba a Rasselas al interior de la casa. Durante el resto del tiempo,
el enorme perro vagaba libremente por el jardín y por las tierras que
constituían los dominios del señor Calder. Sin embargo, el animal nunca se
perdía de vista ni iba más allá del alcance de la voz de su amo.

Los niños decían que el perro hablaba con su dueño, y tal vez aquello no
estuviera muy lejos de la verdad. Antes de que llegase el señor Calder, en la
casa había vivido un estúpido y malhumorado individuo que se constituyó
en guardián de los intereses de los deportistas de Medway, y que perseguía y
acosaba a los chiquillos, los cuales, a su vez, se acostumbraron a eludirle.

Al llegar el señor Calder, los niños invirtieron cierto tiempo en probar al


nuevo inquilino, hasta llegar a la conclusión de que era por completo
inofensivo. Tampoco tardaron mucho en averiguar otra cosa. Nadie podía
cruzar la explanada sin ser visto. Por pequeño que fuese y por
silenciosamente que se moviera, siempre había un par de sensibles orejas
que escuchaban y dos ambarinos ojos que vigilaban. Rasselas iba hasta la
puerta de la casa y miraba inquisitivamente al señor Calder, el cual le decía:

—Sí, son los niños Lightfoot y su hermana. Yo también los he visto.

Después de lo cual, Rasselas iba a tumbarse en su lugar favorito, al


abrigo del montón de leña.

Aparte de los niños, las visitas, en aquella casa, eran muy poco
frecuentes. A diario, el cartero ascendía en bicicleta hasta el edificio; los
camiones de los proveedores llegaban en los días establecidos; el pescadero,
los martes; el de la tienda de ultramarinos, los jueves; el carnicero, los
viernes. Durante el verano, ocasionales caminantes atravesaban la
explanada sin advertir que el dueño de la casa era informado de su
presencia desde que aparecían hasta que se perdían de vista.

El único visitante asiduo era el señor Behrens, el maestro retirado, que


vivía en el extremo del valle, a doscientos metros del pueblo de
Lamperdown, en una casa que en tiempos fue la del rector. El señor

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Behrens criaba abejas y vivía con su tía. Su cabeza, siempre inclinada hacia
adelante, su piel oscura y llena de arrugas, sus pequeños ojos y su
malhumorada expresión le hacían parecer una tortuga despertada a
destiempo de su sueño invernal.

Una o dos veces a la semana, en verano o invierno, el señor Behrens se


ponía su curioso sombrero de tweed, tomaba su delgado bastoncito y
ascendía la colina para tomar el té con el señor Caldero. El perro conocía y
toleraba al señor Behrens, el cual le rascaba la cabeza, comentando:

—Rasselas. Es un nombre tonto. Tú provienes de Persia, no de Abisinia.

Según se creía, durante aquellas visitas, los dos caballeros jugaban a las
damas.

En el comportamiento del señor Calder había ciertas otras


peculiaridades que no eran tan evidentes para el observador casual. Cuando
alquiló la casa, alguna de las alteraciones que deseó introducir hicieron que
el señor Benskin, el maestro de obras, se rascara la cabeza. ¿Por qué, por
ejemplo, había hecho tapiar una espléndida ventana orientada al Sur y abrir
dos nuevas en el lado norte de la casa?

Las explicaciones del señor Calder fueron muy vagas. Dijo que le
gustaba disfrutar de una amplia perspectiva y poder saturar sus pulmones de
aire fresco. Entonces el señor Benskin preguntó que, en ese caso, ¿por qué
había hecho instalar gruesas persianas en todas las ventanas del piso bajo, y
chapas de acero tras la madera de las puertas delantera y trasera?

Estaba también el curioso asunto de la línea telefónica. Cuando el señor


Calder mencionó que había solicitado que le instalaran el teléfono, Benskin
se rió. No era de creer que la compañía, abrumada por el trabajo de la
posguerra, fuera a llevar su línea de postes a un kilómetro y medio de
distancia para servir a una solitaria casa. Sin embargo, el señor Benskin se
equivocó en dos aspectos. La compañía no sólo instaló el teléfono con
sorprendente rapidez, sino que llegó hasta el extremo de cavar una zanja y
conducir la línea bajo tierra.

Al enterarse de esto, el señor Benskin anunció a la opinión pública,


desde el León de Oro, que siempre tuvo la seguridad de que en el señor
Calder había algo muy extraño.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Es un inventor —dijo—. No me cabe la menor duda de que eso es lo


que es: un inventor. Cuenta con el apoyo del Gobierno. De otra forma,
¿cómo podría haber conseguido una línea telefónica como la que le han
instalado?

Si el señor Benskin hubiera podido observar a Calder cuando por las


mañanas se levantaba de la cama, el hombre se hubiera ratificado en su
opinión, ya que es un hecho bien conocido que los inventores son una gente
muy estrafalaria, y la rutina mañanera del señor Calder no podía ser más
extraña.

En verano e invierno, el hombre se levantaba media hora antes del


amanecer. No encendía luces, sino que, armado con una gran linterna,
descendía al piso de abajo, seguido muy de cerca por Rasselas, y efectuaba
una minuciosa inspección de las tres habitaciones de la planta baja. En los
bordes de las persianas había ciertos alambres finísimos y casi
imperceptibles a simple vista. Una vez se convencía de que aquello estaba
en orden, el señor Calder subía de nuevo a su cuarto y comenzaba a
vestirse.

Para entonces, era ya casi de día. Las tinieblas se retiraban de los


desiertos prados, haciendo que los fantasmas volvieran a esconderse en los
bosques cercanos. El señor Calder tomaba de la cómoda unos grandes
prismáticos navales, se sentaba frente a la ventana y examinaba
cuidadosamente los contornos de sus dominios. Nada escapaba a su
atención: unas zarzas que obstruían un pequeño sendero; una torcida rama
de árbol junto a la charca; un montoncito de tierra al lado del Seto. Luego,
el hombre repetía su examen desde la ventana del lado contrario.

Después, silbando suavemente para sí mismo, el señor Calder bajaba a


preparar su desayuno y el de Rasselas.

El cartero, que llegaba a las once, traía los periódicos y el correo. Tal vez
por el hecho de vivir solo y ver a tan poca gente, Calder era particularmente
cuidadoso con sus cartas y periódicos. Los trataba con un cuidado y un
cariño que cualquier observador hubiera encontrado ridículos. Sus dedos
acariciaban el sobre, o el envoltorio, con gran suavidad, como si estuviera
palpando un veguero. Muy a menudo miraba los sobres a contraluz, como
si pudiera leer su contenido sin necesidad de abrirlos. En ocasiones llegaba

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

incluso a pesar los sobres en el delicado pesacartas que tenía sobre su


escritorio, entre una gaviota disecada y un búcaro con unos jazmines.

Una agradable mañana de mayo, mientras el sol prometía, desde las


alturas, un brumoso atardecer, el señor Calder desplegó su ejemplar del
Times, buscó, como era su costumbre, la sección de noticias del extranjero, y
comenzó a leer.

Había extendido su mano hacia la taza de café cuando de pronto se


detuvo. Fue una breve vacilación, un minúsculo cambio en la secuencia de
sus movimientos, pero bastó para suscitar la atención de Rasselas. El señor
Calder sonrió a su perro. Su mano reanudó el movimiento, tomó la taza de
café y la llevó a su boca. Sin embargo, el perro no se quedó tranquilo.

El señor Calder leyó, una vez más, el párrafo de cinco líneas que había
captado su atención. Luego echó un vistazo a su reloj fue hacia el teléfono,
marcó un número de Lamperdown y se puso al habla con Jack, el
encargado del garaje, que al mismo tiempo atendía el servicio de taxis.

—Si nos damos prisa, podremos llegar —dijo Jack—. No hay tiempo
que perder. Ahora mismo voy a buscarle.

Mientras esperaba que apareciese el coche, el señor Calder telefoneó


primero al señor Behrens para advertirle que tendrían que posponer su
partida de damas. Luego empleó un ratito en explicar a Rasselas que iba a
dejarle al cuidado de la casa; pero que regresaría antes del anochecer.
Rasselas barrió la alfombra con su pomposa cola y no trató de seguir a su
amo cuando el Austin de Jack ascendió por la colina y dio la vuelta frente a
la puerta del edificio.

Al final resultó que el tren llegó al empalme con diez minutos de retraso,
y el señor Calder pudo tomarlo con toda facilidad.

El señor Calder se apeó en la estación Victoria, bajó por la calle del


mismo nombre, torció a la derecha, en dirección contraria al abierto espacio
en que estuvo la oficina colonial. Luego volvió a torcer a la derecha y se
adentró en la plaza. Allí, en la esquina suroeste, se encuentra la sucursal de
Westminster del Banco de Londres y de los condados de Home.

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El señor Calder entró en el Banco. El cajero jefe, el señor Macleod, le


dirigió una inclinación de cabeza y dijo:

—El señor Fortescue le espera. Puede usted pasar.

—Me temo que el tren llegó con retraso —explicó Calder—. Perdimos
diez minutos en el empalme y no los pudimos recuperar.

—Los trenes ya no son tan de fiar como antes —asintió el señor


Macleod.

Una joven de una oficina cercana acababa de depositar los ingresos del
día anterior. Macleod la observó por el rabillo del ojo hasta que la puerta se
cerró tras ella. En seguida preguntó, empleando exactamente la misma
inflexión, aunque con mayor suavidad:

—¿Será necesario que hagamos algún arreglo especial cuando se vaya?

—No, no gracias —replicó el señor Calder—. Ya he tomado todas las


precauciones necesarias.

—Estupendo —dijo Macleod.

Abrió una gruesa puerta, adornada con paneles de nogal de imitación,


según el estilo utilizado por los decoradores de Banco de la preguerra, e
hizo pasar al señor Calder a la antesala, donde le dejó a solas unos
momentos. El hombre distrajo su espera contemplando el único ornamento
del cuarto: una reproducción, en el interior de un enorme marco dorado, de
la alegoría de Landseer El juego de la cuerda. La Moderación y la
Laboriosidad parecían estar consiguiendo una difícil victoria sobre el Lujo y
la Extravagancia.

En aquel momento reapareció el cajero jefe y mantuvo la puerta abierta


para que pasara Calder.

El señor Fonescue, que se adelantó para recibirle, hubiera podido ser


identificado en cualquier circunstancia como un director bancario. No era
sólo su convencional indumentaria, el rostro, cuadrado y sagaz, la
sensación que producía de que, en cuanto la puerta de la oficina se cerraba
tras él, el hombre debía de sacar una vieja pipa y colocarla entre sus
discretos, aunque sonrientes labios. No, había algo más: Su modo de
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

portarse, su aspecto equilibrado, su aire de firmeza y estabilidad en un


mundo inquieto e inestable. En fin, toda la serie de características que se
unen en un hombre que representa una corporación con un capital en activo
de cien millones de libras esterlinas.

—Me alegro de verle —dijo el banquero—. Tome asiento, por favor.


¿Ha tenido alguna dificultad al venir?

—No —replicó Calder—. No creo que ese hombre vaya a empezar


nada, al menos hasta dentro de dos o tres semanas.

—Puede que hayan retrasado la publicación de esta noticia para


sorprenderle a usted con la guardia baja.

Fortescue tomó su propio ejemplar del Times y releyó las cuatro líneas y
media que anunciaban que el coronel Josef Weinleben, el mundialmente
famoso experto en anticuerpos bacteriales, había muerto en Klagenfurt a
consecuencia de una operación abdominal.

—No —replicó Calder—. Ese hombre quería que yo leyera eso y


comenzara a temblar.

—Sería el procedimiento normal para organizar su propia muerte antes


de acometer una importante misión —reconoció el señor Fortescue. Tomó
una pesada plegadera y, pensativo, comenzó a golpear con ella el
escritorio—. Pero también puede que esta vez sea cierto. Weinleben debe de
tener cerca de sesenta años.

—Va a venir —dijo Calder—. Lo siento en mis huesos. Puede que


incluso sea Verdad lo de que está enfermo. Si va a morir, deseará llevarme
con él.

—¿Qué le hace estar tan seguro?

—Le torturé. Y le arruiné. Nunca podrá olvidarlo.

—Desde luego —replicó Fortescue. Dirigió la punta de la plegadera


hacia la ventana y apuntó con el cortapapeles como si fuera una pistola—.
Probablemente, está usted en lo cierto. Trataremos de detenerle en el puerto
y ponerle a buen recaudo. Pero no podemos garantizar que no consiga
meterse en el país. De todas maneras, si trata de operar, tendrá que delatar
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

su presencia. Cuenta usted con una protección permanente. ¿Desea alguna


medida extraordinaria?

El señor Calder pensó que el banquero lo mismo podía haber estado


hablando con un cliente: «Cuenta usted con el crédito normal. ¿Desea
alguna disposición extra, señor Calder? El Banco está para servirle». En el
hecho de tratar la vida y la muerte como si fueran entradas en un mismo
libro de caja había algo que, al mismo tiempo, resultaba grotesco y
confortante.

—No estoy muy seguro de desear que ustedes le detengan —replicó


Calder—. No nos encontramos en guerra. Lo único que podrían hacer es
deportarle. Casi sería más satisfactorio que le dejaran seguir adelante.

—¿Sabe una cosa? —preguntó Fortescue—. A mí se me había ocurrido


la misma idea.

La señora Farmer, propietaria de la pensión Los Siete Aguilones,


enclavada entre Aylesford y Bearsted, consideraba al señor Wendon un
huésped perfecto. Su pasaporte y la tarjeta que había rellenado debidamente
a su llegada le mostraban como holandés; pero su inglés, aunque con un
extraño acento, era fluido y comprensible por completo. Se trataba de un
hombre erguido, de rostro sanguíneo y cabellos grises. Se mostraba
particularmente cariñoso con los dos niños de la señora Farmer. Además,
no producía ninguna molestia. Era —y esto, a los ojos de la señora Farmer,
constituía una maravillosa virtud— metódico y siempre se sabía lo que iba a
hacer.

Cada mañana, durante la inacabable sucesión de hermosos días que


anunciaban el próximo verano, Wendon salía a pasear vestido con un añoso
pero respetable traje de tweed, con los prismáticos colgados de un hombro, y
en el otro una pequeña mochila que contenía la cámara fotográfica, los
bocadillos y el termo. Por las noches tomaba asiento en el diván, y como
aperitivo de la cena, se bebía un único vaso de ginebra holandesa. Luego
entretenía a Tom y a Rebeca con relatos sobre los pájaros que había
observado durante el día. Al verle allí sentado resultaba muy difícil
imaginar que aquel hombre plácido, gentil y de buen porte había matado
hombres y mujeres, y también niños, con sus propias y bien cuidadas

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

manos. Sin embargo, el señor Wendon, o Weinleben, o Weber, era un


individuo muy notable.

El décimo día de su estancia, Wendon recibió una carta de Holanda. Su


contenido pareció causarle cierta satisfacción. Antes de guardar el papel en
su cartera lo leyó dos veces. Arrancó los sellos del sobre y se los dio a la
señora Farmer para que se los entregara a Tom.

—Puede que esta noche llegue un poco tarde —dijo—. Voy a reunirme
con un amigo en Maidstone. No cenaré aquí.

Aquella mañana, Wendon preparó con particular cuidado su mochila y


en el cruce de Aylesford tomó el autocar de Maidstone. Había anunciado
que iba a ir a Maidstone, y Wendon nunca decía mentiras innecesarias.

Después de aquello, sus movimientos se hicieron un poco complicados;


pero a las cuatro en punto se encontraba a seguro en una seca acequia, al
norte de la antigua rectoría de Lamperdown. En ese lugar. Wendon,
mientras se tomaba un bizcocho, se dedicó a observar el camino que
conducía a la casa.

A las cuatro y cuarto llegó el taxi de Jack. La tía del señor Behrens salió
del edificio llevando, pese a lo caluroso del día, abrigo, guantes y una
bufanda más bien chillona. La mujer se instaló en el asiento trasero del
coche y el señor Behrens le pasó su cesta de compra, hizo un gesto de
despedida y volvió a meterse en su domicilio.

Cinco minutos más tarde, el señor Wendon llamó a la puerta delantera


del edificio. Behrens acudió a la llamada y pestañeó al ver la pistola que
había en la mano de su visitante.

—Debo pedirle que se vuelva y camine frente a mí —dijo Wendon.

—¿Por qué he de hacerlo? —preguntó el señor Behrens.

En su tono había más irritación que alarma.

—Si no me obedece, le mataré explicó Wendon, y por su forma de


decirlo, se comprendía que estaba dispuesto a cumplir la amenaza.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

El visitante empujó a Behrens hacia una puerta, y tras unos momentos,


el dueño de la casa preguntó:

—¿Y ahora adónde?

—Éste parece la clase de sitio que yo deseaba encontrar… Abra la


puerta y métase dentro. Pero hágalo todo muy despacio.

Se trataba de un cuarto pequeño y oscuro, dedicado a guardar


sombreros, abrigos, bastones, viejas raquetas de tenis, mazos de crocket,
velos para protegerse de las abejas y cosas por el estilo.

—Excelente —dijo Wendon. Cogió el anticuado sombrero de tweed y el


bastoncito que siempre llevaba el señor Behrens en sus paseos por los
contornos—. Una ventana pequeña y una puerta fortísima. ¿Qué más
podría pedirse?

Observando aún fijamente al señor Behrens, Wendon dejó el sombrero y


el bastoncito sobre la mesa del vestíbulo, metió la mano derecha en el
bolsillo de su propia chaqueta y sacó un objeto metálico de extraña
apariencia.

—Quizá usted no haya visto nunca una de estas cosas. Funciona


partiendo del mismo principio que las granadas «Mills», pero resulta seis
veces más potente, y aparte de explosiva, es incendiaria. Cuando cierre esta
puerta, echaré los pestillos y colgaré la granada del de arriba. El más
mínimo movimiento la hará caer. Le advierto que se trata de un artefacto lo
bastante poderoso para echar abajo la puerta.

—De acuerdo —dijo Behrens—. Pero no se descuide… Mi tía regresará


pronto.

—No hasta las ocho, si se atiene a su horario de la semana pasada


replicó Wendon, con conocimiento de causa.

Cerró la puerta, echó los pestillos superior e inferior y colgó la granada,


con artístico cuidado, del de arriba.

El señor Calder acabó su te a las cinco en punto, y poco después se


dirigió hacia un extremo del jardín, donde estaba reparando la cerca.

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Rasselas permanecía tranquilamente tumbado a la sombra del montón de


leña. La dorada tarde iba transformándose, poco a poco, en anochecer.

Rasselas movió levemente el hocico para librarse de una mosca. A un


lado oía al señor Calder cavando con su azada sobre la piedra caliza de la
cima de la colina. Mientras realizaba su trabajo, Calder refunfuñaba. Más
allá, a unos cuatro sembrados de distancia, un caballo se libraba de las
moscas tirando pequeñas coces y corveteando. Luego, a la izquierda, allá en
lo lejos, Rasselas captó un sonido familiar. El «clic» de un bastoncito
metálico al golpear contra una roca.

A Rasselas le gustaba dar la bienvenida, en particular a aquel amigo de


su amo; pero, dignamente, esperó hasta que en su campo visual apareció el
familiar tweed. Entonces el animal se puso en pie y trotó suavemente hacia
el camino.

La fuerza de la costumbre era tan potente, y las impresiones óptica y


visual resultaban tan familiares, que hasta los cinco agudos sentidos de
Rasselas se confundieron. Pero su instinto estaba alerta. La figura se
encontraba aún a una docena de pasos y avanzaba con toda confianza.
Entonces, Rasselas se detuvo. Sus ojos examinaron al paseante. La
apariencia, el sombrero, los sonidos, todo estaba en orden. Pero la forma de
andar era distinta. Más rápida y decidida que la de su viejo conocido. Y,
sobre todo, el olor también era otro.

El perro gruñó y luego se agazapó, como para saltar. Sin embargo, el


que saltó fue el hombre. Lo hizo directamente hacia el animal. Su mano
derecha salió de debajo de la chaqueta y el pesado bastón cruzó el aire con
brutal fuerza. Rasselas se movía y por eso el golpe no le alcanzó en la
cabeza, sino que le dio de pleno en la parte trasera del cuello. El animal se
desplomó sin lanzar un gemido.

El señor Calder acabó de cavar el hoyo para el poste que estaba


plantando, se enderezó y decidió ir a la casa en busca de la broca y la
creosota. Al salir del jardín vio al perro tendido en el camino.

Corrió hacia el animal y se arrodilló en el polvo. No le fue necesario


mirar dos veces.

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Calder apenas se molestó en alzar los ojos cuando una voz, que
reconoció en seguida, habló a sus espaldas.

—Mantenga las manos a la vista —dijo el coronel Weinleben. Y trate de


no hacer ningún movimiento inesperado ni repentino.

El señor Calder se puso en pie.

—Sugiero que vayamos a la casa —dijo el coronel—. Allí estaremos más


en privado. Me gustaría dedicarle al menos tanta atención como la que
usted me dedicó a mi la última vez que nos vimos.

Calder parecía que apenas escuchaba al otro. Su mirada estaba fija en el


inmóvil cuerpo de Rasselas, al cual la ausencia de vida había ya cambiado de
forma increíble. Los ojos del hombre se llenaron de lágrimas.

—Usted lo mató —dijo.

—Como le mataré a usted dentro de un momento —replicó el coronel.

Y al tiempo que hablaba, giró sobre sí mismo, dio un rígido paso hacia
adelante y cayó de bruces.

El señor Calder le miró sin curiosidad. De la profunda herida que


Weinleben tenía en un lado de la cabeza brotaba una oscura sangre que iba
a mezclarse con el blanco polvo del camino. Rasselas no había sangrado en
absoluto. Calder se alegraba de esta pequeña diferencia entre ambas
muertes.

El señor Bebrens era quien había matado al coronel Weinleben


mediante un solo disparo hecho desde el extremo del bosque, con un rifle de
ocho milímetros. La escopeta se hallaba provista de una mira telescópica;
mas, pese a todo, el tiro fue extraordinario aun para un tirador tan bueno.

El señor Behrens, antes de hacer el disparo. Corrió durante casi medio


kilómetro, tuvo que situarse en posición muy rápidamente y sólo pudo ver
la cabeza del coronel sobresaliendo de un seto que se interponía en su
campo visual.

Ahora Bebrens saltó aquel seto, vio a Rasselas Y comenzó a renegar.

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—No ha sido culpa de usted —dijo Calder.

El hombre estaba sentado en el camino, con la cabeza del perro sobre


sus piernas.

—Si estoy encargado de vigilarle, debo hacerlo debidamente —replicó


Behrens—. No debí permitir que un aficionado me tomase el pelo. Se me
escapó la posibilidad de que el hombre bloquease la puerta con una
granada. Tuve que romper la ventana, y eso me llevó casi media hora.

—Tenemos mucho que hacer —dijo Calder.

Se puso en pie rígidamente y fue a buscar una pala.

Los dos hombres cavaron una profunda sepultura detrás de la pila de


leña y depositaron en ella al perro. Luego rellenaron la fosa y amontonaron
la tierra en forma de túmulo. Aquél era un bello lugar para el eterno reposo,
orientado hacia el Sur y dominando sobre las pomposas copas de los árboles
de la campiña de Kent. Un mausoleo digno de un príncipe.

Al coronel Weinleben le enterraron después, en el bosque, mucho más


de prisa y con menos ceremonia. A fin de cuentas, era el hijo ilegítimo de
un zapatero de Hainz y muy inferior, en nacimiento y categoría, a Rasselas.

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- EL MERODEADOR DE LAS
DUNAS
JULIAN MAY

Sólo dos seres, hace mucho tiempo, vieron caer el meteoro en el lago
Michigan. Uno fue un indio pottawatomie que cazaba conejos en las dunas
de la orilla; observó cómo el trazo luminoso se introducía en el lago y sintió
miedo, ya que el que las estrellas abandonaran el cielo y se sumergiesen en
el «Gran Agua» era una señal de mal augurio. El otro ser que lo vio fue un
esturión que ávidamente se abalanzó sobre el meteoro mientras éste se
hundía, ya muy reducido de tamaño, en el mar de agua dulce. El gran pez
lo tomó en su boca y, con gran repugnancia, volvió a soltado. Aquello no
era comestible. El meteoro continuó descendiendo hacia el fondo de las
frías y oscuras aguas, y desapareció. El esturión se alejó, y al cabo de poco
rato, había muerto…

El doctor Ian Thorne se inclinó junto a una charca de la orilla y


sumergió su red en el agua. Bajo el sol de finales de julio, el agua del lago
tenía un brillante tono azul oscuro que se convertía en cristalino en las olas
que rompían sobre la charca del doctor Thorne. Un grupo de pequeños
insectos emergieron a la superficie y fueron hacia el hombre, dejando tras
ellos unas pequeñas olas en forma de V que se reflejaban en el oscuro fondo.
Un notonéctido salió, con suaves movimientos, de una nube de verdes algas y
husmeó alrededor de un termómetro centígrado que se hallaba introducido
en el agua, pendiente de la pequeña varita de un madero.

«15,00 horas… Temperatura en el exterior, 32º; en el agua…», anotó el


doctor Thorne, en una libreta grande y gastada. Se inclinó para ver con
mayor claridad el termómetro sumergido. «… 28º. Viento suave, variable; la

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acción de las olas tiende a disminuir. Ausencia de nuevos especímenes».


Fechó una nueva hoja de papel, encabezándola con la inscripción: «Día
decimocuarto», y comenzó el recuento de insectos.

Bajo el ardiente sol de julio se dedicó a escribir con rapidez. Era un


hombre de rostro agradable, de unos treinta años. Llevaba un juego de
camisa hawaiana y shorts de color magenta, estampado con unas hojas
verdes de lo menos botánico. Sobre su cabeza se veía una vieja gorra de
baseball.

Rodeó la charca que se encontraba junto a la orilla, cuyas dimensiones


eran de uno por dos metros, y anotó que la arena seguía acumulándose. No
faltaba mucho para que la charca quedase estancada. Cada día aportaba
nuevos y fascinantes cambios en su población. Grínidos, hidrofílidos, una
corixa que se escondía en el cieno; cierta clase de larvas junto a un madero
medio podrido. Sería mejor que tomase algunos especímenes de estas
últimas. Una L. intacta tomaba tranquilamente el sol encima del
termómetro.

El notonéctido, habiendo recobrado la confianza, movía sus pequeñas


patas y zigzagueaba en el agua, entrando y saliendo del cúmulo de
desperdicios. «N. undulata», escribió el doctor Thorne.

Cuando hubo concluido el recuento, sacó una botella colectora de la


cesta de pescador que colgaba de su hombro y metió en ella unas cuantas
larvas, empleando el mango de la red para ponerlas en su lugar.

Entonces observó que en el fondo de la charca, claro y libre de algas,


había algo que brillaba con una luz más dorada que el mero reflejo del sol
en el agua. Para apartar los sueltos granos de arena empleó la red.

El objeto no era, como había creído al principio, un guijarro ni un


trocito de cristal; en lugar de eso se encontró con que había pescado una
cosa pequeña, con forma de gota y que se asemejaba a una canica con
rabito. Era una diminuta y pequeña cosa de un trasparente color ámbar. Su
superficie estaba cubierta por doradas vetas. El sol se reflejaba en sus
pulidos bordes, que aparecían sorprendentemente libres de la inevitable
pátina que acompaña siempre a los objetos que se encuentran sumergidos.

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Thorne agitó el fondo de la red hasta que la cosa cayó en el interior de


una botella colectora vacía. Allí la examinó durante un minuto. Aquello
sería un nuevo y precioso elemento para su colección de «Miscelánea
Inútil». Podía ponerlo en una botellita, entre la esquila de yak de bronce
labrado y el cristal de sulfato de cobre de quince centímetros.

Cuando se encontraba recogiendo su equipo y preparándose para irse,


llegó el barco. Apareció por el Norte y avanzó cautamente por entre los
bancos de arena del litoral. Era un majestuoso crucero Matthews, llamado
Carlin, que pertenecía a su amigo, Kirk MacInnes.

—¿Qué hay, Mac? —inquirió el doctor Thorne, cordialmente—.


¡Cuidado con el nuevo banco de arena que formó la tormenta!

En el puente del barco, una figura hizo un leve ademán de saludo y gritó
algo que el hecho de tener una pipa entre los dientes convirtió en
ininteligible. El crucero dio la vuelta y el zumbido de sus motores se apagó
suavemente. A unos cien metros de la orilla quedó meciéndose sobre las
pequeñas olas. Tras una corta pausa, surgió de uno de sus costados una
amarilla balsa de goma.

Thorne sonrió. ¡El bueno de Mac! El pequeño ex ingeniero, con su


bigote de skye-terrier, era el propietario de aquel magnífico barco y le visitaba
regularmente, trayéndole el correo y su ejemplar del Biological Review, o bien
ciertos productos químicos embotellados para evitar que el aislado científico
se acatarrase. MacInnes era un visitante asiduo y bien recibido; pero hasta
aquel día, siempre había llegado solo.

Esta vez no fue así.

—Bien, bien —murmuró el doctor Thorne, y volvió a mirar hacia el bote


de goma.

La muchacha se sentaba en la parte delantera de la balsa, mientras


MacInnes remaba diestramente. Cuando estuvo lo bastante cerca, Thorne
advirtió que el cabello de la chica era oscuro y rizado. Vestía un inmaculado
traje blanco de deporte, y alrededor del cuello llevaba un pañuelo azul
oscuro. No dejaba de mirar a Thorne y éste, por primera vez, lamentó
haberse puesto aquel conjunto hawaiano.

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El amarillo costado de la balsa rozó contra las rocas de la playa.


MacInnes saltó a tierra y fue a estrechar la mano de su amigo. El recién
llegado era un hombre de unos sesenta años, de cabello entrecano y sostenía
entre los dientes una vieja pipa.

—Esta vez te he traído un visitante, Ian —dijo—. Una estupenda


compañía. Jeanne, este caballero de los shorts y la cesta de pescador es el
doctor Ian Thorne, el distinguido escritor y conferenciante. Escribe libros
sobre la ecología de las dunas, sea eso lo que fuere. Ian, ésta es mi sobrina,
la señorita Wright.

Thorne murmuró unas frases corteses. ¡Caramba con el viejo zorro! No


cabía duda de que su sobrina era una chica guapísima.

—¡Qué estupendo! —sonrió la chica—. Un ecólogo con mirada


maliciosa.

Repentinamente, el rostro del científico trató de adoptar la protectora


coloración de sus shorts.

—En el fondo, los ecólogos no somos malos sujetos, señorita Wright —


dijo—. Lo que nos da aspecto de sátiros es el aire libre.

—Comprendo —aseguró la muchacha, con un tono de voz que hizo que


Thorne se preguntase hasta qué punto comprendía—. ¿Estaba usted
recogiendo especímenes?

—No exactamente. Verá… Estoy preparando un capítulo sobre la


ecología de las asociaciones orgánicas en las charcas de ribera, y esta
pequeña charca de aquí es mi conejillo de indias. El banco de arena del
extremo cercano al lago irá creciendo hasta dejar la charca totalmente
aislada. A medida que aumente el estancamiento, en el agua irán creándose
formas progresivas de vida animal y vegetal: algas, escarabajos, larvas y
cosas por el estilo. Si durante las próximas semanas tenemos un tiempo
tranquilo, conseguiré un excelente muestrario de las asociaciones vegetal-
animales que se forman en este tipo de medio ambiente. El capítulo
referente a la charca forma parte de un libro que estoy escribiendo sobre
estudios eco lógicos en las dunas del Estado de Michigan.

Bostezando desmesuradamente, MacInnes comentó:

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—Todo lo que hace falta es ponerlo en marcha. Luego, él solo se pasará


todo el día hablando. —Empujó la balsa hasta la arena y sacó un grueso
envoltorio—. Te he traído un regalo, si te interesa.

—¿Qué es? ¿El correo?

—No. Algo endiabladamente más digerible: unos solomillos. Convencí


a Jeanne para que me acompañara y nos los preparase. He experimentado
tu manera de cocinar.

—Puedo quemar un filete tan bien como cualquiera —protestó Thorne,


dignamente—. Pero estoy dispuesto a darte la razón. Ya había acabado de
trabajar aquí. ¿Vamos a mi cabaña? Vivo junto a la orilla del lago, señorita
Wright; en lo alto de una duna. Se trata de una vivienda un poco rústica,
pero es un hogar.

MacInnes rió entre dientes y comenzó a andar por la firme y húmeda


arena de la playa.

En algunos lugares, las dunas coronadas de árboles parecían surgir casi


del nivel del agua. Los juníperos, pinos y la espesa maleza eran las únicas
cosas que se veían en el enorme y pavoroso monstruo que son las dunas
viajeras. Estas, sin el freno representado por las raíces de los árboles, se
extenderían sobre las granjas y bosques, dejando a su paso muerta
vegetación y llanuras de arena silícea.

Los tres avanzaron tierra adentro y rodearon un gran valle de angosta


entrada que se extendía por entre las altas colinas de arena. Era un desnudo
y lúgubre lugar, silencioso y árido, en el que se veían árboles muertos y
desgajados por el viento.

—Es un arenal —explicó Thorne—. Lo produjo el aire. Esas dunas que


hay al final del valle están en movimiento. ¿Ve esos árboles muertos? Hace
muchos años fueron sepultados por las colinas. Luego, éstas siguieron su
camino, dejando a su paso esos esqueletos. Probablemente eran robles
jóvenes.

—¡Pobrecillos! —comentó la muchacha.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Dejaron atrás el triste arenal y se adentraron entre unas verdes colinas


en las que sólo se veían pequeñas cantidades de arena. La casa de Thorne se
encontraba en la cumbre del mayor de los montículos. El rústico exterior de
la cabaña apenas se distinguía entre los arces y las coníferas que la rodeaban
por tres lados. En la parte frontal de la vivienda había plantados tejas y
juníperos, para evitar el movimiento de la arena.

Por la falda del montículo ascendía una escalera de troncos, a cuyo pie
se veía un banco de madera, una bomba de agua de color verde y una vieja
campana de barco colgada de un palo.

—¡Si tiene llamador y todo! —gritó la joven, haciendo sonar la


campana.

—Aún no hay nadie en casa —rió Thorne—. Pero ahí arriba está mi
choza.

—Sí —dijo MacInnes, en tono fúnebre—. Y hay que subir ciento treinta
y tres escalones para llegar a ella.

Al cabo de un rato, los tres se encontraban sentados en el porche de la


cabaña. Thorne preparó unas bebidas.

—Verdaderamente, se subestima usted, doctor Thorne —dijo la


muchacha—. Esto no es una choza, sino un verdadero hogar. Un estupendo
hotelito entre los pinos.

—Dejémoslo en humilde —sonrió el científico—. Vine aquí dispuesto a


conseguir sólo un pequeño sitio donde guardar mi máquina de escribir y mis
microscopios, y un tipo me cargó con este chalet.

—El panorama es precioso. Puede usted ver kilómetros y kilómetros.

—Pero cuando el viento sopla fuerte desde el lago, parece como si la


casa fuera a salir volando. Sin embargo, esto es lo que necesito para mi
trabajo. No hay vecinos, ni demasiados excursionistas y ni siquiera una
carretera decente. Tengo que ir tres kilómetros en mi jeep a lo largo de la
playa antes de encontrar el camino de herradura que desemboca en la
carretera general. Tampoco hay teléfono. Y si no tuviera mi propia planta
generadora, ni siquiera tendría electricidad.

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—¿No tiene teléfono? —Jeanne frunció el ceño—. Pero tío Kirk dice que
habla con usted cada día. No lo comprendo.

—Venga conmigo —invitó él, de forma misteriosa—. Le enseñaré algo.

Thorne condujo a la muchacha hasta una pequeña habitación con


enormes ventanas que había al lado de la sala de estar. Sobre una mesa y
junto a las paredes se veía un equipo de radio. Encima del aparato
transmisor aparecía una gran cigarra de yeso que llevaba puestos un par de
audífonos.

Thorne explicó:

—De pequeño era radioaficionado, y ahora este aparato es lo que me


mantiene en comunicación con el mundo exterior. Conocí a Mac por radio,
mucho antes de verle en persona. Debe usted de haber visto su emisora en
casa. Y creo que incluso en el barco tiene una de corto alcance.

—Sí, lo he visto. ¿Quiere decir que puede hablar con usted siempre que
lo desea?

—Bueno, esto no es como el teléfono —admitió Thorne—. El tipo al


que uno llama tiene que estar a la escucha en la misma frecuencia de onda.
Pero su tío y yo tenemos concertado un horario para las noches, y a veces
también para las mañanas. Y hay otros radioaficionados en el resto del país
que son muy amables y me permiten hablar con mis colegas y amigos. La
cosa funciona de maravilla.

—El tío Kirk habla de usted como de una especie de científico anacoreta
—dijo Jeanne, tomando el micrófono y pasando los dedos por su bruñida
superficie—. Pero me parece que no está en lo cierto.

—Tal vez no —dijo Thorne, lentamente—. O puede que sí. Me las


arreglo para salir adelante. La emisora es de gran ayuda para librarme de la
soledad, pero… hay otras cosas. ¿Vamos a tomar un trago?

La chica volvió a dejar el micrófono en su sitio y miró a Thorne de una


manera muy extraña. Dijo:

—Como quiera. Gracias por enseñarme su emisora.

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—No tiene importancia. Si alguna vez se encuentra ante un aparato de


radioaficionado, busque a W-8-Damian-Zorra-Víctor en la banda de diez
metros. Ése soy yo.

—De acuerdo. Si tengo la oportunidad, lo haré.

La muchacha se volvió y fue hacia la puerta.

En labios de Thorne murió el ligero comentario que había estado a


punto de hacer. Repentinamente, toda la soledad de su vida en las dunas
pareció caerle encima. Se encontraba allí, rodeado por los muertos árboles,
de los que había desaparecido para siempre el vivo verdor, y lo mismo le
ocurría a él.

—Este whisky sabe a yodo —dijo MacInnes, desde el porche.

Thorne salió del pequeño cuarto, del que cerró la puerta.

—Pues es el único alcohol que hay en la casa, como no quieras probar el


que utilizo para la conservación de mis especímenes —dijo, volviendo a
sentarse en su sillón—. Y por lo que respecta al sabor de eso…, debías estar
enterado. Fuiste tú el que trajo la botella hace una semana.

Jeanne tomó la cesta de pescador de Thorne y comenzó a colocar los


frascos en fila, sobre la mesa. Algas, escarabajos, y unas cuantas cositas
horribles que se retorcían cuando las movía. A la joven le dieron mucho
asco.

—¿Qué es esto? —preguntó curiosamente, indicando la botella con la


bolita ambarina que tenía entre las manos.

—Una cosa que encontré en mi charca este mediodía. No sé lo que es.


Tal vez cristal de roca, o una pieza de bisutería que se le cayó a alguien al
agua.

—A mí me parece muy lindo —dijo la muchacha, en tono admirativo—.


Ese pequeño rabito me recuerda algo… Ya sé, a las bolitas Príncipe Rupert.
Tienen un aspecto muy parecido al de ésta, sólo que son un poco mayores y
con una burbuja de aire en su interior. Cuando se les rompe el rabito, toda
la bola salta en pedazos. —La joven se encogió de hombros—. Creo que eso

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se debe a las tensiones internas, o algo así. Pero nunca había visto ninguna
que tuviera un color semejante. Casi parece hecha de cristal veneciano.

—Si le gusta, quédesela ofreció Thorne.

MacInnes se sirvió tres dedos más de whisky y añadió escrupulosamente


dos gotas de soda. En el centro de la mesa, la ambarina bolita brillaba con
suavidad bajo la luz del sol.

A Tommy Dittberner le gustaba pasear por la orilla del lago al atardecer


y observar cómo jugaban los sapos de arena. Había cientos de ellos, que
salían a comer tan pronto como caía la noche. Eran pequeñas criaturas de
color gris plata, con grandes ojos como gemas, y que nadaban en el agua o
permanecían inmóviles en su mano cuando él los atrapaba. Los había de
todos los tamaños, desde los que medían más de diez centímetros de largo
hasta los diminutos, que podían asentarse confortablemente en la uña de su
pulgar.

Tommy acudía a Port Grand cada mes de agosto y se hospedaba en un


centro veraniego cercano a la ciudad. El niño sabía que no le estaba
permitido alejarse mucho de la residencia; pero le daba la impresión de que
los sapos siempre eran más abundantes y mayores un poquitito más lejos.

Sólo iría hasta aquel saliente arenoso, eso era todo. Bueno, o quizá hasta
aquel trozo de madera que había un poquito más abajo. No estaba perdido,
como decía su madre que podía pasarle si se alejaba demasiado. Sabía
dónde se encontraba; casi al lado de la casa del hombre de los insectos.

Tommy era un muchacho raro. Vivía su propia vida y nunca hablaba


con nadie. Al menos, eso era lo que decían los otros chicos. Pero él no se
sentía muy firme en esa actitud. Una vez, la semana anterior, el hombre de
los insectos y una guapa señorita habían estado paseando por las dunas
cercanas al lugar donde se hospedaba Tommy, y este había visto cómo el
hombre besaba a su compañera. ¡Caramba, eso era algo que merecía ser
contado a los compañeros!

Había llegado ya al trozo de madera, y la oscuridad cada vez se hacía


mayor. Llevaba fuera desde las seis de la tarde, y si no regresaba pronto, su
madre le daría una tunda.

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Los sapos eran más grandes que nunca. El chiquillo tenía que ir con
mucho cuidado para no pisarlos. De pronto vio a uno de ellos que yacía
junto a la orilla. Estaba boca arriba y movía débilmente las patas. Tommy
se arrodilló para examinar más de cerca al animal.

«Está enfermo», decidió, tocándole con un dedo. El bicho dio un


pequeño respingo y en sus ojos se vio una expresión de miedo. Aún no
estaba muerto.

El muchacho lo tomó cuidadosamente con ambas manos, y remontando


la pequeña duna del litoral, se dirigió al pie de la gran colina donde vivía el
hombre de los insectos.

Thorne abrió la puerta y miró con asombro al niño. El científico no


sabía si reír o no. El esfuerzo de subir los ciento treinta y tres escalones
había cubierto de sudor la cara del chico, trazando en ella franjas más claras
que el resto de la piel. La camisa se le había salido por encima del cinturón
de sus pantalones tejanos. El muchacho le tendía con ambas manos un sapo
inmóvil.

—He encontrado este sapo ahí abajo —explicó el niño, sin aliento—.
Me parece que está enfermo.

Sin decir palabra, Thorne abrió la puerta e hizo pasar a Tommy. Ambos
entraron en la habitación de trabajo.

—¿Puede usted curarle, señor? —preguntó el muchacho.

—Primero tendré que ver lo que le pasa. Ve a la cocina a lavarte la cara


y coge una Coca-Cola de la nevera mientras yo echo un vistazo al paciente.

Thorne depositó al animal sobre la mesa para someterlo a examen. El


abdomen estaba pálido e hinchado. Mientras le observaba, el débil latido de
su garganta comenzó a espaciarse y al fin se detuvo por completo. El animal
no volvió a moverse.

—Ha muerto, ¿verdad? —preguntó una voz, a espaldas de Thorne.

—Me temo que sí, muchacho. Cuando lo encontraste, debía de estar


agonizando.

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El chico asintió gravemente. Miró en silencio al bicho durante unos


segundos y luego inquirió:

—¿De qué ha muerto, señor?

—Te lo podré decir si le hago una disección. Sabes lo que es eso,


¿verdad?

Tommy asintió con la cabeza. El científico siguió:

—Algunas veces, mirando en el interior de un animal, se puede


averiguar qué es lo que ha provocado su muerte. ¿Te gustaría ver cómo lo
hago?

—Supongo que sí.

El escalpelo y la aguja de disecar brillaron bajo la luz de la lámpara de


sobremesa. Thorne trabajaba rápidamente, mirando de vez en cuando al
muchacho con el rabillo del ojo. Los instrumentos se movían en el interior
de la roja incisión, cortando los órganos extrañamente oscuros y retorcidos.

Thorne miró con fijeza al sapo. Luego se enderezó y sonrió


amistosamente.

—La muerte fue debida al cese de actividad cardíaca, amiguito. Creo


que será mejor que ahora te vayas a casa. Está oscureciendo y tu madre se
sentirá preocupada por ti. No querrás que piense que te ha ocurrido algo,
¿verdad? Al menos, no creo que sea así. Un muchachote como tú no debe
causar preocupaciones a su madre.

—¿Qué es eso de «cardíaca»? —preguntó el niño, mirando hacia el sapo


muerto, mientras Thorne le conducía afuera.

—Significa «referente al corazón» —dijo Thorne—. ¿Sabes lo que vamos


a hacer? Voy a llevarte a casa en mi jeep. ¿Te gusta?

—Supongo que sí.

La puerta de tela metálica se cerró a sus espaldas. Thorne se dijo a sí


mismo que el chico olvidaría muy pronto al sapo. De todas maneras,
Tommy no había visto lo que había en el interior del animal.

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Más tarde, en la cabaña, bajo la luz de la lámpara de sobremesa, Thorne


metió en alcohol el cuerpo del sapo. Junto a él, sobre la mesa, brillaban las
dos pequeñas bolitas ambarinas con diminutos rabos que había sacado de
las rotas y cauterizadas fibras del estómago del bicho.

El reloj de barco que había en uno de los paneles de la emisora de


radioaficionado de Thorne marcaba las cinco y cuarto. A través del altavoz,
su comunicante le dijo:

—Ahora tengo que acabar la conversación. Mi mujer me está diciendo


que antes de cenar eche un vistazo a las ventanas. Éste es W8GB hablando
con W8DZV. W8GB cambia y corta. Buenas noches, Thorne.

—Buenas noches, Mac. W8DZV cambia y corta. —Tras decir esto,


Thorne desconectó su emisora.

Encendió un cigarrillo y permaneció junto a la ventana, mirando al


exterior. Sobre el lago, en el cielo azul, se veía una enorme nube blanca,
presagio de tormenta; era como una gigantesca ola marmórea de espuma,
tétrica y amenazadora. El creciente viento silbaba al pasar por entre las
ramas de los árboles de la duna, y a través del cristal, Thorne podía oír el
amortiguado rumor de las olas.

Después de la cena, se dedicó a vagar por la casa, sin saber qué hacer,
esperando que algo ocurriera. Pasó a máquina las notas del día, aseó el
cuarto de trabajo, trató de leer una revista y luego pensó en Jeanne. Era una
chica estupenda, pero él no la amaba. Y ella se daba cuenta.

Parecía como si las dunas fueran a cerrarse de nuevo sobre él. No es que
se encontrara entre los árboles muertos, sino que él era uno de ellos,
enraizado en la arena y con el corazón desprovisto de toda savia.

¡Bah! ¡Qué diablos! La revista cruzó volando la habitación y fue a caer


tras el sofá, con un revoloteo de hojas blancas.

Entró furioso en el cuarto de trabajo, dio un topetazo a las estanterías y


dejó a los especímenes meciéndose tristemente en el alcohol de los frascos.
En la segunda botella por el final, a la derecha, había un sapo. En la tercera,
dos pequeñas bolitas ambarinas con pequeños rabos, cuya etiqueta decía
sólo:

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«Explícame esto. 5-8-57».

Aquello excitó su interés. Era algo muy extraño que casi había olvidado.
Según parecía, las bolitas fueron la causa de la muerte del sapo. Era
evidente que afectaron al estómago y los tejidos de alrededor, aun antes de
pasar al sistema digestivo. Un trabajo rápido. Thorne tomó la segunda
botella y la movió suavemente. El pequeño y pálido cuerpo que había en el
interior fue girando hasta que la incisión quedó visible, mostrando todos los
retorcidos órganos. A Willy Seppel le hubiera gustado ver aquello. ¡Qué
lástima que se encontrase en Ann Arbor, en el otro extremo del Estado!

Thorne jugueteó perezosamente con la idea de mandar el par de bolitas


a su viejo amigo. Aquellas dos cosas tenían un aspecto poco normal. Podía
dejar la etiqueta, escribir una nota enigmática y ajustar las cuentas a Seppel
por haber puesto aquellos pececillos en su recipiente colector de larvas
durante la última excursión que hicieron juntos.

Si se daba prisa, podría enviar las bolitas aquella misma noche. Dentro
de cuarenta y cinco minutos salía un tren de Port Grand. Aún faltaba
bastante para que estallase la tormenta. El científico no creía que eso
ocurriese antes de que cayera la noche. Además, la actividad le sentaría
bien.

Encontró una cajita pequeña y la preparó para enviarla por correo.


¿Dónde estarían los sellos? ¡Ah, y la carta a Seppel! Introdujo una hoja de
papel en la máquina de escribir y tecleó rápidamente. Cordel, ¿dónde
estaría? ¡Ah, sí! En el estante de las revistas. Ahora habría que ponerse un
impermeable y asegurarse de que las puertas y ventanas quedaban cerradas.

Su jeep se encontraba en un pequeño cobertizo, al pie de la duna,


protegido por una densa aglomeración de álamos y cedros. Dado que en el
cobertizo no había puerta, Thorne sólo tuvo que poner la marcha atrás,
salir, dar la vuelta y dirigirse, por el improvisado camino de piedra, hasta la
dura y húmeda arena de la playa. Yendo por la orilla unos ocho kilómetros
se llegaba a un maltratado, aunque aún utilizable, camino de carretas que
llevaba hasta la carretera.

Cuando el doctor Thorne y su jeep desaparecieron tras una alta duna, las
nubes se acumulaban espesamente por el Oeste.

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El señor Gimpy Zandbergen, un ocioso caballero que tiempo atrás


recorriera los amplios mares y que ahora hacia lo mismo por la abierta
carretera, se dirigía a su hogar. Durante una larga y agitada vida, los
vagabundeos del señor Zandbergen le habían llevado muy lejos de sus lagos
natales para hacerle navegar en aguas más agitadas; pero ahora sus días de
aceitador habían acabado y en su corazón se produjo el nostálgico deseo de
ver una vez más los barcos fruteros que salían de Port Grand. Dado que no
tenía ni el dinero para pagarse el viaje a casa en autobús, ni el deseo de
trabajar para obtenerlo, decidió efectuar su viaje en vagones de mercancías
y en los camiones cuyos chóferes se sintieran amistosamente dispuestos
hacia él.

El último de estos trayectos le había llevado hasta un punto de la


carretera de la costa que se encontraba unos cuantos kilómetros al sur de su
meta. El hecho de que el viaje hubiera acabado en aquel lugar se debió a
una discusión sobre los valores intrínsecos de los «Tigres» de Detroit. El
resultado de esa conversación fue que el señor Zandbergen fue invitado a
seguir su viaje a pie. Pero él era un alma sencilla, así que se limitó a
encogerse de hombros, fortificarse con un trago de la botella que llevaba en
su bolsillo y comenzar a caminar.

Sin embargo, el tiempo era tan caluroso como sólo puede serlo en
Michigan, en agosto. El sol calcinaba el asfalto y se reflejaba en las arenosas
colinas de ambos lados del camino. El hombre se detuvo, extrajo de su
bolsillo un pañuelo de hierbas y secó la reluciente calva que había bajo su
sombrero. Pensó, con deseo anhelante, en el fresco camino que discurría
entre las dunas, y que él estaba seguro de encontrar al otro lado del bosque,
yendo hacia el lago.

Había pasado mucho tiempo, pero tenía la seguridad de recordarlo. La


vereda le llevaría a Port Grand y a los barcos fruteros, y en ella la
temperatura sería agradablemente fresca.

Cuando llegó la tormenta, la opinión del señor Zandbergen era muy


distinta. El espeso ramaje le había impedido ver el amontonamiento de
nubes. Cuando el cielo se oscureció, el hombre supuso que se trataría de un
simple chubasco de verano y confió en que se despejase rápidamente.

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Le fastidió el hecho de que las grandes gotas siguieran cayendo con


fuerza por entre las ramas de los árboles, y este fastidio aumentó cuando el
sendero le condujo por entre arbustos perennes que le protegían mucho
menos de la lluvia. La vereda concluyó en una desnuda colina y el señor
Zandbergen lanzó unos cuantos reniegos.

Un relámpago rasgó las tinieblas, y el vagabundo echó a correr. Ahora


se daba cuenta de que había equivocado el camino. No obstante, reconocía
aquella parte del litoral. Recordaba de forma vaga que por allí, junto a un
viejo camino de carros, había una cabaña de madera. Si lograba llegar a
ella, después de todo no se mojaría tanto.

Ahora podía verse ya el lago. El furioso viento formaba agitadas olas en


las otras veces placidas aguas del lago Michigan. El señor Zandbergen
temblaba bajo la furiosa lluvia. Bajó, aturdidamente, por la vertiente de una
duna. Apenas podía ver, y los enormes truenos le ensordecían. ¿Dónde
estaría el camino que conducía a la cabaña?

Cuando llegó a la cima de la siguiente duna, un enorme relámpago


encendió el cielo. ¡Allí estaba! ¡El camino se encontraba allá abajo! Y los
árboles, y también la cabaña.

Cruzó diagonalmente la duna a gigantescos pasos, esquivando las ramas


y los arbustos agitados por la tormenta. El viento ululaba, desgajando
ferozmente los árboles. Una de las ramas azotó de forma brutal al hombre,
que cayó al suelo, y con un grito de agonía, comenzó a rodar por la arenosa
vertiente. Al fin se detuvo en un seto de juníperos y quedó allí, inmóvil,
sollozando y maldiciendo débilmente, mientras la lluvia y el viento
percutían sobre él.

Las ramas arrancadas de los árboles le golpearon, implacablemente, al


tratar de enderezarse. Desistía una vez y volvía a intentarlo. A unos cien
metros de allí en la oscura playa, las olas se levantaban furiosas hacia el
cielo.

Entonces se produjo un nuevo rumor y en el lago apareció una luz. Se


alzó y cayó sobre las olas. A los pocos momentos, el caído y horrorizado
hombrecillo de la orilla pudo ver de que se trataba. Un enorme trueno
cubrió su grito de pánico.

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Gritando cosas sin sentido, el vagabundo se puso en pie penosamente y,


arañándose con los arbustos, fue a caer en el camino. ¡La cosa le había
visto! ¡Estaba seguro de ello! Se arrastró de rodillas por la arena durante un
corto trecho, y luego se desplomó por última vez.

El viento volvió a ulular entre las ramas de los árboles; pero la furia de la
tormenta había pasado ya. La lluvia caía ahora quietamente sobre las
empapadas dunas y goteaba de las ramas de los álamos sobre el inmóvil
cuerpo del señor Zandbergen, quien jamás volvería a ver partir los barcos
fruteros.

El sheriff era un hombre parlanchín. Explicó a Thorne:

—Mire, he vivido cuarenta años junto al lago y nunca, nunca había visto
una tormenta como la de hoy. ¡No, señor! —Se volvió hacia su ayudante,
que permanecía junto a él—. ¡Menudo tifón, eh, Sam! No creo que lo
olvidemos.

El doctor Thorne no podría olvidarlo en absoluto. Aún oía en su cerebro


el clamor con que el trueno se había perdido entre las dunas, y veía la lluvia
tomar cuerpo en el ámbito luminoso formado por los faros de su coche. De
regreso a casa, había conducido lentamente por la deslizante arena húmeda;
pero, incluso así, el cuerpo casi le pasó inadvertido. Recordaba que al
principio creyó que se trataba de una rama caída. Luego bajó del coche y
permaneció bajo la lluvia, junto al cadáver, durante unos momentos, hasta
que se quitó el impermeable, cubrió con él el cuerpo y regresó a la ciudad.

Ahora la lluvia había cesado al fin, y la oficina del médico de Port


Grand, que era también forense del condado, estaba limpia, en penumbra, y
con un sofocante olor a productos farmacéuticos y a impermeables
húmedos. Sobre estos olores habituales flotaba el hedor de la carne
quemada.

Las tijeras del médico emitieron un chasquido al cortar la carbonizada


ropa. Thorne encendió un cigarrillo y aspiró una bocanada, pero el otro
olor, agudo y nauseabundo, siguió martirizando su olfato.

—Según su tarjeta internacional de marino, este hombre era George


Zandbergen, de Port Grand —dijo el sheriff a Sam, quien transcribió

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cuidadosamente a su cuaderno de notas la información. Luego, volviéndose


hacia Thorne, el hombre preguntó—: ¿Le conocía usted, señor?

El científico meneó la cabeza.

—Yo le recuerdo, Peter —dijo el médico, determinando, de forma


experimental, la rigidez de los dedos muertos que tenía ante él—. En 1946
le operé de apendicitis. Después, abandonó la ciudad. Creo que era
aceitador del Josephine Temple, de la flota frutera. En algún sitio debo de
tener su ficha.

—Anota eso, Sam —pidió el sheriff. Luego se volvió hacia Thorne, que
permanecía, inseguro, al pie de la mesa donde se encontraba el cuerpo—.
Tenemos que tomarle declaración. Espero que eso no nos lleve mucho rato.
Comience por el principio, por favor.

Conteniendo su nerviosismo y malestar, Thorne contó que había vuelto


de la ciudad a eso de las nueve, y en medio de un camino lateral, encontró
el cuerpo de un hombre. Thorne recordaba que le había extrañado el estado
del muerto, ya que, aunque había llovido mucho, algunas partes del cadáver
aparecían totalmente carbonizadas. El científico también había encontrado
un objeto, mas no pudiendo establecer ninguna conexión entre aquella cosa
y el suceso, se reservó, prudentemente, su descubrimiento. Se dijo que al
sheriff no le interesaría, pero, pese a todo, deseaba que el bulto del objeto no
se notara demasiado en su bolsillo.

El comisario Sam trazó el último signo taquigráfico que marcaba un


punto seguido en su trascripción y miró nerviosamente a su alrededor. Su
jefe miró, aprobador, hacia las notas —aunque no las comprendía en
absoluto—, y dijo:

—¿Qué opina del cuerpo, doctor?

—Quemaduras de tercer grado en el cincuenta por ciento de la piel,


calcinada hasta el hueso en algunas partes de la cara y alrededor del
omóplato derecho.

»¿Cuál dijo que era la posición del cadáver cuando usted lo encontró,
señor Thorne?

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—Yacía en el suelo, sobre el lado derecho, en una posición bastante


antinatural.

El médico bostezó, revolvió en un armario y extrajo una sábana con la


que cubrió el carbonizado cuerpo.

Luego dijo:

—Con todas estas quemaduras, el veredicto es bastante obvio, Peter:


muerte accidental. El pobre diablo fue fulminado por un rayo. La muerte
debió de producirse a eso de las veinte horas. —Remetió la sábana
cuidadosamente alrededor de la cabeza del cadáver y continuó—: Los rayos
son una cosa muy rara. Pueden hacer volar la suela de los zapatos de un
hombre sin afectarle a él para nada, o generar el suficiente calor para fundir
metal. Nunca se sabe qué broma van a gastar. Fíjate en este tipo: la mitad
de él está totalmente carbonizada, y el resto totalmente incólume. En fin,
cosas raras…

Tomó el teléfono y mantuvo una breve conversación con la empresa


local de pompas fúnebres. Cuando hubo completado las disposiciones para
el enterramiento del infortunado señor Zandbergen, el médico colgó el
auricular y fue hacia la puerta. Thorne advirtió que, bajo los chanclos, el
hombre llevaba unas zapatillas de estar por casa.

—Mañana puedes completar tu informe, Peter —siguió el médico—. A


mi esposa le sentó muy mal que esta noche saliera así. Ya sabes cómo son
las mujeres. Buenas noches, señor Thorne. Creo que en ese armario hay un
viejo impermeable… Tómelo, supongo que estará deseando mandar el suyo
a la tintorería.

El sheriff soltó una cordial risotada. Luego, dijo:

—Por hoy ya no le entretendremos mucho, señor Thorne… Dígame


sólo cómo me puedo poner en contacto con usted.

—Mediante Kirk MacInnes, de River Road —explicó el científico—.


Estará encantado de comunicarle conmigo a través de su emisora de
radioaficionado.

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Thorne salió por la puerta a la tranquila noche. El sheriff le siguió de


cerca.

—Así que es usted radioaficionado, ¿eh? —dijo, amistosamente—. ¡Qué


casualidad! En los buenos tiempos yo también tenía una emisora.

El representante de la Ley seguía emitiendo sus amables ruidos. ¿No era


aquello una casualidad? Ellos dos eran almas gemelas. Había sido una mala
suerte que tuviera que ser precisamente Thorne quien encontrara el cuerpo.
Pero no pasaba nada, hombre. Aquello no tenía ninguna importancia… El
científico se preguntaba por qué aquel hombre no paraba de hablar. En su
bolsillo, el peso del objeto parecía aumentar cada vez más.

—¿Sabe? Un día de éstos me dejaré caer por su casa para echarle un


vistazo a su aparato. Si a usted no le importa, claro. Apuesto a que en esas
solitarias dunas echa de menos un poco de compañía. ¡A que sí!

¿Por qué había de importarle? Estaría encantado, hombre… Podía ir


siempre que quisiera.

Lo que llevaba en el bolsillo parecía estar a punto de desgarrar el tejido.


Entonces caería al suelo. Y tenía adheridos trozos de tela quemada. ¿Por
qué no se iban aquellos hombres? Era imposible que sospechasen que él no
había…

Sí, sí; emitía en la banda de diez metros. Podía escucharle… ¡Ah! ¿Así
que el sheriff había logrado c. w. sobre 180? Aquello era estupendo.

Caminaron hacia los coches bajo los viejos y grandes olmos que había a
ambos lados de la calle. En el punto en el que ésta acababa sobre el río se
veían unas cuantas estrellas, y observaron unas luces que se movían hacia el
canal de gran calado que conectaba el río con el lago.

—Buenas noches, sheriff —dijo Thorne—. Adiós, señor Stern. Espero


que la próxima vez nos encontremos bajo circunstancias más agradables.

—Buenas noches, señor Thorne —se despidió Sam, que estaba más que
aburrido de una conversación que no podía comprender y deseaba volver a
su casa, con su esposa y su bebé.

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Los policías se acomodaron en su coche y se fueron. Thorne permaneció


tranquilamente sentado tras el volante de su jeep hasta estar seguro de que
los otros se habían ido. Luego, cautelosamente, sacó el objeto de su bolsillo
y retiró el pañuelo que lo envolvía.

El objeto era del tamaño de un puño cerrado y de forma irregular. Lo


había encontrado bajo las carbonizadas cenizas de lo que había sido un
hombro humano. En el interior del objeto brillaba una viva luz amarilla.
Tenía el mismo aspecto que las tres bolitas pequeñas que había visto con
anterioridad; pero ahora se daba cuenta de que lo que él había tomado por
vetas doradas era, en realidad, una fina trama de hebras metálicas que
formaban una red que, en apariencia, se encontraba a pocos centímetros de
la superficie del objeto.

¡El maldito objeto! Era indudable que en él había algo muy extraño.

A su alrededor, en la calle, las luces de las tranquilas casas iban


apagándose, una a una. Eran las once de la noche. En el suelo, bajo los
faroles, aún brillaban unos cuantos charcos, y en el río se oyó el motor de
una lancha que, tras unos momentos, quedó silencioso.

Thorne miró rápidamente a su alrededor; luego salió del jeep y dejó,


sobre el bordillo, el objeto. Las húmedas hojas que había en la calzada
adquirieron un leve reflejo amarillo.

Resultaba curioso que una simple diferencia de tamaño pudiera cambiar


tan radicalmente sus sentimientos hacia el objeto. Las bolas más pequeñas
habían sido más bien bonitas, con su aspecto semejante al de gotas; pero la
grande, aunque estaba hecha del mismo bello material, no tenía nada de
hermosa. La cavidad irregular que aparecía en uno de sus lados, adaptada a
la forma de un omóplato humano, le daba un aspecto siniestro; la sangre
seca y las cenizas la convertían en algo monstruoso.

De la caja de las herramientas extrajo una llave inglesa y con ella golpeó
levemente el reluciente objeto. No cabía duda de que era más fuerte de lo
que su aspecto indicaba. Al no poder romper la bola con golpes algo más
violentos, Thorne levantó la herramienta y la descargó con toda su fuerza.
La llave inglesa rebotó, resbaló por la superficie del objeto e hizo saltar
fragmentos de la piedra del bordillo. Sin embargo, la cosa continuó intacta.

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Thorne se inclinó y, tomando el objeto, lo palpó incrédulamente. De


pronto, con un grito de agonía, dejó caer la llave inglesa. ¡Abrasaba! La
herramienta cayó al suelo y quedó allí, emitiendo un penetrante siseo entre
las gotas de agua que aún perlaban la hierba. Thorne encajó las mandíbulas
para no gritar. La mano le dolía terriblemente.

Sin embargo, el objeto que había sobre el bordillo no estaba caliente. De


la llave inglesa caída sobre la hierba brotaba vapor, mientras el pequeño
charquito sobre el que estaba la bola permanecía fresco. Thorne estuvo a
punto de recordar algo, pero el dolor de la mano reclamó toda su atención y
volvió a olvidar la cosa.

Entre las hojas y la basura, el objeto, que no había sido afectado por los
golpes del científico, pareció adquirir un mayor brillo dorado. Permaneció
así unos instantes, y luego, con un leve y deliberado movimiento, se libró de
las feas cavidades que había en su superficie, volviendo a quedar liso y
suave y con la misma forma de gota que sus predecesores.

«200.000 vatios como máximo. ¿Tienes más chismes como ése en casa?
Llegaré el jueves a mediodía. Abrazos. Seppel».

—Te crees muy vivo, ¿verdad? —preguntó Thorne.

—Mucho —presumió Willy Seppel, sonriendo afectadamente tras su


cerveza. Dejó el vaso sobre la mesa y su sonrisa se abrió aún más,
convirtiéndose en una muñeca—. Lo bastante vivo para creer que las bolas
que me mandaste formaban parte de una bromita. Como tú y yo siempre
estamos igual… Pensé tirarlas. Lo que las salvó fue la intervención de
Archie Deck. Creyó que podían ser «bolas Príncipe Rupert», e intentó
romper sus rabitos con una lima.

—¡Ajá! —exclamó el doctor Thorne.

Seppel le miró con sus brillantes, inocentes y azules ojos. Era un hombre
alto y bien vestido, de faz sonrosada, nariz aguileña y pelo rubio.

—No tienes por qué mirarme así —dijo Thorne—. Por mí mismo he
podido averiguar unas cuantas cosas más respecto a esas bolas.

—Cuéntame —pidió Seppel, complaciente.

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—Generan calor. Probablemente me entere de ello de la misma forma


que Archie Deck. —Hizo un ademán con su vendada mano—. Sólo que yo
lo averigüé de la forma más desagradable.

Thorne recogió en una bandeja los vasos vacíos y las botellas de cerveza
y desapareció con todo ello en la cocina. Desde allí continuó:

—Las dos que te mande las había encontrado en el interior del estómago
de un sapo. Mira en la habitación de trabajo. Segunda botella, por la
derecha, del estante grande.

Secándose la mano sana en los pantalones, Thorne volvió junto a


Seppel, que permanecía inmóvil, mirando pensativamente la botella en que
estaba el sapo.

—Se comió las bolitas —explicó Thorne escuetamente, indicando al


bicho.

—Hum…, sí —murmuró Seppel—. Es posible que los jugos digestivos


produjeran…

—Sigue, Willy. ¿Qué son esas cosas?

—Al decir que generaban calor estabas casi en lo cierto. He traído una
de ellas para demostrártelo.

Seppel salió de la habitación y volvió al cabo de unos momentos con


una gran cartera de cuero.

—El aparato está en un par de piezas —se disculpó Willy—. Tendrás


que esperar a que lo monte. ¿Posees un reductor de voltaje?

Thorne asintió y fue a buscado a la estantería.

—Esta bolita que tenemos aquí puede parecer una canica; pero posee
ciertas propiedades muy singulares. —Seppel extrajo el pequeño objeto de
una caja que había sido cuidadosamente cerrada y enguatada, y la colocó en
el centro de la mesa, sobre una especie de nido de materia gris y lanosa.
Luego el hombre continuó—: Estos objetos emiten rayos infrarrojos de una
intensidad de unos doscientos mil angstroms. Pero su energía es mucho
menor de lo que esa cifra podría hacerte esperar. Este pequeño artilugio lo

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montamos Deck y yo para medir toscamente la potencia de esos objetos. Se


trata, en esencia, de una pareja TCI30X conectada con una pistola de
resorte. Se pone la bolita ahí, se regula la tensión del resorte y, al disparar la
pistola, sale despedida esta varita, que da al objeto un golpe adecuado. —
Los dedos de Willy, de uñas impecablemente manicuradas, trabajaban
diestramente—. Esto no nos proporciona una medida totalmente exacta,
desde luego, pero al menos te ayudará a comprender lo que quiero decir…
¿Dónde hay un enchufe?

—Detrás de la pecera. Ten cuidado de no desconectar el aireador.

—La pantalla de ese extremo te mostrará la cantidad de energía


liberada.

Al ser disparado el resorte, la verde línea horizontal que había en la


pequeña pantalla gris onduló violentamente y luego acusó una serie de
impulsos oscilatorios.

—¿No es absurdo? —comentó el doctor Thorne—. Dispara otra vez,


pero reduce la tensión del resorte.

De producirse alguna diferencia, ésta consistió en que los impulsos


fueron aún mayores.

—La violencia del golpe y la energía desencadenada no son


proporcionales —dijo Seppel—. Algunas veces, el más ligero roce produce
unos efectos enormes. Pero en Ann Arbor, a los siete días de estar
experimentando para averiguar de qué se trataba, el objeto mostró una
marcada tendencia a permanecer indolente. Y al cabo de poco tiempo más,
dejó de mostrarse activo.

—En realidad, la energía liberada es muy pequeña, ¿no? —preguntó


Thorne.

—Desde luego; pero aun así, resulta sorprendente para un objeto de su


tamaño. —Quitó la bolita del aparato y la devolvió a su pequeña caja—.
Creemos que el brillo que hay en el interior tiene algo que ver con todo eso
y esas vetas doradas (supongo que sabes que son de oro), también
intervienen. El viejo Camestres, el famoso científico, se encontraba de visita

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en la Universidad y dijo que ese brillo es algo que volverá tarumbas a los
físicos.

—¡Acaba de una vez, por favor! —apremió Thorne.

—Espera un poquito —pidió Seppel—. Aunque no hemos hecho aún los


análisis, esperamos grandes cosas. —Y añadió—: No se trata de
radiactividad, si es que pensabas en eso.

Thorne se dijo que Willy se sentía orgulloso de todo aquello. En


realidad, era un descubrimiento de su amigo, no de él mismo. Seppel
encontraba retos y estimulaciones en los lugares más extraños, y el asunto
de las bolitas doradas había batido todos los récords.

Pero Thorne estaba recordando una bola mayor, del tamaño de un puño
de hombre, y el carbonizado cadáver de un ser humano.

—Encontré otro espécimen —dijo, volviéndose hacia un cajón de la


mesa de trabajo—. Uno mayor aclaró, mostrando la bola del señor
Zandbergen.

—¡Esto es maravilloso! —gritó Seppel—. Es casi del tamaño de una


toronja. Ahora podremos…

Thorne le interrumpió cortésmente:

—Respecto a este objeto, deseo decirte algo. Luego te lo entregaré. Al


encontrarla, esta bola tenía una forma irregular. Parecía un terrón de barro
seco. Francamente fea. Ahora está tersa y pulida, lo mismo que las otras. Y
el cambio se produjo ante mis ojos. Pareció disolverse para luego volver a
solidificarse en forma de gota. Y aún hay algo más.

Narró a Seppel su intento de romper el objeto y se refirió al brusco


calentamiento de la llave inglesa. Su amigo decidió:

—Sí, es posible. Es muy probable que un espécimen mayor, como éste,


pueda calentar perceptiblemente un objeto metálico cercano a él. Los rayos
infrarrojos no producen calor por sí mismos; pero cuando penetran en un
objeto, su amplitud de onda aumenta y la energía desencadenada calienta el
material. En el caso de la llave inglesa, la conductibilidad del metal era

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mayor que la de tu mano. Por eso notaste que el hierro estaba caliente antes
de que tu misma piel resultase afectada.

—No es que la llave estuviese caliente, Willy. Estaba ardiendo. Y se


puso así en cuestión de segundos.

Seppel meneó la cabeza.

—No sé que decir. Es la cosa más divertida con que me he encontrado.

—No creo que el hombre muerto que se hallaba junto a esta bola
opinase que se trataba de algo divertido.

—No pensarás que esta casita le mató, ¿verdad? La mitad del cuerpo del
hombre estaba reducida a cenizas. No hay rayos infrarrojos que produzcan
unos efectos como ésos.

—No he dicho que piense que esta bola le mató —dijo Thorne, con una
segunda intención que Seppel decidió ignorar—. Sólo digo que el cuerpo se
encontraba directamente encima de ella.

—Es demasiado absurdo para que lo crea —comentó Seppel. Luego se


puso en pie, se desperezó a placer y dirigió una mirada a su reloj—. De
todas maneras, es hora de irse a dormir. Mañana trataremos del asunto,
¿eh?

Thorne no pudo por menos de sonreír. ¡El bueno de Willy! Ningún


pequeño monstruo brillante le iba a dejar sin sueño.

—Devuelve la toronja a su cajón —dijo Seppel—. Luego nos tomamos


un trago y nos vamos a la cama.

—¿Y no crees que la toronja, como tú la llamas, estaría mejor en un


cubo con hielo? —preguntó Thorne, sonriente.

—En caso de que decidiese largarse, lo más probable es que fundiera


antes el cubo que el hielo. Y además —añadió, satisfecho—, esas bolas
nunca emiten radiaciones, a no ser que sean molestadas.

En el suelo había grandes cantidades de arena a su alrededor. Thorne se


encontraba en ella, enterrado hasta el cuello. En las alturas brillaba un sol

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dorado y transparente, y un viento que parecía no refrescar en absoluto su


enfebrecida piel le arrojaba a la cara granos de amarilla arena.

A veces aparecía el rostro familiar de una mujer. Él gritaba su nombre y


ella se esfumaba. Después olvidó aquello, ya que de la arena comenzaron a
saltar pequeñas cosas sin forma que, en cuanto salían a la luz del sol,
quedaban reducidas a cenizas…

Por quinta vez en aquella noche —o al menos así se lo parecía—, el


doctor Thorne se despertó. Sus ojos, abiertos de par en par, escudriñaron las
tinieblas. Se maldijo a sí mismo y volvió la almohada, que el sudor había
humedecido, y le dio unos golpes para mullirla. Junto a él reposaba Seppel,
roncando suavemente.

En algún lugar de la cabaña crujió una tabla. Thorne notó que el miedo
regresaba a él. Tornó a ver el negro bulto yaciente bajo la luz de los faros de
su coche, y notó de nuevo el lacerante dolor en la mano, que, despacio, iba
sanando. Resultaba extraño, pero no recordaba en absoluto su sueño.

Sólo el miedo.

Pero, ¿por qué tenía que estar asustado?, allí no había nada que pudiera
causarle temor. Nada en absoluto.

El cuerpo yaciente en mitad del camino. Un rayo. Pero la bola pequeña le había
quemado a él. ¿Y qué? La bola pequeña era de un tamaño demasiado reducido para
producir serias quemaduras a un hombre. Lo sé. Pero el vagabundo estaba
carbonizado. ¡Por un rayo, maldito estúpido! ¡Estaba carbonizado! Cállate ya.
Una bola de ésas le abrasó. ¡Cállate! ¡Cállate! Esta noche, por ahí fuera, ronda otra
de esas bolas.

No. En el exterior no había nada en absoluto.

Nada más que las dunas y el lago. Nada más.

Las rachas de viento silbaban por entre las ramas de los pinos y los
granos de arena arrancados de la playa golpeaban suavemente en el cristal
de las ventanas. Las olas del lago Michigan producían su habitual
murmullo…, pero en el exterior no había nada más.

Finalmente pudo dormirse.


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Cuando volvió a abrir los ojos estaba ya casi amaneciendo, pero esta
vez, al bajar los pies desnudos hasta el suelo, Thorne se encontraba en
guardia y alerta. Su mano se cerró sobre una linterna que había en la
cómoda. Luego se movió silenciosamente para no despertar al durmiente
que se hallaba junto a él.

Atravesó de puntillas la habitación de trabajo y la sala de estar. En el


porche había algo. Ásperamente preguntó:

—¿Quién hay ahí?

Un olor a madera quemada hirió su olfato. Conteniendo el aliento,


lanzó una exclamación y alumbró con la linterna hacia el umbral de la
puerta exterior. Allí se veía un oscuro agujero redondo, de cuyos bordes
salía humo y un resplandor verde.

Volvió corriendo a la habitación de trabajo y abrió el cajón en que


guardaba la bola del tamaño de una toronja. El cajón estaba vacío y en su
fondo se abría un agujero. La dura madera seguía ardiendo lentamente.

Sacó el cajón, lo llevó a la pila de la cocina y abrió el agua. Luego llenó


un cubo y se dirigió a la puerta, a apagar el fuego iniciado en el lugar.

«¡Nunca emiten radiaciones, a no ser que sean molestadas!». ¡Qué


ridículo! No sólo había emitido radiaciones sino que, además, las había
enfocado de alguna forma. El doctor Thorne no era físico, pero comenzó a
preguntarse si el medidor lo habría dicho todo respecto a la pequeña bolita
brillante.

Abrió la puerta y se metió en la negra noche. En la arena, al pie de la


escalera, había un pequeño, casi imperceptible rastro. Thorne lo siguió por
la ladera de la colina, lo perdió momentáneamente entre unos matorrales y
volvió a encontrarlo en la tranquila extensión del arenal.

Continuó andando por el silencioso valle. La amarilla luz de su linterna


le ayudaba a seguir el débil rastro. Cuando llegó al centro del arenal, se
detuvo bajo las largas sombras de los delgados árboles.

En la arena se veía otro rastro, que se unía y se fundía con el pequeño.


El nuevo rastro medía un metro de ancho.

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Como en sueños siguió la pista hasta la cima de la primera pequeña


duna del litoral y permaneció allí, entre la hierba y los arbustos. La luna, en
creciente, se encontraba cerca de nivel de las aguas y tenía un tono
anaranjado. Thorne observó que el rastro descendía por el pequeño talud y
desaparecía entre las olas, que se arremolinaban en una nueva depresión de
la arena.

El viento agitaba la chaqueta del pijama del científico. El hombre


permanecía allí, dándose cuenta de que estaba asustado de aquel rastro en la
arena, y comprendiendo que el vagabundo no había muerto a causa de un
rayo.

Hasta que cerró tras él la puerta de la cabaña, Thorne no advirtió que


había hecho corriendo todo el camino de regreso.

En la región de las dunas, el viernes es un día tranquilo, pero a pesar de


todo, la policía recibió tres quejas menores. Un granjero denunció que
alguien no sólo le había robado, para comérselas, tres de sus mejores
gallinas ponedoras, sino que, además, había quemado los huesos y las
plumas de los animales, dejándolo todo en el gallinero. La Comisión de
Carreteras del Condado de Ottawa deseaba saber quién se entretenía en
hacer hogueras en mitad de sus caminos de asfalto, manchándolo todo con
alquitrán. Por último, una vieja señorita se quejó de que los artistas de la
colonia veraniega local debían de estar volviendo a celebrar «salvajes
orgías», a juzgar por las luces que había visto por los alrededores a eso de
las tres de la madrugada.

El doctor Thorne se inclinó sobre los rastros visibles en la arena. Para él,
parecía indudable que la gran bola había esperado a la que mató al señor
Zandbergen.

—Apártate de ahí —pidió Seppel, dispuesto a disparar su «Graflex».


Luego siguió—: Con el viento que sopla por aquí, estos rastros no durarán
mucho.

Seppel rodeó el punto de conjunción, dejó al lado su pluma estilográfica,


como referencia de tamaño, y volvió a disparar su «Graflex».

—También necesitaremos la puerta comentó, dejando la cámara a un


lado para tomar unas notas en su cuaderno.
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Thorne inició una protesta.

—Está bien, sólo la parte en que está el agujero —concedió Seppel—.


¿Averiguaste de dónde venía el rastro más ancho?

—Lo seguí hasta los bosques, pero allí el terreno es demasiado blando y
cenagoso para que en él pueda marcarse un rastro tan ancho como ése, de
modo que, al final, lo perdí.

Seppel se puso en pie y recogió su chaqueta, que, para mayor seguridad,


había dejado colgada en la rama de un árbol muerto. Luego, dijo:

—Imagínate el tamaño de un objeto que en la arena blanda deja un


rastro de un metro. ¡Y pensar que eso, habiendo permanecido en el lago
durante sabe Dios cuánto tiempo, es la primera vez que se hace evidente!

—Yo no estaría tan seguro… Quiero decir de que sea la primera vez. En
esta región se cuentan historias muy extrañas. Cuando tenía doce años, oí
una de ellas de labios de mi abuela. Era referente a una especie de fantasma
merodeador más grande que una galera y que vivía en las grutas del fondo
del lago. Cada cien años salía a vagar por las dunas y los pantanos, dejando
tras él en los lugares en que se había comido la vegetación un rastro de
arena desnuda. La gente decía que el merodeador buscaba a un hombre, y
que cuando lo encontrase dejaría de vagar y regresaría al fondo del lago.

—¡Cielos santos! —exclamó Seppel, solemnemente—. Es corno si lo


viera: el enorme globo brillante escondido en lo más profundo de unas
cavernas en las que jamás brilla el sol y donde no existe más vida que la de
unas pocas diatomeas que flotan en las aguas inmóviles.

—¡Esto no es cosa de broma, patoso! —dijo Thorne, ásperamente.

—¡Hummm! —gruñó Willy Seppel, sacudiendo unos cuantos granos de


arena de la manga de su elegante traje.

Ya era tarde cuando la señorita Jeanne Wright salió del cine, en


Muskegon. En realidad, era tan tarde que apenas tuvo tiempo de hacer las
compras que habían sido, en apariencia, su pretexto para llevarse el Carlin.
«En Port Grand no pueden adquirirse ropas decentes, tío Kir», había dicho
la muchacha, añadiendo que a él no le importaría que ella cogiese el barco,

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¿verdad? Desde las profundidades de su nuevo panadaptor, MacInnes había


gruñido que claro que le importaría, maldita sea, y que qué había de malo
en utilizar el coche. Pese a todo esto, el hombre le dejó las llaves del barco.

Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse cuando Jeanne,


cargada de paquetes, detuvo un taxi para que la condujera al muelle de los
yates. Era un atardecer magnífico, y las estrellas comenzaban a brillar en un
cielo que, por el Oeste, aún estaba teñido de púrpura. Majestuosamente, el
Carlin se deslizó fuera de las aguas del muelle, llenas de barcos anclados,
para entrar en el lago Muskegon.

En la orilla brillaba una fogata y sobre las aguas flotaban, melodiosas,


las voces de unas gentes que cantaban en una fiesta playera. Aquellas
personas saludaron alegremente al Carlin, y Jeanne les devolvió el saludo
con la sirena del barco. Mientras conducía el crucero por el canal, hacia el
lago, de vuelta a casa, la muchacha se sentía contenta y con el corazón
ligero.

En sus labios bailaba una enigmática sonrisa. Pensaba, con enorme


agrado, en cierto joven biólogo de severo rostro. Era un hombre muy raro, y
a veces, sin darse cuenta, podía resultar hasta brusco. Además, le
preocupaban cosas tan pesadas como los ciclos botánicos y las adaptaciones
al medio ambiente. Pero un día paseó con ella por las dunas con gran
suavidad, y la besó una vez en los labios. Después de aquello, Jeanne supo
lo que deseaba.

Ahora Ian estaría sentado ante su mesa de trabajo, examinando los


insectos conseguidos durante el día y sin pensar en ella en absoluto. O quizá
estuviera hablando por radio con su tío.

Canturreó, ensoñadora, para sí misma. La velocidad del crucero


aumentó hasta los veinte nudos y el barco cabeceó momentáneamente entre
dos olas, haciendo que el pequeño amuleto de buena suerte que colgaba del
timón se moviera como un péndulo. Ian le había dado aquella pequeña y
ambarina bolita. Y a Jeanne le encantaba el objeto precisamente por
proceder de quien procedía.

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Momentos después, la joven encendió el receptor de onda corta que


había en un estante de la cabina y se puso a escuchar la conversación
mantenida entre Ian y su tío.

Thorne estaba diciendo:

—Tengo a mi lado a un colega que ha venido de Ann Arbor. Estamos


investigando respecto a aquella bolita ambarina que encontré. ¿Recuerdas
que te hablé de ello? Le di una a Jeanne como recuerdo. Mi amigo es
biofísico y cree que esas bolitas son un gran descubrimiento científico. Se
llama Willy Seppel. Di algo, Willy.

—Gambusia —dijo Seppel, recordando el nombre de los pececillos que


introdujera en el recipiente colector de larvas de su amigo.

Jeanne escuchaba la charla sin prestar mucha atención. Ian hablaba de


que las bolas, cuando eran molestadas, emitían calor y decía creer que
existían por los alrededores otras bolas más grandes, que podían
desencadenar una energía de 40 db. por encima de Sg. (¿Y qué diablos
querría decir todo aquello?). Thorne y aquel Willy pensaban buscar esas
bolas mayores.

«¿Podrá emitir verdaderamente calor?», se preguntó Jeanne, mirando


con curiosidad la pequeña esfera colgante que, en el interior de su cestita de
plata, se mecía con suavidad sobre la bitácora. No tenía aspecto de ser
peligrosa. En aquel momento, Ian dijo que las bolitas pequeñas no emitían
demasiadas radiaciones. Sólo las suficientes para producir unas pequeñas
cosquillas.

En el lago, a lo lejos, brillaban las luces de un barco transporte de


minerales. El Carlin pasó el pequeño pueblecito de Lake Harbor y se alejó
un poco de la costa. Ahora ya no habría más pueblos hasta Port Grand.

Por la radio, la simpática y familiar voz de su tío Kirk describía las


grandes cosas que tenía pensadas para su nuevo panadaptor. Ian, de vez en
cuando, hacía algún comentario, pero Jeanne observó que su voz sonaba
cansada. ¡Pobrecillo!

El Carlin se deslizaba sobre las olas, fácil y poderosamente, persiguiendo


su propia sombra. Era una sombra larga y muy negra. Jeanne pensó que la

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luz que la proyectaba procedía de un barco con faros de búsqueda, y miró


hacia popa.

La cosa estaba allí, flotando sobre las negras y agitadas aguas. Era un
globo grande y emitía una brillante fosforescencia. Se encontraba a unos
veinte metros de la popa, y perseguía al barco, acercándose rápidamente a
él.

La joven lanzó un grito, y cuando el objeto se aproximó más, apretó el


acelerador y trató de eludido haciendo movimiento en zigzag. Pero el gran
monstruo fosforescente se detenía mientras el barco evolucionaba y se
movía en espiral, y volvía a aproximarse cuando el Carlin trataba de
alejarse. En el casco, bajo los pies de Jeanne, los motores rugían al ser
obligados por la joven a desarrollar una velocidad para la cual no habían
sido fabricados.

El objeto se acercaba más y más. La muchacha podía divisar el surco


que en el agua y a su paso dejaba la gran bola. ¿Qué era aquello? ¿Qué le
haría a ella, si conseguía atraparla?

¡Esferas mayores! Jeanne miró, horrorizada, a la pequeña bolita que


colgaba de su cadena de plata. Era una miniatura perfecta de la horrible
cosa que había en el agua, a sus espaldas. Mientras hacía virar al Carlin de
un lado a otro, en un histórico frenesí, la joven sollozaba. En el otro
extremo de la cabina, la tranquila voz de Ian explicaba a MacInnes cómo
manipular el panadaptor para convertirlo en un monitor de frecuencia.

¡Ian!

Si alguna vez se encuentra ante un aparato de radioaficionado …

Con lágrimas resbalando por sus mejillas, Jeanne conectó el piloto


automático y comenzó a manipular torpemente en la pequeña emisora que
descansaba en un estanque. Sólo se la había visto utilizar a su tío una vez.
Estaba casi segura de que aquel mando servía para poner en
funcionamiento el aparato, pero… ¿cómo saber si aquella era la forma
adecuada de accionarlo? Y… ¿habría que tocar alguna de aquellas otras
cosas?

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En el pequeño panel se veían tres interruptores, dos botones, un dial y


una pequeña luz roja. Como es lógico, Kirk MacInnes no había rotulado los
controles del instrumento, construido por él mismo. El panel no daba la
más leve indicación de cómo debían accionarse los mandos.

El Carlin se deslizaba entre la oscuridad de la noche. El brillante objeto


estaba a menos de quince metros del barco.

Jeanne sollozaba histéricamente mientras por el altavoz sonaban


plácidas voces hablando de la charca del doctor Thorne, arruinada por la
tormenta.

¡Aquellos botones e interruptores! Jeanne creía que primero se


accionaba aquél y luego aquel otro. No… No era así. Puede que el aparato
ni siquiera estuviese conectado. O podía estarlo a alguna otra onda en la
cual ni Ian ni su tío consiguieran oírla. Por otra parte, ella no entendía
aquella extraña escala de sintonización.

—He instalado un amplificador móvil VFO en el Carlin —explicaba


MacInnes.

—¿Qué es eso de VFO? —preguntó Seppel.

—En el caso de Mac significa que se Va Fuera de Onda.

Sonaron unas risas.

Pero, ¿qué diferencia implicaría el hecho de que ella pudiera


comunicarse con Ian? ¿Qué podría hacer él para ayudarla? El brillo de la
inmensa esfera iluminaba el agua varios metros a su alrededor.

Mientras las tranquilas voces fluían a través del receptor, el globo se


aproximaba más cada vez.

Jeanne accionó uno de los interruptores de la emisora y,


repentinamente, sus sollozos y el rugir de los motores se convirtieron en los
únicos sonidos que se oían en la cabina. Lo intentaría. Eso era todo.
Intentaría ponerse en contacto con Ian. Rezó porque su tío hubiera dejado
el transmisor conectado a la onda adecuada.

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—¡Ian! —gritó la muchacha. Luego se acordó de oprimir el botón que


había en un lado del pequeño micrófono de mano. Conteniendo sus
lágrimas, preguntó—: Ian, Ian… ¿Me oyes?

Temblorosamente, su mano accionó el mando del receptor.

—¡Jeanne! —la voz sonó como una bomba dentro de la cabina—. ¿Eres
tú? ¿Qué estás haciendo?

—¡Me persigue, Ian! —gritó la joven—. ¡Una esfera brillante de cinco


metros! ¡Viene detrás del barco!

—El barco… —balbuceó la voz de MacInnes—. ¡Jeanne se lo llevó a


Muskegon!

—¡Jeanne! Escúchame… No estoy seguro de que esto valga para algo,


pero debes intentarlo. Has de hacer exactamente lo que yo te diga. ¿Me
oyes?

—¡Sí, Ian! ¡Esa cosa está casi sobre el crucero!

—Escucha… Óyeme, cariño. En algún lugar del Carlin tienes aquella


bolita ambarina. ¿Te acuerdas? La bolita ambarina que te di. Ve a por ella.
Tómala y arrójala por la borda. Lo más lejos que puedas. ¡La bolita
amarilla! Ahora dime si has entendido.

—Sí. Te entiendo. La bolita…

La bolita. Se balanceaba al extremo de su cadena de plata, y la lucecita


de su interior brillaba cálida e intermitentemente. Jeanne la arrancó del
lugar donde colgaba y fue hacia el puente de la embarcación. La joven,
deslumbrada por el brillo de la gran esfera, permaneció inmóvil en la borda
durante casi un minuto.

Luego la bolita cayó en el agua, describiendo un arco, como lo hiciera,


muchos siglos atrás, cierto meteoro.

La luz, reflejándose en las paredes pintadas de un aséptico y liso color


blanco, estaba llena de formas borrosas y difuminadas, según pensó Thorne,
que podían haber sido casi cualquier cosa. El hombre se estremeció al

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pensar que, por ejemplo, podrían haber sido una mesa sobre la cual hubiera
un cuerpo de bruces y reducido a cenizas por uno de sus lados.

Sin mover la cabeza ni cambiar de expresión, el científico cerró los ojos


lentamente y los volvió a abrir. Pero no se encontraba en la oficina del
forense, sino en la sala de espera del pequeño hospital del pueblo. En el sofá
de cuero. Willy Seppel se sentaba junto a él. Por las bajadas persianas de la
ventana que había a su espalda entró una ráfaga de fresco aire nocturno que
despejó el humo que llenaba la habitación y volvió una página de la revista
que Seppel leía.

En el otro extremo de la sala, un joven de unos veinticinco años engullía


una prodigiosa cantidad de caramelos. Al entrar ellos en la habitación, les
había sonreído, explicando:

—Mi esposa… Es nuestro primer hijo.

A través de la abierta puerta, quienes estaban en la sala de espera podían


ver la entrada de un cuarto que se encontraba al final del vestíbulo. De él
entraban y salían periódicamente personas vestidas de blanco; pero un
acongojado grupo que entrara hacia una hora, no había vuelto a salir.

—Willy, me estoy volviendo loco —estalló por fin Thorne—. ¿Qué


hacen ahí? Al menos deberían decirme… dejarme verla.

—Calma. Tendrás noticias de un momento a otro —Seppel le ofreció su


pitillera de oro, pero Thorne negó con la cabeza—. ¿Por qué no te sientas
bien y tratas de calmarte? Llevas no sé cuánto rato ahí, más tieso que un
huso y mirando fijamente al suelo. Tus ojos han llegado a parecer dos
bombillas fundidas. ¿Cómo crees que, de seguir en ese estado, vas a poder
ayudar a Jeanne?

Thorne se retrepó en su asiento y quedó en reposo, con la palma de su


mano derecha haciendo sombra sobre sus ojos. ¡Si hubiera podido
encontrarse allí cuando la llevaron! Pero se necesita tiempo para averiguar
dónde ha ido a parar un barco a la deriva. Tiempo durante el cual el joven
científico había permanecido ante su receptor, no pudiendo hacer otra cosa
que esperar. Cuando al fin se produjo la llamada y se enteró de que Jeanne
se hallaba a salvo, las manecillas del reloj marcaban casi la una de la
madrugada.
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Ahora eran las tres y media. MacInnes y su esposa estaban dentro, con
ella. Y él no podía hacer otra cosa que mirar con desesperación el largo
corredor y aguardar.

En su cerebro volvió a oír el sonido de aquella voz femenina, rota y


entrecortada por los sollozos. Jeanne había dicho que la esfera medía cinco
metros. La bola mayor en persona. ¡Y pensar que podría haberla…!

Aquello no conducía a nada. Recordaba con horrible claridad su sueño


de la noche anterior. El dorado y brillante sol y los pequeños objetos
carbonizados. Pero los rayos infrarrojos no queman. El dorado y brillante
sol…

—El sol —dijo el doctor Thorne, en voz baja, para sí mismo.

—¿Mmmm? —inquirió Seppel.

—El sol —repitió Thorne, con firmeza—. Willy, ¿siempre piensas de la


misma forma?

—No.

—Si te golpeo, ¿cómo piensas?

—Furiosamente —dijo Seppel, con triunfante sonrisa.

—Pero, ¿cómo lo haces si cavilas sobre cuál es la mejor forma de


escabullirte de aquí sin ser visto?

—Entonces pienso de forma racional.

—He estado meditando de nuevo sobre las bolas. Ya sabes que entre
nosotros existe una discrepancia bastante seria respecto a las llamadas
propiedades de esos objetos. Hemos demostrado que emiten infrarrojos,
pero esos rayos no queman la carne.

—De eso he estado tratando de convencerte —dijo Seppel, paciente.

—A pesar de todo, estoy convencido de que la gran bola que vio Jeanne
es la causante de la muerte del vagabundo. Ahora bien, ¿qué pasa si la
energía que emite no consiste siempre en rayos infrarrojos? ¿Y si los
infrarrojos son sólo una especie de reacción involuntaria ante los golpes que
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dimos a la bola, mientras que, por lo general, al ser molestada, emite en otra
amplitud de onda? Digamos algo en la parte visible de la gama, con un
montón de energía, y que esos objetos pueden concentrar en forma de rayo.

Seppel no contestó.

El silencio se extendió pesadamente sobre ellos. El joven comedor de


caramelos cambió de posición y les miró con boquiabierta reverencia. ¡Eran
científicos!

Se produjo un rumor de faldas almidonadas y en la puerta apareció una


enfermera. Thorne se puso en pie y comenzó a preguntar:

—¿Podemos…?

—¿El señor De Angelo? —llamó la mujer, fríamente—. Es un niño. ¿Me


hace el favor de seguirme?

El joven lanzó un alegre grito inarticulado y salió corriendo de la


habitación.

Thorne volvió a sentarse.

—¡Maldita sea! —murmuró.

—Esto te ha afectado muchísimo, ¿verdad? —preguntó Seppel.

—¡Oh, cállate ya, Willy! Sabes de sobra que la chica sólo me interesa a
causa del objeto que la persiguió. Y borra esa expresión de tu cara. Entre tú
y MacInnes me tenéis frito.

Seppel pareció un poco ofendido.

—Lo siento —se disculpó Thorne.

Se puso en pie y comenzó a caminar por la habitación. El joven que


acababa de ser padre había tenido tanta prisa en irse que había olvidado sus
caramelos. Thorne se comió uno. Era de menta. Él detestaba la menta.

Seppel bostezó con disimulo. En seguida se inclinó hacia adelante y


miró hacia la puerta.

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—Alguien viene —advirtió, con voz pausada.

Del cuarto que había en el otro extremo del pasillo acababa de salir un
hombre alto y con uniforme de verano que se dirigía decididamente hacia la
sala de espera.

Cuando el hombre entró en el cuarto, Seppel se puso en pie y dijo:

—Buenas noches… O, mejor dicho: buenos días. ¿Hay algo que yo


pueda hacer?

—Me llamo Cunningham, y soy comandante del guardacostas


Manistique. ¿Es usted el señor Ian Thorne?

—No. Me llamo Seppel. El señor Thorne es ése. ¿Quiere usted sentarse?

—Sí, gracias. —Volviéndose hacia Thorne, que se encontraba en pie y


con las manos a la espalda, el comandante empezó, hablando con rapidez—
: Señor Thorne, esta noche, a las nueve, su estación de radioaficionado se
ha puesto en contacto con nuestra base para informarnos que el crucero
Carlin se encontraba en dificultades en algún lugar entre Port Grand y
Muskegon.

—No fui yo, sino Kirk MacInnes.

Thorne no sentía el más mínimo interés por aquel apresurado caballero.

—Encontramos el crucero a la deriva, con el combustible agotado, a


unas siete millas del faro de Port Grand. La señorita Wright, el piloto del
barco, yacía inconsciente sobre el suelo de cubierta. Ahora mismo acabo de
verla…

—¿Cómo está? —interrumpió Thorne.

—Los médicos dicen que padece una conmoción muy fuerte, pero no
encuentran en ella ninguna otra lesión. Ahora lo que me gustaría saber…

—¿Está consciente? ¿Ha podido hablar?

—Está muy débil y lo que dice carece de sentido. Pensé que tal vez usted
pudiera ayudarnos a aclarar el caso.

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Thorne miró fijamente al comandante del guardacostas.

—Estábamos conversando con ella por radio cuando de repente pareció


encontrarse mal y, según todos los indicios, se desmayó.

—¿MacInnes no le dijo nada, comandante? —preguntó Seppel,

—No.

—Calla, Willy —advirtió Thorne.

—La muchacha parecía querer indicarnos que la perseguía alguien —


insistió Cunningham—. ¿Está usted seguro de que en su charla no dijo nada
que nos dé una pista de cuáles fueron sus problemas?

—Por el tono de su voz me di cuenta de que algo andaba mal. Eso es


todo. Al no responder Jeanne, el señor MacInnes llamó por radio a los
guardacostas.

—Y después de una búsqueda de cuatro horas, encontramos a la


señorita. Fue muy afortunada al quedarse sin combustible. El piloto
automático del barco la hubiera conducido directamente al centro del lago.

—¿Había alguna otra cosa en el agua, cerca del crucero?

—El lago estaba vacío. —Cunningham se detuvo y luego preguntó,


como sin darle importancia—: ¿Esperaba usted que encontrásemos algo,
doctor Thorne?

—Claro que no. Sólo preguntaba.

—Comprendo. —El oficial se puso en pie—. No me importa decirles,


caballeros, que creo que me están ocultando algo. Mi labor ha concluido, y
si bien es cierto que no tengo la más mínima autoridad legal para
interrogarles, no es menos cierto que mi trabajo consiste en mantener la
seguridad en las aguas del lago. La joven que se encuentra en esa
habitación, al final del vestíbulo, no se desvaneció por depresión nerviosa ni
por hambre. Hubo algo en las aguas que provocó en ella un terror pánico. Si
ustedes saben que fue, les exijo que me lo digan.

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—¿Ha leído usted alguna novela de fantasía científica, comandante


Cunningham? —preguntó Seppel, jugueteando con su pitillera de oro—.
¿Un cigarrillo? —ofreció, un poco tardíamente.

El oficial tomó uno y dio suspicazmente las gracias. Luego preguntó a


su vez:

—¿Insinúa usted que los pequeños marcianos verdes han puesto motores
fuera borda en sus barcos cohetes y se dedican a cazar las embarcaciones de
recreo que surcan nuestro lago?

Thorne dijo con aspereza:

—Lo que el doctor Seppel quiere decir es esto: tenemos razones para
creer que el responsable de los sucesos de esta noche ha sido un hecho
altamente poco usual. No me gusta emplear medias palabras, comandante.
Creo estar enterado de lo que había en el lago, pero no voy a decírselo. No
puedo probar nada y me desagrada que se rían de mí.

—No tengo intención de reírme, señor Thorne. Pero si usted posee


información relativa a la seguridad marina, permítame recordarle que tiene
la obligación de comunicársela a las autoridades adecuadas.

—Las autoridades adecuadas no se destacan por su amabilidad. Se


reirían en mis narices. No, gracias, comandante. No pienso hablar hasta
tener pruebas.

La puerta que había al final del corredor se abrió una vez más para
volver a cerrarse suavemente. Kirk MacInnes y su esposa echaron a andar
hacia la sala de espera. Thorne se puso en pie.

—Jeanne quiere verte —dijo MacInnes, cansado—. Ahora se encuentra


un poco mejor y ha preguntado por ti. Voy a llevar a Ellen a casa. Todo esto
ha sido una dura prueba para ella.

—Estoy bien —dijo su esposa. La mujer aferraba con fuerza un pequeño


pañuelo de encaje, pero sus facciones permanecían inmóviles e
inexpresivas.

—¿Jeanne se recuperará? —inquirió Thorne, angustiado.

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—¡Claro que sí! —dijo MacInnes, palmeando en la espalda a su


amigo—. Vete a verla antes de que los médicos decidan que no puede
recibir más visitas.

—Ahora mismo voy. Y… gracias, Mac.

Thorne desapareció por el corredor. El ingeniero y su mujer se fueron en


silencio.

—Thorne es buen chico, aunque un poco cabezota —comentó Seppel.


Sus brillantes ojos azules miraron irónicamente al medio enfadado
comandante. Lanzó una breve risa, se arrellanó en el sofá de cuero e
invitó—: Siéntese, comandante. Tome un cigarrillo y coja unos cuantos
caramelos. Le voy a contar una historia muy extraña.

En la cabaña de Thorne, en las dunas, faltaba poco para la hora de


comer. Sin embargo, del bullente vaso que había sobre el fogón y que Willy
Seppel revolvía, emanaba un aroma decididamente poco apetitoso. Era un
olor orgánico acre y ácido. Los humos provocaron, por fin, los indignados
comentarios de Thorne.

—Willy… —comenzó, asomándose a la puerta y tapándose la nariz con


los dedos—. Nunca critico la forma de cocinar de los demás, pero…
¿puedes decirme cómo diablos se llama lo que estás preparando?

—¡Oh, sólo es una pequeña cantidad de jugos gástricos! —explicó


Seppel, alegremente, apagando el gas y retirando el vaso del fuego con una
especie de tenazas. Luego se llevó el humeante cacharro a la habitación de
trabajo, adonde fue seguido por Thorne.

—Supongo que será mejor que no te pregunte de dónde has sacado eso
—comentó Thorne, desde el santuario del cuarto de la emisora.

—No seas tonto —dijo Seppel—. Me he limitado a apoderarme de unas


cuantas de tus enzimas y a calentarlas un poco. Se trata de una idea que se
me ha ocurrido.

Sacó de su receptáculo la pequeña bolita y la dejó sobre la mesa, junto al


vaso. Luego continuó:

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—Pensé que si los jugos gástricos de un sapo la hicieron emitir en una


ocasión, pueden volverlo a hacer.

Thorne le miró dubitativamente. Seppel prosiguió:

—Lo único que desearía es que la bola del tamaño de una toronja no se
hubiera escapado. —Rodeó la esferita con una abrazadera de plástico y la
sumergió en el brebaje.

—Ten cuidado con ésa, Willy. Es el único eslabón que tenemos con la
grande.

—Así que crees que hasta pueden comunicarse, ¿no? —preguntó Seppel,
sin mirar a su compañero.

—No sé si será comunicación, o vibraciones simpáticas, o la llamada de


la selva. Pero aquel enorme objeto persiguió a Jeanne a causa de la bolita
que había en el barco, y desapareció al conseguir lo que deseaba. La del
tamaño de una toronja oyó también a mamá y se marchó. Apostaría a que
si esa bola tan pequeña hubiera sido lo bastante fuerte para salirse del
aislamiento a que la habías sometido, se hubiera largado junto con la otra.

—Y los dos rastros se unieron en uno solo —dijo Seppel, probando la


empapada bolita con el par termoeléctrico. No ocurrió nada—. Como se
dijo el rústico detective: «Había dos juegos de pisadas que conducían a la
escena del crimen, y sólo uno que se alejaba de ella». Me pregunto qué clase
de cohesión molecular tiene esta envoltura transparente. —Tanteó la bolita
con uno de sus dedos, se encogió de hombros y volvió a dejarla dentro del
jugo.

—Si mi idea es acertada, la bola grande mató al vagabundo —dijo


Thorne—. El tipo debió de ver cómo el objeto salía del lago, se volvió para
defenderse y cayó boca abajo. Y me parece que fue a elegir el peor sitio para
caerse.

—Sobre la bola toronja —asintió Seppel—. Todo lo que mamá deseaba


era reunirse con su hijita perdida. Ella no pudo evitar que se interpusiera en
su camino un cuerpo humano.

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—Pero el caso es que mató —dijo Thorne—. Y esas viejas historias del
merodeador de las dunas indican que no es su primer asesinato.

Pescó la bolita en miniatura, la sacó del líquido y observó


pensativamente su amarillo corazón. Luego añadió:

—Willy…, a menos que hagamos algo pronto, cometerá un nuevo


crimen.

Durante los días que siguieron, el doctor Thorne se dedicó a su trabajo


con silenciosa preocupación; y esto, por sí solo, era lo bastante raro como
para despertar los recelos de Seppel. Thorne rara vez mencionaba las
bolitas, aunque visitaba a Jeanne cada día, llevándole ramos de flores, cajas
de bombones y frutas. Seppel le acompañaba en estos peregrinajes, pero
sólo hasta el pueblo, ya que, la mayor parte de las veces, con mucho tacto,
declinaba pasar a ver a la enferma y, en vez de eso, se dirigía a la estación
de los guardacostas para charlar con su nuevo aliado, el comandante
Cunningham.

Mientras Seppel paseaba a grandes Zancadas por el despacho del oficial,


la ansiedad marcaba arrugas en su sanguínea frente.

—Thorne está preparando algo —aseguró—. Cada mañana sale en el


jeep y no vuelve hasta mediodía. Cuando le pregunto dónde ha estado, me
contesta que sólo ha venido al pueblo a ver a Jeanne. ¡Pero las horas de
visita son de dos a cuatro! Si no va al hospital, ¿dónde diablos va?

Cunningham se encogió de hombros y tomó un periódico doblado que


había sobre la mesa.

—¿Has visto esto, Willy? Quizá te explique unas cuantas cosas.

Intrigado, Seppel leyó en voz alta:

—«Pagamos buenos precios en efectivo por ciertos minerales raros.


Precios muy altos, elección libre. Los ejemplares que se buscan son
redondos, semitransparentes, de color ambarino y con vetas metálicas.
¡Apresúrense! Escriban hoy mismo. Apartado 236, Port Grand, Michigan».

Seppel miró, estupefacto, a su amigo.

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—Estoy seguro de que no sabías esto —dijo el oficial. Fue hasta la


ventana y observó a un barco frutero que navegaba por el canal—. ¿Sabes lo
que piensa hacer tu amigo?

—No, pero sé lo que yo haría. Entre el globo grande y las bolitas existe
cierta clase de atracción; una fuerza que hace que las esferas pequeñas
corran a casa con mamá cuando oyen su llamada. Averiguamos esto
mediante uno de esos objetos, en la cabaña de Thorne. Pero esa atracción es
tan grande que también suite efecto en el sentido contrario. La señorita
Wright ya te contó eso. Si las bolitas no pueden ir, si las retenemos quietas,
mamá acude a por sus hijitas. Es probable que Thorne cuente con eso.
Ahora le llegó a Cunningham el turno de asombrarse.

—¿Quieres decir que empleará como cebo las bolas que consiga
mediante el anuncio?

Suavemente, Seppel dijo:

—¿Qué puede hacer un hombre, Rob? Thorne no puede permitir que esa
gran esfera siga libre. El tipo que se tropieza con el monstruo tiene tres
elecciones: puede correr a casa y esconderse debajo de la mesa,
pretendiendo que nunca lo ha visto; puede tratar de advertir a las
autoridades adecuadas; o bien puede intentar ajustarle las cuentas al
monstruo él mismo. Thorne sabe que nadie creerá su historia del
merodeador de las dunas, por tanto, no pierde tiempo en tratar de
convencer a la gente.

Cunningham se volvió bruscamente, quedando de espaldas a la ventana,


y dijo, con violencia:

—No contarás conmigo, ¿verdad, Willy? No puedo hacer nada. Mi


posición es ésta: soy una autoridad un poco gastada, pero que aún puede
prestar servicio. Por alguna razón, creo en ese condenado cuento del
merodeador de las dunas. Pero con eso no se adelanta nada. Si tratase de
iniciar una investigación oficial sobre un objeto brillante y redondo de cinco
metros de diámetro, me ganaría la mayor carcajada que se ha oído desde
aquí a los Estrechos de Mackinac. El mundo no va a cambiar sólo porque
Michigan tenga su propio monstruo. Y…, ¿qué puedo hacer, aunque

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emplee el Manistique? Puede que Ian Thorne sepa cómo cazar monstruos,
pero yo, desde luego, no lo sé.

—Supongo que piensas dejarle seguir adelante —dijo Seppel. Y añadió,


pensativo—: No me hace ninguna gracia que le frían el pellejo precisamente
ahora, que empieza a pensar en sentar la cabeza.

—Obsérvale. Eso es todo. Y cuando creas que vaya a hacer algo,


avísame. Haré cuanto esté en mi mano. —El oficial consultó su reloj—.
Ahora tengo que salir, Willy. Mantén abiertos los ojos. Lo único que
podemos hacer es esperar.

—Y, según parece, esto es todo cuanto había que decir —comentó
Seppel, con un ligero tono de duda en su voz.

Las bolitas brillaban sobre la mesa de la cocina.

—¡Siete! —exclamó Ian Thorne, con tono triunfal—. ¿Qué te parecen,


Willy? Desde el tamaño de un guisante, hasta el de una pelota de tenis.
Siete pequeños ojos diabólicos.

—¿Qué vas a hacer con ellos? —preguntó Seppel. Sobre los pantalones
llevaba un viejo delantal de laboratorio, y se ocupaba en secar los platos del
desayuno. Era por la mañana, muy temprano.

—Un pequeño experimento. El otro día, mientras visitaba a Jeanne, se


me ocurrió una brillante idea. Si quieres, te dejaré las bolas cuando haya
acabado, pero primero quiero intentar algo.

—Me gustaría ayudarte.

—No, Willy.

—Cunningham también te cree —insistió Seppel—. ¿Por qué no nos


dices lo que vas a hacer?

—Ni hablar —Thorne metió las bolas en una caja de bakelita—. Estaré
fuera casi todo el día. Tengo que buscar algo en las dunas.

Se metió en el dormitorio. Al salir llevaba unas botas de campo y un


chaquetón de cuero. De su brazo colgaba una mochila vacía. Thorne

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guardó la caja de bakelita en uno de los departamentos exteriores de la


mochila; luego tomó un pequeño paquete que había en la pila de la cocina y
se lo metió en el bolsillo trasero.

—¡Anda! Casi olvido mis botellas colectoras —rió Thorne, dirigiéndose


al cuarto de la radio.

Seppel dejó el trapo con el que estaba secando los platos y fue,
silenciosamente, detrás de su amigo. En el cuarto de la radio no había
botellas colectaras. Willy llegó a tiempo de ver cómo Thorne metía en la
mochila un puñado de pequeños cilindros metálicos y un negro artilugio de
unos seis centímetros de largo.

Thorne no pareció turbado al advertir la presencia de su amigo. Pasó


junto a él, y dirigióse hacia la puerta de la cocina.

—Hasta luego, Willy. Mantén encendido el fuego del hogar. Si no he


vuelto antes del anochecer, manda patrullas a buscarme.

La puerta de tela metálica se cerró tras el científico. Al cabo de un


momento, Seppel, cogió unos prismáticos de una estantería y salió
silenciosamente de la casa. Dejó atrás el edificio del generador y dirigióse al
camino que bajaba por la ladera de la duna e iba a dar al cobertizo donde
estaba encerrado el jeep.

La niebla matutina aún se ensortijaba en torno a los árboles o se pegaba


al suelo de las depresiones. En el bosque se oyó el lejano trino de un pájaro.
En un recodo del sendero, Seppel pudo ver un momento la ancha espalda
de Thorne, que el naciente sol iluminaba a través de la niebla. El camino
giraba bruscamente y descendía en diagonal hacia el cobertizo. En vez de
continuar, Seppel se apartó del sendero y, andando con cautela, se metió en
el bosque hasta llegar a un punto de la ladera situado directamente encima
del garaje. Se quitó el delantal, lo extendió sobre la húmeda tierra y se
tumbó sobre él, entre los arbustos. Luego sacó los prismáticos y los enfocó
sobre el hombre que estaba allá abajo.

De la trasera del jeep, Thorne extrajo una pequeña caja de madera que
llevaba una inscripción en rojo:

G. B. VANDER VREES E HIJOS

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CONSTRUCCION DE CARRETERAS

También había otras palabras, pero Thorne se interponía en el campo de


visión de Seppel. El hombre trasladó rápidamente el contenido de la caja a
su mochila. Luego, dirigiendo un rápido vistazo alrededor, echó a andar por
el camino que se internaba en el bosque, paralelo a la orilla del lago.

Tan pronto como Thorne se perdió de vista, Willy Seppel se puso


trabajosamente en pie y regresó por el camino que conducía a la cabaña.
Una vez allí pronunció unas cuantas palabras ante el micrófono de la
emisora de radio, maniobra esta que hubiera hecho fruncir el ceño a las
autoridades de la Comisión Federal de Comunicaciones, que prohíben el
uso de las emisoras de radioaficionados a las personas no autorizadas.

Si le hubiesen preguntado respecto a ello, el doctor Ian Thorne hubiese


insistido en su desinterés y su desapego científico, pero lo cierto era que el
hombre amaba las dunas. Vivió en ellas durante su infancia, luego creció y
se alejó de ellas; pero al regresar las había encontrado sustancialmente
iguales. Recordaba que esto le había sorprendido un poco. Esperaba que
hubiesen cambiado. Las dunas eran como las personas, aunque sólo alguien
que conociera las alturas y las marismas de aquella región podía explicar la
curiosa y aletargada vitalidad que poseen las arenas bajo el bosque. Cosas
de vida más breve que las dunas podían agitarse, arrastrarse o andar
audazmente a través de ellas, hasta hacer que uno pensara en las dunas
como en cosas muertas y domadas. Pero el doctor Thorne había visto a las
dunas viajeras moverse incansables ante los vientos y se sentía unido por
una especie de parentesco a las inquietas dunas.

El camino que recorría era un viejo amigo. A lo largo del mismo había
perseguido a los invertebrados ciudadanos del bosque. Había dado largos
paseos por su sinuoso recorrido, había vadeado sus cenagosas charcas
interdunales y había sufrido la picazón de la hiedra venenosa que
festoneaba los troncos y arbustos a lo largo de aquellos senderos.

El camino bordeaba la orilla por más de ocho kilómetros —al menos, en


horizontal—, y Thorne no se apresuró. En parte porque la mochila pesaba
demasiado, y, además, porque el calmado aire se iba calentando lentamente
a medida que el sol se elevaba sobre los pinos y los robles. En una cañada, a
su derecha, un insecto emitió un soñoliento carraspeo y, como si esto fuera

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una señal convenida, una nube de mosquitos salió del bosque y comenzó a
atormentar la nuca del científico.

El sendero le condujo a través de un claro en la arena cubierto por


parches de polvorienta hierba y de roja cizaña india. En el borde del claro,
en el lado opuesto al viento de una gran duna desnuda, se erguía un
solitario álamo, medio enterrado en la arena. El árbol, para librarse de la
sofocante arena había crecido hacia arriba, convirtiendo sus ramas
inferiores en raíces. El álamo era una de las pocas formas de vida que
desafiaba a las dunas —creciendo con ellas—, y sus ramas eran fuertes y
verdes.

Thorne dejó atrás el claro y volvió a internarse en la espesura del


bosque.

Cerca del mediodía llegó al pie de un conglomerado de arenosas dunas,


la más alta de las cuales se elevaba a unos cincuenta metros sobre los
bosques. Era el punto más alto de la costa en muchos kilómetros, y recibía
el nombre de Monte Scott. El sendero rodeaba su ladera oriental y
continuaba más allá; pero Thorne se apartó del camino y siguió por una
poco marcada vereda que conducía a la cumbre de la duna.

La ascensión resultó muy penosa. Las espinosas ramas se cimbreaban a


la altura de sus ojos, y a medida que la subida iba haciéndose más acusada,
repentinos pozos en la sucia arena, bajo sus pies, le hacían hundirse hasta
las rodillas. Cruzando el camino, las raíces de los árboles habían bloqueado
parcialmente la arena, formando toscos escalones naturales en las partes
bajas de la ladera; pero al ir subiendo, los árboles fueron quedando atrás, al
mismo tiempo que la arena se hada más limpia y caliente, y la vegetación
más abundante era constituida por las zarzas silvestres, las ortigas y la
hiedra venenosa.

Cuando al fin llegó a la cima de la duna, Thorne estaba sudoroso y sin


aliento. Lanzó un breve vistazo a su alrededor y acabó por elegir como
campamento un punto al que daba sombra un achaparrado junípero. Tomó
asiento, se desprendió de la mochila y de su grueso chaquetón y encendió
un cigarrillo.

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Allá abajo, las ondulantes colinas se extendían, en verdes olas, hacia las
granjas y huertos del Este, y las azules y brillantes aguas del lago por el
Oeste. A varios kilómetros, siguiendo la orilla, se divisaban los tejados de
Port Grand, asomando por encima de la bruma. De detrás del promontorio
que ocultaba la entrada al puerto fluvial surgieron las blancas velas de varios
barcos.

Luego Thorne dirigió su atención al mismo Monte Scott. En realidad, la


cima de la duna estaba compuesta por dos leves jorobas, con una depresión
en el lado que daba hacia el lago, en el cual se encontraba el científico.
Desde allí descendía una empinada ladera arenosa que se prolongaba hasta
el pequeño bosque situado entre la duna y la orilla del lago.

Thorne abrió cuidadosamente la mochila y sacó de ella las siete bolitas,


agrupándolas luego en un círculo sobre la ladera que daba hacia el lago.
Después de esto, el hombre se retiró a su depresión y se instaló lo más
confortablemente que pudo.

El envoltorio que guardaba en su bolsillo contenía tres sándwiches. A


pesar de encontrarse un poco húmedos, se los comió con verdadero apetito.
Un breve recorrido por la cúspide aportó el postre, en forma de unos
arándanos tardíos. Después de este almuerzo, Thorne pasó largo rato
disponiendo el contenido de la mochila. Cuando, por fin, el trabajo estuvo
hecho, se sentó bajo el junípero y esperó.

La sombra del árbol comenzó a disminuir, desapareció cuando el sol


llegó a su cenit y luego reapareció por el otro lado del junípero, dejando a
Thorne con el sol en los ojos y una sed monumental. Desgraciadamente, los
arándanos se habían acabado.

Al fin, a las cuatro de la tarde, la mayor de las bolas comenzó a


moverse.

Rodó lentamente, saliendo del pequeño agujero que la contenía y


comenzó a descender por la ladera. Thorne observó cómo el objeto ascendía
un montoncito de arena que obstruía su camino. Luego, la bola desapareció
en el bosque, al pie de la duna.

A las cinco menos tres minutos, una de las bolas menores siguió el
camino recorrido por la primera. Al llegar al montoncito de arena —que era
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

uno de los varios que se extendían por la superficie de la duna—, tuvo


algunas dificultades; pero al fin consiguió superadas, salvó el obstáculo y
desapareció.

Cuando el sol empezaba a enrojecer las aguas, una tercera bola inició su
descenso. Silenciosamente, Thorne se levantó y volvió a colocarla en su
agujero. El leve brillo en el interior de la esfera pareció aumentar un poco
cuando el hombre interfirió su camino, pero tal vez fuera, sólo, el reflejo del
sol.

Las cinco bolas restantes constituían un grupo en forma de herradura


apuntando hacia atrás. La bola cuya fuga acababa de ser frustrada ocupaba
uno de los extremos de la herradura. Pocos minutos más tarde, la bola
mayor que ocupaba el otro extremo intentó iniciar el descenso de la colina.
Thorne volvió a colocarla en su sitio, y luego golpeó con su encendedor las
otras bolas, hundiéndolas más en la arena. Ahora Thorne estaba inclinado
hacia delante, en actitud alerta, con la mirada fija en la franja de bosque al
pie de la duna. El sol se sumergía perezosamente detrás del lago, y el
susurro de los pinos producía un grato rumor. Las bolas no volvieron a
moverse.

Con la puesta del sol, el brillo que latía en el interior de cada uno de
aquellos objetos aumentó más y más, hasta que el conjunto se convirtió en
una rutilante corona sobre la arena, una extraña constelación que refulgía
desde el suelo.

Thorne se recordó a sí mismo que aquel brillo no era belleza. Era


muerte. Una muerte que habitaba en la grande y resplandeciente madre de
aquellos objetos, que ya había llamado a dos de sus increíbles hijos. Muerte
que merodeaba, acechante, a través del lago y los bosques de las dunas.

En la oscuridad, la brasa del cigarrillo era una lucecita mucho más


borrosa que la emitida por las bolitas. La claridad ambiente aún permitía
ver. Encima de Thorne, el cielo era de Una roja tonalidad. Abajo, las
marismas y los bosques permanecían en silencio.

El científico se preguntó qué olvidado poder habría diseminado las


bolitas por la playa. Thorne estaba casi seguro de que aquellos objetos no
eran terrestres. Quizá provinieran de un meteoro que hizo explosión sobre

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el lago, y la vida de aquella gran esfera, si se trataba realmente de vida,


había estado reuniendo pacientemente, desde entonces, las diseminadas
porciones, asimilando los fragmentos durante sus largos reposos en el fondo
del lago.

A juzgar por su tamaño, la esfera debía de haber estado creciendo


durante siglos, recogiendo porciones de sí misma aquí y allá, por carreteras,
dunas y granjas, dando a quienes obstaculizaban imprudentemente su
camino la única respuesta defensiva que el objeto conocía.

Y ahora, él tenía que destruirlo. La gran bola había matado a un


hombre. Puede que incluso antes de esto, hubiera habido hombres que
encontraron atractivas aquellas bolitas y se las guardaron
despreocupadamente en un bolsillo… y el merodeador de las dunas buscaba
a esos hombres. Había matado al pequeño vagabundo, y casi acabó con
Jeanne. Thorne no podía darle la oportunidad de que lo intentase de nuevo.

En su mente surgió la imagen de Jeanne. El recuerdo de los momentos


en que ambos caminaron por la vereda del bosque, y de una ramita que se
metió en la sandalia de ella. La muchacha tenía granos de arena en sus
bronceados brazos, y sobre un oscuro rizo llevaba una brillante flor
amarilla. Jeanne rió cuando él la hizo sentar sobre la musgosa raíz de un
viejo roble para sacarle la ramita, pero no había reído cuando la besó.

A su alrededor, las marismas estaban silenciosas.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. No se oía nada. Ni un pájaro, ni un


insecto, ni un ruido animal. Los bosques estaban silenciosos.

Thorne sintió deseos de gritar: «¡Ven de una vez! ¡Ven y persígueme


como la perseguiste a ella!».

El científico palpó el botón del pequeño instrumento negro que tenía en


la mano. ¡Le ajustaría las cuentas a aquella gran bola! ¡Qué se atreviese a
aparecer!

«¡Ven! Sal de una vez».

El objeto acudió.

Thorne jamás había creído que fuera tan grande.


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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

No había hecho ningún ruido. Fascinado por el horror, el científico


observó como el objeto rodaba hasta el pie de la gran duna. Luego
desapareció entre los árboles, pero se siguió percibiendo una amarilla
radiación bajo las hojas, a medida que el objeto se movía entre las plantas.
Al salir de ellas, su luz fulguró, y la gran bola, ascendió por la colina,
dirigiéndose directamente hacia Thorne.

Las bolas pequeñas parpadeaban en sus cepos de arena. Thorne les dio
unos salvajes golpes. Como si también ella compartiese la afrenta, la gran
esfera fulguró violentamente Y luego volvió a disminuir su intensidad. Pero
su impresionante ascensión era alarmantemente rápida.

Thorne no podía apartar los ojos de la esfera. Las bolitas pequeñas eran
guijarros, simples trozos de un cristal que brillaba extrañamente; pero el
gran objeto que tenía ante si era la cosa más bella y terrible que jamás había
visto. Y estaba viva. Nadie, viéndola podría decir que no lo estaba. El
brillante corazón dorado que había en su interior latia y refulgía,
iluminando las áureas venas que lo envolvían.

Ahora se escuchaban ruidos provenientes de allá abajo, del sendero del


bosque, y se veían brillar las linternas que sostenían unos hombres. Pero
Thorne no les oyó ni vio otra luz que la enorme y cegadora que tenía ante
él. El científico no se podía mover. El sudor bañaba su rostro y el instinto de
huir quedaba paralizado por un terror que doblaba sus piernas como si éstas
careciesen de huesos. El hombre estaba medio en cuclillas, con las manos
en el suelo, incapaz de hacer nada que no fuese contemplar con ojos
desorbitados aquel objeto…

Ahora la gran esfera estaba ya muy cerca, casi sobre la línea de


montones de arena que Thorne había preparado tan minuciosamente. Tenía
que huir. Apenas le quedaba tiempo. Obligó a sus paralizados miembros a
que se movieran sobre la suelta arena de la ladera de la depresión y le
levantasen. Tenía que llegar a la otra vertiente de la colina.

En el último minuto, sus entumecidos dedos oprimieron el botón del


pequeño transmisor que debía activar los detonadores de los cartuchos de
neonitro enterrados en la arena.

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Sin embargo, de una u otra forma, el monstruo debió de adivinar sus


intenciones, ya que, al saltar hacia el otro lado de la colina Thorne sintió un
lacerante dolor que comenzó en el interior de su cuerpo y fue llenándolo
todo. Thorne cayó inconsciente en el lado opuesto de la colina al mismo
tiempo que cinco solemnes detonaciones hacían pedazos la gran esfera
brillante.

En el lugar adonde sus ojos miraban había círculos blancos y borrosos.


Thorne se sintió vagamente sorprendido al ver a seis personas a su
alrededor. Parpadeó, y las seis personas se convirtieron en Seppel,
MacInnes y Jeanne. Trató de levantar una mano y sólo consiguió un terrible
aguijonazo de dolor. Su brazo estaba hinchado y cubierto de vendas, lo
mismo que el resto de su cuerpo.

Las seis —tres— personas le habían visto abrir los ojos y se acercaron a
él. Jeanne se sentó junto a la cama e inclinó la cabeza hacia él.

—Espero que seas tú quien está dentro de las vendas —dijo la


muchacha.

Thorne se asombró al ver que había lágrimas en sus ojos.

—¿Qué tal me encuentro? —murmuró, a través de los vendajes.

—A medio asar, maldito loco —dijo Seppel.

—De todas maneras, nosotros estábamos ya casi en la cumbre —gruñó


MacInnes—. Pero tú te nos anticipaste.

—Tenía que hacerlo —explicó Thorne, débilmente.

—Y lo lograste —aseguró Jeanne.

—¿Lo destruí? —preguntó Ian. De nuevo veía a seis personas y


experimentaba un gran cansancio.

—Lo redujiste a simples átomos —aseguró Seppel—. Deberías ver el


cráter en la arena. Pero aún tenemos bolitas pequeñas para estudiadas. Tu
anuncio ha hecho que hoy recibiéramos cuatro más. He estado hablando
con Camestres por teléfono, y dice que está seguro de lograr una buena

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subvención para que sigamos las investigaciones tan pronto como tú puedas
abandonar esa cama…

Thorne emitió unos sonidos ininteligibles. Jeanne los tradujo:

—Dice que está trabajando en los «Estudios Ecológicos sobre las Dunas
de Michigan», Capítulo Ocho. No quiero saber nada más sobre monstruos,
merodeadores, gracias.

McInnes rió y meneó la cabeza.

—Será mejor que se rinda, doctor Seppel. Jeanne ya ha tomado una


decisión. Y hay algo respecto a ella que debe saber: diga lo que diga,
siempre lo mantiene.

—No estés muy seguro de eso —dijo la joven, descansando sus dos
pequeñas manos sobre el vendado brazo de Thorne. A éste, el contacto no
le dolió ni levemente.

En la cumbre de una duna que se alzaba sobre el lago, la luna iluminaba


un negro cráter que se abría en la arena. Dos de los granos de arena, que a
la pálida luz lunar brillaban más que los otros, cayeron juntos en el interior
de una pequeña cavidad para unirse en uno solo y recomenzar el trabajo de
trescientos años.

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- CASI UN CRIMEN
HENRY SLESAR

Fran salió de casa de Lila guardando en el bolsillo de su delantal los boletos


de apuestas impresos en verde. ¡Qué afortunada era la tal Lila! ¡Tres
ganadores en una semana! Mientras subía las combadas escaleras, hacia su
apartamento, en el piso superior, Fran meneó la cabeza, descontenta de su
propia suerte y envidiosa de Lila.

Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, la mujer corrió a la mesa de la


cocina e hizo a un lado los restos del desayuno de su marido. Luego sacó el
programa de las carreras del día siguiente y su vista recorrió la pequeña letra
impresa hasta encontrar los participantes de la cuarta carrera.

«Sonny Boy, County Judge, Chicago Flyer, Marzipan, Goldenrod…».

Fran leyó los nombres en voz alta, pasándose los dedos por el seco y
castaño cabello. Luego cerró los ojos y levantó la cabeza. Alguno de
aquellos nombres tenía que significar algo para ella, de no ser así, ello
significaba que no eran buenos. En eso consistía su sistema. No era gran
cosa, pero se trataba de cuanto poseía.

—«Sonny Boy»… —susurró. Ed, su marido, era admirador de Jolson 7.


La mujer repitió, en voz alta—: «Sonny Boy».

Fran fue al teléfono y marcó rápidamente un número.

—«Vito’s» —respondió la voz de un hombre.

7 Sonny boy fue una canción que hizo famosa el cantante Al Jolson. (N.
del T).
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—¿Está ahí el señor Cooney?

—¡Eh, Phil! —gritó el otro—. ¡Es para ti!

—Dígame pidió Cooney.

—¿Señor Cooney? Soy Fran Holland. ¿Querría apuntarme cinco dólares


en la cuarta carrera de mañana? Me gustaría…

—Un momento, señora Holland. Me alegro de que haya llamado.


Resulta que iba a ir a visitarla. Pensaba pasarme por su casa después de
cortarme el cabello.

—¿Pasará por mi casa? —la mujer miró al teléfono con extrañeza.

—Sí, señora Holland, así es. En primer lugar, no tengo permiso para
aceptar más apuestas suyas mientras no salde su cuenta. Y, en segundo
lugar, me han dicho que vaya a hablar con usted para ver si puedo cobrarle
el dinero que nos debe. En estos momentos la suma asciende a veinticinco
dólares.

—¿Veinticinco dólares? ¡Pero eso no es mucho! ¿O sí lo es?

—Claro que sí, señora Holland. Lo que ocurre es que usted no


comprende. Se trata de una orden de la oficina central. No es cosa mía. Hay
un número excesivo de cuentecillas pendientes; ya sabe a lo que me refiero.

—No. ¡No lo sé! —La mujer estaba honradamente indignada, como


cuando el de la tienda le cobraba de más.

—Bueno, me pasaré por ahí a explicárselo. Hasta luego.

—¡No! Aguarde un momento…

Pero el hombre llamado Cooney no estaba dispuesto a esperar. El «clic»


que se oyó al otro extremo de la línea era definitivo.

Antes de volver a ponerlo en su sitio, Fran miró estúpidamente al


receptor. Luego el pensamiento de que iba a llegar una visita —cualquier
visita—, le hizo dedicarse a una serie de acciones automáticas. Fregó los
platos del desayuno y los amontonó sobre la pila. Quitó las migas de pan
que había sobre la mesa, las recogió en la mano y las echó en la bolsa de
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papel que había junto al fogón. Luego se desprendió del delantal y lo dejó
en un armario.

En el dormitorio, la mujer se contempló en el espejo del tocador. La


suya era una cara aún joven, con todos los indicios del paso de los años
concentrados alrededor de los ojos. Tenía el pelo revuelto, así que se pasó el
peine, produciéndose unos dolorosos tirones.

Pensó en llamar a Lila, pero la idea de ver de nuevo aquella alegre cara
regocijándose con su infortunio era excesiva. No, ya se lo contaría en otro
momento, cuando ambas estuvieran lamentándose de la actuación de un
caballo excesivamente lento.

Se sentó a la mesa de la cocina y fumó un cigarrillo. Al cabo de diez


minutos llamaron a la puerta. Fran fue lentamente hacia ella.

Cooney se quitó el sombrero. La badana estaba tirante y dejó una huella


circular en la brillante superficie de su recién cortado cabello. El hombre
parecía un agente de seguros entrado en años, ansioso de ser simpático.

—Buenos días, señora Holland. ¿Me permite pasar?

—Ya sabe que sí —respondió Fran.

Cooney entró, escrutando con la mirada las tres habitaciones del


apartamento. Tomó asiento junto a la mesa y comenzó a juguetear con el
pequeño montón de ceniza que había en el cenicero.

—Ahora dígame de qué se trata —dijo Fran, en el tono de una madre


regañona.

—No es nada personal, señora Holland. Ya lo sabe. Me gusta hacer


negocios con personas como usted. Lo que pasa es que la dirección se está
poniendo un poco pesada con las cuentas pendientes.

La mujer casi sonrió.

—Eso es ridículo.

—No: la cosa va en serio —Cooney parecía sentirse herido—. ¿Qué


beneficios cree usted que sacamos de este negocio? Mire: el tipo que apuesta

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dos dólares es la base de nuestra empresa. Pero cuando ustedes empiezan a


apostar más dinero del que tiene, señora Holland…

—¡Empleo mi propio dinero! No puede acusarme de…

—¿Quién la acusa de nada? Mire, señora: nos debe esos veinticinco


pavos desde… —El hombre metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y
extrajo una libretita negra—. Desde el veinte de mayo —precisó—. De eso
hace casi dos meses. ¿Cómo cree que le sentaría eso a unos grandes
almacenes o a cualquier otro comercio?

—Escuche, señor Cooney. Ya sabe que, tarde o temprano, siempre le


pago. Desde que comencé…

—Es usted amiga de la señora Shank, ¿verdad? —preguntó el hombre,


de pronto.

—Ya sabe que sí. Fue Lila quien me habló…

—Sí, sí. Bien, ella no se encuentra en una posición mucho mejor. Tal
vez eso la consuele, señora Holland.

—Pero Lila acaba de ganar…

—Me alegro por ella. Y cuando la señora Shank gana, nosotros tenemos
que pagarle rápidamente, o se pone por las nubes. Sin embargo, cuando
anda escasa de dinero… —Cooney frunció el ceño y Fran dejó de sentirse
segura de sí misma.

—De acuerdo —dijo la mujer, acremente—. Si van a portarse así,


buscaré a otros que tengan menos prisas.

—Como guste. Puede hacerlo cuando quiera, señora Holland —Cooney


devolvió la libretita a su bolsillo—. Pero aún hay pendiente una cuestión de
veinticinco dólares.

—Le pagaré la semana que viene.

—No, señora Holland.

—¿Qué quiere usted decir con eso de que no? Le daré el dinero la
próxima semana. Mi marido no cobra hasta entonces.
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—Tch, tch.

La mujer miró fijamente a su visitante.

—¿Qué le pasa a usted? No puedo darle algo que no tengo. ¿Qué espera?

—Veinticinco pavos, señora Holland. Esas son las órdenes que he


recibido. ¿No puede pedir dinero prestado? A la señora Shank, por ejemplo.

—A ella, no —replicó Fran, con acritud.

—Debe usted de tener dinero en casa. El de la compra…

—¡No! Tengo un dólar y cincuenta centavos. ¡Eso es todo! Lo he estado


dejando todo a deber…

El hombre se puso en pie y, o él o la luz del cuarto habían cambiado. La


mansedumbre había desaparecido de su rostro y lo parecía todo menos
inofensivo.

—He de tener ese dinero hoy mismo, señora Holland. Si no lo cobro


hoy…

—¿Qué pasará? —Fran apenas podía creer en la actitud del hombre.


Cooney siempre le había parecido un caballero.

—Regresaré a las seis, señora Holland.

—¿Regresará?

—Si. A ver a su marido.

Aquélla era una palabra que Cooney no había mencionado ni una sola
vez. Durante los últimos tres meses, el hombre estuvo visitándola dos
mañanas semanales. Siempre encontró muestras de la presencia de Eddie:
los platos del desayuno, bien rebañados a causa del gran apetito del hombre;
su vieja pipa sobre la escurridera; encima de alguna silla, una camisa que
necesitara un remiendo. Pero Cooney, hasta entonces, nunca había hecho
referencia a Ed.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—¿Por qué? —preguntó Fran—. ¿Por qué tiene usted que hacer eso? Ya
le he dicho que conseguiré el dinero. Mi marido no tiene por qué enterarse
de nada.

—¡Claro que no, señora Holland! Todo lo que tiene usted que hacer es
pagarnos lo que nos debe… Nada más. Entonces su esposo no tendrá que
saberlo.

—¡No es que me sienta avergonzada! —gritó la mujer—. No he perdido


una fortuna, ni mucho menos.

—Desde luego, señora Holland.

—Usted no puede portarse de esa forma, señor Cooney…

El sombrero volvió a cubrir el grasiento cabello.

—Tengo que irme, señora. Ya sabe dónde puede encontrarme. En


«Vito’s». Si va antes de las seis, olvidaremos todo este asunto.

—¡Pero si se lo estoy diciendo! —Los dedos de Fran desbarataban el


trabajo realizado por el peine—. ¡No tengo ese dinero! ¡No puedo
conseguirlo! ¡No puedo! No hay ninguna forma…

—¿No ha oído hablar de las casas de empeño?

—Ya lo he… —Fran se detuvo, llevándose los dedos a la boca. ¡Si Eddie
supiera!…

—Hasta luego, señora Holland.

Cooney salió del apartamento y cerró la puerta con suavidad.

Fran escuchó alejarse los pasos del hombre hasta que la escalera volvió a
quedar en silencio. Entonces pensó en Eddie. Miró hacia el otro extremo de
la mesa, y casi pudo ver a su marido sentado allí, con aspecto dolorido y
contrariado. El mismo aspecto que tuvo en tantas ocasiones anteriores,
cuando meneaba la cabeza y decía:

—¿Por qué lo haces, Fran? ¿Para qué?

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¿Cómo podría enfrentarse de nuevo con aquello después de tantas


promesas, tras dolorosas escenas de reproches y perdón? La primera vez no
fue demasiado desagradable; aún estaban en luna de miel, y todo cuanto
hiciera la mujercita de Eddie era divertido, acertado y maravilloso, incluso
apostar a las carreras el dinero de la casa. En aquella ocasión se rieron de
ello y, tras una breve disputa, hicieron las paces de esa forma especialmente
tierna reservada a los recién casados. Pero hubo una segunda vez. Y una
tercera. Ante cada descubrimiento, Eddie había parecido más dañado y
aturdido, hasta que el aturdimiento se convirtió en ira. Y luego tuvo lugar
aquella terrible experiencia, en el pasado octubre, el día en que el hombre
descubrió el círculo blanco en el dedo de Fran, en el lugar que debía haber
ocupado su anillo de boda…

La mujer se estremeció ante el recuerdo. Aquella vez no hubo perdón


por parte de Eddie. Ella le juró que había roto con su vicio; intentó
convencerle, de todas las maneras posibles, de que había aprendido la
lección. Pero, aun así, Eddie no la había perdonado. Se limitó a advertir:

—Te concedo una oportunidad más, Fran, así que ayúdame. Como
vuelva a ocurrir, me iré…

Fran se levantó de su silla junto a la mesa y corrió al dormitorio. Abrió


los cajones de la cómoda, diseminando ropas y cajas llenas de botones,
agujas y retales. Registró todos sus bolsos, metiendo los dedos en los forros,
en busca de cualquier moneda olvidada. Cacheó los bolsillos de los dos
trajes de su marido que colgaban en el armario, atenta a si se producía el
tintinear de calderilla. Abrió el joyero de plástico que Eddie le regalara las
Navidades anteriores, y le descorazonó ver que todo lo que contenía eran
unas cuantas baratijas sin valor.

Incluso cuando corrió hacia la sala de estar, Fran tenía la sensación de


que cuanto estaba haciendo lo había hecho ya con anterioridad.

Bajo los almohadones del pequeño sofá encontró una moneda de diez
centavos y otra de uno. En un pequeño jarrón de porcelana que había sobre
una estantería halló un doblado billete de a dólar.

Llevó a la mesa de la cocina todo el dinero encontrado y lo contó.

—Dos dólares y setenta y ocho centavos susurró.


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Escondió la cabeza entre los brazos.

—Dios mío, Dios mío… —exclamó.

Veinticinco dólares no eran mucho. Pero… ¿dónde podría encontrarlos?


No tenía más amigas que Lila. Su familia vivía a muchos kilómetros de
distancia. ¿Dónde lograr aquella suma? Y antes de las seis. Miró a su
muñeca, pero recordó que el reloj que esperaba hallar estaba en poder de un
prestamista de Broadway. Miró el reloj eléctrico que había en la pared de la
cocina y se quedó sin aliento al darse cuenta de que ya eran casi las once y
media.

¡Tenía menos de siete horas! ¡Veinticinco dólares! «Cuentecillas», las


había llamado Cooney…

Entonces se le ocurrió la idea. Nació de un lamentable recuerdo, de una


desagradable escena ocurrida en una esquina callejera hacia sólo dos
semanas. Fran acababa de concluir un día de compras y bajo su brazo
llevaba una caja en cuyo interior iba un traje excesivamente caro. Había
permanecido en la esquina, con dolor de pies y rezando porque el autobús
número cinco llegara vacío. Entonces abrió su bolso, el mismo que ahora
estaba sobre la mesa, en busca de calderilla…

Se levantó tan súbitamente que la silla arañó el linóleo. Fue al


dormitorio y arregló a fondo su maquillaje. Se puso sus mejores zapatos de
ante y sacó de un cajón la prenda de seda que llamaba su «estola de tarde».
Al mirarse en el espejo no se sintió satisfecha, así que se cambió de vestido.

Cuando hubo acabado, Fran se parecía mucho a la chica que Ed llevaba


a las fiestas.

Luego, la mujer salió del pisito.

La parada de autobús se encontraba a cuatro travesías del edificio de


apartamentos. Era la parada de autobús ideal, porque, durante las horas
punta, los conductores de las líneas número cinco, quince y veintitrés se
turnaban en arrimarse al bordillo. En aquellos momentos el número cinco
acababa de partir, medio lleno; pero aún había quienes esperaban a que
llegara su transporte hacia sabe Dios qué diligencia.

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La mayor parte de la gente estaba constituida por personas ancianas.


Los viejos no eran excesivamente adecuados para lo que Fran se proponía
hacer. Decidida, fue hasta la señal en forma de flecha que marcaba la
parada y adoptó el aspecto de alguien animado por un propósito.

Con el rabillo del ojo seleccionó a su primera víctima. Sabía que iba a
ser la más difícil, así que debía tratarse de alguien adecuado. En realidad, el
hombre no parecía excesivamente viejo. Puede que pasara un poco de los
cincuenta. Sus ojos eran saltones, y llevaba los hombros encogidos, como si
reacción bastante extraña el sol de julio le diese frío. Tenía las manos en los
bolsillos y, en el interior de éstos, sonaba un tintineo de monedas.

Furtivamente, Fran se acercó al desconocido, fingiendo que atisbaba al


fondo de la calle para ver si venía algún autobús. El hombre la miró con
escaso interés.

Entonces Fran vio, a lo lejos, el autobús quince, que se acercaba.


Rápidamente abrió el bolso y comenzó a rebuscar en su interior.

—¡Dios mío! —dijo, en voz alta.

Al oír la exclamación, el hombre alzó las cejas.

Fran le miró, desolada. Con gran destreza, adoptó una expresión en la


que se mezclaban la preocupación y el humor.

—¿Qué le parece esto? —dijo—. No traigo ni un centavo.

El hombre sonrió, inseguro, sin saber qué partido tomar. Sus manos
dejaron de juguetear con las monedas.

—¿Qué puedo hacer? Tengo que ir al centro…

—Yo… bien… —el hombre carraspeó—. Mire, si usted me permite…

—¡Oh! ¿Querría usted? ¿Podría prestarme quince centavos? ¡Me siento


tan estúpida…!

Ahora el hombre sonreía: aquello iba a ser una experiencia anecdótica.


Fran no se sintió culpable. Era ella quien estaba haciendo un favor al

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desconocido, que sacó del bolsillo una mano llena de monedas. Escogió una
de diez centavos y otra de cinco y se las tendió a la mujer.

—No tiene importancia —dijo. En aquel momento, el autobús se detuvo


frente a los que aguardaban—. Me lo puede devolver por correo. Bueno,
aquí está el autobús…

—No es el mío —sonrió Fran—. Yo espero al cinco. Muchas, muchas


gracias.

—Encantado de hacerle un favor —dijo el hombre, alegremente, antes


de subir al vehículo.

«Hoy ya tendrás algo que contar, amigo», pensó Fran. Frente a ella, un
joven que había bajado del autobús que acababa de partir doblaba un
periódico.

—Perdone…

—¿Eh…? —El joven miró a Fran, extrañado.

—Ya sé que voy a parecerle tonta, pero… —Pestañeó, coqueta. El chico


era realmente muy joven, porque se puso colorado—. Resulta que he salido
de casa sin un centavo. Y debo tomar el próximo autobús hacia el centro…

—Caramba… —dijo el muchacho, con embarazo—. Comprendo cómo


se siente. Ahora mismo… —Metió la mano en un bolsillo de su chaqueta—:
Lo único que tengo es una moneda de veinticinco centavos…

—Ah, entonces…

—No, no. Guárdesela. Lo que le ha sucedido a usted me ocurre a mí


muy a menudo. —Miró de cerca al rostro de Fran y pareció comprender
que la mujer era más vieja que su sonrisa. Inclinó levemente la cabeza y
siguió su camino.

—Perdone —dijo Fran a una anciana señora que atisbaba con mirada
miope hacia el final de la calle—. Me siento muy confundida; pero me ha
ocurrido una cosa horrible…

—¿Qué? —preguntó la otra, con acritud.

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Fran sonrió forzadamente.

—Nada —dijo.

Un delgado caballero con gafas y que llevaba un libro bajo el brazo


caminaba con lentitud hacia la parada del autobús. Cuando Fran se le
acercó, el hombre le hizo un guiño.

—Perdone musitó ella.

Una hora más tarde Fran habría jurado que tenía una ampolla en el
talón derecho. Resultaba asombroso que el permanecer junto a una parada
de autobús hubiera podido hacerle aquello a sus pies. ¡Caramba, ella podía
andar kilómetros y kilómetros a través de unos grandes almacenes y nunca
le ocurría nada!

Entonces recordó las monedas que llevaba en el interior del bolso y


cruzó rápidamente la calle. En la esquina había una farmacia. Fran entró en
una de las cabinas telefónicas del establecimiento y cerró la puerta.

Allí hizo un cuidadoso recuento.

El total ascendía a tres dólares y quince centavos. Añadidos a la suma


con que empezara, la cantidad se elevaba a cinco dólares noventa y tres
centavos. Fran se estremeció. Aún tenía que recorrer un largo camino…

Cuando abrió las puertas de la cabina, fuera había un hombre


esperando.

—Perdone —dijo la mujer, automáticamente—. Me siento estúpida,


pero he salido sin un centavo, y tengo que ir al cen… Tengo que hacer una
llamada.

El otro sonrió, amablemente.

—¿Sí? —dijo. Entonces comprendió lo que se esperaba de él, y su mano


fue hasta el bolsillo donde llevaba el dinero suelto—. ¡Oh, sí, desde luego!
—exclamó—. Aquí tengo diez centavos.

—Gracias, muchísimas gracias.

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Fran volvió a cerrar las puertas y, sin haber introducido la moneda,


marcó un número. Durante unos momentos, habló animadamente con el
silencioso aparato, colgó tras un musical «adiós» y sonrió con gran
amabilidad al hombre que entró en la cabina tras abandonarla ella.

Luego regresó a la parada de autobús.

A las tres de la tarde, Fran había conseguido casi diez dólares más. A las
cuatro menos cuarto volvió a la cabina telefónica para realizar un nuevo
recuento.

—Catorce dólares y nueve centavos —dijo, en voz alta.

Su dedo se metió en el orificio de devolución del teléfono y salió de él


con una moneda de diez centavos.

—¡Hoy es mi día de suerte! —rió la mujer.

Pero a las cuatro se encontraba más descorazonada. Alrededor de la


parada había cada vez más personas. No obstante, el incremento de tráfico
no la ayudó en su colecta de calderilla.

A las cuatro y media aún estaba muy lejos de su meta de veinticinco


dólares.

—Perdone. —Esta vez se dirigió a un hombre gordo, de rostro


inexpresivo—. Soy una tonta; he salido de casa sin ningún dinero. Tal vez
usted tuviera la caballerosidad…

—Largo replicó el tipo, mirándola aviesamente.

—Usted no me comprende… Sólo iba a preguntarle si tenía…

—Váyase, por favor, señora —insistió el gordo.

Aquélla era la primera vez que le negaban ayuda. Fran sabía que era
mejor no discutir. No merecía la pena. Pero, de pronto, se sintió indignada.

—Mire —dijo acaloradamente—. Sólo son quince centavos. Lo que


cuesta un billete de autobús.

Fran notó que una mano aferraba su brazo y se revolvió con furia.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Perdone, señora…

La mujer miró, indignada, al hombre cuyos dedos agarraban con tal


fuerza la manga de su vestido. El desconocido tendría treinta y tantos años,
y sus ropas estaban cortadas a base de ángulos agudos. El hombre grueso se
apartó de ellos, y eso hizo que Fran se sintiera aún más irritada.

—¿Qué quiere?

El hombre sonrió. Sus dientes eran largos, y sus ojos permanecían fríos y
nada cordiales.

—Creo que será mejor que me acompañe.

—¿Qué?

—Por favor. Será preferible para ambos que no haga una escena. ¿Qué
responde?

—¡No se de qué habla!

—Mire, señora: la he estado observando durante los últimos treinta


minutos. ¿Me entiende ahora? Será mejor que me acompañe por las buenas
antes de que empiece a ponerme en plan antipático.

Fran comenzó a notar en su vacío estómago una desagradable


sensación.

—¿Por que tengo que acompañarle? ¿Quién se cree que es?

—Si quiere ver mi chapa, se la enseñaré. Pero me parece que ya tenemos


bastante gente pendiente de nosotros. ¿Qué dice?

La mujer tragó saliva con dificultad.

—De acuerdo.

Se alejaron de la parada de autobús. El hombre seguía sujetando a Fran


por el brazo, sonriendo como un viejo amigo que ha efectuado un
encuentro casual, y no dijo nada hasta que llegaron a un automóvil gris
aparcado a unos treinta metros de la parada.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

El tipo abrió la puerta.

—Pase usted, por favor.

—Mire, señor… Si me deja que le explique…

—Ya tendrá tiempo de hacerla. Adentro, señora.

Fran montó. Su acompañante dio la vuelta para entrar por la portezuela


contraria y se instaló junto a ella. El coche arrancó y, al llegar a la primera
esquina, torció a la izquierda.

—Usted no comprende —dijo Fran, suplicante—. No hacía nada malo.


Ni robaba ni nada de eso. Me limitaba a pedir, ¿entiende? Vera… me
encuentro en un aprieto.

—Sí que está en un aprieto, de eso no cabe duda. El hombre eludió un


semáforo que estaba cambiando de color y volvió a torcer a la izquierda.

Fran escondió la cara entre las manos y comenzó a sollozar. Pero sus
ojos estaban secos; las lágrimas se negaban a acudir.

—Es inútil que emplee esos trucos —dijo él—. He visto montones de
mujeres como usted, señora. Sin embargo, admito que no conocía su
sistema. ¿Cuánto dinero creía poder reunir?

—No necesitaba mucho. ¡Sólo unos pocos dólares! Antes de las seis
tengo que haber conseguido veinticinco dólares. ¡Es necesario!

—¿Cuánto llevaba reunido?

—No mucho. De veras. ¡Únicamente unos dólares! No irá usted a


arrestarme portan poco, ¿verdad?

—¿Cuánto, señora?

Fran abrió el bolso y contempló las monedas que había en el fondo.

—No lo sé exactamente —musitó—. Tal vez unos quince o dieciséis


dólares. Pero no es suficiente…

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Ahora el coche se encontraba en una calle lateral, lejos del espeso


tráfico, camino de los almacenes cercanos al río.

—¡Por favor! —gritó Fran—. ¡No me encierre! ¡No volveré a hacerlo!


Necesitaba desesperadamente ese dinero…

—¿Cuánto más necesitas, muñeca?

—¿Qué?

—¿Cuánto te falta para llegar a los veinticinco?

La mujer volvió a mirar en su bolso.

—No estoy segura. Otros diez dólares… Tal vez ni siquiera eso.

—¿Eso es todo? —sonrió el tipo.

El pie del hombre apretaba cada vez más el acelerador, como si, de
pronto, se sintiera ansioso de llegar a su destino. Dobló a gran velocidad
varias esquinas, y las ruedas del coche protestaron chirriando. Fran empezó
a alarmarse.

—¡Eh! —La mujer contempló por la ventanilla el desierto y desconocido


vecindario—. ¿Dónde estamos? ¿Es usted un policía o no?

—¿Tú qué crees?

Fran le miró fijamente.

—No, claro que no lo es. No pensaba arrestarme en absoluto… —Se


inclinó hacia la portezuela, poniendo los dedos en la manilla.

—Tch, tch. No hagas estupideces. Lo único que conseguirías es hacerte


daño. Además, muñeca, aún puedo llamar a un polizonte y hablarle de tus
raterías.

—¡No le creerían!

—Es posible, pero… ¿para qué arriesgarse? —El falso agente soltó la
mano derecha del volante y pasó el brazo sobre los hombros de Fran.

—¡Estése quieto!

207 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—No eres nada lista, cariño. Has de reunir esos veinticinco antes de las
seis. Ahora son casi las cinco. ¿De dónde crees que los vas a sacar?

—¡Déjeme salir!

—A lo mejor yo puedo ayudarte, muñeca. —La atrajo hacia sí. Sus ojos
estaban fijos en la calle y su sonrisa era cada vez más amplia—. Si eres
amable…

—No —dijo Fran—. ¡No!

El tipo redujo velocidad para doblar otra esquina y entonces Fran vio
llegado su momento. Levantó la manilla de la portezuela y ésta se abrió de
golpe. El hombre lanzó una palabrota y aferró a la mujer por el brazo.

—¡Déjeme en paz! —gritó ella, agitando el bolso, cargado de monedas,


que fue a golpear al hombre en la sien.

El tipo lanzó un grito rabioso y, al tratar de retener a Fran, le desgarró la


manga del traje. Luego, temerariamente, soltó la otra mano del volante. El
coche cabeceó como un caballo salvaje al que de pronto sueltan de sus
ataduras, y arrojó a Fran contra la abierta portezuela, a través de la cual la
mujer cayó a la calzada.

Lo hizo sobre las rodillas y las manos, sollozando, pero ilesa. Observó,
sin horror ni remordimientos, cómo el coche se subía a la acera e iba a
chocar contra la fuerte pared de ladrillo de uno de los almacenes.

El primer pensamiento de Fran fue correr, ya que en los alrededores no


había nadie que pudiera observar su huida. Entonces recordó que su bolso
se había quedado en el coche, y se dirigió al accidentado vehículo para
recogerlo.

La portezuela permanecía abierta, y el bolso se hallaba junto al


inconsciente conductor. Fran no sabía si el hombre estaba vivo o muerto,
ni, en aquellos momentos, le importaba la diferencia. El tipo se encontraba
inclinado sobre el volante, con las manos colgando fláccidamente.
Jadeando, la mujer se inclinó para tomar su monedero.

La idea se le ocurrió con tal naturalidad que comenzó a buscar la cartera


del hombre sin que sus dedos acusaran el más mínimo nerviosismo.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Encontró la billetera en el bolsillo interior de la chaqueta. Dentro había un


montó de billetes, pero, con un extraño sentido de la honradez, sólo cogió
diez dólares.

Fran llegó a la barbería «Vito’s» a las seis menos diez. Vito inició una
sonrisa, pero la truncó al ver las desencajadas facciones y la maltrecha ropa
de la visitante.

—¿Cooney, eh? Sí, está dentro. ¡Phil, una señora te busca!

Al salir de la trastienda, Cooney miró con curiosidad a Fran. El hombre,


en mangas de camisa, llevaba en una mano una pobre jugada de póker.
Cuando vio que la señora Holland abría el bolso, se le iluminó el rostro.
Luego, al ver aquella cantidad de pequeñas monedas, no pudo evitar reírse.

—¿Qué ha hecho usted, señora? ¿Ha robado un cepillo de iglesia?

—Cuéntelo —dijo Fran, en tono distante—. Hágame ese favor, señor


Cooney.

El hombre volcó el contenido del bolso sobre una mesita de manicura.


Vito ayudó en la cuenta. Cuando hubieron hecho la suya, Cooney miró a
Fran:

—Treinta dólares y cuarenta y seis centavos, señora Holland —anunció,


con satisfecha sonrisa—. Aún le sobra dinero. Siento mucho haberle tenido
que apretar las clavijas; pero ya ve que todo ha ido bien.

Fran ascendió lentamente las escaleras del edificio de apartamentos. Al


llegar al tercer piso, se abrió una puerta y por ella asomó una rubia con el
pelo lleno de rizadores.

—¡Fran! Por el amor de Dios, ¿dónde has estado?

—De compras —replicó la mujer, fatigada.

—Pareces molida. ¿Compraste algo bonito?

—No, nada, Lila.

—Bueno, he de darte una noticia. Esta noche no tendrás que preparar


cena. Si no te apetece cocinar, puedes venir a comer conmigo.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—¿Qué quieres decir?

—Esta noche eres libre, preciosa —la rubia lanzó una carcajada—. Esta
tarde, Ed debe de haber telefoneado lo menos nueve veces. Al final me
llamó a mí, creyendo que estabas en mi casa, cotilleando o algo por el
estilo.

—¿Ed? —Fran parpadeó.

—Sí. Llamó desde la oficina. Quería decirte que no regresaría hasta


mañana. Había surgido un asunto urgente con un comprador o algo así.
Dijo que debía salir hacia Chicago en el avión de las cinco.

—¿No vendrá a casa? —repitió Fran, estúpidamente.

—Anímate, mujer. Ya has oído lo que te he dicho. Ed se ha marchado a


Chicago. Esta noche podrás descansar.

Fran se estremeció y comenzó a ascender el siguiente tramo de la


escalera.

—Gracias, Lila.

—De nada —replicó la rubia, encogiéndose de hombros—. ¿Estás


segura de que te encuentras bien?

—Sí, sí. Muy bien. Perfectamente.

En el piso de arriba Fran abrió la puerta de su apartamento y pasó al


interior. A la luz del atardecer, los platos del desayuno, aún amontonados
sobre la pila, tenían un aspecto grisáceo. La mujer dejó el bolso sobre la
mesa y, de dos patadas, se desprendió de los zapatos.

En la sala de estar se dejó caer pesadamente en un sillón y encendió un


cigarrillo. Permaneció allí, exhausta, contemplando la débil luz que entraba
del exterior y fumando en silencio. Se echó sobre los hombros la «estola de
tarde», como si en la habitación hiciese frío.

—Chicago —dijo, con amargura.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Entonces el nombre adquirió una significación. Quería decir algo. Fran


se levantó rápidamente. Aquélla era la clave del asunto. El nombre «tenía
que significar algo».

Fue hacia el teléfono y marcó un número muy familiar.

—Oiga, ¿está el señor Cooney? —Su pie, sólo cubierto por la media,
golpeó con impaciencia el suelo.

—¿Señor Cooney? Escuche, soy Fran Holland. Se trata de esa cuarta


carrera de mañana. Me gustaría apostar cinco dólares a «Chicago Flyer. Eso
es: en la cuarta carrera.

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- LA MUCHACHA DE ORO
ELLIS PETERS

—Shakespeare… —dijo el sobrecargo, pensativo, mientras tomaba su


segunda cerveza después de salir del teatro—. Desde luego, este año sólo se
representa a Shakespeare. Sin embargo, él también plagió lo suyo. Eso de
«mis ducados y mi hija»… Hubo otro tipo que escribió eso mucho mejor.
Una vez la obra se llamaba El judío de Malta, y el autor era un tal Marlowe.
«¡Oh, fortuna, oh, muchacha! ¡Oh, belleza! ¡Oh, mi dicha!». Esta noche,
viendo El Mercader, me he acordado. Y de un caso real que conocí… sólo
que ella no era su hija, ni mucho menos.

»Entonces era yo un jovenzuelo inexperto, y servía a las órdenes del


viejo McLean, en el Aurea. De esto hará… bueno, unos diez años o así.
Algunas veces sueño con ello, aunque ahora no me ocurre con tanta
frecuencia. Íbamos a zarpar a Liverpool con destino a Bombay. Era mi
tercera travesía. Aquella pareja llegó durante el bullicio anterior a la salida,
y, no obstante, nadie dejó de fijarse en ellos a causa de la chica. ¡Era tan
increíblemente bonita, con su cabello rubio como el oro y sus ojos azul
claro! Además, ¡estaba tan enternecedoramente embarazada…! Ya saben,
esos blusones sueltos, y luego los finísimos brazos colgando a ambos lados
del abultado cuerpo. Y el cuidadoso y levemente desmañado andar,
equilibrando el peso. Subió lentamente las escalerillas, aferrándose a la
baranda. Uno podía notar que todos los hombres que había alrededor se
contenían para no correr a ayudarla.

»La pareja se dirigía a Bombay, donde, probablemente, el marido iba a


hacerse cargo de algún delicado empleo. El hombre tendría unos cuarenta
años, contra los veintidós o así de ella. Sin embargo, en él también había
algo. Al cabo de una hora de zarpar, todas las mujeres tenían los ojos fijos
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

en él. Era un tipo alto y atractivo, moreno, silencioso y con aspecto


experimentado. Mostraba hacia su mujer una actitud tan solicita que el
resto de las esposas de a bordo se pusieron verdes de envidia.
Inmediatamente supusieron que se trataba de un vividor reformado. Un
donjuán que había encontrado su chica. ¡Que intentasen apartarle de ella!
Antes de que terminase el viaje hubo muchas que trataron de hacerlo. Pero
no. Por lo que a él respectaba, en el barco no había otra mujer que su
esposa. Durante los diecisiete días de la travesía no se apartó de su lado, y
siempre con aquella ansiosa expresión en la cara.

»A los dos días de navegación realizamos un simulacro de naufragio.


Siempre lo hacíamos, aunque nunca esperábamos que colaborasen más de
la mitad de los pasajeros, sobre todo en aquella época del año y con el mar
tan calmado como suele mostrarse a veces. Yo era el oficial a cargo del bote
salvavidas que correspondía a la pareja, y cuando sonó la primera sirena me
cuidé de pasar cerca de su camarote. El hombre no estaba, había ido a la
biblioteca, a buscar unos libros para su esposa. Tuve el placer de ayudarla a
colocarse el chaleco salvavidas. Como la mayor parte de las mujeres, no
tenía ni idea de cómo ponérselo, con instrucciones o sin ellas.

»Bajo la amplia túnica, el cuerpo de la muchacha parecía menos


abultado. Sólo un poco más grueso de lo que debía de ser en circunstancias
normales. Al menos, eso me pareció. Por la forma que la joven tuvo de
darme las gracias hubiera estado yo dispuesto a saltar por la borda, si eso
fuese a complacerla. Sí, se encontraba bien. Sí, subiría al puente y
colaboraría, como los demás. Y lo hizo. Era como una niña entregada a un
juego, la más alegre de todos los falsos náufragos. Su marido llegó pronto al
rescate, ansioso de aislarla de nosotros y de cuidar de ella él mismo. No
hubo un solo hombre que no envidiara sus derechos.

»Y así durante toda la travesía. En nuestras proyecciones


cinematográficas, los dos se sentaban en un tranquilo rincón, con las manos
juntas. Las mujeres suponían que no llevaban mucho tiempo casados. Sin
duda él aún no se había repuesto del feliz shock de conseguirla, y casi no
podía creer en su suerte.

»Casi la mitad de los pasajeros descendieron en Karachi. Como de


costumbre, seguimos hacia Bombay rodeados de un ambiente más tranquilo
y apagado. Y aquella noche, alrededor de las doce, estalló el fuego.
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»Se estaba celebrando un baile. Para suavizar el efecto de las


separaciones, siempre programamos algo divertido. Debido a la fiesta no
conseguimos averiguar cómo empezó la cosa. Lo único que sé es que, de
pronto, comenzaron a sonar alarmas bajo los puentes e, inexplicablemente,
ninguna arriba, en los salones y bares. La música prosiguió, y en la cubierta
de botes la gente continuaba en la piscina mucho después de que, abajo, casi
reinase el pánico. Las comunicaciones se hicieron imposibles, ya que el
sistema de altavoces se desbarató. Antes de que hubiera transcurrido el
tiempo necesario para decir «amén», todo estaba lleno de humo. Diez
minutos más tarde aquello era ya un caos. Nadie podía transmitir órdenes
más allá del alcance de su voz. Y una vez a la gente le hubo entrado el
miedo, ese alcance no abarcaba mucho.

»En realidad, no se trató de pánico. Los pasajeros formaban un conjunto


bastante consciente, y se hubieran portado de maravilla si hubiese habido
alguna forma de indicarles lo que debían hacer. Pero no la había, porque no
disponíamos de suficientes oficiales para andar de grupo en grupo. Algunas
veces la confusión y el desconcierto pueden producir los mismos resultados
que el pánico. Los pasajeros más capaces y conscientes, que siempre están
dispuestos a ayudar, por falta de instrucciones, hacen las peores cosas. Y los
otros no lograban más que estorbarlos a ellos y a nosotros. ¿Qué medidas
podían tomarse? Gracias a Dios, el mar estaba en completa calma y dos o
tres barcos habían recibido nuestras llamadas de auxilio y acudían al
rescate.

»Las cosas tenían que suceder como ocurrieron. El fuego se extendió a


velocidad prodigiosa y el barco empezó a escorar. Empujamos a todo el
mundo a cubierta, les hicimos poner los chalecos salvavidas y comenzamos
a arriar los botes. Nunca olvidaré el escándalo que reinaba. Nadie se puso
histérico, pero todos gritaban.

»Comencé a recorrer, entre el humo, el puente B., abriendo las puertas


de los camarotes para recoger a los rezagados. Con una mano agarraba a
una mujer y, a mi espalda, un camarero de Goa arrastraba a dos más. Abrí
la puerta de la cabina cincuenta y seis. Allí estaba la muchacha de oro,
aferrada a su marido. Sus grandes ojos parecían enormes lagos grises en los
que se reflejaba un asombrado terror. Los dos estaban lidiando
desmañadamente con el chaleco salvavidas de ella. El del hombre se

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

encontraba en la litera baja. Le grité, furiosamente, que se diera prisa en


ponerle a su mujer el chaleco. Luego, tan pronto como concluyó, aferré a la
muchacha con mi mano libre. La chica, dando traspiés, me siguió por las
escalerillas. Su paso era tan lento y dificultoso como el de una anciana.
Incluso tuve tiempo de sangrar un poco interiormente ante la sola idea de
que estaba maltratándola. Pero, ¡caramba!, teníamos prisa. Bajo nuestros
pies, el Aurea se inclinaba cada vez más, hundiéndose en el tranquilo
océano. El barco no iba a durar mucho.

»Bueno, pese al pandemonio que reinaba en cubierta, conseguí llevar a


la pareja hasta su lancha. Para entonces, cerca de nuestro buque había ya un
petrolero que lanzaba sus botes para acudir al rescate. Sobre las oscuras
aguas brillaban las luces de los faros de búsqueda. En aquel momento el
puente comenzó a ladearse, tomando una posición casi vertical que nos
lanzó hacia la barandilla. Las mujeres gritaron, colgándose de lo primero
que les vino a mano. Pensé que todo había acabado; pero el Aurea volvió a
enderezarse en parte. Sin embargo, el bote se escurrió, deslizándose hacia
popa, donde quedó trabado. Comprendí que ya no podríamos utilizarlo.
Algunos de los otros estaban ya en el agua, a cierta distancia, seguros y
esperando la oportunidad de ayudarnos en lo que pudieran cuando
zozobrásemos. En la oscuridad, más barcos se acercaban al petrolero,
dispuestos también a colaborar. Uno se había aproximado más que los
restantes, y desde él nos llamaban. Les respondí a gritos, y el vapor se
acercó aún más. Aferré por el brazo a la muchacha de oro. Tenía en mi
mano dos vidas… ya saben lo que es eso.

»El marido de la chica, hecho una furia, lanzó un alarido y agarró con
todas sus fuerzas a su mujer, gritando algo que, a causa del barullo general,
no comprendí. No había tiempo de convencer a nadie de nada, así que, para
apartarle, le puse la mano contra la barbilla y le di un fuerte empujón. A la
fuerza, soltó a su esposa. Luego tomé en brazos a la chica, la alcé sobre la
baranda y, con mucho cuidado y delicadeza, la dejé caer en el sitio donde
estaría más segura: el mar, a pocos metros de los botes que habían sido
arriados del barco que se encontraba más próximo. El oficial a quien yo
había saludado se inclinaba ya para recoger a la muchacha.

»Entonces ocurrieron dos cosas con las que aún sueño a veces, cuando
me encuentro indispuesto. Su esposo lanzó un grito digno de un alma en

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pena, un sonido que nunca olvidaré, y, aullando, fue hasta la baranda y


saltó sobre ella. Y la muchacha, la chica de oro… ¡Dios mío…! Al caer al
agua se hundió como una piedra.

»Su rostro estuvo un segundo vuelto hacia arriba, demudado,


mirándome con aquellos ojos perdidos y aterrados hasta que las aguas se
cerraron sobre él. La muchacha se hundió y no volvió a reaparecer.

»Me costó un minuto entero darme cuenta de lo que había ocurrido.


Pueden imaginárselo. Luego me tiré al agua y me sumergí en busca de la
mujer, bajando, bajando cada vez más; una y otra vez, hasta que, a la
fuerza, me izaron a un bote. No pude encontrada. No obstante hubo un
momento en que me pareció veda, hundiéndose mucho más abajo de donde
me hallaba. Creo recordada con los cabellos erizados, de ojos llenos de
horror… Su boca daba la impresión de emitir un silencioso alarido. ¿Cuál
era su nombre? Seria agradable pensar que sólo imaginé todo aquello. Y,
mejor aún, olvidado. El caso es que no logro hacer ninguna de las dos
cosas.

»Para aquellos instantes, del marido tampoco quedaba nada, excepto el


chaleco salvavidas, que flotaba mansamente en el lugar donde se lo había
arrancado para bucear en busca de la joven. Si el vórtice que produjo el
Aurea al hundirse no hubiera revuelto el fondo y hecho subir a la superficie
cuanto había hundido, nunca hubiéramos encontrado a ninguno de los dos.
El petrolero aún tenía unos cuantos botes en el agua. Uno de ellos recogió el
cuerpo de la chica, aprovechando su momentánea salida a la superficie. Al
hombre nunca lo hallamos.

»Fue el encontrarla a ella y lo que llevaba sobre el cuerpo, lo que hizo


intervenir en el asunto a la Interpol.

»La muchacha no estaba casada con el hombre, desde luego. Era una
modelo profesional y actriz de pequeños papeles que el tipo había recogido
en algún club nocturno. Tampoco estaba embarazada. Lo único que, a mi
entender, no era falso, era la solicita actitud del hombre hacia su
compañera. Nunca la había empleado antes. Todos los cargamentos
anteriores los había pasado por aire, mediante otros portadores. El último
debía haber sido un trabajo fácil, un crucero de placer con una hermosa

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recompensa al final. Se trataba de un negocio muy provechoso. Creo que no


pensaban repetirlo.

»Una vez acabado el primer simulacro de naufragio, el material que ella


había subido a bordo metido en una bolsa oculta por su ancho traje de
embarazada, pasó a quedar escondido en el chaleco salvavidas de la
muchacha. ¿Un lugar absurdo? Bien, les diré una cosa: nadie cree nunca
que va a necesitar imperiosamente ese maldito chaleco. Nadie. Así que, a
fin de cuentas, no era un lugar tan estúpido. De esa forma, la chica podía
disfrutar de comodidad hasta volver a recoger su carga, al llegar a Bombay.
Una vez allí la transportaría tiernamente a tierra por entre los empleados de
la aduana. La pareja dejó para la última noche el trabajo de trasladar el
«paquete» a su escondite original, y el incendio les pescó desprevenidos.

»Desde luego, el hombre podía haberse quedado con el chaleco pesado y


dar el suyo a la muchacha. Quizá lo hubiera hecho, de no haber intervenido
yo. O puede que no. Después de todo, la chica no era más que una
profesional que realizaba un trabajo para él. Una vez en el bote, se hubiera
encontrado segura. Y, siguiera lo que siguiese, era ella, con su pasmosa
belleza y su desarmante estado, la que hubiera recibido el mejor trato y la
que hubiese tenido más posibilidades de volver a esconder la carga y de
meterla en la India sin apenas arriesgarse.

»Aún me pregunto cuál fue la verdadera causa que hizo que aquel
hombre se arrojara al agua, si la muchacha, o los quince kilos de oro que
había en el interior del chaleco salvavidas.

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- EL MUCHACHO QUE PREDECÍA


LOS TERREMOTOS
MARGARET ST. CLAIR

—Naturalmente, tú eres escéptico —dijo Wellman. Se sirvió agua de una


jarra, se colocó una píldora en la lengua y, con ayuda del agua, se la tragó—
. Es lógico y comprensible. No te culpo por ello, ni soñarlo. Aquí, en el
estudio, había un buen montón de gente que, cuando empezamos a
programar a ese chico, Herbert, sustentaba tu misma actitud. Y, entre
nosotros, no me importa admitir que yo mismo sentía bastantes dudas
respecto a que un programa de esa clase pudiera dar buen resultado en
televisión.

Wellman se rascó detrás de la oreja, mientras Read le escuchaba con


interés científico.

—Bueno, pues estaba equivocado —siguió Wellman, bajando la


mano—. Me complace decir que erré en un mil por ciento. El primer
programa del muchacho, que no fue anunciado y careció de publicidad,
aportó casi mil cuatrocientas cartas. Y hoy en día recibe… —El hombre se
inclinó hacia Read y susurró una cifra.

—¡Oh! —exclamó Read.

—Aún no hemos divulgado esa información, porque esos borregos de


Purple no nos creerían. Pero es la verdad pura y simple. Hoy en día no
existe otra personalidad en televisión que cuente con una audiencia como la
del chico. El programa también se emite en onda corta, y la gente lo
sintoniza en todas partes del mundo. Después de cada programa, la oficina
de Correos ha de enviamos dos camiones especiales llenos de cartas. Read,
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no puedo expresar lo feliz que me hace el que vosotros, los científicos, estéis
pensando, por fin, en hacer un estudio respecto al muchacho. Te soy franco.

—¿De qué tipo es, personalmente? —preguntó Read.

—¿El chico? Oh, muy sencillo, tranquilo y muy, muy sincero. A mí me


gusta muchísimo. Su padre… bueno, es todo un carácter.

—¿Cómo se realiza el programa?

—¿Quieres decir cómo trabaja Herbert? Pues, francamente, Read, eso es


algo que tendrán que averiguar tus informadores. Nosotros no tenemos ni la
más mínima idea de lo que ocurre en realidad. Desde luego, puedo decirte
los detalles del programa. El muchacho actúa dos veces a la semana, los
lunes y viernes. No emplea guión —Wellman hizo una mueca—, y eso nos
produce más de un quebradero de cabeza. Herbert asegura que los guiones
le dejan sin saber qué decir. Permanece en antena durante doce minutos. La
mayor parte de ellos se limita a charlar, contando a los espectadores lo que
estudia en el colegio, los libros que ha leído y cosas por el estilo. La clase de
conversación que uno oye de cualquier muchacho simpático y tranquilo.
Pero siempre hace una o dos predicciones. Como mínimo, una, y como
máximo tres. Se trata de cosas que ocurrirán durante las próximas cuarenta
y ocho horas. Herbert dice que, más allá de ese plazo, no puede ver nada.

—¿Y las predicciones se cumplen? —inquirió Read, y más que una


pregunta era una afirmación.

—Siempre —replicó Wellman, con leve tono de cansancio. Lanzó un


bufido—. El último abril, Herbert predijo la caída del avión estratosférico en
Guam, el huracán de los Estados del Golfo, y los resultados de las
elecciones. También anunció el desastre del submarino en Las Tortugas.
¿Te das cuenta de que el FBI, durante cada programa, tiene un agente en el
estudio, junto al muchacho? Se trata de una medida para suspender
inmediatamente el espacio si el chico dice algo que sea contrario a la
política pública. Así de en serio le toman.

»Ayer, cuando me enteré de que la Universidad pensaba hacer un


estudio sobre el tema, repasé el historial de Herbert. Hace ahora año y
medio que su programa se emite, dos veces a la semana. Durante ese
tiempo, el chico ha hecho ciento seis predicciones. Y cada una de ellas, sin
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

excepción, ha resultado cierta. En estos momentos, el público en general


tiene tal confianza en él que… —Wellman se humedeció los labios,
buscando la comparación adecuada—, que si predijese el fin del mundo o el
ganador del Derby irlandés, le creerían.

»Soy sincero por completo, Read, terriblemente sincero: Herbert es la


cosa más importante que ha habido en televisión desde el invento de la
célula de selenio. Resulta imposible sobreestimarle a él o a su importancia.
Y ahora, ¿te parece que vayamos a presenciar su programa? Ya es casi hora
de que empiece.

Wellman se puso de pie frente a su escritorio y colocó, en su lugar, la


corbata, adornada con pingüinos rosa y púrpura. Luego condujo a Read a
través de los pasillos de la emisora hasta la sala de observación del estudio
8-G, donde se encontraba Herbert Pinner.

Read pensó que Herbert parecía un muchacho agradable y pacífico.


Tendría unos quince años y estaba muy desarrollado para su edad. Su rostro
era agradable, inteligente y con cierta expresión preocupada. Realizó los
preparativos para su programa con perfecta compostura, que tal vez
escondiese un punto de desagrado.

—He estado leyendo un libro muy interesante —dijo Herbert a la


audiencia televisiva—. Se llama El conde de Montecristo. Creo que a casi todo
el mundo le gustaría el muchacho —mostró el volumen a los
espectadores—. También he comenzado a leer una obra sobre astronomía
escrita por un hombre llamado Duncan. Eso me ha hecho desear un
telescopio. Mi padre dice que, si trabajo de firme y consigo buenas notas en
el colegio, a fin de curso me regalará un pequeño telescopio. Cuando lo
compremos, les diré lo que veo por él.

»Esta noche, en los Estados del Atlántico Norte habrá un terremoto. No


será muy malo. Producirá considerables daños en las propiedades; pero no
habrá víctimas. Mañana por la mañana, a eso de las diez, encontrarán a
Gwendolyn Box, que está perdida en las sierras desde el jueves. Aunque
tendrá una pierna rota, estará aún con vida.

»Cuando tenga el telescopio, espero hacerme miembro de la Sociedad de


Observadores de las Estrellas Variables. Las estrellas variables se llaman así

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

porque su brillo varía, ya sea debido a cambios internos o a causas


externas…

Al final del programa, Read fue presentado al joven Pinner. El científico


encontró al muchacho muy cortés y cooperativo; pero un poco distante.

—No sé cómo lo hago, señor Read —dijo Herbert, después de responder


a cierto número de preguntas preliminares—. No son imágenes, como usted
ha sugerido, y tampoco palabras. Sólo es que… esas cosas se me ocurren.

»He observado que no logro predecir nada a no ser que sepa, más o
menos, de qué se trata. He podido anunciar el temblor de tierra porque todo
el mundo sabe lo que es un terremoto. Pero no hubiera conseguido hablar
de Gwendolyn Box de no saber que estaba perdida. Sólo hubiera tenido la
sensación de que algo o alguien iba a ser encontrado.

—¿Quieres decir que no puedes hacer predicciones acerca de nada a no


ser que, con anterioridad, conozcas la cosa conscientemente? —preguntó
Read, con interés.

Herbert dudó.

—Supongo que sí… —dijo—. En caso contrario se forma una especie


de… borrón en mi cerebro; pero no puedo identificar lo que es. Es como
mirar a una luz con los ojos cerrados. Uno sabe que existe luz, pero eso es
cuanto conoce. Ése es el motivo de que lea tantos libros. Cuantas más cosas
conozco, sobre más cosas puedo hacer predicciones. Algunas veces se me
escapan cosas importantes. No sé a qué se debe. Como, por ejemplo,
cuando estalló la pila atómica y murió tanta gente. Para aquel día, lo único
que yo había anunciado era un aumento en los empleos. En realidad, no sé
cómo me pasa esto, señor Read. Lo único que sé es que me pasa.

En aquel momento apareció el padre de Herbert. Era un hombre bajo y


robusto, con la persuasiva personalidad del extrovertido.

—Así que van a investigar a Herbert, ¿eh? —dijo, tras las


presentaciones—. Esto está bien. Ya era hora de que lo hiciesen.

—Creo que lo haremos —respondió Read, con cautela—. Primero


tendrán que aprobar la subvención para el proyecto.

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El señor Pinner le miró astutamente.

—Antes quiere ver si se produce un terremoto, ¿verdad? Cuando se le


oye decirlo a él mismo, es diferente. Bueno, pues lo habrá. Una cosa
tremenda, un terremoto —chasqueó la lengua con desagrado—. Al menos
no habrá muertos, y eso es bueno. Y encontrarán a la señorita Box de la
forma anunciada por Herbert.

El terremoto se produjo a eso de las nueve y cuarto, mientras Read se


hallaba sentado bajo la lámpara de pie, leyendo un informe de la Sociedad
de Investigaciones Físicas. Se oyó un ominoso retumbar que fue seguido
por un largo y mareante temblor.

A la mañana siguiente, Read hizo que su secretaria la pusiera en


contacto con Haffner, un sismólogo al que el científico conocía
superficialmente. Por teléfono, Haffner se mostró definitivo y brusco:

—Claro que no existe forma de predecir un temblor de tierra —dijo, con


sequedad—. Ni siquiera con una hora de anticipación. Si la hubiera,
advertiríamos a la gente y haríamos evacuar las áreas donde se va a
producir. Nunca se producirían muertos. En forma general, podemos
adelantar los lugares donde son probables los terremotos, eso sí. Hace años
que sabemos que en esta área pueden producirse temblores. Pero respecto a
marcar la hora exacta… Sería lo mismo que preguntarle a un astrónomo
cuándo se va a convertir en nova una estrella. No lo sabe, y nosotros
tampoco. De todas formas, ¿a qué se deben sus preguntas? ¿A la predicción
de ese muchacho, ese Pinner?

—Sí. Estamos pensando en observarle.

—¿Pensando? ¿Quiere decir que sólo ahora empiezan a estudiarle?


¡Señor, en qué torre de marfil deben de vivir ustedes, los psicólogos
investigadores!

—¿Cree usted que lo que hace el muchacho es auténtico?

—La respuesta es un rotundo sí.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Read colgó. Cuando salió a almorzar, por los titulares de los periódicos
se enteró de que la señorita Box había sido encontrada de la forma predicha
por Herbert en su programa.

Sin embargo, aún dudaba. Hasta el jueves no comprendió que sus dudas
no se debían al temor de malgastar el dinero de la Universidad en una
impostura, sino a su excesiva seguridad de que Herbert Pinner era sincero.
En el fondo, no deseaba comenzar su estudio. Estaba asustado.

Comprender aquello le conmocionó. Inmediatamente llamó al decano y


le pidió la subvención. La respuesta fue que no habría dificultades para
conseguirla. El viernes por la mañana, Read escogió a los dos hombres que
debían ayudarle en el proyecto. Y para cuando el programa de Herbert
estaba a punto de salir al aire, los tres se encontraban ya en la emisora.

Hallaron a Herbert tensamente sentado en una silla del estudio 8-G. A


su alrededor, Wellman y otros cinco o seis ejecutivos de la emisora. El
padre del muchacho iba de un lado a otro, dando claras muestras de
excitación y retorciéndose las manos. Incluso el hombre del FBI había
abandonado su habitual alejamiento e impasibilidad, e intervenía
acaloradamente en la discusión. En medio de todos ellos, Herbert meneaba
la cabeza y decía, una y otra vez:

—No, no. Me es imposible.

—Pero, ¿por qué, Herbie? —gimió su padre—. Por favor, dime por que
no quieres. ¿Por qué te niegas a actuar en tu programa?

—No puedo —replicó Herbert—. Por favor, no me pregunten. No


puedo. Eso es todo.

Read observó lo pálido que estaba el muchacho.

—Pero, Herbie… Tendrás cuanto quieras. ¡Lo único que has de hacer es
pedirlo! Ese telescopio… Mañana te lo compraré… O, mejor: esta misma
noche.

—No quiero ningún telescopio —rechazó el joven Pinner, cansado—.


No quiero mirar a través de él.

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—¡Te compararé un pony, una lancha a motor, una piscina! ¡Herbie,


cualquier cosa que pidas te la daré!

—No —dijo el muchacho.

El señor Pinner miró en torno, con desesperación. En un rincón vio a


Read y corrió hacia él:

—Mire a ver si puede usted convencerle, señor Read —suplicó.

Read se mordió el labio inferior. En cierto sentido, era su deber. Se abrió


paso a través de la gente y llegó junto a Herbert. Apoyando una mano sobre
su hombro, preguntó:

—¿Qué es eso que me han dicho de que no quieres hacer tu programa,


Herbert?

Herbert le miró. La acusada expresión de su rostro hizo que Read se


sintiera culpable y contrito.

—Me es imposible —dijo el chico—. No empiece usted también a


preguntarme, señor Read.

Read volvió a morderse el labio. La técnica de la parasicología consiste,


en parte, en conseguir que los sujetos cooperen.

—Herbert, si el programa no se emite, un montón de gente quedará


defraudada.

El rostro del muchacho adoptó una expresión arisca.

—No puedo evitado —dijo.

—Y más aún, muchas personas se asustarán. No se explicarán por que


el programa no se emite y comenzarán a imaginar cosas. Cosas de toda
índole. Si no te ven, muchas personas se alarmarán terriblemente.

—Yo… —comenzó el muchacho. Se pasó una mano por la mejilla—.


Quizá tenga razón —contestó, con lentitud—. Sólo que…

—Tienes que realizar tu programa.

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Repentinamente, Herbert capituló:

—De acuerdo —dijo—. Lo intentaré.

Todos en el estudio lanzaron un suspiro de alivio y se produjo un


movimiento general hacia la puerta de la cabina de control. Los
comentarios se hacían en tono agudo y nervioso. La crisis había acabado sin
que ocurriese lo peor.

La primera parte del programa de Herbert fue muy parecida a la de otras


veces. La voz del muchacho sonaba un poco insegura, y sus manos
mostraban cierta tendencia a crisparse, mas tales anormalidades pasarían
inadvertidas al espectador normal. Cuando hubieron transcurrido unos
cinco minutos, Herbert hizo a un lado los libros y diseños (había estado
charlando sobre el diseño mecánico) que estaba mostrando a su audiencia y
comenzó, con enorme seriedad:

—Quiero hablarles de mañana. Mañana… —hizo una pausa y tragó


saliva—, mañana Va a ser distinto a cuanto ha habido en el pasado.
Mañana será el comienzo de un mundo nuevo y mejor para todos nosotros.

Al oír aquellas palabras, Read sintió que le recorría un escalofrío.


Observó los rostros que le rodeaban. Todo el mundo escuchaba a Herbert
con expresión absorta. Wellman tenía la mandíbula un poco caída y, sin
darse cuenta, jugueteaba con los unicornios que adornaban su corbata.

—En el pasado ha habido etapas muy malas —seguía el joven Pinner—.


Hemos tenido guerras, ¡tantas!, y hambre, y epidemias. Se han producido
depresiones sin que supiésemos qué las producía; ha habido gente que
pasaba hambre cuando había comida y que moría de enfermedades para las
cuales conocíamos el remedio. Hemos visto malgastar la riqueza del
mundo. El agua de los ríos se ha vuelto negra a causa de los desperdicios
que a ella arrojaban, aproximando cada vez más el hambre a nosotros.
Hemos sufrido, hemos atravesado una larga y mala época… Pero a partir de
mañana —su voz se hizo más alta y más profunda—, todo esto cambiará.
No habrá más guerras. Viviremos el uno junto al otro, como hermanos.
Dejaremos de matar, de causar destrozos, de arrojar bombas. El mundo, de
polo a polo, serán gran y fértil jardín, repleto de fruta, y nos pertenecerá a
todos, para que lo disfrutemos y seamos felices. La gente vivirá mucho

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tiempo, será dichosa y sólo morirá de vieja. Nadie volverá a tener miedo.
Por vez primera desde que los hombres existen sobre la tierra, viviremos
como deben hacerlo los seres humanos.

»Las ciudades serán ricas en cultura: arte, música, libros… Y todas las
razas contribuirán, cada una según sus posibilidades, a esa cultura. Seremos
más inteligentes, más felices y más poderosos de lo que nadie ha sido jamás.
Y muy pronto… —el muchacho dudó un momento, corno si temiera
cometer un desliz—. Muy pronto mandaremos al espacio nuestras naves
cohete. Llegaremos a Marte, a Venus y a Júpiter. Iremos hasta los límites de
nuestro sistema solar para ver cómo son Urano y Plutón. Y a lo mejor desde
allí, es posible, seguiremos adelante y Visitaremos las estrellas… Mañana
será el comienzo de todo esto. Y nada más, por ahora. Adiós. Buenas
noches.

Durante unos momentos, después de que el muchacho hubo concluido,


nadie se movió ni habló. Luego comenzaron a oírse voces que balbucían en
tono delirante. Read, mirando a su alrededor, advirtió lo pálidos que
estaban todos y lo dilatados que tenían los ojos.

—¿Cómo repercutirá el nuevo orden en la televisión? —dijo Wellman,


como para sí mismo. Su corbata aparecía totalmente desanudada y le
colgaba de cualquier manera alrededor del cuello—. Seguirá habiendo TV,
eso es seguro, forma parte de la buena vida. —Y en seguida, volviéndose
hacia Pinner, padre, que estaba sonándose y secándose los ojos—: Sáquele
de aquí inmediatamente, Pinner. Si se queda, vendrá tanta gente que se
formará un tumulto.

El padre de Herbert asintió y se metió en el estudio en busca de su hijo,


que se hallaba ya en medio de un corro de personas, y regresó con él. Con
Read precediéndoles, se abrieron camino por el pasillo y bajaron hasta la
calle para salir por la parte de atrás de la emisora.

Sin que le invitaran, Read se metió en el coche y tomó asiento, en uno


de los transportines, frente a Herbert. El muchacho parecía exhausto. No
obstante, en sus labios había una leve sonrisa.

—Será mejor que el chófer les lleve a un hotel tranquilo… —dijo Read
al padre—. Si van a su domicilio habitual, les asediarán.

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Pinner asintió.

—Al hotel Triller —ordenó al conductor del coche—. Vaya despacio,


taxista. Queremos pensar.

El hombre deslizó un brazo en torno a su hijo y le dio un cariñoso


apretón. Sus ojos brillaban de felicidad.

—Me siento orgulloso de ti, Herbie —declaró, solemnemente—. No


podría sentírmelo más. Lo que dijiste… Fue algo maravilloso,
maravilloso…

El conductor no había hecho nada por poner el coche en movimiento.


Ahora se volvió y dijo:

—Es usted el joven señor Pinner, ¿verdad? Acabo de verle. ¿Me permite
estrechar su mano?

Tras una ligera duda, Herbert se inclinó hacia adelante y extendió la


suya. El chófer la aceptó casi con reverencia.

—Sólo quería darle las gracias…, sólo darle las gracias… ¡Oh, diablos!
Excúseme, mister Herbert. Pero lo que ha dicho ha significado mucho para
mí. Estuve en la última guerra.

El coche se apartó del bordillo. Mientras iban hacia el centro, Read


observó que la petición de Pinner al taxista de que fuera lentamente había
sido innecesaria. El público atiborraba las calles. Las aceras se encontraban
atestadas, y la gente comenzaba a invadir las calzadas. El vehículo redujo
primero su velocidad hasta ir a la de un hombre a pie. Read echó las
cortinillas para evitar que reconocieran a Herbert.

En las esquinas, los vendedores de periódicos voceaban histéricamente.


Aprovechando un momento en que el taxi se detuvo, Pinner abrió la
portezuela y saltó a la calle. Regresó en seguida con un montón de diarios
bajo el brazo.

Decía uno: «¡Comienza un nuevo mundo!». Y otro: «¡Mañana se


cumple el milenio!». Y otro simplemente: «¡Alegría en el mundo!». Read
abrió uno de los ejemplares y comenzó a leer los comentarios:

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«Un muchacho de quince años ha anunciado al mundo que, a partir de


mañana, sus penas habrán concluido, y el mundo se ha vuelto loco de
alegría. El muchacho, Herbert Pinner, cuyas siempre exactas predicciones le
han ganado una audiencia mundial, ha predicho una era de paz,
abundancia y prosperidad como jamás se ha conocido…».

—¿No es maravilloso, Herbert? —jadeó Pinner. Sus ojos brillaban de


excitación. Meneó el brazo de su hijo—. ¿No es maravilloso? ¿No estás
contento?

—Sí —dijo Herbert.

Al fin llegaron al hotel y se registraron. Se les dio una suite en el piso


dieciséis. Incluso a esta altura podía oírse algo de la excitación que reinaba
en la masa de allá abajo.

—Acuéstate y descansa, Herbert —dijo el señor Pinner—. Pareces


rendido. Debió de resultarte difícil decir todo aquello… —recorrió la
habitación a grandes pasos y luego se volvió hacia el muchacho, como
disculpándose—. Me excusarás si salgo, hijo, ¿verdad? Me siento
demasiado excitado para quedarme quieto. Deseo ver lo que pasa afuera su
mano estaba ya en el tirador de la puerta.

—Sí, vete —respondió Herbert, que se había hundido en un sillón.

Read y Herbert quedaron solos. Durante unos instantes, nadie dijo


nada. El muchacho ocultó la cara entre las manos y lanzó un suspiro.

—Herbert —dijo Read, con suavidad—. Creí que no lograbas ver el


futuro más allá de las próximas cuarenta y ocho horas.

—Es cierto —replicó Herbert, sin mirarle.

—Entonces, ¿cómo pudiste predecir las cosas que has anunciado esta
noche?

La pregunta se hundió en el silencio del cuarto como una piedra


arrojada a un estanque. De ella parecieron surgir ondas circulares. Herbert
preguntó:

—¿De veras quiere saberlo?

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Read tuvo que buscar el nombre de la emoción que sentía. Era miedo.
Respondió:

—Sí.

El muchacho se puso en pie y fue hasta la ventana. Se quedó ante ella,


mirando al exterior, no a las atestadas calles, sino al cielo, donde, gracias al
horario de verano, aún se veía el leve resplandor del ocaso.

—De no haber leído el libro, no lo hubiera sabido —dijo. Se volvió


hacia Read y continuó, precipitadamente—: Sólo hubiese tenido noción de
que algo importante, muy importante, iba a ocurrir. Pero ahora lo sé. Leí
sobre ello en mi libro de astronomía. Mire hacia ahí —el chico señalaba al
Oeste, hacia el lugar que había ocupado el Sol—. Mañana será de otra
forma.

—¿Qué quieres decir? —gritó Read. Su voz estaba trastornada por la


ansiedad—. ¿Qué intentas dar a entender?

—Que mañana el Sol será distinto… Quizá sea preferible… Quise que
todos fueran felices. No puede reprocharme que les mintiera, señor Read.

Read fue hacia él, furioso.

—¿Qué pasa? ¿Qué va a ocurrir mañana? ¡Tienes que decírmelo!

—Pues mañana, el Sol… He olvidado la palabra… ¿Cómo se llama una


estrella cuando aumenta repentinamente su brillo y se vuelve un millón de
veces más cálida de lo que era antes?

—¿Una nova? —gritó Read.

—Eso es. Mañana… el Sol estallará.

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- CAMINANDO SOLA
MIRIAM ALLEN DEFORD

John Larsen esperaba el autobús que le conduciría a su trabajo. A pesar de


ser mediados de marzo, la primavera ya había enviado su embajador; el aire
traía consigo cierta nota cálida y el cielo era de un azul mucho más intenso
que en invierno. Al otro lado de la calle, las yemas de las hojas salpicaban
los álamos que flanqueaban una cartelera de espectáculos.

En aquel momento recordó nítidamente las mañanas de su juventud,


cuarenta años atrás. Entonces despertaba y veía un cielo como éste a través
de la abierta ventana y su corazón se llenaba con una extraña emoción sin
nombre que le hacía anhelar algo desconocido, un anhelo hacia algo
todavía no experimentado.

No se veía el autobús por ninguna parte. Si el autobús llegaba tarde, él


también llegaría tarde, y Sims pondría rostro agrio para decir: «Hoy es un
día de mucho trabajo, Larsen. ¿Es que no puede usted llegar a tiempo?».
Pero no sería un día muy atareado… Rara vez lo era. La gente no
acostumbra a comprar alfombras en la forma que se compran verduras o
servilletas de papel

«Estoy hasta las narices —se dijo a sí mismo Larsen, esperando en


aquella monótona esquina—. Sí, estoy hasta las narices. Estoy harto».

Luego su memoria retrocedió hasta una hora antes y volvió a escuchar


la malhumorada voz de Kate: «¡Por amor de Dios, John, despierta ya!
¿Quieres llegar tarde al trabajo? Van a despedirte y luego, ¿qué haremos?
¡Date prisa! ¿Crees que voy a estar levantándome a todas horas para

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prepararte el desayuno? Lo menos que puedes hacer es comértelo cuando lo


hago».

Era el mismo viejo monólogo de siempre. Cuando él se fuera, ella se


metería de nuevo en la cama, luciendo sus poco atractivos rizadores, y sabía
Dios a qué hora se levantaría para perder el tiempo durante todo el día. Él
era muy capaz de prepararse su desayuno en la mitad de tiempo que ella lo
hacía, pero si lo hiciese así, entonces ella se consideraría una mártir de
aquel marido fracasado e ineficiente.

Larsen sintió un escalofrío aun cuando vestía un grueso abrigo; no hacía


tanto calor o tanta primavera como había pensado al principio, aunque el
sol muy pronto calentaría todas las cosas. Su mente vagó hacia los campos
y bosques de su niñez, hacia la libertad e irresponsabilidad de aquellos
lejanos años. Luego miró hacia el final de la calle; aún no aparecía el
autobús.

Repentinamente cruzó hasta la esquina de una abacería, antes de que el


sentido común le hiciese cambiar de idea. Busco una moneda en el bolsillo
y penetró en una cabina telefónica.

—¿Señor Sims? Aquí Larsen. Escuche… Lo siento terriblemente, pero


no puedo ir hoy a trabajar. Se trata de mi espalda; voy a consultar ahora
mismo con el médico. Pero iré mañana esté como esté… No, no podría
aguantar hasta la hora del almuerzo…, el dolor de mi espalda es como un
dolor de muelas… Sí, lo sé, pero… Bien, gracias, señor Sims, lo haré así. Yo
también lo siento mucho.

Sims se preguntaría sin duda por qué no le habría telefoneado Kate en


lugar de él si es que se sentía tan mal. Era posible que el hombre opinara
que sería necesario buscar un hombre más joven para aquel trabajo. ¡Oh, al
diablo con todo! Ahora ya era demasiado tarde para pensar en las
consecuencias.

No se movió de aquel lado de la calle y el autobús que tomó le llevó en


una dirección contraria a la que antes pensaba seguir, le llevó lejos de la
ciudad. No descendió del vehículo hasta el final de la línea.

Lo cierto era que estar solo era maravilloso. Solo, sin que nadie le
molestara ni sermoneara a uno, y sobre todo, sin tener que preocuparse del
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tiempo. Nunca había estado en el suburbio donde acababa de dejarle el


autobús. Durante un rato caminó a la deriva admirando casas y jardines, la
clase de lugares en los que una vez había sonado con vivir cuando él y Kate
se casaron… Quizá si hubiesen tenido hijos por los que ambicionar algo, o
si Kate no se hubiese convertido en una mujer tan tozudamente
machacona…

Al mediodía ya estaba cansado de caminar. Retrocedió hasta el pequeño


distrito comercial y comió una hamburguesa y bebió una taza de café en un
pequeño comedor desierto. Mientras lo hizo preguntó por las salidas del
autobús. Así, pues, tendría tiempo de sobra para llegar a casa a tiempo, a
una hora regular, y Kate nunca sabría lo ocurrido y así carecería de un
motivo para chillarle durante unos días. No había peligro de que su mujer
telefoneara al almacén; ella sabía perfectamente que nunca le avisarían a su
departamento a menos que se tratara de una emergencia extraordinaria.
Compró un paquete de cigarrillos y una revista y comenzó a caminar por
una prometedora carretera que salía de la ciudad.

Pasó más de una hora antes de que encontrase lo que deseaba; un


pequeño bosque atravesaba un arroyo y un claro soleado, junto a un camino
poco frecuentado donde podría tomar asiento sobre el tronco de un árbol
caído, fumar, y tranquilizar un poco sus nervios mediante la paz y el
silencio. En las cercanías se advertían los tejados de las casas, medio ocultos
por las copas de los árboles, sobre una colina, pero ninguna de ellas estaba
lo suficientemente cerca como para que alguien pudiese molestarle. Sólo de
vez en cuando pasaba algún coche en ambas direcciones y nadie se daba
cuenta de su presencia en aquel elegido santuario. Todo se hallaba muy
tranquilo tanto que no tardó mucho tiempo en adormilarse.

Despertó sobresaltado. Primero miró al sol y luego consultó su reloj.


Eran las 4.40; tenía tiempo de sobra para coger el autobús. Se puso en pie
estirando brazos y piernas y pensando si caminaría un poco más lejos para
regresar luego paseando lentamente hasta la parada del autobús.

Al otro lado del camino, y en el silencio que reinaba, oyó el crujido de


hojas secas. Miró en aquella dirección y vio a una muchacha menor de edad
que venía hacia él. Larsen se echó hacia atrás para esperar a que pasara;
podría asustar a la pequeña ver a un extraño que surgía repentinamente en

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pleno bosque. Apoyándose contra el tronco de un árbol, Larsen permaneció


en pie viéndola pasar.

Era una muchacha muy bonita, con largos cabellos rubios que caían
sobre el cuello de su suéter rojo. Llevaba falda azul marino, calcetines rojos
y mocasines de cuero marrón. Bajo un brazo cargaba unos cuantos textos
escolares. La muchacha cantaba en voz baja al mismo tiempo que
caminaba, con voz fina e infantil. Era un poco tarde para que regresara a
casa desde la escuela, pero era muy probable que se hubiese retrasado en
Compañía de alguna amiga. Posiblemente vivía en una de las casas cuyos
tejados sobresalían por encima de los árboles; debían haber atajos en el
bosque para llegar hasta ellas.

Pasó por delante de Larsen y éste esperó a que la chica se perdiera de


vista en una curva del camino. Entonces, Larsen oyó cómo se acercaba un
coche lentamente, siguiendo la misma dirección que llevaba la muchacha.

Se trataba de un viejo cupé negro ocupado únicamente por su


conductor. Larsen le vio durante un par de segundos. Era un hombre más
bien fornido de aproximadamente su misma edad, con cabellos negros y sin
sombrero. El coche también pasó ante él y a continuación Larsen salió a la
carretera y se volvió hacia la ciudad. Ya un poco tarde pensó en que podía
haber hecho una señal al coche y quizá éste le hubiera ahorrado un poco de
camino hasta la misma parada del autobús.

La muchacha se hallaba ahora a unos cien pies de distancia,


aproximándose a otra curva. El coche llegó a su altura y luego se detuvo.
Todo sucedió tan rápidamente que Larsen apenas tuvo tiempo para
espabilar un poco sus sentidos un tanto adormecidos aún por la reciente
siesta.

El conductor saltó del coche y dijo algo a la muchacha. Ésta movió


negativamente la cabeza. El hombre la asió por los hombros y la empujó
hacia el vehículo. La chica luchó y comenzó a gritar; el hombre la
amordazó con una mano y siguió arrastrándola hasta el interior del coche
cuya portezuela cerró de golpe. La muchacha saltó hacia un lado queriendo
agarrar la manilla de la portezuela, quizá tras haber visto a Larsen que
estaba paralizado por la sorpresa. El hombre la golpeó dos veces
derribándola al suelo del coche. Luego tomó el volante y se alejó

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rápidamente. En aquel momento, Larsen que había comenzado a sacudir su


estupor echó a correr hacia la curva, pero el coche, con sus dos ocupantes,
ya había desaparecido de la Vista. Larsen ni siquiera se fijó en el número de
la matrícula.

Durante todo el tiempo que tardó en regresar a los suburbios de la


ciudad fue preguntándose que era lo que debía hacer. Sabía que era su deber
ir en busca del primer policía que encontrase e informarle de lo que había
visto. Pero aquello implicaría explicar por qué él se encontraba allí en el
bosque, tendría que dar su nombre y dirección y aparecer más tarde como
testigo en el caso de que hubiese visto cómo se cometía un crimen y
capturasen a aquel individuo. Entonces, Sims sabría que él había mentido
sobre los motivos de su ausencia del trabajo. Kate también se enteraría.
Sims probablemente le despediría y Kate le haría la vida aún más imposible
de lo que se la estaba haciendo. Era posible que no volviese a encontrar
empleo, aunque fuera tan pobre como el que ahora tenía, a una edad en la
que realmente era ya difícil situarse. No tenía ningún dinero ahorrado, y
tanto él como su esposa debían la mitad de las cosas que tenían en la casa.

John Larsen tuvo repentinamente una visión clara y horrible del lío en
que iba a meterse si informaba a la policía de todo cuanto había visto.

Por otra parte, él no conocía realmente las circunstancias de todo


aquello. El hombre incluso podría ser el padre de la muchacha. Quizá la
chica había hecho novillos, como él los había hecho también, pensó Larsen,
o quizá había desobedecido alguna orden paterna. Lo que había visto
podría ser un castigo severo pero justo como consecuencia de alguna
travesura de aquella muchacha.

Además, ¿qué podía él hacer en aquel caso? No podía identificar al


hombre. No le había visto más que de pasada y jamás podría elegirle entre
unos cuantos hombres fornidos de edad madura y cabellos negros. Sólo
lograría meterse en un lío del que no conseguiría salir en toda su vida.

Llegó a la ciudad con tiempo de sobra, sin volver a ver más el coche
negro; en el camino había visto muchos atajos y senderos laterales que el
coche podría haber tomado. Para tranquilizar su conciencia miró alrededor
buscando algún policía en el distrito comercial, pero no vio a ninguno.
Luchando aún con su intranquilidad, tomó el autobús y al enterarse de que

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éste le dejaría en la ciudad demasiado temprano, se apeó a medio camino y


esperó al siguiente. Llegó a casa a la hora de costumbre y también, como de
costumbre, descubrió que Kate aún no tenía la comida preparada. Tomó
asiento para leer el periódico de la tarde mientras Kate se quejaba y le
recriminaba desde la cocina. Jamas se preguntaban uno a otro las noticias
del día; no había nunca nada que les interesara a ninguno de los dos.

A la mañana siguiente, Larsen tuvo el suficiente sentido común para


decir a Sims que el doctor había dicho que sólo padecía un fuerte ataque de
lumbago, y que muy pronto se le pasaría. Cada vez que veía cómo los ojos
de Sims se clavaban en él, entonces era cuando se acordaba de hacer algún
gesto de dolor y llevarse una mano al costado. Por suerte, aquel día vendió
a una mujer una larga pieza de alfombra para escaleras, trozo del que
habían estado tratando de deshacerse desde hacía meses. Sims mostró su
agradecimiento dándole las buenas noches a Larsen y deseándole que se le
pasara pronto el dolor de espalda. Sin embargo, no olvidó de quitarle un día
de sueldo. Esto significaba que Larsen tendría que reducir un tanto sus
gastos durante la semana siguiente. No quería que Kate supiese que la paga
de aquella semana se había reducido misteriosamente.

Cuando se detuvo para comprar el periódico, dos noches más tarde, en


la primera plana se publicaba una fotografía cuyo pie rezaba lo siguiente:
«¿Han visto ustedes a esta muchacha?». Larsen la reconoció al instante. Las
ropas que describía el periódico eran las mismas que usaba aquella
chiquilla.

Se llamaba Diane Morrison, y era la hija del director del Belleville


Consolidated Junior High School, donde la muchacha estudiaba el primer
curso. Usualmente su padre la llevaba y la traía de clase. El jueves la chica
había estado esperando a su padre hasta las cuatro y media, y entonces el
director del centro docente supo que por lo menos tendría que estar
ocupado otra hora; por ello, como había sucedido otras veces, dijo a su hija
que sería mejor que fuera caminando hasta casa la milla que la separaba de
ésta y que dijera a su madre que él llegaría tarde. Cuando el padre llegó a
casa alrededor de las seis, la muchacha aún no había aparecido por el hogar.
Era una muchacha formal que habría telefoneado a casa en el caso de
haberse detenido más de la cuenta en alguna parte. Sus padres la habían
buscado por todo el camino que iba desde el colegio a casa y habían

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

telefoneado a todas sus amigas. Pero nadie había visto a Diane. Ni nadie la
había vuelto a ver desde entonces.

Como existía la posibilidad de que se tratara de un rapto, el FBI había


intervenido en el caso. Los agentes de esta institución, los del Estado y los
de la policía del condado, estaban «peinando» bosques y colinas alrededor
de Belleville. Pero hasta entonces no habían hallado el menor rastro de la
chica.

—¡Por piedad! —exclamó Kate—. ¿Es que no puedes abrir la boca nada
más que para comer? Jamás pronuncias una sola palabra, y cuando hablas
algo, no dices más que tonterías. Aquí estoy yo todo el día hecha una
esclava y cuando vienes a casa actúas como si fuese un mueble más o algo
parecido. ¿Cómo crees que yo…?

Larsen dejó que su mujer siguiera desbarrando. Estaba tratando de


decidirse. ¿Debía o no debía hacerlo? ¿Serviría de alguna ayuda en caso de
hacerlo? Si él describía al hombre podrían localizarle. Pero entonces John
Larsen, ¿adónde iría a parar? Se metería en el lío más gordo de toda su vida.

Miró a Kate y casi pensó en contarle la verdad y pedirle consejo. Luego


recapacitó otra vez considerando cómo lo tomaría ella. Y ya sabía cuál
sería, sin duda, su consejo: «Mantén la boca cerrada y no nos metas en más
complicaciones que las que ya nos has buscado. Que la policía haga su
trabajo… Para eso les pagan».

Larsen comenzó a comprar el periódico de la mañana al igual que el de


la tarde, imponiéndose la obligación de buscar más noticias, aun cuando
sentía que el pánico le atenazaba el estómago.

Una semana más tarde, cubierto por cierta cantidad de grava en una
abandonada cantera, encontraron el cuerpo de la muchacha. Tenía el
cráneo fracturado en tres lugares y las fracturas habían sido producidas con
algún instrumento pesado, como, por ejemplo, una llave de montar
cubiertas de coches. El cadáver estaba lleno de cortes y heridas y la
muchacha había sido violada. Su mano derecha ceñía crispadamente un
pañuelo de hombre a cuadros rojos y blancos.

John Larsen permaneció despierto toda la noche mientras Kate


respiraba pesadamente a su lado. Cuando llegó la luz gris del amanecer,
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decidió esperar un poco más. Recordaba todas las historias de crímenes que
había leído; había fragmentos de piel humana en las uñas de la muchacha,
los científicos de la policía encontrarían minúsculas hebras de hilo y
cabellos en sus ropas, y examinarían pulgada a pulgada los coches de todos
los sospechosos en busca de huellas dactilares. En un lugar pequeño como
Belleville, pronto hallarían al hombre de cabellos negros, a menos que se
tratara de un forastero que se había dejado caer por aquellos alrededores.

Larsen fue testigo del rapto por pura casualidad. Suponiendo que él no
hubiese estado allí, entonces la policía tendría que investigar en la misma
forma que ahora lo estaba haciendo. Ya se veía a sí mismo tratando de
explicar a unos cuantos incrédulos agentes del FBI, lo que él estaba
haciendo en una carretera cerca de Belleville cuando en realidad debía estar
trabajando en la ciudad. Ahora, mirando hacia atrás, pensó que aquel día
de novillos había sido una increíble chiquillada. Nadie lo comprendería;
estarían seguros de que mentía. Incluso llegarían a pensar que había
inventado toda aquella historia para protegerse a sí mismo. Le sujetarían a
un interrogatorio de tercer grado. Para él sería la completa ruina. Lo único
que podía hacer era pretender para sí mismo que aquel día jamás había
existido en su vida. De todas maneras, pronto encontrarían al hombre.
Siempre lo hacían. Y entonces él se alegraría de no haber dado un resbalón
que hubiese podido costarle terribles preocupaciones.

Cuando tres días más tarde leyó el epígrafe de Prensa: «Capturado el


sospechoso del caso Morrison», su alivio fue tan grande que las lágrimas
acudieron a sus ojos. De pie en el autobús comenzó a leer la noticia
ávidamente. El hombre detenido era un ayudante del conserje del colegio.
Se llamaba Joseph Kennelly. Desde el principio se había sospechado de él,
decía la noticia de Prensa.

El hombre conocía de vista a la muchacha, por supuesto. Era soltero y


vivía solo en una cabaña compuesta de dos habitaciones situada cerca de la
cantera donde había sido descubierto el cuerpo de la muchacha. Por otra
parte, tenía antecedentes policíacos no relacionados con delitos de carácter
sexual, pero sí una larga serie de arrestos por conducta desordenada y por
conducir en estado de embriaguez. Había pasado parte de su juventud en
una institución para retrasados mentales.

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La teoría de la policía era que el hombre había visto a la muchacha


abandonar el colegio tarde, en un momento en el que él estaba libre de
servicio. No cabía la menor duda de que el hombre también mostraba
insólito interés hacia la chica. Ahora, cuando ya era demasiado tarde, los
estudiantes contaban cómo Joe había hecho más de una vez comentarios
vulgares acerca de los cabellos rubios de la muchacha y acerca de su figura
que estaba comenzando a formarse. Era un trabajador muy descuidado, se
llevaba mal con el director del colegio, y se había metido en dificultades
más de una vez por beber en las horas de trabajo. El señor Morrison le
había amenazado con el despido. Así, pues, los motivos del crimen estaban
claros: venganza y lujuria.

Y el pañuelo era suyo. Una marca de la lavandería lo demostraba.


Además, en la parte izquierda de la mandíbula tenía un profundo arañazo
de una o dos semanas de antigüedad.

El hombre, por supuesto, lo negó todo. Aquel día, como todos los
demás, había conducido su viejo coche hasta casa y luego no había salido
de la cabaña para nada hasta que a la mañana siguiente partió de nuevo
para el trabajo. Ni siquiera había visto a Diane, ni a nadie más. Se encontró
una botella de whisky medio vacía en el armario de las escobas del colegio y
Kennelly reconoció que no se sentía muy sereno en el momento en que
había marchado a casa. En casa había seguido bebiendo, se había dormido
sobre las diez y no despertó hasta el amanecer. Nadie le había visto desde
las cuatro de la tarde del jueves hasta las nueve de la mañana del viernes.

En cuanto se refería al pañuelo, admitió que era suyo, pero declaró que
lo había perdido en alguna parte semanas antes. El asesino debía ser quien
lo había encontrado. ¿El arañazo? Bueno, en la mañana que siguió a su gran
borrachera se lo había hecho él mismo al tratar de afeitarse debido al
temblor de sus manos.

Hasta aquel instante todo iba bien: John Larsen leyó la noticia dando
gracias a la Providencia por haber permitido que las cosas siguieran un
curso normal. Luego su corazón sufrió un terrible sobresalto.

Joseph Kennelly tenía veintiséis años de edad. Su fotografía mostraba a


un joven alto y delgado con cabellos rubios y ligeras entradas. Y su coche
era de color azul. Larsen llegó a su casa, caminando desde el autobús como

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un autómata. Arrojó el periódico y el sombrero en la silla más próxima,


penetró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Era la única estancia de la
casa donde podía estar solo para pensar.

—¿Eres tú, John? —preguntó Kate desde algún lugar de la casa.

Como de costumbre, su esposa le hablaría desde la cocina donde


acababa de comenzar a hacer la cena. Larsen a menudo se preguntaba que
diablos haría su esposa durante todo el día. Probablemente sentada ante el
televisor, lo mismo que solía hacerlo ante la radio.

Acomodándose sobre la tapa del water, Larsen luchó con su conciencia.


Ya no merecía la pena decirse a sí mismo que sus pruebas o declaraciones
no contaban. Había visto cómo raptaban a Diane Morrison, había visto a su
raptor y no era Joseph Kennelly.

No podía telefonear desde casa. Kate estaría a sus espaldas


inmediatamente. Debía inventar alguna clase de excusa para hacerlo desde
fuera, y mientras tanto, jugueteó con la idea de contárselo todo a su mujer.
No, aquello era otra barbaridad. Conocía muy bien a Kate.

Al cabo de un rato, ésta última trató de abrir la puerta del water.

—¡Por amor de Dios! ¿Para qué te encierras de esa forma? —gritó—.


¿Estás enfermo? ¿Te ocurre algo?

—Me encuentro bien —murmuró él, dando vuelta a la llave.

—¡En mi vida he visto hombre como tú! No dices una sola palabra
cuando llegas a casa… hasta el punto de que seguramente crees que no
tienes esposa. Yo no soy más que una criada aquí que te hace las comidas y
te cuida. ¡Encerrándote ahí dentro como si yo fuera una extraña! Sí, aquí
me tienes todo el día sola, aburrida y…

—¿De que quieres que hable? Estoy cansado.

—¿Y yo no? Eso crees tú, ¿verdad?

—No nos peleemos, Kate —dijo Larsen, en tono de cansancio.

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Y tras una pausa de silencio, la inspiración acudió rápidamente a él,


añadiendo:

—Tengo un dolor de cabeza terrible. Si aún no está preparada la cena


creo que me acercaré hasta la farmacia para comprar algún analgésico.

—Espera a cenar —replicó Kate, un tanto aplacada—. Eso te hará bien.

Hubo otro silencio y Kate realizó un esfuerzo por dar a sus palabras un
tono amistoso, al añadir:

—Estaba echando una ojeada al periódico. Es terrible lo de esa chica,


¿eh? Me alegro de que hayan cogido al culpable. La gente de esa clase debía
estar en el infierno.

—¿Cómo sabes que ese hombre es el culpable? —interrogó Larsen, sin


poderlo remediar.

Ésta se encendió instantáneamente.

—Bien, entonces debo suponer que tú sabes más que la policía, señor
Sabelotodo. Si no fue ese hombre quien lo hizo, entonces, ¿por que le han
detenido? La policía no detiene a la gente sin un motivo fundado…,
cualquiera puede decirte eso.

—Supongo que sí —contestó Larsen débilmente, comenzando a poner


la mesa antes de que su esposa se lo dijese.

Efectivamente, tenía dolor de cabeza y no era nada extraño.

Las palabras de Kate le hicieron pensar de nuevo. Ella estaba


equivocada; habían detenido a un hombre inocente. Pero por esa misma
razón nunca podrían condenarle. Su mente se trasladó en aquellos instantes
a los laboratorios policíacos sobre los que tantas cosas había leído. Los
cabellos y fibras que habría sobre las ropas de la muchacha pertenecerían a
otro hombre diferente, a un individuo fornido, de edad mediana, y con
cabellos negros. Y Larsen pensó que habría infinitos descubrimientos más
sobre los que él no tenía la menor idea, y tales descubrimientos señalarían a
otra persona muy diferente a Kennelly. El ayudante del conserje podría ser
acusado por el gran jurado contando con lo que tenían entre manos, pero el

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asunto nunca llegaría a juicio… porque la justicia estaría segura de hallar al


hombre que realmente habría hecho aquello.

No merecía pues la pena meterse hasta el cuello en aquel feo asunto que
sólo podría conducirle a su propia ruina.

Y no acudió al teléfono.

El gran jurado acusó a Kennelly y éste quedó encerrado en la prisión sin


fianza. Larsen pensó mucho en el hombre, pero el terrible impacto de aquel
primer día ya iba disminuyendo poco a poco. Era una mala suene que aquel
muchacho tuviera que estar encerrado en la cárcel por un delito que no
había cometido. Pero a juzgar por lo que de él se decía, tampoco era una
buena persona, de manera que un pequeño escarmiento no le vendría mal
del todo. En cualquier momento, a partir de entonces, las autoridades
averiguarían que carecían de suficientes pruebas para juzgarle o quizá algo
imprevisto les conduciría a detener al verdadero criminal, aunque Larsen se
daba cuenta de que la policía no buscaría a tal fantasma muy detenidamente
mientras siguieran creyendo que tenían entre las manos al verdadero
culpable.

Kennelly tenía un buen abogado. Un próspero tío había salido de algún


ignorado rincón y pagaba los honorarios del letrado. Este se llamaba
Lawrence Prather; había sido abogado defensor en numerosos casos
criminales y tenía fama de sacar del apuro a casi todos sus defendidos. Con
Kennelly ocurriría lo mismo si alguna vez le juzgaban.

Por fin fue fijada la fecha para el juicio.

Larsen se persuadió a sí mismo de que si hubiese alguna duda en su


mente acerca de la pronta absolución del hombre, inmediatamente se
hubiese presentado a las autoridades para confesar todo cuanto había
presenciado. Pero no albergaba duda alguna acerca del resultado del juicio.
De lo contrario, no tendría el menor inconveniente en presentarse ante
Prather y contarle la verdad de los hechos. Por otra parte, no hacía más que
oír hablar del asunto a todo el mundo en el almacén, y algunas veces a
algunas personas en el autobús; el caso estaba suscitando mucho interés.
Todo el mundo predecía que Kennelly saldría libre aun cuando todo el
mundo también daba por sentado que el hombre era culpable. Algunas de

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

aquellas personas hablaban cínicamente de la justicia, y otras suponían que


no se podía condenar a nadie basándose solamente en pruebas
circunstanciales.

Algunas veces, temblando, John Larsen imaginaba su entrevista con el


abogado. No valdría la pena de que fuese a verle si no deseaba ser uno de
los testigos de descargo. Y ya imaginaba cómo le interrogaría el Ministerio
Fiscal en pleno juicio:

«—Y dígame, señor Larsen: ¿cómo se dio la tremenda casualidad de que


en aquel preciso momento se encontrara usted allí?».

No habría nadie que corroborase su declaración, nadie que la apoyara.


Sería su palabra la que tendría que prevalecer contra la de todo el mundo.
La acusación quizá podría llegar a demostrar que él había sobornado a
Kennelly para que sirviera de cabeza de turco y que había sido él en
realidad el auténtico criminal. Incluso podrían sospechar o pretender
sospechar que él era amigo de Kennelly y que se prestaba voluntariamente a
inventar un cuento para defenderle. Pero las personas que en aquel maldito
día habían estado en el comedor de aquel restaurante podían identificarle y
declarar que, efectivamente, él había estado en Belleville aquella tarde. Sin
duda resplandecería su inocencia, pero, con toda la notoriedad que el caso
iba a otorgarle, su vida quedaría totalmente arruinada.

Procuró no acercarse para nada al despacho de Prather. El juicio de


Kennelly se inició en el mes de octubre.

Larsen no podía ir a presenciarlo, naturalmente. Tenía que trabajar.


Pero signo mediante la Prensa todas las palabras que se pronunciaban en la
sala de justicia. No podía fijar su pensamiento en ninguna otra cosa más.
Sims le sorprendió hablando del asunto con un cliente y se enfadó:

—Queremos que aquí la gente piense sólo en las alfombras que hay que
vender dijo y no en crímenes. Señor Larsen, si no puede usted atender a su
trabajo…

Larsen se disculpó humildemente y a partir de entonces cuidó de pisar


más despacio en el almacén.

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Estaba asombrado y atemorizado por la excitación pública. Costó casi


una semana reunir el jurado. Kennelly era abucheado cada vez que se le
sacaba de la prisión. El crimen sexual de una muchacha muy joven era el
peor delito imaginable, y la gente deseaba se castigara a alguien por ello.
Larsen tembló ante el pensamiento de atreverse a privar a la masa de su
presa. Ni siquiera resultaba prudente decir en voz alta que creía inocente a
Joseph Kennelly.

A medida que el juicio progresó, Larsen comenzó a sufrir pesadillas. No


podía comer y estaba perdiendo peso. Incluso Kate lo notó y le sermoneó
por ello. Al igual que todo el mundo, Kate seguía el proceso con interés y
cada noche deseaba hablar sobre el asunto. Ella «sabía» que Kennelly era
culpable y la silla eléctrica seria cosa demasiado buena para aquel
individuo. Si salía en libertad, la gente debía lincharle.

—¡Oh, cállate ya! —gritó Larsen, terriblemente nervioso.

—Claro, supongo que lo sientes por él —replicó Kate—. Puede que «tú»
desearas hacer algo como eso y salir luego libre.

Larsen se fue al cuarto de baño para evitar responder a Kate.

Esperó en vano a que la acusación mencionara cabellos o fibras textiles;


al parecer, nada de aquello se había encontrado o se ignoraban tales detalles
porque no complicaban a Kennelly. Nadie dijo nada acerca de huellas
dactilares o manchas de sangre en el coche, sin duda por la misma razón.
Un testigo calificado como experto demostró que los fragmentos de grava
tomados de las costuras de los zapatos del acusado procedían de la cantera;
pero Kennelly visitaba a menudo aquel lugar que estaba muy próximo a su
casa. Si no había testigos que probasen la coartada de Kennelly, tampoco
los había que la negaran. Los muchachos del colegio que habían testificado
sobre las observaciones hechas por Kennelly acerca de la muchacha
solamente ofrecían puras vaguedades. Larsen comenzó a sentirse un poco
aliviado. Pero la defensa no fue más que puro formulismo. El propio
Kennelly era su testigo y demostró ser un testigo muy pobre, confesando
que estuvo continuamente borracho durante aquel día crucial. No se hizo
ningún intento para alegar que Kennelly estaba loco como Larsen había
esperado. Prather pronunció un elocuente alegato final señalando la falta

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total de pruebas e insistiendo en que ningún testimonio había demostrado


realmente la culpabilidad de su cliente.

Pero a continuación, el fiscal del distrito Holcombe, derribó todas las


barreras, denunciando al ayudante del conserje, exponiendo su triste
informe policíaco y llamándole «rata viciosa y vil que tenía forma de
criatura humana». El detalle más perjudicial de todos era el pañuelo.

—No creo en coincidencias de esa clase —dijo Holcombe,


sarcásticamente—. Les diré a ustedes lo que creo… Creo que la muchacha
quitó de un bolsillo de Kennelly ese pañuelo cuando luchaba por su honor y
por su vida. Y creo que Diane arañó su rostro en débil intento de lucha para
tratar de escapar del monstruo que la atacaba.

El público que llenaba la sala aplaudió y el presidente de la sala tuvo que


amenazar con desalojarla.

En sus consejos al jurado, el juez Smith trató de ser neutral pero el


jurado vio claramente hacia qué lado se inclinaba. Y los miembros del
jurado también hicieron lo mismo; recordaban vívidamente las fotografías
del cadáver de la muchacha. Muchos de los miembros del jurado tenían
hijas de la misma edad. Era preciso que alguien pagase aquel horrendo
crimen. Y así pronunciaron un veredicto de culpabilidad por ambas
acusaciones: rapto y asesinato. El presidente del jurado manifestó ante los
periodistas, más tarde, que solamente se habían necesitado tres votaciones
para que un par de viejos locos que figuraban entre los miembros del jurado
abandonaran sus dudas.

«Pero el juez no puede condenarle a muerte —pensó Larsen,


nerviosamente—. No puede condenarle basándose solamente en pruebas
circunstanciales. Como máximo se le podría aplicar una sentencia de
cadena perpetua yeso significa que en cualquier momento puede ser puesto
en libertad bajo palabra. Eso no puede dañar a un individuo como Kennelly
que en realidad nunca se ha portado bien».

El juez sentenció a Kennelly a morir en la silla eléctrica. También él


tenía hijas.

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«Pero siempre hay el recurso de apelación —pensó Larsen,


desesperadamente—. La apelación sería concedida. Kennelly asistiría a otro
juicio, y para entonces quizá se habría abierto paso la verdad».

—¡Por amor de Dios, deja ya de hablar entre dientes! —gritó una noche
Kate—. ¿Qué es lo que te pasa desde hace una temporada? Y fumas
demasiado, John. No lo consentiré. Estás gastando una fortuna en
cigarrillos.

Se negó la apelación a Kennelly. El fiscal del distrito manifestó a los


representantes de la Prensa que se sentía muy complacido.

—La muerte es poca cosa para una serpiente de la categoría de Kennelly


fue su comentario final.

Prather no se atrevió a llevar la apelación hasta el Tribunal Supremo.

—No hay base —dijo.

Sí que la había. Larsen podía proporcionada.

Por dos veces comenzó a marcar el número del despacho de Prather.


Luego pensó en todo cuanto aquello podía significar y colgó. «Paciencia. Es
preciso esperar», se dijo a sí mismo. Aquellas cosas casi siempre duraban
años, uno tras otro, suspensión de ejecución tras suspensión. Todo el
mundo lo sabía.

—¿Y por qué ha tardado usted tanto en traerme esta información?

Éstas eran las palabras que ya estaba escuchando en boca del abogado
defensor.

Sería inútil arrojarse en manos de la piedad del hombre, suplicarle que


siguiera aquella pista y que dejara en paz a John Larsen. Sin su testimonio
personal, las nuevas pruebas carecerían de valor. E incluso ahora quizá ya
no significaran nada. Hubiesen sido útiles al principio cuando habían
detenido a Kennelly, o antes de la detención, ahora tendría que complicarse
la vida con muy pocas oportunidades de ayudar a Kennelly.

Si hubiese alguien…, alguien en el mundo a quien pudiera contárselo


todo, alguien que le aconsejara, le protegiera y lograra que la verdad

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resplandeciese… Kennelly se hallaba en una «celda de la muerte» en la


penitenciaria del Estado. La fecha de su ejecución estaba señalada para tres
meses después.

Luego no faltaban más que dos meses.

Y a continuación uno.

Prather llevó al tío de Kennelly, su único pariente, a ver al gobernador.


Pero éste se presentaba a una reelección en el siguiente mes de noviembre.
No podía, pues, suspender la ejecución de un hombre que estaba condenado
por haber raptado, violado y asesinado a una muchacha de diez años de
edad.

Muy pronto faltó una sola semana.

Y luego, dos días.

John Larsen había perdido veinte libras de peso. Tenía hasta miedo de
dormir; una noche, sufriendo una pesadilla, se puso a gritar
desesperadamente y despertó a Kate. Apenas volvió a dar importancia a las
recriminaciones de su esposa.

—Si estás enfermo vete a ver al médico.

—No lo estoy.

—¿Crees que soy tonta? Algo raro te pasa. ¿Qué es lo que estás
haciendo, John?…

Y acto seguido la mujer comenzó a analizar una serie de posibilidades.

—¡John, dímelo!

Y tras romper a llorar añadió:

—Ya sé lo que es y no pienso aguantado. ¡Estás pensando en alguna


otra mujer! Si crees que después de veintisiete años voy a permitir que…

Larsen se echó a reír. El sonido de su risa no fue nada agradable.

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Gran cantidad de alocados planes comenzaron a cruzar por su cerebro.


Iría a Belleville, daría caza al hombre de cabellos negros y le obligaría a
confesar la verdad.

Tonterías.

No hubo suspensión de la ejecución en el último minuto. Larsen supo


entonces que en el fondo de su corazón nunca lo había esperado. Kennelly
fue a la silla a la hora prevista gritando su inocencia hasta el último segundo
de vida.

Leyendo cada una de las penosas palabras impresas en el periódico,


John Larsen quedó, al fin, frente a frente con la verdad desnuda.

Quizá él no hubiese podido impedir la muerte de la muchacha… aunque


si lo habría logrado de haber actuado a tiempo. Pero ya había hecho
bastante.

Había permitido morir a un hombre con objeto de agarrarse a un empleo


y a una esposa que odiaba. Él, John Larsen, había asesinado a Joseph
Kennelly, a quien jamás había visto en su vida, a un hombre que para él era
tan desconocido como aquel individuo que asesinara a la pequeña Diane
Morrison.

Así, pues, John Larsen era un asesino y los asesinos deben morir. Pero
él no tuvo valor para salvar a Kennelly y tampoco lo tenía para morir él.
Todo cuanto le era dado hacer consistía en aguantar, en aguantar los gritos
de la conciencia hasta el último momento.

Aquella misma noche, al ver la expresión de su rostro, las palabras de


Kate se congelaron en sus labios. John Larsen cenó en silencio.
Inmediatamente después se fue a la cama. Durmió catorce horas con sueño
profundo como el de un animal agotado.

A la mañana siguiente estaba mostrando una alfombra a una cliente,


cuando de repente la dejó caer al suelo y todo su cuerpo se puso rígido.

Luego comenzó a gritar:

—¡Yo lo hice! ¡Yo lo hice! ¡Yo lo hice!

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Se necesitó la ayuda de dos hombres para sujetarle y esperar a que


llegara la ambulancia…

Y cerca de Belleville, un hombre fornido, de cabellos negros, un «tipo»


inofensivo al que todo el mundo conocía y nadie había dado ni daba
importancia, recorría los caminos solitarios de aquella zona en su coche
negro, y observando cuidadosamente los alrededores por si descubría a
alguna chica bonita caminando sola…

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- SENTENCIA DE MUERTE PARA


LA GROSERÍA
JACK RITCHIE

—¿Qué edad tiene usted? —pregunté.

Sus ojos no se separaban del revólver que yo sostenía en la mano.

—Escuche señor, no hay mucho dinero en la registradora pero lléveselo


todo. No le proporcionaré dificultades.

—No me interesa en absoluto su asqueroso dinero, al menos desde su


punto de vista. Podría usted haber vivido otros veinte o treinta años más si
se hubiera tomado la más mínima molestia de ser cortés.

El hombre no me comprendió.

—Voy a matarle —añadí— por culpa del sello de cuatro centavos y por
el dulce.

El hombre no sabía lo que yo quería decir con aquello del dulce, pero si
parecía caer en la cuenta sobre lo del sello.

El pánico se exteriorizó en sus facciones.

—Usted debe estar loco. No puede matarme a causa de eso.

—Sí que puedo.

Y así lo hice.

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Cuando el doctor Briller me dijo que solamente me quedaban cuatro


meses de vida me sentí, por supuesto, muy perturbado.

—¿Está usted seguro de que no se han mezclado las radiografías mías


con otras? He oído que a veces sucede eso.

—Me temo que no, señor Turner.

Luego lo pensé un poco mejor. Los informes del laboratorio… quizá mi


nombre figuraba equivocadamente en alguno de ellos…

El médico movió lentamente la cabeza.

—Lo he comprobado detenidamente, cosa que hago siempre en estos


casos. Es práctica de seguridad, ¿comprende usted?

Era la última hora de la tarde y la hora en la que el sol estaba cansado.


Yo tenía esperanzas de que cuando me llegara la hora de morir realmente,
fuese por la mañana. Indudablemente seria mucho más alegre.

—En casos como éste —añadió el doctor— un médico se enfrenta


siempre a un dilema. ¿Debe o no decirle la verdad a su paciente? Yo
siempre acostumbro a decir la verdad a los míos. Eso les da tiempo para
arreglar sus asuntos y correrla un poco, por decirlo así.

El doctor hizo una pausa y atrajo hacia si un bloc de papel que


descansaba sobre la mesa de despacho. Luego añadió:

—También estoy escribiendo un libro. ¿Qué intenta usted hacer con el


tiempo que le queda?

—Realmente no lo sé. Ya sabe usted que lo estoy pensando desde un


minuto o dos.

—Desde luego —dijo Briller—. Por ahora no hay prisa. Pero cuando
usted decida sobre ese aspecto, hágamelo saber, ¿lo hará? Mi libro
menciona las cosas que hace la gente que sabe tiene sus días contados…

Briller hizo otra pausa y apartó hacia un lado el bloc de papel,


añadiendo tras una pausa de silencio:

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Visíteme cada dos o tres semanas. Eso servirá para medir el progreso
de su descenso.

A continuación Briller me acompañó hasta la puerta diciendo:

—Ya tengo anotados veintidós casos como el suyo…

Luego el médico pareció mirar hacia la lejanía, adoptando una actitud


de total reflexión y murmuró:

—Podría llegar a ser un best seller, ¿comprende usted?

Mi vida siempre fue dulce, una vida muelle. No vivida sin inteligencia,
pero si dulce.

No he contribuido con nada al progreso del mundo… y en ese aspecto


me parece que tengo mucho en común con la mayoría de los seres humanos
que pueblan la tierra… pero, por otra parte tampoco me he apoderado de
nada. En resumen pedí a la vida que me dejara solo. La vida ya es lo
suficientemente difícil sin tener que vivirla en una no deseada asociación
con otras personas.

¿Qué es lo que uno puede hacer con los cuatro meses que le quedan de
vida muelle?

No tenía la menor idea de lo que había caminado y pensado sobre este


tema cuando de repente me encontré atravesando el largo puente curvo que,
en suave pendiente, desciende hasta la carretera del lago. El sonido de una
música mecánica interrumpió mis pensamientos y miré hacia abajo.

Un circo, o quizá se celebraba algún festejo de carnaval, pensé.

Era el mundo de la magia donde el oro es dorado, donde el maestro de


ceremonias, el maestro o director de pista es tan caballero como auténticas
son las medallas que adornan su pecho, y donde las rosadas damas que
montan a caballo tienen duras facciones y peor carácter. Era el dominio de
los vendedores de ásperas voces y de los mil cambalaches.

Siempre tuve la impresión de que la desaparición de los grandes circos


podía considerarse como uno de los avances culturales del siglo XX, y, sin
embargo, en aquellos momentos descubrí que sin darme cuenta descendía

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hasta el pie del puente y al cabo de unos momentos me encontraba a medio


camino del circo entre unas filas de barracas donde se exhibían las
mutaciones humanas para entretenimiento de los niños.

Pronto llegué hasta la entrada principal del circo y contemplé


perezosamente al aburrido taquillero que se hallaba cómodamente situado
en una elevada cabina junto a la puerta principal.

Un hombre de agradable aspecto, acompañado por dos niñas se


aproximó a él y le entregó varios rectángulos de cartulina que parecían ser
pases.

El portero recorrió con un dedo una lista impresa que tenía a su lado.
Sus ojos se endurecieron y miró despreciativamente, durante un momento,
al hombre y a las niñas. Luego, lenta y deliberadamente, rasgó los pases en
mil pedazos y dejó caer al suelo los fragmentos.

—No son buenos —murmuró.

El hombre se sonrojó y replicó:

—No lo comprendo.

—¡No dejó usted los carteles colocados! —gritó el hombre—. Y


ahora…, ¡lárguese de aquí!

Las niñas miraron a su padre con expresión de desconcierto. ¿Haría su


papá algo por solucionar aquello?

El hombre permaneció inmóvil durante un momento a la vez que la ira


hacia palidecer su rostro. Parecía que estaba a punto de decir algo, pero
luego miró a las dos niñas. Cerró los ojos durante un momento como si
hiciese un terrible esfuerzo por controlar su cólera, y luego dijo:

—Vámonos, nenas, vámonos a casa.

El hombre se alejó con ellas y éstas miraron por dos veces hacia atrás,
asustadas, pero sin decir nada.

Me aproximé inmediatamente al portero y le pregunté:

—¿Por qué ha hecho usted eso?


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El hombre me miró desde lo alto de su cabina.

—¿Qué le importa a usted eso? —inquirió a su vez.

—Quizá mucho.

El portero me estudió durante un momento con gesto de irritación y


luego respondió:

—Porque no dejó los carteles colocados.

—Ya lo escuché antes. Ahora explíqueme qué es eso.

El hombre respiró con tanta dificultad como si le costara dinero y dijo:

—Nuestro agente avanzado va de ciudad en ciudad semanas antes de


que nosotros lleguemos, un par de semanas antes todo lo más. Deja en
todos los sitios carteles anunciando el espectáculo que traemos, y los deja en
donde puede… en las abacerías, zapaterías, mercados… cualquier lugar
donde el propietario pueda adheridos a su escaparate para dejados allí hasta
que el espectáculo llegue a la ciudad. Por el servicio se le regalan dos o tres
pases. Pero algunos de estos tipos no saben que el servicio se comprueba, o
mejor dicho que lo comprobamos. Si los carteles no están en el escaparate
cuando llegamos a la ciudad entonces los pases quedan sin validez alguna.

—Comprendo —dije secamente—. Y por eso usted rompe los pases en


sus mismas narices y delante de los niños. Evidentemente ese hombre quitó
los carteles de su establecimiento demasiado pronto. O quizá esos pases se
los ha regalado otro hombre que quitó los carteles de su establecimiento.

—¿Y qué diferencia hay? Los pases no sirven.

—Quizá no haya diferencia alguna en eso. Pero, ¿se da usted perfecta


cuenta de lo que acaba de hacer?

Los ojos del hombre se entornaron tratando de estudiarme y de calcular


el poder que podría tener yo. Luego añadí:

—Ha cometido usted uno de los actos humanos más crueles. Ha


humillado usted a ese hombre delante de las niñas, de sus hijas. Les ha
infligido usted una herida cuya cicatriz perdurará a lo largo de todas sus

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vidas. Ese hombre se llevará a casa a las niñas y su camino será largo, muy
largo. ¿Y que podrá decirle a sus hijas?

—¿Es usted polizonte?

—No, no soy polizonte. Los niños de esa edad consideran a su padre


como el mejor hombre del mundo. Le consideran el más amable, el más
cariñoso, el más valiente de todos. Y ahora siempre recordarán que un
hombre, otro hombre, se portó mal con su padre… y él no pudo hacer nada.

—De acuerdo, rompí sus pases, ¿por qué no compró entradas corrientes?
¿Es usted algún inspector de la ciudad?

—No, tampoco soy un inspector de la ciudad. ¿Y esperaba usted que ese


hombre comprara entradas después de la humillación que acababa de sufrir?
Usted dejó al hombre sin recursos morales. No podía comprar entradas y no
podía tampoco crear una bien justificada escena porque estaban los niños
delante. No pudo hacer nada. Nada en absoluto sino retirarse con las dos
niñas que deseaban ver su miserable circo y ahora ya no pueden hacerlo.

Miré al pie de su cabina. Allí estaban todavía los fragmentos de muchos


más sueños… las ruinas de otros hombres que habían cometido el crimen
capital de no dejar en sus escaparates los carteles el tiempo suficiente.
Luego añadí:

—Pudo usted decir: «Lo siento, señor, pero sus pases no son válidos». Y
luego explicar cortés y pacíficamente por qué.

—No me pagan para ser cortés —dijo el hombre enseñando una


dentadura amarillenta—. Y, señor…, me gusta romper pases. Me produce
satisfacción. ¿Comprende?

Allí estaba. Aquel elemento era un hombrecillo al que se le había


concedido un pequeño poder y lo empleaba como un César.

El hombre se levantó a medias de su asiento y añadió:

—Ahora lárguese de aquí, señor, antes de que baje y se lo haga


comprender de otra manera.

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Sí. Era un hombre dotado de crueldad, una especie de animal nacido sin
sentimientos ni sensibilidad y destinado en el mundo a hacer todo el daño
que pudiese mientras existiera. Era una criatura que debía ser eliminada de
la faz de la tierra.

Si yo tuviese el poder de…

Miré durante un momento hacia aquel retorcido rostro y luego giré


sobre mis talones para alejarme. En la parte alta del puente, tomé un
autobús y me apeé en una tienda de artículos para deporte que había en la
calle 37.

Compré un revólver del calibre 32 y una caja de munición.

¿Por qué no asesinamos? ¿Porque no sentimos la justificación moral de


tal acto final? ¿O quizá se debe más a que tememos las consecuencias si nos
descubren… lo que nos pueda costar, a nuestras familias o a nuestros hijos?

Y así sufrimos las humillaciones y los insultos con tremenda docilidad,


las soportamos porque eliminados nos costaría aún más sufrimientos de los
que ya padecemos.

Pero yo no tenía familia ni amigos íntimos. Y solamente me quedaban


cuatro meses de vida.

El sol se había puesto y las luces de la feria brillaban cuando me apeé del
autobús en el puente. Miré hacia la cabina del circo y allí estaba todavía el
hombre sentado en su garita.

«¿Cómo debía hacerlo?», me pregunté. Vi cómo otro hombre le relevaba


en su puesto… al parecer con gran alivio del primero. Encendió un
cigarrillo y comenzó a caminar lentamente hacia el oscuro frente del lago.

Me acerqué a él al doblar una curva oculta por unos altos arbustos. Era
un lugar solitario, pero lo suficientemente cercano a la feria para que sus
diferentes ruidos llegaran todavía a mis oídos.

El hombre oyó mis pasos y dio media vuelta. Una ligera sonrisa se
dibujó en sus labios y con una mano se frotó los nudillos de la otra al mismo
tiempo que decía:

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—Está usted buscándoselo, señor.

Sus ojos se abrieron enormemente cuando vio el revólver que yo


sostenía en la mano.

—¿Qué edad tiene usted? —pregunté.

—Escuche, señor —dijo el hombre rápidamente—. Solamente tengo en


el bolsillo un par de billetes de diez dólares.

—¿Qué edad tiene usted? —repetí.

Sus ojos parpadearon nerviosamente al responder:

—Treinta y dos años.

Moví la cabeza tristemente y comenté:

—Podía haber vivido usted hasta los setenta y tantos quizá. Cuarenta
años más de vida si se hubiera tomado la simple molestia de actuar como
un ser humano.

El hombre palideció y preguntó:

—¿Está usted loco, amigo?

—Es posible.

Y en aquel momento apreté el gatillo.

El ruido del disparo no fue tan fuerte como yo esperaba o quizá su eco
se perdió entre los demás ruidos de la feria.

El hombre se tambaleó y luego cayó muerto en el borde del sendero que


conducía al lago.

Tomé asiento en un cercano banco del parque y esperé. ¿Acaso nadie


había oído el disparo?

Repentinamente me di cuenta de que sentía apetito. No había comido


nada desde el mediodía. El pensamiento de que me llevaran a una
comisaria y me hiciesen preguntas durante largo tiempo me parecía cosa
intolerable. Y además me dolía mucho la cabeza.

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Arranque una página de mi libreta de notas y comencé a escribir:

«Una palabra descuidada puede perdonarse. Pero una vida de cruel


grosería no. Este hombre merece la muerte».

Estaba a punto de firmar con mi nombre pero entonces decidí que mis
iniciales serían suficientes por el momento. No deseaba que me detuvieran
antes de comer algo y tomar unas aspirinas.

Doblé la hoja y la coloqué en el interior del bolsillo superior de la


americana del portero muerto.

No me encontré con nadie cuando retrocedí por el sendero y ascendí


luego hacia el puente. Caminé hasta llegar a Weschler’s, probablemente el
mejor restaurante de la ciudad. Los precios, en circunstancias normales,
iban más allá de mis posibilidades económicas, pero en aquellos momentos
opiné que podía permitirme el lujo de hacer un extraordinario.

Después de cenar decidí que no estaría nada mal dar un paseo nocturno
en autobús. Me gustaba aquella forma de excursión a través de la ciudad y,
después de todo, también comprendía que mi libertad de movimientos muy
pronto quedaría restringida.

El conductor del autobús era claramente un hombre impaciente y aún


estaba mucho más claro que los pasajeros eran sus enemigos. Sin embargo
la noche era hermosa y el autobús no estaba muy lleno de gente.

En la calle 68, una mujer de aspecto frágil, cabellos muy blancos y


rasgos de camafeo esperaba en la curva. El conductor, gruñendo, detuvo el
vehículo y abrió la portezuela.

La mujer sonrió e hizo un movimiento de cabeza, asintiendo, a los


pasajeros cuando puso el pie en el primer escalón. Se podía observar que la
vida de aquella mujer era de suave felicidad y de muy pocos viajes en
autobús.

—¡Bien! —gritó el conductor—. ¿Va usted a tardar todo el día en subir?

La mujer se sonrojó y tartamudeó:

—Lo siento, señor…

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Y al mismo tiempo le entregó un billete de cinco dólares. El hombre


abrió los ojos asombrado.

—¿No tiene usted cambio? —preguntó.

La mujer se sonrojó aún más y murmuró:

—No lo creo. Pero miraré…

Era evidente que el conductor iba adelantado en su itinerario y esperó.

Y otra cosa estaba muy clara. Que estaba disfrutando enormemente con
la escena.

La mujer encontró un cuarto de dólar y lo sostuvo entre los dedos


tímidamente.

—¡En la máquina! —bramó el conductor.

La mujer dejó caer la moneda en la máquina automática del cambio.

El conductor arrancó el vehículo violentamente y la mujer casi cayó al


suelo. Se las pudo arreglar para asirse a tiempo a una de las barras de los
asientos.

Sus ojos se posaron sobre los pasajeros como si tratara de disculparse…


por no haberse movido más rápidamente, por no tener cambio, y por casi
haberse caído. Una sonrisa tembló en sus labios y luego tomó asiento.

En la calle 82, la mujer hizo presión sobre el botón de aviso, se puso en


pie y avanzó hacia la parte delantera del vehículo.

El conductor miró hacia atrás al mismo tiempo que detenía al autobús.

—¡Por la parte de atrás! —gritó—. ¿Por qué no se acostumbrará la gente


a usar la parte de atrás?

Yo siempre fui partidario de usar las portezuelas posteriores de los


autobuses especialmente cuando éstos van llenos de gente. Pero en aquel
momento ocupaban el coche una media docena de pasajeros que leían sus
periódicos con terrible indiferencia.

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La mujer se volvió, palideciendo, y se dirigió a la portezuela trasera.

La tarde que había pasado o la que pensaba pasar había quedado


arruinada. Y quizá muchas más tardes al acordarse de aquella.

Yo seguí en el autobús hasta el final de la línea.

Era el único pasajero cuando el conductor dio la vuelta al vehículo y lo


aparcó.

Se trataba de un lugar desierto, una esquina mal iluminada y no había


pasajeros esperando en el pequeño refugio de la curva. El conductor lanzó
una ojeada a su reloj, encendió un cigarrillo y luego se dio cuenta de mi
presencia.

—Si piensa usted seguir en el coche, señor, ponga otros veinticinco


centavos en la máquina. Aquí no se da nada gratis aclaró.

Me levanté de mi asiento y caminé lentamente hacia la delantera del


vehículo.

—¿Qué edad tiene usted? —pregunté.

—Eso no le interesa.

—Unos treinta y cinco años, imagino —dije—. Aún le quedaban por


delante quizá unos treinta años más…

Y al pronunciar estas últimas palabras extraje el revólver del bolsillo.

El conductor dejó caer al suelo el cigarrillo.

—Llévese el dinero —dijo.

—No me interesa el dinero. Estoy pensando en una dama muy educada


y también en otros cientos de damas más y en muchos hombres inofensivos
y niños que sonríen. Usted es un criminal. No existe justificación para lo
que usted hace con ellos. Ni tampoco existe justificación para que usted siga
viviendo.

Y le maté.

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Tomé asiento y esperé.

Al cabo de diez minutos aún estaba sentado solo en compañía del


cadáver. Me di cuenta de que tenía sueño. Un sueño increíble. Sería mejor
dormir durante toda una noche y luego entregarme a la policía.

Escribí mi justificación sobre la muerte del conductor en otra hoja de


papel, añadí mis iniciales, y se la metí en un bolsillo.

Tuve luego que caminar a lo largo de cuatro manzanas de casas antes de


encontrar un taxi que me llevara a mi apartamento.

Dormí profundamente y quizá soñé. Pero si lo hice, mis sueños fueron


agradables e inocuos. Eran casi las nueve de la mañana cuando desperté.

Después de ducharme y desayunar calmosamente, elegí mi mejor traje.


Recordé que aún no había pagado la factura mensual del teléfono. Extendí
un talón y luego lo metí en un sobre en el que escribí la adecuada dirección.
Luego descubrí que no tenía sellos. «No importa —me dije—, compraré
uno de camino a la comisaría».

Casi había llegado a esta última cuando de nuevo recordé el sello. Me


detuve en un almacén de la esquina más próxima. Era un lugar en el que
jamás había entrado antes.

El propietario, ataviado con americana blanca, se hallaba sentado tras el


mostrador leyendo el periódico y un vendedor a comisión hacía notas en un
libro de pedidos.

El dueño del establecimiento ni siquiera miró cuando yo entré en la


tienda y dijo al vendedor:

—Tienen ya sus huellas dactilares a causa de las notas, conocen su


escritura, y también sus iniciales, ¿qué le pasa a la policía?

El vendedor se encogió de hombros y replicó:

—¿Y para qué sirven las huellas dactilares si el asesino no figura en los
archivos de la policía? Lo mismo ocurre con la escritura si no se la puede
comparar con otra. ¿Y cuántas personas en la ciudad tienen esas mismas
iniciales L. T.?

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El vendedor cerró su libro y dijo a continuación:

—Volveré la semana que viene.

Cuando se fue, el propietario de la tienda continuó leyendo el periódico.

Yo aclaré la garganta.

El hombre terminó de leer un largo párrafo y luego alzó la cabeza.

—Dígame… —murmuró.

—Un sello de cuatro centavos, por favor.

El hombre adoptó la misma expresión que si en aquel momento yo le


hubiese propinado una bofetada. Me miró durante quince segundos, luego
abandonó su taburete y lentamente se dirigió hacia la parte posterior de la
tienda donde había una pequeña ventana enrejada.

Yo estaba a punto de seguirle, pero en aquel momento llamó mi


atención una pequeña exposición de pipas que había a mi izquierda.

Al cabo de un rato sentí que unos ojos se posaban sobre mí. Alcé la
cabeza.

El dueño de la tienda se halla en pie al final del establecimiento,


apoyando una mano en la cadera y sosteniendo en la otra el sello.

Al cabo de un par de segundos, preguntó:

—¿Acaso espera que yo se lo lleve ahí?

Y en aquel preciso momento recordé a un pequeño muchacho de seis


años de edad que poseía cinco centavos. Cinco centavos de aquellos
tiempos, en los que se vendían tantos dulces de infinitas variedades.

El chico, que en tal caso había sido yo, acababa de entrar en el


establecimiento arrastrado por el atractivo escaparate donde se exhibían
varias clases de dulces, y ya en el interior del establecimiento había luchado
con la indecisión. ¿Cuál elegir? Bueno, le gustaban todos, pero no aquellas
guindas escarchadas. No, aquello no le gustaba.

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Y entonces se había dado cuenta de que el tendero se hallaba en pie al


lado del escaparate, golpeando con un pie sobre el suelo lleno de
impaciencia. Los ojos del tendero resplandecían de irritación… No, había
sido algo más que eso, brillaban de cólera.

«—¿Es que piensas estar aquí todo el día con esa piojosa moneda en la
mano?», le había preguntado el hombre.

Aquel niño era un niño muy sensible y las palabras del tendero le habían
sentado tan mal como si en aquel momento alguien le hubiese golpeado.
Sus preciosos cinco centavos no valían nada. Aquel hombre le había
despreciado, y en él despreciaba a todos los niños.

Luego había señalado con la mano hacia el escaparate para casi


tartamudear:

—Cinco centavos de eso…

Cuando abandonó el establecimiento descubrió que en la bolsa sólo


llevaba guindas escarchadas.

Pero aquello no importaba realmente. Aun cuando hubiese llevado otra


cosa, tampoco habría podido comerla.

Ahora miré al propietario del establecimiento y al sello de cuatro


centavos y a aquella expresión de odio hacia todo ser humano que no
contribuyese debidamente al aumento de sus beneficios. No me quedaba la
menor duda de que inmediatamente sonreiría si me decidía a comprarle una
de sus pipas.

Pero volví a pensar en el sello de cuatro centavos y en aquel paquete de


guindas que había arrojado a la basura hacia muchos años. Avancé hacia el
fondo del almacén y saqué el revólver del bolsillo.

—¿Qué edad tiene usted? —pregunté.

Cuando murió no esperé más qué el tiempo suficiente para escribir una
nota. Esta vez había matado para vengar unas horas de mi infancia y
realmente necesitaba un trago. Caminé a lo largo de varias casas de la
misma calle y entré en un pequeño bar. Pedí un coñac y un vaso de agua. Al
cabo de diez minutos escuché el ulular de la sirena de un coche patrulla.
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El dueño del bar se acercó a la ventana.

—Es en esta misma calle —dijo al mismo tiempo que se quitaba la


americana blanca—. Voy a ver qué es lo que ocurre. Por favor, señor, si
viene alguien diga usted que regreso en seguida.

Luego colocó la botella de coñac sobre el mostrador y añadió:

—Sírvase usted mismo…, pero dígame luego cuántas ha tomado.

Sorbí pacíficamente el coñac y contemplé desde mi taburete la llegada


de más coches patrulla y a continuación la de la ambulancia.

El dueño del bar regresó al cabo de diez minutos seguido por un cliente.

—Una cerveza corta, Joe —pidió este último.

—Éste es mi segundo coñac —advertí yo.

Joe recogió las monedas que yo deposité en el mostrador, y dijo:

—Han asesinado al abacero de ahí abajo. Parece que ha sido el hombre


que mata a la gente que no es cortés.

El cliente observó cómo Joe servía la cerveza en el vaso y preguntó:

—¿Cómo sabes eso? Bien pudo ser un atraco…

Joe movió la cabeza negativamente.

—No. Fred Masters, el que tiene la tienda de televisión al otro lado de la


calle, encontró el cadáver y leyó la nota.

El cliente depositó cinco centavos en el mostrador, y comentó:

—Me parece que no voy a llorar su muerte. Yo siempre compraba en


cualquier otro lado. Ese tipo te vendía como si te estuviera haciendo un
gran favor.

Joe asintió con un movimiento de cabeza y replicó:

—Sí. No creo que nadie de la vecindad vaya a echarle mucho de menos.


Era bastante inaguantable.

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Yo estaba a punto de salir del bar y acercarme hasta el almacén para


entregarme, pero entonces pedí otro coñac y saqué del bolsillo mi libreta de
notas. Comencé a extender una lista de nombres.

Era sorprendente como un nombre seguía inmediatamente al otro. Eran


recuerdos amargos, algunos grandes y otros más pequeños, algunos que yo
había experimentado y otros que había presenciado… y que quizá me
habían sentado mucho peor que a las víctimas.

Nombres. ¿Y el de aquel almacenista? No lo recordaba, pero también


debía incluido.

Recordé el día y a la señorita Newman. Eramos sus alumnos de sexto


grado y nos había llevado a otra de sus excursiones… Esta vez a los
almacenes que había a lo largo del río, donde nos iba a enseñar «cómo
trabajaba la industria». La señorita Newman siempre proyectaba sus
excursiones por adelantado y pedía permiso para visitar los lugares adonde
pensaba llevarnos, pero esta vez quizá se perdió o desorientó y llegamos al
almacén… ella y los treinta chiquillos que la adoraban.

Y el almacenista la había expulsado groseramente. Había empleado un


lenguaje que nosotros no entendíamos, pero que si comprendíamos en su
sentido, palabras dirigidas tanto a la señorita Newman como a nosotros.

La señorita Newman era una mujer de baja estatura que en aquel


momento sintió un pánico terrible y todos nos retiramos. Al parecer, se
sintió tan humillada ante nosotros que al día siguiente no apareció por la
escuela ni Volvió a hacerlo más, hasta que supimos que había solicitado un
traslado.

Y yo, que la adoraba, sabía por qué. No podía ponerse delante de


nosotros después de aquello.

¿Viviría todavía aquel individuo? Pensé que por entonces debía andar
por los veintitantos años de edad.

Cuando abandoné el bar media hora más tarde, me di cuenta de que


tenía por delante mucho trabajo.

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Los días siguientes fueron muy atareados, y entre otros, encontré al


almacenista. Le dije por lo que moría porque el hombre ni siquiera lo
recordaba.

Y cuando terminé aquella labor entré en un restaurante situado no muy


lejos de mi última ejecución.

La camarera suspendió su conversación con la cajera y se acercó a mi


mesa.

—¿Qué desea usted? —preguntó.

Pedí un buen filete y tomates. El filete resultó lo que se podía esperar de


aquella vecindad. Cuando extendí la mano para tomar la cucharilla del café,
la dejé caer al suelo accidentalmente. Luego la recogí.

—Camarera —llamé—, ¿puede traerme otra cucharilla, por favor? La


mujer se acercó airadamente a mi mesa y me arrebató la cucharilla de la
mano.

—¿Qué le pasa, señor? —interrogó—. ¿Sufre de temblores o algo


parecido?

Regresó al cabo de unos momentos y estaba a punto de depositar otra


cucharilla sobre la mesa con énfasis considerable cuando de repente se
alteró la dura expresión de sus facciones. Disminuyó el descenso del brazo y
cuando la cuchara tocó el mantel de la mesa lo hizo suavemente, muy
suavemente.

Luego la mujer se echó a reír nerviosa.

—Siento haber sido tan grosera, señor.

Se trataba de una disculpa, y por eso repliqué:

—No tiene importancia, olvídelo.

—Quiero decir que puede usted dejar caer al suelo la cucharilla siempre
que guste. Me alegrará servirle otra limpia.

—Gracias —murmuré, atendiendo a mi café.

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—No se habrá ofendido usted, ¿verdad, señor?

—No. En absoluto.

La mujer tomó un periódico de una cercana mesa y dijo:

—Aquí tiene usted, señor, puede usted leerlo mientras come. Quiero
decir que es de la casa. Gratis.

Cuando la mujer se retiró, la cajera la miró con los ojos muy abiertos, y
preguntó:

—¿Qué significa todo esto, Mable?

Mable me miró de reojo con cierta incomodidad.

—Nunca se puede decir… no podemos asegurar quién es ese hombre.


En estos días será mejor mostrar más cortesía.

Mientras comí estuve leyendo y hubo una noticia que me llamó


sumamente la atención. Un hombre maduro había calentado unos centavos
en una sartén puesta al fuego y luego se los había arrojado a unos cuantos
niños que estaban jugando frente a Halloween, y naturalmente se había
producido graves quemaduras en las manos. El hombre había sido multado
con veinte miserables dólares.

Inmediatamente anoté su nombre y dirección en mi libreta.

El doctor Briller terminó su examen.

—Ya puede usted vestirse, señor Turner.

Recogí mi camisa de encima de una silla y comenté:

—Supongo que no habrá salido ninguna nueva droga milagrosa desde la


última vez que estuve aquí, ¿verdad?

El doctor se echó a reír con toda naturalidad, y contestó:

—No, me temo que por ahora no.

Luego contempló en silencio cómo me abotonaba la camisa, y añadió:

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—Y a propósito, ¿ha decidido usted lo que va hacer con el tiempo que le


queda?

Yo ya lo había pensado, pero creí conveniente responder:

—No, todavía no.

El médico pareció asombrarse profundamente y replicó:

—Ya debía haberlo hecho. Sólo le quedan tres meses. Y, por favor,
hágamelo saber cuando lo decida.

Mientras terminaba de vestirme el doctor se sentó ante su mesa de


despacho y lanzó una ojeada al periódico que descansaba sobre ella.

—El asesino parece estar muy ocupado estos días, ¿eh?

Luego volvió la página y añadió:

—Pero lo curioso del caso, lo sorprendente de todo cuanto está


ocurriendo en estos crímenes es la reacción pública ante los mismos. ¿Ha
leído usted las Cartas del Pueblo que se han publicado recientemente?

—No.

—Estos asesinatos parece que encuentran apoyo casi universal. Parece


que hay mucha gente que los aprueba. Algunas de las personas que escriben
esas cartas dan la impresión de que estarían dispuestas a suministrar al
asesino unas cuantas víctimas más, si eso pudiese ser.

Pensé en que tendría que comprar un periódico.

—Y no solamente eso —añadió el doctor Briller—, sino que en toda la


ciudad ha estallado una verdadera ola de cortesía.

Me puse el abrigo y pregunté:

—¿He de volver dentro de dos semanas?

El doctor dejó el periódico a un lado y respondió:

—Sí. Y trate de considerar su caso en la forma más alegre posible.


Piense que todos hemos de seguir el mismo camino, antes o después.

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Pero ya tenía la impresión de que para el doctor Briller siempre habría


un «después» mejor que un «antes», en el futuro.

Mi cita con el doctor Briller se había celebrado por la tarde y eran casi
las diez de la noche cuando dejé el autobús, y emprendí el cono paseo hasta
mi apartamento.

Cuando me aproximaba a la última esquina oí un disparo. Entré en la


calle Milding Lane y encontré a un hombrecillo que sostenía un revólver en
la mano junto a un cuerpo caído sobre la acera y que, a juzgar por su
aspecto, no era más que un cadáver ya. Miré al muerto y murmuré,
asombrado:

—¡Cielo santo! ¡Un policía!

El hombrecillo asintió con un movimiento de cabeza.

—Sí —dijo—. Lo que acabo de hacer parecerá un poco extremado, pero


verá usted…, este agente estaba empleando un lenguaje totalmente
innecesario…

—¡Ah! —exclamé.

El hombrecillo volvió a asentir con otro movimiento de cabeza y


añadió:

—Tenía mi coche aparcado frente a esta bomba de incendios. Le


aseguro a usted que inadvertidamente. Y este policía me estaba esperando
cuando regresé a mi coche. También descubrió que me había olvidado en
casa el permiso de conducir. Yo no hubiese actuado como lo hice si el
hombre se hubiese limitado a extenderme una multa, pues yo era culpable y
lo admito, señor, pero no se contentó con eso. Hizo embarazosas
observaciones acerca de mi inteligencia, de mi vista y sobre la posibilidad de
que yo hubiera robado este coche, y finalmente puso en duda la legitimidad
de mi nacimiento…

El hombrecillo parpadeó nerviosamente ante el recuerdo de esta última


observación y añadió casi en voz baja:

—Y mi madre era un ángel, señor, un verdadero ángel…

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Recordé inmediatamente una vez que también yo había sido detenido


cuando había cruzado, inadvertidamente, un paso prohibido para peatones
en una calle. Yo hubiese aceptado gustosamente la reprimenda de
costumbre e incluso una multa, pero el agente insistió en pronunciar una
auténtica conferencia ante un numeroso grupo de personas que se habían
reunido a nuestro alrededor, y que sonreían divertidas. Fue de lo más
humillante.

El hombrecillo miró a la pistola que sostenía en la mano, y dijo:

—Compré hoy mismo esto, y realmente intentaba emplearla con el


superintendente de la casa donde vivo. Es un fanfarrón.

Yo comenté, asintiendo con un movimiento de cabeza:

—Insolentes individuos.

El hombrecillo suspiró hondo.

—Pero ahora supongo que tendré que entregarme a la policía, ¿no le


parece?

Lo pensé un poco y el hombrecillo me miró fijamente. Luego el


hombrecillo aclaró la garganta, y añadió:

—¿No le parece a usted que debería dejar una nota sobre ese cadáver?
Verá usted, estuve leyendo en el periódico acerca de…

Inmediatamente le presté mi libreta de notas.

El hombrecillo escribió unas cuantas líneas, firmó con sus iniciales, y


depositó la hoja de papel entre los botones de la guerrera del agente muerto.

Luego me devolvió la libreta, diciendo:

—Tengo que recordar comprar una como ésta.

Acto seguido abrió la portezuela de su coche y preguntó:

—¿Quiere que le deje en algún sitio?

—No, gracias. Hace una buena noche y prefiero pasear.

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«Agradable individuo», pensé, cuando el coche se alejó.

Era una lástima que no hubiese muchos como él.

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- EL PERRO MURIÓ PRIMERO


BRUNO FISCHER

Aquella noche yo estaba pensando en la sangre, pero sangre de la


Revolución francesa. Estaba corrigiendo unos ejercicios de Historia
Moderna Europea mientras Dot se hallaba en una reunión en casa de Marie
Cannon. A medianoche me fui a la cama sabiendo que entre el bridge y la
cháchara no había manera de calcular cuándo Dot regresaría a casa.

El ruido de un coche que se detenía en la calzada me despertó. Como no


tenemos garaje en nuestra casa tipo bungalow, siempre dejamos el coche
aparcado al aire libre, en la calzada de cemento. Oí cómo Dot entraba en la
casa por la puerta de atrás, y luego escuché cómo corría el agua por el grifo
de la cocina.

Corrió durante largo tiempo… demasiado para que Dot estuviera


bebiendo y, por supuesto, yo no creía que se estuviese lavando en plena
cocina. Medio dormido me preguntaba qué estaría haciendo con el agua y
aún me hice muchas más preguntas cuando ella cerró el grifo del agua y
dejó nuevamente la casa. El reloj luminoso de la mesita de noche marcaba
en aquel momento la una y cinco de la mañana.

Me volví de lado y miré por la ventana. Dot había dejado encendidos los
faros del coche y en aquel momento caminaba por delante de ellos. El cubo
que llevaba en la mano estaba lleno de agua, evidentemente. Su peso le
hacía oscilar ambas caderas. Abrió la portezuela del negro sedan, encendió
la luz del interior, extrajo una escobilla mojada del cubo y comenzó a
limpiar el interior del vehículo.

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Así, pues, aquello explicaba su raro comportamiento. No cabía duda de


que alguien había hecho una mancha sobre la tapicería y Dot estaba
intentando limpiarla antes de que se secara. Hundí mi cabeza en la
almohada para evitar el cegador brillo de las luces de los faros que
penetraba por la ventana.

Estaba casi dormido cuando se encendió la lámpara de la habitación.

—¿Estas despierto, querido? —preguntó Dot.

—¡Hummmm! —murmuré, volviendo la cabeza para hacerle saber que


sentía demasiado sueño para conversar.

Pero como no había nada que hiciera desistir a Dot de charlar, no


prevalecieron mis deseos de dormir. Ya me había entrenado lo suficiente
para oír su cháchara sin escucharla realmente, y eso fue lo que hice durante
un rato, hasta que una frase que pronunció Dot hizo que me despertara
totalmente.

—No pude limpiar toda la sangre —dijo.

—¿Sangre? —interrogué, abriendo mucho los ojos—. ¿Has dicho


sangre?

Dot estaba buscando un camisón de noche en un cajón del armario, y


replicó:

—Murió cuando le llevaba al doctor. Me siento como una auténtica


asesina.

Luego se incorporó sosteniendo el camisón en la mano. La suave luz


nocturna se reflejaba sobre su bien formado cuerpo, y su rostro aparecía
más cándido que el de una muñeca.

—¿Quién murió? —interrogué, ansiosamente.

—El perro, por supuesto —dijo ella, deslizando el camisón sobre su


cabeza.

Yo volví a hundirme en el lecho. Un perro, por supuesto. Bien, ¿qué era


lo que yo había esperado?

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—No pensaba decírtelo porque siempre estás criticando mi forma de


conducir —añadió Dot—. Como cuando derribé aquella valla la semana
pasada. Pero realmente no lo pude evitar esta noche. El perro se metió
materialmente bajo las ruedas del coche. Luego, cuando llegué a casa me di
cuenta de la sangre que había en el coche y traté de limpiarla, pero no pude
hacerlo del todo porque se había secado ya. Entonces decidí decírtelo
porque de todas formas tú lo ibas a ver por la mañana.

Yo me había adormilado nuevamente, pero aun así, pude preguntar:

—¿Cómo es posible que la sangre se meta dentro del coche al atropellar


un perro?

—Todavía respiraba, y por eso lo llevé al veterinario, pero ya estaba


muerto cuando llegué. Me refiero al perro, naturalmente, ¡pobrecillo!

Dot apagó la luz y se metió en la cama, pero esto no detuvo su


conversación. Me contó al detalle cómo había perdido un dólar con
diecisiete centavos en el bridge, lo desaliñada que aparecía Ida Walker, la
elegancia de Marie Cannon y Edith Bauer…

—¿Qué te parece si dormimos un poco? —interrogué, quejándome.

Dot permaneció quieta durante un minuto, o al menos así me lo pareció.


Luego me sacudió por un hombro, al mismo tiempo que musitaba a mi
oído:

—Bernie, hay alguien en el exterior de la casa con una linterna.

El reloj luminoso marcaba las tres y diez, cosa que significaba que en
realidad yo no había dormido más de dos horas. Dot se sentó en la cama, y
por encima de uno de sus hombros vi un rayo de luz que se movía junto al
coche.

—Puede que ese hombre intente robarnos el coche —dijo Dot.

—¿Dejaste puesta la llave del encendido?

No me sorprendió nada cuando admitió que creía haberla dejado


puesta. Refunfuñando, me levante y me acerqué a la ventana. Quienquiera

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fuese la persona que sostenía una linterna en la mano allí fuera, parecía
haber perdido todo interés por el coche y se estaba alejando hacia la calle.

—Ya se va —dije lleno de esperanzas.

Yo era hombre que, evidentemente, siempre trataba de evitar toda


dificultad.

Ya había puesto un pie sobre la cama cuando sonó el timbre de la puerta


principal. Me quedé como paralizado escuchando. Hay pocas cosas que
sean tan molestas e intranquilizadoras como un timbre de la puerta que
suena a las tres de la mañana.

—Debe ser el ladrón —murmuró Dot.

—Los ladrones no suelen llamar a los timbres, querida —repliqué,


despejado ya totalmente mi sueño.

—Bien, de todas formas, alguien será —añadió Dot, por decir algo.

Ciertamente, era alguien. El timbre siguió sonando con insistencia. Me


calcé las zapatillas y me puse la bata y luego fui hasta el vestíbulo, encendí
la luz y abrí la puerta.

El hombre que entró sostenía una linterna en la mano, de forma que era
el mismo que habíamos visto merodear desde la cama. Tenía más tripa que
pecho y un rostro abultado.

—¿El señor Bernard Hall? —preguntó.

Yo asentí con un movimiento de cabeza y pregunté:

—¿Qué ocurre?

El hombre no respondió, de momento. Pasó de largo ante mí y examinó


el living-room como si tuviera intención de alquilado. Luego clavó en mí sus
tristes ojos.

—Mi hijo Steve está en su clase de historia. Se llama Stephan Ricardo.

—¡Ah, sí! —exclamé empleando mi tono de relación entre profesor y


padre.

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Pero aquello era absurdo. Aquel hombre seguramente no me habría


sacado de la cama a las tres de la mañana para hablarme de los problemas
escolares de su hijo. Luego recordé lo que Stephan Ricardo me había dicho
hacía su padre para ganarse la vida y todos mis nervios se tensaron.

—Usted es detective —declaré.

—Así es —replicó el hombre, dándose un ligero masaje en la papada—.


Parece que hay sangre en su coche.

—¿Era eso lo que estaba usted mirando con la linterna?

El hombre asintió, y luego añadió:

—Se hizo un intento por limpiada con agua, pero la sangre ya había
empapado la alfombrilla del suelo.

En aquel momento, Dot entró en el living-room. Se cubría con su


floreada chaqueta de la casa, por debajo de la cual asomaba el camisón.

—Yo soy quien usted busca —dijo—. Supongo que no debí dejar el
cuerpo entre los matorrales.

Ricardo se echó hacia atrás el sombrero y luego parpadeó dos o tres


veces nerviosamente antes de interrogar:

—¿Admite usted haberlo hecho así, señora Hall?

—¿Debí comunicarlo a la policía? —interrogó a su vez Dot, esbozando


una de sus más típicas sonrisas ingenuas—. La cuestión es que yo no
deseaba meterme en dificultades de ningún género.

—No —replicó Ricardo, suavemente—. Supongo que no…

El hombre guardó silencio y miró a Dot como si no acabara de creer que


existiera. Luego, añadió:

—¿Por qué lo hizo, señora Hall?

—Fue un simple accidente. Se metió materialmente bajo el coche.

Ricardo movió la cabeza tristemente.

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—Eso no le llevará a ninguna parte, señora Hall. Su cabeza estaba


aplastada, pero no había más señales en su cuerpo.

—¡Pero eso es imposible! Le sostuve en mis brazos y su cabeza no tenía


nada de particular. Parecía haber sido herido interiormente. Me refiero a
haber sufrido alguna hemorragia interna. Murió antes de que le pudiese
llevar al veterinario.

—¿Veterinario? —preguntó Ricardo, parpadeando de nuevo.

—Sí, al veterinario, al doctor Harrison, el que vive en Mill Street —


explicó Dot, pacientemente—. ¿Adónde podría llevar un perro sino allí?

Ricardo abrió la boca, pero no pronunció una sola palabra. Respiró


profundamente y luego dijo:

—Supongamos, señora Hall, que usted me lo cuenta todo…

Dot se acomodó en un sillón y plácidamente cruzó sus hermosas


piernas. Yo encendí un cigarrillo y me di cuenta de que la cerilla temblaba
entre mis dedos. Ni por un solo momento creí que un detective despertaría a
Dot a las tres de la mañana para interrogarla acerca de la muerte de un
perro.

—Cruzaba un puente que hay cerca de la casa de Marie Cannon esta


misma noche —dijo—, y a unos dos bloques de casa de aquí, un perro
corrió delante del coche y no pude parar a tiempo. Me apeé del coche y allí
estaba el pobrecillo en plena agonía. Era pequeño, de color negro, con las
patas blancas y una mancha también blanca en la cara. No sé a que raza
pertenecería, aunque había en él algo de pomerano, porque cuando yo era
niña tuve un pomerano que era lo más bonito que…

—¿A qué hora fue eso? —interrogó Ricardo, interrumpiéndola.

—Cerca de las ocho y media. Marie Cannon estaba ansiosa de que


llegáramos a su casa a las ocho y media y sería aproximadamente esa hora
cuando salí de aquí. Pensé que llegaría tarde, pero no podía abandonar en la
carretera a un perro herido, de forma que lo metí en el coche y me fui al
veterinario.

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—Al doctor Harrison, de Mil Street —comentó Ricardo, esbozando un


gesto hosco—. A unas buenas siete millas de distancia, aunque llegara usted
tarde.

—¿Conoce usted otro veterinario que viva más cerca? —preguntó Dot.
Ricardo admitió que no.

—Por lo tanto, no tenía dónde elegir —añadió Dot—. Pero cuando


llegué allí, vi que el pobre perro estaba muerto y que no valía la pena ya
consultar al doctor Harrison. Regresé a East Billford y dejé al perro entre
unos arbustos junto a la escalera.

—Así que no fue más que eso —dijo Ricardo, suspirando hondo.

Dot enrojeció y dijo:

—Supongo que fue cruel hacerlo así, pero entonces eran las nueve y diez
y la partida de bridge no podía comenzar hasta que yo llegara porque era la
jugadora número cuatro. Pensé que Marie Cannon estaría furiosa conmigo.
Y después de todo, el perro ya estaba muerto, ¿no? Me fijé en si tenía
licencia, pero carecía de collar. Evidentemente, se trataba de un perro
perdido o vagabundo, y no sabía qué hacer con él.

Después de que Dot pronunciara estas últimas palabras, hubo un


prolongado silencio que rompí yo, diciendo:

—Supongo que matar a un perro es algo de lo que debe ser informada la


policía. Ésa es la ley, ¿verdad?

—Desde luego —replicó Ricardo, mirándome.

Luego posó sobre Dot su triste mirada y preguntó:

—¿Se manchó de sangre el vestido cuando recogió al animal?

—Estoy segura que no. Cualquiera de mis amigas lo habría notado en


seguida.

Dot se detuvo y frunció el ceño, agregando:

—No parecía sangrar en absoluto, pero después sí debió de hacerlo


porque vi sangre en el coche cuando regresé a casa, horas más tarde.
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—¿Dónde dejó el cuerpo?

—En Pine Road, en una sección donde no hay casas. A un lado de esa
sucia carretera.

—Wilson Lane —apuntó Ricardo.

—Sí, eso es. A corta distancia de Wilson Lane viniendo hacia la ciudad,
hay unos espesos matorrales a la derecha. Allí es donde le dejé.

Ricardo asintió con un movimiento de cabeza y se rascó las mejillas con


las yemas de los dedos.

—Sería mejor que se Vistiera, señora Hall, y me acompañara ahora


mismo hasta allí.

Dot abrió enormemente sus ojos azules, y preguntó:

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo, señora.

—Yo también iré —dije yo.

—Como guste —dijo Ricardo.

Entramos en el dormitorio y nos vestimos rápidamente.

—No acabo de comprender por qué hacen tanto ruido por un perro
atropellado —dijo Dot, al mismo tiempo que se calzaba—. Desde luego se
que no hice bien, pero sacar de la cama a la gente a estas horas… ¿Por qué
no me extiende una multa y todo listo?

Yo no dije nada. Sentía el estómago terriblemente vacío.

Subimos al sedán de Ricardo y viajamos los tres en el asiento delantero.

Durante el camino, Dot dijo:

—Supongo que Al Wilcox me vio llevar el perro hasta los arbustos. Vive
allí cerca y me conoce. Vi pasar su coche blanco policíaco cuando yo
regresaba al mío.

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—Está bien, señora Hall —dijo Ricardo, torvamente.

Había menos de una milla hasta aquel lugar. Había tres coches
aparcados a un lado de la carretera y a la luz de un par de potentes linternas
eléctricas vi a seis hombres reunidos en la corta extensión de hierba que
había entre la curva de la carretera y los arbustos. Uno de ellos era Al
Wilcox vestido de uniforme.

—¡Todos esos hombres a causa de la muerte de un perro! —exclamó


Dot.

Incluso ella comenzaba a pensar en algo más serio que la muerte de un


perro.

Ricardo no hizo el menor comentario. Nos condujo a lo largo de la


carretera y entonces vi la forma humana cubierta por una lona. Los
hombres acababan de guardar silencio y miraban a Dot.

—Señora Hall, ¿es éste el lugar? —preguntó Ricardo.

Dot asintió con un movimiento de cabeza y luego deslizó un brazo por


encima de otro mío. Después frunció el ceño cuando se fijó en la figura
cubierta por la lona.

—Échale una ojeada, Al —ordenó Ricardo.

Wilcox se inclinó y tomando un extremo de la lona la deslizó hacia un


lado de un solo golpe. Dot lanzó un chillido y la sentí temblar cuando se
arrimó más a mí.

—¡Pero… pero si es Emmett Walker! —exclamó, angustiada—. Jugué al


bridge esta misma noche con su esposa.

Efectivamente, se trataba de Emmett Walker, pero ya no era el apuesto


agente de seguros que Dot y yo habíamos conocido durante años. Sus
cabellos rubios estaban mezclados con sangre reseca y sobre sus facciones
esta última se había deslizado formando unos feos manchones.

—Cúbrale otra vez, Al —dijo Ricardo, con tono indiferente.

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Luego se volvió hacia Dot. En el tono de su voz se advirtió una


controlada furia.

—Fue asesinado, señora Hall —dijo.

—Pero… pero, ¿dónde está el perro? —tartamudeó Dot.

—No hay tal perro, señora Hall.

—¡Si yo lo dejé ahí entre los arbustos!

—No, señora Hall —dijo Ricardo—. Usted golpeó a Emmett Walker en


la cabeza con algo y lo mató. Luego lo arrastró hacia su coche y lo condujo
aquí para dejarle entre los matorrales. Así es como la sangre apareció en su
coche.

—¡No es cierto!

Dot ya se había recuperado de su terrible sorpresa y ahora lo que sentía


era pura indignación.

En aquel momento yo debía haber dicho algo. Salir en defensa de mi


esposa. Pero aun cuando me hubiese sentido lo suficiente bien para
encontrar palabras, no podía pensar en alguna que valiese la pena
pronunciar.

Al Wilcox habló finalmente:

—Pasaba yo por aquí pocos minutos después de las nueve, señora Hall,
y la vi a usted salir de estos matorrales y entrar en su coche. A las dos pasé
de nuevo por aquí y con los faros del coche vi lo que me pareció ser la
pierna de un hombre que sobresalía de entre estos matorrales. Me detuve e
inmediatamente lo encontré.

—Bien, yo no lo hice —replicó Dot, airadamente—. ¿Por qué habría de


querer matar a Emmett Walker?

—Supongamos que nos lo dice, señora Hall.

Dot se volvió hacia mí completamente desesperada.

—Trata de hacérselo comprender, cariño —dijo.

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Llené de aire mis pulmones y dije:

—Desde luego, que tú no lo hiciste…

Pero mi voz tembló un poco al pronunciar estas palabras.

Ricardo se alejó de nosotros para consultar con los otros policías y


hablar en voz baja. Cuando regresó a nuestro lado, preguntó a Dot si el
vestido que llevaba puesto era el mismo que había usado en la partida de
bridge. Ella replicó que así era. Luego, Ricardo me pidió las llaves de mi
coche y él, a su vez, se las entregó a Wilcox.

—Está bien, vámonos ya —dijo Ricardo.

No le pregunté adónde porque me lo imaginaba.

Esta vez viajábamos cuatro personas en el sedán. Yo me senté al lado de


Ricardo que conducía, y Dot tomó asiento en la parte posterior del coche
con otro detective. Ricardo no perdía el tiempo. Mientras conducía aún
tuvo que hacer más preguntas a Dot.

—¿Dónde dijo usted que se había celebrado esa partida de bridge?

—En casa de Marie Cannon.

—¿Es la esposa de George Cannon, el abogado?

—Sí.

—¿Quién más estuvo allí?

—Sólo éramos cuatro. Además de Marie y yo, estaban Edith Bauer e


Ida Walker.

Dot se detuvo y su voz se quebró un poco al comentar:

—¡Pobre Ida! ¿Quién va a darle la mala noticia ahora?

—Ya la conoce —replicó Ricardo—. No pareció disgustarse mucho.

—Desde hacía cierto tiempo no se llevaban muy bien. Había rumores de


que Emmett no era… bien, que no le era muy fiel…

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Dot se inclinó sobre Ricardo y preguntó, en voz baja:

—¿Cree usted que Ida le haya matado?

—Sé quién lo mató —replicó Ricardo, secamente.

Estas palabras fueron el final de la conversación hasta que llegamos al


juzgado del condado, edificio en el que también se hallaban la comisaría de
policía y la cárcel. Dot fue llevada a un despacho del segundo piso, pero yo
no pase más allá de la puerta.

—Usted puede irse a casa —me dijo Ricardo—. Su esposa queda aquí
retenida.

—¿Qué es lo que van a hacer con ella, aplicarle el tercer grado?

En el regordete rostro de Ricardo se dibujó una sonrisa y el hombre


contestó:

—Vamos a interrogarla.

—Tiene derecho a que haya un abogado presente.

—Seguro —dijo Ricardo, haciendo un gesto con la mano—. Abajo en el


vestíbulo hay una cabina telefónica.

Bajé hasta la cabina y marqué el número de George Cannon. Su voz era


la de un hombre totalmente soñoliento, pero despertó en el acto cuando le
dije lo que estaba ocurriendo.

—Inmediatamente estaré ahí —me dijo.

Esperé en el vestíbulo. Al cabo de diez minutos llegó George Cannon.


Venía con los cabellos despeinados y el traje parecía colgarle sobre su frágil
cuerpo, pero todo ello no se debía a haberse vestido apresuradamente.
Siempre se las arreglaba para tener aspecto un tanto desaliñado, aun cuando
era el abogado más prominente de East Billford.

Le di brevemente todos los detalles del caso. Mientras escuchaba


George, apretó los labios crispadamente más de una vez.

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—Se suponía que Emmett iría a buscar a Ida esta noche… —dijo—. Ella
esperó en mi casa hasta la una en punto y luego yo mismo la llevé a casa.
Creo que sospechaba que Emmett estaba fuera con otra mujer. Y durante
todo ese tiempo, Emmett ya había muerto comentó.

—No perdamos más tiempo aquí charlando —dije—. Sabe Dios lo que
estarán haciendo con Dot.

—¡Oh! No se mostrarán rudos con una mujer. Espera aquí, Bernie.

Llamó sobre la puerta por donde había desaparecido Dot e


inmediatamente fue admitido en el interior.

Durante una hora estuve paseando por el desierto vestíbulo hasta que al
fin George salió de aquella estancia.

Movió la cabeza sombríamente y dijo:

—Se la han llevado a una celda… por otra puerta. Aún no se la ha


acusado formalmente de nada. Hay cabos sueltos sin solucionar.

—¿Cómo están las cosas?

—Es un poco pronto para decirlo —replicó George, sin mirarme a los
ojos—. Si la sangre del coche pertenece a un perro, entonces el caso de esta
gente, caso circunstancial por su puesto, se derribará por sí solo como un
castillo de naipes.

George se detuvo y colocó una mano sobre mi hombro, añadiendo:

—Pero no vale la pena pasar más tiempo aquí. Ve a casa y procura


dormir un poco.

Me dejó en la puerta de mi casa cuando comenzaba a amanecer y vi que


mi coche había desaparecido. La policía se lo había llevado porque era una
prueba…, una prueba que podía significar la vida o la muerte.

La casa estaba terriblemente desierta. Entré en el dormitorio y allí estaba


el camisón de noche arrojado descuidadamente sobre los pies de la cama.
Recordó cómo hacía sólo unas horas, la había visto vestirse aquel camisón y

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nadie hubiese podido tener menos aspecto de mujer que acabara de asesinar
a alguien.

No lo había hecho. Así lo había asegurado Dot. Era una mujer locuaz y
hasta traviesa, pero jamás me había mentido.

Pero nunca había tenido ocasión de mentir acerca de un asesinato.

Me tendí en la cama, donde estuve despierto durante una hora y luego


dormí durante otra. Luego me despertó el timbre de la puerta. Era Herman
Bauer, profesor y compañero del instituto. Su esposa Edith era una amiga
de Dot.

Herman, usualmente alegre, se mostraba ahora tristón y violento. Dijo


que se había detenido un momento de camino al colegio para decirme que
la policía les había interrogado a él y a Edith.

—Nos sacaron de la cama a las seis y media de esta mañana —dijo


Herman—. Hicieron preguntas a Edith sobre la partida de bridge de ayer
noche. Cuándo llegó Dot, cuándo se fue, si había estado en casa todo el
tiempo, y así sucesivamente. También preguntaron en qué medida se
conocían Dot y Emmett…

Herman se detuvo estrujando entre sus manos el ala de su sombrero y


añadió luego:

—Ni Edith ni yo mencionamos el hecho de que Emmett y Dot solían


salir juntos.

—Eso fue hace años, antes de que Dot y yo nos comprometiésemos —


dije.

—Desde luego —murmuró Herman, mirándose los dedos. Pero la


policía quizá no lo entendiera así…

Luego se volvió hacia la puerta, y añadió:

—Si hay algo que pueda hacer por ti, no dudes en decírmelo.

Cuando Herman se fue permanecí en el mismo lugar durante largo rato.


Herman se lo había figurado todo ya en la misma forma que se lo había

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figurado todo el mundo y así lo haría también la policía. Yo no podía saber


que no tenían razón.

Reponiéndome un tanto, me acerqué al teléfono para llamar al colegio y


avisar que aquel día no iría a clase y que probablemente no lo haría en toda
la semana. Pero antes de comenzar a marcar el número, sonó el teléfono.

Era George Cannon y dijo:

—Bernie, ¿puedes venir ahora mismo hasta el despacho del fiscal del
distrito?

—¿Hay algo nuevo? —pregunté.

—Sí, pero me temo que no sea nada bueno. Se ha analizado la sangre


que había en tu coche…

George hizo una ligera pausa, y luego añadió:

—Es sangre humana y pertenece al mismo tipo de la de Emmett.

Se había esfumado la última esperanza, pensé al colgar el teléfono. La


ciencia al servicio de la policía acababa de demostrar que la historia de Dot
acerca de un perro era mentira, y si aquello era falso, todas sus demás
declaraciones también lo serían.

Me vestí y abandoné la casa. La policía tenía mi coche, de forma que


tuve que ir andando hasta el juzgado.

El detective Ricardo y George Cannon se hallaban en el despacho del


fiscal del distrito. Este último, John Fair, era uno de esos políticos que rara
vez, si se encuentran con un elector, le dejan sin haberle estrujado la mano y
haberle aplicado unos cuantos y molestos golpecitos sobre la espalda, pero
cuando penetré en su despacho simplemente me saludó con una inclinación
de cabeza y no se movió de su asiento.

—El análisis de la sangre del coche —dijo—, no ofrece duda alguna


sobre la culpabilidad de su esposa…

El comienzo era un tanto brutal, pero Fair añadió tras un breve silencio:

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—Su esposa de usted tardó unos cuarenta minutos en llegar a la partida


de bridge desde que dejó su casa, distancia de poco más de una milla. Ahora
sabemos que su demora no fue causada por la muerte de un perro que luego
llevó al doctor Harrison. Contó esa historia para explicar su demora y
también para justificar la presencia de la sangre en el coche. Evidentemente
se encontró con Emmett Walker y le mató con algún instrumento romo,
quizá en el momento en que se hallaba en el coche con ella.

—¿A qué hora murió Walker? —pregunté, con voz ahogada—. Quiero
decir si murió después de que mi mujer llegara a esa partida de bridge.

Ricardo movió negativamente la cabeza y dijo:

—El examen médico no pudo hilar tan fino. El forense cree que Walker
murió entre las nueve y las diez y media de la noche pasada, media hora
más o menos.

—¿Qué dice mi esposa? —interrogué, débilmente.

Fair se encogió de hombros con gesto irritado y comentó:

—A pesar de las pruebas claras, ella se aferra a su historia del perro.


Permítame decirle que es una mujer muy terca y ciertamente con poco
sentido común…

El fiscal abandonó su asiento, y al cabo de unos segundos, añadió:

—Hall, créame que no trato de perseguir a su mujer. Sabemos que ella y


Walker fueron novios en otra época. Siento mucho tener que decirle esto a
usted, pero parece ser que su esposa continuó siendo una de sus mujeres
hasta la noche pasada.

—¡No! —me oí a mí mismo gritar.

—Todavía no lo hemos probado —continuó diciendo Fair—, pero eso


explica sus motivos para matarle. Digamos que le golpeó en un rapto de
celos. En ese caso yo no insistiría en una acusación de asesinato en primer
grado. Quiero que usted hable con ella, Hall. Quiero que la haga usted
comprender que para ella sera una gran ventaja hacer una confesión total.

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—La prisión —murmuré amargamente—. ¿Es eso lo que usted le


ofrece… años y años de prisión?

—Es mucho mejor que la silla eléctrica —respondió Fair, volviendo a


tomar asiento en su sillón.

George Cannon no había dicho una sola palabra desde que yo había
entrado en el despacho. Él era nuestra mente legal. Le pedí consejo
inmediatamente.

—Bernie, yo me opongo a cualquier componenda —declaró


lacónicamente—. Creo que la sacaré libre.

¡Lo creía! Le miré fijamente. Allí estaba aquel hombre, en pie, con un
rostro que exteriorizaba una perpetua hambre de algo. Era el mejor abogado
de East Billford, pero aquella era una ciudad pequeña y su reputación de
buen letrado no iba más allá. No creía que Dot fuese inocente, nadie lo
creía, pero él estaba deseando arriesgar la vida de Dot para aumentar más
su reputación al intervenir en un sensacional juicio por asesinato.

—Hablaré con ella —dije al fiscal del distrito.

Ricardo me condujo hasta la planta superior y luego pasé a una estancia


desnuda que contenía sólo unas cuantas sillas. Minutos más tarde, una
matrona entró en el cuarto con Dot.

Alrededor de sus ojos se marcaban unas líneas de cansancio, pero


aparecía tan bella como siempre. La abracé fuertemente y su boca me
pareció más dulce que nunca. «La silla eléctrica o años de prisión, que para
ella serían una muerte constante», pensé.

Después de transcurrir un minuto, ella se separó de mí y me dijo:

—Me gustaría fumar un cigarrillo, querido.

Se lo encendí y Dot tomó asiento en una silla y cruzó las piernas. Aspiró
el humo del cigarrillo y dijo:

—Querido, se dicen cosas terribles de mí.

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Su tono era el de una profunda indignación. No estaba atemorizada, ni


deprimida, sino simplemente indignada ante el hecho de poder ser acusada
de haber hecho algo malo.

—Incluso dicen que Emmett Walker era mi amante —añadió tras una
pausa de silencio.

—¿Lo era?

Cuando la pregunta surgió de mis labios me odié a mí mismo por


haberla hecho, pero yo tenía que saber…

Las cejas de Dot se arquearon.

—Querido —murmuró—. No creerás tú eso también, ¿verdad?

—¿Lo era, Dot?

—Desde luego que no —replicó ella, profundamente indignada—.


Emmett significaba muy poco para mí, aun cuando hubiese salido con él
unas cuantas veces antes de conocerte a ti.

Me incliné sobre ella y tomé su rostro entre mis manos mirando


fijamente sus ojos azules. Estos mostraban gravedad, sin engaño.

—Dot —dije—, ¿le mataste tú?

—No.

—¿Cómo llegó su sangre hasta el interior del coche?

—Pertenecía al perro que atropellé.

Pero la policía había demostrado que era un hombre el que se había


desangrado en el coche y no un perro. No tenía el menor sentido que Dot
dijera la verdad en todo menos en aquel detalle. Frenéticamente yo deseaba
creerla, pero en mi interior no sabía ya qué hacer.

Me puse en pie y dije:

—Lucharemos, Dot.

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Cuando volví al despacho del fiscal me estaban esperando aún los tres
mismos hombres.

—Bien, ¿todo arreglado? —preguntó Fair.

—No —repliqué yo.

Ricardo suspiró hondo. Fair descargó un puñetazo sobre la superficie de


su mesa y exclamó:

—Bien, entonces será asesinato en primer grado.

Yo di media vuelta. George me siguió hasta el exterior del despacho y


apoyó una mano sobre mi hombro.

—Tenemos una buena oportunidad de derrotarles —dijo—. No creo de


ninguna manera que Fair pueda reunir un jurado que condene a Dot a la
silla. Podemos lograr un veredicto de locura transitoria si ella coopera. Le
diré lo que exactamente tiene que decir en el estrado de los testigos, y si ella
se ciñe a mis consejos…

—Dot es inocente —repliqué, al mismo tiempo que me alejaba.

Yo huía en aquel momento de su lógica legal, pero no podía huir lo


mismo de mis infernales dudas.

Emmett Walker siempre había tenido éxito con las mujeres bonitas y,
sin embargo, se había casado con una que era poco atractiva. No le había
ido muy bien como agente de seguros. Financieramente, al ser el marido de
una mujer que poseía una considerable fortuna, las cosas le habían ido
mucho mejor.

Ida Walker era una mujer regordeta y su rostro hacia perfecto juego con
su figura. Cuando me admitió en la casa, no me dio la menor impresión de
ser una viuda que lamentara la muerte del esposo. Se mostró muy sincera
en este aspecto.

—No soy una estúpida —dijo—. Estaba enterada de que Emmett


constantemente me engañaba.

—¿Con Dot? —interrogué, mirando hacia la alfombra.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

El tono de voz de Ida fue suave, al responder:

—No, Bernie. Nunca sospeché de Dot. Pero una esposa es la última que
se entera…

O un marido, pensé yo, y el silencio que hubo a continuación fue mucho


más embarazoso para mí que para ella. Después de un minuto le pregunté a
qué hora se suponía que Emmett iría a buscarla la última noche.

—No me lo dijo con seguridad. Me dijo que tenía trabajo en el despacho


y a las ocho y media me dejó en casa de Marie. Luego dijo que trataría de
regresar antes de las diez porque quería ver un combate de boxeo en el
televisor de los Cannon. A la una en punto abandoné la espera y George me
llevó a casa.

—¿No te preocupaste cuando Emmett no apareció?

—¿Preocuparme? —preguntó a su vez Ida Walker, avanzando ambos


labios—. No, no me preocupé en el sentido a que tú te refieres. Supuse que
estaría con otra mujer. Luego la policía me sacó de la cama y me dijeron
que Emmett había muerto.

Me puse en pie e Ida me acompañó hasta la puerta.

—Lo siento mucho más por Dot que por Emmett —dijo—. Él se
merecía eso. Era una especie de diablo con las mujeres y yo le perdone
muchas veces. Yo siempre estuve dispuesta a aceptar sus migajas, pero no
lamento que haya desaparecido para siempre.

En aquel momento me pregunté en qué medida le habría perdonado al


final.

Edith Bauer era la mejor amiga de Dot. Se trataba de una mujer


delicadamente formada, cuya figura hubiese sido una verdadera delicia en
porcelana. Cuando le dije que se acusaba a Dot de asesinato en primer
grado, Edith Bauer estalló en lágrimas.

Su marido estaba allí. Herman vivía cerca del colegio donde enseñaban
ciencias, y así, después de las clases, podía acercarse a casa para comer. Les
encontré a ambos sentados ante una pequeña mesa.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Después de que Edith se enjugó los ojos, me preguntó si estaría


dispuesto a comer un bocado en su compañía. Moví la cabeza
negativamente. Aquella mañana no tenía más deseos que beber café. Me
senté a la mesa con ellos y pregunte a Edith si alguna de las cuatro mujeres
que aquella noche formaban la partida de bridge se había ausentado en algún
momento.

—¿Quieres decir abandonar la casa? —interrogó Edith, frunciendo el


ceño.

—O por lo menos abandonar la habitación.

—No más de un minuto o dos —replicó Edith—. Las cuatro estuvimos


jugando al bridge todo el tiempo, desde las nueve menos cuarto hasta casi la
una en punto, en que abandonamos la partida. Desde luego, descansamos
un poco para comer algo, pero estuvimos todas en la misma habitación.

—¿Quién servía el refrigerio?

—Marie, naturalmente, pero no tuvo que dejar la casa para hacer eso.

—¿Cómo pudiste comenzar a jugar a las nueve menos cuarto si Dot no


llegó hasta más tarde de las nueve?

—George Cannon hizo el cuarto —dijo Edith—. No tenía muchas ganas


de jugar, y cuando Dot llegó abandonó su asiento para cedérselo a ella.
George bajó luego a la otra planta para trabajar con sus herramientas. Su
entretenimiento favorito es construir armarios y nos enseñó el archivador
que estaba haciendo. Un mueble muy bonito.

Edith se detuvo y murmuró:

—¿Cómo podré hablar de muebles en un momento como éste?

Luego centré mi atención sobre Herman, quien no había pronunciado


hasta entonces ni una sola palabra. Al mismo tiempo que masticaba su
comida, parecía hallarse muy pensativo.

—¿Dónde estuviste la noche pasada, Herman? —pregunté.

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—Solo, en casa, leyendo un poco —replicó a la vez que prendía en su


tenedor una raja de tomate—. ¿Acaso es eso importante?

—Quizá lo sea —dije yo— porque Dot no fue la única mujer de esa
partida de bridge que en otro tiempo salió con Emmett.

—Si te refieres a mí, te puedo decir que reñí con Emmett cuando yo era
sólo una niña —dijo Edith.

Luego Edith se levantó rápidamente de la mesa, demasiado


rápidamente, me pareció, y fue a la cocina en busca de la cafetera.

Herman detuvo el tenedor a medio camino de su boca y me estudió


durante un momento, antes de preguntar:

—¿Adónde quieres ir a parar, Bernie?

—No estoy seguro —murmuré.

Y era la verdad. Estaba dando palos de ciego tratando de alejar la


culpabilidad de Dot para depositarla sobre otra persona. Sobre cualquiera.

Fui a visitar a Marie Cannon. Marie era una mujer maravillosamente


formada, de lentos movimientos, que llamaba la atención de todos los
hombres aun cuando hubiese a su lado mujeres más bonitas que ella. La
bata de casa que vestía ceñía bastante su figura y mostraba un bajo escote,
que acentuaba aún más su exuberancia femenina. Sostenía en la mano un
pañuelo y al igual que Edith Bauer se echó a llorar en cuanto me vio, ya que
asimismo era amiga íntima de Dot.

—No puedo imaginar a Dot asesinando a alguien a sangre fría —dijo—.


Debió haber sido un accidente o un rapto de locura temporal.

Yo no discutí. Había ido allí a hacer preguntas y la primera fue si Dot se


había mostrado disgustada cuando la noche anterior había llegado a la casa.

Marie lo pensó un poco.

—Parecía respirar un poco agitadamente, pero eso fue todo. George


jugó una mano antes de dejarle el sitio a ella y mientras Dot esperó, nos
contó muy calmosamente que acababa de atropellar a un perro…

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Marie se detuvo un par de segundos para echar una ojeada a su húmedo


pañuelo. Luego, añadió:

—George teme que el hecho de haber preparado una historia sobre la


muerte de un perro cause mal efecto en el jurado.

Alguien bajaba en aquel momento las escaleras. Marie y yo volvimos la


cabeza casi al mismo tiempo cuando George entró en la estancia. Vestía un
deslucido albornoz de baño y unas chancletas.

—Vine a casa para echar una siesta —explicó—. Sólo dormí un par de
horas la noche pasada cuando tu llamada telefónica me despertó…

Se detuvo y me miró fijamente antes de añadir:

—Tú también debías dormir un poco, Bernie.

¿Dormir? ¿Cómo podría yo dormir cuando Dot estaba encerrada entre


cuatro paredes?

—¿Por qué habrá declarado Dot que dejó el cuerpo de un perro en el


mismo lugar donde estaba el cadáver? Si hubiese matado a Emmett sabría
que su cuerpo se encontraría precisamente allí, donde dijo que había
abandonado el cadáver del animal —razoné yo en voz alta.

George se encogió de hombros y dijo:

—Sabía que Wilcox la había visto salir de entre los matorrales y que
cuando se hallase el cadáver de Emmet Wilcox sumaría dos y dos. Dot, sin
duda, estaba furiosa en aquellos instantes.

—Marie dice que no estaba ni siquiera nerviosa cuando llegó aquí pocos
minutos después.

—No, no lo estaba. Pero es difícil calcular estas cosas con una mujer
como Dot. Siempre está excitada por algo y a veces toma las cosas en forma
anormal. Y es… bien, Bernie…, es encantadora y dulce, pero su
pensamiento salta de aquí allá como un relámpago. Quiero decir que esa
historia del perro posiblemente le pareció a ella muy buena y válida en
aquellos momentos, pero Dot no es exactamente lo que se llama una
persona lógica.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Desde luego que no lo era, pensé, y su fantasía a veces me divertía y


otras me molestaba. Ahora aquella forma de ser podía significar su muerte o
la prisión para toda la vida. Repentinamente me sentí tan cansado que
apenas podía mantenerme en pie. Me apoyé contra el mueblecito de la
televisión y recordé que había sido en aquella pequeña pantalla donde
Emmett había pensado ver un combate de boxeo la última noche. Al menos
eso me había dicho Ida.

Dije:

—La única que tenía razones para matar a Emmett Walker era su
propia esposa.

Marie replicó repentinamente:

—Sí. ¿Quieres decir antes de que viniese aquí la última noche?

—Es posible —dije—. Y a propósito, ¿dónde se encontró el coche de


Emmett?

—En su casa —contestó George—. La policía cree que regresó a casa


después de dejar aquí a Ida y que luego Dot le recogió en su coche…

George se detuvo y movió la cabeza dubitativamente, añadiendo:

—He estudiado el asunto desde todos los ángulos posibles, Barnie, pero
todos los caminos conducen a la sangre de Walker en tu coche y a esa
maldita historia de Dot sobre un perro.

Tampoco yo estaba siendo muy lógico. Miré a Marie, que estaba


abriendo el pañuelo para sonarse, y miré a George que apretaba los labios
pensativamente.

—Haré todo cuanto pueda para salvarla —añadió George, al cabo de


unos segundos de silencio—. Puede que la saque libre. Nunca se sabe…

Como en un juego de azar. Dot podría morir en la silla eléctrica, pasarse


la vida en prisión o salir en libertad con las manos sucias de sangre.

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Había piedad en los ojos de Marie y de George. Piedad hacia mí y hacia


Dot. No pude soportarlo un momento más y me despedí. Abandonando
rápidamente la casa.

Algunas veces cuando yo me sentía totalmente agotado después de todo


un día de dar clases y deseaba leer el periódico tranquilamente, la incesante
e intrascendente charla de Dot me irritaba. Ahora la ausencia de su voz
hacía que la casa apareciese terriblemente vacía. Había regresado a casa,
pero no podía soportar estar allí sin Dot. Estaba a punto de salir
nuevamente cuando sonó el timbre de la puerta principal.

Un muchacho de diez años se hallaba en pie en el umbral de la puerta.


Era Larry Robbins, el hijo del farmacéutico que vivía en el cercano bloque
de casas.

—Señor Hall —dijo—, ¿ha visto usted un perro pequeño y negro?

Miré al muchacho fijamente.

—Se perdió —añadió el muchacho—. Anoche le dejé salir unos minutos


y ya no regresó más. Estoy preguntando a todos los vecinos si lo han visto.
¿Lo vio usted, señor Hall?

Haciendo un poderoso esfuerzo para que el tono de mi voz sonara


tranquilo, pregunté:

—¿Cómo era?

—Pequeño. Totalmente negro, excepto las patas y una mancha blanca


en la cara. Lo tenía desde la semana pasada. Mi tío me lo regaló… y aún no
le habíamos comprado collar ni sacado la licencia. Puede que alguien haya
pensado que era un perro extraviado, le darían de comer y se lo han llevado.

—¿A qué hora le soltaste la última noche?

—Fue después de las ocho. No le ha visto usted, ¿verdad?

—Gracias, Larry —dije, acariciando la cabeza del muchacho.

—Gracias, ¿por qué, señor Hall? —preguntó el chico, parpadeando.

—No importa —dije.


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Y al cabo de un par de segundos, añadí:

—No, no he visto a tu perro, Larry.

Un par de horas más tarde, la pequeña máquina excavadora que yo


había alquilado llegó cerca de la intersección de Pine Road y Wilson Lane.
Yo la estaba esperando allí desde hacía algún tiempo. Cuando la
excavadora llegó dije a su conductor donde debía comenzar a excavar.
Luego me acerqué hasta el teléfono más próximo y llamé al detective
Ricardo, que se hallaba en el cuartelillo de la policía.

—¿Puede usted venir ahora mismo al lugar donde se encontró el cuerpo


de Emmett Walker ayer noche? —pregunté.

—¿Hay algo nuevo, señor Hall?

—No lo sé —dije—. Pero si lo hay, quiero que esté usted allí como
testigo.

Me apresuré a regresar adonde se hallaba la excavadora trabajando en


una zona de unos cincuenta pies de anchura, que comenzaba a partir de los
matorrales que había a lo largo de la carretera. Aunque había excavado
unos tres pies de profundidad y unos veinte de longitud, no se habían
encontrado más que piedras. Yo camine junto a la potente máquina
hundiendo mis pies en la tierra recién removida.

El área examinada se duplicó antes de que apareciera Ricardo. Se


balancearon sus voluminosas caderas cuando comenzó a caminar sobre la
blanda tierra. Miró pensativamente a la excavadora y luego suspiró hondo.

—La fe mueve montañas, ¿verdad, señor Hall? —comentó, secamente.

Le conté lo del perro perdido de Larry Robbins.

—¿Y por qué no acudió usted a la policía y dejó que nosotros


buscáramos de esta forma? —inquirió.

—Porque se necesitarían realizar muchos trámites oficiales antes de que


la policía se moviese… si es que lo hacía.

Ricardo se rascó las mejillas pensativamente.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Este campo pertenece a Gridley. No le gustará lo que está usted


haciendo en él.

—Ya obtuve su permiso. Le pago por esto y le prometí que se lo


nivelaría de nuevo.

El conductor de la excavadora gritó. En aquel momento saltaba desde su


asiento a tierra. Ricardo y yo corrimos hacia él. Allí, en la tierra, medio
cubierto por esta última, había un montón de piel negra. Se encontraba a
unos cincuenta pies de distancia de donde había sido hallado el cadáver de
Walker.

Ricardo se inclinó, apartó la tierra de la piel y sacó al animal muerto al


aire libre, arrastrándole por una de las patas. Yo nunca había visto aquel
pequeño perro negro, pero ya conocía su aspecto por las descripciones
hechas tanto por Dot como por Larry Robbins.

Dot no poseía un pensamiento lógico. Únicamente había dicho la


verdad. Súbitamente me sentí terriblemente aliviado. Tuve la impresión de
no haberme sentido mejor en toda mi vida.

—¿Cree usted ahora que mi esposa atropelló a un perro? —pregunté.

Ricardo se puso en pie, restregándose ambas manos, y replicó:

—¿Por qué había de creerlo?

—¡Có… mo! —tartamudeé incrédulamente—. ¿Es que no cree en lo que


está viendo?

—Veo un perro muerto, de acuerdo, pero hay al menos dos cosas que
este animal no ha hecho. No se desangró en el coche de usted, ni ocultó el
cadáver de Emmett Walker entre los arbustos. Me parece que sé cómo ha
llegado este perro hasta aquí.

—Fue enterrado por el asesino.

—Eso es lo que a usted le gustaría que pensáramos nosotros. Muy


temprano, esta misma mañana, después de que abandonó usted el
cuartelillo de la policía, decidió intentar salvar a su esposa haciendo algo
para que su rara historia fuese cierta. Encontró usted a este perro, lo mató y

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luego lo enterró aquí. Más tarde…, ahora mismo pretende usted haberlo
descubierto.

El conductor de la excavadora estaba escuchando con la boca abierta.


En cuanto a mí, la emoción de la alegría había cedido el paso a una amarga
cólera.

—¿Va usted a ordenar que se examine al perro? —pregunté.

—Seguro, señor Hall, aunque supongo que no será posible asegurar si


fue un coche o un palo el que lo mató.

No había nada más que decir. El hallazgo del perro muerto lo


demostraba todo para mí, pero nada para el detective. Dije al conductor de
la excavadora que volviese a arreglar el terreno y luego me dirigí hacia mi
coche. Me lo habían devuelto hacía unas horas… y faltaba la alfombrilla
manchada de sangre.

Ricardo avanzó, se colocó a mi lado y dijo:

—Supongo que yo habría hecho lo mismo por mi esposa, pero hubiese


sido más ingenioso.

Me volví al entrar en la carretera para enfrentarme con él:

—¡Así que usted es ingenioso! —exclamé—. Pero no lo suficiente para


darse cuenta de que una historia puede parecer tan fantástica que pueda
llegar a ser cierta. Mi esposa no es la mujer atolondrada o estúpida que
todos ustedes están creyendo es.

Ricardo no hizo más comentarios por el momento. Sus negros y tristes


ojos reflejaban una expresión pensativa. No era un mal muchacho, pensé.
Al menos no era uno de aquellos zafios y brutos policías. Estaba tratando de
hacer lo que le parecía más correcto en su profesión.

—¿Sabe usted? —dijo mirando hacia atrás, a la mancha de pelo negro


que quedaba sobre el campo—. Hay otra respuesta si la historia de su
esposa es cierta.

—Ya va siendo hora de que vea usted algo más en todo esto.

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Súbitamente, Ricardo me sonrió y dijo:

—Usted espere aquí. Tengo que hacerme cargo de ese perro. Puede ser
una prueba.

El detective caminó de nuevo sobre la tierra removida. Entonces tuve la


rápida impresión de que yo pudiese conseguir mucho más que un policía, y
que cuando éste volviese a verme tendría algo que regalarle. Subí a mi
coche y partí rápidamente.

Marie Cannon me abrió la puerta de su casa. Las líneas que circundaban


sus ojos y las comisuras de su boca se habían hecho mucho más profundas
en unas horas.

—George no está en casa —me dijo.

—Es a ti a quien vengo a ver —repliqué.

Marie me condujo hasta el living-room. Ella tomó asiento en el sofá


manteniendo rígido su bien formado cuerpo. Yo permanecí en pie ante ella.

—Marie, has estado llorando todo el día por Emmett Walker —


comenté.

Ella se llevó el pañuelo a la nariz y replicó, casi en voz baja:

—Desde luego, siento mucho que haya muerto. Era un amigo.

—Un amigo y un amante —dije—. Y puede que hayas llorado también


un poco por Dot, o por tu propia conciencia, porque tú sabes muy bien que
Dot es inocente. Sabes que Emmett estaba vivo alrededor de las diez de la
noche, lo cual significa que Dot no pudo haberle matado.

Oí cómo un coche se detenía al lado de la casa. Ricardo, pensé,


pisándome los talones. Pero esperaba que tuviese suficiente sentido común
para dejarme manejar a Marie.

—¡No, no! —dijo esta última.

—Encontramos al perro enterrado cerca de donde apareció el cuerpo de


Emmett —añadí—. Eso prueba que la historia de Dot es cierta, y también
demuestra que una de las personas que anoche estuvo en esta casa mató a
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Emmett, porque fueron las únicas personas que sabían dónde Dot había
dejado al perro muerto.

Hubo un ruido de pisadas en el porche de la casa. Luego reinó el


silencio. Eso significaba que Ricardo estaba siguiendo mi juego. Me estaba
permitiendo interrogar debidamente a Marie mientras él escuchaba por la
ventana abierta.

Marie volvió a sonarse ruidosamente.

—Esto es lo que debió haber sucedido —continué diciendo—. Ayer


noche fuiste a la cocina para preparar un refrigerio. Por la ventana viste a
Emmett Walker que llegaba para ver la televisión. Y saliste al exterior por la
puerta de la cocina para hablar con él.

—¡Yo no le maté! —estalló Marie—. ¡Déjame sola!

—No le mataste. De acuerdo. Ninguna de las cuatro mujeres que había


en la casa pudo hacerlo porque ninguna de vosotras estuvo fuera de la casa
el tiempo suficiente para llevarse el cuerpo de Emmett. Pero había una
quinta persona en la casa: tu marido.

Entonces, junto al borde de la cortina, en una de las dos ventanas que


daban al porche, vi la cadera de un hombre. Ricardo estaba escuchándolo
todo.

—¡No! —volvió a gritar Marie—. ¡No, no!

—Sí —repliqué yo—. Es la única forma posible en que pudo suceder


todo. George se encontraba en la parte baja de la casa construyendo un
archivador. Yo mismo estuve allí algunas veces. Hay una ventana a nivel
del suelo. George te vio correr para encontrarte con Emmett. Quizá le
besaste y quizá concertaste una cita con él. Luego volviste a la cocina y
llevaste el refrigerio a tus invitadas. Emmett trató de demorarse un poco en
el exterior de la casa para no entrar al mismo tiempo que tú y así evitar que
su esposa pudiese sospechar algo, y fue entonces cuando George salió del
sótano por la puerta del garaje sosteniendo en la mano un martillo o
cualquier otra herramienta pesada que tomara de su banco de trabajo.

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Marie no cesaba de llorar. Al cabo de un minuto estaría hablando para


que la escuchara Ricardo.

Miré hacia la ventana y vi que Ricardo había cambiado de posición y


que ahora era visible algo más que su cadera.

Pero no era Ricardo. El detective tenía mucho vientre y amplias caderas.


El hombre que se ocultaba allí era delgado, frágil. George Cannon, que con
toda seguridad había visto aparcado mi coche en el exterior y se había
acercado hasta el porche silenciosamente.

Bien, que siguiera escuchando. Era posible que se derrumbara él


también cuando lo hiciese Marie. O probablemente huiría, cosa que sería lo
mismo que hacer una confesión.

Me volví hacia Marie y añadí:

—Y así George mató a Emmett Walker, arrastrado por unos ciegos y


furiosos celos. Y allí estaba el hombre con un cadáver entre las manos. Pero
había oído decir a Dot que había atropellado un perro y donde lo había
dejado. Entonces se dio cuenta de cómo podía apartar de sí toda posible
sospecha para canalizarla hacia Dot. Arrastró el cuerpo hasta el coche de
Dot y así la destrozada cabeza del hombre que se de sangraba sobre la
alfombrilla del coche encajaba perfectamente en su proyecto. Llevó el coche
hasta donde Dot dijera que había abandonado al perro. Encontró éste y lo
enterró en el campo, detrás de los matorrales y allí dejó el cadáver de
Emmett. Volvió a casa y condujo el coche de Emmett hasta la casa de éste y
después regresó andando. Todo esto costó algún tiempo, pero ustedes que
seguían jugando, no se dieron cuenta de que George había abandonado la
casa. Hasta puede que George hubiera dejado funcionando alguna de sus
máquinas para que ustedes, al oírla, creyeras que seguía abajo.

—¡Qué desgracia, Dios mío! ¡Qué escándalo! —se lamentó Marie.

Y entonces vi la pistola. Fuera de la ventana, George Cannon la sostenía


en su mano a la altura de la cadera. Los rayos del sol, que se estaba
poniendo, se reflejaron en el cañón del arma.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Tuve la impresión de no poder respirar. No había esperanza alguna en la


huida. Solamente la había en seguir hablando y en que George no se diese
cuenta de que yo le había visto.

—Por eso le protegiste —continué—, aunque él acababa de matar al


hombre que tú amabas. Sabías muy bien que George le había asesinado.
Habiendo visto vivo a Emmett fuera de la casa a las diez de la noche, no
cabía otra posibilidad. Y aun así, estabas dispuesta a ver morir a Dot por un
crimen cometido por George.

Marie lanzó un profundo sollozo y luego dijo:

—George me aseguró que la sacaría libre. Y hubiese habido un terrible


escándalo si George hubiese tenido que declarar en el banquillo de los
acusados. Todo el mundo habría sabido que Emmett era mi… mi…

Y al pronunciar estas últimas palabras la voz de Marie se quebró


totalmente.

La miré al seguir hablando, pero en realidad mis palabras iban dirigidas


al hombre que en el exterior sostenía una pistola en la mano.

—La policía conoce la verdad —dije—. Cuando encontraron el cuerpo


del perro, todas las piezas del rompecabezas encajaron en su lugar. Ahora,
con tu declaración ya no quedará ninguna duda sobre su culpabilidad. La
policía ya está de camino para…

En el exterior alguien gritó. El hombre de la ventana dio un salto y todo


el cuerpo de George Cannon se hizo perfectamente visible. Durante un
segundo sostuvo el cañón de la pistola contra su sien.

El sonido del disparo no fue muy fuerte. Luego, al derrumbarse, su


cuerpo se perdió de vista tras el alféizar de la ventana. Al cabo de un
momento vi a Ricardo que subía corriendo los escalones del porche.

Yo también corrí hacia el exterior. Ricardo contemplaba en silencio al


hombre muerto.

—Disparó cuando me vio —dijo Ricardo—. Supongo que pensó que


venía a detenerle.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Sí —murmuré—. Se lo hice creer así.

Ricardo alzó hacia mí sus negros ojos.

—¿Por qué no me esperó? —preguntó.

—¿Importa eso mucho ahora? —pregunté a mi vez, apartando la vista


del cadáver de George Cannon.

En el interior de la casa, Marie seguía sollozando.

—No —replicó Ricardo—. Supongo que no.

Caminé hasta el pie de los escalones del porche para alejarme del
hombre muerto. Pensé que al cabo de unos minutos me llevaría a Dot a
casa.

Y que, por supuesto, tendría que comprar un perro a Larry Robbins.

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- HABITACIÓN CON VISTAS


HAL DRESNER

Con el frágil cuerpo cubierto por edredones y descansando contra seis de las
más espesas almohadas que el dinero podía comprar, Jacob Bauman
observó con disgusto a su mayordomo, que colocaba ante él la bandeja del
desayuno y descorría las cortinas, dando entrada en la habitación a la luz
del día.

—¿Desea que abra las ventanas, señor? —preguntó Charles.

—¿Quieres que pille un resfriado?

—No, señor. ¿Necesita algo más el señor?

Jacob meneó la cabeza, introduciendo una punta de la servilleta entre el


pijama y su escuálido pecho. Se echó para delante y destapó la fuente del
desayuno. Luego volvió a enderezarse y miró a Charles, que permanecía,
como un centinela, junto a la ventana.

—¿Esperas una propina? —preguntó Jacob, ásperamente.

—No, señor. Espero a la señorita Nevins. El doctor Holmes dijo que no


debía quedarse usted a solas ni un momento, señor.

—¡Lárgate, lárgate! —dijo Jacob—. Si decido morirme en los próximos


cinco minutos, te llamaré. No te perderás nada.

Vio salir al mayordomo, esperó a que la puerta se cerrase y entonces


destapó la fuente de plata en la que un único huevo escalfado, que parecía
un ojo en su órbita, reposaba sobre una tostada. Una miserable cantidad de
mermelada y una taza de pálido té completaban el menú.

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¡Ajj! Jacob miró con desagrado la comida y se volvió hacia la ventana.


En el exterior, el día era espléndido. El gran prado de la mansión Bauman
aparecía, verde y liso como el tapete de una mesa de billar, cortado por el
camino en forma de herradura y punteado aquí y allá con pequeñas estatuas
de bronce: una insinuante diosa rodeada de querubines, un mensajero con
alas en los pies y una leona en Compañía de sus cachorros. Todo horrible;
pero muy caro. En el extremo izquierdo de la herradura, junto a la casa del
guarda, Jacob vio a su jardinero, el señor Coveny, arrodillado frente a un
macizo de azaleas; a la derecha, ante la verja de hierro, las puertas del
garaje de dos pisos estaban abiertas y Jacob pudo ver a su chófer puliendo
los cromados del convertible azul de la señora Bauman, mientras hablaba
con la señorita Nevins, la joven enfermera del turno de día de Jacob. Tras la
verja, el prado exterior se prolongaba ininterrumpidamente hasta la
carretera, una distancia tan grande que ni siquiera la aguda vista de Jacob
podía distinguir los autos que pasaban.

«¡Pobre Jacob Bauman!», se dijo Jacob. Para él, todas las cosas buenas
de la vida habían llegado excesivamente tarde. Al fin era dueño de una
impresionante finca; pero se hallaba demasiado enfermo para disfrutar de
ella; al fin estaba casado con una joven que era lo bastante joven para hacer
volver la cabeza a cualquier hombre; pero él era demasiado viejo para
apreciarla debidamente. Al fin había conseguido una aguda penetración en
los misterios de la naturaleza humana; pero postrado en la cama y sin más
compañía que la de sus sirvientes, eso no le servía para nada. ¡Pobre del rico
Jacob Bauman! Pese a toda su fortuna, suerte e inteligencia, su mundo se
encontraba limitado por la anchura de su colchón, el trozo de sendero que
abarcaba su vista y la profundidad mental de la señorita Nevins. ¿Y dónde
estaba ella? Se volvió hacia el reloj de la mesilla de noche, rodeado de
botellas, píldoras y ampollas. Eran las nueve y seis minutos. Atisbando otra
Vez por la ventana, Vio a la muchacha de uniforme blanco mirar con
desaliento su reloj, mandar un beso al chófer y ponerse a andar, a toda
prisa, hacia la casa. Era una chica rubia y robusta, que andaba con alegre
contoneo y moviendo los brazos en una exuberancia de energía que a Jacob
le fatigaba con sólo verla. Sin embargo, siguió observándola hasta que
desapareció bajo el tejado del porche. Luego volvió a su desayuno. La
señorita Nevins se detendría a dar los buenos días al cocinero y la doncella,
calculó Jacob, y eso significaba que cuando ella llamase a la puerta, él
estaría acabando el huevo y la tostada.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Masticaba el último bocado cuando la llamada se produjo. Jacob dijo:


«Adelante», y entró la enfermera, sonriendo.

—Buenos días, señor Bee —dijo, animadamente.

Puso su novela barata sobre la cómoda y miró, sin mucho interés, la


novela gráfica dejada por la enfermera de noche.

—¿Cómo se encuentra hoy? —preguntó.

—Vivo —replicó Jacob.

—¿No le parece el de hoy un día maravilloso? —comentó la muchacha,


yendo hacia la ventana—. Hace un momento, ahí afuera, hablando con Vic,
tuve la impresión de que estábamos en primavera. ¿Quiere que abra las
ventanas?

—No. Su amigo el doctor me previno contra los catarros.

—¡Ah, sí! Me había olvidado. Supongo que, en realidad, no soy muy


buena enfermera, ¿verdad? —preguntó, sonriendo.

—Es usted una buena enfermera —replicó Jacob—. Es mejor que las
que nunca me dejan en paz.

—Tiene razón. Me doy cuenta de que no estoy lo bastante consagrada a


mi trabajo.

—¿Consagrada al trabajo? Es usted una jovencita preciosa y, por tanto,


tiene otros intereses. Lo comprendo. Se dijo usted a sí misma: «Haré de
enfermera durante una temporada. El trabajo es fácil y la comida buena. Así
ahorraré algún dinero para cuando me case».

La chica pareció sorprendida.

—¡Caramba! Eso es exactamente lo que me dije cuando el doctor


Holmes me ofreció este empleo. ¿Sabe que es usted muy listo, señor Bee?

—Gracias —replicó Jacob, secamente—. Cuanto más viejo, más listo.


—Bebió un sorbo de té y puso cara de desagrado—. ¡Aj! Asqueroso. Llévese
esto.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Debería usted terminárselo —murmuró la chica.

—¡Quítemelo de aquí! —exigió Jacob, impaciente.

—A veces se porta como un niño.

—Bueno, yo soy un niño y usted una muchachita. Pero será mejor que
hablemos de usted. —Comenzó a arreglarse las almohadas; pero se detuvo
cuando la chica acudió a ayudarle—. Dígame, Frances —empezó, con el
rostro muy cerca del de la joven—, ¿ha elegido ya esposo?

—Señor Bee, esa es una pregunta muy personal para hacérsela a una
chica.

—De acuerdo. Es una pregunta personal. Si no me la contesta a mí, ¿a


quién iba a hacerlo? ¿Cree que voy a contárselo a alguien? ¿Es que hay
alguien a quien se lo pueda decir? El médico ni siquiera me permite tener un
teléfono junto a la cama para llamar de vez en cuando a mi corredor de
bolsa. Opina que el hecho de enterarme de que había perdido unos cuantos
miles de dólares constituiría una impresión demasiado grande. ¿Es que no
sabe que con sólo leer los periódicos puedo decir al céntimo lo que gano o
pierdo? —Sonrió confidencialmente—. Así que, dígame: ¿qué aspecto tiene
su amante?

—¡Señor Bee! Un futuro marido es una cosa, pero un amante… —


mullió la última almohada y fue hacia la silla que había junto al ventanal—.
No sé qué opinión tiene usted de mí.

Jacob se encogió de hombros.

—Opino que es muy bonita. Pero las chicas de hoy son un poco
distintas de las de hace cincuenta años. No digo que sean mejores ni peores.
Sólo que son distintas. Comprendo esas cosas. Después de todo, es usted
sólo unos pocos años más joven que mi esposa. Sé que a los hombres les
gusta mirarla a ella, así que supongo que también les gusta mirarla a usted.

—¡Oh, pero su mujer es muy guapa! De veras. Creo que es la mujer más
vistosa que conozco.

—Mejor para ella —dijo Jacob—. Ahora hábleme de su amante.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Bueno… —comenzó la chica, evidentemente complacida—. En


realidad, aún no es nada definitivo. Quiero decir que no hemos fijado la
fecha ni nada.

—Sí que lo han hecho. No quiere decírmelo porque teme que la despida
antes de que a usted le venga bien.

—No, de veras, señor Bauman…

—Entonces será que aún no han fijado el día de la semana. Pero el mes
ya lo han decidido, ¿no es así? —Esperó un momento la contradicción—.
Bien… Créame cuando le digo que comprendo esas cosas. ¿Qué mes han
escogido? ¿Junio?

—Julio corrigió la chica, sonriente.

—¡Vaya! ¡Me equivoqué por un mes! No me molestaré en preguntarle si


él es atractivo. Sé que lo es. Y también fuerte.

—Sí.

—Pero tierno.

La muchacha asintió, radiante.

—Eso es bueno —dijo Jacob—. Es muy importante casarse con un


hombre tierno… que no lo sea demasiado. Los que son excesivamente
suaves permiten que se abuse de ellos. Créame, sé de que hablo. Yo mismo
era un hombre muy tierno y… ¿Quiere que le diga adónde me llevó la
ternura? A ningún sitio. Por eso cambié. Y no es que, de vez en cuando, no
cometa errores, pero cada vez que me ocurre me cuesta caro… Un mal
matrimonio puede ser un enorme error. Tal vez el más grande de todos. Ha
de saber uno a que clase de persona se liga. Pero usted lo sabe, ¿no es así?

—Sí. Se trata de un hombre maravilloso. De veras. Usted no lo


comprende, señor Bauman, porque en realidad no le conoce, pero si alguna
vez charlase con él… —La joven se cortó, mordiéndose el labio inferior—.
Bueno, no quiero decir con eso…

—Así que es alguien que yo conozco —comentó Jacob—. Eso es


interesantísimo. Nunca lo hubiera supuesto. ¿Quizá un amigo mío?

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—No, de veras, no pretendía decir… Me ha interpretado mal. No es


nadie…

—¿El doctor Holmes? —quiso saber Jacob.

—¡Oh, no!

—¿Tal vez alguien que trabaje para mí? —preguntó Jacob,


astutamente—. ¿Charles? No, no… No puede ser él. A usted no le gusta
mucho Charles, ¿verdad, Frances? Cree que él la mira por encima del
hombro. ¿A que sí?

—Sí —replicó ella, repentinamente indignada—. Me hace sentirme


como una especie de… de no sé que. Y sólo porque se cree muy… elegante.
Si me lo pregunta, le diré que es un cursi.

Jacob rió.

—Tiene usted toda la razón. Charles es un cursi. Un cursi


inaguantable… Pero, entonces, ¿de quién puede tratarse? El señor Coveny
es demasiado viejo para usted, así que sólo queda… —Hizo una pausa. Sus
ojos brillaban, irónicos. Apartó la mirada de la chica y la dirigió al ventanal.
Al fin dijo—: No, no acierto. Deme una pista. ¿En que asuntos
interviene…? ¿Bolsísticos? ¿Petroleros? ¿Textiles? —Levantó la voz—.
¿Transporte?

—Se burla usted de mí —dijo la muchacha—. Ya sabe que es Vic.


Apuesto que lo ha sabido durante todo el rato. Espero que no esté usted
enfadado. En realidad, debí decírselo antes, pero…

Una llamada a la puerta la interrumpió.

—Adelante —dijo Jacob.

En el cuarto entró la señora Bauman, una aparatosísima pelirroja con


aspecto de estar más cerca de los veinte que de los treinta. Llevaba un sueter
amarillo y unos pantalones provocativamente ajustados.

—Buenos días a todos. No, siéntese, querida —le dijo a Frances—.


¿Cómo está nuestro paciente esta mañana?

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Fatal —dijo Jacob.

Su mujer rió falsamente y le dio una palmadita en la mejilla.

—¿Has dormido bien?

—No.

—¿No es espantoso? —preguntó la señora Bauman a Frances—. No sé


cómo puede usted aguantarle.

—Lo hace por dinero. Igual que tú.

La señora Bauman emitió una risita forzada.

—Es como un niño, ¿verdad? ¿Ha tomado ya su pastilla naranja?

—Sí —dijo Jacob.

—No —corrigió Frances—. ¿Son ya las nueve y cuarto? ¡Cómo lo


sien…!

—Me temo que son casi y veinte —dijo la señora Bauman, con
frialdad—. Deje, yo se la daré. —Destapó uno de los tubitos de encima de
la mesilla, y de una plateada jarra, sirvió un vaso de agua—. Ahora abre la
boca.

Jacob apartó la cabeza.

—Aún puedo con una pastillita y un vaso de agua —dijo—. Ni siquiera


tienes aspecto de enfermera —Se metió la píldora en la boca y tragó un
sorbo de agua—. ¿Adónde vas vestida como una estudiante?

—Sólo a la ciudad, a hacer unas compras.

—Vic ya tiene listo su coche —anunció Frances—. Lo ha limpiado esta


mañana y parece nuevo.

—Estoy segura de que sí, querida.

—Si no brilla bastante, compra otro —dijo Jacob.

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—Precisamente eso había pensado yo —contestó su mujer—. Pero luego


se me ocurrió que era mejor esperar a que te pusieras bueno. Entonces
adquiriremos uno de esos pequeños autos deportivos que sólo tienen dos
asientos y en él daremos largos paseos juntos, sólo tú y yo.

—No puedo esperar tanto —dijo Jacob.

—¡Cariño! —exclamó la señora Bauman—. ¿No te parece que es un día


espléndido? ¿Por que no has ordenado que Charles abra las ventanas?

—Porque no quiero coger un catarro y morirme —replicó Jacob—. Pero


gracias por sugerirlo.

Sonriendo agriamente, la señora Bauman se besó la punta de los dedos y


luego tocó con ellos la frente de su marido.

—Hoy ni siquiera mereces un beso así —declaró en tono juguetón. Y


dirigiéndose a Frances—: Si continúa de tan mal humor, no le hable. Así
aprenderá. —Con su sonrisa invitaba a la joven a una especie de
conspiración femenina—. Volveré muy pronto —dijo a Jacob.

—Aquí te esperaré —replicó su marido.

—Adiós —se despidió la señora Bauman.

—Cierre la puerta —ordenó Jacob a Frances.

—¡Qué guapa estaba! ¿Verdad? —comentó Frances, haciendo lo que le


pedían—. Me gustaría poder llevar pantalones así.

—Haga un favor a su marido y póngaselos antes de casarse.

—¡Oh! A Vic no le importaría. No tiene nada de celoso. Me ha dicho


cientos de veces que le encanta que otros hombres me miren.

—¿Y a usted qué le parece que él mire a otras mujeres?

—Pues… no me importa. Quiero decir que, después de todo, es natural,


¿no? Además, Vic ha tenido… —La joven enrojeció levemente—. No
entiendo cómo hemos vuelto a hablar de este asunto. Es usted de veras
terrible, señor Bauman.

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—Pocos placeres les quedan a los viejos, aparte del de hablar. De modo
que Vic tiene gran experiencia con las mujeres, ¿no?

—A veces resulta verdaderamente turbador. Quiero, decir que hay


mujeres que se echan en brazos de ciertos hombres. Así, tal como suena. Un
miércoles, hace dos semanas, estuvimos en un club nocturno. Era la noche
libre de Vic.

Jacob asintió con la cabeza y apartó la mirada de la chica, que


comenzaba a hablar con mayor rapidez. La señora Bauman acababa de
hacerse visible y caminaba, a través del césped, en dirección al garaje. Se
movía de forma muy distinta a la de Frances, mucho más lenta, casi
perezosa. Bajo los pantalones, sus caderas se contoneaban levemente, como
el fiel de una balanza que buscase su equilibrio. Incluso en el lánguido
bracear parecía existir un sutil ahorro de energía. La mujer no la
derrochaba, como Frances, sino que parecía guardarla, almacenándola para
movimientos más importantes.

—Aquella chica tenía un aspecto verdaderamente terrible… —decía


Frances—. Cuando se acercó a nuestra mesa me quedé de piedra. Su
cabello era negrísimo y parecía como si no lo hubieran peinado desde hacía
semanas. Además, llevaba tanto lápiz labial que debió de gastar un tubo
entero para maquillarse.

Jacob escuchaba, ausente, con la vista clavada en su mujer, que había


llegado al convertible y permanecía apoyada contra la portezuela, charlando
con Vic. Jacob pudo ver que su sonrisa se ampliaba al oír las palabras del
hombre. Luego, echando la cabeza hacia atrás, lanzó una carcajada. A
Jacob no le llegó el ruido de la risa; pero por el recuerdo de años atrás, sabía
que era un sonido agudo y alegre. Verdaderamente estimulante. Vic, con un
pie desdeñosamente apoyado sobre el parachoques, sonrió a la señora
Bauman.

—De veras creí que estaba borracha —dijo Frances, embebida en su


historia—. Quiero decir que no me es posible imaginar que una mujer tenga
la desfachatez de sentarse en las rodillas de un desconocido y besarle. ¡Y
enfrente de su compañera! Porque yo podía haber sido la esposa de Vic.

—¿Y qué hizo él? —preguntó Jacob, apartando la vista de la ventana.

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—Pues… nada. ¿Que iba a hacer? Estábamos en un lugar público. Trató


de portarse como si fuera una broma o algo por el estilo. Pero yo no pude
tomárselo de esa forma. Quiero decir que traté de hacerlo; pero la chica no
se movió y él no podía quitársela de encima a empujones. Todo el mundo
nos observaba. Yo me sentía cada vez más furiosa y… Bueno, para ser
sincera con usted, señor Bauman, le diré que a veces tengo un
temperamento terrible. Sobre todo cuando se trata de cosas personales,
como lo de Vic. Entonces no puedo controlarme.

—¿Como en el caso de Betty? —preguntó Jacob.

Frances se mordió el labio inferior.

—No sabía que estuviera enterado de eso —dijo—. De veras lo sentí


muchísimo, señor Bauman. Es que entré en la cocina en el momento en que
ella abrazaba a Vic. Me parece que lo vi todo rojo.

—Eso oí —sonrió Jacob—. No vi a Betty antes de que se fuera; pero


Charles me aseguró que ya no estaba tan guapa como de costumbre.

—Supongo que la arañé de un modo salvaje —murmuró Frances,


bajando los ojos—. Lo siento muchísimo. Traté de disculparme; pero Betty
no quiso escucharme. ¡Como si la culpa fuera sólo mía!

—¿Y qué hizo con la chica de ese club nocturno?

—La separé de Vic agarrándola por el pelo —admitió, de mala gana—.


Y si él no me hubiera detenido, lo más probable es que hubiese intentado
sacarle los ojos. Me volví verdaderamente loca. Fue mucho peor que con
Betty, porque la del cabaret besaba de veras a Vic. Creo que, de haber
tenido a mano un cuchillo o algo así, habría intentado matarla.

—¿De veras? —dijo Jacob. Apartó la mirada de la chica y volvió a


dirigirla hacia la ventana. Ahora ni su mujer ni el chófer eran ya visibles.
Sus ojos escrutaron todo el césped, observando las estatuas que brillaban
levemente al sol, al señor Coveny, que seguía frente a las azaleas, y
volviendo a fijarse en el brillante convertible. Sobre el capó del coche
advirtió una extraña sombra y, forzando la mirada, acabó por definida
como el trapo que había empleado Vic para limpiar el auto.

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—¿Y cómo afectan esas pequeñas peleas sus sentimientos hacia Vic? —
preguntó Jacob, sin darle importancia.

—No los afectan en absoluto. ¿Qué razón habría para que así fuera? No
es culpa suya si las mujeres se le echan encima. Él no hace nada por
animarlas.

—¡Claro que no! —dijo Jacob. Entornó los párpados, esforzándose por
enfocar la mirada en la oscura ventana que había sobre el garaje. Creía
haber visto allí un brillante destello amarillo. ¿O era únicamente el sol
reflejándose en el cristal? No, porque la ventana estaba abierta. Allí estaba
otra vez el destello, entre sombras que se movían. Una brillante mancha de
color que ahora se estrechaba e iba alzándose lentamente, como si fuese un
trozo de tejido, una prenda de ropa —tal vez un suéter— que alguien se
estuviera quitando. Luego el brillo desapareció y ya ni siquiera fueron
perceptibles las cambiantes sombras que enmarcaba la ventana. Jacob
sonrió—. Estoy seguro de que Vic es por completo digno de confianza —
dijo—. Toda la culpa es de las mujeres. Comprendo perfectamente sus
celos, Frances. Son su derecho a luchar por lo que posee, aunque eso
signifique destruir alguna otra parte de su vida.

Frances pareció desconcertada.

—¿Imagina que, por lo ocurrido, Vic me ama menos? Él también dijo


que me comprendía.

—Estoy seguro de que así es —aseguró Jacob—. Probablemente la


quiere aún más por demostrarle tan a las claras su devoción. A los hombres
les gusta eso… No, antes hablaba por hablar. Cosas de viejos. Después de
todo, ¿qué otra cosa puedo hacer?

—Oh, pues… un montón de cosas. Es usted muy inteligente. Al menos,


eso me parece a mí. Debería buscarse un pasatiempo. Hacer crucigramas, o
algo por el estilo. Apuesto a que se le darían de maravilla.

—Puede que alguna vez me decida a probar —dijo Jacob—. Pero ahora
lo que me apetece es dormir un ratito.

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—¡Buena idea! Hoy me he comprado una novela nueva. La empecé en


el autobús. Algo estupendo de veras. Trata de aquella francesa que volvió
locos a no sé cuantos reyes.

—Parece muy interesante —comentó Jacob—. Sin embargo, antes de


que reanude usted la lectura, le agradecería que me hiciese un pequeño
favor. —Volviéndose, abrió el único cajón de su mesilla de noche—. Ahora
no se asuste —advirtió, al tiempo que sacaba un pequeño revólver gris—.
Tengo esto aquí en previsión de que alguna vez entren a robar. Pero hace
tanto que no lo han limpiado, que no estoy seguro de que funcione aún.
¿Querría llevárselo a Vic para que le eche un vistazo?

—Desde luego —dijo la chica, levantándose y tomando el arma con


mano indecisa—. ¡Qué ligero es! Siempre había pensado que los revólveres
pesaban lo menos diez o doce kilos.

—Tengo entendido que ésa es un arma de mujer —dijo Jacob—. Para


mujeres y ancianos. Ahora, sea cuidadosa, porque está cargado. Le sacaría
las balas, pero mucho me temo que no entiendo demasiado de esas cosas.

—Tendré cuidado —aseguró Frances, probando a tomar el revólver por


la culata—. Y usted pruebe a dormir un rato. ¿Le digo a Charles que suba a
acompañarle mientras yo no estoy?

—No, no se moleste. Me encuentro bien. Y estése con su novio el


tiempo que quiera. Hace poco le vi subir a su habitación.

—Estará durmiendo —dijo Frances.

—Entonces, ¿por qué no entra sin llamar y le sorprende? —sugirió


Jacob—. Probablemente, a él le gustará eso.

—Bueno, si no es así, le explicaré que fue idea de usted.

—Sí. Dígale que todo fue idea mía.

Jacob sonrió, mirando cómo se iba la chica. Luego se hundió entre las
almohadas y cerró los ojos. Reinaba un gran silencio y se sentía tan
verdaderamente cansado que, contra su voluntad, había comenzado a
dormitar cuando, en el otro extremo de la pradera, se oyó el primer tiro,
seguido inmediatamente por el segundo y el tercero. El hombre consideró
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un instante la idea de incorporarse para observar por la ventana el ajetreo


que iba a producirse, mas le pareció un esfuerzo demasiado grande.

Por otra parte, él, postrado en su lecho de dolor, no podía hacer


absolutamente nada.

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- LEMMINGS
RICHARD MATHESON

—¿De dónde vienen? —preguntó Reordon.

—De todas partes —replicó Carmack.

Ambos hombres permanecían junto a la carretera de la costa, y, hasta


donde alcanzaban sus miradas, no podían ver más que coches. Miles de
automóviles se encontraban embotellados, costado contra costado y
parachoques contra parachoques. La carretera formaba una sólida masa con
ellos.

—Ahí vienen unos cuantos más —señaló Carmack.

Los dos policías miraron a la multitud que caminaba hacia la playa.


Bastantes charlaban y reían. Algunos permanecían silenciosos y serios. Pero
todos iban hacia la playa.

—No lo comprendo —dijo Reordon, meneando la cabeza. En aquella


semana debía de ser la centésima vez que hacía el mismo comentario—. No
puedo comprenderlo.

Carmack se encogió de hombros.

—No pienses en ello. Ocurre. Eso es todo.

—¡Pero es una locura!

—Sí, pero ahí van —replicó Carmack.

Mientras los dos policías observaban, el gentío atravesó las grises arenas
de la playa y comenzó a adentrarse en las aguas del mar. Algunos
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

empezaron a nadar. La mayor parte no pudo, ya que sus ropas se lo


impidieron. Carmack observó a una joven que luchaba con las olas y que se
hundió al fin a causa de su abrigo de pieles.

Pocos minutos más tarde todos habían desaparecido. Los dos policías
observaron el punto en que la gente se había metido en el agua.

—¿Durante cuánto tiempo seguirá esto? —preguntó Reordon.

—Hasta que todos se hayan ido, supongo —replicó Carmack.

—Pero…, ¿por qué?

—¿Nunca has leído nada acerca de los lemmings?

—No.

—Son unos roedores que viven en los Países Escandinavos. Se


multiplican incesantemente hasta que acaban con toda su reserva de
comida. Entonces comienzan una migración a lo largo del territorio,
arrasando cuanto se encuentran a su paso. Al llegar al océano, siguen su
marcha. Nadan hasta agotar sus energías. Y son millones y millones.

—¿Y crees que eso es lo que ocurre ahora?

—Es posible —replicó Carmack.

—¡Las personas no son roedores! —gritó Reordon, airado.

Carmack no respondió.

Permanecieron esperando al borde de la carretera, pero no llegó nadie


más.

—¿Dónde están? —preguntó Reordon.

—Tal vez se hayan ido.

—¿Todos?

—Esto viene ocurriendo desde hace más de una semana. Es posible que
la gente se haya dirigido al mar desde todas partes. Y también están los
lagos.

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Reordon se estremeció. Volvió a repetir:

—Todos…

—No lo sé; pero hasta ahora no habían cesado de venir.

—¡Dios mío…! —murmuró Reordon.

Carmack sacó un cigarrillo y lo encendió.

—Bueno —dijo—. Y ahora, ¿qué?

Reordon suspiró:

—¿Nosotros?

—Ve tú primero —replicó Carmack—. Yo esperaré un poco, por si


aparece alguien más.

—De acuerdo —Reordon extendió su mano—. Adiós, Carmack —dijo.

Los dos hombres cambiaron un apretón de manos.

—Adiós, Reordon —se despidió Carmack.

Y permaneció fumando su cigarrillo mientras observaba cómo su amigo


cruzaba la gris arena de la playa y se metía en el agua hasta que ésta le
cubrió la cabeza.

Antes de desaparecer, Reordon nadó unas docenas de metros.

Tras unos momentos, Carmack apagó su cigarrillo y echó un vistazo a


su alrededor. Luego él también se metió en el agua.

A lo largo de la costa se alineaban un millón de coches vacíos.

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- LA DIOSA BLANCA
IDRIS SEABRIGHT

—No creo en absoluto que desee usted de veras mis pobres cucharillas de té
—dijo acremente la señorita Smith.

Acremente, sí, pero su voz encerraba todos los trémulos, ricos y


guturales matices de una actriz de la BBC representando un papel de
anciana; de una «joven» actriz de la BBC. Por ello Carson alimentó, junto a
su indignación por ser despojado de su pequeño botín —la vieja debía de
tener ojos en la nuca—, la esperanza de que, en realidad, la señorita Smith
fuese una joven que, por algún convincente motivo personal, hubiera
decidido vestirse y actuar como una vieja. En cierto modo resultaba menos
crispante pensar en ella como en una joven disfrazada que como en una
mujer de edad que se movía y hablaba como una veinteañera.

Quienquiera que fuese, desde luego no era la agradable, suave y


encantadora víctima que él había supuesto, sino todo lo contrario. La había
conocido en el paseo, uno de los lugares más efectivos para encontrar
agradables damas ancianas. Carson no había tenido que esperar más de lo
corriente para que le invitase a tomar el té. Ahora se daba cuenta de que la
mujer no era ni anciana ni dama. Y el nombre que había adoptado
constituía un insulto. ¡La señorita Mary Smith…! No podía llevarse más
lejos el anonimato.

—¿Qué le hace sonreír? —preguntó ella—. Quiero mis cucharillas.

Silenciosamente, Carson se metió la mano en el bolsillo del abrigo sacó


cinco cucharitas de té. La mujer tenía razón. Él no necesitaba el dinero.
Casi nunca podía vender las cosas que robaba a las viejas y, cuando lo

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hacía, guardaba lo obtenido en una cuenta aparte y nunca lo tocaba. Era


una neurosis, menos honrosa que el masoquismo moral, pero mejor que un
montón de otras que se le ocurrían. Y le causaba demasiado placer para
intentar desprenderse de ella.

Colocó las cucharitas sobre la mesa de té, frente a la mujer, y se hundió


en su asiento. Ella las contó. Sus pies carentes de juanetes, pero calzados
con unos severos zapatos negros comenzaron a golpear, nerviosos, el suelo.

—Aquí sólo hay cinco. Había seis. Deme la otra.

De mala gana, Carson entregó la última cucharilla. Era la mejor de las


seis, de plata fina y antigua, pero de tamaño tan reducido que nunca valdría
mucho más de lo que costó cuando fue hecha. La parte cóncava llena de
pequeñísimas melladuras, como si algún niño, contemporáneo de
Washington y Jefferson, hubiera echado los dientes con ella. Un niño que
seguramente quedó bastante malparado, pues los agudos bordes de la
cucharilla debieron de dañar sus encías.

La mujer tomó la cucharita y la frotó con el borde del mantelito de té.


Luego se la devolvió a Carson, diciéndole:

—Mire en el cacillo.

El hombre hizo lo que se le pedía. Era evidente que la señorita… Smith


no iba a llamar a la policía y él, aunque se sentía molesto, no estaba
precisamente asustado.

—¿Y bien? —preguntó, volviendo a colocar la cucharita sobre la mesa.

—¿No ha visto nada?

—Sólo a mí mismo, vuelto del revés. Lo corriente.

—¿Eso es todo? —gritó ella, agitada—. Devuélvame mi acuarela antes


de que me enfade. Aún tiene menos valor que las cucharillas.

La mujer no podía haberle visto coger la acuarela. Había estado vuelta


de espaldas a él, preparando el té, y enfrente no tenía ni espejos ni
superficies brillantes. Ni siquiera podía haber observado el hueco que dejó el

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pequeño cuadro, ya que estaba colocado tras cuatro o cinco pinturas de


muy escaso gusto.

—De todas maneras, tomemos el té —dijo la señorita Smith, colocando


la recuperada acuarela sobre la mesa, junto a ella. Aun con el marco, el
cuadrito no era mayor que una postal. En él se veía una palmera, una isla,
agua, todo muy tosco e imitando el estilo Winslow-Homery. No era raro
que Carson lo considerase digno de ser robado—. ¿Quiere en el té un poco
de ginebra? Le sentará bien.

—Sí, gracias.

Tomando la cuadrada botella que había sobre la mesa, la señorita Smith


echó un chorro en la tetera. Ambos bebieron. El té ardía y Carson
únicamente logró hacer tolerable la carga alcohólica de la bebida
añadiéndole azúcar.

La mujer dejó la taza sobre la bandeja. Tosió y luego sonóse con un


masculino pañuelo de algodón.

—Será mejor que entre aquí —dijo, golpeando con un dedo la superficie
de la acuarela y vea qué tal le sienta.

Carson se encontraba en el interior de la acuarela, en la isla y entre las


palmeras. La hierba era infernalmente espesa y el lugar tan ruidoso como
un pandemonio. Las olas, bloques de un azul intensísimo, se deshacían
contra la playa como si en vez de por agua estuvieran compuestas por
objetos de loza. Las gaviotas emitían sonidos de gaita y las copas de las
palmeras parecían formadas con hojas de zinc.

Sin embargo, Carson no estaba tan distraído como para no comprender


que, en el sentido smithiano de la palabra, la isla le sentaba muy bien. El
mido constituía un aislamiento. Ya no le importaba que sobre la repisa de
ninguna anciana existiera una acuarela lo bastante pequeña como para
caber en su bolsillo. Se sentía mullido y confortable, como si la señorita
Smith le hubiera acomodado entre los pliegues de su capelina de lana.

Ufff… Debía de ser la ginebra. Carson se durmió.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Al despertarse, todo seguía igual. Gaviotas, olas y palmeras emitían sus


respectivos ruidos. Allá lejos, donde se formaban las sólidas olas, se veía
una turbulencia azul oscuro. ¿Estuvo allí desde el principio? Así debía de
ser. Carson no tenía la seguridad.

Podía deberse a un montón de cosas: un tiburón, una tortuga gigante, un


descomunal pulpo. Tal vez. Pero no era nada de eso. No lo era. Carson
emitió un débil gemido de miedo.

¡Zas! Volvía a estar sentado frente a la señorita Smith, ante la mesa de


té. La mujer había puesto una tapa sobre la tetera, pero el cacharro parecía
ser el mismo de antes.

La mujer untó un bollo con mantequilla y se lo metió entero en la boca.

—¿Le gustó la isla? —preguntó, masticando.

—Al principio estaba muy bien —replicó él, de mala gana—. Luego,
nadando bajo el agua, apareció algo que no me gustó nada.

—Es interesante —la mujer sonrió—. No le importó el ruido ni la


soledad. Lo que acabó de agradarle… fue algo que iba bajo el agua y usted
no podía ver.

¿Qué se proponía la señorita Smith? ¿Trataba de efectuar una especie de


sicoanálisis? ¿Intentaba, hablando en términos siquiátricos, averiguar qué
cosas le daban miedo para conseguir librarse de sus obsesiones? ¡Cá! Lo más
probable es que estuviera delineando los contornos de su miedo para poder
emplearlo mejor contra él.

—¿Por qué se interesa usted tanto? —preguntó Carson. Trató de untarse


un bollo con mantequilla, pero le temblaban tanto las manos que tuvo que
dejar el cuchillo.

—No es muy frecuente que alguien trate de robarme.

No. No debía de ser frecuente. Y tenía que ser Carson quien, pudiendo
elegir entre todas las ancianas del mundo, tuviera que ir a dar con una que
era Isis, Rea, Cibeles —había montones de diosas dónde elegir—, Anat,
Dindimena, Astarté. O Neith.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Carson se humedeció los labios.

—¿Qué le parece un poco más de té? —sugirió—. ¿Y si le ponemos un


poco más de ginebra? Eso hace que la bebida sea más refrescante.

—Ya hay mucho licor en la tetera.

Sin embargo, la mujer no protestó cuando él quitó la tapadera y tomó la


cuadrada botella. No parecía mirarle. Como antes ya le había engañado de
esa forma, Carson pensó que, probablemente, le estaría observando.
Aunque tal vez fuera posible emborrachar hasta a una diosa.

Dejó el frasco sobre la mesa, con la etiqueta hacia su compañera, para


que no pudiese ver cuánto había echado.

—Sirva usted —pidió Carson.

¿Temblaba la mano con que le sirvió? El hombre no estaba seguro.

—¡Qué fuerte está! —comentó la diosa.

—Es muy refrescante —sonrió Carson—. Coja un bollo. A esta hora de


la tarde hay que tomar un tentempié.

—Sí —la diosa fue interrumpida por un golpe de tos. Una miga parecía
habérsele atragantado. El hombre deseó que se asfixiase hasta morir.

Con el último sorbo de té, la diosa se tragó la miga.

—Y ahora, deme mi pisapapeles.

Era la última parte del botín de Carson. Lo que más le gustaba.


Tristemente, se sacó la esfera del bolsillo y se la tendió. La diosa sacudió el
globo, en cuyo interior se levantaron unos diminutos copos de nieve que, al
llegar arriba, volvieron a caer sobre el nevado panorama de la base.

—Muy bonita —dijo ella, admirativa—. Una nieve preciosa.

—Sí. Me causó admiración.

—… Se está haciendo tarde para probar en usted nada más. Por otra
parte, le conozco bastante bien. Es usted de la clase de hombres que no

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

soportan esperar a que algo desagradable les ocurra —la diosa volvió a
llenarse la taza.

Su voz resultaba cada vez más turbia. Al servirse el té derramó varias


gotas sobre el mantel.

Había llegado el momento, si es que Carson iba a tener alguna


oportunidad.

—Muchas gracias por este rato tan agradable —dijo el hombre,


retirando su silla y levantándose—. Tal vez podamos repetirlo más
adelante.

La diosa abrió la boca. Sobre sus separados labios brillaba una película
de saliva.

—¡Qué idiotez! ¡Adentro contigo, maldito estúpido!

El pisapapeles le recibió. En cierto modo, fue como andar contra el


viento, o como andar, pero Carson podía respirar bastante bien. A duras
penas, se abrió camino por entre el líquido —¿glicerina?—, hasta la
cristalina pared de la esfera.

Vio cómo la señorita Smith hacia chasquear los dedos. Sus labios se
movían. La mujer comenzó a levantarse. Se derrumbó en el suelo. Sus
dedos sin fuerza saltaron la tetera.

La señorita Smith había bebido demasiado. Pero, a medida que pasaba


el tiempo, Carson empezó a preguntarse si era sólo eso. Lo natural sería que
su cuerpo se moviera algo. Al fin, el hombre comprendió que la señorita
Smith no estaba borracha, sino que había muerto.

A eso de las ocho entró alguien y la encontró. Durante un buen rato,


hasta que llegaron los de la camilla, en el cuarto reinó un gran ajetreo.
Luego se fueron todos. La tetera continuaba en el suelo.

Además, nadie había pensado en bajar las persianas. Sobre la vítrea


prisión de Carson brillaba la luna, que iluminaba brillantemente la nieve del
fondo. ¡Si al menos fuese nieve de veras!

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Anhelante, el hombre pensó en el exquisito agujero que podría haberse


preparado en la nieve, en el cálido sueño estilo Steffanson que habría
disfrutado en su abrigado refugio. Y, en vez de eso, se pasó la noche
flotando verticalmente, atormentado por el insomnio y tan incómodo como
un espárrago en una cacerola.

Al fin se hizo de día. Carson no estaba seguro de si lamentaba o no la


muerte de la señorita Smith. ¿Acaso quedaba en él una irracional esperanza
en la benevolencia potencial de la diosa? ¿Después de lo de la isla y de
aquello?

Bien entrada la mañana, apareció la mujer de la limpieza. Era joven, de


boca rojísima y flamígero pelo rubio.

Enchufó el aspirador. Luego recogió la mesita de té y lavó las tazas. Al


fin, tomó el pisapapeles.

Lo meneó fuertemente. La nieve comenzó a caer en torno a Carson. La


mujer apretó la nariz contra el vidrio, en un prodigio de enfoque visual a
corta distancia. Tenía unos ojos enormes. Parecía imposible que no
distinguiera a Carson. Sonrió.

El hombre la reconoció. La señorita Smith.

Carson debía haber comprendido que Neith no iba a quedarse muerta.


La diosa meneó una vez más la esfera. Luego la dejó bruscamente sobre la
repisa.

Por un momento, Carson creyó que la diosa iba a estrellar el pisapapeles


contra los ladrillos de la chimenea. Pero eso ocurriría más adelante.

Iba a dejarle vivir unos cuantos días. Podía colocar el globo bajo el sol,
congelarlo en la nevera o sacudirlo de arriba abajo hasta que el hombre
estuviera medio muerto de mareo… Las posibilidades eran incontables. Y al
final se produciría la rotura.

Juguetonamente, la diosa se pasó el índice por la garganta. Luego


desenchufó el aspirador y salió del cuarto.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

- LA SUSTANCIA DE LOS
MÁRTIRES
WILLIAM SAMBROT

Durante siglos, las gentes del pueblo se habían aferrado a su fe en los


poderes de su cruz de oro. ¡Qué sublime toque de ironía constituyó el hecho
de que los estragos de una guerra que «acabaría con todas las guerras»
aportaran una respuesta a sus plegarias!

Por razones que pronto comprenderán ustedes, no les revelaré el nombre


de la pequeña aldea alemana en la que vi el milagroso Cristo de oro. Se
trata de un villorrio poco conocido y, en cierto modo, pobre, que aún no se
ha recuperado por completo de los estragos de la Segunda Guerra Mundial.

El coronel Dumphrey fue quien me habló del Cristo de oro y de la


extraña historia de milagros que se le atribuía. Por entonces viajábamos en
coche a través de la Alemania meridional, realizando un viaje de París a
Salzburgo, ciudad donde el coronel debía juzgar la autenticidad de ciertos
tesoros artísticos descubiertos recientemente en una mina de sal cercana a
Salzburgo.

El coronel Dumphrey (retirado), DSO 8 , OBE 9 , era (y es) un


renombrado erudito y lingüista, experto en asuntos relativos al
Renacimiento italiano y al arte medieval centro europeo. Durante la guerra,
el coronel Dumphrey fue comandante en la Inteligencia Militar (Ejército
inglés), destacado especialmente en la 45ª División (norteamericana).

8 Orden de Servicios Distinguidos.


9 Orden del Imperio Británico.
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Al final de la Segunda Guerra Mundial, la 45 a capturó un cierto número


de minas de sal cerca de Salzburgo, en las cuales encontró un enorme botín
de obras de arte robadas por los nazis de los museos y colecciones privadas
de Europa.

Ni siquiera hoy en día se han recuperado todos los tesoros que se sabe
robaron los nazis, así que cuando al coronel le pidieron en París que diera
su experta opinión sobre la autenticidad de las diversas piezas halladas
recientemente en aquellas mismas lóbregas minas de sal, aceptó en seguida.

Decidió ir en auto desde París hasta Salzburgo, sin prisas y visitando


algunos de los menos conocidos, aunque interesantísimos, pueblos
alemanes y austríacos, tan ricos en arte medieval. Me invitó a acompañarle.

Nos encontrábamos en el interior de la Alemania meridional,


recorriendo pueblos que parecían sacados de tarjetas de felicitación
navideñas, y atravesando una pacífica y poco habitada región montañosa
cuando, de pronto, al aproximarnos a una señal de carretera, el coronel
redujo la marcha del coche.

Dudó unos momentos y luego torció bruscamente para meterse por un


maltratado camino. Al cabo de poco rato vimos aparecer el inevitable grupo
de casas de piedra y madera. En medio de ellos, se alzaba la aguja
extrañamente truncada de una pequeña catedral.

Al aproximarnos, resultó evidente que la iglesia, durante la guerra, había


sufrido graves daños y que aún no se encontraba reparada del todo. Algunas
de las vidrieras góticas aparecían rotas. En el tejado, de pizarra, se veían
muestras de frecuentes arreglos. En conjunto, no era más que una humilde y
semiderruida iglesia de un pueblo escondido entre las montañas. Y, sin
embargo…

En aquel lugar se habían producido curas milagrosas, según me aseguró


Dumphrey. La gente acudía desde cientos de kilómetros de distancia para
rezar frente al crucifijo de oro macizo que había sobre el altar del pequeño
templo. Pedía —consiguiéndolos en ocasiones— milagros.

Bajamos del coche e inmediatamente me sorprendió la sensación de paz


y tranquilidad que reinaba en la plaza, en el pueblo. La gente nos sonreía,
moviéndose con tranquila calma. La mayor parte iba o venía de la iglesia.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Entramos en ella. Se parecía mucho a otras iglesias de la Europa


occidental, aunque quizá estuviese más maltratada y sus piedras fueran más
oscuras. Muchos bancos se encontraban en pésimo estado. Unos pocos eran
nuevos. En el suelo, parches de ladrillo contrastaban con el viejo y rico
mármol. A un lado, una de las vidrieras aparecía extrañamente rota: sólo
dos pedazos de cristal permanecían unidos al marco de la ventana, y en
cada uno de ellos se veía una mano alzada y suplicante. Lo demás estaba
abierto al cielo.

Las palomas entraban y salían por entre aquellas manos tan


maravillosamente coloreadas. Aquellas manos —susurró Dumphrey—
pertenecieron a una Virgen María, madre de Cristo, completa pero ahora
eran unos miembros sin cuerpo, alzados piadosamente hacia un
inalcanzable trozo de azul cielo alemán.

La rota vidriera era el monumento del pueblo a su amargo pasado; su


penitencia y su recordatorio. Estaba exactamente igual que cuando la guerra
pasó por allí.

Los feligreses y visitantes se arrodillaban sobre el suelo de mármol,


insensibles al helado Viento que pasaba por la rota vidriera y hacía vacilar y
estremecerse la roja lampara de la sacristía.

Sobre el maltratado altar colgaba el magnífico crucifijo. Un gran Cristo


de oro unido a su cruz de caoba. Los extendidos brazos, que parecían
mantener y afirmar las maltrechas paredes de la iglesia, brillaban
suavemente bajo la luz de los cirios. Las cambiantes sombras daban a las
agónicas facciones del Cristo una extraña vida. Los cerrados ojos semejaban
irse abriendo con lentitud para mirar a las personas arrodilladas y,
gradualmente, fijarse en mí.

Yo había visto muchos crucifijos excelentes. Pero, de pronto, me


encontré observando con enorme fijeza a aquel Cristo de oro, cuyas manos
permanecían clavadas, mediante dorados clavos, a la oscura madera. De
aquella doliente figura emanaba un aura que no podía pasar inadvertida.
Era algo palpable: sentí que los cerrados ojos ya no estaban cerrados, sino
fijos en mi alma con piedad y amor.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

El corazón comenzó a latirme lenta y profundamente; podría jurar que


vi alzarse el dorado pecho, abrirse la profunda señal de la lanza. Continué
mirando la cruz, apenas consciente del murmullo de las oraciones, del
revolotear de las palomas. Todo estaba subordinado a aquella solitaria y
misteriosa figura que me atraía con un poder indescriptiblemente real.

Dumphrey me tocó el brazo y eché a andar. Salimos a la plaza y aspiró


hondo.

—Es… es magnífico —dije, con lentitud—. Ahí dentro hay algo… una
presencia… ¿No la sintió usted?

Dumphrey asintió con la cabeza. Seguí:

—No puedo explicarlo. Supongo que se trata de algo así como hipnosis
de multitudes. Ese brillante cuerpo en el que se concentra la vacilante luz…
Pero eso… esa sensación de profunda paz, de… de…

—¿De amor? —sugirió Dumphrey.

—Sí; de gran y tranquilo amor. Una especie de aceptación —miré hacia


atrás—. No me extraña que venga tanta gente desde kilómetros de distancia
para arrodillarse bajo el crucifijo —me interrumpí. Dumphrey encendía su
pipa, pensativo—. Esa cruz debe de ser de inmensa valía para ello. Me da la
sensación que es antiquísima.

—No —dijo él—. Ese crucifijo data de mil novecientos cuarenta y cinco.

—¿Ese?

—Antes había otro, exactamente igual. Y era verdaderamente antiguo.


Estoy seguro de que procedía de los tiempos medievales.

—¿Qué ocurrió con él? ¿Era de oro macizo, como éste?

Dumphrey me dirigió una extraña mirada.

—Los del pueblo siempre lo creyeron así.

El coronel me contó que las gentes de la aldea se sentían orgullosos del


crucifijo, que siempre había colgado en su iglesia, brillando bajo la luz de
los cirios. La historia del Cristo se perdía mucho más allá del recuerdo del
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

más viejo de los habitantes. Era el objeto más precioso de sus vidas; no sólo
porque creían que era de oro puro, sino porque simbolizaba la completa
unidad de su fe. Aunque las puertas del templo jamás se cerraban y los
extraños no eran rechazados, su crucifijo nunca había sufrido el más
mínimo mal. Nunca.

Pero, en realidad, ninguna guerra había afectado realmente el villorrio.


Ninguna, hasta que Hitler proclamó su derecho a dirigir el mundo.
Entonces la guerra llegó al pueblo como una venganza. Llegó cuando ya
estaba perdida para Alemania y sólo redundaba en perjuicio de todos.

Los hombres jóvenes y fuertes habían desaparecido mucho tiempo atrás


—muertos o capturados en los múltiples frentes—, y sólo quedaban, para
luchar, los Herrenvolk. El Ejército del Pueblo. Los inútiles, los desplazados,
los viejos… los desechos de la Humanidad. Tal vez fuera un pobre material
de batalla, pero sobre ellos se colocó el más brutal y fanático de los Cuerpos
de Hitler: los temidos Waffen SS, la élite de los asesinos nazis. Hombres
que habían jurado defender su patria hasta la muerte.

El Untersturmführer Hohler, antiguo subcomandante del infame campo


de concentración de Dachau (que por entonces ya estaba destruido) fue
encargado del trabajo de fortificar el pueblo y asegurarse de que, en caso
necesario, los Herrenvolk lucharían hasta ser aniquilados.

Hohler proveyó de defensas al pueblo. Ignorando las protestas del cura y


los feligreses, dio la orden de emplear el campanario de la iglesia como
puesto de observación para su mortífera artillería del 88. Cuando los
primeros tanques ligeros norteamericanos se aproximaron a la aldea, fueron
recibidos por una precisa salva de artillería. Se retiraron, pidiendo apoyo a
sus propios cañones. No había más posibilidad que la de reducir a
escombros el campanario.

Una fría mañana de febrero, las unidades norteamericanas que


constituían la 45a División realizaron sobre la delgada capa de nieve un
rápido movimiento envolvente y el pueblo fue tomado. La mayor parte de
los Herrenvolk se rindieron de inmediato. El Untersturmführer Hohler no se
encontraba entre ellos. Había logrado escapar.

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Casi todo el cuerpo de tropa siguió adelante, pero un pequeño grupo se


detuvo frente a la iglesia. Un joven capitán de infantería, de manos azules
por el frío, llevó un viejo cura a presencia del por entonces comandante
Dumphrey. Evidentemente angustiado, el sacerdote pidió en un susurro que
Dumphrey le acompañara al interior del maltrecho templo.

Dumphrey pasó al arruinado edificio y, por entre los rotos bancos y


vidrieras y sobre trozos de cristal que convertían el suelo en un arco iris,
llegó frente al chamuscado altar. Señalándolo, el sacerdote explicó, con voz
temblorosa:

—Ahí, durante muchos siglos, hubo un crucifijo. Era de oro, de oro


puro. Nunca lo tocó nadie, aunque las puertas jamás estuvieron cerradas. Y
cuando llegó el bombardeo, pese a que todo lo demás cayó, la cruz
permaneció en su lugar. Un milagro —dijo, en un susurro—. Eso nos hizo
postramos ante ella y tener la seguridad de que Dios nos protegía. Pero
ahora… el dedo del sacerdote temblaba.

Aunque la pared de sobre el altar aparecía intacta, estaba extrañamente


desnuda. Contra la oscura pátina formada a lo largo de los siglos por el
humo de las velas se recostaba la pálida silueta del crucifijo que durante
tanto tiempo colgara allí y que ahora había desaparecido.

—El Untersturmführer Hohler se lo ha llevado gimió el sacerdote.

Hohler: Untersturmführer, con la insignia de los temidos Schutzstaffeln;


subcomandante en Dachau, especialista en muerte. Verdugo de cientos de
miles de judíos y con un historial de delitos que igualaba en extensión a la
apabullante lista de sus víctimas asesinadas. Y ni siquiera entonces, cuando
ya era perseguido por los aliados para ser sometido a juicio (y subsiguiente
ejecución), ni siquiera en el momento de su Gotterdammerung personal,
Hohler pudo resistir la tentación de añadir el Cristo de oro a su ya enorme
botín.

—Le agarraremos —aseguró al sacerdote el joven capitán—. ¿Adónde


va a huir?

Le detuvieron cerca de Salzburgo. Hohler admitió enseguida que se


había llevado el crucifijo. Cuando el indignado capitán le ordenó
bruscamente que se lo entregara, Hohler lanzó una irónica risa y dijo que ya
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

no estaba en su poder, que lo había tirado. Sin embargo, entre sus


pertenencias se encontró un buen número de barras de oro puro que
igualaban, al menos en peso, la masa aproximada del Cristo fundido.

Por fortuna se conocían las dimensiones de la figura original y en el


pueblo había cierto número de expertos talladores capaces de hacer un
molde. Cuando el crucifijo estuvo acabado y listo para recibir la bendición
del obispo, la iglesia se llenó de feligreses. En los bancos, los niños sorbían a
resultas del intenso frío que reinaba en la maltrecha iglesia. Removiéndose
Y susurrando, contemplaban intensamente el bello y brillante Cristo que
colgaba de nuevo sobre el chamuscado altar.

Los adultos, envueltos en jirones de ropas, permanecían silenciosamente


arrodillados sobre el agrietado suelo. Frías ráfagas de viento entraban por
las rotas vidrieras. Pero aquello volvía a ser una iglesia. Su iglesia.

Sobre el altar, aquella figura dorada, extrañamente serena y poderosa,


les envolvía en una cálida aura que antes no habían conocido.

Por entonces, como para probarles que Dios estaba entre ellos, ocurrió
el primero de los milagros atribuidos al dorado Cristo. Al servicio había
sido llevado un niño, víctima del bombardeo. El chiquillo fue enterrado
vivo en las ruinas de su destruido hogar, entre los cadáveres de sus padres.
Cuando le sacaron, lanzó un grito, y luego fue como si en su interior se
hubiese apagado una luz. Sus ojos se vidriaron. Se convirtió en una criatura
muda, pasiva, que no sonreía y en la que faltaba todo calor humano.

Pero en la iglesia, miró hacia el Cristo de oro, en sus ojos apareció una
suave luz. Miró con mayor atención. Sus ojos se le hicieron más y más
brillantes. Y, de pronto, gritó. Fue un grito terrible, estremecedor. Empezó a
llorar. Eran auténticas y genuinas lágrimas de emoción. Volvía a estar vivo
y a ser una criatura humana que pensaba y sentía. Dominada por una gran
angustia, pero sana.

—Ahora es un vigoroso joven y tiene dos hijos —acabó Dumphrey,


mientras bajábamos los gastados escalones de piedra, en dirección al
coche—. La suya fue la primera, pero se han producido… curas similares.

—No lo dudo —repliqué—. Ya no.

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Subimos al auto y Dumphrey observó pensativamente a los que iban y


venían.

—Pero él mintió, ¿sabe? —murmuró suavemente—. Me refiero al


Untersturmführer Hohler.

—¿Mintió? ¿En qué?

Dumphrey sacó la pipa y, llenándola de tabaco, dijo, con lentitud:

—Como es lógico, no necesito pedirle que sea discreto sobre lo que le


voy a contar —suspiró—. En realidad, aun antes de que Hohler fuese
capturado, yo ya tenía en mi poder el verdadero crucifijo. Fue encontrado
por un componente de mi equipo de especialistas.

El coronel hizo una mueca y siguió:

—Había sido tan seriamente mutilado que no podía ni pensarse en


devolverlo a la iglesia. Los brazos estaban retorcidos y doblados, el torso
golpeado y la corona de espinas arrancada por completo de la cabeza.

—¿O sea que Hohler había tirado de veras el Cristo de oro?

—Sí. Lo hizo después de descubrir que no era de oro en absoluto. En el


lugar donde habían sido arrancadas las espinas de la corona se veían puntos
de un feo metal gris oscuro. Donde los brazos fueron retorcidos y doblados
aparecían el plomo de debajo —meneó la cabeza—. El crucifijo sólo estaba
recubierto de una gruesa capa de oro.

—Pero… las barras de Hohler…

—¿No adivina de dónde procedían? Hohler fue uno de los carniceros de


Dachau. Cuando sus víctimas eran conducidas a las cámaras de gas, les
quitaba los anillos de los dedos. Cuando los cuerpos eran llevados a los
hornos arrancó dientes de oro y empastes de bocas sin vida. Así logró
acumular gran cantidad de oro, que luego fue fundido y convertido en
barras…

—El oro de los judíos… —susurré.

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—Sí, de los mártires judíos de Dachau —dijo Dumphrey—. Sin duda,


Hohler consideró una broma diabólica lo de decir que el oro procedía del
Cristo robado. Pero, ¿hasta qué punto estaba equivocado?

Encendió el motor del pequeño coche y salimos del pueblo lentamente.

—El verdugo ateo robó a los cristianos su Cristo bañado en oro… y lo


remplazó por otro hecho del más precioso de los metales: la sustancia de los
mártires.

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- LLAMADA DE AUXILIO
RUBERT ARTHUR

Por décima vez en aquel día, Martha Halsey leyó en alto, y con voz
ligeramente temblorosa, la noticia aparecida en el Dellville Call:

«La firma de bienes raíces Boggs y Boggs anuncia que hoy ha puesto a la
venta la vieja mansión. Halsey, que se halla situada frente a los Tribunales.
La venta de la casa, propiedad de las señoritas Martha y Louise Halsey, ha
sido ordenada por su sobrina, la señora Ellen Halsey Baldwin».

Esta vez Louise, con las manos, surcadas de venas azules, escondidas
entre los pliegues de la colcha en que estaba trabajando sobre su silla de
ruedas, no dijo nada. A las palabras de Martha sólo respondió el viento de
Nueva Inglaterra que, al azotar la vieja casa, tan lejana del ruido y el
bullicio de la ciudad, producía un agudo ulular.

Durante todo el día, desde que Ellen trajera el periódico del buzón,
inmediatamente después del desayuno, las dos mujeres habían estado
releyendo y comentando desde todos los ángulos la noticia. Primero Louise
insistió en que debía de tratarse de un error. Martha respondió, con un
bufido, que ni hablar. Luego Louise sugirió que llamaran a Ellen y le
preguntasen. Sin embargo, desde lo profundo de su cerebro, cierto instinto
de precaución aconsejó a Martha decir que no.

Y ahora, tras un día de incesante especular, exhaustas ya de tanto emitir


conjeturas, la respuesta se le apareció, radiante, a Martha. Aquél era el
único motivo posible y, al aceptarlo, todos los acontecimientos que se
habían producido en los seis meses anteriores —incluyendo la muerte de la
pobre Queenie, la semana pasada—, cobraron valor.

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Antes de hablar, Martha contuvo el aliento. Luego, con lentitud y


calma, reveló la verdad a Louise:

—Louise: estoy convencida de que Roger y Ellen desean matarnos.

—¿Matarnos? —Louise, desde su silla de ruedas, le dirigió una mirada


de incredulidad—. ¡Oh, no, Martha!

—No puede ser otra cosa —replicó su hermana. Sus facciones, eran
duras como el granito de Nueva Inglaterra. A pesar de sus ochenta años, los
ojos de la mujer fulguraron. Siguió—: Ahora comprendo por qué Roger y
Ellen insistieron tanto en que abandonáramos nuestra casa de la ciudad y
nos viniéramos a vivir con ellos. Y también por qué nos persuadieron de
que les diésemos plenos poderes para que Ellen pudiera manejar lo que
Roger llamó tediosos detalles menores referentes a nuestra fortuna.

»Cuando se examinan los hechos bajo la adecuada perspectiva la verdad


resulta diáfana. Primero, Roger y Ellen nos aíslan de todos nuestros amigos
y vecinos. Ahora tienen el valor de vender nuestra casa. Y no cabe duda de
que, pronto, muy pronto, esperan heredar nuestras acciones y bonos.

—¡Pero eso no podrá ser hasta que muramos! —jadeó Louise.

—Ahí quería ir a parar.

Martha se levantó y fue trabajosamente hasta la ventana de la salita-


dormitorio que ambas hermanas compartían. Para no causar trastornos a su
cadera enferma, no se movió con excesiva prisa. El viento otoñal de Nueva
Inglaterra agitaba las desnudas ramas de los árboles que rodeaban la vieja
mansión colonial. Martha abrió la ventana, exponiéndose a la fría ráfaga de
aire que entró.

—¡Toby, Toby! —llamó—. ¡Ven, Toby!

No se produjo ningún «miau» de respuesta, ni acudió a la llamada


ninguna forma color canela. La mujer cerró la ventana y regresó al círculo
luminoso producido por la gran lámpara de kerosene que había sobre la mesa
del centro, cerca de la silla de ruedas de su hermana.

—Primero Queenie —dijo, con desesperación—. Ahora, Toby. Ya verás:


mañana o pasado, Rober traerá a Toby, tieso y frío, y simulará que se siente
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

desolado… Lo mismo que hizo la semana pasada, cuando trajo a Queenie. Y


Toby estará envenenado, desde luego.

Martha dirigió una fulgurante mirada a su hermana, Louise apartó los


ojos.

—¡Pobre Queenie! —dijo—. Roger opinó que debía de haberse comido


algún cebo envenenado de los que dejan los agricultores. Y eso es cierto,
Martha. Los campesinos…

—¿Crees que Queenie iba a comerse algo así, acostumbrada como estaba
a que la alimentaras con tus propias manos durante ocho años? —preguntó
Martha—. Queenie era una gata muy escrupulosa. Te diré quién la
envenenó: ¡Roger, y nadie más!

Mientras el viento silbaba alrededor de aquel ala de la vieja mansión,


Louise la miró.

—Pero…, ¿por qué?

—Piensa en este último mes, en los achaques que has tenido. Un día te
sientes débil y enferma. Al siguiente, estás mucho mejor. Luego, un par de
días más tarde, vuelves a encontrarte mal. ¿Cómo explicas eso?

—Cuando una pasa de los setenta y cinco…

—¡Qué tontería! Cuando estábamos en casa, nunca tuviste esos


achaques.

—Sí… Eso es cierto. Nunca los tuve.

—¿Entonces? No creo que tenga que recordarte que, como


farmacéutico, Roger tiene acceso a toda clase de drogas… Incluidos los
venenos.

—¡Oh, Martha, no!

—Roger es muy listo. Lo hace poco a poco, de forma que nos vayamos
sintiendo paulatinamente enfermas y un día muramos… debido a «causas
naturales». —Martha pronunció las últimas palabras en un tono casi
silbante—. Todos tus síntomas, Louise, corresponden al envenenamiento

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

crónico, probablemente con arsénico. Queenie comía de tu plato y, siendo


mucho más pequeña, murió, mientras tú sólo te sentiste mal. Y Roger nos
la trajo contando la estúpida historia de que se había comido un cebo
envenenado puesto por algún granjero.

Martha aspiró profundamente y prosiguió, con sarcasmo:

—Entonces Roger comprendió que lo mismo podía sucederle a Toby.


Sólo que Toby quizá se pusiera enfermo aquí, delante de nosotras, y tal vez
eso nos hiciera sospechar la verdad. Por tanto, decidió cuidar
personalmente de él. Y ahora el pobrecillo Toby ha desaparecido.

—¡Qué horror! —gimió Louise—. Pero…, ¿cómo puedes estar segura?

—Basándome en las pruebas, incluyendo el nuevo coche que Roger


trajo ayer.

—Pero, en realidad, no se trata de un auto nuevo —objetó Louise—. Es


de segunda mano. Y Roger necesitaba uno, porque el invierno se nos echa
ya encima.

—Ahí está la clave: necesidad. Roger y Ellen necesitan dinero


imperiosamente. Ya sabes lo poco que Roger gana en la farmacia del señor
Jebway. Debes considerar todos los hechos. Hace dos años, cuando vino a
este lugar, Roger era un don nadie, un completo desconocido. Conoció a
Ellen y no cesó hasta casarse con ella.

»Sin embargo, admitámoslo, Ellen no vale gran cosa. ¿Por que atrajo
tanto a Roger? En aquellos momentos ya me lo pregunté. Ahora sé la
respuesta. Fue debido a que Ellen era nuestra sobrina y única heredera. Y
nosotras poseíamos la casa y las acciones y bonos que papá nos dejó. Roger
vio ahí su oportunidad. Se casó con Ellen con la idea que, en un día muy
próximo, podría echar mano a nuestras propiedades… envenenándonos a
las dos.

—Lo de Ellen es cierto —admitió Louise, con un gesto de duda en las


pequeñas y arrugadas facciones—. Es fea. Pero posee un carácter muy
dulce, y los hombres no siempre se casan atraídos por una bonita
apariencia.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Martha apuntó a su hermana con un huesudo dedo.

—Sabes tan bien como yo que Ellen ha cambiado. Te habrás dado


cuenta de lo reservada que se ha vuelto; de que elude hablar de la casa
cuando nosotras aludimos a la eterna conversación; de las secretas miradas
que ella y Roger cambian cuando se creen que no miramos. Y, sobre todo,
de que, cuando sale a relucir el dinero, los dos cambian de tema.

Martha se inclinó hacia adelante, bajando la voz. Siguió:

—Lo había olvidado. Pueden estar escuchando al otro lado de la puerta.


Como iba diciendo, consideraba todos los hechos. En nuestra casa de la
ciudad éramos felices. Luego, el verano último, Ellen y Roger trataron de
hacemos creer que estaban preocupados por nosotras. Dijeron que, a causa
de mi cadera enferma y de tu artritis, no podíamos cuidarnos de forma
adecuada. ¡Tonterías! Debimos vender alguno de los bonos y contratar una
criada y una cocinera.

»Pero, no. Como estúpidas ancianas, estuvimos de acuerdo en otorgar a


Ellen plenos poderes y en venirnos a vivir aquí con ellos. Ahora estamos
completamente aisladas. Nunca vemos a nadie, y apenas salimos de casa.
No recibimos correo. Ni siquiera el juez Beck ha venido a vernos, y eso que
le escribí hace tres días, pidiéndole no, implorándole que nos visitara. Le
dije que deseábamos hablarle de algo importante.

—¿Escribiste al juez Beck? —exclamó Louise—. No me dijiste nada.

—No quería preocuparte con mis sospechas. Pero ahora estoy segura y
voy a contárselo todo al juez. Si es que le vemos, porque ahora creo que
Roger no mandó mi carta.

Martha frunció los labios y prosiguió:

—De todas maneras, debemos enfrentarnos a la realidad. Roger se está


impacientando. Resulta evidente que su plan es que tú mueras antes. Luego
iré yo. Y nadie sospechará nada.

—¡Oh, Martha! —los claros ojos de Louise parpadearon, denotando su


agitación.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Les llamaré, a ver lo que dicen. No, no creas que voy a acusarles.
Pero, por la forma en que contesten a mis preguntas, sabremos cuánto
tienen que ocultar.

Cojeando, Martha fue hasta la puerta que conducía, a través de un


pequeño vestíbulo, a la parte principal de la casa. Desde el umbral, la
anciana llamó:

—¡Roger! ¡Ellen!

—¿Sí, tía? —respondió una joven voz femenina.

Martha volvió a su sillón y poco después entró Ellen. Era una joven de
ojos saltones, barbilla sumida y expresión preocupada. Secándose las manos
en el delantal, anunció, sonriendo:

—La cena estará en seguida. Tenemos carne asada. ¿Os apetece?

—Desde luego, Ellen —replicó Martha—. Pero deseábamos hablar con


Roger.

—¿Alguien me ha llamado? —En el vestíbulo se oyeron unos pesados


pasos y, al cabo de un momento, Roger apareció junto a Ellen. Era un
hombre bajo, con cabellos como púas y un aspecto que hubiera parecido
casi alegre, a no ser por las gruesas gafas y las líneas que rodeaban su boca.

—Aquí estoy, queridas tías —el hombre rió, como si hubiera hecho un
chiste—. ¿En qué puedo servirlas?

Roger pasó un brazo alrededor de la cintura de su esposa y dirigió una


alegre sonrisa a las dos ancianas. Sin embargo, sobre sus cordiales labios,
sus ojos, aumentados por las gafas, parecían escrutar los secretos
pensamientos de ambas mujeres.

—Mis tres chicas favoritas, y todas en una misma casa. Es mi harén


secreto. Luego dio un achuchón a su esposa.

—Roger, me he estado preguntado por que no he recibido noticias del


juez Beck —dijo Martha—. ¿Le diste mi carta?

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Pues… no —Roger parecía lamentarlo—. Iba a decírselo esta noche,


tía. Se la dejé a su secretaria. El juez Beck no está en la ciudad.

—¿Que no está en la ciudad? —exclamó Louise, mirando fijamente al


marido de su sobrina.

Roger carraspeó y ni a Louise se le escapó la mirada que él y Ellen


cambiaron.

—Se ha ido a Boston para un asunto. Su secretaria me dijo que era algo
muy importante.

—El juez no tiene clientes en Boston —aseguró Martha, con firmeza.

—Se trataba de algo relacionado con un cliente local —replicó Roger.

Su sensación de incomodidad resultaba cada vez más evidente.

—¿Y cuándo regresará? El juez detesta Boston.

—Dentro de un día o dos. Tan pronto como vuelva, le entregarán su


carta.

—Mmmm —Martha lanzó una mirada a Louise, y ésta hizo un leve


ademán de asentimiento que significaba, con la misma claridad que si lo
estuviera diciendo, que también ella comprendía el significado de las
evasivas respuestas de Roger—. En el Call de esta semana hay una noticia
que dice que Ellen ha confiado nuestra casa a Boggs para que la venda.
Empleando, desde luego, los plenos poderes que le otorgamos. Estoy segura
de que se trata de un error.

De nuevo las dos hermanas advirtieron la rápida mirada que se cruzó


entre Roger y Ellen. El aire de seguridad de Roger se alteró un poco.

—Pues, no tía Martha —dijo—. La casa necesita tantas reparaciones…


Creímos que ustedes eran felices con nosotros y… Bien, nos pareció que
debíamos vender el edificio.

—¡Roger! —Martha se puso en pie y, apoyándose en su bastón, quedó


frente a él. El hombre apartó la mirada—. Recuerda que sólo admitimos

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

venirnos a vivir contigo y con Ellen si podíamos regresar a nuestra casa en


cualquier momento que deseáramos hacerlo. ¿No es así, Ellen?

—Sí, claro, tía Martha —replicó su sobrina, retorciéndose el delantal.

—Lo cual significa que no tenemos intención de venderla mientras


vivamos.

—Queremos regresar a ella —dijo Louise, con voz trémula.

—¡Pero, tía Louise…! —protestó Ellen—. ¡No puedes hacerlo!

—¿Por qué no, eh? —preguntó Martha, retadora.

—Pues… ya estamos casi en invierno —explicó Roger, recuperando su


compostura—. La casa necesita un nuevo sistema de calefacción, e instalar
uno sería un trabajo largo y caro. Tal vez el próximo verano pueda hacerse.
Recuerden que cuando no se está muy bien de salud, no hay nada peor que
una casa fría —Su aspecto era casi suplicante, aunque los surcos que había
alrededor de su boca parecieron profundizarse—. Además, como dice Ellen,
queremos que estén ustedes con nosotros. Creíamos que se sentían
satisfechas de no vivir solas.

Con una mirada, Martha advirtió a su Hermana que no insistiera en sus


protestas. Luego dijo:

—Pensaremos en ello y lo discutiremos con el juez Beck.

—¡Ésta es mi chica! Bueno, Ellen, vamos a cenar. Esta noche tengo que
regresar a la farmacia. El señor Jebway tiene un poco de gripe.

Roger y Ellen se retiraron a su parte de la casa.

Martha se volvió hacia Louise:

—¿Qué te parece? ¿Estás ahora de acuerdo conmigo?

—¡Oh, sí! —suspiró Louise—. Roger ha dicho tantas mentiras… El


sistema de calefacción de nuestra casa funciona perfectamente. Desde que
papá lo instaló, hace treinta y siete años nunca tuvimos ningún problema
con él.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—¿Y qué cliente local iba a necesitar que el juez Beck fuera a Boston? —
preguntó Martha, con leve sarcasmo—. ¿Observaste lo rápidamente que
Roger decidió que debía regresar a la tienda esta noche? Lo más probable es
que necesite coger más veneno del que tiene el señor Jebway.

—¡Martha! —Louise se puso los dedos sobre los trémulos labios.

Aquella noche, las dos Hermanas durmieron mal. Martha se levantó


varias veces para ponerse la bata, abrir la ventana y llamar a Toby. Pero
siguió sin producirse ningún «miau» de respuesta.

—Toby ha desaparecido —dijo a Louise a la mañana siguiente—. Nunca


volveremos a verle.

—¡Pobre Toby! —las lágrimas empañaron los claros ojos de Louise—.


¡Son unos monstruos! Y yo que pensaba que Ellen era tan dulce…

—Lo era —replicó Martha—. Roger la ha cambiado por completo. La


mujer siempre sigue la dirección que marca su marido.

—Pero estar dispuesta a ayudar a Roger a que nos mate…

—Hasta ahora, sólo han asesinado gatos. Ya encontraremos alguna


forma para evitar que nos eliminen. Tengo un plan —el tono de Martha era
amenazador—. Me disgustaría recurrir a él, pero, si no hay más remedio, lo
haré.

En el vestíbulo sonaron unos pasos y, momentos después, entró Ellen


con una bandeja.

—Buenos días —dijo, mientras disponía los platos sobre la mesa. Tenía
aspecto de no haber dormido bien—. Huevos pasados por agua, bollos
calientes y té. Todo bueno y saludable. ¿Saben que esta mañana había hielo
en el cuenco de las gallinas?

—Hemos pasado mala noche —le dijo Martha—. Estábamos


preocupadas por Toby.

—¡Pobrecillo!, ¿aún no ha vuelto? —Ellen parecía lamentarlo


sinceramente—. Espero que no haya sido… Quiero decir que espero que no
se haya escapado. Pero, si lo ha hecho, estoy segura de que regresará.

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—Me es imposible comer, de veras —aseguró Louise, en tono plañidero,


después de que Ellen se hubo ido. Luego tocó con desgana uno de los
calientes bollos.

—Debemos mantenemos fuertes —dijo Martha—. Tómate los huevos


pasados por agua. Están metidos en su cáscara, así que son inofensivos por
completo. Y bebe un poco de té.

—Lo intentaré.

Louise consiguió comerse un huevo y tomar algo de té, aunque le


pareció un poco fuerte. Martha se tomó los bollos y los huevos que había en
su plato, Sin embargo, el té le pareció demasiado fuerte y no lo bebió.

—¿Crees que podrías escurrirte hasta el teléfono y llamar al juez Beck?


—preguntó Louise, cuando hubieron terminado.

—¿No te acuerdas? —Martha dirigió a su hermana una mirada


significativa—. El mes pasado, Roger hizo desconectar el teléfono.

—¡Oh, Dios mío, es cierto! —exclamó Louise—. Dijo que era


excesivamente caro.

—Y eso que nosotras le ofrecimos pagarlo. Ése fue su primer paso para
aislarnos del resto del mundo.

—¡Y ahora no tenemos ningún modo de pedir ayuda! —en la voz de


Louise había verdadero pánico.

—Sí que lo tenemos. Como te dije anoche, me desagradaría recurrir a él,


pero lo haré si es necesario. Ahora sigue con tu colcha. Yo acabaré de leerte
el periódico. Debemos dar la impresión de estar entretenidas. ¿Qué quieres
que lea primero?

—Las esquelas —replicó Louise—. Mira si ha muerto alguien que


conozcamos —su rostro adquirió una expresión de inquietud—. Como
ahora ya no recibimos ninguna noticia… Mary Thompson nos lo contaba
todo, pero no tiene coche y… —Una contenida exclamación de Martha la
cortó—. ¿Qué pasa?

—¡Mary Thompson!

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—No habrá muerto, ¿verdad? —preguntó Louise, alarmada.

—No —Martha frunció los labios—. Aunque, para el caso, es como si


estuviera muerta. El periódico dice que ha ingresado en el Hogar Asilo.

—¡Oh, no! —gritó Louise.

Martha asintió:

—Ella misma lo pidió, pobrecilla. Imagínate: una mujer de su edad


obligada a vivir en un lugar viejo y horrible como ése. Está lleno de
corrientes de aire, medio arruinado y plagado de ratas. ¡El Hogar Asilo! Un
bonito nombre para un sitio espantoso. ¡El refugio de todos los pobres del
condado, una vergüenza para la comunidad! Eso terminará con la pobre
Mary.

—¡Pobrecilla! —se lamentó Louise—. No dejo de acordarme de


nuestros tes, con la chimenea encendida, los gatos frente a ella y Mary
acompañándonos —De pronto, su rostro adoptó la expresión de un
chiquillo ansioso—. ¡Si regresáramos a nuestra propia casa, Mary podría
venirse a vivir con nosotras! Contrataríamos a alguien que nos ayudase, y
todo sería estupendo.

—Lo haremos —prometió Martha—. Mientras nosotras tengamos


medios para ayudarla, Mary Thompson no acabará sus días en un lugar tan
horrible como ése.

La perspectiva de volver a su casa y compartirla con su vieja amiga


alegró el humor de Louise durante varios minutos. Luego, mientras cosía a
su colcha un retal de su mejor traje de lana de veinte años atrás, dijo:

—No… no me encuentro bien —Hizo una breve pausa y luego volvió


los enfebrecidos ojos hacia su hermana—. Estoy mala. Será mejor que me
acueste.

Martha la ayudó a meterse en cama y le dio masaje en las muñecas.

—¿Estás mejor así? —preguntó, poco después.

—Me siento tan rara… —susurró Louise—. Débil e indefensa… y


desfallecida. Como si… ¡como si me hubiesen envenenado! —Las últimas

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palabras fueron un desesperado susurro en el que se advertía claramente el


pánico. Las dos hermanas se miraron, comprendiendo los desnudos hechos.

—El té —dijo Martha—. Roger es muy listo. Pero yo no lo bebí, y tú


sólo tomaste mi poco… —Aferró fuertemente las muñecas de Louise—.
Estoy segura de que no tienes nada serio. No bebiste lo suficiente para que
el envenenamiento sea grave. De todas maneras, estoy convencida de que
Roger planea hacerlo lentamente, para que pueda pasar por una enfermedad
crónica y agotadora. Insistiremos en que venga el doctor Roberts. Y él le
llevará un mensaje nuestro al juez Beck.

—¡Qué inteligente eres, Martha! —murmuró Louise, admirativa.

—Hasta que veamos al juez, nadie debe saber que sospechamos de


Roger y Ellen —advirtió Martha—. Si Roger averigua que estamos sobre
aviso, no esperara.

—No, claro que no.

Sin embargo Ellen, cuando entró, no se mostró partidaria de llamar al


doctor. Fue de un lado a otro, alrededor de Louise, y sugirió aspirinas,
bicarbonato y botellas de agua caliente. Pese a todo, Martha insistió y, por
último, de mala gana, Ellen se puso el abrigo y salió hacia la casa del vecino
más cercano, que se encontraba a medio kilómetro, para llamar por
teléfono. Cuando regresó, la mujer dijo que el doctor Roberts estaba
atendiendo un parto, pero que iría tan pronto como pudiese.

Transcurrieron las horas. Louise no empeoró. Sin embargo, siguió


acostada, quejándose de vez en cuando, mientras Martha le daba masaje en
las muñecas y le humedecía las sienes con colonia. Ambas se negaron a
almorzar, lo cual desagradó visiblemente a Ellen.

—Debéis comer —dijo—. Eso aumentará su fortaleza.

—Yo he desayunado mucho —mintió Martha—. Y estoy segura de que,


encontrándose mal, Louise se sentirá peor si toma algo. Cuando se tiene el
estómago revuelto, es mejor no comer nada.

Con aspecto preocupado e inquieto, Ellen se llevó el almuerzo.

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El doctor Roberts llegó a primera hora de la tarde, resoplando y


jadeando levemente. Era bajo y grueso, de pelo blanco y enmarañado y sólo
un poco más joven que las dos hermanas.

—¿Qué ocurre, que ocurre? —preguntó, al tiempo que se sentaba y


tomaba el pulso a Louise—. Mmm… El pulso es un poco nervioso. Veamos
su lengua, jovencita.

Mientras el doctor Robert auscultaba con su estetoscopio el corazón de


Louise, Martha no dejó de moverse ansiosamente en torno a ellos.

—¿Algo le ha trastornado, Louise? —preguntó el médico, rascándose la


barbilla—. Ellen me ha dicho que ha perdido usted su gata.

—Fue envenenada —explicó Martha—. Ahora Toby también ha


desaparecido. Tememos que haya corrido la misma suerte.

—Mmmm… Es una lástima. Me temo que su trastorno se debe a que se


preocupan demasiado por sus mascotas. Voy a hacerle una receta que Roger
puede preparar. Tienen suerte en contar con un farmacéutico en la familia.
Se ahorran la mitad del precio. En estos días, los medicamentos son muy
caros.

—¡Trastorno! —exclamó Louise, al tiempo que alargaba la mano para


tomar la receta—. Doctor, estoy siendo…

Martha, con energía, la hizo callar. El médico, ocupado con la


prescripción, no hizo caso.

Mientras el hombre guardaba su estetoscopio, Martha preguntó:

—Doctor…, ¿querría usted darle un recado al juez Beck de nuestra


parte?

—Claro que sí, Martha. ¿De qué se trata?

Se puso en pie y, suavemente, se pasó una mano por la calva coronilla.

—¡Dígale que venga a vernos esta noche! Insista en que es de vital


importancia.

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—De vital importancia… Hum… No me gusta pedirle que salga por la


noche. Está muy acatarrado.

—Entonces, ¿no se encuentra en Boston? —exclamó Louise.

—¿En Boston? ¿Qué le hizo pensar eso? La última vez que le vi estaba
muy indispuesto.

—Por favor; pídale que venga esta noche —suplicó Martha—.


Explíquele que es una cuestión de vida o muerte.

—¿Vida o muerte? Hummm… —El doctor alzó sus pobladas y blancas


cejas—. Bueno, de acuerdo, si él se encuentra mejor. Y no se preocupen por
Toby y Queenie. Consigan otro par de gatitos a los que cuidar y se sentirán
nuevas.

—Eso ocurrirá cuando volvamos a nuestra casa de la ciudad —replicó


Martha, decidida—. Será estupendo observar cómo juegan los gatitos frente
a la chimenea.

—¿Su casa en la ciudad? —el doctor le dirigió una penetrante mirada—.


¿Y por qué han de regresar a ese sitio? Es muy grande para ustedes…
Demasiado grande. No podrían cuidar de ella. Les aconsejo que se queden
aquí, donde se encuentran bien atendidas.

Cuando el médico se hubo ido, las dos hermanas oyeron que Ellen le
detenía en el vestíbulo. Martha se acercó a la puerta para escuchar. Un
minuto después, regresó junto a Louise.

—Ha dicho que sólo estabas un poco trastornada —susurró—. Ha


prescrito unos sedantes.

—¡Sedantes! Debimos decide que se trataba de veneno.

—No nos hubiera hecho caso. ¿No lo comprendes? Ellen y Roger tienen
a la gente de su parte. Todos creen que son unos dulces y amorosos
parientes que cuidan de dos indefensas ancianas. —Martha se retorció las
manos con desesperación—. Louise: aunque el juez Beck venga esta noche,
pensará lo mismo. Ahora lo comprendo. Probablemente, dentro de un mes
las dos estaremos enterradas y todo el mundo sentirá compasión por Roger
y Ellen.
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—¿Y no podríamos darles a Roger y Ellen nuestros bonos y acciones? —


susurró Louise—. Entonces no tendrían ninguna razón para matarnos.

—¡Claro que no! —Los ojos de Martha refulgieron—. En ese caso se


limitarían a mandarnos al Hogar Asilo. ¿Te gusta la idea de acabar tus días
en ese horrible lugar?

—No, antes la muerte. Pero si nadie va a escucharnos…

—Sólo queda una cosa que hacer. Debemos huir.

—¡Pero, Martha…! —Louise se medio incorporó—. Ya sabes que no


podemos hacer eso. A ti no te es posible andar medio kilómetro hasta casa
de los Lamb, y mucho menos empujándome a mí. Moriríamos congeladas.
Sólo tienes que oír el viento.

Como para enfatizar estas últimas palabras, el aire percutió sobre la


ventana. Sin embargo, Martha asentía, con expresión misteriosa.

—Ya lo verás. Te dije que tenía un plan totalmente pensado.


Escaparemos, no te preocupes.

—Bien, supón que lo hagamos. La gente creerá que somos unas


ancianas que chochean y nos devolverá aquí.

—También he pensado en eso. Nos iremos y nos permitirán volver a


nuestra vieja casa. Pero primero hemos de esperar a que Roger regrese.

Pese a la curiosidad de Louise, su hermana se negó a añadir nada más.


A medida que la tarde fue transcurriendo, la temperatura descendió. Al
llegar las primeras sombras, las dos mujeres advirtieron el enorme frío que
se filtraba a través de las grandes ventanas. Martha comenzó a reunir un
montón de sus pequeñas pertenencias y sus joyas. Luego las envolvió todas
en un viejo pañolón.

—No podemos llevarnos mucho —explicó—. Tendremos que dejar


nuestras ropas aquí. Pero, vendiendo un bono, podremos comprar lo que
sea preciso.

Ahora Louise se sentía mejor y estaba incorporada en la cama.

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—Me gustaría saber más acerca de tu plan. Indudablemente, no puedes


empujarme medio kilómetro. Nos helaríamos.

—A su debido tiempo nos llegará ayuda —prometió Martha—. Ahora,


recuerda: no debemos permitir que Roger o Ellen sospechen nada. Son
asesinos. Mataron a Queenie y a Toby y desean hacer lo mismo con nosotras.
Déjame hablar a mí.

—De acuerdo —dijo Louise, resignada—. Y, desde luego, no


tomaremos nada de lo que nos sirvan.

—¡Claro que no! Ahora silencio… Acaba de llegar Roger y me parece


que Ellen nos trae la cena.

Se produjo un leve ruido de cacharros y Ellen entró llevando una


bandeja con platos y cubiertos. Tras ella apareció Roger. Sus gruesas gafas
brillaban bajo la luz.

—El doctor Roberts me dijo que trajera cierta medicina especial, tía
Louise —explicó el hombre. Sonrió ampliamente, tiró el frasco al aire y
volvió a agarrarlo—. Hubiera sido más barata si estuviera llena de polvo de
oro, pero dentro de una semana te sentirás más fuerte que un potrillo.

—Muchas gracias, Roger. La tomaré más tarde.

—La receta dice que antes de las comidas, y eso es ahora. Tómatela.

Extrajo del frasco una píldora roja y llenó un vaso con agua. Louise
dirigió una implorante mirada a Martha y luego se tragó la pastilla.

—Ésta es mi chica. Antes de acostarte debes tomar otra.

—¿Habéis visto a Toby? —preguntó Martha—. Aún no ha aparecido.

Roger se humedeció los labios y Ellen dijo, con rapidez:

—¿Toby? No, no lo he visto, pero estoy segura de que regresará. Estará


vagabundeando.

—Me pareció oírle en el sótano. Su maullido sonaba lastimosamente


débil —Martha parecía ansiosa—. Por favor, Roger: ¿podrías bajar a ver?

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—¿En el sótano? —Ellen y Roger cambiaron una mirada de


incomodidad—. No sé cómo va a haber bajado allí. Además, le habríamos
oído antes.

—Por favor, Roger. De todas maneras, mira. Tú también le oíste,


¿Verdad, Louise?

—¡Oh, sí! Estoy segura de que está abajo —dijo Louise.

—No cuesta nada mirar —sugirió Ellen—. Quizá se metiera hace un par
de días, cuando bajé a buscar las conservas.

—De acuerdo, iré —Roger enderezó los hombros, con exagerados


movimientos marciales—. Salgo hacia el sótano en misión para encontrar al
viejo Toby.

Se fue y poco después le oyeron bajar las escaleras. Un momento más


tarde escucharon su amortiguada voz que, desde abajo, decía:

—Aquí no hay rastro de ningún gato.

—Por favor, Ellen, ve tú misma a mirar —suplicó Martha—. A lo mejor


Toby está escondido en la carbonera, y por eso Roger no puede verle.

—Bien, como quieras —replicó Ellen, y salió del cuarto para unirse a su
marido—. ¡Aquí, Toby! —la oyeron decir—. ¡Ven, bonito, ven!

Cojeando, Martha fue hasta el vestíbulo y, silenciosamente, cerró la


puerta del sótano. Luego echó el pesado cerrojo.

—¡Ya está! —exclamó, con acento triunfal—. Ahora podremos escapar.

—¡Pero nos helaremos! —gimió Louise, mientras Martha la sacaba casi


a empujones de la cama y la envolvía en su grueso abrigo—. Y ellos sólo
tendrán que mandar a por nosotras.

—No te preocupes. No lo harán.

Martha se puso su propio abrigo, se colocó un echarpe sobre la cabeza y


ayudó a su Hermana a sentarse en la silla de ruedas. Para entonces, Roger y
Ellen ya habían descubierto que la puerta tenía echado el cerrojo y la
golpeaban con fuerza.
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—¡Tía Martha! —llamó Ellen—. ¡Abre la puerta! ¿Por qué la has


cerrado?

—¡Tía! —gritó Roger—. Como broma, está bien, pero ahora déjanos
salir. Toby no está aquí. Hemos mirado en todas partes.

—No está, porque ellos le mataron —dijo Martha a su hermana, con


dureza.

Empujó la silla de Louise a través del vestíbulo y la hizo bajar por la


escalinata del porche. La noche era terriblemente oscura y estaba llena de
continuos murmullos. Un helado viento agitaba las desnudas ramas de los
árboles.

Louise gritó de angustia mientras Martha la empujaba por el pequeño


sendero y continuaba por el camino hasta haberse alejado de la casa unos
treinta metros. Entonces Volvió la silla y frenó las ruedas.

—Espera un momento —dijo—. Vuelvo en seguida. Cojeando, Martha


regresó al edificio, sin hacer caso de los gritos y súplicas de Roger y Ellen,
que surgían del otro lado de la cerrada puerta del sótano. En el exterior,
arrebujada en su mantón y su abrigo, Louise esperaba, mientras el viento,
como un afilado cuchillo, la traspasaba. Al fin Martha reapareció con el
envoltorio que contenía las joyas de las dos.

—¡Martha! —gimió Louise—. Me estoy helando. ¿Qué vas a hacer?

—Ya verás —Marta se detuvo junto a su hermana, jadeante y


apoyándose en el bastón—. Ya verás, Louise. Sólo tienes que mirar hacia la
casa. Louise lo hizo. Tras las ventanas de la parte del edificio que había sido
su hogar apareció un leve resplandor amarillo que, después de ondear por
unos momentos, comenzó a crecer. Al poco rato se convirtió en una ola de
fuego, parte de la cual salió por una ventana entreabierta. El incendio
continuó aumentando, haciéndose más brillante y más fuerte a cada ráfaga
de viento.

—¡Fuego! —exclamó Louise—. ¡La casa está ardiendo!

—Repartí por toda la habitación el kerosene de la lampara —dijo


Martha—. Recuerda sólo esto: Ellen y Roger planeaban asesinarnos. Ya

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habían matado a nuestros gatos. Teníamos que protegernos. Y,


simplemente, no había otra forma.

La voz de Martha se hizo acuciante al continuar:

—Pero recuerda que nunca debemos decir a nadie lo que ellos iban a
hacer. Eran familiares nuestros. Nadie nos creería. Que esto sea un trágico
accidente. ¿Comprendes?

—¡Oh, sí, sí…! —exclamó Louise, excitada—. ¡Eres tan inteligente…!


Ahora alguien verá el resplandor del incendio y llamará a los bomberos,
¿verdad?

—Sí. Un fuego en el campo siempre atrae a alguien. Impedidas como


estamos, ésta era la única forma de pedir auxilio. Después tendrán que
permitirnos regresar a nuestro viejo hogar.

Luego se dedicaron a observar en silencio. El dedo de fuego que


asomaba por la ventana se había convertido en una enorme antorcha. Tras
unos momentos, oyeron, a distancia, el lejano eco de la sirena que había
sobre el tejado del cuartel general de los bomberos voluntarios del pueblo.

—Es un fuego tan caliente… —murmuró Louise, extendiendo las


manos hacia las llamas—. Hace que una se sienta bien. El tejado del ala del
edificio que ellas habían habitado se derrumbó entre un torrente de ascuas.
Poco después apareció el coche de bomberos, con sus voluntarios cubiertos
con cascos. Mas, para entonces, ya toda la casa era pasto de las llamas. Los
recién llegados no pudieron hacer nada.

En la sala de estar del juez Beck, la chimenea crepitaba alegremente.


Martha y Louise la observaban desde sus asientos. Las llamas evocaban en
ellas felices recuerdos.

—Pronto estaremos de nuevo en nuestra casa —murmuró Louise—.


Habrá gatitos que jueguen sobre la alfombra y Mary Thompson nos hará
Compañía. La señora Rogers tiene una hija que, por veinticinco dólares a la
semana, vendrá a atendemos. Es un gasto que podremos fácilmente.

—No cabe duda de que nuestro dinero durará tanto como nosotras —
asintió Martha—. Me parece que el juez ya viene.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

La puerta se abrió y, en vez de un hombre, por ella entró un gran gato


siamés. Con un satisfecho maullido, el animal saltó al regazo de Martha.

—¡Toby! —exclamó Louise.

—¡Toby! —repitió Martha, como un eco—. ¿De dónde diablos sales?

—Me pareció que sería una buena sorpresa de bienvenida —dijo una
seca voz masculina. El juez en persona, enjuto, alto y levemente encorvado,
de unos sesenta años, había entrado en la habitación—. Supongo que esto
paliará un poco la tristeza de esta lamentable circunstancia. Uno de los
bomberos encontró a Toby la otra noche. Estaba cerca de las ruinas. El
hombre dio a cada una de las mujeres una firme palmadita. Luego se sonó
vigorosamente.

—Lo siento —dijo—. En Boston agarré un terrible catarro. Es una


ciudad tremenda. Ruidosa, llena de gente…

—Usted…, ¿ha estado en Boston? —preguntó Martha. De repente su


boca parecía haberse quedado seca.

—Tres días. Sin embargo, lamento decir que no sirvieron para nada.

Meneando la cabeza, el juez tomó asiento.

—Éste es un momento muy triste. Esas casas antiguas arden como


yesca. Pero no hablemos de eso. Es mejor no hurgar en la herida. Ahora
que Roger y Ellen han… bien, desaparecido, deseo hablar del porvenir de
ustedes.

—¡Oh, estaremos perfectamente! —exclamó Louise, con precipitación—


. Volveremos a nuestra vieja casa. Y deseamos que Mary Thompson se
quede con nosotras. No debe quedarse un día más en ese horrible asilo.

El juez Beck volvió a sonarse. Mientras jugueteaba con la insignia


masónica que colgaba de la cadena de su reloj, su aspecto reflejaba una gran
turbación.

—Martha… —comenzó—. Louise… —Hizo una pausa. Ambas mujeres


le miraron, dos pares de brillantes ojos en dos rostros ancianos—. Para mí

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

resulta muy difícil decirles esto; pero mi visita a Boston fue debida a
ustedes.

—¿A nosotras? —preguntaron las dos, al unísono.

—A la fortuna de su padre. Como saben, consistía en determinada


cantidad de dinero, que ya ha sido gastada, y en cierto número de acciones
del Ferrocarril de Nueva Inglaterra y Toronto.

—¿Y qué? —preguntó Martha. Las dos hermanas seguían mirando


fijamente al hombre.

—Bien… En estos tiempos a los ferrocarriles les van muy mal las cosas y
el de Nueva Inglaterra y Toronto se declaró en bancarrota el verano pasado.
Ése fue el motivo de que sus sobrinos les pidiesen que se fueran a vivir con
ellos, de forma que las pudieran cuidar. Ellen deseaba tener plenos poderes
con el fin de que ella y Roger quedasen capacitados para manejar los restos
de la fortuna sin que ustedes se enterasen de lo que había ocurrido. Yo fui
partidario de decirles la verdad; pero ellos temían que eso les trastornara.
De modo que todos nos pusimos de acuerdo para mantener el secreto.

»Por desgracia, queridas Martha y Louise, ahora deben saberlo. Lo


siento mucho; la vieja casa está inhabitable. En realidad, ni siquiera hemos
podido encontrar un comprador. No hay dinero para repararla. De la
fortuna de su padre no queda un céntimo.

El juez Beck hizo una pausa y, con gran delicadeza, continuó:

—Tal vez en alguna ocasión se preguntaran por qué Roger y Ellen


parecían algunas veces tan deprimidos y preocupados. Ahora ya lo saben.
Créanme: a ellos no les importaba. Las querían muchísimo.

Las dos hermanas se miraron con silencioso y sobrecogido horror.

—El Asilo Hogar… —La voz de Louise era un trémulo susurro.

Martha no dijo nada en absoluto.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

- VOCES DE MUERTE
LUCILLE FLETCHER y ALLAN ULLMAN

La mujer se incorporó una vez más para coger el teléfono colocado sobre la
mesilla de noche. Luego; hizo girar el disco con innecesaria fuerza. La
lamparita de la mesilla —la única luz en la habitación en penumbra— hizo
brillar las joyas de su mano. En su rostro, delicadamente bello en la
favorecedora penumbra se advertía un ceño de disgusto que hacía pareja
con su brusca forma de manejar el disco telefónico.

Una vez marcado el número, Leona permaneció tensa durante unos


momentos, incómoda por la molestia que le producía estar sentada en la
cama sin apoyar la espalda en ninguna parte. Luego en su oído sonó la
percutiente señal de línea ocupada. De un golpe, dejó el auricular en su
sitio, diciendo, en voz alta:

—No puede ser. No puede ser.

Volvió a recostarse contra el montón de almohadas. Cerró los ojos,


desconectándose de las sombras del cuarto y del rectángulo de brumosa
noche que se veía a través de la abierta ventana. Mientras permanecía
acostada sobre la fina colcha de verano, notó cómo la brisa nocturna movía
suavemente los pliegues de su camisón. Aún eran audibles los sonidos
nocturnos que subían del río y de la calle, tres pisos más abajo.

En furiosa concentración, consideró el vejamen que estaba convirtiendo


aquélla en una hora de tormento. ¿Dónde estaba su marido? ¿Qué le
retrasaba? ¿Por qué había tenido que elegir precisamente aquella noche para
dejarla sola, para desaparecer sin una llamada, sin una palabra en absoluto?
Aquello no era propio de él. No lo era en absoluto. Henry conocía

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

demasiado bien el efecto que una cosa así produciría en ella. Y también en
él. Resultaba increíble que, deliberadamente, provocase la clase de escena
que ya se había producido un par de veces en el pasado. Pero… si su
ausencia de ahora no era deliberada… ¿a que se debía? ¿Le habría pasado
algo? ¡Qué poco probable era que a Henry le ocurriese algo sin que nadie se
lo notificara a ella instantáneamente!

Existían otros vejámenes, todos ellos subsidiarios del más importante: el


constituido por la inexplicable ausencia de Henry. Estaba el asunto del
teléfono. En muchos aspectos, aquello era lo más irritante de todo. Leona
había estado llamando a la oficina de su marido durante más de media
hora. O, al menos, había tratado de hacerlo. Cada vez que marcó el
número, le respondió la señal de comunicar. No era que no le contestasen,
cosa que hubiese sido un poco más tranquilizadora. Era una señal de línea
ocupada. Si Henry estaba allí —y era evidente que en la oficina había
alguien—, ¿era posible que estuviese telefoneando durante media hora
completa? ¿Posible? Sí. ¿Probable? No.

Mentalmente, Leona pensó todas las cosas que su marido podría estar
haciendo, enfrentándose resueltamente a todas las posibilidades. Tal vez al
fin todas las molestias que representa una enfermedad —la de ella—
hubieran acabado con la reserva de paciencia de su marido. A Henry nunca
habían parecido importarle los inacabables períodos en los que ella no había
podido corresponderle. Aunque era un hombre intensamente pasional —un
ser vigoroso y saludable— su auto control fue siempre inagotable. En otras
palabras, y si Leona deseaba exponer llanamente el tema, ella nunca
sospechó que hubiera otra u otras mujeres. Pero ahora…

Sin embargo, en aquella evidente posibilidad había algo que no encajaba


con las actuales circunstancias. Al menos eso le pareció después de
examinarlo todo abierta y detenidamente. Henry era muy cauto. Todo
cuanto hacía era cuidadosamente planeado y llevado a efecto con toda
limpieza. Ni en un millón de años sería tan estúpido o negligente como para
ponerse en evidencia de forma tan clara.

Y las posibilidades intermedias tampoco resultaban lógicas. A Henry le


gustaba todo en gran escala, de acuerdo con su propia audacia, una audacia
que se reflejaba perfectamente en su impresionante y protector aspecto.

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Al pensar en su marido, Leona abrió los ojos por un momento y echó un


vistazo al retrato de boda que había sobre la mesilla de noche. Apenas
visible en la oscuridad —excepto para los claros ojos de su recuerdo—, se
advertía la marfileña belleza de ella y la inmensa, fornida y sonriente
presencia de Henry. En él nada había cambiado, se dijo la mujer. En diez
años, nada alteró las limpias y musculares líneas de su cuerpo ni la extraña
y leve sonrisa de su rostro terso y carente de arrugas.

Pero ella sí había cambiado. Sólo con el mayor de los cuidados lograba
ocultar las pequeñas señales que el tiempo y su invalidez, que ahora era
crónica, habían dejado… Muy pronto, a no ser que consiguiese recuperar la
salud y aprovechar la juventud que aún le quedaba, ni siquiera el más
cuidadoso de los maquillajes podría ocultar la creciente red de arrugas que
rodeaban sus ojos, los pliegues en las comisuras de los labios, la incipiente
papada bajo la barbilla. ¿Era posible que Henry hubiese atribuido la
aversión de ella a la luz del día a algo más que la enfermedad?

Leona repasó de nuevo los gustos de su marido, las cosas que él ponía
por encima de todo. Tras diez años de matrimonio —un matrimonio que
ella había planeado con minuciosidad casi militar—, Leona sabía
perfectamente bien que la fortuna de su padre había sido un arma muy
poderosa contra cualquier descarrío de Henry. Era muy difícil considerar la
posibilidad de que él hiciera algo que colocara los millones Cotterell fuera
de su alcance.

Así le gustaban a ella las cosas, se recordó Leona. Que todo estuviera
perfectamente claro. Ella siempre lo había querido así. Las relaciones que
actualmente mantenía con su marido daban a Leona lo que ella más
deseaba: un hombre que, por encima de todo, daba cuerpo a la ilusión que
ella había creado; la ilusión de un matrimonio feliz. Era envidiada por sus
amigas, y ser envidiada es una de las sensaciones más agradables que la
vida puede ofrecer.

La consideración de su matrimonio a la medida se desvaneció para dar


paso de nuevo a la irritación que le producía aquella indeseada soledad. ¡El
maldito teléfono! Aquella persistente señal de comunicar tenía algo de
inverosímil…

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Entonces se le ocurrió que en el sistema de comunicaciones automáticas


podía haber alguna avería mecánica. Se incorporó, tomó el auricular,
furiosa consigo misma por no haber pensado antes en ello. Marcó el
número de la central y esperó.

En el teléfono, la señal de llamada fue seguida por un «clic» y la


agradable voz de la telefonista preguntando:

—¿Qué número desea, por favor?

—¿Me pone con Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres?

—Puede usted efectuar esa llamada automáticamente —le dijo la


muchacha.

—No puedo —replicó Leona, con tono de fastidio—. Por eso recurrí a
usted.

—¿Cuál es el problema, señora?

—Pues que he estado marcando Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres,
durante la última media hora y la línea está siempre ocupada. Y eso resulta
absurdo.

—¿Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres? —repitió la telefonista—.


Trataré de comunicarle. Un momento, por favor.

—Es la oficina de mi marido —explicó Leona, escuchando cómo


marcaba la telefonista—. Hace horas que debía estar en casa. Y no sé qué
puede entretenerle, ni por qué esa ridícula línea tiene que estar ocupada. Por
lo general, la oficina cierra a las seis.

—Llamando a Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres —dijo la


telefonista, mecánicamente.

¡Otra vez la señal de comunicar! ¡La maldita, estúpida y eterna señal de


comunicar! Estaba a punto de quitarse el teléfono del oído cuando
milagrosamente la señal cesó y un hombre dijo:

—¿Hola?

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—¡Oiga! —gritó ella, ansiosa—. Póngame con el señor Stevenson, por


favor.

El hombre repitió, estúpidamente:

—¿Hola?

El tipo tenía una voz profunda, ronca, muy peculiar, fácilmente


clasificable apenas se le hubiera oído decir una palabra.

Leona acercó la boca al micrófono y dijo, cuidadosa y crispadamente:

—Deseo hablar con el señor Stevenson. Soy su mujer.

Y la ronca voz replicó:

—¿Eres tú, George?

Absurdamente, procediendo de alguna parte, una segunda voz —vulgar,


nasal—, contestó:

—Al habla.

Desesperada, Leona gritó:

—¿Quién está ahí? ¿Qué número es ese, por favor?

—Recibí tu recado, George —dijo la voz ronca—. ¿Está todo listo para
esta noche?

—Sí. Todo a punto. Ahora estoy con nuestro cliente. Dice que no hay
moros en la costa.

Resultaba fantástico. Inexplicable e imposible. Fríamente, Leona dijo:

—Perdón. ¿Qué está ocurriendo? Estoy empleando esta línea. Hagan el


favor…

Incluso mientras hablaba, la mujer sabía que ellos no podían oírla. Ni


George ni el hombre de la voz ronca podían escucharla. Era un cruce.
Debería colgar, ponerse de nuevo en contacto con la central y empezar de
nuevo toda la operación. Al menos eso era lo que debería hacer. Pero le

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

resultaba imposible. Los dos desconocidos seguían hablando, y lo que


decían congeló a Leona junto al teléfono.

—Perfecto —dijo la voz ronca—. ¿Sigue siendo a las once y cuarto,


George?

—Sí. Espero que te sepas las instrucciones de memoria.

—Creo que sí.

—Bueno, pues repítelas otra vez para asegurarnos de que lo has


entendido bien todo.

—De acuerdo, George. A las once, el policía privado entra en el bar de


la Segunda Avenida para tomarse una cerveza. Me meto por la ventana de
la cocina, en la parte trasera. Luego espero a que pase un tren por el
puente… por si su ventana está abierta y a ella se le ocurre gritar.

—Exacto.

—Oye, se me olvidó preguntarte una cosa, George. ¿Irá bien un


cuchillo?

—Perfecto —replicó la nasal voz de George—. Pero hazlo rápido.


Nuestro cliente no desea que la mujer sufra mucho.

—Comprendo, George.

—Y no te olvides de llevarte los anillos y pulseras… y las joyas que hay


en el cajón del buró —continuó George—. Nuestro cliente desea que todo
parezca un simple robo. Un simple robo. Eso es muy importante.

—No habrá ninguna pega, George. Ya me conoces.

—Sí. Y ahora, otra vez…

—De acuerdo. Cuando el policía entre a tomarse la cerveza, yo me meto


por la ventana trasera; o sea, la cocina. Luego espero a que pase el tren.
Después de acabar, me llevo las joyas.

—Exacto. ¿Estas seguro de que conoces la dirección?

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Si —replicó la voz ronca—. Es en…

Rígida de miedo y excitación, Leona oprimió el auricular contra su oído


hasta que le hizo daño en la sien. Pero en aquel instante la comunicación se
cortó y fue seguida, tras un segundo o dos, por la tranquila monotonía de la
señal de línea.

Jadeó, horrorizada. Susurró:

—¡Qué espanto! ¡Qué cosa tan horrible!

¿Podía existir alguna duda acerca del significado de aquellos


estrafalarios, y fríos y casi comerciales comentarios? ¡Un cuchillo! ¡Un
cuchillo! El hombre había dicho aquello con la misma frialdad que si el
hablar de cuchillos, ventanas abiertas y mujeres gritando fuera la cosa más
corriente del mundo.

9’35

Leona se quedó con el teléfono en la mano, mirando con horror la


atestada mesita de noche. ¿Qué acababa de oír? No podía ser… Era
imposible. Se trataba de una broma de su imaginación, debió de
adormecerse un momento y un sueño se introdujo en las cavernas de su
cerebro. Pero el calmado e impersonal tono que emplearon George y el
hombre de la voz ronca volvía con inconfundible claridad cada vez que ella
trataba de recordar. Nunca un sueño había tenido líneas tan definidas. Les
había oído. La cosa era tan real como el auricular que aún mantenía en la
mano. Había escuchado sus dos voces haciendo la sinopsis del asesinato de
alguna pobre mujer, que se encontraba sola y sin protección y cuya muerte
había sido ordenada con la misma sencillez con que uno pide que le
manden unas verduras de la tienda.

Pero, ¿qué podía hacer ella? O, mejor, ¿que debía hacer? Había oído
todo aquello accidentalmente, debido a un fallo mecánico en el sistema
telefónico. No había escuchado nada que condujera directamente a aquellos
espantosos hombres. Tal vez fuera mejor que tratara de olvidar aquella
extraña conversación. Pero no. Había que pensar en aquella mujer que, tal
vez como ella misma, se encontrara sola y sin amigos que debía ser puesta
sobre aviso por difícil que resultara lograrlo. No podía permanecer ajena al

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asunto… Debía hacer algo inmediatamente para tranquilizar su conciencia.


Con dedos temblorosos tomó el teléfono y marcó el número de la central.

—Señorita… —dijo Leona, nerviosamente—. Me han cortado…

—Lo siento, señora. ¿A qué número llamaba?

—Bueno… Tenía que haber sido Murray Hill tres, cero, cero, nueve,
tres. Pero no lo era. Debió de producirse un cruce. Me pusieron con un
número equivocado y… he oído algo espantoso… Un asesinato… —
Imperiosamente, Leona levantó la voz—. Y ahora quiero que vuelva a
ponerme con ese número.

—Lo siento, señora. No comprendo.

—¡Oh! —exclamó la mujer, impaciente—. Ya sé que era un número


equivocado y que no tenía por que escuchar, pero esos dos hombres, unos
despiadados asesinos, van a matar a alguien. A una pobre e inocente mujer
que se encuentra completamente sola en una casa cercana a un puente. Y
tenemos que detenerles. Tenemos que hacerlo.

—¿A qué número llamaba, señora? —preguntó la telefonista, paciente.

—Eso carece de importancia. Era, un número equivocado. Un número


que marcó usted misma. Y debemos averiguar inmediatamente cual era.

—Pero, señora…

—¡No sea usted estúpida! —estalló Leona—. Mire, indudablemente,


todo fue debido a un pequeño error suyo al marcar. Yo le dije que tratara de
ponerme en contacto con Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres. Usted
marcó ese número… Pero su dedo debió de resbalar y me puso con otro
número… Yo podía oírles a ellos, pero ellos no me oían a mí. Lo que no
veo es por que no puede usted cometer de nuevo ese mismo error, esta vez a
propósito. ¿No le es posible marcar de nuevo Murray Hill tres, cero, cero,
nueve, tres, en la misma forma descuidada?

—¿Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres? —repitió la muchacha,


rápidamente—. Un momentito, por favor.

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Mientras esperaba, Leona movió la mano hacia los frascos de medicinas


que había sobre la mesilla de noche y tomó el pequeño pañuelo de encaje
que había entre ellos. Estaba secándose la frente con el cuando sonó la señal
de comunicar y la telefonista la cortó para decir:

—Esa línea está ocupada, señora.

En su furia, Leona golpeó con el puño el larguero de la cama.

—¡Señorita! —llamó—. ¡Señorita! Ni siquiera ha intentado usted


conseguir ese número equivocado. Se lo pedí explícitamente. Y todo lo que
usted hizo fue marcar bien. Ahora deseo que localice esa llamada. ¡Es su
deber hacerlo!

—Un momentito —dijo la muchacha, con una suavidad en la que se


advertía cierto tono de resignación—. Le pondré con la telefonista jefe.

—Sí, haga el favor —dijo Leona, retrepándose furiosa contra las


almohadas.

Otra voz, suave y eficiente, dijo:

—Telefonista jefe.

Leona volvió a concentrarse en la boquilla del teléfono y de nuevo


comenzó a hablar de forma exageradamente cuidadosa, con la voz tensa
por el fastidio.

—Soy una inválida y acabo de sufrir un terrible shock debido a algo que
oí por teléfono. Es necesario que localice esa llamada. Se trataba de un
asesinato, un terrible crimen a sangre fría que iban a perpetrar esta noche
contra una pobre mujer. A las once y cuarto. Verá: estaba tratando de
comunicarme con la oficina de mi marido. Estoy sola. Mi doncella está
fuera y los otros criados no duermen en casa. Mi esposo prometió estar en
casa a las seis, así que cuando a las nueve no hubo llegado, comencé a
llamarle. El teléfono estuvo dando él todo el rato la señal de comunicar.
Entonces pensé que tal vez hubiese alguna avería en el sistema automático y
pedí a la telefonista que tratara de ponerme con ese número. Cuando lo
hizo, se produjo un cruce y oí esa espantosa conversación entre dos
asesinos. Luego, antes de poder averiguar quiénes eran, la comunicación se

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cortó. Así que pensé que podían ustedes conectarme de nuevo con ese
número equivocado, o localizar la llamada, o algo por el estilo…

La telefonista jefe era muy amable y comprensiva. Lo era de forma casi


enloquecedora. Explicó que las únicas llamadas que podían localizarse eran
las que se estaban efectuando en el momento de intentarlo. Como es lógico,
con las que ya habían concluido no podía hacerse nada.

—Estoy segura de que ahora ya habrán acabado de hablar —dijo Leona,


con acritud—. No estaban hablando precisamente de temas sociales. Ése es
el motivo de que pidiera a la telefonista que les localizara inmediatamente.
Se diría que una cosa tan sencilla como esa…

El áspero tono de crítica de la mujer no consiguió alterar a la telefonista


jefe.

—¿Qué razón tiene para desear que se localice esa llamada, señora?

—¡Razón! —exclamó Leona—. ¿Es que no son suficientes todas las


razones que ya le he dado? Por casualidad, escuché a dos asesinos. El
crimen de que estaban hablando se va a cometer esta noche, a las once y
cuarto. En alguna parte de esta ciudad, una mujer va a ser asesinada…

La telefonista jefe se mostraba comprensiva… y razonable.

—Comprendo perfectamente, señora. Mi consejo es que pase esa


información a la policía. Si marca el número de la central y pide que le
comuniquen…

Leona colgó un momento, luego volvió a tomar el micrófono, esperando


la señal de línea. En su interior la furia iba creciendo, tiñendo de rojo sus
pálidas mejillas, aislándola de todo cuanto no fuera el sonido del disco
telefónico al girar. No oyó los susurrantes ruidos que producían los barcos
al cruzar las oscuras aguas, ni el zumbar del tráfico deslizándose por la
autopista que bordeaba el río. No advirtió el machacar de acero contra
acero, el claqueti-clac, claqueti-clac del tren que se aproximaba al puente. No
notó el temblor de las ventanas de su cuarto, que vibraban junto con el
estremecido puente. Hasta que el tren no hubo alcanzado el punto álgido de
su rugir, Leona no lo oyó, y para entonces, la telefonista estaba diciendo:

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—¿Qué número desea, por favor?

—Póngame con la policía pidió, estremeciéndose mientras el aullido del


acero machacando resonaba en la noche y luego se extinguía lentamente.

Mientras el teléfono daba la señal de llamar, Leona advirtió una vez más
el opresivo calor reinante. Se secó el sudor de los ojos y de la frente con el
pañuelo. Luego una cansada voz respondió:

—Estación de policía. Distrito diecisiete. El sargento Duffy al habla.

—Aquí la señora Stevenson… La señora de Henry Stevenson, de Sutton


Place, cuarenta y tres. Llamo para informar de un asesinato.

—¿Cómo dice, señora?

—He dicho que quería informar de un asesinato.

—¿Un asesinato, señora?

—Si me deja terminar, por favor…

—Claro, señora.

—Se trata de un crimen que aún no se ha cometido, pero que tendrá


lugar esta noche. Por casualidad, oí como lo planeaban por teléfono.

—¿Quiere usted decir que oyó eso por teléfono?

—Sí. En un número equivocado con el que me puso la telefonista. He


intentado que localizasen ese número, pero todos son tan estúpidos…

—¿Y si me dice dónde se supone que va a cometerse ese crimen, señora?

—Se trata de algo que es seguro que ocurrirá —dijo Leona, con firmeza,
notando las dudas del policía—. Oí claramente los planes. Había dos
hombres hablando. Iban a matar a una mujer a las once y cuarto. Ella vive
cerca de un puente.

—Sí, señora.

—Y en la calle hay un policía privado que a determinada hora va a


algún sitio de la Segunda Avenida a tomarse una cerveza. Entonces el

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asesino aprovecha para meterse por una ventana y matar a la mujer con un
cuchillo.

—¿Sí?

—Y también hay un tercer hombre (un cliente, así le llamaban) que les
paga para que hagan eso tan horrible. Quería que se llevasen las joyas de la
mujer para que pareciese un robo.

—Sí, señora. ¿Es eso todo, señora?

—Bueno, todo esto me ha alterado terriblemente… No estoy bien de


salud…

—Comprendo. ¿Y cuando ocurrió la cosa, señora?

—Hace unos ocho minutos.

—¿Me da usted su nombre, por favor?

—Soy la señora de Henry Stevenson.

—¿Y su dirección?

—El cuarenta y tres de Sutton Place. Eso está cerca de un puente. El de


Queensboro, ya sabe. En nuestra calle… y en la Segunda Avenida, tenemos
un policía privado de vigilancia.

—¿A que número llamaba usted, señora?

—A Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres. Pero ése no es el número
que he oído, sino el de la oficina de mi marido. Trataba de llamarle para
averiguar por qué no había vuelto a casa aún…

—Bien, investigaremos eso, señora Stevenson. Trataremos de


comprobarlo con la Compañía telefónica.

—Pero allí dicen que no pueden localizar una llamada que ya ha


concluido. Personalmente, creo que deberían hacer algo mucho más
inmediato y drástico que investigar la llamada. Para cuando la localicen, el
crimen ya se habrá cometido.

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—Bueno, bueno, ya nos ocuparemos de eso —suspiró Duffy—. No se


preocupe.

—Es que no puedo evitarlo, oficial —se quejó Leona—. Tienen que
hacer algo para proteger a esa persona. Yo misma me sentiría más segura si
mandasen un auto patrulla a este vecindario.

Duffy volvió a suspirar.

—Mire, señora, ¿sabe usted lo larga que es la Segunda Avenida?

—Sí, aunque…

—¿Y sabe cuántos puentes existen en Manhattan?

—Claro que no, pero…

—Ahora dígame qué le hace pensar que ese asesinato, si es que sucede
en algún sitio, va a suceder precisamente en su barrio. Tal vez la que usted
oyó no era ni siquiera una llamada hecha en Nueva York. Puede que fuera
un cruce con la línea de larga distancia.

—Creí que ustedes, al menos, intentarían algo —dijo la mujer,


acremente—. Se supone que la policía está para proteger a las personas
decentes. Pero cuando le digo que va a cometerse un asesinato, usted me
contesta como si le estuviera gastando una broma.

—Lo siento, señora —replicó Duffy, con suavidad—. Si pudiéramos


evitarlos todos, lo haríamos. Pero una pista como la que usted me ha dado,
resulta un poco vaga, ¿comprende? En realidad, nos es tan poco útil como el
no saber nada. Ahora, atiéndame. Tal vez lo que usted oyó fue una de esas
extravagantes emisiones de radio. Puede que de alguna forma conectase
usted con un programa policíaco. Incluso es posible que sonara en la calle y
usted creyese que lo oía por el teléfono.

—No —replicó ella, fríamente—. Es imposible. Le digo que lo oí por


teléfono. ¿Por qué se muestra tan reacio a creerlo?

—Deseo ayudarla en lo que pueda, señora —aseguró el policía—. ¿No


cree que en esa llamada puede haber algo raro, que tal vez alguien planea
asesinarla a usted?

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Leona rió, nerviosa.

—¿A mí? Pues… claro que no. Eso es ridículo. Quiero decir que… ¿por
qué iba a querer nadie? En Nueva York no conozco a una sola persona.
Llevo aquí pocos meses y no trato más que con mis criados y mi marido.

—Bien, señora, entonces no tiene por qué preocuparse —dijo Duffy, en


tono realista—. Y ahora, si me perdona, hay otras cosas que necesitan mi
atención. Buenas noches, señora.

Con una exclamación de disgusto, Leona volvió a dejar el receptor sobre


la horquilla. De la mesilla de noche tomó un pequeño frasco de sales de
olor, lo destapó y luego se lo pasó por debajo de su nariz, aspirando É su
fuerte y vivificante aroma. Volvió a colocar el tapón y puso el frasco sobre
la mesilla. Se apoyó de nuevo contra las almohadas, preguntándose qué
debía hacer ahora. La irritación provocada por la indiferente actitud del
policía se apaciguó un poco. Después de todo, era muy poco probable que
aquellos dos hombres pudieran ser localizados directamente. Pero aun así,
debía haberse tomado alguna medida. Al menos la policía debió ofrecerse a
emitir una alarma de radio para alertar a todos los agentes de la ciudad
sobre el peligro que amenazaba a alguien, no importaba en qué lugar.

Al cabo de un momento, la ansiedad producida por la conversación de


los asesinos comenzó a difuminarse. No es que llegara a olvidarse por
completo de aquellas terribles palabras, ni que dejase de pensar en aquella
pobre mujer sentenciada a muerte. Pero su propia soledad volvió a
convertirse en el hecho desagradable más inmediato. Era absolutamente
imperdonable que Henry la hubiese dejado sola de esta forma. Con sólo que
él se lo hubiera advertido, Leona podría haber pedido a la doncella que se
quedase.

Ahora todo cuanto le rodeaba comenzó a alterarle los nervios. La


habitación en penumbra, tan rica, tan espléndidamente amueblada, se
convirtió en una odiosa celda de la que no había escapatoria. El carísimo
juego de tocador que brillaba suavemente sólo la hacía pensar en su
decadente belleza. La mullida tumbona, las sillas y banquetas tapizadas de
alegres colores, los delicados veladores colocados sobre la gruesa alfombra
de un tono que hacía juego con el de las paredes… Todo parecía haber sido
colocado por un tramoyista sin imaginación. El cuarto carecía de vida. Era

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una celda. Los transparentes visillos de etamín y las espléndidas cortinas de


las ventanas lo mismo podían haber sido barras de hierro. Leona detestaba
aquel lugar. Detestaba su propia incapacidad para soportar la soledad.
Descolgó de nuevo el teléfono y marcó el número de la central.

—Señorita, por amor de Dios, ¿querría marcar de nuevo ese número, el


Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres? No comprendo que puede estarle
retrasando tanto.

Esta vez no sonó la señal de comunicar. En lugar de eso, se oyó el


zumbido de llamada hasta que la telefonista la interrumpió para decir:

—No contestan.

—Ya lo veo —contestó Leona, agriamente—. Lo estoy oyendo. No


tiene que decírmelo. Me doy cuenta yo misma.

Y tras estas palabras, colgó.

Volvió a retreparse contra las almohadas, mirando hacia la entornada


puerta del cuarto, escuchando con esa intensidad con la que las personas
que se encuentran solas tratan de extraer del silencio que les rodea algún
sonido, alguna prueba de movimiento, alguna señal indicadora de que la
soledad ha concluido. Pero no había nada. Su mirada recayó sobre la
mesilla de noche, donde se veía el montón de frascos de medicinas, el reloj,
el pañuelo arrugado, todo dispuesto alrededor del teléfono. Sin casi darse
cuenta de lo que hacia, la mujer se inclinó hacia delante, abrió el pequeño
cajón de la mesilla y sacó un peine adornado con pedrería y un espejo de
mano. Comenzó a arreglarse el cabello, paseándose rápidamente el peine
por él y moviendo la cabeza a ambos lados para observar el resultado en el
espejo. Satisfecha de haber restaurado la elegancia de sus cabellos, Leona
sacó del cajón un lápiz labial y restauró las líneas carmesí de su boca.

Pensó que Henry nunca había dejado de demostrar su admiración por la


belleza de ella. Tal vez últimamente sus lacónicos comentarios se habían
vuelto menos espontáneos, más mecánicos. ¿O sólo se lo parecía ahora ante
aquella inexplicable tardanza? Esto hizo que Leona recordase que el
paradero de su marido seguía siendo el problema del momento, la fastidiosa
situación respecto a la cual aún había que hacer algo.

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Del mismo cajón de la mesilla sacó un pequeño cuaderno de notas. Lo


había abierto por la letra J cuando sonó el teléfono. Rápida, ansiosamente,
lo descolgó y dijo, con tono musical:

—Dígame.

Su alegría se truncó al oír:

—Aquí larga distancia. Tengo una llamada de persona a persona para la


señora de Henry Stevenson. La llaman de Chicago.

—Sí —replicó ella—. Aquí la señora Stevenson. —Y segundos


después—: Hola, papá. ¿Cómo estás?

—Muy bien —replicó Jim Cotterell—. Muy bien, Leona… Y… ¿cómo


se encuentra esta noche mi niña?

Durante toda su vida, Leona Stevenson había oído con desagrado el


fuerte tono de voz con el que su imponente padre desarrollaba sus
unilaterales conversaciones de costumbre. Por lo general, siempre estaba
diciéndole a alguien lo que debía hacer. Y habitualmente, lo que debía
hacerse tenía algo que ver con la comodidad personal o con la enorme
cuenta bancaria de Jim Cotterell. O con ambas cosas. Su pasmosa energía y
su punzante lengua habían convertido la fórmula de una píldora en uno de
los negocios farmacéuticos más importantes del mundo. No siendo químico
él mismo, había explotado el filón de platino puro que es la pasión del
público por la automedicación. Los químicos como le divertía decir al
hombre siempre que no había ningún químico presente, y algunas veces
cuando lo había podían encontrarse a centavo la docena. Pero los buenos
vendedores eran escasos y valían su peso en oro.

Treinta años atrás, Jim Cotterell había convencido a un modesto


farmacéutico de que le vendiese por una nadería la fórmula de un
inofensivo y en ocasiones eficaz remedio contra el dolor de cabeza. En la
actualidad, sus píldoras, polvos y jarabes calmantes eran fabricados en doce
fábricas gigantes y llegaban a todas partes del mundo. El hombre dirigía esta
enorme red corporativa con mano férrea, la misma mano que temblaba de
agitación siempre que su hija Leona fruncía el ceño. La relación entre Jim y
Leona era muy rara, y nadie sabía eso mejor que los mismos Jim y Leona.

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La madre de Leona, que no sobrevivió al nacimiento de su hija, había


sido de una gran belleza y poseído un refinado orgullo. Pero no fue la
compañera adecuada para el inquieto demonio del que se enamoró. Su
muerte había sido el primer fracaso de Jim Cotterell, y le afectó muchísimo.
Le dejó vacío de toda ternura, de todo instinto que no fuera el de acumular
riquezas. Excepto, claro, en lo que respectaba a su hija. Leona no se
convirtió tanto en un objeto al que amar como en una especie de souvenir de
amor. Jim la cuidó como un cazador perdido y medio muerto de frío cuida
la hoguera que le calienta. Y a medida que la muchacha fue creciendo, el
hombre comenzó a sentir miedo. No a que la hoguera le consumiese a él,
sino a que se extinguiera.

Leona, que heredó la belleza de su madre, era una extraña mezcla de la


testarudez de su padre y del orgullo de la muerta. Sin embargo, a medida
que fueron pasando los años, esta extraña mezcla no desarrolló en Leona
ninguna fortaleza de carácter. En vez de eso, la muchacha se hizo
excesivamente suspicaz, demasiado calculadora y firmemente dispuesta a
que todo se hiciese a su manera. Y a costa de quien fuera.

Jim, por razones cuidadosamente ocultas en las profundidades de su


agresiva naturaleza, alentaba los excesos temperamentales de su hija. En
cierto modo, le agradaba —o satisfacía alguna necesidad interior del
hombre— tener aquella especie de ídolo ante el cual humillarse. En la
superficie, Jim justificaba su indulgencia atribuyendo a Leona una debilidad
física que amenazaba su vida. En este aspecto, sus miedos habían sido
convenientemente apoyados por el médico de la familia, el cual,
francamente desconcertado por los berrinches de Leona, había aconsejado
una política de apaciguamiento. La facilidad que Leona tuvo durante su
infancia de emplear como protección y arma una imaginaria enfermedad, le
había dado alas hasta que, en los últimos años, comenzaron a presentarse
unos síntomas que tenían todas las características de una verdadera
afección. Los recuerdos de infancia yacían bajo la superficie de su
conciencia y quedaban sólo los alarmantes síntomas físicos, que aparecían
en los momentos de gran tensión. Así que ahora, a los treinta y tantos años,
Leona se creía a sí misma desesperanzadamente a merced de un débil
corazón. Su médico, que seguía sin saber a qué atenerse, pensó que tal vez
fuera así. Indudablemente, existían muchas indicaciones tendentes a apoyar
su juicio. El hombre siguió tratándola según esos indicios. Sólo cuando

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Leona decidió ir a Nueva York, el médico sugirió que consultase con otro
especialista del corazón.

—¿Cómo se encuentra esta noche mi niña? —había preguntado Jim.

—Estoy terriblemente trastornada —replicó Leona, como haciendo


pucheros.

—¿Trastornada?

—¿Y quién no lo estaría? No hago más que pensar dónde se encuentra


Henry y, además, por teléfono oigo cómo se planea un crimen.

—¡Por el amor de Dios, preciosa! ¿De qué estás hablando?

—Trataba de llamar a Henry a la oficina. Y no sé cómo, se produjo un


cruce y oí a esos dos hombres hablando de matar a una mujer…

—Un momento, un momento —pidió Jim, con voz ronca—. A ver si


entiendo eso. ¿Por qué tratabas de llamar a Henry a la oficina a esta hora de
la noche?

—Pues simplemente porque aún no ha vuelto a casa. No sé lo que ha


ocurrido. Le llamé una y otra vez a la oficina y siempre daba la señal de
comunicar. Hasta que se produjo el cruce con esos dos hombres.

—Realmente, esto me saca de quicio —gruñó su padre—. Ese tipo no


tiene otra responsabilidad en el mundo y te gasta un bromazo como ése.
Aunque haya ida a esa reunión de Boston, debía haber…

—¿Boston? —gritó Leona—. ¿Qué pasa con Boston?

—¿No te lo dijo Henry? Allí hay una convención de farmacéuticos, y en


su último informe, Henry me escribió que tal vez fuese a ella. Pero aunque
haya tomado la decisión en el último minuto, no tiene derecho a irse sin
hacértelo saber.

—Tal vez haya intentado hacerlo —dijo la mujer, dudosa—. Puede que
haya estado tratando de comunicarse conmigo al mismo tiempo que yo le
llamaba a él. Si tenía que tomar un tren, es posible que…

—¡Narices! Nada debió impedirle ponerse en contacto contigo.


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—Ya.

—Bueno, no te preocupes, preciosa. Ya le ajustaré las cuentas a


Henry…

Leona le interrumpió:

—Lo malo es que no puedo evitar preocuparme. Esa llamada telefónica


que oí…

—Tranquilízate. Probablemente, era una broma, un par de patosos.


¿Quién va a hablar de un asesinato verdadero por teléfono?

—La cosa iba de veras —aseguró ella, hoscamente—. Y la verdad es que


me ha trastornado mucho, porque encontrándome sola en casa…

—¡Sola! ¿Quieres decir que no están ni siquiera los criados?

—No. Se han ido todos.

—Pues sí que estamos buenos… ¿Has llamado a la policía?

—Desde luego. No mostraron mucho interés. Es ridículo.

—Bueno, pues, en estas circunstancias, has hecho lo que podías. Así que
no te preocupes más, preciosa. —Y con voz temblorosa por la ira, añadió—:
Y mañana tendré una pequeña charla con Henry, este donde esté.

—De acuerdo, papá. Buenas noches.

—Buenas noches. Me gustaría que volvieras a casa. Esto está tan muerto
como un depósito de cadáveres. No sé cómo permití que Henry me
convenciera… Bueno, cuídate y no te preocupes. Mañana te llamo.

Al colgar, el rostro de Leona estaba animado por una levísima sonrisa.


Pensaba en cómo detestaba Henry aquellas llamadas, o a su suegro. No es
que Henry hubiera dicho nunca nada, pero su odio era algo que se notaba
sin necesidad de que lo expresase.

9’5l

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Leona se sintió un poco calmada por la preocupación de su padre y por


la perspectiva del broncazo que le esperaba a Henry. A pesar de todo, fue
incapaz de persuadirse a sí misma de reflejarse y permitir que el tiempo
respondiera a sus preguntas. Respecto a la espantosa charla entre George y
el otro malhechor, ella había hecho cuanto estaba en su mano para atraer la
atención de la policía sobre el asunto. Si ocurría alguna tragedia, ella,
honradamente, no podría reprocharse nada. Probablemente, los periódicos
del día siguiente revelarían el final de aquella historia… si es que la historia
tenía final. Y si alguna persona inocente era encontrada muerta a
cuchillazos y robada, le diría a Henry que escribiese a los periódicos y al jefe
de policía, y quizá al mismo alcalde, revelando la falta de interés con que la
policía trataba una información tan vital. Y luego, pensó Leona, tendrían
que investigar un verdadero misterio, ya que su testimonio probaría que el
robo era sólo una farsa y que alguien había contratado al asesino de la pobre
mujer. Una cosa así causaría sensación en la Prensa, y su intento de
prevenir el crimen provocaría, indudablemente, grandes titulares. Los
amigos de Chicago quedarían asombrados de su valor. Yeso que era una
inválida… o casi.

Pero, ¿dónde estaba Henry? Leona había interrumpido varias veces el


hilo de sus pensamientos para volver a prestar oído a los minúsculos ruidos
amplificados por la concentración de su escucha que podían significar la
presencia de alguien en la casa. Un madero que crujía, un trozo de papel al
que la suave brisa hacia revolotear, y, por un momento, la mujer creía haber
oído unos pasos, o una respiración humana. Cada vez, su corazón se
aceleraba; ante cada nueva desilusión, aumentaba la llama de su rencor. No
podía permanecer tumbada, limitándose a esperar. Al menos, debía hacer
algún esfuerzo por conseguir noticias de Henry.

Recordó la libretita negra y volvió a sacarla del cajón de la mesilla,


abriéndola de nuevo por la J. Había una anotación en la que se leía:
«Señorita Jennings», y junto a ella, el número: Main 414500.

Las pajariles damas que tenían su nido en el Hotel para Mujeres


Elizabeth Pratt parloteaban animadamente en el salón principal. Aquella
noche tocaba jugar a la lotería, y rodeando una veintena de mesas —mesas
de bridge, escritorios y simples mesas tomadas del comedor— las damas
concentraban su atención en los cartones que tenían frente a ellas,

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cloqueando, gorjeando y a veces cacareando cuando se cantaban los


números.

Era una habitación decorada a la antigua, con muebles raídos, que olían
a terciopelo viejo y a respetabilidad. De las deslucidas paredes pintadas de
color oscuro colgaban borrosas y polvorientas pinturas rodeadas por
enormes marcos. A lo largo de las paredes, en rígida hilera, se alineaban
recargados butacones y canapés separados por mesas sobre las que había
gran cantidad de lámparas de loza provistas de pantallas de flecos. Del
techo colgaba una complicada araña de bronce, en la cual los quemadores
de gas de emergencia hablaban de la época escéptica en que fue fabricada.
Las empantalladas bombillas eléctricas arrojaban una tamizada luz sobre la
sala. En aquel lugar no había nada que desmintiese la ilusión del pasado en
el que la mayor parte de las huéspedes del hotel vivían.

En un extremo de la habitación, una alta y huesuda mujer, vestida con


un ajado traje negro, atisbaba, a través de sus lentes de pinza, los números
que iba sacando del bombo que tenía ante ella. Luego, cuando cada bolita
había sido convenientemente examinada, la mujer volvía la cabeza a un
lado, miraba hacia el fondo del salón, y en voz alta y resonante, cantaba el
número. Después, por su enjuto rostro pasaba una breve sonrisa y se
preparaba para extraer otra bolita del bombo. El proceso se había ido
desarrollando durante algún tiempo con monótona regularidad, cuando una
interrupción sin precedentes desconcertó por completo a la mujer de los
lentes de pinza.

Una mujercita vestida de gris, con cuello y puños almidonados, había


entrado en el cuarto y extendido una vacilante mano hacia la voceadora de
números.

—¡Ssssst! —llamó—. ¡Señorita Jennings!

La mujer de los lentes de pinza dirigió una sorprendida y reprobatoria


mirada a la que le había interrumpido.

—Haga el favor —dijo, en tono cortante.

Luego volvió a dedicarse a su tarea de extraer bolitas del bombo. Pero la


intrusa, aunque visiblemente intimidada, no estaba fuera de combate. Como
disculpándose, murmuró:
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—La llaman por teléfono, señorita Jennings. Una tal señora


Stevenson…

La señorita Jennings dirigió una penetrante mirada a la nerviosa


mujercita.

—¿Quién? —preguntó, asombrada.

—La señora Stevenson. Si es que no se ha cansado de esperar.

La señorita Jennings abrió mucho los ojos, y los lentes de pinza de su


nariz temblaron visiblemente.

—¡Oh! —exclamó—. Dígale que voy inmediatamente. —Luego,


haciendo cimbrearse su teñido moño negro, volvió la cabeza de un lado
para otro, y dijo, excitada—: Lo siento muchísimo, señoras. Espero que me
disculparán. Se trata de una llamada urgente de la señora Stevenson. Ya
saben, la hija del señor Cotterell, el amo de la compañía Cotterell. Mi
Compañía…

La mujer abandonó la sala y al pasar frente al mostrador del vestíbulo


donde se encontraba la centralita, dijo que le pasasen la comunicación a su
cuarto. Este se encontraba al final de un largo y estrecho corredor del
primer piso. La señorita Jennings pareció salvar esa distancia sin poner los
pies ni una sola vez en los alfombrados peldaños de la escalera ni en las
desnudas baldosas del corredor. Abrió la puerta de su cuarto y se abalanzó
hacia el monstruoso sillón de terciopelo verde que había junto a su metálica
cama. Luego, sin detenerse un instante, descolgó el teléfono:

—Di… dígame, señora Stevenson —jadeó.

Sus ojos parecían más pajariles que nunca, ahora que los lentes de pinza
colgaban sobre su pecho al extremo de una cinta de seda.

—Lamentaría haberla molestado —se disculpó Leona.

—En absoluto, en absoluto —aseguró la señorita Jennings—. Sólo


estaba participando en un juego que hemos organizado en el hotel. Perdone
si la he hecho esperar.

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—No tiene importancia —replicó Leona—. Sólo quería preguntarle si


sabe dónde puede estar el señor Stevenson. Esta noche mi teléfono ha
estado ocupado durante mucho rato, y me temo que a mi marido le haya
resultado imposible comunicarse conmigo. Y como me siento muy
inquieta…

La señorita Jennings apretó con más fuerza el aparato telefónico contra


su enjuto pecho. En sus ojos se reflejó un brillo de interés maligno. Aquello
prometía.

—Pues no —dijo, sin aliento—. No tengo ni idea. Es raro que aún no


haya llegado a casa.

—¿Tenía algún motivo para trabajar hasta tarde? —preguntó Leona.

—No… No lo creo. A las seis, cuando yo salí, él no estaba en la oficina.

—¿No estaba?

—No. En realidad, durante todo el día no estuvo más que unos pocos
minutos. Eso fue alrededor de las doce. Luego se fue con esa mujer y no
volví a verle.

—¿Una mujer?

—Pues, sí —replicó la señorita Jennings, con los ojos más brillantes que
nunca—. Una mujer que esperó más de media hora a que el señor
Stevenson llegara. Parecía muy impaciente.

Leona dudó unos momentos. Luego, con voz trémula, preguntó:

—¿Era alguien que conociese el señor Stevenson? ¿Alguien que le


hubiera visitado con anterioridad?

—No. Nunca había estado antes allí. Al menos, eso creo. Y el señor
Stevenson pareció como si… como si no quisiera reconocerla. Bueno, al
menos al principio.

—¿Recuerda el nombre de esa mujer, señorita Jennings?

—Si. Era Lord. LORD, la señora Lord. Y creo que se llamaba Sally.

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—Bueno, ¿y que hicieron? —preguntó Leona.

La señorita Jennings miró al techo, tratando de recordar lo ocurrido


durante el día.

—El señor Stevenson parecía un poco incómodo. Sin embargo, puedo


decir que trató de salir airoso de la situación. Le dijo a la señora Lord que
tenía una cita, y le preguntó si le importaría verle otro día. Ella dijo que no,
que se trataba de algo muy importante. Así que el señor Stevenson sugirió
que almorzara con él después de esa cita. Luego, los dos salieron juntos.

—¿Y él no regresó?

—No, señora Stevenson. Yo salí a las seis, como le dije, y su marido aún
no había vuelto. Durante el día no se recibió más que un recado para él.

—¿Un recado? ¿De quién?

—¡Oh, de ese hombre! De ese señor Evans que llama a su marido cada
semana. Una molestia periódica.

—To… Bueno, todo esto es muy extraño —balbució Leona—. Pero


estoy segura de que si ocurriese algo importante, el señor Stevenson me lo
hubiera dicho. Siempre me cuenta lo que ocurre en la oficina.

—Sí, señora Stevenson.

En el rostro de la mujer había una burlona sonrisa al decir esto.

—Dígame —siguió Leona—, ¿habló el señor Stevenson acerca de un


viaje a Boston? Me dijo algo respecto a ello.

—¡Ah, eso! Sí, su marido informó al señor Cotterell que tal vez fuera a
la convención de Boston. Pero si ha ido, yo no me he enterado.

—Bueno, gracias —dijo Leona, lo más animadamente que pudo—.


Muchas gracias, señorita Jennings. No la entretengo más.

—Gracias a usted, señora Stevenson. Ha sido un placer. Espero haberle


sido útil. En la oficina, la mayor parte de las empleadas la envidiamos,
señora Stevenson. Su marido vive tan consagrado a usted…

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—Sí, desde luego.

—Espero que le gustaran las flores de hoy —prosiguió la señorita


Jennings—. Pensé que, por variar, las camelias resultarían agradables.

—Muy agradables —replicó Leona—. Adiós, señorita Jennings.

La solterona dijo adiós y colgó. Luego se echó hacia atrás y se quedó


mirando tranquilamente la lámpara de bronce con tres bombillas desnudas
que daba luz al cuarto. En realidad, no veía ni la escasa luz ni nada en
absoluto. Sus ojos estaban vueltos hacia dentro, contemplando lo que
prometía ser un excitante y jugoso secreto. Porque a ella no le cabía duda de
que aquello era o había sido un secreto. En el señor Stevenson siempre hubo
algo extraño. Una especie de lucha interna que ni su rostro pétreo e
inexpresivo ni su reservado comportamiento lograban ocultar por completo.
Y realmente, cuando una pensaba en ello, lo cierto es que pasaba el mínimo
tiempo necesario en la oficina.

Y la señorita Jennings, con su retorcido cerebro trabajando a toda


potencia, comenzó a hacer recuento de todas las posibilidades que arrojaba
la situación. Pálida y temblorosa, Leona volvió a recostarse contra las
almohadas. ¡Así que se trataba de aquello! ¡Lo imposible había sucedido!
¡El muy estúpido! Meterse en un asunto turbio con una fulana que debió de
conocer años atrás… Caer en sus redes casi instantáneamente… Poner de
manifiesto el poco interés que sentía por la Corporación Cotterell…
Forzarla a ella a una elección, que por un lado conducía a la desgracia
pública —a hacer añicos el sueño de toda su vida—, y por el otro a vivir una
existencia llena de humillaciones, vencida para siempre por el
convencimiento de Henry de que ella ya no podía causarle ningún daño.
¡Era inverosímil! ¿Por qué tenía que ocurrir todo aquello precisamente esa
noche? ¿Es que alguien, tal vez Henry, trataba de volverla loca o de
provocarle otro ataque cardíaco?

De pronto, recordó algo vagamente… El nombre de aquella mujer…


Lord… Lo había oído antes. O visto. Aquel mismo día. En algún momento
se había tropezado con ese nombre. En su ansiedad, le resultaba difícil
recordar dónde y cómo… Sin embargo, estaba segura de que había sido así.
De pronto, lo recordó. Sacó los pies de la cama y se puso en pie. Vacilante,
se dirigió al tocador y encendió una de las lámparas que había a cada

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extremo del mueble. Su mirada se fijó en la blanca tarjeta que había llegado
con las camelias mandadas por Henry aquel día. «Con todo mi amor,
Henry», había escrito su marido. Leona rompió la cartulina y echó al suelo
los pedazos. Comenzó a rebuscar entre los objetos que había sobre el
tocador. Al fin, tras una hilera de frascos de perfume, lo encontró: una
hojita de papel en la que se veían unas letras escritas con la torpe letra de la
doncella. En el momento en que tomaba el papel sonó el teléfono.

Con la hojita en una mano, regresó a la cama y contestó. Una voz de


hombre, hueca, cansada, con marcado acento inglés, dijo:

—El señor Stevenson, por favor.

—No está en casa —replicó Leona—. ¿Quién le llama?

—Soy el señor Evans. ¿Cuándo espera que regrese? Se trata de algo muy
urgente. He estado llamando a su oficina, pero no parece que esté allí.

—Pues yo no tengo ni idea de dónde está el señor Stevenson. Será mejor


que vuelva a llamar más tarde.

—¿Digamos en quince minutos? —preguntó el hombre—. No tengo


mucho tiempo. A medianoche salgo de la ciudad.

—De acuerdo —asintió Leona—. Dentro de quince minutos.

—Muchas gracias —murmuró el hombre—. Lo haré… Y en caso de que


vuelva, ¿querrá decide que le he llamado? Mi nombre es Evans. EVANS. Es
muy importante.

En cuanto hubo colgado, Leona se olvidó del señor Evans y de su


llamada. Puso bajo la luz el trozo de papel que había tomado del tocador.
En la parte de arriba podía leerse: «Llamadas para el señor Stevenson».
Debajo, tres breves anotaciones:

15,10 h. Señor Evans. Richmond 8: 1112

16,35 h. Señor Evans. Richmond 8: 1112

16,50 h. Señora Lord. Jackson Heights 5: 9964.

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¡Allí estaba! ¡Señora Lord! Llamando a Henry directamente a su propia


casa… ¡A casa de ella! Resultaba ridículo. Para todo había límites, y aquello
era demasiado. Tomó el teléfono y marcó el número de Jackson Heights. Su
rostro había adoptado una expresión pétrea e impasible. Mientras esperaba,
los dedos de su mano libre golpeaban nerviosamente sobre el filo de la
cama. Tras unos momentos, la señal de llamada concluyó en un «clic» e
inesperadamente, una voz infantil dijo:

—Diga. Aquí la residencia Lord.

Confusa, Leona pidió:

—Desearía hablar con la señora Lord.

—Un momento —replicó el niño—. Veré si está.

La mujer oyó un golpecito cuando el teléfono fue dejado sobre una


mesita. Luego una lejana voz de hombre preguntó: «¿Era para mí, hijo?». El
chiquillo replicó: «No, Para mamá». Se oía un confuso rumor de voces
masculinas, no lo bastante cerca del teléfono para poderlas distinguir bien.
Leona escuchó atentamente para reconocer, si era posible, a los hombres
que hablaban. Pero ninguna de sus voces le sonaba familiar. De pronto se
puso tensa y oprimió el teléfono contra su oído, en un esfuerzo por captar
mejor los sonidos que le llegaban. A través del auricular había oído
claramente el nombre «Stevenson» entre el rumor de la conversación. ¡Y el
de la «Corporación Cotterell»! Y el de «Staten Island». Después, alguien —
una mujer— se acercó al teléfono, ordenó al chiquillo que volviese a la
cama y dijo a uno de los hombres: «Fred, ¿sabes lo que ha hecho? Estaba en
la calle con los pies descalzos». Luego un leve ruido cuando recogieron el
teléfono y la voz de la mujer, contestando: —Dígame.

A Leona le pareció de pronto que la boca se le había llenado de algodón.


Hizo una breve pausa para tragar saliva.

—Oiga… —pudo decir, al fin—. ¿La señora Lord?

—Yo misma.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Aquí la señora de Henry Stevenson, señora Lord. No… no creo que


nos conozcamos; pero tengo entendido que usted vio a mi marido esta
tarde.

—Ah, pues… sí —replicó la otra, tras algunas dudas.

El evidente nerviosismo de la mujer desató la lengua de Leona.

—Como es lógico, en circunstancias normales ni siquiera soñaría en


molestarla, señora Lord —dijo, con tono sarcástico—. Pero resulta que mi
marido aún no ha vuelto a casa esta noche. A mí me es totalmente
imposible localizarlo, y pensé que tal vez usted pudiera darme alguna idea.

—Ah, pues… sí —repitió la mujer, débilmente.

—No la oigo bien, señora Lord. ¿Le importaría hablar un poco más
alto?

—Desde luego. Yo…

—¿Pasa algo malo? —preguntó Leona, fríamente—. Espero que no me


esté ocultando nada.

—Oh, no… ¿Le importa que la llame luego?

—¿Llamarme luego? ¿Por qué?

—Porque yo… —de pronto, la voz de la mujer sufrió un cambio total,


pasando de la casi desesperación a una extraña y forzada alegría—. Bueno,
ya sabe. Es mi día de bridge.

—¿Cómo? —preguntó Leona—. ¿A qué viene ahora el bridge? Perdone,


pero no la comprendo en absoluto, señora Lord.

—Y luego está esa excursión a Roton Point —siguió la mujer,


estúpidamente.

—Oiga, ¿es que trata de burlarse de mí? —preguntó, secamente,


Leona—. En caso de que no lo sepa, soy una inválida. No puedo soportar
ciertos modales. Ahora, conteste: ¿está mi marido ahí con usted? ¿Está?
¡Dígame la verdad!

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—Son tres huevos por separado, dos tazas de leche y un tercio de taza
de manteca —balbució la otra—. Mezcla la manteca con un poco de
azúcar, luego añade una cucharita rasa de harina… —Durante un segundo,
reinó el silencio. Luego la mujer susurró—: Leona… Leona… Soy Sally
Hunt, Leona. ¿Me recuerdas? Siento portarme de una forma tan ridícula,
pero mi marido está aquí al lado. No puedo hablar. Volveré a llamarte tan
pronto como pueda. Aguarda…

Y luego, colgó.

Leona volvió a recostarse en la cama, relajándose un poco. Se sentía


asombrada por esta última revelación. ¡Qué extraño resultaba que Sally
volviera a introducirse en su vida en aquellos momentos!

¡Sally Hunt!

Sally había estado enamorada de Henry. Probablemente aún lo estaba,


pese a que, al parecer, tenía marido e hijos. Estaba enamorada de él cuando
la invitó a aquel baile del colegio. Aquella fue la noche en que Leona
escogió a Henry de entre la multitud. Hacía muchos años. Pero le resultaba
fácil recordar lo ocurrido.

En el fonógrafo colocado en el escenario del salón de actos sonaba


música de baile. Abajo, en la gran sala adornada con banderines y
gallardetes de papel, las parejas bailaban, o conversaban, o se movían
alrededor de la mesa de los refrescos. La mayor parte de los chicos tenían
un aspecto similar: pelo cortado a cepillo, pantalones holgados, chaquetas
de tweed. Y las muchachas también tenían su propio uniforme: suéters
anchos y faldas, pelo largo y anudado en la nuca.

Pero había dos personas que eran distintas.

Indudablemente, el hombre que bailaba con Sally no era un mozalbete


en edad escolar. Las ropas le sentaban bien, llevaba el pelo cortado de modo
convencional y cuidadosamente arreglado, su forma de bailar era seria y
nada movida. Un tipo alto, fuerte, atractivo. Por la forma en que Sally le
miraba resultaba fácil comprender que en los ojos de la muchacha brillaba
algo más que la animación producida por la fiesta.

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En el rostro del joven no había nada que resultase particularmente


revelador. Sobre la cabeza de Sally miraba al resto de los asistentes con un
aire de indiferencia que estaba muy cerca de ser paternal.

Leona, una pálida y exquisita belleza vestida de rayón negro, con el


brillante cabello cortado en melena a la altura de los hombros, se destacaba
de la multitud como un transatlántico entre una flotilla de remolcadores. En
ella, todo resultaba casi excesivamente distinto. Que esa diferencia había
resultado cara de conseguir resultaba evidente. Las chicas no se vestían de
esa forma con poco dinero.

Durante unos momentos, Leona observó cómo Sally bailaba. Luego


cruzó la sala, dirigiéndose a las amplias espaldas de la pareja de Sally. Le
dio unos golpecitos en el hombro y dijo, sonriente:

—¿Me permites?

Aquello sorprendió a la pareja. Sally quedó asombrada, y el hombre


miró a Leona con descarada curiosidad.

—No te importa, ¿verdad, Sally? —preguntó Leona.

Sally se recuperó en seguida, diciendo:

—Has hecho una conquista, Henry. Te felicito.

Leona dirigió su lánguida mirada al compañero de su amiga:

—Soy Leona Cotterell. ¿Tú cómo te llamas?

Antes de que el hombre pudiera contestar, Sally le presentó


rápidamente:

—Es Henry Stevenson.

Leona sonrió, agitó alegremente su brillante cabeza y fue hacia él,


preguntando:

—¿Bailamos?

Eso fue todo.

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Bailaron, y Leona estuvo deslumbrante. Después de aquello,


desapareció del rostro de Henry toda expresión de indiferencia. Se mostró
francamente encantado, y aunque su charla no tuvo nada de brillante, el
hombre logró expresar en cierto modo la admiración que le producían los
encantos de Leona y la distancia que separaba a ésta del resto de las
jóvenes, que la separaba, por ejemplo, de chicas como Sally.

Henry adivinó en seguida que el padre de la muchacha era Jim Cotterell.

—Es de la clase de hombres que admiro —aseguró—. Sabe lo que quiere


y tiene el suficiente cerebro para ir a ello y conseguirlo. Dinero. Uno puede
obtenerlo todo con dinero. Algún día… Henry se cortó, sonriendo como un
chiquillo.

A Leona le gustó su sonrisa. No se extendía por el rostro del hombre


como las exageradas exhibiciones dentales de los demás muchachos. Más
bien parecía como si en sus ojos se encendieran un par de lucecitas, y en las
comisuras de sus labios se formaban unas atractivas arrugas. Era una
sonrisa que añadía fuerza a su expresión. Una sonrisa franca, ni ingenua ni
de superioridad.

Mientras se movían lentamente por la pista, Leona descubrió que en el


joven había otras cosas que la atraían. No le importaba confesar que él no
tenía estudios.

—Soy excesivamente pobre —dijo, sin sonreír—. Mi familia no tiene


dinero. Tengo que ganarme la vida como puedo. Leona quitó importancia a
este detalle.

—Varios de los hombres más interesantes que conozco no fueron a la


Universidad. Mi padre mismo no asistió a ella.

—¿Ah, sí? —preguntó Henry, divertido—. Entonces aún me quedan


esperanzas. De triunfar, quiero decir.

—Mi padre siempre dice que si un hombre carece de talento para ganar
dinero, en la Universidad no le enseñarán a hacerlo. Y si tiene talento, ¿para
que perder tiempo estudiando?

Eso complació a Henry.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—¡Hurra por papá! —dijo.

La música se detuvo y Henry soltó a la muchacha.

—Gracias —dijo—. Muchas gracias. Leona le sonrió, casi


traviesamente.

—¿Qué tal si descansamos durante la próxima pieza?

El hombre la miró con burlón horror.

—Un momento, un momento. ¿Y qué pasa con Sally? Después de todo,


ella es mi pareja. Si no me hubiese invitado, yo…

Leona señaló hacia el lugar en que Sally charlaba animadamente con un


joven de pelo cortado a cepillo.

—Sally sabe cuidarse sola. Además, sólo tardaremos unos minutos. Ven
conmigo y te enseñaré mi coche. Es un cielo.

Le tomó de la mano y le condujo fuera del salón. Cruzaron el jardín


bañado por la luna en dirección al sendero que lo atravesaba. A lo largo del
bordillo se veían aparcados muchísimos coches, pero había uno que era más
bajo y largo diez veces más airoso que los que había junto a él.

—¿No es precioso? —dijo ella—. Nadie tiene uno igual. Puede ponerse
a ciento ochenta kilómetros por hora. Al menos eso dijo el hombre que nos
lo vendió. Papá dijo que era mucho coche para mí, pero después de verlo,
me pareció que ya no podía conformarme con otro.

—¡Caray! —exclamó él—. ¡Un «Bugatti»! ¡No está mal! ¡Nada mal!

Leona le tomó por el brazo.

—¿No te gustaría conducirlo? —sugirió—. Sólo un trecho corto. Nadie


nos echará de menos.

Henry aceptó en seguida y Leona recordaba claramente cómo cruzó


corriendo el jardín para traer la chaquetilla de visón de ella y su propio
abrigo. En cuestión de minutos estuvieron rodando a toda velocidad por la
carretera. El frío viento cortaba sus rostros, produciéndoles una alegre
excitación. Ahora, al pensar en ello, Leona se daba cuenta de que el casi
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frenético agrado que produjo a Henry aquel paseo no era debido a ella, ni al
magnífico coche, sino a lo que ella y el automóvil representaban; algo que el
hombre nunca había visto de cerca, algo con lo que ni siquiera había
soñado, pero que estaba allí, al alcance de la mano. A eso era debida la
animación de su cara mientras conducía. Por eso echó a un lado la reserva
que mantuvo mientras estuvieron en el baile.

En aquellos momentos, Leona ya presintió lo que más tarde


confirmaron los hechos, y ya entonces, comenzó a trazar un plan para el
futuro. En aquel breve primer encuentro, en el cerebro de la mujer ya se
formó una firme determinación.

Dijo al hombre que torciera por un ramal que, en breve plazo, les
condujo a un callejón sin salida.

—¡Menudo coche! —dijo Henry, deteniendo de mala gana el


automóvil—. ¡Este bicho sí que corre! Me gustaría cogerlo un día y sacarle
toda la potencia que lleva dentro.

—Lo harás —respondió ella, lentamente. Se echó hacia delante y cerró


la llave de contacto—. Quedémonos aquí un momento. Tengo ganas de
hablar.

Henry rió:

—Bueno, apenas te conozco. Me temo que tengas que llevarme a casa.


¿O debo volver andando?

Ella se recostó en el respaldo del asiento para mirar al cielo nocturno,


terciopelo negro tachonado de estrellas y rasgado en parte por la fría
luminosidad de la luna.

—Sally Hunt —dijo Leona, ensoñadora—. Nunca se me ocurriría la


idea de relacionarlos.

Él se volvió a mirarla. Puso el brazo sobre el respaldo del asiento.

—¿Por qué no?

—Pues… Es sólo una impresión. He corrido mucho mundo. Mi padre


me ha llevado a todas partes… al extranjero y así…, y he conocido a

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muchísima gente. Después de haber viajado tanto, una comienza a clasificar


a la gente a primera vista. Sally y tú no son de la misma clase. Pertenecen a
mundos opuestos.

—¿Te refieres al dinero? —preguntó él, en tono amargo—. ¿Quieres


decir que su familia está en muy buena posición y yo no debo tratar de
introducirme en ese ambiente?

—Estás por completo equivocado —se apresuró a decir Leona—. No


pensaba en eso para nada.

—¿No? Entonces, ¿en qué?

—Pensaba que Sally está bien para el pueblo de que ambos provienen.
Pero tú eres distinto.

—¿Ah, sí? ¿Y todo eso puedes asegurarlo ya? —La risita de Henry era
burlona.

—¿Por qué no? Fíjate en los muchachos que había en el baile.


Estudiantes que proceden de familias buenas, ricas y respetables. Pero tú
haces que todos ellos parezcan bebés. Y la mayor parte seguirán siendo
bebes durante toda su vida.

—¿Y yo?

—Tú no eres un bebé, Henry. Tal vez nunca lo fuiste.

Entonces el hombre se inclinó sobre ella y la besó. Fue un beso


apasionado, experto, que duró lo suficiente para que el cuerpo de Leona
comenzara a ser recorrido por pequeños estremecimientos de éxtasis. Luego
él se echó hacia atrás, mirando a la joven como un artesano que contempla
su obra.

—Siempre he querido besar a un millón de dólares —comentó.

Leona sonrió suavemente.

—¿Te gustaría probar con dos millones?

Esto desconcertó a Henry, obligándole, contra su voluntad, a sonreír.


Ella le tomó un momento de las manos, con ojos brillantes de animación.
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—¡Vaya! —exclamó Henry. Y luego—: Tal vez sea un poco más


hombre que todos esos mozalbetes de la fiesta, pero eso sólo se debe a que
he tenido que abrirme camino por mi mismo… si bien es verdad que no he
llegado muy lejos.

—Llegarás. Estoy segura. Me lo dice tu aspecto. La forma cómo


impresionas a la demás gente. A gente como yo.

Henry adoptó de nuevo una expresión fría y cínica.

—Esto es realmente divertido —dijo—. Estar aquí, recibiendo halagos


de una chica cuyos millones de dólares, sus chaquetillas de visón y su
«Bugatti» no volveré a ver.

—Eso es algo que no sabes —replicó ella—. Tú no sabes… nada.

—No te entiendo.

—Lo entenderás muy pronto —susurró Leona—. Háblame de ti, Henry.


¿De dónde provienes? ¿Quiénes son tus padres.

Él rió cínicamente.

—Ésa es una historia muy fácil de contar. Provengo de lo que


vulgarmente se llama «la clase baja». Cuando está sobrio, mi padre vende
carbón, y cuando se emborracha hace discursos sobre la pobreza. Mi madre
hubiera vivido muy bien de no haberse enamorado de papá. Ella tenía algo
de educación, y deseaba adquirir más. En vez de eso, ha arruinado su vida
sacando adelante a seis hijos, manteniéndoles vivos y libres de problemas,
con un tejado —con goteras— sobre sus cabezas con alguna cosa que
echarse al estómago de vez en cuando. Eso es todo. El ideal
norteamericano.

—Pero, ¿y tú? No parece como si… como si…

—¿Cómo si hubiera pasado hambre? ¿Cómo si partiese los cigarrillos en


dos trozos para que me durasen más? No, no he llegado a tanto. Mi madre
me obligó a ir a la escuela secundaria, en vez de ponerme a trabajar después
de que hube concluido el octavo grado. En la secundaria descubrieron que,
con un balón de rugby bajo el brazo, yo podía correr mucho más rápido que
nadie. Me convertí en una especie de personaje. Sally Hunt me presentó a
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su familia en nuestro pueblo, a los Hunt se les considera gente importante y


le caí simpático al padre. Me consignó un empleo en la farmacia más
grande del pueblo.

—¡Una farmacia! —exclamó Leona—. ¡Henry, eso es el destino!

—Seguro —sonrió él, aceptando su sarcasmo—. Supuse que dirías eso.

—Cuéntame más cosas —pidió Leona, alegremente—. ¿Seguimos


dedicándonos al mismo negocio?

—Desde luego —replicó Henry—. Ahora soy el encargado de todo


menos del departamento de recetas. El chico se da traza. Hace buenos
refrescos, buenos sandwiches…

—¿Y qué hay de Sally?

El hielo ya había sido roto. Henry dudó, volviendo a adoptar la


expresión melancólica que parecía la más natural en él.

—Es una buena chica. Somos amigos. Nada más. Su familia ha sido
muy amable conmigo. Me ayudaron cuando en casa las cosas se pusieron
feas. Pero… no sé… A veces me parece como si…

Ahora el hombre no la miraba. Su vista estaba fija en un punto muy


distante, en algo tan lejano como los negros bosques que había más allá de
los campos situados al final de la carretera, en algo que se encontraba a una
distancia mucho mayor que la que ellos podían alcanzar.

—¿Sí? —le acució ella, suavemente—. ¿Como si…?

—Como si estuviera atrapado. Me da la sensación de que, haga lo que


haga, nunca podré conseguir lo que deseo. Y eso se debe, simplemente, a
que deseo demasiadas cosas.

Permanecieron en silencio. Henry le ofreció un cigarrillo, tomó uno para


sí y encendió ambos. Su confesión parecía haberle cargado de muda ira. Al
fin exhaló una larga bocanada de humo, se Volvió hacia ella y, sonriendo,
dijo:

—¡Tú y tu condenado «Bugatti»! Volvamos a la fiesta.

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Regresaron rápidamente, sin decir nada hasta que el hombre aparcó el


coche y le abrió la portezuela a Leona. Entonces ella le tomó por una
manga:

—¿Te gustaría conocer a mi padre, Henry?

—Desde luego. Sería estupendo. Tenemos un montón de cosas en


común. Los dos nos dedicamos al negocio farmacéutico.

Rió esta vez, no con amargura, sino para demostrar a la muchacha que
encontraba la situación muy divertida.

—Lo digo en serio —aseguró Leona—. Creo que le gustarás. Sobre todo
si yo le pido que sea así. Él va a ir a Nueva York el próximo fin de semana.
Yo acabaré las clases el sábado. ¿Por qué no te reúnes con nosotros?

—Bueno —dijo él, lentamente—. ¿Por qué no? No tengo nada que
perder.

Aquél había sido el comienzo. Al principio, Henry, como un indómito


potro, no había sido fácil de manejar. El orgullo, su independencia, el saber
que una de las muchachas más ricas de Norteamérica sentía un
especialísimo interés hacia él… Todo eso le hacía mostrarse receloso. Pero
Leona podía esperar. Henry había dicho que tal vez él fuese demasiado
ambicioso. Esa era la llave con la que abrir su corazón. Teniendo el mundo
en sus manos, podría dejar a un lado su orgullo. Y cuando él se rindiese,
ella tendría lo que deseaba.

Recordó aquella escena casi cómica con Sally Hunt, poco después del
baile. La muchacha había ido a su cuarto una tarde, un poco indecisa, pero
con la determinación reflejándose en su bonito rostro, por lo general tan
animado.

—Leona, hay algo sobre lo que debo hablarte.

Leona estaba inclinada sobre un par de maletas que había sobre su


cama. Miró a Sally y dijo, en tono displicente:

—Bueno, pues suéltalo de una vez y acabemos. Dentro de unos minutos


salgo para Chicago.

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Sally mantuvo la mirada en el suelo por unos momentos. Luego,


levantando la cabeza y fijando los ojos en su amiga, dijo:

—Durante estas últimas semanas has estado viendo mucho a Henry, y


hay algo…

La joven se cortó, vacilante.

—¿Sí? —La actitud de Leona era claramente despectiva.

—Hay algo que creí mi deber contarte.

—Eso ya lo has dicho y yo te he respondido que lo soltaras.

—Henry no es el tipo de hombre con el que se puede jugar, Leona. Deja


de hacerlo.

—¿Y quién te ha dicho que yo este jugando con él? —quiso saber Leona,
yendo a la cómoda a por otro montón de ropas.

—¡Oh, Leona! Henry no es tu tipo… Muchísimo menos que todos los


demás…

Leona se detuvo y la miró fijamente.

—Me maravilla tu desfachatez.

Pero Sally continuó presurosa:

—Si no te detienes ahora, lo lamentarás, Leona. Henry no está hecho


para ti. Le conozco casi de toda mi vida. Mi padre le ha ayudado. Toda mi
familia le trata casi como si fuera uno de nosotros. Y cuando estamos cerca
de él, para cuidarle, todo va bien. Pero Henry es muy retorcido por dentro.
Puede ser dulce, amable y gentil y, de pronto, sufre un cambio brusco.
Desea cosas que no está en su mano conseguir. Entonces es cuando nos
necesita. Supongo que, en realidad, estoy enamorada de él. Pero la
comprensión es más importante que el amor. Con alguien que no le
comprenda, Henry no está seguro. Ha hecho cosas que… que le hubieran
metido en toda clase de líos si la gente no le hubiese entendido.

Leona rió, indiferente.

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—Es una buena treta, pero no conseguirás nada con ella, Sally. En esta
lucha no tienes la más mínima posibilidad. Hablando claramente, pienso
mucho en Henry Stevenson. Y le comprendo. Y creo que es demasiado
bueno para este pueblo de ustedes. Si a mi me apetece enseñarle el mundo y
presentarle a ciertas personas, eso es asunto mío. Y si quiero casarme con
él… ¡eso sigue siendo asunto mío!

—¡Casarte con él! —jadeó Sally—. No hablas en serio. Estás


bromeando.

Leona sonrió con complacencia.

—¿Es que hay alguna buena razón por la que no deba hacerla?

Después de aquello, Sally se replegó, recordó Leona mientras se


removía inquieta sobre la cama. No opuso mucha resistencia. Claro que de
nada le hubiera valido oponerla.

La lucha tampoco le sirvió de nada a Jim Cottrell, aunque se lanzó a ella


con el ímpetu de un novillo a la hora de ser marcado.

—Pero si ese tipo no es nadie —había dicho Jim, un año más tarde, con
una leve nota suplicante en su voz—. Desde luego, tiene buena pinta. Pero
es de lo más corriente, tan vulgar como una piedra. Gente como él se
encuentra a patadas. Después de todo lo que he gastado en tu educación, de
llevarte al extranjero, de darte cuanto has querido, ¿por qué deseas echarte a
perder de esa forma?

—Le quiero —dijo Leona, mirando fijamente a los ojos a su padre.

—¡Qué tontería! —gritó Jim—. Lo que te pasa es que eres muy tozuda.

Leona discutió tozudamente con su padre para dejar bien sentado que
no era tozuda. Amaba a Henry. Lo repitió muchas Veces. Pero Jim conocía
bien a su hija. Ella amaba a Henry de la misma forma que amaba aquel
«Bugatti». Y así se lo dijo.

—Lo que te pasa es que no quieres que me case con nadie —gritó
Leona—. Lo único que deseas es que me quede en casa… haciéndote
compañía.

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Mientras permanecía frente a su padre, todo el cuerpo de Leona estaba


rígido, en desafiante actitud. Jim, furioso, caminaba de un lado a otro de su
despacho. Su bovino rostro había adoptado un tono casi purpúreo motivado
por la impotencia y el desagrado.

—No es cierto —dijo, deteniéndose frente a su hija—. No es cierto en


absoluto. Sabes que te concedería cualquier cosa. Siempre te he dado lo que
querías, te he permitido hacer tu voluntad, sin pensar para nada en mis
propios sentimientos. Pero esta vez es distinto. Para una chica de tu
posición, el matrimonio es algo muy serio. Durante mi vida, he trabajado
mucho. He creado un gran imperio. ¿Para mí? ¡No! Primero para tu madre,
ahora para ti. Cuando muera, tú lo heredarás todo. Y no me gustaría ver
cómo un estúpido inútil mete manos en ello sólo porque tú has querido
aparearte con él en unos momentos en que estabas demasiado perturbada
para pensar como es debido. Escúchame, preciosa… Debes pensar en esto
durante algún tiempo más. Date un año de tiempo para ver si ese joven te
conviene. Vele con toda la frecuencia que quieras… Y luego, si aún le
sigues queriendo…

La razonable actitud del hombre sólo logró excitar la impaciencia de su


hija.

—¡Eres odioso! —gritó—. Egoísta y odioso. No te importo nada. Sólo


piensas en ti mismo y en tu cochino negocio. Te es antipático Henry sólo
porque piensas que será un obstáculo en tus planes egoístas. Digamos que
sí, que no es más que un rústico campesino. ¿Qué eras tú cuando
empezaste, allá en Texas?

Leona, que temblaba de ira, observó con agrado la preocupada


expresión que apareció inmediatamente en el rostro de su padre.

—¡Cálmate, preciosa! —rogó Jim—. Te vas a poner enferma.

—¡Enferma! —gritó ella—. ¡Que yo me pongo enferma! ¡Eres tú quien


me pone así! Tú y tus maravillosos negocios y tu maravilloso dinero. No te
importa si todo eso me lleva a la tumba. Lo único que te interesa es que tu
riqueza esté segura y nadie te la arrebate.

Leona comenzó a sollozar y Jim trató de pasarle un brazo por los


hombros. Ella se apartó, dejándose caer desmadejadamente sobre un sillón.
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—No…, no quiero hablar más de eso —dijo entre lágrimas—. No me


encuentro bien.

Y luego, mediante una furiosa concentración, consiguió desmayarse.


Mientras se sumergía en la apetecida oscuridad, oyó cómo su padre llamaba
frenéticamente al mayordomo.

La boda fue un triunfo. Rica, fastuosa, solemne… Leona recordaba la


vibrante, apasionadamente, posesiva forma en que pronunció las palabras:

—Yo… Leona…, te acepto… Henry…

Y el comportamiento de Henry había colmado todas sus esperanzas. No


se mostró ni nervioso ni excesivamente tranquilo. Sus modales encantaron a
cuantos asistieron a la boda. Ya entonces comenzó a sentir los efectos
sedantes y emolientes del contacto con el lujo perpetuo. Si en su interior
quedaban algunas dudas, alguna reserva, Leona disipó esto en seguida. Por
el momento, Henry se comportaba a la perfección, y ella se sentía orgullosa.

Incluso pareció que Jim, al menos por unos momentos, se enternecía


con la escena. Pero Leona sabía que tras el cansado y sonriente rostro de su
padre se escondía una gran amargura. Jim nunca aceptaría a Henry por
completo. Nunca. Por mucho empeño que pusiera en lograrlo.

Estos pensamientos ocuparon su cerebro durante la boda, y luego, en el


almuerzo que se sirvió en la enorme mansión de Jim. Para Leona, Henry
era un proyecto aún por realizar, una ecuación que debía ser resuelta. Y
estaba decidida a resolver la ecuación, a completar el proyecto al precio que
fuera. Al fin, Jim tendría que reconocer que había cometido un error. El
placer de esta victoria aún no conseguida bullía alegremente en el cerebro
de Leona, mientras con gran destreza y sin que nadie lo notase, guiaba la
mano de Henry para que tomara el cubierto adecuado de entre los muchos
que brillaban frente a él en la mesa del comedor.

Durante la larga luna de miel europea que siguió, Leona quedó


encantada por la fácil docilidad con que Henry se sometía a sus enseñanzas.
No cabía duda de que la oferta de lujo ilimitado que ella le hizo, unida al
exquisito atractivo de la mujer y la extraordinaria buena disposición de su
cuerpo, habían desarmado a Henry. Este aceptaba de buena gana, e incluso
con agrado, que su mujer le enseñase. Si Leona insistía en elegir las ropas
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que él debía llevar, esto era más digno de agradecimiento que de molestia o
indiferencia. El hombre pareció comprender inmediatamente lo importantes
que eran aquellas cosas en el mundo de ella y lo mucho más cómodo que se
sentiría si su aspecto era correcto y a sus modales no se les podía oponer
reparo alguno. Y tampoco dejaba de darse cuenta de la forma en que su
recio y tosco atractivo era realzado por todos aquellos acicalamientos.

Leona observaba cómo su marido iba asentándose en una vida en la


cual el pasado cualquiera que hubiese sido se desvanecía. Al menos, así lo
creía ella. Pero en realidad, eso carecía de importancia. Lo básico es que,
con el tiempo, Henry se apegaría tanto a la vida que ella le brindaba, que no
habría poder en el mundo capaz de hacerle renunciar a esa existencia. Y así
era cómo a Leona le gustaba que fueran las cosas.

Ahora, mientras permanecía en la cama recordando lo ocurrido desde la


noche en que Sally Hunt le presentó a Henry, en las marchitas facciones de
Leona se reflejaba una expresión de triunfo, una sonrisa de
autocomplacencia.

En aquel momento oyó la ahogada sirena de uno de los barcos del río.
La sonrisa se desvaneció al incorporarse la mujer para mirar a los frascos de
medicinas y al reloj que había sobre la mesilla de noche. Entonces sonó el
teléfono, sobresaltándola.

9,55

Era Sally.

—Siento mucho haber sido tan estúpidamente misteriosa hace un


momento —dijo—. No podía hablar. Tenía miedo de que mi marido me
oyese. Por eso, utilizando una excusa, he venido hasta esta cabina
telefónica.

—Bueno —replicó Leona—. Digamos, como mínimo, que la cosa fue


realmente rara.

—Probablemente pensarás que todo el asunto es muy extraño, Leona;


eso de que sepas de mi otra vez después de tantos años. Pero hoy tenía que
ver de nuevo a Henry. He estado muy preocupada por él.

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—¿Preocupada? ¿Y por qué, si es que puedo preguntarlo? Espero que


recuerdes que conmigo nunca valió de nada tratar de ocultarme las cosas.

—No trato más que de ayudarte. Esto puede ser muy grave,
terriblemente grave para Henry. Resulta un poco difícil de explicar. Trataré
de hacerla lo más rápido que pueda.

—Sí, haz el favor —pidió Leona, bruscamente.

—Bueno… Fred, mi marido, trabaja como investigador para la oficina


del fiscal.

—¡Qué bien! —murmuró Leona.

—Hace cosa de tres semanas, Fred me enseñó un recorte de periódico


que hablaba de ti y de Henry. Era no sé qué noticia aparecida en la sección
de sociedad.

—Sí, ya recuerdo.

—Y él quería saber si aquél era el Henry Stevenson que fue mi adorador.

—¿Tu adorador? ¡Qué forma más fina de hablar!

—Le dije que sí y Fred, riéndose, dijo: «¡Vivir para ver!». Luego se metió
el recorte en el bolsillo. Le pregunté qué había de raro en ver el nombre de
Henry en el periódico. Él se limitó a sonreír y dijo que se trataba de una
coincidencia, de algo relacionado con un caso en el que estaba trabajando.

—¿Un caso?

—Sí. Me dijo que no era nada de lo que pudiese dar pruebas, sino una
simple corazonada. Traté de sacarle algo más; pero él comenzó a gastarme
bromas diciendo que aún estaba enamorada de Henry.

—Lo cual, como es lógico, tu negaste —dijo Leona, sarcástica.

—¡Claro que sí! —exclamó Sally—. ¡Es ridículo decir eso después de
tantos años!

—Sigue.

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—Para aquellos momentos ya casi habíamos acabado de desayunar.


Sonó el teléfono. Era uno de los hombres de Fred, de los de la oficina del
fiscal. Oí a Fred decir algo respecto a Stevenson y de alguien que se llamaba
así como Harpootlian. Fred dijo: «Sí, claro que iremos. Dile a Harpootlian
que lo prepare. El jueves, a eso de las diez y media, en la taquilla del Ferry
Sur».

Sally se detuvo un momento, y Leona exclamó furiosa:

—Mira, Sally… Todo eso es muy interesante. Pero, ¿no puedes ir al


grano? Puede que en estos momentos Henry esté tratando de llamarme. Y
de todas maneras, ¿qué conexión posible puede haber entre Henry y todo
ese ridículo asunto de tu marido?

—Te lo estoy contando lo más rápidamente que puedo —gimió Sally—.


Pero es un poco complicado y tengo que narrarte toda la historia. Si no
fuese importante, no te molestaría, Leona.

—Bien —suspiró la otra, resignada—. ¿Qué más?

—Pues… les seguí…

—¿Qué hiciste?

—Les seguí. Aquel jueves por la mañana. Sé que es difícil creerlo, que
suena muy ridículo, pero estaba asustadísima. Quería enterarme de lo que
pasaba. Después de todo, conocía a Henry de casi toda la vida. Además…
Bueno, en él hay cosas que resultan muy extrañas. Traté de decírtelo una
vez, hace años.

Leona hacía pequeños ruiditos de impaciencia.

—Pero, bueno… —dijo—. ¿De veras que todo eso es necesario? Si tratas
de alarmarme, Sally, ya puedes desistir inmediatamente.

La replica de Sally fue aún más lastimera que las anteriores:

—Por favor, no seas tan suspicaz —rogó—. Sólo te cuento lo que


ocurrió porque tal vez tenga algo que ver con la ausencia de Henry esta
noche. No lo sé seguro. Pero déjame acabar…

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Haz todo lo posible por darte prisa —exigió Leona.

—Aquella mañana estaba lloviznando. Yo llevaba paraguas, así que mi


rostro estaba cubierto casi todo el tiempo, aunque no creo que eso
significase una gran diferencia. No es difícil seguir a una persona, sobre
todo si está lloviendo. Vi cómo Fred se reunía con dos hombres. Uno de
ellos era Joe Harris, que trabaja mucho con Fred, el otro era un tipo de tez
morena, fuerte constitución y pelo blanco y rizado. Supongo que era el tal
Harpootlian que Fred mencionó. Esperé a cierta distancia, hasta que ellos,
entre la multitud, se dirigieron hacia el ferry. Luego compré un billete y les
seguí. En el barco no resultaba difícil mantenerse oculta. De todas maneras,
pasé la mayor parte del viaje en los lavabos.

—¡Qué encanto! —se burló Leona.

—Bueno, era el mejor sitio… —Luego, Sally continuó, sumisa—: El


caso es que en Staten Island dejaron el ferry y se subieron al tren. Yo fui tras
ellos. No en el mismo vagón, desde luego…

—¡Desde luego! —repitió Leona.

—… Sino un par de coches más atrás. Vigilé el momento en que se


apeaban, y cuando lo hicieron, yo les imité. Seguía lloviznando y nadie me
prestó atención. Casi todo el mundo iba con prisas, ansiosos de librarse de
la lluvia, supongo.

—Muy observadora —comentó Leona.

—Aquel lugar era una especie de colonia veraniega. Tenía un aspecto


terriblemente arruinado y solitario. Las calles estaban llenas de agujeros y
muy mal pavimentadas. Había lugares en los que se veían grandes
montones de arena. La mayor parte de las edificaciones eran de un solo
piso, y en medio de ellas, se levantaba un casino en pésimo estado. Cuando
Fred y los dos hombres se dirigieron a la playa, yo fui al casino y les observé
desde un lado del porche. Desde allí disfrutaba de una amplia perspectiva.
Y era poco probable que nadie me distinguiese entre las sombras.

—Pero, bueno… ¿Esperas que me crea…?

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—¡Es cierto, te lo aseguro! —exclamó Sally—. Ya te dije que iba a


parecerte absurdo.

—Absurdo no es la palabra exacta.

—Aparte de Fred y los dos hombres, sólo era visible otra persona: un
muchacho que recogía almejas junto a la orilla. El hombre de pelo blanco
pareció detenerse un momento para mirar al chico, y éste movió levemente
la cabeza, señalando hacia un punto lejano. Luego siguió su búsqueda y mi
marido y los otros dos hombres se dirigieron a un merendero a cuyo interior
pasaron.

Leona, indignada, gritó, interrumpiendo a su amiga:

—¡Por Dios, Sally! ¿Tienes que seguir así todo el rato? ¿No puedes
decirme de qué se trata sin pasearme por todo Staten Island? ¿O es que me
estás manteniendo al teléfono deliberadamente por alguna oculta razón?

Sally trató de calmarla.

—Tienes que oírlo todo. ¿Crees que a mí me gusta estar metida en esta
asfixiante cabina? El dueño de la tienda no deja de mirarme. Está furioso
porque quiere cerrar y yo se lo impido. De todas maneras, esperé bajo la
llovizna durante una hora o así y no ocurrió nada. Luego, cuando ya
empezaba a pensar que había sido una completa estúpida por darme un
paseo tan desagradable, observé algo muy extraño. El muchacho que
buscaba almejas se enderezó y extendió los brazos, como si se desperezase.
Un momento después oí un motor, y cuando apenas habían pasado unos
segundos, vi una lancha que se aproximaba a tierra. Cuando estuvo cerca,
la barca redujo velocidad y se dirigió hacia un arruinado embarcadero
contiguo a una de las casas más desagradables de todo aquel lugar. Me
gustaría que hubieras visto ese edificio, Leona. Era tan viejo como las
colinas y estaba ligeramente torcido. Supongo que sus cimientos llevan años
anegados por el agua. Es un lugar destartalado y tenebroso, como una de
esas casas que dibuja Charles Adams en el New Yorker.

—Por favor —pidió Leona—. ¡Ve al grano!

—Bueno, la lancha se dirigió a ese embarcadero y de ella saltó un


jorobado y la amarró. Luego salió un tipo de mediana edad, alto y

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

corpulento. Iba vestido totalmente de negro, excepto por un sombrero de


jipijapa, y llevaba bajo el brazo un portafolios. En cuanto el hombre estuvo
en tierra, el pequeño jorobado puso en marcha el motor y partió de nuevo.
El tipo de negro recorrió el embarcadero en dirección a la vieja casa y entró
en ella. Un momento después, el buscador de almejas recogió su cubo y su
pala y comenzó a andar hacia el merendero. Observe que, al pasar junto al
pequeño edificio, el chico dio un golpe en la puerta con el cubo de almejas.
Debió de ser una señal. Él siguió hacia abajo y Fred y los otros salieron del
merendero y fueron hacia la vieja casa. El hombre del pelo blanco llamó a
la puerta, ésta se abrió y todos entraron. Aún no entiendo nada del asunto,
Leona. No sé quiénes eran esas gentes o lo que ocurría en esa casa…

—Sería un burdel, sin duda —comentó Leona, sarcástica.

—Pero lo que sí sé es que estuvieron allí dentro durante más de media


hora. Cuando salieron, Fred llevaba el portafolios; el que había llevado el
hombre de negro.

—Muy bien; Fred llevaba un portafolios. ¿Qué más?

—No lo sé —dijo Sally, débilmente—. Después de eso tuve que darme


prisa en ir a casa, para llegar antes que Fred. De lo que estoy segura añadió,
con convicción es que tenemos que hacer algo… antes de que sea
demasiado tarde.

Antes de que Leona pudiera replicar, una moneda cayó al fondo del
depósito del teléfono y la telefonista interrumpió la conversación. Los cinco
minutos de Sally habían concluido. Leona pudo oír cómo su amiga
rezongaba al buscar en su bolso otra moneda. Al fin, Sally dijo:

—Aquí está, señorita. —Y luego—: Leona, Leona, ¿estás aún ahí?

—Sí, aquí estoy —dijo ella, suspicazmente—. Y debo decir que todo eso
resulta muy extraño.

—Lo sé. A mí también me lo parece. No puedo creerlo. No me es


posible relacionar a Henry con… con la clase de crímenes que Fred
investiga. Por eso fui a verle hoy… para que él me dijese la verdad.

—¿Y lo conseguiste?

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Le vi, eso ya lo sabes, pero no pude averiguar nada. No tuve


oportunidad.

—Pero saliste con él. Su secretaria te vio.

—Sí, salí con él. Henry no se mostró tan entusiasmado por la idea, pero
como es lógico, yo no esperaba que se pusiera a dar saltos de alegría. No fue
muy cortés. Parecía preocupadísimo. Cuando era muchacho le vi otras
veces de esa forma, y siempre fue en ocasiones en que atravesaba… no sé…,
una especie de crisis interior. Me preguntó si quería almorzar con él y
fuimos a la Sala Georgiana del Metrópolis. Casi en el momento que nos
sentamos un tipo llamado Freeman Bill Freeman, un hombre ya mayor y de
aspecto próspero se nos unió y comenzó a hablar de Bolsa con Henry.

—¿Freeman? —inquirió Leona—. Estoy segura de que no conocemos a


nadie de ese nombre.

—Henry no parecía querer hablar del tema, pero el señor Freeman


insistió. Me dio la impresión de que esa mañana algo había ido mal en la
Bolsa. Henry dijo: «Todo el mundo tiene derecho a equivocarse alguna
vez», y Freeman le contestó, riendo: «¿Alguna vez, Stevenson? Yo diría que
usted ha tenido más que una racha de mala suerte. Pero un hombre de su
posición puede afrontar cualquier clase de dificultades. Sin embargo, yo
debo ser cuidadoso, porque sólo soy un don nadie».

»Henry no comió mucho, ni yo tampoco. Lo que me molestaba era que,


con el señor Freeman presente y hablando de sus problemas, yo no podía
decir palabra. Al fin, cuando nos levantamos para irnos, Freeman nos dejó.
Henry y yo pasamos al vestíbulo del hotel. Él me dijo que lo sentía mucho,
pero que tenía una cita dentro de unos minutos y que por qué no te llamaba
a ti, Leona, para que nos reuniéramos todos un día u otro. Sin embargo, no
parecía desearlo de veras. Estábamos junto a la entrada de la sucursal del
hotel de un corredor de Bolsa, y de ella salió un delgado hombrecillo que
dijo a Henry: «Señor Stevenson, me gustaría hablar con usted lo antes
posible». Me pareció que Henry se ponía muy pálido, y contestó al hombre:
«De acuerdo, señor Hanshaw. Inmediatamente estoy con usted». Luego se
despidió de mí a toda prisa y vi cómo se metía en la oficina del corredor. En
la puerta ponía: «T. F. Hanshaw. Administrador».

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Bueno, pero él debió… debió decirte algo. Estoy segura de que no se


limitó a estar hablando de acciones (acerca de las cuales no sabe nada)
durante todo el rato.

—Bueno… Le pregunté si era feliz y si le gustaba su trabajo. Él dijo: «Es


estupendo…, estupendo. Soy un gran vicepresidente. Aprieto más botones
que nadie, exceptuando a los demás vicepresidentes». Trataba de mostrarse
animado, pero noté la amargura que realmente sentía. Iba a preguntarle
algo respecto a ella; pero entonces se presentó el señor Freeman.

—No comprendo nada en absoluto. —El escepticismo de Leona era


evidente—. Esta mañana, cuando Henry me dejó, era el mismo de siempre,
te lo aseguro. Durante más de diez años hemos sido felicísimos. Felicísimos.
Henry no ha tenido una sola preocupación. Papá se ha ocupado de eso. Y
en cuanto a su cometido en la empresa, estoy segura de que es el más
adecuado para él. Debes de haber interpretado mal sus comentarios… si es
que Henry los hizo. Aún no estoy segura de que esto no sea una especie de
broma que tratas de gastarme, Sally.

De nuevo, antes de que Sally pudiera contestar, la telefonista intervino:

—Sus cinco minutos han acabado, señora. Haga el favor de depositar


cinco centavos para los siguientes cinco minutos.

Sally rebuscó en su bolso y luego dijo, desesperada:

—No tengo otra moneda. Tendré que volverte a llamar cuando consiga
cambio. —Luego, en un susurro, añadió—: Sólo quiero decirte que, y ahora
estoy segura, Henry está en apuros. Esta noche, Fred está trabajando en un
caso. El asunto, cualquiera que sea, parece muy importante. No ha dejado
de telefonear. He oído el nombre de Henry una y otra vez. Y hay alguien
más envuelto en la cosa. Un tal Evans.

—Sus cinco minutos han acabado, señora —dijo la telefonista.

—Waldo Evans —se apresuró a decir Sally, sin aliento—. Creo que ése
es el nombre que vi en esa casa de Staten Island.

—Sus cinco minutos han acabado, señora.

10,05
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En cuanto Sally hubo colgado, Leona tomó el arrugado trozo de papel


en el que encontró el número telefónico de su amiga. Allí estaba. «Señor
Evans. Richmond 8:1112». Marcó cuidadosamente el número y quedó
sorprendida cuando, tras una breve pausa, sonó la voz de la telefonista,
preguntando:

—¿Está usted llamando a W. Evans, Richmond ocho, uno, uno, uno,


dos?

—Pues… sí —respondió Leona, sorprendida—. Al mismo.

—Ese número ha sido desconectado.

Leona quedó rígida sobre la cama. Dejó el teléfono sobre la horquilla y


con grandes y asombrados ojos, miró fijamente hacia la oscuridad que tenía
ante si. Los acontecimientos de aquella extraña noche se sucedían en su
cerebro. La ausencia de Henry, los dos asesinos, la señorita Jennings, el
absurdo cuento de Sally… Nada de aquello tenía sentido. Sin embargo, en
cierta forma indefinible, en el aire se notaba un clima de tragedia, de
peligro. Tal vez Harry se encontrase realmente en dificultades. Tal vez
estuvieran sucediendo cosas que ella nunca había sospechado. La idea de
que se encontraba sola en aquella enojosa incertidumbre, provocó en Leona
una creciente ola de autocompasión. ¿Por que tenían que suceder tales cosas
aquella noche, la única en que ella no tenía a nadie, ni siquiera a una criada,
aliado? Eran demasiadas emociones. Demasiadas para una pobre inválida.
Temblándole los labios, marcó el número de conferencias y pidió que le
comunicasen con Jim Cotterell, en Chicago.

La telefonista de Chicago repitió el número y Leona en seguida oyó


llamar el teléfono de casa de Jim. Cuando contestaron, Leona dijo:

—Oiga…

Pero la cortaron inmediatamente. El silencio la irritó y comenzó a


rezongar, exasperada. Transcurrieron unos segundos, y luego la telefonista
dijo, amable:

—El señor Cotterell no responde en el número de Lake Forest, señora.


Trataré de localizarle.

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—¿Cómo?

—Volveré a llamarla, señora —replicó la telefonista. Y colgó.

Chasqueada por la costumbre de su padre de acudir a clubs nocturnos o


a partidas de póquer que duraban toda la noche, Leona volvió a rebuscar en
su cerebro alguien con quien desahogar su angustia. Siendo una casi
completa extraña en Nueva York, resultaba difícil encontrar a alguien
cercano a su disposición. Lo escaso de las posibilidades de elección
resultaba enloquecedor.

Al fin pensó en el médico, en el doctor Alexander. La persona


adecuada. La había examinado varias veces. El hombre realizó varias
pruebas, cuyos resultados Leona aún no conocía. Iba a llamarle. Él tendría
que ir. Así, al menos, Leona tendría alguien cerca por unos momentos.

Fue a tomar el teléfono, pero se detuvo mientras otro tren atravesaba el


puente con gran ruido. La mujer pensó lo absurdo que resultaba vivir en
una ciudad donde nadie, fuera quien fuese, podía encontrar paz y reposo.
Recordó también el tren que el asesino había mencionado (¡qué parecido
debía ser a este que ahora pasaba!) y se estremeció. Era mejor no acordarse
de aquel horrible asunto.

El ruido del tren fue extinguiéndose y Leona hizo otro movimiento


hacia el teléfono, pero el aparato eligió aquel instante para sonar. Leona
contestó a la llamada.

Era el tal Evans. La mujer no tuvo ninguna dificultad en reconocer la


culta y ronca voz.

—¿Está el señor Stevenson? —preguntó.

—No —replicó Leona—. ¿Es usted el señor Evans?

—Sí, señora Stevenson.

Crispadamente, la mujer dijo:

—En primer lugar, quiero saber la verdad respecto a ese asunto de


Staten Island. Esta noche he oído hablar de él por primera vez… Y ya estoy
lo bastante nerviosa con todo lo que está ocurriendo… lo de que el señor

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Stevenson no se encuentre aquí, y luego, recibiendo toda clase de absurdas


llamadas, incluyendo la de dos asesinos…

De pronto, la mujer se detuvo, desconcertada.

Mientras hablaba, había ido advirtiendo, cada vez con mayor


intensidad, un lejano sonido ululante al otro lado del teléfono. Procedía del
lugar en que se encontraba el señor Evans. Mientras Leona escuchaba, el
sonido fue intensificándose. Sonaba parecido a algo que ella había oído
muchas veces con anterioridad; siempre que las calles eran recorridas por
coches de la policía o los bomberos.

Nerviosa, Leona llamó:

—¿Está usted aún ahí, señor Evans?

No se produjo más respuesta que el ululante sonido. Desesperada,


Leona colgó. Inmediatamente, el teléfono volvió a sonar.

—Dígame… ¿Señor Evans? —preguntó Leona, casi gritando.

La única respuesta fue una especie de creciente trueno, que resultaba


aún más pavoroso que el sonido anterior.

—¡Señor Evans! —repitió.

Nadie contestó. Sólo el enorme rugido. Casi histéricamente, Leona dijo:

—¡Oiga! ¿Quién llama? ¿Quién está ahí? —Se detuvo un momento y


luego gritó—: ¿Por qué no me contesta? —Una nueva pausa. Después, al no
sonar ninguna voz sobre el misterioso ruido, las compuertas de la histeria se
rompieron, y Leona chilló—: ¡Contésteme!

Muy lejana, casi tapada por el continuo rugido, una débil voz dijo:

—¡Leona…!

Asustada, Leona preguntó:

—¿Quién es?

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Ahora el ruido pareció ir disminuyendo y la voz, con mayor claridad,


dijo:

—Soy Sally. Te llamo desde una estación de metro. En este barrio, todas
las tiendas cierran a las diez. Como tenía que hablarte, he venido aquí.
Desde que te hablé la última vez, he estado en casa… y han ocurrido más
cosas.

Leona, con rostro tenso, advirtió:

—Esta vez, Sally, haz el favor de contármelo todo, o si no, no me


molestes más. Esta noche ya he oído demasiadas cosas.

—Cuando volví a casa, frente al portal había un coche de la policía —


dijo Sally, en un susurro—. Ese edificio de Staten Island se ha quemado por
completo esta tarde. La policía lo rodeó. Detuvieron a tres hombres. Pero
ese Evans logró escapar.

—Pero, ¿quién es ese Evans? ¿Qué tiene que ver con Henry?

—Aún no lo he averiguado, Leona. Lo que sé es que todo el asunto


tiene algo que ver con la compañía de tu padre.

—¿La compañía de mi padre? Pero eso es absurdo. Mi padre me ha


llamado esta noche desde Chicago y no ha mencionado nada al respecto.

Leona se detuvo, esperando a que el ruido de otro tren se extinguiera.


Luego, continuó:

—Bueno, ahora hablemos claramente. ¿A quién han detenido? ¿Y por


qué?

—A tres hombres. No sé el motivo.

—¿Y por qué crees que Henry es uno de ellos?

—No he dicho que lo fuera. Lo único que sé es que está terriblemente


envuelto en el asunto.

La exasperación de Leona aumentó:

—¿Dijeron que había sido detenido… o que iba a serlo?

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—No, no exactamente.

—Entonces, ¿de que me hablas? —preguntó Leona, furiosa—. ¿A qué


viene tu actitud? ¿No comprendes que me estás asustando de una forma
terrible?

—Lo sé, pero…

—Primero cogí el teléfono y, por casualidad, oí a dos espantosos


asesinos.

—¡Asesinos!

—Que planeaban matar a una mujer. Luego, ese tipo, Evans, me llama
y parece que esté hablando desde la tumba. Después, todos los demás
teléfonos a que llamo o están comunicando, o han sido desconectados… y
ahora tú, sin razón que lo justifique…

—Lo siento.

—… Sin razón que lo justifique… —Leona se detuvo para tomar


aliento—. ¿Estás celosa porque te quité a Henry? ¿No puedes soportar el
verme feliz?

—Pero, Leona…

—¿No puedes, ni siquiera ahora, dejar de decir mentiras y crear


problemas? No creo una palabra de todo lo que me has contado, ¿entiendes?
¡Ni una palabra! Henry es inocente. Va a volver a casa junto a mí… ¡dentro
de muy poco!

Antes de que pudiera decir nada más, Sally colgó.

Leona permanecía inmóvil en la cama, moviendo los dedos y


preguntándose si había hecho bien permitiéndose el lujo de aquel estallido
nervioso. Pese a todo, tal vez Sally supiera realmente algo que representara
un peligro para Henry. Pero, ¿qué? ¿Un asunto de dinero? ¿Aquella charla
respecto al mercado bolsístico? Resultaba difícil de comprender. Ella sabía
que nadie jugaba a la Bolsa sin tener dinero. Henry carecía de capital. Su
sueldo como vicepresidente de la Compañía Cotterell no era muy grande, y
la mayor parte se invertía en los gastos de casa, que él insistía en pagar. Su

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orgullo le obligaba a hacer eso, lo mismo que su orgullo había sido


responsable de aquel estúpido episodio del apartamento; el que Henry había
querido alquilar para ella cuando ambos vivían con Jim en Chicago… No,
la verdad es que su marido no tenía un céntimo. Podía permitirse el lujo de
mantener la casa, pero los gastos importantes aún corrían por cuenta de Jim
Cotterell.

A Leona no se le ocurría ninguna forma mediante la cual Henry pudiese


dedicarse a inversiones financieras. Incluso los títulos y acciones que Jim le
transfería a ella —para reducir los derechos reales por herencia que algún
día serían gravados sobre su fortuna— estaban registrados a nombre de
Leona y eran completamente intocables por lo que a Henry respectaba. A
no ser que ella muriese, desde luego. En tal caso, las acciones y propiedades
pasarían a manos de su marido. Leona, en bien de Henry, ya lo había
previsto así en su testamento. Pero… ¡qué idea tan morbosa para ocurrírsele
en aquellos momentos! Debía dejar de pensar en ese asunto
inmediatamente. Resultaba demasiado aterrador.

Pero tras el absurdo cuento de Sally debía de haber algo de cierto. A no


ser que fuera una simple muestra de fantasía por parte de ella. A no ser que
su amiga tuviese la absurda y loca intención de herirla por lo ocurrido en el
pasado. Suponiendo que esto fuera así. ¿Era Sally capaz de inventar la
historia que le había contado? Y si lo era, ¿por qué explicársela
precisamente esta noche?

El misterio crecía en su cerebro, arremolinándose en nubes de


conjeturas. Pequeñas y terribles sospechas crecían en el interior de su cabeza
y se negaban a morir. Un pensamiento horrible traía a otro, y la
imaginación de Leona se convertía en una pantalla por la cual desfilaban
una sucesión de posibilidades diabólicamente lógicas. ¿Y si…? ¿Y si…?
Como pesadillas, el enorme terror que producían en ella originó casi una
aguda reacción física. El corazón comenzó a latirle más rápido,
dolorosamente rápido. Al respirar se dio cuenta que le costaba grandes
esfuerzos exhalar el aire de sus pulmones. Temblorosa, tomó su pañuelo y
secó el viscoso sudor que cubría su rostro. Ya no trataba de comprender lo
que le había ocurrido a Henry… o lo que podía haber sucedido. Su
preocupación por ella misma restaba importancia a todo lo demás. Pensar
en el caos por venir, en el derrumbamiento de su pequeño edificio de

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mentiras, le resultaba insoportable. Había comenzado a revolverse


agónicamente en la cama cuando volvió a sonar el teléfono.

—¿Plaza, nueve, dos, dos, seis, cinco? —preguntó una voz masculina.

—Sí. ¿Qué ocurre? —respondió Leona, en voz baja y entrecortada.

—Aquí la Western Union. Tenemos un telegrama para la señora de


Henry Stevenson. ¿Puede alguien tomado?

—Yo soy la señora Stevenson.

—El telegrama es como sigue: «Señora de Henry Stevenson, Sutton


Place, cuarenta y tres, Nueva York, Nueva York. Cariño, lo siento
muchísimo, pero a última hora decidí asistir reunión Boston. Punto. Salgo
en próximo tren. Punto. Regreso lunes mañana. Punto. Traté comunicarme
contigo, pero teléfono siempre ocupado. Punto. Cuídate. Besos, Henry».

10,15

Confundida, Leona se llevó una mano a la boca, en ademán de


desesperación. El telefonista de la Western Union preguntó si era necesario
que se le mandase copia del telegrama. Ella respondió, con débil voz:

—No, no es necesario… —respondió ella con débil voz.

Luego, mecánicamente, colgó el teléfono.

Un momento después comenzó a oír otro retumbante sonido que


provenía del puente, y como en sueños, se levantó de la cama y,
trabajosamente, fue hasta la ventana. Con una mano en el marco, miró
hacia las grandes líneas góticas del puente, que se siluetaban contra la
noche. Ahora podía ver el tren, una larga columna de puntos luminosos
que, como un veloz gusano, se acercaba al puente. Y al aumentar la
proximidad, el batiente sonido fue aumentando, aumentando,
aumentando… Luego se redujo paulatinamente, cuando el tren se alejó y,
por fin, desapareció. En su mano, Leona advirtió la vibración del marco de
la ventana. La mujer permaneció allí, como hipnotizada. En su cerebro
bullían fragmentos de conversaciones. «Luego espero hasta que el tren pase por el
puente… Nuestro cliente dice que no hay moros en la costa… Recibí tu recado,
George, ¿está todo listo para esta noche?… ¿Dónde está Henry? Negocios. ¿Qué
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negocios?… A veces han pasado días enteros sin que el señor Stevenson apareciese…
Henry está en apuros…, desesperadamente en apuros… Cariño, lo siento muchísimo,
salgo en el próximo tren… Luego espero hasta que el tren pase por el puente… Luego
espero hasta que el tren pase por el puente…».

Con un gemido, Leona volvió a la realidad y regresó, tambaleante, a la


cama. Al llegar a ella, aferró el frío e impersonal teléfono. Lo profundo de
su angustia quedó evidenciado por la nerviosa fuerza con la que hizo girar
el disco.

Sobre el rumor de voces que reinaba en el pequeño y desnudo salón del


apartamento se oía el monótono zumbido de un ventilador, cuyo chorro
estaba enfocado a la centralita telefónica que ocupaba una de las paredes. El
aparato refrescaba a las cuatro muchachas que manejaban afanosamente
clavijas telefónicas e interruptores y garrapateaban a gran velocidad los
mensajes que luego serían comunicados a los clientes del Servicio de
Contestación de Llamadas. Sobre un sofá, cerca de la abierta ventana,
descansaba una quinta telefonista. Si volvía la cabeza hacia la ventana, la
chica podía ver la escalera de incendios y un polvoriento geranio que se
mecía suavemente en su tiesto. Sin embargo, como no era una amante de la
naturaleza, la chica prefería estar allí tumbada y observar cómo sus
compañeras realizaban sus turnos de trabajo. A una señal se puso en pie y
fue a sentarse en una silla frente a la centralita mientras la otra telefonista se
retiraba. Se encajó los auriculares y el micrófono, y al cabo de un momento,
sus ojos captaron el primer titilar de una lucecita en el cuadro de mandos.
La chica comenzó el trabajo, diciendo:

—No, señora. El doctor Alexander no está en casa. ¿Puedo tomar el


recado?

Escuchó unos momentos y en su rostro apareció una expresión de


alarma.

—¿Qué ocurre, señora? No… no le puedo decir… Si me da su nombre y


el número de teléfono… Sí, señora. Sí… Stevenson… Señora de Henry
Stevenson. Plaza nueve, dos, dos, seis, cinco… Desde luego, trataré de
localizarle.

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El doctor Alexander descubrió sus cartas sobre la mesa y las dispuso en


ordenadas columnas con sus elegantes manos.

—Aquí tienes, compañera —dijo, sonriendo hacia el otro extremo de la


mesa—. A ver qué puedes hacer con esto.

—¡Perfecto!

—Eso creí… Sí había entendido tu apuesta. —El hombre se volvió hacia


su anfitriona, que se sentaba a su izquierda—. ¿Querrás perdonarme un
minuto, Mona? Querría llamar…

—Claro, Philip —replicó ella—. ¿Sabes dónde está el teléfono?

—Me temo que no —dijo, levantándose.

—Al otro lado del recibidor, en el despacho. Sobre el escritorio de


Harry. Lo verás en seguida.

—Ahora me acuerdo… ¡Qué estúpido!

A largas y rápidas zancadas, el esbelto médico salió del cuarto. Las dos
mujeres sentadas a la mesa de bridge se volvieron involuntariamente para
mirarle. El hombre atraía mucho la atención de las mujeres. Por
consecuencia, también cobraba altísimos honorarios; merecidamente altos,
ya que su destreza era al menos tan grande como su atractivo personal.

Ahora, al sentarse ante el escritorio, con el teléfono frente a él, la


lámpara de sobremesa proyectaba atractivas sombras sobre las firmes
facciones de su rostro. Era un rostro aguileño, vigoroso, saludable, con
arrugas profundizadas por el tiempo y el buen humor en los rabillos de sus
ojos grises y en las comisuras de sus finos labios. Su cabello era negro y
abundante, con tonos plateados en las sienes. Era, como tantos prosaicos
maridos habían comentado mientras sacaban de la cartera no menos
prosaicos billetes, un médico de cine, un actor que, en vez de guión,
utilizaba escalpelo. Pero tenían que admitir que era un buen doctor, aunque
muy a menudo sus esposas adquirían, junto con el saludable aspecto
recuperado, un aire ensoñador y una mirada perdida en el horizonte.

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Mecánicamente, marcó el número del Servicio de Contestación de


Llamadas, pensando lo agradable que seria que nada arruinase su noche.
Estaba divirtiéndose, cosa extraña aun en los médicos de éxito.

—Soy el doctor Alexander —dijo a la chica que le respondió—. ¿Hay


algo para mí? Y conste que espero que no.

—Oh, sí que lo hay, doctor —replicó ella—. Una tal señora Stevenson.
Señora de Henry Stevenson. Está muy enferma y preocupadísima. Eso me
dijo. Uno de sus pacientes del corazón. Me pareció muy trastornada.

—¿Algo más?

—No, doctor. Sólo la señora Stevenson.

—Bien. La llamaré ahora mismo.

Del bolsillo de su smoking sacó una elegante libretita y buscó el número


de Leona. Antes de marcarlo, dudó, diciéndose que aquélla iba a ser una
llamada muy molesta. La señora Stevenson tendía a ser imperiosa. Muy
imperiosa, y muy prolija, y él no tenía ningunas ganas de escuchar las
interminables explicaciones acerca del estado de la mujer. Era evidente que
había impresionado a la chica del Servicio de Contestación de Llamadas,
aunque eso era algo muy difícil de lograr. «Bueno, sonríe y aguanta», pensó.
Esta vez, la cosa no podía ser tan mala, ya que ella sabía cómo iban en
realidad las cosas.

Marcó el número.

Leona contestó al primer timbrazo. Quejosa un instante y beligerante al


otro, fue abrumando al médico con sus preocupaciones.

—Estoy asustada, terriblemente asustada —dijo, en tono débil—. Me


parece como si me estuvieran estrujando el corazón. Las palpitaciones son
tan dolorosas… que no puedo soportarlas. Y noto mis pulmones como si
fueran a arder si respiro profundamente. No hago más que temblar. Apenas
puedo sostener el teléfono, imagínese.

—Bueno, bueno, señora Stevenson —trató de calmarla el médico—.


Estoy seguro de que la cosa no será tan mala. ¿Dónde está su doncella? ¿No
puede hacerle compañía? Si tuviese a alguien con usted, no sufriría tanto.
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—No hay nadie aquí, nadie —gritó Leona—. Y no estoy bien. Sé que no
lo estoy. Quiero que venga usted esta noche. Es mi doctor y le necesito
ahora, inmediatamente.

—Pues, me temo que no va a ser posible —replicó él, aun con suavidad
profesional—. Iría si lo creyese necesario; pero no lo es. Sufre usted un
trastorno nervioso, eso es todo. Si se obliga a relajarse y a descansar unos
minutos, verá lo mucho mejor que se siente. Si lo desea, tómese un par de
pastillas de bromuro. Le ayudaran a calmar los nervios.

Leona gritó:

—¡Pero soy una enferma! ¿Para que he estado yendo a visitarle durante
todos estos meses? ¿Qué clase de doctor es usted?

El hombre encajó las mandíbulas. Aquello era ir demasiado lejos, aun


para la acaudalada señora Stevenson.

—Mire usted —dijo, en tono seco—. ¿No cree que ya va siendo hora de
que se enfrente a la realidad y comience a cooperar con su marido y
conmigo?

—¿De qué habla? —preguntó ella—. ¿Qué significa eso de cooperar?

Aquella pregunta desconcertó a Alexander.

—¿Que de qué hablo? Bueno, señora Stevenson, lo sabe usted tan bien
como yo. Se lo expliqué todo a su marido… hace una semana.

—¿Mi marido? Debe de estar usted intentando volverme loca, como


todos los demás. Le aseguro que mi esposo no me ha dicho una palabra…

El médico se sentía cada vez más intrigado.

—Su marido tuvo que… Le conté toda la historia… Me prometió… ¿Y


no le ha dicho nada?

—¿De qué historia habla? —preguntó Leona—. ¿A qué se refiere? ¿Por


qué tanto misterio?

El doctor Alexander hizo una pausa. Todo era de lo más


desconcertante.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Bueno, no cabe duda de que ocurre algo muy, muy extraño. Hace
unos diez días, discutí con su marido el caso de usted. Vino a verme a la
consulta.

—¿Y qué le dijo usted, doctor?

—La verdad, querida señora, ahora apenas tengo tiempo de contárselo.


Si se calma y duerme un poco, tal vez mañana podamos discutirlo.

—¡Explíquemelo todo ahora! ¡AHORA! ¿Me oye? —Leona se


estremeció—. ¿Cómo cree que voy a sentirme esta noche, con esta
incertidumbre, preguntándome qué cosa terrible puede sucederme?

El doctor Alexander se encogió de hombros y arqueó cínicamente una


ceja.

—De acuerdo, señora Stevenson. Si me espera un momentito…

Dejó el teléfono sobre la mesa y salió del despacho. En la puerta del


salón se detuvo. Sus compañeros habían acabado de jugar la mano y le
esperaban.

—Lo siento mucho —les dijo—. Voy a tardar unos minutos más…

—¿Otra de tus conquistas, Philip? —preguntó su compañera, con un


tono irónico algo excesivo.

—Desde luego. Pero sólo será un momentito. Lamento interrumpir así


la partida.

Regresó al despacho.

—Gracias por esperar, señora Stevenson —dijo.

—Espero que me aclarará en seguida este misterio —exigió ella,


malhumorada—. No tenía ni idea de que mi marido le hubiese hablado.

—Vino a mi consulta para enterarse de mi diagnóstico sobre el estado de


usted. Me dijo que su suegro le había prevenido respecto al estado de su
corazón, diciéndole que usted, desde niña, había padecido de ataques
cardíacos. En respuesta a mis preguntas, su esposo me dijo que pasaba usted
por largos periodos de buena salud y que, antes de casarse, él no tuvo
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

ninguna noticia de que su corazón funcionase mal. El padre de usted le


advirtió de ello el día de la boda. Fue toda una impresión.

—Mi padre tiende a ser más bien brusco.

—Su marido dijo que usted no había tenido ningún ataque hasta cosa de
un mes después de regresar de la luna de miel. ¿Es cierto, señora Stevenson?

—Sí. Lo recuerdo. Sentí mucho que ocurriera.

—Su esposo me contó que la cosa había ocurrido por que él deseaba
romper con la firma de su padre y usted no quiso ni oír hablar de ello.

—Pues… supongo que fue así. Henry quería —era una estupidez, desde
luego—, abrirse paso por su cuenta. Es muy impetuoso… a veces.

—Según él, fue más que eso, señora Stevenson.

—¿Ah, sí? ¿Más?

—Sí. Tengo entendido que hubo ciertas fricciones con su padre, ¿no es
cierto?

—Bueno, sí —admitió Leona, a regañadientes—. Henry creía que papá


no le concedía suficiente importancia. Una idea ridícula.

—Su marido no parece pensar así.

—Da lo mismo, era ridícula. Papá incluso nombró a Henry


vicepresidente y le puso en una de las oficinas más bonitas…

—Sea como fuere, el caso es que se peleó primero con su padre y luego
con usted. Y usted se puso gravemente enferma.

—Sí. No puedo soportar las peleas.

—En apariencia, su esposo adivinó eso —dijo el médico, secamente—.


A él tampoco le gustaban… al menos, después de eso. Parece ser un hombre
bastante fuerte. Y tozudo, si me permite decido. Me dijo que, después de
aquello no hubo más ataques hasta que la sorprendió con aquello de que
deseaba irse a vivir con usted a un apartamento.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Ah, sí… Fue una cosa muy tonta. Quería sacarme de casa de mi
padre y vivir en un piso que había alquilado. Pobre Henry. No sabía nada
de esas cosas. No comprendía las ventajas de vivir con mi padre, sin los
problemas de formar un hogar. Papá nunca nos molestó. Lo único que
ocurría es que Henry tenía una tonta idea de lo que representa ser el cabeza
de familia… Pensaba como cualquier oficinista o vendedor, de esos que
viven en los barrios suburbanos.

—También se pelearon por eso, ¿no?

—Sí. Y, aunque traté de evitado, me puse terriblemente enferma.

—Eso coincide con la historia de su marido. Y fue lo que le hizo decidir


no volverle a llevar la contraria. Pero, después de ese incidente, usted
comenzó a sentirse mal, y ha llegado a empeorar —según él dice—, hasta el
extremo de que ahora es casi una invalida permanente. Como es natural, su
esposo deseaba saber lo que podía esperar del futuro.

—Seguro que estaba muy trastornado —dijo Leona—. Siempre se ha


preocupado por mí. Está muy enamorado.

El doctor Alexander carraspeó.

—Estuve de acuerdo con él en que no hiciera nada que la contrariase.


Le pregunté si había pensado alguna Vez en abandonada. —oyó que Leona
se aclaraba la garganta y continuó, apresuradamente—. Él pareció
sorprendido. Aseguró que nunca había considerado la posibilidad. Yo le
dije que, según mi punto de vista, eso era lo que usted necesitaba, señora
Stevenson. Resulta evidente que él ha sido la causa de todos sus trastornos
emocionales durante los últimos diez años. Si su marido desaparece de su
vida, es probable que usted mejore de inmediato.

—¿Cómo pudo decir usted algo tan horrible…? —sollozó Leona.

—Su marido pensaba que eso la mataría —prosiguió el médico, en tono


calmado—. Pero, como es lógico, le di todas las seguridades respecto a eso.
Le dije que, probablemente, usted haría una escena más o menos aparatosa
pero que, a la larga, se repondría. Y estoy seguro de que seria así. En otras
palabras, le dije la verdad, querida señora. A su corazón no le pasa nada
malo…

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—¡Cómo!

—Lo que he dicho, señora Stevenson. Orgánicamente, su corazón


funciona a las mil maravillas.

—¿Cómo puede decir eso? —preguntó ella, furiosa—. Sabe que soy una
enferma.

—No padece la clase de enfermedad que usted cree —replicó


Alexander—. Se trata de algo mental…

—¡Mental! Creo que está usted confabulado con todos los que quieren
volverme loca.

—Por favor, señora Stevenson, sea razonable. Nadie trata de


perjudicarla.

—¡Claro que sí! —gritó ella—. ¡Desean hacerlo!

—Creo que no sé de qué está usted hablando —replicó él, con


suavidad—. ¿Puedo sugerirle que discuta el asunto con el señor Stevenson?

—¿Discutirlo? ¿Cómo lo voy a hacer? Mi marido no está aquí. No sé


dónde está.

—Quizá mañana sea el momento…

—¡Es usted…!

El médico casi pudo ver la conmoción de Leona cuando colgó el


teléfono de golpe. Por un instante, en su oído sonó la señal de línea. Se
apartó el auricular de la oreja y descansó la otra mano sobre el disco del
teléfono. ¿La llamaba de nuevo? No. Sonrió cínicamente, se encogió de
hombros y remplazó suavemente el receptor sobre la horquilla. Cuando
comenzaba a ir hacia la puerta, desde la otra habitación una voz dijo:

—¡Philip! Ya has tardado bastante, cariño.

Leona —asombrada, incrédula— miraba al aparato telefónico, una


máquina infernal diseñada especialmente para torturarla a ella más allá de
toda resistencia. En su interior luchaban la ira, el orgullo herido y la duda.
¡No podía ser! Quizá durante su infancia hubiera exagerado la importancia
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

de su dolencia. ¡Pero ahora estaba enferma! ¡No fingía! ¡Estaba enferma!


¡Enferma! Se llevó la mano al corazón, apretándola sobre el sitio en que
estaba localizado el malestar. Aspiró profundamente, sintiendo el lacerante,
insoportable dolor. Alexander era un estúpido. Un ser estúpido y brutal.
¿Cómo podía haberle dicho todas aquellas cosas terribles, sugiriendo que
ella había hecho infeliz a Henry? ¿Trataba deliberadamente de trastornarla,
de producir en ella una crisis? Leona se dijo que haría que el hombre fuera
denunciado al Colegio Médico.

¡Y sus mentiras respecto a Henry! Porque eran mentiras, y ella haría que
Henry le hiciera responder al doctor de ellas. Eran mentiras. Ella estaba
enferma. Y Henry la amaba y deseaba ayudarla. Debía ser así. Era
imposible que fuese de otra forma. Era imposible.

De pronto, en sus ojos brilló el desafío. Echó a un lado la colcha, puso


un pie en el suelo y luego el otro. Se levantó y, reteniendo el aliento, dio un
vacilante paso hacia la ventana. Su corazón latía locamente. Oprimió su
pecho, como si pudiera calmar los latidos con la presión de sus dedos. ¡Y el
teléfono volvió a sonar!

¡Era demasiado! Se desplomó sobre la cama, jadeando, vencida por la


intensidad de su angustia.

—¡Mentirosos! —sollozó—. ¡Mentirosos… mentirosos… mentirosos…!

El teléfono seguía sonando y Leona volvió su trastornado rostro hacia


él, gritando:

—¡No quiero hablar con nadie! ¡Los odio a todos!

Pero los calmados timbrazos sosegaron su ira. Luego, sobre la llamada,


oyó un sonido familiar. Pudo advertir el ligero temblor del edificio al cruzar
otro tren sobre el puente. La proximidad del ruido la calmó un poco,
atenuando los febriles impulsos de sus alterados nervios. Mientras el
teléfono no dejaba de sonar. Leona descolgó.

10,30

—Dígame —pidió, con voz débil y llorosa.

—¿La señora Stevenson?


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Esta vez Leona no tuvo ninguna dificultad en reconocer la voz del


hombre.

—Sí, señor Evans, yo soy.

—¿Ha llegado ya el señor Stevenson?

—No —replicó la mujer, tensa—, aún no. No volverá a casa hasta


mañana. —Luego, de forma explosiva, añadió—: Por favor, señor Evans,
por el amor de Dios, ¿puede decirme que ocurre? ¿Por qué llama usted cada
cinco minutos?

Evans dijo, en tono de disculpa:

—Lo siento mucho. No pretendía preocuparla.

—Bueno, pues me está preocupando —gritó Leona—. Insisto en que…

—Éste es un momento difícil… quiero decir para el señor Stevenson —


explicó Evans, con tono de lamento—. Creí que si usted podía decirle…

—Ahora no puedo tomar ningún recado —interrumpió Leona,


furiosa—. Estoy demasiado trastornada…

—Mucho me temo que debe usted intentarlo, señora. Es muy


importante.

—¿Qué derecho tiene a…? —comenzó ella.

Pero Evans, imperturbable, prosiguió:

—Por favor, dígale al señor Stevenson que la casa del veinte de Dunham
Terrace –D-U-N-H-A-M–, el veinte de Dunham Terrace, ha ardido por
completo. Yo la incendié esta tarde.

Asombrada, Leona gritó:

—¿Cómo? ¿Qué dice?

—Y dígale también —continuó el hombre, imperturbable—, que no creo


que el señor Morano –M-O-R-A-N-O–, nos traicionase a la policía, ya que

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

ha sido arrestado. Por lo tanto, ahora ya es inútil tratar de conseguir el


dinero.

—Y… ¿quién es Morano? —preguntó Leona, temblorosa.

Esta pregunta, como las anteriores, fue ignorada por Evans.

—En tercer lugar —siguió—, ¿querrá decirle al señor Stevenson que yo


he huido y me encuentro en la dirección de Marthattan? Sin embargo, no
espero seguir aquí después de medianoche, así que si desea localizarme
puede llamar al Caledonia, cinco, uno, tres, tres. Anote usted ese número
con cuidado, por favor.

—Pero…, ¿a que viene todo esto? —protestó ella.

—Y creo que ya no hay más —dijo Evans, suave—. Si tuviera la


amabilidad de repetirme…

—¡Repetírselo! ¡No pienso hacerlo! —chilló Leona—. ¿Se da usted


cuenta de que soy una inválida, señor Evans? ¿De que estoy gravemente
enferma? Yo… no puedo soportar más esta incertidumbre…

En la voz de Evans había un matiz de piedad, de comprensión, cuando


dijo:

—Comprendo su desagradable situación, señora Stevenson. En realidad,


hace tiempo que tengo noticias de usted.

—¿Tiene noticias de mí? —preguntó Leona, furiosa—. Bueno, pues yo


en mi vida había oído hablar de usted. ¡Nunca!

Con cierta deferencia, Evans dijo:

—Lo siento mucho por usted, señora Stevenson, pero puedo asegurarle
que todo este asunto no ha sido culpa única del señor Stevenson.

—¡Por Dios! ¿Quiere dejar de andarse por las ramas? ¿Qué ha ocurrido?

—Quizá sea mejor contárselo —murmuró Evans, pensativo—. Y


hacerlo antes de que los hechos reales sean desvirtuados por la… policía.

—¡La policía!

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Evans hizo una breve pausa y luego, lentamente, comenzó:

—¿Tiene usted un lápiz, señora Stevenson? En lo que voy a contarle hay


nombres y lugares que podrían resultar provechosos si usted… tuviera la
amabilidad de anotados…

«Debo comenzar por la noche en que conocí al señor Stevenson —dijo


Evans—. Creo que la fecha exacta fue el día 2 de octubre de 1946. El lugar,
la fábrica de su padre en Cicero, Illinois. Había mucho quehacer y yo estuve
trabajando hasta muy tarde en mi laboratorio, comprobando algunos de los
informes sobre fórmulas. Un leve sonido a mi espalda atrajo mi atención y
me volví, encontrándome frente a alguien que me miraba a través del panel
de cristal de la puerta de mi despacho. Un momento más tarde se abrió y
entró un joven.

—Buenas noches —dijo—. ¿No es muy tarde para estar trabajando?

—Sí, señor Stevenson —repliqué—; pero es necesario.

Le expliqué que tenía la costumbre de trabajar hasta última hora de la


noche.

—Esta parte de la fábrica siempre me ha interesado mucho —me dijo,


mientras iba de un lado a otro del laboratorio—. Es la primera vez que
puedo echarle un vistazo.

Eso me satisfizo. Rara vez tenía visitantes que estuvieran interesados en


mi trabajo, y la oportunidad de poder hablar de él fue, debo confesarlo, una
novedad muy agradable. Además, como el señor Stevenson era yerno del
señor Cotterell, la visita resultaba doblemente satisfactoria.

El laboratorio era un sitio agradable. Contaba con el mejor equipo de


trabajo, y todo ello había sido dispuesto de la mejor forma posible bajo las
baterías de tubos fluorescentes cuya luz se reflejaba sobre los suaves tonos
de los azulejos de las paredes.

—¿Hay algo en particular que le interese? —pregunté.

—No, no… Sólo quería echar un vistazo. Este departamento siempre


me ha inspirado curiosidad. ¿Qué hacen aquí?

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—Nuestro trabajo se relaciona con la química de narcóticos. Los


narcóticos no ocasionan siempre las cosas dañinas que leemos en los
periódicos. Muchos de ellos son verdaderas bendiciones para la
Humanidad, cuando son administrados en las dosis justa… como es el caso
de los productos Cotterell.

Supongo que mi forma de hablar, en cierto modo pedante, le divirtió.

—Mire, Evans —dijo—. He pasado entre drogas la mayor parte de mi


vida. Ahora, dígame qué es lo que hacen aquí.

—Bueno, en este laboratorio descomponemos el opio puro en sus


diversos alcaloides. Supongo que sabe que el opio tiene veinticuatro
alcaloides: morfina, codeína…

Bueno, bueno —me cortó—. Narcóticos. Aquí debe de haber enormes


cantidades.

—Desde luego —asentí—. Y ésa es toda una responsabilidad, por


decirlo así.

—¿Y qué hacen con los distintos alcaloides?

—Bueno, pues los usamos en los productos Cotterell, como es lógico.

—No, no. Quería decir que qué hacen con ellos antes de que la fábrica
los necesite. No creo que los guarden por aquí, en frascos colocados sobre
estanterías.

—Bueno… eso es un secreto —repliqué.

—Como debe ser. Supongo que podría preguntárselo al señor


Cotterell…

—¡Qué tontería! Sólo quería demostrarle el cuidado con que guardamos


esta información. Como es lógico, no hay ningún motivo para que el yerno
del señor Cotterell no deba ser informado.

Me dirigí hacia la pared de azulejos que había frente a la puerta e inserte


una llave en un pequeño orificio que había bajo el interruptor de la luz.
Parte del muro se descorrió, revelando la inmensa caja de caudales en la

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que guardábamos nuestra reserva de narcóticos. El señor Stevenson pareció


muy impresionado.

—¿Y no le preocupa tener alrededor toda esa dinamita humana? —quiso


saber él.

—Como dije antes, es una gran responsabilidad, pero no es probable que


esa caja se abra ante nada que no sea su combinación exacta.

—Lo que quería preguntar es qué ocurre con los errores. Suponga que se
equivoca en la cantidad que pone en alguno de los productos. ¿No podría
eso hacer mucho daño?

—Es muy poco probable que una cosa así pueda suceder. Nuestras
medidas son exactas y van de acuerdo con las fórmulas prescritas. Llevo
aquí quince años y nunca se ha cometido ningún error.

—Desde luego —dijo él, con una sonrisa—. Sólo lo he preguntado por
curiosidad.

Después de eso, volvió a pasarse por el laboratorio unas cuantas veces.


Siempre se mostró muy amistoso y cordial conmigo. Le mostré los distintos
procesos en acción, y él pareció tener, por sus años de experiencia en el
negocio farmacéutico, una cierta comprensión básica de lo que era una
terminología bastante complicada. A mí me hacía sentir muy satisfecho que
una figura tan importante de la Compañía se mostrase tan amable conmigo.

«No me ha dicho usted nada que no supiera ya —pensó Leona—. Henry


es así. Curioso. Todo le interesa. Se siente obligado a conocer todos los
detalles del trabajo de la Compañía. Es lo que papá llama ser entrometido.
Uno de los temas por los que discuten. Henry cree que papá siente
animadversión hacia él, que trata de hacerle de menos. Incluso habló de ello
al doctor Alexander. Tal vez papá sea demasiado severo».

—Aproximadamente cuatro semanas después —continuó el señor


Evans, tras una pausa— de mi primer encuentro con el señor Stevenson, me
encontraba fuera de la fábrica, esperando un autobús que me llevara a casa.
Era una noche de perros, con un viento huracanado que hacia caer la fría
lluvia casi horizontalmente por las calles de la ciudad. Como puede
imaginar, mi paraguas no era una gran protección. Esperando en aquella

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esquina, me sentía totalmente desamparado. Pero la cosa no duró mucho.


Un magnífico sedan negro se detuvo justo enfrente de mí y alguien gritó:

—¡Evans!

Miré a través de la lluvia y vi que era el señor Stevenson.

—Suba —me dijo—. Le llevaré.

—Es usted muy amable, pero no quisiera molestarle. Tal vez pueda
ayudarme a tomar un autobús más abajo. No me apetece mucho seguir más
rato bajo esta lluvia.

—Olvídelo. Encantado de llevarle a casa. En realidad, detesto conducir


a solas.

El coche se puso en marcha suavemente y no pude por menos de


admirar la belleza del automóvil.

—Es de mi esposa, —dijo el señor Stevenson, cuando se lo mencioné.

—Nunca he tenido coche. Siempre me han parecido demasiado…


bueno… mecánicos. Personalmente, prefiero un tronco de briosos caballos
y un buen carruaje.

El señor Stevenson no me interrumpió, por lo que supongo que seguí


hablando un buen rato de… caballos. Verá, me crié entre ellos. Eso fue en
Surrey, y supongo que uno nunca puede olvidarse de la infancia.

—Los caballos son maravillosos —dije—. Tan fuertes y, al mismo


tiempo, tan elegantes. Desearía tener cientos de ellos.

Al oír esto, el señor Stevenson me miró de una forma bastante extraña.

—¿Quiere usted decir…?

—Sí —le aseguré—. Nada me gustaría más que tener una pequeña finca,
con unos grandes y limpios establos, buenos pastos y el mejor ganado
equino de Inglaterra.

—¿Inglaterra?

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—¡Oh, sí! Supongo que todos los ingleses que viven en el extranjero
desean acabar su vida en la patria. Siempre hay algo que le tira a uno hacia
ella, por mucho tiempo que lleve fuera.

Volvió a mirarme, con la sombra de una sonrisa en sus labios.

—No hay nada malo en desear una cosa —dijo—. Lo malo es no hacer
nada para conseguida.

—Eso es muy fácil de decir, si me perdona la impertinencia, pero no


todos pueden respaldar sus deseos con la energía necesaria ni precisar con
exactitud lo que uno quiere. A veces, uno lo averigua cuando ya es
demasiado tarde. Yo, por ejemplo, tengo un pequeño juego conmigo
mismo.

—¿Sí? —preguntó él, con tono levemente divertido.

—Sí —repliqué—. Hace unos años, volví a Inglaterra a pasar unas


vacaciones y elegí un pequeño lugar cerca de Dorking. Un sitio perfecto. Un
pequeño terreno con jugosos prados, umbrías arboledas y un bello arroyo. A
los caballos les encantan los arroyos. De vez en cuando, me entero del
precio de ese lugar. Sólo por divertirme, claro, porque sé que nunca tendré
medios para comprarlo. Pero me gusta planear lo que haría en ese lugar si
pudiera.

—Tiene usted razón —dijo el señor Stevenson, con tono de cinismo—.


Trabajando para mi suegro, nunca logrará comprar esa finca.

Esto me dejó desconcertado.

—No —admití—. Supongo que no.

Volvió a mirarme y observé que esta vez en su mirada había un leve


matiz especulativo, como si dudase entre decirme algo. Lo que al final dijo
me dejó totalmente desconcertado.

—Usted y yo, Evans, tenemos mucho en común.

«¡Fantástico! —pensó Leona—. ¡Henry y ese cansino viejo! ¿Por qué


tendría Henry que compararse con ese pesado farmacéutico? Tengo la
sensación de que Evans está un poco mal de la cabeza».

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—Pero…, señor Stevenson…, ¡qué cosa más absurda! Yo pensaba…

—No piense nada, Evans, a no ser que se trate de su trabajo o de esa


finca en Inglaterra. —Dijo esto con cierta aspereza. Durante un rato,
ninguno de los dos habló. Cuando llegamos a mi casa, abrí la portezuela del
coche para salir. De pronto, sentí su mano sobre mi brazo—. Espere un
momento, Evans. Quiero hablar con usted.

—Desde luego, señor Stevenson —repliqué, cerrando la portezuela.

—Evans, se me ha ocurrido una idea. Si es buena, para usted significará


esa finca de Inglaterra. Para mí significara… Bueno, eso no importa. Usted
puede decirme si es buena o mala. Nadie más puede hacerla. —En ese
momento el señor Stevenson estaba serio. Su expresión era tan sombría
como la misma noche. Tenía la mirada clavada en mis ojos y su mano me
atenazaba el brazo dolorosamente.

—¿Qué quiere decir? —pregunté, con aprensión, ya que su modo de


hablar resultaba impresionante.

—Quiero decir que puede usted comprarse su viaje a Inglaterra, o a


cualquier otra parte. Y eso sólo a base de cometer unos cuantos errores.

—¿Errores? —pregunté, con poco aliento—. Me temo que no le


comprendo.

Suavemente, él replicó:

—Errores en la cantidad de narcótico que pone en los productos


Cotterell. No es que deba poner más, Evans, sino menos… mucho menos.

—¡Cielo santo, no! —exclamé tembloroso—. Nunca se me ha ocurrido.

—Nadie más que usted —y yo— se enteraría, Evans. Los dos sabemos
que esas medicinas baratas serían mucho mejores para la Humanidad si
contuviesen menos narcóticos. Nadie y mucho menos la compañía Cotterell
advertiría la diferencia. Y las drogas que usted no pusiera, Evans,
significarían para usted esa finca en Inglaterra de la que antes hablaba.

«¡No! —gritó Leona, para sí—. Es imposible. Este hombre es un


lunático. ¿Qué trata de hacer? ¿Quién cree que va a tragarse toda esa sarta

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de embustes? ¡Sugerir que Henry haría una cosa así! Está loco. Eso es lo que
esta. ¡Loco! Pero debajo de todas esas tonterías debe haber algo. Henry
habrá hecho algún negocio con ese hombre. La señorita Jennings mencionó
que Evans había llamado a Henry varias veces».

»Me sentía horrorizado… y fascinado. Todo había sido tan repentino


que casi me era imposible pensar. Necesitaba un poco de tiempo para
ordenar mis ideas.

—No estoy tan seguro de que se pueda hacer tan fácilmente —dije.

—¡Cómo! Para un químico tan bueno como usted sería sencillísimo.

Debo admitir que sus palabras me envanecieron. Nadie se había


molestado nunca en mostrar ningún aprecio por los milagros químicos que
se realizaban, bajo mi dirección, en el laboratorio Cotterell. Y el señor
Cotterell, menos que nadie.

—¿Cree de veras que soy un buen químico? —pregunte, tontamente.

—El mejor que conozco —aseguró el señor Stevenson rápidamente—.


He observado su trabajo. He consultado su historial. Y me ha desagradado
profundamente ver la miseria con que pagan su talento.

No supe qué hacer. La tentación es algo terrible, sobre todo, cuando lo


que se pide de uno resulta tan fácil de hacer… si se es buen químico. Dudé,
jugueteando con la manija de la portezuela. Pero el señor Stevenson tenía
más cosas que decir.

—Vamos, Evans, no sea tonto. Ya he discutido el asunto con otra


persona.

Esto me dejó estupefacto.

—¿Otra persona? —grité—. ¡Cielo santo, qué locura!

—Nada de locura —replicó él, sonriendo torvamente—. Sentido común.


Alguien debe vender el producto una vez nosotros lo hayamos conseguido.
Yo no sabría que hacer con él. Al menos, por ahora. Pero el hombre con el
que hablé podría encargarse de eso. Se llama Morano. Tomará todo cuanto
le entreguemos y dividirá los beneficios en tres partes.

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«Está loco —pensó Leona—. Ahora ya no me cabe duda. Tal vez se


trate de un empleado despedido cuya cabeza se ha trastornado. Un cuento
absurdo. Parece una película».

»Finalmente, la enormidad del asunto hizo sonar un timbre de alarma


en mi cerebro. De haberse tratado de cualquier otro que no fuese el señor
Stevenson, la cosa no me hubiera afectado tanto. Pero el que aquel atractivo
y poderoso joven que vivía en el seno de una familia millonaria pudiese
forjar un plan así, resultaba increíble.

—Me desconcierta usted, señor Stevenson —dije, débilmente—. ¿Por


qué tendría usted precisamente usted que desear meterse en un asunto tan
turbio como el que sugiere? Creo que ha tratado de probar mi integridad… y
eso me duele mucho, señor.

Torció la boca. La expresión de su rostro no tenía nada de agradable.

—Evans…, usted quiere algo —dijo—; esa finca. Yo también quiero


algo: dinero. Mi propio dinero. Voy a lograrlo. Y cuanto antes y más
fácilmente, mejor. Eso es todo. Deseo algo. Lo consigo. Ahora subamos a
su cuarto y hablaremos del asunto.

—Pero, aguarde —supliqué—. ¿Y si nos atrapan?

—No lo harán. Vamos.

»Y no nos atraparon, señora Stevenson. Desde el quince de diciembre de


mil novecientos cuarenta y seis, hasta el treinta de abril de mil novecientos
cuarenta y siete, todo funcionó a la perfección. Yo realizaba mi parte del
trato con sorprendente facilidad. Era muy sencillo sustituir por polvos y
líquidos inofensivos considerables cantidades de alcaloides de morfina.
Generalmente, lo hacía por la noche, cuando mis ayudantes no estaban.
Nadie me prestó la más mínima atención. Cada viernes le entregaba al
señor Stevenson los paquetes de drogas y él, a su vez, los pasaba al señor
Morano. No se dónde lo hacia. Por aquella época, nunca llegué a ver a
Morano.

Para el treinta de abril, yo ya había ahorrado casi quince mil dólares.


Resultaba increíble. Era mi sueño hecho realidad. Entonces, un día recibí
una nota de la Compañía Cotterell diciéndome que iba a ser trasladado a la

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planta de Bayonne, Nueva Jersey. Aunque, según la nota, en ese lugar iba a
seguir encargándome del departamento de narcóticos, la cosa me asustó.
Me parecía totalmente innecesario trasladarme a un lugar en el que haría el
mismo trabajo por el mismo sueldo. En cuanto pude, fui a ver al señor
Stevenson.

Cuando estuvimos a solas en su oficina, le mostré mi orden de traslado.

—¿Lo solicitó usted? —me preguntó.

—No, en absoluto. Por eso me preocupa el asunto. Estoy seguro de que


sospechan algo.

—¡Qué tontería! —replicó él—. Si algo fuera mal, hace tiempo que le
hubiese detenido la policía. Ese traslado debe de ser cosa de rutina. Yo
mismo lo comprobaría, pero… ¿por qué atraer la atención sobre ello? No
hay razón alguna para preocuparse.

Su fría seguridad no me calmó por completo. El señor Stevenson tiene


un carácter de hierro, pero yo, no.

—Es una señal, un presagio —dije, nervioso—. Estoy seguro.

—Una señal… ¿de qué?

—De que debemos detenernos. Éste… éste es un asunto terrible, señor


Stevenson. No podré seguir en él mucho más tiempo. Ahora ya casi tengo
suficiente dinero ahorrado para volver a Inglaterra. Tal vez pueda hacerla
antes de que el traslado a Bayonne se haga efectivo.

El señor Stevenson me miró con su peculiar sonrisa socarrona. No es


una cosa muy agradable de ver, se lo aseguro.

—Evans —comentó, suavemente—, se retirará usted cuando yo se lo


diga. Que eso quede bien claro: cuando yo se lo diga. No antes.

Se levantó de ante su escritorio y fue hasta la puerta para asegurarse de


que nadie podía oírnos. Luego volvió junto a mí y tomó asiento en el borde
de su escritorio. Seguía sonriendo, pero sus ojos eran fríos como el hielo.

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—Le necesito, Evans, y no pienso dejarle ir. Tal vez a usted le interesen
las migajas que hemos conseguido. Pero yo, no. Quiero más. Mucho más,
Evans, y pienso lograrlo. Y me parece que sé cómo hacerlo… rápidamente.
Mucho más rápido que hasta ahora.

—¿Qué quiere decir?

—Me ha dado usted una idea. Una gran idea, como las que a mi me
gustan. Tenía razón al decir que el traslado era una señal. Se trata de la
señal más clara que haya usted visto. E indica directamente al mayor
montón de dinero que pueda imaginarse. Cuando logre ese montón, podrá
irse, Evans. Si hace lo que yo le diga, no será una espera demasiado larga.

Hablaba en voz muy baja, pero su determinación era indudable. En sus


ojos brillaban unas intensas lucecitas en las que había algo casi demencial.

—Por favor, señor Stevenson —supliqué—. ¿Cree acertado llevar más


lejos este asunto? Admito que, hasta ahora, todo ha sido muy sencillo. Pero,
¿no le estará ofuscando este éxito inicial? Después de todo…, ¿hasta qué
punto puede confiar en el señor Morano?

Él resopló.

—Morano. Un gangster sin importancia. Se ha estado aprovechando de


nosotros, Evans. Nos arriesgamos, y él se queda con un buen bocado de los
beneficios.

Se puso en pie y fue a la ventana que daba sobre la inmensa fábrica. De


espaldas a mí, dijo:

—No pienso dejar que Morano siga interviniendo en esto. No, ese
pequeño oportunista ya no va a meter más baza —se volvió a mirarme—.
Con usted en Bayonne, Evans, creo que el señor Morano tendrá que
encontrar algún otro que el abastezca.

Yo no tenía idea de a qué se refería.

—No creo que sea fácil echar a un lado a alguien como Morano —
dije—. Esos hombres trabajan en grupos y, por lo general, se les supone
bastante difíciles… quiero decir que, en esos asuntos, suelen mostrarse
violentos.
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—Ya me las arreglaré con Morano. Cuando se entere de que ha sido


usted trasladado a Bayonne, cortando así la fuente de la que me proveo, no
lo pensara dos veces. Es un estúpido. Y entre todos los de su pandilla no
hay ni uno con cerebro. No creará problemas.

»Ahora —dijo, volviéndose a sentar tras su escritorio—, el panorama es


el siguiente. El asunto de los narcóticos es muy importante. Nunca había
comprendido eso hasta que vi el gran negocio que un pistolero barato como
Morano podía hacer sólo con nosotros. Y no olvide que tiene otros
abastecedores. De acuerdo. Acabamos el asunto aquí, nos deshacemos de
Morano, y de la obligación de darle un tercio de los beneficios. Luego,
comenzamos nuestro propio negocio en Bayonne, vendiendo el producto en
Nueva York, el mercado más rico del país. Haremos más transacciones, con
beneficios mayores y partes más importantes para cada uno. Lo único que
debe usted hacer es lo que ha venido haciendo hasta ahora. Sólo que tal vez
tengamos que almacenar las drogas en algún lugar seguro. Ya
encontraremos otro sitio para establecer nuestro negocio. Y ya estaremos
metidos en el asunto.

—Pero, señor Stevenson… Eso es fantástico. Supongamos por un


momento que yo fuera capaz de ayudarle de esa forma. ¿Cómo podría
usted… entrar en contacto con los clientes de nuestro producto? Es
excesivamente peligroso, se lo aseguro. Resulta mejor seguir siendo
pequeños, sin arriesgarnos, que tentar a la Providencia.

—Mire, Evans, cuando era joven y me dedicaba a servir refrescos y


hacer paquetes en una farmacia, me las arreglaba para sustraer unas cuantas
cajas de polvos, botellas de perfume y toda clase de cositas pequeñas.
Siempre había alguien interesado en comprarlas baratas y sin hacer
preguntas. Sólo me atraparon una vez, y un tipo llamado Dodge, que me
apreciaba y sabía que yo era pobre y tenía que ayudar a mi familia, me sacó
del aprieto. Me atraparon porque no vigilé mis pasos, y eso me enseñó una
lección. Uno puede hacer cualquier cosa, con tal de que sea listo y se ande
con cuidado. Bueno, Bvans, soy lo bastante vivo para establecer las
conexiones adecuadas en Nueva York. Déjeme eso a mí. Y, créame, nadie
soñará nunca en que usted o yo tenemos algo que ver con ese negocio.

«¡Cielo santo, qué insidiosas eran sus palabras! Y ella comenzaba a


creerlo. Lo hacía todo tan real… Todo encajaba tan limpiamente… Pero no
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debía hacerle caso. Era imposible que aquello fuera cierto. Ella no
permitiría que lo fuese».

»Mes y medio más tarde comenzamos las operaciones en Staten Island,


Nueva York. Nuestro cuartel general estaba instalado en una vieja casa en
el veinte de Dunham Terrace. Yo compré la casa por encargo del señor
Stevenson. Contraté un par de tipos de la localidad cuidando que no fueran
muy listos, ¿comprende? que creían que yo trabajaba para un proyecto
científico del Gobierno. Uno de ellos hacía de centinela, advirtiéndome de
la proximidad de extraños y cosas por el estilo. El otro, un jorobado,
mantenía la casa limpia y manejaba la pequeña lancha a motor que yo
había comprando para llegar al edificio por mar. Los dos eran muy leales y
poco habladores, aunque había poco que temer, ya que en la casa no se
guardaban nada que les pudiera hacer sospechar. Se trataba sólo de un
centro de distribución, y las drogas eran llevadas allí desde el «almacén» y
entregadas inmediatamente.

El almacén estaba instalado en mi cuarto, desde donde le habla ahora.


Está situado en una casa eminentemente respetable, y mi patrono es un
pastor protestante retirado. Un hombre muy ingenuo. Mi camioneta ha
servido a la perfección como depósito para las diversas sustancias que
vendíamos. No creo que hubiera podido encontrarse un sitio más seguro
que esta agradable habitación.

Me desplazaba a Staten Island varias veces a la semana, y allí me


entrevistaba con los clientes mandados por el señor Stevenson. El sistema
como entablaba contacto con ellos lo desconozco. Hasta que los conocí a
todos de vista, empleamos una palabra clave para identificar a los clientes.
Esos hombres —y unas pocas mujeres— trabajaban al por menor.
Compraban cierta cantidad y redistribuían el producto a los…
consumidores.

Como puede usted suponer, yo estaba ganando considerables sumas de


dinero cada semana. Pero, en apariencia, el señor Stevenson no se sentía
satisfecho con mis progresos.

Varios meses después —como sabe— el señor Stevenson llegó a Nueva


York, ya que, no sé cómo, había conseguido que le trasladasen a la sucursal
de la Compañía Cotterell en esta ciudad. Un verdadero objetivo, como

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puede suponerse, era el de hacerse cargo de la supervisión de nuestras


ventas de narcóticos, pues creía que el creciente volumen de nuestro
pequeño negocio podía ser grandemente estimulado si él estaba cerca. Poco
después descubrí que existía una urgencia mucho mayor que el simple deseo
del señor Stevenson de hacer la mayor cantidad de dinero en el menor
tiempo posible. La verdad era que el señor Stevenson, sin decirme nada,
había estado jugando a la Bolsa, utilizando como capital los beneficios que
le producía su mucho menos honorable actividad. Por desgracia, era menos
astuto en sus especulaciones bolsísticas de lo que había sido en su ilegal
negocio. Se encontraba en un grave aprieto. Y lo que era aún más
lamentable era que, tan pronto como llegó a Nueva York, continuó
invirtiendo más y más dinero en inútiles operaciones en el mercado de
valores, de forma que cada penique que yo le entregaba pasaba
directamente a sus corredores de Bolsa.

«¡Sally! ¡Sally había mencionado la oficina de un corredor de Bolsa! Y


aquel hombre Freeman, —o como se llamase—, que se lamentaba con
Henry de ciertas pérdidas. Eso no había sido una coincidencia, ni fue
tramado por Evans. Toda la historia se estaba haciendo cada vez más y más
racional. Tal vez Evans no estuviera loco…».

»Eso resultó un duro golpe para mí, ya que no veía oportunidad de


librarme del dominio del señor Stevenson. Su abrumadora vanidad que, en
el fondo, era el motivo de que estuviese tan ansioso de triunfar en los
negocios legales le llevó a repetidos intentos de recuperar sus pérdidas.
Cuando yo le sugería que se detuviese, limitándose a acumular fondos
mientras nuestro negocio diese tan excelentes resultados, él me miraba con
aquel desprecio que yo había aprendido a conocer y me decía que ahorrase
saliva.

Un día le pregunté:

—Señor Stevenson, ¿por qué insiste en jugar a la Bolsa? No cabe duda


de que, en estos días, las oportunidades de obtener ganancias sustanciales
en el mercado de valores son muy limitadas… sobre todo, comparándolas
con nuestro propio negocio.

Él me dirigió una extraña sonrisa.

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—Usted sabe que deseo dinero; pero no me sirve cualquiera, sino uno
que yo pueda enseñar, que me consiga un poco de respeto. Quiero
montones de dinero. Y no pienso esperarlo toda la vida. Bueno… ¿Cómo
podría explicar la procedencia de los beneficios que consigo en este
negocio? La respuesta es… no podría. Cuanto me es posible hacer es
emplear esos fondos para introducirme en algo respetable. Por eso juego a la
Bolsa. Cuando tenga suerte en ella, nadie sabrá lo que me costó empezar.
Puedo decir que ahorré parte del dinero que el viejo Cotterell me pagaba por
calentar mi silla. Luego, cuando consiga eso, seré rico, respetable… y podré
decirle a Cotterell lo que puede hacer con su vicepresidencia hecha a la
medida.

Como puede ver, el señor Stevenson es un hombre rencoroso y lleno de


vanidad. Su deseo de prestigio hubiera sido totalmente lógico en cualquiera.
Pero otro hombre se hubiese contentado con trabajar honestamente para
conseguir su meta. Esta noche puedo moralizar sobre la falta de principios
del señor Stevenson, porque —como ya debe usted de sospechar— me he
liberado finalmente de esa esclavitud. Ya no pertenezco al señor Stevenson.
No pretendo disculpar mi propia conducta. Pero mi debilidad fue la de un
viejo sin esperanzas que es seriamente tentado. La suya, por el contrario,
fue el desgraciado producto de una mente retorcida y degenerada que se
alberga en un cuerpo fuerte y bello. En otras palabras: yo soy un mal
hombre; él, un elemento peligroso.

Por suerte —o por desgracia, según se mire— el capítulo final de nuestra


historia estaba ya escribiéndose aún en los momentos en que el señor
Stevenson se proponía aumentar las ventas de los narcóticos suministrados
por mí. Hace cosa de un mes, recibimos una visita.

10,40

»Una noche, tuve que reunirme con el señor Stevenson en la casa de


Dunham Terrace. Llegué un poco más tarde de lo habitual. Esa vez había
ido en ferry desde Marthattan, y un banco de niebla sobre el río provocó un
cierto retraso. Subí a toda prisa las escaleras de la vieja casa y entré en la
sala de estar. El señor Stevenson estaba sentado en una de las desvencijadas
sillas que formaban parte del mobiliario del cuarto. Junto a él, sobre una
mesa, había un quinqué, y a luz pude verle el rostro claramente. Estaba
blanco como una sábana, y en sus labios flotaba aquella extraña sonrisa. Me
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miró a mí y luego hacia el rincón del cuarto que ocultaba la puerta, que yo
continuaba manteniendo abierta. Entré en la habitación, cerré…, ¡y vi al
hombre del rincón!

Estaba sentado a horcajadas en una silla de cocina, con los brazos


cruzados sobre el respaldo. A la escasa luz del quinqué no pude distinguirle
demasiado bien, pero me di cuenta de que nunca le había visto con
anterioridad. Parecía ser un hombre bajo, cuidadosamente vestido. Su
aceitoso pelo negro reflejaba el brillo del quinqué. Estaba mirándome y, lo
que pude distinguir de su rostro no tenía nada de agradable. Moreno, de
facciones duras y regulares y ojos pequeños que no pestañeaban. Después
de que hube cerrado la puerta, nadie habló por unos instantes. Luego el
hombre movió la cabeza hacia el señor Stevenson.

—¿Es él? —preguntó.

—Sí —replicó el señor Stevenson. Y luego, dirigiéndose a mí—: Evans,


le presento a un viejo amigo: Morano.

El hombre me miró de arriba abajo.

—Siéntese.

Lo hice… con bastante alivio, debo añadir. El shock de esta inesperada


reunión me había puesto muy nervioso. Estaba enormemente alarmado.

—Morano no está muy satisfecho de nosotros —explicó el señor


Stevenson, burlón—. Le duele mucho que le hayamos excluido del consejo
de directores.

Miré a Morano para observar el efecto de las palabras del señor


Stevenson. Pero si al hombre le afectaron en algo, no se le notó. Siguió en
silencio, esperando a que el señor Stevenson acabase.

—Acabo de notificar al señor Morano que no podemos considerar su


demanda de reinstalación. Él iba a hacer comentarios sobre mi respuesta
cuando entró usted.

El señor Stevenson unió las yemas de los dedos, frunció los labios y
miró a Morano con exagerada cortesía.

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Morano le contempló un buen rato en silencio, como si estuviera


meditando sobre algo. Luego comenzó a hablar. Su voz sonaba un poco
turbia, ya que el hombre articulaba las palabras sin mover apenas los labios.
Pese a todo, estoy seguro de que tanto el señor Stevenson como yo no
tuvimos ninguna dificultad en entenderle.

—No se haga ilusiones —dijo—. Tal vez todo esto no sea tan divertido.
Tal vez si se decide a escucharme aprenda algo, Stevenson. Hasta un
caballero tan listo como usted puede enterarse de cosas que no sabe. Como,
por ejemplo, la mejor forma de seguir con vida.

Tras una breve pausa, el hombre siguió:

—¿Qué clase de negocio cree que es éste? ¿El de comestibles? ¿Supone


que cualquier puede abrir una tienda? ¿Que el primer advenedizo que no
tiene más que llegar y ponerse al trabajo? ¿Su extraordinario cerebro le dijo
eso, Stevenson? ¿Lo mismo que le dijo que me hiciera a mí a un lado y que
yo no iba a hacer nada por vigilarle?

—Un tanto para usted —dijo el señor Stevenson perezosamente—. Le


infravaloré, Morano.

—No es en lo único que se ha equivocado. Si no fuera por mí, lo más


probable es que en estos momentos estuviera usted muerto. Todos los que
forman parte del negocio saben lo que está usted haciendo. ¿O creyó que no
sería así? Ha de saber que pensaban matarle en cuanto consiguieran al
profesor. Deseaban obtener a Evans y, una vez lo tuvieran, asegurándose así
que seguirían contando con la droga, a usted le ocurriría algo, Stevenson.
Algo muy desagradable. Pero ya arregle eso. Tengo muchos amigos en esta
ciudad. Por eso le dejaron en paz… aunque sólo por breve tiempo.

El señor Stevenson ya no sonreía.

—No creo que eso nos interese, Morano. Podemos arreglárnoslas muy
bien sin usted. Cuando es necesario hacer una transacción, la hacemos
directamente. Ya tiene usted su negocio de Chicago. Debería conformarse
con eso.

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—Le parecerá raro, pero no me conformo. Ha sido usted muy estúpido,


Stevenson. No creo que en este asunto tenga muchas posibilidades de
elección. Me parece que no tiene ninguna.

—¿Y eso que quiere decir?

—Pues que, o yo entro en el negocio… o les denuncio a la policía. Es así


de fácil. O intervengo, ahora, o esto se acaba.

El señor Stevenson se crispó ante aquello.

—No será capaz de hacer eso, Morano. Usted también intervino en el


asunto de Chicago. Se hundiría con nosotros.

—Ni hablar. Nadie me molestaría. Resulta imposible probarme nada.


Jamás les había visto a ustedes, ¿comprende? Y, lo que es más, nadie va a
saber quien dio el soplo respecto al yerno del viejo Cotterell. Con una
información como esa se consigue muchísima protección.

Entonces ocurrió la cosa.

El señor Stevenson saltó de su silla, lívido de ira, y se lanzó contra


Morano. Su puño golpeó al hombrecillo en la mandíbula y le hizo caer
hacia atrás. El señor Stevenson, como un animal rabioso, le siguió,
echándosele encima y buscándole la garganta. No me cabe duda de que
hubiera matado a Morano en aquel momento… si algo no se lo hubiese
impedido. Pero, como yo ya había observado, en lo que respectaba a
Morano, era imposible tomarle por sorpresa. En el momento en que los dos
hombres caían al suelo, la puerta se abrió y, en un instante, el señor
Stevenson se vio en pie y sujetando firmemente por dos matones de
Morano. Tenían un aspecto sumamente amenazador y, por un momento,
temí que redujeran al señor Stevenson a pulpa. Pero Morano, desde la
puerta, dijo:

—Dejadle en paz, muchachos. No quiero que le queden señales. No es


conveniente que tenga que explicar nada a nadie.

Morano se levantó del suelo, sacudiéndose sus elegantes ropas y


enderezándose el nudo de la corbata. De un bolsillo sacó un peine con el

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que devolvió a su aceitoso pelo negro la brillante perfección anterior. Luego


dijo:

—Sentadlo en esa silla… y largaos.

Devolvieron al señor Stevenson a su asiento. Observé que uno de los


hombres palpaba las ropas del señor Stevenson, supongo que buscando
algún arma. Él, pálido y tembloroso, se sentó y los dos hombres salieron del
cuarto. Morano se acercó al señor Stevenson.

—¿Comprende lo que quería decir? —preguntó.

El señor Stevenson asintió de mala gana.

—Bueno. Ahora nos comprendemos mutuamente. No hay necesidad de


que volvamos a tirarnos del pelo. Haga lo que le digo y me cuidaré de usted.
Y eso también va por el profesor añadió, sonriéndome de forma muy
desagradable.

»Desde este momento, soy yo quien dirige el negocio. Dividiremos


mitad y mitad. El cincuenta por ciento para mí y el resto para ustedes dos.
No les irá tan bien como antes, pero yo tengo grandes gastos.

—Eso… no es justo —dijo el señor Stevenson, débilmente—. No habrá


bastante…

—Es justo —le espetó Morano—. Y es justo por que yo digo que lo es.
Si no le gusta, siempre puede largarse, mientras el profesor se quede —se
volvió hacia mí—. Puede que a él le gustase. Así recibiría una parte mayor,
¿no? El profesor no pensaría en traicionar a nadie… excepto puede que a
usted, señor Stevenson.

Pero el burlón humor de Morano no duró mucho. Su fría mirada volvió


a fijarse en mi compañero.

—Ahora ya sabemos cuáles son nuestras posiciones a partir de este


momento. Sólo queda un pequeño asunto que saldar… una insignificancia
de cien de los grandes.

El señor Stevenson se sobresaltó.

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—¿Cien de los grandes? ¿Para qué?

—Para cubrir el tiempo transcurrido entre ahora y el día en que me dejó


usted de lado.

—¡Está loco! —gritó el señor Stevenson—. No tengo esa cantidad. He


perdido en la Bolsa cada céntimo que gané.

—Es una lástima —dijo Morano, en tono de lamento—. Una verdadera


lástima. —Luego su cara adoptó una fría expresión—. Consígalos. Y en el
plazo de un mes.

El señor Stevenson se puso pálido.

—Está usted mal de la cabeza, Morano. No puedo reunir tanto dinero


en un mes. Necesito mucho más tiempo. Entonces, tal vez mi esposa…

Con desprecio, Morano dijo:

—¡Su esposa! ¡A ella no puede sacarle nada!

—No comprende —balbució el señor Stevenson, roncamente—. Está


enferma. No tardará mucho en morir. Me lo deja todo. Eso dice su
testamento. No tiene que esperar más que unos pocos meses… Eso será
todo, estoy seguro…

—Nunca espero a que nadie muera —replicó Morano—. Y usted, si es


listo, no lo hará tampoco. Si es necesario que alguien se muera… se muere.

—¡Por Dios! —gritó el señor Stevenson—. Yo no puedo…

—No me importa lo que pueda o no pueda hacer usted. Reúna ese


dinero en treinta días.

—Pero…

—Mire… —Morano sonrió—. No quiero apretarle demasiado las


clavijas, señor Stevenson.

—¿Sí? —preguntó él, esperanzado.

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—Si se encuentra con demasiados problemas, acuda a mí. Tal vez pueda
prestarle… cierta ayuda.

Eso ocurrió durante la noche del diecisiete de julio. Desde entonces, no


he vuelto a ver al señor Morano ni al señor Stevenson. Y ahora, puesto que
ya le he dado el mensaje final, creo que todo se explica por sí mismo.

El teléfono temblaba en la mano de Leona. De sus ojos comenzaron a


brotar lágrimas de horror. Notaba su cuerpo débil, como muerto, y apenas
podía controlar el temblor de su mandíbula.

—Se explica por sí mismo…, ¿cómo? —preguntó—. ¿Dónde está mi


marido? ¿Dónde está ahora el señor Stevenson?

—Me gustaría saberlo, señora Stevenson —replicó la cansina voz—. Tal


vez si probara en el número de Caledonia…

—¿El número de… Caledonia?

—El que le di en mi mensaje —explicó él—. Y ahora, si pudiera


repetirme todos los datos…

—No puedo —gritó Leona—. No puedo. Los he olvidado.

—Entonces se los repetiré una vez más. Punto primero: la casa en el


veinte de Dunham Terrace ha sido incendiada esta tarde por el señor Evans.
Punto segundo: el señor Evans ha logrado escapar. Punto tercero: al señor
Morano le han detenido. Punto cuarto: no es necesario reunir el dinero, así
como no fue el señor Morano quien dio aviso a la policía.

—Eso no importa —murmuró Leona—. No importa. Deme sólo ese


número de Caledonia…

—Punto quinto —dijo Evans, con toda claridad—. Punto quinto: el


señor Evans se encuentra en su dirección de Marthattan, pero va a partir
ahora mismo y se le puede encontrar en el Caledonia, cinco, uno, uno, tres,
tres.

—Caledonia, cinco, uno, uno, tres, tres repitió Leona, anotando el


número con un lápiz de labios en el pequeño papelito del bloc telefónico.

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—Después de medianoche —dijo Evans, con voz suave. Luego, con


algo que pareció una especie de sollozo, añadió—: Muchas gracias, señora
Stevenson. Y adiós.

Después de que Evans hubo colgado, Leona continuó mirando los


números escarlata que se destacaban sobre el papel. Lo hacia como si la
anotación fuera a borrarse si ella dejaba de contemplarla. Mecánica,
hieráticamente marcó el número. La primera vez que lo intentó, el temblor
de sus dedos le hizo equivocarse y tuvo que empezar de nuevo. Mientras
hacia girar el disco, la tensión de su cuerpo llegó al extremo de que cada
inspiración constituía un doloroso esfuerzo. Esta vez completó la llamada y,
tras unos segundos, le contestaron.

—Caledonia, cinco, uno, uno, tres, tres —dijo una voz de hombre.

El miedo, el pavor y el casi histerismo dieron a la voz de Leona un tono


demasiado alto:

—¿Caledonia, cinco, uno, uno, tres, tres? —preguntó—. ¿Está ahí el


señor Stevenson?

—¿Quién?

—El señor Stevenson. El señor Henry Stevenson. El señor Evans… me


dijo que le llamase ahí.

—¿Ha dicho Stevenson? Un momento. Iré a mirar.

Leona oyó el golpe del teléfono al ser dejado sobre una mesa.
Esforzándose por escuchar, captó los pasos del hombre, que se alejaban.
Luego, silencio. Los segundos transcurrieron lentamente. El corazón le latía
de forma salvaje, como si tratara de salírsele del pecho. Abría y cerraba su
mano libre, apretando hasta que sus largas uñas se le hundieron en la palma
de la mano. En el exterior del edificio, una gimiente sirena ascendió desde
el río ya allá abajo, en alguna parte, alguien ¿tal vez un policía? golpeó una
verja de hierro con un palo.

De pronto, el hombre volvió a estar allí.

—No. No está aquí, señora.

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—¡Oh! El señor Evans me dijo que no tardaría en llegar ahí. ¿Podría


dejarle un recado?

—¿Un recado? Aquí no tomamos recados, señora —el hombre parecía


confuso… y un poco divertido—. No servirían para nada en este sitio.

—¿No? ¿Qué número es ése? ¿Quién…? ¿Adónde he llamado?

—Al Caledonia, cinco, uno, uno, tres, tres —replicó el hombre—. El


Depósito Municipal de Cadáveres.

Ahora Leona permanecía inmóvil en la cama, tratando


desesperadamente de reunir las piezas del macabro rompecabezas que
constituían los sucesos de aquella noche. De aquel caos de pesadilla de shock
tras shock, iba extrayendo la verdad. Y a medida que ésta se delineaba más y
más claramente, su enormidad la hacía estremecerse. ¡Que una cosa así le
ocurriera a ella!

Recordó aquella espantosa llamada telefónica. ¿Por qué había tenido por
ser ella quien oyese a aquellos terribles criminales? ¿Por que todas sus
llamadas a la oficina de Henry —las que hizo antes de solicitar la ayuda de
la telefonista—, habían sido contestadas por la señal de comunicar? ¿Quién
había estado en la oficina de Henry, sino él? Y si alguien, no importaba
quién, había estado empleando el teléfono de la oficina de Henry, ¿no
podría ser la comunicación de esa misteriosa persona la que se hubiese
cruzado con la suya…? No…, no podía pensar en ello. Debía quitárselo de
la cabeza. Había otras cosas sobre las que meditar.

¿Y la historia de Sally? ¿Lo de que Henry estaba envuelto en alguna


clase de problema con las autoridades? Ahora tenía que creerlo —al menos
en parte—, ya que Evans había establecido la veracidad de aquello. Sí,
había algo de cierto, o sea, que no se trataba de una confabulación para
volverla loca… Supongamos que Evans hubiese dicho la verdad. En tal
caso, Henry hubiera sido presionado fuertemente para reunir aquel dinero,
aquellos cien mil dólares. Y él no podía hacerlo. A no ser que contase toda
la sórdida historia a Jim Cotterell. Y eso él no lo haría nunca. Leona se
maravilló de la forma en que Henry había conseguido parecer tan… tan
normal durante aquellas últimas semanas. Luego se encontró recordando

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las palabras de Sally, las pronunciadas hacía años, cuando trató de hablarle
de los extraños recovecos del carácter de Henry. ¡Sally no había mentido!

¿Qué le quedaba a Henry por hacer? Leona sabía la respuesta, desde


luego. La sabía desde que Evans dejó de hablar con ella. Ya no podía
excluirla de sus pensamientos, así como no podía olvidar la verdadera
significación de aquel cruce de líneas telefónicas.

Y mientras aquella horrible comprensión estaba a punto de hacerle


perder la cabeza, Leona volvió a oír el traqueteante sonido de un tren que
cruzaba el puente. En su conciencia comenzaron a mezclarse hebras de
conversación… «Nuestro cliente… luego espero a que pase un tren por el puente por
si a ella se le ocurre gritar… ¿Irá bien un cuchillo?… Nuestro cliente… nuestro
cliente… ella va a morir… nunca espero a que nadie muera… nuestro cliente…
nuestro cliente…».

En un frenesí de pánico, Leona descolgó de nuevo el teléfono y marcó la


central.

—¿Qué número desea, por favor? ¡Qué suaves e impersonales sonaban


aquellas palabras!

—Póngame con la policía —gritó Leona, con voz rota.

—Llamando al departamento de policía.

Al cabo de unos segundos, contestaron.

—Estación de policía. Distrito Diecisiete. El sargento Duffy al habla.

—Soy otra vez la señora Stevenson. Le llamé hace poco.

—Sí señora. ¿Ha dicho usted Stevenson?

—Señora de Henry Stevenson, del cuarenta y tres de Sutton Place. Le


llamé respecto a una conversación telefónica oída por casualidad.

—Sí, señora. Lo recuerdo muy bien.

—Bueno, me preguntaba…, ¿qué han hecho sobre ese asunto?

—Lo tengo apuntado en el cuaderno, señora —dijo Duffy, con cautela.

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—Pero…, ¿no ha?…

—Haremos cuanto esté en nuestra mano, señora. Si algo ocurre…

—¿Si algo ocurre? —repitió Leona—. ¿Quiere decir que ha de pasar algo
para que ustedes tomen cartas en el asunto?

—Ya le dije antes, señora, que cuando la información es tan vaga, no


podemos hacer mucho.

—Pero… —Leona se cortó. No podía decírselo. Aunque pudiera ser


cierto, no podía. Porque, pese a todo, también podía no serlo. Y si ahora
hablaba, la cosa seria irrevocable. No podría volverse atrás. Significaría el
final de su sueño. No podía decírselo a la policía. Tendría que encontrar
otra forma…

—Siento haberle molestado —dijo, débilmente—. Pensé que ustedes, al


menos, tal vez hubieran enviado una llamada a los autos patrulla…

—Eso es asunto de la Central —replicó Duffy—. Les hemos pasado la


información, y a ellos corresponde hacer lo que sea. Hasta ahora, no han
enviado ninguna llamada.

—Muchas gracias —dijo Leona—. Espero que todo no sea más que un
error.

Colgó el teléfono. Dominada por el pánico pensó en el siguiente paso a


dar. Debía hacer algo, algo que la protegiera en caso de que…

¿Una agencia de detectives? Sería una forma de conseguir alguien que la


vigilase, alguien que se vería obligado a guardar el secreto. Miró al reloj de
la mesilla de noche. ¡Las once! No tenía mucho tiempo. Temblorosa, marcó
la central.

—Póngame con una agencia de detectives pidió, nerviosamente.

—Las encontrará todas en el listín telefónico, señora.

—No tengo listín… Quiero decir que no tengo tiempo de… buscar
nada… corre… mucha prisa.

—La pondré con Información.


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—¡No! —gritó Leona, iracunda—. A usted no le importa lo que me


ocurra, ¿verdad? ¡Podría morirme sin que a usted le importase en
absoluto…!

—¿Perdone…?

—Póngame con un hospital pidió ella.

—¿Alguno en particular?

—¡Cualquiera! Cualquier hospital, ¿me oye?

—Un momento, por favor.

11,00

Esperó mientras el teléfono sonaba, mirando con recelo la entornada


puerta, los cuadros de las paredes, los elegantes frascos de la mesilla de
noche y el tocador. Al cabo de un momento la llamada se interrumpió y
una mujer dijo:

—Hospital Bellevue.

—El departamento de enfermeras. Deseo contratar una.


Inmediatamente, para esta noche.

—Comprendo —replicó la mujer—. Paso la comunicación.

—Departamento de enfermeras —dijo otra voz.

—Quiero contratar una enfermera —repitió Leona—. Necesito una


inmediatamente. Es muy importante que la consiga ahora mismo.

—¿Cuál es la naturaleza del caso?

—¿El caso? Bueno… soy… soy una inválida… y me encuentro


totalmente sola… acabo de sufrir un espantoso shock… no puedo quedarme
sola.

—¿Algunos de nuestros médicos le ha dicho que llamase, señora?

—No —replicó Leona, con impaciencia—, pero no comprendo a qué


vienen tantas preguntas. Después de todo, pienso pagar a esa persona…

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

—Comprendo perfectamente, señora —siguió la voz, con calma—. Pero


éste es un hospital del Municipio, no una clínica privada. No enviamos
enfermeras a no ser que la emergencia del caso sea certificada por uno de
los médicos de nuestro equipo. Le sugiero que llame a una de las agencias
de enfermeras.

—Pero no conozco ninguna —gimió Leona—. No puedo aguardar.


Necesito ayuda desesperadamente.

—Le daré un número al que puede llamar. Schuyler, dos, uno, cero,
tres, siete. Tal vez allí alguien pueda asistirla.

—Schuyler, dos, uno, cero, tres, siete. Muchas gracias.

Volvió a hacer girar el disco, cuyos «clics» percutían en su cabeza como


pequeños martillos. Al otro extremo, la señal de llamada le pareció
interminable, aunque sólo pasaron unos segundos antes de que contestaran.

—Agencia Central de Enfermeras. La señorita Jordan al habla.

—Quiero contratar una enfermera… en seguida.

—¿Quién llama, por favor?

—La señora Stevenson. La señora de Henry Stevenson, en el cuarenta y


tres de Sutton Place. Es muy urgente.

—¿Algún doctor le dijo que llamase, señora Stevenson?

—No —replicó Leona, impaciente—. Pero soy forastera aquí, me


encuentro enferma y estoy pasando una noche horrible. No puedo seguir
más tiempo sola.

—Bueno… —comenzó la señorita Jordan, en tono de duda—, en estos


días hay una gran escasez de enfermeras. Resulta muy poco corriente enviar
una a no ser que el doctor de la paciente haya certificado la necesidad de
que así se haga.

—Pero es necesario —gimió Leona—. Lo es. Soy una enferma. Estoy


sola en esta casa… no se dónde se encuentra mi marido… no puedo

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

ponerme en contacto con él. Y me siento asustadísima… Si no viene


alguien en seguida… si no hacen algo, me temo que vaya volverme loca.

—Comprendo —replicó la mujer, en tono reflexivo—. Bien… dejaré un


recado a la señorita Phillips para que vaya a su casa tan pronto llegue.

—¿La señorita Phillips? ¿Y para cuándo la espera?

—A eso de las once y media…

—¡Las once y media!

Entonces fue cuando Leona oyó el «click». Fue un sonido muy leve, un
«click» en el teléfono. Algo que ella había oído muchas veces antes.

—¿Qué ha sido eso? —gritó.

—¿El qué, señora?

—Ese… «click»… ahora mismo… en mi teléfono. Como si alguien


hubiera descolgado el teléfono supletorio de la planta baja…

—No he oído nada, señora.

—¡Pero yo sí! —jadeó Leona, en voz casi ahogada por el miedo—. Hay
alguien en la casa… abajo, en la cocina… y ahora me esté escuchando…
Es… —el terror la dominó. Lanzando un grito, colgó el teléfono con un
movimiento mecánico. Con las manos crispadas sobre las ropas de cama,
Leona se concentró en el silencio que la rodeaba. De pronto oyó unos leves
golpecitos por el suelo… Lentos, continuos… Se enderezó, estremecida, con
ojos desorbitados, llevándose una mano al contorsionado rostro.

—¿Quién es? —gritó, frenética—. ¿Quién está ahí?

Se sentía acorralada. Mientras el sonido continuaba —lento,


incansable—, Leona miraba con horrorizada fascinación hacia la puerta de
su cuarto, esperando… esperando. De súbito gritó, con voz ronca:

—¡Henry! ¡HENRY!

No hubo respuesta. El continuo y uniforme ruido prosiguió. Leona echó


la colcha a un lado, tratando de saltar de la cama. Pero un miedo

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

paralizador se lo impidió. Trató con todas sus fuerzas de lograrlo y al fin se


derrumbó contra las almohadas, presa del pánico, incapaz de moverse.
Recorrió con ansiosa mirada todo el cuarto, deteniéndose un momento en
la entornada puerta y apartándose en seguida por miedo a lo que pudiese
ver. De la calle subió el mido de un camión, y al mirar hacia la ventana,
Leona descubrió por fin el motivo del ruidito: ¡los plomos de lastre de las
cortinas, que eran mecidas por la brisa!

Por un instante, supo lo que era el alivio. El latir de su corazón se


calmó. Se dijo que el doctor Alexander debía de tener razón. No tenía
ninguna dolencia cardíaca. Y, de pronto, sintió un ramalazo de inmensa
alegría. Si lograba pasar aquella noche, nunca volvería a guardar cama.
Nunca. Se repondría lo más rápido posible. Pero la sensación de peligro
estaba en todas partes. Debía hacer algo rápidamente. ¿Cómo escapar de
aquel cuarto?

Automáticamente, extendió la mano hacia el teléfono. Pero se detuvo


sin completar el movimiento. ¿A quién llamar? ¿Quién podía ayudarla
ahora? El hombre que había escuchado en silencio su conversación con la
enfermera estaba en algún lugar de la casa. ¿Qué oportunidades tenía ella de
eludir ahora su pavorosa presencia?

Leona quedó desmadejada, sumida en una niebla de indecisión,


incapaz, por el terror que la dominaba, de utilizar el cerebro para dar con
alguna solución. Entonces, como tantas veces con anterioridad, el enorme y
opresivo silencio fue perforado por el agudo timbre del teléfono. Leona
respondió rápidamente, aferrándose a cualquier posibilidad.

—Dígame —pidió, con expectante ansia.

Fue contestada por la fría e impersonal voz de una telefonista.

—Conferencia desde New Haven para la señora de Henry Stevenson.


¿Es la señora Stevenson?

—Sí —gritó Leona, añadiendo luego, con tono angustiado—: Pero


ahora no tengo tiempo… vuelva a llamar más tarde. No puedo hablar…

—Tengo una llamada de persona a persona para la señora de Henry


Stevenson, del señor Henry Stevenson. ¿No desea aceptar la llamada?

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Estupefacta, Leona preguntó:

—¿El señor Henry Stevenson…? —casi entre lágrimas, insistió—: ¿Ha


dicho… señor? ¿Desde New Haven?

—¿Acepta la llamada, señora?

En aquel momento, en el interior de Leona comenzó a crecer la


fantástica sospecha de que todo hubiera sido una mentira, un terrible sueño.
Algo tan espantoso no podía haber sido planeado por el hombre que
compartió su vida durante tanto tiempo. Sin embargo, ella sabía que no se
trataba de un sueño. ¡Con sólo que hubiera alguna otra justificación para
todo el asunto…! Bien, al menos podría pedir a Henry que llamase a la
policía, y todo podría hacerse abierta y normalmente.

—Sí…; acepto la llamada.

Esperó en tensión, temblorosa, sin aliento. Oyó la breve llamada de la


telefonista de Conferencias, y luego:

—Hable, New Haven.

11,05

A aquellas horas de la noche, la estación de ferrocarril de New Haven,


era un lugar muy solitario. Las pocas personas que vagaban por ella o
permanecían sentadas eran simples manchas en la soledad. Los pasos sobre
las losas de piedra resonaban en el alto techo. El vacío era algo casi
tangible. En el lugar reinaba una extraña irrealidad, como si la estación,
desprovista del bullicio de las horas de sol, dormitase durante la noche.

Bajo un inmenso reloj se alineaba una fila de cabinas telefónicas pegadas


a la pared. Todas estaban a oscuras y vacías, excepto una. Junto a la puerta
de la cabina ocupada se veía una elegante maleta de piel de cerdo, con las
iniciales «H. S.» grabadas en oro junto a la cerradura central. En la cabina
iluminada, Henry Stevenson esperaba a hablar con su esposa.

No llevaba sombrero. Bajo su cabello castaño, el rostro resultaba muy


atractivo. Ojos grandes y de espesas pestañas, nariz recta, boca y mandíbula
enérgicas. Mientras permanecía allí dentro, mirando al teléfono, su

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expresión era torva y decidida. Parecía un hombre consciente de lo que


estaba haciendo seguro de lo acertado de sus actos.

Al fin oyó a la telefonista de Conferencias que decía:

—Hable, New Haven.

—Oye… ¿Eres tú, cariño?

—¡Henry! ¿Henry, dónde estás? —el hombre casi pudo sentir cómo su
esposa se aferraba a él, aun a través de todos aquellos kilómetros.

—Pues… camino de Boston, cariño. Me he detenido en New Haven.


¿No recibiste mi telegrama?

—Sí… Lo recibí… Pero… no comprendo…

—No hay nada que comprender. No pude hablar contigo antes. Tu


teléfono no dejaba de comunicar. Pensé llamarte ahora y preguntarte cómo
estabas. Siento mucho haberme ido tan inesperadamente…, pero estaba
seguro de que te encontrarías bien.

—No me encuentro bien… estoy… —comenzó Leona, vivamente—. En


estos momentos hay alguien en casa…, estoy segura.

Por un instante, los ojos del hombre adoptaron un brillo malévolo y


desagradable. Las aletas de la nariz le temblaron y contuvo la respiración.

—¡Qué tontería, cariño! ¿Cómo va a haber alguien? ¿No estás sola?

—Claro que sí —gimió ella—. Sola por completo. ¿Quién iba a estar
conmigo? Le diste a Larsen la noche libre…

—Es cierto —admitió Henry, con gravedad.

—Y me prometiste estar en casa a las seis en punto.

—¿De verás? —preguntó él, haciéndose de nuevas—. No recuerdo.

—Claro que sí. Y llevo a solas muchísimo rato. He recibido toda clase
de horribles llamadas telefónicas que no comprendía… Y, Henry… Quiero
que llames a la policía…, ¿me oyes? Diles que vengan aquí en seguida.

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El hombre se preguntó el porqué del pánico en la voz de Leona. Estaba


realmente asustada. Sin embargo…, resultaba absurdo. ¿Qué podía saber?
Hubiera entendido que estuviese irritada, ya que Leona tenía una capacidad
descomunal para la irritación. Pero aquel miedo era otra cosa.

—Oye, Leona… No tienes por qué estar tan nerviosa.

—¡Nerviosa!

—Sabes que estás totalmente segura en casa. Sin duda, Larsen habrá
cerrado todas las puertas antes de irse.

—Ya lo sé —dijo ella, débilmente—. Pero oí a alguien…, alguien


levantó el teléfono de la cocina. Estoy segura.

—Eso es una tontería. La casa está cerrada. Además, recuerda al policía


privado. Y tienes el teléfono junto a la cama. Y, lo que es más, te encuentras
en el corazón de Nueva York. El lugar más seguro del mundo.

—Me sentiría mejor si llamase a la policía, Henry. Yo les llamé y no me


prestaron ninguna atención. —Leona comenzó a emitir sollozos de
autocompasión.

—Mira, yo estoy en New Haven. Si llamo desde aquí, la policía creerá


que estoy loco. Además, ¿qué necesidad hay? Tal vez si llamases al doctor
Alexander.

Henry pensó que debía dar conversación a su mujer. Miró el reloj. Que
siguiese hablando unos cuantos minutos más. ¿Qué podría hacer luego? El
hombre sonreía; una extraña media sonrisa que convertía su atractivo rostro
en una máscara del mal. Al cambiar de posición en la cabina, miró a través
de la puerta por un instante y luego se volvió de nuevo hacia el teléfono.
Apenas había observado al corpulento hombre de pelo blanco, tez morena y
grandes ojos glaucos que paseaba a pocos metros de la cabina.

Pero…, ¿qué decía Leona?

—¡Henry! ¿Qué sabes de un hombre llamado Evans?

—¡Evans! —exclamó, cogido por sorpresa.

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—Sí. Waldo Evans.

—En mi vida he oído ese nombre, Leona. ¿Por qué me lo preguntas?

—Esta noche me ha llamado… Tuve una larga charla con él… ¡respecto
a ti!

11,10

El fornido hombre de cabellos blancos y rostro permanentemente triste


se había alejado de la cabina sólo lo suficiente para quedar fuera del campo
de visión de su ocupante. De no ser por eso hubiera podido observar que
Henry se ponía pálido como la muerte. Pero el hombre no sentía interés en
la llamada telefónica de Henry. Esperaba pacientemente, observando la
hilera de cabinas, y jugueteando de forma ausente con el distintivo policíaco
que llevaba en uno de sus bolsillos.

—¡Respecto a mí! —Henry lo dijo con toda la naturalidad que le fue


posible—. ¿Qué tenía que decir de mí?

—Me contó una serie de cosas terribles. Algunas de ellas parecían


locuras. Pero otras sonaban a ciertas…

—Sería un chiflado —dijo Henry—. No debes hacer caso de todos los


maniáticos que te llamen. Ahora trata de olvidarlo…

—Me dijo… que habías estado robando narcóticos de la compañía de


papá. ¿Es cierto?

Henry resopló.

—¿Cierto? Oye, Leona, me duele el que siquiera hagas referencia a una


sandez de esa clase. Debes de haber tenido un mal sueño…

—¡Un mal sueño! —chilló ella—. No he soñado, Henry. Evans dejó una
especie de recado para ti, me dijo que te comunicase que la casa de Staten
Island ha ardido por completo… y que la policía estaba enterada de todo.
Añadió que habían detenido a un tal Morano…

—¡Cómo! —la cortó Henry—. ¿Qué has dicho?

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—Y… nunca le hubiese creído… de no ser por la señora Lord, ya sabes,


Sally Hunt, que me contó la misma historia.

Hubo un segundo de silencio, y Leona dijo:

—¿Sigues ahí, Henry?

Él se humedeció los labios.

—Sí. Estoy aquí.

—Dijeron que tú eras un criminal —murmuró Leona—, un hombre


desesperado… Y Evans dijo que tú… deseabas que yo muriese.

—Yo… —comenzó a decir el hombre, pero no pudo contener el chorro


de palabras de su esposa.

—Ese dinero, Henry… Los cien mil dólares. ¿Por qué no me los pediste?
De haberlo sabido, hubiera estado muy contenta de dártelo.

—Olvídalo —murmuró él.

—¿Es que ya es demasiado tarde? —gritó Leona—. Si no lo es, te los


conseguiré.

—No importa —aseguró Henry—. Olvídalo.

Ahora las lágrimas rodaban ya por las mejillas de la mujer. Su voz era
ronca y estrangulada.

—No quería ser tan desagradable para ti, Henry —dijo—. Sólo lo hice…
porque… te quería. Supongo que tenía miedo de que no me amases de
verdad. Tenía miedo…, miedo de que te fueses… y me dejaras sola…

11,11

Henry recordó ahora al tipo que había visto junto a la cabina. Miró a
través de la puerta y, al no ver a nadie, la abrió con cautela para aumentar
su campo de visión. Allí estaba el hombre, no muy lejos. Observando las
cabinas. Henry cerró la puerta. Dijo, al teléfono:

—¿Leona?

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—Sí.

—Leona, hay algo que debes hacer.

—¿Me perdonarás primero, Henry? —sollozó—. ¿Lo harás?

—¡Por Dios! —la cortó él, brutalmente—. Deja de decir tonterías y


escúchame.

—De acuerdo —susurró Leona.

—Ahora haz lo que te digo, ¿quieres? Deseo que salgas de la cama…

—No puedo… —gimió ella—. Me es imposible.

—¡Tienes que hacerlo! Tienes que salir de esa cama… y de ese cuarto.
Ve al dormitorio principal. Asómate a la ventana y grita…, que te oigan en
la calle. Henry esperó, tenso, luchando con el miedo que crecía en su
interior. Oyó la pesada respiración de su mujer en el teléfono.

—¡No puedo! —dijo ella, en tono plañidero—. No me es posible


moverme, Henry. Estoy excesivamente asustada. Lo he intentado una y
otra vez, pero no puedo moverme…

—Sigue intentándolo… —la urgió él—. ¿No comprendes que me


electrocutarán si no lo haces?

—¿Que te electrocutarán? —sollozó Leona—. ¿Qué…?

—Tienes que moverte, Leona. Vuelve a intentarlo. Si no lo logras, sólo


te quedarán tres minutos de vida.

11,12

—¿Cómo? —en la voz de Leona había un estremecido temblor.

—No hables más —la propia voz del hombre estaba rota por el miedo.
El sudor le cubría el cuerpo. Se recostó contra la pared de la cabina para
aliviar a sus temblorosas rodillas del esfuerzo de aguantarle—. No hables.
Sal de esa cama. Tienes que hacerla. Todo es cierto, Leona. Todo, ¿me
oyes? Estaba en un gran aprieto, desesperado… Incluso traté… Esta noche
hice los arreglos para que te…

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—¡Henry! —De los labios de Leona se escapó un aullido de terror—.


¡Henry! ¡Alguien está subiendo las escaleras!

—¡Sal de ahí! —gritó él, enloquecido—. ¡No sigas en esa cama!


¡Muévete, Leona!

—¡No puedo!

—¡Debes hacerlo! ¡Debes hacerlo!

—¡Henry! —volvió a gritar ella—. ¡Henry! ¡Sálvame! ¡Sálvame!

Sin poder ya controlarse, con la horrible certeza de su destino y el de su


mujer borrando los últimos restos de valor, Henry temblaba de cabeza a
pies.

—¡Por favor, Leona! —gritó—. ¡Me atraparán! ¡Morano se lo contará


todo a la policía!

Y entonces, a través del teléfono, Henry oyó lejanamente un sonido,


algo que podía ser provocado por un tren que cruzaba el puente. Y, por
encima de ese ruido, el horripilante grito de Leona:

—¡Henry!

11,15

Por un breve momento después de su grito, Leona siguió agarrando el


auricular. Luego volvió a dejarlo caer sobre su horquilla. Con ojos en los
que brillaba un indecible horror, con el corazón latiéndole de forma
implacable, oyó el trepidar del tren que se aproximaba. Jadeando y
gimiendo, trató de saltar de la cama. Pero era como si estuviese sujeta al
lecho por cables de acero. No podía moverse. Cada vez más y alto,
rasgando la quietud nocturna, el tren fue acercándose hasta que la noche
estuvo dominada por su atronador rugido. Era imposible oír ninguna otra
cosa. Ni siquiera el último y terrible alarido de Leona.

Cuando el tren se hubo alejado, en el cuarto no quedó más sonido que el


de una ronca respiración y el de una fugaz sombra que se alejaba del lecho.

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De pronto el teléfono comenzó a sonar. Los pasos de unos pies calzados


con zapatos de goma cruzaron silenciosamente la habitación. Una mano
enfundada en un guante manchado de sangre levantó el instrumento por su
base. La voz de Henry, agitada por una última esperanza, gritó:

—¡Leona! ¡LEONA!

—Lo siento, se equivoca de número…

11,16

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- NO MIRES HACIA ATRÁS


FREDERIC BROWN

Limítese a permanecer sentado y descanse. Trate de divertirse con esto: es el


último cuento que va usted a leer en su vida; o casi el último. Una vez leído,
puede quedarse ahí un rato, o encontrar excusas para remolonear por su
casa, su cuarto, su oficina o el sitio donde se encuentre al leer; pero, tarde o
temprano, tendrá que levantarse y salir. Ahí es donde le estaré esperando:
afuera. O tal vez más cerca. Puede que, incluso, en esta misma habitación.

Desde luego, usted cree que esto es una broma… Supone que se trata
sólo de un cuento de un libro y que yo, en realidad, no me refiero a usted.
Pero juegue limpio: admita que le estoy advirtiendo lealmente.

Harley apostó conmigo que yo no podría hacerlo. Lo que se juega es un


diamante del que me ha hablado; un diamante del tamaño de su cabeza.
Por eso tengo que matarle a usted. Y también por eso tengo que contarle
primero el porqué, el cómo, y todo lo demás. Eso forma parte de la apuesta.
La clase de idea que a Harley se le ocurriría.

Primero le hablaré a usted de Harley. Es alto, atractivo, cortés y


mundano. Se parece un poco a Ronald Colman, sólo que más alto. Viste
como un millonario, pero no importaría que no lo hiciese; quiero decir que
estaría elegante aun con un mono de trabajo. En Harley y en la forma en
que le mira a uno hay algo mágico; una burlona magia que hace pensar en
palacios, países lejanos y música divina.

En Springfield, Ohio, conoció a Justin Dean. Justin, un tipo bajete e


insignificante, no era más que impresor. Trabajaba para la Compañía
Impresora y Grabadora Atlas. Era un hombre muy vulgar, totalmente

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distinto a Harley; no podían encontrarse dos hombres más diferentes. Justin


sólo tenía treinta y cinco años, pero estaba ya casi calvo y debía usar
gruesos lentes porque había arruinado su vista con los delicados trabajos de
grabador.

Nunca pregunté a Harley qué motivos le llevaron a Springfield, pero el


día en que llegó, después de registrarse en el hotel Castle, se dirigió a la
Compañía Atlas para encargarse unas tarjetas de visita. En aquel momento,
Justin Dean se hallaba solo en la tienda, y tomó el encargo de Harley. Éste
quería tarjetas grabadas. Las mejores. Harley siempre quiere lo mejor de
todo.

Lo más probable es que Harley ni siquiera se fijase en Justin. No había


razón para que lo hiciera. Pero Justin sí se fijó muy bien en su cliente, y en
él vio todo lo que hubiera deseado ser y nunca sería, porque, para lograr la
mayor parte de lo que Harley tiene, es necesario nacer con ello.

Justin en persona hizo las planchas para las tarjetas, y realizó un


magnífico trabajo; algo que consideró digno de un hombre como Harley
Prentice. Ese era el nombre grabado en las tarjetas. En ellas, como ocurre
con las de la gente verdaderamente importante, no había nada más.

Su trabajo fue elegantísimo, hecho con letra cursiva inglesa, y en él


empleó toda su pericia. Mereció la pena porque al día siguiente, cuando fue
a recoger el encargo. Harley tomó una de las tarjetas y la observó unos
momentos. Luego miró a Justin, advirtiendo por primera vez su presencia.
Preguntó:

—¿Quién ha hecho esto?

Y el pequeño Justin le reveló orgullosamente quién había sido. Harley


sonrió y le dijo que era el trabajo de un verdadero artista. Luego invitó a
Justin a cenar con el aquella noche, en la Sala Azul del hotel Castle.

La cena fue excelente y Harley, realmente, estuvo muy precavido.


Esperó a tratar un poco a Justin antes de preguntarle si podía o no hacer
planchas para imprimir billetes de cinco o diez dólares. Harley tenía los
contactos; podía vender billetes en cantidad a hombres especializados en
pasarlos y —lo más importante— sabía dónde conseguir el papel con hebras

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de seda; un papel no totalmente exacto al auténtico, pero que se parecía a él


lo suficiente para superar cualquier examen que no fuera el de un experto.

Así que Justin abandonó su empleo en la Atlas y se fue con Harley a


Nueva York. Allí, como fachada del verdadero negocio, abrieron una
pequeña imprenta. Estaba en la avenida Amsterdam, al sur de la plaza
Sherman. Inmediatamente se pusieron a trabajar en los billetes. Justin se
afanó mucho, más que nunca en su vida, ya que, aparte de dedicarse a las
planchas para hacer papel moneda, tenía que aceptar los encargos que le
llevaban a la tienda. De ese modo ayudaba a cubrir los gastos.

Laboró día y noche durante casi un año, haciendo plancha tras plancha,
y cada una era algo más perfecta que la anterior. Al fin consiguió unas que,
en opinión de Harley, eran lo bastante buenas. Aquella noche, para
celebrarlo, cenaron en el Waldorf Astoria. Después de cenar hicieron la
ronda de los mejores clubs nocturnos. Eso le costó a Harley una pequeña
fortuna, pero no importaba, porque iban a hacerse ricos.

Bebieron champaña. Fue la primera vez que Justin probó esa bebida. Se
emborrachó y debió de portarse como un tonto. Harley le habló de ello
luego, aunque no estaba enfadada con él. Le llevó a su cuarto del hotel y le
metió en la cama. Durante un par de días, Justin se sintió bastante enfermo;
pero eso tampoco importaba, porque iban a ser ricos.

Entonces Justin comenzó a imprimir billetes con las planchas, y se


hicieron ricos. Justin ya no tuvo que matarse tanto, porque rechazaba la
mayor parte de los encargos que le hacían, diciendo que estaba agobiado de
trabajo y ya no podía aceptar más. Sólo tomaba unos pocos, para cubrir las
apariencias. En la parte de atrás de la tienda se dedicaba a imprimir billetes
de cinco y de diez y él y Harley amasaron una fortuna.

Justin conoció a otras personas, amistades de Harley. Conoció a Bull


(«Toro») Mallon, que dirigía la parte de distribución. Bull Mallon era fuerte
como un toro, por eso le llamaban así. Tenía un rostro que nunca sonreía ni
cambiaba de expresión, excepto cuando ponía cerillas bajo las plantas de los
pies de Justin. Pero eso no ocurrió entonces, sino más tarde, cuando quiso
que Justin le dijera dónde estaban las planchas.

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Y también conoció al capitán John Willys, del Departamento de Policía,


que era amigo de Harley, del cual recibía una buena parte del dinero que
estaba ganando; pero eso tampoco importaba, porque aún quedaba mucho
y todos se hicieron ricos. Trató a un amigo de Harley que era una gran
estrella del escenario y a otro que poseía un importante periódico de Nueva
York. Se relacionó con otras personas igualmente importantes, aunque de
apariencia menos respetable.

Harley —según se enteró Justin— tenía intereses en muchos otros


negocios, aparte de la pequeña imprenta de la avenida Amsterdam. Algunos
de esos negocios le obligaban a abandonar la ciudad, por lo general, durante
los fines de semana. Y Justin nunca se enteró de lo ocurrido el fin de
semana en que mataron a Harley. Sólo supo que Harley se fue y no regresó.
Oh, supo que le habían matado, desde luego, ya que la policía encontró el
cuerpo —con tres balazos en el pecho— en la suite más cara del mejor hotel
de Albany. Harley Prentice eligió siempre lo mejor, incluso para morir.

Todo lo que Justin supo de ello fue lo que Harley le dijo en una
conferencia que puso con el hotel en el que Justin se hospedaba. Fue la
misma noche en que Harley fue asesinado… En realidad, debieron de pasar
muy pocos minutos desde la llamada hasta que los periódicos anunciaron su
muerte.

Al teléfono, la voz de Harley sonaba tan cortés y tranquila como de


costumbre. Pero dijo:

—¿Justin? Vaya a la tienda y deshágase de las planchas, el papel y de


todo. Inmediatamente. Ya le explicaré más cuando le vea.

Esperó sólo a que Justin diera su conformidad. Luego dijo: «Hasta la


vista», y colgó.

Justin corrió a la imprenta, cogió las planchas, el papel y unos cuantos


miles de dólares en billetes falsos que había por allí. Hizo un paquete con el
dinero y el papel y metió las planchas de cobre en otro, este último, más
pequeño. Cuando salió, en la tienda no quedaba ninguna prueba de que en
ella se hubiese impreso moneda falsa.

Fue muy cuidadoso y listo en lo de deshacerse de los paquetes. Para


librarse del primero, se inscribió en un gran hotel ninguno en el que él o
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Harley hubieran estado alguna Vez bajo nombre falso. Lo hizo sólo para
tener opción a poner el paquete grande en el incinerador. Como todo era
papel, allí se quemaría. Y, antes de tirarlo, se aseguró de que el horno estaba
encendido.

Las planchas eran otra cosa. No podían quemarse, así que hizo una
excursión a Staten Island y en el ferry, al volver, cuando se encontraban en
medio de la bahía, tiró el paquete por la borda y las planchas se hundieron
en el mar.

Luego, una vez hecho lo que Harley le pidió, y habiéndolo realizado


bien y a conciencia, volvió al hotel a su propio hotel, no al que había
utilizado para deshacerse del papel y los billetes y se fue a la cama.

A la mañana siguiente leyó en los periódicos que Harley había sido


asesinado. Aquello le asombró. Parecía imposible. No podía creerlo; era
una broma que alguien le gastaba. Harley volvería junto a él, estaba seguro.
Y tenía razón, pero de eso se enteró más tarde, en el pantano.

Sin embargo, pese a todo, Justin tenía que asegurarse, así que tomó el
siguiente tren para Albany. Debía de encontrarse en el tren cuando la
policía fue a buscarle a su hotel. Por lo visto, allí les dijeron que Justin había
preguntando en conserjería sobre los trenes de Albany, porque, cuando
llegó a la ciudad, la policía le esperaba en la estación.

Le llevaron a una comisaria, donde le tuvieron mucho, mucho tiempo


sin dejar de interrogarle. Pronto se convencieron de que no podía haber
matado a Harley, ya que, cuando éste fue asesinado en Albany, él se
encontraba en Nueva York; pero también se enteraron de que los dos
hombres habían estado explotando la pequeña fábrica de dinero, y llegaron
a la conclusión de que eso podía ser una pista para averiguar quién cometió
el crimen. Además se hallaban muy interesados en lo de los billetes falsos;
quizá más aún que en el mismo crimen. Mantuvieron a Justin despierto
durante horas y más horas, sin parar de hacerle preguntas. Preguntas que él
no podía responder y que, por tanto, no respondió. Sobre todo, querían
saber dónde estaban las planchas. Justin deseaba decirles que se
encontraban seguras, en un sitio donde nadie podría volver a cogerlas. Pero
no podía decir aquello sin admitir que él y Harley eran monederos falsos,
así que guardó silencio.

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Localizaron la tienda de la avenida Amsterdam, pero allí no


encontraron pruebas. En realidad no tenían ninguna excusa legal para
mantener preso a Justin, pero eso él no lo sabía, y nunca se le ocurrió
utilizar los servicios de un abogado.

Deseaba ver a Harley, pero no se lo permitían. Luego, cuando se


convencieron de que él, en realidad, no creía que su amigo estuviera
muerto, le enseñaron un cadáver que aseguraron era el de Harley. Justin
supuso que lo era, a pesar de que Harley, muerto, tenía un aspecto distinto.
Muerto, no parecía tan magnifico. Justin creyó entonces, lo que le
aseguraban, aunque no del todo. Y después, se limitó a no decir una
palabra, ni siquiera cuando le obligaron a permanecer despierto días y días,
con una potente luz frente a los ojos y dándole bofetadas cada vez que se
dormía. No emplearon palos ni porras, pero le abofetearon un millón de
veces y no le dejaron dormir. Al fin perdió la noción de las cosas y no
hubiera podido responder a ninguna pregunta aunque hubiese querido
hacerlo.

Después pasó una temporada en cama, en una habitación pintada de


blanco. Todo lo que recuerda de eso son las pesadillas que tuvo, y que
llamaba a Harley, y una horrible confusión sobre si Harley estaba muerto o
no. Poco a poco fue recuperando la noción de las cosas y comprendió que
no deseaba quedarse en la habitación blanca; quería salir de allí para buscar
a Harley. Y si Harley estaba muerto, deseaba matar a quien hubiese matado
a Harley, porque Harley hubiera hecho lo mismo por él.

De modo que comenzó a actuar de una forma muy inteligente, tal como
los doctores y enfermeras parecían desear que actuase. Al cabo de poco, le
devolvieron sus ropas y le dejaron ir.

Se estaba volviendo cada vez más listo. Pensó: «¿Qué me diría Harley
que hiciese?». Comprendió que la policía iba a tratar de seguirle, ya que
pensaban que él les podía conducir a las planchas, porque ignoraban que
éstas se encontraban en el fondo de la bahía, así que les dio esquinazo antes
de dejar Albany. Se dirigió primero a Boston y, desde allí, por barco, a
Nueva York.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Una vez en la ciudad fue a la imprenta. Entró por la parte de atrás,


después de mirar detenidamente el callejón para asegurarse de que no le
vigilaban. La tienda era un revoltijo. Debían de haberla registrado a fondo.

Harley no estaba en ella, como es lógico. Justin salió a la calle y, desde


la cabina telefónica de una farmacia, llamó a su hotel y preguntó por
Harley. Le dijeron que Harley ya no vivía allí. Luego, para portarse de
modo inteligente y que no adivinasen quién era él, preguntó por Justin
Dean, y le contestaron que Justin Dean tampoco vivía allí ya.

Se fue a otra farmacia y desde ella decidió telefonear a algunos íntimos


de Harley. Primero llamó a Bull Mallon y, como Bull era un amigo, le dijo
quién era y le preguntó si sabía dónde se encontraba Harley.

Bull Malon parecía un poquitín excitado. Sin contestarle preguntó a su


vez:

—¿Consiguieron los polizontes las planchas, Dean?

Justin le dijo que no, que él no se lo había dicho, y volvió a preguntar


por Harley.

—¿Se ha vuelto usted loco, o bromea? —dijo Bull.

Justin insistió en su pregunta y Bull cambió de voz y dijo:

—¿Dónde está usted?

Justin se lo contó.

—Harley está cerca —le dijo Bull—. Le tenemos escondido; pero no


importa que usted lo sepa, Dean. Espere ahí, en la farmacia, y pasaremos a
recogerle.

En un coche, Bull Mallon y dos hombres fueron a buscar a Justin, y le


dijeron que Harley se hallaba refugiado en un lugar de Nueva Jersey y que
en aquel momento se dirigían allí. Así que él les acompañó. Fue en el
asiento de atrás del coche, entre dos hombres que no conocía, mientras Bull
guiaba.

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

Cuando le recogieron eran las cinco, y Bull condujo durante el resto de


la tarde y casi toda la noche. El auto iba muy aprisa, de modo que debieron
de llegar mucho más lejos de Nueva Jersey. Al menos se metieron en
Virginia o puede que incluso se acercaran a las Carolinas.

Cuando llegaron a una pequeña cabaña rustica que debía de emplearse


como pabellón de caza, el día comenzaba a clarear. El sitio se encontraba a
muchos kilómetros de cualquier parte, y ni siquiera había un camino que
llevase a él, sólo un sendero que el coche recorrió con gran esfuerzo.

Metieron a Justin en la cabaña y le ataron a una silla. Le dijeron que


Harley no estaba allí, pero que les había dicho que Justin les revelaría el
escondite de las planchas y que no podría salir de allí si no lo hacía.

Justin no les creyó; se dio cuenta de que le habían engañado en lo de


Harley, pero, por lo que respectaba a las planchas, la cosa carecía de
importancia. Daba igual que les explicase lo que había hecho con ellas, ya
que no podrían volver las a obtener y, además, no le dirían nada a la policía.
Así que se lo contó de buen grado.

Pero no le creyeron. Replicaron que había escondido las planchas y que


les mentía. Le torturaron para hacerle confesar. Le pegaron, le hicieron
cortes con cuchillos, le quemaron las plantas de los pies con cerillas y
cigarros encendidos, y le metieron agujas bajo las uñas. Luego descansaban
y volvían a hacerle preguntas. Si él podía hablar, les contestaba la verdad y,
momentos después, los otros comenzaban a torturarle de nuevo.

La cosa siguió durante semanas… Justin no sabe cuánto duró aquello,


pero fue mucho. Una vez pasaron fuera varios días y le dejaron atado, sin
comida ni bebida. Al regresar, reanudaron el suplicio del hombre. Durante
todo ese tiempo, Justin no dejó de esperar que Harley se presentase a
ayudarle; pero no llegó. Al menos, no entonces.

Al cabo de algún tiempo, lo de la cabaña terminó, o él no volvió a tener


noticia de ello. Debieron de pensar que estaba muerto. Tal vez tuvieran
razón, o no estuviesen lejos de tenerla.

La siguiente cosa que recuerda es el pantano. Justin yacía sobre una


charca, al borde de aguas más M profundas. Su cara estaba fuera del agua;
se despertó cuando, al mover la cabeza, ésta quedó sumergida. Debieron de
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pensar que estaba muerto y le arrojaron al pantano, pero él fue a caer en la


charca y, en un último resto de consciencia, se había vuelto de espaldas, con
la cabeza fuera del agua.

No sé muy bien lo que le ocurrió a Justin en el pantano; pasó allí largo


tiempo, sólo recuerdo vagas imágenes. Al principio, no podía moverme;
sólo me era posible permanecer caído sobre la charca, con la cabeza fuera.
Sé que oscureció e hizo frío y, por fin, pude mover un poco los brazos y
logré ir saliendo del agua, para quedar con todo el cuerpo sobre el fango y
sólo los pies en la charca. Volví a dormirme o a quedar inconsciente.
Cuando desperté, comenzaba a amanecer. Entonces fue cuando llegó
Harley. Supongo que estuve llamándole y que él me oyó.

Allí estaba, tan inmaculada y perfectamente vestido como de costumbre,


en medio del pantano. Se reía de mí, al verme tan débil y caído como un
madero entre el barro y el agua. Entonces me levanté y no volvió a dolerme
nada más.

Cambiamos un apretón de manos y él dijo:

—Vamos, Justin. Salgamos de este lugar.

Yo me sentía tan contento de que hubiese venido, que lloré un poco.


Harley volvió a reírse de mí y dijo que debía apoyarme en él, que me
ayudaría a caminar; pero no quise hacerlo porque yo estaba cubierto de
barro y de porquería del pantano y él vestía un elegantísimo traje blanco.
Parecía un anuncio de una revista. Durante todos los días y noches que
invertimos en salir del pantano, Harley ni se manchó de barro el dobladillo
de los pantalones, ni se despeinó.

Le rogué que abriera él la marcha, y Harley lo hizo. Caminaba unos


pasos por delante de mí, volviéndose de vez en cuando para reírse, hablar o
animarme. En ciertos momentos me caía; pero no dejaba que él me
ayudase. Harley esperaba pacientemente hasta que me ponía en pie. A
veces no podía levantarme y gateaba en vez de andar. Con frecuencia me
veía obligado a cruzar a nado arroyos que él saltaba limpiamente.

Fue de día y de noche y de día y de noche. Dormí de cuando en cuando.


En ocasiones me corrían cosas por encima. Algunas de ellas las atrapé y me
las comí, o puede que sólo soñara que lo hacía. También recuerdo otras
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cosas que había en aquel pantano, como un órgano que tocaba durante
mucho tiempo, y ángeles que cruzaban por el aire, y demonios que
habitaban en las aguas; pero supongo que eso no eran más que delirios.

Harley me decía:

—Un esfuerzo más, Justin; lo conseguiremos. Y vamos a vengarnos de


todos. De todos.

Y lo conseguimos. Llegamos a tierras secas y cultivadas en las que el


maíz crecía alto, aunque sin mazorcas que yo pudiera comer. Y también
había un arroyo de aguas limpias y no como las cenagosas del pantano.
Harley me dijo que me lavara e hiciera lo mismo con mis ropas. Lo hice,
aunque deseaba ir a toda prisa adonde pudiera conseguir comida.

Seguía teniendo muy mal aspecto; mis ropas ya no tenían barro y


porquería; pero no eran más que andrajos y estaban empapadas, por lo que
no pude esperar a que se secaran. Además me había crecido la barba e iba
descalzo.

Seguimos la marcha y llegamos a la casita de una granja; una simple


cabaña de dos habitaciones. Olía a pan recién salido del horno. Corrí los
últimos metros que me alejaban de la puerta y llamé a ella. Me abrió una
mujer, una mujer muy fea, y cuando me vio, cerró de golpe sin dejarme
decir ni una palabra.

La fuerza volvió a mí de alguna parte, tal vez de Harley, aunque no


recuerdo que él estuviera allí en aquellos momentos. Junto a la puerta había
un montón de leños. Tomé uno de ellos como si fuera igual de ligero que un
palo de escoba, derribé la puerta y maté a la mujer. Ella gritó mucho, pero
la maté. Luego me comí el pan recién hecho.

Mientras comía, miré por la ventana y vi correr a un hombre hacia la


casa. Encontré un cuchillo y, cuando entró, maté al hombre. Matar con el
cuchillo era mucho más fácil.

Comí más pan y seguí mirando por todas las ventanas; pero no vino
nadie más. Entonces comenzó a dolerme el estómago por haber comido
tanto pan caliente y caí al suelo, doblado sobre mí mismo. Cuando cesó el
dolor, me dormí.

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Harley me despertó. Era ya de noche. Me dijo:

—En marcha; debes alejarte de aquí antes de que se haga de día.

Comprendí que tenía razón; pero no escape a toda prisa. Como puede
usted ver, me estaba volviendo muy listo. Antes había otras cosas que hacer.
Hallé cerillas y un quinqué, y encendí este último. Luego registre toda la
cabaña en busca de cuanto pudiera serme útil. Encontré ropas de hombre, y
no me estaban del todo mal, aunque tuve que remangarme los pantalones y
la camisa. Los zapatos eran grandes, pero eso, como mis pies estaban tan
maltrechos, resultaba mejor.

Di con una navaja y me afeité; tardé mucho rato, porque me temblaba la


mano, pero fui muy cuidadoso y apenas me hice cortes.

Descubrir el dinero me costó mucho más; pero al fin lo localicé. Eran


sesenta dólares.

También cogí el cuchillo, tras afilarlo. No es un arma selecta, sino un


simple trinchante con empuñadura de hueso; pero es de buen acero. Muy
pronto se lo enseñaré a usted. Resulta muy útil.

Luego salimos de la casa y fue Harley quien me dijo que me mantuviera


apartado de las carreteras y que buscase las vías del ferrocarril. Resultó fácil,
porque durante la noche habíamos oído el lejano silbato de un tren y
sabíamos en qué dirección se encontraban los carriles. A partir de entonces,
y con la ayuda de Harley, todo ha sido fácil.

Desde este momento, ya no necesitará usted que entre en detalles. Me


refiero a lo del guardafrenos y a lo del vagabundo que encontramos
dormido en aquel vagón de mercancías, y al asunto que tuve con la policía
de Richmond. Eso me enseñó mucho; me enseñó que no debía hablar a
Harley cuando alguien pudiera oírme. Harley se esconde de ellos; conoce
un truco mediante el cual la gente no sabe que está él delante y, si le hablo,
todos creen que estoy mal de la cabeza. Pero en Richmond compré mejores
ropas y me corte el pelo. Un hombre a quien mate en un callejón tenía
cuarenta dólares, así que tuve dinero otra vez. Desde entonces he viajado
mucho. Incluso por fuera del país. Y, si se para usted a pensar, comprenderá
dónde me encuentro en este instante.

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Busco a Bull Malon y a los dos hombres que le ayudaron. Se llaman


Harry y Carl. Cuando los tenga a mi alcance, los mataré. Harley me
advierte que esos tipos son peces gordos y que aún no estoy listo para
acabar con ellos. Pero, mientras tanto, no dejo de moverme. A veces me
quedo en un mismo sitio el tiempo suficiente para desempeñar por una
temporada mi trabajo de impresor. He aprendido un montón de cosas.
Puedo tener un empleo sin que la gente piense que soy un extraño; al
mirarles no les asusto, como pasaba hace unos meses. He aprendido
también a no hablar con Harley más que cuando estamos en nuestro cuarto,
y, aun entonces, lo hago bajito, para que la gente de la habitación contigua
no piense que hablo solo.

He seguido practicando con el cuchillo. Con él he matado a muchas


personas, sobre todo por la noche, en la calle. A veces lo he hecho porque
parecían llevar dinero encima; pero, la mayoría, sólo por practicar y porque
la cosa ha llegado a gustarme. Actualmente soy un verdadero experto con
un cuchillo. Usted ni siquiera lo notará entrar en su cuerpo.

Pero Harley me dice que esa forma de matar es muy fácil, y que asesinar
a una persona que esté en guardia, como lo estarán Bull, Harry y Carl, es
otra cosa.

Así es como nuestra charla condujo a la apuesta que antes he


mencionado. Le dije a Harley que, en estos momentos, yo era capaz de
advertir a una persona de que pensaba usar el cuchillo en ella, e incluso
decirle porqué y aproximadamente cuándo, y que, aun así, podría matarla.
Y él apostó a que no me sería posible. Y va a perder esa apuesta.

Va a perderla porque, ahora mismo, le estoy advirtiendo a usted, y usted


no me cree. Me jugaría lo que fuese a que usted supone que esto no es más
que un cuento de un libro. No cree que éste sea el único ejemplar de ese libro
en el que se incluye este cuento, ni que la historia que le estoy narrando es
cierta. Y estoy seguro de que seguirá sin creerlo aun cuando le haya narrado
con detalle cómo lo he hecho.

Así que voy a ser más listo que Harley y que usted y ganaré la apuesta.
Ni a él se le ha ocurrido, ni usted comprende lo fácil que resulta para un
impresor que se ha dedicado a falsificar moneda el falsificar un cuento de
un libro. Muchísimo más sencillo que hacer un billete de cinco dólares.

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Tenía que elegir un libro de cuentos y escogí éste porque observé que la
última narración que se incluía en él llevaba el titulo de No mire hacia atrás, y
ése me pareció un buen titulo para esto. Dentro de unos minutos
comprenderá usted a qué me refiero.

Es una suerte que la imprenta en la que trabajo ahora se dedique a hacer


libros y que, además, tenga el mismo tipo de letra que se ha empleado en el
resto del volumen. Encontrar la misma clase de papel me costó un poco
más; pero al fin lo he conseguido. Escribo esto directamente en una
linotipia. Lo hago por la noche, en la misma imprenta donde trabajo
durante el día. Incluso tengo el permiso del jefe. Le dije que, para darle una
sorpresa a un amigo, iba a imprimir un relato suyo y que, tan pronto
acabase de hacerla, volvería a fundir el metal de los tipos.

Cuando tenga listo esto, compondré los tipos en páginas del mismo
tamaño que las del resto del libro y las imprimiré en el papel que ya tengo
preparado. Luego las encuadernaré en este volumen. Usted no notará
ninguna diferencia, aun cuando una leve suspicacia le haga mirar. No
olvide que he hecho billetes de cinco y diez dólares que usted no hubiera
podido distinguir del original. Por tanto, esto, para mí, es un juego de niños.
Y he encuadernado lo suficiente como para que me sea posible extraer del
libro el último cuento y poner en su lugar lo escrito por mí. Por muy
minuciosamente que lo examine, tampoco advertirá diferencia. Estoy
dispuesto a realizar un trabajo perfecto, aunque me lleve toda la noche.

Mañana iré a una librería, o tal vez a un quiosco en el que haya otros
ejemplares de este libro ejemplares ordinarios y pondré entre ellos éste.
Luego me buscaré un buen sitio desde donde observar y, cuando usted lo
compre, yo le estaré mirando.

El resto no puedo decírselo, porque depende un montón de


circunstancias, como la de que se vaya usted a casa directamente con el
libro o no lo haga. Eso no lo sabré hasta que le siga y vea el momento en
que se pone a leer… y advierta que llega a la última narración.

Si mientras lee usted esto se encuentra en casa, tal vez yo también me


encuentre en ella. Puede, incluso, que esté en la misma habitación que
usted. Quizá le observe desde una ventana. O es posible que me siente junto
a usted en el tranvía o en el tren, si es ahí donde lee lo que he escrito. Tal

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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.

vez me encuentre en la escalera de incendios de su cuarto de hotel. Pero, lo


lea donde lo lea, yo estoy cerca de usted, observándole y esperando a que
acabe. De eso no le quepa duda.

Ahora está usted ya muy cerca del fin. Habrá terminado en unos
segundos y cerrará el libro, aun sin creerme. O, si no ha leído los cuentos
por orden, tal vez retroceda para comenzar otra narración. Si lo hace, nunca
la acabará.

Pero no mire alrededor. Será más feliz si no advierte, si no ve el cuchillo


que se le acerca. Cuando mato a alguien por la espalda, no parece que sufra
mucho.

Siga adelante unos cuantos segundos o minutos más. Continúe


pensando que esto sólo es uno de tantos cuentos. No mire hacia atrás. No
crea esto… hasta que note el cuchillo en su interior.

FIN

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ALFRED JOSEPH HITCHCOCK (Londres, 1899 - Los Ángeles, 1980) fue


un director de cine y productor británico.

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Fue pionero en muchas de las técnicas que caracterizan a los géneros


cinematográficos del suspense y el thriller psicológico. Tras una exitosa
carrera en el cine británico en películas mudas y en las primeras sonoras,
que le llevó a ser considerado el mejor director de Inglaterra, se trasladó a
Hollywood en 1939.

A lo largo de una carrera que duró más de medio siglo, configuró un estilo
cinematográfico distintivo y muy reconocible. Fue innovador en el uso de la
cámara para imitar la mirada de una persona, obligando de esta manera a
los espectadores a participar de cierta forma de voyeurismo; empleaba
encuadres para provocar ansiedad, miedo o empatía y desarrolló una
novedosa forma de montaje fílmico. Sus historias a menudo están
protagonizadas por fugitivos de la ley y sus actrices protagonistas suelen ser
de pelo rubio. Muchos de sus filmes presentan giros argumentales en el
desenlace y tramas perturbadoras que se mueven en torno a la violencia, los
asesinatos y el crimen. Con frecuencia, los misterios que articulan las
tramas no son más que señuelos (Macguffin, como los llamó el propio
director) que sirven para hacer avanzar la historia pero no tienen mayor
importancia en el argumento. Sus películas también abordan a menudo
temas del psicoanálisis y tienen marcadas connotaciones sexuales. Gracias a
los cameos en muchos de sus filmes, las entrevistas, los avances
publicitarios de sus películas y el programa de televisión Alfred Hitchcock
Presenta, el cineasta se convirtió en un icono cultural.

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