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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
INDICE
INDICE .................................................................................................................................................................2
BREVE MENSAJE PREVIO ..................................................................................................................7
- HACIA EL FUTURO ..............................................................................................................................8
- RÍO DE RIQUEZA ................................................................................................................................ 28
- LEVITACIÓN ........................................................................................................................................... 45
- LA SEÑORITA WINTERS Y EL VIENTO ............................................................................. 51
- PANORAMA DESDE LA TERRAZA ....................................................................................... 58
- EL HOMBRE CON DEDOS DE COBRE ................................................................................ 72
- LOS VEINTE AMIGOS DE WILLIAM SHAW ................................................................... 95
- EL OTRO VERDUGO ...................................................................................................................... 106
- LOS BROWN NO TIENEN BAÑO .......................................................................................... 122
- EL VISITANTE QUE NO FUE INVITADO ....................................................................... 126
- EL MERODEADOR DE LAS DUNAS .................................................................................. 139
- CASI UN CRIMEN ............................................................................................................................ 193
- LA MUCHACHA DE ORO........................................................................................................... 212
- EL MUCHACHO QUE PREDECÍA LOS TERREMOTOS........................................ 218
- CAMINANDO SOLA ....................................................................................................................... 230
- SENTENCIA DE MUERTE PARA LA GROSERÍA ..................................................... 249
- EL PERRO MURIÓ PRIMERO .................................................................................................. 271
- HABITACIÓN CON VISTAS....................................................................................................... 304
- LEMMINGS ........................................................................................................................................... 317
- LA DIOSA BLANCA ........................................................................................................................ 320
- LA SUSTANCIA DE LOS MÁRTIRES.................................................................................. 327
- LLAMADA DE AUXILIO ............................................................................................................. 336
- VOCES DE MUERTE ....................................................................................................................... 357
- NO MIRES HACIA ATRÁS.......................................................................................................... 460
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Relatos incluidos:
Panorama desde la terraza (View from the Terrace, 1960) - Mike Marmer
El hombre con dedos de cobre (The Man with Copper Fingers, 1956) -
Dorothy L. Sayers
Los Brown no tienen baño (No Bath for the Browns, 1944) - Margot Bennet
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El muchacho que predecía los terremotos (The Boy who predicted Earth-
quakes, 1950) - Margaret St. Clair
Sentencia de muerte para la grosería (For all the rude People, 1961) - Jack
Ritchie
El perro murió primero (The Dog died first, 1949) - Bruno Fischer
Voces de muerte (Sorry, wrong Number, 1948) - Lucille Fletcher & Allan
Ulman
No mires hacia atrás (Don’t look behind you, 1947) - Frederic Brown
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
AA. VV.
PROHIBIDO A LOS
NERVIOSOS
(recopilado por Alfred Hitchcock)
ePub r1.0
Titivillus 24.08.16
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Este libro, como su título indica, está «prohibido a los nerviosos». Muchos lectores
dirán que el mismo título podría aplicarse a cualesquiera de los varios volúmenes de
terror, romanceros de «suspense» o antologías de lo extraño que de vez en cuando he
compilado para dar gusto a mis amigos y seguidores. Estarán en lo cierto.
Por el contrario, si posee usted buen control de sus nervios y si éstos reaccionan
con placentero cosquilleo ante un toque de horror o hallan un delicioso estímulo en la
chispita de «suspense», cordialmente le invito a que me siga.
Acomódese donde guste, o donde pueda, y empiece la lectura por donde le venga
en gana. Interrúmpala para regalarse con un descanso en el punto que le parezca más
conveniente, y vuelva a ella cuando se sienta dispuesto. La mayor informalidad debe
gobernar su disfrute de esta suculenta ensalada de relatos. Los hay, creo yo, para
todos los paladares.
ALFRED HITCHCOCK
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- HACIA EL FUTURO
RAY BRADBURY
—¿Nunca?
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Al pasar junto a la entrada del café, Susan vio al extraño hombre que les
miraba. Era un tipo de traje blanco y rostro enjuto y tostado por el sol. Sus
ojos les observaban fríamente.
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—No, no puedo.
Susan pensó:
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Ann había abierto el tubo de succión y allí estaba la hoja de metal del
anuncio:
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El teléfono sonó.
El extraño observaba sus ropas, sus cabellos, sus joyas, la forma en que
andaban y permanecían sentados.
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—Lo siento. —El extraño se acercó una silla—. Digamos que creí
reconocerle porque no se tiró de las perneras hacia arriba. Todos lo hacen.
Si no, a los pantalones se les forman rodilleras. Estoy muy lejos de mi
hogar, señor… Travis… y echo de menos la compañía. Me llamo Simms.
—Un sitio encantador. Hace poco que estuve allí, buscando a unos
amigos míos. Tienen que estar en algún lado, pero aún no los he
encontrado. ¡Oh! ¿Se siente enferma la señora?
Susan cerró los ojos y notó como si la tierra se hundiese bajo sus pies.
Sin ver nada, siguió andando, adentrándose en la plaza.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Una vez en su cuarto del hotel, cerraron la puerta. Ella se echó a llorar.
Los dos permanecieron inmóviles en la oscuridad, notando cómo la
habitación daba vueltas a su alrededor. Muy lejos, los fuegos artificiales
seguían explotando, y en la plaza se oía ruido de risas.
—No, no. Fue mi forma de andar con tacones altos la que tuvo la culpa.
Y nuestros cortes de pelo tan recientes. Tenemos un aspecto extraño, de
estar incómodos.
—No diría que no. Tiene todo el tiempo del mundo. Si lo desea, puede
dedicarse a haraganear por aquí y devolvernos al Futuro sesenta segundos
después de nuestra partida de allí. Antes de actuar, le es posible
mantenernos en vilo días y días, riéndose de nosotros.
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—Sí.
Susan lo hizo.
—Diga.
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El chico se lo contó.
—¡Socorro! ¡Sálvenme, denme refugio! Vengo del año dos mil ciento
cincuenta y cinco.
—¡Hey!
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—¿Y usted?
Simms rió:
—En absoluto.
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—¡Bill!
—Pese a todo, a los habitantes del Futuro les sentaría fatal que ustedes
dos descansasen en una soleada isla del Trópico mientras ellos se iban al
infierno. La muerte ama a la muerte, no a la vida. Los moribundos han de
saber que otros agonizan con ellos; es un consuelo enterarse de que uno no
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Susan oyó el ruido de un motor y a lo lejos pudo ver un coche que salía
lentamente del garaje y comenzaba a bajar por la cuesta. El conductor era
William.
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—No sé. Supongo que podremos sacar una pequeña ventaja a nuestros
perseguidores.
—Oí lo ocurrido. Una lástima. ¿Todo va bien ya? ¿Quieren olvidar ese
desagradable asunto? Vamos a hacer unas tomas preliminares en la calle. Si
desean acompañarnos, serán bien venidos. Vengan, les hará bien.
Fueron.
con sus policías para obligarnos a marcar el paso, dar media vuelta y pasar
por el aro. Por eso seguiremos huyendo por el bosque y ya no volveremos a
detenernos ni a dormir bien durante el resto de nuestras vidas».
—Buena idea.
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Ella rió.
—Siga.
—Tal vez la historia de un hombre y una mujer que viven en una casita
de una pequeña calle, allá en el año dos mil ciento cincuenta y cinco —dijo
Melton—. Es sólo una idea, desde luego. Pero ese matrimonio, en la época
en que vive, tiene que enfrentarse a una terrible guerra, a bombas de
hidrógeno superplus, a la muerte… Por tanto, y aquí viene lo bueno, se
escapan al pasado, perseguidos por un hombre que ellos creen malo, pero
que sólo trata de mostrarles cuál es su deber.
Melton continuó:
William sacó la pistola y disparó tres veces. Uno de los hombres cayó al
suelo, y el resto se abalanzó sobre él. Susan gritó. Una mano cubrió su boca.
Ahora la pistola estaba en el suelo y William se debatía entre los hombres
que le sujetaban.
—¡Rápido!
El gerente gritó:
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- RÍO DE RIQUEZA
GERALD KERSH
—Aquí tiene el dólar y los diez centavos, Mike —dije yo luego—. Suelte
al hombre.
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Pero Pilgrim, en vez de irse, me cogió del brazo, y dijo arrastrando las
palabras, según el anticuado modo de hablar peculiar de Oxford:
—¡Dios, no! El hombre del barco tenía un sistema infalible tirando los
dados. Llegué al Canadá, señor, con cuatro dólares y dieciocho centavos, y
la ropa. Pasé dificultades, se lo aseguro. Fui dependiente en una
quincallería, despedido por injusta sospecha de malversación; mandadero
en un Consulado, echado por lo que llamaron «tratar salvajemente» al
solicitante de un visado, lo cual era una mentira; representante de un
comerciante en vinos, cargo que perdí injustamente acusado de beber las
muestras. Aprendí por experiencia, ciertamente. Y ahora me ofrecen un
lucrativo empleo en Detroit.
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—Bien. Pero no siendo tonto del todo, no seré muy exacto en los datos
geográficos. ¿Conoce usted Brasil? Sé donde hay una cuantiosa fortuna en
oro puro en uno de los ríos tributarios del Amazonas… ¡Oh, amigo, es
realmente algo penoso ver que los hombres con dinero que desean más, se
empeñan en tener la mayor cantidad posible antes de gastar una mínima
suma! Sin embargo, le digo sin la menor reserva, que obtuve unas diez mil
onzas de oro puro de la gente que vive cerca de ese río.
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»Su idea era que, estando bien el tráfico entonces, aun en el peor de los
casos podríamos sacar para los gastos con pieles de serpiente y piel de
lagarto. Se llamaba Grimes 1 , pero conocía a un caballero en cuanto le veía.
Sin embargo, era propenso a los accidentes. Explorando el lodo en busca de
rubíes, Grimes se puso sobre un tronco para mantenerse firme. El tronco
cobró vida, abrió un par de quijadas, y lo trituró; era un caimán, por
supuesto. Me han dicho que un caimán crecido puede, con las quijadas,
ejercer una presión de casi el peso de mil libras. Ello me trastornó, no tengo
inconveniente en decírselo. Desde entonces no he podido mirar a un caimán
sin repugnancia. Me traen mala suerte.
»—Espere. Tengo algo que le hará riquísimo. Ello me hizo jefe a mí.
Pero ya soy demasiado viejo para jugar. Se lo daré.
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»Luego prosiguió para explicar, lo cual nos llevó toda la noche, que la
nuez tictoc no era como las otras nueces. Todo, dijo el jefe, todo podía
pensar un poco. Incluso una hoja tenía suficiente inteligencia para volverse
hacia la luz. Incluso una rata. Incluso una mujer. A veces, incluso una nuez
de dura cáscara. Pero cuando fue hecho el mundo, en un tiempo muy
remoto, habiendo sido creado el hombre, quedaba un poco de inteligencia
por distribuir. La mujer recibió una parte. Las ratas recibieron una parte.
Las hojas recibieron una parte. Los insectos recibieron una parte. En suma,
últimamente quedó muy poca.
»—Vosotros sois muchos, y queda muy poco para alcanzar para todos.
Pero debe hacerse justicia. Uno de cada diez millones de vosotros pensará
en contacto con un hombre, y cumplirá sus órdenes. Hemos hablado.
»Sólo a una nuez tictoc de cada diez millones, le fue concedido el don
del pensamiento. Y las nueces, siendo muy prolíferas, brotaron en los
matorrales en gran profusión. Toda persona que pudiera encontrar la nuez
única entre diez millones, la nuez pensante, podía estar segura de su buena
suerte me dijo el viejo salvaje, porque esta nuez obedecería a su dueño.
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»El viejo no replicó, pero me llevó a una faja de tierra llana y plana, y
alisada por innumerables pies. En una extremidad alguien había delineado
un círculo trazado con ocre. Dentro de este círculo estaban colocadas diez
nueces formando este diseño:
»El objeto del juego era hacer salir las diez nueces del círculo con las
menos tiradas posibles. Como juego, yo diría que el tictoc era mucho más
difícil que los trucos 2 , las pirámides 3 o el snooker 4 . Se tira desde una
distancia de unos siete pies. Era un buen jugador el que podía despejar el
círculo en cinco tiradas; un jugador notable el que podía hacerlo en cuatro;
superlativo, el que podía hacerlo en tres, lanzando la ovalada nuez del tictoc
con una peculiar torsión del pulgar.
»Varios jóvenes estaban jugando, pero eran más los que estaban
apostando sus mismos toscos vestidos sobre el campeón, el cual había
nuevamente ganado un Tres.
»No podía ser una gran pérdida la apuesta de la pieza superior del
pijama. Además, tenía las esmeraldas, como usted sabe. Por tanto, me la
quité y lancé mi reto.
»—¿Hay más cosas como éstas por aquí cerca? —pregunté, sopesando el
collar que había ganado.
»El jefe dijo que no; era algo que no apreciaban señaladamente. El
excampeón lo había obtenido aguas abajo, donde lo arrancaban del cauce
del río y lo daban a las mujeres de la tribu para adornos. Una sarta de
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dientes del enemigo de uno tenía algún valor. Pero este material amarillo
era demasiado dúctil y demasiado pesado.
»—Si usted la quiere, llévese la nuez tictoc y podrá ganar tanto de eso
como pueda usted cargar, usted y diez hombres fuertes.
»Le prometí que cuando volviese traería más armas de fuego y balas,
hachas, cuchillos, y todo lo que su corazón pudiera desear, si quería
prestarme una buena canoa y los servicios de media docena de hombres
vigorosos para impelerla a remo, junto con provisiones y agua. El viejo jefe
accedió, y nos marchamos.
»Por fin, salí de ese lugar y continuamos río abajo con dos canoas de
guerra, enteramente cargadas de oro y otras joyas, tales como granates,
esmeraldas, etcétera. Debiera haberme contentado con eso. Pero el buen
éxito se me había subido a la cabeza.
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»—No.
»—Cuando los esporcos traen flores, hay que echar mano al cuchillo.
»Lo cual era una versión salvaje de Timeo Danaos et dona ferentes.
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»—No, amigo mío, no está a la venta. Pero le diré qué podemos hacer.
Siendo una niñería, juguemos por ella. Usted tiene una gran fama como
jugador de tictoc. Da la casualidad, de que yo también la tengo. Ahora bien,
¿qué tiene usted para apostar contra esta piedra?
»Nadie dudaba. Fue hecho el círculo, las diez nueces colocadas a las
distancias adecuadas, pedí a mi anfitrión que tirase primero. Hubo un
expectante silencio mientras el jefe caía de rodillas y lanzaba la nuez,
despejando el círculo en dos perfectas tiradas, lo cual suscitó un vivo rumor
de aplausos.
»Es regla, en el juego del tictoc, que el ganador recoja las nueces
luchadoras y las devuelva a la base. El perdedor tira primero. Esta vez el
jefe salió con un Tres. Me estaba sintiendo de buen corazón ¿Quién no se
sentiría lleno de benevolencia, si estuviese seguro de ganar un diamante que
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»La nuez hizo lo que se le mandó, perdí con un Cinco. El jefe, muy
alborozado, cogió nuestras nueces y me entregó la mía con solemne
cortesía. Yo tiré con completa confianza. Imagínese mi consternación
cuando, en vez de moverse con habilidad y sensatez, la nuez avanzó
bamboleándose ebriamente y apenas llegó a la periferia del círculo. ¿Podía
ese licor semejante al mescal que yo había tomado, haber entorpecido el
cerebro de la nuez a través del mío?, me pregunté. Pensando con toda mi
fuerza mental, tiré otra vez: e hice salir una sola nuez del círculo. Una
tercera vez, y termine con un Ocho.
»Luego percibí la verdad. ¡El viejo tunante había cambiado las nueces
después de la segunda partida! Sencillamente, eso. Pero tuve calma, porque
en un breve momento todos habían cesado de reír, y cada hombre había
mostrado un machete, un hacha, un arco o una lanza.
»—Aquí hay algún error, señor —dije—. Ésta no es mi nuez del tictoc.
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»—Primero, el oro.
»Soltó una maciza bolita de oro sobre la mojada tabla. No era mucho
mayor que un guisante, pero tenía una hechura asombrosamente extraña e
irregular. El fuego y el agua habían hecho eso.
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—No tengo más que diez dólares —dije, hondamente conmovido por
cierta tristeza que asomaba a los ojos de Pilgrim—. Están a su disposición.
—Sí y no —respondí.
—Oh, no, no me los dará usted —dije, sintiendo crecer mis sospechas.
Acaricié la pepita dentro del bolsillo; era suave al tacto, con la misma
indescriptible y genuina calidad del oro legitimo. En cuanto a ese ardid de
plomo fundido y agua fría, de repente recordé que yo mismo lo había
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empleado unos treinta años atrás, con rotos soldados de plomo, sólo para
jugar con fuego. El plomo recién fundido es bien notorio al tacto, y tiene los
cantos aguzados. Pero mi pepita estaba vieja y gastada.
Pero yo salí, y visité otra tienda a unas cuantas puertas de allí; uno de
esos establecimientos de doble fachada, en el escaparate derecho de los
cuales, bajo un letrero que dice «SE COMPRA ORO VIEJO», yace un
revoltijo de brazaletes y pulseras similares, antiguas cadenas de reloj, viejos
dientes postizos y alfileres de corbata. En el otro escaparate, diamantes
cuidadosamente ordenados, con pequeñas cartulinas indicadoras de los
precios, desde dos mil a quince mil dólares. El dueño, aquí, parecía como si
fuese una de esas personas que esperan en la cola de pobres para recibir
comida.
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—¿Eh?
—Le engañó a usted, ¿eh? —dijo el mozo, con una sonrisa sardónica—.
Puedo olfatear una impostura a una milla de distancia. No me gustó el
aspecto de él así que lo vi entrar aquí. Si yo estuviera en su lugar…
—No miré. Poco después de que usted se marchara, pidió un doble, sin
hielo, y puso un billete de diez dólares sobre el mostrador; me dio cincuenta
centavos, y salió.
Inquirí por todas partes, mayormente en los llamados barrios bajos, pero
no encontré rastro de él. Daré una buena gratificación a quien me
proporcione información que conduzca a hallar de nuevo a esa persona: un
hombre en apariencia inglés, de aire insinuante, con señales de paludismo y
un comportamiento desorientador y raro, que habla del río Amazonas y sus
tributarios…
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- LEVITACIÓN
JOSEPH PAYNE BRENNAN
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—¡Elévese!
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Pero el rígido cuerpo de Frank seguía subiendo aún más. Arriba, arriba,
hasta que estuvo al nivel de la parte alta del entoldado, hasta que alcanzó la
altura de los árboles más grandes… hasta que rebasó los árboles y siguió
ascendiendo por el limpio cielo de primeros de octubre.
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- LA SEÑORITA WINTERS Y EL
VIENTO
CHRISTINE NOBLE GOVAN
Cuando era niña y vivía en el Sur, el viento era una cosa agradable. Las
montañas lo mantenían adecuadamente dominado, domándole como se
doma a un brioso potro. El aire chocaba contra las cumbres y era troceado
en minúsculas partículas por los árboles, que susurraban con un sonido
similar al del océano. En los campos, las flores silvestres se mecían con
suavidad, formando hermosos mares color rojo dorado. En la escuela,
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Ahora sí lo sabía. Era algo que se introducía por todos los resquicios y
entumecía los pies de la señorita Winters, pese al fuego que tan
asiduamente cuidaba. Por las noches, el helado viento se metía con ella en
la cama, de forma que hasta su atigrado gato, que permanecía bajo las
mantas, se estremecía y durante horas de oscuridad, no paraba de moverse
tratando de calentar sus doloridos huesos. El aire se metía bajo el usado
abrigo de la mujer, penetrando por el agujero que había hecho en sus
pantalones el alambre del tejado en que los tendía. También atravesaba sus
remendados guantes, entumeciéndole los dedos hasta que le quemaban en
una agonía de frío.
Para llegar a su cuarto tuvo que subir dos tramos de escalera. El gato
esperaba, hecho un ovillo, en medio de la cama. El animal saltó al suelo,
estiró su flaco y listado cuerpo y se encaminó hacia su dueña. Era la única
criatura que aún la recibía como a una amiga. Gracias al gato, la señorita
Winters podía olvidar algunas veces su miedo atenazador. La confianza del
animal en ella le daba un poquito de valor y determinación. Sin embargo,
también temía por él. Había demasiadas personas que eran malas con los
gatos, especialmente si éstos no eran de raza.
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De pronto se produjo una ráfaga de viento más fuerte que las demás. Se
oyó un fuerte ulular y la ventana rota saltó. El cristal penetró en la
habitación como si fuera metralla. El gato brincó al suelo y, en medio del
salto, fue alcanzado por una arista de vidrio. El animal lanzó un último
maullido y cayó inerte. Sobre la amarilla alfombrilla, las manchas de sangre
parecieron pétalos de rosa.
Todo era tan claro, tan sencillo, que la señorita Winters se preguntó
cómo no se le había ocurrido antes. Debía atrapar el viento y encerrarlo
herméticamente dentro de algo, de forma que nunca pudiera escaparse, para
asustar y dejar ateridas a pobres ancianas, manteniéndolas despiertas y
conscientes de su miseria, matando sus gatos… La mujer se puso los
zapatos y, sin dirigir una sola mirada al animal muerto, abrió la puerta y
comenzó a bajar resueltamente las escaleras.
—¡Ja, ja! —rió la señorita, entre dientes, aferrando con más fuerza el
enorme trozo de tela—. ¡Esta vez, no, querido amigo! ¡Esta vez, no!
Miró hacia el campanario de la iglesia. Era el edificio más alto que había
a la vista. Incluso en aquella noche brillaba como una arista reluciente. A su
gato le había matado una arista. Ella mataría al viento.
Cada vez más arriba, dando vueltas y vueltas, tropezando con la sábana,
pisándose el borde del abrigo, dando traspiés, riéndose y volviendo a
ascender. En el interior de la torre no había viento; pero aquello no la
disuadió de su idea. El aire la estaba aguardando allá arriba… ¡y ella le
aguardaría a él!
Miró hacia abajo y pudo ver que las luces se precipitaban hacia ella.
Antes de morir, la señorita Winters pasó por un momento aterrador… Un
momento durante el que se dio cuenta de que el viento había ganado.
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Veinte minutos más tarde, en la suite del piso doce, desde la cual el
finado señor Farnham había iniciado su descendente viaje, la viuda,
inmóvil, sentada en un sofá, constituía la viva imagen de la desolación.
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Los niños. Era lo único que ahora importaba, pensó Priscilla. ¿Qué
harían sin ella? Recordó a Mark, con su pelo negro y rizado y sus largas
pestañas. Sólo tenía nueve años, pero ya mostraba indicios del hombre tan
atractivo que iba a ser. Y Amy, dos años menor, con la misma belleza rubia
de su madre y aquellos grandes ojos color violeta. Priscilla no soportaba la
idea de que la separasen de ellos y su recién hallada energía fue
repentinamente aumentada por el miedo.
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¡Asesinato!
La palabra la hizo estremecer; pero, ¿de qué otra forma podía llamarse?
Indudablemente, la muerte de George no podía ser considerada algo
«premeditado»; no se habían hecho planes a largo plazo y a sangre fría. No
obstante, fue precedida por cinco o diez minutos de meditación. ¿Homicidio
sin premeditación? Tal vez. Podía haber diversas interpretaciones de grado,
pero cada una de ellas iba acompañada por su castigo particular. No, debía
dar con otra cosa. ¿Homicidio por causas justificadas? ¿Había sido justificada la
muerte de George? Legalmente, no; aunque, en una forma simple y casi
primitiva, Priscilla suponía que si lo era. En cierto modo, fue culpa del
propio George. Él mismo se la buscó.
—Por lo único que se preocupan es por usted —añadió Tibble, con una
confortadora sonrisa—. Les dije que iría a verles muy pronto.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
espaldas a George y visto a los dos niños allí, en la puerta de la sala de estar,
demostrando claramente preocupación y miedo. Priscilla trató de advertir a
George, pero él continuó gritándole todas aquellas horribles cosas. Luego,
el hombre salió a la terraza y los niños corrieron hacia su madre.
—A ver si adivinas.
—¿El qué?
Y ella:
¡Claro que era tonto! Priscilla lo admitía; pero era bonito. Estaba lleno
de sorpresas, de unión, de amor. Y también era romántico, porque aquella
noche su sorpresa había sido el más transparente de los negligées.
Permitiéndose una leve sensación de culpa, Priscilla se dijo que tal vez
se había concentrado excesivamente en Mark y Amy y no lo bastante en
George. Pero si él hubiera deseado formar parte de su mundo… Si hubiera
querido compartir el maravilloso entendimiento… Con sólo que…
Priscilla no fue más lejos. Una discreta llamada cortó el hilo de sus
pensamientos y levantó a Tibble del borde de su silla. Fue a la puerta, la
abrió y dejó entrar a Edmonds, el alguacil, y a un hombre alto y vestido con
un ligero traje tropical.
63 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Tal vez sea mejor que empecemos contándome usted, lo mejor que
pueda, todos los hechos que recuerde inmediatamente anteriores al…
suceso.
Waring preguntó:
—Sí. En realidad, ése fue uno de los motivos de que nos tomásemos
estas vacaciones. Mi marido trabajaba mucho. Demasiado, le decíamos
todos. Y se quejaba de dolores de cabeza y mareos continuos. Me pareció
que necesitaba descansar, relajarse. Por eso vinimos a Jamaica.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
65 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Waring insistió:
—La pareja de la suite de al lado, los Rinehart, dicen que les oyeron
disputar en forma más bien violenta. Hablaban a voces y los Rinehart están
seguros de que su marido habló de… morir.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
67 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Mark contestó:
—¿Al juego?
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Sólo es un jueguecito…
—¿Qué pasa con él? —inquirió Waring, como sin darle importancia—.
¿De qué clase de juego se trata?
Se volvió a Priscilla:
69 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Creo que con esto todo queda aclarado, señora Farnham. Como es
lógico, tras la autopsia habrá una encuesta, pero será un asunto de mera
rutina.
Waring estrechó las manos de Mark y Amy y les dio las gracias.
Muy pronto les diría lo que había hecho por ellos. Cuando llegara el
momento de sentarse con sus hijos y explicarles que hoy el juego se había
jugado muy mal. No, no se había olvidado. Ni olvidaría nunca el momento
en que Mark y Amy le menearon, gritando:
—¿Qué?
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
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elegido por unanimidad tras declarar francamente que una jarra de cerveza
y una pipa eran las únicas cosas que realmente le importaban.
5 El poeta cubista.
73 | P á g i n a
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El actor siguió:
—Bien… Loder me vio en aquella película mía Apolo en Nueva York. Tal
vez ustedes la recuerden. Fue mi primer papel de protagonista. Trataba de
una estatua que cobra vida —ya saben, uno de los antiguos dioses—, y de
cómo se desenvolvía en una ciudad moderna. La produjo el viejo
Reubenssohn. Era un hombre que podía desarrollar cualquier tema con el
mayor gusto artístico. En toda la película, de principio a fin, no era posible
encontrar un solo átomo de mal gusto, aunque en la primera parte yo no
llevaba más vestidura que una especie de capa… tomada de la estatua
clásica, ya saben.
—Me atrevería a decir que sí. Bien, Loder me escribió diciendo que,
como escultor, sentía un gran interés por mí, ya que yo me encontraba en
muy buena forma y todo eso. Luego me preguntaba si querría hacerle una
visita cuando dispusiera de tiempo. Hice averiguaciones respecto al hombre
y decidí que aquello sería una buena publicidad. Cuando mi contrato expiró
pude disponer de un poco de tiempo, fui a Nueva York y le llamé. Me trató
muy amablemente y me pidió que pasase unas cuantas semanas con él.
77 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
»Él me había escrito antes, pero en el año 1919 yo tuve que hacer dos
películas y no pude aceptar su invitación. Sin embargo, en 1920 me
encontré de regreso en Nueva York, haciendo la publicidad de El Estallido de
Pasión. Entonces recibí una nota de Loder en la que me pedía que aceptase
su hospitalidad, ya que deseaba que posara para él. Aquello representaba
una buena publicidad y, además, gratis, así que acepté. Por entonces me
había comprometido con la Mystofilms Ltd. para tomar parte en Los
Bosquimanos, aquella película que se realizó en Australia. Telegrafié a los de
la productora que me uniría a ellos en Sydney durante la tercera semana de
abril. Luego hice mis maletas y me dirigí a la residencia de Loder.
«El escultor me recibió muy cordialmente, aunque parecía más viejo que
la última vez que le vi. Era indudable que se había vuelto más nervioso.
Era… —¿cómo podría describirlo?— más intenso, más real, en una palabra.
Hizo alarde de su acostumbrado cinismo, como si realmente lo sintiera, y
volvió a narrar sus repetidas historias, dando aún más la sensación de que se
estaba refiriendo a uno al contarlas. Al principio creí que esta falta de
creencia en todo no era más que una especie de pose artística, pero luego
empecé a comprender que había sido injusto con él. Pronto advertí que
Loder era verdaderamente desgraciado, y en seguida descubrí el motivo.
Mientras íbamos en el coche le pregunté por María.
»Indagué:
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
»—Le dije que era algo muy original —comentó para mí.
79 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
»Al ver aquel diván, comencé a pensar que mi anfitrión era un poco
degenerado. Y en la quincena que siguió fui sintiéndome cada vez más a
disgusto con él. Aquel modo de ser suyo cada día se acentuaba más, y a
veces, mientras posaba para él, Loder se sentaba en aquel diván y contaba
las cosas más brutales, con sus penetrantes ojos fijos en mí, para ver cómo
reaccionaba ante tales narraciones. Pueden creer que me hizo un enorme
favor, porque comencé a creer que me sentiría más a gusto entre los
bosquimanos… Bueno, y ahora viene la cosa verdaderamente extraña.
»Él replicó:
»—¿Y qué diablos pasa con ella? —grité—. De todas maneras, ¿qué sabe
usted de María? Se fue mientras yo estaba en la guerra. ¿Qué tiene eso que
ver conmigo?
equivocado. Cree que, cuando estuvo aquí la última vez, usted fue amante
de María Morano.
»El hombre se volvió y retiró los cojines azules que había a los pies del
plateado diván.
»—¿Ha visto usted alguna vez que Loder hiciera alguna figura de María
con ese dedo segundo del pie izquierdo tan corto? —prosiguió él.
«Eché un vistazo a lo que el hombre indicaba y pude ver que era como él
decía: el segundo dedo del pie izquierdo era más corto que el pulgar.
»—¡Mire! —dijo.
lo arrancó. Estaba hueco y, tan cierto como que estoy vivo, en su interior
había un seco y largo hueso humano.
—Todo esto está muy bien, Bayes —replicó su señoría—, pero… ¿dónde
estaría el señor Varden si yo aquella noche no hubiera intervenido?
84 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—El curioso caso de Eric P. Loder es una muestra más de las extrañas
formas mediante las cuales un poder que está más allá de la débil voluntad
humana arregla los asuntos de los hombres. Llamémosle Providencia,
llamémosle Destino…
85 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
»Me sentí tan intrigado, que dos noches después fui a visitar a Loder.
»Me sentía un poco fatigado, así que me fui en seguida a la cama. Loder
dijo que antes deseaba trabajar un poco en el estudio, y vi cómo desaparecía
por el pasillo.
87 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
»El estudio estaba vacío, por lo que supuse que Loder había concluido
su trabajo y se había ido a dormir. El sofá estaba allí, aislado en parte por
un biombo. Sin pensar más me envolví en la manta y me dispuse a
descansar.
»Mi familia dice que soy demasiado curioso. Lo único que yo puedo
decir es que ni caballos salvajes tirando de mí me hubieran impedido
investigar aquel armario. Con la sensación de que podía encontrarme con
algo verdaderamente espantoso —me sentía un poco excitado y era una
pésima hora de la noche—, puse una heroica mano en el tirador de la
puerta.
88 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
inofensivas y muy bien ordenadas, ninguna de las cuales era posible que
hubiera podido albergar el cuerpo de Loder.
»Al final de los escalones había otra puerta, pero no me costó mucho
averiguar su secreto. Sintiéndome terriblemente excitado la abrí
valientemente, con la maza lista para entrar en acción.
»Las varillas colgaban sobre el líquido con todos sus ganchos vacíos,
pero en un lado de la habitación había un embalaje medio abierto y, al
levantar su tapa, pude ver en su interior un montón de ánodos de cobre —
los suficientes para extender una capa de plata de más de medio centímetro
sobre una figura de tamaño humano—. También había otra caja más
pequeña, aún cerrada, que, por su peso, supuse contenía la plata para el
resto del proceso. Buscaba algo más, y lo encontré en seguida: una
considerable cantidad de grafito preparado y una gran botella de barniz.
89 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
»Sobre el banco había una placa oval de cobre que mediría unos cuatro
centímetros de largo. Supuse que aquél era el trabajo realizado por Loder
aquella noche. Se trataba de un electrotipo del sello consular
norteamericano, eso que taponan sobre la fotografía del pasaporte para
evitar que uno la arranque y la cambie por la de su amigo, el señor Jiggs, al
cual le gustaría mucho salir del país porque es un personaje muy popular
entre los de Scotland Yard.
90 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
arreglar el sofá. No sentía el más mínimo deseo de que Loder supiese que
había estado allí.
»Sólo había otra cosa hacia la cual sintiera curiosidad. Crucé el vestíbulo
de puntillas y me introduje en el salón de fumar. El plateado diván brilló
bajo la luz de la linterna. En esos momentos detesté aquel objeto cincuenta
veces más que antes. Sin embargo, reuní ánimos y eché un cuidadoso
vistazo a los pies de la figura. Yo también había oído hablar de aquel
segundo dedo del pie de María Morano.
»Me temo que respecto a eso fui un poco estúpido, señor Varden. Pensé
que quizá había habido algo entre ustedes dos.
91 | P á g i n a
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»Al dirigirnos a la casa nos cruzamos con los criados de Loder, camino
de Nueva York. Eso nos demostró que seguíamos la pista acertada, y
también que yo iba a enfrentarme a un trabajo muy sencillo.
»Ya han oído ustedes todos los detalles acerca de mi entrevista con el
señor Varden y, realmente, no creo poder mejorar en absoluto su narración.
Cuando él y sus bártulos hubieron abandonado la casa, me dirigí al estudio.
Estaba vacío, así que abrí la puerta secreta y, como esperaba, vi una línea de
luz bajo la puerta del taller que había al final del pasadizo.
92 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
»—¡Loder! —grité.
»Al volverse hacia mí, el rostro del escultor no tenía nada de humano.
93 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
94 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Póngame al día —le pedí—. Hace mucho que no veo al señor Shaw.
Sí, desde que se…
—Grace Shaw era más bien… Quiero decir que, después del
matrimonio, su presencia proyectó una especie de sombra sobre la antigua
pandilla.
95 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—El ansia del señor Shaw por ayudar a los demás, le ha colocado en
una mala posición —continuó el mayordomo—. Queda va muy poco de lo
que en tiempos fue una gran fortuna. Por eso no podía ni siquiera pensar en
el divorcio, ya que la señora Shaw no se hubiera conformado con menos de
casi todo lo que quedaba.
—No cabe duda de que lo del divorcio estaba más allá de toda
consideración —dije, imitando inconscientemente la precisa manera de
hablar de Higgins—. Resultaba muy difícil no imitar también su seca y
enérgica voz.
Me estremecí, pero aquello podía ser debido al vino. El que aún había
en la copa del mayordomo, al ser atravesado por los rayos solares,
proyectaba un brillo rojo sangriento sobre los pálidos dedos del hombre. La
ventana de la habitación estaba abierta y en el cuarto reinaba un fuerte olor
a tierra, a primavera y a flores. Era un aroma que hablaba de esperanza y
despertar.
96 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Shaw parece veinte años más joven, como si se hubiera quitado un gran
peso de encima. Desde luego, está el molesto hermano de ella, que trata de
crear dificultades. Pero el señor Shaw ya no tendrá que soportarle más,
ahora que la señora se ha marchado.
—Todos los mejores y más íntimos amigos del señor Shaw están
ayudándole. Quizá sean unos veinte; los que más le debían. Confío en que
podemos contar con usted.
—Pues, yo…
—¿Qué hace usted? —me preguntó el niño, que me observaba con serios
ojos.
Pensé una serie de respuestas posibles, pero acabé por decidirme por la
más sencilla:
—Cavo —dije.
—Mi mamá, para plantar los rosales, no hace agujeros tan hondos —
dijo el niño, serio y con tono de sospecha. Normalmente, el chiquillo tenía
un rostro atractivo y lleno de inteligencia. Aquel día me pareció que sus ojos
estaban demasiado juntos y que en su boca había un despectivo rictus.
99 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
empleado que recibe a los clientes. Más allá de la entrada existen diversos y
sinuosos caminos, y cada día se dispone un nuevo lugar para depositar en él
los desperdicios. A medida que van llegando los camiones, el bulldozer se
pone en movimiento. Resopla, machaca, tritura y convierte los objetos
desechados en un informe amasijo que se une con la oscura y rica tierra.
Bajo la pala del bulldozer, los viejos sommiers, los desbroces vegetales que
llevan los jardineros en sus camiones, los papeles, botellas, ropas y muebles
son mezclados en un cóctel definitivo con la tierra. Después de que el
bulldozer ha pasado por el terreno, allí no queda nada más que la tierra
revuelta en la que, en uno u otro punto, asoman unos papeles o unas verdes
ramas. Mañana otro estrato cubrirá el de hoy, y luego otro, y puede que aún
otro más. Los arqueólogos del futuro tendrán que tener en cuenta los
bulldozers del siglo XX.
Una vez dentro del recinto hay que unirse a una caravana de camiones,
entre los cuales se ven unos pocos turismos con remolques que se dirigen al
lugar de depósito del día. Luego uno estaciona a pocos metros de donde
está trabajando el bulldozer y deja allí sus desechos. Y, a medida que esta
actividad incesante se desarrolla, el lugar de depósito va cambiando.
100 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
101 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Mi ira duró todo el camino de regreso, hasta que, una vez en mi casa, vi,
en el porche, una cesta demasiado familiar. La nota unida a ella estaba
escrita por una ágil mano femenina. Decía:
102 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Creo que algo raro está ocurriendo —replicó él—. Tal vez me decida
a hacer unas visitas, acompañado de la policía. Le iré a ver a usted y a
algunos de los amigos de mi cuñado.
—Cuando quiera, amigo, cuando quiera. —Y, tras decir esto, colgué el
receptor. Aquello zanjaba el asunto. Moriseau no iba a utilizarme como
herramienta para destruir a mi querido William Shaw.
103 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
104 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
105 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
- EL OTRO VERDUGO
CARTER DICKSON
todos los días. Nos sentíamos orgullosos de las antiguas familias del
condado, que llegaron de detrás de las montañas en 1775, cuando las tropas
de Braddock, esquilmadas por los indios, se asentaron aquí, en cabañas de
troncos, para curar sus heridas. Pero, sobre todo, nos sentíamos
orgullosísimos de nuestras baterías legales.
107 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Pero con Fred Joliffe era distinto. Fred Joliffe era el vecino más
antipático y desagradable que habíamos tenido nunca, con la posible
excepción del propio Randall Fraser. ¿No has visto nunca una culebra
arrollada sobre una piedra? Y una culebra es aún peor que una serpiente de
cascabel, porque ésta no te hace nada si no la pisas y, antes de atacar, avisa
con sus crótalos. Fred Joliffe tenía el mismo color parduzco y se movía con
la misma sinuosidad de una culebra. Siempre recordaré cómo atravesaba la
ciudad en su carro —el tipo tenía una especie de negocio de trapería—. Aún
lo veo allí subido: flacucho y vestido con un abrigo oscuro, husmeando
siempre para dar con algo sobre lo que chismorrear. Y sonriendo.
108 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Bueno, con la única excepción de Will Farmer, el dueño del establo que
fue incendiado.
109 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
110 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
La única defensa que me fue posible fue la de alegar que Fred había
estado demasiado borracho para ser responsable, y no recordaba nada de lo
ocurrido aquella noche, lo cual él admitió que era cierto. Pero eso, además
de no ser ninguna defensa legal, resultaba terriblemente frío. Mi propia voz
me sonaba mal. Recuerdo que seis miembros del jurado llevaban barba, y
los otros seis, no, y el juez Hunt, en su estrado, con la bandera a su espalda,
se parecía más que nunca a Lincoln. Incluso Fred Joliffe comenzó a darse
cuenta de lo que iba a ocurrir. No hacía más que volverse a mirar a la gente,
sintiéndose muy incómodo. Una vez, estirando el cuello, gritó a los del
jurado:
Lo hicieron.
Dijo:
111 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Pero sí lo estábamos.
A Bob Moran, la idea de que las cosas no salieran como era debido le
ponía blanco de miedo. Había designado al borrachín de Ed Nabors como
verdugo. Eso se debía en parte a que Ed necesitaba los cincuenta dólares
porque Bob tenía la vaga idea de que un ex médico sería más capaz de
manejar una ejecución. Ed había jurado mantenerse sobrio. Bob Moran
aseguró que Nabors no recibiría un céntimo como no lo hiciera así, pero
nunca podía asegurarse nada.
golpetazo que le ponía a uno el corazón en la garganta. Pero una vez dieron
a la cuerda excesiva tensión y se partió. Entonces el viejo Doc Macdonald
hizo una broma respecto a aquel tipo, John Lee, de Inglaterra, y eso casi
acabó con los nervios de Bob Moran.
Además, caía una lluvia torrencial. Tal vez fuera eso lo que recordó a
Doc Macdonald el asunto. Doc era un viejo cínico. Cuando advirtió que
Bob no podía estarse quieto y que tiraba sus cartas sin mirar siquiera las que
había sobre la mesa, dijo:
—Bueno, espero que todo salga bien. Pero tienes que tener cuidado con
la lluvia. ¿Conoces el caso del tipo que trataron de ahorcar en Inglaterra… y
la lluvia mojó las maderas, éstas se deformaron y la trampilla no se abrió?
Trataron de ahorcarle tres veces, pero la cosa siguió sin funcionar.
113 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿Qué pretendes hablando así, Doc? ¿No está ya todo bastante difícil?
Ahora haces que me preocupe aún de otra cosa. Hace un rato, he ido a la
celda y Fred Joliffe ha dicho la cosa más rara que nunca le he oído. Está
loco. Se rió, asegurando que Dios no permitiría a esos villanos que le
ahorcasen. Fue terrible oír hablar así a Fred Joliffe. ¿Alguien sabe qué hora
es?
Me despertaron a eso de las ocho y media para decirme que el juez Hunt
y todos los testigos estaban ya en el patio de la cárcel, listos para empezar.
Entonces comprendí que, después de todo, iban a ahorcarle realmente.
Tuve que colocarme al fin de la procesión, como había jurado hacerlo, pero
no vi la cara de Fred Joliffe. Ni quise verla. Le habían dado una buena
lavada y una camisa nueva con el cuello desbocado a propósito. Al salir de
la celda, Fred se tambaleó y comenzó a andar en dirección opuesta, pero
Bob Moran y el alguacil le llevaban sujeto por los brazos. Era una mañana
fría, oscura y ventosa. Las manos de Fred estaban atadas a la espalda.
El predicador decía algo que no pude oír. Todo fue bien hasta que
llegaron a mitad del patio de la cárcel. Era un patio bastante grande. No
miré al artefacto que había en medio, sino a los testigos, en pie junto a la
pared y con los sombreros quitados. Pero Fred Joliffe sí miró al patíbulo. Se
le doblaron las rodillas. Volvieron a ponerle en pie. Oí que volvían a
caminar y comenzaban a subir las escaleras, que crujieron.
114 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
tiempo que oí a Ed gritar algo acerca de que la lluvia había humedecido las
tablas, el juez Hunt pasó junto a mí, dirigiéndose al pie del cadalso.
Bob, como un loco, corrió a la trampilla y saltó sobre ella con ambos
pies. Estaba encallada. Entonces el sheriff se dio la vuelta y sacó su «Ivor-
Johnson» del 45. El juez Hunt se puso frente a Fred, cuyos labios se movían
ligeramente.
—Le aplicaremos la ley, y nada más que la ley —dijo el juez—. Aparta
ese revólver, loco, y llévate a Fred a su celda hasta que consigas hacer
funcionar el patíbulo. Y ahora, ten cuidado con él.
Aún hoy, no creo que Fred Joliffe hubiera comprendido lo que ocurría.
Creo que sólo se confirmó en su creencia de que no tenían el propósito de
ahorcarle. Cuando se encontró a sí mismo bajando de nuevo los escalones,
abrió los ojos. Tenía el rostro descompuesto y una expresión de
aturdimiento, pero, de pronto, la verdad pareció llegar hasta él.
115 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Quédate tú aquí, Bob —dijo el juez Hunt. Me hizo una seña para que
le acompañara.
El pasillo del piso bajo estaba desierto. El juez Hunt había recuperado el
resuello y, como era uno de esos oradores a los que les encanta hacer
comentarios halagüeños acerca de Dios, se dedicó a lanzar un vigoroso
discurso. Sólo se calló al ver que la puerta de la celda de Fred Joliffe estaba
abierta.
116 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
celda, sus talones se mecían a cosa de medio metro del suelo. Esto se debía
a que estaba colgado por el cuello de una cuerda de peonza atada a un clavo
de la pared. A sus pies se veía una banqueta tumbada.
117 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿A qué viene esta pelea? —preguntó, en tono irritado. Era más grande
que Bob, y pudo apartarle de Macdonald con un par de manotazos—. ¿Por
qué no me han dicho lo que ocurría? Dicen que no va a haber ejecución. ¿Es
cierto?
—Bueno, bueno, pero no hay por qué empezar a pelearse de esa forma.
—Luego, mirando a Ed Nabors—: Lo que quiero es mi martillo. ¿Dónde
está, Ed? Lo he buscado por todas partes. ¿Qué has hecho con él?
hija. Jessie no tenía valor para confesarlo aquí, comprenda. Por eso se
escapó y fue a ver al gobernador. No hubiera hecho nada de no haber
ustedes condenado a muerte a Fred.
—Lo que ocurrió fue esto —comenzó Ed, con su lentitud habitual—.
Había mantenido relaciones bastante íntimas con Randall Fraser. Eso hizo
Jessie. Y tanto Randall como Fred se estaban divirtiendo en grande
amenazándola con revelar a todos la historia. Supongo que Jessie estaba a
punto de volverse loca. Y, en la noche del crimen, Fred Joliffe estaba
demasiado borracho para poder recordar nada de lo que ocurrió. Supongo
que, cuando despertó y vio sus manos manchadas de sangre y a Randall
muerto, pensó que él lo había matado.
»Imagino que ahora se sabrá todo. Lo que ocurrió es que los tres se
encontraban en esa trastienda, cosa que Fred no recordaba. Mientras se
burlaban de Jessie, él y Randall se pelearon. Fred le golpeó con aquella
maza y le dejó sin sentido, pero toda la sangre que manchaba sus manos
provenía de una herida en la ceja de Randall. Jessie… Bueno, ella acabó el
trabajo cuando Fred huyó, eso es todo.
119 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Pero…, ¿no comprendes que Bob Moran tendrá que arrestarte por
asesinato y…?
Lo que nos asombró entonces fue la pacífica expresión del rostro de Ed.
Se levantó de su silla, sacudió el polvo de su negra chaqueta y nos sonrió.
—Serían las nueve y cinco o así, ¿no, juez? Recuerdo el reloj del
Juzgado.
—No podrás salirte con la tuya —dijo el juez, tomando la orden del
sheriff de encima de la mesa—. No puedes burlarte así de la Ley. Y una
persona sola no puede ejecutar una sentencia. ¡Mira aquí! «En presencia de
una autoridad médica calificada». ¿Qué dices a eso?
120 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Tras un momento, Bob Moran se volvió hacia el juez con una extraña
expresión en el rostro. Tal vez fuera una sonrisa.
121 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿Y cómo taparemos la vía del tren que pasa bajo la ventana del
dormitorio? —preguntó Charles.
122 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—No —dijo Charles—. Pero supongo que uno puede zambullirse desde
el primer escalón de arriba y, al salir, secarse en el recibidor.
—Me sorprende que lo soportase alguna vez. ¿No te parece que esta
casa tiene un olor muy raro?
123 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Durante los treinta días que siguieron, fue como si sus vidas hubieran
sido guiadas por un loco. Dedicaban una parte del día a patéticas llamadas
a los funcionarios de las compañías de gas, electricidad, teléfonos,
suministros y combustibles; la otra parte la invertían en tratar de adquirir
cosas que no había en existencia. Por las noches, fregaban los suelos,
pintaban las paredes y comían pan con margarina. Todos sus amigos les
decían que eran muy afortunados, y les preguntaban si podían arrendarles
alguna habitación.
El señor Brown también descubrió que era imposible abrir los grifos del
baño sin quitarse los zapatos y meterse dentro de la bañera. Y, cuando lo
hubo hecho, se encontró con que el agua había sido desconectada. Estuvo
de acuerdo con su mujer en que debían trasladar el baño al primer piso.
124 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
125 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Más allá, una serie de caminitos discurrían a través de los terrenos del
señor Calder y se introducían en los bosques que se hallaban tras éstos. Se
trataba de unos bosques de exuberante vegetación, en los que abundaban las
campanillas, las amapolas, los castaños, los árboles añosos y los fantasmas.
126 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Los niños decían que el perro hablaba con su dueño, y tal vez aquello no
estuviera muy lejos de la verdad. Antes de que llegase el señor Calder, en la
casa había vivido un estúpido y malhumorado individuo que se constituyó
en guardián de los intereses de los deportistas de Medway, y que perseguía y
acosaba a los chiquillos, los cuales, a su vez, se acostumbraron a eludirle.
Aparte de los niños, las visitas, en aquella casa, eran muy poco
frecuentes. A diario, el cartero ascendía en bicicleta hasta el edificio; los
camiones de los proveedores llegaban en los días establecidos; el pescadero,
los martes; el de la tienda de ultramarinos, los jueves; el carnicero, los
viernes. Durante el verano, ocasionales caminantes atravesaban la
explanada sin advertir que el dueño de la casa era informado de su
presencia desde que aparecían hasta que se perdían de vista.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Behrens criaba abejas y vivía con su tía. Su cabeza, siempre inclinada hacia
adelante, su piel oscura y llena de arrugas, sus pequeños ojos y su
malhumorada expresión le hacían parecer una tortuga despertada a
destiempo de su sueño invernal.
Según se creía, durante aquellas visitas, los dos caballeros jugaban a las
damas.
Las explicaciones del señor Calder fueron muy vagas. Dijo que le
gustaba disfrutar de una amplia perspectiva y poder saturar sus pulmones de
aire fresco. Entonces el señor Benskin preguntó que, en ese caso, ¿por qué
había hecho instalar gruesas persianas en todas las ventanas del piso bajo, y
chapas de acero tras la madera de las puertas delantera y trasera?
El cartero, que llegaba a las once, traía los periódicos y el correo. Tal vez
por el hecho de vivir solo y ver a tan poca gente, Calder era particularmente
cuidadoso con sus cartas y periódicos. Los trataba con un cuidado y un
cariño que cualquier observador hubiera encontrado ridículos. Sus dedos
acariciaban el sobre, o el envoltorio, con gran suavidad, como si estuviera
palpando un veguero. Muy a menudo miraba los sobres a contraluz, como
si pudiera leer su contenido sin necesidad de abrirlos. En ocasiones llegaba
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
El señor Calder leyó, una vez más, el párrafo de cinco líneas que había
captado su atención. Luego echó un vistazo a su reloj fue hacia el teléfono,
marcó un número de Lamperdown y se puso al habla con Jack, el
encargado del garaje, que al mismo tiempo atendía el servicio de taxis.
—Si nos damos prisa, podremos llegar —dijo Jack—. No hay tiempo
que perder. Ahora mismo voy a buscarle.
Al final resultó que el tren llegó al empalme con diez minutos de retraso,
y el señor Calder pudo tomarlo con toda facilidad.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Me temo que el tren llegó con retraso —explicó Calder—. Perdimos
diez minutos en el empalme y no los pudimos recuperar.
Una joven de una oficina cercana acababa de depositar los ingresos del
día anterior. Macleod la observó por el rabillo del ojo hasta que la puerta se
cerró tras ella. En seguida preguntó, empleando exactamente la misma
inflexión, aunque con mayor suavidad:
Fortescue tomó su propio ejemplar del Times y releyó las cuatro líneas y
media que anunciaban que el coronel Josef Weinleben, el mundialmente
famoso experto en anticuerpos bacteriales, había muerto en Klagenfurt a
consecuencia de una operación abdominal.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Puede que esta noche llegue un poco tarde —dijo—. Voy a reunirme
con un amigo en Maidstone. No cenaré aquí.
A las cuatro y cuarto llegó el taxi de Jack. La tía del señor Behrens salió
del edificio llevando, pese a lo caluroso del día, abrigo, guantes y una
bufanda más bien chillona. La mujer se instaló en el asiento trasero del
coche y el señor Behrens le pasó su cesta de compra, hizo un gesto de
despedida y volvió a meterse en su domicilio.
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Calder apenas se molestó en alzar los ojos cuando una voz, que
reconoció en seguida, habló a sus espaldas.
Y al tiempo que hablaba, giró sobre sí mismo, dio un rígido paso hacia
adelante y cayó de bruces.
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- EL MERODEADOR DE LAS
DUNAS
JULIAN MAY
Sólo dos seres, hace mucho tiempo, vieron caer el meteoro en el lago
Michigan. Uno fue un indio pottawatomie que cazaba conejos en las dunas
de la orilla; observó cómo el trazo luminoso se introducía en el lago y sintió
miedo, ya que el que las estrellas abandonaran el cielo y se sumergiesen en
el «Gran Agua» era una señal de mal augurio. El otro ser que lo vio fue un
esturión que ávidamente se abalanzó sobre el meteoro mientras éste se
hundía, ya muy reducido de tamaño, en el mar de agua dulce. El gran pez
lo tomó en su boca y, con gran repugnancia, volvió a soltado. Aquello no
era comestible. El meteoro continuó descendiendo hacia el fondo de las
frías y oscuras aguas, y desapareció. El esturión se alejó, y al cabo de poco
rato, había muerto…
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En el puente del barco, una figura hizo un leve ademán de saludo y gritó
algo que el hecho de tener una pipa entre los dientes convirtió en
ininteligible. El crucero dio la vuelta y el zumbido de sus motores se apagó
suavemente. A unos cien metros de la orilla quedó meciéndose sobre las
pequeñas olas. Tras una corta pausa, surgió de uno de sus costados una
amarilla balsa de goma.
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Por la falda del montículo ascendía una escalera de troncos, a cuyo pie
se veía un banco de madera, una bomba de agua de color verde y una vieja
campana de barco colgada de un palo.
—Aún no hay nadie en casa —rió Thorne—. Pero ahí arriba está mi
choza.
—Sí —dijo MacInnes, en tono fúnebre—. Y hay que subir ciento treinta
y tres escalones para llegar a ella.
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—¿No tiene teléfono? —Jeanne frunció el ceño—. Pero tío Kirk dice que
habla con usted cada día. No lo comprendo.
Thorne explicó:
—Sí, lo he visto. ¿Quiere decir que puede hablar con usted siempre que
lo desea?
—El tío Kirk habla de usted como de una especie de científico anacoreta
—dijo Jeanne, tomando el micrófono y pasando los dedos por su bruñida
superficie—. Pero me parece que no está en lo cierto.
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se debe a las tensiones internas, o algo así. Pero nunca había visto ninguna
que tuviera un color semejante. Casi parece hecha de cristal veneciano.
Sólo iría hasta aquel saliente arenoso, eso era todo. Bueno, o quizá hasta
aquel trozo de madera que había un poquito más abajo. No estaba perdido,
como decía su madre que podía pasarle si se alejaba demasiado. Sabía
dónde se encontraba; casi al lado de la casa del hombre de los insectos.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Los sapos eran más grandes que nunca. El chiquillo tenía que ir con
mucho cuidado para no pisarlos. De pronto vio a uno de ellos que yacía
junto a la orilla. Estaba boca arriba y movía débilmente las patas. Tommy
se arrodilló para examinar más de cerca al animal.
—He encontrado este sapo ahí abajo —explicó el niño, sin aliento—.
Me parece que está enfermo.
Sin decir palabra, Thorne abrió la puerta e hizo pasar a Tommy. Ambos
entraron en la habitación de trabajo.
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Después de la cena, se dedicó a vagar por la casa, sin saber qué hacer,
esperando que algo ocurriera. Pasó a máquina las notas del día, aseó el
cuarto de trabajo, trató de leer una revista y luego pensó en Jeanne. Era una
chica estupenda, pero él no la amaba. Y ella se daba cuenta.
Parecía como si las dunas fueran a cerrarse de nuevo sobre él. No es que
se encontrara entre los árboles muertos, sino que él era uno de ellos,
enraizado en la arena y con el corazón desprovisto de toda savia.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Aquello excitó su interés. Era algo muy extraño que casi había olvidado.
Según parecía, las bolitas fueron la causa de la muerte del sapo. Era
evidente que afectaron al estómago y los tejidos de alrededor, aun antes de
pasar al sistema digestivo. Un trabajo rápido. Thorne tomó la segunda
botella y la movió suavemente. El pequeño y pálido cuerpo que había en el
interior fue girando hasta que la incisión quedó visible, mostrando todos los
retorcidos órganos. A Willy Seppel le hubiera gustado ver aquello. ¡Qué
lástima que se encontrase en Ann Arbor, en el otro extremo del Estado!
Si se daba prisa, podría enviar las bolitas aquella misma noche. Dentro
de cuarenta y cinco minutos salía un tren de Port Grand. Aún faltaba
bastante para que estallase la tormenta. El científico no creía que eso
ocurriese antes de que cayera la noche. Además, la actividad le sentaría
bien.
Cuando el doctor Thorne y su jeep desaparecieron tras una alta duna, las
nubes se acumulaban espesamente por el Oeste.
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Sin embargo, el tiempo era tan caluroso como sólo puede serlo en
Michigan, en agosto. El sol calcinaba el asfalto y se reflejaba en las arenosas
colinas de ambos lados del camino. El hombre se detuvo, extrajo de su
bolsillo un pañuelo de hierbas y secó la reluciente calva que había bajo su
sombrero. Pensó, con deseo anhelante, en el fresco camino que discurría
entre las dunas, y que él estaba seguro de encontrar al otro lado del bosque,
yendo hacia el lago.
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El viento volvió a ulular entre las ramas de los árboles; pero la furia de la
tormenta había pasado ya. La lluvia caía ahora quietamente sobre las
empapadas dunas y goteaba de las ramas de los álamos sobre el inmóvil
cuerpo del señor Zandbergen, quien jamás volvería a ver partir los barcos
fruteros.
—Mire, he vivido cuarenta años junto al lago y nunca, nunca había visto
una tormenta como la de hoy. ¡No, señor! —Se volvió hacia su ayudante,
que permanecía junto a él—. ¡Menudo tifón, eh, Sam! No creo que lo
olvidemos.
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—Anota eso, Sam —pidió el sheriff. Luego se volvió hacia Thorne, que
permanecía, inseguro, al pie de la mesa donde se encontraba el cuerpo—.
Tenemos que tomarle declaración. Espero que eso no nos lleve mucho rato.
Comience por el principio, por favor.
»¿Cuál dijo que era la posición del cadáver cuando usted lo encontró,
señor Thorne?
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Luego dijo:
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Sí, sí; emitía en la banda de diez metros. Podía escucharle… ¡Ah! ¿Así
que el sheriff había logrado c. w. sobre 180? Aquello era estupendo.
Caminaron hacia los coches bajo los viejos y grandes olmos que había a
ambos lados de la calle. En el punto en el que ésta acababa sobre el río se
veían unas cuantas estrellas, y observaron unas luces que se movían hacia el
canal de gran calado que conectaba el río con el lago.
—Buenas noches, señor Thorne —se despidió Sam, que estaba más que
aburrido de una conversación que no podía comprender y deseaba volver a
su casa, con su esposa y su bebé.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
¡El maldito objeto! Era indudable que en él había algo muy extraño.
De la caja de las herramientas extrajo una llave inglesa y con ella golpeó
levemente el reluciente objeto. No cabía duda de que era más fuerte de lo
que su aspecto indicaba. Al no poder romper la bola con golpes algo más
violentos, Thorne levantó la herramienta y la descargó con toda su fuerza.
La llave inglesa rebotó, resbaló por la superficie del objeto e hizo saltar
fragmentos de la piedra del bordillo. Sin embargo, la cosa continuó intacta.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Entre las hojas y la basura, el objeto, que no había sido afectado por los
golpes del científico, pareció adquirir un mayor brillo dorado. Permaneció
así unos instantes, y luego, con un leve y deliberado movimiento, se libró de
las feas cavidades que había en su superficie, volviendo a quedar liso y
suave y con la misma forma de gota que sus predecesores.
«200.000 vatios como máximo. ¿Tienes más chismes como ése en casa?
Llegaré el jueves a mediodía. Abrazos. Seppel».
Seppel le miró con sus brillantes, inocentes y azules ojos. Era un hombre
alto y bien vestido, de faz sonrosada, nariz aguileña y pelo rubio.
—No tienes por qué mirarme así —dijo Thorne—. Por mí mismo he
podido averiguar unas cuantas cosas más respecto a esas bolas.
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Thorne recogió en una bandeja los vasos vacíos y las botellas de cerveza
y desapareció con todo ello en la cocina. Desde allí continuó:
—Las dos que te mande las había encontrado en el interior del estómago
de un sapo. Mira en la habitación de trabajo. Segunda botella, por la
derecha, del estante grande.
—Al decir que generaban calor estabas casi en lo cierto. He traído una
de ellas para demostrártelo.
—Esta bolita que tenemos aquí puede parecer una canica; pero posee
ciertas propiedades muy singulares. —Seppel extrajo el pequeño objeto de
una caja que había sido cuidadosamente cerrada y enguatada, y la colocó en
el centro de la mesa, sobre una especie de nido de materia gris y lanosa.
Luego el hombre continuó—: Estos objetos emiten rayos infrarrojos de una
intensidad de unos doscientos mil angstroms. Pero su energía es mucho
menor de lo que esa cifra podría hacerte esperar. Este pequeño artilugio lo
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en la Universidad y dijo que ese brillo es algo que volverá tarumbas a los
físicos.
Pero Thorne estaba recordando una bola mayor, del tamaño de un puño
de hombre, y el carbonizado cadáver de un ser humano.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
mayor que la de tu mano. Por eso notaste que el hierro estaba caliente antes
de que tu misma piel resultase afectada.
—No creo que el hombre muerto que se hallaba junto a esta bola
opinase que se trataba de algo divertido.
—No pensarás que esta casita le mató, ¿verdad? La mitad del cuerpo del
hombre estaba reducida a cenizas. No hay rayos infrarrojos que produzcan
unos efectos como ésos.
—No he dicho que piense que esta bola le mató —dijo Thorne, con una
segunda intención que Seppel decidió ignorar—. Sólo digo que el cuerpo se
encontraba directamente encima de ella.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
En algún lugar de la cabaña crujió una tabla. Thorne notó que el miedo
regresaba a él. Tornó a ver el negro bulto yaciente bajo la luz de los faros de
su coche, y notó de nuevo el lacerante dolor en la mano, que, despacio, iba
sanando. Resultaba extraño, pero no recordaba en absoluto su sueño.
Sólo el miedo.
Pero, ¿por qué tenía que estar asustado?, allí no había nada que pudiera
causarle temor. Nada en absoluto.
El cuerpo yaciente en mitad del camino. Un rayo. Pero la bola pequeña le había
quemado a él. ¿Y qué? La bola pequeña era de un tamaño demasiado reducido para
producir serias quemaduras a un hombre. Lo sé. Pero el vagabundo estaba
carbonizado. ¡Por un rayo, maldito estúpido! ¡Estaba carbonizado! Cállate ya.
Una bola de ésas le abrasó. ¡Cállate! ¡Cállate! Esta noche, por ahí fuera, ronda otra
de esas bolas.
Las rachas de viento silbaban por entre las ramas de los pinos y los
granos de arena arrancados de la playa golpeaban suavemente en el cristal
de las ventanas. Las olas del lago Michigan producían su habitual
murmullo…, pero en el exterior no había nada más.
Cuando volvió a abrir los ojos estaba ya casi amaneciendo, pero esta
vez, al bajar los pies desnudos hasta el suelo, Thorne se encontraba en
guardia y alerta. Su mano se cerró sobre una linterna que había en la
cómoda. Luego se movió silenciosamente para no despertar al durmiente
que se hallaba junto a él.
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El doctor Thorne se inclinó sobre los rastros visibles en la arena. Para él,
parecía indudable que la gran bola había esperado a la que mató al señor
Zandbergen.
—Lo seguí hasta los bosques, pero allí el terreno es demasiado blando y
cenagoso para que en él pueda marcarse un rastro tan ancho como ése, de
modo que, al final, lo perdí.
—Yo no estaría tan seguro… Quiero decir de que sea la primera vez. En
esta región se cuentan historias muy extrañas. Cuando tenía doce años, oí
una de ellas de labios de mi abuela. Era referente a una especie de fantasma
merodeador más grande que una galera y que vivía en las grutas del fondo
del lago. Cada cien años salía a vagar por las dunas y los pantanos, dejando
tras él en los lugares en que se había comido la vegetación un rastro de
arena desnuda. La gente decía que el merodeador buscaba a un hombre, y
que cuando lo encontrase dejaría de vagar y regresaría al fondo del lago.
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La cosa estaba allí, flotando sobre las negras y agitadas aguas. Era un
globo grande y emitía una brillante fosforescencia. Se encontraba a unos
veinte metros de la popa, y perseguía al barco, acercándose rápidamente a
él.
¡Ian!
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—¡Jeanne! —la voz sonó como una bomba dentro de la cabina—. ¿Eres
tú? ¿Qué estás haciendo?
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
pensar que, por ejemplo, podrían haber sido una mesa sobre la cual hubiera
un cuerpo de bruces y reducido a cenizas por uno de sus lados.
Ahora eran las tres y media. MacInnes y su esposa estaban dentro, con
ella. Y él no podía hacer otra cosa que mirar con desesperación el largo
corredor y aguardar.
—No.
—He estado meditando de nuevo sobre las bolas. Ya sabes que entre
nosotros existe una discrepancia bastante seria respecto a las llamadas
propiedades de esos objetos. Hemos demostrado que emiten infrarrojos,
pero esos rayos no queman la carne.
—A pesar de todo, estoy convencido de que la gran bola que vio Jeanne
es la causante de la muerte del vagabundo. Ahora bien, ¿qué pasa si la
energía que emite no consiste siempre en rayos infrarrojos? ¿Y si los
infrarrojos son sólo una especie de reacción involuntaria ante los golpes que
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
dimos a la bola, mientras que, por lo general, al ser molestada, emite en otra
amplitud de onda? Digamos algo en la parte visible de la gama, con un
montón de energía, y que esos objetos pueden concentrar en forma de rayo.
Seppel no contestó.
—¿Podemos…?
—¡Oh, cállate ya, Willy! Sabes de sobra que la chica sólo me interesa a
causa del objeto que la persiguió. Y borra esa expresión de tu cara. Entre tú
y MacInnes me tenéis frito.
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Del cuarto que había en el otro extremo del pasillo acababa de salir un
hombre alto y con uniforme de verano que se dirigía decididamente hacia la
sala de espera.
—Los médicos dicen que padece una conmoción muy fuerte, pero no
encuentran en ella ninguna otra lesión. Ahora lo que me gustaría saber…
—Está muy débil y lo que dice carece de sentido. Pensé que tal vez usted
pudiera ayudarnos a aclarar el caso.
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—No.
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—¿Insinúa usted que los pequeños marcianos verdes han puesto motores
fuera borda en sus barcos cohetes y se dedican a cazar las embarcaciones de
recreo que surcan nuestro lago?
—Lo que el doctor Seppel quiere decir es esto: tenemos razones para
creer que el responsable de los sucesos de esta noche ha sido un hecho
altamente poco usual. No me gusta emplear medias palabras, comandante.
Creo estar enterado de lo que había en el lago, pero no voy a decírselo. No
puedo probar nada y me desagrada que se rían de mí.
La puerta que había al final del corredor se abrió una vez más para
volver a cerrarse suavemente. Kirk MacInnes y su esposa echaron a andar
hacia la sala de espera. Thorne se puso en pie.
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—Supongo que será mejor que no te pregunte de dónde has sacado eso
—comentó Thorne, desde el santuario del cuarto de la emisora.
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—Lo único que desearía es que la bola del tamaño de una toronja no se
hubiera escapado. —Rodeó la esferita con una abrazadera de plástico y la
sumergió en el brebaje.
—Ten cuidado con ésa, Willy. Es el único eslabón que tenemos con la
grande.
—Así que crees que hasta pueden comunicarse, ¿no? —preguntó Seppel,
sin mirar a su compañero.
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—Pero el caso es que mató —dijo Thorne—. Y esas viejas historias del
merodeador de las dunas indican que no es su primer asesinato.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—No, pero sé lo que yo haría. Entre el globo grande y las bolitas existe
cierta clase de atracción; una fuerza que hace que las esferas pequeñas
corran a casa con mamá cuando oyen su llamada. Averiguamos esto
mediante uno de esos objetos, en la cabaña de Thorne. Pero esa atracción es
tan grande que también suite efecto en el sentido contrario. La señorita
Wright ya te contó eso. Si las bolitas no pueden ir, si las retenemos quietas,
mamá acude a por sus hijitas. Es probable que Thorne cuente con eso.
Ahora le llegó a Cunningham el turno de asombrarse.
—¿Quieres decir que empleará como cebo las bolas que consiga
mediante el anuncio?
—¿Qué puede hacer un hombre, Rob? Thorne no puede permitir que esa
gran esfera siga libre. El tipo que se tropieza con el monstruo tiene tres
elecciones: puede correr a casa y esconderse debajo de la mesa,
pretendiendo que nunca lo ha visto; puede tratar de advertir a las
autoridades adecuadas; o bien puede intentar ajustarle las cuentas al
monstruo él mismo. Thorne sabe que nadie creerá su historia del
merodeador de las dunas, por tanto, no pierde tiempo en tratar de
convencer a la gente.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
emplee el Manistique? Puede que Ian Thorne sepa cómo cazar monstruos,
pero yo, desde luego, no lo sé.
—Y, según parece, esto es todo cuanto había que decir —comentó
Seppel, con un ligero tono de duda en su voz.
—¿Qué vas a hacer con ellos? —preguntó Seppel. Sobre los pantalones
llevaba un viejo delantal de laboratorio, y se ocupaba en secar los platos del
desayuno. Era por la mañana, muy temprano.
—No, Willy.
—Ni hablar —Thorne metió las bolas en una caja de bakelita—. Estaré
fuera casi todo el día. Tengo que buscar algo en las dunas.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Seppel dejó el trapo con el que estaba secando los platos y fue,
silenciosamente, detrás de su amigo. En el cuarto de la radio no había
botellas colectaras. Willy llegó a tiempo de ver cómo Thorne metía en la
mochila un puñado de pequeños cilindros metálicos y un negro artilugio de
unos seis centímetros de largo.
De la trasera del jeep, Thorne extrajo una pequeña caja de madera que
llevaba una inscripción en rojo:
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
CONSTRUCCION DE CARRETERAS
El camino que recorría era un viejo amigo. A lo largo del mismo había
perseguido a los invertebrados ciudadanos del bosque. Había dado largos
paseos por su sinuoso recorrido, había vadeado sus cenagosas charcas
interdunales y había sufrido la picazón de la hiedra venenosa que
festoneaba los troncos y arbustos a lo largo de aquellos senderos.
185 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
una señal convenida, una nube de mosquitos salió del bosque y comenzó a
atormentar la nuca del científico.
186 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Allá abajo, las ondulantes colinas se extendían, en verdes olas, hacia las
granjas y huertos del Este, y las azules y brillantes aguas del lago por el
Oeste. A varios kilómetros, siguiendo la orilla, se divisaban los tejados de
Port Grand, asomando por encima de la bruma. De detrás del promontorio
que ocultaba la entrada al puerto fluvial surgieron las blancas velas de varios
barcos.
A las cinco menos tres minutos, una de las bolas menores siguió el
camino recorrido por la primera. Al llegar al montoncito de arena —que era
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Cuando el sol empezaba a enrojecer las aguas, una tercera bola inició su
descenso. Silenciosamente, Thorne se levantó y volvió a colocarla en su
agujero. El leve brillo en el interior de la esfera pareció aumentar un poco
cuando el hombre interfirió su camino, pero tal vez fuera, sólo, el reflejo del
sol.
Con la puesta del sol, el brillo que latía en el interior de cada uno de
aquellos objetos aumentó más y más, hasta que el conjunto se convirtió en
una rutilante corona sobre la arena, una extraña constelación que refulgía
desde el suelo.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
El objeto acudió.
Las bolas pequeñas parpadeaban en sus cepos de arena. Thorne les dio
unos salvajes golpes. Como si también ella compartiese la afrenta, la gran
esfera fulguró violentamente Y luego volvió a disminuir su intensidad. Pero
su impresionante ascensión era alarmantemente rápida.
Thorne no podía apartar los ojos de la esfera. Las bolitas pequeñas eran
guijarros, simples trozos de un cristal que brillaba extrañamente; pero el
gran objeto que tenía ante si era la cosa más bella y terrible que jamás había
visto. Y estaba viva. Nadie, viéndola podría decir que no lo estaba. El
brillante corazón dorado que había en su interior latia y refulgía,
iluminando las áureas venas que lo envolvían.
190 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Las seis —tres— personas le habían visto abrir los ojos y se acercaron a
él. Jeanne se sentó junto a la cama e inclinó la cabeza hacia él.
191 | P á g i n a
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subvención para que sigamos las investigaciones tan pronto como tú puedas
abandonar esa cama…
—Dice que está trabajando en los «Estudios Ecológicos sobre las Dunas
de Michigan», Capítulo Ocho. No quiero saber nada más sobre monstruos,
merodeadores, gracias.
—No estés muy seguro de eso —dijo la joven, descansando sus dos
pequeñas manos sobre el vendado brazo de Thorne. A éste, el contacto no
le dolió ni levemente.
192 | P á g i n a
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- CASI UN CRIMEN
HENRY SLESAR
Fran leyó los nombres en voz alta, pasándose los dedos por el seco y
castaño cabello. Luego cerró los ojos y levantó la cabeza. Alguno de
aquellos nombres tenía que significar algo para ella, de no ser así, ello
significaba que no eran buenos. En eso consistía su sistema. No era gran
cosa, pero se trataba de cuanto poseía.
7 Sonny boy fue una canción que hizo famosa el cantante Al Jolson. (N.
del T).
193 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Sí, señora Holland, así es. En primer lugar, no tengo permiso para
aceptar más apuestas suyas mientras no salde su cuenta. Y, en segundo
lugar, me han dicho que vaya a hablar con usted para ver si puedo cobrarle
el dinero que nos debe. En estos momentos la suma asciende a veinticinco
dólares.
papel que había junto al fogón. Luego se desprendió del delantal y lo dejó
en un armario.
Pensó en llamar a Lila, pero la idea de ver de nuevo aquella alegre cara
regocijándose con su infortunio era excesiva. No, ya se lo contaría en otro
momento, cuando ambas estuvieran lamentándose de la actuación de un
caballo excesivamente lento.
—Eso es ridículo.
195 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Sí, sí. Bien, ella no se encuentra en una posición mucho mejor. Tal
vez eso la consuele, señora Holland.
—Me alegro por ella. Y cuando la señora Shank gana, nosotros tenemos
que pagarle rápidamente, o se pone por las nubes. Sin embargo, cuando
anda escasa de dinero… —Cooney frunció el ceño y Fran dejó de sentirse
segura de sí misma.
—¿Qué quiere usted decir con eso de que no? Le daré el dinero la
próxima semana. Mi marido no cobra hasta entonces.
196 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Tch, tch.
—¿Qué le pasa a usted? No puedo darle algo que no tengo. ¿Qué espera?
—¿Regresará?
Aquélla era una palabra que Cooney no había mencionado ni una sola
vez. Durante los últimos tres meses, el hombre estuvo visitándola dos
mañanas semanales. Siempre encontró muestras de la presencia de Eddie:
los platos del desayuno, bien rebañados a causa del gran apetito del hombre;
su vieja pipa sobre la escurridera; encima de alguna silla, una camisa que
necesitara un remiendo. Pero Cooney, hasta entonces, nunca había hecho
referencia a Ed.
197 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿Por qué? —preguntó Fran—. ¿Por qué tiene usted que hacer eso? Ya
le he dicho que conseguiré el dinero. Mi marido no tiene por qué enterarse
de nada.
—¡Claro que no, señora Holland! Todo lo que tiene usted que hacer es
pagarnos lo que nos debe… Nada más. Entonces su esposo no tendrá que
saberlo.
—Ya lo he… —Fran se detuvo, llevándose los dedos a la boca. ¡Si Eddie
supiera!…
Fran escuchó alejarse los pasos del hombre hasta que la escalera volvió a
quedar en silencio. Entonces pensó en Eddie. Miró hacia el otro extremo de
la mesa, y casi pudo ver a su marido sentado allí, con aspecto dolorido y
contrariado. El mismo aspecto que tuvo en tantas ocasiones anteriores,
cuando meneaba la cabeza y decía:
198 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Te concedo una oportunidad más, Fran, así que ayúdame. Como
vuelva a ocurrir, me iré…
Bajo los almohadones del pequeño sofá encontró una moneda de diez
centavos y otra de uno. En un pequeño jarrón de porcelana que había sobre
una estantería halló un doblado billete de a dólar.
200 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Con el rabillo del ojo seleccionó a su primera víctima. Sabía que iba a
ser la más difícil, así que debía tratarse de alguien adecuado. En realidad, el
hombre no parecía excesivamente viejo. Puede que pasara un poco de los
cincuenta. Sus ojos eran saltones, y llevaba los hombros encogidos, como si
reacción bastante extraña el sol de julio le diese frío. Tenía las manos en los
bolsillos y, en el interior de éstos, sonaba un tintineo de monedas.
El hombre sonrió, inseguro, sin saber qué partido tomar. Sus manos
dejaron de juguetear con las monedas.
201 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
desconocido, que sacó del bolsillo una mano llena de monedas. Escogió una
de diez centavos y otra de cinco y se las tendió a la mujer.
«Hoy ya tendrás algo que contar, amigo», pensó Fran. Frente a ella, un
joven que había bajado del autobús que acababa de partir doblaba un
periódico.
—Perdone…
—Ah, entonces…
—Perdone —dijo Fran a una anciana señora que atisbaba con mirada
miope hacia el final de la calle—. Me siento muy confundida; pero me ha
ocurrido una cosa horrible…
202 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Nada —dijo.
Una hora más tarde Fran habría jurado que tenía una ampolla en el
talón derecho. Resultaba asombroso que el permanecer junto a una parada
de autobús hubiera podido hacerle aquello a sus pies. ¡Caramba, ella podía
andar kilómetros y kilómetros a través de unos grandes almacenes y nunca
le ocurría nada!
203 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
A las tres de la tarde, Fran había conseguido casi diez dólares más. A las
cuatro menos cuarto volvió a la cabina telefónica para realizar un nuevo
recuento.
Aquélla era la primera vez que le negaban ayuda. Fran sabía que era
mejor no discutir. No merecía la pena. Pero, de pronto, se sintió indignada.
Fran notó que una mano aferraba su brazo y se revolvió con furia.
204 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Perdone, señora…
—¿Qué quiere?
El hombre sonrió. Sus dientes eran largos, y sus ojos permanecían fríos y
nada cordiales.
—¿Qué?
—Por favor. Será preferible para ambos que no haga una escena. ¿Qué
responde?
—De acuerdo.
205 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Fran escondió la cara entre las manos y comenzó a sollozar. Pero sus
ojos estaban secos; las lágrimas se negaban a acudir.
—Es inútil que emplee esos trucos —dijo él—. He visto montones de
mujeres como usted, señora. Sin embargo, admito que no conocía su
sistema. ¿Cuánto dinero creía poder reunir?
—No necesitaba mucho. ¡Sólo unos pocos dólares! Antes de las seis
tengo que haber conseguido veinticinco dólares. ¡Es necesario!
—¿Cuánto, señora?
206 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿Qué?
—No estoy segura. Otros diez dólares… Tal vez ni siquiera eso.
El pie del hombre apretaba cada vez más el acelerador, como si, de
pronto, se sintiera ansioso de llegar a su destino. Dobló a gran velocidad
varias esquinas, y las ruedas del coche protestaron chirriando. Fran empezó
a alarmarse.
—¡No le creerían!
—Es posible, pero… ¿para qué arriesgarse? —El falso agente soltó la
mano derecha del volante y pasó el brazo sobre los hombros de Fran.
—¡Estése quieto!
207 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—No eres nada lista, cariño. Has de reunir esos veinticinco antes de las
seis. Ahora son casi las cinco. ¿De dónde crees que los vas a sacar?
—¡Déjeme salir!
—A lo mejor yo puedo ayudarte, muñeca. —La atrajo hacia sí. Sus ojos
estaban fijos en la calle y su sonrisa era cada vez más amplia—. Si eres
amable…
El tipo redujo velocidad para doblar otra esquina y entonces Fran vio
llegado su momento. Levantó la manilla de la portezuela y ésta se abrió de
golpe. El hombre lanzó una palabrota y aferró a la mujer por el brazo.
Lo hizo sobre las rodillas y las manos, sollozando, pero ilesa. Observó,
sin horror ni remordimientos, cómo el coche se subía a la acera e iba a
chocar contra la fuerte pared de ladrillo de uno de los almacenes.
Fran llegó a la barbería «Vito’s» a las seis menos diez. Vito inició una
sonrisa, pero la truncó al ver las desencajadas facciones y la maltrecha ropa
de la visitante.
—Esta noche eres libre, preciosa —la rubia lanzó una carcajada—. Esta
tarde, Ed debe de haber telefoneado lo menos nueve veces. Al final me
llamó a mí, creyendo que estabas en mi casa, cotilleando o algo por el
estilo.
—Gracias, Lila.
210 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Oiga, ¿está el señor Cooney? —Su pie, sólo cubierto por la media,
golpeó con impaciencia el suelo.
211 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
- LA MUCHACHA DE ORO
ELLIS PETERS
214 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
»El marido de la chica, hecho una furia, lanzó un alarido y agarró con
todas sus fuerzas a su mujer, gritando algo que, a causa del barullo general,
no comprendí. No había tiempo de convencer a nadie de nada, así que, para
apartarle, le puse la mano contra la barbilla y le di un fuerte empujón. A la
fuerza, soltó a su esposa. Luego tomé en brazos a la chica, la alcé sobre la
baranda y, con mucho cuidado y delicadeza, la dejé caer en el sitio donde
estaría más segura: el mar, a pocos metros de los botes que habían sido
arriados del barco que se encontraba más próximo. El oficial a quien yo
había saludado se inclinaba ya para recoger a la muchacha.
»Entonces ocurrieron dos cosas con las que aún sueño a veces, cuando
me encuentro indispuesto. Su esposo lanzó un grito digno de un alma en
215 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
»La muchacha no estaba casada con el hombre, desde luego. Era una
modelo profesional y actriz de pequeños papeles que el tipo había recogido
en algún club nocturno. Tampoco estaba embarazada. Lo único que, a mi
entender, no era falso, era la solicita actitud del hombre hacia su
compañera. Nunca la había empleado antes. Todos los cargamentos
anteriores los había pasado por aire, mediante otros portadores. El último
debía haber sido un trabajo fácil, un crucero de placer con una hermosa
216 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
»Aún me pregunto cuál fue la verdadera causa que hizo que aquel
hombre se arrojara al agua, si la muchacha, o los quince kilos de oro que
había en el interior del chaleco salvavidas.
217 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
no puedo expresar lo feliz que me hace el que vosotros, los científicos, estéis
pensando, por fin, en hacer un estudio respecto al muchacho. Te soy franco.
220 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
»He observado que no logro predecir nada a no ser que sepa, más o
menos, de qué se trata. He podido anunciar el temblor de tierra porque todo
el mundo sabe lo que es un terremoto. Pero no hubiera conseguido hablar
de Gwendolyn Box de no saber que estaba perdida. Sólo hubiera tenido la
sensación de que algo o alguien iba a ser encontrado.
Herbert dudó.
221 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
222 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Read colgó. Cuando salió a almorzar, por los titulares de los periódicos
se enteró de que la señorita Box había sido encontrada de la forma predicha
por Herbert en su programa.
Sin embargo, aún dudaba. Hasta el jueves no comprendió que sus dudas
no se debían al temor de malgastar el dinero de la Universidad en una
impostura, sino a su excesiva seguridad de que Herbert Pinner era sincero.
En el fondo, no deseaba comenzar su estudio. Estaba asustado.
—Pero, ¿por qué, Herbie? —gimió su padre—. Por favor, dime por que
no quieres. ¿Por qué te niegas a actuar en tu programa?
—Pero, Herbie… Tendrás cuanto quieras. ¡Lo único que has de hacer es
pedirlo! Ese telescopio… Mañana te lo compraré… O, mejor: esta misma
noche.
223 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
224 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
225 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
tiempo, será dichosa y sólo morirá de vieja. Nadie volverá a tener miedo.
Por vez primera desde que los hombres existen sobre la tierra, viviremos
como deben hacerlo los seres humanos.
»Las ciudades serán ricas en cultura: arte, música, libros… Y todas las
razas contribuirán, cada una según sus posibilidades, a esa cultura. Seremos
más inteligentes, más felices y más poderosos de lo que nadie ha sido jamás.
Y muy pronto… —el muchacho dudó un momento, corno si temiera
cometer un desliz—. Muy pronto mandaremos al espacio nuestras naves
cohete. Llegaremos a Marte, a Venus y a Júpiter. Iremos hasta los límites de
nuestro sistema solar para ver cómo son Urano y Plutón. Y a lo mejor desde
allí, es posible, seguiremos adelante y Visitaremos las estrellas… Mañana
será el comienzo de todo esto. Y nada más, por ahora. Adiós. Buenas
noches.
—Será mejor que el chófer les lleve a un hotel tranquilo… —dijo Read
al padre—. Si van a su domicilio habitual, les asediarán.
226 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Pinner asintió.
—Es usted el joven señor Pinner, ¿verdad? Acabo de verle. ¿Me permite
estrechar su mano?
—Sólo quería darle las gracias…, sólo darle las gracias… ¡Oh, diablos!
Excúseme, mister Herbert. Pero lo que ha dicho ha significado mucho para
mí. Estuve en la última guerra.
227 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Entonces, ¿cómo pudiste predecir las cosas que has anunciado esta
noche?
228 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Read tuvo que buscar el nombre de la emoción que sentía. Era miedo.
Respondió:
—Sí.
—Que mañana el Sol será distinto… Quizá sea preferible… Quise que
todos fueran felices. No puede reprocharme que les mintiera, señor Read.
229 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
- CAMINANDO SOLA
MIRIAM ALLEN DEFORD
230 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Lo cierto era que estar solo era maravilloso. Solo, sin que nadie le
molestara ni sermoneara a uno, y sobre todo, sin tener que preocuparse del
231 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
232 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Era una muchacha muy bonita, con largos cabellos rubios que caían
sobre el cuello de su suéter rojo. Llevaba falda azul marino, calcetines rojos
y mocasines de cuero marrón. Bajo un brazo cargaba unos cuantos textos
escolares. La muchacha cantaba en voz baja al mismo tiempo que
caminaba, con voz fina e infantil. Era un poco tarde para que regresara a
casa desde la escuela, pero era muy probable que se hubiese retrasado en
Compañía de alguna amiga. Posiblemente vivía en una de las casas cuyos
tejados sobresalían por encima de los árboles; debían haber atajos en el
bosque para llegar hasta ellas.
233 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
John Larsen tuvo repentinamente una visión clara y horrible del lío en
que iba a meterse si informaba a la policía de todo cuanto había visto.
Llegó a la ciudad con tiempo de sobra, sin volver a ver más el coche
negro; en el camino había visto muchos atajos y senderos laterales que el
coche podría haber tomado. Para tranquilizar su conciencia miró alrededor
buscando algún policía en el distrito comercial, pero no vio a ninguno.
Luchando aún con su intranquilidad, tomó el autobús y al enterarse de que
234 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
235 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
telefoneado a todas sus amigas. Pero nadie había visto a Diane. Ni nadie la
había vuelto a ver desde entonces.
—¡Por piedad! —exclamó Kate—. ¿Es que no puedes abrir la boca nada
más que para comer? Jamás pronuncias una sola palabra, y cuando hablas
algo, no dices más que tonterías. Aquí estoy yo todo el día hecha una
esclava y cuando vienes a casa actúas como si fuese un mueble más o algo
parecido. ¿Cómo crees que yo…?
Una semana más tarde, cubierto por cierta cantidad de grava en una
abandonada cantera, encontraron el cuerpo de la muchacha. Tenía el
cráneo fracturado en tres lugares y las fracturas habían sido producidas con
algún instrumento pesado, como, por ejemplo, una llave de montar
cubiertas de coches. El cadáver estaba lleno de cortes y heridas y la
muchacha había sido violada. Su mano derecha ceñía crispadamente un
pañuelo de hombre a cuadros rojos y blancos.
decidió esperar un poco más. Recordaba todas las historias de crímenes que
había leído; había fragmentos de piel humana en las uñas de la muchacha,
los científicos de la policía encontrarían minúsculas hebras de hilo y
cabellos en sus ropas, y examinarían pulgada a pulgada los coches de todos
los sospechosos en busca de huellas dactilares. En un lugar pequeño como
Belleville, pronto hallarían al hombre de cabellos negros, a menos que se
tratara de un forastero que se había dejado caer por aquellos alrededores.
Larsen fue testigo del rapto por pura casualidad. Suponiendo que él no
hubiese estado allí, entonces la policía tendría que investigar en la misma
forma que ahora lo estaba haciendo. Ya se veía a sí mismo tratando de
explicar a unos cuantos incrédulos agentes del FBI, lo que él estaba
haciendo en una carretera cerca de Belleville cuando en realidad debía estar
trabajando en la ciudad. Ahora, mirando hacia atrás, pensó que aquel día
de novillos había sido una increíble chiquillada. Nadie lo comprendería;
estarían seguros de que mentía. Incluso llegarían a pensar que había
inventado toda aquella historia para protegerse a sí mismo. Le sujetarían a
un interrogatorio de tercer grado. Para él sería la completa ruina. Lo único
que podía hacer era pretender para sí mismo que aquel día jamás había
existido en su vida. De todas maneras, pronto encontrarían al hombre.
Siempre lo hacían. Y entonces él se alegraría de no haber dado un resbalón
que hubiese podido costarle terribles preocupaciones.
237 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
El hombre, por supuesto, lo negó todo. Aquel día, como todos los
demás, había conducido su viejo coche hasta casa y luego no había salido
de la cabaña para nada hasta que a la mañana siguiente partió de nuevo
para el trabajo. Ni siquiera había visto a Diane, ni a nadie más. Se encontró
una botella de whisky medio vacía en el armario de las escobas del colegio y
Kennelly reconoció que no se sentía muy sereno en el momento en que
había marchado a casa. En casa había seguido bebiendo, se había dormido
sobre las diez y no despertó hasta el amanecer. Nadie le había visto desde
las cuatro de la tarde del jueves hasta las nueve de la mañana del viernes.
En cuanto se refería al pañuelo, admitió que era suyo, pero declaró que
lo había perdido en alguna parte semanas antes. El asesino debía ser quien
lo había encontrado. ¿El arañazo? Bueno, en la mañana que siguió a su gran
borrachera se lo había hecho él mismo al tratar de afeitarse debido al
temblor de sus manos.
Hasta aquel instante todo iba bien: John Larsen leyó la noticia dando
gracias a la Providencia por haber permitido que las cosas siguieran un
curso normal. Luego su corazón sufrió un terrible sobresalto.
238 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¡En mi vida he visto hombre como tú! No dices una sola palabra
cuando llegas a casa… hasta el punto de que seguramente crees que no
tienes esposa. Yo no soy más que una criada aquí que te hace las comidas y
te cuida. ¡Encerrándote ahí dentro como si yo fuera una extraña! Sí, aquí
me tienes todo el día sola, aburrida y…
239 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Hubo otro silencio y Kate realizó un esfuerzo por dar a sus palabras un
tono amistoso, al añadir:
—Bien, entonces debo suponer que tú sabes más que la policía, señor
Sabelotodo. Si no fue ese hombre quien lo hizo, entonces, ¿por que le han
detenido? La policía no detiene a la gente sin un motivo fundado…,
cualquiera puede decirte eso.
240 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
No merecía pues la pena meterse hasta el cuello en aquel feo asunto que
sólo podría conducirle a su propia ruina.
Y no acudió al teléfono.
241 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Queremos que aquí la gente piense sólo en las alfombras que hay que
vender dijo y no en crímenes. Señor Larsen, si no puede usted atender a su
trabajo…
242 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Claro, supongo que lo sientes por él —replicó Kate—. Puede que «tú»
desearas hacer algo como eso y salir luego libre.
243 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
244 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¡Por amor de Dios, deja ya de hablar entre dientes! —gritó una noche
Kate—. ¿Qué es lo que te pasa desde hace una temporada? Y fumas
demasiado, John. No lo consentiré. Estás gastando una fortuna en
cigarrillos.
Éstas eran las palabras que ya estaba escuchando en boca del abogado
defensor.
245 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Y a continuación uno.
John Larsen había perdido veinte libras de peso. Tenía hasta miedo de
dormir; una noche, sufriendo una pesadilla, se puso a gritar
desesperadamente y despertó a Kate. Apenas volvió a dar importancia a las
recriminaciones de su esposa.
—No lo estoy.
—¿Crees que soy tonta? Algo raro te pasa. ¿Qué es lo que estás
haciendo, John?…
—¡John, dímelo!
246 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Tonterías.
Así, pues, John Larsen era un asesino y los asesinos deben morir. Pero
él no tuvo valor para salvar a Kennelly y tampoco lo tenía para morir él.
Todo cuanto le era dado hacer consistía en aguantar, en aguantar los gritos
de la conciencia hasta el último momento.
247 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
248 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
El hombre no me comprendió.
—Voy a matarle —añadí— por culpa del sello de cuatro centavos y por
el dulce.
El hombre no sabía lo que yo quería decir con aquello del dulce, pero si
parecía caer en la cuenta sobre lo del sello.
Y así lo hice.
249 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Desde luego —dijo Briller—. Por ahora no hay prisa. Pero cuando
usted decida sobre ese aspecto, hágamelo saber, ¿lo hará? Mi libro
menciona las cosas que hace la gente que sabe tiene sus días contados…
250 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Visíteme cada dos o tres semanas. Eso servirá para medir el progreso
de su descenso.
Mi vida siempre fue dulce, una vida muelle. No vivida sin inteligencia,
pero si dulce.
¿Qué es lo que uno puede hacer con los cuatro meses que le quedan de
vida muelle?
251 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
El portero recorrió con un dedo una lista impresa que tenía a su lado.
Sus ojos se endurecieron y miró despreciativamente, durante un momento,
al hombre y a las niñas. Luego, lenta y deliberadamente, rasgó los pases en
mil pedazos y dejó caer al suelo los fragmentos.
—No lo comprendo.
El hombre se alejó con ellas y éstas miraron por dos veces hacia atrás,
asustadas, pero sin decir nada.
—Quizá mucho.
253 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
vidas. Ese hombre se llevará a casa a las niñas y su camino será largo, muy
largo. ¿Y que podrá decirle a sus hijas?
—De acuerdo, rompí sus pases, ¿por qué no compró entradas corrientes?
¿Es usted algún inspector de la ciudad?
—Pudo usted decir: «Lo siento, señor, pero sus pases no son válidos». Y
luego explicar cortés y pacíficamente por qué.
254 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Sí. Era un hombre dotado de crueldad, una especie de animal nacido sin
sentimientos ni sensibilidad y destinado en el mundo a hacer todo el daño
que pudiese mientras existiera. Era una criatura que debía ser eliminada de
la faz de la tierra.
El sol se había puesto y las luces de la feria brillaban cuando me apeé del
autobús en el puente. Miré hacia la cabina del circo y allí estaba todavía el
hombre sentado en su garita.
Me acerqué a él al doblar una curva oculta por unos altos arbustos. Era
un lugar solitario, pero lo suficientemente cercano a la feria para que sus
diferentes ruidos llegaran todavía a mis oídos.
El hombre oyó mis pasos y dio media vuelta. Una ligera sonrisa se
dibujó en sus labios y con una mano se frotó los nudillos de la otra al mismo
tiempo que decía:
255 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Podía haber vivido usted hasta los setenta y tantos quizá. Cuarenta
años más de vida si se hubiera tomado la simple molestia de actuar como
un ser humano.
—Es posible.
El ruido del disparo no fue tan fuerte como yo esperaba o quizá su eco
se perdió entre los demás ruidos de la feria.
256 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Estaba a punto de firmar con mi nombre pero entonces decidí que mis
iniciales serían suficientes por el momento. No deseaba que me detuvieran
antes de comer algo y tomar unas aspirinas.
Después de cenar decidí que no estaría nada mal dar un paseo nocturno
en autobús. Me gustaba aquella forma de excursión a través de la ciudad y,
después de todo, también comprendía que mi libertad de movimientos muy
pronto quedaría restringida.
257 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Y otra cosa estaba muy clara. Que estaba disfrutando enormemente con
la escena.
258 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Eso no le interesa.
Y le maté.
259 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿Y para qué sirven las huellas dactilares si el asesino no figura en los
archivos de la policía? Lo mismo ocurre con la escritura si no se la puede
comparar con otra. ¿Y cuántas personas en la ciudad tienen esas mismas
iniciales L. T.?
260 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Yo aclaré la garganta.
—Dígame… —murmuró.
Al cabo de un rato sentí que unos ojos se posaban sobre mí. Alcé la
cabeza.
261 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
«—¿Es que piensas estar aquí todo el día con esa piojosa moneda en la
mano?», le había preguntado el hombre.
Aquel niño era un niño muy sensible y las palabras del tendero le habían
sentado tan mal como si en aquel momento alguien le hubiese golpeado.
Sus preciosos cinco centavos no valían nada. Aquel hombre le había
despreciado, y en él despreciaba a todos los niños.
Cuando murió no esperé más qué el tiempo suficiente para escribir una
nota. Esta vez había matado para vengar unas horas de mi infancia y
realmente necesitaba un trago. Caminé a lo largo de varias casas de la
misma calle y entré en un pequeño bar. Pedí un coñac y un vaso de agua. Al
cabo de diez minutos escuché el ulular de la sirena de un coche patrulla.
262 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
El dueño del bar regresó al cabo de diez minutos seguido por un cliente.
263 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
¿Viviría todavía aquel individuo? Pensé que por entonces debía andar
por los veintitantos años de edad.
264 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Quiero decir que puede usted dejar caer al suelo la cucharilla siempre
que guste. Me alegrará servirle otra limpia.
265 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—No. En absoluto.
—Aquí tiene usted, señor, puede usted leerlo mientras come. Quiero
decir que es de la casa. Gratis.
Cuando la mujer se retiró, la cajera la miró con los ojos muy abiertos, y
preguntó:
266 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Ya debía haberlo hecho. Sólo le quedan tres meses. Y, por favor,
hágamelo saber cuando lo decida.
—No.
267 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Mi cita con el doctor Briller se había celebrado por la tarde y eran casi
las diez de la noche cuando dejé el autobús, y emprendí el cono paseo hasta
mi apartamento.
—¡Ah! —exclamé.
268 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Insolentes individuos.
—¿No le parece a usted que debería dejar una nota sobre ese cadáver?
Verá usted, estuve leyendo en el periódico acerca de…
269 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
270 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Me volví de lado y miré por la ventana. Dot había dejado encendidos los
faros del coche y en aquel momento caminaba por delante de ellos. El cubo
que llevaba en la mano estaba lleno de agua, evidentemente. Su peso le
hacía oscilar ambas caderas. Abrió la portezuela del negro sedan, encendió
la luz del interior, extrajo una escobilla mojada del cubo y comenzó a
limpiar el interior del vehículo.
271 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
272 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
El reloj luminoso marcaba las tres y diez, cosa que significaba que en
realidad yo no había dormido más de dos horas. Dot se sentó en la cama, y
por encima de uno de sus hombros vi un rayo de luz que se movía junto al
coche.
273 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
fuese la persona que sostenía una linterna en la mano allí fuera, parecía
haber perdido todo interés por el coche y se estaba alejando hacia la calle.
—Bien, de todas formas, alguien será —añadió Dot, por decir algo.
El hombre que entró sostenía una linterna en la mano, de forma que era
el mismo que habíamos visto merodear desde la cama. Tenía más tripa que
pecho y un rostro abultado.
—¿Qué ocurre?
274 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Se hizo un intento por limpiada con agua, pero la sangre ya había
empapado la alfombrilla del suelo.
—Yo soy quien usted busca —dijo—. Supongo que no debí dejar el
cuerpo entre los matorrales.
275 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
276 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿Conoce usted otro veterinario que viva más cerca? —preguntó Dot.
Ricardo admitió que no.
—Así que no fue más que eso —dijo Ricardo, suspirando hondo.
—Supongo que fue cruel hacerlo así, pero entonces eran las nueve y diez
y la partida de bridge no podía comenzar hasta que yo llegara porque era la
jugadora número cuatro. Pensé que Marie Cannon estaría furiosa conmigo.
Y después de todo, el perro ya estaba muerto, ¿no? Me fijé en si tenía
licencia, pero carecía de collar. Evidentemente, se trataba de un perro
perdido o vagabundo, y no sabía qué hacer con él.
—En Pine Road, en una sección donde no hay casas. A un lado de esa
sucia carretera.
—Sí, eso es. A corta distancia de Wilson Lane viniendo hacia la ciudad,
hay unos espesos matorrales a la derecha. Allí es donde le dejé.
—¿Ahora mismo?
—No acabo de comprender por qué hacen tanto ruido por un perro
atropellado —dijo Dot, al mismo tiempo que se calzaba—. Desde luego se
que no hice bien, pero sacar de la cama a la gente a estas horas… ¿Por qué
no me extiende una multa y todo listo?
—Supongo que Al Wilcox me vio llevar el perro hasta los arbustos. Vive
allí cerca y me conoce. Vi pasar su coche blanco policíaco cuando yo
regresaba al mío.
278 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Había menos de una milla hasta aquel lugar. Había tres coches
aparcados a un lado de la carretera y a la luz de un par de potentes linternas
eléctricas vi a seis hombres reunidos en la corta extensión de hierba que
había entre la curva de la carretera y los arbustos. Uno de ellos era Al
Wilcox vestido de uniforme.
279 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¡No es cierto!
—Pasaba yo por aquí pocos minutos después de las nueve, señora Hall,
y la vi a usted salir de estos matorrales y entrar en su coche. A las dos pasé
de nuevo por aquí y con los faros del coche vi lo que me pareció ser la
pierna de un hombre que sobresalía de entre estos matorrales. Me detuve e
inmediatamente lo encontré.
280 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Sí.
281 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Usted puede irse a casa —me dijo Ricardo—. Su esposa queda aquí
retenida.
—Vamos a interrogarla.
282 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Se suponía que Emmett iría a buscar a Ida esta noche… —dijo—. Ella
esperó en mi casa hasta la una en punto y luego yo mismo la llevé a casa.
Creo que sospechaba que Emmett estaba fuera con otra mujer. Y durante
todo ese tiempo, Emmett ya había muerto comentó.
—No perdamos más tiempo aquí charlando —dije—. Sabe Dios lo que
estarán haciendo con Dot.
Durante una hora estuve paseando por el desierto vestíbulo hasta que al
fin George salió de aquella estancia.
—Es un poco pronto para decirlo —replicó George, sin mirarme a los
ojos—. Si la sangre del coche pertenece a un perro, entonces el caso de esta
gente, caso circunstancial por su puesto, se derribará por sí solo como un
castillo de naipes.
283 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
nadie hubiese podido tener menos aspecto de mujer que acabara de asesinar
a alguien.
No lo había hecho. Así lo había asegurado Dot. Era una mujer locuaz y
hasta traviesa, pero jamás me había mentido.
—Si hay algo que pueda hacer por ti, no dudes en decírmelo.
284 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Bernie, ¿puedes venir ahora mismo hasta el despacho del fiscal del
distrito?
El comienzo era un tanto brutal, pero Fair añadió tras un breve silencio:
285 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿A qué hora murió Walker? —pregunté, con voz ahogada—. Quiero
decir si murió después de que mi mujer llegara a esa partida de bridge.
—El examen médico no pudo hilar tan fino. El forense cree que Walker
murió entre las nueve y las diez y media de la noche pasada, media hora
más o menos.
286 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
George Cannon no había dicho una sola palabra desde que yo había
entrado en el despacho. Él era nuestra mente legal. Le pedí consejo
inmediatamente.
¡Lo creía! Le miré fijamente. Allí estaba aquel hombre, en pie, con un
rostro que exteriorizaba una perpetua hambre de algo. Era el mejor abogado
de East Billford, pero aquella era una ciudad pequeña y su reputación de
buen letrado no iba más allá. No creía que Dot fuese inocente, nadie lo
creía, pero él estaba deseando arriesgar la vida de Dot para aumentar más
su reputación al intervenir en un sensacional juicio por asesinato.
Se lo encendí y Dot tomó asiento en una silla y cruzó las piernas. Aspiró
el humo del cigarrillo y dijo:
287 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Incluso dicen que Emmett Walker era mi amante —añadió tras una
pausa de silencio.
—¿Lo era?
—No.
—Lucharemos, Dot.
288 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Cuando volví al despacho del fiscal me estaban esperando aún los tres
mismos hombres.
Emmett Walker siempre había tenido éxito con las mujeres bonitas y,
sin embargo, se había casado con una que era poco atractiva. No le había
ido muy bien como agente de seguros. Financieramente, al ser el marido de
una mujer que poseía una considerable fortuna, las cosas le habían ido
mucho mejor.
Ida Walker era una mujer regordeta y su rostro hacia perfecto juego con
su figura. Cuando me admitió en la casa, no me dio la menor impresión de
ser una viuda que lamentara la muerte del esposo. Se mostró muy sincera
en este aspecto.
289 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—No, Bernie. Nunca sospeché de Dot. Pero una esposa es la última que
se entera…
—Lo siento mucho más por Dot que por Emmett —dijo—. Él se
merecía eso. Era una especie de diablo con las mujeres y yo le perdone
muchas veces. Yo siempre estuve dispuesta a aceptar sus migajas, pero no
lamento que haya desaparecido para siempre.
Su marido estaba allí. Herman vivía cerca del colegio donde enseñaban
ciencias, y así, después de las clases, podía acercarse a casa para comer. Les
encontré a ambos sentados ante una pequeña mesa.
290 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Marie, naturalmente, pero no tuvo que dejar la casa para hacer eso.
291 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Quizá lo sea —dije yo— porque Dot no fue la única mujer de esa
partida de bridge que en otro tiempo salió con Emmett.
—Si te refieres a mí, te puedo decir que reñí con Emmett cuando yo era
sólo una niña —dijo Edith.
292 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Vine a casa para echar una siesta —explicó—. Sólo dormí un par de
horas la noche pasada cuando tu llamada telefónica me despertó…
—Sabía que Wilcox la había visto salir de entre los matorrales y que
cuando se hallase el cadáver de Emmet Wilcox sumaría dos y dos. Dot, sin
duda, estaba furiosa en aquellos instantes.
—Marie dice que no estaba ni siquiera nerviosa cuando llegó aquí pocos
minutos después.
—No, no lo estaba. Pero es difícil calcular estas cosas con una mujer
como Dot. Siempre está excitada por algo y a veces toma las cosas en forma
anormal. Y es… bien, Bernie…, es encantadora y dulce, pero su
pensamiento salta de aquí allá como un relámpago. Quiero decir que esa
historia del perro posiblemente le pareció a ella muy buena y válida en
aquellos momentos, pero Dot no es exactamente lo que se llama una
persona lógica.
293 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Dije:
—La única que tenía razones para matar a Emmett Walker era su
propia esposa.
—He estudiado el asunto desde todos los ángulos posibles, Barnie, pero
todos los caminos conducen a la sangre de Walker en tu coche y a esa
maldita historia de Dot sobre un perro.
294 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿Cómo era?
—No lo sé —dije—. Pero si lo hay, quiero que esté usted allí como
testigo.
296 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Veo un perro muerto, de acuerdo, pero hay al menos dos cosas que
este animal no ha hecho. No se desangró en el coche de usted, ni ocultó el
cadáver de Emmett Walker entre los arbustos. Me parece que sé cómo ha
llegado este perro hasta aquí.
297 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
luego lo enterró aquí. Más tarde…, ahora mismo pretende usted haberlo
descubierto.
—Ya va siendo hora de que vea usted algo más en todo esto.
298 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Usted espere aquí. Tengo que hacerme cargo de ese perro. Puede ser
una prueba.
Emmett, porque fueron las únicas personas que sabían dónde Dot había
dejado al perro muerto.
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PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Caminé hasta el pie de los escalones del porche para alejarme del
hombre muerto. Pensé que al cabo de unos minutos me llevaría a Dot a
casa.
303 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Con el frágil cuerpo cubierto por edredones y descansando contra seis de las
más espesas almohadas que el dinero podía comprar, Jacob Bauman
observó con disgusto a su mayordomo, que colocaba ante él la bandeja del
desayuno y descorría las cortinas, dando entrada en la habitación a la luz
del día.
304 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
«¡Pobre Jacob Bauman!», se dijo Jacob. Para él, todas las cosas buenas
de la vida habían llegado excesivamente tarde. Al fin era dueño de una
impresionante finca; pero se hallaba demasiado enfermo para disfrutar de
ella; al fin estaba casado con una joven que era lo bastante joven para hacer
volver la cabeza a cualquier hombre; pero él era demasiado viejo para
apreciarla debidamente. Al fin había conseguido una aguda penetración en
los misterios de la naturaleza humana; pero postrado en la cama y sin más
compañía que la de sus sirvientes, eso no le servía para nada. ¡Pobre del rico
Jacob Bauman! Pese a toda su fortuna, suerte e inteligencia, su mundo se
encontraba limitado por la anchura de su colchón, el trozo de sendero que
abarcaba su vista y la profundidad mental de la señorita Nevins. ¿Y dónde
estaba ella? Se volvió hacia el reloj de la mesilla de noche, rodeado de
botellas, píldoras y ampollas. Eran las nueve y seis minutos. Atisbando otra
Vez por la ventana, Vio a la muchacha de uniforme blanco mirar con
desaliento su reloj, mandar un beso al chófer y ponerse a andar, a toda
prisa, hacia la casa. Era una chica rubia y robusta, que andaba con alegre
contoneo y moviendo los brazos en una exuberancia de energía que a Jacob
le fatigaba con sólo verla. Sin embargo, siguió observándola hasta que
desapareció bajo el tejado del porche. Luego volvió a su desayuno. La
señorita Nevins se detendría a dar los buenos días al cocinero y la doncella,
calculó Jacob, y eso significaba que cuando ella llamase a la puerta, él
estaría acabando el huevo y la tostada.
305 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Es usted una buena enfermera —replicó Jacob—. Es mejor que las
que nunca me dejan en paz.
306 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Bueno, yo soy un niño y usted una muchachita. Pero será mejor que
hablemos de usted. —Comenzó a arreglarse las almohadas; pero se detuvo
cuando la chica acudió a ayudarle—. Dígame, Frances —empezó, con el
rostro muy cerca del de la joven—, ¿ha elegido ya esposo?
—Señor Bee, esa es una pregunta muy personal para hacérsela a una
chica.
—Opino que es muy bonita. Pero las chicas de hoy son un poco
distintas de las de hace cincuenta años. No digo que sean mejores ni peores.
Sólo que son distintas. Comprendo esas cosas. Después de todo, es usted
sólo unos pocos años más joven que mi esposa. Sé que a los hombres les
gusta mirarla a ella, así que supongo que también les gusta mirarla a usted.
—¡Oh, pero su mujer es muy guapa! De veras. Creo que es la mujer más
vistosa que conozco.
307 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Sí que lo han hecho. No quiere decírmelo porque teme que la despida
antes de que a usted le venga bien.
—Entonces será que aún no han fijado el día de la semana. Pero el mes
ya lo han decidido, ¿no es así? —Esperó un momento la contradicción—.
Bien… Créame cuando le digo que comprendo esas cosas. ¿Qué mes han
escogido? ¿Junio?
—Sí.
—Pero tierno.
308 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¡Oh, no!
Jacob rió.
309 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—No.
—Me temo que son casi y veinte —dijo la señora Bauman, con
frialdad—. Deje, yo se la daré. —Destapó uno de los tubitos de encima de
la mesilla, y de una plateada jarra, sirvió un vaso de agua—. Ahora abre la
boca.
310 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
311 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Pocos placeres les quedan a los viejos, aparte del de hablar. De modo
que Vic tiene gran experiencia con las mujeres, ¿no?
312 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
313 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿Y cómo afectan esas pequeñas peleas sus sentimientos hacia Vic? —
preguntó Jacob, sin darle importancia.
—No los afectan en absoluto. ¿Qué razón habría para que así fuera? No
es culpa suya si las mujeres se le echan encima. Él no hace nada por
animarlas.
—¡Claro que no! —dijo Jacob. Entornó los párpados, esforzándose por
enfocar la mirada en la oscura ventana que había sobre el garaje. Creía
haber visto allí un brillante destello amarillo. ¿O era únicamente el sol
reflejándose en el cristal? No, porque la ventana estaba abierta. Allí estaba
otra vez el destello, entre sombras que se movían. Una brillante mancha de
color que ahora se estrechaba e iba alzándose lentamente, como si fuese un
trozo de tejido, una prenda de ropa —tal vez un suéter— que alguien se
estuviera quitando. Luego el brillo desapareció y ya ni siquiera fueron
perceptibles las cambiantes sombras que enmarcaba la ventana. Jacob
sonrió—. Estoy seguro de que Vic es por completo digno de confianza —
dijo—. Toda la culpa es de las mujeres. Comprendo perfectamente sus
celos, Frances. Son su derecho a luchar por lo que posee, aunque eso
signifique destruir alguna otra parte de su vida.
—Puede que alguna vez me decida a probar —dijo Jacob—. Pero ahora
lo que me apetece es dormir un ratito.
314 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Jacob sonrió, mirando cómo se iba la chica. Luego se hundió entre las
almohadas y cerró los ojos. Reinaba un gran silencio y se sentía tan
verdaderamente cansado que, contra su voluntad, había comenzado a
dormitar cuando, en el otro extremo de la pradera, se oyó el primer tiro,
seguido inmediatamente por el segundo y el tercero. El hombre consideró
315 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
316 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
- LEMMINGS
RICHARD MATHESON
Mientras los dos policías observaban, el gentío atravesó las grises arenas
de la playa y comenzó a adentrarse en las aguas del mar. Algunos
317 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Pocos minutos más tarde todos habían desaparecido. Los dos policías
observaron el punto en que la gente se había metido en el agua.
—No.
Carmack no respondió.
—¿Todos?
—Esto viene ocurriendo desde hace más de una semana. Es posible que
la gente se haya dirigido al mar desde todas partes. Y también están los
lagos.
318 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Todos…
Reordon suspiró:
—¿Nosotros?
319 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
- LA DIOSA BLANCA
IDRIS SEABRIGHT
—No creo en absoluto que desee usted de veras mis pobres cucharillas de té
—dijo acremente la señorita Smith.
320 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Mire en el cacillo.
321 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Sí, gracias.
—Será mejor que entre aquí —dijo, golpeando con un dedo la superficie
de la acuarela y vea qué tal le sienta.
322 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Al principio estaba muy bien —replicó él, de mala gana—. Luego,
nadando bajo el agua, apareció algo que no me gustó nada.
No. No debía de ser frecuente. Y tenía que ser Carson quien, pudiendo
elegir entre todas las ancianas del mundo, tuviera que ir a dar con una que
era Isis, Rea, Cibeles —había montones de diosas dónde elegir—, Anat,
Dindimena, Astarté. O Neith.
323 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Sí —la diosa fue interrumpida por un golpe de tos. Una miga parecía
habérsele atragantado. El hombre deseó que se asfixiase hasta morir.
—… Se está haciendo tarde para probar en usted nada más. Por otra
parte, le conozco bastante bien. Es usted de la clase de hombres que no
324 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
soportan esperar a que algo desagradable les ocurra —la diosa volvió a
llenarse la taza.
La diosa abrió la boca. Sobre sus separados labios brillaba una película
de saliva.
Vio cómo la señorita Smith hacia chasquear los dedos. Sus labios se
movían. La mujer comenzó a levantarse. Se derrumbó en el suelo. Sus
dedos sin fuerza saltaron la tetera.
325 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Iba a dejarle vivir unos cuantos días. Podía colocar el globo bajo el sol,
congelarlo en la nevera o sacudirlo de arriba abajo hasta que el hombre
estuviera medio muerto de mareo… Las posibilidades eran incontables. Y al
final se produciría la rotura.
326 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
- LA SUSTANCIA DE LOS
MÁRTIRES
WILLIAM SAMBROT
Ni siquiera hoy en día se han recuperado todos los tesoros que se sabe
robaron los nazis, así que cuando al coronel le pidieron en París que diera
su experta opinión sobre la autenticidad de las diversas piezas halladas
recientemente en aquellas mismas lóbregas minas de sal, aceptó en seguida.
329 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Es… es magnífico —dije, con lentitud—. Ahí dentro hay algo… una
presencia… ¿No la sintió usted?
—No puedo explicarlo. Supongo que se trata de algo así como hipnosis
de multitudes. Ese brillante cuerpo en el que se concentra la vacilante luz…
Pero eso… esa sensación de profunda paz, de… de…
—No —dijo él—. Ese crucifijo data de mil novecientos cuarenta y cinco.
—¿Ese?
más viejo de los habitantes. Era el objeto más precioso de sus vidas; no sólo
porque creían que era de oro puro, sino porque simbolizaba la completa
unidad de su fe. Aunque las puertas del templo jamás se cerraban y los
extraños no eran rechazados, su crucifijo nunca había sufrido el más
mínimo mal. Nunca.
331 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Por entonces, como para probarles que Dios estaba entre ellos, ocurrió
el primero de los milagros atribuidos al dorado Cristo. Al servicio había
sido llevado un niño, víctima del bombardeo. El chiquillo fue enterrado
vivo en las ruinas de su destruido hogar, entre los cadáveres de sus padres.
Cuando le sacaron, lanzó un grito, y luego fue como si en su interior se
hubiese apagado una luz. Sus ojos se vidriaron. Se convirtió en una criatura
muda, pasiva, que no sonreía y en la que faltaba todo calor humano.
Pero en la iglesia, miró hacia el Cristo de oro, en sus ojos apareció una
suave luz. Miró con mayor atención. Sus ojos se le hicieron más y más
brillantes. Y, de pronto, gritó. Fue un grito terrible, estremecedor. Empezó a
llorar. Eran auténticas y genuinas lágrimas de emoción. Volvía a estar vivo
y a ser una criatura humana que pensaba y sentía. Dominada por una gran
angustia, pero sana.
333 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
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- LLAMADA DE AUXILIO
RUBERT ARTHUR
Por décima vez en aquel día, Martha Halsey leyó en alto, y con voz
ligeramente temblorosa, la noticia aparecida en el Dellville Call:
«La firma de bienes raíces Boggs y Boggs anuncia que hoy ha puesto a la
venta la vieja mansión. Halsey, que se halla situada frente a los Tribunales.
La venta de la casa, propiedad de las señoritas Martha y Louise Halsey, ha
sido ordenada por su sobrina, la señora Ellen Halsey Baldwin».
Esta vez Louise, con las manos, surcadas de venas azules, escondidas
entre los pliegues de la colcha en que estaba trabajando sobre su silla de
ruedas, no dijo nada. A las palabras de Martha sólo respondió el viento de
Nueva Inglaterra que, al azotar la vieja casa, tan lejana del ruido y el
bullicio de la ciudad, producía un agudo ulular.
Durante todo el día, desde que Ellen trajera el periódico del buzón,
inmediatamente después del desayuno, las dos mujeres habían estado
releyendo y comentando desde todos los ángulos la noticia. Primero Louise
insistió en que debía de tratarse de un error. Martha respondió, con un
bufido, que ni hablar. Luego Louise sugirió que llamaran a Ellen y le
preguntasen. Sin embargo, desde lo profundo de su cerebro, cierto instinto
de precaución aconsejó a Martha decir que no.
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—No puede ser otra cosa —replicó su hermana. Sus facciones, eran
duras como el granito de Nueva Inglaterra. A pesar de sus ochenta años, los
ojos de la mujer fulguraron. Siguió—: Ahora comprendo por qué Roger y
Ellen insistieron tanto en que abandonáramos nuestra casa de la ciudad y
nos viniéramos a vivir con ellos. Y también por qué nos persuadieron de
que les diésemos plenos poderes para que Ellen pudiera manejar lo que
Roger llamó tediosos detalles menores referentes a nuestra fortuna.
—¿Crees que Queenie iba a comerse algo así, acostumbrada como estaba
a que la alimentaras con tus propias manos durante ocho años? —preguntó
Martha—. Queenie era una gata muy escrupulosa. Te diré quién la
envenenó: ¡Roger, y nadie más!
—Piensa en este último mes, en los achaques que has tenido. Un día te
sientes débil y enferma. Al siguiente, estás mucho mejor. Luego, un par de
días más tarde, vuelves a encontrarte mal. ¿Cómo explicas eso?
—Roger es muy listo. Lo hace poco a poco, de forma que nos vayamos
sintiendo paulatinamente enfermas y un día muramos… debido a «causas
naturales». —Martha pronunció las últimas palabras en un tono casi
silbante—. Todos tus síntomas, Louise, corresponden al envenenamiento
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»Sin embargo, admitámoslo, Ellen no vale gran cosa. ¿Por que atrajo
tanto a Roger? En aquellos momentos ya me lo pregunté. Ahora sé la
respuesta. Fue debido a que Ellen era nuestra sobrina y única heredera. Y
nosotras poseíamos la casa y las acciones y bonos que papá nos dejó. Roger
vio ahí su oportunidad. Se casó con Ellen con la idea que, en un día muy
próximo, podría echar mano a nuestras propiedades… envenenándonos a
las dos.
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—No quería preocuparte con mis sospechas. Pero ahora estoy segura y
voy a contárselo todo al juez. Si es que le vemos, porque ahora creo que
Roger no mandó mi carta.
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—Les llamaré, a ver lo que dicen. No, no creas que voy a acusarles.
Pero, por la forma en que contesten a mis preguntas, sabremos cuánto
tienen que ocultar.
—¡Roger! ¡Ellen!
Martha volvió a su sillón y poco después entró Ellen. Era una joven de
ojos saltones, barbilla sumida y expresión preocupada. Secándose las manos
en el delantal, anunció, sonriendo:
—Aquí estoy, queridas tías —el hombre rió, como si hubiera hecho un
chiste—. ¿En qué puedo servirlas?
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—Se ha ido a Boston para un asunto. Su secretaria me dijo que era algo
muy importante.
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—¡Ésta es mi chica! Bueno, Ellen, vamos a cenar. Esta noche tengo que
regresar a la farmacia. El señor Jebway tiene un poco de gripe.
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—¿Y qué cliente local iba a necesitar que el juez Beck fuera a Boston? —
preguntó Martha, con leve sarcasmo—. ¿Observaste lo rápidamente que
Roger decidió que debía regresar a la tienda esta noche? Lo más probable es
que necesite coger más veneno del que tiene el señor Jebway.
—Buenos días —dijo, mientras disponía los platos sobre la mesa. Tenía
aspecto de no haber dormido bien—. Huevos pasados por agua, bollos
calientes y té. Todo bueno y saludable. ¿Saben que esta mañana había hielo
en el cuenco de las gallinas?
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—Lo intentaré.
—Y eso que nosotras le ofrecimos pagarlo. Ése fue su primer paso para
aislarnos del resto del mundo.
—¡Mary Thompson!
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Martha asintió:
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—¿En Boston? ¿Qué le hizo pensar eso? La última vez que le vi estaba
muy indispuesto.
Cuando el médico se hubo ido, las dos hermanas oyeron que Ellen le
detenía en el vestíbulo. Martha se acercó a la puerta para escuchar. Un
minuto después, regresó junto a Louise.
—No nos hubiera hecho caso. ¿No lo comprendes? Ellen y Roger tienen
a la gente de su parte. Todos creen que son unos dulces y amorosos
parientes que cuidan de dos indefensas ancianas. —Martha se retorció las
manos con desesperación—. Louise: aunque el juez Beck venga esta noche,
pensará lo mismo. Ahora lo comprendo. Probablemente, dentro de un mes
las dos estaremos enterradas y todo el mundo sentirá compasión por Roger
y Ellen.
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—El doctor Roberts me dijo que trajera cierta medicina especial, tía
Louise —explicó el hombre. Sonrió ampliamente, tiró el frasco al aire y
volvió a agarrarlo—. Hubiera sido más barata si estuviera llena de polvo de
oro, pero dentro de una semana te sentirás más fuerte que un potrillo.
—La receta dice que antes de las comidas, y eso es ahora. Tómatela.
Extrajo del frasco una píldora roja y llenó un vaso con agua. Louise
dirigió una implorante mirada a Martha y luego se tragó la pastilla.
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—No cuesta nada mirar —sugirió Ellen—. Quizá se metiera hace un par
de días, cuando bajé a buscar las conservas.
—Bien, como quieras —replicó Ellen, y salió del cuarto para unirse a su
marido—. ¡Aquí, Toby! —la oyeron decir—. ¡Ven, bonito, ven!
—¡Tía! —gritó Roger—. Como broma, está bien, pero ahora déjanos
salir. Toby no está aquí. Hemos mirado en todas partes.
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—Pero recuerda que nunca debemos decir a nadie lo que ellos iban a
hacer. Eran familiares nuestros. Nadie nos creería. Que esto sea un trágico
accidente. ¿Comprendes?
—No cabe duda de que nuestro dinero durará tanto como nosotras —
asintió Martha—. Me parece que el juez ya viene.
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—Me pareció que sería una buena sorpresa de bienvenida —dijo una
seca voz masculina. El juez en persona, enjuto, alto y levemente encorvado,
de unos sesenta años, había entrado en la habitación—. Supongo que esto
paliará un poco la tristeza de esta lamentable circunstancia. Uno de los
bomberos encontró a Toby la otra noche. Estaba cerca de las ruinas. El
hombre dio a cada una de las mujeres una firme palmadita. Luego se sonó
vigorosamente.
—Tres días. Sin embargo, lamento decir que no sirvieron para nada.
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resulta muy difícil decirles esto; pero mi visita a Boston fue debida a
ustedes.
—Bien… En estos tiempos a los ferrocarriles les van muy mal las cosas y
el de Nueva Inglaterra y Toronto se declaró en bancarrota el verano pasado.
Ése fue el motivo de que sus sobrinos les pidiesen que se fueran a vivir con
ellos, de forma que las pudieran cuidar. Ellen deseaba tener plenos poderes
con el fin de que ella y Roger quedasen capacitados para manejar los restos
de la fortuna sin que ustedes se enterasen de lo que había ocurrido. Yo fui
partidario de decirles la verdad; pero ellos temían que eso les trastornara.
De modo que todos nos pusimos de acuerdo para mantener el secreto.
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- VOCES DE MUERTE
LUCILLE FLETCHER y ALLAN ULLMAN
La mujer se incorporó una vez más para coger el teléfono colocado sobre la
mesilla de noche. Luego; hizo girar el disco con innecesaria fuerza. La
lamparita de la mesilla —la única luz en la habitación en penumbra— hizo
brillar las joyas de su mano. En su rostro, delicadamente bello en la
favorecedora penumbra se advertía un ceño de disgusto que hacía pareja
con su brusca forma de manejar el disco telefónico.
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demasiado bien el efecto que una cosa así produciría en ella. Y también en
él. Resultaba increíble que, deliberadamente, provocase la clase de escena
que ya se había producido un par de veces en el pasado. Pero… si su
ausencia de ahora no era deliberada… ¿a que se debía? ¿Le habría pasado
algo? ¡Qué poco probable era que a Henry le ocurriese algo sin que nadie se
lo notificara a ella instantáneamente!
Mentalmente, Leona pensó todas las cosas que su marido podría estar
haciendo, enfrentándose resueltamente a todas las posibilidades. Tal vez al
fin todas las molestias que representa una enfermedad —la de ella—
hubieran acabado con la reserva de paciencia de su marido. A Henry nunca
habían parecido importarle los inacabables períodos en los que ella no había
podido corresponderle. Aunque era un hombre intensamente pasional —un
ser vigoroso y saludable— su auto control fue siempre inagotable. En otras
palabras, y si Leona deseaba exponer llanamente el tema, ella nunca
sospechó que hubiera otra u otras mujeres. Pero ahora…
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Pero ella sí había cambiado. Sólo con el mayor de los cuidados lograba
ocultar las pequeñas señales que el tiempo y su invalidez, que ahora era
crónica, habían dejado… Muy pronto, a no ser que consiguiese recuperar la
salud y aprovechar la juventud que aún le quedaba, ni siquiera el más
cuidadoso de los maquillajes podría ocultar la creciente red de arrugas que
rodeaban sus ojos, los pliegues en las comisuras de los labios, la incipiente
papada bajo la barbilla. ¿Era posible que Henry hubiese atribuido la
aversión de ella a la luz del día a algo más que la enfermedad?
Leona repasó de nuevo los gustos de su marido, las cosas que él ponía
por encima de todo. Tras diez años de matrimonio —un matrimonio que
ella había planeado con minuciosidad casi militar—, Leona sabía
perfectamente bien que la fortuna de su padre había sido un arma muy
poderosa contra cualquier descarrío de Henry. Era muy difícil considerar la
posibilidad de que él hiciera algo que colocara los millones Cotterell fuera
de su alcance.
Así le gustaban a ella las cosas, se recordó Leona. Que todo estuviera
perfectamente claro. Ella siempre lo había querido así. Las relaciones que
actualmente mantenía con su marido daban a Leona lo que ella más
deseaba: un hombre que, por encima de todo, daba cuerpo a la ilusión que
ella había creado; la ilusión de un matrimonio feliz. Era envidiada por sus
amigas, y ser envidiada es una de las sensaciones más agradables que la
vida puede ofrecer.
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—¿Me pone con Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres?
—No puedo —replicó Leona, con tono de fastidio—. Por eso recurrí a
usted.
—Pues que he estado marcando Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres,
durante la última media hora y la línea está siempre ocupada. Y eso resulta
absurdo.
—¿Hola?
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—¿Hola?
—Al habla.
—Recibí tu recado, George —dijo la voz ronca—. ¿Está todo listo para
esta noche?
—Sí. Todo a punto. Ahora estoy con nuestro cliente. Dice que no hay
moros en la costa.
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—Exacto.
—Comprendo, George.
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Pero, ¿qué podía hacer ella? O, mejor, ¿que debía hacer? Había oído
todo aquello accidentalmente, debido a un fallo mecánico en el sistema
telefónico. No había escuchado nada que condujera directamente a aquellos
espantosos hombres. Tal vez fuera mejor que tratara de olvidar aquella
extraña conversación. Pero no. Había que pensar en aquella mujer que, tal
vez como ella misma, se encontrara sola y sin amigos que debía ser puesta
sobre aviso por difícil que resultara lograrlo. No podía permanecer ajena al
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—Bueno… Tenía que haber sido Murray Hill tres, cero, cero, nueve,
tres. Pero no lo era. Debió de producirse un cruce. Me pusieron con un
número equivocado y… he oído algo espantoso… Un asesinato… —
Imperiosamente, Leona levantó la voz—. Y ahora quiero que vuelva a
ponerme con ese número.
—Pero, señora…
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—Telefonista jefe.
—Soy una inválida y acabo de sufrir un terrible shock debido a algo que
oí por teléfono. Es necesario que localice esa llamada. Se trataba de un
asesinato, un terrible crimen a sangre fría que iban a perpetrar esta noche
contra una pobre mujer. A las once y cuarto. Verá: estaba tratando de
comunicarme con la oficina de mi marido. Estoy sola. Mi doncella está
fuera y los otros criados no duermen en casa. Mi esposo prometió estar en
casa a las seis, así que cuando a las nueve no hubo llegado, comencé a
llamarle. El teléfono estuvo dando él todo el rato la señal de comunicar.
Entonces pensé que tal vez hubiese alguna avería en el sistema automático y
pedí a la telefonista que tratara de ponerme con ese número. Cuando lo
hizo, se produjo un cruce y oí esa espantosa conversación entre dos
asesinos. Luego, antes de poder averiguar quiénes eran, la comunicación se
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cortó. Así que pensé que podían ustedes conectarme de nuevo con ese
número equivocado, o localizar la llamada, o algo por el estilo…
—¿Qué razón tiene para desear que se localice esa llamada, señora?
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Mientras el teléfono daba la señal de llamar, Leona advirtió una vez más
el opresivo calor reinante. Se secó el sudor de los ojos y de la frente con el
pañuelo. Luego una cansada voz respondió:
—Claro, señora.
—Se trata de algo que es seguro que ocurrirá —dijo Leona, con firmeza,
notando las dudas del policía—. Oí claramente los planes. Había dos
hombres hablando. Iban a matar a una mujer a las once y cuarto. Ella vive
cerca de un puente.
—Sí, señora.
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asesino aprovecha para meterse por una ventana y matar a la mujer con un
cuchillo.
—¿Sí?
—Y también hay un tercer hombre (un cliente, así le llamaban) que les
paga para que hagan eso tan horrible. Quería que se llevasen las joyas de la
mujer para que pareciese un robo.
—¿Y su dirección?
—A Murray Hill tres, cero, cero, nueve, tres. Pero ése no es el número
que he oído, sino el de la oficina de mi marido. Trataba de llamarle para
averiguar por qué no había vuelto a casa aún…
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—Es que no puedo evitarlo, oficial —se quejó Leona—. Tienen que
hacer algo para proteger a esa persona. Yo misma me sentiría más segura si
mandasen un auto patrulla a este vecindario.
—Sí, aunque…
—Ahora dígame qué le hace pensar que ese asesinato, si es que sucede
en algún sitio, va a suceder precisamente en su barrio. Tal vez la que usted
oyó no era ni siquiera una llamada hecha en Nueva York. Puede que fuera
un cruce con la línea de larga distancia.
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—¿A mí? Pues… claro que no. Eso es ridículo. Quiero decir que… ¿por
qué iba a querer nadie? En Nueva York no conozco a una sola persona.
Llevo aquí pocos meses y no trato más que con mis criados y mi marido.
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—No contestan.
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—Dígame.
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Leona decidió ir a Nueva York, el médico sugirió que consultase con otro
especialista del corazón.
—¿Trastornada?
—Tal vez haya intentado hacerlo —dijo la mujer, dudosa—. Puede que
haya estado tratando de comunicarse conmigo al mismo tiempo que yo le
llamaba a él. Si tenía que tomar un tren, es posible que…
—Ya.
Leona le interrumpió:
—Bueno, pues, en estas circunstancias, has hecho lo que podías. Así que
no te preocupes más, preciosa. —Y con voz temblorosa por la ira, añadió—:
Y mañana tendré una pequeña charla con Henry, este donde esté.
—Buenas noches. Me gustaría que volvieras a casa. Esto está tan muerto
como un depósito de cadáveres. No sé cómo permití que Henry me
convenciera… Bueno, cuídate y no te preocupes. Mañana te llamo.
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Era una habitación decorada a la antigua, con muebles raídos, que olían
a terciopelo viejo y a respetabilidad. De las deslucidas paredes pintadas de
color oscuro colgaban borrosas y polvorientas pinturas rodeadas por
enormes marcos. A lo largo de las paredes, en rígida hilera, se alineaban
recargados butacones y canapés separados por mesas sobre las que había
gran cantidad de lámparas de loza provistas de pantallas de flecos. Del
techo colgaba una complicada araña de bronce, en la cual los quemadores
de gas de emergencia hablaban de la época escéptica en que fue fabricada.
Las empantalladas bombillas eléctricas arrojaban una tamizada luz sobre la
sala. En aquel lugar no había nada que desmintiese la ilusión del pasado en
el que la mayor parte de las huéspedes del hotel vivían.
Sus ojos parecían más pajariles que nunca, ahora que los lentes de pinza
colgaban sobre su pecho al extremo de una cinta de seda.
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—¿No estaba?
—No. En realidad, durante todo el día no estuvo más que unos pocos
minutos. Eso fue alrededor de las doce. Luego se fue con esa mujer y no
volví a verle.
—¿Una mujer?
—Pues, sí —replicó la señorita Jennings, con los ojos más brillantes que
nunca—. Una mujer que esperó más de media hora a que el señor
Stevenson llegara. Parecía muy impaciente.
—No. Nunca había estado antes allí. Al menos, eso creo. Y el señor
Stevenson pareció como si… como si no quisiera reconocerla. Bueno, al
menos al principio.
—Si. Era Lord. LORD, la señora Lord. Y creo que se llamaba Sally.
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—¿Y él no regresó?
—No, señora Stevenson. Yo salí a las seis, como le dije, y su marido aún
no había vuelto. Durante el día no se recibió más que un recado para él.
—¡Oh, de ese hombre! De ese señor Evans que llama a su marido cada
semana. Una molestia periódica.
—¡Ah, eso! Sí, su marido informó al señor Cotterell que tal vez fuera a
la convención de Boston. Pero si ha ido, yo no me he enterado.
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extremo del mueble. Su mirada se fijó en la blanca tarjeta que había llegado
con las camelias mandadas por Henry aquel día. «Con todo mi amor,
Henry», había escrito su marido. Leona rompió la cartulina y echó al suelo
los pedazos. Comenzó a rebuscar entre los objetos que había sobre el
tocador. Al fin, tras una hilera de frascos de perfume, lo encontró: una
hojita de papel en la que se veían unas letras escritas con la torpe letra de la
doncella. En el momento en que tomaba el papel sonó el teléfono.
—Soy el señor Evans. ¿Cuándo espera que regrese? Se trata de algo muy
urgente. He estado llamando a su oficina, pero no parece que esté allí.
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—Yo misma.
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—No la oigo bien, señora Lord. ¿Le importaría hablar un poco más
alto?
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—Son tres huevos por separado, dos tazas de leche y un tercio de taza
de manteca —balbució la otra—. Mezcla la manteca con un poco de
azúcar, luego añade una cucharita rasa de harina… —Durante un segundo,
reinó el silencio. Luego la mujer susurró—: Leona… Leona… Soy Sally
Hunt, Leona. ¿Me recuerdas? Siento portarme de una forma tan ridícula,
pero mi marido está aquí al lado. No puedo hablar. Volveré a llamarte tan
pronto como pueda. Aguarda…
Y luego, colgó.
¡Sally Hunt!
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—¿Me permites?
—¿Bailamos?
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—Mi padre siempre dice que si un hombre carece de talento para ganar
dinero, en la Universidad no le enseñarán a hacerlo. Y si tiene talento, ¿para
que perder tiempo estudiando?
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—Sally sabe cuidarse sola. Además, sólo tardaremos unos minutos. Ven
conmigo y te enseñaré mi coche. Es un cielo.
—¿No es precioso? —dijo ella—. Nadie tiene uno igual. Puede ponerse
a ciento ochenta kilómetros por hora. Al menos eso dijo el hombre que nos
lo vendió. Papá dijo que era mucho coche para mí, pero después de verlo,
me pareció que ya no podía conformarme con otro.
—¡Caray! —exclamó él—. ¡Un «Bugatti»! ¡No está mal! ¡Nada mal!
frenético agrado que produjo a Henry aquel paseo no era debido a ella, ni al
magnífico coche, sino a lo que ella y el automóvil representaban; algo que el
hombre nunca había visto de cerca, algo con lo que ni siquiera había
soñado, pero que estaba allí, al alcance de la mano. A eso era debida la
animación de su cara mientras conducía. Por eso echó a un lado la reserva
que mantuvo mientras estuvieron en el baile.
Dijo al hombre que torciera por un ramal que, en breve plazo, les
condujo a un callejón sin salida.
Henry rió:
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—Pensaba que Sally está bien para el pueblo de que ambos provienen.
Pero tú eres distinto.
—¿Ah, sí? ¿Y todo eso puedes asegurarlo ya? —La risita de Henry era
burlona.
—¿Y yo?
—No te entiendo.
Él rió cínicamente.
—Es una buena chica. Somos amigos. Nada más. Su familia ha sido
muy amable conmigo. Me ayudaron cuando en casa las cosas se pusieron
feas. Pero… no sé… A veces me parece como si…
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Rió esta vez, no con amargura, sino para demostrar a la muchacha que
encontraba la situación muy divertida.
—Lo digo en serio —aseguró Leona—. Creo que le gustarás. Sobre todo
si yo le pido que sea así. Él va a ir a Nueva York el próximo fin de semana.
Yo acabaré las clases el sábado. ¿Por qué no te reúnes con nosotros?
—Bueno —dijo él, lentamente—. ¿Por qué no? No tengo nada que
perder.
Recordó aquella escena casi cómica con Sally Hunt, poco después del
baile. La muchacha había ido a su cuarto una tarde, un poco indecisa, pero
con la determinación reflejándose en su bonito rostro, por lo general tan
animado.
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—¿Y quién te ha dicho que yo este jugando con él? —quiso saber Leona,
yendo a la cómoda a por otro montón de ropas.
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—Es una buena treta, pero no conseguirás nada con ella, Sally. En esta
lucha no tienes la más mínima posibilidad. Hablando claramente, pienso
mucho en Henry Stevenson. Y le comprendo. Y creo que es demasiado
bueno para este pueblo de ustedes. Si a mi me apetece enseñarle el mundo y
presentarle a ciertas personas, eso es asunto mío. Y si quiero casarme con
él… ¡eso sigue siendo asunto mío!
—¿Es que hay alguna buena razón por la que no deba hacerla?
—Pero si ese tipo no es nadie —había dicho Jim, un año más tarde, con
una leve nota suplicante en su voz—. Desde luego, tiene buena pinta. Pero
es de lo más corriente, tan vulgar como una piedra. Gente como él se
encuentra a patadas. Después de todo lo que he gastado en tu educación, de
llevarte al extranjero, de darte cuanto has querido, ¿por qué deseas echarte a
perder de esa forma?
—¡Qué tontería! —gritó Jim—. Lo que te pasa es que eres muy tozuda.
Leona discutió tozudamente con su padre para dejar bien sentado que
no era tozuda. Amaba a Henry. Lo repitió muchas Veces. Pero Jim conocía
bien a su hija. Ella amaba a Henry de la misma forma que amaba aquel
«Bugatti». Y así se lo dijo.
—Lo que te pasa es que no quieres que me case con nadie —gritó
Leona—. Lo único que deseas es que me quede en casa… haciéndote
compañía.
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que él debía llevar, esto era más digno de agradecimiento que de molestia o
indiferencia. El hombre pareció comprender inmediatamente lo importantes
que eran aquellas cosas en el mundo de ella y lo mucho más cómodo que se
sentiría si su aspecto era correcto y a sus modales no se les podía oponer
reparo alguno. Y tampoco dejaba de darse cuenta de la forma en que su
recio y tosco atractivo era realzado por todos aquellos acicalamientos.
En aquel momento oyó la ahogada sirena de uno de los barcos del río.
La sonrisa se desvaneció al incorporarse la mujer para mirar a los frascos de
medicinas y al reloj que había sobre la mesilla de noche. Entonces sonó el
teléfono, sobresaltándola.
9,55
Era Sally.
398 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—No trato más que de ayudarte. Esto puede ser muy grave,
terriblemente grave para Henry. Resulta un poco difícil de explicar. Trataré
de hacerla lo más rápido que pueda.
—Sí, ya recuerdo.
—Le dije que sí y Fred, riéndose, dijo: «¡Vivir para ver!». Luego se metió
el recorte en el bolsillo. Le pregunté qué había de raro en ver el nombre de
Henry en el periódico. Él se limitó a sonreír y dijo que se trataba de una
coincidencia, de algo relacionado con un caso en el que estaba trabajando.
—¿Un caso?
—Sí. Me dijo que no era nada de lo que pudiese dar pruebas, sino una
simple corazonada. Traté de sacarle algo más; pero él comenzó a gastarme
bromas diciendo que aún estaba enamorada de Henry.
—¡Claro que sí! —exclamó Sally—. ¡Es ridículo decir eso después de
tantos años!
—Sigue.
399 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿Qué hiciste?
—Les seguí. Aquel jueves por la mañana. Sé que es difícil creerlo, que
suena muy ridículo, pero estaba asustadísima. Quería enterarme de lo que
pasaba. Después de todo, conocía a Henry de casi toda la vida. Además…
Bueno, en él hay cosas que resultan muy extrañas. Traté de decírtelo una
vez, hace años.
—Pero, bueno… —dijo—. ¿De veras que todo eso es necesario? Si tratas
de alarmarme, Sally, ya puedes desistir inmediatamente.
400 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
401 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Aparte de Fred y los dos hombres, sólo era visible otra persona: un
muchacho que recogía almejas junto a la orilla. El hombre de pelo blanco
pareció detenerse un momento para mirar al chico, y éste movió levemente
la cabeza, señalando hacia un punto lejano. Luego siguió su búsqueda y mi
marido y los otros dos hombres se dirigieron a un merendero a cuyo interior
pasaron.
—¡Por Dios, Sally! ¿Tienes que seguir así todo el rato? ¿No puedes
decirme de qué se trata sin pasearme por todo Staten Island? ¿O es que me
estás manteniendo al teléfono deliberadamente por alguna oculta razón?
—Tienes que oírlo todo. ¿Crees que a mí me gusta estar metida en esta
asfixiante cabina? El dueño de la tienda no deja de mirarme. Está furioso
porque quiere cerrar y yo se lo impido. De todas maneras, esperé bajo la
llovizna durante una hora o así y no ocurrió nada. Luego, cuando ya
empezaba a pensar que había sido una completa estúpida por darme un
paseo tan desagradable, observé algo muy extraño. El muchacho que
buscaba almejas se enderezó y extendió los brazos, como si se desperezase.
Un momento después oí un motor, y cuando apenas habían pasado unos
segundos, vi una lancha que se aproximaba a tierra. Cuando estuvo cerca,
la barca redujo velocidad y se dirigió hacia un arruinado embarcadero
contiguo a una de las casas más desagradables de todo aquel lugar. Me
gustaría que hubieras visto ese edificio, Leona. Era tan viejo como las
colinas y estaba ligeramente torcido. Supongo que sus cimientos llevan años
anegados por el agua. Es un lugar destartalado y tenebroso, como una de
esas casas que dibuja Charles Adams en el New Yorker.
402 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Antes de que Leona pudiera replicar, una moneda cayó al fondo del
depósito del teléfono y la telefonista interrumpió la conversación. Los cinco
minutos de Sally habían concluido. Leona pudo oír cómo su amiga
rezongaba al buscar en su bolso otra moneda. Al fin, Sally dijo:
—Sí, aquí estoy —dijo ella, suspicazmente—. Y debo decir que todo eso
resulta muy extraño.
—¿Y lo conseguiste?
403 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Sí, salí con él. Henry no se mostró tan entusiasmado por la idea, pero
como es lógico, yo no esperaba que se pusiera a dar saltos de alegría. No fue
muy cortés. Parecía preocupadísimo. Cuando era muchacho le vi otras
veces de esa forma, y siempre fue en ocasiones en que atravesaba… no sé…,
una especie de crisis interior. Me preguntó si quería almorzar con él y
fuimos a la Sala Georgiana del Metrópolis. Casi en el momento que nos
sentamos un tipo llamado Freeman Bill Freeman, un hombre ya mayor y de
aspecto próspero se nos unió y comenzó a hablar de Bolsa con Henry.
404 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—No tengo otra moneda. Tendré que volverte a llamar cuando consiga
cambio. —Luego, en un susurro, añadió—: Sólo quiero decirte que, y ahora
estoy segura, Henry está en apuros. Esta noche, Fred está trabajando en un
caso. El asunto, cualquiera que sea, parece muy importante. No ha dejado
de telefonear. He oído el nombre de Henry una y otra vez. Y hay alguien
más envuelto en la cosa. Un tal Evans.
—Waldo Evans —se apresuró a decir Sally, sin aliento—. Creo que ése
es el nombre que vi en esa casa de Staten Island.
10,05
405 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Oiga…
406 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿Cómo?
407 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Muy lejana, casi tapada por el continuo rugido, una débil voz dijo:
—¡Leona…!
—¿Quién es?
408 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Soy Sally. Te llamo desde una estación de metro. En este barrio, todas
las tiendas cierran a las diez. Como tenía que hablarte, he venido aquí.
Desde que te hablé la última vez, he estado en casa… y han ocurrido más
cosas.
—Pero, ¿quién es ese Evans? ¿Qué tiene que ver con Henry?
409 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—No, no exactamente.
—¡Asesinos!
—Que planeaban matar a una mujer. Luego, ese tipo, Evans, me llama
y parece que esté hablando desde la tumba. Después, todos los demás
teléfonos a que llamo o están comunicando, o han sido desconectados… y
ahora tú, sin razón que lo justifique…
—Lo siento.
—Pero, Leona…
410 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
411 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿Plaza, nueve, dos, dos, seis, cinco? —preguntó una voz masculina.
10,15
negocios?… A veces han pasado días enteros sin que el señor Stevenson apareciese…
Henry está en apuros…, desesperadamente en apuros… Cariño, lo siento muchísimo,
salgo en el próximo tren… Luego espero hasta que el tren pase por el puente… Luego
espero hasta que el tren pase por el puente…».
413 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¡Perfecto!
A largas y rápidas zancadas, el esbelto médico salió del cuarto. Las dos
mujeres sentadas a la mesa de bridge se volvieron involuntariamente para
mirarle. El hombre atraía mucho la atención de las mujeres. Por
consecuencia, también cobraba altísimos honorarios; merecidamente altos,
ya que su destreza era al menos tan grande como su atractivo personal.
414 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Oh, sí que lo hay, doctor —replicó ella—. Una tal señora Stevenson.
Señora de Henry Stevenson. Está muy enferma y preocupadísima. Eso me
dijo. Uno de sus pacientes del corazón. Me pareció muy trastornada.
—¿Algo más?
Marcó el número.
—No hay nadie aquí, nadie —gritó Leona—. Y no estoy bien. Sé que no
lo estoy. Quiero que venga usted esta noche. Es mi doctor y le necesito
ahora, inmediatamente.
—Pues, me temo que no va a ser posible —replicó él, aun con suavidad
profesional—. Iría si lo creyese necesario; pero no lo es. Sufre usted un
trastorno nervioso, eso es todo. Si se obliga a relajarse y a descansar unos
minutos, verá lo mucho mejor que se siente. Si lo desea, tómese un par de
pastillas de bromuro. Le ayudaran a calmar los nervios.
Leona gritó:
—¡Pero soy una enferma! ¿Para que he estado yendo a visitarle durante
todos estos meses? ¿Qué clase de doctor es usted?
—Mire usted —dijo, en tono seco—. ¿No cree que ya va siendo hora de
que se enfrente a la realidad y comience a cooperar con su marido y
conmigo?
—¿Que de qué hablo? Bueno, señora Stevenson, lo sabe usted tan bien
como yo. Se lo expliqué todo a su marido… hace una semana.
—Bueno, no cabe duda de que ocurre algo muy, muy extraño. Hace
unos diez días, discutí con su marido el caso de usted. Vino a verme a la
consulta.
—Lo siento mucho —les dijo—. Voy a tardar unos minutos más…
Regresó al despacho.
—Su marido dijo que usted no había tenido ningún ataque hasta cosa de
un mes después de regresar de la luna de miel. ¿Es cierto, señora Stevenson?
—Su esposo me contó que la cosa había ocurrido por que él deseaba
romper con la firma de su padre y usted no quiso ni oír hablar de ello.
—Pues… supongo que fue así. Henry quería —era una estupidez, desde
luego—, abrirse paso por su cuenta. Es muy impetuoso… a veces.
—Sí. Tengo entendido que hubo ciertas fricciones con su padre, ¿no es
cierto?
—Sea como fuere, el caso es que se peleó primero con su padre y luego
con usted. Y usted se puso gravemente enferma.
418 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Ah, sí… Fue una cosa muy tonta. Quería sacarme de casa de mi
padre y vivir en un piso que había alquilado. Pobre Henry. No sabía nada
de esas cosas. No comprendía las ventajas de vivir con mi padre, sin los
problemas de formar un hogar. Papá nunca nos molestó. Lo único que
ocurría es que Henry tenía una tonta idea de lo que representa ser el cabeza
de familia… Pensaba como cualquier oficinista o vendedor, de esos que
viven en los barrios suburbanos.
419 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¡Cómo!
—¿Cómo puede decir eso? —preguntó ella, furiosa—. Sabe que soy una
enferma.
—¡Mental! Creo que está usted confabulado con todos los que quieren
volverme loca.
—¡Es usted…!
¡Y sus mentiras respecto a Henry! Porque eran mentiras, y ella haría que
Henry le hiciera responder al doctor de ellas. Eran mentiras. Ella estaba
enferma. Y Henry la amaba y deseaba ayudarla. Debía ser así. Era
imposible que fuese de otra forma. Era imposible.
10,30
—Por favor, dígale al señor Stevenson que la casa del veinte de Dunham
Terrace –D-U-N-H-A-M–, el veinte de Dunham Terrace, ha ardido por
completo. Yo la incendié esta tarde.
422 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Lo siento mucho por usted, señora Stevenson, pero puedo asegurarle
que todo este asunto no ha sido culpa única del señor Stevenson.
—¡Por Dios! ¿Quiere dejar de andarse por las ramas? ¿Qué ha ocurrido?
—¡La policía!
423 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
424 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—No, no. Quería decir que qué hacen con ellos antes de que la fábrica
los necesite. No creo que los guarden por aquí, en frascos colocados sobre
estanterías.
425 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Lo que quería preguntar es qué ocurre con los errores. Suponga que se
equivoca en la cantidad que pone en alguno de los productos. ¿No podría
eso hacer mucho daño?
—Es muy poco probable que una cosa así pueda suceder. Nuestras
medidas son exactas y van de acuerdo con las fórmulas prescritas. Llevo
aquí quince años y nunca se ha cometido ningún error.
—Desde luego —dijo él, con una sonrisa—. Sólo lo he preguntado por
curiosidad.
426 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¡Evans!
—Es usted muy amable, pero no quisiera molestarle. Tal vez pueda
ayudarme a tomar un autobús más abajo. No me apetece mucho seguir más
rato bajo esta lluvia.
—Sí —le aseguré—. Nada me gustaría más que tener una pequeña finca,
con unos grandes y limpios establos, buenos pastos y el mejor ganado
equino de Inglaterra.
—¿Inglaterra?
427 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¡Oh, sí! Supongo que todos los ingleses que viven en el extranjero
desean acabar su vida en la patria. Siempre hay algo que le tira a uno hacia
ella, por mucho tiempo que lleve fuera.
—No hay nada malo en desear una cosa —dijo—. Lo malo es no hacer
nada para conseguida.
428 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Suavemente, él replicó:
—Nadie más que usted —y yo— se enteraría, Evans. Los dos sabemos
que esas medicinas baratas serían mucho mejores para la Humanidad si
contuviesen menos narcóticos. Nadie y mucho menos la compañía Cotterell
advertiría la diferencia. Y las drogas que usted no pusiera, Evans,
significarían para usted esa finca en Inglaterra de la que antes hablaba.
429 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
de embustes? ¡Sugerir que Henry haría una cosa así! Está loco. Eso es lo que
esta. ¡Loco! Pero debajo de todas esas tonterías debe haber algo. Henry
habrá hecho algún negocio con ese hombre. La señorita Jennings mencionó
que Evans había llamado a Henry varias veces».
—No estoy tan seguro de que se pueda hacer tan fácilmente —dije.
430 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
431 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
planta de Bayonne, Nueva Jersey. Aunque, según la nota, en ese lugar iba a
seguir encargándome del departamento de narcóticos, la cosa me asustó.
Me parecía totalmente innecesario trasladarme a un lugar en el que haría el
mismo trabajo por el mismo sueldo. En cuanto pude, fui a ver al señor
Stevenson.
—¡Qué tontería! —replicó él—. Si algo fuera mal, hace tiempo que le
hubiese detenido la policía. Ese traslado debe de ser cosa de rutina. Yo
mismo lo comprobaría, pero… ¿por qué atraer la atención sobre ello? No
hay razón alguna para preocuparse.
432 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Le necesito, Evans, y no pienso dejarle ir. Tal vez a usted le interesen
las migajas que hemos conseguido. Pero yo, no. Quiero más. Mucho más,
Evans, y pienso lograrlo. Y me parece que sé cómo hacerlo… rápidamente.
Mucho más rápido que hasta ahora.
—Me ha dado usted una idea. Una gran idea, como las que a mi me
gustan. Tenía razón al decir que el traslado era una señal. Se trata de la
señal más clara que haya usted visto. E indica directamente al mayor
montón de dinero que pueda imaginarse. Cuando logre ese montón, podrá
irse, Evans. Si hace lo que yo le diga, no será una espera demasiado larga.
Él resopló.
—No pienso dejar que Morano siga interviniendo en esto. No, ese
pequeño oportunista ya no va a meter más baza —se volvió a mirarme—.
Con usted en Bayonne, Evans, creo que el señor Morano tendrá que
encontrar algún otro que el abastezca.
—No creo que sea fácil echar a un lado a alguien como Morano —
dije—. Esos hombres trabajan en grupos y, por lo general, se les supone
bastante difíciles… quiero decir que, en esos asuntos, suelen mostrarse
violentos.
433 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
debía hacerle caso. Era imposible que aquello fuera cierto. Ella no
permitiría que lo fuese».
435 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Un día le pregunté:
436 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Usted sabe que deseo dinero; pero no me sirve cualquiera, sino uno
que yo pueda enseñar, que me consiga un poco de respeto. Quiero
montones de dinero. Y no pienso esperarlo toda la vida. Bueno… ¿Cómo
podría explicar la procedencia de los beneficios que consigo en este
negocio? La respuesta es… no podría. Cuanto me es posible hacer es
emplear esos fondos para introducirme en algo respetable. Por eso juego a la
Bolsa. Cuando tenga suerte en ella, nadie sabrá lo que me costó empezar.
Puedo decir que ahorré parte del dinero que el viejo Cotterell me pagaba por
calentar mi silla. Luego, cuando consiga eso, seré rico, respetable… y podré
decirle a Cotterell lo que puede hacer con su vicepresidencia hecha a la
medida.
10,40
miró a mí y luego hacia el rincón del cuarto que ocultaba la puerta, que yo
continuaba manteniendo abierta. Entré en la habitación, cerré…, ¡y vi al
hombre del rincón!
—Siéntese.
El señor Stevenson unió las yemas de los dedos, frunció los labios y
miró a Morano con exagerada cortesía.
438 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—No se haga ilusiones —dijo—. Tal vez todo esto no sea tan divertido.
Tal vez si se decide a escucharme aprenda algo, Stevenson. Hasta un
caballero tan listo como usted puede enterarse de cosas que no sabe. Como,
por ejemplo, la mejor forma de seguir con vida.
—No creo que eso nos interese, Morano. Podemos arreglárnoslas muy
bien sin usted. Cuando es necesario hacer una transacción, la hacemos
directamente. Ya tiene usted su negocio de Chicago. Debería conformarse
con eso.
439 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
440 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Es justo —le espetó Morano—. Y es justo por que yo digo que lo es.
Si no le gusta, siempre puede largarse, mientras el profesor se quede —se
volvió hacia mí—. Puede que a él le gustase. Así recibiría una parte mayor,
¿no? El profesor no pensaría en traicionar a nadie… excepto puede que a
usted, señor Stevenson.
441 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Pero…
442 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Si se encuentra con demasiados problemas, acuda a mí. Tal vez pueda
prestarle… cierta ayuda.
443 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Caledonia, cinco, uno, uno, tres, tres —dijo una voz de hombre.
—¿Quién?
Leona oyó el golpe del teléfono al ser dejado sobre una mesa.
Esforzándose por escuchar, captó los pasos del hombre, que se alejaban.
Luego, silencio. Los segundos transcurrieron lentamente. El corazón le latía
de forma salvaje, como si tratara de salírsele del pecho. Abría y cerraba su
mano libre, apretando hasta que sus largas uñas se le hundieron en la palma
de la mano. En el exterior del edificio, una gimiente sirena ascendió desde
el río ya allá abajo, en alguna parte, alguien ¿tal vez un policía? golpeó una
verja de hierro con un palo.
444 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Recordó aquella espantosa llamada telefónica. ¿Por qué había tenido por
ser ella quien oyese a aquellos terribles criminales? ¿Por que todas sus
llamadas a la oficina de Henry —las que hizo antes de solicitar la ayuda de
la telefonista—, habían sido contestadas por la señal de comunicar? ¿Quién
había estado en la oficina de Henry, sino él? Y si alguien, no importaba
quién, había estado empleando el teléfono de la oficina de Henry, ¿no
podría ser la comunicación de esa misteriosa persona la que se hubiese
cruzado con la suya…? No…, no podía pensar en ello. Debía quitárselo de
la cabeza. Había otras cosas sobre las que meditar.
445 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
las palabras de Sally, las pronunciadas hacía años, cuando trató de hablarle
de los extraños recovecos del carácter de Henry. ¡Sally no había mentido!
446 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¿Si algo ocurre? —repitió Leona—. ¿Quiere decir que ha de pasar algo
para que ustedes tomen cartas en el asunto?
—Muchas gracias —dijo Leona—. Espero que todo no sea más que un
error.
—No tengo listín… Quiero decir que no tengo tiempo de… buscar
nada… corre… mucha prisa.
—¿Perdone…?
—¿Alguno en particular?
11,00
—Hospital Bellevue.
448 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Le daré un número al que puede llamar. Schuyler, dos, uno, cero,
tres, siete. Tal vez allí alguien pueda asistirla.
449 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Entonces fue cuando Leona oyó el «click». Fue un sonido muy leve, un
«click» en el teléfono. Algo que ella había oído muchas veces antes.
—¡Pero yo sí! —jadeó Leona, en voz casi ahogada por el miedo—. Hay
alguien en la casa… abajo, en la cocina… y ahora me esté escuchando…
Es… —el terror la dominó. Lanzando un grito, colgó el teléfono con un
movimiento mecánico. Con las manos crispadas sobre las ropas de cama,
Leona se concentró en el silencio que la rodeaba. De pronto oyó unos leves
golpecitos por el suelo… Lentos, continuos… Se enderezó, estremecida, con
ojos desorbitados, llevándose una mano al contorsionado rostro.
—¡Henry! ¡HENRY!
450 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
451 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
11,05
452 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¡Henry! ¿Henry, dónde estás? —el hombre casi pudo sentir cómo su
esposa se aferraba a él, aun a través de todos aquellos kilómetros.
—Claro que sí —gimió ella—. Sola por completo. ¿Quién iba a estar
conmigo? Le diste a Larsen la noche libre…
—Claro que sí. Y llevo a solas muchísimo rato. He recibido toda clase
de horribles llamadas telefónicas que no comprendía… Y, Henry… Quiero
que llames a la policía…, ¿me oyes? Diles que vengan aquí en seguida.
453 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¡Nerviosa!
—Sabes que estás totalmente segura en casa. Sin duda, Larsen habrá
cerrado todas las puertas antes de irse.
Henry pensó que debía dar conversación a su mujer. Miró el reloj. Que
siguiese hablando unos cuantos minutos más. ¿Qué podría hacer luego? El
hombre sonreía; una extraña media sonrisa que convertía su atractivo rostro
en una máscara del mal. Al cambiar de posición en la cabina, miró a través
de la puerta por un instante y luego se volvió de nuevo hacia el teléfono.
Apenas había observado al corpulento hombre de pelo blanco, tez morena y
grandes ojos glaucos que paseaba a pocos metros de la cabina.
454 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Esta noche me ha llamado… Tuve una larga charla con él… ¡respecto
a ti!
11,10
Henry resopló.
—¡Un mal sueño! —chilló ella—. No he soñado, Henry. Evans dejó una
especie de recado para ti, me dijo que te comunicase que la casa de Staten
Island ha ardido por completo… y que la policía estaba enterada de todo.
Añadió que habían detenido a un tal Morano…
455 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Ese dinero, Henry… Los cien mil dólares. ¿Por qué no me los pediste?
De haberlo sabido, hubiera estado muy contenta de dártelo.
Ahora las lágrimas rodaban ya por las mejillas de la mujer. Su voz era
ronca y estrangulada.
—No quería ser tan desagradable para ti, Henry —dijo—. Sólo lo hice…
porque… te quería. Supongo que tenía miedo de que no me amases de
verdad. Tenía miedo…, miedo de que te fueses… y me dejaras sola…
11,11
Henry recordó ahora al tipo que había visto junto a la cabina. Miró a
través de la puerta y, al no ver a nadie, la abrió con cautela para aumentar
su campo de visión. Allí estaba el hombre, no muy lejos. Observando las
cabinas. Henry cerró la puerta. Dijo, al teléfono:
—¿Leona?
456 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—Sí.
—¡Tienes que hacerlo! Tienes que salir de esa cama… y de ese cuarto.
Ve al dormitorio principal. Asómate a la ventana y grita…, que te oigan en
la calle. Henry esperó, tenso, luchando con el miedo que crecía en su
interior. Oyó la pesada respiración de su mujer en el teléfono.
11,12
—No hables más —la propia voz del hombre estaba rota por el miedo.
El sudor le cubría el cuerpo. Se recostó contra la pared de la cabina para
aliviar a sus temblorosas rodillas del esfuerzo de aguantarle—. No hables.
Sal de esa cama. Tienes que hacerla. Todo es cierto, Leona. Todo, ¿me
oyes? Estaba en un gran aprieto, desesperado… Incluso traté… Esta noche
hice los arreglos para que te…
457 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¡No puedo!
—¡Henry!
11,15
458 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
—¡Leona! ¡LEONA!
11,16
459 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Desde luego, usted cree que esto es una broma… Supone que se trata
sólo de un cuento de un libro y que yo, en realidad, no me refiero a usted.
Pero juegue limpio: admita que le estoy advirtiendo lealmente.
460 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
461 | P á g i n a
PROHIBIDO A LOS NERVIOSOS (recopilado por Alfred Hitchcock) | AA. VV.
Laboró día y noche durante casi un año, haciendo plancha tras plancha,
y cada una era algo más perfecta que la anterior. Al fin consiguió unas que,
en opinión de Harley, eran lo bastante buenas. Aquella noche, para
celebrarlo, cenaron en el Waldorf Astoria. Después de cenar hicieron la
ronda de los mejores clubs nocturnos. Eso le costó a Harley una pequeña
fortuna, pero no importaba, porque iban a hacerse ricos.
Bebieron champaña. Fue la primera vez que Justin probó esa bebida. Se
emborrachó y debió de portarse como un tonto. Harley le habló de ello
luego, aunque no estaba enfadada con él. Le llevó a su cuarto del hotel y le
metió en la cama. Durante un par de días, Justin se sintió bastante enfermo;
pero eso tampoco importaba, porque iban a ser ricos.
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Todo lo que Justin supo de ello fue lo que Harley le dijo en una
conferencia que puso con el hotel en el que Justin se hospedaba. Fue la
misma noche en que Harley fue asesinado… En realidad, debieron de pasar
muy pocos minutos desde la llamada hasta que los periódicos anunciaron su
muerte.
Harley hubieran estado alguna Vez bajo nombre falso. Lo hizo sólo para
tener opción a poner el paquete grande en el incinerador. Como todo era
papel, allí se quemaría. Y, antes de tirarlo, se aseguró de que el horno estaba
encendido.
Las planchas eran otra cosa. No podían quemarse, así que hizo una
excursión a Staten Island y en el ferry, al volver, cuando se encontraban en
medio de la bahía, tiró el paquete por la borda y las planchas se hundieron
en el mar.
Sin embargo, pese a todo, Justin tenía que asegurarse, así que tomó el
siguiente tren para Albany. Debía de encontrarse en el tren cuando la
policía fue a buscarle a su hotel. Por lo visto, allí les dijeron que Justin había
preguntando en conserjería sobre los trenes de Albany, porque, cuando
llegó a la ciudad, la policía le esperaba en la estación.
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De modo que comenzó a actuar de una forma muy inteligente, tal como
los doctores y enfermeras parecían desear que actuase. Al cabo de poco, le
devolvieron sus ropas y le dejaron ir.
Se estaba volviendo cada vez más listo. Pensó: «¿Qué me diría Harley
que hiciese?». Comprendió que la policía iba a tratar de seguirle, ya que
pensaban que él les podía conducir a las planchas, porque ignoraban que
éstas se encontraban en el fondo de la bahía, así que les dio esquinazo antes
de dejar Albany. Se dirigió primero a Boston y, desde allí, por barco, a
Nueva York.
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Justin se lo contó.
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cosas que había en aquel pantano, como un órgano que tocaba durante
mucho tiempo, y ángeles que cruzaban por el aire, y demonios que
habitaban en las aguas; pero supongo que eso no eran más que delirios.
Harley me decía:
Comí más pan y seguí mirando por todas las ventanas; pero no vino
nadie más. Entonces comenzó a dolerme el estómago por haber comido
tanto pan caliente y caí al suelo, doblado sobre mí mismo. Cuando cesó el
dolor, me dormí.
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Comprendí que tenía razón; pero no escape a toda prisa. Como puede
usted ver, me estaba volviendo muy listo. Antes había otras cosas que hacer.
Hallé cerillas y un quinqué, y encendí este último. Luego registre toda la
cabaña en busca de cuanto pudiera serme útil. Encontré ropas de hombre, y
no me estaban del todo mal, aunque tuve que remangarme los pantalones y
la camisa. Los zapatos eran grandes, pero eso, como mis pies estaban tan
maltrechos, resultaba mejor.
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Pero Harley me dice que esa forma de matar es muy fácil, y que asesinar
a una persona que esté en guardia, como lo estarán Bull, Harry y Carl, es
otra cosa.
Así que voy a ser más listo que Harley y que usted y ganaré la apuesta.
Ni a él se le ha ocurrido, ni usted comprende lo fácil que resulta para un
impresor que se ha dedicado a falsificar moneda el falsificar un cuento de
un libro. Muchísimo más sencillo que hacer un billete de cinco dólares.
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Tenía que elegir un libro de cuentos y escogí éste porque observé que la
última narración que se incluía en él llevaba el titulo de No mire hacia atrás, y
ése me pareció un buen titulo para esto. Dentro de unos minutos
comprenderá usted a qué me refiero.
Cuando tenga listo esto, compondré los tipos en páginas del mismo
tamaño que las del resto del libro y las imprimiré en el papel que ya tengo
preparado. Luego las encuadernaré en este volumen. Usted no notará
ninguna diferencia, aun cuando una leve suspicacia le haga mirar. No
olvide que he hecho billetes de cinco y diez dólares que usted no hubiera
podido distinguir del original. Por tanto, esto, para mí, es un juego de niños.
Y he encuadernado lo suficiente como para que me sea posible extraer del
libro el último cuento y poner en su lugar lo escrito por mí. Por muy
minuciosamente que lo examine, tampoco advertirá diferencia. Estoy
dispuesto a realizar un trabajo perfecto, aunque me lleve toda la noche.
Mañana iré a una librería, o tal vez a un quiosco en el que haya otros
ejemplares de este libro ejemplares ordinarios y pondré entre ellos éste.
Luego me buscaré un buen sitio desde donde observar y, cuando usted lo
compre, yo le estaré mirando.
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Ahora está usted ya muy cerca del fin. Habrá terminado en unos
segundos y cerrará el libro, aun sin creerme. O, si no ha leído los cuentos
por orden, tal vez retroceda para comenzar otra narración. Si lo hace, nunca
la acabará.
FIN
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A lo largo de una carrera que duró más de medio siglo, configuró un estilo
cinematográfico distintivo y muy reconocible. Fue innovador en el uso de la
cámara para imitar la mirada de una persona, obligando de esta manera a
los espectadores a participar de cierta forma de voyeurismo; empleaba
encuadres para provocar ansiedad, miedo o empatía y desarrolló una
novedosa forma de montaje fílmico. Sus historias a menudo están
protagonizadas por fugitivos de la ley y sus actrices protagonistas suelen ser
de pelo rubio. Muchos de sus filmes presentan giros argumentales en el
desenlace y tramas perturbadoras que se mueven en torno a la violencia, los
asesinatos y el crimen. Con frecuencia, los misterios que articulan las
tramas no son más que señuelos (Macguffin, como los llamó el propio
director) que sirven para hacer avanzar la historia pero no tienen mayor
importancia en el argumento. Sus películas también abordan a menudo
temas del psicoanálisis y tienen marcadas connotaciones sexuales. Gracias a
los cameos en muchos de sus filmes, las entrevistas, los avances
publicitarios de sus películas y el programa de televisión Alfred Hitchcock
Presenta, el cineasta se convirtió en un icono cultural.
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