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Debate

Democracia y Constitución
Nuestra Carta Magna nos impuso ataduras que nos harán más
libres no menos porque nos ayudan a evitar traicionarnos a
nosotros mismos.

La democracia encarna el ideal de que el pueblo se autogobierne.


Sin embargo, no es fácil llevar este ideal a la práctica,
fundamentalmente por lo difícil que resulta identificar lo que el
pueblo desea. La voluntad de la mayoría es un indicador, siempre
imperfecto, de ello.

Por otra parte, este ideal, concebido sin restricciones, nos


expondría al riesgo de que las mayorías se vean tentadas de
oprimir o someter a aquellos que no compartan su voluntad, de
infligirles daños irreversibles o incluso de exterminarlos. Es por
eso que el ideal democrático moderno se encuentra siempre
acompañado de otro ideal valioso: el del constitucionalismo.

Las Constituciones expresan límites a la voluntad mayoritaria.


Esos límites están dados por reglas – como el procedimiento para
la sanción de leyes – y por derechos. Ninguno de ellos puede ser
alterado ni siquiera por el más extendido consenso de la mayoría.
Lo impide el ideal constitucional. La combinación de los dos
ideales da forma a lo que llamamos “democracia constitucional”,
un régimen de gobierno superior a la democracia ilimitada, pero
también a cualquier forma de gobierno constitucional no
democrático.

Sin embargo, como decía el constitucionalista Carlos Nino, la


unión entre democracia y Constitución no es un matrimonio
sencillo. Aquellos que reclaman grados altos de libertad de
decisión para la mayoría, verán en las Constituciones ataduras que
debilitan el ideal de autogobierno. Por su parte, los que conciben
al límite constitucional como muy robusto y exigente suelen
desconfiar a menudo de las mayorías.

La relación entre ambos ideales tiene que guardar un equilibrio


sobre el que deben trabajar los legisladores en cada decisión que
toman, los jueces en cada interpretación que hacen para
determinar la constitucionalidad de las leyes y la sociedad civil al
presentar sus demandas al gobierno. El diálogo y la deliberación
son los caminos para encontrar el correcto balance entre
democracia y límite constitucional. Lo único que no podemos
hacer si queremos preservar nuestra democracia constitucional es
anular de la ecuación uno de los dos ideales.

Es verdad que las Constituciones también fueron decididas, en el


mejor de los casos, democráticamente. Ello puede poner en duda
la razón por la que esas decisiones democráticas, tomadas por
ejemplo en la Asamblea Constituyente, no podrían ser
contradichas por otras decisiones democráticas tomadas, por
ejemplo, por la mayoría actual en el Congreso de la Nación. Esta es
una de las preguntas más difíciles que deben responder aquellos
que defienden la democracia constitucional. Para hacerlo, a veces
recurren a metáforas.

La más usual es la que surge del mito griego de Ulises, quien luego
de la larga guerra de Troya se embarcó con el deseo de regresar a
Ítaca, donde se encontraban su casa y su esposa Penélope.
Conocedor de los peligros que podían frustrar su viaje, sabía que
uno de ellos era el de ser atraído por el canto de las sirenas que
vivían en una isla del Mediterráneo y que desviaban para siempre
a los navegantes atraídos por sus voces. Ulises, curioso, quería
escuchar ese canto, pero también quería regresar a su casa, por lo
que ordenó a los marineros que lo atasen con cuerdas al mástil de
la embarcación y que ellos mismos tapasen sus oídos para evitar
no ser atrapados por las sirenas. Éstas cantaron y Ulises, que trató
de desatarse sin éxito, llegó felizmente a destino.

La metáfora es útil para entender que a veces debemos limitarnos


en el presente anticipándonos a la posibilidad de que en el futuro
tomemos decisiones de las que luego nos arrepentiremos. En
momentos de calma, alejados de la angustia y la presión de un
hecho dramático, podemos decidir mejor que cuando ese hecho
sucede.

Decidimos constitucionalmente no torturar porque sabemos que


en el futuro, cuando seamos eventualmente víctimas de una
agresión atroz, estaremos tentados de recurrir a la tortura.
Nuestras decisiones constitucionales nos protegen de nuestras
decisiones futuras tomadas bajo condiciones excepcionales.
Un importante asesor presidencial sugirió que dado que la
mayoría de la gente estaría a favor de la pena de muerte – dato no
necesariamente cierto –, esta pena podría aplicarse pese a que lo
prohíbe nuestra Constitución y los tratados internacionales
suscriptos por la Argentina. Un ex juez de la Corte Suprema de
Justicia expresó su deseo de que el Presidente no termine el
mandato previsto en la Constitución Nacional.

Algunos reclaman que las personas sospechadas de haber


cometido delitos no deberían gozar de las garantías
constitucionales previstas para el proceso penal. Otros quieren
imponer requisitos a extranjeros que no se exigen a los nacionales
para ejercer sus derechos a la educación y a la salud, violando la
igualdad ante la ley prevista en nuestra Norma Fundamental.

Con enorme sabiduría nuestra Constitución, anticipando las


angustias provocadas por el aumento de la criminalidad, las crisis
económicas o humanitarias, la falta de empleo o la escasez de
recursos, se adelantó y nos impuso ataduras que nos harán más
libres – no menos – porque nos ayudan a evitar traicionarnos a
nosotros mismos. Como afirmó John P. Stockton, político y
diplomático estadounidense del siglo XIX, “las Constituciones son
cadenas con las que se ligan los hombres en momentos de lucidez,
para no morir a causa de comportamientos suicidas en momentos
de locura”.

Roberto Saba es profesor de Derechos Humanos y Derecho


Constitucional (UBA y Universidad de Palermo)
DEFINICIÓN DE POLÍTICA
La política es una actividad orientada en forma ideológica a la toma de
decisiones de un grupo para alcanzar ciertos objetivos. También puede
definirse como una manera de ejercer el poder con la intención de
resolver o minimizar el choque entre los intereses encontrados que se
producen dentro de una sociedad. La utilización del término ganó
popularidad en el siglo V A.C., cuando Aristóteles desarrolló su obra
titulada justamente “Política”.

¿Qué entendemos por


política?
Cuando abrimos cualquier periódico burgués y miramos en la sección
‘Política’, leemos los discursos de los partidos sobre cuestiones que afecten
al país, casos de corrupción en ciertos partidos políticos, y en general,
asuntos que traten sobre las decisiones de los partidos políticos, las leyes,
las relaciones exteriores y lo que se debata en los parlamentos. Todo ello nos
da a pensar que la política es aquello asociado a las instituciones y al Estado,
siendo un tema que debe ser tratado por profesionales que han estudiado
carrera y que, por ello, tienen legitimidad para representar al pueblo y decidir
por éste. No obstante, lejos de esta connotación dada desde los medios de
comunicación y los propios políticos, «política» significa realmente la gestión,
administración y organización de las sociedades humanas, nada relacionado
con la profesionalización de la política y un asunto lejos del alcance de la
población.

Sin embargo, la mayoría de la gente todavía desconoce el significado real de


la política y, eludiendo responsabilidades, se niega a meterse en política, ya
sea porque desde ciertos partidos políticos tratan de persuadirnos de que es
malo meter la política en deportes, en la vida personal, en las escuelas, en el
trabajo, etc; o porque piensan que la política es un juego sucio y manchado
de corrupción. Son aquellos que se declaran apolíticos y -en palabras de
Bertolt Bretch- «no sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el
menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto,
mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales». Pese a
que no toda nuestra vida es política, sí que nuestras condiciones de vida son
fruto de las decisiones tomadas por la clase dominante que ostenta el poder
político.

Empero, si entendemos la política, no como una profesión, sino como lo


descrito en la introducción, se nos abren muchas puertas y ponemos a
nuestro alcance la capacidad para la gestión colectiva y la creación de
instituciones propias emanadas de la libre asociación, entendiendo
«instituciones» como órganos de gestión -en este caso- no jerárquicos en los
cuales sean puntos de encuentro para que el pueblo sea quien tome las
decisiones políticas y no una clase parasitaria. Por numerar unos ejemplos:
asambleas, sindicatos, comités, federaciones, confederaciones, municipios,
etc.

Ya con los conceptos claros, podemos distinguir la política profesional de


la política real. La política profesional tiene su origen en los Estados -es
decir, en una institución jerárquica y separada del pueblo, constituido para
gestionar la vida del pueblo y a la vez utilizada como instrumento de
dominación por las clases propietarias- y en nombre de la voluntad general
se consolida como un poder legítimo para gobernar al pueblo y «velar por sus
intereses». Pero la realidad es bien diferente a la teoría, y la política como
profesión termina siendo prostituida, puesta al servicio de las clases
dominantes en contra de los intereses del pueblo. En cambio, la política real
es la que surge de las masas populares que, tomando conciencia de su
condición de explotados y que la política no solo es cosa de políticos, se
organizan en base a principios como el asamblearismo, la ayuda mutua, la
solidaridad de clase, la cooperación… Es la política que se crea en las calles,
en los tajos, en las escuelas y en todos los lados donde existan desigualdades
sociales y sujetos activos dispuestos a transformar esa realidad.

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