Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
adolescente
Quiero dar las gracias a mis amigos y primeros críticos, María José Sirera y
Jesús Luque, principales responsables de que esta historia se presente con un
mínimo de calidad y estilo.
Y, por supuesto, te lo dedico a ti, lector, que has confiado en este humilde
servidor para pasar un rato de entretenimiento. Espero no defraudarte.
PRÓLOGO DEL AUTOR
1
Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, versión 5.
2
Clasificación internacional de enfermedades, versión 10.
PREÁMBULO
Primera Parte
YO, PSICÓPATA
Tuve mi primera experiencia sexual con doce años. La elegida fue una
niña de once, de rostro angelical, que siempre acudía al colegio
primorosamente vestida. De las de buena familia. Su padre venía a recogerla
en un magnífico coche de lujo, exhibiendo unos corteses modales que
denotaban su esmerada educación, y que, he de confesar, lograban
deslumbrarme, acostumbrado como estaba a la ordinaria zafiedad de mi viejo.
Una mañana, durante el recreo, la abordé.
—Perdona, creo que se te ha perdido esto —le dije, mostrando la más
encantadora de mis sonrisas, mientras le devolvía un lapicero, que yo mismo
había sustraído el día anterior.
—¡Oh, gracias! —contestó sorprendida.
—No hay de qué. Me llamo Ángel.
—Yo soy Rebeca. Te conozco, vas a segundo curso. Te he visto a veces,
jugando con tus amigos.
—Sí. Yo también me he fijado en ti. El coche de tu padre mola mucho.
—Es casi nuevo. Lo compró el año pasado. Es un Mercedes —aclaró con
cierta presunción.
Fijé mi mirada en sus grandes ojos azules. El contacto ocular es muy
importante cuando se pretende seducir a alguien. Dorados tirabuzones,
prendidos por sendas horquillas “Hello Kitty”, caían sobre sus hombros
proporcionándole un aire angelical. Sonreí otra vez, en esta ocasión, de puro
placer. Me estaba resultando muy divertido todo aquello.
Entablé conversación sobre temas intrascendentes, saltando de un tópico a
otro, con la intención de impresionarla y distraer su atención. Al finalizar el
recreo le propuse, casi con indiferencia, volver a vernos el día siguiente. Por
supuesto, aceptó encantada, la muy imbécil.
En esta ocasión me acerqué a ella directamente, cuando se encontraba
participando con sus amigas en algún estúpido juego de niñas. Éstas, al
verme, comenzaron a cuchichear entre sí, mientras intercambiaban tontas
miradas de complicidad. Dos de ellas, por el contrario, bajaron los ojos,
atemorizadas. No me pareció extraño. Es probable que conocieran mi
historial en el cole. Rebeca, sin embargo, me sonrió con timidez y,
separándose del grupo, salió a mi encuentro.
—¿Qué hacemos hoy? —preguntó ilusionada.
—Había pensado en mostrarte un secreto —contesté, adoptando un aire
misterioso.
—¿Un secreto? ¿Cuál?
—Ahora lo verás. Ven —le dije, tomándola la mano.
La guie hasta una esquina del patio, muy alejado de la zona de profesores.
Allí, mis colegas y yo habíamos conseguido practicar, meses atrás, una
pequeña abertura al exterior por donde hacíamos frecuentes escapadas, casi
siempre para fumarnos algún canuto de marihuana. Se encontraba camuflada
tras un seto, de forma tan hábil, que aún no había sido descubierta por nadie.
—Mira ahí —le susurré, tras comprobar que no nos observaban.
—¿Qué es?
—Una salida. Había pensado que hoy podíamos pasear solos, tú y yo.
Regresaríamos enseguida. Los maestros ni se enterarán —le prometí.
Me miró con aire asustado. Parecía tentada, y al mismo tiempo, intimidada
por la posibilidad de participar en algo prohibido. Algo “malo”.
—No tengas miedo. Nadie lo sabrá. Y estaremos aquí antes de que suene el
timbre.
La miré de nuevo, mostrando mi sonrisa. Sabía que era muy difícil que se
negara. Ya era mía.
—Bueno, vale…, si me prometes que volveremos enseguida…
—Prometido. Y si quieres, a partir de ahora seremos novios.
Me sonrió feliz. Parecía encantada con la idea, la muy estúpida.
Deshice con rapidez el nudo que cerraba la alambrada, y salimos
disimuladamente.
—Muy cerca de aquí tengo un refugio precioso, en la copa de un árbol. Lo
construimos mis amigos y yo, hace ya tiempo. ¿Quieres verlo? —le propuse.
—¡De acuerdo! —aceptó entusiasmada.
Siempre de la mano, conduje a la incauta al sitio habitual de reunión de mi
“banda”, una explanada oculta entre setos, a unos quinientos metros del
colegio. El lugar estaba totalmente silencioso, ya que se encontraba bastante
alejado de la carretera. La miré de soslayo, admirando de nuevo sus rizos
rubios y su mirada inocente, llena de curiosidad y miedo.
—Eres muy guapa, ¿lo sabías?
Los chicos a esa edad, no suelen decir esas cosas. Les da vergüenza.
No lo entiendo: son sólo palabras. Palabras que permiten conseguir cosas.
A lo largo de mi vida, he podido darme cuenta de la importancia de decir la
palabra o la frase correcta en el momento adecuado. Nunca entenderé la
reticencia que muestran algunos respecto a decir determinadas cosas, sean o
no verdad. En este mundo siempre existirán personas que creen en algo
porque quieren creer, porque necesitan creerlo, porque así, son más felices.
No se les engaña. En realidad, anhelan ser engañadas. O, en última instancia,
merecen serlo.
—¿De veras? —contestó, enrojeciendo.
No sé ruborizarme, ni por qué sucede. Sé que es algo que suele ocurrir
cuando alguien se emociona, o siente pudor. Pero eso a mí no me ha pasado
nunca.
—Te lo prometo —le aseguré con voz melosa. Estaba comenzando a
excitarme mucho.
Mientras le sonreía, fui acercándome poco a poco, hasta quedar a escasos
centímetros. Aparté uno de sus rizos, que le cubría parte de la cara, y me
incliné sobre ella. Cuando mis labios se acercaron a los suyos, se apartó,
dirigiéndome una mirada de extrañeza. Furioso, la sujeté con ambas manos, y
la obligué a mirarme.
—¿Qué haces, puta? —le increpé.
—Déjame, por favor. Quiero volver al cole.
Ahora estaba asustada. De golpe, se había disipado su tono alegre e
ilusionado. Eso me gustaba más.
—Vale, pero antes dame un beso.
—Si te lo doy, ¿me dejarás ir? —preguntó con voz suplicante.
—Ya veremos.
Con fiereza, oprimí sus labios con los míos. Ella no opuso resistencia,
limitándose a llorar en silencio. La magreé durante un buen rato, hasta que al
final, aburrido y tras abofetearla un par de veces, la dejé libre. En realidad, no
quería hacerle daño, sólo divertirme un poco. Cuando la solté, había dejado
de llorar. Mantenía su mirada fija en el suelo. Parecía avergonzada,
humillada… sin embargo, conservaba parte de su dignidad. Lo que sí había
huido de su rostro, creo que para siempre, era su ingenuidad e inocencia. Tras
arreglarse un poco el vestido, desaliñado tras nuestro pequeño escarceo, se
marchó, siempre en silencio, sin mirar atrás.
—¡Si dices algo a los profes o a tus padres, te rajo la cara! —la amenacé, a
modo de despedida.
Fue emocionante, pero insatisfactorio. Yo necesitaba más.
Empecé a rondar a chicas mayores, de quince o dieciséis. La diferencia de
edad no suponía problema. Era alto, para mis doce años, y no tenía mala
pinta. Poseo una lisa mata de pelo rubio, y mis ojos, de color azul claro, junto
a mi sonrisa, tantas veces ensayada frente al espejo, me abren muchas
puertas. Además, siempre he gozado de facilidad para engatusar a las
mujeres.
Pronto me fijé en una repetidora de unos catorce años, con pinta de punki,
que solía llevar la cara embadurnada en maquillaje y cubierta de bisutería
barata. Una putilla. La había sorprendido haciendo “pellas”, en más de una
ocasión, durante mis escapadas fuera del colegio, y decidí seguirla sin que se
diera cuenta. Observé que solía acudir a las primeras clases y luego,
simplemente, se marchaba en algún descuido, durante el recreo. Frecuentaba
una cantina próxima al colegio, donde pasaba el tiempo fumando o
codeándose con otros chavales de su mismo curso, charlando sobre
gilipolleces. En ocasiones, si conseguía algo de “maría”, prefería buscar
algún rincón solitario en un bosquecillo cercano al colegio.
Una vez tuve controlados sus lugares favoritos, sencillamente me hice el
encontradizo. Fue casi demasiado fácil. Aproveché una de las ocasiones en
que se hallaba sola, fumándose un canuto de hierba, sumergida en beatífica
felicidad. Cuando una bobalicona sonrisa comenzaba a dibujarse ya en su
cara, decidí aparecer de improviso.
—¿Qué tal? ¿Es buena? —inquirí en tono despreocupado, señalando el
pequeño cigarro que sostenía entre sus dedos.
—¿¡Quién coño eres tú!? —exclamó, sorprendida por un momento.
—Me llamo Ángel, ¿es buena? —repetí.
Los porros te hacen ver las cosas desde una perspectiva más positiva.
Cuando los influjos del cannabis llegan a tu cerebro, parece como si nada
pudiera afectarte, como si fueras a ser feliz para siempre. Por ello, la sorpresa
apenas le duró unos segundos, volviendo enseguida a sonreír.
—No está mal… ¿Quieres probar? —Me ofreció, tendiéndomelo con un
gesto—. Aunque no sé, pareces muy crío…
—No te preocupes por eso. Pásalo, anda.
Tras un leve titubeo, puso en mis manos el canuto, observando con cierta
fascinación, cómo, sin vacilar, le daba una experta calada. Por esa época yo
ya había probado todas las versiones posibles de esta droga: marihuana,
hachís, aceite…, era capaz de preparar cualquier tipo de porro, y conocía muy
bien a los principales abastecedores de mi barrio.
—No parece muy buena. Yo te la puedo conseguir de mejor calidad, y a
buen precio.
—¿De veras?
—Sí. Además, esto no es más que hierba. Llevo conmigo aceite: es
bastante mejor.
Extraje un pequeño frasco donde guardaba el líquido, y deposité con
delicadeza un par de gotas en la punta de su cigarro. El aceite de hachís es
mucho más concentrado. Contiene casi un ochenta por ciento de
tetrahidrocannabinol, el principio activo, mientras que la marihuana suele
rondar, tan sólo, el veinte por cien.
Tras mirarlo con curiosidad, la muchacha se atrevió a darle una profunda
calada. Obviamente, enseguida comenzó a toser.
—Tranquila. Despacio, nena. Esto es algo más fuerte —le aconsejé riendo.
—Eres guapo. ¿Cómo te llamas? —preguntó entonces, mirándome con
interés.
—Soy Ángel. Aunque lamento decir que no soy demasiado angelical —
añadí con picardía.
—¡Ja, ja, ja! Yo me llamo Daniela. El caso es que me suena tu cara… pero
creo que estás todavía en segundo o tercero, ¿no?
—He repetido algún curso —mentí— por cierto, tú también eres muy
guapa. La chica más guapa que he conocido en mi vida.
—Ya. Me lo dicen todos —replicó con sarcasmo.
—A mí me lo pareces.
—Ven aquí, anda.
No me hice de rogar. Segundos después estábamos enfrascados en un más
que placentero intercambio de besos y manoseos, que ella culminó
masturbándome de forma magistral.
—Esto hay que repetirlo… —dije al terminar.
—Claro. Tú trae más mierda de esa. La próxima vez será mucho mejor —
me susurró en un tono cargado de sensualidad.
He de decir que cumplió su promesa. Con creces.
Al poco tiempo, habíamos establecido una especie de relación, en la que yo
ejercía el papel de camello y ella de puta. Sexo a cambio de droga, muy
conveniente para mí. Fueron unos años bastante satisfactorios. Incluso creo
que llegamos a entablar un cierto tipo de extraña amistad.
Por desgracia, a partir de nuestra cuarta o quinta cita comenzó a atosigarme
con estúpidas y molestas preguntas personales: cómo me llevaba con mis
padres, quién me conseguía la “maría”, quiénes eran mis amigos…, le
inventé una sarta de mentiras bastante convincente que lograron
impresionarla, al menos al principio: era hijo único y mis padres eran muy
ricos, ya que se dedicaban al tráfico de drogas, lo que me permitía acceder
con facilidad a determinadas sustancias. Por si fuera poco, además guardaba
una pistola de gran calibre, para el caso de que me viera en la tesitura de tener
que “despachar” a algún soplón. Por supuesto, todo era mentira. Como ya he
mencionado antes, el desgraciado de mi padre era un puto parado que pasaba
borracho la mayor parte del tiempo, por lo que siempre teníamos dificultades
para llegar a fin de mes. Yo, por mi parte, había encontrado un filón
distribuyendo pequeñas cantidades de marihuana entre alumnos del colegio.
De ahí sacaba la pasta para estar siempre surtido, y además permitirme algún
que otro capricho.
Lo de la pistola sí que era verdad. En realidad, se trataba de un viejo
revólver que conseguí por cien euros del camello que me vendía el material.
Una bicoca, teniendo en cuenta que, según el tipo, la “pipa” no tenía huella,
es decir, no constaba en ningún registro. Eso significaba que, en caso de
llegar a usarse alguna vez, sería imposible de rastrear por la poli. La guardaba
en mi propio dormitorio, dentro de una vieja caja de zapatos disimulada bajo
una montaña de periódicos, en el altillo del armario.
—¿Por qué no la traes un día para que la vea? —me propuso un día.
—Imposible —contesté yo—. La “pipa” sólo saldrá a la calle cuando tenga
que liquidar a alguien.
—¿Tú? ¿Matar a alguien? ¡Pero si no eres más que un niño! —exclamó
riéndose.
La miré furioso. La muy cerda se atrevía a burlarse de mí. Acabábamos de
follar después de fumarnos un par de canutos de la mejor marihuana que se
podía conseguir en esta ciudad, y en esos momentos estaba arreglándose el
vestido, dándome la espalda.
Y se reía de mí.
No pude contenerme. Sin pensarlo demasiado, lancé una brutal patada a sus
piernas, lo que la hizo caer hacia atrás, cuan larga era. Supongo que el dolor
tuvo que ser tremendo. Rápidamente me puse encima de ella, atrapando su
cuerpo bajo el mío. Tras sujetar con fuerza sus muñecas, le espeté:
—Nunca, en tu asquerosa vida, vuelvas a burlarte de mí —le dije con voz
fría, acercando mi rostro al suyo todo lo posible—. Eres una puta de mierda,
y las putas de mierda no deben reírse de la gente como yo.
—¡Déjame! —Gritó asustada— ¡Me haces daño!
—Pídelo por favor. Con educación —ordené, en tono calmo.
—¡Por favor, suéltame! ¡Por favor! ¡POR FAVOR!
Despacio, sin ninguna prisa, me levanté y la dejé libre.
—Vete y no vuelvas. No quiero verte nunca más.
Con dificultad, se puso en pie, tambaleándose. Vacilante, se dio la vuelta, y
comenzó a marcharse, con la mirada baja y cojeando ostensiblemente.
Cuando estaba a punto de perderla de vista, se giró y me miró implorante.
—¡Por favor, perdóname! ¡Te prometo que no volverá a pasar!... Creo que
te quiero…
No me inmuté. Por un momento, la contemplé con asco e ira. Su patética
reacción, suplicando perdón después de haberla maltratado, me recordaba
demasiado a la imbécil de mi madre. Por otra parte, lo esperaba. Sabía de
antemano que esa puta no sería incapaz de renunciar a mí, ni a mi suministro
semanal.
—Lo pensaré. Ya te llamaré —contesté, impertérrito. Ese momento era
muy importante. Tenía que quedar bien claro quién mandaba allí.
He de decir, que, a partir de ese día, nunca volvió a burlarse de mí. Incluso
consintió que le hiciera ciertas cosas “especiales”, a las que hasta entonces se
había negado.
Sí, Daniela aportó mucho a mi vida, después de todo. Además de ser una
puta complaciente, me permitió adquirir una importante experiencia sobre
cómo debía tratar a las mujeres, lo cual me resultó muy útil en mis relaciones
posteriores.
NEGOCIO Y PLACER
LOS ÁNGELES
Es probable que quien haya leído lo escrito hasta ahora, se pueda haber
formado la errónea idea de que soy un ser malvado y sin escrúpulos. Una
conclusión lógica, en el caso de que os ciñáis a los hechos desnudos. Sin
embargo, si de verdad queréis conocerme, es preciso que tratéis de ver más
allá; que tengáis en cuenta los factores que me rodearon durante estos
primeros años y moldearon mi realidad. La realidad de que no soy más que
una víctima de mí mismo y del ambiente que me tocó vivir. Un padre
alcoholizado y maltratador, una madre lastimosa incapaz de reaccionar a la
violencia ejercida por su brutal marido, y un entorno escolar en el que era
constantemente señalado por indolentes y pusilánimes profesores. A ello se
unía, además, una economía familiar complicada que me empujó a idear
formas poco lícitas de ganar el dinero que precisaba para atender mis
necesidades básicas.
Creo que la gente no es consciente de lo difícil que puede resultar para un
niño la vida en el colegio. Es una despiadada jungla en la que sólo sobrevive
el más fuerte. No hay alternativa, no existe término medio. Debes escoger
entre ser opresor o víctima. Y yo había decidido hacía mucho que nunca sería
una víctima.
Podría decirse que, durante mi adolescencia, mi vida familiar pasó, de ser
algo delicada, a abiertamente tormentosa. Mi madre, a esas alturas, era ya una
piltrafa humana. Me extrañaba que la Policía aún no hubiera intervenido,
pero ella se negaba a denunciar al hijo de puta de mi padre. Por otra parte, a
pesar de que las palizas que recibía eran cada vez más escandalosas, nunca
nadie se entrometió. Si bien es cierto que un par de veces se presentaron en
nuestra casa, la tranquila actitud de él, y la apariencia de normalidad que
adoptaba ella, los engañó con demasiada facilidad.
Por mi parte, como sabéis, había decidido no posicionarme. Por un lado,
me venía bien: estaban tan enfrascados en pelear entre ellos que no tenían
tiempo para prestarme atención, por lo que nunca se entrometieron en mis
asuntos. Por otro, me daba igual cómo terminara todo aquello mientras a mí
no me afectara. Que cada palo aguantara su vela.
Tan sólo me enfrenté con mi padre en una ocasión, que yo recuerde. Ese
día había llegado otra vez borracho a casa, aunque esta vez parecía más
animado de lo normal. Tras apalear, como era su costumbre, al llorón y
penoso despojo humano en que se había convertido mi madre, se dirigió
hacia mí en tono acerado:
—Y tú, ¿qué cojones estás mirando? ¿Acaso crees que no sé lo que eres,
monstruo? —me interpeló sin venir a cuento.
No respondí. Habitualmente, cuando se envalentonaba conmigo, la
indiferencia solía apaciguarlo. Pero esta vez, por alguna razón, fue diferente.
—¡Te estoy hablando a ti! ¡Mírame! —ordenó, mientras me agarraba un
brazo con sus granujientos dedos. Estaba tan cerca que su fétido aliento
alcohólico me llegó en largas y profundas vaharadas, provocándome una
intensa náusea.
Lo miré fijamente. Estaba fuera de sí. Sus ojos reflejaban ira y miedo a la
vez. Segundos después, sin poder aguantar la mirada, me soltó, temblando.
—Escucha —le hablé en voz baja, calmada, mientras mantenía mis ojos
clavados en los suyos— me importa una mierda que te emborraches cada día.
Me ha tocado en suerte un padre borracho cabrón del que me avergüenzo
cada día y he aprendido a soportarlo. Tampoco me ha importado demasiado,
hasta ahora, que pagues tu frustración en mi madre. Si ella consiente, es que
lo tiene merecido. Pero si vuelves a levantarme la voz, o a tocarme, aunque
sea con un solo dedo, te propinaré tal paliza que no volverás a empinar el
codo el resto de tu miserable existencia, ¿te ha quedado claro, borracho hijo
de puta?
No contestó enseguida. Se me quedó mirando, con el miedo y la sorpresa
reflejados en su feo rostro marcado por las huellas del alcoholismo. Después,
dio un paso atrás, y tras contemplarme durante un buen rato, masculló:
—Maldito seas…
Creo que lloraba.
De todas formas, no volvió dirigirme la palabra. Al mismo tiempo, dejó de
pegar a mi madre. Qué fácil. Si lo hubiera sabido antes…
En cuanto a mis asuntos financieros, pronto comprendí que debía pensar a
lo grande, si quería que mi negocio subsistiera, ya que la competencia por
aquel entonces era feroz.
Para empezar, amplié el negocio de la venta de marihuana. Digamos que
establecí sucursales en otros institutos, y diversifiqué el producto. Los porros
estaban bien, y eran un buen anzuelo, pero no permitían obtener las ganancias
que deseaba, así que comencé a invertir en otro tipo de mercancía, como
cocaína, heroína y ácido. Esto ya eran palabras mayores. Resultaban mucho
más difíciles de conseguir que la “maría”, por lo que tuve que comenzar a
moverme por ambientes realmente oscuros y peligrosos, en los que, a decir
verdad, me sentía muy cómodo. Conocí, de esta forma, los peores barrios del
pueblo, donde conseguí hacerme bastante popular, ya que pagaba bien y
nunca hacía preguntas.
Todos estos cambios, por supuesto, no se dieron de la noche a la mañana;
llevó bastante tiempo y dedicación. En poco más de dos años, llegué a
construir un complicado entramado organizativo, con el fin de lograr mayor
eficiencia en la distribución y venta del producto. Desarrollé, con este fin,
una estructura de tipo piramidal. Yo, en la cúspide, sólo era conocido por
cuatro de los miembros de la organización, que a su vez controlaban,
mediante un sistema similar, a otras cuatro personas, y así sucesivamente. De
esta forma, los encargados de “pasar”, nunca sabían quién era yo. Había visto
algo similar en una peli de mafiosos, y me pareció una interesante forma de
coordinarlo todo, asumiendo muy pocos riesgos. Por otra parte, tan sólo yo
contactaba con los proveedores. Nadie más tenía acceso a ellos. Y si alguien
lo intentaba, recibía un desagradable aviso.
Claro está, el incremento de mi volumen de negocio despertó la envidia y
el recelo de los yonkis y camellos de poca monta, que proliferaban por
Alcantarilla. En consecuencia, la Policía fue alertada en repetidas ocasiones
de nuestras actividades, y yo mismo llegué a ser interrogado más de una vez.
Por suerte para mí, la mayoría de los polis son muy torpes y resultan fáciles
de engañar. Basta con poner cara de panoli y contarles una historia
convincente. En las pocas ocasiones que fui sorprendido con pequeñas
cantidades, me limitaba a soltar la lágrima y delatar a alguno de los imbéciles
que integraban mi pequeña organización. De esta forma me deshice de más
de un imbécil, como Rubén.
Por desgracia, también llegó el momento en que me vi obligado a chivarme
de gente valiosa. Le tocó a Sebas, mi mano derecha hasta entonces. Él sí que
constituyó una pérdida sensible. Era inteligente, y, sobre todo, leal. Pero no
había alternativa, los tenía muy cerca, y se hacía necesario entregarles una
presa importante para que me dejaran en paz. Así que, tras reconocer ante la
Policía que consumía porros de manera ocasional —el secreto de las mentiras
es que siempre deben tener alguna base de verdad—, informé que el
responsable de todo era Sebastián, al que fingí tener un miedo terrible.
Incluso les di detalles de lugares donde éste almacenaba pequeñas cantidades
de “coca” y “maría”, con el fin de que mi relato tuviera cierta verosimilitud.
Y así, al día siguiente, el mejor de mi banda fue “trincado” por una pareja de
polis en su propia casa, donde lo acusaron de tráfico de drogas.
Una semana después se le trasladó a un centro de menores tras un rápido
juicio. Ni siquiera pude verlo, a pesar de estar citado el mismo día. En este
tipo de procesos se trata de preservar al máximo el interés del menor, por lo
que nos mantuvieron separados todo el tiempo. Creo que el pobre fue fiel
hasta el final. Lo admitió casi todo.
Por mi parte, fui amonestado duramente poco después, por el mismo juez.
Con aspecto contrito y arrepentido, acepté la arenga del viejo sapo, y prometí
no volver a tocar la droga. No me pasó nada. Pude así continuar con mi
negocio, ahora si cabe, con mayor libertad que antes, ya que la vigilancia de
la Policía fue menos estrecha a partir de entonces.
De esta forma, mi pequeño grupito de colaboradores se fue convirtiendo,
con el paso del tiempo, en una organización de tamaño respetable. Consideré
oportuno darle un nombre que le proporcionara cierta entidad y que fuera
respetado y temido por las demás bandas. Así, surgieron “Los Ángeles”.
Poco original, lo reconozco, pero no pude resistirme a utilizar mi propio
nombre. En cualquier caso, era mi banda. Yo era el líder indiscutible, el
cerebro y los cojones del grupo. No podía llamarse de otro modo.
Debido al creciente éxito de mi organización y al incremento de sus
actividades, cada vez resultaba más necesario disponer de un lugar donde
reunirnos, una especie de “club social”, que nos sirviera de sede. La solución
llegó de una de las últimas incorporaciones: un chico gordito medio atontado,
llamado Germán, que ofreció un local en bajo propiedad de sus padres, al
parecer vacío desde hacía tiempo. Germán era hijo único, fruto de un anodino
matrimonio dedicado al negocio de la mercería. Nunca habían podido
prosperar demasiado, pero aún resistían en su pequeña tienda,
estratégicamente situada en el centro del pueblo. El local ofrecido por
Germán era un pequeño almacén recuerdo de tiempos mejores, vacío desde
hacía más de diez años.
Tras una rápida ojeada, pude comprobar que el lugar era perfecto para
nosotros. De unos ochenta metros cuadrados, estaba ubicado en la periferia
de la ciudad, en una zona muy poco concurrida. De hecho, durante mi visita,
que duró una hora más o menos, apenas nos cruzamos con dos o tres
personas. Además, contaba con una puerta de salida, ubicada en la parte
trasera de la nave, lo que lo hacía aún más atractivo. Una espléndida vía de
escape, en caso de redada.
—El sitio me parece bien —le dije, tras examinarlo todo— quiero que lo
tengas listo para la semana que viene. Compra los muebles que sean
necesarios: por lo menos debe haber una mesa grande, varias sillas y un
colchón. Se te pagará en especie, ¿de acuerdo?
—Sí, claro, no hay problema —contestó Germán, con mansedumbre…
¡Qué lejos estaba de imaginar que ese muchacho obeso y con pinta de
retrasado iba a ser el responsable de mi primer tropiezo importante con la
justicia!
Por supuesto, Daniela seguía conmigo. Nos veíamos todas las tardes, ahora
con más tranquilidad, en el nuevo “club”. Follábamos, y luego ella se
quedaba colgada, fumando heroína. A veces lloraba, sobre todo cuando me
veía obligado a corregirla: si llegaba tarde, o me irritaba con sus quejas en
público, la disciplinaba sin miramientos. Para mí implicaban una falta de
respeto, que no podía tolerar. La pobre idiota hizo alguna vez el amago de
dejarme, aunque rápidamente la hacía cambiar de opinión. Sabía ser muy
convincente, cuando era necesario.
—¿Por qué no me dejas ir? Podrías tener a cualquier otra, si quisieras —me
dijo en una ocasión.
—Es cierto. Pero no quiero a cualquier otra: te quiero a ti. Eres mía hasta
que yo lo decida, ¿aún no te has dado cuenta, estúpida?
—Eres un monstruo. No sé cómo llegué a quererte alguna vez.
—Porque soy lo único que tienes. Y, además, sólo yo puedo darte lo que
necesitas —repliqué sonriendo.
Tras esto, solía guardar silencio. No tenía salida. A esas alturas estaba ya
enganchada al caballo. Por otra parte, si intentaba abandonarme, le haría
daño. Y lo sabía.
Por eso, me sorprendió sobremanera cuando una tarde faltó a su cita
acostumbrada. Precisamente andaba yo muy cachondo ese día, por lo que
estuve aguardándola con impaciencia más de una hora. Por último, contra mi
costumbre, la llamé al móvil: apagado o fuera de cobertura… Me enfurecí,
como es lógico. La muy puta, al parecer, se había atrevido a desafiarme.
Decidí que aquello le iba a costar muy caro.
—Vamos —le espeté a Germán, que había asomado por allí buscando algo
de material.
—¿A dónde? —preguntó asustado. Imagino que mi rostro reflejaba en ese
momento la furia que sentía. Cuando pierdo los nervios, puedo ser bastante
violento.
—A por esa puerca hija de puta. Necesita aprender todavía una lección.
—¿Le vas a pegar otra vez?
—¿Y a ti qué coño te importa, subnormal? —le increpé, exasperado.
—Lo siento, tío. Es que creo que a veces te pasas con ella…
—Hablaremos de esto más tarde —le dije en tono amenazador— con
tranquilidad, tú y yo, solos. Ahora vámonos. Ya.
Fuimos a su casa directamente, el primer lugar que se me ocurrió. A sólo
una manzana de allí, vimos una ambulancia con la sirena a plena potencia,
que se dirigía en la misma dirección. Parecía bastante urgente.
—Algún palurdo al que le habrá subido la tensión —comentó el gordo, en
tono jocoso.
—Calla gordinflón, van directos a casa de Daniela.
Salimos disparados hacia allí. Cuando entramos en su calle, me frené en
seco. Aquello era un puto caos. Dos coches de policía, una mujer que parecía
una mesa de camilla con piernas, caminando en círculos y arrancándose los
cabellos de pura desesperación, otro coche que parecía de la tele…, y la
ambulancia que acababa de llegar.
—Qué cojones…
—Aquí ha pasado algo muy malo, Ángel. Tío, vámonos.
—Vete tú, capullo. Quiero saber qué demonios ha ocurrido —le espeté,
desabrido.
—Me quedo contigo entonces…
—Vale, pero cierra el pico.
Enseguida me di cuenta de que la conmoción provenía de la casa de
Daniela. No había posibilidad de error, ya que vivía sola, con su madre viuda
—que resultó ser la gorda con crisis de ansiedad—, en una mísera vivienda
en planta baja. De allí era de dónde salía y entraba gente sin cesar, sobre todo
policías y enfermeros o médicos.
—Germán, a ti no te conocen. Acércate y pregunta a alguien —le ordené.
—¿A quién? —balbuceó temeroso.
—A cualquiera menos a la poli o a su madre. Allí veo un grupo de vecinos.
Puedes decir que eres su compañero en el instituto.
—De acuerdo —aceptó por último con displicencia.
Lo observé ir, con cierto sentimiento de repulsión. Menudo inútil. Sin
poder evitarlo, eché de menos a Sebas.
Titubeante, sudando de puro miedo, se acercó a un grupo de viejas que en
ese momento parecían discutir entre sí, muy próximas a la casa de Daniela.
Sus rostros permanecían tensos y hablaban en voz bastante alta, gesticulando
ostensiblemente. A pesar de ello, no prestaban atención alguna a la madre de
Daniela, que en ese momento estaba siendo atendida por una ambulancia del
SAMUR. Desde mi escondrijo, vi como Germán se dirigía a una señora
vestida con una ajada bata de color azul, que escuchaba con atención lo que
decía otra de las brujas, que parecía llevar la voz cantante. Tras intercambiar
un par de frases con ella, Germán regresó apresuradamente hacia el lugar
donde yo lo aguardaba con impaciencia. Parecía en estado de shock. Su
porcino rostro estaba pálido, transfigurado por el horror.
—¿Qué demonios ha ocurrido? —le increpé, nada más llegar a mi altura.
—Lo peor. Han encontrado a Daniela muerta por sobredosis. No me han
querido decir más.
—Mierda —mascullé, impresionado a mi pesar.
Debí haberlo imaginado. Había notado que me estaba faltando heroína los
últimos días, aunque no le había prestado demasiada atención, ya que eran
cantidades muy pequeñas. Ahora sabía a dónde había ido parar. ¿Se la habría
inyectado? Parecía lo más probable… Ella la consumía inhalada o fumada,
pero así era muy difícil matarse. Intenté recordar en qué momento comencé a
percatarme de las sustracciones. Unas dos semanas antes por lo menos,
aunque podrían ser más. De todas formas, con setenta u ochenta miligramos
por vía intravenosa, resultaría más que suficiente para suicidarse, si era esa su
intención. Sólo hubiera precisado reunir dos o tres dosis.
La macabra noticia, me planteaba ahora un dilema. No tenía nada claro qué
podía saber su madre o el resto de su entorno de nuestras actividades. Si
llegaban a averiguar de dónde había conseguido la droga, la Policía se
interesaría de nuevo por mí. Incluso podía terminar con mis huesos en un
centro para menores. Y todo por culpa de esa estúpida yonki. Joder.
Miré a Germán. Ya no estaba pálido. Su rostro era ahora mortalmente
blanco. Parecía a punto de vomitar.
—Vámonos de aquí. Tengo que pensar.
El gordo era mi otro gran problema. ¿Podía confiar en él? Resultaba
evidente que no. Germán era el elemento más débil de mi organización.
Cantaría como un pajarito, el muy cabrón.
Mierda.
Me lo llevé a rastras hasta el club, rezando para que no hubiera nadie. De
nuevo, la suerte me acompañó.
—Creo que se ha suicidado, Ángel. Tiene que haber sido eso. Estaba muy
tocada desde vuestra última discusión, acuérdate —balbucía el muy estúpido.
Cantaría, cada vez lo tenía más claro.
—Tranquilízate, hombre. Aún no sabemos nada… ¡Maldita sea! Pobre
Daniela. Tenemos que averiguar enseguida lo que le ha ocurrido. Quizá
podamos ayudar en algo —le dije para tratar de calmarlo.
En la cocina —el lugar donde preparábamos los pedidos— almacenaba
algunas reservas de heroína, aún. El gordo sólo fumaba porros, así que su
tolerancia no debía ser mucha. Pesaría, sin embargo, cerca de los ochenta
kilogramos. Calculé que con unos quinientos miligramos de caballo sería más
que suficiente.
—Tómate esto. Y deja de llorar, joder. Ya verás como todo se arregla —le
dije en tono tranquilizador, mientras ponía entre sus manos una taza de
infusión.
—Gracias, Ángel, tío —contestó agradecido, tomando tímidos sorbos de la
bebida.
Mientras, yo lo observaba de reojo. Aunque con evidente desagrado, se
bebió hasta la última gota, sin duda por temor a ofenderme.
—¿Qué era? ¿Tila? Sabía un poco raro —comentó después.
—He puesto algo que ayude a serenarte. Debemos estar tranquilos para
poder pensar bien las cosas. Cuento contigo, ya lo sabes.
—Ah, ¿sí? —replicó. Tenía ya los ojos algo vidriosos—. Qué curioso,
tengo sueño.
—Es normal —le expliqué sonriendo— se debe a la heroína.
—¿Heroína…? ¿Qué heroína? —apenas susurró, disártrico y somnoliento.
Sus labios, de color azul, temblaban ligeramente.
No contesté. Dejé pasar el tiempo. Sentado, Germán trataba de mantener
los ojos abiertos, mirándome a través de unas pupilas que se habían
convertido en pequeños puntitos, apenas visibles. Por un momento, temí que
vomitara. Eso me hubiera obligado a inyectarle la heroína, pero no fue
necesario. Pocos minutos después, se durmió para siempre. No sufrió en
absoluto.
Pasé un paño por los lugares que recordaba haber tocado y revisé la
estancia a conciencia, recogiendo todos mis objetos personales. Cuando
consideré que no quedaba nada que me relacionara con el local, salí con
tranquilidad por la puerta de atrás. Germán había ingerido voluntariamente
un vaso cargado de heroína en su propio local, donde almacenaba una
cantidad apreciable de drogas. La hipótesis lógica sería la de suicidio o
sobredosis accidental. Esperaba que la poli se tragara el anzuelo.
El resto de la tarde lo dediqué a comunicar a la banda que nuestras
actividades quedaban suspendidas hasta nueva orden. Guardé el dinero en
lugar seguro, y me deshice de distintos utensilios que pudieran resultar
comprometedores. Aun así, no estaba tranquilo. Demasiados cabos sueltos.
El cuerpo sin vida de Germán fue encontrado el día siguiente. La noticia de
su muerte por sobredosis de heroína, copó las portadas de los diarios
nacionales y los telediarios. Al descubrirse su cuerpo pocas horas después de
lo de Daniela, se intentó buscar alguna conexión entre ambos. Según los
periodistas, la investigación aún estaba bajo secreto de sumario, pero se
barajaban varias hipótesis. Incluso se llegó a sugerir el ajuste de cuentas entre
bandas rivales. Eso me asustó. Al parecer, la Policía no era tan tonta como
suponía. Para empeorarlo aún más, los padres de ambos se habían aliado y
clamaban justicia ante las cámaras de televisión, amparados por una multitud
de vecinos.
Yo, mientras, permanecía en casa, aquejado de falsa gastroenteritis. Tenía
que quitarme de en medio durante una temporada. Esperar que todo
terminara, antes de reanudar mis actividades. Una semana después, el asunto
pareció enfriarse. Sencillamente, los medios de comunicación dejaron de
hablar del tema. Había otras noticias que reclamaban la atención del público:
secuestros, violaciones, los asesinatos del Ejército Islámico… Germán y
Daniela, tras haber tenido su momento de gloria, fueron, al parecer, olvidados
por todos.
Más tranquilo, decidí sanar de mi fingida enfermedad y volver al negocio.
Había que empezar desde cero, puesto que no contaba ya con la sede y se
había perdido todo el material almacenado, ahora en poder de la Policía. Así
que me puse manos a la obra, y comencé la ardua tarea de reunir de nuevo a
mi banda. Con este propósito, hice varias llamadas, y visité a algunos de mis
antiguos contactos y proveedores. Casi todos estaban ansiosos por volver a
trabajar conmigo. Hubo alguno, sin embargo, que se mostró receloso. Tras lo
ocurrido, temían verse involucrados en mis actividades, por lo que, de
momento, optaron por rehusar. Decidí que más adelante, cuando todo
volviera a la normalidad, me ocuparía de ellos. En otras palabras, les tomé la
matrícula.
En poco más de un mes, mi negocio volvía a florecer. Había conseguido
reconstruir mi estructura en tiempo récord. Era feliz de nuevo: Germán y
Daniela estaban ya enterrados en lo más profundo de mi conciencia.
Sin embargo, los dos malditos no tenían la intención de desaparecer tan
fácilmente de mi vida…
Regresaron, y esta vez, casi me destruyen.
UNA TRAICIÓN
ENCERRADO
LA PINADA
EL JUICIO
L
— a semana que viene se celebrará tu juicio —me comunicó José María,
en su tono neutro de siempre.
Habían transcurrido casi dos meses desde mi internamiento, cuando me
visitó al fin el abogado. Tras recibir un aviso por megafonía, me planté en el
despacho del director, he de reconocer que algo preocupado. Mientras
aguardaba fuera, sentado en un banco, tratando de adivinar qué tripa se le
habría roto al maldito buitre, pude distinguir la voz de José María en su
interior, lo que me tranquilizó un tanto. Ya era hora de que diera señales de
vida.
Unos minutos después, la aguda voz de Morenés me invitaba a entrar en la
claustrofóbica estancia. Estaba tal y como la recordaba. Las ventanas,
semicerradas, creaban un ambiente tétrico que proyectaba cierta sensación de
clandestinidad. La mesa, como siempre, se veía repleta de carpetas y
documentos en completo desorden, que se apilaban como edificios a punto de
ser derribados. No pude evitar un mohín de desagrado. El director, tras
dirigirme una socarrona mirada de desprecio, nos indicó una salita adyacente.
—Utilizad este despacho. Aquí podréis hablar con total privacidad —nos
aseguró, mientras abría la puerta con una de las llaves que colgaban de su
enorme y pesado llavero.
Lo miré de soslayo. Estaba seguro de que el maldito no se iba a perder ni
una palabra.
Una vez estuvimos solos, José María fue directamente al grano. La noticia
no me cogió desprevenido, ya que la esperaba hacía tiempo. Los dos meses
que llevaba internado se me habían hecho eternos.
—¿Qué posibilidades tenemos?
—Estoy haciendo lo que puedo. De hecho, he conseguido que se retirara la
acusación más grave que tenían contra ti: querían inculparte por lo del crío
que se halló muerto por sobre ingesta de heroína. Alegaban ajuste de cuentas,
pero apenas tenían pruebas circunstanciales al respecto. Así que sólo se te
juzgará por tráfico de drogas. De todas formas, no quiero engañarte: las
perspectivas no son muy halagüeñas. Han reunido testimonios de otros
chavales que dicen conocerte, y te acusan de dirigir una especie de entramado
que distribuía droga por varios institutos.
—Eso es mentira —le interrumpí.
—Ellos no me preocupan demasiado, en realidad —continuó, indiferente—
estoy bastante seguro de poder desmontar sus declaraciones durante la vista
oral. Pero también está tu padre. Es el principal testigo de la Policía. Al
parecer estaba al tanto de todos tus negocios; durante su declaración en
comisaría dio abundantes detalles. Además, han encontrado en tu casa
heroína y marihuana en cantidad suficiente como para condenarte por tráfico.
—No puede ser. La arrojé toda al wáter—exclamé extrañado.
—Pues al parecer había más. O te descuidaste, o alguien se ocupó de que te
descuidaras — insinuó.
Hijo de puta. Mi padre. Imaginé que me habría estado distrayendo
pequeñas cantidades durante mucho tiempo, meses quizá, hasta atesorar lo
suficiente como para que pudieran condenarme por ello. Y luego, había dado
el chivatazo. Joder, papá…
—Da igual. Es un borracho conocido en el pueblo. Y maltrata a mi madre
desde que tengo uso de razón...
—Lo sé. Trataré de utilizarlo en su contra. Intentaré sembrar la duda
razonable sobre quién es el auténtico propietario de la droga. También
aportaré tu parte de lesiones. Alegaré irregularidades durante la detención...
En fin, haré lo que pueda, Ángel, pero no quiero que te hagas falsas ilusiones.
Es muy posible que vuelvas aquí después del juicio.
—Maldita sea, José María. No sé si podré resistir más tiempo en esta
cloaca. El director es un sádico cabrón. Y las continuas sesiones de terapia
grupal me están enloqueciendo.
—Siempre has sido un chaval con muchos recursos. Tendrás que
sobreponerte —dijo, comenzando a levantarse.
—¿Te vas ya? ¿Volveremos a vernos antes del juicio?
—Vendré unas horas antes para prepararte un poco. Es probable que, tanto
el juez como el fiscal, te interroguen. Nuestra estrategia será, básicamente,
negarlo todo —dijo por último, abandonando el despacho.
La semana que siguió a esta entrevista, transcurrió sin pena ni gloria. Volví
a la rutina, como si nada. Por las mañanas, las clases, a las que apenas
prestaba atención y por las tardes, deporte y las tediosas terapias de grupo.
Comenzaba ya a impacientarme de veras. Nada me distraía y había llegado
al punto de pasar parte del tiempo contando las horas, obsesionado. A pesar
del pesimismo y las repetidas advertencias de mi abogado, me había forjado
la esperanza de salir victorioso de todo aquello, y volver a recuperar mi vida.
Hasta ahora, de una u otra forma, había sido capaz de salvar, gracias a mi
astucia y determinación, las adversidades que se me habían cruzado en el
camino, y secretamente esperaba volver a conseguirlo. Imagino que mi mente
aún no podía concebir por aquella época que no pudiera salir airoso, una vez
más, de una situación comprometida.
Finalmente, llegó el día señalado para la vista oral. Tal y como había
prometido, José María apareció por el centro unas horas antes: permanecimos
reunidos en el mismo despacho de la ocasión anterior, a fin de preparar mi
declaración. Me interrogó una y otra vez, adoptando la posición de acusador,
repitiéndome hasta la saciedad aquellas preguntas que él estimaba más
comprometedoras. Cuando vacilaba, o respondía algo que no le gustaba, me
corregía paciente. La idea era que siempre tuviera preparada una respuesta
adecuada para todo, que no me pillara los dedos en ningún momento. En dos
o tres asuntos espinosos, mi abogado me recomendó que declarara no
recordar nada.
—Respondas lo que respondas, podrías salir perjudicado, en el caso de que
te pregunten esto —argüía.
Por último, el director nos anunció con evidente satisfacción, que habían
llegado los polis que debían conducirme al juzgado.
—Es la hora —me informó José María, levantándose. Me tendió la mano—
debes procurar mantener siempre la calma, y ceñirte a las respuestas
ensayadas. Si dudas en cualquier cosa, es preferible que alegues ignorancia.
—De acuerdo. Vámonos —repuse tranquilo.
Fuera, en el patio, me esperaba un vehículo de la Policía Nacional con las
lunas traseras tintadas. Los dos polis, de pie junto al coche, contemplaban con
aire despectivo la pequeña pero solemne comitiva que me acompañaba,
formada por un par de monitores y encabezada por el coordinador y mi
abogado.
El más joven de ellos, un gigantón rubio y pecoso, dio un paso en nuestra
dirección, y tras extraer ceremoniosamente unos brillantes grilletes de la
funda trasera de su cinturón, me espetó en tono agrio:
—Coloca las manos atrás.
—¿Esto es necesario? —Preguntó José María, que había llegado detrás de
mí —. Soy su abogado.
—Por supuesto que lo es —replicó éste, sin inmutarse.
Lo tranquilicé con un gesto. Por primera vez en mi vida fui esposado, tras
lo cual se me introdujo en el asiento trasero del coche patrulla, equipado con
su correspondiente mampara protectora. Sin decir palabra, los polis ocuparon
sus respectivos asientos, delante, e iniciamos la marcha.
El Juzgado de Menores de Murcia se encuentra en la Ciudad de la Justicia,
un gigantesco y moderno edificio situado en Ronda Sur, en una zona próxima
a la Fica, el recinto donde todos los años se celebra la Feria de Murcia y que
yo conocía muy bien. No pude evitar una mirada de nostalgia al lugar donde
había pasado algunos momentos felices durante mi infancia, cuando el
vehículo policial pasó a escasos metros, en dirección a nuestro destino.
Nada más descender del coche alcé la vista, impresionado a mi pesar,
mientras contemplaba el enorme edificio completamente acristalado que se
erigía amenazador ante mí. Al atravesar la entrada, imaginé ilusionado que
quizá, pocas horas después, saldría por esa misma puerta, ya como un hombre
libre.
Tras los controles de rigor entré, acompañado por los dos silenciosos
agentes, en un amplio ascensor que nos condujo a la tercera planta, donde se
encuentran ubicados los Juzgados de Menores. Acto seguido me indicaron la
puerta de un despacho próximo al número 1, que era el competente para
juzgar mi caso. Los menores no esperábamos, como el resto de gente, en el
pasillo a ser llamados. Para proteger nuestra intimidad, se nos introducía en
una pequeña habitación, desde donde penetraríamos a la sala de vistas, en el
momento exacto en que fuera a comenzar el juicio.
Tras retirarme las esposas, me dejé caer en una silla, con un suspiro. Había
podido ver de refilón, a mis padres y a mi abogado. Las únicas personas que
me conocían realmente, de entre toda esa turba. No estaba nervioso, sino
impaciente. Quería terminar con todo aquello enseguida, y regresar a mi casa.
Un hombrecillo, pálido y delgado, abrió la puerta que comunicaba con la
sala.
—Es el momento. ¿Llevas el DNI? —me preguntó.
—Sí.
Tras comprobar los datos, así como la fotografía algo desfasada que aún
figuraba en el documento, me hizo pasar señalándome con gesto lánguido un
asiento vacío que había en el centro de la sala, frente a un micrófono.
Aproveché para contemplar con curiosidad el lugar donde me encontraba. Se
trataba de una estancia bastante amplia, presidida en su parte central por una
larga mesa en la que se encontraba ya el juez de mi causa, acompañado por
otro individuo, probablemente un secretario. Los observé con detenimiento.
El juez, distinguible por su característica toga negra, aparentaba unos
cuarenta y cinco años. Su rostro era ancho y enérgico y en él resaltaban dos
ojos pequeños y negros como siniestras ranuras, que en ese momento me
escrutaban con insistencia. Desvié la mirada hacia su izquierda, sin reparar
demasiado en el secretario judicial, que en ese momento parecía leerle algún
documento en voz baja, y me fijé en una señora joven, alta y rubia, que se
dedicaba a repasar con atención algún tipo de informe. Ni siquiera levantó la
mirada, cuando hice mi entrada en la sala. Frente a ella se sentaba José María,
que aparentaba una gran tranquilidad y seguridad en sí mismo, lo que me
hizo sentir reconfortado. Estaba en buenas manos.
En ese momento, se abrió la puerta y penetraron en la estancia mi madre y
uno de los educadores, un tipo enorme y calvo, al que recordaba haber visto
tan sólo en un par de ocasiones.
Mi madre se sentó justo detrás de mí. Observé su rostro con aprensión.
Parecía haber envejecido diez años de golpe. El cabello, encanecido por falta
de tinte, le caía con desaliño sobre el rostro surcado de arrugas, que reflejaba
una mezcla de pena y angustia. También me pareció percibir un intenso
miedo en sus llorosos ojos grises. Se había abandonado totalmente.
—¡Cariño! —Me dijo, en un hilo de voz, medio estrangulada por la
emoción— ¡Hijo mío! ¿Estás bien?
—Sí, mamá. No te preocupes —contesté, fingiendo enternecerme— ¿Y
papá? Me ha parecido verlo antes —pregunté en tono mordaz.
Se quedó callada, y bajó la vista. Cuando empezó a murmurar una
explicación, oí al juez carraspear.
—Da comienzo el juicio contra Ángel Salazar Ugarte, menor de edad. El
secretario dará lectura a los escritos de la acusación y de la defensa, a fin de
que el acusado conozca los motivos que le han llevado a juicio.
Siguió, por consiguiente, la lectura por parte del secretario judicial, que,
con voz monocorde y aburrida, relató en tono aséptico los principales hechos
de los que se me acusaba. Una vez finalizada ésta, volvió a intervenir el juez.
—Señor Salazar Ugarte, póngase de pie. Tiene usted derecho a guardar
silencio, si así lo desea. ¿Quiere declarar?
—Sí, señoría.
—Bien, el Ministerio Fiscal tiene la palabra.
Por primera vez, pude oír la voz de la mujer cuyo principal objetivo esa
mañana consistía en lograr mi condena. Tras lanzarme una fría mirada,
comenzó el interrogatorio.
—Señor Salazar, ¿recuerda dónde se encontraba el dieciocho de febrero de
2013 entre las cinco y las siete de la tarde?
—No. Imagino que jugando con mis amigos —respondí con aplomo.
—¿Podría decirme el nombre de alguno de ellos?
—En este momento no los recuerdo.
—¿Conoce usted, o ha conocido a Germán López Carrillo? —continuó en
tono frío.
—Me suena su nombre por haber sido mencionado en los telediarios. Sé
que fue encontrado muerto en un polígono, pero nada más.
—¿Es usted, o ha sido alguna vez, miembro de un grupo juvenil conocido
como Los Ángeles?
—No.
Tal y como me había recomendado mi abogado, me limitaba a contestar lo
más escuetamente posible, con el fin de evitar errores. Me sentía cómodo y
tranquilo. Eran las mismas preguntas que habíamos ensayado pocas horas
antes.
—¿Ha almacenado en alguna ocasión sustancias estupefacientes, es decir,
droga, o negociado con ellas?
—Nunca.
—De acuerdo, no hay más preguntas, señoría.
—Su turno, señor letrado —se dirigió ahora el juez a José María.
—No haré preguntas, señoría.
—Puede sentarse, señor Salazar. Que llamen al primer testigo.
—Cito a declarar a José Carlos Pérez Almagro —anunció la fiscal.
Me giré para ver entrar a mi antiguo socio. Nada más verme, bajó la vista,
avergonzado. Siguió caminando hasta colocarse frente al micrófono, a
escasos dos metros de mí.
—¿Jura o promete decir la verdad, y nada más que la verdad? —preguntó
el juez.
—Lo juro.
—Señora fiscal, tiene usted la palabra.
José Carlos, bajo la hábil batuta de la astuta mujer, describió ante el juez
con pelos y señales todas y cada una de las actividades desarrolladas bajo mis
órdenes. La parte más delicada llegó sin embargo cuando mencionó a
Germán, reconociéndolo como uno de los integrantes de la banda. Cuando la
fiscal comenzó a sugerir algún tipo de implicación por mi parte en su muerte,
intervino José María, oportunamente.
—Protesto, señoría. Recuerdo al Ministerio Fiscal que lo que aquí se juzga
es la presunta implicación de mi defendido en una trama destinada a la
distribución de estupefacientes, pero no el homicidio, tal y como quedó
acordado en la vista previa y en el escrito de acusación.
—Se acepta.
—No haré más preguntas —anunció la fiscal, entonces.
—La defensa tiene la palabra.
—Con la venia, señoría. Señor Pérez, acaba usted de afirmar que el señor
Salazar dirigía una complicada organización, en la cual su papel fue el de
simple colaborador ocasional.
—Así es.
—¿Qué edad tiene usted?
—Dieciséis años.
—¿Nos podría indicar su estatura?
—Mido un metro y ochenta centímetros.
—Es decir, que es usted un año mayor que el acusado, y además le saca
unos cinco centímetros, casi un palmo. ¿Cómo explica entonces que el señor
Salazar actuara como su jefe, digamos su líder, siendo usted, mayor y más
fuerte?
—Él es mucho más listo. Sabe siempre lo que hay que hacer, y cómo
hacerlo. Además, fue él quien se encargó de organizar toda la banda, y
proporcionaba la droga —respondió José Carlos, con voz entrecortada.
—Señoría, quisiera fijar su atención en el documento número uno, que es
un test psicotécnico realizado por mi defendido en el centro de internamiento
de menores La Pinada, y donde se puede verificar que posee un cociente
intelectual de noventa y nueve, justo por debajo de la media.
—Se acepta la prueba.
—Señor Pérez, al parecer, la Policía encontró una determinada cantidad de
heroína y cannabis en su domicilio —continuó José María, implacable— ¿Es
eso cierto?
—La almacenaba allí por indicación de Ángel. Él me la dio cuando
tuvimos que abandonar nuestro refugio, tras la muerte de Germán.
—No hay más preguntas, señoría.
—Puede usted retirarse, o permanecer en la sala —indicó el juez a mi ex
socio. Éste, sin embargo, salió con paso rápido, sin decir palabra. Parecía una
huida en toda regla. Me prometí que algún día arreglaríamos cuentas.
—Que pase el siguiente testigo, Antonio Salazar Navarro —ordenó ahora
el juez.
Recibí el anuncio con frialdad. Mi abogado ya me había puesto sobre aviso,
durante la preparación del juicio. Miré hacia atrás, para comprobar cómo mi
padre entraba en la sala, con paso firme. Parecía completamente sereno, el
muy cabrón. Pasó a mi lado sin mirarme, situándose frente al micrófono
como había hecho poco antes José Carlos.
—¿Jura o promete decir la verdad y nada más que la verdad? —volvió a
preguntar el juez.
—Juro.
Me pareció notar en su voz, un deje de satisfacción. Se estaba relamiendo
de gusto, el hijo de puta.
—El Ministerio Fiscal tiene la palabra.
—Con la venia, señoría. Señor Salazar, ¿es usted el padre del acusado,
Ángel Salazar Ugarte?
—Sí.
—¿Cómo definiría a su hijo?
—Es un psicópata. Desde niño. Mi mujer y yo tuvimos otro hijo hace doce
años, que desafortunadamente murió mientras dormía. El médico dictaminó
síndrome de muerte súbita del lactante. Yo siempre sospeché que fue él quien
lo asesinó a sangre fría —declaró en tono firme, ante el desconcierto general.
Se produjo un silencio sepulcral, ya que nadie esperaba aquello. Noté como
todos los presentes clavaban en mí una mirada de horror y estupefacción.
Creo que hasta mi abogado se sorprendió. Yo, por mi parte, recibí la
afirmación de mi padre con relativa tranquilidad: siempre había sabido que el
viejo sospechaba algo.
—¡Protesto! —exclamó en ese momento, mi abogado saliendo de su
estupor—. El testigo está realizando acusaciones gravísimas además de
inverosímiles, con la intención de crear una imagen de mi defendido que no
se ajusta a la realidad. Solicito que se retire esa parte de la declaración del
acta.
—Se acepta —contestó el juez, que parecía también desconcertado.
—Señor Salazar, centrémonos en las acusaciones que existen contra su
hijo. ¿Tiene usted algún tipo de evidencia de que Ángel se haya dedicado en
los últimos años a comerciar con droga? —preguntó la fiscal.
—Mi hijo era el cabecilla de una banda organizada, llamada Los Ángeles,
que distribuía drogas por todos los institutos del pueblo.
—¿Tiene pruebas de ello?
—Entregué a la Policía cantidades considerables de droga, así como
fotografías realizadas con mi teléfono móvil del contenido de una especie de
agenda donde anotaba todas las transacciones y que él destruyó el día de su
detención.
—Señoría, quisiera llamar su atención sobre los documentos 2, 3, y 4,
donde figuran las fotografías indicadas, así como los informes de la Policía
sobre la droga incautada en el domicilio del acusado. Asimismo, el
documento 5 es el informe pericial de un calígrafo, que afirma que la letra del
contenido de la citada agenda corresponde al acusado. Por último, la prueba 1
es un revólver no inscrito, que la Policía halló durante el registro domiciliario
en la habitación del acusado, y en el que figuran únicamente sus huellas
digitales.
Había olvidado completamente el revólver que conseguí de aquel camello,
hacía unos años. Maldita sea, había sido un completo estúpido. Por la cara de
sorpresa de mi abogado, éste tampoco tenía ni idea de que la Policía se había
hecho con el arma.
—¡Protesto, señoría! Es la primera vez que se aporta esta prueba. La
defensa no tenía conocimiento de ella hasta el día de hoy –señaló.
—Se rechaza la protesta. Se aceptan todas las pruebas —anunció el juez
con frialdad.
—No hay más preguntas, señoría —informó con evidente satisfacción la
fiscal, que cada vez me caía peor.
—Es el turno de la defensa.
—Con la venia, señoría. Señor Salazar, ¿es usted consumidor habitual de
alcohol? Le recuerdo que aún sigue bajo juramento.
—Se podría decir que a veces me paso con la bebida —reconoció mi padre,
apesadumbrado.
—¿Ha agredido en alguna ocasión a su esposa durante esos momentos en
los que, digamos, se había “pasado” con la bebida, como usted dice?
—¡Protesto! —interrumpió la fiscal—. No se está juzgando al testigo en
este juicio.
—Señoría, mis preguntas tienen la intención de aclarar ciertos aspectos
sobre la personalidad del testigo que podrían poner en tela de juicio su
declaración —aclaró mi abogado.
—No se acepta —dictaminó el juez— conteste a la pregunta.
Contemplé con odio y repulsión la lamentable figura que en ese momento
se debatía en el centro de la sala. Parecía sentirse entre avergonzado y
temeroso. Tras unos segundos de vacilación, comenzó a balbucear.
—Es cierto. He pegado a mi mujer en varias ocasiones... Desde la muerte
de mi hijo, nunca volví a ser el mismo. Comencé a emborracharme… No
sabía lo que hacía…
Y acto seguido, el muy cabrón prorrumpió en sollozos.
—No hay más preguntas —intervino mi abogado.
—¡Desde que ese demonio salió de nuestras vidas, no he vuelto a tocar una
botella! —Exclamó ahora, señalándome con el dedo— ¡Estoy acudiendo a un
grupo de autoayuda para dejarlo!
—He dicho que no hay más preguntas —repitió irritado José María.
—El testigo puede abandonar la sala o quedarse, como prefiera —ordenó el
juez—. Finaliza aquí la parte testifical. Señora fiscal, para informes.
Comenzaron así los alegatos del fiscal y de la defensa. La fiscal solicitó
una condena, basándose en las pruebas aportadas, de tres años en un centro
de internamiento de menores. Por su parte, mi abogado, como era lógico,
solicitó mi libre absolución.
—Señor acusado, póngase en pie. Tiene usted derecho a la última palabra,
¿quiere añadir algo? —ordenó el juez.
—Soy inocente, señoría. Mi padre me odia desde que me enfrenté a él para
evitar que continuara maltratando a mi madre. Él ha organizado todo esto
contra mí. Soy víctima de una conspiración —declaré adoptando la pose más
contrita y sumisa que pude adoptar.
—Bien, por la autoridad que me otorga la Constitución y de acuerdo con
las disposiciones legales voy a emitir la sentencia en forma oral en este
momento. Así, declaro a Ángel Salazar Ugarte responsable de un delito
contra la salud pública y otro por organizar, coordinar y dirigir un grupo
criminal, y le impongo la medida de internamiento en régimen cerrado en el
Centro para Menores de La Pinada durante los próximos dos años. De todos
modos, se le entregará por escrito esta sentencia y le informo que puede usted
recurrirla. Se levanta la sesión.
CONDENADO
MAÑANA
UNA MUERTE
Sin conciencia
“¿Que si me importan los demás? Esa es una pregunta difícil. Sí, supongo
que sí… pero no dejo que mis sentimientos salgan a la superficie… Quiero
decir, soy tan cálido y cariñoso como cualquiera, pero admitámoslo, todo el
mundo trata de joderte… Tienes que mirar por ti mismo, aparcar tus
sentimientos. Digamos que necesitas algo o… alguien se mete contigo…
quizá te intenta timar… te encargas del asunto… haces lo que tienes que
hacer… ¿Me siento mal si tengo que herir a alguien? Sí, a veces. Pero la
mayor parte de las veces es [risas]… ¿Cómo te sentiste la última vez que
aplastaste una chinche?”
Un psicópata
RECORTES
La Opinión de Murcia, 24 de julio de 201…
[…] El cuerpo sin vida de A.G.S, mujer de treinta y cinco años de edad,
apareció en su domicilio de Espinardo (Murcia), la mañana del domingo 23
de julio con signos de estrangulamiento. Aunque de momento no se ha
interrogado a ningún sospechoso, la Policía investiga la descripción
facilitada por los vecinos sobre una persona que solía visitar a la víctima,
barajándose la posibilidad de un crimen pasional. El presunto homicida
podría ser un hombre alto de unos 40 años de edad y complexión robusta, en
cuya compañía se había visto a la víctima durante los últimos meses.
Precisamente un vecino, que ha preferido mantener el anonimato, ha
descrito una fuerte discusión que podría haberse producido la tarde antes.
La Policía, sin embargo, se ha negado a hacer declaraciones a este medio,
alegando el secreto de sumario…
El hombre alto relee el último párrafo con gesto preocupado. Esta vez
parece que el peligro ha pasado de largo, aunque el asunto llegó a ponerse
muy feo. Sostiene el periódico con una mano, mientras que, con la otra, abre
su teléfono móvil. Tres llamadas perdidas ya, y sabe que pronto habrán más.
Cada vez tiene más claro que cometió un grave error aquella tarde, al
eliminar a esa maldita mujer. Reconoce que sus impulsos le han jugado de
nuevo una mala pasada. Afortunadamente, no le sucede muy a menudo, pero
cuando ocurre, las consecuencias suelen ser catastróficas. Como ahora.
Aún no sabe cómo va a resolver este lío, mas tiene que pensar en algo y
pronto. Si no, esa gente podría ponerse nerviosa y causarle problemas.
Camina despacio, rascándose la cabeza de cuando en cuando. Todavía
sufre accesos de picor, por lo que se aplica una crema con corticoide que le
alivia bastante. Y cuando está nervioso o preocupado, como le sucede ahora
mismo, su mal se recrudece.
Otro problema es ese chico. Antes o después, tendrá que liquidarlo
también, eso es algo que tiene muy claro. Pero ahora no. Podría ser peligroso.
Aunque la Policía no le preocupa demasiado —ese inspector parece sacado
de un cómic de Ibáñez— el chico sí. Es listo. Y el instinto le dice que le
causará problemas. Así que abre su Smartphone, cuya dirección IP está
enmascarada mediante un proxy de software. Desde uno de sus correos
electrónicos, envía un claro mensaje a su ejecutor y espera. Al cabo de pocos
minutos, éste le contesta: “Ok”.
Sonríe, satisfecho. Tiene una gran confianza en el ejecutor. Es fiable y
seguro. Y su único interés es el dinero, por lo que sabe que no tendrá nada de
qué preocuparse mientras reciba puntualmente su sueldo. Al igual que los
demás, ignora por completo su identidad y nunca ha mostrado curiosidad
alguna al respecto. Así que, de momento, aparta al muchacho de su mente y
vuelve a concentrarse en su problema más inmediato. Decide que no merece
la pena seguir lamentándose por ella. Debe encontrar alguien que la sustituya
lo antes posible. Y esta vez, no cometerá el error de iniciar ningún tipo de
relación que pueda comprometerle. Sólo negocios.
Abre de nuevo el móvil y realiza una sencilla búsqueda a través de Google.
En un papel anota varios nombres, todos ellos hombres. Acto seguido teclea
un número de teléfono que conoce de memoria. Al otro lado del aparato oye
una voz familiar.
—Dime, ¿qué necesitas?
—Te voy a enviar un listado de posibles candidatos para sustituir a Ana.
Quiero que los investigues, uno a uno, y me digas quién podría estar
receptivo.
—De acuerdo —contesta la voz en tono aséptico y profesional— dame un
par de semanas.
—Lo necesito antes. Me urge bastante.
—Haré lo que pueda, pero no te prometo nada.
—Nos jugamos mucho. Tú también —le recuerda.
—Lo sé —contesta la voz, tras un instante de reflexión—. Oye, tengo que
colgarte. En cuanto sepa algo, te lo haré llegar a tu correo.
—Cuento con ello —dice el hombre alto, por último, cortando la conexión.
Respira, bastante más tranquilo. Al menos ya está haciendo algo para
arreglar el desaguisado. La inacción y la indecisión en que estaba sumido las
últimas semanas lo tenían algo angustiado. De nuevo sonríe. Saldrá de ésta.
Como siempre.
Mira a su alrededor. En el paso de peatones, una señora mayor apenas
puede sostener su bolsa de la compra. A su lado, un par de críos discuten
sobre fútbol, mientras aguardan a que el semáforo se ponga verde. Un taxi
para algo más adelante. El hombre alto cree haberlo reconocido.
—Señora, disculpe. Permítame que le ayude con eso.
—No se moleste —contesta la vieja, sonriendo agradecida.
—No es ninguna molestia, de verdad. Insisto —dice el hombre alto,
mostrando su mejor sonrisa.
Cruza la calle cargado de bolsas hasta que ve alejarse al taxi por el rabillo
del ojo. Una vez se asegura de encontrarse fuera de su campo de visión
interrumpe su animada cháchara y arroja la engorrosa carga al suelo. Cree oír
cómo se rompen los huevos y alguna botella de vidrio, pero no le importa.
Sonríe ampliamente, haciendo caso omiso a los gritos de indignación que
profiere la vieja bruja, mientras se aleja del lugar silbando una pegadiza
cancioncilla.
El futuro le sonríe de nuevo, se dice con satisfacción.
PREGUNTAS
P
—¿ odrías volver a repetirlo todo desde el principio? —insistió el
Policía.
—Creo que mi representado ya ha dado suficientes explicaciones,
inspector…
—Carreras —contestó éste, con gesto adusto.
—Carreras —repitió José María Espronceda, mi abogado.
Llevábamos ya una hora en el despacho del coordinador de educadores,
Marcos, donde la poli había establecido su centro de operaciones. Tan sólo
había pasado un día desde el hallazgo del cadáver, aunque a mí me daba la
impresión de que hubiera transcurrido un año al menos. Me sentía agotado.
—No te preocupes, José María —lo tranquilicé— no importa. Estoy bien.
Acto seguido, volví a repetir toda la historia, desde que había recibido el
aviso de acudir al despacho del director, hasta el momento en que di la voz de
alarma. Omití, por supuesto, el hecho de que ya conocía la identidad del
asesino. Esa era una información que me reservaría de momento para mis
propios fines.
—¿Y no te cruzaste con nadie durante el trayecto? —volvió a preguntar en
tono escéptico una vez finalicé de nuevo mi relato.
—No. Ya se lo he dicho antes.
—Está bien, está bien…
El inspector Carreras había sido enviado ese mismo día para hacerse cargo
de la investigación. Su cabeza, que recordaba vagamente a un huevo y
mostraba ya algunos signos de incipiente calvicie, descansaba sobre unos
hombros anchos y fuertes. Unas feísimas gafas bifocales se apoyaban en su
gruesa nariz algo torcida, lo que le proporcionaba un curioso aspecto, entre
rústico e intelectual. Por otra parte, sus ojos, pequeños e inteligentes tras las
gruesas lentes, indicaban que me encontraba ante alguien más despierto de lo
que quería aparentar. Sentado, frente a mí, me miraba ahora fijamente,
imagino que intentando captar en mis gestos algún signo de nerviosismo o
inseguridad que le diera alguna pista.
Por fortuna, había tenido un día entero para preparar bien la historia. A
estas alturas, sólo me faltaba, además, verme acusado del asesinato de ese
imbécil. Sin embargo, había cometido un error. Mi expediente personal,
ordenado y destacado del resto de documentación, había sido encontrado
sobre la mesa de Morenés, discordante con el clima general de caos reinante
en la habitación. Torpe de mí, debería haberlo esparcido, mezclándolo con el
resto de papeles, ya que había gozado de tiempo suficiente para ello. Un fallo
garrafal, ahora sin solución.
—¿Había algo extraño en el despacho del director? ¿Algo que no hubieras
visto antes, o que te llamara especialmente la atención?
—La ventana. Estaba abierta. Morenés siempre la mantenía cerrada. Le
gustaba la privacidad, imagino.
—¿Y nada más?
—Creo que no.
—Es extraño que no repararas en tu expediente. Se encontraba encima de la
mesa, bien visible…
—Había muchos papeles. No me di cuenta. Estaban todos desordenados, en
varios montones. Algunos, incluso se hallaban esparcidos por el suelo —
argüí, evasivo.
—Ya. Pero precisamente el tuyo, no. Lo encontramos apilado en una
esquina de la mesa, como si alguien la acabara de leer.
—¿Está acusando de algo a mi cliente? —intervino de nuevo José María.
—No. Por supuesto que no, letrado —repuso el inspector, levantando las
manos en ademán de pedir calma.
—Creo que es suficiente —continuó mi abogado, en tono irritado— mi
cliente ha colaborado con la investigación, pero ya ha contestado todo lo que
sabe. Les rogaría que dieran por terminada esta declaración.
—De acuerdo. Puede irse. Si lo necesitamos de nuevo, le avisaremos —
replicó el policía en tono agrio.
—Muy bien —repuso mi abogado, con tranquilidad—. Vámonos, Ángel.
Salí al fin de la maldita habitación. Fuera me topé con Santiago, que me
miró con expectación.
—Muchas gracias por todo, José María. Maldita mala suerte estoy teniendo
últimamente, ¿eh? —comenté a mi abogado, en tono ligero.
—Sí. De hecho, es la primera vez que me encuentro con algo parecido —
contestó con su serenidad habitual. Luego, llevándome aparte, me comentó
en tono confidencial—. Escucha con atención. No hables nunca con la Policía
sin estar yo presente. Si alguno de ellos pretende hacerte preguntas, le
contestas que no dirás nada si no es en presencia de tu abogado, ¿entendido?
—Descuida.
Al fin, después de dirigirme una última mirada en la que creí percibir algo
de desconcierto, se despidió con un gesto.
Me volví por fin hacia Santiago, que aguardaba impaciente.
—Joder tío, menudo marrón —exclamó en tono conmiserativo.
—Y tanto… Creo que ahora mismo la Policía me considera el sospechoso
número uno de haberme cargado al director —repuse con indiferencia.
En ese momento apareció por el pasillo el enfermero, Ventura,
acompañado por uno de los agentes.
—¿Qué tal ha ido todo, Ángel? —inquirió preocupado.
—Bien. Sin problemas. ¿A dónde vas? —le pregunté a mi vez, señalando
con la mirada al polizonte.
—Bueno, creo que nos van a interrogar a todos. Es un asesinato, un asunto
muy grave. Además, es posible que yo fuera la última persona que vio a
Morenés con vida —dijo con preocupación.
—¿Y tu abogado?
—¿Abogado? Espero no necesitarlo, je je je…
—Suerte —le deseé, mientras lo veía entrar al despacho.
Salí al patio, acompañado de Santiago, que me seguía como un perro fiel.
Inmediatamente, me vi rodeado por una caterva de niñatos que hacían una
pregunta tras otra. Algunos, incluso intentaron tocarme. Al parecer, me había
convertido de repente en alguien muy popular. Sin embargo, no tenía deseos
de dar explicaciones, así que lancé una significativa mirada a Lolo que se
había acercado con el resto.
—¡Ya está bien babosos, dejadlo en paz! —intervino, mientras propinaba
algunos manotazos. En un santiamén, estuvimos los tres solos.
La jornada había sido difícil, aunque creía haberla superado con cierto
éxito. Intuía que el inspector sospechaba que no había dicho toda la verdad
durante mi declaración, pero ni de lejos podría suponer hasta qué punto. El
asesino de Morenés había sido muy cuidadoso, pero también había cometido
un par de pequeños errores, que sin embargo la estúpida Policía pasaría por
alto. Sólo yo conocía su identidad, y esa información me resultaba muy
valiosa de momento. Antes o después, tendría que hablar con él, revelarle el
secreto y exigir mis condiciones a cambio del silencio. Pero el momento aún
no había llegado. Cuando las pesquisas cesaran, sería la ocasión oportuna.
Debía sorprenderlo en el momento en que más seguro se sintiera, cuando
empezara a creer de verdad que había engañado a todo el mundo.
Sumido en mis pensamientos, tardé en ver acercarse a la psicóloga, Olga,
acompañada por Campillo. Parecían discutir acaloradamente. El siniestro
psiquiatra se inclinaba sobre ella con particular vehemencia, casi gritándole.
Por su parte, la psicóloga se limitaba a mirarlo con gesto de repugnancia,
como si estuviera hablándole algún ser deforme o grotesco al que debía
tolerar por obligación. La escena me pareció divertida al principio, hasta que
llegaron a nuestra altura. Campillo, tras lanzarme una mirada de profundo
odio, me increpó.
—¡Tú, chaval! ¡Quiero verte esta misma tarde en mi consulta!
—Sí, doctor —respondí con mansedumbre.
Olga, por su parte, intervino irritada.
—Lo siento doctor Campillo. Ángel tiene reservada cita conmigo esta
tarde. No creo que pueda acudir.
—Yo soy el psiquiatra aquí, y por tanto el máximo responsable del plan
terapéutico de los internos.
—De acuerdo. Aunque, como acabo de decirle, tras la desgraciada muerte
de Morenés, se me ha nombrado directora en funciones de La Pinada. Y
Ángel vendrá a verme a mí a las cinco de la tarde. La cita está prevista desde
la semana pasada —le explicó en tono contenido.
Campillo, humillado, enrojeció visiblemente. Parecía dispuesto a proferir
algún tipo de insulto o amenaza contra su colega, pero consiguió frenarse en
el último instante.
—De acuerdo, pues —replicó en tono arisco— cuando termine de verte,
que pase por mi consulta.
—No creo que sea posible. Después tenemos terapia grupal. Como sabes,
es una actividad fundamental del programa de reinserción. No puede faltar.
Esta vez sí llegué a pensar que Campillo respondería con violencia. Estaba
fuera de sí. Tras abrir y cerrar las manos de forma frenética lanzó una mirada
a su espalda, en dirección a un grupo de monitores que parecían charlar
despreocupadamente y, por último, me dijo con la voz entrecortada por la
irritación:
—Mañana por la mañana, a las diez, te espero en mi consulta. Procura ser
puntual —me advirtió en tono amenazador.
—Allí estaré, doctor—contesté con frialdad.
Y tras girarse con desdén, se marchó con pasos largos y rápidos en
dirección al pabellón común.
—¿Qué tripa se le habrá roto a éste ahora? —comentó Lolo.
Por su parte Olga, tras contemplar durante un segundo la abrupta marcha
del colérico psiquiatra, se volvió hacia mí.
—Nos vemos esta tarde Ángel, no lo olvides. A las cinco en mi despacho
—me recordó, cortante.
—Sí, señora —respondí complacido.
Eran ya las dos de la tarde, así que nos dirigimos hacia el comedor. Los
últimos acontecimientos me habían abierto el apetito, por lo que engullí
vorazmente el plato combinado de chuletas de cerdo y patatas fritas que
constituían ese día el menú. Con fastidio, comprobé que volvía a ser el centro
de todas las miradas. A mi paso se sucedían cuchicheos y codazos, hasta el
punto de que los monitores tuvieron que lanzar varias advertencias ordenando
silencio.
Por fortuna, esta situación duró poco tiempo. Treinta minutos después nos
hallábamos Santiago y yo en nuestra habitación, por primera vez solos desde
que había comenzado todo aquello.
—Joder, Ángel, vaya lío. El director asesinado. Si me pinchas no me sale
ni una gota de sangre —aseguró nada más cerrar la puerta.
—Sí. Es una contrariedad —reconocí.
—¿Contrariedad? ¡Mierda, tío! Alguien se carga al hijo de puta del director
y tú encuentras el cadáver poco después…, ¿y dices que sólo se trata de una
contrariedad?
—Para mí, sí.
—Vale, vale, colega. Dejémonos de hostias. ¿Fuiste tú?
Sonreí. Estaba esperando la pregunta, por supuesto.
—No. Aunque no me hubiera importado. Ese cerdo se lo merecía —
repliqué sin inmutarme.
—Ya. Entonces la cuestión que surge es evidente, ¿no?
—¿Quién fue? Sí, claro. Pero eso es cosa de la jodida Policía.
—No lo puedo creer. Acabamos de descubrir que hay un asesino aquí y tú
tan tranquilo —comentó con cierto asombro.
—Me importa una mierda. Un cabrón se ha cargado a otro cabrón. Punto.
—Pues yo sí que tengo curiosidad, ¿sabes? Por favor, tío. Cuéntame qué es
lo que viste. Han acordonado todo y no dejan pasar ni a una mosca. Tú eres el
único que pudo ver el escenario del crimen —me rogó.
Suspiré. La verdad es que el asunto comenzaba a cansarme. Pero se trataba
de Santiago. Era mi socio del grupo, mi mano derecha, y no quería
enemistarme con él. Podría necesitarlo más adelante. Así que, a pesar de mi
profundo hastío, volví a repetir toda la historia, con pelos y señales.
—Bien, bien… —masculló, pensativo cuando terminé—. Entonces está
claro. Debe haber sido uno de los internos, o un monitor. La ventana estaba
abierta y todo el mundo sabe que Morenés siempre mantenía cerrada la
cueva, el tío cerdo. Alguno de los chavales se lo cargó y escapó por la
ventana. Si hubiera sido algún encargado o coordinador, es decir, alguien con
despacho en el propio pabellón, habría salido por la puerta sin más, para
refugiarse antes de ser visto.
—Muy buena deducción, pero te equivocas —aseguré entre bostezos. Tras
la pesada comida, ese día interminable comenzaba a pasarme factura.
—¿Qué quieres decir? —inquirió con cierta altivez.
—Piénsalo bien. Si hubiera sido un interno o un monitor, no habría
necesitado abrir la ventana para escapar. La puerta del despacho del director
está a sólo diez metros de la salida al patio.
—¿Entonces por qué abrió la ventana?
—Precisamente para alejar las sospechas de él… o de ella. Lo que ocurrió
en realidad fue que el asesino se cargó al director, abrió la ventana con la
esperanza de que la poli pensaría que había sido algún chaval con ansias de
venganza, y acto seguido, con toda la tranquilidad del mundo, regresó a su
despacho.
—¿Y lo de tu expediente? ¿Por qué crees que lo dejaron allí?
—Eso aún no lo tengo claro. O bien estaban buscando algo en él, o lo dejó
para incriminarme… O las dos cosas —repuse pensativo.
Esta última idea se me acababa de ocurrir. Necesitaba reflexionar un rato.
Sin interrupciones. Ahora más que nunca, tenía que planificarlo todo bien
para no cometer errores. Al fin y al cabo, me disponía a jugar una partida con
un asesino sin escrúpulos. Cualquier desliz podría resultar fatal.
—Más tarde seguimos hablando. Necesito dormir un poco —rogué a mi
compañero mientras me tumbaba en la cama y cerraba los ojos. Esta actitud
de aparente indolencia convenció a Santiago que me dejó en paz, por un
tiempo al menos.
Tal y como se había acordado esa mañana, un par de horas después me
encontraba de nuevo en el despacho de la psicóloga, ahora reconvertida en
directora provisional del centro de internamiento.
Parecía abatida y cansada. Grandes ojeras afeaban su rostro y le daban
aspecto avejentado. Además, mostraba signos de haber llorado hacía poco,
cosa sorprendente en una mujer como ella. No me imaginaba a la fuerte y
segura Olga deprimida. Con un gesto, me mostró la silla que había frente a
ella.
—Lamento la escena que has tenido que presenciar esta mañana con el
doctor Campillo. Como bien sabes, en realidad no existía ninguna cita
concertada hoy. Pensé que, dadas las circunstancias, era preferible que te
reunieras conmigo antes que con tu psiquiatra —me explicó, vacilante.
Yo, que ya había supuesto algo así, asentí con la cabeza. Estaba claro que a
Olga no le caía nada bien Campillo. Tras observarla un momento, tomé una
decisión.
—Campillo es un mal nacido —espeté.
Ella levantó la mirada, sorprendida por mi brusca salida de tono.
—Recuerda con quién estás hablando, Ángel. Campillo es el psiquiatra del
centro, y merece todos los respetos.
—Me ha diagnosticado poco menos que de psicótico y está obligándome a
tomar drogas.
Una vez descubierta la animadversión de la psicóloga hacia el infame
médico, había decidido ponerla en antecedentes sobre la “terapia” que estaba
recibiendo del buen doctor. Sería una forma de acrecentar el odio mutuo y al
mismo tiempo, predisponerla a mi favor. Dado que había recibido una
agresión hacía tan sólo unas horas, y poco después había vuelto a sufrir otro
“shock” al convertirme en el descubridor del cuerpo sin vida del difunto
director, suponía que estaría especialmente receptiva conmigo. Es la
naturaleza humana. Solemos mostrarnos más confiados con quienes
consideramos víctimas de algún infortunio. Era, a todas luces, el mejor
momento para lograr su apoyo.
—¿Es eso cierto? —preguntó alarmada. Su tono de irritación era evidente.
Acto seguido pasé a relatarle con detalle el contenido de mi primera
entrevista con el psiquiatra, sin olvidar por supuesto su decisión de ponerme
en tratamiento con neurolépticos. Olga, que no salía de su asombro, me
miraba con ojos muy abiertos. Parecía entre incrédula e indignada. Cuando
terminé, sacudió la cabeza.
—Maldito capullo… —murmuró. De repente, levantó la mirada y
advirtiendo su incorrección, trató de recuperar su habitual compostura y
sangre fría—. Te ruego que me disculpes. No suelo hablar así. Los últimos
acontecimientos, así como la responsabilidad recién asumida, me tienen un
poco nerviosa —trató de justificarse—. Te prometo que hablaré con Campillo
de tu caso. No estoy de acuerdo con ese diagnóstico y mucho menos con que
necesites tratamiento farmacológico.
—Gracias, señora —contesté en tono agradecido.
—De acuerdo. Veamos, ¿cómo te encuentras en este momento? Otro chico
estaría al borde de un ataque de nervios. Anteayer alguien te golpeó en la
cabeza, no sabemos aún con qué intenciones. Y tan sólo un día después,
descubres el cadáver del director asesinado…
—Me siento bien, gracias. Ventura es un gran enfermero.
—Lo sé. Pero la impresión recibida debería haberte afectado de alguna
forma.
—Y lo estoy —contesté con presteza.
Me miró reflexiva durante unos segundos.
—Ángel, sé que mentiste en tus test.
—¿Qué le hace pensar eso? —pregunté fingiéndome sorprendido.
—Los resultados indicaron que eras alguien tímido, preocupadizo, más
bien neurótico. Alguien así ahora estaría en estado de shock. Y yo te veo más
fresco que una rosa.
—A lo mejor he decidido tomarme las cosas con tranquilidad últimamente
—repliqué cruzándome de brazos.
—No lo creo. Ocultas algo —dijo, mientras se frotaba las sienes con aire
cansado.
—¿Esto es un interrogatorio?
—Sabes que no. Sólo quiero ayudarte.
—Pues déjeme en paz —contesté irritado.
—¿Cómo dices…?
—Desde que llegué aquí me han amenazado, vigilado, golpeado y hasta
drogado. Estoy harto de sus modales afectados y de su hipocresía. Y, sobre
todo, no soporto este antro de mierda y a la gente que trabaja en él; la
mayoría de sus “educadores” son en realidad, maltratadores, el psiquiatra es
un maníaco, y el cabrón del director era un maldito sádico.
Creo que esta fue una de las frases más largas que he pronunciado en mi
vida. Por un momento había perdido el control. Contemplé el rostro alarmado
de la psicóloga. Maldita zorra prepotente. Con dificultad, contuve mis deseos
de estrangularla allí mismo.
—Menos mal —dijo, al fin ante mi sorpresa— había llegado a pensar que
no eras humano. Veo que, en realidad, sí que te está afectando todo esto.
—Es posible —reconocí con un suspiro.
—Está bien. Dejémoslo de momento. Necesitas descansar. Sólo eres un
chaval, quizá demasiado inteligente, que se esfuerza constantemente por
reprimir sus emociones. Te daré un consejo. No lo hagas. Las emociones
terminan manifestándose, de una forma u otra. Debes aprender a abrirte a los
demás, a expresar tus sentimientos.
“Vaya una sarta de gilipolleces”, pensé en ese momento. Traté, a pesar de
todo, de adoptar una expresión de agradecimiento. En realidad, no me
importaba en absoluto que esa cretina me considerara débil. Me beneficiaba.
Ser vulnerable, frágil, era para ella “lo normal”, “lo deseable”, así que me
mostraría de esa forma.
Para reforzar esa opinión bajé la mirada, tratando de expresar abatimiento.
Si hubiera podido, incluso habría dejado caer alguna lágrima, pero eso me
resultaba imposible.
—Está bien, Ángel. Lo siento si te he presionado demasiado —dijo,
finalmente—. Quedas exento de acudir al grupo esta tarde. Ve a tu habitación
y duerme un poco hasta la hora de la cena.
—Gracias, señora —respondí, aún con la mirada baja, esforzándome por
ocultar la sonrisa que pugnaba por salir.
—Recuerda que estamos —o por lo menos yo lo estoy—, intentando
ayudarte. Si necesitas cualquier cosa, ven a verme.
—De acuerdo. Lo haré. Se lo prometo —aseguré, levantándome de la silla.
Caminé hacia la puerta, arrastrando los pies, como si me encontrara
exhausto. Una vez abierta y tras echar una mirada al pasillo, me giré de nuevo
hacia ella:
—Gracias por todo, señora. Me está ayudando usted mucho, de verdad…
lamento mis palabras de antes —señalé en el tono más sincero que pude.
Salí fuera. Libre y tranquilo, por ahora. Todavía me esperaba al día
siguiente la cita con el maldito loquero. Por un momento, me recreé en la
posibilidad de liquidarlo y cargarle el muerto a la persona que había
asesinado en realidad al director, pero tras sopesarlo detenidamente,
consideré que el riesgo era demasiado alto.
No. Ése tenía que jugar otro papel. No debían detenerlo. De momento.
AJEDREZ
EL PARTIDO
Poco a poco, La Pinada fue recuperando su ritmo habitual. A pesar de que
la Policía seguía rondando por el centro, tanto el personal como los internos
llegamos a acostumbrarnos a su presencia.
Carreras, el inspector encargado de averiguar quién se había “cepillado” al
director, vagaba de aquí para allá olisqueando, tratando de sonsacar alguna
información útil. Sin embargo, con el transcurrir de los días, pude ver como
en su rostro se instalaba una expresión de frustrada irritación. El tipo no era
tonto, eso estaba claro. En aquel momento, probablemente sospechaba de
alguien del interior del centro, o por lo menos con suficiente conocimiento
del mismo como para saber dónde y a qué hora solía encontrarse solo el
difunto director.
Aunque no me volvió a molestar en todo ese tiempo, pude percatarme de
que me vigilaba con disimulo, haciéndose el encontradizo. En eso se
mostraba bastante torpe, o quizá más bien, le traía sin cuidado que yo me
diera cuenta. Por mi parte, en cada ocasión, me limitaba a saludarlo con
efusividad, a lo que correspondía con alguna sonrisa torcida que pretendía ser
amable. Era evidente que continuaba siendo, para él, uno de los sospechosos
principales.
Así, entramos en la tercera semana de julio. Un calor abrasador y pegajoso
se cernió sobre el complejo. Sólo en algunas salas, y, por supuesto, en los
despachos de los terapeutas y coordinadores, había instalado aire
acondicionado. En cambio, en nuestros dormitorios, auténticas saunas, las
noches podían llegar a ser un suplicio. El calor provocó falta de sueño, y la
falta de sueño, irritabilidad. Se multiplicaron, por esta razón, las peleas entre
algunos internos, así como los correspondientes castigos, que eran
administrados con celoso entusiasmo por los monitores a la menor
oportunidad.
Por otra parte, Pascual permaneció una semana en aislamiento tras el
incidente acaecido durante la sesión de terapia grupal. Nada más salir, sin
embargo, agredió a un interno, por lo que fue puesto amarrado a la cama
durante otro día más, tras el cual pudimos apreciar que se mostraba
curiosamente tranquilo y anodino. Su mirada perdida, y su torpeza al moverse
nos indicó que, con toda seguridad, Campillo había ordenado medicarle.
También los educadores y los monitores se habían vuelto más cabrones de
lo habitual. Parecían exasperados a todas horas, y, sin embargo, en ocasiones
daban la impresión de sentirse asustados e indecisos. Los veíamos ahora
hablar entre murmullos en grupitos de tres o cuatro y Fran, que continuaba
llevando la voz cantante de todos ellos, parecía algo ojeroso, como si no
estuviera durmiendo bien.
En cuanto a las clases, se reanudaron tras los exámenes debido a que la
mayoría de los que aún permanecían en La Pinada, había suspendido casi
todas las asignaturas. Por causa del asfixiante calor pasaron de sólo aburridas,
a francamente soporíferas. Aunque en teoría yo no precisaba dichas clases
“extra”, el coordinador, Marcos, me ordenó seguir asistiendo con la excusa
de que podría ayudar así a mis otros compañeros menos afortunados. El resto
del día, lo pasábamos entre la piscina portátil que el difunto director había
proporcionado antes de que lo quitaran de en medio, y las terapias, grupales e
individuales. En ocasiones, también se intentaba organizar algún partido de
fútbol o baloncesto en el gimnasio, en el que casi siempre alguien terminaba
lesionado.
La última semana del mes se produjo, sin embargo, una novedad. El
domingo veinticuatro, Robert, que se había convertido en nuestra fuente de
información —proporcionada al parecer, por un educador con el que
mantenía relaciones— señaló que el poli dejaría de molestar durante un
tiempo, ya que había sido designado para coordinar también el asesinato de
una mujer, aparecida muerta en su casa el día anterior.
—Ese capullo es incapaz de encontrar su propio culo —comentó Tomás
despectivo, al conocer la noticia— mucho menos va a poder atrapar a quien
mató al director o a la puta esa.
—Pues yo creo que su pinta de despistado es sólo una pose. No me fío de
él, metiendo sus narices en todas partes. Estoy seguro de que, a la menor
oportunidad, intentará cargarnos el muerto a alguno de nosotros para quedar
bien con sus jefes —replicó Santiago.
—¿Y quién cojones habrá sido? ¿No os lo habéis preguntado? —inquirió
Carlos.
—Pues claro. No hago otra cosa desde que Ángel encontró el cadáver —
contestó Santiago— y estoy seguro de que averiguaré quién fue antes que la
“poli”.
—Es posible, je, je, je… Esa banda de subnormales no sabría ni encontrar
sus propios pedos —bromeó Lolo, mientras se dibujaba una poco habitual
sonrisa en su fea cara de trol.
Yo apenas prestaba atención. Me estaba preguntando si el motivo de que se
hubiera trasladado a Carreras era simplemente porque no había ningún
avance con el caso, o si, por el contrario, habían encontrado alguna relación
entre el asesinato de la mujer y el de Morenés. No podía saberlo, a pesar de
conocer la identidad del asesino del director. Aunque estaba bastante seguro
del móvil en este caso, me faltaba información para establecer la conexión
con la otra muerte. Todo era posible.
Por otra parte, temía en mi fuero interno, que esta complicación provocara
su huida, y con ello, el fracaso de mis planes.
Estos eran muy sencillos, en realidad: chantajear al criminal. Por primera
vez en mucho tiempo, volvía a tener algún tipo de poder. Un poder real. En
mis manos estaba la vida de esa persona, y si sabía jugar mis cartas, también
mi fortuna futura. Pero si el pájaro echaba a volar, se acabaría todo. Tenía
mis dudas, no obstante, de cómo proceder ahora. Si esperaba demasiado, si
daba tiempo a que el tipo se largara, me quedaría de nuevo sin nada. Aunque
si me arriesgaba y lo alertaba demasiado pronto, estando aún la Policía
merodeando por allí, podría ser descubierto, cosa que tampoco me interesaba.
No debía olvidar que el puto inspector me espiaba y sospechaba de mí. Y eso
le podía conducir, a su vez, hacia el verdadero asesino. Difícil dilema.
Y luego estaban los demás, claro. Campillo y Fran, el educador, parecían
mezclados en aquello de alguna forma que yo aún no comprendía. Deseaba
disponer de todas las cartas de la baraja antes de dar el paso, y eso me llevaría
más tiempo.
—¡Maldita sea! —exclamé sin percatarme de que hablaba en voz alta.
—¿Qué te pasa? —preguntó Santiago con extrañeza. Tras contemplarme
un segundo, añadió—. Además, estás muy silencioso últimamente, colega.
—¿Sí? No lo había notado. Será por la tensión del momento.
—Y una mierda. Tú no has tenido tensión desde que te conozco. Algo te
traes entre manos, tío. Espero que cuentes con tu socio, si es un asunto
interesante.
Eso me dio una idea… ¡Cómo cojones no había caído antes! Tenía toda
una banda de inútiles a mi disposición, que podía utilizar sin correr riesgos.
Si lograba manipularlos de forma que pudieran comunicar mi mensaje al
asesino sin que ellos supieran lo que realmente estaban haciendo…
Esa misma tarde, domingo, estaba programado un partido de fútbol sala
entre internos y personal del centro. Este tipo de eventos se habían hecho
muy populares entre los habitantes de La Pinada. Por una parte, los internos
gozábamos de la oportunidad de golpear a los monitores de manera legal y
reglamentaria, sin temer a las represalias. Ellos, por su parte, podían
desahogar sus reprimidas ansias de violencia contra los chavales, casi con
total libertad. Constituían, por tanto, una manera arbitrada de pagar las
“deudas” que se habían ido acumulando a lo largo de la semana. Una especie
de festín purgativo.
Yo nunca participaba en estos lances. Me irritaba ser golpeado; odiaba el
dolor inútil. Me resultaban, sin embargo, atractivos de observar. Era divertido
tratar de adivinar quién lanzaría la primera patada brutal, o qué jugador
saldría peor parado ese día. En realidad, no era algo complicado. Me basaba
en la dinámica observada durante la última semana, y no solía equivocarme
mucho. Si se había castigado a algún interno, o se había producido algún
incidente con un monitor, éstos tenían todas las papeletas para terminar
jodidos en uno de esos “partidillos” de domingo. Un buen espectáculo. En
definitiva, violencia gratuita en vivo.
Ese día, además, tenía especial interés en presenciar el encuentro.
Nos dirigimos, por tanto, a la hora convenida, hacia el pabellón de
deportes. Nuestro equipo estaba formado como siempre por Lolo, que jugaba
de cierre, los gemelos, que ejercían de ala derecha e izquierda
respectivamente, y Santiago como pívot. Nuestro portero era Robert, el más
ágil de todos y dotado de buenos reflejos.
El equipo de monitores lo integraba Fran, que jugaba siempre de cierre, y
Mario, que por el contrario era pívot. La alineación se completaba ese día con
Raúl (el “cara de cerdo”), que jugaba de portero, y los dos aleros: Alex, un
monitor rubio y pecoso y con pinta de pasmarote y Diego, el apocado novato
que estuvo presente durante la contención de Santiago, meses atrás.
Ventura actuaba de árbitro, ejerciendo además como enfermero si se
requerían sus servicios, lo cual ocurría con relativa frecuencia. Cosme y yo
nos sentamos en el banco como simples espectadores. Tras el sorteo inicial,
correspondió a los nuestros poner el balón en juego.
Enseguida pasaron al ataque. Tras retrasar el balón hacia Lolo, éste subió
con rapidez hasta el centro del campo, pasándolo a su vez a Tomás, en la
parte izquierda, que se había colocado junto al córner. De allí, pese a ser
estorbado por Fran, consiguió centrar el balón a Santiago, que
inexplicablemente falló el lanzamiento a puerta, a pesar de encontrarse solo.
A esta jugada siguió el contragolpe de los monitores, que consistió en una
carrera de Fran en solitario, hasta casi llegar a nuestra área, donde Lolo hizo
valer su mayor envergadura para robarle el balón.
Siguieron unos minutos de ataques indisciplinados y continúas pérdidas de
balón, pero sin goles, durante los cuales se produjeron tan sólo un par de
faltas sin importancia que Ventura señaló de forma ecuánime. Sin embargo,
cuando llevábamos disputados unos diez minutos, Fran lanzó un tremendo
trallazo desde su propio campo, que Robert fue incapaz de placar. Uno a cero
para los monitores.
Furioso, Lolo increpó al portero, que parecía anonadado.
—¡Maldito maricón de mierda! ¿Qué pasa, se la estás chupando a alguno
de ellos, rata asquerosa? —le gritó, fuera de sí. En este caso, la intensa
homofobia de Lolo se unía su extremado odio a perder.
Robert, por su parte, intimidado, apenas era capaz de pronunciar palabra.
Afortunadamente, intervino Ventura.
—¡Ya está bien, Lolo! Si vuelves a insultar a alguien, tendrás que
abandonar el partido. Sabes que están prohibidos los insultos, y más aún si
son de tipo homófobo. Pide disculpas a Robert, por favor.
—Déjalo, Ventura, me niego a seguir jugando —dijo el aludido con
lágrimas en los ojos, mientras arrojaba los guantes al suelo.
Así las cosas, Cosme tuvo que sustituirlo. El asunto empezaba mal.
Sacamos del centro. Lolo esta vez, en lugar de pasar el balón, se dirigió
como un toro hacia la portería rival. A base de codazos, se deshizo
fácilmente, primero de Mario y después de Fran, golpeando con fiereza el
balón que se estrelló contra la red, sin que el “cara de cerdo” pudiera olerla.
Empate a uno.
Con este resultado llegamos al descanso.
—Lolo, tienes que tranquilizarte, hombre. De verdad que el tiro era
imparable —le recriminó Santiago.
—¡No me toques los cojones, tú también! El puto marica se ha dejado
marcar, seguro. Es un vendido de mierda —replicó éste, sulfurado.
—Tranquilos los dos —intervine yo. Esto es sólo un puto juego. Repartid
hostias, pero a ellos, no entre nosotros… ¿O es que no veis como se relamen
de gusto al vernos discutir? Ya dan el partido por ganado.
—Joder, es verdad… —reconoció Carlos, mirando la bancada rival.
—¡”Enga”, a ganar a los “payos”! —reclamó Cosme, animado. Era la
primera vez que le dejaban jugar y de momento no había encajado ningún
gol. Estaba eufórico.
—Lolo, yo no entiendo mucho de fútbol, pero me da la impresión de que,
si neutralizas a Fran, se habrá acabado el partido para ellos… —le insinué, en
un aparte.
Éste me miró extrañado al principio, hasta que finalmente alcanzó a
comprender el verdadero sentido de mis palabras. Pronto, una cruel sonrisa se
extendió por su congestionado rostro. Sonreí yo también: esa tarde íbamos a
ver sangre. Poco antes de reanudar el encuentro, dirigí una significativa
mirada a Santiago, que asintió con la cabeza.
Segundo tiempo. Fran, tras recibir el balón y sin mirar tan siquiera al resto
de su equipo, volvió a plantarse solo frente al área. Cuando se disponía a
chutar, recibió una brutal patada de Lolo en plena espinilla. Con un horrendo
grito, se desplomó en el suelo, sujetándose la pierna entre muecas de dolor.
Hacia él corrieron Ventura, Santiago y la totalidad del equipo de monitores.
Entre todos, trasladaron al lesionado hasta el vestuario. El partido, en
consecuencia, fue suspendido. Al parecer, Fran tenía para unos cuantos días
de baja: la espinillera le había salvado de una grave fractura.
Horas después, ya en nuestra sofocante habitación, Santiago se dirigió a mí,
en tono extrañado:
—No entiendo nada de lo que ha pasado hoy… ¿Piensas aclarármelo?
—No te preocupes más por ello. Lo entenderás a su debido momento. ¿Has
tenido algún problema? —inquirí despreocupadamente.
—Ninguno. Salvo que no comprendo lo que acabamos de hacer. Y eso me
jode un montón —repuso airado.
—¿Confías en mí?
—Sabes que sí, Ángel.
—Pues créeme. No hagas preguntas.
—Okey. Pero yo pensaba que éramos amigos, tío. Y los amigos se lo
cuentan todo —replicó con cierto aire de abatimiento.
—Esto no te interesa saberlo de momento. Y será mejor que no hablemos
más de ello —le advertí, ya en un tono más imperativo.
Santiago, tras dirigirme una mirada de sorpresa e irritación, se cruzó de
brazos y se acostó, dándome la espalda con desdén.
Amigos. Era una palabra que siempre me sonaba extraña. Alguna vez había
intentado, sin éxito, comprender las connotaciones que este concepto tenía
para los demás. En los libros de texto sobre educación y ética que nos
obligaban a leer en el colegio, la Amistad, con mayúsculas, aparecía con
frecuencia. Conocía su definición, así como la del resto de palabras que se
asociaban a ella: confianza, amor, afecto, generosidad…, y era perfectamente
capaz de usarlos en frases más o menos complejas, pero nunca había podido
llegar más allá.
Para mí, Santiago, era y sería siempre, una persona a la que valoraba sólo
en la medida en la que podía serme útil. No lo odiaba, ni le deseaba ningún
mal. Incluso simpatizaba con él. Me parecía que la actitud que mostró ante
Fran meses atrás, y que le acarreó un día amarrado en la cama, había sido
valiente, aunque inútil, y lo respetaba por ello, pero nada más. Creo, que,
hasta cierto punto, lo apreciaba a mi manera.
Alguna vez he oído que cuando se ama a otra persona, se está dispuesto a
dar la vida por ella. Y ahí, creo, reside la gran diferencia que existe entre los
demás y yo. Esta afirmación me resulta incomprensible… ¿Por qué tendría
que dejarme matar por otra persona, Santiago por ejemplo? ¿Acaso no
merezco yo vivir antes que cualquier otro?
Con este molesto e intrusivo pensamiento, cerré los ojos esa noche. Debía
dormir.
Aún quedaba mucho trabajo por hacer.
LA PELEA
Julio dio paso a agosto sin más incidencias, salvo que el pesado calor que
se abatía sobre la región, se hizo aún más insoportable. Si no dispones de una
piscina o playa a mano, pasar el verano en Murcia se puede convertir en una
experiencia muy agobiante.
El calor suele ser aquí viscoso y húmedo, asfixiante sin matices, similar al
de una sauna. Siempre lo he odiado. Altera mis nervios y enerva mis
potencias. Me hace sentir como un animal enjaulado, irascible por cualquier
detalle sin importancia. Y lo peor de todo, me hace perder el control. Mis
momentos de mayor violencia han tenido lugar en verano. Quizá, si hubiera
nacido algo más al norte, algunas de las personas que tuvieron la desdicha de
cruzarse en mi camino, aún vivirían. O yo hubiera tomado otro rumbo. Quién
sabe.
La única pelea importante en que me vi envuelto durante mi estancia en La
Pinada se produjo precisamente ese mes. Pero, esta vez, no la inicié yo.
Era algo que se veía venir desde hacía tiempo… Pascual, por supuesto.
Como he comentado en alguna ocasión, siempre se había mostrado hostil
conmigo. Quizá intuía, de algún modo inconsciente, que se encontraba ante
alguien a quien debía temer. O que era muy superior a él. O a lo mejor, tan
sólo me envidiaba porque llegué a tener en poco tiempo algo a lo que él
nunca pudo aspirar, con todas sus amenazas, su aire arrogante, o esa actitud
de falsa indiferencia de la que siempre hacía gala: el respeto de los demás.
Fuera como fuese, gracias a la cercanía de Lolo, había evitado hasta el
momento el enfrentamiento con él. Pero nunca hay que bajar la guardia. Era
algo que creía haber aprendido hacía tiempo y, sin embargo, ese día volví a
pecar de exceso de confianza, quizá debido a que tenía la cabeza ocupada por
asuntos mucho más importantes que ese estúpido zoquete.
Así que me relajé…, y pagué las consecuencias.
Me encontraba la tarde del quince de agosto, solo en el patio, tumbado en
un banco boca arriba. No hacía nada. Simplemente pensaba. Miraba el cielo,
poblado ese día de extravagantes cumulonimbos, mientras trataba de poner en
orden mi saturado cerebro. Faltaba poco para que llegara mi momento. La
Policía estaba fuera del recinto desde la semana pasada, y el asesino
empezaba a relajarse, quizá con la esperanza de salir bien librado de todo
aquello. Al mismo tiempo me preguntaba si él habría entendido mi
mensaje…
El golpe en la boca me pilló desprevenido. Tan rápido, que apenas sentí
dolor al principio. El mundo se oscureció de repente y no vi nada. Cuando
volví a abrir los ojos, de nuevo su puño cerrado se dirigía con velocidad hacia
mí. Si llegaba a impactarme, perdería el conocimiento. Con un acto reflejo,
me encogí sobre mí mismo mientras cubría mi cara con las manos, donde fue
a estrellarse su segundo puñetazo. Acto seguido, rodé al suelo, alejándome
rápidamente de él, que, sorprendido, ni siquiera trató de perseguirme.
Esto me dio tiempo para rehacerme. Con esfuerzo, conseguí ponerme en
pie. Me palpé los labios, que comenzaban a hincharse y a arder, lo que me
llenó de rabia. Frente a mí, por supuesto, Pascual, que sonriente, miraba a su
alrededor donde empezaba a congregarse una multitud de chavales ávidos de
espectáculo. Con una rápida mirada pude ver, lejos, a dos monitores, que
fingían no haberse percatado de la pelea. A mi izquierda, Lolo y Santiago
avanzaban a grandes pasos, con la clara intención de intervenir. Los contuve
con un gesto. Había decidido terminar con aquello yo solo. No podía permitir
que nadie pudiera pensar que tenía miedo a enfrentarme a ese macaco.
Además, una ira salvaje comenzaba a adueñarse de mí. Recordaba la
sensación de otras veces, y la recibí con agrado, como a una vieja amiga
largamente olvidada.
—Muy bien, monigote sin cerebro, parece que además de cobarde eres
traidor —dije sonriendo, mientras me relamía la sangre que resbalaba ahora
por mis comisuras—. Fíjate, tienes a todos esos zopencos pendientes. Es el
momento de demostrarles lo machote que eres.
—Bocazas hijo de puta —ladró con furia— voy a estropear para siempre tu
bonita cara de niño pijo. Después de hoy no volverás a mirarte en el espejo.
Ante esa bravata, solté una gruesa carcajada, que él acogió con estupor.
Observé que algo brillaba en su mano derecha. Se trataba de un puño
americano. Ni idea de dónde lo habría sacado, pero si me golpeaba con eso
esta vez, sería más que suficiente como para dejarme fuera de combate.
Apreté los puños y esperé.
Me resultó muy fácil predecir su siguiente movimiento. Levantó la mano
derecha, cerrada en torno al brutal artilugio, mientras avanzaba un paso al
frente, con el fin de compensar el movimiento hacia atrás que esperaba que
yo diera para evitar el golpe. En lugar de ello, avancé al tiempo que me
agachaba, bajando mi centro de gravedad y sujetando con fuerza su cintura.
Una vez cuerpo a cuerpo, los golpes a distancia, al parecer su especialidad,
quedaron anulados. Giré mi cuerpo hacia atrás con rapidez y, apoyando en él
mi cadera lo proyecté por encima de mí, hacia el suelo: O-Goshi, una de las
llaves de judo más conocidas.
Con satisfacción contemplé su gesto de sorpresa y hasta pude percibir algo
de miedo en mi adversario. Una sensación de intenso placer, de viejo anhelo
satisfecho, me embargó entonces. Ya a mi merced, golpeé con fuerza su cara
dos o tres veces, a la misma altura dónde se encontraba la cicatriz que le
afeaba el rostro. Emitió un grito de dolor y dejó caer el arma, que arrojé de
una patada hacia la turba que nos rodeaba. Después lo solté, permitiéndole
que se pusiera en pie.
—Bueno, amigo Pascual. Te quedan dos opciones. Seguir con esto y dejar
que te machaque todos los huesos, o rendirte. Tú eliges. Por mi parte estaría
encantado de enviarte una temporada al hospital, rata traidora.
—¿A mí me llamas traidor, niñato de mamá? ¿Tú? ¿El amigo de la
psicóloga, preferido de los educadores y el mayor lameculos de este puto
antro? —gritó furioso.
—¿Qué te he hecho yo a ti? Desde que llegué no has dejado de
incordiarme. Nunca me he metido contigo, imbécil.
Por un instante, pensé que se iba a echar a llorar. Sus ojos, vidriosos,
reflejaban distintas emociones que no pude reconocer: ¿ira? ¿Frustración?
¿Odio, acaso?
—¿No lo sabes? ¿De verdad que no? —preguntó, mientras ahogaba un
sollozo— ¿No te das cuenta, pedazo de cabrón? Llegaste aquí, con tus
modales afectados y tu famoso abogado…, el señor importante. Y enseguida
todos los demás a besarte el culo.
Por un momento, lo miré extrañado. Francamente, no sabía que decirle.
Parecía a punto de estallar. Casi me dio pena.
—¿Por qué te odio, me preguntas? —continuó— ¡Maldito bastardo! Eres
tan hijo de puta que ni siquiera te das cuenta… Tú…, tú lo tienes todo…, y
yo no soy nada…, no tengo nada, cabrón de mierda. —Esta vez, sí,
prorrumpió en sollozos.
A sus palabras siguió un momento de espeso silencio entre la multitud que
nos rodeaba. Los gritos, los abucheos y las expresiones de ánimo hacia cada
uno de nosotros, cesaron de inmediato. La sorpresa era generalizada.
La verdad, no sabía cómo reaccionar. El instante de debilidad de Pascual,
me había desarmado. Miré a Santiago y Lolo, que me contemplaban también
asombrados. Fue entonces cuando noté que alguien me sujetaba por el cogote
y me arrojaba al suelo. Giré la cabeza lo suficiente como para reconocer a
Fran. Aún renqueante por la patada recibida de Lolo un par de semanas antes,
parecía gozar desquitándose en su socio.
—¡Vaya, vaya! —exclamó en tono alegre— así que al final la has liado,
¿eh? Como bien sabes, cualquier acto de violencia está prohibido. Me da la
impresión de que vas a pasar un tiempo bastante largo en la cama
reflexionando sobre ello.
—¡Eh, tú! ¡Imbécil! ¡Ángel no empezó la pelea!
Se trataba de Santiago, que avanzaba con paso firme hacia donde yo me
encontraba. En sus ojos pude leer la clara intención de volver a enfrentarse al
monitor.
—¡Déjalo, Santi, da lo mismo! —ordené desde el suelo.
—¡Maldito hijo de puta! —le volvió a gritar a Fran, que lo aguardaba
sonriente. Por su parte Lolo también comenzaba a aproximarse. Si no hacía
algo, podía liarse una muy gorda. Mi castigo sería aún mayor si se llegaba a
agredir a un monitor y, por otro lado, prefería que ambos siguieran libres,
mientras yo permaneciera amarrado.
—¡Santiago! ¡Lolo! ¡Atrás! ¡Os lo digo en serio! —grité de nuevo, en tono
perentorio. Finalmente, tras un instante de duda aún, se quedaron quietos.
Suspiré aliviado.
Acudieron de inmediato dos vigilantes de seguridad y cuatro monitores
más. Pude ver cómo sujetaban a Pascual, que apenas se resistió, lo cual me
chocó en ese momento. En cuanto a mí, el propio Fran se encargó de
incorporarme. Dirigí una última mirada hacia mis colegas, intentando
transmitirles tranquilidad. Por último, Santiago asintió. Parecía furioso, pero
bajo control, de lo cual me alegré. Él se encargaría de mantener a raya a Lolo,
mientras yo estuviera fuera de juego.
Sin ofrecer ningún tipo de resistencia, fui conducido al pabellón principal.
No era algo habitual, ya que los castigos se aplicaban siempre en las propias
habitaciones de los internos. Por un instante pensé que me llevaban en
presencia de la directora, Olga. Salí de mi error cuando vi que nos dirigíamos
hacia el lado contrario del edificio, una zona que apenas conocía, ya que su
acceso solía hallarse restringido.
¿Irían a darme una paliza o algo peor?, llegué a pensar por un instante. Por
último, se detuvieron en un pasillo sin salida, con una única puerta al final
que Fran se encargó de abrir con llave. Dentro había cuatro camas provistas
con los equipos de retención habituales: dos contenciones de mano, otras dos
para los pies, y una correa abdominal.
—Ve acomodándote, amiguito —me indicó Fran, en tono burlón—. Estarás
aquí una larga temporada, me temo.
—¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? —pregunté intrigado.
—¿Creías que ya conocías todas las estupendas dependencias de que
disponemos en La Pinada? Bueno, parece que todavía guardamos algunas
pequeñas sorpresas. Ésta, chaval, es una sala de aislamiento para internos
peligrosos, como es tu caso. Aquí combinamos las excelentes propiedades de
la contención mecánica con el aislamiento más severo. Totalmente curativo.
En unos cuantos días, te convertirás en un ciudadano ejemplar, te doy mi
palabra.
—Claro. Y me imagino que habréis informado a la directora de que os
disponéis a aplicar esta medida conmigo, por supuesto —repliqué con
marcado sarcasmo.
—Eso creo que no es asunto tuyo, niñato. Y ahora, déjate de cháchara y
acuéstate si no quieres que aquí mis colegas saquen las varas y te midan el
lomo —dijo, señalando a los dos vigilantes con un gesto de la cabeza.
No podía hacer otra cosa. Me recosté en la cama, permitiendo que me fuera
colocando muñequeras y tobilleras, las cuales afirmó con precisión a la
estructura de la cama. Por último, me ajustó también la correa abdominal que
solía utilizarse en sujetos agitados, lo cual no era mi caso en ese momento.
Tras cinco escasos minutos me vi sometido a una completa inmovilidad.
—Bueno. Aquí estarás tranquilo. Te prometo que nadie vendrá a molestarte
—me aseguró con tono retorcido.
—Estás disfrutando, ¿verdad cabrón?
Por un momento su rostro se volvió grave y amenazador, pero enseguida se
relajó, sonriendo de nuevo, complacido.
—La vida se ve de otro color cuando no tienes a tu guardaespaldas al lado,
¿verdad?... Por favor, salúdalo de mi parte la próxima vez que lo veas. Dile
que me acuerdo mucho de él —dijo, señalando su pierna, aún vendada.
—Vete a la mierda —repliqué con desprecio.
—Como quieras. Hablando de eso, cuando tengas ganas de mear u otra
cosa, grita. Si alguien te oye, es posible que acuda.
Esta vez no contesté. Me limité a mirar al techo, intentando olvidar que
había alguien más allí. Debía relajarme, tratar de frenar la tremenda furia que
comenzaba a notar. No quería darles la satisfacción de verme explotar. Eso
me convertiría en su juguete, en el objeto de sus burlas. En cambio, me
prometí algo a mí mismo. Fran, al igual que Campillo, estaba sentenciado.
Por su parte, el monitor, quizá decepcionado por mi actitud indiferente, optó
por marcharse, dejándome al fin solo.
Era la primera vez que me encontraba atado a la cama. Alguna vez me
había preguntado cómo sería la sensación. Verte totalmente inmovilizado.
Convertirte en alguien indefenso, vulnerable y dependiente… En mi caso,
Fran además me había colocado la contención de pecho, lo que provocaba
una incomodidad aún mayor. Tan sólo podía girar la cabeza y flexionar algo
las piernas. Las manos, por otra parte, ni siquiera me alcanzaban a la altura de
la cara, lo que impedía cualquier intento de rascarme o apartarme el flequillo.
Enseguida comprendí a los que decían que la contención mecánica podía
resultar una experiencia enloquecedora. En esta situación, sólo la calma y la
razón me ayudarían a superar el trance. A las pocas horas, noté que los
pensamientos de odio y resentimiento incrementaban mi tensión y las
molestias musculares, por lo que opté por intentar vaciar mi mente.
Esta es una de esas cosas que resulta más fácil de decir que de hacer: dejar
la mente en blanco, alejar de ti cualquier idea, pensamiento o imagen. Borrar
por un momento el pasado, las preocupaciones, el temor… El mundo pareció
desdibujarse alrededor. Cerré los ojos, concentrándome únicamente en relajar
cada músculo de mi cuerpo y en reducir el ritmo de mi respiración. Poco a
poco, las molestias, el agarrotamiento general de mi cuerpo, fueron
desapareciendo.
Creo que me dormí.
SECUESTRADO
Un tiempo después, no sabría decir cuánto, abrí los ojos para descubrir
que me encontraba de nuevo en mi habitación. Era de día, probablemente por
la mañana, pero ya hacía un calor sofocante. La luz inmisericorde del sol me
caía sobre la cara, lo que quizá había precipitado mi despertar. Con dificultad,
giré mi entumecido cuello hacia la izquierda. Allí, sentado en su cama, se
encontraba Santiago, observándome con curiosidad y algo de aprensión.
—¡Hombre! —saludó, nada más percatarse de que había abierto los ojos—.
Al fin has resucitado.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —pregunté, tratando de incorporarme.
Inmediatamente me sobrevino un intenso dolor, acompañado de un fuerte
mareo que me hizo caer de nuevo. El largo tiempo de inactividad física había
entumecido parte de mi cuerpo, que se negaba a obedecerme. Me sentía débil
y atrofiado.
—Tranquilo, hombre. Poco a poco —dijo mi compañero, con aire
preocupado—. Te trajeron ayer por la tarde. Estabas completamente dormido.
—¿Y cuánto tiempo llevo aislado?
—¿No lo sabes?
—Perdí la noción del tiempo —confesé.
—Ángel, llevas una semana desaparecido.
¡Una semana! ¡Dios! Me habían tenido una semana fuera de circulación.
No podía creerlo.
—¿Y en ese lapso nadie ha dicho nada? ¿No se ha indagado sobre mi
estado? ¡Es increíble! —exclamé sorprendido.
—Nadie sabía dónde te encontrabas. Una vez se me ocurrió preguntar a
uno de los monitores, y casi me suelta un tortazo.
—Bueno, pero ¿y la directora? ¿Cómo demonios se le explicó mi ausencia?
Ante esta pregunta, Santiago, con aspecto compungido, bajó la cabeza.
—Ángel, ha ocurrido algo espantoso durante tu reclusión. Por eso quizá, tu
desaparición haya pasado tan desapercibida.
—¿A qué te refieres?
—Es sobre Olga —dijo con tristeza— fue al día siguiente de lo tuyo…
—¿El qué? ¡Habla ya, joder! —casi le grité.
—Olga está muerta, tío. La encontraron en su despacho. Parece ser que se
suicidó con pastillas, o al menos, eso es lo que se piensa.
Todo comenzó a girar alrededor, como en un tiovivo. Noté mis
pulsaciones, martilleándome las sienes sin piedad. Y, por un instante, la
habitación se oscureció, amenazando con desaparecer.
—¡Ángel! ¡¡ÁNGEL!! —Oí a Santiago gritar desde muy lejos. Noté sus
manos sobre mis hombros, sacudiéndome con brusquedad. Poco a poco, el
mundo pareció recuperar su lugar. Inspiré profundamente.
—Perdona, ha sido la impresión. Creo que aún estoy muy débil —contesté
al fin.
—Y eso es otra. Tienes que contarme dónde has estado, y lo que te han
hecho. Cuando te cogieron esos hijos de puta, pensé que te traían aquí.
—Existe otro lugar, una habitación que pocos conocen en La Pinada. Está
en el pabellón general, en el ala derecha, al final de un pasillo sin salida. Sin
ventanas. Sólo hay cuatro camas equipadas con los dispositivos de sujeción, y
un pequeño armario metálico, que es en realidad una especie de farmacia.
—Joder, malditos cabrones… —masculló.
—Así que la directora muerta, ¿eh? Ahora entiendo la extraña tranquilidad
que mostraba ese cerdo.
—Explícate.
Le hice un breve resumen de mis aventuras, que Santiago escuchó con
profunda atención. No me interrumpió con preguntas durante el relato, cosa
que agradecí. Cuando finalicé, se quedó callado unos segundos, mirando al
vacío, pensativo.
—Creo que se está cociendo algo muy gordo aquí dentro. Es evidente que
Campillo y Fran están implicados en algún tinglado y no quieren que se sepa
—concluyó.
—Sí. Y también es muy probable que la psicóloga no se suicidara. No me
parece propio de ella. Cuéntame algo sobre eso. ¿Quién la descubrió, y
cómo? ¿Qué se sabe del asunto?
—Poca cosa. Fue Pascual quien la encontró en su despacho, la mañana
siguiente a vuestro altercado.
—Continúa —le conminé.
—Como recordarás, tras la pelea, los monitores os apresaron a ambos, en
principio para ataros a la cama, lo habitual en estos casos. Todos nos
sorprendimos la mañana siguiente al comprobar que Pascual era ya libre
como un pájaro, mientras tú continuabas desaparecido.
—Ya sospechaba que todo había sido un montaje —mascullé, irritado— la
pelea fue preparada con el fin de brindarle a ese mal nacido la excusa para
tenerme controlado…
—Exacto. Probablemente el doctor prometería cualquier cosa a ese cerdo
de Pascual a cambio.
—¿Cómo? ¿Con qué autoridad…? —pregunté, dudoso.
—Tras la muerte de Olga, Campillo es el director en funciones de La
Pinada.
No había tenido en cuenta esa posibilidad. La cosa pintaba cada vez peor.
Me encontraba encerrado en una auténtica prisión, con un individuo sádico y
sin escrúpulos como alcaide, que además me odiaba y temía al mismo
tiempo. No podía olvidar que yo era el único que sabía algo de sus turbios
métodos.
—De acuerdo, ahora ese hijo de perra tiene el control. Fenomenal. Sigue,
por favor —rogué a mi compañero, con un suspiro de resignación.
—Por lo que sabemos, Olga citó a Pascual a solas en su despacho en
cuanto le informaron de lo ocurrido.
—Querría conocer su versión de la historia. Eso indica que no confiaba en
absoluto en lo que pudiera decirle Campillo —deduje.
—Sí. Eso encaja. El caso es que no tuvo oportunidad de preguntarle nada.
Cuando Pascual entró en su despacho, la encontró muerta. Por lo que hemos
podido saber, estaba sentada en su silla, como dormida, y no había signos de
lucha o violencia física. Incluso se rumorea que dejó una carta de despedida.
Pero esto son sólo especulaciones, ya que la Policía no suelta prenda.
—Claro, es verdad. La Policía habrá regresado… —Me di cuenta de que
eso me daba una oportunidad.
—Sí. Esa es la única buena noticia de todo esto. Dos muertes en menos de
un mes. Por mucho que se haya intentado que parezca suicidio, no creo que
sean tan estúpidos como para creer que es pura casualidad.
—¿Carreras está aquí?
—Sí, y no para de preguntar a todo el mundo. Parece algo desquiciado.
—Mierda. Pretenderá interrogarme de nuevo.
—Cuenta con ello. De hecho, esta misma mañana se ha interesado por ti.
En cuanto sepa que estás de nuevo en el mundo de los vivos querrá verte.
Reflexioné por un momento. Si decidía denunciar a Campillo ahora, sin
pruebas, terminaría con toda seguridad en un pabellón psiquiátrico cubierto
de babas antes de que me diera cuenta. Con el informe demoledor del
psiquiatra, ahora director de La Pinada, estaba totalmente a su merced. Por la
misma razón, descarté la posibilidad de ponerme en contacto con José María,
mi abogado. A pesar de la confianza que me inspiraba, no tenía del todo claro
que diera pábulo a mi historia, de momento. No, necesitaba tener algo sólido
que mostrar antes de hacer público lo que sabía.
Además, aún no había renunciado del todo a la posibilidad de chantajear al
asesino de Morenés, aunque reconocía que esto se hacía cada vez más
complicado. En cualquier caso, debía permanecer callado, hermético, hasta
que se dieran las circunstancias propicias. Pero algo tenía claro. Pronto, todos
ellos pagarían. En ese momento me daba igual a quién me llevara por delante.
El ansia de venganza ocupaba ahora todos mis pensamientos. No había lugar
para otra cosa.
Es curioso cómo puedo odiar tanto y de forma tan intensa y visceral, y, sin
embargo, ser un castrado para el sentimiento opuesto. Mis emociones
siempre habían sido superficiales, desvaídas. Nunca fui capaz, hasta
entonces, de describir las sutilezas de mis diferentes estados afectivos.
Alguna vez he leído que los psicópatas “conocen la música, pero no la letra
de la canción”, en referencia a las emociones que, en teoría, les deberían
hacer sentir las distintas situaciones de la vida. Ello, a veces me hace pensar,
sobre si habrá algo de cierto en lo que los loqueros piensan de mí…
En ese momento, sin embargo, era perfectamente capaz de describir la ira
feroz y el profundo odio que me inspiraban Campillo, Fran, y en general, el
lugar que me mantenía prisionero, el juez que lo había ordenado y las
personas que me habían traicionado, llevándome a esa situación demencial.
Todos y cada uno de ellos tenían reservado un lugar privilegiado en un,
todavía, poco estructurado plan de venganza.
—Bueno, ¿y qué hacemos ahora? —inquirió Santiago, impaciente.
—De momento, nada. Guardaremos silencio. Quiero que Campillo piense
que su amenaza ha surtido efecto y que estoy dispuesto a colaborar. Necesito
tiempo.
—¿Eres consciente de que el próximo muerto podrías ser tú?
—Claro que sí. No soy estúpido. Pero no se me ocurre otra alternativa. Si
consigo hacerles creer que tengo miedo, que no voy a hablar, quizá me dejen
en paz durante un tiempo. Además, ahora tienen a la Policía muy encima. Se
lo pensarán mucho antes de intentar cualquier cosa.
—Con Olga no se lo pensaron demasiado. Además, aún no me explico
cómo consiguieron convencerla para que ingiriera voluntariamente esas
pastillas, si es verdad lo que dicen.
—¿Estás seguro de que murió por sobredosis?
—Es lo que se rumorea por ahí. Según Robert, uno de los monitores
comentó que han encontrado en su cuerpo una cantidad letal de algún tipo de
droga.
Con pesar, me di cuenta de que ahora era más necesario que nunca acceder
a entrevistarme con Carreras. Tenía que saber más sobre la muerte de Olga, y
sólo él podía proporcionarme esa información. Debía confirmar mis
sospechas, asegurarme de la autoría del crimen. Esta vez, igual que la
anterior, el asesino había actuado a la desesperada y de nuevo, había salido
bien librado. No pude evitar sentir admiración de su audacia.
—Bueno. Basta de cháchara. Hazme el favor de comunicar oficialmente a
todos que ya estoy despierto y que me encuentro bien. Cuanto antes
comencemos, mejor.
La primera persona que acudió a visitarme fue Ventura, el enfermero.
Venía armado de todos sus aparejos, dispuesto a verificar mi estado. Después
de un breve chequeo, confirmó que me encontraba bien, salvo por el lógico
entumecimiento de mi cuerpo tras el largo período de inactividad y las
rozaduras en muñecas y tobillos provocadas por las correas.
—Maldito Fran. No creo que fuera preciso ajustar tanto las contenciones —
decía mientras pasaba delicadamente por las heridas una gasa empapada en
Betadine.
—No te preocupes, no tiene importancia. Me molesta más lo atrofiado que
estoy.
—Se te pasará en cuando des un paseo por el patio. Te acompañaré, por si
te mareas. Tus constantes están bien, pero quiero solicitar que se te programe
una analítica de sangre. Me gustaría conocer los niveles de coagulación.
Tanto tiempo postrado… ¡Esto es inhumano, joder! ¡El anterior director no lo
hubiera permitido nunca…!
Este último pensamiento pareció traerle el recuerdo de la reciente muerte
de Olga. Era conocida en el centro la estrecha amistad que los unía. Su rostro
se endureció de golpe.
Aproveché ese momento para observarlo con más atención. Parecía haber
envejecido diez años. Había adelgazado, eso estaba claro y en su cara,
profundas huellas de preocupación y tristeza le habían hecho perder el
aspecto juvenil con el que lo conocí. El “joven maduro” que fue una vez,
había sido sustituido por un demacrado anciano. Para nada aparentaba los
cuarenta años que probablemente tenía, sino más bien, cincuenta o sesenta.
—Aunque pueda parecer ridículo decirte esto, proviniendo de alguien que
no es capaz ni de mear sin ayuda ahora mismo, creo que deberías dormir un
poco, amigo —le aconsejé.
—Gracias, Ángel —dijo, tratando de esbozar una sonrisa—. La verdad es
que llevo varias noches sin pegar ojo. Este asunto me ha destrozado.
—Pues deja de preocuparte. Estoy seguro de que, al final, todo se
solucionará de una manera o de otra —afirmé convencido.
—Eso espero, chaval…, eso espero —contestó mientras me ayudaba a
incorporarme, poco a poco, de la cama.
Con su ayuda me metí a la ducha. El agua fría pareció vigorizarme de
inmediato. De nuevo podía pensar con claridad. Después, con penosa
lentitud, fui colocándome las distintas prendas de ropa, siempre apoyado en
el enfermero. Al finalizar la parsimoniosa operación, mi estómago me
traicionó, lanzando una lastimera queja que evidenciaba las horas que llevaba
sin comer.
—Vamos a desayunar algo. Ya verás cómo en poco tiempo vuelves a estar
en forma —me prometió.
Tras un tentempié ligero —Ventura me recomendó que, de momento, no
comiera demasiado— dimos un breve paseo por el patio. Ninguno de los dos
habló. Ambos permanecimos abstraídos, sumidos en nuestros pensamientos.
A medida que caminábamos, notaba como mi musculatura iba recobrando
parte de su vigor, y las articulaciones recuperaban su elasticidad habitual.
De pronto, alguien me tocó por detrás. Nos giramos con rapidez para casi
darnos de bruces con el inspector Carreras. Su cabeza ahuevada se inclinaba
sobre el pecho con aire preocupado, a pesar lo cual, sus ojillos me lanzaban
destellos de astucia a través de sus gruesas gafas bifocales.
—¿Podría hablar contigo un momento, muchacho? —preguntó,
contemplándonos alternativamente a mí y al enfermero.
—Inspector, esto es irregular —se opuso Ventura— no puede interrogar a
Ángel si no está presente su abogado.
—Lo sé perfectamente, gracias. Aunque no se trata de ningún
interrogatorio. Sólo sería una charla informal.
—Lo siento, pero está algo débil. No creo que sea el momento más
oportuno…
—Al contrario —le interrumpí— es de lo más oportuno. Por favor Ventura,
déjanos un momento a solas al inspector y a mí.
Éste me miró con expresión contrariada. Aún se resistía a dejarme hablar
con el policía.
—Será sólo un minuto, enfermero. Le prometo que se lo devolveré de una
pieza.
Por último, sin más argumentos para mantener su negativa, tuvo que
claudicar.
—De acuerdo, tiene un minuto. Estaré en mi despacho, por si me
necesitáis.
—No te preocupes, Ventura. Todo saldrá bien —lo tranquilicé.
Carreras y yo nos alejamos hacia el extremo opuesto del patio. Cuando
estuvimos lo bastante retirados, dijo, sin dar mucha importancia:
—Llevo ya varios días intentando hablar contigo, pero tu médico me
informó que estabas indispuesto.
—Sí… —dije, sin poder evitar un estremecimiento de cólera al recordar a
mi verdugo— efectivamente, la última semana la he pasado en cama.
—Vaya, una pena. Espero que estés mejor ahora… Me imagino que ya te
han comentado lo ocurrido con Olga, la psicóloga.
—Sí…, algo me han dicho.
—También se dice que tú y ella hablasteis en privado poco antes de que
apareciera muerto el director. Y que os llevabais bien…
—Las conversaciones con cualquier psicólogo suelen ser en privado, y,
además, confidenciales, inspector —repuse con una sonrisa—. Y el trato
entre ella y yo era idéntico al que pudiera tener con los demás internos. No
éramos amigos, si a eso se refiere.
—De acuerdo. Touché —reconoció, también sonriendo—. Te hablaré
franco. El día que te interrogué tuve la impresión de que sabías más de lo que
querías hacernos creer. De hecho, confieso que fuiste durante unos días el
primero de mi lista de sospechosos.
—¿Eso significa que ya no lo soy, inspector? —pregunté socarronamente.
—¡Jajaja! —Rio, algo más relajado—. Touché de nuevo. No, Ángel. Y si
albergaba alguna duda aún, se disipó tras el último asesinato.
Asesinato. Lo había dicho. El inspector acaba de reconocer de manera
explícita que lo de Olga no había sido suicidio.
—De acuerdo. Le escucho.
—Tú vives aquí, conoces a todo el personal. Sabes cómo son en realidad.
Cuando yo trato de interrogarlos, se cierran. Nadie sabe nada, nadie ha oído
nada... Todos lamentan lo que está ocurriendo, aunque callan. Y los internos
tampoco son ninguna ayuda. Al ser menores necesito una autorización del
juez para hacer la pregunta más tonta y por lo general, tampoco están
dispuestos a hablar. Todos desconfían de la Policía —explicó consternado—.
En este momento, estoy en un punto muerto.
Lo miré, mientras reflexionaba. Finalmente, tomé una decisión.
—Es cierto. Sé algunas cosas. Pero no las diré gratis.
—¿A qué te refieres? ¿Quieres dinero? —preguntó con gesto de sorpresa.
—¡Claro que no! Yo también deseo información. Un toma y daca, como se
suele decir. Yo le digo y usted me dice, ¿de acuerdo?
—Depende de lo que quieras saber —dijo con recelo.
—¡Oh, no se preocupe! Nada importante. Por ejemplo, cómo murió en
realidad la psicóloga. Dicen que se suicidó.
—Sí… de momento esa es la versión oficial —reconoció el policía con
cautela.
—Los dos sabemos que eso es una gilipollez. De momento no quieren
hacerlo público para que no cunda la alarma, pero a Olga la despacharon —
dije impaciente—. Dígame lo que se sabe al respecto, y yo le contaré a
cambio algo que le sorprenderá.
—En el examen forense, se detectaron unos cinco gramos de morfina. La
mitad de eso es suficiente para causar la muerte. También se le hallaron unos
diez mililitros de Haloperidol. Además, encontramos una jeringa con los
restos de la morfina en la papelera, así como un vaso de plástico, con algunas
gotas de zumo de naranja. Por otra parte, no había signos de lucha, y se
localizó la marca de un pinchazo en la fosa ante cubital del brazo izquierdo
—explicó, señalándose el lugar indicado—. Para complicarlo todo aún más,
al parecer dejó una breve nota de despedida, cuya autenticidad se está
comprobando en este momento por nuestros peritos caligráficos. En
principio, todos los indicios apuntan a suicidio, salvo por una cosa…
—Olga era zurda —Me adelanté.
—Exacto… —dijo con asombro— eres bueno, chico. Yo tardé dos días en
darme cuenta de ese detalle. En efecto, al no ser diestra, difícilmente hubiera
elegido ese brazo. Le habría resultado mucho más sencillo emplear su brazo
izquierdo, e inyectarse la morfina en el derecho.
—Y creo que sus peritos le confirmarán pronto que la letra de la carta no
pertenece a Olga. El asesino tuvo que actuar con rapidez. Improvisó. Debe
ser un tipo muy listo…, y audaz —aventuré admirado a mi pesar.
—Bueno, eso es demasiado imaginar…
—En absoluto —aseguré—. Le diré lo que creo que ocurrió en realidad.
Alguien desconocido, quizá la misma persona que asesinó a Morenés, drogó
en esta ocasión a Olga con Haloperidol y una vez sin sentido, le inyectó la
morfina. El Haloperidol es una sustancia que se puede camuflar en un zumo
ácido, como, por ejemplo, de naranja. Pero despide un olor fuerte, sobre todo
si se trata de una dosis elevada —repuse, pensativo. De repente me acordé de
algo— ¡Estaba acatarrada! Recuerdo que, durante la última reunión del
grupo, estornudó varias veces. Probablemente no pudo olerlo.
—Pero quien se lo suministró, debía ser alguien de su confianza. Lo
suficiente como para ofrecerle un zumo y que ella lo aceptase… ¿Qué puedes
decirme, al respecto? ¿Se te ocurre quién pudo ser? —inquirió con cierta
ansiedad en la voz.
—De momento, no. Aunque tengo una idea sobre cuál pudo ser la razón
por la que la quitaron de en medio.
—Explícate.
A continuación, relaté con detalle dónde había estado en realidad durante
los últimos días. He de confesar, en honor a la verdad, que el poli me escuchó
con atención sin mostrar, aparentemente, señales de incredulidad, como temí
al principio.
—Es duro lo que cuentas, muchacho. Ese hombre podría haber cometido
varios delitos, si resultara cierto…
—Da igual que me crea o no. Se lo cuento para que entienda por qué debía
morir Olga. Al día siguiente de que me aislaran, Olga llamó a Pascual para
oír su versión de los hechos. Cuando éste llegó a su despacho, ya estaba
muerta.
—¿Sugieres que la mataron con el fin de que no averiguara que el doctor te
había atado a la cama? Eso suena exagerado. No tiene mucho sentido.
—La pelea fue una trampa. El médico quería tenerme encerrado para poder
interrogarme con libertad.
—¿Y qué quería de ti?
—En realidad, aún no lo sé —mentí—. Me preguntó con insistencia sobre
la llamada del director a su despacho, la mañana en que apareció asesinado.
Imagino que piensa que sé algo. Me teme, por alguna razón. Pero todavía no
sé por qué.
—De acuerdo. Investigaremos al buen doctor, a ver qué averiguamos al
respecto. De momento, quiero que tengas cuidado.
—Le basta con poner su firma sobre un papel para que me trasladen a un
pabellón psiquiátrico de por vida. Si cree que sigo siendo una amenaza, me
queda poco tiempo de estar aquí —le advertí.
—Vale, vale. Veré a ver lo que puedo hacer.
Había sacado algo en limpio durante la entrevista con Carreras: ahora
estaba seguro de que el asesino material de Olga era la misma persona que se
había limpiado a Morenés. Sin embargo, también sabía que el inspector me
ocultaba información. Por ejemplo, se había reservado todo lo referente a la
trabajadora social hallada muerta hacía unas semanas, y que, de algún modo,
estaba relacionada con lo que sucedía en La Pinada…
En ese momento, se acercó a nosotros Ventura, algo nervioso. Se dirigió a
mí, con una mirada de consternación.
—Ángel, acaba de llegar tu madre. Ha pedido hablar contigo.
—Creía que el régimen de internamiento que estoy cumpliendo prohibía las
visitas —dije con extrañeza.
—Sí, así es. Pero el director Campillo ha pensado que, dadas las
circunstancias, se debía hacer una excepción.
—¿Circunstancias? ¿Qué circunstancias? —pregunté intrigado.
—Es sobre tu padre —explicó con voz ahogada — creo que será mejor que
ella misma te lo diga.
—Ventura, déjate de rodeos. ¿Qué coño pasa con ese puto borracho? —
exclamé irritado.
—Lamentablemente, no volverá a emborracharse —informó en tono
solemne— Ángel, tu padre ha muerto.
DE NUEVO EN LA PARTIDA
Abrí los ojos despacio, tratando de evitar que la luz penetrase en ellos con
excesiva dureza. Resultaba doloroso.
Al principio ignoraba todo. No tenía conciencia clara de quién era, o de
dónde estaba. Tuve que dejar transcurrir un tiempo hasta que mi cerebro se
puso en marcha, al fin. Recordé que me llamaba Ángel no sé qué, y que
corría un inminente peligro. También me vino la imagen de una señora
llorando. Luego se desvaneció.
Muy, muy lejos, se oía la voz de alguien.
—Enfermera, creo que empieza a despertarse. Me ha parecido que abría los
ojos un momento —decía una mujer. Era mi madre.
De repente, como si alguien hubiera decidido abrir la compuerta en ese
preciso instante, un torbellino de recuerdos e imágenes me sacudieron con
fuerza. Volvía a ser plenamente consciente.
—Ahora estoy segura, enfermera. Ha llegado a abrir los ojos un momento y
me ha mirado —repitió la voz en tono imperioso.
—Tranquilícese señora. Estos episodios son muy habituales durante los
períodos de coma —le respondía otra voz femenina en tono ramplón.
Irritado, decidí hacerme presente.
—Hola mamá —logré pronunciar con dificultad.
—¡Hijo! —exclamó.
—¿Dónde estoy?
—Estás en un hospital, cariño —contestó ella, mientras se arrojaba sobre
mí.
—¿Y cuánto tiempo llevo aquí?
—Será mejor que ahora no hable demasiado —intervino la enfermera
dirigiéndose a mi madre, como si yo no estuviera allí—. Voy a avisar al
doctor para que lo examine…
—¿Sería tan amable de dejarme hablar con mi madre en paz? —la
interrumpí, colérico. Un fogonazo de dolor nubló mi cabeza en ese momento,
obligándome a cerrar los ojos y recostarme.
—¡Ángel! ¿Qué te pasa? —gritó mi madre alarmada. Sin embargo, al
verme abrir los ojos de nuevo, pareció tranquilizarse—. Cariño, la enfermera
tiene razón. Debes descansar. Llevas en coma casi una semana.
—¿¡En coma!?... Joder, pues sí que me golpearon fuerte.
—No fue un golpe —se oyó en ese momento desde la puerta.
Un hombre, alto y delgado, de unos cincuenta años, penetró en la estancia.
Llevaba colgado el típico fonendoscopio sobre el cuello y vestía una bata
blanca en la que lucía la etiqueta amarilla, distintiva de los médicos.
—Hola Ángel, soy el doctor Alberto Poza —dijo, tendiéndome la mano—.
Te encuentras ingresado en la cuarta planta de La Arrixaca, desde hace una
semana, justamente.
—Buenos días, doctor, ¿podría decirme qué me ha pasado?
—Sufriste un prolongado estrangulamiento, que te provocó falta de
oxigenación en el cerebro durante casi un minuto —explicó en tono
despreocupado—. Eso te causó el coma. Disculpa, debo someterte a un
rápido examen. Será cuestión de un minuto.
—De acuerdo —acepté a regañadientes.
El maldito matasanos se comportaba como un dios en su Olimpo particular.
Pude observar el cambio de actitud de la enfermera, casi reverente. Mi madre
por su parte, que conocía bastante bien mi carácter, me miraba de soslayo,
temiendo sin duda alguno de mis prontos. Sin embargo, el año largo en La
Pinada me había servido, entre otras cosas, para aprender a controlar mi
humor. Quizá en otro tiempo, me hubiera limitado a mandar a la mierda a
todo el mundo, pero en esta ocasión decidí colaborar.
Me auscultó, y examinó mis pupilas con una pequeña linterna, mientras la
enfermera me tomaba la temperatura y la tensión arterial. Acto seguido me
sometió a un estúpido interrogatorio, con el fin de averiguar si mi cerebro
funcionaba correctamente o padecía algún tipo de amnesia. Creo que superé
el examen con bastante brillantez.
—Bien, aún necesito que se te haga un electroencefalograma para descartar
alguna anomalía, aunque lo que he visto parece indicar que estás todo lo bien
que se puede esperar dadas las circunstancias.
—Claro —repuse impaciente—. Ahora necesito hablar con el poli.
—Y ellos quieren hablar contigo —contestó el médico, mientras escribía
algo en mi historial—. Desde hace tiempo, además. Pero hoy no va a poder
ser. Hasta que no se realicen todas las pruebas, tendrás prohibidas las visitas,
salvo la de tu madre. No quiero que te excites demasiado.
—¿Cuándo, entonces? —pregunté, de nuevo irritado.
—Si todo va bien…, quizá mañana por la tarde —replicó sin inmutarse.
Esa noche la pasé entre pesadillas. Ventura se encontraba otra vez sobre
mí, aunque esta vez me apuñalaba, mientras reía a carcajadas. Yo trataba de
pedir auxilio, y de mi garganta no salía sonido alguno.
La escena cambiaba… Ahora estaba en la habitación del hospital,
inmovilizado. Alguien había ordenado que me volvieran a sujetar a la cama.
De pronto, me daba cuenta de que no estaba solo. En el sillón de las visitas
había alguien, pero tenía el rostro vuelto hacia la pared, por lo que no podía
distinguirlo con claridad
—¿Mamá? —preguntaba esperanzado, pero cuando se giraba, me vi
lanzando un grito de espanto. Era Germán, o de algo que se parecía a
Germán. Su cara presentaba un avanzado estado de descomposición, aunque
sus ojos estaban intactos. Y me miraban acusadores.
Grité, despertando.
Mi madre, esta vez ella, junto a mí, acariciándome, ofreciéndome agua. Me
volví a dormir. La mañana siguiente me desperté agotado, a pesar de lo cual,
desayuné con apetito. Acto seguido se me trasladó a otra planta donde se me
hicieron las dichosas pruebas. En una de ellas me conectaron un número
indefinido de cables en el cráneo, obligándome a permanecer tumbado
durante aproximadamente una hora. Después me volvieron a subir a planta,
donde me esperaba de nuevo la comida. Mi madre me acompañó en todo
momento.
Por la tarde se abrió la puerta de mi habitación y apareció Santiago al fin.
—¡Hola colega! —saludó, acercándose titubeante.
—Pasa compañero. Creo que te debo la vida.
—No fue nada. Me limité a hacer lo que me ordenaste —dijo,
ruborizándose.
En ese momento alguien llamó a la puerta. Sin tiempo para contestar se
abrió, asomando la cabeza/huevo del inspector.
—¡Vaya! ¿Entonces, sigues vivo? —preguntó, con humor, ante la mirada
estupefacta de mi madre.
—Mamá, espera fuera un momento. Quiero charlar a solas con el inspector
Carreras —le ordené en tono hosco.
—Nada excitante, espero. Recuerda las recomendaciones del doctor —dijo
ella, preocupada
—Por mi parte le pueden dar por culo a ese puto matasanos —repliqué
irritado. Sin embargo, ante su mirada de consternación, me apresuré a añadir
—. Tranquila. Ya te avisaré cuando terminemos.
Una vez estuvimos los tres solos, inquirí:
—¿Y bien?
—Eso debería preguntar yo, amiguito… ¡Menudo sinvergüenza! —
exclamó en tono airado—. De todas formas, probablemente te acuse de
obstrucción a la justicia, por lo menos… ¿Desde cuándo sabías que el
enfermero estaba en el ajo?
—Desde que descubrí el cuerpo de Morenés.
—Explícate.
—Para empezar, en la escena del primer crimen, mi expediente personal
estaba demasiado ordenado, al contrario que el resto de documentos que
había en la mesa del director. Era evidente que alguien lo había estado
revisando poco antes —expliqué en tono despreocupado—. Durante las
reuniones de grupo, pude observar en varias ocasiones como Ventura tenía la
manía de alinear una y otra vez los folios que utilizaba para tomar notas. Lo
hacía de manera inconsciente, creo... Una especie de acto compulsivo.
Además, estaba la forma de la muerte. El abrecartas había sido clavado en el
lugar exacto donde se aloja el corazón. No es algo que resulte fácil, teniendo
en cuenta que debió actuar con extrema rapidez. Morenés ni siquiera hizo el
gesto de defenderse, ya que no presentaba en las manos ni un arañazo, lo que
indicaba que debía estar desprevenido en ese momento. Debía ser, por tanto,
alguien del personal en el que confiaba, y no un simple interno… En
resumen, se trataba de un miembro destacado del equipo, muy hábil y con
conocimientos importantes de anatomía; ya por aquel entonces, Ventura no
me encajaba para nada en La Pinada, por lo que sospeché de él enseguida —
concluí, desdeñoso.
—Y acertaste. Pero si nos hubieras avisado a tiempo, quizá la psicóloga
estaría aún con vida, ¿por qué demonios lo ocultaste?
—En ese momento yo era el máximo sospechoso y no tenía credibilidad.
Además, no eran más suposiciones, sin ningún tipo de prueba en qué
apoyarme.
—En fin. Sólo te puedo decir que se tendrá en cuenta tu colaboración
posterior. Al fin y al cabo, la confesión de Ventura, oída por varios testigos,
ha permitido la desarticulación de una banda organizada que utilizaba a
menores para distribuir droga por todo el país. Una verdadera mafia. Tanto el
psiquiatra, Campillo, como varios monitores, han sido detenidos y se
encuentran en prisión sin fianza, hasta que se celebre el juicio —me informó.
Tras unos segundos de reflexión, añadió—. Por cierto, encontramos el cuerpo
sin vida de Diego, el monitor desaparecido, en una habitación adyacente a la
enfermería.
—Imaginé que lo tenían allí —repuse— era el lugar más obvio. Aún no
habían tenido tiempo de sacarlo fuera, dada la numerosa presencia policial…
¿Cómo murió?
—Estrangulado. Probablemente fue el enfermero. Lo sabremos muy
pronto.
—Fue él, créeme. Esa era su principal función en la banda: encargarse de la
gente —de repente me acordé de algo—. Por cierto… ¿cómo es que te
encontrabas aún en “La Pinada” …? Te creía fuera.
—Bueno, lo cierto es que me dejaste muy intranquilo con tus revelaciones,
así que decidí realizar las gestiones vía telefónica y quedarme allí con el resto
de agentes. Sólo por si acaso —me aclaró en tono satisfecho.
—Joder, tío —intervino en ese momento Santiago que no había despegado
los labios en todo el tiempo—. Sabías desde un principio lo que estos se
traían entre manos, y no me dijiste nada —me reprochó.
—Sospechaba lo de la droga. Era la alternativa más lógica que se me
ocurría; además, soy un experto del ramo —le recordé—. Hay varias cosas
que me hicieron sospechar, como, por ejemplo, la autoridad que demostraba
Ventura sobre algunos de los monitores, o las salidas que hacían éstos los
viernes a comprar la comida… Creo que era entonces cuando acompañaban a
las “mulas” que estaban de permiso. También me resultó extraño que los
internos del módulo verde apenas tuvieran relación con el resto. Y, por
último, la completa y moderna equipación del botiquín, más propia de un
hospital que de un centro de menores cualquiera. Luego, durante mi captura
se les escaparon algunos detalles… su extremado interés, por ejemplo, en
averiguar por qué me había llamado el director la mañana en que apareció
muerto.
—¡Por cierto! ¡Aún no sabemos por qué asesinaron a Morenés!
—Creo que, de alguna forma, el director sospechaba lo que sucedía y lo
transmitió a la persona en la que mayor confianza tenía: Olga, la psicóloga.
Pero Olga, enamorada del enfermero, se negaba a creerlo, y empezó a indagar
por su cuenta, poniéndolos muy nerviosos. Comenzaron a vigilarlos a ambos
estrechamente. Cuando me vieron hablando con ella a solas una tarde por el
patio, debieron pensar que habían sido descubiertos y trataron de matarme,
cosa que, por fortuna, no consiguieron. Al día siguiente, Morenés me llamó a
su despacho, quizá sólo para preguntarme por la agresión recibida, haciendo
saltar todas las alarmas. Fue su sentencia de muerte.
—¿Olga, enamorada de Ventura? ¡Quién lo hubiera dicho!
—Las miradas que le dirigía durante las reuniones eran de lo más
evidentes, compañero. ¡Pobre infeliz! Nunca tuvo la menor oportunidad —
exclamé, en referencia a la infortunada psicóloga—. De todas formas, creo
que Ventura sintió tener que matarla. Recuerdo que me dijo algo al respecto,
durante nuestra charla.
—Pero eso no le impidió acabar con ella… ¿Cómo se puede ser tan hijo de
puta? —prorrumpió Santiago, indignado.
—Bueno, su reacción fue muy lógica. Si no la silenciaba, antes o después
lo descubriría. Tenía mucho que perder —traté de explicarle.
Sin embargo, enseguida me persuadí de que Santiago nunca sería capaz de
concebir que Ventura hubiera asesinado a su propia novia. Yo sí lo entendí.
Mientras contemplaba a mi compañero con cierta curiosidad, recordé que yo
había hecho algo similar hacía un año. Y que volvería a hacerlo, si fuera
preciso. Quizá era eso lo que me diferenciaba del resto, lo que me hacía
especial, y, en cierta medida, superior. Era capaz de hacer lo que debía,
independientemente de vínculos o sentimientos. Por eso, siempre
prevalecería.
—Parece como si lo justificaras… —se atrevió a decir mi compañero. Esta
vez, permanecí callado, sabiendo de lo inútil que resultaría cualquier cosa que
dijera.
—Ventura es un psicópata. Alguien que no siente remordimientos, ni pena,
ni amor. Ahora pagará lo que ha hecho en la cárcel —explicó Carreras—.
Pero el caso, no está cerrado.
—Hay alguien más. El que dirigía el cotarro. Una especie de jefe en la
sombra —señalé.
—Exacto. Y tras interrogar a todos los detenidos, ninguno reconoce saber
de quién se trata. La pista de la trabajadora social asesinada se ha
desvanecido, ¡maldita sea! —exclamó el policía con frustración—. Y podría
ser la clave de todo. Al parecer era la responsable de los menores del centro
en materia social, y probablemente se encargaba de la parte logística del
negocio en el exterior… Nos encontramos en la era de la tecnología y a
ningún vecino o familiar de la víctima se le ocurrió sacar una foto a su
amante. Sólo contamos con una vaga descripción de su asesino, un tipo alto,
de pelo negro y rizado.
Lo miré, de repente, asombrado. Mientras el poli hablaba me había venido
a la cabeza un fragmento de mi última conversación con Ventura.
Tenía la clave final.
JAQUE MATE
LA PURGA
EPÍLOGO