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Confesiones de un psicópata

adolescente

José Antonio Jiménez-Barbero


Copyright © 2016 José Antonio Jiménez-Barbero
All rights reserved.
ISBN: 1536999806
ISBN-13: 978-1536999808
Dedicada con amor a mi mujer y a mi hija, a las que quiero con locura.
AGRADECIMIENTOS

Quiero dar las gracias a mis amigos y primeros críticos, María José Sirera y
Jesús Luque, principales responsables de que esta historia se presente con un
mínimo de calidad y estilo.
Y, por supuesto, te lo dedico a ti, lector, que has confiado en este humilde
servidor para pasar un rato de entretenimiento. Espero no defraudarte.
PRÓLOGO DEL AUTOR

Para Robert D. Hare (1993), los psicópatas son “depredadores que


encandilan, manipulan y se abren camino en la vida sin piedad, dejando una
larga estela de corazones rotos, expectativas arruinadas y billeteras vacías.
Con una total carencia de conciencia y sentimientos por los demás, toman lo
que les apetece de la forma que les viene en gana, sin respeto por las normas
sociales y sin el menor rastro de arrepentimiento o piedad […]”.
Hubo un tiempo en que la psicopatía era considerada un trastorno asociado
al entorno familiar y social. Ello llevó a que muchos autores emplearan el
término sociópata para referirse a este fenómeno. Sin embargo, la evidencia
empírica de las últimas décadas, parece indicar que la psicopatía es además
un trastorno de naturaleza innata; dicho de otro modo, el psicópata nace
siendo psicópata. El entorno social y familiar, así, actuará como un factor
modulador, pero estará muy lejos de ser el origen. Por ejemplo, un psicópata
que se desarrolla en un entorno desfavorable, en una familia desestructurada
o favorecedor de la violencia, es fácil que llegue a convertirse en delincuente,
asesino, o violador, ya que su propia naturaleza lo predispone a ello.
Sin embargo, ¿qué ocurre con aquellos que crecen en un entorno adecuado,
o en un ambiente familiar que consideraríamos normal desde los estándares
comúnmente aceptados? Aunque muchos de ellos quizá no delincan nunca,
su total carencia de empatía, su pobreza afectiva y absoluta falta de valores,
los llevará a desenvolverse siempre en el límite de la legalidad el cual podrán
traspasar en ocasiones, cuando lo consideren necesario, para alcanzar sus
fines. Sin conciencia, sin respeto a las normas sociales o a las leyes humanas
o divinas; caracterizados por su falta de escrúpulos y la ausencia de cualquier
sentimiento de culpa, en este grupo encontraremos a ladrones de “guante
blanco”, tiburones económicos, estafadores, políticos corruptos, etcétera.
Una idea algo extendida es que toda persona que comete un crimen
horrendo es por fuerza, un psicópata. Por supuesto, existen muchos
delincuentes, incluso asesinos, que no cumplen los criterios de la psicopatía.
En estos casos, sí, el haber recibido una socialización inadecuada, proceder
de ambientes marginales o familias desestructuradas, un arrebato pasional, o
la simple necesidad, puede llevar a un individuo a convertirse en criminal.
Sinceramente pienso, que cualquiera de nosotros, expuesto a condiciones
extremas, puede llegar a cometer actos propios de un psicópata.
En general, existe entre el público, un gran desconocimiento de la realidad
de las personalidades psicopáticas. A pesar de que se publica mucho al
respecto, la mayor parte de lo que se escribe suele ir dirigido a lectores
expertos o cuanto menos dotados de un bagaje cultural y académico que le
permite acceder y comprender textos científicos o pseudocientíficos. En mi
opinión, un buen vehículo para transmitir esta realidad a la sociedad en
general es la ficción. Eliminar el lenguaje técnico y llevar al lector a la vida
interior, los pensamientos, emociones y sentimientos de uno de ellos, dentro
de una trama atractiva y ágil, puede ser la mejor forma de comprender el
funcionamiento de estos sujetos.
En esta novela me propongo explorar la psicopatía en la infancia y la
adolescencia, es decir en su origen; o, mejor dicho, ya que otra cosa me
parecería pretenciosa, intentaré arañar tímidamente su superficie.
Poco se ha estudiado hasta ahora sobre la psicopatía infantil. De hecho, en
las taxonomías psiquiátricas oficiales (DSM-V1, CIE-102), sólo se contempla
el trastorno antisocial de la personalidad (nombre con el que se reconoce la
psicopatía), entre adultos. Psiquiatras y psicólogos se niegan a diagnosticar
una psicopatía en niños, ya que consideran que la personalidad no está
suficientemente formada como para emplear en ellos esta etiqueta
diagnóstica.
En cambio, los diagnósticos que se establecen para describir este patrón de
conducta en niños y adolescentes son los “Trastornos destructivos, del control
de los impulsos y de la conducta”. Dentro de este espectro, el que parece
aproximarse más a la psicopatía es el trastorno de conducta, que el DSM-V
define como un “patrón repetitivo y persistente de comportamiento en el que
no se respetan los derechos básicos de otros, así como las normas o reglas
sociales propias de la edad”. Este trastorno a su vez puede ser de inicio
infantil (si aparecen los primeros síntomas antes de cumplir los diez años), o
de inicio adolescente (si éstos comienzan a observarse después de los diez
años). Dada la tesis expuesta, y que sirve de base a esta narración, parece
lógico pensar, por tanto, que un trastorno de conducta de inicio infantil es el
que más se acercaría a la “psicopatía infantil”.
En Confesiones de un psicópata adolescente, —título que supone una
falacia en sí mismo, teniendo en cuenta que las taxonomías oficiales no
contemplan este diagnóstico—, he intentado plasmar lo más fielmente
posible la mentalidad de un psicópata, tal y como lo describen los principales
expertos en la materia. Ángel, el protagonista, debe mucho, por tanto, a la
visión de autores como Hervey Cleckley (“La máscara de la cordura”, 1941),
Robert D. Hare (“Sin conciencia”, 1993), o el español Vicente Garrido (“El
psicópata”, 2003).
Aunque la tesis imperante es, como se ha dicho, la del psicópata innato,
aún existe mucha controversia en torno a este tema. No es mi objetivo
polemizar al respecto. Entraríamos en una cuestión espinosa y compleja
desde el punto de vista ético y, por otra parte, mi opinión carece de la
autoridad suficiente como para protagonizar la apertura de un debate en este
sentido. Con sinceridad, creo que el tema es demasiado serio o grave como
para que se consideren otras opiniones que no sean las de expertos en esta
área.
Mi intención, en primera instancia, es la de entretener. Pero también, hacer
llegar al lector no versado en el tema la esencia de lo que constituye la
naturaleza psicopática sobre la que aún existe un gran desconocimiento entre
los distintos sectores sociales. Mucho se habla y discute en los medios y en la
propia sociedad, cuando por desgracia se conoce algún suceso violento en el
que está implicado un menor. En ocasiones, bajo el calor de las emociones, se
opina con excesiva ligereza o falta de prudencia. Así mismo, las decisiones
legislativas de los gobiernos sobre menores son adoptadas sin consultar en
muchos casos a los expertos autorizados, y bajo la influencia de ideologías o
corrientes de pensamiento.
En este sentido, quiero aclarar que no se plasma aquí ideología u opinión
de ningún tipo. Por supuesto la tengo, pero no es el objeto del libro. Tal y
como podrá comprobar el lector, aquí sólo habla y opina Ángel, un joven
psicópata, o que al menos cumple muchos de los estándares de lo que hoy
conocemos sobre este trastorno. Al narrarse en primera persona, todo se
muestra —o intenta mostrarse— tras el filtro de la visión de este adolescente
antisocial, lo cual nos lleva a la experiencia de percibir la realidad a través de
los ojos de alguien despiadado, sin empatía ni afectividad; carente de
sentimiento de culpa, frío, impulsivo y violento.
Reconozco que ponerme la piel de psicópata en cada frase o pensamiento
de Ángel, me ha supuesto un esfuerzo emocional agotador, pero tal es el
objetivo principal de esta historia: ver, pensar y sentir como lo haría un
verdadero psicópata. Puede que algunas de las ocurrencias del protagonista
les parezcan exageradas o excesivas; créanme, la realidad supera
ampliamente a la ficción. Episodios como el maltrato de animales, o la
violencia ejercida contra algunos compañeros de clase, son típicos y
característicos de la psicopatía en adolescentes. Les puedo asegurar que la
mayoría de los sucesos de este tipo aquí plasmados, han sido inspirados por
hechos reales.
En cualquier caso, que cada cual se forme su opinión al respecto. Yo —o
más bien Ángel—, nos limitamos a presentar la historia.
He de decir que, a su vez, este ejercicio me ha impuesto importantes
limitaciones literarias que, espero, el lector podrá comprender y perdonar. Un
psicópata es incapaz de percibir la belleza o el amor, los sentimientos, los
matices… Ello me ha obligado a emplear un estilo algo rácano en
determinados momentos de la narración, habida cuenta de que, quien nos está
contando las cosas, es un castrado emocional. Difícilmente podrá entender, y
mucho menos expresar en metáforas aquellos detalles que se salgan de su
egoísta y egocéntrica visión del mundo. La despiadada perspectiva de la
realidad del narrador, me ha frenado a la hora de emplear figuras literarias
que podrían haber embellecido el mensaje, pero que, en mi opinión, también
le habrían restado realismo, haciendo fracasar mi experimento.
Quisiera aclarar que todos los personajes que se describen proceden de mi
imaginación. Cualquier parecido con personas o nombres reales es fruto de la
casualidad. Tampoco existe ningún centro de internamiento de menores
llamado La Pinada, en Abarán (Murcia).
Respecto a la estructura organizativa del mismo, está basada en la que se
establece habitualmente en centros reales, aunque me he permitido algunas
licencias para poder conducir la historia. Así mismo, las estrategias
educativas y terapéuticas que planteo son similares a las que se dan en este
tipo de establecimientos: las terapias de grupo y las consultas psicológicas,
por ejemplo, suelen formar parte de sus programas.
Por último, he de advertir que, a fin de plantear una trama interesante, que
pueda dar juego al desarrollo de los personajes, se da una imagen negativa de
algunos empleados del ficticio centro de internamiento. A pesar de ello, estoy
convencido de que la mayoría de personas que trabajan en este tipo de
establecimientos son magníficos profesionales, que se dedican a su trabajo
con entrega y vocación, para nada parecidos a los caracteres y conductas
perversas que se describen en algunas partes del libro; y aunque, por
desgracia, se han conocido en ocasiones sucesos truculentos y condenables en
relación con los mismos, en mi opinión constituyen la excepción y no la
regla.

1
Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, versión 5.
2
Clasificación internacional de enfermedades, versión 10.

PREÁMBULO

El hombre alto pasea indiferente, contemplando el tráfico con aire


distraído. Un joven policía le saluda en tono amable, con el típico gesto
marcial, pero sin prestarle demasiada atención. Al fin y al cabo, no se trata
más que de un ciudadano corriente que pasea tranquilamente, esa tórrida
tarde de sábado del mes de julio.
Aunque no es su primera muerte, en esta ocasión no sabe muy bien por qué
lo ha hecho. Lo cierto es que hacía tiempo que sentía una profunda aversión
hacia esa mujer de rostro zafio y vulgar que lo hostigaba con las mismas
tediosas discusiones, día tras día. Hasta el sexo con ella se había vuelto soso
y rutinario. Y, por último, esa misma tarde, la gota que ha colmado el vaso:
sus continuas exigencias de más dinero (¡puta egoísta!), acompañadas de
veladas amenazas de dar publicidad al asunto… Se podría decir que ella
misma ha firmado su sentencia de muerte.
Es consciente de que su desaparición puede suponer un problema para el
negocio. Sabe de la importancia de Ana y de los inconvenientes que puede
acarrearle su ausencia en estos momentos, mas la cosa ya no tiene remedio.
En fin, ya pensará como solucionarlo. Pensar es algo que se le da bien…
Llama al primer taxi que ve acercarse. Un anciano apoyado en un bastón lo
ha descubierto antes, pero el tipo alto aprovecha su mayor agilidad para
adelantarse y abrir la puerta. Ni se fija en la cara del viejo idiota… Un
perdedor más, seguro.
—¿A dónde, señor? —pregunta el taxista.
—A la Plaza de las Flores, por favor.
—Okey.
Inician la marcha en silencio. Ese día el tráfico es denso y la circulación se
hace lenta y aburrida. Es por ello que el taxista no puede resistir la tentación
de entablar conversación.
—Con este calor la gente está más irritable, ¿no cree? Da gusto toparse con
alguien que no parece recién salido de un manicomio.
Sonríe para sus adentros. Desde el asiento trasero, puede ver a la perfección
su rostro anodino e insulso reflejado en el retrovisor. Piensa en cómo le
gustaría golpearlo.
—Gracias, hombre —responde, no obstante, sin inmutarse.
—¿A qué se dedica, si es que puede saberse?
—Soy piloto comercial.
La mentira, igual que otras veces, surge de manera automática. Como una
especie de centelleo genial que es incapaz de evitar. Nunca ha sabido si lo
hace para dejar en evidencia la estupidez ajena o por mera diversión. En
cualquier caso, una suerte de juego perverso al que le resulta imposible
sustraerse…
—¡Piloto comercial! ¡Guau! —Exclama eufórico el taxista—. Siempre he
querido ser piloto. Confieso que es mi sueño desde niño… ¿Y en qué línea
vuela?
—Iberia —contesta al momento— es la que más paga, y su flota sigue
siendo la mejor, en mi opinión…
Así continúan hablando durante un rato. Se ve obligado a seguir inventando
nuevas mentiras para mantener la ficción, aunque lo hace con verdadero
placer, sin apenas pensar. Le resulta muy fácil. Finalmente, llegan a la plaza
donde el emocionado taxista detiene el vehículo en doble fila.
—Son doce euros con veinte céntimos, señor —indica, tras echar un
vistazo al taxímetro.
Tiene dinero de sobra, como siempre, pero no le apetece pagar.
—De acuerdo… ¡Oh, vaya! —Exclama contrariado— ¡Cuánto lo siento,
amigo! Sólo llevo la tarjeta de crédito ¿No le importa esperar un momento
aquí, mientras me acerco al cajero? Hay uno, precisamente en aquella esquina
—le dice, señalando una sucursal de Cajamurcia.
—Claro que no. Sin problema, hombre.
En cuanto sale del taxi, desaparece del lugar. Tampoco en esta ocasión
mira hacia atrás.
Adelante, siempre adelante.
Por un instante se le aparece el rostro de Ana, congestionado, sorprendido
al tomar súbita conciencia de que está siendo asesinada, pero borra sin
esfuerzo el molesto pensamiento de su mente cuando abre la puerta de su
casa, donde lo aguardan su mujer y su hija. Una falsa sonrisa se dibuja en sus
labios de forma espontánea, mientras su esposa se le aproxima titubeante.
—Como tardabas en llegar del trabajo, la niña y yo hemos cenado ya.
Espero que no te importe.
Sí que le importa. Ahora tendrá que recalentar sus putas sobras. Sin
embargo, en esta ocasión no pierde la compostura. Mantiene la forzada
sonrisa.
—Claro que no, cariño. Es lógico, no te preocupes —la tranquiliza.
Eva, su mujer, se relaja ostensiblemente. Estaba tensa, aguardando y
temiendo su reacción. Eso también es normal. Sabe que no debe irritar a su
marido. A veces, cuando se enfada, pierde el control.
Mientras cena una tortilla medio fría, observa a su hija Sofía, de doce años,
que contempla embobada un insulso programa de televisión. Ni siquiera lo ha
saludado al entrar. A veces sospecha que lo aborrece.
—¿Cómo te ha ido en el colegio hoy? —pregunta, tratando de entablar
conversación.
—Hoy es sábado, papá. No hay clases —responde ésta en tono frío, sin
volver la cabeza.
—¡Oh! Es cierto, tienes razón.
En realidad, nunca le ha interesado demasiado la vida de su hija. Supone
que le irá bien.
De repente, ella apaga la tele y se levanta del sofá.
—¿A dónde vas?
—A mi habitación. A “meterme” en Internet —replica escuetamente.
—Ah, vale —contesta el hombre alto con indiferencia. Luego, como
recordando de pronto sus obligaciones, le espeta— ¡No te quedes hasta muy
tarde! ¡Y no chatees con desconocidos!
Le importa un carajo con quién hable su hija: ya es mayorcita. Pero
imagina que es lo que se espera que le diga. Es lo correcto… lo que haría un
padre normal.
Cuando se acuesta esa noche junto a la estúpida de su mujer, es de nuevo
un hombre en paz consigo mismo y con el mundo. No le cuesta conciliar el
sueño. Al cerrar los ojos, dedica un último pensamiento a Sofía, su hija, que
continúa enchufada al ordenador. Y por un momento, evoca el pasado.
Aunque no suele perder el tiempo en esas cosas, no puede evitar que, en
ocasiones, éste se deslice en sus sueños. Esta vez, no sabe muy bien por qué,
se vuelve a ver a sí mismo con ocho años.
Mientras se da la vuelta en la cama, los últimos recuerdos se desvanecen y
comienza a soñar con una cruel sonrisa dibujada en los labios…

Primera Parte

Un rebelde sin causa

El psicópata es un rebelde, un desobediente fanático. Se enfrenta a


cualquier código […] un rebelde sin causa, un agitador sin eslogan, un
revolucionario sin programa; sin embargo, su rebeldía está dirigida a
conseguir la satisfacción de sus propios y únicos objetivos; es incapaz de
realizar algo por el beneficio de otra persona. Todos sus esfuerzos, no
importa de qué vayan disfrazados, representan inversiones destinadas a
satisfacer sus deseos inmediatos.
Robert Lindner, Rebel Without a Cause, 1944.

YO, PSICÓPATA

Nunca, ni en mis más desquiciantes pesadillas llegué a imaginar que me


vería en esta situación. Pero el hecho es que aquí estoy: en un manicomio,
enterrado entre putos locos.
Y lo que es peor aún, obligado a sufrir a esta pandilla de imbéciles de bata
blanca. Ufanos, ahítos de ignorancia y soberbia, sobrados de
autocomplacencia; los observo pasear por el patio con las manos a la espalda,
formando rebaños de idiotas que asienten convencidos las estúpidas
afirmaciones de sus colegas, y tengo que esforzarme por no vomitar de puro
odio.
Precisamente uno de esos cretinos acaba de sugerirme que, en su opinión,
podría padecer un trastorno antisocial de la personalidad. Su informe me
describe como un ser egocéntrico, carente de empatía, mentiroso,
manipulador y de emociones frías y superficiales. Es decir, un ser impío,
incapaz de sufrir remordimientos ni culpa… Una anomalía social, una
malvada imperfección, un engendro inicuo…
En definitiva, un monstruo.
El tipo, mi psiquiatra, un individuo afeminado e insignificante que parece
vivir en permanente estado de fascinación contemplativa, me ha rogado entre
tímidos balbuceos que escriba un resumen de mi vida. Como una especie de
autobiografía que me ayude a comprender mejor mi “trastorno”. Menuda
gilipollez.
No he tragado el anzuelo. Soy consciente de que no le inspiro más que
morbosa —y quizá también lasciva— curiosidad. Sin embargo, he de
reconocer que la idea me atrae, aunque por distintos motivos. Al fin y al
cabo, podría ser una buena oportunidad para mostrar al mundo mi verdadera
naturaleza y refutar el sinfín de ridículas suposiciones y prejuicios que se han
generado en torno a mi persona durante los últimos meses.
Otra razón por la que he decidido hacer esto es la secreta, aunque débil
esperanza, de que mi experiencia pueda servir para despertar las conciencias
dormidas por el cúmulo de leyes, absurdas y timoratas, que censuran la
natural inclinación humana, privándola de la verdadera libertad. Antes de
comenzar, no obstante, me gustaría aclararos algo. En realidad, me importa
una mierda lo que elijáis pensar sobre mí si decidís seguir leyendo…, las
normas por las que regís vuestras vidas no me conciernen en absoluto, ni lo
harán nunca: nadie pidió mi opinión para imponerlas y nunca las he asumido
como propias.
Tampoco se trata esto de ningún ejercicio redentor (es obvio que no lo
necesito), ni de un deseo de justicia, ese concepto hueco e insustancial con el
que os gusta aderezar vuestros ramplones discursos. Bajo mi punto de vista,
la ley y la justicia no son más que pura entelequia concebida por los poderes
de esta sociedad con el fin de justificar su opresión sobre la libertad del
individuo. En su conjunto, un maloliente y mugriento montón de mierda.
Pudiera ser que haya decidido contar esto por pura autocomplacencia…, o
por el exclusivo placer de observar vuestra reacción. Aún no lo tengo claro…
O simplemente, me importe un carajo.
Y el caso, es que entender mi visión de la vida no os debería resultar nada
difícil. De hecho, estoy bastante seguro de que, en el fondo, la mayoría de
vosotros ocultáis un pensamiento similar al mío, a pesar de que en público
finjáis horrorizaros de mis actos… pero sois unos cobardes morales,
incapaces de aceptar vuestra auténtica naturaleza.
Realmente, todo se reduce a una idea muy básica, vieja como el Mundo…
Existen dos realidades contrapuestas e incompatibles. Una de ellas es mi
perspectiva de las cosas. Es decir, en mi caso soy yo con mi propia realidad:
mi vida, mis necesidades, mis anhelos. Frente ella se sitúa la realidad del
resto de seres que pueblan este planeta. El dilema estriba en decidir cuál de
las dos es más importante.
Y yo, jamás he dudado de mi elección…
En fin, dejémoslo ya. Al fin y al cabo, quizá sólo esté perdiendo el tiempo,
y vuestro eterno destino sea contemplar estúpidamente la vida, como una
piara de cerdos camino del matadero… Para bien o para mal, esta es mi
historia. Desnuda, sincera, desprovista de todo resto de hipocresía o falsa
modestia:

Nací y me crie en una pequeña ciudad, llamada Alcantarilla. Rodeada de


abundante huerta bañada por el río Segura, su casco urbano consistía
exclusivamente en una larga calle flanqueada de edificios por la que discurría
la travesía que lo conectaba con la capital, situada a escasos kilómetros.
Con sinceridad, el lugar no es lo que se suele decir, bonito, si bien está
dotado de cierto encanto. Aunque presume de moderno, sobre todo en lo que
respecta al diseño de calles y jardines, los habitantes siguen siendo celosos
guardianes de sus trasnochadas tradiciones y costumbres, asentadas en
antiguas creencias de índole místico-religioso, y eso le confiere un matiz de
eclecticismo urbano que puede resultar atractivo para algunos.
En cuanto a mi infancia, reconozco que no guardo muy gratos recuerdos.
Vivía con mis padres en un pequeño piso de protección oficial, de los de
renta antigua. Mi viejo, un simple albañil en horas bajas, se fue
transformando con el paso del tiempo en un apestoso borracho que maltrataba
a mi madre cada vez que llegaba a casa con unas copas de más.
A ella, por otra parte, la recuerdo como una mujer sin espíritu ni
inteligencia, una insufrible y lacrimosa sombra que vagaba sin rumbo por las
dependencias de la casa, sufriendo en silencio las palizas de su marido.
Alguna vez tuve la tentación de abrir la cabeza al viejo cabrón y acabar con
esa lenta agonía de una vez, pero nunca hice nada. Sinceramente, me daba
igual. No era asunto mío. Por desgracia, el tiempo, siempre sabio, se encargó
de hacerme pagar cara mi indolencia.
En ocasiones, poco después de una de esas palizas, mi madre se acercaba,
temblando aún por el dolor y el miedo, y me acariciaba el pelo.
—“No te preocupes, cariño” —me decía, llorando— “mamá está bien.
Cuando te hagas mayor, huiremos juntos de aquí. Escaparemos de él para
siempre, te lo prometo”.
Yo, por supuesto, trataba de sonreír mientras toleraba sus manoseos. Al
parecer, se creía en la obligación de soportar todo aquello para protegerme.
Pobre vieja idiota.
Vivíamos los tres solos. El borracho fracasado de mi padre, la inútil de mi
madre, y yo. Pero no siempre había sido así. Con tres o cuatro años, recuerdo
oscuramente la llegada a casa de un bebé, escandaloso y chillón, que
enseguida demostró ser una molestia insufrible.
El bebé —no recuerdo ahora su nombre— lloraba a todas horas,
impidiéndome conciliar el sueño. Mis padres, por su parte, se dedicaban a
arrastrarse por las dependencias de la casa como almas en pena, demasiado
cansados para prestarme atención y demasiado alienados para percatarse de
ello. Por si fuera poco, las comidas comenzaron a llegar frías o a destiempo: a
veces era mi padre el que se veía obligado a cocinar, debido a que ella estaba
demasiado ocupada dando el pecho al dichoso crío, lo que suponía que en
esas ocasiones mi dieta se componía en exclusiva de bocadillos.
En definitiva, la preciosa armonía que hasta entonces reinaba en mi hogar
se transformó en un terrible caos de horarios incumplidos, horrísonos llantos,
y gestos hoscos e impacientes.
Una noche, mientras todos descansaban, penetré en su habitación con
sigilo. Por primera vez desde su llegada, me obligué a contemplar a la odiosa
criatura responsable de toda aquella perturbación. El irritante energúmeno
dormía impávido, con una estúpida e insulsa sonrisa dibujada en su cara,
como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí. Si me fijaba bien, no
resultaba difícil percibir cómo su barriguita se movía bajo las sábanas, con
ese ritmo rápido y regular, típico de los bebés. Su pequeña boca, entreabierta,
chupeteaba con cierta ansiedad el dedo pulgar, al tiempo que emitía suaves y
casi imperceptibles ronquidos. Transmitía la imagen de la felicidad y la
despreocupación más absolutas.
Allí, solo en la oscuridad, mientras vigilaba su pequeña carita
aparentemente inocente, no pude evitar odiarlo…, al fin y al cabo, todo había
marchado bien hasta su llegada: ese diminuto ser, se había convertido en una
grave molestia, un estorbo, un maldito intruso que me estaba robando la paz y
la atención de mis padres…
”¿Por qué tuviste que nacer?”, recuerdo que llegué a susurrar en el silencio
de la noche.
Sin pensarlo, coloqué mi mano sobre su cara. Él la apartó con un gesto
distraído y continuó durmiendo, inalterable. Volví a apoyar, toda la palma
ahora, sobre su boca, vigilando su reacción con curiosidad. En esta ocasión,
despertó del todo, fijando en mí una mirada entre extrañada e impaciente. A
continuación, arrugó el ceño, al tiempo que fruncía los labios con irritación.
Adiviné que el maldito se preparaba para llorar, por lo que, empleando ahora
su almohada, oprimí con fuerza su carita. Comenzó a debatirse y luchar,
agitando sus pequeños brazos con desesperación, lo cual provocó en mí cierta
excitación. Presioné con más fuerza aún, y aguardé…
Tras unos segundos más de inútil forcejeo, dejó de moverse. Retiré
entonces, con cuidado, la almohada y me quedé un rato ahí, embobado,
observando su cuerpo exánime y su mirada fija y vidriosa, clavada en mí. Su
expresión ahora, creo recordar, era de miedo y extrañeza… Una criatura,
rebosante de vida tan sólo unos segundos antes, y que ya no era más que un
saco de huesos, inerte y vacío.
Por un momento, quizá sentí algo parecido al arrepentimiento. No lo sé.
Tras la muerte del bebé, mi casa se convirtió en un caos durante un tiempo.
Mi madre estuvo llorando histérica varios días, mientras mi padre, mudo, se
limitaba a mirarme con aire preocupado. Incluso creo que apareció la Policía.
Pero, poco a poco, todo este jaleo fue extinguiéndose, junto con el recuerdo
de mi hermano.
Visto ahora, con cierta perspectiva, pienso que probablemente actué mal.
En mi descargo puedo decir que era un chiquillo por aquel entonces. Quizá
algo impulsivo, aunque un niño al fin. En el fondo, sólo quería protegernos a
mí y a mi familia. Devolver la tranquilidad a casa. Y, en cierta medida, lo
conseguí, puesto que al cabo de pocas semanas todo volvió a ser como antes.
Bueno, en realidad todo no. Mi padre comenzó a beber…, y a pegar a mi
madre.
Tampoco recuerdo muy bien el jardín de infancia. En ocasiones vienen a
mi mente imágenes, como flashes, en las que me veo a mí mismo rodeado de
juguetes, en una esquina, solo y satisfecho. A veces, también me llega algún
borroso recuerdo; un niño delgado y de aspecto frágil que se niega a
compartir sus juguetes conmigo y termina llorando, en el suelo; la profesora,
enfadada, enviándome al rincón de “pensar”; una niña rubia con una gran
trenza, a la que destrozo sus cuadernos de dibujo; mi madre hablando,
preocupada, con la “seño” …
Creo que me divertí más al dejar la guardería atrás. Con seis años, incluso
comencé a tener algunos amigos. Las aburridas clases solían transcurrir entre
bromas y burlas de todo tipo; en consecuencia, los castigos se convirtieron en
rutinarios y las visitas de mi madre al colegio para “charlar” con mi sufrida
tutora, en algo habitual.
De hecho, con apenas ocho años, ya era bastante conocido por los
profesores. Casi todos habían sufrido alguna de mis travesuras, que consistían
básicamente en robos sin importancia o alguna que otra broma macabra. A
esa edad, descubrí dos cosas transcendentales. Primero, que si cuentas una
mentira con la suficiente convicción, lo más probable es que te crean.
Segundo, que la inmensa mayoría de personas resulta fácilmente
influenciable cuando se sabe qué hilos tocar. Siguiendo estas sencillas
premisas, siempre conseguí tener de mi lado a una o dos maestras, lastimosas
solteronas que se derretían cuando les dedicaba una sonrisa, al tiempo que les
decía con el aire más inocente del mundo: “profesora, lo siento muchísimo.
No volverá a ocurrir”, o “yo no he tenido nada que ver, ha sido fulanito”.
Por supuesto, conseguí adueñarme del recreo. Supe rodearme de los más
fuertes de la clase, con los que formé una especie de banda que consiguió ser
bastante temida por los demás niños. Solíamos matar el tiempo imaginando
creativas formas de diversión: en realidad, era yo quien ideaba las travesuras,
y ellos quienes las ejecutaban bajo mi estrecha supervisión. En todos los
casos, procuraba no participar de manera directa, y, si por desgracia me
atrapaban en el ajo, siempre conseguía desviar la culpa hacia algún otro.
Fueron tiempos felices, aquellos.
Una de nuestras principales diversiones, con nueve o diez años, consistía
en seleccionar a algún pringado y fastidiarlo un poco. Todavía me acuerdo de
un tal Alberto, gordito y con gafas: un estúpido pedante de aspecto siempre
pulcro y maneras atildadas. Sólo contemplarlo, caminando por el patio con su
traje nuevo, absurdamente pagado de sí mismo, me causaba auténtica
repulsión y me incitaba a golpearlo. Deseaba con toda mi alma borrar esa
estúpida sonrisa de su rostro bobalicón y seboso…
Estuvimos divirtiéndonos con él, por lo menos un año entero. En cuanto
sonaba el timbre que anunciaba el recreo, comenzaba el juego. Se llegó a
convertir en nuestra ocupación favorita.
—¡Eh, gordo! Tengo hambre —solía comenzar en tono despectivo.
No contestaba enseguida. Se limitaba a mirar con avidez alrededor, en la
esperanza de que hubiera alguien cerca que pudiera auxiliarlo. Algo inútil,
por supuesto, ya que el patio me pertenecía en su totalidad por aquel
entonces. Ningún chaval se atrevería a entrometerse, si sabía lo que le
convenía. Y los profesores estaban muy bien vigilados por miembros de mi
pandilla.
—Toma, coge mi bocadillo —me decía una vez comprobaba que estaba
solo, como siempre—. Yo no lo quiero.
—¿De verdad crees que me voy a comer tus sobras, gordo cabrón? Dame
tu dinero, imbécil.
—No tengo —replicaba en tono suplicante.
Yo ya sabía que el pobre cretino estaba sin un céntimo. Pero de alguna
forma había que empezar la fiesta...
—¡Oh, vaya! Pues entonces creo que tienes un problema, saco de grasa.
A veces, intentaba huir. En esas ocasiones, lo dejábamos correr un poco.
Me hacía mucha gracia su forma de moverse, con ese contoneo tan particular
de los gordos. Evidentemente, a los pocos metros, caía al suelo,
zancadilleado.
—¡Huy, vaya! ¡Lo siento!
Nunca le pegábamos mucho, por supuesto. No quería buscarme problemas.
Sólo lo suficiente como para hacerle llorar. Después, lo dejábamos ir.
Bueno, salvo una vez.
No sé qué cojones le entró al gordito ese día. El caso es que, cuando ya lo
teníamos rodeado, en lugar de intentar huir, se abalanzó sobre mí con
inusitada violencia. La sorpresa me hizo trastabillar y caí al suelo. Eso me
enfureció. Mucho. Reconozco que perdí los estribos y comencé a golpearlo
en la cara hasta hacerlo sangrar. Al principio, mis amigos participaron de la
paliza, aunque después de un rato se detuvieron asustados. Permanecieron a
mi lado, en silencio, contemplando absortos mientras yo seguía golpeando sin
descanso, una y otra vez.
—Déjalo ya, Ángel —intervino entonces Sebas, uno de mis colegas, al que
conocía desde el jardín de infancia—. Creo que el culo gordo ya ha aprendido
la lección…
Me frené en seco. ¿Qué demonios estaba haciendo? Esta vez había perdido
el control. Probablemente me metería en problemas.
—Vale seboso, levántate. Te perdono —le dije— pero si te “chivas”, te
arrancaré las tripas y las arrojaré al retrete, ¿entendido?
El gordo llorón se levantó del suelo, y, tras recoger lo que quedaba de sus
maltrechas gafas, se marchó en silencio. Así, sin más. Fue patético.
Estuve preocupado toda la mañana. Temía que se fuera de la lengua, y me
buscara un lío, pero no sucedió nada. Imagino que supo mantener el pico
cerrado. De hecho, no volvimos a verlo. Por lo que sé, sus padres lo
trasladaron de colegio. Un problema menos.
Después de aquello, algunos decidieron abandonar la banda. Comenzaron a
mirarme de forma extraña y a evitarme. Creo que me tenían miedo. Y todo
por haber perdido los estribos con un gordo marica. No me importó mucho,
porque hubo incorporaciones nuevas: niños mayores, de doce años o más,
que comenzaron a acompañarme, convirtiendo mi banda en algo digno de
tener en consideración.
Como dije, fueron años felices. Los más felices que he tenido. Hasta que
ocurrió lo de Germán, todo fue como la seda.
NO JUEGUES CONMIGO

Tuve mi primera experiencia sexual con doce años. La elegida fue una
niña de once, de rostro angelical, que siempre acudía al colegio
primorosamente vestida. De las de buena familia. Su padre venía a recogerla
en un magnífico coche de lujo, exhibiendo unos corteses modales que
denotaban su esmerada educación, y que, he de confesar, lograban
deslumbrarme, acostumbrado como estaba a la ordinaria zafiedad de mi viejo.
Una mañana, durante el recreo, la abordé.
—Perdona, creo que se te ha perdido esto —le dije, mostrando la más
encantadora de mis sonrisas, mientras le devolvía un lapicero, que yo mismo
había sustraído el día anterior.
—¡Oh, gracias! —contestó sorprendida.
—No hay de qué. Me llamo Ángel.
—Yo soy Rebeca. Te conozco, vas a segundo curso. Te he visto a veces,
jugando con tus amigos.
—Sí. Yo también me he fijado en ti. El coche de tu padre mola mucho.
—Es casi nuevo. Lo compró el año pasado. Es un Mercedes —aclaró con
cierta presunción.
Fijé mi mirada en sus grandes ojos azules. El contacto ocular es muy
importante cuando se pretende seducir a alguien. Dorados tirabuzones,
prendidos por sendas horquillas “Hello Kitty”, caían sobre sus hombros
proporcionándole un aire angelical. Sonreí otra vez, en esta ocasión, de puro
placer. Me estaba resultando muy divertido todo aquello.
Entablé conversación sobre temas intrascendentes, saltando de un tópico a
otro, con la intención de impresionarla y distraer su atención. Al finalizar el
recreo le propuse, casi con indiferencia, volver a vernos el día siguiente. Por
supuesto, aceptó encantada, la muy imbécil.
En esta ocasión me acerqué a ella directamente, cuando se encontraba
participando con sus amigas en algún estúpido juego de niñas. Éstas, al
verme, comenzaron a cuchichear entre sí, mientras intercambiaban tontas
miradas de complicidad. Dos de ellas, por el contrario, bajaron los ojos,
atemorizadas. No me pareció extraño. Es probable que conocieran mi
historial en el cole. Rebeca, sin embargo, me sonrió con timidez y,
separándose del grupo, salió a mi encuentro.
—¿Qué hacemos hoy? —preguntó ilusionada.
—Había pensado en mostrarte un secreto —contesté, adoptando un aire
misterioso.
—¿Un secreto? ¿Cuál?
—Ahora lo verás. Ven —le dije, tomándola la mano.
La guie hasta una esquina del patio, muy alejado de la zona de profesores.
Allí, mis colegas y yo habíamos conseguido practicar, meses atrás, una
pequeña abertura al exterior por donde hacíamos frecuentes escapadas, casi
siempre para fumarnos algún canuto de marihuana. Se encontraba camuflada
tras un seto, de forma tan hábil, que aún no había sido descubierta por nadie.
—Mira ahí —le susurré, tras comprobar que no nos observaban.
—¿Qué es?
—Una salida. Había pensado que hoy podíamos pasear solos, tú y yo.
Regresaríamos enseguida. Los maestros ni se enterarán —le prometí.
Me miró con aire asustado. Parecía tentada, y al mismo tiempo, intimidada
por la posibilidad de participar en algo prohibido. Algo “malo”.
—No tengas miedo. Nadie lo sabrá. Y estaremos aquí antes de que suene el
timbre.
La miré de nuevo, mostrando mi sonrisa. Sabía que era muy difícil que se
negara. Ya era mía.
—Bueno, vale…, si me prometes que volveremos enseguida…
—Prometido. Y si quieres, a partir de ahora seremos novios.
Me sonrió feliz. Parecía encantada con la idea, la muy estúpida.
Deshice con rapidez el nudo que cerraba la alambrada, y salimos
disimuladamente.
—Muy cerca de aquí tengo un refugio precioso, en la copa de un árbol. Lo
construimos mis amigos y yo, hace ya tiempo. ¿Quieres verlo? —le propuse.
—¡De acuerdo! —aceptó entusiasmada.
Siempre de la mano, conduje a la incauta al sitio habitual de reunión de mi
“banda”, una explanada oculta entre setos, a unos quinientos metros del
colegio. El lugar estaba totalmente silencioso, ya que se encontraba bastante
alejado de la carretera. La miré de soslayo, admirando de nuevo sus rizos
rubios y su mirada inocente, llena de curiosidad y miedo.
—Eres muy guapa, ¿lo sabías?
Los chicos a esa edad, no suelen decir esas cosas. Les da vergüenza.
No lo entiendo: son sólo palabras. Palabras que permiten conseguir cosas.
A lo largo de mi vida, he podido darme cuenta de la importancia de decir la
palabra o la frase correcta en el momento adecuado. Nunca entenderé la
reticencia que muestran algunos respecto a decir determinadas cosas, sean o
no verdad. En este mundo siempre existirán personas que creen en algo
porque quieren creer, porque necesitan creerlo, porque así, son más felices.
No se les engaña. En realidad, anhelan ser engañadas. O, en última instancia,
merecen serlo.
—¿De veras? —contestó, enrojeciendo.
No sé ruborizarme, ni por qué sucede. Sé que es algo que suele ocurrir
cuando alguien se emociona, o siente pudor. Pero eso a mí no me ha pasado
nunca.
—Te lo prometo —le aseguré con voz melosa. Estaba comenzando a
excitarme mucho.
Mientras le sonreía, fui acercándome poco a poco, hasta quedar a escasos
centímetros. Aparté uno de sus rizos, que le cubría parte de la cara, y me
incliné sobre ella. Cuando mis labios se acercaron a los suyos, se apartó,
dirigiéndome una mirada de extrañeza. Furioso, la sujeté con ambas manos, y
la obligué a mirarme.
—¿Qué haces, puta? —le increpé.
—Déjame, por favor. Quiero volver al cole.
Ahora estaba asustada. De golpe, se había disipado su tono alegre e
ilusionado. Eso me gustaba más.
—Vale, pero antes dame un beso.
—Si te lo doy, ¿me dejarás ir? —preguntó con voz suplicante.
—Ya veremos.
Con fiereza, oprimí sus labios con los míos. Ella no opuso resistencia,
limitándose a llorar en silencio. La magreé durante un buen rato, hasta que al
final, aburrido y tras abofetearla un par de veces, la dejé libre. En realidad, no
quería hacerle daño, sólo divertirme un poco. Cuando la solté, había dejado
de llorar. Mantenía su mirada fija en el suelo. Parecía avergonzada,
humillada… sin embargo, conservaba parte de su dignidad. Lo que sí había
huido de su rostro, creo que para siempre, era su ingenuidad e inocencia. Tras
arreglarse un poco el vestido, desaliñado tras nuestro pequeño escarceo, se
marchó, siempre en silencio, sin mirar atrás.
—¡Si dices algo a los profes o a tus padres, te rajo la cara! —la amenacé, a
modo de despedida.
Fue emocionante, pero insatisfactorio. Yo necesitaba más.
Empecé a rondar a chicas mayores, de quince o dieciséis. La diferencia de
edad no suponía problema. Era alto, para mis doce años, y no tenía mala
pinta. Poseo una lisa mata de pelo rubio, y mis ojos, de color azul claro, junto
a mi sonrisa, tantas veces ensayada frente al espejo, me abren muchas
puertas. Además, siempre he gozado de facilidad para engatusar a las
mujeres.
Pronto me fijé en una repetidora de unos catorce años, con pinta de punki,
que solía llevar la cara embadurnada en maquillaje y cubierta de bisutería
barata. Una putilla. La había sorprendido haciendo “pellas”, en más de una
ocasión, durante mis escapadas fuera del colegio, y decidí seguirla sin que se
diera cuenta. Observé que solía acudir a las primeras clases y luego,
simplemente, se marchaba en algún descuido, durante el recreo. Frecuentaba
una cantina próxima al colegio, donde pasaba el tiempo fumando o
codeándose con otros chavales de su mismo curso, charlando sobre
gilipolleces. En ocasiones, si conseguía algo de “maría”, prefería buscar
algún rincón solitario en un bosquecillo cercano al colegio.
Una vez tuve controlados sus lugares favoritos, sencillamente me hice el
encontradizo. Fue casi demasiado fácil. Aproveché una de las ocasiones en
que se hallaba sola, fumándose un canuto de hierba, sumergida en beatífica
felicidad. Cuando una bobalicona sonrisa comenzaba a dibujarse ya en su
cara, decidí aparecer de improviso.
—¿Qué tal? ¿Es buena? —inquirí en tono despreocupado, señalando el
pequeño cigarro que sostenía entre sus dedos.
—¿¡Quién coño eres tú!? —exclamó, sorprendida por un momento.
—Me llamo Ángel, ¿es buena? —repetí.
Los porros te hacen ver las cosas desde una perspectiva más positiva.
Cuando los influjos del cannabis llegan a tu cerebro, parece como si nada
pudiera afectarte, como si fueras a ser feliz para siempre. Por ello, la sorpresa
apenas le duró unos segundos, volviendo enseguida a sonreír.
—No está mal… ¿Quieres probar? —Me ofreció, tendiéndomelo con un
gesto—. Aunque no sé, pareces muy crío…
—No te preocupes por eso. Pásalo, anda.
Tras un leve titubeo, puso en mis manos el canuto, observando con cierta
fascinación, cómo, sin vacilar, le daba una experta calada. Por esa época yo
ya había probado todas las versiones posibles de esta droga: marihuana,
hachís, aceite…, era capaz de preparar cualquier tipo de porro, y conocía muy
bien a los principales abastecedores de mi barrio.
—No parece muy buena. Yo te la puedo conseguir de mejor calidad, y a
buen precio.
—¿De veras?
—Sí. Además, esto no es más que hierba. Llevo conmigo aceite: es
bastante mejor.
Extraje un pequeño frasco donde guardaba el líquido, y deposité con
delicadeza un par de gotas en la punta de su cigarro. El aceite de hachís es
mucho más concentrado. Contiene casi un ochenta por ciento de
tetrahidrocannabinol, el principio activo, mientras que la marihuana suele
rondar, tan sólo, el veinte por cien.
Tras mirarlo con curiosidad, la muchacha se atrevió a darle una profunda
calada. Obviamente, enseguida comenzó a toser.
—Tranquila. Despacio, nena. Esto es algo más fuerte —le aconsejé riendo.
—Eres guapo. ¿Cómo te llamas? —preguntó entonces, mirándome con
interés.
—Soy Ángel. Aunque lamento decir que no soy demasiado angelical —
añadí con picardía.
—¡Ja, ja, ja! Yo me llamo Daniela. El caso es que me suena tu cara… pero
creo que estás todavía en segundo o tercero, ¿no?
—He repetido algún curso —mentí— por cierto, tú también eres muy
guapa. La chica más guapa que he conocido en mi vida.
—Ya. Me lo dicen todos —replicó con sarcasmo.
—A mí me lo pareces.
—Ven aquí, anda.
No me hice de rogar. Segundos después estábamos enfrascados en un más
que placentero intercambio de besos y manoseos, que ella culminó
masturbándome de forma magistral.
—Esto hay que repetirlo… —dije al terminar.
—Claro. Tú trae más mierda de esa. La próxima vez será mucho mejor —
me susurró en un tono cargado de sensualidad.
He de decir que cumplió su promesa. Con creces.
Al poco tiempo, habíamos establecido una especie de relación, en la que yo
ejercía el papel de camello y ella de puta. Sexo a cambio de droga, muy
conveniente para mí. Fueron unos años bastante satisfactorios. Incluso creo
que llegamos a entablar un cierto tipo de extraña amistad.
Por desgracia, a partir de nuestra cuarta o quinta cita comenzó a atosigarme
con estúpidas y molestas preguntas personales: cómo me llevaba con mis
padres, quién me conseguía la “maría”, quiénes eran mis amigos…, le
inventé una sarta de mentiras bastante convincente que lograron
impresionarla, al menos al principio: era hijo único y mis padres eran muy
ricos, ya que se dedicaban al tráfico de drogas, lo que me permitía acceder
con facilidad a determinadas sustancias. Por si fuera poco, además guardaba
una pistola de gran calibre, para el caso de que me viera en la tesitura de tener
que “despachar” a algún soplón. Por supuesto, todo era mentira. Como ya he
mencionado antes, el desgraciado de mi padre era un puto parado que pasaba
borracho la mayor parte del tiempo, por lo que siempre teníamos dificultades
para llegar a fin de mes. Yo, por mi parte, había encontrado un filón
distribuyendo pequeñas cantidades de marihuana entre alumnos del colegio.
De ahí sacaba la pasta para estar siempre surtido, y además permitirme algún
que otro capricho.
Lo de la pistola sí que era verdad. En realidad, se trataba de un viejo
revólver que conseguí por cien euros del camello que me vendía el material.
Una bicoca, teniendo en cuenta que, según el tipo, la “pipa” no tenía huella,
es decir, no constaba en ningún registro. Eso significaba que, en caso de
llegar a usarse alguna vez, sería imposible de rastrear por la poli. La guardaba
en mi propio dormitorio, dentro de una vieja caja de zapatos disimulada bajo
una montaña de periódicos, en el altillo del armario.
—¿Por qué no la traes un día para que la vea? —me propuso un día.
—Imposible —contesté yo—. La “pipa” sólo saldrá a la calle cuando tenga
que liquidar a alguien.
—¿Tú? ¿Matar a alguien? ¡Pero si no eres más que un niño! —exclamó
riéndose.
La miré furioso. La muy cerda se atrevía a burlarse de mí. Acabábamos de
follar después de fumarnos un par de canutos de la mejor marihuana que se
podía conseguir en esta ciudad, y en esos momentos estaba arreglándose el
vestido, dándome la espalda.
Y se reía de mí.
No pude contenerme. Sin pensarlo demasiado, lancé una brutal patada a sus
piernas, lo que la hizo caer hacia atrás, cuan larga era. Supongo que el dolor
tuvo que ser tremendo. Rápidamente me puse encima de ella, atrapando su
cuerpo bajo el mío. Tras sujetar con fuerza sus muñecas, le espeté:
—Nunca, en tu asquerosa vida, vuelvas a burlarte de mí —le dije con voz
fría, acercando mi rostro al suyo todo lo posible—. Eres una puta de mierda,
y las putas de mierda no deben reírse de la gente como yo.
—¡Déjame! —Gritó asustada— ¡Me haces daño!
—Pídelo por favor. Con educación —ordené, en tono calmo.
—¡Por favor, suéltame! ¡Por favor! ¡POR FAVOR!
Despacio, sin ninguna prisa, me levanté y la dejé libre.
—Vete y no vuelvas. No quiero verte nunca más.
Con dificultad, se puso en pie, tambaleándose. Vacilante, se dio la vuelta, y
comenzó a marcharse, con la mirada baja y cojeando ostensiblemente.
Cuando estaba a punto de perderla de vista, se giró y me miró implorante.
—¡Por favor, perdóname! ¡Te prometo que no volverá a pasar!... Creo que
te quiero…
No me inmuté. Por un momento, la contemplé con asco e ira. Su patética
reacción, suplicando perdón después de haberla maltratado, me recordaba
demasiado a la imbécil de mi madre. Por otra parte, lo esperaba. Sabía de
antemano que esa puta no sería incapaz de renunciar a mí, ni a mi suministro
semanal.
—Lo pensaré. Ya te llamaré —contesté, impertérrito. Ese momento era
muy importante. Tenía que quedar bien claro quién mandaba allí.
He de decir, que, a partir de ese día, nunca volvió a burlarse de mí. Incluso
consintió que le hiciera ciertas cosas “especiales”, a las que hasta entonces se
había negado.
Sí, Daniela aportó mucho a mi vida, después de todo. Además de ser una
puta complaciente, me permitió adquirir una importante experiencia sobre
cómo debía tratar a las mujeres, lo cual me resultó muy útil en mis relaciones
posteriores.
NEGOCIO Y PLACER

Entre tanto, yo seguía divirtiéndome con mis amigos. Ya no nos


limitábamos a perseguir idiotas por el patio. Eso no era suficiente. Me
aburría. Ampliamos, por tanto, nuestro surtido de actividades lúdicas. Unas
veces robábamos algún examen y lo vendíamos a buen precio entre el resto
de alumnos; otras, “decorábamos” el coche del profesor que se había atrevido
a castigar a alguno de mis colegas. Incluso llegamos a sustraer dinero de la
recaudación para el viaje de estudios. Tratábamos de pasarlo bien, en
definitiva.
Por supuesto, nuestra principal ocupación, seguía siendo la distribución de
“maría” entre el resto de alumnos. Mientras mis colegas se disponían de
forma estratégica por el patio vigilando subrepticiamente a los “profes”, yo
hacía los negocios en un apartado rincón, detrás de un árbol, donde había
establecido el cuartel general. Nuestros principales clientes eran, claro, los
chicos mayores, de catorce años en adelante, que se pirraban por mi
mercancía.
Pero esto, claro, era puro y simple negocio. Nada de placer.
Una actividad que sí me gustaba mucho, y a la que nos dedicábamos con
afán cuando fallaban otras fuentes de diversión, era jugar con bichos.
Llegamos a coger cierta afición a una práctica inventada por mí, y que
bauticé como “el gato bailarín”. Consistía en atrapar a un gato callejero y
llevarlo a algún lugar poco frecuentado. Allí, lo atábamos por el cuello al
extremo de una larga estaca previamente apuntalada en el suelo. Una vez bien
sujeto, armados con bates de béisbol, lo golpeábamos, tratando de pasárnoslo
de unos a otros. Ganaba quien lo “cazaba” más veces. Por supuesto, el juego
terminaba cuando el animal la palmaba, bien debido a los golpes, o bien por
el propio ahorcamiento. Una vez fallecido, terminábamos la tarde jugando al
béisbol. La pelota era, en este caso, la cabeza del animal…
En una ocasión, este entretenimiento estuvo a punto de meternos en un
buen lío.
Una tarde de verano decidimos utilizar un solar abandonado para jugar con
un gato siamés, que atrapamos el día anterior mientras vagabundeaba por las
proximidades de una lujosa urbanización. Probablemente se había escapado
de su casa esa misma mañana con la sana intención de ver mundo, así que
decidí asegurarme que así fuera…
Desde su captura, había permanecido encerrado en una vieja y oxidada
nevera, rescatada hacía unos meses de un vertedero de basuras, que
utilizábamos para estos menesteres. Cuando la abrimos esa tarde, casi se nos
escapa el pobre bicho, que incluso llegó a lanzarme un desesperado arañazo.
Irritado, lo sujeté del cuello, arrojándolo con brutalidad al interior de un saco
de lona preparado al efecto.
Una vez en el lugar elegido, apuntalamos como siempre la larga estaca que
solíamos utilizar, y atamos a su extremo una resistente soga de esparto, de la
que quedó colgado el infortunado animal, que no dejaba de maullar y lanzar
bufidos. Para mi satisfacción, pronto éstos se transformaron en gemidos, al
notar los primeros golpes.
—¡Cómo aguanta el maldito bicho! —exclamó Sebas, sudoroso, unos
minutos después.
—Éste parece que tiene ganas de vivir —contesté, al tiempo que lo
golpeaba salvajemente en los cuartos traseros.
José Carlos y Rubén, mis otros dos colegas, aún no se habían estrenado,
por lo que aguardaban entre impacientes y aburridos a que les llegara su
turno.
—¡Eh, vosotros! ¿Qué estáis haciendo? —se oyó de repente detrás de
nosotros.
Una vieja bruja, asomada a un balcón que colgaba sobre nuestro solar, nos
increpaba indignada:
—¡Dejad inmediatamente a ese pobre animal, o aviso a la Policía!
—Vieja, métete en tus asuntos si no quieres que te pase algo muy malo —
le contesté, mientras hacía un gesto amenazador con el bate.
—¡No te tengo miedo, desvergonzado! ¡Voy a denunciarte! —replicó.
Extrañado, la miré con más detenimiento. Era una señora de unos setenta
años, totalmente vestida de negro, con el típico moño apretado en la nuca. Se
parecía mucho a mi abuela. Enseguida comprendí, tras observar la severa
expresión de su rostro, que la maldita arpía no tenía miedo. Sorprendente.
Decidí que, por ese día al menos, se había terminado la diversión.
—Chicos, a mí esto ya me aburre. Dejémoslo ya.
Me miraron extrañados. Los muy cretinos no entendían que cambiara de
parecer por la intervención de una maldita bruja metomentodo. Imbéciles.
Estaba convencido de que la mujer cumpliría su amenaza y avisaría a la
“poli”, lo que nos llevaría, con toda probabilidad, a un centro de menores. No
había opción. Ya me tomaría la revancha más adelante, pero ahora había que
salir de allí.
—¿Es que no me habéis oído? He dicho que nos vamos. Ya.
—Pero… —trató de intervenir Rubén.
—Escucha imbécil. En cinco minutos esto va a estar plagado de polis, así
que yo me largo. Tú haz lo que te salga de las narices.
No se habló más. Era raro que se discutieran mis órdenes, así que cuando
ocurría, me causaba gran irritación. Estúpidos niñatos.
—Tranquilos. Esto no va a terminar así —les dije poco después, a salvo en
nuestro refugio.
—¡Maldita vieja asquerosa! —Exclamó Sebas, pateando un árbol cercano
de pura frustración—. Nos ha jodido la tarde, la muy zorra.
—He dicho que os tranquilicéis. Ya se me ocurrirá algo…
Y joder si se me ocurrió.
El día siguiente fue apoteósico.
Había dedicado toda la noche a reflexionar. Y llegué a la conclusión de que
había que dar una lección a la vieja bruja. Una lección, que sirviera además
para terminar de asentar mi autoridad sobre el grupo. Debía ser lo
suficientemente llamativo como para que no se cuestionara nunca más mi
liderazgo. Que se recordara siempre.
Esa mañana no fui al colegio. Me vestí, me lavé y desayuné como todos los
días. Incluso, tras despedirme de mis padres con un cariñoso beso —que me
valió una mirada de extrañeza de mi desgraciada madre—, fingí que me
marchaba a la hora de siempre. En realidad, lo que hice fue esconderme en el
garaje comunitario del edificio donde vivíamos entonces. Aguardé allí cerca
de una hora, hasta que estuve más o menos seguro de que la mayoría de
vecinos se había marchado a sus respectivos quehaceres. Agazapado entre los
coches, vi como salían uno tras otro, hasta que sólo quedaron cinco o seis
vehículos, propiedad de gente que trabajaba de noche, o simplemente no
trabajaba. Con un sencillo sistema formado por una goma y un bidón, y tras
forzar uno de los depósitos, pipeteé unos diez litros de gasolina. Acto
seguido, salí procurando no ser visto, y me dirigí hacia nuestro refugio. Había
camuflado el bidón con una bolsa de basura grande, que a su vez introduje en
mi macuto, previamente vaciado de todos los libros y cuadernos, por lo que,
aunque me crucé con bastante gente durante el trayecto, nadie sospechó de mi
carga.
Cuando mis compañeros acudieron al lugar, finalizadas las clases, me
encontraron tumbado en el suelo, liándome un porro con estudiada
parsimonia.
—¿Gustáis?
—No me apetece —me espetó Rubén, casi gritando.
—No vuelvas a levantarme la voz en tu puta vida, ¿me has entendido? —
Contesté con frialdad, mientras lo fulminaba con la mirada, logrando que
agachara la cabeza—. De acuerdo, vámonos. Hay trabajo.
—¿A dónde? —inquirió Sebas.
—Le debemos una visita a alguien —contesté sonriente.
Diez minutos después, nos encontrábamos los cuatro escondidos tras una
pared del solar, observando la entrada de la casa donde vivía la vieja
entrometida. Permanecimos vigilando hasta estar seguros de que la cerda se
encontraba dentro. A las cuatro de la tarde, vimos como abría una de sus
ventanas y asomaba su odioso y arrugado rostro de bruja, imagino que para
espiar al resto de vecinos.
—Bien, escuchadme. Este es el plan —les exhorté en tono circunspecto—.
En cuanto cierre de nuevo la ventana, llamaremos al portal, a cualquiera de
los vecinos. Hablaré yo: vendemos papeletas para el viaje de estudios.
Después subiremos en silencio hasta el primer piso. Su puerta es el Primero
A, ya lo he comprobado antes. Sebas y Rubén vigilarán las escaleras, y darán
el agua si sube o baja alguien. José Carlos y yo haremos el resto —dije por
último, señalando el bidón de gasolina.
Vi que Rubén vacilaba. Tenía miedo. José Carlos, que miraba hacia el
suelo, parecía también intimidado. Sólo Sebas asentía con determinación.
—¿Qué coño os pasa? ¿Os rajáis?
—No es eso, tío. Pero creo que este asunto se nos podría ir de las manos…
No quiero que nadie salga herido —replicó Rubén.
Lo miré de nuevo a los ojos. Toda su rebeldía hacia mí había desaparecido
de golpe. Lo único que veía ahora en ellos era miedo. Miedo y algo más, que
no supe distinguir.
—Pues tranquilízate, no habrá heridos ni muertos. Sólo quiero dar una
lección a esa puta vieja. Que aprenda a temernos, nada más que eso.
Todavía reticentes, me acompañaron hasta el portal. Llamé al timbre, y con
mi tono de voz más edulcorado, rogué al primer vecino que contestó que nos
abriera la puerta con mi preparada excusa. Un minuto después oíamos el
clásico zumbido de apertura y nos colábamos dentro.
—Bien, ahora, silencio, y muy atentos —advertí.
Todo salió según el plan previsto. La hora elegida favoreció que
pudiéramos actuar con total libertad, ya que la gente se encontraba haciendo
la siesta o viendo algún programa de cotilleo en televisión. Con mucha
rapidez, rocié de gasolina toda la entrada de la vivienda, llegando incluso a
filtrar parte del combustible hacia el interior de la casa, a través del bajo de la
puerta. La operación me llevó menos de un minuto.
—Preparados, chicos. Esto va a arder —les advertí, mientras encendía un
fósforo. Lo arrojé desde la distancia, para evitar accidentes, y salí corriendo
hacia el exterior.
Mis colegas me esperaban ya fuera. Parecían nerviosos y excitados. Yo, sin
embargo, permanecía sereno y sonriente.
—Vamos. No nos pueden ver por aquí —ordené, mientras echaba una
última mirada atrás. Ya comenzaba a verse el humo desde fuera.
—¡Pero la vieja se va a quemar! —exclamó Rubén en tono asustado, una
vez conseguimos escondernos a cierta distancia, tras unos coches.
—Tranquilo, imbécil. Escucha, ¿no oyes? —le dije, poniendo un dedo
sobre los labios.
Lejos, ya se oía el inconfundible sonido de una sirena—. Alguien ha
avisado a los bomberos.
—¿Y si no llegan a tiempo? —insistió, timorato.
—Sólo he puesto gasolina en el exterior de la puerta. No creo que se
extienda —mentí—. Si le pasa algo a pesar de todo, será por culpa suya.
En efecto, los bomberos llegaron a tiempo. La bruja se salvó. Desde
nuestro escondrijo, observamos con tranquilidad cómo la ayudaban a
descender por una larga escalera desde el mismo balcón que utilizaba para
espiar a los demás. Satisfecho, me regodeé en el espanto reflejado en su viejo
y arrugado rostro. Ya no parecía valerosa ni audaz, sino sólo una vieja
desvalida y frágil, que había estado a punto de morir sola, quemada en su
propia casa.
La verdad es que esa tarde todo me salió redondo. Conseguí vengarme de
la dichosa vieja, pero, además, nadie volvió a cuestionarme en mi banda.
Ahora me obedecían ciegamente, sin rechistar. Por otra parte, la historia de la
abuela corrió como la pólvora por el instituto, lo que propició que
consiguiéramos nuevas incorporaciones, siempre de chicos mayores. La
mayoría eran gamberros de medio pelo, que pasaban el tiempo maltratando a
chavales más débiles, o levantando las faldas de las niñas. Unas auténticas
nulidades. Sin embargo, con el tiempo y mucho esfuerzo por mi parte, logré
formar un grupo bastante competente.

LOS ÁNGELES

Es probable que quien haya leído lo escrito hasta ahora, se pueda haber
formado la errónea idea de que soy un ser malvado y sin escrúpulos. Una
conclusión lógica, en el caso de que os ciñáis a los hechos desnudos. Sin
embargo, si de verdad queréis conocerme, es preciso que tratéis de ver más
allá; que tengáis en cuenta los factores que me rodearon durante estos
primeros años y moldearon mi realidad. La realidad de que no soy más que
una víctima de mí mismo y del ambiente que me tocó vivir. Un padre
alcoholizado y maltratador, una madre lastimosa incapaz de reaccionar a la
violencia ejercida por su brutal marido, y un entorno escolar en el que era
constantemente señalado por indolentes y pusilánimes profesores. A ello se
unía, además, una economía familiar complicada que me empujó a idear
formas poco lícitas de ganar el dinero que precisaba para atender mis
necesidades básicas.
Creo que la gente no es consciente de lo difícil que puede resultar para un
niño la vida en el colegio. Es una despiadada jungla en la que sólo sobrevive
el más fuerte. No hay alternativa, no existe término medio. Debes escoger
entre ser opresor o víctima. Y yo había decidido hacía mucho que nunca sería
una víctima.
Podría decirse que, durante mi adolescencia, mi vida familiar pasó, de ser
algo delicada, a abiertamente tormentosa. Mi madre, a esas alturas, era ya una
piltrafa humana. Me extrañaba que la Policía aún no hubiera intervenido,
pero ella se negaba a denunciar al hijo de puta de mi padre. Por otra parte, a
pesar de que las palizas que recibía eran cada vez más escandalosas, nunca
nadie se entrometió. Si bien es cierto que un par de veces se presentaron en
nuestra casa, la tranquila actitud de él, y la apariencia de normalidad que
adoptaba ella, los engañó con demasiada facilidad.
Por mi parte, como sabéis, había decidido no posicionarme. Por un lado,
me venía bien: estaban tan enfrascados en pelear entre ellos que no tenían
tiempo para prestarme atención, por lo que nunca se entrometieron en mis
asuntos. Por otro, me daba igual cómo terminara todo aquello mientras a mí
no me afectara. Que cada palo aguantara su vela.
Tan sólo me enfrenté con mi padre en una ocasión, que yo recuerde. Ese
día había llegado otra vez borracho a casa, aunque esta vez parecía más
animado de lo normal. Tras apalear, como era su costumbre, al llorón y
penoso despojo humano en que se había convertido mi madre, se dirigió
hacia mí en tono acerado:
—Y tú, ¿qué cojones estás mirando? ¿Acaso crees que no sé lo que eres,
monstruo? —me interpeló sin venir a cuento.
No respondí. Habitualmente, cuando se envalentonaba conmigo, la
indiferencia solía apaciguarlo. Pero esta vez, por alguna razón, fue diferente.
—¡Te estoy hablando a ti! ¡Mírame! —ordenó, mientras me agarraba un
brazo con sus granujientos dedos. Estaba tan cerca que su fétido aliento
alcohólico me llegó en largas y profundas vaharadas, provocándome una
intensa náusea.
Lo miré fijamente. Estaba fuera de sí. Sus ojos reflejaban ira y miedo a la
vez. Segundos después, sin poder aguantar la mirada, me soltó, temblando.
—Escucha —le hablé en voz baja, calmada, mientras mantenía mis ojos
clavados en los suyos— me importa una mierda que te emborraches cada día.
Me ha tocado en suerte un padre borracho cabrón del que me avergüenzo
cada día y he aprendido a soportarlo. Tampoco me ha importado demasiado,
hasta ahora, que pagues tu frustración en mi madre. Si ella consiente, es que
lo tiene merecido. Pero si vuelves a levantarme la voz, o a tocarme, aunque
sea con un solo dedo, te propinaré tal paliza que no volverás a empinar el
codo el resto de tu miserable existencia, ¿te ha quedado claro, borracho hijo
de puta?
No contestó enseguida. Se me quedó mirando, con el miedo y la sorpresa
reflejados en su feo rostro marcado por las huellas del alcoholismo. Después,
dio un paso atrás, y tras contemplarme durante un buen rato, masculló:
—Maldito seas…
Creo que lloraba.
De todas formas, no volvió dirigirme la palabra. Al mismo tiempo, dejó de
pegar a mi madre. Qué fácil. Si lo hubiera sabido antes…
En cuanto a mis asuntos financieros, pronto comprendí que debía pensar a
lo grande, si quería que mi negocio subsistiera, ya que la competencia por
aquel entonces era feroz.
Para empezar, amplié el negocio de la venta de marihuana. Digamos que
establecí sucursales en otros institutos, y diversifiqué el producto. Los porros
estaban bien, y eran un buen anzuelo, pero no permitían obtener las ganancias
que deseaba, así que comencé a invertir en otro tipo de mercancía, como
cocaína, heroína y ácido. Esto ya eran palabras mayores. Resultaban mucho
más difíciles de conseguir que la “maría”, por lo que tuve que comenzar a
moverme por ambientes realmente oscuros y peligrosos, en los que, a decir
verdad, me sentía muy cómodo. Conocí, de esta forma, los peores barrios del
pueblo, donde conseguí hacerme bastante popular, ya que pagaba bien y
nunca hacía preguntas.
Todos estos cambios, por supuesto, no se dieron de la noche a la mañana;
llevó bastante tiempo y dedicación. En poco más de dos años, llegué a
construir un complicado entramado organizativo, con el fin de lograr mayor
eficiencia en la distribución y venta del producto. Desarrollé, con este fin,
una estructura de tipo piramidal. Yo, en la cúspide, sólo era conocido por
cuatro de los miembros de la organización, que a su vez controlaban,
mediante un sistema similar, a otras cuatro personas, y así sucesivamente. De
esta forma, los encargados de “pasar”, nunca sabían quién era yo. Había visto
algo similar en una peli de mafiosos, y me pareció una interesante forma de
coordinarlo todo, asumiendo muy pocos riesgos. Por otra parte, tan sólo yo
contactaba con los proveedores. Nadie más tenía acceso a ellos. Y si alguien
lo intentaba, recibía un desagradable aviso.
Claro está, el incremento de mi volumen de negocio despertó la envidia y
el recelo de los yonkis y camellos de poca monta, que proliferaban por
Alcantarilla. En consecuencia, la Policía fue alertada en repetidas ocasiones
de nuestras actividades, y yo mismo llegué a ser interrogado más de una vez.
Por suerte para mí, la mayoría de los polis son muy torpes y resultan fáciles
de engañar. Basta con poner cara de panoli y contarles una historia
convincente. En las pocas ocasiones que fui sorprendido con pequeñas
cantidades, me limitaba a soltar la lágrima y delatar a alguno de los imbéciles
que integraban mi pequeña organización. De esta forma me deshice de más
de un imbécil, como Rubén.
Por desgracia, también llegó el momento en que me vi obligado a chivarme
de gente valiosa. Le tocó a Sebas, mi mano derecha hasta entonces. Él sí que
constituyó una pérdida sensible. Era inteligente, y, sobre todo, leal. Pero no
había alternativa, los tenía muy cerca, y se hacía necesario entregarles una
presa importante para que me dejaran en paz. Así que, tras reconocer ante la
Policía que consumía porros de manera ocasional —el secreto de las mentiras
es que siempre deben tener alguna base de verdad—, informé que el
responsable de todo era Sebastián, al que fingí tener un miedo terrible.
Incluso les di detalles de lugares donde éste almacenaba pequeñas cantidades
de “coca” y “maría”, con el fin de que mi relato tuviera cierta verosimilitud.
Y así, al día siguiente, el mejor de mi banda fue “trincado” por una pareja de
polis en su propia casa, donde lo acusaron de tráfico de drogas.
Una semana después se le trasladó a un centro de menores tras un rápido
juicio. Ni siquiera pude verlo, a pesar de estar citado el mismo día. En este
tipo de procesos se trata de preservar al máximo el interés del menor, por lo
que nos mantuvieron separados todo el tiempo. Creo que el pobre fue fiel
hasta el final. Lo admitió casi todo.
Por mi parte, fui amonestado duramente poco después, por el mismo juez.
Con aspecto contrito y arrepentido, acepté la arenga del viejo sapo, y prometí
no volver a tocar la droga. No me pasó nada. Pude así continuar con mi
negocio, ahora si cabe, con mayor libertad que antes, ya que la vigilancia de
la Policía fue menos estrecha a partir de entonces.
De esta forma, mi pequeño grupito de colaboradores se fue convirtiendo,
con el paso del tiempo, en una organización de tamaño respetable. Consideré
oportuno darle un nombre que le proporcionara cierta entidad y que fuera
respetado y temido por las demás bandas. Así, surgieron “Los Ángeles”.
Poco original, lo reconozco, pero no pude resistirme a utilizar mi propio
nombre. En cualquier caso, era mi banda. Yo era el líder indiscutible, el
cerebro y los cojones del grupo. No podía llamarse de otro modo.
Debido al creciente éxito de mi organización y al incremento de sus
actividades, cada vez resultaba más necesario disponer de un lugar donde
reunirnos, una especie de “club social”, que nos sirviera de sede. La solución
llegó de una de las últimas incorporaciones: un chico gordito medio atontado,
llamado Germán, que ofreció un local en bajo propiedad de sus padres, al
parecer vacío desde hacía tiempo. Germán era hijo único, fruto de un anodino
matrimonio dedicado al negocio de la mercería. Nunca habían podido
prosperar demasiado, pero aún resistían en su pequeña tienda,
estratégicamente situada en el centro del pueblo. El local ofrecido por
Germán era un pequeño almacén recuerdo de tiempos mejores, vacío desde
hacía más de diez años.
Tras una rápida ojeada, pude comprobar que el lugar era perfecto para
nosotros. De unos ochenta metros cuadrados, estaba ubicado en la periferia
de la ciudad, en una zona muy poco concurrida. De hecho, durante mi visita,
que duró una hora más o menos, apenas nos cruzamos con dos o tres
personas. Además, contaba con una puerta de salida, ubicada en la parte
trasera de la nave, lo que lo hacía aún más atractivo. Una espléndida vía de
escape, en caso de redada.
—El sitio me parece bien —le dije, tras examinarlo todo— quiero que lo
tengas listo para la semana que viene. Compra los muebles que sean
necesarios: por lo menos debe haber una mesa grande, varias sillas y un
colchón. Se te pagará en especie, ¿de acuerdo?
—Sí, claro, no hay problema —contestó Germán, con mansedumbre…
¡Qué lejos estaba de imaginar que ese muchacho obeso y con pinta de
retrasado iba a ser el responsable de mi primer tropiezo importante con la
justicia!
Por supuesto, Daniela seguía conmigo. Nos veíamos todas las tardes, ahora
con más tranquilidad, en el nuevo “club”. Follábamos, y luego ella se
quedaba colgada, fumando heroína. A veces lloraba, sobre todo cuando me
veía obligado a corregirla: si llegaba tarde, o me irritaba con sus quejas en
público, la disciplinaba sin miramientos. Para mí implicaban una falta de
respeto, que no podía tolerar. La pobre idiota hizo alguna vez el amago de
dejarme, aunque rápidamente la hacía cambiar de opinión. Sabía ser muy
convincente, cuando era necesario.
—¿Por qué no me dejas ir? Podrías tener a cualquier otra, si quisieras —me
dijo en una ocasión.
—Es cierto. Pero no quiero a cualquier otra: te quiero a ti. Eres mía hasta
que yo lo decida, ¿aún no te has dado cuenta, estúpida?
—Eres un monstruo. No sé cómo llegué a quererte alguna vez.
—Porque soy lo único que tienes. Y, además, sólo yo puedo darte lo que
necesitas —repliqué sonriendo.
Tras esto, solía guardar silencio. No tenía salida. A esas alturas estaba ya
enganchada al caballo. Por otra parte, si intentaba abandonarme, le haría
daño. Y lo sabía.
Por eso, me sorprendió sobremanera cuando una tarde faltó a su cita
acostumbrada. Precisamente andaba yo muy cachondo ese día, por lo que
estuve aguardándola con impaciencia más de una hora. Por último, contra mi
costumbre, la llamé al móvil: apagado o fuera de cobertura… Me enfurecí,
como es lógico. La muy puta, al parecer, se había atrevido a desafiarme.
Decidí que aquello le iba a costar muy caro.
—Vamos —le espeté a Germán, que había asomado por allí buscando algo
de material.
—¿A dónde? —preguntó asustado. Imagino que mi rostro reflejaba en ese
momento la furia que sentía. Cuando pierdo los nervios, puedo ser bastante
violento.
—A por esa puerca hija de puta. Necesita aprender todavía una lección.
—¿Le vas a pegar otra vez?
—¿Y a ti qué coño te importa, subnormal? —le increpé, exasperado.
—Lo siento, tío. Es que creo que a veces te pasas con ella…
—Hablaremos de esto más tarde —le dije en tono amenazador— con
tranquilidad, tú y yo, solos. Ahora vámonos. Ya.
Fuimos a su casa directamente, el primer lugar que se me ocurrió. A sólo
una manzana de allí, vimos una ambulancia con la sirena a plena potencia,
que se dirigía en la misma dirección. Parecía bastante urgente.
—Algún palurdo al que le habrá subido la tensión —comentó el gordo, en
tono jocoso.
—Calla gordinflón, van directos a casa de Daniela.
Salimos disparados hacia allí. Cuando entramos en su calle, me frené en
seco. Aquello era un puto caos. Dos coches de policía, una mujer que parecía
una mesa de camilla con piernas, caminando en círculos y arrancándose los
cabellos de pura desesperación, otro coche que parecía de la tele…, y la
ambulancia que acababa de llegar.
—Qué cojones…
—Aquí ha pasado algo muy malo, Ángel. Tío, vámonos.
—Vete tú, capullo. Quiero saber qué demonios ha ocurrido —le espeté,
desabrido.
—Me quedo contigo entonces…
—Vale, pero cierra el pico.
Enseguida me di cuenta de que la conmoción provenía de la casa de
Daniela. No había posibilidad de error, ya que vivía sola, con su madre viuda
—que resultó ser la gorda con crisis de ansiedad—, en una mísera vivienda
en planta baja. De allí era de dónde salía y entraba gente sin cesar, sobre todo
policías y enfermeros o médicos.
—Germán, a ti no te conocen. Acércate y pregunta a alguien —le ordené.
—¿A quién? —balbuceó temeroso.
—A cualquiera menos a la poli o a su madre. Allí veo un grupo de vecinos.
Puedes decir que eres su compañero en el instituto.
—De acuerdo —aceptó por último con displicencia.
Lo observé ir, con cierto sentimiento de repulsión. Menudo inútil. Sin
poder evitarlo, eché de menos a Sebas.
Titubeante, sudando de puro miedo, se acercó a un grupo de viejas que en
ese momento parecían discutir entre sí, muy próximas a la casa de Daniela.
Sus rostros permanecían tensos y hablaban en voz bastante alta, gesticulando
ostensiblemente. A pesar de ello, no prestaban atención alguna a la madre de
Daniela, que en ese momento estaba siendo atendida por una ambulancia del
SAMUR. Desde mi escondrijo, vi como Germán se dirigía a una señora
vestida con una ajada bata de color azul, que escuchaba con atención lo que
decía otra de las brujas, que parecía llevar la voz cantante. Tras intercambiar
un par de frases con ella, Germán regresó apresuradamente hacia el lugar
donde yo lo aguardaba con impaciencia. Parecía en estado de shock. Su
porcino rostro estaba pálido, transfigurado por el horror.
—¿Qué demonios ha ocurrido? —le increpé, nada más llegar a mi altura.
—Lo peor. Han encontrado a Daniela muerta por sobredosis. No me han
querido decir más.
—Mierda —mascullé, impresionado a mi pesar.
Debí haberlo imaginado. Había notado que me estaba faltando heroína los
últimos días, aunque no le había prestado demasiada atención, ya que eran
cantidades muy pequeñas. Ahora sabía a dónde había ido parar. ¿Se la habría
inyectado? Parecía lo más probable… Ella la consumía inhalada o fumada,
pero así era muy difícil matarse. Intenté recordar en qué momento comencé a
percatarme de las sustracciones. Unas dos semanas antes por lo menos,
aunque podrían ser más. De todas formas, con setenta u ochenta miligramos
por vía intravenosa, resultaría más que suficiente para suicidarse, si era esa su
intención. Sólo hubiera precisado reunir dos o tres dosis.
La macabra noticia, me planteaba ahora un dilema. No tenía nada claro qué
podía saber su madre o el resto de su entorno de nuestras actividades. Si
llegaban a averiguar de dónde había conseguido la droga, la Policía se
interesaría de nuevo por mí. Incluso podía terminar con mis huesos en un
centro para menores. Y todo por culpa de esa estúpida yonki. Joder.
Miré a Germán. Ya no estaba pálido. Su rostro era ahora mortalmente
blanco. Parecía a punto de vomitar.
—Vámonos de aquí. Tengo que pensar.
El gordo era mi otro gran problema. ¿Podía confiar en él? Resultaba
evidente que no. Germán era el elemento más débil de mi organización.
Cantaría como un pajarito, el muy cabrón.
Mierda.
Me lo llevé a rastras hasta el club, rezando para que no hubiera nadie. De
nuevo, la suerte me acompañó.
—Creo que se ha suicidado, Ángel. Tiene que haber sido eso. Estaba muy
tocada desde vuestra última discusión, acuérdate —balbucía el muy estúpido.
Cantaría, cada vez lo tenía más claro.
—Tranquilízate, hombre. Aún no sabemos nada… ¡Maldita sea! Pobre
Daniela. Tenemos que averiguar enseguida lo que le ha ocurrido. Quizá
podamos ayudar en algo —le dije para tratar de calmarlo.
En la cocina —el lugar donde preparábamos los pedidos— almacenaba
algunas reservas de heroína, aún. El gordo sólo fumaba porros, así que su
tolerancia no debía ser mucha. Pesaría, sin embargo, cerca de los ochenta
kilogramos. Calculé que con unos quinientos miligramos de caballo sería más
que suficiente.
—Tómate esto. Y deja de llorar, joder. Ya verás como todo se arregla —le
dije en tono tranquilizador, mientras ponía entre sus manos una taza de
infusión.
—Gracias, Ángel, tío —contestó agradecido, tomando tímidos sorbos de la
bebida.
Mientras, yo lo observaba de reojo. Aunque con evidente desagrado, se
bebió hasta la última gota, sin duda por temor a ofenderme.
—¿Qué era? ¿Tila? Sabía un poco raro —comentó después.
—He puesto algo que ayude a serenarte. Debemos estar tranquilos para
poder pensar bien las cosas. Cuento contigo, ya lo sabes.
—Ah, ¿sí? —replicó. Tenía ya los ojos algo vidriosos—. Qué curioso,
tengo sueño.
—Es normal —le expliqué sonriendo— se debe a la heroína.
—¿Heroína…? ¿Qué heroína? —apenas susurró, disártrico y somnoliento.
Sus labios, de color azul, temblaban ligeramente.
No contesté. Dejé pasar el tiempo. Sentado, Germán trataba de mantener
los ojos abiertos, mirándome a través de unas pupilas que se habían
convertido en pequeños puntitos, apenas visibles. Por un momento, temí que
vomitara. Eso me hubiera obligado a inyectarle la heroína, pero no fue
necesario. Pocos minutos después, se durmió para siempre. No sufrió en
absoluto.
Pasé un paño por los lugares que recordaba haber tocado y revisé la
estancia a conciencia, recogiendo todos mis objetos personales. Cuando
consideré que no quedaba nada que me relacionara con el local, salí con
tranquilidad por la puerta de atrás. Germán había ingerido voluntariamente
un vaso cargado de heroína en su propio local, donde almacenaba una
cantidad apreciable de drogas. La hipótesis lógica sería la de suicidio o
sobredosis accidental. Esperaba que la poli se tragara el anzuelo.
El resto de la tarde lo dediqué a comunicar a la banda que nuestras
actividades quedaban suspendidas hasta nueva orden. Guardé el dinero en
lugar seguro, y me deshice de distintos utensilios que pudieran resultar
comprometedores. Aun así, no estaba tranquilo. Demasiados cabos sueltos.
El cuerpo sin vida de Germán fue encontrado el día siguiente. La noticia de
su muerte por sobredosis de heroína, copó las portadas de los diarios
nacionales y los telediarios. Al descubrirse su cuerpo pocas horas después de
lo de Daniela, se intentó buscar alguna conexión entre ambos. Según los
periodistas, la investigación aún estaba bajo secreto de sumario, pero se
barajaban varias hipótesis. Incluso se llegó a sugerir el ajuste de cuentas entre
bandas rivales. Eso me asustó. Al parecer, la Policía no era tan tonta como
suponía. Para empeorarlo aún más, los padres de ambos se habían aliado y
clamaban justicia ante las cámaras de televisión, amparados por una multitud
de vecinos.
Yo, mientras, permanecía en casa, aquejado de falsa gastroenteritis. Tenía
que quitarme de en medio durante una temporada. Esperar que todo
terminara, antes de reanudar mis actividades. Una semana después, el asunto
pareció enfriarse. Sencillamente, los medios de comunicación dejaron de
hablar del tema. Había otras noticias que reclamaban la atención del público:
secuestros, violaciones, los asesinatos del Ejército Islámico… Germán y
Daniela, tras haber tenido su momento de gloria, fueron, al parecer, olvidados
por todos.
Más tranquilo, decidí sanar de mi fingida enfermedad y volver al negocio.
Había que empezar desde cero, puesto que no contaba ya con la sede y se
había perdido todo el material almacenado, ahora en poder de la Policía. Así
que me puse manos a la obra, y comencé la ardua tarea de reunir de nuevo a
mi banda. Con este propósito, hice varias llamadas, y visité a algunos de mis
antiguos contactos y proveedores. Casi todos estaban ansiosos por volver a
trabajar conmigo. Hubo alguno, sin embargo, que se mostró receloso. Tras lo
ocurrido, temían verse involucrados en mis actividades, por lo que, de
momento, optaron por rehusar. Decidí que más adelante, cuando todo
volviera a la normalidad, me ocuparía de ellos. En otras palabras, les tomé la
matrícula.
En poco más de un mes, mi negocio volvía a florecer. Había conseguido
reconstruir mi estructura en tiempo récord. Era feliz de nuevo: Germán y
Daniela estaban ya enterrados en lo más profundo de mi conciencia.
Sin embargo, los dos malditos no tenían la intención de desaparecer tan
fácilmente de mi vida…
Regresaron, y esta vez, casi me destruyen.
UNA TRAICIÓN

—¡ Abran la puerta! ¡Policía!


Serían las diez de la noche cuando irrumpieron en mi casa. Mi padre,
borracho como siempre, yacía en el sofá semiinconsciente, mientras que mi
madre se encontraba en su dormitorio, leyendo un libro.
Salté de la cama al primer grito. Estaba registrando las ganancias de esa
semana en una pequeña agenda que empleaba para llevar la contabilidad. No
había tiempo que perder, tenía que actuar con rapidez, así que rompí todas las
hojas de la libreta y, tras alcanzar de un salto el cuarto de baño, las arrojé al
inodoro.
—¡Abran o echaremos la puerta abajo! —repitió perentoria, la misma voz
de antes.
Mi madre salió asustada al pasillo, y comenzó a abrir la puerta. Sus manos,
temblorosas, no atinaban con el cerrojo.
—¡No abras aún, mamá! —le ordené desde el cuarto de baño.
—Es la Policía, Ángel. ¿En qué lío te has metido ahora?
—Cierra el pico y espera, no abras aún.
La muy cerda, haciendo caso omiso, continuó girando la llave.
Tenía en mi poder medio kilogramo de heroína, y bastante hierba. El
inodoro casi no daba abasto a tragarlo todo. Treinta segundos después, cinco
agentes de policía armados hasta los dientes, irrumpían en el pasillo de mi
casa.
—¡Ángel Salazar Ugarte, quedas detenido!
Mi madre, me rodeó con sus brazos, rompiendo a llorar. Yo, sin embargo,
permanecí tranquilo. Sólo sentía extrañeza. No conseguía entender lo que
estaba ocurriendo.
—¿Bajo qué acusación? —acerté a preguntar.
—Bajo la de delito contra la salud pública y homicidio —contestó el que
parecía ser jefe del operativo.
Mi madre, con gesto desesperado, se aferró aún más a mí.
—¡No puede ser! ¡Debe haber algún error! ¡Por Dios, dime que todo esto
es un error! —me increpaba, suplicante.
Otro poli, más joven, comenzó a recitar la absurda letanía de mis derechos.
En ese momento, el borracho, que a duras penas había conseguido levantarse
del sofá, salió arrastrándose con su típico andar vacilante. Asomado al vano
de la puerta que daba al pasillo, contempló plácidamente la escena, sin
mostrar sorpresa alguna. A continuación, me dirigió una larga mirada en la
que pude adivinar una mezcla de odio y satisfacción. Dirigiéndose al policía,
comentó:
—Ya era hora.
Lo miré, esta vez sí, con sorpresa. Su odioso y repugnante rostro reflejaba
sin duda la negra sombra de la traición: el viejo cabrón, al final había
vencido. Había permanecido en silencio todos estos años, aguardando
expectante, vigilando, hasta que se le había brindado la oportunidad perfecta
para destruirme… ¡Qué hijo de puta!
—Bien por ti, papá —me limité a decirle— nunca lo olvidaré, te lo juro.
Así fue como, a la edad de quince años, se produjo mi primera detención.
No me esposaron, ya que era menor y no mostré signos de violencia. Por
otra parte, ¿de qué habría servido? Es cierto que, por un instante, contemplé
la deliciosa idea de lanzarme sobre mi padre y masacrarlo, pero ello sólo
hubiera empeorado mi situación.
No. Era el momento de utilizar mi cerebro.
Durante el trayecto a comisaría, apenas se dijo nada. Dediqué un breve
pensamiento a mi madre, que se había quedado llorando en mi casa en plena
crisis de histerismo, y sentí una incómoda punzada de repulsión y vergüenza
por ella.
—Quiero ver a un médico.
El poli que iba sentado a mi lado, un tipo alto de rostro simiesco, se giró
hacia mí con aire despectivo.
—¿Te pasa algo?
—Tengo derecho a ser asistido por un médico. Ustedes mismos lo han
dicho, hace un momento —repliqué, recordándole los derechos que acababa
de leerme.
—Tienes tú muchas leyes, niñato, para no ser más que un cabrón asesino.
—¿Está usted acosando a un menor, agente? —insinué con sarcasmo.
—¡Me cago en…!
—¡Silencio ahí atrás! —Ordenó su superior, que ocupaba el asiento junto al
conductor—. Dirígete hacia el centro de salud más cercano —conminó a su
compañero—. Y tú, mequetrefe, si intentas la más mínima, te engrilleto, ¿lo
captas?
—Lo capto —contesté, con una media sonrisa.
No tenía ninguna intención de fugarme. Hubiera sido una idiotez. Con toda
seguridad, volvería a ser capturado en poco tiempo, y después resultaría
difícil de explicar en el juicio. No. Debía aparecer como una víctima ante el
juez y el fiscal. Era la única posibilidad de intentar reducir el tiempo de
internamiento que, sin duda, me aguardaba.
No tuvimos que esperar nuestro turno en la puerta de urgencias. La
comitiva policial que me acompañaba, aligeró los trámites. La doctora que
me atendió, una mujer de mediana edad con rostro ojeroso y fatigado, me
realizó las preguntas de rigor, mientras me exploraba.
—¿Tienes alguna lesión o contusión? ¿Te duele algo? —inquirió con cierta
frialdad.
—La muñeca. El poli más alto me la ha retorcido, a pesar de no haber
opuesto ninguna resistencia. Además, me ha dado un par de puñetazos en el
pecho.
—No veo señal alguna de lo que dices, ¿estás seguro? —replicó la médica,
mientras me flexionaba la muñeca.
Fingí una expresión de dolor intenso, al tiempo que dejaba caer un par de
lágrimas. Esto, unido a que mi rostro era ahora una fiel representación de la
pena y el miedo, terminaron de convencerla.
—De acuerdo, chico —me dijo con voz algo más enternecida. Para mi
satisfacción, en el parte de lesiones, reflejó con letra perfectamente legible:
“se aprecian varias contusiones en tórax y abdomen, así como posible
esguince de muñeca”.
Perfecto.
Los polis, que esperaban fuera, recogieron la copia del parte de manos de la
propia doctora, que les advirtió:
—Agentes, como saben, es mi obligación enviar una copia de cualquier
parte de lesiones al juzgado correspondiente.
Tras echar una rápida mirada al papel, el poli alto exclamó sulfurado:
—¡Al chico no se le ha puesto ni un dedo encima! ¡Esto es falso, señora!
—¡Cierra el pico, Pedro! —le ordenó su superior, con acritud.
De nuevo en el vehículo, la situación se volvió aún más tensa. Aunque
nadie se atrevía a hablar, era evidente que el tal Pedro hacía grandes
esfuerzos por controlarse. Lo delataban el tono granate de su rostro y las
intensas miradas de odio que me lanzaba de soslayo. Por mi parte, era la viva
imagen de la satisfacción. Había hecho desaparecer de mi cara cualquier
signo de angustia o miedo, sustituyéndolo por una amplia sonrisa de
autocomplacencia y tranquilidad.
Al ser menor de edad, además de estar presente mi abogado, debía ser
acompañado por mi padre o tutor durante la toma de declaración.
Lógicamente, fue mi madre la que se hizo cargo. Acudió una media hora
después, algo más serena. La acompañaba un abogado de aspecto bisoño,
designado sin duda por el turno de oficio.
—Quiero mi propio abogado, mamá. No a cualquier inútil con la carrera de
Derecho a medio terminar —indiqué en tono despectivo, sin tan siquiera
dedicar una mirada a este último.
Mi estúpida madre, sin embargo, miró avergonzada al picapleitos, antes de
decirle:
—Siento mucho la conducta de mi hijo. Es un buen chico, pero algo
impulsivo, a veces...
—Tranquila, señora. No se disculpe —replicó éste con acritud, una vez
superada la sorpresa inicial. Tratando de conservar su maltrecha dignidad, y
tras recoger la documentación que había comenzado a extraer de un pesado
portafolios, se levantó y estrechó su mano con frialdad—. Suerte, la va a
necesitar.
—Escucha chico, si no aparece un abogado antes de mañana, tendrás que
aceptar el de oficio. Es obligatorio que esté presente durante tu interrogatorio
—intervino ahora uno de los polis.
—Lo sé. ¿Puedo hacer una llamada?
—Que sea corta.
Llamé a uno de los más prestigiosos abogados penalistas de Murcia, José
María Espronceda, al que ya conocía por haber defendido a alguno de mis
proveedores más importantes. Me lo podía permitir. Mi madre, con aspecto
sorprendido, asistía a toda esta escena sin abrir la boca.
—Juana Ugarte, es usted la madre de Ángel, ¿no es así? —la interpeló en
ese momento un funcionario, desde su puesto de ordenador.
—Sí, señor.
—Le informo entonces que acabo de comunicar la detención al Ministerio
Fiscal. Su hijo se quedará aquí, en calidad de detenido, por lo menos hasta
pasado mañana. Luego, ya se verá. Ha sido acusado de delitos muy graves
contra la vida y la salud pública.
—No entiendo nada. Es un buen chico. Saca buenas notas en clase. La
culpa es de esos amigos con los que se junta… —arguyó mi madre, en un
tono suplicante que me hizo torcer el gesto asqueado.
El tipo le dirigió una larga mirada, mezcla de conmiseración e incredulidad.
Después, agachó la cabeza y siguió escribiendo, sin más.
Pasé el resto de la noche en una celda aparte. Me resultó extremadamente
humillante verme encerrado de esa manera. Solo, sin ninguna compañía, tuve
tiempo para poder reflexionar con tranquilidad sobre mi situación. Estaba allí,
no por mis propios errores, sino por la delación de mi padre y quizá de
alguien más. Ignoraba aún cuánto sabían sobre mí y mis negocios, o qué tipo
de pruebas tenían. También me acusaban de homicidio…, lo que me llevaba
a pensar que quizá habían establecido alguna conexión entre mi organización
y las muertes de Germán y Daniela.
Bueno, ya llegaría el tiempo de saldar cuentas. Ahora era preciso
concentrarse y pensar. Me encontraba en un buen lío, uno de los gordos. Y
esta vez, temía que no iba a salir tan bien parado como en anteriores
ocasiones. Lo único que podía hacer a estas alturas, era minimizar el daño en
la medida de lo posible. De momento, creía haber hecho lo que estaba en mi
mano: ya existía un parte de lesiones que me permitiría presentarme ante el
juez como una víctima de la Policía. Además, contaría con la ayuda legal de
José María, lo cual era ya una garantía. Mañana sería otro día.
Tras meditar durante una hora, avisé a un poli, y le pedí algo de comer.
Cené con apetito; aún no lo había hecho y tenía un hambre voraz. Después,
me tumbé en el único camastro que existía en la celda y cerré los ojos. Dormí
toda la noche. De un tirón.
Me despertó una mujer policía, la mañana siguiente. Era una señora de
unos cuarenta y cinco años, morena, de rostro serio y bondadoso, que se
presentó a sí misma como agente responsable de la unidad de menores de esa
comisaría. Mientras atacaba mi desayuno con voracidad, me informó que
había llegado mi abogado, por lo que se me tomaría declaración en cuanto
apareciera mi madre.
—Está fuera, en la calle, sentada en algún banco del jardín —contesté con
la boca llena.
—Esta noche ha refrescado bastante, Ángel. No creo que tu madre la haya
pasado a la intemperie —replicó ella.
—Le repito que está fuera. Compruébelo si quiere.
—De acuerdo, espera un momento —dijo, en el mismo tono de
incredulidad.
Cinco minutos después, me trasladaron a un pequeño despacho donde
aguardaba José María, mi abogado, un viejo policía, y la agente de menores
que me había traído el desayuno. Junto a ellos estaba mi madre, que aún
tiritaba de frío. Sus pálidas manos de uñas azulonas, así como sus
temblorosos y amoratados labios, indicaban que no me había equivocado en
absoluto. Sin duda había pasado la noche en la calle, esperando, y
probablemente, llorando de pena. Patética.
Comenzó el interrogatorio.
Tras las preguntas de rigor para confirmar mi nombre, domicilio, y resto de
datos de identificación, el poli viejo pasó al ataque.
—¿Conoces o has mantenido algún tipo de relación con Daniela Gambín,
de dieciocho años de edad?
—Sí, la conozco. Salía con ella ocasionalmente. Fue una pena lo que le
sucedió.
Hubiera sido ridículo ocultar mi relación con Daniela. Era algo conocido en
el pueblo. Si lo negaba ahora, podrían encontrar con facilidad veinte testigos
que me desmentirían, lo que en el juicio resultaría contraproducente.
—Sí, una auténtica lástima —repuso con disgusto—. ¿Recuerdas cuándo la
viste por última vez?
—Creo que fue la tarde antes. Estaba muy desmejorada y parecía triste.
Imagino que ya había decidido hacerlo…
—Durante el examen forense de su cadáver, se encontraron marcas de
golpes y quemaduras por todo el cuerpo. Probablemente estaba siendo
víctima de malos tratos continuados. Dada tu relación con ella, ¿podrías
decirnos quién pudo ser el responsable?
—Lo siento. Nunca me dijo nada. Aunque éramos amigos, me consta que
mantenía relaciones con otros chicos. Además, creo que consumía drogas —
repliqué.
—De acuerdo —siguió, con aire cansado— ¿te suena una banda juvenil
conocida como “Los Ángeles”? Creo que algunos de sus miembros van a tu
instituto.
—Sí, me suenan. Trato de no mezclarme con ellos, pero a veces resulta
muy complicado —dije mirando a mi madre, que asistía con expectación a
todo aquello.
—Algunos de sus miembros han declarado que tú eras el cabecilla; el jefe,
digamos.
—Es mentira.
—¿Consumes drogas?... Tranquilo, letrado, no es necesario que conteste —
dijo levantando enseguida la mano en señal de paz, al advertir el gesto de
desagrado de José María.
—En más de una ocasión he fumado porros, si es eso lo que quiere decir.
—¿Y has vendido algo a tus compañeros…, lo que te sobraba, quizá?
—Eso sería tráfico, agente. Es un delito. Nunca cometería un delito.
El viejo zorro, sonrió. Al menos, tenía sentido del humor.
—Bien, entonces creo que eso es todo…, salvo… Espera, una pregunta
más… ¿Conocías de algo a Germán López Carrillo, de quince años de edad?
—¿El muchacho que apareció muerto hace un par de semanas en una nave
del polígono? Sólo por las noticias.
—Tenemos el testimonio de dos chicos que aseguran que os conocíais y
que os vieron juntos la tarde anterior a que se encontrara su cuerpo.
—Agente, le recuerdo que mi cliente ya ha contestado a eso —intervino
José María.
—Soy inspector —le corrigió éste, algo desabrido—. De acuerdo. ¿Dónde
estuviste la tarde del pasado dieciocho de febrero?
—Fue hace más de un mes. Imposible recordarlo —contesté con
impaciencia.
—Se trata de la tarde anterior a que apareciera la noticia de la muerte de
Germán.
—Me imagino que estaría jugando por ahí.
—Resulta extraño que pasaras jugando la misma tarde que se suicidó tu
novia, ¿no te parece?
Primer desliz. Miré de nuevo al viejo perro, ahora con más respeto.
Rápidamente inventé una excusa.
—Llevaba tiempo sin ver a Daniela, no sabía qué era de ella. La había
estado llamando al móvil, pero nunca contestaba. De todas formas, no me
enteré de su muerte hasta el día siguiente, también por las noticias.
—Ya. Es curioso. Hace un rato me has dicho que habías hablado con ella el
día de antes, y que la viste triste. Además, su teléfono móvil sólo registra la
llamada de un número, desconocido de momento, la misma tarde en que
apareció muerta.
Hijo de la gran puta. Me había tendido una trampa.
Por fortuna, mi abogado se apresuró a intervenir, algo nervioso.
—Recomiendo a mi cliente que se niegue a seguir contestando a las
preguntas, a partir de ahora. Hará su declaración durante la celebración del
juicio oral.
Poco después, tras despedirme de mi madre, que aún se negaba a aceptar la
realidad, pude hablar unos minutos a solas con mi abogado.
La presencia física de José María Espronceda no denota su auténtica
brillantez. La primera impresión, al comprobar su mediana estatura y su
rostro algo insípido, es la de alguien anodino, de corte intelectual. Sólo
cuando lo conoces realmente y, sobre todo, lo observas trabajar, te das cuenta
de que te encuentras ante uno de los mejores abogados penalistas del país.
—Esto está complicado —me confesó—. Aún no sé qué tienen contra ti. Es
mejor no declarar hasta que estén todas las cartas sobre la mesa. El Ministerio
Fiscal ha autorizado una ampliación del plazo de la detención a cuarenta y
ocho horas, con el fin de recabar testimonios y evitar que destruyas pruebas.
Según lo que encuentren, el Juez de Menores podría ordenar tu internamiento
cautelar hasta que se celebre el juicio, por un período de tres meses, que
podría extenderse a seis más si lo estima oportuno.
Me gustaba José María porque me hablaba claro. No me trataba como a un
simple niño. Me respetaba.
—¿Qué vas a hacer tú? —le pregunté.
—Dando por hecho que el Ministerio Fiscal solicitará al Juez la apertura
del trámite de audiencia, voy a comenzar a redactar el escrito de alegaciones,
en el que incluiré tu parte de lesiones. Solicitaré tu inmediata puesta en
libertad. Pero voy a ser sincero contigo: creo que tienen algo sólido contra ti.
Soy pesimista al respecto.
—¿Y un Hábeas Corpus? —le propuse.
—No creo que lo concedan. No he detectado ninguna irregularidad en la
detención. Han hecho bien su trabajo. Y podría perjudicarnos en el futuro.
—Vale. Haz lo que creas que debes hacer —contesté con cierta desazón.
Internado. En un centro. Afortunadamente sólo tenía quince años, por lo
que, en el peor de los escenarios, permanecería encerrado dos años como
mucho. Suspiré y volví a mi celda, de nuevo acompañado por la mujer
policía.

ENCERRADO

Finalmente se cumplieron las previsiones de José María. Tras cuarenta y


ocho horas, fui informado de que el juez había decretado mi internamiento
cautelar en el Centro Educativo “La Pinada”, en Abarán. El traslado se
realizó en un vehículo policial camuflado, para evitarme el trago de tener que
volver a subir en un coche patrulla. Otra ventaja de ser menor de edad.
Tampoco en esta ocasión fui esposado.
Al llegar al centro me recibió un hombre semicalvo de unos cincuenta años,
alto y de rostro lánguido y alargado, que se presentó a sí mismo como
Marcos, el coordinador de educadores. Estaba flanqueado por dos tipos
fornidos que apestaban a “seguratas” a la legua, y que al final resultaron ser
simples monitores. A primera vista, el tipo no parecía una amenaza, daba
buena impresión; el tiempo se encargaría de sacarme de este error. Él se
ocupó de explicarme con todo detalle las normas y el régimen de
funcionamiento de la institución:
—Esta tarde, durante la entrevista con nuestra psicóloga, firmarás un
contrato en el que te comprometerás a seguir una serie de reglas básicas de
convivencia. Si colaboras y respetas nuestras normas, sumarás créditos, con
los que podrás obtener determinados privilegios —explicó con aire aburrido.
Parecía recitar, sin demasiado entusiasmo, algún tipo de lección insustancial
aprendida de memoria—. Por supuesto, los incumplimientos, o las faltas al
régimen de funcionamiento interno, se sancionarán en la medida que se
determine. Se podrá aplicar, en estos casos, la pérdida de los créditos
conseguidos, y si fuera preciso, la separación del grupo, así como medidas de
sujeción física. Esperemos que, en tu caso, no sea necesario —dijo por
último, mirándome con malevolencia—. Pareces un chico inteligente, ¿me
equivoco?
—No, señor. No se equivoca en absoluto —contesté con humildad.
Bien. Por lo menos, ya sabía a qué atenerme. De todas maneras, nada de
eso me pillaba por sorpresa. Estaba informado de cómo funcionaban este tipo
de sitios gracias a lo que había oído contar a algunos de mis contactos de la
calle. El que más o el que menos, había sido huésped forzoso de estos antros
en alguna ocasión. Casi todos coincidían en que sólo había una regla básica.
Cumplir las normas, hacerte invisible. Y esa iba a ser mi estrategia, ya que
sospechaba que pasaría allí una larga temporada. Esperaba que no me
resultara difícil: se me daba bien adaptarme. Al fin y al cabo, yo siempre
había sido eso; un superviviente nato…, un camaleón.
Conocía de oídas “La Pinada”. Se trataba de un centro de titularidad
privada, gestionado por una fundación, y que contaba por entonces con unas
treinta y pico plazas concertadas, sólo para chicos. Convivían dos tipos de
regímenes: uno semiabierto, al que pertenecían los chavales que disfrutaban
de permisos programados, y otro cerrado para aquellos que estaban privados
totalmente de libertad. Debido a las particularidades de mi caso, yo ingresaba
en éste último.
—Bueno, ya es hora de comer —continuó Marcos— será mejor que vayas
al comedor. Está ubicado en el pabellón principal —repuso señalando un
edificio blanco de líneas rectas y amplios ventanales.
—Gracias —fue mi escueta respuesta.
Hay quien me ha preguntado en alguna ocasión, qué se siente al entrar por
primera vez en uno de estos reformatorios. La verdad es que no recuerdo
haber sentido nada en absoluto en aquel momento. Si acaso, curiosidad por
averiguar con quién tendría que disputarme el liderato allí. Porque si algo
tenía claro desde el primer momento era que, en pocas semanas, sería el jefe
del lugar. No podía aceptar otra cosa.
Con aplomo, penetré en el amplio salón. Se hizo un abrupto silencio, y
todos sin excepción se volvieron a mirarme con curiosidad, incluidos los
monitores. Me daba igual, no me sentía nada incómodo. Al contrario, me
gustaba ser el centro de atención. Recorrí la sala con la mirada hasta localizar
un asiento vacío, que ocupé sin decir palabra.
—Tienes que recoger una bandeja de allí, y servirte la comida —me indicó
un muchacho pelirrojo, sin levantar la vista del plato.
—Gracias..., soy Ángel —le dije, tendiéndole la mano, que se quedó ahí,
en el aire, durante unos segundos, hasta que molesto, decidí bajarla.
—Yo soy Juan Miguel. Procura hablar menos, o tendrás problemas.
—Vale. Gracias de nuevo.
Tras pedir permiso al monitor más cercano, un tipo gordo de rostro
porcino, me dirigí hacia el mostrador y recogí una de las bandejas. Ese día
tocaban macarrones, que odiaba. Sin embargo, tras dar las gracias al
camarero, volví a mi mesa, y di buena cuenta del plato. No se habló nada
más.
Después, uno de los educadores —Mario, según decía la solapa de su
uniforme— me acompañó a mi habitación, que compartía al parecer con otro
interno. Se trataba, lisa y llanamente, de una simple celda pintada de colores.
Rejas en las ventanas, camas atornilladas al suelo, y paredes desnudas.
Suspiré. Al menos, el cuarto de baño no estaba ubicado allí. Mi compañero
estaba ya echado en el camastro de al lado, leyendo un libro.
—Hola, me llamo Santiago. Te ha tocado conmigo, al parecer —me
explicó sonriente, esta vez sí, tendiéndome la mano que yo estreché mientras
lo examinaba con atención.
Era un muchacho de mi misma estatura, aunque algo más grueso. Llevaba
el espeso pelo negro repeinado con la clásica raya a un lado y usaba gruesas
gafas de concha, muy remendadas con esparadrapo, que se recolocaba una y
otra vez sobre una respingona nariz repleta de pecas.
—Hola. Yo soy Ángel —contesté devolviéndole el gesto.
—Bueno chicos, os dejo para que os conozcáis mejor —anunció Mario,
haciendo ademán de marcharse.
—Ok. Gracias por todo.
—Encima de tu mesilla tienes un folleto donde se explica con detalle el
régimen de funcionamiento del centro. Apréndetelo de memoria y no tendrás
problemas. Yo soy el educador responsable del taller de carpintería. Espero
verte pronto por allí —dijo con una sonrisa, a modo de despedida.
—Por supuesto —respondí, solícito.
Nos quedamos solos, Santiago y yo.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le pregunté, nada más salir el educador.
—Un par de semanas. Por eso aún sigo en el módulo rojo. Es, por decirlo
así, al que se nos traslada a los recién ingresados mientras somos evaluados.
Se supone que estamos en período de prueba, hasta que deciden si somos
peligrosos o no… ¿Y tú qué has hecho? ¿Por qué estás aquí? —me espetó
con curiosidad.
—Me atraparon con droga —respondí en tono evasivo.
—¿Sólo por eso?
—Era mucha —repuse cruzándome de brazos.
—¡Ah! Entiendo.
—¿Y tú?
—Bueno, la mía es una larga historia.
—Hay tiempo de sobra, ¿no?
—No tanto. A las cinco tenemos ya programadas algunas actividades —me
informó con aire de fastidio—. Me imagino que tú irás a ver a la psicóloga,
Olga, ya que es tu primer día. Procuran no dejarnos demasiado tiempo libre; e
incluso el poco que hay, está supervisado por un educador…
Ante mi expresión de sorpresa, Santiago continuó, animado.
—Será mejor que aprendas una cosa cuanto antes, si no quieres tener
problemas. Aquí no se mea ni se caga sin permiso de un monitor: verás en la
televisión lo que ellos crean que puedes ver, leerás lo que ellos consideren
adecuado, y te relacionarás con la gente que ellos te digan. Incluso una
mirada a destiempo con otro interno puede suponer una pérdida de créditos, o
un castigo.
—¿Para qué sirven los créditos? No paran de hablarme de ellos desde que
llegué a este lugar.
—Bueno, eso depende. Según el régimen en que hayas ingresado. Yo estoy
en semiabierto, por lo que los créditos me pueden permitir, por ejemplo, ver a
mis padres este fin de semana.
—Entiendo —en mi caso, que estaba en régimen cerrado por orden
judicial, imaginaba que eso no iba a ser posible. De todas formas, no me
apetecía nada verlos. De hecho, tenía una cuenta pendiente con uno de ellos
—. Aún no has contestado a mi pregunta. ¿Por qué estás aquí? No pareces…
—dudé, no sabía cómo decirle que no encajaba allí.
—¿Como los otros? ¡Ja, ja, ja! —Rio—. Honestamente, si me hubieran
dicho hace tres meses que iba a estar en este tugurio, no lo habría creído. La
vida da muchas vueltas. Mírame bien, y sé sincero. ¿Qué pinta tengo? ¿Qué
tipo de persona creerías que soy?
—Yo diría que un empollón —contesté, sin dudarlo. Su aspecto pulcro y su
inteligente mirada lo delataban.
—Exacto. Era el primero de mi clase. Todos los profesores me tenían en
alta estima. Por desgracia, mis compañeros del colegio no.
Sin poder evitarlo, me vino a la mente, el recuerdo de Alberto. Aquel gordo
mariquita que me sirvió de diversión cuando tenía ocho años. ¿Dónde pararía
ahora?
—Brevemente. Me cansé de ser perseguido a todas horas por una banda de
energúmenos sin cerebro. Un buen día preparé en mi casa un sencillo
artilugio que copié de Internet: un cóctel molotov. Soy muy bueno en
química. Era mi asignatura favorita —añadió en tono de orgullo.
La verdad es que su relato comenzaba a interesarme de veras. Empezaba a
caerme bien el amigo Santiago.
—Continúa —le pedí.
—Poco más. Me resultó muy fácil provocarlos al día siguiente y
conducirlos hasta los aseos, fuera de la mirada de los profesores. Cuando
creían haberme acorralado, y el cabecilla, un tal Nacho, se preparaba para su
sesión diaria de “paliza y humillación”, lancé a sus pies mi pequeño invento.
Nacho ardió, por supuesto. Creo que salió con varias quemaduras de primer y
segundo grado. Y yo, terminé aquí.
—Hiciste lo que debías —le dije con un gesto de aprobación.
Tal y como me había informado el tal Marcos —el coordinador de
educadores—, a las cinco fui avisado por megafonía. Se me esperaba en el
despacho de la psicóloga para una entrevista. Éste se encontraba en el
pabellón principal, el mismo edifico blanco en el que se hallaba situado el
comedor. El propio Marcos se encargó de acompañarme. Tras llamar
quedamente, una fría voz femenina nos invitó a pasar.
—Aquí está el muchacho, Olga —informó el coordinador, desde la puerta
— si necesitas cualquier cosa, habrá dos monitores fuera. Sólo tienes que
levantar la voz —añadió en tono de advertencia para que yo lo oyera.
—Gracias, Marcos, muy amable. Pasa, Ángel, siéntate, por favor.
Olga, la psicóloga de La Pinada, aparentaba unos cuarenta y cinco años,
aunque podía tener algunos más. Alta y morena, y de cabello rizado y crespo
que llevaba suelto sobre los hombros con aire de abandono, el elemento que
más destacaba en ella era, sin embargo, su intensa mirada. Todos sus gestos,
la forma de permanecer sentada, su ademán tranquilo pero firme, transmitían
la sensación de estar ante una persona muy segura de sí misma. Sus enormes
ojos de color avellana se clavaron en mí nada más entrar, traspasándome.
Permanecimos así, mirándonos sin hablar durante unos segundos,
inspeccionándonos mutuamente. Ella, al parecer, con interés y curiosidad; yo,
con insolencia.
Poco después, sin embargo, decidí bajar los ojos. No era momento para
pulsos de poder con la psicóloga del centro.
Me senté, dando las gracias con cortesía.
—Acabo de revisar tu expediente, así como los informes del juez y del
fiscal. En realidad, no me dicen mucho sobre ti. Sé que tu familia es
disfuncional, que tu padre es un alcohólico, y que tú consumes marihuana…
También se menciona tu relación con una banda de narcotraficantes y dos
muertes que aún se están investigando.
—En realidad…
—Tranquilo. Todo esto me da igual. Como te he dicho, no me dice nada.
Lo mismo podrías ser un pobre muchacho en situación de abandono, que un
trastorno disocial con rasgos psicopáticos. No lo sé… Aún —añadió tras una
leve pausa.
Era evidente que esta mujer no era de las que se mostraban maternalistas
con sus pacientes. Iba al grano. O estaba quemada con su trabajo, o,
simplemente, a fuerza de desengaños, se había ido desprendiendo de
cualquier sentimiento idealista que hubiera podido albergar alguna vez.
Comenzó la entrevista con una pregunta aparentemente sencilla.
—Ángel, me gustaría que intentaras definirte a ti mismo en pocas palabras.
—No sé bien qué decirle —contesté tras unos segundos de vacilación—
creo que soy un chico normal que ha tenido mala suerte con la familia con la
que le ha tocado vivir, y que no ha sabido elegir bien a sus amigos.
—¿Crees que eres malo?
—Estoy aquí porque alguien me ha tendido una trampa. Soy inocente.
—No te he preguntado eso.
—No, no soy malo —repliqué en tono irritado.
—De acuerdo. ¿Quieres a tus padres?
—Amo a mi madre. Haría lo que fuera por ella. Pero mi padre es una
persona despreciable. Es un borracho y un maltratador.
—Y si quieres tanto a tu madre, ¿por qué no has denunciado nunca esos
malos tratos?
—Por miedo a represalias.
—¿Temes a tu padre?
—Sí —mentí.
—¿Le odias?
—No lo sé. Eso creo —repuse receloso.
No tenía claro a dónde quería ir a parar. Sabía de antemano que la
psicóloga no se resistiría a tratar el tema de los padres. A los loqueros, éste
tema les apasiona. Pretenden encontrar ahí la causa de todos los males. Sin
embargo, la entrevista empezaba a salirse un poco de los cauces que había
previsto. He de reconocer que, en ese momento, me encontraba algo perdido.
—¿Querrías que estuviera muerto?
—Sí.
—¿Alguna vez te ha maltratado a ti?
—Muchas veces —volví a mentir.
—De acuerdo. Dejemos el tema, de momento. Veo que tus notas no son
malas. De hecho, en algunas materias resultan hasta brillantes. Las
matemáticas se te dan muy bien, así como la Física y la Química. Sin
embargo, en Lengua Castellana y Literatura, tienes varios suspensos. Es
curioso, teniendo en cuenta además que obtuviste un sobresaliente en el
último examen de inglés. ¿Cómo puedes explicar esta disparidad en tu
expediente académico?
—Algunas asignaturas me resultan más atractivas que otras. Me gustan
más aquellas que encuentro útiles para la vida. La Lengua y la Literatura no
me sirven para nada; al fin y al cabo, están los diccionarios, ¿no? —argüí
cruzándome de brazos.
—¿Útiles para qué?
—Para algunas cosas.
—¿A qué cosas te refieres?
—No quiero seguir hablando de esto, ¿de acuerdo? —repliqué desabrido.
—De acuerdo —contestó ella en tono tranquilo— ¿Tienes muchos amigos
en clase?
—Sí, muchos.
—¿Los echas de menos? ¿Te gustaría ver a alguno de ellos? Quizá pueda
conseguir que te autoricen las visitas.
Ahora era ella la que mentía descaradamente. Decidí seguirle el rollo.
—Sí, claro.
—Dime quién es tu mejor amigo, y trataremos de arreglarlo.
Intenté pensar en alguien, pero no me vino ningún nombre a la cabeza.
—Déjelo. Me da vergüenza que me vea aquí —contesté con una sonrisa.
—Muy bien. Quizá más adelante —sugirió en tono indiferente—. Ahora
me gustaría que contestaras una serie de cuestionarios: nos permitirán
conocerte mejor.
El resto del tiempo lo pasé respondiendo preguntas en un papel. Me resultó
fácil distinguir por dónde iban los tiros en cada test. Había preguntas sobre
inteligencia, y sobre personalidad. Incluso algunas de ellas, que encontré
ridículas, estaban destinadas a determinar si padecía algún tipo de
enfermedad mental. Estuve tentado a falsear las respuestas a éstas últimas,
presentándome como un psicótico esquizofrénico, aquejado de delirios y
alucinaciones, pero intuía que una unidad psiquiátrica podría ser aún peor que
el reformatorio donde me hallaba.
Sin embargo, sí que manipulé el resto. En el de inteligencia fallé a
propósito varias de las preguntas. No quería aparecer como alguien
demasiado listo, sino más bien mediocre, del montón. El resto de los test
parecían ir encaminados a determinar la personalidad del individuo. Intenté
mostrarme en ellos como un chaval neurótico, aquejado por múltiples
complejos y fácilmente influenciable. El secreto para engañar a estos
cuestionarios pasa en realidad por tener una gran memoria. Con el fin de
detectar tu nivel de sinceridad, suelen plantear la misma pregunta en varias
ocasiones, pero de distinta forma, por lo que todo radica en identificar estas
“preguntas trampa” y contestarlas en el mismo sentido siempre, ya que la
contradicción reiterada invalidaría el test, y no serviría de nada.
Una hora después, me levanté de la mesa y, acercándome hasta donde
permanecía Olga revisando una serie de documentos en los que figuraba mi
nombre, le entregué el paquete de cuestionarios.
—¿Ya has terminado? Has sido muy rápido —comentó mirándome con
aire de duda.
—He tratado de hacer lo que se indica en el enunciado, y no pensar
demasiado las respuestas —contesté con tranquilidad— no se preocupe, están
todos terminados.
—De acuerdo— me dijo, tras comprobar que era cierto lo que decía—. En
ese caso, hasta la vista. Cuando tenga los resultados ya te avisaré para
discutirlos.
—¿Puedo marcharme, entonces?
—Un momento, se me olvidaba una cosa. Antes de irte, quisiera que
firmaras el siguiente contrato —indicó mostrándome un breve documento
que extrajo de un cajón de su mesa.
Lo leí con interés. En él, me comprometía a acatar las normas de
funcionamiento interno de “La Pinada”, así como a obedecer y respetar
siempre a los educadores. En su parte final, se informaba con claridad que el
incumplimiento del contrato podría suponer la pérdida de los privilegios
adquiridos hasta ese momento. No decía nada sobre la aplicación de medidas
de carácter coercitivo, como las que me había dejado caer Marcos, hacía
poco. Lo firmé, sin decir nada.
—De acuerdo. A partir de ahora, quedas obligado por el presente contrato.
La buena conducta será premiada con créditos que te permitirán acceder a
determinados privilegios de los que aún careces. El caso contrario, supondrá
la pérdida progresiva de los mismos. ¿Lo has comprendido bien?
—Sí, señora —contesté con cierta impaciencia— ¿Me puedo marchar ya?
—insistí.
—Por supuesto. Nos veremos de nuevo, dentro de un momento —me
despidió, enigmáticamente.
EL GRUPO

En el pasillo me aguardaban una pareja de monitores que me lanzaron una


mirada hosca y cargada de suspicacia al verme. Uno de ellos era el mismo
gordo con cara de cerdo que había visto en el comedor horas antes. Según
indicaba su tarjeta identificativa, se llamaba Raúl. Lo acompañaba un sujeto
alto, de anchas espaldas y rostro cuadrado y serio, cuya tarjeta identificaba
como Fran.
—Acompáñanos, nene —me ordenó este último.
—¿A dónde vamos?
—El director quiere conocerte —me informó, sonriente, el gordo.
Me condujeron hasta el final del pasillo donde había otro despacho, cuya
puerta permanecía entreabierta. Tocaron con suavidad.
—Señor director. El chico nuevo está aquí.
—Que pase —se indicó desde el interior.
Mi primera impresión nada más penetrar en la estancia, fue de completo
desorden. Una amplia mesa de madera lacada en blanco, abarrotada de
papeles y carpetas colocadas de forma arbitraria, constituía el principal
mueble que había en la habitación. Tras ésta, sentado en un sillón
ergonómico también blanco, estaba Juan Carlos Morenés, el director de “La
Pinada”. Era un hombre alto, de pelo ya entrecano, y ojos azules y fríos,
como sin vida. Su rostro, extremadamente pálido, y su nariz recta y afilada, le
conferían el aspecto de un vampiro trasnochado. Me dio la impresión de
hallarme en presencia de alguien temible, de carácter ambicioso y astuto.
Por otra parte, el despacho, a pesar de su amplitud, transmitía una ominosa
sensación de claustrofobia. El olor a papel viejo, y las ventanas, cerradas a cal
y canto, le daban un aire tétrico y opresivo. No era un lugar agradable.
—Siéntate —me ordenó nada más entrar.
—Gracias.
—No me las des. Yo soy el señor Morenés, máximo responsable de esta
institución —informó con petulancia, mientras me examinaba con atención.
Después, y tras clavarme su mirada, continuó en tono amenazador—. “La
Pinada” es uno de los mejores centros de internamiento forzoso de menores
del país. Desde luego, el más seguro, según las estadísticas. Y mi labor es que
siga siéndolo, ¿lo entiendes?
—Perfectamente.
—He leído por encima tu historial, y no me gusta un pelo. Con quince
años, has logrado crear y dirigir una organización criminal destinada a la
venta y distribución de droga. Y no sólo eso. Se sospecha que has podido
participar en la muerte de, al menos, dos jóvenes —se detuvo un momento, y
dirigiendo su mirada hacia el techo, continuó hablando, como si pensara en
voz alta— te seré sincero. Hoy por hoy, eres sin duda el interno más
peligroso que hemos tenido nunca, o que, posiblemente, vayamos a tener en
el futuro.
—Escuche director… —comencé.
—¡Silencio! —Exclamó, volviendo a mirarme con virulencia—. Has leído
ya las normas del centro y has firmado el contrato. Ten por segura una cosa,
muchacho: vamos a estar muy encima de ti. Si te pasas de listo, o intentas
quebrar de alguna forma la paz y la armonía que tanto esfuerzo me ha costado
conseguir aquí, te pondré en aislamiento sin dudarlo. Tengo confianza ciega
en los educadores y monitores. Todo lo que ellos hagan o digan cuenta con
mi total respaldo, ¿te queda claro?
—Sí, señor —contesté mordiéndome la lengua.
Leí en su mirada que, en el fondo, me temía. Tenía auténtico pavor a que
yo pudiera, de alguna forma, malograr su adorada estadística de mierda. Un
burócrata con aspiraciones, y, quizá, un sádico.
—Puedes retirarte. Y recuerda lo que te he dicho
Fuera me esperaban aún los dos monitores. Sonreían ufanos. Sospeché que
no se habían perdido ni una palabra.
—Son las siete. Es la hora del grupo. No querrás perdértelo, ¿verdad? —
dijo Fran con sarcasmo.
Les acompañé sin hacer preguntas. Sentía cierta curiosidad por saber a qué
narices se refería ese cretino. Fui conducido de nuevo a través del largo
pasillo hasta una sala amplia, de grandes ventanales y decorada en apagados
tonos verdes, casi desnuda de mobiliario salvo por quince o veinte sillas
dispuestas en círculo. Observé que algunas de ellas ya se encontraban
ocupadas por otros chicos. Tras una rápida mirada, pude comprobar que entre
ellos estaba Santiago, mi compañero de habitación. Junto a él advertí un
asiento vacío que me apresuré a ocupar.
—¿Qué vamos a hacer aquí? —pregunté intrigado.
—Ahora lo verás, colega... —contestó él con aire resignado, cruzándose de
brazos.
Mientras esperábamos, me dediqué a observar al resto de chavales. Éramos
ocho, en ese momento. Había un crío de unos doce años, gordo y de rostro
muy moreno, cuyos rasgos denotaban su origen gitano. En esos momentos se
dedicaba a la entretenida tarea de hurgarse las narices, extrayendo largos y
viscosos mocos que iba pegando con parsimonia bajo su silla. Junto a él se
sentaba otro chico algo mayor, alto y espigado, que me observaba con
reconcentrada atención. Sostuve su mirada sin problemas, fijándome de paso
en su rostro surcado de acné y desfigurado por una fea cicatriz a la altura de
la mejilla izquierda. Al percatarse de que también lo observaba, levantó un
dedo mostrando una peineta. Me limité a sonreírle con frialdad. Irritado, se
cruzó de brazos y apartó la mirada.
Dos asientos más allá, había otro chico delgado y rubio, de rostro infantil y
gestos afeminados, que escudriñaba a su alrededor con actitud nerviosa.
Lanzaba subrepticias miradas a otro muchacho, de unos catorce o quince
años, alto, de complexión muy fuerte, y cuya cabeza, cuadrada y rapada,
albergaba un rostro serio cuyos ojos, cargados de indiferencia y desprecio, se
mantenían fijos en el techo. Sus brazos, también cruzados en ese momento,
eran anchos y musculosos, esculpidos en un gimnasio. Un tipo con el que era
mejor no enfrentarse. Me fijé en él, anotando mentalmente que debía procurar
ganarme su amistad durante mi estancia allí: podría ser un buen ayudante, en
el futuro.
Otros dos chavales, ya mayores, ocuparon en ese momento sendos asientos.
Parecían gemelos, aunque luego descubrí que sólo eran mellizos. De pelo
castaño y ojos grandes y de color azul, vestían además de forma similar.
Incluso parecían sincronizar sus movimientos a la hora de sentarse o adoptar
cualquier postura. De inmediato se fijaron en mí, pero con actitud curiosa,
exenta de hostilidad. Me sonrieron. Correspondí a su sonrisa y moví la
cabeza en un gesto de saludo. Los bauticé con el nombre de Zipi y Zape,
aunque luego averiguaría que se llamaban en realidad, Tomás y Carlos.
En ese momento apareció en la sala Olga, la psicóloga, acompañada de un
hombre. Era de mediana estatura, moreno y delgado. Lucía una larga
cabellera peinada hacia atrás, de forma que caía sobre los hombros, dándole
un aire despreocupado e informal, que resultaba agradable. No pude precisar
su edad. A primera vista, aparentaba unos treinta años, pero un examen más
detenido de su rostro, cetrino, anguloso y surcado de algunas arrugas, me
hizo pensar que podría encontrarse cerca de los cuarenta. Se dedicaba a
ordenar sobre el brazo de su silla una pila de documentos, al parecer con la
pretensión de dejarlos alineados… Una persona metódica, pensé. En ese
momento, el individuo bajó la vista hasta su muñeca, con intención de
comprobar la hora, descubriendo un modernísimo y caro reloj Omega, que
desentonaba con el resto de su sencilla indumentaria.
Todos los chicos, salvo el de la cicatriz, se levantaron de la silla
respetuosamente, y yo hice lo mismo.
—Sentaos —pidió Olga, mientras hacía lo propio—. Quiero presentaros a
un nuevo compañero. Ángel, levántate y dinos quién eres y qué haces aquí.
La miré algo sorprendido. No me esperaba esta salida. Percatándome de
que, salvo Santiago y ella, el resto del grupo me miraba expectante, opté por
obedecerla, displicente.
—Hola a todos. Me llamo Ángel. Tengo quince años, y estoy aquí por error
—dije, ante la mirada entre mordaz y divertida del resto. Iba a sentarme,
cuando Olga, volvió a preguntar.
—¿Podrías darnos más detalles de ese supuesto error, Ángel?
—La Policía me acusa de vender droga. Pero, como he dicho, se trata de
una invención suya.
—Gracias, puedes sentarte. Ahora, nos presentaremos los demás, para que
puedas conocernos. Como sabes ya, yo soy Olga, la psicóloga del centro.
El hombre sentado a su lado, se incorporó a su vez.
—Me llamo Ventura. Soy el enfermero de “La Pinada”, así que espero que
sólo tengas que verme en las reuniones. En cualquier caso, suelo estar en la
enfermería. Si necesitas algo, puedes buscarme allí por las mañanas —dijo
sonriendo.
—Bien… ¿Lolo? Por favor, preséntate —continuó Olga.
—Soy Lolo, tengo quince años —dijo el muchacho fuerte y rapado—.
Estoy aquí, porque se me fue la mano, jugando con fuego…
—Yo soy Cosme —continuó el chico gitano—, me metieron aquí por
“chorar” —añadió con aire compungido.
—Me llamo Pascual —continuó el de la cicatriz, sin levantarse de su
asiento— y no te importa una mierda por qué estoy aquí.
Nadie pareció sorprenderse por la abrupta salida de tono de Pascual. Olga
se limitó a mirarlo con desaprobación, pero no dijo nada.
—Yo soy Robert —se presentó el chico afeminado, con voz aflautada y
pueril.
Pude ver ahora, observando sus gestos abiertamente amanerados y su
forma de inclinar la cadera hacia un lado, que era, casi con toda seguridad, un
puto marica, lo cual me provocó un mohín de asco que no me molesté en
ocultar
—Estoy aquí por vender porros entre mis compañeros de clase —continuó
con aire avergonzado.
“Vaya, un colega”, pensé con repugnancia.
Después se presentó Santiago, que me sonrió con aire de complicidad. Tras
él, se levantaron los dos hermanos.
—Tomás…
—Carlos. Estamos aquí por peleas con los viejos… Discutimos con nuestro
padre, y un juez dictó una orden de alejamiento —explicó este último en tono
evasivo.
Dos capullos “asustaviejas”. Los contemplé absorto por un momento,
reflexionando sobre lo estúpidos que me parecían todos ellos. Un matón de
medio pelo, un gordo ladrón, un repelente marica que vendía porros a los
críos, un par de niñatos que pegaban a sus viejos, y el tal Pascual, que
probablemente estaría aquí por meterse en peleas. Sólo Santiago, mi
compañero de habitación, merecía en mi opinión, algo de respeto. Menudo
grupo pintoresco de mierda.
—Bien chicos —intervino Olga— creo recordar que el último día Cosme
nos contaba los motivos que le impulsaban a robar en casa de sus vecinos.
¿Quieres continuar por donde lo dejaste?
—Sí, señorita —contestó éste—. Como dije, yo al principio “choraba” en
las casas, porque mi papa no me quería comprar la “vidioconsola”. Había
aprendido a abrir puertas, porque me enseñó mi primo, el que está en la cárcel
ahora. Pero después, unos payos del “manporegio”, me convencieron para
entrar en una casa de otro payo rico. Querían que les abriera la puerta, porque
decían que tenía mucho “parné” en una caja fuerte… Resultó que en esos
momentos estaba el viejo dentro y se enfrentó a los payos. No quería decirles
dónde guardaba la caja, y le “chirlaron” con un palo en la cabeza. Entonces,
la vieja comenzó a gritar, y también tuvieron que atizarle. Luego vino la
“pulicía” y nos pilló a “tós”. Pero yo no hice “ná”, sólo les abrí la puerta, lo
juro por mis muertos...
Los idiomas se me dan bastante bien. Y conocía el caló a la perfección,
debido a mi trato continuo con los gitanos que comerciaban con droga en
Alcantarilla, que solían emplear esa jerigonza para que la poli no pudiera
entenderlos. Así comprendí, a pesar de su cerrado dialecto, que a ese
gilipollas lo habían utilizado para entrar en un domicilio: robo con fuerza.
Mínimo un año de cárcel si eres adulto. Dos si en la casa había alguien en ese
momento. Y el tal Cosme, al parecer, no había sido más que el pringado que
les había facilitado el acceso a la vivienda. Al ser menor, su castigo se
limitaría a una corta estancia en “La Pinada”. No obstante, tomé nota de la
habilidad de ese retrasado para abrir puertas. Podía resultarme útil en el
futuro.
—¿Qué pensáis los demás? —preguntó entonces la psicóloga, dirigiéndose
al resto.
—Creo que el principal error de Cosme fue que lo trincaran —intervino
Pascual, sonriendo—. Eran unos viejos ricos, ¿para qué querían tanto dinero?
—No tenían que haber hecho daño a los “payos”. Si lo hubiera sabido
antes… —comenzó a excusarse Cosme en tono plañidero.
—Bueno, la culpa fue suya, ¿no? ¿Por qué no les dijeron a tus colegas
dónde se encontraba la “pasta” desde el principio? —le interrumpió Pascual.
—Si alguien intentara hacerle eso a mis padres, lo reventaba a hostias,
payaso —dijo entonces Lolo, que llevaba ya un tiempo tratando de morderse
la lengua.
—Por favor, ya sabéis que está prohibido insultar o faltar al respeto a los
demás miembros del grupo. Diga lo que diga —intervino Olga, poniendo paz.
—De acuerdo. Es que Pascual, me ha tocado los cojones —contestó el
gigantón, mientras lanzaba una siniestra mirada al interpelado, que lo
contemplaba sonriendo.
—¿Alguien más piensa que no fue tan malo lo que ocurrió en casa de ese
matrimonio? —preguntó Ventura, el enfermero, tratando de reconducir la
conversación.
Nadie dijo nada. Tras unos segundos de silencio, vi que Santiago levantaba
la mano.
—A mí me da pena lo que le pasó a esa gente. No estoy de acuerdo con
Pascual. Pero también creo que si alguien no tiene dinero para poder comer,
es lógico que trate de conseguirlo como sea.
—¿El fin justifica los medios?
—Sí, eso es.
—Ese es un argumento muy peligroso, Santiago. Por ejemplo, ¿qué
pensarías si alguien que no tiene casa, se metiera por la fuerza en la tuya? —
insinuó la psicóloga.
—Bueno, para eso está el gobierno, ¿no? —Intervino con timidez Robert,
el marica—quiero decir que, si alguien se queda sin casa, deberían darle una.
—Y eso, ¿qué significa, en realidad? —preguntó ahora el enfermero.
—Pues que no es justo que unos pocos lo tengan todo, y otros muchos, no
tengan nada.
—Es decir, está relacionado con el concepto de justicia social que tratamos
hace unos días, ¿no?, que no justifica en ningún caso que nos saltemos las
leyes o nos tomemos la justicia por nuestra mano.
—Pero, bueno, a ver, todo esto son tonterías. Estamos hablando de dos
hijos de puta que querían robar sus ahorros a un par abuelos, no de una
familia necesitada —interrumpió Lolo—. Vuelvo a decir que, si alguien
entrara en mi casa a robarme, sea pobre o rico, me lo cargo. Dos tiros y al
hoyo.
Vaya discusión de mierda, pensé. En definitiva, lo que se debatía aquí, era
si resultaba lícito tomar lo que uno necesita. Yo lo tenía muy claro. Si quería
algo, hacía lo posible por conseguirlo, por encima de normas o leyes. No son
mis normas, ni mis leyes. Nadie me ha consultado nunca para imponerlas, y,
por lo tanto, no me conciernen. Sin embargo, había aprendido hacía tiempo
que debía controlar este impulso. Aunque las leyes me importaban un
comino, existían. Y con ellas, la sociedad podía enjaularme y tirar la llave, si
quería. Había que ser más listo que todo eso. Si tenía que hacer algo, lo haría,
pero procuraría que sus leyes no pudieran atraparme nunca.
Por otra parte, comenzaba a entender la razón de aquella mascarada. Su fin,
en realidad, era averiguar lo que pensábamos, lo que opinábamos, y, sobre
todo, si nos arrepentíamos de nuestros actos. El grupo, en realidad, no era
más que un examen.
Aquella tarde, no intervine. Me limité a escuchar a los demás, mientras
observaba las reacciones de la psicóloga y el enfermero. Tenía que pensar,
forjarme una estrategia sin descubrir mis verdaderas ideas. Sería hermético
para todo el mundo. Al mismo tiempo, intuí la posibilidad de utilizar el grupo
para mis fines. Me resultaría igual de sencillo que engañar a esos estúpidos
test psicológicos.
—Bien, creo que por hoy es suficiente. Continuaremos mañana por donde
lo dejamos —estaba diciendo en ese momento Olga—. Ángel, he echado en
falta tu opinión hoy. La terapia de grupo es fundamental para la
rehabilitación. Mañana espero más de ti.
No me costó demasiado descubrir la velada amenaza que escondían sus
palabras. En resumidas cuentas, si no participaba en la “terapia”, mi
rehabilitación se vería comprometida…
—Lo siento, señora. Hoy ha sido mi primer día, y aún no conozco bien el
funcionamiento. En lo sucesivo, intentaré participar más.
—Eso espero. Podéis marcharos a la sala común y pasar el resto del tiempo
viendo la televisión o leyendo un libro, si estáis autorizados para ello. Hasta
mañana —se despidió, dando por concluida la reunión.
—Acompáñame —Indicó entonces Santiago, con una seña— vamos a ver
la tele un rato.
Salimos de nuevo al pasillo, y de allí me condujo hasta una especie de
vestíbulo donde comenzaban unas escaleras.
—Ahí arriba se encuentra la sala común. Hay un televisor y una pequeña
estantería con unos cuantos libros viejos, y revistas o tebeos del año de la
polca. No esperes encontrar nada demasiado emocionante. Aquí se lee sólo lo
que está aprobado por el director, que, como habrás podido comprobar, es un
auténtico gilipollas —esto último lo dijo en voz muy baja, casi susurrando.
La sala común. Al principio me evocó mi antigua guarida: la sede de Los
Ángeles. Qué lejos estaba ya todo aquello. Se trataba de un vasto salón de
unos cien metros cuadrados, pintado del mismo insípido color verde que la
sala de grupos que acabábamos de abandonar. Una sobria televisión de
pantalla plana colgada en la pared, en uno de los extremos de la habitación,
retransmitía en esos momentos un aburrido documental de naturaleza. Tan
sólo tres o cuatro chicos acompañados por un monitor, que controlaba el
mando a distancia, miraban el programa. En el otro extremo de la sala, había
un par de puestos de ordenador, a los que dirigí una mirada de sorpresa.
Santiago, que se percató de ella, aclaró sonriendo.
—No te hagas ilusiones, colega. Es cierto que tenemos acceso a Internet,
pero éste es muy limitado. Los ordenadores son antediluvianos, y además
tienen instalados varios cortafuegos. Si en la búsqueda empleas alguna
palabra que ellos hayan censurado —y créeme, son muchas— te aparecerá un
aviso de que estás intentando acceder a contenido no autorizado. El historial
de búsquedas se queda siempre registrado, así como el usuario, que debe
ingresar una contraseña previamente proporcionada por los educadores. Si
realizas alguna búsqueda que llame la atención de alguno de ellos, es muy
probable termines en el despacho del “dire”. Además, están prohibidos los
correos electrónicos.
Con un suspiro, seguí inspeccionando el resto de la estancia. Seis o siete
chicos de distintos módulos, se encontraban desperdigados por la sala,
algunos jugando al parchís o a las cartas, otros leyendo un libro u hojeando
una revista. Me dejé conducir por Santiago, que se había convertido en mi
cicerón, hasta un rincón donde había tres o cuatro sillones dispuestos en
línea.
—¿Qué te ha parecido? Me refiero a la reunión.
—¿Sinceramente…? Interesante —contesté, tras reflexionar un momento.
—Sí. Hay que tener cuidado con lo que se dice en el grupo. Olga, la
psicóloga, lo utiliza, no como terapia, sino para conocer nuestras ideas y
opiniones, para saber nuestra evolución.
—Me lo he imaginado —reconocí con una sonrisa—. Háblame un poco
sobre los otros chicos.
—Bueno, está Lolo. Es un bestia. Racista, homófobo y sádico. Pero es
honesto. Lo que ves es lo que hay. Estaba en un grupo de skin-head, muy
violento, que actuaba en Murcia. Trataron de quemar vivo a un mendigo que
se había refugiado en un cajero a dormir. Éste tuvo suerte. Al ser menor, vino
a parar aquí, a pesar de que no mostró ningún arrepentimiento. El resto de sus
compañeros creo que están en Sangonera, con una larga condena por cumplir.
—Un tío violento, ¿no?
—No lo sabes bien. Nada más llegar, creo que atizó a un monitor. Lo
dejaron en aislamiento un mes. A pesar de llevar un año aquí dentro, aún
sigue en el módulo rojo. Creo que estará ahí hasta que lo tengan que soltar,
cuando cumpla los dieciocho —opinó mi compañero—. Luego está Robert.
Me imagino que ya te habrás dado cuenta de qué pie cojea.
—Sí —contesté secamente.
—No te fíes de él. Creo que es un chivato, o al menos es lo que se dice.
Está siempre súper protegido por uno o varios monitores. Es mejor ignorarlo
y cuidar lo que se habla en su presencia.
—Okey.
—Los hermanos gemelos; sus padres adoptivos son mayores, unos abuelos
de sesenta años. Parece que a estos dos elementos les gustaba zurrar a los
pobres viejos cuando les venía bien. A pesar de ello, nunca los denunciaron.
Sin embargo, se les fue la mano la última vez, y el padrastro terminó en el
hospital con varias fracturas. Los médicos enviaron un parte al juzgado, y
ellos dos vinieron a parar aquí.
—Un par de gilipollas, ¿no?
—Eso es. Luego está Cosme, claro. El gitano. Es algo retrasado, pero muy
hábil para abrir cualquier cosa. Sería un buen ladrón de cajas fuertes. Salvo
que luego no sabría qué hacer con el dinero —sugirió con una sonrisa.
—Continúa.
—A ver, quien me queda… ¡Ah, sí! El amigo Pascual. Es un antisocial.
Lleva unos seis meses aquí, y se comporta igual que cuando llegó. Da la
impresión de que todo le importa un bledo. Se vanagloria de haber rajado a
otro tío porque lo miró mal. Sólo respeta a Lolo, por razones obvias, pero al
resto nos lleva fritos. Es posible que trate de propasarse contigo. Lo hace con
todos los nuevos para demostrar que él manda aquí. En realidad, es un tío
mierda, aunque peligroso.
—Gracias, lo tendré en cuenta. ¿Y qué me dices de Olga y del otro, el
enfermero?
—Eso es harina de otro costal. Olga, por ejemplo. Es impenetrable, nunca
se sabe lo que piensa esa mujer. Da la impresión de ser fría y calculadora,
muy segura de sí misma. No esperes de ella consuelo o cariño. Es muy
profesional, eso sí, conoce muy bien su trabajo, pero resulta difícil contar tus
problemas a alguien que siempre te mira como un sujeto a estudiar. Creo que
debe haber algo en su pasado, no demasiado agradable.
—Algún asunto amoroso —aventuré.
—¡Ja, ja, ja! —Rio mi compañero—. Sí, es posible, aunque no logro
imaginarme a esa mujer con novio. Ventura, el enfermero, es distinto —
continuó— creo que es un tío legal. Casi siempre tiene una sonrisa o una
palabra amable. Lleva trabajando aquí más de diez años, según parece por
decisión propia, ya que posee un currículum acojonante. Una vez, por
curiosidad, tecleé su nombre en Google. Localicé al menos diez artículos
publicados por él en revistas de relevancia científica. Además, posee un
doctorado y algún master. Una eminencia, vamos, y, sin embargo, sigue
trabajando en este puto agujero.
—¿Es uno de esos tipos que quiere salvar el mundo? ¿Un benefactor
idealista? ¿O un creyente? —comenté con sarcasmo.
—No. No lo creo —contestó mi compañero, negando con la cabeza—.
Creo que de verdad es buena persona, y que le gusta su trabajo. Una vez
intervino cuando dos monitores quisieron castigar a un chaval por mirarlos
fijamente. Decían que eran “miradas no autorizadas”, y tenían la intención de
atarlo a la cama. Ventura se opuso. Creo que le costó un expediente y una
amonestación por parte del director, aunque le dio igual…
Otro tonto de buen corazón, que se empeñaba en salvar el mundo. En fin,
hay cosas que probablemente nunca entenderé.
—De acuerdo. Éste te cae bien, ¿no?
—Sí. Confío en él.
—Vale. No se hable más —repliqué.
Pensaba que el amigo Ventura era un tipo débil, al que me resultaría fácil
manipular en el futuro, mientras que Olga parecía más hermética y fría: un
hueso duro de roer, pero no una sádica. Intentaría mantenerme a distancia de
ella.
En ese momento el educador apagó la televisión.
—¡Vamos, nenes! ¡Hora de cenar! —anunció a voz en grito.
Santiago asintió. Sin decir palabra, nos dirigimos juntos al comedor.
Esa noche apenas pegué ojo. Mi cerebro procesaba toda la información
recibida, pensando, organizando, planificando…
En apenas unas pocas horas, mi vida, mis planes de futuro, habían quedado
destrozados. De ser una persona independiente y libre, respetada por todos y
al frente de un floreciente negocio, había pasado a convertirme en un simple
recluso encerrado en un complejo para niñatos con problemas de
personalidad y dirigido por cuatro tarados. Mi futuro era incierto, como poco.
Sólo tenía clara una cosa. Sobreviviría. Como había hecho siempre. Y saldría
fortalecido de todo aquello.
De momento, confiaría en Santiago, al que veía como un individuo valiente
y listo, aunque algo ingenuo. Me parecía un buen aliado, alguien que podría
servirme como antaño lo hizo Sebas, al que todavía, de vez en cuando,
añoraba.
Miré a través de la ventana. La luna, en su cuarto creciente, iluminaba parte
de la estancia. Su halo plateado caía sobre la cabeza de mi nuevo compañero,
el antiguo empollón. Un chaval que en otras circunstancias habría sido un
simple objeto de diversión, aquí se había convertido en mi principal
compañero. A veces el mundo resultaba extraño…
Finalmente, cerré los ojos, deslizándome en un sueño sin ensueños.

LA PINADA

Los primeros días de mi estancia allí me limité a estudiar mi entorno. No


tuve dificultades con el cumplimiento del horario. La disciplina a que éramos
sometidos, me pareció bien; forma parte de mi estilo de vida el orden y la
puntualidad. Me ayudan a organizar mis pensamientos.
En La Pinada, nos levantaban todos los días a las siete y media de la
mañana. Después de la ducha, que era obligatoria y supervisada, nos
reuníamos en el comedor con el resto de internos, para desayunar sobre las
ocho. A continuación, venían las clases. Los que disfrutaban de régimen
abierto, bajaban al pueblo, donde acudían al instituto. Al resto, nos atendía un
profesor-tutor que se limitaba a leer el periódico en el aula, por supuesto
escoltado por uno o dos monitores, mientras nosotros fingíamos estudiar.
Debíamos permanecer sentados, contemplando el libro, sin hablar, y a veces,
sin tan siquiera mirarnos. Cualquier gesto que algún educador pudiera
interpretar como “potencialmente nocivo”, podía ser motivo de
apercibimiento, lo que suponía pérdida de créditos, y, por consiguiente, de
privilegios. Es decir, una forma de castigo encubierto.
Si me restaban demasiados créditos, podía perder el derecho a ver la
televisión durante mi tiempo libre, a leer, o incluso a salir al patio. Había que
llevar cuidado con eso. Los monitores y los educadores, dotados por el
director de un poder casi omnímodo sobre los internos, podían conseguir
incluso que uno de nosotros fuera sometido a medidas de sujeción. De esto
hablaré más adelante.
Después de las clases, sobre las dos de la tarde y en absoluto silencio, nos
reunían a todos de nuevo en el comedor, siempre bajo la atenta mirada de los
educadores. A continuación, podíamos pasar a nuestras habitaciones a
descansar o estudiar, hasta las cinco de la tarde, hora en que se hacía la
merienda. Quien se retrasaba, aunque sólo fuera un segundo, no podía
acceder al comedor, perdiendo por tanto el derecho a merendar. Huelga decir
que todos procurábamos ser siempre puntuales.
Tras la merienda, continuábamos con el programa educativo, es decir,
reuniones con la psicóloga, deporte y terapia grupal. Nos dejaban una hora
libre a las ocho de la tarde, en el caso de que gozáramos de ese privilegio,
que transcurría en la sala común viendo la televisión, hojeando una revista, o
sencillamente hablando.
No todos tenían este derecho. Aquellos que habían perdido los créditos
necesarios debido a apercibimientos repetidos del monitor, debían regresar a
su habitación o cumplir algún castigo hasta la hora de la cena, a las nueve.
También en este caso, cualquier leve demora te dejaba fuera del comedor, por
lo que si no andabas listo podías llegar a pasar una noche de mil demonios,
sufriendo de puro hambre. Debo decir, sin embargo, que esto sucedió en
contadas ocasiones, al menos durante mi estancia allí.
Cada dos o tres días se solían producir registros sorpresa. Los monitores,
sin aviso previo, se presentaban en las habitaciones y procedían a examinarla
de manera concienzuda. Era muy frecuente que en el transcurso de estos
registros se incautaran de alguna revista pornográfica o de otro tipo de lectura
no autorizada. Sin embargo, también podía suceder que encontraran drogas
en pequeña cuantía. Se sospechaba que ésta era introducida por algún interno
que disfrutaba de permisos de fin de semana, pero nunca conseguían localizar
al culpable. Ninguno de los presuntos propietarios de la misma aceptó a
hablar, a pesar de las duras sanciones que solían consistir en aislamiento —o
separación del grupo, como a ellos les gustaba decir— y contención
mecánica. Así que el misterio del camello fantasma seguía sin resolverse. Un
detalle extraño éste, a mi parecer: yo sabía de la gran dificultad de mantener
un secreto cuando es conocido por muchos y me parecía chocante que nunca
se hubiera delatado al responsable.
Unas normas sencillas. Un programa simple, basado en una de las
herramientas más poderosas que existen para domar los ánimos y doblegar el
espíritu: la siempre efectiva rutina. Todo este sistema, montado sobre la
premisa básica de la monotonía, te arrastraba infaliblemente a un estado de
abatimiento y pérdida de libertad de elección que conducía de forma
inexorable a la aceptación incondicional y al sometimiento total a sus normas.
Y este era, en definitiva, su objetivo principal: transformarte en el ciudadano
que ellos creían que debías ser.
La arquitectura y distribución de La Pinada era bastante sencilla, pero
eficiente. Existían tres módulos de distintos colores, rojo, azul y verde,
situados en paralelo en el extremo septentrional de la finca. En ellos, los
internos nos distribuíamos en función de la fase de “rehabilitación” en que
nos encontrásemos: Observación, Desarrollo o Final. Los de reciente ingreso,
así como aquellos que no progresaban en su estatus según las evaluaciones de
los educadores, permanecían en el módulo rojo. En cambio, quienes
mostraban una evolución favorable y una buena adaptación a las normas del
centro, eran trasladados a los siguientes pabellones, en los que se gozaba de
mayores beneficios, en cuanto a espacio y comodidades. Esto, en realidad, se
traducía en que quienes se limitaban a acatar todas las órdenes sin rechistar, y
a responder “sí, señor” cada vez que cualquier paleto de monitor le decía
algo, promocionaban a un módulo superior, viendo incrementados sus
privilegios.
Enfrente de estos tres módulos se encontraba el pabellón principal, de color
blanco y completamente acristalado, donde se localizaban los despachos del
personal administrativo, director, psicóloga, psiquiatra y enfermería. También
se hallaban en éste, como ya he comentado, el comedor y la sala común, así
como las distintas salas de terapia.
Había un quinto pabellón, algo más alejado del resto, donde se ubicaba el
gimnasio. Se trataba de una nave de unos doscientos metros cuadrados que
albergaba un solo vestuario, con sus duchas, y una vieja pista entarimada de
fútbol sala, dotada de algunas antiguallas como el potro o una cuerda colgada
del techo. Sólo se nos permitía acceder a él para jugar algún partido de fútbol
—por supuesto, bajo la supervisión de un educador—, lo que ocurría una o
dos veces por semana, como mucho. Además, solía utilizarse en los días de
lluvia, cuando no se podía emplear el patio para realizar las obligatorias
sesiones de ejercicio físico.
Durante esos primeros días, también me dediqué a observar al personal de
La Pinada. Para adaptarte a cualquier medio resulta imprescindible conocer
bien a la gente con la que vas a convivir, máxime si además gozan de una
posición que les confiere poder sobre ti.
En quienes primero fijé mi atención fue en los educadores y monitores.
Eran básicamente, lo mismo, con la única diferencia de que los educadores
dirigían los talleres y parecían tener un rango jerárquico superior a los
simples monitores, que, por otra parte, se limitaban a permanecer junto a
nosotros, acompañándonos a todos lados. Su función, en teoría, era controlar
y reconducir nuestras conductas. En otras palabras, vigilaban el cumplimiento
estricto del régimen interno, aplicaban los castigos y recomendaban la
concesión o retirada de créditos. Constituían una especie de policía interna.
Pronto pude darme cuenta de que existía toda una tipología al respecto.
Llegué a identificar hasta tres clases de monitores y educadores: el sádico, el
tonto y el bienintencionado.
Respecto al primero, poco que decir. Había conocido a muchos
especímenes similares en la calle. Dotados de una pobre inteligencia y una
autoestima bajo mínimos, trataban de resolver su pequeñez personal
erigiéndose en una especie de dioses. Su “acción educativa” se sustentaba en
el recurso continuo a la separación del grupo —forma eufemística de referirse
al aislamiento— la amenaza, el grito, el insulto y la vejación permanente.
Solían ser los que mayores barbaridades cometían en nombre de la
contención física, que, por otro lado, aplicaban con brutalidad desmedida a la
menor oportunidad. Pasaban la mayor parte del tiempo tratando de
desquiciarnos con su persecución constante, casi siempre en base a
nimiedades o paranoicas conspiraciones que ellos mismos inventaban. Este
colectivo de sádicos estaba formado por un heterogéneo elenco de sujetos
entre los que abundaban porteros de discoteca, ex vigilantes de seguridad y
monitores de gimnasio venidos a menos.
También existían los tontos útiles. Jóvenes inexpertos con el título de
formación profesional aún fresco en el bolsillo. La mayoría de los educadores
y monitores pertenecía a esta categoría despreciable. Probablemente, sin
contactos previos con chicos como nosotros, se mostraban, al principio,
tolerantes y progresistas, llenos de buena voluntad y aparente vocación. Sin
embargo, su principal cualidad era su propia incoherencia, mostrándose
seguros de sí mismos con los críos indefensos, y timoratos con el resto,
especialmente con sus superiores jerárquicos y con los sádicos. De manera
consciente, no solían maltratar a nadie, pero su labor en el centro se limitaba
a ser meros aplicadores de normativas, comportándose como simples
autómatas. Su infame cobardía y sumisión, les llevaba a mirar siempre para
otro lado cuando se cometía alguna tropelía por parte de los sádicos. En
realidad, me causaban más aversión que los anteriores.
Por último, también tuve la oportunidad de conocer a unos pocos que
parecían creer en lo que hacían: los bienintencionados. Eran, en apariencia,
los auténticos educadores. Parecían querer hacer su trabajo con cierta
honestidad. Ello les llevaba, en ocasiones, a contradecir al propio sistema
para el que trabajaban, y en el que no creían. Si allí había alguien de verdad
honrado, eran éstos. Conscientes de que se jugaban su puesto de trabajo cada
vez que se negaban a aplicar un castigo injusto, o a contradecir alguna de las
normas del centro, sin embargo lo hacían. Curioso. Nunca pude entenderlos,
pero llegué a respetarlos.
He mencionado en alguna ocasión, una práctica disciplinaria denominada
“contención física”. Consiste en amarrar al presunto infractor a la cama, con
correas en manos y pies, durante un tiempo indeterminado. Esta medida está
prevista para ser utilizada de forma excepcional con el fin de evitar que un
interno se autolesione, o agreda a otros. En teoría, sólo puede aplicarse con la
autorización del director del centro, que a su vez está en la obligación de
comunicarlo a un juez.
Sin embargo, la realidad práctica resultaba muy distinta en La Pinada; un
simple monitor, bajo su exclusivo criterio, podía ordenarla en cualquier
momento y bajo cualquier acusación, por ridícula que fuese. Y si el
desgraciado, objeto de esta medida correctiva, tenía la infeliz ocurrencia de
ofrecer resistencia, lo único que conseguía era incrementar la duración y
severidad del castigo. Los vigilantes de seguridad, armados de porras de
goma y esposas, eran los encargados de reducir al crío y mantenerlo sujeto
mientras los monitores aplicaban las correas con hábil precisión y eficacia.
En menos de cinco minutos el presunto “rebelde” se veía inmovilizado en la
cama hasta que el monitor decidiese que era suficiente. El director, que sí era
informado, raras veces se molestaba en comprobar el estado del interno, que
podía llegar a permanecer en esta situación hasta varios días. Hacía gala, en
estos casos, de una total dejación de funciones, confiando ciegamente en el
criterio de educadores y monitores, que encontraban por tanto en esta medida,
un recurso seguro para satisfacer sus instintos sádicos o sus ansias de
venganza.
Los motivos que podían llevarte a ser “amarrado”, podían ir desde una
pelea con otro interno, a una desobediencia, o hasta incluso una simple
mirada si el monitor la interpretaba como sospechosa de ser una
comunicación no tolerada… Algunos, demasiado creativos, eran capaces de
imaginar auténticos complots bajo un simple cruce de miradas entre dos
chavales.
Los primeros días de mi estancia transcurrieron sin incidentes dignos de
reseñar. Me esforcé en adaptarme a la dinámica del centro, cumpliendo
religiosamente todas y cada una de sus estúpidas normas. Al mismo tiempo,
comencé a acercarme al resto de mis compañeros de módulo, con el fin de
granjearme poco a poco su confianza. Decidí que mi primer aliado debía ser
Lolo. Sus músculos podrían resultarme muy útiles para frenar cualquier tipo
de violencia por parte de otro interno. Pensaba, por supuesto, en Pascual,
pero también en los monitores, ya que advertí enseguida que miraban al
gigante con aprensión, tratando de evitarlo. Era evidente que lo temían.
No me resultó muy complicado. Era un sujeto estúpido. Su actitud, siempre
agresiva, procedía de su bajo cociente intelectual unido a una completa falta
de control de sus impulsos. Parecía no temer a nada o a nadie. Sin embargo,
no tardé en advertir que miraba con respeto a aquellos a quienes consideraba
intelectualmente superiores. Durante las terapias, tendía a enojarse con
Pascual, el otro gallo del grupo. Sin embargo, guardaba silencio y asentía con
respeto a todo lo que decía Ventura, el enfermero. Decidí aprovechar esta
peculiaridad de su carácter para ganármelo.
Una tarde, lo invité a acompañarnos a Santiago y a mí, mientras jugábamos
al ajedrez en la sala común. Este es un juego que siempre me ha parecido
muy tonto. Me enseñó una maestra del colegio, cuando tenía apenas diez
años, una tarde que me habían dejado castigado. Personalmente, considero
una completa pérdida de tiempo pasar minutos enteros ante un tablero,
elaborando estrategias sin propósito alguno. A pesar de ello, reconozco que
siempre se me ha dado bastante bien. Y, por otro lado, había que matar el
tiempo de alguna forma. Durante una de estas partidas advertí que Lolo nos
observaba desde lejos. Yo intuía que bajo su mirada hosca y ceñuda se
ocultaba un intenso deseo de acercarse a nosotros.
—¡Lolo! —Lo saludé con la mano ante la mirada de extrañeza de mi
compañero— acércate, hombre.
—¿Para qué? —contestó, malhumorado.
—¿Para qué va a ser? Ven a jugar con nosotros, tío.
—No sé cómo va esa mierda, imbécil —me espetó con brusquedad.
—No te preocupes. Ven. Yo te enseñaré.
Tras mirar a su alrededor, y después de alguna vacilación, pareció
decidirse. Se levantó del sillón desde donde nos había estado espiando hasta
entonces y se aproximó a nosotros con talante arisco y algo indeciso. Al
llegar a mi altura, me levanté y le cedí el sitio con una sonrisa.
—Siéntate. Te explicaré en qué consiste. Seguro que aprendes enseguida
—le prometí. Mientras, Santiago se había apresurado a recolocar todas las
piezas. Con paciencia, pasé a explicarle el propósito del juego, así como los
movimientos de cada una de ellas. La lección finalizó con una fingida partida
contra Santiago, en la que éste se dejó derrotar por indicación mía. Por
primera vez, desde que llegué allí, vi al monstruo sonreír.
Esa noche, Santiago, antes de apagar la luz me comentó:
—Tío, me ha parecido muy chulo lo que hemos hecho esta tarde con Lolo.
—Sí, me será muy útil.
—No, no me refiero a eso. Quería decir que el tipo pareció disfrutar. Creo
que, por un momento, fue feliz.
—Ya, claro. Es posible —repliqué cansado.
Joder, ya estábamos otra vez con la misma mierda de siempre. Me
importaba un bledo que el gorila ese fuera feliz o desdichado. Sólo quería
atraerlo a nosotros, convertirlo en mi aliado. Pero el necio de Santiago
parecía empeñado en no comprenderlo. Estaba convencido de que mi
intención era sacar una sonrisa a ese estúpido orangután.
—Bueno, quería decirte…, que me alegro que estés aquí y que seas mi
compañero —masculló, apagando la luz.
A partir de ese día, Lolo se convirtió en nuestra sombra. Comenzó a
sentarse con nosotros en las comidas, y a acompañarnos durante nuestros
escasos momentos de ocio. Al principio, el resto nos observaba de lejos, con
extrañeza y curiosidad. Incluso me pareció ver alguna mirada suspicaz por
parte de los monitores, que evidentemente, recelaban de esta nueva sociedad.
Sin embargo, a los pocos días, tal y como había previsto, comenzaron a
aproximarse, curiosos, los demás internos de nuestro módulo.
Los primeros en atreverse fueron los gemelos. No tardé en calarlos, tras
cruzar un par de frases. Como pensaba, resultaron un par de niñatos
malcriados, víctimas del exceso de libertad y comodidades brindados durante
años por unos padres demasiado débiles o demasiado estúpidos.
Lógicamente, culpaban de todo a su viejo, el cual les había negado un dinero
que necesitaban para comprarse no sé qué videojuego de mierda. Lamentaban
que hubiera tenido que ser hospitalizado, pero él era el único responsable.
Para vomitar. Y no porque hubieran pegado al pobre viejo, sino por ser tan
estúpidos como para terminar encerrados por esa gilipollez.
—En cuanto salgamos de aquí, se va a enterar ese cerdo —dijo Tomás, el
más lenguaraz de los dos.
—Tenéis una orden de alejamiento —les advirtió Santiago— si volvéis a
tocarlo siendo mayores de edad, terminaréis en Sangonera.
—¿Y a ti qué te importa? —Replicó Carlos, el otro hermano— métete en
tus asuntos, cuatro ojos.
—¡Paz! —ordené, tratando de calmar los ánimos— y vosotros dos,
entended una cosa: nosotros somos colegas. Estamos todos en el mismo
barco. Si vuestra intención es buscar problemas, será mejor que os larguéis.
—De acuerdo, tío. No queremos líos —contestó Tomás, con docilidad.
Lolo, que se había limitado a contemplar la escena con curiosidad, asintió
con vehemencia. Se le notaba que echaba de menos la vida en pandilla.
Necesitaba estar vinculado a un grupo, con un líder al que seguir ciegamente.
Una víctima fácil de cualquier organización proselitista. Había acabado en
una banda de skin-head, pero lo mismo hubiera podido terminar en una secta
satánica. Para mí, en cualquier caso, resultaría un buen soldado.
Esa tarde, durante la reunión del grupo de terapia, volvió a hablarse sobre
violencia. Aunque no se cansaban de repetir que nosotros decidíamos los
temas de conversación, no tardé en darme cuenta de que era Olga quien, con
mucha habilidad, dirigía la discusión hacia a aquello que le interesaba. Y la
violencia era su tema estrella.
—Creo que durante la última sesión alguien llegó a decir que, en
determinadas ocasiones, está justificado emplear medios violentos para
conseguir lo que se necesita, ¿alguien desearía añadir algo al respecto? —
comentó en un momento dado de la discusión, sin venir demasiado a cuento.
Levanté la mano.
—Adelante, Ángel —me invitó.
—Yo creo que existen muchos tipos de violencia.
—Explícate —me animó Ventura con aire interesado.
—Cuando aquí se habla de violencia, siempre os referís a pegar o maltratar
a alguien: una persona utilizando la fuerza para castigar o forzar a otro a
hacer algo que éste no quiere. Por ejemplo, a entregarle su dinero. Pero creo
que hay otras formas que aquí no se han mencionado nunca.
Miré alrededor. Pude comprobar cómo el resto de compañeros estaban
pendientes de mis palabras. No me habían entendido. Para ellos, sólo existía
la violencia que habían sufrido de sus padres, o la que ellos habían ejercido
sobre otras personas. Era su medio habitual de relacionarse, de vivir en
sociedad.
—¿De qué mierda estás hablando? —interrumpió Pascual, en tono
despectivo—. ¿Qué otra existe? Si alguien quiere quitarme algo, o negarme
lo que es mío, lo hostio y punto. Eso es violencia.
—Nos olvidamos de la que ejercen aquellas instituciones que niegan las
cosas que necesitamos —contesté con paciencia.
—¿Podrías mencionar algún ejemplo, Ángel? —inquirió Olga, en actitud
interesada.
—La Constitución Española afirma que todos tenemos derecho a un trabajo
y a una vivienda digna. Sin embargo, hay mucha gente en paro, y todos los
días se ve en la tele cómo expulsan a familias de sus casas por no poder pagar
la hipoteca o el alquiler. Eso, para mí, también es violencia.
—Acabas de definir, a tu manera, la violencia estructural —afirmó
Ventura, en tono de admiración— es un término complejo, objeto aún de
controversia entre los sociólogos, aunque muy interesante.
Sonreí para mis adentros. Ventura ignoraba que me había pasado toda la
mañana preparando este argumento con el fin de esgrimirlo durante la
reunión. Mi objetivo, lógico, era presentarme en sociedad, dar una buena
imagen. Yo, por supuesto, no creo en nada de esa monserga, pero mi gran
capacidad interpretativa consiguió esa tarde convencer a los dos terapeutas, o
por lo menos, al enfermero.
Olga me miraba fijamente, en actitud pensativa. Parecía experimentar algún
tipo de debate interno. Creo que intentaba decidir qué tipo de persona era yo
en realidad.
Por su parte, Santiago me lanzó una mirada de soslayo, entre socarrona y
divertida. Él me había ayudado a buscar en Internet la información.
En ese momento, Robert, que me contemplaba con cierto asombro, levantó
la mano.
—¿Sí, Robert? —concedió Olga.
—¿Y no sería también violencia cuando la gente la acepta o incluso la
aprueba? Es decir…, por ejemplo…, si echan a una familia de moros
cargados de hijos a la calle por no poder pagar el alquiler, y la gente se limita
a mirar o lo aplaude…
—Si son putos moros, que se vayan a su mierda de país —saltó Lolo.
—A ver Lolo, ¿crees realmente que una persona, o en este caso, una
familia con niños pequeños, por ser de otra nacionalidad o pertenecer a una
cultura distinta, merecen vivir en la calle?
—Primero están los españoles, y si sobra, para el resto —masculló éste.
—Ese es un argumento muy simplista. Nadie elige nacer en tal o cual país,
o en esta u otra cultura o religión. Pero todos somos seres humanos, con las
mismas necesidades, los mismos sentimientos. Y sufrimos de igual forma —
argumentó Ventura.
Volví a levantar la mano.
—Yo creo que, en realidad, estamos hablando de lo mismo. La violencia
que vemos todos los días en la calle, cuando alguien pega o mata a alguien es
consecuencia de que a la gente se le haya enseñado que en ocasiones se
pueden solucionar las cosas de esa manera, y a su vez puede estar motivada
por los gobiernos que permiten situaciones injustas.
Tras soltar tal perogrullada, observé de nuevo al resto. Sólo Robert, el
marica, y, por supuesto, Santiago, me prestaban atención. El resto de
compañeros de módulo parecían más preocupados por la hora de finalización
de la terapia. Sobre todo Cosme, que se interesó al principio, presentaba
ahora un estado de total aburrimiento. Evidentemente, el subnormal no había
entendido ni una palabra.
—Eso es lo que se llama, el “Triángulo de la Violencia” —aclaró Ventura
—. Lo que creo que Ángel pretende decir es que las causas de la violencia
directa muchas veces pueden estar relacionadas con situaciones de violencia
estructural (la que permiten los gobiernos), o justificadas por la violencia
cultural, es decir la que viene legitimada por la educación que recibimos.
Olga, en silencio hasta entonces, carraspeó nerviosa, lanzando una mirada
de advertencia al enfermero. Éste no pudo evitar sonrojarse.
—Sí, algo así, más o menos —repuse yo.
—Bueno, creo que por esta tarde está bien. Continuaremos el próximo día
—indicó la psicóloga en ese momento, poniendo punto final a la reunión.
Me sonreí. La cosa había transcurrido según lo planeado. Santiago me
lanzó una mirada cómplice, mientras guiñaba un ojo.
—Tengo la impresión de que esta tarde ha subido varios enteros la
apreciación de Olga y Ventura acerca de ti. No me sorprendería que te
trasladaran al módulo azul muy pronto —dijo mientras me palmeaba la
espalda.
—Eso espero —repuse, en tono despreocupado.
A partir de entonces, el resto del grupo, salvo Pascual por supuesto, trataba
de pasar la mayor parte del tiempo en nuestra compañía. Comenzamos a ser
un grupo bastante numeroso, lo que nos valió alguna que otra mirada
suspicaz de los educadores. Afortunadamente, teníamos a Lolo. Como he
dicho antes, casi todos ellos habían experimentado en sus propias carnes su
brutal fuerza y violencia, y evitaban en la medida de lo posible cualquier
enfrentamiento con él, por lo que solían guardar las distancias.
Disfrutábamos, gracias a eso, de cierta libertad para permanecer juntos sin
peligro de ser molestados, siempre que no diéramos problemas. Y yo ejercía
un control tan férreo, que nuestra recién creada sociedad se distinguía por ser
una de las más pacíficas del centro.
Todo iba según lo planeado. Poco a poco, sin meter ruido, y a pesar de mi
nefasto expediente, estaba consiguiendo convertirme en un interno modelo
para los burócratas de La Pinada, al tiempo que construía mi propia mini
organización en su interior.

EL JUICIO

L
— a semana que viene se celebrará tu juicio —me comunicó José María,
en su tono neutro de siempre.
Habían transcurrido casi dos meses desde mi internamiento, cuando me
visitó al fin el abogado. Tras recibir un aviso por megafonía, me planté en el
despacho del director, he de reconocer que algo preocupado. Mientras
aguardaba fuera, sentado en un banco, tratando de adivinar qué tripa se le
habría roto al maldito buitre, pude distinguir la voz de José María en su
interior, lo que me tranquilizó un tanto. Ya era hora de que diera señales de
vida.
Unos minutos después, la aguda voz de Morenés me invitaba a entrar en la
claustrofóbica estancia. Estaba tal y como la recordaba. Las ventanas,
semicerradas, creaban un ambiente tétrico que proyectaba cierta sensación de
clandestinidad. La mesa, como siempre, se veía repleta de carpetas y
documentos en completo desorden, que se apilaban como edificios a punto de
ser derribados. No pude evitar un mohín de desagrado. El director, tras
dirigirme una socarrona mirada de desprecio, nos indicó una salita adyacente.
—Utilizad este despacho. Aquí podréis hablar con total privacidad —nos
aseguró, mientras abría la puerta con una de las llaves que colgaban de su
enorme y pesado llavero.
Lo miré de soslayo. Estaba seguro de que el maldito no se iba a perder ni
una palabra.
Una vez estuvimos solos, José María fue directamente al grano. La noticia
no me cogió desprevenido, ya que la esperaba hacía tiempo. Los dos meses
que llevaba internado se me habían hecho eternos.
—¿Qué posibilidades tenemos?
—Estoy haciendo lo que puedo. De hecho, he conseguido que se retirara la
acusación más grave que tenían contra ti: querían inculparte por lo del crío
que se halló muerto por sobre ingesta de heroína. Alegaban ajuste de cuentas,
pero apenas tenían pruebas circunstanciales al respecto. Así que sólo se te
juzgará por tráfico de drogas. De todas formas, no quiero engañarte: las
perspectivas no son muy halagüeñas. Han reunido testimonios de otros
chavales que dicen conocerte, y te acusan de dirigir una especie de entramado
que distribuía droga por varios institutos.
—Eso es mentira —le interrumpí.
—Ellos no me preocupan demasiado, en realidad —continuó, indiferente—
estoy bastante seguro de poder desmontar sus declaraciones durante la vista
oral. Pero también está tu padre. Es el principal testigo de la Policía. Al
parecer estaba al tanto de todos tus negocios; durante su declaración en
comisaría dio abundantes detalles. Además, han encontrado en tu casa
heroína y marihuana en cantidad suficiente como para condenarte por tráfico.
—No puede ser. La arrojé toda al wáter—exclamé extrañado.
—Pues al parecer había más. O te descuidaste, o alguien se ocupó de que te
descuidaras — insinuó.
Hijo de puta. Mi padre. Imaginé que me habría estado distrayendo
pequeñas cantidades durante mucho tiempo, meses quizá, hasta atesorar lo
suficiente como para que pudieran condenarme por ello. Y luego, había dado
el chivatazo. Joder, papá…
—Da igual. Es un borracho conocido en el pueblo. Y maltrata a mi madre
desde que tengo uso de razón...
—Lo sé. Trataré de utilizarlo en su contra. Intentaré sembrar la duda
razonable sobre quién es el auténtico propietario de la droga. También
aportaré tu parte de lesiones. Alegaré irregularidades durante la detención...
En fin, haré lo que pueda, Ángel, pero no quiero que te hagas falsas ilusiones.
Es muy posible que vuelvas aquí después del juicio.
—Maldita sea, José María. No sé si podré resistir más tiempo en esta
cloaca. El director es un sádico cabrón. Y las continuas sesiones de terapia
grupal me están enloqueciendo.
—Siempre has sido un chaval con muchos recursos. Tendrás que
sobreponerte —dijo, comenzando a levantarse.
—¿Te vas ya? ¿Volveremos a vernos antes del juicio?
—Vendré unas horas antes para prepararte un poco. Es probable que, tanto
el juez como el fiscal, te interroguen. Nuestra estrategia será, básicamente,
negarlo todo —dijo por último, abandonando el despacho.
La semana que siguió a esta entrevista, transcurrió sin pena ni gloria. Volví
a la rutina, como si nada. Por las mañanas, las clases, a las que apenas
prestaba atención y por las tardes, deporte y las tediosas terapias de grupo.
Comenzaba ya a impacientarme de veras. Nada me distraía y había llegado
al punto de pasar parte del tiempo contando las horas, obsesionado. A pesar
del pesimismo y las repetidas advertencias de mi abogado, me había forjado
la esperanza de salir victorioso de todo aquello, y volver a recuperar mi vida.
Hasta ahora, de una u otra forma, había sido capaz de salvar, gracias a mi
astucia y determinación, las adversidades que se me habían cruzado en el
camino, y secretamente esperaba volver a conseguirlo. Imagino que mi mente
aún no podía concebir por aquella época que no pudiera salir airoso, una vez
más, de una situación comprometida.
Finalmente, llegó el día señalado para la vista oral. Tal y como había
prometido, José María apareció por el centro unas horas antes: permanecimos
reunidos en el mismo despacho de la ocasión anterior, a fin de preparar mi
declaración. Me interrogó una y otra vez, adoptando la posición de acusador,
repitiéndome hasta la saciedad aquellas preguntas que él estimaba más
comprometedoras. Cuando vacilaba, o respondía algo que no le gustaba, me
corregía paciente. La idea era que siempre tuviera preparada una respuesta
adecuada para todo, que no me pillara los dedos en ningún momento. En dos
o tres asuntos espinosos, mi abogado me recomendó que declarara no
recordar nada.
—Respondas lo que respondas, podrías salir perjudicado, en el caso de que
te pregunten esto —argüía.
Por último, el director nos anunció con evidente satisfacción, que habían
llegado los polis que debían conducirme al juzgado.
—Es la hora —me informó José María, levantándose. Me tendió la mano—
debes procurar mantener siempre la calma, y ceñirte a las respuestas
ensayadas. Si dudas en cualquier cosa, es preferible que alegues ignorancia.
—De acuerdo. Vámonos —repuse tranquilo.
Fuera, en el patio, me esperaba un vehículo de la Policía Nacional con las
lunas traseras tintadas. Los dos polis, de pie junto al coche, contemplaban con
aire despectivo la pequeña pero solemne comitiva que me acompañaba,
formada por un par de monitores y encabezada por el coordinador y mi
abogado.
El más joven de ellos, un gigantón rubio y pecoso, dio un paso en nuestra
dirección, y tras extraer ceremoniosamente unos brillantes grilletes de la
funda trasera de su cinturón, me espetó en tono agrio:
—Coloca las manos atrás.
—¿Esto es necesario? —Preguntó José María, que había llegado detrás de
mí —. Soy su abogado.
—Por supuesto que lo es —replicó éste, sin inmutarse.
Lo tranquilicé con un gesto. Por primera vez en mi vida fui esposado, tras
lo cual se me introdujo en el asiento trasero del coche patrulla, equipado con
su correspondiente mampara protectora. Sin decir palabra, los polis ocuparon
sus respectivos asientos, delante, e iniciamos la marcha.
El Juzgado de Menores de Murcia se encuentra en la Ciudad de la Justicia,
un gigantesco y moderno edificio situado en Ronda Sur, en una zona próxima
a la Fica, el recinto donde todos los años se celebra la Feria de Murcia y que
yo conocía muy bien. No pude evitar una mirada de nostalgia al lugar donde
había pasado algunos momentos felices durante mi infancia, cuando el
vehículo policial pasó a escasos metros, en dirección a nuestro destino.
Nada más descender del coche alcé la vista, impresionado a mi pesar,
mientras contemplaba el enorme edificio completamente acristalado que se
erigía amenazador ante mí. Al atravesar la entrada, imaginé ilusionado que
quizá, pocas horas después, saldría por esa misma puerta, ya como un hombre
libre.
Tras los controles de rigor entré, acompañado por los dos silenciosos
agentes, en un amplio ascensor que nos condujo a la tercera planta, donde se
encuentran ubicados los Juzgados de Menores. Acto seguido me indicaron la
puerta de un despacho próximo al número 1, que era el competente para
juzgar mi caso. Los menores no esperábamos, como el resto de gente, en el
pasillo a ser llamados. Para proteger nuestra intimidad, se nos introducía en
una pequeña habitación, desde donde penetraríamos a la sala de vistas, en el
momento exacto en que fuera a comenzar el juicio.
Tras retirarme las esposas, me dejé caer en una silla, con un suspiro. Había
podido ver de refilón, a mis padres y a mi abogado. Las únicas personas que
me conocían realmente, de entre toda esa turba. No estaba nervioso, sino
impaciente. Quería terminar con todo aquello enseguida, y regresar a mi casa.
Un hombrecillo, pálido y delgado, abrió la puerta que comunicaba con la
sala.
—Es el momento. ¿Llevas el DNI? —me preguntó.
—Sí.
Tras comprobar los datos, así como la fotografía algo desfasada que aún
figuraba en el documento, me hizo pasar señalándome con gesto lánguido un
asiento vacío que había en el centro de la sala, frente a un micrófono.
Aproveché para contemplar con curiosidad el lugar donde me encontraba. Se
trataba de una estancia bastante amplia, presidida en su parte central por una
larga mesa en la que se encontraba ya el juez de mi causa, acompañado por
otro individuo, probablemente un secretario. Los observé con detenimiento.
El juez, distinguible por su característica toga negra, aparentaba unos
cuarenta y cinco años. Su rostro era ancho y enérgico y en él resaltaban dos
ojos pequeños y negros como siniestras ranuras, que en ese momento me
escrutaban con insistencia. Desvié la mirada hacia su izquierda, sin reparar
demasiado en el secretario judicial, que en ese momento parecía leerle algún
documento en voz baja, y me fijé en una señora joven, alta y rubia, que se
dedicaba a repasar con atención algún tipo de informe. Ni siquiera levantó la
mirada, cuando hice mi entrada en la sala. Frente a ella se sentaba José María,
que aparentaba una gran tranquilidad y seguridad en sí mismo, lo que me
hizo sentir reconfortado. Estaba en buenas manos.
En ese momento, se abrió la puerta y penetraron en la estancia mi madre y
uno de los educadores, un tipo enorme y calvo, al que recordaba haber visto
tan sólo en un par de ocasiones.
Mi madre se sentó justo detrás de mí. Observé su rostro con aprensión.
Parecía haber envejecido diez años de golpe. El cabello, encanecido por falta
de tinte, le caía con desaliño sobre el rostro surcado de arrugas, que reflejaba
una mezcla de pena y angustia. También me pareció percibir un intenso
miedo en sus llorosos ojos grises. Se había abandonado totalmente.
—¡Cariño! —Me dijo, en un hilo de voz, medio estrangulada por la
emoción— ¡Hijo mío! ¿Estás bien?
—Sí, mamá. No te preocupes —contesté, fingiendo enternecerme— ¿Y
papá? Me ha parecido verlo antes —pregunté en tono mordaz.
Se quedó callada, y bajó la vista. Cuando empezó a murmurar una
explicación, oí al juez carraspear.
—Da comienzo el juicio contra Ángel Salazar Ugarte, menor de edad. El
secretario dará lectura a los escritos de la acusación y de la defensa, a fin de
que el acusado conozca los motivos que le han llevado a juicio.
Siguió, por consiguiente, la lectura por parte del secretario judicial, que,
con voz monocorde y aburrida, relató en tono aséptico los principales hechos
de los que se me acusaba. Una vez finalizada ésta, volvió a intervenir el juez.
—Señor Salazar Ugarte, póngase de pie. Tiene usted derecho a guardar
silencio, si así lo desea. ¿Quiere declarar?
—Sí, señoría.
—Bien, el Ministerio Fiscal tiene la palabra.
Por primera vez, pude oír la voz de la mujer cuyo principal objetivo esa
mañana consistía en lograr mi condena. Tras lanzarme una fría mirada,
comenzó el interrogatorio.
—Señor Salazar, ¿recuerda dónde se encontraba el dieciocho de febrero de
2013 entre las cinco y las siete de la tarde?
—No. Imagino que jugando con mis amigos —respondí con aplomo.
—¿Podría decirme el nombre de alguno de ellos?
—En este momento no los recuerdo.
—¿Conoce usted, o ha conocido a Germán López Carrillo? —continuó en
tono frío.
—Me suena su nombre por haber sido mencionado en los telediarios. Sé
que fue encontrado muerto en un polígono, pero nada más.
—¿Es usted, o ha sido alguna vez, miembro de un grupo juvenil conocido
como Los Ángeles?
—No.
Tal y como me había recomendado mi abogado, me limitaba a contestar lo
más escuetamente posible, con el fin de evitar errores. Me sentía cómodo y
tranquilo. Eran las mismas preguntas que habíamos ensayado pocas horas
antes.
—¿Ha almacenado en alguna ocasión sustancias estupefacientes, es decir,
droga, o negociado con ellas?
—Nunca.
—De acuerdo, no hay más preguntas, señoría.
—Su turno, señor letrado —se dirigió ahora el juez a José María.
—No haré preguntas, señoría.
—Puede sentarse, señor Salazar. Que llamen al primer testigo.
—Cito a declarar a José Carlos Pérez Almagro —anunció la fiscal.
Me giré para ver entrar a mi antiguo socio. Nada más verme, bajó la vista,
avergonzado. Siguió caminando hasta colocarse frente al micrófono, a
escasos dos metros de mí.
—¿Jura o promete decir la verdad, y nada más que la verdad? —preguntó
el juez.
—Lo juro.
—Señora fiscal, tiene usted la palabra.
José Carlos, bajo la hábil batuta de la astuta mujer, describió ante el juez
con pelos y señales todas y cada una de las actividades desarrolladas bajo mis
órdenes. La parte más delicada llegó sin embargo cuando mencionó a
Germán, reconociéndolo como uno de los integrantes de la banda. Cuando la
fiscal comenzó a sugerir algún tipo de implicación por mi parte en su muerte,
intervino José María, oportunamente.
—Protesto, señoría. Recuerdo al Ministerio Fiscal que lo que aquí se juzga
es la presunta implicación de mi defendido en una trama destinada a la
distribución de estupefacientes, pero no el homicidio, tal y como quedó
acordado en la vista previa y en el escrito de acusación.
—Se acepta.
—No haré más preguntas —anunció la fiscal, entonces.
—La defensa tiene la palabra.
—Con la venia, señoría. Señor Pérez, acaba usted de afirmar que el señor
Salazar dirigía una complicada organización, en la cual su papel fue el de
simple colaborador ocasional.
—Así es.
—¿Qué edad tiene usted?
—Dieciséis años.
—¿Nos podría indicar su estatura?
—Mido un metro y ochenta centímetros.
—Es decir, que es usted un año mayor que el acusado, y además le saca
unos cinco centímetros, casi un palmo. ¿Cómo explica entonces que el señor
Salazar actuara como su jefe, digamos su líder, siendo usted, mayor y más
fuerte?
—Él es mucho más listo. Sabe siempre lo que hay que hacer, y cómo
hacerlo. Además, fue él quien se encargó de organizar toda la banda, y
proporcionaba la droga —respondió José Carlos, con voz entrecortada.
—Señoría, quisiera fijar su atención en el documento número uno, que es
un test psicotécnico realizado por mi defendido en el centro de internamiento
de menores La Pinada, y donde se puede verificar que posee un cociente
intelectual de noventa y nueve, justo por debajo de la media.
—Se acepta la prueba.
—Señor Pérez, al parecer, la Policía encontró una determinada cantidad de
heroína y cannabis en su domicilio —continuó José María, implacable— ¿Es
eso cierto?
—La almacenaba allí por indicación de Ángel. Él me la dio cuando
tuvimos que abandonar nuestro refugio, tras la muerte de Germán.
—No hay más preguntas, señoría.
—Puede usted retirarse, o permanecer en la sala —indicó el juez a mi ex
socio. Éste, sin embargo, salió con paso rápido, sin decir palabra. Parecía una
huida en toda regla. Me prometí que algún día arreglaríamos cuentas.
—Que pase el siguiente testigo, Antonio Salazar Navarro —ordenó ahora
el juez.
Recibí el anuncio con frialdad. Mi abogado ya me había puesto sobre aviso,
durante la preparación del juicio. Miré hacia atrás, para comprobar cómo mi
padre entraba en la sala, con paso firme. Parecía completamente sereno, el
muy cabrón. Pasó a mi lado sin mirarme, situándose frente al micrófono
como había hecho poco antes José Carlos.
—¿Jura o promete decir la verdad y nada más que la verdad? —volvió a
preguntar el juez.
—Juro.
Me pareció notar en su voz, un deje de satisfacción. Se estaba relamiendo
de gusto, el hijo de puta.
—El Ministerio Fiscal tiene la palabra.
—Con la venia, señoría. Señor Salazar, ¿es usted el padre del acusado,
Ángel Salazar Ugarte?
—Sí.
—¿Cómo definiría a su hijo?
—Es un psicópata. Desde niño. Mi mujer y yo tuvimos otro hijo hace doce
años, que desafortunadamente murió mientras dormía. El médico dictaminó
síndrome de muerte súbita del lactante. Yo siempre sospeché que fue él quien
lo asesinó a sangre fría —declaró en tono firme, ante el desconcierto general.
Se produjo un silencio sepulcral, ya que nadie esperaba aquello. Noté como
todos los presentes clavaban en mí una mirada de horror y estupefacción.
Creo que hasta mi abogado se sorprendió. Yo, por mi parte, recibí la
afirmación de mi padre con relativa tranquilidad: siempre había sabido que el
viejo sospechaba algo.
—¡Protesto! —exclamó en ese momento, mi abogado saliendo de su
estupor—. El testigo está realizando acusaciones gravísimas además de
inverosímiles, con la intención de crear una imagen de mi defendido que no
se ajusta a la realidad. Solicito que se retire esa parte de la declaración del
acta.
—Se acepta —contestó el juez, que parecía también desconcertado.
—Señor Salazar, centrémonos en las acusaciones que existen contra su
hijo. ¿Tiene usted algún tipo de evidencia de que Ángel se haya dedicado en
los últimos años a comerciar con droga? —preguntó la fiscal.
—Mi hijo era el cabecilla de una banda organizada, llamada Los Ángeles,
que distribuía drogas por todos los institutos del pueblo.
—¿Tiene pruebas de ello?
—Entregué a la Policía cantidades considerables de droga, así como
fotografías realizadas con mi teléfono móvil del contenido de una especie de
agenda donde anotaba todas las transacciones y que él destruyó el día de su
detención.
—Señoría, quisiera llamar su atención sobre los documentos 2, 3, y 4,
donde figuran las fotografías indicadas, así como los informes de la Policía
sobre la droga incautada en el domicilio del acusado. Asimismo, el
documento 5 es el informe pericial de un calígrafo, que afirma que la letra del
contenido de la citada agenda corresponde al acusado. Por último, la prueba 1
es un revólver no inscrito, que la Policía halló durante el registro domiciliario
en la habitación del acusado, y en el que figuran únicamente sus huellas
digitales.
Había olvidado completamente el revólver que conseguí de aquel camello,
hacía unos años. Maldita sea, había sido un completo estúpido. Por la cara de
sorpresa de mi abogado, éste tampoco tenía ni idea de que la Policía se había
hecho con el arma.
—¡Protesto, señoría! Es la primera vez que se aporta esta prueba. La
defensa no tenía conocimiento de ella hasta el día de hoy –señaló.
—Se rechaza la protesta. Se aceptan todas las pruebas —anunció el juez
con frialdad.
—No hay más preguntas, señoría —informó con evidente satisfacción la
fiscal, que cada vez me caía peor.
—Es el turno de la defensa.
—Con la venia, señoría. Señor Salazar, ¿es usted consumidor habitual de
alcohol? Le recuerdo que aún sigue bajo juramento.
—Se podría decir que a veces me paso con la bebida —reconoció mi padre,
apesadumbrado.
—¿Ha agredido en alguna ocasión a su esposa durante esos momentos en
los que, digamos, se había “pasado” con la bebida, como usted dice?
—¡Protesto! —interrumpió la fiscal—. No se está juzgando al testigo en
este juicio.
—Señoría, mis preguntas tienen la intención de aclarar ciertos aspectos
sobre la personalidad del testigo que podrían poner en tela de juicio su
declaración —aclaró mi abogado.
—No se acepta —dictaminó el juez— conteste a la pregunta.
Contemplé con odio y repulsión la lamentable figura que en ese momento
se debatía en el centro de la sala. Parecía sentirse entre avergonzado y
temeroso. Tras unos segundos de vacilación, comenzó a balbucear.
—Es cierto. He pegado a mi mujer en varias ocasiones... Desde la muerte
de mi hijo, nunca volví a ser el mismo. Comencé a emborracharme… No
sabía lo que hacía…
Y acto seguido, el muy cabrón prorrumpió en sollozos.
—No hay más preguntas —intervino mi abogado.
—¡Desde que ese demonio salió de nuestras vidas, no he vuelto a tocar una
botella! —Exclamó ahora, señalándome con el dedo— ¡Estoy acudiendo a un
grupo de autoayuda para dejarlo!
—He dicho que no hay más preguntas —repitió irritado José María.
—El testigo puede abandonar la sala o quedarse, como prefiera —ordenó el
juez—. Finaliza aquí la parte testifical. Señora fiscal, para informes.
Comenzaron así los alegatos del fiscal y de la defensa. La fiscal solicitó
una condena, basándose en las pruebas aportadas, de tres años en un centro
de internamiento de menores. Por su parte, mi abogado, como era lógico,
solicitó mi libre absolución.
—Señor acusado, póngase en pie. Tiene usted derecho a la última palabra,
¿quiere añadir algo? —ordenó el juez.
—Soy inocente, señoría. Mi padre me odia desde que me enfrenté a él para
evitar que continuara maltratando a mi madre. Él ha organizado todo esto
contra mí. Soy víctima de una conspiración —declaré adoptando la pose más
contrita y sumisa que pude adoptar.
—Bien, por la autoridad que me otorga la Constitución y de acuerdo con
las disposiciones legales voy a emitir la sentencia en forma oral en este
momento. Así, declaro a Ángel Salazar Ugarte responsable de un delito
contra la salud pública y otro por organizar, coordinar y dirigir un grupo
criminal, y le impongo la medida de internamiento en régimen cerrado en el
Centro para Menores de La Pinada durante los próximos dos años. De todos
modos, se le entregará por escrito esta sentencia y le informo que puede usted
recurrirla. Se levanta la sesión.
CONDENADO

Por fortuna, el lamentable retorno al centro de menores transcurrió en el


más completo silencio. Los polis no despegaron los labios durante todo el
trayecto, y yo agradecí este breve momento de soledad para tratar de enfriar
mi cabeza y reflexionar.
Dos años más. El golpe había sido duro. Todos mis proyectos, mis ideas,
mis planes de futuro, habían quedado aplastados bajo el despiadado mazo de
un juez, en cuestión de segundos. A pesar de ello, ni siquiera contemplaba la
idea de fugarme. Eso hubiera constituido un acto propio de imbéciles. Con
toda seguridad, volvería a ser capturado en cuestión de pocos días… Y, por
otro lado, aunque lo consiguiera, ¿en qué me convertiría, partir de ese
momento? ¿En un prófugo de la justicia? ¿Un delincuente señalado de por
vida?
No, eso no era para mí. No lo permitiría.
Siempre he tenido la firme convicción de que se puede sacar partido de
cualquier eventualidad, por terrible que sea. A estas alturas, resultaba
bastante obvio que necesitaba un drástico replanteamiento de mi futuro, que
incluyera, además, una flamante carrera universitaria; tras unos segundos de
reflexión, llegué a la conclusión de que debía hacerme abogado o economista,
las profesiones que más oportunidades ofrecían para medrar en esta sociedad
corrupta, podrida de gangrena desde sus raíces… Así que, a partir de ese
instante, me convertiría en un estudiante modelo: tenía claro que, si me
dejaba llevar por la ira o la frustración, si me rendía al infortunio, me vería
condenado sin remisión a ser un cretino más del mundo, un paria del
sistema…
Camuflarme. Ser un camaleón. Resistir esos dos años como fuera, y, algún
día, volver a la sociedad que me repudiaba convertido en alguien distinto,
temible…, alguien con poder para vengarse de aquellos que lo habían
traicionado. Ese sería mi objetivo a partir de ahora.
El coche patrulla hizo una parada frente a la verja del centro, momento que
aproveché para salir de mi ensimismamiento y retornar a la realidad.
Finalmente, hicimos nuestra entrada triunfal en el patio principal de La
Pinada. Asomado a la ventana, vislumbré a Santiago acompañado de Lolo,
tratando de distinguirme en el interior del coche, algo imposible dado que las
lunas traseras estaban tintadas, resultando opacas desde el exterior. Un agente
me abrió la puerta, y descendí del vehículo con parsimonia. Creo que mi
rostro estaba bastante sereno cuando me dirigí al coordinador, Marcos, que,
avisado por el segurata, aguardaba en el patio.
—Hola de nuevo, Ángel. Nos ha llegado un fax con la decisión del juez.
Acompáñame a recepción, hay que cumplimentar ciertos documentos. Ahora
eres un interno más de La Pinada, por lo que se te ha incluido en el Programa
de Rehabilitación y Reinserción de manera oficial.
—Claro. Por supuesto —me limité a decir.
Tras el preceptivo cacheo, fui conducido a un despacho donde hube de
firmar varios papeles, en los que básicamente se me informaba de las
condiciones y duración de mi internamiento basadas en las consideraciones
del juez. Finalizado el trámite, pude al fin reunirme con mis compañeros en el
comedor, ya que, entre unas cosas y otras, se habían hecho las dos de la tarde.
Durante la comida, y en pocas palabras, les puse al corriente de mi nueva
situación.
—¡Dos años! —exclamó Santiago. Lo siento, tío. Aunque, la verdad, no
puedo decir que me desagrade seguir teniéndote de compañero.
—¿Estás bien? —preguntó Robert, con su voz aflautada.
—Fenómeno —fue mi seca respuesta—. Si no os importa, prefiero no
seguir hablando de esto —dije, sumiéndome de nuevo en mis pensamientos.
Esa tarde, Santiago y yo recibimos en nuestra habitación la desagradable
visita de dos monitores. Registro rutinario, según dijeron, a pesar de que ya
habíamos sufrido uno hacía tan sólo tres días. Eran Fran y otro sujeto al que
no había visto nunca hasta ahora. Un novato, quizás. Se trataba de un tipejo
chato de cabeza redonda y ojos saltones, que recordaba vagamente a un sapo.
Tras examinar en profundidad nuestras camas y colchones, pasaron al
registro personal. Desnudos y con los brazos en cruz, dimos varias vueltas
sobre nosotros mismos.
—Bien, ahora un par de sentadillas, por favor —ordenó Fran, con la
sonrisa que solía dibujarse en su rostro cuando lo estaba pasando bien. Fran
era, huelga decirlo, uno de los monitores más sádicos y brutales de La
Pinada; de los que disfrutaban abusando de su poder para intimidar o vejar a
los internos.
Por mi parte, hice las dos flexiones que ordenaba, lentamente, sin rechistar.
A mi lado, sin embargo, Santiago bajó los brazos, permaneciendo quieto.
—Fran, esto no tiene ningún sentido, tío. Sabes que no tenemos nada.
Además, ya lo hicimos anteayer, ¿acaso imaginas que en estos dos días nos
ha dado tiempo a meter drogas aquí, joder? —dijo, renuente.
—Cierra el pico y agáchate, nena.
—Vete a tomar por culo —replicó Santiago, con voz tensa.
Algo sorprendido, lo contemplé por un momento. Su rostro había
enrojecido, y los ojos le brillaban feroces, cargados de ira contenida. Estaba
claro que no iba a obedecer.
—No te lo voy a volver a repetir —amenazó Fran, repentinamente serio.
La sonrisa de su rostro se había desvanecido, siendo sustituida por un gesto
de extrañeza, y sus pupilas se dilataron: se estaba preparando para la acción.
Sin sorpresa, pude comprobar que el giro de los acontecimientos le excitaba.
Hijo de puta. Su compañero, alarmado, se giró hacia él. No parecía muy
convencido del cariz que tomaba el asunto. La broma se les estaba yendo de
las manos.
—Que te follen, cabrón.
Me aparté un poco de ellos. La escena se volvía interesante por momentos.
Reconozco que me había sorprendido la reacción de Santiago. Nunca pensé,
hasta ese instante, que alguien como él se opondría abiertamente a un
monitor, dado su carácter templado y calculador. Y, sin embargo, ahí estaba.
Retando a un par de simios, con todas las de perder.
—Muy bien, nena. Desobediencia, actitud hostil, heteroagresividad
verbal…, creo que vas a precisar contención mecánica —se giró hacia el
“cara de sapo”—. Diego, avisa al personal de seguridad. Y tú, mariquita, ni
se te ocurra mover un músculo, o seguirás el mismo camino —me espetó,
levantando un dedo en señal de amenaza.
—“Tranqui”, colega —contesté, cruzándome de brazos. Por el contrario,
me preparé, curioso, para asistir a la escena que se avecinaba. Iba a resultar
divertida.
Poco después aparecieron dos seguratas por la puerta. Con un gesto de la
cabeza, Fran les señaló a Santiago. Mi compañero, aún completamente
desnudo e indefenso, mantenía su mirada desafiante. Al verlos aparecer,
incluso levantó los brazos en actitud defensiva. La naturaleza humana es muy
curiosa y sorprendente, pensé.
Los vigilantes, no se anduvieron con chiquitas:
—Muchacho —dijo el que parecía más viejo— tranquilízate, por tu bien.
Acuéstate en la cama y colabora con los compañeros.
—Estoy hasta la polla de ese sádico lameculos —replicó Santiago,
señalando a Fran— todo este lío lo ha buscado él. No voy a dejar que me
amarréis a la cama otra vez, cabrones.
—Te lo pido una vez más. No seas estúpido. Acuéstate —volvió a ordenar
el segurata viejo, con voz tranquila.
—Que te follen a ti también.
Lo que siguió fue tan rápido que apenas pude ver nada. Los tres —el sapo
se había quedado paralizado— se arrojaron sobre mi compañero, que intentó
golpear al monitor, sin conseguirlo. En un santiamén, el viejo lo inmovilizó
en el suelo, colocándole los grilletes. Ese momento fue aprovechado por Fran
para lanzar a Santiago una patada en el vientre, que provocó en mi
compañero un agónico aullido de dolor.
Indignado, el vigilante se abalanzó contra el monitor, sujetándolo por la
pechera de la camisa:
—¡Escúchame, gilipollas! En tu puta vida vuelvas a hacer algo así, o te juro
que te denunciaré, ¿me has entendido, mamón de mierda? —le espetó
furioso.
—Suéltame Manolo, si no quieres verte hoy mismo de patitas en la calle —
contestó Fran, con frialdad.
El tal Manolo, aún colérico, lo soltó con un empujón de desprecio sin dejar
de mirarlo.
—Tú sólo recuerda lo que te he dicho —dijo como en un susurro—. No lo
olvides.
A continuación, aferraron a Santiago de la misma forma en que cogerían un
fardo de ropa sucia, y lo arrojaron sobre la cama. Tras retirar los grilletes,
inmovilizaron sus brazos y pies con unas correas de cuero que a su vez
fijaron a la estructura metálica de la cama. Por último, elevaron el cabecero, y
desplegaron las barandillas de protección.
Contemplé irritado la escena. La mesita y un par de sillas habían volcado
en el curso del forcejeo. En el suelo, las gafas de Santiago, que se habían
vuelto a romper, parecían observarnos acusadoras. Aún completamente
desnudo, me agaché despacio, y las recogí con delicadeza. Esta vez se había
astillado una de las lentes, lo que las hacía inservibles. Todos, salvo Fran,
salieron de la habitación, en silencio.
—Espero que no serás tan gilipollas como para ir con el cuento a nadie —
me espetó, con su fea cara a escasos milímetros de la mía.
No le contesté. Me limité a mirarlo con frialdad, procurando reflejar en mis
ojos el profundo desprecio que me causaba.
—Si abres el pico, te prometo que tus dos años aquí no van a ser nada
cómodos —masculló entonces, de nuevo sin obtener respuesta.
Finalmente se marchó, no sin antes lanzar un escupitajo en el umbral de la
puerta. Me quedé solo, con Santiago, que permanecía en silencio mirando el
techo con ojos inexpresivos.
—¿Por qué lo has hecho? —le pregunté, por curiosidad—. Ambos
sabíamos lo que iba a ocurrir…
—Ángel, ¿nunca has tenido la sensación de que no puedes aguantar más?
¿No te has sentido en ocasiones tan rabioso que serías capaz de matar? —me
preguntó, reflexivo.
—Alguna vez. Aunque siempre recapacito a tiempo. No dejo que las
emociones me dominen. Descubrí hace muchos años que todos los actos
tienen consecuencias. No me importa emplear la violencia, si resulta
necesaria, pero no estoy dispuesto a pagar lo que la sociedad me exigiría a
cambio.
—Yo también pensaba así. Hoy he aprendido algo nuevo de mí, al parecer.
Estoy cansado, aburrido de la mediocridad miserable y cobarde de esta gente.
No podía soportarlo más. Lo que Fran pretendía era tan sólo humillarnos,
mostrar al novato de su compañero su fuerza y poder abusando para ello de
dos críos de quince años. Por un momento, mi mente se ha bloqueado. He
actuado movido por un impulso irrefrenable, como si no fuera yo… Ángel, te
juro que, si hubiera estado en mis manos, hoy los habría matado.
Lo contemplé un momento más, ahí tendido, sin poder moverse. Golpeado,
humillado e indefenso. Reconozco que jamás he sentido pena por nadie.
Quizá nunca sabré lo que es eso… Y, sin embargo, la situación de Santiago
me pareció francamente lastimosa.
—Tengo que irme. Esta tarde tengo cita con el psiquiatra. Una formalidad
más de mi definitivo estatus de interno. Luego hablamos —dije, mientras le
colocaba las gafas con delicadeza.
No contestó. Abrí la puerta de la habitación y salí al pasillo.
—Ten cuidado. Es un mal bicho —me advirtió en el último momento.
Me volví. Seguía con la mirada fija en el techo.
—Gracias. Lo tendré en cuenta —contesté, cerrando quedamente la puerta
tras de mí.
Ignacio Campillo era un mal bicho, como me había adelantado Santiago. Se
trataba de un hombrecillo de pelo entrecano y ojos claros, que bizqueaban en
ocasiones cuando se sentía nervioso o excitado. Le calculé de unos cincuenta
y cinco a sesenta años. Era de corta estatura y figura rechoncha, fruto de su
más que probable inclinación a los excesos. Gustaba de caminar por el
mundo con aire desdeñoso y prepotente, como si viviera en permanente
posesión de la razón. Me había cruzado con él en alguna ocasión, paseando
por el patio. Me pude dar cuenta que nunca miraba a su alrededor. Se
limitaba a fijar su vista en el horizonte, como si pudiera ver cosas que los
demás no podíamos ni tan siquiera intuir, sin prestar atención a nada que él
no considerara importante. Por eso, creo que hasta ahora nunca había
reparado en mí. Yo, sin embargo, sí que había fijado mi atención en él, cada
vez que se me había presentado la oportunidad. Presentía que ese individuo
albergaba algún tipo de oscura malignidad que podría tener influencia sobre
mi futuro.
Llamé a la puerta de su despacho. Tras un breve instante de silencio, me
llegó su aniñada voz.
—Adelante.
El despacho del psiquiatra era una amplia habitación sin ventanas, cuyo
austero mobiliario se reducía al sillón que en este momento ocupaba
Campillo, una amplia mesa rectangular cargada de carpetas, y una vulgar silla
de plástico. Las paredes, que pedían a gritos una buena mano de pintura,
aparecían cubiertas por los numerosos títulos y diplomas del buen doctor.
Pude distinguir sin dificultad el de psiquiatra, uno de licenciado en Medicina
y Cirugía, así como otro de especialista en Medicina Intensiva. Comprendí
entonces por qué no existía médico en el centro; al parecer, Campillo
acumulaba allí las funciones de loquero y matasanos.
Nos miramos durante un rato. Al no recibir invitación para sentarme,
permanecí de pie, con las manos detrás de la espalda, sin inmutarme. Se hizo
el silencio entre ambos. Me imagino que él esperaba que me mostrara
incómodo y lo rompiera con alguna chorrada. Tras casi un minuto de
permanecer impertérrito, cuando ya la situación se volvía ridícula, retiró la
mirada. No pude evitar sonreírme.
—Siéntate, muchacho —me ordenó en tono severo.
—Gracias, doctor.
—Bien, como quizá sepas, una vez te conviertes en residente permanente
de un establecimiento de estas características, debes someterte a un examen
psiquiátrico.
—Sí. —Fue mi lacónica respuesta.
—No eres muy hablador, ¿verdad?
—Pues no.
—Bien, acabo de ver los resultados de los test que hiciste con la psicóloga,
Olga. Según parece, eres un chico de inteligencia normal, ligeramente por
debajo de la media, y con una personalidad bastante castigada por tu entorno
familiar y social. Presentas, según los cuestionarios, un bajo concepto de ti
mismo, y tienes varias fobias, entre ellas, claustrofobia, y miedo a los
espacios abiertos, es decir, agorafobia. Además, eres muy impresionable y
fácilmente influenciable, tímido, introvertido, con tendencia al aislamiento
social… —se detuvo en este punto, mirándome con fijeza y algo de irritación
— ¿Qué te parece todo esto? ¿Estás de acuerdo?
—Tuve una infancia muy complicada.
—Bueno, le he preguntado su opinión a Olga, pero la verdad, se ha
mostrado irritantemente hermética. Dice que aún no le ha dado tiempo a
formarse una opinión sobre ti.
De nuevo calló, mirándome, esperando a que dijera algo. Una vieja trampa
de los loqueros. Fuerzan un tiempo de silencio hasta que se hace demasiado
incómodo, y lo rompes diciendo cualquier majadería, que ellos luego
retuercen e interpretan a su manera. No caí, por supuesto. Tras otro minuto,
durante el cual me limité a observar las uñas de mis manos, él lo volvió a
romper, de nuevo irritado.
—Te voy a decir mi opinión. Creo que esto no es más que basura —me
espetó.
Aparentando sorpresa, levanté la cabeza y lo miré. Pude percibir su ira
creciente. Al parecer, la entrevista no estaba saliendo según lo planeado. De
nuevo me sonreí, procurando que el psiquiatra no lo advirtiera.
—Lo siento, no le entiendo —me limité a decir con aire inocente.
—Opino que eres bastante más listo de lo que dice el test. No me pareces
alguien de inteligencia mediocre, sino más bien astuto y sibilino. Tampoco
estoy de acuerdo con que seas tímido o miedoso. Ni influenciable. No sé
cómo lo has hecho para engañar al cuestionario, pero estoy seguro de que has
mentido. Y te diré otra cosa; creo que mi colega piensa lo mismo, aunque su
estúpida confianza en estos instrumentos le impidan reconocer la verdad.
A medida que hilvanaba su discurso pude comprobar que el buen doctor se
iba calentando más y más hasta que, por último, perdió toda su compostura
con una sonora palmada sobre la mesa. Yo, sin embargo, no me alteré.
Normalmente, este tipo de tensas situaciones no logran sacarme de mis
casillas. Al contrario, enfrían mi ánimo, me hacen ver las cosas más despacio.
—En mi opinión, lo mejor es una buena entrevista y el ojo clínico de un
psiquiatra. Y mi ojo clínico me dice que tú no eres más que un pequeño
psicópata. Tu amplio historial delictivo así me lo indican —concluyó,
levantando la voz.
—Me tendieron una trampa.
—Eso es mentira, y tú lo sabes.
Debo confesar que me sorprendió bastante el tipo. Lo contemplé con
renovado interés. Sonreía, el muy cabrón.
—Ahora te estás preguntando cómo he logrado descubrirte, ¿verdad? —
dijo con malicia.
—No sé a qué se refiere, ni tampoco qué significa la palabra psicópata.
—Bien, bien, ya lo veremos. Ahora te haré algunas preguntas, para
conocernos mejor. Te llamas Ángel Salazar Ugarte. Tienes quince años. Tu
padre es alcohólico, y según tu declaración, os maltrata a tu madre y a ti,
desde que eras niño. Según la Policía, sin embargo, no existen denuncias por
estos hechos, así que podrían ser inventados —insinuó con aire desdeñoso—.
Lo que sí sabemos con seguridad, es que estás condenado por dirigir una
compleja red de tráfico de drogas, que controlaba los institutos de Enseñanza
Secundaria de Alcantarilla. También existen sospechas de tu implicación en
la muerte de Germán López Carrillo, uno de tus camellos.
El muy cerdo intentaba provocarme de manera evidente.
—¿Decía usted que me iba a hacer un examen psiquiátrico, o se trata de un
interrogatorio policial? ¿Debo avisar a mi abogado? —sugerí con sarcasmo.
—Sólo recordaba tu historial, para no perdernos muchacho. Me encantaría
conocer tu versión, por supuesto.
—Ya la he contado muchas veces a la Policía y luego al juez.
—Pues ahora cuéntamela a mí.
Con un suspiro de impaciencia, volví a relatar el mismo cuento. Mi papel
como víctima de un padre alcoholizado y de una banda juvenil que me había
obligado a ejercer de camello. Adorné esta vez la historia con las palizas
recibidas a diario por mi sádico papá, y la brutalidad policial que había
sufrido durante mi detención. El loquero se limitó a mirarme con evidente
gesto escéptico, aunque sin interrumpir en ningún momento.
—De acuerdo, entonces eres víctima de una familia desestructurada y de
una sociedad negligente —afirmó.
Contesté con un encogimiento de hombros.
—¿Crees que la gente, en general, trata de hacerte daño o de aprovecharse
de ti?
—Es posible.
Con gesto de satisfacción el psiquiatra escribió en un papel de forma
ostensible, con la clara intención de que pudiera leerlo desde mi asiento:
“probable delirio de perjuicio poco estructurado respecto al entorno”. He de
confesar que consiguió molestarme.
—Oiga, yo no he dicho que piense que la sociedad está contra mí, ni nada
de eso —protesté irritado.
Sin dignarse a levantar la mirada del papel, añadió: “el paciente se muestra
autorreferencial durante la entrevista, suspicaz, e interpretativo”.
—Bien, bien, ¿en alguna ocasión te has sentido observado o vigilado?
Esta vez permanecí en silencio, con gesto impasible.
—¿Piensas que alguien ha organizado algún tipo de complot para
perjudicarte…? ¿No contestas?
Vi que de nuevo se inclinaba sobre el papel: “presenta silencios
inadecuados, y posible actitud de escucha. Diagnóstico: trastorno paranoide
de personalidad con síntomas psicóticos versus trastorno de la conducta.”
—Es usted un hijo de puta enfermo —le dije en voz baja, como en un
susurro, mientras lo miraba fijamente a los ojos.
—Acabo de diagnosticarte, muchacho. De ahora en adelante deberás tomar
medicación en el desayuno, la comida, y la cena. Si la rechazas, o tratas de
ocultarla, se te administrará por vía intramuscular, es decir, mediante
pinchazos.
Se me nubló la vista. En un momento, me vi sujetándolo del cuello y
oprimiéndolo con fuerza mientras contemplaba su rostro, rojo y
congestionado… Cerré los ojos con violencia. Cuando los volví a abrir, él
seguía sentado, frente a mí, sonriendo. En ese momento, me prometí a mí
mismo que ese sujeto debía morir.
Salí del despacho medio trastornado. Demasiado para un día. Incluso para
mí.
Me senté en un banco, en el patio. Sólo estábamos, en ese momento, dos o
tres internos y un par de monitores; precisamente la pareja formada por Fran
y Raúl, el gordito con cara de cerdo. Fran parecía algo mosqueado e
increpaba a éste último, que bajaba la cabeza con aire afligido.
En ese momento se aproximó a ellos Ventura, el enfermero. Parecía
alterado. No mostraba su habitual gesto alegre y bienintencionado. Al
contrario, presentaba el rostro enrojecido y sus ojos parecían echar chispas.
Observé con sorpresa cómo pegaba su cara a la de Fran y le gritaba algo,
furioso. Me encontraba a unos veinte metros de distancia, por lo que no pude
oír lo que les decía. Gesticulaba muy excitado y parecía amenazarlos. Todo
finalizó con un “¡os lo advierto!”, que pude escuchar con claridad.
Esta vez, Fran y “cara de cerdo” no abrieron el pico. Se quedaron
inmóviles, como helados. La expresión de su ruborizado rostro reflejaba el
intenso miedo que sentían. Esto me llamó aún más la atención. Nunca
hubiera pensado que Fran pudiera sentirse atemorizado por otro miembro del
personal, sobre todo tras presenciar esa tarde su enfrentamiento con el
vigilante.
En ese momento, Ventura advirtió mi presencia, y, haciendo un gesto de
consternación, caminó hasta donde yo me encontraba.
—Acabo de enterarme de lo de tu amigo Santiago. Quiero que sepas que lo
siento mucho. Estas cosas no deberían ocurrir —dijo con aire compungido.
—Sí. Ha sido un asunto muy feo. Pero, en fin, las normas son las normas.
—Las normas se hicieron con la finalidad de favorecer la convivencia y
mantener el orden, no para maltratar o humillar a niños indefensos —
exclamó con apasionamiento— ése va a tener problemas, te lo prometo —me
aseguró, señalando a Fran.
—No le pasará nada, Ventura. Ambos lo sabemos.
—Dile a Santiago que lamento lo ocurrido. Luego hablamos —continuó,
haciendo caso omiso a mi afirmación.
—De acuerdo. Lo haré —fue mi seca respuesta.
En ese instante, comenzó a sonar la sirena. Miré el reloj: las nueve, hora de
cenar. Qué rápido pasa el tiempo cuando se divierte uno. Me dirigí al
pabellón común, aunque no tenía mucho apetito.
En el comedor, regía la misma disciplina de siempre. La sala, como de
costumbre, aparecía envuelta en silencio, algo impropio de un lugar repleto
de adolescentes problemáticos y hambrientos. Evidentemente, faltaba
Santiago, que esa noche cenaría en la cama, asistido por un educador. Por los
susurros que pude captar, la noticia era ya conocida por la inmensa mayoría
de los internos. Ese tipo de información solía propagarse con rapidez. Yo
sospechaba que eran los propios monitores, quién sabe si con la connivencia
del director, los que se encargaban de divulgarla, con la esperanza de
desalentar a futuros “rebeldes”.
Cuando llegué a mi mesa, me aguardaba una sorpresa. Allí estaba mi amigo
Fran, esperándome con una aviesa sonrisa reflejada en su fea cara.
—Tu medicación —me dijo, con aire satisfecho.
Extendí la mano, recibiendo dos comprimidos.
—¿Qué son?
—Ni puta idea. Pregúntale a tu médico —contestó, ensanchando su sonrisa.
Los metí en mi boca, procurando encajarlos en la parte de atrás de mi
última muela. Con satisfacción, comprobé que se quedaban ahí fijos,
permitiéndome seguir hablando con total libertad.
—Hace un rato no sonreías tanto —le recordé.
Me miró con sorpresa. En su rostro creí percibir un atisbo de terror.
—Cállate, gusano. Abre la boca y levanta la lengua —ordenó con acritud.
Obedecí, mientras seguía sonriendo.
—Dentro de poco no estarás tan feliz.
—Es posible —repliqué, mientras masticaba. Por el rabillo del ojo, pude
observar que él permanecía a mi lado, mirándome extrañado.
—Dale recuerdos de mi parte a tu colega, gusano —dijo a modo de
despedida.
Por fin. Los comprimidos habían comenzado a deshacerse en mi boca, y ya
comenzaba a notar su repugnante y amargo sabor. Con aire distraído, cogí
una servilleta. Tras comprobar que no me observaba nadie, fingí limpiarme la
boca, aprovechando para depositar los restos de pastillas. Acto seguido,
guardé la servilleta en uno de mis bolsillos.
Sonreí con satisfacción. Había logrado engañarlo. Esta vez me habían
controlado escrupulosamente, pero intuía que con el tiempo bajarían la
guardia y sería aún más fácil deshacerme de la medicación.
Al fin sucedía algo bueno en ese día interminable.
En mi habitación, Santiago, que permanecía amarrado a la cama, me
recibió con una sonrisa.
—Hola, Ángel. Siento la escena de antes.
Lo miré, no sin cierta sorpresa. Volvía a ser el Santiago de siempre.
—Okey. No te preocupes.
—¿Qué tal la entrevista con el loquero?
—De culo —reconocí, pasando a relatarle la penosa escena que acababa de
vivir. Finalicé mostrándole, victorioso, la servilleta donde había ocultado las
pastillas.
—Muy bien hecho. Ya te advertí que era un mal tipo. Cuando coge manía a
alguien, lo droga hasta convertirlo en un zombi babeante.
—Sí. Es posible. Pero sospecho que Fran está detrás de todo. El muy
cabrón tiene buenos contactos.
—No se me había ocurrido nunca —contestó él, reflexivo. Hablaba como
si se encontrara plácidamente sentado en su silla, tratando de resolver un
problema de matemáticas, en lugar de atado a la cama de pies y manos—.
Parece que el amigo Fran es más de lo que aparenta…
—¿Cuándo te quitarán las correas? —le pregunté, cambiando de tema.
—Probablemente mañana. No te preocupes por mí.
—¿Y cómo vas a ...? —insinué con un explícito gesto.
—¿Cómo…? ¡Ah, ya te entiendo! —contestó divertido—. Cada dos horas
viene un monitor y me pregunta... Mientras estoy atado, cago y meo en una
cuña.
Lo contemplé admirado. Era evidente que la situación ya no le
incomodaba. Parecía incluso disfrutar con ella.
—Bien, voy a acostarme —anuncié con un bostezo— buenas noches,
Santiago. Mañana será otro día.
—Eso espero, amigo.
Fuera, el viento soplaba con fuerza. Mirando el reflejo de la luna, que se
insinuaba a través de las rejas de la pequeña ventana, no pude evitar que el
pesimismo me dominara por un instante. Algo me estaba pasando… Ya no
era el mismo.
Nunca antes, hasta ese momento, había tenido que hacer planes tan a largo
plazo. Por el contrario, siempre trataba de vivir el aquí y el ahora; disfrutar de
cada momento. Al parecer, mi mente se rebelaba al cambio.
—Déjalo correr —me dije por último mientras cerraba los ojos—. Mañana,
quizá…

MAÑANA

Y llegó el día siguiente. Y muchos días detrás de él. Poco a poco, mi


grupito de borregos y yo fuimos recuperando nuestra rutina cotidiana.
Santiago no volvió a rebelarse, y yo fingí dejarme llevar por la monotonía. En
presencia de los educadores, me obligaba a presentar aspecto embotado y
somnoliento con el fin de que no surgieran sospechas sobre el destino final de
las drogas de Campillo. Incluso, en ocasiones, para aumentar la credibilidad
de mi papel, permitía que una abundante cortina de baba resbalara
asquerosamente por la comisura de mi boca, lo cual parecía satisfacerles.
Imagino que alguien experto hubiera notado enseguida que me limitaba a
fingir, pero los estúpidos que se encargaban de nuestra vigilancia eran
demasiado lerdos para eso.
Por otra parte, cada vez resultada más evidente que Santiago y yo nunca
saldríamos del módulo rojo, así que abandoné mi papel de niño concienciado
y arrepentido, concentrándome, en cambio, en mis estudios. A pesar de que
nuestro tutor era un sujeto indolente que mostraba nulo interés por su trabajo,
logré, con la exclusiva ayuda de manuales descargados de Internet, aprobar
todas las asignaturas de cuarto de la ESO con una media de sobresaliente.
Como siempre, se me daban muy bien las relacionadas con las ciencias,
aunque descubrí con sorpresa que también me resultaban fáciles el resto de
materias. Seguían sin interesarme en absoluto las Ciencias Sociales o la
Lengua Castellana y la Literatura: me parecían absurdas. Pero me bastaba con
leer el temario por encima para superar con éxito los simplones exámenes de
fin de curso.
En todo ese tiempo, tan sólo un hecho me sacó de mi enclaustramiento
voluntario:
Una mañana del mes de junio, mientras paseábamos por el patio, durante
uno de los descansos de las clases, observamos a dos individuos sentados en
un banco, frente a frente. Entre ellos, un tablero de ajedrez, los tenía
ensimismados. Reconocí en uno de los jugadores a un educador llamado
Ricardo, el mismo que asistió a mi juicio en representación del centro. Era de
los que había clasificado ya como del grupo de los “bienintencionados”. Un
tipo alto y grandote, con tendencia a la obesidad, de unos treinta y pico años,
más o menos. Se caracterizaba, sobre todo, por poseer una cabeza enorme,
coronada por una brillante calva, curiosamente pálida en contraste con el tono
bronceado del resto de su piel. A ello, se unía un rostro de aspecto simpático
y amistoso, que invitaba a la conversación. La partida era contra uno de los
privilegiados chicos del pabellón verde. Tendría ya los diecisiete años y
parecía absorto en el juego, al contrario que Ricardo, que lo miraba con cierta
ternura sin que éste se percatara.
Era tan inusual ver a un educador jugando con un interno, que decidimos
acercarnos. Ricardo, enseguida nos dirigió una bondadosa sonrisa a la que
traté de corresponder.
—Hola chicos. Aquí estamos, el amigo Iván y yo terminando una partida
—nos dijo en tono alegre.
En ese momento, Iván, el interno, que no había levantado la cabeza del
tablero en todo ese tiempo, hizo un movimiento con la torre. Enseguida vi
que se había suicidado. En efecto, Ricardo, sin inmutarse, movió su dama,
arrinconando al rey.
—Jaque mate, Iván. Muy bien jugado, de todas formas.
El aludido, con cierta apariencia de sorpresa, permaneció en silencio unos
segundos, contemplando el desastre.
—¿Alguno de vosotros sabe jugar? ¿Os apetece una partida? Quizá dé
tiempo antes de que suene la campana —se dirigió a nosotros, sonriente.
Como ya he dicho, a mí el ajedrez me provoca un soberano aburrimiento.
Sin embargo, las significativas e insistentes miradas de mis compañeros
fueron rápidamente advertidas por el educador.
—¿Ángel? Siéntate en mi lugar. A ver qué tal se te da contra Iván. Pero te
advierto que es un jugador formidable.
Sin apenas tiempo para inventar una excusa, me vi en el banco frente al tal
Iván, que ya ordenaba las piezas con satisfacción. Parecía feliz, anticipando
sin duda una victoria fácil.
Comenzó jugando él, ya que se había auto adjudicado las blancas. Su
apertura fue peón-cuatro-Dama, bastante conocida. Denotaba un estilo
agresivo y confiado.
Respondí con el caballo del Rey, a seis Alfil.
—Buena salida —comentó Ricardo, aún sonriente.
Iván adelantó su caballo de Dama, a dos Dama. Contesté inmediatamente
con peón-cuatro-Rey. Esto obligó a Iván a detenerse un par de minutos a
reflexionar. Yo, apenas miraba el tablero. Prefería fijarme en Ricardo. Parecía
buen hombre, noblote, aunque de inteligencia viva. Pensé que quizás este
ridículo juego podría servirme para trabar amistad con él. Al fin y al cabo,
siempre era interesante tener de tu parte a alguien respetado en el centro.
—Ya —dijo en ese momento Iván. Acababa de capturarme un peón, tal y
como había previsto. Estaba perdido. Lo observé con algo de desprecio,
mientras colocaba mi Caballo de Dama en cuatro-Caballo. El cebo era
evidente.
Pude ver como Ricardo se aproximaba al tablero. Ya no sonreía. Parecía
interesado en el siguiente movimiento de su pupilo, que fue, tal y como yo
esperaba peón-tres-Torre, es decir, amenazando a mi caballo con su peón.
—¡Coño! —se le escapó a Ricardo.
Desplacé mi caballo a tres-Rey. Iván se percató al instante de que acababa
de perder a su Dama, la pieza más poderosa del ajedrez. Contempló el tablero
durante algunos segundos, incrédulo. Finalmente, se levantó con rabia, al
tiempo que derribaba las piezas de un manotazo.
—¡Iván! —le reprendió el educador— dale la mano a Ángel. Una derrota
enseña más que mil victorias, como estoy harto de decirte, ¿de acuerdo?
Avergonzado, me tendió la mano, que yo estreché con frialdad.
—Muy bien. Así me gusta. Debo decir que me ha encantado la partida, a
pesar de todo —comentó con entusiasmo—. Ángel, voy a organizar un taller
de ajedrez este verano. Me gustaría verte por allí. Y a tus amigos también,
por supuesto.
Pude ver que la idea no agradaba demasiado a mi grupo. Sin embargo,
contesté por todos:
—Por supuesto, profesor. Cuente con nosotros. Allí estaremos.
—¡Estupendo, estupendo! —aplaudió. Parecía satisfecho. El derrotado
Iván, por su parte, se había marchado, no sin antes dedicarnos una mirada de
profundo desdén
—Es una lástima que sea tan orgulloso. En el fondo tiene buena naturaleza,
pero aún debe pulir un poco las formas —aseguró ingenuamente Ricardo,
mirando en su dirección.
—¡Es un presumido y además un mal perdedor! ¡Que lo follen! —terminó
por estallar Carlos, uno de los gemelos. Cosme, por su parte, que no parecía
entender demasiado bien lo que había ocurrido, comentó:
—¿Qué le ha “pasao ar payo” ese? ¡”Pos” sí que se ha “encabronao”!
—Nada, Cosme. Que Ángel le ha enseñado a jugar al ajedrez —replicó
Santiago entre risas.
—Bueno, dejadlo estar —atajé cortante— quedamos entonces en que este
verano nos inscribiremos todos al taller de ajedrez. Quién sabe; a lo mejor
sale algún campeón de entre vosotros —añadí, con ironía.
Y, por supuesto, llegó el verano. Un verano tórrido, pegajoso, murciano en
fin. Las instalaciones del centro se fueron vaciando poco a poco. Todos los
internos que disfrutaban de régimen semiabierto recibieron permiso para
regresar temporalmente a sus domicilios, por lo que sólo permanecíamos allí
los parias del módulo rojo, y alguno que otro del módulo azul. Además, las
terapias de grupo redujeron su frecuencia, así como las citas individuales con
la psicóloga y con el siniestro doctor Campillo.
A primeros de julio, Morenés anunció en tono pedante y con aire de
hipócrita bondad, que había decidido invertir parte del presupuesto en
comprar una piscina portátil. En su pequeño discurso, en el que se prodigó en
todo tipo de detalles sobre las dificultades que había tenido que superar para
conseguir tamaño logro, se destilaba tal sensación de autocomplacencia y
soberbia, que me provocaron arcadas de repugnancia. Sin embargo, Cosme y
los gemelos se mostraron eufóricos, y hasta se les escapó alguna que otra
frase de alabanza hacia el director. Pascual que, como siempre, permanecía
aislado odiándose a sí mismo y al mundo, se limitó a lanzar alguna mirada de
odio a su alrededor. Santiago y Lolo, por su parte, ni se inmutaron.
—¡Maldito sapo orejudo! —Estalló Santiago poco después en nuestra
habitación—. Daba la sensación de que ese cabrón nos estaba regalando un
crucero por el Mediterráneo. La puta piscina le habrá costado unos cientos de
euros, a lo sumo, y viene a dárselas ahora de gran filántropo —exclamó
resoplando con rabia.
Yo escuché sonriendo su explosión de ira. Tenía toda la razón, pero, ¿de
qué servía quejarse?
—Por cierto, por si no lo habías notado, la calidad de las comidas ha bajado
muchísimo.
—Para mí, la comida sólo es comida —repliqué, levantando la vista de un
libro que me tenía absorto por aquel entonces.
—Deben haber cambiado de empresa de catering —sugirió.
—No. Ahora las compras las hacen los propios monitores, en lugar de una
empresa. Bajan una vez por semana al pueblo.
—¿Cómo lo sabes?
—Los he visto salir con la furgoneta, todos los viernes por la mañana.
Vuelven tres horas después, sobre las doce, cargados de bolsas del
supermercado que luego almacenan en la despensa.
—Joder. Estoy seguro de que esos mamones compran los alimentos en los
sitios más baratos. Y quizás hasta se quedan con parte de la pasta —insinuó
con malicia.
—Es posible.
—¿Qué lees? —inquirió entonces, curioso.
—”Trastornos Graves de Personalidad”, de Otto Kernberg —contesté,
leyendo el título que aparecía en portada.
—¿Y eso?
—”Eso”, como tú dices, es una puta mierda —le dije refiriéndome al libro
—. Pero quiero aprender algo sobre el tema. Ya que el cabrón del psiquiatra
me ha diagnosticado, necesito saber de qué, y cómo me podría afectar.
—No, si me refería a que de dónde lo has sacado —aclaró en tono de
extrañeza—. No es una lectura autorizada…
—Me lo ha proporcionado un amigo —contesté enigmático.
En realidad, ese amigo era Ventura, el enfermero, con el que había llegado
a congeniar bastante. Una tarde, al finalizar una de las tediosas sesiones
grupales, lo había acompañado hasta la enfermería, con la excusa de sentirme
algo mareado.
Me sorprendió enseguida su amplitud. Estaba equipada con una completa
farmacia en la que exhibía una extensa variedad pastillas, que fui incapaz de
reconocer. También contaba con un moderno equipo de reanimación, dos
camillas, y una vasta mesa de escritorio dotada de un archivador donde el
enfermero almacenaba nuestros historiales médicos. La estancia era
probablemente mayor, ya que, tras la mesa de despacho, advertí una
enigmática puerta que permanecía cerrada.
Pero lo que más me impresionó fue la completa biblioteca de la que
Ventura disponía, medio camuflada en un rincón, en la que pude distinguir
varias obras que en su mayoría versaban sobre psicología, psiquiatría o
medicina general. Aproveché la visita para dejarle caer mi interés por la
psicología, en particular sobre los trastornos de conducta, lamentando la
dificultad de acceder a determinados libros. Inmediatamente se prestó a
conseguirme alguna literatura al respecto; de hecho, al día siguiente, y tras
advertirme de que me podría resultar algo farragoso de comprender, me había
entregado ese ejemplar de Kernberg, no sin antes rogarme que lo mantuviera
en secreto.
—Si alguien llega a descubrir que estoy proporcionando libros no
autorizados a un interno, me vería obligado a dar muchas explicaciones —
aseguró con una sonrisa de complicidad.
Enseguida me di cuenta de que el enfermero tenía razón. El libro empleaba
un lenguaje complicado, demasiado técnico, aunque resultaba muy
instructivo.
—Ya lo he terminado, de todas formas —informé a Santiago— y no me
sirve de mucho. Resulta una visión interesante, pero este Kernberg emplea
una perspectiva psicoanalítica para explicar los trastornos de personalidad,
mientras que el cabrón de Campillo parece muy aficionado a emplear drogas
para tratar a sus pacientes. Necesito algo sobre psicofarmacología y sobre el
tratamiento de las psicosis —expliqué a mi compañero.
—Ese tipo es un cerdo. Ten cuidado.
—Lo sé. De hecho, ocupa un lugar muy especial en mis pensamientos —
repuse con una mirada de odio. En mi fuero interno, había decidido que el
loquero estaba sentenciado. Aún no sabía cómo, pero de alguna forma
acabaría con él.
Esa tarde, precisamente, tenía sesión individual con Olga. Éstas solían
transcurrir entre repetitivas preguntas relativas a mi estado de ánimo, mis
sentimientos y otras polladas similares, seguidas de largos y espesos silencios
sin sentido. Creo que la tipa seguía empeñada en que declarara algo sobre mí
mismo que pudiera utilizar de alguna forma. Que me “abriera”. Menuda
gilipollas.
En esa ocasión, sin embargo, me esperaba una sorpresa.
—No te acomodes demasiado, Ángel —me pidió cuando me disponía a
ocupar mi asiento acostumbrado—. Puesto que la mayor parte de internos se
ha marchado, creo que podríamos dar un paseo por el patio esta vez.
—De acuerdo —contesté indiferente.
Así que salimos al patio, ante la mirada de extrañeza de algún rezagado con
el que acertamos a cruzarnos. Reflexioné que la propuesta de Olga se salía
bastante de lo común, en su caso. De hecho, nunca había visto antes a la
psicóloga en el patio, y mucho menos charlando con un interno.
—Creo que tú y yo no empezamos con buen pie, y lo lamento —me
comentó cuando nos encontramos más o menos solos.
—No sé a qué se refiere.
—Entiendo que a veces puedo resultar algo inaccesible para los demás. O
demasiado estricta. Y sé que eso me impide conoceros mejor. Lo siento.
No sabía a dónde quería ir a parar. Tampoco me tragaba nada de toda esa
mierda: aquella escenita de falsa autocrítica debía tener algún propósito.
Empecé a sospechar que esa reunión improvisada fuera del despacho,
precisamente cuando casi no quedaban internos en La Pinada, había sido
planeada por la fría psicóloga con un fin que se me escapaba.
—No tiene por qué —contesté con cautela— usted hace su trabajo.
—Fíjate en ti, por ejemplo. Te he sometido a varios test, hemos compartido
decenas de sesiones de terapia grupal e individual, y sin embargo creo que no
te conozco en absoluto.
—Quizá es que no haya mucho más que conocer.
—No lo creo. Eres una persona inteligente. Eso lo sé. Mucho más de lo que
dicen tus test de inteligencia. Sospecho que podrías haberlo hecho bastante
mejor.
Bueno, al menos ya había puesto sus cartas sobre la mesa.
—No sé a qué se refiere —repliqué con fingida indiferencia.
—Muy sencillo, Ángel. Alguien con un cociente intelectual de noventa y
nueve, sería incapaz de obtener resultados tan brillantes en los últimos
exámenes. No me lo trago.
Suspiré de alivio. Por un momento había sospechado que Ventura le había
contado mi interés por Kernberg. Desde luego, si Olga hubiera sabido que
había estado leyendo ese libro, nada la habría convencido ya de mi fingida
estupidez.
—Me he esforzado mucho, doctora. He decidido cambiar.
—Déjalo, no sigas. Sé que eres más de lo que finges ser. Pero me sigues
resultando muy enigmático. He revisado tu expediente una y otra vez. Incluso
he hablado con tu madre, por teléfono.
—¿Qué ha hecho qué?
Me paré en seco, y la miré con asombro y algo de irritación. Ella me
devolvió la mirada, impasible. Parecía complacida con mi reacción.
—Dentro de mis obligaciones, está la de asesorar a los padres, así como
procurarme la información que necesito —contestó con tranquilidad—.
Descuida, no me ha dicho tampoco gran cosa. Y tu padre, directamente, se
negó a hablar conmigo.
—Quizá no haya nada que saber —insistí, contumaz.
—También he estado hablando con el doctor Campillo. Bueno, más bien él
ha hablado conmigo —comentó entonces, en tono indiferente. Sin embargo,
pude ver que me espiaba por el rabillo del ojo—. No parece muy contento
contigo. Insiste en conocer mi opinión sobre ti.
—Estoy seguro de ello —dije algo tenso.
—Ángel, esto es serio. Campillo está convencido de que no eres más que
un psicópata.
—Quiero mucho a mi madre. Un psicópata no es capaz de querer a nadie,
según tengo entendido.
—Un psicópata no entiende lo que es el amor. Por esa misma razón, no
puede saber qué se siente cuando se quiere a alguien. Y, sobre todo, un
psicópata no reconoce nunca que lo es —apostilló ella.
—Y usted, ¿qué piensa sobre mí?
—Aún no lo sé —reconoció, pensativa— Ventura me ha dicho que cree
que tienes buen fondo.
Ventura. Por un momento, pensé en él con lástima. Al parecer, me estaba
cogiendo afecto. Pobre estúpido.
—Ventura es una persona admirable —continuó Olga, como si acabara de
leer mis pensamientos—. Es doctor, ¿lo sabías?
—No —mentí.
—Es uno de los primeros doctores de la Facultad de Enfermería. Además,
un respetado autor, muy bien considerado en el mundo de la ciencia.
Tenemos una gran suerte de que quiera trabajar con nosotros —explicó con
un deje de admiración y extrañeza.
—Bueno, si sigue aquí, es porque quiere estar aquí.
—Sí, claro —dijo en tono reflexivo— en fin, Ángel, ha sido un placer
hablar contigo de manera informal. Aunque me da la impresión de que no me
ha servido de nada.
Sonreí para mis adentros. Vaya, al parecer la loquera estaba algo frustrada.
—Yo también tengo que irme. Me esperan en el taller de ajedrez.
—Ya, lo sé. Me han informado de tu súbito interés por este juego. Me
alegro por ello. Favorece el autocontrol y la introspección.
—Es divertido.
—Sí, por supuesto. En fin, nos vemos de nuevo mañana en la sesión
grupal. Pásalo bien —se despidió, en tono alegre. O por lo menos, lo más
alegre que Olga podía ser.
En cuanto me dio la espalda borré mi sonrisa, fijando en ella la mirada con
algo de aprensión. No me gustaba. Nada. Había estado hablando con mi
madre, y lo había intentado con mi padre. En definitiva, pretendía controlar
mi vida, como todos.
Fue en ese momento cuando un dolor sordo se abatió sobre mí, y perdí el
conocimiento.

UNA MUERTE

No desperté poco a poco, como suele ocurrir en las películas. Al


contrario, abrí los ojos y me incorporé con brusquedad mirando alrededor de
forma compulsiva. Reconocí de inmediato mi propia habitación. Me
encontraba recostado en la cama. Junto a mí, Santiago me contemplaba con
sorpresa y preocupación.
—¿Qué tal, colega? —preguntó mientras hacía el rutinario gesto de
acomodarse sus deterioradas gafas, que habían resbalado sobre el puente de
la nariz.
—No lo sé. ¿Qué coño me ha pasado?
—Te trajeron aquí hace un par de horas. Al parecer te encontraron sin
sentido, tirado en el patio. Alguien te golpeó —me explicó emocionado.
Recordé enseguida. La conversación con Olga. Y luego el dolor.
—¡Ufff! Esto duele, joder.
—Tranqui, tío. No te muevas. Voy a llamar a Ventura. Me dijo que le
avisara en cuanto recobraras el conocimiento.
Cinco minutos después, el melenudo enfermero, con expresión entre
indignada y asustada, insuflaba con vehemencia el manguito del
esfigmomanómetro.
—Bien. Ciento veinte de sistólica y setenta de diastólica. Tu tensión es
correcta, al igual que la temperatura —me dijo, algo más calmado— toma
esta pastilla, es ibuprofeno. Ayudará a rebajar el dolor y la inflamación. Y
reposo absoluto hasta mañana, ¿entendido?
—Correcto, Ventura. No te preocupes, estoy bien.
—Maldita sea. El director está fuera de sí. Es la primera agresión de esta
naturaleza que ocurre en La Pinada.
Sonreí. A la mierda sus putas estadísticas.
—¿Seguro que no viste nada? —volvió a preguntar.
—Seguro.
—Fue Pascual, está claro. Te la tiene jurada desde el principio. ¡Maldita
rata cobarde! —exclamó mi compañero, sin poder contenerse.
—No deberías hacer acusaciones de ese tipo sin tener pruebas, Santiago —
le reprendió Ventura—. Bueno campeón, te dejo descansar, ¿vale?
—Gracias.
—Y tú, Santiago, deja dormir a tu compañero. Ahora mismo necesita
reposo. No lo acoses a preguntas.
—Okey, señor “practicante” —replicó éste en tono zumbón.
Ventura, con una sonrisa en los labios, ni se dignó a responder. Tras
recoger sus cosas, se marchó sin más, saludando con la mano desde la puerta.
En cuanto salió, Santiago, haciendo caso omiso a las recomendaciones del
enfermero, se abalanzó sobre mí.
—Dime quién fue… Verías algo, ¿no? Algo sospechoso, quiero decir...
—Ya he dicho que no —respondí con un bostezo—. Tío, en serio, estoy
hecho polvo. Mañana hablamos, te lo prometo —y dándome la vuelta, cerré
los ojos, ignorándolo.
La mañana siguiente, y tras sufrir un nuevo chequeo por parte de Ventura,
decidí abandonar la cama. Tenía que volver a mi rutina de inmediato. No
toleraba permanecer inactivo mientras mi atacante, quien quiera que fuese,
podía estar planeando una nueva agresión.
Tal y como había sugerido Santiago, Pascual era la opción más evidente.
Sin embargo, yo no lo tenía tan claro. No encajaba en su forma de ser. Me
habían golpeado por la espalda, cuando estaba solo, en el patio, y poco
después de finalizar mi entrevista con la psicóloga. Alguien nos había estado
espiando todo ese tiempo, acechando, mientras aguardaba, paciente, su
oportunidad. Pascual era una persona visceral y egocéntrica. Él hubiera
buscado público para hacerlo. Querría humillarme delante de todos,
demostrar que él era más fuerte. Además, aunque sabía que probablemente
me odiaba, nunca le había causado un daño directo o deliberado que
mereciera un acto de venganza así. No. Él no había sido. Pero estaba claro
que alguien se sentía lo bastante intimidado o amenazado por mí, como para
intentar herirme de gravedad. No podía entenderlo, y eso me sacaba de
quicio.
Esa mañana, durante el desayuno, me convertí en el blanco de todas las
miradas. Oía, con los dientes apretados y la vista fija en mi plato, los
cuchicheos de mis compañeros, que hablaban sin recato alguno de lo que me
había ocurrido la tarde antes. La historia iba cobrando dimensiones épicas
con cada nueva versión. No pude evitar sonreírme al oír cómo, un par de
mesas más allá, alguien decía que me habían encontrado desnudo y con claras
señales de violación.
Santiago y Lolo, sin embargo, comían en silencio sin decir palabra. Tan
sólo cruzaron su mirada con la mía cuando se escuchó la llamada por el
altavoz, ordenándome acudir al despacho del director, una vez finalizado el
desayuno.
—Tranquilos. Después hablamos —les dije, sin inmutarme. Lógicamente,
esperaba esa llamada. Tras lo ocurrido ayer, el magnífico historial de La
Pinada se había ido a tomar por culo. El director debía estar furioso; querría
interrogarme, tratar de averiguar si yo había tenido alguna responsabilidad en
mi agresión.
Era la cuarta vez, desde que ingresé en el centro, que acudía al despacho de
Morenés. En esa ocasión, la puerta no estaba cerrada o algo entreabierta
como solía, sino abierta por completo, lo que me intrigó de inmediato.
Tampoco había nadie por los alrededores. Normalmente, el pasillo situado
frente a su despacho era frecuentado por educadores o internos que habían
sido citados o que aguardaban para presentar alguna estúpida queja. Sin
embargo, no le di excesiva importancia a este hecho dado que la mayoría de
ellos se encontraban esos días en sus casas, disfrutando del respectivo
permiso de verano. Sin llamar, irrumpí en la estancia esperando hallar a
Morenés, como siempre, sentado detrás de su mesa, colérico y amenazador.
Se encontraba sentado, eso sí, pero nunca más volvería a encolerizarse con
nadie. Tampoco le preocuparía de nuevo la ridícula estadística de agresiones.
Estaba muerto. Lo habían asesinado.
El tiempo se detuvo. Parecía estar viviendo en el interior de una peli
proyectada en “slow motion”. Como un autómata, contemplé el despacho
tratando de fijar cada detalle en mi memoria. Todo permanecía casi igual que
siempre. La mesa se veía atiborrada de documentos en aparente desorden…
Todos, salvo unos pocos, que se encontraban colocados de mi lado de la
mesa, en el lugar que hubiera ocupado su interlocutor. Vi que estaban
perfectamente apilados, con precisión casi milimétrica; eran mi expediente, o
por lo menos parte de él. Sin tocar nada, examiné el resto de la estancia. La
ventana abierta permitía entrever el patio. Me asomé, pero no había nadie.
Lógico, era la hora de clase.
Por último, me fijé en el muerto. Estaba sentado, aunque en posición
antinatural; ligeramente retorcido hacia su izquierda, mientras sus brazos
descansaban sobre el regazo. Su pálido y afilado rostro se hundía encima del
pecho, como si dormitara. Por otra parte, la causa del fallecimiento era
evidente ya que la empuñadura de un abrecartas plateado, que recordaba
haber visto sobre su mesa en anteriores visitas, sobresalía de forma dramática
de su torso, a la altura justa del corazón.
Miré el reloj. Las nueve y cuarenta y cinco. Llevaba allí cinco minutos. Era
preciso avisar al personal si no quería convertirme en el principal sospechoso.
Mientras gritaba fingiendo voz asustada, volví a contemplar la escena por
última vez.
Parecía que la mala suerte se resistía a abandonarme. Acababa de descubrir
el asesinato del director de La Pinada, una persona a la que hubiera matado
yo mismo de buena gana. Habría investigación policial, interrogatorios y, en
definitiva, problemas.
Pero lo más grave de todo, es que ya conocía la identidad del culpable.
SEGUNDA PARTE

Sin conciencia

“¿Que si me importan los demás? Esa es una pregunta difícil. Sí, supongo
que sí… pero no dejo que mis sentimientos salgan a la superficie… Quiero
decir, soy tan cálido y cariñoso como cualquiera, pero admitámoslo, todo el
mundo trata de joderte… Tienes que mirar por ti mismo, aparcar tus
sentimientos. Digamos que necesitas algo o… alguien se mete contigo…
quizá te intenta timar… te encargas del asunto… haces lo que tienes que
hacer… ¿Me siento mal si tengo que herir a alguien? Sí, a veces. Pero la
mayor parte de las veces es [risas]… ¿Cómo te sentiste la última vez que
aplastaste una chinche?”

Un psicópata

Robert Hare, Sin Conciencia, 1993.

RECORTES
La Opinión de Murcia, 24 de julio de 201…

[…] El cuerpo sin vida de A.G.S, mujer de treinta y cinco años de edad,
apareció en su domicilio de Espinardo (Murcia), la mañana del domingo 23
de julio con signos de estrangulamiento. Aunque de momento no se ha
interrogado a ningún sospechoso, la Policía investiga la descripción
facilitada por los vecinos sobre una persona que solía visitar a la víctima,
barajándose la posibilidad de un crimen pasional. El presunto homicida
podría ser un hombre alto de unos 40 años de edad y complexión robusta, en
cuya compañía se había visto a la víctima durante los últimos meses.
Precisamente un vecino, que ha preferido mantener el anonimato, ha
descrito una fuerte discusión que podría haberse producido la tarde antes.
La Policía, sin embargo, se ha negado a hacer declaraciones a este medio,
alegando el secreto de sumario…

La Verdad, 24 de julio de 201…

[…] Fuentes cercanas a la investigación informan que la tarde del sábado


22 de julio se oyeron gritos en el interior del domicilio de A.G.S, la
trabajadora social asesinada. Al parecer, la víctima mantenía una relación
con el presunto homicida, aunque la Policía no ha querido aún hacer
declaraciones al respecto. Los vecinos de la víctima, sin embargo, sí han
descrito al posible agresor como un hombre alto y de mediana edad, pelo
largo y rizado, y modales corteses, que acudía con frecuencia al domicilio de
la mujer.

Diario Sí, 25 de julio de 201…


[…] Al parecer, el cuerpo sin vida de la trabajadora social asesinada en
Espinardo el pasado sábado, fue hallado la mañana siguiente por la Policía
tras recibir varios avisos por parte de su hermana. Algunos vecinos
declararon haber escuchado una fuerte discusión en el domicilio de la
víctima por lo que los efectivos del Cuerpo Nacional de Policía personados
en el lugar decidieron derribar la puerta, descubriéndose el cadáver de la
joven asesinada, al parecer mediante estrangulamiento. Se ha iniciado la
búsqueda del presunto asesino, aunque de momento, no existen novedades al
respecto.

Europapress Murcia, 30 de julio de 201…

[…] Siguen sin producirse detenciones en relación con el homicidio de la


trabajadora social que apareció estrangulada el pasado domingo 23 de julio.
El inspector Carreras, al frente del caso, ha podido confirmar a este
periódico que se están siguiendo varias pistas. El principal sospechoso sigue
siendo su presunta pareja, un hombre de mediana edad, de alta estatura y
complexión fuerte, que fue visto cuando salía del apartamento de la víctima
la misma tarde en que se cometió el crimen. La familia de A.G.S. nos ha
manifestado su indignación por la escasa información proporcionada por la
Policía. Por otra parte…

La Verdad, 15 de agosto, de 201…

El caso de la trabajadora social asesinada podría convertirse en uno de


los crímenes más misteriosos de los últimos años, propio de programas en la
línea de Cuarto Milenio.
Esta circunstancia resulta por demás curiosa, teniendo en cuenta que, en
un principio, todo parecía apuntar hacia el amante de la víctima, individuo
de características físicas llamativas por su altura y complexión y que, sin
embargo, parece haberse desvanecido en el aire. Ninguna de las pistas que
se han seguido hasta ahora, han dado resultado y, de momento, el
desconocido asesino sigue en libertad. El inspector Carreras, investigador
principal del caso, ha declinado hacer declaraciones a este periódico…

El hombre alto relee el último párrafo con gesto preocupado. Esta vez
parece que el peligro ha pasado de largo, aunque el asunto llegó a ponerse
muy feo. Sostiene el periódico con una mano, mientras que, con la otra, abre
su teléfono móvil. Tres llamadas perdidas ya, y sabe que pronto habrán más.
Cada vez tiene más claro que cometió un grave error aquella tarde, al
eliminar a esa maldita mujer. Reconoce que sus impulsos le han jugado de
nuevo una mala pasada. Afortunadamente, no le sucede muy a menudo, pero
cuando ocurre, las consecuencias suelen ser catastróficas. Como ahora.
Aún no sabe cómo va a resolver este lío, mas tiene que pensar en algo y
pronto. Si no, esa gente podría ponerse nerviosa y causarle problemas.
Camina despacio, rascándose la cabeza de cuando en cuando. Todavía
sufre accesos de picor, por lo que se aplica una crema con corticoide que le
alivia bastante. Y cuando está nervioso o preocupado, como le sucede ahora
mismo, su mal se recrudece.
Otro problema es ese chico. Antes o después, tendrá que liquidarlo
también, eso es algo que tiene muy claro. Pero ahora no. Podría ser peligroso.
Aunque la Policía no le preocupa demasiado —ese inspector parece sacado
de un cómic de Ibáñez— el chico sí. Es listo. Y el instinto le dice que le
causará problemas. Así que abre su Smartphone, cuya dirección IP está
enmascarada mediante un proxy de software. Desde uno de sus correos
electrónicos, envía un claro mensaje a su ejecutor y espera. Al cabo de pocos
minutos, éste le contesta: “Ok”.
Sonríe, satisfecho. Tiene una gran confianza en el ejecutor. Es fiable y
seguro. Y su único interés es el dinero, por lo que sabe que no tendrá nada de
qué preocuparse mientras reciba puntualmente su sueldo. Al igual que los
demás, ignora por completo su identidad y nunca ha mostrado curiosidad
alguna al respecto. Así que, de momento, aparta al muchacho de su mente y
vuelve a concentrarse en su problema más inmediato. Decide que no merece
la pena seguir lamentándose por ella. Debe encontrar alguien que la sustituya
lo antes posible. Y esta vez, no cometerá el error de iniciar ningún tipo de
relación que pueda comprometerle. Sólo negocios.
Abre de nuevo el móvil y realiza una sencilla búsqueda a través de Google.
En un papel anota varios nombres, todos ellos hombres. Acto seguido teclea
un número de teléfono que conoce de memoria. Al otro lado del aparato oye
una voz familiar.
—Dime, ¿qué necesitas?
—Te voy a enviar un listado de posibles candidatos para sustituir a Ana.
Quiero que los investigues, uno a uno, y me digas quién podría estar
receptivo.
—De acuerdo —contesta la voz en tono aséptico y profesional— dame un
par de semanas.
—Lo necesito antes. Me urge bastante.
—Haré lo que pueda, pero no te prometo nada.
—Nos jugamos mucho. Tú también —le recuerda.
—Lo sé —contesta la voz, tras un instante de reflexión—. Oye, tengo que
colgarte. En cuanto sepa algo, te lo haré llegar a tu correo.
—Cuento con ello —dice el hombre alto, por último, cortando la conexión.
Respira, bastante más tranquilo. Al menos ya está haciendo algo para
arreglar el desaguisado. La inacción y la indecisión en que estaba sumido las
últimas semanas lo tenían algo angustiado. De nuevo sonríe. Saldrá de ésta.
Como siempre.
Mira a su alrededor. En el paso de peatones, una señora mayor apenas
puede sostener su bolsa de la compra. A su lado, un par de críos discuten
sobre fútbol, mientras aguardan a que el semáforo se ponga verde. Un taxi
para algo más adelante. El hombre alto cree haberlo reconocido.
—Señora, disculpe. Permítame que le ayude con eso.
—No se moleste —contesta la vieja, sonriendo agradecida.
—No es ninguna molestia, de verdad. Insisto —dice el hombre alto,
mostrando su mejor sonrisa.
Cruza la calle cargado de bolsas hasta que ve alejarse al taxi por el rabillo
del ojo. Una vez se asegura de encontrarse fuera de su campo de visión
interrumpe su animada cháchara y arroja la engorrosa carga al suelo. Cree oír
cómo se rompen los huevos y alguna botella de vidrio, pero no le importa.
Sonríe ampliamente, haciendo caso omiso a los gritos de indignación que
profiere la vieja bruja, mientras se aleja del lugar silbando una pegadiza
cancioncilla.
El futuro le sonríe de nuevo, se dice con satisfacción.

PREGUNTAS

P
—¿ odrías volver a repetirlo todo desde el principio? —insistió el
Policía.
—Creo que mi representado ya ha dado suficientes explicaciones,
inspector…
—Carreras —contestó éste, con gesto adusto.
—Carreras —repitió José María Espronceda, mi abogado.
Llevábamos ya una hora en el despacho del coordinador de educadores,
Marcos, donde la poli había establecido su centro de operaciones. Tan sólo
había pasado un día desde el hallazgo del cadáver, aunque a mí me daba la
impresión de que hubiera transcurrido un año al menos. Me sentía agotado.
—No te preocupes, José María —lo tranquilicé— no importa. Estoy bien.
Acto seguido, volví a repetir toda la historia, desde que había recibido el
aviso de acudir al despacho del director, hasta el momento en que di la voz de
alarma. Omití, por supuesto, el hecho de que ya conocía la identidad del
asesino. Esa era una información que me reservaría de momento para mis
propios fines.
—¿Y no te cruzaste con nadie durante el trayecto? —volvió a preguntar en
tono escéptico una vez finalicé de nuevo mi relato.
—No. Ya se lo he dicho antes.
—Está bien, está bien…
El inspector Carreras había sido enviado ese mismo día para hacerse cargo
de la investigación. Su cabeza, que recordaba vagamente a un huevo y
mostraba ya algunos signos de incipiente calvicie, descansaba sobre unos
hombros anchos y fuertes. Unas feísimas gafas bifocales se apoyaban en su
gruesa nariz algo torcida, lo que le proporcionaba un curioso aspecto, entre
rústico e intelectual. Por otra parte, sus ojos, pequeños e inteligentes tras las
gruesas lentes, indicaban que me encontraba ante alguien más despierto de lo
que quería aparentar. Sentado, frente a mí, me miraba ahora fijamente,
imagino que intentando captar en mis gestos algún signo de nerviosismo o
inseguridad que le diera alguna pista.
Por fortuna, había tenido un día entero para preparar bien la historia. A
estas alturas, sólo me faltaba, además, verme acusado del asesinato de ese
imbécil. Sin embargo, había cometido un error. Mi expediente personal,
ordenado y destacado del resto de documentación, había sido encontrado
sobre la mesa de Morenés, discordante con el clima general de caos reinante
en la habitación. Torpe de mí, debería haberlo esparcido, mezclándolo con el
resto de papeles, ya que había gozado de tiempo suficiente para ello. Un fallo
garrafal, ahora sin solución.
—¿Había algo extraño en el despacho del director? ¿Algo que no hubieras
visto antes, o que te llamara especialmente la atención?
—La ventana. Estaba abierta. Morenés siempre la mantenía cerrada. Le
gustaba la privacidad, imagino.
—¿Y nada más?
—Creo que no.
—Es extraño que no repararas en tu expediente. Se encontraba encima de la
mesa, bien visible…
—Había muchos papeles. No me di cuenta. Estaban todos desordenados, en
varios montones. Algunos, incluso se hallaban esparcidos por el suelo —
argüí, evasivo.
—Ya. Pero precisamente el tuyo, no. Lo encontramos apilado en una
esquina de la mesa, como si alguien la acabara de leer.
—¿Está acusando de algo a mi cliente? —intervino de nuevo José María.
—No. Por supuesto que no, letrado —repuso el inspector, levantando las
manos en ademán de pedir calma.
—Creo que es suficiente —continuó mi abogado, en tono irritado— mi
cliente ha colaborado con la investigación, pero ya ha contestado todo lo que
sabe. Les rogaría que dieran por terminada esta declaración.
—De acuerdo. Puede irse. Si lo necesitamos de nuevo, le avisaremos —
replicó el policía en tono agrio.
—Muy bien —repuso mi abogado, con tranquilidad—. Vámonos, Ángel.
Salí al fin de la maldita habitación. Fuera me topé con Santiago, que me
miró con expectación.
—Muchas gracias por todo, José María. Maldita mala suerte estoy teniendo
últimamente, ¿eh? —comenté a mi abogado, en tono ligero.
—Sí. De hecho, es la primera vez que me encuentro con algo parecido —
contestó con su serenidad habitual. Luego, llevándome aparte, me comentó
en tono confidencial—. Escucha con atención. No hables nunca con la Policía
sin estar yo presente. Si alguno de ellos pretende hacerte preguntas, le
contestas que no dirás nada si no es en presencia de tu abogado, ¿entendido?
—Descuida.
Al fin, después de dirigirme una última mirada en la que creí percibir algo
de desconcierto, se despidió con un gesto.
Me volví por fin hacia Santiago, que aguardaba impaciente.
—Joder tío, menudo marrón —exclamó en tono conmiserativo.
—Y tanto… Creo que ahora mismo la Policía me considera el sospechoso
número uno de haberme cargado al director —repuse con indiferencia.
En ese momento apareció por el pasillo el enfermero, Ventura,
acompañado por uno de los agentes.
—¿Qué tal ha ido todo, Ángel? —inquirió preocupado.
—Bien. Sin problemas. ¿A dónde vas? —le pregunté a mi vez, señalando
con la mirada al polizonte.
—Bueno, creo que nos van a interrogar a todos. Es un asesinato, un asunto
muy grave. Además, es posible que yo fuera la última persona que vio a
Morenés con vida —dijo con preocupación.
—¿Y tu abogado?
—¿Abogado? Espero no necesitarlo, je je je…
—Suerte —le deseé, mientras lo veía entrar al despacho.
Salí al patio, acompañado de Santiago, que me seguía como un perro fiel.
Inmediatamente, me vi rodeado por una caterva de niñatos que hacían una
pregunta tras otra. Algunos, incluso intentaron tocarme. Al parecer, me había
convertido de repente en alguien muy popular. Sin embargo, no tenía deseos
de dar explicaciones, así que lancé una significativa mirada a Lolo que se
había acercado con el resto.
—¡Ya está bien babosos, dejadlo en paz! —intervino, mientras propinaba
algunos manotazos. En un santiamén, estuvimos los tres solos.
La jornada había sido difícil, aunque creía haberla superado con cierto
éxito. Intuía que el inspector sospechaba que no había dicho toda la verdad
durante mi declaración, pero ni de lejos podría suponer hasta qué punto. El
asesino de Morenés había sido muy cuidadoso, pero también había cometido
un par de pequeños errores, que sin embargo la estúpida Policía pasaría por
alto. Sólo yo conocía su identidad, y esa información me resultaba muy
valiosa de momento. Antes o después, tendría que hablar con él, revelarle el
secreto y exigir mis condiciones a cambio del silencio. Pero el momento aún
no había llegado. Cuando las pesquisas cesaran, sería la ocasión oportuna.
Debía sorprenderlo en el momento en que más seguro se sintiera, cuando
empezara a creer de verdad que había engañado a todo el mundo.
Sumido en mis pensamientos, tardé en ver acercarse a la psicóloga, Olga,
acompañada por Campillo. Parecían discutir acaloradamente. El siniestro
psiquiatra se inclinaba sobre ella con particular vehemencia, casi gritándole.
Por su parte, la psicóloga se limitaba a mirarlo con gesto de repugnancia,
como si estuviera hablándole algún ser deforme o grotesco al que debía
tolerar por obligación. La escena me pareció divertida al principio, hasta que
llegaron a nuestra altura. Campillo, tras lanzarme una mirada de profundo
odio, me increpó.
—¡Tú, chaval! ¡Quiero verte esta misma tarde en mi consulta!
—Sí, doctor —respondí con mansedumbre.
Olga, por su parte, intervino irritada.
—Lo siento doctor Campillo. Ángel tiene reservada cita conmigo esta
tarde. No creo que pueda acudir.
—Yo soy el psiquiatra aquí, y por tanto el máximo responsable del plan
terapéutico de los internos.
—De acuerdo. Aunque, como acabo de decirle, tras la desgraciada muerte
de Morenés, se me ha nombrado directora en funciones de La Pinada. Y
Ángel vendrá a verme a mí a las cinco de la tarde. La cita está prevista desde
la semana pasada —le explicó en tono contenido.
Campillo, humillado, enrojeció visiblemente. Parecía dispuesto a proferir
algún tipo de insulto o amenaza contra su colega, pero consiguió frenarse en
el último instante.
—De acuerdo, pues —replicó en tono arisco— cuando termine de verte,
que pase por mi consulta.
—No creo que sea posible. Después tenemos terapia grupal. Como sabes,
es una actividad fundamental del programa de reinserción. No puede faltar.
Esta vez sí llegué a pensar que Campillo respondería con violencia. Estaba
fuera de sí. Tras abrir y cerrar las manos de forma frenética lanzó una mirada
a su espalda, en dirección a un grupo de monitores que parecían charlar
despreocupadamente y, por último, me dijo con la voz entrecortada por la
irritación:
—Mañana por la mañana, a las diez, te espero en mi consulta. Procura ser
puntual —me advirtió en tono amenazador.
—Allí estaré, doctor—contesté con frialdad.
Y tras girarse con desdén, se marchó con pasos largos y rápidos en
dirección al pabellón común.
—¿Qué tripa se le habrá roto a éste ahora? —comentó Lolo.
Por su parte Olga, tras contemplar durante un segundo la abrupta marcha
del colérico psiquiatra, se volvió hacia mí.
—Nos vemos esta tarde Ángel, no lo olvides. A las cinco en mi despacho
—me recordó, cortante.
—Sí, señora —respondí complacido.
Eran ya las dos de la tarde, así que nos dirigimos hacia el comedor. Los
últimos acontecimientos me habían abierto el apetito, por lo que engullí
vorazmente el plato combinado de chuletas de cerdo y patatas fritas que
constituían ese día el menú. Con fastidio, comprobé que volvía a ser el centro
de todas las miradas. A mi paso se sucedían cuchicheos y codazos, hasta el
punto de que los monitores tuvieron que lanzar varias advertencias ordenando
silencio.
Por fortuna, esta situación duró poco tiempo. Treinta minutos después nos
hallábamos Santiago y yo en nuestra habitación, por primera vez solos desde
que había comenzado todo aquello.
—Joder, Ángel, vaya lío. El director asesinado. Si me pinchas no me sale
ni una gota de sangre —aseguró nada más cerrar la puerta.
—Sí. Es una contrariedad —reconocí.
—¿Contrariedad? ¡Mierda, tío! Alguien se carga al hijo de puta del director
y tú encuentras el cadáver poco después…, ¿y dices que sólo se trata de una
contrariedad?
—Para mí, sí.
—Vale, vale, colega. Dejémonos de hostias. ¿Fuiste tú?
Sonreí. Estaba esperando la pregunta, por supuesto.
—No. Aunque no me hubiera importado. Ese cerdo se lo merecía —
repliqué sin inmutarme.
—Ya. Entonces la cuestión que surge es evidente, ¿no?
—¿Quién fue? Sí, claro. Pero eso es cosa de la jodida Policía.
—No lo puedo creer. Acabamos de descubrir que hay un asesino aquí y tú
tan tranquilo —comentó con cierto asombro.
—Me importa una mierda. Un cabrón se ha cargado a otro cabrón. Punto.
—Pues yo sí que tengo curiosidad, ¿sabes? Por favor, tío. Cuéntame qué es
lo que viste. Han acordonado todo y no dejan pasar ni a una mosca. Tú eres el
único que pudo ver el escenario del crimen —me rogó.
Suspiré. La verdad es que el asunto comenzaba a cansarme. Pero se trataba
de Santiago. Era mi socio del grupo, mi mano derecha, y no quería
enemistarme con él. Podría necesitarlo más adelante. Así que, a pesar de mi
profundo hastío, volví a repetir toda la historia, con pelos y señales.
—Bien, bien… —masculló, pensativo cuando terminé—. Entonces está
claro. Debe haber sido uno de los internos, o un monitor. La ventana estaba
abierta y todo el mundo sabe que Morenés siempre mantenía cerrada la
cueva, el tío cerdo. Alguno de los chavales se lo cargó y escapó por la
ventana. Si hubiera sido algún encargado o coordinador, es decir, alguien con
despacho en el propio pabellón, habría salido por la puerta sin más, para
refugiarse antes de ser visto.
—Muy buena deducción, pero te equivocas —aseguré entre bostezos. Tras
la pesada comida, ese día interminable comenzaba a pasarme factura.
—¿Qué quieres decir? —inquirió con cierta altivez.
—Piénsalo bien. Si hubiera sido un interno o un monitor, no habría
necesitado abrir la ventana para escapar. La puerta del despacho del director
está a sólo diez metros de la salida al patio.
—¿Entonces por qué abrió la ventana?
—Precisamente para alejar las sospechas de él… o de ella. Lo que ocurrió
en realidad fue que el asesino se cargó al director, abrió la ventana con la
esperanza de que la poli pensaría que había sido algún chaval con ansias de
venganza, y acto seguido, con toda la tranquilidad del mundo, regresó a su
despacho.
—¿Y lo de tu expediente? ¿Por qué crees que lo dejaron allí?
—Eso aún no lo tengo claro. O bien estaban buscando algo en él, o lo dejó
para incriminarme… O las dos cosas —repuse pensativo.
Esta última idea se me acababa de ocurrir. Necesitaba reflexionar un rato.
Sin interrupciones. Ahora más que nunca, tenía que planificarlo todo bien
para no cometer errores. Al fin y al cabo, me disponía a jugar una partida con
un asesino sin escrúpulos. Cualquier desliz podría resultar fatal.
—Más tarde seguimos hablando. Necesito dormir un poco —rogué a mi
compañero mientras me tumbaba en la cama y cerraba los ojos. Esta actitud
de aparente indolencia convenció a Santiago que me dejó en paz, por un
tiempo al menos.
Tal y como se había acordado esa mañana, un par de horas después me
encontraba de nuevo en el despacho de la psicóloga, ahora reconvertida en
directora provisional del centro de internamiento.
Parecía abatida y cansada. Grandes ojeras afeaban su rostro y le daban
aspecto avejentado. Además, mostraba signos de haber llorado hacía poco,
cosa sorprendente en una mujer como ella. No me imaginaba a la fuerte y
segura Olga deprimida. Con un gesto, me mostró la silla que había frente a
ella.
—Lamento la escena que has tenido que presenciar esta mañana con el
doctor Campillo. Como bien sabes, en realidad no existía ninguna cita
concertada hoy. Pensé que, dadas las circunstancias, era preferible que te
reunieras conmigo antes que con tu psiquiatra —me explicó, vacilante.
Yo, que ya había supuesto algo así, asentí con la cabeza. Estaba claro que a
Olga no le caía nada bien Campillo. Tras observarla un momento, tomé una
decisión.
—Campillo es un mal nacido —espeté.
Ella levantó la mirada, sorprendida por mi brusca salida de tono.
—Recuerda con quién estás hablando, Ángel. Campillo es el psiquiatra del
centro, y merece todos los respetos.
—Me ha diagnosticado poco menos que de psicótico y está obligándome a
tomar drogas.
Una vez descubierta la animadversión de la psicóloga hacia el infame
médico, había decidido ponerla en antecedentes sobre la “terapia” que estaba
recibiendo del buen doctor. Sería una forma de acrecentar el odio mutuo y al
mismo tiempo, predisponerla a mi favor. Dado que había recibido una
agresión hacía tan sólo unas horas, y poco después había vuelto a sufrir otro
“shock” al convertirme en el descubridor del cuerpo sin vida del difunto
director, suponía que estaría especialmente receptiva conmigo. Es la
naturaleza humana. Solemos mostrarnos más confiados con quienes
consideramos víctimas de algún infortunio. Era, a todas luces, el mejor
momento para lograr su apoyo.
—¿Es eso cierto? —preguntó alarmada. Su tono de irritación era evidente.
Acto seguido pasé a relatarle con detalle el contenido de mi primera
entrevista con el psiquiatra, sin olvidar por supuesto su decisión de ponerme
en tratamiento con neurolépticos. Olga, que no salía de su asombro, me
miraba con ojos muy abiertos. Parecía entre incrédula e indignada. Cuando
terminé, sacudió la cabeza.
—Maldito capullo… —murmuró. De repente, levantó la mirada y
advirtiendo su incorrección, trató de recuperar su habitual compostura y
sangre fría—. Te ruego que me disculpes. No suelo hablar así. Los últimos
acontecimientos, así como la responsabilidad recién asumida, me tienen un
poco nerviosa —trató de justificarse—. Te prometo que hablaré con Campillo
de tu caso. No estoy de acuerdo con ese diagnóstico y mucho menos con que
necesites tratamiento farmacológico.
—Gracias, señora —contesté en tono agradecido.
—De acuerdo. Veamos, ¿cómo te encuentras en este momento? Otro chico
estaría al borde de un ataque de nervios. Anteayer alguien te golpeó en la
cabeza, no sabemos aún con qué intenciones. Y tan sólo un día después,
descubres el cadáver del director asesinado…
—Me siento bien, gracias. Ventura es un gran enfermero.
—Lo sé. Pero la impresión recibida debería haberte afectado de alguna
forma.
—Y lo estoy —contesté con presteza.
Me miró reflexiva durante unos segundos.
—Ángel, sé que mentiste en tus test.
—¿Qué le hace pensar eso? —pregunté fingiéndome sorprendido.
—Los resultados indicaron que eras alguien tímido, preocupadizo, más
bien neurótico. Alguien así ahora estaría en estado de shock. Y yo te veo más
fresco que una rosa.
—A lo mejor he decidido tomarme las cosas con tranquilidad últimamente
—repliqué cruzándome de brazos.
—No lo creo. Ocultas algo —dijo, mientras se frotaba las sienes con aire
cansado.
—¿Esto es un interrogatorio?
—Sabes que no. Sólo quiero ayudarte.
—Pues déjeme en paz —contesté irritado.
—¿Cómo dices…?
—Desde que llegué aquí me han amenazado, vigilado, golpeado y hasta
drogado. Estoy harto de sus modales afectados y de su hipocresía. Y, sobre
todo, no soporto este antro de mierda y a la gente que trabaja en él; la
mayoría de sus “educadores” son en realidad, maltratadores, el psiquiatra es
un maníaco, y el cabrón del director era un maldito sádico.
Creo que esta fue una de las frases más largas que he pronunciado en mi
vida. Por un momento había perdido el control. Contemplé el rostro alarmado
de la psicóloga. Maldita zorra prepotente. Con dificultad, contuve mis deseos
de estrangularla allí mismo.
—Menos mal —dijo, al fin ante mi sorpresa— había llegado a pensar que
no eras humano. Veo que, en realidad, sí que te está afectando todo esto.
—Es posible —reconocí con un suspiro.
—Está bien. Dejémoslo de momento. Necesitas descansar. Sólo eres un
chaval, quizá demasiado inteligente, que se esfuerza constantemente por
reprimir sus emociones. Te daré un consejo. No lo hagas. Las emociones
terminan manifestándose, de una forma u otra. Debes aprender a abrirte a los
demás, a expresar tus sentimientos.
“Vaya una sarta de gilipolleces”, pensé en ese momento. Traté, a pesar de
todo, de adoptar una expresión de agradecimiento. En realidad, no me
importaba en absoluto que esa cretina me considerara débil. Me beneficiaba.
Ser vulnerable, frágil, era para ella “lo normal”, “lo deseable”, así que me
mostraría de esa forma.
Para reforzar esa opinión bajé la mirada, tratando de expresar abatimiento.
Si hubiera podido, incluso habría dejado caer alguna lágrima, pero eso me
resultaba imposible.
—Está bien, Ángel. Lo siento si te he presionado demasiado —dijo,
finalmente—. Quedas exento de acudir al grupo esta tarde. Ve a tu habitación
y duerme un poco hasta la hora de la cena.
—Gracias, señora —respondí, aún con la mirada baja, esforzándome por
ocultar la sonrisa que pugnaba por salir.
—Recuerda que estamos —o por lo menos yo lo estoy—, intentando
ayudarte. Si necesitas cualquier cosa, ven a verme.
—De acuerdo. Lo haré. Se lo prometo —aseguré, levantándome de la silla.
Caminé hacia la puerta, arrastrando los pies, como si me encontrara
exhausto. Una vez abierta y tras echar una mirada al pasillo, me giré de nuevo
hacia ella:
—Gracias por todo, señora. Me está ayudando usted mucho, de verdad…
lamento mis palabras de antes —señalé en el tono más sincero que pude.
Salí fuera. Libre y tranquilo, por ahora. Todavía me esperaba al día
siguiente la cita con el maldito loquero. Por un momento, me recreé en la
posibilidad de liquidarlo y cargarle el muerto a la persona que había
asesinado en realidad al director, pero tras sopesarlo detenidamente,
consideré que el riesgo era demasiado alto.
No. Ése tenía que jugar otro papel. No debían detenerlo. De momento.
AJEDREZ

Por supuesto, la mañana siguiente acudí puntual a mi cita con Campillo.


—¡Pasa! —gritó con su voz aniñada y chillona nada más llamar a la puerta.
—Buenos días, doctor —saludé en tono festivo.
Mohíno, me señaló una silla.
—Siéntate —ordenó, mientras me contemplaba con gesto reprobatorio—
acabo de recibir una llamada de la directora. No parece estar muy de acuerdo
con que sigas tomando tratamiento. Opina que no lo precisas.
Me crucé de brazos, sonriendo con suficiencia. El imbécil ignoraba que en
realidad nunca había llegado a tomar ni una pastilla.
—Ya veo que te hace gracia. No tengo ni idea de cómo has logrado
engañar a esa… a Olga —rectificó a tiempo— ni tampoco qué le has dicho.
—No he engañado a nadie. Me limito a contestar a lo que se me pregunta
—repliqué.
—Ya —dijo, mientras repiqueteaba con los dedos sobre su mesa.
Parecía reflexivo. Disimulé un bostezo: el tipejo comenzaba a causarme un
aburrimiento mortal. De repente se irguió de nuevo. Parecía haber tomado
una súbita decisión.
—De acuerdo, voy a modificar tu tratamiento. Eliminaré los neurolépticos.
Vamos a sustituir los fármacos por terapia. Eso implica que tendrás una cita
conmigo todos los lunes de cada semana.
—Lo que usted ordene, doctor —respondí con candidez.
—Por cierto, tengo curiosidad por una cuestión… —comentó en tono
despreocupado—. El director, antes de que lo mataran, te llamó a su
despacho… ¿Conoces la razón?
La pregunta me cogió desprevenido. ¿Qué interés tendría ese cerdo en todo
aquello? Lo contemplé con renovada atención. Ya no se mostraba furioso, ni
irritado. Con sorpresa, me di cuenta de que Campillo en realidad parecía
intrigado… Y algo nervioso, quizá.
—Ni idea, doctor. Imagino que querría hablar conmigo respecto al ataque
que sufrí el día anterior.
—Sí, claro…, ¿y nada más?
—Que yo sepa, no.
—Bien, de acuerdo, vamos a dejarlo. Puede que tengas razón —dijo, con
aire poco convencido. Carraspeó, y pareció tragar saliva antes de volver a
mirarme—. A propósito, creo que es posible me precipitara con tu
diagnóstico. De hecho, he decidido modificarlo. Opino, como Olga, que
padeces algún tipo de trastorno de conducta, posiblemente asociado a un
entorno familiar desestructurado. Sin embargo, soy optimista con tu
pronóstico —repuso con aire jovial.
Este cambio radical de actitud me volvió a sorprender: ni siquiera toda la
persuasión de Olga era capaz de conseguir una transformación tan evidente.
Estaba seguro de que el maldito loquero tramaba algo. Por un momento,
Campillo me pareció más peligroso que nunca… De repente, deseé salir de
allí. El asfixiante ambiente del despacho comenzaba a agobiarme.
—Le agradezco que lo haya reconsiderado. Por mi parte, estoy dispuesto a
colaborar en lo que sea necesario para lograr convertirme en un miembro útil
de la sociedad —solté en un tono de sinceridad que quizá, alguien más
intuitivo que el esperpento sentado frente a mí, hubiera reconocido como de
evidente sarcasmo.
—Eso espero, chico. Bien, puedes marcharte y continuar con tus
actividades. Ya iremos revisando tus progresos. Y recuerda que para
cualquier cosa que necesites, me tienes a tu entera disposición.
—Lo tendré en cuenta. Gracias.
Salí al patio. Necesitaba respirar el aire del exterior. Todo parecía
complicarse en mi cabeza. Demasiadas alternativas, demasiadas
posibilidades…
Recapitulando: sabía con seguridad quién había liquidado al director, y
además conocía el móvil y la forma en que había llevado a cabo el trabajo.
Pero, durante las últimas horas, se habían abierto otras opciones que parecían
estar relacionadas y que no conseguía explicarme razonablemente.
Necesitaba relajarme, distraer la mente… encajar todas las piezas.
Este último pensamiento me dio la idea de visitar a Ricardo, el educador
que dirigía el taller de ajedrez. Un tipo inteligente, incluso brillante. Quizá un
poco de conversación o una partida de ese estúpido juego que tanto le gustaba
me despejaría la cabeza.
Cuando penetré en el aula en el que se desarrollaba el taller, acababa de
terminar la sesión de esa mañana y se encontraba recogiendo las piezas que
todavía quedaban desordenadas en los distintos tableros, desperdigados por el
pequeño recinto. Estaba de espaldas a mí por lo que no me vio entrar, lo que
me dio la oportunidad de estudiar una vez más al curioso personaje. A pesar
de que mis colegas y yo lo visitábamos con cierta regularidad, tal y como
prometimos, seguía impresionándome su enorme tamaño cada vez que me
encontraba en su presencia. Esa mañana, noté, como particularidad, que su
blanquísima calva estaba más reluciente que de costumbre. Por un momento,
lo imaginé lavándose la cabeza… “¿Qué champú utilizarán los calvos?”,
pensé divertido.
—Buenos días, Ricardo.
Se giró alarmado, con asombrosa rapidez para su gran corpulencia. Sin
embargo, al reconocerme, pareció aliviado y su rostro en seguida volvió a
mostrar el aspecto bonachón y bienhumorado de siempre.
—¡Hola, Ángel! Te eché de menos en clase. Por supuesto estás excusado,
teniendo en cuenta tus últimas aventuras. ¿Te molesta aún el golpe de la
cabeza?
—No fue nada, gracias.
—Entonces, ¿no tendrás el cerebro muy deteriorado para una partida
rápida? Nunca nos hemos enfrentado tú y yo, ahora que lo pienso —propuso
animado.
—Pensaba sugerírselo. Por casualidad, tengo un rato libre.
—¡Perfecto! —Exclamó satisfecho, mientras colocaba con pasmosa
destreza los trebejos en sus correspondientes casillas—. Por supuesto, te
concedo blancas.
—No es necesario, profesor.
—Insisto —replicó, orientando el tablero de manera que las piezas blancas
quedaran en mi lado de la mesa.
—De acuerdo, si insiste…
Sin reflexionar mucho, inicié la partida con la clásica salida, Peón-cuatro-
Rey. Enseguida, él movió también a Peón-cuatro-Rey, a lo que respondí con
Caballo-tres-Alfil-Rey. Ricardo, por su parte, replicó mi movimiento con
Caballo-tres-Alfil-Dama.
—Debes sentirte bastante presionado últimamente —comentó con aire
indiferente, sin apartar la mirada del tablero.
—Bueno. Las cosas son como son —repuse mientras efectuaba mi
siguiente movimiento: Alfil-cuatro-Alfil.
—Sí. En eso tienes razón. Pero impresiona un poco ver la entereza con que
llevas el asunto. No es algo demasiado habitual quedar inconsciente de un
golpe en la cabeza, y precisamente al día siguiente, descubrir un crimen —
comentó, mientras volvía a copiar mi movimiento anterior, Alfil-cuatro-Alfil,
dejando enfrentadas ambas piezas.
Reaccioné desplazando el Peón a cuatro-Caballo-Dama. Vi, con regocijo,
como el educador se inclinaba aún más sobre el tablero, contemplando mi
regalo envenenado. Tras reflexionar unos segundos, decidió capturar mi Peón
con su Alfil.
—No puedo dejar de preguntarme la identidad del asesino… Debe ser
alguien desesperado para cometer un crimen tan estúpido —sugirió
pensativo.
—Es posible —contesté, realizando el siguiente movimiento, Peón-tres-
Alfil, y amenazando de esta forma su Alfil de negras que se vio obligado a
replegar hasta cuatro-Torre—. Puede que estuviera desesperado, aunque dudo
mucho sobre su estupidez. Al contrario. Creo que quien lo hizo fue alguien
muy inteligente —repuse, al tiempo que iniciaba mi asalto al centro del
tablero con Peón-cuatro-Dama.
—¿Entonces, sospechas de alguien? —preguntó interesado, y
capturándome otro peón (Peón x Peón).
—En absoluto —respondí cauto. En el tablero, en sintonía con mi actitud
reservada, llevé a cabo un enroque corto, protegiendo de esta manera al Rey.
A este movimiento, él respondió adelantando una casilla su peón ya doblado
(Peón-seis-Dama).
Suspiré resignado. Había ido hasta allí para apartarme de todo por un
momento a fin de despejar la mente y aclarar mis ideas, pero de nuevo me
veía perseguido por la natural curiosidad humana: hasta el propio Ricardo
parecía estar intentando sonsacarme.
—Si no te importa, preferiría concentrarme en el juego. No me interesa en
absoluto quién mató a Morenés. Y en cuanto a la persona que me golpeó,
pienso que, antes o después, se sabrá quién fue. Igual que el asesino del
director —repliqué algo desabrido, mientras adelantaba mi Dama a tres-
Caballo.
—Tienes razón. Lo siento —se disculpó, al tiempo que hacía lo propio,
desplazando su Dama hasta tres-Alfil.
Tras este breve intercambio verbal continuamos en silencio la partida unos
minutos más. Mi siguiente movimiento fue Peón-cinco-Rey, con lo cual lo
obligué a retirar su Dama hasta tres-Caballo. Observé entonces, que, en
virtud a mis dos sacrificios, había conseguido controlar totalmente el centro
del tablero. A continuación, completé mi estrategia defensiva moviendo la
Torre a uno-Rey. Aquí, mi oponente, que ya parecía haberse percatado de mi
jugada, permaneció un tiempo reflexionando hasta que se decidió a desplazar,
tras algún titubeo, su Caballo del Rey a dos-Rey, intentando protegerlo
—En cualquier caso, agradezco tu preocupación por mí —continué para
tratar de suavizar la tensión que parecía haber surgido entre nosotros en los
últimos minutos. Al fin y al cabo, ese tipo podía ser un importante apoyo para
mí en el futuro. Ahora, más que nunca, necesitaba aliados. Aún tenía muy
presente la reciente entrevista con Campillo, ese maldito hijo de perra de
cuyo extraño cambio de actitud desconfiaba.
Mi siguiente movimiento fue Alfil-tres-Torre, a lo que él respondió, como
es lógico, con Peón-cuatro-Caballo, amenazando así a mi Alfil. Acto seguido,
y sin apenas mirar el tablero, capturé ese peón con mi Dama, amenazando
gravemente a su flanco derecho. Él, como único movimiento posible para
evitar la debacle, desplazó su Torre a uno-Caballo-Dama, amenazando a su
vez a mi reina.
En ese momento sonó la sirena que anunciaba la hora de la comida.
Ricardo hizo un gesto de sorpresa. El aviso parecía haberlo sobresaltado.
—¡Vaya! Creo que tendremos que dejarlo para otro día, Ángel —comentó
resignado.
—Sí, eso parece.
—Es una lástima. Esto se estaba poniendo interesante. Si no te importa,
guardaré las notaciones de la partida, a fin de poder continuarla más adelante.
—Como usted prefiera, profesor —dije, mientras me levantaba del asiento.
Mi estómago rugía de hambre. Necesitaba comer algo con urgencia; las
emociones de las últimas horas me habían abierto un apetito feroz.
Ya en el comedor, me lancé a engullir con voracidad el plato combinado
del día ante la mirada algo sorprendida de mis compañeros. Eso no fue
obstáculo, sin embargo, para que continuaran atosigándome con preguntas
insustanciales, que respondía con evasivas y en tono molesto. Estuve tentado
en varias ocasiones de ordenar a Lolo que los hiciera callar, pero decidí
resistir para no provocar un altercado.
Campillo. No me encajaba aún en todo aquello. Sin embargo, parecía
indudable que estaba ligado de alguna forma a esta historia. Su extraño
interés inicial en perjudicarme, que se había trocado en las últimas horas en
una actitud casi amistosa o al menos, no beligerante, me rechinaban.
Volví a repasar toda la información que disponía sobre él. Recordé de
nuevo el episodio en el que Santiago había sido atado a la cama, tras ser
provocado por Fran. En aquel momento, el hecho se me había antojado fuera
de lugar. A pesar de la actitud habitualmente chulesca del monitor con
nosotros, lo de aquella tarde me pareció sobreactuado. Recordé que poco
después, el puto cabrón me diagnosticó de psicótico peligroso con el fin de
prescribirme un potente tratamiento a base de neurolépticos. Además, durante
la tensa primera entrevista profirió, de manera velada, graves amenazas
contra mí.
De todo ello, se deducían fácilmente dos cosas: en primer lugar, que se
trataba de un sádico que solía abusar de sus atribuciones como psiquiatra para
subyugar a sus pacientes; en segundo lugar, que mantenía algún tipo de
extraña y perversa asociación con los monitores, en especial con Fran y, por
tanto, que debía estar relacionado de alguna forma con quien había liquidado
a Morenés. Hasta es posible que él mismo hubiera dado la orden. Por un
momento contemplé esta idea con seriedad, pero al final la descarté: no me
daba la impresión de que Campillo fuera líder de nada. Era una pieza más. Un
mando intermedio, a lo sumo…
Tras unos minutos más de reflexión, sacudí la cabeza con irritación. Algo
se me escapaba, me faltaba un eslabón, maldita sea…
Daba igual, ya vendría.
El resto de la tarde transcurrió con normalidad. La novedosa presencia de la
Policía en La Pinada provocaba cierta conmoción entre los internos. Hasta los
educadores y el resto del equipo parecían nerviosos. Por supuesto, el
despacho del director, así como los adyacentes, habían sido clausurados y
acordonados. La Policía Científica aún permanecía allí, imagino que tomando
huellas. Una tontería, pensé. Probablemente aparecerían las de todos
nosotros. Quien más, quien menos, había estado alguna vez en presencia del
director por una u otra razón. Quizá, si se centraban en las que pudieran
aparecer sobre mi expediente o en la propia ventana, extrañamente abierta —
por lo que yo sabía, nadie la había tocado jamás—, tuvieran algo de suerte,
pero lo dudaba. Conociendo al asesino, era muy difícil que hubiera cometido
el error de dejar sus huellas en el lugar del crimen. No lo iban a tener fácil.
Aunque Carreras parecía un tipo listo, la verdad, no creía que lograran
detenerlo nunca.
Y en realidad, todo resultaba tan evidente y tan estúpidamente lógico…
A las siete de la tarde, me dirigí en compañía de Santiago a la sesión de
grupo. El nuestro, integrado en exclusiva por internos del módulo rojo, era el
único que aún funcionaba con cierta normalidad. Los otros módulos, azul y
verde, se encontraban a mitad de su ocupación habitual debido a los permisos
estivales, por lo que en su caso habían cesado las reuniones de terapia grupal.
Los pocos que aún permanecían en La Pinada —casi todos por problemas
sociofamiliares— recibían en la actualidad sólo terapias individuales.
Olga y Ventura nos aguardaban ya, con cierta impaciencia, cuando
entramos en la sala. Observé que ambos se esforzaban por no mostrar su
evidente nerviosismo. Sin embargo, el enfermero no podía evitar que sus
inquietas manos ordenaran compulsivamente varias hojas en blanco, que
descansaban sobre su regazo. Olga, por su parte, se veía notablemente
desmejorada. Parecía haber contraído uno de esos resfriados de verano, ya
que traía consigo un pañuelo que se llevaba de manera continua a su
enrojecida nariz.
—Buenas tardes —comenzó, con voz nasal—. Imagino que, como el resto
de internos, estaréis algo nerviosos por todo el asunto de la muerte del
director. Quiero informaros que podéis estar tranquilos al respecto. La Policía
permanecerá en las instalaciones hasta que se haya localizado al asesino, cosa
que esperamos, suceda muy pronto —en ese momento se oyó la risa,
exagerada como siempre, de Pascual.
—¿Ocurre algo? —Preguntó Ventura, bastante amoscado— ¿Tienes algo
que decir, Pascual? ¿Te hace gracia todo esto?
—A decir verdad, sí, mucho —replicó éste, con descaro— creo que
deberíamos estar celebrando que, al fin, alguien le echara huevos y se
limpiara al viejo cabrón.
—Eso que dices está fuera de lugar, Pascual. Alegrarse de la muerte de
alguien, sobre todo a manos de un cobarde asesino, es cruel. Hasta para ti —
puntualizó Ventura.
Lo miré sorprendido. Parecía apenado por lo ocurrido. Profundas y oscuras
ojeras le conferían la apariencia de alguien mucho mayor. Además, había
encanecido visiblemente. Deduje, pues, que el enfermero había estado
utilizando hasta ahora, algún tipo de tinte con el fin de aparentar menos edad.
—Vamos, “practicante” —dijo éste, en tono peyorativo— no seas
hipócrita. El viejo era un hijo de perra y merecía morir. Quizá, esta vez le
tocó los cojones a quien no debía y éste se lo cepilló. Me parece de puta
madre.
—Pascual, te lo advierto —le interrumpió la cansada voz de Olga—. Estoy
muy harta de tus continuas salidas de tono. Y no te voy a consentir ni una
más. Si vuelves a emplear términos inadecuados, contemplaré la posibilidad
de separarte del grupo.
Como he dicho en alguna ocasión, el eufemismo “separación del grupo”,
significaba en realidad, aislamiento, y suponía una de las medidas
sancionadoras más duras que se adoptaban en el centro. En mi opinión, más
aún que la sujeción en la cama. El sujeto aislado era conducido a una
habitación, donde permanecía incomunicado durante un tiempo
indeterminado. En esa situación, no recibía ningún tipo de estímulo. Nadie
hablaba con él. No tenía acceso a libros, música ni televisión. Además, las
comidas se las hacían llegar a través de un educador, que recibía la
prohibición expresa de comunicarse con él de ninguna forma. Se le colocaba,
en definitiva, en una situación de deprivación sensorial tan severa, que el
sujeto casi llegaba a enloquecer. Desde luego, lo dejaba sin ganas de buscar
problemas durante una larga temporada…
Todos sin excepción, nos giramos hacia Olga con sorpresa. No
esperábamos que reaccionara de esa manera. Olga era seria y dura, sí, pero no
cruel. Semejante amenaza no cuadraba en absoluto con su forma de ser. Hasta
Pascual, por un momento, quedó en silencio, con aspecto alarmado. Sin
embargo, tras dirigirnos una mirada al resto, se rehízo, y como avergonzado
por haber mostrado poco antes un atisbo de debilidad, replicó:
—¡Me importa una mierda lo que me hagáis, tú y el resto de hijos de perra
que trabajáis aquí, vieja puta! —exclamó, levantando la voz.
Alertados por los gritos, acudieron dos monitores que probablemente
permanecían fuera durante cada sesión, por si se presentaban problemas de
este tipo.
—Pascual, por Dios… —intervino Ventura, suplicante.
—¡Me cago en tu puta madre! —continuó el maldito cretino, irguiéndose
del asiento— ¡Si me encierras te juro por mis muertos que en cuanto salga iré
a por ti! ¡Ni tu padre te va a reconocer cuando termine contigo, zorra! —
gritó, por último, mientras se abalanzaba sobre la psicóloga. Por suerte para
ella, Ventura llegó antes y pudo sujetar, no sin gran esfuerzo, al energúmeno
que parecía ya preso de una salvaje agitación. Vi que Lolo me dirigió una
mirada, pidiendo indicaciones. Hice un gesto negativo con la cabeza, tan
leve, que sólo él lo apreció: “quieto”.
Acto seguido, presenciamos como los dos monitores se arrojaban sobre el
pobre imbécil, que fue rápidamente reducido en el suelo. Cinco minutos
después, dos vigilantes de seguridad que habían acudido alertados por alguno
de los monitores, conducían a Pascual, que no dejaba de forcejear, fuera de la
sala de grupos.
Durante un rato, reinó el caos más absoluto. Todos hablaban al mismo
tiempo, describiendo una y otra vez la escena presenciada. Yo, sin embargo,
me limité a cruzarme de brazos con una media sonrisa en los labios, que
borré en cuanto vi que Olga me observaba con interés.
Finalmente, Ventura, levantando algo la voz, nos pidió silencio a todos.
—Bueno chicos. Creo que lo sucedido aquí esta tarde es lamentable.
Quiero pensar que lo de Pascual es sólo fruto del nerviosismo imperante, y
que no volverá a ocurrir nada parecido…
—¡”Er” payo ese se ha vuelto “chalao”! —Interrumpió Cosme en tono algo
asustado— ¡No tiene que estar bien de la “chola”!
—Ya era hora. Le hacía falta un escarmiento a ese gilipollas —apostilló
Lolo.
Robert, el marica, que parecía impresionado, tragaba saliva una y otra vez.
Los gemelos, por su parte, continuaron parloteando animadamente entre sí.
Tan sólo Santiago y yo permanecimos callados.
Esta vez, fue Olga la que pidió silencio. Todas las conversaciones cesaron
en el acto.
—Bien, creo que, por motivos obvios, la sesión de hoy queda suspendida.
Tenéis el resto de la tarde libre, hasta la cena. Nos volveremos a reunir
pasado mañana —concluyó con voz afectada, mientras se levantaba del
asiento.
El resto la imitamos en silencio. Santiago y yo nos miramos. Sin cruzar
palabra, nos dirigimos en dirección a la sala de ocio.
—¿Qué te ha parecido el numerito? —me preguntó, una vez solos.
—Algo que antes o después tenía que suceder. Ese tío es un imbécil.
—Hay que reconocer que le ha echado valor. Yo lo tenía por un simple
bocazas. De hecho, nunca pensé que pudiera desafiar de esa forma a Olga;
imaginé que cerraría el pico en cuanto lo amenazó con aislarlo… —comentó
extrañado.
—Si no hubiéramos estado el resto delante, mirando, ten por seguro que lo
hubiera hecho. Al final, la vergüenza ha vencido al miedo.
—Puede que tengas razón —reconoció tras un instante de reflexión.
A mí, sin embargo, lo que me había resultado muy curioso no era la actitud
violenta de Pascual, sino la extraña reacción de Olga. Una más de las cosas
que no me cuadraban en absoluto. Pensé que algo muy grave le estaba
sucediendo a la psicóloga, para llevarle a ese nivel de intransigencia.
Ese día cenamos solos, Santiago y yo, en una mesa aparte; no tenía muchas
ganas de oír las memeces del resto del grupo de atontados. Una vez
terminamos de comer, nos retiramos a nuestra habitación, casi sin decir
palabra. Ambos estábamos derrengados.
En el silencio de la noche sin luna, oía a mi compañero revolviéndose
inquieto en su cama, quizá sufriendo alguna pesadilla; balbuceaba algo sobre
una tal Lucía. Cerré los ojos, tratando de dejar la mente en blanco.
Finalmente, y a pesar de todo, dormí de un tirón.

EL PARTIDO
Poco a poco, La Pinada fue recuperando su ritmo habitual. A pesar de que
la Policía seguía rondando por el centro, tanto el personal como los internos
llegamos a acostumbrarnos a su presencia.
Carreras, el inspector encargado de averiguar quién se había “cepillado” al
director, vagaba de aquí para allá olisqueando, tratando de sonsacar alguna
información útil. Sin embargo, con el transcurrir de los días, pude ver como
en su rostro se instalaba una expresión de frustrada irritación. El tipo no era
tonto, eso estaba claro. En aquel momento, probablemente sospechaba de
alguien del interior del centro, o por lo menos con suficiente conocimiento
del mismo como para saber dónde y a qué hora solía encontrarse solo el
difunto director.
Aunque no me volvió a molestar en todo ese tiempo, pude percatarme de
que me vigilaba con disimulo, haciéndose el encontradizo. En eso se
mostraba bastante torpe, o quizá más bien, le traía sin cuidado que yo me
diera cuenta. Por mi parte, en cada ocasión, me limitaba a saludarlo con
efusividad, a lo que correspondía con alguna sonrisa torcida que pretendía ser
amable. Era evidente que continuaba siendo, para él, uno de los sospechosos
principales.
Así, entramos en la tercera semana de julio. Un calor abrasador y pegajoso
se cernió sobre el complejo. Sólo en algunas salas, y, por supuesto, en los
despachos de los terapeutas y coordinadores, había instalado aire
acondicionado. En cambio, en nuestros dormitorios, auténticas saunas, las
noches podían llegar a ser un suplicio. El calor provocó falta de sueño, y la
falta de sueño, irritabilidad. Se multiplicaron, por esta razón, las peleas entre
algunos internos, así como los correspondientes castigos, que eran
administrados con celoso entusiasmo por los monitores a la menor
oportunidad.
Por otra parte, Pascual permaneció una semana en aislamiento tras el
incidente acaecido durante la sesión de terapia grupal. Nada más salir, sin
embargo, agredió a un interno, por lo que fue puesto amarrado a la cama
durante otro día más, tras el cual pudimos apreciar que se mostraba
curiosamente tranquilo y anodino. Su mirada perdida, y su torpeza al moverse
nos indicó que, con toda seguridad, Campillo había ordenado medicarle.
También los educadores y los monitores se habían vuelto más cabrones de
lo habitual. Parecían exasperados a todas horas, y, sin embargo, en ocasiones
daban la impresión de sentirse asustados e indecisos. Los veíamos ahora
hablar entre murmullos en grupitos de tres o cuatro y Fran, que continuaba
llevando la voz cantante de todos ellos, parecía algo ojeroso, como si no
estuviera durmiendo bien.
En cuanto a las clases, se reanudaron tras los exámenes debido a que la
mayoría de los que aún permanecían en La Pinada, había suspendido casi
todas las asignaturas. Por causa del asfixiante calor pasaron de sólo aburridas,
a francamente soporíferas. Aunque en teoría yo no precisaba dichas clases
“extra”, el coordinador, Marcos, me ordenó seguir asistiendo con la excusa
de que podría ayudar así a mis otros compañeros menos afortunados. El resto
del día, lo pasábamos entre la piscina portátil que el difunto director había
proporcionado antes de que lo quitaran de en medio, y las terapias, grupales e
individuales. En ocasiones, también se intentaba organizar algún partido de
fútbol o baloncesto en el gimnasio, en el que casi siempre alguien terminaba
lesionado.
La última semana del mes se produjo, sin embargo, una novedad. El
domingo veinticuatro, Robert, que se había convertido en nuestra fuente de
información —proporcionada al parecer, por un educador con el que
mantenía relaciones— señaló que el poli dejaría de molestar durante un
tiempo, ya que había sido designado para coordinar también el asesinato de
una mujer, aparecida muerta en su casa el día anterior.
—Ese capullo es incapaz de encontrar su propio culo —comentó Tomás
despectivo, al conocer la noticia— mucho menos va a poder atrapar a quien
mató al director o a la puta esa.
—Pues yo creo que su pinta de despistado es sólo una pose. No me fío de
él, metiendo sus narices en todas partes. Estoy seguro de que, a la menor
oportunidad, intentará cargarnos el muerto a alguno de nosotros para quedar
bien con sus jefes —replicó Santiago.
—¿Y quién cojones habrá sido? ¿No os lo habéis preguntado? —inquirió
Carlos.
—Pues claro. No hago otra cosa desde que Ángel encontró el cadáver —
contestó Santiago— y estoy seguro de que averiguaré quién fue antes que la
“poli”.
—Es posible, je, je, je… Esa banda de subnormales no sabría ni encontrar
sus propios pedos —bromeó Lolo, mientras se dibujaba una poco habitual
sonrisa en su fea cara de trol.
Yo apenas prestaba atención. Me estaba preguntando si el motivo de que se
hubiera trasladado a Carreras era simplemente porque no había ningún
avance con el caso, o si, por el contrario, habían encontrado alguna relación
entre el asesinato de la mujer y el de Morenés. No podía saberlo, a pesar de
conocer la identidad del asesino del director. Aunque estaba bastante seguro
del móvil en este caso, me faltaba información para establecer la conexión
con la otra muerte. Todo era posible.
Por otra parte, temía en mi fuero interno, que esta complicación provocara
su huida, y con ello, el fracaso de mis planes.
Estos eran muy sencillos, en realidad: chantajear al criminal. Por primera
vez en mucho tiempo, volvía a tener algún tipo de poder. Un poder real. En
mis manos estaba la vida de esa persona, y si sabía jugar mis cartas, también
mi fortuna futura. Pero si el pájaro echaba a volar, se acabaría todo. Tenía
mis dudas, no obstante, de cómo proceder ahora. Si esperaba demasiado, si
daba tiempo a que el tipo se largara, me quedaría de nuevo sin nada. Aunque
si me arriesgaba y lo alertaba demasiado pronto, estando aún la Policía
merodeando por allí, podría ser descubierto, cosa que tampoco me interesaba.
No debía olvidar que el puto inspector me espiaba y sospechaba de mí. Y eso
le podía conducir, a su vez, hacia el verdadero asesino. Difícil dilema.
Y luego estaban los demás, claro. Campillo y Fran, el educador, parecían
mezclados en aquello de alguna forma que yo aún no comprendía. Deseaba
disponer de todas las cartas de la baraja antes de dar el paso, y eso me llevaría
más tiempo.
—¡Maldita sea! —exclamé sin percatarme de que hablaba en voz alta.
—¿Qué te pasa? —preguntó Santiago con extrañeza. Tras contemplarme
un segundo, añadió—. Además, estás muy silencioso últimamente, colega.
—¿Sí? No lo había notado. Será por la tensión del momento.
—Y una mierda. Tú no has tenido tensión desde que te conozco. Algo te
traes entre manos, tío. Espero que cuentes con tu socio, si es un asunto
interesante.
Eso me dio una idea… ¡Cómo cojones no había caído antes! Tenía toda
una banda de inútiles a mi disposición, que podía utilizar sin correr riesgos.
Si lograba manipularlos de forma que pudieran comunicar mi mensaje al
asesino sin que ellos supieran lo que realmente estaban haciendo…
Esa misma tarde, domingo, estaba programado un partido de fútbol sala
entre internos y personal del centro. Este tipo de eventos se habían hecho
muy populares entre los habitantes de La Pinada. Por una parte, los internos
gozábamos de la oportunidad de golpear a los monitores de manera legal y
reglamentaria, sin temer a las represalias. Ellos, por su parte, podían
desahogar sus reprimidas ansias de violencia contra los chavales, casi con
total libertad. Constituían, por tanto, una manera arbitrada de pagar las
“deudas” que se habían ido acumulando a lo largo de la semana. Una especie
de festín purgativo.
Yo nunca participaba en estos lances. Me irritaba ser golpeado; odiaba el
dolor inútil. Me resultaban, sin embargo, atractivos de observar. Era divertido
tratar de adivinar quién lanzaría la primera patada brutal, o qué jugador
saldría peor parado ese día. En realidad, no era algo complicado. Me basaba
en la dinámica observada durante la última semana, y no solía equivocarme
mucho. Si se había castigado a algún interno, o se había producido algún
incidente con un monitor, éstos tenían todas las papeletas para terminar
jodidos en uno de esos “partidillos” de domingo. Un buen espectáculo. En
definitiva, violencia gratuita en vivo.
Ese día, además, tenía especial interés en presenciar el encuentro.
Nos dirigimos, por tanto, a la hora convenida, hacia el pabellón de
deportes. Nuestro equipo estaba formado como siempre por Lolo, que jugaba
de cierre, los gemelos, que ejercían de ala derecha e izquierda
respectivamente, y Santiago como pívot. Nuestro portero era Robert, el más
ágil de todos y dotado de buenos reflejos.
El equipo de monitores lo integraba Fran, que jugaba siempre de cierre, y
Mario, que por el contrario era pívot. La alineación se completaba ese día con
Raúl (el “cara de cerdo”), que jugaba de portero, y los dos aleros: Alex, un
monitor rubio y pecoso y con pinta de pasmarote y Diego, el apocado novato
que estuvo presente durante la contención de Santiago, meses atrás.
Ventura actuaba de árbitro, ejerciendo además como enfermero si se
requerían sus servicios, lo cual ocurría con relativa frecuencia. Cosme y yo
nos sentamos en el banco como simples espectadores. Tras el sorteo inicial,
correspondió a los nuestros poner el balón en juego.
Enseguida pasaron al ataque. Tras retrasar el balón hacia Lolo, éste subió
con rapidez hasta el centro del campo, pasándolo a su vez a Tomás, en la
parte izquierda, que se había colocado junto al córner. De allí, pese a ser
estorbado por Fran, consiguió centrar el balón a Santiago, que
inexplicablemente falló el lanzamiento a puerta, a pesar de encontrarse solo.
A esta jugada siguió el contragolpe de los monitores, que consistió en una
carrera de Fran en solitario, hasta casi llegar a nuestra área, donde Lolo hizo
valer su mayor envergadura para robarle el balón.
Siguieron unos minutos de ataques indisciplinados y continúas pérdidas de
balón, pero sin goles, durante los cuales se produjeron tan sólo un par de
faltas sin importancia que Ventura señaló de forma ecuánime. Sin embargo,
cuando llevábamos disputados unos diez minutos, Fran lanzó un tremendo
trallazo desde su propio campo, que Robert fue incapaz de placar. Uno a cero
para los monitores.
Furioso, Lolo increpó al portero, que parecía anonadado.
—¡Maldito maricón de mierda! ¿Qué pasa, se la estás chupando a alguno
de ellos, rata asquerosa? —le gritó, fuera de sí. En este caso, la intensa
homofobia de Lolo se unía su extremado odio a perder.
Robert, por su parte, intimidado, apenas era capaz de pronunciar palabra.
Afortunadamente, intervino Ventura.
—¡Ya está bien, Lolo! Si vuelves a insultar a alguien, tendrás que
abandonar el partido. Sabes que están prohibidos los insultos, y más aún si
son de tipo homófobo. Pide disculpas a Robert, por favor.
—Déjalo, Ventura, me niego a seguir jugando —dijo el aludido con
lágrimas en los ojos, mientras arrojaba los guantes al suelo.
Así las cosas, Cosme tuvo que sustituirlo. El asunto empezaba mal.
Sacamos del centro. Lolo esta vez, en lugar de pasar el balón, se dirigió
como un toro hacia la portería rival. A base de codazos, se deshizo
fácilmente, primero de Mario y después de Fran, golpeando con fiereza el
balón que se estrelló contra la red, sin que el “cara de cerdo” pudiera olerla.
Empate a uno.
Con este resultado llegamos al descanso.
—Lolo, tienes que tranquilizarte, hombre. De verdad que el tiro era
imparable —le recriminó Santiago.
—¡No me toques los cojones, tú también! El puto marica se ha dejado
marcar, seguro. Es un vendido de mierda —replicó éste, sulfurado.
—Tranquilos los dos —intervine yo. Esto es sólo un puto juego. Repartid
hostias, pero a ellos, no entre nosotros… ¿O es que no veis como se relamen
de gusto al vernos discutir? Ya dan el partido por ganado.
—Joder, es verdad… —reconoció Carlos, mirando la bancada rival.
—¡”Enga”, a ganar a los “payos”! —reclamó Cosme, animado. Era la
primera vez que le dejaban jugar y de momento no había encajado ningún
gol. Estaba eufórico.
—Lolo, yo no entiendo mucho de fútbol, pero me da la impresión de que,
si neutralizas a Fran, se habrá acabado el partido para ellos… —le insinué, en
un aparte.
Éste me miró extrañado al principio, hasta que finalmente alcanzó a
comprender el verdadero sentido de mis palabras. Pronto, una cruel sonrisa se
extendió por su congestionado rostro. Sonreí yo también: esa tarde íbamos a
ver sangre. Poco antes de reanudar el encuentro, dirigí una significativa
mirada a Santiago, que asintió con la cabeza.
Segundo tiempo. Fran, tras recibir el balón y sin mirar tan siquiera al resto
de su equipo, volvió a plantarse solo frente al área. Cuando se disponía a
chutar, recibió una brutal patada de Lolo en plena espinilla. Con un horrendo
grito, se desplomó en el suelo, sujetándose la pierna entre muecas de dolor.
Hacia él corrieron Ventura, Santiago y la totalidad del equipo de monitores.
Entre todos, trasladaron al lesionado hasta el vestuario. El partido, en
consecuencia, fue suspendido. Al parecer, Fran tenía para unos cuantos días
de baja: la espinillera le había salvado de una grave fractura.
Horas después, ya en nuestra sofocante habitación, Santiago se dirigió a mí,
en tono extrañado:
—No entiendo nada de lo que ha pasado hoy… ¿Piensas aclarármelo?
—No te preocupes más por ello. Lo entenderás a su debido momento. ¿Has
tenido algún problema? —inquirí despreocupadamente.
—Ninguno. Salvo que no comprendo lo que acabamos de hacer. Y eso me
jode un montón —repuso airado.
—¿Confías en mí?
—Sabes que sí, Ángel.
—Pues créeme. No hagas preguntas.
—Okey. Pero yo pensaba que éramos amigos, tío. Y los amigos se lo
cuentan todo —replicó con cierto aire de abatimiento.
—Esto no te interesa saberlo de momento. Y será mejor que no hablemos
más de ello —le advertí, ya en un tono más imperativo.
Santiago, tras dirigirme una mirada de sorpresa e irritación, se cruzó de
brazos y se acostó, dándome la espalda con desdén.
Amigos. Era una palabra que siempre me sonaba extraña. Alguna vez había
intentado, sin éxito, comprender las connotaciones que este concepto tenía
para los demás. En los libros de texto sobre educación y ética que nos
obligaban a leer en el colegio, la Amistad, con mayúsculas, aparecía con
frecuencia. Conocía su definición, así como la del resto de palabras que se
asociaban a ella: confianza, amor, afecto, generosidad…, y era perfectamente
capaz de usarlos en frases más o menos complejas, pero nunca había podido
llegar más allá.
Para mí, Santiago, era y sería siempre, una persona a la que valoraba sólo
en la medida en la que podía serme útil. No lo odiaba, ni le deseaba ningún
mal. Incluso simpatizaba con él. Me parecía que la actitud que mostró ante
Fran meses atrás, y que le acarreó un día amarrado en la cama, había sido
valiente, aunque inútil, y lo respetaba por ello, pero nada más. Creo, que,
hasta cierto punto, lo apreciaba a mi manera.
Alguna vez he oído que cuando se ama a otra persona, se está dispuesto a
dar la vida por ella. Y ahí, creo, reside la gran diferencia que existe entre los
demás y yo. Esta afirmación me resulta incomprensible… ¿Por qué tendría
que dejarme matar por otra persona, Santiago por ejemplo? ¿Acaso no
merezco yo vivir antes que cualquier otro?
Con este molesto e intrusivo pensamiento, cerré los ojos esa noche. Debía
dormir.
Aún quedaba mucho trabajo por hacer.
LA PELEA

Julio dio paso a agosto sin más incidencias, salvo que el pesado calor que
se abatía sobre la región, se hizo aún más insoportable. Si no dispones de una
piscina o playa a mano, pasar el verano en Murcia se puede convertir en una
experiencia muy agobiante.
El calor suele ser aquí viscoso y húmedo, asfixiante sin matices, similar al
de una sauna. Siempre lo he odiado. Altera mis nervios y enerva mis
potencias. Me hace sentir como un animal enjaulado, irascible por cualquier
detalle sin importancia. Y lo peor de todo, me hace perder el control. Mis
momentos de mayor violencia han tenido lugar en verano. Quizá, si hubiera
nacido algo más al norte, algunas de las personas que tuvieron la desdicha de
cruzarse en mi camino, aún vivirían. O yo hubiera tomado otro rumbo. Quién
sabe.
La única pelea importante en que me vi envuelto durante mi estancia en La
Pinada se produjo precisamente ese mes. Pero, esta vez, no la inicié yo.
Era algo que se veía venir desde hacía tiempo… Pascual, por supuesto.
Como he comentado en alguna ocasión, siempre se había mostrado hostil
conmigo. Quizá intuía, de algún modo inconsciente, que se encontraba ante
alguien a quien debía temer. O que era muy superior a él. O a lo mejor, tan
sólo me envidiaba porque llegué a tener en poco tiempo algo a lo que él
nunca pudo aspirar, con todas sus amenazas, su aire arrogante, o esa actitud
de falsa indiferencia de la que siempre hacía gala: el respeto de los demás.
Fuera como fuese, gracias a la cercanía de Lolo, había evitado hasta el
momento el enfrentamiento con él. Pero nunca hay que bajar la guardia. Era
algo que creía haber aprendido hacía tiempo y, sin embargo, ese día volví a
pecar de exceso de confianza, quizá debido a que tenía la cabeza ocupada por
asuntos mucho más importantes que ese estúpido zoquete.
Así que me relajé…, y pagué las consecuencias.
Me encontraba la tarde del quince de agosto, solo en el patio, tumbado en
un banco boca arriba. No hacía nada. Simplemente pensaba. Miraba el cielo,
poblado ese día de extravagantes cumulonimbos, mientras trataba de poner en
orden mi saturado cerebro. Faltaba poco para que llegara mi momento. La
Policía estaba fuera del recinto desde la semana pasada, y el asesino
empezaba a relajarse, quizá con la esperanza de salir bien librado de todo
aquello. Al mismo tiempo me preguntaba si él habría entendido mi
mensaje…
El golpe en la boca me pilló desprevenido. Tan rápido, que apenas sentí
dolor al principio. El mundo se oscureció de repente y no vi nada. Cuando
volví a abrir los ojos, de nuevo su puño cerrado se dirigía con velocidad hacia
mí. Si llegaba a impactarme, perdería el conocimiento. Con un acto reflejo,
me encogí sobre mí mismo mientras cubría mi cara con las manos, donde fue
a estrellarse su segundo puñetazo. Acto seguido, rodé al suelo, alejándome
rápidamente de él, que, sorprendido, ni siquiera trató de perseguirme.
Esto me dio tiempo para rehacerme. Con esfuerzo, conseguí ponerme en
pie. Me palpé los labios, que comenzaban a hincharse y a arder, lo que me
llenó de rabia. Frente a mí, por supuesto, Pascual, que sonriente, miraba a su
alrededor donde empezaba a congregarse una multitud de chavales ávidos de
espectáculo. Con una rápida mirada pude ver, lejos, a dos monitores, que
fingían no haberse percatado de la pelea. A mi izquierda, Lolo y Santiago
avanzaban a grandes pasos, con la clara intención de intervenir. Los contuve
con un gesto. Había decidido terminar con aquello yo solo. No podía permitir
que nadie pudiera pensar que tenía miedo a enfrentarme a ese macaco.
Además, una ira salvaje comenzaba a adueñarse de mí. Recordaba la
sensación de otras veces, y la recibí con agrado, como a una vieja amiga
largamente olvidada.
—Muy bien, monigote sin cerebro, parece que además de cobarde eres
traidor —dije sonriendo, mientras me relamía la sangre que resbalaba ahora
por mis comisuras—. Fíjate, tienes a todos esos zopencos pendientes. Es el
momento de demostrarles lo machote que eres.
—Bocazas hijo de puta —ladró con furia— voy a estropear para siempre tu
bonita cara de niño pijo. Después de hoy no volverás a mirarte en el espejo.
Ante esa bravata, solté una gruesa carcajada, que él acogió con estupor.
Observé que algo brillaba en su mano derecha. Se trataba de un puño
americano. Ni idea de dónde lo habría sacado, pero si me golpeaba con eso
esta vez, sería más que suficiente como para dejarme fuera de combate.
Apreté los puños y esperé.
Me resultó muy fácil predecir su siguiente movimiento. Levantó la mano
derecha, cerrada en torno al brutal artilugio, mientras avanzaba un paso al
frente, con el fin de compensar el movimiento hacia atrás que esperaba que
yo diera para evitar el golpe. En lugar de ello, avancé al tiempo que me
agachaba, bajando mi centro de gravedad y sujetando con fuerza su cintura.
Una vez cuerpo a cuerpo, los golpes a distancia, al parecer su especialidad,
quedaron anulados. Giré mi cuerpo hacia atrás con rapidez y, apoyando en él
mi cadera lo proyecté por encima de mí, hacia el suelo: O-Goshi, una de las
llaves de judo más conocidas.
Con satisfacción contemplé su gesto de sorpresa y hasta pude percibir algo
de miedo en mi adversario. Una sensación de intenso placer, de viejo anhelo
satisfecho, me embargó entonces. Ya a mi merced, golpeé con fuerza su cara
dos o tres veces, a la misma altura dónde se encontraba la cicatriz que le
afeaba el rostro. Emitió un grito de dolor y dejó caer el arma, que arrojé de
una patada hacia la turba que nos rodeaba. Después lo solté, permitiéndole
que se pusiera en pie.
—Bueno, amigo Pascual. Te quedan dos opciones. Seguir con esto y dejar
que te machaque todos los huesos, o rendirte. Tú eliges. Por mi parte estaría
encantado de enviarte una temporada al hospital, rata traidora.
—¿A mí me llamas traidor, niñato de mamá? ¿Tú? ¿El amigo de la
psicóloga, preferido de los educadores y el mayor lameculos de este puto
antro? —gritó furioso.
—¿Qué te he hecho yo a ti? Desde que llegué no has dejado de
incordiarme. Nunca me he metido contigo, imbécil.
Por un instante, pensé que se iba a echar a llorar. Sus ojos, vidriosos,
reflejaban distintas emociones que no pude reconocer: ¿ira? ¿Frustración?
¿Odio, acaso?
—¿No lo sabes? ¿De verdad que no? —preguntó, mientras ahogaba un
sollozo— ¿No te das cuenta, pedazo de cabrón? Llegaste aquí, con tus
modales afectados y tu famoso abogado…, el señor importante. Y enseguida
todos los demás a besarte el culo.
Por un momento, lo miré extrañado. Francamente, no sabía que decirle.
Parecía a punto de estallar. Casi me dio pena.
—¿Por qué te odio, me preguntas? —continuó— ¡Maldito bastardo! Eres
tan hijo de puta que ni siquiera te das cuenta… Tú…, tú lo tienes todo…, y
yo no soy nada…, no tengo nada, cabrón de mierda. —Esta vez, sí,
prorrumpió en sollozos.
A sus palabras siguió un momento de espeso silencio entre la multitud que
nos rodeaba. Los gritos, los abucheos y las expresiones de ánimo hacia cada
uno de nosotros, cesaron de inmediato. La sorpresa era generalizada.
La verdad, no sabía cómo reaccionar. El instante de debilidad de Pascual,
me había desarmado. Miré a Santiago y Lolo, que me contemplaban también
asombrados. Fue entonces cuando noté que alguien me sujetaba por el cogote
y me arrojaba al suelo. Giré la cabeza lo suficiente como para reconocer a
Fran. Aún renqueante por la patada recibida de Lolo un par de semanas antes,
parecía gozar desquitándose en su socio.
—¡Vaya, vaya! —exclamó en tono alegre— así que al final la has liado,
¿eh? Como bien sabes, cualquier acto de violencia está prohibido. Me da la
impresión de que vas a pasar un tiempo bastante largo en la cama
reflexionando sobre ello.
—¡Eh, tú! ¡Imbécil! ¡Ángel no empezó la pelea!
Se trataba de Santiago, que avanzaba con paso firme hacia donde yo me
encontraba. En sus ojos pude leer la clara intención de volver a enfrentarse al
monitor.
—¡Déjalo, Santi, da lo mismo! —ordené desde el suelo.
—¡Maldito hijo de puta! —le volvió a gritar a Fran, que lo aguardaba
sonriente. Por su parte Lolo también comenzaba a aproximarse. Si no hacía
algo, podía liarse una muy gorda. Mi castigo sería aún mayor si se llegaba a
agredir a un monitor y, por otro lado, prefería que ambos siguieran libres,
mientras yo permaneciera amarrado.
—¡Santiago! ¡Lolo! ¡Atrás! ¡Os lo digo en serio! —grité de nuevo, en tono
perentorio. Finalmente, tras un instante de duda aún, se quedaron quietos.
Suspiré aliviado.
Acudieron de inmediato dos vigilantes de seguridad y cuatro monitores
más. Pude ver cómo sujetaban a Pascual, que apenas se resistió, lo cual me
chocó en ese momento. En cuanto a mí, el propio Fran se encargó de
incorporarme. Dirigí una última mirada hacia mis colegas, intentando
transmitirles tranquilidad. Por último, Santiago asintió. Parecía furioso, pero
bajo control, de lo cual me alegré. Él se encargaría de mantener a raya a Lolo,
mientras yo estuviera fuera de juego.
Sin ofrecer ningún tipo de resistencia, fui conducido al pabellón principal.
No era algo habitual, ya que los castigos se aplicaban siempre en las propias
habitaciones de los internos. Por un instante pensé que me llevaban en
presencia de la directora, Olga. Salí de mi error cuando vi que nos dirigíamos
hacia el lado contrario del edificio, una zona que apenas conocía, ya que su
acceso solía hallarse restringido.
¿Irían a darme una paliza o algo peor?, llegué a pensar por un instante. Por
último, se detuvieron en un pasillo sin salida, con una única puerta al final
que Fran se encargó de abrir con llave. Dentro había cuatro camas provistas
con los equipos de retención habituales: dos contenciones de mano, otras dos
para los pies, y una correa abdominal.
—Ve acomodándote, amiguito —me indicó Fran, en tono burlón—. Estarás
aquí una larga temporada, me temo.
—¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? —pregunté intrigado.
—¿Creías que ya conocías todas las estupendas dependencias de que
disponemos en La Pinada? Bueno, parece que todavía guardamos algunas
pequeñas sorpresas. Ésta, chaval, es una sala de aislamiento para internos
peligrosos, como es tu caso. Aquí combinamos las excelentes propiedades de
la contención mecánica con el aislamiento más severo. Totalmente curativo.
En unos cuantos días, te convertirás en un ciudadano ejemplar, te doy mi
palabra.
—Claro. Y me imagino que habréis informado a la directora de que os
disponéis a aplicar esta medida conmigo, por supuesto —repliqué con
marcado sarcasmo.
—Eso creo que no es asunto tuyo, niñato. Y ahora, déjate de cháchara y
acuéstate si no quieres que aquí mis colegas saquen las varas y te midan el
lomo —dijo, señalando a los dos vigilantes con un gesto de la cabeza.
No podía hacer otra cosa. Me recosté en la cama, permitiendo que me fuera
colocando muñequeras y tobilleras, las cuales afirmó con precisión a la
estructura de la cama. Por último, me ajustó también la correa abdominal que
solía utilizarse en sujetos agitados, lo cual no era mi caso en ese momento.
Tras cinco escasos minutos me vi sometido a una completa inmovilidad.
—Bueno. Aquí estarás tranquilo. Te prometo que nadie vendrá a molestarte
—me aseguró con tono retorcido.
—Estás disfrutando, ¿verdad cabrón?
Por un momento su rostro se volvió grave y amenazador, pero enseguida se
relajó, sonriendo de nuevo, complacido.
—La vida se ve de otro color cuando no tienes a tu guardaespaldas al lado,
¿verdad?... Por favor, salúdalo de mi parte la próxima vez que lo veas. Dile
que me acuerdo mucho de él —dijo, señalando su pierna, aún vendada.
—Vete a la mierda —repliqué con desprecio.
—Como quieras. Hablando de eso, cuando tengas ganas de mear u otra
cosa, grita. Si alguien te oye, es posible que acuda.
Esta vez no contesté. Me limité a mirar al techo, intentando olvidar que
había alguien más allí. Debía relajarme, tratar de frenar la tremenda furia que
comenzaba a notar. No quería darles la satisfacción de verme explotar. Eso
me convertiría en su juguete, en el objeto de sus burlas. En cambio, me
prometí algo a mí mismo. Fran, al igual que Campillo, estaba sentenciado.
Por su parte, el monitor, quizá decepcionado por mi actitud indiferente, optó
por marcharse, dejándome al fin solo.
Era la primera vez que me encontraba atado a la cama. Alguna vez me
había preguntado cómo sería la sensación. Verte totalmente inmovilizado.
Convertirte en alguien indefenso, vulnerable y dependiente… En mi caso,
Fran además me había colocado la contención de pecho, lo que provocaba
una incomodidad aún mayor. Tan sólo podía girar la cabeza y flexionar algo
las piernas. Las manos, por otra parte, ni siquiera me alcanzaban a la altura de
la cara, lo que impedía cualquier intento de rascarme o apartarme el flequillo.
Enseguida comprendí a los que decían que la contención mecánica podía
resultar una experiencia enloquecedora. En esta situación, sólo la calma y la
razón me ayudarían a superar el trance. A las pocas horas, noté que los
pensamientos de odio y resentimiento incrementaban mi tensión y las
molestias musculares, por lo que opté por intentar vaciar mi mente.
Esta es una de esas cosas que resulta más fácil de decir que de hacer: dejar
la mente en blanco, alejar de ti cualquier idea, pensamiento o imagen. Borrar
por un momento el pasado, las preocupaciones, el temor… El mundo pareció
desdibujarse alrededor. Cerré los ojos, concentrándome únicamente en relajar
cada músculo de mi cuerpo y en reducir el ritmo de mi respiración. Poco a
poco, las molestias, el agarrotamiento general de mi cuerpo, fueron
desapareciendo.
Creo que me dormí.
SECUESTRADO

Desperté bruscamente. Alguien me estaba zarandeando. Cuando abrí los


ojos, Campillo se encontraba a los pies de la cama, mientras Fran, a mi lado,
tenía apoyada una mano sobre mi hombro.
—Buenos días, dormilón —me saludó el psiquiatra— me han contado que
ayer tuviste un encuentro poco amistoso con Pascual, ¿eh?
Parpadeé varias veces, hasta que mis ojos se adaptaron de nuevo a la luz.
En pocos segundos, mi cerebro volvió a estar en alerta.
—¿Qué quiere de mí?
—¿Querer yo? En realidad, nada. Tan sólo estoy evaluando tu estado. Debo
determinar si te encuentras lo bastante tranquilo como para volver a
reintegrarte con el resto de internos.
—¿De veras? —en ese momento, sorprendí una mirada de entendimiento
con Fran. Empezaba a sospechar que me habían tendido una trampa—. Pues,
como puede ver, ya estoy tranquilo. Listo para regresar con los demás.
—Eso lo decidiré yo. Pero antes, me gustaría volver a preguntarte algo.
Simplemente para comprobar que, de verdad, estás dispuesto a colaborar.
—Soy todo oídos.
—¿Qué es lo que quería decirte el director? ¿Para qué te llamó a su
despacho el mismo día que apareció muerto? —preguntó de nuevo.
Hijo de puta. Algunas piezas acababan de encajar de golpe. Maldito viejo
bastardo. En ese momento supe que corría serio peligro.
—Usted envió a Pascual, ¿verdad? —Mi insinuación les cogió por
sorpresa. Él y Fran volvieron a cruzar la mirada.
—No sé qué quieres decir. Espero que no me estés acusando de nada.
Podría interpretarlo como algún tipo de delirio conspiranoico —masculló.
—Quiero decir que el numerito de la pelea fue planeado con el único
propósito de tener la excusa perfecta para traerme a este lugar, ¿no es cierto?
—Creo que el muchacho no está dispuesto a mostrarse colaborador. Por
favor, Fran, dos ampollas de Haloperidol más una de Largactil,
intramuscular…
Éste comenzó a cargar la medicación indicada, con una aviesa sonrisa de
satisfacción impresa en el rostro.
—Quiero hablar con la directora. Que se le informe de que estoy aquí —
dije, intentando ganar tiempo
—Eres muy cabezota, chaval —dijo Fran, ya con la jeringa preparada en la
mano— ahora estate quieto, si no quieres que te haga daño.
Por el contrario, comencé a agitarme con violencia, a pesar del escaso
margen de movimientos que me permitía el sistema de inmovilización. Al
verlo, el psiquiatra y Fran se arrojaron sobre mí, sujetándome con firmeza,
mientras este último me clavaba con fuerza la aguja en la parte exterior del
muslo, atravesando el propio pantalón.
—¡Aquí no puede oírte nadie, pedazo de imbécil! —me espetó el monitor
en tono de burla.
—Juro que te mataré, cerdo —me oí decir.
—No. Creo que no.
Mi cabeza se volvió pesada y noté que se me cerraban los ojos. Lo último
que vi, fueron sus dos sombras borrosas saliendo de la habitación.
Soñé. O al menos creo que soñé.
Corría por el bosque, buscando a alguien. Finalmente, tras varias horas de
carrera, encontraba un claro, muy parecido al lugar donde solíamos
reunirnos cuando hacíamos novillos en el colegio. Allí estaba, de nuevo,
Daniela. Tenía el mismo aspecto que cuando la conocí. Delgada, pero no
demasiado. Su cuerpo aún no reflejaba los estragos que le causaría el
“caballo”, años después. Parecía absorta, mientras se liaba un porro con su
estilo pausado y meticuloso. Ni siquiera me oyó al acercarme. La toqué en un
hombro con suavidad y se giró. Me sorprendió lo guapa que parecía. No la
recordaba tan hermosa. Conservaba aún su ingenua mirada, de fingida
indiferencia. Me sonrió con descaro.
—¡Hola Ángel! Te estaba esperando.
—Hola Daniela. Me alegro de verte. Estás estupenda.
—Lo sé, gracias —repuso, volviendo a prestar atención al porro.
—Lástima que no lleve aquí el aceite de hachís, ¿te acuerdas?
—Claro que me acuerdo, ¿cómo olvidar aquello? —contestó en tono
pícaro, sin levantar la cabeza.
De repente, sentí pena por ella. Me sobrecogí. Nunca había experimentado
una emoción semejante. Al parecer, durante los sueños, sí era capaz de
experimentar ese tipo de cosas. La sujeté del hombro con afecto.
—Quería pedirte perdón por todo el daño que te hice —le dije— siento lo
que te pasó…
—¿De veras? ¿De veras lo sientes, Ángel?
—Creo que sí. Tuviste muy mala suerte aquella tarde, al cruzarte conmigo.
—Es posible… salvo que nunca fue cuestión de suerte, ¿no es cierto? —
replicó, encendiendo el cigarro.
—¿Qué quieres decir?
—Fuiste tú. Siempre fuiste tú —contestó, levantando la cabeza de nuevo.
No pude evitar un movimiento de horror. Ahora contemplaba un rostro
cadavérico y descarnado. El pelo le caía a ralos jirones, sobre sus huesudos
hombros. Mientras hablaba, me impregnó su fétido aliento, obligándome a
retroceder, asqueado.
—Ángel, te quise mucho. Y mírame ahora —dijo, levantándose lentamente.
Espantado, me giré, tratando de huir. Su mano helada me agarró del brazo,
tirando de mí.
—Estás en peligro. Pero saldrás de ésta —hipó— siempre lo haces. Eres
un superviviente, ¿verdad?
Traté en vano de desasirme. Ella rió.
—¡Déjame ir! —grité asustado, casi al borde de las lágrimas— ¡Por favor!
—¿Tienes miedo, Ángel? ¿Por primera vez, en tu vida, tienes miedo? —me
decía, zarandeándome—. Entonces, será mejor que despiertes de una puta
vez y salgas de aquí. Aún estás a tiempo…
—¡DÉJAME IR!
Miré en torno mío. Seguía en la habitación, amarrado a la cama. Noté la
humedad de mi cuerpo, mezcla de sudor y orina. Junto a mí, volvía a estar
Fran, que me sacudía por los hombros con violencia.
—¡Despierta, mamón!
—¡Suéltame hijo de puta! —le espeté. Me respondió con un bofetón que
me hizo ver las estrellas.
—Si vuelves a insultarme, te reviento la cabeza, nene. Te he despertado
porque gritabas en sueños… Qué pasa, ¿tenías una pesadilla, mariquita?
Clavé en él la mirada, tratando de concentrar todo mi odio y resentimiento.
Sin embargo, permanecí mudo. No le daría esa satisfacción.
—¿No contestas? De acuerdo —dijo, volviendo a sonreír— ¡Vaya! Parece
que el nene se ha meado encima. Vamos a tener que cambiarlo de ropa, y
ponerle un pañal, como a los bebés…
Salió de la habitación, volviendo poco después con dos monitores más. Los
siguientes veinte minutos, se dedicaron a cambiar las sábanas y la ropa que
llevaba puesta, por un ajado pijama azul. Cuando terminaron, Fran se acercó
a mí, de nuevo con una jeringuilla en la mano.
—Tranquilo —dijo al advertir mi mirada de aprensión— esto es heparina
destinada a prevenir la formación de coágulos de sangre, debido a la
inactividad. Vas a pasar una larga temporada acostado, por lo que parece.
Sujeto por sus dos ayudantes, me la inyectó en el abdomen, muy cerca del
ombligo. Después me trajeron una bandeja de comida, algo pasada.
Probablemente, las sobras del día anterior. Me soltaron una mano y comí con
voracidad, mientras Fran me vigilaba junto a la puerta. Estaba hambriento.
Demasiado tarde, noté un raro sabor en el zumo; me acerqué el vaso a la
nariz, reconociendo enseguida el olor acre del Haloperidol. Furioso, levanté
la mirada hacia el monitor que fingió mirar a otro lado.
Poco después, volví a notar sueño.
Estaba en la habitación, aunque suspendido a cierta altura. Me
contemplaba a mí mismo tumbado en la cama, donde permanecía inmóvil,
durmiendo. De pronto, se abría la puerta y entraba uno de los monitores, a
quien no reconocí. Me hablaba, mas yo no podía contestar. A continuación,
me tomó la tensión arterial y la temperatura, anotándolas en una libreta.
Después se volvió, con intención de marcharse, pero en el último momento,
pareció cambiar de opinión. Cerró la puerta con llave, y se giró de nuevo.
Volvió a hablarme, sin obtener respuesta. Acto seguido, comenzó a tocarme,
por fuera de la ropa. Primero las piernas, luego ascendió hacia la ingle y
por último los genitales. A continuación, introdujo su asquerosa mano en el
pantalón de mi pijama, y continuó acariciándome, mientras que, con la otra,
se masturbaba. Oía sus nauseabundos gemidos y trataba de gritarme a mí
mismo, intimándome a despertar, pero me resultaba imposible. Yo estaba
fuera, no podía hacer nada. Me vi obligado a presenciar toda la escena,
hasta el final. Cuando terminó, limpió todo con papel higiénico y tras
comprobar de nuevo que seguía durmiendo, se marchó sigilosamente…
Desperté más tarde. Había perdido la noción del tiempo. Abrí los ojos, con
dolorosa lentitud, temiendo que Fran o algún otro estuviera allí, en la
habitación, pero no había nadie. Comprobé que seguía amarrado con fuerza a
la cama. Además, había vuelto a perder el control de mis esfínteres. Por un
instante, contemplé avisar a alguien, pero nada más decidir que no era buena
idea, vi cómo se abría la puerta, y entraba el diabólico psiquiatra. No pude
contener un movimiento de cólera.
—¡Hola! ¿Qué tal nos encontramos hoy? —saludó en tono sarcástico.
—Mejor que tú, cabrón.
Por un momento pareció confundido. Imagino que esperaba hallarme
angustiado y sumiso, por lo que mi contestación le debió coger desprevenido.
—Bien, en ese caso, a lo mejor te apetece hablar.
—En realidad no. Usted me provoca un poco de asco, ¿sabe? —dije
sonriendo.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?
—Me estoy preguntando cómo piensa usted explicar a la directora los días
que llevo aquí encerrado.
—¡Ah! Por eso no te preocupes. Ya lo hemos solucionado.
—¿Sí? No veo cómo. Le advierto que pienso informarle que me han tenido
todo el tiempo drogado, y cubierto de orina y heces —repliqué.
Sorprendentemente no parecía preocupado. Se limitaba a mirarme con
curiosidad, como quien observa a un animal peligroso enjaulado, a sabiendas
de que no puede causarle ningún daño.
—De todas formas, creo voy a ordenar que te retiren la contención. Me
parece que, de momento, ha pasado el peligro.
—Sabe que lo contaré todo.
—Sí, lo imaginaba. Por eso acabo de terminar tu informe. Por desgracia,
padeces esquizofrenia paranoide, un trastorno mental grave que se caracteriza
por la alteración del juicio de la realidad. Tu caso cursa con delirios, es decir,
ideas falsas, persistentes y obsesivas, irrebatibles a cualquier argumentación
lógica, así como alucinaciones, o alteraciones de la percepción que te hacen
ver y oír cosas que en realidad no están ahí —explicó pomposamente.
—Olga no creerá nada de eso. Lo conoce. Sabe que es usted un maníaco
depravado.
—Bueno, eso en realidad, ahora no me preocupa. Este informe se enviará
hoy mismo a Fiscalía de Menores. Te advierto que al mínimo indicio de que
estás contando disparates, serás trasladado de inmediato a un hospital
psiquiátrico cargado de antipsicóticos.
—Váyase a tomar por culo, doctor —le solté en tono despectivo, como
toda contestación.
Él se limitó a abrir la puerta, por donde entró Fran con una batea de
enfermero, seguido de los mismos dos monitores de la vez anterior.
—Aquí, el amigo Fran, que como habrás podido comprobar, maneja aguja
y jeringa con extraordinaria habilidad, te va a administrar un tratamiento
relajante para, digamos, suavizarte el regreso con los otros.
Creo que mi corazón es incapaz de albergar más odio que el que acumuló
entonces; de haber podido los hubiera fulminado al instante. Por enésima vez,
me prometí liquidarlos a todos ellos. Ese pensamiento, logró tranquilizarme
lo suficiente como para no estallar de furia.
—De acuerdo, adelante —les dije— no me resistiré. Me vendrá bien
dormir un poco más.
A pesar de mis palabras, me sujetaron con fuerza, mientras Fran introducía
de nuevo la aguja, esta vez en el glúteo, que ofrecí con docilidad. Al mismo
tiempo que cerraba los ojos, la cara de Fran, a escasos metros de la mía, se
iba desdibujando poco a poco.
—Fran —lo llamé.
—¿Qué quieres, gilipollas?
—No sé si te he dicho ya que te voy a matar.
—Creo que un par de veces, por lo menos.
—Ah, vale. Menos mal. Pensé que se me había olvidado —susurré, antes
de dormirme.
DESPERTARES

Un tiempo después, no sabría decir cuánto, abrí los ojos para descubrir
que me encontraba de nuevo en mi habitación. Era de día, probablemente por
la mañana, pero ya hacía un calor sofocante. La luz inmisericorde del sol me
caía sobre la cara, lo que quizá había precipitado mi despertar. Con dificultad,
giré mi entumecido cuello hacia la izquierda. Allí, sentado en su cama, se
encontraba Santiago, observándome con curiosidad y algo de aprensión.
—¡Hombre! —saludó, nada más percatarse de que había abierto los ojos—.
Al fin has resucitado.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —pregunté, tratando de incorporarme.
Inmediatamente me sobrevino un intenso dolor, acompañado de un fuerte
mareo que me hizo caer de nuevo. El largo tiempo de inactividad física había
entumecido parte de mi cuerpo, que se negaba a obedecerme. Me sentía débil
y atrofiado.
—Tranquilo, hombre. Poco a poco —dijo mi compañero, con aire
preocupado—. Te trajeron ayer por la tarde. Estabas completamente dormido.
—¿Y cuánto tiempo llevo aislado?
—¿No lo sabes?
—Perdí la noción del tiempo —confesé.
—Ángel, llevas una semana desaparecido.
¡Una semana! ¡Dios! Me habían tenido una semana fuera de circulación.
No podía creerlo.
—¿Y en ese lapso nadie ha dicho nada? ¿No se ha indagado sobre mi
estado? ¡Es increíble! —exclamé sorprendido.
—Nadie sabía dónde te encontrabas. Una vez se me ocurrió preguntar a
uno de los monitores, y casi me suelta un tortazo.
—Bueno, pero ¿y la directora? ¿Cómo demonios se le explicó mi ausencia?
Ante esta pregunta, Santiago, con aspecto compungido, bajó la cabeza.
—Ángel, ha ocurrido algo espantoso durante tu reclusión. Por eso quizá, tu
desaparición haya pasado tan desapercibida.
—¿A qué te refieres?
—Es sobre Olga —dijo con tristeza— fue al día siguiente de lo tuyo…
—¿El qué? ¡Habla ya, joder! —casi le grité.
—Olga está muerta, tío. La encontraron en su despacho. Parece ser que se
suicidó con pastillas, o al menos, eso es lo que se piensa.
Todo comenzó a girar alrededor, como en un tiovivo. Noté mis
pulsaciones, martilleándome las sienes sin piedad. Y, por un instante, la
habitación se oscureció, amenazando con desaparecer.
—¡Ángel! ¡¡ÁNGEL!! —Oí a Santiago gritar desde muy lejos. Noté sus
manos sobre mis hombros, sacudiéndome con brusquedad. Poco a poco, el
mundo pareció recuperar su lugar. Inspiré profundamente.
—Perdona, ha sido la impresión. Creo que aún estoy muy débil —contesté
al fin.
—Y eso es otra. Tienes que contarme dónde has estado, y lo que te han
hecho. Cuando te cogieron esos hijos de puta, pensé que te traían aquí.
—Existe otro lugar, una habitación que pocos conocen en La Pinada. Está
en el pabellón general, en el ala derecha, al final de un pasillo sin salida. Sin
ventanas. Sólo hay cuatro camas equipadas con los dispositivos de sujeción, y
un pequeño armario metálico, que es en realidad una especie de farmacia.
—Joder, malditos cabrones… —masculló.
—Así que la directora muerta, ¿eh? Ahora entiendo la extraña tranquilidad
que mostraba ese cerdo.
—Explícate.
Le hice un breve resumen de mis aventuras, que Santiago escuchó con
profunda atención. No me interrumpió con preguntas durante el relato, cosa
que agradecí. Cuando finalicé, se quedó callado unos segundos, mirando al
vacío, pensativo.
—Creo que se está cociendo algo muy gordo aquí dentro. Es evidente que
Campillo y Fran están implicados en algún tinglado y no quieren que se sepa
—concluyó.
—Sí. Y también es muy probable que la psicóloga no se suicidara. No me
parece propio de ella. Cuéntame algo sobre eso. ¿Quién la descubrió, y
cómo? ¿Qué se sabe del asunto?
—Poca cosa. Fue Pascual quien la encontró en su despacho, la mañana
siguiente a vuestro altercado.
—Continúa —le conminé.
—Como recordarás, tras la pelea, los monitores os apresaron a ambos, en
principio para ataros a la cama, lo habitual en estos casos. Todos nos
sorprendimos la mañana siguiente al comprobar que Pascual era ya libre
como un pájaro, mientras tú continuabas desaparecido.
—Ya sospechaba que todo había sido un montaje —mascullé, irritado— la
pelea fue preparada con el fin de brindarle a ese mal nacido la excusa para
tenerme controlado…
—Exacto. Probablemente el doctor prometería cualquier cosa a ese cerdo
de Pascual a cambio.
—¿Cómo? ¿Con qué autoridad…? —pregunté, dudoso.
—Tras la muerte de Olga, Campillo es el director en funciones de La
Pinada.
No había tenido en cuenta esa posibilidad. La cosa pintaba cada vez peor.
Me encontraba encerrado en una auténtica prisión, con un individuo sádico y
sin escrúpulos como alcaide, que además me odiaba y temía al mismo
tiempo. No podía olvidar que yo era el único que sabía algo de sus turbios
métodos.
—De acuerdo, ahora ese hijo de perra tiene el control. Fenomenal. Sigue,
por favor —rogué a mi compañero, con un suspiro de resignación.
—Por lo que sabemos, Olga citó a Pascual a solas en su despacho en
cuanto le informaron de lo ocurrido.
—Querría conocer su versión de la historia. Eso indica que no confiaba en
absoluto en lo que pudiera decirle Campillo —deduje.
—Sí. Eso encaja. El caso es que no tuvo oportunidad de preguntarle nada.
Cuando Pascual entró en su despacho, la encontró muerta. Por lo que hemos
podido saber, estaba sentada en su silla, como dormida, y no había signos de
lucha o violencia física. Incluso se rumorea que dejó una carta de despedida.
Pero esto son sólo especulaciones, ya que la Policía no suelta prenda.
—Claro, es verdad. La Policía habrá regresado… —Me di cuenta de que
eso me daba una oportunidad.
—Sí. Esa es la única buena noticia de todo esto. Dos muertes en menos de
un mes. Por mucho que se haya intentado que parezca suicidio, no creo que
sean tan estúpidos como para creer que es pura casualidad.
—¿Carreras está aquí?
—Sí, y no para de preguntar a todo el mundo. Parece algo desquiciado.
—Mierda. Pretenderá interrogarme de nuevo.
—Cuenta con ello. De hecho, esta misma mañana se ha interesado por ti.
En cuanto sepa que estás de nuevo en el mundo de los vivos querrá verte.
Reflexioné por un momento. Si decidía denunciar a Campillo ahora, sin
pruebas, terminaría con toda seguridad en un pabellón psiquiátrico cubierto
de babas antes de que me diera cuenta. Con el informe demoledor del
psiquiatra, ahora director de La Pinada, estaba totalmente a su merced. Por la
misma razón, descarté la posibilidad de ponerme en contacto con José María,
mi abogado. A pesar de la confianza que me inspiraba, no tenía del todo claro
que diera pábulo a mi historia, de momento. No, necesitaba tener algo sólido
que mostrar antes de hacer público lo que sabía.
Además, aún no había renunciado del todo a la posibilidad de chantajear al
asesino de Morenés, aunque reconocía que esto se hacía cada vez más
complicado. En cualquier caso, debía permanecer callado, hermético, hasta
que se dieran las circunstancias propicias. Pero algo tenía claro. Pronto, todos
ellos pagarían. En ese momento me daba igual a quién me llevara por delante.
El ansia de venganza ocupaba ahora todos mis pensamientos. No había lugar
para otra cosa.
Es curioso cómo puedo odiar tanto y de forma tan intensa y visceral, y, sin
embargo, ser un castrado para el sentimiento opuesto. Mis emociones
siempre habían sido superficiales, desvaídas. Nunca fui capaz, hasta
entonces, de describir las sutilezas de mis diferentes estados afectivos.
Alguna vez he leído que los psicópatas “conocen la música, pero no la letra
de la canción”, en referencia a las emociones que, en teoría, les deberían
hacer sentir las distintas situaciones de la vida. Ello, a veces me hace pensar,
sobre si habrá algo de cierto en lo que los loqueros piensan de mí…
En ese momento, sin embargo, era perfectamente capaz de describir la ira
feroz y el profundo odio que me inspiraban Campillo, Fran, y en general, el
lugar que me mantenía prisionero, el juez que lo había ordenado y las
personas que me habían traicionado, llevándome a esa situación demencial.
Todos y cada uno de ellos tenían reservado un lugar privilegiado en un,
todavía, poco estructurado plan de venganza.
—Bueno, ¿y qué hacemos ahora? —inquirió Santiago, impaciente.
—De momento, nada. Guardaremos silencio. Quiero que Campillo piense
que su amenaza ha surtido efecto y que estoy dispuesto a colaborar. Necesito
tiempo.
—¿Eres consciente de que el próximo muerto podrías ser tú?
—Claro que sí. No soy estúpido. Pero no se me ocurre otra alternativa. Si
consigo hacerles creer que tengo miedo, que no voy a hablar, quizá me dejen
en paz durante un tiempo. Además, ahora tienen a la Policía muy encima. Se
lo pensarán mucho antes de intentar cualquier cosa.
—Con Olga no se lo pensaron demasiado. Además, aún no me explico
cómo consiguieron convencerla para que ingiriera voluntariamente esas
pastillas, si es verdad lo que dicen.
—¿Estás seguro de que murió por sobredosis?
—Es lo que se rumorea por ahí. Según Robert, uno de los monitores
comentó que han encontrado en su cuerpo una cantidad letal de algún tipo de
droga.
Con pesar, me di cuenta de que ahora era más necesario que nunca acceder
a entrevistarme con Carreras. Tenía que saber más sobre la muerte de Olga, y
sólo él podía proporcionarme esa información. Debía confirmar mis
sospechas, asegurarme de la autoría del crimen. Esta vez, igual que la
anterior, el asesino había actuado a la desesperada y de nuevo, había salido
bien librado. No pude evitar sentir admiración de su audacia.
—Bueno. Basta de cháchara. Hazme el favor de comunicar oficialmente a
todos que ya estoy despierto y que me encuentro bien. Cuanto antes
comencemos, mejor.
La primera persona que acudió a visitarme fue Ventura, el enfermero.
Venía armado de todos sus aparejos, dispuesto a verificar mi estado. Después
de un breve chequeo, confirmó que me encontraba bien, salvo por el lógico
entumecimiento de mi cuerpo tras el largo período de inactividad y las
rozaduras en muñecas y tobillos provocadas por las correas.
—Maldito Fran. No creo que fuera preciso ajustar tanto las contenciones —
decía mientras pasaba delicadamente por las heridas una gasa empapada en
Betadine.
—No te preocupes, no tiene importancia. Me molesta más lo atrofiado que
estoy.
—Se te pasará en cuando des un paseo por el patio. Te acompañaré, por si
te mareas. Tus constantes están bien, pero quiero solicitar que se te programe
una analítica de sangre. Me gustaría conocer los niveles de coagulación.
Tanto tiempo postrado… ¡Esto es inhumano, joder! ¡El anterior director no lo
hubiera permitido nunca…!
Este último pensamiento pareció traerle el recuerdo de la reciente muerte
de Olga. Era conocida en el centro la estrecha amistad que los unía. Su rostro
se endureció de golpe.
Aproveché ese momento para observarlo con más atención. Parecía haber
envejecido diez años. Había adelgazado, eso estaba claro y en su cara,
profundas huellas de preocupación y tristeza le habían hecho perder el
aspecto juvenil con el que lo conocí. El “joven maduro” que fue una vez,
había sido sustituido por un demacrado anciano. Para nada aparentaba los
cuarenta años que probablemente tenía, sino más bien, cincuenta o sesenta.
—Aunque pueda parecer ridículo decirte esto, proviniendo de alguien que
no es capaz ni de mear sin ayuda ahora mismo, creo que deberías dormir un
poco, amigo —le aconsejé.
—Gracias, Ángel —dijo, tratando de esbozar una sonrisa—. La verdad es
que llevo varias noches sin pegar ojo. Este asunto me ha destrozado.
—Pues deja de preocuparte. Estoy seguro de que, al final, todo se
solucionará de una manera o de otra —afirmé convencido.
—Eso espero, chaval…, eso espero —contestó mientras me ayudaba a
incorporarme, poco a poco, de la cama.
Con su ayuda me metí a la ducha. El agua fría pareció vigorizarme de
inmediato. De nuevo podía pensar con claridad. Después, con penosa
lentitud, fui colocándome las distintas prendas de ropa, siempre apoyado en
el enfermero. Al finalizar la parsimoniosa operación, mi estómago me
traicionó, lanzando una lastimera queja que evidenciaba las horas que llevaba
sin comer.
—Vamos a desayunar algo. Ya verás cómo en poco tiempo vuelves a estar
en forma —me prometió.
Tras un tentempié ligero —Ventura me recomendó que, de momento, no
comiera demasiado— dimos un breve paseo por el patio. Ninguno de los dos
habló. Ambos permanecimos abstraídos, sumidos en nuestros pensamientos.
A medida que caminábamos, notaba como mi musculatura iba recobrando
parte de su vigor, y las articulaciones recuperaban su elasticidad habitual.
De pronto, alguien me tocó por detrás. Nos giramos con rapidez para casi
darnos de bruces con el inspector Carreras. Su cabeza ahuevada se inclinaba
sobre el pecho con aire preocupado, a pesar lo cual, sus ojillos me lanzaban
destellos de astucia a través de sus gruesas gafas bifocales.
—¿Podría hablar contigo un momento, muchacho? —preguntó,
contemplándonos alternativamente a mí y al enfermero.
—Inspector, esto es irregular —se opuso Ventura— no puede interrogar a
Ángel si no está presente su abogado.
—Lo sé perfectamente, gracias. Aunque no se trata de ningún
interrogatorio. Sólo sería una charla informal.
—Lo siento, pero está algo débil. No creo que sea el momento más
oportuno…
—Al contrario —le interrumpí— es de lo más oportuno. Por favor Ventura,
déjanos un momento a solas al inspector y a mí.
Éste me miró con expresión contrariada. Aún se resistía a dejarme hablar
con el policía.
—Será sólo un minuto, enfermero. Le prometo que se lo devolveré de una
pieza.
Por último, sin más argumentos para mantener su negativa, tuvo que
claudicar.
—De acuerdo, tiene un minuto. Estaré en mi despacho, por si me
necesitáis.
—No te preocupes, Ventura. Todo saldrá bien —lo tranquilicé.
Carreras y yo nos alejamos hacia el extremo opuesto del patio. Cuando
estuvimos lo bastante retirados, dijo, sin dar mucha importancia:
—Llevo ya varios días intentando hablar contigo, pero tu médico me
informó que estabas indispuesto.
—Sí… —dije, sin poder evitar un estremecimiento de cólera al recordar a
mi verdugo— efectivamente, la última semana la he pasado en cama.
—Vaya, una pena. Espero que estés mejor ahora… Me imagino que ya te
han comentado lo ocurrido con Olga, la psicóloga.
—Sí…, algo me han dicho.
—También se dice que tú y ella hablasteis en privado poco antes de que
apareciera muerto el director. Y que os llevabais bien…
—Las conversaciones con cualquier psicólogo suelen ser en privado, y,
además, confidenciales, inspector —repuse con una sonrisa—. Y el trato
entre ella y yo era idéntico al que pudiera tener con los demás internos. No
éramos amigos, si a eso se refiere.
—De acuerdo. Touché —reconoció, también sonriendo—. Te hablaré
franco. El día que te interrogué tuve la impresión de que sabías más de lo que
querías hacernos creer. De hecho, confieso que fuiste durante unos días el
primero de mi lista de sospechosos.
—¿Eso significa que ya no lo soy, inspector? —pregunté socarronamente.
—¡Jajaja! —Rio, algo más relajado—. Touché de nuevo. No, Ángel. Y si
albergaba alguna duda aún, se disipó tras el último asesinato.
Asesinato. Lo había dicho. El inspector acaba de reconocer de manera
explícita que lo de Olga no había sido suicidio.
—De acuerdo. Le escucho.
—Tú vives aquí, conoces a todo el personal. Sabes cómo son en realidad.
Cuando yo trato de interrogarlos, se cierran. Nadie sabe nada, nadie ha oído
nada... Todos lamentan lo que está ocurriendo, aunque callan. Y los internos
tampoco son ninguna ayuda. Al ser menores necesito una autorización del
juez para hacer la pregunta más tonta y por lo general, tampoco están
dispuestos a hablar. Todos desconfían de la Policía —explicó consternado—.
En este momento, estoy en un punto muerto.
Lo miré, mientras reflexionaba. Finalmente, tomé una decisión.
—Es cierto. Sé algunas cosas. Pero no las diré gratis.
—¿A qué te refieres? ¿Quieres dinero? —preguntó con gesto de sorpresa.
—¡Claro que no! Yo también deseo información. Un toma y daca, como se
suele decir. Yo le digo y usted me dice, ¿de acuerdo?
—Depende de lo que quieras saber —dijo con recelo.
—¡Oh, no se preocupe! Nada importante. Por ejemplo, cómo murió en
realidad la psicóloga. Dicen que se suicidó.
—Sí… de momento esa es la versión oficial —reconoció el policía con
cautela.
—Los dos sabemos que eso es una gilipollez. De momento no quieren
hacerlo público para que no cunda la alarma, pero a Olga la despacharon —
dije impaciente—. Dígame lo que se sabe al respecto, y yo le contaré a
cambio algo que le sorprenderá.
—En el examen forense, se detectaron unos cinco gramos de morfina. La
mitad de eso es suficiente para causar la muerte. También se le hallaron unos
diez mililitros de Haloperidol. Además, encontramos una jeringa con los
restos de la morfina en la papelera, así como un vaso de plástico, con algunas
gotas de zumo de naranja. Por otra parte, no había signos de lucha, y se
localizó la marca de un pinchazo en la fosa ante cubital del brazo izquierdo
—explicó, señalándose el lugar indicado—. Para complicarlo todo aún más,
al parecer dejó una breve nota de despedida, cuya autenticidad se está
comprobando en este momento por nuestros peritos caligráficos. En
principio, todos los indicios apuntan a suicidio, salvo por una cosa…
—Olga era zurda —Me adelanté.
—Exacto… —dijo con asombro— eres bueno, chico. Yo tardé dos días en
darme cuenta de ese detalle. En efecto, al no ser diestra, difícilmente hubiera
elegido ese brazo. Le habría resultado mucho más sencillo emplear su brazo
izquierdo, e inyectarse la morfina en el derecho.
—Y creo que sus peritos le confirmarán pronto que la letra de la carta no
pertenece a Olga. El asesino tuvo que actuar con rapidez. Improvisó. Debe
ser un tipo muy listo…, y audaz —aventuré admirado a mi pesar.
—Bueno, eso es demasiado imaginar…
—En absoluto —aseguré—. Le diré lo que creo que ocurrió en realidad.
Alguien desconocido, quizá la misma persona que asesinó a Morenés, drogó
en esta ocasión a Olga con Haloperidol y una vez sin sentido, le inyectó la
morfina. El Haloperidol es una sustancia que se puede camuflar en un zumo
ácido, como, por ejemplo, de naranja. Pero despide un olor fuerte, sobre todo
si se trata de una dosis elevada —repuse, pensativo. De repente me acordé de
algo— ¡Estaba acatarrada! Recuerdo que, durante la última reunión del
grupo, estornudó varias veces. Probablemente no pudo olerlo.
—Pero quien se lo suministró, debía ser alguien de su confianza. Lo
suficiente como para ofrecerle un zumo y que ella lo aceptase… ¿Qué puedes
decirme, al respecto? ¿Se te ocurre quién pudo ser? —inquirió con cierta
ansiedad en la voz.
—De momento, no. Aunque tengo una idea sobre cuál pudo ser la razón
por la que la quitaron de en medio.
—Explícate.
A continuación, relaté con detalle dónde había estado en realidad durante
los últimos días. He de confesar, en honor a la verdad, que el poli me escuchó
con atención sin mostrar, aparentemente, señales de incredulidad, como temí
al principio.
—Es duro lo que cuentas, muchacho. Ese hombre podría haber cometido
varios delitos, si resultara cierto…
—Da igual que me crea o no. Se lo cuento para que entienda por qué debía
morir Olga. Al día siguiente de que me aislaran, Olga llamó a Pascual para
oír su versión de los hechos. Cuando éste llegó a su despacho, ya estaba
muerta.
—¿Sugieres que la mataron con el fin de que no averiguara que el doctor te
había atado a la cama? Eso suena exagerado. No tiene mucho sentido.
—La pelea fue una trampa. El médico quería tenerme encerrado para poder
interrogarme con libertad.
—¿Y qué quería de ti?
—En realidad, aún no lo sé —mentí—. Me preguntó con insistencia sobre
la llamada del director a su despacho, la mañana en que apareció asesinado.
Imagino que piensa que sé algo. Me teme, por alguna razón. Pero todavía no
sé por qué.
—De acuerdo. Investigaremos al buen doctor, a ver qué averiguamos al
respecto. De momento, quiero que tengas cuidado.
—Le basta con poner su firma sobre un papel para que me trasladen a un
pabellón psiquiátrico de por vida. Si cree que sigo siendo una amenaza, me
queda poco tiempo de estar aquí —le advertí.
—Vale, vale. Veré a ver lo que puedo hacer.
Había sacado algo en limpio durante la entrevista con Carreras: ahora
estaba seguro de que el asesino material de Olga era la misma persona que se
había limpiado a Morenés. Sin embargo, también sabía que el inspector me
ocultaba información. Por ejemplo, se había reservado todo lo referente a la
trabajadora social hallada muerta hacía unas semanas, y que, de algún modo,
estaba relacionada con lo que sucedía en La Pinada…
En ese momento, se acercó a nosotros Ventura, algo nervioso. Se dirigió a
mí, con una mirada de consternación.
—Ángel, acaba de llegar tu madre. Ha pedido hablar contigo.
—Creía que el régimen de internamiento que estoy cumpliendo prohibía las
visitas —dije con extrañeza.
—Sí, así es. Pero el director Campillo ha pensado que, dadas las
circunstancias, se debía hacer una excepción.
—¿Circunstancias? ¿Qué circunstancias? —pregunté intrigado.
—Es sobre tu padre —explicó con voz ahogada — creo que será mejor que
ella misma te lo diga.
—Ventura, déjate de rodeos. ¿Qué coño pasa con ese puto borracho? —
exclamé irritado.
—Lamentablemente, no volverá a emborracharse —informó en tono
solemne— Ángel, tu padre ha muerto.
DE NUEVO EN LA PARTIDA

Acogí la noticia con frialdad. Era consciente de que en ese momento,


Ventura y Carreras espiaban todos mis gestos, esperando sin duda una lógica
explosión de dolor, una crisis de ansiedad, o alguna gilipollez semejante. Me
temo que los defraudé. Ya he comentado antes que me cuesta infinito fingir
emociones. Alguna vez he llegado a pensar que quizá me esté perdiendo algo,
pero lo dudo.
Como seguían mirando, imagino que aguardando a que me mostrara
afectado, bajé la cabeza y apoyé el mentón sobre el pecho. Eso pareció
satisfacerles.
—¿Y cómo ha sido? ¿Una enfermedad? ¿Una borrachera salvaje? —
pregunté por curiosidad.
—Será mejor que hables con tu madre. Ella te lo explicará todo —contestó
el enfermero en tono evasivo.
Él mismo me acompañó a la sala de visitas, uno de los pocos lugares que
aún no conocía de La Pinada. Era una amplia sala situada frente a recepción,
a la misma entrada del pabellón administrativo. Estaba amueblada de manera
espartana, con cuatro o cinco espaciosos sofás de color blanco y una triste
mesa en el centro, iluminados por modernos focos Led de luz fría. Para paliar
el austero aspecto de la habitación, las paredes aparecían adornadas con
algunas reproducciones de Van Gogh y Picasso, colocadas sin ningún gusto
ni orden. Todo ello contribuía a dar una sensación de artificialidad y falsa
sofisticación que resultaban deprimentes.
Al fondo, enterrada en uno de los inmensos sofás, se hallaba mi madre. Allí
sola, como un pequeño esquife en medio de la mar, mostraba un aspecto
penoso y patéticamente vulnerable. Al entrar, volvió hacia mí su rostro
surcado de prematuras arrugas. No parecía demasiado triste, algo normal,
teniendo en cuenta la vida que había llevado con mi padre. Más bien, daba la
sensación de resignada tranquilidad, aunque sí pude notar que había estado
llorando hacía muy poco.
—¿Qué tal, madre? —la saludé.
Se levantó del asiento para arrojarse en mis brazos, cubriéndome de besos
y lágrimas.
—¡Hijo mío! ¡Hijo mío!
No pude evitar sentirme incómodo. Las expresiones de afecto siempre me
han causado algo de vergüenza. Me giré buscando a Ventura, y pude
comprobar que el enfermero había optado por dejarnos solos, lo cual
agradecí.
—Tranquila madre. Siéntate y cuéntamelo todo.
—Ya sabes lo de papá, ¿verdad? —me preguntó, mientras regresábamos al
sillón.
—Me han dicho que ha muerto. Pero nada más.
—Tu padre se ha suicidado, Ángel… ¡Ahorcado! —exclamó, en medio de
un sollozo.
No me sorprendió la noticia. Quizá me esperaba un desenlace así. Cierto es,
que me privaba del placer de acabar yo mismo con el maldito bastardo,
aunque, por otro lado, su desaparición me transmitió una placentera
sensación de bienestar y alivio. Al fin y al cabo, su muerte era un problema
menos para mí. Alguien que podía tachar ya de mi macabra ecuación.
—Explícate.
Era consciente de que rememorarlo le causaría un sufrimiento extra, pero
me daba igual. Necesitaba satisfacer mi morbosa curiosidad. No quería
perderme ni un detalle.
—Lo encontré yo, ayer por la tarde, cuando regresé de hacer las compras
—dijo estremeciéndose—. Lo había dejado viendo la tele, un partido de
fútbol, creo. Nada hacía sospechar que fuera a hacer eso, no al menos ese día.
—Bueno, quizá sintió remordimientos, mamá.
—Es cierto que, desde lo tuyo, apenas hablábamos. No podía soportar su
mera presencia, y hasta me había planteado dejarlo, irme a vivir con tus tíos
al País Vasco —mi madre nació en San Sebastián, y toda su familia procede
de esa región—. Al fin y al cabo, tú sabes que, si permanecía a su lado, era
sólo por ti, cariño.
—Lo sé, mamá —repuse con frialdad—, y te lo agradezco, pero te
sometiste a un sufrimiento inútil. Sé cuidar de mí mismo perfectamente.
Ella me contempló un instante, prorrumpiendo acto seguido en llanto.
—A veces me recuerdas a él. Pareces tan insensible… —me reprochó, en
tono lastimero.
—Mamá, por favor, no te pongas dramática. Como ves, estoy bien. He
conseguido acostumbrarme a esto. Y en cuanto a lo de papá… bueno, él
mismo se lo buscó. Sabes muy bien que era un mal nacido.
—No siempre fue así —objetó, mientras extraía de su viejo bolso un
gastado pañuelo blanco para enjugarse una última lágrima que había quedado
atrapada entre sus ajados labios sin maquillar—. Cuando me casé con él, era
un buen hombre. Atento, trabajador… Y te quería, Ángel. Tú ya no te
acuerdas, porque eras muy pequeño, pero cuando regresaba tarde a casa,
agotado por el trabajo, su primera mirada, su primera sonrisa, era siempre
para su pequeño. La botella primero, y el paro después, lo transformaron en
el ser ruin y cruel que conociste. Es cierto lo que dijo en el juicio… Nunca
me tocó hasta que comenzó a beber… —de nuevo, rompió a llorar, de forma
desgarrada.
En ese momento, no sabía muy bien qué hacer. Había visto películas con
escenas similares, que terminaban con el hijo rodeando con sus brazos a su
vieja madre, llorando juntos para proporcionarse consuelo mutuo. Quizá
debería haber actuado de forma similar. No me hubiera costado demasiado;
soy buen actor. Y habrá sido lo correcto, lo que establecen las convenciones
sociales, pero, sinceramente, esa mujercilla llorosa y estúpida me repugnaba.
Así que me quedé ahí quieto, sentado, mirándola.
—Madre —le dije cuando vi que se calmaba un poco— creo que ahora
deberías pensar en ti. Me parece una buena idea la que has comentado antes.
Vuelve al norte, con los tíos, y quédate allí. Trata de ser feliz. Y no regreses
jamás. Ya no hay nada para ti aquí.
—Pero, ¿y tú? ¿Precisamente ahora, que no está tu padre, me dices que me
vaya?... No… esperaré a que te concedan la libertad y luego trataremos de
rehacer nuestras vidas, juntos.
—No, mamá. No debes esperarme. Cuando salga de aquí, no regresaré
contigo —le dije.
—¿¡Por qué!? —casi gritó.
Traté de comprender lo que debía sentir. Una estúpida mujer maltratada de
manera sistemática desde hacía más de diez años por su marido, que en el
último momento había decidido hacer algo positivo y quitarse de en medio. Y
ahora, hablaba con su hijo, esperando…, no sé bien qué: quizá que la
consolara o que le prometiera que cuidaría de ella en cuanto saliera de allí...
Por un momento, reflexioné sobre el egoísmo humano. Allí estaba, mi
propia madre tratando de chantajearme con su llanto y sus besuqueos, sin
importarle en absoluto qué era lo que yo quería. Para ella parecía evidente
que mi deseo sería volver a casa, y pagar de algún modo mi supuesta deuda
con ella. Traté por todos los medios de mitigar la creciente irritación que
comenzaba a invadirme.
—Madre —pude decir al fin, encubriendo mi rabia con un tono de voz frío
y calmo— será mejor que te vayas.
Por toda contestación, lanzó otro sollozo. Nada podía hacer ya por esa
mujer. Y ella tampoco podía hacer nada por mí. Así que me levanté con
sigilo de su lado y sin decir más, me marché, dejándola allí, sola. Cerré la
puerta tras de mí oyendo, quizá por última vez, su llanto desconsolado. Por
un momento me sentí sucio por ella. Con algo de esfuerzo, conseguí
desterrarla de mi mente. Imaginé que no la volvería a ver nunca más.
Qué equivocado estaba.
Todavía me notaba algo débil. Varios días sin moverme habían hecho
mella en mi físico, por lo que el resto de la mañana lo dediqué a pasear
lentamente por el recinto, reflexivo. Trataba de averiguar cuál sería el
siguiente paso del asesino.
En estos momentos debía sentirse asustado e indeciso. Las circunstancias
lo habían obligado a improvisar dos muertes y aunque de momento, había
salido bien librado, existían demasiados cabos sueltos. Lo de Olga había sido
una auténtica chapuza, de hecho. Alguien como él, debería saber que la
Policía averiguaría que no se trataba de un suicidio. Pero tampoco tenía
muchas alternativas.
No me cabía ya ninguna duda de que actuaba en connivencia con Campillo
y Fran. Los tres formaban parte del mismo entramado diabólico. Campillo
aportaba la parte científica, Fran, la logística, y mi hombre, al parecer, tenía
asignado el papel de ejecutor. Pero me faltaba algo…, algo que se me
escapaba aún. Sacudí la cabeza. Ya me vendría. Volví a centrarme por tanto
en la pregunta inicial, ¿qué harían ahora? ¿Cuál sería su siguiente paso? La
respuesta era evidente. Yo era el principal eslabón suelto...
Me di cuenta, con cierta sorpresa, que este juego se parecía cada vez más a
un problema de ajedrez, en el que trataba, continuamente, de adelantarme a la
jugada del contrario. Este pensamiento me sugirió una idea, así que volví
sobre mis pasos, dirigiéndome hacia el taller de Ricardo. Un rato de
conversación con él no me vendría nada mal. Era ingenioso e inteligente.
Quizá un poco de charla me proporcionara alguna inspiración.
Cuando llegué al fin, encontré la puerta cerrada. Toqué con los nudillos y
esperé contestación sin resultado. Después de comprobar que no había nadie
cerca, me atreví a pegar el oído. Por un momento, me pareció escuchar algo,
una especie de murmullo sordo o un roce. Permanecí un par de minutos más,
pero el sonido no se repitió. Quizá me había engañado. Con resignación me
retiré de allí; ya regresaría en otra ocasión.
De repente, una sirena rompió el silencio, causándome un estremecimiento
de sorpresa. Miré mi reloj y vi con alegría que era ya la hora de comer, por lo
que me dirigí con paso rápido hacia el comedor, donde ocupé un asiento
junto a Santiago y el resto del grupo. Tan sólo faltaba Robert, quien al
parecer había decidido distanciarse de nosotros tras lo ocurrido en el partido
de fútbol.
Todos me recibieron con muestras de alegría. Lolo, a modo de saludo, me
palmeó la espalda con tanta fuerza que estuvo a punto de arrojarme al suelo.
—¡Bienvenido al mundo de los vivos, campeón! —rugió, acompañando el
familiar gesto con una sonora carcajada.
—Gracias —contesté en tono seco.
—Tienes que contarnos todo, sin dejarte un detalle —dijo Tomás, mientras
su hermano asentía vehemente.
—Poco a poco, compañeros. Ahora tengo hambre.
En silencio, engullí dos platos y repetí postre. Enseguida me di cuenta de
que había cometido un grave error: nada más terminar, noté un dolor pesado
en el estómago, acompañado de un sabor amargo y ácido, que se abría paso
hacia mi garganta. Al parecer, tras el largo período de abstinencia forzosa,
este repentino exceso no era bien tolerado por mi aparato digestivo.
—Te estás poniendo verde, colega —me advirtió Santiago, en tono
alarmado.
—Disculpad —dije, mientras me levantaba bruscamente, y corría hacia el
baño. Por el rabillo del ojo pude observar, no obstante, como Diego, el
monitor novato con cara de sapo, presente ese día en el comedor, salía tras
mis pasos.
Llegué justo a tiempo al wáter para devolver la totalidad de la comida.
Pocas cosas odio más que la sensación mareante y dolorosa que acompaña al
vómito. Durante más de cinco minutos, intensas arcadas sacudieron mi
todavía, débil cuerpo. Cuando salí a los lavabos con la frente perlada de
sudor, Diego permanecía aún allí, esperando con gesto preocupado.
—¿Te ocurre algo?
—Nada, gracias. Creo que no me ha sentado bien la comida.
—Me he fijado que comías muy rápido. Eso no es bueno —me señaló con
timidez.
—Lo sé. Tenía mucha hambre.
—Es lógico —vi con sorpresa, que vacilaba. No me había seguido hasta
allí únicamente para vigilarme. Había algo que le preocupaba, pero al
parecer, le estaba costando decidirse a contarlo.
—¿Hay algún problema? —pregunté, mientras me enjuagaba la boca bajo
el grifo, para tratar de sacarme el repugnante sabor a jugos gástricos.
—Creo que sí —contestó. Luego hizo algo muy curioso. Puso un dedo
sobre sus labios, como pidiendo silencio y se dirigió a la puerta del lavabo.
Tras mirar fuera, para comprobar que no había nadie, la cerró del todo y se
acercó hasta donde yo me encontraba observándolo con curiosidad.
—No todos estamos de acuerdo con lo que está pasando. Sólo quería que lo
supieses —acertó a decirme en un susurro.
—¿Y por qué no lo denunciáis?
Pareció dudar un momento. Seguía sin decidirse. Era evidente que tenía
miedo. Quizá lo sabía todo, o simplemente lo sospechaba.
—¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué esperas oírme decir?... ¿Que estoy
acojonado? —dijo en tono suplicante.
—Si de verdad tienes miedo, vete. Tú puedes hacerlo —le recordé.
—Sí —dijo entonces, con la mirada clavada en el suelo, en tono reflexivo
—. Quizá debiera irme. Largarme de aquí cuanto antes y mandarlo todo a la
mierda.
En ese instante oímos un tenue golpe en la puerta. Diego se interrumpió a
mitad de la frase. Vi que su rostro había empalidecido, al tiempo que sus ojos
reflejaban algo parecido al terror. Estaba paralizado. Yo mismo tuve que
acercarme hasta la puerta y abrirla. Me asomé al pasillo. Nadie.
—Cálmate. Habrá sido el viento —comenté en tono tranquilizador—. De
todas formas, agradezco que te hayas arriesgado tanto para decírmelo —dije,
tendiéndole a continuación la mano.
El pobre imbécil la contempló con cara de espanto. Por un momento llegué
a temer que la rechazara por vergüenza. Sin embargo, al final elevó la suya,
temblorosa, y la estrechó. Pegajosa y blanda, noté asqueado.
No obstante, había ganado un aliado entre los monitores, y Dios sabía que
en ese momento necesitaba amigos imperiosamente.
—Diego, te voy a pedir un favor. No te marches aún. Tú eres la única
persona de confianza que he conocido desde que vine a parar a este lugar.
Quédate un tiempo más. Estoy bastante seguro de que todo esto terminará
muy pronto, de una forma u otra.
—Está bien —contestó, tras reflexionar un momento— me quedaré. Creo
que os lo debo, en cierta forma.
—Te lo agradezco de nuevo.
—Una cosa más—añadió fijando ahora su mirada en los azulejos que
cubrían el suelo del lavabo— Santiago, tu amigo… siento lo que sucedió
aquella tarde, ¿querrías decírselo por mí? —me pidió, avergonzado.
—Por supuesto. No te preocupes —contesté observándolo con lástima— se
lo diré. Ahora vete. Será mejor que no te vean hablando conmigo. Y confía
en mí; ya queda poco para que esto llegue a su fin —le repetí con aplomo.
Me dirigió una mirada de extrañeza, antes de decidirse a salir con sigilo al
pasillo.
Dejé pasar un par de minutos, y regresé al comedor. Tras informar de lo
ocurrido al encargado, se me concedió una comida ligera a base de arroz, que
esta vez sí, pude retener.
—¿Qué tal te encuentras? —me preguntó Santiago, más tarde, en nuestra
habitación.
—Algo débil aún, pero mucho mejor que esta mañana.
—¿Es cierto que te ha visitado tu madre?
—Sí. Ha venido a decirme que el viejo está muerto. Se suicidó ayer —
contesté indiferente.
—¿En serio? ¡Lo siento mucho, tío! ¡Lo que te faltaba ahora! Ya me
extrañaba que ese loco hubiera autorizado la visita…
—No lo sientas. Era un hijo de puta. En realidad, ha sido un alivio para
todos…
—No lo dices en serio —afirmó con gesto grave mi compañero.
—Totalmente. Y vamos a cambiar de tema, que me aburre —repuse,
mientras me dejaba caer sobre la cama. La verdad es que me sentía agotado.
Demasiadas emociones en un día. Hasta para mí.
Aunque, pensándolo bien, la jornada había sido bastante productiva: el
viejo había muerto y me había deshecho de mi madre, creía que para siempre.
Además, Carreras, de momento, confiaba en mí. Y, por si fuera poco, había
ganado un espía entre los monitores.
Antes de cerrar los ojos, pensé que, al final, todo podía salirme bien.
ENTRE AMIGOS

El Centro pasó a estar prácticamente tomado por la Policía. Además de


Carreras, que parecía haberse centrado en este caso en exclusiva, tres policías
de uniforme permanecían en las instalaciones. Supe más tarde que lo ocurrido
allí se había convertido en un acontecimiento mediático de primer orden,
trascendiendo incluso a nivel político. Al fin y al cabo, se trataba de un centro
de menores delincuentes, lo que había suscitado un sinfín de controversia en
el ámbito público. Se nos llegó a mencionar en programas de radio y
televisión de prestigio, y por aquel entonces, al parecer se hablaba ya de
realizar modificaciones de importancia en la Ley del Menor.
Nosotros, ajenos a todo eso, continuamos nuestra vida con relativa
normalidad. Durante los siguientes días, La Pinada trató de recuperar su
funcionamiento rutinario. Se restablecieron las clases, suspendidas
provisionalmente tras la muerte de la psicóloga, y se recuperaron las sesiones
de terapia grupal, que ahora dirigía Ventura en solitario. En ellas, apenas se
tocaban temas de importancia. Nos limitábamos a escuchar las salidas de
tono de Pascual, que aprovechaba para lanzarme alguna puya cada vez que
tenía ocasión, o a reírnos con las expresiones del pobre Cosme.
Cuando estábamos solos, Santiago y yo, aprovechábamos para discutir
sobre “el asunto”. Él sospechaba que había sido el propio Campillo quien
había matado a Morenés y a Olga. Yo, por mi parte, me limitaba a asentir, sin
esforzarme por sacarlo de su error. Prefería que siguiera en la inopia, de
momento. Hubiera sido difícil controlar que no se fuera de la lengua si
llegaba a sospechar la verdad.
En un principio, se mostró sorprendido cuando le relaté la conversación
con Carreras y el acuerdo al que habíamos llegado. El muy estúpido no
comprendía por qué había accedido a asociarme con un poli. Finalmente
conseguí hacerle entender que, en estos momentos, Carreras era lo único que
se interponía entre Campillo y yo.
—Ese hijo de puta parece aguardar mi reacción. No puede matarme, porque
le resultaría muy arriesgado que se produjera otra muerte —le comenté una
tarde, a la hora de la siesta.
—Él debe creer que eres la única persona que sabe que está detrás de todo.
En cuanto tenga la menor oportunidad, te quitará de en medio —replicó
Santiago.
—Es cierto. Y lo peor es que en realidad aún tiene la sartén por el mango.
Basta con que firme la solicitud y en cuestión de horas seré trasladado a un
manicomio. Pero no lo ha hecho todavía… ¿Por qué?
—Está claro. Si te llevan fuera de aquí, no podrá controlarte. Aunque te
crean loco, siempre correría el riesgo de que alguien te diera credibilidad o
hiciera sus propias indagaciones. Le interesa mantenerte cerca.
—Tienes razón —le concedí— si ese marrano llegara a sospechar que el
inspector y tú estáis al tanto de todo… —de repente lo miré. Acababa de caer
en algo; era harto improbable que el psiquiatra pudiera saber que había
hablado con la poli…, pero, ¿y Santiago? ¿Un adolescente egocéntrico y
narcisista que no se pavoneara ante su propio compañero de habitación?
Evidentemente, él daría por hecho que se lo había contado todo.
En ese momento tocaron a la puerta de la habitación, provocándonos un
pequeño sobresalto.
—¡Adelante!
Asomó la cabeza de Ventura, el enfermero. Hacía días que no hablaba con
él.
—Ahí fuera está ese inspector…, Carreras. Quiere hablar contigo —dijo,
esbozando una sonrisa— ¿estáis bien? —añadió al observar nuestras caras de
sorpresa.
—Sí, claro. No te preocupes. Que pase —contesté, rehaciéndome.
Se apartó, apareciendo en su lugar la ovoide cabeza del inspector, en estos
momentos, nuestra única esperanza de salir bien parados de aquello.
—¡Hola chaval! —saludó desde la puerta— ¿Qué tal todo?
—Regular —respondí, con impaciencia.
—Quiero tener una pequeña charla contigo, Ángel. A solas —dijo, mirando
a Santiago.
—Prefiero que se quede. De todas formas, sabe lo mismo que yo en estos
momentos. Es de fiar.
—Eso no significa que sea conveniente que también sepa lo mismo que yo
—replicó, lanzándome una significativa mirada de advertencia.
—Es inútil inspector. En cuanto se marche, se lo contaré todo —respondí,
cruzándome de brazos. Por el rabillo del ojo pude ver como el infeliz de
Santiago enrojecía de satisfacción.
—Está bien, está bien —exclamó levantando las palmas hacia mí, en un
claro gesto de resignación—. Bien pensado, no me parece mal que tengas
amigos aquí dentro.
—Usted dirá —dije, sonriendo.
—Traigo buenas noticias. Creo que voy a conseguir que te trasladen pronto
a otro centro. Temo seriamente que seas la próxima víctima.
—¿Y Santiago? —pregunté.
—¿Qué pasa con él?
—También está en peligro. Campillo sospechará que se lo he contado todo
y antes o después, decidirá ir a por él.
—En primer lugar, aún no tengo nada claro que ese psiquiatra esté
involucrado en los crímenes. Y en segundo lugar…, no sé si podré conseguir
que lo trasladen a él también —reconoció, dirigiéndole una mirada de
conmiseración.
—En ese caso, me quedaré aquí hasta que consigas que nos saquen a los
dos.
En esta ocasión, mi compañero me dirigió una ingenua mirada de sorpresa
y agradecimiento, como una mascota que agradece a su dueño cuando éste se
digna a ofrecerle una caricia. En realidad, me importaba un bledo lo que le
pudiera ocurrir, mientras yo permaneciera a salvo. Pero había decidido
terminar con todo aquello en breve y lo necesitaba a mi lado. Fue una forma
sutil e inteligente de afianzarme su fidelidad.
—Aparte de eso, ¿hay alguna novedad? —le pregunté.
—Bueno… es posible. Necesito que me cuentes algo de un monitor que
trabaja aquí, llamado Diego Alemán. Es de mediana estatura, joven, de ojos
saltones…
—Sé quién es —me apresuré a contestar.
—¿Sí? —me dijo, con una mirada de sorpresa. Se había percatado de mi
súbito interés— ¿Y me puedes decir algo sobre él?
—Dígame usted primero lo que sucede con el “cara de sapo” … Quiero
decir, con ese monitor.
—De momento nada, salvo que no hay ni rastro de él. Ayer no vino a
trabajar, y esta mañana su familia ha denunciado su desaparición —explicó el
policía—. Quizá no signifique nada importante. A lo mejor ha decidido
fugarse con su novia… O novio —dijo, riéndose de su propia broma.
A pesar de su tono desenfadado, era evidente que Carreras daba bastante
importancia a esta desaparición. Tuve que reconocer, una vez más, la
perspicacia del policía.
—Lo dudo —repuse serio. Y acto seguido relaté mi conversación con el
“cara de sapo” hacía tan sólo unos días.
—¿Y cuándo tuvo lugar ese encuentro? —preguntó en tono grave, mientras
extraía una pequeña libreta del bolsillo de su camisa.
—El mismo día que hablamos usted y yo. Me sentó mal la comida y tuve
que ir al baño precipitadamente. Él me siguió —expliqué ante la atónita
mirada de Santiago que, al parecer, recordaba el incidente.
—Y de eso hace una semana. Pero él ha acudido con puntualidad inglesa a
su puesto de trabajo todos estos días. Hasta ayer —señaló el policía.
—Caben dos alternativas. O descubrió algo que lo atemorizó, y decidió
huir…, o se fue de la lengua —sugerí. En ese momento me vino un recuerdo,
y me quedé callado.
—¿Ocurre algo? —preguntó Carreras, que se había percatado de ello.
—¡Mierda! Acabo de acordarme. Cuando Diego estaba hablando conmigo,
oímos un ruido fuera. No vi nada, por lo que imaginé que podía ser el viento.
Al parecer no fue así.
—Te vigilaban —dedujo el policía.
—Tú estabas allí —recordé, dirigiéndome a Santiago— ¿pudiste darte
cuenta de si alguien más salió del comedor detrás de mí?
—No. Lo siento tío. Ese día había macarrones y yo, cuando como, olvido
todo lo demás. Ni siquiera me di cuenta de que te siguiera el cara s…, quiero
decir, Diego —reconoció avergonzado.
No pude evitar una sonrisa. Había olvidado la glotonería de mi compañero.
—Tienes que aprender a observar a tu alrededor, Santiago. Y más ahora,
con tu cuello en peligro…
Carreras permanecía callado. Las nuevas revelaciones parecían haberle
impresionado. Ahora estaba más claro que nunca que nuestra vida no valía un
comino, lo que le colocaba en una difícil tesitura; debía encontrar la forma de
sacarnos a los dos de ese lugar, fuera como fuese.
Finalmente, dio un puñetazo en la mesa.
—¡Maldita sea!… Y lo peor es que sigo sin conocer el móvil de todo esto.
¿Seguro que no se te ocurre nada? —preguntó suspicaz.
—Lo siento, pero también se me escapa.
—A veces creo que me viene algo, y de repente…, se esfuma —reconoció
apesadumbrado—. En fin, mañana por la mañana, a lo sumo, vendré con una
orden para trasladaros a otro centro… ¿Crees que serás capaz de permanecer
vivo hasta entonces?
No pude evitar una carcajada. La expresión del policía era casi cómica.
Santiago y él me miraron extrañados. Los tranquilicé con un gesto.
—Lo siento. Habrá sido la tensión del momento. Y respecto a tu pregunta,
lo intentaré. Te lo prometo —aseguré al inspector.
—De acuerdo. Sólo tienes que aguantar esta tarde y la noche. Informaré a
mis compañeros, para que no te quiten el ojo de encima en todo este tiempo.
—Gracias.
Con un último saludo, el inspector se marchó apresurado. Quedamos, por
tanto, solos Santiago y yo. Mi compañero me miraba impresionado, no sé
muy bien si por haber mantenido esta conversación con un polizonte, o por la
idea de que su vida estaba en peligro.
Cuando me disponía a abrir la boca para tratar de tranquilizarlo, alguien
volvió a llamar a la puerta. Enseguida apareció el simpático rostro de
Ventura. Santiago lanzó un suspiro de alivio.
—Hola chicos. Acabo de ver marcharse al inspector, que, por cierto,
parecía bastante preocupado. Me preguntaba si después de tantas emociones
os apetecería algo fresco —dijo, al tiempo que pasaba portando una bandeja
con sendos vasos de limonada.
—¡Estupendo! —Exclamó Santiago, agradecido— ¡Gracias Ventura!
—No hay de qué, hombre. Además, se supone que soy aquí el responsable
de vuestra salud, ¿no? En teoría no se os permite comer nada hasta la
merienda, pero ¡qué demonios! De algo ha de servir ser el enfermero… —
apuntó con regocijo.
Cuando mi compañero se disponía a coger uno de los vasos que Ventura
había colocado con delicadeza encima de la mesita, tuve la torpeza de
trastabillar, precipitándome sobre ella. Inevitablemente, los dos vasos
cayeron al suelo haciéndose añicos y derramando todo su contenido.
Tanto Ventura como Santiago, contemplaron la escena, consternados.
—¡Menudo desastre! —Exclamó el enfermero, aún sonriente a pesar del
estropicio—. Enviaré enseguida al personal de limpieza. Tened cuidado con
el cristal, no os vayáis a cortar con alguna esquirla.
—Joder, ¡qué torpe!... Tenía verdadera sed, Ángel —me recriminó mi
compañero.
—Lo siento…, no sé lo que me ha podido pasar. Creo que he tropezado con
la maldita pata de la cama.
Unos minutos después, salíamos al patio. Fran y Raúl permanecían en un
rincón, charlando en voz baja, al abrigo de un inmenso alcornoque. Me fijé
en la ventana del despacho del nuevo director, abierta de par en par. A pesar
de la distancia creí distinguir su canosa cabeza, vuelta hacia nosotros,
observando. Me tranquilicé pensando que pronto me vengaría de él.
Ventura iba con nosotros, acompañándonos con su eterna cháchara
intrascendente de camino al comedor, ya que se aproximaba la hora de
merendar. Finalmente, conseguimos reunirnos con el resto de compañeros,
que nos aguardaban impacientes a la entrada, como siempre.
—¡Bueno chicos! ¡Nos vemos más tarde! —nos recordó Ventura al
despedirse.
—¡Que pelmazo! —exclamó Santiago, con un gesto de fastidio—. Debe
sentirse muy solo, desde que falta su compañera.
—Es posible —me limité a contestar.
Me vi deseando, impaciente, que terminara la merienda para poder hablar
con ellos en algún lugar apartado.
Y, esta vez sí, decidí contárselo todo.
TODA LA VERDAD…

Era la segunda vez que acudía a la enfermería desde mi llegada a La


Pinada.
Recordaba muy bien el completo botiquín dotado de medicamentos de todo
tipo, así como el carro de parada cardiorrespiratoria, estratégicamente situado
junto a la entrada. En una esquina, algo apartada, seguía estando la pequeña
librería de Ventura, compuesta casi en su totalidad por volúmenes sobre
Psicología y Medicina. Distinguí el ejemplar de Otto Kernberg, que me había
prestado hacía varios meses, junto a otros títulos de Freud, Jung o más
modernos, como una sinopsis de Psiquiatría de Kaplan y Sadock. En estos
momentos, mientras me contemplaba con curiosidad, sujetaba entre las
manos un ejemplar de “La máscara de la cordura” de un tal Hervey Cleckley,
que hojeaba distraído cuando penetré en la estancia.
—Hola, Ventura —saludé, mientras me sentaba en una camilla, a su
izquierda.
—¿Te ocurre algo? —preguntó, extrañado.
Lancé una mirada sobre su hombro, en dirección a la puerta, siempre
cerrada, situada tras él.
—Todavía no. Pero me temo que, si no hago algo, no sobreviva a mañana.
Clavó su mirada en mí, perplejo. Tras un instante de silencio, decidí
continuar.
—Sabes perfectamente que, en pocas horas, el olor te delatará —le dije,
señalando hacia la puerta con un gesto de la cabeza.
Tras la inicial sorpresa, su rostro se fue relajando, al adquirir súbita
comprensión.
—¿Desde cuándo estás al tanto? —inquirió un nuevo Ventura, en tono frío
y calculador.
—Es difícil de decir. Cuando te conocí y me contaron algunas cosas sobre
ti, supe de inmediato que no encajabas en este lugar… ¿Un profesional
brillante como tú, con un espléndido currículum y hasta un doctorado,
pudriéndose en este antro? Nunca me lo tragué, sobre todo de alguien con
gustos tan caros como los tuyos —le dije, señalando entonces su reloj.
Por un momento me contempló asombrado, mientras se cubría de forma
instintiva la muñeca izquierda, adornada por el precioso Omega.
—¿Y eso es todo?
—¡Oh, claro que no! A partir de entonces, te estuve observando por simple
curiosidad. Me intrigaba mucho tu impostura. Necesitaba saber qué hacías
aquí, en realidad. De esta forma, me percaté en seguida del dominio que
ejercías sobre algunos de los monitores, precisamente los más sádicos y
crueles del centro. Resultaba raro, por ejemplo, que Fran, líder indiscutible de
todos ellos, y que se atrevía a enfrentarse incluso a los vigilantes de
seguridad, agachara la cabeza cuando tú te dirigías a él. Imagino que aquella
tarde no los reprendiste por lo ocurrido con Santiago, ¿verdad?
Sonrió. Tal y como me imaginaba, ahora, una vez descubierto, se mostraba
orgulloso y confiado. Al fin y al cabo, allí estaba yo, solo, a su merced. No
era mal momento para pavonearse de su propia brillantez. En muchos
aspectos, me recordaba a mí mismo.
—Efectivamente, acababan de perder, por un estúpido error, una valiosa
mercancía.
—¿Cocaína? ¿Hachís?
—Cocaína, claro. Un centro de menores constituye una tapadera magnífica
para un negocio de este tipo. Aunque tú ya lo sabías, ¿verdad? No olvido que
estoy hablando con un experto del ramo —indicó, sonriendo.
—Sólo lo suponía. La verdad es que siento curiosidad profesional.
—En realidad no sé demasiado. Ni falta que me hace. Yo tengo asignadas
unas funciones muy definidas y me ciño a ellas —explicó en tono frío—.
Alguien, que se comunica con nosotros por correo electrónico, es el que
dirige desde fuera. Proporciona la coca, así como la red de distribución en la
calle.
La organización jerárquica era, por tanto, muy similar a la que yo había
utilizado en mi pequeño negocio, pero a gran escala. Una persona que lo
dirigía todo en la sombra, a quien nadie conocía y que manejaba los hilos,
protegido en su anonimato. Yo, en cambio, había cometido el garrafal error
de confiar en algunos, los más allegados. Y eso me había conducido hasta
aquí, de hecho.
—¿Y cómo funciona? —pregunté interesado.
—Sencillo, en realidad. La droga es transportada por internos de confianza,
camuflada en su aparato digestivo. Suelen aprovechar para ello los permisos
de fin de semana u otros similares. Por eso es importante que se encuentren
en el pabellón verde, donde gozan de mayores privilegios y libertades.
—Entonces, ¿La Pinada es sólo un almacén?
—Comenzamos de esa forma, hará unos dos años. Pero, en vista del éxito,
el jefe decidió ampliar la importancia de las instalaciones. En la actualidad,
constituye el principal centro de operaciones, pero la coca nunca llega a pasar
por aquí. Nosotros tan sólo nos encargamos de asegurar su traslado hasta su
punto de destino. Una vez se recibe por los contactos, éstos se encargan, me
imagino, de su distribución al resto del país. No hay mejor tapadera que un
grupo de menores procedentes de un centro de internamiento, disfrutando de
un permiso, y acompañados por sus respectivos monitores y su trabajador
social —explicó con regocijo.
—Me extraña mucho que nunca hayáis tenido alguna filtración, sobre todo,
teniendo en cuenta que dependéis de simples adolescentes para la parte más
delicada de la operación.
—Eso podría parecer, si no conociéramos perfectamente a nuestras
“mulas”. Los reclutamos entre los más despiertos y con menos recursos
familiares o económicos en la calle, es decir, entre los más vulnerables.
Además, antes de entrar en el negocio, los preparamos a conciencia.
Campillo, y yo mismo, podemos ser muy persuasivos… —añadió con
delectación.
—Aún así, por experiencia sé que es imposible controlar a todo el mundo.
Al final, alguien termina yéndose de la lengua —señalé.
—Para eso están los monitores. Los acompañan a todas partes. Al parecer,
fuera hay una trabajadora social que hace de “gancho”, y que, además, se
encarga de resolver cualquier eventualidad. Y si alguien decide “largar”, o
puede suponer un peligro, entro yo en acción, claro.
—¿Y los accidentes?
—Esa parte es responsabilidad de nuestro doctor, Campillo. Además de
psiquiatra es un experto internista. Si se produce algún “accidente”, lo
resolvemos aquí —dijo señalando con orgullo la extraordinaria equipación
con que contaba el botiquín—. Además, por supuesto, también les
administrábamos las sustancias necesarias para retrasar la evacuación…
anticolinérgicos, por ejemplo.
De repente, pareció percatarse de algo. Me miró repentinamente serio, al
tiempo que echaba un vistazo a su lujoso reloj de pulsera.
—Por cierto, ¿no estarás tratando de ganar tiempo? —preguntó, en tono
agrio.
—Te aseguro que no. Puedes ver que he venido solo. Pero me apasiona lo
que me estás contando. Siempre me ha gustado aprender cosas interesantes.
Entiende que esto es para mí una especie de clase avanzada.
Por un momento, se quedó en silencio, reflexivo.
—Me preguntaba qué has venido a hacer aquí, en realidad.
—Fácil. He pensado que, tras el intento de antes, debíamos hablar tú y yo.
Recordarás que te envié un mensaje, a través de Santiago.
—¿De modo que fuiste tú…? La de tiempo que he pasado preocupado
desde entonces, preguntándome qué diablos había querido decirme ese
mentecato, o cuánto sabía en realidad. Eres un chico muy listo, ¿lo sabías? —
aseguró impresionado.
—Es muy simple. Tenía miedo de que te asustaras con la presencia de la
Policía y decidieras desaparecer. Estaba muy interesado en hablar contigo
cuando terminara todo. Por eso preparé aquella reyerta durante el partido de
fútbol; proporcionó la oportunidad a mi compañero de darte mi mensaje.
—Así que eso quería decir ese zoquete con lo de “mantén la calma” … —
comentó, admirado. A continuación, y ante mi sorpresa, estalló en carcajadas.
—He de reconocer que fuiste muy ingenioso, fingiendo tropezar y
derramando todo el zumo, hace un momento —acertó a decir cuando
consiguió calmarse.
—Contenía Haloperidol, imagino. Nos tenías preparado algo parecido a lo
de Olga, ¿verdad?
—¿Carreras pidiendo hablar contigo a solas? Era evidente que sabías algo y
colaborabas con la Policía o que pensabas hacerlo al menos. Tenía que actuar
—dijo, levantándose de la silla en que permanecía sentado. Vi que se estaba
colocando unos guantes de látex.
—Por cierto, muy hábil tu caracterización de amigo desolado, cuando
quitaste de en medio a la psicóloga —comenté en tono de admiración—. Te
confieso que, si no llego a estar seguro de que fuiste tú, me la hubiera
tragado: esa pinta de aparente abandono, la languidez de tu mirada, o tu
rostro prematuramente envejecido y surcado de arrugas de tristeza…,
hubieran engañado al más receloso. Eres un gran actor —reconocí.
—¡Ja, ja, ja! Gracias, chico… Confieso que eres un crío brillante —repuso
con una mirada de admiración. Tras reflexionar un instante, continuó en tono
orgulloso—. La interpretación forma parte del atrezo de este trabajo,
¿comprendes? Matar es muy fácil. En cierto modo, lo más sencillo de todo.
Lo complicado, lo que distingue a un auténtico profesional de un chapucero,
es que nadie llegue nunca a sospechar que has podido tener alguna relación
con el asunto. Y la perfección se consigue cuando ni tan siquiera se descubre
que el “cliente” ha muerto asesinado. Esa fue mi intención con Olga. Y
contigo, hace un rato.
—Entiendo —dije tras una pausa que Ventura aprovechó para seguir
avanzando—. Aún no me has dicho lo que vas a hacer con eso de ahí dentro
—añadí con parsimonia, volviendo a señalar la puerta—. Pronto olerá.
—Tranquilo. Está en una piscina de formol. Y mañana saldrá cortado en
trocitos en una nevera, que sacará Fran cuando se dirija a hacer la compra
semanal —explicó, sonriendo.
Se paró de repente, a escasos dos metros de donde yo me encontraba.
—Y esto nos lleva a ti —me dijo pensativo— ¿qué hacemos contigo? Has
sido un puto incordio desde que llegaste. Me di cuenta desde el principio de
que podías convertirte en un problema. Demasiado listo para un sitio como
este. De hecho, has puesto nerviosa a mucha gente. Campillo, por ejemplo,
quería que te liquidara poco después de llegar… ¡Ese viejo cagón! —exclamó
con repugnancia.
—Lo que no puedo entender es que alguien como tú se haya convertido en
un criminal —le dije. Quería que siguiera hablando un poco más.
—Tú mismo lo has dicho antes. Tengo gustos caros. Podría estar
trabajando como profesor en cualquier universidad, ganando dos o tres mil
miserables euros al mes y oliendo todo el día a naftalina en un diminuto
despacho. O aguantar diariamente a cientos de alumnos medio idiotas
haciendo continuas preguntas aún más idiotas que ellos. Pero preferí esto. Te
sorprendería saber la cantidad de dinero que llevo ganado hasta ahora.
—Es lógico. Reconozco que yo hubiera hecho lo mismo… —ya lo tenía
casi encima y seguía acercándose—. Por cierto, ¿vas a matarme ya?
—Ahora mismo —contestó con sencillez—. Lo siento. Tendrá que ser por
estrangulación. Tenía pensado que te suicidaras por sobredosis, como Olga,
pero lo echaste todo a perder hace un rato. Más tarde, confeccionaré un
convincente nudo y te dejaré colgado en el patio, de uno de los árboles, para
que te encuentren mañana al amanecer. Nada más natural que el trágico
suicidio de un pobre crío, incapaz de superar la muerte de su desdichado
padre. Ya estoy viendo los tabloides. Se van a relamer de gusto contigo.
—Pues figúrate, yo venía a ofrecerme para trabajar con vosotros. Soy
mucho más listo que Fran, tú lo sabes.
—No me fío de ti. Demasiado individualista. Y al parecer, quien manda,
tampoco. Sus últimas órdenes al respecto fueron taxativas. Lo voy a sentir,
casi tanto como lo de Olga —dijo, algo compungido al recordar a la
psicóloga.
—Entonces, ¿no existe otra posibilidad?
—Me temo que no.
Observé entonces que su rostro se había transfigurado por completo. Sus
ojos, abiertos, permitían distinguir sus pupilas, dilatadas por la emoción. Al
mismo tiempo, sus labios se retrajeron, dejando al descubierto parte de la
encía y unos dientes excesivamente blancos y afilados que recordaban a los
de un perro furioso…
“Así que este es el aspecto que tiene una persona a punto de quitarle la vida
a otra”, pensé, con sorpresa.
Di dos fuertes palmadas. Entonces, se abrió la puerta de improviso para dar
paso a Santiago, Lolo y los gemelos, ante la sorprendida mirada de Ventura.
Sin apenas dejarle tiempo para reaccionar, se arrojaron sobre él en bloque,
empujándolo hacia la mesa, que lo hizo tropezar.
En realidad, habían estado esperando fuera todo el tiempo con el oído
pegado a la puerta, intentando no perder ni una palabra de la conversación.
Por un momento, llegué a pensar que no serían capaces de aguardar a la señal
convenida y entrarían antes, estropeándome el plan, cosa, que como supe más
tarde, estuvo a punto de suceder. Por fortuna, contaba con Santiago, que pudo
contenerlos hasta el momento indicado.
Tranquilamente sentado en la camilla, me dediqué a contemplar el
espectáculo, en el que, esperaba, Ventura fuera superado sin problemas por
mis chicos. Sin embargo, ante mi sorpresa, la lucha dio un giro inesperado.
Nunca conté con que, entre las virtudes del enfermero, estuviera también la
de ser un experto en artes marciales.
Superada la sorpresa inicial, se quitó con facilidad de encima a los cuatro
con una ágil finta, y haciendo gala de una extraordinaria velocidad, alcanzó la
pared más cercana, donde apoyó la espalda. Lolo, al ver esto, sonrió
estúpidamente golpeándose la mano izquierda con el puño derecho para, acto
seguido, volver a abalanzarse sobre él. Dada su superior envergadura,
contaba con una fácil victoria. Ventura, sin embargo, lo recibió con un
codazo circular que cayó como una maza sobre su sien izquierda, derribando
al gigante.
Nos miramos asombrados por un momento. Nuestro principal combatiente
yacía en el suelo, al parecer sin sentido. Tuve que improvisar un cambio de
planes. Era obvio que nosotros solos no podríamos contenerlo.
—¡Santiago, sal de aquí y busca ayuda! ¡Llama a alguno de los polis! —
ordené a mi compañero de habitación. Para facilitarle la huida, me interpuse
entre Ventura y la puerta de salida, quien volvió a fijar su atención en mí.
Éste, tras dirigirme una furiosa mirada, llena de cólera y frustración, me
espetó:
—Sé reconocer una derrota. Pero me aseguraré de que tú no la disfrutes —
dijo, mientras me lanzaba un golpe con la mano abierta, directo hacia mi
garganta. Por muy poco, lo esquivé dando un paso atrás, para, a continuación,
refugiarme detrás de la mesa, que quedó de esa forma, entre el asesino y yo.
Mientras tanto, los dos gemelos, que permanecían a su espalda, se arrojaron
sobre él desordenadamente, intentando aturdirlo con puñetazos que lanzaban
sin acierto alguno. De nuevo, demostrando una gran velocidad y técnica, el
enfermero dirigió sus ágiles piernas hacia atrás, estampando sendas patadas
de gran potencia, que impactaron a mis socios en la cara. Asombrado, vi
como caían derribados, ambos sin sentido.
—La Policía está a punto de llegar. Estás perdido —le dije, tratando de
ganar tiempo.
—Ya te he dicho que lo tengo asumido, chico. De todas formas, he matado
ya a demasiada gente como para que eso me detenga ahora —dijo, saltando
por encima de la mesa y sujetándome del cuello.
Traté de desasirme, agitándome con violencia. Incluso llegué a morder sus
manos con saña, pero comprobé que eran increíblemente fuertes. De repente
me vi pensando en mi propia muerte. Al final, había resultado ser un estúpido
confiado. Él era el asesino de la banda, debí haber supuesto que cinco chicos
no serían suficientes para derrotarlo.
No podía respirar y la sangre se me agolpaba en la cabeza con demasiada
rapidez. Incapaz de emitir sonido alguno, la última cosa que iba a ver en mi
vida era el odioso rostro de ese bastardo… Poco a poco su cara se fue
desdibujando, cubriéndola una espesa niebla. Noté que me iba.
Muy lejos oí un golpe sordo. Un hálito de aliento fresco se coló en mi
garganta, devolviéndome la vida, que ya se me escapaba. A cámara lenta, vi
caer al suelo, junto a mí, al enfermero, esta vez sin sentido. Al mismo tiempo
escuché la atronadora voz de Carreras:
—¡Un médico aquí, urgente! ¡Maldita sea, que alguien traiga a un médico,
o este granuja se nos muere aquí mismo!
Creo que sonreí.
—Estúpido tragadonuts… Tarde, como siempre —traté de decir.
Y, de nuevo, perdí el conocimiento.

¿…Y NADA MÁS QUE LA VERDAD?

Abrí los ojos despacio, tratando de evitar que la luz penetrase en ellos con
excesiva dureza. Resultaba doloroso.
Al principio ignoraba todo. No tenía conciencia clara de quién era, o de
dónde estaba. Tuve que dejar transcurrir un tiempo hasta que mi cerebro se
puso en marcha, al fin. Recordé que me llamaba Ángel no sé qué, y que
corría un inminente peligro. También me vino la imagen de una señora
llorando. Luego se desvaneció.
Muy, muy lejos, se oía la voz de alguien.
—Enfermera, creo que empieza a despertarse. Me ha parecido que abría los
ojos un momento —decía una mujer. Era mi madre.
De repente, como si alguien hubiera decidido abrir la compuerta en ese
preciso instante, un torbellino de recuerdos e imágenes me sacudieron con
fuerza. Volvía a ser plenamente consciente.
—Ahora estoy segura, enfermera. Ha llegado a abrir los ojos un momento y
me ha mirado —repitió la voz en tono imperioso.
—Tranquilícese señora. Estos episodios son muy habituales durante los
períodos de coma —le respondía otra voz femenina en tono ramplón.
Irritado, decidí hacerme presente.
—Hola mamá —logré pronunciar con dificultad.
—¡Hijo! —exclamó.
—¿Dónde estoy?
—Estás en un hospital, cariño —contestó ella, mientras se arrojaba sobre
mí.
—¿Y cuánto tiempo llevo aquí?
—Será mejor que ahora no hable demasiado —intervino la enfermera
dirigiéndose a mi madre, como si yo no estuviera allí—. Voy a avisar al
doctor para que lo examine…
—¿Sería tan amable de dejarme hablar con mi madre en paz? —la
interrumpí, colérico. Un fogonazo de dolor nubló mi cabeza en ese momento,
obligándome a cerrar los ojos y recostarme.
—¡Ángel! ¿Qué te pasa? —gritó mi madre alarmada. Sin embargo, al
verme abrir los ojos de nuevo, pareció tranquilizarse—. Cariño, la enfermera
tiene razón. Debes descansar. Llevas en coma casi una semana.
—¿¡En coma!?... Joder, pues sí que me golpearon fuerte.
—No fue un golpe —se oyó en ese momento desde la puerta.
Un hombre, alto y delgado, de unos cincuenta años, penetró en la estancia.
Llevaba colgado el típico fonendoscopio sobre el cuello y vestía una bata
blanca en la que lucía la etiqueta amarilla, distintiva de los médicos.
—Hola Ángel, soy el doctor Alberto Poza —dijo, tendiéndome la mano—.
Te encuentras ingresado en la cuarta planta de La Arrixaca, desde hace una
semana, justamente.
—Buenos días, doctor, ¿podría decirme qué me ha pasado?
—Sufriste un prolongado estrangulamiento, que te provocó falta de
oxigenación en el cerebro durante casi un minuto —explicó en tono
despreocupado—. Eso te causó el coma. Disculpa, debo someterte a un
rápido examen. Será cuestión de un minuto.
—De acuerdo —acepté a regañadientes.
El maldito matasanos se comportaba como un dios en su Olimpo particular.
Pude observar el cambio de actitud de la enfermera, casi reverente. Mi madre
por su parte, que conocía bastante bien mi carácter, me miraba de soslayo,
temiendo sin duda alguno de mis prontos. Sin embargo, el año largo en La
Pinada me había servido, entre otras cosas, para aprender a controlar mi
humor. Quizá en otro tiempo, me hubiera limitado a mandar a la mierda a
todo el mundo, pero en esta ocasión decidí colaborar.
Me auscultó, y examinó mis pupilas con una pequeña linterna, mientras la
enfermera me tomaba la temperatura y la tensión arterial. Acto seguido me
sometió a un estúpido interrogatorio, con el fin de averiguar si mi cerebro
funcionaba correctamente o padecía algún tipo de amnesia. Creo que superé
el examen con bastante brillantez.
—Bien, aún necesito que se te haga un electroencefalograma para descartar
alguna anomalía, aunque lo que he visto parece indicar que estás todo lo bien
que se puede esperar dadas las circunstancias.
—Claro —repuse impaciente—. Ahora necesito hablar con el poli.
—Y ellos quieren hablar contigo —contestó el médico, mientras escribía
algo en mi historial—. Desde hace tiempo, además. Pero hoy no va a poder
ser. Hasta que no se realicen todas las pruebas, tendrás prohibidas las visitas,
salvo la de tu madre. No quiero que te excites demasiado.
—¿Cuándo, entonces? —pregunté, de nuevo irritado.
—Si todo va bien…, quizá mañana por la tarde —replicó sin inmutarse.
Esa noche la pasé entre pesadillas. Ventura se encontraba otra vez sobre
mí, aunque esta vez me apuñalaba, mientras reía a carcajadas. Yo trataba de
pedir auxilio, y de mi garganta no salía sonido alguno.
La escena cambiaba… Ahora estaba en la habitación del hospital,
inmovilizado. Alguien había ordenado que me volvieran a sujetar a la cama.
De pronto, me daba cuenta de que no estaba solo. En el sillón de las visitas
había alguien, pero tenía el rostro vuelto hacia la pared, por lo que no podía
distinguirlo con claridad
—¿Mamá? —preguntaba esperanzado, pero cuando se giraba, me vi
lanzando un grito de espanto. Era Germán, o de algo que se parecía a
Germán. Su cara presentaba un avanzado estado de descomposición, aunque
sus ojos estaban intactos. Y me miraban acusadores.
Grité, despertando.
Mi madre, esta vez ella, junto a mí, acariciándome, ofreciéndome agua. Me
volví a dormir. La mañana siguiente me desperté agotado, a pesar de lo cual,
desayuné con apetito. Acto seguido se me trasladó a otra planta donde se me
hicieron las dichosas pruebas. En una de ellas me conectaron un número
indefinido de cables en el cráneo, obligándome a permanecer tumbado
durante aproximadamente una hora. Después me volvieron a subir a planta,
donde me esperaba de nuevo la comida. Mi madre me acompañó en todo
momento.
Por la tarde se abrió la puerta de mi habitación y apareció Santiago al fin.
—¡Hola colega! —saludó, acercándose titubeante.
—Pasa compañero. Creo que te debo la vida.
—No fue nada. Me limité a hacer lo que me ordenaste —dijo,
ruborizándose.
En ese momento alguien llamó a la puerta. Sin tiempo para contestar se
abrió, asomando la cabeza/huevo del inspector.
—¡Vaya! ¿Entonces, sigues vivo? —preguntó, con humor, ante la mirada
estupefacta de mi madre.
—Mamá, espera fuera un momento. Quiero charlar a solas con el inspector
Carreras —le ordené en tono hosco.
—Nada excitante, espero. Recuerda las recomendaciones del doctor —dijo
ella, preocupada
—Por mi parte le pueden dar por culo a ese puto matasanos —repliqué
irritado. Sin embargo, ante su mirada de consternación, me apresuré a añadir
—. Tranquila. Ya te avisaré cuando terminemos.
Una vez estuvimos los tres solos, inquirí:
—¿Y bien?
—Eso debería preguntar yo, amiguito… ¡Menudo sinvergüenza! —
exclamó en tono airado—. De todas formas, probablemente te acuse de
obstrucción a la justicia, por lo menos… ¿Desde cuándo sabías que el
enfermero estaba en el ajo?
—Desde que descubrí el cuerpo de Morenés.
—Explícate.
—Para empezar, en la escena del primer crimen, mi expediente personal
estaba demasiado ordenado, al contrario que el resto de documentos que
había en la mesa del director. Era evidente que alguien lo había estado
revisando poco antes —expliqué en tono despreocupado—. Durante las
reuniones de grupo, pude observar en varias ocasiones como Ventura tenía la
manía de alinear una y otra vez los folios que utilizaba para tomar notas. Lo
hacía de manera inconsciente, creo... Una especie de acto compulsivo.
Además, estaba la forma de la muerte. El abrecartas había sido clavado en el
lugar exacto donde se aloja el corazón. No es algo que resulte fácil, teniendo
en cuenta que debió actuar con extrema rapidez. Morenés ni siquiera hizo el
gesto de defenderse, ya que no presentaba en las manos ni un arañazo, lo que
indicaba que debía estar desprevenido en ese momento. Debía ser, por tanto,
alguien del personal en el que confiaba, y no un simple interno… En
resumen, se trataba de un miembro destacado del equipo, muy hábil y con
conocimientos importantes de anatomía; ya por aquel entonces, Ventura no
me encajaba para nada en La Pinada, por lo que sospeché de él enseguida —
concluí, desdeñoso.
—Y acertaste. Pero si nos hubieras avisado a tiempo, quizá la psicóloga
estaría aún con vida, ¿por qué demonios lo ocultaste?
—En ese momento yo era el máximo sospechoso y no tenía credibilidad.
Además, no eran más suposiciones, sin ningún tipo de prueba en qué
apoyarme.
—En fin. Sólo te puedo decir que se tendrá en cuenta tu colaboración
posterior. Al fin y al cabo, la confesión de Ventura, oída por varios testigos,
ha permitido la desarticulación de una banda organizada que utilizaba a
menores para distribuir droga por todo el país. Una verdadera mafia. Tanto el
psiquiatra, Campillo, como varios monitores, han sido detenidos y se
encuentran en prisión sin fianza, hasta que se celebre el juicio —me informó.
Tras unos segundos de reflexión, añadió—. Por cierto, encontramos el cuerpo
sin vida de Diego, el monitor desaparecido, en una habitación adyacente a la
enfermería.
—Imaginé que lo tenían allí —repuse— era el lugar más obvio. Aún no
habían tenido tiempo de sacarlo fuera, dada la numerosa presencia policial…
¿Cómo murió?
—Estrangulado. Probablemente fue el enfermero. Lo sabremos muy
pronto.
—Fue él, créeme. Esa era su principal función en la banda: encargarse de la
gente —de repente me acordé de algo—. Por cierto… ¿cómo es que te
encontrabas aún en “La Pinada” …? Te creía fuera.
—Bueno, lo cierto es que me dejaste muy intranquilo con tus revelaciones,
así que decidí realizar las gestiones vía telefónica y quedarme allí con el resto
de agentes. Sólo por si acaso —me aclaró en tono satisfecho.
—Joder, tío —intervino en ese momento Santiago que no había despegado
los labios en todo el tiempo—. Sabías desde un principio lo que estos se
traían entre manos, y no me dijiste nada —me reprochó.
—Sospechaba lo de la droga. Era la alternativa más lógica que se me
ocurría; además, soy un experto del ramo —le recordé—. Hay varias cosas
que me hicieron sospechar, como, por ejemplo, la autoridad que demostraba
Ventura sobre algunos de los monitores, o las salidas que hacían éstos los
viernes a comprar la comida… Creo que era entonces cuando acompañaban a
las “mulas” que estaban de permiso. También me resultó extraño que los
internos del módulo verde apenas tuvieran relación con el resto. Y, por
último, la completa y moderna equipación del botiquín, más propia de un
hospital que de un centro de menores cualquiera. Luego, durante mi captura
se les escaparon algunos detalles… su extremado interés, por ejemplo, en
averiguar por qué me había llamado el director la mañana en que apareció
muerto.
—¡Por cierto! ¡Aún no sabemos por qué asesinaron a Morenés!
—Creo que, de alguna forma, el director sospechaba lo que sucedía y lo
transmitió a la persona en la que mayor confianza tenía: Olga, la psicóloga.
Pero Olga, enamorada del enfermero, se negaba a creerlo, y empezó a indagar
por su cuenta, poniéndolos muy nerviosos. Comenzaron a vigilarlos a ambos
estrechamente. Cuando me vieron hablando con ella a solas una tarde por el
patio, debieron pensar que habían sido descubiertos y trataron de matarme,
cosa que, por fortuna, no consiguieron. Al día siguiente, Morenés me llamó a
su despacho, quizá sólo para preguntarme por la agresión recibida, haciendo
saltar todas las alarmas. Fue su sentencia de muerte.
—¿Olga, enamorada de Ventura? ¡Quién lo hubiera dicho!
—Las miradas que le dirigía durante las reuniones eran de lo más
evidentes, compañero. ¡Pobre infeliz! Nunca tuvo la menor oportunidad —
exclamé, en referencia a la infortunada psicóloga—. De todas formas, creo
que Ventura sintió tener que matarla. Recuerdo que me dijo algo al respecto,
durante nuestra charla.
—Pero eso no le impidió acabar con ella… ¿Cómo se puede ser tan hijo de
puta? —prorrumpió Santiago, indignado.
—Bueno, su reacción fue muy lógica. Si no la silenciaba, antes o después
lo descubriría. Tenía mucho que perder —traté de explicarle.
Sin embargo, enseguida me persuadí de que Santiago nunca sería capaz de
concebir que Ventura hubiera asesinado a su propia novia. Yo sí lo entendí.
Mientras contemplaba a mi compañero con cierta curiosidad, recordé que yo
había hecho algo similar hacía un año. Y que volvería a hacerlo, si fuera
preciso. Quizá era eso lo que me diferenciaba del resto, lo que me hacía
especial, y, en cierta medida, superior. Era capaz de hacer lo que debía,
independientemente de vínculos o sentimientos. Por eso, siempre
prevalecería.
—Parece como si lo justificaras… —se atrevió a decir mi compañero. Esta
vez, permanecí callado, sabiendo de lo inútil que resultaría cualquier cosa que
dijera.
—Ventura es un psicópata. Alguien que no siente remordimientos, ni pena,
ni amor. Ahora pagará lo que ha hecho en la cárcel —explicó Carreras—.
Pero el caso, no está cerrado.
—Hay alguien más. El que dirigía el cotarro. Una especie de jefe en la
sombra —señalé.
—Exacto. Y tras interrogar a todos los detenidos, ninguno reconoce saber
de quién se trata. La pista de la trabajadora social asesinada se ha
desvanecido, ¡maldita sea! —exclamó el policía con frustración—. Y podría
ser la clave de todo. Al parecer era la responsable de los menores del centro
en materia social, y probablemente se encargaba de la parte logística del
negocio en el exterior… Nos encontramos en la era de la tecnología y a
ningún vecino o familiar de la víctima se le ocurrió sacar una foto a su
amante. Sólo contamos con una vaga descripción de su asesino, un tipo alto,
de pelo negro y rizado.
Lo miré, de repente, asombrado. Mientras el poli hablaba me había venido
a la cabeza un fragmento de mi última conversación con Ventura.
Tenía la clave final.
JAQUE MATE

Recibí el alta dos semanas después. Santiago gozaba de una autorización


especial que le permitía visitarme todos los días, mientras que a Carreras no
lo volví a ver hasta la tarde antes de mi regreso al centro. Quien sí
permaneció junto a mí todo el tiempo fue mi madre. Y aunque al principio
toleraba y hasta agradecía su presencia, poco a poco fui encontrándola más
molesta, sobre todo a medida que me recuperaba y tenía menor necesidad de
sus servicios.
También acudió a verme mi abogado, José María. Tras relatarle todo lo
sucedido, estuvimos debatiendo la posibilidad de verme acusado de
obstrucción a la justicia por haber ocultado a la Policía mis sospechas sobre
la identidad del asesino.
—El principal problema que veo es que lo reconociste en presencia de un
inspector de Policía y de tu compañero de habitación. Deberías haber contado
conmigo, antes de hacer cualquier declaración de ese tipo —me recriminó.
—El poli me prometió que se tendría en cuenta mi aportación para
esclarecer los hechos.
—Ya. Pero por desgracia, eso no depende de él. Las decisiones las tomará
el juez instructor del caso, quien resolverá si debes ser imputado o no y en
qué medida es graciable tu presunta colaboración posterior —me aclaró mi
abogado.
—¿Y si lo niego todo ahora?
—Eso quizá podría funcionar, si tu amigo te apoya.
—Estoy seguro de que lo hará. Hasta el final —aseguré, convencido—. De
acuerdo, a partir de ahora, declararé que no sabía nada y que lo que me
ocurrió fue algo fortuito.
—En realidad, están los otros chavales que escucharon detrás de la puerta
todo lo que hablasteis Ventura y tú —señaló José María, tras un momento de
reflexión—. Es muy difícil negar ahora que cometiste esa ocultación de
información. De todas formas, ¿qué edad tienes? Dieciséis, ¿no?
—Hasta el próximo mes de mayo, en que cumplo diecisiete —puntualicé.
—Vale. Pues te recuerdo que, aunque se te condene por un delito, al ser
aún menor de edad no se podrá aplicar ninguna medida de privación de
libertad más allá de los dieciocho años. Así que creo que lo mejor es dejarlo
estar. En el peor de los casos, permanecerías en “La Pinada”, o en cualquier
otro lugar que se determine, un año más del tiempo inicialmente previsto.
Reflexioné durante un momento. Había olvidado que, con la ley actual, era
libre para hacer lo que me viniera en gana. Tras contemplar las posibilidades
que me ofrecía esta disposición legal, no pude evitar que asomara a mi rostro
una sonrisa de satisfacción.
—Veo que eso te deja más tranquilo —dijo por último José María,
levantándose del sillón— imagino que nos veremos muy pronto. Ahora tengo
que marcharme, me aguardan en mi despacho para una reunión.
—Okey. Gracias por todo. Por cierto, ¿los pagos te están llegando bien?
Retribuía a José María a través de un depósito bastante abultado,
procedente de mis negocios, que había puesto a nombre de mi madre para
evitar que la Policía lo interviniera.
—Sí. Sin problema —contestó en tono despreocupado— tú sólo piensa en
recuperarte. Hasta pronto.
Carreras vino a verme el último día de mi estancia en el hospital, un
domingo por la tarde. Me estuvo informando sobre el actual estado de cosas
en “La Pinada”. Al parecer, la Consejería había nombrado un nuevo director,
un tal José Mendoza, ex militar de profundas creencias religiosas. Suspiré
pensando que probablemente nos obligaría a asistir a misa todos los
domingos y fiestas de guardar. De momento seguían sin cubrir la plaza de
enfermero ni la de psicólogo, pero se había renovado casi todo el personal de
monitores y educadores.
Después de unos minutos de entretenido cotilleo, se atrevió a confesarme
que no había hecho ningún progreso en la investigación tras las últimas
detenciones.
—Creí que, teniendo en nuestro poder a casi todos los miembros de la
organización, antes o después alguien diría algo, o que el exhaustivo registro
practicado en “La Pinada” nos proporcionaría alguna pista, cualquier cosa…,
pero nada. Es increíble —exclamó mesando su ralo cabello con
desesperación.
—Paciencia, inspector. Estoy seguro de que, antes o después, dará con el
tipo. Sólo tiene que saber esperar —le aseguré, sonriendo con suficiencia.
Al día siguiente tuvo lugar el retorno del hijo pródigo al Centro de
Internamiento de Menores “La Pinada”. Me vi obligado a soportar un
afectuoso recibimiento por parte de mis compañeros del grupo —a
excepción, claro, de Pascual, que se limitó a mirarme malhumorado—
comprobando que todos ellos conservaban aún sus heridas de guerra, que
mostraban pavoneándose al de resto internos a la menor oportunidad.
En especial Lolo, que aún presentaba algo inflamada la parte derecha de su
rostro donde había recibido el tremendo codazo de Ventura, no cesaba de
fanfarronear y vanagloriarse ante todo aquel que estuviera dispuesto a
escucharle. Como es lógico, el resto nos abstuvimos de recordarle que fue el
primero en caer durante la reyerta con el enfermero.
Comprobé que se habían suprimido las distinciones por colores entre los
distintos pabellones. Ya no existían las categorías roja y azul, todos éramos
“verdes”, de acuerdo con la filosofía del nuevo director, que según me
informaron, trataba de huir de la costumbre de etiquetar a los internos.
Aunque aún no tenía el gusto de conocer al tipo, enseguida imaginé que se
trataría de algún ingenuo idealista, de los que aún tenían fe ciega en la
bondad de las personas. Una especie de padre Flannagan, que querría hacer
de aquel reformatorio, su particular “Ciudad de los Muchachos” … “Menudo
gilipollas”, pensé malhumorado.
Y en esto, como en otras muchas cosas, me volví a equivocar.
Pronto me di cuenta de que todo había cambiado en “La Pinada”, de forma
irremisible. Los internos, que apenas nos dirigíamos la mirada antes, ahora
charlábamos con naturalidad entre nosotros. Así, pude conocer a un ladrón de
coches, dos violadores, un atracador de gasolineras —lo habían “fichado” en
una banda organizada, a sabiendas de que, aunque lo trincaran, era
prácticamente impune con la ley actual— y varios maltratadores, de carácter
muy parecido al de los gemelos. La mayoría de ellos, ya tenían planes de
futuro que incluían, por supuesto, un salto de calidad respecto al tipo
delictivo que los había conducido allí. No dudaban, ahora que los monitores
no ejercían un control tan férreo, en compartir su conocimiento y
experiencias. De tal forma, que en la semana que había durado mi ausencia,
se había creado en la clandestinidad una especie de academia del crimen
bastante bien organizada. Tan sólo Santiago y yo supimos aislarnos de esta
nueva dinámica. Por mi parte, tenía tomada la decisión de perseverar en mi
plan inicial, es decir, continuar mis estudios y entrar en la universidad.
Santiago, por supuesto, compartía conmigo ese proyecto.
Quien sí continuaba en el centro, dirigiendo todavía varios talleres de
manualidades, así como el de ajedrez, era Ricardo, “el gigante bueno”, como
le gustaba llamarlo Santiago. Una mañana de septiembre, me crucé con él,
paseando por el patio, mientras pensaba en mis proyectos para el futuro
inmediato. Parecía ensimismado, ya que caminaba con la cabeza casi metida
en el pecho, mirando al suelo.
—¡Eh! —lo llamé— ¡Ricardo!
Sorprendido, levantó la cabeza. Aproveché entonces para saludarlo con la
mano, atrayendo su atención. Inmediatamente su cara se iluminó con la
sonrisa de siempre.
—¡Ángel! —exclamó, abrazándome—. Me alegro que estés bien,
muchacho. No podía dar crédito a lo que se decía… Ventura un asesino,
Campillo y Fran traficantes de droga… Parecía como si el mundo se hubiera
vuelto loco de repente…
—Hace mucho que no nos vemos, ¿verdad? —dije, deshaciéndome de su
tremendo abrazo de oso—. Intenté hablar contigo unos días antes, para
terminar la partida que dejamos a medias, ¿recuerdas?
—¡Pues claro que me acuerdo! ¡Si quieres, ahora mismo podemos jugarla!
—propuso, complacido con la idea—. Aunque no lo creas, aún guardo las
notaciones y podemos continuar por donde la dejamos.
Acepté encantado, por lo que un cuarto de hora después nos encontrábamos
de nuevo en el aula polivalente, donde Ricardo impartía su taller de ajedrez.
En cuestión de segundos, colocó los trebejos en sus posiciones originales.
Después, fuimos recordando la partida, teniendo en cuenta las notaciones
conservadas celosamente por el educador. En total, habíamos realizado doce
movimientos cada uno. En ese momento, me tocaba mover a mí, que jugaba
con blancas.
Tras echar un breve vistazo a la disposición final comprobé que, tal y como
recordaba, mi Dama se encontraba amenazada por su Torre, por lo que
reinicié mi juego retrocediéndola a Dama-cuatro-Torre. Él, por su parte
desplazó su Alfil a tres-Caballo, dejándolo en línea con mi Rey. Continué con
mi estrategia defensiva con Caballo de Dama-dos-Dama. Ricardo, por alguna
razón inexplicable, desplegó su Alfil de blancas que colocó en dos-Caballo,
doblado con su alfil de negras.
—Ahora no he entendido muy bien tu movimiento —confesé, extrañado.
—Bueno, eso es lo bonito del ajedrez. Las combinaciones son infinitas —
contestó con una sonrisa, para añadir a continuación—. Imagino que debes
sentirte muy satisfecho. Tú solito has sido capaz de descubrir la trama de
narcotráfico que existía aquí, según dicen —comentó en tono indiferente.
—Bueno, en realidad, no fue demasiado difícil averiguarlo. Tú mismo te
habrías dado cuenta, si hubieras prestado la suficiente atención —contesté
mientras iniciaba mi ataque con Caballo-cuatro-Rey. Él contraatacó entonces
con su Dama, moviéndola a cuatro-Alfil, y amenazando seriamente a uno de
mis caballos. A fin de protegerlo, capturé entonces su peón con mi Alfil de
blancas.
—Quizá estaba demasiado cerca de todo como para poder verlo. A veces,
una perspectiva incorrecta te puede hacer pasar por alto hasta lo más evidente
—replicó mientras desplazaba ahora su Dama a cuatro-Torre, amenazando
ahora a mi otro caballo.
—Es posible —repuse realizando mi siguiente movimiento: Caballo-seis-
Alfil—. Jaque —anuncié, dejando el cebo envenenado. Ricardo enarcó una
ceja, sorprendido.
—Creo que ahora quien ha cometido un error eres tú —declaró antes de
capturar mi caballo con su peón.
—De todas formas, aún queda resolver una cuestión principal —continué,
haciendo caso omiso—. La Policía desconoce todavía quién es la cabeza
pensante de todo. Y es posible que nunca lo sepa… es decir, si llegamos a un
entendimiento tú y yo —dije capturando su peón con el mío, y amenazando
en este caso su Caballo de Rey. De esta forma, quedaba inmovilizado, ya que
era la única protección de su Rey contra mi Torre que lo oteaba desde lejos.
Fue entonces cuando el gigante levantó la cabeza del tablero. Había estado
imaginando ese momento muchas veces, a lo largo de esos días. Sin embargo,
su reacción fue totalmente inesperada. No hubo sorpresa ni miedo, ni tan
siquiera rabia. Sólo resignación.
—En fin —dijo tras contemplarme un segundo— quizá sea mejor así, al fin
y al cabo —susurró mientras desplazaba su Torre a uno-Caballo—. Por mera
curiosidad, ¿cómo lo has averiguado?
—Confieso que no me di cuenta hasta hace muy poco. Eres un gran actor,
como me imagino que ya sabes. Me tuviste engañado todo el tiempo, lo
reconozco… —En lugar de capturar su caballo con mi peón, lo que él sin
duda esperaba, desplacé mi Torre de Dama a uno-Dama—. Fue durante una
conversación con Carreras, el poli —comencé a explicar en tono animado—.
Estaba dando una descripción bastante imprecisa del asesino de la trabajadora
social, un tipo alto y con el pelo rizado. Al mismo tiempo recordé mi
conversación con Ventura, la tarde de marras. Llegó a decir que “el que
manda” había ordenado mi muerte… ¿cómo estaba tan seguro de que era
necesario quitarme de en medio?... Debía ser necesariamente alguien que me
conocía, que me había tratado bastante, y además muy inteligente. La
solución, fue entonces obvia. De hecho, siempre me ha extrañado el tono
pálido de tu calva. Contrasta de forma llamativa con el resto de tu piel. Es
como si tuvieras costumbre de llevarla cubierta, por ejemplo, con un
sombrero…, o quizá con una bonita peluca rizada.
—Bueno, ¿y qué me impediría liquidarte ahora mismo? En realidad,
vuelves a estar en mis manos —contestó mientras capturaba mi caballo con
su Dama—. Es curioso lo que se parece la vida al ajedrez, ¿verdad? —
reflexionó en tono plácido.
—Si hubiera querido delatarte, lo habría hecho hace tiempo, ¿no crees? —
contesté, capturando su Caballo con la Torre —. Por cierto, jaque.
—No tienen pruebas. Aunque hubieras mencionado mi nombre a esa
pandilla de idiotas, nunca habrían podido demostrar nada (Caballo X Torre).
—Bueno, yo no estoy tan seguro. Hubiera bastado con enseñar una foto de
tu cara, debidamente adornada con su peluca rizada, a los vecinos de la
muchacha que asesinaste, la mayoría viejos chismosos. Te identificarían con
facilidad, me temo. De todas formas, yo no vengo a suicidarme, sino a
ofrecerte un trato —aclaré capturando su peón con mi Dama—. Jaque de
nuevo.
—¿Y puedo saber en qué consiste ese trato? —preguntó con parsimonia
capturando a su vez mi Dama con el Rey.
—Resulta evidente, ¿no crees? Mi silencio por tu dinero —desplacé mi
Alfil a cinco-Alfil, dejando de nuevo en jaque a su Rey, esta vez por partida
doble. Se vio obligado entonces a hacerlo retroceder a su posición inicial
(R1R).
—¡Jajaja! Confieso que me estás decepcionando, Ángel. Creí que serías
más original. Entonces, ¿al final todo se reduce al vil metal…?
—El dinero es lo que mueve el mundo, Ricardo —dije volviendo a hacer
jaque al mover mi Alfil a siete-Dama. Él, tras desplazar de nuevo con su Rey
a uno-Alfil, contempló el tablero, sorprendido. Sonreí con satisfacción.
Estaba perdido.
—No tienes salida. El juego se terminó —anuncié mientras capturaba su
Caballo con mi Alfil—. Jaque mate.
—¿Sabes una cosa? —me confesó, con estupor, tras contemplar el tablero
un buen rato —es la primera vez que pierdo una partida en bastantes años…
—dijo extendiendo su mano hacia mí.
En ese momento, se abrió la puerta dando paso a Carreras, seguido de tres
agentes armados.
—Es suficiente, Ángel. Tenemos lo que necesitábamos —me informó.
Luego, dirigiéndose a él— Ricardo Salmerón Orenes, queda usted detenido
bajo la acusación de homicidio y organización criminal. Le informo que tiene
derecho a…
Mientras uno de los polis me ayudaba a retirar de mi cintura todo el
armatoste que componía el sofisticado equipo de escucha, dirigí una última
mirada al educador, que no salía de su asombro. Sin oponer resistencia
alguna, permitió que un imberbe agente uniformado le ajustara sendos
grilletes alrededor de sus enormes muñecas.
—Muy bien jugado. Enhorabuena, Ángel —acertó a decir, una vez
Carreras terminó con su retahíla—. Has sido mi segundo error. Debería
haberte quitado de en medio al principio —reconoció, mientras aparecía en su
cara una enorme y cruel sonrisa—… O bien, haberme asociado contigo…
No contesté. Me limité a observar cómo se lo llevaban sin oponer
resistencia. Ni siquiera me asomé fuera para verlo entrar en el coche patrulla.
Según me contaron más tarde, tenía la mirada perdida, como un hipnotizado
de feria.
Carreras, que había permanecido a mi lado, me tocó en el hombro.
—Bueno, muchacho. Creo que con lo de hoy, tu cuenta con la justicia está
saldada, de momento. El Fiscal me ha autorizado a comunicarte que
finalmente no presentará cargos contra ti por haber ocultado información —
me indicó, pagado de sí mismo.
—No lo he hecho por eso.
—¿Entonces?
—Es que verás, el tipo me había tocado las narices. Se creía más listo que
yo. Y eso es algo que nunca he soportado…
SIEMPRE VUELVEN

Imagino que si esto fuera una novela y yo un personaje de ficción, la


historia terminaría aquí, con los “malos” entre rejas y el héroe recibiendo su
justa recompensa.
Lamentablemente, no lo es. La vida real resulta mucho más dura y cruel de
lo que pueda imaginar cualquiera de esos escritorzuelos que vomitan con
fruición sus chorradas sobre un papel, sin tener ni puta idea de la mierda que
hay fuera. He intentado leer alguna de esas bazofias literarias y reconozco no
haber podido pasar ni del primer capítulo en la mayoría de ellas.
Sólo en una ocasión fui capaz de disfrutar de una novela. Recuerdo muy
bien su título, ya que el argumento consiguió cautivarme de tal manera que
llegó a convertirse en mi libro de cabecera: “A sangre fría”, escrita por un
fulano llamado Capote. Narra la historia real de dos convictos, en situación
de libertad condicional, que asesinan a los cuatro miembros de una familia,
tras sentirse frustrados al comprobar que no iban a poder hacerse con el botín
esperado. En mi opinión, dos auténticos gilipollas. Matar sin sentido no es
inteligente. Y no es que considere que la vida de una persona sea algo
importante en realidad; al contrario, estoy convencido de que cualquiera es
prescindible, en caso necesario. Al fin y al cabo, somos muchos los que
habitamos este planeta, por lo que uno más o menos, ¿qué más da?... Pero lo
que no entiendo y al mismo tiempo me atrae de la historia de estos dos
individuos —creo que al final fueron condenados a muerte— es la
tranquilidad con que llevaron a cabo un acto tan inútil. No les importó para
nada las posibles consecuencias a pesar de que saber que los conduciría al
patíbulo, como así fue.
Y, sin embargo, no puedo evitar sentirme identificado con ellos. Yo mismo
he estado muchas veces a punto de dejarme llevar por mis pulsiones y de
cometer una locura de ese tipo. Una mujer que me rechaza, o simplemente
alguien que ha tropezado conmigo en la calle, pueden provocarme una rabia
de tal magnitud, que suscite en mí deseos de matar. Y lo que me ha frenado
siempre, ha sido la certeza de que no iba a sacar ningún beneficio de ello.
Puedo abofetear a la muchacha que me desprecia o golpear al atontado que
tropieza conmigo, pero nunca iría más allá. Nuestra naturaleza puede ser muy
similar. Los tipos descritos por Capote y yo, vemos la vida bajo el mismo
prisma, con los mismos colores, mas con una sutil pero importante diferencia:
yo sé controlar mis deseos.
En fin, creo que estoy comenzando a disgregarme. O quizá, tan sólo quiero
que entiendas mejor lo que ocurrió después.
Tras la detención de Ricardo, el resto de la organización se vino abajo
como un castillo de naipes. La desaparición de la persona que movía los
hilos, cuya imagen apareció en todos los telediarios del país durante varias
semanas, permitió la desarticulación progresiva de la compleja red que el
fingido educador había ido tejiendo durante los últimos años. Como se ha
dicho, La Pinada constituía una especie de unidad de operaciones. De allí
partía la droga hacia otros centros similares, que a su vez distribuían material
por toda España.
La mecánica era en realidad muy simple. Los internos “de confianza”
recibían, en ocasiones, permisos que no se notificaban a sus respectivas
familias. Eran legales, ya que contaban con la firma del propio director —que
los autorizaba desconociendo su verdadero objeto, como es lógico—, pero
que no llegaban a registrarse nunca en sus respectivos expedientes. Una vez
fuera, se trasladaban, en compañía de la trabajadora social y algunos de los
monitores involucrados, al lugar de recepción de la droga, en algún punto de
la costa de Murcia. Allí, se les invitaba a una comida o cena, cuyo plato
principal eran las cápsulas de látex conteniendo cocaína. Por regla general,
cada uno de ellos transportaba hasta veinte o treinta cápsulas. A continuación,
y siempre bajo un férreo control, se les trasladaba a los siguientes puntos de
distribución, donde tras ingerir algún laxante prescrito por el psiquiatra,
hacían “entrega” de su valiosa carga.
Como explicó Ventura, en raras ocasiones, se producía alguna incidencia,
como la rotura de las cápsulas, en cuyo caso se trasladaban con urgencia al
centro para proceder a su extracción de forma segura.
Por tanto, la trabajadora social asesinada por su jefe/amante, una tal Ana
González Serna, era uno de los activos más importantes del negocio. Con ella
desaparecida, todo comenzó a ir mal para Ricardo y su organización, ya que
era la encargada de contactar con los menores, así como de controlarlos y
dirigirlos en el exterior. Aprovechaba para ello las atribuciones y ventajas que
le proporcionaba su profesión, como principal responsable del bienestar
social de los adolescentes.
Su asesinato fue el mayor error cometido por Ricardo. Si hubiera sido
capaz de controlar su impulso homicida en este caso, nunca lo habrían
descubierto, ya que su identidad era totalmente desconocida para el resto de
los miembros de la organización que dirigía.
Los periódicos y la televisión estuvieron bombardeando al público con los
escabrosos detalles acerca del funcionamiento y alcance de “la banda de La
Pinada”, como fue bautizada, durante bastante tiempo. Por supuesto, se habló
también mucho y bien del inspector Carreras, que fue presentado como el
héroe que había sido capaz de desarticular a la famosa organización criminal
y poner en manos de la justicia a sus principales responsables. Creo que a los
pocos meses fue ascendido a inspector jefe.
Mi nombre, así como los de Santiago, Lolo, o los gemelos, nunca fueron
mencionados. En alguna ocasión se insinuó algo sobre la colaboración de
varios menores que habrían filtrado información vital para el esclarecimiento
del caso, pero poco más. Por supuesto ni a mí, ni a Santiago, nos importó lo
más mínimo permanecer en el anonimato. No puedo decir lo mismo de Lolo
y de los gemelos, que se desgañitaban ante el resto de internos sobre su
importante participación en la famosa operación. Al principio, eran
escuchados con deleite y admiración por parte de los muchachos, en especial,
por los de más reciente ingreso. Sin embargo, con el paso del tiempo,
comenzaron a ser simplemente tolerados y, por último, ignorados.
Llegando Navidad —la segunda que iba a pasar allí— se recibió una
instrucción de la Consejería por la que se ordenaba el traslado de los tres a
otro centro, mucho más moderno y dotado de mejores instalaciones, recién
inaugurado. Los muy imbéciles recibieron la noticia como si se tratara de una
especie de premio. Yo en cambio me preocupé.
Mis temores crecieron después de transcurridas las fechas navideñas. Una
mañana del mes de enero, Santiago se acercó a mí con aire compungido.
—Ángel, tengo que hablar contigo.
—Soy todo oídos.
—Acabo de salir del despacho del director Mendoza. Me ha dado una
noticia sorprendente.
—Parece ser algo malo —señalé— no tienes buen aspecto.
—En realidad, se tratan de buenas noticias. Las esperaba hace mucho
tiempo. Han revisado mi caso en el juzgado… Al parecer me han concedido
la libertad condicional —me anunció en tono de incredulidad.
Me esperaba una cosa así desde el mismo momento en que comenzó a
hablar. Algo se volvió a remover en mi interior. Aquello ya no me gustaba ni
una pizca. Quizá me estaba volviendo un poco paranoico, pero resultaba
demasiado casual que, en tan corto espacio de tiempo, el grupo que había
participado en la detención de Ventura y Ricardo estuviera siendo dispersado
de forma tan flagrante.
—No puedo decir que me alegre, lo siento —reconocí al fin.
—He de confesar que le estaba tomando el gustillo a esto. En “La Pinada”
no he sido nunca el Santiago empollón y repelente del colegio. A pesar de
todo lo ocurrido, aquí me he sentido más respetado y apreciado que en
ningún otro lugar.
Noté cómo sus ojos se bañaban en lágrimas; estaba claro que mi
compañero lamentaba tener que marcharse. Y aunque no lo quisiera
reconocer, yo también. Lo echaría de menos. No sé si alguna vez sentiré
cariño por alguien, pero desde luego llegué a apreciar la fidelidad del
muchacho gordo y con aspecto de intelectual que tenía delante.
—¿Cuándo te vas?
—Mañana. Vendrán mis padres a buscarme —me dijo restregándose los
ojos.
—Bien. En ese caso, disfrutemos el tiempo que te queda.
Se marchó al día siguiente. Sus padres, acompañados de su hermanita,
llegaron a primera hora de la mañana después del desayuno. Parecían muy
felices cuando Santiago, eufórico, se arrojó en sus brazos entre risas. Una
escena conmovedora…
Así que ahora estaba completamente aislado en “La Pinada”. Por primera
vez en mi vida, me sentí solo. No sé si echaba de menos su compañía, o sólo
se trataba de rabia por haber sido desposeído de algo que consideraba ya de
mi propiedad. Lo cierto es que estuve melancólico un par de días. Pero la
vida continuó y yo también. No sentí la necesidad de hacer nuevos amigos. Si
lo hubiera querido, me habría resultado fácil congregar un grupo de
“ayudantes”, aunque la verdad, en aquellos momentos, prefería la soledad.
Por otra parte, el mal presentimiento que me sobrevino tras la insólita marcha
de mis antiguos colegas, hizo que mantuviera mis sentidos en alerta.
Sospechaba algo. No era una idea clara, sino más bien pensamientos difusos,
sin forma concreta… Aun así, me causaban una extraña desazón.
Una semana después, fui citado al despacho del nuevo psiquiatra, un tal
Mateo Hernández, al que hasta entonces no conocía en persona, aunque sí lo
había visto en alguna ocasión paseando sonriente por el patio. Por su
apariencia física le había calculado unos cuarenta años. De corta estatura, sus
pequeños ojos rasgados y sus finas y largas orejas ligeramente puntiagudas,
le conferían el aspecto de un duendecillo travieso.
Sonreía siempre, sí. De forma extraña. Era de esas sonrisas que se quedaba
en los labios, sin incluir nunca la mirada. Una falsa sonrisa… Yo las conozco
muy bien. Además, había otra cosa que no me cuadraba de él. Me parecía
extraño que nunca me hubiera dirigido la palabra, a pesar de mi reciente
notoriedad. De hecho, cuando por casualidad nos cruzábamos, ni siquiera
levantaba la cabeza. Esta aparente indiferencia hacia mí, la pobre curiosidad
mostrada por una persona cuyo principal objeto de estudio debía ser la
naturaleza humana, me llamó la atención desde el principio.
Iba dándole vueltas a esto la tarde que me dirigía a su despacho (antes
ocupado por el siniestro Campillo). Hoy por fin, tendría que mirarme y hablar
conmigo, pensé con cierta expectación. Llamé a la puerta con tres suaves
pero firmes golpes, y esperé. Tras un breve instante de silencio, otra voz, más
juvenil y endulzada, me invitó a entrar.
En el interior del despacho, junto a Mateo Hernández, se encontraba la
delgada y pálida figura del director Mendoza: “el cura”, como se le llamaba
allí. José Mendoza era un hombre de unos sesenta años de edad, de pelo
canoso y rizado, y claros ojos grisáceos. Aunque de elevada estatura, solía
caminar algo encorvado, lo que le restaba presencia. A ello se unía su
extrema delgadez, debida quizá, a unos espartanos hábitos alimenticios. En su
caso, la mirada sombría y grave con que me recibió, contrastaba con la
sonrisa amistosa que mostraba su compañero, el loquero.
Sin pedir permiso, me senté en una silla frente a ellos y esperé.
—Hola Ángel, buenas tardes —me dijo el psiquiatra, nada más tomar
asiento.
—Buenas tardes, doctor —respondí, procurando mostrarme amable. Una
vez más, mi historial médico se encontraba sobre esa mesa. Reconocí de
inmediato la letra de Campillo en algunos de los documentos. Hernández
había extraído, en concreto, el último informe redactado por éste con el cual
me amenazó meses atrás, poco antes de su detención.
—El director y yo hemos estado revisando tu expediente a lo largo de estos
días. El último informe psiquiátrico, emitido por el doctor Campillo, nos ha
hecho albergar algunas dudas sobre la conveniencia de que permanezcas aquí
—me explicó, manteniendo su perfecta sonrisa.
Paseé mi mirada de uno a otro. Aunque la cara del psiquiatra parecía querer
transmitir tranquilidad, pude observar cómo la mano que sostenía el
documento temblaba ligeramente. Aprecié además una pequeña gota de sudor
que acababa de formarse en su frente cubierta de entradas. Resultaba evidente
que el doctor estaba nervioso.
En cuanto a Mendoza, permanecía impasible, aunque me pareció notar
cierta sensación de rabia contenida.
—El doctor Campillo falseó ese informe. Como saben, en la actualidad está
pasando una temporada en la prisión de Sangonera. Es un criminal —les
recordé.
—Será mejor para ti que calles y escuches lo que el doctor tiene que decirte
—intervino ahora Mendoza, en tono bajo, aunque tenso.
—Déjeme esto a mí, por favor, señor director —le rogó Hernández—.
Como te decía, Ángel, tras leer atentamente el informe de tu anterior
psiquiatra, me veo en la obligación de volver a examinarte. Ten en cuenta que
de nosotros depende el bienestar de muchos jóvenes, incluido tú. Estoy de
acuerdo en que la sospecha que existe sobre el doctor Campillo desvirtúa en
parte su diagnóstico, pero debo asegurarme, por el bien de todos.
—¿Eso quiere decir que volverá a atosigarme a estúpidas preguntas, para
saber si estoy loco? —inquirí con aire de fastidio.
—Más o menos. No lo consideres un ataque hacia ti. Piensa que es mi
responsabilidad y que la decisión que yo tome será únicamente pensando en
el beneficio tuyo.
Mi intuición me avisaba de que todo aquello no era más que una escena
preparada. Un lazo. Pero, ¿por qué? ¿Qué interés podían tener esos dos
individuos en seguir atormentándome…? Mientras reflexionaba en silencio
me fijé en un cuadro que había detrás del psiquiatra. Parecía su orla de
graduación. En la parte de arriba, aparecía en grande el título de “Universidad
de Murcia”. Debajo, figuraba en letra gótica la leyenda, “Promoción 1994-
2000”. Me distraje mirando las caras de los que, probablemente habían sido
compañeros de estudios del pingajo humano que tenía ante mí.
De repente, tuve un sobresalto. Encima de todos ellos estaban las
fotografías de sus profesores, donde destacaba, en el centro, el odioso rostro
de Ignacio Campillo.
—¿Qué estás mirando? —preguntó en ese momento Mendoza, que se había
percatado de mi interés por el cuadro.
—Era tu “profe” en la Universidad, ¿verdad, enano? —le espeté al
psiquiatra.
—¿Cómo dices? —dijo éste, tragando saliva.
—Digo que ese hijo de perra fue tu profesor, y apuesto que algo más…, ¿tu
mentor, quizá? ¿Tu padrino? ¿Un amigo de la familia?
Con diáfana claridad, supe ver en su mirada culpable que había dado en la
diana. Me levanté de la silla y descargué mi puño sobre la mesa.
—¿Qué queréis de mí, cerdos? ¿QUÉ QUERÉIS, HIJOS DE PERRA…?
Toda mi ira, acumulada durante casi dos años, explotó esa tarde. Noté una
sensación de alivio infinito. Fue como si al fin hubiera conseguido vomitar
una comida pesada, tras meses de dolorosa indigestión. A menudo he oído la
palabra catarsis describiendo sensaciones muy similares a las que yo sentí en
ese momento, mientras me arrojaba sobre ese pútrido excremento de ser
humano, y lo golpeaba una y otra vez, inmisericorde.
No sé cuánto tiempo estuve así. Segundos o minutos… Ojalá hubieran sido
horas. En un momento dado, noté como uno o varios individuos me sujetaban
y arrojándome al suelo con violencia, conseguían inmovilizarme. A
continuación, sentí un familiar pinchazo en el muslo; el mundo comenzó a
alejarse de mí, así como los sonidos que oía cada vez más lejos. Después, me
hundí en la nada…

Enseguida reconocí la sensación. La amnesia inicial, el entumecimiento, la


dificultad para pensar… Estaba de nuevo drogado, y una vez más, en una
cama, sujeto por cuatro arneses. Abrí los ojos con precaución, anticipando la
molestia que podría producirme la luz directa repentina. Tras parpadear
varias veces, mi mente pareció aclararse.
Me encontraba en mi habitación. En efecto, me habían vuelto a amarrar a
mi cama, de forma que sólo podía mover el cuello y ligeramente el torso. A
mi derecha, sentado en una silla, observándome con recelo, había un monitor
de los nuevos. En cuanto se percató de que estaba despierto, salió del
dormitorio sin decir palabra. Cinco minutos después, regresaba acompañado
del director.
—Suélteme esto —le ordené, nada más verlo aparecer.
—Creo que eso no va a ser posible, de momento —contestó ceñudo—. El
pobre Mateo aún está recuperándose de la paliza que le propinaste.
Permanecí un momento en silencio, pensando en mi situación actual. De
nuevo, había perdido el control, cediendo a mis instintos; actuando de manera
impulsiva. Pero la cosa ya no tenía remedio. Y todo por una simple orla de
graduación. Tarde, comprendí que podía tratarse de una maldita casualidad.
En cualquier caso, había cometido un error.
—¿Qué me va a ocurrir?
—Ayer agrediste de forma salvaje al psiquiatra del centro, sin que se
produjera ningún tipo de provocación previa —explicó en tono de
reprobación— es un motivo más que suficiente como para mantenerte en
contención mecánica una larga temporada. Continuarás inmovilizado hasta
que consideremos que ha desaparecido el riesgo.
—Puede usted comprobar que ahora estoy sereno. Ya no soy un peligro
para nadie.
—Eso lo debe decidir tu psiquiatra. Vendrá a verte cuando esté recuperado
de sus heridas —me informó con algo demasiado parecido al sarcasmo.
—Ustedes no me conocen. Deberían dejarme en paz.
—¿Me estás amenazando? —preguntó cortante. De nuevo, reapareció la
cólera en sus ojos.
—Sólo advirtiendo.
—Te voy a enseñar algo —dijo subiéndose la manga y descubriendo una
profunda y fea cicatriz de forma alargada a la altura del antebrazo—. En mi
pasado fui militar de rango. Esta herida que ves no me la causó el enemigo,
en la guerra. Fue un soldado raso. Por negarle un permiso para poder visitar a
su novia
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo? —le espeté.
—Dijeron que estaba loco. Una psicosis. Estuvo ingresado un par de meses
en un psiquiátrico y luego, a la calle.
—Yo no estoy loco.
—Eso ya lo veremos. Delincuente o no, tu anterior psiquiatra dictaminó
que no estabas en tus cabales. Lo comprobaremos. Se te reevaluará. Y si
resulta que padeces algún tipo de trastorno mental, me encargaré de que te
trasladen a donde puedan ayudarte.
Por su tono, enseguida me di cuenta de que, al menos por su parte, la
decisión estaba tomada. Qué paradoja más increíble. Tras haber salido airoso
contra una banda organizada y un asesino profesional, finalmente este viejo
fanático traumatizado y su psiquiatra enano iban a conseguir enterrarme en
un manicomio. Esta vez, sin embargo, pude controlar mi ira. Guardé silencio
y recostándome en la cama, aparté la cabeza hacia el otro lado con el fin de
ocultar a ese engendro de mi campo de visión. Me hizo alguna pregunta más,
pero fingí no oírla.
Pasé en esa situación seis días más.
Los monitores me traían la comida y en ocasiones, me acercaban la cuña.
Se me colocó un pañal, que cambiaban dos veces al día. Además, se me
lavaba en la cama, ya que al parecer había órdenes estrictas de no quitarme
las correas hasta que no lo indicara el psiquiatra. A partir del segundo día,
comenzaron a administrarme heparina, para evitar que se formaran coágulos
en mi torrente sanguíneo. El cuarto y quinto día se vieron obligados a
realizarme cambios posturales cada cuatro horas, al detectar que estaban
apareciendo úlceras en partes de mi cuerpo. En estas ocasiones, alguno de los
monitores trataba de hablarme, aunque sin recibir contestación por mi parte.
Y todas las noches, me administraban unas pastillas, cuyo objeto, según
decían, era el de facilitarme el sueño. Las aguantaba en la boca el tiempo
suficiente hasta que se marchaban y después las arrojaba directamente al
suelo. Imagino que las encontrarían al día siguiente, cuando limpiaban la
habitación, pero nunca nadie lo mencionó.
Durante todo ese tiempo, permanecí en absoluto silencio.

LA PURGA

Esa noche, la primera de abril, la luna brillaba con intensidad derramando


su luz generosa sobre las cortinas de mi habitación. Tras comprobar el reloj,
decidí ponerme en marcha. Me esperaba una larga jornada.
Llevaba una semana preparándolo todo. En ese tiempo, había aprovechado
mis escasos momentos de ocio para trabar amistad con los responsables del
almacén. Así, conseguí averiguar dónde se dejaban estacionados los
vehículos oficiales del centro durante la noche. La flota de automóviles de La
Pinada contaba, al parecer, con tres unidades: una vieja Citroën, que solían
utilizar para transportar las provisiones que se encargaban de comprar los
monitores cada viernes, y dos Peugeot 306, de más de diez años, destinados a
traslados oficiales o a algún otro servicio especial.
Antes, había llevado a cabo una pequeña exploración, a modo de ensayo
general, en la que pude comprobar que, efectivamente, los tres vehículos se
hallaban en el lugar indicado, detrás del edificio del gimnasio y
completamente abiertos. Tras un rápido examen, observé que uno de los
Peugeot se encontraba en mejores condiciones que el resto. El
cuentakilómetros, apenas llegaba a los cien mil, lo que, para la antigüedad del
coche, no estaba nada mal. Por último, tanteé bajo el volante, esbozando una
sonrisa: me resultaría muy fácil, llegado el caso, realizar un “puente” y
ponerlo en marcha. Tras asegurarme la huida, decidí echarle un rápido
vistazo al almacén antes de volver a mi habitación.
La puerta se encontraba cerrada con una cadena y un sencillo candado
“Lince”, que pude abrir en cuestión de minutos con un par de clips,
manipulados hasta darles la forma de una rudimentaria llave de tensión y una
ganzúa. La técnica de aperturas de candados es muy sencilla. En primer
lugar, se introduce la llave de tensión en la parte inferior del ojo de la
cerradura, ejerciendo una ligera presión. A continuación, con la ganzúa
improvisada encajada en la parte superior de la misma, se debe manipular con
cuidado, hasta notar el chasquido que producen los pernos al deslizarse.
Finalmente, un sencillo giro con la llave, deja el candado en cuestión abierto.
Tras acceder al almacén, realicé un breve examen de su interior. Aunque no
disponía de linterna, esa noche la luna llena brillaba en todo su apogeo, por lo
que no me resultó difícil distinguir el heterogéneo grupo de cachivaches que
se amontonaba allí dentro: una segadora, varios equipos de jardinería, un
aparato de gimnasia estropeado, diversas latas de contenido indeterminado,
dos escaleras desplegables y por supuesto en un rincón, aquello que yo iba
buscando: un par de bidones vacíos y una fina manguera corta. Después de
haber comprobado que por ese lado tampoco habría dificultad, salí del lugar
cerrando de nuevo el candado con cuidado de que todo quedara igual que
antes. Por último, dando por terminada mi pequeña exploración, regresé
satisfecho a mi dormitorio.
La fecha elegida fue un viernes, dos noches después de esa incursión. Al
ser víspera de fin de semana, la dotación de personal del centro era mucho
menor. Del mismo modo, la mitad de los internos se encontraría disfrutando
de permiso con su familia.
Eran las tres de la mañana cuando me levanté de la cama, donde
permanecía vestido con un sencillo pantalón de chándal oscuro y una
camiseta negra. Agradecí en mi fuero interno no tener asignado aún
compañero de habitación, ya que me hubiera visto obligado a eliminarlo. Mi
plan era muy sencillo, tanto más cuando ya había realizado algo parecido
años atrás. Esbocé una sonrisa al recordar aquella tarde, en compañía de
Sebas, José Carlos y Rubén. A punto estuvimos de cargarnos a una vieja
entrometida, pero el asunto al final había resultado de lo más divertido.
… Y lo de esa noche prometía ser sencillamente grandioso.
Oculto entre las sombras, salí de la habitación por la pequeña ventana y
regresé al almacén. Forcé la cerradura del candado de la misma forma, y
penetré en su interior. Localicé enseguida esta vez, los bidones y la fina
manguera, que introduje en una bolsa de lona. Así mismo, recogí una de las
escaleras, un par de guantes, y una linterna. Después salí de allí, esta vez sin
mirar atrás, dirigiéndome hacia el lugar donde aguardaban estacionados los
tres viejos vehículos.
De nuevo, los habían dejado abiertos. Introduje la fina manguera por el
agujero del depósito de gasolina de la furgoneta y realicé una fuerte
aspiración. Cuando adiviné la llegada del combustible a través de ella, lo
dirigí con presteza hacia los bidones donde escancié el preciado líquido.
Ahora venía la parte peligrosa. Con mi pesada carga, caminé hacia el
pabellón central. Siempre pegado a las paredes de los distintos edificios, sin
quitar ojo a la pequeña construcción donde permanecía el único vigilante
despierto a esas horas, conseguí llegar a la puerta principal sin ningún
contratiempo. Una vez allí, dejé los bidones y la escalera en el suelo. Giré la
manivela de la puerta, pero ésta se resistió…
Primer contratiempo. La cerradura era además de seguridad, por lo que, en
esta ocasión, un par de clips no sería suficiente.
Sin detenerme más tiempo, comencé a caminar alrededor del edificio,
observando las ventanas. Con pesar comprobé que estaban todas cerradas por
dentro. Así, llegué finalmente a la que correspondía al despacho del director.
También parecía cerrada a cal y canto, por lo que en un arranque de
frustración la empujé rabioso, con fuerza: ante mi sorpresa, se abrió de par en
par con un pequeño estrépito. Alarmado, volví a dirigir mi atención hacia el
puesto de vigilancia. La luz que iluminaba la pequeña caseta parpadeó un
instante al asomarse la cabeza del segurata, así que me arrojé al suelo
rogando que no me hubiera visto. Se encontraba a unos veinte metros de
distancia. Si el tipo decidía salir a comprobar el ruido, descubriría sin duda
los bidones, y tendría que acabar con él. Por suerte, se limitó a salir a la
puerta de su habitáculo, y dirigir una mirada distraída alrededor. Después, al
parecer satisfecho, volvió dentro y cerró. Respiré aliviado.
Dejé pasar un par de minutos más, regresé al lugar donde había
abandonado mi carga y tras recuperar los bidones, los trasladé hasta la abierta
ventana del director. Reflexioné sobre la paradoja que suponía que
precisamente fuera ese cabrón quien me facilitara el acceso al interior del
lugar.
Elevé los recipientes repletos de gasolina y los apoyé el dintel de la
ventana. Después subí yo mismo y me deslicé de un salto hacia el interior del
oscuro despacho. Una vez dentro, los recogí con cuidado, depositándolos a
continuación en el suelo, junto a mí. La escalera portátil había quedado
apoyada en la entrada principal del pabellón: de momento no la iba a
necesitar. Luego cerré la ventana y encendí la linterna.
En principio, el pabellón común, donde se encontraban los despachos y
aulas del centro, debía estar deshabitado por la noche, ya que se utilizaba sólo
para tareas administrativas y de formación. El personal del centro comenzaría
a acudir a partir de las seis de la mañana, cuando se iniciaban las tareas de
limpieza. Me quedaban, por tanto, un par de horas por delante. Más que
suficiente. Recogí uno de los bidones, y tras enfundarme los guantes de
jardinero, recorrí el largo pasillo vertiendo su contenido de manera más o
menos homogénea; no tenía intención de ocultar mi autoría, pero me
preocupaba sobremanera mancharme las manos de gasolina. Por último,
llegué a su despacho.
Todavía conservaba vívida en mi retina la tensa escena:
Sucedió al día siguiente de soltarme de la cama. En todo ese tiempo, el
loquero no se había presentado a evaluar mi situación ni una sola vez.
Imaginé que lo había dejado tan mal parado que no era capaz de acercarse a
mí, lo cual me producía cierto regocijo. Y, en efecto, cuando acudí a su
despacho, esta vez escoltado por dos vigilantes, pude comprobar el penoso
estado en que había quedado su fea cara de gnomo.
Ya no sonreía. A pesar del tiempo transcurrido, casi una semana, uno de los
ojos aún presentaba una fuerte hinchazón. Además, su rostro amoratado,
mostraba ese color violáceo-amarillento que adquieren los hematomas con el
tiempo. Intenté imaginar el estado que habría presentado al día siguiente de la
paliza, lo que me proporcionó una placentera sensación de bienestar. Por un
breve instante, fui feliz.
Observé que, en el momento de entrar yo, el energúmeno estaba hojeando,
una vez más, mi historia clínica. Levantó, vacilante, su mirada hacia mí,
dirigiéndola acto seguido a los dos enormes vigilantes que me acompañaban.
Más tranquilo al parecer, y tras carraspear varias veces, se decidió por fin a
hablarme.
—Siéntate, Ángel, por favor.
—Prefiero permanecer de pie, si no le importa.
Me miró por un instante con expresión de alarma. Pensé que la paliza le
estaba pasando factura a su cerebro. Parecía funcionar más lento de lo
normal.
—De acuerdo, claro, como quieras —masculló al fin— les he pedido a los
compañeros que te hagan venir porque quería comentarte algo que te
concierne.
—Usted dirá —repliqué indiferente, mirando por encima de su hombro.
—Verás, después de lo que ocurrió durante nuestra última entrevista… —
en este momento se detuvo, al observar que sonreía—… quiero decir… he
pensado mucho en ti, Ángel.
—No me cabe la menor duda, doctor —interrumpí, ampliando mi sonrisa.
Volvió a mirarme. Esta vez no con aprensión, sino con algo más feo.
Reconozco perfectamente el odio cuando lo veo.
—Bien, entonces comprenderás que me he visto obligado a revisar tu caso.
Y a la luz de lo ocurrido, considero que, de momento, nosotros no podemos
ayudarte. Necesitas otro tipo de intervención. Una terapia que aquí no
podemos ofrecerte…
Volvió a mirarme, esperando sin duda algún tipo de reacción. Sin embargo,
no abrí la boca. Sabía muy bien a dónde quería ir a parar, y no iba a darle la
satisfacción de facilitarle el trago.
—Por lo tanto —continuó— el señor director, a petición mía, ha solicitado
tu ingreso en una unidad de psiquiatría.
—¿Cuándo me trasladarán? —interrumpí de nuevo.
—Dentro de un mes. Salvo que ocurra un incidente grave antes, claro… —
dijo, en tono de amenaza.
—De acuerdo —me limité a contestar— usted es el experto. Si considera
que estoy enfermo, y necesito un tratamiento, así será —dije, volviendo a
sonreír.
Imagino que el enano esperaba cualquier tipo de respuesta menos esta,
puesto que abrió desmesuradamente sus pequeños ojos de duende. Incómodo,
cambio de posición en la silla, sin saber qué decir.
—¿No quieres conocer el diagnóstico con el que ingresarás?
—No, gracias. ¿Puedo marcharme ya? —pregunté impaciente.
—Claro… por supuesto. Te mantendremos informado, Ángel. Comprende
que es mi responsabilidad velar por el bienestar de todos aquí. Y, con
sinceridad, creo que la psiquiatría puede hacer mucho por ti, en estos
momentos.
—Estoy convencido de ello —dije, dándole la espalda—. Una última cosa,
doctor —añadí ya desde la puerta— quiero que sepa que no olvidaré mientras
viva, todo lo que está usted haciendo por mí. Nunca. —Remarqué con
frialdad, clavando mis ojos en los suyos. El médico me contempló con aire
asustado un momento, y luego bajó la cabeza. A continuación, salí cerrando
la puerta silenciosamente tras de mí.
Casi un mes después, me encontraba de nuevo en ese mismo despacho. Me
hubiera gustado que el enano estuviera allí también. Pero no importaba. Todo
llegaría a su debido tiempo.
Recogí mi expediente —aún encima de su mesa—, y me lo guardé en el
pantalón. A continuación, rocié de gasolina toda la habitación y salí dejando
la puerta abierta. De momento, el fuego purificador. Más adelante, ya
veríamos. Acto seguido elaboré, con las propias hojas de mi historial, varias
bolas de papel a las que fui prendiendo fuego con un pequeño mechero “Bic”.
Lo había ocultado un año antes, tras el techo desmontable del cuarto de baño,
por si se presentaba la oportunidad de conseguir un pitillo. Ahora le iba a dar
un empleo mucho más satisfactorio.
A medida que iba retrocediendo y con las manos protegidas por los guantes
sustraídos del almacén, dejaba caer las improvisadas bolas de fuego a mi
paso, creando poco a poco el incendio. Por último, salí de nuevo al exterior a
través de la ventana del despacho de Mendoza. Una vez fuera y a salvo,
arrojé la última bola de papel encendida, asegurándome así de que esa
habitación también quedara calcinada y corrí hacia el almacén. Vertí en su
interior el resto de la gasolina y le prendí fuego. Entre los objetos
almacenados allí, había visto restos de latas de pintura, aceite o lubricantes en
aerosol, por lo que pensé que podría producir unos bonitos fuegos artificiales,
a modo de despedida. Después, siempre corriendo, me dirigí hacia el lugar
donde me aguardaban los dos vehículos.
Me sentía excitado y eufórico. La descarga de adrenalina que recorrió todo
mi cuerpo tras completar con éxito mi plan, me provocó una sensación de
placer intenso, sólo comparable a un orgasmo. Notaba mi corazón latir
desbocado en mis sienes y en el pecho: ¡BUM! ¡BUM! ¡BUM! ..., como un
reloj demencial. Riendo a carcajadas, subí de un salto al Peugeot y tras
reventar con un destornillador el mecanismo que protegía el sistema de
encendido, liberé el tambor de la cerradura que giré, arrancando con facilidad
el motor.
Antes de partir, levanté la vista para contemplar mi obra.
Las llamas se alzaban ya por encima de ambos edificios. Largas lenguas de
fuego sobresalían de las principales ventanas, especialmente de las
pertenecientes a los despachos de esos dos hijos de perra. Vigilantes y
monitores comenzaban a correr de forma alocada hacia los pabellones-
dormitorio, intentando organizar la evacuación.
Debía darme prisa. Pronto irían en busca de los coches y me descubrirían.
Pisé el embrague y puse la primera, iniciando la marcha. El viejo Peugeot
trastabilló un poco al principio cuando solté el pedal con demasiada
brusquedad. Con las luces apagadas, salí dando tumbos de la zona de
aparcamiento y me dirigí hacia la puerta de acceso de la finca.
La barrera estaba bajada en ese momento, aunque no me importó. Al
contrario, pisé el acelerador a fondo, provocando la colisión: varios
fragmentos de madera impactaron sobre el parabrisas, deslizándose luego
hacia el suelo por la inercia del movimiento de mi vehículo. Recuerdo que, al
llegar a la altura de la caseta de vigilancia, miré hacia su interior, pero estaba
vacía. Probablemente, el segurata estaría con el resto, ayudando en las labores
de salvamento. Dudaba que, a esas alturas, nadie se hubiera dado cuenta de
mi fuga y, aun así, estarían demasiado entretenidos con el fuego, como para
atender la huida de un simple interno. Calculé que contaba con unas dos o
tres horas hasta que alguien diera la voz de alarma.
Me apoyé en el respaldo de mi asiento y traté de relajarme. A lo lejos, unas
sirenas: los bomberos o alguna ambulancia que se dirigía hacia “La Pinada”.
Oí entonces una tremenda explosión que me hizo recordar el almacén. Al
parecer habían guardado algo más allí, además de aerosoles y lubricantes. El
panorama que contemplaba desde mi posición era, por lo demás,
espectacular: gruesas columnas de fuego ascendían ya, enormes y terribles,
ocultando casi, el brillo de las estrellas.
Me retrepé un instante y sonreí de placer, dedicando un último recuerdo a
Santiago. Él nunca lo sabría, pero era, en parte, responsable de ese momento
de gloria. Su historia, en la que sus dos acosadores terminaban envueltos en
llamas, gritando de puro dolor mientras se abrasaban vivos… ese uso del
poder purificador y redentor del fuego, había sido una genialidad, y en su
momento lo admiré y hasta lo envidié, lo confieso. En cierta medida, podría
decirse que el espectáculo de destrucción que había creado esa noche, era una
especie de homenaje hacia mi antiguo compañero de armas…
¿A dónde dirigirme ahora? No tenía esperanzas de permanecer en libertad
más allá de un par de días. Pronto tendría que abandonar el coche y seguir a
pie, pero aún así, mi descripción estaría en todos los vehículos policiales al
día siguiente. Me hubiera gustado tener tiempo para hacer una visita a mis
dos nuevos amigos, mas ni siquiera sabía dónde vivían. Tendrían que
esperar…
Sudaba. La ligera camiseta negra de manga larga que llevaba puesta se me
pegaba al cuerpo, húmedo y caliente. La tensión de la última hora, unida a las
altas temperaturas que acababa de experimentar, me había provocado un
calor intenso que amenazaba con abrasar todo mi cuerpo. Necesitaba
encontrar un lugar tranquilo y fresco lejos de allí, donde reflexionar y
aguardar mi detención.
Enseguida recordé el pantano de Santomera que había visitado durante una
excursión del colegio. Sería un sitio tan bueno como cualquier otro.
Algo más relajado, y con la cabeza despejada, conecté la radio y comencé a
tararear la primera canción que sonó:
“I'm on the highway to hell...highway to hell…”

EPÍLOGO

Acabo de releer el manuscrito, y confieso que me gusta bastante. Sería


una buena historia, si alguna vez llegara a publicarse, pero eso nunca
sucederá. Desgraciadamente, tendré que modificar la versión que decida
entregar a los loqueros. Hay cosas aquí que no deben saberse nunca. Podrían
crearme más complicaciones con la justicia. Sin embargo, creo que guardaré
la versión original. Me ha resultado tan placentero escribir todo esto, que
lamentaría perderlo ahora.
Fui capturado un domingo, dos días después de mi gran incendio, en una
plaza cercana a la catedral. El hambre y la sed pudieron más que mis ansias
de libertad, y, con sinceridad, nunca había tenido el propósito de prolongar la
fuga durante mucho tiempo.
Dejé el viejo Peugeot, ya casi sin gasolina, estacionado en doble fila en la
Gran Vía de Murcia y me acerqué andando hasta la puerta misma de la
catedral, donde me senté junto a un mendigo; un hombre simpático, que no
había tenido demasiada suerte en la vida. Tras compartir conmigo lo poco
que tenía, me estuvo contando que hasta hacía unos años regentaba un
próspero negocio de venta de inmuebles, pero que la crisis económica acabó
por arruinarlo. Desde entonces había pasado sus días entre estancias en el
hospital psiquiátrico en el que solía ingresar por intentos simulados de
suicidio, y albergues de todo tipo.
—¿Quieres leer algo interesante? —me preguntó al fin.
—Claro que sí.
—Parece ser que el viernes por la noche le metieron fuego a un centro
social o algo parecido. Y todavía están buscando al responsable —dijo
mirando mis manos, aún ennegrecidas.
—¿Si?... ¿Y crees que lo encontrarán pronto?
—No tengo ni la menor duda, muchacho —contestó sonriendo, y
mostrándome al hacerlo sus encías desnudas y repulsivas.
Solté una escandalosa carcajada.
—Ni yo tampoco, amigo. Ni yo.
Dos horas después, a las tres de la tarde, una pareja de policías locales que
patrullaba por la zona, me solicitó la identificación.
—Me llamo Ángel Salazar Ugarte —contesté ufano— y soy famoso,
muchachos.
Evidentemente, nada más ser capturado, se me trasladó a un manicomio, tal
y como me amenazó el futuro difunto doctor Hernández. Se encuentra en la
localidad de Espinardo, cerca de Murcia, y debo reconocer que es bastante
cómodo. Dispone de muchos jóvenes psicólogos y psiquiatras que se afanan
en entrevistarme una y otra vez. Uno de ellos, un extravagante loquero que
exhibe unos vistosos pendientes y luce el cabello pintado de azul turquesa,
me sugirió la idea de escribir mi historia.
Llevo aquí más de dos meses. Es un lugar muy agradable. Disponemos de
un amplio patio donde se permite fumar, y aunque yo al ser menor —acabo
de cumplir los diecisiete—, no estoy autorizado a ello, aprovecho cualquier
distracción de las auxiliares para conseguir un pitillo de alguno de los tarados
aquí ingresados. Contamos con una paupérrima biblioteca, un minúsculo
gimnasio, y hasta un terapeuta ocupacional que nos distrae a lo largo del día
con gilipolleces tales como cocina o manualidades. Por mi parte, paso el
tiempo leyendo y conectado a Internet. Para mí es muy importante
permanecer al tanto de lo que ocurre fuera.
En este tiempo he disfrutado de charlas a diario con psicólogos, enfermeras
y otros sujetos de la misma especie. Me evalúan una y otra vez; y después,
cuando creo que han terminado conmigo, me evalúan de nuevo. Yo, claro
está, siempre contesto en actitud complaciente con una alegre sonrisa, ahora
dibujada en mi rostro de forma permanente. Por supuesto, test. Decenas de
test. Los conozco todos de memoria y sé de la importancia que tienen para los
loqueros, así que miento de forma descarada en ellos. Y, por último, está el
tema de las pastillas. Casi siempre consigo eludir su estrecha vigilancia y las
escupo en una servilleta. Hay veces, sin embargo, en que esto me resulta
imposible, dada su estrecha vigilancia. En esas ocasiones, durante unas horas
me toca andar por ahí pesado, lento y somnoliento. Me cuesta pensar con
claridad, lo cual intensifica aún más mi odio.
Sin embargo, soy optimista. Creo que pronto saldré de aquí. Quizá unos
meses más, y seré libre de nuevo. Lo estoy deseando. Lo deseo con toda mi
alma. Nunca he ansiado nada con tanto ardor. Porque tengo muchos planes
para mi futuro. En una libretita de tapas negras que me regaló una amable
enfermera, he confeccionado una pequeña lista. En ella figuran, por supuesto,
Mendoza y Hernández. Pero también Campillo. Y Fran. Y Ventura. Y
tampoco me olvido de José Carlos, aquel socio que me delató en el juicio.
Tanto la lista como este manuscrito están guardados celosamente tras las
placas desmontables de escayola que cubren el techo de mi cuarto de baño.
Sé que lo más inteligente sería destruir ambos, pero me resisto a hacerlo.
Me ayudan a recordar…

FIN DEL PRIMER LIBRO


SOBRE EL AUTOR

José Antonio Jiménez-Barbero nació en Barcelona, en 1975. Tras ejercer


varios años como policía, obtuvo el doctorado en 2013 con una tesis sobre
violencia escolar. En la actualidad es profesor de la Universidad de Murcia,
donde imparte docencia en la Facultad de Enfermería y dirige varias líneas de
investigación relacionadas con el “bullying” y problemática adolescente.

Basadas en la amplia experiencia profesional y académica atesorada a lo


largo de esos años, sus obras de ficción abordan la problemática juvenil desde
una visión cruda y realista: El niño que no quiso llorar, Confesiones de un
psicópata adolescente, El rostro de la locura.

Además, ha realizado incursiones en el género del humor autobiográfico


(Desventuras de un padre novato) y del terror (Cuentos Oscuros).

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