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TEXTOS LITERARIOS CON VERBOS NARRATIVOS

El veneno se arrastraba por la Llanura del Norte, invadiendo los potreros y los establos. No se sabía
cómo avanzaba entre las gramas y alfalfas, cómo se introducía en las pacas de forraje, cómo se subía a los
pesebres. El hecho era que las vacas, los bueyes, los novillos, los caballos, las ovejas, reventaban por
centenares, cubriendo la comarca entera de un inacabable hedor de carroña. En los crepúsculos se
encendían grandes hogueras, que despedían un humo bajo y lardoso, antes de morir sobre montones de
bucráneos negros, de costillares carbonizados, de pezuñas enrojecidas por la llama. Los más expertos
herbolarios del Cabo buscaban en vano la hoja, la resina, la savia, posibles portadoras del azote. Las bestias
seguían desplomándose, con los vientres hinchados, envueltas en un zumbido de moscas verdes. Los techos
estaban cubiertos de grandes aves negras, de cabeza pelada, que esperaban su hora para dejarse caer y
romper los cueros, demasiado tensos, de un picotazo que liberaba nuevas podredumbres.
El reino de este mundo, Alejo Carpentier
Los dos hombres asintieron con la cabeza, pidieron más café, dedicaron tiempo y silencio a ofrecerse
cigarrillos y fósforos. Miraron por la ventana la calle gris y barrosa: Gálvez fue alzando a sacudidas la cabeza
pelada para un estornudo que no vino, después pidió la cuenta y la firmó. En el último charco de la calle
desierta el cielo se reflejaba, marrón y sucio. Larsen pensó en Angélica Inés y en Josefina, en cosas pasadas
que tenían la virtud de consolarlo. El astillero, Juan Carlos Onetti
Las clases de la Primaria terminaban a las cuatro, a las cuatro y diez el Hermano Lucio hacía romper
filas y a las cuatro y cuarto ellos estaban en la cancha de fútbol. Tiraban los maletines al pasto, los sacos, las
corbatas, rápido, ponte en el arco antes que lo pesquen otros, y en su jaula Judas se volvía loco, guau, paraba
el rabo, guau guau, les mostraba los colmillos, guau guau guau, tiraba saltos mortales, guau guau guau guau,
sacudía los alambres. Pucha diablo si se escapa un día, decía Chingolo, y Mañuco si se escapa hay que
quedarse quietos, los daneses sólo mordían cuando olían que les tienes miedo, ¿quién te lo dijo?, mi viejo, y
Choto yo me treparía al arco, ahí no lo alcanzaría, y Cuéllar sacaba su puñalito y chas chas lo soñaba,
deslonjaba y enterrabaaaaaauuuu, mirando al cielo, uuuuuuaaauuuu, las dos manos en la boca,
auauauauauuuuu: ¿qué tal gritaba Tarzán? Jugaban apenas hasta las cinco pues a esa hora salía la Media
y a nosotros los grandes nos corrían de la cancha a las buenas o a las malas. Las lenguas afuera,
sacudiéndonos y sudando recogían libros, sacos y corbatas y salíamos a la calle.
Los cachorros, Mario Vargas Losa
Al ver entonces a Coppelius me di cuenta de que ningún otro podía haber sido el Hombre de Arena;
pero el Hombre de Arena ya no era para mí aquel ogro del cuento de la niñera que se lleva a los niños a la
luna, al nido de sus hijos con pico de lechuza. No. Era una odiosa y fantasmagórica criatura que dondequiera
que se presentase traía tormento y necesidad, causando un mal durable, eterno.
El hombre de arena, E.T.A Hoffmann
Seldom asintió. Subimos y dejé que él hiciera la llamada. Después de atravesar una cadena de
operadoras logró por fin que lo comunicaran con Lorna. Seldom le preguntó cautelosamente si podía bajar al
segundo piso y comprobar si Frank estaba bien. Me di cuenta de que Lorna le hacía otras preguntas; aun sin
distinguir las palabras, alcanzaba a oír del otro lado de la línea su tono intrigado. Seldom sólo le dijo que
había aparecido un mensaje en el Instituto que lo había dejado algo preocupado. Era probable, sí, que el
mensaje estuviera relacionado con el crimen de Mrs. Eagleton. Conversaron un momento más; Seldom le
dijo que estaba en mi oficina y que podía llamarlo allí una vez que hubiera bajado.
Crímenes imperceptibles, Guillermo Martínez
Aldo y Rosita Peyró, un matrimonio maduro de Flores, adoptaron un curioso oficio en el que eran
únicos y despertaban la curiosidad de los pocos que se enteraban: hacían delivery nocturno para una pizzería
del barrio. No es que fueran los únicos en hacerlo, como quedaba patente por el ejército de jovencitos en
motoneta que iban y venían por las calles de Flores, y de todo Buenos Aires, desde que caía el sol, como
ratones en el laberinto de un laboratorio. Pero no había otra pareja madura (ni joven) que lo hiciera, y a pie,
en sus propios términos. Las noches de Flores, César Aira

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