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autores latinoamericanos
6º año
Índice
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Una noticia que sorprende (R. Fontanarrosa)....................................................................
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El que siempre da la razón (Roberto Arlt)
Hay un tipo de hombre que no tiene color definido, siempre le da a usted la razón,
siempre sonríe, siempre está dispuesto a condolerse con su dolor y a sonreír con su alegría,
y ni por broma contradice a nadie, ni tampoco habla mal de sus prójimos, y todos son
buenos para él, y, aunque se le diga en la propia cara: “¡Usted es un hipócrita!” es imposible
hacerle abandonar su estudiada posición de ecuanimidad.
Esta efigie de hombre me produce una sensación de monstruo gelatinoso, enorme, con
más profundidades que el mismo mar. No por lo que dice, sino por lo que oculta.
Obsérvelo.
Siempre busca algo con que halagar la vanidad de sus prójimos. Es especialista en
descubrir debilidades, no para vituperarlas o corregirlas, sino para elogiarlas y echarles
aceite como a la ensalada.
-¡Qué elegante está usted hoy! ¡Qué bien! ¿Dónde compró esa magnífica corbata?
Hombre dichoso.
E ipso facto desembucha tal colección de enfermedades, que usted casi lo mira con
terror… y contento de hallarse doliente de una sola enfermedad.
Más que hombre mi individuo es una enredadera, lenta, inexorable, avanzadora. Puede
cortarle todos los retoños que quiera, puede ofender a esta enredadera, del mejor modo
que le dé la gana. Es inútil. El monstruo no reaccionará.
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Crece con lentitud aterradora. Clava las raíces y crece. Inútil que el medio le sea adverso,
que nadie quiera ayudarlo, que lo desprecien, que le den a entender que lo peor puede
esperarse de él. Tiempo perdido. La enredadera, a cambio de injurias, le devolverá flores,
perfume, caricias. Usted lo despreció y él se detendrá un día asombrado ante usted,
exclamando:
Usted dice un mal chiste; el hombre se ríe, lo “lomea” y después de ser casi víctima de
una congestión por exceso de risa, dice:
Y nuevamente vuelve a ser víctima de un ataque de risa, que le sube desde el vientre
hasta la nuca.
Está bien con todos. Algunos lo desprecian, otros lo compadecen, rarísimos lo estiman, y
a la mayoría le es indiferente. El, más que nadie, tiene perfecto conocimiento de la repulsión
interna que suscita, y avanza con más precauciones que una araña sobre la red que extrae
de su estómago.
Está bien con todos. Puede usted comunicarle un secreto, en la seguridad que él lo
embuchará más celosamente que una caja de hierro.
Puede usted hacerle una barrabasada. Antes de que tenga tiempo de disculparse, él le
dirá:
-Comprendo. Olvidemos. Somos hombres. Todos fallamos. ¡Ja, ja! ¡Qué rico tipo!
Otros se quejan. Hablan mal de la gente, del destino, de los jefes, de los amigos. El, de la
única persona de quien habla mal es de sí mismo. Los demás, para los demás, exuda no sé
de qué zona de su cuerpo tal extensión de aceite, que en cuanto alguien encrespa una
palabra él ahoga la tempestad del vaso de agua con un barril de grasa.
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Dije que este hombre era un monstruo, y que me infundía terror, terror físico, igual que
una pesadilla, porque adivinaba en él más profundidades que las que tiene el mar.
“La procesión va por dentro.” Exteriormente sonríe como un ídolo chino, eternamente.
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El placer de vagabundear (Roberto Arlt)
Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales
condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: “No toda es vigilia la de
los ojos abiertos”.
Digo esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el “crosta” de botines
destartalados, pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que un carro de matarife, y
el vagabundo bien vestido, soñador y escéptico, hay más distancia que entre la Luna y la
Tierra. Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki, o Jack London, o Richepin.
Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego ser un
poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen la mirada de hambre y que
cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su
cuerpo y la humanidad, una respetable distancia.
Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo
sentimental, pero ¡qué se le va a hacer!
Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente,
nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades
están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas
escondidos en las siniestras casas de departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los
semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay
semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas
que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad.
Granujas que merecerían una estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus
trapacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería.
Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se
escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que
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parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para
las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco
y es-
pantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los
embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.
Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya, como
pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya, como animador de la
canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los bigardos monstruosos, es un
genio. Y un genio que da miedo.
Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o caballeritos
que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil para el
entendimiento es la escuela de ”
la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo
aquello que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros los escriben los
poetas o los tontos.
Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad
de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más
sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Sí, indulgentes. Porque más de una
vez he pensado que la magnífica indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su
continua vida en la calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las
mujeres honestas y también con las que no lo eran.
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El idioma de los argentinos (Roberto Arlt)
El señor Monner Sans, en una entrevista concedida a un repórter de El Mercurio, de
Chile, nos alacranea de la siguiente forma:
“En mi patria se nota una curiosa evolución. Allí, hoy nadie defiende a la Academia ni a
su gramática. El idioma, en la Argentina, atraviesa por momentos críticos… La moda del
gauchesco' pasó; pero ahora se cierne otra amenaza, está en formación ellunfardo’, léxico
de origen espurio, que se ha introducido en muchas capas sociales pero que sólo ha
encontrado cultivadores en los barrios excéntricos de la capital argentina. Felizmente, se
realiza una eficaz obra depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores
intelectuales argentinos”.
¿Quiere usted dejarse de macanear? ¡Cómo son ustedes los gramáticos! Cuando yo he
llegado al final de su reportaje, es decir, a esa frasecita: “Felizmente se realiza una obra
depuradora en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos”, me he
echado a reír de buenísima gana, porque me acordé que a esos “valores” ni la familia los
lee, tan aburridores son.
¿Quiere que le diga otra cosa? Tenemos un escritor aquí -no recuerdo el nombre- que
escribe en purísimo castellano y para decir que un señor se comió un sandwich, operación
sencilla, agradable y nutritiva, tuvo que emplear todas estas palabras: “y llevó a su boca un
emparedado de jamón”. No me haga reír, ¿quiere? Esos valores, a los que usted se refiere, .;
insisto: no los lee ni la familia. Son señores de cuello palomita, voz gruesa, que esgrimen la
gramática como un bastón, y su erudición como un escudo contra las bellezas que adornan
la tierra. Señores que escriben libros de texto, que los alumnos se apresuran a olvidar en
cuanto dejaron las aulas, en las que se les obliga a exprimirse los sesos estudiando la
diferencia que hay entre un tiempo perfecto y otro pluscuamperfecto. Estos caballeros
forman una colección pavorosa de “engrupidos” -¿me permite la palabreja?- que cuando se
dejan retratar, para aparecer en un diario, tienen el buen cuidado de colocarse al lado de
una pila de libros, para que se compruebe de visu que los libros que escribieron suman una
altura mayor de la que miden sus cuerpos.
Cuando un señor sin condiciones estudia boxeo, lo único que hace es repetir los golpes
que le enseña el profesor. Cuando otro señor estudia boxeo, y tiene condiciones y hace una
pelea magnífica, los críticos del pugilismo exclaman: “¡Este hombre saca golpes de `todos los
ángulos’!” Es decir, que, como es inteligente, se le escapa por una tangente a la escolástica
gramatical del boxeo. De más está decir que éste que se escapa de la gramática del boxeo,
con sus golpes de “todos los ángulos”, le rompe el alma al otro, y de allí que ya haga camino
esa frase nuestra de “boxeo europeo o de salón”, es decir, un boxeo que sirve
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perfectamente para exhibiciones, pero para pelear no sirve absolutamente nada, al menos
frente a nuestros muchachos antigramaticalmente boxeadores.
Con los pueblos y el idioma, señor Monner Sans, ocurre lo mismo. Los pueblos bestias se
perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan
palabras nuevas o giros extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el nuestro, están
en una continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los
profesores, como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho inconcebible de que
un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo que, técnicamente, es un
perfecto pugilista. Eso sí; a mí me parece lógico que ustedes protesten. Tienen derecho a
ello, ya que nadie les lleva el apunte, ya que ustedes tienen el tan poco discernimiento
pedagógico de no darse cuenta de que, en el país donde viven, no pueden obligarnos a decir
o escribir: “llevó a su boca un emparedado de jamón”, en vez de decir: “se comió un
sandwich”. Yo me jugaría la cabeza que usted, en su vida cotidiana, no dice: “llevó a su boca
un emparedado de jamón”, sino que, como todos diría: “se comió un sandwich”. De más
está decir que todos sabemos que un sandwich se come con la boca, a menos que el autor
de la frase haya descubierto que también se come con las orejas.
Last Reason, Félix Lima, Fray Mocho y otros, han influido mucho más sobre nuestro
idioma, que todos los macaneos filológicos y gramaticales de un señor Cejador y Frauca,
Benot y toda la pandilla polvorienta y malhumorada de ratones de biblioteca, que lo único
que hacen es revolver archivos y escribir memorias, que ni ustedes mismos, gramáticos
insignes, se molestan en leer, porque tan aburridas son.
Este fenómeno nos demuestra hasta la saciedad lo absurdo que es pretender enchalecar
en una gramática canónica, las ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos. Cuando
un malandrín que le va a dar una puñalada en el pecho a un consocio, le dice: “te voy a dar
un puntazo en la persiana”, es mucho más elocuente que si dijera: “voy a ubicar mi daga en
su esternón”. Cuando un maleante exclama, al ver entrar a una pandilla de pesquisas: “¡los
relojié de abanico!”, es mucho más gráfico que si dijera: “al socaire examiné a los
corchetes”.
Señor Monner Sans: Si le hiciéramos caso a la gramática, tendrían que haberla respetado
nuestros tatarabuelos, y en progresión retrogresiva, llegaríamos a la conclusión que, de
haber respetado al idioma aquellos antepasados, nosotros, hombres de la radio y la
ametralladora, hablaríamos todavía el idioma de las cavernas. Su modesto servidor.
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La tragedia de un hombre honrado (Roberto Arlt)
Todos los días asisto a la tragedia de un hombre honrado. Este hombre honrado tiene un
café que bien puede estar evaluado en treinta mil pesos o algo más. Bueno: este hombre
honrado tiene una esposa honrada.
Yo comprendo, sin haber hablado una sola palabra con este hombre, el problema que
está encarando su alma honrada. Lo comprendo, lo interpreto, lo “manyo”. Este hombre se
encuentra ante un dilema hamletiano, ante el problema de la burra Balaam, ante… ¡ante el
horrible problema de ahorrarse ochenta mangos mensuales! Son ochenta pesos. ¿Saben
ustedes los bultos, las canastas, las jornadas de dieciocho horas que éste trabajó para ganar
ochenta pesos mensuales? No; nadie se lo imagina.
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pudo menos de cortarle unas rebarbas a las monedas de oro qué le ofrecía a la Virgen:
seguía fiel a su costumbre.
Y ochenta pesos son ocho billetes de a diez pesos, dieciséis de a cinco y… dieciséis
billetes de a cinco pesos, son plata… son plata…
Son ochenta pesos mensuales. ¡Ochenta! Nadie renuncia a ochenta pesos mensuales
porque sí. El ama a su mujer; pero su amor no es incompatible con los ochenta pesos.
También ama su frente limpia de todo adorno, y también ama su comercio, la economía
bien organizada, la boleta de depósito en el banco, la libreta de cheques. ¡Cómo ama el
dinero este hombre honradísimo, malditamente honrado!
A veces voy a su café y me quedo una hora, dos, tres. El cree que cuando le miro a la
mujer estoy pensando en ella, y está equivocado. En quien pienso es en Lenin… en Stalin…
en Trotzky… Pienso con una alegría profunda y endemoniada en la cara que este hombre
pondría si mañana un régimen revolucionario le dijera:
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Buenos muchachos (Mario Benedetti)
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Qué le queda a los jóvenes (Mario Benedetti)
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Jules y jim (Mario Benedetti)
Fue un sábado de tarde, en plena siesta, cuando sonó la primera llamada. Aún medio
aturdido, había alargado el brazo hasta el teléfono, y una voz masculina, ni demasiado grave
ni demasiado aguda, había inaugurado el ciclo de amenazas con aquello, después tan
repetido, de hola Agustín, te vamos a matar, no sabemos si en esta semana o en la próxima,
lo único seguro es que te vamos a matar, chau Agustín. Esa vez la sorpresa no le permitió
decir ni hola ni quién habla, pero en la siguiente, también sábado de tarde, logró al menos
preguntar por qué, y le respondieron vos bien sabés, no te hagas el imbécil.
Desde entonces se habían acabado para Agustín las siestas sabatinas. Pensó en motivos
políticos, comerciales, amorosos. Pero ninguno le proporcionó una pista medianamente
fiable. Su actividad política en el 71 se había limitado a los comités de base y había sido por
cierto bastante floja. Compartía las preocupaciones y actitudes de aquella linda y despierta
muchachada, pero no aguantaba las fervorosas e interminables discusiones hasta la
medianoche, de modo que se hacía humo no bien se presentaba una aceptable coyuntura.
Es cierto que había aportado su cuota, ayudado en lo que podía, pero nunca se consideró un
auténtico militante. Después del golpe, sencillamente se borró.
Por otra parte, su vida comercial no provocaba envidias ni animadversiones. Había pocos
empleados en la modesta ferretería que heredara del viejo y nunca había tenido conflictos
con su personal. Dos de los empleados vivían también en Pocitos y más de una vez se habían
encontrado en las reuniones del comité barrial. Sólo que ellos se quedaban siempre hasta el
final de las discusiones, y al día siguiente, en el trabajo, él no se animaba a preguntarles a
qué conclusión habían llegado, sencillamente porque nunca le había gustado que la política
se introdujera en la ferretería.
Al principio no tomó en serio la nueva situación. Se dijo que ya no eran los duros tiempos
del 72 o el 73, cuando estas anomalías podían tener causas y pretextos muy diversos y hasta
verosímiles. Cabía la posibilidad de que fuese una broma, pero quién de sus pocos amigos
podía ser tan pesado como para mantener durante varias semanas un juego así de oscuro.
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Un chantaje tal vez, pero qué enemigo podía ser tan sádico como para molestarlo de esa
manera impúdica y siniestra. Y además, quién podía ignorar que la ferretería daba para vivir
y nada más.
Así fue que el mundo empezó a tener otro color y otro ritmo para Agustín. Por las
mañanas, cuando concurría a la ferretería, ya no usaba el auto. Aunque desde el comienzo
había aceptado que si alguien planeaba acabar con él, las precauciones estaban de más, de
todos modos había tomado algunas medidas primarias, elementales. Por ejemplo, viajar en
autobús. Caminaba una cuadra y media y tomaba el 121, que rara vez venía repleto, o sea
que viajaba cómodo. Le acompañaban sin embargo suficientes pasajeros como para que el
supuesto enemigo lo pensara dos veces antes de emprenderla a tiros. Pero ¿por qué
precisamente a tiros? Alguien podría terminar con él, por ejemplo, en un ascensor, digamos
el de su edificio, entre el segundo y el tercer piso, o quizá viceversa, y como eso tampoco
era descartable, empezó a usar el ascensor sólo cuando lo compartía con otros habitantes
del inmueble. ¿Y si el autor de las llamadas fuera precisamente un habitante del inmueble?
Durante una semana bajó los ocho pisos por la escalera, pero no le fue difícil admitir que, en
ciertas horas de poco movimiento, una agresión entre piso y piso podía no ser algo
descabellado. De modo que volvió a usar el ascensor.
Carmen, la mujer que tres veces por semana venía a cocinar y a hacer la limpieza, estaba
con él desde el 70 y era de absoluta confianza, pero así y todo le hizo discretas preguntas
acerca de su ex marido (hace más de un año que no sé nada de él, don Agustín) o de su
hermano (se fue a Australia, qué otra cosa iba a hacer el pobre, un obrero especializado
como él y aquí con los brazos cruzados). Por un viejo acuerdo, Carmen no venía los sábados
ni los domingos, de modo que nunca le había tocado atender una de aquellas llamadas, y
Agustín tampoco la había prevenido, tal vez porque pensaba que ella podía asustarse y
dejarlo plantado.
Por otra parte, Marta nunca venía al apartamento. Agustín siempre había preferido
concurrir al suyo, en el Cordón, y aunque ella le preguntó por qué ahora venía sin el auto, él
sólo invocó la suba de la nafta. Después de todo, qué solucionaba transmitiéndole a ella su
ansiedad. No obstante, en una relación tan regular y sin rupturas como la de la casi pareja
que ellos constituían, cada cuerpo aprende a reconocer los desajustes y tensiones del otro,
aunque no medien gestos ni palabras, y eso fue precisamente lo que detectó el lindo cuerpo
de Marta. Él mencionó el trabajo, la crisis, los acreedores, las minidevaluaciones, bah. Pero
tres días más tarde y por primera vez en cinco años, Agustín fue un fracaso en la cama, y
aunque Marta apeló a sus mejores reservas de comprensión y de ternura, él no osó decirle
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que sus pensamientos frecuentemente andaban lejos de aquel busto y aquel pubis, tan
atractivos como de costumbre.
En la ferretería, sólo una vez hubo una llamada sospechosa. Le tocó a Luis, el cajero. Era
una voz de hombre, preguntó por usted, don Agustín, le dije que estaba atendiendo a una
clienta, y entonces comentó que no importaba, que lo llamaría como siempre a su casa, el
sábado por la tarde, pero no quiso dejar el nombre, me pareció un poco raro. Y él, que no se
preocupara, que ya sabía quién era, y el sábado a las tres y media la voz de siempre llamó
para decir su estribillo, hola Agustín te vamos a matar, no sabemos si en esta semana o en la
próxima, lo único seguro es que te vamos a matar, chau Agustín. El nunca colgaba en primer
término, dejaba que la voz completara su mensaje, pero tampoco hacía preguntas, no
quería que el otro lo volviera a apabullar con aquel estrambote, vos bien sabés, no te hagas
el imbécil.
En tiempos pretelefónicos (como él los llamaba para sí mismo, con extraña nostalgia),
aquellas tardes en que no iba a lo de Marta, llegaba al apartamento, se daba una ducha, se
servía un trago, encendía el tocadiscos. En materia de música, había dos cosas que le atraían
y le descansaban: los solos de guitarra y las canciones latinoamericanas. Hasta el 72 había
escuchado casi diariamente a Viglietti, Los Olimareños, Zitarrosa, Soledad Bravo, Alicia
Maguiña, Mercedes Sosa. Después que las cosas se complicaron, los escuchaba menos y
siempre con auriculares. No quería que algunos vecinos recientes (los porteños del séptimo,
los copetudos del noveno) sacaran conclusiones políticas de sus preferencias musicales.
Pero, a partir de las llamadas, no tenía ganas de sentarse a escuchar nada, ni guitarra ni
canciones, nada. La ducha sí, el trago también, pero en vez de Narciso Yepes o Víctor Jara,
prefería un segundo trago y a veces un tercero.
Hasta aquel martes de tarde en que, al cerrar la ferretería, se encontró por azar con
Alfredo Sánchez, no había hablado con nadie de su problema. Durante diez años no había
sabido de Sánchez, pero el hecho de encontrarlo y también la satisfacción de que el otro a
su vez lo reconociera, lo arrancaron de su habitual discreción. Fueron a un café, charlaron
largamente, se pusieron al día. Sánchez había sido su compañero de clase en los tiempos del
liceo Rodó, cuando Agustín obtenía notas brillantes y era el orgullo de los profesores y sobre
todo de las profesoras, y Sánchez en cambio pasaba de año a duras penas, siempre con
alguna previa de contrapeso, pero salvándola al fin, tras pagar el odioso precio de quedarse
sin vacaciones para estudiar como un condenado. Agustín siempre había percibido la callada
envidia de Sánchez, o tal vez lo que él creía que era envidia o resentimiento y sólo era
timidez, retraimiento, cortedad. Agustín le ofrecía ayuda, lo invitaba a que estudiaran y
repasaran juntos, pero Sánchez, orgulloso y casi hosco, siempre se negaba. Después, en
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Preparatorios, como Agustín se decidió por química y Sánchez por abogacía, se habían visto
bastante menos y quizá por eso la relación había seguido cauces más normales. Años
después, y sin que Agustín recordara si había existido algún motivo concreto, sus vidas se
habían bifurcado.
Ahora, cuando repasaban en todos sus detalles los respectivos itinerarios, Agustín
registraba una curiosa contradicción y se la decía sin ambages al compañero reencontrado:
él, Agustín, el ex brillante, ni siquiera había concluido Preparatorios (a la muerte del viejo,
tuvo que hacerse cargo de la ferretería y ya no pudo seguir estudiando, o le dio
sencillamente pereza, al ver que su situación económica se normalizaba) y Sánchez, en
cambio, el estudiante que parecía mediocre y avanzaba a los tumbos, ahora era abogado,
tenía un estudio con dos socios de primera, asesoraba a importantes compañías nacionales
y extranjeras, era en fin alguien mucho más encumbrado que el modesto ferretero. Además,
Sánchez se había casado, tenía tres hijos, dos niñas y un varón, le mostró las fotos, linda
mujer, preciosos chiquilines. Agustín, en cambio, solterón empedernido (no tenía por qué
mencionar a Marta) o sea que la soledad lo esperaba, agazapada, implacable y paciente, qué
se va a hacer. Y fue después de tanto intercambio, de tanto repaso de antiguos profesores y
compañeros de clase (Casenave murió, ¿lo sabías?, y el Pulpo, aquel de Matemáticas, se fue
a los Estados Unidos y allí es un capo, y la gordita Moreno se casó con un árbitro de fútbol,
quién iba a decir), fue después de tanta amistad recuperada, que Agustín abrió las
compuertas de la confidencia y por primera vez le narró a alguien su tortura privada.
Sánchez le dedicó una atención que Agustín le agradeció con el alma. Y el remate de toda la
historia (a esta altura ya no sé qué hacer, estoy desorientado, y además, a vos puedo
confesártelo, tengo miedo) halló la sonrisa franca, estimulante, del nuevo Alfredo. Así no
podes seguir, qué esperanza, y se quedó un rato pensando, con la mirada fija en la pared.
Mirá, si han pasado siete semanas y te siguen llamando y no te ha ocurrido nada, lo más
probable es que sea una broma o simplemente ganas de joder. Cuando ocurre una cosa así,
uno genera un miedo real, pero también, y es lógico que así suceda, uno inventa otra
porción de miedo. Vos que siempre supiste de música: ¿conocés un tango de Eladia
Blásquez que habla de los miedos que inventamos? «Los miedos que inventamos / nos
acercan a todos.» Ah, no estoy de acuerdo. Esos miedos que inventamos son los más
peligrosos. De ésos tenés que librarte, y con urgencia, porque los miedos que inventamos
son los únicos que nos pueden enloquecer. Agustín, ha sido una suerte que te encontrara, o
que me encontraras, porque voy a sacarte del cepo. Este sábado vas a venir conmigo.
Siempre paso los fines de semana con la familia en un lindo rancho que tengo en las afueras,
casi en el campo. No me gustan las playas, sabés, demasiada gente, demasiado ruido. Yo soy
tipo de pastito y no de arena. Precisamente este sábado mi familia no puede ir y no me
gusta pasarla solo, así que te venís conmigo y se acabó. Allá tenés libros, música, naipes,
cuadros, televisor. Te hace falta un fin de semana sin sobresaltos.
Así quedaron. El sábado, poco después del mediodía, tras bajar la cortina metálica del
comercio, fue recogido por Sánchez en un flamante Mercedes. Almorzaron en un boliche
medio escondido de la Ciudad Vieja. Nadie lo conoce, dijo Sánchez en tono casi conspirativo,
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pero aquí se come estupendamente. A Agustín no le pareció tan estupendo, pero valoró el
gesto y la invitación. Se sentía bien, por primera vez en varias semanas. Narrarle a Sánchez
toda la absurda historia había sido para él casi como haberla traspasado. Se sentía más libre,
casi sereno. Menos mal, che, que me topé con vos, ya estaba como para internarme, no sé si
en el nosocomio, en el manicomio o en la morgue. No digas pavadas, dijo Sánchez, y él no
tuvo más remedio que reírse.
La carretera estaba fatal, o sea como en cualquier tarde de sábado, pero Sánchez no se
inmutaba. ¿Qué te gusta ahora en música? ¿Lo clásico? Sí, pero sobre todo guitarra. ¿Y en la
canción? Bueno, rioplatenses, latinoamericanas. Ah. ¿Viglietti? ¿Chico? ¿Los Olima? ¿Silvio y
Pablo? Sí, todos ésos me gustan. Decime Agustín: en música vos fuiste siempre medio
subversivo. No tanto, che, además ahora es difícil conseguir esos discos. Por supuesto, pero
yo los consigo, tengo mis medios, qué te parece.
El rancho no era rancho sino espléndida casa, con jardín y un cerco de troncos, bastante
alto. Por los perros, sabés, explicó Sánchez. Los perros. Eran verdaderamente
impresionantes. Ante la presencia del extraño se abalanzaron mostrando su admirable
dentadura, pero Sánchez los llamó a sosiego: ¡Jules! ¡Jim! Hay que tener estos bichos, no
hay más remedio, ha habido muchos robos y asaltos en la zona, y además aquí estamos
demasiado aislados, más vale prevenir. Quien se encargó de adiestrarlos fue mi primo el
comisario (eh, no pienses mal) y por eso son una garantía, mejor que todas las armas y las
alarmas. Hay un viejo que viene todas las tardes (camina como un quilómetro, pero él dice
que le hace bien) a darles de comer. Menos los fines de semana, porque venimos nosotros.
Cuando pasó, no demasiado tranquilo, entre Jules y Jim (es mi modesto homenaje a
Truffaut, te acordás de la película, a mí me encantó), Agustín se asombró de su tamaño. ¿Y
los tenés siempre sueltos? Claro, encadenados no me servirían. Además, si estamos
nosotros aquí, los de la familia, obedecen y no atacan, pero cuando vengo con los botijas y
salen a jugar al jardín, entonces sí los ato, por las dudas.
El interior del «rancho» era muy confortable. Sánchez le mostró la habitación que le
había destinado y le ofreció ropa liviana, para que se cambiara, bah creo que tenemos el
mismo talle, después si hace frío encendemos la estufa. Mientras Sánchez aprontaba los
tragos, nada menos que Chivas, Agustín fue revisando los libros, los discos, las casettes.
Había para todos los gustos. ¿Quién iba a pensar que aquel botija taciturno, medio lerdo
para los números, casi un pichón de hipocondríaco, se iba a convertir con los años en este
tipo abierto, enterado, comprensivo, que sabía vivir, y que hasta lo había empezado a curar
de su miedo inventado? Mirá Agustín, con las amenazas pasa como con los perros bravos: si
les tenés miedo, se te echan encima. Si en cambio los afrontás con serenidad, entonces te
respetan.
Cuando sonó el teléfono, a Agustín casi se le cae el vaso. Sánchez advirtió su sofocón,
tranquilo viejo, aquí no te va a llamar nadie, aunque sea sábado. Él mismo atendió la
llamada, escuchó con aire de sorpresa y no te preocupes, salgo enseguida, andá llamando al
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médico para ganar tiempo. El gesto era más de fastidio que de preocupación. Qué pasa.
Nada, nada, anoche el más chico de los pibes tenía un poquito de fiebre pero ahora de golpe
le subió a casi cuarenta. Es bastante frágil, sabés, así que cada vez que se enferma mi mujer
se muere de susto. Puta qué lástima, tengo que irme.
Voy contigo, dijo Agustín. De ningún modo, vos te quedás aquí, descansando, tranquilo,
recuperando fuerzas, leyendo lo que quieras, escuchando guitarra (tengo a Segovia, Julien
Bream, Carlevaro, Yepes, Williams, Parkening, podés elegir) o lo que se te antoje. Nadie sabe
que viniste, así que nadie te va a llamar. Ahí te queda la heladera, llena de carne, verduras,
fruta, bebidas, como para que te alimentes una semana a cuerpo de rey. Pero yo de
cualquier manera vengo a buscarte mañana por la tarde, a más tardar. Eso sí, no salgas al
jardín. Por los perros, entendés, te saltarían encima, por eso las ventanas tienen rejas, aquí
estarás tranquilo. Te hace falta reposo. Y tranquilidad. Aprovechate, gaviota.
Sánchez recogió rápidamente el bolso, la boina, el llavero, que al entrar habían quedado
sobre una mesa ratona. Antes de salir le dio un semiabrazo. Que no sea nada lo del botija,
dijo Agustín. No te preocupes, se pondrá bien, ya conozco esos vaivenes, es más el susto de
mi mujer que la fiebre del chico. Pero tengo que ir.
Y, cuando ya salía, me dijiste que te gustan los Olima ¿no? Mirá, en aquel estante está su
última casette. Donde arde el fuego nuestro. Me la mandaron de Barcelona unos amigos. Te
la recomiendo, sobre todo la cara B, donde figura Ta' llorando, es para conmover hasta las
piedras. Y además es clandestina, así que sos un privilegiado, no te la pierdas.
Cerró la puerta con un golpe seco. Agustín escuchó los ladridos de los perrazos (¡Jules
¡Jim! ¡Quietos! ¡Basta!) y luego el Mercedes que arrancaba. Estaba un poco desconcertado
por el inesperado cambio de programa. Así y todo, se dispuso a pasarla lo mejor posible.
Pobre Sánchez, con la buena voluntad que había puesto para que él se recuperara. Se quedó
saboreando y terminando el segundo Chivas y mirando uno a uno los cuadros. En realidad
eran reproducciones (Miró, Torres García, Pollock, Chagall) pero excelentes. Había que
hacer balance. De pronto toma una decisión. Si llega a librarse de los miedos inventados y,
por supuesto, también de los reales, se casará con Marta.
19
Con la cajita en una mano y el vaso en la otra, fue siguiendo el repertorio mientras
escuchaba: Fantasía, Suite, Homenaje ante la tumba de Debussy, Variaciones sobre un tema
de Mozart. La guitarra sonaba cálida y acogedora en aquel ambiente que, de tan impecable,
parecía virgen de ocupantes. Aprovechó aquella paz (sólo perturbada por la visión de Jules y
Jim en la ventana) para examinar el desasosiego de sus últimos y penúltimos sábados.
Mañana, cuando Sánchez venga a buscarlo, le dirá que, gracias a él, ya se siente libre de Los
Miedos Que Inventamos. Sólo le queda el Miedo Real, pero ahora sí tiene la impresión de
que éste es menos grave, más gobernable. La guitarra concluye grave y melancólica y el
aparato se frena automáticamente. Retira la casette de Segovia y pone la de Los Olimareños
(se fija bien que sea la cara B) pero antes de oprimir de nuevo la tecla play, se sirve otro
Chivas y toma un trago largo. Es cómodo y simpático el ranchito, jajá, del amigo Sánchez, del
amigazo Alfredo Sánchez. Carajo estoy borracho, se dice al advertir que la enorme
estantería va perdiendo nitidez, entremezclando sus colores. ¿Cómo será ese Ta' llorando?
Oprime por fin la tecla, hay un espacio de zumbante silencio, y luego el formidable equipo
estereofónico se limita a decir hola Agustín, te vamos a matar, no sabemos si en esta
semana o en la próxima, lo único seguro es que te vamos a matar, chau Agustín.
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Ustedes y nosotros (Mario Benedetti)
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Defender la alegría (Mario Benedetti)
también de la alegría
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Amigos por el viento (Liliana Bodoc)
A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le
entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo.
O las costumbres cotidianas.
Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es
decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos
reconocer. El cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna
vez, regresará la calma.
La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso. Recuerdo la puerta que se cerró
detrás de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al
sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su
sitio.
¿Qué te parece?
–¿Y eso qué significa? –preguntó la mujer que más preguntas me hizo a lo largo de mi vida.
Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una
verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el
horizonte.
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La gata, único ser que entendía mi desolación, saltó sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban
reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros.
Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disimuladas
como estalactitas en el congelador.
Disfrazadas de pedacitos de cristal. "Se me acaba de romper una copa", inventaba mamá
que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrosas hechicerías.
Y justo cuando empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, aparecía un
tal Ricardo y todo volvía a peligrar.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo.
Después pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del
asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas.
–Me voy a arreglar un poco –dijo mamá, mirándose las manos–. Lo único que falta es que
lleguen y me encuentren hecha un desastre.
Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo
que me esperaba.
Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue se
quedarían pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el
jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con el único propósito de
desmerecer a mi gata.
Pude verlo transitando por mi casa con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de
anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, más que ninguna otra cosa, me
aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que, en vez de hablar, hacen ruidos:
frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y
explosiones.
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–¿Qué pasa? –me respondió desde la ducha.
El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo
esperaba.
¡Ring!
Yo miré a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta un remera ridícula y un
pantalón que le quedaba corto.
Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba a
ella. Y el azul le quedaba muy bien a sus cejas espesas.
Y es que yo me lo había tragado todo para matar por asfixia a los invitados.
Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él se
sentó en la otra. Sin duda, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su
propiedad. Y que yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me
pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse
entre signos de preguntas:
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Esta vez, entrecerró los ojos.
Yo esperaba oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada.
Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento,
¿sería el mismo que pasó por mi vida?
–Sí, es ese.
Pasó un silencio.
–Un viento tan fuerte que movió los edificios –dijo él–. Y eso que los edificios tienen raíces...
Pasaron dos.
–A mí también.
–Sí.
A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le
entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo.
O las costumbres cotidianas.
Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quizás ya era tiempo de abrir las
ventanas.
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Ser es ser percibido (Jorge Luis Borges)
Viejo turista de la zona de Nuñez y aledaños, no dejé de notar que venía faltando en su lugar
de siempre el monumental estadio de River. Consternado, consulté al respecto al amigo y
doctor Gervasio Montenegro, miembro de número de la Academia Argentina de Letras. En
él hallé el motor que me puso sobre la pista. Su pluma compilaba por aquel entonces una a
modo de Historia panorámica del periodismo nacional, obra llena de méritos, en la que se
afanaba su secretaria. Las documentaciones de práctica lo habían llevado casualmente a
husmear el busilis. Poco antes de adormecerse del todo, me remitió a un amigo común,
Tulio Savastano, presidente del club Abasto Juniors, de cuya sede, sita en el Edificio
Amianto, de avenida Corrientes y Pasteur, me di traslado. Este directivo, pese al régimen
doble dieta a que lo tiene sometido su médico y vecino doctor Narbondo, mostrábase aún
movedizo y ágil. Un tanto enfarolado por el último triunfo de su equipo sobre el combinado
canario, se despachó a sus anchas y me confió, mate va, mate viene, pormenores de bulto
que aludían a la cuestión sobre el tapete. Aunque yo me repitiese que Savastano había sido
otrora el compinche de mis mocedades de Agüero esquina Humahuaca, la majestad del
cargo me imponía y, cosa de romper la tirantez, congratulélo sobre la tramitación del último
goal que, a despecho de la intervención de Zarlenga y Parodi, conviertiera el centro-half
Renovales, tras aquel pase histórico de Musante. Sensible a mi adhesión al once de Abasto,
el prohombre dio una chupada postrimera a la bombilla exhausta, diciendo filosóficamente,
como aquel que sueña en voz alta:
-¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en los ídolos? ¿Dónde ha vivido, don Domecq?
En eso entró un ordenanza que parecía un bombero y musitó que Ferrabás quería hablarle
al señor.
-¿Que espere? ¿No será más prudente que yo me sacrifique y me retire? -aduje con sincera
abnegación.
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-Ni se le ocurra -contestó Savastano-. Arturo, dígale a Ferrabás que pase. Tanto da...
Ferrabás hizo con naturalidad su entrada. Yo iba a ofrecerle mi butaca, pero Arturo, el
bombero, me disuadió con una de esas miraditas que son como una masa de aire polar. La
voz presidencial dictaminó:
-Ferrabás, ya hablé con De Filipo y con Camargo. En la fecha próxima pierde Abasto, por dos
a uno. Hay juego recio, pero no vaya a recaer, acuérdese bien, en el pase de Musante a
Renovales, que la gente sabe de memoria. Yo quiero imaginación, imaginación.
¿Comprendido? Ya puede retirarse.
-No hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a
pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores,
¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta
capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la
vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una
cabina o de actores con camiseta ante el cameraman.
-Nadie lo sabe. Tanto valdría pesquisar a quién se le ocurrieron primero las inauguraciones
de escuelas y las visitas fastuosas de testas coronadas. Son cosas que no existen fuera de los
estudios de grabación y de las redacciones. Convénzase, Domecq, la publicidad masiva es la
contramarca de los tiempos modernos.
-Presidente, usted me mete miedo -mascullé, sin respetar la vía jerárquica-. ¿Entonces en el
mundo no pasa nada?
-Muy poco -contestó con su flema inglesa-. Lo que yo no capto es su miedo. El género
humano está en casa, repatingado, atento a la pantalla o al locutor, cuando no a la prensa
amarilla. ¿Qué mas quiere, Domecq? Es la marcha gigante de los siglos, el ritmo del
progreso que se impone.
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-Qué se va a romper -me tarnquilizó. -Por si acaso, seré una tumba -le prometí-. Lo juro por
mi adhesión personal, por mi lealtad al equipo, por usted, por Limardo, por Renovales.
Sonó el teléfono. El presidente portó el tubo al oído y aprovechó la mano libre para
indicarme la puerta de salida.
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Las ruinas circulares (Jorge Luis Borges)
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en
el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur
y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de
la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la
lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar
(probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró,
mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra,
que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que
devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe
honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto.
Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió,
no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era
el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían
logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses
incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche
lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un
cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y
solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla
dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El
forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo
incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos
pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El
hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros
escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la
importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana
apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia,
consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores,
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adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que
mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de
aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban,
a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen
afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde
(ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas
en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo
alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían
los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los
condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al
maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como
de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y
comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del
insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la
cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental:
inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de
exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le
quemaban los viejos ojos.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la
penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante
catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se
limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía,
desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar
con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo.
Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre
de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año
llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó
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un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los
ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de
pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las
noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se
arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y
del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su
desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un
atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un
toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era
Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y
que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el
Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez
instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten
aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del
hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a
descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de
él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al
sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una
impresión de que ya todo eso había acontecido… En general, sus días eran felices; al cerrar
los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me
espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una
cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos
análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo
para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo
cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga.
Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre
como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba,
se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba
idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como
lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el
hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba
colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos
narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos
remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un
templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente
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las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era
la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio,
acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera
de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del
sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le
interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad;
es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y
rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al
cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia
el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas
que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se
repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron
destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el
incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió
que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los
jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y
sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una
apariencia, que otro estaba soñándolo.
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El idioma analítico de John Wilkins (Jorge Luis Borges)
Todos, alguna vez, hemos padecido esos debates inapelables que una dama, con acopio de
interjecciones y de anacolutos jura que la palabra luna es más (o menos) expresiva que la
palabra moon. Fuera de la evidente observación de que el monosílabo moon es tal vez más
apto para representar un objeto muy simple que la palabra bisilábica luna, nada es posible
contribuir a tales debates; descontadas las palabras descompuestas y las derivaciones,
todos los idiomas del mundo (sin excluir el volapük Johann Martin Schleyer y la romántica
interlingua de Peano) son igualmente inexpresivos. No hay edición de la Gramática de la
Real Academia que no pondere “el envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y
expresivas de la riquísima lengua española”, pero se trata de una mera jactancia, sin
corroboración. Por lo pronto, esa misma Real Academia elabora cada tantos años un
diccionario, que define las voces del español… En el idioma universal que ideó Wilkins al
promediar el siglo XVII, cada palabra se define a sí misma. Descartes, en una epístola
fechada en noviembre de 1629, ya había anotado que mediante el sistema decimal de
numeración, podemos aprender en un solo día a nombrar todas las cantidades hasta el
infinito y a escribirlas en un idioma nuevo que es el de los guarismos; también había
propuesto la formación de un idioma análogo, general, que organizara y abarcara todos los
pensamientos humanos. John Wilkins, hacia 1664, acometió esa empresa.
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Bonifacio Sotos Ochando (1854), imaba, quiere decir edificio; imaca, serrallo; image,
hospital; imafo, lazareto; imarri, casa; imaru, quinta; imedo, poste; imede, pilar; imego,
suelo; imela, techo; imogo, ventana; bire, encuadernador; birer, encuadernar. (Debo este
último censo a un libro impreso en Buenos Aires en 1886: el Curso de lengua universal, del
doctor Pedro Mata).
Las palabras del idioma analítico de John Wilkins no son torpes símbolos arbitrarios; cada
una de las letras que las integran es significativa, como lo fueron las de la Sagrada Escritura
para los cabalistas. Mauthner observa que los niños podrían aprender ese idioma sin saber
que es artificioso; después en el colegio, descubrirán que es también una clave universal y
una enciclopedia secreta.
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conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las
sinonimias, del secreto diccionario de Dios.
Esperanzas y utopías aparte, acaso lo más lúcido que sobre el lenguaje se ha escrito son
estas palabras de Chesterton: “El hombre sabe que hay en el alma tintes más
desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal…
cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables
con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior
de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y
todas las agonías del anhelo” (G.F.Watts, pág.88, 1904).
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Tema del traidor y del héroe (Jorge Luis Borges)
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y heterogéneos: ciertas palabras de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick en día
de su muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. Que la
historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie
a la literatura es inconcebible... Ryan indaga que en 1814, James Alexander Nolan, el más
antiguo de los compañeros del héroe, había traducido al gaélico los principales dramas de
Shakespeare; entre ellos, Julio César. También descubre en los archivos un artículo
manuscrito de Nolan sobre los Festpiele de Suiza: vastas y errantes representaciones
teatrales, que requieren miles de actores y que reiteran hechos históricos en las mismas
ciudades y montañas donde ocurrieron. Otro documento inédito le revela que, pocos días
antes del fin, Kilpatrick, presidiendo el último cónclave, había firmado la sentencia de
muerte de un traidor, cuyo nombre ha sido borrado. Esta sentencia no coincide con los
piadosos hábitos de Kilpatrick. Ryan investiga el asunto (esa investigación es uno de los
hiatos del argumento) y logra descifrar el enigma.
Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo también la entera ciudad, y los
actores fueron legión, y el drama coronado por su muerte abarcó muchos días y muchas
noches. He aquí lo acontecido:
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enriqueció con actos y con palabras improvisadas el texto de su juez. Así fue desplegándose
en el tiempo el populoso drama, hasta que el 6 de agosto de 1824, en un palco de funerarias
cortinas que prefiguraba el de Lincoln, un balazo anhelado entró en el pecho del traidor y
del héroe, que apenas pudo articular, entre dos efusiones de brusca sangre, algunas
palabras previstas.
En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare son los menosd ramáticos;
Ryan sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en el porvenir, diera con la
verdad. Comprende que él también forma parte de la trama de Nolan... Al cabo de tenaces
cavilaciones, resuelve silenciar el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del
héroe; también eso, tal vez, estaba previsto.
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Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj (Julio Cortázar)
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una
cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy
felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no
te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás
contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo
frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu
cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la
necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo
un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en
el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te
lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que
es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los
demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños
del reloj.
¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad,
imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue
olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá
en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no
importa.
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La salud de los enfermos (Julio Cortázar)
Cuando inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en la familia hubo un momento de pánico y
por varias horas nadie fue capaz de reaccionar y discutir un plan de acción, ni siquiera tío
Roque que encontraba siempre la salida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a la
oficina, Rosa y Pepa despidieron a los alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se
preocupó más por mamá que por ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no era
grave, pero a mamá no se le podían dar noticias inquietantes con su presión y su azúcar, de
sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había sido el primero en comprender y aprobar
que le ocultaran a mamá lo de Alejandro. Si tía Clelia tenía que guardar cama era necesario
encontrar alguna manera de que mamá no sospechara que estaba enferma, pero ya lo de
Alejandro se había vuelto tan difícil y ahora se agregaba esto; la menor equivocación, y
acabaría por saber la verdad. Aunque la casa era grande, había que tener en cuenta el oído
tan afinado de mamá y su inquietante capacidad para adivinar dónde estaba cada uno.
Pepa, que había llamado al doctor Bonifaz desde el teléfono de arriba, avisó a sus hermanos
que el médico vendría lo antes posible y que dejaran entornada la puerta cancel para que
entrase sin llamar. Mientras Rosa y tío Roque atendían a tía Clelia que había tenido dos
desmayos y se quejaba de un insoportable dolor de cabeza, Carlos se quedó con mamá para
contarle las novedades del conflicto diplomático con el Brasil y leerle las últimas noticias.
Mamá estaba de buen humor esa tarde y no le dolía la cintura como casi siempre a la hora
de la siesta. A todos les fue preguntando qué les pasaba que parecían tan nerviosos, y en la
casa se habló de la baja presión y de los efectos nefastos de los mejoradores en el pan. A la
hora del té vino tío Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño y quedarse a la
espera del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba moverse en la cama y ya casi no
se interesaba por lo que tanto la había preocupado al salir del primer vahído. Pepa y Rosa se
turnaron junto a ella, ofreciéndole té y agua sin que les contestara; la casa se apaciguó con
el atardecer y los hermanos se dijeron que tal vez lo de tía Clelia no era grave, y que a la
tarde siguiente volvería a entrar en el dormitorio de mamá como si no le hubiese pasado
nada.
Con Alejandro las cosas habían sido mucho peores, porque Alejandro se había matado
en un accidente de auto a poco de llegar a Montevideo donde lo esperaban en casa de un
ingeniero amigo. Ya hacía casi un año de eso, pero siempre seguía siendo el primer día para
los hermanos y los tíos, para todos menos para mamá ya que para mamá Alejandro estaba
en el Brasil donde una firma de Recife le había encargado la instalación de una fábrica de
cemento. La idea de preparar a mamá, de insinuarle que Alejandro había tenido un
accidente y que estaba levemente herido, no se les había ocurrido siquiera después de las
prevenciones del doctor Bonifaz. Hasta María Laura, más allá de toda comprensión en esas
primeras horas, había admitido que no era posible darle la noticia a mamá. Carlos y el padre
de María Laura viajaron al Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro, mientras la familia
cuidaba como siempre de mamá que ese día estaba dolorida y difícil. El club de ingeniería
aceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la más ocupada con mamá, ni siquiera
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alcanzó a ver el ataúd de Alejandro mientras los otros se turnaban de hora en hora y
acompañaban a la pobre María Laura perdida en un horror sin lágrimas. Como casi siempre,
a tío Roque le tocó pensar. Habló de madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente a
su hermano con la cabeza apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor donde
tantas veces habían jugado a las cartas. Después se les agregó tía Clelia, porque mamá
dormía toda la noche y no había que preocuparse por ella. Con el acuerdo tácito de Rosa y
de Pepa, decidieron las primeras medidas, empezando por el secuestro de La Nación –a
veces mamá se animaba a leer el diario unos minutos– y todos estuvieron de acuerdo con lo
que había pensado el tío Roque. Fue así como una empresa brasileña contrató a Alejandro
para que pasara un año en Recife, y Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a sus
breves vacaciones en casa del ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al primer avión.
Mamá tenía que comprender que eran nuevos tiempos, que los industriales no entendían
de sentimientos, pero Alejandro ya encontraría la manera de tomarse una semana de
vacaciones a mitad de año y bajar a Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso,
aunque lloró un poco y hubo que darle a respirar sus sales. Carlos, que sabía hacerla reír, le
dijo que era una vergüenza que llorara por el primer éxito del benjamín de la familia, y que a
Alejandro no le hubiera gustado enterarse de que recibían así la noticia de su contrato.
Entonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un dedo de málaga a la salud de Alejandro.
Carlos salió bruscamente a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo trajo y quien brindó con
mamá.
La vida de mamá era bien penosa, y aunque poco se quejaba había que hacer todo lo
posible por acompañarla y distraerla. Cuando al día siguiente del entierro de Alejandro se
extrañó de que María Laura no hubiese venido a visitarla como todos los jueves, Pepa fue
por la tarde a casa de los Novalli para hablar con María Laura. A esa hora tío Roque estaba
en el estudio de un abogado amigo, explicándole la situación; el abogado prometió escribir
inmediatamente a su hermano que trabajaba en Recife (las ciudades no se elegían al azar en
casa de mamá) y organizar lo de la correspondencia. El doctor Bonifaz ya había visitado
como por casualidad a mamá, y después de examinarle la vista la encontró bastante mejor
pero le pidió que por unos días se abstuviera de leer los diarios. Tía Clelia se encargó de
comentarle las noticias más interesantes; por suerte a mamá no le gustaban los noticieros
radiales porque eran vulgares y a cada rato había avisos de remedios nada seguros que la
gente tomaba contra viento y marea y así les iba.
María Laura vino el viernes por la tarde y habló de lo mucho que tenía que estudiar
para los exámenes de arquitectura.
–Sí, mi hijita –dijo mamá, mirándola con afecto–. Tenés los ojos colorados de leer, y eso
es malo. Ponete unas compresas con hamamelis, que es lo mejor que hay.
Rosa y Pepa estaban ahí para intervenir a cada momento en la conversación, y María
Laura pudo resistir y hasta sonrió cuando mamá se puso a hablar de ese pícaro de novio que
se iba tan lejos y casi sin avisar. La juventud moderna era así, el mundo se había vuelto loco
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y todos andaban apurados y sin tiempo para nada. Después mamá se perdió en las ya
sabidas anécdotas de padres y abuelos, y vino el café y después entró Carlos con bromas y
cuentos, y en algún momento tío Roque se paró en la puerta del dormitorio y los miró con
su aire bonachón, y todo pasó como tenía que pasar hasta la hora del descanso de mamá.
La familia se fue habituando, a María Laura le costó más pero en cambio sólo tenía que
ver a mamá los jueves; un día llegó la primera carta de Alejandro (mamá se había extrañado
ya dos veces de su silencio) y Carlos se la leyó al pie de la cama. A Alejandro le había
encantado Recife, hablaba del puerto, de los vendedores de papagayos y del sabor de los
refrescos, a la familia se le hacía agua la boca cuando se enteraba de que los ananás no
costaban nada, y que el café era de verdad y con una fragancia... Mamá pidió que le
mostraran el sobre, y dijo que habría que darle la estampilla al chico de los Marolda que era
filatelista, aunque a ella no le gustaba nada que los chicos anduvieran con las estampillas
porque después no se lavaban las manos y las estampillas habían rodado por todo el
mundo.
–Les pasan la lengua para pegarlas – decía siempre mamá– y los microbios quedan ahí
y se incuban, es sabido. Pero dásela lo mismo, total ya tiene tantas que una más...
Al otro día mamá llamó a Rosa y le dictó una carta para Alejandro, preguntándole
cuándo iba a poder tomarse vacaciones y si el viaje no le costaría demasiado. Le explicó
cómo se sentía y le habló del ascenso que acababan de darle a Carlos y del premio que había
sacado uno de los alumnos de piano de Pepa. También le dijo que María Laura la visitaba sin
faltar ni un solo jueves, pero que estudiaba demasiado y que eso era malo para la vista.
Cuando la carta estuvo escrita, mamá la firmó al pie con un lápiz, y besó suavemente el
papel. Pepa se levantó con el pretexto de ir a buscar un sobre, y tía Clelia vino con las
pastillas de las cinco y unas flores para el jarrón de la cómoda
Nada era fácil, porque en esa época la presión de mamá subió todavía más y la familia
llegó a preguntarse si no habría alguna influencia inconsciente, algo que desbordaba del
comportamiento de todos ellos, una inquietud y un desánimo que hacían daño a mamá a
pesar de las precauciones y la falsa alegría. Pero no podía ser, porque a fuerza de fingir las
risas todos habían acabado por reírse de veras con mamá, y a veces se hacían bromas y se
tiraban manotazos aunque no estuvieran con ella, y después se miraban como si se
despertaran bruscamente, y Pepa se ponía muy colorada y Carlos encendía un cigarrillo con
la cabeza gacha. Lo único importante en el fondo era que pasara el tiempo y que mamá no
se diese cuenta de nada. Tío Roque había hablado con el doctor Bonifaz, y todos estaban de
acuerdo en que había que continuar indefinidamente la comedia piadosa, como la calificaba
tía Clelia. El único problema eran las visitas de María Laura porque mamá insistía
naturalmente en hablar de Alejandro, quería saber si se casarían apenas él volviera de
Recife o si ese loco de hijo iba a aceptar otro contrato lejos y por tanto tiempo. No quedaba
más remedio que entrar a cada momento en el dormitorio y distraer a mamá, quitarle a
María Laura que se mantenía muy quieta en su silla, con las manos apretadas hasta hacerse
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daño, pero un día mamá le preguntó a tía Clelia por qué todos se precipitaban en esa forma
cuando María Laura venía a verla, como si fuera la única ocasión que tenían de estar con
ella. Tía Clelia se echó a reír y le dijo que todos veían un poco a Alejandro en María Laura, y
que por eso les gustaba estar con ella cuando venía
–Tenés razón, María Laura es tan buena –dijo mamá–. El bandido de mi hijo no se la
merece, creeme.
–Mirá quién habla –dijo tía Clelia–. Si se te cae la baba cuando nombrás a tu hijo.
Mamá también se puso a reír, y se acordó de que en esos días iba a llegar carta de
Alejandro. La carta llegó y tío Roque la trajo junto con el té de las cinco. Esa vez mamá quiso
leer la carta y pidió sus anteojos de ver cerca. Leyó aplicadamente, como si cada frase fuera
un bocado que había que dar vueltas y vueltas paladeándolo.
–Los muchachos de ahora no tienen respeto –dijo sin darle demasiada importancia–.
Está bien que en mi tiempo no se usaban esas máquinas, pero yo no me hubiera atrevido
jamás a escribir así a mi padre, ni vos tampoco.
–Claro que no –dijo tío Roque–. Con el genio que tenía el viejo.
–A vos no se te cae nunca eso del viejo, Roque. Sabés que no me gusta oírtelo decir,
pero te da igual. Acordate cómo se ponía mamá.
–Bueno, está bien. Lo de viejo es una manera de decir, no tiene nada que ver con el
respeto
–Es muy raro –dijo mamá, quitándose los anteojos y mirando las molduras del cielo
raso–. Ya van cinco o seis cartas de Alejandro, y en ninguna me llama... Ah, pero es un
secreto entre los dos. Es raro, sabés. ¿Por qué no me ha llamado así ni una sola vez?
–A lo mejor al muchacho le parece tonto escribírtelo. Una cosa es que te diga... ¿cómo
te dice?...
–¿Qué querés, tío? Lo más que puedo hacer es falsificarle la firma. Yo creo que mamá
se va a olvidar de eso, no te lo tomés tan a pecho.
A los cuatro o cinco meses, después de una carta de Alejandro en la que explicaba lo
mucho que tenía que hacer (aunque estaba contento porque era una gran oportunidad para
un ingeniero joven), mamá insistió en que ya era tiempo de que se tomara unas vacaciones
y bajara a Buenos Aires. A Rosa, que escribía la respuesta de mamá, le pareció que dictaba
más lentamente, como si hubiera estado pensando mucho cada frase.
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–Vaya a saber si el pobre podrá venir –comentó Rosa como al descuido–. Sería una lástima
que se malquiste con la empresa justamente ahora que le va tan bien y está tan contento.
Mamá siguió dictando como si no hubiera oído. Su salud dejaba mucho que desear y le
hubiera gustado ver a Alejandro, aunque sólo fuese por unos días. Alejandro tenía que
pensar también en María Laura, no porque ella creyese que descuidaba a su novia, pero un
cariño no vive de palabras bonitas y promesas a la distancia. En fin, esperaba que Alejandro
le escribiera pronto con buenas noticias. Rosa se fijó que mamá no besaba el papel después
de firmar, pero que miraba fijamente la carta como si quisiera grabársela en la memoria.
"Pobre Alejandro", pensó Rosa, y después se santiguó bruscamente sin que mamá la viera.
–Mirá –le dijo tío Roque a Carlos cuando esa noche se quedaron solos para su partida
de dominó–, yo creo que esto se va a poner feo. Habrá que inventar alguna cosa plausible, o
al final se dará cuenta.
–Qué sé yo, tío. Lo mejor será que Alejandro conteste de una manera que la deje
contenta por un tiempo más. La pobre está tan delicada, no se puede ni pensar en...
–Nadie habló de eso, muchacho. Pero yo te digo que tu madre es de las que no aflojan.
Está en la familia, che.
Mamá leyó sin hacer comentarios la respuesta evasiva de Alejandro, que trataría de
conseguir vacaciones apenas entregara el primer sector instalado de la fábrica. Cuando esa
tarde llegó María Laura, le pidió que intercediera para que Alejandro viniese aunque no
fuera más que una semana a Buenos Aires. María Laura le dijo después a Rosa que mamá se
lo había pedido en el único momento en que nadie más podía escucharla. Tío Roque fue el
primero en sugerir lo que todos habían pensado ya tantas veces sin animarse a decirlo por lo
claro, y cuando mamá le dictó a Rosa otra carta para Alejandro, insistiendo en que viniera,
se decidió que no quedaba más remedio que hacer la tentativa y ver si mamá estaba en
condiciones de recibir una primera noticia desagradable. Carlos consultó al doctor Bonifaz,
que aconsejó prudencia y unas gotas. Dejaron pasar el tiempo necesario, y una tarde tío
Roque vino a sentarse a los pies de la cama de mamá, mientras Rosa cebaba un mate y
miraba por la ventana del balcón, al lado de la cómoda de los remedios.
–Fijate que ahora empiezo a entender un poco por qué este diablo de sobrino no se
decide a venir a vernos –dijo tío Roque–. Lo que pasa es que no te ha querido afligir,
sabiendo que todavía no estás bien.
–Hoy telefonearon los Novalli, parece que María Laura recibió noticias de Alejandro.
Está bien, pero no va a poder viajar por unos meses.
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–Porque tiene algo en un pie, parece. En el tobillo, creo. Hay que preguntarle a María
Laura para que diga lo que pasa. El viejo Novalli habló de una fractura o algo así.
Antes de que tío Roque pudiera contestar, ya Rosa estaba con el frasco de sales. El
doctor Bonifaz vino en seguida, y todo pasó en unas horas, pero fueron horas largas y el
doctor Bonifaz no se separó de la familia hasta entrada la noche. Recién dos días después
mamá se sintió lo bastante repuesta como para pedirle a Pepa que le escribiera a Alejandro.
Cuando Pepa, que no había entendido bien, vino como siempre con el block y la lapicera,
mamá cerró los ojos y negó con la cabeza.
Pepa obedeció, sin saber por qué escribía una frase tras otra puesto que mamá no iba a
leer la carta. Esa noche le dijo a Carlos que todo el tiempo, mientras escribía al lado de la
cama de mamá, había tenido la absoluta seguridad de que mamá no iba a leer ni a firmar
esa carta. Seguía con los ojos cerrados y no los abrió hasta la hora de la tisana; parecía
haberse olvidado, estar pensando en otras cosas.
Alejandro contestó con el tono más natural del mundo, explicando que no había
querido contar lo de la fractura para no afligirla. Al principio se habían equivocado y le
habían puesto un yeso que hubo de cambiar, pero ya estaba mejor y en unas semanas
podría empezar a caminar. En total tenía para unos dos meses, aunque lo malo era que su
trabajo se había retrasado una barbaridad en el peor momento, y...
Carlos, que leía la carta en voz alta, tuvo la impresión de que mamá no lo escuchaba
como otras veces. De cuando en cuando miraba el reloj, lo que en ella era signo de
impaciencia. A las siete Rosa tenía que traerle el caldo con las gotas del doctor Bonifaz, y
eran las siete y cinco.
–Bueno –dijo Carlos, doblando la carta–. Ya ves que todo va bien, al pibe no le ha
pasado nada serio.
La primera en hablar fue María Laura, esa misma tarde. Se lo dijo a Rosa en la sala,
antes de irse, y Rosa se quedó mirándola como si no pudiera creer lo que había oído.
–Por favor –dijo Rosa–. ¿Cómo podés imaginarte una cosa así?
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–No me la imagino, es la verdad –dijo María Laura–. Y yo no vuelvo más, Rosa, pídanme
lo que quieran, pero yo no vuelvo a entrar en esa pieza.
En el fondo a nadie le pareció demasiado absurda la fantasía de María Laura, pero tía
Clelia resumió el sentimiento de todos cuando dijo que en una casa como la de ellos un
deber era un deber. A Rosa le tocó ir a lo de los Novalli, pero María Laura tuvo un ataque de
llanto tan histérico que no quedó más remedio que acatar su decisión; Pepa y Rosa
empezaron esa misma tarde a hacer comentarios sobre lo mucho que tenía que estudiar la
pobre chica y lo cansada que estaba. Mamá no dijo nada, y cuando llegó el jueves no
preguntó por María Laura. Ese jueves se cumplían diez meses de la partida de Alejandro al
Brasil. La empresa estaba tan satisfecha de sus servicios, que unas semanas después le
propusieron una renovación del contrato por otro año, siempre que aceptara irse de
inmediato a Belén para instalar otra fábrica. A tío Rque le parecía eso formidable, un gran
triunfo para un muchacho de tan pocos años.
–Alejandro fue siempre el más inteligente –dijo mamá–. Así como Carlos es el más
tesonero.
–Tenés razón –dijo tío Roque, preguntándose de pronto qué mosca le habría picado
aquel día a María Laura–. La verdad es que te han salido unos hijos que valen la pena,
hermana.
–Oh, sí, no me puedo quejar. A su padre le hubiera gustado verlos ya grandes. Las
chicas, tan buenas, y el pobre Carlos, tan de su casa.
–Fijate nomás en ese nuevo contrato que le ofrecen...En fin, cuando estés con ánimo le
contestarás a tu hijo; debe andar con la cola entre las piernas pensando que la noticia de la
renovación no te va a gustar.
–Ah, sí –repitió mamá, mirando al cielo raso–. Decile a Pepa que le escriba, ella ya sabe.
Pepa escribió, sin estar muy segura de lo que debía decirle a Alejandro, pero
convencida de que siempre era mejor tener un texto completo para evitar contradicciones
en las respuestas. Alejandro, por su parte, se alegró mucho de que mamá comprendiera la
oportunidad que se le presentaba. Lo del tobillo iba muy bien, apenas pudiera pediría
vacaciones para venirse a estar con ellos una quincena. Mamá asintió con un leve gesto, y
preguntó si ya había llegado La Razón para que Carlos le leyera los telegramas. En la casa
todo se había ordenado sin esfuerzo, ahora que parecían haber terminado los sobresaltos y
la salud de mamá se mantenía estacionaria. Los hijos se turnaban para acompañarla; tío
Roque y tía Clelia entraban y salían en cualquier momento. Carlos le leía el diario a mamá
por la noche, y Pepa por la mañana. Rosa y tía Clelia se ocupaban de los medicamentos y los
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baños; tío Roque tomaba mate en su cuarto dos o tres veces al día. Mamá no estaba nunca
sola, no preguntaba nunca por María Laura; cada tres semanas recibía sin comentarios las
noticias de Alejandro; le decía a Pepa que contestara y hablaba de otra cosa, siempre
inteligente y atenta y alejada.
Fue en esta época cuando tío Roque empezó a leerle las noticias de la tensión con el
Brasil. Las primeras las había escrito en los bordes del diario, pero mamá no se preocupaba
por la perfección de la lectura y después de unos días tío Roque se acostumbró a inventar en
el momento. Al principio acompañaba los inquietantes telegramas con algún comentario
sobre los problemas que eso podía traerle a Alejandro y a los demás argentinos en el Brasil,
pero como mamá no parecía preocuparse dejó de insistir aunque cada tantos días agravaba
un poco la situación. En las cartas de Alejandro se mencionaba la posibilidad de una ruptura
de relaciones, aunque el muchacho era el optimista de siempre y estaba convencido de que
los cancilleres arreglarían el litigio.
Mamá no hacía comentarios, tal vez porque aún faltaba mucho para que Alejandro
pudiera pedir licencia, pero una noche le preguntó bruscamente al doctor Bonifaz si la
situación con el Brasil era tan grave como decían los diarios
–¿Con el Brasil? Bueno, sí, las cosas no andan muy bien –dijo el médico–. Esperemos
que el buen sentido de los estadistas. . .
Mamá lo miraba como sorprendida de que le hubiese respondido sin vacilar. Suspiró
levemente, y cambió la conversación. Esa noche estuvo más animada que otras veces, y el
doctor Bonifaz se retiró satisfecho. Al otro día se enfermó tía Clelia; los desmayos parecían
cosa pasajera, pero el doctor Bonifaz habló con tío Roque y aconsejó que internaran a tía
Clelia en un sanatorio. A mamá, que en ese momento escuchaba las noticias del Brasil que le
traía Carlos con el diario de la noche, le dijeron que tía Clelia estaba con una jaqueca que no
la dejaba moverse de la cama. Tuvieron toda la noche para pensar en lo que harían, pero tío
Roque estaba como anonadado después de hablar con el doctor Bonifaz, y a Carlos y a las
chicas les tocó decidir. A Rosa se le ocurrió lo de la quinta de Manolita Valle y el aire puro; al
segundo día de la jaqueca de tía Clelia, Carlos llevó la conversación con tanta habilidad que
fue como si mamá en persona hubiera aconsejado una temporada en la quinta de Manolita
que tanto bien le haría a Clelia. Un compañero de oficina de Carlos se ofreció para llevarla
en su auto, ya que el tren era fatigoso con esa jaqueca. Tía Clelia fue la primera en querer
despedirse de mamá, y entre Carlos y tío Roque la llevaron pasito a paso para que mamá le
recomendase que no tomara frío en esos autos de ahora y que se acordara del laxante de
frutas cada noche.
–Clelia estaba muy congestionada –le dijo mamá a Pepa por la tarde–. Me hizo mala
impresión, sabés.
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–Oh, con unos días en la quinta se va a reponer lo más bien. Estaba un poco cansada
estos meses; me acuerdo de que Manolita le había dicho que fuera a acompañarla a la
quinta.
Pepa no sabía, pero ya le preguntarían al doctor Bonifaz que era el que había
aconsejado el cambio de aire. Mamá no volvió a hablar del asunto hasta algunos días
después (tía Clelia acababa de tener un síncope en el sanatorio, y Rosa se turnaba con tío
Roque para acompañarla)
–Vamos, por una vez que la pobre se decide a dejarte y a cambiar un poco de aire...
–Claro que no es nada. Ahora se estará quedando por gusto, o por acompañar a
Manolita; ya sabés cómo son de amigas.
Rosa telefoneó a la quinta, y le dijeron que tía Clelia estaba mejor, pero que todavía se
sentía un poco débil, de manera que iba a aprovechar para quedarse. El tiempo estaba
espléndido en Olavarría.
–No me gusta nada eso –dijo mamá–. Clelia ya tendría que haber vuelto.
–Por favor, mamá, no te preocupés tanto. ¿Por qué no te mejorás vos lo antes posible,
y te vas con Clelia y Manolita a tomar sol a la quinta?
–¿Yo? –dijo mamá, mirando a Carlos con algo que se parecía al asombro, al escándalo,
al insulto. Carlos se echó a reír para disimular lo que sentía (tía Clelia estaba gravísima, Pepa
acababa de telefonear) y la besó en la mejilla como a una niña traviesa.
Esa noche mamá durmió mal y desde el amanecer preguntó por Clelia, como si a esa
hora se pudieran tener noticias de la quinta (tía Clelia acababa de morir y habían decidido
velarla en la funeraria). A las ocho llamaron a la quinta desde e1 teléfono de la sala, para
que mamá pudiera escuchar la conversación, y por suerte tía Clelia había pasado bastante
buena noche aunque el médico de Manolita aconsejaba que se quedase mientras siguiera el
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buen tiempo. Carlos estaba muy contento con el cierre de la oficina por inventario y
balance, y vino en piyama a tomar mate al pie de la cama de mamá y a darle conversación.
–Mirá –dijo mamá–, yo creo que habría que escribirle a Alejandro que venga a ver a su
tía. Siempre fue el preferido de Clelia, y es justo que venga.
–Pero si tía Clelia no tiene nada, mamá. Si Alejandro no ha podido venir a verte a vos,
imaginate...
–Allá él –dijo mamá–. Vos escribile y decile que Clelia está enferma y que debería venir
a verla.
Le escribieron esa misma tarde y le leyeron la carta a mamá. En los días en que debía
llegar la respuesta de Alejandro (tía Clelia seguía bien, pero el médico de Manolita insistía
en que aprovechara el buen aire de la quinta), la situación diplomática con el Brasil se
agravó todavía más y Carlos le dijo a mamá que no sería raro que las cartas de Alejandro se
demoraran.
–Parecería a propósito –dijo mamá–. Ya vas a ver que tampoco podrá venir él.
–Es absurdo –dijo Carlos–. Ya estamos tan acostumbrados a esta comedia, que una
escena más o menos...
–Entonces llevásela vos –dijo Pepa, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas y se los
secaba con la servilleta.
–Qué querés, hay algo que no anda. Ahora cada vez que entro en su cuarto estoy como
esperando una sorpresa, una trampa, casi.
–La culpa la tiene María Laura –dijo Rosa–. Ella nos metió la idea en la cabeza y ya no
podemos actuar con naturalidad. Y para colmo tía Clelia...
–Mirá, ahora que lo decís se me ocurre que convendría hablar con María Laura –dijo tío
Roque–. Lo más lógico sería que viniera después de sus exámenes y le diera a tu madre la
noticia de que Alejandro no va a poder viajar.
–Pero a vos no te hiela la sangre que mamá no pregunte más por María Laura, aunque
Alejandro la nombra en todas sus cartas?
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–No se trata de la temperatura de mi sangre –dijo tío Roque–. Las cosas se hacen o no
se hacen, y se acabó.
A Rosa le llevó dos horas convencer a María Laura, pero era su mejor amiga y María
Laura los quería mucho, hasta a mamá aunque le diera miedo. Hubo que preparar una
nueva carta, que María Laura trajo junto con un ramo de flores y las pastillas de mandarina
que le gustaban a mamá. Sí, por suerte ya habían terminado los exámenes peores, y podría
irse unas semanas a descansar a San Vicente.
–El aire del campo te hará bien –dijo mamá–. En cambio a Clelia... ¿Hoy llamaste a la
quinta, Pepa? Ah, sí, recuerdo que me dijiste... Bueno, ya hace tres semanas que se fue
Clelia, y mirá vos...
María Laura y Rosa hicieron los comentarios del caso, vino la bandeja del té, y María
Laura le leyó a mamá unos párrafos de la carta de Alejandro con la noticia de la internación
provisional de todos los técnicos extranjeros, y la gracia que le hacía estar alojado en un
espléndido hotel por cuenta del gobierno, a la espera de que los cancilleres arreglaran el
conflicto. Mamá no hizo ninguna reflexión, bebió su taza de tilo y se fue adormeciendo. Las
muchachas siguieron charlando en la sala, más aliviadas. María Laura estaba por irse cuando
se le ocurrió lo del teléfono y se lo dijo a Rosa. A Rosa le parecía que también Carlos había
pensado en eso, y más tarde le habló a tío Roque, que se encogió de hombros. Frente a
cosas así no quedaba más remedio que hacer un gesto y seguir leyendo el diario. Pero Rosa
y Pepa se lo dijeron también a Carlos, que renunció a encontrarle explicación a menos de
aceptar lo que nadie quería aceptar.
–Ya veremos –dijo Carlos–. Todavía puede ser que se le ocurra y nos lo pida. En ese
caso...
Pero mamá no pidió nunca que le llevaran el teléfono para hablar personalmente con
tía Clelia. Cada mañana preguntaba si había noticias de la quinta, y después se volvía a su
silencio donde el tiempo parecía contarse por dosis de remedios y tazas de tisana. No le
desagradaba que tío Roque viniera con La Razón para leerle las últimas noticias del conflicto
con el Brasil, aunque tampoco parecía preocuparse si el diariero llegaba tarde o tío Roque se
entretenía más que de costumbre con un problema de ajedrez. Rosa y Pepa llegaron a
convencerse de que a mamá la tenía sin cuidado que le leyeran las noticias, o telefonearan a
la quinta, o trajeran una carta de Alejandro. Pero no se podía estar seguro porque a veces
mamá levantaba la cabeza y las miraba con la mirada profunda de siempre, ni la que no
había ningún cambio, ninguna aceptación. La rutina los abarcaba a todos, y para Rosa
telefonear a un agujero negro en el extremo del hilo era tan simple y cotidiano como para
tío Roque seguir leyendo falsos telegramas sobre un fondo de anuncios de remates o
noticias de fútbol, o para Carlos entrar con las anécdotas de su visita a la quinta de Olavarría
y los paquetes de frutas que les mandaban Manolita y tía Clelia. Ni siquiera durante los
últimos meses de mamá cambiaron las costumbres, aunque poca importancia tuviera ya. El
doctor Bonifaz les dijo que por suerte mamá no sufriría nada y que se apagaría sin sentirlo.
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Pero mamá se mantuvo lúcida hasta el fin, cuando ya los hijos la rodeaban sin poder fingir lo
que sentían.
–Qué buenos fueron conmigo –dijo mamá–. Todo ese trabajo que se tomaron. para
que no sufriera.
Tío Roque estaba sentado junto a ella y le acarició jovialmente la mano, tratándola de
tonta. Pepa y Rosa, fingiendo buscar algo en la cómoda, sabían ya que María Laura había
tenido razón; sabían lo que de alguna manera habían sabido siempre.
–Tanto cuidarme... –dijo mamá, y Pepa apretó la mano de Rosa, porque al fin y al cabo
esas dos palabras volvían a poner todo en orden, restablecían la larga comedia necesaria.
Pero Carlos, a los pies de la cama, miraba a mamá como si supiera que iba a decir algo más.
Tío Roque iba a protestar, a decir algo, pero Carlos se le acercó y le apretó
violentamente el hombro. Mamá se perdía poco a poco en una modorra, y era mejor no
molestarla.
Tres días después del entierro llegó la última carta de Alejandro, donde como siempre
preguntaba por la salud de mamá y de tía Clelia. Rosa, que la había recibido, la abrió y
empezó a leerla sin pensar, y cuando levantó la vista porque de golpe las lágrimas la
cegaban, se dio cuenta de que mientras la leía había estado pensando en cómo habría que
darle a Alejandro la noticia de la muerte de mamá.
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La continuidad de los parques (Julio Cortázar)
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió
a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama,
por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y
discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del
estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de
espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones,
dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los
últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso
de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al
alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir
hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del
último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba
el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la
sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos
furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo
estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante
como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro
cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles
errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El
doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de
la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió
un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los
árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba
a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y
no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus
oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una
escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la
segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto
respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una
novela
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La flor amarilla (Julio Cortázar)
Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al
único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no
le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran
hasta que el vino se les salía por los ojos. A mí debió verme algún interés pintado en la cara,
porque se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de la mesa en un rincón donde se
podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado de la municipalidad y que su mujer
se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo como otro cualquiera de
admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y
ojos tuberculosos. Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de
tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París pero que al parecer sólo olemos los
extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa.
Contó que en un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos trece años, y que
al rato de mirarlo descubrió que el chico se parecía mucho a él, por lo menos se parecía al
recuerdo que guardaba de sí mismo a esa edad. Poco a poco fue admitiendo que se le
parecía en todo, la cara y las manos, el mechón cayéndole en la frente, los ojos muy
separados, y más aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una revista de
historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la torpeza irremediable de los
movimientos. Se le parecía de tal manera que casi le dio risa, pero cuando el chico bajó en la
rue de Rennes, él bajó también y dejó plantado a un amigo que lo esperaba en
Montparnasse. Buscó un pretexto para hablar con el chico, le preguntó por una calle y oyó
ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico iba hacia esa calle, caminaron
tímidamente juntos unas cuadras. A esa altura una especie de revelación cayó sobre él.
Nada estaba explicado pero era algo que podía prescindir de explicación, que se volvía
borroso o estúpido cuando se pretendía —como ahora— explicarlo.
Resumiendo, se las arregló para conocer la casa del chico, y con el prestigio que le daba
un pasado de instructor de boy scouts se abrió paso hasta esa fortaleza de fortalezas, un
hogar francés. Encontró una miseria decorosa y una madre avejentada, un tío jubilado, dos
gatos. Después no le costó demasiado que un hermano suyo le confiara a su hijo que
andaba por los catorce años, y los dos chicos se hicieron amigos. Empezó a ir todas las
semanas a casa de Luc; la madre lo recibía con café recocido, hablaban de la guerra, de la
ocupación, también de Luc. Lo que había empezado como una revelación se organizaba
geométricamente, iba tomando ese perfil demostrativo que a la gente le gusta llamar
fatalidad. Incluso era posible formularlo con las palabras de todos los días: Luc era otra vez
él, no había mortalidad, éramos todos inmortales.
—Todos inmortales, viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me toca a mí, en
un 95. Un pequeño error en el mecanismo, un pliegue del tiempo, un avatar simultáneo en
vez de consecutivo, Luc hubiera tenido que nacer después de mi muerte, y en cambio... Sin
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contar la fabulosa casualidad de encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue
una especie de seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero después empezaron
las dudas, por que en esos casos uno se trata de imbécil o toma tranquilizantes. Y junto con
las dudas, matándolas una por una, las demostraciones de que no estaba equivocado, de
que no había razón para dudar. Lo que le voy a decir es lo que más risa les da a esos
imbéciles, cuando a veces se me ocurre contarles. Luc no solamente era yo otra vez, sino
que iba a ser como yo, como este pobre infeliz que le habla. No había más que verlo jugar,
verlo caerse siempre mal, torciéndose un pie o sacándose una clavícula, esos sentimientos a
flor de piel, ese rubor que le subía a la cara apenas se le preguntaba cualquier cosa. La
madre, en cambio, cómo les gusta hablar, cómo le cuentan a uno cualquier cosa aunque el
chico esté ahí muriéndose de vergüenza, las intimidades más increíbles, las anécdotas del
primer diente, los dibujos de los ocho años, las enfermedades... La buena señora no
sospechaba nada, claro, y el tío jugaba conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta
les adelanté dinero para llegar a un fin de mes. No me costó ningún trabajo conocer el
pasado de Luc, bastaba intercalar preguntas entre los temas que interesaban a los viejos: el
reumatismo del tío, las maldades de la portera, la política. Así fui conociendo la infancia de
Luc entre jaques al rey y reflexiones sobre el precio de la carne, y así la demostración se fue
cumpliendo infalible. Pero entiéndame, mientras pedimos otra copa: Luc era yo, lo que yo
había sido de niño, pero no se lo imagine como un calco. Más bien una figura análoga,
comprende, es decir que a los siete años yo me había dislocado una muñeca y Luc la
clavícula, y a los nueve habíamos tenido respectivamente el sarampión y la escarlatina, y
además la historia intervenía, viejo, a mí el sarampión me había durado quince días
mientras que a Luc lo habían curado en cuatro, los progresos de la medicina y cosas por el
estilo. Todo era análogo y por eso, para ponerle un ejemplo al caso, bien podría suceder que
el panadero de la esquina fuese un avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden no
se ha alterado, porque no podrá encontrar se nunca con la verdad en un autobús; pero si de
alguna manera llegara a darse cuenta de esa verdad, podría comprender que ha repetido y
que está repitiendo a Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería
en Montparnasse es la misma figura que saltar de Córcega al trono de Francia, y que
escarbando despacio en la historia de su vida encontraría los momentos que corresponden
a la campaña de Egipto, al consulado y a Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va
a pasar con su panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a lo
mejor es una piecita en un sexto piso, pero también vencido, también rodeado por el agua
de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue como un vuelo de águilas. Usted
se da cuenta, ¿no?.
Yo me daba cuenta, pero opiné que en la infancia todos tenemos enfermedades típicas
a plazo fijo, y que casi todos nos rompemos alguna cosa jugando al fútbol.
—Ya sé, no le he hablado más que de las coincidencias visibles. Por ejemplo, que Luc se
pareciera a mí no tenía importancia, aunque sí la tuvo para la revelación en el autobús. Lo
verdaderamente importante eran las secuencias, y eso es difícil de explicar porque tocan al
carácter, a recuerdos imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo, quiero decir
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cuando tenía la edad de Luc, yo había pasado por una época amarga que empezó con una
enfermedad interminable, después en plena convalecencia me fui a jugar con los amigos y
me rompí un brazo, y apenas había salido de eso me enamoré de la hermana de un
condiscípulo y sufrí como se sufre cuando se es incapaz de mirar en los ojos a una chica que
se está burlando de uno. Luc se enfermó también, apenas convaleciente lo invitaron al circo
y al bajar de las graderías resbaló y se dislocó un tobillo. Poco después su madre lo
sorprendió una tarde llorando al lado de la ventana, con un pañuelito azul estrujado en la
mano, un pañuelo que no era de la casa.
Como alguien tiene que hacer de contradictor en esta vida, dije que los amores
infantiles son el complemento inevitable de los machucones y las pleuresías. Pero admití
que lo del avión ya era otra cosa. Un avión con hélice a resorte, que él había traído para su
cumpleaños.
—Cuando se lo di me acordé una vez más del Meccano que mi madre me había
regalado a los catorce años, y de lo que me pasó. Pasó que estaba en el jardín, a pesar de
que se venía una tormenta de verano y se oían ya los truenos, y me había puesto a armar
una grúa sobre la mesa de la glorieta, cerca de la puerta de calle. Alguien me llamó desde la
casa, y tuve que entrar un minuto. Cuando volví, la caja del Meccano había desaparecido y
la puerta estaba abierta. Gritando desesperado corrí a la calle donde ya no se veía a nadie, y
en ese mismo instante cayó un rayo en el chalet de enfrente. Todo eso ocurrió como en un
solo acto, y yo lo estaba recordando mientras le daba el avión a Luc y él se quedaba
mirándolo con la misma felicidad con que yo había mirado mi Meccano. La madre vino a
traerme una taza de café, y cambiábamos las frases de siempre cuando oímos un grito. Luc
había corrido a la ventana como si quisiera tirarse al vacío. Tenía la cara blanca y los ojos
llenos de lágrimas, alcanzó a balbucear que el avión se había desviado en su vuelo, pasando
exactamente por el hueco de la ventana entreabierta. «No se lo ve más, no se lo ve más»,
repetía llorando. Oímos gritar más abajo, el tío entró corriendo para anunciar que había un
incendio en la casa de enfrente. ¿Comprende, ahora? Sí, mejor nos tomamos otra copa.
Después, como yo me callaba, el hombre dijo que había empezado a pensar solamente
en Luc, en la suerte de Luc. Su madre lo destinaba a una escuela de artes y oficios, para que
modestamente se abriera lo que ella llamaba su camino en la vida, pero ese camino ya
estaba abierto y solamente él, que no hubiera podido hablar sin que lo tomaran por loco y
lo separaran para siempre de Luc, podía decirle a la madre y al tío que todo era inútil, que
cualquier cosa que hicieran el resultado sería el mismo, la humillación, la rutina lamentable,
los años monótonos, los fracasos que van royendo la ropa y el alma, el refugio en una
soledad resentida, en un bistró de barrio. Pero lo peor de todo no era el destino de Luc; lo
peor era que Luc moriría a su vez y otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia figura,
hasta morir para que otro hombre entrara a su vez en la rueda. Luc ya casi no le importaba;
de noche, su insomnio se proyectaba más allá hasta otro Luc, hasta otros que se llamarían
Robert o Claude o Michel, una teoría al infinito de pobres diablos repitiendo la figura sin
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saberlo, convencidos de su libertad y su albedrío. El hombre tenía el vino triste, no había
nada que hacerle.
—Ahora se ríen de mí cuando les digo que Luc murió unos meses después, son
demasiado estúpidos para entender que... Sí, no se ponga usted también a mirarme con
esos ojos. Murió unos meses después, empezó por una especie de bronquitis, así como a
esa misma edad yo había tenido una infección hepática. A mí me internaron en el hospital,
pero la madre de Luc se empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a veces
llevaba a mi sobrino para que jugara con Luc. Había tanta miseria en esa casa que mis visitas
eran un consuelo en todo sentido, la compañía para Luc, el paquete de arenques o el pastel
de damascos. Se acostumbraron a que yo me encargara de comprar los medicamentos,
después que les hablé de una farmacia donde me hacían un descuento especial. Terminaron
por admitirme como enfermero de Luc, y ya se imagina que en una casa como ésa, donde el
médico entra y sale sin mayor interés, nadie se fija mucho si los síntomas finales coinciden
del todo con el primer diagnóstico... ¿Por qué me mira así? ¿He dicho algo que no esté bien?
No, no había dicho nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura del vino. Muy al
contrario, a menos de imaginar algo horrible la muerte del pobre Luc venía a demostrar que
cualquiera dado a la imaginación puede empezar un fantaseo en un autobús 95 y terminarlo
al lado de la cama donde se está muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo, se lo
dije. Se quedó mirando un rato el aire antes de volver a hablar.
—Bueno, como quiera. La verdad es que en esas semanas después del entierro sentí
por primera vez algo que podía parecerse a la felicidad. Todavía iba cada tanto a visitar a la
madre de Luc, le llevaba un paquete de bizcochos, pero poco me importaba ya de ella o de
la casa, estaba como anegado por la certidumbre maravillosa de ser el primer mortal, de
sentir que mi vida se seguía desgastando día tras día, vino tras vino, y que al final se
acabaría en cualquier parte y a cualquier hora, repitiendo hasta lo último el destino de algún
desconocido muerto vaya a saber dónde y cuándo, pero yo sí que estaría muerto de verdad,
sin un Luc que entrara en la rueda para repetir estúpidamente una estúpida vida.
Comprenda esa plenitud, viejo, envídieme tanta felicidad mientras duró.
Porque, al parecer, no había durado. El bistró y el vino barato lo probaban, y esos ojos
donde brillaba una fiebre que no era del cuerpo. Y sin embargo había vivido algunos meses
saboreando cada momento de su mediocridad cotidiana, de su fracaso conyugal, de su ruina
a los cincuenta años, seguro de su mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando el
Luxemburgo, vio una flor.
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cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para
alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso,
que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza
salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente a mirar, a mirar todo lo
que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando llegamos al término mino,
bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche,
subí y bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc, buscando entre los pasajeros a
alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pareciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera
ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle
nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida
fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra...
Pagué.
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Historia verídica (Julio Cortázar)
A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las
baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caros,
pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.
Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale
por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en
seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una
hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los
anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de
la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.
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La foto salió movida (J. Cortázar)
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La decadencia de la amistad (A. Dolina)
Muchos pensadores han creído notar que, en estos tiempos, la amistad es más un tema de
conversación que una actividad concreta.
Según parece, el sentimiento amistoso se halla en decadencia. Todos los días uno tropieza
con canallas que lejos de preocuparse por la escasez de amigos, se jactan de ella.
―Yo, amigos, lo que se dice amigos, tengo muy pocos, o ninguno ―nos gritan en la cara. Y
uno advierte que el sujeto está esperando que lo feliciten por semejante hazaña.
«La amistad debe nacer en la juventud o en la infancia. Nuestros amigos son aquellos que
aprenden junto a nosotros o, mejor todavía, los que viven aventuras a nuestro lado. Y por lo
general, la gente aprende y vive aventuras en la juventud. Después casi todo el mundo
consigue algún empleo en casas de comercio y ya resulta imposible adquirir conocimientos
nuevos o pelearse con una patota…
«…A los once o doce años, uno empieza a hartarse de la familia y encuentra que los
muchachos de la esquina son mucho más divertidos que el tío Jorge. Durante más o menos
una década nadie estará más cerca de nuestro corazón que esos muchachos. Y si uno quiere
aprovisionarse de amigos, debe hacerlo en ese período. Después será demasiado tarde…»
Según se aprecia, el criterio de Manuel Mandeb es interesante y tal vez verdadero. Sucede
que en cierto momento de la vida uno descubre que está rodeado de extraños: compañeros
de trabajo, clientes, acreedores, vecinos y cuñados. Los amigos de verdad están lejos,
probablemente encerrados en círculos parecidos.
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célebre Proveeduría de Amigos de Ocasión. Sus fines de lucro eran innegables. Todavía hoy
se recuerda su «slogan» publicitario: «Tenga un amigo desinteresado. Páguelo en cuotas».
Con solo acercarse al mostrador, el cliente ya notaba un clima amistoso y amplio. Los
empleados sabían cómo atacar.
Y a los treinta segundos uno se sentía entre amigos. Después, entre palmadas, guiños,
pellizcones y confidencias, los comerciantes iban mostrando el amplio catálogo de la
proveeduría.
El trabajo se hacía tan bien, que muchos de los contratantes ya no podían prescindir de él,
nunca más. Muchos profesionales del barrio extinguieron su fortuna pagando este servicio
de la agencia.
Un asunto que molestaba a los clientes era el rigor de los Amigos de Ocasión en sus
horarios. Cuando vencía el plazo estipulado, se terminaba la amistad. Sin saludar, los
contratados daban media vuelta y se iban, muchas veces interrumpiendo una carcajada o
librándose bruscamente de un abrazo fraternal.
Sin embargo, hay que admitir que algunos aspectos del funcionamiento de la proveeduría
eran bastante nobles.
Por ejemplo, la Sección Niños permitía que los padres eligieran a los amigos de sus hijos, sin
correr riesgo alguno.
Para ello se contaba con un numeroso plantel de chicos e incluso enanos, adiestrados en
diferentes actitudes.
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Según el gusto paterno, podían encontrarse pibes atorrantes para avivar a los pequeños
pelandrunes, niños estudiosos para estimular a los adoquines, y criaturas educadas y
juiciosas para serenar a los más piratas.
Desde luego, no pudo evitarse que muchos chicos resistieran la decisión de los padres. Así
se oían con toda frecuencia en Flores frases como ésta:
El fracaso más estruendoso fue el de la sección Amistades Mixtas. Nada cuesta razonar que
los caballeros que solicitaban amigas escondían casi siempre otras intenciones. No se
espante el lector pensando que nos internaremos en un tema tan manoseado como el de la
amistad entre la mujer y el hombre. Vale la pena ―eso sí― recordar lo que dijo Manuel
Mandeb a una amiga suya, tal vez alquilada en la proveeduría.
Los Hombres Sensibles nunca fueron buenos clientes de la agencia Amigos de Ocasión.
Quizá porque sus presupuestos eran muy humildes. O a lo mejor porque les gustaba que los
quisieran gratis. En cualquier caso, los muchachos del Ángel Gris tenían un criollo pudor en
estas cuestiones. Para ellos andar declarando públicamente el grado de amistad que sentían
por alguien era cosa de afeminados.
Manuel Mandeb pasaba largas horas en la esquina de Artigas y Morón fumando con Jorge
Allen, el poeta. Muchas veces ni se hablaban. Se contentaban con saber que el otro estaba
allí.
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Se preparó entonces un magnífico grupo de viejos mentirosos que ante la entrada de algún
candidato de cierta edad, fingían reconocerlo y le soltaban cuatro o cinco recuerdos para ir
tomando confianza.
Esta sección trabajaba mucho en las cenas anuales que suelen realizar los ex-alumnos de los
colegios. Su misión consistía en ir reemplazando a los fallecidos y mantener siempre firme la
concurrencia.
Así, en cierta reunión de egresados del Colegio Nacional Nicolás Avellaneda, promoción
1921, se dio el curioso caso de que ninguno de los asistentes había pisado jamás ese
establecimiento, lo que no les impidió evocar a los profesores, reírse de pasadas travesuras
y brindar por encuentros futuros.
Con el tiempo, la actividad de la agencia fue amenguando. Contribuyó a este hecho cierta
mala prensa que siempre tiene la amistad entre los espíritus escépticos. En Flores, y en
todos los barrios, se contaban leyendas sobre las traiciones de los amigos y sobre las
ventajas de la soledad. Todavía en nuestro tiempo hay personas que se complacen en
declarar que los perros son más leales y sinceros que los humanos. Cabe sobre esto una
pequeña reflexión.
Tal vez sea cierto que los perros no traicionan. Pero esto no es en realidad una virtud del
animal. Ocurre, simplemente, que la módica organización mental del perro le impide
realizar procesos tan complicados como una estafa. Es decir: los perros no pueden
traicionarnos, por la misma razón que no se les permite escribir novelas.
Hoy, cuando ya no existe la Agencia Amigos de Ocasión, vale la pena preguntarse si no será
necesario inventar algo para reemplazarla.
Sera difícil, desde luego. Nadie podrá rescatar a los amigos perdidos. Poco podrá hacerse
para librarnos de los desconocidos que llenan nuestro tiempo.
En todo caso, cada uno de nosotros deberá cuidar lo poco que tenga. Sin componer
canciones ni escribir poemas. Se trata únicamente de sentarse un rato en la vereda o de
matear en silencio con los que están más cerca de nuestro espíritu.
Si uno no tiene ya a los de antes, cabe decir que tal vez existen en el mundo amigos viejos a
los que todavía no conocemos.
Yo mismo, las otras noches resolví salir de mi encierro y lleno de ilusión me encaminé a
cierta esquina que conozco. Tenía ganas de fumar en silencio junto a tres o cuatro sujetos
que se estacionan en ese lugar.
Pensaba además cosechar algún guiño amistoso después de estos años en que estuve tan
ocupado.
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Instrucciones para buscar aventuras (Alejandro Dolina)
Se puede afirmar, sin temor a la indignación de los sabios, que en los tiempos que corren es
cada vez más improbable tropezar con la aventura.
Curiosamente, parecen existir muchísimas personas con espíritu aventurero. Todos los días
conversa uno con señores que desean vivamente una vida más interesante y un teatro de
acontecimientos más rico y más amplio.
Esta gente sale de su casa cada mañana esperando que algo ocurra y buscando, como decía
Whitrnan, “algo pernicioso y temible, algo incompatible con una vida mezquina, algo
desconocido, algo absorbente, desprendido de su anclaje y bogando en libertad”.
Pero la búsqueda es siempre inútil y casi todos los hombres, en el ocaso de sus vidas,
confiesan que no han vivido jamás una aventura.
¿Dónde están -se pregunta uno-las doncellas atormentadas por un gigante que desde la
torre de algún castillo esperan nuestra intervención salvadora?
La actual civilización parece pensada para evitar las aventuras. Porque en realidad la
aventura es el riesgo. Y nadie quiere arriesgarse.
Naturalmente, siempre queda alguna grieta como para que se introduzca lo extraordinario.
Pero no es suficiente. Para demostrarlo, vale la pena realizar una sencilla experiencia:
pidamos a nuestros conocidos que refieran los hechos más curiosos que han vivido. Los
resultados serán entre aburridos y penosos.
Alguien quedó encerrado en el ascensor durante una hora. Otro dice haber ganado un
jarrón en una kermesse. Un tercero obtuvo un boleto capicúa.
Los griegos pensaban que las cosas ocurrían sólo para que los hombres pudieran contarlas
luego. Si esto es cierto, el futuro de nuestras conversaciones es poco prometedor. ¿Qué les
contaremos a nuestros nietos? ¿Que una vez vimos un choque? ¿Que se nos reventó un
sifón? Pobre será la épica que surja de estos modestos cataclismos.
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El aventurero actual ha aprendido a contentarse con sombras de emoción. La televisión y el
cine son sus melancólicos proveedores de asombro.
Era una empresa que atendía a los caballeros que experimentaban el deseo de una vida
variada.
Pero la realidad, aun cuando ha sido capaz de depararnos empresas tan absurdas como las
que investigan mercados o gestionan transferencias de automóviles, no nos ha brindado
una Agencia de Aventuras.
Pues hay que actuar. No podemos pensar que las aventuras vendrán a nosotros. De nada
sirve esperar lo imprevisto mirando vidrieras o sentados en el umbral. Es necesario que uno
mismo provoque sucesos extraordinarios.
Para demostrar que esto es posible, abandonaremos las anchas avenidas de los Enunciados
Generales para ingresar en el Laberinto de los Ejemplos Concretos. Para decido de una vez,
nos proponemos impartir instrucciones precisas para vivir aventuras.
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Una noticia que sorprende (Roberto Fontanarrosa)
La noticia, cuando menos, sorprende. En Paraná, provincia de Entre Ríos, una mujer, tras
treinta años de matrimonio, descubrió que su marido era ciego.
¿Cómo podemos interpretar la conducta de esta señora, pregunto yo, cómo podemos
interpretarla? Porque no estamos diciendo que ella descubrió que su marido no tenía visión,
digamos, para los negocios, o no tenía visión para las grandes empresas, no. Ella descubrió,
tras treinta años de matrimonio, que su marido no tenía visión en los ojos, que no veía nada,
que era completamente ciego.
Se le preguntó a esta señora, le preguntaron los periodistas cuando la insólita noticia tuvo
difusión, cómo era posible que no se hubiese dado cuenta antes. Y ella dijo: "Mi esposo
tiene tantas falencias, tantas falencias tiene mi marido que, ésa, la de la ceguera, pasaba
desapercibida".
Entonces usted, yo, nosotros, todos, nos preguntamos... ¿No notó doña Asunta -porque así
se llama la mujer en cuestión- durante una convivencia de tres décadas, que su marido no
veía? Ella se defendió diciendo que sí, que lo había notado. Que a veces observaba a su
marido vacilante, al parecer indeciso. Pero como su marido lo era siempre para tomar
determinaciones, para resolver qué ropa ponerse o incluso para decidir qué deseaba comer,
a ella aquello no le pareció sorprendente.
Paso a leerles, ahora, algunos párrafos de las declaraciones de esta señora de Paraná a
diarios de Buenos Aires que acudieron a entrevistarla.
"Yo notaba que mi José leía poco, es cierto, pero yo tampoco soy una intelectual. Puedo leer
alguna revista vieja, algún diario o las efemérides de los calendarios, pero no es la lectura
una cosa que hagamos muy a menudo en mi casa."
Vamos percibiendo, entonces, mis amigas -y algunos amigos que advierto por allí,
especialmente en las filas del fondo-, cómo esta anécdota francamente extraña que traigo
hoy a colación se entronca, se contacta, se enclava -en el tema de mi charla "La
incomunicación en la pareja moderna". Y surge la pregunta, la curiosidad, la requisitoria...
¿Quién es más ciego en este caso? ¿El marido de la señora Asunta -José- con su falta de
visión congénita o la misma señora Asunta, que no supo, o no pudo, o no quiso, enterarse
de la anomalía de su esposo?
Veamos este otro dato, francamente notable, que nos entrega la prensa: "La señora Asunta
-remarca el diario 'El Impreso' de Nogoyá- no sospechó ni siquiera cuando su marido, para
empezar a concurrir a un gimnasio de la zona, le solicitó la compañía de un perro".
Acá hay una situación concreta. Este hombre austero, poco comunicativo, parco,
acostumbrado a no pedir demasiadas cosas, rompe por fin con su austeridad y solicita algo:
un animal, un perro. Recordemos que José, el marido, no trabajaba. Estaba ya jubilado de su
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oficio de relojero, que había ejercido durante cuarenta años ayudado solamente por su
sentido del tacto. Y era Asunta la que salía para hacer las compras, pagar los impuestos y
visitar a su familia.
"Debo reconocer -dice la señora en este otro recorte de diario- que no me cayó muy bien el
pedido de mi esposo. Era como decirme que no le alcanzaba con mi compañía. Era
introducir entre nosotros dos, que siempre habíamos vivido solos, que no habíamos querido
tener hijos para no dispersar nuestro cariño y que, además, vivimos con un presupuesto
muy ajustado, un elemento nuevo, desconocido, costoso y, además, no humano, porque se
trataba de un animal."
Ahora repito yo como un loro, y perdonen el mal chiste, que la pareja de Asunta y José era
una pareja simbiótica. Simbiótica al punto que él suele usar polleras de ella y que ella luce
en estas fotografías una sombra de bigote, un bozo, como se decía antes, una pelusa
grisácea sobre el labio superior. En el marido puede disculparse la confusión, dado que no
nos resulta difícil imaginarlo tanteando dentro del ropero en busca de su vestuario y
sacando al azar una prenda cualquiera. Incluso el tacto más adiestrado puede confundir un
cuello de piel de nutria con una corbata de fieltro. O, prestemos atención, un cuello de piel
de nutria con un perro lazarillo vivo y coleando.
¿Qué respondía la señora Asunta ante esta particular forma de vestirse de su marido? "Mi
José sale poco -declara acá-y no era raro que se paseara por el patio con un batón que era
de mi madre. Un batón muy lindo, marroncito con pintitas blancas. Por eso tampoco me
resultaba demasiado raro verlo en polleras."
"¿No pensó que su marido podía tener tendencias un tanto raras?", -le pregunta el
periodista, que trabajaba, sin duda, para un medio con tendencia al escándalo. "No me
pregunte esas cosas", responde ella. Vemos la negativa, el rechazo, el temor ante la
intromisión ajena en una pareja blindada. El marido de Asunta entonces solicita un perro,
pero no un perro común y silvestre sino un perro lazarillo, un perro adiestrado para
conducir no videntes.
Asunta está ajena al mundo animal. Piensa que un perro lazarillo es de una raza
determinada, como los perros labradores o los perros ovejeros. Y no lo compra sin antes
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preguntarle a su esposo: "¿Quién habrá de cuidarlo, quién lo sacará a pasear, quién limpiará
todo lo que ensucie?". "Él me sacará a pasear", fue la contestación de José. Y ella no
entendió el sentido de la respuesta. Como, al parecer, no entendía un montón de otras
cosas.
"Me preguntaba —cuentan que decía doña Asunta— por qué mi marido usaba lentes
negros durante la noche, cuando no hay sol ni tanta luz desde los focos de cuarzo de la
avenida." Y él tampoco le explicaba nada, le decía que era moda, que esos lentes se los
había regalado su padre, que se sentía desnudo sin ellos. Adviertan ustedes la situación.
Cómo se va notando que, paso a paso, se debía hacer más evidente ante los ojos de Asunta
la condición lamentable de su marido, pero ella se negaba a verla. ¡Ella, que sí podía ver!
Al parecer, en los últimos tiempos, José comenzó a animarse a salir a la calle conducido por
su perro. Ya la simbiosis de la cual les hablaba se iba tornando más y más aguda. Mientras
José se vestía casi íntegramente de mujer, Asunta dejaba crecer su bigote enormemente,
lucía pantalones e incluso cubría el pelo corto de su cabeza con un sombrero de fieltro de su
marido, el clásico funyi. Y poco ayudaba a José usar tacones altos, que elegía, uno supone,
aturdido por su falta de visión. Se torcía los tobillos, cayendo con facilidad de bruces sobre
el animal, que más de una vez lo mordió, ya que era un perro cualquiera, sin adiestramiento
alguno. La señora Asunta luego reconoció que no había conseguido uno de esos lazarillos en
el negocio del barrio que vendía mascotas y le compró un dálmata ya crecido, segura de que
su marido no iba a protestar porque casi siempre se conformaba con todo lo que ella le
compraba. Oigan lo que dice Asunta en esta parte del reportaje: "Una vez le compré a mi
José una bufanda verde cuando él me había pedido una gris. Pero la aceptó tranquilamente
y sin protestar. Él es así. Se adapta a todo".
En muchas ocasiones José volvió a su casa golpeado y tumefacto, ya que el dálmata lo hacía
caer y lo arrastraba por la vereda varias cuadras. Pero ese hombre siempre se negó a que lo
ayudaran a levantarse porque era muy orgulloso. De un orgullo casi lindante con la tontería,
según un vecino. "No aceptaba ni que le prestaran una taza de azúcar -declara este mismo
vecino—. Prefería tomar el café amargo antes que pedirnos azúcar a nosotros."
Podrán apreciar ustedes que Asunta y José nunca quisieron, pudieron o se atrevieron a
hablar de sus problemas más íntimos, a preguntarse cuáles eran sus temores, sus
limitaciones, sus problemas. "Éramos la clásica pareja de otros tiempos —contó doña
Asunta a un programa de televisión por cable-, concertada por nuestros padres. A mí me
habían dicho que mi José era un buen partido, y a él le habían dicho que yo era una chica
atractiva."
¿Y cómo termina esta historia, mis amigas, que nos deja tantas enseñanzas y sobre la cual
cada una de ustedes, cada uno de ustedes, reflexionará largamente en sus casas? Asunta
descubre la ceguera de su marido. ¿Y cómo la descubre? Muy simple... Un día le pide que le
alcance el salero y él le alcanza un sifón de soda. Un gesto simple, chiquito, doméstico, pero
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que, al parecer, rebalsa el vaso. Tal vez por la presión misma del sifón. "José, vos sos ciego",
le dice Asunta. Y José no puede menos que aceptar esa realidad tan dura.
Amigas, amigos, atrevámonos a mirar de frente nuestra realidad, observemos un poco más
detenidamente a la persona que tenemos más cerca. Usted, señora, usted, señor, gire su
cabeza y contemple al semejante que está sentado en la butaca, a su lado, estudie esos
rasgos, esa mirada y aprenderá a comprender un poco mejor las cosas de la vida. Aunque
cueste, aunque duela, aunque espante. Es sólo una aventura en busca de la verdad.
La dura verdad que encontró un día la señora Asunta, a quien su marido abandonó tres días
después del descubrimiento de su ceguera. Leamos las palabras de la desolada señora ante
el abandono, tanto de su marido como del perro dálmata, al pie de la foto donde se la ve
fumando, con el pelo cortito, el bigote ya cano y luciendo una corbata a lunares grandes.
"Mi José es muy orgulloso -dice ella- y no podía soportar la idea de que yo permaneciera al
lado de él sólo por lástima, por piedad, o por darme pena. Todavía me parece verlo,
yéndose de casa, con la capelina que era de mi tía Fina y ese trajecito sastre que a mí me
quedaba muy bien y que, ya al final, él usaba tanto que ni me importaba que se lo llevara."
Reflexionemos, mis amigas, mis amigos, sobre este caso de una pareja tan simbiótica que él
era ciego y ella no veía. Y nos encontraremos en mi próxima charla de fines de junio, en esta
misma sala, con el tema "La comida casera tras la caída del Muro".
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Caminos de altafiesta (Eduardo Galeano)
¿Adán y Eva eran negros?
En África empezó el viaje humano en el mundo. Desde allí emprendieron nuestros abuelos
la conquista del planeta. Los diversos caminos fundaron los diversos destinos, y el Sol se
ocupó del reparto de los colores.
Ahora las mujeres y los hombres, arcoiris de la tierra, tenemos más colores que el arcoiris
del cielo; pero somos todos africanos emigrados. Hasta los blancos blanquísimos vienen del
África.
Quizás nos negamos a recordar nuestro origen común porque el racismo produce amnesia,
o porque nos resulta imposible creer que en aquellos tiempos remotos el mundo entero era
nuestro reino, inmenso mapa sin fronteras, y nuestras piernas eran el único pasaporte
exigido.
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Griegas (Eduardo Galeano)
De un dolor de cabeza, puede nacer una diosa. Atenea brotó de la dolida cabeza de su
padre, Zeus, que se abrió para darle nacimiento. Ella fue parida sin madre.
Tiempo después, su voto resultó decisivo en el tribunal de los dioses, cuando el Olimpo tuvo
que pronunciar una sentencia difícil.
Las Furias acusaban. Exigían que los asesinos fueran apedreados hasta la muerte, porque es
sagrada la vida de una reina y quien mata a la madre no tiene perdón.
Apolo asumió la defensa. Sostuvo que los acusados eran hijos de madre indigna y que la
maternidad no tenía la menor importancia. Una madre, afirmó Apolo, no es más que el
surco inerte donde el hombre echa su semilla.
De los trece dioses del jurado, seis votaron por la condenación y seis por la absolución.
Atenea decidía el desempate. Ella votó contra la madre que no tuvo y dio vida eterna al
poder macho en Atenas.
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La mamá de los cuentacuentos (Eduardo Galeano)
Por vengarse de una, que lo había traicionado, el rey degollaba a todas.
En el crepúsculo se casaba y al amanecer enviudaba. Una tras otra, las vírgenes perdían la
virginidad y la cabeza.
Sherezade fue la única que sobrevivió a la primera noche, y después siguió cambiando un
cuento por cada nuevo día de vida.
Esas historias, por ella escuchadas, leídas o imaginadas, la salvaban de la decapitación. Las
decía en voz baja, en la penumbra del dormitorio, sin más luz que la luna. Diciéndolas sentía
placer, y lo daba, pero tenía mucho cuidado. A veces, en pleno relato, sentía que el rey le
estaba estudiando el pescuezo.
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El origen del mundo (Eduardo Galeano)
Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban
sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de
la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo.
Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se
entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches,
ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa Beata, mujer de
misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo.
Mucho tiempo después, Joseph Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo
contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo conto: él era un niño desesperado que
quería salvar a su padre de la condenación eterna, y el muy ateo, muy tozudo, no entendía
razones.
– Pero papá -le dijo Joseph, llorando-. Si dios no existe ¿quién hizo el mundo?
– Tonto -dijo el obrero cabizbajo, casi en secreto- Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los
albañiles.
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La función del arte (Eduardo Galeano)
Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho
caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor,
que el niño quedó mudo de hermosura.
—¡Ayúdame a mirar!
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El diablo es extranjero (Eduardo Galeano)
El pánico a la pérdida del empleo es uno de los miedos más poderosos en estos tiempos del
mundo gobernado por el miedo.
Y la verdad es que el inmigrante está siempre situado a primera mano, ahí no más, a la vista,
a la hora de encontrar culpables del desempleo, de la inseguridad y de otras muchas
temibles desgracias.
Antes Europa derramaba sobre el mundo, sobre el mundo entero: soldados, presos,
campesinos muertos de hambre… que eran protagonistas de las aventuras coloniales y han
pasado a la historia como mensajeros de Dios. Era la civilización lanzada al rescate de la
barbarie.
Ahora el viaje ocurre al revés. Eso quiere ser la invasión de los invadidos. Los que llegan o
intentan llegar desde el sur al norte son protagonistas de las desventuras coloniales que
pasan a la historia como mensajeros del Diablo. Es la barbarie lanzada al asalto de la
civilización.
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El zapallo que se hizo cosmos (Macedonio Fernández)
Érase un Zapallo creciendo solitario en ricas tierras del Chaco. Favorecido por una zona
excepcional que le daba de todo, criado con libertad y sin remedios fue desarrollándose con
el agua natural y la luz solar en condiciones óptimas, como una verdadera esperanza de la
Vida. Su historia íntima nos cuenta que iba alimentándose a expensas de las plantas más
débiles de su contorno, darwinianamente; siento tener que decirlo, haciéndolo antipático.
Pero la historia externa es la que nos interesa, ésa que sólo podrían relatar los azorados
habitantes del Chaco que iban a verse envueltos en la pulpa zapallar, absorbidos por sus
poderosas raíces.
La primera noticia que se tuvo de su existencia fue la de los sonoros crujidos del simple
natural crecimiento. Los primeros colonos que lo vieron habrían de espantarse, pues
yae ntonces pesaría varias toneladas y aumentaba de volumen instante a instante. Ya medía
una legua de diámetro cuando llegaron los primeros hacheros mandados por las
autoridades para seccionarle el tronco, ya de doscientos metros de circunferencia; los
obreros desistían más que por la fatiga de la labor por los ruidos espeluznantes de ciertos
movimientos de equilibración, impuestos por la inestabilidad de su volumen que crecía por
saltos.
Como no hay tiempo de reunir una conferencia panamericana -Ginebra y las cancillerías
europeas está advertidas- cada uno discurre y propone lo eficaz. ¿Lucha, conciliación,
suscitación de un sentimiento piadoso en el Zapallo, súplica, armisticio? Se piensa en hacer
crecer otro Zapallo en el Japón, mimándolo para apresurar al máximo su prosperación,
hasta que se encuentren y se entredestruyan, sin que, empero, ninguno sobrezapalle al
otro. ¿Y el ejército?
Opiniones de los científicos; qué pensaron los niños, encantados seguramente; emociones
de las señoras; indignación de un procurador; entusiasmo de un agrimensor y de un
toma-medidas de sastrería; indumentaria para el zapallo; una cocinera que se le planta
delante y lo examina, retirándose una legua por día; un serrucho que siente su nada; ¿y
Einstein?; frente a la facultad de medicina alguien que insinúa: ¿purgarlo? Todas esas
primeras chanzas habían cesado. Llegaba demasiado urgente el momento en que lo que
más convenía era mudarse adentro. Bastante ridículo y humillante es el meterse en él con
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precipitación, aunque se olvide el reloj o el sombrero en alguna parte y apagando
previamente el cigarrillo, porque ya no va quedando mundo fuera del Zapallo.
A medida que crece es más rápido su ritmo de dilatación; no bien es una cosa ya es otra: no
ha alcanzado la figura de un buque que ya parece una isla. Sus poros ya tienen cinco metros
de diámetro, ya v einte, ya cincuenta. Parece presentir que todavía el Cosmos podría
producir un cataclismo para perderlo, un maremoto o una hendidura de América. ¿No
preferirá, por amor propio, estallar, astillarse, antes de ser metido dentro de un Zapallo?
Para verlo crecer volamos en avión; es una cordillera flotando sobre el mar. Los hombres
son absorbidos como moscas; los coreanos, en la antípoda, se santiguan y saben que su
suerte es cuestión de horas.
"¡Cuidaos de toda célula que ande cerca de vosotros! ¡Basta que una de ellas encuentre su
todocomodidad de vivir!" ¿Por qué no se nos advirtió? El alma de cada célula dice despacito:
"yo quiero apoderarme de todo el 'stock', de toda la 'existencia en plaza' de Materia, llenar
el espacio y, tal vez, los espacios siderales; yo puedo ser el Individuo-Universo, la Persona
Inmortal del Mundo, el latido único". Nosotros no la escuchamos ¡y nos hallamos en la
inminencia de un Mundo de Zapallo, con los hombres, ciudades y las almas dentro!
¿Qué puede herirlo ya? Es cuestión de que el Zapallo se sirva sus últimos apetitos, para su
sosiego final. Apenas le falta Australia y Polinesia.
Perros que no vivían más de quince años, zapallos que apenas resistían uno y hombres que
rara vez llegaban a los cien... ¡Así es la sorpresa! Decíamos: es un monstruo que no puede
durar. Y aquí nos tenéis adentro. ¿Nacer y morir para nacer y morir...? se habrá dicho el
Zapallo: ¡oh, ya no! El escorpión, que cuando se siente inhábil o en inferioridad se pica a sí
mismo y se aniquila, parte al instante al depósito de uniformes de la vida escorpiónica para
su nueva esperanza de perduración; se envenena sólo para que le den vida nueva. ¿Por qué
no configurar el Escorpión, el Pino, la Lombriz, el Hombre, la Cigüeña, el Ruiseñor, la Hiedra,
inmortales? Y por sobre todos el Zapallo, Personación del Cosmos; con los jugadores de
póker viviendo adentro y altercando los enamorados, todo en el espacio diáfano y unitario
del Zapallo.
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Parece que en estos últimos momentos, según coincidencia de signos, el Zapallo se alista
para conquistar no ya la pobre Tierra, sino la Creación. Al parecer, prepara su desafío contra
la Vía Láctea. Días más, y el Zapallo será el Ser, la Realidad y su Cáscara.
(El Zapallo me ha permitido que para vosotros -queridos cofrades de la Zapallería- yo escriba
mal y pobre su leyenda y su historia. Vivimos en ese mundo que todos sabíamos pero todo
en cáscara ahora, con relaciones sólo internas y, así, sin muerte. Esto es mejor que antes.)
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Crónica de un semejante
nuestra lucha,
las flores del trabajo por la vida. para encontrarte en cada esquina,
de ver la luz.
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Fotos viejas (Eduardo Sacheri)
Mirar fotos viejas constituye un pasatiempo peligroso. Es cierto que, a primera vista, parece
una actividad inofensiva. Pero es tal vez allí, en su aparente candidez, donde reside buena
parte del riesgo. La situación toda habla de la parsimonia, de la nostalgia, de la
mansedumbre, y no parece que bajo esa dulzura puedan agazaparse amenazas. Pero lo
hacen, y vaya que lo hacen.
Para contemplar viejas fotografías uno necesita cierta disposición de ánimo. Difícilmente
emprenda la tarea al volver de un paseo dichoso, o rodeado del bullicio de la familia en
pleno en un día festivo. Nada de eso. Uno tiene que llevar en el alma, en el momento de la
decisión, una extraña conjunción de nostalgia y de recogimiento y de un no sé qué de
tristeza y de algo perdido que busca asir nuevamente entre sus dedos. ¿Para qué mira uno
fotos, si no es para mejor ejercitar y dirigir la facultad de la memoria?
La tarea de contemplar fotos exige, asimismo, una exclusividad inmaculada. Uno no puede
ver fotos viejas mientras escucha un partido de fútbol por la radio, ni mientras almuerza un
bife de chorizo con papas. Y no sólo por temor a engrasar esos papeles lustrosos.
Simplemente se trata de incompatibilidades evidentes. Por eso uno dejará toda otra
actividad de lado. Nada de televisión ni de ensalada mixta: apenas un sillón bien iluminado.
Como mucho, una música tenue capaz de reforzar ciertos efectos, pero nada que sea
demasiado por sí mismo, nada distractivo, nada capaz de torcer nuestros ojos y nuestro
espíritu de eso otro que sí, de eso otro que nos convoca, de esos rostros que nos miran en
silencio.
Y digo rostros porque fotos, fotos propiamente dichas, fotos en el sentido cabal de la
palabra, son aquellas que retratan a personas. Fotos son porque atraparon a la gente y la
fijaron como estatuas en dos dimensiones. Nada de cataratas ni de montañas nevadas ni de
mares grises y estáticos. Ésas son simples postales y no cuentan. Ni aun cuando haya alguien
posando en medio de paisajes gigantescos. Porque ahí las personas son excusas, simples
extras que están para justificar lo otro, o para dar la real dimensión gigantesca de la catarata
o de la montaña o del océano.
No. Nada de eso. Fotos-fotos son las de la gente, donde el fondo que hay atrás es
simplemente eso: un fondo detrás de lo importante. Fotos de rostros que miran en la
cándida ingenuidad de desconocer a su interlocutor, ese otro mudo que es uno y que los
observa desde el sillón bien iluminado sin otra labor que esa de explorarlos.
Ver una foto significa trampear subrepticiamente al tiempo. Una foto es una ventana a otro
presente, a otro mundo, a otra vida. Si uno mira una foto a conciencia, de inmediato debe
imaginar el momento en que la tomaron. Debe evocar al fotógrafo, a los posibles testigos, a
los protagonistas. Debe pensar en los rápidos pestañeos que precedieron a la toma, en las
respiraciones contenidas, en los sonidos del ambiente, en el pensamiento de «Cómo saldré,
cómo me veré, qué tan lindo o feo quedaré aquí congelado».
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En lo personal, cuando miro fotografías soy más ambicioso. Me imagino lisa y llanamente la
vida. Porque una foto es eso. Es la vida como era entonces. Por supuesto que no hablo de la
foto del mes ni del año pasado. Hablo de fotos en serio, o las que para mí son fotos en serio.
Fotos de… yo qué sé, treinta años para atrás, por lo menos. Porque las que cuentan son
ésas. Esas que te hablan desde una vida que era otra, otra totalmente distinta, donde el
mundo era otro, y el sol que les pegaba de costado y les dejaba medio en sombra un lado de
la cara también era otro, y esa magnolia que se ve borrosa en segundo plano hace años que
se secó para siempre apestada por un pulgón que no hubo manera de sacarle, y el colectivo
que no se ve pero que pasa detrás de la medianera (y que hace que la nena de la foto
entrecierre apenas los ojos aturdida por el ruido) hace años que dejó de andar porque ni
siquiera sirve para usarlo de reparto de verduras, tanto tiempo hace de aquella tarde de sol
brillante.
Es que uno puede (en realidad uno debe) seguir hundiéndose en la observación. Porque
tiene que llegar a la comprensión de que ese mundo era otro porque pensaban en otra cosa.
¿En qué iban a pensar? Si su mundo era ése. Ese que no sabía cómo prevenir la polio; o ese
otro que lloraba a Kennedy y le tenía un miedo pavoroso al triunfo mundial del comunismo;
o aquel que contaba los días para que Perón volviese a arreglar todo de una vez y para
siempre; o el mundo que decía mirá vos, qué bárbaro el Mundial; o el de no sabés, vieja, a la
fábrica están trayendo unas máquinas nuevas que son bárbaras, hacen todo solitas.
Ellos miran, silenciosos, en general sonrientes, casi siempre con cara de ingenuos. Claro,
pobres incautos, si no tienen la más pálida idea de lo que va a venir. O peor todavía (y eso es
lo verdaderamente dramático): ignoran que lo que ellos temen, que lo que ellos saben, que
lo que ellos sueñan, que las cosas y los miedos y las certidumbres que pueblan sus vidas ya
pasaron, ya se acabaron, ya se fundieron en el polvo. Desconocen la sencilla verdad de que
el mundo que vivieron no era El mundo, sino simplemente un mundito fugaz, un mundito
modesto, un chispazo tan volátil como el fogonazo de luz que los plasmó en esos papeles
lustrosos que hemos derramado a nuestro alrededor sobre el amplio sillón del living.
Y aquí es donde resulta inútil y redundante que siga. Porque el simple transcurrir de nuestro
pensamiento nos conduce a la evidencia absoluta, al corolario ineludible, a la certeza
dolorosa que nos dice que nosotros también poblamos ciertas fotos. Que allí yacemos, en
nuestras estatuas planas y modestas. Convencidos del enorme valor, de la importancia
indiscutible, de la trascendencia profunda de nuestro respectivo y minúsculo mundito. Este
que no es el de nuestros muertos, y que parece tan firme, y tan importante, y tan definitivo,
y que sin embargo terminará siendo parte del mismo polvo que nuestros huesos. Quedarán
las fotos. Ellas sí han de trascendernos en algún cajón de la cómoda. Y tarde o temprano
llegará el tiempo de que alguien nos exhume y nos vea así: silenciosos, convencidos,
sonrientes, descorazonadoramente ingenuos.
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