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Sa m u e l M o yn

Otros títulos de la Editorial Este libro es una fascinante invitación a repensar las formas en las que concebi- Profesor de la Escuela de Leyes
Pontificia Universidad Javeriana: mos el origen, el legado y las implicaciones de los derechos humanos. En un re- de la Universidad de Harvard. Doctor
corrido cuyo eje es la historia intelectual, Samuel Moyn va destruyendo algunos en Historia Europea Moderna de la
Derecho penal de enemigo de los mitos más comunes sobre el origen de los derechos humanos: las concep- Universidad de California (Berkeley) y
en la Violencia ciones de los derechos de las revoluciones liberales, de la segunda posguerra abogado de la Universidad de Harvard.
(1948-1966) y de los movimientos de descolonización de la década de los sesenta son muy
LA ÚLTIMA

LA ÚLTIMA UTOPÍA  SAMUEL MOYN


Fue maestro del Departamento de Historia
Gustavo Emilio Cote Barco diferentes a nuestro entendimiento contemporáneo de los derechos humanos. de la Universidad de Columbia hasta el
Moyn sostiene que los derechos humanos son una creación muy reciente, de la

UTOPÍA
año 2014. Sus temas de investigación
Regeneración o catástrofe década de los setenta, cuando surgieron como una noción efectiva para trascen- gravitan alrededor de la teoría del
Derecho penal mesiánico durante der la soberanía estatal y formar un lenguaje moral que pretendía escapar del derecho, la historia intelectual y el derecho
el siglo XIX en Colombia radicalismo político propio de la Guerra Fría. Esta propuesta de revisión histórica

LOS DERECHOS
internacional de los derechos humanos.
Juan Felipe García Arboleda sobre el surgimiento de la conciencia contemporánea de los derechos humanos Entre sus publicaciones más representativas
da luces sobre las ganancias y pérdidas que se derivan de utilizar este lenguaje se encuentran Christian Human Rights
ESTADOS DE EXCEPCIÓn
y democracia liberal
en nuestros reclamos políticos contemporáneos.
HUMANOS (University of Pennsylvannia Press, 2015),
Human Rights and the uses of history
en Am érica del Sur:

EN LA HISTORIA
(Verso, 2014) y el texto aquí traducido Last
Argentina, Chile y Colombia (1930 - 1990) Utopia. Human Rights in History (Harvard
Jorge González Jácome University Press, 2010).

Samuel Moyn

Trad u c c ión d e J org e G on zá l e z Já c om e

colección • fronteras • del • derecho

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La última utopía.
Los derechos humanos
en la historia

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La última utopía.
Los derechos humanos
en la historia

S a m u e l M oy n

Tr aducción de Jorge Gonz ále z Jácome

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Facultad de Ciencias Jurídicas

Reservados todos los derechos Traducción:


©Pontificia Universidad Javeriana Jorge González Jácome
©Samuel Moyn Corrección de estilo:
©de la traducción Jorge González Jácome Carlos Alberto Morales Espinosa
Título original: The Last Utopia.
Diseño de colección:
Human Rights in History.
Boga Cortés y Triana | www.bogavisual.com
Harvard University Press, 2012.
Primera edición en español: Diagramación:
Bogotá, D. C., diciembre del 2015 Sonia Rodríguez
ISBN: 978-958-716-901-0 Montaje de cubierta:
Impreso y hecho en Colombia Boga Cortés y Triana
Printed and made in Colombia
Impresión:
Editorial Pontificia Universidad Javeriana
Javegraf
Carrera 7a, Núm. 37-25, oficina 13-01
Edificio Lutaima MIEMBRO DE LA

Teléfonos: 3208320 ext. 4752 RED DE


EDITORIALES
www.javeriana.edu.co/editorial UNIVERSITARIAS
Bogotá - Colombia DE AUSJAL
ASOCIACIÓN DE UNIVERSIDADES
CONFIADAS A LA COMPAÑIA DE JESÚS
EN AMÉRICA LATINA www.ausjal.org

Moyn, Samuel, 1972-, autor


La última utopía : los derechos humanos en la historia / Samuel Moyn ; Traducción de Jorge González
Jácome. -- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, Facultad de Ciencias
Jurídicas, 2015.

340 páginas ; 24 cm
Incluye referencias bibliográficas.
ISBN: 978-958-716-901-0

1. DERECHOS HUMANOS – HISTORIA. 2. DERECHO INTERNACIONAL. 3. UTOPIAS. 4. INTER-


VENCIÓN HUMANITARIA - HISTORIA. I. González Jácome, Jorge, traductor. II. Pontificia Universidad
Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas

CDD 323.4 edición 21


Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

___________________________________________________________________________________________
inp. Diciembre 11 / 2015

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito
de la Pontificia Universidad Javeriana.

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Contenido

P r e s e n ta c i ó n  7

Prólogo  11

La humanidad antes de los derechos humanos  21

Naciendo muertos  57

¿Por qué la lucha anticolonial no fue un


movimiento de derechos humanos? 101

La pureza de esta lucha  141

El derecho internacional
y los derechos humanos  203

Epílogo: La pesada carga de la moralidad 245

B i bl i o g r a f í a  263

Apéndices  315

Ensayo bibliográfico  323

Agradecimientos  335

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Presentación

Cada investigación necesita guías que le permitan llegar a su fin. Para


una de mis investigaciones1, el libro de Samuel Moyn sobre la historia
de los derechos humanos, que traducimos en esta colección, fue funda-
mental. Me encontraba indagando por qué solamente hasta la década de
los ochenta el discurso de derechos humanos había entrado en la escena
político-constitucional. Tenía algunas intuiciones desde la perspectiva
regional —el marco de la oea— y de los Estados Unidos —la adopción
oficial de este lenguaje por Carter—, pero no tenía conciencia de que ello
fuera un fenómeno global y, por supuesto, no lo podía explicar. Por una
recomendación de Noah Feldman, mi profesor de Derecho Constitucional
en Harvard, leí The Last Utopia de pasta a pasta, casi sin parar, absorbido por
su prosa e hipótesis sugestivas. El libro no solo era una explicación teórica
que cerraba una parte de mi investigación sobre la historia constitucional
latinoamericana de los ochenta, sino que quedé con ese sentimiento de
que era un libro que me encantaría haber tenido la capacidad, el conoci-
miento, la intuición y la gracia para haberlo escrito. Así que un tiempo
después, con esta sensación que no se disipaba, propuse al autor, a Nicolás
Morales en la Editorial de la Pontificia Universidad Javeriana y a Roberto
Vidal en el Instituto Pensar traducir esta fascinante obra. Cada uno de
ellos se entusiasmó con el proyecto, y espero que el lector se contagie de la
emoción que ha producido la publicación de este libro en todos nosotros.
En esta presentación quiero invitar al lector a dos ejercicios mientras
lee: primero, reflexionar sobre algunas de las líneas teóricas que este
texto implícitamente desarrolla en materia de historia del derecho y, en

1
Jorge González, Estados de excepción y democracia liberal en América Latina (Bogotá: Editorial
Pontificia Universidad Javeriana, 2015).

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8 p r e s e n ta c i ó n

particular, del derecho internacional de los derechos humanos. Segundo,


proponer una lectura “politizada” del texto particularmente para el Sur
global, la cual puede contribuir a problematizar lecturas tradicionales
sobre el viaje de instituciones jurídicas como un tráfico de una sola vía
del centro a la periferia.
Con respecto a la primera línea de reflexiones, el texto presenta una
narrativa histórica que parte de una pregunta sobre las discontinuidades
en el tiempo de un objeto de estudio: los derechos humanos. A través de
la historia Moyn distingue el movimiento de derechos humanos, el cual
hoy controla buena parte de nuestra imaginación política, de la temprana
formulación de los derechos individuales de las revoluciones liberales y
de la declaración de 1948. La pregunta que guía la pesquisa histórica es
sobre la diferencia entre los modos contemporáneos de pensar y los del
pasado. Se trata de una historia que justifica los derechos humanos actuales
no por su linaje y pasado inmemorial, sino por la relevancia política que
tuvieron al nacer y que conservan (o no) en el mundo contemporáneo2.
Esta posición de Moyn es revisionista en la medida en que enfatiza las rup-
turas y discontinuidades del proyecto de derechos humanos, cuestionando
las búsquedas de los orígenes y enfatizando los cambios ideológicos y la
forma como distintos paradigmas ideológicos del derecho internacional
han limitado o ampliado la imaginación de los seres humanos, constru-
yendo los espacios de lo posible o lo imposible3. Para quienes defienden
la inmanencia de los derechos humanos y celebran su llegada como un
ascenso continuo, la historia es incómoda; para quienes pensamos en cier-
tos problemas, sesgos y paradojas en los derechos humanos como lingua
franca del activismo social, esta historia es una bocanada de aire fresco.
La apuesta de Moyn es por una historia intelectual o de las ideas. No
quiero establecer una distinción entre estas y las planteo como equivalen-
tes. Me refiero a un tipo de historia que se concentra en la forma como se
construyen las doctrinas jurídicas a partir de categorías que la comunidad
que participa en la formación del campo considera pertinentes y váli-
das. Las propias comunidades de conocimiento terminan formando los
argumentos-tipo, los términos y las conexiones entre ellos que resultan
válidos4. Por supuesto, los contextos sociales y los actores son importantes

2
Una síntesis reciente que muestra lo polémico del campo de Moyn y de su tesis sobre el surgi-
miento del movimiento en 1977 puede verse en Bill Bowring, “Why We Should Worry about the
Theoretical Foundations of Human Rights Law and Practice”, Critical Legal Thinking. Law and
the Political, febrero 11, 2015, http://criticallegalthinking.com/2015/02/11/worry-theoretical-
foundations-human-rights-law-practice/.
3
En este contexto, este es un uso de la historia o del pasado similar a lo planteado por Michel
Foucault en Nietzsche, la genealogía y la historia (Valencia: Pre-textos, 1997).
4
Respecto a aspectos políticos de esta práctica puede verse P. G. Monateri, “Gayo el Negro: una
búsqueda de los orígenes multiculturales de la ‘tradición jurídica occidental’”, en La Invención del

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jorge gonzález jácome 9

para entender donde se desarrollan las ideas, pero el enfoque acá se hace
en las reglas de un discurso que la comunidad determina como válidas en
un momento determinado5. Es en este contexto que la pregunta es rele-
vante para el gremio de los abogados internacionalistas (y quizá algunos
constitucionalistas), pues muestra lo contingentes que son algunas formas
de pensar sobre el derecho internacional y los derechos humanos y cómo
la disciplina presenta cambios no solamente con respecto a las fuentes
formales, sino en las maneras de pensar su estructura, su rol, sus fines y
sus relaciones con otras áreas. El texto presenta una interesante forma
para mostrar los debates políticos entre los abogados por determinar los
contenidos válidos de un campo.
Por último, quisiera plantearle al lector, a quien imagino en zonas peri-
féricas o semiperiféricas en materia de producción teórica y dogmática jurí-
dica —América Latina o España—, que cuestione el rol que se ha planteado
para estas zonas del mundo en la construcción del derecho occidental. La
visión clásica las veía como apéndices de las culturas o familias jurídicas
prestigiosas6; algunas visiones reivindicativas del derecho comparado
muestran que los países receptores de la periferia o la semiperiferia no son
apéndices pasivos, sino receptores activos que transforman el significado
inicial de la disposición normativa, institución o teoría transferida7. Pero
la visión que podemos intuir del texto de Moyn es que las construcciones
que se producen en “la periferia” no son solamente impulsadas por el
trasplante, sino por la manera como los actores de ella misma tratan de
impactar el discurso global. No se trata de adaptación de lo que viene del
centro: se trata de juristas yendo a un espacio de debate global disputando
el significado de los términos. Pueden verse al menos dos ejemplos en el
caso de Moyn: la estructuración del debate sobre el derecho a la autode-
terminación de los pueblos y la intervención de africanos y asiáticos, y la
revuelta de los derechos humanos en la que los latinoamericanos influ-
yeron en la activación de un discurso con nuevas categorías y en la puesta
en marcha de un sistema institucional hasta entonces dormido8. Así es
que en esta visión existe una discusión sobre la forma como se construye

Derecho Privado, ed. Carlos Morales et. al. (Bogotá: Siglo del Hombre, Instituto Pensar, Universidad
de los Andes, 2006), 95.
5
Es la idea de Michel Foucault, The Archaeology of Knowledge (New York: Vintage Books, 2011).
6
El ejemplo clásico de esto es René David, Los grandes sistemas jurídicos contemporáneos (Madrid:
Aguilar, 1968).

7
Se trata de la visión brillantemente difundida por Diego López Medina, Teoría impura del derecho.
La transformación de la cultura jurídica latinoamericana (Bogotá: Legis, 2004).
8
Contrástese este argumento con la reconstitución histórica sobre el juicio a las juntas militares
en Argentina el cual ocasionó un efecto de cascada en lo que se refiere a investigaciones judiciales
y juicios por violaciones a derechos humanos. Véase Kathryn Sikkink, The Justice Cascade. How
Human Rights Prosecutions are Changing World Politics (New York: W.W. Norton, 2011).

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10 p r e s e n ta c i ó n

el vocabulario global en el que la “periferia” o “semiperiferia” impactan


no solamente por medio de recepciones creativas. Probablemente esto
puede ser más claro en el derecho internacional, pero esta vía ofrece una
alternativa para repensar el rol del Sur global en la producción de los modos
globales de pensar el derecho en occidente.
Invito entonces a lectores interesados en los derechos humanos a
abordar este texto. Para los no abogados, creería que solamente el capítulo
5 representa un interés disciplinar que quizá les puede ser ajeno porque
habla de la configuración del área del derecho internacional de los derechos
humanos como campo en la academia jurídica estadounidense. Incluso
para el abogado hispanoamericano este capítulo puede resultar ajeno, pero
en todo caso invitaría a su lectura por dos razones: en primer lugar porque
muestra la manera como se construye la politicidad de un campo jurídico
—el derecho internacional— que termina por enfrentar a los abogados. En
segundo lugar, la hipótesis de este último capítulo muestra cómo a veces
los desarrollos doctrinales en el derecho, los que tienen que ver con el
vocabulario y las ideas jurídicas como tales, tienen una íntima relación
con los movimientos sociales. El movimiento de los derechos humanos
impactó notablemente el campo del derecho internacional: antes de que
el movimiento naciera, creciera y se reprodujera rápidamente alrededor del
mundo, el derecho internacional no tenía como eje los derechos humanos.
Solamente después de los setenta se produjo este desarrollo. Así, los mapas
de ideas jurídicas y políticas que este libro invita a construir por vía de
ejemplo, cuenta rupturas y continuidades en diversos campos, realzando
sus politicidades y mostrando la conexión con las movilizaciones sociales.
Termino estas líneas agradeciendo a Sam Moyn por su entusiasmo
con el proyecto y confianza con el trabajo del traductor, al equipo de la
Editorial Pontificia Universidad Javeriana por su impecable trabajo y a
Julio Andrés Sampedro, decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas de
la misma universidad, por su incondicional apoyo para esta publicación.
Feliz lectura para todos.

Jorge González Jácome

Barcelona, febrero 17 de 2015

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Prólogo

Cuando las personas escuchan el término “derechos humanos” piensan


en los preceptos morales e ideales políticos más elevados. Y tienen razón
en hacerlo. Tienen en mente una serie de prerrogativas liberales indispen-
sables y algunas veces principios más amplios de protección social. Pero
también hacen referencia a algo más. Este término implica una agenda
para hacer del mundo un mejor lugar y ayudar incluso a crear uno nuevo
en el que la dignidad de cada individuo tenga protección internacional.
A todas luces este es un programa utópico: considerando los estándares
políticos que se aducen y las pasiones que despierta, este programa se
construye a partir de la imagen de un lugar que aún no ha sido posible
erigir; promete penetrar las inexpugnables fronteras estatales y reempla-
zarlas paulatinamente por la autoridad del derecho internacional. Los
“derechos humanos” se ufanan de realizar este programa trabajando de
la mano con los Estados cuando ello sea posible, pero también intentan
denunciarlos y avergonzarlos públicamente cuando violan las normas
más elementales. En este sentido, los derechos humanos han llegado a
definir las aspiraciones más elevadas de los movimientos sociales y las
entidades políticas —estatales e interestatales—, evocando esperanzas y
motivando a la acción.
Es sorprendente que este programa haya alcanzado una difusión con-
siderable alrededor del mundo hasta hace poco tiempo. Durante la década
de los setenta el espacio moral de Occidente se transformó abriendo una
zona que no existía con anterioridad para que se produjera la fusión entre
un cierto tipo de utopismo y el movimiento internacional por los derechos
humanos. Los derechos del hombre fueron proclamados en la era de la
Ilustración, pero eran tan profundamente diferentes a los de hoy sobre

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12 La última utopía

todo en cuanto a sus consecuencias prácticas —a punto tal de incluir las


revoluciones violentas— que pueden considerarse como una concepción
completamente distinta. En 1948, con posterioridad a la Segunda Guerra
Mundial, se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Pero ello no era tanto el anuncio de una nueva era sino sobre todo una
corona funeraria puesta sobre la tumba de las esperanzas nacidas en el
tiempo de la guerra. El mundo miró hacia arriba por un instante. Luego
reanudó sus agendas de posguerra, las cuales se habían concretado por la
misma época del nacimiento de las Naciones Unidas —organización que
había patrocinado la Declaración—. La prioridad de estas agendas era la
victoria de alguna de las dos visiones de la Guerra Fría, bien para los Estados
Unidos o para la Unión Soviética, y la división del continente europeo que
estaban repartiéndose. De igual modo, la lucha por la descolonización de
los territorios imperiales hizo de la Guerra Fría una lucha global, incluso
a pesar de que algunos de los nuevos Estados intentaron marginarse de
la rivalidad para construir un camino propio. Los Estados Unidos, que
habían inflado las esperanzas globales durante la Segunda Guerra para la
construcción de un nuevo mundo cuando el conflicto terminara e introdu-
jeron tímidamente la idea de “derechos humanos”, pronto abandonaron
esta frase. De otro lado, la Unión Soviética y las fuerzas anticolonialistas
estaban más comprometidas con ideas colectivistas sobre la emancipa-
ción —comunismo y nacionalismo— como el camino para el futuro y
no se interesaban en el reclamo directo de derechos individuales ni en su
consagración en el derecho internacional.
Incluso en 1968, declarado por la onu como el Año Internacional de
los Derechos Humanos, estos derechos continuaron siendo marginales
como concepto articulador, y prácticamente inexistentes como movimien-
to social. La onu organizó el vigésimo aniversario de la conferencia en
Teherán, Irán, para recordar y revivir los malogrados principios. La escena
fue algo fuera de lo común. El dictador, el shah Mohammad Reza Pahlavi,
abrió la conferencia en la primavera atribuyendo el descubrimiento de los
derechos humanos a sus viejos compatriotas; la tradición milenaria del
emperador persa Ciro el Grande, afirmó el shah, había sido perpetuada e
implementada gracias al respeto de su dinastía por los principios morales.
Las reuniones que siguieron, lideradas por su hermana, la princesa Ashraf,
evidenciaron una interpretación de los derechos humanos que hoy no
es plausible: la liberación de las naciones anteriormente sometidas al go-
bierno imperial fue presentada como el avance más significativo hasta el
momento, el resultado de la larga marcha de los derechos humanos y el
modelo que debía ser plenamente realizado —sobre todo en Israel, del cual
se habló particularmente a la luz de sus adquisiciones luego de la Guerra
de los Seis Días contra sus vecinos árabes—. Pero aparte de la onu en 1968,

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Samuel Moyn 13

los derechos humanos no se habían convertido aún en un poderoso con-


junto de ideales y este aspecto es más importante que todo lo que sucedió
en el evento montado por el shah1. A medida que la conferencia avanzaba
conforme a un libreto prestablecido, en el mundo real explotaban las
revueltas. Mayo del 68 llevó a París la mayor convulsión de la posguerra
con estudiantes y trabajadores paralizando el país y demandando la fina-
lización de los compromisos de clase media. En diversos lugares alrededor
del mundo, desde el este de Europa hasta China y a través de los Estados
Unidos desde Berkeley hasta Nueva York, la gente —especialmente la gente
joven— exigía un cambio. Aparte de quienes estaban en Teherán, en medio
de la convulsión global que reclamaba un mundo mejor, nadie consideraba
que ese mundo debía gobernarse por medio de los “derechos humanos”.
El drama de los derechos humanos, entonces, es que emergieron en
la década de los setenta aparentemente de la nada. Si la Unión Soviética
en general había perdido credibilidad (y la aventura vietnamita de Es-
tados Unidos generaba igualmente la indignación internacional), los
derechos humanos no eran los beneficiarios inmediatos de esta situación.
Otras utopías prosperaron durante la crisis del orden global construido
a partir de las superpotencias de los años sesenta. Esta últimas clamaban
por la construcción de comunidad, redimiendo así a los Estados Unidos
del vacío consumismo, por crear un “socialismo con un rostro humano”
en el imperio soviético, o por la ulterior liberación del llamado neocolo-
nialismo en el tercer mundo. Para ese entonces no había nada cercano a
organizaciones no gubernamentales que buscaran trabajar en pro de los
derechos humanos; Amnistía Internacional, una incipiente agrupación,
permaneció prácticamente desconocida. Desde los años cuarenta hasta
1968, las pocas ong que sí vieron los derechos como parte de su misión
lucharon por ellos dentro del marco de las Naciones Unidas, pero la confe-
rencia en Teherán confirmó el agónico sinsentido de este proyecto. Un jefe
de muchos años de una ong, Moses Moskowitz, observó amargamente
luego de la conferencia que la idea de los derechos humanos “aún tenía
que despertar la curiosidad del intelectual, revolver la imaginación del
reformista político y social y evocar la respuesta emocional del moralista”2.
Estaba en lo cierto.
No obstante, en la década siguiente los derechos humanos empezarían
a ser invocados a lo largo y ancho del mundo desarrollado y por muchas
más personas comunes y corrientes que en el pasado. En lugar de referirse

Véase onu, Documento A/Conf.32/SR.1–13 (1968). Compárese con Roland Burke, “From
1

Individual Rights to National Development: The First un International Conference on Human


Rights, Tehran, 1968”, Journal of World History, 19, n.° 3 (2008): 275-96.
2
Moses Moskowitz, “The Meaning of International Concern with Human Rights”, en René
Cassin: Amicorum Discipulorumque Liber, 4 vols. (Paris: A Perdone, 1969), 1:194.

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14 La última utopía

a la liberación colonial y a la creación de naciones independientes, los


derechos humanos ahora significaban más frecuentemente la protección
individual frente al Estado. Amnistía Internacional se convirtió en una
entidad visible y, como antorcha de nuevos ideales, ganó el Premio Nobel
de la Paz en 1977 gracias a su trabajo. La popularidad de este nuevo modelo
de defensa y promoción de los derechos humanos transformó para siem-
pre lo que significaba movilizarse por causas humanas y dio origen a una
nueva marca para la promoción de estos derechos basada en la idea de un
ciudadano internacional. Los occidentales dejaron atrás el sueño de la revo-
lución —tanto para sí mismos como para el tercer mundo que alguna vez
habían gobernado— y adoptaron otras tácticas, imaginándose un derecho
internacional de los derechos humanos como el administrador de normas
utópicas y como el mecanismo para su satisfacción. Incluso los políticos,
notablemente el presidente estadounidense Jimmy Carter, empezaron a
invocar los derechos humanos como una razón fundamental para guiar la
política exterior de los Estados. Y aún más evidente, la relevancia pública
de los derechos humanos se disparó si se mide simplemente por el número
de veces en que el término apareció en los periódicos, desembocando en la
actual preponderancia de los derechos humanos. Casi sin uso antes de los
años cuarenta, década en la que experimentaron un modesto incremento,
las palabras “derechos humanos” se imprimieron en 1977 en el New York
Times cerca de cinco veces más a menudo de lo que se habían usado en
cualquier otro año anterior en la historia de esta publicación. El mundo
moral había cambiado. “La gente cree que la historia es algo que sucede a
la larga”, dice Philip Roth en una de sus novelas, “pero la verdad es que se
trata de algo muy repentino”3. Nunca esto ha sido tan cierto como en la
historia de los derechos humanos.
No es posible entender el surgimiento reciente y el poder contempo-
ráneo de los derechos humanos sin concentrarse en su aspecto utópico: la
imagen de otro mundo mejor con dignidad y respeto, valores que se en-
cuentran en la base de su atractivo, incluso cuando los derechos humanos
parecen ocuparse de reformas lentas y graduales. Sin embargo, lejos de ser
el único idealismo que ha despertado la fe y el activismo en el curso de los
acontecimientos humanos, los derechos humanos emergieron histórica-
mente como la última utopía —la cual adquirió su poder y preminencia
porque otras visiones colapsaron—. Los derechos humanos solo son una
versión moderna específica del viejo compromiso de Platón y el Deutero-
nomio —y Ciro el Grande— con la causa de la justicia. Incluso entre los

3
Phillip Roth, Pastoral americana (Barcelona: Random House Mondadori, 2010), 115. [N. del T.:
los libros citados por el autor en la edición original están escritos en inglés. He remplazado las
referencias originales por las ediciones en castellano en los casos en los que ello es posible]

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Samuel Moyn 15

modelos modernos de libertad e igualdad, los derechos humanos son solo


uno entre muchos; están lejos de haber sido los primeros en hacer de las
aspiraciones globales de los seres humanos un asunto capital. Los derechos
humanos tampoco son el único grito de guerra imaginable alrededor del
cual los movimientos populares de base se pueden construir. Tal como lo
entendió adecuadamente Moses Moskowitz justo antes de que adquirieran
la prominencia que hoy tienen, los derechos humanos tendrían que ganar
o perder, en primer lugar, en el terreno de la imaginación. Y para que ellos
ganaran, otros tendrían que perder. En el campo del pensamiento, tal como
ocurre en el de la acción social, los derechos humanos son entendidos
de una mejor manera como sobrevivientes: el dios que no falló cuando
otras ideologías políticas lo hicieron. Si evitaron su fracaso ello se debió,
sobre todo, a que eran entendidos como una alternativa moral frente a la
bancarrota de las utopías políticas.
Los historiadores en los Estados Unidos empezaron a escribir la histo-
ria de los derechos humanos hace una década. Desde entonces un nuevo
campo se ha formado y florecido. Casi unánimemente, los historiadores
contemporáneos han celebrado la aparición y el progreso de los derechos
humanos acompañando los recientes entusiasmos de trasfondos históricos
edificantes y optimistas, difiriendo principalmente sobre la localización del
verdadero momento de ruptura en los griegos o judíos, los cristianos medie-
vales o los filósofos de la edad moderna, los revolucionarios democráticos
o los héroes abolicionistas, los internacionalistas estadounidenses o los
visionarios antirracistas. En la reconstrucción de la historia del mundo
como materia prima para el ascenso progresivo de los derechos humanos
internacionales, los historiadores raramente han aceptado que la historia
dejó abiertos diversos caminos para el futuro en lugar de allanar una sola
vía hacia los modos de pensamiento y acción contemporáneos. Adicional-
mente, en el estudio reciente de los derechos humanos, los historiadores,
al llegar a la escena, han sido reacios a verlos como solo una entre otras
ideologías atractivas. En su lugar, han usado la historia para confirmar su
ascenso inevitable sin registrar las decisiones que se tomaron y los acci-
dentes históricos que ocurrieron. Una aproximación diferente es necesaria
para revelar los verdaderos orígenes de este programa utópico tan reciente.
Los historiadores de los derechos humanos se aproximan a este tema,
a pesar de su novedad, de la misma forma en que los historiadores de la
Iglesia se aproximan al suyo. Consideran los fines fundamentales de los
derechos humanos —tal como el historiador de la Iglesia consideraba a
la religión cristiana— como una verdad salvadora, descubierta en con-
traposición a construida a través de la historia. Si un fenómeno histórico
puede mostrarse como un precursor de los derechos humanos, aquel es
interpretado como si llevara inevitablemente a ellos de forma similar a

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16 La última utopía

como la historia de la Iglesia trató por mucho tiempo al judaísmo, como un


movimiento protocristiano simplemente confundido sobre su verdadero
destino. Mientras tanto, los héroes que son vistos como movilizadores de
la causa de los derechos humanos en el mundo —tal como los apóstoles y
santos del historiador de la Iglesia— son tratados con una admiración acríti-
ca. Con el propósito de propiciar la imitación moral de quienes persiguen la
llama, la hagiografía se convierte en el género principal. Y las organizaciones
que finalmente parecen institucionalizar los derechos humanos son trata-
das como la Iglesia temprana: una incipiente, y ojalá universal, comunidad
de creyentes luchando por el bien en un valle de lágrimas. Si se fracasa en
la causa es culpa del mal; si se tiene éxito no es por una coincidencia sino
porque la causa era justa. Estas aproximaciones proveen los mitos que
el nuevo movimiento quiere o necesita. Estos mitos coinciden con un
consenso público y políticamente consecuente sobre las fuentes de los
derechos humanos, los cuales aparecen frecuentemente en comentarios
periodísticos y en discursos políticos como una causa tanto antigua como
obvia. Tanto los historiadores como los expertos apuntan, a más tardar, a
la década de los cuarenta como la era crucial del surgimiento y victoria de
los derechos humanos. Observadores sofisticados —por ejemplo Michael
Ignatieff— ven los derechos humanos como un antiguo ideal que finalmen-
te se materializó como respuesta al Holocausto, lo cual puede ser el mito
más repetido universalmente sobre sus orígenes. En la década de los no-
venta, una era de limpieza étnica en el sureste de Europa y en otros lugares,
durante la cual los derechos humanos tuvieron un atractivo literalmente
milenario en el discurso público de Occidente, se convirtió en lugar común
asumir que, incluso desde su nacimiento en un momento de sabiduría
post-Holocausto, los derechos humanos se incrustaron lentamente pero
de manera firme en la conciencia de los seres humanos, ocasionando una
revolución con un tinte moral. En medio de la euforia muchas personas
creyeron que una orientación moral segura nacida de la conmoción que
siguió al Holocausto, y prácticamente irrefutable en sus premisas, estaba a
punto de desplazar el interés y la fuerza como fundamentos de la sociedad
internacional. Esta línea de argumentos hace perder de vista que, sin el
impacto transformador de los eventos ocurridos en la década de los setenta,
los derechos humanos no se hubieran convertido en la utopía del presente
y no habría movimiento alguno alrededor suyo.
Una historia alternativa de los derechos humanos como una cronología
mucho más reciente se ve muy diferente a estas aproximaciones conven-
cionales. En lugar de atribuir sus fuentes a la filosofía griega y a la religión
monoteísta, al derecho natural europeo y a las revoluciones de la temprana
Modernidad, al horror contra la esclavitud estadounidense y a la matanza
judía perpetrada por Hitler, esta historia muestra que los derechos humanos,

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Samuel Moyn 17

como un ideal y movimiento internacional poderoso, tienen un origen


específico en una fecha mucho más reciente. Es cierto, los derechos han
existido desde hace mucho, pero desde el principio eran parte de la autori-
dad del Estado y no se invocaban para trascenderlo. A lo largo de la historia
moderna fueron más visibles en el nacionalismo revolucionario —hasta que
los “derechos humanos” desplazaron al nacionalismo revolucionario—. La
década de los cuarenta terminó siendo crucial, sobre todo por la Declaración
Universal que quedó atrás, pero es fundamental preguntarse por qué los
derechos humanos no lograron interesar a muchas personas —ni siquiera
a los abogados especializados en derecho internacional— en esa época e
incluso en las décadas siguientes. En realidad, los derechos humanos eran
marginales en la retórica del periodo de la guerra y en la reconstrucción de
posguerra, no eran centrales para los resultados que se buscaban. Contrario
a las suposiciones convencionales, en la posguerra no había una conciencia
mundial sobre el Holocausto y por ello los derechos humanos no podían
ser una respuesta a ella. Más aún, ningún movimiento internacional por los
derechos emergió en ese momento. Esta historia alternativa se ve obligada,
en consecuencia, a asumir como su principal reto entender por qué no fue a
mediados de los cuarenta sino a mediados de la década de los setenta que los
derechos humanos vinieron a definir las esperanzas futuras de las personas,
convirtiéndose en el fundamento de un movimiento internacional y una
utopía del derecho internacional.
El ascenso ideológico de los derechos humanos en la memoria viva
fue la consecuencia de una combinación de historias separadas que in-
teractuaron en una explosión impredecible. Las coincidencias tuvieron
un papel, tal como ocurre en todos los acontecimientos humanos, pero
lo que más importaba era el colapso de esquemas universales previos y la
construcción de los derechos humanos como una alternativa atractiva
a ellos. En el umbral están las Naciones Unidas, las cuales introdujeron
los derechos humanos, pero para que el concepto empezara a tener más
importancia la organización a su vez tenía que dejar de ser la institución
esencial en donde se iba a desarrollar este ideal. En la década de los cuarenta,
las Naciones Unidas se erigieron como un concierto de grandes potencias
que se rehusaban a romper tanto con la soberanía como con los imperios.
Desde el principio, ella fue tan responsable por la irrelevancia de los de-
rechos humanos como por su desglose en una lista de prerrogativas. Y el
surgimiento de nuevos Estados nacionales luego del proceso de descolo-
nización, desestabilizador para la organización en otros sentidos, cambió
el significado del propio concepto de los derechos humanos pero los dejó
en una posición periférica en el escenario internacional. En cambio, fue
solamente en la década de los setenta cuando un movimiento social ge-
nuino alrededor de los derechos humanos hizo su aparición, capturando

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18 La última utopía

los espacios políticos de vanguardia y trascendiendo las instituciones


gubernamentales, especialmente las de carácter internacional.
Efectivamente, hubo una cantidad de catalizadores para esta explo-
sión: la búsqueda de una identidad europea por fuera de los términos de
la Guerra Fría; la recepción de disidentes, periodistas e intelectuales sovié-
ticos y unos años después también procedentes de otros países de Europa
Oriental; y el desplazamiento liberal de los Estados Unidos en materia de
política exterior al adoptar términos morales novedosos luego del desastre
en Vietnam. Igualmente significativo, pero menos reconocido, fue el final
del colonialismo formal y la crisis del Estado poscolonial, particularmente
a los ojos de Occidente. La mejor explicación general sobre los orígenes
de este movimiento social y el discurso común alrededor de los derechos
continúa siendo el colapso de otras utopías previas, tanto las que se basa-
ban en el Estado nación como aquellas fundadas en alguna versión u otra
del internacionalismo. Estos eran sistemas de creencias que prometían un
estilo de vida libre pero terminaron en ríos de sangre, u ofrecían emanci-
pación frente al imperio y al capital pero repentinamente se terminaron
convirtiendo en una suerte de tragedias oscuras en lugar de ser esperan-
zas luminosas. En medio de esta atmósfera surgió un internacionalismo
construido alrededor de los derechos individuales, y apareció porque fue
definido como una alternativa pura en una era de traiciones ideológicas
y colapso político. Fue entonces cuando el término “derechos humanos”
entró en el lenguaje común del idioma inglés. Y es desde este momento
reciente que los derechos humanos han definido el presente.
Renunciar a hacer la historia de la Iglesia no es celebrar en su lugar una
misa negra. Escribí este libro a partir de un profundo interés —incluso de
una admiración— por el actual movimiento por los derechos humanos, el
utopismo de masas más inspirador que los occidentales han tenido frente a
ellos en las décadas más recientes. Para los utopistas de hoy el movimiento
es sin duda un punto de partida. Pero especialmente para quienes sienten
su poderosa atracción, los derechos humanos tienen que ser abordados
como una causa humana y no como un proyecto inevitable a largo plazo
y con una autoevidencia moral presumida desde el sentido común. Un
mejor entendimiento de cómo fue que los derechos humanos llegaron
al mundo en medio de la crisis del utopismo revela no solamente sus
orígenes históricos sino su situación contemporánea de manera mucho
más exhaustiva que otras aproximaciones. El surgimiento de los derechos
humanos se dio, así, luego de pagar un precio muy alto en una era en la
que otras viejas y atractivas utopías murieron.
La verdadera historia de los derechos humanos es importante, sobre
todo, para valorar las perspectivas de hoy y del futuro. Si de hecho con-
densan una serie de valores que han existido desde hace mucho tiempo, es

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Samuel Moyn 19

igualmente relevante entender de manera más honesta cómo y cuándo fue


que los derechos humanos tomaron forma y se convirtieron en un pode-
roso conjunto de aspiraciones aceptado por un gran número de personas
para lograr un mundo mejor y más humano. Después de todo, han hecho
mucho más para transformar el terreno de las ideas que para cambiar el
mundo como tal. A través de su surgimiento como la última utopía luego
de que los predecesores y rivales colapsaran, los dilemas más complejos
para el movimiento ya estaban presentes. Aunque nacieron como una
alternativa a los grandilocuentes proyectos políticos —o incluso como
un espacio de crítica moralista contra la política—, los derechos humanos
forzosamente tuvieron que asumir el gran proyecto político de proveer
un trasfondo global para el logro de la libertad, identidad y prosperidad.
Fueron forzados, lentamente pero de manera decidida, a asumir el propio
maximalismo que habían evitado para su propio ascenso.
Este dilema contemporáneo debe ser enfrentado directamente y una
historia celebratoria de sus orígenes es de poca ayuda. Pocos fenómenos po-
derosos en la actualidad, luego de ser investigados rigurosamente, pueden
considerarse eternos e inevitables y el movimiento por los derechos huma-
nos no es ciertamente uno de ellos. No obstante, esto también significa que
los derechos humanos no son tanto una herencia que debe ser preservada
sino una invención que debe rehacerse —o incluso dejarse atrás— si su pro-
grama aspira a ser relevante y vital en lo que ya es un mundo muy distinto
a aquel en el que recientemente surgieron. Nadie sabe a ciencia cierta, a la
luz de la inspiración que ellos proveen y los retos que deben enfrentar, qué
clase de mundo mejor pueden construir los derechos humanos. Y nadie
sabe si otra utopía puede aparecer en el futuro en caso de descubrir que
tienen graves fallas, tal como los derechos humanos alguna vez surgieron
a partir de las ruinas de sus predecesores. Los derechos humanos nacieron
como la última utopía —pero un día podría aparecer otra—.

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La humanidad antes
de los derechos humanos

“Cada escritor crea a sus precursores”, escribe Jorge Luis Borges en una
extraordinaria reflexión sobre la relación de Franz Kafka con la historia de
la literatura. “Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha
de modificar el futuro”1. Desde el filósofo griego Zenón, a través de fuentes
oscuras y famosas a lo largo de los siglos, Borges presenta una colección
de los diversos dispositivos estilísticos de Kafka e incluso algunos de sus
aparentemente exclusivas obsesiones personales —todas existentes antes
de que Kafka naciera—. Borges explica: “Si no me equivoco, las heterogé-
neas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no
todas se parecen entre sí”. ¿Cómo, entonces, pueden interpretarse estos
textos tempranos? Los viejos escritores estaban tratando de no ser Kafka
sino ellos mismos. Y las “fuentes” no eran suficientes por sí mismas para
que Kafka existiera: nadie los hubiera considerado como precursores de
Kafka si este último no hubiera existido. El punto de Borges sobre “Kafka
y sus precursores”, entonces, es que no existen estos últimos. Si el pasado
se lee como una preparación para un sorprendente evento reciente ambos
terminan distorsionados. El pasado es tratado como si fuera simplemente
el futuro a la espera de realizarse. Así, el sorprendente evento reciente es
tratado como si fuera menos sorpresivo de lo que realmente es.

1
Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones (Buenos Aires: Emecé, 1966), 147-48.

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22 La última utopía

Lo mismo puede decirse de los derechos humanos contemporáneos


considerados como un conjunto de normas políticas globales que forman
una especie de credo para el movimiento social transnacional. Desde que
el término fue acuñado en inglés en la década de los cuarenta, y de manera
más frecuente en las últimas décadas, ha habido muchos intentos de explicar
las raíces de los derechos humanos —pero sin la advertencia de Borges de
que la sorprendente discontinuidad no solo deja el pasado atrás sino que
además lo consuma—. Las exposiciones clásicas empiezan con los estoicos
de la filosofía griega y romana, y continúan a través del derecho natural
medieval y los derechos naturales de la modernidad, terminando en las
revoluciones atlánticas de Estados Unidos y Francia, con la Declaración
de Independencia de 1776 y la Declaración de los Derechos del Hombre
y del Ciudadano de 1789. Para ese entonces, a más tardar, se asume que
la suerte ya estaba echada. Estos son pasados construidos para apoyar
la narrativa: se crean precursores luego de ocurrido el hecho. La peor
consecuencia de estas historias que sostienen el mito de las raíces es que
nos distraen de las condiciones reales de los desarrollos históricos que
intentan explicar. Si los derechos humanos son tratados como si siempre
hubieran estado allí, o como si se viniera trabajando en ellos desde hace
tiempo, las personas no se enfrentarán a las verdaderas justificaciones
que se han vuelto tan poderosas en la actualidad ni evaluarán si ellas son
aún convincentes.
De todas las confusiones más llamativas relacionadas con la búsqueda
de “precursores” de los derechos humanos, hay una que ocupa el palco de
honor. Lejos de ser argumentos para trascender al Estado y a la nación, los
derechos proclamados en las revoluciones políticas modernas y defendidos
desde entonces fueron esenciales para la construcción del Estado nación y
no llevaron a ningún lado hasta hace relativamente poco. Hannah Arendt
vio esto claramente, aunque no hizo explícitas las consecuencias para la
historia del derecho. En un famoso capítulo de Los orígenes del totalitarismo¸
Arendt sostuvo que el llamado “derecho a tener derechos” otorgado por la
membresía a una colectividad siguió siendo el aspecto clave de los nuevos
valores enumerados por la Declaración Universal de los Derechos Huma-
nos: sin la inclusión en una comunidad, la afirmación de los derechos,
por sí sola, no tenía sentido2. Los derechos habían nacido como las prerro-
gativas fundamentales de los ciudadanos; en el presente, de acuerdo con
Arendt, existía el riesgo de que se convirtieran en la última oportunidad de
los “seres humanos” que no eran miembros de una comunidad y por ende
carecían de protección. Estaba en lo cierto: hay una diferencia evidente y
fundamental entre los derechos de las revoluciones modernas, los cuales se

2
Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (Bogotá: Taurus, 1978).

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derivaban de pertenecer a una comunidad política, y lo que eventualmente


se denominó “derechos humanos”. En efecto, los droits de l’homme que
movilizaron las revoluciones modernas y la política del siglo xix deben
ser rigurosamente diferenciados de los “derechos humanos” acuñados en
los 1940 y tan atractivos en las últimas décadas. Los unos implicaban una
política sobre ciudadanía en casa; los otros, una política del sufrimiento
lejos de la nación de origen. Si el movimiento de una a otra concepción
envolvió una revolución en las prácticas y significados, entonces es errado
empezar presentando a los unos como la fuente de los otros3.
Es cierto que los fundamentos conceptuales de los derechos incluso
antes de la Declaración Universal podían ser naturales o incluso “humanos”
para algunos pensadores, en especial en el pico del racionalismo ilustrado.
Sin embargo,incluso en ese entonces había un acuerdo universal de que
esos derechos debían alcanzarse a través de la construcción de espacios
de ciudadanía en donde los derechos se concederían y protegerían. Estos
espacios no solamente proveían las maneras para desafiar la negación de
los derechos ya establecidos; no menos importante, también eran zonas
de lucha sobre el significado de la ciudadanía y el lugar para defender los
viejos derechos y promover los nuevos. En contraste, los derechos humanos
luego de 1945 no establecieron un espacio de ciudadanía comparable, al
menos no fue así al momento de su invención —y quizás no lo han he-
cho desde entonces—. Si ello es así, el evento central en la historia de los
derechos humanos es su reformulación como prerrogativas que pueden
contraponerse a la soberanía del Estado nación desde un lugar externo y
superior, en lugar de considerarse como figuras que sirven para sustentar
sus fundamentos.
Es importante establecer la conexión esencial entre los derechos y el
Estado porque también da nuevas luces a la asociación muy difundida que
se hace de los derechos con el universalismo humanista. Para muchos, los
derechos humanos de hoy son simplemente una versión moderna de una
fe universalista y cosmopolita de vieja data. Generalmente se piensa que si
los griegos o la Biblia anunciaron que la humanidad era solo una, entonces
ellos deben ocupar un lugar en la historia de los derechos humanos. Pero
el hecho es que han existido diversos y opuestos tipos de universalismos
en la historia, estando cada uno de ellos igualmente comprometidos con
la creencia de que los seres humanos son todos parte de un mismo grupo
moral o —tal como lo señala la Declaración de 1948— de una misma
“familia”. De allí en adelante no había acuerdos sobre las características
compartidas por los seres humanos, los bienes que debían reconocerse
como tales y cuáles reglas debían derivarse.

3
Cf. Lynn Hunt, Inventing Human Rights: A History (New York: W.W. Norton & Company, 2007).

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24 La última utopía

A lo largo de la historia del mundo, un universalismo basado en de-


rechos internacionales, por lo tanto, puede considerarse como uno entre
muchos otros. Y de hecho, el enredo de vieja data entre derechos y Estados
ayuda a identificar el lenguaje de los derechos como un cosmopolitismo
muy precario que históricamente instigó la proliferación y competencia
de diferentes Estados y naciones y ayudó poco a imaginar un mundo sin
diferencias morales. Luego de la Ilustración, la búsqueda de los derechos
a través del Estado y la nación daba cuenta de la dificultad de sostener el
propio universalismo que los derechos algunas veces invocaban. Si el Estado
era necesario para crear la política de los derechos, muchos observadores
del siglo xix se preguntaban si los derechos podían tener cualquier otra
fuente real diferente a la propia autoridad estatal y otros fundamentos
distintos a sus significados locales.
Finalmente, la creación del concepto de derechos no significó la ter-
minación inmediata de la rivalidad entre universalismos. A lo largo de la
historia moderna existieron diversos globalismos e internacionalismos,
los cuales tenían que ser superados para que una utopía basada en los
derechos individuales se convirtiera en el lema de quienes esperaban un
mundo mejor. Tal como la doctrina de los derechos incluía un univer-
salismo tardío en la historia del mundo, su reinvención contemporánea
como “derechos humanos”, se entiende mejor como una consecuencia de
su supervivencia luego de una lucha difícil contra viejos y nuevos rivales
internacionalistas. Fue en aquellos desarrollos recientes que la fuente de las
creencias y prácticas contemporáneas puede en buena parte encontrarse;
el resto es historia antigua.
Con alguna regularidad desde que entraron a la arena política, los
derechos humanos han sido proclamados como el “patrimonio de la
humanidad”4. La simple suposición de que los humanos son parte del
mismo grupo puede haber existido desde que las personas se diferen-
ciaron de los dioses y los animales, mucho antes de que se empezara a
escribir la historia, aunque desde entonces los límites entre estos grupos
han sido permeables5. Sin embargo el universalismo humano por sí
solo —incluyendo las versiones del universalismo en la filosofía griega
y la religión monoteísta— no tiene relevancia alguna para la historia de
los derechos humanos por dos razones fundamentales. Una es que estas

4
Jeanne Hersch, ed., Birthright of Man, (Paris: Unesco, 1969), una expansiva publicación de la
Unesco para conmemorar el vigésimo aniversario de la Declaración Universal, sugiriendo la
universalidad temporal y espacial de los derechos humanos.
5
Véase, por ejemplo, Pierre Lévêque, Bêtes, dieux, et hommes: l’imaginaire des premières religions
(Paris: Messidor/Temps Actuels, 1985), y Richard Bulliet, Hunters, Herders, and Hamburgers: The
Past and Future of Human-Animal Relationships (New York: Columbia University Press, 2005),
caps. 2-3.

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fuentes ofrecieron la materia prima para una gran variedad de doctrinas


y movimientos a lo largo de los siglos; la otra es que esto lo hicieron en
conjunción con otros elementos que tendrían que ser eliminados para
llegar más tarde a los “derechos humanos”. Griegos y judíos demandaban
“justicia”, aunque fundamentándola en fuentes naturales y teológicas
muy diferentes. Desde entonces, muchos universalismos sucesores han
aparecido6. Pero sus extrañas concepciones, de la mano de la diversidad
de sus propios legados, hacen simplemente increíble darles crédito por
los orígenes de la moralidad contemporánea. Lo que importa no son los
múltiples avances hacia el universalismo en la historia del mundo, sino
lo que ocurrió para que los derechos humanos parecieran la única clase
de universalismo viable que actualmente existe7.
En las historias convencionales el “cosmopolitismo” de los estoicos
siempre se presenta como el mayor salto hacia las concepciones modernas8.
Para estos filósofos y poetas griegos y romanos, la razón gobierna al mundo;
como todos los seres humanos comparten la razón, entonces pertenecen
a la misma comunidad política. De hecho, fueron los romanos —cuyos
pensadores más importantes fueron profundamente influenciados por
nociones estoicas— quienes acuñaron el propio concepto de “humani-
dad” (humanitas)9. Sin embargo, ni las implicaciones del cosmopolitismo
de los estoicos ni del concepto original de humanidad eran remotamente
similares a las versiones contemporáneas. El tipo de prácticas sociales
excluyentes incentivadas y toleradas en la cultura romana, adoptadas por
los estoicos en principio, sustentan fácilmente este punto en virtud de
las actitudes y el tratamiento hacia los extranjeros, mujeres y esclavos. La
“cosmópolis” estoica unía a todos los hombres pero no lo hacía alrededor

6
Véase Elaine Pagels, “Human Rights: Legitimizing a Recent Concept”, en Annals of the American
Academy of Political and Social Sciences 442 (marzo, 1979): 57-62, también disponible como
“The Roots and Origins of Human Rights”, en Alice H. Henkin, ed., Human Dignity: The
Internationalization of Human Rights, (New York: Aspen Institute for Humanistic Studies/Oceana
Publications/Sijthoff & Noordhoff, 1978).

7
“En la historia han existido”, concluye Sheldon Pollock en su estudio comparado de universalismos
rivales de las zonas lingüísticas del sánscrito y latín, “no solamente uno sino varios cosmopolitis-
mos”. Sheldon Pollock, The Languages of the Gods in the World of Men: Sanskrit, Culture, and Power
in Premodern India (Berkeley: University of California Press, 2006), 280. Véase igualmente Carol A.
Breckinridge et al., eds., Cosmopolitanism (Raleigh: Duke University Press, 2002), 15-54.
8
La versión clásica de este argumento la brinda Ernst Troeltsch, “Das stoisch-christliche
Naturrecht und das moderne profane Naturrecht”, Verhandlungen des ersten deutschen
Soziologentages vom 19.-22. Oktober 1910 in Frankfurt a.-M. (Tübingen: J. C. B. Mohr/Paul
Siebeck, 1911), publicada en inglés como “Stoic-Christian Natural Law and Modern Profane
Natural Law”, en Christopher Adair-Toteff, ed., Sociological Beginnings: The First Conference of
the German Society for Sociology, (Liverpool: Liverpool University Press, 2006).

9
Cf. Richard Reitzenstein, Werden und Wesen der Humanität im Altertum: Rede zur Feier des
Geburtstages Sr. Majestät des Kaisers am 26. Januar 1907 (Strassburg: Kaiser Wilhelms-universität,
1907).

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de un proyecto político reformista; por el contrario, los conducía a una


esfera trascendental de la razón divorciada del ascenso social. En cuanto
a la “humanidad”, el término típicamente implicaba un ideal de diferen-
ciación personal basada en la educación, no impulsaba una noción de
reforma moral, y fue solamente en tiempos modernos que términos como
“humano” y “humanitario” pudieron ser concebidos. Es más, de acuerdo
con Arendt, si la simple humanidad en Roma tenía asociaciones morales
más allá del campo de la formación educativa, ello era poco importante y
no era un valor último.
Un ser humano u homo en el sentido original del vocablo —señalaba
Arendt— designaba a alguien que estaba al margen del derecho y del
cuerpo político de los ciudadanos, por ejemplo un esclavo, pero en eso no
hay duda, un ser irrelevante desde el punto de vista político.10

Al igual que el estoicismo, el cristianismo es evidentemente univer-


salista. Pero si una cosa es estar a favor de algún tipo de cosmopolitismo
y otra cosa es defender específicamente el proyecto de los derechos hu-
manos, entonces el mero hecho de que exista un universalismo cristiano
no lleva a afirmar que la religión abre la posibilidad conceptual y política
de los derechos humanos. Sobre la base de universalismos anteriores,
particularmente aquel de los profetas hebreos, el cristianismo inspiró sus
propias ideas de este tipo a lo largo de los siglos. Sus fundadores, Jesús y
Pablo, elaboraron visiones apocalípticas del inminente reino de Dios en la
Tierra. Tempranamente, la religión ofreció un mensaje esperanzador para
los más humildes que habitaban alrededor del Mediterráneo y, luego de la
conversión del emperador Constantino, contribuyó a que los conceptos
romanos de pertenencia política viajaran de las ciudades a zonas rurales
más apartadas. Mil años más tarde la religión afianzó el derecho natural
medieval. Y a pesar de que su igualitarismo es famoso, las implicaciones
de la cristiandad variaron radicalmente en distintos lugares y momentos
históricos, requiriendo transformaciones muy drásticas para acercarse a
concepciones modernas propias.
La premisa de aquellas narraciones que pretenden defender el origen
religioso de los derechos humanos es que solamente hay que moverse de
las culturas particulares hacia la moralidad universal —y la cristiandad hace
esto posible—. Pero una vez se reconoce que existieron, existen y pueden
existir muchos universalismos, el hecho de que uno u otro movimiento o

10
Hannah Arendt, Sobre la revolución (Madrid: Alianza, 2006), 142. Cf. James Q. Whitman, “Western
Legal Imperialism: Thinking about the Deep Historical Roots”, Theoretical Inquiries in Law 10,
2 (julio, 2009): 313. La propia crítica de Whitman al supuesto origen romano de las fuentes
teóricas y legales aplica igualmente a su tesis de los orígenes cristianos en la medida en que el
imperialismo jurídico es solamente una faceta de los derechos humanos contemporáneos.

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cultura sea universalista —incluso tan llamativa como lo es la cristiandad—


hace que el papel que desempeñe no sea único y necesario en la prehistoria
de los derechos humanos. Del mismo modo, cuando los europeos deja-
ron atrás su propio territorio, y de manera especial en el encuentro con
la desconcertante novedad de las personas que habitaban el continente
americano, se vieron obligados a enfrentar los límites de sus supuestos.
No obstante, en la medida en que para interpretar la diferencia radical con
las culturas indígenas confiaban en las categorías de la filosofía clásica y
la religión medieval, no era tan simple acuñar el término “humanidad”.
Los derechos humanos contemporáneos todavía esperaban su propio
Cristóbal Colón11.
Otra aproximación más prometedora a los “precursores” de los dere-
chos humanos se concentra no en el logro de su alcance universalista sino
en el momento en que las sociedades empezaron a proteger los valores men-
cionados en los listados específicos de las declaraciones revolucionarias y
actuales. Pero esta historia, igualmente, obliga a enfatizar lo accidental y
lo discontinuo. En lugar de ubicar históricamente los universalismos, este
enfoque rastrea la preocupación social aislada por cada derecho, una a la
vez, incluso antes de que estas protecciones se integraran al lenguaje de
los derechos. Este es un ejercicio fascinante y se han propuesto múltiples
fuentes. Dada esta multiplicidad, la lección fundamental es que las preo-
cupaciones que ahora son abordadas a través de una unidad denominada
“derechos humanos” tienen sus propias historias, con diferentes cronolo-
gías y geografías, originadas en tradiciones separadas y por diversas razones.
Eventualmente ellas figuraron en la Declaración Universal y otros listados
canónicos. Sin embargo, tal como en retrospectiva Kafka podría aparecer
como el resultado de un pasado literario dispar una vez Kafka hizo sus
innovaciones, el surgimiento de los derechos específicos no explica en
modo alguno cómo fueron reinterpretados como parte de un listado único
y convertidos más tarde en “derechos humanos”. Nada de lo que resultó
en las declaraciones modernas fue originalmente buscado.
Algunos ejemplos muestran esto con claridad. No es sorprendente
que probablemente el derecho a poseer haya sido uno de los derechos más
frecuentemente afirmados y obstinadamente fortalecidos en la historia del
mundo, aunque típicamente dentro de sistemas jurídicos que no constru-
yeron la reivindicación de derechos basándose en una idea de humanidad.
Luego del derecho romano, los viejos pactos feudales, asegurando aquello
que indistintamente se denominaban libertades, fueros, inmunidades


11
Cf. J. H. Elliot, “The Discovery of America and the Discovery of Man”, Proceedings of the British
Academy n.° 48 (1972): 101-25, y John M. Headley, The Europeanization of the World: On the
Origins of Human Rights and Democracy (Princeton: Princeton University Press, 2008).

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28 La última utopía

y privilegios, aseguraban la santidad de la posesión; y las protecciones


jurídicas más recientes del capitalismo temprano ponen un peso especial
en la definición y la defensa del derecho de propiedad12. Pero la propia
antigüedad de esta protección y los lenguajes sucesivos construidos para
desarrollarla son piezas de un trasfondo muy distante como para que sirvan
de fundamento para la historia de los derechos modernos.
Irónicamente, los valores incorporados en las que ocasionalmente
se consideran protecciones sociales novedosas son al menos tan antiguos
como la defensa de la propiedad; ambos son anteriores al acuerdo sobre el
alto valor de la inmunidad a las intromisiones sobre el cuerpo de la persona
o los ahora conocidos derechos del proceso penal (incluido el derecho a
no ser torturado). Cuando los derechos humanos explotaron en los años
setenta se enfocaron principalmente en derechos civiles y políticos, y ello
explica que sus parientes cercanos, los derechos económicos y sociales,
vinieron a ser reputados como principios de “segunda generación”. Sin
embargo, a diferencia de muchas protecciones civiles y políticas, la preo-
cupación por la desigualdad y los desequilibrios socioeconómicos aparece
en la Biblia y otras expresiones antiguas de la cultura humana alrededor del
mundo. En la Edad Media europea hubo incluso interesantes defensas de
los “derechos” —por supuesto, no como potestades ciudadanas personales
y garantizadas jurídicamente— que podían usarse en caso de necesitarlas13.
Adicionalmente, aunque la protección de la propiedad privada se convir-
tió en un tema central, la historia de los derechos durante y después de la
Revolución Francesa muestra que hubo un espacio para las preocupaciones
sociales desde un principio.
Si tomamos otro ítem de la lista, tal como la noción de libertad de
conciencia y su inviolabilidad por el Estado, ello implica girar hacia fuen-
tes diversas y más novedosas que también, por accidente, dejaron una
marca en el canon de los derechos humanos modernos. La conciencia
originalmente protestante abrió una brecha entre el aspecto material del
cuerpo humano y un foro interno “libre” desde donde se construía la fe.
La innovación, no exenta de controversia en la sangrienta secuela de la
Reforma, llevó a propuestas para unificar a los Estados bajo la religión de los
príncipes y no simplemente a la aceptación de la pluralidad religiosa dentro
del cristianismo. De manera reveladora, los pensadores que defendieron

12
En este punto hay una historia compleja; véase, por ejemplo, Robert von Keller, Freiheitsgarantien
für Person und Eigentum im Mittelalter: eine Studie zur Vorgeschichte moderner Verfassungsgrundrechte
(Heidelberg: C. Winter, 1933), y Kenneth Pennington, The Prince and the Law, 1200-1600:
Sovereignty and Rights in the Western Legal Tradition (Berkeley: University of California Press, 1993).
13
Véase Gilles Couvreur, Les pauvres ont-ils des droits? Recherches sur le vol en cas d’extrême nécessité
depuis la Concordia de Gratien (1140) jusqu’à Guillaume d’Auxerre (1231) (Rome: Presses de
l’Université Grégorienne, 1961).

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Samuel Moyn 29

los derechos naturales originarios durante el siglo xvii —como el ho-


landés Hugo Grocio y el inglés Thomas Hobbes— consideraron que la
protección de los individuos por parte del Estado era algo primordial y por
ende veían que la aceptación del pluralismo religioso era extremadamente
riesgosa. En su lugar, el valor de la tolerancia fue introducido dentro de
debates religiosos que inicialmente estaban completamente separados
de las elaboraciones teóricas sobre “los derechos”. De hecho, fue forjado
en nombre de la coexistencia de las facciones cristianas y no como una
propuesta secular para hacer de la religión un derecho de carácter privado.
Eventualmente, el aislamiento político de la conciencia como un fuero
interior objeto de protección se convirtió en la afirmación de derechos
relacionados con la libertad de creencias, opinión y quizá incluso con la
libre expresión y libertad de prensa. En su ropaje luterano y calvinista que
enfatizaba la libertad espiritual, el protestantismo había intentado retornar
a los fundamentos de la cristiandad y no quiso destruir el control religioso
sobre el Estado y la sociedad. El llamado a detener la competencia por el
gobierno del Estado entre los cristianos por encima de la conquista de las
almas, sin embargo, terminó formando un compromiso específicamente
moderno acerca de la existencia de una zona privada en la cual el Estado
no tiene justificación alguna para intervenir14.
Otra —y esencialmente distinta— fuente de valores específicos que los
derechos estaban llamados a proteger eran las antiguas y ateóricas tradi-
ciones del common law y el derecho continental, las cuales siglos antes de
la era revolucionaria proveían protecciones mundanas para las personas y
no solo para la propiedad. Los desarrollos del common law, más tarde de la
mano del reformismo de la Ilustración, fueron los principales responsables
de promover las garantías en el procedimiento penal: la protección de los
registros intrusivos, la prohibición de aplicación de penas ex post facto, la
disponibilidad del recurso de hábeas corpus, la posibilidad del acusado de
controvertir a quien lo acusa, el establecimiento de juicios por jurados, y
muchos más. Originalmente, sin embargo, todas estas garantías se aplica-
ban a los “hombres libres” y no a todos los ingleses (mucho menos en ca-
beza de todos los hombres en cuanto tales). Eran entonces completamente
independientes en sus orígenes y significado de los derechos naturales y
universales conceptualizados mucho después. En otras palabras, pudieron


14
Véase Richard Tuck, “Scepticism and Toleration in the Seventeenth Century”, en Susan
Mendus, ed., Justifying Toleration: Conceptual and Historical Perspectives (1987) 21-35, y Jeffrey
R. Collins, “Redeeming the Enlightenment: New Histories of Religious Toleration”, Journal
of Modern History 81, n.° 3 (septiembre, 2009): 607-36. Véase igualmente Patrick Collinson,
“Religion and Human Rights: The Case of and for Protestantism”, en Olwen Hufton, ed.,
Historical Change and Human Rights (New York: Basic Books, 1995), 210, y John Witte, Jr., The
Reformation of Rights: Law, Religion, and Human Rights in Early Modern Calvinism (2007).

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30 La última utopía

ser conservados como simples derechos vigentes en cualquier momen-


to, incorporados en la llamada Constitución de los Antiguos (Ancient
Constitution) y famosamente mencionados en la Carta de Derechos In-
glesa (English Bill of Rights) de 1689, sin que se pasaran de ser parte de la
tradición inglesa a ser considerados como preceptos de carácter natural15.
John Wilkes, defensor de la “libertad” en contra de la Corona, los usó de
esta forma al igual que Edmund Burke cuando fundó la tradición intelec-
tual conservadora sobre la distinción entre los derechos heredados del
pasado y los nuevos derechos naturales. “Estoy lejos de negar en la teoría
los auténticos derechos humanos16 y lejos estoy también de impedir (si se
me diera el poder de conceder o impedir esto) que se practiquen”, Burke
entonaba en su crítica a las abstracciones francesas. “Al negar sus falsas
pretensiones [naturales], no trato de obstaculizar aquellos derechos que
son auténticos, los cuales quedarían destruidos si se realizaran lo que ellos
reclaman”17. Burke consideraba que era un error reinventarse la variada lista
de los derechos históricamente construidos bajo el término de “derechos
del hombre” —y el error no era solamente un asunto político, sino que su
universalización ocultaba sus verdaderos orígenes—.
La enredada historia de cómo surgieron los valores políticos protegi-
dos en la actualidad como “derechos humanos” muestra que no guardan
una relación esencial entre ellos, ni con la creencia universalista de que
todos los hombres (y, recientemente, las mujeres) son parte del mismo
grupo. Esto siguió siendo cierto incluso durante la Ilustración, cuando
una nueva versión secular del viejo imperativo cristiano de la piedad hizo
posible que se apelara de forma más familiar a la idea de “humanidad”,
primero cambiando el significado del término para que ahora implicara,
típicamente, sentir el dolor de los demás. Aunque esta nueva cultura de
comprensión y solidaridad tenía sus límites, claramente ayudó a construir
nuevas normas opuestas a las depredaciones contra el cuerpo, tales como
la esclavitud y la violencia en las penas18. A pesar de ello, la verdadera

15
Cf. Gerald Stourzh, “Liberal Democracy as a Culture of Rights: England, the United States,
and Continental Europe”, en From Vienna to Chicago and Back: Essays on Intellectual History
and Political Thought in Europe and America (Chicago: University of Chicago Press, 2007), 308,
el cual trata de forma muy ligera la distinción entre derechos naturales e ingleses.
16
El texto original de Burke habla de “rights of men”, cuya traducción precisa sería “derechos
del hombre”. Sin embargo el texto del libro traducido al castellano por Alianza usado en esta
traducción habla de “derechos humanos”, lo cual es impreciso a la luz del argumento del autor.
El texto en inglés se encuentra en Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France, J. G. A.
Pocock, ed. (Indianapolis, 1987), 51. [N. del T.]
17
Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución en Francia (Madrid: Alianza, 2003), 102-103.
18
Cf. David Brion Davis, The Problem of Slavery in Western Culture (Ithaca: Cornell University
Press, 1966). Una historiadora, Lynn Hunt, recientemente ha sostenido que el sentimiento
de hermandad del humanitarismo secular fue la fuerza más importante en los orígenes tanto
del universalismo como de los “derechos del hombre” de las revoluciones de la temprana

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Samuel Moyn 31

historia de cómo los valores protegidos por los “derechos” se cristalizaron


es una narración sobre las tendencias guerreristas y los proyectos muer-
tos, cuyas contribuciones al conjunto de los derechos modernos fueron
incidentales y no intencionales. En lugar de originarse todos al tiempo
como un conjunto y luego simplemente esperar su internacionalización,
la historia de los valores esenciales objeto de la protección vía derechos es
una construcción en lugar de un descubrimiento y una contingencia en
lugar de una necesidad.
El universalismo de la Ilustración y las eras revolucionarias claramente
guardan alguna afinidad con las formas contemporáneas de cosmopoli-
tismo. No obstante lo que se ponía de manifiesto a través del término los
“derechos inmortales del hombre” era parte de un proyecto político radi-
calmente distinto de los derechos humanos contemporáneos (los cuales
nacieron, de hecho, a partir de una crítica a la revolución). Los derechos
del hombre eran utópicos y despertaban emociones: “Pues quién negará
que se elevó su corazón”, Johann Wolfgang von Goethe exclamaba en 1797,
“cuando se oyó hablar de los Derechos del Hombre comunes para todos,
de la libertad embriagadora y de la hermosa igualdad”19. A diferencia de
los derechos humanos que surgirían más adelante, los de la era revolucio-
naria estaban profundamente conectados con la construcción, a través de
la revolución si fuere necesario, del Estado y la nación. Actualmente está
en el orden del día trascender el foro del Estado para ejercer los derechos,
pero hasta hace muy poco el Estado era su crisol esencial.
Desde muy temprano, los sistemas jurídicos han conferido “derechos”,
notablemente el sistema jurídico de los romanos del cual la mayoría de las
ramas del derecho occidental han encontrado inspiración. El hecho de que
ocasionalmente los derechos del sistema jurídico romano pudieron ser con-
ceptualizados como si estuvieran enraizados parcialmente en la naturaleza
pudo ser consecuencia de la influencia de los estoicos20. Antes del ascenso

Modernidad. Pero esta postura es sorprendentemente débil en virtud de que el humanitarismo


–cuyas fuentes en un principio fueron primordialmente religiosas y no seculares– difícilmente
apuntaba solo en la dirección de los derechos individuales. Tal como lo ha mostrado Lynn
Festa en Sentimental Figures of Empire in Eighteenth-Century Britain and France (Baltimore: John
Hopkins University Press 2006), igualmente era una fuerza que impulsó el imperialismo en
el siglo xviii, y probablemente más decididamente que a otras causas. Pero la noción de que
la compasión por el dolor de los demás incentivó una ampliación de la lista de derechos aún
es una proposición dudosa. Al menos hasta hace muy poco, la historia del humanitarismo es
mejor entendida como un tema separado de la historia de los derechos. Para algunas fuentes
véase mi escrito “Empathy in History, Empathizing with Humanity”, History & Theory 45, n.° 3
(octubre, 2006), 397-415.

19
J. W. von Goethe, “Hermann y Dorotea”, en Obras, José María Valverde, ed. (Barcelona: Vergara,
1963), 916.
20
Philip Mitsis, “Natural Law and Natural Right in Post-Aristotelian Philosophy: The Stoics and
Their Critics”, y Paul Vander Waerdt, “Philosophical Influence on Roman Jurisprudence? The

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32 La última utopía

del Estado moderno, los imperios desde Roma confirieron ciudadanía, o


formas más parciales de subjetividad, así como los derechos supuestos a
partir de esta inclusión; de hecho, así lo hicieron incluso entrado el siglo
xx21. Los derechos de estos espacios imperiales fueron en este sentido más
como los derechos a la inclusión estatal, los cuales descansaban sobre la
idea de prerrogativas por ser miembros del grupo, y menos como los de-
rechos humanos contemporáneos. Dejando a un lado parte del lenguaje
romano, sin embargo, enfoques concienzudos de derechos naturales no
aparecieron antes del siglo xvii y fueron un subproducto del ascenso
del Estado moderno. Las primeras doctrinas de derecho natural eran las
hijas del Estado absolutista y expansionista de la historia de la temprana
modernidad europea, no intentos de pararse fuera y más allá del Estado.
Su surgimiento fue un momento espectacularmente crucial, dado que por
mucho tiempo los derechos fueron identificados y asociados con el Esta-
do —hasta que recientemente esta alianza fue vista como insuficiente—.
El concepto de “derechos naturales” no se construyó de la nada.
Cuando Hobbes se refirió primero al derecho de la naturaleza usó la misma
palabra ius que alguna vez se usó para referirse a la ley natural. La doctrina
anterior, la cual surgió de una combinación del universalismo estoico y
valores cristianos, tuvo su apogeo durante el Medioevo; su versión más
famosa se encuentra en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino. Sin
embargo, si la idea de los derechos naturales emergió primero en el viejo
lenguaje del derecho natural, ello era tan diferente en sus intenciones e
implicaciones a punto que podía reputarse como otro concepto. En los
tiempos modernos la mayoría de quienes tratan de revivir el derecho
natural, generalmente los católicos, han señalado que para su credo es
desastroso el hecho de que la vieja noción haya cedido el paso a una ver-
sión apóstata sobre los derechos. Al menos puede ser cierto que el derecho
natural, derivado frecuentemente de la voluntad de Dios y pensado como si
estuviese incrustado en el tejido del cosmos, era la versión cristiana clásica
del universalismo. Para ser desplazada por los derechos naturales, dicha
visión debía volverse plural, subjetiva y dominante. El derecho natural
era originalmente una regla dictada desde arriba, en la cual los derechos
naturales terminaron siendo una lista de ítems separados. El derecho na-
tural era algo objetivo que los individuos debían obedecer porque Dios los

Case of Stoicism and Natural Law”, ambos en Aufstieg und Niedergang der römischen Welt II.36.7
(1994), 4812-4900. El significado del término ius en el derecho romano y su diferencia de la
noción de una demanda “subjetiva” en sistemas jurídicos posteriores es algo disputado, nota-
blemente, por Michel Villey. Véase Villey, “L’idée du droit subjectif et les systèmes juridiques
romains”, Revue historique de droit français et étranger 4, n.° 23 (1946): 201-27.
21
Jane Burbank y Frederick Cooper, “Empire, droits, et citoyenneté, de 212 à 1946”, Annales
E. S. C. 63, n.° 3 (mayo, 2008), 495-531.

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Samuel Moyn 33

hacía parte de un orden natural que él decretaba: las prácticas ilegítimas


se reputaban contra naturam. Pero los derechos naturales eran entidades
subjetivas “poseídas” por la humanidad como prerrogativas. El momento
y causas ideales para la transición entre derecho natural y derechos natu-
rales han recibido una creciente atención en décadas recientes, en parte
por una sobre estimación de su importancia para explicar los derechos
humanos contemporáneos. El establecimiento de las figuras propias de
los derechos naturales fue, sin embargo, todo menos humanitario; desde
una perspectiva teórica, en principio, avalaban una austera doctrina que
renunciaba a proclamar una lista expansiva de prerrogativas básicas. Si
la invención de los derechos naturales importaba por ser algún tipo de
precursor, ello es porque los derechos naturales estaban conectados con
un nuevo tipo de Estado poderoso que despuntaba en un momento deter-
minado. De diversas maneras, la historia de los derechos naturales, igual
que lo ocurrido con los derechos del hombre que vinieron después, es una
historia del propio Estado, el mismo que los “derechos humanos” trató de
trascender más adelante.
Los argumentos a favor de la conexión giran alrededor del hecho de que
el individuo libre y autárquico de los derechos naturales —la persona que
Grocio y Hobbes vieron como portadora de este nuevo concepto— estaba
moldeado explícitamente sobre la base de un nuevo Estado muy activo en
el manejo de los asuntos internacionales de la Modernidad temprana22. Ese
individuo, tal como el Estado, no toleraba una autoridad supraordinaria.
Por esta razón, tal como ocurría en la competencia entre los Estados, los
individuos como categoría emanada de la naturaleza eran imaginados
como si estuvieran envueltos o cercanos a una guerra a muerte, limitados
solamente por momentos de enfriamiento de las hostilidades, pero nunca
por normas universales. Con respecto a los preceptos morales, sostenían
Grocio y Hobbes, todo hombre reconocería que existía solamente uno: la
legitimidad de la autoconservación, la cual se declaraba como el primer
“derecho de la naturaleza”, y el único derecho de este tipo que podía
identificarse.
El derecho de naturaleza —escribía Hobbes— es la libertad que cada
hombre tiene de usar su propia naturaleza, es decir de su propia vida; y
por consiguiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón
considere como medios más aptos para lograr ese fin.23


22
Véase en especial Richard Tuck, The Rights of War and Peace: Political Thought and the International
Order from Grotius to Kant (Oxford: Oxford University Press, 1999).

23
Thomas Hobbes, Leviatán (México: fce, 1980), 106.

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34 La última utopía

Tal como el Estado moderno no respondía a una autoridad que es-


tuviese por encima de su necesidad básica de conservarse a sí mismo, los
individuos tenían un solo derecho a luchar emanado de la naturaleza
—con licencia para matar si fuera necesario—. Aunque los Estados en
competencia en la esfera internacional no podían hacer nada distinto a
aplazar sus disputas, Hobbes argumentó famosamente que la política do-
méstica solo podía lograr la paz si los individuos en disputa empoderaban
al Estado para gobernar. El fin argumentativo de ese primer derecho —la
motivación para introducirlo dentro del pensamiento político— era dotar
de poder al Estado, no limitarlo. Una motivación clara para este acto de
empoderamiento era que los Estados de la época, dejando a un lado su rol
de proveer una pacificación disciplinada en tiempos de guerra civil en su
territorio, perseguían un proyecto de colonización sin precedentes en otras
partes del mundo24.
El siglo que siguió fue testigo no solamente de una amplia gama de
visiones más generosas de derechos y deberes naturales que no iban a
estar tan estrictamente enfocadas en la autoconservación, sino también
a la construcción de un Estado que podría proveer más que la gracia de la
disciplina y la seguridad. Sin embargo, la apelación a la naturaleza se volvió
más expansiva frecuentemente porque se renunció a hacer reclamos basa-
dos en derechos aislados e individualizados25. La posibilidad de inventar
derechos más allá de la autoconservación dependía, de acuerdo con los
iusnaturalistas del siglo xviii como el pensador suizo J. J. Burlamaqui y
sus seguidores estadounidenses, en las más profundas bases de todas las
prerrogativas que se encontraban en una robusta doctrina de los deberes
impuestos por Dios26. Fue en parte a través de este proceso que algunos de
los valores incubados en diversas tradiciones se convirtieron en derechos
naturales —el derecho a la propiedad privada en la famosa doctrina de John
Locke, y más tarde muchos otros elementos—. Sin perjuicio de la creación
de estos cuerpos más completos que hacían una lista de los derechos natu-
rales, la era de la revolución democrática solamente empujó un poco más la

24
“No puede ser una coincidencia”, escribe Tuck, “que la idea moderna de los derechos naturales
surgió en el periodo en el que las naciones europeas estaban envueltas en una competencia
dramática por la dominación mundial”. Véase Tuck, The Rights of War and Peace, 14. Véase
igualmente Anthony Pagden, “Human Rights, Natural Rights and Europe’s Imperial Legacy”,
Political Theory 31, n.° 2 (2003): 171-99, y Duncan Ivison, “The Nature of Rights and the History
of Empire”, en David Armitage, ed., British Political Thought in History, Literature, and Theory
(2006), 191-212.
25
Cf. Knud Haakonssen, “Protestant Natural Law Theory, A General Interpretation”, en Natalie
Brender y Larry Krasnoff, eds., New Essays on the History of Autonomy: A Collection Honoring J. B.
Schneewind (Cambridge: Cambridge University Press, 2004), 95.
26
Véase Morton White, The Philosophy of the American Revolution (New York: Oxford University
Press, 1978), caps. 4-5.

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Samuel Moyn 35

alianza entre derechos y Estado a través de la cual aparecieron los derechos


de dicha época. Ahora, incluso para el primer derecho de autopreservación
el príncipe necesitaba un consentimiento continuado —al menos para
Locke— y ello fue complementado por una serie de prerrogativas naturales.
Incluso estas significativas transformaciones no cambiaron el hecho de
que la respuesta a una visión reducida de los derechos era un movimiento
hacia un nuevo soberano o un nuevo Estado en lugar de una movida más
allá de la soberanía y del Estado. Más aún, en la era revolucionaria, no solo
los Estados sino también las naciones se convirtieron en el crisol formativo
de los derechos y en su aliado y foro indispensable —en otras palabras, esta
formación fue justamente a lo que los derechos humanos como noción y
práctica tuvieron que oponerse más adelante—.
El verdadero valor de la era de las revoluciones democráticas en Estados
Unidos y Francia, en otras palabras, recae tanto en negar la posibilidad
de que existieran unas doctrinas de derechos humanos al estilo de las
del siglo xx como en abrir el camino para que ellas fueran construidas
posteriormente. Contada adecuadamente, la historia del republicanismo
democrático, o la historia más estrecha del liberalismo, es más sobre cómo
los derechos humanos no surgieron y no sobre su nacimiento. Una prueba
sin intención de ello es la manera tan profunda como el nacionalismo ha
definido no simplemente los derechos del hombre sino sus interpreta-
ciones partisanas en la era de la revolución. Un siglo atrás, el académico
alemán Georg Jellinek causó un contratiempo intelectual sosteniendo la
prioridad del lenguaje de derechos estadounidense (que a su vez conside-
raba que estaba basado en las innovaciones de la era de la reforma luterana
en Alemania) como una fuente de la Declaración Francesa de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano de 1789; previsiblemente los franceses no
estaban muy felices con este intento de robarles su rol como parteros de
los derechos. Estas disputas banales han aparecido de vez en cuando desde
entonces: cuando los franceses conmemoraban sus logros en el bicente-
nario de la Revolución en 1989, la provocadora Margaret Thatcher causó
un revuelo diplomático cuando mordazmente señaló en la televisión
francesa que los franceses no habían inventado los derechos humanos
sino que los habían tomado de otro lugar (y luego habían arrojado por la
borda la deuda que habían contraído por este préstamo al descender en el
terror revolucionario)27.


27
Georg Jellinek, Die Erklärung der Menschen- und Bürgerrechte: ein Beitrag zur modernen
Verfassungsgeschichte (Leipzig: Duncker & Humblot, 1895); Émile Boutmy, “La Déclaration des
droits de l’homme et du citoyen et M. Jellinek”, Annales des sciences politiques 17 (1902): 415-43;
Jellinek, “La Déclaration des droits de l’homme et du citoyen et M. Boutmy”, en Ausgewählte
Schriften und Reden, 2 vols., ed. Walter Jellinek (Berlin: O. Häring, 1911). Véanse los comenta-
rios por Otto Vossler, “Studien zur Erklärung der Menschen- und Bürgerrechte”, Historische

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36 La última utopía

De hecho, los estadounidenses —no tanto en la Declaración de Inde-


pendencia de julio de 1776 sino en la aún más temprana y robusta Declara-
ción de Derechos de Virginia del mes anterior y las que siguieron en otros
estados— sí dieron el paso adelante antes que los franceses al establecer sus
organizaciones políticas sobre la base de una lista de derechos, aun cuando
hubiesen declinado a hacerlo en su confederación nacional28. En 1789, es-
tando en París, Thomas Jefferson ayudó al marqués de Lafayette a redactar
una primera versión de la declaración francesa. Aun así, las fuentes que
inspiraron tanto los documentos revolucionarios estadounidenses como
los franceses han sido difíciles de aislar. Cualquiera que sea la respuesta,
podría decirse que la declaración francesa sí movió la política de los de-
rechos hacia una nueva dirección en el agitado verano de 1789. El abate
Emmanuel-Joseph Sieyès —cuya propuesta triunfó sobre la de Lafayette
en los debates parisinos y quien, con otros revolucionarios, se movió hacia
una defensa de la monarquía constitucional en 1789— sostuvo que el com-
promiso estadounidense con los derechos era demasiado dependiente de
una antigua tradición de derechos aristocráticos que podía trazarse hasta
la Carta Magna, la cual simplemente limitaba “negativamente” las prerro-
gativas del rey en lugar de fundar la organización política a partir de de-
claraciones “afirmativas” sobre los principios contenidos en los derechos.
En El Federalista, escrito hacia el mismo periodo —antes de que una carta
de derechos (el Bill of Rights) fuera introducida en la organización del go-
bierno estadounidense— Alexander Hamilton incluso tomaba este aspecto
anticuado sobre las cartas o declaraciones de derechos como una razón
para no incluirla en la Constitución estadounidense. “Se ha observado con
razón varias veces”, anotó Hamilton, “que las declaraciones de derechos
son originalmente pactos entre los reyes y sus súbditos, disminuciones de
la prerrogativa real en favor de los fueros, reservas de derechos que no se
abandonan al príncipe”29. En otras palabras, al no existir un monarca no
se requería un listado de derechos.
Así, por supuesto, los franceses decidieron que una lista de derechos
tenía que convertirse en los primeros principios de la Constitución y los
padres fundadores estadounidenses se vieron obligados a anexar una carta
de derechos a su obra para ganar el suficiente apoyo popular. Comoquiera

Zeitschrift 142, n.° 3 (1930): 516-45; Wolfgang Schmale, “Georg Jellinek et la Déclaration des
Droits de l’Homme de 1789”, en Mélanges offerts à Claude Petitfrère: Regards sur les sociétés
modernes (xvie-xviie siècle), ed. Denise Turrel (Tours: cehvi, Publication de l’Université de
Tours, 1997), y Duncan Kelly, “Revisiting the Rights of Man: Georg Jellinek on Rights and the
State”, Law and History Review 22, n.° 3 (otoño, 2004): 493-530.
28
De la mano de Jellinek véase Gilbert Chinard, La déclaration des droits de l’homme et du citoyen
et ses antécédents américains (Washington: Inst. français, 1945).
29
A Hamilton, J. Madison & J. Jay, El Federalista, (México: fce, 1943), 367 (lxxxiv).

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Samuel Moyn 37

que se expliquen los acontecimientos de esta época, de seguro ellos docu-


mentaban el ascenso meteórico de la noción de “derechos del hombre” a
lo largo de la segunda mitad del siglo xviii, incluso si no hubiese sido algo
evidente para muchos en ese momento30. Los estadounidenses típicamente
habían invocado los derechos naturales en las etapas más tempranas de
su revolución, e incluso para 1789 el marco naturalista de su afirmación
se había desvanecido. Luego de la defensa que Thomas Paine hiciera de
la Revolución francesa para los republicanos angloamericanos en su libro
The Rights of Man (1791), los destinos de este nuevo término se fueron
concretando a los dos lados del mundo atlántico y más allá. La accidental
variación de Paine al traducir los droits de l’homme como “human rights”
en su libro no llevó a que este término se popularizara como sí ocurriría
un siglo y medio después.
La detallada historia de los derechos en este turbulento periodo es sin
duda fascinante, especialmente cuando el canon original francés cedió el
paso, durante el Terror de 1793, a una nueva declaración que, por primera
vez en la historia, le dio el carácter de derechos a ciertas preocupaciones
sociales. El punto abrumadoramente importante, sin embargo, es que los
derechos de la era revolucionaria estaban enquistados en la política estatal,
cristalizándose en un esquema que estaba a años luz del significado políti-
co que los derechos humanos tendrían más adelante. En un sentido, cada
declaración de derechos del momento (e incluso hasta hace muy poco) era
implícitamente lo que los franceses abiertamente señalaron al redactar
su carta: una declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Los
derechos no eran argumentos independientes ni fuerzas que compensaran
el poder del Estado, sino que siempre fueron anunciados al momento de la
fundación de la organización política para justificar su establecimiento y
frecuentemente su violencia31. Los “derechos del hombre” se referían a un
pueblo entero incorporándose a un Estado, y no versaban sobre la posibili-
dad de que algunos pocos no nacionales de un Estado criticaran a cualquier
organización estatal por sus malas acciones. Después de ello, su principal
preocupación era el significado de la ciudadanía. Esta profunda relación
entre el anuncio de los derechos y el rápido “contagio de la soberanía” del
siglo que siguió no puede dejarse fuera de la historia de los derechos: de
hecho, esta es la característica central de esta historia incluso hasta hace
muy poco. En consecuencia, es mucho más promisorio examinar cómo

30
Lo autoevidente es una categoría intelectual en el pensamiento de la Ilustración; si ello es cierto,
la proclamación de derechos como algo autoevidente no significa de modo alguno que los
historiadores deban asumir que lo fueron. Cf. David A. Bell, “Un dret égal”, London Review of
Books, noviembre 15, 2007.

31
Cf. Dan Edelstein, The Terror of Natural Right: Republicanism, the Cult of Nature, and the French
Revolution (Chicago: University of Chicago Press, 2009).

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38 La última utopía

los derechos humanos se erigieron principalmente en virtud del colapso


de un modelo de derechos revolucionarios en lugar de considerarlos como
una continuación o un renacer. Más aún, la Revolución con su radicalis-
mo no reformista y sus técnicas potencialmente violentas promulgó los
derechos del hombre cuando comenzó la era democrática. En términos
simplistas, los derechos de la era revolucionaria eran revolucionarios: eran
la justificación para la creación o renovación del espacio de la ciudadanía
y no para la protección de la “humanidad”.
Como principios a los que el derecho positivo tenía que ajustarse,
los derechos invocados por muchos pensadores de la Ilustración y luego
en el momento revolucionario estaban en alguna medida por encima del
Estado. Pero solo aparecían a través del Estado, y no había ningún foro
por encima de él, o incluso dentro de él, en donde se pudiera acusar al
propio Estado por sus trasgresiones. De hecho, luego de su declaración,
no era evidente que los derechos tuvieran propósitos independientes al
propio surgimiento del Estado. Por ejemplo, no dieron origen directo a
mecanismos de protección judicial contra la autoridad soberana —aunque
esta parece ser su función más obvia en el presente—. Cuando las primeras
diez enmiendas de la Constitución de Estados Unidos fueron redactadas
en 1789, el control constitucional de legislación de parte de los jueces en
nombre de los derechos fundamentales, la cual es hoy una práctica muy
común, no fue un desarrollo lógico y necesario. Incluso cuando apareció
el control constitucional de los jueces ello no inició una rica tradición liti-
giosa, dados los propósitos inicialmente restrictivos del gobierno nacional.
En Inglaterra se asumía que la opinión sabía y la tradición protegería los
derechos no escritos, haciendo innecesaria su consagración y por ende el
establecimiento de un alto tribunal que los defendiera. Francia, mientras
tanto, se tardó más de 150 años, hasta la Segunda Guerra Mundial, para que
los derechos constitucionales, en los cuales basaron su fundación inicial
las sucesivas repúblicas, se convirtieran en una base para que se llevaran a
cabo procesos judiciales contra el Estado32. Lo que ahora parece un presu-
puesto natural, es decir que el punto fundamental de afirmar derechos es
restringir las actividades del Estado al brindar la posibilidad de demandar
la protección de aquellos ante un tribunal, no era lo que buscaban los
derechos revolucionarios. En su lugar, la compensación principal por la
vulneración de derechos revolucionarios seguía siendo la acción revolu-
cionaria que podía llegar a, e incluía, otra revolución. Y mientras ninguna

32
Sobre los Estados Unidos véase, por ejemplo, Larry D. Kramer, The People Themselves: Popular
Constitutionalism and Judicial Review (New York: Oxford University Press, 2005). Sobre Francia
véase, por ejemplo, Philippe Raynaud, “Des droits de l’homme à l’État de Droit”, Droits 2
(1985), y Alec Stone Sweet, The Birth of Judicial Politics in France: The Constitutional Council in
Comparative Perspective (New York: Oxford University Press, 1992).

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Samuel Moyn 39

organización no gubernamental contemplaría en el presente este recurso


extremo, esta era la única respuesta imaginable en esta época en nombre
de los derechos del hombre.
Si en esta era los principios abstractos eran invocados principalmente
como fundamento para la creación de nuevos Estados, eran igual de impor-
tantes para justificar la construcción de sus insuperables límites externos.
Mientras que los estados de América del Norte basados en los derechos
naturales entraron en una débil confederación reteniendo su autonomía
local, Francia construyó el modelo para el Estado nación moderno en
su logro de una independencia soberana centralizada para un pueblo
democrático. Lejos de proveer una racionalidad para reclamos externos
o “humanos” en contra de los Estados, las declaraciones de derechos
eran —y así lo fueron al menos durante un siglo— una justificación para
los Estados que nacerían. A diferencia de los documentos fundacionales
de los estados que luego formaron los Estados Unidos, la Declaración de
Independencia no tenía una lista real de prerrogativas, en la medida en que
se dirigía principalmente a afirmar la soberanía frente a las pretensiones
intrusivas europeas33. De hecho, los derechos eran rasgos subordinados a la
creación tanto del Estado como de la nación al inicio de esta era, al punto
que muy pocos se tomaron el trabajo de diferenciar estos dos conceptos34.
Tan solo una década después de que los estadounidenses declararan la in-
dependencia de su nuevo Estado ante el mundo, los franceses insistieron
en su propia revolucionaria declaración de derechos, señalando que “la
fuente de toda soberanía reside esencialmente en la Nación”, añadiendo
como consecuencia de ello que “ningún individuo ni ninguna corporación
pueden ser revestidos de autoridad alguna que no emane directamente de
ella” (artículo 3.o). En una era en la que la unidad popular estadounidense
fue posible gracias tanto a las sangrientas guerras contra los indígenas
como a la invocación de principios superiores, hubiera sido posible para los
franceses estereotipar la identificación de su propia identidad nacional con
la moralidad universal; no veían ningún conflicto en proclamar al mismo
tiempo el surgimiento de una nación soberana de franceses y anunciar
los derechos del hombre entendiendo el hombre como uno solo. Como
resultado, los derechos anunciados en la constitución del Estado nación

33
David Armitage, The Declaration of Independence: A Global History (Cambridge: Harvard
University Press, 2006), 17-18.

34
Cf. Istvan Hont, “The Permanent Crisis of a Divided Mankind: ‘Contemporary Crisis of the
Nation-State’ in Historical Perspective”, Political Studies 42 (1994): 166-231, 191-98, y J. K.
Wright, “National Sovereignty and the General Will: The Political Program of the Declaration
of Rights”, en Dale van Kley, ed., The French Idea of Freedom (Stanford: Stanford University Press,
1994), 199.

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40 La última utopía

soberano —no los “derechos humanos” en el sentido contemporáneo—


eran el gran legado profético de la Revolución francesa a la política mundial.
Sin duda, la transición hacia Estados potencialmente republicanos
no reprodujo simplemente los asuntos internacionales de un mundo en
el que el imperio y la monarquía eran la norma. La Revolución francesa
sí tuvo profundas implicaciones para el orden global, haciendo que va-
rias visiones de la Ilustración sobre la “paz perpetua” inmediatamente
parecieran al alcance solo de unos pocos. Sin embargo, con excepción
del extravagante barón alemán Anacharsis Cloots —quien se unió a la
Asamblea Nacional revolucionaria como representante de la humanidad
no francesa y apoyó una guerra agresiva como un paso para lograr un
verdadero gobierno mundial—, las visiones utópicas tomaron una forma
completamente compatible con la difusión de la soberanía nacional, en
lugar de imaginar reglas o derechos que estuvieran por encima de ella35. En
la práctica, cuando el cerco al Estado revolucionario por parte de los ejérci-
tos de los enemigos europeos forzó a aquel a propagar su incendio fuera de
sus fronteras en la última década del siglo xviii, la república no se movió
hacia un derecho global sino que dio origen a unas naciones “hermanas”
(y así fueron llamadas) y manejó la idea de cierto tipo de comunidad de
nuevas repúblicas36. En la teoría, Emanuel Kant rechazó conscientemente el
radicalismo de Cloost, sosteniendo en su lugar un mínimo Weltbürgerrecht
o “derecho del ciudadano mundial” que contemplaba solamente un de-
recho de asilo para los individuos que estuviera en el lugar equivocado en
un mundo de Estados nacionales. Cierto, Kant, como los estoicos, era un
pensador cosmopolita. Pero no estaba a favor de unos derechos humanos
en el sentido contemporáneo, es decir como una promesa de protección
integral aunque se posicionaran tranquilamente dentro de un orden in-
ternacional compuesto de naciones37.
Como resultado, en el siglo XIX la apelación frecuente y sensible a
los derechos del hombre siempre iba de la mano con la propagación de

35
Alexander Bevilacqua, “Cloots, Rousseau and Peaceful World Order in the Age of the French
Revolution” (M.Phil. thesis, University of Cambridge, 2008), y Albert Mathiez, La Révolution
et les Étrangers: Cosmopolitisme et défense nationale (Paris: La Renaissance du livre, 1918); sobre
las teorías alemanas, véase Pauline Kleingeld, “Six Varieties of Cosmopolitanism in Late
Eighteenth-Century Germany”, Journal of the History of Ideas 60 (1999): 505-524, y Pauline
Kleingeld, “Defending the Plurality of States: Cloots, Kant, and Rawls”, Social Theory and
Practice 32 (2006): 559-578.
36
Véase Marc Bélissa, Fraternité universelle et intérêt national (1713-1795): les cosmopolitiques du
droit des gens (Paris: Kimé, 1996) y Repenser l’ordre européen, 1795-1802: de la société des rois aux
droits des nations (Paris: Kimé, 2006).
37
Cf. Martha Nussbaum, “Kant and Stoic Cosmopolitanism”, Journal of Political Philosophy 5, 1
(marzo, 1997): 1-25 (También disponible como “Kant and Cosmopolitanism”, en Perpetual
Peace: Essays on Kant’s Cosmopolitan Idea, ed. James Bohman and Mathias Lutz-Bachmann
(Cambridge: Harvard University Press, 1997).

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Samuel Moyn 41

la soberanía nacional como su medio indispensable, precondición inhe-


rente y compañía permanente. Si hubo un movimiento por los derechos
del hombre en el siglo XIX, este fue el nacionalismo liberal que buscó
asegurar los derechos de los ciudadanos en el ámbito nacional. Al final
de su carrera, Lafayette se encontró a sí mismo llevando los derechos del
hombre a Polonia, en donde suponía, tal como muchos adherentes de
la revolución moderna, que “los derechos universales y particulares de
cualquier pueblo […] se protegerían de una mejor manera por los Estados
nación soberanos”38. Para tomar la figura más emblemática, el italiano
Giuseppe Mazzini afirmaba que los derechos del hombre de la época revo-
lucionaria eran altos ideales. “El individuo es sagrado”, sostenía Mazzini,
quien tenía escritas “Libertad, Igualdad, Humanidad” a un lado de la ban-
dera de su movimiento, “La joven Italia”. Pero por el otro se engalanaban
“Unidad, Independencia”, en perfecta armonía con las convicciones que
se difundían a través del continente en el sentido de que la libertad y la
nacionalidad estaban íntimamente relacionadas. De hecho, la completa
dependencia de los derechos frente a la autonomía nacional significaba que
“la época de la individualidad ha concluido”, tal como Mazzini anunciaba
firmemente. Ahora, “el hombre colectivo es omnipotente en la tierra que
pisa”. Si el Estado nación no era el principal objetivo a ser alcanzado por
cualquier medio, “no tendremos nombre, símbolo, voz o derechos”, tal
como se lo señalaba a sus compatriotas italianos, “no seremos admitidos
a la comunidad de los pueblos”39.
Mazzini capturó hábilmente el espíritu de los derechos heredados por
la revolución. Como resultado, era imposible que los derechos se liberaran
de la apoteosis estatal, incluso para quienes se preocupaban por el exceso
revolucionario. Pensadores liberales franceses como Benjamin Constant,
François Guizot y Alexis de Tocqueville, ansiosos por el despotismo po-
pular, trataron los derechos como solo un elemento en una larga lista de
herramientas que la civilización liberal había construido para asegurar
la libertad en el Estado. En otros lugares del espectro político francés,
alguna vez epicentro de los derechos del hombre, el lenguaje político fue
abandonado sorprendentemente en el siglo XIX y lo mismo ocurrió en


38
Citado en Lloyd Kramer, Lafayette in Two Worlds: Public Cultures and Personal Identities in an
Age of Revolutions (Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 1996), 255-56.

39
Tomado de Lewis B. Namier, “Nationality and Liberty”, en Eugene C. Black, European Political
History, 1815-1870: Aspects of Liberalism (New York: Harper & Rowm, 1967), 139-41, excepto la
última afirmación tomada de Yael Tamir, Liberal Nationalism (Princeton: Princeton University
Press, 1995), 124. Cf. Michael Walzer, “Nation and Universe”, en Thinking Politically: Essays
in Political Theory (New Haven: Yale University Press, 2007), y Giuseppe Mazzini and the
Globalization of Democratic Nationalism, 1830-1920, ed. C. A. Bayly y Eugene Biagini (Oxford:
Oxford University Press, 2008).

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42 La última utopía

todas partes40. Para el gran filósofo alemán G. W. F. Hegel, los derechos


eran valiosos solamente “en contexto”, en un Estado que reconciliara la
libertad individual y la existencia de la comunidad41. En tierras alemanas,
antes y después de su unificación, los partidarios del liberalismo eran
profundamente estatalistas y nacionalistas en su pensamiento y estrategia
usada para mover a las masas; incluso cuando los motivaban los principios
universales, se aliaron primeramente con el ideal propio del Rechtsstaat de
una burocracia monárquica, y más adelante compartieron la convicción
de que un cosmopolitismo moderado propio de la época de Kant había
cedido el paso a una supremacía absoluta del proyecto nacional. Por ello
mismo, los derechos que los alemanes discutieron en el revolucionario
año de 1848 fueron derechos civiles atados a los límites de la ciudadanía,
y sus cantos triunfales que anunciaban la llegada de la libertad estaban
atados con explosiones de un patrioterismo nacionalista42. En este aspec-
to, lo excepcional de los alemanes era solo en los detalles. Su “liberalismo
nacional” encajaba con aquello que pregonaban quienes invocaban los
derechos en diversos lugares del mundo.
La alianza con el Estado y la nación no fue una suerte de accidente
que trágicamente le ocurrió a los derechos del hombre: fue su esencia
misma durante gran parte de su historia. Luego de la era de la revolución,
el derecho colectivo a la autodeterminación, tal como vino a llamarse
en el siglo XX, ofrecería el marco más obvio para el reclamo de prerroga-
tivas ciudadanas. Y este marco habría de resonar hasta hace relativamente
poco, particularmente durante el proceso de descolonización posterior a la
Segunda Guerra Mundial. Si la promesa de autogobierno de las revolucio-
nes atlánticas inspiró a tantos durante y después del siglo XIX, ello no se
debió a que ellas mismas hubiesen asegurado directamente “los derechos
humanos universales”. Por el contrario, su atractivo descansaba sobre la
promesa de emancipación del despotismo monárquico y de una tradición
retrógrada, en el caso francés, y de una liberación poscolonial del imperio
y la creación de la independencia del Estado en el caso norteamericano.
Tal como lo entendió Arendt, la centralidad del Estado nacional como el

40
Tony Judt, “Rights in France: Reflections on the Etiolation of a Political Language”, Tocqueville
Review 14, n.° 1 (1993): 67-108. Véase también Norberto Bobbio, “Diritti dell’uomo e del
cittadino nel secolo XIX in Europa”, y otros ensayos en Gerhard Dilcher, et al., eds., Grundrechte
im 19. Jahrhundert (Frankfurt, 1982).
41
Véase Steven B. Smith, Hegel’s Critique of Liberalism: Rights in Context (Chicago: University of
Chicago Press, 1991).
42
Véase Herbert A. Strauss, Staat, Bürger, Mensch: die Debatten der deutschen Nationalversammlung
1848/1849 über Grundrechte (Aarau: Sauerländer, 1947); cf. Brian E. Vick, Debating Germany: The
1848 Frankfurt Parliamentarians and National Identity (Cambridge: Harvard University Press,
2002); algunos textos están disponibles en Heinrich Scholler, ed., Die Grundrechtsdiskussion in
der Paulskirsche: eine Dokumentation (Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1973).

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Samuel Moyn 43

crisol para los derechos posee un atractivo entendible si la primera tarea


es construir espacios de una ciudadanía significativa, incluso si el precio
a pagar es que se erijan fronteras políticas.
De hecho, la subordinación de los derechos al Estado nación pudo
haber sido la principal razón histórica para que los derechos fueran cada
vez menos importantes a medida que avanzaba el siglo XIX. Dicho de
otro modo, el cambio en dirección del estatalismo y el nacionalismo en
el siglo XIX ocurrió sobre la base de características propias del discurso de
los derechos. A medida que el tiempo pasaba tuvo que ser cada vez más
claro que lo verdaderamente importante era el logro de una ciudadanía
específica y no la afirmación de principios abstractos. Una vez justificados
como si fueran dados por Dios o por la naturaleza, en todos los lugares
donde el discurso de los derechos había logrado filtrarse adquirió más
y más una fundamentación estatalista o “positivista”. Los derechos del
hombre, como Arendt señaló, fueron
tratados como una especie de hijastro por el pensamiento político del
siglo XIX y […] ningún partido liberal o radical del siglo XX […] conside-
ró conveniente incluirlos en su programa […]. Si las leyes de su país no
atendían a las exigencias de los derechos del hombre, se esperaban que
fueran cambiadas, por la legislación […] o por la acción revolucionaria.43

Aunque fueran humanos en su fundamentación, los derechos huma-


nos fueron, sobre todo, logros políticos nacionales.
Obviamente, hubo muchas otras fuentes y razones para una lenta pero
segura “decadencia de los derechos naturales” en el siglo XIX a medida
que los derechos gradualmente dejaban de ser vistos como una autoridad
natural para el Estado y cada vez más reconocidos como sus criaturas.
Hoy, las tempranas críticas utilitaristas de Jeremy Bentham a los derechos
señalando que eran un “sinsentido en zancos”, de la mano del ácido re-
chazo de Burke hacia su abstracción, son siempre muy fáciles de recordar
en círculos angloamericanos44. Y es claramente cierto que —tal como Elie
Halévy vívidamente observó— la fuerza de las críticas utilitarias significaba
que si los derechos del hombre permanecían circulando entre el público,
eran solamente “del mismo modo en que hacemos nuestros negocios bajo
un régimen republicano con monedas que tienen la imagen de monarcas
caídos, sin siquiera notarlo y sin pensar que ello es importante”45. Pero
incluso en el Reino Unido la centralidad del Estado como el principal

Arendt, Orígenes, 244-245.


43

44
Un buen panorama angloamericano es “The Decline of Natural Right”, en Allen Wood y
Songsuk Susan Hahn, eds., The Cambridge History of Philosophy in the Nineteenth Century
(1790-1870) (2012).

45
Elie Halévy, The Growth of Philosophic Radicalism (Boston: Beacon Press, 1955), 155.

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44 La última utopía

espacio para hablar de los derechos fue aún más relevante, tal como el po-
sitivista John Austin y más tarde el comunitarista y hegeliano T. H. Green
insistieron. El patrón moderno, por consiguiente, es claro: sin perjuicio
de la decadencia del naturalismo, el contexto colectivo —incluso nacio-
nalista— simplemente extendió, de muchas maneras, su alianza con las
políticas del Estado a las cuales desde un principio estaban íntimamente
atadas, incluso las afirmaciones más naturalistas sobre los derechos.
A pesar de la llamativa decadencia de invocar la naturaleza como
fundamento, los derechos —incluidos los derechos del hombre— fue-
ron la consigna de movimientos ciudadanos en la historia moderna.
Las mujeres los proclamaron inmediatamente, y poco tiempo después
los trabajadores hicieron lo propio. A los judíos se les concedieron en la
Revolución francesa, y los buscaron de manera más lenta en otros lugares
del continente europeo. Los negros esclavos los reclamaron, de manera
vívida en la alguna vez poco recordada Revolución haitiana. Dadas las
necesarias fronteras de los Estados, los inmigrantes elevaron preguntas
complejas todo el tiempo, y quienes abogaban por su inclusión y quienes
lo hacían por su exclusión de hecho tuvieron duras batallas. Incluso los
animales, se dijo por unos pocos, merecían tener derechos.
Aunque sea tentador interpretar que estas campañas son precurso-
ras de los derechos humanos en la medida en que ganaron sus batallas,
perfeccionaron los métodos y allanaron el camino para luchas que más
tarde trascenderían la nación, hacer ello deja muchas cosas por fuera y
reconstruye lo que queda dentro de una manera oscura que da pocas luces
sobre algunos aspectos. Después de todo, la principal consecuencia de la
disponibilidad de los derechos en la política nacional no era apuntar hacia
afuera de los Estados sino permitir a varios miembros de la comunidad
política dentro de ellos exigir la autoridad de los derechos. Las disputas
por la ciudadanía siempre tenían diferentes bandos, con interpretaciones
de cada uno de ellos sobre los límites y el significado de la ciudadanía. Este
papel estructural de los derechos —el cual principalmente incentivaba la
movilización ciudadana en lugar de actuaciones judiciales— había sido su
aspecto esencial46. Y comoquiera que se diferenciaran en sus fines progra-
máticos, los llamados a los derechos por parte de conservadores, liberales
y radicales estaban relacionados por ser luchas sobre la forma del Estado
nacional y la ciudadanía que se podía ejercer dentro de este. La revuelta
haitiana, para recordar solamente un ejemplo, buscaba tanto la inclusión
de los negros en la ciudadanía a través de la emancipación de los esclavos
como los derechos propiamente dichos, lo cual explica por qué hasta hace

46
Esta afirmación se le debe a Marcel Gauchet, “Les droits de l’homme ne sont pas une politique”,
Le Débat 3 (julio-agosto 1980), reimpreso en La condition politique (Paris: Gallimard, 2007).

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Samuel Moyn 45

muy poco se le consideraba precursora del nacionalismo revolucionario


de la descolonización, no la precursora del movimiento de los derechos
humanos universales del presente.
Aún es posible, por supuesto, revisar nuevamente la historia moderna
de manera selectiva para identificar algunas causas que se parecen más a los
derechos humanos contemporáneos —la campaña contra el comercio de
esclavos y la esclavitud en el mundo, o los llamados para la intervención
que aparecieron frecuentemente durante la caída del Imperio otomano
en oriente y del Imperio español en occidente, las cuales incentivaron
anexiones de territorio o apoyo a movimientos independentistas, algunas
veces en nombre de los oprimidos—47. Pero sorprendentemente, estas
causas casi nunca fueron formuladas en el lenguaje de los derechos. La
solidaridad transnacional de los cristianos con sus correligionarios y el
judaísmo organizado seguramente no ofrecían una retórica universalista48.
Sin embargo, un lenguaje humanitarista más jerárquico (y frecuentemente
religioso) fue más útil para justificar el despliegue de la ayuda misericordio-
sa sin socavar las actividades y proyectos imperialistas con los que estaba
normalmente atada. En lo que respecta a las primitivas pero interesantes
formas de proteger a minorías dispersas al interior de diversos Estados
nacionales mediante tratados internacionales, lo cual inició a finales del
siglo XIX, ellas fueron promovidas para dar protección a los judíos en Eu-
ropa del este, con las grandes potencias condicionando la soberanía de los
poderes más débiles, exigiéndoles un gobierno suficientemente ilustrado.
De manera reveladora, dicho fenómeno fue concebido como si se derivara
de la existencia de un grupo, incluso cuando se estableció con una desarti-
culada supervisión internacional. La búsqueda de garantías de ciudadanía
subnacional fue lo que aquí importó, en lugar de una consagración directa
a nivel internacional de los derechos individuales. Las garantías ciudadanas
se restringieron para los Estados que presuntamente fuesen poco fiables
al momento de proporcionar prerrogativas civiles. Un modelo similar se
convertiría en la principal forma de protección de derechos bajo la Liga de
las Naciones del periodo de entreguerras. Al ser un intento de proteger los
derechos de otros, también presuponía las naciones de otros49.


47
Véase, por ejemplo, Adam Hochschild, Bury the Chains: Prophets and Rebels in the Fight to Free an
Empire’s Slaves (New York: Houghton Mifflin, 2005), Jenny S. Martinez, “Antislavery Courts and
the Dawn of International Human Rights Law”, Yale Law Journal 117, n.° 4 (enero, 2008): 550-641,
o Gary J. Bass, Freedom’s Battle: The Origins of Humanitarian Intervention (New York: Vintage, 2008).
48
Abigail Green, “The British Empire and the Jews: An Imperialism of Human Rights?”, Past and
Present 199 (mayo, 2008): 175-205; Lisa Moses Leff, The Sacred Bonds of Solidarity: The Rise of
Jewish Internationalism in Nineteenth-Century France (Stanford: Stanford University Press, 2006).
49
Cf. Carole Fink, Defending the Rights of Others: The Great Powers, the Jews, and International
Minority Protection, 1878-1938 (2004) y Mark Mazower, “Minorities and the League of Nations
in Interwar Europe”, Daedalus 26, n.° 2 (1997): 47-64.

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46 La última utopía

Al contrario de todos estos ejemplos, durante el periodo anterior a


la Segunda Guerra Mundial, las batallas en Estados Unidos tuvieron una
propensión notablemente mayor a invocar los derechos individuales,
precisamente porque —a diferencia de los llamados a la “humanidad” en
el extranjero y la protección de las minorías en Estados atrasados— aque-
llas pudieron dar por sentada la existencia de un espacio de ciudadanía
incluyente en el que reclamos como estos podían llenarse de significado.
El senador de Massachusetts y líder de los republicanos radicales Charles
Sumner afirmó poco después de la guerra civil estadounidense, en una de
las muy extrañas alusiones al término en inglés antes de la década de los
cuarenta, “nuestra guerra [significa] que las instituciones de nuestro país
están dedicadas para siempre a los derechos humanos, y la Declaración de
Independencia se convierte en letra viva y no una simple promesa”50. Las
luchas domésticas reforzaron, en lugar de romper, la conexión entre los
fundamentos de los derechos y los de la soberanía, y tal como ocurría en
la revolución ello podía tomar una forma violenta.
Todas las luchas por los derechos para nuevos grupos, o las luchas
por nuevos derechos, ilustran claramente el punto. Los reclamos de la era
revolucionaria por la inclusión de las mujeres en la humanidad —y en las
comunidades políticas— tal como la Declaración de los Derechos de la
Mujer y de la Ciudadana de Olympe de Gouge y la Vindicación de los derechos
de la mujer de Mary Wollstonecraft, son ejemplos clásicos. El movimiento
de las mujeres, que se tomó medio siglo más para surgir, realmente hizo de
los derechos algo central en su activismo. El primer derecho en la agenda
fue el derecho a ser ciudadanas y votar. Desde Wollstonecraft, el activismo
feminista tuvo de seguro fines más generosos; y luego de la adquisición del
voto en la esfera angloamericana con posterioridad a la Primera Guerra
Mundial, los derechos sociales y las condiciones más profundas de la ciu-
dadanía de las mujeres definieron el movimiento. Dado el rol único de la
mujer en la reproducción y en la crianza de los hijos, las primeras críticas
insistieron en que el Estado tenía que ir más allá de la inclusión en forma
de participación electoral para enfrentar las estructuras endémicas de la
dependencia. Esta profundización de las premisas de la ciudadanía, sin
embargo, no implicaba automáticamente la expansión de sus fronteras.
La misma conexión de los usos de los derechos con la definición de la
ciudadanía puede afirmarse con la misma intensidad para todas las campa-
ñas de todo tipo de “derechos sociales” desde que fueron articuladas como
derechos por primera vez en la Revolución francesa. Por un largo periodo
de tiempo, dichas protecciones fueron entendidas particularmente como

50
Citado en David Donald, Charles Sumner and the Rights of Man (New York: Alfred A. Knopf,
1970), 423.

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Samuel Moyn 47

derechos de los trabajadores y fueron buscadas a través de luchas domés-


ticas. En la Revolución francesa, los derechos sociales —siguiendo varios
proyectos del Antiguo Régimen para dar trabajo a los más necesitados—
desde un principio fueron tenidos en cuenta y aparecieron de manera
prominente en la segunda Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1793 (año I de la Revolución)51. Este radicalismo político
cambió el debate a punto tal de incorporar “los comienzos de un lenguaje
de seguridad social basado en la ciudadanía”, y por ende presuponiendo la
inclusión comunal al igual que los derechos universales desde un primer
momento52.
Después de la Revolución, Charles Fourier en Francia y John Thelwall
en el Reino Unido intentaron extender los derechos naturales al trabajo
y al salario.
¡Cuán grande es la impotencia de nuestros actos sociales —escribía Fourier
alrededor de 1806— que no pueden proveer al pobre de una subsistencia
decente y proporcionada a su educación, para garantizarle el primero de
los derechos naturales, el derecho al trabajo! Por estas palabras, derechos
naturales, no entiendo las quimeras conocidas bajo el nombre de libertad,
igualdad. […] ¿Por qué la política se burla de estos desgraciados dándoles
derechos de soberanía, cuando no piden más que derechos de servidum-
bre, el derecho a trabajar para el placer de los ociosos?53

Una generación más tarde, cuando la idea del derecho al trabajo volvió,
lo hizo con un atuendo similar.
Haremos mucho más por la felicidad de las clases más bajas —escribía
el socialista utópico Victor Considérant— para su real emancipación y
verdadero progreso, garantizando a estas clases un trabajo bien remune-
rado en lugar de la consecución de derechos políticos y una soberanía
insignificante para ellos. El derecho más importante para la gente es el
derecho al trabajo.54


51
Sorprendentemente, en su discusión sobre la “invención de los derechos humanos”, Lynn Hunt
omite siquiera mencionar el derecho de propiedad o la articulación de los derechos sociales de
1793. Véase Jean-Pierre Gross, Fair Shares for All: Jacobin Egalitarianism in Practice (1997), 41-46,
64-72 y cap. 6. Sobre el derecho al trabajo, véase Pierre Rosanvallon, The New Social Question:
Rethinking the Welfare State (Princeton: Princeton University Press, 2008), cap. 5.
52
Gareth Stedman Jones, An End to Poverty? A Historical Debate (New York: Columbia University
Press, 2003), 13.
53
Charles Fourier, El extravío de la razón demostrado por las ridiculeces de las ciencias inciertas
(Barcelona: Grijalbo, 1974), 80-81. Sobre Thelwall, véase Gregory Claeys, The French Revolution
Debate in Britain: The Origins of Modern Politics (New York: Palgrave Macmillan, 2007).
54
Citado en Jonathan Beecher, Victor Considerant and the Rise and Fall of French Romantic Socialism
(Berkeley: University of California Press, 2001), 143. Véase igualmente para otras articulaciones
en Francia a Pierre Rosanvallon, The New Social Question: Rethinking the Welfare State (Princeton:
Princeton University Press, 2000).

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48 La última utopía

En la Revolución de 1848 en Francia, organizar el gobierno para que


crease actividades útiles, como en los talleres nacionales, era un fin altamente
relevante. En todos los casos, como T. H. Marshall clásicamente acuñó, los
logros de los derechos sociales fueron primeramente y sobre todo revisiones
de la ciudadanía en el Estado —no la trascendencia más allá del Estado—55.
En otros términos, la elección era entre el temprano ideal del Rechtsstaat
y el generalmente tardío Sozialstaat, como los llamaron los alemanes: un
movimiento del Estado basado en el imperio de la ley a un Estado basado
en el bienestar, cada uno compartiendo la premisa común de la inclusión.
A pesar de todas estas iniciativas, las protecciones de la propiedad
continuaron siendo, de lejos, el reclamo de derechos más persistente e
importante en teoría y en el derecho (incluyendo el derecho constitu-
cional) a lo largo del siglo XIX y de la historia moderna. En respuesta, los
movimientos sociales, en su búsqueda de nuevos términos de inclusión,
fueron frecuentemente forzados a posicionarse ellos mismos en contra de
los derechos en lugar de simplemente proponer nuevos. El conservatismo
del libre mercado, después de todo, pudo y de hecho hizo de los derechos
humanos su propio grito de guerra poderoso. El hecho de que conceptos
como “derechos naturales” y “derechos del hombre” se convirtieran en
los mejores argumentos que los conservadores podían encontrar durante
la crisis económica del periodo de entreguerras para apoyar la libertad
contractual y la inmunidad de la propiedad de cara a regulaciones sociales
—así como el hecho de que estos conceptos fueran asediados por más de
medio siglo antes de la invención de los derechos humanos— es un capítulo
fundamental de la historia moderna de las ideologías56. En Estados Unidos,
un jurista conservador como Stephen Fuel podía constantemente invocar
los derechos naturales y el dios de la naturaleza como una suerte de magia
talismánica, incluso cuando identificaba cada vez más la promoción de
estos derechos con la defensa del capitalismo frente a la intrusión del Esta-
do57. Esta severa interrupción en la trayectoria histórica de los derechos del
hombre entre la era de la revolución y la fundación de las Naciones Unidas
es siempre omitida en los intentos de reconstruir la historia de los derechos
humanos como una celebración porque es un episodio que simplemente no
encaja. Como el principal papel de los derechos era establecer un espacio

55
T. H. Marshall, “Citizenship and Social Class”, en Citizenship and Social Class, and Other Essays
(1950).
56
Véase, por ejemplo, Edward S. Corwin, “The ‘Higher Law’ Background of American
Constitutionalism”, Harvard Law Review 42, n.° 2 (diciembre 1928): 149-85, y 42, n.° 3 (enero
1929): 365-409.
57
Véase Robert Green McCloskey, American Conservatism in the Age of Enterprise, 1865-1910
(Cambridge: Harvard University Press, 1951), cap. 5. Véase igualmente Richard A. Primus, The
American Language of Rights (1999), el cual aparentemente deja por fuera esta época.

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Samuel Moyn 49

de ciudadanía para diversos actores que se disputaban su significado, los


derechos eran una herramienta para la igualdad de oportunidades.
El éxito competitivo de los proponentes del laissez-faire al acudir a los
“derechos del hombre” significaba que sus críticos frecuentemente escogían
el camino de atacar los derechos por considerarlos abstracciones y no bienes
sociales concretos. El ataque progresista contra el laissez-faire estaba muy lejos
de ser siempre o solamente la proclamación de nuevos derechos que dejasen
intacto el propio concepto de derechos. En este sentido, sería difícil señalar
con seguridad si la larga lucha moderna por protecciones sociales se debía
contar como un avance o un retroceso desde el punto de vista del lenguaje de
los derechos. En efecto, ya Fourier y Considérant señalaban desde un principio
que la afirmación de un derecho al trabajo era un desafío significativo al for-
malismo de los derechos y no solamente un nuevo ítem en la lista. Filósofos
como Green complementaron la libertad negativa frente al Estado con la
libertad positiva de la inclusión estatal; un institucionalista como Robert Hale
desmistificó pioneramente los derechos naturales como productos sociales,
mientras que un realista como Wesley Hohfeld mostró que, en lugar de ser
entidades metafísicas sacrosantas, eran una construcción compleja y desorde-
nada que sistemáticamente concedían una serie de reclamos y determinaban
responsabilidades. A pesar de ser diferentes en sus particularidades, todas estas
visiones empezaban con un distanciamiento consciente de la autosuficiencia
o incluso de la creencia en los “derechos individuales”.
Estas variadas críticas, asociadas con el nuevo liberalismo británico
y seguidas por el pragmatismo y realismo estadounidenses, socavaban el
concepto de derechos individuales venerado por los defensores de la liber-
tad contractual en una perspectiva de lejos más progresista, desplazando
el análisis de las retrógradas abstracciones individualistas hacia los bienes
sociales concretos. Y ellas eran particularmente angloamericanas sola-
mente en la medida en que típicamente aparecían bajo un ropaje liberal.
Fuera de la esfera angloamericana, los ataques similares contra la metafísica
individualista fueron incluso más lejos. A medida que se desvanecía el
siglo XIX, y al tiempo que la soberanía del Estado abstracto apareció para
una nueva crítica, una nueva revuelta poderosa contra la “metafísica de
los derechos” se dirigió también contra el individuo abstracto en nombre
de la integración social y el bienestar. Los argumentos más interesantes a
este respecto vinieron del teórico solidarista francés León Duguit, quien
argumentó que las ideas de la personalidad del Estado y la personalidad
del individuo estaban atadas mutuamente y debían entonces caer juntas58.


58
Véase, de manera más accessible, Léon Duguit, “Law and the State”, Harvard Law Review 31, n.°
1 (noviembre, 1917): 1-185 y “Objective Law”, Columbia Law Review 20, n.° 8 (diciembre, 1920):
817-31. Compárese para ver la punta del iceberg de los regímenes antiliberales del siglo XX y los

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50 La última utopía

Dada la relación de larga data entre los derechos individuales y el Estado


soberano, esta no era una conclusión irrazonable; todavía no se le ocurría
a nadie afirmar que uno de ellos estaba por encima o contra el otro. Incluso
los llamados por nuevos derechos para nuevos pueblos frecuentemente
cedían el paso a la tendencia de criticar el individualismo atomista en
nombre de la unidad social. Por ejemplo, al finalizar el siglo XIX, las fe-
ministas francesas articularon reclamos por la igualdad de las mujeres en
nombre del mejoramiento social colectivo, en lugar de hacerlo basado en
las prerrogativas otorgadas por los derechos59. De modo similar, la histo-
ria de los movimientos de los trabajadores muestra que no hay forma de
darle crédito a estos últimos por hacer avanzar los derechos, a menos de
que se omita mencionar que sus reclamos, tal como los de muchos otros,
frecuentemente requerían una crítica al propio concepto de los derechos.
Existía otra tradición de los derechos entre los derechos revoluciona-
rios y los derechos humanos, que era tan diferente de ellos como ellos entre
sí: el liberalismo libertario. El hecho de que fuera una ciudadanía limitada
la que daba sentido a los derechos políticos afectaba los orígenes de este
nuevo concepto. Mientras que figuras icónicas como John Wilkes, quien
se opuso a que el Estado pisoteara las preciadas libertades de expresión y
de imprenta, fueron activas en el siglo XVIII —y algunos de sus amigos
incluso fundaron la Sociedad de los Defensores de la Carta de Derechos
para pagar sus deudas— la institucionalización del activismo alrededor
de las libertades civiles ocurrió solo a finales del siglo XIX en Francia, y
luego en la época de la Primera Guerra en Gran Bretaña, Estados Unidos y
Alemania. Las organizaciones permanentes establecidas en ese entonces,
como la Ligue des Droits de l’Homme y la American Civil Liberties Union, en
efecto, invocaron principalmente las libertades de expresión, imprenta y
asociación contra el Estado que los había traicionado. Además ayudaron a
desarrollar nuevos mecanismos para restringir las acciones del Estado —en
Estados Unidos a través de jueces constitucionales— como alternativas a su
derrocamiento revolucionario o a renovaciones drásticas. Sin embargo, tal
como los derechos de la era revolucionaria, las libertades civiles derivaron
su autoridad ideológica y premisas culturales del Estado nación. Todos estos
grupos basaron sus reclamos no en un derecho universal sino en unas tra-
diciones nacionales de libertad presuntamente profundas. Los activistas de
las libertades civiles eran parte de un fenómeno común que se extendió por
diferentes lugares hacia la misma época, y eran frecuentemente internacio-
nalistas en sus sentimientos. Pero estaban lo suficientemente atados a los

derechos sociales con: Pedro Ramos Pino, “Housing and Citizenship: Building Social Rights in
Twentieth Century Portugal”, Contemporary European History 18, n.° 2 (mayo, 2009): 199-215.
59
Véase Joan Wallach Scott, Only Paradoxes to Offer: French Feminists and the Rights of Man
(Cambridge: Harvard University Press, 1996), cap. 4.

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Samuel Moyn 51

derechos de la era revolucionaria como para restringir abrumadoramente


no solo sus apelaciones retóricas a los valores nacionales sino su activismo
en el ámbito doméstico (algunas veces incluyendo, en los casos europeos,
los espacios imperiales de sus Estados)60. Por muchos años, los partidarios
de las libertades civiles primordialmente miraron hacia adentro, en lugar
de hacerlo hacia afuera para registrar el sufrimiento de la gente alrededor
del mundo. Por ello no encendieron la llama que llevara a la creación de
los derechos humanos internacionales ni como idea ni como movimiento.
Si la conexión umbilical entre los derechos y la ciudadanía es la ca-
racterística central de la historia de los derechos, entonces la pregunta
natural es cuándo y por qué los derechos incorporaron cualquier tipo de
impulso más allá del Estado nacional como el espacio que alguna vez les
dio su sentido de manera tan exclusiva. Lo que es quizá más sorprendente
de registrar es que el ascenso del espacio internacional en la segunda mitad
del siglo XIX no tuvo efectos en el marco nacional en el que los derechos
eran valorados —cuando excepcionalmente eran invocados—. A pesar
de que Bentham había acuñado el término “internacional” desde 1780,
el ascenso de la internacionalización en la forma de una integración eco-
nómica y reglamentaria, de la mano de una variedad de otros proyectos
internacionalistas, en su mayoría tuvieron que esperar la revolución de las
comunicaciones y los medios de transporte después de 1850. Este proceso
cubrió lo divino y lo humano —desde sindicatos postales hasta métodos
policiales, desde famosas exhibiciones internacionales (que datan desde
1855) hasta los Juegos Olímpicos (que datan desde 1896)—. Casi nunca
implicando la abolición absoluta del Estado, la internacionalización pro-
veía con frecuencia únicamente un gran escenario para que ella misma se
mostrara. De hecho, a finales del siglo XIX, el auge de un nuevo espacio
internacional estaba unido al florecimiento de un tipo más chovinista del
nacionalismo que, luego de la era de Mazzini, predominó en todo el mundo
(más adelante, hubo incluso algo como el internacionalismo fascista)61.
La nueva esfera internacional del tardío siglo XIX hizo posible el ac-
tivismo internacionalista, impensable anteriormente. Desde esa era, este
“internacionalismo” ha sido el universalismo moderno dominante y presu-
pone la existencia de las naciones aunque buscando su interdependencia.

60
Véase, por ejemplo, William D. Irvine, Between Justice and Politics: The Ligue des Droits de
l’Homme, 1898-1945 (Stanford: Stanford University Press, 2007); Paul L. Murphy, World War I
and the Origins of Civil Liberties in the United States (New York: W.W. Norton & Company, 1978);
y K. D. Ewing y C. A. Gearty, The Struggle for Civil Liberties: Political Freedom and the Rule of Law
in Britain, 1914-1945 (Oxford: Oxford University Press, 2001).

61
Hidemi Suganami, “A Note on the Origin of the Word ‘International’”, British Journal of International
Studies 4 (1978): 226-32. Cf. Hannah Arendt, “The Seeds of a Fascist International”, en Essays in
Understanding, 1930-1954, ed. Jerome Kohn (New York: Houghton Mifflin Harcourt P., 1994).

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52 La última utopía

Luego de 1870 aproximadamente, las organizaciones y ligas internacio-


nales empezaron a brotar, algunas de ellas priorizando la promoción de
una nueva conciencia global. Empezando en la década de 1870, una o dos
fueron fundadas cada año, y luego llegaron a ser cerca de cinco cada año
en las décadas anteriores a 1914 y cerca de diez al año entre las dos guerras
mundiales62. Algunas veces parece como si el internacionalismo serviría a
cualquiera —desde los aristócratas hasta los burócratas, desde trabajadores
hasta abogados— y sin embargo ninguno de ellos movió la noción de los
derechos al ámbito internacional y mucho menos buscó su legalización
por encima del Estado63. A pesar de que un movimiento como el de las
mujeres, basado genéricamente en los derechos, tomó una dimensión in-
ternacional, su internacionalismo era sobre compartir técnicas y construir
confianza para la agitación nacional y no trataba de convertir el propio
espacio global en un lugar para la invención y la reforma, a excepción de
la búsqueda de la paz internacional.
El socialismo internacional sigue siendo quizá el caso más impor-
tante para poder entender por qué la expansión del internacionalismo
y la explosión de los derechos no necesitaban estar conectados, lo cual
de hecho ocurrió. Mientras que desde hacía tiempo había sido posible
articular las preocupaciones sociales como reclamos de derechos, ello no
era inevitable y tampoco era común hacerlo. Empezando con los orígenes
del socialismo organizado como un proyecto político al principio del siglo
XIX, los diversos movimientos típicamente parecían dirigirse mucho más
hacia la transformación utópica. Y cualquiera que fuera la invocación de
los derechos por los movimientos marxistas que siguieron, el propio Karl
Marx fue el pionero en lo que se convirtió la manera prevalente y tradi-
cional para argumentar por un mundo mejor en el que los derechos del
hombre seguían siendo un problema y no la solución. Marx adoptó un
escepticismo general sobre los derechos en relación con el avance de las
preocupaciones de los trabajadores a punto de llegar a su absoluto repu-
dio. Su texto temprano, “Sobre la cuestión judía”, ofrecía una crítica del
Estado capitalista moderno como un espacio para la libertad, en el cual la
abstracción de los derechos era usada para evitar una libertad “real”. Como
otros críticos posteriores del formalismo, Marx atacó conjuntamente los

62
Véase Annuaire des organisations internationales (Geneva, 1949), al igual que Martin H. Geyer y
Johannes Paulmann, eds., The Mechanics of Internationalism: Culture, Society and Politics from
the 1840s to World War I, (Oxford: Oxford University Press, 2001).
63
El colapso reciente de la frontera entre los derechos humanos y el humanitarismo ha llevado
a los argumentos en favor de la continuidad de los dos a girar alrededor de los eventos del
derecho de la guerra –el cual, comoquiera que se le considera, considera la “humanización”
de las acciones de guerra para los soldados involucrados sin ninguna base para apelar a los
“derechos del hombre”–.

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Samuel Moyn 53

Estados y los derechos reconociendo su atadura umbilical; y si él apelaba


más allá a un orden global, era en nombre del comunismo que requería
trascender los derechos individuales.
Aunque sería tentador reputar el ascenso del socialismo “científico” de
Marx como desastroso para la posibilidad de un socialismo liberal basado
en los derechos, un movimiento de este tipo terminó siendo un competidor
demasiado pequeño64. Incluso los socialismos reformistas de finales del
siglo XIX, que resolvieron jugar bajo las reglas de la democracia parlamen-
taria en lugar de buscar una revolución violenta, soñaban con otras utopías
más amplias que no apelaban a los derechos del hombre. Las carreras de
los “revisionistas” Eduard Bernstein en Alemania, los fabianos en Gran
Bretaña, e incluso Jean Jaurès en Francia —el socialista extraordinario
que veneraba la Revolución francesa y sostenía, como muchos otros, que
ella era premonitoria del utopismo socialista y no del internacionalismo
jurídico— ilustran este punto de manera clara65. Le droit du pauvre est un mot
creux, el himno de los trabajadores y, más tarde, de los comunistas signifi-
cativamente daba un título apropiado a los dictámenes de la Internacional.
“El derecho de los pobres es una frase vacía”66. Incluso cuando negaba darle
a los derechos un protagonismo, el socialismo sin embargo hizo más que
cualquier otro movimiento para promover el internacionalismo como una
causa política, empezando con la Asociación Internacional de Trabajadores
(1864-1876) y continuando con la Segunda Internacional (1889-1914)67.
Las historias contemporáneas del internacionalismo en las postrimerías
del siglo XIX están todavía radicalmente incompletas. Pero sí parece claro
que incluso la palabra internacionalismo (especialmente al escribirla en
mayúsculas) vino a ser asociada frecuentemente con el socialismo inter-
nacional, y que las formas liberales de internacionalismo —como el nuevo
derecho internacional, con sus actitudes comparativamente respetuosas
respecto de la soberanía estatal— se desarrollaron principalmente en una
abierta competencia ideológica con su aterrador rival socialista68.

64
Cf. Monique Canto-Sperber and Nadia Urbinati, eds., Le socialisme libéral: Une anthologie (Paris:
Esprit, 2003).
65
Véase Madeleine Rébérioux, “Jaurès et les droits de l’homme”, Bulletin de la Société d’Etudes
Jaurésiennes, nos. 102-103 (julio, 1986).
66
Tal como Leszek Kolakowski señala, la traducción alemana de la (originalmente francesa) letra
usaba la frase “die ‘Internationale’ erkämpft die Menschenrecht” para que rimara y no por
cuestiones ideológicas. Leszek Kolakowski, “Marxism and Human Rights”, Daedalus 112, n.° 4
(otoño, 1983): 81.

67
La completa omisión de este hecho básico sigue siendo quizá la característica más sorprendente
de las historias escritas recientemente que contextualizan el internacionalismo contemporáneo.
Véase especialmente Akira Iriye, Global Community: The Role of Inter-national Organizations in the
Making of the Modern World (Berkeley: University of California Press, 2002).
68
Martti Koskenniemi, The Gentle Civilizer of Nations: The Rise and Fall of International Law (2001),
67-76.

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54 La última utopía

Aunque trataron más que otros, incluso los socialistas más interna-
cionalistas de finales del siglo XIX, a la larga, no pudieron escapar a la
fuerza gravitacional del Estado y la nación, tal como el camino hacia 1914
—cuando los partidos socialistas europeos se fueron a la guerra— haría tan
gráficamente evidente. No obstante, su ejemplo muestra que para que el
cosmopolitismo fuera definido como la supremacía e internacionaliza-
ción de los derechos, otras utopías tenían que ser dejadas atrás. Tal como
la diversidad premoderna de los universalismos, la historia de los años
siguientes mostraría que una amplia gama de internacionalismos estaba
disponible; sus crisis vinieron a crear las condiciones para los derechos hu-
manos internacionales. Si los derechos humanos ahora definen de manera
integral el cosmopolitismo a punto de que aparentan ser su única forma
posible, esto no se debe a su herencia antigua. Incluso durante el nacimiento
del internacionalismo en el siglo XIX los derechos humanos no estaban en
el horizonte. Esto no se derivaba de algún tipo de fracaso intelectual o de
inexplicable oposición —la cual claramente no iba a ocurrir en la larga era
de los derechos del hombre como criaturas del Estado, y continuaron sin
ser afectados por nuevos patrones de relaciones con otros Estados que la
internacionalización empezó a traer—. Las personas que vivían en el pasado
no estaban ciegas o confundidas simplemente por no tener las creencias que
más tarde aparecerían o por no haberse embarcado en los proyectos contem-
poráneos69. En su lugar, los derechos humanos fueron creados por eventos
no anticipados que sucedieron más adelante y socavaron los presupuestos
previos. Esos eventos ocurrieron hace solo una generación.
Al criticar lo que llamaba el “ídolo de los orígenes”, el famoso his-
toriador Marc Bloch planteó inmejorablemente el punto esencial70. Es
tentador asumir que el goteo de la nieve derretida de las montañas es la
fuente de toda el agua en una inundación que se produce río abajo, cuan-
do, de hecho, la inundación depende de los nuevos afluentes que hacen
crecer al río. Estos últimos pueden no verse por estar incluso bajo tierra,
y vienen de un lugar distinto a la montaña. Incluso la continuidad que
existe depende de algo innovador y la persistencia de los aspectos antiguos

69
Véase por ejemplo Lloyd Kramer, quien dice anacrónicamente que “la mayoría de los nacio-
nalistas liberales de principios del siglo XIX […] resaltaron la conexión entre los derechos
universales y la independencia nacional sin reconocer íntegramente cómo los reclamos
nacionales podían pasar por encima de otros reclamos por los derechos universales”. Kramer,
Lafayette, 255-56. El que esta intuición no estuviese disponible no es una falla de su parte
sino una pista sobre las condiciones bajo las cuales “los derechos humanos universales” se
volvieron relevantes más adelante. Con un anacronismo similar, Louis Henkin concluyó su
libro The Rights of Man Today (Boulder: Westview, 1978), 137, discutido más adelante en el
capítulo 5 de este libro, señalando: “Paine proclamó los derechos del hombre en la sociedad
nacional [pero] hubiera celebrado el advenimiento de los derechos humanos”.
70
Véase Marc Bloch, Apología para la historia o el oficio del historiador (México: FCE, 1996), cap. 1.

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Samuel Moyn 55

se debe a causas nuevas a medida que el tiempo pasa. En lo que respecta a


los derechos humanos, estos no son una corriente continua y persistente
sino una sorprendente marejada que debe ser explicada. Dejando a un lado
los posibles mitos, los derechos humanos son algo nuevo en un mundo
que transformó radicalmente las viejas corrientes —incluso la propia idea
de derechos existente hasta ese entonces—, a punto de volverlas irrecono-
cibles, gracias a circunstancias sin precedentes y como resultado de unas
causas insospechadas.
De hecho, ya entrado el siglo XX, el lazo general entre los derechos
y el Estado nación permaneció relativamente exento de problemas a
pesar de la existencia de unas voces tempranas en su contra. El Estado y
sus proyectos ahora son comprendidos con cierto grado de sospecha. Sin
embargo, en una mirada de largo alcance, la búsqueda de los derechos
más allá del Estado tuvo un precio considerable: la pérdida del espacio
incluyente derivado de la membresía que el Estado específicamente, e
incluso los imperios, habían proveído de alguna manera. Después de la
Segunda Guerra Mundial, Arendt fue una de las primeras en preocuparse
que el concepto de “derechos humanos” no presuponía algo compara-
ble, y por ende no proveía nada comparable, a la membresía al Estado o
al imperio —y que como había ocurrido en la historia del mundo hasta
allí, “el mundo no halló nada sagrado en la abstracta desnudez del ser
humano”71—. Si los derechos humanos no daban cuenta de su separación
de la vieja idea de los derechos, seguirían siendo insignificantes o incluso
contraproducentes.
El hecho de que Arendt escribiera muestra que realmente había al-
gunos que esperaban poner los derechos por encima del Estado nación al
finalizar la Segunda Guerra Mundial. El problema es que era un momen-
to poco propicio para hacerlo, sobre todo porque la mayoría del mundo
—especialmente el mundo colonial— todavía quería los propios Estados
naciones, cuyas desconsideradas pugnas habían llevado a la ruina a los
inventores europeos de esta forma política. Aunque en inglés el término
fue elevado a un nuevo significado potencial, la década de los cuarenta no
iba a ser todavía la hora de los “derechos humanos”. Y cuando entraron
en la conciencia popular décadas después, ello no fue a través del tipo de
utopismo político que desde hacía mucho había disparado la búsqueda
moderna del Estado nación, sino a través del desplazamiento moral de lo
político. La verdadera clave para la interrumpida historia de los derechos,
entonces, está en la movida de la política estatal a la moralidad global, la
cual hoy define las aspiraciones contemporáneas.

Arendt, Orígenes, 249; cf. Giorgio Agamben, Homo Sacer: el poder soberano y la nuda vida (Valencia:
71

Pretextos, 1998), 160-162.

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Última utopía_03.indd 56 17/12/2015 17:02:59
La última utopía
Los derechos humanos en la historia
Se terminó de imprimir en el mes de diciembre del 2015,
en los talleres de Javegraf, Bogotá, D. C., Colombia.
Compuesto con tipos Stone serif y Stone sans serif
e impreso en marfil de 75g.

Última utopía_03.indd 340 17/12/2015 17:03:13


Sa m u e l M o yn

Otros títulos de la Editorial Este libro es una fascinante invitación a repensar las formas en las que concebi- Profesor de la Escuela de Leyes
Pontificia Universidad Javeriana: mos el origen, el legado y las implicaciones de los derechos humanos. En un re- de la Universidad de Harvard. Doctor
corrido cuyo eje es la historia intelectual, Samuel Moyn va destruyendo algunos en Historia Europea Moderna de la
Derecho penal de enemigo de los mitos más comunes sobre el origen de los derechos humanos: las concep- Universidad de California (Berkeley) y
en la Violencia ciones de los derechos de las revoluciones liberales, de la segunda posguerra abogado de la Universidad de Harvard.
(1948-1966) y de los movimientos de descolonización de la década de los sesenta son muy
LA ÚLTIMA

LA ÚLTIMA UTOPÍA  SAMUEL MOYN


Fue maestro del Departamento de Historia
Gustavo Emilio Cote Barco diferentes a nuestro entendimiento contemporáneo de los derechos humanos. de la Universidad de Columbia hasta el
Moyn sostiene que los derechos humanos son una creación muy reciente, de la

UTOPÍA
año 2014. Sus temas de investigación
Regeneración o catástrofe década de los setenta, cuando surgieron como una noción efectiva para trascen- gravitan alrededor de la teoría del
Derecho penal mesiánico durante der la soberanía estatal y formar un lenguaje moral que pretendía escapar del derecho, la historia intelectual y el derecho
el siglo XIX en Colombia radicalismo político propio de la Guerra Fría. Esta propuesta de revisión histórica

LOS DERECHOS
internacional de los derechos humanos.
Juan Felipe García Arboleda sobre el surgimiento de la conciencia contemporánea de los derechos humanos Entre sus publicaciones más representativas
da luces sobre las ganancias y pérdidas que se derivan de utilizar este lenguaje se encuentran Christian Human Rights
ESTADOS DE EXCEPCIÓn
y democracia liberal
en nuestros reclamos políticos contemporáneos.
HUMANOS (University of Pennsylvannia Press, 2015),
Human Rights and the uses of history
en Am érica del Sur:

EN LA HISTORIA
(Verso, 2014) y el texto aquí traducido Last
Argentina, Chile y Colombia (1930 - 1990) Utopia. Human Rights in History (Harvard
Jorge González Jácome University Press, 2010).

Samuel Moyn

Trad u c c ión d e J org e G on zá l e z Já c om e

colección • fronteras • del • derecho

Cubierta_laúltimautopía_PURPLEHAZE.indd 1 12/10/15 10:44 AM

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